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PRESENTACIÓN
Como se dijo en la Introducción, los juristas están lejos de haber llegado a un consenso
en torno a cómo resolver los problemas que afectan al razonamiento jurídico. Sobre ellos, se
han destacado distintas escuelas, teorías y posiciones doctrinales que ofrecen respuestas
diversas y a veces enfrentadas.
Estas escuelas son muy numerosas y heterogéneas. Tratar de dar cuenta de todas o de
la mayoría de ellas no nos dejaría tiempo para comprenderlas debidamente. Por esa razón,
construiremos esta primera parte con arreglo a dos criterios de selección y ordenación:
a) En primer lugar, nos concentraremos en las escuelas o doctrinas “contemporáneas”,
entendiendo por ello las que se proponen y se divulgan desde la Revolución francesa hasta
nuestros días. Sin duda, estas son las escuelas más influyentes hoy, y lo son mucho menos
las que predominaron en la Edad Media o la Edad Moderna.
Es lógico que, para nosotros, el final del XVIII marque un punto de partida en el
desarrollo de la teoría del razonamiento jurídico y, en general, de cualquier teoría sobre el
derecho: se trata del momento histórico en el que comienza la tarea codificadora en Europa,
y la empresa de reducir el derecho a un conjunto de códigos reconfiguró por completo la
forma de interpretarlo y de comprenderlo.
La decisión de limitarnos a teorías contemporáneas nos impone un coste: prescindir de
algunas posiciones o escuelas de la Edad Media y la Edad Moderna. Algunas de las escuelas
anteriores al siglo XVIII no dejaron de influir en las que sí estudiaremos en esta lección. Por
esta influencia, y a pesar de que nuestro criterio general es excluirlas, haremos alguna
alusión en nota a alguna de ellas.
b) En segundo lugar, trataremos de reducir la dispersión y variedad de teorías y
escuelas agrupándolas dentro de cuatro grandes “modelos” doctrinales.
Por “modelo” quiero decir un grupo de distintas escuelas, doctrinas o teorías. El
criterio de agrupación de distintas escuelas dentro de un modelo obedece, como es lógico, a
la similitud de sus tesis y planteamientos.
Dentro del mismo modelo, agruparemos muchas veces escuelas muy distantes en el
tiempo, y cuyos autores, en muchas ocasiones, no fueron conscientes de ser aliados o
partícipes del mismo movimiento. Nuestros “modelos” son así construcciones abstractas
elaboradas expresamente para simplificar la primera parte del curso, y agrupan a escuelas
diversas atendiendo a la similitud de las tesis que defienden.
Los modelos que estudiaremos son: a) El modelo deductivo, silogístico o formalista. b)
El modelo escéptico o realista. c) El modelo mixto del positivismo del siglo XX. d) El modelo
argumentativo o “principialista”.
Por último, la sucesión de modelos que presentamos tiene la ventaja de aportar no
solo información teórica o filosófica, sino también histórica: cada uno de estos cuatro
modelos fue el dominante en épocas históricas sucesivas. De ese modo el orden de
exposición de estos modelos también describe, a grandes rasgos, la evolución histórica de la
teoría del razonamiento jurídico. Pese a ello, no debe perderse de vista que estos modelos
son construcciones abstractas y que, por ello, no se agotan dentro de un período histórico:
por ejemplo, el modelo que examinamos en la lección primera tuvo su momento de mayor
influencia a finales del XVIII y comienzos del XIX; pero, lejos de haber caducado
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históricamente, hoy no faltan autores que simpatizan con este primer modelo, del que nos
ocupamos a continuación
En el primer epígrafe del tema desarrollaremos la tesis fundamental del modelo. Para
formularla, nos serviremos de las escuelas que la expusieron en su forma más pura o nítida:
las difundidas a finales del XVIII y comienzos del XIX, y divulgadas en el contexto de la
Revolución francesa y su herencia napoleónica. En el epígrafe 2 apuntaremos muy
brevemente la evolución posterior del modelo a lo largo del siglo XIX y el siglo XX. Por
último, el epígrafe 3 resumirá las razones de su crisis y decadencia.
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estuviera ya implícito en las premisas. Tomemos como ejemplo el famoso silogismo “Todos
los seres humanos son mortales/ Sócrates es un ser humano/ Sócrates es mortal”. La
conclusión de este silogismo dice algo que, tal vez, le podría haber pasado inadvertido a
alguien; sin embargo, no hay nada en la conclusión que no estuviese ya incluido en las
premisas: el sujeto de la premisa mayor, “los seres humanos”, es un término que engloba a
todos los seres humanos, y eso ya incluye o designa a Sócrates, que no es otra cosa que un
ser humano, de modo que Sócrates ya está presente en la premisa mayor, y esta ya dice,
aunque sea implícitamente, que Sócrates es mortal. Lo que la lógica deductiva efectúa es
una operación que consiste simplemente en explicitar, desvelar o formular más claramente
lo que está ya implícito en las premisas; el silogismo deductivo se limita a “tirar del hilo”
para extender o explicitar lo que ya se contenía en las premisas de forma implícita o
compactada. Esta función no es desdeñable, de modo que lo que aquí se está afirmando no
debe interpretarse como un descrédito del uso de los silogismos. Sin embargo, por las
razones ya expresadas, esta idea es compatible con afirmar que la lógica deductiva no
amplía nuestra información o nuestro conocimiento: no añade conocimiento nuevo, sino
que, simplemente, descubre o desvela el que en realidad ya teníamos.
De acuerdo con el modelo de razonamiento jurídico que ahora estudiamos, si los
jueces quieren proceder correctamente deben servirse del silogismo y de la lógica
deductiva. Ello vale tanto como decir que la tarea de los jueces, para este primer modelo, ha
de limitarse a desvelar lo que ya se contiene en las leyes positivas, sin que su trabajo pueda
considerarse en absoluto creativo o constructivo. Qué debe hacerse con los casos
particulares es algo que, en el fondo, ya está implícito, o expresado de forma abreviada,
abstracta o compactada en la letra de las leyes positivas y en la descripción de sus casos
genéricos. La tarea del juez es extender la letra de la ley a los casos particulares, tirar del hilo
o extender lo que en la ley se contiene de modo abstracto, y hacer que llegue a los casos
particulares. La conclusión a la que este modelo está interesado en llegar es que la tarea de
los jueces no debe ser en absoluto creativa de derecho: solo el legislador crea contenidos
jurídicos o amplía nuestro conocimiento sobre lo que hay en el sistema jurídico; la tarea del
juez se limita a desvelar lo que dice el derecho en relación con una serie de casos
particulares. En el fondo, las sentencias de los jueces se limitan a describir el sistema jurídico
elaborado previamente por el legislador, y a repetirlo en cada caso particular. De igual forma
a como quien dice “Sócrates es mortal” no dice nada que no estuviera contenido en la
premisa mayor, el juez que pronuncia un veredicto no hace sino repetir las palabras de la
ley: el veredicto “Juan será castigado con 20 años de cárcel” no hace sino reiterar o formular
más explícitamente lo que ya está implícito en “todo aquel que asesine, será castigado con
20 años de cárcel”.
