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El Monstruo de Monserrate, neurociencia, crimen y responsabilidad penal: la

psicopatía y la teoría del delito.

“Hay emociones – todo un amplio abanico de ellas – que solo conozco a través de las
palabras, de la lectura y de mi imaginación inmadura. Puedo imaginarme que siento
emociones, pero no las siento”. Escrito por un asesino convicto (Hare, 1993, p. 42-43. En
Raine & Santamarín, 2011, p. 41).

Resumen

Los avances neurocientíficos de la última década han encontrado que los individuos con
psicopatía presentan alteraciones a nivel de la corteza prefrontal y el sistema límbico, así
como en el sistema de control inhibitorio, lo cual lleva a que haya problemas de autocontrol
del comportamiento y de las emociones y a que se afecte su capacidad de autodeterminación.
De este modo, a pesar de que el psicópata puede comprender la ilicitud de su actuar, no puede
ajustar su comportamiento de acuerdo con esa comprensión, llevando a que el sujeto sea
inimputable. El caso del Monstruo de Monserrate ilustra las limitaciones que existen en el
ordenamiento jurídico penal colombiano en torno a la inclusión de la evaluación de la
psicopatía en el examen mental que se le realiza al imputado y en torno a la aceptación de
esta patología como causal de inimputabilidad.

Palabras claves. Psicopatía, responsabilidad penal, culpabilidad, inimputabilidad, capacidad


de autodeterminación.

Abstract

Neuroscientific advances in the last decade have found that individuals with psychopathy
present alterations in the prefrontal cortex and the limbic system, as well as in the inhibitory
control system, which leads to problems of self-control of behavior and emotions, affecting
their capacity for self-determination. In this way, even though the psychopath may

Sobre la autora: Camila Andrea Diaz Amado, abogada, estudiante de psicóloga y de la


maestría en derecho de la Universidad de los Andes. Ca.diaz12@uniandes.edu.co
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understand the illicitness of his actions, he cannot adapt his behavior in accordance with that
understanding, leading to the subject being unimpeachable. The case of the Monster of
Monserrate illustrates the limitations that exist in the Colombian criminal legal system
around the inclusion of the evaluation of psychopathy in the mental examination performed
on the accused and around the acceptance of this pathology as a cause of unimpeachable.

Keywords. Psychopathy, criminal responsibility, criminal culpability, unimpeachable,


capacity for self-determination.

Tabla de Contenidos.

1. Introducción.
2. Metodología.
3. El comportamiento criminal y la psiquiatría. – contextualización histórica del debate.
1.1 La medicalización del comportamiento criminal.
1.2 El conocimiento experto.
4. La neurociencia, comportamiento criminal y psicopatía.
5. La recepción del conocimiento neurocientífico en la teoría del delito contemporánea.
5.1 La acción.
5.2 La culpabilidad.
6. El funcionamiento del enlace médico / penal: análisis del caso del monstruo de
Monserrate.
7. El litigio: el conocimiento experto y la decisión penal. Reflexión final.
8. Conclusiones.

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Introducción

En Colombia hay una discusión abierta acerca de si el trastorno clínico de psicopatía debería
incluirse como causal de inimputabilidad. Esto ha generado que en muchos casos no se
aplique esta categoría dogmática, ya sea por desconocimiento por parte de la defensa o
fiscalía, falencias de los peritos o por la ambigüedad que ha tenido este concepto a lo largo
del tiempo (Castillo, 2020). A pesar de esto, gracias a los recientes avances neurocientíficos
y las técnicas de neuroimagen se ha logrado tener una mejor comprensión de los sustratos
neurobiológicos del trastorno y sus implicaciones sobre el comportamiento. De este modo,
se ha encontrado que aunque la mayoría de los psicópatas se desenvuelven bien en pruebas
o test neuropsicológicos, los estudios de neuroimagen funcional muestran alteraciones a nivel
de la corteza prefrontal, específicamente la ventromedial y dorsolateral, y en el sistema
límbico, indicando que la anomalía en individuos psicópatas es de tipo funcional y no
estructural (Raine & Santamartín, 2011).

Así, este trabajo abordará las implicaciones que podrían tener los avances neurocientíficos
sobre el trastorno de psicopatía para determinar la aplicabilidad de la categoría dogmática de
imputabilidad y analizará si la presencia de este trastorno podría llevar a plantearse incluso
la ausencia de acción. Lo anterior, teniendo en consideración que las alteraciones
neurobiológicas encontradas en los psicópatas afectan las áreas encargadas del control de la
conducta, toma de decisiones (corteza ventromedial), inhibición de comportamiento, control
de impulsos (corteza orbitofrontal) y regulación emocional (sistema límbico) (Redolar, 2014;
Raine & Santamartín, 2011).

El estudio de los avances neurocientíficos sobre las disfuncionalidades que presentan los
psicópatas es importante para el derecho penal pues evidencia una afectación en la capacidad
de autodeterminación del comportamiento en estos individuos, lo cual tiene implicaciones
sobre la culpabilidad penal y la asignación de la forma de castigo a imponer ante la comisión
de un injusto. De esta forma, la relevancia del estudio de este tema radica en que, primero,
permite evidenciar cuál ha sido el trato jurídico penal del psicópata en Colombia; y segundo,
la investigación también permite analizar si se respetan las categorías dogmáticas
fundamentales del derecho penal cuando se trata a estos sujetos como imputables. Por lo

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anterior, este trabajo tiene como pregunta de investigación: ¿Cómo debería ser el trato
jurídico penal del trastorno de personalidad antisocial (también entendido como psicopatía),
teniendo en cuenta las disfuncionalidades cognitivas que presentan los sujetos con este
trastorno?

En consecuencia, lo que se propone demostrar es que la psicopatía debería ser causal de


inimputabilidad en Colombia, al ser este un trastorno severo de personalidad que presenta
disfuncionalidades cerebrales que afectan la capacidad del sujeto de autodeterminar su
comportamiento para actuar conforme a derecho, al verse comprometidas las estructuras
cerebrales importantes para la regulación de la conducta. Tal y como expresa Goldberg en
su libro “The Executive Brain” (2001):

“Si otras partes del cerebro se dañan pueden perderse el lenguaje, la memoria o dificultarse
la percepción mientras que la esencia del individuo permanece intacta. Todo esto cambia
cuando lo dañado son los lóbulos frontales. Lo que se pierde ya no es un atributo de la mente,
es la mente en sí misma” (p. 1).

Para esto, se abordará el debate acerca de la incursión de la psiquiatría en el derecho penal y


conceptos como psicopatía, acción, culpabilidad e inimputabilidad en lo que resulta
pertinente para el propósito de la investigación, y se hará el análisis de un caso colombiano
para evidenciar cómo ha sido la discusión y aplicabilidad de estas categorías en la
determinación de la responsabilidad penal en Colombia.

Metodología

La metodología de esta investigación es documental y cualitativa, consistiendo en un estudio


de caso. Este apartado busca explicar el método de investigación seleccionado y su relevancia
para la presente investigación.

La metodología de investigación documental será de contenido y teórica. El análisis


documental consiste en una serie de operaciones cuyo objetivo es representar el contenido
y/o la forma de un documento para facilitar su consulta, recuperación o generar un producto
que lo sustituya (Clauso, 1993). Este análisis de documentos puede realizarse ya sea a través
del análisis de texto, del discurso, del contenido o ideológico (Fernández, 2002).

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Así, el análisis documental de contenido consiste en la representación o reconstrucción
condensada del contenido de un documento, distinta de la original, con el fin de organizar y
recuperar la información. Es un análisis y descripción sustancial de los contenidos de un
documento de forma abreviada, sin interpretación crítica (Clauso, 1993). Estos análisis
documentales constituirán los marcos referenciales de la investigación, entendiendo marcos
referenciales como “el componente metodológico de un diseño de investigación, destinado a
explicar las premisas teóricas que estarían presupuestas en el abordaje de un objeto de
conocimiento” (Sandoval, 1996, como se citó en Lopera, 2009, p. 14). De este modo, la
revisión de literatura estará encaminada a la construcción de estos marcos teóricos
referenciales que permitan el estudio del tema abordado (Lopera, 2009).

Esta metodología de investigación es relevante para la presente investigación pues permite,


a través del análisis de documentos, hacer una reconstrucción teórica descriptiva que permita
comprender las categorías dogmáticas y psicopatológicas pertinentes para analizar la
recepción del conocimiento neurocientífico sobre la psicopatía en el derecho penal
colombiano, mediante un estudio de caso.

Respecto al estudio de caso, este consiste en una metodología de investigación cualitativa


utilizada para estudiar y entender un problema relevante a través del análisis de uno o varios
casos que ilustren el problema dentro de un sistema específico (Creswell, 2007).

Existen varios tipos de estudio de caso. Su clasificación se da de acuerdo con el tamaño del
caso de estudio (individual, varias personas, un grupo, un programa completo) o de acuerdo
con la intención del análisis de caso. Respecto a la clasificación de acuerdo con la intención
existen tres variantes: estudio de caso singular instrumental, estudio de casos múltiples y
estudio de caso intrínseco (Creswell, 2007). El presente trabajo de investigación utilizará el
estudio de caso singular instrumental. En este el investigador se centra en un problema y
luego selecciona un caso específico que ilustre el problema (Creswell, 2007). En este trabajo
el problema es la psicopatía en el derecho penal y el caso específico de estudio es el de Fredy
Armando Valencia, denominado por los medios como el “monstruo de Monserrate”.

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Respecto al método del estudio de caso, los datos pueden ser obtenidos de fuentes de
información tanto cuantitativas como cualitativas que incluyen documentos, registro de
archivos, entrevistas, observación directa, observación participante e instalaciones y objetos
físicos (Martínez, 2006; Jiménez-Chaves, 2012). El presente estudio utilizará el análisis de
documentos y registro de archivos judiciales como las fuentes de información primarias para
realizar el estudio de caso debido a que la recolección de datos es post facto (Jiménez-Chaves,
2012).

Entre los procedimientos que se pueden utilizar para realizar un estudio de caso se encuentra
el propuesto por Stake´s en 1995 (Creswell, 2007). En este primer paso el investigador debe
determinar si un estudio de caso es apropiado para el problema a investigar (Creswell, 2007).
De esta forma, un estudio de caso es apropiado cuando se tienen preguntas de tipo “cómo” o
“por qué”, cuando el investigador tiene poco control sobre los acontecimientos y cuando el
tema a investigar es contemporáneo (Jiménez-Chaves, 2012; Yacuzzi, 2005). El segundo
paso es la identificación del caso a investigar. Aquí el investigador debe definir el tipo de
estudio de caso a realizar y seleccionar el caso. El tercer paso consiste en la recolección de
datos que debe incluir varias fuentes de información y las estrategias que se van a utilizar
para la obtención de los datos (Creswell, 2007; Jiménez-Chaves, 2012). El cuarto paso
consiste en el análisis de los datos que puede ser holístico o un análisis integrado de un
aspecto específico del caso. De igual forma, a partir de la recolección de los datos, se debe
realizar una descripción detallada del caso en donde se incluya la historia de este. Además,
el investigador deberá enfocarse en el problema de análisis dentro del caso para entender la
complejidad de este. Por último, el quinto paso indica que el investigador debe hacer la
interpretación de los datos. Con esto debe identificar el significado del caso que, en el estudio
de caso singular instrumental, consiste en aprender del problema o tema del caso (Creswell,
2007).

