Está en la página 1de 88

El rey Lear

William Shakespeare
Título original: King Lear
Diseño y maquetación: José Delicado
Realización digital: Mila Recio
Traducción y edición: Clara Pauel
Preimpresión: Marta Alonso

© SUSAETA EDICIONES, S.A.


C/ Campezo, 13 - 28022 Madrid
Tel.: 91 3009100/913009102
ISBN: 978-84-677-2680-0
www.susaeta.com

Cualquier forma de reproducción o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la
autorización del titular del copyright. Diríjase además a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Contenido
Introducción al autor y su obra

El Rey Lear

ACTO I

ACTO II

ACTO III

ACTO IV

ACTO V
Introducción al autor y su obra

El genio de las letras inglesas nació en el mes de abril de 1564 en el pueblecito de Stratford upon
Avon, 167 kilómetros al noroeste de Londres. Era hijo de un comerciante acomodado que más
adelante tuvo dificultades económicas, lo que quizá fue uno de los motivos de que William
abandonara pronto los estudios. En Stratford vivió sus primeros años y se casó a la temprana edad de
18 con Anne Hathaway, con quien tuvo en 1583 una hija, Susanna, y dos gemelos, Hamnet y Judith, en
1585. Muy poco después abandonó su ciudad natal y la siguiente noticia que se tiene de él es siete
años más tarde, en 1592, ya en Londres, como actor y poeta conocido.
Es seguramente uno de los artistas cuya vida y obra han sido más investigadas. Sin embargo,
contrasta la abundante obra escrita que ha llegado hasta nosotros con los pocos documentos sobre su
vida. Esto, unido al alcance desaforado de su fama, ha dado lugar a las más peregrinas teorías sobre
su vida privada, su opción sexual e incluso la «verdadera» autoría de sus obras.
Es posible que su originalidad deba mucho, además de a su genio, al hecho de que fuera un gran
lector, sin estudios universitarios, lo que le dio la libertad de leer lo que caía en sus manos, sin
influencias canónicas determinadas.
En Londres trabajó como actor, autor teatral y más tarde copropietario de la compañía Lord
Chamberlain’s Men, que empezó a hacer sus representaciones en The Globe, el teatro construido en
1599 a las afueras de Londres y entre cuyas paredes se representarían las grandes obras de
Shakespeare. El teatro isabelino era un género en auge, patrocinado por los nobles. No había fiesta o
conmemoración sin la representación de una obra de teatro. Aunque cuando nuestro autor llegó a la
ciudad aún era un género muy rudimentario, cercano a los autos, misterios y moralidades medievales,
Shakespeare lo sacó del medievo y lo llevó hasta las más altas cimas renacentistas. Más tarde fue
accionista de The Globe y de Blackfriars. El 29 de junio de 1612 se incendió el teatro The Globe, y
con él los manuscritos de Shakespeare. Muy pronto, los socios participaron económicamente en su
reconstrucción.
En veintidós años, entre 1590 y 1612, compuso la impresionante obra (poesía y al menos
dieciséis comedias, diez tragedias y diez dramas históricos) que le hizo inmortal. Durante sus últimos
años se retiraba temporadas en Stratford, donde fue comprando múltiples propiedades. Esto contrasta
con las estrecheces que sufrió Cervantes, a pesar de que también fue un autor admirado y famoso en
vida.
Hay que tener en cuenta que las obras estaban pensadas para representarse, por lo que
Shakespeare no vio publicadas todas las que llevó a escena. En 1623 sus amigos lo hicieron en un
volumen conocido como First Folio, que tenía por título Mr. William Shakespeare’s Comedies,
Histories and Tragedies.
Murió con 52 años el 23 de abril de 1616, el mismo día que Cervantes; en realidad 10 días
después, ya que esta fecha pertenece al calendario juliano, y equivalía al 3 de mayo del calendario
gregoriano.
Dos de las primeras obras publicadas por Shakespeare son dos poemas, Venus y Adonis (1593) y
El rapto de Lucrecia (1594), ambos de tema clásico. Sólo con la poesía, y más concretamente
gracias a sus 154 sonetos, habría pasado a la posteridad, ya que constituyen una de las colecciones
líricas más hermosas de la lengua inglesa.
Los personajes de sus comedias y tragedias se han convertido en paradigma de las pasiones
humanas: los celos (Otelo), el amor (Romeo y Julieta), la avaricia y la justicia (El mercader de
Venecia), la duda, la venganza, el remordimiento (Hamlet), o la traición y la ambición (Macbeth).
Como en nuestro Cervantes, sus obras han roto las fronteras literarias para convertirse en referentes
éticos de la humanidad.
La tragedia que el lector tiene entre sus manos, El rey Lear, fue una obra de plenitud (1604-
1605), escrita tras las alegres comedias de juventud y después de algunas de sus tragedias; nueve
años después de Romeo y Julieta, cinco después de Hamlet y al año siguiente de Otelo. Se
representó el 26 de diciembre de 1606, día de San Esteban.
El rey Lear decide ceder en vida a sus hijas todos sus bienes y obligaciones. Primero piensa en
dividir el reino en tres partes equitativas, pero tras preguntarles a sus hijas el alcance de su amor
filial, decide que la respuesta de la menor no le satisface, desheredándola y repudiándola. Pronto se
verá que fue la única contestación sincera y que las dos hijas mayores lo van relegando como un
trasto viejo, echándole finalmente a la calle en medio de una temerosa tormenta. La tragedia está
servida.
La historia está inspirada en una leyenda celta, reproducida hacia 1135 en la Historia Regum
Britanniae, de Godofredo de Monmouth, y la Crónica de Raphael Holinshed, impresa en 1597 y que
debió de conocer nuestro autor. La pregunta que hace el rey Lear a sus hijas, y que da pie a la
tragedia, referente al amor que le tienen, aparece también en un cuento folklórico europeo, Las tres
hijas del rey. En éste, la honesta e ingeniosa respuesta de la hija menor es que lo quiere «como a la
sal»; el rey se ofende de que lo tenga en tan poco como este común mineral, hasta que se da cuenta de
que ninguna comida es apetecible sin la adición de un poco de sal.
Los temas de la obra pueden resumirse en el amor paterno filial, la importancia de los actos más
que las palabras (como resume el dicho «obras son amores, y no buenas razones»), y quizá la
equivocación de renunciar a los bienes en vida a favor de los hijos.
La historia de las desventuras de este rey se entremezcla con otra paralela y que va a influir
grandemente en ella: la de la envidia, protagonizada por el hijo ilegítimo del conde de Gloucester,
Edmundo, que desea todo lo que tiene su hermano, el legítimo Edgardo, y para conseguirlo trama una
patraña para desvirtuarlo frente a su padre, que pone precio a su cabeza. No culmina con ello su
ambición Edmundo, seduciendo además a las dos hijas mayores del rey con las oscuras intenciones
de llegar a ser finalmente coronado, teniendo un papel importantísimo en el desenlace de la tragedia.
Obras de Shakespeare
Comedias: La comedia de las equivocaciones; Los dos hidalgos de Verona; Trabajos de amor
perdidos; El sueño de una noche de verano; El mercader de Venecia; Mucho ruido y pocas
nueves; Como gustéis; Las alegres comadres de Windsor; A buen fin no hay mal principio;
Medida por medida; Pericles; Cuento de invierno; La tempestad; La fierecilla domada; Noche de
Reyes, Los dos nobles caballeros (escrita con John Fletcher).
Tragedias: Tito Andrónico; Romeo y Julieta; Julio César; Hamlet; Troilo y Crésida; Otelo; El
rey Lear; Macbeth; Antonio y Cleopatra; Coriolano; El timón de Atenas, Cimbelino.
Dramas históricos: Eduardo III (autoría dudosa); Enrique VI; Ricardo III; Ricardo II; Enrique
IV; Enrique V; El rey Juan, Enrique VIII (seguramente en colaboración con John Fletcher).
Poesía: Venus y Adonis; La violación de Lucrecia; Sonetos.
El Rey Lear

Personajes
Lear, rey de Bretaña.
El REY DE FRANCIA.
DUQUE DE BORGOÑA.
DUQUE DE CORNUALLES.
DUQUE DE ALBANY.
CONDE DE GLOUCESTER.
Conde de KENT.
EDGARDO, hijo del conde de Gloucester.
EDMUNDO, hijo bastardo del conde de Gloucester.
CURAN, cortesano.
Un MÉDICO.
Un BUFÓN.
OSVALDO, intendente de Goneril.
Un CAPITÁN, a las órdenes de Edmundo.
Un OFICIAL, adicto a Cordelia.
Un HERALDO.
Un ANCIANO, vasallo del conde de Gloucester.
SERVIDUMBRE del duque de Cornualles.
GONERIL, REGAN y CORDELIA, hijas del rey Lear.
CABALLEROS del séquito del rey Lear, OFICIALES,
MENSAJEROS, SOLDADOS y ACOMPAÑAMIENTO.
— ACTO I —

Escena I
Palacio del rey Lear.
Entran el conde de KENT, el CONDE DE GLOUCESTER y EDMUNDO.
KENT.—Siempre creí al rey más inclinado al duque de Albany que al de Cornualles.
CONDE DE GLOUCESTER.—Lo mismo creíamos todos; pero hoy, en el reparto que acaba de hacer entre
los de su reino, ya no es posible afirmar a cuál de los dos duques prefiere. Las partes son tan
iguales que el más escrupuloso examen no alcanzaría a distinguir entre ellas.
KENT.—¿No es ese vuestro hijo, milord?
CONDE DE GLOUCESTER.—Su educación ha corrido a mi cargo, y tantas veces me he sonrojado por
reconocerlo que ya parezco fundido en bronce. 1
KENT.—No puedo concebirlo.
CONDE DE GLOUCESTER.—La madre de este joven sí pudo; por haberlo hecho se redondeó su vientre
y tuvo un hijo en la cuna antes que un esposo en su lecho. ¿Captáis la falta?
KENT.—No quisiera que esa falta hubiera dejado de realizarse, pues produjo algo tan apuesto.
CONDE DE GLOUCESTER.—Tengo, además, un hijo legítimo, algo mayor que éste, al que no quiero más
que al otro. Aunque el pilluelo vino al mundo antes de que le llamasen; su madre era hermosa y
fue un excelente ejercicio el hacerlo, así que hubo que reconocer al bastardo. ¿Conoces a este
gentilhombre, Edmundo?
EDMUNDO.—No, milord.
CONDE DE GLOUCESTER.—Es el conde de Kent. Desde ahora lo respetarás como a un honorable
amigo mío.
EDMUNDO.—Mis servicios están a sus órdenes.
KENT.—Sois digno de mi estima y deseo conoceros mejor.
EDMUNDO.—Señor, procuraré merecerla.
CONDE DE GLOUCESTER.—Ha estado nueve años ausente y volverá a partir. Se acerca el rey.
Se oyen las trompetas. Entran el rey LEAR, los duques de CORNUALLES y de ALBANY, GONERIL,
REGAN, CORDELIA y séquito.
LEAR.—Gloucester, acompañad al rey de Francia y al duque de Borgoña.
CONDE DE GLOUCESTER.—Así lo haré, señor.
Salen el CONDE y EDMUNDO.
LEAR.—Mientras tanto, manifestemos nuestros más secretos propósitos. Dadme aquel mapa. Sabed
que hemos dividido nuestro reino en tres partes a fin de alejar todos los cuidados y tareas de
nuestra vejez, dejándolos en la fuerza de los más jóvenes y así poder dirigirnos ligeros hacia la
muerte. Nuestro hijo de Cornualles, y tú, no menos querido hijo de Albany, tenemos en este
momento la firme voluntad de otorgar públicamente a nuestras hijas diversas dotes, a fin de
prevenir desde ahora futuros conflictos. Los príncipes de Francia y de Borgoña, grandes rivales
en el amor de nuestra hija menor, han permanecido cortejándola largo tiempo en nuestra corte, y
en este momento vamos a contestarles. Decidme, hijas mías: ya que desde este instante deseamos
renunciar al gobierno, los intereses territoriales o las cuestiones de estado, cuál de vosotras ama
más a su padre. Nuestra generosidad se extenderá allí donde la naturaleza más lo merezca.
Goneril, primogénita nuestra, habla primero.
GONERIL.—Señor, yo os amo más allá de lo que pueden expresar las palabras; os amo más que al
don de la vista, al espacio y a la libertad; aún más que todo lo que valoro, las riquezas y rarezas
del mundo; no menos que a la vida, que dispone de gracia, salud, belleza, y honor; tanto, cuanto
jamás hija amó a su padre o un padre fue amado. Un amor que deja pobre al aliento y no puede
expresarse. Por encima de todo está mi amor por vos.
CORDELIA.—[Aparte.] ¿Qué hará Cordelia? Ama, y guarda silencio.
LEAR.—De todo lo que hay en estos límites, incluso desde esta línea hasta esta, cuajado de frondosos
bosques y ricas campiñas, con ríos caudalosos que corren por anchas praderas, te hacemos
señora. Sean herencia perpetua para la estirpe nacida de ti y del duque de Albany. ¿Qué dice
nuestra segunda hija, nuestra querida Regan, esposa de Cornualles? Habla.
REGAN.—Señor, estoy hecha del mismo metal que mi hermana, y me valoro de la misma manera que
lo que ella vale 2. En mi corazón sincero descubro que ella ha definido el amor que os profeso,
pero aún ha quedado corta, pues yo me declaro enemiga de todas las alegrías que cualquiera de
los sentidos pueda otorgar, y mi única felicidad es amar a vuestra querida alteza.
CORDELIA.—[Aparte.] ¡Oh, pobre Cordelia! O quizá no, ya que estoy segura de que mi corazón es
más rico que mi lengua.
LEAR.—Para ti y tus herederos quede por siempre esta amplia tercera parte de nuestro hermoso reino;
no menor en extensión, en valor ni en atractivo que el que he donado a Goneril. Ahora tú, nuestra
alegría, no menos querida por ser la última, tú, cuyo tierno amor se fuerzan por alcanzar los
viñedos de Francia y la leche de Borgoña, ¿qué puedes decir para obtener un tercio aún más rico
que el de tus hermanas? Habla.
CORDELIA.—Nada, mi señor.
LEAR.—¿Nada?
CORDELIA.—Nada.
LEAR.—De nada no nace nada. Habla de nuevo.
CORDELIA.—Desgraciada de mí, que no puedo llevar mi corazón hasta mis labios. Amo a vuestra
majestad tanto como corresponde, ni más menos.
LEAR.—¿Cómo, cómo Cordelia? Rectifica tu respuesta un poco, ya que puedes perder tu fortuna.
CORDELIA.—Buen señor mío, me habéis dado la vida, me habéis alimentado y amado. Yo, por mi
parte, os correspondo, devolviendo todas vuestras atenciones como el deber me impone: os
obedezco, os amo y os honro sin reserva. ¿Cómo es que mis hermanas tienen marido si dicen que
es vuestro todo su amor? Tal vez cuando me case, el esposo cuya mano reciba mi promesa
obtendrá la mitad de mi amor, la mitad de mis cuidados y de mis deberes; de seguro, jamás me
casaré como mis hermanas para dar a mi padre todo mi amor.
LEAR.—¿Está de acuerdo tu corazón con tus palabras?
CORDELIA.—Sí, mi buen señor.
LEAR.—¡Tan joven y tan poco tierna!
CORDELIA.—Tan joven, señor, y tan sincera.
LEAR.—¡Está bien! Quédate con la verdad por dote; pues, por los sagrados rayos del sol, por los
misterios de Hécate3 y de la noche, por todas las influencias del orbe que nos dan vida o nos
matan, desde este momento reniego de todos mis cuidados paternales, consanguinidad y lazos de
sangre, y te consideraré como una extraña para mi corazón y para mí desde este momento y por
siempre. Los bárbaros escitas 4 o aquel que hace de sus sucesores alimento para saciar su apetito 5
serán tan cercanos a mi corazón y tendré por ellos tanta piedad y cuidados como para ti, mi otrora
hija.
KENT.—Mi buen soberano…
LEAR.—¡Silencio, Kent! No os coloquéis entre el dragón y su furor. La amé con ternura y confiaba
hallar reposo en sus gentiles cuidados. [A CORDELIA.] ¡Aléjate de mi vista! ¡Hallaré, pues, la paz
en la tumba, ya que a partir de ahora alejo el corazón de ella! Llamad al príncipe de Francia. ¿Por
qué os agitáis? Llamad al duque de Borgoña. Vos, duque de Cornualles, y vos, duque de Albany,
junto con mis dos hijas repartíos la tercera parte. Que el orgullo, al que ella llama sinceridad, sea
su esposo. Quedáis investidos ambos de mi poder, soberanía y de todos los efectos que
acompañan a la majestad. Nos y cien caballeros, que se alimentarán a vuestras expensas,
viviremos alternativamente en vuestras dos cortes, cambiando cada mes de residencia. Para mí
sólo conservo el nombre de rey y los honores a él inherentes; en tanto que la autoridad, las rentas
y la administración del imperio vuestras son, queridos hijos y, para refrendarlo, repartíos esta
corona.
KENT.—Rey Lear, a quien siempre honré como mi rey, amé como a un padre, seguí como a mi señor
y oré como a mi santo patrón en mis plegarias…
LEAR.—Doblado y tirante está el arco; alejaos de la flecha.
KENT.—Que caiga sobre mí, aun cuando su punta invada la región del corazón; sea Kent descortés
cuando su rey delire. ¿Qué pretendéis, anciano? ¿Creéis que el deber ha de tener miedo a hablar
cuando el poder se inclina ante los halagos? El honor está anudado a la sinceridad cuando la
majestad se rinde a la locura. Vuelve a tu soberanía. Enmienda tu condena y con tus mejores
consideraciones da marcha atrás a tu espantosa precipitación. Tu hija menor no es la que menos te
ama, ni están vacíos aquellos corazones que por sonar susurrando no obtienen eco. 6
LEAR.—Kent, por tu vida, basta.
KENT.—Nunca tuve mi vida sino como una prenda para luchar contra tus enemigos; no temo perderla
si con ello obtengo tu salvación.
LEAR.—¡Aparta de mi vista!
KENT.—Míralo bien, Lear; déjame que siga siendo la guía veraz de tus ojos.
LEAR.—¡Ahora, por Apolo!7
KENT.—¡Ahora, rey, por Apolo! ¡En vano juras por tus dioses!
LEAR.—¡Oh, vasallo! ¡Hereje! [Echando la mano a la espada.]
DUQUES DE CORNUALLES Y DE ALBANY.—¡Deteneos, señor!
KENT.—Mata pues a tu médico y en cambio paga honorarios a tu loca enfermedad. Revoca tu
donación, o en tanto que mi voz salga de mi garganta te he de decir que obras mal.
LEAR.—Escucha, traidor. Por la lealtad que me debes, escúchame. Has intentado hacernos violar
nuestro juramento, a lo cual nunca nos habíamos atrevido, y con obstinado orgullo te interpones
entre nuestra sentencia y nuestro poder, lo cual ni nuestra naturaleza ni nuestra situación pueden
tolerar. Aprovéchate de nuestro poder y toma tu recompensa. Te concedemos cinco días para que
tomes provisiones que te protejan de los males del mundo, y al sexto vuelve tus detestadas
espaldas a nuestro reino; y si el décimo día tu desterrado cuerpo se encontrase en nuestros
dominios, será el momento de tu muerte. ¡Fuera! ¡Por Júpiter, esta sentencia es irrevocable!
KENT.—¡Sé feliz, oh rey, adiós! Ya que así quieres mostrarte, la libertad vive fuera y aquí se halla el
destierro. [A CORDELIA.] Que los dioses te protejan, doncella, ya que piensas con justicia y has
hablado con sinceridad. [A REGAN y a GONERIL.] Y que vuestras ampulosas palabras queden
refrendadas por vuestros actos, que de vuestras palabras de amor surjan buenos hechos. Así, pues,
¡oh príncipes! se despide por siempre Kent, que en su vejez ha de amoldarse a un país nuevo.
Sale.
Entra el CONDE DE GLOUCESTER con el REY DE FRANCIA, el DUQUE DE BORGOÑA y su séquito.
CONDE DE GLOUCESTER.—Aquí están los príncipes de Francia y de Borgoña, noble señor.
LEAR.—Señor de Borgoña, a vos nos dirigimos primero, que rivalizasteis con el rey de Francia por
nuestra hija. ¿Qué dote mínima requerís por ella, antes de que cesen vuestras propuestas
amorosas?
DUQUE DE BORGOÑA.—Su real majestad, no pido más que lo que vuestra alteza ofreció, ni vos
ofreceríais menos.
LEAR.—Noble duque de Borgoña, mientras era querida por nos, en tanto la estimábamos; pero hoy su
valor se ha esfumado. Señor, vedla ahí; si alguna parte de su minúscula sustancia, o toda ella,
conformada con nuestro desagrado, y nada más, puede convenir con vuestra gracia, ahí la tenéis,
es vuestra.
DUQUE DE BORGOÑA.—No sé qué contestar.
LEAR.—Vuestra es, con toda su debilidad, sin amigos y reciente hija adoptiva de nuestro odio, con
nuestra maldición como dote y ajena a nuestros votos. ¿La tomas o la dejas?
DUQUE DE BORGOÑA.—Perdonad, real señor; una elección no se lleva a cabo con semejantes
condiciones.
LEAR.—Dejadla; pues, señor, por la potencia que me creó, os he señalado toda su riqueza. [Al REY
DE FRANCIA.] En cuanto a vos, gran rey, no quisiera yo que por vuestro amor cometierais tal
extravío como casaros con el objeto de mi odio. Así, pues, os suplico que dirijáis vuestros deseos
de manera más provechosa que a una desventurada de quien la naturaleza se avergüenza
reconocer como suya.
REY DE FRANCIA.—Todo esto es bien extraño. ¿Cómo es posible que la que hasta ahora era vuestro
bien más preciado, objeto de vuestras alabanzas, bálsamo de vuestra vejez, la mejor, la más
querida, haya podido, de repente, cometer una acción tan monstruosa que merezca verse
despojada de todo tipo de favores. A buen seguro que o su ofensa ha de ser en tan alto grado
antinatural, atroz; o bien el afecto que antes le profesabais ha probado ser falso. Y creer eso de
ella ha de ser por un acto de fe que repugna a mi razón y que, sin un milagro, no podría creerme.
CORDELIA.—Os suplico de nuevo, majestad: si bien desearía tener el arte del hablar convincente y
empalagoso de decir cosas fútiles, yo llevo a cabo mis intenciones antes de hablar de ellas.
Debéis declarar que no es por deshonra, crimen o algún acto despreciable por lo que me veo
privada de vuestra gracia y favor, sino por la falta de aquello debido a lo cual soy más rica: una
mirada provocativa y una lengua que afortunadamente no tengo, aun cuando esto me haya costado
la pérdida de vuestra estima.
LEAR.—Más te valdría no haber nacido, que el no haber sabido complacerme mejor.
REY DE FRANCIA.—¿Así que no es más que esto? ¿Una cierta vacilación natural que a menudo deja
inacabada una historia que intenta contar? Mi señor de Borgoña, ¿qué decís a la princesa? El
amor no es amor cuando se mezcla con consideraciones ajenas a su esencia entera. ¿La queréis?
Su dote es ella misma.
DUQUE DE BORGOÑA.—Augusto Lear, dadme la parte que ofrecisteis y en este momento tomo la mano
de Cordelia como duquesa de Borgoña.
LEAR.—Nada; lo he jurado, me mantengo en ello.
DUQUE DE BORGOÑA.—Siento mucho que hayáis perdido un padre y también perdáis un esposo.
CORDELIA.—Sea la paz con el duque de Borgoña. Ya que las consideraciones de fortuna constituyen
su amor, no seré yo su esposa.
REY DE FRANCIA.—Hermosísima Cordelia, esa falta de fortuna os hace más rica, siendo pobre;
elegida, siendo abandonada; y más amada, siendo despreciada. A ti y a tus virtudes en este
momento tomo. Sea de ley recoger lo que otros desprecian. ¡Dioses, dioses! Qué curioso que lo
que su frialdad desprecia, inflama mi amor hasta la idolatría. Vuestra hija sin dote, ¡oh rey!, y
abandonada a mi elección, es nuestra reina, la de los míos y de nuestra hermosa Francia. Ni todos
los duques de la húmeda Borgoña lograrían comprarme esta doncella de valor incalculable.
Despedíos de ellos, Cordelia, aun cuando fueron desatentos; pierdes aquí lo que encontrarás en
otro lugar mejor.
LEAR.—Aquí la tenéis, rey de Francia; vuestra es. Por mi parte, esta no es mi hija, ni volveré a ver su
cara de nuevo. Ve, pues, sin nuestra gracia, nuestro cariño o nuestra bendición. Venid, noble
duque de Borgoña.
Sonido de fanfarria, salen todos salvo el REY DE FRANCIA, GONERIL, REGAN y CORDELIA.
REY DE FRANCIA.—Despedíos de vuestras hermanas.
CORDELIA.—Joyas de nuestro padre, con lágrimas en los ojos se despide Cordelia de vosotras. Sé
cómo sois, mas yo, como vuestra hermana, me siento incapaz de nombrar vuestras faltas con sus
verdaderos nombres. Tratad bien a nuestro padre; lo encomiendo a vuestro seno tan fecundo en
protestas. Pero, ¡ay!, si aún gozase yo de su gracia, preferiría que estuviera en un lugar mejor.
Adiós a ambas.
REGAN.—No vengáis a decirnos nuestros deberes.
GONERIL.—Procurad más bien vuestra atención en complacer a vuestro esposo, que os ha tomado
como un regalo de la fortuna. Habéis faltado a la obediencia, y bien merecéis lo que os habéis
buscado.
CORDELIA.—El tiempo desvelará lo que guardan los pliegues de la malicia. A quien cubre las faltas,
al fin lo ridiculiza la vergüenza. ¡Que os sonría la prosperidad!
EL REY DE FRANCIA.—Venid, mi bella Cordelia.
Salen el REY DE FRANCIA y CORDELIA.
GONERIL.—Hermana, no es poco lo que debemos hablar sobre un punto que a las dos concierne en
gran medida. Creo que nuestro padre partirá esta noche.
REGAN.—Es bien cierto; va a vivir con vosotros. El mes próximo será con nosotros.
GONERIL.—Ya veis cómo ha cambiado con la edad, y no es poca la prueba que acaba de darnos de
ello. Siempre ha preferido a nuestra hermana menor, y en el poco juicio con que la ha apartado de
él se muestra esto claramente.
REGAN.—Debilidades de la edad. Aunque de hecho nunca se ha conocido bien a sí mismo.
GONERIL.—Los mejores y más exitosos años actuó de manera precipitada, de modo que en la
ancianidad podemos esperar no sólo imperfecciones largamente arraigadas, sino por ello además
los alocados caprichos que trae consigo la achacosa y colérica vejez.
REGAN.—Tales arranques impulsivos son los que vamos a presenciar a partir de ahora, como el que
lo llevó a desterrar a Kent.
GONERIL.—Aún se han de suceder ceremonias, y despedidas entre el rey de Francia y él. Os ruego
que nos pongamos de acuerdo: si nuestro padre pretende llevar a cabo su autoridad con tales
disposiciones como las que viene teniendo, la donación que nos acaba de hacer no nos dará sino
disgustos.
REGAN.—Habremos de pensar en ello.
GONERIL.—Hemos de hacer algo, y precisamente ahora, en el calor del momento.
Salen.