Ahora bien, ¿por qué los jueces deben adoptar este carácter pasivo? Podrían no
hacerlo si, en lugar de someterse al razonamiento silogístico y deductivo, se les permitiera
adoptar otras formas de argumentación; y podrían no hacerlo si, aunque se viesen obligados
a formular silogismos, pudiesen elegir con más libertad la premisa mayor de la que parte el
razonamiento, y no tuviesen que someterse necesariamente a la ley positiva que les impone
el legislador. ¿Por qué insisten estos autores en constreñir la tarea judicial dentro de
silogismos, y además de silogismos con las premisas que hemos formulado?
Como, hasta ahora, el discurso que hemos resumido parece un discurso puramente
lógico, formal y abstracto, podría pensarse que la respuesta a esta pregunta será también
lógica y formal. Y, en efecto, páginas después daremos cuenta de la influencia de una
concepción o forma de describir el derecho, el positivismo jurídico, para la cual el derecho es
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deductivo, de un modo latente al comienzo del siglo XIX, aunque más expreso y consciente a
lo largo de este siglo, está comprometido con lo que en Teoría del Derecho denominamos
“positivismo jurídico”. Aunque el sentido de lo que llamamos “positivismo jurídico” se
explicó en primer curso, tendremos que recordar ahora su significado.
El positivismo es una tesis sobre las fuentes del derecho, sobre qué es lo que podemos
llamar derecho vigente o, en general, sobre a qué podemos llamar derecho. Resumiremos
esta tesis en las siguientes proposiciones: 1) “Derecho” es el conjunto de normas
promulgadas por el legislador y debidamente publicadas. 2) Que una norma haya sido
promulgada por la autoridad legítima y debidamente publicada es condición necesaria y
suficiente para que sea derecho y, por lo tanto, pueda servir de premisa de un razonamiento
jurídico: es condición necesaria, de modo que los principios morales o de justicia, por muy
justos que nos parezcan, si no satisfacen la condición necesaria de haber sido expresamente
promulgados por el legislador y puestos por escrito no son derecho y no pueden servir para
justificar fallos o veredictos judiciales; en segundo lugar, es condición suficiente, de modo
que las normas aprobadas por el legislador, por muy injustas que nos parezcan, ya son
derecho y deben ser obligatoriamente aplicadas. 3) El derecho de una comunidad es un
conjunto finito y cerrado de normas positivas y escritas; solo forman parte de este conjunto
las normas que hayan sido promulgadas por el legislador y debidamente publicadas.
Si las únicas normas que deben ser utilizadas en un razonamiento jurídico son las
normas positivas y escritas, en ese caso el dilema que antes describíamos queda disuelto: el
juez debe limitarse a aplicar las consecuencias jurídicas previstas en la ley positiva, y le está
vedado recurrir a valores o leyes morales o de justicia que contradigan la ley positiva para
impedir la aplicación de esta5. Puede que, como ciudadano, ejerza después su derecho a la
crítica y proponga la derogación de la ley positiva por su injusticia; pero, en cuanto juez, su
función es aplicarla mecánicamente6.
Aunque el positivismo se presenta muchas veces como una descripción neutral y
formal del derecho que no depende de ningún punto de vista moral o político 7, lo cierto es
que también depende de los tres principios morales y políticos que antes mencionamos
como las razones para defender el carácter pasivo de los jueces: el principio democrático, la
división de poderes y el principio informador de certeza y seguridad. De ellos, el que casi
todos los positivistas reconocen más explícitamente es el de certeza y seguridad: tanto el
positivismo jurídico como nuestro modelo de razonamiento presumen un derecho
compuesto por normas públicas, escritas y que describan los casos de forma precisa. La
seguridad exige en primer lugar un sistema cerrado en el que sepamos con claridad qué
normas están dentro del derecho y pueden ser aplicadas por los tribunales y qué otras no;
5
“Dura lex, sed lex; un buen magistrado humilla su razón ante la de la ley, pues está instituido para
juzgar conforme a ella, y no a ella. Nada está sobre la ley, y es prevaricación eludir sus disposiciones so pretexto
de que no se encuentran de acuerdo con la equidad natural”. Mourlon: Répétitions ecrites sur le Code civil, t.I,
p.59
6
Un jurista de aquellos años como J. Bentham resumía el lema del buen ciudadano en estas palabras:
“obedecer puntualmente, criticar libremente” Comment on the Commentaries and A Fragment of Government,
London, Athlone Press, 1977, p.399.
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Como recordarán de primer curso, el positivismo se divide en dos grupos o escuelas. El primero concibe
la frase “el derecho es exclusivamente el conjunto de leyes escritas del legislador” como una mera descripción
neutral del derecho que no proviene de ningún punto de vista moral, sino, simplemente, de la observación o del
significado intrínseco del concepto “derecho”. El segundo interpreta que se trata de una tesis dependiente de
principios morales y políticos: el derecho debe reducirse al conjunto de leyes del legislador porque las
alternativas son moral y políticamente indeseables. Como hemos dicho, el modelo 1, en su primer momento, se
adscribía al segundo grupo, mientras que, a lo largo del siglo XIX, de forma constante y duradera, se adscribe al
primero.
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esta condición es difícil de cumplir si admitimos que los jueces pueden aplicar principios
morales no escritos. Pero, más importante aún, esta condición de certeza o de seguridad
exige un sistema jurídico compuesto exclusivamente por leyes positivas promulgadas por el
legislador8. Las demás fuentes del derecho no satisfacen las condiciones de certeza y de
seguridad exigibles de un sistema jurídico: las costumbres son siempre muy inciertas, y la
jurisprudencia es cambiante. Pero, en especial, estas condiciones de certeza y seguridad no
son satisfechas por los principios o las normas morales, porque lo que llamamos moral o
inmoral suele estar sujeto a controversia y a grandes desacuerdos sociales. Las leyes
positivas son un resultado de los debates sociales sobre qué es lo moral y lo justo; pero,
además de un resultado, son una superación de estos debates: una vez promulgadas las
leyes positivas, los debates sobre moral y justicia son ya jurídicamente irrelevantes, y solo
resta aplicarlas.
