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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona
ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol VI, nº 107, 1 de febrero de 2002
Utilizando como apoyatura conceptual y empírica varias investigaciones, entre ellas la del
propio autor, en estas líneas se argumentará que la relación, aparentemente
incontrovertible, entre tecnologías informáticas e innovación educativa no es ni evidente en
sí misma ni necesaria. La pretensión no es otra que ofrecer cierta luz sobre los problemas a
los que se enfrenta esta última y sobre algunas de las condiciones que deberían concurrir
para tornarla posible.
Information technology, new forms of cultural capital and innovation in the teaching
of the social sciences (Abstract)
In this article I will argue that the apparently indisputable connection between information
technology and educational innovation is not either obvious or necessary. I will use several
pieces of research, included the one I have carried out, as conceptual and empirical support.
My purpose is to shed some light on problems that the innovation is faced with, and on
some of its conditions.
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lista de proclamas y discursos que, desde hace aproximadamente dos décadas, vienen
urgiendo la introducción de los ordenadores en el currículum, y más recientemente la
conexión de los centros escolares a Internet, no han dudado por lo general en levantar
grandes expectativas de "cambio". La utilización de los recursos informáticos como
herramienta de enseñanza y aprendizaje —se nos dice— brinda el potencial necesario para
perfeccionar los métodos instructivos y revolucionar cualitativamente las prácticas de aula.
Estoy plenamente convencido de que los ordenadores y las redes electrónicas consienten
usos muy provechosos para los y las estudiantes y sus profesores, que sería acertado
rentabilizar. Lo que ocurre es que la innovación educativa es siempre un proceso complejo,
incierto, dependiente de múltiples factores, y sin resultados garantizados de antemano.
Añádase a ello que las propias prioridades sustantivas de las iniciativas encaminadas a
alterar o enmendar una situación difícilmente escapan a la controversia. Nunca es
conveniente identificar a priori movimiento con mejora, sin mediar un debate democrático
sobre la relevancia, el mérito y la consistencia de las propuestas; y menos aún en estos
tiempos, en los que el neoliberalismo educativo —esa curiosa mixtura de espíritu de
mercado, eficientismo y rancia tradición— no vacila en cubrir sus intenciones y planes con
la retórica del progreso. A pesar de todo ello, he aquí que muchos abogados de la
informatización creen haber hallado en ella un "motor para acelerar la reforma
educativa" (Hamm, 1996: 93), un atajo directo y seguro hacia una nueva y virtuosa
pedagogía.
En otras circunstancias, y con otro protagonista, el escepticismo que surge dentro de las
propias filas docentes ante promesas de esta índole sería general. Pero el ordenador no es
un medio cualquiera. Estas tecnologías han llamado imperiosamente a la puerta de nuestros
centros revestidas con un poderoso halo simbólico que pretende convertirlas, a los ojos de
la opinión pública, poco menos que en el determinante último de la mudanza social en su
sentido más amplio. Por tanto, en una necesidad apremiante y, a la par, en la llave por
antonomasia del avance en todos los campos, incluido el nuestro. La simplicidad de
muchas de estas afirmaciones no quiere decir que su propagación sea ingenua. Por detrás
de las mismas se están promoviendo e imponiendo ciertos intereses, valores, y hasta
agendas políticas de reestructuración de los sistemas escolares. En consecuencia, cuando
mayor sea su eco tanto mayor es el riesgo de que la discusión sobre los problemas que
aquejan a la enseñanza se vea tendenciosamente tergiversada. En el ámbito más limitado
que nos preocupa aquí, ello no puede sino contribuir a enturbiar la comprensión de la
dinámica innovadora y de sus condiciones. Lo que me propongo en este escrito es,
precisamente, argumentar que la supuesta relación entre recursos informáticos e innovación
didáctica no es ni evidente en sí misma ni necesaria. Al hacerlo, espero poder ofrecer cierta
luz sobre algunas de las condiciones (no todas) que deberían concurrir para tornarla
posible.
