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Cuentos eróticos ¡Sin filtro!

Segunda
edición
Stregoika

Contenido
1 - Reconciliarme con mi hija (relato psico- erótico)..................................................................................
2 - Mi papi....................................................................................................................................................
3 - Cura para mi disfunción: ¡mi hija!..........................................................................................................
4 - Todo por las tetas de mi hermana...........................................................................................................
5 - Relato especial: Tina...............................................................................................................................
6 - Dayanna, mi hija ¡salvó mi matrimonio!................................................................................................
7 - Ay profe ¡me haces igual que mi papá!...................................................................................................
8 - De mi obsesión por el ano de mis alumnas 0 – Luisa.............................................................................
9 - De mi obsesión por el ano de mis alumnas 1 – Bibiana.........................................................................
10 - De mi obsesión por el ano de mis alumnas 2 – Salomé........................................................................
11 - Así se conquista una de trece................................................................................................................
12 - Retos en primaria..................................................................................................................................
13 - La mejor paja que me he hecho en la vida............................................................................................
14 - Manoseada a chamaca en halloween....................................................................................................
15 - Por qué las prostitutas no besan (y por qué las chicas trans te atienden mejor)...................................
16 - La primera colegiala trans-género – la leche de Stefi...........................................................................
17 - Prohibido culear a las alumnas.............................................................................................................
18 - Las tres condiciones para al fin violar una colegiala............................................................................
19 - El burdel preteen clandestino – La mansión Cobo de Palma...............................................................
20 - Marianita...............................................................................................................................................
21 - Abducción extraterrestre (O lo que mierdas haya sido)........................................................................
22 - Echarse una fría, pero no cerveza.........................................................................................................
23 - Futuro zombi.........................................................................................................................................
24 - Confesión real de un profesor...............................................................................................................
25 - Enamorado de mis dos estudiantes.......................................................................................................
26 - El día que la mierda valga plata............................................................................................................
27 - Manoseador de colegialas confeso.......................................................................................................
28 - De paseo con mi hija carla....................................................................................................................
29 - Dedeada a través de una cerca de colegio.............................................................................................
30 - Fabiana, irresistible colegiala de 12 años.............................................................................................
31 - Madre e hijito en el bus atestado..........................................................................................................
32 - Ordeñada express por nena de grado 8º................................................................................................
33 - Peladita en el bus con culo de no creer.................................................................................................
34 - Percepción de un mirón reprimido.......................................................................................................
35 - Profe ¿Se puede una embarazar si hay semen en el agua de la piscina?..............................................
36 - Upskirt apabullante...............................................................................................................................
37 - Teen sweet models 2/4 – firmando el contrato de mi hija....................................................................
38 - Teeen sweet models 3/4 – Dayanna y su amoroso padre......................................................................
39 - Artíuclo: EL tabú de la atracción por nenas menores...........................................................................

1 - Reconciliarme con mi hija (relato psico- erótico)


Un hombre debe reconocer algo difícil para recuperar el amor de su nena.
©2021 Stregoika
Siempre que sabía, por noticias o cosas que pasaban en el barrio, sobre algún tipo  era sorprendido
‘abusando’ de su hija, mi única reacción era sumarme a la furia rabiosa de la gente. Deseaba tener en
frente al hijo de puta que lo había hecho para darle la putiza de su vida y al final, ponerlo de rodillas y
dispararle en lo alto de la frente. Imaginarlo me hacía sentir mejor… Un momento. Algo no cuadra
¿cierto? ¿Por qué esa fantasía violenta me haría sentir mejor? Para sentirse mejor de alguna manera,
hay qué primero sentirse mal de otra. Entonces, si un desconocido sentaba a su bella hija en el canto
para deleitarse sintiendo su trasero suave y redondo y al final no resistía, iba más allá y se armaba un
escándalo ¿por qué sentía yo parte de la culpa y quería purgarla? Ya vieron que puse ‘comillas’ en la
palabra abuso, al inicio. Ya deben suponer de qué va esta historia.

Mi hija Paula tenía doce años. Nuestra familia no era nada fuera de lo común, todo sacado del mismo
aburrido molde que exigía lo ‘normal’: Un padre trabajador y dedicado, que amaba a su esposa y sus
hijos, una madre entregada y leal, y un par de muchachos en edad escolar que asisten a clases por la
mañana y hace deberes y se divierten un poco por la tarde, con sus amigos del barrio. Camiones
recolectores de basura cada dos días, ir a misa los domingos y la señora que vende tamales
levantándonos temprano con su megáfono. Una vida de ensueño en un vecindario de clase media en un
país tercermundista. Hasta que mi esposa sorprendió a Paula haciéndole una mamada a un chico de su
colegio.
   —Yo ni siquiera quería contarte por miedo a cómo vas a reaccionar. Pero al fin… no hay un motivo
lo suficientemente grande como para ocultarte algo así. Sería peor —me dijo Amanda, mi esposa.
   —Haces bien —le respondí.
   Me costaba pensar. Acababa de escuchar el relato de Amanda sobre cómo se asustó de que hubiese
tanto silencio repentinamente en el estudio, después de oírlos reír tan animadamente. Se asomó a
hurtadillas y sorprendió a la joven pareja. El chico estaría tendido en su asiento, concentrado,
disfrutando a ojos cerrados y con la cabeza recargada en sus propias manos a manera de almohada.
Tendría la cola puesta en el borde de la silla, casi acostado, las piernas bien estiradas y abiertas. Y mi
Paula, estaría arrodillada en medio, con su cabecita subiendo y bajando, una mano ocupada, dándole
sustento sobre uno de los muslos del chico, y la otra, agarrándole el pito. También, me explicó mi
esposa, tenía los ojos cerrados y chupaba tan fuerte que se le ahuecaban las mejillas.
   El hecho que Amanda me hubiera graficado tanto los detalles de la escena, solo aumentó la confusión
en mi cabeza. ¿Por qué lo había descrito hasta las minucias? Pero, como se imaginarán, no había
suficiente espacio en mi cabeza para esa cuestión. Ya pronto se resolvería la duda, de cualquier forma.
   —Por favor, no le digas nada —me suplicó Amanda.
   —No, obvio no. busquemos ayuda —propuse.
Y así lo hicimos. Amanda, el día que sorprendió a nuestra Paula chupando un pene, volvió y retrocedió
a hurtadillas. Muy seguramente se acordó de su propia experiencia, aunque ella tenía 17, cuando me lo
estaba mamando a mí y su hermano mayor nos sorprendió. Armó un escándalo que le costó a Amanda
su estilo de vida, amigos y casi la familia. Para su hermano, lo principal ese día, era que nadie le llenara
de semen la boca a su hermana. Pero Amanda, sabiendo las consecuencias del escándalo en su propia
vida, prefirió que la boquita de su hija de inundara de la esperma de un suertudo muchachito, antes que
avergonzarla a muerte armando un quilombo y, arruinarle la vida.
   Buscamos ayuda directamente con el psicólogo de su colegio. Enfatizamos en el secreto y al parecer
lo logramos. Nunca habría pasado a mayores de no ser por una estupidez que cometí.

Unos tres meses después del rico oral que practicó mi hija y que presenció mi esposa, creíamos tener
todo bajo control mediante todo lo que nos sugería hacer el psicólogo. Ya habíamos hablado de sexo
con ella y de responsabilidad. Pero Paula seguramente nos escuchaba con condescendencia, ya que, era
más recorrida de lo que nosotros éramos a los 18. con doce añitos. Como nos enteraríamos después,
ella y ese suertudo muchacho estaban viendo porno en la casa, evadiendo las restricciones de la red
usando VPNs y otras argucias. También tenían ambos multi-cuentas en redes sociales, con el fin de
presentar a sus padres las que reflejaban su conducta intachable. Pero en las otras hacían toda clase de
cosas, sobre todo sexuales.
   Pero Amanda y yo no sabíamos eso aún, y como idiotas, según el psicólogo ‘construyendo una
relación de confianza’, le permitimos seguir llevando chicos a la casa y les dimos espacio. Yo, después
de una hora de privacidad de Paula con su amiguito, simplemente no resistí y me acerqué con disimulo
al estudio. Al acercarme solo oí una risilla de ella, que, comparada con el silencio de la mamada, me
tranquilizó de entrada. Pero cuando me asomé, supe de qué iba esa risilla. El chico le hacía cosquillas
bajo la falda.
   Necesité meses de terapia para saber qué fue lo que pasó por mi mente en ese preciso instante y poder
contárselos. La imagen de Paula que se desplegó en mi mente, fue una correspondiente a cuando ella
tenía once años y representó un baile folclórico en su colegio. Era el Baile del Garabato, que se
representaba con atuendos nativos, sobre decir que, muy escasos y reveladores. Yo me hice justo en
frente del escenario para tomarle unas fotos a mi hija con sus amigos, así que la vi desde abajo. Haberle
visto sus cuquitos blancos ceñidos a la sensualidad innegable de su cuerpo, su figura de nena que está
por cumplir los 12, accedió a mi mente por un canal que yo no conocía. O que sí conocía pero que
negaba. Por suerte, no había conflicto. Ese culito y esa panochita estaban allá, donde debían estar, 
intactos y sagrados. Pero entonces, ver una mano hundida casi hasta el codo bajo la colorida falda de
seda de Paula, sí fue, en cambio, rotundamente conflictivo. Ese culito y esa panochita estaban siendo
profanados. ‘Profanados’.
   Me lancé sobre el chico, que cuando me vio, brincó como gato e intentó botarse por la ventana. Pero
lo agarré como se agarra un sucio violador y quise darle puños hasta me dolieran los nudillos. Pero algo
quedaba dentro de mí, todavía con un ápice de lucidez. «Es un mocoso de once años» me escuché decir
por dentro «¿Quiere usted irse a la cárcel?». Entonces lo saqué de la casa y lo arrojé a la calle
empujándolo con la zuela de mi bota derecha.
   Les ahorraré los detalles del escándalo que sobrevino. Me hice enemigo de sus papás y para proteger
a Paula, la sacamos del colegio un tiempo. El psicólogo insistía en ayudarnos, pero yo estaba hecho una
fiera y así duré por semanas. Si me encontraba al padre de ese puto violador, seguro le tiraría los
dientes. Pero nada de eso era grave, en comparación con lo que ocurrió en la relación padre-hija entre
Paula y yo. Ella parecía no querer volver si quiera a verme, y eso sí me dolía. Yo podría separar en
partecitas a ese mocoso y a su padre usando una sierra, pero mi Paula a mí, me torturaba diez veces
peor, odiándome.

Mi esposa me puso una trampa. El psicólogo le había explicado cierta cosa, y la había convencido de
que yo, si me hacía a su conocimiento y la aceptaba, se solucionaría todo. Ustedes no son bobos, ya se
deben imaginar de qué se trata.
   Llegué a casa y saludé a Amanda. Su beso en la boca seguido de un apretado abrazo, me indicaron
que algo sucedía. Amanda sabía de sobra que por neurótico que fuera yo, primero me arrojaría por una
ventana de un tercer piso que tocarle una pestaña a ella. Sabiéndolo, procedió.
   —Mi amor, hay visita —me informó.
   —¿Quién? —fruncí el entre-cejo.
   —Te está esperando en la sala. Solo no te vayas a enojar.
   Claro. Era el papá de aquél putito violador. En mi casa. O eso supuse, cegado por la soberbia. Estiré
un lado de la cara, sonriendo socarronamente. Me fui a la sala de mi casa dando pasos de toro bravo.
Llegué quitándome la chaqueta y arrojándola a un sillón, dispuesto a estirarle el cuello como a un pavo
a… a…
¿El psicólogo?
   —¿Usted?
   —Señor Zorro. Me permito saludarlo antes —se puso de pie.
   —¿Qué hace usted aquí? —pregunté, desarmado por el asombro.
   —Esto es completamente no ortodoxo, Señor Zorro, lo reconozco. Pero debo aclararle que si estoy
usando mecanismos completamente no ortodoxos, es porque el asunto en cuestión también lo es. ¿Nos
sentamos?
   Su tono era ofensivamente tranquilo. Le hice un ademán para invitarlo a sentarse, pero para dejarle en
claro que yo mandaba en mi casa, me quedé de pie. Al notarlo, dijo:
   —No hay que ser displicente, señor Zorro. Yo no tengo ningún problema en hablarle desde la silla.
Déjeme empezar por aquí: Yo estoy al tanto de los problemas serios por los que atraviesa usted y su
familia —su tono seguía siendo una combinación fastidiosa entre lo tranquilo y lo perentorio, como
hacen las mujeres educadas de clase alta que no se dejan de nadie— a causa de su —hizo énfasis en en
ese «su», señalándome— reacción violenta contra ese chico.
   Yo me acomodé en mi sitio y simulé limpiarme el sudor de la cara. Iba a echarlo de mi casa. Pero él
siguió:
   —Respóndame algo, señor Zorro: ¿Quiere recuperar el amor de su hija?
   —Mire —traté de ser lo más sereno posible—, para empezar, yo no estoy de acuerdo con esta visita
así es que —señalé el camino a la puerta.
   Pero él siguió:
   —Señor Zorro, yo no vengo a imponerle nada. Vengo a ayudarle. Usted no es un enemigo que tenga
qué vencer, ni yo soy uno para usted. Solo vine a tratar de abrirle los ojos para que ayudarle a arreglar
un problema. Y lo hago por Paula, lógicamente.
   Vocalizaba tanto que por un momento pensé que me creía idiota.
   —Y acaso usted ¿qué va a hacer para que mi hija vuelva a quererme?
   —Nada. Todo lo va a hacer usted. Yo solo le voy a brindar una información.
   Me rasqué la cabeza y vi hacia una pared.
   —¿Cuál información? Suelte lo que sea, a ver.
   El sujeto al fin hizo una cara de que las cosas serían difíciles. Dijo:
   —Lamentablemente, no se la puedo decir…
   «Hijueputas psicólogos» pensé y di un paso para tomarlo del brazo y sacarlo. Pero él siguió:
   —...Si no lo descubre usted mismo, no le servirá de nada —lo tomé del brazo—. Pero lo que sí puedo
es guiarlo a que lo descubra —empecé a halarlo—. Señor Zorro ¿Qué le molestó tanto de que un chico
manoseara a Paula?
   Lo empujé hasta afuera. Durante la expulsión, él dijo:
   —¡Cuando pueda usted contestarse esa pregunta, sabrá por qué actuó de manera tan violenta, se dará
cuenta de que fue un error, y no le costará nada tomar los correctivos para recuperar a Paula!

El maldito loquero logró sembrarme la duda y ponerme a pensar en la respuesta a esa pregunta durante
mucho tiempo. El suficiente, de hecho, para que se me bajara la espuma y quisiera más información.
¿Y si de verdad podía, así, lograr que mi hija me mirara de nuevo? Yo no soportaba verla en las tardes
haciendo su vida e ignorándome como a un desconocido.
   «¿Por qué me cabreó tanto que un compañerito le metiera la mano bajo la falda a mi pequeña? ¡Pero
qué pregunta estúpida! A ver, si es tan estúpida, contéstela.»  Así era el diálogo conmigo mismo durante
las noches, al afeitarme, al manejar y al cagar. Y un buen día dí lo que, según sabría después, fue un
paso de superación enorme: Me permití responder a la pregunta.

   —Pues porque nadie le va a tocar la cuquita a mi hija, NADIE —le dije al psicólogo.
   Había pasado casi un mes, pero haciendo te tripas corazón y tratando de no desinflar el pecho, lo
busqué. Todo por mi Paula.
    —Está bien, esa es su respuesta candidata por ahora —dijo, con las palmas de las manos unidas
delante de la cara—. Piense: ¿Esa respuesta va a reconciliarlo con Paula?
   —Pues claro, porque la estoy protegiendo…
   —Señor Zorro, no sé dé respuestas que satisfagan su posición. Así como se permitió tratar de
contestar a la pregunta y venir aquí, arriésguese ahora a encontrar una respuesta que no le guste. No
tiene qué gustarle —se puso de pie—, tiene que abrirle los ojos. ¡Piense! ¿Ese chico estaba forzando a
Paula? ¿Ella estaba retorciéndose tratando de liberarse y clamando auxilio?
   —Ay por favor —me enojé— ¿me va a salir con qué lo estaba disfrutando?
   —Sí, le voy a salir con eso, imagínese —me retó.
   —¡Pero si es una niña!
   —¡Y ¿quién está diciendo lo contrario?! —vociferó el loquero.
   Luego se quedó viéndome y agregó:
   —Mírese ahí sentado, señor Zorro. Está sumamente incómodo y muy seguramente con ganas de
agredirme, porque ese es su mecanismo para negar algo que usted siente pero no se lo permite.
   »Déjeme preguntarle algo —se me acercó de forma amenazante— ¿Recuerda el caso de El Mosntruo
de Santarem?
   Me puse de pie.
   —¿Para qué quiere verme cabreado? —pregunté.  
   —No, señor Zorro. Yo no quiero verlo cabreado. Quiero que usted mismo se vea cabreado y se
pregunte por qué se cabrea. ¿Le gustaría darle una muenda a Iván Andrés Cibrán¹?

____________
¹De los relatos “Mi papi” y “Cura para mi disfunción: ¡Mi hija!”
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   —Pues claro —afirmé categóricamente.
   —Miente usted, señor Zorro.
   —¡¿QUÉ?! —me cabreé, al fin.
   —¡Usted quisiera darse una muenda a sí mismo! —me vociferó en la cara.
   No supe qué responder.
   —Cuando usted sabe de (e imagina) un caso de incesto, lo percibe inconscientemente como un caso
de abuso, y reacciona de acuerdo a ello. Y ¿Sabe por qué a las personas les disgustan las cosas que
hacen los demás? Por que son inmaduras y no ven en los demás a lo demás, sino a sí mismos.
   Me pasé las manos por toda la cabeza.
   —A usted, señor Zorro —volvió a señalarme con su índice como si de él fuera a salir una bala calibre
38—, se le incendia la sangre de saber que alguien sí hace lo que usted reprime.
   —¿Qué? —pregunté, casi con ganas de burlarme de su verborrea.
   —Que usted, señor Zorro, quisiera agarrar a palos a Iván Andreś Cibrán, El Monstruo de Santarem,
porque él se dio libertad de  hacer algo que usted reprime.
   Ahora sí iba a matar a ese hijo de puta psicólogo de tres pesos. Me paré bien de frente a él.
   —¿Está insinuando que le tengo ganas a mi Paula?
   —Saque pecho todo lo que quiera, que de nada le va a servir para reprimir la verdad, señor Zorro.
   Lo agarré violentamente de las solapas.
   —Usted está enfermo —lo acusé.
   —Y usted está sanando —dijo, ahí violentado—, no deje que la ira lo nuble. Si acaba de descubrir
algo, acéptelo. Sólo le falta eso ¡solo un paso, señor Zorro!
   Como desde el principio, seguía usando ese tono tranquilo y retador.
   —Máteme, si quiere —agregó—. Eso solo lo dejará aún más lejos de la sanción y de recuperar a
Paula. Y enfadarse no volverá verdad aquello que usted quisiera que fuera verdad pero no lo es. La
verdad es verdad por sí sola, así usted se enfade. Lo que puede hacer es aceptarla y vivir mejor.
   »Piense. Paula no es por nada la niña más popular y asediada del colegio, no solo por sus compañeros
de curso sino por los grandes, y vaya Dios a saber si también por algunos profesores o padres de sus
amigas. ¡Es una hermosura! Y usted, preciso usted, es el que más cerca la tiene y el qué más prohibido
tiene tocarla.
   Lo tiré  con fuerza hacia su escritorio, que se corrió casi medio metro. Pero yo seguía sin saber qué
decir.
   —Usted, sin saber la causa de su ira —siguió él, arreglándose serenamente las solapas—y por ende,
tampoco pudiendo controlarla, actuó envenenado y sacó a ese chico a empujones y patadas de su casa,
se hechó de enemigos a los papás de él, armó un escándalo que después no pudo controlar y le dejó una
experiencia muy amarga a Paula.
   Sus palabras traían tantas verdades que dolían más que los puños de un peso pesado.
   —Mi trabajo está hecho, no puedo hacer más por usted. Le deseo que pueda arreglar las cosas con su
hija. Ofrezca una disculpa a ese chico, a sus padres y por supuesto, a Paula. Sabiendo la verdadera
causa de ira, ese ofrecimiento de disculpas será sincero y efectivo, a diferencia de una apología
hipócrita. Sobre todo con Paula —se retiró de su oficina no sin antes decir—: Queda usted en su casa,
señor Zorro.

O sea que me gustaba mi hija, yo mismo no lo sabía y actué como un cavernícola sin importarme qué
sintiera mi niña, sino en función de que yo daba su culito por mío y que, si yo no lo tocaba, nadie lo
haría nunca. Mierda, interesante la psicología.

Lo de ofrecer disculpas a quien yo llamaba deliberadamente ‘el pequeño violador’ y a su padre, fue
muy difícil. Pero el amor por mi hija era más grande, y vaya manera de comprobar cuánto —y de qué
manera— la amaba. Luego, las disculpas a ella, fueron todavía más difíciles, para ambos. Amanda
ayudó mucho.
   Mientras subsanaba lentamente el corazón de mi nena, y con nuevos intereses en mi haber, se
presentó sin pensarlo la respuesta a otro viejo interrogante.
   —¿Desde cuando lees psicología? —me preguntó Amanda, cuando se metió en la cama al lado mío.
   —Desde esta mañana. Pero estoy decepcionado. Esto está aburridorsísimo. ¿Cómo puede alguien
aprender tanto y ser como el psicólogo del colegio de la niña, leyendo cosas tan jartas? —cerré el libro
con desprecio.
   —Pues te sugiero que sigas leyendo, para que seas tu propio psicólogo, porque te va a dar un
soponcio cuando escuches esto.
   —Y ahora ¿qué?
   —Volvieron a Llamar del canal. Insisten en que Paula debería ser modelo. Ya no puedes ponerte
como un gorila en celo, mi amor. Si quieres di que no, pero sin arrojar piedrones por los aires ¿si?
   —¡Oye, oye, oye, espera un momento! —le dije, haciéndole un ‘alto’ con mi palma.
   —Y ahora ¿qué? —me preguntó, untada de desespero.  
   —¿Por qué siempre has alentado a Paula a que sea modelo?
   —Ay pues porque Paula es una re-mamasita —cruzó los brazos—. O, después de lo que te hizo
descubrir el psicólogo ¿me lo vas a negar?
   —¿A ti no te molesta que a mí me guste la niña? —arrugué la frente.  
   —Para nada.
   —¿Y por qué? —agucé mis ojos sobre mi esposa.
   Ella se inquietó y quitó el libro de mi regazo, y dijo:
   —No te pongas psicológico conmigo, buenas noches —se acostó.
   Pero, la terrible sacudida que me había provocado el psicólogo, acosándome con preguntas y
atormentándome solo para que viera dentro de mí mismo, ya me había enseñado más psicología que
cualquier libro. Me puse coquetamente sobre mi esposa y pregunté con un susurro:
   —¿Por qué fuiste tan detallada para narrarme lo de la mamada que le hizo la niña a ese chico?
   —Buenas noches, amor, no molestes que tengo sueño —masculló.
   —Es porque Paula te parece una re-mamasita ¿cierto?
   —Amor, me estás molestando y te va a tocar irte a dormir al sofá —me amenazó.
   —¿Te excitó ver a Paula chupándola? Tenía a ese sardino en el cielo ¿cierto?
Yo debí ser un dolor de cabeza para el psicólogo, porque inclusive lo agredí. Pero Amanda era dócil
como gatita:
   —¡Uhy eso se veía más rico, amor! —confesó, poniéndose sobre mí—. La chupaba durísimo, como
si quisiera que saliera dulce de leche.
   —O semen —propuse.
   —Uhy sí. ¿Será que la niña ya había probado el semen y estaba desesperada por probarlo otra vez?
¿Será que a la niña le gusta el semen?
   Amanda ya estaba masturbándome al terminar de preguntar. Yo, perreando en su mano, pregunté:
   —¿Será que le gusta tanto como a ti?
   Su respuesta fue un ventral gemido con el que se escondió bajo la cobija para chupármelo.
   —¡Upa, uhy! ¿Así lo mamaba Paula? —pregunté, retorciéndome un poco.
   Ella no pudo sino asentir a boca llena, produciendo un gracioso sonido. Me lo mamó unos segundos
más, pero para lo que quería decir, tuvo qué soltar mi verga:
   —¿Quisieras que Paula te hiciera una mamada? —me preguntó con perentoriedad.
   —¡Uff, con todas las fuerzas de mi alma! ¡Daría un riñón! —respondí con una sinceridad nunca antes
imaginada.
  Los siguientes cuatro o cinco minutos, fueron mágicos. Amanda me la chupaba con una locura que
hacía años no tenía, y yo perreaba en su boca imaginándome toda clase de cosas con Paula. Imaginaba
que la agarraba en el cuarto de ropas y la seducía con tantas caricias y besos que alf inal no se resistía y
terminábamos haciendo el amor sobre la ropa recién planchada. Imaginaba también que la cogía en los
baños del teatro con su traje de nativa.
   Al final, yo estaba respirando como toro, con el antebrazo descansando sobre mi frente y disfrutando
de un éxtasis, hasta entonces,  sin igual. Mientras Amanda relamía la venida de mi falo, bolas y pubis
como si fuera helado, yo me sobrecogía de imaginar cómo sería echar huevitos con mi hija. Serían tal
la dicha que ¿para qué el paraíso? Pero no. Si mi amada esposa estaba dispuesta a complacerme con
fantasías sobre nuestra hija, sería, supuse, porque no contemplaba hacerlas realidad. O eso diría Freud.
Luego, ella me sorprendió con una pregunta:
   —¿Quieres que traigamos a Paula a la cama, a ver qué aprendemos entre los tres? 

2 - Mi papi
DNDA ©2018 --Stregoika
Relato de alto nivel, narrado por una chica de 14 años.

Mi padre siempre ha sido un buen padre. Amoroso, presente y nunca me ha faltado nada. A los 14, me
demostró deseo por primera vez. Sí, se aguantó bastante, creo que se hizo la paja pensando en mí
durante años. Pero ese día, que al fin se animó, resultó estremecedor para mí. Estaba sentada frente a
mi computador y lo llamé para mostrarle una foto sin importancia. Yo estaba haciendo un poco de
tiempo mientras me iba a encontrar con un muchacho que me gustaba, pues llegar a tiempo sería
demostrar el hambre. Entonces me metí a Facebook.
   —¡Papá, papi, mira esta foto tan chistosa de mi tía Soledad!
   Él llegó y se inclinó para ver la foto de cerca. Era una de esas pantallas que solo se ve bien lo que sale
si uno está bien de frente, así que puso su cara junto a la mía. A mí, nada de lo que él hacía podría
incomodarme. Había sido bastante tierno y caballeroso toda la vida. Vio la foto de mi tía montando
caballo y rio unos segundos, pero otra cosa llamó más poderosamente su atención. Yo me había
arreglado muy bien, pues quería sorprender a ese chico. Me había puesto una blusa re—escotada y me
había perfumado bien. Para rematar, la mamá de una amiga, que era profesional en eso, me había
maquillado. Creo que mi papá me encontró muy provocativa. Solo exhaló una enorme cantidad de su
aliento, que siempre me había parecido tan varonil… y bajó la mirada hacia mis senos. Tengo que hacer
una pausa para explicar algo, que parte de lo que le debo a mi papá es la seguridad y autoestima que
tengo, que, aunque no lo crean, no es fácil ni para una muchacha, todo mundo cree que por ser mujer y
ser jovencita, se tiene el cielo a dos manos, pero no es así. Mi papá me explicó que las mujeres siempre
estaban compitiendo entre ellas y que a las más bonitas siempre era a las que más odiaban y que yo
tenía que ser fuerte, porque era muy hermosa e iba a tener muchas enemigas. Que, de hecho, buscara
siempre mejor tener amigos hombres. Pero que si él me decía que era una niña asombrosamente
hermosa, le creyera. Entonces, yo sabía que era hermosa, muchos me lo decían, todos querían conmigo,
hasta mis profesores y mi papá.

Yo sabía de sobra cómo los hombres se pueden volver bobos por unas puchecas, unas nalgas bonitas,
una falda cortita, unos pantalones que se le marquen a una adelante (aunque yo no hago eso, qué
boleta) … y ver como mi propio padre caía presa del embrujo era una sensación muy rara. Cuando lo
tenía ahí, con su cabeza al lado de mía, mirándome entre la blusa, se me juntaron mil cosas en la
cabeza. Pero en la cabeza o sea, en la cabeza tenía confusión, pero mi cuerpo y mi corazón parecían no
tener dudas y eso solo aumentaba la confusión en mi cabeza. Sentir su calor era rico y la sensación de
proporcionarle ese ‘gusto’, de ser yo quien lo ponía así, era una cosa que no se comparaba con nada.

Yo no era virgen, hacía más o menos un año me había acostado con un compañero del colegio, uno de
grado once que me gustaba mucho, muchísimo. Pero aun así no había comparación. Es bastante difícil
de explicar. Ni por más cara bonita o mejor que se vista un muchacho o más marcados que tenga los
abdominales, no se le comparaba a un hombre. Exactamente eso: a un HOMBRE. Ni siquiera mis
amigas pueden entender lo que quiero decir. Obvio, a ellas no les hablé nunca de mi papá, pero a mí ya
me tenían fichada dizque me gustaban los ‘viejos’. Con el tiempo me aburrí de intentar que entendieran
y empecé a aparentar ser como ellas. Pero por dentro, siempre supe la diferencia entre un mocoso y un
hombre y sí, el hombre más hombre que conocí en mi vida fue mi papá. Ya llevábamos como dos o tres
segundos de estar ahí, congelados ambos, yo, quietecita para que él mirara y él, mirando. Parecía
querer tener rayos X y ver a través. De verdad me hacía sentir bonita. Me dio un beso en la mejilla y
entonces otro y entonces otro más. El primero, fue fuerte y sonoro. Un beso de padre. Desde el
siguiente, pasando por el siguiente y luego por el siguiente, los besos en mi mejilla se volvieron más
silenciosos, suaves y lentos. Sentí como si me hubieran puesto un cable pelado y pasando corriente
justo en el centro de la espalda, donde empieza la cintura. Ni siquiera cuando ese chico con quien perdí
la virginidad, me penetró por primera vez, sentí eso.
   La confusión en mi cabeza no servía para nada, porque el cuerpo y el corazón simplemente la
ignoraban. Yo nunca había sentido algo tan rico. Sentía que las hormiguitas me habían llegado a los
antebrazos y al espacio entre el dedo gordo del pie y los otros dedos. Sentía un tornillo girando allí. Si
eso era con uno besitos… ¿cómo sería…? La mandíbula empezó a temblarme. Al fin me moví, porque
el voltaje en la espalda era insoportable. Delicioso, pero insoportable, había algo que presentía y quería
evitar a toda costa. Pero mi papá también se movió. El siguiente beso que me dio, fue con boca abierta.
Pasó su mano detrás de mí y me agarró fuerte por la cintura. La sensación de que con su brazo
alrededor nada malo podría pasarme nunca, era magnifica. Así que, mi papi, dejó ocultos sus dientes
detrás de sus labios y me propinó una mordida en la parte de atrás de la mejilla, cerca al oído, que me
electrizó. Aquello que quería evitar, aquello que temía, sucedió. Algo en mi bajo vientre se puso muy
contento y sentí algo así como un escalofrío, un palpitar, me mojé y sentí unas enormes ganas de ser
penetrada. ¿Quién puede encender eso sino un verdadero hombre? Al mismo tiempo se me escapó un
gemido. Otra cosa que, las veces que había tenido sexo con muchachos, no había ocurrido. Los
gemidos, los había oído y los había fingido cuando hablaba de sexo con mis amigas, pero nunca había
imaginado que estos salieran por sí solos, sin permiso, en un estado tan rico como el que me tenía mi
papá.
   —¡Yuri, Iván Andrés ¿qué están haciendo?! —Prácticamente gritó mi mamá.

Nunca supimos cuánto tiempo llevaba detrás de nosotros. Yo salí corriendo a mi habitación y nunca,
créanme, nunca supe que pasó con ellos. Recuerdo que me senté frente al espejo y me pasé las manos
por la cara y cuando moví los brazos, sentí algo que se me hizo conocido. Se me habían crispado los
pezones. Abrí las ventanas y me abaniqué con una cartulina.

Mi mamá cambió del todo con ambos. Con el paso de los años entendí que lo que ella vio no fue un
abuso, sino una infidelidad. Creo que me vio más contenta de lo que ella podía aceptar. Ambos la
traicionamos al tiempo. Pocos días después de descubrir a mi papá besuqueándome y a mí responder
con ese profuso gemido de excitación, sus maletas estaban en la puerta. Nos dejó solos prácticamente
sin decir nada. A mí me afectó una décima de lo que hubiera imaginado y entendí que mi madre nunca
fue tan especial para mí. Si por cualquier otra razón se hubieran separado y hubiera yo tenido que elegir
con quien quedarme, hubiera elegido a mi papá de todas formas. La vida a solas con mi papá se
convirtió en un idilio, tan gradualmente que no nos dimos cuenta. Desde el primer día sin mi mamá, él
y yo ya nos mirábamos con coqueta complicidad. Al día siguiente nos tratábamos como el padre y su
hija más amorosos que hubiera visto el mundo y reíamos muchísimo. Abrazos, mimos, carcajadas y
besos en la mejilla, pero ya desprovistos de toda inocencia. No decíamos una palabra al respecto, pero
ambos sabíamos que teníamos ganas de hacer el amor.

Y bien, la primera vez ocurrió al fin. Mi papá sabía que ese día iba yo a encontrarme con aquél chico
otra vez y yo sé que se remordía de celos. A él le daba como pena admitirlo y hasta me daba permiso de
ir… ¡era lindo! Pero no resistió más.
   —¡Yo llego temprano, te lo prometo…! ¿A las 12?
   —A las 10.
   —¡A las 12!
   —¡Yuri!
   —¡Papi! —me di cuenta de que estaba provocándolo.
   Me gustaba poner en evidencia sus celos.
   —A las 10 — dijo él.
   —¡A La 11! —pero vi su cara y me dio miedo— está bien, a las 10. Voy a bañarme.

Y así lo hice, aunque con una diferencia muy importante de cuando pasaba al baño normalmente. Creo
que fue una de esas cosas que una hace por deseos inconscientes. Inconscientes, pero deseos, al fin y al
cabo. Pasé frente a él desde mi habitación hacia el baño, en ropa interior. Después de 10 minutos en el
baño, hasta se me habría olvidado, pero no, el efecto llegó retardado, pero llegó. Mi papá se me entró al
baño. El corazón me dio un brinco cuando la puerta se abrió. Recordé instantáneamente las maripositas
que habían invadido todo mi cuerpo el día del beso delante del computador. Era una emoción que solo
él me podía proporcionar.
   Se quedó de pie mirándome a través del vidrio martillado y no dijo nada. Yo tampoco dije nada. Los
segundos pasaron y como no hubo movimiento ni palabras, decidí hacer algo antes que él quizás se
fuera. Abrí la puerta corrediza de la ducha. Estábamos ahí mirándonos a los ojos como dos
enamorados. De todas las veces que me hubiera mirado un hombre, ninguna mirada se le comparaba.
Una mirada de deseo se volvía ordinaria ante la suya, que expresaba más que todo, veneración. Al fin
habló:
   —Yuri. Tú eres el ser más hermoso que haya visto y vaya a ver en la vida. Cuéntame todo de tu vida,
siempre, cuenta conmigo, pídeme consejo sobre tus amores, que yo te lo daré, aunque muera de celos y
dolor por dentro.
   Fueron todas las palabras que hubo. Así que eso era. Mi papá estaba enamorado de mí, mi mamá lo
sabía y eso explicaba muchas cosas. Caminé hacia él y lo besé. En un segundo estábamos besándonos
con los rostros agarrados a dos manos. Él me tomó de la mano y me llevó a la sala, así, desnuda y
escurriendo agua y jabón. Me tendió gentilmente sobre el sofá y empezó a besarme todo el cuerpo. Mi
corazón golpeteaba como una fiera enjaulada y la respiración se me aceleró. Al fin estaba sintiendo otra
vez ese rico hormigueo, el endurecimiento de mis pezones y por supuesto, el pubis apretando y
soltando, incendiado de ganas. Mi papá me envolvió con sus brazos para besarme los senos. Qué
sensación celestial. Me chupaba los pezones con una agresividad inusitada y que me gustaba mucho, al
mismo tiempo de esa sensación de que en sus enormes manos subiendo y bajando por mi espalda,
nunca nada malo podría ocurrirme. Sujeté su cabeza con mis manos. Entonces me besó el cuello y la
cara. Se quitó la camisa y yo, por algo que no razoné, algo que hicieron mis manos por sí solas, le
desabroché el pantalón. Jamás olvidaré ese primer vistazo que di a su pene. Ese sí era un pene y me
hizo tener una sensación de querer tenerlo adentro, muy diferente a lo que ocurría con los muchachos.
Me di cuenta de inmediato de que yo sostenía relaciones con chicos de manera enteramente
experimental, pero nunca había sabido lo que de verdad era desear a un hombre. Antes de cualquier
cosa, mi papá puso su cara entre mis piernas y me lamió toda. Mientras lo hacía, frotaba mi vientre con
su mano, abriendo y cerrando los dedos. Parecía querer llegar hasta mis entrañas con su lengua. Eso era
ser deseada. No se detuvo, no paró, siguió y siguió lamiéndome y dando chupadas a mis labios y
cavidad vaginal de manera exquisita. Yo no paraba de gemir ni de contonearme. El calor subía y subía,
él comía más y más y yo sentía más y más rico. Agarré su cabeza y la empujé hacia mí.    
   Cuando hice eso, él se enfocó en el centro. Repentinamente olvidó mis vulvas y pareció ya no querer
entrar hasta mis entrañas. Ahora solo agitaba mi clítoris con su lengua y grité de placer por primera vez
en mi vida. Siguió haciéndolo, más y más y yo ya no era dueña de mi cuerpo, pues este por sí solo se
retorcía, subía y bajaba y emitía gemidos. Inclusive, en un impulso incontenible, cerré las piernas con
mucha fuerza. Mi pobre papi quedó como atrapado en una prensa, pero aun así seguía lamiéndome,
lamiéndome y lamiéndome. Un estado completamente nuevo para mí estaba llegando. Jamás había si
quiera imaginado algo así. Se sentía tan rico en todo el cuerpo que, uno; me volvería adicta a ello y dos;
empezaba a sentir más y más amor por él, pues me llevaba al cielo. Hasta las mezclas de sensaciones
opuestas resultaban maravillosas: El miedo de sentir que la respiración se detenía a causa del placer y
que ese placer fuera nada menos que mi papá lamiéndome. Empecé a sentir una presión en el pecho
bajo que competía con el placer. Ambas cosas ascendían como volcanes. No pude respirar más, ni
siquiera para dar los gritos que sentía tantas ganas de dar. Temblaba como atacada por una descarga de
alta tensión, la piel de todo el cuerpo se me crispó, sentía hormiguitas caminando dentro y fuera de mí
y sentí que un chorro de líquido descendía hacia mi vagina para salir gloriosamente. Cuando me
percaté, ya no apretaba la cabeza de mi papá contra mí, sino que trataba de apartarla. Después de unos
segundos de gloria, dejé de temblar. Mi papi estaba abrazándome y dándome besos en el cuello y la
cara.
   —Te amo mi Yuri —me susurró.
   Yo no tuve fuerzas para contestar nada. Él me envolvió en sus brazos y pecho y siguió dándome
besos en la cabeza. Los sonidos que hacía mi garganta parecían llanto y me preocupaba que él creyera
que lo fuera. Yo en verdad acababa de tener mi primer orgasmo y estaba teniendo un éxtasis sublime.
   —Nos vamos a congelar —rio él.
   Yo respondí con una risilla, lo que me indicó que ya estaba recobrando el control de mi cuerpo. Mi
papi me cargó hasta la habitación, tomó una toalla del armario y me secó.
   —Me gustó muchísimo —le dije.
   Él apretó mis labios con el pulgar y el índice y me dijo:
   —Esperé esto por mucho tiempo.
   Y ha sido cien veces mejor de lo que siempre soñé.
   —Hazme el amor, papi.
   Sin más, me agarró por la cintura y me acomodó.

La cama brincaba como una gelatina. Ahí estaba al fin yo, con las piernas abiertas para mi papá. Me
encantaba su pene. Si bien el grosor era normal, el largo era estupendo. Lo agarró con la mano y lo untó
en mi abertura vaginal. Suspiré de emoción. Mis labios vaginales cubrían el glande de papi… él se
acomodó sobre mí y empujó gentilmente. De nuevo gemí, bastante fuerte. Estaba entrando centímetro a
centímetro, abriéndose paso entre mi estrechez, conquistándome, llenando mi vacío. Otra vez
experimenté la incomprensible mezcla entre dolor y placer y la rica sensación de tener adentro a quien
quieres tener adentro. Enterré mis dedos en su espalda. Pude oírlo gemir también, estaba dichoso.
Desde aquel día viendo esa ridícula fotografía había soñado entre remordimiento, miedo y deseo con
estar así con él. Con satisfacer su crudo deseo, su mordaz obsesión por mí.
   Me encantaba tanto tenerlo dentro como verlo disfrutar estar dentro de mí. Papi se separó un poco de
mí para hacerme más fuerte. Y me hizo más y más fuerte. Estuvo a punto de provocarme otro orgasmo,
pero no alcanzó. Jamás lo culparía por eso, después de tan rico que fue el primero. Lo vi fruncir el ceño
y mirar fijamente mi cara mientras gruñía. Inesperadamente cayó sobre mí y entre resuellos dijo:
   —Discúlpame, mi vida, perdón, no pude resistirlo —y me apretó con sus manos.
   Siguió pidiéndome disculpas por habérseme venido por dentro, con la cara ahogada en mi cuello.
Creo que seguía disculpándose y seguía eyaculando.
   —No importa, papi.
   —Te prometo que no lo volveré a hacer…
   —Pero sí me vas a seguir haciendo el amor ¿cierto?
   —Cada día, preciosa; cada día —y me besó en la boca.

Para mí fue perfecto. Por años vivimos como pareja, mi papi y yo y el hecho que la primera vez que lo
hicimos, me hubiera dejado su semen dentro, fue algo muy lindo. Me permitió no obsesionarme con
ello y ser muy creativos con sus venidas el resto de veces. Por su puesto, tuve algunas aventuras con
chicos de mi edad, pero pasaron varios años hasta que encontrara uno que le hiciera competencia a mi
papá. Todavía agradezco la juventud tan buena que pasé, como me ponía y lo rico que me hacía. Me
fascinaba que me hurgara con su largo pene. Hace pocos días me encontré con sus cuentos en internet.
Vaya que le gustaban las adolescentes y en especial las colegialas. Creo que si a los hombres no los
reprimieran tanto, las mujeres en general la pasarían mejor. Por eso decidí contar mi historia, con el
aval y el mismo seudónimo de mi padre: "Stregoika".

3 - Cura para mi disfunción: ¡mi hija!


©DNDA 2020 
Salí de la cárcel directo a reencontrarme con Yuri.

—1—
A mi hija le había ido bien, puesto que su casa era mucho mejor de lo que yo habría soñado una para
mí. Odiaría pensar que su éxito se debiera aunque fuese en mínima medida a la fama que se ganó a los
dieciséis años, cuando rebeló ingenuamente lo que ella y yo veníamos haciendo desde hacía años.
Desde que ella tenía catorce, para dar en el clavo. Durante cada día de los diez años que han pasado, he
tenido presente en la cabeza como si hubiese sido ayer, el momento en que la policía derrumbó la
puerta y entraron todos esos hombres, no solo con armas en ristre sino con cámaras: Su acto ‘heroico’
debería ser muy bien vendido. ¡Y lo fue! Llamaron a nuestra historia “el depredador de Santarem”. De
ello hubo prensa durante unos cuatro meses, documentales en TV y al poco, una lacrimógena película.
Todos hicieron mucho dinero a expensas de mi hija y un poco menos, a expensas de mí. Pero sobre
todo, se hizo mucha política. Salieron viejas histéricas aprovechando el furor de la historia para hacer
campaña electoral y obtener la cantidad necesaria de atención  para posicionarse en codiciados puestos
de gobierno. Mi hija Yuri y yo les hicimos la feria a más de diez. Los años pasaron, ella soportando a
escritores y periodistas, y yo en prisión. Pero aquí estoy de nuevo, en casa de Yuri.

    Mi hija es excepcional. La sigo amando más que a nada. Ayer nos encontramos y me brincó el
corazón casi hasta la garganta, producto de la emoción. A causa de una natural condición de padre, la
seguía viendo como una niña, aunque ella tenía ya veinticinco. Mis ojos vieron a una mujer hecha,
elegante y cultivada. Llevaba un delgado suéter escotado en el que un gato daría un par de vidas por
dormir, una falda larga con abertura y botas altas. Fue lo que vieron mis ojos. Pero mi corazón vio
exclusivamente a la espectacular zurrona de catorce que andaba en faldita de tenis por toda la casa —
sobre todo después de la partida de mi esposa— y que me mantenía caliente como si fuera apenas un
imberbe que experimenta las primeras erecciones de su vida.

    Con él iba su esposo, Cibrán:


    —Señor Rodriguês —apretó con sus dos manos la mía— estoy muy feliz de conocerle al fin en
persona —agachó ligeramente la cabeza en señal de respeto.
    Yuri me había hablado durante años de él, y me asombraba en especial que el hombre fuera
admirador mío. La verdad, mi primer sentimiento al respecto era de desconfianza. Además, como
entenderá el lector, me quedaba muy difícil aceptar que ahora él era el dueño del culito de mi hija.
    
Estábamos los tres graciosamente de incógnito. La situación era toda una bomba, como para que otros
parásitos más hicieran una película, ganaran premios y se llenaran de fama y dinero: Yuri acababa de
publicar un libro en el que relataba nuestros tórridos encuentros sexuales, entre sus catorce y dieciséis
años; contaba cómo la prensa y la ley la torturaron por años intentando convencerla de que yo era un
horripilante monstruo, de que ella había sido víctima de un atroz y despiadado crimen y de que, tenía
algo espantoso ‘qué superar’ en su vida y dizque debía ‘salir adelante’. Empero, todas esas serían
posiciones, decía el libro, que buscaban encajar en los cánones de una sociedad miedosa y
desvergonzadamente hipócrita. Que, por el contrario, su ‘perpetrador y verdugo’ o sea yo, había sido su
más grata experiencia de juventud y un prolongado primer amor. Relata también en él cómo tuvo la
enorme fortuna de conocer a Cibrán, que compartió su posición respecto a mí, de quien se enamoró y
bla… bla… bla…
    
    —Papá —se quedó viéndome desde donde estaba, con las manos unidas por delante.
    Cibrán, presintiendo inteligentemente un momento perentorio entre nosotros, se apartó y se hizo el
que miraba a otra parte.
    —Mi Yuri…
    Recordé aquél momento en el baño, justo antes de hacer el amor por primera vez. La mujer brincó a
mis brazos y me abrazó con enorme fuerza. Puso su cara en mi cuello y presionó con energía. Se paró
en puntitas para alcanzarme. El olor de su cabello era algo que hacía valer la pena existir, y ni se diga
del tacto de sus tetas presionadas contra mi pecho. Le habían crecido muy bien. Ah, y otra cosa: se me
paró mientras la abrazaba. Al sentir la inyección de vitalidad desde dentro y cómo se me encañonaba
otra vez, abrí los ojos con preocupación y disimulé pena para retirarla un poco.
    —No te preocupes, papá, nadie sabe quiénes somos, no me niegues tu abrazo.
    Y no se lo pude negar, así que me tocó sacar el culo como un pato para no rozarle mi proyectado
miembro en su abdomen. El condenado parecía tener mente propia y acordarse de las glorias que había
vivido con semejante banquete de muchachita. No quiero alardear, pero es que de verdad había sido la
sardina más bonita del barrio, de su colegio y de mi vida. Y qué bien estaba aún. Sobre todo, nunca
dejaría de ser mi hija.
    Me pregunté si acaso esa era la causa de la fenomenal erección, a mis 44 años y después de largos
tiempos de penuria de disfunción, motivada, según creo, por la presión social y la culpa que tan
desesperadamente querían que sintiera.    
   —vamos, no dejes a tu esposo ahí —dije.

—2—
    —Qué bonita casa. Yuri, me alegra mucho verte bien —le dije cuando al fin me senté en su sala.
    —Gracias papá. Si fuera mi mamá, habría empezado a criticar desde las plantas en la entrada —rió.
    Llegó lo que se hubiera convertido en un silencio incómodo, de no ser por la astucia de Yuri:
    —¿Quieres ver el libro?
    —Claro que quiero —repuse.
    Ella hizo un gesto a su esposo que, amablemente se levantó y en un segundo regresó con el libro. Lo
puso en mis manos. Era una copia nuevecita, con un moño de brillante cinta roja y una tarjeta que decía
a mano con cuidada caligrafía: “Para mi Papi”.  Le regalé una mirada de adoración más. Quité el
adorno para ver la carátula, que según sabía yo, había hecho un artista mexicano. Era una imagen que
parodiaba un viejo y trillado meme: Un hombre con el cinturón suelto y todavía ajustándose la
bragueta, alejándose (en dirección al espectador) de una chica que queda atormentada en un rincón con
cara de que le han destrozado la vida. En la carátula del libro de mi hija, la chica tenía en vez de eso, un
humeante cigarro entre los dedos, cara de dicha y agitaba la mano despidiéndose de su amante.
Además, un globito de diálogo la hacía decir: “Gracias, papi”.  Solté la risa, pero de inmediato me
reprimí por la pena que tantos años de esfuerzo social habían logrado inocular en mí.
    —Señor Iván, no tiene por qué avergonzarse. En absoluto —declaró Cibrán— yo soy partidario de
cada cosa que plantea Yuri ahí. Y de las que no plantea en el libro, también.
    Lo miré con incredulidad y a continuación abrí el libro. Raspé el grueso de las hojas con el pulgar y
me detuve en el índice. El segundo capítulo, después de un prefacio, decía: Relato erótico - “Mi papá se
vino dentro de mí₁”.
 
