Está en la página 1de 59

Teódulo López Meléndez

CUENTOS DEL ESPACIO ANTIGUO


(Selección de “Los escribientes moriremos” (1978) y Los álbumes son libros en blanco cuyas hojas se llenan” (1992)

Con una nota introductoria de Marisol Marrero


Los cuentos de Teódulo López Meléndez

por Marisol Marrero

Allí donde todo acaba


todo empieza eternamente"
Poimandres

Un "sí mismo" dual que produce tremendas contradicciones se refleja en la narrativa


de este escritor. El crepitar de la mente está en las páginas de sus dos volúmenes de
cuentos, pero late como en el cerebro. La palabra fluye delirante, afiebrada, se sumerge
en la oscuridad de los símbolos.
A través del testimonio, que responde a la vida profunda, esta narrativa es de difícil
lectura porque lo de adentro, el mundo de los sueños, es arduo de aprehender, como
todo exceso de imaginación. Por algo el autor escogió, para el primero, este epígrafe de
Aragón que dice: "El arte es el delirio de interpretación de la vida".

"La cotidianeidad es morbosa", "no ha pasado nada, nunca pasa nada". De ahí un
calendario, para tachar los días. En su prosa el almanaque es reiterativo, responde como
símbolo del paso del tiempo, pero, como dice el autor, "se piensa en la numeración de
otras cosas y en otro sentido".
¿Qué día cae el lunes?, y él responde: el lunes cae viernes. ¿Memoria arcaica de
cuando se inventaron los días? El tiempo se hace número en el calendario, siempre hay
una vinculación con el registro de los días, "porque son siete y el lunes está solo y van
los otros de dos en dos". El número parece ser el elemento de orden más primitivo del
espíritu humano. Para el autor, sin embargo, "el tiempo es una trampa puesta entre los
árboles para cazar animales salvajes, curare sometido sobre la piedra, necesidad de
reforzar la piel con barro y de proteger la barba contra los mosquitos". Parece que el
orden de Teódulo López Meléndez es onírico, uno que se contradice con el punto de
vista psicológico que ve en el número un factor ordenador del inconsciente. ¿Arquetipo
del orden? No. Número-orden-calendario, no responden en este escritor a lo que
nosotros pensamos de ellos. Es algo más profundo. Es una vivencia que él atesora en los
baúles, como el poeta Fernando Pessoa. "El viejo sigue colocando cajones, ordena por
ordenar" o "cómo saber que se podía contemplar la soledad amontonando cajones",
enumerando, llenando álbumes, "analizando con detenimiento de águila". Sabemos que
tanto el viejo como el águila son símbolos del espíritu. Esta última es una imagen
arcaica de Dios. Es un espíritu inquieto, volátil, terrible. Recordemos el Antiguo
Testamento donde Dios lanza llamas por su boca y su palabra es fuego, "el fuego de
Dios".
Esto nos plantea un difícil problema, ¿dónde está lo consciente y lo inconsciente en
López Meléndez? Lo diferente, al final, es siempre lo mismo y también se enumera y se
clasifica. Hoy será lo mismo en todas partes porque al alma humana la guían siempre
las mismas energías psíquicas y quien transforma esa realidad no es más que uno
mismo, haciéndola diferente a voluntad.

En esta compilación de cuentos se plantea, de nuevo, el problema del tedio. "Aún


tengo tiempo para tomar el nocturno e internarme de nuevo en los caminos", los que
siempre serán los mismos, con la consecuencial angustia infinita.
La narrativa de este autor nunca se desprende de la poesía. Está íntimamente ligada a
ella. De ahí, esa atmósfera extraña de las profundidades del hombre, ese ser o no ser que
somos, ese sopor que ambienta las palabras "... y estabas tan mojada que goteaste los
leños que habíamos juntado en un farallón de corales..."
Aquí también se juega con la "otredad", con el otro que hay en nosotros. La sombra
aparece en el texto, "tiene mis dedos y mis ojos. Mis manos, unidos los nudillos, abren,
una a la izquierda otra a la derecha, él hace la fuerza de la abertura. Anda maldiciendo
y soy yo quien maldigo. Anda por ahí aburrido. No se me culpe pues de los delitos y
otórguenseme las prebendas. Tengo derecho a las buenas y él que cargue con las
malas". Hay el reconocimiento de una alteridad extraña en él, de una voluntad distinta
objetivamente existente. Los alquimistas dieron a esa alteridad el nombre de mercurius,
con lo cual, todos los atributos que corresponden a éste quedaron incluidos en el
concepto: Mercurius es Dios, Demonio, Persona, Cosa y es también lo oculto en lo más
profundo del hombre, tanto psíquico como somático. Él mismo es la fuente de todas las
oposiciones (capaz de ser ambas cosas). De esta manera, el escritor se sumerge en eso
otro hasta perderse de vista, pues cuando afloran los contenidos del inconsciente, se
pone a la personalidad en una sobrecarga que apenas es posible dominar:"No va
conmigo la fragilidad de movimientos, soy brusco, he aprendido que la escalera de
caracol debe recordarme por los raspones en el pasamanos y las bicicletas por el
terreno aplanado que dejaré cuando me vaya".
Otro aspecto que observamos en el escritor y su obra es que la soledad le sigue
siempre, porque, como dice Nietzsche "la soledad le tiene preso en un círculo y en sus
anillos, cada vez más amenazadora, más asfixiante, más opresora, esa diosa horrible,
mater saeva cupidinum". La soledad, para Nietzsche, es la madre feroz de los deseos y...
¿que desea el escritor a estas alturas de su vida? Tendríamos que preguntárselo, pero
seguramente respondería que seguir su sino, yéndose siempre a cualquier parte, no
importa dónde.
López Meléndez tiene en su escritura algo de ebrio, de sonámbulo, de automático.
Pareciera que al escribir prescinde de la voluntad. Da la impresión que en ella pudiera
abandonarse, ser, puesto que son palabras fantasiosas que se asocian a la deriva. Pero él
es un esteticista al que le preocupan todas y cada una de las palabras que utiliza,
llegando a lo que dice el budista zen Susuki: "Lo absurdo tiene en realidad mucho
significado y nos hace levantar el velo que existe mientras permanezcamos de este lado
de la relatividad". Por eso sus palabras revolotean, sobre los lectores, llenas de
significado, de un terrible significado de lógica paradójica. Así, para Lao-Tze, "las
palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser paradójicas".
López Meléndez es un escritor de grandes excesos, por eso influye en los lectores,
puesto que los presiona con ciertos poderes de la palabra que brotan del inconsciente y
que ejercen una fuerza de atracción casi onírica.
Marchand d´art

La brevedad de la ocasión no había sido obstáculo a una visión pormenorizada. Podía


recordarla en detalles a medida que el tren avanzaba en la resolana del atardecer. La
ventanilla reflejaba imágenes o tal vez las producía. En la red el maletín se bamboleaba
imperceptiblemente. Se la había indicado entre la gente que se aproximaba a la pintura y
apenas el reflejo de los cabellos entre las luces de los camarógrafos podía haber impreso
las retinas, pero aún así lograba precisar la tela del vestido y el tamaño de las pestañas.
El rostro ovalado aparecía a la perfección entre los postes de la electricidad que el tren
devoraba. Había dicho el nombre, pero no podía individualizarlo entre tantos de origen
francés que le venían a la mente.
Dudaba de Margarite, pues en el maletín llevaba un ensayo sobre la escritora y no
sabía si le asaltaba el nombre inmediato, próximo tan sólo a unos pasos sobre la red. El
rostro era el de una adolescente; los cabellos cortos sobre el cráneo casi hasta
disminuirse en mancha, una línea masculina sobre la derecha y la nariz, respingada,
parecía hincharse hasta el calor. Tendían las mujeres a afilar las terminaciones y rodear
los ojos de una sombra que diese la sensación de profundidad y desgarramiento. Las
orejas eran símbolo, casi, de una perversión no ocultada, al contrario, mostrada con
irreverencia, al igual que ahora, moda retornada en que las cinturas recuerdan al viejo
charleston y las cabezas vienen aprisionadas con sombreritos con velos. Tal vez se
parecía a Margarite, tiempos corren en que un hombre se siente trasportado a la
juventud con las reverencias de la moda por el pasado.

Vacilo entre la escritora y la fugaz visión del cocktail. Sonrío al pensar en el parecido
de los rostros orientales, pero era absolutamente lógico dado que todos los funcionarios
de la embajada habían asistido a la presentación de las obras maestras del museo de su
capital. Conocía todos aquellos cuadros, vistos in situ una docena de años atrás, por lo
que la exposición no revestía para mí ningún interés especial, sobre todo si se
consideraba que el valor comercial no existía al pertenecer aquellas obras menores de
pintores célebres a un museo estatal. Pierre me había convencido de asistir
asegurándome que estarían presentes algunos comerciantes en arte que bien podrían
interesarme. En verdad estaban un par de colegas importantes y un intercambio de
tarjetas, me dice la experiencia, no está nunca de más; asistir a un cocktail en El Cairo
me permitió años después la adquisición de un valioso jarrón que un simpático egipcio
me ofreció a excelente precio. Dudo sobre las profundas ojeras. A mi edad la
intromisión de un rostro como este no es común. Las mujeres que aún permanecen en
mi vida lo hacen desde los lienzos o pertenecen a porcelanas de civilizaciones
destruidas entre las bajas pasiones de sus gobernantes y los imponderables de la
historia. Las sinuosidades de las orejas, está demostrado, reflejan las interiores, aquellas
construidas en las camas y secadas con sábanas arrugadas en cuartos calurosos. Siempre
me detengo a seguir sus protuberancias como si estudiara un mapa de una carretera
desconocida y de parajes no transitados en esta mi ya larga vida. Quizás me domine una
insana pasión por descubrir en un pedazo de carne inerte las andanzas del resto donde la
sensibilidad se mueve. No soy un paleontólogo de nariz arrugada y pipa decadente que
anda con martillos entre huesos y con escarabajos entre los dedos presionando
cartílagos enmohecidos o aún exuberantes. Miro, sí, con acuciosidad, los rasgos de los
dibujos y descubro por instinto las pinceladas sobrepuestas; en los cuadros de Van Gogh
he llegado a seguir la trayectoria del cuchillo, movimiento a movimiento, como una
imagen cinematográfica, con el principio del dibujo que avanza un poco más allá del
anterior hasta pasarlos frente a mis ojos uno tras otro a suficiente velocidad para ver el
acto de la sangre, del desprendimiento; ventaja que me concede poder mover mis manos
en posesión de obras maestras mientras otros las mueven para ensuciarla o para la
vanalidad. Los estados de ánimo los he hecho desfilar, desde aquellos de un artesano
frente al Nilo con la visión totalizante de la ciudad esplendorosa hasta la miseria de los
burdeles de Tolouse Lautrec, dejando constancia de que nada me influye en el último
recuerdo haber asistido, una vez más, a la efímera exposición de carne de Pigalle,
siempre con Pierre, amigo del alma que me guía entre la pornografía y los salones de
exposiciones con la maestría de un agente de tránsito veterano en la conducción de
visitantes difíciles que se hacen preceder de las “moscas” de la policía, pero también de
los confidentes. Es verdad que los primeros son buenos para las avenidas
congestionadas y los segundos para las callejuelas tortuosas. No sé que sería de mí en
París sin este hombre extraordinario que sabe multiplicarse para un amigo múltiple
como lo soy yo, incandescente y apagado, atrapado por la belleza y degustador de la
fealdad y la ruindad en sus formas más intransigentes. Pierre es un regalo de Adèle, de
aquella su casa plena de gente de teatro y tolerancia, de personas cuidadosamente
escogidas para producir noches excepcionalmente acopladas y disgustos de por vida.
Una madrugada salimos a caminar la borrachera y desde entonces somos aquel tipo de
amigos que no puede dejar de verse por mucho tiempo. Nos llamamos en caso de
soledades insostenibles o de compañías de iguales características, a mediodía después
de un largo sueño de esos que provoca eternizar, o a medianoche, en uno de esos
espacios oscuros en el que se busca al otro en un continente diverso. Pierre me ha hecho
abandonar una subasta espléndida y también un lecho tibio, en esas raras ocasiones en
que dejo el arte por una mujer. Adèle me dijo que sería una velada tranquila, que
acababa de regresar del verano muy cansada y que un poco de vino sin consecuencias
nos permitiría relajarnos de lo vivido en las últimas semanas, tiempo ya marchito, de
memorias y uñas. Pierre dominó la noche y también a mí; desde entonces lo cargo en el
recuerdo y en sus llamadas telefónicas, que son las mías, cuando me sorprendo de unas
semanas sin haberlo sentido excitado o deprimido, desde su villa sobre el mar o desde el
apartamento de la ciudad. Lo envidio, debo reconocerlo. Su relación con el ocio es una
de las cosas más admirables que he podido encontrar en persona alguna. No sé porqué
me llamó la atención sobre aquella mujer vecina al cuadro. Pierre es un misterio, o tal
vez no, en cuanto se refiere a conocerme. Su relación con las cosas y sus gestos reflejan
las aristas de su personalidad, desde el desayuno en la cama hasta las preocupaciones
por el velero en que surca el Mediterráneo tendido al lado de una cambiante estatua
amasada de salitre. Es profundamente culto y quizás se ha percatado de mi acelerada
pasión por los rostros atormentados; no en vano insistió en repetir la visita, hace algún
tiempo, a aquella excepcional exposición de Egon Schille. No se trataba solamente de
mi pasión por la trilogía vienesa de comienzos de siglo lo que le motivó a llevarme casi
de las manos por las callejuelas de Venecia. Me vio transfigurarme ante aquellos dibujos
y pinturas, impresionarme como nunca, como si fuese un estudiante de arte que ve por
primera vez una obra maestra o u artista consagrado. Seguro que mi comportamiento no
dejó de intrigarlo, mis muecas de asco, aquellos huesos largos y semideformes que el
vienés encajó en una época como si se tratasen de palillos de dientes en una torta de
carne de la cual se pretende comprobar el grado de cocción. Pierre sabe que mis
cambios, los comienzos de nuevas etapas en mi vida, ocurren por motivos y causas
aparentemente instantáneas, y se dedica a predecir como seré en los meses o años
siguientes con una paciencia y una dedicación que me enternecen. Una vez comenzó a
hablarme de Theo en determinadas circunstancias y sólo un largo día sobre el velero me
permitió comprobar que especulaba sobre mí y no sobre aquel otro marchante de arte.
Cuando me despidió en el andén lo noté conmovido, más de lo habitual, extraño abrazo
el de esta ocasión, como si estuviese arrepentido. No logro adivinar todavía si piensa
que no nos veremos en un largo período o que comienzo una etapa en que tenderé a
alejarme de él o que el destino prepara una extraña partida. Estoy impresionado con la
tensión de las venas en sus manos cuando alzó la copa de vino enmoheciendo el pubis
de la bailarina de aquel local que frecuentamos. Me pareció que aquellos pelos le
rasguñaban la garganta y que bebía mi sangre.
Tal vez mi dedicación al comercio del arte fue una decisión catalogable de juvenil,
pero a estas alturas admito que ha llenado espacios. He viajado a sitios insólitos y tenido
la proximidad de maravillas negadas a otros mortales. Mientras se hace noche recuerdo
mi propósito de desenmascarar las obras, de despojarlas de esa vitalidad reducida a los
hilos, las maderas y los clavos. Me preguntan sobre mi decisión de mantenerlas
desmontadas y respondo invariablemente que gusto de las realidades al desnudo. No
siempre entienden, pero eso pertenece al pasado, ahora tengo un nombre, una reputación
que me hace inaccesible para la generalidad. El sueño comienza a invadirme y mis
dedos recuerdan el privilegio de lo bello. Berlín fue centro de mis actividades, como
Ámsterdam, de donde recuerdo tanto los museos como las callejuelas. Soy caminante de
calles estrechas y mal iluminadas. Me gustan las sombras que los faroles proyectan
sobre las piedras y ver, en los malecones, las putas de faldas estrechas calentarse en el
invierno con los pedazos de ramas secas sobrantes del otoño. Pocas veces he
frecuentado los bares de los marineros. Ocasionalmente, a mediodía, con chulo de pelo
ensortijado o con puta retirada desperezándose con la primera cerveza del día y las
botellas vacías de la noche aún rodando por entre las patas de las sillas y los manteles
atados a las señales de violencia. Es una buena hora y sin peligro, salvo aquel que viene
del olor nauseabundo y de la deformación humana. La realidad de la noche de Zurich
me encuentra invadido de pintura. Siempre en otoño la versión de la naturaleza es
torcida y efímera, como yo. Recuerdo el tren de aquel viaje. Hago una llamada
telefónica desde la estación. Las voces suenan multiplicadas, con eco, como si los
canales se hubiesen adueñado de mi voz y la dividieran en un caleidoscopio sonoro
enfocado sobre una calle larga llena de faroles. No sé cuando partí la primera vez, pero
una sensación parecida a esa remota primera vez, me invade ante la proximidad de un
aeropuerto o de una estación. Siempre estoy partiendo, desde que recuerdo. Cuando salí
de mi país no sentí remordimiento ni lástima. Ahora cada viaje me produce un suspiro
largo de abandono. Mi odio por cada ciudad nace al dejarla. La volveré a amar, si es el
caso, en cada retorno, pero en el espacio intermedio no hay añoranza. Viajar es como
entrar en un limbo, sin gente conocida y sin pasiones. No hay nada en el viaje, a
excepción de la proximidad del destino. Mientras se llega se está suspendido de un
cable como efímera gota o se lleva la velocidad de un cuerpo que vaga. Pero siempre se
llega. Las sensaciones anteriores renacen y se transforman en el contacto de las nuevas.
Pienso que mi vida es como un cuadro de pinturas superpuestas, con tensión de
restaurador que quita capas y permite la afloración de viejas lluvias. Quien pinta sobre
una pintura anterior es desafinador de cuerdas o una desolación de tintas. Tal vez por
eso recuerdo, sin saber la fecha, mi primer viaje, quiero decir, las sensaciones. No creo
en las otras capas que he puesto a mi larga vida de marchand; quizás la primera pintura
que fui no era buena, pero al menos era la primera. Había palmeras y serpientes, un
verde ardoroso y un lápiz lleno de rayas amarillas para derrochar sobre la extensión del
pequeño lienzo. Era un arquitecto de techos despegados y chimeneas; estas últimas aún
las persigo, amo el olor de leño quemándose y en las ferias me dedico a buscarlas, a
mirarlas como objetos valiosos, a descubrir la última que diseñaron, sin tubo al exterior
o las sensuales que traen incorporados sofás de relajación instantánea para pasiones
quemantes. Mi primera mujer, quiero decir aquella con que me casé ya maduro, era de
noble origen, morena de largo pelo negro y ombligo profundo. Casi no la recuerdo.
Regresó a Madrid donde mi olfato sólo está impregnado del olor a viejo de las paredes y
de El Prado, amontonamiento de enanos y de bellos rostros perturbados por la
degeneración y la locura, por las redondeces desnudas y el mal olor de los sobacos de
los guardianes. Fue una pasantía efímera por las cortes y el poder, por las desgracias y
maldiciones de aquella familia entregada a la práctica de la mala suerte. Mi segunda
esposa, en cambio, la descubrí descalza en un tren, quemada por el sol y de regreso a
Francia. Puedo recordar que tenía los pies grandes y que gustaba de andar, sin zapatos,
por los pasillos como gata en celo. No recuerdo como se llamaba. Tenía largas las uñas.
La dejé tostada de sol, como la encontré, en su pequeño pueblo del sur. Tampoco
recuerdo el nombre del pueblo.
Tiemblo de frío. No habrá taxis en esta ciudad en la madrugada y menos el primero
del año. Las tablas viejas de los cabarets han desaparecido. Fui al baño tantas veces sólo
para sentirlas crujir bajo mis pies, como antes, en aquellos tiempos en que Berlín
divertía, en que Munich rogaba desde las puertas y la música lánguida que siempre me
ha gustado entorpecía el coñac entre mis dedos. Música lánguida, en los altoparlantes
del tren, en la exposición de París donde estaba aquella mujer que me perturba en medio
de la soledad de una cabina que se siente envuelta de noche húmeda. No sé si llegaré o
este aparato se perderá en la neblina, en el espacio sin tiempo, siempre escuchando esta
música y desconociendo que el viaje no terminará, adormecido como ahora, inocente,
sin una ciudad que nos sienta llegar. Tal vez describo la muerte con palabras simples de
un viaje sin término, tal vez sea morir lo que quiero esta noche en que salgo de París sin
saber hacia donde. Recuerdo los cuadros de aquel joven pintor talentoso, mis dedos se
juntan con el polvo de los jarrones y llegan hasta la caricia de un tapiz tejido por manos
inocentes en la lejanía de una montaña. Cuántas horas en cuartos sin piedad. Cuántas
horas lamiendo el silencio de una noche entrevista desde una ventana. Si hubiese salido
a encontrar otros, pero no, el pensamiento se me borra con rapidez, he vivido como
debía, entre colores detestables de cuartos de lujo y papel barato de pensiones, allá
cuando comenzaba, sin saber que elevarme en la cuerda del éxito sólo cambiaría a las
paredes y no a mí. Placer el de romper aquel original en medio de aquella borrachera de
vino barato, al igual que hace unas semanas arruiné, involuntariamente, en champaña,
aquel cuadro delicioso. Si el tren saliese de sus rieles, de estos terrestres quiero decir,
pegados al musgo y a la tierra, claveteados, para tomar otros invisibles, si pudiese
escapar. Pierre desgraciado, vuelvo a sentir las lejanas sensaciones, debo poner fin a lo
que hago y a lo que dejo de lado. Debo hacerlo sin zapatos, como aquella, de ojos
abiertos y pelo electrizados, como las otras. Debo abrir la ventana y morir, sobre el
precipicio, sobre el inmenso vacío del puente. Mientras caigo siento las carcajadas de
Gauguin. Al tocar las piedras del fondo la burbuja de mi locura estallará, mujer
expuesta, para mí, en París.
Persecución a una araña
que camina sobre mis cosas

