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Sobre el territorio español

El territorio peninsular es una clara expresión de lo que habría de ser el grupo hispano
peninsular en sus diferentes fases, es decir, ya como totalidad de tribus, colonizaciones,
civilizaciones, distritos, reinados o regiones; ya como unidad peninsular o unidades
española y portuguesa.

La casi totalidad del interior, que constituye como las cuatro quintas partes de la
península, con llanuras que por término medio se hallan de quinientos a ochocientos metros
sobre el nivel del mar, caracterízase de siempre por un cierto extremismo en el clima:
grandes fríos, grandes calores, escasez de lluvias. Comparándola con este interior, la
periferia, dulcificada, ofrece algo así como un territorio más civilizado, más culto. Y los
ríos, que en el interior lucha con la sequedad y no son navegables, hacia la periferia
ensanchan su caudal adaptándose a la navegación.

Todo el litoral, que suma algo más de cinco mil kilómetros, se divide en dos zonas: la
mediterránea y atlántica (atlántica propiamente dicha y cantábrica), mucho más lluviosa la
segunda que la primera, pero ofreciendo ambas abundancia en valles, elevadas montañas,
riqueza forestal, huertas fertilísimas y hermosos puertos naturales, algunos enriquecidos por
el estuario de los ríos que en los tales puertos desembocan. Este rico litoral hállase separado
del gran interior por difíciles pasos y puertos. Ahora bien, todo este sistema orográfico que
separa casi todo el litoral del interior y forma en el Norte la natural frontera pirenaica, se
ahila y sigue después en crecimiento hasta cruzar toda la península, quedando como
anudada toda la dulce y fértil periferia en el corazón de las mesetas interiores.

La gran área interior, aunque rigurosa en el clima, no por eso deja de ofrecer
numerosas y grandes partes dignas del rico litoral. Bordeando las altiplanicies, donde se
multiplica la pródiga tierra del trigo, del vino y del aceite y la no menos pródiga para el
pastoreo, especialmente de merinos, elévanse cordilleras a la vez madres y anudadoras de
las cordilleras del litoral, y si en éste se alcanzan alturas de tres mil quinientos metros, en el
interior se dan de algo más de dos mil. Si bien los grandes ríos no son suficientes para
contrarrestar el clima riguroso, surgen afluentes que equilibran un tanto la sequedad, sobre
todo en la altiplanicie del Norte (trigo). Ahora bien, en el gran interior se dan también
algunos territorios desérticos, especialmente al Este de la península.

Rico litoral, sobre todo el mediterráneo en los primeros tiempos históricos; grandes
sierras que lo separan de las altiplanicies interiores; altiplanicies aptar para campos de
batalla, para el pastoreo y el nomadismo, y en cuyas altiplanicies alternan partes altamente
fértiles con el pedregal; ríos de caudal desigual y muy poco navegables que al caer por las
vertientes atlántica y mediterránea se ensanchan multiplicando la fertilidad. (De hecho poco
navegables hasta ahora, aunque hayan permitido algunos, especialmente el Ebro, el paso de
barcazas en cortos trayectos. Se cree que en la época del mundo romano este río era
navegable hasta muy adentro, cerca del Logroño de hoy). Cordilleras sobre las costas con
dos grandes columnas vertebrales que las anudan en el centro de la península y como si
pusieran en contacto unos puntos con otros; rigurosidad en el interior y escasez de lluvias;
benignidad en el litoral con lluvias abundantes en el atlántico y muy escasas en el
mediterráneo; clima que abarca desde los fríos siberianos a los calores tropicales en una
región geográfica de sólo unos quinientos ochenta y un mil kilómetros cuadrados; paisaje
en su totalidad vario, con violentos contrastes cercanos: tales con, a grandes rasgos, las
circunstancias territoriales de la península que necesariamente habrían de contribuir, por
modo notable, y con las circunstancias históricas, a forjar la compleja personalidad de sus
pobladores. Al mismo tiempo esas circunstancias históricas generales fueron modificadas,
en la también compleja historia peninsular, por las realidades geográficas de una península
a la vez áspera y dulce, más seca que húmeda, alta montaña y extenso llano, rica y pobre.
(En muy poco pueden rectificar lo antedicho los inevitables cambios llevados a cabo en la
península por la naturaleza y por la mano del hombre; como, por ejemplo, que el interior
haya poseído regiones boscosas más o menos abundantes hace cosa de dos mil años,
destruidas por el guerrear. En términos generales la península es sumamente parecida hoy a
aquélla que empezó a constituirse como lo que podemos denominar entidad histórica).

