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EL ÚLTIMO JEROGLÍFICO

Miguel Ángel Hernández Saavedra

A los pies de las pestañas de una pirámide ciega, se reanudan los días, mientras la noche no
termina de acampar. Los sacerdotes esperan a los ladrones, entonan salmos alrededor de las
vísperas. El tiempo no pasa suficientemente deprisa ni se detiene ante la presencia del áspid
durmiente. En la duna más alejada, cerrando el horizonte, una niña cuenta las estrellas
muertas, borradas del cielo. Bajo la luz sofocante, ha puesto nombre a cien: ya no recuerda…
La pirámide abre sus ojos ciegos. El silencio de la niña la ha despertado. El horizonte se
balancea en la cuna del día que no acaba de nacer. La niña no percibe ninguna figura que le
haga recordar otras cosas: las nubes son nubes y nada más. Dos de ellas chocan. Otras dos
escapan. Llueve un poquito, el oasis se colma de sed y una palmera se desborda. Los ladrones
llegan y nada encuentran dentro de la tumba sagrada, salvo los esqueletos de algunas
palabras cuyo significado, apenas misteriosamente, dejó de importar. Un sacerdote regaña a la
niña, que echa a correr más allá del horizonte. Un escriba la persigue… Un simún borra las
huellas sobre la arena, y otra ráfaga de viento las recrea sobre la línea de una frontera
aserrada. Cansado, el escriba se recuesta bajo la sombra de una palmera enferma. A lo lejos,
los sacerdotes discuten con los ladrones el modo de repartirse la parte proporcional del botín
obtenido por los reyes. Exhausto, pero excitado, sin ganas de escribir, humedece la arena con
tinta blanca y grumosa que la sombra del árbol protege. Se pone de nuevo en marcha.
Encuentra dormida a la niña. La arroja fuera del desierto… “¿No es verdad que los años pasan
más deprisa a medida que se acorta el futuro?”, piensa el escriba. “Crece el pasado, y el
presente se escapa de las manos”, sigue pensando. Al otro lado del desierto, la niña despierta.
Sin origen ni destino, contempla el tránsito de dos nubes huidizas y recuerda el nombre de la
última estrella.

¿No es verdad que los años pasan más deprisa según se acorta el futuro? Crece el pasado, y el
presente se escapa de las manos… Al niño se le hace eterna la hora que al viejo le pasa
inadvertida. El niño inventa historias; el viejo hace recuento de las experiencias vividas. No son
demasiadas las que le vienen al recuerdo. Para una vida corriente, la existencia se concentra
en cuatro o cinco hitos que explican el devenir de las décadas. A partir de diez momentos más
o menos decisivos, la vida pasa a ser una colección de tránsitos que no tienen por qué
concentrarse en nada extraordinario. Tener “éxito” en la vida no es nada fuera de lo común,
salvo para el común de los triunfadores, hecho a imagen y semejanza de una representación
ordinaria. En la corriente de la vida, extraordinario es todo y nada: depende de la medida que
empleemos. El viejo hace recuento. Otras historias carecen de importancia; no entiende por
qué asaltan su memoria con insistencia. ¿Tal vez, aun habiéndolas vivido, se las inventa? ¿A
quién se las cuenta? No hay mucho que contar; más que historias, son imágenes. Atmósferas.
Si introduce una narración, las traiciona. Y una descripción pura, ¿acaso no es una narración
encubierta? Se convence de que esas experiencias que ocupan su mente sin haber sido
invitadas, como un golpe de alegría o un dulce arrebato de tristeza, no conducen ni
condujeron a nada distinto de sí mismas. Como si carecieran de origen y les faltara un destino.
No reconoce en ellas un objetivo, una trama subordinada a un fin, una estrategia, el colorido
salvífico de un drama. Pobre viejo, que de tanta búsqueda ya no reconoce el valor de lo que no
encuentra… El niño se eterniza en la hora que al viejo le pasa inadvertida. Instante retenido en
el tiempo, al que desafía. Invocación del niño, evocación del viejo. La eternidad rompe con la
cronología. Ruptura incardinada en la secuencia de las horas, de los años, de la vida. (No puede
ser de otra manera). Imagen que nos asalta mucho tiempo después, como si no hubiera
pasado el tiempo. Como si hubiera pasado enteramente.

