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Velo del miedo_13-03_sabon FIN.

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EL VELO DEL MIEDO

Samia Shariff
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ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin
permiso previo del editor.

Título original: Le Voile de la peur


© 2006, Les Editions JCL inc., CHICOUTIMI (Québec-Canada)
La obra fue propuesta al editor por Literary Agency Dialog, Dr. Michael Wen-
zel, Lille (Francia)
© 2007, Círculo de Lectores, S.A. (Sociedad Unipersonal)
© 2007, Isabel Romero Reche, por la traducción del francés
© 2008, Styria de Ediciones y Publicaciones S. L.
Tuset, 3 2º _ 08006 Barcelona
www.styria.es
Primera edición: abril de 2008

LA FOTOCOPIA MATA AL LIBRO


Fotografía de cubierta: (De izquierda a derecha): Mélissa, Samia y Norah Sha-
riff, foto: Studio Sépia, Montreal (Canadá)
Diseño de cubierta: Enrique Iborra
Maquetación: Santiago Rodés (Media-Circus)
ISBN: 978-84-96626-78-2
Depósito Legal: B-18421-2008

Impreso y encuadernado por Limpergraf S.A.

Impreso en España – Printed in Spain


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Índice

1. Infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
2. Adolescencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
3. Matrimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
4. ¡Qué noche de bodas!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
5. Nuestro nido de amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
6. El rapto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
7. La vida sin mi hijo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
8. Un tercer embarazo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134
9. Mi regreso a Argelia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150
10. El encuentro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170
11. La pequeña evasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
12. El esperado divorcio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 212
13. Situación de urgencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
14. Peregrinaje parisino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 272
15. Una esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 281
16. Barcelona . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 304
17. La gran evasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311
18. Bienvenida a Canadá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321
19. Mi segundo nacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . 336

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351
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ADVERTENCIA

Este libro es autobiográfico. No obstante, en aras de la dis-


creción, la mayor parte de los nombres mencionados, así
como algunos detalles que habrían permitido identificar a
algunas personas, no se corresponden con la realidad.
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A mis hijos.

A todas las mujeres


que sueñan, en silencio,
con salir a flote algún día.

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Infancia

Hasta donde se remontan mis re c u e rdos, a todas horas


oigo repetir a mi madre: «¿Qué le habré hecho yo al buen
Dios para merecer una hija?».
Esta frase se convirtió en su lamentación pre d i l e c t a .
Oírla me hacía daño. Yo no lo había escogido, y tampoco
podía cambiar el hecho de haber nacido mujer. Hoy, su
monserga maléfica se ha convertido en un murmullo leja-
no y me siento orgullosa de haber exorcizado el poder des-
tructivo de aquellas hirientes palabras.
Nacer mujer en una familia musulmana, y además arge-
lina, marcó mi destino desde los primeros instantes de mi
nacimiento. He necesitado tiempo y energía para recon-
quistar mi identidad y mi libertad, pero ahora estoy orgu-
llosa de ser la persona en que me he convertido.

Desde muy joven supe que no era deseable ser una mujer,
aunque ignoraba el motivo. A los cinco años de edad quise
saber más.
–Mamá, ¿por qué no me quieres?
Ella me lanzó una mirada de desprecio.
–¡Y encima te atreves a hacerme esa pregunta! ¡Como si
no supieras por qué las madres prefieren a los niños en vez
de a las niñas! –respondió, convencida de la evidencia de su
respuesta.
Me mandó tomar asiento a su lado. Debía de ser un mo-
mento importante para concederme aquel privilegio tan
poco habitual.
–Mira, Samia, a las madres no les gusta tener hijas por-