Como punto de partida voy a utilizar las conclusiones de dos investigaciones llevadas a
cabo en Estados Unidos y en Canadá en los años 80 y 90 respectivamente. Es obvio que los
hallazgos de unos estudios de caso o de unos análisis centrados en unos contextos sociales,
espaciales y temporales específicos no son generalizables. Olvidar esta precaución
elemental suele conducir a errores gruesos. Ahora bien, una indagación en profundidad
puede llamar la atención sobre ciertas dimensiones de la realidad sobre las que sería
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Recuérdese que, en palabras de Bourdieu (1997: 18), los individuos y los grupos se
distribuyen en el espacio social según diferentes principios de diferenciación, de entre los
cuales el capital económico y el capital cultural serían los más eficaces en las sociedades
avanzadas. Por capital cultural entiende "los instrumentos para la apropiación de la riqueza
simbólica socialmente designada como algo que merece ser perseguido y poseído" (citado
en Persell-Cookson, 1987: 123). Bien advertido que el término no engloba únicamente
conocimientos sustantivos, sino también las técnicas para producir nuevo conocimiento o
presentar de nuevas maneras el ya existente. Y no hay duda, a este respecto, de que las
tecnologías computarizadas se han labrado una excelente reputación al convertirse en un
elemento clave para el tratamiento y el control de la información. Recuérdese asimismo
que, según este sociólogo francés, la institución escolar contribuye a reproducir la desigual
distribución del capital cultural (y de esta suerte la estructura del espacio social) mediante
los distintos mecanismos, supuestamente asépticos, con los que clasifica, separa y
selecciona a un alumnado que llega a las aulas con bagajes culturales heredados,
expectativas vitales y, por consiguiente, actitudes respecto a la inversión de esfuerzo en
educación muy diferentes.
Con ese fin hicieron visitas de campo intensivas a una muestra representativa de 48
internados privados de secundaria durante el curso 1982-83, realizaron entrevistas a
directores, profesores y alumnos, y pasaron un cuestionario a 2.475 estudiantes en 19 de
ellos. La condición de élite de estos centros queda reflejada en los siguientes datos: el 50%
de los padres de los alumnos eran profesionales, y el 40% ejecutivos o directores de
empresas. El 56% de las familias de procedencia tenía unos ingresos anuales superiores a
los $100.000, y otro 20% entre $75.000 y $100.000. Piénsese que los gastos anuales en
estos colegios sobrepasaban los $10.000. Por aquellas fechas sólo el 13,5% de las familias
norteamericanas ganaba más de $50.000 al año, y el ingreso familiar medio era de $25.216.
En otro orden de cosas, únicamente el 4% de los alumnos de la muestra eran
afroamericanos, cuando el porcentaje se elevaba al 19% en las high schools públicas. El
87% eran blancos. En lo concerniente a la distribución por sexo, el 60% eran chicos y el
40% chicas, mientras la media nacional en las high schools se situaba alrededor del 50%.
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En una fecha tan temprana como 1982-83, la mitad de los internados objeto de su encuesta
habían construido amplias instalaciones informáticas, y muchos otros tenían planeado
hacerlo. Varios disponían incluso de un edificio nuevo, moderno y separado para el
computer center, y por lo general las dotaciones eran impresionantes. Puesto que estas
escuelas competían en un mercado por alumnos de familias acomodadas, y puesto que los
padres esperaban de ellas que incluyesen tales facilidades en su oferta docente, no resultan
sorprendentes dichas inversiones y la necesidad sentida de acometerlas. Más llamativo era
que se hubiesen levantado edificios singulares para alojar los ordenadores. Las
observaciones de campo llevaron a los autores a la conclusión de que el motivo no tenía
que ver tanto con la seguridad o la instrucción como con el márketing. Los progenitores
que buscan un internado para sus hijos suelen dedicar unas pocas horas a inspeccionar su
campus. De ahí la relevancia de tener unas instalaciones muy visibles que puedan destacar
en una visita breve, al igual que lo hacen una gran biblioteca, una piscina olímpica o los
campos de deportes. De suerte que pueda venderse, de manera harto expresiva, la idea de
que los centros "poseen las nuevas herramientas de capital cultural y comprenden su
importancia" (ibidem: 126).
