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FICHA DE LECTURA

TEMA: LIBERALES Y CONSERVADORES REPUBLICANOS

1. Contexto político peruano previo a la dialéctica conservadurismo-liberalismo


La historia republicana del Perú está marcada por sucesos muy accidentados en todas sus vertientes, sea en lo militar, en lo
económico, en lo social y –con mayor preponderancia– en lo político. Cuando se logró la emancipación de la corona
española, en primer término tras la proclamación de la independencia por el libertador argentino don José de San Martín el
28 de julio de 1821, y posteriormente de manera definitiva, y ya bajo el mando dictatorial de Simón Bolívar, con la firma de la
Capitulación de Ayacucho tras la batalla realizada entre las milicias realistas e independentistas el 09 de diciembre de 1924,
sucedieron periodos iniciales en los que se debatió severamente sobre la forma de gobierno que el Perú emancipado había
de adoptar para forjar una nación instituida con sus propios poderes públicos.
Así, para las bases constitucionales de lo que sería nuestra primera Carta Fundamental (1823) surgió una primera dialéctica
intelectual entre monarquistas y republicanos, siendo estos últimos los triunfadores debido a la presencia de José Faustino
Sánchez Carrión, ilusionado por la utopía de un Perú liberal, para hacer frente a las posturas muy sólidas de Bernardo de
Monteagudo, quien abogada por el proyecto monarquista planteado por San Martín; es decir, un Perú en el que las ideologías
sustentadoras de la corriente revolucionaria francesa tenga su digna repercusión, fue lo que motivó sobremanera a los
aristócratas que lograron la implantación del republicanismo.
Sin embargo, tales aspiraciones republicanas –ciertamente altruistas– no dieron los frutos esperados en la realidad nacional,
puesto que en lo sucesivo el Perú tuvo que padecer de inestabilidad política propiciada por el fenómeno del caudillismo entre
los años 1823 y 1844, lo que germinó en un sector social una ideología reaccionaria a la anarquía que se vivía en tales
periodos. En este contexto nace el conservadurismo en el Perú, encabezada por el prominente sacerdote Bartolomé Herrera,
de notable intelecto y rigurosa educación, para postular un conjunto de principios que, si bien no se oponían radicalmente a la
ruptura del colonialismo español, sí buscaba derribar los postulados liberales que sirvieron de sustrato para la Constitución
primeriza.
Pero como es propio del decurso de los acontecimientos históricos, a dicha tesis había de encarársele –a manera de
antítesis– el liberalismo, cuyos exponentes fueron los hermanos José y Pedro Gálvez, quienes con gran denuedo estuvieron
a la altura de su oponente ideológico encarnado en Herrera. La implementación de sus políticas liberales logró ser
materializadas en la Constitución de 1856 gracias al apoyo del mariscal Ramón Castilla, tras haber derrocado al general
Echenique a fin de llegar al poder. Ahora bien, el propósito de este brevísimo ensayo no es el de esbozar un desarrollo
histórico del Perú decimonónico, sino el de precisar ambos postulados ideológicos para posteriormente ensayar una postura
personal al respecto.

2. Pensamiento conservador
El conservadurismo del Perú decimonónico tiene nombre propio, y es el de Bartolomé Herrera, quien a través de su filosofía
jurídica y política llevó a esta corriente ideológica en el Perú a su máxima expresión. Su rigurosa reforma en la enseñanza
impartida en el Real Convictorio de San Carlos hizo que los estudiantes de esta escuela se enfrascaran en un debate muy
arduo contra sus pares del colegio Guadalupe, que en sus aulas impartían doctrina los hermanos Pedro y José Gálvez,
paradójicamente ex alumnos del religioso conservador. Como era de esperarse, este debate ideológico se replicó el
Congreso Constituyente que sustituyó la Constitución liberal de 1856.
El postulado más resaltante de Herrera fue el de la soberanía de la inteligencia propuesta como una filosofía predicadora de
una aristocracia intelectual que había de gobernar la sociedad, supeditada únicamente al jus naturalismo, es decir, a las leyes
divinas, a las normas dictadas por Dios. Si bien, la soberanía –decía– es el principio genético de las naciones, su existencia
no se debía sino al carácter social del hombre; «de ahí que el Dios verdadero y omnipotente, delegue parte de su soberanía a
un hombre falible e impotente, no para exaltarlo caprichosamente, sino para asegurar la existencia del dominio social».