En conclusión, en la presente investigación se realizará una revisión de literatura en la cual


se analizará el contenido de documentos acerca del debate sobre la medicalización del
comportamiento criminal, el derecho penal y los avances neurocientíficos respecto a la
psicopatía. Lo anterior con la finalidad de construir un marco teórico que permita entender

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las categorías dogmáticas de acción y culpabilidad en el derecho penal colombiano en
relación con la categoría psicopatológica de trastorno de personalidad antisocial. Para, a
través del estudio del caso del Monstruo de Monserrate, evidenciar cómo interactúan dichas
categorías para determinar la responsabilidad penal.

El comportamiento criminal y la psiquiatría. – Contextualización histórica del debate

La medicalización del comportamiento criminal1

En el siglo XIX, el caso de parricidio cometido por Pierre Rivière se centró en determinar si
este tenía o no las facultades mentales para asumir la responsabilidad penal derivada de sus
acciones. El debate suscitó opiniones divididas de los expertos en psiquiatría de la época, en
un momento donde se empezaba a discutir la utilización de conceptos psiquiátricos en la
justicia penal. Uno de los informes psiquiátricos del caso establecía que debido a que Rivière
podía hilar ideas coherentemente y no padecía alguna enfermedad evidente, entonces no era
un “alienado mental”, debiéndose su crimen a un estado de exaltación momentáneo
(Foucault, 1973).

Otro de los informes del caso, por el contrario, afirmaba que Rivière sí presentaba alienación
mental, lo que se corroboraba en su historia familiar de alienación mental hereditaria, el
testimonio de los vecinos y en su historia de vida, caracterizada por rechazo social en la
infancia temprana, dificultad para desarrollar facultades afectivas, aislamiento, falta de
empatía, inferioridad intelectual y moral, juicio falso, alucinaciones, ideas delirantes e
incapacidad para calcular las consecuencias de sus actos. Este informe psiquiátrico también
aseguraba como prueba de la alienación que, tras el hecho delictivo, Rivière presentaba poco
remordimiento, justificando sus acciones en que eran necesarias para la libertad de su padre
y de forma calmada, con el arma ensangrentada en la mano, siguió su rumbo a Vire. De
acuerdo con el informe, las memorias de Rivière escritas a petición del magistrado, donde

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Entendida como el fenómeno que se comenzó a dar a principios del siglo XIX y que continua hasta el presente
donde la ocurrencia de comportamientos criminales “monstruosos” o violentos se explica y justifica desde la
psiquiatría y psicología, como formas de enfermedad mental.

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confiesa lo que siente, solo ponen de manifiesto su buena memoria, pero no niegan su
alienación (Foucault, 1973).

En juicio el jurado encontró responsable a Rivière y este fue condenado a la pena capital.
Esta decisión se tomó tras presentarse dos informes psiquiátricos contradictorios; escuchar a
cuatro médicos, dos compartiendo cada visión; oír la declaración de Rivière de que sabía que
lo que hacía estaba condenado por la ley, pero que estaba convencido de que traería
tranquilidad a su padre; escuchar varios testigos que, si bien no probaban un total trastorno
de las facultades intelectuales, sí establecían una notable debilidad mental; y leer las
memorias escritas por el acusado. Sin embargo, los jurados, quizá afligidos por la dureza de
la pena impuesta a un hombre que nunca gozó por completo de razón, se reunieron y
redactaron una petición de conmutación de pena. Así, varios médicos eminentes de París
declararon que Rivière no gozaba plenamente de sus facultades mentales desde los 4 años y
que los homicidios se debieron a su alienación y a delirios (Foucault, 1973).

No obstante, debido a los informes médicos contradictorios, el Ministro de Justicia sintió la


obligación de escribir al Rey para proponerle la conmutación de la pena de Rivière, pues
sentía muchas dudas para concluir la ejecución de la sentencia. El Rey conmutó la pena
capital por cadena perpetua (Foucault, 1973).

El caso de Pierre Rivière ejemplifica cómo se comenzaban a relacionar los discursos médicos
y jurídicos dentro de los procesos penales para determinar la responsabilidad penal, en un
momento histórico donde la medicalización del comportamiento criminal estaba en sus
inicios.

La incursión de la psiquiatría en el terreno del derecho penal se ha presentado desde


comienzos del siglo XIX, debido a una serie de casos que tuvieron lugar entre 1800 y 1835
y que seguían, más o menos, la misma forma que el caso de Pierre Rivière presentado
anteriormente: crímenes sin justificación aparente, extremadamente violentos, realizados por
sujetos en los que la locura y la criminalidad se reúnen en lo monstruoso. Es así que la
psiquiatría del crimen se inaugura con una patología de lo monstruoso: el crimen patológico
(Foucault, 1990).

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La relación medicina – derecho penal se consolidó a finales del siglo XIX y principios del
XX. Durante este periodo se abandona la noción de monomanía gracias a la idea de que la
enfermedad mental no es solo una patología de la consciencia, sino que puede afectar también
la afectividad, el comportamiento y los instintos, sin afectar el pensamiento. Además, hay
una mutación de la noción de responsabilidad derivada del derecho civil que permitió dar
fundamento a la responsabilidad sin culpabilidad, introduciéndose la noción de riesgo, en
donde un individuo se vuelve responsable penalmente aun si no puede ser culpable, pues su
libertad supone un riesgo social, siendo entonces la función del castigo la de eliminar el
riesgo (Foucault, 1990). Estos fundamentos positivistas dieron paso a que se comenzaran a
implementar las medidas de seguridad y a que las enfermedades mentales fueran catalogadas
desde su carácter nosológico (Parada, 2012).

La llamada medicalización del comportamiento criminal que se produjo desde principios del
siglo XIX implicó que la conducta, la existencia y el cuerpo fueran comprendidos desde lo
médico (Foucault, 1990). El derecho penal dejó en manos de la psiquiatría los fenómenos
que dañaban abiertamente a la sociedad. Los médicos, psiquiatras y manicomios fueron los
encargados de curar a los delincuentes peligrosos (Parada, 2012).

El conocimiento experto

El conocimiento científico no siempre fue bien recibido en el derecho penal. Esto debido a
que la creciente autoridad que empezaba a ganar la medicina a principios del siglo XIX
suponía un desafío para la autoridad de la ley y, particularmente, para el rol del jurado. Así,
los juristas consideraban que la medicina legal usurpaba las funciones del jurado al poder
responder preguntas no solo acerca de las facultades mentales de un sujeto, sino también
acerca de si el preso sabía de “la naturaleza y calidad de su acto” y si sabía que “estaba mal”.
Lo anterior ampliaba la definición de “locura” y permitía al médico hacer afirmaciones como:
“el prisionero no tenía buen juicio ni conocimiento de lo que estaba haciendo” o “habría
tenido una idea muy confusa de lo correcto y lo incorrecto, siendo difícilmente capaz de
apreciar la naturaleza y calidad del acto que estaba cometiendo” (Ward, 1997, p. 347),
obteniendo la absolución sobre la base de estas afirmaciones. En estos casos en donde el
experto médico testificaba acerca de que el acusado no tenía adecuadas facultades mentales,

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el papel del jurado, antes encargado de determinar la culpabilidad, ahora parecía ser solo una
formalidad. Para evitar este desplazamiento de funciones, se limitó la intervención del
experto médico (Ward, 1997).

A medida que avanzaba el siglo XIX las reglas que limitaban la intervención de los testigos
expertos se fueron relajando y surgió una conciliación entre el derecho y la ciencia. El cambio
en las relaciones médico – legales fue en parte un reflejo del cambio cultural en las actitudes
hacia el crimen y la patología mental, lo que también influenció la aparición percibida de una
clase criminal distinta patológicamente, insensible a todas las formas de disciplina (Ward,
1997).

De igual forma, también fue un reflejo de la consolidación del estatus de la profesión médica,
lo cual llevó a que los jueces estuvieron más dispuestos a otorgar a los médicos el respeto
debido a un hombre de ciencia. Además, la confluencia del discurso médico legal ayudó a
cerrar la brecha entre la medicina y lo jurídico. Así, el discurso médico, que planteaba que la
responsabilidad consistía en que las propias acciones estuvieran controladas por los centros
superiores del cerebro, aceptó que las definiciones de responsabilidad debían derivar de las
teorías del castigo. Por su parte, el discurso jurídico, que planteaba que la responsabilidad
significaba poder comprender las amenazas de la ley, aceptó que la psicología clínica podía
ayudar en la tarea de fundar el derecho penal en “la ciencia de comprender y clasificar
correctamente los grandes departamentos de la conducta humana” (Ward, 1997, p. 349).

El acercamiento de la definición legal de locura a la definición médica permitió el desarrollo


de estudios interdisciplinarios que buscaban identificar las categorías médicas de locura que,
con bases jurídicas, deberían ser aceptadas como factores atenuantes o exculpantes de la
responsabilidad (Ward, 1997).

Sin embargo, esta conciliación entre el discurso médico y jurídico suscitó nuevas tensiones,
ya que dificultó trazar una frontera entre delincuentes responsables e irresponsables que fuera
justificable en términos legales y médicos. A pesar de algunas propuestas para determinar
cuándo la falta de autocontrol debería constituir defensa total o veredicto intermedio, un
problema que no pudo ser resuelto fue cómo tratar a los “imbéciles morales”, personas que

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carecían de sentido moral y eran inmunes a los efectos del castigo. Debido a que ese
diagnóstico había sido creado para explicar la existencia de la “clase criminal”, el reconocer
la falta de autocontrol como atenuante en estos casos podría haber llevado a la extensión del
concepto de responsabilidad relativa o exculpación por locura para gran parte de la población
criminal. Así, el criminólogo Havelock Ellis se preguntó “¿cuántas personas culpables de
delitos graves, la única clase respecto de la cual la pregunta es de importancia práctica, deben
considerarse cuerdos?” (Ward, 1997, p. 351).