Estas cosas me estorban, pero debo admitir que me hacen falta una cama donde
dormir y el pequeño refrigerador para cuando no quiero salir - lo que me sucede siempre
- y los libros no me gustan tirados por el suelo. Esos cojines son mis preferidos, unos
comprados y otros hechos por ellas con un edredón que guardaba en un baúl desde los
tiempos de la infancia. Conservo el placer de emborracharme, aunque esporádico.
Aquellos siguen rumiando sus ciudades de siempre y quizás recordándome cuando
algún viejo libro mío se les cae de los estantes. Me asalta un pedazo de calle, la visión
de un puente, una carretera entre verdes o nieves, un actor que vigilé desde mi eterna
butaca de teatro. Recibo cosas, como esta placa de la isla, como este tapiz, como estas
monedas de plata torcidas cual dedos de predicador de Nueva Delhi. Mis libros, a
medida que ando, cambian de lengua y de empastadura; también guardo folletos y
mapas, direcciones de hoteles, programas de teatro y de conciertos, diccionarios y
ofertas de agencias de viaje. Unos cactus que me traje desde mi penúltima ciudad se
secaron y los helechos que compré para sustituirlos no resistieron la mudanza de
porrones. Veo un largo hilo tejido invariable. El poeta desmenuzado deja de importarme
y la lengua aprendida la archivo en algún recoveco del cerebro y me digo cuanta razón
tenía cuando me viene fugaz un rostro al que traté someramente o una mujer a la que no
di importancia. Es verdad que recuerdo alguna a la que no me dediqué lo suficiente,
pero sólo ocurre cuando pienso en todas estas cosas que amontono. Retorno a este
repetirse donde estoy sumergido, a este rehacer de las noticias, al giro de los rostros que
dejaré, a la circulación de los planteamientos, a estas cosas. Y no me arrepiento de
haberla dejado atrás como aquella, de la que sólo recuerdo su cabello liso, sentada en la
sala del hotel donde me permití perderla.
Contra el vidrio del balcón veo aparecer a las turistas y miro las piernas de las
mujeres. Los ahogo en un Oporto y enciendo de nuevo la pipa. Al fondo, sobre la
montaña, la niebla y el castillo juegan al escondite. El otoño se divierte lanzando
bocanadas crujientes sobre los coches aparcados abajo, sobre las aceras, mientras los
peatones se apresuran sobre las lajas de la calle estrecha. Está gris, con un gris de
cemento que me trae invariablemente a ocupar esta silla. El camarero me llena la copa
sin decir palabras, sabe del vino y de las nueces, de los hábitos de estas tardes grises.
Sabe que con el rojo que aprieto entre los dedos viajo a la ciudad anterior donde alguien
como él me servía mientras yo observaba las barcas y el remiendo de las redes o
simplemente la abigarrada masa de abrigos y bufandas, sombreros y paraguas,
marchando todos unánimes sobre el aburrimiento del atardecer. Cuando bebía en el
puerto podía luego despejarme en la playa. La inminencia de la lluvia siempre me
enerva y corto la sucesión habitual de estampas y pasajes. Ahora aquí, en el
apartamento, me sirvo otro Oporto, me sirvo las nueces y sé que estoy cercano a
recomenzar la habitualidad del hombre aburrido que fuma pipa y mira las piernas
nórdicas. A veces veo los apartamentos donde he vivido, las rosas de un sofá y las
cortinas de una casa donde bien pude haber dicho impertinencias. Retorno entonces a
mirar los lomos de los libros, a botar la ceniza de los ceniceros, a seguir la ruleta tejida
que prende de la pared. Sobre una mesa de felpa verde tengo dos mazos de cartas y un
dominó, sobre los libros dos barcos trazados con hilos de oro. Me interrogo sobre cómo
puedo amontonar tantas cosas y me responden una llave de cobre, un círculo de estaño
y un pisapapeles de lapizlásuli. En aquella estrecha calle peatonal el viento parecía un
cilindro de aluminio. Recuerdo los parques de diversiones con sus juegos de pisos
inestables y aquel paradójico restaurante donde no servían comida en las mesas
próximas al mar. Lo veo mientras baja hacia el Sheraton con meses de retardo a buscar
lo que ya no está, mientras regresa a la cueva a escribir aquello que nunca terminará, a
arrepentirse y a rumiar lo que no logra olvidar y a mirar el eucalipto magmático que no
se cae. Sé perfectamente lo que hará: se sumergirá, se expondrá, dirá algunas breves
palabras a Joâo y luego lo tachará de cretino, maldito mesonero amaricado y partirá a
encerrarse del viento que aúlla hasta meter miedo a aquella pared irregular de piedras
como lomo de animal prehistórico. Sé perfectamente lo que piensa, todas las vueltas que
da sobre los objetos que amontona, terminará corrigiendo y vacilará sobre qué cama
dejarse caer, escogencia que lo obliga a andar y desandar sobre la caldera a gas que
enciende miedosamente cada mañana para hacerse de nuevo presentable para aquel
montón de rostros aburridos que no le interesan. Conozco perfectamente sus hábitos y
sus mañas, los meandros de sus meadas, los caminos de su caspa. Sé que tiene un
kimono azul, que suelta lenguaradas a las operadoras, las ventanas que abre y las
puertas que cierra, los grados que soporta sin prender la calefacción, los ceniceros que
posee, el color de sus pijamas, las mujeres que le interesaron; sé de una mesa verde de
juego sobre la cual no se jugó jamás; sé de un cansancio, por eso puede hablar de mí
como habla y permitirse describir actos que creía absolutamente personales y
desconocidos, insignificantes. Se permite conocerme y eso me hace vulnerable e
irritable, yo, que me permito el sabor de la soledad me encuentro ahora con un ojo
vigilante, conocedor de mis eyecciones y de mis pequeñas enfermedades. Ya no se
puede confiar en nadie, ya no se puede saber cuando se es observado y curioseado, ya
no se puede mantener en secreto ni una pequeña hinchazón de nuestra piel ni las
acogedoras manías con las cuales nos soslayamos ni independizar la sombra que se
forma desde la lámpara y se parte en los pasamanos cuando me dedico a descubrir desde
esta única e insignificante luz que me permito. Es una verdadera vergüenza, una, dos,
tres sillas. Hay también una mesa larga que compré en una feria y dos mesas de vidrio.
Tengo también unas cajas de madera y unos metros de cartón corrugado y unos pedazos
grandes de papel de envolver. Pero me vengaré, esta vez viajará en una caja sin huecos
para el aire, para que llegue, si es que llega, morado y sin ganas de hablar, entumecido y
maltrecho, junto a los ceniceros, a los jarrones de porcelana, a los cojines, a la mesa
verde donde no se juega.
Ah!, heme aquí con mi Oporto sobre las extravagancias y sobre las venganzas que
sobre él me permito imaginar. No son originales, ha resistido los viajes en cajas sin
huecos, concede de cuando en cuando entrevistas y habla como si aún tuviese aliento.
Maldito sea: quieren cambiar el gas de esta ciudad y helos aquí modificando la cocina y
jurungando los calentadores, ahora que el frío escoce y mi melancolía trepa por las
paredes. En una carpeta marrón tengo un ensayo sobre el poder. Me provoca gritarles en
su lengua que me dejen en paz, que los sistemas funcionan sin nuestros afanes y que a
los pueblos no los mueve otra cosa que el deseo de quietud, vulgo Gatopardo,
inteligente que supo de la continuidad de las cosas. Vivimos en situación idéntica a la
que precedió a las guerras, sólo que no han aprendido a hacer la paz y frente a lo inédito
nos sumergimos en la niebla de tardes hijasdeputa. Ya está otra vez rumiando sobre la
incapacidad del hombre para hacer de la paz la guerra del presente. Ahora los obreros
dicen que volverán el lunes. Sí, lo sé, piensa que alguna vez encontrará la ciudad y se
quedará, pero se distrae con las luces que brillan sobre el golfo, con la mañana que le
parecerá un barco trepando el volcán y con la corona de nubes soportada por la cabeza
de una limpieza inexistente y peligrosa. Existen costumbres que le son ajenas pero a las
que debe ceñirse; son las peores, las más difíciles, las que lo hacen sudar aún con varios
grados bajo cero. El apartamento se mueve como una unidad. Está separado entre el
vino y la máquina, entre el tintineo de los cristales y la inclinación de los horizontes. El
silencio es turbado por los gorgoteos de la saliva. La angustia de no estar más allá, sobre
los finales, expande la respiración de las paredes. Hacer el conteo, el mismo ahora que
después, la repetición constante de lo mismo, el encuentro de los rostros permeables; al
final de las persecuciones sabemos que no merecen la pena. Ah!, la vanalidad el
estruendo los filigranas la presentación de este rostro cansado y desdeñoso a las
pantallas del viaje, qué uno solo es, por las mismas estrías y por la repetición, qué todas
las cosas están siempre donde estuvieron, los mismos gestos para hacer el amor, las
mismas palabras revolotean desde que los insectos pululan enfervorizados en verano y
catastróficos en el invierno, zumbidos de las mismas alas amorfas, lo conozco, a él, a
todos, a todas las cosas, bostezo sobre la noche que me permite no parecer extraño en
mi inmovilidad, me estiro bajo la cobija y compruebo, cada noche lo compruebo, que el
tiempo es sigiloso y que mi aburrimiento sólo encuentra parangón en la persistencia de
las arañas.
Traje sastre gris

Estaba fría la ciudad en otoño. Los pájaros emigraban cruzando la estación del
ferrocarril. Se perdían en lontananza dejando estelas blancas, curvas como gigantescos
signos de interrogación. El ruido del tren se introdujo en el ámbito de la estación. Sus
aspas fueron acortando la distancia, frenándose, despidiéndose del esfuerzo de la larga
vía. La cara somnolienta del oficial se asomó a la ventanilla. Su largo bostezo fue
cerrado por la cortinilla al caer. La mujer estaba ansiosa. Tomó la pasarela apenas las
puertas automáticas se recogieron a los lados. Llevaba un traje sastre gris, la falda un
poco por debajo de las rodillas, el saco cayendo suavemente a la altura de las caderas,
una cota blanca de tafetán con borlas a la altura del pecho. Un gancho le sostenía el pelo
recogido en moño. Caminó rápido el andén y se introdujo en el amplio salón principal.
Estaba cálida la estación central, con altavoces y circuitos cerrados de televisión y
oficinas ofreciendo rápidas conexiones y empleados diligentes en las casillas
recolectoras de huéspedes. Las luces se movían en la inmensa pizarra cambiando
horarios y anunciando los itinerarios de los barcos y los aviones y los trenes en aquel
vasto cruce de circuitos que permitía todas las posibilidades, la improvisación de los
empalmes más caprichosos. Se desperezaban los fuelles del tren bajo la pérgola
indicando que partía de nuevo en busca de otras mujeres con traje sastre gris y llevando
un oficial con sus bostezos rumbo a otras estaciones del camino. Una paloma se
acurruca en la ventana de mi estudio y volteo a mirarla y ya no sé en que ciudad está la
estación con la mujer del traje sastre gris. Ya no sé que rumbo lleva el tren y cómo es la
geografía donde va dejando caer su ruido monótono de bestia encauzada. Se me pierde
la mujer en la paloma que se va asustada y trato de seguirla.
Tengo sobre el escritorio todos los folletos ilustrados que las líneas aéreas, marítimas
y ferroviarias reparten con profusión a los viajeros que andamos caminando por las
estaciones y los terminales. Tienen palmeras pintadas para los que andan fríos y nieves
perpetuas con esquíes para los que se secan el sudor frente a los mostradores. Tienen
impresas las tarifas de las posibilidades y aclaran que puede ser tan lujoso o tan
modesto, lanzarse de un helicóptero o bajarse de un autobús para caer con un salto sobre
los transeúntes que no han visto jamás un folleto turístico y que andan imantados en las
aceras movedizas. Existimos viajeros que llevamos pendientes de los tímpanos los
silbatos de los barcos y nos apretamos los cinturones sin que se nos lo recuerde y
estiramos la mano automáticamente con el boleto a unos recolectores invisibles.
Sentado frente a la pantalla donde van surgiendo misteriosamente horarios y números y
nombres de compañías transportistas miro a la mujer del traje sastre gris que abandona
la estación sin voltear hacia mí.
Le quedan algunas posibilidades al reloj central de la estación antes de que oscurezca.
Aún tengo tiempo para tomar el nocturno e internarme de nuevo en los caminos. Aún
puedo levantarme y marchar detrás de sus pasos y fumarme el césped manchado de
nicotina. Chupo duro la pipa y me imagino arrancando la grama, moliéndola con mis
dedos enguantados y quemando fósforo tras fósforo en un intento vano. Me mirarán con
una expresión de extrañeza y se preguntarán si estoy loco, si no me he dado cuenta de
algo tan obvio como que la grama está mojada y es de idiotas tratar de encenderla.
Chupo la pipa y dirijo los ojos hacia la cocina donde se quema le hierba y se desfoca la
pipa ante mi mirada angular de fumador que tiene los bolsillos llenos de folletos
turísticos. Cambio la dirección del tubito del aire acondicionado, enciendo la pequeña
lámpara, compruebo que está en el respaldar la bolsa de papel para los vómitos y en la
sombrerera el salvavidas y sobre mi cabeza el sombrero de piel y que aún llevo puesto
el abrigo grueso que me colocó amorosa con su traje sastre gris.
En este atardecer de otoño el cielo está sin nubes y los cerezos están florecidos
dejando caer su carga sobre las aceras y sobre las rejillas que las protegen y sobre la
escalinatas que suben hasta los museos y convierten la avenida que transito en un
simple corredor donde desembocan todos los escalones y de donde parten todas las vías
de acceso a los edificios que se alzan recordándome que soy un transeúnte de paso en
busca de donde embarcarme hacia una ciudad cuyo nombre desconozco. De nada sirven
ahora los itinerarios trazados con tinta china en un papel de mostaza, ni los dejados caer
por las hormigas en mermelada sobre los lavamanos, ni los conformados por los
creyentes con sus lamentaciones en los muros de la ciudad baja. No existe una
determinación de las horas, ni los minutos tienen destinos, ni las agujas del reloj se
deciden a clausurar esta tarde de otoño que sigue viva en la construcción en obra viva en
la estación viva en los trenes que viven con un zumbido de picaflor y como un
muestrario de que la vida sigue en los rieles o en los vientos claros o en el mar
extendido de lado como una plataforma de lanzamiento o en el traje sastre gris o en los
murmullos escondidos entre las rocas trabajadas y apiñadas que se alzan tranquilas e
imperturbables y que ando como un transeúnte con los bolsillos llenos de folletos
coloreados y la pipa convirtiéndome el labio inferior en un surtidor de aguas
multicolores olorosas a alcanfor.
El gris debe venir esta tarde de las plumas de la paloma que distrajo mi mirada del
papel que lentamente se iba poblando y mis dedos de sus ocupaciones habituales de
trazador de itinerarios para personajes fotografiados en esas casetas que ofrecen
devolver la imagen en seis cartoncitos en apenas diez segundos. Se me antoja que esta
estación donde estoy metido es una cámara inmensa que va expulsando de su interior de
tuercas aceitadas, y por una correa que nunca se detiene, los productos acabados
uniformes, tan iguales unos a otros que podría aventurarse la opinión de que son todos
iguales. Se me antoja una inmensa caldera con materiales humanos en combustión
solidificando huesos y uñas y haciendo flexibles cartílagos para mantener las orejas en
posición y mucosas para ser distribuidas equitativamente. Buñuelos espolvoreados,
guarapos de tilo con canela, inhalaciones en surtidores de plaza pública donde van los
pasajeros que se bajan a despejar los bronquios de emanaciones dañinas y a recibir los
raspones de papel lija a medida que ponen pie en el andén y a entibiarse las manos tal
como se me entibiaron las mías cuando las puse juntas entre tus piernas tibias envueltas
en la falda gris de algodón. Pusiste tus manos entre mis piernas en plena estación sin
importarte que ojillos de comadreja nos miraran asomándose por los intersticios de la
cueva primitiva y eterna que tu calor daba al inmenso salón de la estación y tú que no
hay como entibiarse entre tus muslos de miel de abeja buscando el panal de mil
compartimientos porque la piel se siente especialmente blonda y se empegosta
lentamente con mis manos en un sudorcillo que me recuerda el lubricante de cuando tus
piernas rodeaban mi torso y nos fundíamos en el cuartucho de la ciudad cualquiera, de
la ciudad sin nombre que tú oportunamente sacabas de los bolsillos explicándome que la
arrancabas de la página de un folleto.
Cambia la dirección de las calles y se entrecruzan formando un nudo abultado,
poporudo, irregularmente hinchado que parece querer aprisionarme el cuello y hacerme
sacar una lengua mortalmente rosada. Se desenredan y no sé cómo te lo imaginaste que
las calles se anudaban; debes estar recordando aquella danza folklórica que vimos en la
plazoleta con los trajes de tafetán verde y un delantal rojo en la plataforma de madera
que nos llamó la atención en el folleto turístico. Anduvimos, debes recordarlo, sobre un
mar que no tenía olas con tiburones de latón, donde los peces eran vertebrados y el
cerebro les pendía de la aleta trasera. Pero sí, estuvimos juntos sobre una llanura sin
término donde los toros pastaban indiferentes a los trapos rojos que les agitaste
parapetado detrás de un olmo inmenso. Sí, tú debes recordar que las nubes no eran
como una malla sino como un inmenso color de asfalfa y cieno que nos dejaba caer sin
interrumpir las aspiraciones de los paracaídas y los pararrayos de las tiendas de viaje no
hincaban sino que se doblaban como un cuchillo de goma de esos que la imaginación de
los fabricantes de plástico puso en las tiendas al alcance de los niños. Tú me dijiste que
las mariposas que andaban revoloteando en los valses no eran recuerdos en las tierras
áridas y sobre los peñascales oscilantes. Sacaste los folletos de tu bolsillo y yo los miré
y me fui a una playa de donde salía una mujer impresionante con el vestido húmedo
pegado al cuerpo y estabas tan mojada que goteaste los leños que habíamos juntado en
un farallón de corales y ya mojaste la leña verde y ahora el agua para evaporar las papas
hacia el cielo descubierto no va a querer funcionar y tengo hambre pero yo buscaré la
manera de que funcione y no tengas hambre y tengo ganas de bañarme de nuevo en esas
playas que están guindando de un sueño y que me ofreciste y que dijiste buscarías para
encontrarme a mí que deberé marcharme en cualquier momento apenas termine el
efecto del hongo que empapaste en la intimidad de las parras y que luego llevaste en los
dedos como si fuera una lagartija cazada en la sombra de una infancia perdida y que iba
goteando dejando un rastro de vino en salmuera con olor a naftalina y ostra fresca.
Las olas se devuelven llevándose tus pies que fueron granos sueltos y no pasta
amalgamada. Mis pies fueron buscándote la ruta, acaparando las mareas y los cohetes
lunares, pendiendo de la cola de un cometa sideral de niño hecho de trapo y ropa
desleída, furtivos en el saco de un asaltante confundidos con su antifaz y sus ganzúas.
Fui resorte envolvente de un alambre enhiesto saltando sola buscando una varilla
plateada para ensartar matracas y trompetas llameantes de viajeros y encontrar la
búsqueda que anda extraviada en tus folletos y en tu alucinante andar y plegada a los
escalones que divisas mientras estoy sentado sobre las copas desplumadas de un caracol
impávido viendo hacia lo lejos donde el horizonte se torna candela amarilla al recibir
tus pies que por allí se marcharon buscándome una estela que seguir, una estela sin
espuma como sin huellas fueron tus pies y sin encajes tus vestidos lunares con cráteres
de escaleras descendientes. Hay un túnel submarino que dejaste uniendo las costas,
vinculando los nubarrones que consiguen su camino orinándose la tierra, la tierra que se
chupa la sabia de un destilar que encuentra capas de limón y naranjas podridas de
surtidores intestinos. Hay capas de polietileno, de basura dejada caer en los surtidores
de aluminio de los edificios, espacios vacíos sin aire ni esperma, espacios con
estalactitas de viajes hacia adentro de los hombres que pueblan espacios con inmensos
huevos de saurios intocados, capas de fósiles pulverizados, capa de pérdidas, capa de
hallazgos, capa de teléfonos destripados, capa de guanábana con su pulpa blanquecina
horadada por indeterminadas bacterias, capa de vestidos desechados, capas de viviendas
destornilladas con sus habitantes petrificados como originados en un inmenso y
planetario susto, espacio que se asemeja a mis calles anudadas, convergentes en el nudo
poporudo de todos los senderos extraviados desde los ancestros cavernícolas hasta los
buscadores de pies quemados que eran granos sueltos y no masa compacta perdidos una
tarde de otoño que viene desde el primer día y no quiere acabarse, como una herencia,
como una hecatombe llovida desde los surtidores incontrolables, como una cúpula que
se desplomara venciendo los resortes del tiempo y haciendo resortes vencidos ya sin la
fuerza de sus vueltas y sus curvaturas, como una masa incandescente que no consigue
un secador que la haga superar sus etapas lógicas para solidificarse, como el comenzar
de un tiempo que no es tal fuera de todas las reglas, de todas las normas, de todas las
leyes, de todas las físicas y de todas las químicas, de todas las fórmulas y del álgebra y
de las computadoras a las que agregaron olor y sudor y capacidad de defecar. Mi túnel
lo construí con una escarbadora de armiño, con un soplete de lenguas incandescentes; lo
dejé extendido sin saber si te serviría, si sería recolector de fotos desprendidas, si al fin
podrías andarlo con tus inmensos pies deformes, si podrías pasar tus dedos
estrambóticos por sus paredes limadas con cactus y amapolas, si podrías orinarte
tranquilo en un recodo sin peligro de provocar inundaciones y desbordamientos, si
podrías voltear hacia arriba sin temor a rozarte la frente enchapada con las raíces que a
lo largo del trayecto semejan centenares de piernas torcidas de paralíticos y centenares
de muletas inutilizables y de bastones muertos, si podrías extender los brazos sin
encontrar el roce de los viajes limitados y las asperezas que tanto te duelen, que tanto te
martirizan, que tanto han hecho en el desprendimiento de tu locura taciturna, en el
encogimiento de tus tristezas viscerales, en tus desplomes y en la reducción de tu
esencia y en tus casi desapariciones encogido como rama sola y abandonada de los
pájaros sobre los cementos en que caes cansado de tu peregrinar y de tus desvaríos
árticos.
No es un secreto para nadie que estas palomas turcas están vinculadas a mí por lazos
de persecución y lealtad. No cesan de venir a picotear los latones de las ventanas y una
de ellas hizo un nido en la puerta de mi casa y sólo a mí me permitió cambiar de
posición el huevo que dejó en la alfombra de limpiar los pies los visitantes. Donde
quiera que me siente es seguro que no me dejarán y estoy por culparlas del gris que me
ha invadido esta tarde fría de otoño. Son palomas caseras sin miedo a la gente y ni
siquiera esos niños que se complacen en la disección de los pequeños sapos blancos que
hemos traído para que se coman los zancudos son capaces de lograr su alejamiento.
Estoy convencido de que ellas me traen los olores y las resinas y las temperaturas que
percibo con mi piel de jirafa y con mis sentidos de animal enjaulado. Estoy seguro de
que sus patas dejan caer polvillos recogidos en tierras remotas que me hacen girar como
un trompo sin ley y reglamento en este mi claustro, en esta mi prisión forrada con las
hojas que arranco en mis momentos de rabia de los folletos turísticos y en mis giros de
mareo de parto de estar viendo los folletos colgados de hilos de nylon que te empeñaste
en adornar el techo de tanto que pasaste tus manos insaciables por mi vestido sastre gris
logrando que se fuera convirtiendo en bolitas de hilo que cualquiera que hubiese osado
penetrar en tu tumba de viento hubiere concluido que la caparazón de la estación estaba
largando y destiñendo de vieja y convirtiendo el piso en un depósito de algodón y lana,
de ovejas escaldadas y de máquinas recolectoras en los campos abiertos. Tus palomas
no llevan anudadas de las patas mensajes con aros dorados ni tienen buches colmados
de granos ni de noche emiten sus tradicionales sonidos guturales ni pudren la madera
con su mierda infectante de chipos y zurupas. Tampoco tienen casa al lado del tanque de
algas verdes ni limpian las tejas para que el agua de lluvia llegue tranquila a los
desaguaderos de aluminio ni reparan las goteras que me dijiste estabas empezando a
padecer en los tiempos de las lluvias ni corren a limpiar de hierbajos la tapa de cemento
del depósito al que van a parar todas las aguas sucias de tu casa vieja. Estás ahí,
mirándote los pies y dedicando tus variantes matemáticas y tus galaxias maltrechas a un
examen detenido e intrascendente de tus zapatos. Estoy pendiente del traje sastre gris
que abandonó el andén y cruzó el amplio salón central de la estación y empuja las
puertas de vidrio y sigo pensando que el reloj del muro rústico es de leche y café y que
su tiempo no es el mío y que andamos cruzados y que he vencido o quizás él ha
derrotado todas las fórmulas explícitas inventadas para medir y pesar. Sé que los ruidos
te detienen en la puerta de vidrio, sé que estamos en otoño y que el otoño se ha
alargado como mi búsqueda y como mi tragedia. Sé que vuelan sobre la estación y sus
estelas blancas me recuerdan tu mar, las que dejé con mis pies para que te sirvieran de
brújula, la cara del oficial del tren que te hice notar para que tuvieras una vinculación y
un recuerdo, las borlas de mi cota y el ascenso vertiginoso, la estación quedando allá
abajo, disminuyéndose, convirtiéndose en pequeña mancha casi como una bolita de
algodón y lana donde tú estas, ínfima molécula de tu viaje, partícula donde las luces se
mueven en los tableros y en las pantallas y es tu estación, tu estación con los bolsillos
llenos de folletos con fotos en colores y el tren ya no se oye porque se fue metiendo en
la geografía y dejándote en la estación con tus pupilas llenas de mi traje sastre gris.
Dos relatos italianos en torno
a una mancha marrón

