Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
"La cotidianeidad es morbosa", "no ha pasado nada, nunca pasa nada". De ahí un
calendario, para tachar los días. En su prosa el almanaque es reiterativo, responde como
símbolo del paso del tiempo, pero, como dice el autor, "se piensa en la numeración de
otras cosas y en otro sentido".
¿Qué día cae el lunes?, y él responde: el lunes cae viernes. ¿Memoria arcaica de
cuando se inventaron los días? El tiempo se hace número en el calendario, siempre hay
una vinculación con el registro de los días, "porque son siete y el lunes está solo y van
los otros de dos en dos". El número parece ser el elemento de orden más primitivo del
espíritu humano. Para el autor, sin embargo, "el tiempo es una trampa puesta entre los
árboles para cazar animales salvajes, curare sometido sobre la piedra, necesidad de
reforzar la piel con barro y de proteger la barba contra los mosquitos". Parece que el
orden de Teódulo López Meléndez es onírico, uno que se contradice con el punto de
vista psicológico que ve en el número un factor ordenador del inconsciente. ¿Arquetipo
del orden? No. Número-orden-calendario, no responden en este escritor a lo que
nosotros pensamos de ellos. Es algo más profundo. Es una vivencia que él atesora en los
baúles, como el poeta Fernando Pessoa. "El viejo sigue colocando cajones, ordena por
ordenar" o "cómo saber que se podía contemplar la soledad amontonando cajones",
enumerando, llenando álbumes, "analizando con detenimiento de águila". Sabemos que
tanto el viejo como el águila son símbolos del espíritu. Esta última es una imagen
arcaica de Dios. Es un espíritu inquieto, volátil, terrible. Recordemos el Antiguo
Testamento donde Dios lanza llamas por su boca y su palabra es fuego, "el fuego de
Dios".
Esto nos plantea un difícil problema, ¿dónde está lo consciente y lo inconsciente en
López Meléndez? Lo diferente, al final, es siempre lo mismo y también se enumera y se
clasifica. Hoy será lo mismo en todas partes porque al alma humana la guían siempre
las mismas energías psíquicas y quien transforma esa realidad no es más que uno
mismo, haciéndola diferente a voluntad.
Vacilo entre la escritora y la fugaz visión del cocktail. Sonrío al pensar en el parecido
de los rostros orientales, pero era absolutamente lógico dado que todos los funcionarios
de la embajada habían asistido a la presentación de las obras maestras del museo de su
capital. Conocía todos aquellos cuadros, vistos in situ una docena de años atrás, por lo
que la exposición no revestía para mí ningún interés especial, sobre todo si se
consideraba que el valor comercial no existía al pertenecer aquellas obras menores de
pintores célebres a un museo estatal. Pierre me había convencido de asistir
asegurándome que estarían presentes algunos comerciantes en arte que bien podrían
interesarme. En verdad estaban un par de colegas importantes y un intercambio de
tarjetas, me dice la experiencia, no está nunca de más; asistir a un cocktail en El Cairo
me permitió años después la adquisición de un valioso jarrón que un simpático egipcio
me ofreció a excelente precio. Dudo sobre las profundas ojeras. A mi edad la
intromisión de un rostro como este no es común. Las mujeres que aún permanecen en
mi vida lo hacen desde los lienzos o pertenecen a porcelanas de civilizaciones
destruidas entre las bajas pasiones de sus gobernantes y los imponderables de la
historia. Las sinuosidades de las orejas, está demostrado, reflejan las interiores, aquellas
construidas en las camas y secadas con sábanas arrugadas en cuartos calurosos. Siempre
me detengo a seguir sus protuberancias como si estudiara un mapa de una carretera
desconocida y de parajes no transitados en esta mi ya larga vida. Quizás me domine una
insana pasión por descubrir en un pedazo de carne inerte las andanzas del resto donde la
sensibilidad se mueve. No soy un paleontólogo de nariz arrugada y pipa decadente que
anda con martillos entre huesos y con escarabajos entre los dedos presionando
cartílagos enmohecidos o aún exuberantes. Miro, sí, con acuciosidad, los rasgos de los
dibujos y descubro por instinto las pinceladas sobrepuestas; en los cuadros de Van Gogh
he llegado a seguir la trayectoria del cuchillo, movimiento a movimiento, como una
imagen cinematográfica, con el principio del dibujo que avanza un poco más allá del
anterior hasta pasarlos frente a mis ojos uno tras otro a suficiente velocidad para ver el
acto de la sangre, del desprendimiento; ventaja que me concede poder mover mis manos
en posesión de obras maestras mientras otros las mueven para ensuciarla o para la
vanalidad. Los estados de ánimo los he hecho desfilar, desde aquellos de un artesano
frente al Nilo con la visión totalizante de la ciudad esplendorosa hasta la miseria de los
burdeles de Tolouse Lautrec, dejando constancia de que nada me influye en el último
recuerdo haber asistido, una vez más, a la efímera exposición de carne de Pigalle,
siempre con Pierre, amigo del alma que me guía entre la pornografía y los salones de
exposiciones con la maestría de un agente de tránsito veterano en la conducción de
visitantes difíciles que se hacen preceder de las “moscas” de la policía, pero también de
los confidentes. Es verdad que los primeros son buenos para las avenidas
congestionadas y los segundos para las callejuelas tortuosas. No sé que sería de mí en
París sin este hombre extraordinario que sabe multiplicarse para un amigo múltiple
como lo soy yo, incandescente y apagado, atrapado por la belleza y degustador de la
fealdad y la ruindad en sus formas más intransigentes. Pierre es un regalo de Adèle, de
aquella su casa plena de gente de teatro y tolerancia, de personas cuidadosamente
escogidas para producir noches excepcionalmente acopladas y disgustos de por vida.
Una madrugada salimos a caminar la borrachera y desde entonces somos aquel tipo de
amigos que no puede dejar de verse por mucho tiempo. Nos llamamos en caso de
soledades insostenibles o de compañías de iguales características, a mediodía después
de un largo sueño de esos que provoca eternizar, o a medianoche, en uno de esos
espacios oscuros en el que se busca al otro en un continente diverso. Pierre me ha hecho
abandonar una subasta espléndida y también un lecho tibio, en esas raras ocasiones en
que dejo el arte por una mujer. Adèle me dijo que sería una velada tranquila, que
acababa de regresar del verano muy cansada y que un poco de vino sin consecuencias
nos permitiría relajarnos de lo vivido en las últimas semanas, tiempo ya marchito, de
memorias y uñas. Pierre dominó la noche y también a mí; desde entonces lo cargo en el
recuerdo y en sus llamadas telefónicas, que son las mías, cuando me sorprendo de unas
semanas sin haberlo sentido excitado o deprimido, desde su villa sobre el mar o desde el
apartamento de la ciudad. Lo envidio, debo reconocerlo. Su relación con el ocio es una
de las cosas más admirables que he podido encontrar en persona alguna. No sé porqué
me llamó la atención sobre aquella mujer vecina al cuadro. Pierre es un misterio, o tal
vez no, en cuanto se refiere a conocerme. Su relación con las cosas y sus gestos reflejan
las aristas de su personalidad, desde el desayuno en la cama hasta las preocupaciones
por el velero en que surca el Mediterráneo tendido al lado de una cambiante estatua
amasada de salitre. Es profundamente culto y quizás se ha percatado de mi acelerada
pasión por los rostros atormentados; no en vano insistió en repetir la visita, hace algún
tiempo, a aquella excepcional exposición de Egon Schille. No se trataba solamente de
mi pasión por la trilogía vienesa de comienzos de siglo lo que le motivó a llevarme casi
de las manos por las callejuelas de Venecia. Me vio transfigurarme ante aquellos dibujos
y pinturas, impresionarme como nunca, como si fuese un estudiante de arte que ve por
primera vez una obra maestra o u artista consagrado. Seguro que mi comportamiento no
dejó de intrigarlo, mis muecas de asco, aquellos huesos largos y semideformes que el
vienés encajó en una época como si se tratasen de palillos de dientes en una torta de
carne de la cual se pretende comprobar el grado de cocción. Pierre sabe que mis
cambios, los comienzos de nuevas etapas en mi vida, ocurren por motivos y causas
aparentemente instantáneas, y se dedica a predecir como seré en los meses o años
siguientes con una paciencia y una dedicación que me enternecen. Una vez comenzó a
hablarme de Theo en determinadas circunstancias y sólo un largo día sobre el velero me
permitió comprobar que especulaba sobre mí y no sobre aquel otro marchante de arte.
Cuando me despidió en el andén lo noté conmovido, más de lo habitual, extraño abrazo
el de esta ocasión, como si estuviese arrepentido. No logro adivinar todavía si piensa
que no nos veremos en un largo período o que comienzo una etapa en que tenderé a
alejarme de él o que el destino prepara una extraña partida. Estoy impresionado con la
tensión de las venas en sus manos cuando alzó la copa de vino enmoheciendo el pubis
de la bailarina de aquel local que frecuentamos. Me pareció que aquellos pelos le
rasguñaban la garganta y que bebía mi sangre.
Tal vez mi dedicación al comercio del arte fue una decisión catalogable de juvenil,
pero a estas alturas admito que ha llenado espacios. He viajado a sitios insólitos y tenido
la proximidad de maravillas negadas a otros mortales. Mientras se hace noche recuerdo
mi propósito de desenmascarar las obras, de despojarlas de esa vitalidad reducida a los
hilos, las maderas y los clavos. Me preguntan sobre mi decisión de mantenerlas
desmontadas y respondo invariablemente que gusto de las realidades al desnudo. No
siempre entienden, pero eso pertenece al pasado, ahora tengo un nombre, una reputación
que me hace inaccesible para la generalidad. El sueño comienza a invadirme y mis
dedos recuerdan el privilegio de lo bello. Berlín fue centro de mis actividades, como
Ámsterdam, de donde recuerdo tanto los museos como las callejuelas. Soy caminante de
calles estrechas y mal iluminadas. Me gustan las sombras que los faroles proyectan
sobre las piedras y ver, en los malecones, las putas de faldas estrechas calentarse en el
invierno con los pedazos de ramas secas sobrantes del otoño. Pocas veces he
frecuentado los bares de los marineros. Ocasionalmente, a mediodía, con chulo de pelo
ensortijado o con puta retirada desperezándose con la primera cerveza del día y las
botellas vacías de la noche aún rodando por entre las patas de las sillas y los manteles
atados a las señales de violencia. Es una buena hora y sin peligro, salvo aquel que viene
del olor nauseabundo y de la deformación humana. La realidad de la noche de Zurich
me encuentra invadido de pintura. Siempre en otoño la versión de la naturaleza es
torcida y efímera, como yo. Recuerdo el tren de aquel viaje. Hago una llamada
telefónica desde la estación. Las voces suenan multiplicadas, con eco, como si los
canales se hubiesen adueñado de mi voz y la dividieran en un caleidoscopio sonoro
enfocado sobre una calle larga llena de faroles. No sé cuando partí la primera vez, pero
una sensación parecida a esa remota primera vez, me invade ante la proximidad de un
aeropuerto o de una estación. Siempre estoy partiendo, desde que recuerdo. Cuando salí
de mi país no sentí remordimiento ni lástima. Ahora cada viaje me produce un suspiro
largo de abandono. Mi odio por cada ciudad nace al dejarla. La volveré a amar, si es el
caso, en cada retorno, pero en el espacio intermedio no hay añoranza. Viajar es como
entrar en un limbo, sin gente conocida y sin pasiones. No hay nada en el viaje, a
excepción de la proximidad del destino. Mientras se llega se está suspendido de un
cable como efímera gota o se lleva la velocidad de un cuerpo que vaga. Pero siempre se
llega. Las sensaciones anteriores renacen y se transforman en el contacto de las nuevas.
Pienso que mi vida es como un cuadro de pinturas superpuestas, con tensión de
restaurador que quita capas y permite la afloración de viejas lluvias. Quien pinta sobre
una pintura anterior es desafinador de cuerdas o una desolación de tintas. Tal vez por
eso recuerdo, sin saber la fecha, mi primer viaje, quiero decir, las sensaciones. No creo
en las otras capas que he puesto a mi larga vida de marchand; quizás la primera pintura
que fui no era buena, pero al menos era la primera. Había palmeras y serpientes, un
verde ardoroso y un lápiz lleno de rayas amarillas para derrochar sobre la extensión del
pequeño lienzo. Era un arquitecto de techos despegados y chimeneas; estas últimas aún
las persigo, amo el olor de leño quemándose y en las ferias me dedico a buscarlas, a
mirarlas como objetos valiosos, a descubrir la última que diseñaron, sin tubo al exterior
o las sensuales que traen incorporados sofás de relajación instantánea para pasiones
quemantes. Mi primera mujer, quiero decir aquella con que me casé ya maduro, era de
noble origen, morena de largo pelo negro y ombligo profundo. Casi no la recuerdo.