En suma, el juez no puede embarcarse en una discusión moral y política sobre cuál
puede ser la solución más justa para el caso. Su tarea debe ser mecánica, neutra, técnico-
jurídica, y consistir en tomar las leyes positivas como premisas de un razonamiento con el fin
de aplicarlas a los casos particulares que lleguen a su conocimiento.
b) Tal vez ocurra que el juez acate la autoridad de la ley, y se decida a aplicarla
siempre, aun frente a sus escrúpulos morales. Sin embargo, en algunos casos puede
constatar que la ley es oscura, y que no acierta a interpretarla; o, dentro de su tarea de
interpretación, descubrir que existen varias interpretaciones posibles de la ley o del cuerpo
de leyes llamado a resolver el caso, y que estas interpretaciones conduzcan a soluciones
diversas. Puede ocurrir, por ejemplo, que una interpretación literal o conforme a la letra de
la ley se contradiga con lo que sabemos que era la voluntad del legislador; o, si se trata de
una norma muy antigua, puede que la interpretación que prefería el autor de la ley
contraste agudamente con la que siglos después defienden sus destinatarios. El juez parece
obligado en estos casos a adoptar una decisión que, sin otras leyes positivas que le sirvan de
ayuda, parece necesariamente una decisión moral y política9.
Una vez más, el modelo deductivo no se va a dejar intimidar por estas dificultades. Sin
embargo, lo cierto es que, históricamente, ofreció dos respuestas sucesivas y, por tanto,
distintas a este problema.
(i) La primera etapa coincide con el momento legislativo inmediatamente posterior al
triunfo de la Revolución francesa. En ella, se llevan hasta sus últimas consecuencias las tesis
derivadas del principio de la división de poderes, en especial la sujeción de los jueces al
poder legislativo y a sus decisiones expresadas en la ley positiva.
En esta etapa, se contempla con recelo y descrédito la actividad interpretativa de las
leyes realizada por los jueces. Se piensa que la interpretación es muchas veces un
subterfugio del que se sirven los jueces para eludir la voluntad del legislador expresada en la
letra de ley y, de ese modo, se convierte en una maniobra de usurpación de las funciones
del legislador10. Por ello, en la práctica, los jueces tendrán prohibido interpretar: cuando se
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Blondeau, autor de un texto que en 1841 llamó La autoridad de la ley, escogió como subtítulo de esa
misma obra una frase muy significativa para nosotros: “de la cual deben derivar hoy todas las decisiones
jurídicas”, con lo cual quiso prevenirnos contra “las falsas fuentes de decisión con las cuales se pretende sustituir
la voluntad del legislador, tales como los precedentes, la equidad, los adagios, las doctrinas”.
9
En torno a los problemas a) y b), veáse, por ejemplo, W. Twining: How to Do Things with Rules?
London, Weidenfeld and Nicolson, 1976, pp. 96-105.
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Los revolucionarios franceses participaban así de un clima de opinión ya dominante entre los
ilustrados. Montesquieu es de nuevo relevante: “No hay en absoluto ciudadano contra el que se pueda interpretar
una ley en lo que se refiere sus bienes, su honor o su vida. [… El juez pronuncia la pena que la ley prevé para ese
hecho, y para eso solo hacen falta ojos]. El espíritu de las leyes, libro VI, capítulo III. También Voltaire:
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vean en esta necesidad por encontrarse ante leyes oscuras o contradictorias, procederán a
lo que la legislación francesa denominaba référé au législateur, es decir, deberán consultar
al legislador, enviarle un relato del problema jurídico de interpretación con el que se
enfrentan, y esperar a que también el legislador precise el sentido de la norma y resuelva su
oscuridad11.
Esta primera etapa fue, sin embargo, efímera. Ya fuese por comodidad, ya fuese por
miedo “a las todopoderosas asambleas que acababan de demoler el trono más antiguo de
Europa”, los jueces franceses “se tomaron al pie de la letra la necesidad de interpretar, y, a
la menor duda que se les presentaba, recurrían al poder legislativo, que se constituyó como
legislador y como juez”12. El número de consultas fue muy elevado, y tuvo unos efectos
paralizantes para la administración de justicia. No es de extrañar que la legislación
napoleónica, protagonista de la segunda etapa, aboliera la référé en el art. 4 de su código
civil.
(ii) La segunda etapa es más extensa, y puede comprenderse desde la publicación del
código de Napoleón de 1804 hasta la crisis del modelo, a finales del siglo XIX.
El planteamiento de esta etapa ante supuestos de oscuridades y problemas de
interpretación puede resumirse de este modo: 1) Se admite que los jueces, inevitablemente,
deben interpretar las leyes antes de aplicarlas para tratar de extraer su sentido o significado.
2) Por oscura que sea la ley, los jueces deben solucionar el caso. 3) No pueden solucionarlo
recurriendo a normas o valores morales; deben adoptar la solución que pueda juzgarse más
acorde con las leyes positivas, y que pueda describirse como derivada o implícita en ella.
Ahora bien, más allá de este planteamiento, encontramos diferencias relevantes entre
el modo de actuar de los juristas franceses y los alemanes.
Los juristas alemanes o de influencia alemana llamaron la atención sobre un hecho que
les parecía innegable: las leyes no son una mera colección o acumulación de reglas, sino que
estas son una estructura lógica, un ordenamiento. Existen, por tanto, relaciones o leyes
lógicas que asocian a las distintas reglas entre sí. De ese modo, si el juez se ve en apuros
para interpretar una determinada ley, puede aprovecharse de las relaciones lógicas del
sistema jurídico, y acudir para interpretar esa ley a otras con las que se relacione
lógicamente.
Estudiaremos esta variante alemana en el siguiente epígrafe, donde atendemos la
evolución posterior del modelo. Si ubicamos allí su estudio es porque esta variante, como
veremos, desdibuja en alguna medida algunos de los pilares fundamentales del modelo, en
especial el poder omnímodo del legislador y su monopolio indisputable a la hora de resolver
jurídicamente los conflictos sociales. El jurista de esta variante alemana se permite un papel
más activo que en el jurista francés. Por esa razón, nos centramos ahora en la versión
“interpretar el derecho es casi siempre corromperlo”. Philosophical Dictionary; in H.L. Mencken, A New
Dictionary of Quotations, 1942, 658.
11
La référé fue instituida en Francia por el decreto orgánico de 16-24 de agosto de 1790. Junto a esta
institución, y con el fin de fiscalizar las sentencias de los jueces, se creó el 1 de diciembre de 1990 el Tribunal de
Casación (la cour de cassation). Frente a lo que podemos interpretar hoy, este tribunal fue configurado no como
parte del poder judicial, sino como una especie de prolongación del poder legislativo. Además, su función no era
unificar la doctrina jurisprudencial sino, simplemente, anular cualquier sentencia de jueces y tribunales que
pudiera juzgarse como una violación de la letra de la ley. El Tribunal de Casación nace como un instrumento de
fiscalización del poder judicial por parte del poder legislativo para constreñir a los jueces dentro de su papel de
simple boca de repetición de las palabras de la ley. Por último, debe señalarse que la institución de la référé au
législateur no fue una creación singular de la Revolución francesa, sino que está históricamente ligada a
cualquier gran momento codificador. Así, por ejemplo, el emperador Justiniano dictó medidas semejantes en sus
Constituciones.