Deseo en Biselli
a D.B

Es de noche, pasamos apenas y ella me señala la torre. Volvemos de día, es otoño,


pero el aire aún entremezcla tibieza entre los olmos y las encinas. Podría tratarse de un
obelisco conmemorativo, de una protuberancia medieval o de una hinchazón de Umbria
herida por una piedra. Cuando esta mañana abandonamos el auto mirando la montaña
la infancia de ella asoma en un río disminuido lleno de truchas y cemento. Me había
dicho que se deslizaba cerro abajo manchando sus piernas y raspándose las nalgas. Me
lo había dicho cuando besaba la pequeña mancha marrón que está al lado de su sexo.
Quería ir allí, no creo que supiese que conmigo, quería una mano para remover los
escombros, en medio del amor explicando que la mancha marrón se transmitiría a la hija
que tuviese. Yo aprendía, dentro de ella, ir a Umbria a buscar la primera piedra; recogía
fuerzas para remover los arces y desmontar los álamos y aclarar la vista para analizar
con detenimiento de águila la forma que la tierra arrecha determinó a la torre que sigue
erguiéndose por milagro de las fuerzas encontradas.
Sí, es un mármol débil, no es un mármol que atraiga. Lo compruebo golpeando un
pedazo contra la pared agrietada mientras ella va a botar el agua amarilla de los
candelabros y yo voy tras ella en el ritual de la visita a la muerte y en una comprobación
de que los cirios no son posibles de encender en el pequeño cementerio de Biselli. Ella
insiste en abrir, yo en penetrar las paredes caídas. Ella cree en la muerte ordenada, yo en
la que me ofrecen las posibilidades del abandono y la desidia.
Lo había decidido antes de subir yo por sus piernas probadas en los terraplenes de
Umbria. Debo yo también balancearme y comprobar que las viejas puertas están
cerradas aunque no haya nada que cuidar y que los techos no están pero sí los candados
y que el ruido no es el que ella oía porque tienen la manía de represar. Traté de encender
la cera y se supo que mi juego con la muerte no pasa por el fuego, sólo que en el
cementerio de Biselli rondaba su sexo y la mancha marrón que había estado en los
cuerpos de abuelas y bisabuelas allí ordenados con nombres y fotos, como es la
costumbre, para que los esqueletos no se pierdan cuando salen a vagabundear apenas la
torre trunca se ilumina. Cuando me señaló el camino privado de su infancia quise
poseerla en medio de aquel olor persistente que formaba parte de mi propia memoria.
Cierto que la deseé cuando descubrí en Biselli la mirada fija de un viejo que supe se
dedicaba a crear abejas para que endulzaran el sexo los esqueletos que entre las piedras
buscan los recuerdos de la mancha marrón y desean penetrar al valle. Pensé en un
ermitaño, en un aparecido, en un pedazo de la torre, en una chispa de las nalgas
infantiles de mi amante contra aquellas piedras aún no derretidas por las pasiones y la
soledad. Di una patada a la puerta verde y el viejo siguió colocando los cajones;
sospecho que los ordena por ordenarlos, dejando a las abejas los traslados a otros sitios.
Los anuncios de su infancia ya me eran familiares; la había sentido cuando aún no
deseaba y no sabía, cuando aún no visitaba cementerios, cuando aún no me había
explicado que la mancha pasará a una hija. Se apaga una de las lámparas y me asusto.
Me quemo los dedos y cuando la luz aparece me descubro en medio del silencio
temeroso de haber profanado el orden impuesto por la muerte. Tal vez traje en la suela
de los zapatos polvo del cementerio o quizás en los oídos algún ruido del viejo río sin
represa de cuando ella era niña y arrastraba sexo y mancha naciente sobre las piedras
aún enteras de Biselli. No se trataba de haberla deseado entre las ruinas. No es lo que
me asusta, lo que apaga la lámpara. Son los raspones de cuando se lanzó cuesta abajo
rizándose los cabellos y yo mordí la hoja diciendo que era hierbabuena y ella mordió
sobre mi mordisco y confirmo que era. Ya no fue lo mismo, ahora lo sé, hay una
desazón, un no sé qué de truchas y hongos. Nunca pensé en desearla en Umbria o en
que sus labios tenían polvo de aquellas piedras viejas; cómo saber que se podía
contemplar la soledad amontonando cajones, yo nunca vi las abejas, fue que el viejo lo
dijo que eran los cajones de las abejas o fue que mi sexo zumbó reivindicando en la
mañana un panal sin los previos terremotos y sin desolaciones. Yo no podía saber que
aquel olor ella también lo tenía, que a los muertos corresponde en Biselli un mármol
débil.
Lo recuerdo. Enumeró olmo pioppo acero quercia y sentí celos y aún conservo el
papel donde lo dijo. Me asomo y pregunto por las fumarolas como si masticar
hierbabuena pudiera despejar hacia los encuentros antes del terremoto. Biselli no puede
reconstruirse aunque ella diga que sí. Yo quisiera ayudarla y volver cuando los muertos
aún no se habían desfoliado. Yo estaba muy lejos, lo mío eran cardones y lefarias, yo no
sabía de Umbria, de cómo era antes de la piedra herir los Apeninos, yo no besé la
mancha marrón en las mujeres anteriores; verdad que también olía hierbabuena, pero
eso es tan poco, yo no puedo sólo con eso, yo sólo habito solo, no tengo el poder de
alisar cabellos y el otoño me afecta, lo mío siempre fue aridez y ahora me emborracho
de grappa y de árboles y no puedo, no puedo, ya no puedo seguir desde el primer día el
crecimiento de la mancha marrón que está al lado de su sexo.

Sentencia a Gigliola

No la tiene. La niña no la tiene. La noticia se expande con prontitud, como todas las
omisiones sin antecedentes. “No se trata de una mudanza”, confirma el médico. “He
buscado por todo el cuerpo y no la tiene”. “No la trajo”, cuchichean las enfermeras,
confirman en la residencia. “No la trajo”, repiquetea en los teléfonos.
No está en las proximidades del sexo de la madre, pero tampoco en la hendidura
amoratada de la recién nacida. Se ha extraviado. No puede saberse, a ciencia cierta, si
quedó adherida a alguno de los puntos del trayecto o se derramó con el líquido
amniótico en la ruptura preliminar. “No está”, confirman unos a otros a medida que el
grupo crece en la habitación de la parturienta. ¿Dónde está?, se preguntan con las
miradas sigilosas. “Yo la tuve y la pasé”, parecen decirse unas a otras entre el rastrear de
la alfombra y la persecución de las preocupaciones en los rostros sombreados de los
hombres.
Los brazos desnudos caen inertes sobre la sábana extendida hasta la cintura. El pelo en
desorden bordea la bata blanca y enmarca las orejas profundas. Siente la extrañeza de
las miradas y la expansión de la neblina del silencio. Lo vio en el cabello liso
cuidadosamente peinado hacia atrás y los dientes rectos, de empalizada. Gigliola sonrió
hacia el equipaje sin abrir de la tarde de su llegada y movió la mano derecha hundida la
noche anterior en pobladas posesiones de su gusto. Las fotos ordenadas con
meticulosidad mostraban las extensiones de la familia logradas mediante un respeto
escrupuloso de la voluntad colectiva. Gigliola observa desde los efectos finales de la
anestesia. En la mano derecha sintió la sensación de despedida despegada del calor y la
tensión, llena apenas unas horas atrás, unas horas atrás abierta para permitir que le
llenaran otros vacíos.
Comienzan a emanar palabras hacia la mujer oscurecida. Luigi, chaleco de pana, mira
el saco doblado en su brazo y parece alzar la cabeza. Piero, recostado sobre la ventana,
aparentemente sostenido en una sonrisa irónica, confirma tal vez con la mirada a quien
corresponde hablar. Las mujeres se apretujan satisfechas en torno al sofá.
Gigliola dejó caer la cabeza hacia la derecha. Los toldos blancos cubrían el espacio.
La concurrencia se deshizo en alabanzas. Un oxígeno desolado y triste se movía
dificultosamente. El anime se hacía invulnerable a todos los intentos. Gigliola ordenó
los cabellos. Suspiró hondo, segura de haber hecho lo que de ella se esperaba. Rió hacia
la cerca de la piscina.
El brazo se le retrae en una contracción involuntaria al sentir en la mano derecha la
cabeza de la recién nacida. Ella fue colgada de los cuadros de los caballeros y de los
escotes de las consortes, prendida de los candelabros y de las tradiciones. Las ventanas
están entreabiertas. Las lámparas permanecen impasibles. La geometría se forma sobre
el fondo rojizo y el marco negro. El jarrón de porcelana late desde la esquina del espejo
grande.

Pudo ver el almanaque en mayo y sintió las cenizas reconocidamente frescas color
estaño. Se vio desnuda en el espejo. Los senos pequeños, los vellos de los sobacos
ahogados en las raíces, las costillas resaltantes en la piel morena, las piernas
entreabiertas. El sexo espelucado. La tocó levemente con la mano derecha, luego la
cabeza, presionó la mejilla y tiró el resultado del espejo. Sabrá de las horas en que se
abren las represas, conocerá las delicias, atenderá los llamados y viajará hacia el sur.
Gigliola de cabello traje largo, la lleva y sabe caminar con distinción. Es cierto que el
polvo cubre los libros del armario, pero la pintura tiene fecha reciente y los restos de
cerveza aún espumean. Las arrugas de las cortinas son, sin duda, resultantes de la rabia
de una mano.

Salen de la habitación, dejando el veredicto. Gigliola está de nuevo sola. Puede verlos
alejarse desde los encajes de la bata; el muro resta arañado y las palabras caídas en la
cama. La humedad se hace insoportable. Hiendo con mis dedos el sexo de Gigliola,
aparto los dedos del pubis, reconozco el cuerpo de la mujer y no encuentro nada. Es
esponjoso, flexible y muy salado. Puede licuarse y mojar la alfombra en cualquier
momento. Me adelanto a sentir el insoportable olor del pegamento mojado. Gigliola me
mira y no sé si sus dientes han oscurecido o desaparecido. Sonríe y en sus ojos creo
percibir la convicción de lo inevitable. Con la punta de los dedos roza apenas los
cabellos breves, escasos y húmedos de la niña. Hace con esos dedos movimientos como
los de los brazos de los pulpos. Una ronquera que da miedo comienza a salirle de las
entrañas. Esculco a la niña, rasco en procura, pero sé de antemano que no la tiene y la
comprobación sólo causa daño. “No la tiene”, se oye afuera. “No la tiene “, repite
Gigliola en un estertor angustiante. “No la tiene”, ecóan los pasos de los que caminan ya
al final del pasillo. “No la tiene”, confirman las paredes asépticas del cuarto.
Amarillo

No estaba siguiéndome por la larga calle. Eran sólo los caprichos de las sombras. No
estaba siguiéndome. Sólo eran elucubraciones pronunciadas al roce del amanecer.
Siempre que se acercan las madrugadas me da por despertar y entonces insisto en que
me está siguiendo. Pero no es verdad. No me sigue. Está introyectado, comparte mis
pulsaciones, defeca conmigo. Cuando orino, la fosforescencia no es mía; es suya. Suyos
los pasos apresurados por la larga calle cuando se acerca la madrugada. Tiene mis dedos
y mis ojos. Mis manos, unidos los nudillos, abren, la una a la izquierda la otra a la
derecha; él hace la fuerza de la abertura. Anda maldiciendo y soy yo quien maldigo.
Anda por ahí, aburrido. No se me culpe pues de los delitos y otórguenseme las
prebendas. Tengo derecho a las buenas y él que cargue con las malas. Mi sombra no se
quiebra en los filos de las paredes ni se amilana con los cambios de las superficies.
Poporos, cicatrices, hendiduras; se mete en todos o resbala sobre aquellos donde el caso
no es meterse sino resbalar. Siempre hay una postura adecuada a las circunstancias.
Como las letras están en abanico, sus posibilidades de adaptación se extienden como un
abanico. Abanico hacia adentro, donde las letras de las orillas no alcanzan a marcarse.
Entonces soy yo el que choca con las realidades. El es un abanico normal, yo soy un
abanico anormal. Entre los dos hacemos un tipo medio, adaptable, sociable. Puede
hablar con la gente. Puede sentarse en una silla y beber aguardiente con un grupo. Puede
perseguirlos, los relojes le atienden, las escaleras oscilan haciéndole subir o bajar los
pisos según la voluntad le dicte. Magnífica cualidad: las escaleras le obedecen. Los
almanaques, con sus garfios negros, llevan el asueto de la gente dibujado en cuadrados
rojos. Ese asueto deja las calles solas cuando me persigue en las madrugadas. Somos los
dos en medio de la ciudad desierta. Podemos tomar aceras diferentes. Meternos en
jardines diferentes. Nos persiguen o nos ladran o nos orinan perros diferentes, de
diferentes colmillos, de diferente pelaje. Los colmillos nos abren iguales orificios de pus
y calor y el mismo tétano nos corrompe la hilera de músculos entrelazados, red fuerte
que nos recoge y nos lanza en medio de la calle. Buscamos acústica en el sonido de las
rejas. Buscamos doblegar los sonidos, llevarlos a una conjunción, a una armonía;
confundirlos en una orquestación, casi fundirlos con los instrumentos puntiagudos que
entonamos. En medio de las esquinas hay troncos donde damos vuelta y nos enrollamos.
Son un juego de cintas, círculos superpuestos que se aprietan, aros que giran y se
estrechan en cada giro fundiéndose. Partículas dispersas salen de ese tubo. Es una
probeta con rayos rojos, como tunas rojas que se eyectan y hay alrededor rocas blancas
y grises flotando, de diferentes tamaños y posibilidades, a veces superpuestas.
Superpuestas sólo como una ilusión óptica, unas blancas y otras grises, similitud de
eclipses donde no se sabe que roca se interpone en el paso de la otra. Y las tunas
emergen en todos los sentidos de todos los sentidos, las más de las veces sorteando las
rocas, pasando hábilmente entre el espacio que dejan, buscando cada tamaño el espacio
de su tamaño en una especie de respeto por las reglas y normas de origen extraño e
impredecible. Unos clips verticales que forman paralelas de rayas disímiles se van
achicando, como formando una figura y de nuevo se van agrandando y de nuevo
achicando, en una versión cíclica rara, como si un cuerpo se aproximara a la muerte y
renunciara y volviera a acercarse a los cementerios donde él y yo vamos a orinar
fosforescente y luego se arrepintiera y buscara las puertas tratando de escapar. Las
formaciones se hacen también horizontales. Y se miran con las verticales. Se hacen
carantoñas al ensancharse y al estrecharse. Todo se mueve sobre un fondo negro que
tiene piquitos como los que los niños suponen a las estrellas. De ahí en adelante todo es
amarillo, el resto es amarillo. Todo se torna amarillo, de un amarillo lúcido infinito.
Tratamos de escapar de los límites, de una ciudad amurallada, de una ciudad clásica por
la que se hubieran adelantado guerras y donde los combates hubiesen generado héroes.
Las catapultas lanzan sus bolas de fuego y las estacas se lanzan sobre los portones. Los
conos se invierten, vienen a veces y a veces se van. Los cuadros rojos llevan su
seguirme por las calles, una pierna gorda con forma de pescado, un falo colgando con
otro adentro y así sin final. Podemos pintar de diferentes colores los músculos, para
diferenciarlos. Tono violeta, tono amarillo que se confunde (es amarillo). El pescado
tiene retazos; pedazos de diferentes mantas que arroparon o permanecieron indiferentes.
Una culebra verde con aros entreverados danza sobre la orilla izquierda de un tablero
con miles de cuadrados. En su pierna las venas son tallos de las que salen hojas y a
veces flores de puntitos negros formando una bola redonda perfectamente, y a veces
parecen no tener vinculación con el tallo. Sí, en los dedos se notan los alambres. La piel
es transparente y permite verlos. Un tronco en triángulo, con rayas en triángulos que
seguramente deben ser los años. Se nos ha enseñado que las rayas en los troncos son los
años y no tenemos buenas razones para dudarlo. Queda un capullo escindido: un bisturí
dejó impúdicas sus partes reseñadas. Los caprichos resaltan sobre una gruesa pared
verde. La pared verde resalta sobre una mancha amarronada púrpura. Y el amarillo lo
envuelve. Amarillo que en un seno se bifurca en diferentes tonos. Hacia los bordes es
candela y hacia el centro negruzco. Suposiciones al salir de las esquinas. En la cuadra
que comienza se estiran los músculos. Mal podemos determinar bordes o centros o
fricciones o concentraciones. Los cables penden inútiles, recogidos, doblados,
enrollados. La pantalla muerta, sin luz y artificios, se sostiene tambaleante sobre
cornetas silenciosas, indecisas, endebles, con ganas de caerse. Círculos superpuestos.
Uno sobre la orilla del otro. Como si se equilibrasen el primero al segundo y éste al
siguiente y el siguiente al por venir. Me llama en las madrugadas y me enseña los
almanaques. Es como apretar los ojos y dejar dentro la luz estrechada en los nudillos y
ordenar que se muevan las manchas iridiscentes sobre el vasto imperio del espacio.
Imperio en que se entrometen caballos barcinos halando aeróstatos desinflados,
deshilachados, inservibles. Caballos de patas multiformes, múltiples de patas. Imperio
de almojarifazgos las luces aprisionadas que se mueven temblorosas en el espacio. Es
como apretarlo en los nudillos. En sus manos y en las mías. Nudos ensartados que
aprietan; templados cernederos para no dejar escapar las migajas, las partículas esas que
andan flotando entre los clips y las rocas grises y blancas. Algentes lazos que nos
vinculan, que nos mantienen al cruzar por las esquinas. Construcciones antiguas,
labradas, enmascaradas con harina, que reaparecen a cada esquina, a ambos lados de la
calle, para que nuestros músculos multicolores se diviertan y se sonrojen y se
mantengan templados al penetrar separados pero unidos en las zahurdas que el espacio
pone a ambos lados de la calle. Música. Tremor y el espacio natátil. La pierna de
pescado tiene variaciones dendriformes. Imperio vedrio de pequeños trozos que
juntamos en los frescos de las aceras. Frescos que se mueven con la música, que
divertimos al estirarnos, al recogernos en la calle. Calle férvida de nuestros sudores.
Sudor férvido que vertimos en los esfuerzos al salir de las esquinas. Las basca se nos
viene a la base de la lengua lenificando nuestro andar desgarbilado. El espacio amarillo
de regojos como rocas blancas y grises o como rocas dejadas sobre el mantel del
espacio amarillo. Salimos de otra esquina. Dejamos caer otro almanaque en la gaveta.
Longimanos, podemos alcanzar todas las variaciones y desandar el tiempo que el otro
descubre. Ir mientras el otro viene, bajar mientras el otro sube, agacharse mientras el
otro se levanta. Sumergirse, emerger. Viajar en un autobús, cazar luces en una piscina.
Juego de ventanas en los puntos cardinales. Bifocales sus cristales enmarcados.
Esmerilados unos, sin reflejos otros. Saltamos una ventana y aparece otra y otra le
sucede. Las calles convergen en las esquinas con sus ventanas en cuadrado. Se
contradicen, dan marcha atrás. Podrían acercarse e irse reduciendo, reduciendo el
espacio. Se mantienen en sus sitios, como si un designio inviolable les hubiese
ordenado. Cae el pasador de un ala, sin estruendo. Suavemente aparece caído. Nos
lanzamos hacia el túnel. Cuando las cámaras enfocan y uno mira el monitor la imagen
se reproduce infinitamente. Nos estiramos al máximo de nuestros músculos adoloridos.
Cubrimos dos posibilidades al unísono. Luego las otras dos ventanas. Somos un molino
de aspas que en la velocidad se multiplica. Gira este-oeste mientras giro oeste-este.
Norte-sur, sur-norte. Anda por las ramas cazando filtraciones de sol; las raíces deformen
subsumen hinchándose. Absorben hasta ahogarse; raíces asmáticas, tosen. Los rayos se
deforman y varían, se quiebran buscando diferentes direcciones. Vueltas alrededor del
tronco enclavado en la esquina. Enfocando desde abajo, girando a mucha velocidad,
hasta que el sol se marea y los rayos son vomitados por las ramas. Rápido, hasta
descentrarse y salir impelidos de la esquina, atravesando las ventanas sin romper los
cristales, sin deformar los marcos, sin producir variación en la materia que se
transparenta. Los músculos estirados nuevamente nos permiten andar las aceras
paralelas. El punto localizado de máxima tensión. Un corte rápido con un objeto filoso y
se desbancaría. Los tendones lisos, labrados por las eras, pulidos al máximo,
resbaladizos. Si se toca con cuidado vibra. Variaciones oscilantes. Puede escucharse un
quejido profundo, musical. Va disminuyendo hasta quedarse como un sonido apenas
perceptible. Agudizamos los sentidos en ese sentido. Escuchamos, exprimiendo el
cerebro para seguirlo hasta sus últimas expresiones. Tenso, se detiene; cuidado esta vez
con algún instrumento medianamente cortante.
La sombra apareció en el patio

