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LA CIGALA | Fabio Morábito

Lleva unas cuarenta páginas de la novela cuando se topa con la palabra cigala.
Sabe que la cigala es un crustáceo, pero, por la lógica de la frase, en la cual no hay
cabida para la aparición de ningún crustáceo, comprende que la palabra debe de
referirse a otra cosa. Se pregunta si es el caso de levantarse para agarrar el
diccionario. Aborrece hacer eso, pero todo el párrafo parece descansar en esa
palabra cuyo significado ignora. No le queda más remedio que ponerse de pie, ir al
librero y coger el pesado volumen de la Real Academia. Busca la palabra cigala.
Como había sospechado, hay dos acepciones. La primera, que él conoce, se refiere
a un crustáceo marino comestible, de color claro y semejante al cangrejo de río. La
segunda reza así: Forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes
y rezones. Vuelve a leer, porque no entendió nada. Hasta la palabra forro, que sabe
lo que significa, le parece oscura. Debe tomar una decisión: olvidarse del
diccionario y reanudar la lectura de la novela o empezar una indagación que le
puede llevar varios minutos. Piensa que hizo lo más difícil: ponerse de pie, así que
más vale indagar, pues mientras no sepa qué es una cigala, una vaga inquietud le
echará a perder el placer de la lectura. Busca la palabra arganeo y lee lo siguiente:
argolla de doble caña por donde se arrebuja la filástica. Se queda perplejo. ¿Qué
son la filástica y la doble caña, y cómo se arrebujan? Olvida por el momento el
arganeo y busca la palabra piola. Y lee: cabito que traba el cordel al desflecarse el
espigón que sobresale del losange. No entiende absolutamente nada, cierra el
diccionario con un gesto brusco y regresa al sillón, donde retoma la lectura de la
novela.

Ahí está la palabra cigala y él se la salta como quien evita un feo charco en la calle.
Dos renglones más abajo vuelve a toparse con ella y otra vez se la salta, pero tres
renglones después reaparece, ahora en boca de uno de los personajes, que le dice
a otro: “Te lo dije, es cosa de la cigala”. A lo que el otro responde: “Es la primera
vez que nos agarra desprevenidos”. Sigue leyendo, a ver si el diálogo le aclara algo,
pero las cosas empeoran. La cigala empieza a aparecer por todas partes y él no
puede entender si es una persona, un animal, una enfermedad, una ley o un estado
del clima. “Estamos en sus manos”, afirma, refiriéndose a ella, el personaje principal,
y los que lo rodean lo escuchan con expresión sombría. Él comienza a
desesperarse. Es como si a mitad del libro se hubiera abierto un hoyo y él hubiera
caído adentro. Hasta hace unos minutos la historia fluía sin problemas y, de pronto,
apareció esta cigala que lo ha enturbiado todo. Claro, podría saltarse una página,
quizá dos, quizá el capítulo entero. Conoce gente que lo hace a menudo, pero él
no es de ésos. O lee un libro completo, o lo abandona. Le entra la duda de si no
existe un tercer significado de cigala que pasó por alto, se pone de pie, regresa al
diccionario, lo abre y comprueba con disgusto que sólo existen las dos acepciones
que ha leído. Relee una vez más: Forro, generalmente de piola, que se pone al
arganeo de anclotes y rezones. Ya que tiene el diccionario en la mano busca la
palabra rezón. La definición es escueta: desveno de cuatro uñas, por lo general de
madera. Busca desveno, y encuentra: Resalto de la escomada que, hundido en un
líquido, aburbuja con finos colores. ¡Mierda!, exclama, y avienta el diccionario al
suelo. Luego le da una patada. El grueso volumen golpea contra la pared y queda
abierto panza abajo. Le dan ganas de destrozarlo a puntapiés y, de paso, destrozar
los otros libros que lo rodean, liberarse de tantos volúmenes de los que apenas ha
leído una cuarta parte, aventar toda su biblioteca por la ventana, respirar, cambiar
de vida. ¡Pero no se va a dejar vencer por una palabreja!