Regresó a Madrid donde mi olfato sólo está impregnado del olor a viejo de las paredes y
de El Prado, amontonamiento de enanos y de bellos rostros perturbados por la
degeneración y la locura, por las redondeces desnudas y el mal olor de los sobacos de
los guardianes. Fue una pasantía efímera por las cortes y el poder, por las desgracias y
maldiciones de aquella familia entregada a la práctica de la mala suerte. Mi segunda
esposa, en cambio, la descubrí descalza en un tren, quemada por el sol y de regreso a
Francia. Puedo recordar que tenía los pies grandes y que gustaba de andar, sin zapatos,
por los pasillos como gata en celo. No recuerdo como se llamaba. Tenía largas las uñas.
La dejé tostada de sol, como la encontré, en su pequeño pueblo del sur. Tampoco
recuerdo el nombre del pueblo.
Tiemblo de frío. No habrá taxis en esta ciudad en la madrugada y menos el primero
del año. Las tablas viejas de los cabarets han desaparecido. Fui al baño tantas veces sólo
para sentirlas crujir bajo mis pies, como antes, en aquellos tiempos en que Berlín
divertía, en que Munich rogaba desde las puertas y la música lánguida que siempre me
ha gustado entorpecía el coñac entre mis dedos. Música lánguida, en los altoparlantes
del tren, en la exposición de París donde estaba aquella mujer que me perturba en medio
de la soledad de una cabina que se siente envuelta de noche húmeda. No sé si llegaré o
este aparato se perderá en la neblina, en el espacio sin tiempo, siempre escuchando esta
música y desconociendo que el viaje no terminará, adormecido como ahora, inocente,
sin una ciudad que nos sienta llegar. Tal vez describo la muerte con palabras simples de
un viaje sin término, tal vez sea morir lo que quiero esta noche en que salgo de París sin
saber hacia donde. Recuerdo los cuadros de aquel joven pintor talentoso, mis dedos se
juntan con el polvo de los jarrones y llegan hasta la caricia de un tapiz tejido por manos
inocentes en la lejanía de una montaña. Cuántas horas en cuartos sin piedad. Cuántas
horas lamiendo el silencio de una noche entrevista desde una ventana. Si hubiese salido
a encontrar otros, pero no, el pensamiento se me borra con rapidez, he vivido como
debía, entre colores detestables de cuartos de lujo y papel barato de pensiones, allá
cuando comenzaba, sin saber que elevarme en la cuerda del éxito sólo cambiaría a las
paredes y no a mí. Placer el de romper aquel original en medio de aquella borrachera de
vino barato, al igual que hace unas semanas arruiné, involuntariamente, en champaña,
aquel cuadro delicioso. Si el tren saliese de sus rieles, de estos terrestres quiero decir,
pegados al musgo y a la tierra, claveteados, para tomar otros invisibles, si pudiese
escapar. Pierre desgraciado, vuelvo a sentir las lejanas sensaciones, debo poner fin a lo
que hago y a lo que dejo de lado. Debo hacerlo sin zapatos, como aquella, de ojos
abiertos y pelo electrizados, como las otras. Debo abrir la ventana y morir, sobre el
precipicio, sobre el inmenso vacío del puente. Mientras caigo siento las carcajadas de
Gauguin. Al tocar las piedras del fondo la burbuja de mi locura estallará, mujer
expuesta, para mí, en París.
Persecución a una araña
que camina sobre mis cosas
Estas cosas me estorban, pero debo admitir que me hacen falta una cama donde
dormir y el pequeño refrigerador para cuando no quiero salir - lo que me sucede siempre
- y los libros no me gustan tirados por el suelo. Esos cojines son mis preferidos, unos
comprados y otros hechos por ellas con un edredón que guardaba en un baúl desde los
tiempos de la infancia. Conservo el placer de emborracharme, aunque esporádico.
Aquellos siguen rumiando sus ciudades de siempre y quizás recordándome cuando
algún viejo libro mío se les cae de los estantes. Me asalta un pedazo de calle, la visión
de un puente, una carretera entre verdes o nieves, un actor que vigilé desde mi eterna
butaca de teatro. Recibo cosas, como esta placa de la isla, como este tapiz, como estas
monedas de plata torcidas cual dedos de predicador de Nueva Delhi. Mis libros, a
medida que ando, cambian de lengua y de empastadura; también guardo folletos y
mapas, direcciones de hoteles, programas de teatro y de conciertos, diccionarios y
ofertas de agencias de viaje. Unos cactus que me traje desde mi penúltima ciudad se
secaron y los helechos que compré para sustituirlos no resistieron la mudanza de
porrones. Veo un largo hilo tejido invariable. El poeta desmenuzado deja de importarme
y la lengua aprendida la archivo en algún recoveco del cerebro y me digo cuanta razón
tenía cuando me viene fugaz un rostro al que traté someramente o una mujer a la que no
di importancia. Es verdad que recuerdo alguna a la que no me dediqué lo suficiente,
pero sólo ocurre cuando pienso en todas estas cosas que amontono. Retorno a este
repetirse donde estoy sumergido, a este rehacer de las noticias, al giro de los rostros que
dejaré, a la circulación de los planteamientos, a estas cosas. Y no me arrepiento de
haberla dejado atrás como aquella, de la que sólo recuerdo su cabello liso, sentada en la
sala del hotel donde me permití perderla.
Contra el vidrio del balcón veo aparecer a las turistas y miro las piernas de las
mujeres. Los ahogo en un Oporto y enciendo de nuevo la pipa. Al fondo, sobre la
montaña, la niebla y el castillo juegan al escondite. El otoño se divierte lanzando
bocanadas crujientes sobre los coches aparcados abajo, sobre las aceras, mientras los
peatones se apresuran sobre las lajas de la calle estrecha. Está gris, con un gris de
cemento que me trae invariablemente a ocupar esta silla. El camarero me llena la copa
sin decir palabras, sabe del vino y de las nueces, de los hábitos de estas tardes grises.
Sabe que con el rojo que aprieto entre los dedos viajo a la ciudad anterior donde alguien
como él me servía mientras yo observaba las barcas y el remiendo de las redes o
simplemente la abigarrada masa de abrigos y bufandas, sombreros y paraguas,
marchando todos unánimes sobre el aburrimiento del atardecer. Cuando bebía en el
puerto podía luego despejarme en la playa. La inminencia de la lluvia siempre me
enerva y corto la sucesión habitual de estampas y pasajes. Ahora aquí, en el
apartamento, me sirvo otro Oporto, me sirvo las nueces y sé que estoy cercano a
recomenzar la habitualidad del hombre aburrido que fuma pipa y mira las piernas
nórdicas. A veces veo los apartamentos donde he vivido, las rosas de un sofá y las
cortinas de una casa donde bien pude haber dicho impertinencias. Retorno entonces a
mirar los lomos de los libros, a botar la ceniza de los ceniceros, a seguir la ruleta tejida
que prende de la pared. Sobre una mesa de felpa verde tengo dos mazos de cartas y un
dominó, sobre los libros dos barcos trazados con hilos de oro. Me interrogo sobre cómo
puedo amontonar tantas cosas y me responden una llave de cobre, un círculo de estaño
y un pisapapeles de lapizlásuli. En aquella estrecha calle peatonal el viento parecía un
cilindro de aluminio. Recuerdo los parques de diversiones con sus juegos de pisos
inestables y aquel paradójico restaurante donde no servían comida en las mesas
próximas al mar. Lo veo mientras baja hacia el Sheraton con meses de retardo a buscar
lo que ya no está, mientras regresa a la cueva a escribir aquello que nunca terminará, a
arrepentirse y a rumiar lo que no logra olvidar y a mirar el eucalipto magmático que no
se cae. Sé perfectamente lo que hará: se sumergirá, se expondrá, dirá algunas breves
palabras a Joâo y luego lo tachará de cretino, maldito mesonero amaricado y partirá a
encerrarse del viento que aúlla hasta meter miedo a aquella pared irregular de piedras
como lomo de animal prehistórico. Sé perfectamente lo que piensa, todas las vueltas que
da sobre los objetos que amontona, terminará corrigiendo y vacilará sobre qué cama
dejarse caer, escogencia que lo obliga a andar y desandar sobre la caldera a gas que
enciende miedosamente cada mañana para hacerse de nuevo presentable para aquel
montón de rostros aburridos que no le interesan. Conozco perfectamente sus hábitos y
sus mañas, los meandros de sus meadas, los caminos de su caspa. Sé que tiene un
kimono azul, que suelta lenguaradas a las operadoras, las ventanas que abre y las
puertas que cierra, los grados que soporta sin prender la calefacción, los ceniceros que
posee, el color de sus pijamas, las mujeres que le interesaron; sé de una mesa verde de
juego sobre la cual no se jugó jamás; sé de un cansancio, por eso puede hablar de mí
como habla y permitirse describir actos que creía absolutamente personales y
desconocidos, insignificantes. Se permite conocerme y eso me hace vulnerable e
irritable, yo, que me permito el sabor de la soledad me encuentro ahora con un ojo
vigilante, conocedor de mis eyecciones y de mis pequeñas enfermedades. Ya no se
puede confiar en nadie, ya no se puede saber cuando se es observado y curioseado, ya
no se puede mantener en secreto ni una pequeña hinchazón de nuestra piel ni las
acogedoras manías con las cuales nos soslayamos ni independizar la sombra que se
forma desde la lámpara y se parte en los pasamanos cuando me dedico a descubrir desde
esta única e insignificante luz que me permito. Es una verdadera vergüenza, una, dos,
tres sillas. Hay también una mesa larga que compré en una feria y dos mesas de vidrio.
Tengo también unas cajas de madera y unos metros de cartón corrugado y unos pedazos
grandes de papel de envolver. Pero me vengaré, esta vez viajará en una caja sin huecos
para el aire, para que llegue, si es que llega, morado y sin ganas de hablar, entumecido y
maltrecho, junto a los ceniceros, a los jarrones de porcelana, a los cojines, a la mesa
verde donde no se juega.
Ah!, heme aquí con mi Oporto sobre las extravagancias y sobre las venganzas que
sobre él me permito imaginar. No son originales, ha resistido los viajes en cajas sin
huecos, concede de cuando en cuando entrevistas y habla como si aún tuviese aliento.
Maldito sea: quieren cambiar el gas de esta ciudad y helos aquí modificando la cocina y
jurungando los calentadores, ahora que el frío escoce y mi melancolía trepa por las
paredes. En una carpeta marrón tengo un ensayo sobre el poder. Me provoca gritarles en
su lengua que me dejen en paz, que los sistemas funcionan sin nuestros afanes y que a
los pueblos no los mueve otra cosa que el deseo de quietud, vulgo Gatopardo,
inteligente que supo de la continuidad de las cosas. Vivimos en situación idéntica a la
que precedió a las guerras, sólo que no han aprendido a hacer la paz y frente a lo inédito
nos sumergimos en la niebla de tardes hijasdeputa. Ya está otra vez rumiando sobre la
incapacidad del hombre para hacer de la paz la guerra del presente. Ahora los obreros
dicen que volverán el lunes. Sí, lo sé, piensa que alguna vez encontrará la ciudad y se
quedará, pero se distrae con las luces que brillan sobre el golfo, con la mañana que le
parecerá un barco trepando el volcán y con la corona de nubes soportada por la cabeza
de una limpieza inexistente y peligrosa. Existen costumbres que le son ajenas pero a las
que debe ceñirse; son las peores, las más difíciles, las que lo hacen sudar aún con varios
grados bajo cero. El apartamento se mueve como una unidad. Está separado entre el
vino y la máquina, entre el tintineo de los cristales y la inclinación de los horizontes. El
silencio es turbado por los gorgoteos de la saliva. La angustia de no estar más allá, sobre
los finales, expande la respiración de las paredes. Hacer el conteo, el mismo ahora que
después, la repetición constante de lo mismo, el encuentro de los rostros permeables; al
final de las persecuciones sabemos que no merecen la pena. Ah!, la vanalidad el
estruendo los filigranas la presentación de este rostro cansado y desdeñoso a las
pantallas del viaje, qué uno solo es, por las mismas estrías y por la repetición, qué todas
las cosas están siempre donde estuvieron, los mismos gestos para hacer el amor, las
mismas palabras revolotean desde que los insectos pululan enfervorizados en verano y
catastróficos en el invierno, zumbidos de las mismas alas amorfas, lo conozco, a él, a
todos, a todas las cosas, bostezo sobre la noche que me permite no parecer extraño en
mi inmovilidad, me estiro bajo la cobija y compruebo, cada noche lo compruebo, que el
tiempo es sigiloso y que mi aburrimiento sólo encuentra parangón en la persistencia de
las arañas.