___________
₁Con ese título fue publicado por primera vez "Mi Papi".
¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯
Dejé que quijada se descolgara de mi cara como ropa mojada de una holgada cuerda.
    —¿En serio? —le pregunté.
    —Sí, es el relato de nuestra primera vez —sonrió.
    Mientras lo dijo, pude ver un nubarrón de corazones rosados salir de detrás de su cabeza y esfumarse
después, dejando un dulce aroma a fresas. Cibrán, por lo que yo deduciría luego, entendió que había
llegado el momento de irse. Se levantó de su silla casi de un salto, se despidió de mí con cortesía y
luego de Yuri. Tomó su mano y ella levantó la carita para recibir el sonoro y tierno beso.
    —Tengo cosas qué hacer, los dejo solos —dijo.

Yuri y yo leímos el cuento. Aunque tuvimos que hacer varias paradas para que yo tomara aire. Yuri se
había sentado a mi lado al principio, pero conforme el cuento avanzaba se me acercaba más. Tenía sus
tremendos muslos pegados a mis piernas y sus senos de diosa antigua recargados en mi brazo derecho.
Se había colgado a dos manos de mi hombro y recostado su cara para oírme leer. En un punto cerré el
libro de golpe y exhalé como un toro.
    —¿Qué pasa? ¿Te estás calentando? Quedó bien escrito? Quedó bien escrito ¿no? ¡Estás reviviendo
todo!
Puso su mano en mi pierna y yo brinqué.
    —No me digas que lograron convencerte de que lo que hiciste fue algo malo —me preguntó con
preocupación— ¡muy malo! —añadió teatralmente.
    —No, bebé…
    Ese ‘bebé’ se me salió sin pensarlo. Es como le había dicho toda la vida. Al oírlo, Yuri sonrió tanto
que casi se le parte la cara.
    —...Es que… si supieras —seguí— que… ¡uff!
    —¿Qué pasa papi? Puedes decirme lo que sea.
    —Es que… ¡vaya! Tenías que ser tú.
    —Tenía que ser yo ¿qué?
    Me levanté y me arrodillé ante ella.
    —No había tenido una erección en años —confesé.
    Ella inspiró una bocanada de aire. Estaba procesando un montón de cosas en su cabecita pero no
decía nada, así que yo seguí:
    —La terapia de que uno es un monstruo es muy dura…
    Pero ella se apresuró a arrastrar la cola para salirse del asiento y sentarse ante mí. Puso su dedo en mi
boca para callarme.
    —No vuelvas a hablar de eso.
    —Está bien —obedecí.
    —Deja al mundo con su infinita estupidez allá, donde está. Nosotros estamos aquí.
    
Otra vez rememoré cosas de cuando ella tenía catorce, o incluso menos: doce. Cuando todavía no le
había puesto un dedo encima pero la veía por ahí en las mañanas con sus diminutas camisilla esqueleto
y pantaloneta de dormir. Se le asomaban sus nalguitas. Yo me mataba a pajas por mi hija, y después de
cada descarga, salía del baño y volvía a verla y me sentía tan enamorado que me daba miedo. “¿Por qué
había tenido una hija tan hermosa? ¿Será por que soy el papá que la veo así? No, porque todo mundo lo
dice… “Yuri podría ser reina o modelo” ¿Soy un monstruo por verla como mujer?” Me destrozaba la
cabeza pensando. Y ahora, más de una década después, volvía a sentir ese nefasto amor. Mi Yuri era la
misma, un angelito de bondad y pasión.
    
—Desde que te abracé en el aeropuerto me emocioné, y... —Agregué a mi confesión.
    Ella sonrió con picardía y acercó su rostro al mío.
    —Pues te voy a dar una sorpresa, señor Stregoika.
    Se me abrió la boca. “¡Mi seudónimo! ¿Habrá leído mis cuentos? Ya debe saber que me obsesionan
las colegialas” razoné. Ella se levantó y se fue a su habitación. ¿Qué sorpresa iba a darme?

—3—
Pasó más de una hora durante la que me pregunté qué demonios hacía.
    —¡Papi! —me gritó desde donde diablos estaba.
    “¿Por qué sonará tan rara? Hace un ratito estábamos que nos comíamos aquí en la sala y ahora está
como si nada. Debe estar bien loca”. Pensé.
    —Papi ¡ven!
    Y fui. Me asomé con premura al lugar de donde venía su voz. Era su habitación, pero aunque era la
primera vez que la veía, no pude detenerme a ver nada más que aquello que había en un rincón. Yuri
estaba con la cabeza clavada debajo de un escritorio y la cola en alto, con sus blancas piernas bien
estiradas y unidas. Parecía una palmera que en vez de palmas verdes tenía una tela de tejido tartán
escocés, color azul rey. O sea, entramado de uniforme de colegio, y es que eso precisamente era: Yuri
se había puesto su viejo uniforme. Se le veían las piernas completitas y para que se viera su entrepierna
faltaba solo un centímetro, no; menos: Un milímetro. No, menos: ¡Un átomo! Qué sensualidad tan
macabra, en el nombre de Dios Padre.
    —¡Papi, no encuentro mi cuaderno! Anoche me ayudaste con la tarea de matemáticas y no sé donde
lo dejamos ¿tú sabes? ...¡Papi, háblame!
    Yo estaba como una estatua, boquiabierto y apenas respirando. ¿Alguien dijo disfunción? ¿Quién?
¿Qué es eso de ‘disfunción’? Lo único que sabía era que tenía que ir a taladrar a mi hija. Yuri traviesa,
había encontrado y leído mis viejos cuentos en Internet y sabía que las colegialas me ponían como un
tigre.
     —¡Papi! Ayúdame a buscar ¿No ves que me agarra el tarde? ¡Tengo que ir al colegio! Papi, papi
¡reacciona!
    Yo estaba fuera de forma para jugar, pero por nada del mundo dejaría de complacer a mi amada Yuri,
así que hice mi mejor esfuerzo.
    —A ver, a ver ¿por qué eres tan desordenada? —entré— ¿Siempre tengo yo qué encontrarte las
cosas?
    —¡Aich! —se quejó ella.
    
Pasé a su lado y aspiré fuerte. Olía como debe oler el paraíso. No puedo explicar bien qué era, pero olía
a colegiala. No a exitosa arquitecta, con perfumes caros y ropas finas,  sino a jabón de baño y uniforme
planchado. Solo mi hija podría ponerme así, por todos los cielos ¡Yuri! Hasta tenía el pelo amarrado a
los lados en coletas que parecían pompones y ya no estaba pulcramente maquillada como cuando nos
encontramos en el puente aéreo, sino que tenía apenas una pasada de labial rosado y una línea muy
discreta bajo los ojos.
    Ella se metió bajo otro mueble, esta vez bajo la mesa del TV. Puso la mano en el borde y se hincó
otra vez, ofreciéndome su redonda y robusta cola. Además de en su provocativo derrière, reparé en su
manita puesta puesta en el mueble: También se había quitado el barniz de uñas. ¡Estaba dispuesta a
volverme loco! Sentí muchos deseos de, así como estaba, agachadita, mandarle mi mano a su sexo y
tanteárselo, así como sólo había soñado con volver a hacerlo durante más de una década. Cuánto
extrañaba ese calor delicioso. Los tiempos de gloria celestial cuando la mandaba al colegio recién
lamida, comida y complacida, con ese mismo uniforme… uff... ¡Acababan de regresar!

    —Aquí tampoco está ¿Papi, qué hago? —volvió a erguirse y se puso frente a mí.
    —Tu cuaderno está escondido —le dije, cínicamente.
    —¿Por qué?
    —Porque si lo encuentras te vas, y no quiero que te vayas. Tú te vas cuando yo diga —me le
acerqué.
    —Ay ¡papi! —sonrió y se retorció como gata.
    —Síguelo buscando —ordené.
    —Sí señor —dijo y empezó a moverse.
    —¿Ya buscaste encima de los muebles, en el chiffonier, en la biblioteca..?
    —Ya voy —dijo, regañada.
    Arrastró una silla y se subió para buscar encima del chiffonier. Se quedó parada en un pie y dobló la
otra pierna. Se estiró hasta donde pudo para alcanzar la pared con la mano.
    —Aquí tampoco está…
    —Sigue mirando. ¡Mira bien!
    —Sí señor.
    Me tiré de cola a la cama y le miré bien sus exquisitas piernas. Sin ninguna cautela hinqué la cabeza
para ver bajo su falda —y me empapé de su aroma—, pero por más que pegué la cara, solo seguía
viendo hasta el final de sus piernas, como si por un encantamiento la primer célula de su entrepierna, o
la primer molécula de su panty o lo que fuera que llevaba, estuvieran censurados. La vida me decía ‘eso
no lo puedes ver’ y yo le contestaba ‘¡Claro que puedo, soy su padre!’ Me froté el pantalón con la
mano, puesto que el endurecimiento estaba insoportable y las ganas aún más. Me lo halé por sobre la
tela de jean.
    —¿Qué haces, papi? —asomó la cabeza.
    —¿Qué hago de qué? En vez de estar preguntando, ve a buscar a la biblioteca.
    —Sí señor.
    A la biblioteca tenía acceso desde la cama, por lo que se sacó los zapatos usando la punta de sus pies
para empujar por atrás. Los arrojó y caminó sobre la cama. Pasó su cadera sobre mi cabeza y el ruedo
de su falda me rozó la frente. Pero adivinen: No le vi nada. Me pasé las manos por la cara con ira.
“¿Cómo hace? ¿Por qué tiene las piernas tan largas?” me pregunté.
    —Cálmate papito.
    Pero ¿cómo iba a calmarme? Tenía los pantalones más apretados que nunca y me empezaba a
fastidiar el charquito de lubricante que se enfriaba al rededor del glande. ¡Qué ganas de dar taladro tan
insoportables!
    —Yuri, olvídate de ese cuaderno y ven aquí. No te bajes de la cama.
    —¿Señor?
    —Que vengas aquí te digo.
    —Sí señor.
    —Párate aquí.
    —¿Por qué? —se acercó a mi cara.
    —Más cerca. Yuri, esa falda está muy cortica. Ni creas que te voy a dejar a ir al colegio así.
    —Pero papi...
    —‘Pero nada’. ¿Crees que no sé cómo son los muchachitos, que se paran en las escaleras a verlas
ustedes por debajo y tener con qué ir a reventarse a pajas?
    —¡Papi! —casi suelta la risa.
    —A esa falda puede bajarle el ruedo. Bájaselo, hasta la rodilla.
    —Papi —ahora sí rió.
    —¿De qué te ríes?
    —Esta jardinera no tiene dobladillo qué bajar.
    —Ay Yuri Natalia ¡Ese cuento no te lo crees ni tú misma! Le bajas el condenado ruedo o se lo bajo
yo.
    —Papi, no tiene ruedo qué bajar ¡lo juro por dios!
    —No te creo.
    —¡Por dios! —se besó la uña del pulgar.
    —¡Mentira!
    —¡Mira entonces! —se subió la falda.
—4—
¡Al fin! Ay qué rico ¡qué rica es la vida! “Mi hija está subiéndose la falda delante de mi cara. Qué rico
aroma tiene” pensé. Aspiré fuerte.
    —¿Por qué suspiras? —me preguntó.
No contesté, porque al fin estaba viendo ese ansiado triangulito de amor que cargaba entre sus piernas.
Se había puesto, como si lo demás fuera poco, unas calzas blancas, sencillas, sin encajes, dibujos ni
labrados y bien ajustadas. Era una mocosa colegial hasta el tuétano. Me saboreé.
    —¿Si ves? no hay nada de ruedo qué bajar.
    Me senté en la cama y le ordené
    —Ven aquí —señalé mi regazo.
    Ella obedeció. Sabía de qué se trataba. Iba a ser castigada. Apoyó su vientre en mis piernas y le subí
la falda. Pero qué pedazo de trasero tenía mi Yuri. En medio del jueguito de rol y todo, yo me ahogaba
en dicha por tener otra vez a mi Yuri así, ver lo bien que le había ido, lo bien que estaba y —uff, ese
culo— cuán conservada estaba su belleza. Esas mismas nalgas que se apoderaban de mi mente cuando
ella era una mocosa, todavía ahí, para mí. Hice un esfuerzo descomunal para no acariciarla y para no
tocarle, todavía, sus partes privadas. Solo debía darle unas suaves pero sonoras nalgadas. ¡Y salió la
primera!
    —¿Cómo es que tienes esa falda tan cortica y sin ruedo?
    Y salió la segunda
    —¿Acaso te gusta ir mostrando los calzones?
    La tercera. Ella gemía de gusto, y detecté sin esfuerzo que ya estaba dejando de jugar.
    —¿...Tener a tus compañeritos con la pita parada y pajeándose por ti a toda hora? ¿Te gusta eso?
    Ella notó en su costado la situación en que estaba yo. Estaba como acostaba encima de la carpa de un
circo. Se retorció un poco y metió la mano
    —Papi… mira cómo estás —dijo, con su voz mojada.
    Yo, ya no podía seguir. Dejé de nalguearla y le acaricié las pompas con mi mano abierta y
hambrienta.
    —Mi amor —susurré— es por ti, y sólo por ti.
    Alzó la mirada desde su incómoda posición y con carita de regañada me suplicó:
    —Papi ¿me dejas que te ayude con eso?
    —Pero, y ¿qué vas a hacer?
    —Lo que tú me digas
    —Tienes que darme de esto —toqué sus labios—, y de todo esto —amasé sus nalgas y al final me
concentré en medio de ellas.
    Se sentía calientita y al presionar con el dedo, se podía sentir su humedad. No hubo más palabras.

Ahí estábamos, mi hija yo, el tal ‘Monstruo de Santarem’, haciendo el amor otra vez, después de diez
años de separación. Estaba de rodillas,y en uniforme, metida entre mis piernas haciéndome una
mamada, de esas que solo ella podía hacerme. La agarré por sus coletas y halé con el fin de llegar más
dentro de su boca. Los sonidos ahogados que salían de su garganta me enloquecían. A veces le soltaba
las coletas para acariciarle los lados de la cabeza o los hombros. Sin darme cuenta cuando, me había
apoyado con un brazo detrás de mi espalda y empezado a perrear sobre su cara.
    —Tú siempre supiste como chuparla —dije con voz temblorosa.
    Ella desocupó su boca para hablar:
    —Siempre me gustó tu pija, papi —dijo, imitando mi tono en la palabra ‘siempre’.
    Se puso de pie, usó la palma de la mano para limpiarse la comisura de la boca y dijo:
    —Hazme el amor, papi.
    Al tiempo de ponerme de pie y deshacerme de mi saco y pantalón, ella asumió que debería hacer lo
mismo. Se mandó las manos a un lado de su peto de tartán azul, para alcanzar  la cremallera. Pero la
detuve:
    —No, bebé, déjatelo…
    Haber dicho ‘bebé’, fue más afrodisíaco para ella que todo el previo juego de papito bravo y
colegiala despistada, pues se me lanzó encima:
    —¡Te amo, papi, te amo! —exclamó sobre mi cara, sin separar los dientes— hazme tuya otra vez, lo
quiero todo ¡échamelo todo papi! —prácticamente gruñó.
    La apreté y giré con ella. Besé su rostro con pasión y amor, mientras, con una torpeza que a mí me
avergonzaba y a ella le parecía tierna, trataba de sacar uno de sus senos. Al fin lo logré, aunque con un
poco de ayuda de ella. Su teta de buen tamaño estaba asomada como una joya lisa y blanca en medio de
su peto, corrido hacia adentro. Y su blusa, corrida hacia afuera.
    —Qué rico ¡mi amor, mi Yuri!

    Nadie sabe qué es chupar unas tetas hasta que se las chupa a una de sus hijas. Hagan de cuenta que
un buen día, dios mismo abre el cielo con sus manos, se asoma y nos dice a todos que todo aquello que
creíamos perverso, no lo es. Que nos hicieron creerlo para negarnos la dicha y humillarnos, pero que
ahora seríamos libres. Que todo lo hecho con amor y voluntad es bello.
    Después de repetir la sesión con su otro seno, pasé a otro nivel de gloria: gateé hasta su pubis. Qué
rico olía mi niña cuando estaba mojada. Ese aroma está diseñado para enloquecer a un hombre, y a mí,
la fragancia de los fluidos de amor de mi hija me empañaban la consciencia. ¡Me la empañaban desde
que ella tenía catorce! Como era costumbre vieja entre nosotros, nunca le quité la pantaleta, solo la jalé
hacia un lado.  La impresión fue grande. Me acordé de sus suaves vellitos, pero ya habían pasado diez
años. Tenía delante de mí un chocho recorrido pero igual de rozagante, afeitado y muy bien cuidado.
Aún Después de mirar y pensar tonterías por un segundo, miré ese montículo de vulvas brillantes y me
antojé. Era el coñito de mi preciosa, claro que sí.
    —Me la vas a comer o le vas a rezar —me reclamó.
    Y claro, se la comí.
    Ni para qué gasto tecla intentando describirles la magnificencia de comerme ese coño. Ustedes
deben haber comido muchos coños. Quizá el efecto era psicológico, solo radicaba en mi cabeza: Era el
coñito de mi querida hija, el mismo que probé por primera vez cuando ella tenía catorce una vez que
estaba escurriendo agua y jabón, en el momento más romántico de mi vida y creo que también de la de
ella. Prueba de la especialidad de esa comida de coño y que no era una comida de coño cualquiera, fue
que ella misma lo ratificó, sin que nunca lo acordáramos, ni siquiera habláramos de ello —aunque
solíamos practicarlo tanto—:
     —¡Papi! Nadie me lo come como tú ¡nadie…!
    Y, como en el pasado, cerró sus piernas con fuerza casi hidráulica y presionó mi cabeza contra ella.
Ondeaba su torso como un pez fuera del agua, todo para ‘darme más’. “¿Será que la puedo hacer venir,
como en los viejos tiempos?” me pregunté. Puse toda la energía que me fue posible en los músculos de
la base de mi lengua para moverla tan rápido de aquí para allá como fuera preciso, aún más allá del
dolor. Quería agitar su encantador clítoris hasta hacerla temblar. ¡No podía fallarle! “¿Ves que no hay
nadie como papi?” pensaba mientras lo hacía. Ella, según habría yo de entender cuando terminara de
leer su dichoso cuento, luchaba por controlar lo poco que le quedaba de respiración. Todo se le iba en
contoneo y gemidos que nacían desde el vientre como bala de cañón. Entre más gemía ella, más ahínco
le ponía yo. Creo que ya tenía inflamado el gañote de tanto esforzar la lengua, pero nada importaba más
que el placer de mi hija. Y bueno, el mío, pues me ponía a mil verla disfrutando y, a riesgo que crean
que soy un fantoche, no solo me proporcionaba placer sino felicidad. Mi hermosa hija, de la que me
enamoré a sus doce años, retorciéndose de placer —una vez más— suministrado amorosamente por
papi.  “Goza, bebé, goza como loca que aquí está papi” pensaba yo.  Los filósofos antiguos se
enmarañaron en definir la felicidad, cuando pudieron decir “Cómele el coño a tu hija bonita y hazla
girar de placer”. Y fin.
    En efecto, ‘fin’. Ella saltó como un gato con la mano en su vagina y volvió a caer, metiéndose el
puño en la boca y respirando como un fiera. Le temblaban los muslos como gelatina. Al verle la cola
descubrí que la tenía empapada, aunque no como yo soñaba. Pero la había hecho tener un orgasmo
“¡Bien hecho papi!” Me dije. Antes que se relajara, la ladeé, le quité el calzón, me puse detrás de ella y
la penetré. El mensaje de sus gemidos era muy claro, como si dijera ‘uhy, papi ¿más? Uff, me vas a
deshacer, pero ¡dale!’.
    Y ahí estaba yo, estrellando mi pelvis contra sus preciosas nalgas, a mi hija, con su falda de colegio
toda enrollada al rededor de su cintura.
    —Te vas al colegio pero bien culiada, mi amor —le dije con la respiración a golpes.
    —Sí señor —me respondió apretando los ojos.
    —Si sientes la colita mojada ¡te acuerdas de papi todo el día!
    —Sí, papi.
    —¿Quieres pensar en papi todo el día?
    —Uhy ¡sí!
    —¿Te lleno la colita?
    —¡Lléname la colita papi!
    Así estuvimos diciendo cosas durante un rato. Me gustaba decir cosas sucias y a ella alcahuetearlas,
porque entre más sucio, por irreal que fuera lo que decíamos, yo me emocionaba más y le daba más
duro, y a ella  le gustaba.
    —¿Te gusta la verga de papi?
    —¡Me encanta, metémela toda, no pares papi!
    Le estrujé sus perfectas tetas y le mordí un hombro.
    —¡Culéame papi! —dijo al poner su mano en mi costado.
    —Ya viene tu papá con todo lo que te gusta mi amor —dije con voz casi de infarto— alista ese culo,
que llegó papi con su pistolota de amor super-cargada ¡bebé!
    Los gemidos de ella se convirtieron en gritos.
    —¿Quieres leche de papi?
    —SÍ
    —¿QUIERES LECHE DE PAPI?
    —¡SIII!
    
—5—
Fue suficiente. Así, fue, le ‘llené la colita’. Lo saqué y me derramé sobre su atlética cola de colegiala.
Hice una obra de arte en sus redondas nalgas como lienzo, con erráticas chorreaduras de esperma. ¡Qué
puta felicidad!
    —Qué delicia mi amor —dije, ya sin el tono de gruñido
    Caí recostado detrás de ella y la abracé.
    —Eres una delicia sin par, bebé —dije y besé su cara.
    Ella pronunció un gemido como cunado una niña descubre un pequeño gatito en un callejón. Se
contoneó una vez más y se pego a mí. Acarició un lado de mi cara por unos segundos y luego, se
restregó la cola con la mano. Luego se llevó un poco de mi semen a su boca y lo probó agarrando
pequeñísimas porciones con los labios.
    Me agarró el sueño ahí, con la cara metida entre su melena.
    —¿Te gustó comerte a tu hija colegiala? —me preguntó.
     Entonces recordé lo que me había dicho, que tenía una sorpresa para Stregoika.
    —¿Le preguntas a Iván Andrés, tu papá; o a Stregoika, el culiador de colegialas?
    Ella, se interesó en ambas respuestas:
    —¿Qué dice Stregoika?
    —Que eres la mejor colegiala que se ha echado en la vida.
    —Y ¿qué dice mi papá?
    —Que eres la única colegiala que se ha echado en la vida y, adivina...
    —¿Qué?
    —...No quiere echarse ninguna otra.

--Stregoika

4 - Todo por las tetas de mi hermana

©2021 stregoika DNDA Co


Anécdota fresca (muy fresca) de un pequeño pervertido de diez años.

Nuestra casa era pobre, la mitad estaba construida pero la otra mitad era de palo reciclado de casas ya
tiradas. Pero esa es una ventaja cuando eres un mirón. Me gustaba espiar a mi hermana, de diecisiete
años, que tenía unos jugosos melones muy bien puestos.
   No teníamos habitaciones privadas, de hecho, yo dormía con mi madre, tenía 10 años. Cuando mi
hermana Constanza salía de ducharse, yo solía correr como gacela hacia el dormitorio común, desde
donde se podía espiar. Ya tenía bastante práctica y estaba dispuesto a tocarme un poco (ya había
comprobado que se sentía muy bien) mientras miraba. Qué morbazo tan rico ver esas tetas de areola
grande y pezón oscuro. Ojalá pudiera chupárselas algún día.
   Ella entró y empezó a vestirse. Soltó el toallón y sus senos se liberaron en un juguetón movimiento de
vals. Se me empezó a endurecer. ¡Ah…! Mi hermanota bella estaba alistando un sostén en sus manos,
con otra toalla todavía envolviendo su cabeza. Si supiera que yo estaba ahí gozando de verle sus
prohibidas tetas, tetazas de hermana. Estaba en panties, nunca salía del baño sin ellos ya puestos. Su
panocha seguía siendo un mito para mí. Peluche de hermana. ¿Algún día lo vería?
   Constanza se quedó congelada con la prenda en la mano, como si hubiere recordado algo
repentinamente que le preocupó. Me quedé viendo y me paralicé de miedo, pues su siguiente
movimiento fue clavar sus ojos directo en los míos, a través de los palos y los cartones. Salí corriendo a
mi cama (de mi madre) a hacerme el dormido. Se me enfrío la sangre. Ya estaba imaginándome el
escándalo y el escarnio, la vergüenza, la cantaleta, el señalamiento, la burla, etc, etc. Todo por esas
irresistibles tetas.
Al hacerme el dormido, con la cara metida entre las cobijas, mas por pena que por frío, tuve un Dèja
vú. Y el principal detonador fue que todavía tenía la pita medio-parada. Rocé con mi pequeño pene
erectito las cobijas y eso me llevó de inmediato a un recuerdo muy sabroso:

Yo estaba espiando a mi hermana, igual que siempre. Qué tetas turgentes (¿no le pesarán?) y qué
panocha velluda, como para mamársela y que queden unos pelillos curvos que no me pueda sacar de
entre los dientes en todo el día.
   Ella me descubrió. Me vio a través de los palos, pero no se puso brava ni nada. Solo sonrío como
cuando un niño recupera las esperanzas, como cuando cree que ha perdido su más querido juguete pero
de pronto lo halla en el fondo de un cajón. Así sonrió ella al sorprender mis ojos arrechos entre las
ranuras. Cuando abrió bien los ojos y estiró la boca para mostrar los dientes de tal manera, me pregunté
por qué nunca me había dado cuenta que mi hermana era tan bella. Era hermosa, ojona, ojiclara,
mechuda y con sonrisa de presentadora de televisión. Además, me amaba, y esperaba que yo la espiara,
por lo que la complació que en efecto lo hiciera.
   Corrí hacia mi cama y me hice el dormido, temiendo la vergüenza y todo lo demás. Pero ella se
presentó en la pieza y me llamó por mi nombre:
   —Pedro ¡Pedro! No se haga. Venga ¿está arrechito?
   Su voz era más dulce de lo que yo recordaba. Levanté mi cara y la miré. Ya se había puesto la falda y
un top. Qué piernazas.
   —Venga, déjeme ver —me dijo, y me puso boca arriba después de tirar las cobijas.
   Mi pinga estaba dura. Pequeña pero dura, mirando orgullosamente al techo rústico.
   —¿Siempre que me ves te pones así? —Me dijo, y me la agarró con la punta de todos los dedos.
   Se saboreó. “Ay, Constanza me la va a chupar, qué rico” pensé. Y no me equivoqué. Ella bajó su
cabeza y lo primero que sentí fueron las puntas de sus cabellos haciéndome cosquillas en la panza y las
piernas. El efecto del tacto y el aroma de su cabello recién bañado, fue enamorador. Después ella
terminó de bajar y sentí toda su melena desparramada en mí, el calor de su cara y por último…
¡Trágame tierra! Su boca mojada y calientita mamándome la pijita. El cuerpo se me empezó a mover
solo. Empujaba con mis pies como si quisiera deslizarme hacia la cabecera, pero lo que quería era
meterme más en su boca. Ella presionaba y succionaba. La sensación era… celestial.
   No obstante, yo no podía ver nada. Su melena lo cubría todo. Solo veía su cabello negro, aún
húmedo, haciendo brillantes bucles encima de mí. Los retiré y la sorprendí a ella haciéndome esa rica
mamada con los ojos cerrados. Chupaba como si fuera una golosina. Qué bien se veía la base de mi
verguita envuelta en sus labios y la contracción que hacían su mejillas. Estaba chupando bastante
fuerte. Se le hacía un vacío en el cachete. Yo seguía empujando con lo pies y ahora con las manos.
Sentí que algo iba a salirme del pene. Pero ella se irguió de golpe, hizo ese típico gesto de haber bebido
algo muy refrescante después de aguantar la sed:
   —¡Aghhh!
   Se limpió la boca y se lamió los labios. Se dio la vuelta. Volvió a agarrar mi pitín blanco y delgado
(pero bien tieso) y lo siguió masturbando mientras, incómodamente, se metía la mano en la falda y se
hacía los cucos a un lado. Eran unas calzas… Años después sabría que se llaman ‘cacheteros’. Tenían
franjas azules y blancas, la tela era delgadita y muy elástica. No dio ninguna resistencia para destapar
sus glorias vaginales y darle paso mi pequeña y suertuda pija de niño de diez. Ella se sentó encima mío
dando un gemido. Cabalgó por largo rato. La sensación para mí fue todavía más rica, pues la carne se le
sentía sumamente esponjosa y suave: Como la mejillas, pero sin los dientes que molesten. Y la calidez,
ni se diga. Me tensioné y me agarré de los bordes de mi angosta cama mientras ella seguía dando
sentones y dándome placer con ese glorioso culo de hermana bonita. Yo no paraba de ver su falda
recogida sobre su cadera, su panty bonito y sexy y su nalgas aplastándose sobre mí. Sentí subir al cielo.
   Algo salió de mi, como si orinara, pero no tan fácil, sino más espeso. Se sintió indescriptiblemente
rico.
   Como dejé de empujar y empecé a retorcerme y a hacer gestos de aguante, ella dejó de cabalgar, me
miró, me acarició el pecho y me preguntó con su idílica sonrisa:
   —¿Acabaste? ¡Estabas muy arrecho!
   Se levantó y se acomodó su lindo panty en su lugar. Me sentí enamorado de ella, como lo estaba de
esa niña rubia del colegio (o más). Constanza terminó de cuadrarse la pantaleta y se sacudió a la altura
de las caderas para que la falda cayera y se ajustara por sí sola. La tetas se le menearon inevitablemente
y también la melena. Por el amor de Dios, qué deliciosa y hermosa hermana tenía. Volteó a verme una
última vez, me lanzó un beso con la mano y se fue. Me quedé viéndole el culo y las piernas a cada paso
que dio para irse.
   La felicidad no me cabía en el cuerpo. Nunca había hecho nada tan rico y tan agradable. Ya quería ir a
hacerlo otra vez. Y la fortuna que tenía: Pues era mi hermana, vivía en casa y ¡la tenía cuando quisiera!
Wow…

Me di la vuelta y sentí un charco en la sábana. Le puse tan bien la mano encima que me la mojé toda.
Se me hizo conocida la sensación. Alguna vez amanecí así. Inspeccioné y en efecto, era de eso que le
salía a uno cuando sentía esas maravillas, como lo que que acababa de hacer con mi hermana
Constanza. Pero no tenía sentido. El líquido que yo acababa de echar estaba todo dentro de mi
hermana, allá en su hermoso coño.

¡Un momento! Había más cosas que no andaban bien. Primero, nunca le había visto la pucha a mi
hermana, eso que ni qué. Segundo: Ella era tetona y apetecible, pero digamos las cosas como son: No
era una reina de belleza. Sí, estaba buena, y no era fea, pero esa nueva versión de Constanza era como
de telenovela turca. Y tercero ¡yo no tenía cama para mí solo!

Desperté, y lo único real era ese charco de esperma, en la cama de mi madre.

Fue eso lo que recordé al meterme bajo las cobijas, huyendo de lo inevitable, cuando mi pita paradita
rozó una cobija. Seguro mi hermana (no la de ensueño, sino la apenas tetona y buenona) ya venía
camino a la habitación a pegarme con una chancla. Repito: Todo por sus tetas grandes y rozagantes.
   El tiempo pasó y ella no se presentó. Yo me quedé dormido.

Todavía no despertaba y una luz golpeó mis ojos a través de mis párpados cerrados. Alguien estaba
alumbrándome con una linterna. ¿O no?
   Abrí mis ojos y descubrí que ese lugar no era el dormitorio común de mi vieja casa semi-tugurio, sino
mi habitación en mi apartamento. Y que yo no tenía 10 años sino 40. Esa luz no era de ninguna linterna
en la mano de alguien, sino del sol, a través de una ventana que, durante el lúcido y desconcertante
sueño incesto-erótico, se me olvidó que estaba allí.
   Sí, acababa de recordar un sueño que sí tuve (el de la hermana hermosísima y cachonda), dentro de
otro (el de mi hermana real a los 17).

Esta historia es absolutamente real, lo soñé todo esta mañana.

Sí tengo una hermana apenas mayor, pero nos llevamos de la mierda. Y la última vez que me inspiró
algo fue hace treinta años, antes que se engordara y se amargara. A los siete y nueve años de edad,
intercambiábamos flasheos de mis vergüenzas y su rajita rosadita, que todavía la recuerdo muy bien,
toda estirada por la fuerza que hacía ella con la mano para jalarse el short y poder mostrármela.

Y durante muchos años he tenido sueños mojados con esa hermana imaginaria de espectacular belleza
y carisma. Si algún psicólogo o chamán se cuela por ahí, no dude en darme su opinión.

Amor para todos, en especial para las morras (y no duden que sus hermanos alguna vez las han visto
bajo su falda y se han pajeado luego en su nombre).

©Stregoika 2021

5 - Relato especial: Tina

©2020 Stregoika
Llevo mucho queriendo contar esto, pero no tiene mucho de erótico y se me hace empalagosamente
romántico. 

Cuando yo fui profe, trabajé un año en un colegio de clase alta de mi ciudad. Era normal que las morras
(y los caballeros, también) estuvieran a la par del bachillerato, en alguna academia de actuación,
deporte o baile. Para eso había $$$. Hubo una nena de séptimo grado (11-12 años), llamésmola Tina, a
quien conocí justamente en medio de un provocativo upskirt. Estaban ensayando alguna cosa de teatro
en el pasto del parque, y ella, muy fresca, estaba en uniforme de diario. Estaba boca arriba haciendo
'angelitos', y tenía la falda toda volteada sobre el vientre. Yo desde que tengo memoria he sido fetichista
del upskirt, y me quedé viéndola como hipnotizado. El uniforme era con medias veladas azules. A ella
se le veían sus calzoncitos a través. Hasta se le veía algo cuadradito en la entrepierna, quizá una toalla.
Y más encima estaba abriendo y cerrando brazos y piernas. Pero obvio no podía quedarme
contemplándola. Si ella no se daba cuenta (o no le importaba), alguien más sí, y había que cuidar la
reputación y el trabajo.
   —¡Tapate! le dije —simulando un tono consentidor.
Su reacción me encantó, puesto que no sintió pena sino rabia, en contra de su falda.
   —¡Agh, esa falda! —se quejó y la acomodó de un tirón, con tal desprecio por la prenda, como si esta
estuviere infectada.
   Yo seguí mi camino, pero no pude resistir bajar la velocidad y volver a mirar unas tres veces. La falda
se le había vuelto a subir y ella seguía haciendo su rol sin pensar en ello. Me pareció algo demasiado
adorable y eso, sumado a lo bonita que era, hizo que empezara a gustarme.
De ahí en adelante yo le prestaba bastante atención. Era de mis favoritas. Y, había algo en ella que era
único y enamorador a más no poder: Era mostrona. Sí, mostrona a morir. La falda del uniforme ni
siquiera era muy alta. Pero ella se las arreglaba para mostrar. Para mí, específicamente, el deleite y el
embeleco por ella era místico. De mis actividades favoritas en ese curso era, sacarlos del salón para
hacer cualquier mierda en el parque. Que mis niñas se sentaran en el suelo era, para mí, como andar por
el jardín del edén. Piernas hermosas, bicicleteritos ceñidos, medias rasgadas, y Tina: Calzones blancos
(bajo la media azul oscuro). Ella jamás usaba short ni bicicletero encima.
   También, cuando había actividades artísticas (que en ese colegio abundaban, por el perfil de los
estudiantes), todos usaban ropa particular, y ella, era amante de las faldas con vuelo. La obsesión que
me cargaba por ella estaba poniéndose peligrosa. Me gustaba. Estaba loco por ella. Encontrármela
escaleras arriba me ponía más feliz que encontrarme un billete de $50. Es más, podría ignorar un billete
de $50 que estuviera tirado en un escalón si tenía la oportunidad de ver a Tina bajo su falda.
Debido al trato tan amoroso que yo le daba, ella respondió. Aunque en su medida, obvio. Recuerdo que
una vez, al entrar al salón después de descanso, se paró delante de mí y me dijo:
   —Profe, pon la mano.
  Yo la extendí y ella la haló hacia sí, apretando mi mano nada menos que contra su seno derecho, que
apenas se asomaba. El corazón me dio un vuelco. El dorso de mi mano tenía aquella gloria, mientras
ella ponía un dulce en mi palma. Entonces apretó más mi mano contra su cuerpo para cerrarme los
dedos, uno por uno, como si lo de la golosina fuera un secreto de estado. Cuando terminó de cerrarme
la mano, la soltó, me regaló una estupenda sonrisa y se fue, dejando mi brazo ahí estirado y mi boca
abiertota. Todavía suspiro escribiendo esto.
Habría yo de deducir que su tierno regalo fue en respuesta a que yo hablé con su novio días antes.
Recuerdo haberle dicho algo al chico, que tenía 15 años, algo así como que, él, por ser tan joven y de
plata, estaba en riesgo no saber lo afortunado que era. Que si se lo decía yo, me creyera, que tenía la
novia más linda y especial del mundo, que la cuidara y tratara siempre bien.
La nena se presentó en un reality show de mi país. La pintica que se puso estuvo de infarto. Media
velada oscura y falda holgada (provocativamente corta) de mezclilla azul con bordeado blanco.
Chaqueta denim y blusa negra con un estampado brillante. Su audición fue para mí una pasarela de
piernas a lo Victoria Secret. Atesoro el video.
Para el último día, Tina fue a buscarme para despedirse. Para mí fue sorpresivo porque yo no era un
profesor que dijéramos 'popular', de hecho era de los más veteranos. Se paró delante de mí con las
manitas unidas por delante y su brillante cabello rubio regado sobre su chaqueta de motociclista,
contrastando fuertemente.
   —Vine a darte las gracias —me dijo.
   Por su tono, deduje que no era un agradecimiento sino una despedida.
   —¿Sigues el otro año? —le pregunté.
   —No, me voy a otro colegio.
   Se me hizo un nudo en la garganta. No podía aceptarlo, pero hice la pregunta idiota:
   —O sea que ¿es la última vez que te estoy viendo?
   —Sí —respondió con indolente resignación.
   Yo me puse de pie y la abracé, y no conforme con eso, besé una de sus mejillas. Luego se fue y,
aunque yo ya estaba en ese salón solo, hasta entonces fue que lo vi de verdad 'vacío'.
Con el paso de los años, la vi crecer a través de redes sociales. Es simpático que, yo buscaba fotos
donde estuviera de doce, como la conocí, y que, en la única que encontré, estaba consintiendo a una
niña pequeña. En ella, Tina está agachada en falda y adivinen (qué rico): Se le ven los calzones.
Lo siguiente que supe de ella, es que hacía parte de un prestigioso grupo de baile. Es toda una mujer y
todavía me saca suspiros cuando la veo por internet, en su tik tok o en el canal de su grupo de baile en
YouTube. Vaya que baila bien y qué sensual es.
Hace poco, al inicio de la cuarentena, el aburrimiento del encierro era tan atroz que me puse a ver
películas que nunca había siquiera considerado ver. Estaba viendo una película de mi país y en un
determinado momento caí de rodillas ante el televisor: Tina, era una de las actrices, a la misma edad
que la conocí y le veía los cucos todos los días. Ahora, junto al video de su audición en el reality y la
foto donde juega con la niña, esa maldita película es archivo sagrado en mi ordenador.

6 - Dayanna, mi hija ¡salvó mi matrimonio!


Título alternativo:
"Así recuperé a mi hombre, arrechándolo con nuestra hija "

©2020 DNDA Co
 
Una vez encontré fotos de mi hija en falda y mal sentada, en el teléfono de mi esposo. Mi Dayanna
tenía 10 años. Supuse que, como se estaba poniendo tan bonita, él no se aguantó y estaba viéndola
como mujer. Al principio me dio mucha ira, sobre todo porque mi esposo lleva buen tiempo sin
tocarme. Ya me imaginaba que tendría otra, pero nunca imaginé que esa otra fuera nuestra hija. Por otra
parte yo no sabía, si además de las fotos, él habría hecho otra cosa, si acaso le había puesto un dedo
encima.
   Se lo pregunté a ella y me dijo que no, que solo le pedía que se pusiera determinada ropa y se pusiera
de cierta forma para tomarle las fotos, pero nunca le había hecho nada.
   Esa noche traté de seducir a Miguel para que me cogiera pero no quiso hacerme nada y, a la
madrugada, desperté y él no estaba al lado mío. Quise agarrar su celular para buscar más cosas pero no
lo encontré, entonces lo deduje y fui a comprobarlo de inmediato: Estaba masturbándose en el baño,
con el celular en la otra mano. Me lancé como fiera sobre él y le rapé el teléfono.  Efectivamente,
estaba viendo una serie de fotos de Dayanna en su uniforme de colegio, subiéndose la falda y sacando
la cola o sentada con las piernas bien abiertas, mostrando todo. Incluso había una foto tomada desde
abajo de las escaleras, simulando un upskirt no consentido.
   Miguel Andrés se paró del bizcocho del inodoro y trató de recuperar el aparato. Pero lo que vi me
hizo cambiar las ideas de dirección: Él tenía el pene paradísimo. Fue tanto como si él se hubiese puesto
de pie con un pepino cohombro en la mano. De inmediato tuve una sensación vaginal correspondiente
al deseo de ser penetrada, ya saben, esa palpitación involuntaria, como que la vagina hace los
movimientos de la boca de alguien que está muerto de hambre y en frente a un humeante estofado:
cuando se hace agua la boca. Una pequeña picadita me indicó que iba  mojarme en los instantes
siguientes. ¿Pero qué otra cosa iba  pasar, si llevaba meses y meses deseando volver a sentir esa verga
hurgándome como loca? Su cabezoncito se veía brillante y potente. Tenía ganas de saborearme o de
agacharme y mamárselo, pero subsistía el hecho de que él no lo merecía y de que estaba pajeándose por
nuestra pequeña Dayanna.
   Una voz en mi interior trataba de decirme “¿Y eso qué tiene de malo? Dayanna es casi un ángel, es la
más hermosa de su colegio. De seguro sus profesores y los papás de sus amigas también se pajean por
ella. ¿Por qué no iba hacerlo también Miguel, su padre?”

La situación no pasó a mayores esa noche porque temí consecuencias nefastas e innecesarias, como la
justicia, la vergüenza y que Dayanna pasara por eso. Al fin y al cabo, él no la había tocado y lo de las
fotos, a ella parecía no afectarle sino divertirle. Y él tampoco pensaba compartir las fotos.  Es más, todo
lo que yo pensaba sobre el asunto, de ahí en adelante, tenía impresa la imagen de la espectacular verga
de Miguel, encañonada como para izar una bandera. Yo quería darle una oportunidad a él, antes de
conseguirme otro, que no me faltaban hombres, pero yo siempre todo lo hacía por Dayanna. Quería que
ella tuviera un hogar.

Pasó un par de semanas. Miguel seguía sin tocarme y al parecer, se mantenía muy alejado de nuestra
hija y también estaba más que raro conmigo. Mi hogar estaba desmoronándose y estaba yo por caer en
depresión. Pero la salvación llegó un día que fui al parque un domingo con Dayanna. Como ya no me
podía sacar de la cabeza que ella inspiraba sexo a raudales en los hombres, me fijaba en cómo la veían
los hombres adultos y hasta los viejos. ¡Babeaban! Entonces para el siguiente día, que era lunes feriado,
hice que Dayanna vistiera una sensual falda de cuando era más chiquita, por lo que le quedaba muy
alta. Tuve también la idea de que se fuera a patinar.
   Como lo predije, los señores estaban babeando, más que los muchachos. Incluso vi a una joven
mujer, bonita ella, quedarse viendo sin la menor premura a mi hija cuando patinaba. Se mordía y
humedecía los labios continuamente. Parecía querer lanzársele encima para devorarla como a un pastel
de panadería. Me puse nerviosa.
   —¡Dayanna, ven aquí mi amor! —le grité.
   Eso fue suficiente. Un caballero estaba por ahí y también estaba embobado con el espectáculo del
traserito de Dayanna envuelto en su sensual pantaleta blanca, que le quedaba como pintada y se
asomaba bajo la corta falda. Se acercó y me habló.
   —Yo sí sabía que esa niña tan linda tenía qué tener una madre igual de hermosa.
   Lo único que hice fue dar un silbido de asombro. Apenas fui amable con aquél extraño y me deshice
de él rápidamente. En conclusión, Dayanna era un poderoso imán de vergas. Habiendo comprobado lo
que quería, decidí darle una última oportunidad a mi marido, y si la desaprovechaba, yo me llevaría a
Dayanna y me abastecería de hombres sin esfuerzo.

   —¿Y esto para qué es? —me preguntó mi hija, elevando su preciosa carita de fresa con inmensos
ojos cafés, brillantes como dulces.
   Se refería al disfraz que le había comprado, uno de gata. No era Halloween, ni nada.
   —¿No lo quieres? —le pregunté.
   Ella lo escondió detrás de sí, como si yo hubiese amenazado con confiscárselo.
   —Sí, si lo quiero —admitió, categóricamente.
   —Es para jugar con tu papá. Todos vamos a hacernos fotos hoy.
   —Y tú ¿de qué te vas a disfrazar? —me preguntó.
   —De dominatriz.
   —Y ¿mi papá?
   —Vamos a buscar una capcuha.
Y así lo hicimos.

Le puse el disfraz a Dayanna y quedó tan bella… si los sujetos del parque pudieran verla se sacarían
sus pijas y se masturbarían ahí mismo, viéndola. Y esa mujer que se saboreaba… se metería la mano
entre el leggins para dedearse. Cuando lo pensé, pintándole yo los bigotes a Dayanna, admití que lo que
tenía por mi hija eran celos. Nadie, pero nadie, iba ponerle un dedo encima a ella, si no lo hacía
primero yo, y de hecho, Miguel. Si éramos padres de la niña más mamasita del vecindario y de su
colegio ¿por qué no disfrutar de ella? ¿Qué mejor que nosotros, sus papás, para enseñarle los manjares
de la vida? ¿Por qué esperar a que un maldito aparecido se encargue de educarla en el sexo, a lo mejor
sin amor? ¡Nunca! Le terminé de pintar la cara a Dayanna. Ya entendía a Miguel y estaba de su lado. 

   El disfraz de mi Dayanna consistía en una malla de cuerpo entero que le quedaba tremenda, y era
electrizante al tacto. De ella colgaba una colita peluda. Se suponía que tenía falda pero yo la modifiqué,
dejando solo el velillo. Tampoco le puse top ni panties. Llevaba zapatos negros brillantes y altos y
diadema con orejitas peludas. Ella, se miraba al espejo y le encantaba cómo había quedado. Se daba
vuelta y se inspeccionaba por todas partes. Estaba deliciosa y lo sabía.
   —¡Se me ve el trasero! —exclamó contenta, viéndose las nalgas al espejo, a través del velillo y la
malla.
   Yo misma tenía ganas de tumbarla en la cama y lamerla por todas partes.
   —Eres un bombomcito irresistible, mi niña hermosa —le dije.
   Ella respondió con un contoneo de consentida y una sonrisa adorable. Luego volvió a mirarse y casi
se saboreó por ella misma. Sentí mojarme. Pero no hice nada porque el regalo era para Miguel, no para
mí. Aunque para mí sí tenían que ser las “gracias” por el regalo. Al pensarlo, recordé algo que había
planeado y aún no había hecho.
   —Ven mi vida, que no se olvide esto —le dije—. Levántate la falda.
   —Ay mamá ¡me haces cosquillas! —gritó y rió cuando se lo puse.
   —Aguanta bebé, que esto va a poner a tu papá a mil. Eso espero —expliqué.
   Quería ponerle la verga a Miguel como pepino cohombro verde otra vez, y que me la hundiera por
donde quisiera.

Llegó la hora. Miguel entró a la habitación, como lo había hecho por tantos días, como perro regañado,
ya ni siquiera me veía a la cara.
   —Hola amor —lo saludé de beso y se sorprendió—, hoy vamos a arreglar las cosas.
   Frunció el ceño sin entender.
   —Amor, yo tengo mucha pena por… —me quiso decir, pero puse mi dedo en su boca.
   —Sshh, métete al baño y te pones lo que hay allá.
   Él se asomó y de una vez reprobó lo que encontró.
   —El palo no está para cucharas, Mayerly. No me hagas esto…
   —Confía en mí. Te vas a poner como un toro. Te lo juro por mi vida.
  Esa promesa lo animó. Se metió al baño y volvió a salir al rato, vistiendo el atuendo de cuero que le
había comprado. Solo era un calzón de cuerina brillante con tirantes y la cabeza envuelta en una
capucha de cuero con cremallera. Parecía luchador mexicano.
   —Si no te portas sumiso hoy, hasta aquí fue todo —le advertí.
   Él rió al principio, pero se dio cuenta que era en serio y se puso sumiso, dio un paso atrás y unió las
manos por delante.
   —Ahora es mi turno —le dije y entré al baño, con la bolsa de la tienda de disfraces para adultos.
   Cuando salí con mi faldita de cuerina y botas hasta medio muslo, corsé y collar de perro, él se
asombró de muerte. Abrió la bocota e iba a decir algo, pero:
   —Cállate y ponte en cuatro —le ordené, amenazándolo con la fusta.
   Él obedeció de mala gana. Subí el dimmer de las luces al máximo.
   —¿Te gusta lo que ves? —me paré frente a él con las piernas bien abiertas.
   Él hizo el amague de mirarme bajo la minifalda pero lo golpeé con el fuste, arrancándole un “¡auch!”.

   —Hoy te vas a poner como un cañón para mí.


   Él gimoteó. No confiaba en que se iba a poner como poste de luz. Me puse detrás de él y le empecé a
masajear el bulto. Al principio sentí que se le ponía duro, pero no lo suficiente.
   —¿No vas a ponerte más erecto? —le pregunté.
   No respondió y repetí la pregunta. Pareció que la magia se acababa de desvanecer y quiso ponerse de
pie.
   —Esto no va a funcionar, amor —se lamentó.
   Lo detuve con la fusta, y luego necesité también el pie para someterlo y que se quedara allí, en
cuatro.
   —¿Qué haces? —se quejó.
   —Te dije que te ibas a poner como un toro y así va a ser.
   —¿Qué haces, a quién le escribes? —me preguntó al voltear y verme texteando.
   —Pues a la que va hacer que se te pare la pinga. “¡Enviar!”
   —¿Qué? —tronó él.