Decide hablarle a R., ratón de biblioteca que nunca sale de su casa y a quien él
desprecia secretamente. Descuelga el teléfono y marca. Le responde R. con esa voz
pedante que siempre lo saca de quicio. Después de los saludos él va al grano y le
pregunta qué es la cigala. Un crustáceo marino, responde R. Ya sé, dice él, pero
significa también otra cosa, algo de un forro de no sé qué (habla con los nervios de
punta, sin poder disimular la antipatía que siente por R.). Ah, sí, es un forro,
generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones, dice R. con
su irritante tranquilidad de erudito. ¿Qué dijiste?, exclama él, reconociendo las
palabras textuales del diccionario. R. repite lo que ha dicho. ¡No entiendo ni una
palabra!, dice él. Estoy despidiendo a unas visitas, te hablo más tarde, dice R., y da
por terminada la conversación. ¡Escucha!, grita él, pero el otro ha colgado.

Enfurecido, asesta otra patada al diccionario, que queda parcialmente deslomado,


se pone el saco y sale de su casa. Recorre sin mirar a nadie las dos cuadras que lo
separan de donde vive R. El portón del edificio está abierto, sube los dos pisos a
pie, toca el timbre del departamento y escucha el tenue ruido que hacen las ruedas
de la silla de R., quien pregunta quién es. Él dice su nombre y R., que ha reconocido
su voz, da vuelta a la llave, abre la puerta y exclama: ¡Vaya, qué hambre de conoc...!,
pero no puede terminar la frase, porque un fuerte empujón lo derriba de espaldas,
y cae hacia atrás con todo y silla de ruedas, partiéndose la cabeza contra el borde
del zoclo de mármol. Él, no obstante haber oído el seco crujido del hueso, empieza
a patear el cuerpo del erudito, ensañándose en el vientre, las costillas y la cara,
pero es inútil, porque el otro, boca arriba, recibe los golpes sin inmutarse,
imperturbable como siempre, con la irritante tranquilidad de un cadáver.
En el juicio, la defensa elige el único camino posible: desequilibrio mental, y logra
evitar la cadena perpetua. Le asestan treinta y dos años, que es casi una cadena
perpetua. Pero su buena conducta va carcomiendo poco a poco esa pared
imponente. Sólo lee revistas de moda, de espectáculos o de deportes. Una reuma
galopante en los dedos, cuando ya lleva cumplida más de la mitad de la sentencia,
lo obliga a abandonar su trabajo en la carpintería, en el que, debido a su esmero y
creatividad, se ha ganado una modesta fama no sólo dentro sino también fuera del
penal, y ahora, aunque no quiera, debe aceptar el único puesto para el que parece
pintado: hacerse cargo de la biblioteca de la cárcel. Los resultados se ven muy
pronto. Echando mano de algunos contactos con el mundo exterior que ha
conservado, consigue donaciones importantes que triplican en menos de un año el
acervo de la misma, mereciéndose incluso el interés de la prensa. Y, poco a poco,
primero a la fuerza, para poder clasificar correctamente las nuevas adquisiciones,
luego obedeciendo a una pasión nunca erradicada, vuelve a leer de verdad y se
olvida de las revistas deportivas.