El escriba hace acopio de todo lo escrito acerca del mundo de los escribas, desde su origen
babilónico hasta su culminación francesa. Le molesta añadir estos localizadores a lo que no
deja de ser la línea recta, aunque aserrada –en definitiva, una línea abstracta–, que va de un
tumulto a otro: del caos inaugural, lleno de expectativas, al desastre final, que tampoco deja de
revolverse en su propia tumba. Reconsidera el origen numérico de las letras, cuando se
empezaron a contar esclavos, víveres, enseres, edificios, provisiones almacenadas y botines,
producto de las razias. Imagina que otro escriba, allá por el inicio de la escritura, se enamoró
de una joven cortesana, y que ahí dio comienzo otra manera de contar la historia. Decide que el
enamorado no consumó su deseo –para eso hay reyes, sacerdotes supremos y generales– y que
se puso a escribir de otra manera. A través de estos giros, que dieron lugar a los géneros y al
tedioso mundo de aquellos que todo lo generalizan, rebosantes de escritura ajena, los sucesivos
escribas enamorados (el primer escriba representa el conjunto de una serie) e insatisfechos,
avergonzados, furiosamente reservados, alegres con cuentagotas, ebrios de formas inflexibles
y esponjosas materias, medio locos, casi sabios, eruditos expulsados del trono de la sabiduría
animal, por la que muchos no dejan de sentir nostalgia, fueron convirtiéndose en poetas,
filósofos y, a la sazón, escritores. Cada cual se expresaba de la manera más ajustada a su
incierta naturaleza. Algunos montaron en cólera y fundaron estrictos sistemas de obediencia.
Despechados, cayeron en las alturas.

¿De dónde a dónde? ¿Tiene, aún, sentido preguntarse por el sujeto del cambio? Quizá no nos
hemos preguntado muy seriamente por qué este asunto del cambio –del movimiento, del
tránsito– perturbaba a esos griegos que nos legaron una forma de pensar de la que apenas
conservamos el nombre. “Todo fluye”, afirma Heráclito. “Indestructible e ingenerado, el ser”,
responde Parménides, abstraído del rumor del río que no se escucha dos veces. El devenir se
pliega a la atracción del dios que se piensa a sí mismo y, desde su eternidad, mueve el mundo
sin ser movido. “¡Circulen!”, grita el policía que no puede sino poner orden, evitar la
conformación del tumulto, disolver el entramado incipiente de la multitud, adelantarse al
disturbio. ¿Y si el tránsito como tal no admite origen ni destino? Un tránsito puro, un puro
trámite. Lo contrario de una transición o un procedimiento. ¿Nos imaginamos una
manifestación multitudinaria en la que solamente se celebre el hecho de estar –aún– vivos?
Esa sería una forma muy extraña de hacer política… Asomado a la ventana de la última planta
de su vida, quién sabe, un viejo sonríe a un niño.
El escriba sabe que no escribe lo suficientemente mal, que no tiene futuro en el mundo de los
escribas. Acaso tampoco lo hace suficientemente bien. Persiste en su penosa actitud, trata de
inteligir lo que dicen las letras, lo que ocultan; busca señas de identidad donde apenas hay
señuelos, tránsitos sin origen ni destino. Tal vez oculten su falta de secretos. ¿Qué misterio es
ese? Describe, analiza ese supuesto mundo interior del que hablan otros escribas. En el
torbellino vacío, sin elementos estables –o quizá los hay, pero no le seducen–, no encuentra lo
que ni siquiera busca. Los escribas que escriben lo suficientemente mal, lo suficientemente
bien, le exhortan para que no desespere. Conviene entregarse a una causa y hacer de ella el
efecto que nadie imagina, pero que todo el mundo espera. Sea cual fuere. De esa manera, el
jeroglífico será descifrado a tiempo –a tiempo real, ¿qué otro tiempo tiene cabida en el
espacio?– y el escriba obtendrá su posición en el mundo de los escribas.