La puerta del cuarto se abrió y apareció nuestra hija divina. Miguel tuvo el impulso de ponerse de pie y
huir o ponerse a salvo, pero lo golpeé con la fusta.
   —¡Te quedas ahí! —ordené. Luego me dirigí a mi hija—: Ven mi amor, aquí está tu papi.
   Dayanna se paró en frente a él, como lo habíamos planeado. Le pasé la fusta a ella y le indiqué:
   —Si desobedece ¡dale!
   —¿Pero qué cara…? —empezó a exclamar él, pero Dayanna lo azotó.
   “¡Aufff!” gritó Miguel.
   —¿Se volvieron lo…?
   Otra fustigada.
   —¡Silencio papi! —ordenó mi Dayanna <3.— Sólo vas a responder mis preguntas. ¿Yo te gusto?
   —¡Yo te quiero mu… AUFF!
   —¡Respuesta equivocada! —castigó ella—. No fué lo que pregunté.
   Miguel intentó levantar la cabeza pero fue azotado otra vez.
   —¡No me mires! (Todavía no, papi) —ordenó mi hija. ¡Responde!
   —Responde —me metí yo.
   —Sí, sí, Dayanna ¡me gustas mucho! Eres muy bonita
   —¿Qué tanto? ¿Te excito? —le preguntó ella y yo miraba todo sonriendo, hecha miel, tanto en el
alma como en mi vagina.
   —¡Mucho, me pones a mil, me saco pajas por ti a diario, hija!
   —A ver… —lo tanteé de nuevo en el bulto— no parece. Deja que te vea, muñeca, a ver si se le para.
   —Siéntate en al cama, papi.
   Él obedeció y se sentó a mi lado. Le seguí masajeando el pene por encima del calzón de cuerina. Al
ver a Dayanna, él exclamó, como si fuera un niñito que ve por primera vez una mujer en lencería
delante de sus ojos inexpertos:
   —¡Dios mío, Santa MAMAS… ...SITA, qué rico, mi Daya! —Abrió los ojos y arrojó las palabras
como un huracán.
   Dayanna se movía igual que cuando se veía al espejo, casi queriendo comerse a sí misma. Se pasaba
las manos por los muslos, el vientre y el pecho y volvía y bajaba. En cuanto a Miguel, ahí estaba el
pepino cohombro verde que yo quería recuperar. Me doblé y empecé a mamárselo. ¡Qué dicha! Al fin
estaba otra vez dando arcadas con ese glande hundido hasta mi garganta, como tratando de aniquilarme.
Cuánto extrañaba el exquisito sabor de sus fluidos. Me llevó al instante a los momentos en que éramos
novios.
   Miguel empezó a perrear en mi boca. Estoy seguro que veía a nuestra hija. A ella, que apenas iba a
empezar en el sexo, le oí una risilla de verme chupársela a él, sobe todo con tanta hambre. Mi niña
sacudió la mano y quiso irse, pero la detuve. Desocupé mi boca en un grosero sonido y dije:
   —Quédate mi amor, quédate. Acuérdate que tienes un regalo para tu papá.
   Ella, sabiendo de qué hablaba yo, se acercó tímidamente.
   —Mira bajo su falda —lo invité.
   Él, ni corto ni perezoso se dobló y vio. Yo, había recortado el parche de algodón que cubriría la
vagina de Dayanna, así que una partecita de su adorable concha se veía. Tenía sus vulvitas como
infladas. Eran de piel increíblemente suave. Qué vagina tan bonita, qué envidia, del mismo color
blanco que todo el resto del cuerpo. Hasta yo quería darle una probada. Y, lo que le había puesto yo en
el pubis a mi pequeña, lo que le causó cosquillas, fue un moñito rojo con una tarjetica que decía: “Para
mi papi”. Le vi la cara a él, y sé que nunca había deseado algo con tanta pasión en la vida. Tenía la
boca abierta y la cerró solo por un segundo para pasar saliva. Volví a bajar la mirada hacia su verga. Se
la cogí y la bajé y la apreté un poco. Salió una gruesa gota de lubricante, tan tibia que su aroma
ascendió directo a mi olfato. “Mmmm” dije.
   Miguel, que ya lo había entendido todo, se limitó a decirme:
   —Si tú lo aceptas así, mi amor ¡no vuelvo a desatenderte nunca!

Tras seguir mis instrucciones, nuestra preciosa hija arrastró una silla y la puso al lado de la cama. Se
sentó y se puso a tocarse y a mirarnos, mientras él me perforaba el coño como una máquina de romper
pavimento. Mis gritos, me pareció al principio, asustaron a mi hija, por lo que tuve qué aclarar:
   —Estoy de maravilla, mi niña ¡esto es estupendo! —y seguí gritando sin control, disfrutando de esa
sesión de rica verga endurecida por la presencia de Dayanna.
   Miguel me bombeaba como animal sin dejar de mirar a nuestra hija. Qué rico sentir, después de tanto,
su frenillo frotando el interior de mi vagina. La sensación, sobre todo a causa de lo grande que se la
había puesto, era riquísima. Hasta parecía que forzaba mi carne a expandirse un poco, y que a él le
había salido más verga de alguna parte. Lo sentía tan hundido en mí que me lo imaginaba con el forro a
la mitad y todavía queriendo salir más.
   Estaba encima de mí, y gotas de sudor caían de su frente a mi cara. Los gestos de su boca rebelaban
que se moría de ganas por chuparle la vagina a nuestra hija. Me daba banana sin parar pero la miraba a
ella, con la lengua pegada al labio de arriba y jadeando como enorme perro. Todo aquello me gustaba
tanto que sentí esa grandiosa presión dentro de la conchita, como cuando el cuerpo te avisa que tienes
que ir a orinar. Pero no es eso, es que te vas a venir. Mis gritos ascendieron en volumen y no resistí la
tentación, de tanto verlo a él, de ponerme en su pellejo. También me quedé viendo a Dayanna y no
pude negármelo más. Así como la mujer joven y bonita del parque, yo también estaba mordiéndome los
labios por nuestra linda hija. ¡Mamasita rica y deliciosa! Tan pronto mi hombre acabara, tenía que ir a
follármela también. Estaba ahí sentadita con una pierna largada y la otra subida, pasándose el dedo
índice una y otra vez, muy lento, sobre su preciosa hendidura. Sonreía al ver cómo mi hombre me cogía
con tanta fuerza.

Qué venida. De vuelta al paraíso, gracias a mi hija. Envolví a Miguel con mis piernas como si quisiera
partirlo en dos y grité sin aire. Le arañé la espalda y lo hice gruñir. Mi fuerza fue tanta que cumplió con
el objetivo de detenerlo a él. Quedé ahí temblando debajo suyo por un rato, tratando de volver a
respirar. Él me besó. Le limpié su cara con las palmas de mis manos. Parecía que acabábamos de salir
de una piscina.
   —Ven aquí mi amor, ven bebé —extendí mi mano hacia Dayanna.
   Ella acudió y uní su manita a la de Miguel.
   —Tu papi te va a enseñar varias cosas desde hoy. Sé buena con él —le pedí, todavía agitada.
   —Pero sigue usando el fuete —pidió él.
   Los tres reímos sin parar por un rato. Al parar de reír, él aclaró:
   —Es en serio.

Al día siguiente, con Dayanna sentada en mi regazo, le expliqué que, lo que yo había tenido fue un
orgasmo. Y que, se lo debía en parte a su cooperación y a lo bonita que era, por cómo ponía a su padre.
   —...Y tú, mi niña, te mereces los orgasmos más alucinantes del mundo —agregué—. Tu papi te va a
dar, al menos, los primeros.
   Ella sonrió y ocultó la sonrisa con ambas manos, pues todavía tenía un tilín de pena. Me abrazó
riendo nerviosamente.
   —No debes preocuparte, mi amor, ni darte pena ni nada. Para eso somos tus papás y te amamos —la
besé.
   Primero la besé en la frente, pero me pareció algo muy distante. Entonces la besé en la mejilla, pero
no me aguanté las ganas y le chupeteé la boca. Fue un primer beso con mi hija que me hizo mojar más
que la verga dura de Miguel. Qué rico sabía su lengüita tibia y tierna.
   Mientras le acariciaba un glúteo bajo la falda de colegial con mi mano en forma de pinza, le dije:
   —Voy a comprarte ropita muy sexy para que te pasees por ahí cuando esté tu papá y lo hagas
permanecer como un tigre ¿si?
   —Sí mami.
   —Quiero que te sientes en los sofás mostrando todas las piernas y las calzas, eso le encanta a tu papá.
Siéntate a comer a la mesa, encima de él…
   —Sí señora.
   —...Y nunca cierres con seguro la puerta de tu habitación o del baño.
   —Bueno.
   Nos besamos otra vez.

Y así fue que la adoración de mi vida y de Miguel, salvó nuestro hogar con su extraordinaria belleza y
sensualidad: Nuestra hija <3 Dayanna <3 ¡Ah, el amor!

Espero les haya gustado esta confesión y que haya mucho amor en sus familias, si saben a lo que me
refiero.

7 - Ay profe ¡me haces igual que mi papá!


©2018 ---Stregoika
Capítulo inicial de las aventuras del profe Christian

Entré al colegio disimulando muy bien lo que llevaba en una bolsa porque si un docente llega al colegio
con un vistoso regalo, envuelto en brillante papel adornado con corazoncitos rojos sobre fondo dorado
y un enorme moño rojo sangre, pues todos iban a estar preguntando. Por eso lo oculté en una gran bolsa
para basura. Llegué al laboratorio de química, donde me esperaba Luisa. Le había dicho que aguardara
mientras traía el regalo del carro y ella se quedó congelada mientras yo volvía, adorablemente sentada
con las manos unidas en el regazo.
   —Profe, pero con motivo ¿de qué?
   —Tómalo como regalo de cumpleaños, pues
   —0k, pero, del próximo o del que pasó, porque están igual de lejos… —rió ella.
   —Del qué pasó —repuse de mala gana.
   —Bueno, entonces cuando cumpla los 13, me das un regalo ¡pero a tiempo! —bromeó.
Agarró el paquete y lo puso sobre la mesa para destaparlo y al sacarlo de la bolsa de basura, se
deslumbró.
   —¡Tan lindo! —gritó— ¿Usted lo envolvió, profe?
   —No, obvio no. Ábrelo.
A los pocos segundos, había sobre el mesón del laboratorio una caja con su tapa al lado y hojas de
papel mantequilla abriéndose desde su interior. Luisa estaba petrificada ante el regalo que sostenía en
sus manos: Un par de sandalias Gucci de cuero blanco, para la rumba en el verano. Luisa no sabía si
mirarme a mí o a las sandalias. Como fuera, al cabo de un segundo saltó sobre mí para abrazarme. El
tamaño y el aspecto del paquete habían impactado sus ojos, pero el contenido le había sacudido el
alma. Luisa me besó muy cerca de los labios.
   —¡Están divinas profe!

Yo no sabía mucho de moda femenina, pero no obstante sabía por dónde atacar, porque ella sí que
sabía. Cuando se es profesor, se llega a conocer los chicos, tan fácil como leer un libro; y peor aún, si
uno sabe manejar la psicología. Las sandalias acababan de abrir en ella una puerta delante de la que
estaba hacía rato y a la que se quería acercar, pero que seguía inalcanzable por sus patrones familiares.
Dicho de forma sencilla, esas sandalias sensuales —y que me habían costado casi un salario— le
indicaban que yo la veía como una mujer. Mi interés era, dicho bruscamente, comprar el culo de Luisa,
que era sin miedo a exagerar, la cosa más deliciosa que había en toda la población estudiantil. Llevaba
fantaseando con su exquisito trasero por casi un año, sin animarme a hacer mis sueños realidad, hasta
que la confianza y el coqueteo adquirieron irresistibles tonos.
   —Pero ¿yo qué le digo a mi mamá?
   —No te preocupes —respondí de un sobre-seguro respingo—, dile la verdad, que yo te las obsequié.
Ella ya sabe, incluso le pedí permiso.

En verdad era pan comido. Inventé que un amigo contrabandeaba la marca y que por un ajuste
amigable de cuentas le encargué un par de artículos. Usaría el regalo para Luisa como achaque para
avanzar en terreno con su madre, que también me gustaba y tenía los mismos 35 años míos. Luisa era
un bombón, una chica con una feminidad que a cualquier hombre normal —eso incluye “hombre sin el
cerebro lavado”— no le pasa desapercibida. Su cuerpo era poderosamente provocativo, tenía cuerpo de
mujer, no como el de sus compañeras, que —aunque también eran hermosas y yo las adoraba— eran
delgados y enclenques. Luisa tenía cuerpo de deportista. Además, tenía una mata de pelo que le llegaba
hasta la cintura como una lenta cascada de petróleo, de tal frondosidad que producía feromonas como
una bomba. 
   Su rostro no era menos encantador. Los pómulos estaban perfectamente subidos en su lugar, producto
de un sin número de satisfacciones, sosteniendo unos ojos que por alguna razón que no entiendo bien,
parecían más redondos y reflectivos de lo normal. La boquita se le abría pequeñita en medio de los
saludables cachetes, solo lo suficiente para señorear su bien alineada dentadura. Dicho eso, habiendo
dejado en claro que Luisa era algo muy cercano a un ángel, les hablaré de su mayor atributo: Su culo.
Ahhh su culito. Ahora que estoy aquí presionando las teclas para contarles después de varios años, me
muerdo los labios y me caliento. 
   Mi obsesión nació un día de brujas, en que la mujercita se disfrazó de bruja. Se puso zapatos altos,
pantymedias de fina lana y sobre ellas, apenas un velillo que hacía de falda. Perdí mucha de mi
autonomía ese día, porque la lujuria tenía el control. Quería pasarme todo el día al pie de ella o al
menos cerca, y no perderme del espectáculo de sus nalgas estirando las hebras de su pantymedia, y
creando un efecto claro-oscuro que acentuaba la redondez de sus glúteos. Estoy seguro que otros
profesores, hombres e incluso algunas mujeres, estaban en estado de excitación por Luisita.
Irónicamente, la histeria que ha flotado por décadas alrededor de las menores, ha tenido un efecto
opuesto al deseado. En vez de cubrir a las niñas, se les da vía libre, suponiendo que son los hombres
quienes cargan por sí solos con la responsabilidad de ‘controlarse’. Por ese principio ilógico, las
menores han andado en las calles y en los medios cada vez más provocativas, cargando más el interés
por lo prohibido. Bueno, no voy a ahondar en eso en un relato erótico ¡mi intención es que pasen una
buena paja, no hacer activismo! 
Las nalgas de Luisita, tan firmes, paraditas, apretaditas, tan grandes… pasé ese maldito Halloween con
el corazón a mil y el pantaloncillo mojado, además de una jaqueca a causa de mi esfuerzo por que mis
ojos absorbieran más luz y verle aún mejor el culito a través del velillo. Me contuve de hacerme la paja
por aquella molesta realidad: Que es adictiva y genera conformismo. Me propuse a conquistar a Luisa y
pegarle su culeada.
 
Al menos seis meses después, Luisa y yo éramos íntimos amigos. Luisa me contaba todo, jugábamos
con frecuencia, nos habíamos dado algunos besitos y le había acariciado la cola varias veces. La
primera vez que la toqué fue en medio de un juego, simplemente la palmoteé. Como su reacción fue tan
favorable, de ahí en adelante nos abrazábamos mucho. Ya no había barrera en el contacto físico. Me
encantaba sacarla de clases y llevármela al laboratorio a que me ayudara con cualquier cosa. Muchas
veces, el pretexto era la calificación de las evaluaciones de sus compañeros y subir las notas al sistema,
lo cual le encantaba. Y a mí también, porque, las primeras veces la sentaba muy pegadita a mí para
echarle mano y las últimas veces la sentaba encima de mí. Ella siempre hacía su trabajo mientras yo la
manoseaba. Pero un día me sentí que la fase de solo tocar ya estaba poniéndose larga y que tenía que
hundir el acelerador. 
   Bendita profesión la mía. Solo se le comparan otros profesores, de otras áreas, especialmente los de
deportes, música y danzas. En los colegios decentemente diseñados arquitectónicamente para ser tales,
los laboratorios de biología y química, están aislados del resto de edificios del campus, por cuestión de
seguridad, por la emisión de contaminantes. Los de música y danzas también, por el ruido. Y los
almacenes de material deportivo siempre son de acceso exclusivo del profesor de educación física. Por
eso, los laboratorios de bioquímica, los pisos de danza, los salones de ensayos de música y las bodegas
deportivas, son santuarios para el sexo prohibido. 
Suspiro al recordar mi laboratorio y todos los culos que probé allí. Bastaba con programar una práctica
con luminol o con cualquier reactivo fotolábil para hacer oscurecer el laboratorio y tener la debida
privacidad. Así que, ese maravilloso día, los ventanales del laboratorio estaban cegados por las
persianas que la gentil junta de padres mandó comprar, pues se habían cansado de ver bolsas de basura
pegadas con cinta adhesiva. Yo no podía quejarme de nada.
   
   —Me quedan perfectos —sonrió Luisita.
   Se había quitado las medias y había subido cada pie en una de las butacas altas del laboratorio y se
había probado las sandalias. Cuando cambió de pie, se levantó el faldón, queriendo visualizarse en
short. Yo ya estaba como un cañón de la segunda guerra y las pulsaciones me empezaban en el perineo
y me subían amplificadas al corazón. Luisa se contoneaba, se miraba a sí misma, primero por la
derecha, luego por la izquierda, con el faldón subido. Que piernas mamasita ¡qué blancura! Cuando ella
se dio la vuelta, no resistí más. Se hincó para recargarse sobre el mesón y volteó a verme. Levantó un
pie. Con la otra mano seguía recogiéndose la jardinera, que estaba hecha un moño gigante sobre
aquello que yo más quería de ella: Su cola.
   —¡Me gustaron mucho, profe!
   Yo aparté la butaca que se interponía y me arrodillé tras ella. Puse mis manos en sus tobillos y las
deslicé hasta la parte alta de sus muslos. Qué piel tan hipnóticamente lisa. Luisa aspiró una bocanada
de aire y dejó caer la falda. Pero ya era demasiado tarde. Para detenerme, tendría que haber entrado
alguien y asesinarme, después de pelear. Además, la caída de la falda solo me excitó más, ya que arrojó
sobre mi cara un hálito divino lleno de su olor a piel e intimidad. Mi cabeza quedó atrapada bajo su
falda. Le empecé a dar frenéticos besos en la base de las nalgas. Ella no se resistía, por el contrario,
danzaba. Estaba dibujando círculos con la cola. De repente arrojó con fuerza el aliento que había
aspirado y con voz deliciosamente ahogada, dijo:
   —Ay, profe ¡me haces igual que mi papá…!
   
Contra todo pronóstico, en medio del frenesí, había una o dos neuronas en mí que podían razonar,
porque recuerdo haber pensado “con razón es tan dócil” y “no culpo al man, no lo culpo”. Arrojé su
falda sobre la espalda de Luisa. No me esperaba que tuviera Panties tan sexies. No, nunca le había
subido la falda, hasta ese hermoso día. Llevaba panties blancos muy finos. Consistían en una tanga
blanca que completaba el cachetero con malla. Mi única reacción fue congelarme momentáneamente y
dar un resoplido.
   —Te gusta sentirte fatal ¿no? —pregunté.
   —Mi papá me compra estos cucos y por las tardes revisa que me los haya puesto.

Tal parece que después de todo sí había un sujeto más afortunado que yo en el planeta. Le besé las
nalgas y lamí en medio de ellas. Me encantó la textura de la tela de su panty. Jugueteé con ella unos
minutos, usando mucho más mi cara que mis manos. Estaba irresistible con esos calzones tan bien
entallados. Pero al fin, se los bajé.

El culo de Luisa: La mayor gloria de la creación ahí, a centímetros de mi cara. Metí mi rostro y aspiré
como aquella noche en Cartagena aspirando cocaína. El aroma llenó mi boca, mis pulmones y
electrocutó mi cerebro. Un delicioso popurrí entre jabón de baño, lavanda de ropa, telas bien cuidadas y
lo mejor de todo: Puro culo. Sin más qué decir: Culo. Ese mismo culo que me obsesionó en Halloween,
que tanto hubiera querido catar y explorar ese día. Una sorbida más: Metí la boca y la nariz entre sus
nalgas y aspiré con tal fuerza que me dolieron los senos nasales. Pero valía la pena el manjar. De todos
los olores que el olfato de un hombre perciba en el transcurso de una vida, el del culo de una hermosa
colegiala de séptimo grado tiene que ocupar un lugar privilegiado.
   —A ustedes los hombres ¿por qué les gusta tanto la cola? —volteó la carita para preguntar.
   —No estoy seguro, pero la tuya es… deliciosa.
   Y empecé a comerle el ano. Chupaba como un crío. Los gemiditos de ella, de esos que son fuguitas
involuntarias de aire, me indicaron que le estaba gustado. Y a mí, estaba enloqueciéndome. Abría y
cerraba la mandíbula para reforzar la forma de chupa que hacía con mis labios. Succionaba con locura,
qué culo tan rico. Los gemidos de Luisa aumentaron en intensidad y hasta hizo algo de fuerza contra el
mesón para darme más. Abracé sus piernas y metí la cara con más fuerza y le metí la lengua bien
hondo. En mi experiencia, al darle lengua por el culo a una mujer, se sabe muy fácil si la enculan con
frecuencia o no. Cuando no, no importa cuánto ni con qué tanta fuerza mandes la lengua. Lo único que
consigues es empujar el agujerito, aún cerrado. Pero cuando a la nena sí le hacen el anal, la abertura
cede y la lengua entra. Pues, a mi Luisita le entró. 
   Ese bello culo que exhibió por todo el colegio en el Halloween pasado, al fin estaba en mi boca. Y de
ese ano con el que tanto fantaseé, ahora conocía su saborcito ácido y seco. Aunque ya me dolía la base
de la lengua, quise hacerle unas buenas repetidas para lengüetearla bien y que sintiera rico. Veinte
segundos más, diez más… saqué la boca de entre sus nalgas y dimos al unísono un respingo. Me puse
de pie y ella se enderezó. La abracé.
   —¿Qué más te hace tu papá?
   —Me lo mete.
   —¿Te lo hace y te gusta?
Ella asintió lamiéndose los labios.
   — Y ¿qué te dice cuando te lo hace?
   —Que gracias y que me ama.
   —Y ¿qué más te hace?
   —Mi papá me lo hace todo por la cola.
   —Uff, lo entiendo —mascullé—. También quiero que me des tu cola. 
   Luisa hizo un gesto de no entender y respondió con lo obvio:
   —Ahí la tienes, profe —y se volvió a poner.
   Me bajé los pantalones y luego los bóxer. El lugar donde hacía presión mi glande, estaba delatado por
un círculo prominente de humedad. Le lubriqué la argollita con mi saliva y… ¡A culiar! Se lo inserté,
empujé, un centímetro, otro más, pasó lo más grande, el cabezón, el resto sería pan comido…
   —Uhy, hasta ahí profe —se quejó ella, deteniéndome con la mano.
   Al perecer yo lo tenía más largo que el papá de ella. Quise ver todo nuestro cuadro, para regodearme
en mi éxito de tener enculada a Luisa. Qué ganas tan grandes de empujar más… Se lo tenía que meter
todo. Ella tensionaba el dorso e intentaba mirar para atrás, como si ingenuamente esperara ver el coito.
Se mordía los labios, estaba gozando. “No, yo no me conformo con tan poco” pensé y se lo volví a
sacar gentilmente.
   —¿Qué pasó profe?
   —Mira.
Me apunté a ensalivarle ese culo como una mamá gata. Luego le pedí que me escupiera la verga todo lo
que pudiera, hasta que se le secara la boca. Ella obedeció muy contenta. 
   Volví a apuntarle… cabezón adentro, qué ano tan rico, dos, tres, cuatro centímetros, cinco, seis…
   —¡Ashh, profe!
   —No, mi diosa divina, va todo, hermosa, todo… sSeguí empujando y ella gritó. Me hinqué para
besarla en las mejillas y el cuello.
   —Va todo mi vida, todo…
empujé aún más y ella volvió a gritar.
   —¡Ya casi!
   Un grito más y ¡al fin! La perfecta redondez de sus nalgas estaba aplastándose contra mi pubis. ¡Qué
enculada tan brutal! Su recto se sentía calientito y contento. Ella ondeaba su torso y se tapaba la boca
con la mano para ahogar los gemidos. En cuanto a mí, me sentía en la gloria más irracional. Se sentía
calientísimo y apretado y para rematar, ella hacía unas pulsaciones, al sol de hoy ignoro si voluntarias o
no; que me llevaron al cielo en cuerpo y alma. Se había iniciado la cuenta regresiva para el diluvio de
semen. Pero ¿tan rápido? ¿Tan rica estaba Luisa que me haría ver como un novato? Los ojos se me
apagaron y desenfocaron. No pude más sino cerrarlos y así seguir bombeando. Puedo deducir que yo
tenía los labios erectos y la cara pasmada y le daba por el culito a Luisa mientras tensionaba el ceño.
Fue una culeada mística, con poco decir. Estar dentro de un culo después de tanto desearlo es como
devorarse el paraíso, sobre todo por el hecho de ser un culo prohibido. La prohibida colita de mi Luisa. 
   Pues… nada. A echar el semen. Empecé a gemir guturalmente mientras mi próstata enloquecida iba y
venía y le llenaba la colita de leche a mi alumna. Abrí los ojos, aunque no enfocaban nada. Parecía bajo
el efecto de una sobredosis. Terminé. Acerqué mi pecho a su espalda y la besé. Luego le estrujé las
tetecitas que ya empezaban a brotar en ella. Ambos jadeábamos y tratábamos de recuperar el aire. Lo
empecé a sacar.
   —Mammassita —dije con lengua de trapo.
   En el segundo siguiente estábamos ambos abrazados en el piso. Noté de inmediato que era a lo que
estaba ella acostumbrada y no le negué ni un ápice de cariño. No obstante ella se sostenía el orto con la
palma de la mano. La besé en la cabeza y toda la cara para que se sintiera acompañada. Todavía tenía
los calzones en las rodillas y empezó a quitárselos.
   —No se me pueden ensuciar —dijo con un hilo de voz.
   —¿Te vas a ir a clase sin cucos?
   Ella pensó por unos segundos y luego dijo:
   —Lo que pasa es que eso siempre queda goteando harto rato y… me toca sacármelo todo. ¿Me
ayudas, profe?
   —Claro, preciosa. 
   Se puso de pie y cogió de su morral un pedazo de papel higiénico. Entonces me acercó el culo a la
cara. Empezó a dedearse, no sin dejar escapar varios gemidos de impresión. Poco a poco, los dedos se
le llenaron de chorreaduras de semen espeso.
   —Pon el papel, por fa —dijo.
   Recogimos toda mi venida en poco menos de un minuto. El problema era que, verla cagando mi leche
tan de cerca, con las nalgas coloradas y agradecidas, me hizo dar ganas de más. A lado había ya unas
cinco bolas de papel higiénico empapadas en mi proteína. Luisa usó un último pedazo para limpiarse
bien la hendidura y la base de las piernas. Luego se abrió las nalgas.
   —¿Todavía escurre? —me preguntó adorablemente.
   —No, muñeca.
   Antes de que cerrara, estiré el cuello y le besé su precioso ano con una ternura descomunal. El beso
sonó en todo el laboratorio. Ella volteó y bajó la mirada sonriéndome.
   —¿POR QUÉ LES GUSTA TANTO LA COLA? —interrogó. 
   Descansamos un minuto más. La dejé suspirar en mi pecho mientras le acariciaba los brazos y las
manos.
   —No se te olvide ponerte los cucos —le dije.
   
Con lentitud cinematográfica, nos pusimos de pie y ella se arregló el cabello y se puso los calzones.
Cuando terminó de ponérselos, se los subió bien, de un tirón a cada lado. Verla con la falda atorada en
sus muñecas ajustándose bien esos sensuales panties, me hizo estar seguro de que yo quería más. La
abracé y asomé mi cabeza detrás de ella. Le alcé la falda y le contemplé ese culazaso en esa media
malla blanca, bien apretado y relleno. Se lo amasé con mucha hambre. Puse mis labios en su cuello y
en medio del beso le dije:
   —Tienes el mejor culo que haya visto. Me excitas muchísimo.
   —Profe, me lo acabas de hacer y ¿quieres más?
Yo no contesté, sino que seguí meneándome con ella, amasando sus nalgas a dos manos y sintiendo mi
pene encañonarse una vez más. La garganta de luisa se debilitó otra vez y liberó algunos gemiditos de
gusto.
   —Házmelo por delante —susurró.
   —Pero tú eres virgen, mi amor…
   —Sí y quiero que seas tú…

8 - De mi obsesión por el ano de mis alumnas 0 – Luisa


©2020 Stregoika
Continúan las andanzas de este afortunado profe
Yo era un profe feliz. Y ese nuevo día sería todavía más dichoso. Pues mi querida Luisa había sido la
única en perder matemáticas. Yo no era el de matemáticas, sino que ese profesor, aprovechó que solo
una niña le había perdido para pedirme el favor que vigilara su examen de recuperación mientras él
hacía otras cosas. Como esa niña era mi Luisa, pues yo ¡Encantado! Quedarme en un salón solo con
ella: ¿Dónde firmo?

Nuestro primer encuentro, que les relaté por ahí, había sucedido hacía un par de meses. Después de eso,
Luisita y yo éramos novios no declarados. Nos besábamos por ahí a escondidas y también, yo me la
pasaba manoseándola. Estaba enamorado perdidamente de ella. Sí, de su rostro de niña mimada, pero
también de su culo de patinadora. Qué placeres me había dado aquél par de nalgas apretaditas, blancas
y redonditas. Sí, yo era un profesor que se comía una niña de doce años, de séptimo. Eso existe, y más
de lo que creen. Que hagan la vista gorda a algo no hace desaparecer ese algo.
   Para colmo, recuerden que yo no era el número 1 de Luisa, sino ¡su padre! Él fue el primero en
disfrutar de ese precioso y prematuramente desarrollado culo de pre-adolescente. Y lo seguía haciendo,
según sabía yo. A mi basta colección de fetiches se había sumado el que Luisa me detallara con lujo
cómo se la cogía el papá, qué cosas le hacía y qué le decía. Un día ella se puso a contarme, mientras me
acompañaba en una vigilancia durante un descanso, y nos tuvimos qué sentar en una escalera para que
yo pudiera dedearle la vagina con mi brazo oculto bajo su chaqueta y su faldón, pues su relato me
calentó sin control. Yo quería llevármela a un salón a cogérmela bien pero ese día simplemente no se
pudo, así que, para el día de su examen de recuperación de matemáticas, yo estaba ardiendo en deseos
de hacerle el amor a mi Luisita.

Pues bien, entramos al salón donde la rectora nos puso. La señora era una mujer con más masculinidad
que yo (ja-ja). Hasta daba miedo.
   —Háganse acá —dijo, mientras retiraba unos carteles de la mesa que habían dejado otras profesoras
—. Dígame Luisa ¿La mesa está muy bajita? Porque si está muy bajita para usted, pues puede ir a traer
una de la oficina. Pero tiene que ir a traerla.
   La rectora lo decía porque ése precisamente era un salón de niños pequeños, y las mesas y sillas eran
chiquitas. Antes de responder, Luisa hizo una prueba: Se agachó para evaluar la altura de la mesa,
haciendo el amague de escribir. Pero lo hizo sin sentarse, por lo que estiró las piernas y sacó la cola. Su
faldita gris se elevó bastante por la parte trasera de sus muslos, que como sabrán, eran robustos y
deliciosos. Me tocó apretar los puños para no torcer el cuello y no babear. Faltaba un centímetro,
máximo uno y medio para que se le viera el principio de la colita, que me gustaba tanto. “Puta rectora,
ya váyase” pensé.
   —No, profe, yo puedo en esta mesa —respondió Luisa.
   —Correcto. El profesor Christian te va a acompañar durante tu examen. Él tiene todas las
indicaciones.
   Cuando dijo eso, yo me estaba imaginando que Luisita y yo estábamos completamente desnudos
sobre la mesa, terminando de hacerlo. Ella estaba de rodillas delante de mí, chupándose los dedos
llenos de mi esperma. Y yo, sujetándome la pija recién vaciada delante de su hermosísimo rostro. Ella
tendría salpicaduras de semen hasta en el cabello a los lados de la cara, que estaría rojita y empapada de
sudor. Sus senitos respingones, sin un milímetro de masa que hubiere cedido todavía a la gravedad,
estarían con los pezones brotados y venitas al rededor. Yo, todavía estaría exprimiéndome el miembro a
ver si le daba una última gota de leche a mi amada Luisa. Pero como no salía, decidí castigar mi pene,
azotándolo contra nada menos que la frente y las mejillas de ella. Luisa respondería con una adorable
sonrisa de asombro y regocijo. “Yo te hago todo más rico que tu papi ¿cierto?” le decía yo.
   —Profe Christian —La rectora tronó los dedos delante de mi cara —¿En qué piensa? Le estoy
diciendo que el tiempo está por empezar.
   Yo sacudí la cabeza, terminando mi bella fantasía abruptamente.
   —Sí señora. Perdón —interpreté una hipócrita vergüenza.
   —Bueno, los dejo. Buena Suerte, niña Luisa —dijo, y se retiró.
   —Toma tu examen, mi amor —le extendí el folleto—. Yo obvio no sé tantas matemáticas como el
profe Camilo, pero te voy a ayudar en lo que sepa.
   —Ay, tan divino, profe Christian —sonrió adorablemente, casi pegando una oreja a un hombro.
   Yo me lancé sobre ella y la besé con locura. Le chupe la comisura de la boca y ella metió su lengua
en mi boca y se la chupé un poco. También le planté una palmada en un glúteo. ¿Qué había hecho yo
para vivir el paraíso? No sé.
   Me senté en la mesa y abrimos su examen. Estaba fácil: Eran in-ecuaciones. ¡Lotería! Podía ayudarla
muy bien y que me compensara deliciosamente.
   —Preciosa: Esto es sobre desigualdades. Dime ¿Cómo te fue en ecuaciones?
   —¡Bien! Saqué 8,5. Pero los días que el profe Camilo explicó esto, yo no vine, y después no pude
ponerme al día.
   —Luisita hermosa, esto es casi la misma vaina. La única diferencia es que al despejar una ecuación,
obtienes un número y al despejar una in-ecuación, obtienes un conjunto de valores.
   —Ella frunció el ceño sin entender.
   —Tú despeja como sabes, Divina, que cuando llegues al final, te digo cómo expresar la respuesta. No
te dejes intimidar por ese signo de ‘menor o igual a’. ¡Dale! —le dije, y le di espacio.
   Ella se iba a sentar, pero se lo impedí.
   —Trabaja sin sentarte mi niña.
   —¿Por qué? —pero ni bien terminó de peguntar y ella sola supuso la razón.
   Entonces volvió a doblarse sobe la mesita, sacando cola y estirando las piernotas. Hasta se contoneó
un poco para mí. ¡Uff, qué espectáculo! Quería agarrarla y darle, pero también quería que hiciera su
examen. Así es el amor.
   Luisa siguió en lo suyo, hasta se concentró y se olvidó de danzar para mí. Yo estaba sentado en una
de las butaquitas de los niños, detrás de ella. A veces no aguantaba y me doblaba para verla por debajo.
¡Pero qué pedazo de culo! Yo le había dado besos a Luisa en su ano tibiecito y mojado en mis jugos,
pero verla por debajo de la falda seguía siendo una bomba para mí. Cómo la curvatura se acentuaba
severamente al terminar su pierna e iniciar su nalga, y cómo los hilos de su pantymedia azul se
estiraban. El tejido se abría y se ganaba claridad para ver su piel y su panty blanco. Ah, y su papá le
seguía comprando calzas muy sensuales, para su propio deleite.
   —Ya vengo, mi Diosa hermosa.
   —¿A dónde vas profe?
   Iba al baño a echarme agua. Definitivamente estaba a una media hora de cogérmela, pero no iba a ser
tan cabrón de cogérmela antes que terminara su examen y hacérselo perder. Al minuto volví, más
tranquilo.
   —¡Listo profe!
   —A ver, mi vida —le revisé la hoja.
   Todo estaba bien.
   —Mira entonces: Lee tu respuesta. X es menor a 5/4, o sea que la respuesta ¿es 5/4?
   —¡No! Es cualquier número menor, pero no 5/4… creo —me miró con interrogación.
   La besé en la boca y le dije:
    —¡Correcto! —A continuación le enseñé a graficar la respuesta.
Veinte minutos después, solo faltaba un ejercicio, pero la mente se me pudrió. Se me ocurrió que sería
muy pervertido hacerle sexo anal mientras ella hacía un ejercicio de matemáticas.
   —Yo sé que puedes hacer el último tú sola —dije.
   —Ay ¿te vas?
   —No, pero voy a estar muy ocupado —le dije, mientras metía la mano bajo su falda.
   Le empecé a sobar la entrepierna. ¡Qué sabrosa panocha tibiecita, bien apretada en esa malla de
colegial!
   —Ay, profe… —dijo ya con la voz mojadita.
   Inclusive aflojó y apretó las piernas con mi mano en medio, para calentarme más. Me puse de pie e
iba a desenfundar. Cambié de mano, y una me la puse en la bragueta y la otra bajo su falda,
acariciándole toda la cola.
   —No te distraigas, termina tu examen —le indiqué.
   —Sí señor —repuso de mala gana.
   Mi bragueta ya iba a la mitad y con mi dedo medio hacía un montón de presión sobre su vagina,
desde atrás. Pero sonó la puerta del salón. “¡Mierda!” salté como un gato y caí en la esquina. Luisa no
tuvo qué hacer nada, pues su falda cayó y ella quedó como se suponía.
   —¿Y por qué no se sienta, Luisa? —preguntó la rectora.
   —Así estoy bien, profe.
   Yo me puse un libro encima del bulto agrandado, que estaba bien agrandado, casi por salirse solo.
   —Profe, qué pena abusar de usted. Hay dos niñas de octavo que van a presentar examen de
recuperación de matemáticas. Vigílelas usted también, cuando Luisa entregue ¿correcto?
   —De mil amores, Doña Stella —dije.
   —¿Ya vas a acabar? —le preguntó a Luisa.
   —Cuando acabemos le avisamos —me entrometí.
   Luisa volteó su preciosa mirada de complicidad hacia mí, con una sonrisa tan pícara que me enamoré
al doble.
   —Perfecto, ah y otra cosa… —dijo la rectora.
   —¿Doña Stella? Gritaron desde fuera.
   La rectora nos hizo una señal de “esperen” y salió. Se puso a hablar con alguien afuera, sin sacar
completamente el cuerpo del salón. Mi perversión no podía más, y me lo saqué. Fui y se lo metí en la
boca a Luisa. Ella, al principio pareció quejarse, pero cuando le entró toda, hizo un gesto a boca llena
de “ay, qué rico” y se puso a mamar.
   Estaba yo muriendo de ganas de llenarle la boca de semen a Luisa para que, cuando la rectora
volviera a entrar a decir eso que le faltaba, Luisa no tuviera más opción que hacer ¡glup! Y poder
responder.
   Le perreé como loco hasta la garganta. La rectora seguía hablando con la cabeza asomada afuera y yo
me esforzaba por acabar. Era casi como si pudiera ver el revuelto de saliva y líquido preseminal que
hacía espuma en la boca de mi bella alumna. Más movimiento, más espuma. Ella empezaba a dar
arcadas. Nunca había sentido tanta necesidad de acabar tan pronto. ¡Venga semen, ya! Agarré la
cabecita de mi amada por los costados y le bombeé como perro salvaje. Me preocupaba que mi
cremallera abierta le lastimara la piel, pero no paré. ¡Ya viene, qué rico! ¡OH, LA FELICIDAD, EN LA
BOCA DE LUISA! ¡LECHE DE TU PROFE, SOLO PARA TÍ AMOR MÍO! Hasta el último de mis
espermatozoides tiene tu nombre escrito! ¡OH SÍ!
   La rectora se despidió de la otra persona. Me faltaban dos o tres empujones para eyacular,  pero ni
modo. Lo saqué, lo guardé y volví a agarrar el libro como escudo. Mi Luisa, precioso Ángel del
paraíso, tosió.
   —¿Qué era? ¡Ah ya! —dijo la rectora, volviendo a entrar— Luisa, cuando termines ven a rectoría.
   Entonces se quedó viendo a Luisa, cómo se pasaba los dedos por las mejillas y los labios  y se
chupaba decentemente los dedos.
   —¿Qué estás comiendo? ¡Pero no has terminado tu examen! —volteó a verme y me reprochó—:
¡Profesor Christian!
   —Es mi culpa, Doña Stella. Esa es mi leche —dije.
   Luisa volvió a mirarme con los ojos tan abiertos que por poco y se le salen.
   —Leche condensada —aclaré—. Es que tengo que ingerir algo dulce cada dos horas.
   —Si, pero ¡usted! No comparta sus dulces con estudiantes en medio de exámenes, profesor —dijo
con tan obvio tono que casi me ofende.
   —Claro, sí señora, mil perdones.
   La rectora se retiró.
   —Tu leche ¿no? —me recriminó Luisa, viéndome de lado.
   —¿Quieres más?
   —Pero ¿y mi examen? Quedan como quince minutos ¡Y quiero sacarme diez!
   ¿Cómo podía yo amar tanto a esa mocosa?
   —Sigue resolviendo tu examen.
   Ella volvió a clavar su mirada sobre la hoja y a señalar los números con el esfero. Yo, me hice detrás
de ella y le subí la falda, le bajé el pantymedia y las calzas, le metí la mano entre las nalgas y busqué su
ano. Lo hallé sin esfuerzo. Estaba sequito y calientito. Como iba a volver a verme, le dije:
   —No te distraigas, termina el ejercicio.
   Su pequeño orto en mi mano se sentía como se debe sentir entrar al paraíso después de una vida de
perros. Y eso es poco decir. ¡Era el ano de Luisa! Por donde salía su caquita en las mañanas. Donde su
padre metía el pene casi todos los días para ser feliz. Me arrodillé y ¡a comer!
   Abrí sus nalgas a dos manos y verlo ahí, tan lindo, fue tanto como la primera vez. Me palpitó el
corazón. Era como una coronita que le daba estatus de realeza a su raja, que, por cierto, tenía más
húmeda y estaba más rosada que la última vez. Se la besé con veneración. Y luego, pasé a comer orto
como un prisionero de guerra comería un pan después de semanas. Ella gimió y le repetí:
   —Tu examen, mi divina, termínalo.
   —Sí señor —repuso, con voz de excitación total.
   Igual que la primera vez, hacía fuercita con su cadera hacia mi cara. Su padre la tenía muy bien
entrenada.
   De usar mi lengua como si fuera un dildo diminuto, enrollada y forzada a entrar aunque fuera un
milímetro y volver a salir, entra y salir, entrar y salir… ¡Eso le encantaba a mi Luisa! Pasé a chupar el
bordecito de su agujero. ¡Estaba tan rico! Era casi como chupar una fruta que te entrega dulce néctar,
solo que aquello era sudor de culo. Me lo volví a sacar y me puse de pie.
   —¿Cómo vas con eso? —le pregunté.
   —Bien, pero me falta.
   —A mí también me falta, pero voy a seguir y voy a acabar.
   —Yo también —Dijo con tanta voz de arrechera que sentí ganas de irme a vivir dentro de ella. Para
siempre.

Se la clavé. Primero la punta suave de mi glande fue abriendo su templo anal, estirando uno a uno los
plieguecitos de la linda argollita. Cada vez se volvía más estrecho. Ella gritó, pero se reprimió a sí
misma de inmediato y se tapó la boca. Siguió gritando a boca cerrada. Entró el cabezón. El resto fue
pan comido.
   —Tu examen, bebé, tu examen —insistí.
   Ella siguió resolviendo el último ejercicio. Cuando me entregara la hoja, yo iba a darme cuenta que,
aunque estaba bien resuelto, los trazos casi traspasaban el papel ¡Mi reina hermosa hizo bien el
ejercicio con mi pene taladrándole el culo!
   Mientras la bananeaba, yo prácticamente me iba a otro planeta. Su culo apretadito y joven era como
una droga. Apenas puedo recordar que mientras metía y sacaba, le apretaba sus caderas con tanta fuerza
que, me diría ella luego, se las dejé marcadas. Como dije: “quería irme a vivir dentro de ella”.
   Ahora bien, el calorcito tan agradable de su recto. Un calor superior al del cuerpo en estado normal,
pero jamás contundente. Y para colmo de bondades, algo que le había enseñado a hacer su padre hacía
poco: A apretar con el culo. Repentinamente empezó a ordeñarme con su ojete, dando apretadas muy
fuertes y volviendo a soltar. Puedo jurar que algún peito se le produjo pero apenas si salió y apenas si
sonó. Y ¿qué creen? No aguanté. La sensación de la venida empezó detrás de las bolas, como corriente
eléctrica, y sentí el semen desde ahí hasta que salió. Una inyección de amor. En tres o cuatro pulseadas
celestiales me vacié. Pero siguió por unos minutos más haciendo apretadas. Aún cuando yo ya estaba
sin bombear, solo temblando. Sentía más amor que una diosa antigua.
   —¿Está bien? —me alcanzó la hoja de su examen, retorciendo el brazo detrás de su cabeza.
   Revisé. “X es algún valor entre -7/8 y 2/3”. Había dibujado (muy chueca) la recta numérica,
indicando tal intervalo abierto. Y su culo seguía dándome ahorcadas.
   —Está perfecto, bebé, felicidades ¡Auff!
   Y me seguía exprimiendo.

Lo malo del sexo prohibido es que, hay que sacarlo rápido. Y lo bueno del sexo permitido, es que no
hay que sacarlo tan rápido, aunque por ser legal, sea aburrido. Se lo tenía que sacar y pues, con el dolor
del alma, halé y mi pene salió de su pequeño paraíso.
   —Profe, te me viniste adentro y ya sabes que mi papá me revisa los cucos todos los días —me
reclamó.
   —Ay, mi diosa, si supieras lo irresistible que eres, comprenderías —dije, con un hilo de voz.
   —¿Me lo ayudas a recoger? —me pidió.
   —Obvio que sí, linda.
   Pero todavía tenía en mi prodigiosa mente de pervertido una idea: Lo de la leche condensada. Así que
en vez de ponerle a mi ángel papel higiénico para que cagara mi venida, le puse un cuaderno de pasta
dura plastificada.
   —¿Y eso?
   —Tú dale, mi vida, expulsa todo lo que te eché —le dije, y le di un beso negro.
   Luisa hizo fuerza y con graciosos sonidos, las primeras hilachas de esperma espesa empezaron a salir
de vuelta a la luz. En menos de un minuto, la cubierta del cuaderno estaba mojada con un buen charco
de esperma un poco oscurecida por sus fluidos rectales. Mi nena terminó, se limpió el ojete y se subió
los calzones. Yo, como siempre, suspiraba al verla acomodarse la mallas con la falda subida.
   Le acerqué el cuaderno a su cara y le dije:
   —La leche.
   Ella recibió el cuaderno y lo puso en la mesa. Mi esperanza era que lo lamiera, pero creo que fue
demasiado pedir. Como fuera, yo quería seguir con mi juego. Como iba salir, me despedí por ese día de
su glorioso culo, subiéndole la falda, doblándome y besando cada una de sus nalgas y luego dándole
una palmada solo por el placer de verle la carne vibrando como gelatina. Qué obra de arte ese culo
apretado en esa malla que se transparentaba en el centro y que dejaba ver sus cucos blancos en forma
de triángulo. Luego disimulé y fui a la puerta. Salí y regresé con la rectora, que al igual que yo, se
sorprendió:
   —¿Todavía comiendo leche? —exclamó, y me lanzó una mirada fulminante.
   Claro, luisa estaba con aquél cuaderno plastificado sobre la mesa, mirándose los dedos y chupándose
los nudillos.

9 - De mi obsesión por el ano de mis alumnas 1 –


Bibiana
©2020 --Stregoika
El profe Christian narra afortunados episodios de su trabajo
 La mejor decisión que he tomado en mi vida fue cuando me convertí en instructor vacacional de
talleres. Si alguna vez han imaginado el paraíso ¡eso no es! El paraíso es más (si os gustan las morritas,
claro) como un inmenso centro comunitario donde concurre toda la juventud de tu localidad de clase
media, y donde no hay las reglas ni controles que hay en un colegio.
   Yo enseñaba artes, y tenía grupos de teatro y plásticas. Pero en los talleres había también deportes,
incluyendo natación, patinaje y volley, así que, se imaginarán el gallinero tan tentador en medio del que
me movía yo.
   Cuando veía una chica que me gustaba, la ponía en la mira y en cosa de una semana ya había
cumplido con mi enfermo cometido de saborearle su… su ojete. Es un viejo fetiche que tengo.