La expresión de su rostro denotaba cansancio. Un cristal la dividía incrustado desde


arriba. Parecían cambiar la dirección de las corrientes y la hora de las mareas. Un
pequeño molino enloquecía con los vientos del lessueste. Su expresión era de
ensamblaje de pedazos de tierra; el cristal que la dividía una cicatriz derretida. El estiaje
le empapaba la frente, le embotaba, le dominaba. La pereza de la tarde se expandía
lenta. Las sombras se acostaban sobre los cerros colorados. La ciudad atardecía tras el
pequeño bosque.
Estiró los brazos. Atrapó los bimbaletes y se enderezó con la cabeza recostada sobre el
hombro. Miró la sombra apoderándose del patio. Enderezó la cabeza. Sus ojos se
agudizaron hacia el rayo de luz bifurcada que estallaba en el horizonte que se iba.
Cambiaba el decorado como si una orden terminante hubiese sido impartida para que
comenzara un nuevo acto. Acto de la oscuridad, acto anunciado con el apagar de las
luces. Comenzó a andar hacia la noche que venía. Sus pasos escindieron la sombra,
lenta y calculadamente, dejando caer el fluido de los zapatos. Lentos pasos, cual si unos
tirantes retuvieran sus pies oponiendo leve resistencia, impidiéndole cumplir el
cometido con un suave contrapeso.
El hombre atraviesa nubes y atrapa la lluvia y convive con el relámpago y es por
momentos el resplandor que cruza los valles asustando a los niños desprevenidos de las
campiñas y el viento lo lleva y lo aleja y lo lanza como pedazo de algodón arrancado de
una herida por una corriente inclemente. El zumo agrieta los labios y hace rechinar los
dientes. El gallo está sobre la casa atravesado con estiletes de los que penden los puntos
cardinales. Suaves son las maneras de afrontar las corrientes. Las cartas de navegación
están extendidas sobre los manteles. Compases, alcatraces que chillan, olas que se
contorsionan imitando a los clavadistas que las hienden. Círculos aprisionados, uno
prisionero del mayor, el mayor prisionero del más grande, sin cesar los círculos, marcan
los lejanos confines, atravesando o apenas acariciando costas de acantilados dudosos y
deltas de ríos agonizantes que requieren muchos brazos para acariciar la tumba que
espera alborozada. Confines hieráticos, lagos que permiten la danza de livianas lianas
lanzadas por la tierra a sujetarles. Se deja llevar en andas por la velocidad y las cosas
pasan frenéticamente, rápido, sin tiempo a substanciarlas, a gran velocidad. Confunde la
pata de un toro enclavado como una bandera en una dehesa de verdor espeso con un
brazo blanco y refrescante que rompe por segundos ante los ojos desde una ventana.
Cada grano de tierra y cada pedazo de asfalto reclaman, cada torre habitada pide, cada
puerta entreabierta gime, llaman desde las ventanas vírgenes de piernas entreabiertas, se
baten dedos cuajados de anillos en cada plaza, cada rama de cada árbol se bate a cada
viento, aúllan todos los acantilados, tienen prisa todos los ríos, en cada terraza hay un
helicóptero para vigilar en vuelo pronto las otras terrazas. Los músculos pueden
encontrarse en los aparadores con sus sellos morados y su sangre coagulada. Hay
vitrales con ojos castaños, azules, marrones o, si se prefiere, desteñidos. Hay dedos feos
y también dedos finos para adivinar fortalezas inexpugnables. Hay vellos doblados,
sobre sí mismos, vencidos, quietos, apacibles. Vellos color oro, vellos negros, vellos
opacos. Hay raíces infectadas y poros brotados, poros como cráteres y, también, se
divisan volcanes apagados y fumarolas en erupción y aguas termales que bajan por los
bordes de los cerros y forman lagunas expectantes por si se quiere una zambullida para
llevarse en las encías sal medicinal que combustione los átomos rodantes y cohesione
las moléculas esparcidas.
Las portezuelas exhalan bofetadas de aire frío. Los pies buscan los asientos entre las
cortinas espumosas de los aladares. Los guantes se desentumecen. Las moradas
atraviesan las cerraduras dilatando las pupilas. Las lonas transportadoras chirrían a lo
largo de los pasillos. Los parlantes se alertan ahogándose de lenguas. Se ondula en la
sordera, ensartado en las jorobas de un camello imaginado en las tetas de una turista
rubia. Entretejen, cosen, bordan, cabalgan. Lactante de pezones rosados, desgarrador de
muslos tricolores, bebedor de ombligos en combustión. Los mercados se extienden en
tarantines con su mercancía velluda; se puede beber de los labios y desarraigar las
frases. Bailarín endeble, flota siguiendo la prisa de los hombres que creen ser esperados.
Los belfos de un animal degluten los reflectores con su carnosidad rosada, ensalivada,
humedecida del medio ambiente que se adhiere a la carne de una multitud que imita la
espera, trotando, desgastando el tiempo con las suelas. Pareciera extenderse un
cartílago de trapo como un ombligo ciclópeo y elefantiásico que ata los péndulos. Los
relojes obligan su hora sobre las hojas de los árboles inamovibles. Los motores se
suman al coro y la lluvia pende en el aire indecisa, controvertida, vacilante, manchada
de colores albuginios. Un blue pegajoso desprende por fracciones el silencio y la
parálisis. La luz se torna mortecina en el olor de manteca que sube como un eructo. Se
moja las uñas en trementina. Recibe la lenguarada vaciada por un camión volteo. Mira
con atención como rodean los duendes, fantásticos por esta vez, el borde del vaso vacío.
A ratos se tienta la frente y se la limpia con un esparadrapo. Por la verde oscuridad del
césped descuidado se siente una rana croando. Puede palparse a lo largo de la avenida la
tersura de los cerezos y meter los dedos en los huecos de la cabeza portátil. Se puede
tomar el bastón de un anciano que bajo un farol persigue hormigas con golpes suaves y
calculados y escuchar el destripamiento de los pequeños cuerpos negros. Se puede ver
el sombrero de una institutriz respingada y a su niño escondido tras un árbol o
identificar el zumbar de una abeja que le sigue de cerca para alcanzarle y desde lejos
para evitar ser atrapada. Se empalaga de golosinas, se ase a un arbolejo, pasa la mano
imantada por los barrotes de la cerca construida en protección de los paseantes y hace
que suene, que cada pedazo de hierro emita su sonido, que deje escapar el gemido del
choque de los metales que se friccionan, que se alean, que se escuchan sus cuitas y
terminan la vinculación sobre la esquina.
Es quitarse la uña de un dedo. De uno de ellos. Como quitarse la uña de un dedo.
Quitar la uña y sentarse en actitud contemplativa de la cara rosada del pellejo. Ver la
uña como se va batiendo las alas. Verla esquivar los proyectiles lanzados con tirantes o
sentir los impactos. Hacer de esa uña un bumerán que regresa a su mirra arrugada. Ver
comido el traje de pana blanca; la corbata a rayas colgada en el confesionario; los
pantalones grises a horcajadas divirtiendo a la congregación; la media remendada
cubriendo el cáliz; las piernas sirviendo de cruz en el tejado. Se sabe que a la salida de
los túneles esperan las metamorfosis estacionadas como transportes. Dentro de los
túneles se niega a acostarse. Hablan tonterías porque se bebió la Coca-Cola con los pies
hacia arriba en un pitillo bordado en pedrería. Las avenidas dejan donde uno sabe o
donde uno cree saber o donde uno pretende querer que le dejen. Es fácil saber la hora
por las luces apagadas. Las luces se apagan temprano. Las ventanas se cierran con tal
precisión que el esfuerzo por abrirlas es vano.
Penden lazos de cabello almidonado de las torretas de los espectáculos. Se ven las
buhardillas que nos persiguen como casas de búhos. Chumbulún, se deja descolgar,
chumbulún, haciendo muecas a los espejos durante el maquillaje. El ombligo lleno de
monóxido, las narices llenas de ruidos, el sudor chorreando los ojos. Los aullidos no se
entraban, no se atornillan. Las imprecaciones andan separadas. Las manos entre senos y
cuellos, repasando galaxias de matemáticas, cruzando de nuevo las calles, comprobando
los brazos y las manos, metiéndose en la bruma de la medianoche, cabalgando en la
panza de las estaciones, haciendo la puñeta por debajo de la pierna. Las aguas
revolotean en las altas edificaciones. Mojado atraviesa bosques de abedules. Se
entromete en los revolcones de los amantes subsumiendo su emoción placentera. Está
en las grandes concentraciones de lenguas, utiliza los órganos en los portadores de los
otros, tantea las variaciones de los ladrillos, escruta los lamparones que hace al expeler
el aire. Saltitos meneados entre las butacas leyendo las etiquetas. Las etiquetas dicen,
desdicen, repiten, confirman. Voltea la cabeza, el pescuezo, el tórax, mira las etiquetas y
lee los labios inaudibles. Sigue las variantes de las voces enderezando el cuerpo. Se
revisa los tímpanos, los suena con un suave golpe de dedo como se comprueba el sonido
de una campana. Prueba las lenguas de corcho buscando el mosto de un vino remoto.
Aceita las bisagras del habla matando los gruñidos mórbidos. Se mete en las maletas
para revisar si las ciudades están en su sitio. Hiende los agujeros con la hebilla y llama.
Limpia con una mopa encerada el cristal que le aprieta la cabeza. Ensaya a buscar las
detonaciones. Es como dirigir una antena a los sonidos espaciales; buscar en el cielo las
sondas de una estrella que se muere o murió hace mil años; detectar los sonidos de
venucinos y marcianos para meterlos en el rostro cansado y apretar el botón de las
interpretaciones y los análisis. Da vuelta a la cabeza desde su rostro de cansancio.
Camina dentro de la rueda y está en el mismo sitio. Se detiene y la rueda anda y va
girando con ella y su cabeza roza el suelo y se eleva y tiene centenares de pequeñas
estaciones en cada vuelta. Su cuerpo se bate erecto, avanza con la rueda, toma una
velocidad inaudita, supera con un salto gracioso las postas y desprecia el cambio de tiro.
Gana velocidad, sus saltos se hacen cada vez más grandes y su regreso al suelo se torna
ahora en peligroso choque que le sacude las vértebras. Cada salto se está convirtiendo
ya en un viaje largo que abarca mucho territorio y gasta porciones de tiempo que no le
pertenecen. Se eleva tanto la rueda con él que sopla las nubes y luego pela los dientes en
una sonrisa comprometedora. Pela los dientes para que no se le quiebren a la zambullida
de la rueda que cae incapaz ante la gravedad.

El brazo derecho adelante, el izquierdo a la altura de las costillas, la rodilla se dobla,


la rodilla se estira, tenso el cuello, el pelo alborotado. Corre; sus movimientos son
frenados en una cámara lenta implacable que se esfuerza, sin embargo, en no dejar
escapar ningún detalle. La cámara entra en cada uno de los gestos repetidos de su
carrera. La carrera prosigue mientras las pestañas se le estiran como trinquetes y corre y
las pestañas se estiran más. En su carrera arrastra heno de un granero. Un trapiche viejo
resuena a lo lejos. Las elásticas de un viejo cuelgan en un portón de madera. Una aldaba
golpea en una boca abierta oxidada.

Los maxilares mastican y degluten, escupen, rompen diente a diente y mezclan la


saliva lubricante de los órganos, saliva macerada y espesa que usa como tinta en sus
dictados. Dicta a los escribientes en el idioma universal no traducido de los jeroglíficos,
en el idioma que danza en todas las lenguas humanas, en las palabras que como estiletes
penden de las papilas gustativas. Es la lengua un arma poderosa; un mazo medieval; un
garrote que encuentra sus orígenes en la prehistoria; un misil de cabezas múltiples
dispuestas a viajar en direcciones variadas, a abrirse en un abanico de estallidos
diferentes como se abre un cohete sobre las carpas de una feria. Se puede blandir como
un hacha para devorar los troncos de los árboles, se puede usar para descolgarse por los
palos mayores hacia la gran pista donde se mueven los tíos-vivos, donde van los
mamuts insertados en tubos de aluminio, donde los sombreros de copas están llenos con
margaritas y tréboles y pajarillos azules, donde los inmensos brazos plateados están
alimentados con aceite y la manteca se amontona en las coyunturas para darles
flexibilidad de espiga y permitirles desplegarse a los vientos y crear sensaciones
multicolores en olores, ilusiones, ruidos, visiones que caen al saboreo eterno de las
pupilas que las miran y los cristales insertados en las cabezas que jamás dejan de girar
aprovechándose y captando el inmenso espectáculo que brota azur e hiriente de los
sombreros de copa. Se levanta un polvillo canela del roce contra las baldosas, de los
pies que conforman táctiles las escaleras de los templos. Las gotas horadan al caer
trazando estrías paralelas en las paredes. Traza un espiral el remolino, cimbreante como
el cuerpo de una india brillante de sudor y deseo. Crece la espiral como un placer que
crece y bordea los tablones que emiten entonces sordos ruidos y se encogen gimiendo
como si un dolor inmemorial les jurungara la edad y les agitara el cabello. Se
individualizan y salen a danzar con el pelo alborotado, como brujas de tribus primitivas,
con sus vientres marrones sin ombligos, con sus frenesís heredados de las primeras
germinaciones, con sus extremidades imaginarias, con sus máscaras rituales
pintarrajeadas y sus cuernos apuntando hacia abajo como horquetas que buscan agua. Y
brotan manantiales, unos salados y amargos, otros insípidos. Toman colores a medida
que se pulsan las botonaduras acordadas; chorrean las fuentes, nos alivian por
momentos del ardor que reseca y enrojece, se hacen manchas deformes en las tablas
danzantes.
Las huellas se marcan regresándolas de puntillas, horadando la misma tierra,
trajinando la misma hilera de letras que se extienden como las tumbas de un cementerio.
Bebe de los pozos agotados. Se acuesta en literas donde aún se ventila algún abrazo y se
exhala un espasmo. Regresa los pasos y el cristal se empaña; se moldea al rostro; toma
formas de nariz y bocas; marca las cejas enjutas; se torna fino en las pestañas regresadas
de un sueño arrollador y aún adopta la forma de una brizna quedada insólitamente;
forma frente y expresa cansancio. El sucio se acumula en la hendidura de los labios y
algún polvillo del camino forma bulto y grano en los pómulos; se hunde en los carrillos
y se amorata bajo los ojos formando costra en los rasguños; se abrupta en su final sobre
la nuez. Andante que se demora en el cansancio como el tiempo en las estaciones.
Cansancio que sirve para rememorar el viaje, para conservarlo tibio, para envolverlo en
plumas. Andante de fríos inviernos y cálidos veranos. Expresión de cansancio, como
decir el verde mutable del follaje al cambio de los climas, a la dirección de los vientos, a
la fertilidad de las tierras, a la temperatura de las aguas. Expresión de tristeza, como
decir los minerales horadados por los ciclos, lanzados o desmenuzados por las fuerzas
vivas libres, por las vertientes hirvientes, trastornados desde eras impredecibles por el
ígneo batir de una licuadora de bacterias. Expresión de tristeza, como decir del hombre
desde siempre, desde que los músculos se entretejieron y los huesos se solidificaron y
hubo movimiento y se desentumecieron las prolongaciones formando versiones de la
danza detenida en el aire de los vegetales primigenios.
La máquina muele los reflejos, gira triturante; sus arpas implacables rompen, cortan,
degüellan, cercenan, reducen a chispazos irrelevantes. Es un juego de espejos. Los
abrazos a la noche que se aleja se tiñen de anaranjado y la espalda resalta encorvada del
camino del hombre que regresa. Con sólo alzar la cabeza se divisa el nuevo día. La
pereza se sacude de las copas de los álamos. Las cercas se erectan. El bosque se corre y
la ciudad emerge. Recoge los brazos y las manos se atrapan mutuamente. Los pies se
quedan quietos; el mar se ha retirado dejando cuesta arriba testimonio en conchas,
caracoles y la humedad de la vida.
El cubo extraviado

El almanaque rectangular tiene, en un círculo blanco a la izquierda, una cara como en


forma de botija; un papagayo, sobre el de la derecha, semeja una alcancía para no se
sabe que extrañas monedas. Nunca antes aquel almanaque había sido colocado en la
fecha correcta, pero, ahora, el extravío de uno de los cubos que lo forman abre un hueco
en el pequeño espacio de madera y lo hace buscar por los rincones y debajo de la litera,
tras los cuadros apoyados en el suelo y en los huecos de las paredes. Entre los dos
extremos del rectángulo se ha creado una posibilidad de movimiento y lo domina el
impulso de meter los dedos entre los trozos de madera restantes y hacerlos sonar con la
torpeza de las primeras figuras geométricas,; la ausencia de uno de los cubos, tal vez
caído por un albañal o podrido por los cambios de temperatura o con los orines de tantas
tristezas, lo llena de telarañas y de angustia.

Los rostros eran cetrinos, con una fuerza que lo hacía torpe en las callejuelas y lo
mareaba en la larga esplanada de ladrillos. El tren se detenía por el peso de las lenguas y
las chamarras lo hacían serpentear con lentos movimientos de llamado, con resignada
parsimonia apenas turbado por un roncar animal. La francesa era de gestos alocados,
contrastante con el peso de las piedras, alta y frágil como una vereda antigua y
ciertamente inasible, circunstancial como un horario. El cobre puede tomar formas
precisas o alargarse en una lanza que no termina o concluirse en el marrón despintado
de una nariz de animal peludo que viene a la memoria sólo con el paso de los viajes y la
caída de los almanaques en el furor de las riñas. Aún así los números se pueden poner al
revés aunque haya arribado la manía de tenerlos acordes con la realidad, por momentos
el juego existe aunque hoy sea viernes 20 y se tomen los tres juntos o se pare uno sobre
el filo dejando los otros aposentados sin marearlos con extenuantes caminatas en el aire
pesado. Es este espacio de un cubo lo que permite el juego entre las terminaciones. La
madera siempre ha sonado monocorde, sonido seco aún con barniz y letras y números,
aún cuando se le haya estampado la marcación del tiempo y desprovisto de la forma
para darle geometría, aún así. La madera puede hacerse retumbo en la soledad de una
montaña o cascos de caballo en un estudio de grabación o, como ahora, pasos de gente
solitaria y de rostros que vienen sólo por los reflejos de las vidrieras, con figurillas de
metal, un reloj español y calor insoportable, tiempo medible, de ese conocido bien,
murmullo de la bestia común y estropicio de voces disonantes.

La casa se escondía, entre eucaliptos, de la autopista que bordea el mar. La callejuela


que permitía el acceso era de difícil localización y llevaba el nombre de un antiguo
propietario de los terrenos donde a mediados del siglo pasado se construyeron
relucientes e incómodas villas inglesas. Delante de la casa tenía un quiosco Umberto,
donde al atardecer se encontraban siempre tres o cuatro borrachos, hasta que una
mañana sobre las rejas corredizas aparecieron los anuncios de muerte y unas personas,
tal vez los herederos, remodelaron y pintaron, esculcaron los eructos de alcohol y
metieron en las maletas los salivazos de aquellos hombres inofensivos que escrutaban
desde la villa. El almanaque nazco era madera inerte sobre una escribanía polvorienta.
Los cuatro cubos calzaban bien en el rectángulo aunque no lo suficiente para no caer si
se volteaba. Un dedo entre cada uno ellos, apartar el rectángulo para que no impida a la
máquina contar de sus sucesos de inmovilidad, de los ojos fijos que tuvo que soportar,
incluido aquel perdido el día de la borrasca con Michelle. El apartamento era uno
popular sobre el club de los oficiales y sobre una cancha de tenis donde los ruidos de las
fiestas se ensartaban en los huecos de las redes. El apartamento daba sobre una calle en
eses donde el silencio era lo único compartible como alimento, junto a las mañanas del
carro encendido, de las calles repletas, de la oficina aburrida y de los dependientes
ineptos. Siempre allí, inútiles, hasta ahora que los manipula en esta casa de campo tan
lejana. Es una sensación paradójica, el uno a cada lado y el tres en medio, los tres sobre
la izquierda, los tres en medio, los tres del otro lado, de espaldas como la rabia que lo
ahoga de retornar a la vidriera, a la hora del reloj español, a la fecha precisa que
aquellos cubos señalaban cuando los tomó del nudo del tiempo, vano desperdicio de
ciudades atragantadas y de vellos hirsutos. Ahora sólo hablan a medias y la incapacidad
que traducen es insultante, pero aleccionadora. Se puede hacer de un lunes odioso un
jueves melancólico, girar los números y saber que cada cubo es un límite en sí mismo.
El día cero no existe pero puede hacerse, como después del 31 ya se está desafiando y si
se continúa se piensa en la numeración de otras cosas y en otro sentido, fuera de la talla
que puso en aquella vidriera lo que no era suyo, tremendura para los paseantes que
hacen cuentas: días con dolor de estómago, días de sexo con el muñón en la mano, días
de pasamanos de pintura caída.

El cubo de los meses era más alto. Puede recordar que se había cometido un error
como si con la mano estrechándolo se hubiese arrombado. Tal vez está detrás de los
libros en el estante o caído en la papelera. Podría cambiar un caluroso julio por un frío
enero, apenas. Aquella mujer sale envuelta en un impermeable cada tarde de lluvia, baja
clavando los tacones en las junturas de las piedras y toma el tren como si se sumergiese.
Lleva un paraguas floreado y la torre de la iglesia gótica le sigue semejando un manojo
de páramo y la soledad de la calle un plástico negro. Tira hacia arriba el cubo de los días
y lo deja caer en uno de los lados que nada tiene, porque son siete y el lunes está solo y
puede decir que dos caras nada tienen, que aquella mujer no tiene cara en su persistencia
de meterse en la lluvia y seguir aquel itinerario. Aún queda espacio para meter la uña y
descubrir que los lados del rectángulo no están hechos de una sola pieza. Quizás sirvan
como dados. La tinaja tiene orejas y unos labios como una ola aislada. Ayer era igual, el
periódico dice que no se ha producido variación en la temperatura, que el viento no se
ha alterado y hasta se permite bromear con la calma del mar. Julio primero, dice, mayo,
abril dos, de cuándo es el periódico desde el descubrimiento de que las noticias no
existen. Desde atrás es mayo domingo y de lado agosto 25. En una cajita de plástico
están las tarjetas de visita y los fósforos en una caja grande donde está pegada una
muchacha con un traje quién sabe de dónde. Tras una puerta plegable está la picadura de
tabaco, de la pata de un estante pende una lámpara de alguna parte y trece venerables
cabezas de músicos miran. El anillo ha caído en tantas partes, regalo permanente para
las repisas de los baños y también para las aspiradoras. Cuando la hendidura del labio
superior se confunde con el inferior quiere decir que dos gruesos ojos penden en la
pared, que un vestido de impenetrables trazos verdes está apoyado sobre un sofá rojo y
que las manos se pierden en los bordes de un cuadro. Quiere decir que una rodilla
sostiene un codo y un brazo la cabeza, ya que las piernas son como esas horribles de las
máquinas automáticas de lavar autos. Un pequeño tinajero está al lado de un plato de
cobre y un lápiz de amarillo fluorescente insertado al lado de un sacapuntas en forma de
globo. El almanaque nazco está sobre el escritorio.