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que acarrean deshonor y vergüenza a la familia. La madre


debe alimentarlas y velar para que éstas se comporten de-
corosamente hasta el día en que su marido se haga cargo
de ellas. Las hijas son una fuente constante de preocupa-
ciones.
Estaba intrigada por la importancia que todas las madres
del mundo, según ella, le daban a la palabra «deshonor».
–¿Qué es el deshonor, mamá?
–¡Calla, no hables de desgracias! A tu edad no tienes de
qué preocuparte; sólo tienes que escuchar y obedecer a tu
m a d re. Cuando llegue el momento, ya te lo explicaré.
¡Mientras tanto, sé una buena hija hasta el día de tu matri-
monio!
–¿Mi matrimonio? Pero yo no quiero casarme, mamá.
Yo no quiero irme de vuestro lado. Quiero crecer y cuidar
de ti y de papá cuando seáis viejos.
–Eso es imposible. Tenemos cuatro hijos que se ocu-
parán de nosotros y, si Dios quiere, aún podrían llegar
más. Tú, por ser una hija, tendrás el deber de cuidar a tu
marido.
En los países musulmanes –y de manera muy acentuada
en mi familia–, tener un hijo es una bendición y, evidente-
mente, el nacimiento de una hija, una maldición. Una hija
musulmana no sabe qué significa la palabra autonomía.
Durante toda su vida se encuentra bajo la tutela de un
hombre. Primero depende de su padre y después de su ma-
rido. De modo que representa una carga para sus padres.
Esta forma de comportarse se transmite de una generación
a otra y la niña musulmana acaba por considerarse una
maldición. Y yo era la maldición de la familia en la que
ocupaba el lugar del medio, entre dos hermanos mayores y
dos hermanos menores.

Mis padres eran inmigrantes argelinos y llegaron a Francia


a finales de la década de 1950. Se instalaron en un barrio
relativamente acomodado de la periferia parisina, donde

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nací y viví mi infancia. Mi padre, un rico industrial, había


hecho fortuna en el ramo textil, aunque también tenía in-
tereses en la restauración.
Amina era mi única amiga. Sus padres también eran in-
migrantes argelinos, pero de procedencia humilde. Su pa-
dre era basurero. A mi madre le horrorizaba que fuese a su
casa, puesto que consideraba a su familia indigna de co-
dearse con personas de nuestra condición social. Con sólo
seis años, yo creía que Amina era afortunada, porque sus
padres la colmaban de amor y atenciones, a pesar de su po-
breza.
Un día, mientras jugábamos a las muñecas, Amina ini-
ció una conversación bastante animada sobre el significa-
do de nuestros nombres.
–El mío es mucho más bonito que el tuyo.
–No, el mío es el más bonito –me apresuré a contestar.
Sin embargo, a mí no me gustaba mi nombre, me pare-
cía antiguo y lamentable para una niña de mi edad. Pero me
abstuve de confesarlo, porque, ante todo, no quería conce-
derle la victoria.
–El mío es más bonito. Mamá lo eligió porque es el
nombre de su mejor amiga que vive en Túnez. Quería que
yo fuese tan guapa e inteligente como ella. Y así ha sido,
mi madre me lo ha dicho –prosiguió Amina con un tono
triunfal.
–El mío también lo decidió mi madre –dije, convencida
de la lógica de mi respuesta.
Para no ser menos que mi amiga, me inventé el origen
de mi nombre. Amina me había dicho la verdad, estaba
convencida. En cambio, en cuanto a la procedencia del
mío, necesitaba saber más.
Aún alterada con la idea de conocer el origen de mi
nombre, me precipité hacia mi madre.
–Mamá, cuéntame cómo ocurrió mi nacimiento, por
favor…
–No hay nada que contar. Fue el peor día de mi vida
–contestó apesadumbrada.

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Me sentí triste por ella.