12
Laurent: Principes de droit civil, Paris, Durand & Lauriel, 1869, t. I, § 282.
9
10
francesa del planteamiento, más ortodoxa y fiel a los principios fundamentales de este
modelo.
El siglo XIX en Francia se asocia en interpretación jurídica a la llamada “escuela de la
exégesis”13. Podemos resumir los postulados de esta escuela y su actitud ante los problemas
de interpretación en estos términos:
i) El intérprete o jurista, ya sea un juez o un profesor de derecho, debe presumir que su
objeto de trabajo es únicamente el conjunto de las leyes positivas o escritas. Dado que, en
derecho civil, estas leyes se han unificado en el Código de Napoleón de 1804, tal es su único
objeto de interpretación, y la fuente necesaria de sus conclusiones. No es posible apelar a
leyes o valores morales, ni a la costumbre; apenas tienen importancia los precedentes de la
jurisprudencia, y ni siquiera es factible apelar al sistema jurídico en su conjunto o al derecho
en general: hay leyes positivas o códigos, no “el derecho” o “el sistema jurídico” 14.
ii) De la idea anterior se infiere que el trabajo fundamental de la interpretación jurídica
debe consistir en una interpretación del texto, del lenguaje de la ley; en suma, debe ser una
interpretación literal.
iii) Los problemas de oscuridad a los que nos referimos, como sucede con los de
lagunas y antinomias que veremos después, pueden presumirse de excepcionales: “se ha
legislado tanto… que sería muy asombroso encontrar un caso que permanezca por completo
fuera de las prescripciones legislativas”15. De modo más drástico, se juzga incluso que los
verdaderos culpables de las oscuridades son los propios intérpretes, y que estas surgen
muchas veces de su empeño en no ser respetuosos con la letra de la ley16.
Si se confía en la excepcionalidad de estas situaciones es porque se presume que los
códigos son obra de la ilustración y, por tanto, son fruto de la razón y la lógica, y, además,
están redactados en un lenguaje claro y preciso. Las reglas de un código se oponen a las que
podían hallarse en las recopilaciones legislativas del Antiguo Régimen, leyes que solían ser
oscuras y de expresión desordenada: contenían muchas citas de supuestas autoridades de la
Antigüedad o la Edad Media (juristas romanos, filósofos griegos…); mezclaban la formulación
general de la solución con descripciones de casos particulares… De esta precisión y facilidad
que se presume en el código surge la convicción de que en él se han previsto soluciones para
13
Debe advertirse que esbozar un retrato fiel de esta escuela es sumamente difícil no ya por la enorme
cantidad de autores y proliferación de obras, sino porque sobre ella perviven desacuerdos profundos y circulan
informaciones erróneas. Un desacuerdo profundo es el relativo a su misma existencia: ¿hubo realmente un grupo
de juristas conscientes de pertenecer a una supuesta “escuela”, y llamada además “escuela de la exégesis”? Ph.
Rémy lo niega en “Éloge de l’Exegése” (Droits, 1985), pero J. Bonnecase aporta alguna prueba histórica de la
unidad con la que pronto fue comprendido el movimiento (La Escuela de la Exégesis en Derecho Civil, Puebla,
1944, p.36). No es cierto tampoco, como suele suponerse, que esta escuela comprendiera fundamentalmente a
los juristas que redactaron el código de 1804 y sus discípulos: estos se hallaban demasiado implicados en los
métodos del antiguo régimen (Geny: Méthod d’interpretation et sources en droit privé positif: essai critique,
Paris, Gallica Books, 1919, p.23); hemos de esperar algunas décadas, hasta los años 30 del siglo XIX, para
encontrar a sus miembros característicos. Por último, no es cierto que el método de esta escuela abogara por
prohibir la interpretación de jueces o juristas: sus autores asumen familiarmente que realizan una tarea
interpretativa.
14
“Yo no conozco el derecho civil; yo enseño el código de Napoleón” (frase atribuida a Bugnet, de la que
se hace eco Geny, cit., p.30). Demolombe: “Mi divisa, mi profesión de fe, es esta: ¡los textos ante todo! Publico
un curso sobre el código de Napoleón; no tengo más que interpretar, explicar el código de Napoleón mismo”
(Cours de code de Napoleon, t.I, préface, p.6.).
15
Valette: Cours de Code civil, t. I, p. 3.
16
“Parecía que el Código Civil, redactado en términos claros y precisos, daría al derecho una base fija e
inconmovible. Sin embargo, los intérpretes se quejan de que todo es incierto… Los intérpretes hacen mal en
quejarse, pues si el derecho ha llegado a ser un mar de dudas, ellos son los culpables. Si tuvieran más respeto por
el texto del Código, no habría controversias. El texto nos ofrece principios ciertos, y todo se convierte
necesariamente en incierto cuando se separa uno de ellos”. Laurent: Principes de droit civil, t. I, préface, p.74.
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todos o casi todos los problemas, y que el jurista debe esforzarse en el análisis del texto para
encontrarla.
iv) Pese a esta previsión, el legislador es un ser humano, y es posible que el juez se
tropiece con leyes oscuras. En ese caso, la interpretación literal ya no parece capaz de
solucionar la oscuridad. La receta característica de la escuela es el recurso a la voluntad del
legislador: el juez debe considerar que la ley es una expresión de la voluntad del legislador,
fuente de todo derecho; por eso, debe buscar cuál sería la voluntad del legislador en un caso
o situación como la que tiene que juzgar. Esta búsqueda no es un mero recurso a la
imaginación del juez: este debe rastrearla en documentos jurídicos, en especial en los
trabajos preparatorios, discursos parlamentarios o cualquier otra muestra objetiva de su
voluntad17.
v) Si tampoco es posible resolver el problema mediante la voluntad del legislador, en
ese caso el juez, que tiene el deber de resolver el caso, deberá desestimar la demanda,
porque esta no está amparada por ninguna ley. La ley solo tiene sentido como expresión de
la voluntad del legislador; si el precepto es incomprensible, no hay ninguna voluntad
expresada, y la ley no ampara la demanda18.