Traje sastre gris
Estaba fría la ciudad en otoño. Los pájaros emigraban cruzando la estación del
ferrocarril. Se perdían en lontananza dejando estelas blancas, curvas como gigantescos
signos de interrogación. El ruido del tren se introdujo en el ámbito de la estación. Sus
aspas fueron acortando la distancia, frenándose, despidiéndose del esfuerzo de la larga
vía. La cara somnolienta del oficial se asomó a la ventanilla. Su largo bostezo fue
cerrado por la cortinilla al caer. La mujer estaba ansiosa. Tomó la pasarela apenas las
puertas automáticas se recogieron a los lados. Llevaba un traje sastre gris, la falda un
poco por debajo de las rodillas, el saco cayendo suavemente a la altura de las caderas,
una cota blanca de tafetán con borlas a la altura del pecho. Un gancho le sostenía el pelo
recogido en moño. Caminó rápido el andén y se introdujo en el amplio salón principal.
Estaba cálida la estación central, con altavoces y circuitos cerrados de televisión y
oficinas ofreciendo rápidas conexiones y empleados diligentes en las casillas
recolectoras de huéspedes. Las luces se movían en la inmensa pizarra cambiando
horarios y anunciando los itinerarios de los barcos y los aviones y los trenes en aquel
vasto cruce de circuitos que permitía todas las posibilidades, la improvisación de los
empalmes más caprichosos. Se desperezaban los fuelles del tren bajo la pérgola
indicando que partía de nuevo en busca de otras mujeres con traje sastre gris y llevando
un oficial con sus bostezos rumbo a otras estaciones del camino. Una paloma se
acurruca en la ventana de mi estudio y volteo a mirarla y ya no sé en que ciudad está la
estación con la mujer del traje sastre gris. Ya no sé que rumbo lleva el tren y cómo es la
geografía donde va dejando caer su ruido monótono de bestia encauzada. Se me pierde
la mujer en la paloma que se va asustada y trato de seguirla.
Tengo sobre el escritorio todos los folletos ilustrados que las líneas aéreas, marítimas
y ferroviarias reparten con profusión a los viajeros que andamos caminando por las
estaciones y los terminales. Tienen palmeras pintadas para los que andan fríos y nieves
perpetuas con esquíes para los que se secan el sudor frente a los mostradores. Tienen
impresas las tarifas de las posibilidades y aclaran que puede ser tan lujoso o tan
modesto, lanzarse de un helicóptero o bajarse de un autobús para caer con un salto sobre
los transeúntes que no han visto jamás un folleto turístico y que andan imantados en las
aceras movedizas. Existimos viajeros que llevamos pendientes de los tímpanos los
silbatos de los barcos y nos apretamos los cinturones sin que se nos lo recuerde y
estiramos la mano automáticamente con el boleto a unos recolectores invisibles.
Sentado frente a la pantalla donde van surgiendo misteriosamente horarios y números y
nombres de compañías transportistas miro a la mujer del traje sastre gris que abandona
la estación sin voltear hacia mí.
Le quedan algunas posibilidades al reloj central de la estación antes de que oscurezca.
Aún tengo tiempo para tomar el nocturno e internarme de nuevo en los caminos. Aún
puedo levantarme y marchar detrás de sus pasos y fumarme el césped manchado de
nicotina. Chupo duro la pipa y me imagino arrancando la grama, moliéndola con mis
dedos enguantados y quemando fósforo tras fósforo en un intento vano. Me mirarán con
una expresión de extrañeza y se preguntarán si estoy loco, si no me he dado cuenta de
algo tan obvio como que la grama está mojada y es de idiotas tratar de encenderla.
Chupo la pipa y dirijo los ojos hacia la cocina donde se quema le hierba y se desfoca la
pipa ante mi mirada angular de fumador que tiene los bolsillos llenos de folletos
turísticos. Cambio la dirección del tubito del aire acondicionado, enciendo la pequeña
lámpara, compruebo que está en el respaldar la bolsa de papel para los vómitos y en la
sombrerera el salvavidas y sobre mi cabeza el sombrero de piel y que aún llevo puesto
el abrigo grueso que me colocó amorosa con su traje sastre gris.
En este atardecer de otoño el cielo está sin nubes y los cerezos están florecidos
dejando caer su carga sobre las aceras y sobre las rejillas que las protegen y sobre la
escalinatas que suben hasta los museos y convierten la avenida que transito en un
simple corredor donde desembocan todos los escalones y de donde parten todas las vías
de acceso a los edificios que se alzan recordándome que soy un transeúnte de paso en
busca de donde embarcarme hacia una ciudad cuyo nombre desconozco. De nada sirven
ahora los itinerarios trazados con tinta china en un papel de mostaza, ni los dejados caer
por las hormigas en mermelada sobre los lavamanos, ni los conformados por los
creyentes con sus lamentaciones en los muros de la ciudad baja. No existe una
determinación de las horas, ni los minutos tienen destinos, ni las agujas del reloj se
deciden a clausurar esta tarde de otoño que sigue viva en la construcción en obra viva en
la estación viva en los trenes que viven con un zumbido de picaflor y como un
muestrario de que la vida sigue en los rieles o en los vientos claros o en el mar
extendido de lado como una plataforma de lanzamiento o en el traje sastre gris o en los
murmullos escondidos entre las rocas trabajadas y apiñadas que se alzan tranquilas e
imperturbables y que ando como un transeúnte con los bolsillos llenos de folletos
coloreados y la pipa convirtiéndome el labio inferior en un surtidor de aguas
multicolores olorosas a alcanfor.
El gris debe venir esta tarde de las plumas de la paloma que distrajo mi mirada del
papel que lentamente se iba poblando y mis dedos de sus ocupaciones habituales de
trazador de itinerarios para personajes fotografiados en esas casetas que ofrecen
devolver la imagen en seis cartoncitos en apenas diez segundos. Se me antoja que esta
estación donde estoy metido es una cámara inmensa que va expulsando de su interior de
tuercas aceitadas, y por una correa que nunca se detiene, los productos acabados
uniformes, tan iguales unos a otros que podría aventurarse la opinión de que son todos
iguales. Se me antoja una inmensa caldera con materiales humanos en combustión
solidificando huesos y uñas y haciendo flexibles cartílagos para mantener las orejas en
posición y mucosas para ser distribuidas equitativamente. Buñuelos espolvoreados,
guarapos de tilo con canela, inhalaciones en surtidores de plaza pública donde van los
pasajeros que se bajan a despejar los bronquios de emanaciones dañinas y a recibir los
raspones de papel lija a medida que ponen pie en el andén y a entibiarse las manos tal
como se me entibiaron las mías cuando las puse juntas entre tus piernas tibias envueltas
en la falda gris de algodón. Pusiste tus manos entre mis piernas en plena estación sin
importarte que ojillos de comadreja nos miraran asomándose por los intersticios de la
cueva primitiva y eterna que tu calor daba al inmenso salón de la estación y tú que no
hay como entibiarse entre tus muslos de miel de abeja buscando el panal de mil
compartimientos porque la piel se siente especialmente blonda y se empegosta
lentamente con mis manos en un sudorcillo que me recuerda el lubricante de cuando tus
piernas rodeaban mi torso y nos fundíamos en el cuartucho de la ciudad cualquiera, de
la ciudad sin nombre que tú oportunamente sacabas de los bolsillos explicándome que la
arrancabas de la página de un folleto.
Cambia la dirección de las calles y se entrecruzan formando un nudo abultado,
poporudo, irregularmente hinchado que parece querer aprisionarme el cuello y hacerme
sacar una lengua mortalmente rosada. Se desenredan y no sé cómo te lo imaginaste que
las calles se anudaban; debes estar recordando aquella danza folklórica que vimos en la
plazoleta con los trajes de tafetán verde y un delantal rojo en la plataforma de madera
que nos llamó la atención en el folleto turístico. Anduvimos, debes recordarlo, sobre un
mar que no tenía olas con tiburones de latón, donde los peces eran vertebrados y el
cerebro les pendía de la aleta trasera. Pero sí, estuvimos juntos sobre una llanura sin
término donde los toros pastaban indiferentes a los trapos rojos que les agitaste
parapetado detrás de un olmo inmenso. Sí, tú debes recordar que las nubes no eran
como una malla sino como un inmenso color de asfalfa y cieno que nos dejaba caer sin
interrumpir las aspiraciones de los paracaídas y los pararrayos de las tiendas de viaje no
hincaban sino que se doblaban como un cuchillo de goma de esos que la imaginación de
los fabricantes de plástico puso en las tiendas al alcance de los niños. Tú me dijiste que
las mariposas que andaban revoloteando en los valses no eran recuerdos en las tierras
áridas y sobre los peñascales oscilantes. Sacaste los folletos de tu bolsillo y yo los miré
y me fui a una playa de donde salía una mujer impresionante con el vestido húmedo
pegado al cuerpo y estabas tan mojada que goteaste los leños que habíamos juntado en
un farallón de corales y ya mojaste la leña verde y ahora el agua para evaporar las papas
hacia el cielo descubierto no va a querer funcionar y tengo hambre pero yo buscaré la
manera de que funcione y no tengas hambre y tengo ganas de bañarme de nuevo en esas
playas que están guindando de un sueño y que me ofreciste y que dijiste buscarías para
encontrarme a mí que deberé marcharme en cualquier momento apenas termine el
efecto del hongo que empapaste en la intimidad de las parras y que luego llevaste en los
dedos como si fuera una lagartija cazada en la sombra de una infancia perdida y que iba
goteando dejando un rastro de vino en salmuera con olor a naftalina y ostra fresca.
Las olas se devuelven llevándose tus pies que fueron granos sueltos y no pasta
amalgamada. Mis pies fueron buscándote la ruta, acaparando las mareas y los cohetes
lunares, pendiendo de la cola de un cometa sideral de niño hecho de trapo y ropa
desleída, furtivos en el saco de un asaltante confundidos con su antifaz y sus ganzúas.