Herrera, por tanto, se contraponía al republicanismo desde sus bases, puesto que en su entendimiento la soberanía no
emanada de la voluntad popular, sino de la ley natural, o lo que es lo mismo, de Dios, quien segregaba a los hombres entre
aquellos nacidos para mandar y aquellos nacidos para obedecer[5]; siendo los primeros aquellos cultivados de inteligencia
excepcional.
No obstante, este pensamiento no era algo nuevo en la historia de la filosofía, aunque sí en el contexto sociopolítico peruano
en el que pretendía aplicarse; ya Aristóteles lo había desarrollado en otra época para justificar la esclavitud como un derecho
natura. Así, este célebre filósofo ateniense expresó que «mandar y obedecer no sólo son cosas necesarias, sino también
convenientes, y ya desde el nacimiento algunos están destinados a obedecer y otro a mandar»; la naturaleza, por tanto,
disgregaba de la colectividad de los hombres aquellos capaces para regir su cuerpo por medio del alma y dominar su apetito
mediante la inteligencia, por lo que el resto «son esclavos por naturaleza, para los cuales es mejor estar sometidos a esta
clase de mando».
Hace de la soberanía, pues, una predica al intelecto, y de la sociedad un cuerpo que debía respetar el principio de autoridad
representada en el soberano, quien tenía la potestad de «mandar al pueblo según la obediencia de Dios», mientras que el
resto se sujetaban a la obediencia irrestricta de sus mandatos. Ahora bien, esto de ningún modo era una apología a la
monarquía, sino que era el pueblo quien debía prestar su consentimiento en la designación del hombre con derecho a la
soberanía; así, «a través de la aristarquia el pueblo aparta el velo de la incertidumbre y aparece nítida la mano de Dios que
señala a su delegado en la Nación». Por tanto, Herrera propugnaba por la desigualdad natural entre los hombres, de modo
que la reticencia a ella suponía inexorablemente a la anarquía social.
Sobre la base de esta filosofía, Bartolomé Herrera, en su calidad de diputado en el Congreso Constituyente que dio origen a
la Constitución de 1860, se opone férreamente a la anarquía, a la demagogia y al libertinaje político y social que –para su
entendimiento– el liberalismo había desencadenado. Va a proponer, entonces, la restauración del fuero eclesiástico, la
supresión del voto de los analfabetos, la tributación indígena y la refundación del Estado peruano sobre la base de una élite
ilustrada, ya que «la república se había extraviado al buscar su esencia en el indígena sin enrumbarse hacia la misión
civilizatoria», lo que había provocado el fracaso republicano.
3. Pensamiento liberal
Con la llegada al poder de Ramón Castilla de la mano del movimiento liberal radical, triunfante en la batalla de La Palma, se
convocó a elecciones para la Convención Nacional; siendo entre sus más destacados diputados: Pedro y José Gálvez
Egúsquiza, Manuel Toribio Ureta, Juan Galberto Valdivia, Ignacio Escudero, entre otros. Los principales acuerdos que se
tomaron fueron la elección de Castilla como presidente provisional; la derogación de la Constitución de 1839 (conservadora),
aprobada por un Congreso General reunido en la ciudad de Huancayo, y la designación de la Comisión de Constitución que
diera nacimiento a la Carta Fundamental de 1856, cuyo principal artífice fue José Gálvez, quien se convertiría en héroe del
Combate del 02 de mayo de 1866.
Las características de esta Constitución, de corta duración, pero de gran impacto político e ideológico, que la definieron como
un producto del liberalismo –radical para el contexto conservador que imperaba en ese tiempo– fueron:
a) la proscripción del gobierno de la facultad de suprimir las garantías individuales;
b) el recorte del mandato presidencial a cuatro años;
c) la abolición in totum de la pena de muerte, propugnada por José Gálvez;
d) la intervención del Congreso en los nombramientos militares;
e) el sufragio directo para todos los peruanos que supieran leer y escribir; y
f) la incompatibilidad de los obispos, arzobispos y eclesiásticos para ejercer cargo de representante en el Poder Legislativo,
esto es, el fuero eclesiástico.