Tímidamente, sus manos y sus ojos se reacostumbran al trato íntimo con las
páginas, recobran los antiguos gestos de la lectura. Cada vez que se topa con una
palabra desconocida levanta la mirada, afoca un punto impreciso y retoma la
lectura del libro como si nada. Es difícil imaginar qué piensa en esos momentos.
Sabe que hay hoyos que se abren en cualquier libro y se lo tragan a uno, pero
quizá supone que, una vez caído en uno de ellos, como es su caso, se queda
inmunizado para siempre. Como sea, nunca se levanta a tomar el diccionario para
averiguar el significado de una palabra que ignora. Tal vez ha aprendido que todo
libro es autosuficiente y que a la larga él mismo facilita las explicaciones que se
necesitan para entenderlo. Tal vez debió tener la paciencia de aguardar que aquella
vieja historia madurara y que, después de mostrarle su lado hostil, lo dejara entrar
por una puerta lateral y discreta. Por eso, tal vez, los libros no sean tan distintos de
las personas. Pero si R. no hubiera sido un ser atrofiado, clavado en una silla de
ruedas desde niño; si, en suma, no se hubiera parecido tanto a un libro, acaso él no
habría hecho lo que hizo. Y éste es un pensamiento que debe de atormentarlo. Y
un día, cuando ya faltan sólo unos meses para que salga libre, después de colocar
un volumen en su sitio, al lado de un ejemplar de la última edición del diccionario
de la Real Academia, se anima a agarrar este último, lo abre con un ligero temblor
y busca la palabra cigala. Ahí está. Ella también ha sobrevivido durante los
veintisiete años que ha durado su condena. Sus latidos se apresuran mientras lee la
primera acepción de la palabra, que no ha cambiado ni una coma: Del lat. cicala,
por cicada. 1. f. Crustáceo marino, de color claro y caparazón duro, semejante al
cangrejo de río. Es comestible y los hay de gran tamaño. Se queda boquiabierto. La
segunda acepción ha desaparecido. Los anclotes, los rezones, la piola, el forro, el
arganeo, ya no están. ¿El tiempo se ha llevado ese significado o los miembros de la
Academia, después de enterarse de su caso, que fue bastante sonado en su
momento, expurgaron esa acepción por considerarla peligrosa? ¿Había allí en
verdad un agujero negro del lenguaje, y a él le tocó descubrirlo? Cierra el
diccionario, se sienta con el pesado volumen contra su pecho y por primera vez
desde que cometió su crimen, ante la definitiva extinción de aquellas palabras que
cambiaron su vida, se siente inmensamente desgraciado.
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El clavo en la pared | Fabio Morábito

Era domingo y Mónica quería colgar un cuadro en la pared, una pequeña


reproducción de Walter Lazzaro, y yo no quería. La pared no era en realidad una
pared, sino una de las cuatro columnas cuadradas que delimitan el perímetro de
nuestra sala. Era una columna bastante estrecha, pero no tanto como para no
colgar en ella un pequeño cuadro. En un principio yo había estado de acuerdo, fui
por el martillo y hundí un clavo en el punto donde los dos consideramos que debía
colgarse. El cuadro de Lazzaro nos gustaba mucho: una lancha de pescadores
abandonada en la arena de la playa, donde no se veía otra cosa que la lancha y la
extensión turquesa del mar. En eso, tocaron a la puerta. Mónica fue a abrir. Era una
vecina del edificio y ella y Mónica empezaron a hablar acerca de un problema que
había con las cuotas de mantenimiento. Yo me acordé de un programa de
televisión que no quería perderme, encendí la tele y me senté a verlo. Mónica tuvo
que bajar con la vecina para hablar con el encargado de cobrar las cuotas y el
cuadro de Lazzaro quedó momentáneamente olvidado sobre una de las sillas del
comedor.

Desde mi lugar, tenía la columna enfrente de mí, justo atrás de la tele, y me fijé en
el clavo. Me llamó la atención porque estaba justo donde tenía que estar, en medio
de la columna. Sin recurrir a la cinta de medir, a puro golpe de ojo, habíamos dado
con su centro, no solamente en relación con lo ancho, sino también con la altura.
Bueno, esto no es del todo exacto. El clavo se encontraba en la parte superior de la
columna, en esa franja próxima al techo en donde se suelen colgar los cuadros. Sin
embargo, en relación con toda la columna, era como si ese fuera su verdadero
centro, mejor dicho su corazón, y eso tenía algo de mágico. Era, por decirlo así, el
punto ideal para un cuadro, tan ideal que ya no hacía falta colgar nada. El clavo
sustituía con creces cualquier cuadro.

Cuando Mónica regresó, al ver el cuadro de Lazzaro sobre la silla me preguntó por
qué no lo había colgado y yo le pedí que se sentara junto a mí. Tomé su mano.
Mónica siempre tiene las manos frías, parece que es algo hereditario, y cuando
estuvo sentada le dije que mirara el clavo.

–¿Qué tiene? –preguntó.

–¿No lo ves? Es perfecto –le dije.

–¿Qué cosa?

–El clavo.

Se rio.

–Qué estúpido eres –dijo levantándose.

–No es broma –le dije–. Nunca habíamos puesto un clavo tan bien y el cuadro lo va
a echar a perder.