Fui resorte envolvente de un alambre enhiesto saltando sola buscando una varilla
plateada para ensartar matracas y trompetas llameantes de viajeros y encontrar la
búsqueda que anda extraviada en tus folletos y en tu alucinante andar y plegada a los
escalones que divisas mientras estoy sentado sobre las copas desplumadas de un caracol
impávido viendo hacia lo lejos donde el horizonte se torna candela amarilla al recibir
tus pies que por allí se marcharon buscándome una estela que seguir, una estela sin
espuma como sin huellas fueron tus pies y sin encajes tus vestidos lunares con cráteres
de escaleras descendientes. Hay un túnel submarino que dejaste uniendo las costas,
vinculando los nubarrones que consiguen su camino orinándose la tierra, la tierra que se
chupa la sabia de un destilar que encuentra capas de limón y naranjas podridas de
surtidores intestinos. Hay capas de polietileno, de basura dejada caer en los surtidores
de aluminio de los edificios, espacios vacíos sin aire ni esperma, espacios con
estalactitas de viajes hacia adentro de los hombres que pueblan espacios con inmensos
huevos de saurios intocados, capas de fósiles pulverizados, capa de pérdidas, capa de
hallazgos, capa de teléfonos destripados, capa de guanábana con su pulpa blanquecina
horadada por indeterminadas bacterias, capa de vestidos desechados, capas de viviendas
destornilladas con sus habitantes petrificados como originados en un inmenso y
planetario susto, espacio que se asemeja a mis calles anudadas, convergentes en el nudo
poporudo de todos los senderos extraviados desde los ancestros cavernícolas hasta los
buscadores de pies quemados que eran granos sueltos y no masa compacta perdidos una
tarde de otoño que viene desde el primer día y no quiere acabarse, como una herencia,
como una hecatombe llovida desde los surtidores incontrolables, como una cúpula que
se desplomara venciendo los resortes del tiempo y haciendo resortes vencidos ya sin la
fuerza de sus vueltas y sus curvaturas, como una masa incandescente que no consigue
un secador que la haga superar sus etapas lógicas para solidificarse, como el comenzar
de un tiempo que no es tal fuera de todas las reglas, de todas las normas, de todas las
leyes, de todas las físicas y de todas las químicas, de todas las fórmulas y del álgebra y
de las computadoras a las que agregaron olor y sudor y capacidad de defecar. Mi túnel
lo construí con una escarbadora de armiño, con un soplete de lenguas incandescentes; lo
dejé extendido sin saber si te serviría, si sería recolector de fotos desprendidas, si al fin
podrías andarlo con tus inmensos pies deformes, si podrías pasar tus dedos
estrambóticos por sus paredes limadas con cactus y amapolas, si podrías orinarte
tranquilo en un recodo sin peligro de provocar inundaciones y desbordamientos, si
podrías voltear hacia arriba sin temor a rozarte la frente enchapada con las raíces que a
lo largo del trayecto semejan centenares de piernas torcidas de paralíticos y centenares
de muletas inutilizables y de bastones muertos, si podrías extender los brazos sin
encontrar el roce de los viajes limitados y las asperezas que tanto te duelen, que tanto te
martirizan, que tanto han hecho en el desprendimiento de tu locura taciturna, en el
encogimiento de tus tristezas viscerales, en tus desplomes y en la reducción de tu
esencia y en tus casi desapariciones encogido como rama sola y abandonada de los
pájaros sobre los cementos en que caes cansado de tu peregrinar y de tus desvaríos
árticos.
No es un secreto para nadie que estas palomas turcas están vinculadas a mí por lazos
de persecución y lealtad. No cesan de venir a picotear los latones de las ventanas y una
de ellas hizo un nido en la puerta de mi casa y sólo a mí me permitió cambiar de
posición el huevo que dejó en la alfombra de limpiar los pies los visitantes. Donde
quiera que me siente es seguro que no me dejarán y estoy por culparlas del gris que me
ha invadido esta tarde fría de otoño. Son palomas caseras sin miedo a la gente y ni
siquiera esos niños que se complacen en la disección de los pequeños sapos blancos que
hemos traído para que se coman los zancudos son capaces de lograr su alejamiento.
Estoy convencido de que ellas me traen los olores y las resinas y las temperaturas que
percibo con mi piel de jirafa y con mis sentidos de animal enjaulado. Estoy seguro de
que sus patas dejan caer polvillos recogidos en tierras remotas que me hacen girar como
un trompo sin ley y reglamento en este mi claustro, en esta mi prisión forrada con las
hojas que arranco en mis momentos de rabia de los folletos turísticos y en mis giros de
mareo de parto de estar viendo los folletos colgados de hilos de nylon que te empeñaste
en adornar el techo de tanto que pasaste tus manos insaciables por mi vestido sastre gris
logrando que se fuera convirtiendo en bolitas de hilo que cualquiera que hubiese osado
penetrar en tu tumba de viento hubiere concluido que la caparazón de la estación estaba
largando y destiñendo de vieja y convirtiendo el piso en un depósito de algodón y lana,
de ovejas escaldadas y de máquinas recolectoras en los campos abiertos. Tus palomas
no llevan anudadas de las patas mensajes con aros dorados ni tienen buches colmados
de granos ni de noche emiten sus tradicionales sonidos guturales ni pudren la madera
con su mierda infectante de chipos y zurupas. Tampoco tienen casa al lado del tanque de
algas verdes ni limpian las tejas para que el agua de lluvia llegue tranquila a los
desaguaderos de aluminio ni reparan las goteras que me dijiste estabas empezando a
padecer en los tiempos de las lluvias ni corren a limpiar de hierbajos la tapa de cemento
del depósito al que van a parar todas las aguas sucias de tu casa vieja. Estás ahí,
mirándote los pies y dedicando tus variantes matemáticas y tus galaxias maltrechas a un
examen detenido e intrascendente de tus zapatos. Estoy pendiente del traje sastre gris
que abandonó el andén y cruzó el amplio salón central de la estación y empuja las
puertas de vidrio y sigo pensando que el reloj del muro rústico es de leche y café y que
su tiempo no es el mío y que andamos cruzados y que he vencido o quizás él ha
derrotado todas las fórmulas explícitas inventadas para medir y pesar. Sé que los ruidos
te detienen en la puerta de vidrio, sé que estamos en otoño y que el otoño se ha
alargado como mi búsqueda y como mi tragedia. Sé que vuelan sobre la estación y sus
estelas blancas me recuerdan tu mar, las que dejé con mis pies para que te sirvieran de
brújula, la cara del oficial del tren que te hice notar para que tuvieras una vinculación y
un recuerdo, las borlas de mi cota y el ascenso vertiginoso, la estación quedando allá
abajo, disminuyéndose, convirtiéndose en pequeña mancha casi como una bolita de
algodón y lana donde tú estas, ínfima molécula de tu viaje, partícula donde las luces se
mueven en los tableros y en las pantallas y es tu estación, tu estación con los bolsillos
llenos de folletos con fotos en colores y el tren ya no se oye porque se fue metiendo en
la geografía y dejándote en la estación con tus pupilas llenas de mi traje sastre gris.
Dos relatos italianos en torno
a una mancha marrón
Deseo en Biselli
a D.B
Sentencia a Gigliola
No la tiene. La niña no la tiene. La noticia se expande con prontitud, como todas las
omisiones sin antecedentes. “No se trata de una mudanza”, confirma el médico. “He
buscado por todo el cuerpo y no la tiene”. “No la trajo”, cuchichean las enfermeras,
confirman en la residencia. “No la trajo”, repiquetea en los teléfonos.
No está en las proximidades del sexo de la madre, pero tampoco en la hendidura
amoratada de la recién nacida. Se ha extraviado. No puede saberse, a ciencia cierta, si
quedó adherida a alguno de los puntos del trayecto o se derramó con el líquido
amniótico en la ruptura preliminar. “No está”, confirman unos a otros a medida que el
grupo crece en la habitación de la parturienta. ¿Dónde está?, se preguntan con las
miradas sigilosas. “Yo la tuve y la pasé”, parecen decirse unas a otras entre el rastrear de
la alfombra y la persecución de las preocupaciones en los rostros sombreados de los
hombres.
Los brazos desnudos caen inertes sobre la sábana extendida hasta la cintura. El pelo en
desorden bordea la bata blanca y enmarca las orejas profundas. Siente la extrañeza de
las miradas y la expansión de la neblina del silencio. Lo vio en el cabello liso
cuidadosamente peinado hacia atrás y los dientes rectos, de empalizada. Gigliola sonrió
hacia el equipaje sin abrir de la tarde de su llegada y movió la mano derecha hundida la
noche anterior en pobladas posesiones de su gusto. Las fotos ordenadas con
meticulosidad mostraban las extensiones de la familia logradas mediante un respeto
escrupuloso de la voluntad colectiva. Gigliola observa desde los efectos finales de la
anestesia. En la mano derecha sintió la sensación de despedida despegada del calor y la
tensión, llena apenas unas horas atrás, unas horas atrás abierta para permitir que le
llenaran otros vacíos.
Comienzan a emanar palabras hacia la mujer oscurecida. Luigi, chaleco de pana, mira
el saco doblado en su brazo y parece alzar la cabeza. Piero, recostado sobre la ventana,
aparentemente sostenido en una sonrisa irónica, confirma tal vez con la mirada a quien
corresponde hablar. Las mujeres se apretujan satisfechas en torno al sofá.
Gigliola dejó caer la cabeza hacia la derecha. Los toldos blancos cubrían el espacio.
La concurrencia se deshizo en alabanzas. Un oxígeno desolado y triste se movía
dificultosamente. El anime se hacía invulnerable a todos los intentos. Gigliola ordenó
los cabellos. Suspiró hondo, segura de haber hecho lo que de ella se esperaba. Rió hacia
la cerca de la piscina.
El brazo se le retrae en una contracción involuntaria al sentir en la mano derecha la
cabeza de la recién nacida. Ella fue colgada de los cuadros de los caballeros y de los
escotes de las consortes, prendida de los candelabros y de las tradiciones. Las ventanas
están entreabiertas. Las lámparas permanecen impasibles. La geometría se forma sobre
el fondo rojizo y el marco negro. El jarrón de porcelana late desde la esquina del espejo
grande.
Pudo ver el almanaque en mayo y sintió las cenizas reconocidamente frescas color
estaño. Se vio desnuda en el espejo. Los senos pequeños, los vellos de los sobacos
ahogados en las raíces, las costillas resaltantes en la piel morena, las piernas
entreabiertas. El sexo espelucado. La tocó levemente con la mano derecha, luego la
cabeza, presionó la mejilla y tiró el resultado del espejo. Sabrá de las horas en que se
abren las represas, conocerá las delicias, atenderá los llamados y viajará hacia el sur.
Gigliola de cabello traje largo, la lleva y sabe caminar con distinción. Es cierto que el
polvo cubre los libros del armario, pero la pintura tiene fecha reciente y los restos de
cerveza aún espumean. Las arrugas de las cortinas son, sin duda, resultantes de la rabia
de una mano.
Salen de la habitación, dejando el veredicto. Gigliola está de nuevo sola. Puede verlos
alejarse desde los encajes de la bata; el muro resta arañado y las palabras caídas en la
cama. La humedad se hace insoportable. Hiendo con mis dedos el sexo de Gigliola,
aparto los dedos del pubis, reconozco el cuerpo de la mujer y no encuentro nada. Es
esponjoso, flexible y muy salado. Puede licuarse y mojar la alfombra en cualquier
momento. Me adelanto a sentir el insoportable olor del pegamento mojado. Gigliola me
mira y no sé si sus dientes han oscurecido o desaparecido. Sonríe y en sus ojos creo
percibir la convicción de lo inevitable. Con la punta de los dedos roza apenas los
cabellos breves, escasos y húmedos de la niña. Hace con esos dedos movimientos como
los de los brazos de los pulpos. Una ronquera que da miedo comienza a salirle de las
entrañas. Esculco a la niña, rasco en procura, pero sé de antemano que no la tiene y la
comprobación sólo causa daño. “No la tiene”, se oye afuera. “No la tiene “, repite
Gigliola en un estertor angustiante. “No la tiene”, ecóan los pasos de los que caminan ya
al final del pasillo. “No la tiene”, confirman las paredes asépticas del cuarto.
Amarillo
No estaba siguiéndome por la larga calle. Eran sólo los caprichos de las sombras. No
estaba siguiéndome. Sólo eran elucubraciones pronunciadas al roce del amanecer.
Siempre que se acercan las madrugadas me da por despertar y entonces insisto en que
me está siguiendo. Pero no es verdad. No me sigue. Está introyectado, comparte mis
pulsaciones, defeca conmigo. Cuando orino, la fosforescencia no es mía; es suya. Suyos
los pasos apresurados por la larga calle cuando se acerca la madrugada. Tiene mis dedos
y mis ojos. Mis manos, unidos los nudillos, abren, la una a la izquierda la otra a la
derecha; él hace la fuerza de la abertura. Anda maldiciendo y soy yo quien maldigo.
Anda por ahí, aburrido. No se me culpe pues de los delitos y otórguenseme las
prebendas. Tengo derecho a las buenas y él que cargue con las malas. Mi sombra no se
quiebra en los filos de las paredes ni se amilana con los cambios de las superficies.
Poporos, cicatrices, hendiduras; se mete en todos o resbala sobre aquellos donde el caso
no es meterse sino resbalar. Siempre hay una postura adecuada a las circunstancias.
Como las letras están en abanico, sus posibilidades de adaptación se extienden como un
abanico. Abanico hacia adentro, donde las letras de las orillas no alcanzan a marcarse.