Las estipulaciones anteriores tienen como destinatarios principales a los jueces, y solo
la última afecta a otros juristas: los dogmáticos o profesores de derecho. Sin embargo, estos
se ven sometidos a una directriz adicional en virtud de su objetivo, que no es resolver casos
particulares con fuerza y autoridad, sino exponer el contenido del derecho mediante libros y
manuales. En realidad, esta escuela se denomina “escuela de la exégesis” principalmente
por instruir un método de trabajo particular a los juristas dogmáticos, un “método
exegético”.
La exégesis es un método de interpretación muy restrictivo en el cual el jurista se
limita a describir el texto del código civil respetando su orden de exposición, sin que se le
permita una reordenación de sus contenidos que pudiera considerar más lógica o científica.
Por eso, la tarea es una tarea de “comentario”, un análisis paso a paso en el que, como
hemos visto, se procede en todo momento mediante un análisis literal y, en segundo lugar,
la búsqueda de la voluntad del legislador. El resultado −las monografías, tratados o
manuales− no es ni mejor ni peor que el código, ni más ni menos lógico o racional: es el
mismo código de algún modo desplegado o desarrollado19.
En suma, de acuerdo con nuestro primer modelo, la oscuridad de las leyes no es una
razón que convierta en inevitable el recurso a argumentos morales, políticos o de justicia. El
conjunto de leyes positivas es autosuficiente. La tarea de los juristas, en especial de los
jueces, se restringe a los textos, y debe respetar en todo momento la voluntad del
legislador20.
17
Bonnecase subraya este culto a la voluntad del legislador en 143 y ss. En algunos representantes de la
escuela, se llega a otorgar más importancia a la voluntad del legislador que a la interpretación literal (Proudhon:
Cours de droit français, t. I, Préface, p. IX). Sin embargo, hay autores que parecen reducir todas las herramientas
interpretativas a la literal: “Esta es una tendencia malísima. Descuidar el texto es terminar necesariamente en la
incertidumbre y el error”, Laurent, op. cit., p.110.
18
“El juez tendrá motivos tan poderosos para actuar y para abstenerse, deberá considerar las leyes como
no existentes, y rechazar la demanda”. Blondeau: Essai sur quelques points de legislation et de jurisprudence,
1850, 341. La solución es acogida, por ejemplo, por Demolombe (Cours de code Napoleon, cit., t.I, p.113),
Delisle (Traité d’interpretation juridique, 1849, t.I, pp.127-131) o Huc (Commentaire du Code civil, t,I, nº179).
19
“Nosotros no tenemos derecho a innovar, ni nos está permitido corregir o perfeccionar nuestros
códigos”. Laurent, cit., t. I, pp. 42-43
20
Ese modo de pensar está lejos de ser exclusivamente francés. En Inglaterra, durante buena parte del
XIX, imperó un punto de vista similar: allí “aconteció el raro fenómeno de que en el siglo XIX se pensó en el
Common Law como un cuerpo omnicomprensivo que contenía dentro de sí normas para resolver cualquier caso
11
12
c) En tercer lugar, el juez puede también admitir que ha de sujetarse a la ley, y ceñirse
a lo que esta dice claramente. Pero, aunque sea clara la ley en particular, puede que no lo
sea el sistema jurídico en general. Existen defectos del sistema jurídico que, tal vez, solo
pueden ser resueltos mediante juicios de valor. Por ejemplo, el juez puede entender muy
bien las normas individuales que regulan una determinada institución; sin embargo, puede
que ninguna de ellas provea una solución para un determinado caso relevante, de modo que
el conjunto o sistema de normas es defectuoso, incapaz de resolver todos los conflictos que
debería resolver. Y, más aún, puede que el sistema jurídico no peque por defecto, sino por
exceso: el derecho puede contemplar un caso en una determinada ley, pero también en
otra, y previendo consecuencias jurídicas incompatibles entre sí. En el primer caso, el de
defecto de normas, hablamos de “lagunas” en el derecho; en el segundo, el de exceso de
normas, hablamos de “antinomias”.
La respuesta a esta tercera dificultad puede ser formulada brevemente, porque es en
esencia la misma del apartado anterior. En una primera fase, el modelo respondió urgiendo
a los jueces a reenviar los casos al legislador. En la segunda fase, comprobada la ineficacia
del reenvío al legislador, se presume la excepcionalidad de la situación y, a renglón seguido,
se insiste en que esta no es motivo alguno para recurrir a juicios de valor y, con ello, para
traicionar la voluntad del legislador: el jurista debe hacer un esfuerzo por interpretar los
textos, escritos en un lenguaje que es ahora claro y preciso, y extraer de ellos algún sentido;
pero, si esto no es posible, debe perseguir la voluntad del legislador sobre el caso y, si no es
posible hallarla, desestimar la demanda, porque no hay ninguna ley que la sirva de
fundamento.
d) La cuarta dificultad es cualitativamente distinta de las anteriores. En este caso, no se
denuncia que la premisa mayor del silogismo deba convocar juicios de valor y no pueda
limitarse a las leyes positivas. El problema al que se apunta ahora reside en la premisa
menor, no en la premisa mayor. Además, no aduce la necesidad de incorporar juicios de
valor al razonamiento, sino que denuncia la imagen simplista del silogismo: el razonamiento
en la premisa menor, claramente, no puede limitarse al silogismo, y exige una tarea
compleja que va mucho más allá de la lógica deductiva.
En efecto, en la premisa menor debemos estudiar si el caso particular reproduce o no
las circunstancias jurídicamente relevantes de la premisa mayor. Pero, en ese caso, el juez
debe realizar un razonamiento fáctico o probatorio para demostrar si han acaecido o no
dichas circunstancias, y este razonamiento no puede ser simple y mecánico: en realidad, el
razonamiento probatorio puede alcanzar una gran complejidad. Con seguridad, el
razonamiento del juez no puede reducirse a un silogismo simple como el que formulamos al
comienzo del tema.
Sin embargo, los representantes del modelo insisten en que el trabajo que realizan los
jueces puede reducirse al uso simple de la lógica deductiva y el silogismo. ¿Qué ocurre
entonces con la demostración de las circunstancias contenidas en la premisa menor? ¿No
llevan a cabo los jueces razonamientos fácticos muy complejos para poder probarlas?
Aunque este es un tema que será desarrollado con más detalle en la última lección del
curso, ahora podemos esbozar la idea de que, para estos autores, jueces y jurados no
necesitan elaborar razonamientos fácticos, científicos o probatorios complejos.
Creo que la respuesta se entiende mejor si recurrimos a los primeros años del modelo,
es decir, a la Revolución francesa; como veremos, la respuesta allí implícita es en esencia la
misma que la que se formuló a lo largo del XIX. Durante los años de la Revolución, se trató
planteado”. Recasens: Nueva filosofía de la interpretación del derecho, México, Porrúa, p.204.