Fueron estas tensiones entre la ley y la pericia en la retórica científica las que diferenciaron
el desarrollo de la experticia psicológica del desarrollo de otros testigos expertos. Mientras
que en las otras ciencias forenses se preocupaban por la decodificación de signos que solo un
experto podría interpretar y observar, haciendo que la audiencia no profesional solo pudiera
presumir su validez o rechazarla de plano, pero no resolver una disputa en ese ámbito por
carecer de las capacidades para hacerlo, la ciencia psiquiátrica se enfrentaba a testificar a
favor o en contra de hechos que ya habían adquirido significado por medio de las autoridades
legales y el público, haciendo que las explicaciones médicas tuvieran que competir con el
sentido común, por lo que se trataba entonces de persuadir al juez de renunciar al “sentido
común” en favor del conocimiento experto. Esto posibilitó que las opiniones de los no
expertos prevalecieran sobre la de testigos cualificados a la hora de decidir sobre la
responsabilidad del acusado (Ward, 1997).

Para los médicos del siglo XIX y principios del siglo XX una reforma a la ley era necesaria
para que siguiera los avances de la ciencia médica. A pesar de esto, el enfoque positivista de
los jueces de la época favoreció el argumento de que la responsabilidad penal era un concepto
puramente jurídico, siendo absurdo suponer que una norma jurídica pudiera ser
científicamente verdadera o falsa. Además, la influencia del sentido común para juzgar el
conocimiento experto médico llevó a que eventualmente se dudara del rigor científico de la
psicología y la psiquiatría, considerándolas como ciencias vagas y peligrosas de aplicar a
asuntos públicos (Ward, 1997).

En la actualidad, a pesar de que cada vez con mayor frecuencia algunas circunstancias
relevantes para las decisiones judiciales pueden ser averiguadas y valoradas a través del

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conocimiento científico o experto, todavía existen dudas sobre la validez del conocimiento y
la prueba científica como instrumentos para la averiguación de la verdad de los hechos dentro
del proceso. Específicamente, la duda persiste ante las llamadas ciencias “blandas”, dentro
de las cuales se categoriza a la psiquiatría y la psicología. La resistencia ante estas ciencias
consiste en que tratan de áreas del conocimiento relativas a hechos humanos que
tradicionalmente y por siglos han sido consideradas como parte del “sentido común”
(Taruffo, 2005).

En el derecho civil (Civil law) el problema recae sobre el juez, al ser quien tiene que decidir
entre la necesidad y admisibilidad de la prueba científica o si él mismo puede valorar los
hechos sin recurrir al auxilio de un experto. De esta decisión del juez “autocrítica” se derivan
consecuencias sobre el proceso y sobre la decisión final, la cual podrá estar fundada en el
conocimiento científico o sobre el conocimiento que el juez pueda tener, a partir del sentido
común, de las nociones necesarias para decidir (Taruffo, 2005).

De este modo, la tendencia que prevalece es todavía la de infravalorar la aportación que


pueden realizar ciencias como la psicología a la averiguación de hechos relevantes en el
proceso. Muchos jueces todavía consideran que el conocimiento de las ciencias sociales hace
parte del conocimiento común y, en consecuencia, no consideran necesaria la ayuda de un
experto o cuando admiten la prueba, dudan de su validez y atendibilidad (Taruffo, 2005).

La neurociencia, comportamiento criminal y psicopatía

En la antigüedad la psicopatía fue llamada por Philippi Pinel como “demencia sin delirio”,
con la finalidad de describir a las personas que tenían una respuesta emocional inusual y
rasgos impulsivos, pero sin la presencia de déficits en el razonamiento cognitivo. También
ha sido llamada insanidad y sociopatía. Hoy en día se le conoce cono trastorno de
personalidad antisocial (Barlow et al., 2017).

Dentro de la psicología y la psiquiatría existen varios manuales que caracterizan los diversos
trastornos psicológicos que se conocen. Entre estos están el Manual Diagnóstico y Estadístico
de los Trastornos Mentales en su quinta edición (DSM-V), elaborado por la Asociación

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Americana de Psiquiatría (APA), y el Manual de Clasificación Internacional de
Enfermedades (CIE-11), elaborado por la Organización Mundial de la Salud (OMS).

De acuerdo con estos manuales, la psicopatía o el trastorno de personalidad antisocial tiene


una doble clasificación. Primero, es considerada como un trastorno disruptivo, disocial, del
control de los impulsos y de la conducta. Estos son trastornos cuyas afecciones se manifiestan
en problemas en el autocontrol del comportamiento y de las emociones, caracterizándose por
comportamientos desafiantes, desobedientes, maliciosos (disruptivos), y que violan de
manera sistemática y persistente derechos básicos de otras personas y/o las normas sociales
(disociales). Segundo, es también clasificada como un trastorno de personalidad, entendido
como “un patrón permanente de experiencia interna y de comportamiento que se aparta
acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto” (Asociación Americana de
Psiquiatría [APA], 2013, p. 645). Esta categoría de trastornos se caracteriza por ser estables
en el tiempo; presentar problemas en el funcionamiento de algunos aspectos del yo, como
por ejemplo la precisión de la autopercepción; o por la presencia de alguna disfunción
interpersonal que se puede manifestar, por ejemplo, en una falta de capacidad para
comprender la perspectiva de otros (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2019).

La alteración en la personalidad se evidencia en patrones interpersonales, de expresión


emocional y comportamentales que son inadaptados (APA, 2013; OMS, 2019). En el ámbito
interpersonal los psicópatas son personas que tienden a ser arrogantes, tener alta
autopercepción, ser dominantes, superficiales, manipuladores y mentirosos (APA, 2013;
Barlow et al., 2017; OMS, 2019). En el ámbito emocional presentan falta de empatía, de
preocupación por el sufrimiento ajeno y de remordimiento (Barlow et al., 2017). En el ámbito
conductual se evidencian comportamientos como la indiferencia relativa a la probabilidad de
castigo, agresión física, impulsividad, crueldad para lograr objetivos, violencia e imprudencia
ante la seguridad de los demás y de sí mismos, mostrando poca o ninguna preocupación por
las consecuencias de sus actos (APA, 2013; Barlow et al., 2017; OMS, 2019).

De esta forma, el trastorno de personalidad antisocial es un patrón de vulneración y desprecio


de los derechos de las demás personas que se caracteriza por: falta de empatía;
comportamientos crueles y despectivos con los sentimientos, derechos y sufrimiento de los

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demás; poco o ningún remordimiento sobre el propio comportamiento, manifestando
indiferencia o minimizando los efectos dañinos; engaño; manipulación; indiferencia relativa
a la probabilidad de castigo; limitada expresión de emociones; y un patrón de impulsividad,
tomando decisiones según el momento y sin tener en cuenta las consecuencias de las
acciones. Estos individuos tienden a ser agresivos e irritables, lo que los lleva a cometer actos
de violencia física con mayor frecuencia. La mayoría de los sujetos que presentan este
trastorno aprenden a aparentar o imitar remordimiento y la expresión de emociones, dándose
este comportamiento solo de manera superficial e instrumental (APA, 2013; OMS, 2019).

Para que una persona sea diagnosticada con este trastorno es necesario que haya presentado
un “patrón repetitivo y persistente de comportamiento en que se violan los derechos básicos
de los demás o las principales normas o reglas sociales apropiadas para su edad” (APA, 2013,
p. 659). Con respecto a los factores de riesgo y prevalencia, este trastorno se presenta más
comúnmente en varones y, al tener en cuenta los factores ambientales, parece estar asociado
con un nivel socioeconómico bajo y con entornos urbanos y familiares disfuncionales (APA,
2013). El pronóstico para el trastorno es por lo general poco alentador (Barlow et al., 2017).

De este modo, los criterios diagnósticos de acuerdo con el DSM-V (APA, 2013) son los
expuestos a continuación en la tabla 1:

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Una de las escalas más utilizadas para medir la psicopatía ha sido la escala de Hale
denominada “Lista de verificación revisada de psicopatía” o PCL-R, en donde puntajes altos
indican la presencia del trastorno (Barlow et al., 2017; García et al., 2008). La escala está
compuesta por 20 ítems que se califican de 0 a 2, siendo 0 ausente y 2 definitivamente
presente, pudiendo obtener el individuo una puntuación total entre 0 y 40 (García et al.,
2008). Esta escala se centra en los rasgos de personalidad subyacentes (Barlow et al., 2017)
y ha demostrado tener una alta confiabilidad interevaluador, existiendo una correlación
positiva entre la escala y la delincuencia, el comportamiento agresivo y el número de criterios
del trastorno de personalidad antisocial (García et al., 2008). En Colombia, la escala adaptada
ha mostrado tener una alta confiabilidad y validez, con una adecuada reproductibilidad entre
evaluadores y prueba a prueba, pudiendo ser usada como instrumento científico riguroso para
diagnosticar el trastorno (García et al., 2008).

Varios estudios han encontrado que las personas con altos puntajes de psicopatía cometen
crímenes en un mayor porcentaje que aquellas personas con puntajes bajos; además, tienen
un mayor riesgo de cometer crímenes más violentos y ser reincidentes. En consecuencia, la
identificación del trastorno en la población carcelaria cobra importancia por las implicaciones
que tiene en la predicción del comportamiento criminal futuro (Barlow et al., 2017).

Es importante resaltar que, aunque las personas con trastorno de personalidad antisocial
tienen un alto riesgo de exhibir un comportamiento criminal, existen psicópatas que no son
criminales y no muestran patrones marcados de agresividad. Lo que parece separar al grupo
de psicopáticos no criminales de la criminalidad es el cociente de inteligencia (IQ). Sin
embargo, no es claro si el IQ protege a los individuos de desarrollar problemas serios o si
previene de que sean atrapados (Barlow et al., 2017).

De igual forma, cabe resaltar que aunque ambos manuales reconocen la importancia de la
influencia social y del ambiente para el desarrollo del trastorno, destacan que el mismo no se
puede explicar exclusivamente por estos factores (Barlow et al., 2017). Así, existe una
interacción entre genes y ambiente en el desarrollo del trastorno, es decir, la influencia
genética genera una vulnerabilidad o predisposición al trastorno, pero los factores ambientes,

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tales como déficit en el contacto temprano y de calidad con los padres, lo desencadenan
(Barlow et al., 2017).

Respecto a la influencia neurobiológica en el trastorno, el daño cerebral no explica las


razones del comportamiento de los psicópatas puesto que estos individuos puntúan tan bien
en las pruebas neuropsicológicas como cualquier persona sin la patología. Estas pruebas están
diseñadas para detectar solo daños significativos en el cerebro y no cambios sutiles en la
química o estructura (Barlow et al., 2017), por lo que los investigadores han centrado la
investigación en la bioquímica cerebral.