Entonces soy yo el que choca con las realidades. El es un abanico normal, yo soy un
abanico anormal. Entre los dos hacemos un tipo medio, adaptable, sociable. Puede
hablar con la gente. Puede sentarse en una silla y beber aguardiente con un grupo. Puede
perseguirlos, los relojes le atienden, las escaleras oscilan haciéndole subir o bajar los
pisos según la voluntad le dicte. Magnífica cualidad: las escaleras le obedecen. Los
almanaques, con sus garfios negros, llevan el asueto de la gente dibujado en cuadrados
rojos. Ese asueto deja las calles solas cuando me persigue en las madrugadas. Somos los
dos en medio de la ciudad desierta. Podemos tomar aceras diferentes. Meternos en
jardines diferentes. Nos persiguen o nos ladran o nos orinan perros diferentes, de
diferentes colmillos, de diferente pelaje. Los colmillos nos abren iguales orificios de pus
y calor y el mismo tétano nos corrompe la hilera de músculos entrelazados, red fuerte
que nos recoge y nos lanza en medio de la calle. Buscamos acústica en el sonido de las
rejas. Buscamos doblegar los sonidos, llevarlos a una conjunción, a una armonía;
confundirlos en una orquestación, casi fundirlos con los instrumentos puntiagudos que
entonamos. En medio de las esquinas hay troncos donde damos vuelta y nos enrollamos.
Son un juego de cintas, círculos superpuestos que se aprietan, aros que giran y se
estrechan en cada giro fundiéndose. Partículas dispersas salen de ese tubo. Es una
probeta con rayos rojos, como tunas rojas que se eyectan y hay alrededor rocas blancas
y grises flotando, de diferentes tamaños y posibilidades, a veces superpuestas.
Superpuestas sólo como una ilusión óptica, unas blancas y otras grises, similitud de
eclipses donde no se sabe que roca se interpone en el paso de la otra. Y las tunas
emergen en todos los sentidos de todos los sentidos, las más de las veces sorteando las
rocas, pasando hábilmente entre el espacio que dejan, buscando cada tamaño el espacio
de su tamaño en una especie de respeto por las reglas y normas de origen extraño e
impredecible. Unos clips verticales que forman paralelas de rayas disímiles se van
achicando, como formando una figura y de nuevo se van agrandando y de nuevo
achicando, en una versión cíclica rara, como si un cuerpo se aproximara a la muerte y
renunciara y volviera a acercarse a los cementerios donde él y yo vamos a orinar
fosforescente y luego se arrepintiera y buscara las puertas tratando de escapar. Las
formaciones se hacen también horizontales. Y se miran con las verticales. Se hacen
carantoñas al ensancharse y al estrecharse. Todo se mueve sobre un fondo negro que
tiene piquitos como los que los niños suponen a las estrellas. De ahí en adelante todo es
amarillo, el resto es amarillo. Todo se torna amarillo, de un amarillo lúcido infinito.
Tratamos de escapar de los límites, de una ciudad amurallada, de una ciudad clásica por
la que se hubieran adelantado guerras y donde los combates hubiesen generado héroes.
Las catapultas lanzan sus bolas de fuego y las estacas se lanzan sobre los portones. Los
conos se invierten, vienen a veces y a veces se van. Los cuadros rojos llevan su
seguirme por las calles, una pierna gorda con forma de pescado, un falo colgando con
otro adentro y así sin final. Podemos pintar de diferentes colores los músculos, para
diferenciarlos. Tono violeta, tono amarillo que se confunde (es amarillo). El pescado
tiene retazos; pedazos de diferentes mantas que arroparon o permanecieron indiferentes.
Una culebra verde con aros entreverados danza sobre la orilla izquierda de un tablero
con miles de cuadrados. En su pierna las venas son tallos de las que salen hojas y a
veces flores de puntitos negros formando una bola redonda perfectamente, y a veces
parecen no tener vinculación con el tallo. Sí, en los dedos se notan los alambres. La piel
es transparente y permite verlos. Un tronco en triángulo, con rayas en triángulos que
seguramente deben ser los años. Se nos ha enseñado que las rayas en los troncos son los
años y no tenemos buenas razones para dudarlo. Queda un capullo escindido: un bisturí
dejó impúdicas sus partes reseñadas. Los caprichos resaltan sobre una gruesa pared
verde. La pared verde resalta sobre una mancha amarronada púrpura. Y el amarillo lo
envuelve. Amarillo que en un seno se bifurca en diferentes tonos. Hacia los bordes es
candela y hacia el centro negruzco. Suposiciones al salir de las esquinas. En la cuadra
que comienza se estiran los músculos. Mal podemos determinar bordes o centros o
fricciones o concentraciones. Los cables penden inútiles, recogidos, doblados,
enrollados. La pantalla muerta, sin luz y artificios, se sostiene tambaleante sobre
cornetas silenciosas, indecisas, endebles, con ganas de caerse. Círculos superpuestos.
Uno sobre la orilla del otro. Como si se equilibrasen el primero al segundo y éste al
siguiente y el siguiente al por venir. Me llama en las madrugadas y me enseña los
almanaques. Es como apretar los ojos y dejar dentro la luz estrechada en los nudillos y
ordenar que se muevan las manchas iridiscentes sobre el vasto imperio del espacio.
Imperio en que se entrometen caballos barcinos halando aeróstatos desinflados,
deshilachados, inservibles. Caballos de patas multiformes, múltiples de patas. Imperio
de almojarifazgos las luces aprisionadas que se mueven temblorosas en el espacio. Es
como apretarlo en los nudillos. En sus manos y en las mías. Nudos ensartados que
aprietan; templados cernederos para no dejar escapar las migajas, las partículas esas que
andan flotando entre los clips y las rocas grises y blancas. Algentes lazos que nos
vinculan, que nos mantienen al cruzar por las esquinas. Construcciones antiguas,
labradas, enmascaradas con harina, que reaparecen a cada esquina, a ambos lados de la
calle, para que nuestros músculos multicolores se diviertan y se sonrojen y se
mantengan templados al penetrar separados pero unidos en las zahurdas que el espacio
pone a ambos lados de la calle. Música. Tremor y el espacio natátil. La pierna de
pescado tiene variaciones dendriformes. Imperio vedrio de pequeños trozos que
juntamos en los frescos de las aceras. Frescos que se mueven con la música, que
divertimos al estirarnos, al recogernos en la calle. Calle férvida de nuestros sudores.
Sudor férvido que vertimos en los esfuerzos al salir de las esquinas. Las basca se nos
viene a la base de la lengua lenificando nuestro andar desgarbilado. El espacio amarillo
de regojos como rocas blancas y grises o como rocas dejadas sobre el mantel del
espacio amarillo. Salimos de otra esquina. Dejamos caer otro almanaque en la gaveta.
Longimanos, podemos alcanzar todas las variaciones y desandar el tiempo que el otro
descubre. Ir mientras el otro viene, bajar mientras el otro sube, agacharse mientras el
otro se levanta. Sumergirse, emerger. Viajar en un autobús, cazar luces en una piscina.
Juego de ventanas en los puntos cardinales. Bifocales sus cristales enmarcados.
Esmerilados unos, sin reflejos otros. Saltamos una ventana y aparece otra y otra le
sucede. Las calles convergen en las esquinas con sus ventanas en cuadrado. Se
contradicen, dan marcha atrás. Podrían acercarse e irse reduciendo, reduciendo el
espacio. Se mantienen en sus sitios, como si un designio inviolable les hubiese
ordenado. Cae el pasador de un ala, sin estruendo. Suavemente aparece caído. Nos
lanzamos hacia el túnel. Cuando las cámaras enfocan y uno mira el monitor la imagen
se reproduce infinitamente. Nos estiramos al máximo de nuestros músculos adoloridos.
Cubrimos dos posibilidades al unísono. Luego las otras dos ventanas. Somos un molino
de aspas que en la velocidad se multiplica. Gira este-oeste mientras giro oeste-este.
Norte-sur, sur-norte. Anda por las ramas cazando filtraciones de sol; las raíces deformen
subsumen hinchándose. Absorben hasta ahogarse; raíces asmáticas, tosen. Los rayos se
deforman y varían, se quiebran buscando diferentes direcciones. Vueltas alrededor del
tronco enclavado en la esquina. Enfocando desde abajo, girando a mucha velocidad,
hasta que el sol se marea y los rayos son vomitados por las ramas. Rápido, hasta
descentrarse y salir impelidos de la esquina, atravesando las ventanas sin romper los
cristales, sin deformar los marcos, sin producir variación en la materia que se
transparenta. Los músculos estirados nuevamente nos permiten andar las aceras
paralelas. El punto localizado de máxima tensión. Un corte rápido con un objeto filoso y
se desbancaría. Los tendones lisos, labrados por las eras, pulidos al máximo,
resbaladizos. Si se toca con cuidado vibra. Variaciones oscilantes. Puede escucharse un
quejido profundo, musical. Va disminuyendo hasta quedarse como un sonido apenas
perceptible. Agudizamos los sentidos en ese sentido. Escuchamos, exprimiendo el
cerebro para seguirlo hasta sus últimas expresiones. Tenso, se detiene; cuidado esta vez
con algún instrumento medianamente cortante.
La sombra apareció en el patio
Los rostros eran cetrinos, con una fuerza que lo hacía torpe en las callejuelas y lo
mareaba en la larga esplanada de ladrillos. El tren se detenía por el peso de las lenguas y
las chamarras lo hacían serpentear con lentos movimientos de llamado, con resignada
parsimonia apenas turbado por un roncar animal. La francesa era de gestos alocados,
contrastante con el peso de las piedras, alta y frágil como una vereda antigua y
ciertamente inasible, circunstancial como un horario. El cobre puede tomar formas
precisas o alargarse en una lanza que no termina o concluirse en el marrón despintado
de una nariz de animal peludo que viene a la memoria sólo con el paso de los viajes y la
caída de los almanaques en el furor de las riñas. Aún así los números se pueden poner al
revés aunque haya arribado la manía de tenerlos acordes con la realidad, por momentos
el juego existe aunque hoy sea viernes 20 y se tomen los tres juntos o se pare uno sobre
el filo dejando los otros aposentados sin marearlos con extenuantes caminatas en el aire
pesado. Es este espacio de un cubo lo que permite el juego entre las terminaciones. La
madera siempre ha sonado monocorde, sonido seco aún con barniz y letras y números,
aún cuando se le haya estampado la marcación del tiempo y desprovisto de la forma
para darle geometría, aún así. La madera puede hacerse retumbo en la soledad de una
montaña o cascos de caballo en un estudio de grabación o, como ahora, pasos de gente
solitaria y de rostros que vienen sólo por los reflejos de las vidrieras, con figurillas de
metal, un reloj español y calor insoportable, tiempo medible, de ese conocido bien,
murmullo de la bestia común y estropicio de voces disonantes.
El cubo de los meses era más alto. Puede recordar que se había cometido un error
como si con la mano estrechándolo se hubiese arrombado. Tal vez está detrás de los
libros en el estante o caído en la papelera. Podría cambiar un caluroso julio por un frío
enero, apenas. Aquella mujer sale envuelta en un impermeable cada tarde de lluvia, baja
clavando los tacones en las junturas de las piedras y toma el tren como si se sumergiese.
Lleva un paraguas floreado y la torre de la iglesia gótica le sigue semejando un manojo
de páramo y la soledad de la calle un plástico negro. Tira hacia arriba el cubo de los días
y lo deja caer en uno de los lados que nada tiene, porque son siete y el lunes está solo y
puede decir que dos caras nada tienen, que aquella mujer no tiene cara en su persistencia
de meterse en la lluvia y seguir aquel itinerario. Aún queda espacio para meter la uña y
descubrir que los lados del rectángulo no están hechos de una sola pieza. Quizás sirvan
como dados. La tinaja tiene orejas y unos labios como una ola aislada. Ayer era igual, el
periódico dice que no se ha producido variación en la temperatura, que el viento no se
ha alterado y hasta se permite bromear con la calma del mar. Julio primero, dice, mayo,
abril dos, de cuándo es el periódico desde el descubrimiento de que las noticias no
existen. Desde atrás es mayo domingo y de lado agosto 25. En una cajita de plástico
están las tarjetas de visita y los fósforos en una caja grande donde está pegada una
muchacha con un traje quién sabe de dónde. Tras una puerta plegable está la picadura de
tabaco, de la pata de un estante pende una lámpara de alguna parte y trece venerables
cabezas de músicos miran. El anillo ha caído en tantas partes, regalo permanente para
las repisas de los baños y también para las aspiradoras. Cuando la hendidura del labio
superior se confunde con el inferior quiere decir que dos gruesos ojos penden en la
pared, que un vestido de impenetrables trazos verdes está apoyado sobre un sofá rojo y
que las manos se pierden en los bordes de un cuadro. Quiere decir que una rodilla
sostiene un codo y un brazo la cabeza, ya que las piernas son como esas horribles de las
máquinas automáticas de lavar autos. Un pequeño tinajero está al lado de un plato de
cobre y un lápiz de amarillo fluorescente insertado al lado de un sacapuntas en forma de
globo. El almanaque nazco está sobre el escritorio.