Y así sucedían las cosas:


   —Profe ¿por qué te gusta tanto el culo? —me preguntó Bibiana, con su voz mojada.
Yo no le pude responder, pues estaba ocupado, con mi cara metida entre sus nalgas, chupando las
orillitas de su asterisquito. Ella había aprendido a disfrutarlo, y justo esa vez, estaba contonéandose,
haciendo círculos con la pelvis mientras yo comía. Y mientras comía, me la jalaba, ahí arrodillado
detrás de ella.  Me vine comiéndole el ano a Bibiana. Por mi temblor, ella se dio cuenta. Volteó a
verme. Pero yo no quería quitar mi boca todavía y me resistí. Desde donde yo estaba, podía ver sus
bellas y blancas nalgas desenfocadas, por estar pegadas a mi cara. Estaban ligeramente brotadas y
marcadas por sus pantaletas deportivas. Era como si trajera puesta una versión invisible de ellas. En
seguida, estaba su espalda. Su camiseta amarilla de ciclista y sobre ella, su pelo negro. Al final, veía su
carita de perfil y sus ojos esforzándose, tratando de verme.
   —No me vayas a echar semen en las medias, profe —agregó.
Pero era demasiado tarde: Casi toda mi venida le había caído en su media deportiva blanca y en pocos
segundos iba a tener que sentir la esperma filtrada hacia su piel, como la última vez.
   Mientras pasaba mi éxtasis, me fui aflojando. Al fin separé mis labios de su argolla, y se liberó su
aroma a saliva y piel mezclados, y ese ‘aliento’ característico a culo de muchachita, al que yo era
adicto. Separé mi cara un centímetro, solo la cantidad suficiente para ver. Ella creyó que podía
incorporarse y subirse la pantaleta, pero la detuve. Lo que yo quería, era ver un rato más esa magnífica
obra de arte de la naturaleza, y así lo hice. Seguí separándole las nalgas con mis manos.
   Por estar tan agitado —yo había estado chupando por unos veinte minutos y muy fuerte—, su ano
estaba coloradito y apenas estaba dejando de palpitar. Debajo de él estaban erectos dos o tres pelillos,
quebrados por la estreches de su perineo, correspondientes al vello púbico que no podía quitar ella sola
cuando se afeitaba.  Los toqué con la yema de mi dedo. Contemplé la belleza del medio de sus nalgas
abiertas por unos segundo más. Conté los pliegues de su piel que daban forma al oscurito asterisco:
llegué a once, pero al volver al contar llegué a doce. Olía delicioso. El vaho tibio de su interior se
mezclaba con aquél proveniente de su vagina, que obvio, estaba empapada.
   —Me tengo que ir profe —me dijo, haciendo voz de consentida.

Recargué mi mejilla en uno de sus glúteos, para reemplazar mi mano en la acción de abrir.  La
contemplé un poco, solo un poco más. Le acaricié el ano con la yema del dedo, con un contacto tan
tenue que quizá solo era calor lo que se transmitía.
¿Quieren una definición de amor? Abran las nalgas de una nena de quince, meriéndense ese ano como
si no hubiera un mañana, eyaculen y quédense contemplándolo como un anciano que ve por primera
vez el mar. Lo que sentirán, es eso: Amor.
   —Profe…
   —Ya, mi amor, vete —le dije.
Para la despedida, le di un beso en su pequeño cagadero. Ya había aprendido que  los besos negros no
suenan, así que, para que suenen, no deben darse en el centro vacío del lindo agujero sino sobre la piel.
Le besé una de sus orillitas e hice sonar el pico en todo el vacío baño. MMMMmmmmuuuuááááák!
   Dado el beso, ella se enderezó con las manos en sus pantaletas. Luego se subió el bicicletero de color
azul brillante, danzando graciosamente para acomodar la apretada prenda. Yo amaba el sonido del
caucho encajándose, cuando ella lo soltaba sobre su piel: ¡Plac!
   Se echó agua en al cara mientras yo seguía ahí, agachado. Le miraba ese pedazo de trasero en su lycra
azul con facetas laterales de malla. Luego la miraba a ella y lo hermosa que era. ¿Cómo podía yo ser
tan feliz? Lo más sagrado, íntimo y resguardado de una muchacha es el ojito de su culito, incluso más
que su coño. Y ahí estaba Bibiana, poniéndose la moña ante el espejo y yo viéndole ese portentoso par
de nalgas, en medio de las que acababa de tener la cara durante largo rato.  
Ese sabor que me quedaba en el área del bigote y la barbilla, no lo cambiaba por nada. Y nunca me
lavaba, hasta el día siguiente. Me encantaba llevarme ese aroma íntimo y sucio a todas partes.
   Ella terminó de arreglarse y se dio la vuelta, y al moverse, se dio cuenta que tenía la media mojada.
   —¡Ay, profe, te dije que no me llenaras de semen! —Levantó su rodilla y empezó a limpiarse con la
mano— ¡No! me tocó quitármelas —renegó.
   Así lo hizo, y algo que adoré, fue que cuando estuvo lista, se olfateó la mano y no resistió la tentación
de lamerse un poco. Luego me miró y se rió. Fue cuando me puse de pie y la abracé y la besé.
Alguien gritó su nombre afuera.
   —Mierda ¡me voy ya! —exclamó.
Al voltearse, le di una fuerte palmada en una de sus nalgas. Ella se fue trotando, con las manitas en alto
y su coleta de pelo balanceándose.

La primera vez que vi a Bibiana fue cuando terminaba de jugar soccer. Yo estaba intencionalmente allá
en las gradas, para escoger ‘ganado’, y me enamoré al instante al verla trotar hacia el lateral, empapada
en sudor, con la carita roja y riéndose porque le acababan de decir algo gracioso.
Cuando llevaba poco más de un mes de tener sexo con ella, todavía no había podido hacer realidad mi
fantasía de cogerla así como la conocí: Bañada en sudor y caliente como horno de panadería. Pero se lo
pedí al poco.

Les daré los detalles en la siguiente entrega, y les contaré de los anos de otras estudiantes de 13 a 16
años. Y les contaré cómo mi novia (de 15 años), tanto o más pervertida que yo , me ayudaba en todos
mis levantes.

10 - De mi obsesión por el ano de mis alumnas 2 –


Salomé
©Stregoika, 2021
El profe Christian recibe un ultimátum de su novia

La mañana del 16 de Diciembre de ese año, todos llegaron a tiempo. Se pusieron a atravesar festones
de edificio a edificio del centro comunitario, a pintar los separadores de verde y rojo y pintar monaditas
alusivas a navidad en el pavimento. Casi todas las chicas, para trabajar al rayo de sol con comodidad,
estaban en lycra, y las que no, estaban en pantaloneta de atletismo, muy corta y holgada. Hacía tres o
cuatro días que me había merendado el apetitoso orto de Bibiana, antes del partido de la final de soccer
(perdieron). Pero desde entonces no había hecho nada más, situación que me tenía en un agónico
verano.
   Me paré en medio del patio principal y vi a toda la gallada de chicos en su bulliciosa actividad de
decoración, y me dije: “Amo este este lugar, y amo mi trabajo”.
   —¿El profe Christian va a rezar la novena? —me saludó Salomé.
   Pero su saludo era fuera de lo normal, ya que ella no llevaba colgado su carné de patinaje, no estaba
en pinta para trabajar y evidentemente acababa de llegar.
  —Yo sí, pero parece que tú no. ¿Quieres que te suspendan? —repliqué, con agudeza de docente.
   —No, profe —empezó a sonreír como consentida, más hacia a un lado de la boca que el otro y
meciéndose—, es que no voy a estar. Necesito que usted me haga un inmenso favor —concluyó,
subiendo una ceja y mordiéndose el labio de abajo. Me miraba con esa maldita dulzura que me vuelve
estúpido, poniendo la cara hacia abajo como si quisiera mirar sus manos, pero dejando sus ojos en mí.
Salomé era una de las chicas más hermosas de patinaje. De esas tipas que tienen la cara anchita, por ser
de familia de genes fuertes. Por eso mismo era de complexión robusta. Si Salomé practicara algún arte
marcial, sería una grande, así como Gina Carano o Ronda Rousey. Pero su expresión no le cumplía a su
físico, pues mantenía sus enormes ojos claros y sus cejas pobladas en posición que decía, en letritas
rosadas y con corazones: “Quiéreme”.
   Su cabello estaba al natural, pues apenas era un telón de liso pelo castaño de cada lado. Y lo que
empeoraba todo para los —como yo— vitaliciamente enamorados de las adolescentes, es que tenía
unas cuantas salpicaduras de pecas que iban desde su pómulo izquierdo hasta el derecho, incluyendo el
dorso de la nariz. Misma salpicadura la tenía la parte alta de su pecho. Se la vi cuando la nena, que por
cierto, tenía 16; estaba matriculándose en el taller de patinaje. Iba de vestido, por alguna razón, misma
que me hizo ver por primera vez ese par de piernas que… insisto. Ella debería aprender a hacer patadas
voladoras. Derribaría a un hombre.

   —¿Qué favor necesitas? —pregunté.


   Me imaginaba de todo, y haría lo que fuera por ella.
   —Es que… —miró a su alrededor arqueando el entrecejo— es que necesito que me haga cuarto,
profe Christian.
   Para terminar de decirlo, había unido las manos en frente de sí y enrollado un brazo sobre el otro. Me
clavó su mirada de ángel, también. Sentí ganas de casarme con ella y me la imaginé en traje de novia
con su ramo a dos manos. Pero no, estaba en realidad en overol de mezclilla de bota corta —no podía ir
nunca sin mostrar ese pedazo de par de piernas— y tenis. Debajo solo tenía un ceñido top de color
verde ácido.
   Solo por si acaso: “Hacer cuarto” significa “poner una coartada”. Al oírla decirlo, sentí una pulsadita
en la próstata. Me proponía que le encubriera algo, y yo podría sacar provecho.
   En mi país hay un onceavo mandamiento: “No dar papaya”, y ella lo estaba violando. Y hay un
décimo-segundo mandamiento: “No dejar pasar papaya”, y yo no pensaba violarlo. Y había, para
refuerzo, un popular dicho: “A papaya ponida, papaya partida”.
   —¿Qué necesitas que haga, linda? —le sonreí, para generar confianza en ella.
   —Decir que estoy aquí —se entusiasmó y dio un brinquito con los talones—, sólo si llaman.
   —Pero… y ¿por qué sabes que me van a llamar a mí? ¿Y si no? Tendrías qué pedir que te hicieran
cuarto a todos los instructores —crucé los brazos y me acerqué un paso a ella—. ¿Qué vas a hacer y,
estás segura que lo planeaste bien?
Sí, todo está medido —elevó carita hacia mí y toco mis brazos con una palma—, ay profe, diga que sí.
   —Y ¿Por qué me has elegido? —Pregunté
   —Ay, prof, porque usted… Ay, de usted hablan harto y re-bien. Dicen que usted es un lindo con
nosotros. Bibiana me dió su número, y yo se lo dí a mis abuelos.

Fué cuando le exigí toda la información. La muy tramposa se había metido al curso vacacional de
patinaje para hacer una pilatuna. Quería quedarse con sus abuelos, que vivían cerca, sólo porque ellos
eran más fáciles de engañar que sus padres, y así podría irse con su novio a follar durante un día con su
noche. Bueno, lo de la intención específica de follar, lo deduje yo solo.
   “Diosa hermosa, si lo que quieres es verga, no tenías que armar semejante novela” Pensé. “Aquí hay
lengua, besos, verga y leche para tu todos tu preciosos orificios, mamasita rica”.
   Accedí, pero obviamente le puse mi condición. Le indiqué el precio de mi complicidad.
   —Yo te ayudo y te guardo el secreto, Pero debes hacer algo por mí, Salomé.
   —¿Dime? —preguntó, con un adorable tono de escepticismo.
   —Ven conmigo —la tomé de la mano y la conduje al otro lado del centro comunitario, donde no
había nadie.
   Entramos a un aula de sistemas que estaba en desuso temporalmente, por las fechas.
   —¿Por qué tienes llaves de sistemas? —me preguntó.
   —Tengo copia de las llaves de casi todas partes —sacudí mi llavero—, porque, no te han dicho
mentiras de mi: Soy un “lindo”. Yo hago favores, pero el chiste de hacer favores es que, cuando uno
necesite algo, también los otros hagan algo por uno.
   Entramos y cerré la puerta. Ella se colgó el pelo detrás de la oreja y me puso cara de interrogante.
   —¿Qué quieres, profe?
   Mi respuesta se limitó a una amorosa caricia con el dorso de mi dedos, en su pómulo y mejilla. Ella
me recorrió de arriba a abajo con su asustada mirada.
   —Tú me gustas, Salomé —le expliqué.
   Ella acabó de esconder la cara, viendo hacia abajo. Sin decir nada, se dio la vuelta, abrió la puerta y
se fué. Yo, sonreí enternecido. Pero, antes que un pensamiento más pudiera pasar por mi mente, otro
cuerpo delgado y exquisito de adolescente, ocupó el umbral de la puerta. La chica de quince, tenía una
cabellera que era estilo ricitos pero no de oro sino de bronce. Llevaba una brocha untada de pintura
roja, esgrimida en su mano.
   —¿Haciendo travesuras tan temprano, profesor Christian? —me preguntó, en obvio tono de picardía.
   Me palpitó el corazón. Era Maryory, mi novia oficial. Devota de mi habilidad de proporcionar placer,
y más pervertida que yo. A lo largo de mis relatos verán porqué.
   Estaba, como las demás, en corta lycra. La de ella era blanca. Además llevaba una fea camisa polo de
manga larga, de hombre, que le quedaba escurrida, con los colores del saco de Freddy Krueger. Tenía
salpicaduras de pintura roja en él y en la pantalonetita de andar en bici. Además, tenía marcas de
pintura en las piernas y una en la mejilla que eran obvio producto de jugar con sus amigos. Eran marcas
de dedos arrastrados.
   —¿Cómo se me ven los chachos, desde ahí? —preguntó y alzó más la brocha, impulsando una fatal
salpicadura de pintura hacia mí.
   —¡No! —prácticamente grité— ¡Esta ropa no es de trabajo!
   Logré disuadirla del ataque, pero ella entró, cerró la puerta y anduvo hacia mí. Agregó en tono de
sarcasmo:
   —¿Me vas a dar lo que Salomé no quiso que le dieras?
   —Para tí voy a estar siempre disponible, bizcochito.

Me lancé sobre ella y le subí esa despreciable camisa. Descubrir su dorso de atleta de piel trigueña, me
proporcionó el corrientazo que necesitaba. Siempre había pensado que las adolescentes tienen, de
gratis, el cuerpo que las modelos adultas deben cuidar con toneladas de esfuerzo. Maryory subió los
brazos para que yo retirara la camisa, y su vientre se estiró de tal modo sensual que me sentí
afortunado. Toda su área abdominal era plana como cancha de tenis y tenía el contorno de una letra V,
clavada en unas caderas que te invitaban a morderlas, como si fueran ponqué. De hecho, lo hice.
“¡Auff!” se quejó ella al sentir mis dientes. Subí la mirada y vi su cara en medio del espacio entre sus
pequeños senos, que todavía llevaban encima un ligero y liso brasiér blanco.
   Maryory sonrió y me dijo:
   —¡Mira!
   Señaló su ombligo.
   —¿Qué? —levanté un lado de la boca.
   —Cómelo.
   —¿Tu ombligo? Bueno. —acepté sin discusión.
   Le besé su precioso ombligo y luego se lo lamí. Mientras ‘comía’, ella logró controlar la risa y me
explicó:
   —Esa es la única argollita que me vas a chupar hoy.
   Entonces la miŕe con cara de niño al que le acabaron de decir “ya no vamos a Disneylandia”, y le
pregunté:
   —¿Por qué?
   —Por perro —explicó, como si tal cosa—. Si te gusta la loba de la Salomé debiste decírmelo. Ya
estarías con ella —dijo, estirando los labios hacia adelante, sobre-segura de lo que decía.
   Le bajé de un halonazo el bicicletero de lycra blanca. Quedó en tanga de desteñido y opaco color
negro. Tomé a mi novia por las caderas y la volteé. Iba a meterle la lengua entre el culito y hacerle
círculos, pero ella volvió a ponerse de frente con fuerza. Se haló hacia un lado la tanga. Su vagina
emergió a la luz, primero un labio, y después el otro, que primero se atoró en la tanga, se separó del
otro labio y luego volvió a su lugar como un resorte. Mi Maryory estaba húmeda.
   —Cómete esta —me dijo.
   —Bueno —acepté sin dilación. ¿Para qué discutir?
   Qué rico aroma el de su piel ligeramente sudada por la actividad. Con la boca pegada a su sexo, dije:
   —¿Por qué “loba”? Ella no es loba —me refería a Salomé.
Ella no podía contestar aún, porque, la impresión de mi boca succionándole el clítoris  le ganó:
   —¡Uhy! Tsss… ¡uff!
   Por ello, aumenté la intensidad de mi comida de coño. Le sabía muy rico porque ya había estado
agachada pintando sardineles y acumulando calor y sudando un poco. Pero se esforzó para responder
mi pregunta:
   —No ¿qué va? Tsss… Antes de cuadrarnos tú y yo, ¡uhy! También decías que ¡uff! Christian! … que
yo no era loba… ¡Ummm!
   Su diminuta joya de color rubí estaba presa en una fosa hecha por mis labios, estirándose y
contrayéndose a ritmo de mis chupadas. Como empezó a temblar, me daba leves rodillazos en el
estomago. “Ya la encendí” me dije, y puse una mano detrás de ella y otra adelante, para darle vuelta. La
giré y me dispuse comerle su jugoso culo… pero… ella usó mi fuerza en mi contra. Siguió dando la
vuelta y volvió a quedar frente a mí. Puso su índice ante mis ojos y me regañó:
   —Ya te dije que no. ¡Estás castigado por perro! ¿Qué pasa que no me la chupas?
   Volví a empezar a mamar.
   —Buen chico —me acarició la cabeza—. ¿Tú crees que soy bajada del zarzo?
   Dije “por qué”, pero el sonido fue demasiado gracioso, debido que hablé sin dejar de masajearle su
panocha entera con mis labios.
   —Porque Bibiana —respondió ella— jugó la final sin medias. Yo sé el porqué una sardina de aquí se
quita las medias. A mí e tocó quitármelas también varias veces —entonces apartó mi cabeza de sí con
una mano en mi frente y me acusó—: ‘señor rarito con adicción al ojo del culo’.
   Me sentí atrapado y no pude sino darle un tierno beso en la vagina, mirándola a los ojos.
   —Con carita de perro no me vas a conmover ¡Chupa!
   Volvía a formar la fosa con mis labios y a atrapar su pequeña cosita, lo cual era difícil sin ayudarse
con las manos.
   —Lo que tienes qué hacer es —siguió ella— ¡uff! Es asegurarte de que el mío... ¡tssss ah! ...es el
número… ¡Ah! ...el número  uno… Uhmmm! Te voy a ayudar a… ¡Uich! ...que Salomé te diga que…
¡Uhmmm! ... que sí, y… ¡AGHH!
   Ya estaba moviendo la pelvis en círculos, pero seguramente la corriente fué tanta que se apartó. Se
agarró la panocha y después de tomar aire, terminó su mensaje:
   —Le comes lo que quieras comerle y me cuentas. Porque si no soy la número uno, no quiero ser
ningún otro número ¿Entendido?
   —Sí señora.
   —Y si no soy la número uno, no te vuelvo a dar lo que te gusta —se dió vuelta y se agachó con las
piernas ligeramente abiertas.
   Se arregló la tanga, que entre los dos habíamos dejado toda retorcida. Cuando puso el parche de
algodón de la tanga en su lugar y acomodó el hilo, pude ver su delicioso orto por un micro-segundo.
Me lancé a comerlo, pero ella dio un paso adelante y me dijo:
   —¡Ya te dije que no!
   Luego se agachó para alcanzar su bicicletero blanco. Con la agilidad de un gato me lancé a devorarle
su agujerito, que se asomaba sobre el hilo.  Pero ella fue más rápida. Se  subió la prenda de lycra y me
gritó:
   —¡Malcriado!
   Siguió su marcha rumbo a al puerta y empezó a ponerse la camisa. Ver su provocativo dèrriere me
hizo dar ganas de —al menos— agarrarárselo. Me mandé con la palma hacia arriba para pasársela entre
la nalgas, pero ella volvió a alejarse.
   —No va a haber nada de eso hasta que me confirmes lo que te pedí —dijo, terminando de vestirse y
recogiendo su brocha del piso. Al pasar su cabeza por el cuello de la camisa, sus bronceados risos
saltaron como un penacho de porrista. Entonces, en un acto malvado para calentarme más, se hizo
delante me mí y se palmeó el entrepierna dos veces. Dijo:
   —Tú sí sabes chuparla, papi.
   Me mandó un beso con la mano y se largó.
Yo quedé ahí, con un charco de lubricante enfriándose en mis bóxer, el pródromo de un inevitable dolor
de próstata y las puras ganas de comerme el asterisquito de mi Maryory. 

Salí del centro de cómputo a tomar aire y regresé a donde los estudiantes estaban decorando. Estaba
nada menos que Bibiana, con su espectacular figura de deportista envuelta en trusa negra. ¡Cómo me
encantaba esa muchacha! Esos pómulos bien subidos, esa nariz derechita y esa piel blanca. ¡Cuánto
había disfrutado yo del agujerito que cargaba entre sus nalgas! Pero no debí haberle llenado de semen
la media. Ahora el amor de mi vida estaba celosa.
Para rematar, al quedarme viendo a Bibiana, descubrí que no estaba trabajando como los demás. Ella
era de las que venía a ensayar villancicos y bailes. Estaba ahí con sus amigas, sacando de cajas esos
sensuales uniformes de mamá noél. Yo ya los conocía, del año anterior: Innecesariamente cortos. Y las
chicas se ponían medias veladas brillantes color arena con él. Para no verse feas, no usaban nada más,
pues se subirían a una tarima a bailar durante la novena y sabían que cualquier prenda diferente a la del
disfraz, sería de muy mal gusto. En otras palabras ¡A mostrar calzas! 

Así es que, el resto del día y la noche serían una aventura: Mi misión de comerle el ano a Salomé y
decirle a Maryory si ese me gustaba más o qué.  Y la inauguración de la novena de aguinaldos con ese
tren de morritas sexies bailando en traje de santa y mostrando sus encantos. Con absoluta seguridad, me
provocaría de varios ortos más y no descansaría hasta comerlos todos. 

11 - Así se conquista una de trece


©2018, DNDA Co 

Un profe enamorado no se aguanta más y...

1 - Presentación de un consagrado culiador de colegialas


Los que hayan leído cuentos míos sabrán que las colegialas me arrechan como ninguna otra cosa. Esto
que les contaré me ocurrió en un colegio inmenso, de unos 2000 estudiantes. No era un colegio de
ricos, como para tener historias color de rosa. De hecho, en los colegios de ñeritas siempre es más rico
trabajar porque las chicas son mucho más abiertas  —de mente, y si las trabajas un poco, también de
piernas—. Yo me la pasaba prendido por la convergencia de varias razones, como la liberación en que
vivían esas niñas, sus faldas cortas y los pantymedias gris claro en los que consistía el uniforme.
   A ver, hay quienes nunca volvieron a pisar un colegio después de su propia vida de colegial, y
fantasean con las colegialas como si fueran un manjar prohibido. Hay quienes logran dejar atrás la
tentación por las polleritas solo porque nunca las volvieron a ver de cerca. Hay quienes trabajan en
colegios y les da igual (aunque son muy pocos) y hay quienes trabaja(ro)n en colegios, como su
servidor; y viven ardiendo en deseos por las colegialas, por sus carnes rebosantes de colágeno que las
convierte en frutos sexuales inasibles, bombas de feromonas, musas de fantasías, máquinas eróticas…
seres con tal poder de atracción que literalmente embrutecen a un hombre. Macabro mecanismo de la
naturaleza para preservar la especie!
   Yo, me desenvolvía en mis labores sin que fuera evidente mi lado oscuro. En medio de clases,
actividades extra-clase, deportivas y culturales, mi yo interior estaba en  constante calor, viéndoles las
piernas a las niñas, esperando siempre ver un poco más, o si no había ya nada más que ver, entonces
durar un poco más viendo.
   Ese uniforme me encantaba, esas medias grises clarito, a veces brillante me ponían a mil. Y sobre
todo porque eran apenas algunas chicas las que se ponían bicicletero encima. Si bien mi mente en
perenne calentura disfrutaba de ver debajo de las jardineras aún si tenían bicicletero, pues verlas sin
bicicletero era mucho más rico. Las pantymedias eras de esas que cambian de textura cuando llegan a
la base de las piernas, y tienen una especie de panty labrado sobre ellas. No sé nada de confecciones
para describirlo debidamente, pero cualquier hombre heterosexual me entenderá lo arrechador que es
verle eso a una chica, sobre todo a una colegiala. De solo escribirlo se me está parando.
Las chicas adoraban pasar los períodos de descanso sentadas en enormes grupos en los prados,
recostadas unas sobre otras. Parte del embrujo reproductor de la pervertida naturaleza, era verlas en
plena confianza entre sí, amontonadas, con sus faldas olvidadas, ignoradas, puestas sobre ellas por
requisito, pero levantadas por anarquía. O no sé, siempre me pregunté si las colegialas mostraban tanto
las piernas y un poco menos sus entrepiernas y nalgas, por calentar intencionalmente a los hombres; o
creían que por llevar pantymedias ‘no pasaba nada’. Si supieran que hay muchos, como yo, a quienes
las pantymedias nos prenden aún más que la piel viva… Y para empeorar el cuadro, estos montones de
chicas adolescentes, siempre, no solo están ‘mostrando todo’, sino recostadas sobre la cola o las tetas
de sus compañeras.
   Alguna vez en otro cuento mío lo dije: Entre ellas si pueden ver y tocar, y lo hacen en público, para
que se arrechen los demás. Imagina una colegiala de esas recién, pero recién desarrollada, como un
croissant que acabas de sacar del horno, que está en su punto, que está que se come solo y que, tú eres
consciente que hace un minuto todavía estaba crudo. Típica muchacha que sabe lo buena que está, es la
más alta del salón, se siente la mamá de la camada porque está estrenando tetas, los jeans apretados se
le ven mejor que a las demás, y sobre todo porque tiene a toda la comunidad dividida: Entre los que se
hacen la paja por ella y los que no quieren hacérsela sino que están detrás de ella como perros. Ahora
imagínenla en uniforme, sobre los prados del colegio, usando de almohada el culo de una amiga que
máximo está tan buena como ella. La chica apoya bien el cachete sobre las prodigiosas nalgas de su
compañera, y lo que más te remuerde las tripas es que no lo disfrute, que no se voltee a comerle el culo,
sino que sea algo tan rutinario como usar los pies para caminar. Por el contrario, está embobada con su
Smartphone, usando la neurona para controlar sus dos pulgares y con ellos al aparato. Y por ello
mismo, si la jardinera le tapa o no la cola, no es importante.  Cuando recién se sentó, se acomodó bien
la falda, pero en un par de minutos el Smartphone le consumió los recursos mentales y no se pudo
ocupar de si mostrarle o no al mundo su jugoso trasero.  Ahora, copien estas dos chicas y péguenlas 10
o quince veces en lugares diferentes. Así es el panorama en una secundaria durante el descanso. Sí,
otros ven principalmente cosas muy diferentes, pero para mí, todo lo demás se obnubila. Mi obsesión
por sus culos es como mi Smartphone, no quiero saber de nada más.

   Hago casting: Las que tienen bicicletero largo, lástima. Las que tienen bicicletero tan corto que
parece un cachetero, rico. Las que no tienen bicicletero… ayúdame Dios. veo culitos y más culitos bien
empacados en mallas grises brillantes, algunos tan rebosantes que estiran la costura entre las nalgas. A
veces una que otra se mueve con brusquedad, jugueteando con sus amigas, y las carnes se les mueven
como una gelatina bien cuajada. Se me para…
   Afortunadamente dejé los principios y la doble moral a un lado, por el bien de mi salud mental. Me
encantaba mi lado oscuro y lo juntaba con el de las estudiantes con frecuencia. Hay varias etapas en el
ascenso a este estado de perversión, como la de profe inexperto mirón, que obtiene mala reputación de
inmediato; la de profe que se aguanta las ganas de mirar y se da cuenta que el período de prueba pasa
en pocas semanas: Las chicas empiezan a abrirse de piernas frente a él o a subirse las faldas para
acomodarse los pantymedias sin problema. Está, la de profe que alguna vez se enamoró perdidamente
de una estudiante, la de profe de quien varias estudiantes se enamoraron perdidamente, todo sin la
menor consecuencia, la de profe que se comió a la niña de once y antes del grado, también a su madre;
y finalmente, la de culiador de colegialas consagrado. Aunque yo me retiré en la cumbre.

   Algunos colegas llevaban muchos años de ser sondas excavadoras de culos de colegialas, pero yo no
pude pasar de los dos años, pues estaba metiéndome en terrenos demasiado peligrosos porque, por
alguna razón que no entiendo bien, la arrechera me superaba, y entre más colegialas diosas me cogía,
más quería. Aunque había comido tanto culo y tanta panocha de colegiala, aún me portaba como un
pobre reprimido, pues hasta me fascinaba hacerme debajo de las  escaleras para ver culos en
bicicletero. Si seguía así, el riesgo sería incalculable.
   
Me di cuenta de que ya no tenía el control de mis ganas, sino que ellas me tenían bajo control a mí,
cuando me aficioné a culiar niñas ya menores, de séptimo grado y a culiármelas en el colegio. Es
justamente una historia de esas las que os voy a compartir, así que prepararos porque os la vais a jalar.

2 - “De esta manera es que se conquista una niña”


Laura, grado séptimo tres, el peor del colegio, donde estaban los más problemáticos. Parte de los
conflictos que hacían a estos chicos especialmente difíciles, eran de índole familiar. Había no solo
consumo y tráfico de drogas,  vandalismo, delincuencia y violencia, sino prostitución. Desde que oí
sobre ello, me dio curiosidad y excitación. Había el rumor que a Laura se la comía un tío, o algo así. Y
yo no lo culpaba, pues Laurita estaba como para chuparse los dedos.

Recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que la vi:


   —profe, mírela, no tiene la blusa del colegio —me dijo una niña, acusando a Laura.
   Cuando volteé a mirarla, quedé con la boca abierta. Laura, estaba sentada en su puesto, cambiándose
de blusa, como si tal cosa. La que recién se había quitado estaba en su regazo y estaba apenas
desenvolviendo la otra. Por lo pronto, no tenía más que una camiseta que por fuerza podía contener
esas tetazas recién brotadas. Se le veía debajo un delgado, casi transparente sostén rojo, con las copas
tan reducidas que solo le dibujan un retorcido triángulo sobre cada pezón. Y tenía frío, porque tenía los
pezones salidos. La chica me sonrío mientras yo estaba petrificado con la boca abierta.
   Su sonrisa era perfecta, de reina de belleza, era blanca “como una yuca”, decían sus compañeros ,
tenía el cabello negro y abundante, lacio pero no liso. Sus facciones eran típicas de niña de trece años,
esa ternura de pómulos prominentes y nariz que termina en una pequeña redondez imposible de dibujar.
Siguió desdoblando la blusa entre sus manos y con el movimiento de los brazos apretaba y soltaba
alternadamente ese glorioso par de tetas. Se me paró el pito.
   La reacción natural ante esa deslumbrante belleza era la intención de copular, de reproducirse, de
taladrar el coñito en cuestión, eyacular dentro, mientras el resto del cuerpo está en un éxtasis celestial
por la conquista y el contacto con el otro cuerpo, ese tan deseado, por la consumación de algo tan
querido. Eso, lo de la eyaculada, y otros sentimientos secundarios e igual de inevitables como la
intención de poseer y proteger, la ansiedad por la impotencia de consumar. Qué tetas, santa madre, pero
qué tetas! Si su tío, padrastro o el que fuera se la quería echar, pues no era por nada.

En días siguientes, no perdía oportunidad para hablar con ella y ganarme su confianza. Las chicas de
colegios pobres son cien veces más fáciles de abordar, porque son precisamente sus problemas el
ángulo a explotar. Las niñas de colegios ricos no te ven como padre, ni como confidente, sino como
coima. Difícil asunto, pero no imposible. Valga agregar en este paréntesis que a las chicas pobres,
quieres sondearles hasta el alma por el culo, pero una niña rica puede obsesionarte sentimentalmente, o
dicho sin asco, puede ‘enamorarte’. Lean “El último amor prohibido¹”.Es una de las cosas que quiero
analizar de mi corta pero aun así, basta experiencia de penetrador de colegialas. 
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¹Este cuento sigue perdido ¡lo siento!, no obstante, sobrevive el micro-rrelato El diablo nunca cierra
una ventana sin abrir una puerta
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   Al poco tiempo, a punta de preguntarle por sus problemas y escucharla, no me había ganado solo la
confianza de Laura, sino su afecto. Cuando me veía a lo lejos, corría hacia mí para abrazarme de salto y
saludarme. Siempre ponía la mejilla para que yo le diera un beso. ¡Ah! Esa mejilla; tan rellenita y
pulpita… “¿Cómo tendrá esas vulvitas?” me preguntaba a mí mismo cada vez. No me podía sacar de la
cabeza esas tetas, y empezaba también a obsesionarme por el resto de ella. Cada vez que hablábamos,
le miraba la jardinera con tanto morbo y tantas ganas que parecía que mis ojos tuvieran rayos x. A estas
alturas no sé si fueron las ganas que movieron mi imaginación o si fue realidad, pero la escasa luz que
pasaba a través de su falda me permitía ver por fracciones de segundo su silueta. Siempre que estaba
frente a ella se me paraba la jodida pita.

En casa, quería matarme a pajas por ella, pero me resistía y mantenía en conflicto tenerle tantas ganas a
una niña tan joven. No por mí, yo nunca tuve conflictos conmigo. Pero es que las de décimo y once —
mi menú principal— ya eran lo suficientemente putas, habían visto más penes que los baños del
Marcaná, pero Laura… pues no sé; no estaba seguro de querer pasar esa barrera.
   Se me revolvía la cabeza de planear tan fríamente y con tanta malicia como llevármela a un
laboratorio o algo, manosearla y ponerla a chupar… era muy osado. Con las grandes, uno se ponía una
cita donde fuera y listo. Muchas eran más recorridas que uno mismo. Pero Laura… ella muy
probablemente todavía pedía permiso para salir. Pero esas tetas, dios mío, ¡¡¡ESAS TETAS!!!
   
—Ven al laboratorio y me ayudas a organizar los materiales —le dije.
   Ella acudió complacida.
   Aunque fué acompañada, me deshice rápido de la otra niña, con el achaque de hablar algo delicado
con Laura. Mientras organizábamos los materiales, le lancé la pregunta:
   —Laura ¿es cierto lo que dicen de ti?
   Ella se frenó asombrada.
   —Tú sabes que puedes confiar en mí —agregué.
   —¿Qué dicen de mí? —me miró a los ojos.
   —Que alguien es abusivo contigo.
   —Es un chisme, lo agrandaron todo —hizo un puchero despectivo.
   —Cuéntame qué pasó.
   —En una fiesta de los 15 de una amiga, un amigo del papá de ella me mostró toda la verga.
“Aquí tengo una que también quiere conocerte” pensé.
   —¿¡En serio!? Y, ¿cómo fue, o qué? —disimulé indignación.
   —No, pues llevaba mirándome toda la fiesta como si quisiera violarme. Cuando yo bailaba se sentaba
a mirarme y se tocaba, y al final me sorprendió en la entrada de los baños y se lo sacó.
   —¿Y tú qué hiciste?
   —Salí corriendo de ahí y me preguntaron qué pasó, yo conté y se fueron a buscarlo pero ya se había
desaparecido. Pero alguien contó eso acá y ya se pusieron a decir que fue mi tío, que me violaron, que
me violan todos los días…
   —¿Y tú te asustaste mucho? —yo estaba dirigiendo la conversación a mi antojo. O Sea, a sus tetas.
   —Pues en el momento… pero ya después ¡bah! —respondió ella.
   —¿Te puedo hacer una pregunta? —modulé la voz para inspirarle aún más confianza.
   —Tú puedes preguntarme lo que quieras —afirmó.
   Eso hizo que un flujo extra de sangre irrigara mi sexo.
   —¿Ya habías visto un pene?
   —Pues no —contestó con frescura—, pero no me dio miedo, me dio como… rabia.
   Era el momento de atacar.
   —Es que hay hombres muy frustrados sexualmente. Degenerado hijueputa… —agregué—.
Perdóname.
   Para ella, oír un profesor decir una grosería era una experiencia completamente nueva, y le gustó. Por
otra parte, nos sirvió para llevar nuestra confianza un grado más allá. Esbozó una leve sonrisa.
   —Apuesto que eras la niña más bonita de esa fiesta, aún más que tu amiga de 15 —continué yo.
   —¿Por qué? —sonrió ella.
   —A ver: de por sí que eres una niña hermosísima, muy linda —ella sonrío más—, si hasta en
uniforme te ves adorable.
En traje de fiesta, imagino que enamoras a más de uno, y eso es normal, pero lo que no debería pasar es
que se sobrepasen.
O sea, hay quienes te ven con adoración, como yo —ella sonrío ampliamente, pero yo proseguí para
disuadir el mensaje—, pero también hay quienes te ven con perversión. ¿Cómo era tu vestido?
   —¡Tengo fotos! —se precipitó a sacar su celular.
   Yo sabía que eso iba a pasar. Eso y todo lo demás que pasaría. Me mostró las fotos y me llené de
deseo. Tenía un vestido de color rosa, de esos que aparentan ser de falda hasta mitad del muslo, pero en
realidad es un traslúcido velillo. La falda estaba en realidad debajo y era cortísima, con el ruedo a ras
del pubis. El vestido volvía a ser solo velillo muy ceñido entre la cintura y el busto, por lo que lucía su
ombligo. Y el escote se llevaba muy bien con esos portentosos teteros. Un chal y un peinado bonito. De
trece añitos pero qué cosota, qué treintamamita, como para no dejar agujero sin mamárselo.
   Navegué en su Smartphone contemplándola en cada foto, en especial aquellas done aparecía sentada.
Si bien muchos podían calificar a otros de degenerados por querérsela echar, incluyéndome, nadie
podía discutir que las niñas de esa edad ya eran todas una guarras. Laura posaba para cada foto bien
empeñada en lucir sus senos, apretándolos con los brazos, o mostrar las piernas, cruzándolas bien alto.
   —En esta se te ve todo… —bromeé.
   —¡No! —renegó ella, rapándome el celular —qué boleta.
   La conversación estaba adquiriendo lentamente el tono que yo buscaba.
   —Pero se te ve que no te afectó que te hayan… pues… acosado.
   —No…. Que un tipo me muestre la verga no acaba con mi vida. No pues!
   —Vuelvo a lo mismo: NADA justifica a un degenerado, pero tienes que aprender una cosa:
   —¿Qué? —se paró derecha para escucharme.
   —Que eres muy PROVOCATIVA, y no todos los hombres se portan decentes. Justo lo que yo
sospechaba, en esa fiesta estabas ¡causando infartos!
   —Ay tan exagerado, profe…
   —A eso exactamente me refiero! Lo que para ti es normal, para otros puede ser muy provocativo.
¿Sabes lo sensual que eres? No, en serio… Esa falda que llevabas era muy cortita, y si a cualquier
hombre normal eso le ENCANTA, imagínate a un degenerado. Tienes que cuidarte, precisamente
porque eres un RE-BIZCOCHOTE.
   —Ay profe —sonrió y miró a otra parte—, no es para tanto, pero gracias…
   —Ya sabes, sobre todo cuando haya mucha gente, mide cuánto vas a provocar. Nada más así en
uniforme, Laura; a veces estás sentadita mostrando todas las piernas hasta arriba y uno se EMBOBA.
   Dicho esto, ella tuvo la reacción que yo buscaba. Se contoneó como niña consentida. Yo tenía puestas
todas mis energías en provocarle reacciones físicas, que lubricara un poco ¿por qué no? Y lo estaba
consiguiendo.
   —La mayoría de las veces uno le dice a una niña —continué yo, mientras ella seguía meciéndose—
que trate de sentarse bien, pero otra veces uno lo piensa dos veces.
   —¿Por qué? —me preguntó con un hilito de voz, aún sonriendo.
   —Porque uno no sabe cómo lo van a tomar. De pronto van y creen que uno se la pasa mirándolas.
   —Tú, profe, me puedes decir que se me está viendo todo, y yo me siento bien sin problema. Yo jamás
pensaría mal de ti.
   Volví a cambiar el tono de mi voz para seguir. Era tan profesional que debería trabajar en radio:
   —Ése es el problema, Laura —me le acerqué y empecé a susurrar— a mí me FASCINA mi-rar-te.
   —Ay, prooofe….
   —Respondió susurrando.

Los siguientes instantes fueron claves. Las reacciones de ella ante mi silencio serían las que decidirán
el curso a tomar. Me quedé ahí contando los segundos, que parecían años, un poco hincado, acercando
mi frente a la suya. Olía delicioso, y su aliento era como respirar en el paraíso. Ella me miró a los ojos
y se quedó quietecita. Empecé a sentir ese típico dolor muy leve detrás de los testículos, porque la
erección era total pero aún tenía los bóxer y los pantalones puestos. Tres segundos más y seguía solo
ahí. Estábamos contemplándonos. Me decidí a abrir las compuertas y lanzar la bomba de cincuenta
mega-tones:
   —Laura, ¿tú me dejarías darte un beso?
   En mi mente, lo que en verdad quería era chupar entre sus labios vaginales y ahogarme en sus tiernos
fluidos de amor, pero en el aire, el mensaje era uno solo: Un beso en la boca. Laura bajó la mirada y
masculló algo. Antes que el ambiente se amilanara, con un dedo le subí la carita y volvía a hablar:
   —De verdad que eres la niña más hermosa que he visto —le acaricié el rostro—. Besar tu boquita
debe ser como tocar el cielo.
   Ella dejó escapar un hilo de aire de su pecho, había perdido las fuerzas para retenerlo. Fue algo muy
parecido a un gemido. Creo que ya estaba lubricando su cosita rica.
   —Dime que sí— cerré los ojos y fruncí el ceño para decir eso.
   Pasaron otros cinco segundos de inaguantable ansiedad. Le volví a acariciar el rostro, con un tacto tan
fino que no compartimos tacto sino calor y electricidad.
   —Sí —susurró ella.
   La bomba detonó en un resplandor cegador. Todo se volvió luz y fuego, el cielo mismo se incendió y
el horizonte desapareció. Sin miramientos, puse mi boca en la comisura de la suya. Apreté un poco, y
de inmediato avancé al centro de su boca. Le chupé la boquita un par de segundos nada más. Un
modesto goteo de lubricante me enfrió la punta del pene, e imaginé que algo equivalente debió pasar
con ella, allá bajo su faldita, bajo su pantymedia gris. ¡Qué delicia! Pero por obvias razones para un
experto, no podía avanzar más tan pronto. Me incorporé y tomé aire.
   —Ya sabes, Laura. Debes cuidarte, por ti y por los que te queremos.
   Ella subió la mirada y tenía los ojos encendidos por un brillo hermoso. Lo que ella sentía era más de
lo que yo esperaba.
   —Vete a clase, y no se te olvide lo que hablamos.
   —No se me va a olvidar nunca —me miró con esos ojos radioactivos y pasó a mi lado. Yo, lo que
quería era penetrarla y bombearle hasta explotarla. Ella se marchó.
   Me provocaba tener a ese imbécil que le mostró la verga en la fiesta y decirle “Estúpido, de esta
manera es que se conquista una niña”. A lo que a mí respecta, ya tenía a Laurita en bandeja de plata. 

3 – “Quiero mirarte”
Sentía que no había nada que no pudiera lograr.
Para muchos hombres, el éxito se basaba en el dinero, para otros, en las mujeres, para otros, sus sueños
particulares, sus pasiones artísticas y esas cosas. Para mí eran las colegialas, y lo que recién había
sucedido con Laura me ponía en un nivel que al mismo tiempo me enorgullecía y me asustaba. Tenía
que admitir paralelamente que tenía mucho poder y que, no sabía que hacer con él. ¿Acaso podía tener
la colegiala que quisiera? ¿Si ya había pasado los límites, habría otros más allá? ¿Si los hubiera, los
pasaría también? Bueno, una partecita de mi cerebro estaba ocupada en eso, porque todo el resto estaba
flotando en un sueño de romance y de placer, elevado a una potencia infinita por el carácter de
prohibido, de marginal, de fuera del sistema, de más allá de lo constituido y de lo convenido. Volaba al
caminar por los pasillos, sonreía al hablar con la gente, el tiempo se me pasaba rápido y disfrutaba de
cada momento.

   Estaba consciente que había que ser muy paciente, y que cualquier acción que presionara los eventos,
al contrario de apresurarlos, los impediría. Por experiencia sabía que las cosas eran más deliciosas
dejándolas fluir, y que actuando más de la cuenta, no serían ni siquiera menos agradables, simplemente
desaparecerían. Así que seguí día tras día haciendo lo mío. Laura me sonreía con adoración al
encontrarnos por ahí y yo le correspondía.
   Cada vez me imaginaba haciéndole el amor con poesía o taladrándola sin piedad, según estuvieran
mis ganas. Laura solía sentarse en la primera fila para mostrarme las piernas, las cruzaba bien y se
fijaba que la falda estuviera lo suficientemente subida. Había aprendido a coquetearme y me ponía a
mil muchas veces. Yo, tenía la suficiente destreza para mirarla sin desconcentrarme de mis asuntos —a
ver ¿a quién creen que están leyendo, a un aficionado?—, y perfectamente hacía las clases mientras me
deleitaba las retinas mirándole las piernas a mi Laura. Me parece verla ahí con el esfero en la boca, la
rodilla bien levantada y sacudiendo el piecito suavemente. Reconocer que estaba así expresamente para
mí, me excitaba montones, pero durante esas semanas evité pajearme o imaginármela cuando me
echaba a Tatiana o a Jessica, de grado décimo¹; porque sabía que ya pronto llegaría el momento y
quería que fuera a todo dar. Parte de la espera consistía en que solo podría ser en el mismo colegio, por
la dificultad de verme con ella por fuera, porque era muy niña. Sería demorado, pero llegaría. Las cosas
empezaron a ponerme más ansioso cuando ella, no conforme con exhibirme sus piernas cruzadas, hasta
bien arriba; empezaba cruzarlas justo cuando yo la miraba. A veces llevaba bicicletero y otras veces no.
Cuando no se lo ponía, el pulso se me disparaba: la muy putica se quedaba varios segundos con las
piernitas bien abiertas para mí, mirándome con ese gesto de ‘te gusto ¿cierto?’.
________________
¹Eso el del cuento "enamorado de mis dos estudiantes"
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   Poder verle ese parchecito que envolvía su jugosa vagina, que se supone debe permanecer sin ser
visto por uno, es una experiencia mística. No sé si pueda explicarlo. Podría comerle el coñito a una
colegiala mil veces y aun así querría volver a verla mal sentada, con la falda de adorno. Y ojalá no verle
los panties, sino las lycras, los pantimedias. El upskirt, el nylon y las colegialas, tres fetiches en uno,
una niña de colegio mal sentada y mostrando todo… la fórmula completa para pararme el pito y desatar
mi instinto animal. No obstante sabía que no debía presionar nada, que el momento llegaría por sí solo
y una vez sucediera sería infinitamente mejor que planeándolo.

   Y así fue, el día llegó: Izada de bandera. Todos los séptimos a cargo. Más de cien estudiantes
participando en presentaciones que durarían todo el día. Yo lo sospechaba pero prefería no crearme
expectativas, Laura tendría una presentación y la vería de particular, ojalá en falda… y corta… ehemm.
Dije que sin expectativas.
   —Hola profe —me saludó como siempre, de un saltito y poniéndome la mejilla.
  “Mamassita cada día está más rica” pensé.
   —Hola mi amor —dije.
   —Voy a bailar hoy, tienes que verme.
   —Claro que voy a MI-RAR-TE —me lamí los labios por dentro.
   Laura acariciaba las solapas de mi bata blanca mientras hablábamos. Cualquiera que nos estuviera
viendo, habría dicho “esos dos están que se comen”. Yo, hacía rato no me sentía tan cargado, tan
pesado. Pero todo se lo estaba guardando a ella.
   —¿Y qué te vas a poner? —pregunté con lascivia.
Esperaba que me dijera que una micro-falda o algo así, que me arrechara más.
   —Ya vas a ver —dijo coquetamente y se marchó.
   “Esta culicagada ya sabe portarse como una mujer” pensé.