Cada mañana se botan las colillas y se mira el almanaque. Una simple vuelta a los
cubos para que repitan en las pantallas las escenas conocidas; los ceniceros se irán
llenando lentamente y el sol se agrandará sobre la rendija de esta persiana rota. Los
minutos se sucederán haciendo estrías en la madera y el pico del papagayo continuará a
rascarse el vientre. Hoy será lo mismo. En las pantallas surgen imágenes que conoce
hasta el cansancio y las perturbaciones de siempre afligirán hoy las emisiones. Las rayas
horizontales provienen de los hipos y de las respiraciones contenidas; las verticales, de
la hipertensión de las palabras amontonadas en la garganta y que debe tragar con
movimientos genuflexos; esos puntos brillantes son luciérnagas golpeadas en la soledad
de la montaña que creen vengarse viniendo a espolvorear la vieja película que grabaron
en los cubos como si olvidasen que puede ver con los ojos cerrados. La banda de sonido
está vieja, demasiado gastada y las frases están truncas aunque pueda seguirlas con los
oídos tapados; los gruñidos serán los mismos y los vacíos de los amplificadores no
significarán nada. Juega a cambiar el orden y la imagen siempre se recompone. Prueba
voltearlos y la imagen reaparece. Tienta hacerlos dados y la suerte se repite. Cree
apagarlos pero se mantienen encendidos. Intenta el volumen pero se conservan
invariables. Los sacude, los estruja, los coloca en el rectángulo, resignado. Las sombras
de la mañana sienten el vapor que sale de los huecos del hierro y los susurros de unas
voces quedas que estiran las continuidades para la fiesta del domingo y el valle se hace
cuadrados arrejuntados en un leve vaivén de insectos de alfombra mal pegada. Sigue el
programa invariable y la modorra de la defensa y la agudeza alerta de la defensa se
desarrollan paralelas llenando los pulmones y largando baba. Había un colchón de algas
blancas sobre el valle hundido entre las flores. Había una cueva hecha por el mar y una
escalera para bajar a la presencia. No era esta miseria. No lo sabe cuándo, pero recuerda
la frescura que lo hinchó y la sal que le vino del matorral aislado y solitario donde
asistió a su mirar hacia la inmensa piedra cuajada y vertical. Los dedos le tiemblan
sobre los cubos, sobre los botones inexistentes de estos monitores perversos. Cajas sin
concavidad, sólidos e imperturbables, medidores nazcos. Una caja de vidrio está llena
de monedas; unos anteojos para el sol han sido recuperados y colocados sobre la mesa,
los sobres rotos insertados entre dos cristales y de uno de ellos, como un insecto de
selva, pende un gancho de cabellos; sobre el tapete verde un lápiz acompaña a un
cenicero que fue dejado allí por Michelle el día de la borrasca. Cuando se apoya el
rostro sobre la rodilla es porque las piernas se han sucedido en harapos y sólo recubre la
vieja malla de los ejercicios. Cuando la blusa es verde es porqué el brazo flaco se ha
hecho L y la espalda, apenas entrevista, un gancho. Cuando el cuello no se distingue es
porque los cabellos han pasado al marrón y los labios al anaranjado. Septiembre octubre
si se mira desde arriba y un extraño 85 si lo deja para empujarlo con el carril de la
máquina y sigue para comprobar si es posible echarlo al suelo pero sólo logra mirar las
imágenes invertidas, a lo que está habituado, y el dos se separa del uno en el espacio
reservado a la uña, qué se acerca el mediodía y el calor es insoportable y si la urna
muestra una flor no es porque hayan crecido de los huesos manifestaciones extrañas a la
muerte ni porque este funerario de tres patas de pigmeos se haya convertido en un
porrón. Es que el plástico es incorruptible y las burlas pueden hacerse ante el barro
insensible. Si el corcho tapa las escamas encerradas en un frasco de vidrio es porque las
cabezas talladas estorban para tomar los libros inclinados sobre las cuerdas y ahora le
viene en gana insertar un cigarrillo entre los cubos y fijarse en la abeja impertinente que
zigzaguea en la ventana.
Se podrá meter el vidrio o tal vez el yeso o mejor el cuero que rodea los libros. Las
bocas de las maletas están abiertas siempre y los colmillos dispuestos a proteger el
alimento circunstancial que no degluten. Es su misión de barrigas múltiples portar en
ambas direcciones las cosas que se han ido cayendo de estos cubos, el óxido crecido y
desprendido de estos cubos, el aserrín que las flechas han ido sacando de estas maderas
navegadoras. La seda del cuajar está rota y desprendidas las correas que ataban los
vestidos a las paredes de los intestinos. Es el mismo manoseo que ha hecho brillantes
los cubos y sudorosas las manos y el barniz cosa de sueños. Los motores se encienden y
el mecanismo cubre el vacío; sobre el tiempo sabe en el sudor de los sobacos que lanza
sobre los cubos desde el asiento portátil y desde el mareo de un rostro bello sostenido en
un largo cuerpo indiferente. Existen tantas calles para peatones y las recuerda entre las
separaciones que flotan, entre estos intersticios reducidos a una condición vaga y
vegetal siempre listos a albergar aire y ocasionalmente los dedos de quien hurga. Son
los mismos números y las mismas letras reproduciendo los mismos hechos; el tiempo es
una cucaña que se clava en la madera. Al paso de las fronteras se sabe de las pérdidas y
en los marcos y en las concavidades con resonancia se detiene por instantes a respirar
alcanfor y un éter que parece coagularlo seguirá viaje. Se supone cualquier compuerta
falsa de esta trampa la indicada para abrirse hoy sobre los corredores de paredes
blancas. Zigzaguear sobre el espacio de enramados limitados llama al vértigo y se topa
la lisura ya inofensiva con la actitud de una cabeza descomunal que agradece la
proximidad de las cabezas para descansar. La blancura es conocida como la suave
cobertura de los pasadizos y el aire pegajoso que turba la respiración. Se puede navegar
sobre la espesura, no hay duda, lo comprueba cada número que este almanaque nazco
cierra o abre cortando el aire, realidad incontrastable, única verdad, módulo donde nos
zambullimos, líquido evaporado donde nos dejamos balancear. Es innecesaria la
violencia sobre el aire, está admitido desde tiempos inmemoriales. A la falta de
gravedad se puede acostumbrar, desde tiempos recientes. Es necesario medir desde
cuando la claraboya en las frentes produjo turbaciones incurables y se creció lo
suficiente para alzar la mirada y ver que los astros daban vueltas y que la luz sucedía a
la oscuridad y que las aguas crecían o bajaban y que las mujeres tenían la menstruación
y que los locos se paraban al borde de los barrancos a tirar piedras cuando el astro más
pequeño se llenaba. Contentar a los poderes incomprensibles hacía necesario cortar las
cabezas de las bestias, pero siempre en el momento oportuno, aquél primero de las
rabias y del ejercicio de las venganzas y de los cobros. La sabiduría es una extraña
enfermedad propagada por las bacterias y virus, por filamentos que crecieron
espontáneos en medio de la oscuridad de los senderos impenetrables trazados con
piedras entre las montañas para que se pudiera arribar antes del derramamiento de la
sangre sobre los tapetes tejidos con raíces y pintados con sumo sacado de los árboles
altos. El tiempo es una trampa puesta entre los árboles para cazar animales salvajes,
curare sometido sobre la piedra, necesidad de reforzar la piel con barro y de proteger la
barba contra los mosquitos. Sólo la muerte no está hecha de telarañas. De septiembre el
avión en París y de julio los jeans colgados detrás de la puerta. Cuando el trencito
partía, el té era también verde de los escupitajos de los mascadores de hierba y se
danzaba entre los quioscos de músicas contrapuestas y tras las fuentes de la decoración
se lamentaban las circunstancias sin que un atrevimiento turbara las luces intermitentes
que pendían de las paredes y el haz que se empeñaba en circular sobre la contención. El
tiempo es el escondrijo de una persiana rota.
Reposición en copia nueva

Chisporroteaba el calor de la llama fallecida. Lejano se oía el tañido de una campana.


Los carbones estaban cenicientos de estaciones y pasado. Se reducían absorbidos por los
ciclos cumplidos, se tornaban transparentes como dejando de lado una envoltura caída
en una conclusión. El hálito empañaba los cristales y la tristeza se tornaba vidrio.
Tornábanse los dientes en ristras en el rastreo de la calle. Se formaban en la atmósfera
de la habitación pequeños coágulos que comunicaban aún tibieza. Aislado, al fondo de
la lluvia, el paraguas; en la percha el sombrero de fieltro y el abrigo, semejante a una
piel lobezna curtida y seca, sobre los estiletes de cobre.
Permanente la transferencia de cualidades y entornos. La visión de las montañas toma
el lugar del tiempo perdido; tórnase la arruga de los labios en desierto olvidado; el peso
de los hombros se convierte en resignación y hastío; metamorfoséase el resplandor de
los relámpagos en mueca y uno mira con tranquilidad y con sosiego propios de valle
antiguo. Se envuelve al mundo en un pájaro que se desprende y en un árbol que le deja
caer como una hoja desprendida de la sabia y desvinculada del camino de los tallos y
roto su compromiso con la permanencia. Se transfiere nuestro peso a las aves que
emergen en una erupción satinada sobre los bordes del invierno. Nos asociamos con el
tiempo en un contrato. Nos bamboleamos al igual con un columpio que con una sonrisa
de mujer, vamos igual con una tarde de abrigo y brandy que con la multitud que anda
las aceras; llevamos un rictus de desprecio facial y elemental y un abrazo que no nos
importa y que sólo ejecutamos en el mecánico transcurrir de nuestro pacto. Las cosas se
transforman en peso muerto; las expectativas se cambian en resoluciones desechadas;
muéstranse las posibilidades como los caminos de las gotas trazados al azar en la
ventana y que puedo borrar con mi mano y amparado en mis compromisos desaparecer
con movimientos alevosos y premeditados en la tibieza que escasea ahora en este mi
cuarto elemental.
Repiquetea de nuevo una campana. Alguien se empeña en hacerla sonar, en
convertirla en atalaya y molino, en mariposa de alas extravagantes. Vuelve a pasar
frente a mis ojos la calle con sus manos tibias y sus dedos cortos. Se desfolia en sonaja
y en lugares conocidos; se explaya como una falda de pliegues andados por mis dedos y
tiende a hacerse permanente su misterio y circular su travesía. Es una persecución
desvergonzada para quienes aborrecemos la permanencia y la fijación de los estallidos
de las luces y para quienes nos abstenemos de restregarnos las retinas para no sentir los
aceites resbalando los nervios irritados y el azufre encendiéndose por sorpresa para
colmar nuestras narices y despertamos asombrados y asustados y sobresaltado nuestro
pulso. Guardamos nuestra furia en las cajetillas de los cigarrillos y en los cintillos de los
tabacos y en las etiquetas de los partos y en los mediodías de aburrimiento y en los
vagabundeos de los nervios por las escaldaduras de las baldosas. Parecen peñones
construidos con una máquina uniforme los montones de cenizas que caen sobre las
hojas manuscritas. Me irrito con el tiempo y me tranquilizo luego. Volvemos a anudar y
a serenarnos, a reposar la ira, a relajar el techo y la humedad de nuestros labios.
Espesamos la saliva con movimientos rotativos de almizcle. Ensanchamos las narices
tupidas receptoras y transmisoras en aleteos y gorjeos y en alimentada distensión de
cardúmenes y especímenes y en coqueteo con las radiaciones que miramos de lado.

Ha terminado la germinación y complacidos están los conductos y llenos los


estanques para las libaciones. Ha cesado la combustión que recogió y procesó
envoltorios y pegamentos y orines descompuestos y lavatorios de mujeres entiempadas
y sal de mares desteñidos por el poder descongestionante de los astros. Mi mirada sigue
firme, adherida a sus ligamentos. No he sido arrastrado por la corriente que venció las
alcantarillas y se desprende imponente de las cadenas que arrastran la calle bordeando
los filos de sus propias aceras. Solidificadas parecen las catacumbas y se aúlla, por
tanto, con sonidos aflautados a lo largo de los corredores y se juega en las concavidades
relamiendo la tierra cual embudo. Dentro, se espacian los sonidos y se conjuga en
música de tintines metálicos. Los entornos se multifacean en el cemento de las calles, en
las platabandas de los edificios, en las jaulas de los animales prisioneros. Son viejos los
puentes de los acueductos. Llevan las pieles embadurnadas los temerosos que corrieron
a destiempo cuando se puso el horizonte. El crepúsculo rosado se abre prometedor. Una
anciana presurosa protege un manojo de hierbas usando las rejas del parque como
pilotes para una cobija absorbente. Se ha terminado el coito con el espacio empreñador.
Los iniciados llevan el cráneo rapado, lo llevan sostenido con alfileres y brillante de
aceite; los oídos atentos y los tímpanos rotos de plastilina y cera; las cejas hinchadas
por las picaduras de los mosquitos; las frentes brotadas de almejas; los pómulos
congestionados de hormigas; las barbillas habitadas de taras negras; los cuellos con
alacranes insertados con pabilos sucios. Los hombros disímiles de los transeúntes de
heno se cruzan de llagas rojas brillantes; sus brazos van alcanforados con garrapatas;
llevan los codos inyectados de pelos de diversos herbarios y de diversos jardines
botánicos de nombres difíciles; los dedos alargados como raíces tubérculas. Las uñas las
llevan ennegrecidas como si hubiesen estado soasándolas en la combustión espontánea
de la basura. Las baldosas retienen una humedad indispensable a su estructura. Queda el
olor en los paños tendidos que dan colores y forman tiendas, en el retorno de la calle
ahora enmohecida que golpea plácida y se sacude en el lomo de un perro y en las manos
fuertes de una mujer que exprime una sábana. Los avisos de neón están empañados.
Vuelve la calle en los pasos de una niña que avanza sobre los charcos. Un tendero baja
la lona y revive momentos con el agua estancada que cae. Las mujeres desprenden de
los armarios coletos sucios para arrastrar los ratones muertos y los ciempiés hinchados.
Las puertas metálicas se levantan con estruendo. Las polveras especulan para surtir
debidamente caras y cuellos y piernas y enrejados. Los vestidos saltan de los
escaparates, los zarcillos se desperezan y los collares se enredan y los corsés aprietan
tetas abultadas. Vuelve la calle, rueda la calle, suena la calle, se engrasan los testículos
de la ciudad, se aceitan los goznes de las puertas, se estremecen los platillos al anunciar
el copular y las probetas se llenan de fetos; trinan los burdeles con la algarabía de la
buena nueva; los rollos de papel higiénico caen sobre los colchones y se apilan sobre los
camiones que los reparten como los camiones-tanques reparten agua en los tiempos de
escasez y cobijas y mantas en las épocas de inundaciones. Ha tomado color la mejilla de
la calle; ha vuéltose carmín la palidez de las troneras y dientes pelados la caliza de los
cerros que la rodean. El frío ha vencido los pedazos de tibieza que flotaban como
móviles en el techo transparente de mi cuarto. Se ha evaporado la última lengua y ha
dejado en mi pared un hueco como el de un disparo a quemarropa cocinado con pólvora
en el yeso. Las cenizas han calado los chisporroteos hasta su misma médula espinal y
las vértebras de los carbones han dejado de funcionar y se ha dislocado la fina
membrana intestinal de cuarzo.
Han sido procesados todos los escapes, todos los recolectores, todas las vertientes. El
inmenso sumidero se bate como lavadora de toda carnadura y los tapones son
expulsados de los cuellos de las botellas por una fermentación que no respeta lugar y
que alcanza hasta las líneas aparentemente invulnerables que van formando las baldosas
a lo largo de los viejos patios y en la memoria de los transeúntes. Quedan los techos
olvidados y las paredes no curadas y las patas tornasoles de los muebles viejos y los
rincones lúbricos donde los amantes iban a través de los huecos abiertos en el bahareque
a empiernarse y a retozar amparados en la soledad y en el silencio sólo quebrantado por
la fermentación del vómito de la maquinaria. Ombligo desde las casas solitarias hasta la
ciudad emergente tendido como un cable sobre los postes de madera del telégrafo,
transmitiendo parecidos sonidos que se convierten en tenues bultos que caminan a
medida que los mensajes son interpretados y puestos en circulación. Docenas de
escudillas con diferentes sulfatos y diferentes interpretaciones. Docenas de escudillas a
las que se introduce un palillo como a una torta ebullente para saber de su temple.
Cactus, sombreros de cintillos negros apretando floraciones sostenidas por la cintura
con un nacimiento de postes de teléfono centenares de cable punteado conformando
telescopios para alcanzar los mostos del crepúsculo hojas de variadas formas tantas
como tantos los moldes y tantas las variaciones como el repetir de las nervaduras.
Puede hacerse un film que dure los años de mi edad. No se permitirá, por supuesto,
efectuar cortes, deseo que no manifiesto en ningún momento y cuya presunción me
irrita. Hay una banda de sonido y comienzo así a explicarme los chirridos que escucho
desde mi observatorio y ahora sé que se trataba de una banda de sonidos y las bandas de
sonidos emiten ese chirrido muy peculiar cuando son transportadas de un carrete a otro
y cuando una de sus vueltas patina sobre la precedente por efecto del templón que le ha
dado el operador o porque no estaba enrollándose bien, quedando floja, o simplemente
porque le cae aceite de la máquina operadora y el sonido no va con el aceite y los
rostros en los diferentes cuadros toman entonces expresiones raras y deformes y las
proyecciones en las grandes salas de espectáculos de la ciudad se encuentran con
espectadores forrados con el forro de sus asientos. Desde mi atalaya observo resbalar las
cintas. Volteo hacia el interior, hacia los carbones.
Cleotilde y el nombre

El bajante ruge con el vómito que baja ácido al depósito. Hay mareo en las escaleras.
Mario Alberto abotona la camisa del pijama y retorna lentamente hacia la puerta apenas
el sol se asoma entre los edificios y el aire frío de la mañana hace gárgaras con las
ramas secas. Se detiene en medio de la sala sin saber si el refrigerador aceptará su
cabeza o si el sofá dejará de girar. El hueco del balcón deja entrar el ruido de los
primeros en abandonar el sueño. El humo de los tubos de escape contribuye a marearlo.
Aparta vasos y restos de pasapalos. Como un autómata va hacia el pequeño escritorio
enclavado entre lo estantes repletos de libros. Pocas páginas le parecen aquellas en las
carpetas. Ya son tres años que decide levantarse muy temprano sin importar la hora en
que se ha dormido. Cleotilde llegará a limpiar, con sus carcajadas costeñas y su buen
humor inmutable. Deberá escuchar los regaños por no tener nada con que preparar la
comida. Sabe, la negra, que el “ratón” es espectacular y que apenas soportará el ruido de
la aspiradora. Deberá bajar, -zanahorias-papas-alitas de pollo- Cleotilde lo torturará si
no corre al abasto del portugués, detergente para la cocina inmunda- spray para
planchar- jabón para el baño. Ya son tres años sentándose a escribir cuando la ciudad
aún no se despierta y los huesos entumecidos le rasgan la vestidura interna de la carne.
Ya hace tres años que vaga sobre las interioridades de sus intestinos tras ese nombre.
Cada kilómetro cambia el origen. Cada roca precede rabias diversas y la carretera se
recuesta mansa sobre el lomo de un animal que duerme. Los higos como sexos de
mujeres rosadas dejados tras muros de piedras y en las vecindades de los caseríos a la
mano de los alumbrados y de las miradas aprensivas. El nombre detrás de una corta
colina apuntando al cielo con cinco brazos roídos y a algunos metros un tórax sin más
nada. La inmensidad recortada por una neblina pantanosa y el silencio rasguñado por
unos arbustos dispuestos al azar entre las piedras, arcano mutamento de los sacrificios
en la laja estirada sobre las solemnidades esculpidas y devoradas por el salitre y la
corrosión de la sangre. El nombre inmóvil en los senderos de las hormigas. El espacio
algodón donde hundirse sin fin, más allá de terminada la envoltura de nuestros propios
cuerpos. El horizonte no podía verse, pero ciertamente debía tener cascadas y barbas
agarradas de los corales como moluscos en pena. Ésta la columna y éste el capitel. Allá
honduras hasta el manto acogedor que teje cada día el borde blanco. Si una botella de
vino se enclava y un atardecer rojizo se divisa quizás el escarabajo de piedra ha
decidido sumarse al denso humo que inventamos sobre nuestras cabezas. Si nos fijamos
bien, en el poniente distribuiremos serpenteantes memorias en reflejo sobre el cabo y la
lucha de los fantasmas se reduciría al sótano de las vasijas de vino aún olorosas a faunos
de pelambre curtida. El nombre crustáceo de casco de nave de marineros diversos en
cada ocasión en que las corrientes se encontraron y las cuerdas tensas sobre el vacío
permitieron a los cuerpos resbalar hasta las crujientes maderas con sales en pimpinas. El
nombre, derivación de cuerpos sudorosos y cabezas blasfemas. Los gritos suben y se
hacen pelícanos desgarradores del agua en retorno súbito. Las escamas invaden la cara y
quitárselas, una a una, es despellejar la espalda de una esclava a quien se ha expuesto al
sol a expiar los falos de los marineros y la impiedad del destino. Breva hastiada de
inundación que automáticamente abre las piernas a la insinuación de un rayo, es la tarde
que languidece conforme al destino marca, acabar presa de las penetraciones insolentes
en las horas de la vuelta en que las formas se alzan por doquier y los testigos
degustamos el triste espectáculo de la fruta podrida en el árbol de la muerte
momentánea. Suben los baúles en las cuerdas tensas del polvo apresado por un rayo de
luz, tentación para las manos que atraviesan sin cortar y diversión para las moléculas
que apenas aceleran el vagido de la agonía. El nombre vino desarmado y sin alma, para
elevarse en edificio sin columnas y sin techo sobre la cabeza de quien ha venido a
encontrarlo. La brisa marina le refresca de las impertinencias y de los ojos sin pupilas
de los buscadores de cautivos. Este hombre que se ensucia las manos de hierbajos y se
atreve a puntear la lengua en el zumo amargo de los pequeños tallos, no es un guerrero
de espada ni un inocente pescador de lagartijas. No sintió rechazo de los protectores de
la ensenada ni el rumor se elevó hasta lo insoportable. Era inocente en cuanto sólo la
atracción en las noticias volanderas de las páginas lo empujó a través del viento con las
uñas descubiertas y la boca amarga del grosor de las batallas cotidianas en la inmensa
soledad de su pequeñez. Las cortinas de aridez no se alzaron y las aristas de las rocas no
se previnieron en su contra. La confianza de los fantasmas no bajaba pero tampoco
encandilaba. Metamorfosis de las mallas que se tienden desde el recuerdo del pasado
hasta los postes de la presencia, la negrura del mar en el rugido del oscurecimiento.
Solo, ante el tiempo, recibe los últimos discursos de los huecos dejados al azar entre el
ramaje de la noche que se cierra.
Cleotilde trabaja también para un escultor y cuando Mario Alberto se levanta le cuenta
de él. Tal vez mete las esculturas a solidificarse en la ollas de sopa de la colombiana. Lo
imagina en bata, con las uñas sucias moldeando un rostro. Algún día, piensa, le gustaría
ver a aquel sujeto al que está ligado por las carcajadas de la costeña y el olor a cilantro.
Debe ser esta la razón que hace a Cleotilde oportuna para reclamar un haragán o
advertir severamente sobre la necesidad de tener en casa Easy-Off. Mario Alberto
descansa tratando de imaginarse al escultor. Cleotilde debe robarle algún producto para
pintarse la negra piel sobre los ojos. Tal vez Cleotilde sea una escultura de aquel
hombre. Cleotilde debe creerse predestinada para trabajar con locos. Algún día le
pondrá una cesta en la cabeza y un colorido vestido que haga juego con un racimo de
plátanos. Algún día la hará danzar con el balcón de marco para que las palmeras sientan
la llegada de alguien armónico y consustancial. Cleotilde deja que las pequeñas
rebeliones del viento golpeen la puerta. Cleotilde por momentos canta. Cleotilde es una
desarmonía que vaga entre aquellas paredes cubiertas de piel de libros y polvo de cola
de cometa. Cleotilde habla de la sopa, Cleotilde permite que los visitantes no sean
víctimas de los estornudos y las amantes circunstanciales disfruten de lechos limpios y
comodidades en el baño. Cleotilde recoge intimidades y las guarda en el armario ya
repleto. El armario, para Cleotilde, es un archivo de pequeñeces y misterios, de
pantaletas endurecidas por el semen y de escobas y plumeros. Cleotilde podría editar un
libro de memorias y recoger las cartas no enviadas que desbordan las papeleras.
Cleotilde armonizará los textos con esculturas y amasará los panes no fundidos. Será
erudita con el nombre y fichará los desperdicios para acuciosas notas de margen. Ahora
que el nombre se desarrolla entre las vertientes y la vorágine, ella podrá organizar los
vegetales y demandar la organización de las carnes. Cleotilde no se da cuenta que crea
un fecundo desorden y si lo supiera moriría de pena. Hace levantar columnas que
semejan brazos mochos y postes de polvo alucinados y abre las cortinas para permitir el
paso del equilibrio de los mangos en las graduaciones imaginarias que hace depender de
los trechos de vidrio de las ventanas. Cambia de posición los vasos y levanta las botellas
de vino que no gusta ver reposadas y nunca ha visto una mujer salir del apartamento
porque salen a medianoche disparadas por la escopeta del cansancio o muy de
madrugada hacia la oprobiosa cotidianeidad. Cleotilde desempolva en la mañana el
tintero de pulpo y quita la telaraña de la tos, friega la resaca con astringente fuerza y
cocina la fantasía con sus menjurjes vegetales de aromas despertadores. Sabe del
nombre de tanto oírlo repetir en los silbidos ácidos de la impresora. Jamás ha
preguntado qué se escribe, pero lo intuye al limpiar el baño y al retirar las sábanas, del
vacío de las excrecencias y en sus caminatas hasta el bajante de la basura donde
encuentra las huellas de la noche.
Bajo la terraza oscura se puede ver mejor en la intimidad de las palabras y en los
trazos de las letras. Esta soledad semeja a la carrera en un túnel sin que se haga esfuerzo
alguno por moverse, bastando la quietud y los ojos abiertos acostumbrados a la planicie
mole. Se espera en el silencio la identificación y los detalles, la información que deberá
llegar envuelta en un graznido o sujeta de una gota de lluvia. Se descubrirá la
intemperie sólo al final, cuando se esté empapado y se puedan identificar las voces o
aquello que las asemeja, tempestades dejadas al azar en los destinos y presión sobre las
sienes de aposentamiento y dejadez. Cuando las brillanteces hacen de las suyas en los
fondos marinos y las pupilas comienzan a desembarazarse de las lagañas de los
sortilegios, entonces los oídos se agudizan más allá del horizonte y podemos transcribir
los mascullos de los papagayos y las extrañas lenguas antiguas que arriban irisadas en
molicie por entre el hábito del mar de lambetear los parajes de los hombres solitarios
que buscan. La noche se abre y Mario Alberto sigue las fisuras de las estrellas y alguna
forma sarracena que se junta a una conjugación detrás del ala de un ave trasnochada. La
vida burbujea entre caracoles que danzan y zancudos que hacen volteretas; hormigas no
faltan que cargan naufragios. Encuentra lo que lo acompañará, martilleante, insomne,
cargamento de especias, delectación del paladar con la sal acumulada en las vaginas.
Ruidos salen de la nada, relámpagos se desatan de las cuerdas de mástiles con que
fueron empujados hacia la temperancia y todo grita, desde adentro, machacante,
ensordecedor hasta dormirlo, parte de aquello, símil a todo, sargazo, bagazo, Cleotilde,
escultor, nombre.
Leonor y los meses