Como toda investigación, la glosada tiene una historicidad, y el paso del tiempo aconseja
sin duda actualizar o revisar sus conclusiones. Pero ese no es el problema que inquieta a
este escrito. Por contra, la distinción conceptual entre adquisición simbólica e instrumental
se me antoja muy útil y susceptible de ser aplicada a otros contextos, aunque sea a costa de
modificar parcialmente su sentido primigenio.
Después de todo, si ampliamos la escala institucional, espacial y temporal, parece que las
inversiones multimillonarias en equipamiento de las administraciones educativas de todos
aquellos países atentos a no perder el tren del futuro han tenido, hasta la fecha, una
repercusión real bastante exigua de uno a otro confín. Según un estudio de amplia cobertura
sobre la etapa de secundaria impulsado por la International Association for the Evaluation
of Educational Achievement (IEA), que recopiló en 1989 información de 19 países1, en
todos ellos, excepto en Nueva Zelanda y Estados Unidos, menos del 20% de los docentes
de matemáticas, ciencias y lengua materna empleaba el ordenador en sus lecciones, e
incluso dentro de tal grupo el 75% lo hacía con muy poca frecuencia (Pelgrum-Schipper,
1993). Un ulterior rastreo de la IEA en 38 países o enclaves, acometido en 1994-95, no
atisbó demasiados signos de enderezamiento: sólo en Dinamarca, Inglaterra, Escocia y
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Estados Unidos subía a un tercio la fracción de alumnos de catorce años que manifestaba
haberse sentado ante una pantalla en ciencias naturales, "al menos de vez en cuando" (cfr.
Unesco, 1998: 85).
En España no contamos con base empírica abundante para extraer una imagen nítida, pero
los datos publicados se ajustan a esa tendencia. Así, por ejemplo, una evaluación realizada
en 123 centros públicos sevillanos adscritos al Plan Alhambra de la Junta de Andalucía
encontró que sólo el 18,8% de los profesores encuestados había recurrido en alguna
ocasión a este medio (Cabero et al., 1993: 141). Cuando nos centramos en quienes
imparten Historia y otras Ciencias Sociales, las cifras se mueven a la baja. Si los 114
sujetos que se avinieron a cumplimentar los cuestionarios de los que se sirvió Carmen
Guimerà en su tesis doctoral (vid. Guimerà, 1993), los 55 interlocutores de Enric Ramiro
(1998), o los 64 informantes de Javier Merchán (2001) tienen alguna representatividad
estadística, podría aseverarse que el colectivo hispano apenas transgrede el voto de
abstinencia computacional.
Para explicar este panorama hay que poner en juego un amplio abanico de variables, pero
ya de salida hubo un pecado original. En cierto modo, y a poco que se reflexione, lo
comentado más atrás basta para sospechar que estos dispositivos entraron en las aulas
fundamentalmente por motivos extrapedagógicos, sin que estuviese muy claro de qué
manera redundarían en favor de la enseñanza.
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fuerza. Aunque una abundante literatura se ha aprestado a cantar alabanzas sobre los
"beneficios cognitivos" que promueven estas herramientas, semejantes afirmaciones —de
dudosa consistencia en ocasiones— acostumbran a ser más rotundas que las evidencias
empíricas que deberían corroborarlas (cfr. Romero, 1997, 1999). Por añadidura, a menudo
no suele quedar muy claro cómo integrar esa supuesta riqueza intelectual en las prácticas
cotidianas. Este "detalle" no ha impedido, sin embargo, la difusión generalizada de una
cultura de la inevitabilidad (Goodson-Mangan, 1998a: 129) acerca de la ineluctable
apertura de los centros escolares a la Era de la Información. La justificación común gira en
torno a la necesidad de adaptarse a las grandes transformaciones económicas y sociales
impulsadas por las nuevas tecnologías en todos los ámbitos, de proporcionar las
cualificaciones que demanda el mundo laboral, de adquirir las destrezas y actitudes que
permitan a las empresas rentabilizar las ganancias de productividad que los insumos de
última generación hacen posible, de asegurar, en suma, la competitividad del país en el
mercado internacional. Es obvio a cuál de las visiones estoy aludiendo. A su vera, insignes
creadores de opinión identifican unidimensionalmente los intereses de la escuela con los
intereses de la economía, relegando a un segundo plano u olvidando otras finalidades
esenciales. Más aún, haciendo una lectura simplista de las relaciones entre producción,
formación y empleo, no sólo subordinan la instrucción formal a los requerimientos de la
empresa privada sino que desvían asimismo a través de ella la responsabilidad de las
situaciones de inactividad forzada, o de actividad alienante y precaria, que asoman tras la
bruñida superficie de la "nueva economía" (véase una discusión amplia sobre este asunto
en Romero, 1999).