A través del uso de diferentes técnicas de neuroimagen, tales como la resonancia magnética
funcional o la tomografía computarizada de emisión de positrones, se han realizado diversos
estudios que han demostrado que los psicópatas presentan un déficit en el procesamiento de
información emocional y en la capacidad de experimentar emociones. Este déficit parece
deberse a una alteración en la función de 2 áreas cerebrales. La primera es la corteza
prefrontal. Esta área es la encarga de la integración y regulación de la cognición, el afecto y
el control de ejecución e inhibición de respuestas. Específicamente, se ha visto una
subactivación en el funcionamiento de las áreas ventromedial y dorsolateral de esta corteza.
La corteza ventromedial es fundamental en el comportamiento adaptativo, incluyendo
decisiones de tipo emocional y la integración cognitivo-afectiva de la información mientras
que, la corteza dorsolateral es fundamental en el procesamiento de toma de decisiones,
realización de acciones y la inhibición de respuestas (Raine y Sanmartín, 2011).

A nivel conductual, la subactivación de la corteza prefrontal lleva a comportamientos


irresponsables, de alto riesgo y vulneradores de las reglas. A nivel de la personalidad implica
impulsividad, pérdida del autocontrol y la inhabilidad de modificar o inhibir el
comportamiento. A nivel social implica que la persona presente inmadurez, carencia de tacto
y pobre juicio social, llevando a falta de habilidades sociales, comportamiento social
inadecuado y una habilidad pobre para formular soluciones no agresivas ante encuentros
sociales problemáticos. A nivel cognitivo, la baja actividad prefrontal lleva a tener un estilo
de pensamiento inflexible y una pobre capacidad de solución de problemas. Por último, a
nivel emocional, un pobre funcionamiento de la corteza prefrontal resulta en una pérdida de

16
control sobre las partes más primitivas del cerebro, tales como el sistema límbico que genera
emociones como la ira y la rabia (Reine, 2014).

La segunda área cerebral afectada es el sistema límbico o mesencéfalo, la parte del cerebro
encargada del procesamiento emocional e implicada en el proceso atencional (Raine y
Sanmartín, 2011). Esta área está compuesta por la amígdala que dispara las emociones y
estimula los ataques afectivos y depredadores; el hipocampo que modula y regula la agresión
y que cuando es estimulado pone en acción un ataque depredador; el tálamo que sirve como
estación de relevo entre las áreas límbicas emocionales y las áreas reguladoras corticales.
Cuando esta área está sobreactivada da lugar a la agresión emocional (Raine, 2014).

Al analizar las imágenes cerebrales sobre el funcionamiento cerebral, Raine (2014) encontró
que existen dos formas en que la agresión de los psicópatas asesinos se podía presentar:
agresión reactiva y agresión proactiva, siendo este un espectro. Los psicópatas que presentan
agresión proactiva no presentan una subactivación de la corteza prefrontal, pero sí presentan
una sobreactivación del sistema límbico. Esto les permite a estos individuos actuar sobre su
agresividad de forma cuidadosamente planeada, siendo metódicos, calculadores, lógicos y
capaces de resolver problemas, de forma tal que “they feel as angry as anyone, but instead
of getting mad, they get even”2 (Raine, 2014, p. 79).

Por otro lado, los psicópatas asesinos que presentan agresión reactiva sí presentan una
subactivación de la corteza prefrontal, además de una sobreactivación del sistema límbico.
Así, cuando estos individuos sienten furia no tienen los suficientes recursos prefrontales para
expresar su enojo de una manera regulada y controlada. En consecuencia, “Someone gets
their goat, they see red, and they blow their lid”3 (Raine, 2014, p. 79).

De esta forma, parece ser que el comportamiento desinhibido de los psicópatas, su facilidad
para la violencia y la falta de remordimiento están relacionadas con una disfunción en la
corteza prefrontal y el sistema límbico, así como con una comunicación ineficaz entre estas

2
“Se sienten tan enfadados como cualquiera, pero en lugar de enojarse, se vengan” (traducción propia).
3
“Alguien los saca de sus casillas, ven rojo y explotan de rabia” (traducción propia).

17
áreas y otras regiones cerebrales. Estas anomalías neurobiológicas parecen estar relacionadas
también con el funcionamiento anormal de los neurotransmisores (Raine y Sanmartín, 2011).

Esto es concordante con el modelo de Jeffrey Gray sobre el funcionamiento cerebral que
indica que existen 3 grandes sistemas que influencian el aprendizaje y el comportamiento
emocional: el sistema de inhibición conductual (BIS), el sistema de recompensas y el sistema
de “lucha o huida”. El sistema BIS es el responsable de la capacidad de detener o inhibir una
acción cuando se anticipa un castigo inminente o situaciones sin recompensa y su activación
lleva a la frustración o ansiedad. Se piensa que el BIS está ubicado en el sistema septo –
hipocampal e involucra los neurotransmisores noradrenérgicos y serotoninérgicos. Por otro
lado, el sistema de recompensa es responsable del comportamiento, especialmente respecto
a las recompensas positivas, y está asociado con el alivio y la esperanza. Se considera que
involucra el sistema dopaminérgico mesolímbico, también conocido como el “sistema del
placer” (Barlow et al., 2017).

Al analizar el comportamiento de los psicópatas se evidencia un mal funcionamiento de estos


dos sistemas, encontrándose un desequilibrio que causa que el miedo y la ansiedad
producidos normalmente por el sistema BIS sean menos notorios que los sentimientos
positivos más prominentes del sistema de recompensa. En otras palabras, se encuentra una
subactivación del sistema BIS y una hiperactivación del sistema de recompensa, lo que
explicaría la falta de ansiedad de los psicópatas sobre la comisión de acciones antisociales y
su incapacidad para inhibir el comportamiento desencadenado por el sistema de recompensa
(Barlow et al., 2017).

La recepción del conocimiento neurocientífico en la teoría del delito contemporánea

El problema de la acción en la teoría del delito

Actualmente, una de las definiciones jurídico-penales de acción más generalizada es la que


entiende la acción como todo acto o conducta que representa una voluntad humana
exteriorizada en el mundo (Zaffaroni, 2005). No obstante, debido a que el concepto de acción
que utiliza la dogmática penal es una construcción jurídico penal, han existido varias teorías
sobre el concepto de acción (Wessels et al., 2018; Zaffaroni, 2005). De este modo, entre las

18
más relevantes de los siglos XIX y XX se encuentran, primero la teoría hegeliana en donde
la acción siempre es libre y voluntaria y, si no hay libertad no hay conducta jurídicamente
relevante (Zaffaroni, 2005). Luego vino la teoría positivista en donde la conducta es un acto
humano voluntario que causa un resultado físico, es decir, la acción es causal – naturalista,
solo importa el movimiento corporal causado por un acto voluntario y sus resultados en el
mundo exterior, pero no la dirección final o contenido de la voluntad, dejando este en la
culpabilidad (Mir, 2016; Wessels et al., 2018; Zaffaroni, 2005). A esta teoría le siguió la
Neokantiana causalista que entiende que la acción es un concepto jurídico consistente en un
hacer voluntario causal, sin tener en cuenta el contenido o finalidad de la voluntad (Zaffaroni,
2005).

A raíz de que las anteriores teorías no contemplaban en la acción la finalidad de la voluntad,


surge entonces la teoría finalista de la acción. Esta ve el actuar como un ejercicio de la
actividad final, es decir, un suceso final (dirigido intencionalmente a una meta previamente
elegida) y no solamente causal, siendo imposible separar la finalidad de la voluntad (Mir,
2016; Wessels et al., 2018; Zaffaroni, 2005). Al considerar la finalidad de la voluntad dentro
de la acción se reduce la materia de posible prohibición penal, lo que garantiza que se cumpla
el principio de nullum crimen sine conducta ya que, se específica el contenido de la acción
jurídico penal (Zaffaroni, 2005). Así, habrá acción cuando los comportamientos sean
esencialmente controlados o dominables y no habrá acción cuando falte el control de la
voluntad (Wessels et al., 2018).

Posteriormente, surgió la teoría de la acción social que propone que será acción todo
comportamiento humano, sea acción u omisión, que sea socialmente relevante y dominado o
dominable por la voluntad (Mir, 2016; Velásquez, 2020; Wessels et al., 2018). Después
surgió el concepto negativo de acción que intentaba construir un concepto típico de conducta
que abarcase tanto la acción como la omisión, pero desde el enfoque de la omisión o no
evitación de algo evitable (Zaffaroni, 2005).

A la teoría de la acción negativa le siguió el concepto funcionalista de acción. Esta postura


toma como punto de partida el concepto de evitabilidad para la construcción del concepto de
acción típica. Así, la conducta es acción como evitable causación y la omisión como evitable

19
no impedimento de un resultado (Zaffaroni, 2005). Por último, la teoría personal de la acción,
propuesta por Roxin, caracteriza la acción como una manifestación de la personalidad y, en
consecuencia, entiende que es todo aquello que se puede imputar a una persona en tanto
centro de acción psicoespiritual (Mir, 2016; Wessels et al., 2018; Zaffaroni, 2005). De este
modo, se plantea la acción como un concepto normativo y como expresión de la personalidad,
considerándose que no habrá acción cuando se parta únicamente de la esfera corporal en
ausencia del control del “yo” (Roxin, 2006), y que habrá acción “si determinados efectos
procedentes o no del mismo se le pueden atribuir a él como persona, o sea como centro
espiritual de acción, por lo que se puede hablar de un <hacer> o <dejar de hacer> y con ello
de una <manifestación de la personalidad>” (Velásquez, 2020, p. 298).

El concepto de acción en la teoría del delito es importante, no solo porque es la base sobre
las cual se construyen las otras categorías dogmáticas, sino también porque cumple una doble
función: servir como fundamento común de todas las formas de manifestación de un
comportamiento jurídicamente relevante y excluir aquellos comportamientos que escapan del
dominio de la voluntad (Wessels et al., 2018).

Independientemente de las variantes que existen sobre el concepto jurídico penal de acción,
la voluntariedad siempre es un elemento del concepto de acción. Pero no cualquier
exteriorización de la voluntad le interesa al derecho penal, sino solo aquella que tiene efectos
modificatorios lesivos para alguien que puedan vincularse a la acción como obra del autor
(Zaffaroni, 2005).

Una crítica común a las definiciones del concepto jurídico penal de acción presentadas es
que fallan en suministrar un supra-concepto que abarque todas las formas de manifestación
o exteriorización a través de las que se puede cometer una conducta punible (Roxin, 2006).
Esto lleva a que en algunas ocasiones el concepto no satisfaga su función clasificatoria y
excluyente, habiendo conductas que queden en una especie de limbo entre lo que es acción
para el derecho penal y lo que no podría considerarse acción.