La separación de los ruidos no es cosa que pueda hacerse impunemente en esta casa
desolada. La migaja de los trinos bambolea la finura de los tallos desnudos. Varía el
tiempo casi sin querer, como una mecedora sujeta a su destino. El viejo autobús se
detiene frente a la puerta y los mismos pasajeros bajan. La calle se pierde hacia arriba
entre algunos olivares y es impreciso el punto donde fenece. Una bruma se deslíe en
largas tiras formando un manto de retazos inconexos. La partitura está dada en los
cables y en el amontonamiento de plantas parásitas. La largura de las horas estremece.
No hay remembranza que no conduzca a las púas de la angustia. En la ciudad de las
pendientes góticas había sido encerrado entre dos puertas y se abrió la equivocada. En la
lejanía de la visita recuerda la mudanza apresurada y el salitre que bañaba al hombre y a
la máquina cual mosquitero de tules. El error había estado en continuar cuando ha
debido detenerse a la vista de la montaña de extrañas leyendas y tomado el camino de
retorno. No habían sido propicios los alisios que rastreaban la ciudad en aquellos días.
Las calles le parecen socavones marrones como costras le semejaban en la infancia las
cortaduras del lecho del río. Aquella ciudad era engaño de memoria minúscula, paradoja
semejante a un grano de polvo que flota en un rayo de luz.

Mientras teclea en medio del calor y los insectos se ceban con sus pies, cestas de
mimbre cuelgan de brazos escuálidos como partes de un gancho de ropa y se siente
dentro de la bata blanca de cuyo cuello asoma la parte de hierro que deberá hacerlo
pender adecuadamente en el perchero. Los edificios son nabos inclinados y el centro de
la fruta un alacrán. Ni siquiera un muñón asoma ya del ruedo de una cuarta en que
termina el cilindro de dril. En la costra hay fracturas y las manos de alicate de cangrejo
se aproximan a cortar las rodillas que se avecinan. El escándalo es pegajoso y ni
siquiera el limón lo hace digerible y la babosidad de los elementos se entremezclan con
la arena que el viento trae a molestar las junturas de las ventanas. Es mortecina la
insinuación e ineludible la cucaña que comienza a aparecerse por las tardes. La tierra a
veces parece sembrada de hongos rojos y de visores que seres subterráneos hacen
emerger para comenzar la visión en los zamuros y en los cojines verdes que se
amontonan en las cestas de mimbre. Las cañas de bambú son azules, largas soldaduras
de barriles. Las esferas de colores se amontonan en un extremo, apenas insinuadas,
sobrias como rostros de muertos. La diversidad de los blancos está dada por la
exposición a las lluvias y a la limpieza de las manos que pueden caminar tanto en
procura de alguien que se porte los vendajes hacia tierras lejanas. Las correcciones
brillan y se hacen ácidas, pinceladas de vómito que se esparcen sin pensar en mesura y
que perforarán después de todo, al paso de las horas, dejando vacío en las maderas
rectangulares y torciendo las sillas e inclinando las paredes.
Los trapos manchados de colores y los restos, vaga exposición de quema de pulmones
y desorden. La voluntad asoma a empujones y se empecina sobre lo inevitable. La red
que separa de la irrealidad está conformada por cuadrados, rayas que enmarcan
números, tejido de salamandra que no porta a nada. Un pedazo de scotch la sostiene
delante a los ojos y un libro negro apuntala este mes que será arrancado para llenar la
cesta y Leonor tenga que hacer en sus visitas semanales y pueda llevarse el dinero para
comprarle a Oscar los menjurjes que lo postran, en lugar de levantarlo, en las antesalas
de los hospitales del Seguro Social. Aquí los ceniceros crecen con velocidad inusitada y
los frascos de mayonesa se llenan con agua marrón donde se puede criar toda clase de
larvas. Las urnas hacen su aparición por entre los monigotes y se van alineando hasta
que se descubren ocupadas y selladas. Entonces se abriga la esperanza de prontos
encierros y se sueña con cesar el llamado a la cucaña a partir el esternón y se deja de
sollozar por algún olvido involuntario de la muerte que parece limitarse a presentar su
rostro sin tomar la decisión final de colgar del filo acerado y cortante las vestimentas de
las hojas y alguna víscera relancina que se estira como tripa de caucho. Aquí los
despojos se pintan de negro como las manchas flotantes que buscan los alrededores de
los cuerpos de mujeres protegidas apenas por zarpazos y la ebullición siempre discreta
de un infierno donde se queman los harapos y los tacos de goma de los zapatos. Bulle,
sí, como es rojo el color del fuego y azules los pedazos de carne humana a un cierto
punto de este proceso. Los zamuros vuelan en un conformarse con alimentación de
carbones, ellos mismos piedras ambulantes que giran sin posarse jamás. Sueño son
también los sueños.
Leonor descubre los frascos de ácido muriático y los amontona en la puerta del baño
mientras diseña serpentinas sobre la potestad de la porcelana y decide que Oscar debe
sus males a los antibióticos. Aquí sobre las alfombras ella encuentra la mierda de los
homúnculos y en la puerta de salida va dejando para lo último las bolsas con la basura
que los organismos de esta habitación acumulan y destilan como cebo de puerco. Las
enfermedades son el temor de Leonor, mujer desgarbada que no come para llevarle a
Oscar en una bolsa de CADA un poco de inyecciones letales, a pesar de las
advertencias de que puede llevarse todo lo que quiera, incluida esta presión que aplasta
las cabezas y estas hojas enganchadas que comienzan a amarillearse en los costados y
en el lomo, vulgares depósitos de polvo que otra cosa no son. Leonor enciende la
aspiradora y es como si tirara la flema de los pulmones. Amontona en las poltronas de la
sala paños y sábanas y deja abierta la puerta del armario donde cuelgan las llaves de
todas las puertas de la casa donde no se cierran las puertas lo que quiere decir que
tampoco se abren. Mario Alberto mira la caja de plata y el rollo de papel sanitario,
esculturas sintomáticas de su casa, la que Cleotilde dejó por marcharse a Colombia,
negra traicionera. Leonor es triste, esqueleto de mujer. Mario Alberto a veces piensa que
puede caerse por el albañal del fregadero o ahogarse en la pelusa que queda en el filtro
de la secadora de ropa. Mientras Leonor se mueve se le ocurre que deberá volver a la
infancia cuando pegaba una goma de mascar a un palo para sacar monedas de los
desagües.
Desde la adolescencia no se vinculaba de manera tan atroz con los almanaques.
Entonces los rayaba para aligerar el tiempo. Ahora el tiempo no le importa nada. Antes
los guardaba en las gavetas, ahora los pega delante, para Leonor, qué los glóbulos
blancos de Oscar no terminan de bajar y las doctoras del Seguro Social le preguntan
porque no ha llevado más al niño, pasajero eterno de Petare hacia los hospitales, pobre
catire sin padre que deambula por el asilo de las Hermanas de la Caridad mientras la
madre lo mira encorvado sobre las miserias, qué Oscar no es bienvenido pues es
tremendo y no deja que la caricatura de sí mismo se ponga a recoger los restos de la
silla y a decidir si los trozos de madera aún sirven o hay que botarlos o enmendarlos o
reestructurarlos con hilo de pabilo. Arrugar el pedazo de papel SEPTIEMBRE no es
fácil pues tiene un mapamundi y recordatorios de las fiestas nacionales de las repúblicas
vecinas. Es casi como botar el planeta al basurero cada treinta días lo que es una
ingenuidad o un desafuero según sea vea, dado que en verdad tal operación se cumple
en medio de la insoportable humedad que se desprende de estas paredes. Cierto es que
se hacen bulto para Leonor, ignorante que el planeta le es concedido a ella sola,
ambición insospechada para quien lo único que hace es cargar a Oscar y contarle los
glóbulos blancos. Leonor está sobre una silla limpiando los estantes y sus espalda
encorvada le hace pensar que es una prolongación del rollo de cartón con que atenaza el
pelo de la frente. Es una escultura esta mujer, distorsionada y marrón como la talla
haitiana que colocó recientemente sobre la mesa portuguesa. Ya ha ido a botar las
excrecencias y se siente su paso menudo en el pasillo, ya entra y abre el gas para
comenzar a cocinar el arroz desabrido que rellena de zanahoria y el pedazo de carne que
debe venir condimentado de la carnicería so pena de semejar una suela inmersa en el
frasco de mayonesa lleno de residuos y de larvas.
Eran pecaminosas las miradas sobre el agua. Se extendía el deseo como la selva a
orillas del gran río. Los pescadores llegaban con retardo y llenaban las bodegas con
latas de cerveza. El agua era marrón y recorrer las riberas semejaba un viaje entre la
gelatinosa podredumbre del olvido. Ave sin nido, coagulación de tierra aprisionada
extendida por doquier; los negros sarmientos se erizaban, bolas separadas por un tajo.
Diabólica encarnación del miedo, sobre el sofá lisboeta. Estúpida peregrinación de
odios en el autobús que porta al viejo castillo de las sepulturas múltiples. Pedazo de
tábano desprovisto de la ebriedad de los exilios. Casa tarambana entre dos calles
curvadas como puentes. No le basta este SEPTIEMBRE enclavado en sus ojos. Aún se
pierde con sus dedos que giran los dígitos finales. Son hojas pegajosas que se
amontonan corrompiendo. Son meses como días, el tiempo ha estallado en una burbuja
de artemisia. Los estiletes danzan en la escribanía. La carretera larga donde se pescaron
los nombres de los hilos flotantes. Danza de números de días en aquellas cansinas
parturientas que obligan a asomarse a los balcones y escanciar el aire frío como si de un
vino evaporado se tratase. Sopor de juego con el pequeño cachorro que preferió huir
antes de lambetear las torturas y las rodadas por las escaleras y antes de continuar
entrenando con sus dos pequeños colmillos en carne no hecha para tales menesteres.
Los toros eran figuras de plastilina colocados sobre el pesebre mientras las largas lanzas
se amontonaban en las tabernas y el vino suplantaba la sangre en las crónicas y en los
salchichones. Misericordia de los álbumes ya llenos. Postes de piedra, las urnas
entonces eran demasiado pesadas para verlas flotantes en las pinturas y los cuadros no
tenían protección de esquirlas suspendidas. Arribo de primera vez, cómo se llama esta
avenida, la vodka la expenden en cuernos agujereados, la última gota de los residuos se
podía beber por los ojos con goteros hechos de rábanos. Adiós de última vez, encerrado
teniendo por frente un armario lleno de botellas aherrumbradas de musgo multicolor
como después sería comprobado en la arena donde las flotaciones de peces pasan a
través de los cuerpos sin pararse a preguntar nada y sin dejar aletas innecesarias a la
preparación de menjurjes, beneplácito para los isleños que caminan con botellas de vino
en lugar de las tradicionales ruedas que los humanos portan en los dedos de los pies
para movilizarse entre las alfombras manchadas de mierda y de vómitos de negros
esperpentos. SEPTIEMBRE será pasto de los glóbulos blancos de Oscar, ciertamente; se
invertirá en inyecciones y en frascos de cuero donde hierven hojas de viejos curanderos.
Los meses sirven a la salud de Oscar quien sigue enfermo. Si Oscar se curase no se
sabría si Leonor pasearía lo que le queda de cuerpo por entre las estrecheces de aquel
apartamento donde los meses se cuentan como días y el veneno entra por un hueco en el
balcón dentro del cuerpo de una araña grande y fea.
Quizás cada cuadrado de aquellos donde se enmarcan los días sea como un glóbulo
blanco crecido desmesuradamente. Mario Alberto piensa inyectar la madera, en
alimentar también las bolsas que Leonor bota con aserrín quemado. Migajas de pan
molido de leche con nata, los puntos sugeridos en la adversidad. Las razones para no
haberse asido del matojo que despuntaba del largo tubo blanco permanecerán siempre
inconfesadas y ni siquiera podrán ser arrancadas con los meses del scotch que sostiene
las visiones delante de las oscilaciones y las caídas abruptas sobre el tapiz de piel de
serpiente con que amortigua sus pies. Leonor está sentada en el sofá y cose
pacientemente el borde rojo de la cobija rota. No se siente nada ni siquiera la aguja que
penetra el algodón y lo suelda a la cinta de seda. Leonor recuerda que no es la primera
vez que la cose. No hay excusa, pero Leonor la encuentra. Se necesita una máquina,
explica. La cotidianeidad es morbosa, tal como lo es el sacapuntas que está al lado de
las grapas y del tubo del termómetro y de las tijeras blancas y del limpiador de pipas.
Jamás ha entendido porque los domingos están siempre en rojo. Mario Alberto arranca
SEPTIEMBRE y OCTUBRE aparece. No ha pasado nada, nunca pasa nada.
Limpiará de abrojos el pequeño sendero

La luz pende en la habitación rectangular. La cortina se mantiene recogida a los lados,