La vi alejarse caminando, contoneando su hermoso culo debajo de esa jardinera. Iba modelando para
mí. Cogió una bolsa, donde deduje que tenía su vestuario y volvió a salir rumbo a los baños. Mi mente
explotó. “Ya es hora, de aquí y ahora no pasa” pensé.
   —Laura, ven acá. Los baños están atestados. Cámbiate acá.
Los salones, en cambio tenían uno que otro pelagatos y el de Laura, estaba vacío. Todo mundo estaba
en formación o preparando sus números. Era el momento ideal. Valió la pena esperar.
   —Bueno profe —sonrió ella.
   Ya sabía mis intenciones o parte de ellas. Volvió a modelar a mi lado de regreso al salón, me miró
flirteándome y cerró la puerta. En el siguiente instante se me subió todo, ver esa puerta cerrada y verme
a mí afuera, pensando que Laura estaba ahí a un pasito empelotándose… toqué. “Que no se me note el
desespero, que no se me note” pensé.
   —¡Laura!
   —¿Señor? —Respondió sorprendida desde adentro.
   —¡Abre! —ordené.
   —¡Ahorita profe! —dijo ella.
   —¡Abre ya! —troné.
   —¿Por qué?
Cuatro segundos de silencio y…
   —Quiero MIRARTE —confesé.
   Otros cuatro segundos de nada, cien veces más largos que los anteriores. Maldita coyuntura
interminable.
¿Qué va a hacer? ¿Estará marcando en el celular? ¿lo estará pensando? ¿Se estará desnudando?
¿Gritará? Por dios, algo, lo que sea, pase ya…! Sonó el clanc del pasador. El corazón se me iba a salir
(y la verga también). Laura abrió. Se asomó y su expresión me asombró. Si mi propio poder y suerte ya
me tenían con miedo, ahora me tenían aterrorizado. La radiación cósmica en sus ojos estaba
fulgurando. Sentí ganas de casarme con ella. La niña me abrió paso, inspeccioné los alrededores y
entré. Ella misma cerró la puerta detrás de mí. El salón tenía unos enormes ventanales que daban a un
gigantesco potrero y después de este, a unos apartamentos en obra gris que se veían pequeñitos. Si
justamente en ese momento había precisamente ahí, alguien con un catalejo observándonos, merecía
ver el espectáculo. Laura se quitó el saco del uniforme en un parpadeo. “Dios mío, mamasita” pensé.
Hacía mucho no la veía sin saco, con la jardinera bien ajustada sobre su linda figura. Y esas tetas, por
dios, esas tetazas, estaban ahí guardaditas y llenas de pasión, esperando ser cariñosamente exprimidas.
   —¿Quieres mirar? —me preguntó.
   Yo asentí. Su siguiente movimiento fue agacharse unos centímetros, sin dejar de mirarme. Se agarró
el ruedo de la jardinera y se incorporó. Con una lentitud hipnótica fue recogiendo los brazos y
destapándose la piernas. Al final se había subido toda la falda. Estaba ahí de pie, paradita
elegantemente, con una pierna soportando el peso y la otra recogidita, sosteniéndose el faldón a la
altura del pecho.
   —Mira todo lo que quieras —me dijo.
   El lubricante salía a raudales de mi glande inflamado, y el corazón estaba por sufrir un colapso. Creo
que mis manos temblaban como las de un paciente de Parkinson. Este servidor, que tantos culos de
colegialas había lamido, estaba hecho un manojo de nervios ante su nueva conquista, de trece tiernos
años. Sin embargo miré, miré todo lo que ella quiso mostrarme.   
   Detallé hilo a hilo sus pantimedias, desde los tobillos hasta la cadera y desde la cadera hasta el pubis.
Me arrodillé ante ella. Puse mis manos en sus pantorrillas y el tacto con la textura de sus medias me
electrocutó. Por haberme acercado, tenía su fragancia llegándome a la cara sin ninguna inhibición. Mi
vista, mi tacto y ahora mi olfato estaban al máximo, como agua en ebullición, como papel cediendo
impotente, arrugándose y ennegreciéndose entre las llamas. La existencia no tendría ningún sentido sin
poderse entregar a ese frenesí sensorial de vez en cuando, sería mejor suicidarse.
   Era momento de girar la perilla y aumentar la tensión. Deslicé mis manos hacia arriba, acariciándole
las piernas sobre sus pantymedias. También acerqué mi cara a su pelvis, con la boca abierta. Mis manos
habían recién llegado a sus nalgas y ella respondió con un pequeño contoneo. Era indudable que estaba
mojándose como una cascada. La consciencia no me alcanzaba para disfrutar tanto de tantas formas y
al mismo tiempo. Supongo que uno pasa a un estado superior de la existencia que le permite no sufrir
un corto circuito; porque, tenía sus redondas nalgas en mis manos, con los hilos de sus pantymedias
estirados, sintiendo su calor; y su entrepierna a un centímetro de mi boca. Estaba dándome una
sobredosis de su aroma, olor a jardinera limpia y planchada, a piel delicada bañada con jabón suave y a
vagina florecida y colorada, húmeda, palpitando de ganas. Puse mi boca abierta sobre el parchecito que
le cubría el pubis y presioné sin usar los dientes, muy despacio. Por sus gemidos, imagino que estaba
en un estado similar al mío, no dueña de toda la descarga de millones de tera-vatios en su cuerpo. El
placer ahora se manifestaba también por mis oídos. Los gemidos le salían solos, no se podían modular
ni detener.

   Es la recompensa del sexo que todos buscamos, ese éxtasis. Le masajeé las nalgas y emitió otro
gemido y otra vez dibujó un círculo horizontal con el pubis. Debía estar empapada, por sus
movimientos, por el rico olor… empecé a chupar. De vez en vez retiraba mi boca y le veía el parchecito
cada vez más mojado. Metí los dedos en su cintura y le bajé las medias. Ella cooperó moviendo las
piernas para que las medias cedieran. Se las bajé hasta las rodillas y le miré la cuca. Tal como me la
imaginaba, una sombrita de vello muy suave, recién salido, jamás depilada y colorada por las ganas…
Vista, tacto, olfato, oído y ahora… el gusto. Le comí la vagina a Laura como si fuera por supervivencia.
Sonoras chupadas, lamidas, besos, besitos, más chupadas ruidosas. Qué delicia de labios y qué jugos
tan finos y apetecibles. Quisiera verme ahí ahora, masajeándole las nalgas y mamándole la vagina,
arrodillado ante su loca divinidad, mientras ella, comedida, se esforzaba por seguir de pie, gozando con
los ojos cerrados y sosteniéndose la jardinera arriba.

   Yo ya no tenía control, el animal había salido y estaba a cargo. Ps, creo que nadie que le mame la
vagina a una hermosa niña de trece años, pueda controlarse. Me puse de pie y como una fiera le halé el
peto de la jardinera hacia abajo. Quería chuparle y estrujare esas tetas que en principio, fueron lo que
me enamoró de ella. Laura, prestamente se llevó las manos a la espalda para soltarse la cremallera y la
jardinera cayó. Tenía un brasiér azul, pequeñito como el que yo ya había visto. También se lo quitó
enseguida. Sus tetas de diosa saltaron al aire, liberadas, gloriosas, hermosas. Se las chupé como un
loco. Mientras le hacía círculos con la lengua sobre los pezones, me di cuenta que intentaba alcanzar mi
entrepierna. Me solté los pantalones. En el siguiente instante tenía a la colegiala más jovencita que me
haya echado, arrodillada ante mí dándome una mamada. Sentía esa boquita calientita y esa lengua
húmeda. No podíamos quedarnos tanto tiempo, era demasiado el riesgo.
   —¿Quieres que te penetre? —pregunté casi sin aire.
   —Sí —rogó ella.
   Tiró uno de sus zapatos y se quitó la media de una pierna. Puso la colita en la mesita del profesor y
levantó la rodilla hasta el hombro. Se lo metí. Le bombeé como un perro salvaje, mientras nos dábamos
besos pornográficos, le miraba las tetas saltando o le daba besos y le lamía en el cuello. Toda la carga
que me tenía guardada para ella, estaba caliente y lista para entregar. "¿Me le vengo adentro, tenemos
un bebé y me quedo con ella?"
   Mientras le mordía el cuello con los labios y le daba verga frenéticamente, me cuestionaba dónde
acabar. De verdad me gustaría casarme con ella, de solo acordarme la manera en que me miraba… pero
esa era una ridícula fantasía. Se lo saqué y me vine como un caballo sobre su jardinera, que estaba toda
arrugada en torno a su cintura. Ella se complacía con el morbo de verme eyacular, sobre todo por el
hecho de que eyaculaba por ella y me pegaba su pelvis a los huevos mientras le chorreaba leche
encima. No paraba de correrme, seguía teniendo contracciones y disparándole semen a ella, cada vez
menos, un poco menos, un poco menos, menos… Ella respiraba profusamente y me acariciaba el
pecho. Sentí que la sangre abandonaba mi cabeza, creí que iba a dormirme o a desmayarme. Respiré…
   —Mi amor… —le dije y la besé apasionadamente.
   Miré por última vez —ese día—, sus tetas redondas y su panochita colorada, ahora con los vellitos
empapados y aplastados.
   —Yo creí que eras virgen… —dije.
   Ella me frenó con una burlona risa.
   —Si fuera virgen, me habría mandado al psicólogo que ese viejo me hubiera mostrado la verga. Pero
yo no le tengo miedo a las vergas.
   Lo siguiente que hizo fue restregarse en la mano el reguero de semen que tenía en los senos y sobre
todo en la jardinera.
   —Se siente bien —dijo.
   —¿Tienes novio? —le pregunté, asustado.
   —Sí claro. Eres tú.
(...)

   Bueno, esa es mi historia de cómo probé la dulce cosita de una colegiala de trece años.
   Luego me contó que desde los once años, un tío la tocaba, le hacía regalos y la trataba muy bien,
veían videos porno, hasta que la convenció de mamárselo y eventualmente le hundió la verga en su
cosita. Laurita era una muchacha muy bien entrenada y deliciosa. Yo me obsesioné con cogérmela
todos los días, pero eso obviamente era imposible. Terminé retirándome por los problemas que me
estaba generando el buscar un día tras otro estar con ella, en el laboratorio, en los baños, en el salón
durante el descanso…. Pero es que ella no cooperaba, pues se portaba más y más candente. Un día me
regaló un upskirt con una peculiaridad muy especial: le había recortado el parche a sus pantimedias y
tenía la vagina a la luz del día. La verdad, por más consagrado culiador de colegialas que sea uno, dar
clase al tiempo de verle la vagina a tu estudiante favorita, ya era inmanejable.

 --Stregoika

12 - Retos en primaria
©2020Stregoika
Lo que las redes sociales son capaces de provocar
Un inmenso colegio de ricos, con instalaciones más viejas que mi abuela pero muy bien conservadas,
imágenes religiosas por ahí, y fuente en el patio. También, con chicos que serían el sueño de todo
profesor, porque eran dóciles y venían bien educados de casa. En un colegio así sucedió lo que les
contaré.

Para empezar, yo no solía ser muy atrevido. Tengo mi esposa y un hijo, y ver a las niñas del colegio
como delicias carnales, nunca se me pasó por la cabeza. El uniforme de ellas era bonito y muy decente.
Usaban falda reglamentaria hasta dos dedos sobre la rodilla y media pantalón oscura. Junto al blazer,
todo hacía un sobrio degradé de azul. Si alguna vez vi bajo una falda en una escalera, fue
accidentalmente y lo que pensé no pasó de “uhy, le vi todo, jaja”, y a los diez minutos ya no me
acordaba. Yo era un tipo decente, en serio. Pero la vida juega pasadas y hace cambios drásticos.

Yo era profesor de bachillerato, y no cambiaba por nada mis chicos. En contraste, detestaba la primaria
porque era más bullosa y yo simplemente no podía con los pequeños. Pero un día me enviaron a hacer
un reemplazo a grado cuarto, y tuve una experiencia que me partió en dos la vida.
Cuando me dijeron que acudiera a primaria, me estresé porque había oído rumores de un chico de
primaria que estaba haciendo estragos en el colegio. Se estaban presentado problemas que nuestro
adorado plantel nunca había tenido: Peleas, robos y hasta drogas. El chico nuevo fue admitido para
grado quinto por obligación legal, políticas del ayuntamiento que a su vez venían de la alcaldía y así, de
ahí para arriba. En resumen, el colegio dejó de ser desde entonces un templo de excelencia, y se
convertiría de a moderadas cuotas en un típico reformatorio público. El chico, de nombre Duverney, no
era de clase alta, sino que venía de un pueblo, su madre era prostituta y drogadicta.
Al poco de ingresar, además de sacarles canas a los profesores, empezó a deteriorar a los demás
estudiantes. Trajo el problema del mal uso de las redes sociales, y gracias a ello, terminé deseando
como perro a una niña de siete años.
El día de mi reemplazo a grado cuarto, todo transcurrió con normalidad hasta que llegó la hora de salir
a descanso. Los niños acostumbraban agolparse en la puerta para salir tan pronto sonara la campana.
Bueno, eso hacían con los profesores inexpertos en chiquillos, porque a los de planta, les hacían una
fila que envidiaría un batallón de marines .
Entonces, yo estaba allí de barrera para que no salieran antes de tiempo, conteniendo la manada de
chiquilines con mi propio cuerpo. De repente, sentí una mano en mi bulto. Mi reacción inmediata fue
dar un paso atrás. Al siguiente instante, otra vez la sentí. Entonces miré abajo y descubrí que era una
niña, Susanita, que miraba distraídamente a un lado mientras se apoyaba en mí. Una parte de mí, que
reprimí rápidamente, sintió rico. Por un mili-segundo me imaginé a Susanita masturbándome con su
mano balnquita. ¡Pero qué mierdas! ¿Cómo iba a imaginarme eso? Me paré de lado para quitar su mano
de ahí, no fuera y se me parara.
Por fortuna, la campana sonó y el incómodo momento pasó.

Lo que, a falta de mi propio crédito, averiguaría después, es que Susanita estaba agarrándome a
propósito, no por ganas, ni siquiera curiosidad: sino por cumplir un reto impuesto por internet.
“Agárrale las bolas al profesor”.

Susanita era una niña  de cabello negro y largo y brillantes ojos pestañones. No ves a una niña de siete
como una delicia hasta que ella te ha agarrado el paquete. Desde ese incidente, yo no paraba de mirarle
la colita por ahí. La tenía deliciosa. “¡Pero qué mierdas me está pasando, en qué me estoy
convirtiendo!” pensaba luego. Pero al rato me preguntaba “¿cómo será echarse una de siete?”

Lo siguiente que sucedió fue otro maldito reemplazo en grado cuarto. Nadie del colegio tenía idea
todavía de lo que pasaba en facebook, pero el reto de ese día, iniciado por Duverney, era “muéstrale tu
panocha al profesor”. Y, ese día, Susanita me mostró su jugosa vagina:
Ya habían salido a descanso y ella regresó al salón, vistiendo su uniforme de cuadritos azules. Llevaba
su pelo a dos trenzas.
—profe, se me quedaron mis onces —me dijo, con su acento pausado y voz aguda.
—cógelas y vuelve afuera, Susana —le dije.
Ella arrastró una butaca, la usó para subirse a una mesa, y en ella se puso en cuatro para hurgar dentro
de su maleta. Casi me da un infarto. Se había quitado las pantaletas y estaba apuntándome con ese par
de nalgas redonditas y tiernas, y en medio, ese coño hermoso que me puso a palpitar el nacimiento de
las bolas como una orden natural.
Me quedé mirando unos segundos, sin creer que de verdad eso estaba pasando. Traté de enfocar los
ojos y parpadear a ver si era una especie de ilusión, pero no. También me pregunté si acaso estaba
soñando, pero tampoco. Ya tenía el pito como guama verde, impulsándome a ir a hacerle el amor a
Susanita.
Me puse de pie, respiré y me acerqué. “Qué cuca tan rica” pensé. Mi glande eyectó una cantidad de
lubricante. “Pero qué cuca, Susana, qué rico” me gritaba mentalmente a mí mismo. Todo el aparato
reproductor me palpitaba. Estaba produciendo esperma.
—Susana, ve afuera —le ordené.

No me atreví a hablar de eso con nadie porque fijo iban y me decían que yo era un abusivo y hasta me
mandaban preso. Lo que hice, una vez se retiró, fue meterme al baño a imaginarme cómo me agachaba
y le mamaba esa rica pucha a Susanita y luego la penetraba y bombeaba en medio de una tormenta de
gemidos, graves los míos y muy agudos los de ella.
Le eché una descarga de semen al pobre lavamanos y volví a mis actividades, aunque adormilado y
estúpido.
Lo de los retos por internet terminaría sabiéndose de esta forma:
Estábamos tomando onces en la cafetería cuando los estruendosos gritos de una señora de servicios
generales pusieron todo lo demás en silencio:
   —¡Degenerado hijueputa! ¡Llamen a la policía! ¡enfermo de mierda!
Luego salió corriendo y cayó aparatosamente antes de llegar a la coordinación. Germán, el de
educación ética y valores, salió del baño caminando a prisa y sin mirar a nadie.

Después de unas horas de incertidumbre, la versión oficial se armó: La señora de servicios entró al
baño a hacer su trabajo de limpieza y sorprendió a Susanita y a Germán en medio de una felación.
Según cuentan, el profesor se había sacado el miembro y las bolas por la bragueta y tenía la pelvis muy
sacada para adelante, empujando para adelante con las manos, mientras Susanita estaba de pie delante
de él, apoyándose con las manos de las piernas de él. Que, le hacía círculos con la lengua a su rosada
punta. La señora contó, dicen, que la cara de éxtasis de él fue lo que más le ofendió. Por otra parte,
habían ensamblado la teoría que debió usar enfermizas técnicas depredadoras para someter a la menor,
puesto que no había señales de violencia física. Que Susanita estaba mamando verga a todo dar y se
veía feliz. Germán se fue preso. “Ese pude ser yo” pensé.

En menos de 24 horas, ya había salido a la luz lo de los retos por internet. El reto del día anterior había
sido “dile a un profesor que quieres chupársela”. A germán, la niña se lo pidió y él no pudo resistirse.
Seguramente también le había mostrado su suculenta vagina.
Me hice algunas pajas imaginándome que yo era Germán y lo rica y tibiecita que Susanita tenía la
boca, y cómo engullía mi abundante venida.

Desde ese conjunto de incidentes quedé con ganas de hacerlo con una cuarto, especialmente con
Susanita. Pero, fue retirada y nunca volví a saber nada de ella. 
No obstante, lo de los retos, aprendimos todos, era una excelente forma de poner a hacer a las
estudiantes, lo que quisiéramos. 
¿Quieres saber qué clase de cosas hicimos?

13 - La mejor paja que me he hecho en la vida


©2020 --Stregoika
Un profe se la hace mirando a una alumna.

Camila era una nena de grado octavo (12-13 años), deportista (¡practicaba box!). Era mona y de ojos
verdes. El uniforme del colegio era con media pantalón de lana. Se supone que la media es para no
andar mostrando las piernas peladas, pero hay sujetos como yo, a quienes las pantymedias nos vuelven
locos.

Ella me atraía. Una vez estaba sentada en su puesto y tenía el enorme libro de texto en su regazo. Me
llamó para preguntarme algo y por alguna razón tuvimos que ver la contracarátula del libro, entonces
ella lo cerró y.. ¡re-flauta! el libro la había estado cubriendo, pero cuando lo quitó, me di cuenta que
tenía la falda toda recogida y estaba mostrando los muslos hasta arriba. Ella buscaba con el dedo algo
en la contraportada del libro y yo estaba boquiabierto mirándole las piernas. Cuando se es docente, esas
cosas pasan varias veces al día y uno les informa cortésmente a las chicas, diciéndoles "siéntate bien" o
algo así. A Camila, yo le iba a decir, pero no pude. Quise seguir mirándola, y la belleza de sus piernas
apretadas entre esa lana azul, fina con discretos labrados verticales, hizo que me obsesionara con ella.
Después de eso ya iba a su salón y solo quería verla a ella, le ayudaba más que a las otras y
prácticamente daba la clase desde un ángulo donde pudiera verla completa. Me daba rabia cuando
estaban de sudadera.

La chica tenía un proyecto en el que debía meter la cabeza en una gran caja de cartón para hacer cosas
que necesitaban oscuridad. Una vez, en el salón, solita conmigo, se puso a trabajar en ello y metió la
cabeza en la caja. Estaba doblada, sacando cola y con las piernas abiertas y estiradas. Yo estaba hecho
un animal, y no imaginan cuanta fuerza de voluntad tuve para no ir a agacharme detrás de ella a
mirarla. La cosa es que me daba miedo excitarme de más y hacer una locura. Ir a sacármela o ir a
tocarla a ella.

Llegué a pensar que su pose tan provocativa era intencional. Los hombres somos así.

Desde esa vez, la buscaba más todavía y me quedaba viéndola, y constaté que tenía esa costumbre de
doblarse y empinarse así. Una vez estaba hablando con amigas que estaban sentadas pero ella no tenía
asiento, así que estaba super-empinada. Me hubiera bastado con agachar la cabeza para verle 'todo',
pero yo seguía tratando de no tentarme. Me intentaba dar una erección, pero no podía permitírmelo.

Ahora, imaginen un enorme salón vacío (aula múltiple). Antes de entrar a él hay unos baños de
preescolar, con tacitas y orinales chiquitos (qué ternura). En ese salón, los estudiantes de octavo
estaban haciendo la feria científica. Camila, estaba haciendo lo suyo, y era la más cercana a la puerta
del aula múltiple. Estaba con la cabeza metida en la caja (los otros estudiantes veían a través de video).
Y su posición empinada y doblada fue todavía peor que la vez anterior. Se le veía la cola, y sus
nalguitas marcadas en la media pantalón y un parchecito negro en la entrepierna. Sentí los síntomas de
que se me iba a parar y una necesidad animal de ir a penetrarla y bombearle hasta acabar. Pero estaba
en un mundo 'civilizado' ¡maldita sea!

Traté de ser civilizado, entonces. Me paré a su lado y le toqué el hombro. Ella sacó la cabeza y me
miró, y le dije "arréglate la falda". Ella encogió los ojos y dijo "¿por qué?" y le dije "¡pues porque estás
mostrando todo!". Pero su respuesta fue más excitante que el mismo hecho de mirarla. Arrugó la mitad
derecha del rostro, alzó un hombro y dijo "¡bah!" y volvió a meter la cabeza.

Yo lo tomé como un "mírame, si quieres". O peor, como un "cógeme, si quieres". No pude evitar la
erección. Me puse como cañón de la primera guerra.

Así que aquí está la respuesta a tu pregunta: La mejor paja que me he hecho y me vaya a hacer en la
vida, fue en esos bañitos de pre-escolar, oculto, con la puerta desajustada para ver por un resquicio
chiquitito, en vivo y en directo, ese provocativo culito de Camila. Me la jalé como loco, mirando a
Camila y jadeando. Estaba tan concentrado en el placer que no me importó salpicar de semen la pared
metálica del baño. Después tuve qué vérmelas para limpiar. La sensación del orgasmo fue superior a
toda experiencia sexual tenida. De ella he tomado cosas para cuentos eróticos, como el hormigueo que
dura horas y el estado narcoléptico en que quedas. No cabe duda que la sensación de prohibición y
peligro aumenta por diez el placer. Por eso debe haber tipos que se masturban en el bus.

Eso fue hace muchos años. A ella la veo por ahí en Instagram. imagínense como suspiro al verla hecha
una mujer hermosa.
14 - Manoseada a chamaca en halloween
©2020 --Stregoika
 Un hombre obsesionado por las pantyhose negras no puede resistir la tentacion.

Esto ocurrió en 2008. Yo venía dándome cuenta que las fiestas de brujas eran un deleite para los
mirones como yo, porque las mujeres y muchachas habían perdido hacía algunos años el pudor, y
fácilmente podía uno ver transparencias o upskirts a montones por la calle. En especial al pasearse por
colegios a la hora de salida, yo me volvía como loco. No hay un día en que se vean tantos culos de
morritas. Después de unas horas de mironear, solo quedaba llegar a casa y deshacerse a pajas.

Pero hubo un día que no aguanté y le metí la mano a una bella nena, de unos 11 o 12. La cosa fue así:

Pasé casi todo el día con mi novia, y casi toda la tarde recorriendo la ciudad, pues compartíamos pasión
por los disfraces. Ella llevaba una calabaza pintada en el rostro y yo una calavera. Nada mal. Hasta nos
pedían fotografiarnos. El punto es que, por ir con ella, tuve que reprimirme mucho de mirar como
acostumbraba.  Recuerdo que mientras ella hablaba por celular, aproveché y me quedé viendo a una
mujer que había establecido un puesto en la calle para maquillar niños. Tenía un cuerpo trozudito, así
con piernas gruesitas, de esas que puedes coger de almohada. Tenía el pelo pintado de rosado y una
camiseta ajustada. Y abajo: Pantymedias negros y un velillo encima. Era más opaco el encaje rojo de
este que el resto. Se podían ver por completo sus nalgas y esa magnífica forma de V por delante. Yo,
inclusive miraba al resto de gente a ver si nadie más estaba boquiabierto como yo. Y no, nadie lo
estaba. No sé si nadie se daba cuenta o a nadie le importaba. Pero a mí sí me gustaba mirar, y pues miré
hasta… ojalá pudiera decir “hasta saciarme”, pero de mirar nadie se sacia.
Cuando mi novia regresó, yo tenía la pita como poste de luz, de tanto mirar e imaginar que me le hacía
por detrás a aquella mujer y la penetraba por un hoyuelo en sus medias.

Sé lo que se están preguntando. La respuesta es: mi novia estaba veintiochuda. Yo respeto a quienes se
comen a su novia con el período, pero a mí no me gusta.

El de ella era un barrio muy popular, no sé cómo serán sus ciudades, así que les describiré un poco:
Hay tal cantidad de gente que no se puede andar rápido. Solo se avanza a pasitos tontos entre la
muchedumbre y los puestos de gente que vende cosas, que están uno tras otro. Otra costumbre mía era
acariciar nalgas en la montoneras, pero llevando a mi novia de la mano, era imposible. Así que la
represión me estaba volviendo loco. Pasaban morritas de 12 a 16 disfrazadas muy sensual: de ángel,
con una batita corta que les llegaba hasta donde empieza la nalga, pero estando tan cerca no puedes
doblarte para ver más. Otras se disfrazaban de vampiresa, con medias malla negra, que, si no se dieron
cuenta ya, me infartan.

Después de una par de horas, estuve solo de vuelta en mi barrio. Durante el viaje  en bus, también vi un
montón de morras que pedían verga a gritos con sus disfraces. Pero: ver y pasar saliva.

Ya eran como las 10 de la noche y caminaba a mi casa. En mi barrio, la cantidad de gente era menor.
Pero vi entre la espesura a dos sardinitas como de 12 años. Sinceramente solo me acuerdo de una, que
iba disfrazada de diabla, con diadema de cachitos rojos, espectacular cortina de pelo negro, capa roja,
corpiño  y pantymedias negros, y una faldita roja y holgada que solo servía de adorno, pues era tan
corta que más parecía cinturón.
Yo, que venía hecho un animal, me le fui detrás. Quería verle más, la colita, el medio de sus piernas y
ver de cerca la textura de esa fibra negra tejida que envolvía su perfecta figura. Pero ya estaba
demasiado oscuro y solo podía ver la provocativa silueta. Ambas estaban pidiendo dulces y llevaban
canastitos en forma de calabaza.
Ellas se subieron a un andén alto, los cuales son muy normales en sitios montañosos. Yo, como buen
pervertido, aproveché y me acerqué sin subirme, para verla desde abajo. Lo que ví me hizo perder el
control. Esperaba ver la aparte de abajo de la trusa o hasta que llevara bicicletero. Pero solo tenía su
media. Bah, esto solo lo entenderán los que tengan ese mismo fetiche de las pantymedias (y negras). La
muchachita seguía andando. Moviendo semejante pedazo de culo y esa puchita con gracia para dar los
pasos. Tuve la gloria de que, un carro venía subiendo por una entrada a esa avenida, y la alumbró bien
por una par de segundos. El material del pantymedia le brilló y el efecto dio volumen a  sus curvas.
Curvas muy discretas, pues era una mocosa. Verla así me terminó de trastornar.
Al final de la calle, el andén dejaba de ser elevado y se unía a la calzada. Ya era la saliente para subir a
mi casa, pero quería írmele detrás hasta que pudiera. Pero estaba espantosamente cansado, así que
decidí dar una atrevida estocada final: Me decidí a atarrearla (meter la mano entre sus nalgas y frotar de
abajo hacia arriba).
Ella andaba lento, con su amiguita. Me hice detrás de ella y me concentré lo más que pude para
disfrutar lo que estaba a punto de hacer, pues sería demasiado rápido y quería vivirlo como si durara
años. Ni si quiera me importó que algún sujeto por ahí pudiera verme y eventualmente darme una
paliza. Abundan los entrometidos que se enfurecen de ver a alguien haciendo lo que ellos sí se
obligaron a reprimir. En fin.

Estaba justo detrás de esta pequeña diosa (o diabla, mejor), y su cabeza me daba a la altura de mi
pecho. Entre más me acercaba, más se me aceleraba el corazón. El ver de cerca su cabello y su capita
roja al punto de poder reparar en su tejido y su textura, me hizo temblar y dar una erección brutal. Mi
pobre órgano reproductor creyó que iba a entrar a alguna parte gloriosa, porque palpitaba en la base y
estaba duro como cañón de barco pirata. Pero la gran dicha la tendría mi mano derecha: la estiré y con
la palma hacia arriba, la metí entre sus piernas y…

...Qué textura electrizante de su pantymedia. ¡Qué delicia es el contacto!

Presioné y empecé a subir.

Qué rico se siente la forma de un culito en tus dedos unidos.

El borde la falda estaba en mi muñeca, apenas tocando mi piel.

Congelé el tiempo en mi mente para verme ahí, con mi mano entre el culito de esa pequeña sabrosura.

Al desplazar hacia arriba… uff. El tejido ligeramente áspero de su media parece que quema las yemas
de tus dedos.

Sigues subiendo y aumentas la fuerza y disminuyes la velocidad.

Ella apenas está dándose cuenta de que está siendo asaltada y levanta la cabeza.

Tu mano va a mitad de camino de su glorioso viaje prohibido por el culito de una niña disfrazada de
diablita.

Qué hermoso es tocar.


Sientes la redondez de su glúteo derecho en tu índice y la del izquierdo en tu dedo anular. Tu dedo
medio está en la parte más deliciosa.

No puedes dilatar más el tiempo. Ella ya está volteando para ver quién la está manoseando.

Terminas de atarrearla. La curvatura de su bello trasero termina. Tu mano está fuera, sujetando el ruedo
de su faldita.

Tu pene arrojó una importante cantidad de lubricante.

Ella termina de voltear y ves su preciosa cara de ángel con cuernos de juguete. Está asustada.

La miras con deseo, te lames los labios y te vas caminando, con el corazón subido hasta la garganta.

¿Cómo algo tan rico tiene que durar tan poco? Durante mi huida a paso normal, volteé un par de veces
y las vi ahí congeladas, abrazadas, mirándome con miedo.
Qué delicia lo que acababa de hacer. Lo repetía una y otra vez en mi mente, hasta que pude hacerme la
paja en casa.

El discurso en medios puede repetir hasta la locura, que es responsabilidad de los hombres el
controlarse, pero la verdad será siempre la verdad: Los hombres nos provocamos y actuamos en
consecuencia, por instinto. Es natural. Estamos hechos por la evolución para desear a muerte lo que hay
entre las caderas y los muslos de una hembra humana. Llámese mujer adulta, adolescente o pre-
adolescente.

Espero les haya gustado mi historia.

15 - Por qué las prostitutas no besan (y por qué las


chicas trans te atienden mejor)
©2020 --Stregoika
Un joven putero que quiere ser besado

 La primer prostituta que contraté en la vida fue Amanda. Yo tenía 24 años y había tenido un mal día en
la universidad. Afortunadamente ya no recuerdo por qué. Lo que sí recuerdo es que, motivado por el
estrés, no agarré el bus para irme para la casa sino me puse a andar hasta llegar a la zona de tolerancia.
Nunca había usado los servicios de una trabajadora sexual, y no pensaba hacerlo. Solo quería ver
culitos y tetas e inclusive una que otra panocha. Eso me relajaba.
Andaba y tomaba caldo de ojo, viendo a las mujeres que estaban paradas detrás de rejas. Me encantaba
ver sus pezones retorcidos entre los huecos de la mallas que se ponían encima. También me gustaba ver
sus traseros cuando se doblaban para hablar con algún cliente potencial que iba manejando carro.
   Fue cuando vi a Amanda. Imaginen a una alta ejecutiva, treintona, de esas que hay en un piso alto de
un edifico. Con cabellera larga y negra y piel como la yuca. Ahora quítenle el conjunto y déjenla en
brasiér transparente y pantymedias negros, gruesos y con labrados hasta lo alto del muslo. Pero, de ahí
para arriba, son más finos y como ella no lleva calzones y la media pantalón no tiene parche, se ve
cómo su vagina se traga un poquito de la media.
   Para este humilde servidor, las medias veladas, en especial las negras, son un fetiche ante el que me
arrodillo. Se apoderan de mí, literalmente. Si voy por la calle y hay una dama andando por ahí en falda
corta y mallas negras, me le voy detrás a ver si puedo ver algo más. La sigo hasta que no pueda más,
porque ella entra a algún edificio al que yo no puedo entrar. Si las condiciones dan, puedo hasta
acercarme y toquetearla. Lo he hecho.
   Así que, “coñito de mujer blanca comiendo pantymedia negro” mata fuerza de voluntad.
Me ahorraré los detalles de mi novatada. En cambio, les contaré que ella se empezó a bajar los
pantymedias y yo le supliqué que se los dejara. Le chupé la vagina a través y luego un poco sin nada.
No la penetré, pues me vine con la mano, mientras chupaba. Mi mente me decía “quizá, eso que usted
está chupando, haya tenido al menos dos vergas por dentro hoy”. Pero no me importaba: Ella era
demasiado hermosa.
Luego, al subirme los pantalones, me dí cuenta que anhelaba besarla. Quería chuparle la boca tanto o
más que la vagina. Me sentía enamorado.
   —¿Te puedo dar un beso?
   —Obvio no —respondió, tensionando ligeramente el entrecejo.
Me sentí fatal. Era irónico. Acababa de pagar por casi devorar una vagina, lo había hecho, pero el
‘besito’ resultó no tener precio. Para mí no tenía sentido. Además, me sentí rechazado. Rechazado por
una bella mujer a la que acababa de lamerle su rosada cavidad vaginal.

Hasta mucho tiempo después, volví a estar con una trabajadora sexual.  Prácticamente se repitió la
historia. ¿Qué tiene que hacer un hombre para besar con pasión a una bella mujer? ¿Invitarla a salir,
gastar toneladas de dinero y tiempo para ella? ¿Para —si es que a ella se le da la gana—  besarla?
¿ Exclusivamente  besarla?Sí, ‘exclusivamente’, puesto que, tener sexo es barato, sin tedioso
preámbulo, sin gastar tiempo ni dinero extras. ¡Pero sin besos!

Seguí visitando prostitutas. Para la siguiente, probé en un sector mucho menos prestigioso. Allá había
que cuidarse de que las putas lo asaltaran a uno. Mi idea era que, en un nivel más bajo, las chicas no
tendrían remilgos. Esto fue lo que pasó:

Escogí una mujer de unos 35 años, con el mejor culo que vi allá. Llevaba leggins transparentosos y
tanga rosada debajo. Estaba dispuesto a meterle la lengua en el culo, pues así de sabroso lo tenía.
Pero…
Al entrar, después de haber pagado en caja, ahí si me puso las reglas:
   —Nada de ‘por detrás’, y no me chupes los senos, porque estoy lactando.
Yo estaba desanimado, pero nos pusimos sobre la cama. Me puso el condón y de una vez iba a
metérselo en su vagina, que por cierto, estaba descuidada y peluda. No peluda por arriba, en el pubis,
sino en los labios. Aún así, por no perder la plata y hacer lo que más me gustaba, le pregunté:
   —¿Te la puedo mamar?
A lo que contestó con un rotundo NO. Ni para qué preguntarle lo de besar.
Salí ofuscado de allí, jurándome no volver a ese puto sitio. Por otra parte, ya tenía la experiencia, y la
experiencia tiene valor.

Para la siguiente vez, estaba dispuesto a ir al otro extremo, para ver si al fin podía estar como quería
con una bella prostituta. Era en el mismo barrio, pero en el costado de más caché. Cuando vi a la
muchacha, no dudé ni un segundo. Se parecía montones a Tawnee Stone, una ídolo sexual de mi
adolescencia. Esta putita no tenía más de 20 años. Ustedes tampoco se habrían resistido. Pagué tres
veces lo que la vez anterior, no sin antes preguntar qué podía hacer y qué no. Ahí sí chupé vagina y
besé culo. Amasé tetas y me mamaron la verga muy bien. Tenía la pucha más bonita de todas las que he
visto. Pero obvio, no hubo besos. Pero, había otra cosa de la que no era consciente en los servicios
sexuales, y de la que me daría cuenta hasta la siguiente experiencia.

Andaba por la zona de tolerancia. No sabía si entrar o no. Tenía por decreto, gastar dinero en sexo sí y
solo sí encontraba la chica más jovencita y hermosa posible, pues la última vez me gustó bastante. De
lo de besar, ya me había olvidado. Me había rendido.
Extrañaba el mundo de la prostitución de hacía unos veinticinco años. Yo había visitado esa zona, pero
era demasiado joven, un niño, de hecho. Y sin dinero. Pero por aquella época, no había instituciones
gubernamentales metiendo las narices en el negocio, por lo que las mujeres ofrecían abiertamente sexo
anal, oral sin condón, sexo grupal, etc. Inclusive había niñas exhibiéndose en los locales enrejados,
desde 13 años, que yo viera. Qué rico debe haber sido adulto en esa época. Para cuando yo ya era un
hombre hecho y derecho, esas cosas ya no eran accesibles, por lo menos para mí.

Mientras pensaba todo eso, se me acercó aquella otra puta de la que me acuerdo su nombre: Mayerly.
Se puso a caminar a mi lado, muy cerquita y me tomó de la mano con una gentileza y dulzura que me
embrujaron. Parecía mi novia.
   —Ven, mi amor, entremos y te me vienes en el culito, así delicioso.
Su perfume y aliento eran deliciosos. Además, la forma como susurraba en mi oído me derretía.
   —Te chupo la verga así sin condón, bien rico.

Entramos. Ella era morena y de piel canela, cuarentona. Tan pronto se cerró la puerta de la pieza detrás
de nosotros, me agarró la cabeza por detrás y me besó. No pude más que corresponder, como si
fuésemos noviecitos adolescentes. Ah… ¡el amor! Un buen beso sí para más la pija que ninguna otra
cosa. Al fin. Entonces sí había quienes besaban, pero obviamente no eran muchas.
Todo lo que dijo, lo cumplió. Inclusive me vine en su boca, en un 69, con mi dedo metido en su culo.
   —¿Tomaste cerveza? —me peguntó, después de escupir mi semen en un papel higiénico.
   —¿Por qué?
   —Por el sabor de tu venida.
Me sentí en el paraíso. Le di una buena propina y antes de irme, volvimos a besarnos como colegiales.
Le pregunté el nombre y le dije que volvería, pero nunca la volví a encontrar.

El misterio de los besos parecía resolverse. No era el precio del servicio, ni el prestigio del lugar. Era la
puta específica. Y tiene qué ver mucho, aunque no todo, con la edad. Las jovencitas, hermosas como
diosas antiguas de historias de fantasía,  entran a la pieza y solo quieren volver a salir rápido. Con
suerte, Quieren que te ordeñes sobre ellas como a un chivo y deshacerse de ti. Sin suerte, quieren que
pase el tiempo y no hacer nada. Una vez, una de 18 años se sentó en la cama y se puso a hablarme de
un poco de cosas… cuando yo quería ponerla en cuatro y saborearle el ojo del culo.
Que sea un putón maduro, no garantiza nada, como esa que estaba dizque lactando.
   —Tú sí sabes atender a un hombre —le dije a Mayerly.
   Nunca la olvidaré.

Ahora, si quieren hablar de garantías, pagar un servicio sexual y entrar a DISFRUTAR  en serio, de una
jovencita jugosa con tetas de sirena de fantasía macondiana, que dé culo y lo chupe sin condón, y sobre
todo, se revuelque contigo al tiempo de besarse con lengua, paladar y dientes… la respuesta es:
Transgéneros.
   Cada vez son más comunes las que pasarían por mujer. Sabes que son trans porque están en un sitio
de trans, no por otra cosa.

Hace poco, recién terminada la cuarentena, la zona de tolerancia fue activada otra vez y la visité,
cargado como buque petrolero. Ya llevaba un par de años viendo porno trans, y hasta tenía mis estrellas
favoritas. Pero solo una vez vi una en la zona, que me hizo mojar el bóxer: Estaba vestida de malla de
enteriza, sin ropa interior, aplastándose sus tetones con la prenda y tapándose el paquete con un bolsito.
Su cabellera era larga y frondosa y tenía una carita de ángel que… hasta el más macho se ‘mariquea’.
Esa hubiera sido mi primera trans. Pero yo ¡no tenía plata!
Me le acerqué y le pregunté:
   —No te había visto ¿eres nueva?
   —Llegué hace poquito —me dijo, sonriendo y con su vocecita adelgazada.
Como yo llevaba tiempo aficionado al porno trans, ya relacionaba esa voz amariconada con pura
calentura y delicias mojadas.
   —¿Cómo te llamas?
   —Briggitte —me sonrió más— ¿entramos?
   Le pregunté el precio y me lo informó. Pero mi intención era preguntar por ella cuando tuviera
dinero. Le dije:
   —Volveré —y se despidió de mí lanzándome un tierno y ruidoso beso con la mano. Me tocó matarme
a pajas por unos días. Me imaginaba succionando la pija de Briggitte con fuerza y dándole tiernos
besos en sus bolas. En fin.

Tiempo después regresé. Lamentablemente no encontré a Briggitte, así que me puse a dar vueltas,
como en los viejos tiempos y ver culitos, tetas y más tetas, y una que otra vagina por ahí tragándose el
afortunado hilo de su dueña. Pasé dos veces por donde las trans y vi algunas que me gustaban, me
llamaban y me decían cosas sucias. Una, inclusive, al sentirme pasar por detrás de ella —yo, obvio,
estaba mirándole el culo—, se insertó el dedo índice y se dedeó profundamente.
Me mojé en el acto. Pero seguí caminando y ella me dijo:
   —Ven, papi ¿vas a dejarme así?
   Tuve qué seguir caminando con la próstata palpitándome tanto como el corazón. Esa chica me hizo
dar una ganas tremendas. Pero tenía una obsesión con Briggitte, y quería encontrarla.

Mas adelante, otra trans vestida solo con tiras de cuerina roja brillante y una faldita entablada muy
corta, llamo mi atención: Tenía cabello largo y lindo. Tenía además unas prominentes tetas, hinchadas
como balones de basket, y sostenidas en dichas tiras. Tenía el pene de fuera, asomado bajo la corta
falda. Tenía un ligero estado de erección. Como se lo miré, con tanta hambre como solía mirar las
vaginas tragándose los pantymendias, ella se levantó la faldita con dos dedos y sacudió la cintura. Esa
verga de movió hacia los lados exquisitamente.
   —Ven, que aquí hay de todo —me dijo mientras sacudía su rica verga.
Verla así, con el cabezón brillante asomado a medias y yendo de un lado al otro, me hizo saborear. Pero
seguía empecinado en encontrar a Briggitte.

Di la vuelta a la esquina, donde siempre se hacía el mismo grupo de chicas trans. Cuando pasé, una le
comentó a las otras para que yo oyera, con su rica voz que no se decide entre lo grave y lo agudo:
   —Uhy, tengo unas ganas de sentir una verga en el culo ¡marica!
   Y se lo miré. Tenía unas nalgas redondas, lisas y brillantes, asomadas entre, lo que alguna vez fue un
pantalón de mezcilla, que ahora estaba recortado hasta casi la cintura.
Yo estaba ya fundiéndome de ganas. Fue cuando pensé que las trans eran la trabajadora sexual por
excelencia. La absolución del servicio sexual. Ellas saben —obvio— lo que un hombre quiere. Lo que
quiere ver, oír, tocar. Saben lo que un hombre quiere sentir. Un hombre quiere sentirse deseado. Que a
su pareja le guste ser penetrada y bombeada. Y aunque suene cursi, a un hombre le gusta sentir que
gustan de él. Por eso lo de los besos.

Seguí caminando y estaba por rendirme. Solo quedaba un par de cuadras por repetir y si no encontraba
a Briggitte, ya no haría nada. Llegué a la avenida. Iba andando mojado, por tanta tentación trans.
Antes de cruzar para caminar la última calle, me quedé viendo un hermoso culo. Su dueña caminaba
con las manitos adelante y su falda corta de color negro brillante no la tapaba bien. A cada paso se le
vía una de sus nalgas comprimirse y la otra relajarse. Me quedé viendo como pervertido en escuela
secundaria. La chica tenía suéter de lana deshilachada y cabello de color rubio falso, amarrado en
coleta. Sus botas altas hacían que las piernas se le vieran riquísimas.

Ella se quedó en su esquina y yo seguí de largo. Estaba resignado a hacerme la paja de por vida
imaginándome a Briggitte. Pero, la curiosidad de verle la cara a semejante delicia, me venció. Me
quedé viéndola y ella se dio cuenta. Al igual que con Mayerly, esta diosa trans se puso a caminar a mi
lado, tan cerca como si fuésemos esposos.
   —Ven entremos y la pasamos rico —me dijo, con ese tono embrujador de niña de 15, arrecha pero
sumisa, que pide permiso para hablar y lo usa para suplicar ser follada. “Ay, como que no me salvé”.
Pensé.
   —Ven papi, me haces el amor bien delicioso.
No aguanté.

Mientras pagábamos en caja, ella jugueteaba con mi paquete. YO le miraba la cara y no podía creer lo
bonita que era y como me sonreía. Me lazaba besos. Estaba por tener mi primera experiencia con una
trans y estaba súper-ansioso.

Al fin cruzamos la puerta. Ella cerró y se lanzó a abrazarme y besarme con tanta pasión que se me
olvidó al instante que estábamos en un putiadero. Correspondí y, bajé mis manos a su culo. Ese culito
hermoso que vi moverse allá en la calle, ahora era mío. Qué nalgas deliciosas, se las acaricié y amasé.
Ella se sentó en la cama y me bajó el pantalón. Cuando me la sacó y vio lo empapado que estaba, dijo,
con incuestionable sinceridad:
   —Uhy qué rico, estás re-lubricado ¡Vienes con muchas ganas! ¡Mmm…!

Se untó los dedos en mi glande y luego hizo tiras con mi lubricante. Se saboreó y me lo mamó. Me lo
mamó muy bien, incluso mejor que la que se parecía a Tawnee Stone. No hay mejor mamada que la
que se hace con ganas. A menos que seas un psicópata, claro.
Chupó y succionó hasta que tuve que detenerla porque me iba a venir. Luego nos besamos más y no
pude evitar acariciarle la cara con tanta ternura… nunca lo había hecho. Sobre todo, sintiendo el agrado
de la otra persona por las caricias. Hasta una novia (mujer) que lleve contigo varios meses, se deja
acariciar por protocolo y porque quiere algo a cambio.

Iba a desvestirse pero la detuve, igual que con las otras, por mi fetiche de hacerlo con la ropa puesta.
   —Acuéstate en la cama me dijo.
Pegué mi espalda y ella se acaballó en mí. Su faldita se veía como un cinturón. Me dio la espalda, se
metió mi verga en su culo y yo me sentí en otro mundo. ¡Me estaba pichando una trans!

Mientras ella subía y bajaba, yo le acariciaba esas nalgotas redondotas de piel trigueña. Me salieron
gemidos. ¡Me salieron gemidos! Nunca en la puta vida me había pasado eso. Pero había algo que
quería hacer antes de venirme.
   —Ven aquí —le dije.
Ella puso su estupendo culo cerca a mi cara y me la empezó a mamar otra vez. Qué rico chupaba. Yo
me retorcía como si nunca me la hubieran chupado. Pero, hice aquello que quería: La empujé,
indicándole que se pusiera de lado. Al fin, tenía una la verga de una trans delante de mi cara. Ni un solo
pelo. Ríanse si quieren, pero lo que pensé fue: “Se parece al mío”. Nunca había visto un pene que no
fuera el mío ¿Qué quieren?
Me demoré un ratito en decidirme, pero pensando en que uno se arrepiente  de lo que NO hace, le
estampé un besito en la punta.
Me sentí morir de dicha. Ella, se lo agarró y me lo metió en la boca.
   —Abre más —me dijo, cuando detectó mi inexperiencia.
Me bananeó la boca.

El verme a mí mismo ahí y sentirme, la forma en que una bella chica de falda sensual, me daba verga
por la boca, moviéndose para adelante y para atrás, me hizo correr. Me llené el bajo vientre de semen
espeso.

Ella, con su rico acento y su voz nasal de diseñador, dijo, al verme viniéndome:
   —¡Uy, qué rrrrico! Te viniste re-harto… ¡uhy, qué lechota!

Nunca olvidaré el sabor de esa primera verga que me metí a la boca. La impresión del primer mili-
segundo de contacto carnal es toda una descarga eléctrica. No te esperas nada, ni el sabor acre a carne
viva, ni la textura maravillosa. Y la bombeada, uff, sin palabras.

Obvio volveré a visitar chicas trans, y obvio seguiré buscando a Briggitte.

16 - La primera colegiala trans-género – la leche de Stefi


©2018 DNDA - Stregoika
Esta historia será real dentro de poco...
Hola pajamiguitos: Aquí está el culiador de colegialas consagrado con una nueva historia. Y de paso
doy las gracias a Sexo sin tabúes, son una gran página Y de paso también, les cae la p*ta madre a los
que plagian mis cuentos. Soy bueno y ellos no, qué se le va a hacer... También un saludo a las Tranny y
a los amantes de las Tranny. Este es mi primer cuento sobre ellas. Se les aprecia.
 
***
 
Semana de recuperaciones. Había un 40% de la cantidad habitual de gente en el colegio y eso era en
especial delicioso porque había muchos sitios a dónde ir a cogerse a las estudiantes. Y sin preámbulo,
les contaré como me inicié en el mundo de las adolescentes transgénero. Vi un comportamiento
sospechoso en María Paula, de grado noveno —En adelante, Mapu —, que era, aunque por poco, la
más puta del colegio. Que no estuviera con sus amigotas o sus goces, sino perdida, cuando su molesto
clancito estaba haciendo bulla en otra parte, se me hizo muy obvio. Estaría escurriéndose por ahí para
dejarse follar por algún compañero o algún profesor. Me puse a buscarla. Después de varios minutos de
corretear por ahí, me encontré a Stefi.
   —Perdón profe —me dijo en tono asustadizo y pasó de largo.
   Estaba bastante agitada. No entendí muy bien el porqué de su excusa y seguí mi búsqueda sin prestar
atención.
Stefi era una niña bastante especial y que lo diga yo, que fui el que por más vaginas de colegialas pasó.
Trataré de explicarlo: Había chicas putas, como Mapu, que sudaban semen. Había chicas que
disfrutaban del sexo como locas, pero con unos grados más de clase, porque eran de mejor familia.
Solo abrían las piernas para profesores o tipos con plata que pudieran darles algo bueno a cambio, pero
nunca se lo daban a un compañero o a un vecino de a pie. Había chicas que parecían chicas de las de
antes —de cuando yo era joven—, de familia decente y unida, que parecían no romper un plato pero
culiaban como conejas. No con los compañeros, no con los profes, sino con sus amiguitos de barrio y
sus primos, donde no tenían una reputación qué cuidar. Y había una o dos como Stefi, a quienes no se
les hallaba macha. Pensar en ellas lo hacía a uno sentir desgraciado, porque si se hubiera casado uno
con alguien así, a lo mejor uno no se hubiera vuelto uno tan puto. En fin… Stefi era una chica que
aunque tuviera la cabellera más larga y asombrosa y las tetas más grandes del colegio, no pensabas en
ella con morbo porque tanta ternura lograba eclipsar la arrechera.
 