Lo anterior se soluciona si se adopta un concepto de acción social comunicativo. Este consiste


en comprender la acción no desde un sentido ontológico, sino como un comportamiento cuya

20
relevancia penal depende de si es socialmente adecuado o no. De este modo, se dejan los
aspectos ontológicos de la acción, incluidos aquellos que la hacen depender de lo que una
persona puede hacer previsible o controlable desde un punto de vista externo, y se argumenta
que la acción es una forma de comunicación entre los sujetos de una sociedad, que debe estar
referida “a las personas en cuanto sujetos de derechos y obligaciones como integrantes de
una comunidad social, [cuyas] acciones son susceptibles de tener relevancia penal, en la
medida en que pueden afectar a los demás asociados” (Reyes, 2019, pp. 739–740).

La culpabilidad

De acuerdo con una de las definiciones de culpabilidad más aceptadas, ésta consiste en un
juicio de exigibilidad o reproche personal en virtud del cual se le imputa a una persona la
realización de un injusto penal, dado que al momento de su realización estaba en capacidad
de adecuar su comportamiento a las exigencias de la norma jurídica y decidió no hacerlo
(Velásquez, 2020). Así, permite vincular personalmente el injusto a su autor, considerar el
ámbito de autodeterminación con el que actuó, determinar si puede imponérsele una pena y
graduarla según el grado de reproche. Así, la culpabilidad fundamenta la pena (Mir, 2016;
Zaffaroni, 2005). Esta categoría dogmática surge del principio de culpabilidad. Este se funda
en la seguridad de que el hecho puede serle exigido a la persona y establece que a nadie puede
asignársele un injusto si este no fue realizado conforme a su ámbito de autodeterminación,
es decir, no hay pena sin culpabilidad (Velásquez, 2020; Wessels et al., 2018; Zaffaroni,
2005).

Ahora bien, el principio de culpabilidad puede ser entendido en sentido amplio y en sentido
estricto. En sentido amplio, la culpabilidad es opuesta a la inocencia y dentro de esta se
incluyen varios límites al Ius puniendi que exigen como presupuesto de la pena que pueda
responsabilizarse a quien se le impone, del hecho antijurídico que la motiva, es decir, que la
persona sea culpable (Mir, 2016). Debido a esto, no se puede ser culpable de hechos
delictivos ajenos (principio de personalidad de la pena o exigencia de responsabilidad
personal); no se puede castigar la personalidad, sino solo las conductas (principio de
responsabilidad por el hecho, exigencia de derecho penal de hecho y no de autor) y; se
requiere que la conducta delictiva haya sido cometida intencionalmente o como resultado de

21
la imprudencia (principio del dolo o culpa como elemento del injusto) (Mir, 2016; Sotomayor
& Tamayo, 2017).

En sentido estricto, la culpabilidad supone que el hecho delictivo doloso o culposo puede ser
atribuido al individuo como producto de una motivación racional normal (principio de la
imputación personal o posibilidad de actuar conforme a derecho), lo cual no sucede cuando
el autor del hecho antijurídico no es capaz de conocer su antijuridicidad y no alcanza unas
determinadas condiciones psíquicas o situacionales de normalidad motivacional, es decir, es
inimputable (Mir, 2016; Sotomayor & Tamayo, 2017). De este modo, el principio de
imputación personal se apoya en la necesidad de que el delito sea producto de una
“racionalidad normal que permita verlo como obra de un ser suficientemente responsable”
(Mir, 2016, p. 137).

Los principios derivados de la culpabilidad tienden a tener su fundamento en la dignidad


humana, la cual ofrece al individuo la posibilidad de evitar la pena comportándose según el
derecho (Mir, 2016). Así, respecto a la culpabilidad en sentido amplio, la dignidad humana
impide que alguien sea castigado por la mera casualidad, por resultados que le son inevitables
por no estar bajo su control (Sotomayor & Tamayo, 2017).

En la culpabilidad en sentido estricto, la dignidad humana permite reconocer que la


imputabilidad del ser humano está condicionada por su entorno y admite la existencia de
eventos en los que la autodeterminación para actuar conforme a derecho se encuentra
restringida (Sotomayor & Tamayo, 2017). En consecuencia, la dignidad humana también se
relaciona con la exigencia de igualdad real de todos los ciudadanos, pues permite que
circunstancias particulares de un individuo puedan dejarlo libre de responsabilidad penal
cuando se considera que el sujeto no alcanza un nivel de motivabilidad normal. Así, el
principio de culpabilidad también fundamenta la proporcionalidad de la pena como pauta del
postulado de igualdad, lo cual permite tratar diferente a lo que es disímil (Velásquez, 2020).

De tal forma, si el llamado de la norma no puede motivar al individuo con la eficacia


normalmente prevista, debido a que este presentaba inferioridad personal o se encontraba en
una situación de inferioridad, no es lícito castigarle como si no poseyera esa inferioridad,

22
quedando solo la posibilidad de que ante una infracción a la norma penal sea castigado con
una medida de seguridad y no con una pena (Mir, 2016).

Por tanto, frente al principio de imputación personal, la dignidad humana hace que el marco
bajo el cual una persona actúa sea relevante para el juicio de exigibilidad individual, pues un
trato digno no permite que un sujeto que actúa de forma condicionada sea instrumentalizado,
argumentado la necesidad de prevención general. En consecuencia, se deben reconocer
situaciones en las que no es posible exigirle al sujeto un actuar conforme a derecho si este
carece de la capacidad suficiente de adecuar su conducta a la exigencia de la norma o no está
en la posibilidad de hacerlo. De este modo, la dignidad humana actúa como criterio expansivo
de la exculpación o atenuación ya que legitima unas razones para no castigar a los sujetos o
para hacerlo en menor grado (Sotomayor & Tamayo, 2017).

En la teoría del delito actual, concorde con un Estado social y democrático de Derecho, se
entiende que el delito es un comportamiento humano típico, antijurídico y culpable. De esta
forma, el delito puede entenderse como un hecho penalmente antijurídico y personalmente
imputable, en donde la antijuridicidad penal comprende la tipicidad, el daño o puesta en
peligro del bien jurídico y la ausencia de causas de justificación, y la imputación personal
requiere que el hecho penalmente antijurídico sea imputable a una infracción personal de la
norma penal por parte de un individuo penalmente responsable, es decir, culpabilidad en
sentido estricto (Mir, 2016). A partir de la introducción del finalismo se abrió la discusión
sobre si el dolo y la culpa debían ser mantenidos dentro de la culpabilidad (Mir, 2016), la
cual fue mayoritariamente resuelta en sentido negativo.

Respecto a la antijuridicidad penal, esta tiene una doble exigencia. Primero, que haya una
lesión o puesta en peligro grave de un bien jurídico – penal que el legislador haya protegido
mediante la constitución de un tipo de delito y una pena, es decir, que haya tipicidad penal y,
segundo, que no haya una causal de justificación para el ataque típico, por lo que la conducta
es desvalorada por el derecho por ser contraria a los intereses generales (Mir, 2016).

Respecto a la imputabilidad, esta también requiere de dos elementos. El primero es que la


comisión del injusto penal sea imputable a una infracción personal de la norma penal de

23
prohibición, lo cual no ocurre cuando el sujeto no está en capacidad de advertir
personalmente la peligrosidad objetiva del delito, es incapaz de evitar su comisión o
desconoce su objetiva antijuridicidad, dando lugar al error de prohibición invencible (Mir,
2016). El segundo elemento es que el sujeto pueda ser penalmente responsable. Esto requiere
que el autor tenga capacidad para cumplir con la norma en un grado tal que pueda
considerarse normal, es decir, que al momento de realización de la conducta punible estuviera
en condiciones psíquicas de normalidad motivacional. Si el autor no está en condiciones
mentales normales que le permitan atender la llamada de prohibición de la norma, entonces
no podrá ser imputable (Mir, 2016).

En los inicios de la teoría del delito, la antijuridicidad era concebida como el componente
objetivo o externo de la acción, en donde el injusto se definía como causación de un estado
lesivo con independencia de la finalidad del autor, y la culpabilidad era concebida como el
componente subjetivo o interno, como una relación de causalidad psíquica o nexo que
explicaba el resultado como producto de la mente del individuo, encontrándose el dolo y la
culpa como la forma de conexión psíquica entre el autor y el hecho, y exigiéndose la
imputabilidad como presupuesto de estos (positivismo) (Mir, 2016). Esta concepción
causalista de conexión psíquica entre autor y hecho no lograba explicar la imprudencia. En
la culpa inconsciente dicha conexión psíquica no era posible al caracterizarse este tipo de
imprudencia por el desconocimiento del peligro y; en la culpa consciente se describía dicha
conexión solamente en términos de posibilidad, pero no en términos de efectividad. Además,
como luego se precisó, la existencia de la imprudencia no depende de la previsibilidad ni
previsión de la lesión, sino de una violación al deber objetivo de cuidado que obliga a evitar
conductas lesivas previsibles, por lo que la imprudencia no consiste en algo psicológico, sino
normativo. La necesidad de renunciar a identificar la culpabilidad con el vínculo psicológico,
entre el sujeto y el resultado, se acentuó ante el hecho de que en algunas causas de
exculpación subsiste el dolo y, por ende, el nexo psicológico, pese a lo cual falta la
culpabilidad (Mir, 2016).

Estas falencias llevaron a que se abandonara la teoría positivista y se diera paso a la


metodología neokantiana que buscó explicar las características del delito desde su significado

24
valorativo, sin abandonar el objetivismo del positivismo. Así, esta teoría concebía la
antijuridicidad compuesta solo por elementos objetivos de la acción, que seguía siendo
causal, el injusto era concebido como una infracción a la norma de valoración del hecho
objetivo o desvalor de resultado mientras que, la culpabilidad era entendida como una
infracción de la norma de determinación de la voluntad (dolo o culpa) (Mir, 2016). Esta
concepción de la antijuridicidad como un juicio de desvalor sobre el hecho, llevó a que fuera
necesario admitir que en algunas ocasiones esta dependía de algunos elementos subjetivos
claves para la valoración del hecho, que eran exigidos en la descripción de cada tipo penal.
Sin embargo, la aceptación de elementos subjetivos dentro de la tipicidad llevaba a una
contradicción en la concepción de esta: no era coherente con su naturaleza valorativa que no
requiriese dolo o culpa ya que, no es posible desvalorar un mero proceso causal si este no
depende por lo menos de la imprudencia (Mir, 2016).