Comprendió que hablaba en serio.

–¿Qué tonterías estás diciendo?

–Es que no lo miraste bien –dije–. Dimos con el mejor punto de la columna.

–¿Y?

–Pues que no hace falta poner nada más. Se ve hermoso.


–Te estás volviendo loco –y agarró el cuadro de Lazzaro para colgarlo.

–¡No! –grité, arrancándoselo de las manos.

Mónica me miró como si le hubiera dado una cachetada.

–¿Qué te pasa? ¿Estás loco?

Pensé que si lo colgaba, todo se iría al carajo. Una vez que lo tapara un cuadro, el
clavo perdería su poder, por así decirlo. Eso traté de explicarle, pero ella me miró
de esa manera que me revuelve las vísceras.

–¡Si no quieres colgar el cuadro, entonces me vas a quitar este pinche clavo de la
pared! –y se fue a encerrar en la cocina. Yo, que me había levantado, volví a
sentarme, dejando el cuadro donde estaba.

Era domingo, como dije. El peor día para pelearse. Más tarde hice un intento de
reconciliación cuando le pregunté si quería un tequila. Los sábados y domingos
Mónica y yo nos tomamos un tequila antes de la comida. Me contestó que no. Me
serví el mío y volví a plantarme frente a la tele, dejando el cuadrito de Lazzaro
sobre la silla.

Miraba a cada rato el clavo, y cada vez que lo miraba, sentía con toda claridad que
no debíamos colgar nada de él; que el clavo era el cuadro. No molestaba a nadie,
era solo un puntito negro sobre el muro blanco y producía una sensación de
equidad, de trascendencia y de orden. Algo parecido a un altar. Un altar laico, sin
crucifijos ni estampas devotas. Una conexión con el cosmos. Toda casa debe tener
eso, una conexión con el cosmos, alguna salida de los muros que te protegen pero
también te asfixian.

Fue un domingo difícil. Cuando fui a acostarme estaba agotado por el esfuerzo de
cruzarme lo menos posible con Mónica en el reducido espacio de nuestro
departamento.

Al otro día, cuando ella salió rumbo a la oficina, nos despedimos con un saludo
tibio, una señal menos de reconciliación que de mutuo cansancio por habernos
eludido sistemáticamente durante el día anterior.

Paulina llegó a la hora de costumbre. Cuando es- taba sacando el polvo con el
trapo le dije que quería enseñarle algo, le mostré el clavo y le pregunté si según
ella estaba perfectamente centrado en la columna. Lo observó unos segundos y me
contestó que lo veía ligeramente corrido hacia la izquierda.

–¿Estás segura?

Dijo que sí. Le pedí que se moviera un poco a su derecha.

–¿Y ahora? –le pregunté.

–Ahora no tanto. ¿Va a colgar un cuadro, señor?

–No, voy a dejar el puro clavo, por eso te pedí que lo vieras, para que no se te
ocurra quitarlo.

Paulina es una mujer brusca y a veces le da por tirar cosas que considera
inservibles.

–Claro que no, señor –dijo–. ¿Quiere que le pase el trapo? –y levantó la mano para
limpiarlo.

–No, no, es solo un clavo, déjalo como está.

Me arrepentí de habérselo mostrado. Ahora el clavo se había convertido para ella


en algo importante, algo que debía tratar con suma cautela, como mis libros,
cuando lo que menos quería era rodear ese rincón de la casa de un halo especial.

Esa noche y las siguientes, cuando me sentaba con Mónica a ver la tele, no podía
dejar de mirarlo de reojo, procurando que ella no se diera cuenta, porque sabía
que se enfadaría. En efecto, se dio cuenta.

–¿Tienes que mirarlo todo el tiempo? –me dijo.

–¿Qué cosa?
–Ya sabes qué.

–¿Te molesta?

–Sí. Al menos cuando estás conmigo, podrías dejar de verlo.

–Si tuviera colgado el cuadro de Lazzaro, no te molestaría que lo mirara.

–Porque un cuadro es un cuadro y está hecho para que lo miren, pero ¿a quién se
le ocurre mirar un clavo?

–A mí me gusta.