En tanto que acción simbólica, estas presiones han tenido éxito pues han hecho del
ordenador un recurso disponible, grosso modo, en los centros. Ahora bien, su advenimiento
puede contemplarse como otra "reforma desde arriba", con el agravante de que el diálogo
con las grandes tradiciones curriculares ha brillado esta vez por su ausencia. Desde luego,
no es éste el mejor escenario imaginable para soñar con una innovación didáctica masiva.
Lo señalado en el apartado anterior no es óbice para reconocer que algunos profesores han
incorporado ya los ordenadores y las redes telemáticas a la lista de medios que emplean en
sus clases. Por lo tanto, y a pesar de que este club de iniciados no sea tan numeroso como
se esperaba, debemos preguntarnos si tal fichaje ha supuesto la anunciada oportunidad para
renovar su docencia.
Antes de intentar una respuesta, bueno será aclarar qué entiendo por innovación didáctica.
A menudo el vocablo se empareja con la introducción de algo percibido como nuevo por
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los destinatarios. Por ejemplo, un recurso inédito hasta ese momento en el aula. Sin
embargo, son legión los pedagogos que reputan inmerecida la dignidad de no concurrir el
ánimo de producir una transformación cualitativa de las prácticas educativas, en alguna
dirección tenida por deseable. Yo me sumo a su criterio. Por descontado, no pretendo
sugerir en absoluto que los problemas de definición quedan así zanjados. "Innovación" es
un concepto controvertible, como todos los que aluden a asuntos complejos, al igual que lo
es la elucidación de lo "deseable". No obstante, me contentaré con enunciar este principio
discriminante elemental, pues resulta útil para no confundir por tal cualquier mudanza
trivial o marginal desde el punto de vista de la enseñanza y el aprendizaje.
Tras la puntualización, mostraré unos primeros indicios extraídos de los hallazgos de una
indagación llevada a cabo en Canadá. Entre 1989 y 1992, el Ministerio de Educación de la
provincia de Ontario financió un proyecto denominado "Curriculum and context in the use
of computers for classroom learning", que fue encomendado a un grupo de investigadores
de la Universidad Western Ontario. Su objetivo era examinar la repercusión que tenía el
uso de ordenadores y redes en distintas asignaturas del currículum de secundaria vigente en
aquella provincia, a saber: Estudios Sociales (Historia, Geografía, Sociología), Arte,
Estudios Familiares y Tecnología. Más en concreto, se pretendía comprobar los efectos de
esa utilización sobre la enseñanza y el aprendizaje, sobre la estructura y presentación de los
materiales curriculares y sobre la gestión de las clases por parte de los profesores. Se optó
por un estudio intensivo, fundamentalmente cualitativo, que tuvo como escenario dos
institutos debidamente equipados para la ocasión, y que implicó observaciones de campo
regulares a lo largo de dos años. El proyecto ha generado varios informes y publicaciones.
Yo me apoyaré en la firmada por Goodson y Mangan (1998b), muy pertinente para nuestra
discusión.