En relación con la culpabilidad, esta pasó a entenderse como normativa y no psicológica, y


consistía en un juicio de valor o de reproche por la realización de un hecho antijurídico
cuando al sujeto le era posible y exigible actuar conforme a derecho. La culpabilidad era
entendida también como infracción de la norma de determinación o de deber (imperativo
personal) que se contraponía a la norma de valoración que constituía el injusto (Mir, 2016).
El dolo y la culpa seguían considerándose como elementos de la culpabilidad, pero dejaron
de ser su elemento principal, para pasar a considerarse como necesarios, pero insuficientes.
Esto permitió que pudiera faltar la culpabilidad y concurrir el dolo como sucede en algunas
de las causales de exculpabilidad, y que se pudiera dar la culpa sin necesidad de un nexo
psicológico, siendo lo fundamental que la conducta fuera reprochable, dándose entonces una
reinterpretación de la culpabilidad. Esta concepción se caracterizó por la introducción de una
perspectiva valorativa en la culpabilidad y proponía entonces que esta requería
imputabilidad, como presupuesto de una voluntad reprochable, y dolo o culpa como la
voluntad defectuosa. No obstante, esta teoría mantuvo el contenido sistemático de la
culpabilidad propio del causalismo (Mir, 2016).

En consecuencia, surgió la teoría finalista que abandonó la concepción objetiva del injusto.
Para esta teoría no era admisible sustraer del hecho la intención que lo genera por lo que, si

25
la antijuridicidad es un juicio sobre el hecho, esta no dependía solo de los elementos
objetivos, sino también del elemento subjetivo de la finalidad, por lo que el dolo natural y la
culpa son considerados elementos esenciales del injusto y no de la culpabilidad. Por ende,
“la culpabilidad deja de continuar cobijando la parte subjetiva del hecho” (Mir, 2016, p. 548)
y se adopta una concepción puramente normativa de esta, en donde la reprochabilidad pasa
al injusto y en la culpabilidad solo quedan aquellas condiciones que permiten atribuir el
hecho antijurídico a su autor. Los elementos de la culpabilidad en esta teoría son entonces la
imputabilidad (poder actuar de otro modo), la posibilidad de conocimiento de la
antijuridicidad o de la prohibición de la conducta, y las causas de exculpación (Mir, 2016).

El funcionamiento del enlace médico / penal: análisis del caso del monstruo de
Monserrate

En Colombia la psicopatía ha sido un trastorno poco estudiado, siendo una patología que ha
pasado casi inadvertida en la sociedad, a pesar de que la OMS ha sostenido que a nivel global
el 2% de la población es psicópata, afirmando que si para el 2007 la población era de
6.000.000.000 millones de personas, aproximadamente 120.000.000 tendrían el trastorno
(Castillo, 2020; Martínez, 2019). De igual forma, la última investigación epidemiológica
realizada en Colombia por la OMS indicaba que para el 2020 el país tendría una de las
prevalencias de trastornos de personalidad y mentales más altas del mundo (Gómez-
Restrepo, 2015).

La ocurrencia de crímenes “atroces” no es escasa en Colombia. De acuerdo con el


antropólogo Esteban Cruz Niño (como se citó en Universidad del Rosario, 2016), en el país
ha habido cinco asesinos seriales conocidos que causaron aproximadamente 500 víctimas,
número que es mayor a las víctimas de asesinos en otras partes del mundo. A pesar de esta
impactante cifra, no hay evidencia que indique la realización de un estudio diagnóstico para
determinar la presencia de psicopatía en estos individuos. En consecuencia, estas personas
fueron condenadas y puestas en libertad después de cumplir la pena, sin recibir atención
psicológica, tras lo cual se desconoce si volvieron a matar (Universidad del Rosario, 2016).
Lo anterior evidencia que, si bien el estudio de la psicopatía es importante, su adecuado
diagnóstico es todavía más relevante pues permite una adecuada intervención, lo que lleva a

26
ahorrar costes al sistema judicial y generar réditos sociales como mayor seguridad (Castillo,
2020).

Un caso reciente de un “asesino serial” ha llamado la atención de los medios en la ciudad de


Bogotá. El 28 de noviembre de 2015 (sábado), cerca al cerro de Monserrate, mientras unos
policías patrullaban encontraron un bulto sospechoso dentro de un cambuche camuflado con
la maleza; al inspeccionarlo, descubrieron que estaba lleno de restos óseos. Al realizarse las
inspecciones correspondientes se descubrió que el dueño del cambuche era Fredy Armando
Valencia Vargas, una persona sin hogar. Para el momento en que fue identificado Valencia
ya se habían encontrado cuatro cuerpos más; para el lunes el número de víctimas ascendía a
siete y para el viernes ya se habían encontrado nueve cuerpos (Exclusivo: el monstruo de
Monserrate se confiesa, 2015). Valencia fue apodado por los medios como el “Monstruo de
Monserrate” dado el impacto que causaron sus crímenes en la población y fue imputado por
un concurso homogéneo de homicidios agravados, en concurso heterogéneo con acceso
carnal violento (Asesino sí; violador, no: la historia judicial del “Monstruo de Monserrate”,
2020; Fiscalía General de la Nación, 2020).

Según una entrevista concedida por Valencia a la Revista Semana en 2015 titulada “Monstruo
de Monserrate: “solo me acuerdo de haber matado 18”, desde su infancia exhibió
comportamientos agresivos y esta estuvo marcada por la ausencia de su padre. Recuerda que
sus problemas comportamentales empezaron a los 8 años cuando fue víctima de una broma
en donde unas niñas le bajaron los pantalones y se burlaron de su pene. Desde ese momento
aprendió a reaccionar de forma violenta ante el rechazo de tal forma que, la psicóloga de su
institución educativa le sugirió inscribirse en una institución de artes marciales para descargar
su ira. En el año 2000 fallece su madre, por lo que se vio forzado a mudarse a Kennedy, cerca
de donde habitaba su padre. Allí conoció a una mujer de la que se enamoró, pero la cual le
engañó repetidas veces. Esto, sumado a la reciente muerte de su madre, causó que Valencia
cayera en las drogas y comenzará a delinquir mediante la modalidad de hurto, lo que lo llevó
a ser un habitante de calle y estar en la “calle del cartucho”, para finalmente establecerse en
el cerro oriental con la finalidad de aislarse y consumir sin ser molestado. Para vivir y comer
Valencia reciclaba en la Universidad de los Andes. Durante estas épocas Valencia manifestó

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haber sufrido peritonitis y haber deseado que alguien lo ayudara, lo que causó que quisiera
brindarle ayudas, tales como comida y ropa, a las mujeres que encontraba. Sin embargo, esa
ayuda estaba condicionada a que tuvieran relaciones sexuales con él (Revista Semana, 2015).

Así, una vez en el cambuche el procedimiento consistía en que la mujer se bañara, cambiará,
escogiera los objetos que gustase y tuviera relaciones con él. Cuando la mujer se rehusaba a
las relaciones sexuales y trataba de irse con los objetos, o “robarlo” como dice él, Valencia
reaccionaba agresivamente, tratando de dominarlas y callar sus gritos mediante asfixia. Al
soltarlas les preguntaba si iban a cumplir su parte del pacto, a las que accedían tenían
relaciones con él y luego se podían ir, a las que no accedían y ponían resistencia las terminaba
de asfixiar (Revista Semana, 2015).

En la misma entrevista Valencia recuerda haber llevado al cambuche alrededor de 100


mujeres, pero afirma solo haber enterrado a 18, siendo estas las que se negaban a tener
relaciones sexuales con él. Valencia también afirmó que su intención nunca fue lastimar ni
matar a alguna de las mujeres y se justificó argumentado que no podía permitir que las
mujeres lo agredieran o robaran. Además, dijo que una vez estaban muertas las mujeres
intentaba reanimarlas, ya que para él no estaba bien tener sexo con una persona muerta. De
igual forma, informó que nunca descuartizó a una mujer, sino que simplemente las enterraba,
lo que al principio fue difícil, pero que con la experiencia se le fue facilitando, volviéndose
rutinario abrir en hueco cerca de donde tiraba la basura para meter el cuerpo y luego taparlo
con tierra y basura (Revista Semana, 2015).

Valencia se refugió constantemente en sus problemas de agresividad como un justificante


para su comportamiento y defendió en todo momento ser una persona caballerosa que respeta
las mujeres. También defendió que él no buscaba a sus víctimas, sino que eran mujeres que
se encontraba y que necesitan algo que él les podría ofrecer. Además, afirmó que todas
accedían y nunca forzó a alguna, siendo siempre claro con sus expectativas a cambio de la
ayuda (Revista Semana, 2015).

Por último, mientras desviaba la miraba a la pregunta sobre si sentía algún tipo de
remordimiento por sus acciones, afirmó que sí, que le consternaba saber que había cometido

28
un crimen. A pesar de esto, lo seguía haciendo porque “tenía necesidades”. Valencia dijo que
evitaba tener que llegar a esos extremos, pero que ellas se buscaban el final. También afirma
que nunca se entregó porque sabía que era un delito que daba cárcel, por lo que al final
decidió no volver a invitar mujeres a su casa para no tener más problemas con Dios,
ocurriendo el último homicidio un año antes. Valencia expresó sus deseos de ser una persona
“de bien” y tener contacto con su familia. Además, afirmó que recuerda los rostros de todas
las mujeres, pero no sus nombres. Al final de la entrevista informó que le disgustaba bastante
el apodo de monstruo, porque él no lo era ya que, de serlo, no hubieran sido 20 sino
centenares de mujeres las que estarían enterradas (Revista Semana, 2015).

Valencia aceptó su responsabilidad por los 10 homicidios y fue condenado a 36 años de


presión en noviembre de 2017. No obstante, no aceptó los cargos por el acceso carnal violento
que le imputó la fiscalía que consideraba que antes de asesinar a las mujeres las accedió
carnalmente (Fiscalía General de la Nación, 2020). En octubre de 2020, el Juzgado 30 Penal
del Circuito con función de conocimiento de Bogotá absolvió a Fredy Valencia por los cargos
de acceso carnal abusivo, argumentando que la fiscalía no logró acreditar la atribución fáctica
de acceso carnal violento y derrumbar la presunción de inocencia (Proceso 263436).

En la entrevista concedida por Valencia a la revista Semana (2015), anteriormente abordada,


se evidencian varios comportamientos clínicamente relevantes para el diagnóstico de la
psicopatía. Así, se puede observar que Valencia ha tenido problemas de autocontrol del
comportamiento y de las emociones que lo llevaron a violar de manera sistemática y
persistente los derechos básicos de otras personas y las normas sociales, causándole la muerte
a aproximadamente 10 personas o más, incurriendo en la conducta punible de homicidio, con
lo cual se cumple el primer criterio diagnóstico del DSM-V (Ver tabla 1).