–¡Pues a mí me disgusta! –exclamó–. ¿Crees que es divertido estar sentada frente a


la tele mientras tú miras un clavo en la pared?

–Si lo mirara todo el tiempo estoy de acuerdo, pero solo lo miro de vez en cuando.
¿Ahora vas a controlar mis miradas?

Tiró al suelo el tejido que tenía en las manos y me miró con furia.

–Está bien, ya que te gustan los clavos, te voy a dar gusto. –Se paró, caminó hasta
la pared del fondo y empezó a quitar los cuadros uno por uno.

–¿Qué haces?

–Lo estás viendo, quito los cuadros para que te des un festín de clavos.

–Mónica –dije, tratando de no levantar la voz–, no hagas estupideces.

No me contestó. Fue descolgando todos los cuadros de la pared, hizo lo mismo


con la pared de junto y terminó de descolgar todos los cuadros de la sala.

–Ahí está –dijo–, ahora puedes agasajarte a gusto.

Mónica y yo dormimos en cuartos separados, porque no soporta mis ronquidos.


Apagué la tele, me levanté del sillón y fui a mi cuarto. Me puse a leer, pe- ro estaba
pendiente de sus movimientos. Un rato después escuché que prendía de nuevo la
tele. Continué leyendo hasta que me venció el sueño.

Al otro día, después de despertar, fui a la cocina a prepararme un café. Los cuadros
estaban en el suelo de la sala, recostados contra una de las paredes, y en los muros
se veía la marca de cada uno.

Con el malabarismo propio de las parejas que llevan años peleándose, logramos
evitar el menor contacto hasta que ella salió rumbo a su trabajo. Mis horarios son
más flexibles que los suyos, así que me toca siempre a mí aguardar la llegada de
Paulina. Mónica había dejado en la cocina un recado para ella, en donde le pedía
que dedicara toda la mañana a quitar de las paredes de la sala las marcas dejadas
por los cuadros.

Paulina se aplicó a la tarea en seguida. Estaba preparándome para salir cuando me


llamó para preguntarme si también tenía que limpiar donde estaba el clavo de la
columna.

–No, Paulina, ahí no hemos colgado nada –le dije.

–Es lo que veo, está bien limpio.

–Sí, déjalo como está.

Era la segunda vez que le decía que lo dejara como estaba. Me pregunté qué idea
se había hecho Paulina de aquel clavo inútil. Tal vez, con la fatalidad propia de los
de su clase, había concluido sin mayores dramas que a pesar de todos mis libros, o
mejor dicho a causa de ellos, yo estaba un poco mal de la cabeza, lo cual de- bía
de causarle cierta alegría, porque reducía la distancia que nos separaba.

Mientras bajaba por el elevador me pregunté si Paulina no tenía razón. Yo estaba


un poco mal de la cabeza, pues ¿a quién se le ocurre poner un clavo en la pared
para colgar un cuadro y, después de mirar el clavo, decidir que se ve mejor sin
nada? ¿En qué condiciones estarían reducidos el Museo del Louvre o el Del Prado
si aplicaran el mismo principio? Disculpe usted, no encuentro La Gioconda, ¿puede
decirme dónde está? Lo siento, señor, después de poner el clavo vimos que
quedaba mejor sin nada, así que hemos guardado La Gioconda en el sótano.

Cuando regresé al mediodía, Paulina ya no es- taba. Las marcas de los cuadros de
la sala habían desaparecido. Sin ellas, los clavos, sin conexión entre sí, eran como
insectos aplastados. Había un mensaje de Paulina para mí sobre el mueble de la
sala y en él me decía que había llamado mi mujer para pedirme que colgara los
cuadros en su sitio. Estaba hambriento y decidí que lo haría después de comer. Fui
a la cocina a calentarme la comida que Paulina había dejado preparada y me senté
en la mesa del comedor. Sin los cuadros, la sala tenía el aire desprolijo de las
mudanzas. Recordé lo que le había sucedido a un amigo al mudarse. Había estado
tan absorbido por la tarea de guardar los muebles, los tapetes, los libros y todos
los enseres de la casa, que olvidó llevarse los cuadros. Me contó que cuando salió
del departamento y echó un último vistazo para ver si no se dejaba nada, ahí
estaban, colgados frente a sus ojos, pero los pasó por alto, y lo atribuía al hecho de
que, de tanto verlos, se habían vuelto todo uno con los muros, como los plafones y
las molduras del piso, cosas que nadie se lleva al mudarse.