Puesto que el foco era la etapa de secundaria, se tuvo muy presente una línea de
investigación que ha confirmado el papel central de las sub-culturas de asignatura en la
preparación y socialización profesional de los docentes, y por ende en la conformación de
los supuestos explícitos y las convenciones tácitas que guían sus actuaciones cotidianas en
las aulas. Sobre un substrato cultural compartido de estructuras, esquemas de percepción,
categorías, distinciones y hábitos articuladores de una "gramática básica de la
escuela" (Tyack-Tobin, 1994) que remite a los condicionantes institucionales de este
campo social a la vez que contribuye a recrearlos (o en su caso reorientarlos) a lo largo del
tiempo, las disciplinas escolares se singularizan hasta cierto punto como microcosmos
distintivos con sus propias tradiciones y valores. Por sub-culturas de asignatura entendían,
entonces, el conjunto de prácticas, presuposiciones y expectativas que han crecido
alrededor de un área de estudio particular, y que dibujan los contornos selectivos de lo que
cabe concebir como una enseñanza, un contenido, una organización de las clases o un estilo
pedagógico posibles y razonables, amén de legítimos. Tales axiomas evocan en parte la
naturaleza del cuerpo referencial de saberes, pero sobre todo el proceso de su construcción
histórica como materia curricular y su conversión en tradición duradera, ambos
inseparables de las funciones sociales dadas a ese conocimiento en el seno de una
institución específica de socialización. Un atributo característico de estas subculturas suele
ser su durabilidad, reforzada generación a generación por los desempeños de los agentes
educativos. Lo cual no equivale a decir que sean monolíticas o inmutables. Por el contrario,
su reproducción ritual no está libre de contestación, y la consagración de algunos rasgos
puede convivir con la crisis y la metamorfosis de otros. Como se apreciará, esta noción
viene a coincidir, a grandes trazos, con el rico y potente utillaje analítico del código
disciplinar forjado por Raimundo Cuesta (1997, 1998) para abordar la génesis y evolución
de la Historia escolar en España.
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El proyecto canadiense adoptó, por consiguiente, como hipótesis de trabajo que las
subculturas de asignatura preceden a la introducción de los ordenadores y son el trasfondo
sobre el que ésta acontece. De ahí que se propusiese comprobar, en primer lugar, si esos
patrones bien establecidos de actividad docente disciplinar eran realmente un elemento
activo relevante en la implementación de los recursos informáticos. En segundo lugar, y
siempre que aquella relación fuese corroborada, cómo se veían influidas por —y cuál era su
reacción a— la presencia de estos "intrusos" (cfr. Goodson-Mangan, 1998b: 106, 114).
Para adentrarse por la primera senda, colocaron el foco de sus pesquisas sobre las
diferencias apreciables entre las distintas asignaturas en el momento de utilizar estos
medios. Con ese fin exploraron algunas variables (tales como el porcentaje de tiempo
gastado por el profesor en sus exposiciones y explicaciones, la proporción dedicada a
preguntar a los alumnos y a sus actividades, o el reparto temporal entre el trabajo en
pequeño grupo y en gran grupo) expresivas, a su juicio, de las variaciones entre asignaturas
en lo concerniente a los estilos paradigmáticos de enseñanza y de organización del aula.
Como horizonte de referencia habían definido previamente las características arquetípicas a
las que propenden sus clases "normales". Así, por ejemplo, retrataron los Estudios Sociales
(Historia, Geografía, Sociología) por el predominio de un enfoque centrado en el contenido
impartido y una pedagogía que gira en gran medida alrededor del protagonismo directivo
del profesor: en un espacio que generalmente se ajusta a un modelo muy formal, con los
alumnos sentados en filas mirando al frente del aula, el profesor procura mantener una
atmósfera de silencio dominada por su voz y ocupar la atención de todo el grupo en la
misma labor, que suele consistir en atender a su "lección" —acompañada de preguntas de
comprobación a los estudiantes y lectura de ejercicios o trabajos— y emprender a
continuación, de manera individual, las tareas de refuerzo encomendadas.
Como contraste, las enseñanzas artísticas ponen menos énfasis en el contenido y la lección
magistral (con la excepción, al menos parcial, de la Historia del Arte): la actividad creativa
del alumno goza de mayor cancha; el papel del maestro se orienta más a realizar
demostraciones, atender consultas y resolver dificultades; la atmósfera acostumbra a ser
menos formal, con más ruido y movimiento, con conversaciones más improvisadas entre
tutor y pupilos, con una mayor tolerancia a ese murmullo de fondo y, ocasionalmente, con
una vigilancia menos estricta.