Escena II
Castillo del CONDE DE GLOUCESTER.
Entra EDMUNDO con una carta en la mano.
EDMUNDO.—Tú, naturaleza, eres mi deidad. A ti he consagrado todos mis servicios. ¿He de soportar
las calamitosas costumbres y permitir que los intereses absurdos del mundo me priven de mi
herencia, sólo porque nací doce o catorce lunas más tarde que mi hermano? ¿Por qué ese nombre
de bastardo? ¿Por qué el ser ilegítimo me hace indigno? Mis proporciones están bien formadas,
mi alma es generosa y mi complexión tan apuesta como si hubiese nacido de una honesta dama.
¿Por qué me vilipendian? ¿Tienen algún motivo? ¿Por ser bastardo? ¿Por qué ilegítimo? ¡A mí,
que ya en el vigoroso rapto de la naturaleza recibí una energía más abundante y poderosa que la
que suministra una vieja pareja aburrida en un tálamo cansado, engendrando toda una tribu de
seres enclenques entre el sueño y la vigilia! ¡Bien, pues, legítimo Edgardo, he de tener vuestro
patrimonio!; el amor de nuestro padre pertenece tanto al bastardo Edmundo como al legítimo
Edgardo. ¡Curiosa palabra, legítimo! Pues bien, mi legítimo, si esta carta vuela y mi plan triunfa,
el ilegítimo Edmundo ocupará el lugar del legítimo. Crezco, prospero. ¡Y ahora, dioses, defended
a los bastardos!
Entra el CONDE DE GLOUCESTER.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡De modo que Kent desterrado! ¡Y el rey de Francia ha partido lleno de
furia! ¡Y el rey se va esta noche! ¡Renunciando al poder! ¡Viviendo de prestado! ¡Y todo en un
momento! ¡Ah, Edmundo!, ¿qué hay de nuevo?
EDMUNDO.—Nada, si le place a su señoría. [Ocultando la carta.]
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Por qué tanto interés en ocultar esa carta?
EDMUNDO.—No tengo ninguna novedad, señor.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Qué estabais leyendo?
EDMUNDO.—Nada, señor.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿No? ¿Qué necesidad había, pues, de despacharlo tan rápidamente al
bolsillo? La calidad de nada no necesita ocultarse a sí misma. Veamos: si en realidad es nada, no
necesitaré anteojos.
EDMUNDO.—Os ruego, señor, que me perdonéis: es una carta de mi hermano que aún no he acabado
de leer, pero por lo que llevo leído no encuentro en ella nada digno de que os molestéis en fijar
en ella la vista.
CONDE DE GLOUCESTER.—Dadme la carta, señor.
EDMUNDO.—He de ofenderos, tanto si os la niego como si os la doy. Su contenido, por lo poco que
he alcanzado a leer, es censurable.
CONDE DE GLOUCESTER.—Veamos, veamos.
EDMUNDO.—Espero, para justificar a mi hermano, que haya escrito esta carta como un experimento
para poner a prueba mi virtud.
CONDE DE GLOUCESTER.—[Leyendo.] «Esta costumbre de respetar y reverenciar a los ancianos
envenena los mejores años de nuestra vida, aleja nuestra fortuna de nosotros hasta que la senectud
nos impide gozar de ella. Empiezo a encontrar una holgazana y necia esclavitud en la opresión de
la tiranía de la edad, cuyo imperio se funda, no en su poder, sino en nuestro consentimiento. Ven a
encontrarme, y te hablaré más de este tema. Si nuestro padre durmiera hasta que yo le despertase,
gozarías de la mitad de sus rentas para siempre, y serías el bien amado de tu hermano Edgardo».
¡Hum, una conspiración! «durmiera hasta que yo le despertase, gozarías para siempre de la mitad
de sus rentas…» ¡Mi hijo Edgardo! ¿Dispone de una mano para escribir esto? ¿De un corazón y un
cerebro para concebirlo? ¿Cuándo ha llegado esto a tus manos? ¿Quién te lo trajo?
EDMUNDO.—No me lo han traído, señor, eso es lo curioso; lo hallé tirado al pie de la ventana de mi
despacho.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Reconocéis la letra de vuestro hermano?
EDMUNDO.—Si el contenido fuera loable, me atrevería a jurar que es su letra; pero, en este caso,
quisiera imaginar que no lo es.
CONDE DE GLOUCESTER.—Es suya, ¿verdad?
EDMUNDO.—De su mano es, señor; mas espero que el contenido no pertenezca a su corazón.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Te sondeó alguna vez antes sobre este asunto?
EDMUNDO.—Jamás, señor, pero le he oído decir a menudo que le parecería justo que cuando los
hijos hubieran llegado a una edad apropiada, y los padres comenzaran a declinar, tuvieran que
quedar al cuidado de los hijos, y éstos habrían de administrar sus bienes.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Oh, villano! ¡Villano! La misma opinión que expone su carta.
¡Aborrecible villano! ¡Desnaturalizado, detestable y brutal villano! Id, muchacho, a buscarle. He
de hacerlo prender, abominable villano. ¿Dónde está?
EDMUNDO.—No lo sé de cierto, mi señor. Os ruego que suspendáis vuestra indignación contra mi
hermano hasta que podáis conocer por él un testimonio más cierto de sus intenciones. Debéis
dirigir bien vuestros pasos, pues si procedierais violentamente contra él, por haber
malinterpretado sus intenciones, esto sería una terrible falta en vuestro propio honor, y haría trizas
lo más profundo de su obediencia. Apostaría mi propia vida a que ha escrito esas líneas para
poner en prueba mi interés en vuestro honor y no para provocar cualquier otro peligro.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Eso crees?
EDMUNDO.—Si vuestro honor lo juzga conveniente, os colocaré en un lugar desde donde podréis
oírnos conversar sobre esto, y así tendréis satisfacción oyéndolo con vuestros propios oídos. Lo
haremos sin dilación, esta misma noche.
CONDE DE GLOUCESTER.—No puede haber un ser tan monstruoso.
EDMUNDO.—No cabe duda de que no.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡A su padre, que tan tiernamente y por completo le ama! ¡Cielos y tierra!
¡Id a buscarlo, Edmundo, llévame volando hacia él, te lo ruego. Organiza el encuentro como tu
propia inteligencia te dé a entender. Daría mi posición con tal de haberlo resuelto cumplidamente.
EDMUNDO.—Parto a buscarle, señor, en este momento. Llevaré este negocio según los medios de que
disponga y os tendré al corriente de todo ello.
CONDE DE GLOUCESTER.—Estos eclipses de sol y de luna que han acaecido recientemente no han
presagiado nada bueno. Aunque el conocimiento de la naturaleza nos puede dar una explicación
razonable, aún así ella misma se ve sometida a estos efectos: el amor se enfría, la amistad se
acaba, los hermanos se dividen, en las ciudades se alzan motines; en los campos, las discordias;
en los palacios, la traición, y se rompen los lazos que unen a padres e hijos. Ese villano mío actúa
conforme a los designios: he aquí el hijo contra su padre. El rey se aparta del curso de la
naturaleza: he aquí el padre contra el hijo. Los mejores tiempos ya han pasado. Maquinaciones,
mentiras, traición, y todos los desórdenes funestos nos persiguen sin sosiego hasta la tumba.
Sonsaca a este villano, Edmundo, nada tienes que perder; ve con cuidado. ¡Y el noble y sincero
corazón de Kent, desterrado! ¡Su crimen ha sido ser honesto! ¡Es bien extraño!
Sale.
EDMUNDO.—Esta es la increíble estupidez de mundo, que cuando nos desfavorece la fortuna –a
menudo por culpa de nuestros propios actos– culpamos de nuestros desastres al sol, la luna y las
estrellas, como si fuéramos villanos por obligación, malvados por influjo celeste; truhanes,
ladrones y traidores por imperativo de las esferas; borrachos, mentirosos y adúlteros por una
obediencia forzosa a la influencia de los planetas, y todo el mal que cometemos no fuera sino por
un impulso divino… ¡Curiosa evasión del hombre lujurioso, que culpa de su disposición lasciva a
los cambios de una estrella! Mi padre se unió con mi madre bajo la cola del Dragón8, y mi
nacimiento fue presidido por la Osa Mayor, de donde se sigue mi carácter huraño libidinoso.
¡Señor! Yo hubiera sido quien soy aunque en el instante de mi bastarda concepción hubiese
centellado la más doncella de las estrellas del firmamento. ¡Edgardo! [Entra Edgardo.] Qué
oportuno, como la catástrofe en la comedia antigua. Mi humor es malignamente melancólico, con
suspiros como los de Tom o’Bedlam9. ¡Oh, estos eclipses nos anuncian tales divisiones. Fa, sol,
la, mi…!
EDGARDO.—¿Qué hay, hermano Edmundo?, ¿en qué seria contemplación te encuentras inmerso?
EDMUNDO.—Pensaba, hermano, en una predicción que leí el otro día sobre qué podrían provocar
estos eclipses.
EDGARDO.—¿Y te preocupan estos asuntos?
EDMUNDO.—Te aseguro que ponía que provocarían efectos infaustos, como desnaturalización entre
padres e hijos, muerte, escasez, disolución de antiguas amistades, divisiones de los estados,
amenazas y maldiciones contra el rey y la nobleza, desconfianza sin motivo, destierro de amigos,
deserción de las tropas, matrimonios rotos y no sé qué más.
EDGARDO.—¿Desde cuándo eres un sectario de la astronomía?
EDMUNDO.—Vamos, vamos. ¿Cuánto hace que no has visto a nuestro padre?
EDGARDO.—Anoche lo vi.
EDMUNDO.—¿Y hablaste con él?
EDGARDO.—Sí, estuvimos dos horas juntos.
EDMUNDO.—¿Os separasteis en buena armonía? ¿Notaste algún signo de descontento en sus palabras
o en su rostro?
EDGARDO.—Ninguno.
EDMUNDO.—Haz memoria de si has podido ofenderlo en algo. Te ruego que evites su presencia
durante algún tiempo hasta que se haya aplacado el calor de su enojo. En este instante se halla tan
encolerizado que ni el daño a tu persona lograría apenas apaciguarle.
EDGARDO.—Algún villano querrá hacerme daño.
EDMUNDO.—Eso temo. Te suplico que mantengas una prudente distancia hasta que su cólera se
refrene. Retírate conmigo a mi alojamiento, desde donde cuando sea apropiado conseguiré que
escuches a mi señor. Vete, te ruego, toma mi llave y, si acaso sales, ve armado.
EDGARDO.—¡Armado, hermano mío!
EDMUNDO.—Hermano, te recomiendo lo mejor: ve armado. No soy una persona honesta si os digo
que hay buenas intenciones hacia vos. Te transmito lo que he visto y oído, aunque sólo sea un
pálido reflejo de tu horrible situación. Te lo ruego, márchate.
EDGARDO.—¿Tendré pronto noticias tuyas?
EDMUNDO.—Soy tu servidor en este asunto. [Sale Edgardo.] Un padre crédulo y un hermano noble
cuya naturaleza está tan alejada de la maldad que no sospecha nada: ¡su honestidad desmedida
hace que mis planes marchen ligeros! Lo veo con claridad: tenga yo tierras, ya que no por
nacimiento, gracias a mi ingenio. Me será útil todo lo que me sirva para alcanzar mi propósito.
Sale.

Escena III
Palacio del DUQUE DE ALBANY.
Entran GONERIL y OSVALDO, el intendente.
GONERIL.—¿Es cierto que mi padre golpeó a mi escudero porque éste reñía a su bufón?
OSVALDO.—Sí, señora.
GONERIL.—Día y noche me afrenta. No pasa una hora sin que pase de una tropelía a otra. Nos tiene a
todos locos. Esto no puede seguir así. Sus caballeros están desenfrenados y él mismo nos
recrimina por cualquier insignificancia. Cuando vuelva de cacería, no quiero hablar con él;
decidle que no me encuentro bien. Y haréis lo correcto si os relajáis en su servicio; yo responderé
por vos.
OSVALDO.—Aquí viene, señora; oigo que regresa.
Suenan cuernos de caza.
GONERIL.—Sed vos y vuestros compañeros tan aburridamente negligentes como gustéis. Encontraré
la manera de que me hable de ello y, si le disgusta, que se vaya con mi hermana, que está de
acuerdo conmigo en lo siguiente: no deseamos que nos domine. ¡Viejo inútil que todavía gustaría
de regir sobre aquellas autoridades a las que él mismo despojó! No, por mi vida, estos viejos
necios se vuelven como niños y han de ser tratados con reprimendas en lugar de halagos cuando
se comportan mal. Recordad lo que os he dicho.
OSVALDO.—Bien, señora.
GONERIL.—Y sed también frío con sus caballeros. No importa lo que pueda resultar. Recomendad lo
mismo a vuestros compañeros. A partir de ahora no voy a desaprovechar cualquier ocasión de
manera que me permita hablar. Voy a escribir de inmediato a mi hermana, para que siga la misma
conducta. Que preparen la comida.
Salen.

Escena IV
Antesala en el mismo palacio.
Entra el conde de KENT, disfrazado.
KENT.—Si logro tomar prestado otro acento, que me ayude a disimular mi forma de hablar, quizá mis
buenas intenciones puedan alcanzar el fin que me propongo, para el cual hube de despojarme de
mi barba. Y ahora, desterrado Kent, si puedes servir allá donde fuiste condenado, conseguirás que
tu señor, amado por ti, reconozca todos tus esfuerzos.
Toque de cuernos de caza, dentro. Entran LEAR, sus CABALLEROS y séquito.
LEAR.—No me hagáis esperar la comida un minuto; id y aseguraros de que esté lista. ¡Hola! ¿Quién
eres tú?
KENT.—Un hombre, señor.
LEAR.—¿Cuál es tu profesión?, ¿qué deseas de nosotros?
KENT.—Mi profesión consiste en no ser menos de lo que aparento, servir fielmente a quien me
otorgue su confianza, amar al que es honrado, conversar con el que es prudente y hablar poco,
temer juzgar, combatir cuando no pueda evitarlo y no comer pescado 10.
LEAR –¿Quién eres?
KENT.—Un amigo, honesto de corazón y tan pobre como el rey.
LEAR.—Si eres tan pobre como súbdito como lo es él para rey, ya eres bien pobre. ¿Qué quieres?
KENT.—Servir.
LEAR.—¿A quién deseas servir?
KENT.—A vos.
LEAR.—¿Me conoces?
KENT.—No señor; pero hay algo en vuestro aspecto que me hace llamaros mi señor.
LEAR.—¿Y qué es ese algo?
KENT.—Autoridad.
LEAR.—¿De qué servicios eres capaz?
KENT.—Puedo guardar secretos honestos, cabalgar, echar a perder una buena historia al contarla y
comunicar cualquier mensaje fácil sin rodeos; todo aquello para lo que está capacitada una
persona normal. Y mi mejor cualidad es la diligencia.
LEAR.—¿Qué edad tienes?
KENT.—No soy tan joven que pueda enamorarme de una mujer por oírla cantar, ni tan viejo que la
adore por cualquier cosa. Tengo a mis espaldas cuarenta y ocho años.
LEAR.—Sígueme; te tomo a mi servicio. Si continúas cayéndome bien después de comer, no te
despediré todavía. ¡La comida!, ¡hola!, ¡la comida! ¿Dónde está mi truhán, mi bufón? Id vos, y
tráemelo. [Entra OSVALDO.] Y vos, señor mío, ¿dónde está mi hija?
OSVALDO.—Con vuestro permiso…
Sale.
LEAR.—¿Qué dice ese hombre al pasar? Llamad a ese insensato. [Sale un CABALLERO.] ¿Dónde está
mi bufón? ¿Hola? ¡Parece que todos están dormidos! [Vuelve a entrar el CABALLERO.] ¿Qué hay?
¿dónde está ese insolente?
CABALLERO.—Dice, señor, que vuestra hija no se encuentra bien.
LEAR.—¿Y por qué ese esclavo no se ha vuelto cuando le llamaba?
CABALLERO.—Me ha replicado con el mayor descaro que no le daba la gana.
LEAR.—¡Que no le daba la gana!
CABALLERO.—Señor, ignoro el motivo pero, a mi entender, vuestra alteza no está siendo atendido
con la afectuosa ceremonia con la que solía. Han decaído notablemente todos los signos de
gentileza tanto en los criados como en el propio duque, y también en vuestra hija.
LEAR.—¡Ah!, ¿eso dices?
CABALLERO.—Os ruego, señor, que me perdonéis si me equivoco; pero mi deber me impide callar
cuando creo que se ofende a vuestra alteza.
LEAR.—Me estás recordando algo que ya se me había ocurrido. He notado una cierta negligencia y
tardanza, que he atribuido a mi propia susceptibilidad en lugar de a una maldad intencionada. Lo
observaré en adelante. Pero, ¿dónde está mi bufón? No lo he visto en dos días.
CABALLERO.—Desde que mi joven señora partió a Francia, señor, el bufón está triste.
LEAR.—¡Basta! Ya lo he notado. Id y decidle a mi hija que quiero hablar con ella. [Sale uno del
séquito.] Id vos, y traed aquí a mi bufón. [Sale otro del séquito.] [Vuelve a entrar OSVALDO.]
¡Eh!, caballero, sí, vos, venid acá. ¿Quién soy yo, señor?
OSVALDO.—El padre de mi señora.
LEAR.—«¿El padre de tu señora?». ¡El bribón de mi señor! ¡Perro bastardo! ¡Vil esclavo!
¡Malandrín!
OSVALDO.—No soy ninguna de esas cosas, señor; le ruego que me perdone.
LEAR.—¿Y te atreves a sostenerme la mirada, granuja? [Le golpea.]
OSVALDO.—No me dejaré pegar, señor.
KENT.—¿Ni tampoco que te echen la zancadilla, pésimo futbolista? [Le echa la zancadilla.]
LEAR.—Gracias, amigo; me sirves y llegaré a estimarte.
KENT.—¡Ea, señor, levántate y sal! Ya te enseñaré a marcar las distancias, ¡fuera, fuera!, si quieres
volver a medir el suelo, quédate; pero lárgate si te resta algo de cordura. [Saca a empujones a
OSVALDO.]
LEAR.—Ahora, te doy las gracias, mi amigo bribón, toma esto, en pago de tu servicio.
[Da unas monedas a KENT. Entra el BUFÓN.]
BUFÓN.—Deja que lo tome también a mi servicio. Ten, toma mi caperuza. [Ofrece a KENT su
caperuza.]
LEAR.—Y ahora, mi lindo bribón, ¿cómo estás?
BUFÓN.—Truhán, mejor harías poniéndote mi caperuza.
KENT.—¿Por qué, bufón?
BUFÓN.—¿Por qué? Porque te pones de parte de un hombre caído en desgracia. Si no vas a poder
sonreír por donde sopla el viento, pronto vas a sentir frío; toma, ponte mi caperuza, ya que este
amigo ha desterrado a dos de sus hijas y ha llenado de bendiciones a su pesar a la tercera. Si lo
sigues vas a necesitar mi caperuza. ¿Qué tal, tío? Quisiera tener dos caperuzas y dos hijas.
LEAR.—¿Por qué, hijo mío?
BUFÓN.—Si les doy todos mis bienes, tendría que quedarme mi caperuza. Esta es la mía; pide otra a
tus hijas.
LEAR.—¡Cuídate, truhán, no sea que te azote!
BUFÓN.—La verdad es un perro que se echa a la perrera a latigazos, mientras que una perrita faldera
se queda junto al hogar aunque apeste.
LEAR.—¡Qué pestilente descaro!
BUFÓN.—[Al conde de KENT.] Señor mío, voy a enseñarte unos dichos.
LEAR.—Sea.
BUFÓN.—Allá va, tío:
Ten más de lo que aparentas,
habla menos de que sepas,
presta menos de lo que tengas,
anda más a caballo que a pie,
aprende más de lo que crees 11,
apuesta menos de lo que juegues,
abandona la bebida y las mujeres fáciles
y quédate en tu casa;
y así tendrás más
de veinte en dos decenas.
KENT.—Eso no quiere decir nada, bufón.
BUFÓN.—En tal caso tanto como el aliento de un abogado que no cobra, ya que nada me diste por
ello. ¿Podrías no hacer uso de la nada?
LEAR.—Claro que no, hijo; de la nada, nada puede hacerse.
BUFÓN.—[Al conde de KENT.] Te lo ruego, dile a cuánto han subido las rentas en estas tierras, no va
a creer a un bufón.
LEAR.—¡Un amargo bufón!
BUFÓN.—¿Sabes, hijo mío, qué diferencia un amargo bufón de uno dulce?
LEAR.—No, muchacho; muéstramelo tú.
BUFÓN.—
Ese señor que te aconseja
que te vayas de tus tierras,
vete y tráelo a mi lado
u ocupa tú su lugar.
El dulce y amargo bufón
aparecerá al instante;
uno en traje de arlequín
y el otro lo encontrarás allí.
LEAR.—¿Acaso me llamas bufón, hijo?
BUFÓN.—Todos los demás títulos, que tenías por nacimiento, los has abandonado.
KENT.—No es del todo descabellado lo que dice, señor.
BUFÓN.—No, a fe mía; los lores y gentilhombres no me lo van a permitir; si tuviera el monopolio de
la locura, la querrían compartir, incluso las damas; no me van a dejar toda la locura para mí solo,
pretenden robármela. Dame un huevo, tío, y te daré dos coronas.
LEAR.—¿Cuáles son esas dos coronas que me darás?
BUFÓN.—Está claro: después de partir el cascarón por la mitad, y de comerme lo de dentro. Cuando
partiste en dos tu corona y separaste ambas partes, llevaste tu asno en hombros a través del
barro 12. Poco seso tuviste bajo tu corona hueca, tras deshacerte de la de oro. Y si hablo ahora
como un loco, que se azote a quien primero se dé cuenta. [Canta.]:
Jamás el ingenio de los locos fue menor que este año,
porque los cuerdos son cada vez más afectados.
No saben cómo aguzar su ingenio.
Cada vez son más simiescos.
LEAR.—¿Desde cuándo andas entonando tantas canciones, granuja?
BUFÓN.—Las canto desde que hiciste de tus hijas tu madres, cuando les diste el cetro y te bajaste los
pantalones. [Cantando.]:
Ellas entonces de gozo lloraron
y yo de tristeza he cantado
porque tal rey juegue al escondite
y se reúna con los locos.
Te ruego, tío, que tengas un maestro que enseñe
a tu bufón a mentir; me gustaría aprender a mentir.
LEAR.—Y si mientes, haragán, te daré de palos.
BUFÓN.—Me maravillo del tipo de personas que sois tú y tus hijas. Ellas me quieren azotar si digo la
verdad, y tú me azotas por mentir; y en otras ocasiones me azotan por guardar silencio. Preferiría
ser cualquier cosa excepto bufón; y por supuesto, no ser tú, tío. Tú cortaste tu juicio en dos partes
y no dejaste nada en medio para ti. Mira, ahí tienes uno de tus desperdicios.
Entra GONERIL.
LEAR.—Decidme, hija, ¿a qué viene ese gesto en tu frente? Me parece que de un tiempo a esta parte
andas con el ceño fruncido.
BUFÓN.—Eras un estupendo sujeto cuando no tenías que preocuparte por si fruncía el ceño. Ahora
eres un cero a la izquierda. Hasta yo soy más que tú; yo soy bufón y tú no eres nada. [A GONERIL.]
Sí, por cierto, voy a sujetar mi lengua como me ordena vuestra cara, aunque no digáis nada.
¡Chitón! ¡Chitón!
El que no guarda corteza ni miga,
del todo saciado, puede más tarde querer un poco.
[Señalando al rey LEAR.] Este es una vaina vacía.
GONERIL.—Señor, no sólo es vuestro bufón, que no tiene ningún freno; también otros de vuestro
insolente séquito están siempre quejándose y querellando, entregándose a violentas orgías
intolerables. Señor, había pensado que si os lo hacía saber se iba a poner remedio, pero ahora ha
crecido mi temor, por lo que vos mismo acabáis de decir y hacer. Veo que protegéis este
comportamiento y se desarrolla con vuestra aprobación; si esto fuera así, no escaparía a la
censura ni se demorarían las soluciones que, en pro de la paz del reino, quizá pudierais
considerar como una ofensa, y que en otras circunstancias serían un oprobio. La necesidad obliga
a que se desarrollen discretamente.
BUFÓN.—Ya sabes, tío,
El gorrión alimentó al cuco tanto tiempo
que le arrancó la cabeza cuando creció.
En esto se apagaron las velas y todo quedó oscuro.
LEAR.—¿Sois vos nuestra hija?
GONERIL.—Vamos, señor, me gustaría que hicierais uso del buen sentido del que me consta que
estáis dotado; desechad ese humor que últimamente os ha transformado y volved a ser quien de
verdad sois.
BUFÓN.—¿Es posible que un burro no sepa cuándo va el carro antes que los bueyes? ¡Chúpate esa,
Teresa! ¡Te quiero!
LEAR.—¿Alguno de los presentes me reconoce? Este no es Lear. ¿Esta es la manera en que Lear
anda? ¿Así habla? ¿Dónde están sus ojos? O su inteligencia está debilitada o su discernimiento
aletargado. ¡Ah! ¿Está despierto? No estoy seguro. ¿Quién podrá decirme lo que soy?
BUFÓN.—La sombra de Lear.
LEAR.—Quisiera saberlo, pues por los indicios de soberanía, conocimiento y razón puedo estar
erróneamente persuadido de que he tenido hijas.
BUFÓN.—Las cuales conseguirán hacer de ti un padre obediente.
LEAR.—¿Vuestro nombre, gentil dama?
GONERIL.—Este asombro, señor, que fingís tiene el sabor de otras de vuestras nuevas
excentricidades. Os ruego que comprendáis bien mis intenciones: como sois anciano y venerable
deberíais ser más sensato. Conserváis aquí a un centenar de caballeros y escuderos, hombres tan
desordenados, corrompidos y descarados que nuestra corte, infestada por sus modales, se asemeja
a una posada de perillanes. Epicureísmo13 y lujuria la asemejan más a una taberna o un lupanar
que a un palacio augusto. La propia decencia clama por un remedio inmediato. Os lo requiere
quien, de no ser así, se encargará ella misma de llevar a cabo lo que ruega: que reduzcáis vuestro
séquito y que los que queden bajo vuestra dependencia sean personas adecuadas a vuestra edad y
que se conozcan a sí mismas y a vos.
LEAR.—¡Tinieblas y diablos! Que ensillen mis caballos; ordenad que se reúna mi séquito. ¡Bastarda
degenerada! No volveré a molestarte. Aún tengo una hija.
GONERIL.—Vos golpeáis a mis servidores y vuestra desenfrenada soldadesca obliga a servir a los
que son mejor que ellos.
Entra el DUQUE DE ALBANY.
LEAR.—¡Mísero del que se arrepiente tarde! [Al DUQUE DE ALBANY.] Ah, señor, estáis aquí. ¿Este es
vuestro deseo? ¡Hablad, señor! ¡Que preparen mis caballos! ¡Oh, ingratitud, diablo con corazón
de mármol, más espantosa aún cuando te muestras en nuestra hija que un monstruo del océano!
DUQUE DE ALBANY.—Os lo ruego, señor, tranquilizaos.
LEAR.—[A GONERIL.] ¡Buitre execrable! Mientes. Mi séquito se compone de hombres escogidos y de
singulares cualidades que conocen lo que es el deber hasta el mínimo detalle, y cuyos precisos
miramientos hacen justicia a su reputación. ¡Ah, minúscula falta, cómo me pareciste repudiable al
mostrarla Cordelia! Hasta tal punto que, como un resorte, arrancaste el bastidor que sostenía toda
mi naturaleza, descolocándola de su sitio; expulsaste de mi corazón el amor y lo llenaste de hiel.
¡Oh Lear, Lear, Lear! Golpea esta puerta que dejó entrar en ella la locura [golpeándose la
frente.] y salir tu buen juicio. ¡Partamos, partamos, mis hombres!
DUQUE DE ALBANY.—Milord, soy inocente, ya que ignoro qué es lo que os ha enojado tanto.
LEAR.—Así será, señor. ¡Escucha, oh naturaleza, escucha, cara divinidad! Suspende tus designios, si
acaso te proponías hacer fecunda a esta criatura. Haz estéril su vientre, deseca en ella los órganos
reproductivos y que de su cuerpo degradado no surja jamás un hijo que la honre. Y si ha de
concebir, que sea un hijo del rencor, que viva y sea un tormento desnaturalizado para su madre,
que provoque arrugas en su joven frente y que lágrimas sinfín formen regueros en sus mejillas.
Que los sacrificios y bondades de su madre los pague con el escarnio y el desprecio; así ella
podrá sentir que el dolor de tener un hijo ingrato es tan desgarrador como los colmillos de una
serpiente. ¡Partamos, partamos!
Sale.
DUQUE DE ALBANY.—Pero, en nombre de los dioses que veneramos, ¿de dónde proviene todo esto?
GONERIL.—No os inquietéis por saber la causa; más bien dejad que su temperamento tenga tanto
campo libre cuanto le pida su senilidad.
Vuelve LEAR.
LEAR.—¡Cómo, cincuenta de mis caballeros suprimidos de repente! ¡En menos de quince días!
DUQUE DE ALBANY.—Pero, ¿qué está ocurriendo, señor…?
LEAR.—Yo te lo diré. [A GONERIL.] ¡Muerte y vida! Me avergüenzo de que aún tengas el poder de
conmover todo mi ser; que estas ardientes lágrimas, que surgen a mi pesar, te hagan valedoras de
ellas. ¡Vientos y tempestades caigan sobre ti! ¡Que las heridas abiertas de una maldición paterna
atraviesen todos tus sentidos! Viejos ojos locos, llorad por ello de nuevo y os arrancaré y os
arrojaré, con el agua que hayáis dejado escapar, para ablandar la arcilla. Y bien, ya que hemos
llegado a este punto, dejémoslo estar. Todavía tengo una hija que, estoy seguro, es amable y
compasiva. Cuando sepa lo que has hecho, arañará con sus propias uñas tu cara de loba. Ya verás
cómo vuelvo a recuperar el estado que creías que había perdido para siempre, ya lo verás, te lo
aseguro.
Salen LEAR, KENT y séquito.
GONERIL.—¿Lo habéis oído, milord?
DUQUE DE ALBANY.—No puedo ser parcial, Goneril, a pesar del amor que os profeso…
GONERIL.—Os ruego que os contengáis. ¡Hola, Osvaldo! [Al BUFÓN.] Y vos, señor, más bribón que
loco, seguid a vuestro amo.
BUFÓN.—Tío Lear, tío Lear, espérame y lleva contigo a tu bufón.
La zorra, tras haber sido capturada,
y también una hija,
van directas a la horca.
Si con mi gorra pudiera pagar una soga,
Así le seguiría el bufón. 14
Sale.
GONERIL.—¡Este hombre está bien aconsejado! ¡Cien caballeros! Sí, muy político y seguro fuera
dejarle cien caballeros equipados para que con la primera fantasía, el primer rumor, la primera
suposición, con cada queja y disgusto pudiera defender su chochera con sus fuerzas, quedando así
nuestras vidas a su merced. ¿Y Osvaldo?
DUQUE DE ALBANY.—Quizá vuestros temores van demasiado lejos.
GONERIL.—Más seguro que el exceso de confianza. Permitid que aleje el daño que temo antes que
estar temiendo que me alcance. Conozco su corazón. He escrito a mi hermana todo cuanto ha
declarado. Si ella quiere soportarlo a él y a sus cien caballeros, después de haberle mostrado yo
todos los inconvenientes… [Entra OSVALDO.] ¡Aquí estáis, Osvaldo! ¿Habéis escrito esa carta a
mi hermana?
OSVALDO.—Sí, señora.
GONERIL.—Tomad una escolta y aprestaos a cabalgar. Informadle cumplidamente de mis temores
particulares y añadid por vuestra parte las razones que creáis convenientes para ser más
persuasivo. Partid, y apresurad vuestro regreso. [Sale OSVALDO.] No, no, señor: esas mansas
gentileza y disposición vuestras, si bien no las condeno, perdonadme que os diga, que sois más
digno de censura por falta de inteligencia que digno de alabanza por vuestra dañina permisividad.
DUQUE DE ALBANY.—Ignoro a dónde se dirigen vuestras miras. Esforzándonos por alcanzar lo mejor,
a menudo echamos a perder lo bueno.
GONERIL.—No, pues.
DUQUE DE ALBANY.—Bueno, bueno; al tiempo.
Salen.