El Noroeste de África ofrecía y ofrece, desde la frontera de los actuales Río de Oro y
Marruecos hasta la frontera marítima occidental del moderno Túnez, gran similitud
geológica con la península hispánica. Este trozo, de unos setecientos mil kilómetros
cuadrados –escasamente habitado ya desde las primeras etapas históricas de España–, y
ciento veinte mil kilómetros cuadrados mayor que la península, hallábase aislado como ésta
del exterior por sus fronteras naturales, sobre todo en los tiempos más primitivos. Si España
se hallaba rodeada por el mar, especialmente por el tenebroso Océano, y con la barrera
nórdica de los Pirineos, la que podemos llamar sin exagerada hipótesis Iberia o España del
Sur hallábase asimismo aislada del mundo antiguo por el mar, y limitada su comunicación
al Sur y al Este por unos pirineos de arena, por el desierto. Podría decirse de esta especie
de Iberia o España del Sur, tierra de blancos, que no es propiamente África –continente
negro con el secular oasis egipcio–, del mismo modo que la Iberia o España del Norte no
es propiamente parte del continente europeo, sino un pequeño continente o mundo casi
aislado entre dos geográficamente mayores.

Dejando ahora a un lado –un poco más adelante haremos a ello referencia– la
suposición de que la Atlántida era una parte del Suroeste hispánico y también del Noroeste
de África que al hundirse habría de abrir el estrecho llamado mucho más tarde de Gibraltar;
dejándolo momentáneamente de lado, hemos de admitir que el estrecho de Hércules o de
Calpe o de Gades no separaba, sino que unía las fértiles comarcas prehistóricas de todo el
Sur de España con las asimismo fértiles –aunque probablemente no tanto, como hoy
ocurre– del Noroeste africano. La lógica y las sucesivas situaciones históricas nos
demuestran que los pobladores del uno y del otro lado del estrecho (en la península por lo
menos los del Sur) pertenecían a la misma familia o núcleo racial o, lo que es
verdaderamente importante y concreto, así ellos se consideraban. Antes de que existiera el
estrecho de Gibraltar, seguramente el Sur de España y el Noroeste de África componían
una comarca muy identificada en todo, haciendo de España tanto extremo del continente
europeo como cabeza de África, realidad que mucho influyó en el porvenir peninsular.

El litoral hispánico se halló siempre mucho más poblado que el interior, y en los
primeros tiempos históricos –como sobre el año dos mil antes de Cristo– es de creer que el
litoral mediterráneo estaría no solamente más poblado que el interior, sino mucho más
también que el otro litoral, dadas las dificultades y tenebrosidades del Atlántico, Atlántico
propiamente dicho y Cantábrico. Es de suponer, asimismo, que la ribera africana se hallaría
bastante poblada de gentes de etnografía similar, y mucho más poblada también la ribera
que el interior. La península sigue con gran diferencia –quizá la misma de siempre, en
proporción– entre la densidad de los litorales y la del interior (con aumento en el litoral
atlántico), pudiendo decirse que existe una relación de doce a favor de los primeros por
cuatro a favor de los segundos.

La convivencia del Sur de España con el Noroeste de África o Iberia del Sur a través
del estrecho, es cosa perfectamente admisible: no solamente la similitud de gentes unidas
de muy antiguo por la vecindad y, claro es, la similitud de lenguas primarias y de
rudimentaria civilización; no solamente la casi identidad geológica y climatérica, sino que
las necesidades de convivencia y comercio, por muy primitivas y escasas que fueran, sólo
encontraban esa salida por un estrecho de solamente 24 km de ancho.