Terminé de comer y empecé a colgarlos. Poco a poco las paredes volvieron a la


vida. Pero empezaron las dudas. Acerca de los más grandes no había posibilidad de
equivocarse, pero de algunos medianos y pequeños no estaba del todo seguro
adónde iban. Siempre había presumido de mi memoria fotográfica y me di cuenta
de que no era tan buena. Empecé a probar varias combinaciones para que mi
mente recordara la correcta. Pensé que colgar los cuadros me llevaría diez o quince
minutos, y una hora después seguía ahí, estancado en la primera pared. Estuve a
punto de tirar la toalla y esperar el regreso de Mónica. Ella los había descolgado,
que ahora los devolviera a su sitio. Pero sentía que darme por vencido le daría la
razón en relación con nuestro pleito. Al colgarlos sin dudar del lugar que le
correspondía a cada uno, me demostraría que su relación con ellos era más íntima
y genuina que la mía y que mi empecinamiento en dejar a la vista el clavo de la
columna era solo un capricho de mi parte. Así que no me rendí y seguí con la tarea.
Llegué incluso a buscar en mi computadora alguna foto donde salía nuestra sala, y
así salir de dudas, pero en las únicas que encontré se veían solo partes de un par
de muros, y no me ayudaron gran cosa. A las dos horas, más por cansancio que por
convicción, terminé de colgarlos. En medio de la sala recorrí con los ojos las
paredes, para ver si con una mirada de conjunto mi cerebro descubría una
anomalía. Y entonces, mirando la columna desnuda, con su clavo a la vista, cesó de
golpe esa mágica atracción que me había producido durante los últimos días,
como si colgar todos los cuadros hubiera acabado con la razón de ser de ese único
espacio hueco. Parado frente a él, solo vi un clavo sediento de un cuadro, como
todos los demás. Me resistí en un principio, pero finalmente fui por la pequeña
reproducción de Lazzaro. Cuando la colgué sentí un temblor en las vísceras. Se veía
espectacular. Parecía pintada para ese sitio. Me embargó una gran tristeza y tuve la
premonición de que algo se había ido para siempre, no sé qué. Algo. Esa noche,
sentados frente a la tele, no dejé de mirar de reojo la lancha solitaria con el mar
turquesa al fondo, y Mónica, por supuesto, se dio cuenta. Es hermoso, ¿verdad?,
me dijo, y me apretó la mano con su mano fría.
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Huellas | Fabio Morábito

Está lejos de la parte más concurrida de la playa y, como de costumbre, mientras


camina mira las huellas de los bañistas en la arena. Le gustan los sitios apartados,
donde las huellas son escasas y puede observarlas mejor. Mira el rastro de una
madre y de su niño, que va en sentido contrario al suyo. Son pisadas de dos o tres
horas atrás. Piensa que una mujer no se habría aventurado sola cargando a su niño
hasta ese punto de la playa, así que también debió de acompañarlos el padre,
cuyas huellas han desaparecido porque seguramente caminaba más cerca de la
orilla y el agua las ha borrado. Las del pequeño, que aparecen y desaparecen a
intervalos regulares, indican que su madre lo cargaba, lo bajaba durante un rato y
volvía a cargarlo. Donde sus huellas están ausentes, las de la madre se ven más
delineadas por el mayor peso que sus pies soportaban en ese momento y su arco
dactilar se observa dilatado a causa del movimiento instintivo para proporcionar al
cuerpo una mejor base de equilibrio. Él nunca se cansa de ver las alteraciones que
tienen lugar en la anatomía del pie de una madre cuando ésta carga a su crío;
incluso ha observado que la dilatación del arco dactilar se da espontáneamente en
muchas mujeres con sólo mirar a un bebe.