Escena V
Patio del palacio del DUQUE DE ALBANY.
Entran LEAR, el conde de KENT y el BUFÓN.
LEAR.—Ve tú delante a Gloucester con estas cartas. No pongas al tanto a mi hija de nada de lo que
sepas y te pregunte fuera de lo que pone la carta. Si no eres raudo en tus diligencias, llegaré antes
que tú.
KENT.—No dormiré, señor, hasta haber entregado vuestra carta.
Sale.
BUFÓN.—Si el cerebro del hombre estuviese en sus talones, ¿no correría peligro de tener sabañones?
LEAR.—Sí, hijo mío.
BUFÓN.—En tal caso, alégrate, te lo ruego; tu sesera no tendrá que ir en pantuflas 15.
LEAR.—¡Ja, ja, ja!
BUFÓN.—Verás lo amable 16 que se comporta contigo tu otra hija; pues aunque se parecen una a la
otra tanto como una manzana silvestre a otra de jardín, sin embargo puedo decirte… lo que
decirte puedo.
LEAR.—¿Qué?, ¿qué es lo que puedes decir, hijo mío?
BUFÓN .—Que sabrán parecido, como una manzana se parece a otra ¿Sabrías decirme por qué la
nariz está colocada en medio de la cara?
LEAR.—No.
BUFÓN.—¿No? Pues a fin de tener un ojo a cada lado de la nariz, para que lo que no se pueda oler
con la nariz, se pueda indagar con los ojos 17.
LEAR.—[Aparte.] No la traté bien.
BUFÓN.—¿Puedes decirme cómo forma la ostra su concha?
LEAR.—No.
BUFÓN.—Ni yo tampoco; pero en cambio te diré por qué el caracol tiene su propia casa.
LEAR.—¿Por qué?
BUFÓN.—Pues para meter dentro la cabeza, y no entregársela a sus hijas, dejando sus cuernos sin
refugio.
LEAR.—He de olvidar mis instintos paternales. ¡Un padre tan cariñoso! ¿Están listos mis caballos?
BUFÓN.—Tus asnos 18 han ido a por ellos. ¿Por qué las siete estrellas no son más de siete19? Eso sí
que es curioso.
LEAR.—¿Porque no son ocho?
BUFÓN.—¡Bravo! ¡serías un estupendo bufón!
LEAR.—¡Si pudiera recuperarlo a la fuerza! ¡Monstruosa ingratitud!
BUFÓN.—Si tú fueses mi bufón, tío, ya te habría castigado por haber envejecido antes de tiempo.
LEAR.—¿Y cómo es eso?
BUFÓN.—Porque no habrías debido hacerte viejo antes que cuerdo.
LEAR.—¡Oh, cielos bienaventurados, no permitáis que me vuelva loco! Permitid que me mantenga
cuerdo. ¡No quiero volverme loco! [Entra un GENTILHOMBRE.] ¡Hola! ¿Están ya dispuestos los
caballos?
GENTILHOMBRE.—Listos, mi señor.
LEAR.—Sígueme, hijo mío.
BUFÓN.—Esa que ahora es doncella, y se ríe ante mi partida, no será doncella mucho tiempo, a
menos que las cosas sean cortas en verdad 20.

1 Tanto ha enrojecido que se ha quedado de este color.


2 Quiere decir «estimo que el amor de mi hermana vale lo mismo que el mío».
3 Diosa del mundo de las sombras, de la hechicería y lo oculto. Aparece como un personaje en Macbeth.
4 Pueblo nómada que vivía en el noreste de Europa y parte de Asia, y al que los griegos consideraban bárbaro, salvaje y sanguinario.
5 O sea, un caníbal.
6 El «susurrar», o sea, no decir grandes palabras de Cordelia, no indica que no le ame. Esta imagen está basada en el proverbio «el
cántaro vacío es el que suena mejor».
7 La acción transcurre en las islas británicas de la época prerromana, por lo que se citan dioses paganos.
8 La constelación de Draco.
9 Nombre de un conocido loco del hospital de Bethlehem (Bedlam). Irónicamente, Edgardo se disfrazará de él más adelante.
10 Se refiere a que no es católico; no come pescado los viernes de Cuaresma. Es un anacronismo, ya que se supone que se desarrolla
en la Antigüedad.
11 Aprende cosas nuevas; no sólo escuches aquello en lo que estás de acuerdo.
12 O lo que es lo mismo, poner el carro delante de los bueyes. Hizo algo descabellado cuando renunció a su reino para dividirlo entre sus
hijas.
13 Refinado egoísmo que busca el placer exento de todo dolor, según la doctrina atribuida a Epicuro. DRAE
14 Dentro de la mezcla entre incongruencia y lucidez de las palabras del bufón, aquí puede entenderse que si pudiera cambiar su gorra
por una soga, llevaría a «la zorra» (Goneril) a la horca.
15 Ironiza el bufón con la inteligencia del rey, queriendo decir que no tiene cerebro ni en la cabeza ni en los pies, si pretende encontrar
ayuda en su hija Regan.
16 Aquí la ironía se muestra con un juego de palabras intraducible, ya que utiliza para amable la palabra «kind», que significa amable, y
a la vez «de acuerdo con su naturaleza».
17 Otra referencia a la falta de perspicacia del rey respecto a sus hijas, ya que no se ha «olido» lo que traman, ha de ir a verlo con sus
propios ojos.
18 Se refiere a su escolta, porque sólo un asno podría seguir a un loco.
19 Las pléyades eran las siete hijas de Atlas y la ninfa Pléyone; dan nombre a un cúmulo de estrellas cerca de la constelación de Tauro.
20 Por una parte, el bufón está haciendo un chiste grosero frente al público y por otro predice que la conducta de las ingratas hijas de
Lear no va a quedar impune, y que van a perder su juventud.
— ACTO II —

Escena I
Castillo del CONDE DE GLOUCESTER.
Entran EDMUNDO y CURAN por distintos lados, y se encuentran.
EDMUNDO.—Dios te guarde, Curan.
CURAN.—Y a vos, señor. Acabo de ver a vuestro padre y le he anunciado que el duque de Cornualles
y la duquesa Regan estarán aquí con él esta noche.
EDMUNDO.—¿Cómo es eso?
CURAN.—En verdad lo ignoro. ¿Habéis oído las noticias que han llegado? Me refiero a lo que se
susurra, pues aún no son sino rumores que se cuentan como besos en los oídos.
EDMUNDO.—No, pero os ruego, ¿qué noticias son ésas?
CURAN.—¿No habéis oído nada sobre una guerra inminente entre los duques de Cornualles y de
Albany?
EDMUNDO.—Ni una palabra.
CURAN.—Pues lo oiréis a su debido tiempo. Id con Dios, señor.
Sale.
EDMUNDO.—¿El duque aquí esta noche? Tanto mejor, sí, mejor. Esta circunstancia urde por sí misma
a favor de mi negocio. Mi padre ha apostado una guardia para arrestar a mi hermano. Y tengo una
idea, sobre una cuestión espinosa, en la que debo actuar. ¡Rapidez y fortuna, ayudadme!
¡Hermano, una palabra!, ¡baja, digo!
Entra EDGARDO.
Nuestro padre te vigila, señor, huye de aquí. Le han informado sobre dónde te escondes.
Aprovéchate de la oscuridad de la noche. ¿No habrás hablado en contra del duque de Cornualles?
Pronto llegará aquí, durante la noche, a toda prisa, en compañía de su Regan. ¿No has dicho nada
sobre su enemistad contra el duque de Albany? Procura hacer memoria.
EDGARDO.—Ni una palabra, estoy seguro.
EDMUNDO.—Oigo que mi padre llega, perdóname. He de fingir que saco mi espada contra ti. ¡En
guardia!, haz como que te defiendes; y ahora, empléate a fondo. ¡Ríndete ahora! ¡Ven ante mi
padre! ¡Luces, eh, aquí! Huye, hermano. ¡Antorchas, antorchas! Adiós, pues.
Sale EDGARDO.
Un poco de sangre le persuadirá mejor [se hiere el brazo.] de que me he batido fieramente. A
borrachos he visto hacerse cosas peores por diversión. ¡Padre, padre! ¡Detenedle!, ¡detenedle!
¿Nadie me ayuda?
Entran el CONDE DE GLOUCESTER y varios criados con antorchas.
CONDE DE GLOUCESTER.—Decid, Edmundo, ¿dónde está el villano?
EDMUNDO.—Oculto en las tinieblas, su afilada espada en mano, murmurando no sé qué terribles
encantamientos e invocando a la luna como deidad tutelar.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Pero dónde está?
EDMUNDO.—Ved, señor, estoy sangrando.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Dónde se halla ese villano, Edmundo?
EDMUNDO.—Ha huido por aquí, viendo que de ninguna manera podía…
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Corred tras él! ¡Perseguidle! Decías que de ninguna manera podía, ¿qué?
EDMUNDO.—Convencerme de que acabara con la vida de vuestra señoría. Pero, como le dije, los
dioses vengativos lanzarán todos sus rayos contra los parricidas; le advertí de los largos y
potentes lazos que atan a los hijos con los padres; en fin, señor, viendo cómo me resistía firme a
su desnaturalizado propósito, se ha lanzado de improviso, con su espada ya presta contra mi
indefensa persona, hiriéndome el brazo. Sin embargo, al ver cuán raudo mi espíritu se encendía y
me lanzaba valiente a la querella, listo para el encuentro, o bien asustado por el ruido que hice,
emprendió con precipitación la fuga.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Que huya bien lejos! No podrá permanecer en estas tierras sin que sea
prendido y, tan pronto como esto ocurra, ejecutado. El noble duque, mi señor, mi digno dueño y
señor, llega esta misma noche. Por su autoridad haré pregonar que aquel que lo encuentre será
digno de nuestro agradecimiento, trayendo al asesino cobarde a la estaca; y el que lo oculte,
hallará la muerte.
EDMUNDO.—Cuando le disuadí de su intento, al encontrar en él una firme decisión de llevarlo a
cabo, profiriendo maldiciones le amenacé con descubrirle, a lo que él contestó: «Tú, bastardo
desheredado, ¿piensas que si quisiera desprestigiarte, serías acreedor de alguna confianza, virtud
o valor? ¿Alguien se fiaría de tus palabras? No, lo que yo negara, cosa que por supuesto haría, ay,
aunque mostraras algo escrito por mi propia mano, lo atribuirían todo a tus inventos, intrigas y
malas artes. Y bien puedes pensar que el mundo es estúpido si no piensan lo que te beneficiaría
mi muerte, y que es el verdadero acicate para hacer que la desees».
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Confirmado y redomado villano! ¿Cómo se atreve a negar su carta? ¡No
puede ser hijo mío! [Suenan fanfarrias.] ¡Escucha, las trompetas del duque! Desconozco el
motivo de su venida. Mandaré cerrar todas las puertas. No ha de escapar el villano. El duque ha
de permitirme que lo haga; es más, enviaré sus señas a todas partes; en todo el reino han de saber
de él. Y a ti, mi hijo leal y natural, voy a utilizar todos los medios para hacerte heredero de mis
posesiones. [Entran el DUQUE DE CORNUALLES, REGAN y séquito.]
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Qué ocurre mi noble amigo? Desde que he llegado, puede decirse que
ahora mismo, han llegado a mis oídos extrañas noticias.
REGAN.—Si fuesen ciertas, cualquier venganza resultaría demasiado clemente para castigar al
culpable; y vos, ¿cómo estáis, mi señor?
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Oh, señora, mi viejo corazón está roto, destrozado!
REGAN.—¡Cómo! ¿El ahijado de mi padre deseaba quitaros la vida? ¿Él, al que el propio rey puso
nombre? ¿Tu Edgardo?
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Oh, señora, tendría que haber ocultado esta vergüenza!
REGAN.—¿No solía juntarse con los libertinos que forman parte del séquito de mi padre?
CONDE DE GLOUCESTER.—Lo ignoro, señora… ¡Ah, es bien triste, bien triste!
EDMUNDO.—Sí, señora; era uno de ellos.
REGAN.—No es de extrañar, pues, que esté bajo su mala influencia. Ellos son los que le han inducido
a dar muerte a su anciano padre para así disponer de lo que necesiten para gastar y despilfarrar
sus rentas. Esta misma tarde mi hermana me ha informado de ello, y con el consejo de que, si
vienen a alojarse en mi casa, no me encuentren allí.
DUQUE DE CORNUALLES.—Ni a mí tampoco, Regan. Edmundo, he oído que habéis probado ante
vuestro padre una devoción de hijo.
EDMUNDO.—Era mi deber, señor.
CONDE DE GLOUCESTER.—Sí; ha destapado sus intrigas, y recibido el daño que veis, luchando por
aprehenderle.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Han salido en su persecución?
CONDE DE GLOUCESTER.—Sí, mi buen señor.
DUQUE DE CORNUALLES.—Si lo prenden, no tendrá nunca más la oportunidad de haceros daño.
Tomad vuestras propias disposiciones, con mi aquiescencia, como os plazca. En cuanto a vos,
Edmundo, cuya virtud y obediencia en este instante tanto se recomiendan por sí mismas, habéis de
ser de los nuestros. Tenemos gran necesidad de personas de vuestra naturaleza, en las que poder
confiar plenamente. Os adoptamos inmediatamente.
EDMUNDO.—Os serviré, señor, fielmente, en cualquier circunstancia.
CONDE DE GLOUCESTER.—Os doy las gracias en su nombre.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Conocéis la razón de nuestra visita?
REGAN.—A esta hora tan intempestiva, desafiando la oscuridad de la noche; circunstancias, noble
Gloucester, de cierta importancia en las cuales necesitamos recurrir a vuestro consejo. Nuestro
padre nos ha escrito, así como nuestra hermana, sobre ciertas diferencias a las que he pensado
que es conveniente responder desde fuera de nuestra casa. Varios mensajeros están aquí
esperando para enviar la respuesta. Nuestro estimado y viejo amigo, confortadnos en vuestro seno
y dadnos consejo en estos asuntos, que requieren inmediata atención.
CONDE DE GLOUCESTER.—Estoy para serviros, señora. Vuestras gracias sean bienvenidas.
Salen.

Escena II
Entran el conde de KENT y el intendente OSVALDO por distintos lados.
OSVALDO.—Feliz amanecida, amigo: ¿eres de la casa?
KENT.—Sí.
OSVALDO.—¿Dónde podemos alojar nuestros caballos?
KENT.—En el lodazal.
OSVALDO.—Te lo ruego; si me aprecias, dímelo.
KENT.—No te aprecio.
OSVALDO.—Pues entonces, tú tampoco me importas.
KENT.—Si te encontraras sujeto entre mis dientes 21, entonces sí te importaría.
OSVALDO.—¿Por qué me tratas así? No te conozco.
KENT.—Yo a ti sí, amigo.
OSVALDO.—¿Y cómo me conoces?
KENT.—Como a un bribón, granuja, que te alimentas de las sobras, vil, orgulloso, superficial,
mendigo, de tres trajes 22, cien libras 23, mugriento, truhán con medias de la peor estofa 24,
cobarde 25, bribón que resuelve sus pleitos en la corte en lugar de con bravura, bastardo,
presuntuoso, rastrero al servicio de tus propios intereses, poseedor de tanto cuanto cabe por junto
en un baúl, aspirante a alcahuete a base de arrastrarte, bueno para nada salvo urdir truhanerías,
pedigüeño, cobarde, proxeneta, hijo y heredero de una perra callejera, alguien a quien daré de
palos hasta que le oiga gemir bien alto, si niegas una sola sílaba de lo que he dicho.
OSVALDO.—¿Y quién diablos eres tú para acusar así a quien ni conoces ni te conoce?
KENT.—Valiente granuja eres, ¿te atreves a decir que no me conoces? Hace dos días que te puse una
zancadilla y te zurré en presencia del rey. Desenvaina, bribón, porque, aunque es de noche, brilla
la luna. Quiero hacer contigo sopas en la luna llena. Desenvaina, maldito bastardo visita
barberos 26, ¡desenvaina! [Saca su espada.]
OSVALDO.—¡Aparta!, nada tengo que ver contigo.
KENT.—¡Desenvaina, granuja!, llegas con cartas en contra del rey y tomas partido por la muñeca
vanidosa 27 en contra de la realeza de su padre. Saca tu espada, pillo, o haré picadillo con tus
piernas 28. A tu espada, bribón, ponte en guardia.
OSVALDO.—¡Socorro! ¡Al asesino! ¡Socorro!
KENT.—¡Defiéndete, escoria! ¡Firme, bribón, firme, pura escoria, defiéndete! [Le golpea.]
OSVALDO.—¡Favor! ¡Al asesino! ¡Socorro!
Entran EDMUNDO, con el estoque desenvainado, el DUQUE DE CORNUALLES, REGAN, el CONDE DE
GLOUCESTER y séquito.
EDMUNDO.—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre?
KENT.—Esto va con vos, muchacho insolente, si os place. Venid, os iniciaré. Vamos, joven maestro.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Espadas! ¡Armas! ¿Qué ocurre aquí?
DUQUE DE CORNUALLES.—¡Haya paz, por vuestra vida! Muere el próximo que dé un golpe! ¿Qué es
lo que pasa?
REGAN.—Son los mensajeros de mi hermana y del rey.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Cuáles son vuestras diferencias?, hablad.
OSVALDO.—Apenas puedo respirar, señor.
KENT.—No es extraño; ¡habéis aireado tanto vuestro valor! ¡Bribón cobarde, la naturaleza reniega de
ti! ¡Fuisteis compuesto por un sastre!
DUQUE DE CORNUALLES.—En verdad sois un tipo extraño: ¿cómo que un sastre hizo a un hombre?
KENT.—Sí, un sastre: un escultor o un pintor no lo harían tan mal, aunque lo realizaran en sólo dos
horas.
DUQUE DE CORNUALLES.—Hablad de una vez, ¿de qué vino esa riña?
OSVALDO.—Señor, ese viejo bribón, cuya vida he respetado en consideración a su barba gris…
KENT.—¡Tú, bastardo, última letra del alfabeto! ¡Tú, letra inútil29! Señor, si me dais permiso,
convertiré a este grosero villano en mortero y embadurnaré con él las paredes de las letrinas. ¡Por
respeto a mi barba gris, ave lavandera 30!
DUQUE DE CORNUALLES.—¡Haya paz, señor! Tú, burdo truhán, ¿acaso desconoces el respeto?
KENT.—Sí, señor; mas la cólera tiene sus privilegios.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Y cuál es el motivo de tu cólera?
KENT. –El ver una espada en la mano de un hombre sin honor. Estos pícaros sonrientes son como
ratas, que a menudo roen por la mitad los lazos sagrados 31 que están demasiado unidos para
poder deshacerse, halagando las pasiones que descubren en la naturaleza de sus señores, echando
aceite al fuego, nieve a sus más fríos humores, negando, afirmando y dando la vuelta al pico como
el martín pescador 32 con cada vendaval y cambio de dirección de su amo, sin saber nada sino
seguir, como perros. ¡Caiga una plaga sobre tu cara epiléptica 33! ¿Te mofas de lo que digo,
tomándome por loco? Oca, si te encontrase en la llanura de Sarun te llevaría cloqueando hasta
Camelot34.
DUQUE DE CORNUALLES.—¡Cómo! ¿Habéis perdido la razón, buen anciano?
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Cómo os habéis peleado, decidme?
KENT.—No puede encontrarse más antipatía entre contrarios que la que hay entre este bribón y yo.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Por qué lo llamas granuja?, ¿qué falta ha cometido?
KENT.—No me agrada su semblante.
DUQUE DE CORNUALLES.—Quizá tampoco te agrade el mío, ni el de él, ni el de ella.
KENT.—Señor, mi distintivo es la franqueza. He visto mejores caras en mis tiempos que las que
observo sobre cualquiera de los hombros que veo ante mí en este instante.
DUQUE DE CORNUALLES.—Así que éste es uno de esos tipos que, habiendo sido adulado alguna vez
por su brutal aspereza, ha adoptado desde entonces un tono de descarada franqueza, hace gala de
una brusquedad insolente y reprime los modales que le son naturales. ¡No sabe lisonjear, es un
hombre honrado, franco, no sabe mentir! Y así hay que aceptarle; y si no, él ha sido franco. ¡Ah!
Conozco algunos de esos bribones que, bajo su franqueza amparan más artificio y unos fines más
corrompidos que veinte aduladores que cumplen sus deberes a la perfección.
KENT.—Señor, en buena fe y sincera verdad, con la aprobación del respeto que debo a vuestra
grandeza, cuyo influjo, como la guirnalda de radiante fuego que corona la frente radiante de
Febo 35…
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Qué significa esto?
KENT.—Es para variar de estilo, ya que desaprobáis el mío. Reconozco, señor, que no soy adulador,
pero el que os engañó con un discurso franco, era un franco bribón, lo cual nunca seré yo, aunque
ganara vuestro desagrado de tanto como me lo suplicarais.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Y en qué os ha ofendido ese hombre?
OSVALDO.—Nunca le ofendí, señor. Hace poco plugo al rey, su dueño, pegarme, por haber
interpretado mal mis palabras. Entonces, aliándose con él y espoleando su enojo, me puso una
zancadilla y, una vez en el suelo, me insultó, se mofó, poniendo en ello tal apariencia de hombría,
que ganó su reconocimiento, obtuvo elogios del rey por atacar a quien ya estaba rendido y, en la
excitación de su primera hazaña, volvió a desenvainar aquí contra mí.
KENT.—Ninguno de estos granujas y cobardes quiere ser menos que Áyax36.
DUQUE DE CORNUALLES.—Traigan cepos. Viejo bribón testarudo, venerable fanfarrón. ¡Te vamos a
enseñar!
KENT.—Soy demasiado viejo, señor, para aprender. No hagáis que traigan cepos para mí. Sirvo al
rey, y en su servicio he sido enviado a verte. Mostraría poquísimo respeto, osada malicia
descarada, a la augusta gracia y persona de mi señor, el poner cepos a su mensajero.
DUQUE DE CORNUALLES.—Que traigan los cepos. Como tengo vida y honor que estará aquí sentado
hasta mediodía.
REGAN.—¿Hasta mediodía? Hasta la tarde, monseñor, y aún la noche toda.
KENT.—En verdad, señora, si fuera el perro de vuestro padre, no me trataríais más indignamente.
REGAN.—Señor, como sois su bribón, bien que lo haré.
DUQUE DE CORNUALLES.—Este tipo casa con la descripción del que nos habló nuestra hermana. ¡Ea,
los cepos! [Traen los cepos.]
CONDE DE GLOUCESTER.—Permitid a sus mercedes que me atreva a disuadiros de ese propósito. Su
falta es grande, y el buen rey, su señor, sabrá reprenderlo por ello. Los correctivos que pretendéis
son aptos para los más viles y despreciables miserables, por pequeños hurtos y los delitos más
comunes. El rey se va a ofender al ver que se valora tan poco la persona de su mensajero, si lo
sometéis a semejante correctivo.
DUQUE DE CORNUALLES.—Yo responderé por ello.
REGAN.—Mi hermana se va a sentir mucho más ofendida por haber insultado y asaltado a su
caballero mientras estaba llevando a cabo sus funciones. ¡Metedle las piernas!
[Ponen a KENT en el cepo.] Vamos, mi buen señor.
Salen REGAN y el DUQUE DE CORNUALLES.
CONDE DE GLOUCESTER.—Lo siento por ti, amigo; pero es el gusto del duque, cuyas disposiciones,
como es bien sabido por todos, no pueden ser eludidas ni contrariadas; mas intercederé por ti.
KENT.—No lo hagáis, señor, os lo ruego. He velado y caminado en demasía. Dormiré un rato y el
resto del tiempo silbaré. La fortuna de un hombre puede esfumarse por los talones. Que tengáis un
buen día.
CONDE DE GLOUCESTER.—La culpa de esto la tiene el duque; se va a tomar muy mal.
Salen.
KENT.—Mi buen rey, esto debe probar el dicho «salir de la bendición de los cielos y caer en el
ardiente sol 37». ¡Aproxímate, oh faro, a este globo inferior38, para que con tus confortables rayos
pueda yo leer detenidamente esta carta! Nada como la desesperación para hacernos creer en los
milagros. Sé que es de Cordelia, que por fortuna ha sido informada de mi acción encubierta, y
debe encontrar la ocasión, en esta situación terrible, para encontrar remedio a todas estas
pérdidas. Oh, ojos pesados, cansados de tanto mirar, aprovechad para no contemplar este
vergonzoso alojamiento. Fortuna, buenas noches. Vuelve a sonreír, que gire la rueda 39.
Se duerme.