Por otra parte no es dudoso que el estrecho de Gibraltar se va ensanchando sin cesar. Según
documentos que se remontan a la Antigüedad y a la Edad Media, a comienzos del siglo V
antes de Jesucristo no tenía más de un milla (1.609 metros) de ancho; en el siglo siguiente,
Euton le atribuía ya 4 millas; Tito Livia, a comienzos de la Era Cristiana, le daba 7 millas.
El año 400 después de Jesucristo, Víctor Vitensa estimaba su anchura en 12 millas; hoy día
mide 15. Por lo tanto se habría ensanchado 14 millas y media en 2.400 años, o sea a razón
de 0,6 millas por siglo. (A. Braghine: El enigma de la Atlántida).

Para unos y para otros éste era a modo de gran camino que unía tanto más cuanto más
separaban del resto del mundo las fronteras naturales de que hemos hablado.

Por mar, debido a las deficiencias de la navegación, la comunicación entre las dos
Iberias y el resto del mundo era casi imposible, aunque habrá que admitir un oportuno paso
por Sicilia. Pero incluso más tarde, ya el mar interior en manos de gentes mucho más
civilizadas, la travesía desde Grecia, desde Fenicia, desde Cartago y desde la península
itálica a España –la América de aquellos siglos– era una travesía penosa, larga en meses y
abundante en peligros. Qué no sería, pues, para gentes mucho más rudimentarias –aunque
hubieran constituido en algún tiempo una civilización especial, a la que luego nos
referiremos– y que, por otra parte, carecían de amplias necesidades comerciales y de
potencia conquistadora, sintiéndose satisfechas con el intercambio entre los fértiles Norte y
Sur, o sea el Sur de España y el Noroeste de África.

Cierto que cabía una mayor convivencia con el exterior por los Pirineos, pero tanto el
Norte peninsular como el Sur de la más tarde denominada Galia se hallaban escasos de
gentes. No obstante la explicable escasez de la población en lugares entonces muy
apartados y siempre dificultosos y la insalvable barrera pirenaica, debe admitirse la
convivencia de los dos núcleos históricos a través de las dos similares esquinas que más
tarde habrían de dar lugar a dos Marcas. (Ya se sabe que sólo hubo una Marca, la
Hispánica, parte de la más tarde llamada Cataluña, pero Navarra fue de hecho otra Marca
en determinados momentos).

La conjunción de dos grandes grupos humanos subdivididos en tribus y sometidos a


sendas realidades geográficas –lo íbero o hispano y lo galo o franco–, tendría que crear,
tanto al Este como al Oeste de los Pirineos obstaculizadores, dos como repliegues
transitables, una convivencia natural. Por eso, caracterizados más tarde estos grupos
humanos, habría de sobrevivir una convivencia y fusión de los antiguos habitantes –incluso
por haberse tratado de las mismas tribus extendidas, bien desde el Norte hispano al Sur galo
o viceversa–, aunque esa fraternidad fuera esfumándose a medida que el tiempo
diferenciaba a los dos grandes grupos humanos.

Por último cabe admitir que los llamados ligures, que ocuparon la península itálica o
se desenvolvieron en ella, y de los cuales se dice eran parientes muy cercanos de los íberos
(aquí íberos en el sentido de habitantes de la península), habría, como los íberos, ido y
venido utilizando este círculo: España-Noroeste de África-Sicilia-península itálica, o al
revés. Porque, como ya hemos insinuado, aunque separadas las dos Iberias del resto del
mundo, les tendría que haber llegado el momento de encontrar fácil el paso por Sicilia
siguiendo ese círculo de que acabamos de hablar, e incluso cerrándolo por el Sur de las
Galias, o sea siguiendo siempre el borde del Mediterráneo occidental, mundo que
principiaba a afirmarse cuando ya declinaban las civilizaciones egeas (conjunción, en el
Cercano Oriente, de Europa, Asia y África). Esta, por así decirlo circulación, y circulación
muy probable, puede contribuir a iluminar el todavía casi misterio íbero-ligur que, por otra
parte, nada importa para nuestro estudio. Por lo demás, esa circulación habría de imponerse
total o parcialmente varias veces a través de la Historia, siendo la más notada la expedición
de Aníbal.

GARCITORAL, Alicio (1949): Primeros ciclos y España musulmana, Buenos Aires,


Hachette, pp. 15-19.

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