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de instaurar un régimen de justicia popular mediante la institución del jurado. Los miembros
del jurado, como puede suponerse, no están en condiciones de desarrollar razonamientos
fácticos o científicos sofisticados; sin embargo, no dejan por ello de estar facultados para
emitir juicios de inocencia o de culpabilidad. Los jurados (y, por extensión, los jueces que
analizan los hechos) no llegan a sus conclusiones después de razonamientos científicos:
nunca dejarán de ser legos en estas cuestiones. Sin embargo, se presume que están en
condiciones de juzgar porque pueden desplegar su sentido común y abrigar ideas
intuitivamente correctas sobre si han sucedido o no unos hechos. Como se dirá después, los
jueces y jurados, una vez escuchadas las partes y presenciadas las pruebas, pueden llegar a
una “íntima convicción” sobre los hechos. La “íntima convicción” no es un razonamiento,
sino una especie de intuición. Una intuición consiste en un juicio o una apreciación que
creemos correcta, pero caracterizada porque, cuando la emitimos, no somos capaces de
explicitar las razones que las sustentan. Precisamente por eso, porque no es un
razonamiento, la intuición o la convicción de jueces y jurados sobre los hechos no puede ser
objeto de discusión, argumentación o crítica: es algo que transcurre en el interior de las
cabezas de jueces y jurados, de forma impenetrable e inescrutable 21. Por eso, una vez que
los jurados han llegado a su convicción, es decir, una vez que han formado la premisa
menor, esta se convierte en una especie de axioma que no está sujeto a la discusión o a la
crítica. Debe subrayarse que este planteamiento se preservó a lo largo del siglo XIX en
referencia a jueces profesionales: estos tampoco son científicos, pero poseen un sentido
común que les permite formarse intuiciones sobre, por ejemplo, si un testigo les está
mintiendo o no, sin que sea preciso argumentar sobre ellas.
De ese modo, para los autores del modelo, la conformación de la premisa menor no
supone una complicación o una refutación del modo con el que describen el razonamiento
judicial. La conformación de la premisa menor no es un ejercicio de razonamiento científico
sofisticado que haya de ser publicado y discutido, sino el resultado de una convicción o una
intuición íntima y subjetiva por parte de los jueces y jurados.
Salvadas estas cuatro dificultades, el modelo exhibe ahora limpiamente su descripción
del razonamiento de los jueces como un razonamiento deductivo que tiene la forma de un
silogismo simple. La tarea del juez es una tarea mecánica y neutra
13
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se deduce la posibilidad de realizar negocios jurídicos; estos pueden ser inter vivos o mortis
causa; los negocios inter vivos pueden ser contratos o cuasicontratos; los contratos, a su
vez, su subdividen en contratos a título gratuito u oneroso; los contratos a título oneroso se
subdividen en… De este modo, el juez, ante un problema con uno de los escalones de la
pirámide, siempre puede hallar auxilio en escalones superiores (si percibe una oscuridad en
una ley sobre contrato de leasing, tal vez pueda acudir a la legislación sobre arrendamiento,
puesto que el leasing es un contrato de arrendamiento financiero).
Ahora bien, muchas veces ocurre que esta tarea de organización y sistematización de
los conceptos jurídicos no es obra tanto del legislador como de la doctrina o de los juristas
dogmáticos. Así, por ejemplo, buena parte de la teoría del delito que habrán estudiado en
derecho penal y buena parte del derecho privado romano son una reconstrucción doctrinal,
y no una creación de los legisladores. El propósito de la mayoría de estos autores era que
estas reconstrucciones tuviesen una fundamentación explícita en los preceptos de la ley
positiva o en los precedentes judiciales: a partir de la letra de la ley, el jurista elabora o
abstrae conceptos de igual modo, decía Ihering cuando pertenecía a esta escuela, a como el
químico decanta los cuerpos simples a partir de la materia 24. El problema es que, andando el
tiempo, los conceptos pasaron a concebirse como categorías “lógicamente necesarias” y,
con ello, parecían condicionar incluso la legislación, que nunca podría alterar ni los
conceptos doctrinales ni su ordenación 25. Un legislador que pretendiera cambiar el sistema
de conceptos jurídicos justificado por la lógica y la ciencia haría algo tan absurdo como
pretender derogar que 2 más 2 suman 4. Buena parte del sistema jurídico parecía ser así
inalterable, e inmune a los cambios sociales. La jurisprudencia de conceptos pareció obrar el
efecto de petrificar el sistema jurídico y de impedir su cambio por el legislador. De ese
modo, el positivismo termina en una contradicción visible: antes afirmamos que uno de sus
principios inspiradores era el poder omnímodo del legislador a la hora de crear contenido
jurídico, y la idea de que no era misión del juez o de la doctrina influir en su contenido; sin
embargo, andando el tiempo, la jurisprudencia de conceptos terminó limitando las
funciones del legislador, porque este no podía enfrentarse con la “lógica interna” del
sistema jurídico, una lógica que, como hemos visto, no podía interpretarse como una
creación genuina del legislador26.
En cualquier caso, las aspiraciones de estos autores coinciden con las que se
enunciaron en el apartado anterior. Si se propone un sistema deductivo de conceptos es,
precisamente, para que el juez no se vea en la necesidad de tomar decisiones legislativas ni
recurrir a juicios de valor para integrar su contenido. Al contrario, gracias a este sistema, su
labor puede seguir siendo una labor puramente deductiva y mecánica.
24
Tomo la cita de Larenz, op.cit., p.47. Como dice en otro momento, los conceptos no pueden ser los
padres, sino los hijos de la legislación. La referencia a la química ilustra muy bien la creencia en la cientificidad
del derecho que anidaba en estos autores.
25
J. Stone: Legal System and Lawyers’ Reasonings, London, Steven & Sons, 1964, pp.218-9.
26
Hemos dado por supuesto que la “jurisprudencia de conceptos” es una escuela positivista. Creo que esta
presunción es correcta y comúnmente admitida. Sin embargo, no podemos soslayar que esta escuela no carece de
otras influencias que la dotan de una mayor complejidad. De hecho, el que suele designarse como inspirador de
esta escuela, F.C. Savigny, difícilmente puede ser caracterizado como un positivista consciente. Lo mismo
ocurre con su discípulo Puchta (sobre este asunto, véase K. Larenz, Metodología de la ciencia del derecho,
Barcelona, Ariel, 2001, pp. 41-42). Sin duda, estos autores toman una tesis del iusnaturalismo moderno: la
imagen del derecho como un sistema deductivo, tal y como antes vimos en Leibniz. En general, podemos
concluir que estamos ante autores que profesan en su mayoría un positivismo estricto, si bien toman del
iusnaturalismo la imagen del derecho como sistema deductivo.