Las evidencias que obtuvieron ratifican la importancia de las subculturas de asignatura para
comprender la dinámica de la inserción curricular de los ordenadores. Valga anotar como
botón de muestra que las diferencias previas entre ellas en cuanto a esquemas de
interacción o gestión de tiempos y agrupamientos volvían a manifestarse de nuevo, a pesar
de que la intermediación de estas máquinas (y su número) parecía demandar en general un
tipo de actividad más individual y en pequeños grupos. En aquellas clases, como las de
Estudios Familiares o Arte, en las que existía ya un entorno individualizado y no era
inusual que distintos estudiantes estuviesen afanados en distintas tareas, los modernos
dispositivos fueron incorporados a dicha dinámica sin grandes trastornos. En otras, sin
embargo, como las de Historia y Geografía, su desembarco fue más problemático. La
frecuente inclinación por el estilo docente y de relación descrito atrás tiene que ver con
asunciones muy enraizadas acerca de lo que es el conocimiento valioso, un buen estudiante
o una instrucción eficaz, pero también —y de manera notoria— con el control del aula.
Algunos profesores mostraron más reservas sobre la pertinencia de ciertas alternativas y
percibieron en el nuevo contexto el riesgo potencial de una exacerbación de sus problemas
con el control, por lo que trataron con gran esfuerzo de acomodarlo a sus anteriores
estrategias regulativas y de enseñanza. En la comparativa entre las asignaturas mentadas,
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los porcentajes más altos de tiempo monopolizado por el maestro y la menor preferencia
por la división en pequeños grupos coincidieron con los de este área.
La inferencia de los autores es que la adopción es más sencilla y probable donde encaja con
las prácticas existentes. En cambio, no es de extrañar que un sector del gremio se muestre
reacio a una tecnología que no parece muy compatible con su proceder profesional y que
además exige un gasto adicional de energía y siembra dudas sobre sus habilidades técnicas.
Esta conclusión tiene una trascendencia muy grande, y sirve de pórtico perfecto a mi propia
aproximación analítica a esta cuestión.
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Todo material curricular, toda propuesta de utilización de un recurso, por el mero hecho de
estar disponible, la ha experimentado. La consecuencia es su impregnación por tradiciones
y maneras de entender lo que es y debe ser la enseñanza de la Historia, la Geografía o la
disciplina que fuere, aunque el "diseñador" no sea muy consciente de sus filias, o exhiba el
fruto de su esfuerzo como si estuviese libre de cualquier atadura ajena al dictamen de la
psicología cognitiva, pongamos por caso. Así, por ejemplo, las posibilidades simbólicas y
operativas de acceso a (o expresión de) un mensaje ofrecidas por el medio se subordinan a
la transmisión de ciertos contenidos y no de otros. Es más, la concepción que se tiene de los
saberes escolares, el tratamiento que reciben, o el modo a través del cual se pretende
facilitar y organizar el acercamiento de los alumnos a los mismos, llevan a una explotación
selectiva de tales posibilidades, y a infundirles una dirección peculiar. El resultado de esta
contextualización genético-constitutiva son herramientas específicas para una institución de
socialización, en último término incomprensibles al margen de los complejos y conflictivos
procesos de control cultural soterrados en ella. Si se excava por debajo de su superficie
aflorarán posturas distintas, antagónicas incluso, acerca de cuál es el conocimiento legítimo
a impartir (que conllevan representaciones de la sociedad y de los valores deseables para la
ciudadanía del futuro), cuál su índole y papel (de los que, entre otras cosas, rezuman
imágenes disímiles de las personas en cuanto agentes), o asimismo, dependiendo del
modelo de desarrollo curricular subyacente, cuál es el tipo de profesionalidad docente por
el que se aboga. En definitiva, no existen materiales neutrales.
Ahora bien, el "carácter" insuflado de esta forma en ellos no es el determinante postrero del
empleo, la función ni el protagonismo que tendrán en una clase. Lejos de ser usuarios
pasivos, los profesores interpretan, filtran y reconducen tal carácter de acuerdo con sus
preferencias, necesidades o sensibilidades, a su vez ligadas íntimamente a un sistema de
creencias, convenciones, hábitos y normas relativos a la escuela, la propia asignatura, el
aprendizaje, la inteligencia y "diversidad" de los estudiantes, el rendimiento académico, la
metodología factible, los mecanismos de control y gestión de las clases, etc. Por esa razón
parece atinado ver en el medio, como hace Ben-Peretz (1990), un potencial curricular
susceptible de ser rehecho, alterado o ajustado en cada aula, de conformidad con los
esquemas (explícitos e implícitos) de pensamiento y acción de su responsable. En otras
palabras, la aplicación del recurso configura igualmente su significación didáctica, toda vez
que al decidir por qué, para qué o cómo utilizarlo (o por qué rechazarlo), el profesor lo
"acomoda" a su cultura profesional, sus rutinas y circunstancias ambientales. Esta sería la
segunda instancia contextualizadora, a la que he llamado contextualización práxica. A su
través el medio se empapa asimismo en gramáticas, códigos y tradiciones pedagógicas,
pues la práctica no es sólo una manifestación de estados subjetivos individuales sino
también una creación socio-histórica: construimos nuestra práctica tanto como esa práctica
es construida por la institución que la enmarca.