Cada mañana se botan las colillas y se mira el almanaque. Una simple vuelta a los
cubos para que repitan en las pantallas las escenas conocidas; los ceniceros se irán
llenando lentamente y el sol se agrandará sobre la rendija de esta persiana rota. Los
minutos se sucederán haciendo estrías en la madera y el pico del papagayo continuará a
rascarse el vientre. Hoy será lo mismo. En las pantallas surgen imágenes que conoce
hasta el cansancio y las perturbaciones de siempre afligirán hoy las emisiones. Las rayas
horizontales provienen de los hipos y de las respiraciones contenidas; las verticales, de
la hipertensión de las palabras amontonadas en la garganta y que debe tragar con
movimientos genuflexos; esos puntos brillantes son luciérnagas golpeadas en la soledad
de la montaña que creen vengarse viniendo a espolvorear la vieja película que grabaron
en los cubos como si olvidasen que puede ver con los ojos cerrados. La banda de sonido
está vieja, demasiado gastada y las frases están truncas aunque pueda seguirlas con los
oídos tapados; los gruñidos serán los mismos y los vacíos de los amplificadores no
significarán nada. Juega a cambiar el orden y la imagen siempre se recompone. Prueba
voltearlos y la imagen reaparece. Tienta hacerlos dados y la suerte se repite. Cree
apagarlos pero se mantienen encendidos. Intenta el volumen pero se conservan
invariables. Los sacude, los estruja, los coloca en el rectángulo, resignado. Las sombras
de la mañana sienten el vapor que sale de los huecos del hierro y los susurros de unas
voces quedas que estiran las continuidades para la fiesta del domingo y el valle se hace
cuadrados arrejuntados en un leve vaivén de insectos de alfombra mal pegada. Sigue el
programa invariable y la modorra de la defensa y la agudeza alerta de la defensa se
desarrollan paralelas llenando los pulmones y largando baba. Había un colchón de algas
blancas sobre el valle hundido entre las flores. Había una cueva hecha por el mar y una
escalera para bajar a la presencia. No era esta miseria. No lo sabe cuándo, pero recuerda
la frescura que lo hinchó y la sal que le vino del matorral aislado y solitario donde
asistió a su mirar hacia la inmensa piedra cuajada y vertical. Los dedos le tiemblan
sobre los cubos, sobre los botones inexistentes de estos monitores perversos. Cajas sin
concavidad, sólidos e imperturbables, medidores nazcos. Una caja de vidrio está llena
de monedas; unos anteojos para el sol han sido recuperados y colocados sobre la mesa,
los sobres rotos insertados entre dos cristales y de uno de ellos, como un insecto de
selva, pende un gancho de cabellos; sobre el tapete verde un lápiz acompaña a un
cenicero que fue dejado allí por Michelle el día de la borrasca. Cuando se apoya el
rostro sobre la rodilla es porque las piernas se han sucedido en harapos y sólo recubre la
vieja malla de los ejercicios. Cuando la blusa es verde es porqué el brazo flaco se ha
hecho L y la espalda, apenas entrevista, un gancho. Cuando el cuello no se distingue es
porque los cabellos han pasado al marrón y los labios al anaranjado. Septiembre octubre
si se mira desde arriba y un extraño 85 si lo deja para empujarlo con el carril de la
máquina y sigue para comprobar si es posible echarlo al suelo pero sólo logra mirar las
imágenes invertidas, a lo que está habituado, y el dos se separa del uno en el espacio
reservado a la uña, qué se acerca el mediodía y el calor es insoportable y si la urna
muestra una flor no es porque hayan crecido de los huesos manifestaciones extrañas a la
muerte ni porque este funerario de tres patas de pigmeos se haya convertido en un
porrón. Es que el plástico es incorruptible y las burlas pueden hacerse ante el barro
insensible. Si el corcho tapa las escamas encerradas en un frasco de vidrio es porque las
cabezas talladas estorban para tomar los libros inclinados sobre las cuerdas y ahora le
viene en gana insertar un cigarrillo entre los cubos y fijarse en la abeja impertinente que
zigzaguea en la ventana.
Se podrá meter el vidrio o tal vez el yeso o mejor el cuero que rodea los libros. Las
bocas de las maletas están abiertas siempre y los colmillos dispuestos a proteger el
alimento circunstancial que no degluten. Es su misión de barrigas múltiples portar en
ambas direcciones las cosas que se han ido cayendo de estos cubos, el óxido crecido y
desprendido de estos cubos, el aserrín que las flechas han ido sacando de estas maderas
navegadoras. La seda del cuajar está rota y desprendidas las correas que ataban los
vestidos a las paredes de los intestinos. Es el mismo manoseo que ha hecho brillantes
los cubos y sudorosas las manos y el barniz cosa de sueños. Los motores se encienden y
el mecanismo cubre el vacío; sobre el tiempo sabe en el sudor de los sobacos que lanza
sobre los cubos desde el asiento portátil y desde el mareo de un rostro bello sostenido en
un largo cuerpo indiferente. Existen tantas calles para peatones y las recuerda entre las
separaciones que flotan, entre estos intersticios reducidos a una condición vaga y
vegetal siempre listos a albergar aire y ocasionalmente los dedos de quien hurga. Son
los mismos números y las mismas letras reproduciendo los mismos hechos; el tiempo es
una cucaña que se clava en la madera. Al paso de las fronteras se sabe de las pérdidas y
en los marcos y en las concavidades con resonancia se detiene por instantes a respirar
alcanfor y un éter que parece coagularlo seguirá viaje. Se supone cualquier compuerta
falsa de esta trampa la indicada para abrirse hoy sobre los corredores de paredes
blancas. Zigzaguear sobre el espacio de enramados limitados llama al vértigo y se topa
la lisura ya inofensiva con la actitud de una cabeza descomunal que agradece la
proximidad de las cabezas para descansar. La blancura es conocida como la suave
cobertura de los pasadizos y el aire pegajoso que turba la respiración. Se puede navegar
sobre la espesura, no hay duda, lo comprueba cada número que este almanaque nazco
cierra o abre cortando el aire, realidad incontrastable, única verdad, módulo donde nos
zambullimos, líquido evaporado donde nos dejamos balancear. Es innecesaria la
violencia sobre el aire, está admitido desde tiempos inmemoriales. A la falta de
gravedad se puede acostumbrar, desde tiempos recientes. Es necesario medir desde
cuando la claraboya en las frentes produjo turbaciones incurables y se creció lo
suficiente para alzar la mirada y ver que los astros daban vueltas y que la luz sucedía a
la oscuridad y que las aguas crecían o bajaban y que las mujeres tenían la menstruación
y que los locos se paraban al borde de los barrancos a tirar piedras cuando el astro más
pequeño se llenaba. Contentar a los poderes incomprensibles hacía necesario cortar las
cabezas de las bestias, pero siempre en el momento oportuno, aquél primero de las
rabias y del ejercicio de las venganzas y de los cobros. La sabiduría es una extraña
enfermedad propagada por las bacterias y virus, por filamentos que crecieron
espontáneos en medio de la oscuridad de los senderos impenetrables trazados con
piedras entre las montañas para que se pudiera arribar antes del derramamiento de la
sangre sobre los tapetes tejidos con raíces y pintados con sumo sacado de los árboles
altos. El tiempo es una trampa puesta entre los árboles para cazar animales salvajes,
curare sometido sobre la piedra, necesidad de reforzar la piel con barro y de proteger la
barba contra los mosquitos. Sólo la muerte no está hecha de telarañas. De septiembre el
avión en París y de julio los jeans colgados detrás de la puerta. Cuando el trencito
partía, el té era también verde de los escupitajos de los mascadores de hierba y se
danzaba entre los quioscos de músicas contrapuestas y tras las fuentes de la decoración
se lamentaban las circunstancias sin que un atrevimiento turbara las luces intermitentes
que pendían de las paredes y el haz que se empeñaba en circular sobre la contención. El
tiempo es el escondrijo de una persiana rota.
Reposición en copia nueva
El bajante ruge con el vómito que baja ácido al depósito. Hay mareo en las escaleras.
Mario Alberto abotona la camisa del pijama y retorna lentamente hacia la puerta apenas
el sol se asoma entre los edificios y el aire frío de la mañana hace gárgaras con las
ramas secas. Se detiene en medio de la sala sin saber si el refrigerador aceptará su
cabeza o si el sofá dejará de girar. El hueco del balcón deja entrar el ruido de los
primeros en abandonar el sueño. El humo de los tubos de escape contribuye a marearlo.
Aparta vasos y restos de pasapalos. Como un autómata va hacia el pequeño escritorio
enclavado entre lo estantes repletos de libros. Pocas páginas le parecen aquellas en las
carpetas. Ya son tres años que decide levantarse muy temprano sin importar la hora en
que se ha dormido. Cleotilde llegará a limpiar, con sus carcajadas costeñas y su buen
humor inmutable. Deberá escuchar los regaños por no tener nada con que preparar la
comida. Sabe, la negra, que el “ratón” es espectacular y que apenas soportará el ruido de
la aspiradora. Deberá bajar, -zanahorias-papas-alitas de pollo- Cleotilde lo torturará si
no corre al abasto del portugués, detergente para la cocina inmunda- spray para
planchar- jabón para el baño. Ya son tres años sentándose a escribir cuando la ciudad
aún no se despierta y los huesos entumecidos le rasgan la vestidura interna de la carne.
Ya hace tres años que vaga sobre las interioridades de sus intestinos tras ese nombre.
Cada kilómetro cambia el origen. Cada roca precede rabias diversas y la carretera se
recuesta mansa sobre el lomo de un animal que duerme. Los higos como sexos de
mujeres rosadas dejados tras muros de piedras y en las vecindades de los caseríos a la
mano de los alumbrados y de las miradas aprensivas. El nombre detrás de una corta
colina apuntando al cielo con cinco brazos roídos y a algunos metros un tórax sin más
nada. La inmensidad recortada por una neblina pantanosa y el silencio rasguñado por
unos arbustos dispuestos al azar entre las piedras, arcano mutamento de los sacrificios
en la laja estirada sobre las solemnidades esculpidas y devoradas por el salitre y la
corrosión de la sangre. El nombre inmóvil en los senderos de las hormigas. El espacio
algodón donde hundirse sin fin, más allá de terminada la envoltura de nuestros propios
cuerpos. El horizonte no podía verse, pero ciertamente debía tener cascadas y barbas
agarradas de los corales como moluscos en pena. Ésta la columna y éste el capitel. Allá
honduras hasta el manto acogedor que teje cada día el borde blanco. Si una botella de
vino se enclava y un atardecer rojizo se divisa quizás el escarabajo de piedra ha
decidido sumarse al denso humo que inventamos sobre nuestras cabezas. Si nos fijamos
bien, en el poniente distribuiremos serpenteantes memorias en reflejo sobre el cabo y la
lucha de los fantasmas se reduciría al sótano de las vasijas de vino aún olorosas a faunos
de pelambre curtida. El nombre crustáceo de casco de nave de marineros diversos en
cada ocasión en que las corrientes se encontraron y las cuerdas tensas sobre el vacío
permitieron a los cuerpos resbalar hasta las crujientes maderas con sales en pimpinas. El
nombre, derivación de cuerpos sudorosos y cabezas blasfemas. Los gritos suben y se
hacen pelícanos desgarradores del agua en retorno súbito. Las escamas invaden la cara y
quitárselas, una a una, es despellejar la espalda de una esclava a quien se ha expuesto al
sol a expiar los falos de los marineros y la impiedad del destino. Breva hastiada de
inundación que automáticamente abre las piernas a la insinuación de un rayo, es la tarde
que languidece conforme al destino marca, acabar presa de las penetraciones insolentes
en las horas de la vuelta en que las formas se alzan por doquier y los testigos
degustamos el triste espectáculo de la fruta podrida en el árbol de la muerte
momentánea. Suben los baúles en las cuerdas tensas del polvo apresado por un rayo de
luz, tentación para las manos que atraviesan sin cortar y diversión para las moléculas
que apenas aceleran el vagido de la agonía. El nombre vino desarmado y sin alma, para
elevarse en edificio sin columnas y sin techo sobre la cabeza de quien ha venido a
encontrarlo. La brisa marina le refresca de las impertinencias y de los ojos sin pupilas
de los buscadores de cautivos. Este hombre que se ensucia las manos de hierbajos y se
atreve a puntear la lengua en el zumo amargo de los pequeños tallos, no es un guerrero
de espada ni un inocente pescador de lagartijas. No sintió rechazo de los protectores de
la ensenada ni el rumor se elevó hasta lo insoportable. Era inocente en cuanto sólo la
atracción en las noticias volanderas de las páginas lo empujó a través del viento con las
uñas descubiertas y la boca amarga del grosor de las batallas cotidianas en la inmensa
soledad de su pequeñez. Las cortinas de aridez no se alzaron y las aristas de las rocas no
se previnieron en su contra. La confianza de los fantasmas no bajaba pero tampoco
encandilaba. Metamorfosis de las mallas que se tienden desde el recuerdo del pasado
hasta los postes de la presencia, la negrura del mar en el rugido del oscurecimiento.