La arena se ha enfriado y eso lo pone nervioso. Le gustaría alcanzar el extremo de


la bahía, pero piensa que debe regresar, pues dentro de poco se hará de noche.
Está a punto de darse media vuelta para volver cuando se fija en otras huellas, un
rastro que avanza hacia el final de la playa, formado por las pisadas de dos
hombres y una mujer que caminan juntos. La mujer va en medio, probablemente
cogida del brazo de los dos hombres, porque los tres pares de huellas están muy
próximos entre sí. Él mira a lo lejos para ver si alcanza a ver a los tres individuos y,
en efecto, distingue tres puntos aparentemente inmóviles y se pregunta por qué se
habrán alejado tanto. A la distancia en que se encuentran no puede saber si están
de regreso, pero supone que sí, porque va a anochecer dentro de poco.

Advierte en las pisadas de los dos hombres y la mujer una leve contracción de los
dedos, que conoce bien. Sabe que suele ser fruto de alguna tensión o malestar. Es
como si temieran cortarse con algo puntiagudo, un clavo o un trozo de vidrio. Pero
hay algo más en sus huellas que lo desconcierta. Es un rastro demasiado regular,
desprovisto de esas ondulaciones que suelen tener las pisadas de quienes caminan
en la orilla del mar. Al contrario de la mayoría de los bañistas, que se retiran de un
salto cada vez que una ola particularmente fuerte los alcanza, los dos hombres y la
mujer parecen haber hallado la línea que transcurre más cerca del agua sin ser
afectada por las olas, como si tuvieran el poder de predecir con exactitud el alcance
de la marea sobre la arena, lo que hace que su rastro sea extrañamente parejo.
Nunca había visto un rastro tan en consonancia con el oleaje. Vuelve a preguntarse
si no estarán de regreso. Si estuviera seguro de que vienen de regreso se sentaría a
esperarlos, para verlos de cerca.

Piensa que debe volver al hotel, pero esas huellas lo intrigan. El hombre de la
derecha es el de más edad, porque en sus pisadas se nota una mayor proximidad
de los dedos al metatarso, y observa que al lado de sus huellas se ven las marcas
de algo puntiagudo, quizás un palo o un bastón, aunque el hombre no parece tan
viejo como para necesitar un bastón. El de la izquierda es el más joven, pero no
tanto como para no ser el esposo de la mujer. Sin embargo, él cree que el marido
de la mujer es el otro, el más viejo, porque ella invade constantemente su línea de
pisadas, como si lo empujara o se recargara en él, lo que indica un grado de
confianza que la mujer no tiene con el hombre más joven, cuyas huellas nunca
llegan a morder las suyas. De hecho, las pisadas de este último se encuentran
ligeramente rezagadas con respecto a las de sus acompañantes. Parecería que la
mujer, tomándolo del brazo, lo estuviera jalando para que se emparejara con ella y
con el hombre mayor, sin conseguirlo completamente, ya que el joven se resiste, lo
que se advierte por su manera de pisar con el lado EXTERNO del pie, que es como
se camina cuando no se quiere hacer ruido o se está nervioso. Es, pues, como si
hubiera entre la mujer y el hombre más joven una pugna sorda. Piensa que la
mujer no lo tomaría del brazo si no fuera amigo de ella y del otro hombre. Así, es
alguien cercano a los dos, pero más cercano a la mujer, a juzgar por aquel forcejeo
sutil, como si entre él y la mujer existiera algún entendimiento del cual se halla
excluido el hombre más viejo...

Se pregunta si no lo adivinó desde el principio; si no fue esto lo que percibió


oscuramente desde que se fijó en el rastro de los tres. Imagina al hombre más
joven, renuente a esa caminata en compañía de su amante y del marido de esta, y a
la mujer que toma a su joven amante del brazo para darle ánimo o, quizá, para
tenerlo bajo control. Tal vez, incluso, lo sujeta de ese modo para que no desfallezca
ante lo que han planeado hacer en esta hora extrema en que no hay nadie en la
playa.