Sin embargo, mantuvo incólume al catolicismo, por cuanto en su artículo 4 establecía que:
La Nación profesa la religión católica, apostólica, romana: el Estado la protege por todos los medios conforme al espíritu del
evangelio y no permite el ejercicio público de otra alguna.
La razón de esto no fue porque los diputados liberales de la Comisión de Constitución de 1856 comulgaran con la
exclusividad del catolicismo como religión del Estado peruano, sino que ello respondió a la conveniencia política del
presidente Castilla, quien buscaba el respaldo de la fuerza conservadora, a fin de afianzar su gobierno.
Ahora bien, esta corriente liberal no podía asemejarse con aquella que motivó a la dación de la Norma Suprema fundacional
de 1823, pues ella fue «expresión de un idealismo dubitativo, en tanto la última [la de 1856] fue exteriorización de un
radicalismo militante. El idealismo de Sánchez Carrión fue ecuánime, el discurso de Gálvez fue vehemente. En el primero hay
búsqueda, en la segunda certeza alimentada por un tiempo de afirmación ideológica». Es decir, un liberalismo convencido de
sus ideales, aunque desapegadas de la realidad que acontecía en los años iniciales del Perú emancipado.
La propuesta ideológica de este liberalismo que lo contrapuso radicalmente al conservadurismo de Bartolomé Herrera, fue el
principio de soberanía popular para explicar el origen del poder político. Si el religioso conservador defendía la tesis de la
soberanía de la inteligencia, por la cual las personas adquieren sus derechos políticos mediante el desarrollo de la razón y
del intelecto, por lo que nadie es soberano mas que aquel seleccionado por la ley divina; los liberales dirigidos por José y
Pedro Gálvez, en cambio, defendieron la tesis contraria, esta es aquella que titularizaba al pueblo como fuente y génesis del
poder, para luego delegarlas consensualmente a sus gobernadores.
Por tanto, la legitimidad del poder para los liberales provenía no de Dios, sino del consenso de la población como único
soberano y decisor de lo que consideraba conveniente al bienestar de todos. Es más que evidente que esta corriente de la
filosofía política tiene sus orígenes en el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, quien en su famoso Contrato Social sentó
las bases de esta doctrina de la igualdad y libertad del ser humano para constituirse como cuerpo político, «puesto que
ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno,
quedan solo las convenciones como base de toda autoridad legítima sobre los hombres, siendo esto a lo que llamará el pacto
social.
Vemos, por consiguiente, que el liberalismo se opone al conservadurismo en dos puntos medulares:
a) la inexistencia de una jerarquía natural entre los seres humanos (o como segregaba Herrera, los que naturalmente nacían
para mandar y los que nacían para ser gobernados); y,
b) la legitimidad de la autoridad recaía en el pueblo (en contraposición a la ley divina proclamada por Herrera como
legitimador del soberano).
Sin embargo, si bien, hay un símil teórico entre el liberalismo del Perú decimonónico y aquel que sirvió de motor ideológico
para la Revolución Francesa de 1789, no cabe asimilar ambos contextos sociales en el que se intentaron gestar esta
ideología: en el caso peruano, un conservadurismo imperante. En Europa, la ciudadanía fue
un sentimiento unificante de las diversas clases sociales; mientras que en el Perú se intentaba sobreponer a un conjunto de
estamentos fragmentados una visión de país más allá de sus intereses corporativos. Los religiosos y los propietarios se
sintieron afectados por estos románticos reformadores sociales.
El liberalismo, por tanto, no consideró la necesaria progresividad de sus ideales.
Así, erradamente, el liberalismo del Perú decimonónico intentó aperturar en el Congreso Constituyente que aprobó la
Constitución de 1860, la libertad de culto, es decir, el laicismo, que pregonaba la apertura de todas las confesiones; lo cual
fue un desacierto en un país muy arraigado aún a la iglesia católica y su fuerte influencia en los asuntos políticos. Esta
subrepticia implantación del liberalismo de la Revolución Francesa, es decir, en la voluntad popular, en el sufragio universal,
en la expropiación del poder político de las elites aristocráticas religiosas, monárquicas, terratenientes y de la nobleza,
causaron una reacción en aquellos que miraban con recelo la relativización del principio de autoridad y la supresión de las
prerrogativas que gozaba la figura del Jefe de Gobierno.