Escena III
Bosque.
Entra EDGARDO.
EDGARDO.—¡He oído pregonar mi nombre! El bendito hueco de un árbol me ha ocultado a sus
pesquisas. No hay ningún paso franco, ningún lugar que guardas y otros vigilantes especiales no
acechen para prenderme. Mientras pueda escapar, tendré cuidado. Estoy resuelto a tomar el
aspecto más ruin y pobre, de tal manera que, despreciando mi humanidad, me aproxime al bruto.
Me mancharé la cara con basura, me envolveré con una manta el costado, me enmarañaré el pelo,
y me presentaré desnudo a los vientos y persecuciones del cielo. En el país puedo encontrar
antecedentes, como los mendigos de Bedlam40 quienes, con rugientes voces, castigan sus
entumecidos y mortificados brazos desnudos con alfileres, pinchos de madera, uñas o ramitas de
romero, y con este horrible espectáculo vagan entre las humildes granjas, los pobres y míseros
villorrios, rediles y molinos; unas veces con maldiciones lunáticas, otras con oraciones, para
forzar la caridad. ¡Pobre Turligod! ¡Pobre Tom41! Eso ya es ser algo: ya no soy Edgardo.
Escena IV
Ante el castillo del CONDE DE GLOUCESTER. El conde de KENT en el cepo.
Entran LEAR, el BUFÓN y un GENTILHOMBRE.
LEAR.—Es extraño que hayan partido de su castillo y no hayan enviado de vuelta a mi mensajero.
GENTILHOMBRE.—He sabido que la noche pasada no tenían intención de partir.
KENT.—Salud, mi noble señor.
LEAR.—¿Qué tal? ¿Pasando el tiempo de esta manera tan vergonzosa?
KENT.—No, monseñor.
BUFÓN.—¡Je, je! Crueles ligas lleva. A los caballos los atan por la cabeza, a los perros y a los osos
por el cuello, a los monos por los riñones y a los hombres por las piernas. Cuando un hombre
tiene piernas demasiado ligeras, se le ponen cepos de madera en su parte inferior.
LEAR.—¿Quién se ha equivocado tanto sobre cuál es tu lugar como para colocarte aquí?
KENT.—Han sido él y ella; vuestro yerno y vuestra hija.
LEAR.—¡No!
KENT.—Sí.
LEAR.—Dígote que no.
KENT.—Y yo os digo que sí.
LEAR.—No, no han podido ser ellos.
KENT.—Ellos han sido.
LEAR.—Por Júpiter 42, juro que no.
KENT.—¡Por Juno, Juro que sí!
LEAR.—¡No osarían hacerlo! ¡No habrían podido, no habrían querido cometer tan violento ultraje en
algo que deberían respetar. Es más que un asesinato. Explícame, tan pronto como puedas, por qué
podrías merecer, o ellos imponeros, este castigo, siendo tú nuestro emisario.
KENT.—Milord, cuando llegué a su casa y les entregué las cartas de vuestra alteza, antes de que me
hubiera levantado del lugar en el que arrodillado se las mostré, acudió un correo empapado,
guisado en su propio sudor, sin aliento, jadeante, presentando los saludos de Goneril, su señora.
Sin tomar aliento, entrega las cartas, que al momento leen, y debido a su contenido reúnen a todos
los de su casa, montan inmediatamente a sus caballos, me ordenan seguirles y esperar a que
dispongan de un momento para darme una respuesta, me echan unas frías miradas y me encuentro
aquí con el otro mensajero, cuya bienvenida, percibo, ha envenenado la mía. Era el mismo sujeto
que ha poco se comportó con insolencia ante vuestra alteza. Con más valentía que sensatez,
desenvainé la espada; él puso en alerta a toda la casa con sus cobardes gritos. Vuestro hijo y
vuestra hija encontraron que esto merecía la vergüenza en la que me hallo.
BUFÓN.—El invierno aún no ha partido si los gansos salvajes vuelan en esa dirección.
Los padres que visten harapos
vuelven a sus hijos ciegos;
pero los padres que llevan bolsas
verán a sus hijos amables 43.
Fortuna, esa errante prostituta,
nunca da la vuelta a la llave por los pobres 44.
Dicho lo dicho, tus hijas te provocarán tanto dolor
cuanto puedas contar en el curso de un año.

LEAR.—¡Oh, cómo este mal de madre sube hasta mi corazón! ¡Atrás, hysterica passio 45, pena que
asciendes! ¡Tu elemento está abajo! ¿Dónde está esa hija?
KENT.—Aquí, señor, con el conde de Gloucester.
LEAR.—No me sigáis; quedad aquí.
Sale.
GENTILHOMBRE.—¿No habéis cometido más falta que la que acabáis de indicar?
KENT.—No. Pero ¿por qué viene el rey con séquito tan poco numeroso?
BUFÓN.—Si te hubiesen puesto en el cepo por esta pregunta, merecido lo tendrías.
KENT.—¿Por qué, bufón?
BUFÓN.—Te llevaríamos a la escuela de la hormiga para enseñarte que en invierno no se trabaja.
Todos los que siguen a su nariz, son guiados por los ojos, excepto los ciegos. Y de veinte narices,
no hay una siquiera que no pueda oler lo que apesta. Si estás agarrado a una rueda grande, suéltala
cuando corra montaña abajo, si no quieres romperte el cuello siguiéndola; pero si la ves subir y
elevarse, aférrate a ella y te subirá consigo. Si un hombre sabio te da mejor consejo, me
devuelves el mío. Me gustaría que sólo los locos lo siguieran, ya que un loco se lo dio.
Ese señor al que sirves y buscas por la ganancia
y no sigues sino por las formas
hará las maletas cuando empiece a llover
y te abandonará en medio de la tormenta.
Pero yo esperaré: los locos se quedarán
y los cuerdos volarán.
El truhán que huye se vuelve loco;
el loco, pardiez, no es un truhán.

KENT.—¿Dónde aprendiste estas cosas, bufón?


BUFÓN.—Desde luego que no fue en el cepo, loco.
Vuelve LEAR con el CONDE DE GLOUCESTER.
LEAR.—¡Negarse a hablar conmigo! ¿Están enfermos? ¿Fatigados? ¿Han viajado toda la noche?
Meros pretextos, indicio de rebelión y deserción. Dame otra respuesta mejor.
CONDE DE GLOUCESTER.—Noble señor, ya conocéis la fogosidad del duque, y cuán inflexible y
obstinado es en sus resoluciones.
LEAR.—¡Venganza! ¡Peste! ¡Muerte! ¡Confusión! ¿Fogosidad?, ¿qué cualidad es esa? Pues bien,
Gloucester, deseo hablar con el duque de Cornualles y su esposa.
CONDE DE GLOUCESTER.—Bien, mi buen señor, les he informado de ello.
LEAR.—¡Les he informado! ¿Es que no me entiendes, hombre?
CONDE DE GLOUCESTER.—Sí, mi buen señor.
LEAR.—El rey quiere hablar con el duque de Cornualles; un tierno padre quiere conversar con su hija
y le pide obediencia. ¿Están informados de ello? ¡Por mi aliento y por mi sangre! ¿Fogosidad? ¿El
duque fogoso? Ve a decir a ese duque tan ardiente que… mas no, aún no; quizá se halle
indispuesto. La enfermedad hace que descuidemos todos los deberes en beneficio de nuestra
salud. Dejamos de ser lo que somos cuando la naturaleza, oprimida por el dolor, ordena a la
mente que sufra con el cuerpo. Seré paciente y lucharé contra mis impulsos, por haber tomado por
sano al que estaba indispuesto y enfermo. ¡Maldito mi estado! ¿Por qué [mirando a KENT.] está
éste aquí sentado? Este hecho me persuade de que la partida del duque y de ella es sólo una
maniobra. Entregadme a mi servidor. Ve y diles al duque y a su mujer que quiero hablar con ellos.
Ahora, inmediatamente. Ordénales que salgan y vengan a oírme, o tocaré el tambor a la puerta de
su habitación hasta que su clamor les mate el sueño.
CONDE DE GLOUCESTER.—Desearía que todo se solucionara entre vosotros.
Sale.
LEAR.—Oh, corazón mío, mi inflamado corazón, ¡cálmate!
BUFÓN.—Dile a tu corazón, tío, lo que la cocinera a sus anguilas, mientras las metía vivas en la
masa; les golpeaba la cabeza con un palo y les gritaba: ¡callad, revoltosas, callad! Esta era
hermana del otro que amaba tanto a su caballo que le ponía manteca en el heno 46.
Entran el DUQUE DE CORNUALLES, REGAN, el CONDE DE GLOUCESTER y séquito.
LEAR.—¡Buenos días a entrambos!
DUQUE DE CORNUALLES. ¡Aclamo a vuestra gracia!
KENT es puesto en libertad.
REGAN.—¡Me alegro de ver a vuestra alteza!
LEAR.—Así lo creo, Regan, y me sé la razón. He de pensar de la siguiente manera: si no te alegraras,
me divorciaría de tu madre en la tumba, ya que guardaría a una adúltera. [Al conde de KENT.]
¡Ah!, ¿ya eres libre? De eso trataremos luego. Mi querida Regan; tu hermana es una miserable, oh,
Regan, ha clavado el agudo pico de la ingratitud, como un buitre, aquí [señalando su corazón.] 47,
apenas puedo hablarte. No podrías creer con qué depravada manera… ¡Oh, Regan!
REGAN.—Os suplico, señor, que tengáis paciencia; tengo la esperanza de que desconozcáis cómo
valorar su mérito y no que ella haya faltado a su deber.
LEAR.—¡Di!, ¿cómo es eso?
REGAN.—No puedo creer que mi hermana haya faltado en lo más mínimo a sus obligaciones. Si, por
casualidad, señor, ha puesto freno a los desórdenes de vuestros servidores, débese a motivos tan
legítimos y a miras tan saludables que la dejan fuera del menor reproche.
LEAR.—¡Sea maldita!
REGAN.—¡Oh, señor, sois ya viejo. La naturaleza está, en vos, al límite de sus confines. Deberíais
dejaros dirigir y guiar por alguna persona prudente, más conocedora de vuestro estado que vos
mismo. Así, pues, os ruego que volváis junto a mi hermana y le hagáis saber que habéis sido
injusto con ella, señor.
LEAR.—¿Pedirle yo perdón? No creo que eso encaje en mi papel de rey [se arrodilla.] : «Querida
hija mía, confieso que soy viejo; los viejos somos inútiles; de rodillas te ruego que te dignes
concederme un vestido, un lecho y un bocado de pan».
REGAN.—Está bien, señor; esas son feas argucias. Volved al lado de mi hermana.
LEAR.—[Levantándose.] Jamás, Regan. Ella me ha despojado de la mitad de mi séquito, me ha
echado miradas de cólera; su lengua, como dardo de serpiente, me ha atravesado el corazón.
¡Caigan sobre su ingrata cabeza todas las venganzas que el cielo atesora! ¡Golpead los tiernos
huesos de sus descendientes, aires ponzoñosos, con la debilidad!
DUQUE DE CORNUALLES.—¡Basta, señor, basta!
LEAR.—¡Ágiles relámpagos veloces, dirigid vuestros rayos cegadores a sus ojos desdeñosos!
¡Infectad su belleza, pestíferos vapores extraídos por el sol del fondo de las ciénagas, y derribad
su orgullo!
REGAN.—¡Oh, benditos dioses! Eso es lo mismo que me desearéis cuando estéis de mal humor.
LEAR.—No, Regan; jamás caerá sobre ti mi maldición; tu alma, que nació dulce y tierna, no se
abandonará jamás a la dureza. Sus ojos son feroces, pero los tuyos dan consuelo y no queman. En
tu corazón no entra el estorbar mis placeres, cercenar parte de mi séquito, dirigirme palabras
insolentes, escatimar mi asignación y, en conclusión, no correrás los cerrojos ante mi llegada. Tú
conoces mejor los deberes de la naturaleza, las obligaciones de los hijos, los cumplimientos de la
cortesía, las deudas de gratitud.
REGAN.—A lo que vamos, señor.
LEAR.—¿Quién ha castigado a mi mensajero con el cepo?
Suenan trompetas a lo lejos 48.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Qué anuncia esa trompeta?
REGAN.—La conozco, es mi hermana. Su presencia confirma la carta en la que anunciaba su pronta
llegada. [Entra OSVALDO.] ¿Está aquí vuestra señora?
LEAR.—He ahí un esclavo que, en breve tiempo, ha fundado su orgullo en el inconstante favor de
aquella a quien sirve. ¡Largo de aquí, miserable, fuera de mi presencia!
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Qué quiere decir vuestra gracia?
LEAR.—¿Quién ha puesto a mi mensajero en el cepo? Regan, espero que no tengas nada que ver en
ello. ¿Quién llega? [Entra GONERIL.] ¡Dioses! Si amáis a los ancianos, si la dulzura de vuestro
gobierno consagra la obediencia, si también sois ancianos, haced de ésta vuestra causa, bajad y
poneos de mi parte. [A GONERIL.] ¿No te avergüenzas de mirar mi blanca barba? Oh, Regan, ¿unes
tu mano a la suya?
GONERIL.—¿Y por qué no habría de estrechar mi mano, señor? ¿En qué os he ofendido? No es ofensa
todo lo que la indiscreción tiene por tal o la senilidad califica de esta manera.
LEAR.—¡Oh corazón mío, eres demasiado fuerte!, ¿vas a poder tolerarlo? ¿Quién puso el cepo a mi
servidor?
DUQUE DE CORNUALLES.—Yo he sido, señor; pero sus desórdenes merecían un castigo mayor.
LEAR.—¡Vos!, ¿habéis sido vos?
REGAN.—Os ruego, padre, que ya que sois débil, lo parezcáis. Si hasta que el presente mes haya
expirado deseáis volver a casa de mi hermana y morar en ella, despedid a la mitad de vuestro
séquito y venid después conmigo. Actualmente, me he ausentado de mi casa, y no dispongo de las
provisiones necesarias para vuestro mantenimiento.
LEAR.—¡Volver con ella! ¡Despedir a cincuenta de mis hombres! No; antes renuncio a vivir bajo
ningún techo, prefiriendo vagar luchando contra la inclemencia de los vientos, en compañía de los
lobos y los búhos; la necesidad me obliga a tomar esta decisión. ¿Volver con ella? Igual podría
arrodillarme ante el trono del apasionado rey de Francia, que tomó sin dote a mi hija menor y,
como un humilde escudero, mendigar la pensión que me permita mantener una vida servil. ¿Volver
con ella? ¿Por qué no me aconsejas mejor convertirme en esclavo o bestia de carga de este lacayo
detestable 49?
GONERIL.—Como gustéis, señor.
LEAR.—Te lo ruego, hija; no hagas que me vuelva loco. No voy a molestarte, hija mía. Adiós, no
volveremos a encontrarnos más, no nos volveremos a ver. Pero a pesar de todo eres carne de mi
carne, y sangre de mi sangre, hija mía. O quizá una enfermedad que está en mi sangre, y a la que
debo llamar mía; eres un forúnculo, una úlcera pestífera, un hinchado carbunclo en mi sangre
corrompida. Mas nada quiero reprocharte; caiga sobre ti el oprobio, cuando quiera; no lo llamaré.
No provocaré los dardos del dios del trueno50. No iré con cuentos sobre ti al supremo juicio de
Jove. Enmiéndate cuando puedas, mejora a tu gusto; soy paciente. Me quedaré con Regan y con
mis cien caballeros.
REGAN.—No todos juntos. Aún no os esperaba, y nada he dispuesto para recibiros como conviene.
Prestad atención, señor, a mi hermana. Todos aquellos que comparan su sentido común con
vuestra pasión deben hallar consuelo pensando que sois viejo y que 51… Pero ella sabe lo que
hace.
LEAR.—¿Es franco ese lenguaje?
REGAN.—Así lo sostengo. ¡Cómo!, ¿un séquito de cincuenta caballeros?, ¿no es suficiente? ¿Para qué
queréis más? O, ¿por qué tantos, si tanto los gastos como el peligro que llevan consigo hablan
solos sobre lo abultado del número? ¿Cómo pueden vivir en una sola casa tantas personas bajo
dos mandos? Es muy difícil, casi imposible.
GONERIL.—¿No podríais, señor, recibir los cuidados precisos de los que ella llama sus criados o de
los míos?
REGAN.—¿Por qué no, señor? Si por casualidad llegasen a faltaros, nosotros sabríamos controlarlos.
Si vinierais a mi casa, aunque desde ahora sospecho el peligro, os ruego que no traigáis más de
veinticinco caballeros; no alojaré o reconoceré a ninguno más.
LEAR.—Yo os lo di todo…
REGAN.—Y lo disteis oportunamente.
LEAR.—Os hice mis guardianas, mis depositarias, salvo la cantidad que me reservé para que me
siguieran. ¿Cómo?¿Para entrar en tu casa sólo he de llevar veinticinco? Regan, ¿eso has dicho?
REGAN.—Y lo repito, señor; no aceptaré ni uno más.
LEAR.—Una mujer arrugada parece aún hermosa junto a otras mujeres más decrépitas que ella; basta
con no ser el peor para merecer todavía algún elogio. [A GONERIL.] Volveré contigo. Tus
cincuenta son el doble de sus veinticinco, y así, tu cariño es dos veces el suyo.
GONERIL.—Escuchad, señor, ¿qué necesidad tenéis de veinticinco, diez o cinco caballeros para venir
a una casa donde encontraréis a un número de servidores dos veces mayor para atenderos?
REGAN.—¿Qué necesidad tenéis ni de uno solo?
LEAR.—¡Oh, no hay que dar razones para la necesidad! Los más miserables mendigos poseen alguna
cosa superflua a pesar de su pobreza. Si a la naturaleza no se le concede más de lo que necesita,
la vida del hombre será de tan poco valor como la de los animales. Eres una dama: si solo para ir
bien abrigada te vistieras tan lujosamente, ¿necesita la naturaleza de esos preciosos trajes que
llevas y que apenas pueden defenderte del frío? A decir verdad otra cosa necesito: ¡cielos, dadme
paciencia! ¡Es paciencia lo que necesito! Aquí me tenéis, oh dioses, un desventurado viejo, tan
lleno de dolor como de años. ¡Por ambos desdichado! Si sois vosotros los que movéis los
corazones de estas hijas contra su padre, no me volváis tan loco que lo soporte dócilmente;
tocadme con noble cólera. No permitáis que las armas de mujer, las lágrimas, mancillen mis
varoniles mejillas. No, arpías desnaturalizadas, tomaré tal venganza de ambas que el mundo
entero…, haré tales cosas…, cuáles serán, aún no lo sé; pero serán el terror de la tierra.
¿Pensabais verme llorar? No, no lloraré. Me sobran motivos para el llanto, mas mi corazón se
romperá en cien mil pedazos antes de verter una sola lágrima. ¡Oh, loco, voy a volverme loco!
Salen LEAR, los condes de GLOUCESTER y de KENT, y el BUFÓN.
Tormenta y tempestad.
DUQUE DE CORNUALLES.—Retirémonos; se acerca una tormenta.
REGAN.—Esta casa es pequeña; no podemos alojar en ella bien al rey y a su séquito.
GONERIL.—Es culpa suya, se ha privado de reposo y ha de catar su propia locura.
REGAN.—Solo a él lo acogería con mucho gusto; pero ni a uno solo de su séquito.
GONERIL.—Yo tengo la misma determinación. ¿Dónde está mi señor el conde de Gloucester?
DUQUE DE CORNUALLES.—Salió con el viejo; ya vuelve.
Vuelve a entrar el CONDE DE GLOUCESTER.
CONDE DE GLOUCESTER.—El rey está sumamente enfurecido.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Hacia dónde va?
CONDE DE GLOUCESTER.—Ha ordenado que dispongan los caballos, pero ignoro su designio.
DUQUE DE CORNUALLES.—Lo mejor será dejarle que siga su camino; se guía él mismo.
GONERIL.—Milord, no le roguéis que se quede de ninguna manera.
CONDE DE GLOUCESTER.—Ah, la noche se aproxima, y el crudo viento comienza a soplar con
violencia. No hay ni un triste arbusto en varias millas.
REGAN.—Oh, señor, a los hombres tercos, los males que ellos mismos se provocan deben servirles
de lección. Cerrad las puertas. El séquito que le sigue está formado por gente peligrosa y el buen
juicio aconseja temer que puedan incitarle 52, ya que presta oídos a consejos indeseados.
DUQUE DE CORNUALLES.—Cerrad las puertas, milord. ¡Vaya, qué noche más cruel! Mi Regan da
buenos consejos; guarezcámonos de la tormenta.
Salen.

21 En el original, hay un intraducible juego de palabras mucho más sugerente: «If I had thee in Lipsbury pinfold…», o sea, «Si te tuviera
en el redil (pinfold) de Lipsbury», pero también es pin (sujeto) en «lips» entre mis labios.
22 Le está llamando sirviente, ya que éstos tenían derecho a tres trajes al año.
23 Barato. La expresión viene de que Jaime I vendía títulos de caballero por cien libras.
24 Los nobles llevaban las medias de seda; los sirvientes de los materiales más baratos.
25 «Lily-livered», o sea, con el hígado de azucena, o blanco, «sin sangre en las venas».
26 Presumido, afeminado, que sólo piensa en acicalarse.
27 Uno de los personajes de las marionetas.
28 En el original dice que le hará «carbonado», que, tal como indica el gran especialista Astrana Marín, era una palabra española, que
hacía referencia a la carne cocida, hecha pedazos y asada a la parrilla.
29 Efectivamente, la zeta es la última letra del alfabeto, e inútil porque en inglés puede sustituirse por la S y sonar igual.
30 La lavandera mueve continuamente la cabeza de arriba abajo, como haciendo reverencias, alusión a que Osvaldo es servil.
31 Los que unen a padres e hijos.
32 Se dice que el martín pescador es como una veleta, que suspendido mueve el pico en la dirección que sopla el viento.
33 Se supone que Osvaldo está haciendo muecas, riéndose de él.
34 No están muy claras las referencias de las ocas, animales considerados tontos, Sarun (Salisbury) y Camelot. Se creía que Camelot
había estado en las llanuras de Winchester, cerca de Salisbury, y «Winchester goose» (oca de Winchester) hace referencia a la sífilis.
35 Febo: apodo del dios Apolo.
36 Áyax, héroe de la guerra de Troya.
37 Quiere decir que la fortuna suele ir de mejor a peor.
38 Saluda al sol que está saliendo y le va a alumbrar para poder leer la carta.
39 La rueda de Fortuna, tema clásico medieval, gira continuamente, porque la suerte de las personas cambia sin cesar. El conde de Kent
39 La rueda de Fortuna, tema clásico medieval, gira continuamente, porque la suerte de las personas cambia sin cesar. El conde de Kent
pide que gire la rueda y vuelva a serle favorable.
40 Eran los residentes en el Bethlehem Hospital, en Londres, para enfermos mentales, que tenían permiso para pedir limosna.
41 Está imitando los gritos a la caridad de los mendigos, con sus supuestos nombres nuevos.
42 Júpiter, dios del trueno, es el equivalente romano de Zeus y el dios más importante del Olimpo, también llamado Jove. Junto con Juno,
diosa de la maternidad, y Minerva, formaba la Tríada Capitolina.
43 Si los padres son pobres, los hijos no se preocupan por ellos; pero si tienen dinero, los hijos les muestran su afecto.
44 La Fortuna es como una prostituta, nunca abre la puerta a los pobres.
45 La histeria, nombre de la matriz en griego, ha dado lugar a esta enfermedad, que se supone que sube desde el vientre hacia arriba.
46 Creyendo que le hacía un bien, le mataba de hambre, ya que los caballos no pueden comer eso.
47 Puede hacer referencia al mito de Prometeo, encadenado a una roca, al que un buitre le comía el hígado todos los días como castigo
de los dioses por haberles robado el secreto del fuego para dárselo a los hombres.
48 Las trompetas o clarines tenían su código, y por ellas se podía deducir quién llegaba o el motivo. Se supone que Regan reconoce el
toque que indica la llegada de su hermana.
49 Se supone que dice esto señalando a Osvaldo.
50 Véase nota 42 sobre Júpiter.
51 Cualquier persona razonable que oiga vuestras disparatadas palabras pensará que estáis chocho.
52 Quiere decir que puedan incitarle, instigarle o animarle a ir contra ellos.
— ACTO III —

Escena I
Claro en un monte. Tormenta.
Entran el conde de KENT y un GENTILHOMBRE por distintos lados.
KENT.—¿Quién osa andar por aquí con este tiempo?
GENTILHOMBRE.—Un hombre cuyo corazón se siente como el tiempo, grandemente perturbado.
KENT.—¡Ah, os reconozco! ¿dónde está el rey?
GENTILHOMBRE.—Disputando contra los inquietos elementos. Manda a los vientos que soplen hasta
que arrastren a la tierra al mar, o que hagan crecer las rizadas aguas por encima de tierra firme,
para que las cosas cambien o cesen. Se arranca sus blancos cabellos, impetuosamente y con rabia
ciega los agarra en su furia y los dispersa. Se esfuerza, en su pequeño mundo humano, en desdeñar
las idas y venidas de los vientos y la lluvia. Esta noche en que la osa que amamanta a sus
cachorros permanece en su cueva, en que el león y el lobo, a pesar del hambre, mantienen al
abrigo su pelaje, él corre con la cabeza descubierta y reta a gritos a que lo destruyan todo.
KENT.—Pero, ¿quién le acompaña?
GENTILHOMBRE.—Nadie más que su bufón, que con sus chanzas intenta hacerle olvidar el dolor de
las injurias que pesan sobre su corazón.
KENT.—Señor, os conozco y me atrevo, con la garantía del conocimiento que tengo de vos, a
confiaros un encargo de alto valor. Hay desavenencias, aun cuando todavía se ocultan bajo el velo
del disimulo, entre el duque de Albany y el de Cornualles. Tienen –¿y quién de los que están
entronizados entre las grandes estrellas y se mantienen en lo alto no los tiene?– servidores que no
parecen menos y sirven de espías al rey de Francia, y observadores inteligentes de nuestro país,
que han visto, bien en las riñas y maquinaciones de los duques, o en las duras restricciones que
ambos han impuesto contra nuestro anciano y benigno rey, o incluso algo peor, de lo que estos
sucesos no sean sino sus manifestaciones externas; pero la verdad es que está llegando desde
Francia una armada contra nuestra dividida nación, que ya, conocedora de nuestra negligencia, ha
puesto secretamente el pie en algunos de nuestros mejores puertos y está a punto de desplegar
abiertamente sus banderas. Oíd ahora mi encargo: si dais crédito a mis palabras, volad a Dover;
allí encontraréis a una persona que os estará agradecida cuando oiga el relato fiel de las atroces
injurias y de los inicuos pesares con que se tortura a nuestro rey. Soy un caballero por nacimiento
y educación, y con conocimiento y seguridad os ofrezco hacer este servicio al rey.
GENTILHOMBRE.—Hablaremos de ello más adelante.
KENT.—No, no será ello. Para confirmar que soy más de lo que aparento, abrid esta bolsa y tomad lo
que contiene. Si veis a Cordelia –y no dudo que la veréis– enseñadle esta sortija, y ella os dirá
quién es la persona que aún no conocéis. ¡Fatal tempestad! ¡Corro en busca del rey!
GENTILHOMBRE.—Dadme la mano. ¿Tenéis algo más que añadir?
KENT.—Poco más, pero en efecto más importante que todo lo anterior: que cuando hayamos
encontrado al rey –para lo cual seguid vosotros ese camino; yo tomaré éste–, el primero que lo
encuentre, que grite «hola» al otro.
Salen.