Al final del pasillo, encontré a la muy puta de la Mapu sola en un salón. Estaba coloradita y
despelucada. De inmediato me armé una película en la cabeza: Algún cabrón de undécimo estaba
rellenando a Mapu como un pavo y habían sido sorprendidos por Stefi. La ingenua muchacha se habría
impactado y por eso estaba así. Pero ¿y dónde estaba aquél macho reproductor fantasma? El pasillo no
tenía salida del otro extremo, solo por donde venía yo. ¿Se habría saltado la baranda? Era un segundo
piso… uff qué aventado.
   —Mapucita, amor mío —le dije.
   —Mi querido profe —contestó ella.
   —¿Qué estabas haciendo?
   —Ay, profe, me va a sancionar o está celosito…?
   —Se me acercó mucho y me pasó los dedos por el vello que se me asomaba en la camisa.
   —Solo dime con quién estabas: ¿Mateo, Andrés, Jaime, Jason, con Molina…?
   —Estaba con Steeeefiii…. —se saboreó Mapu.
   “Ah, con qué Lesbianas, qué rico. Quien ve a Stefi. ” pensé y me calenté. Sentí muchas ganas de
coger a Mapu y taponarle sus agujeritos ahí mismo para que supiera lo que es un hombre. Así que
empecé le besuqueé el cuello y le amasé las nalgas por encima de su jardinera. Luego metí las manos
bajo su falda y le apreté los gluteos con pasión. Estaba sudorosa. “umm, pero se volearon dedo hasta
que se infartaron. ” pensé. La respiración de Mapu se agitó mucho y yo sentí ese típico nudo detrás de
las bolas que hace que la verga se te ponga como un cañón y los pantalones te estorben. Necesitaba
sondear a Mapu ya. Pero Mapu me detuvo.
   —Espera. ¿Es que no sabes?
   —¿Qué? —repuse ansioso, pues solo quería bombearla.
   —Mira.
   Se retiró y se sentó en uno de los escritorios. Se subió la falda y levantó las rodillas. Tenía los muslos
colorados (era muy notorio porque Mapu era muy blanca) y los pelitos lacios de la cuca muy, muy
mojados, como peinados hacia los lados. Qué hermosa era mi Mapu. Se empezó a dedear. Qué rico
como se regalaba dedo en la esponjosa carne de su vagina. Cuando sentí ganas de dar gracias a dios por
tantas bendiciones, a Mapu le empezó a salir un líquido blancuzco de su conchita. Bajaba a profusos
chorritos y un poco se le quedaba pegado en los nudillos. En pocos segundos hizo un charquito en la
mesa.
   —¡Sí estabas con un hombre! —exclamé.
   —No… sí… pero no… agh, ya te dije que estaba con Stefi!
 
Pasé el resto de ese día como un zombi y varios día después, bastante elevado. No me podía sacar de la
cabeza a Stefi, ni aceptar que esas gloriosas tetas fueran… y que debajo de esa cinturita no hubiera una
celestial y jugosa vagina sino una… una verga. Me obsesioné, pero pasé varias etapas antes de
aceptarlo. Por ejemplo, me metí a ver videos para probarme a mí mismo. Empecé con lo que para mí
era el extremo, lo que no me dejaría dudas: videos gay. Pero los aborrecí instantáneamente. Bajé la
graduación de mi medidor y escribí en el buscador “Tranny”. Encontré mucho material y mi primer
pensamiento fue incredulidad ante el hecho que una de mis estudiantes era así. 
 
Por si se lo preguntan, la etapa de sospecha de broma o mentira ya había pasado. Varios terceros
confiables lo habían confirmado y hasta se burlaron de mí por no saberlo. Hice click en muchos videos
mientras descubría muchas cosas de mí mismo. Las ladyboy con cuerpos huesudos, rostros amachados
y manos venosas, no me inspiraban nada especial. Así que volvía subir el grado de intensidad: escribí
“Very beautiful shemale” y al cabo de navegar un poco, encontré el video que me hizo aceptar que me
gustaban las tranny. 
 
Era la preciosidad de las preciosidades. Cabello real y larguísimo, rostro delicado, manitas de
mantequilla, silueta de diosa y un buen falo con sus bolas. Vestía lencería negra con encaje brillante y
mallas en los brazos. Tenía pestañas largas, ojos enormes, labios frondosos y unas tetas que parecían
querer reventarse. Para no gastar palabras: Una diosa con verga. Se estaba masajeando ese tronco con
una mano, mientras con la otra apoyaba todo el peso del dorso. Tenía el cuerpo desde las rodillas hasta
los hombros, suspendido en el aire, danzando mientras se pajeaba. Los gestos de su hermosa carita eran
adorables, parecía estar en otra dimensión, ahogada en placer. En un momento, soltó su tieso falo y se
apoyo con ambas manos. Empezó a perrear solita y en dos segundos se vino como una fuente de semen
espeso. Los potentes chorros salían del cuadro y volvían a caer en su vientre formando temblorosas
perlas. Yo, superé la barrera, me saboreé. La chica al fin dejó caer su cuerpo y ahí sobre la cama, siguió
dando eyaculaditas sin usar las manos, al tiempo que se esforzaba por respirar. Qué pito tan apetitoso y
qué leche tan provocativa. Ya la había decidido, tenía que probar la leche de Stefi.
 
Último día. 20% de la gente. Mis ganas: 120%. En los días entre el cream—pie que me hizo Mapu y
este último, había cruzado varias palabras con Stefi, pero no había podido avanzar mucho. La chica
estaba atemorizada. Mientras buscaba a Stefi, pasé por los salones de artes del primer piso, uno de los
lugares favoritos para ir a tener sexo, por lo retirado que quedaba. Ahí estaba Mapu con uno de mis
colegas, abrazaditos. En pocos minutos, Mapu estaría viendo de dónde agarrarse, ahogando los gritos
de satisfacción mientras le rellenaban frenéticamente su apetecida abertura anal.
 
Vi a Stefi cruzar un pasillo y empezar a alejarse. “Es adorable” pensé. Corrí tras ella.
   —!Stefi! Quiero hablar contigo
   —Ay profe, por favor no…
   —No creas que es por algo malo. No va a pasar nada malo ¿quién crees que soy? Por favor entra a
este salón y hablemos.
   Ella obedeció de mala gana y me dió la espalda.
   —Profe, yo sé que usted es el favorito de las muchachas aquí. Pero que nunca va a querer estar
conmigo.
   La llevé de la mano al rincón detrás del mueble de los libros, donde le había explorado el recto a
tantas colegialas con mi afortunada lengua. Me puse frente a ella y le tomé la carita de cuento de hadas
con la mano para dirigirla a mí.
   —Te equivocas tremendamente.
   Ella tuvo el visible impulso de sonreír, pero algo le faltaba, así que se lo dí: Le acaricié firmemente la
mano con el pulgar. Que se me caiga la verga si eso no es una niña, qué rostro divino y qué piel prolija
como para dormir en ella. Que tuviera verga, no la hacía menos.
   —Me gustas —le dije y se me paró.
   Ella al fin sonrió, ampliamente. Me abrazó y me apretó esas tetazas de sirena en la parte alta de mi
estómago. Una vez roto el hielo, hablamos por una hora. Me contó su historia y como había podido
mandarse poner la silicona legalmente gracias a las nuevas políticas sobre la libertad sexual en
adolescentes.
   —¿Las puedo ver? —le dije.
   —¡Claro! Abrí la puerta del librero para que nos escondiera.
   Ella se quitó el saco. Se veía hermosa en jardinera, pues el saco por lo regular disimulaba la forma de
su prodigioso pecho. Se bajó la cremallera trasera de la jardinera y la abrió. Se desabrochó la blusa y vi
sus sostén. Era bonito, fino, se veía que la chica tenía clase y recursos. Las copas tenían labraditos muy
bein logrados de color fucsia, que resaltaban contra el gris brillante del fondo. Tuve un recuerdo
instantáneo del video. Le estrujé la pechugas unos segunditos así, por encima del sostén. Ella gimió
muy contenta. A esa altura del juego, normalmente estaría pensando en excavar como una sonda
petrolífera sobrecargada, pero ahora eso no tenía mucho sentido. Sin detenerme a pensar, le desapunté
el brasiér. Ese par de tetas de estrella porno era celestial, con la piel lisa y areolas infladas. Dos balones
para entretenerse sin límite. Me hinqué y se las chupé desesperado mientras ella gemía pasito. Yo
estaba perdiendo el control de a cuotas, peor cuando ella se levantó la falda. Había llegado el momento.
Me agaché y le vi los cucos, que hacían juego con el brasiér y estaban a reventar. La sensación era
extraña, porque yo estaba habituado al adictivo aroma de las vaginas sudorosas. Halé con un dedo el
encaje de su panty y saltó afuera ese pene de cabezón violáceo medio asomado. Se veía hermoso todo
eso: Una colegiala divina, femenina, subiéndose el faldón para mí, con el vergo saliéndosele de los
panties. Eso no podía ser un hombre, en ninguna galaxia ni dimensión temporal ni espaciotemporal
imaginable. Era una chica, pero una chica especial, con verga. Se la miré de frente por un momento.
Tan de frente que no podía evaluar su longitud. Ella se la cogió con dos dedos y la subió un milímetro.
   —Anímate —me dijo.
   Abrí mi boca y saqué un poco la lengua. Rodeé ese glande con mis labios y toque esa puntita brillante
con mi lengua. Al fin me iba echar a la boca la verga de Stefi. Pero golpearon la ventana, muy fuerte.
Stefi soltó el faldón y corrió detrás del mueble de los libros. Yo me asomé mientras ella se guardaba los
tetones. Era Cindy, que me buscaba furiosa. Estaba abrazando los libros mientras me lanzaba una
mirada asesina. Cindy era una de mis novias oficiales, pero lamentablemente una de las únicas que
creía que era la única. No podía concentrarme en todo lo que estaba pasando, porque la boca me sabía a
algo rico. La pobre Cindy, de seguro quería que ese último día, le rellenara su rica raja como de
costumbre. Yo la adoraba, pero estaba embobado con Stefi.
   —Quién está ahí —preguntó encabronada.
   Stefi se asomó. Cindy se dió la vuelta, emputada y se largó. “Qué la pasen bien” resongó. Yo, temí
que a Stefi se le hubieran bajado las ganas y me le fuí.
   —Tú y yo seguimos en lo nuestro, mi vida!
   Me despaché a besarla con pasión, chupándole la comisura de la boca y lamiéndole la cara interna de
los labios. Ella enloqueció. Como se había guardado sus cosas, volví a buscarlas: así por encima de la
jardinera y todo, empecé a estrujarle el bulto. Todavía estaba durito. Se lo amasé, mientras seguía
besándola y a través de la jardinera la pajeé con lujuria. Sus gemidos me indicaron que ya estaba en
otra galaxia. Con la otra mano le amasisé las nalgas y la atarreé de manera hambrienta. Ella se subió la
falda. Ahí estaba esa verga orgullosa saliendo del panty de ladito. “Ahora sí, a chupar. ” me dije. Me
agaché y se lo besé y se lo mamé. Me dejé el cabezón en al boca mientras la pajeaba con al mano para
scarle un poco de jugo. Ella empezó a perrear en mi boca y fue tan rico que me acomodé. Me arrodillé.
Ella volvió a sacarse esa tetazas estilo hentai y me puse a verlas balancearse mientras me sondeaba
hasta la garganta con su verga. Estaba deliciosa, rolliza y tibiecita. Me enloquecía su carita de placer.
Después, al recordarlo, recuerdo haber pensado “yo quisiera sentir tanto”. Parecía estar al borde de un
colapso, mientras sus elegantes tetones iban y venían, apoyaba la frente contra la pared y hacía gestos
adorables con su rostro de diosa y me daba frenéticamente por la boca. Se sostenía la jardinera muy
bien con una mano mientras se mordía los nudillos de la otra. Estaba dándome la comida por la cara
más brutal. Mamassita. Entonces, empezó a venirse. Gemía más y más fuerte mientras se mordía los
nudillos y su bombeo cambió de ritmo: duraba más adentro que afuera. Estaba inundándome. Sentí
crecer una burbuja de semen tibio en mi garganta. Como era la primera vez, tuve que controlarme con
toda mi voluntad para que mi cuerpo no tuviera una reacción indeseada. Además, esa leche estaba
exquisita. Semen de niña linda, claro que sí. Dejó de bombear. Había acabado del todo. Lo sacó y se
estiró para arrastrar una de las sillas a nuestro escondite. Se estiró sobre ese asiento a intentar recuperar
la respiración. La adoré. “¿Me lo trago o qué?. Es semen de quinceañera, claro que me lo trago”. Hice
“glup” y suspiré. Me le acerqué, le besé los huevos y la punta de la verga. Besos muy sonoros. Ella
seguía sumergida en ese envidiable éxtasis. Me levanté y la besé tiernamente en la boca un rato.
 
Las niñas tradicionales, con vagina, nunca dejaron de ser mis favoritas. Con los años, las colegialas con
pene se volvieron cosa de cualquier parte. Pero ninguna como Stefi. Ella había sido mi diosa, mi
primera vez, inigualable. Para que volviera a interesarme en una transgénero, tendría que ser en una así
de divina, como una diosa del monte olimpo que bajó a saciarse de los placeres de los hombres y sus
locuras. Una diosa con verga. Siempre habrá desde ahora colegialas que quieran darme su bom-bom-
bún.

17 - Prohibido culear a las alumnas


©2018 --Stregoika

“Prohibido culear a las alumnas” podía leerse muy claramente en una señal que había puesto un grupo
de estudiantes de décimo al lado de las demás señales en la entrada al laboratorio de química. Podía
leerse clarísimo aún cuando el lenguaje no era textual sino icónico, vaya que eran talentosos esos
chinos: Se trataba de una figura similar a una letra A mayúscula, por lo que pasaría desapercibida a los
ojos que estuvieran fuera de contexto. Le habían añadido dos círculos que corresponderían a las
cabezas del hombre y la mujer y así se entendía que la tenía en cuatro y agarrada por los hombros. Y lo
más gracioso de todo, la chica tenía coleta y falda de colegial que caía de su dorso y el hombre, un
birrete. Todo dentro de un círculo rojo con una diagonal atravesada. El mensaje estaba encriptado para
mí ¡qué cabrones! Profe Luis, no se culee a nuestras compañeras, por favor. Me carcajeé en silencio al
ver la señal tan pulidamente creada en plástico y vinilos, haciendo juego impecable con las de “no
teléfonos celulares”, “no comidas ni bebidas” y “porte siempre el carné”. La creativa pilatuna era el
pródromo a una actividad fuera de serie que en pocas horas tendría lugar, como regalo de día del
profesor y que les contaré aquí. Pero primero, es necesario que los ponga en contexto.
Era apenas mi segundo año en ese colegio, el Católico Monstari, uno de clase media. Los últimos
vestigios de una clase social que desaparecía como una voluta de humo al viento. Los chicos eran hijos
de comerciantes y pequeños empresarios, con una educación que conservaba varios rasgos de la
excelencia de nuestra generación. Varios, pero no todos y eso no era una debilidad, era por el contrario
una virtud provocativa. Chicas con la suficiente calidad familiar para tener un proyecto de vida, pero
sin miedo ni tabúes. En toda mi vida de profesor no volví a tener estudiantes así, sino de clase alta:
orgullosos, mimados e intocables; o de clase baja: putas sin futuro ni valores. Yo, tuve una fortuna tan
grande que me da físico miedo habérmela gastado toda en esta vida y que en la próxima vaya a ser un
retrasado mental, un impotente o algo por el estilo. Dios me castigó con presencia, mucha presencia y
demasiado encanto. Y lo que es peor, me condenó con la consciencia y la inteligencia para saberlo (por
eso el miedo). Me licencié a los 21 años y después de una vida de macho alfa en mi propia etapa
colegial y luego en la universidad, llegué al mundo de la docencia con la virilidad y la confianza del
mismo diablo. Lo puedo decir con humildad ahora que han pasado más de veinte años y soy un señor.
Es más, los invito a tratar de adivinar cuál de las chicas de este relato, terminó convirtiéndose en mi
esposa.
   Desde que di mi primer paso adentro de ese colegio, antes que iniciaran clases, dos chicas que por
azares también estaban allí en secretaría, me vieron y se secretearon cosas descaradamente. Pude leer
su pensamiento como si sus ojos fueran pantallas de cine. “uhy, un profe nuevo, que rico…”. Empero,
mis ojos también debieron ser muy indiscretos, lo reconozco al recordar lo que sentí al verlas. Pensé
“Mamassitaas ¿ese el ganado que hay aquí? ¡Qué rico!”. Y lo sostengo hoy: qué rico. María José y
Geraldine. Blanca, flaca como modelo de Victoria Secret, ojiverde, pelidorada y de monumental
estatura la primera. Y negra, pelilisa, esbelta y de compacta estatura la segunda. Par de ángeles. María
José estaba en pantalón de sudadera negro y top blanco ceñido y muy pequeñito. El pantalón deportivo
era holgado, pero no lo suficiente para esconder el tremendo derriere de la quinceañera. Además los
llevaba descaderados. En cambio, Geraldine vestía jeans hasta media pantorrilla, zapatos destapados y
blusa amarrada más arriba del ombligo. Ni para qué me esfuerzo en crearles una imagen de su culo. Era
una negra, punto. La una me hizo sentir como de paseo en alguna ciudad europea y la otra, como de
vacaciones en el Caribe. Se notaba a leguas que sabían lo ricas que estaban y les gustaba ir parando
vergas por ahí.
   —Hasta luego —me dijo María José como coqueteando en un bar.
   Lo dijo y salió del lugar meneando las caderas.
   —Hasta luego —se entrometió astutamente la secretaria, para destruir la incómoda situación.
Yo, si apenas había volteado a mirar y si bien no dije nada, sí detallé sus culos y saboreé como perro el
perfume de María José.
   —Ellas entran a undécimo —agregó la secretaria, en tono de “tenga cuidado, son candela”—, yaaa
las va a conocer… Y sí que las conocí.

—2—
 
   —Profe ¿tú eres casado? El curso rió.
   —Eso no tiene nada que ver con la clase, Geraldine.
   —No, pero es más interesante.
   El curso HIZO “uuuuhh…”.
   —Yo también tengo cosas interesantes qué preguntar pero me contengo, porque soy un adulto.
   El curso contestó con un muy sonoro “WOOOHHH” (turn down for what?) Geraldine apiñó toda su
sonrisa a un solo lado de la cara y me miró de tal forma que oí su pensamiento gritándome: “con que
esas tenemos…”. Me miraba y asentía. Hubiera jurado que se lamería los dientes por cómo me miró.
Un incidente tan aparentemente simple como esos se convierte en una semilla plantada en buena tierra
para cosechar sexo, sexo prohibido. Lo siguiente son charlas confianzudas en el pasillo o los descansos,
tanteo bilateral de terreno, mucha pero mucha risa, deporte, una invitación de parte de ellas un día, una
fiesta otro día y… ¡a coger!
   —Luismi —me gritó María José. Ya no me decían “profesor”. —La boleta de la Jessica está re-
borracha, hay que llevarla a la casa. Vamos que el papá es re-bien. Agarró a Jessica y la levantó con
brusquedad. Le ayudé.
   —Cuida’ito con lo que agarra Luismi! —espetó, en medio son de broma, en serio el otro medio.
   —Jum, será que yo soy como usted
   —¡Ay, mire este atrevido! Yo lo que cojo, lo cojo siempre con permiso. Y SIEMPRE me dan permiso
¿oyé mijitico?
   —¿Y así mismo también da buen permiso?
   —¡Ay miren este iguala’o, lo cogió el trago Luismi! —se carcajeó ella.
   Caminábamos llevando a Jessica, que arrastraba los pies y no levantaba la cabeza. Era la una de la
mañana y andábamos atravesando un parque desolado del barrio Diana de Gales. Solo los faroles nos
proporcionaban una brizna de visibilidad. El parque era tan grande que prácticamente en el horizonte se
veían los frentes de las casas, de un barrio diferente a cada costado. El adoquinado estaba a medias y se
asomaban plántulas entre las unidades.
   —Es que si se ufana de que siempre le dan permiso de agarrar y va a decir que usted no da permiso
de que le agarren, pues voy a pensar que es una aprovechada.
   —No, Luismi, Yo no soy aprovechada, yo soy muy generosa… Tal y como lo intuía, su acto de
escándalo era pura pantalla.
   —Geraldine… —masculló Jessica con lengua de plomo, interrumpiendo nuestro flirteo.
   —Ay esta boba se despertó. ¿Qué quiere, va a vomitar? Vomite a ver.
   Pero Jessica empezó un berrinche. Se liberó de nuestros brazos y cayó de cola al suelo. Empezó a
preguntar por Geraldine frenéticamente. Yo empecé a ponerme nervioso por el espectáculo, si bien la
pasaba de fábula y estaba encantado con María José, no podía olvidarme que yo era el maldito profesor
y por ello responsable de lo que ahí sucediera. La visión espectral del inmenso parque y su vacío casi
terrorífico, me alivió en las tripas.
   —Mamasita ¿no le da pena? ¡Mire, mire, levante la jetica mamita! Mire con quien vamos, con el pro-
fe-sor… Jessica manoteó y al cabo de medio segundo masculló:
   —Qué pena profe —esta vez habló con lengua de trapero.
De repente empezó a sonar algo excitante. El sonido me evocaba calidez e intimidad. Los jeans se
oscurecieron en los muslos de Jessica.
   —¡Ay esta verrionda se está meando! —gritó María José.
Se arrodilló junto a ella y la abrazó y con un beso pegado en la mejilla le recalcaba:
   —Te estás orinando, marica, te estás orinando… Luismi ¡voltéese!
   Yo volteé sin dejar de carcajearme. Además, estaba excitándome más de la cuenta. Una niña de
décimo estaba ahí, meando delante de nosotros. Sus recónditas delicias estaban allá en acción, tibiecitas
y empapadas. En menos de un segundo volví la mirada. No aguanté la curiosidad de verle la cara
mientras meaba. Como lo imaginé, era de complacencia. Casi tenía una sonrisa, qué rico.  
   —Ya pasó, marica. No fue nada. No importa ¿cierto Luismi?
María José era adorable.
   El olor acre y cálido a chichí empezó a subir. Jessica estaba empapada y a mí me empezó una
erección monumental. Allí, en mis narices estaba esa fragancia fuerte y concentrada que recién emergía
de Jessica, por su rajita. Me causa todavía asombro el que, después de tanto coqueteo con las otras, una
orinada me hiciera desear tanto a Jessica. Ella era blanca también, aunque no aria como María José,
sino pelinegra. Era del tipo cachetoncita mimada, con cuerpo para entretenerse amasando.
   —¡Venga levántese! —dijo en trono castrense María José.
   La haló del brazo con fuerza pero Jessica se oponía con su peso inerte. Entonces le ayudé de mi lado.
Me acerqué y la halé pero la berrinchuda borracha sabía resistirse muy bien. Apenas la alzamos unos
centímetros y volvió a aterrizar de cola. Su cara estaba a la altura de mi entrepierna, por lo que se
quedó viéndome, aunque no fue en ese instante que lo supe, sino que lo deduje luego.
   —¡Arriba, Jess, arriba! —exclamé.
   La volví a tomar para guiarla arriba, pero me rapó el brazo y lo que hizo de inmediato desató el
fuego. Me puso la palma de la mano sobre el paquete y lo tanteó. Sin mediar un parpadeo metió la otra
mano bajo mi camisa y la puso en la hebilla de mi cinturón.
   —¡MARICA SE ENLOQUECIÓ! —gritó María José y la retiró de mí, de un neurótico halonazo.
   Sacudió la mano y cargó la vergüenza que no sentía Jessica. Yo, ya estaba en actitud de perro salvaje,
sin retroceso posible. No quería decir una palabra más. En el fondo sabía que la actitud de María José
no era de recato sino de compañerismo, con su amiga borracha. Simple sentido común.
   —¡Geraldine!!! —chillaba Jessica.
   Volvimos a sujetar a Jessica para levantarla.
   —Voy a llamar a Geral… —no terminó de decirlo porque la besé.
   Le chupé los labios con una pasión que me traía alborotado desde hacía meses. Ella, respondió por
unos segundos, si hasta soltó a Jessica.
   —¡Hijueputa! —resongó Jess cuando cayó.
   —Ay, aquí no Luismi —se dirigió entonces a Jessica—. Perdón mamasita, perdón…
   —Hay para las dos ¿o qué? —desenrolló Jessica, con lengua de esponja asoleada.
—Ay, qué boleta esta vieja, mano —espetó María José—. Llevémosla… ¡a donde Geraldine, a donde
Geraldine! Se arrebató a sacar su celular y a llamarla.
—La casa de Geral está sola… —acotó Jessica, al fin hablando claro.

Bonito vecindario. La imaginación vuela al ponerse en los zapatos de un adolescente, cuando has
olvidado como es ser uno. Cuando ves su casa imaginas toda su vida y al entrar generas un delgado
lazo. Sobre todo si entras con una erección. Las sombras rectangulares caían en perspectiva sobre los
muros enchapados y con jardines verticales. Debajo de la escalera había una bicicleta y en el
parqueadero, las marcas inequívocas de neumáticos. Los padres de Geraldine estaban de retiro
espiritual. “Alabado sea…” pensé yo. Arriba, un pasillo con cuadros de caballos hechos con hilo en
lienzo negro. Una cocina integral y un comedor bajo teja plástica que contrastaba drásticamente con el
resto de la casa, que era corte muy citadino. Es por este recuerdo que he tenido que clasificar a las
chicas del Monstari como únicas en su especie, desinhibidas y locas pero con clase y sin remilgos.
   —Si va a vomitar, por el amor de Dios, en el valde, Jessica —rogó Geraldine.
   Estaba vestida con un pantalón ceñido de lycra blanca y un torero negro sobre un top blanco. “Qué
elegancia la de Francia” solía decir María José. A mí, me había tenido suspirando toda la noche.
Pusimos a Jessica a dormir en la cama de Geraldine. Una vez la terminamos de acostar, quedó
gimoteando, como negándose a dormir. Geraldine acababa de salir a marcar su teléfono. Yo, tenía un
asunto pendiente atravesado en los pantalones y antes de cobrar distancia, le agarré una teta a María
José y mientras se la estrujaba, la besé con ansias.
   —Luismi… —masculló
   —¿Qué? ¿Me vas a decir que aquí tampoco?
   Ella vaciló y me besó al tiempo de desabotonar la parte de arriba de mi camisa. Yo le agarré entre las
piernas con muchas ganas. La respiración ya se nos había alborotado y a mí el corazón me tamboreaba
como si no cupiera en mi pecho. Aunque, había sido un muchachito y luego un hombre bastante
“culión” toda la vida, era la primera vez que iba a estar con una menor, no simplemente menor que yo,
sino menor de edad y todavía peor ¡mi alumna! Era definitivamente otra “primera vez”, en sabor, en
intensidad y pasión. De ahí en adelante, las colegialas estarían en el trono de mi atención, predilección,
obsesión y favoritismo.
La blusa de María José cayó, despreciada la pobre. Encima de ella su pantalón y luego su ropa interior.
¡Cuánto estorbo venía haciéndole la ropa! No me dio tiempo de vislumbrar su cuerpo con la poesía que
yo estaba acostumbrado, sino que se abalanzó sobre mí como un animal. Es que no era algo ordinario,
una pareja de noviecitos o arrechos compañeros de trabajo. Estábamos en el delicioso y adictivo reino
de lo prohibido y lo secreto. Y, era también, la primera vez que yo era el ‘pasivo’. Caímos en la cama,
al lado de Jessica, que se quejó graciosamente. María José me quitó la camisa y la tiró tan
peyorativamente como había hecho con su propia ropa. Pasó las palmas de sus manos por mi torso,
deleitándose con mis pectorales y mis abdominales. Resopló con una sonrisa, guiñó el ojo y dijo
   —Papassito.
   Puso sus atléticas tetas sobre mi pecho y empezamos a besarnos. Traté de disimular el desespero para
meter las manos y desabrocharme el pantalón. Mientras, con tembleque de culicagado virgen, me
desabotonaba el pantalón, sentía los vellos picuditos de su pubis en mis nudillos. Todavía estaba tan
anonadado que no fui capaz de hacer lo que hubiera hecho en circunstancias normales, con una novia o
colega. Hubiera girado la mano palma arriba y la hubiera dedeado hasta empaparme mientras con
maestría de pianista me terminaba de desvestir con la otra mano. Pero no, ahí el chiquillo era yo. María
José me besaba de forma deliciosa. Por mi boca y olfato llegaban raudales de su perfume, aroma
natural y aliento, no de la manera a la que yo estaba acostumbrado, por succión, sino por una forma
opuesta que apenas estaba conociendo: Por entrega. Esa colegiala santandereana estaba embrujándome.
Sus manos a los costados de mi cabeza, sus tetas apretadas contra mi pecho y su vagina húmeda sobe el
dorso de mi mano. Parecía querer burlarse de mí, no dejándome terminar de desnudar, inmovilizando
mi mano con su panocha. Y yo, no me resistí en lo más mínimo. Me encantaba ese dominio, ese
control, ese deseo… era como si hubiera entrado a un cuento de hadas y una ninfa de agua me tuviera
suyo.
   Una mano extra llegó a auxiliar la bajada de mi pantalón. Y de repente, otra más se sumó a la acción.
Se metió entre nosotros a acariciar mi pecho y eventualmente se volteó a apretarle una teta a María
José. Ella se irguió sonriendo. Jessica se acababa de pegar a nosotros. El calor que nos proporcionaba
era majestuoso. María José le dio un tierno beso en la boca. Entonces Jessica se acomodó para besarse
conmigo.
   —No-no-no… perdón, ey, ey… lo siento mucho… —María José nos apartó— ...yo sé que ustedes
están que se comen desde el parque y eso está muy bien —sonrió de manera encantadora—, pero
marica, usted está E-BRIA y no sabe lo que hace, en cambio yo sí.
   Jessica protestó con ininteligibles vocablos.
   —No, mi amor, no… una nunca se lo da a nadie borracha —continuó María José.
   Como Jessica hizo el amague de llorar, María José estiró la trompa y se puso a hablarle como a una
bebé.
   —No, mi amor, no va haber sexo hoy… no con él, al menos —volteó a mirarme con un rostro
temerario de malicia, y se dirigió a mí: —Ole, lo excitó verla orinarse ¿si o no?
   Empezó a besarla con lujuria mientras me miraba a mí. Jessica se calmó de inmediato y cedió a los
ricos besos. Nunca en mil años hubiera yo imaginado que después de estar a mil, simplemente pasara a
estar a diez mil. Entonces si me acomodé y le agarré todo el bizcocho a María José. Estaba
deliciosamente húmedo y calientito. Pensé en los ricos orines de Jessica y me hinqué sobre ella para
besarla, pero María José me detuvo con la mano y con el dedo índice dibujó un perentorio NO delante
de mi cara.
   —Te excita ¿cierto? —repuso ella, pasando de besarla en boca a amasarle, luego sacarle y por último
chuparle las tetas a Jessica.
La borrachita se estremecía acariciándole el cabello a María José y dando gemiditos que tenían vida
propia.
   —¡OIGAN! —gritó Geraldine—. Ay ¡yo debí imaginármelo!
—se autoregañó Geral con un palmo en la frente.
   Recién terminaba su larga conversación, pues tenía el celular en la mano y este todavía le alumbraba
los dedos.
   —Venga Geral, todo bien si quiere nos vamos —respondió velozmente María José, que se había
sentado como un rayo en la cama.
   Interponía su mano enviando un mensaje de llamado a la calma. Lo que sucedió a continuación
marcó toda la noche o todo el año. O toda mi vida. Jessica habría de lucir ante mis ojos por el resto de
la vida como un angelito rebosante de sex appeal que velaba por el placer y la lujuria. Se sentó en la
cama y arrastró la cola hasta el borde. Se puso de pie tambaleándose aún y camino hacia Geraldine.
Mientras lo hacía, miré su culo empacado en sus jeans y la resequedad en que se habían convertido sus
orines.
   —Venga mi amor, no diga nada —dijo, alzando sus manos hacia el rostro de Geral, que le esperaba
impertérrita—, no diga nada…
   El tono de su voz sobrepasaba el amor y el deseo. Los sentimientos que guardaba la tierna
adolescente por su monumental diosa negra, habían estado bajo presión por mucho tiempo y acababan
de fisurar el contenedor con una simple frase. La voz húmeda y vaginal de Jessica me llegó directo al
sexo, como una mamada. Jessica acarició con la palma de la mano el rostro de Geraldine, le pasó el
pulgar por los labios y entonces la besó. Mientras la besaba, yo seguí mirando su rico culo orinado.
   —Jessica es un loca, Luismi —susurró María José para mí.
   Luego sacó mi verga de mi bóxer y empezó a masturbarme mientras se saboreaba. En mi mente, yo
trataba de dejar para después el asunto de reconciliar la paradoja que me parecía estar allí, ser su
profesor, mayor que ellas, pero actuar como cualquier cachucho. Si hasta había sido el más callado toda
la noche. María José se mordía los labios mientras miraba muy de cerca y masturbaba mi verga. Estaba
regocijándose en su propio poder, dentro de esa temible lógica femenina de dominio subrepticio. Era la
primera del clan, como debía ser, puesto que ella era la matriarca; en agarrar para su placer personal
aquello que desde hacía rato se había vuelto la obsesión de todas: Yo. Y yo, estaba viendo la otra cara
de la moneda. En mi colegio, los que se cogían a las compañeras, se las cogían después de mí. En la
universidad, igual. En el trabajo… iba a cogérmelas a casi todas, después de que María José me
devorase como amazona.
Cuando acumuló todo el deseo que pudo aguantar, al fin me lo chupó. Quería potenciar las ganas a
punta de mirarme el miembro y jugar con él. Llevaba varios minutos saboreándose y acercando la boca
abierta para volverla a alejar. Y cumplió su propósito, porque cuando al fin no aguantó más las ganas de
mamar, lo disfrutó al triple. Yo, que todo el tiempo había estado mirándola excitarse con mi verga, le
alcanzaba el culo como podía y manoseaba hasta donde me alcanzaba la mano. Seguía portándome
demasiado sumiso. Fue hasta que ella estaba atragantada hasta el fondo que me decidí a moverla por mí
mismo y traer su culo a mi cara. Ella entendió y se sentó en ella. El olor de su culo, en conjunto con su
panochote era riquísimo. Justo en ese momento estaba probando las cosas que me harían adicto por el
resto de la vida a las muchachitas.
   Simplemente, el sexo entre un hombre y una joven, es el sexo perfecto. Cuando eres un jovencito
calenturiento y suertudo, el máximo placer es el puro descubrimiento y crees que no hay nada más allá.
Al madurar al tiempo de tus parejas, hay ventajas emocionales y hasta espirituales. Pero por desgracia
(o por fortuna, no sé), las mujeres maduran demasiado a prisa. Cuando tienes 20 y estás con una de 20,
estás con una mujer más madura y recorrida que tú. Cuando tienes 30 y estás con una de 30, estás casi
con una señora. Así que, cuando tú seas un señor, si estás con una de tu edad… mejor me callo. Con
María José sentada en mi cara, probé la exquisitez de una fruta en su punto y la disfruté con el juicio y
la madurez de un hombre. Ese, es el sexo perfecto. Es el gozo del paraíso, saturar los sentidos de placer.
Difícilmente, muy difícilmente, una mujer madura supera en belleza y atractivo a una muchachita, así
que tener la vista, el olfato, la piel de la cara y la lengua metidas entre las nalgas de una quinceañera
con la piel lisa y monótona, cada músculo en su sitio y en el momento exacto de una explosión de
colágeno, no tiene competencia. Es lo que la Naturaleza orquestó, o Dios, si así lo quieren; pero que la
cultura censuró en medio de su miedo y estupidez.
   El impacto de la experiencia fue tal que solté los brazos con las palmas hacia arriba y los relajé del
todo. Solo movía la lengua afuera y adentro con lentitud onírica. Ni siquiera me importaba no poder
respirar. Los fluiditos de ella bajaban en pequeñísimas cantidades por mi lengua y formaban charquitos
entre la cara interna de mis mejillas y la dentadura. Sus pelillos me picaban los labios. El poquísimo
aire que podía respirar, estaba impregnado de su ano. El aroma era seco. Pero también era muchas otras
cosas y yo aspiraba fuerte para catarlo bien, intentar memorizarlo y eventualmente usar el recuerdo
para excitarme o describirlo. Parte de la idea que me enloquecía de placer en el momento era que
estaba oliendo directamente, el culito de una jovencita que había tenido sentadita delante de mí en clase
muchas veces, en uniforme, en medio de muchos estudiantes más y en circunstancias que prohibían
estrictamente todo contacto. Ni siquiera roce de manos, pero ahí estaba oliéndole el ojo del culo. Fuera
distancia, fuera jardinera, fuera panties ¡a la mierda prohibición!
   Y lo que veía, era hermoso también. Un contraste tenaz entre la distancia del techo, que veía
desenfocado y sus glúteos, sin distancia. Tenía que cerrar un ojo si quería enfocar sus nalgas y
excitarme con la imagen, porque con ambos ojos veía doble. Que culo tan perfecto, ni el estilo de vida
ni la gravedad se habían metido con él. Y estaba ahí, aplastándose contra mi cara.
Varios minutos después, la visión cambió. María José decidió que ya había comido suficiente verga e
irguió la espalda. Entre sus nalgas y el techo, apareció su espalda y su cabello cayendo sobre ella. Se
levantó y me preguntó:
   —¿Todavía estás consciente? —rió.
   Se pasó el cabello sobre la oreja y me miró con los ojos encogidos por la risa.
   —Estoy en el cielo —repuse, atorado.
   Ella pasó una pierna sobre mí, se volteó y se abrió la vagina con dos dedos. Me encantó su imagen,
ahí, encima de mí, agachando la mirada para dirigir el coito. De veras le gustaba tener el control.
Agarró mi pene y lo metió muy lento dentro de ella. ¡Mamassita! Ahí abierta, esas piernas largototas,
con los musculitos pulsándole… Empezamos a hacerlo. María José se mordía los labios mientras
curveaba con fuerza el dorso para que yo me hundiera más en ella. Nuestros gemidos llamaron la
atención de Geraldine y de Jessica:
   —Déjenos algo, Majo —dijo Geral.
   —No voy a dejar nada —se estremeció ella.
   Al decirlo presionó tanto que me hizo meter dos o tres centímetros extra de verga dentro de ella, que
yo ni siquiera sabía que tenía. Majo siguió moviéndose así por varios minutos, sin dejar de mirarme a
los ojos. Estaba colorada, sudorosa y tenía el cabello revuelto. Mi miraba con los ojos tan tensos como
su mandíbula y culeaba concentrada. Tenía las tetas super-erectas.
Yo apachurraba los ojos, esforzándome mucho para resistir y no venirme, por varias razones. Quería
ser un buen polvo para majo, que llegara al orgasmo… pero también, había en la habitación otros dos
coñitos y otros dos culitos, uno de ellos deliciosamente orinado, a los qué darles taladro. Majo cabalgó
por varios minutos más, totalmente adentrada en sí, simplemente dándose verga, culiando de manera
egoísta. Cada perreada parecía lograr más placer, sin embargo, el orgasmo parecía que jamás llegaría.
María José era una de esas chicas que exploraba y explotaba su sexualidad sin límites. Sabía cómo
gozar, la condenada. Inclusive me hizo cuestionar si era cierto eso que decían, que las mujeres pueden
sentir mucho más que uno. Qué envidia y sí; qué envidia verla así, en ese estado superior, montándome.
No aguanté. Me empecé a derramar. El calor, el ajuste y el movimiento superaban todo voltaje
conocido para mí. Ni me esforcé en contenerlo o disimularlo. Se me salieron varios fuertes gemidos
desde el centro del estómago y empecé a pulsear en estado de trance. Sí que sabía sacar semen la
muchacha. A los pocos segundos, fue ella quien rompió su ascenso. No lo hubiera parecido, pero el
orgasmo le llegó primero que un infarto. Se dejó caer sobre mí, perreando todavía. El cabello le estaba
guardando montones de calor y cuando lo dejó caer en mi cara, me lo pasó todo a mí. Pegó una de sus
mejillas a una de las mías y empezó a gritar. Nos vinimos al tiempo. La concha apretaba una y otra vez
mi verga con impresionante fuerza y cada apretón daba una succión como si quisiera devorárselo. A
cada pulsación, yo respondía con un chorro de semen en medio del orgasmo más delirante que
recuerdo. Pulsación vaginal de ella, eyaculación mía, gemido de ambos. Pulsación, semen, gemidos.
Pulsación semen, gemidos. Ya usé el término “sexo perfecto” ¿cierto?
   El aroma de ella ahí encima de mí, su cabello, su sudor y su aliento acalorados, hicieron química en
mi cerebro. El lacito que se había creado cuando entré en la casa, empezaba a fortalecerse. Así
funciona. Llámenlo “amor” si desean. Pulsación, semen, gemidos… cada vez menos, con mayor
intervalo de tiempo entre cada vuelta… se pierde intensidad. Cada vez más suave, más lento, más
suave, más lento… puse mis palmas sobre la espalda de María José. Se me empaparon en su sudor.
Parecía que salía de una piscina. Ella empezó a besarme el cuello. Nos esforzábamos por controlar la
respiración. Ella se movió un poco y una brizna de aire se entrometió en nuestro coito. Enfrió en un
santiamén nuestros fluidos y me di cuenta que tenía los testículos EMPAPADOS. Sería una pequeña
parte de sudor de ambos y el resto, venida de ella. Nunca lo había vivido.
   —Mamassita —susurré y seguí acariciándole toda la espalda.
   Lo último que diré sobre esta culiada apoteósica, es que me encantó sentir sus tetas aplastándose
contra mi pecho y sentir el tamboreo de los corazones sintonizados. Es lo último que diré para que los
tintes románticos no apacigüen la arrechera.
   Se oyó una risita de las otras chicas y a continuación un tímido pero burlón:
   —¡Casi me tumban la cama! —de parte de Geral.
   —¡Ábrase, parcera! —renegó María José con poco aire.
   —¿Me abro, me la vas a chupar? —contestó la negra, ya burlándose sin timidez.
   —A ver —la retó maría José y ahí sí levantó la mirada.
Las otras dos estaban en calzones, manoseándose y chupándose las tetas en un sofá. Me encantaron las
enormes y carnosas areolas de Geraldine. La chica se nos acercó, trayendo de la mano a Jessica. Se
quitó los calzones y se paró junto a la cama, cerca de mi cabeza. Jessica se ubicó al otro extremo a
manosear a maría José. Me acarició las bolas algunas veces, y, por lo que sentí en mi pene, aún dentro
de la esponjosa vagina de María José; sé que Jessica estaba metiéndole el dedo en el culo.
Pude ver la panochota ultra negra de Geraldine, con vello muy escaso y ese contraste altísimo entre el
rojo literalmente vivo de su vagina y el negro invisible de sus vulvas. Estaba babosita. “¿Cómo será el
paraíso?” me pregunté. “¿Podrá haber algo mejor que esto?”. Geraldine sacó hacia adelante la pelvis
como si fuera un macho, poniéndole su concha al alcance de la lengua de María José, que, estirándose
un poco, logró empezar a lamer. El sonido de los lametazos era pegajoso, viscoso. Geral gimoteaba
agradecida. María José se emocionó y empezó a chupar. Jessica le daba dedo y a veces besos en el ano.
   —No es solo para ti —alegó Geral.
   Cambió de posición y puso su gloriosa concha en mi cara. Comí todo lo que pude, me tragué todo lo
que le salió. Si entre las nalgas de María José había encontrado la gloria, en la chocha de Gerladine
tenía el nirvana. Coño de negra… no, un momento, “coño de colegiala negra”, ahora sí… aroma y
sabor concentrados al doble o más.
   Jessica sacó mi pene de entre la vagina de Majo y me lo empezó a mamar. Pero yo lo tenía exprimido
y medio muerto. Faltaba un buen rato para que me recuperara. Ese culo orinado estaba esperándome.
Pasaron los minutos y sutilmente habíamos cambiado de posición los cuatro, sin dejar de hacer lo
mismo. María José y yo turnándonos para comerle el bizcocho a Geraldine y Jessica mamándomelo.
Geraldine se volteó y nos dio culo. Recordé de repente un libro de Stephen Hawking. ¡Ése sí que era un
agujero negro!  
   Había hecho tanto en una noche que no supe si acaso habría límites. Le pediría a Jessica que orinara
en un vaso y me diera de beber o que orinara en mi boca directamente ¿por qué no? ¡Qué rico! Se me
volvió a empezar a parar. Uff, a culiar a Jessica…! Pero cuando ella empezó a montarme, las otras dos
se lanzaron a impedirlo.
   —Shhhh… Jess-Jess-Jess, usted hoy no se mete nada por  ahí —ordenó Geraldine
—Ya le dijimos que no, mana —la secundó María José—. Además, Luismi es un caballero ¿cierto? —
Me miró invitándome a la complicidad—. Usted no se va a comer una borrachita ¿cierto?
Y tenía razón.
   —Nosotras la atendemos, mamita rica —agregó Geraldine.
   Así que para mí, el resto de la noche fue ver sexo lésbico desde la cama, con las ganas de saborearle
esa cuca llena de chichí a Jessica. Se chuparon todo y se dedearon hasta la saciedad entre las tres.

—3—
 Lo que me faltó esa noche fue solo para augurar algo mucho mejor después. Que ellas me vieran esa
noche oliendo los pantalones orinados de Jessica, les dio la idea más linda de regalo para día del
profesor venidero. En tan poco tiempo me volví una leyenda, un profesor culiador de alumnas,
semental y dispensador de placer para adolescentes. “Prohibido culear a las alumnas” bromeaban los
chicos. Estaba analizando cuánto tiempo sería prudente dejar el gracioso aviso allí colgado, antes que
hubiera problemas. ¿Esa tarde, quizá? ¿Me arriesgaba a dejarlo hasta el viernes? Es más ¿por qué
dilataba las opciones? ¿Por qué no admitía que me excitaba tener el letrerito ahí, sabiendo que el
muñequito me representaba a mí y la muñequita a cualquiera de las estudiantes?

   —¡Profe Luismi! —entró Geraldine al laboratorio, tan de golpe que me despertó de mis fantasías.
   —Geral ¿quieres ver lo que hicieron tus compañeros? —señalé el aviso.
   —Ya lo vi. Muy gracioso, pero espero que no le hagas demasiado caso.
   —Justo en eso estoy pensando, porque me gusta verlo ahí, pero no pienso hacer caso —vi la cara
picarona de Geral, que se mordía medio labio al mirarme. Por otra parte ¿qué clase de ejemplo sería
ese? Hay que seguir las normas. Ponte a comer alimentos —señalé los demás avisos— o a hablar por
celular en el laboratorio a ver qué pasa.
   —Bueno, entonces hay que respetar las normas —dijo, actuando resignación.
Además se había parado derechita, con las piernas juntitas y las manos atrás. Como se veía tan
adorable, la miré de arriba abajo y luego de abajo arriba, dejando escapar una sonrisa consentidora,
cosa que solo se podía hacer con las del Monstari. Pero ella siguió jugando:
   —No me mire profesor, puedo demandarlo por acoso.
“YO podría demandarlas por acoso, partida de calenturientas” respondí mentalmente. Pero en vez de
decir cualquier cosa, me acerqué la pared y quité el avisito.
   —Esto vale oro y lo prefiero en un cajón de cachivaches que en la pared, porque no-le-voy-a-hacer-
caso. Geraldine volvió a revelar esa sonrisa de ángel con ojos de diabla.
   —Uhy ¿tienes cajón de cachivaches? ¡Qué masculino!
   Respondí con un sincero y sonoro “prr”. Me le acerqué y la besé. Ella reaccionó moviendo
grácilmente sus brazos sobre mi cabeza. Qué manera de besar tan apasionada. Beso de negra. No
dejaba de sonreír mientras besaba, lo sé porque estaba sonriendo enormemente antes y después de cada
beso, por largo que fuese.

En los meses que habían pasado desde la fiesta, la orgía con las tres chicas y la inolvidable meada de
Jessica, yo había vuelto a estar con María José y con Geraldine alguna vez y la pasábamos muy bien en
el colegio. Generalmente aprovechábamos los momentos y espacios de soledad para tener incendiarias
demostraciones de cariño y deseo. También con Jessica, pero parecía que el destino no quería que yo
hiciera el amor con ella. Mi obsesión con ella se estaba volviendo enfermiza. Aquella noche, no hubo
sexo porque esta borracha y sus amigas fueron cofrades extraordinarias. A los pocos días, se fue de
viaje. Cuando regresó, pactamos un encuentro para quemar las ganas pero a ella se le murió el abuelito
y no pudo cumplir.
En las semanas siguientes, nos veíamos por ahí y nos besábamos con ansias, yo parecía un culicagado
más del Monstari. Me encantaba meter las manos en su blusa y masajearle esos tetones —ella tenía las
mejores tetas de mis tres jóvenes amantes— y como el tiempo y la ubicación lo prohibía, cosa que solo
lo hacía más rico; sacarle un pezón con tan poco espacio que quedara maltrecho por el encaje de su
brasiér y chupárselo ahí. Hacerle círculos con la lengua en la areola y dar mordiditas muy tenues al
pezón. Sé que se le formaba una versión vaginal de las cataratas del Niágara porque la voz se le
lubricaba como aquella noche: “venga mamita, no diga nada; no diga nada…”. Un día, inclusive, me
atreví a sugerirle a Jessica que intentara cantar, puesto que el sexo que era capaz de transmitir con su
voz era brutal.
Cuando más lejos llegamos, habíamos perdido el control en los baños, a una hora de clases. Ella estaba
meciéndose para adelante y para atrás, hilando esos excitantes gemiditos y pidiéndome que la
penetrara. Yo, que tenía la mano bajo su falda y entre sus panties, le estaba amasando su panochita, que
estaba en su punto: Si hubiera querido pellizcarle una vulva, no habría podido, por lo lubricada que
estaba. No había posibilidad de fricción alguna. Cuando empezó a quitarme el cinturón, oímos las risas
de un grupo de niñas pequeñas que se acercaban y tuve que saltar y esfumarme. ¿Qué tenía qué hacer
en la vida para estar con Jess? El resto de la tarde la tuve que pasar como cualquier colegial
calenturiento que toquetea a sus compañeras, mendigando placer. Veía a Jessica, su falda de largo
reglamentario y sus mejillas que me recordaban sus vulvas y me mordía por dentro. Sus piernas de
leche bajo la falda escocesa y el pelo negro suelto que marcaba retrasado el ritmo que imprimía su
trasero al andar. Empezaba a sentir maripositas.