De igual forma, en el relato de Valencia durante la entrevista se evidencia un patrón de


engaño y manipulación caracterizado por atraer a sus víctimas a su lugar de habitación a
través de ofrecimientos de ayudas tales como ropa y comida, con la finalidad de tener
relaciones sexuales con estas, dándose el segundo criterio diagnóstico. Ante la negativa de
las víctimas para tener relaciones sexuales, Valencia reconoce la expresión de un patrón de
agresividad e impulsividad ante situaciones de rechazo, presente desde la niñez, en donde no

29
hay planeación anticipada del homicidio, sino que ocurre como explosión momentánea de
ira. De esta forma, Valencia afirma “mi intención en ningún momento fue, o sea yo nunca
planee que ellas fallecieran o tenerlas que yo matar” (Revista Semana, 2015, 9m12s),
cumpliéndose los criterios diagnósticos tres y cuatro del DSM-V. Valencia también presenta
una desatención imprudente por la seguridad de otros, lo que se evidencia cuando afirma que
cuando las mujeres empezaban a gritar tras la negativa de tener relaciones sexuales con él
“mi intención era callarlas, las tomaba del cuello, era cállese, cállese […] las dominaba y las
callaba asfixiándolas” (Revista Semana, 2015, 10m52s) con lo cual se da el quinto criterio
(ver tabla 1).

Si bien Valencia durante la entrevista afirma sentir remordimiento, justifica y minimiza los
efectos dañinos de su comportamiento, culpabilizando a las víctimas por lo ocurrido, lo cual
podría ser un indicativo de un remordimiento simulado. Además, en el comportamiento de
Valencia hay un claro repertorio de violencia física como forma de resolución de conflictos
y crueldad para lograr objetivos, lo que se evidencia cuando afirma que ante la negativa de
las mujeres a tener relaciones sexuales con él, querer “robarlo” y empezar a gritar él:

Las dominaba y las callaba asfixiándolas, pero en algún momento sí las soltaba y si
se somete a las condiciones que quedamos y si, era normal, teníamos sexo y se podían
ir, pero algunas no y que no y se oponían resistencia y me golpeaban de alguna manera
y me, se resistían a mis condiciones y las asfixiaba (Revista Semana, 2015, 11m06s).

Así, los argumentos mencionados permiten afirmar que Valencia cumple con los criterios
para ser diagnosticado con trastorno de personalidad antisocial o psicopatía. Además, la
psicopatía de Valencia parece ser de tipo reactiva. Esto significa una subactivación de la
corteza prefrontal y una sobreactivación del sistema límbico, lo cual implica una falta de
habilidades cognitivas para controlar las emociones y expresar la ira de manera controlada
(Raine, 2014). Específicamente, la subactivación de la corteza prefrontal lleva a que haya
pérdida de autocontrol e inhabilidad para inhibir el comportamiento, lo cual es claro en
Valencia cuando afirma que cuando “se iban de abusivas, a robarme, a agredirme y ... no ...
podía evitarlo” (Revista Semana, 2015, 12m27s), refiriéndose a asfixiar a las mujeres que se
negaban a tener relaciones sexuales con él. Además, hay presencia de pensamiento inflexible,

30
evidenciándose en afirmaciones como “no puedo permitir que usted salga de acá sin que me
cumpla lo que quedamos y mucho menos que se le vaya a llevar mis tenis o mi chaqueta”
(10m24s) o “no podía permitir que tras del hecho me agredieran y me sacaran sangre”
(12m49s).

En el mismo orden de ideas, el comportamiento de Valencia evidencia una subactivación del


sistema BIS y una hiperactivación del sistema de recompensa, lo que lleva a que los
sentimientos positivos prominentes de la recompensa, el acto sexual, sobrepasen el miedo o
ansiedad ante la comisión de la conducta de asfixia y homicidio.

De este modo, de acuerdo con la teoría del delito, el comportamiento de Valencia se podría
pensar como un problema de acción o de culpabilidad.

En términos de acción se podría llegar a sostener que las conductas desplegadas por Valencia
no podrían considerarse acciones para el derecho penal. Sin embargo, en las más difundidas
teorías modernas de acción (finalista y funcionalista) hay falta de criterios claros que
permitan incluir o excluir las conductas del psicópata del concepto de acción. Así, el
problema para catalogar el comportamiento psicópata radica en que, si bien el sistema BIS
se encuentra afectado, viciando la capacidad de controlar el comportamiento, la
voluntariedad inicial de realizarlo se encuentra intacta. De este modo, frente a las diversas
teorías modernas que plantean la acción como comportamiento controlable y voluntario, pero
que no establecen qué se entiende por controlabilidad y voluntariedad, no es claro qué sucede
cuando una afectación en el sistema BIS vicia la posibilidad de controlabilidad de la voluntad
(finalista), evitación de la causación (funcionalista) o manifestación de la personalidad
(funcionalista moderado).

Este problema podría resolverse si se adopta un concepto de acción social comunicativa, en


donde el comportamiento desplegado por un psicópata es acción en la medida en que es un
comportamiento socialmente inadecuado, proveniente de un sujeto de obligaciones y
derechos que hace parte de una comunidad y relevante pues afecta a otros asociados. En
consecuencia, el problema que presenta el psicópata en el sistema BIS no afectaría ese
concepto de acción, sino que se traslada a la culpabilidad y es allí donde debe ser analizado.

31
En términos de culpabilidad, se debe analizar si a Valencia le era exigible actuar de otro
modo, acorde con la norma penal. Es decir, si Valencia estaba en capacidad de
autodeterminar su propio comportamiento de acuerdo con la norma penal y si comprendía la
ilicitud de su actuar. Para determinar la capacidad de autodeterminación de Valencia hay que
recurrir el principio de culpabilidad en sentido estricto. Este establece que la culpabilidad
puede ser atribuida a una persona cuando el hecho delictivo es producto de una motivación
racional normal, lo que no sucede cuando el sujeto no alcanza unas condiciones psíquicas de
normalidad motivacional, caso en el que será inimputable (Mir, 2016).

En este sentido, las disfuncionalidades cognitivas y la ausencia de control inhibitorio presente


en la psicopatía afectan la capacidad de autodeterminación conforme a la norma, ya que el
individuo no tiene las condiciones psíquicas para controlar su emocionalidad y actuar con
total libertad y control sobre la orientación de su voluntariedad, es decir, la libertad de actuar
se encuentra viciada. De este modo, este individuo carece de motivación racional normal
debido al fallo en sus capacidades mentales y anímicas. Así, aunque el individuo psicópata
puede comprender la ilicitud de su conducta, no puede acomodar su comportamiento de
acuerdo con esa comprensión, lo que deriva en una incapacidad del psicópata para tener
culpabilidad en sentido estricto.

Los principios de dignidad humana, igualdad y proporcionalidad cobran entonces especial


relevancia pues permiten que ciertas circunstancias individuales sean consideradas para
eximir la culpabilidad de un sujeto cuando este no alcanza un nivel de motivabilidad normal.
No hacerlo supondría la instrumentalización del sujeto argumentando la necesidad de
prevención general y lo pondría en situación de desigualdad jurídica donde la pena no podría
ser proporcional, ya que el juzgador no estaría imponiendo una sanción justa según el
postulado constitucional de igualdad, que aboga por tratar diferente a lo disímil (Sotomayor
& Tamayo, 2017; Velásquez 2020). En consecuencia, se deben reconocer las situaciones en
las que no es posible exigirle al sujeto actuar conforme a derecho al carecer de la capacidad
de adecuar su comportamiento a la norma, como es el caso Valencia quien, como se me
evidenció, cumple con los criterios diagnósticos de la psicopatía. Lo anterior lleva a que no
se cumpla el segundo elemento de la imputabilidad.

32
De este modo, de acuerdo con el art. 33 del código penal colombiano “es inimputable quien
al momento de ejecutar la conducta típica y antijurídica no tuviera la capacidad de
comprender su ilicitud o de determinarse de acuerdo con esa comprensión, por inmadurez
psicológica, trastorno mental, diversidad sociocultural y estado similares” (párr. 1). Acorde
con la legislación vigente el psicópata sería inimputable por incapacidad de determinase de
acuerdo con la comprensión de la norma por trastorno mental. Sumado a esto, debido a la
indiferencia a la probabilidad al castigo presente en la psicopatía, el llamado de la norma se
torna ineficaz para motivar al individuo a su cumplimiento, lo que hace ilícito castigarle como
si el individuo no tuviera disfuncionalidades cognitivas que comprometen su libertad de
actuar, dejando solo la posibilidad de imposición de medida de seguridad (Mir, 2016).

En el caso del señor Valencia se evidencia entonces un incumplimiento del principio de


culpabilidad penal, al haber sido condenado a pena como un sujeto con condiciones
neurobiológicas estándar, cuando se trataba de un sujeto claramente inimputable a la luz del
derecho penal por tener trastorno de personalidad antisocial. En consecuencia, lo que
correspondía era la imposición de una medida de seguridad.

Durante el curso de los diferentes procesos que cursó Valencia por homicidio agravado se le
realizaros dos exámenes periciales psicológicos y psiquiátricos solicitados por la defensa
para determinar su estado mental, capacidad de comprensión y autodeterminación (proceso
263435; proceso 263436. El primero de estos exámenes determinó que el sujeto procesado
tenía plena capacidad para ser imputado, ya que comprendía perfectamente la ilicitud de su
actuar y era capaz de autodeterminarse de acuerdo con esa comprensión, a pesar de tener
especiales circunstancias de profunda marginalidad o pobreza extrema que podrían haber
influenciado la comisión de la conducta (proceso 263435).

Debido a lo anterior, durante el curso de la audiencia de verificación de allanamiento llevada


a cabo ante el Juzgado 53 penal del Circuito con Funciones de Conocimiento por el delito de
homicidio agravado, la defensa de Valencia argumentó que el examen peritaje realizado por
medicina legal no fue un análisis profundo de la situación médica del señor Valencia y solo
evaluó su capacidad para realizar actos procesales, por lo cual no estaba en capacidad de
descartar el trastorno psicólogo de psicopatía en Valencia. Así, solicitó la realización de un

33
segundo examen pericial (proceso 255440). Este encontró que Valencia tenía un concepto no
integrado de los demás, carecía de empatía, tenía incapacidad de respetar y adaptarse a las
normas y su comportamiento se ajustaba al de un asesino serial sexualmente motivado,
ajustándose su conducta a una de características predatorias referida a la repetición de los
actos, pero sin que se evidenciaba alteración de la realidad (proceso 263436). En
consecuencia, el Juzgado 53 en mención condenó a Valencia a 9 años y 5 meses de prisión
(Fiscalía General de la Nación, 2016).