tímida y a la expectativa. El agua le sube por los huecos de las suelas, se hinchan las
medias y le destilan como hisopos entre los dedos. En el saco grisáceo los ojales lanzan
a los botones mal de ojo desde costuras deshilachadas. Los pantalones marrones están
vidriosos en las rodillas y en las nalgas. El frío baja por la acera y se mete en la ventana.
Se toca los cabellos arando los mechones escasos. Siempre anda mirando a hurtadillas,
parapetado en el banco de cemento que adorna la acera, silueteado en la madera
carrasposa de una caoba, transparentado en la persiana largada por el quicio. Emerge
con rulos en el pelo envuelta en una dormilona ajada.
Las yemas de los dedos hurgan en el bolsillo las monedas disponibles, se clavan como
pilotes, buscan en una perforación ocasionalmente afortunada. Cuenta en las roturas de
la faltriquera. Una sonrisa le llena al contacto de la dureza del níquel escabullido en
algún pliegue interior. La barba áspera, heredad del día, se le junta con la mano que
tiende en abanico sosteniéndole la cara. Tiene curada la piel del rostro, moreteadas las
ojeras, tembloroso el pulso, hundidas las mejillas. Desde el codo clavado en el
mostrador gira. Un grupo de españoles borrachos celebra ante una botella de vino
barato. Un solitario se bebe una botella arqueado sobre la rockola. Un hombre trigueño
deja caer su mano ensortijada en la rodilla de una muchacha pintarrajeada.
Está allí, como el papel tapiz de los cuartos del fondo, como las baldosas blancas que
se ven en la cocina por el hueco del aparador. Está en el ángulo izquierdo del bar de
aluminio. Allí le golpean el hombro los parroquianos que entran buscando las mesas.
Conoce de sobra el itinerario de la noche, calcado uno del anterior y el presente de los
que vienen. Las mesoneras llegan a las diez, con minifaldas de tafetán y medias de
malla. Los rostros se les rejuvenecen a la luz negra del bar. Se ven de carne dura,
húmedos los labios y no huelen mal. Sobre la mitad de la noche no habrá banquetas
desocupadas y el cielorraso estará impregnado de frituras. A la madrugada el portugués
saca la escoba de entre cajas con botellas vacías y barre los culos astillados entre
bostezos y maldiciones. En la pared barrosa del fondo quedan las corridas famosas. El
Curro en Málaga, amarillento de su largo viaje a América. La novillada en
Barquisimeto, cuando inauguraron La Chata. El último cartel de Manolete, salpicado de
mostaza y manteca hervida. La cabeza del toro está sobre las botellas. A su alrededor
destilan chorizos malolientes como si se defecaran las moscas paradas en la cuerda. La
cabeza es falsa. Sus ojos son dos metras grandes donde han pintado la forma de una
mirada caída en la plaza. Los cuernos romos, para comprobar que aquel animal ha
sufrido el afeite acostumbrado en la fiesta brava. “Este toro dió muerte al gran
Tomasillo en la Monumental de Madrid el 25 de septiembre de 1935”, reza en oro, casi
colgando de la lengua roja, una plaquita con sus extremos simulados como un
pergamino.
Su cuerpo dejó de ser flexible una mañana toldada de un año impreciso. Teresa cuida
de noche sus cabellos, protege su cutis con masajes circulares. Avanza por la avenida
recordando sus horarios. A ratos quisiera bucear en la infancia para extraer atados en
una escafandra algunos de esos papeles escolares donde se anotaban las entradas y
salidas y se colocaban en casilleros las horas y marcar “Teresa” en la larga hilera. Por un
pasillo estirado y rotundo va caminando hacia el techado de zinc llevando los horarios
en el bambolearse de las piernas. El edificio tiene la fachada de mármol. En marcos de
madera están fijadas placas que identifican compañías anónimas y abogados en
ejercicio. En el pasaje interior, restaurantes, lunchs y tiendas para señoras. En el piso de
granito pulido pueden encontrarse, apartando el aserrín, los pequeños anuncios de neón,
los maniquíes (con carteras guindándole de los brazos), los exprés, el perfume de la
carne molida al caer en la plancha. Hay una pared baja de ladrillos mohosos. De allí se
inician, como un brazo tendido, los cuartuchos, rodeados de altos edificios y al borde
mismo de la avenida. Bajo la esquina derecha superior de la colchoneta están metidos
los trapos que usa, pinchados por algunos alambres sueltos del camastro; en el otro
extremo, cuatro bloques de cemento sostienen un trozo de cartón de una caja
abandonada por los tenderos de la fachada.
Un plástico de lavandería le envuelve los corchos del vientre. Clemente y Rosa, los
dos pequeños, se meten entre las piernas del abuelo jubilado y se suben a las rodillas de
la vieja que mira hacer las tareas domésticas. Clemente y Rosa le vienen en el betunero
de codos sucios que marcha delante buscando la escalera del cerro. Camina el callejón
hasta salir a la vía principal del oeste. Se enfila hacia la redoma y toma el camino de
siempre. Es un barrio de clase media, formado en su mayoría por edificios de cuatro
pisos. Un cartelón descolgado totalmente de un lado remacha que la nueva
administración pertenece al Instituto Nacional de la Vivienda. Los mamotretos tienen
marcadas las mudanzas, los desalojos, el inicio de la reforma urbana. Tienen balcones
hacia la calle. Los habitantes cuelgan en ellos la ropa lavada y las fachadas toman forma
de inmensos tendederos. Las paredes están veteadas por el chorrear del agua. Los
jardincitos están descuidados. Sólo quedan algunos manojos de hierba, de grama
reculada, defendiéndose de habitantes infantiles armados de trompos y tapas de
refrescos con que abrir las “cuevas” a las metras. El pavimento de la ancha vía principal
está lleno de tierra. Los cauchos de los carros la van empujando hacia los lados hasta
encunetarla. Queda entonces una franja negra al centro, como un río en invierno, y dos
playas secas al nivel de las aceras. Sobre éstas, algunos bancos de cemento con la
propaganda de los Acumuladores Netrón. Dos caobas inaugurales sobreviven con el
agua de enjuague que les riega una señora enchumbada. La verja que los guarda ha sido
desmontada y negruzcos colmillos de perro brotan de la tierra que en forma de círculo
los separa del asfalto. Allí se mean los muchachos para no alejarse del juego y con mala
intención chispean los torcidos corazones e iniciales marcados por las parejas
legalizadas y persistentes del barrio.
Entre las cremas lodosas le surge la cabeza de un joven moreno. Entre el sudor del
ombligo y migajas de hilo, Teresa repasa un poema y mira un libro que reposa solo en
un estante. Palabras del amor complicado, de ese que no se da desnudo como se dan los
parajes que uno mira desde una nave en marcha o como vuelan los alcatraces que uno
ve deslizarse cuando en una noche triste se sienta en el malecón. Los tumores benignos
extraídos de los senos y la grasa redonda bajo el axila. Teresa salió del hospital hacia el
cruce de avenidas. El autobús pasó incontenible en la tarde arrollando a una transeúnte
frente al supermercado. A veces se filtra la luz y amanece con los ojos tiesos mirando el
techo. A veces tapona los intersticios y fuma encontrándolos a tientas y a veces se le
quema el colchón. A veces repara en algo que le hiere las pupilas y de una vez lo olvida.
No siempre regresa por el camino de costumbre. No siempre vuelve, tras imaginársela
en la mujer que camina rauda y desconocida las calles de la ciudad nocturna. A veces
amanece acostado en el Pasaje, vigilando los maniquíes; viendo como sonríen al
oscurecer, como se enserian a la medianoche, como se adormilan en las madrugadas,
como sus rostros están cansados al despuntar el día. A veces amanece en cuclillas en los
escalones de la entrada. Allí cuenta los autos relucientes, las mujeres preñadas, los que
llevan sombrero. Allí dormita entre los estallidos de los claxons, las maldiciones de los
choferes, el vapor que emana de las cervecerías, el humo de los tubos de escape
buscando la salida del distribuidor de tránsito. A veces se acuesta envuelto en un papel
periódico en el estacionamiento de las máquinas que construyen el nuevo edificio o
recibe el calor de la cocina de la arepera y se embriaga con el olor de las sobras que los
dependientes echan en un pipote. La arepera es de día un hervidero de abogados y
oficinistas. La arepera es de noche un escaparate de trajes brillantes y mujeres beodas
que paran a comer al regresar de las fiestas. Mira las lentejuelas y los escotes, los
pechos erectos por los sostenes de ballenas con medio pezón descubierto, las espaldas
doradas con franjas blancas de paleta a paleta como oleajes espumosos en las playas
coloradas de la zona norte. A veces, pensativo de pie largas horas, recostado apenas en
el gran portón de las Residencias Centrales, recoge a los inquilinos que regresan. A
veces a su lado cae una moneda y con los ojos la rechaza. A veces, los vagos dormitan a
la entrada del garaje en la pequeña bajada hasta donde está la reja y se acomoda entre
ellos como se hace lugar en un hangar para el nuevo depósito que le llena hasta el techo.
Tiempos de carnaval del 40. El pelo rizado sobre la carroza en forma de barco, las
serpentinas jugueteando, él a su lado. Era hermosa entonces, princesa de festejos y
catapulta de caramelos y danzarina en el centro del vestido largo cubriendo los tobillos
con el borde tocando los zapatos de charol. La madrugada en la embriaguez del baile, el
smoking de solapas anchas, las manos estrechadas, los saludos con un ademán a los
amigos que miran desde el bar y una sonrisa dejada caer para todos desde el brillo de
una trompeta y la cola brillante de un piano. Se revisa los bolsillos en la primera fila de
la barra que sigue la fiesta. Voltea y sale por entre los curiosos, dejando atrás la sucesión
de imágenes. Sale de entre la gente agrupada y vuelve a la avenida que no sabe de
fiestas y está apenas acompañada por un auto y algún transeúnte que viene de espiar una
fiesta. Voltea su cuerpo encogido hacia las ventanas apagadas de la larga vía, enjuaga
los párpados con el agua de lluvia que llega del nordeste. Sus manos se acercan a una
trinitaria floreada. El asfalto brilla en una pequeña subida y se hunde y reaparece y le
salen antenas que titilan. Las vitrinas de las tiendas están apagadas. Un vigilante se
pasea con una escopeta frente a la exhibición de los Mercedes. Los autos se apilan en el
estacionamiento del “Todo París”. Camina. Las manos en los bolsillos; arrastra los pies,
pisa la alcantarilla, se empapa los pies. Piensa en la tarde del día que comienza. Quizás
esta tarde sea fría y deje sobre Teresa las trinitarias frescas. Primero botará los orines,
tomará la autopista del oeste, limpiará de abrojos el pequeño sendero que conduce a
Teresa. Comenzará por el principio, comenzará como el día que ya se acerca.
Es sólo el agua que recorre

El reflejo es pasajero en las vidrieras de la Avenida Gallegos y pasajero el calor en las


sillas de mimbre de los árabes de la 21. Los tarantines del mercado ensayan las frutas
podridas con la fachada de la iglesia. El cura se queja de los malos olores y de los
chillidos de los camioneros que bajan piña y pescado salado en medio de la vía.
Uniformes, el machacar de los pilones de maíz y el sellarse de las cajas de Nestlé y los
sacos saltando las estacas de los transportes para amontonarse al pie de los caleteros. La
fritanga de los restaurantes rodea el terminal. Los carros regresan de madrugada de la
zona de tolerancia y se abre el supermercado de los chinos y se cierran los pequeños
burdeles que llenan de letreros con nombres pomposos los callejones que amanecen
esterados de condones cargados y de olor a puta que persiste al paso de la
motobarredora del concejo municipal.
En la cúpula de la iglesia se enroscan los humores de los que pasan. Un mendigo
recoge en una vasinilla de peltre las lástimas de su pierna deforme. En el lateral se
amontonan, como formando parte del vocerío, manojos de hierbas con emanaciones
peculiares y procedencias diversas. En la cola del autobús suda todos los olores la
ciudad. La superficie de los viaductos es carrasposa. Desde ellos pueden contarse los
avisos de neón. Con el dedo estirado puede saberse si el aguacero llegará sobre los
cerros apiñados de gentes y perros. Se enciende la cruz que colocan en diciembre para
demostrar que la luz se hizo por voluntad divina no se sabe a cuantos días de haber
comenzado a echar su grandísima vaina. Puede verse entre la bruma de la tarde fría la
espada de la campaña contra la parálisis infantil. Los semáforos están echados a perder
y las gotas anunciadas contribuyen a la cola de lagarto que se forma en la autopista. Un
helicóptero vigila, una linterna alumbra a los navegantes de las boites, los faros de los
automóviles forman una raya blanca culebreante. Un ave expectante y rapaz sale de
noche a acompañar a las muchachas del “Pigal´s”.
Ahora que se me pierden corro a buscarlos. Recepto las vibraciones matinales, el calor
del mediodía, la evaporación del asfalto por la tarde; soy un bombillo que se alarga en la
sombra nocturna del charco. Ahora que se me han extraviado busco en la ciudad y todos
los habitantes de todas las etapas del día se me parecen, se me asemejan, se me
revuelven en la escafandra y se me hacen visión en los anteojos. No nos has perdido,
simplemente estás confuso, irritable. Nos has mojado en tus vísceras, en las
complicaciones de tu organismo. Somos los mismos habitantes de siempre. Somos la
parte que tú sientes de la ciudad extendida, las ventosas en estos brazos multiformes que
sabemos te acogotan y te hacen proferir amenazas asomado a las ventanas. Tú, que
vives encerrado en una caparazón de tortuga, que eres un cuello arrugado y costroso
asomándose en nuestras nimiedades y poniendo la bocota maloliente sobre la superficie
de esta ciudad de todos los olores, encuéntranos y condúcenos a tu gusto; haz de
nosotros un ovillo y lánzanos por la pendiente, entre la bosta de los caballos de la
policía, los vasos de cartón de los paseantes, los periódicos rotos que a cada rato
recuerdas; cógenos con el trinchete del recolector de basura, con el punzón de hielo de
la vitrina de habitantes y de los cuartos acondicionados para el roce de las caderas y la
introducción de las lenguas. Sigue subiéndote a los edificios de ésta tu ciudad y mira los
relampagueantes avisos de neón y las extremidades que flotan sueltas de sus troncos,
aisladas de las órdenes cerebrales, independientes tercas de tus procesos identificatorios
y de tu comparar huellas digitales. Nos parecemos a los que van en el autobús, somos
nosotros. Nos parecemos a los que divisas de peatones vistiendo bragas o camisas de
mangas largas o collares de pedrerías y pelucas rubias y lunares pintados con la punta
filuda de un lápiz.
Estoy ahora en esta esquina sin saber si continuar la prolongación de la avenida o
desviarme a la derecha donde está mi cuarto lleno de habitantes y donde he abierto los
sobres que me maldijeron y de donde he divisado los edificios que me han llamado
como un imán y los stadiums para sentarse a beber cerveza y las colas de habitantes
dando vueltas, enrollándose, crispándose, solazándose, lambiéndose. Los traseros
alborotados semejan sudorosos maletines de confites. Se puede apostar que aquellas
piernas velludas y flacas jamás serán abiertas por unas manos ávidas. Un buhonero pasa
cargado de antenas y lápices y boberías tales como preservativos en cajitas azules y
globos aventados sobre los cuales se sientan mujeres preñadas. Por el borde una
cartelera embarrada de helado baja una fila de hormigas carnívoras. Triciclos bicicletas
patinetas várices brotadas, cajones prensados con tiras de latón, bofios con sirenas,
todos son palabras que se enmarcan como en las tiras cómicas. Son figuras de plastilina
cambiables a cada cuadro para dar sensación de movimiento. De los orgasmos que no
quieren acabar se prenden tiras de papel. Un quejido brota de las cavidades de la ciudad.
A ratos desconozco los sonidos originales que se han multiplicado y se parecen. Las
grutas que brotan de las intimidades no son más que el agua que recorre. Las grúas
erectas de los edificios que crecen son eso, grúas que crecen con el edificio. Uno llega a
pensar que los gusanos se apoderaron de las guanábanas. Ciudad frutal de lechozas
abiertas, de paralepípedos y costras. Ciudad habitada del calor y el humo, de escaleras y
pasajes, de entradas ciegas y de aberturas insospechadas, de maniquíes acomodables o
por o hacia arriba o hacia acá con ojos modificables y dedos extendidos por entre los
vidrios.
Los alientos imprimen las calles. Unas huelen a sardinas tostadas, otras a albóndigas
floreadas de líquenes. Los habitantes llevan pelo de coral y los brazos nacidos de
tarántulas y los pies crecidos de lefarias. Las mujeres tienen las uñas plagadas de
arbolitos de Navidad y las luces intermitentes colgadas del cuello. Las mujeres están
cubiertas de nieve, las mujeres están desnudas con las nalgas blancas y el sexo
entunado. A la entrada de los cines los cartelones anuncian que el amor es fácil. Los
árboles están enrejados. Hay arcos y bóvedas y las prisiones subterráneas no son más
que el agua que recorre. Creo que todas las arquitecturas están inventadas.
La ciudad tiene vertederos para recoger los humores y las prisas y los sudores. Esa
avenida es líquida. Lleva a los arqueados, a los sentados, a los parados, a los
encuclillados, a los encopulados. Esa calle, en la intersección de vías, debajo del
viaducto y de los edificios que forman rectángulo, por allí se han ido. Andan, no se
detienen, son porfiados de cartón piedra y plástico. La ciudad está llena de espejos
refractarios al calor y a la humedad. La ciudad está llena de reproductores y cintas
magnetofónicas, andenes y taladros, cercas de zinc, ruidos y construcciones de
formatos, bocetos y realizaciones, pus mezclado en la arenilla elemental de los
habitantes. Descubro, en mi propia construcción, caliza y empedrados y dólmenes que
he visto en otra parte. Siempre en mi estudio les veo marchar a las horas prefijadas.
Siempre me extraña en mi estudio que tomo los autobuses a las horas prefijadas y sudo
y me duelen los dientes y la lengua se me empasta en el torrente en que voy con los
habitantes a las horas prefijadas.
En la calle empedrada se hacen
cortes en los tacones de goma

Gira la bóveda en el rostro. Las nalgas de la mujer en el bluyín resaltan con mi cuello
estirado hacia arriba. Me veo venir amenazante con una navaja. Estiro el brazo, doblo la
muñeca y encojo los dedos sobre la sábana. La luz entra confusa. Veo la sombra de una
araña caminar desde mi cuerpo. Ella está ahí, desgonzada, caído el bluyín alrededor de
la pata de una silla.

Acostumbra llenarse de café para buscar en la borra que se aposenta. Pone de


espaldas el teléfono y envuelve en tirro rojo la lámpara desvencijada de cabeza colgante
por los golpes del viento. Las noticias más resaltantes del acontecer son el hombre que
ejerció el poder y la mujer que fue penetrada con sigilo y eficiencia. Puede decir: ayer el
mundo vivió alrededor de la muerte.

Veo desde la ventana, a través de este vidrio oxidado, allí abajo, con mi torso desnudo,
el vestido de tafetán que se amolda suave al cuerpo de la mujer y la hace bella. Bien sé
que se ha asomado a la ventana con el torso desnudo como cada mañana. Bien sé que
camina en el apartamento de abajo luego de mirar la calle y descubrir pedazos de tacón
de goma en los bajantes y rugidos en las cloacas que se llevan el aguacero. Giran las
ondas unas sobre otras hasta que una disipa a la otra y la muerte nada. El espacio se ha
ido reduciendo. Las calles han sido cortadas. Lateralmente se han hecho cortes en la
gente que pasa. La lluvia ha sido demasiado fuerte. El pomo se la puerta se recorta al
filo de la pared. La lámpara produce una sombra extraña. Creo que giro en torno a esa
sombra. Este pequeño cuarto tiene una rendija para dejar entrar los ruidos. El
movimiento de la gente es en torno a la sombra de cada lámpara. La salida a la calle es
una extensión del radio que sigue girando en torno al eje de cada lámpara. Cada mañana
tengo la sensación de irme entretejiendo en torno a este brazo dorado y el espejo
confirma que estoy envuelto en tirro rojo. Empiezo a comprender porque puedo cambiar
los tonos moviendo los dedos engarfiados en la sábana. La luz yace rota en los vellos
del pubis de la mujer del bluyín. Mis asechanzas matinales a la ventana y a la calle de
piedra son concesiones a los observadores exteriores que presumen saber de mí y me
han hecho parte de la rutina sacando el radio de sus ombligos. No se quiebra el cordón
de metal dorado en los resquicios ni se amellan cuando las puertas son cerradas ni
cuando se sientan los usuarios y tampoco cuando se engarzan con otros cuerpos a
copular. No se anudan ni hay posibilidad de confusión NO SE INTEGRAN en madeja
permanente de tejidos LOS HABITOS NOS han hecho insensibles a la frecuencia de
nuestros sonidos como la costumbre nos ha robado la facultad de vernos oscurecer bajo
la implacable presencia que hace girar con sus poder las bolas de amalgama. Pasa la
bicicleta sobre la calle saltando cada día en las mismas protuberancias. Tuve
oportunidad de ver dentro de mi cabeza los tallos que aquí caben, la inaudita
complacencia a los tubérculos y la adaptación de los motores al ritmo predeterminado
de los aceites. No se tranca el reloj que tengo sobre el escritorio ni se acaba la tasa de
café. La muerte no es distinta de un mero recoger de conexiones. Desafío una negación
a mi teoría sobre la concertación de la materia y las manchas negras en el espacio.
Asomo abiertamente que hay resortes que vencen y halan.

A esta hora ya ha librado sus pensamientos a la voluntad de los resortes y a los


caprichos del mineral. A esta hora la mujer del bluyín estará bajando las escaleras. Es
preciso en los horarios como si el tiempo le importare; quizás ella ya conoce las claves
de su comportamiento y la medida de su extensión. Asegura que el radio de él no le
entorpece para nada los orgasmos y que procura moverse en circunferencias para no
contrariar el sentido del universo. Las noches son insólitas para mí que duermo sola
atemorizada por sus ruidos guturales. Hace gárgaras con elementos diversos y tiene
fuerza de fuente termal para hacer saber al techo que aún no ha sucumbido your
sweetness is my weakness abajo en la calle cada noche llega circular y se repite. Trato
de imitarle, de parecérmele, de empacar con algodón con su mismo sacamanchas y
colocar los dedos como él sobre el alambre hacia allá y hacia acá para que brille en mi
conducto la espira primitiva. Las almejas no soplan ya como antaño. Debo concluir, y
en efecto lo hago, que la primera fuerza se ha reducido y que soy una expresión
decadente, unas vueltas vencidas, frágiles, a punto de romperse por el peso que sobre mí
ejerce. No puedo recogerme y sé que los tacones de sus zapatos se rompen, que son
boronas circulares las que quedan en el empedrado, que todo es circular para
acatamiento de las leyes; lo intento cada vez para hacerme reconocible y aceptable para
el respeto universal. He tratado de zambullirme en un poro de redondez y dar a mi sexo
las dimensiones exactas. Miro con pesimismo las rondas cíclicas.

Estas cosas las hago sobre la base de la constancia. Alguien hace girar en el patio un
avión; tiene un motor de ruido ácido; la curiosidad me asoma a destiempo a la ventana
y compruebo que el operador gira para que el artefacto gire. Estoy cansado de
comprobaciones y borro de un manotazo el avión y al insensato. Your sweetness is my
weakness, ya otra vez han puesto la canción. La siento caminar como si me siguiera.
Admito como loables sus esfuerzos. Si gira podrá hacerse un espiral y devolverse sobre
si misma y volver otra vez en bandadas a extenderse hasta la punta final donde ha ido
dejando partes importantes de su ser LOS CIRCULOS DE la espiral permiten girar
sobre espacios diferentes aunque superpuestos aunque separados pero unidos por la
extensión que se distiende LA ESPIRAL SABE a agua salada y entonces salta mientras
cumplen su misión las capas impermeabilizadas que nos separan. Lo voy a hacer sobre
mi mismo con la ventaja de un solo esfuerzo inicial y la responsabilidad de la Ley de la
Inercia. Lo que sube baja, más lo que baja sube si se respetan las disposiciones naturales
y las leyes de la herencia. Choco contra el techo y vuelvo a la cama prudentemente
desprovisto de acompañante que a buena hora se marchó por la escalera de caracol
vuelta un ovillo por mi eficacia y precisión en el cumplimiento de las obligaciones
contraídas. La neblina es negruzca cuando se le mira con ojos entornados y la soledad
ha hecho sitio. El sabor en la boca cambia a medida que se condensa el agua. A veces
tenemos capacidad, conservada quien sabe como, de sonreírnos con melancolía y
retornar momentáneamente a la calma.
Verme desde ella en el ejercicio habitual de los ritos confunde mi ánimo. Que ella vea
desde mí le hará cambiar algunos pareceres. Me temo que la confusión dará lugar a la
claridad. He tenido particular temor por la lucidez. No es bueno aprender que las
apetencias por el otro son intrascendentes. La vida tiene reglas engañosas que debemos
conservar para sobrevivir algún tiempo a la intemperie. Ella: constatar que soy un
accidente vano, un efímero pasajero de una absurda persistencia. Mirando hacia el techo
la adivino en mono rosado estirándose al compás de una voz grabada. UNO DOS
TRES. No va conmigo la fragilidad de movimientos, soy brusco, he aprendido que la
escalera de caracol debe recordarme por los raspones en el pasamos y las bicicletas por
el terreno aplanado que dejaré cuando me vaya. Ella cree en algunas bondades y espera
al final de cuentas un balance. Esta mañana cuando entró con su vestido de tafetán
estuve tentado de asomarme para coincidir con ella y abordarla.