–¡Lo sé, mamá, te dolió mucho por mi culpa!
Frunció el ceño y me miró intensamente.
–¿Que si me dolió? Sí, me dolió mucho, pero sobre todo
el corazón. Aquel día una vecina tuvo que acompañarme a
la maternidad porque tu padre iba a adquirir un nuevo co-
mercio. Cuando el médico me dijo que había tenido una
hija creí que el mundo se me caía encima. Sabía que tu pa-
dre se llevaría una decepción y temí echar a perder su ale-
gría. Por eso le pedí a mi vecina que te pusiera un nombre.
–Cuánto me hubiera gustado que tú misma hubieras
elegido mi nombre. Amina, mi amiga, se llama así porque
su madre lo escogió para ella.
–¡Eso no es importante! Lo que cuenta es que ahora te
gusta tu nombre –añadió mi madre con indiferencia.
Todas mis ilusiones se habían desvanecido.
–¡Pues no me gusta! –confesé llorando.

Un día que yo estaba en casa de mi amiga, su padre apare-


ció con una hermosa muñeca rubia de pelo largo que se
había encontrado en un contenedor. Mi amiga estaba tan
feliz que se lanzó a sus brazos.
–¿Estás contenta? –le preguntó con alegría.
–Sí, papá. Eres el papá más bueno del mundo. Mira, Sa-
mia, qué muñeca tan bonita.
–Sí, es muy bonita, Amina, y tu papá es muy bueno.
Volví a casa pensando que Amina tenía mucha suerte.
Al llegar, mi madre me cogió por la oreja.
–¿Dónde te has metido?
–Estaba en casa de Amina. Me he entretenido viendo
la muñeca que le ha traído su padre. ¡No he hecho nada
malo, mamá!
–¡Desde luego que no hacías nada malo! No me gusta
que vayas a casa del basurero. Mucho me temo que habrá
encontrado la muñeca en la basura… ¿Tengo razón o no?
–Sí, tienes razón, mamá, pero está limpia. Su madre se

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la lavó antes de dársela.


–¿Acaso tú aceptarías una muñeca de la basura?
–Si mi padre me la diera y fuera tan bonita, sí, la coge-
ría –contesté con sinceridad.
–Tu padre nunca se rebajaría a regalarte una muñeca de
la basura –dijo mi madre airada, con altanería.
Me dio la espalda para volver a sus quehaceres y yo la
seguí. Me había quedado intrigada con su respuesta.
–¿Por qué nunca me hace regalos? Podría comprarme
algo para complacerme.
–¿Para complacerte? ¿Y tú? ¿Acaso complaces tú a tu
padre?
–¡Sí! Siempre me porto bien y soy obediente.
–¿Sabes lo que complacería realmente a tu padre?
–No. Dímelo, por favor…
–Que no hubieras nacido nunca –sentenció mi madre con
mala intención.
Aquella noche tomé la determinación de pedirle una
muñeca a mi padre. Cuando le comenté a Malek lo que
pensaba hacer, mi hermano, un año menor que yo, me di-
suadió de ello, sobre todo si nuestro padre llegaba cansado
del trabajo.
–Es mejor que juegues con mi garaje –me propuso apre-
suradamente.
No me interesaba. De hecho, lo único que me preocu-
paba era poder enseñar una muñeca a mi amiga. En cuan-
to llegó, mi padre se dirigió al salón y se dejó caer en
su sillón favorito. Como hacía todas las noches, mi ma-
dre le llevó la palangana de agua tibia donde se remojaba
los pies.
Cuando entré, mi padre tenía los ojos cerrados, mien-
tras mi madre le lavaba los pies de rodillas.
No era un buen momento para acercarme, ya que podía
enfadarse y pegarme.
Así que me volví a mi habitación para escribirle en un
papel mi petición: «Papá, te quiero y quiero tener una mu-
ñeca. ¡Eres el papá más bueno del mundo!». Después es-