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En 1905 llegó al Tribunal Supremo de Estados Unidos el caso Lochner versus New York
[198 U.S.45(1905)]. Los empleados de panaderías, después de numerosas huelgas, habían
conseguido que el gobierno limitase su jornada laboral, la cual, en algunos contratos
laborales, se había llegado a estipular en 18 horas diarias. El Tribunal Supremo declaró
inconstitucional dicha limitación del gobierno porque, a su juicio, vulneraba la autonomía de
la voluntad y la libertad de contratación de empresarios y trabajadores: las relaciones
laborales son relaciones comerciales privadas que han de regirse por lo que estipule el
contrato firmado por las partes. De acuerdo con la sentencia, cualquier interferencia del
gobierno en las cláusulas de un contrato es una vulneración de los conceptos más básicos
que conforman el sistema de derecho privado.
Esta sentencia es un hito de la filosofía formalista o conceptualista tal y como la
acabamos de describir: sin duda, los jueces del Tribunal Supremo norteamericano
comprendían que su decisión iba a propiciar consecuencias sociales gravemente injustas
(como imponer jornadas de 18 horas diarias); pero interpretaron, de acuerdo con los
postulados del modelo, que no era su función discutir sobre la justicia o injusticia de la ley,
sino aplicarla mecánicamente.
Sin embargo, esta sentencia simboliza también la crisis y caída del modelo que ahora
estudiamos.
27
Vandevelde, op.cit., pp.115 y ss.
28
Ver Wroblewski, op.cit., pp.46-7
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Formularemos tres críticas. Las dos primeras vuelven sobre dos problemas que hemos
visto: las leyes injustas, por un lado, y los problemas de oscuridad, lagunas y antinomias, por
otro; para los críticos, las explicaciones con las que el modelo respondía a estos problemas
no son satisfactorias. La tercera crítica acusa al modelo de una completa falta de realismo
por no responder en absoluto a cómo se desarrolla la práctica jurídica.
1) Como vimos en su momento, el modelo insistía en que las leyes injustas deben ser
aplicadas. En cuanto ciudadano, el juez puede someterlas a crítica y debate público; pero, en
cuanto juez, no puede rehuir su aplicación. El juez, que es un servidor del sistema jurídico,
tiene razones adicionales para la obediencia.
Los críticos, sin embargo, entienden que es un defecto innegable del modelo que no
prevea ningún mecanismo de salida que asista a los jueces en caso de leyes injustas o
absurdas. Por supuesto, con ello no afirmamos que el modelo propicie o facilite la
promulgación de leyes injustas; lo que se afirma es que, una vez promulgadas, el modelo no
solo no evita, sino que agrava el nivel de tensión social que producen sus injusticias, y
contribuye a exacerbar los conflictos. De ese modo, el modelo fomenta la deslegitimación
del sistema jurídico y político, porque los jueces son contemplados como cómplices de las
injusticias.
La llamada “cuestión social” fue un ejemplo evidente de esta denuncia. Las
condiciones laborales abusivas que sufrían los trabajadores (salarios muy bajos, jornadas
muy largas) eran denunciadas sin éxito en los tribunales: estos aplicaban la ley vigente entre
las partes, que eran los contratos de trabajo. No importaba que los trabajadores los
hubieran firmado en condiciones de inferioridad: era la ley vigente, y se había suscrito
respetando las formas exigidas.
Algunos seguidores contemporáneos de este modelo sostienen que este
inconveniente queda desdibujado cuando está en vigor el principio político democrático: si
las leyes se han aprobado por los representantes de la soberanía popular, por injustos que
sean sus contenidos, más injusto resultará desobedecerlos o no aplicarlos 29. El problema de
este argumento es que olvida un hecho lamentable, pero cierto: las mayorías son también
muy capaces de aprobar leyes injustas o aberrantes, de forma que no resulte más injusto
desobedecer que obedecer. Este, sin embargo, es un argumento que encierra una enorme
complejidad desde el punto de vista de la teoría moral y política, y aquí no podemos
desarrollarlo debidamente. En cualquier caso, lo que tal vez resulte menos discutible es que
el argumento democrático resulta menos eficiente a la hora de salvar el modelo en el
período histórico en el que este imperó, especialmente durante el siglo XIX: como sabemos,
en aquel momento los parlamentos estaban lejos de ser elegidos mediante sufragio
universal y a través de elecciones libres y limpias.
2) Ante un caso de oscuridad en la ley, laguna o antinomia, el modelo defendía, bien
rechazar la demanda, bien inadmitirla.
29
Estos autores no niegan que pueda haber leyes injustas, pero nos observan que, si poseen una
legitimidad democrática o parlamentaria, entonces son expresión de la libertad, la autonomía y la
autodeterminación de los individuos. Estos son los valores morales y políticos más importantes y, por esa razón,
desafiar la aplicación de la ley es desafiar las bases fundamentales de nuestra convivencia, razón por la que los
jueces deben ceñirse a la letra de la ley, aplicar esta mecánicamente y abstenerse de movilizar juicios de valor.
Este es esencialmente el planteamiento de, por ejemplo, F. Laporta en El imperio de la ley, Madrid, Trotta,
2007.
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Este reproche puede hallarse en Gény, op.cit., p.39. No es extraño que algunos representantes de la
escuela de la exégesis se apercibieran pronto del problema, y promovieran soluciones cercanas a la
jurisprudencia de conceptos (buscar la solución al caso en la lógica del sistema) o incluso más allá de lo que el
positivismo jurídico puede permitir (la costumbre, la equidad o el sentido de la justicia, principios…). Para
Proudhon, por ejemplo, rechazar las demandas alegando oscuridad en la ley es “calumniar la ley”: “si la ley le
parece silenciosa al que se limita a leerla a la ligera, los principios que la sostienen son evidentes para quien
medita sobre ella”. Cours de droit français, t.I, p.60.
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que el orden jurídico ha decidido no regular, y enviar al espacio vacío de derecho para que
sea resuelto privadamente. El caso sería así jurídicamente irrelevante, y el juez ni siquiera
debería admitir a trámite la demanda o la denuncia.
Sin embargo, este análisis del caso parece incorrecto. La tesis del “espacio jurídico
vacío” cataloga nuestro ejemplo como un caso jurídicamente irrelevante; sin embargo, es
muy obvio que no lo es: si entendemos que es un ejemplo de laguna jurídica es
precisamente porque entendemos que es un caso jurídicamente relevante, un caso en el
que el derecho se siente concernido. Estos casos pertenecen en realidad al espacio jurídico
“lleno”, si bien todavía están sin respuesta.