—4—
   —¿Qué crees que te vamos a regalar de día del profesor? —me preguntó Geraldine, colgada de mi
nuca.
   —Una corbata —levanté una ceja.
   —Jum ¿tan aburridas nos crees?
   —No, claro que no —le di otro beso.
   —Entonces ¿qué crees?
   Pensé unos segundos pero no se me ocurrió nada. Por la mirada de Geral, sabía que era algo pícaro.
¿Unas fotos porno de ellas? No… eso era demasiado infantil. Eso hacían las de sexto grado para los
chicos de undécimo. ¿Una invitación a alguna parte para tener sexo sin sentido por horas y horas? Eso
estaría mejor…
   —No tengo ni idea —reí.
   —Entonces te vas a asombrar —me besó y me soltó.
Salió del laboratorio, andando con esa sensualidad ansiógena. Asomó la cabeza tras la puerta y se
aseguró que yo la estuviera viendo. Me lanzó una mirada de gata y guiñó un ojo. Solo le faltó rugir.
Cerró la puerta.
   ¿Qué iban a darme? ¿Iban a entrar las tres en batita transparente y bajo ella, la lencería más
despampanante del mundo? No, no… si hacerlo en el colegio era imposible, eso estaba más que
probado. Hubiera sido lo más rico, precisamente por eso, por lo difícil y lo prohibido, pero había
resultado en verdad impensable. “Impensable” desde mi perspectiva de proyecto de adulto avinagrado,
de docente responsable en que me estaba convirtiendo lentamente. Pero la enorme fortuna con que la
vida me acicaló, era ilimitada. Mis tres amadas muchachitas estaban ahí para salvarme de ese aburrido
destino. Así que, el hombre más afortunado de La Tierra, quien escribiere estas letras muchos años
después, recibió como regalo del día del profesor, un elaborado plan de parte de sus amantes
clandestinas, para darme aquello que desde esa mágica noche me había hecho falta y que me estaba
enloqueciendo.

María José entró. Parecía querer actuar con indiferencia, como si fuera otra.
   —Buenos días profesor —dijo.
Cogió una de las butacas del aula y la puso detrás de mí.
   —Tenga la amabilidad de sentarse.
Ante mi rostro de duda, la chica hizo un amable ademán de insistencia, señalando la butaca. “En verdad
está loca” pensé. Pero me senté. En seguida entró Geraldine con una grabadora, de las del colegio, con
sello del Monstari y toda la cosa. La conectó, se volvió hacia mí y me deseó un feliz día.
   —Profesor, para poder entregarle su regalo de día del profesor, necesito que manifieste que confía en
mi compañera Geraldine y en mí —apuntó Majo.
   Estuve a punto de decir NO. pero ¿Y mi regalo? En verdad me tenían en ascuas. Además ¿qué era lo
peor que podría pasar?
   —¡Claro que sí!
   —Gracias —asintió ella.
   Dio una sorpresiva vuelta sobre sí, de modo que se le levantó la falda y pude ver sus glúteos
adornados bajo cacheteros blancos. Además, me golpeó con una ola de su aroma íntimo, de modo que
me dieron muchas ganas de follarla. Pero mi regalo no era ese. Majo dio play a la grabadora y se
marchó.
   Me preocupaba que en cualquier momento entrara el curso con quien tenía clase, porque yo, en vez
de estar listo, estaba sentado en mitad de la antesala del laboratorio en una butaca, oyendo música chill
out y sosteniendo en la mano un avisito que decía “prohibido culear a las alumnas”.
   La puerta se abrió, pero no había bullicio. No era mi curso, era solo una estudiante. Era Jessica. Pero
no era la misma Jessica, la borracha calenturienta y orinada que estuvimos arrastrando por el parque
Diana de Gales, ni siquiera la colegiala fatal que manoseé en los baños. Era una mujer. Estaba
elegantemente maquillada y vestida. Llevaba jean negro ajustado y botas altas de atar con suela de
tractor, una ingeniosa versión femenina de botas de trabajo. Arriba, vestía no sé si una camisa de
leñador a manera de top o viceversa. Sin hasta iba amarrada por delante. Y el cabello lo llevaba en una
coleta, simplemente. Parecía salida de una revista de estilo. En mi cara podía leerse “dios mío” con
total claridad.
   Ella, que había entrado inexpresiva y natural, advirtió mi asombro y se sintió obligada a decir:
   —Esta mañana fueron las exposiciones de empresarial y… ¡cierra la boca! —empezó a andar hacia
mí—. Yo quería venir en uniforme, pero…  
   —No importa, mi amor, estás… luces… dios mío…
Ella intuyó mis intenciones de ponerme de pie y me detuvo con un gesto.
   —No te preocupes, nadie va a venir a interrumpirnos.
   —¿Cómo sabes?
   —Confía en ellas… YO soy tu regalo.
   Volví a intentar levantarme pero Jessica imprimió más fuerza en su gesto de “alto ahí”. Se paró en
frente de mí. Cerró los ojos y relajó el rostro. Su aroma me empezó a enloquecer, tanto como la visión
de tenerla ahí, con esa magnífica cinturita descubierta. La forma en que su dorso terminaba clavándose
en esas caderas, me hacía querer maldecir, renegar o renunciar a la virilidad. Quizá la vida de un monje
sería más tranquila. Qué abrumador éxito el de la naturaleza para hacer bellas y deseables a las
muchachitas y débiles y hambrientos a los hombres. Bueno, podría ser peor, podría ser un reprimido o
un solitario… pero no. Ahí estaba, otra vez con el paraíso derritiéndose en mi boca.
   Pero ¿cómo confiar en Geraldine y en Majo? ¿Qué garantizaba que nadie subiera al piso del
laboratorio? El riesgo era demasiado y en mi mente empecé a buscar palabras para detenerlo todo. No
me sentía bien corriendo ese riesgo tan grande, siendo tan irresponsable. Incluso pasó por mí mente la
idea que después de todo yo era mayor que ellas y debía reclamar el control, no dejarme manipular, no
señor…
   —No digas nada —susurró y puso su índice sobre mi boca.
   Aunque adoraba el sabor de su piel, yo seguía empeñado en no dejarme dominar. El color de su voz
era lo más afrodisíaco que existía para mí, pero no iba a dominarme. El susto en los baños había sido lo
suficientemente educativo. Alisté las palabras en mi mente “Jessica, suficiente, salgamos de aquí, un
curso viene…” La garganta de Jessica vibró como una campanilla y liberó el gemidito más adorable
que yo haya oído.
   A continuación, empezó a orinarse. Sí, ahí, en sus pantalones negros, a veinte o treinta centímetros de
mi cara y yo caí de rodillas. El tono seco de su Jean empezó a oscurecerse en un circulito que creció
desde el centro de su pubis. Ella volvió a gemir y a apretarse los labios. Parecía disfrutar mucho la
micción. Se me salió un animalesco gemido y puse mis manos en sus nalgas y apreté mi cara contra su
entrepierna.
   ¡Qué profesor, ni que adulto, ni qué responsable, ni qué hijueputas! ¡Los orines de Jessica, al fin, en
mis labios, en mi cara, directo desde su vejiga, calientitos y vaporosos! Ella usó sus manos para apretar
mi cabeza contra su pelvis. Yo, aspiraba con fuerza y relamía, para meter en mí el aroma y el sabor más
ricos que probé en la vida.
   —Tomé muchísima agua solo para ti —gimió.
   Ya tenía los pantalones mojados hasta que entraban en las botas. La volteé y la doblé. Metí la cara
entre sus piernas y me embriagué en su tierno chichí. Luego recorrí como sabueso sus pantalones
mojados, hasta que casi los sequé. Era hora de ir por más rico néctar, directo de la sagrada fuente. Le
desajusté la correa.
   —Quítame primero las botas —rió.
   Me sentí como un idiota, pero no me detuve a pensarlo.

   Cinco largos minutos después, al fin sin botas, halé su pantalón. Ahí estaba ella, en sus calzoncitos
empapados, sentada en el piso. Al quitarle el pantalón, un vaho de orina fresca invadió el laboratorio.
La erección se me notaba a leguas. Antes del ritual de chupar vagina y por qué no, un poco de culo; y
de taladrarla hasta reventar, me puse sobre ella y la besé en la boca.
   Había en mi cabeza una explosión pliniana de ideas. Una de ellas era, que quería ser especial para
ella, no solo un profe que la cogió y se la echó. Su voz y sus orines significaban mucho para mí, más
que haber tenido la cara entre las nalgas de María José y de Geraldine. Más que eso, sí señor. Creo que
había empezado a enamorarme de Jessica. Le puse los pezoncitos como solía ponérselos, apenas
asomados y así la dejé todo el resto de la sesión. Me encantaba verle esos teteros saltando mientras le
bombeaba verga por su orinada panochota y ver su carita de placer, con el ceño medio fruncido y los
ojitos cerrados. Después de terminar, jugamos un poco. Ella orinó en la canaleta del mesón para mí,
orinó todo el avisito que habían hecho sus compañeros y me orinó la verga. Eso último, se convirtió en
una efectivísima técnica para parármelo. Me la volví a comer ahí en el mesón. Me encantaba su vagina
de vulvitas rozagantes y su pubis con pelitos suaves y orgullosos que miraban hacia arriba. Estaba
calientísima y contenta. Y muy consentida.
   —¿Puedes orinar conmigo adentro?
   —No creo.
   —No importa, mi vida, no importa —y la seguí bananeando.
   Terminé. Terminamos. Otra vez estábamos jugando. Jessica me preguntó si yo querría orinarla. Pero
la idea de orinar sobre ella no me parecía correcta. Yo sentía que ella era mi diosa y yo su vasallo. Que
ella me bendecía con su champaña y que ser digno de ella era una virtud incontemplable.
   —Pero sí quiero que me des de beber —dije.
Jessica me sonrió y me indicó con el dedo que bajara. Yo, me arrodillé. Acerqué mi boca al cálido y
jugoso manantial. Ella se estiró la raja hacia arriba y después de unos segundos de espera, empezó a
fluir su delicia. Mi boca se llenó en un segundo. El líquido estaba caliente y se sentía un poco más
denso que el agua, ligeramente ácido y ligeramente graso. Lo palpé bien con la lengua, le di varias
vueltas y me lo pasé. Le besé el coño, le palmeé la nalga izquierda y le dije
   —¡Dame más!

Poco después habría de enterarme que María José y Geraldine habían maquinado toda la cosa, no solo
como un regalo para mí, sino para los dos, y cumplirnos la fantasía de hacerlo en el colegio. Se habían
echado encima la responsabilidad de organizar la celebración del día del profesor, desde hacía dos
semanas, para tener ese día el control de TODO y encubrir nuestra fiestecita de lluvia dorada.
   Lo que ellas no calcularon, fueron ciertos efectos extra de su celestina travesura. Por una parte, mi
adicción a la música chill out y por otra, más importante: Sí, lo que se están imaginando: Jessica es mi
esposa.

18 - Las tres condiciones para al fin violar una colegiala


Durante largas noches de soledad, si de sobremesa tenía insomnio, yo solía tener fantasías con las
muchachitas bellas que hubiera visto durante el día. Pero a veces, aburrido de fantasear, también
filosofaba. Me planteaba si algún día podría consumar mis enormes ganas de agarrar una colegiala y
saborearle su rico coño, sudado y colorado por el calor y por llevarlo todo el día de aquí para allá entre
esos cacheteros de lycra negra. Y no solo el coño, sino el culito, seco y apretado, allá resguardado como
un tesoro entre un par de robustas nalgas. Solía preguntarme por qué demonios, la mayoría de hombres
que tenían la inmensa fortuna de tener una hija bella, se aguantaban las ganas. Si se reprimían muy bien
o es que de modo natural, su hijas no les podrían hacer dar ganas. Si yo tuviera una hija, de seguro
desde sus doce años me la estaría echando.

El día que había terminado, como otros tantos que habían pasado, estaba tremendamente ansioso por
haber visto a una chica cuyo atractivo sobrepasaba mi capacidad de desfogarme. La mayoría de veces,
la tremenda exaltación se me pasaba con un buen pajazo o hasta dos, pero otras veces, la belleza de la
tonta en cuestión era tanta que me alborotaba las frustraciones más allá de la primitiva pulsión de
eyacular, por lo que los deseos de sentir el tacto, el calor y el aroma; se apoderaban de mí y me sumían
en semanas enteras de insoportable depresión. ¡Qué soledad tan espantosa! Para empeorarlo, quizá por
mi propia búsqueda frenética y cada vez más frecuente de ver chicuelas por ahí, me ocurría cada vez
más seguido que me topara con alguna que me produjera tal estado de ansiedad, no posible de amainar
con pura masturbación.  Me pregunté si algún día podría llegar a cometer violación.
   Me repetí la pregunta por años, llegando siempre a la misma conclusión: Podría hacerlo, pero eran
necesarias tres condiciones cuya coexistencia era prácticamente imposible: Que tuviera yo una ira
irracional, que fuera en medio de algún evento de tal magnitud que, las consecuencias de mis actos
valieran una mierda y que, claro, la víctima valiese la pena: Que fuere una de esas por las que un pajazo
no mitigaba las ganas. Una sola de las tres condiciones no me permitiría hacer nada. Dos de ellas, me
permitirían dar una buena manoseada, máximo. Pero que se presentaran las tres condiciones era
improbable. Entonces, me tranquilizó el que nunca llegaría a cometer una violación.

O eso creí.

La mañana del ** de mayo de 19**, un cliente me acusó de un acto deshonesto, y sin verificar ni
esclarecer nada, fui despedido de mi trabajo. Daban por sentado que yo debería estar agradecido por
solo despedirme y no mandarme a la cárcel. El cliente en cuestión había recibido beneficios de parte de
la empresa, impulsados por mi jefe, en compensación por hacer la acusación y poderme sacar, todo por
un proyecto que yo había propuesto y que le había gustado al dueño. Una trama de telenovela de
porquería. Pero nunca recurrí a la justicia porque no tenía con qué comprar tal artículo.
   La pérdida del trabajo me acarreó problemas con los bancos y pérdida de varios bienes, incluso el
piso donde vivía. En pocas semanas estuve viviendo de gorra donde un amigo. Pero tuve que salir de
allí porque su mujer no me soportaba. Para convencer a mi amigo de sacarme de su casa, puso a todo el
vecindario en mi contra mediante una campaña de desprestigio a través de redes sociales y voz a voz.
Su acto de odio no solo me costó el refugio sino mi relación con mi amigo.
   Yo, nunca había estado en una crisis tan profunda ni duradera. Ahí estaba ya servida: La ira.

Una semana después, unos habitantes de calle de los que logré hacerme amigo para sobrevivir, me
llevaron a un programa estatal de ayudas para desfavorecidos. Así que ahí estaba yo, en mis primeros
pinitos de indigente, con la última ropa que me quedaba ya empezando a cicatrizarse y convertirse en
mi pinta de callejero. Hacían lo propio mi olor y el estado del cabello, junto a la barba que no podía
cortarme. Dicha oficina de ayudas estaba separada por una avenida de un Colegio, pero unida a él
mediante un puente peatonal. Mientras me quemaba las células de la cara con el fulgurante sol, el
colegio dio salida y yo ahí, en peor estado que nunca, hice una vez más lo que más me gustaba en la
vida: Ver colegialas por debajo.
   —Uhy qué rico, mi amor, yo le meto mi cara entre ese culo y me como lo que me quiera dar —dijo,
lleno de morbo, uno de mis nuevos amigos.
   Lo dijo al ver a una de las chicas de colegio llegar al final del puente e inútilmente taparse el trasero
pegando su falda con una mano. Como parecía normal, le excitaba más oírse a sí mismo decir esas
cosas que verle el culo a la joven.
Dentro de mí, luchaban las sensaciones de no aceptar que yo era como ellos y la de resignarse a que sí,
¡lo era al 100%.!
   —Uff, jueputa, yo a esa le chupo el culo así como lo trae, hasta con pegadito —declaró otro al ver a
otra chica más, que llegó a la escalera— a usted no le gustan ¿o qué? —me preguntó con obvio tono
inquisidor.
“Ya, sea honesto. ¿A quién le va a aparentar?” me dije a mí mismo y miré para arriba. Pasó una
colegiala de piernas hermosas, de esas que están en un punto medio entre lo atlético y lo flaco. No
llevaba bicicletero de lycra, sino apenas sus pantaletas blancas, muy pegadas a su cuerpo y sus medias
hasta la rodilla. La falda roja de acordeón escocés se elevó cuando la chica giró para empezar a bajar
trotando.
   —Mamasita, yo la dejo que se me siente en la cara y me asfixie. Si me quiere dar sus peitos para que
los respire, pues respiro sus peitos mi amor —dije, y se me paró.
   —¡Eso! —celebraron los otros.
La chica se veía tan guapa bajo su falda que no la dejé de mirar hasta que llegó abajo. Mi amigos ya
habían dejado de mirar, lo que me indicó que yo era más hambriento que ellos. La muchacha llegó al
piso y se aproximó. Iba hablando por celular. Pero verla ya no por debajo sino de frente, acercándose y
al poco, saborear su perfume, me trajo otra de las condiciones: Su belleza era extraordinaria.  No traía
el saco, obvio, por el aplastante calor que llevaba haciendo por semanas; así que su figura se veía
mejor. Era bien tetona ¡Pero bien tetona! Además, era de esos uniformes que no tiene el peto hasta el
cuello sino hasta debajo de las tetas, por lo que estas quedan bien asomadas sobre el peto, como si este
estuviese diseñado exclusivamente para ello. Parecía que el peto se las sostuviera en peso. Su cabello
era color cobre brillante y lo tenía largo, hasta los codos. Era casi de mi estatura y su rostro… ah ¡su
rostro...! que enorme par de ojotes cafés muy clarito y, esa bocota con dientes perfectos adentro. Venía
flirteando con quien fuera que hablara por teléfono.  Con algún hijo de puta que nunca iba a saber
cuánta suerte tenía. Ella terminó de pasar y un segundo después su aroma llegó a mi nariz.
   —Tómele una foto —se burló uno de ellos.
Pero no presté atención, sino que me quedé dentro de mí mismo pensando: ¿cómo hubiera sido mi vida
si hubiera sido otro sujeto, y no yo?
   Otro tipo de hombre. El hombre que han estandarizado y filtrado para aceptar. De esos sujetos que
metieron por primera vez los dedos en una vagina a los doce años, porque una tía buenota que tenían o
una empleada de servicio los encontró atractivos por sus ojos claros y les enseñaron los manjares de la
vida. Uno de esos hombres de quienes sus compañeras de oficina o universidad, se enamoran al
instante  y por quienes más de una vez en la vida, alguna tipa enloqueció de obsesión y amenazó con
suicidarse al teléfono. No uno, que salía a ver chicuelas o se subía al bus a ver qué podía agarrar.
   Había, ángeles como ese que acababa de pasar, con los que solo podía soñar. Ya estaba servida la
segunda condición: Las ganas irreprimibles.

Y, el intenso calor, que registraba nuevos antecedentes históricos, tenía una razón, aunque hasta ese
justo momento iba a saberse: La parte líquida del planeta estaba varios kilómetros más cerca a la
superficie. Y ahí, justo ahí; y entonces, justo entonces, se juntaron las tres putas condiciones.
   Todavía tenía la cabeza ocupada en fantasías estúpidas de mi vida siendo otro hombre, uno menos
desafortunado, y por la misma causa apenas no pensando en las injusticias de las que había sido víctima
recientemente y que me habían llevado a la perdición, cuando empezó a temblar.

Si alguna vez has estado en una parte de la calzada que está suelta y pasa a tu lado un vehículo pesado:
imagínate eso pero multiplicado por diez. El piso se mueve hacia arriba y hacia abajo como si no fuera
hormigón sino pinche caucho sin base. Como una cama elástica. Sientes las ondas pasando bajo tus
pies. Al subir la mirada, vi los cables de los postes sacudiéndose como cuando los niños juegan a la
cuerda. Varios de ellos cayeron. Con su caída empezó la gente a correr en todas direcciones. Su griterío
si apenas podía distinguirse sobre el crujir de la tierra. Yo, que tenía las condiciones necesarias para ser 
un psicópata, no sentí miedo. Solo me alejé del edificio donde estaba la oficina de ayudas y me paré, en
posición de surfer, a ver todo al rededor. Nunca supe ni para dónde agarraron mis compañeros.
En el puente peatonal había personas, casi todas ellas colegiales, tratando de correr hacia el final más
cercano. Varios objetos caían de los edificios, como pedazos de vidrios o tejas. El ruido era como si uno
estuviera en medio de cien volquetas formadas en círculo y descargando piedrones.
   Entonces el pavimento de la avenida se quebró y se abrió una fisura sobre ella. En algunas partes era
doble, por lo que quedaba una retorcida isla de asfalto en medio. En las partes más anchas de la grieta,
empezaron a caer algunos carros de conductores asustadizos que no pararon, sino que tontamente
buscaban huir. Lo siguiente que cayó, fueron personas. El puente peatonal no resistió y se inclinó. Pero
no tuve tiempo de mirar ni de entenderlo, porque la fachada del edificio a donde iba a entrar yo —y
según sabría después, las de otros edificios también— estaba precipitándose a tierra.
   Lejos de sentir miedo, lo que hice fue escuchar una voz dentro de mí: “Lo que haga va a valer
mierda. No importa lo que haga, va a valer mierda”. Ya estaban presentes las tres condiciones para
violar a una chica.

    Mientras la fachada terminaba de caer, giré mi cabeza para buscar a aquella colegiala. Lo que llevaba
de terremoto sumaba apenas unos cinco o siete segundos, máximo. Ella estaba ahí, en la esquina, con
obvia cara de estar gritando. Manipulaba su celular con extrema agitación, seguro intentando hacer una
llamada que jamás conectaría. Daba pasitos hacia la avenida y después de avanzar unos centímetros, al
fin se decidió a emprender carrera. Al llegar a la recién formada grieta, se detuvo, presa del miedo, pero
lo que sea que fuere que la motivara a cruzar, fue más fuerte. Bordeó hasta hallar una parte estrecha por
la qué saltar, tomó impulso y pasó al otro lado. Iba de vuelta a su colegio. Me fui tras ella.
La vi meterse a su colegio, mezclada en un mar de gente, la mayoría estudiantes. También crucé la
grieta y apresuré el paso, no fuera y se me perdiera semejante diosa, la que la había elegido para violar.
El caos en el portal de su colegio no era para menos. Pude entrar como si nada. No había vigilante,
quizá había corrido a alguna parte. Las únicas personas adultas que estaban allí, eran dos mujeres de
mediana edad, vestidas con bata blanca. Trataban inútilmente de controlar su propio miedo para
cumplir su función, pero se veían ridículas tratando de organizar estudiantes con su voz quebrada y la
cara empapada en lágrimas de terror. Una de ellas si apenas podía respirar y miraba a todos lados con
las manos apretándose la cabeza.
   Me cuestioné en un segundo si al fin debía aceptar que yo era un psicópata, pues no tenía el menor
miedo. En cambio, me acusaba la urgencia de aprovechar la furtiva e irrepetible conjunción de las tres
condiciones que había formulado requerir para ser capaz de saciar mis ganas de agarrar una colegiala y
disfrutar de todo lo que tuviera.  De hecho, La próstata me palpitaba, pues presentía que iba a haber
acción. Mientras seguía corriendo, pensaba en lo hermosa que era esa muchacha, y que era perfecta
para vengarme de la vida por lo reprimido que era y por cuán despreciado había sido.
   La perseguí bajo una lluvia de escombros. Pedazos de vidrios, tejas y acabados de fachada caían a mi
alrededor, al lado de uno de los edificios de su inmenso colegio. Seguro, si estuviera corriendo hacia un
bebé para rescatarlo, una teja o vidrio se habría incrustado en mi cráneo o habría caído en mi hombro,
partiéndome a la mitad. Pero lo que iba a hacer era raptar a esa linda muchacha y llevármela a algún
recoveco para violarla. Así que nada me pasó. Así es la vida.

Dejó de temblar, y el ruido de los destrozos cesó así como el rugido de la tierra en su movimiento
asesino. Pero su lugar no lo ocupó el silencio, sino el ruido que antes no podía oírse porque la tierra
estaba partiéndose. Eran cientos y cientos de gritos, unos cercanos y todos los demás trastornados por
la distancia. También había sirenas y alarmas, y hasta pude distinguir aullidos de perros.
   Mi víctima elegida pasó por un área en pleno proceso de inundación, y con valentía metió los pies al
agua para llegar a una escalera. Todavía corrían por doquier muchos estudiantes aterrados, y uno que
otro docente en bata blanca.
   —Señor, le ruego que espere afuera, vamos a reunir a todos los estudian… —me dijo un patético
profesor, que tenía más miedo que años.
Lo ignoré, crucé el área inundada y subí las escaleras. Tan pronto llegué arriba, encontré a mi deliciosa
presa asomada a un salón y gritando un nombre. Reparé en sus hermosas piernas, ya que estaba
doblada, tratando de ver bajo el tejado caído de esa aula. Había caído entero, y una parte se sostenía
todavía, solo por una pared. Ella gritaba ese nombre con la voz desgarrada, y estuve a punto de
identificarme con su angustia, pero a tiempo logré reprimir tal empatía y que no se arruinara la
diversión. Caminé hacia ella sobándome la entrepierna por encima del pantalón y sibilando como una
víbora. Ella volteó, incauta, y empezó a decir:
   —Por favor ayúdeme, estoy buscan…
Se detuvo cuando vio lo que hacía con mi mano. Debido a ello, ralentizó sus pensamientos y me vio la
cara, para comprobar lo que seguramente acababa de empezar a sospechar, y lo confirmó:
   —Te vi desde abajo en el puente y estás riquísima —le dije.
Se quedó petrificada. Quizá su estado de angustia ya estaba al máximo, y un grado más, simplemente
no existía. Me miró, estoy seguro, no dando crédito a lo que tenía en frente. No podía procesarlo. ¿Iba a
ser violada? ¿En serio? ¿Precisamente ahí, justo entonces? Solo cuando me faltaba un paso para llegar
a ella, reaccionó. Se enderezó de un brinco y quiso correr, de hecho gritó muy alto y agudo… pero solo
era un grito entre mil. Ni siquiera cuando suplicó ayuda a grito cortante, su llamado tuvo nada de
especial. Antes que diera un paso más, la agarré por la cintura y la inmovilicé. Seguía gritando y
empezó a patalear, pero una enorme fuerza apareció de manera inesperada en mí. No sabía que tenía
tanta. Si de hecho yo era de la clase de chicos a quienes otros chicos le pegaban en el colegio. Pero para
capturar a esta belleza de cabello cobrizo y tetas como melones —como en la mejor época prehistórica
—, tuve fuerza de sobra.
Metí mi mano entre sus piernas y la tanteé bien. Fue cuando ella pasó del estado de lucha al de súplica:
   —¡Por favor! —gritó.
   —Eso te digo yo a ti, hermosa: “por favor” —le contesté, y le amasé bien la panocha.
Todo desde el interior de la entrepierna y hasta la punta del pene, me palpitaba, exigiéndome penetrar,
bombear y descargar.
Arrastré a la chica a otro salón. En los escasos dos o cuando mucho tres minutos que habían pasado
desde el terremoto, todo, aparentemente, en el piso dos se había vaciado. Entré con ella a rastras a un
salón con sillas de esqueleto metálico y espaldares plásticos azules. Las ventanas estaban rotas y el
tejado estaba partido pero aún no caía. Yo, la llevaba cargando de la cintura, con una mano, y del
perineo, con la otra. Estaba calientita y yo más arrecho que nunca. Le solté la entrepierna para
desenfundar, lo que provocó que ella incrementara la intensidad de su lucha. Se retorció con tanta
fuerza que por poco y se me va.
   —¡Coopera, de veras que no… — “quiero golpearte” iba a decirle.
Pero me logro patear en una canilla. Mi ira, en cambio, si tenía varios grados libres más de aumento.
Ella cometió un error al pegarme. El sentimiento de rechazo en mí solo empeoró las cosas para ella.
Corrí con ella todavía abrazada hacia un muro y la dejé en medio de la envestida. El impacto fue tan
duro que un cartelito que colgaba de una esquina, cayó al fin. La revoltosa lucha de ella se redujo en
intensidad a una décima. Hasta sus gritos se detuvieron. Pude desenfundar sin problema.
   —Por favor —rezongó.
Pero la callé con una tanda de besos en el costado de su cara.
   —Eres muy bonita, y muy de malas —le dije con voz temblorosa, y hablé tan enredado, que dudo
que me haya entendido—, justo te tocó a ti la tarea de satisfacerme.
Le bajé el panty. A ella no le quedó más sino llorar. Seguía suplicándome que no lo hiciera, ya con
sollozos desprovistos de fuerza. Pero yo ya estaba untándole mi glande en su entrada vaginal. Con el
paso de los segundos, su llanto hizo que sus súplicas no pudieran ser más entendibles.

Y fue en ese justo instante, en ese punto del tiempo y el espacio que, al fin, al fin en la vida, mi pene
estaba dentro de la vagina de una colegiala, y no de una colegiala cualquiera —aún cuando casi todas
ellas son hermosas…—, sino de una de esas, tan, pero tan bellas que solían ponerme melancólico y
existencial. Una de esas que, la vida, por decreto, había decidido que yo nunca tendría. Pensaba
mientras iba hacia dentro y hacia afuera, en todas las veces que fui despreciado o que las chicas me
hablaban solo para acercarse a algún amigo que sí era uno de esos… ya saben… uno de esos hombres
que no conocen la ansiedad, la soledad ni el rechazo. Uno de esos que metieron los dedos en la vagina
de su tía a los doce años. “Yo también puedo comerme un platillo de estos” pensaba mientras la
violaba. Después habría de razonar que lo que me excitaba no era por completo la chica, sino el hecho
de ganarle a la vida en su puto decreto y restregarle en la cara mi destino de soledad.

Con sumo esfuerzo, porque ella seguía luchando, usé una de mis manos para desabrocharle la blusa.
Quería chuparle las tetas. Pero ella interponía sus manos a las mías y las apartaba. Me tocó usar ambas
manos, y cuando la solté, quedamos unidos solo por el coito y ¡uff! La sensación del peso de ella
presionando mi pene, fue celestial. Debí hacerlo desde el principio. Sin pensarlo cambiamos de
posición y podía verle su preciosa cara. Esos enormes ojos cafés y su piel enrojecida.
   Me sentí estúpido cuando me dí cuenta que estaba intentando desabrocharle la blusa. No iba a
lograrlo nunca. Mejor, metí la mano entre dos botones y halé con toda mi fuerza. Los botoncitos en
forma de perla salieron disparados y todavía recuerdo su sonido infantil al caer. Ella volvió a suplicar y
yo pensé: “Pero ¿qué tanto ruega si ya le estoy dando verga?”. Con igual fuerza, le halé el sostén hacia
abajo. Qué lujo de tetas, de areola grande y venas al rededor. Se las chupé justo como quería, mientras
ella, con poca fuerza, trataba de empujarme fuera de sí. En mi pene se sentía tan rico el estar tan
adentro y tan calientito… supe que iba a venirme. Puse mis manos en sus glúteos y se los amasé con
hambre. Perreé unos segundos más y… viene al paraíso… ya casi, ya casi… ahí está ¡ya viene…!
Hubo una réplica sísmica.  Otra vez el mundo se meció arriba y abajo, arriba y abajo. La cerchas sobre
nosotros crujieron. Pero yo no tenía tiempo de asustarme, pues estaba muy ocupado eyaculando,
teniendo un orgasmo de grado 9,5º en la escala de Richter. Tenía mi cara metida entre sus tetas
aromatizadas con su propio sudor, dando las últimas gloriosas pulseadas dentro de esa prohibida y
deliciosa vagina. La tierra seguía temblando y yo me seguía viniendo. De igual manera, pronto dejó de
temblar, y yo, de venirme.

Una lámpara del techo no aguantó más y se desprendió, quedando colgada de un solo lado. Quedó ahí
balanceándose con furia.
   —Ya no más —suplicó ella, llorando— déjeme ir.
Pero yo estaba en un profuso estado de éxtasis. Hasta después de un rato iba a entender lo que ella
acababa de decir, e iba a darme cuenta de la lámpara. Exhalé y levanté la cara de entre esas cómodas
tetas. Sentí corriente sobre casi todo el cuerpo y, además, una nunca antes experimentada satisfacción
que me duraría días. “¿Cómo pudo ser esto tan rico?” me pregunté en privado.
   Me moví. Ella reaccionó e intentó levantarse, pero repentinamente llegó a mi cabeza su imagen bajo
su falda cuando cruzaba el puente. Ese puente que ahora estaba deprimido o quizá ya caído, con la
réplica. No podía dejarla ir sin meterle un dedo en el culo, así que la agarré otra vez y luché con ella
por otro minuto. Ella era muy fuerte, tanto física como mentalmente, pues aún ya violada seguía dando
la pelea, y me la estaba poniendo muy difícil para meterle el dedo en el culo. Cuando ya estaba a punto,
sacaba más fuerza y apartaba mis manos, o se retorcía. Entonces tuve una idea: Le seguí chupando esas
jugosas tetas. Nuestras cuatro manos estaban unidas en su trasero, así que tenía vía libre para dejarme
llevar por el éxtasis de mordisquearle esos rozagantes pezones. Inclusive cerré los ojos mientras
mamaba como un crío, y después de un rato cambié de teta. Mientras yo disfrutaba, ella sollozaba y, a
juzgar por el sonido, suplicaba ya no a mí sino a su dios. Un minuto después subió sus manos para
retirar mi cabeza de encima de su pecho, y lo consiguió, solo que para entonces ya tenía mi dedo
corazón derecho, metido hasta la mitad en su culo.
   No creo poder explicar la felicidad que sentí. Al menos puedo describir lo estrechito que era y cómo
me apretaba el dedo. Ella gritó otra vez cuando lo sintió entrar, y luego se movía intentando liberarse,
pero a causa de eso, le palpitaba la carne y eso solo aumentaba mi dicha. Al fin, en la puta y triste vida,
tenía mi dedo entre el ano de una chica linda de colegio, entre su seco y apretado ano.  El pequeño
cagadero de una joven diosa de esas que me ponían en depresión. Antes: ansiedad. Ahora, mi dedo
entre su culo. La gloria de las glorias.
   El mundo estaba ahí, destrozado. Ya nada podía importar ni un poco. Le saqué el dedo y me lo chupé
sonoramente. Si tenía mierda o no, no me importaba. El mundo estaba despedazado, y el futuro, de
paso. Pero yo tenía el sabor del interior del culo de una colegiala hermosa en mi boca. Un culo que
permanecía en secreto y bien guardado, custodiado, celado, prohibido. Pero yo ya conocía su sabor.
Estaba en mi dedo.

Al fin llegué a mi tope, con esa probada de paraíso. Me aparté. Me paré y no supe nada más del mundo
por unos segundos, pues mi cabeza encontró de duro golpe la lámpara que se balanceaba. Ni si quiera
la vi a ella cuando se levantó ni en qué dirección se fue. No obstante, el estado de placer era tanto como
si hubiere probado una droga. Nunca en la vida había si quiera imaginado que tal estado, tanto corporal
como… ¿mental? ¿Acaso espiritual? ...fuera posible. Anduve por los pasillos de ese colegio medio
destruido, con mi cabeza fuertemente golpeada. Al rato me di cuenta que la sangre me llegaba al
hombro y un poco bajaba al pecho. Pero aún así no sentía dolor. Solo pensaba en la satisfacción, y en
ese sabor a delicioso culo de muchachita. Ese culo que hasta antes del terremoto era privado y
exclusivo, como el tesoro que era. Ese culo que por la mañana había cagado y que por la tarde yo
había, primero visto, luego  dedeado y al final, percibido su intenso sabor.
   Llegué a uno de los límites del colegio, marcado por mallas verdes. Del otro lado vi gente con
uniforme enterizo naranja haciéndome señas. No recuerdo mucho más. Una de esas mujeres caminó a
auxiliarme, al verme tambaleando, y cuando llegó a mí, se detuvo a verme ahí abajo. Con el golpe ¡se
me había olvidado guardármela!

Estuve, según entiendo, inconsciente por varias horas. En ese tiempo, tuve una sesión extraordinaria de
repeticiones mentales de todo lo que paso desde que empezó el terremoto hasta que me chupé el dedo
impregnado en culo de diosa colegial. Y al poco de despertar, supe, con gracia, que los miembros de
ese equipo de emergencias dieron por sentado que el “terremoto me había agarrado orinando”.
   Nunca supe qué pasó con esa bella chica, ni escuché historia alguna de su desafortunada experiencia,
ni de a quién demonios buscaba en el colegio después del terremoto. Lo único que me queda es una
inmensa gratitud por su sacrificio, para que un reprimido y solitario individuo, aprovechara el momento
y la oportunidad —la coincidencia de las tres condiciones— y, al fin supiera a qué sabe el culito de una
colegiala. Qué rico es. Luz y amor a ella donde esté. <3

--Stregoika ©2020

19 - El burdel preteen clandestino – La mansión Cobo de


Palma
©2020 DNDA
 De cómo hice realidad mi más anhelada fantasía

1 - De Soldados e Ingenieros
Esta es la historia de como terminé haciendo realidad mi más entrañada fantasía: hacerlo con una
preadolescente. Espero tengan mente abierta para digerirla. Pero, si más que gente con mente abierta
son unos inadaptados como yo, van a disfrutar esta historia jaja. Acomódense y lean porque les escribí
lo mejor que pude para que conozcan a los personajes y sepan mejor lo que ellos sintieron, o sea, que
ustedes se unan a la fantasía.
 
Tengo un primo llamado Hildebrando, al que odiaba. A él había ido bien en todo, en cambio a mí en la
vida todo me había resultado de la patada, cuando yo de sobra era más juicioso y más inteligente que
él. Estudió lo que quiso, donde quiso, tuvo las mejores hembras siempre porque era no solo apuesto
sino gracioso y cada vez más adinerado. Ahorró para su carrera de la forma más envidiable que, al
menos yo, puedo imaginar: Viajando por buena parte del mundo a bordo de cruceros. Al examen para
postularse como cleaner en cruceros, asistimos los dos. Yo pasé el de idiomas y él no. Pero no tuve
plata para pagar el curso de la OMI y él sí. Creí que ninguno iba a poder cumplir el sueño, pero él
enamoró a una de las entrevistadoras y logró colarse. El muy puto no sabía hablar otro idioma más que
el chicano mediocre, pero se las arregló para trabajar inicialmente como cleaner y después de dos años
volvió con buena plata, experiencias como para escribir un libro y hablando idiomas. Además, metió la
cara y el falo entre las nalgas de viejas de diversas nacionalidades, no sobra decirlo. Yo, andaba a gatas
para reunir lo de las fotocopias en la universidad y tener para pagar los transportes. Solo comía por la
mañana muy temprano y un poco menos en la pura noche, puesto que gastar un peso en alimentos fuera
de la casa era un derroche. Cuando se nace con fortuna, se nace con fortuna, y cuando no, pues no ¿qué
se le va a hacer?
 
Hildebrando estudio ingeniería eléctrica en una costosa universidad privada. Y eso va a cuento, aunque
no lo crean. Yo, estudié para técnico en una estatal. Como a él le iba cada vez mejor y mejor, nos
fuimos separando. Sobre todo cuando terminó su carrera y empezó a viajar incluso más que cuando era
cleaner. Pero ya no viajaba a paraísos tropicales. Pasó de ser remedo de turista a reportero de guerra.
Los lugares a los que iba a realizar proyectos de tendido eléctrico eran, con poco decir, infiernos en la
Tierra. Empezando por ahí, eran lugares que ni siquiera tenían luz eléctrica. De ahí para abajo, no
tenían casi ninguna otra cosa. Estuvo en la Amazonía entre Colombia y Brasil, en Panamá, en la Costa
pacífica Colombiana, en las partes menos afortunadas del Caribe (que sí existen), en fin. Si durante un
tiempo creí que Hildebrando cargaba robada mi fortuna, después creí que llevaba cargadas las fortunas
de quién sabe cuántos más. Se convirtió en una persona de esas que antes de los 30 tiene el cielo a dos
manos y ya no sabe qué hacer. Yo, lo odiaba.
Pero, el destino tiene cosas marcadas, lo juro. 
 
Mientras Hildebrando ascendía como cohete, yo vivía como podía todavía en la ciudad donde
crecimos, y sin haber nunca salido de ella. En esos más o menos 10 años, reuní varios fracasos y
vergüenzas, relaciones desastrosas, proyectos abandonados, deudas y… adicciones. La principal de
todas, probablemente debida a la represión sexual: me gustaban las niñas. Todo empezó cuando
buscaba fotos de pantyhose en internet para masturbarme. En ese tiempo, todavía Internet no tenía
restricciones, y un buscador me envió a una página de niñas. Había una en pantyhose blancos posando
de forma muy provocativa. En contra de mi propia voluntad, me masturbé. Fue alucinante. Tuve un
círculo vicioso de deseo-satisfacción-culpa por mucho tiempo. Meses después, lo rompí gracias al
consejo de alguien en cebolla-chan, que afirmaba ser psicólogo y que también le gustaban las niñas. Me
dijo “tienes este círculo vicioso, pero simplemente debes eliminar una de las estaciones. Elimina el
deseo, la satisfacción o la culpa”. Y adivinen qué eliminé. Acertaron: eliminé la culpa.
 
Ni siquiera me acordaba del perro de Hildebrando. Hacía unos 8 años que no hablábamos y, ni me
interesaba volver a saber de él, como les dije, la envidia me carcomía. Pasaba mi vida como podía y
entre fracaso y fracaso, entre paja y paja, leí un comentario de alguien en un video de YouTube. El
largo comentario en el video básicamente decía que los soldados y los ingenieros eran los que más
llegaban a conocer el mundo. Que, la gente en las ciudades, trabajando en edificios de oficinas y viendo
T.V. todos los días, tenían muy bien programada en la cabeza una realidad impuesta, pero que la
realidad ‘real’ era muy diferente. Que en el mundo de afuera, abundaban los lugares donde Dios no
volteaba ni a escupir y allí, el discursito de las noticias y de la ‘Rosa de Guadalupe’ no valían una
mierda. Lugares donde los seres humanos se portan según sus instintos y deseos. Tal será la hipocresía
de la T.V. que la gente de las ciudades ignora la existencia de dichos lugares, porque esta jamás los
nombra. Y, a esos lugares, es a donde llegan primero, siempre primero, antes que tales sitios se
contaminen de civilización, los soldados y los ingenieros. Los soldados y los ingenieros tienen las
historias vividas en carne propia más impresionantes qué contar, de violencia, paranormales, de la
realidad de la vida más allá del colador de la televisión… y eso incluye lugares como la mansión Cobo
de Palma. ¿Tienes un amigo que sea soldado o ingeniero? Haz la prueba.
 
Me encontré con Hildebrando por Facebook. Con dolor de tripa y todo, le respondí. Dijo que iba a
volver a la ciudad por una grave tragedia que había ocurrido en la familia de una ex novia e iba a
brindarles apoyo. De mala gana acepté encontrarme con él, porque no quería pasar por la aburrida etapa
de comparar las vidas y tener que explicar, a lo mejor, porqué no era yo adinerado, exitoso, casado, con
hijos empezando la universidad y por qué no conocía medio mundo. Pero las consecuencias de nuestro
reencuentro irían mucho más allá de lo imaginable.
   —¡Jorgito! —abrió los brazos— compadre ¿cuántos putos años han pasado?
   —Hildracho, como ¿más de diez? —correspondí a su abrazo hipócritamente.
 
Rato después estábamos tomando vino en la terraza de mi casa, como en los tiempos en que todavía
éramos de la misma calaña. La mala gana se me fue quitando de a pocos, tanto por la ingesta de alcohol
como por el hecho que él no era ningún fantoche. Era tan sencillo como siempre. Detecté su sinceridad
cuando, a kilómetros de alardear, me contaba las cosas ridículas que le pasaban durante sus viajes en
crucero, para reírnos.
   —...una vez un man se me acercó y se puso a hablarme paja en inglés y yo solo respondía “yes,
yes…”
   —Güey ¿usted como hacía?
   —No sé güevón, no sé. Es como cuando, uno se baña, se afeita y se perfuma, y las viejas como que le
huyen a uno. Pero vaya y no se bañe. Todas le caen encima.
   —Ay que ser específicamente usted para atreverse a decir eso —renegué
   —Tengo que encontrarme con mi esposa, présteme el computador, Jorgito.
 
En aquella época todavía no había smartphones. Le dejé mi computador un rato para que se conectara
con su esposa en México, donde vivían entonces. Me quedé en la terraza dando chupadas ansiosas al
cigarrillo, vicio que creía ya haber dejado. Soñaba con una vida como la de él, con plata, orgullo,
esposa ex-reina de belleza e hijas adolescentes preciosas. “Momento —me detuve a pensar— yo en los
zapatos de Hildebrando, ya me habría echado a mis hijas” porque, la verdad, estaban como para
chuparse los dedos.
Rato después, cuando la garganta me sabía como si me hubiera tragado un volcán, él regresó y se sentó
ruidosamente a mi lado. Estaba asombrado, como si hubiera visto un fantasma.
   —Jorge, Jorge… ¡Jorgito güevón!
   —¿Qué pasó?
   Pero en vez de hablar, sacudía su rostro escondido entre sus manos.
   —Usted si es la hijueputa cagada —al fin se animó a hablar.
   Entonces rió.
   —¿Qué pedo?
   —no estoy seguro, tengo una sospecha, así que para estar seguro, se lo voy a preguntar así a calzón
quita’o: ¿A usted le gustan las niñas?
   “¡Hijueputa, el computador!” pensé. El mierda video de Valeska Bokova estaba en el escritorio ¡qué
maldita manía de descomprimir todo en el escritorio para después hacerle una carpeta bien clasificada!
   —Déjeme decirle —añadió— que, tremendo su historial ¡y sus archivos! —sacudió la mano como si
tuviera fuego.
   Yo no podía hablar. Sentía una sierra encendida dentro del estómago. Solo podía castañear los
dientes. A continuación, Hildebrando palmoteó mi espalda y acentuó su risa.
   —Fresco, Jorgito. No se alarme. Usted es humano ¿no?
   “¿Y esa vaina?” me pregunté para mis adentros y arrugué la cara como si hubiera ingerido zumo de
limón.
   —Carnalito Jorge ¡ahora sí acabo de confirmar que usted es el mejor amigo que he tenido en la vida!
—levantó de nuevo su copa, sirvió vino y la esgrimió para brindar.
   —¿Por qué?
   —Con usted no hay que aparentar ni madres, y brindo pro eso.
   —explíquese, Hildracho.
   —que me alegra mucho, lo que acabo de descubrir —explicó.
   Subí un pómulo hasta el punto de descubrir un colmillo.
   —Es un alivio tener —siguió él— con quien compartir algo así, güevón y que sea precisamente usted
¡que alegría!
   —O  sea que…
   —SÍ… pero no… no piense mal. Yo a mis hijas no puedo, simplemente no puedo verlas así… pero
dicho eso: Jorgito, yo... ¡he comido niña! ¡Toda la que usted se imagine!
   “Dios, aparte de todo ¿también eso? ¿Hasta en eso me va a humillar?” puse cara de vinagre.
   —Ese es un vicio —comentó él— el más cabrón, peor que la cocaína, peor que lo que usted se quiera
imaginar. Usted prueba y simplemente, no lo puede dejar. Yo, estaba mudo.
   —Usted debe saberlo —inquirió.
   —Pues… coleccionar videos y fotos  hacerse la paja… sí, supongo que sí.
Él se incorporó y me vio de frente.
   —No me diga que usted nunca… pero claro, en esta puta ciudad…
 
   Fue cuando recordé aquél comentario en el video de YT. A Hildebrando, algo se le movió por dentro.
Estoy seguro que, su alegría por encontrar alguien con quien compartir su oscuro secreto estaba riñendo
con la compasión por una vida tan negada como la mía. Se sentía como se debe sentir alguien
compasivo cuando ve que alguien de la calle que chorrea la baba al ver a otra persona comer un helado
o una chimichanga.
El resto de la noche departimos sobre otros temas y nos embriagamos como en los mejores tiempos de
la adolescencia. Durante el desayuno, al fin soltó lo que le pesaba tanto:
   —Jorgito ¿usted me aceptaría una invitación?
 