¿Nos imaginamos a Kafka firmando libros en una Feria del Libro? ¿A Robert Walser? A
Cervantes nos lo podemos imaginar con tal de que no fuera Cervantes, a lo que estaba muy
acostumbrado, y delegara en autores imaginarios. Lo mismo, y con más razón, pasaría con
Pessoa: siempre hay un heterónimo para una impostura. Sin embargo, no conviene presumir
de hipotéticas ausencias. Siempre se puede objetar que se trata de un mecanismo de defensa
por parte de quien saca a relucir tales o cuales nombres insignes, insignificantes para sus
portadores, a los que imaginamos entregados por completo a sus obras, sin esperar nada a
cambio, de manera que cualquiera podría presumir de parecerse a ellos. Pero el hecho de que
Kafka, sin dejar de ser Kafka, como si Kafka fuera Kafka, la idea de Kafka convertida en Kafka,
hubiera firmado libros en una Feria del Libro, no habría añadido ni quitado nada a su obra. Si
acaso, lo habría convertido en otro personaje kafkiano, sin dejar de ser Franz, sin dejar de no
serlo.

“Escriba” es un sustantivo y, a la vez, un imperativo: ¡escriba! El escriba no debe dejar de


escribir. O bien porque el Príncipe lo defenestrará, o bien porque, tratándose de un escritor de
orejas puntiagudas, enloquecerá. Hasta tal punto el mundo de los escribas se materializa en el
interior mudo del escriba-escritor. Si no lo diseña, introduciendo órdenes y articulaciones, por
muy dislocadas que parezcan, el vacío creciente, producto tardío de la fe en “el interior”,
acabará engulléndolo. Salvo la fe más pura, que no necesita creencias sobre las que sostenerse,
todas las modalidades históricas de la fe son el resultado, presentado como causa, de una
amortización subliminal. Ahora bien, la fe más pura se ve siempre desplazada del mundo de los
escribas, porque el lenguaje supone, necesariamente, el ejercicio de un poder, ya sea el poder
de las leyes (o de los arbitrios), ya sea el poder fisiológico del habla. Incluso fuera de ese
mundo, la pureza no deja de ser una propiedad imaginaria de lo impuro, un alegato
indemostrable, un concepto límite –como el dios que se piensa a sí mismo, como la materia
amorfa e increada– que puede formularse, pero no puede representarse.
(Primera escena). El viejo contempla al niño a punto de quedarse dormido en su camita. Qué
feliz está siendo el niño. Sus padres duermen en la cama de al lado. El niño se sabe niño sin
llegar a saberlo, porque lo sigue siendo. Sentir es una forma de saber; sentirse es una forma de
saberse. Una forma que se confunde con el espacio que ocupa, y así se torna intemporal. No
hay más que decir. (Segunda escena). El viejo contempla al niño que es, a su vez, contemplado
por un anciano. En el tránsito entre estaciones de metro, montados en el vagón, una sonrisa
paraliza el tiempo. No hay más que decir. (Tercera escena). El viejo contempla al hombre que
se emociona al acariciar las tapas de su primer libro. Idiota. No hay más que decir. (Cuarta
escena). El viejo contempla al hombre fascinado, paralizado ante la desnudez inconcebible de
esa mujer que nunca es esa, sino ella. Su vientre sabe a panecillo sagrado. No hay más que
decir. (Quinta escena). El viejo contempla al hombre que se complace en el hecho de que,
escribiendo, pasa el tiempo como si no pasara, atrapado en un relámpago feliz. Al otro lado de
la ventana, la película del ser avanza lentamente, como un río de lava. La escritura contribuye
humildemente a aumentar su caudal, arrojando pequeños piroclastos que elevan la
temperatura del agua, hasta equilibrarse de nuevo. No hay más que decir. (Sexta escena).
Desde la calle, el niño contempla al viejo que lo mira desde la última ventana del edificio. No
hay más que decir. (Séptima escena, atiborrada, sobre la que hay mucho que decir). El viejo no
es tan viejo, tiene grabada en la mente la declaración de un anciano escritor que dejó de serlo
cuando perdió “el deseo”. Eso aseguraba mientras paseaba solitariamente, abrazado a la
pérdida de sus señas de identidad, por las calles del zoco de Marrakech. No se refería al deseo
de escribir sino al deseo en sí, el cual no se sabe lo que es, salvo cuando falta. ¿Qué clase de
conocimiento produce el saber de lo que falta? Muchos no dejan de decir muchas cosas como
quien formula muchos deseos, haciéndolos pasar por desórdenes prescriptivos, imperativos
contingentes de los que, en buena o mala lógica, nada cabría deducir, salvo la contradicción
que entrañan. Entrañables maestros de la contingencia, escriben libros con instrucciones
precisas, indisimuladamente tácitas. A falta de instituciones que verifiquen lo que expresan, se
resisten a no producir un saber de lo que falta, cubriendo su ausencia con llamadas a la
responsabilidad, los más empáticos, o a lo otro de lo otro, los más herméticos, que acaban
siendo ellos mismos: muy otros, muy siempre lo mismo. El viejo no tan viejo, porque aún
desea, se da cuenta de la poca importancia que tienen semejantes exhibicionismos, incluidas
las exhibiciones de los ultraconscientes que reniegan de la conciencia.