Un material curricular admite diversas "lecturas", algunas incluso contradictorias con las
intenciones de su autor. Pero ese material es el fruto de una regulación selectiva, con lo
cual su "lectura" no puede ser abierta desde el principio. Como se observa, se trata de una
dialéctica compleja en la que desempeñan un papel ambas contextualizaciones. Las dos
suponen la acomodación del medio a planteamientos de enseñanza preexistentes. Por
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consiguiente, es en ellos donde hay que buscar la matriz didáctica de los cambios (y la de
las permanencias). El medio no determina el planteamiento de enseñanza, lo plasma.
Cierto es que los atributos técnicos y simbólicos de ese medio son independientes del uso
que se hará de los mismos. Quien contextualiza el recurso no se inventa sus propiedades
internas, las aprovecha. Quiere ello decir que su concurso puede introducir variaciones
significativas en el ambiente en el que adquiere cuerpo un estilo docente, como patentiza el
ordenador. Pero a mi juicio cabe interpretar mejor esas variaciones como elemento
potenciador (o restrictivo) de un patrón de actuación educativa, antes que de
transformación de aquél en uno nuevo. En el mejor de los casos las tecnologías de la
información favorecerán instrumentalmente, enriquecerán o amplificarán un hipotético
cambio no gestado en su seno sino en su entorno (lo que no sería poco).
Así lo he podido comprobar al seguir el rastro de esa doble impronta, por un lado en el
software educativo auspiciado por el M.E.C. y en algunos paquetes multimedia
comerciales; y por otro en las descripciones de experiencias con ordenador a cargo de
docentes de Historia y Geografía adscritos al Proyecto Atenea, recogidas en la base de
datos EXPER confeccionada en su momento a instancia de los servicios centrales de dicho
proyecto. En lo atinente a los programas, la mayoría de los que han pasado por mis manos
se me antojan —más allá de sus mayores o menores aciertos expresivos— difícilmente
defendibles como un "progreso", toda vez que se adaptan como la seda a una filosofía de
muy rancio sabor (el lector o la lectora encontrará en Romero 1996 y 2001 una glosa
detallada de varios títulos). El examen de las segundas tampoco deparó sorpresas. Como no
podía ser de otro modo, las decisiones relacionadas con este recurso son subsidiarias de los
presupuestos instructivos, y éstos se identifican con nitidez al contar con arraigados
referentes. Por añadidura, las pautas estadísticamente dominantes demostraron (cfr.
Romero, 2001) la avenencia de los modernos dispositivos con liturgias de larga duración,
tanto si nos fijamos en las temáticas trabajadas como en las actividades realizadas con su
auxilio. Véase:
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del catálogo virtual que supuestamente compendia las producciones disciplinares. Los
"temas" son bastante expresivos por sí mismos: "geografía de la población mundial",
"geografía física de los países del mundo", "geografía humana y económica", "climas de
España", "historia de las civilizaciones y del arte", "los reyes y los hechos de la
Reconquista", "economía y demografía en el siglo XIX", etc. A enorme distancia, el
segundo de los bloques por orden de importancia cuantitativa (18,5%) atestigua el cierto
eco alcanzado por la "didáctica del entorno", traducida en la relevancia concedida a los
motivos locales: "mi ciudad", "estudios demográficos del distrito de La Latina", "estudio
del entorno social del instituto", "estudio sobre la utilización del tiempo libre en dos
distritos de Zaragoza", "el petróleo de la Lora en Burgos", "la cabaña de ganado frisón en
Cantabria", etc. Sólo una ficha (1,5%) encaja dentro de la orientación hacia problemas
sociales, al ocuparse del desempleo en los países comunitarios. El resto (9,2%) rememoran
tareas meramente instrumentales.