Se ha detenido, horrorizado por esta idea. La playa luce completamente vacía en la


luz moribunda del ocaso. Sabe que debe volver. Han pasado más de diez minutos
desde que descubrió aquel rastro y los tres siguen siendo unos puntos casi
invisibles en la distancia. Comprende que no vienen de regreso, sino que avanzan
hacia el extremo de la bahía, donde la playa se adelgaza y termina en un roquedal
que divide el mar abierto de las aguas relativamente tranquilas de la ensenada. Un
sitio inhóspito, donde la corriente encajonada entre los riscos forma rápidos
remolinos. En veinte minutos más, con la celeridad de los atardeceres del trópico,
las tinieblas se tragarán la playa, lo que hace más inexplicable que los tres sigan
caminando en dirección al roquerío de la punta.

Ha visto en su vida decenas de miles de pies. No hay nada probablemente que


conozca mejor que los pies. Las pisadas le indican no sólo las características físicas
de un individuo, sino su personalidad, incluso su estado de ánimo, o eso cree él.
¿Para qué le sirve todo eso? Para nada. Hasta es posible que lo haya perjudicado,
alejándolo de sus semejantes. Porque no es tan tonto como para ignorar que la
información que proporcionan las huellas de unos pies no dice nada
verdaderamente decisivo acerca de su dueño. A lo mejor, en el fondo, busca
liberarse de esa obsesión, forzando sus dotes inductivas para que algún día la
realidad lo desmienta rotundamente y, así, lo cure. Pero por primera vez su vicio
detectivesco le parece providencial. Se ha olvidado del hotel y camina sin despegar
los ojos de aquel rastro, buscando algún indicio de violencia ejercida sobre el
hombre de más edad. Se concentra en las marcas del bastón, las observa
minuciosamente y advierte que son más tenues que las que dejaría un bastón de
viejo, como si el hombre no lo usara para apoyarse, sino para trazar señales en la
arena, y se pregunta si el tipo, al verlo a él en la lejanía después de voltear en algún
momento, consciente del peligro que corre, no le estará mandando con el bastón
un mensaje de socorro. Las señales, en efecto, parecen sucederse en una
alternancia regular de rasgos largos y rasgos breves. Luego, la súbita revelación lo
obliga a pararse y a observar de nuevo los tres puntos a lo lejos. ¿Cómo no lo
comprendió en seguida? Todo, en un instante, encaja en su sitio. La ansiedad que
muestran esas pisadas, que él interpretó erróneamente como un forcejeo cómplice
entre la mujer y el hombre más joven; la extraña capacidad de los tres de predecir
el alcance del oleaje; la nerviosa intermitencia del bastón del hombre de más edad;
todo, de golpe, le parece de una claridad casi obvia, al comprender que las marcas
intermitentes son de un bastón de ciego. Los tres, cogidos del brazo, caminan hacia
el lado equivocado de la playa porque no pueden ver, y él, a un par de kilómetros
de distancia, es el único que se ha percatado de su error. Empieza a correr y
conforme cobra conciencia de que tiene que darse prisa antes de que la marea
nocturna alcance a los dos hombres y a la mujer entre las rocas de la punta,
aumenta el ritmo hasta encontrar una cadencia sostenida, demasiado sostenida
para sus escasas aptitudes de corredor. Piensa que lo que aprendió en toda una
vida de extirpar callos y juanetes, de aplicar pomadas y extraer uñas enterradas, de
lijar talones y atacar los hongos bajo los dedos de los pies, se justifica por esta
única carrera para alcanzar a los tres individuos que caminan en la dirección
equivocada. Sigue corriendo, la vista fija en los tres puntos delante de él,
reprochándose su escasa condición atlética; y diez minutos después se le acaba el
aire y tiene que pararse. Mira el primer mar nocturno, su extensión acerada y fría
que da miedo, mientras pone sus manos sobre las rodillas para facilitar en esa
posición el paso del aire a los pulmones. Cuando se ha recuperado, reanuda la
carrera a un ritmo más bajo. Le parece extraño que no haya acortado la distancia
que lo separa de ellos, cuyas siluetas no se han agrandado en lo más mínimo, y
sigue corriendo durante otros cinco minutos, luego vuelve a pararse, desalentado
al ver que los tres puntos, ahora casi borrados por las tinieblas, parecen estar a la
misma distancia de antes. Baja la vista, fijándose otra vez en las huellas, y entiende
por qué no puede alcanzarlos. Ellos también han empezado a correr.

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