Con el tiempo, el objeto del deseo fue desplazándose, elevándose, hasta ocupar la cima de un
mundo inaprensible para el común de los mortales inmortales: reyes, sacerdotes, generales. No
porque semejante mundo, que no guardaba semejanza con ningún otro, fuera inexpugnable,
sino porque, en realidad, de poco servía al común de los poderosos (el común representa el
conjunto de una serie) gastar esfuerzos en hacerse con un botín que no calmaba la sed ni el
hambre ni proporcionaba más poder del que, a la fuerza, pero también con amenazas
convincentes –para eso están las lenguas, olvidándose del lenguaje– se ostentaba. El mundo de
los escribas fue adoptando una forma demasiado abstracta que, todavía hoy, sigue saciando la
falta de apetito de algunos escribas, convertidos en gente animosa, representantes,
examinadores, consejeros. Divulgadores de lo infinito, son los herederos de un legado que no
entienden. Y así se hacen entender.
La poesía sería otra forma de decir, radicalmente otra, si no dijera nada significativo. Por eso,
poetizar sobre la poesía suele producir auténticos estragos que ni siquiera llegan a ser
poéticos. Los malos poetas podrían convertirse en filósofos aceptables si comprendieran la
naturaleza de los conceptos que emplean. Y al contrario: un filósofo desorientado podría ser
un buen poeta si comprendiera su falta de equilibrio y lo celebrara en sus ascensos fortuitos,
en sus conmovedoras recaídas. El niño lo sabe, el viejo se lamenta.

Los poderosos se dieron cuenta muy pronto de la función que tales ensoñaciones
desempeñaban para la conservación y el aumento de su poder sobre los mares y las tierras
(después, también sobre los cielos). Sin embargo, como el poder se ejerce siempre sobre otros y
casi siempre contra otros, y está en permanente disputa, las ensoñaciones se multiplicaron y
muchos escribas tomaron partido por unos señores u otros, a los que rindieron homenaje,
facilitándoles coartadas, pretextos, justificaciones. Si algún escriba quedaba descolgado, otros
intentaban sacar partido de su expulsión del mundo de los escribas, siempre y cuando algún
provecho pudiera obtenerse con vistas a ulteriores efectos, transformados retóricamente en
causas. Nada se sabe del escriba del que nada pudo obtenerse, pero no cabe duda de que
existió y todavía existe. De lo contrario, no quedaría ningún jeroglífico sin resolver sobre la faz
del planeta.