Segura estoy de percibir. Me escurro del vestido con movimientos de serpiente y sé


que la puta del bluyín lo aparta de las espirales. Esta mañana cuando entré estuve
tentada de tocar a su puerta. Buenos días, diría. Buenos días, diría. Llueve, diría. Es
cierto, diría.
Llegó con una lluvia tímida

El camino andado podía vérsele entre los dedos. Venía de la confluencia de


circunstancias y misterios. Venía de algún lugar de nombre hermético. Venía de algún
lugar iluminado con teas donde el pan era carnoso y los fogones crepitaban sin término.
Venía de la fragua de los metales, del azul destilado de las emanaciones, de las eras del
moldeo y las conjunciones. Venía de algún lugar situado no se donde, creado quién sabe
cuando. El hombre venía y confesaba que venía. El hombre sabía de los altares en las
paradas y de las confluencias y de las primeras germinaciones, y lo contaba. El hombre
tenía las soledades pobladas, el testimonio de la memoria alerta, la tranquilidad de los
ojos opalinos. Tenía la madurez de las rocas desde ígneas hasta polvo, la reflexión de los
viejos observadores de los relojes de arena, la fuerza contenida de los veteranos
cataclismos. Venía de la identidad cimentada y de los cañones resultantes de miles de
años. Tenía la mirada aguda de las aves que han emigrado muchas veces y una
expresión de inteligencia que sólo adquieren cuando han ido y regresado de muchos
inviernos y de muchas tempestades. Venía de donde él me dijo, de donde él creía venir,
venía de un lugar cuyo nombre no me dijo. Venía de los elementos y de mis
especulaciones. Venía como las estacas de la orilla del largo camino, venía de mis
deducciones, de mis conjeturas, de mis conclusiones. Venía de donde sus hombros
indicaban, venía de su pelo ceniciento que me dijo cosas y de su rostro abierto que me
llevó a hablarle rompiendo así mi silencio y el de mi cabaña y el de mi vegetación.
Cuando le vi, los insectos invadieron mis oídos y comencé a escuchar turbada como me
decía que llegaba. Venía de algún lugar, como vienen todos los que vienen. Venía
describiendo ese lugar sin hablar, moviendo solo su cuerpo magro y llevando en sus
botas de cuero las tempestades y las calmas, las sequías y las inundaciones, el verde
vegetal de sus recuerdos. No sé de donde venía, pero puedo decir con exactitud la forma
de las sombras y hablar de ese lugar y aventurarme en el color de las mañanas y afirmar
cosas sobre ese lugar mientras explico que en verdad nunca supe de donde venía.
Llegó una tarde de noviembre con una lluvia tímida. Llegó y me miró desde sí mismo,
me miró a los ojos con los suyos penetrantes. Supe que venía con los cabellos
agrietados y con la calma desconfianza que yo misma sentía. Supe que ese hombre se
me parecía. Me adiviné en la sonrisa espontánea de sus labios terrosos, en su respiración
tranquila, en su conflexión y en su musculatura, en sus espaldas anchas, en su cuello
cubierto con una bufanda sucia. Rompí mi silencio, se quebró mi silencio como una
bandada de alcaravanes que emprende vuelo; rompí con las lenguas del silencio y me
torné materia incandescente; emprendí el ensayo de una brasa que se reaviva ante el
soplo de una presencia esperada; fui con él una combustión de materias que buscan
forma y halan palabras para una construcción largamente suspendida. Supimos entonces
que habíamos estado esperándonos, que nos habíamos buscado antes de mi retiro y de
su camino, antes de su experiencia en las multiplicadas plataformas y de mi
solidificación, antes de sus vómitos y de mis transformaciones, antes de su
fructificación en espantapájaros y de mi dominio del arte de disecar las temporadas y de
autoabastecerme de espectros y de silenciar los árboles y de tornar inaudibles los
insectos y de evitar el crecimiento de los picos de los zamuros. Supimos, al mirarnos en
aquella sonrisa detenida, en aquel intercambio de dientes amarillos que estuvo
suspendido en el aire quieto por el tiempo de las confidencias. Supimos, sin voltear a los
lados, que los tallos se tornaban transparentes y podían verse los filamentos y una
erupción de pelusas transformaba la luz mortecina de la tarde en vivero de gérmenes y
bacterias y núcleos. Supimos que nos encontrábamos al mirar juntos y ver allá las
tablillas de las anunciaciones y aquí el musgo sólido engrapado en una tierra joven
fermentada y rodeándonos la aquiescencia de una noche híbrida de fumarolas y el agua
hirviente rodeándonos y los sonidos que volvían envueltos en una neblina de silbidos y
refugios.
Seguiría a no sé dónde. Sé que no pude detenerle e iría al lugar que le esperaba sin
importarle que yo quedaba atrás, volteada hacia sus pasos que seguían, horadando la
vejez que veía acercarse en su espalda que se iba lacerada con cicatrices viejas y
rasgaduras tibias. Sé que me siguió y se perdió de mi vista y los insectos se callaron y el
ulular de la noche despertada se tornó silencio. Sé que se perdió en la noche y
comprendí en el agua que me vertí en la cara desde mis manos cóncavas que me había
ido con él, qué ya mi imagen no estaba en las aguas, qué mi cabaña de ermitaña se
quedaba sola.
Los álbumes son libros en blanco
cuyas hojas se llenan

La tarde humedece los metales. La claraboya divide en círculos y reflejos. En la mesa


del rincón se amontonan los santos y alguna paloma mete las patas en el grueso cristal,
en escala hacia la casa redonda pendiente sobre el depósito. Corta revistas de
propaganda mientras una vela arde, parsimoniosa, en invocaciones desconocidas. El
escaparate guarda ropa vieja y álbumes con fotografías. La guitarra estuvo en el cuarto
de al lado, el de los huéspedes. Los tamarindos se le meten como tendones entre los
resortes de la boca que retorna las palabras espesadas hacia la pila del fondo, donde,
todavía, gotea un tubo sobre el musgo. Arrastra los recortes pegados en botellas por los
senderos que terminan sobre la puerta donde se duerme. El cemento es brillante y se
distinguen las marcas de las roturas y las huellas de la bicicleta y los pasos de
madrugada hacia la bañera de hojalata. El pozo se plegaba entre la hojarasca y los
arenales y desde la ventanilla se veían los caminos de tierra donde el enano se adentraba
en procura de orégano y las arideces se tomaban de la mano para beber las costras de las
fuentes pasadas. Algún flaco murciélago bebe, todavía, del cacao endurecido, ahora que
la vieja tiende el inmortal mantel madeirense sobre las capas y pegostes que forman
materia en los inasibles hilos de los esfuerzos. Se vuelca sobre el escritorio la foto del
sombrero que no es el mismo que una tal Rosa portó la gran noche de las canciones
mexicanas, pero que lo es, porque no se pierden los colores por la habitualidad del gesto
ni deja de sombrear la pared la sillita de madera que me sirve para mirar la acera de
enfrente.
Tiene una foto en la mano y sobre las rodillas los álbumes; pega bajo las láminas de
plástico engomado, qué las costas son abruptas y los reflejos sobre el agua salada hacen
el efecto del alcohol. Las manías son inocentes, piensa, mientras recorre los rostros,
rememora los orgasmos y ve caballos sobre los cuales se puede caminar y puentes que
se pueden alcanzar entrometiéndose en los sobacos de los marineros. Mira, aprende y
memoriza, las estacas de los muebles rotos pueden meterse sobre los fondos negros,
puede conseguir los exilios y retornar a la caída de las ilusiones; las escalas, en los
trajines de los infinitos terminales. Sobre los vertederos saltos y escándalo sobre las
chispas para que chamusquen los pelos. Se cubre todo con papel periódico para producir
oscuridad, impedir los sonidos guturales y aislar en pequeñas bolsas los augurios. Sí, se
puede hacer de las fatalidades pequeños papagayos y de los recónditos escapes
memorizables experimentos a cubrir con algodones y guardar todo lo desleíble en
cajitas y hacerse un avaro celoso mientras aprende y rompe los trazos de las migajas de
pan y se traga los huesos de las aceitunas y escupe los tubérculos que se le metieron por
los pies como sabañones. Los trajes de viaje se guardan y los de baño se coleccionan y,
por las carreteras de las lejanías prometedoras, se habla, metiendo en los tocadiscos las
últimas pisadas dadas en compañía de los arquitectos por la colección de fuentes; hay
cosas que no se pueden olvidar como los favores del actor luego de bajarse de los pisos
más altos y de tener la paciencia de escuchar entre cada introducción de la verga del
viejo palomar.
Sobre la planicie verde se abate un viento frío. Sobre la colina verde pastan las ovejas.
Sobre la ensenada riñen los perros de la inmensidad. Sobre la escalera caen podridos los
hierros maltrechos de los pasamanos. La sangre le brota de la nariz herida de un
colmillo cuando su dedo pulgar sube sobre la cicatriz del pie de regreso de la
congelación y de los viajes por los senderos escarpados donde se conseguían las
justificaciones y los higos. Siempre viajeros de miradas tolerantes y dientes postizos,
desde viejos colchones enmarañados, dispuestos a engrosar de imágenes los álbumes a
mostrar a los otros viajeros llegados de las rocas horadadas y de los pies podridos.
Mira el trago olvidado a los pies del sofá. El hielo se ha deshecho y el whisky cubre
una costra blanca quedada del agua. El disco se ha repetido muchas veces, la oscuridad
del invierno oculta el crecimiento de los poros y los rostros han cambiado. Los pájaros
se mataban con hondas y los dedos se herían con las tunas del cedro. Se caminaba sobre
la estera de los higos podridos y se veían las paredes descorchadas y las manchas del
barro. Se jugaba al ajedrez con los vecinos y la pila servía de escenario, se esperaba la
luz en los filos y en las visitas esporádicas y lejanas, se andaba a las confiterías y se
seguía el espectáculo de las palabras en aluminio rojo al aproximarse las ruedas del
atardecer. Es que ha crecido de los bordes amontonados sobre la oscuridad y las
carátulas, desde las miradas hacia arriba de la cabeza recostada sobre el sexo, una cara
que abomba la piel y distorsiona los tejidos; ojos bordeados de grasa; metal oxidado, las
mejillas. En los pies le crecen cascos; los senos los sostiene con gruesos cintillos de
cuero, un huevo le asoma en el talón, el pelo lo sustituye con un trapo multicolor unido
a las cejas y en las orejas tiene tenazas de cangrejo; abre un paraguas bajo sus costillas y
la deja lloriquear, el viento sopla fuerte, hay una expresión de temor en las rendijas de
las ventanas y el frío camina de puntillas sobre las baldosas. Toma el vaso de nuevo
lleno y lo lleva a los labios, la hace beber, la desnuda de escamas, la tiende del gancho y
la amasa para que se haga una pasta. La vieja casa está tan lejana, perdida entre los
dedos, sumergida en la suciedad de las uñas.
La escena me fija. Asisto a las cosas que se dicen. No se mueven, pero puedo escuchar
sus palabras. No sé que hacer, qué actitud tomar, qué modificación introducir. Un
cuchillo separa el cuarto del resto del edificio; será, acaso, en poco tiempo, disparado
sobre el vacío a buscar la finitud. Estela de pasos lácteos, confuso el que miro con el
anterior y el anterior con el que ya no quiero ver. Están el uno sobre el otro,
malgastando la saliva en una masa que no termina de responder a las órdenes de los
furúnculos que saltan alrededor de la inmovilidad de gestos. Me torno inquieto a buscar
pero está aislado y ahora no sé si inmóvil o si me parece porque me muevo con él. La
tentación de saltar sobre el techo es grande pero logro dominarla; prefiero de cabeza
hacia abajo, asomarme a la ventana y saber qué hablan, qué cosa se dicen; la humedad
se detecta en los poros abiertos y los vidrios debo limpiarlos con las mangas de la
camisa para poder seguir la fijación y así esparzo mi aliento sobre la sombra para que
confundidos traten de adivinarse. La araña gira sobre si misma, las luces son amarillas y
azules y a medida que la velocidad aumenta se hace una sola ráfaga; triángulo, se puede
precisar con mayor claridad el espacio que dejan entre si, el magma que los separa; la
purulencia se solidifica, brotes de larvas asomándose impelidas por las fotografías que
se chamuscan en los álbumes. Una palabra atraviesa el cristal y la sucesión me hala
hacia adentro, hacia los paralepípedos, hacia las puntas apenas en roce, esferas blancas y
verdes hacen simetría entre los espacios abiertos en los cuales me gustaría
ensordinarme. Lo tomo del brazo y lo muevo, lo dejo caer, hago la misma prueba
asiéndolo por el tobillo, la repito tomándola por la rodilla pero me detengo temeroso de
que puedan quebrarse.
Los escarabajos caminan entre las gotas de lluvia. En las gotas de la lluvia posada
sobre el césped brillan luces lejanas traídas en el costado de los ruidos. Por las cunetas
de las calles bajan las aguas ofendidas. Se participaba, sí, de las manifestaciones por los
pasillos. Se andaba de noche en el viejo Volvo a espantar los mosquitos y a repasar las
ambiciones. Se esperaba, todavía, que la ciudad encontrada cada domingo por la noche
pudiera ser tomada de la mano y llevada bajo la regadera hacia cada lunes y los nísperos
pudieran servir en las travesías de aquellos callejones llenos de sombras y de recovecos,
de mujeres pedaleando las máquinas de coser y de pensiones en las casas señoriales
abandonadas de señores y corroídas de falta de pintura. Encontrar los caminos hacia las
explicaciones, procurar los laberintos, le hace hablar con leves pausas. Sobre la montaña
viajó cinco veces, sobre el carpintero caminó una vez, sobre el vendedor surgió una
sombra, sobre el viajero se anegó, en el fabricante de teléfonos constató la honestidad,
sobre el agua de la escoba derramó agua manchada de lápiz y la persiguió más allá de
las emanaciones, en las profundidades donde se esconden burbujas. Inclinó los goznes
de los asientos y se encaminó presurosa de los autobuses que, todavía, pueden
encontrarse en las autopistas con las cargas de siempre sólo los rostros modificados y
también anduvo hacia el norte para acampar sin hombre en los parajes de las búsquedas
donde sólo los erizos podrían contar de los encuentros y de las emulaciones; moluscos
que se rasguñan, cocos que se muestran las bocas abiertas con las lenguas mutadas y
escasez de leche, esfuerzos didácticos por aprender laceraciones de los besos sin dientes
mientras aúlla sobre las suaves colinas el asesino intolerante. La foto de los dos tomada
bajo la cúpula en camisa abierta y cota bordada desteja las sonrisas y dibuja las estatuas
entre las casas marrones donde se busca la placa que identifique la calle deseada. Se lo
cuenta desde la intrepidez del afán, desde el animal que el cuchillo implacable va
despedazando, desde los frigoríficos donde las piernas no sienten los garfios que las
sostienen. Se mueve lentamente sobre la condensación, como sin física, habla y los
garabatos se hincan de su aliento, rasgan, halan, corren como cucarachas al oler el
azúcar que sale de las grietas. Sobre las poncheras de peltre surgen las contaminaciones,
se hacen fuentes pequeñas y disparejas que gorgotean conformando un murmullo adapto
a la totalidad de aquel cuarto semioscuro en una tonada monótona que se esparce y cae
en el suelo desapareciendo. Se alza, toma el vaso de whisky, bebe y la expresión de su
rostro no tiene nombre. Yo no conseguiría uno para dárselo ni sé como describir las
puntas blancas que se asoman a su barba o el encogimiento de las bolsas de los ojos o la
mandíbula dislocada; qué decir del cuerpo desnudo que permanece sobre el sofá como
bañado de palabras y de la inercia de los músculos de su vientre; no me atrevo a
husmear en el ombligo vertical porque me puede morder de nuevo el perro en la nariz.
Prefiero observarlos en silencio mientras empapo un tabaco y me enfurece un televisor
que un desgraciado ha encendido en el vecindario. Afortunadamente, para mí, dice de
unas tablas podridas de donde partió alguno con la calavera bajo la piel y de un mono
que podía balancear en brazos sin necesidad de meterle el seno en la boca y de unas
bocanadas de champaña que dejó caer sobre un sexo inerte y de un poste de telégrafo
simiesco y de una tierra donde caminan en cuatro patas. La ciudad era triste como un
manto de puntos inconclusos, la niebla obturaba los túneles y desaparecía las patas de
los acueductos. Se comenzaba cada mañana el lento ascenso por las bocanadas
corruptoras de las piedras y se llegaba y se volvía y en la tarde se podían contar los
huecos en las redes y correr tras un bote desclavado y sumergirse en agua tibia con una
música repetida que encendía y apagaba las bocas de los leones submarinos. Seguía el
chisporrotear de los leños y almacenaba en el garaje piñones recogidos en las carreteras
vetadas y entre los troncos caídos. Podía descubrir pedazos de columnas aún
semienterrados y pisar las lápidas superpuestas por los signos o detenerse en una colina
confundido por las piedras sin calles. Se sentaba frente al fuego a procurar de los
tizones fechas y destinaciones, fumaba en cuclillas con sus hábitos de brujo y
testimoniaba que los humos tomaban los caminos y que las piedras absidiales se
azulaban tenuemente. Oficiaba sobre los zapatos viejos dejados en los escalones y con
alambre ataba los plásticos de las regaderas. Se asomaba a los lados opuestos de los
puentes y a las fortificaciones que bordeaban el mar.
La tormenta se enmascara de azul oscuro por una de las viejas vías. Es un conjunto de
dos edificios, mayor el próximo a la calle. Una vid cubre en pérgola la mitad del camino
entre ambos. El segundo está en línea recta con el estanque. La hierba, descuidada, se
alza medio metro del nivel de los pilares. La reja que protege la escalera está zafada y
unos troncos se amontonan en el primer descanso. Un tapete sucio está delante de la
puerta. La entrada es un pasillo largo. A la derecha está el cuarto, luego de la chimenea.
De la pared pende un dibujo a lápiz y un desván sin puertas. El sofá está cubierto con
una cobija colorada. Hay dos ventanas. Unas muñecas están metidas en los esquineros.
Un frasco de perfume está abierto sobre un confidente y se derrama. Hay manchas de
polvo en los bordes de las gavetas. Una mosca revolotea sobre un trozo de ceniza. Los
dos se miran tranquilos mientras el viento deshace los entornos y mece los columpios de
las tierras altas donde los peces han sido enjaulados y los cactus dan a luz frutas rojas.
Giran las tablas y nadie se ase de los bordes ni nadie aceita los goznes. Se mecen las
paredes y los barros buscan formas; las piedras caen después de la penetración de las
hojas haciendo saltimbanquis en las pronunciaciones. Se miran desde la arena levantada
y se saben clavados en el movimiento. Ululan las mucosas y se baten los cartones rojos
y amarillos en medio de los juegos. Enmarcada en nácar una sonrisa prisionera preside
las festividades de la medianoche. La botella vacía rueda por el piso, se amontonan el
papel y el olor penetrante del licor.
Yo vengo por la avenida en medio de la multitud desde el aeropuerto donde llegué un
15 de agosto y persisto hasta estos tiempos de lluvia en que la gente se encoge y me
concentro en la antesala de los hoteles a mirar a los porteros y las evoluciones de los
mesoneros. Entro a asomarme a las ventanas, espero que se desentumezca y observo a la
mujer de cabeza rectangular que el pintor de la otra acera ofrece y los comentarios
morbosos desde los mostradores sobre el remedo que encontraré en mis andanzas. Ya
tengo el presentimiento de las mesas adosadas a las aceras y de las carpas; los autobuses
salen a primera hora y hay disposición para extenderse previo permiso de los señores
que organizan y disponen de las cajas entre las cuales habrá de andarse. Creo haberlo
visto mirando las vidrieras de los obeliscos y echado al lado de un estanque. Creo
haberla visto asomarse presurosa desde un gris metálico y haberla escuchado por vez
primera mientras iniciaba el recuento de un largo paseo interrumpido por la simplicidad
de alguien que portaba unos paños y preguntaba si volvería, si sería distinto con él, si se
repetiría o desaparecería, como los otros, como aquellos que habían visto tirar de las
cuerdas y hablado de sí mismos entre la música desleída en eco. Fue precisándolos de
entre la multitud, entresacándolos de las callejuelas y delineándolos mientras de los
balcones se asomaban labios apretados; en una esquina, identificada con la huella
digital, comenzaba la angustia por conseguir el combustible mientras yo me alegraba
por haber encontrado las palabras claves, qué cualesquiera eran, y los perseguí esa
noche y me introduje furtivo en las maletas dejando de existir la multitud y ganando el
privilegio de estar aquí, viéndolos, husmeándolos, olfateándolos, sudándoles el sudor,
individualizándoles los cartílagos, batiendo mi lengua contra los mosquitos. Ahora
posan para las fotografías. De la vieja casa se baja al despeñadero por un tobogán y la
cámara registra una trucha de escamas incandescentes que vuela entre las montañas; el
sonido ronco despierta los zorros y los álamos se estiran apoyando los brazos en tierra
para evitar la caída; la cámara registra un marrón vibrátil de plataforma inclinada que
cae tras la cúpula y se viste de uniforme; la orquesta se convierte en un solo instrumento
de convulsiones y caídas y la cámara registra vetas de colores superpuestos y un aire
frío que provoca la disputa de los hongos. De los inventarios de las costas surgen los
dolores en los músculos, la cámara registra el encuentro de los nudos de los troncos, el
entierro desatado sobre la casa alquilada para los pretextos y las caricias sobre un sexo
de la misma estirpe; puede verse frente a una chimenea una figura que teje por meses y
la cámara queda fija con el objetivo abierto para la grabación de la monotonía y la
angustia; el crecimiento de la máscara puede apreciarse, puede verse la posesión sobre
la nariz y la boca, puede encontrarse en detalles la deformación de los pómulos y el
crecimiento de la hierba sobre la frente. De la película sobre el perro blanco las tijeras
esculcan los filigranas y los alambres adaptados a las posiciones de las apremiantes
necesidades; la cámara registra una ciudad llena de carros donde las rodillas y no los
codos se apoyan en las ventanas; los síntomas se han transformado en enfermedad y
existe la costumbre de ponerse en el verano una flor sobre los cabellos y una desnudez
sobre el ombligo; la cámara registra la canción de formas rotundas e in crescendo se
suceden las palomas sobre las antiguas pinturas y sobre el ascenso de los centenares de
escalones hasta donde todo se puede ver menos la placa que han buscado con aquel de
los primeros años. La cuarta foto se toma ahora, en este cuarto donde compartimos las
consecuencias, donde nos revolcamos sobre las colecciones y somos testigos de las
esfinges, hechas de diversas arcillas y amasadas con la misma liquidez, tomadas en las
ciudades extranjeras y en los pasajes subterráneos, aserradas por el tiempo pero
persistentes, la cámara nos registra en este cuarto, abrazados, extendiéndose ella por
sobre las superficies o vagando yo con la caja recién encontrada, mirándose ella en los
espejos de las puertas o mirándola yo en los marcos de las consternaciones, llenando
ella los espacios en sustitución del alcanfor o moviéndome yo con la espalda sobre las
paredes para no molestar el acordeón, corriendo ella la cortina desde sus zapatos rojos
para que la medianoche refuerce la temporalidad de las luces o sintiendo frío yo desde
la ingravidez de mi barba sucia y de mi mano que la tienta, ahora que el sol es cuestión
de horas y las olivas no se moverán y deberé templar las cuerdas húmedas con las
puntas de las uñas.
Los vientos lamen de pasada las clavijas. Entre los travesaños y el frío cruza la locura
de las calles como un témpano al cual está marcado el retorno. Yo no puedo hacer nada,
los brazos me penden como gusanos desenterrados; me limito a puntear los termómetros
y a caminar, lentamente porque tengo los pies hinchados, y a lamentarme sobre el álbum
rojo de no haber sido trasplantado en los primeros tiempos a los espacios aquellos antes
de que la desolación los hiriese sin remedio. Va hablando solo sin que se escuche nada,
tal vez de si mismo, de su inserción en las maravillas o de los aeropuertos, de su escasez
de peso o de la fragilidad de los moluscos; los labios se le mueven como halados y un
gesto de la cabeza parece reafirmar aquello que no se oye; se desmonta frente a la
redoma para ver gesticular mientras con el pulgar se toca la yema cortada del anular y
va de nuevo a las laderas del cerro a hojear los libros y siente que le tocan la ventana de
la pensión y camina sin ánimo en la mañana por la calle semidesierta rumbo a lo que no
le servirá y vuelve a pronosticarse una desazón en las tardes frías que vendrán de nuevo
como aquellas terribles en que se paraba en las cervecerías y se envolvía en un pañuelo
para disimular frente a la gente y miraba el azul de la montaña y se delineaba desde el
balcón el edificio de cuadrados mientras acostaba suavemente el arma; su espalda
mordida se angosta, los pies se le hunden en los callejones, mira los afiches, siente la
murmuración de los pulmones tras las paredes de cartón piedra, sube por la cuesta a
buscar de nuevo el asco y el sexo lo toma entre las manos para dejarlo caer dentro de
una desconocida; vuelve a ponerse el pijama que usaba los domingos sobre los
rectángulos del jardín y descubre que la silla de madera se mueve sobre la pared. Lo
constato en el cuarto de la claraboya. El toma las tijeras y corta. Las cosas cortadas
quedan sobre el piso de cemento. Una paloma mete las patas en el cristal y en los
metales crece una mancha húmeda. Los álbumes son libros en blanco cuyas hojas se
llenan.

También podría gustarte