El liberalismo, por excesiva, sucumbió ante el conservadurismo de la misma manera en que se dio la Constitución de 1856,
es decir, sancionada por el mariscal Ramón Castilla, «un hombre de armas sin ataduras ideológicas firmes, debido a la falta
de sosiego y de aliados, convocó a un Congreso Constituyente en 1858, a efectos de reformar la precedente, sancionado así
la Constitución de 1860, de característica transaccional, por cuanto su contenido reflejaba la conciliación entre conservadoras
y liberales. Aunque los conservadores lograron el restablecimiento de la pena capital.
Fue de esta forma en que se produjo el legicidio –por radical– de la Constitución liberal de 1856. No obstante, resulta
paradójico que los estandartes de aquel liberalismo peruano, estos son la soberanía popular, la reivindicación del indigenismo
y la desconcentración del poder a gobiernos e intendencias municipales, son la base de lo que contemporáneamente
conforman las políticas públicas de nuestro Estado.
4. ¿Qué era lo más adecuado en los inicios de nuestra república?
No resulta sencillo poder hacer una labor de síntesis sobre este periodo de nuestra historia debido al gran escrutinio que es
menester para la formación de un entendimiento claro sobre ambas ideologías que mantuvieron en vilo al pueblo peruano de
la mitad del siglo XIX; sin embargo, sobre la base de lo hasta ahora expuesto ensayaré una postura propia, la cual se inclina
por el conservadurismo, en tanto el liberalismo peruano –a mi consideración– pecó de ilusorio, prematuro y extemporáneo.
Pero antes de ello me es menester expresar que, aunque el estudio de la historia no tiene como objetivo la especulación
respecto del cómo hubiera sido si determinado hecho o acción se hubiera ejecutado en la forma contrapuesta a la que
realmente sucedieron; sin embargo, resistirse a ello parece imposible por más conscientes que seamos de su infructuosidad.
Así, es congénito del ser humano dar un vistazo al pasado, no solo para prever errores futuros, sino que, ante alguna crisis
actual o ante alguna promesa incumplida, nos interrogamos por lo que no fue, pero que pudo ser si se hubiera actuado con
mayor reflexividad. Dicho esto, pasaré a fundamentar mi posición apoyada paradójicamente en el propio pensamiento
rousseauniano.
Con acierto se pregona que todo cimiento de las bases sobre lo que se pretende construir un Estado, ha de forjarse a través
de la historia, de las prácticas políticas propias y, sobre todo, por el decurso progresivo de la evolución del género humano y,
con ello, de la sociedad en que lo alberga. Sin embargo, el afán de progreso, el ímpetu desmesurado en la equiparación del
nivel de desarrollo nacional a la par de otras sociedades, nubla la razón y produce un desapego de la realidad, que es
justamente el campo sobre el cual las instituciones jurídicas y políticas han de tener funcionalidad.
Y es en esta búsqueda incesante de desarrollo que los pensadores liberales del Perú decimonónico fueron seducidos por
ideologías y principios que bien pudieron operar eficazmente en otros cuerpos sociales, pero que ello no garantizó su réplica
en nuestro contexto sociopolítico totalmente disociado del fervor revolucionario europeo. Esto fue lo que ocurrió con los
inicios de la república peruana, la implantación subrepticia de una teoría política que enterraban sus raíces en el periodo de la
ilustración, en la exaltación y uso de la razón humana para controvertir el statu quo construido sobre la inequidad de las
clases sociales, la pobreza del pueblo francés y la concentración del poder en una monarquía absolutista despilfarradora,
suntuosa y privilegiada.