Los tránsitos puros no vienen de ninguna parte ni conducen a ningún sitio. Los tránsitos puros
son instantáneas. (Octava escena). El escritor mutiplicó su edad hacia atrás, como en una
novela de ciencia ficción, como el protagonista de una película previsible. Cien años antes,
aproximadamente, era un asiduo del cabaret berlinés. Amigo de Claire Waldoff, se
intercambiaban las ropas en sus paseos dominicales, vespertinos: ella vestía de hombre, y él
de mujer. (Novena escena). ¡Qué recurso tan manido! Tan sencillo que es. Multiplicó su edad
por cincuenta y se transformó, en su tránsito hacia el pasado, en un cínico de los del “perro”, a
lo Diógenes, micción pública incluida, levantando la pata; practicaba el amor libre y evitaba,
así, los duelos del desamor que dos mil setecientos años después seguían causando estragos
en los corazones de las gentes, violentas y pacatas a partes iguales. (Novena escena).
Multiplicó su edad por cien y allí se vio: escriba del rey. Contaba esclavos y víveres; redactaba
normas concisas y de penalización tan severa, en caso de transgresión, que sentía un nudo en
la garganta al imaginar que, en un traspiés, pudiera él, el escriba del rey, convertirse en
infractor y quedarse sin manos, sin lengua, sin ojos, sin testículos, y no poder enumerar las
pérdidas, y yacer preso de una interioridad opaca, desmembrada y condenada para siempre a
la inexpresión. Quizá por esos miedos, buscando sin saberlo una salida honrosa, se enamoró.
¿O fue la incipiente escritura la que se enamoró de la imagen, jeroglífica o cuneiforme, de la
mujer a la que dedicaba sus signos desnudos, desprovistos de tropos y trucos?
Siendo todavía una mujer, la niña fue examinada por algunos escribas. Los había gordos, los
había enjutos, con dientes amarillos y mirada torva. La retuvieron con promesas que no eran
ardides. En verdad, la veneraron según la medida de sus vanidades, mezclando alardes, falsos
prestigios y solemnidades. A medida que el horizonte se ampliaba, el texto fue escribiéndose,
dibujándose en las afueras circundantes de la mujer, al punto de parecerle inherente, inscrito
en su esencia, en las intimidades de su ser. Jeroglífico en movimiento, vivo, de la niña,
productora incansable de nuevos recuerdos. Figuritas de escribas recortados. Una imagen de la
vida llena de pequeños muertos. Una cabeza de perro, un torso de mono, una mirada de buey.

(Décima escena). Recuperó su ser, volvió a su edad y se estremeció. ¿Qué es una vida
multiplicada por cien? Un suspiro más largo. “Y estos, mis amores que me rodean, ¿apenas
han nacido y ya han apurado un cuarto de su existencia? ¿Qué clase de mariposa somos?”.
Maldijo las penas que nacen de la conciencia y los miedos alimentados en el estupor del
tiempo transeúnte; los maldijo, pero los bendijo también cuando entendió que, a fin de
cuentas, ni Dios puede hacer que lo que fue no haya sido. (No encontró ninguna objeción
teológica, sino todo lo contrario, a esta divina limitación). Uno de sus poetas favoritos lo
expresó con las palabras justas y breves, libres de bellezas y engaños, que convienen a este
pensamiento originario, abrazado al destino, donde el destino y el origen no tienen cabida,
salvo en la forma de ese abrazo poético que los produce para, a continuación, advertirnos
sobre la engañosa belleza de su inexistencia: “todo lo que fue, es, y habrá de ser”. Y le asaltó la
duda sobre el porvenir de sus pretéritos perfectos, clausurados en la forma de un futuro
anterior que abre –y eterniza– todo lo que, en apariencia, cancela a la vez, y así lo blinda, lo
protege, no como un eterno retorno de lo mismo, sino como una apocatástasis. Reconciliación
final donde los pecadores se ríen de los pecados y los santos de sus purezas, y los reyes y los
revolucionarios se ríen de sus regímenes y de sus violencias, y donde Dios se ríe de las risas, y
nada produce pena, ni siquiera la pena de no ser nada, o de haberlo sido –cada cual “lo que
fue, es y habrá de ser” – para nada o, en definitiva, para dar cumplimiento a un tránsito que
nos devuelve al punto de partida y nos permite abrazarnos como niños que han vencido sus
temores. Niños que se saben muertos, muertos que se saben niños, cuerpos vivos a merced de
las almas que les crecen mientras se estiran, se ensanchan, dejan de jugar y se toman muy en
serio.