Solo, ante el tiempo, recibe los últimos discursos de los huecos dejados al azar entre el
ramaje de la noche que se cierra.
Cleotilde trabaja también para un escultor y cuando Mario Alberto se levanta le cuenta
de él. Tal vez mete las esculturas a solidificarse en la ollas de sopa de la colombiana. Lo
imagina en bata, con las uñas sucias moldeando un rostro. Algún día, piensa, le gustaría
ver a aquel sujeto al que está ligado por las carcajadas de la costeña y el olor a cilantro.
Debe ser esta la razón que hace a Cleotilde oportuna para reclamar un haragán o
advertir severamente sobre la necesidad de tener en casa Easy-Off. Mario Alberto
descansa tratando de imaginarse al escultor. Cleotilde debe robarle algún producto para
pintarse la negra piel sobre los ojos. Tal vez Cleotilde sea una escultura de aquel
hombre. Cleotilde debe creerse predestinada para trabajar con locos. Algún día le
pondrá una cesta en la cabeza y un colorido vestido que haga juego con un racimo de
plátanos. Algún día la hará danzar con el balcón de marco para que las palmeras sientan
la llegada de alguien armónico y consustancial. Cleotilde deja que las pequeñas
rebeliones del viento golpeen la puerta. Cleotilde por momentos canta. Cleotilde es una
desarmonía que vaga entre aquellas paredes cubiertas de piel de libros y polvo de cola
de cometa. Cleotilde habla de la sopa, Cleotilde permite que los visitantes no sean
víctimas de los estornudos y las amantes circunstanciales disfruten de lechos limpios y
comodidades en el baño. Cleotilde recoge intimidades y las guarda en el armario ya
repleto. El armario, para Cleotilde, es un archivo de pequeñeces y misterios, de
pantaletas endurecidas por el semen y de escobas y plumeros. Cleotilde podría editar un
libro de memorias y recoger las cartas no enviadas que desbordan las papeleras.
Cleotilde armonizará los textos con esculturas y amasará los panes no fundidos. Será
erudita con el nombre y fichará los desperdicios para acuciosas notas de margen. Ahora
que el nombre se desarrolla entre las vertientes y la vorágine, ella podrá organizar los
vegetales y demandar la organización de las carnes. Cleotilde no se da cuenta que crea
un fecundo desorden y si lo supiera moriría de pena. Hace levantar columnas que
semejan brazos mochos y postes de polvo alucinados y abre las cortinas para permitir el
paso del equilibrio de los mangos en las graduaciones imaginarias que hace depender de
los trechos de vidrio de las ventanas. Cambia de posición los vasos y levanta las botellas
de vino que no gusta ver reposadas y nunca ha visto una mujer salir del apartamento
porque salen a medianoche disparadas por la escopeta del cansancio o muy de
madrugada hacia la oprobiosa cotidianeidad. Cleotilde desempolva en la mañana el
tintero de pulpo y quita la telaraña de la tos, friega la resaca con astringente fuerza y
cocina la fantasía con sus menjurjes vegetales de aromas despertadores. Sabe del
nombre de tanto oírlo repetir en los silbidos ácidos de la impresora. Jamás ha
preguntado qué se escribe, pero lo intuye al limpiar el baño y al retirar las sábanas, del
vacío de las excrecencias y en sus caminatas hasta el bajante de la basura donde
encuentra las huellas de la noche.
Bajo la terraza oscura se puede ver mejor en la intimidad de las palabras y en los
trazos de las letras. Esta soledad semeja a la carrera en un túnel sin que se haga esfuerzo
alguno por moverse, bastando la quietud y los ojos abiertos acostumbrados a la planicie
mole. Se espera en el silencio la identificación y los detalles, la información que deberá
llegar envuelta en un graznido o sujeta de una gota de lluvia. Se descubrirá la
intemperie sólo al final, cuando se esté empapado y se puedan identificar las voces o
aquello que las asemeja, tempestades dejadas al azar en los destinos y presión sobre las
sienes de aposentamiento y dejadez. Cuando las brillanteces hacen de las suyas en los
fondos marinos y las pupilas comienzan a desembarazarse de las lagañas de los
sortilegios, entonces los oídos se agudizan más allá del horizonte y podemos transcribir
los mascullos de los papagayos y las extrañas lenguas antiguas que arriban irisadas en
molicie por entre el hábito del mar de lambetear los parajes de los hombres solitarios
que buscan. La noche se abre y Mario Alberto sigue las fisuras de las estrellas y alguna
forma sarracena que se junta a una conjugación detrás del ala de un ave trasnochada. La
vida burbujea entre caracoles que danzan y zancudos que hacen volteretas; hormigas no
faltan que cargan naufragios. Encuentra lo que lo acompañará, martilleante, insomne,
cargamento de especias, delectación del paladar con la sal acumulada en las vaginas.
Ruidos salen de la nada, relámpagos se desatan de las cuerdas de mástiles con que
fueron empujados hacia la temperancia y todo grita, desde adentro, machacante,
ensordecedor hasta dormirlo, parte de aquello, símil a todo, sargazo, bagazo, Cleotilde,
escultor, nombre.
Leonor y los meses
La separación de los ruidos no es cosa que pueda hacerse impunemente en esta casa
desolada. La migaja de los trinos bambolea la finura de los tallos desnudos. Varía el
tiempo casi sin querer, como una mecedora sujeta a su destino. El viejo autobús se
detiene frente a la puerta y los mismos pasajeros bajan. La calle se pierde hacia arriba
entre algunos olivares y es impreciso el punto donde fenece. Una bruma se deslíe en
largas tiras formando un manto de retazos inconexos. La partitura está dada en los
cables y en el amontonamiento de plantas parásitas. La largura de las horas estremece.
No hay remembranza que no conduzca a las púas de la angustia. En la ciudad de las
pendientes góticas había sido encerrado entre dos puertas y se abrió la equivocada. En la
lejanía de la visita recuerda la mudanza apresurada y el salitre que bañaba al hombre y a
la máquina cual mosquitero de tules. El error había estado en continuar cuando ha
debido detenerse a la vista de la montaña de extrañas leyendas y tomado el camino de
retorno. No habían sido propicios los alisios que rastreaban la ciudad en aquellos días.
Las calles le parecen socavones marrones como costras le semejaban en la infancia las
cortaduras del lecho del río. Aquella ciudad era engaño de memoria minúscula, paradoja
semejante a un grano de polvo que flota en un rayo de luz.
Mientras teclea en medio del calor y los insectos se ceban con sus pies, cestas de
mimbre cuelgan de brazos escuálidos como partes de un gancho de ropa y se siente
dentro de la bata blanca de cuyo cuello asoma la parte de hierro que deberá hacerlo
pender adecuadamente en el perchero. Los edificios son nabos inclinados y el centro de
la fruta un alacrán. Ni siquiera un muñón asoma ya del ruedo de una cuarta en que
termina el cilindro de dril. En la costra hay fracturas y las manos de alicate de cangrejo
se aproximan a cortar las rodillas que se avecinan. El escándalo es pegajoso y ni
siquiera el limón lo hace digerible y la babosidad de los elementos se entremezclan con
la arena que el viento trae a molestar las junturas de las ventanas. Es mortecina la
insinuación e ineludible la cucaña que comienza a aparecerse por las tardes. La tierra a
veces parece sembrada de hongos rojos y de visores que seres subterráneos hacen
emerger para comenzar la visión en los zamuros y en los cojines verdes que se
amontonan en las cestas de mimbre. Las cañas de bambú son azules, largas soldaduras
de barriles. Las esferas de colores se amontonan en un extremo, apenas insinuadas,
sobrias como rostros de muertos. La diversidad de los blancos está dada por la
exposición a las lluvias y a la limpieza de las manos que pueden caminar tanto en
procura de alguien que se porte los vendajes hacia tierras lejanas. Las correcciones
brillan y se hacen ácidas, pinceladas de vómito que se esparcen sin pensar en mesura y
que perforarán después de todo, al paso de las horas, dejando vacío en las maderas
rectangulares y torciendo las sillas e inclinando las paredes.
Los trapos manchados de colores y los restos, vaga exposición de quema de pulmones
y desorden. La voluntad asoma a empujones y se empecina sobre lo inevitable. La red
que separa de la irrealidad está conformada por cuadrados, rayas que enmarcan
números, tejido de salamandra que no porta a nada. Un pedazo de scotch la sostiene
delante a los ojos y un libro negro apuntala este mes que será arrancado para llenar la
cesta y Leonor tenga que hacer en sus visitas semanales y pueda llevarse el dinero para
comprarle a Oscar los menjurjes que lo postran, en lugar de levantarlo, en las antesalas
de los hospitales del Seguro Social. Aquí los ceniceros crecen con velocidad inusitada y
los frascos de mayonesa se llenan con agua marrón donde se puede criar toda clase de
larvas. Las urnas hacen su aparición por entre los monigotes y se van alineando hasta
que se descubren ocupadas y selladas. Entonces se abriga la esperanza de prontos
encierros y se sueña con cesar el llamado a la cucaña a partir el esternón y se deja de
sollozar por algún olvido involuntario de la muerte que parece limitarse a presentar su
rostro sin tomar la decisión final de colgar del filo acerado y cortante las vestimentas de
las hojas y alguna víscera relancina que se estira como tripa de caucho. Aquí los
despojos se pintan de negro como las manchas flotantes que buscan los alrededores de
los cuerpos de mujeres protegidas apenas por zarpazos y la ebullición siempre discreta
de un infierno donde se queman los harapos y los tacos de goma de los zapatos. Bulle,
sí, como es rojo el color del fuego y azules los pedazos de carne humana a un cierto
punto de este proceso. Los zamuros vuelan en un conformarse con alimentación de
carbones, ellos mismos piedras ambulantes que giran sin posarse jamás. Sueño son
también los sueños.
Leonor descubre los frascos de ácido muriático y los amontona en la puerta del baño
mientras diseña serpentinas sobre la potestad de la porcelana y decide que Oscar debe
sus males a los antibióticos. Aquí sobre las alfombras ella encuentra la mierda de los
homúnculos y en la puerta de salida va dejando para lo último las bolsas con la basura
que los organismos de esta habitación acumulan y destilan como cebo de puerco. Las
enfermedades son el temor de Leonor, mujer desgarbada que no come para llevarle a
Oscar en una bolsa de CADA un poco de inyecciones letales, a pesar de las
advertencias de que puede llevarse todo lo que quiera, incluida esta presión que aplasta
las cabezas y estas hojas enganchadas que comienzan a amarillearse en los costados y
en el lomo, vulgares depósitos de polvo que otra cosa no son. Leonor enciende la
aspiradora y es como si tirara la flema de los pulmones. Amontona en las poltronas de la
sala paños y sábanas y deja abierta la puerta del armario donde cuelgan las llaves de
todas las puertas de la casa donde no se cierran las puertas lo que quiere decir que
tampoco se abren. Mario Alberto mira la caja de plata y el rollo de papel sanitario,
esculturas sintomáticas de su casa, la que Cleotilde dejó por marcharse a Colombia,
negra traicionera. Leonor es triste, esqueleto de mujer. Mario Alberto a veces piensa que
puede caerse por el albañal del fregadero o ahogarse en la pelusa que queda en el filtro
de la secadora de ropa. Mientras Leonor se mueve se le ocurre que deberá volver a la
infancia cuando pegaba una goma de mascar a un palo para sacar monedas de los
desagües.