Escena II
Otro punto del monte. Continúa la tormenta.
Entran LEAR y el BUFÓN.
LEAR.—¡Soplad, vientos, hinchad hasta que estallen vuestras mejillas53! ¡Soplad! ¡Cataratas y
huracanes, derramad vuestros torrentes hasta que hayáis sepultado bajo las aguas las agujas de las
torres y ahogado los gallos de las veletas! Fuegos sulfurosos, tan rápidos como el pensamiento,
embajadores del rayo que parte las encinas, abrasad mis canas. Y tú, horrísono trueno que todo lo
conmueves, aplasta el globo del mundo, destroza los moldes de la naturaleza y extermina los
gérmenes todos que producen el hombre ingrato.
BUFÓN.—Óyeme, tío: más vale agua bendita con halagos, en una casa seca, que esta agua de lluvia a
campo abierto 54. Buen tío, ve e implora la bendición de tus hijas: noche como ésta no se apiada
del loco, ni del cuerdo.
LEAR.—¡Retumba tu repleto vientre!, ¡escupe fuego! ¡Lluvia, cae a chorros! Ni la lluvia, el viento, el
trueno o el rayo sois mis hijas. No os acuso, elementos, de ingratitud. Nunca os di un reino, ni os
llamé hijos ni me debéis obediencia. Descargad, pues, sobre mí a vuestro terrible antojo: aquí
estoy; soy vuestro esclavo, pobre, enfermizo, débil y despreciable anciano, y sin embargo tengo el
derecho de llamaros cobardes ministros, que os habéis aliado a mis dos hijas perversas, entrando
en batalla desde las alturas contra una vieja cabeza cubierta de blancos cabellos como esta. ¡Oh,
sí, es vil!
BUFÓN.—Aquel que tiene una casa en la que poner la cabeza tiene un buena sesera.
La bragueta que quiere casa
antes de usar la cabeza,
criará piojos ella y su cabeza.
Así se casan muchos pobres.
El hombre que hace con los pies
lo que debería hacer con la cabeza
obtendrá dolor de callos
y cambiará su sueño en vela.
Porque no ha habido mujer hermosa que no haya hecho gestos en un espejo 55.
LEAR.—No, he de ser un modelo de paciencia. No diré nada.
Entra el conde de KENT.
KENT.—¿Quién va allá?
BUFÓN.—¡Ave María! Una ilustrísima y una bragueta, es decir, un cuerdo y un loco 56.
KENT.—¡Cómo! ¿Vos aquí, señor? Los seres que gustan de la noche no disfrutan de noches como
esta. Los encolerizados cielos asustan hasta a los que vagan por la oscuridad y los obliga a
permanecer en sus cuevas. Desde que soy hombre, no recuerdo haber oído hablar de semejantes
surcos de fuego, ni oído truenos semejantes entre el horrible choque de los vientos y la lluvia. La
naturaleza del hombre no puede resistir tal violencia y terror.
LEAR.—¡Sepan los poderosos dioses, que mantienen esta espantosa confusión sobre nuestra cabeza,
encontrar a sus verdaderos enemigos! ¡Tiembla, desventurado, que guardas en tu seno crímenes
ignorados e impunes! ¡Ocúltate, mano sanguinaria! ¡Tú, perjuro, y tú, hipócrita, que bajo la
máscara de la virtud, cometes el incesto! ¡Villano, tiembla hasta hacerte pedazos, que bajo una
oportuna apariencia encubierta atentaste contra la vida de un hombre! ¡Crímenes escondidos a
toda mirada, rasgad el velo que os cubre y pedid perdón a los terribles heraldos de la justicia
divina! Soy un hombre contra el que han pecado más de lo que ha pecado.
KENT.—¡Ay, con la cabeza descubierta! Mi buen señor; aquí cerca hay una cabaña. Os dará cobijo
para refugiaros de la tempestad. Entrad a descansar mientras yo vuelvo al encuentro de esa
endurecida casa, más dura que las piedras con las que está levantada, en la que, incluso ahora,
pidiendo por vos, me negaron la entrada. Vuelvo y forzaré se menguada hospitalidad.
LEAR.—Mi razón comienza a perturbarse. Ven, hijo mío, ¿cómo te encuentras? ¿Tienes frío? Yo estoy
helado. ¿Dónde está esa choza, compañero? Curioso es el arte de la necesidad, que trueca en
preciosas las cosas más viles. ¡Ea, vamos, vamos a esa cabaña! ¡Pobre bufón, pobre truhán! Aún
hay en mi corazón una fibra que padece por ti.
BUFÓN.—[Cantando.]
Quien tiene un poco de razón
Con ¡eh!, con ¡oh!, con el viento y la lluvia
ha de estar contento con la fortuna que le ha tocado
ya que la lluvia llueve todos los días.

LEAR.—Cierto es, mi buen muchacho. Ven, condúcenos a esa choza.


Salen el rey LEAR y KENT.
BUFÓN.—Buena noche para enfriar a una cortesana. Antes de irme, os diré una profecía:
Cuando los predicadores se preocupen más por las palabras
que por la materia;
cuando los cerveceros echen a perder su malta con el agua;
cuando los nobles sean tutores de sus sastres 57
y no quemen a los herejes, sino a los que pretenden
a las rameras,
cuando todos los juicios sean justos
y no haya escudero a quien le deba un pobre caballero;
cuando las calumnias no vivan en las lenguas
ni los cortabolsas 58 se mezclen con la muchedumbre,
y los alcahuetes y las putas construyan iglesias,
entonces el reino de Albión
se verá en una gran confusión
y llegará el tiempo, quien viva para verlo,
en que para caminar se usarán los pies.
Esta profecía la hará Merlín 59, pues yo me he anticipado a su época.
Sale.

Escena III
Salón en el castillo del conde de GLOUCESTER.
Entran el conde de GLOUCESTER y EDMUNDO.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Ay, ay, querido Edmundo! No aprecio esa conducta desnaturalizada.
Cuando les he pedido su permiso para apiadarme de él, me han prohibido el libre uso de mi
propia casa, añadiendo, so pena de incurrir en su eterno desagrado, que jamás vuelva a hablarles
de él, ni abogar por él ni cualquier otra cosa que le favorezca.
EDMUNDO.—¡En extremo salvaje y desnaturalizado!
CONDE DE GLOUCESTER.—Mira, no digas nada; hay desavenencias entre los dos duques, o quizá algo
peor. He recibido esta noche una carta que sería peligroso divulgar y que he encerrado en mi
gabinete. Estas injurias que el rey soporta quedarán absolutamente vengadas. Se ha levantado un
ejército; adhirámonos al partido del rey. Voy a buscarle y a consolarle en secreto. Tú ve a
entablar una conversación con el duque, para que no se dé cuenta de mi auxilio; si te pregunta por
mí, estoy enfermo y me retiré a mi cama. Aunque muera por esto, ya que con no menos me han
amenazado, el rey mi anciano señor ha de ser socorrido. Están al caer extraños sucesos,
Edmundo. Te lo ruego, sé prudente.
Sale.
EDMUNDO.—Tamaña gentileza te está prohibida, el duque quedará inmediatamente enterado; y de esa
carta, también. Parece que éste ha de ser un servicio importante y me traerá tantos beneficios
como pérdidas a mi padre; nada menos que todo. La juventud ha de elevarse sobre las ruinas de la
vejez.
Sale.

Escena IV
Claro en el bosque. Delante de una cabaña.
Entran LEAR, el conde de KENT y el BUFÓN.
KENT.—Este es el lugar, mi señor; mi buen señor, entrad; la inclemencia de esta noche tiránica es
demasiado difícil de soportar para nuestra naturaleza.
LEAR.—Déjame solo. [Continúa la tormenta.]
KENT.—Mi buen señor, entrad.
LEAR.—¿Destrozarás mi corazón?
KENT.—¡Antes el mío! Entrad, mi señor.
LEAR.—Consideras como un mal insoportable esta furiosa tempestad que penetra hasta nuestros
huesos. Lo será para ti; pero quien está poseído por un inmenso dolor no hace caso de tan leve
pena. Si un oso te persigue, echarás a correr; mas si en tu fuga te diriges hacia un embravecido
mar, te enfrentarás hasta la propia boca de la bestia. Cuando el alma está libre, el cuerpo es
delicado, pero la tempestad que agita mi corazón ha eliminado de mis sentidos los demás
sentimientos, salvo el que golpea aquí. ¡Ingratitud filial! ¿No es como si mi boca mordiese a mi
mano cuando ésta le ofrece el alimento? Pero los castigaré con severidad; no, no quiero llorar
más. ¡Cerrarme las puertas de su casa en tan horrible noche! ¡Ruge, tempestad, yo soportaré tus
furores! ¡En noche tan atroz! Que llueva a cántaros, lo soportaré. ¡En una noche como esta! ¡Oh
Regan! ¡Oh Goneril! ¡A vuestro tierno y anciano padre, a cuyo generoso corazón debéis todo! ¡Oh,
este camino me lleva a la locura! ¡Apartémonos! ¡No seguiré por ahí!
KENT.—Entrad, mi buen señor.
LEAR.—Te lo ruego, entra tú, busca tu propio bienestar. Esta tormenta no me dejará que considere
otras ideas que me harían más daño que ella. Pero entremos. [Al BUFÓN.] Pasa tú delante,
muchacho. ¡Oh, indigencia sin asilo! ¡Vamos, entra! Voy a orar y después dormiré. [ El BUFÓN
entra.] ¡Pobres y miserables desnudos, donde quiera que os halléis, aguantando el furor de esta
implacable tempestad. ¿Cómo pueden resistirla vuestras cabezas sin abrigo, sin alimentar
vuestros cuerpos, los miembros mal cubiertos de andrajos? Oh, qué poco me he ocupado de ellos.
Lujo devorador, ve ahí tu remedio: exponte a sufrir lo que los desheredados sufren y aprenderás a
repartir lo superfluo entre ellos y mostrarte a los cielos más justo.
EDGARDO.—[Desde dentro.] ¡Una braza y media! ¡una braza y media!, ¡pobre Tom60!
BUFÓN.—[Saliendo precipitadamente.] No entres, tío; hay un fantasma. ¡Socorro! ¡Socorro!
KENT.—Dame tu mano. ¿Quién hay ahí?
BUFÓN.—¡Un fantasma! ¡Un fantasma! Dice llamarse «pobre Tom».
KENT.—¿Quién eres tú, que te quejas sobre la paja? Sal de ahí.
Entra EDGARDO, disfrazado como un mendigo.
EDGARDO.—¡Vete! ¡El demonio negro me persigue! A través de los espinosos matorrales sopla el
frío viento. ¡Hum! Ve a tu fría cama y caliéntate.
LEAR.—¿Diste todo a tus hijas? ¿Y has llegado a esto?
EDGARDO.—Quién quiere dar alguna cosa al pobre Tom, a quien el demonio negro ha paseado a
través de fuego y llamas, de ríos y abismos, de vados y remolinos, sobre ciénagas y lodazales,
llenando de cuchillos sus almohadas, de sogas su banco de la iglesia y de veneno su sopa,
montando un caballo trotón bayo sobre puentes de cuatro pulgadas 61 y persiguiendo a su propia
sombra como si fuera un traidor. ¡Dios bendiga tus cinco ingenios 62! Tom tiene frío, do, de, dode,
dode. Guárdete el cielo de huracanes, astros malignos y de la peste. ¡Tened caridad de Tom, al
que atormenta el demonio negro! ¡Si pudiese cogerle aquí, y allí, y después acá, y ahí!
Sigue la tormenta.
LEAR.—¡Cómo! ¿Será que sus hijas lo han llevado a este estado! ¿No supiste conservar nada para ti?,
¿se lo diste todo?
BUFÓN.—No; se reservó una manta, o nos habríamos sentido todos avergonzados 63.
LEAR.—¡Pues ahora, que caigan sobre tus hijas todas las plagas que los hados mantienen suspendidas
de los aires para los crímenes de los hombres!
KENT.—No tiene hijas, señor.
LEAR.—¡Muere, traidor! Nada puede reducir a tan profunda miseria sino la ingratitud de las hijas.
¿Es hoy costumbre que los padres, desposeídos de todo, tengan tan poca compasión en su propia
sangre? ¡Un castigo justo! Esta carne es la que engendró a las hijas del pelícano 64.
EDGARDO.—Pillicock se sentó en el monte Pillicock, hola, hola, la, la 65.
BUFÓN.—Esta noche fría nos va a volver a todos idiotas y locos.
EDGARDO.—¡Cuidado con el demonio negro! Obedece a tus padres, mantén tu palabra, no jures, no
tengas trato con la esposa de otro hombre. No incites a tu dulce amiga a que se adorne con
orgullosos vestidos. Tom se hiela.
LEAR.—¿Quién eras tú, antes?
EDGARDO.—Un servidor, de corazón y espíritu orgulloso; rizaba mis cabellos y ostentaba en el
sombrero los guantes de mi señora 66, prestándome a sus amorosos ardores y cometiendo el acto
de las sombras. Profería tantos juramentos como palabras, y los rompía a la dulce cara del cielo.
Uno que dormía fatigado de disoluciones, y sólo despertaba para proseguirlas. Amaba
profundamente el vino, cordialmente el juego, y emulaba al turco 67. Tenía falso el corazón, ligero
el oído 68 y sanguinaria la mano. En pereza era un cerdo; en astucia, zorro; en rapacidad, lobo; en
rabia, perro; en atrapar la presa, león. No dejes que el crujido del zapato o el roce de las sedas
traicionen tu corazón a una mujer. Mantén tus pies alejados de los burdeles, tus manos fuera de las
faldas, tu pluma lejos de los libros de los prestamistas y desafía a los espíritus malignos. Pero
aún continúa soplando el viento helador a través de los matorrales, diciendo: suum, mun, ha, no,
nonny ¡Eh, Delfín, muchacho, déjalo trotar 69!
Sigue la tempestad.
LEAR.—Más te valiera estar en la tumba que aquí con el cuerpo desnudo expuesto al enojado cielo.
¿No es más que esto el hombre? Considéralo bien. Tú no debes la seda a los gusanos, la piel a los
animales, la lana a los carneros, ni el perfume a la civeta 70. ¡Ah! Aquí estamos tres seres
artificiales, pero tú eres el ser mismo. El ser humano primigenio no es más que un pobre desnudo,
animal de dos patas como eres tú. Fuera, fuera de mí prendas prestadas, vamos a desabotonarnos.
Rasga sus vestiduras.
BUFÓN.—Te ruego, tío, que te calmes; esta noche no es muy a propósito para nadar. Ahora, un poco
de fuego en estas tierras inhóspitas, en las que, como en el corazón de un viejo lascivo, aún arde
una ligera chispa mientras el resto del cuerpo está helado. ¡Mira, aquí viene un fuego fatuo!
Entra GLOUCESTER con una antorcha.
EDGARDO.—¡Ah! Es el maligno espíritu Flibberligibel71, comienza su carrera a la hora de queda y
camina hasta el primer canto del gallo; él provoca las cataratas, deja los ojos bizcos y provoca el
labio leporino, emponzoña de mildiu el blanco trigo y hace daño a las pobres criaturas de la
tierra.
San Swithold dio tres vueltas al mundo.
Se encontró con la pesadilla
y le dijo su nombre;
la hizo huir
y le prometió fidelidad.
¡Atrás, bruja, atrás 72!

KENT.—¿Cómo está su gracia?


LEAR.—¿Quién es ese?
KENT.—¿Quién va? ¿A quién buscáis?
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Y quiénes sois vosotros? ¿Cómo os llamáis?
EDGARDO.—Yo soy el pobre Tom, que se alimenta de ranas nadadoras, sapos, renacuajos,
salamanquesas y tritones, que en la furia de su corazón, cuando el demonio de la locura lo agita,
se alimenta de boñigas en ensalada; traga ratas viejas y perros muertos, y bebe la verdosa capa de
las aguas estancadas; que es azotado de aldea en aldea, y es puesto en el cepo y encarcelado; que
se ha hecho tres trajes para su espalda y seis camisas para el cuerpo, caballo para montar y armas
para llevar. Pero ratones y ratas, y hasta pequeños ciervos, han sido el alimento de Tom durante
siete largos años. Cuidaos del que me persigue. Paz, Smulkin73, paz, diablillo.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Cómo! ¿No tiene vuestra gracia mejor compañía?
EDGARDO.—El príncipe de las tinieblas es un caballero; le llaman Modó y Mahú.
CONDE DE GLOUCESTER.—Nuestra carne y sangre74 ha crecido con espíritu tan vil, señor, que odia a
los que los han engendrado.
EDGARDO.—El pobre Tom está helado.
CONDE DE GLOUCESTER.—Venid conmigo, señor; mi deber no llega hasta el punto de obedecer en
todo las órdenes crueles de vuestros hijos. Aun cuando me han ordenado que os cierre todas las
puertas de mi casa, y deje que esta noche tirana os prenda, me he aventurado a venir a buscaros
para conduciros a un lugar en el que el fuego y la comida están listos.
LEAR.—Dejadme primero conversar con este filósofo. ¿Cuál es la causa del trueno?
KENT.—Mi buen señor, aceptad su ofrecimiento, entrad en la casa.
LEAR.—He de decir unas palabras a ese sabio tebano 75. ¿En qué estudios os ocupáis?
EDGARDO.—En defenderme del demonio negro y matar a las alimañas.
LEAR.—Dejadme que os haga una pregunta en privado.
KENT.—Instadle de nuevo a que se vaya, milord; su razón comienza a extraviarse.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Y puedes reprochárselo? [Sigue la tormenta.] Sus hijas desean su muerte.
¡Ah, el bueno de Kent! Ya nos dijo que ocurriría esto, ¡infortunado proscrito! ¿Dices que el rey
comienza a perder la razón? Te diré, amigo, que yo mismo la tengo casi perdida. Tenía un hijo y
ahora lo he desterrado de mi sangre; intentó quitarme la vida, muy poco ha, muy poco. Yo le
amaba, amigo; nunca otro padre amó tanto a un hijo, y te diré la verdad, confieso que la pena ha
trastornado mi juicio. ¡Qué noche! [A LEAR.] Suplico a vuestra gracia…
LEAR.—Oh, ruego que me perdonéis, señor. Noble filósofo, acompañadme.
EDGARDO.—Tom está helado.
CONDE DE GLOUCESTER.—Vamos, camarada; entra en la choza y procura calentarte.
LEAR.—Entremos todos.
KENT.—Por aquí, milord.
LEAR.—Con él; no me separaré de mi filósofo.
KENT.—Buen señor; complacedlo, dejad que lo acompañe este hombre.
CONDE DE GLOUCESTER.—Traedlo, pues.
KENT.—Vamos, barbián, venid con nosotros.
LEAR.—Ven, leal ateniense.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Silencio, silencio, chi!
EDGARDO.—Llegó el noble Roldán76 a la tenebrosa torre, con las mismas palabras de siempre: ¡Fi,
fo, fum! Huelo la sangre de un británico.
Salen.

Escena V
Castillo del CONDE DE GLOUCESTER
Entran el DUQUE DE CORNUALLES y EDMUNDO.
DUQUE DE CORNUALLES.—Quiero vengarme de él antes de abandonar su casa.
EDMUNDO.—Sin embargo, señor, algo me hace temer que puedan echarme en cara el haber desoído
la voz de la naturaleza en favor de mi fidelidad al príncipe.
DUQUE DE CORNUALLES.—Ahora comprendo que no fue una disposición tan malvada por parte de
vuestro hermano lo que le hizo buscar su muerte, sino que sus propios méritos provocaron que
planeara una acción que es reprobable en sí misma.
EDMUNDO.—¡Cuán cruel es mi destino, que haya de arrepentirme de ser justo! Esta es la carta de que
me habló; demuestra que toma claro partido por las ventajas de Francia. ¡Oh, cielos! ¡Ojalá no
hubiera existido esta traición, o al menos no hubiera sido yo quien la descubriese!
DUQUE DE CORNUALLES.—Venid conmigo a ver a la duquesa.
EDMUNDO.—Si son ciertas las noticias que encierra esta carta, tenéis asuntos importantes entre
manos.
DUQUE DE CORNUALLES.—Falsas o verídicas, hacen de ti conde de Gloucester. Descubre el paradero
de tu padre, para que esté en lugar donde podamos prenderle.
EDMUNDO.—[Aparte.] Si lo encuentro acompañando al rey, ello aumentará fuertemente sus
sospechas. [En alto.] Seguiré perseverando en mi lealtad, aun cuando tenga que sostener un rudo
combate entre ella y mi sangre.
DUQUE DE CORNUALLES.—En ti deposito mi entera confianza; hallarás en mi afecto al padre más
amante.
Salen.

Escena VI
Habitación en una casa de labranza junto al castillo.
Entran los condes de KENT y de GLOUCESTER, LEAR, el BUFÓN y EDGARDO.
CONDE DE GLOUCESTER.—Mejor está uno aquí que en campo abierto; felicitaos por ello. Lo haré más
cómodo añadiendo todo lo que pueda. Me ausentaré por poco tiempo.
KENT.—Toda la fuerza de su razón ha cedido a su impaciencia. ¡Recompensen los dioses vuestra
amabilidad!
Sale.
EDGARDO.—Frateretto 77 me llama, y dice que Nerón está pescando en el lago de las tinieblas. Orad,
inocentes, y guardaos del demonio negro.
BUFÓN.—Te ruego, tío, que me digas si un loco es un noble o un vasallo.
LEAR.—Es un rey, un rey.
BUFÓN.—No tal, es un plebeyo que tiene a un noble por hijo; porque loco es el plebeyo que
ennoblece a su hijo antes que a él.
LEAR.—¡Si tuviese mil 78 con sus asadores ardientes, y que cayeran silbando sobre ellas!
EDGARDO.—El demonio negro me muerde la espalda.
BUFÓN.—Insensato quien fía en la mansedumbre de un lobo domesticado, en la salud de un caballo,
en el amor de un joven y en el juramento de una prostituta.
LEAR.—Así será; voy a llevarlas a juicio al momento. [A EDGARDO.] Ven, siéntate aquí, sapientísimo
juez. [Al BUFÓN.] Tú, docto señor, siéntate acá. ¡Y ahora, vosotras, las zorras 79!
EDGARDO.—Contemplad dónde está y cómo es su mirada. ¿Necesitas espectadores para tu juicio,
madama?
Ven, Bessy, desde la otra orilla del río, a mi lado.
BUFÓN.—Su lancha hace aguas; y no ha de decirte por qué no se atreve a venir hacia ti 80.
EDGARDO.—El demonio negro persigue al pobre Tom con la voz de de ruiseñor. Hopdance 81 grita
desde el fondo del estómago de Tom, pide dos arenques frescos. No graznes más, ángel negro; no
tengo comida para ti.
KENT.—[A LEAR.] ¿Cómo os encontráis, señor? No estéis tan asombrado. ¿Queréis echaros y
descansar en estos almohadones?
LEAR.—Veré antes el juicio. Traigan los testigos. [A EDGARDO.] Tú, juez togado, ocupa tu lugar; [al
BUFÓN.] y tú, colega suyo en equidad, siéntate a su lado. [A KENT.] Vos formáis parte del tribunal,
sentaos también.
EDGARDO.—Procedamos con justicia.
¿Duermes o velas, gentil pastor?
Tu rebaño pace en el trigal
y un silbido de tu boca delicada
no va a hacerles daño.
¡Uf, el gato está borracho!

LEAR.—Comparezca primero la mayor, Goneril. Afirmo, bajo juramento, ante tan honrada asamblea,
que expulsó al pobre rey, su padre, a puntapiés.
BUFÓN.—Adelante, señora: ¿Goneril es vuestro nombre?
LEAR.—No puede negarlo.
BUFÓN.—Ruego me perdonéis; os tomaba por un escabel.
LEAR.—Y aquí está la otra, cuyos ojos huraños denuncian la materia de la que está compuesto su
corazón. ¡A ella, prendedla! ¡Armas, armas, espada, llamas! ¡Corrupción en este lugar! Falso juez,
¿por qué la dejaste escapar?
EDGARDO.—Guarde Dios tus cinco sentidos.
KENT.—¡Por piedad! ¿Dónde está ahora aquella resignación de que tanto alardeabais?
EDGARDO.—[Aparte.] Mis lágrimas empiezan a tomar partido con demasiada evidencia. Van a
descubrir mi disfraz.
LEAR.—Mira cómo me ladran los perrillos y la jauría entera, Tray, Blanch, Sweet-heart.
EDGARDO.—Tom les hará frente. ¡Atrás, chuchos!
Si tienen hocico negro o blanco,
o dientes ponzoñosos al morder;
sean mastín, galgo, feo chucho
lebrel o spaniel, braco o sabueso
rabicorto o rabilargo,
Tom les hará gemir y aullar.
Ya que, al arrojarles mi cabeza,
van a saltar por la ventana y huir.
¡Do, di, di , di, Sessa! Vamos, ve a los funerales y
ferias, y a los mercados de los pueblos. Pobre Tom,
tu cuerno está seco 82.

LEAR.—Que diseccionen a Regan: veamos qué es lo que se cría en su corazón. ¿Hay algo en la
naturaleza que pueda volver tan duros esos corazones? [A EDGARDO.] Señor, os alisto para que
seáis uno de mis cien caballeros, sólo que no me agradan vuestros vestidos. Me diréis que es la
moda de Persia, pero permitid que os los cambien.
KENT.—Ahora, mi buen señor, echaros y reposad un poco.
LEAR.—¡Silencio!, no hagáis ruido. ¡Cerrad las cortinas! Así, así, así. Iremos a cenar cuando
amanezca. Así, así, así.
BUFÓN.—Y yo me acostaré al mediodía.
[Vuelve GLOUCESTER.]
CONDE DE GLOUCESTER.—Acércate, amigo: ¿dónde está el rey, mi señor?
KENT.—Aquí, señor, mas no le molestéis; ha perdido la razón.
CONDE DE GLOUCESTER.—Buen amigo, te ruego, cógelo en tus brazos; he sabido que traman una
conspiración para asesinarlo. Hay una litera preparada. Colócalo en ella y encamínate hacia
Dover, amigo, donde hallarás tanto buena acogida como protección. Toma a tu señor. Si te
demoras media hora en alejarte, su vida, junto con la tuya y la de cuantos osen defenderle, se
perderán sin remedio. Cógelo, cógelo y sígueme; te conduciré a donde puedes encontrar algunas
provisiones.
KENT.—Su naturaleza extenuada duerme. Puede que el descanso ya haya derramado su dulce bálsamo
en los sentidos destrozados. Y, si las circunstancias no lo permiten, tendrán una difícil cura. [ Al
BUFÓN.] Ven, ayúdame a llevar a tu señor; no debes quedar rezagado.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Vamos, vamos, salgamos!
Salen todos salvo EDGARDO.
EDGARDO.—Cuando vemos a nuestros superiores sufriendo aflicciones como las nuestras, apenas
pensamos ser enemigos de nuestras miserias. Quien sufre solo, sufre sobre todo en su alma,
dejando atrás despreocupaciones y espectáculos felices, pero la mente se alivia de mucho
sufrimiento cuando el dolor tiene compañeros, y se sobrelleva con amistad. Qué ligeras y
soportables me parecen ahora mis desdichas, cuando veo que lo que a mí me doblega a él le hace
agacharse. Él por sus hijas como yo por mi padre. Vámonos, Tom, sal de aquí, presta el oído a
ese rumor que se escucha, y descúbrete cuando las falsas opiniones, cuyos inciertos cargos te han
profanado, prueben tu inocencia y te reconcilien. Suceda lo que sea esta noche, con tal que el rey
se salve. Escóndete al acecho.
Sale.