El segundo recurso, secundado por autores como Zitelmann o Donati, consiste en
aplicar una regla lógica llamada por ellos “regla general exclusiva”, regla que completaría el
sistema jurídico, y que reza “todo lo que no está prohibido está permitido”. De acuerdo con
esta tesis, un sistema jurídico está integrado por un conjunto de normas positivas y escritas
que podemos llamar “inclusivas”, porque “incluyen” una serie de supuestos de hecho a los
que atribuyen una consecuencia jurídica; y, además, según estos autores, son normas
prohibitivas, porque todas las normas positivas pueden reformularse como normas que
prohíben algo a alguien. Sin embargo, junto a estas reglas inclusivas, existe una regla que es:
a) Lógica (no positiva), es decir, no es preciso que el legislador la promulgue por escrito para
que sea válida, dado que se trata de una mera aplicación de las leyes de la lógica. El
legislador puede si quiere ponerla por escrito, pero no necesita hacerlo para que tenga
validez en un tribunal, de igual modo a como la regla 2+2=4 no necesita ser positivizada para
ser aplicada por los jueces. b) Exclusiva (no inclusiva), porque no incluye un supuesto de
hecho regulado, sino que, de modo excluyente, se refiere a todos los supuestos de hecho
que no han sido descritos específicamente (es decir, que han sido excluidos) en el conjunto
de leyes inclusivas. c) Permisiva (no prohibitiva), porque estipula que todos los casos que no
están prohibidos específicamente por las normas inclusivas estarán permitidos.
En uso de la regla general exclusiva, la solución al anterior ejemplo sería esta: el
camionero está amparado por una norma jurídica permisiva del sistema jurídico (la regla
general exclusiva), y el juez debe anular la multa y rechazar así las demandas o pretensiones
jurídicas contra el camionero. A diferencia de la tesis del espacio jurídico vacío, ahora
consideramos que el caso es jurídicamente relevante; sin embargo, no es un caso de laguna,
porque hay una norma que lo regula, que es la “regla general exclusiva”, equivalente a
“todo lo que no está prohibido, está permitido”.
El juez, una vez más, puede inspirarse en la lógica interna del sistema para resolver
cualquier apariencia de laguna. Pero, una vez más, la solución supuestamente lógica que se
propone es errónea, porque presumir que hay una norma (en este caso permisiva) donde no
la hay es suponer demasiado. Debemos tener en cuenta que, si presumimos que hay una
norma permisiva donde creíamos que no había nada, cambiamos completamente el
régimen jurídico de la situación y el estatus de los protagonistas. Si decimos que el
camionero disfruta de una norma permisiva a su favor, queremos decir no solo que el
derecho no dice nada sobre su conducta, sino que la protege: si hay una norma a su favor, el
derecho le otorga un título jurídico, una facultad, una autorización para circular con el
camión en el parque. Supone además que la voluntad del legislador ha sido precisamente
facultar al camionero a atravesar el parque, y defender su derecho, y no otra voluntad
distinta. Esta solución es ficticia: no hay ninguna razón para suponer que el legislador quiso
proteger al camionero, y que le otorgó un título o un derecho; simplemente, el legislador
olvidó regular el caso, lo que es muy distinto.
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Seguros de vida. Portalis, alma del código de 1804, los condenaba, y decía que en ellos
“la ambición que especula sobre los días del ciudadano está cerca del crimen que aspira a
acortarlos”. El código de 1804 prohibía las estipulaciones en favor ajeno. Sin embargo, el
seguro de vida fue una figura contractual muy frecuente en el siglo XIX, y fue la
jurisprudencia quien la admitió.
Declaración de fallecimiento mediante presunción. La declaración de fallecimiento
exigía un certificado de defunción. En casos de desaparición por naufragio, estos certificados
no se concedían: no había cuerpo sobre el cual el médico pudiera testimoniar la muerte. El
marino no encontrado en naufragio se consideraba así “desaparecido”. La boda de la esposa
del marino desaparecido se consideraba bigamia, así que esta se hallaba condenada a una
eterna viudedad. La jurisprudencia, sin embargo, en contra de lo previsto por la ley,
reconoció la muerte sin certificado de defunción.
Deberes paternos de manutención. En la Francia de la época eran frecuentes la
cohabitación y las uniones de hecho. Los hijos nacidos de estas no eran reconocidos por la
ley, y el padre, por tanto, no tenía deberes de manutención hacia ellos. La jurisprudencia, sin
embargo, sí reconoció estos deberes.
En Francia pervivía, como en toda Europa, una concepción patriarcal de la familia
según la cual el marido seguía siendo considerado como una imagen del monarca absoluto
dentro de cada hogar. Por supuesto, era el marido el que administraba los bienes de su
mujer. Con el desarrollo de la industria, la mujer empezó a trabajar fuera de casa. Su salario,
en teoría, debía ser administrado por el marido. El patrono, sin embargo, solía pagarle a la
mujer. Muchas veces, el marido reclamaba judicialmente el dinero de su mujer. Tenía
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La escuela de la exégesis comprendía la tarea de los juristas como una tarea ceñida a
textos escritos y, por tanto, como un trabajo que consistiría fundamentalmente en una
interpretación literal de las frases del legislador32. Sin embargo, como acabamos de ver, la
práctica jurisprudencial de la época divergía radicalmente de este compromiso, y algunas de
sus decisiones iban más allá de la ley positiva (eran interpretaciones praeter-legem) o
incluso la contradecían (contra-legem).
Antes nos referimos al caso Lochner como uno de los hitos del modelo; pero también
es el símbolo de su final. Lo es por una razón: la sentencia no fue unánime, sino que
adjuntaba algunos votos particulares. Uno de ellos fue redactado por el juez O. W. Holmes,
uno de los más famosos representantes del modelo realista, que constituye una reacción
radical frente al que hemos estudiado en este tema, y materia de la lección siguiente.
31
En realidad, no solo los jueces, sino también algunos de los dogmáticos o profesores de derecho más
fieles al formalismo jurídico terminaron siendo infieles a sus postulados. Tal fue el caso de algunos
representantes de la “jurisprudencia de conceptos” y de la llamada “escuela pandectística”. Los representantes de
esta última escuela adoptaron con el Corpus Iuris Civilis de Justiniano la misma actitud reverencial que los
juristas de la escuela de la exégesis adoptaron con el código de Napoleón. Sin embargo, como afirma Stone
(op.cit., p.302), si sus trabajos tuvieron tanta relevancia en el derecho civil alemán de años posteriores no fue por
su perfección lógica: para poder adaptar estos conceptos a la realidad germana del XIX, sin duda muy diferente,
los distorsionaron hasta convertirlos en conceptos desconocidos en la época romana.
32
J.L. Halperin: Histoire du droit privé français depuis 1804, Paris, PUF, 1996, 37.
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