El pensamiento ilustrado de Rousseau había copado la burguesía francesa, que, ante la pronunciada inequidad entre los
estratos sociales de dicha Nación, no vieron mayor remedio que la revolución y refundación de sus bases políticas, de modo
que ello permitiera pasar al siguiente escalafón en el decurso de su historia. No bastaba, por tanto, una simple reforma, ya
que la inoperancia de las instituciones imperantes en el Antiguo Régimen, eran por demás escandalosas e inhumanas.
Resulta así evidente que esta gesta no se dio por azar, ni mucho menos por el capricho de un sector de la sociedad francesa,
sino que ello fue labrándose desde el siglo precedente, esto es, en el «Siglo de las Luces de la Ilustración», cuya filiación
doctrinal funda sus principios en las corrientes empiristas y racionalistas del siglo XVII, encabezados por René Descartes,
John Locke, Francis Bacon, Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, entre otros; siendo Voltaire quien asentó esta doctrina en
Francia. Sin embargo, es el pensamiento rousseauniano el premonitorio a la Revolución Francesa de 1789, germinada en
una época de decadencia del Absolutismo del autodenominado «Rey Sol», Luis XIV (1643-1715), «pues la miseria y el
hambre es un estado de cosas que es imposible cambiar mientras haya que gastar dinero en soldados y armamento»;
sumándose a ello «la fastuosidad de la corte de Versalles y de un Estado que se reduce al monarca y a sus familiares, a la
nobleza, a la burguesía acomodada». Todo ello fecundó la Revolución.
Este mismo sentimiento revolucionario no tuvo presencia en ningún momento del Perú republicano; es más, no existió un
consenso en cuanto a la emancipación se refiere, ya que cierta clase social del Perú colonial gozaba de privilegios que
sofocaban toda influencia independentista. Por poner un caso, el ilustre historiador Jorge Basadre nos comenta que en la
Lima pre republicana no se sintió el ardoroso entusiasmo emancipador; prueba de esto –nos dice– son los documentos que
obraban en la Correspondencia del General San Martín, pues en él se encontró un informe del 18 de diciembre de 1817,
enviado por el teniente coronel argentino José Bernaldes Polledo, refugiado en Lima tras escapar de la prisión del Callao. En
este documento relata lo siguiente:
No pondero: si nuestro ejército estuviera a seis leguas de distancia de esta capital y el visir hiciera una corrida de toros, los
limeños fueran a ella contentos sin pensar en el riesgo que les amenazaba. Ocuparíamos la ciudad y los limeños no
interrumpirían el curso de sus placeres.
Más contundente fue –nos relata Basadre– uno de los corresponsales capitolinos, quien bajo el seudónimo «Aristipo Emero»,
en una correspondencia dirigida al libertador argentino fechada aproximadamente en el año 1820, expresara sin tapujos
sobre la sociedad limeña en todos sus estratos que:
Los de la clase alta, aunque deseen la Independencia, no darán sin embargo ni un peso para lograrla o secundarla; pues
como tienen a sus padres empleados o son mayorazgos o hacendados, etc., no se afanan mucho por mudar de existencia
política, respecto a que viven con desahogo bajo el actual gobierno. Los de la clase media, que son muchos, no harán
tampoco nada activamente hasta que no vengan los libertadores y les pongan las armas en la mano; su patriotismo solo sirve
para regar noticias, copiar papeles de los independientes, formar proclamas, etc., levantar muchas mentiras que incomodan
al gobierno y nada más. Los de la clase baja que comprende este pueblo, para nada sirven ni son capaces de ninguna
revolución. En una palabra: no hay que esperar ningún movimiento que favorezca los del ejército protector, pues en ella reina
una indolencia, una miseria, una flojedad, una insustancialidad una falta absoluta de heroísmo, de virtudes republicanas tan
general, que nadie resollará, aunque vean subir al cadalso un centenar o dos de patriotas.
Siendo este el contexto en el que ocurrían los vaivenes políticos, era menester la concentración del poder no ya en una figura
extranjera, sino en un estrato social caracterizado por la ostentación de prerrogativas suficientes para encaminar los inicios
de la república peruana, de modo que la sociedad, aún prematura para participar activamente en la vida política del país, se
someta a sus decisiones, en teoría razonables y democráticas. El liberalismo del Perú decimonónico yerra cuando pretende
otorgar semejante poder en una población que ni tuvo la rebeldía uniforme y consensuada para romper con el yugo español,
ni tuvo la sagacidad para diseñar su propio ordenamiento jurídico independiente no solo en la forma, sino principalmente en
el sustrato teórico.