Desde la adolescencia no se vinculaba de manera tan atroz con los almanaques.
Entonces los rayaba para aligerar el tiempo. Ahora el tiempo no le importa nada. Antes
los guardaba en las gavetas, ahora los pega delante, para Leonor, qué los glóbulos
blancos de Oscar no terminan de bajar y las doctoras del Seguro Social le preguntan
porque no ha llevado más al niño, pasajero eterno de Petare hacia los hospitales, pobre
catire sin padre que deambula por el asilo de las Hermanas de la Caridad mientras la
madre lo mira encorvado sobre las miserias, qué Oscar no es bienvenido pues es
tremendo y no deja que la caricatura de sí mismo se ponga a recoger los restos de la
silla y a decidir si los trozos de madera aún sirven o hay que botarlos o enmendarlos o
reestructurarlos con hilo de pabilo. Arrugar el pedazo de papel SEPTIEMBRE no es
fácil pues tiene un mapamundi y recordatorios de las fiestas nacionales de las repúblicas
vecinas. Es casi como botar el planeta al basurero cada treinta días lo que es una
ingenuidad o un desafuero según sea vea, dado que en verdad tal operación se cumple
en medio de la insoportable humedad que se desprende de estas paredes. Cierto es que
se hacen bulto para Leonor, ignorante que el planeta le es concedido a ella sola,
ambición insospechada para quien lo único que hace es cargar a Oscar y contarle los
glóbulos blancos. Leonor está sobre una silla limpiando los estantes y sus espalda
encorvada le hace pensar que es una prolongación del rollo de cartón con que atenaza el
pelo de la frente. Es una escultura esta mujer, distorsionada y marrón como la talla
haitiana que colocó recientemente sobre la mesa portuguesa. Ya ha ido a botar las
excrecencias y se siente su paso menudo en el pasillo, ya entra y abre el gas para
comenzar a cocinar el arroz desabrido que rellena de zanahoria y el pedazo de carne que
debe venir condimentado de la carnicería so pena de semejar una suela inmersa en el
frasco de mayonesa lleno de residuos y de larvas.
Eran pecaminosas las miradas sobre el agua. Se extendía el deseo como la selva a
orillas del gran río. Los pescadores llegaban con retardo y llenaban las bodegas con
latas de cerveza. El agua era marrón y recorrer las riberas semejaba un viaje entre la
gelatinosa podredumbre del olvido. Ave sin nido, coagulación de tierra aprisionada
extendida por doquier; los negros sarmientos se erizaban, bolas separadas por un tajo.
Diabólica encarnación del miedo, sobre el sofá lisboeta. Estúpida peregrinación de
odios en el autobús que porta al viejo castillo de las sepulturas múltiples. Pedazo de
tábano desprovisto de la ebriedad de los exilios. Casa tarambana entre dos calles
curvadas como puentes. No le basta este SEPTIEMBRE enclavado en sus ojos. Aún se
pierde con sus dedos que giran los dígitos finales. Son hojas pegajosas que se
amontonan corrompiendo. Son meses como días, el tiempo ha estallado en una burbuja
de artemisia. Los estiletes danzan en la escribanía. La carretera larga donde se pescaron
los nombres de los hilos flotantes. Danza de números de días en aquellas cansinas
parturientas que obligan a asomarse a los balcones y escanciar el aire frío como si de un
vino evaporado se tratase. Sopor de juego con el pequeño cachorro que preferió huir
antes de lambetear las torturas y las rodadas por las escaleras y antes de continuar
entrenando con sus dos pequeños colmillos en carne no hecha para tales menesteres.
Los toros eran figuras de plastilina colocados sobre el pesebre mientras las largas lanzas
se amontonaban en las tabernas y el vino suplantaba la sangre en las crónicas y en los
salchichones. Misericordia de los álbumes ya llenos. Postes de piedra, las urnas
entonces eran demasiado pesadas para verlas flotantes en las pinturas y los cuadros no
tenían protección de esquirlas suspendidas. Arribo de primera vez, cómo se llama esta
avenida, la vodka la expenden en cuernos agujereados, la última gota de los residuos se
podía beber por los ojos con goteros hechos de rábanos. Adiós de última vez, encerrado
teniendo por frente un armario lleno de botellas aherrumbradas de musgo multicolor
como después sería comprobado en la arena donde las flotaciones de peces pasan a
través de los cuerpos sin pararse a preguntar nada y sin dejar aletas innecesarias a la
preparación de menjurjes, beneplácito para los isleños que caminan con botellas de vino
en lugar de las tradicionales ruedas que los humanos portan en los dedos de los pies
para movilizarse entre las alfombras manchadas de mierda y de vómitos de negros
esperpentos. SEPTIEMBRE será pasto de los glóbulos blancos de Oscar, ciertamente; se
invertirá en inyecciones y en frascos de cuero donde hierven hojas de viejos curanderos.
Los meses sirven a la salud de Oscar quien sigue enfermo. Si Oscar se curase no se
sabría si Leonor pasearía lo que le queda de cuerpo por entre las estrecheces de aquel
apartamento donde los meses se cuentan como días y el veneno entra por un hueco en el
balcón dentro del cuerpo de una araña grande y fea.
Quizás cada cuadrado de aquellos donde se enmarcan los días sea como un glóbulo
blanco crecido desmesuradamente. Mario Alberto piensa inyectar la madera, en
alimentar también las bolsas que Leonor bota con aserrín quemado. Migajas de pan
molido de leche con nata, los puntos sugeridos en la adversidad. Las razones para no
haberse asido del matojo que despuntaba del largo tubo blanco permanecerán siempre
inconfesadas y ni siquiera podrán ser arrancadas con los meses del scotch que sostiene
las visiones delante de las oscilaciones y las caídas abruptas sobre el tapiz de piel de
serpiente con que amortigua sus pies. Leonor está sentada en el sofá y cose
pacientemente el borde rojo de la cobija rota. No se siente nada ni siquiera la aguja que
penetra el algodón y lo suelda a la cinta de seda. Leonor recuerda que no es la primera
vez que la cose. No hay excusa, pero Leonor la encuentra. Se necesita una máquina,
explica. La cotidianeidad es morbosa, tal como lo es el sacapuntas que está al lado de
las grapas y del tubo del termómetro y de las tijeras blancas y del limpiador de pipas.
Jamás ha entendido porque los domingos están siempre en rojo. Mario Alberto arranca
SEPTIEMBRE y OCTUBRE aparece. No ha pasado nada, nunca pasa nada.
Limpiará de abrojos el pequeño sendero
Gira la bóveda en el rostro. Las nalgas de la mujer en el bluyín resaltan con mi cuello
estirado hacia arriba. Me veo venir amenazante con una navaja. Estiro el brazo, doblo la
muñeca y encojo los dedos sobre la sábana. La luz entra confusa. Veo la sombra de una
araña caminar desde mi cuerpo. Ella está ahí, desgonzada, caído el bluyín alrededor de
la pata de una silla.
Veo desde la ventana, a través de este vidrio oxidado, allí abajo, con mi torso desnudo,
el vestido de tafetán que se amolda suave al cuerpo de la mujer y la hace bella. Bien sé
que se ha asomado a la ventana con el torso desnudo como cada mañana. Bien sé que
camina en el apartamento de abajo luego de mirar la calle y descubrir pedazos de tacón
de goma en los bajantes y rugidos en las cloacas que se llevan el aguacero. Giran las
ondas unas sobre otras hasta que una disipa a la otra y la muerte nada. El espacio se ha
ido reduciendo. Las calles han sido cortadas. Lateralmente se han hecho cortes en la
gente que pasa. La lluvia ha sido demasiado fuerte. El pomo se la puerta se recorta al
filo de la pared. La lámpara produce una sombra extraña. Creo que giro en torno a esa
sombra. Este pequeño cuarto tiene una rendija para dejar entrar los ruidos. El
movimiento de la gente es en torno a la sombra de cada lámpara. La salida a la calle es
una extensión del radio que sigue girando en torno al eje de cada lámpara. Cada mañana
tengo la sensación de irme entretejiendo en torno a este brazo dorado y el espejo
confirma que estoy envuelto en tirro rojo. Empiezo a comprender porque puedo cambiar
los tonos moviendo los dedos engarfiados en la sábana. La luz yace rota en los vellos
del pubis de la mujer del bluyín. Mis asechanzas matinales a la ventana y a la calle de
piedra son concesiones a los observadores exteriores que presumen saber de mí y me
han hecho parte de la rutina sacando el radio de sus ombligos. No se quiebra el cordón
de metal dorado en los resquicios ni se amellan cuando las puertas son cerradas ni
cuando se sientan los usuarios y tampoco cuando se engarzan con otros cuerpos a
copular. No se anudan ni hay posibilidad de confusión NO SE INTEGRAN en madeja
permanente de tejidos LOS HABITOS NOS han hecho insensibles a la frecuencia de
nuestros sonidos como la costumbre nos ha robado la facultad de vernos oscurecer bajo
la implacable presencia que hace girar con sus poder las bolas de amalgama. Pasa la
bicicleta sobre la calle saltando cada día en las mismas protuberancias. Tuve
oportunidad de ver dentro de mi cabeza los tallos que aquí caben, la inaudita
complacencia a los tubérculos y la adaptación de los motores al ritmo predeterminado
de los aceites. No se tranca el reloj que tengo sobre el escritorio ni se acaba la tasa de
café. La muerte no es distinta de un mero recoger de conexiones. Desafío una negación
a mi teoría sobre la concertación de la materia y las manchas negras en el espacio.
Asomo abiertamente que hay resortes que vencen y halan.
Estas cosas las hago sobre la base de la constancia. Alguien hace girar en el patio un
avión; tiene un motor de ruido ácido; la curiosidad me asoma a destiempo a la ventana
y compruebo que el operador gira para que el artefacto gire. Estoy cansado de
comprobaciones y borro de un manotazo el avión y al insensato. Your sweetness is my
weakness, ya otra vez han puesto la canción. La siento caminar como si me siguiera.
Admito como loables sus esfuerzos. Si gira podrá hacerse un espiral y devolverse sobre
si misma y volver otra vez en bandadas a extenderse hasta la punta final donde ha ido
dejando partes importantes de su ser LOS CIRCULOS DE la espiral permiten girar
sobre espacios diferentes aunque superpuestos aunque separados pero unidos por la
extensión que se distiende LA ESPIRAL SABE a agua salada y entonces salta mientras
cumplen su misión las capas impermeabilizadas que nos separan. Lo voy a hacer sobre
mi mismo con la ventaja de un solo esfuerzo inicial y la responsabilidad de la Ley de la
Inercia. Lo que sube baja, más lo que baja sube si se respetan las disposiciones naturales
y las leyes de la herencia. Choco contra el techo y vuelvo a la cama prudentemente
desprovisto de acompañante que a buena hora se marchó por la escalera de caracol
vuelta un ovillo por mi eficacia y precisión en el cumplimiento de las obligaciones
contraídas. La neblina es negruzca cuando se le mira con ojos entornados y la soledad
ha hecho sitio. El sabor en la boca cambia a medida que se condensa el agua. A veces
tenemos capacidad, conservada quien sabe como, de sonreírnos con melancolía y
retornar momentáneamente a la calma.
Verme desde ella en el ejercicio habitual de los ritos confunde mi ánimo. Que ella vea
desde mí le hará cambiar algunos pareceres. Me temo que la confusión dará lugar a la
claridad. He tenido particular temor por la lucidez. No es bueno aprender que las
apetencias por el otro son intrascendentes. La vida tiene reglas engañosas que debemos
conservar para sobrevivir algún tiempo a la intemperie. Ella: constatar que soy un
accidente vano, un efímero pasajero de una absurda persistencia. Mirando hacia el techo
la adivino en mono rosado estirándose al compás de una voz grabada. UNO DOS
TRES. No va conmigo la fragilidad de movimientos, soy brusco, he aprendido que la
escalera de caracol debe recordarme por los raspones en el pasamos y las bicicletas por
el terreno aplanado que dejaré cuando me vaya. Ella cree en algunas bondades y espera
al final de cuentas un balance. Esta mañana cuando entró con su vestido de tafetán
estuve tentado de asomarme para coincidir con ella y abordarla.