Debido al allanamiento a cargos del señor Valencia ante los cargos de homicidio agravado,
estos peritajes no fueron discutidos en sede de juicio oral y, en consecuencia, fueron
utilizados solo como una herramienta para proceder a emitir sentencia. Esto llevó a que no
se indagara a profundidad cómo los peritos llegaron a la conclusión de que Valencia era un
sujeto imputable, a pesar de encontrar su comportamiento acorde con el de un asesino serial
y observar en él comportamiento apáticos, agresivos, crueles, repetitivos, con desprecio por
los derechos de otros, en especial de las mujeres. Así, es preciso cuestionarse las razones por
las que los peritos al observar estos comportamientos en Valencia, concordantes con el
trastorno de psicopatía, decidieron no aplicar la prueba PCL-R, la cual sería el medio
pertinente para confirmar el diagnóstico y, contrario a lo que observaron, concluyeron que
estaba en capacidad de autodeterminarse de acuerdo con la comprensión de ilicitud de su
conducta.

De este modo, se evidencia entonces que en la evaluación psiquiátrica y psicológica realizada


a Valencia se limitó a establecer cómo era su comportamiento y si tenía las facultades
mentales para realizar actos procesales. Esto permite entender por qué los peritos llegaron a
la conclusión de que Valencia estaba en capacidad de autodeterminarse, toda vez que como
se mencionó con anterioridad, la racionalidad y percepción de la realidad no se ven afectadas
en este trastorno. Además, permite evidenciar la renuencia de los jueces a aceptar la
psicopatía como causal de inimputabilidad al no haber alteración de la racionalidad del
sujeto, lo que lleva a que estos sujetos sean condenados con una pena.

Conclusiones

34
La ocurrencia de una seria de crímenes atroces a principios del siglo XIX, frente a los cuales
no se encontraba una justificación aparente para su comisión, permitió la incursión del
discurso médico en el derecho penal. De este modo, la psiquiatría y la psicología fueron
usadas como una herramienta para explicar aquellos crímenes extremadamente violentos,
realizados por sujetos en los que la locura y la criminalidad se reunían en lo monstruoso. Así
inició la medicalización del comportamiento criminal: crímenes violentes cuya ocurrencia se
explica desde la enfermedad mental (Foucault, 1990). En consecuencia, el manejo de los
delincuentes peligrosos quedó en manos de las médicos y la función del castigo pasó a ser la
de eliminar el riesgo social que supone la permanencia en libertad de estos sujetos (Foucault,
1990; Parada, 2012).

Sin embargo, la recepción del conocimiento psicológico y psiquiátrico en el ámbito jurídico


penal no ha sido pacífica, siendo objeto de amplio debate. El acercamiento del discurso
médico y jurídico supuso una dificultad para trazar una frontera que fuera justificable legal
y medicamente entre el delincuente responsable y no responsable. Así, uno de los grandes
problemas frente a los cuales no se encontró solución fue cómo tratar a aquellos delincuentes
que carecían de sentido moral y eran inmunes a los efectos del castigo. Además, se debatía
acerca de que reconocer la falta de autocontrol como atenuante podría llevar a la exculpación
por locura para gran parte de la población criminal y sobre si esto era aceptable. Estas
tensiones entre lo jurídico y las pericias psicológicas y psiquiátricas llevaron a que las
explicaciones médicas tuvieran que competir con el sentido común, al tratar con hechos que
ya habían adquirido significado para las autoridades, lo que llevó a que en la mayoría de los
casos prevalecieran las opiniones no expertas sobre las de testigos cualificados para
determinar la responsabilidad de un acusado (Ward, 1997).

De igual forma, la constante prevalencia del sentido común sobre el conocimiento experto
llevó en que se dudara del rigor científico de la psicología y de la psiquiatría (Ward, 1997).
En la actualidad, aunque el conocimiento experto es más aceptado dentro del proceso penal,
todavía persisten dudas acerca de la validez de las ciencias blandas como instrumentos para
averiguar hechos relevantes dentro del proceso. Así, muchos jueces categorizan el

35
conocimiento de las ciencias sociales como parte del sentido común y son renuentes a atender
los hallazgos científicos de los peritajes (Taruffo, 2005).

Los recientes avances neurocientíficos le han permitido a la psicología y la psiquiatría


reivindicar su legitimidad, gracias a que han llevado a que se tenga una mejor comprensión
de los sustratos neuroanatómicos que subyacen a las enfermedades mentales, como la
psicopatía, y sus implicaciones sobre el comportamiento. Particularmente, esta enfermedad
mental ha sido clasificada por el DSM-V y el CIE-11 como un trastorno de personalidad y
como un trastorno disruptivo, disocial, del control de los impulsos y de la conducta (APA,
2013; OMS, 2019). Por su parte, las técnicas de neuroimagen han permitido observar que el
individuo psicópata presenta alteraciones a nivel de la corteza prefrontal ventromedial y
dorsolateral, y a nivel del sistema límbico (Raine & Sanmartín, 2011).

Lo anterior implica que estas personas presentan un déficit en el procesamiento de


información emocional, en la integración cognitivo-afectiva, en la capacidad de inhibir o
modificar una respuesta, en la regulación del afecto, etc.; lo cual conductualmente se
manifiesta como comportamientos apáticos, agresivos, crueles, con pérdida del autocontrol,
inhabilidad para inhibir o modificar el comportamiento, pobre juicio social, dificultades para
formular soluciones no agresivas ante encuentros sociales problemáticos, falta de
remordimiento, habiendo una vulneración sistemática de las normas sociales y los derechos
de otras personas (APA, 2013; OMS, 2019; Raine, 2014).

De igual forma, los estudios de neuroimagen han permitido encontrar dos formas en que se
puede presentar la agresión psicópata: reactiva y proactiva. En la agresión reactiva se observa
una sobreactivación del sistema límbico mientras que, en la agresión proactiva se observa
una subactivación de la corteza prefrontal en conjunto con una sobreactivación del sistema
límbico (Raine, 2014). Además, se ha planteado que estas alteraciones en la activación
cerebral pueden estar relacionadas con un desequilibrio de otros sistemas que influencian el
aprendizaje y el comportamiento emocional como el sistema BIS y el sistema de recompensa,
causando que el miedo producido por el sistema BIS sea menos notorio que los sentimientos
positivos generados por el sistema de recompensa ante la comisión de acciones antisociales
(Barlow et al., 2017).

36
Dados estos hallazgos, ante la comisión de un injusto por una persona con psicopatía las
variadas teorías del delito postulan diferentes categorías dogmáticas dentro de las que se
podría realizar el análisis que permita determinar si es posible adjudicarles responsabilidad
penal a estos sujetos. Desde las teorías predominantes, expuestas en este trabajo, esta
enfermedad mental debe ser abordada en sede de culpabilidad, entendida desde una de sus
definiciones más aceptadas como un juicio de reproche o exigibilidad que se le realiza al
autor de una conducta punible, dado que al momento de su realización estaba en capacidad
de adecuar su comportamiento a la exigencia de la norma y decidió no hacerlo (Velásquez,
2020). Esta categoría deriva del principio de culpabilidad que se fundamenta en la seguridad
de que el hecho puede serle exigido a la persona, estableciendo que a nadie puede asignársele
un injusto si este no fue realizado conforme a su ámbito de autodeterminación, por lo que no
se le puede imponer una pena a un sujeto sin que haya culpabilidad (Velásquez, 2020;
Wessels et al., 2018; Zaffaroni, 2005).

En consecuencia, es en la culpabilidad donde se abre el espacio para debatir acerca de si las


facultades mentales del sujeto procesado permiten que se le reproche socialmente su voluntad
de desplegar la conducta ilícita. De modo que a través del análisis de la capacidad de
comprender la ilicitud de la conducta y de autodeterminar el propio comportamiento de
acuerdo con esa comprensión se determina la imputabilidad o capacidad de culpabilidad en
sentido estricto del sujeto.

Al analizar la psicopatía de cara a la capacidad de autodeterminar el comportamiento de


acuerdo con la comprensión de su ilicitud, se evidencia que el sujeto psicópata es
inimputable. Lo anterior debido a que las alteraciones neurobiológicas y la ausencia de
control inhibitorio presentes en este trastorno llevan a una incapacidad para controlar el
propio comportamiento ante estados emocionales alterados, encontrándose viciada la libertad
de actuar y habiendo carencia de motivación racional normal. Así, aunque el sujeto psicópata
puede comprender la ilicitud de su conducta, no puede ajustar su comportamiento de acuerdo
con esa comprensión. Es así que, de acuerdo con los principios de dignidad humana, igualdad
y proporcionalidad, las circunstancias individuales del psicópata deben ser consideradas para
eximir la culpabilidad al sujeto, ya que no alcanza un nivel de motivabilidad normal, y al no

37
haber culpabilidad no puede haber pena, por lo que lo que procede es la imposición de una
medida de seguridad.

A través del estudio del caso de Fredy Armando Valencia Vargas – “Monstruo de
Monserrate” – se logró evidenciar que es altamente probable que el sujeto presente el
trastorno de psicopatía en la modalidad de agresividad reactiva, ya que se evidencia en él un
patrón de comportamiento caracterizado por el incumplimiento de las normas sociales
respecto a los comportamientos legales manifestado en actuaciones repetidas constituyentes
del delito de homicidio, del engaño, de la impulsividad, la ausencia de remordimiento, la
irritabilidad y la agresividad. Esto también fue evidenciado en el segundo peritaje psicológico
realizado a Valencia, el cual buscaba analizar la presencia de un trastorno psicológico en el
imputado y concluyó que su comportamiento se ajustaba al de un asesino serial sexualmente
motivado, cuya percepción de la realidad no se encontraba alterada (proceso 263436).

El hecho de que se haya requerido de la realización de un segundo examen pericial para


evaluar la presencia de un trastorno mental en Valencia evidencia las dificultades que
enfrentan los procesados para ser diagnosticados cuando presentan este tipo de trastorno. De
igual forma, la condena que recibió el sujeto por parte del Juzgado 53 penal del Circuito con
Funciones de Conocimiento evidencia la renuencia de los jueces a atender los hallazgos
científicos de los exámenes periciales psicológicos y psiquiátricos y a aceptar a enfermedades
mentales que no alteran la percepción de la realidad como causales de inimputabilidad. Así,
a pesar de los hallazgos periciales, Valencia fue declarado imputable y condenado a prisión
al considerarse que no había alteración de la percepción de la realidad.

Dicha declaración es evidentemente contraria y supone una violación del principio de


culpabilidad, ya que lo reduce a la racionalidad del sujeto y excluye del análisis a otras
facultades mentales que también impactan sobre la autodeterminación del comportamiento.
De tal modo, se transforma el fundamento de la pena, quedando este exclusivamente en la
necesidad de prevención general, lo que también vulnera los principios de dignidad humana,
igualdad y proporcionalidad al no ser tenidos en cuenta para fundamentar la pena.

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