Podría añadirse a lo que precede, que el propio Rousseau estableció como presupuesto inexorable al pacto social la
constitución del pueblo como tal. En síntesis, expresó que:
Antes de examinar el acto por el cual el pueblo elige a un rey, sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se
constituye en tal, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
No podemos, por consiguiente, hablar de sociedad o cuerpo político si la población no se ha constituido previamente como
unidad y sus miembros gozan el estatus de civitas, es decir, de ciudadanía en su significado etimológico; pues dichos
habitantes, de lo contrario, solo conformarían un conglomerado, una agrupación que habita dentro de los linderos de un
territorio. Sin embargo, para perjuicio del progreso político de los pueblos, tales términos han perdido distinción en la retórica
contemporánea, siendo empleados indistintamente para argumentar tal o cual teoría política.
Bajo esta óptica, el nacimiento de la república como forma de Estado, lejos de agotarse en su reconocimiento formal en la
Constitución de un pueblo, estará dada por la entrega y el sometimiento entero de cada individuo a la voluntad general por
medio de la cesión de su persona a la colectividad, que ha de forjar la identidad nacional y el cuerpo político, de modo que
aún después de ello «permanezca tan libre como antes.» Una vez constituido el pueblo como Nación y cuerpo político, antes
que, como una determinada forma de Estado, habría que reflexionar sobre las condiciones dadas; por ello es contundente
Rousseau mediante esta metáfora:
Así como antes de levantar un edificio el arquitecto observa y sondea el suelo para ver si puede sostener el peso, así el sabio
institutor no propicia por redactar leyes buenas en sí mismas, sin antes examinar si el pueblo al cual las destina está en
condiciones de soportarlas.
Pero para que dicho cuerpo político sea conducido por la ley, que es la expresión de su voluntad general, es menester una
autoridad que emplee no ya la fuerza ni la persuasión, sino el esclarecimiento de lo conveniente para el bien común; y es en
este punto donde nos dice Rousseau, después de haber elucubrado sobre la función extraordinaria del legislador, en tanto
sus actos no son de magistratura ni de gobierno, que la religión y la política, aunque de objetos disímiles y, por ende, de
necesaria disociación, «en el origen de las naciones, la una sirvió de instrumento a la otra.
Sobre la base de lo expuesto, me atrevo a decir que la propuesta conservadora de Bartolomé Herrera, consistente en la
justificación de la soberanía por medio de la educación y del ius naturalismo (ley divina), del culto al intelecto, de la presencia
de una autoridad y de una oligarquía aristocrática intelectual, se mostraba como un fundamento filosófico idóneo y necesario
para secundar a profundidad la idea de Estado-Nación en la identidad –aún inacabada– del pueblo peruano, el cual careció
sobremanera del espíritu revolucionario que en otras latitudes embargó a la burguesía francesa de fines del siglo XVII; siendo
este estallido social, si no la cuna del liberalismo, sí su vehículo de irradiación universal. Dicho en otras palabras, era propicio
que el Perú recién emancipado se conduzca bajo las riendas de una suerte de forma de Estado de Transición para la
consolidación progresiva de la república y la disciplina del pueblo, labrándose así la solidez del vínculo social.
Por lo demás, resulta desconcertante que las bases del conservadurismo propugnado férreamente por Herrera, es a lo que
ahora llamamos meritocracia en el acceso al sector público, pues la sola condición de ser humano no es suficiente, ni mucho
menos determinante, para ser investido de legitimidad democrática, sino que, aunado a ello, la capacidad intelectual y moral
se reclaman popularmente sin admitir excepciones. Exigimos –tal vez sin advertirlo– un gobierno de los más capaces para
seguir forjando nuestra república aún inconclusa.

ACTIVIDAD

Usted construirá un organizador visual del tema en horas de clase en el aula

NOTA: LEER Y ANALIZAR LAS Pág. 90, 91 DEL TEXTO ESCOLAR HISTORIA, GEOGRAFÍA YECONOMIA

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