Escena VII
Castillo del conde de GLOUCESTER.
Entran el DUQUE DE CORNUALLES, REGAN, GONERIL, EDMUNDO y séquito.
DUQUE DE CORNUALLES.—[A GONERIL.] Partid pronto al encuentro de mi señor, vuestro esposo, y
enseñadle esta carta. El ejército francés ha desembarcado. [A los servidores.] Id en busca del
traidor Gloucester.
Salen algunos de los servidores.
REGAN.—Y que lo ahorquen en el acto.
GONERIL.—Que le arranquen los ojos.
DUQUE DE CORNUALLES.—Dejadlo a mi cólera. Edmundo, acompañad a nuestra hermana; no
conviene que seáis testigo de la venganza que tenemos previsto tomar contra vuestro traidor
padre. Llegado a presencia del duque, advertidle que apresure sus preparativos. Nuestros
intereses son idénticos. Hemos de enviarnos correos en ambos sentidos para estar bien
informados. Adiós, hermana querida; adiós, mi señor, conde de Gloucester. [Entra OSVALDO.] Y
bien, ¿dónde está el rey?
INTENDENTE.—Mi señor el conde de Gloucester lo ha hecho salir de estos lugares; treinta y cinco o
treinta y seis caballeros de su escolta que le andaban buscando se han unido a ellos en las puertas
y, con otros de los que dependen del señor, han partido hacia Dover, donde presumen que
encontrarán amigos bien armados.
DUQUE DE CORNUALLES.—Preparad caballos para vuestra señora.
GONERIL.—Adiós, amable señor; adiós, hermana.
DUQUE DE CORNUALLES.—Adiós, Edmundo. [Salen GONERIL, EDMUNDO y OSVALDO.] Id en busca del
traidor Gloucester; atadle como a un ladrón y traedlo a mi presencia. [Salen otros servidores.]
Aunque no deberíamos quitarle la vida sin las formalidades de la justicia; sin embargo, nuestro
poder hará cortesía a nuestra cólera, a la que los hombres pueden culpar. ¿Quién llega?, ¿es el
traidor?
Entra el CONDE DE GLOUCESTER, acompañado de un grupo de servidores.
REGAN.—¡Ingrato zorro! Él es.
DUQUE DE CORNUALLES.—Atadle al momento sus acorchados brazos.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Qué pretenden vuestras altezas? Considerad, dignos amigos, que sois mis
huéspedes; no me infiráis ningún ultraje, amigos.
DUQUE DE CORNUALLES.—Atadle, os digo. [Los servidores le atan.]
REGAN.—¡Fuerte, fuerte! ¡Infame traidor!
CONDE DE GLOUCESTER.—Implacable mujer. No lo soy, como lo sois vos.
DUQUE DE CORNUALLES.—Atadle a ese sillón. Malvado, vas a saber… [Regan le mesa las barbas.]
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Por los benditos dioses, éste es el más indigno tratamiento, mesarme las
barbas!
REGAN.—¡Tan blancas, y vos tan traidor!
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Mujer perversa! Esos cabellos que me arrancas de la barbilla cobrarán
vida para acusarte. Estáis alojados en mi casa, y por tanto no deberíais ultrajar así, con manos de
ladrón, mis hospitalarios favores. ¿Qué pretendéis?
DUQUE DE CORNUALLES.—Veamos, señor, ¿qué cartas habéis recibido últimamente de Francia?
REGAN.—Sed franco en vuestra contestación, pues sabemos la verdad.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿Y qué confabulación tenéis con los traidores que acaban de desembarcar
en el reino?
REGAN.—¿A qué manos habéis confiado a ese rey lunático? ¡Hablad!
CONDE DE GLOUCESTER.—He recibido una carta que encierra vanas conjeturas; procede de un
corazón neutral y no de un enemigo.
DUQUE DE CORNUALLES.—Artificio.
REGAN.—Y mentira.
DUQUE DE CORNUALLES.—¿A dónde has enviado al rey?
CONDE DE GLOUCESTER.—A Dover.
REGAN.—¿Por qué a Dover? ¿No te habíamos encargado, so pena de…?
DUQUE DE CORNUALLES –¿Por qué a Dover? Dejad que conteste primero a esto.
CONDE DE GLOUCESTER.—Estoy atado al poste y he de aguantar los ataques.
REGAN.—¿Por qué a Dover?
CONDE DE GLOUCESTER.—Porque no quería yo ver que tus crueles uñas arrancaran sus pobres ojos
viejos, ni que tu feroz hermana hincase en sus sagradas carnes sus colmillos de jabalí. Con
semejante tormenta como la que su desnuda cabeza ha soportado en una noche tan oscura como el
infierno, el mar se hubiera erizado hasta ocultar las estrellas. Sin embargo, su pobre viejo corazón
ayudaba a la lluvia de los cielos con su llanto. Si hubiesen aullado los lobos a tu puerta, habrías
exclamado: «Buen portero, gira la llave, a pesar de todas sus crueldades». Mas yo veré descargar
la alada venganza sobre semejantes hijas.
DUQUE DE CORNUALLES.—No la verás nunca. Vosotros, sujetad el sillón. Encima de esos ojos tuyos
voy a poner mis pies.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Aquel que espere llegar a viejo, que me socorra! ¡Oh, cruel! ¡Oh, dioses!
El DUQUE DE CORNUALLES arranca un ojo al CONDE DE GLOUCESTER.
REGAN.—Un lado se va a mofar del otro; ¡el otro también!
DUQUE DE CORNUALLES.—Si veis la venganza…
PRIMER CRIADO.—Tened la mano, monseñor. Os he servido desde que era un niño, pero nunca os
presté mayor servicio que suplicaros que os contengáis.
REGAN.—¿Qué dice ese perro?
PRIMER CRIADO.—Si llevarais barba en la cara, os la arrancaría en esta pelea. ¿Qué pretendéis?
DUQUE DE CORNUALLES.—¡Un vasallo!
Desenvaina la espada y luchan.
PRIMER CRIADO.—¡Pues bien! ¡avanzad y exponeos a mi furor!
REGAN.—Dame tu espada83. ¡Atreverse a tanto un campesino! [Toma una espada y la hiende por
detrás.]
PRIMER CRIADO.—¡Muerto soy! Monseñor, aún os queda un ojo para ver su desgracia. ¡Oh! [Muere.]
DUQUE DE CORNUALLES.—Prevengamos que lo vea. ¡Fuera, gelatina vil! ¿Dónde está ahora tu brillo?
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Todo es oscuridad y desconsuelo! ¿Dónde está mi hijo Edmundo?
Edmundo, reanima las llamas de la naturaleza para vengar tan horrible acto.
REGAN.—¡Largo de aquí, villano traidor! Estás implorando el auxilio de un hombre que te aborrece;
fue él mismo quien denunció tus traiciones; es demasiado bueno para tenerte lástima.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Insensato de mí!, entonces Edgardo fue calumniado. ¡Dioses benignos,
perdonadme y socorredle!
REGAN.—¡Sacadlo a empujones fuera de las puertas y que olfatee el camino a Dover. [Sale uno con
el CONDE DE GLOUCESTER.] ¿Qué es ello, milord? ¿Qué es ese semblante?
DUQUE DE CORNUALLES.—He recibido una herida. Venid, señora, echad a ese ciego traidor. Tirad a
ese esclavo al estercolero. Regan, estoy desangrándome; qué inoportuna llega esta herida, dadme
vuestro brazo.
Sale CORNUALLES llevado por REGAN.
SEGUNDO CRIADO.—Si ese hombre ha de prosperar, no volveré a preocuparme de hacer las mayores
maldades.
TERCER CRIADO.—Si ella alcanza larga vida y al final encuentra la muerte en la vejez, las mujeres
van a convertirse en monstruos.
SEGUNDO CRIADO.—Sigamos al viejo conde y llevémosle hasta el de Bedlam84 y que le conduzca a
donde desee; su pícara locura le permite hacer lo que quiera.
TERCER CRIADO.—Ve, tú. Yo veré si encuentro algunas hilas y clara de huevo para aplicarlas en su
ensangrentado rostro. ¡Cielos, socorrerlo!
Salen por separado.

53 Al viento se le representa como una cara gordezuela que hincha los carrillos para soplar.
54 «Court holy-water», literalmente «agua bendita de la corte» es una expresión para referirse a «hacer la pelota», «dorar la píldora»; se
refiere a que más les habría valido halagar a sus hijas y estar ahora bajo techo.
55 Las mujeres hermosas se miran mucho al espejo. Vanidad y falsedad se suponen inherentes a la belleza. Esta frase tiene cierta
intención cómica tras las duras palabras que ha dirigido al rey.
56 El doble sentido de la palabra fool, bufón y loco, presente en toda la obra es desgraciadamente imposible de reproducir en castellano.
57 O sea, cuando los nobles sepan más de moda que sus sastres, porque estén más preocupados en su aspecto que en gobernar.
58 Los ladrones que cortan los bolsos y se llevan el dinero.
59 Se supone que la acción transcurre siglos antes de Merlín, el mago legendario del ciclo artúrico.
60 Hay tal aguacero que Edgardo, que se hace llamar «pobre Tom», a imitación de los mendigos de la época, hace como que es un
marinero comprobando la profundidad de las aguas.
61 Está mostrando todas las formas en las que el diablo le tienta para matarse.
62 Los cinco ingenios o inteligencias: sentido común, imaginación, fantasía, juicio y memoria. Son un equivalente «interior» de los cinco
sentidos «exteriores».
63 Si no hubiera tenido la manta que cubre a Edgardo, estaría desnudo y todos se sentirían avergonzados.
64 El pelícano, prototipo de amor paternal, se arranca su propia carne para dar de comer a sus hijos.
65 Seguramente una canción infantil que viene a cuento por la similitud de «pelican» y «Pillicock».
66 Se cree que los caballeros podían llevar guantes en el sombrero bien como promesa a su dama, en honor de algún amigo o para
indicar que no estaba dispuesto a batirse en duelo (para lo que se tiraba un guante).
67 Tenía más mujeres que un harén.
68 Oído atento a murmuraciones y mentiras.
69 Edgardo finge en su estado desquiciado como que está vigilando su caballo y le dice al mozo que no lo sujete y le deje trotar.
70 De la civeta se obtiene el almizcle para el perfume.
71 Diablo del folklore de la época isabelina.
72 San Swithold era un santo popular que protegía de las pesadillas. Esto es una especie de encantamiento o jaculatoria contra los malos
sueños.
73 Un demonio, como Modó y Mahú más abajo.
74 Nuestros hijos.
75 Filósofo.
76 Hace referencia al célebre héroe de Roncesvalles. Es posible que esto no fuera exactamente lo que decía el manuscrito original de la
obra. Seguramente, partiendo de alguna canción popular, decía que Roldán (Edgardo) entra en una torre (la choza) donde le espera el
dragón que echa fuego fi, fo, fum (su propio padre, Gloucester), que olía su presencia.
77 Nombre de un demonio.
78 Seguramente quiere decir «un ejército formado por mil diablos».
79 Están haciendo la parodia de un juicio a las hijas del rey.
80 Edgardo comienza a tararear una cancioncilla que continúa el bufón.
81 Otro demonio.
82 Los locos solían llevar un cuerno para pedir. Edgardo quiere decir que se le acaban las ideas y ya no puede seguir disimulando
durante mucho más tiempo.
83 A otro criado.
84 Su hijo Edgardo/Tom, como se ha mencionado en el primer acto.
— ACTO IV —

Escena I
Monte.
Entra EDGARDO.
EDGARDO.—Más vale estar así, sabiendo que me desprecian, que ser lisonjeado y despreciado a la
vez. Ser el peor, el más bajo y abyecto hijo de la fortuna, mantiene firme la esperanza, se vive sin
temor. El cambio lamentable es desde lo mejor; desde lo peor se muda hacia la alegría.
¡Bienvenido, pues, tú, aire insustancial al que abrazo! El desventurado a quien has lanzado con tu
soplo a lo peor, nada tiene que temer ya de tus vendavales. Pero, ¿quién llega? [Entra el CONDE
DE GLOUCESTER guiado por un anciano.] ¿Mi padre conducido por un mendigo? ¡Oh mundo,
mundo, oh mundo! Sin tus extrañas mudanzas que nos mueven a odiarte, la vida no querría ceder a
la vejez.
ANCIANO.—¡Mi buen señor! Desde hace ochenta años vengo siendo aparcero de vos y de vuestro
padre.
CONDE DE GLOUCESTER.—Parte, buen amigo, retírate; tus consuelos no pueden reportarme bien
alguno, y a ti podrían perjudicarte.
ANCIANO.—Pero señor, no podéis ver vuestro camino.
CONDE DE GLOUCESTER.—No sigo camino alguno y por tanto no necesito ojos; cuando los tenía, me
tropezaba. A menudo se ven estas cosas, que la prosperidad nos hace confiados y que nuestras
meras desgracias prueban nuestras ventajas. ¡Oh, mi querido hijo Edgardo, víctima del enojo de tu
engañado padre! ¡Logre vivir bastante para verte con mi tacto! ¡Ah, entonces diría que había
recobrado la vista!
ANCIANO.—¡Eh! ¿Quién va?
EDGARDO.—[Aparte.] ¡Oh, dioses! ¿cómo pude decir que me hallaba en el colmo de la desdicha?
Más desgraciado soy ahora que nunca.
ANCIANO.—Es Tom, el desdichado loco.
EDGARDO.—[Aparte.] Y aún puedo serlo más. Lo peor no es tan duradero como para alcanzar a decir
«esto es lo peor».
ANCIANO.—Compañero, ¿a dónde vas?
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Es un mendigo?
ANCIANO.—Mendigo y loco a la vez.
CONDE DE GLOUCESTER.—Todavía conserva un ápice de razón, puesto que mendiga. Durante la
tormenta de la pasada noche vi a un tipo así, que me hizo pensar que el hombre no es más que un
gusano. Entonces acudió el recuerdo de mi hijo, y aún mi corazón no sentía por él apenas amistad.
Mucho he sabido desde entonces. Los hombres somos para los dioses lo que las moscas para los
niños crueles; nos matan para su recreo.
EDGARDO.—[Aparte.] ¿Cómo puede haber sido esto? Triste papel es fingirse loco ante el dolor, y
afligir a sí mismo y a los demás. Dios te guarde, señor.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Es éste el tipo desnudo?
ANCIANO.—Sí, señor.
CONDE DE GLOUCESTER.—Entonces, te ruego que te vayas. Si en consideración a tu antiguo afecto
quieres salir a nuestro encuentro, a una milla o dos de aquí, camino de Dover, préstame este
servicio, y tráenos algo con lo que cubrir su alma desnuda, a la que rogaré que me guíe.
ANCIANO.—¡Pero, señor, es un loco!
CONDE DE GLOUCESTER.—Es la desgracia de estos tiempos en que los locos sirven de guía a los
ciegos. Haz lo que te pido, o mejor dicho, lo que te plazca; pero, sobre todo, buen anciano,
retírate.
ANCIANO.—Le traeré la mejor ropa que tengo, y que sea como fuere. [Sale.]
CONDE DE GLOUCESTER.—Truhán, muchacho desnudo…
EDGARDO.—El pobre Tom se muere de frío.—[Aparte.] No puedo fingir más.
CONDE DE GLOUCESTER.—Ven, acércate, muchacho.
EDGARDO.—[Aparte.] Y sin embargo, aún debo disimular. Dios bendiga tus dulces ojos, están
sangrando.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Conoces el camino a Dover?
EDGARDO.—Por pasos y cercas, camino de herradura o sendero, todo lo conozco. El miedo ha
privado de la razón al pobre Tom. Dios te guarde del demonio negro, hijo de hombre bueno.
Cinco demonios han estado a la vez en el cuerpo de Tom: Obidicut, el de la lujuria;
Hobbididence, el príncipe de los mudos; Mahu, el de los ladrones; Modo, el de los asesinos, y
Flibbertigibbet, el de las muecas y gestos, que desde hace tiempo es dueño de las camareras y
sirvientas. ¡De modo que guárdate, señor!
CONDE DE GLOUCESTER.—Toma esta bolsa, tú, a quien las plagas del cielo han herido con todos sus
golpes; mi infortunio labra tu felicidad. ¡Oh, dioses! obrad también así vosotros. Que el hombre
atiborrado y opulento, que avasalla vuestras leyes, que no ve porque no siente, note vuestro poder
presto, de modo que el reparto deshaga el exceso, y cada hombre tenga lo necesario. ¿Conoces
Dover?
EDGARDO.—Sí, señor.
CONDE DE GLOUCESTER.—Hay allí un acantilado cuya elevada frente avanza y se inclina
temerosamente sobre las profundidades. Llévame hasta el mismo borde y repararé la miseria que
soportas con algo valioso que llevo. Una vez allí, ya no necesitaré guía.
EDGARDO.—Dame tu brazo; el pobre Tom te conducirá.
Salen.
Escena II
Delante del palacio del DUQUE DE ALBANY.
Entran GONERIL y EDMUNDO.
GONERIL.—Bienvenido, milord. Me asombra que nuestro débil esposo no haya salido a nuestro
encuentro. [Entra OSVALDO.] ¿Dónde está vuestro señor?
OSVALDO.—Aquí, señora, pero nunca vi a hombre tan cambiado. Le he hablado del ejército que
acaba de desembarcar y ha sonreído. Le he dicho que vos veníais, y su contestación ha sido:
«¡Tanto peor!». De la traición de Gloucester y del leal servicio prestado por su hijo asimismo le
he informado, y me ha dicho que equivocaba las cosas. Lo que debería desagradarle parece
complacerle; y lo que le agradaría, le ofende.
GONERIL.—[A EDMUNDO.] En este caso, no sigáis adelante. Un temor pusilánime ha helado su
corazón, impidiéndole empresa alguna. No querrá dar oído a injurias que lo obliguen a responder.
Los deseos85 que expresamos en el camino pueden llevarse a efecto. Volved, Edmundo, al
encuentro de mi hermano 86; apremiad la reunión de las tropas y dirigid sus fuerzas. Debo cambiar
el hogar por las armas y poner la rueca en manos de mi marido. Este fiel servidor nos servirá de
intermediario. De aquí a poco es posible que recibáis, si os atrevéis a aventuraros en vuestro
propio beneficio, las órdenes de vuestra amada. Llevad esto, ahorrad las palabras. [Le da una
prenda.] Inclinad la cabeza: si este beso se atreviera a hablar, elevaría tu espíritu por encima de
los aires. Imagínatelo y que te vaya bien.
EDMUNDO.—Vuestro soy, hasta las filas de la muerte.
GONERIL.—¡Mi queridísimo Gloucester! [Sale EDMUNDO.] ¡Oh, que diferencia de un hombre a otro!
A ti pertenecen los favores de una mujer. Un bobo usurpa mi cuerpo.
INTENDENTE.—¡Señora, aquí llega milord!
Entra el DUQUE DE ALBANY.
GONERIL.—He valido la pena de que me silben87.
DUQUE DEALBANY.—Oh, Goneril; ni siquiera valéis lo que el polvo que el viento sopla en vuestra
faz. Me asusta vuestra forma de ser. La naturaleza que aborrece sus propios orígenes no puede
contenerse dentro de sí 88. La que por su propio deseo se separa y desgaja de su savia natural,
debe marchitarse por necesidad y tener un uso funesto.
GONERIL.—Ya basta, vuestra prédica es absurda.
DUQUE DE ALBANY.—La cordura y la bondad parecen viles al alma vil. La mugre no gusta sino de sí
misma. ¿Qué habéis hecho? Tigres, pues hijas no sois, ¿qué habéis hecho? Un padre, y un
venerable anciano, cuya reverencia hasta un oso encadenado habría lamido, y vos, las más
bárbaras, las más degeneradas, lo habéis hecho enloquecer. ¿Es posible que mi buen hermano
sufra que actuéis de esa manera? ¡Un hombre, un príncipe al que tanto ha beneficiado! Si los
cielos no envían al punto a sus espíritus visibles para enderezar estas viles ofensas, ocurrirá que
la humanidad habrá por necesidad de hacer presa de sí misma, como los monstruos de los
abismos.
GONERIL.—¡Hombre cobarde89, que presentas la mejilla para ser abofeteada y la cabeza ante las
afrentas, que no tienes ojos bajo la frente para discernir lo que afecta a tu honor de lo que debes
resistir con paciencia, que ignoras que son bobos los que se compadecen de los villanos que son
castigados antes de que hayan cometido sus fechorías. ¿Dónde está tu tambor? Francia enarbola
sus banderas en nuestros silenciosos campos y con su yelmo emplumado tu asesino empieza a
amenazar, mientras tú, moralista insensato, permaneces sentado y exclamas: «¡Ah!, ¿por qué hace
eso?».
DUQUE DE ALBANY.—¡Mírate a ti misma, malvada! No, la deformidad no es tan chocante en los
demonios como en una mujer.
GONERIL.—¡Insensato!
DUQUE DE ALBANY.—Ser disfrazado y encubierto, por vergüenza no te muestres con tus rasgos de
monstruo. Si fuera posible dejar que estas manos obedecieran a mi sangre, serían capaces de
dislocar y separar la carne de tus huesos. Mas, aunque eres un demonio, la forma de una mujer te
escuda.
GONERIL.—¡Felicidades, recobrasteis vuestra hombría!
Entra un mensajero.
DUQUE DE ALBANY.—¿Qué nueva hay?
MENSAJERO.—¡Oh, mi noble señor, el duque de Cornualles ha muerto, herido por un servidor cuando
se disponía a arrancar al conde de Gloucester el ojo que le quedaba.
DUQUE DE ALBANY.—¡Los ojos de Gloucester!
MENSAJERO.—Un sirviente, al que había alimentado, movido por la compasión, se opuso a este acto,
empuñó su espada en contra de su gran señor que, preso de la ira, se había lanzado contra él, y
entre todos le mataron; pero no sin que una terrible estocada hubiera hecho sucumbir tras él al
duque.
DUQUE DE ALBANY.—Eso demuestra que estáis en lo alto, jueces que vengáis prontamente los
crímenes que el hombre comete en la tierra. Pero, ese desdichado Gloucester, ¿perdió también el
otro ojo?
MENSAJERO.—Los dos, milord, los dos. Esta carta, señora, exige inmediata contestación; es de
vuestra hermana.
GONERIL.—[Aparte.] Por un lado, la noticia me agrada; pero con mi hermana, viuda ya, y mi
Gloucester a su lado, los sueños que me había forjado pueden derrumbarse sobre mi vida repleta
de odio. Por otro lado, la noticia no es tan desagradable. Voy a leer y a contestar esta carta.
Sale.
DUQUE DE ALBANY.—¿Dónde estaba su hijo, mientras le arrancaban los ojos?
MENSAJERO.—Vino aquí, acompañando a la duquesa.
DUQUE DE ALBANY.—Pero ya no está.
MENSAJERO.—No, señor; acabo de encontrarle de regreso.
DUQUE DE ALBANY.—¿Está enterado de esa infamia?
MENSAJERO.—Ah, sí, mi buen señor; él fue quien delató al culpable, y si se alejó del castillo fue para
dejar más libre curso al castigo.
DUQUE DE ALBANY.—Gloucester, vivo para agradecerte el amor que has mostrado al rey y para
vengar tus ojos. Ven aquí, cuéntame todo lo que sepas.
Salen.

Escena III
Campamento francés cerca de Dover.
Entran el conde de KENT y un GENTILHOMBRE.
KENT.—¿Por qué ha regresado tan repentinamente el rey de Francia?, ¿sabéis el motivo?
GENTILHOMBRE.—Algo que había dejado sin ultimar en sus estados, en lo que no ha dejado de pensar
desde que llegó y que entraña tal temor y peligro a su reino que era de lo más indispensable y
necesario que regresara personalmente.
KENT.—¿A qué general ha confiado el mando?
GENTILHOMBRE.—Al mariscal de Francia, monsieur La Far.
KENT.—Al leer mi carta la reina, ¿ha dado muestras de dolor?
GENTILHOMBRE.—Sí, señor; la tomó y leyó en mi presencia, y de cuando en cuando una gruesa
lágrima surcaba su delicada mejilla. Actuaba como una reina por encima del pesar que, como un
rebelde, buscaba reinar sobre ella.
KENT.—Oh, entonces, ¿la ha conmovido?
GENTILHOMBRE.—No hasta la furia; la paciencia y el pesar se disputaban quién la representaría
mejor. Vos habéis visto llover y brillar el sol a la vez. Su sonrisa y sus lágrimas mezcladas
recordaban un chubasco de mayo. La feliz sonrisa, errando por sus maduros labios, parecía
ignorar los huéspedes de sus ojos, que de ellos partían como perlas de diamantes desprendidos.
En una palabra: el dolor sería una rareza muy estimada si todos pudiéramos interpretarlo así.
KENT.—¿No os hizo ninguna pregunta?
GENTILHOMBRE.—Sí; una o dos veces suspiró con la palabra padre, jadeando, cual si este nombre
oprimiera su corazón; exclamaba: «¡Hermanas!, ¡hermanas!, ¡vergüenza de las mujeres!
¡Hermanas! ¡Kent! ¡Padre! ¡Hermanas! ¿Cómo, en mitad de la tormenta? ¿En la noche? ¡Que no se
crea ya en la piedad!». En este punto enjugó el agua bendita que manaba de sus celestiales ojos y
mezclando quejas y lágrimas salió corriendo para enfrentarse con su dolor a solas.
KENT.—Son los astros, esos astros que están sobre nosotros, los que gobiernan nuestro carácter; o de
lo contrario, una pareja de esposos no podría engendrar hijos de tan distinta naturaleza. ¿No
habéis vuelto a hablar con ella desde entonces?
GENTILHOMBRE.—No.
KENT.—¿Eso fue antes de que el rey regresara?
GENTILHOMBRE.—No; después.
KENT.—Muy bien. El pobre y afligido Lear está en la ciudad. A veces, cuando se encuentra lúcido,
recuerda lo que nos ha traído hasta aquí, y de ninguna manera accede a ver a su hija.
GENTILHOMBRE.—¿Por qué, buen señor?
KENT.—Le golpea una vergüenza insuperable; la dureza con que la trató, despojándola de su
bendición, abandonándola al capricho de la suerte en una tierra extraña, privándola de todos sus
derechos para concederlos a las otras hijas de corazón de perro. Todo ello pica su espíritu tan
venenosamente que una vergüenza abrasadora le detiene de ir al lado de Cordelia.
GENTILHOMBRE.—¡Ah, pobre caballero!
KENT.—¿Tenéis algunas noticias del ejército de los duques de Albany y de Cornualles?
GENTILHOMBRE.—Dícese que están en marcha.
KENT.—Entonces, señor, voy a conduciros a la presencia de nuestro rey Lear y os dejaré con él para
que lo asistáis. Un motivo poderoso me obliga a guardar algún tiempo el incógnito. Cuando me
haya dado a conocer, no os arrepentiréis de las noticias que me habéis traído. Os lo ruego, venid
conmigo.
Salen.

Escena IV
Una tienda en el campamento de Dover.
Entran, con tambores y banderas, CORDELIA, un médico y soldados.
CORDELIA.—¡Ah! es él; acaban de verle hace un instante, furioso como la mar agitada, cantando a
fuertes gritos, coronada la frente de fumaria, hierbas de los surcos, bardanas, cicutas, ortigas,
berros, raigrás y todas esas hierbas inútiles que crecen entre los trigos que nos sustentan90.
Enviad un centenar de soldados; que lo busquen acre a acre por los campos con la hierba crecida
en esas campiñas inmensas y lo conduzcan a mi presencia. [Sale un oficial.] ¿Qué puede hacer la
sabiduría humana para devolverle la razón que le falta? Quien logre darle algún auxilio, disponga
de cuanto poseo.
MÉDICO.—Algunos medios hay, señora; el sueño es la dulce nodriza de la naturaleza. Es lo que más
necesita; para provocárselo tenemos muchos activos simples, que tienen la poderosa virtud de
cerrar los ojos al dolor.
CORDELIA.—Secretos curativos todos, todas las secretas virtudes de la tierra, brotad junto con mis
lágrimas para ayudar y remediar la aflicción de este hombre bueno. Buscad, salid en su busca. No
sea que en su desatada rabia disuelva esa vida que carece de medios para dirigirse.
Entra un mensajero.
MENSAJERO.—Noticias, señora: el ejército británico está marchando hacia aquí.
CORDELIA.—Ya lo sabíamos; el nuestro está a la espera dispuesto a recibirlo. ¡Mi querido padre!
Son tus asuntos los que me preocupan; por consiguiente, el poderoso rey de Francia se ha
apiadado de mi duelo y mis pertinaces lágrimas. No me incita a las armas la loca ambición, sino
el amor, el tierno amor y los derechos de nuestro anciano padre. ¡Que pronto pueda verle y oírle!
Salen.

Escena V
Palacio del CONDE DE GLOUCESTER.
Entran REGAN y OSVALDO.
REGAN.—¿Está ya en marcha el ejército de mi hermano?
OSVALDO.—Sí, señora.
REGAN.—¿Va él en persona al frente?
OSVALDO.—Sí, señora, aunque muy reacio; vuestra hermana es mejor soldado.
REGAN.—¿Habló lord Edmundo con tu señor en su casa?
OSVALDO.—No, señora.
REGAN.—¿Qué puede querer decirle mi hermana en esta carta?
OSVALDO.—Lo ignoro, señora.
REGAN.—A fe que hubo de tener importantes asuntos para partir tan deprisa. Fue una gran
imprudencia nuestra haber dejado vivo a Gloucester habiéndole arrancado los ojos. Donde quiera
que va, su aspecto conmueve los corazones contra nosotros. Edmundo ha partido, según creo,
compadecido de su miseria, para acabar con su vida que es noche; también ha debido de ir a
calcular las fuerzas del enemigo.
OSVALDO.—Señora, he de correr en su busca para entregarle esta carta.
REGAN.—Nuestro ejército saldrá mañana en orden de batalla. Quédate, los caminos son peligrosos.
OSVALDO.—Imposible, señora; son órdenes expresas de mi dueña.
REGAN.—Pero, ¿por qué escribe a Edmundo? ¿No podría encargaros verbalmente sus órdenes?
Quizá, algo, no sé qué… te estaré muy agradecida si me dejas quitar el sello de esa carta.
OSVALDO.—Señora, preferiría…
REGAN.—Ya sé que tu señora no ama a su esposo; estoy segura de ello. En su última visita dirigió a
Edmundo unos curiosos guiños y miradas muy expresivas. Sé que gozas de su confianza.
OSVALDO.—¿Yo, señora?
REGAN.—Sí; sé de lo que hablo, eres su confidente, me consta; así, pues, he de hacerte una
advertencia, presta atención: mi marido ha muerto. Edmundo y yo hemos hablado y le conviene
más mi mano que la de tu señora. Saca tus propias conclusiones. Si logras encontrarle, te ruego,
dale esto; y cuando le des cuenta a tu señora de lo que acabo de decirte, te pido que le aconsejes
que procure entrar en razón. Ahora, que os vaya bien. Y si acaso oyes hablar de ese ciego traidor,
sabe que espera una recompensa a quien acabe con él.
OSVALDO.—Quisiera poder encontrarlo, señora; y entonces os probaría a qué partido soy adicto.
REGAN.—Id con bien.