“Nadie sabe lo que sufre una momia por dentro”, le dijo la niña al escriba. Una momía por
dentro está vacía.

Existe un sujeto del cambio que no se contempla a sí mismo, salvo como imagen de lo
irrepresentable. Ora así, ora de otro modo. A veces es lo que parece, pero nunca aparece del
todo. Es el confidente mudo de nuestros tránsitos. Quien presuma de conocerlo está muerto.
Solo se le reconoce en tanto que nos dirigimos a él. Nuestras palabras son su respuesta. Sobre
todo, lo son nuestros enmudecimientos. Escribir es una forma de callarse y dar voz al testigo.
Esto último casi nunca se consigue. Ni Sócrates consiguió que el daimon lo hablara con otro
lenguaje que no fuera el del silencio. Sin embargo, y esto es lo más terrible, el testigo puede
abandonarnos. Lo sabemos, porque vocifera. Y entonces… “¿Qué sentido no tiene todo lo que
escribís? Incluso cuando abogáis por el sinsentido, o simplemente por la ruina, o sencillamente
por la pluralidad, o nada más que por los acontecimientos, o apenas por los gestos, siempre
contra todo aquello que dé sentido a la ruina, a la pluralidad, a los acontecimientos, a los
gestos, pero hablando como si todo ello fuera lo que significáis cuando habláis de todo ello,
cuando escribís, oh, maravilla, ¡cuánto sentido hay en todo lo que escribís! ¡Dejadme ir con
vosotros!”. El viejo se resistía. De nada le sirvió. No podía ni sabía transitar. El viejo no era viejo
por anciano, sino por antiguo. Desconocía los cibertextos, la narrativa transmedia, la poesía
digital, la literatura hipermedia, la literatura expandida. Pobre viejo que desprecia lo que
ignora. Asqueado y nervioso, se sorprendió de que aún le cupiera en el alma una pizca de
estupor, un rescoldo de indignación, una fuerza soterrada, y llamó al sindicato de escribas;
pero también se habían digitalizado y anduvo perdido durante varias horas –eternas, malditas–
en un bucle de preguntas y respuestas automatizadas que le devolvían a la entrada del
laberinto sin salida. Harto del mundo, cansado de su naturaleza imperfectible, la suya propia,
de nuevo multiplicó su edad, esta vez por mil, y allí se vio, dentro de una cueva, dibujando
figuras antropomorfas, zoomorfas, arboriformes, en las paredes húmedas, rodeado de
raederas, raspadores, buriles, bifaces y restos de lascas, señales de una pequeña comunidad
ausente, recientemente huida, en tránsito, y él allí, en compañía de un osezno, esperando sin
miedo la llegada de la madre, el zarpazo definitivo del tiempo hirsuto, el punto y final de una
historia que solo atrapa a quien la desmiente.

“La fe, como la falta de fe, no se puede expresar”, dijo la mujer. Corría hacia su niñez, que la
esperaba en la otra punta del valle árido. “¿Hay algo que pueda hacer?”, gritó el hombre que
corría tras ella, a punto de convertirse en figurita. Pero solo obtuvo como respuesta el silencio
de las noches, pinchazos en el corazón de la oscuridad. Al borde del colapso, la pirámide
recobró la visión, los sacerdotes absolvieron a los ladrones, tras repartirse el botín, y los reyes
celebraron el nacimiento de su primera hija, que pasaría a la historia como la responsable,
indirecta, del nacimiento de la Historia, por mor de la escritura que inspira la belleza ágrafa de
la vida. Aunque esto nunca se supo ni se sabrá.

A cien metros de la cueva, en un oquedal, un niño rezagado cazaba mariposas.

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