La categoría dual que he manejado permite inferir los requisitos didácticos que deben
cumplirse para la promoción de una innovación, pero esos requisitos son sólo uno de los
planos en cuya intersección se juega la posibilidad misma de una mejora. La persistencia o
la inflexión curriculares suscitan algunas cuestiones que la didáctica no puede resolver per
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Ciertamente esas restricciones suelen manifestarse arropadas con un manto de ritos y mitos
socialmente inventados, que a través de los procesos de subjetivación convierten los
controles externos de las conductas asimismo en internos. De esta suerte, las culturas del
gremio, al tiempo de remitir a unas determinaciones, pueden contribuir a su reproducción,
aun de modo no intencional. Como diría Bernstein (1993, 1998), los códigos pedagógicos
no son sólo un portador de voces ajenas y vínculos dominativos externos a ellos. No son un
mero reflejo de algo distinto de sí mismos. Hondamente estructurados, también estructuran,
pues generan maneras de pensar, ver y actuar.
No obstante, tal constatación no da bula para soslayar las diversas circunstancias, tanto
internas como externas a los centros escolares, que condicionan la acción de los agentes
educativos, propiciando opciones o recortándolas (dramáticamente incluso). Pensemos sin
ir más lejos en los Reales Decretos 3473 y 3474 de 29 de diciembre de 2000 (BOE, 16 de
enero de 2001), que establecen las nuevas «enseñanzas mínimas» para la secundaria
obligatoria y post-obligatoria preceptivas en todo el estado español. Esta versión hispana
del back to basics —impulsado por la restauración educativa conservadora triunfante en
otros países avanzados desde los años ochenta— consagra, en el área del aprendizaje de lo
social, un esencialismo cultural re-nacionalizado y más nítidamente re-disciplinado que se
sostiene en la tradicional pareja Historia de España e Historia Universal, obedientes ambas
a un estricto orden cronológico, y en su sempiterna compañera la Geografía. Vetusto y
obsoleto canon curricular que, de facto, ha sustituido la idea de los "contenidos mínimos"
por unos temarios muy densos, minuciosamente prescritos y rígidamente secuenciados2.
Junto con un sesgo cultural, lo que tenemos aquí es —consiéntaseme recurrir a la clásica
terminología de Bernstein (1971)— un reforzamiento de la clasificación del conocimiento
(la acentuación de las fronteras entre unos contenidos y otros, entre los saberes escolares y
los no escolares) y de su encuadramiento (la acentuación de las fronteras entre lo que
puede y no puede ser transmitido en la relación pedagógica). Obviamente, esto tiene su
repercusión en la distribución del poder dentro del sistema escolar, toda vez que supone
consolidar o incrementar por decreto el control vertical y jerárquico sobre el currículum.
Con la consiguiente merma severa del margen de autonomía y de maniobra profesional
docente, el delgado sustrato de la innovación se volatiliza.
Notas
http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn-107.htm 06/03/2015
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1.Por orden alfabético: Alemania, Austria, Bélgica, Canadá, China, Estados Unidos,
Francia, Grecia, Holanda, Hungría, India, Israel, Italia, Japón, Luxemburgo, Nueva
Zelanda, Polonia, Portugal y Suiza.
2. Para profundizar en esta crítica remitimos al Editorial que abre el nº 5 del anuario Con-
Ciencia Social y a los documentos elaborados por distintos miembros o grupos de la
Federación Icaria, recogidos en su página Web ( http://www.fedicaria.org ).
Bibliografía
http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn-107.htm 06/03/2015
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TYACK, D.; TOBIN, W. (1994). The «grammar» of schooling: why has it been so hard to
change?. American Educational Research Journal, 31 (3), pp. 453-479.
http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn-107.htm 06/03/2015
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UNESCO (1998). Informe mundial sobre la educación 1998. Los docentes y la enseñanza
en un mundo en mutación. Madrid: Santillana / Ediciones Unesco, 174 pp.
Ficha bibliográfica:
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http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn-107.htm
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