Escena VI
Campo en los alrededores de Dover.
Entran el CONDE DE GLOUCESTER y EDGARDO vestido de campesino.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Cuándo llegaremos a la cima de este monte?
EDGARDO.—Ahora lo estáis subiendo; se ve en que nos cuesta.
CONDE DE GLOUCESTER.—Me parece que el terreno es llano.
EDGARDO.—¡Impresionante subida! Escuchad, ¿oís el mar?
CONDE DE GLOUCESTER.—No, en verdad.
EDGARDO.—Por fuerza el tormento causado a vuestros ojos ha afectado a los demás sentidos.
CONDE DE GLOUCESTER.—Es posible. Hasta me parece que tu voz ha cambiado y que te expresas en
mejor forma y contenido que antes.
EDGARDO.—Os engañáis; en nada he cambiado, salvo en las vestiduras.
CONDE DE GLOUCESTER.—Me parece que habláis mejor.
EDGARDO.—Avanzad, señor; ya hemos llegado. No os mováis. Qué impresionante es, da vértigo
echar la vista allá al fondo. Los cuervos y las chovas que aletean en el aire de la mañana parecen
apenas tan grandes como escarabajos. A mitad de camino del cortado hay alguien descolgado
recogiendo hinojo marino. ¡Peligroso oficio! No parece mayor que su cabeza. Y esos pescadores
que andan en la orilla, diríase que son ratones. Más lejos, un alto navío anclado se ve tan
disminuido como su bote; y su bote, como una boya, tanto que apenas se divisa. El rumor que se
levanta con el roce de los innumerables guijarros apenas se escucha aquí arriba. Dejaré de mirar
para no perder la razón y que mi vista borrosa me arrastre al abismo.
CONDE DE GLOUCESTER.—Colocadme en el sitio donde os encontráis.
EDGARDO.—Dadme la mano; ya estáis a un pie del borde. Por nada del mundo quisiera yo dar un
salto adelante.
CONDE DE GLOUCESTER.—Ahora, suéltame. Aquí, amigo, está esta bolsa; encierra una preciosa joya
que bien vale la pena que la acepte un pobre. Que hadas y dioses te la multipliquen. Aléjate,
despídete de mí y deja que escuche cómo te alejas.
EDGARDO.—Id con bien, mi buen señor.
CONDE DE GLOUCESTER.—Con todo mi corazón.
EDGARDO.—Si juego así con su desesperación es para curarle.
CONDE DE GLOUCESTER.—[Arrodillándose.] ¡Oh, dioses poderosos!, renuncio a este mundo y, ante
vuestros ojos, me despojo resignado de mi gran aflicción. Si pudiera soportarlo por más tiempo
no lucharía contra vuestra voluntad irresistible, dejaría que mis suspiros y mi odiosa naturaleza se
fueran consumiendo por sí solos. Si Edgardo vive, oh dioses, bendecidle. Ahora, amigo, adiós.
Cae hacia adelante en la tierra.
EDGARDO.—Me voy, señor, adiós. Y, sin embargo, ignoro si la sugestión puede robar el tesoro de la
vida 91, cuando la propia vida conduce a ser robada. Si se encontrara donde pensaba, ya no
pensaría. ¿Vivo o muerto? ¡Hola, amigo, ¿no me oís? ¡Hablad! Posible sería que estuviese muerto;
mas no, vuelve en sí. ¡Hola! ¿Cómo estáis, señor?
CONDE DE GLOUCESTER.—Idos. Dejadme morir.
EDGARDO.—Si no fueses sino de hilos de araña o plumas o aire, habiéndote precipitado tantas
brazas, te habrías cascado como un huevo. Pero respiras, tu cuerpo está en una pieza, no sangras,
hablas, estás salvo. Diez mástiles atados uno al extremo del otro no alcanzarían a la cima desde
donde caíste a pico. Tu vida es un milagro. Vuelve, pues, a hablar.
CONDE DE GLOUCESTER.—Pero, ¿he caído o no?
EDGARDO.—De la espantosa cima de estas calizas murallas92. Alza los ojos, contempla esa altura
desde donde la chillona alondra no sería vista u oída. Mira hacia arriba.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Ay de mí, no tengo ojos! ¿Así que el desdichado no posee ni el recurso de
poner término a sus males con la muerte? Aún suponía cierto alivio cuando la miseria podía
burlar la ira de un tirano y frustrar sus altaneros deseos.
EDGARDO.—Dadme el brazo; arriba, así. ¿Cómo os encontráis?, ¿podéis valeros de las piernas?
Estáis de pie.
CONDE DE GLOUCESTER –Demasiado bien, demasiado bien.
EDGARDO.—Esto es de lo más extraño. ¿Qué era lo que estaba con vos en la cima de la montaña y se
apartó de vuestro lado?
CONDE DE GLOUCESTER.—Un pobre y desdichado mendigo.
EDGARDO.—Mientras le contemplaba desde aquí abajo, me pareció que sus ojos eran dos lunas
llenas, que tenía un millar de narices y unos cuernos retorcidos y estriados como el mar
encrespado. Sería algún demonio. Por eso, afortunado padre93, piensa que los más preclaros
dioses, los que conceden a los hombres las cosas imposibles, te han preservado.
CONDE DE GLOUCESTER.—En efecto, ahora lo recuerdo. En adelante sobrellevaré mi aflicción, hasta
que por sí misma grite: «basta, basta», y muera. Ese ser del que me hablas, yo lo tomé por un
hombre; no cesaba de repetir: «el demonio, el demonio», y él mismo me condujo a aquel lugar.
EDGARDO.—Albergad despreocupados y pacientes pensamientos. Mas, ¿quién viene? [Entra LEAR,
ridículamente coronado de flores silvestres.] ¿Quién es? Nunca hombre cuerdo se mostró con tan
extravagante atavío.
LEAR.—No, no pueden condenarme por acuñar moneda; soy el rey en persona.
EDGARDO.—¡Oh, visión desgarradora!
LEAR.—En esto la naturaleza sobrepuja al arte. Ahí tienes tu soldada. Ese pícaro maneja el arco a
manera de espantapájaros; tensa el arco una yarda de sastre 94. ¡Mirad, mirad, un ratoncillo!
¡Silencio! ¡Silencio!, servirá este pedazo de queso tostado. Ahí va mi guante; lo probaré con un
gigante 95. Que vengan los alabarderos. ¡Oh!, vuelas admirablemente, pájaro96! ¡En el blanco, en
el blanco! ¡Oh! ¡oh! ¡Dad el santo y seña 97!
EDGARDO.—¡Dulce mejorana 98!
LEAR.—Pasa.
CONDE DE GLOUCESTER.—Yo conozco esa voz.
LEAR.—¡Ah, Goneril, con mi barba blanca! Me adulaban como perrillos, me decían que tenía en la
barba pelos blancos, aun antes de tenerlos negros 99. ¡Decir sí y no a cuanto les decía! No era
buena teología tanto sí y no 100. Cuando la lluvia se infiltró en mis huesos y el viento me hacía
castañetear; cuando el trueno desoía mis órdenes, entonces las conocí y me olí lo que eran. ¡Bah!
No tienen palabra. Me decían que yo lo era todo; mentira: no soy inmune a la fiebre.
CONDE DE GLOUCESTER.—Conozco bien el timbre de esa voz. ¿No es el rey?
LEAR.—El rey, sí, de pies a cabeza. Si miro fijamente, ved cómo el sujeto tiembla. Perdono la vida
de ese hombre. ¿Cuál fue su crimen? ¿El adulterio? No morirás. ¿Morir por un adulterio? No, no;
el chochín101 lo lleva a cabo y el mosquito dorado lo comete lascivo en mi presencia. Que
prospere la copulación. Más afectuoso ha sido para su padre el bastardo de Gloucester que para
mí lo fueron mis hijas engendradas entre legítimas sábanas. ¡Ánimo, lujuria, al lío, que me faltan
soldados! Contemplad a esa dama, de sonrisa engreída, cuyo rostro anuncia hielo entre las
piernas, que afecta virtud y sacude la cabeza si escucha la palabra placer. Ni el zorrillo ni el
potro bien alimentado lo realizan con apetito más desenfrenado. De cintura para abajo son
centauros, aun cuando por arriba sean mujeres; hasta el talle son herederas de los dioses, el resto
todo pertenece a los demonios. Allí está el infierno, allí la oscuridad, allí el pozo sulfúreo, que
quema, hierve, hiede y consume. ¡Aj, aj, aj! ¡Pua, puaj, puaj! Dame una onza de almizcle, buen
boticario, para endulzar mi imaginación. Ahí tienes el dinero.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Oh!, dadme a besar vuestra mano!
LEAR.—Deja que la enjugue; huele a mortandad.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Deplorables ruinas de la naturaleza! Así este inmenso mundo volverá a la
nada. ¿Me conocéis?
LEAR.—Sí, recuerdo bien tus ojos. ¿Me miras de soslayo? Por más que te empeñes, ciego cupido, no
volveré a amar. Lee este desafío y fíjate en cómo está escrito 102.
CONDE DE GLOUCESTER.—Aun cuando todas sus letras fuesen soles, ni una podría yo ver.
EDGARDO.—[Aparte.] Si otro me hubiese informado, no le hubiera creído, pero así es, y mi corazón
se desgarra por ello.
LEAR.—Lee.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Y cómo? ¿Con la cuenca de los ojos?
LEAR.—¡Oh! ¿Qué queréis decir? ¿Sin ojos en vuestra frente ni dinero en vuestra bolsa? Lo de
vuestros ojos es un caso grave; lo de la bolsa, banal. Y sin embargo, veis cómo anda el mundo.
CONDE DE GLOUCESTER.—Lo veo, porque lo siento.
LEAR.—¡Cómo!, ¿estás loco? ¿Puede un hombre ver, sin ojos, cómo anda el mundo? Sin duda ves con
las orejas. Mira a aquel juez que se burla de ese pobre ladrón; presta el oído. Cámbialos de lugar
y, por arte de birlibirloque, ¿quién es el juez?, ¿quién el ladrón? ¿Has visto al perro de una
hacienda ladrar a un mendigo?
CONDE DE GLOUCESTER.—Sí, señor.
LEAR.—¿Y a la pobre criatura huir del chucho? Pues bien; ahí tienes la imagen sensible de la
autoridad: un perro que es obedecido en su cargo. ¡Tú, esbirro canalla, detén tu mano
ensangrentada!, ¿por qué azotas a esa prostituta? Desnuda tu propia espalda: ¿no ardes en deseos
de emplearla de la misma manera por la cual ahora castigas? El usurero hace ahorcar al ratero.
Los pequeños vicios se traslucen a través de los andrajos, mas las togas y las pieles lo ocultan
todo. Dale al vicio un baño de oro y la potente lanza de la justicia se quebrará contra él, sin
mellarla. Pero cúbrelo con harapos y un pigmeo lo atravesará con una simple paja. Nadie obra
mal, os digo, nadie. Yo respondo. Hazme caso a mí, amigo, que tengo el poder de sellar los labios
acusadores. Ponte unos anteojos y a la manera de un político despreciable, finge ver lo que no
ves. ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Quitadme las botas! Más fuerte, más fuerte. Ya está.
EDGARDO.—¡Oh, qué mezcla de sentido y sinsentido! ¡Razón en la locura!
LEAR.—Si quieres llorar mis desventuras, toma mis ojos. Te conozco bien; te llamas Gloucester. Has
de ser paciente. Venimos al mundo llorando; ya sabes, la primera vez que olemos el aire,
gemimos y lloramos. Voy a echarte un sermón; escúchame atento.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Ay, ay, día desdichado!
LEAR.—Al nacer, lloramos porque entramos en este vasto teatro de locos ¡Qué bonito sombrero!
Sería una delicada estratagema herrar las caballerías de un escuadrón con fieltro. Voy a ensayarlo
y cuando me lance sobre estos yernos, entonces ¡mata, mata, mata, mata, mata, mata!
Entra un GENTILHOMBRE con séquito.
GENTILHOMBRE.—¡Ah! ¡Hele aquí! Apoderaos de él. Señor, vuestra amada hija…
LEAR.—¿Nadie me socorre? ¿Cómo, yo preso? Soy juguete de la fortuna. Tratadme bien, os pagaré
buen rescate. Vengan cirujanos, me he partido la cabeza.
GENTILHOMBRE.—Nada os faltará.
LEAR.—¿Nadie me secunda? ¿Me dejan solo? Esto bastara para convertir a un hombre en sal; usar
sus ojos como regaderas, ¡ay!, asentando el polvo otoñal 103.
GENTILHOMBRE.—Buen señor…
LEAR.—Moriré valerosamente como orgulloso recién casado. Seré jovial. ¡Venid, venid, soy un rey!
¿Lo sabéis, señores míos?
CONDE DE GLOUCESTER.—Sí, sois rey, y os obedecemos.
LEAR.—Aún hay esperanza. Venid; sólo lo atraparéis si lo alcanzáis corriendo; ¡ea! ¡ea! ¡ea! [Sale.]
GENTILHOMBRE.—Una escena de lo más doloroso en el más ínfimo de los desgraciados; en un rey no
hay palabras. Tienes una hija que redime a la naturaleza de la maldición general que tus otras dos
hijas han atraído sobre ella.
EDGARDO.—Salud, noble señor.
GENTILHOMBRE.—Adelante; ¿qué se os ofrece?
EDGARDO.—¿Tenéis alguna noticia de la batalla que se prepara?
GENTILHOMBRE.—Nada más cierto y público; todo aquel que puede distinguir un sonido ha oído
hablar de ello.
EDGARDO.—Decidme, por favor, si está cerca el ejército enemigo.
GENTILHOMBRE.—Cerca y con paso veloz; el grueso de la tropa se podrá divisar en cualquier
momento.
EDGARDO.—Gracias, señor. Eso es todo.
GENTILHOMBRE.—Aunque razones poderosas detienen a la reina aquí, su ejército está en marcha.
EDGARDO.—Os doy las gracias, señor.
Sale.
CONDE DE GLOUCESTER.—Vosotros, dioses benévolos, disponed de mi existencia. No dejéis que mi
maligno espíritu me tiente de nuevo a morir antes de que os plazca.
EDGARDO.—Bien rogáis, padre.
CONDE DE GLOUCESTER.—¿Cómo, buen señor?, ¿quién sois?
EDGARDO.—El hombre más infeliz, doblegado a los embates de la fortuna; quien, a fuerza de conocer
y sentir el sufrimiento, concibió la mayor piedad. Dadme la mano y os conduciré a algún refugio.
CONDE DE GLOUCESTER.—Gracias de todo corazón, y además y en abundancia, la recompensa y la
bendición de los cielos.
Entra OSVALDO.
OSVALDO.—¡Uno al que se ha puesto precio! ¡Qué suerte! Esa cabeza tuya, con las cuencas vacías,
fue creada para labrar mi fortuna. Tú, viejo traidor infeliz, haz examen de conciencia.
Desenvainada está la espada que debe destruirte.
CONDE DE GLOUCESTER.—Descargue con suficiente fuerza tu caritativa mano para ello.
EDGARDO se opone.
OSVALDO.—¿Cómo, atrevido labriego, te atreves a defender a un traidor público? ¡Largo de aquí, si
no quieres que el contagio de su fortuna te alcance! Suelta su brazo.
EDGARDO.—No lo dejaré ir, señor, sin más motivos 104.
OSVALDO.—Suéltalo, miserable, o mueres.
EDGARDO.—Gentil caballero, seguid vuestro camino y dejad pasar a los pobres; si pudieran quitarme
la vida con arrogancias, hace un mes que ya habría muerto. Apartaos, os lo advierto, o probaré
cuál de los dos, mi bastón o vuestra cabeza, son más duros. Os estoy siendo franco.
OSVALDO.—¡Largo de aquí, estiércol!
EDGARDO.—Si dais un paso, os salto los dientes; ved qué caso hago de vuestras estocadas.
Luchan y EDGARDO lo derriba.
OSVALDO.—¡Miserable, me has matado! Toma mi bolsa, villano y, si quieres prosperar, entierra mi
cuerpo y entrega las cartas que encontrarás junto a mí a Edmundo, conde de Gloucester; búscalo
en el lado británico. ¡Oh, muerte prematura! [Muere.]
EDGARDO.—Te conozco bien, servicial canalla, tan cumplidor de los vicios de tu ama como la
maldad pudiera desear.
CONDE DE GLOUCESTER.—¡Cómo!, ¿ha muerto?
EDGARDO.—Sentaos, padre mío, descansad. Veamos esos bolsillos, las cartas de las que ha hablado
pueden ser mis aliadas. Muerto está; sólo deploro que no haya tenido otro verdugo. Veamos.
Permite, gentil lacre; cortesía, no nos acuses. Para conocer la mente de nuestros enemigos
deberíamos abrir su corazón; más lícito ha de ser abrir sus documentos. [Lee.]
«Recordar nuestros mutuos juramentos; tendréis muchas ocasiones para deshaceros de él. Si
no os falta resolución, el tiempo y el lugar os ofrecerán propicias ventajas. Todo está perdido, si
él vuelve vencedor; entonces yo sería su cautiva y su lecho mi prisión. Liberadme de su odiosa
fogosidad y ocupad su lugar con vuestro esfuerzo. Vuestra apasionada (quisiera decir esposa)
devota sierva, GONERIL».

¡Oh, ilimitada ambición de las mujeres! ¡Una maquinación contra la vida de su virtuoso marido,
para sustituirle por mi hermano! Aquí, en la arena, te enterraré, impío correo de asesinos lujuriosos,
y en el momento oportuno asombraré con esta odiosa carta los ojos del duque cuya muerte se trama.
Bueno será para él que pueda darle noticias de tu muerte y lo que estabas tramando.
CONDE DE GLOUCESTER.—El rey ha perdido la razón. ¡Cuán tenaz es mi vil seso, que conservo y me
ofrece claro sentimiento de mis terribles sufrimientos! Ojalá estuviera loco, así mis pensamientos
estarían separados de mis penas, y la aflicción, perdida entre imaginaciones erróneas, se
desconocería a sí misma.
Suenan tambores a lo lejos.
EDGARDO.—Dadme la mano: paréceme oír en lontananza el redoble del tambor. Venid, padre; os
llevaré con un amigo.
Salen.
Escena VII
Una tienda en el campamento francés. LEAR dormido en una cama.
Entran CORDELIA, el conde de KENT y el MÉDICO.
CORDELIA.—¡Oh, mi buen Kent!, ¿cómo podré vivir y trabajar para corresponder a todas tus
bondades? Mi vida será demasiado corta, y de cualquier manera que os lo pague será insuficiente.
KENT.—Con ser reconocido, señora, quedo pagado de sobra. La exacta verdad ha dictado mis
relatos; nada he omitido ni he exagerado.
CORDELIA.—Vístete mejor; las pobres vestiduras que llevas son recuerdo de aquellas horas nefastas;
te lo ruego, múdalas.
KENT.—Perdonad, señora; ser reconocido estorbaría mi plan. Sólo os pido que finjáis no
reconocerme hasta que el tiempo y yo lo juzguemos conveniente.
CORDELIA.—Pues que así sea, mi buen señor. [Al MÉDICO.] ¿Cómo sigue el rey?
MÉDICO.—Aún duerme, señora.
CORDELIA.—¡Dioses clementes, curad esta enorme herida en su maltratada razón! Templad los
discordantes y desafinados sentidos de este padre convertido en niño.
MÉDICO.—¿Permite vuestra alteza que despertemos al rey? Ha dormido largo tiempo.
CORDELIA.—Seguid lo que os prescriba vuestro conocimiento y los dictados de vuestra propia
voluntad. ¿Está vestido? [Traen a LEAR en un sillón.]
GENTILHOMBRE.—Sí; señora; mientras dormía su profundo sueño, le hemos cambiado de ropa.
MÉDICO.—Permaneced a su lado, buena señora, cuando le despertemos; no dudo que estará tranquilo.
CORDELIA.—Muy bien.
MÉDICO.—Acercaos, si os place. ¡Más fuerte la música!
CORDELIA.—¡Padre querido! Curación, deposita tu medicina en mis labios y deja que este beso
repare el violento daño que mis dos hermanas han infligido a tu reverencia.
KENT.—¡Princesa tierna y bienhechora!
CORDELIA.—Aun cuando no hubiese sido su padre, estas blancas guedejas debieron reclamar su
compasión. Ese rostro venerable, ¿estaba destinado a ser expuesto al furor de los vientos?, ¿a
afrontar el fragor de los truenos, a lo más terrible de los rápidos fuegos de los relámpagos?, ¿a
ser visto, pobre perdido, con este delgado yelmo 105? El perro de mi enemigo, aunque me hubiera
mordido, habría pasado esa noche junto a mi fuego, y tú te contentaste, pobre padre, con
guarecerte con cerdos y pícaros desamparados sobre unas breves pajas mohosas. ¡Ay, ay! Es
maravilla que tu vida y tu cordura no concluyeran al unísono. Ya despierta; habladle.
MÉDICO.—Será más conveniente que le habléis vos, señora.
CORDELIA.—¿Cómo está mi augusto soberano?, ¿cómo se encuentra vuestra alteza?
LEAR.—¡Qué crueles sois arrancándome de la tumba! Tú eres un alma en el seno de la ventura; mas
yo estoy atado a una rueda de fuego y mis propias lágrimas me escaldan como plomo fundido.
CORDELIA.—¿Me conocéis, señor?
LEAR.—Eres un espíritu, lo sé; ¿cuándo moriste?
CORDELIA.—¡Aún, aún desvaría!
MÉDICO.—Apenas acaba de despertar; dejémosle solo un momento.
LEAR.—¿Dónde he estado? ¿Dónde estoy? ¿La hermosa luz del día? Estoy en extremo confuso.
Moriría de lástima si viese a otro en mi estado. No sé qué decir. No me atrevo a jurar que estas
manos sean mías. Veamos; siento que este alfiler pincha. Sí, lo siento. Quisiera estar seguro de mi
estado.
CORDELIA.—¡Oh!, miradme, señor; extended sobre mí vuestra mano para bendecirme. ¡Oh, no, señor,
no debéis arrodillaros!
LEAR.—Os ruego que no os burléis de mí. Soy un pobre y débil anciano, de ochenta años pasados, ni
una hora más ni menos y, hablando francamente, temo que no estoy en mis cabales. Me parece que
os conozco, y también a ese hombre. Pero estoy confuso, ya que ignoro principalmente en qué
lugar estoy y por más que lo intento no puedo recordar ni estas vestiduras; hasta ignoro dónde he
pasado la noche. No os riáis de mí, ya que, tan cierto como que soy un hombre, creo que esta
dama ha de ser mi hija Cordelia.
CORDELIA.—Y ella soy, lo soy.
LEAR.—¿Son húmedas vuestras lágrimas? Sí, en verdad. Os lo ruego, no lloréis. Si tenéis un veneno
para mí, lo beberé. Ya sé que no me amáis, pues vuestras hermanas, en cuanto recuerdo, han sido
conmigo muy crueles. Vos tenéis razones; ellas ninguna tenían.
CORDELIA.—Ninguna, ninguna.
LEAR.—¿Estoy en Francia?
CORDELIA.—Estáis en vuestro reino, señor.
LEAR.—No me engañéis.
MÉDICO.—Consolaos, señora; los accesos de furor, como veis, han cesado. Sin embargo, aún fuera
peligroso para él recordarle cosas del pasado. Pedidle que entre, no le molestemos hasta que esté
más repuesto.
CORDELIA.—¿Desea vuestra alteza pasear?
LEAR.—Habéis de tener paciencia conmigo. Os suplico que lo olvidéis todo y me perdonéis. Soy ya
viejo y mi razón flaquea.
Salen todos salvo KENT y el GENTILHOMBRE.
GENTILHOMBRE.—¿Es cierto, señor, que el duque de Cornualles fue asesinado de esa manera?
KENT.—Del todo cierto, señor.
GENTILHOMBRE.—¿Quién manda sus tropas?
KENT.—Dicen que el bastardo de Gloucester.
GENTILHOMBRE.—Dicen también que su hijo desterrado, Edgardo, está con el conde de Kent en
Alemania.
KENT.—Las habladurías son volubles. Tiempo es de preocuparnos por lo que nos concierne; los
ejércitos del reino se acercan rápidamente.
GENTILHOMBRE.—Es de temer que el encuentro será sangriento. Id con bien, señor.
Sale.
KENT.—Mi objetivo y mi plazo serán ampliamente cumplidos, para bien o para mal, según el
resultado de la batalla.
Sale.