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condí la misiva debajo de su almohada. Aquella noche me


dormí esperando que mi padre me regalara la muñeca que
tanto ansiaba. Al poco rato, mi madre entró bruscamente
en mi habitación.
–¿Esta nota la has escrito tú?
–Sí –respondí medio dormida.
–¿Y qué pone?
–Le he pedido una muñeca.
–¿Se te ha olvidado que no sabe leer en francés? ¿Acaso
la señorita pretende burlarse de su padre, ahora que sabe
escribir?
–No, mamá. Creía que papá sabía varias lenguas.
Definitivamente, todo cuanto hacía era susceptible de
ser malinterpretado. Me consideraban sospechosa de ac-
tuar con segundas intenciones, cuando de hecho sólo había
escrito una simple carta para pedir una muñeca. Mi her-
mano me explicó que sería mejor desechar la idea. Nuestro
p a d re odiaba las muñecas, puesto que re p resentaban el
diablo y en ninguna casa decente se toleraba su presencia.

Una mañana, me despertaron los gritos de alegría de mis


hermanos. Me levanté rápidamente y fui hacia la cocina,
de donde provenían las voces. Mis cuatro hermanos se ha-
bían vestido con sus mejores galas bajo la supervisión de
mamá. Me comunicaron muy nerviosos que iban a la inau-
guración del nuevo restaurante de papá. Como yo también
quería ir, regresé a mi habitación para vestirme.
–¿Qué haces? –me preguntó mi madre.
–Me estoy vistiendo para ir al restaurante.
–No, tú no vas; sólo pueden ir los chicos.
–¿Por qué? Yo también quiero ir.
–¡Tú no eres ningún chico! El día que tengas un pene, ya
hablaremos. Por ahora, te quedas en casa –dijo en un tono
categórico.
– Q u i e ro comprarme uno. Quiero un pene –re s p o n d í
muy decidida.

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Mi madre estaba furiosa. Cogió la mitad de un pimien-


to picante y me frotó vigorosamente los labios con él. El
dolor era insoportable. Me flaqueaban las piernas. En
cuanto llegué al grifo para apaciguar la quemazón de mis
labios, me arrastró a la fuerza hasta mi habitación para en-
cerrarme.
–¡Mamá, me duele! ¡Por favor, necesito agua! –grité
con todas mis fuerzas.
En mi desespero, la oí canturrear a lo lejos. Se había en-
frascado en las tareas de la casa ignorándome por comple-
to, insensible a mi sufrimiento. Como era invierno, la ven-
tana estaba cubierta de escarcha y aproveché la ocasión
para apoyar los labios en la repisa. Poco a poco, el dolor
disminuyó y me dormí.

Por fin llegó la Navidad, considerada entre los musulma-


nes una fiesta pagana. No obstante, casi todos los padres
les compran regalos a sus hijos para evitar que envidien a
los demás. El año había sido fructífero, así que mi padre
nos hizo un regalo a cada uno. Mis hermanos recibieron
una cantidad impresionante de preciosos juguetes y les die-
ron permiso para invitar a sus amigos a casa.
En cuanto a mí, me regalaron a Câlin, un bonito oso de
peluche marrón, con los ojos redondos, por el que ensegui-
da sentí adoración. Era mi primer regalo y estaba feliz. Me
hubiera gustado saltar al cuello de mi padre, como Amina
había hecho con el suyo, pero me contuve. En nuestra fa-
milia, una buena hija no se comporta así con su padre; eso
le hubiera contrariado.
Corrí a casa de mi amiga con mi peluche en los brazos.
Por fin podía presumir ante ella enseñándole el primer re-
galo que me había comprado mi «papá».
–Amina, mira mi oso de peluche. ¡Me lo ha comprado
mi papá! ¿Verdad que es bonito?
–Sí, es muy bonito –respondió, contenta de compartir
mi felicidad.

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SAMIA SHARIFF

Su padre le había regalado una pareja de muñecas ne-


gras muy bonitas. Pero Câlin seguía siendo el juguete más
maravilloso de todos, porque me lo había regalado mi pa-
dre. Aquel oso de peluche me seguía a todas partes, salvo
al colegio, y siempre me complacía mucho cuando lo veía
de nuevo por la tarde. Se convirtió en mi compañero de
juegos y en mi confidente.

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