85 Se supone que por el camino han tramado unirse y que Edmundo sea su marido.
86 Se refiere a su «brother in law», o sea, su cuñado.
87 Ironía por el dicho «It is a poor dog that is not worth the whistling», o sea, «es un pobre perro aquel al que no vale la pena silbarle.
88 Posible alusión a que sospecha su infidelidad.
89 En el original lo llama «milk-livered», o que tiene leche en el hígado. Se suponía que la valentía residía en el hígado.
90 Todas las plantas que conforman la guirnalda del rey Lear son amargas, picantes o venenosas, y él la lleva como una corona de
espinas, con todos sus sufrimientos.
91 Edgardo teme que su padre haya podido morir de todas maneras, aunque no lo haya dejado caer por el acantilado, por el simple terror
de pensar en caer.
92 Se refiere a los famosos acantilados blancos de Dover, a los que su composición calcárea les da el característico color.
93 Con este «padre», Edgardo aún no está revelando su verdadera identidad, sino que lo llama así en señal de respeto.
94 Tensa la flecha hasta colocarla una yarda hacia atrás, medida como hacían los sastres con la tela, desde su nariz hasta el extremo de
los dedos.
95 Va a lanzar el guante a un gigante retándole a un duelo.
96 Sigue haciendo referencia a la flecha.
97 Todas estas órdenes son pensamientos sin sentido a sirvientes imaginarios, que le traen a la memoria sus mejores días como rey.
98 Hierba que se empleaba para tratar la locura.
99 Le decían que era sabio como un anciano antes de que lo fuera.
100 Véase Mateo 5:33-37. «Habéis oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso y le cumplirás al Señor lo que le hayas prometido
con juramento. Pero yo os digo: No juréis de ninguna manera, ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es donde él
pone los pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro uno
solo de tus cabellos. Decid simplemente sí, cuando es sí; y no, cuando es no. Lo que se diga de más, viene del maligno».
101 Troglodytes troglodytes, ave paseriforme que construye varios nidos y tiene dos o tres parejas.
102 Como entregándole una hoja de papel imaginaria.
103 Este dolor basta para que de tanto llorar las lágrimas saladas le conviertan en estatua de sal, para regar con ellas un jardín y asentar
el polvo.
104 En todo este parlamento, Edgardo imita el habla de los patanes para disimular y no ser reconocido. Intentar reproducirlo aquí habría
dado lugar a un lenguaje artificial que desviaría la atención del lector.
105 Tan delgado que no llevaba ninguno; quiere decir, sin nada que le cubriera la cabeza.
— ACTO V —

Escena I
Campamento británico, en las cercanías de Dover.
Entran, precedidos de tambores y banderas, EDMUNDO, REGAN y soldados.
EDMUNDO.—Id a preguntar al duque si persiste en su último proyecto, o si desde entonces le han
advertido de que debe de cambiar el plan. Es muy indeciso y tiene muchos escrúpulos. Traednos
su resolución.
REGAN.—Al criado de mi hermana le ha ocurrido algo de seguro.
EDMUNDO.—Es de temer, señora.
REGAN.—Y ahora, dulce señor, que conocéis las bondades que reservo para vos. Contestadme, con
franqueza, ¿amáis a mi hermana?
EDMUNDO.—Con amor respetuoso.
REGAN.—¿Nunca habéis encontrado la senda de mi cuñado en el lugar prohibido 106?
EDMUNDO.—Ese pensamiento os insulta.
REGAN.—Tengo grandes temores de que hayáis estado unidos de la manera más íntima, hasta el
extremo de que os podamos llamar suyo.
EDMUNDO.—No por mi honor, señora.
REGAN.—Nunca se lo toleraría. Mi querido señor, no os mostréis con familiaridad ante ella.
EDMUNDO.—No temáis… ¡Ella y el duque su esposo!
Entran, con timbales y banderas, el DUQUE DE ALBANY, GONERIL y soldados.
GONERIL.—[Aparte.] Preferiría perder la batalla a sufrir que mi hermana nos separe a Edmundo y a
mí.
DUQUE DEALBANY.—Bienvenida, mi muy querida hermana. Señor, acabo de saber que el rey se ha
dirigido al encuentro de su hija con otras personas que el rigor de nuestro gobierno forzó a
sublevarse. Yo nunca he sido valiente, cuando no he podido serlo con honra; en cuanto a esta
guerra, nos afecta porque los franceses han invadido nuestro suelo, pero no porque Francia
sostenga la causa del rey y de muchos otros a quienes, me temo, justos y graves motivos sublevan
contra nosotros.
EDMUNDO.—Habláis con nobleza, señor.
REGAN.—¿A qué vienen esos discursos?
GONERIL.—Unámonos contra el enemigo. Estas rencillas domésticas no son lo que ahora debe
ocuparnos.
DUQUE DE ALBANY.—Determinemos, pues, con los guerreros más ancianos las medidas que
convenga tomar.
EDMUNDO.—En breve me reuniré con vos en vuestra tienda.
REGAN.—¿Venís con nosotros, hermana?
GONERIL.—No.
REGAN.—Sin embargo, es de la máxima conveniencia; os ruego que vengáis con nos.
GONERIL.—[Aparte.] Ah, ya comprendo el misterio. ¡Voy!
Cuando se disponen a salir, entra EDGARDO disfrazado.
EDGARDO.—Si vuestra gracia quisiere escuchar a un hombre tan desdichado, oídme una palabra.
DUQUE DE ALBANY.—Ahora os alcanzo 107; habla.
Salen todos excepto el DUQUE DE ALBANY y EDGARDO.
EDGARDO.—Antes de entrar en combate, abrid esta carta. Si volvéis victorioso, llamad a son de
trompeta a quien os la ha entregado. A pesar de mi aspecto miserable, puedo ser un campeón que
sostendrá lo que esa carta enuncia. Si quedáis vencido, entonces se acabarán vuestros asuntos en
el mundo, y el complot dejará de serlo. Que la fortuna os sonría.
DUQUE DE ALBANY.—Espera a que haya leído la carta.
EDGARDO.—Me lo han prohibido. Cuando el momento sea servido, que un heraldo me llame,
apareceré al instante. [Sale.]
DUQUE DE ALBANY.—Entonces, id con bien: voy a leer tu carta.
Sale EDGARDO; vuelve a entrar EDMUNDO.
EDMUNDO.—El enemigo está a la vista: disponed vuestras fuerzas. Aquí tenéis el cálculo estimado
de las suyas, tras diligentes reconocimientos. Nos urge que actuéis con rapidez.
DUQUE DE ALBANY.—Estaremos preparados.
Sale.
EDMUNDO.—A las dos hermanas he jurado mi amor. Ambas están suspicaces como el que ha sido
mordido lo está con la víbora que le mordió. ¿A cuál de las dos elegiré? ¿A las dos? ¿A una? ¿A
ninguna? Mientras las dos vivan, no puedo gozar a ninguna de ellas. Si elijo a la viuda se irritará
su hermana Goneril hasta la locura, y será difícil lograr mi objeto mientras el esposo viva. Ahora
sirvámonos de su apoyo en el combate y después que se encargue de deshacerse de él cuanto antes
la que quiera librarse de su persona. En lo que toca a la clemencia que pretende en favor de Lear
y Cordelia, una vez ganada la batalla y ellos en nuestro poder, nunca verán su perdón. Mi interés
está en defenderme y no en disquisiciones.
Sale.

Escena II
Campo entre los dos campamentos.
Fragor de batalla en bastidores. Entran y salen, entre tambores y banderas, LEAR, CORDELIA y
soldados.
Entran EDGARDO y el CONDE DE GLOUCESTER.
EDGARDO.—Reposad aquí, padre, a la sombra de ese árbol que os da buen hospedaje; rogad porque
la justicia salga victoriosa. Si vuelvo a vuestro lado, traeré noticias consoladoras.
CONDE DE GLOUCESTER.—Id con la gracia de los dioses, señor.
Sale EDGARDO. Fragor y toque de retirada. Vuelve EDGARDO.
EDGARDO.—¡Huyamos, anciano; dame tu mano y alejémonos! El rey Lear ha perdido; él y su hija han
caído prisioneros. Dame la mano y huyamos.
CONDE DE GLOUCESTER.—No nos alejemos mucho, señor; tanto da pudrirse aquí.
EDGARDO.—¡Cómo!, ¿seguís con las mismas ideas siniestras? El hombre debe soportar tanto el
momento de irse como el de venir. Todo tiene su punto de sazón. Vamos.
CONDE DE GLOUCESTER.—Eso también es verdad. [Salen.]

Escena III
Campamento británico, cerca de Dover.
Entran triunfantes, con banderas y tambores, EDMUNDO, soldados y un CAPITÁN, llevando
prisioneros a LEAR y CORDELIA.
EDMUNDO.—Que unos cuantos oficiales se los lleven; tenedlos bien guardados hasta que conozcamos
los deseos de las altas instancias que los han de juzgar.
CORDELIA.—No somos los primeros que, con las mejores intenciones, hemos caído en lo peor. Por ti,
rey cautivo, me aflijo. Yo sola podría fruncir el ceño ante el revés de la fortuna. ¿No vamos a ver
a esas hijas y hermanas?
LEAR.—¡No, no, no! Venga, vayamos a la prisión y allí los dos cantaremos como pájaros en una
jaula. Cuando me pidas mi bendición, yo te pediré perdón, de rodillas; así viviremos, orando y
cantando, contándonos viejas consejas, riéndonos de las doradas mariposas. Oiremos las
conversaciones de los necios sobre las noticias de la corte y charlaremos también con ellos,
sobre quién pierde y quién gana, quién alcanza el favor o quién cae en desgracia. Y nos
preocuparemos por el misterio de las cosas, como si fuésemos espías de los dioses, y
sobreviviremos en nuestras prisiones a los bandos y partidos de los grandes, que crecen y
menguan con la luna.
EDMUNDO.—Sacadlos de aquí.
LEAR.—Sobre tus sacrificios, Cordelia mía, los propios dioses derraman incienso. ¿Te tengo
prendida? Quien quiera separarnos habrá de arrancar del cielo una tea para ahuyentarnos con el
fuego, como a zorras. Seca tus ojos. La sífilis los devorará a todos, carne y piel, antes de que nos
hagan llorar; primero los veremos morir de hambre. ¡Ven!
Salen LEAR y CORDELIA, escoltados.
EDMUNDO.—Ven aquí, capitán. Escucha. Toma este escrito [le da un documento.]; sígueles a la
prisión. Te he ascendido un grado. Si obras conforme a estas instrucciones, estarás en el camino
de una noble fortuna. Sabe esto, que a los hombres los hace la ocasión. Ser piadoso no se aviene
con la espada. Tu importante designio no admite preguntas. Di si lo harás o búscate otros medios
de hacer fortuna.
CAPITÁN.—Lo haré, milord.
EDMUNDO.—Pues a ello, y considérate afortunado cuando lo hayas llevado a cabo. Observa que digo
«al instante», y así llévalo a efecto tal como te lo he anotado.
CAPITÁN.—No puedo tirar de un carro, ni comer avena seca108. Si es trabajo para un hombre, lo
haré.
Sale el CAPITÁN.
Clarines. Entran el DUQUE DE ALBANY, GONERIL, REGAN y soldados.
DUQUE DE ALBANY.—Señor, hoy habéis dado pruebas de vuestra valentía, y bien os ha guiado la
fortuna. Tenéis cautivos a los oponentes en la lucha de este día. Os pedimos que nos los
entreguéis para disponer de ellos de acuerdo con lo que sus méritos y nuestra seguridad
determinen por igual.
EDMUNDO.—Señor, he creído prudente encerrar a ese viejo y miserable rey en una prisión y designar
una guardia. Su edad, y aún más tu título, tienen el suficiente encanto para atraer los corazones de
la gente corriente a su lado y hacer que vuelvan contra nosotros las mercenarias lanzas que les
obligamos a emplear en nuestro servicio. Con él he enviado a la reina, por idénticas razones.
Mañana o dentro de unos pocos días estarán dispuestos a comparecer en el lugar donde reunáis
vuestro consejo. En este momento nos hallamos cubiertos de sudor y sangre; el amigo ha perdido
al amigo y las querellas más justas, en el momento más ardiente, son maldecidas por aquellos que
reciben sus asperezas. El proceso de Cordelia y de su padre requiere un lugar más adecuado.
DUQUE DEALBANY.—Señor, con vuestro permiso, aquí no os considero sino como un vasallo y no
como a un hermano.
REGAN.—Dependerá del grado con que decidamos agraciarle. Paréceme que deberíais haber
consultado nuestra opinión antes de llegar tan lejos con vuestras palabras. Él ha conducido
nuestras tropas, revestido con la autoridad de mi cargo y persona, y tal proximidad puede bien
sostenerse y pretender el título de hermano vuestro.
GONERIL.—No os acaloréis; sus propios méritos lo elevan más que lo que vos añadáis.
REGAN.—Investido de mis derechos por mí misma, puede estar a la altura del mejor.
DUQUE DE ALBANY.—Y lo sería en grado sumo si fuese vuestro marido.
REGAN.—Las bromas a menudo resultan ser proféticas.
GONERIL.—¡Hola, hola!, el ojo que os hizo ver tal era bizco.
REGAN.—Señora, a no sentirme indispuesta os contestaría desde la indignación que rebosa mis
entrañas. General, toma mis soldados, prisioneros y patrimonio, y dispón de ellos y de mí misma.
Todo lo que encierran las murallas es tuyo. Tomo por testigo al mundo de que, en este instante, te
nombro mi señor y mi dueño.
GONERIL.—¿Pretendes gozar de su persona?
DUQUE DE ALBANY.—El permiso no depende de vuestra simple voluntad.
EDMUNDO.—Ni de la tuya, señor.
DUQUE DE ALBANY.—Digo que sí, tipejo de sangre bastarda.
REGAN.—[A EDMUNDO.] Suene el tambor, anunciando públicamente que mis derechos son los tuyos.
DUQUE DE ALBANY.—Un momento; oíd lo que dice la razón: Edmundo, te detengo por alta traición, y
contigo a esta dorada serpiente [señalando a GONERIL.]. En cuanto a vuestras pretensiones,
hermosa hermana, me opongo a ellas en interés de mi esposa, que está comprometida en secreto
con este señor; y yo, que soy su marido, prohíbo vuestro anuncio. Si deseáis casaros, cortejadme
a mí; la señora está prometida.
GONERIL.—¡Esto es una farsa!
DUQUE DEALBANY.—Armado estás, Gloucester; suene la trompeta, y si nadie se presenta a probar
contra ti tus múltiples traiciones, manifiestas y abominables, recoge ese guante. [Arroja un
guante.] Juro que no he de probar bocado antes de demostrar, atravesándote el corazón, que eres
todo cuanto acabo de proclamar aquí.
REGAN.—¡Estoy enferma!, ¡muy enferma!
GONERIL.—[Aparte.] ¡Si así no fuese, jamás volvería a confiar en venenos!
EDMUNDO.—Ahí va mi guante, para responderte. [Arroja un guante.] Quien me tache de traidor,
miente como un villano. Que lo anuncien los clarines: sostendré firmemente contra quien se atreva
a presentarse, contra él, contra ti y contra quien sea, mi verdad y mi honor.
DUQUE DE ALBANY.—¡Hola!, ¡un heraldo!
EDMUNDO.—¡Un heraldo!, ¡hola!, ¡un heraldo!
DUQUE DEALBANY.—Confía solo en tu valor, pues tus soldados, alistados todos en mi nombre, han
sido licenciados asimismo en mi nombre.
REGAN.—¡Mi mal se agrava!
DUQUE DE ALBANY.—No se encuentra bien; llevadla a mi tienda. [Se llevan a REGAN.] Acércate,
heraldo, suene el clarín y lee esto en alta voz.
CAPITÁN.—¡Que suenen los clarines! [Suena un clarín.]
HERALDO.—[Leyendo.] Si algún hombre de rango y cualidad alistado en el ejército quisiera
sostener que Edmundo, presunto conde de Gloucester, es un traidor por diversas razones,
comparezca a la tercera llamada de clarín; él está dispuesto a defenderse.
EDMUNDO.—¡Tocad! [Primer toque de trompeta.]
HERALDO.—¡Otra vez! [Segundo toque.] ¡Y otra! [Tercer toque.]
Responde otro clarín entre bastidores. Entra EDGARDO, al tercer toque, armado y con un clarín
delante de él.
DUQUE DE ALBANY.—Preguntadle qué pretende y por qué comparece al toque de clarín.
HERALDO.—¿Quién sois? ¿Vuestro nombre y condición?, ¿por qué contestáis a este llamamiento?
EDGARDO.—Sabed que mi nombre lo perdí, roído por el diente de la traición y devorado por los
gusanos; sin embargo, soy tan noble como el adversario contra el que vengo a combatir.
DUQUE DE ALBANY.—¿Quién es ese adversario?
EDGARDO.—¿Quién habla a favor de Edmundo, conde de Gloucester?
EDMUNDO.—El mismo, ¿qué le queréis?
EDGARDO.—Saca tu acero. Si mi lenguaje ofende a un corazón noble, tu brazo te haga justicia. Aquí
está el mío. Escucha, éste es el privilegio de mi honor, mi juramento y mi fe. Mantengo, a pesar de
tu fuerza, juventud, posición y rango; a pesar de tu victoriosa espada y recién adquirida fortuna,
de tu valor y fiereza, que eres un traidor, falso con los dioses, con tu hermano y con tu padre; un
conspirador contra este príncipe ilustre. Y que desde la cúspide de tu cabeza hasta las plantas y el
polvo que hay debajo de tus pies, eres un vil sapo traidor. Osa negarlo, y esta espada, este brazo y
todo mi valor estarán prestos a probar sobre tu corazón que mientes.
EDMUNDO.—Por prudencia debería preguntarte tu nombre; mas ya que el exterior parece tan noble y
marcial, y ya que tu lenguaje exhala elevada cuna, desprecio y rechazo lo que por mi seguridad y
buenos modales habría de posponer, tal como prescriben las leyes de caballería. Te devuelvo y te
lanzo a la cara la acusación de traidor. Aplasto tu corazón con el odioso infierno de tus mentiras.
Y como aún pasan a tu lado sin herirte, mi espada les va a dar paso al instante para que se queden
descansando para siempre. Hablad, clarines.
Alarma. Pelean. Cae EDMUNDO.
DUQUE DE ALBANY.—¡Salvadle! ¡No lo matéis!
GONERIL.—Esto es una intriga, Gloucester. Por las leyes de las armas no estabas obligado a
responder a un adversario de incógnito; no estás vencido, sino engañado y burlado.
DUQUE DE ALBANY.—Señora, no abráis la boca u os la cierro con este documento. Tomad, señor. Y
tú, peor que cualquier insulto, lee tus propios horrores. No lo rasguéis, señora; me doy cuenta de
que lo conocéis.
Entrega la carta a EDMUNDO.
GONERIL.—Y aun cuando lo conociese, ¿qué? Yo hago las leyes y no tú. ¿Quién tiene derecho a
acusarme?
DUQUE DE ALBANY.—¡Monstruo! ¿conoces este escrito?
GONERIL.—¡No me preguntes por lo que conozco!
Sale.
DUQUE DE ALBANY.—Seguidla; está fuera de sí; cuidad de ella.
EDMUNDO.—Todo cuanto me imputasteis es cierto, y más, mucho más. El tiempo lo descubrirá todo.
Son cosas pasadas… y yo también. Pero, ¿quién eres tú, a quien la fortuna concede esta ventaja
sobre mí? Si eres noble, te perdono.
EDGARDO.—Intercambiemos actos caritativos. Mi sangre no es menos ilustre que la tuya, Edmundo, y
si lo es más, más me agraviaste. Me llamo Edgardo; hijo soy de tu padre. Los dioses son justos;
con nuestros vicios favoritos obtienen el instrumento que nos castiga: el lugar oscuro y vicioso en
el que te engendró le ha costado los ojos.
EDMUNDO.—Has hablado con razón, es verdad; la rueda del destino ha descrito un giro completo109,
y aquí estoy.
DUQUE DEALBANY.—Me pareció que tu porte anunciaba nobleza real. ¡Deja que te abrace! ¡Rompa
el pesar mi corazón si alguna vez os aborrecí a ti y a tu padre!
EDGARDO.—Lo sé, digno príncipe.
DUQUE DE ALBANY.—¿Dónde te ocultaste? ¿Cómo llegaron a tu noticia las desventuras de tu padre?
EDGARDO.—Socorriéndolas, señor. Oíd un breve relato, y cuando termine… ¡Oh, que mi corazón
estalle! Para escapar a la sangrienta proclama que me seguía tan de cerca –oh, la dulzura de la
vida, que el miedo de la muerte nos lleva a morir cada hora, por no querer morir una sola vez–, se
me ocurrió disfrazarme con harapos de loco hasta adquirir un aspecto que hasta los perros
desdeñarían. Vestido de esta manera encontré a mi padre con las órbitas sangrando, ya que
acababa de perder sus dos piedras preciosas. Me convertí en su lazarillo. Le guié, mendigué por
él y lo salvé de la desesperación. Nunca –¡terrible error!– le revelé quién era en realidad, hasta
hace media hora cuando me armé, no en la certeza, sino en la esperanza de esta victoria. Le pedí
su bendición y le referí de principio a fin todo mi peregrinaje. Mas ¡ay!, su dañado corazón, que
ya estaba demasiado débil para soportar el conflicto, la tensión entre los dos extremos de la
pasión, la alegría y el dolor, se rompió, con una sonrisa.
EDMUNDO.—Vuestra narración me ha conmovido, y quizá produzca algún bien. Mas seguid contando;
parece que aún tenéis algo que decir.
DUQUE DE ALBANY.—¡Ah! Si aún queda algo por contar más terrible, cesad; sólo con lo que he oído,
desfallezco.
EDGARDO.—Esto hubiera parecido el límite para aquellos que no gustan del dolor; pero otro, por
amplificarlo con exceso lo habría hecho aún mayor y conducido hasta el extremo. Mientras
lloraba a gritos, se apareció un hombre que me había visto antes en mi estado mísero, y rehuido
de mi odiosa compañía; pero después, reconociendo quién era el que tanto había soportado, se
agarró de mi cuello con sus vigorosos brazos dando alaridos capaces de conmover a los cielos y,
precipitándose sobre mi padre, narróme la más lastimosa historia sobre Lear y él mismo que
nunca escuchó el oído humano. Con su relato crecía su dolor hasta el extremo que los resortes de
la vida comenzaban a romperse… Entonces sonó el clarín por segunda vez, y allí lo dejé medio
inconsciente.
DUQUE DE ALBANY.—Pero, ¿quién era?
EDGARDO.—Kent, señor, el desterrado Kent, quien disfrazado había ido siguiendo los pasos del rey,
su enemigo, y le sirvió con sumisión impropia de un esclavo.
Entra un GENTILHOMBRE con un puñal ensangrentado.
GENTILHOMBRE.—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
EDGARDO.—¿Qué socorro deseáis?
DUQUE DE ALBANY.—Habla, hombre.
EDGARDO.—¿Qué significa ese puñal sangriento?
GENTILHOMBRE.—Aún está tibio; aún humea; sale del corazón de… ¡Oh, está muerta!
DUQUE DE ALBANY.—¿Quién, muerta? Explícate, hombre.
GENTILHOMBRE.—Vuestra esposa, señor, vuestra esposa; y también su hermana, envenenada por ella.
Así lo ha confesado.
EDMUNDO.—Prometido estaba yo a ambas; en un instante estaremos casados los tres.
EDGARDO.—Aquí llega el conde de Kent.
DUQUE DE ALBANY.—Traigan los cuerpos, muertos o vivos. Este juicio de los cielos, aunque nos
hace temblar, no nos inspira piedad. [Sale el gentilhombre, entra KENT.]. ¡Oh!, ¿es él? El
momento no permite los cumplimientos que las buenas maneras exigen.
KENT.—Vengo a dar a mi rey y señor eternas buenas noches. ¿No está aquí?
DUQUE DE ALBANY.—¡Gran cosa hemos olvidado! Habla, Edmundo, ¿dónde está el rey?, ¿y dónde
Cordelia? ¿Ves este espectáculo, Kent?
Son traídos los cuerpos de GONERIL y REGAN.
KENT.—¡Ay! ¿Cómo es esto?
EDMUNDO.—¡Después de todo fue amado Edmundo! Una envenenó a la otra por mí, y después se dio
muerte a sí misma.
DUQUE DE ALBANY.—Así es. Cubrid sus rostros.
EDMUNDO.—Estoy agonizando. A pesar de mi naturaleza, quiero hacer algo bueno. Acudid raudo al
castillo, no os demoréis, porque hay una orden mía de dar muerte a Lear y Cordelia; apresuraos.
DUQUE DE ALBANY.—Corred, corred. ¡Oh, corred!
EDGARDO.—¿Y a quién dirigirse? ¿A quién encargaste tu misión? Dadnos una orden de indulto.
EDMUNDO.—Bien pensado; toma mi espada y entrégasela al capitán.
DUQUE DE ALBANY.—Por tu vida, date prisa.
Sale EDGARDO.
EDMUNDO.—Tenía orden de tu esposa y mía de ahorcar a Cordelia en la prisión y de achacar su
muerte a su propia desesperación, que la habría llevado al suicidio.
DUQUE DE ALBANY.—¡Los dioses la protejan! Llevaoslo de aquí por un momento.
Sacan a EDMUNDO. Entra LEAR, llevando a CORDELIA muerta en sus brazos; EDGARDO, el CAPITÁN
y otros les siguen.
LEAR.—¡Aullad! ¡Aullad! ¡Aullad! ¡Oh, hombres de piedra sois! Si yo tuviese vuestra lengua y
vuestros ojos, rompería con ellos la bóveda celeste. ¡Se ha ido para siempre! Sé distinguir si una
persona está viva o muerta. Está muerta como la tierra. Dadme un espejo: si su aliento empaña o
deja huella en él, será que está viva.
KENT.—¿Este es el día anunciado del juicio final?
EDGARDO.—¿O la imagen de tal horror?
DUQUE DE ALBANY.—¡Acábese de una vez!
LEAR.—Esta pluma se agita: ¡vive! Si así fuera, será una felicidad que compense todos los pesares
que he sufrido durante toda mi vida.
KENT.—[De rodillas.] ¡Oh, mi buen señor!
LEAR.—Aléjate; te lo suplico.
EDGARDO.—Es el noble Kent, vuestro amigo.
LEAR.—¡La peste os lleve, asesinos, traidores todos! Yo hubiera podido salvarla; ahora, se ha ido
para siempre. ¡Cordelia, Cordelia, espera un momento!; ¡ah!, ¿qué dices? Su voz suave, dulce y
modesta, excelente adorno para una mujer. He matado al esclavo que estaba ahorcándote.
GENTILHOMBRE.—Verdad es, señores; eso ha hecho.
LEAR.—¿No lo hice, amigo? Se me ha representado aquel tiempo en que hubiera hecho dar brincos a
todos con el filo de mi cimitarra. Mas ahora soy viejo y estas desventuras me han abatido. ¿Quién
sois? Mis ojos no son los mejores; nos ocuparemos de eso enseguida.
KENT.—Si la fortuna presume de dos a los que ha amado y odiado, estamos contemplando a uno de
ellos.
LEAR.—Mi vista es borrosa. ¿No sois el conde de Kent?
KENT.—Sí, señor, vuestro servidor Kent. ¿Dónde está vuestro siervo Cayo 110?
LEAR.—Es un buen muchacho, os lo aseguro; da buenos golpes, y rápidos. Está muerto y podrido.
KENT.—No, mi buen señor; soy yo mismo.
LEAR.—Nos ocuparemos de eso en enseguida.
KENT.—Aquel que, desde el principio de vuestras desdichas, ha ido siguiendo vuestros tristes pasos.
LEAR.—Bienvenido seáis.
KENT.—Nadie puede serlo. Todo es duelo, tinieblas y muerte; vuestras hijas mayores se han
destruido a sí mismas y muerto desesperadamente.
LEAR.—Sí, así lo creo.
DUQUE DE ALBANY.—No se da cuenta de lo que dice, y en vano nos presentamos ante él.
EDGARDO.—Sí, es inútil.
Entra un MENSAJERO.
MENSAJERO.—Monseñor, Edmundo ha muerto.
DUQUE DE ALBANY.—¡Poco importa aquí! Vosotros, señores y nobles amigos, oíd nuestras
intenciones. Cuanto podamos hacer para reparar tantos desastres, lo haremos. Nosotros
renunciamos al poder. Mientras viva nuestro anciano monarca, suyo será el poder absoluto. [A
EDGARDO y el DUQUE DE KENT.] Y vosotros, dispondréis de todos vuestros derechos
añadiéndoles los nuevos honores y mercedes que habéis sabido conquistar. Todos nuestros
amigos probarán la recompensa de su virtud y nuestros enemigos beberán la copa que merecen.
¡Oh!, ¡mirad, mirad!
LEAR.—¡Y mi pobrecilla, ahorcada! ¡No, no; no hay vida en ella! ¿Por qué han de tenerla un perro, un
caballo o una rata, y tú ya no respiras? ¡Ya nunca volverás, nunca, nunca, nunca, nunca! Os ruego,
desabrochad este botón. Gracias, señor. ¿Veis esto? Miradla, ved, mirad sus labios! ¡Mirad esto,
miradlo!
EDGARDO.—Se desmaya. ¡Milord, milord!
KENT.—¡Estalla, corazón, te lo ruego, estalla!
EDGARDO.—Alzad la vista, milord.
KENT.—¡No perturbéis su espíritu111! ¡Oh, dejadle marchar! Querer retenerlo más tiempo en el potro
de este cruel mundo es odiarle.
EDGARDO.—Ya nos ha dejado.
KENT.—Maravilla es que haya aguantado tanto tiempo. Ya no hacía sino usurpar la vida.
DUQUE DE ALBANY.—Llevaoslos de aquí. Ahora hemos de ocuparnos del duelo. [Al conde de KENT y
EDGARDO.] Vosotros, amigos de mi corazón, gobernad entre ambos este reino y su estado
ensangrentado sustentad.
KENT.—He de emprender muy pronto un viaje, señor, mi amo me llama, y no debo decirle que no.
DUQUE DE ALBANY.—Hemos de soportar la carga de estos tristes tiempos. Digamos lo que sentimos,
no lo que tenemos la obligación de decir. El más viejo de nosotros es quien ha sufrido más. Los
que somos jóvenes, jamás veremos tantas cosas, ni viviremos tantos días.
Salen, al son de una marcha fúnebre.

106 Le pregunta si ha ocupado el tálamo nupcial.


107 Este comentario se lo hace a sus hombres, para que lo dejen solo.
108 Quiere decir que no es un caballo, sino un hombre.
109 Ha vuelto al punto de partida.
110 Esta es la primera y única vez que se menciona que el nombre que se dio a sí mismo Kent cuando iba disfrazado era Cayo.
111 Están intentando reanimarle.

También podría gustarte