 
2 - La mansión Cobo de Palma
 
 
Por su puesto que acepté la invitación. Aunque no fue fácil, porque el miedo no es cosa que se quite o
se enfrente así no más. Pero el miedo palideció ante la mezcla de la curiosidad y las ganas. Viajamos a
Colombia.
   Durante el viaje, Hildebrando me estuvo sumergiendo teóricamente en el asunto lo más que pudo. Se
le notaba la vastedad de su experiencia y el interés por que, para mí, fuera lo más relajado posible. Lo
primero que llamó mi atención fue que, más que el avión para llegar a ese país, no usamos ninguna ruta
de transporte convencional. Después de bajar del avión, un carro nos recogió y nos llevó a una pensión
en un pueblo, a una hora de camino. Allí descansamos media miserable hora y alguien más llegó con
otro carro, un Land Cruiser destartalado que nos llevaría a otro mojón del periplo.
   —A donde vamos es un sitio de categoría media alta —anunció Hildebrando mientras conducía.
   Íbamos sobre un camino bastante accidentado y desolado, aunque en medio de paisajes de hermosura
fantástica. El carro se mecía con bastante brusquedad, a veces tanto que había que impedir que la
cabeza golpeara contra las ventanas.
   —Categoría media alta ¿como así? —Pregunté
    —A ver le explico, Jorge: Sitios donde haya pizza, no hay en todas partes. La categoría va en, uno: lo
que le ofrecen a usted; y, dos: como tratan a las niñas. Por ejemplo, allá cerquita a su casa, usted
encuentra pizza, se lo juro. Pero vaya usted y busque, hay 50% de riesgo de que sea una trampa de la
policía. Ni bien asoma las narices y ya le ponen las esposas. Esa es la baja categoría.
   ”La categoría media baja es en ciudades turísticas. Como los extranjeros pagan más, les ofrecen
mejor servicio, pero todavía hay riesgo porque hay mucha vigilancia de organizaciones. Además esas
niñas todavía son esclavas. La categoría media, pero sobre todo la media alta, que es a donde vamos:
Allá nadie jode. Nadie sabe que existe el lugar. Es carísimo y lujoso. Antes de que se imagine cosas: Yo
no puedo pagar un sitio así. Vamos a ir porque hice contactos allá y podemos darnos el lujo de no ser
forasteros.
   —¿Cuál contacto?
   —No importa tanto cuál, sino qué hice por él. Emití un concepto a la gobernación a nombre de la
junta de ingenieros para favorecerlo en la licitación de la construcción de la planta de energía de ese
pueblo, él ganó y se llenó de plata.
   —Válgame
   —En la mansión Cobo de Palma, a las niñas las tratan como a reinas. Las cuidan bastante bien. Si
una nena da una queja de usted —me miró, para de una vez advertirme—, usted sale de allá en dos
bolsas de basura.
Pasé saliva ruidosamente.
   —Los sitios de categoría alta, son básicamente lo mismo, solo que están en lugares menos ‘exóticos’
por decirlo así. Por ejemplo, a donde vamos, solo se llega en lancha. Pero eso es sinónimo de
seguridad, los clientes lo saben y lo entienden. Pero en sitios de alta categoría, hay pista para aviones
privados y helipuerto. A Cobo de Palma van altos empresarios. A lugares de categoría alta, ubicados en
islas privadas, van los magnates dueños del mundo. ¡Ah, de una vez le digo! Ahorita llegamos a una
casa donde parquean estos carros y está el puerto. Desde ese punto, no hable ni mierda de nada, o hable
de otras cosas, como si fuéramos a un centro comercial cualquiera. Que no se le note lo novato. Y lo
otro, si allá en la mansión ve a alguien conocido, no se le quede mirando ni de chiste ¿oyó?
   —wow, claro.
Una hora y media después de trajinar sobre camino destapado, llegamos a la orilla de un impresionante
río. Al otro lado se veían los árboles pequeñitos y bandadas de aves blancas que volaban sobre ellos. El
agua era turbulenta en algunas partes y calma en otras, como si los inmensos piedrones hicieran
barreras en algunas partes contra las furiosas corrientes.
   —Llegamos —anunció Hildebrando.
   Nos recibió un hombre viejo, que tenía las arrugas de la piel pegadas al hueso, no colgadas, como uno
estaba acostumbrado a ver en los viejos de lugares fríos. Además el color de su piel era tanto como el
del piloncillo, por la misma causa: estaba tostada por toda una vida de intenso calor. Llevaba un
sombrero típico de ese país, pero no nuevo como un souvenir sino gastado en los bordes hasta parecer
que se desharía al siguiente instante. Empezó a caminar hacia el carro incluso antes que este frenara,
saludó con la mano y dijo con su desdentada voz:
   —Bienvenidos, dejen el carro ahí —señaló un lugar entre los coches— y súbanse de una vez a la
piragua.
   Me sentía como en una película de aventuras.
   —¿Vamos solos? —le preguntó Hildebrando mientras le hacía un pago con un pequeño rollo de
billetes.
   —¡Sí! Por esta época hay poquitos visitantes.
   La casa de ese hombre era hermosa, no por lujo alguno, pues no tenía, sino por la magia que
irradiaba. Solo eran cuatro paredes y un techo en V a la sombra del árbol más grande que haya visto en
mi vida. A pesar que la casa tenía el tamaño de un salón de clases, a pocos minutos a pie, había una
bodega del tamaño de una cancha de fútbol. Tres hombres estaban cargando una carretilla con cajas de
licor, que, según me daría cuenta en instantes, compartía nuestra lancha y destino: La mansión Cobo de
Palma.
   —A bordo ¡a bordo! —ordenó uno de ellos.
 
   La parte ruda del río estaba superada. Por eso el muelle estaba instalado precisamente allí. Pero el río
seguía dando miedo, o a mí me lo producía, pues era una barbaridad de grande. El agua se movía de
manera uniforme, como si algún ser de descomunal tamaño halara una manta con suavidad. Sobre tal
maravilla estuvimos un par de horas y cuarenta minutos más, hundiéndonos en la selva como yo nunca
soñé, a bordo de aquella lancha de motor que ya estaba empezando a volver gelatina mis glúteos. Estar
inmóvil por tanto tiempo hace que uno se grabe cada detalle del lugar. Hasta me harté de los parches
cosidos que tenía el toldo del vehículo. Vimos babillas, serpientes y uno que otro mamífero cuando
pasábamos cerca a una orilla. Y después: al fin tocamos puerto.
 
Lo siguiente que llamó mi atención fue la cantidad de lanchas amarradas. Parecía que estaban surtiendo
la mansión constantemente con agua en botellas, alimentos, licor y hasta ropa: juro que vi varias cajas
de las que sobresalía alguna seda. Hildebrando y yo nos trepamos en el muelle.
   —Bienvenidos sean, síganme por aquí —nos recibió una mujer joven.
   Llevaba blusa blanca y chaleco y shorts negros. Su aspecto y carisma no se diferenciaban en nada de
alguien que lo recibiera a uno, según imaginaba yo, en un complejo turístico del mundo normal.
Llevaba una tableta y en ella buscó nuestros nombres.
   —¿Señor Salamanca Peñuela?
   —Sí, señorita —respondió Hildebrando.
Pero esos no eran sus apellidos, sino un nombre asignado a su visita. Yo era un tal Valverde García. Le
dimos nuestros pases y la bella mujer, que nunca dejó de sonreír, nos acompañó durante todo el camino
hacia la entrada de la mansión. Duramos unos diez minutos andando sobre un camino de piedra
enmarcado por plantas floridas de muchos colores. Se oía además un espléndido griterío de aves. Ella
seguía dándonos una información sobre el lugar, el clima, nos preguntó si estábamos vacunados contra
la malaria, nos dijo los números de las habitaciones y nos dio las llaves. Me sentía como si hubiera
ganado la lotería y estuviera gastando el dinero en un especie de plan turístico. Casi olvidaba qué lugar
era ese realmente y a qué íbamos.
 
Al fin llegamos a la mansión y se me aflojó la quijada. No esperaba que fuera algo tan grande ni tan
lujoso. La arquitectura no era precisamente nueva era, que dijéramos, más bien parecía colonial. Pero
los muros eran de diáfano blanco y había luz eléctrica usada en decenas de faroles en serie al rededor
de una plaza en cuyo centro lucía un estanque poco profundo con peces de colores. A la casa se entraba
después de ascender diez escalones. Lo recibía a uno una enorme estancia bajo un domo
semitransparente donde sonaba música popular a un volumen decente. Allí había varios visitantes,
aunque según Hildebrando, esos no eran ‘muchos’. Fue justo el momento en que dejé de fijarme en la
arquitectura y la opulencia, pues aquello que más me apasionaba en la vida y que era el motivo de
nuestro viaje, se presentó ante mis no preparados ojos: Caminaban por ahí, como si fueran también
visitantes, muchachitas de entre 10 y 14 años, en sensuales, brillantes y pintorescos trajes de fantasía.
Pero obviamente no eran hijas de los visitantes. Ese no era un ressort, era un burdel.
   —Ellas deben pasearse por ahí para el deleite visual de los clientes —me explicó Hildebrando.
   Por ser seguro que iba a tener relaciones con una de ellas, empecé a temblar y exhalé sonoramente.
   —Tranquilo ¡relájese! Tiene que desinhibirse, sobre todo cuando esté en el cuarto, sino, no va a
disfrutar y se va a perder todo el tiempo, el viaje y la plata.
   Como volví a exhalar, él me tomó por los hombros y me sacudió:
   —Escúcheme: aquí no existe lo inmoral, lo ilegal ni lo incorrecto. Aquí es el paraíso. Solo mire al
rededor güey.
   Tenía razón: era el paraíso. En alguna parte del mundo de la ‘superficie’, estaría viendo esas
provocativas nenas pero de seguro tendría que esperar a volver a casa para masturbarme. En cambio,
allí, debería escoger una. Por más que intenté relajarme, no conseguía aún que el corazón dejara de
andar como en una maratón.
Había una nena en lencería negra con colita peluda de gata, guantes de terciopelo, orejas de gata y
bigotes pintados. Estaba jugando con otra que llevaba disfraz de enfermera, con falda absurdamente
corta, mallas blancas y cofia. Otras más jugaban en otra parte del inmenso salón. Se trataba de un grupo
en el que había una colegiala, una azafata, una con enterizo de malla, otra en traje de baño rojo estilo
rescatista y la última, con traje de caperucita.
 
Al traspasar el salón, un gran arco daba paso a una piscina. Fuimos allá.
   —Hay poquitas niñas —notó Hildebrando.
   —¿¡Poquitas!? —casi grito.
   En torno a la piscina había más grupos de niñas, todas con disfraces sensuales.
   —¿No nota algo? —me preguntó él.
   —¿Qué? No me diga que esto es un sueño…
   —¡Ja! Claro que no, es hermoso pero es real. Pero mire las nenas, el pelo
   —¿Qué? —me rasqué la cabeza.
   —Todas tienen el pelo larguísimo.
   —uhy, sí.
   —Aquí saben lo que le gusta a los visitantes, hasta más que los mismos visitantes.
   —Se ve que sí —comenté.
   —Además todas tienen maquillaje muy decente ¿si ve?
   —Sí, están re-lindas ¡parecen ángeles!
   —¿Qué otra cosa?
   Yo, que ya estaba detectando por donde iba el agua al molino, lo noté y contesté:
   —¡Todas son blancas!
   —Exacto.
   —Wey ¿y de dónde las sacan? —quise saber
   —Todas viven en los pueblos cercanos y son las que mantienen a su familias. Y no solo las
mantienen, sino que las tienen viviendo bien. Estas mocosas ganan buena lana. Se quedan aquí en la
mansión por una semana o poco más y después vuelven y descansan otra semana. Y qué ¿nos tomamos
algo?
 
 
3 - El pecado más rico
   —¿Cómo se sostiene un sitio así? —quise saber.
   —Pregunta boba.
   —No señor, no es boba. Yo sé que aquí se recoge más plata que en una farmacéutica. ¡ja! Pero
pregunto es cómo se mantienen operando ¿nadie los denuncia?
   Conversábamos en la barra bajo el domo, donde un gentil jovencito nos atendió y sirvió whisky.
Quepa decir que fue el mejor trago que tomé en la vida, dicho sin ser conocedor. El barman tenía
también el uniforme de la chica que nos había recibido e igual, la calidez de su trato era encomiable.
   —Ah, ya le entiendo —reconoció Hildebrando—. En primer lugar, si no se dio cuenta por el viaje,
este lugar está más escondido que el infierno. Y en segundo: claro, de vez en cuando sale gente que
quiere destapar esto, pero no coma cuento, Jorge. No es por la dignidad ni por protección a la gente o a
la juventud, siempre es sí y sólo sí por propaganda. En época electoral y eso es un hecho, la clientela
aquí baja mucho. ¿sabe por qué?
   —Me imagino que los candidatos quieren verse limpios.
   —Casi, pero no. En época electoral, siempre hay un candidato de alguna organización o partido
nuevo que quiere destapar sitios como este para ver si hace campaña. Por lo general, afortunadamente,
los que vienen aquí son más poderosos y a punta de política y prensa le hacen la guerra a esos
metiches.
   —Pero, y ¿si alguno de esos metiches algún día es lo suficientemente poderoso? —pregunté.
   —Pues hace su campaña. Suponga que rebelan al público la existencia de este sitio. Hay un
escándalo que dura tres meses en televisión, máximo, el que destapó la olla logra posicionarse, este
lugar se va al diablo pero… adivine.
   —¿Qué?
   —Abren uno nuevo en otra parte, y por ser nuevo atrae a más clientes dispuestos a pagar más, y al
contrario de diezmarse, el negocio crece. Esto nunca jamás se va a erradicar, así ha sido, así es y…
   —Así será —dijimos al unísono.
   —Lo que usted oiga en medios sobre el tema, siempre es pura política. Ni las niñas, ni la gente en
general le importa un cuerno al gobierno, ni a las instituciones. Eso es pura fantasía.
Dí un resoplido. La experiencia estaba resultando 100% excitante y 200% educativa.
 
   Di otro trago de whisky mientras torcí el cuello para suspirar por unas nenas que había sentadas
cerca. La que más llamaba mi atención tenía una minifalda negra y se le veía la exquisitez de su panty
como un adorable triángulo blanco entre sus piernas. Tenía tacones con correas amarradas a las
pantorrillas y un top de velillo blanco muy revelador. Además tenía la cabeza cubierta con una pañoleta
con los colores amarillo, azul y rojo que le hacían juego con sus adornos del cuello y muñecas. De la
pañoleta salía su cabellera negra tan linda que ella podría aparecer en comerciales de champú. Pelo de
color negro casi reflectivo, con unos bucles de impecable geometría que se volvían más cerrados
conforme más se acercaban a la punta. Y lo más desternillante de todo: sus ojos eran azules y estaban
refugiados bajo cejas bien pobladas. Me pregunté si esas magníficas pestañas serían reales. Acababa de
hacer mi elección.
   —Bonita ¿no? —me preguntó Hildebrando cuando me vio suspirando— aquí ha habido casos en que
un cliente se enamora perdidamente de una chica y la saca de esta vida. Esas son las familias más
afortunadas. Pues, eso si, la chica no se olvida de la familia.
 
   Le conté a Hildebrando lo que leí una vez en un comentario de YouTube. Me dijo que tal cosa era
muy cierta, pero que había que hacer una aclaración:
   —Los soldados son pobres. Ni en sueños entrarían a un sitio como este. Ellos pueden acceder a sitios
de baja categoría, y allá, lamento decirlo, las niñas sí la pasan mal —exhaló con resignación—, es lo
que hay —volvió a llenar el pecho—. ¿Va a entrar o qué?
   Invertí la copa sobre mi boca y me puse de pie.
   —Me canso —dije.
Sacó de su bolsillo una tarjeta similar a esa con la que nos dieron entrada. Pero no era plateada sino
rosa, qué conveniente. Cada tarjeta de servicio costaba en Bogotá al rededor de $USD1500, pero por el
favor que le debían a Hildebrando, las compró cada una a $USD450. La barra era libre, así que después
de usar las tarjetas rosadas, no solo queríamos sino que ‘teníamos’ que emborracharnos hasta los
tuétanos.
   —Valla allá —me señaló otra empleada con uniforme— dele la tarjeta y señálele a la chica que
quiere.
   Así lo hice. Tenía el corazón como si no aguantara más el encierro en el pecho y quisiera salirse.
Traté de respirar y no parecer tonto.
   —Hola —saludé a la chica de uniforme.
   Ella respondió con una sonrisa en la que cabría una hamburguesa entera. En serio, me sentí en el puto
paraíso. Alguna vez compré droga en mi ciudad y di el dinero y recibí el producto con las manos
temblando. Definitivamente las leyes estaban hechas no para proteger sino para causar miedo y
dominar. Allá, en la Mansión Cobo de Palma, la ley no existía, ni lo incorrecto o lo malo. Por otra
parte, todo estaba tan bien configurado que no parecía un sitio subrepticio de manera alguna, ilegal u
oscuro. Otra vez me sentí como en un hotel de cinco estrellas —al menos por lo que veía en películas
—.
   —¡Me complace atenderlo! Dígame ¿va a usar su tarjeta rosada ahora?
   —Eh… sí —respondí con timidez.
   —Y ¿ya eligió una chica?
   Resoplé tontamente
   —Primera vez ¿cierto? —ladeó un poco la cara y me señaló— tran… quilo —agregó, despejando
todo delante de sí con las palmas.
   —la chica de pañoleta con la bandera —me tembló la voz y carraspeé.
   —Excelente elección —me susurró ella al tiempo de guiñar el ojo.
    Entonces extendió su mano y puse en ella la tarjeta.
   —¡Jessi, Valeria al 203! —dijo al teléfono— aguarde aquí —me dijo, sin dejar de sonreír ni de ser
una dulzura.
 
El tal Jessi apareció. Era un joven delgado, delgadísimo. Luego noté que trataba de esculpir su figura,
pues era evidentemente gay. Andaba con las manos partidas casi a la altura de los hombros y tirando
flores. No solo sus modales sino su apariencia eran tan femeninos que desconcertaba.
   —Buenas tardes, guapo —me saludó— ¡Valeria, ven mi amor!
   El corazón, contra todo pronóstico, me brincó aún más. La despampanante muchachita volteó la
cabeza y en seguida se puso de pie. Anduvo hacia nosotros con la gracia de una reina.
   —Rápido, rápido querida Valery que el tiempo es oro puro —acotó Jess con los dedos unidos.
   Valeria puso sus celestiales ojos en mí.
   —Hola —sonreí.
   Ella respondió con naturalidad y agregó una sonrisa pequeñísima, tan poco como un apretón de
labios. Pasó de largo —olía muy bien— y caminó detrás de Jessi, escaleras arriba. Él me gritó:
   —¡Ven, guapo, no te rezzzaguess…!
   Subí. Valeria se había adelantado y estaba casi en el segundo piso. Le abrí paso a mis ojos a un lado
de Jessi para mirarla, y pude ver sus nalgas redondas como fruta pintona moviéndose bajo su escasa
minifalda. Trataba de ser un poco perverso para favorecer mi erección. “Voy a comerme eso” me dije.
Sentí un palpitar incontrolable detrás del miembro, encima de las bolas. Alguna vez lo había sentido,
pero no así de loco. La fábrica de semen estaba por explotar.

En el segundo piso, un pasillo circular decorado con plantas de sombra encajaba perfectamente con la
circunferencia del domo y una serie de ventanales con más matas colgadas separaban la vista de la
inmensidad, donde se veían árboles sin fin y bandadas de aves blancas.

Jessi me condujo a una puerta. Valeria entró y atravesó una antesala para perderse momentáneamente
en la habitación. En esa antesala había un sujeto que daba miedo. Estaba bien peinado y vestido, pero
era tan grande y tosco como un guardia de prisión. No era grande como el sujeto típico del gimnasio,
sino por genética. Grueso como un árbol y con brazos peludos y canosos que podrían romperme el
cráneo de un solo puño, tan fácil como si fuera una calabaza madura. Fue lo que imaginé. Quizá, como
con las niñas, los administradores enviaban mensajes subliminales permanentemente a los usuarios. El
tipo me miró de arriba abajo. ¡Le faltó tomarme fotos!
   —Entre, entre guapote que el tiempo es oro —recitó Jessi.
   Así como Valeria, crucé la antesala y antes de cerrar la puerta, Jessi se me acercó y me susurró con
firmeza:
   —Todo está permitido si ella quiere ¿está claro? Solo, si ella quiere.
   —Muy claro.
   El tipo grande seguía mirándome como si quisiera arrancarme la cabeza. Jessi recuperó su amable
tono gay y agregó a voces:
   —¡Diviértete guapote!

Cerré la puerta. Al volver mis ojos adentro del recinto, vi una fabulosa cama doble y un balcón con
vista a lo alto de la selva. Se oía la sinfonía de toda clase de criaturas pero especialmente aves.
   —¿Qué quieres que haga? —me preguntó la muchacha.
   Estaba sentada en el borde de la cama con las manos unidas sobre los muslos. Yo no supe ni pude
hacer más que arrodillarme ante ella. Tomé sus manos unidas y las besé.
   —¿Qué edad tienes, preciosa?
   —13 —respondió secamente.
   —Yo tengo 30. ¿sabes? Eres lo más hermoso que he visto en mi vida, Valeria.
   Ella estiró la boca hacia un lado.
Sobradamente deduje que, eso, se lo debían decir todos los días.

Como esos mil quinientos dólares pagaban aproximadamente media hora de servicios, decidí no
detenerme a hacer contemplaciones y seguir el consejo de Hildebrando: “Desinhíbase”. Metí mis
manos bajo su falda y con las yemas de mis dedos acaricié los lados de sus piernas. Mierda, la verga se
me iba a salir del pantalón. La chica olía a talco. La textura de su piel era una verdadera locura. Nunca
imaginé llegar a tocar una nena de 13 bajo su falda. Estaba demasiado nervioso y temía arruinarlo. Dejé
de tocarla solo con los dedos y le presioné los muslos con las palmas de mi mano. “Desinhíbase” me
repetí mentalmente. Así que pasé de solo acariciarla a manosearla. Ella se recargó en la cama y la
pequeñísima miniflada se le subió un poco más. Tenía su panty delante de mi cara, pero algo me decía
que no sería bueno empezar por ahí. Entonces gateé sobre ella y le besé el vientre, subí a besos hasta su
pecho que solo era un par de prometedoras protuberancias. Le besé los pezones por encima del velillo.
Seguí subiendo y besé su cuello. La desinhibición estaba por llegar. Se me había ocurrido hacer
realidad mi más recurrente fantasía, y decirle a Valeria lo que le decía por ejemplo a la imagen de
Valeska Bokova en mi computador.
   —¿Estás lista para papi, bebé?
   —sí, papi.
   Su réplica tan natural y rápida me quitó los nervios y las dudas como si fuera la mano de dios en
plena creación. En adelante todo fluyó como el big bang y se desencadenó la experiencia más
extraordinaria de mi vida.
   —¿Te gusta como te trata papi?
   —Sí…
   Me enderecé para quitarme la camiseta. La arrojé lejos. Volví a besarla, esta vez en la boca, y ella
correspondió tiernamente. Esa, fue la siguiente cosa que nunca creí hacer en mi vida de insecto
miserable. Recién le había metido las manos bajo la falda a una nena de 13 años que sin temor a
exagerar era lo más bonito que había visto y que vería alguna vez, y ahora estábamos besándonos. Le
chupaba la comisura de la boca y los dientes. No sabía ni habría podido predecir jamás que algo así
existía, solo haciéndolo se descubre. Imaginen vivir toda su vida en un planeta donde no existe el dulce
ni las frutas, pero, cuando ya eres adulto, llegan alienígenas y traen fruta. Das por primera vez una
mordida a una rebanada de manzana roja y la lengua te reacciona como si le hubieses puesto
electricidad. El impulso de placer recorre todo el cuerpo y llega al cerebro como un rayo fundidor. Te
aterras que semejantes sensaciones sean posibles. El placer existe, solo que era desconocido para ti.
Como lo confesó Hildebrando: provocaría adicción.

La suavidad de la piel, los labios y la cara interna de las mejillas y la ternura de la lengua de una
preadolescente no se comparan con nada. Su tacto y gusto produce en uno, una serie se sensaciones
imposibles de predecir o imaginar. Solo podría comparar la experiencia con el consumo de una droga
exótica, y aún así la comparación se quedaría corta. Por otra parte, la erección que me produjo besarla
fue algo sin antecedentes. Fuera de broma y de hipérbole literaria: deberían usar nenas de 13 años para
curar la disfunción eréctil. El endurecimiento nacía desde atrás de los testículos y se manifestaba casi
con dolor. Me sentía como una marioneta movida por un titiritero que gustaba de ver coger. Es decir, yo
no tenía qué hacer nada conscientemente, no tenía que pensar en nada. Todo estaba siendo interpretado
por el cuerpo sin necesidad de guía. Tanto fue así que ni siquiera recuerdo en qué instante me quité toda
la ropa. A ella solo le quité el velillo de los hombros. De resto, me ponía a mil verla con todo lo que
llevaba, incluso los tacones amarrados a las pantorrillas. Le acaricié y besé cada milímetro cuadrado de
piel.
   —Mira lo que papi tiene para ti, lo que te gusta, mi amor —me erguí y empecé a masturbarme
mirándola.
   Ella se volteó y gateó hasta poner su cara cerca a mi miembro.
   —Chupa a papi, bebé; chupa a tu papi.
   Ella abrió la boca se metió mi pene.
   —Eso es… —temblé.
   Presionó con los labios y la lengua y empezó a mamármelo. Lo hacía bien. Sabía cómo. Movía la
cabeza para adelante y para atrás sin dejar de presionar. Le estaba llenando la boca de lubricante. Me
retorcía como un pez fuera del agua, porque la sensación de la mamada era incontenible. Miré hacia su
trasero y me impresioné de ver tal belleza. Su faldita negra estaba toda recogida y se le veía el
cachetero blanco bien puesto en esa gloria que tenía entre sus nalgas. Agarré todo a dos manos. La froté
en medio con los dedos una y otra vez
   —Todo esto es de tu papi, por derecho ¿sí sabías?
   El sonido que ella hizo correspondió a un “aja” dicho con la boca llena. 
  —Qué rica panocha tienes, hija. Papi te quiere mucho.
   Le gustaba sostener mis testículos con una mano mientras me lo mamaba.
   —No pares, mi niña, chupa a papi, eso es… chupa a papi.
   “me le tengo qué comer esa raja” pensé.
   —Recárgate, hermosa —le dije.
   Ella obedeció. Yo, volví a arrodillarme y puse mi cara frente a su sublime tesoro, que aún estaba
metido entre su panty.
   —pones a papi como un toro, linda.
   Puse mi cara en su entrepierna y aspiré como si tuviera cocaína.
   —Te huele muy a rico tu rajita, baby ¿papi te pone húmeda?
   —Sí
   —Dilo
   —Me pones húmeda, papi.
   —No le digas a mami lo que hacemos cuando estamos solos, baby.
   —No, no le digo.
   
Le lamí todo el panty por uno minuto. Después de eso, vino otra mordida, no a una manzana suave sino
a una piña madura. El corrientazo puede matarte. Tomé con mis dedos su calzoncito y lo halé hacia una
lado, lentamente, para infartarme a mí mismo con el primer vistazo a su paraíso vaginal. Un milímetro,
otro y otro más. Solo piel tan suave que quisieras morir en ella. Un milímetro más y… su protuberante
zanjita con aroma a nirvana. Me decidí a quitarle el panty. Yo quería comérsela a besos de amor,
chupársela y masturbarla, pero ella misma se tocó primero. Se haló la raja hacia arriba con la mano y
sus labios se abrieron un poco, dejando ver un ápice más adentro. Qué rosada era, y cuánta alegría me
dio ver que estaba húmeda.

Con razón las mujeres que saben de cosmética y sexo, procuran mantenerse la vagina o la de sus
clientas, como la de una niña. La belleza es sobrecogedora. Valeria tenía sus primeros vellitos, tres,
máximo cuatro, muy lacios y delicados, descoloridos y apenas visibles en la parte baja su pubis. Se los
besé como se besa la tierra si regresas a ella después de estar naufrago por meses.

La lamí. Comí vagina hasta saciarme. En un momento la tomé por la cadera y la elevé para besarle su
pequeño ano. Cada beso tenía tanta reverencia como si un fiel se topara con su dios.
   “Me la voy a coger” pensé.
   —Date vuelta, muñeca.
   Ella se tiró al otro lado de la cama y agarró un condón. Me lo mostró de forma perentoria.
   —Claro, ni más faltaba ¡bebé! —le dije.
   Empaqueté mi miembro y ella ya estaba en posición. ¿Era posible más gloria que la había tenido?
Pues al parecer sí. La penetré. Antes de meterlo todo, la sensación fue tal que mis manos se movieron
solas a su cadera para apretarla fuerte, para sentirla, como si tuviera miedo que todo fuere un sueño y
que repentinamente despertara frío y solitario. La recompensa natural por tanto bienestar provisto por
la hembra al macho es la necesidad de preservación, las ansías de proteger. En los humanos se llama
enamoramiento. Y así estaba yo. Una parte muy pequeña de mí, quizás una sola célula, sabía que eso
no podía ser, pero bastaba con saberlo y dejar que el resto de mí disfrutara el momento. Me sentía
enamorado, profundamente, como me había pasado quizá solo una vez cuando era muy niño. Algo en
lo que no había vuelto a pensar jamás, solo teniendo penetrada a una niña de trece años.
   —Abre tus nalgas para tu papi, hermosa, déjame verte
   Ella clavó la cabeza en el colchón y se abrió las nalgas a dos manos. Fue suficiente. Empecé a gruñir
y dejé que el final llegara.
   —Eso es bebé, ordeña a papi con tu cosita, ordeña a papi con tu cosita ¡ordeña a papi….!

El debate de si las mujeres tienen orgasmos o no o si los fingen o si los hombres no las complacen, me
había parecido fastidioso y ofensivo por años. Hasta ese momento. El orgasmo que tuve fue de tal
magnitud que lo entendí todo. Puede vivirse la vida entera creyendo que uno ha sentido pero no ha sido
así, no ha sentido nada, y no puede saberlo porque obvio, no ha sentido nada. Desde entonces he estado
convencido de que los hombres no tienen orgasmos, solo eyaculan, y que para tener un orgasmo de
verdad hay que estar con una de 12 o máximo 15. Por otra parte, la dimensión existencial del asunto es
que efectivamente las mejores cosas de este mundo están prohibidas, es como un infierno donde los
placeres están reservados exclusivamente a los dioses. La expresión “placer de dioses” no se quedaba
chica, para nada.

Para empezar, una eyaculada en una relación cualquiera que hubiera tenido, era determinada cantidad y
a cuotas. Pero con Valeria, todo mi cuerpo empujó con fuerza y expulsé en una sola tanda toda la
venida. Fueron los cinco o seis segundos más esplendorosos de mi existencia. Tanto que valía la pena
toda la mierda comida y por comer. Eso no se siente con una mujer adulta. Lo siento pero no. La
belleza de la pareja influye inmensamente en el placer del hombre. Inmensamente.

Estaba dando brinquitos involuntarios pero ricos, incontrolables espasmos que venían desde los muslos
y desde el pecho y se encontraban violentamente en el sexo. Me peguntaba cuando iban a parar. La
sensación de enamoramiento estaba en su máximo punto. No quería sacárselo, quería quedarme ahí
pegado a ella de por vida. Me encorvé y olí su cabello y besé su cabeza. Metí su oreja en mi boca y la
apreté suavemente con mis dientes. Me temblaba todo el puto cuerpo como una hoja en un árbol. La
vagina de Valeria todavía palpitaba y se sentía tan bien que yo, simplemente no lo quería sacar y no lo
iba a sacar. Seguí dándole besos de amor en la nuca, luego en el cuello y por último en las mejillas.
Tocaron a la puerta.

Lo saqué y la cantidad de semen en el condón me hizo pensar “puta madre ¿es una broma?” era el
equivalente a cinco pajazos. Pesaba, en serio ¡pesaba!
   —Bótalo ahí —señaló la caneca.
   Al terminar de vestirme, la miré ahí en la cama. No se había movido. Era adorable como la primera
mañana del mundo. Volví a arrodillarme como un peregrino y tomé sus manos.
   —Gracias, Valeria. Gracias.
   —Ya debe irse —me dijo.
   —Sí, claro…
   Pero antes de irme, metí las manos bajo sus muslos y la tumbé para darle un último beso a esa
portentosa vagina de belleza impensable. Más que un beso fue casi una chupada. Traté de sentir bien su
textura, sabor y olor porque sabía que jamás en la vida siquiera me acercaría a una vagina de trece
añitos otra vez. Me puse de pie y suspiré. Ella se acomodó la falda y dijo:
   —¿Por qué todos siempre hacen eso?

Abrí la puerta tras decidir que no podía esperar a que pasara el éxtasis. Y tuve razón, porque el
hormigueo en los antebrazos y los dedos duró horas. Y ni se diga de la ‘traba’ de mis propias hormonas.
Duré días disfrutando de una felicidad sin par, aunque con cara de estúpido.

Jessi entró como una bala. Me quedé en la antesala con aquél gorila, que se interpuso entre mí y la
puerta que conducía la pasillo. Me miraba como si quisiera abrirme la mandíbula hasta sacar mi cabeza
en dos partes. Dentro de la habitación sonó la voz de Jessi, aunque no sé lo que dijo. Luego sonó el
agua de la ducha corriendo. Otros diez segundos más y Jessi volvió afuera con su alaraco:
   —¿La pasaste súper? Eso espero
   El tipo grande quitó su expresión de amenaza y se quitó de la puerta.
   —Vuelve pronto, guapo —terminó Jessi.
   Obviamente estaba evaluando si Valeria tenía un rasguño o una lágrima para mandarme hacer
picadillo.

4 – epílogo

Al volver abajo, la chica que me había recibido la tarjeta rosada me vio tan ido del mundo que me
ofreció un trago. Lo acepté con gusto.
   —Da gusto ver como salen tan dichosos —me dijo mientas volvía a su puesto del teléfono y las
tarjetas—. Este sitio es de los mejores que hay. ¿El señor ha visitado La Hacienda Monclova? Allá
también es muy bueno.
   —Mon… ¿qué?
   —En Nicaragua —apareció Hildebrando
   —Un club de muy alta categoría. Altísima —agregó ella e intercambió una sonrisa con Hildebrando.
   —Mírese, Jorgito, la dicha es la droga más potente ¿no?

Camino a la habitación donde iba a tomar un baño, vi nada menos que a un presentador de noticieros,
muy famoso en mi país. Estaba rodeado de varias asistentes uniformadas y quien yo presumía, era su
esposa. Seguí la recomendación de no quedarme mirando, pero pensé en lo que decía Hildebrando y
como decía aquél sabio comentario en un video de YouTube, el mundo aparentaba con esfuerzo ser una
cosa pero era otra, la opuesta. Los seres humanos se habían inventado todo un universo con el único
propósito de creerse mejores de lo que eran. Y la mayoría vivía en una pequeña burbuja de enormes
mentiras.

Yo agradezco el haber sido elegido por el destino o qué se yo, para salir de esa burbuja y ver el mundo
real. Y lo vi no en sus caras más duras sino en una particularmente afortunada. Gracias a Hildebrando,
que quiso compartir su fortuna con un viejo amigo. A Valeria, no la olvidaré nunca. Quizá la recuerde
aún cuando yo muera y reencarne. Tan así fue su impacto sobre mí. Lo mejor que me ha pasado por
margen incalculable. 
A veces fantaseo con sacarme una lotería o algo así, volverme inmensa pero inmensamente rico, con
que voy por ella y la saco de allá y formamos una familia. Pero más vale aceptar la vida como es que
soñar tonteras. Al menos tengo aquí al pie del teclado, para añorar y escribir mejor, su pañoleta con los
colores de su bandera. 
 
-Stregoika 

20 - Marianita
©2020 DNDA
Marianita, de grado séptimo, y yo su profe.

Voy a seguirles contando cosillas de cuando fui profesor. En general, para uno, que le gustan las pre-
adolescentes, es muy, muy duro. Es como poner a un lobo a cuidar las ovejas, cuando el lobo está
convencido de que ser lobo es malo y que mejor tiene que ser perro. En el primer colegio que estuve
había una que se llamaba Mariana, de once años, pero ¡qué semejante pedazo de pan caliente —tan
caliente que si lo tocas, gritas— con salpicaduras de dulce derritiéndose encima! Y uno con hambre y
sin poder comprar. Mariana usaba la falda ilegalmente corta, a propósito, para lucir un par de patas que
ay dios mío. Con ese color y textura que tienen a esa edad, tan blanca y lisa que parece porcelana
viviente. Además del contorno tipo deportista: Piernas de fútbol femenino. También tenía las... iba a
decir las mejores tetas de grado séptimo, pero en realidad eran las ¡únicas tetas de grado séptimo!.
Bueno, y su cabello era liso y largo, hasta la cola. ¡Si casi le tapaba la falda por detrás! Usaba el
peinado típico de una chica de oficina, con una capa atada con hebilla de mariposa pero la otra capa, la
de abajo, suelta; y un capulito hacia un lado. Le hacía buen juego con su carita de pómulos fuertes y
ojos de sospecha con pestañas largas y paradas. Algo que nunca olvidaré de ella es lo bien que olía.
Solo cuando me arrimo a gente de mucha plata percibo fragancias así, definitivamente de perfumes
muy finos. Tampoco olvidaré que, era una de esas chicas que no ha aprendido bien o no le han
enseñado o no sé qué, a usar la falda con cuidado. O sea, andaba mostrando todo, al sentarse en el
pupitre, en el puesto, se la pasaba bailando o jugando bruscamente sin importar que se le levantara, etc.
Era tanto el exhibicionismo que una vez le vi unas calzas azules y dije automáticamente "ah, trae las
azules". Mi día promedio era trabajar, verla a ella (y a otras, pero esos son otros cuentos), pasar saliva,
aguantar hasta llegar a casa y allí matarme a pajas hasta quedar como una piedra asoleada. Solía
imaginar que me la llevaba de la mano a la biblioteca (que permanecía vacía) y allá me animaba y la
acariciaba y que, ella, lejos de oponerse o enfadarse, accedía y yo terminaba con mi cabeza metida bajo
su falda, chupándole la vag-ina.

A veces el lobo puede más que el perro. Las ganas obnubilan el juicio y el comportamiento ya no es
potestad consciente sino instintiva. O sea que te arrechas al punto de no controlarte, pues. Yo sé que les
ha pasado, cabrones. El punto es que a veces pegaba carreras cuando la veía en otro piso para llegar a
tiempo a las escaleras y verla por debajo. Incluso una vez la toqué: ella y otra se me acercaron para
preguntarme algo y cuando terminé de hablar y se dieron vuelta, le puse mi mano en la cola a Mariana.
Fueron microsegundos de éxtasis, sentir en tu palma la redondez y el calor de la colita de una colegiala
de once años, hermosa como el sol... ella se dio vuelta de inmediato y me miró pero yo, experto, hice
como si nada y eso mismo le hice entender con mi actitud: 'no pasó nada, fue que te pareció nada más'.
Después de eso ella andaba más alejada de mí y peor, cuando veía que yo estaba por ahí, sí se arreglaba
la falda, no fuera y estuviera mostrando algo.
Recuerdo mucho una vez que estaba distraída con sus amigas viendo algo en una mesa, así que estaban
empinadas. El espectáculo de piernas atléticas y de piel prolija era infartante. Luego una última niña se
unió al grupo y antes de ver hacia la mesa, me vio a mí babeando por Mariana. Pero su reacción no fue
de miedo ni reprobación, pues lo que hizo fue mirarme, después ver lo que yo estaba viendo (a Mariana
por detrás, empinada) y sin más ni más, levantarle todo el faldón. La otra respondió apenas poniéndose
la mano para restituir su falda escocesa azul oscuro y siguieron mirando lo que estaban mirando. Ahora,
si se lo están imaginando y si acaso ya tienen ganas de sacarse una... bien. Pero si no se lo imaginan,
me esforzaré en contárselos. Ese culo parado, de nalgas firmes y redondas como frutas, me paralizó. De
su calzón, que ya había visto antes seguramente pero por delante, solo vi un pequeño triángulo que sus
nalgas se estaban tragando y solo quedaba la parte de arriba. ¿El color? Blanco, compadres. Esa noche
tuve de las sesiones de masturbación más largas y enérgicas de mi vida. El piso de mi pieza estaba
hecho un mar de bolitas de papel higiénico con semen. Creo que en una noche envejecí un par de años
y al día siguiente me preguntaron si estaba enfermo. ¿Saben? No fue solo el culito de Mariana lo que
me puso en éxtasis, sino las excitantes circunstancias por las que lo vi. La otra niña levantándole la
falda para que yo viera... eso no tiene precio. Por eso la incluí en mi fantasía.

Lo mejor vendría cuando Mariana perdió mi materia —era brutísima— y, temiendo yo por el fin del
año y que me fuera de allí sin siquiera un mínimo trofeo, me las arreglé para que ella asistiera sola a la
recuperación. Estábamos solos en un salón y ella estaba temblando, literalmente, de nervios. Ojo, dije
nervios, no miedo. Si fuera miedo, yo habría sentido vergüenza y no escribiría esto. Ella estaba como si
al fin estuviera a solas con alguien que le gustara, o con alguien que ella sabe que a él le gusta
montones. Cogía un esfero y volvía y lo tiraba, no podía escribir y respiraba como si el corazón le
galopara. Pero ¡al tiempo sonreía! Estaba apenada de estar tan nerviosa. Yo, estaba hecho miel con ella
ahí cerquita y solitos, oliendo como perro su perfume de alta ejecutiva. Creo que si viera mi cara,
correspondería a un permanente e inmaduro suspiro, con la cabeza apoyada en la mano y todo. Amor,
amor, amor. No sé si les haya pasado que tengan qué usar todas sus fuerzas para no tirársele encima a
una niña, taparle la cara con besos, acariciarle todo el cuerpo mientras la desvistes y hacerle sexo con
tanto amor que hasta Dios sonreiría. Iba a decir que el lobo y el perro estaban desatados en una feroz
pelea, el bien contra el mal, el animal contra el hombre... pero no. En realidad estaban lado a lado
babeando por Mariana.

Con toda saña, le pedí que me alcanzara un libro de un estante. Ya lo había puesto yo allí
intencionalmente, claro. Como no alcanzaba, Mariana arrastró una silla y se subió. El corazón se me
aceleró al punto que empecé a temblar también. Se paró en la butaca y se estiró, poniéndose apenas la
manita para que la falda no cogiera vuelo. La quijada me temblaba. Abracé a Mariana y puse mi mejilla
en su trasero (sobre la jardinera, obvio). Ella exclamó "¡profe!" y lo que hice, para que me viera más
paternal que lujurioso, fue decir "¡Marianita lindaaa!" pero por dentro estaba diciendo "¡Mamasita rica,
déjame te meto mi lengua entre el ojo de tu culito y te hago círculos, el alfabeto y los números... y los
números romanos, la tabla periódica y la miscelánea de los diez casos de factorización! Y te paso con
diez la materia..." ella se bajó de la silla con el libro en la mano. Durante la bajada, le agarré el ruedo de
la falda así que llegó al piso con la falda subida. La solté rápidamente. Su carita me decía que entendía
lo que yo le estaba pidiendo. Mi pantalón parecía la carpa del circo de los hermanos Gasca y se sentía
tan mojado que resbalaba. Entonces entró algún hijo de puta al salón, ella ahí sí sintió miedo, agarró
sus cosas y se fue. Efectivamente le puse un diez. No es broma ni exageración, se lo puse.

Si cuando la otra niña le subió la falda me puse como animal, el día de su recuperación me sentí
enamorado. Con el corazón tonto y todo, imagino que lo saben, acuérdense por allá de sus años de
colegiales. Los siguientes días, los últimos, la vi de lejos un par de veces y suspiré en silencio. Ya van a
ser diez años y todavía suspiro. Debe estar hecha una mamasita ¿no?

--Stregoika

21 - Abducción extraterrestre (O lo que mierdas haya


sido)
©2021 Stregoika DNDA Co
 
Esto me ocurrió cuando tenía 14 años. Ahora tengo 46 y apenas puedo narrar lo que sucedió, pues
sigo asombrado como si hubiese sido ayer.

➊ 
 
Un cansón viaje de seis horas nos había dejado el culo sin raya. La finca quedaba en un apartado lugar
de Tolima, cerca a la ciudad de Líbano, pero no lo suficiente para que pudiera considerarse un lugar
‘civilizado’. Allí había apenas un puñado de casas de campesinos y sus respectivas tierras con alguno
que otro cultivo, animales de granja e interminable extensión de monte andino. A donde se mirara,
yacían montañas húmedas cubiertas de selva color esmeralda. El lugar donde nos quedaríamos, era una
casa de un piso, de ladrillo, con cuatro camas en una habitación y un baño, pero lleno de alimañas. Solo
se debía usar de día, porque de noche se corría el riesgo que un insecto se te metiera por el culo.
   Yo iba de invitado, pues la finca pertenecía a la familia de mi amigote por aquella época. Aunque eso
de ‘invitado’ es mucho decir. Más bien, iba de mascota. Alejandro era el típico ‘chacho’ del curso.
Había tenido de novias a todas las bonitas de grado noveno, y por aquella época de nuestro viaje,
llevaba poco de haber empezado su vida sexual (lo cual era el promedio en los 90’s) y no cabía en los
chiros por eso. Yo, que tenía la misma edad, nunca había tenido una novia, ni había besado ni mucho
menos tocado a una mujer. La verdad es que tenía más presencia un martillo de bola.
   Ya entienden, imagino, el porqué de ‘mascota’. En muchas cosas yo era inferior a él: Su familia tenía
plata, él era atractivo y tenía vida amorosa, social y sexual. Y yo, era muy pobre, callado y solitario. Es
más, su hermana Isabela era mi amor platónico, y mi hermana era fea como verruga.
   Él le había rogado a su padre que le dejara llevar a la finca a ‘Tony’, su perro, un enorme labrador.
Pero al señor no le gustaba encartarse con este durante el largo viaje, por latoso y por cagón. No
obstante le dijeron a Alejandro que podía llevar un amigo, para no aburrirse.

Para aceptar la invitación tuve que superar algo muy difícil que me había hecho él. Yolanda era una
chica de mi barrio, muy linda. Ella me hablaba porque yo le hacía las tareas de Inglés y de Ciencias. Si
no fuera por eso, Yolanda habría sido solo otra de las trescientas que hundían la cara cuando me veían
con intención de saludarlas.  
   
Una tarde, coincidimos los tres y tuve la terrible idea de alardear de Yolanda con Alejandro, como para
decirle “mire, en mi vida también hay muchachas bonitas”. Exacto, eso que se están imaginando,
ocurrió. En cuestión de minutos, se sonrieron, se olvidaron de mí y terminé haciéndole la tarea a
Yolanda, solo, en el comedor de mi casa, levantando la mirada a veces para verlos flirtear en la sala.
Decidí dejar la tarea muy mal hecha. Era lo más que mis pequeños huevos podían permitirse. Al otro
día, Alejandro y Yolanda ya se habían besado. El estómago aprieta tanto que dan ganas de hacer del
dos.
   ¿Ahora quiere que yo sea ‘al amigo con que va a la finca’ para no aburrirse? ¡Qué coma mierda!
Bueno, eso digo ahora, que han pasado treinta años. Pero a los 14, la misma falta de carácter que me
ponía a hacerle las tareas a Yolanda, me hizo decirle a él “¡Listo, vamos!”. Nobleza inagotable: Yo
prefería pensar que la invitación era su forma de ofrecer una disculpa, a darme cuenta que me llevaba
igual que llevar un perro. Cuando acepté, creo que me vio batiendo fuertemente la cola y saltando con
mis patas delanteras.


 
Puro monte. El cielo estaba gris oscuro y pesado como plomo. Nos bajamos del Toyota Land Cruiser
del 82. Yo tenía la espalda y el cuello muy cansados por haber viajado de lado. Además, la prioridad
para el uso del espacio en el carro la tenían los paquetes, así que no había donde poner los pies, por lo
que venía acurrucado sobre la silla. Pero, yo todavía iba de buen humor.
 
   —Don José, Don José, llega apenas pa’ que vea las luces en los cerros —dijo un hombre que estaba
aguardando nuestra llegada.
   Don José rió y asintió, pero distrajo al campesino poniendo un pesado televisor crt en sus brazos.      

   —Este le muestra más luces y más bonitas —le respondió, refiriéndose al aparato.
   El señor trató de decir algo más, pero Don José le tapó la cara con un costal lleno de víveres que puso
sobre el televisor. El hombre, si apenas pudo con el peso y tuvo qué andar a descargarlo adentro.
   —¡Eso! Trabaje que así, ocupado, no ve luces —concluyó el padre de mi amigo, sacudiéndose las
manos y mirando al vacío.
   Todos en aquella familia eran así, prepotentes y arribistas. Yo, me identificaba más con el campesino,
por su humildad y por lo de las luces. Si yo hubiese tenido más edad y carácter, habría interrumpido el
que lo cargaran como a una mula para preguntar de qué ‘luces en los cerros’ hablaba.

    Más tarde, ya para dormir:


   —¿Cuáles luces decía el señor? —le pregunté a Alejandro.
   —¡Ah! Es que es de esa gente zoca que cree en duendes y leyendas y maricadas de esas.  Desde hace
poquito andan con el cuento aquí en la vereda, dizque hay luces en los cerros. Se están fumando el
eucalipto estos hijueputas.
   Me pregunté, qué necesidad tenía de ser tan peyorativo. Sentía que así como era con cualquiera,
podía ser conmigo, y eso me hacía sentir como un idiota lame-zuelas. Pero era aún peor que esa
pregunta me la hiciera en la privacidad de mi mente, en vez que se la planteara de frente.
   —¿OVNIs? —pregunté.
   —¡Esa mierda! —apuntó con tal tono despectivo que casi escupe.
   —Yo una vez vi un OVNI cuando era chiquito, estaba en el atrio de la iglesia, con mi mamá… —me
atreví a contar.
   Alejandro se incorporó para mirarme. Aguzó los ojos como si quisiera golpearme. Pero yo,
ingenuamente seguí:
   —...Y todo mundo señalaba par arriba. Era un disquito que apenas vibraba, muy muy alto…
   —¿Usted también cree en esa mierda? —preguntó como si quisiera trasbocar.
   Pero antes que yo pudiera procesar su escupitajo y responder algo, alzó la voz y se dirigió a su padre,
sin quitar su vomitiva expresión de encima mío:
   —¡Papá, que Lucho también cree en extraterrestres! Hay que hacerle una cama en la casa de Aurelio,
para que se duerman buscando lucecitas.
   La carcajada de Don José fue de la intensidad necesaria para que se pedara. Con la risa de su padre,
Alejandro se sintió satisfecho, parpadeó para retirar las pupilas de mí y volvió a acostarse.


 
Yo solo veía el tejado por debajo y escuchaba los grillos. Hacían tanta bulla que casi molestaban.
Pensaba en que había sido un error ir allá. Estaría mejor en mi casa. Como era tan joven, solo podía
sentirlo, pero por falta de recorrido en la vida y de lectura, no podía descifrarlo para analizarlo: Estaba
pagando el precio que fuera por ser ‘normal’ y tener amigos.

   —Lucho ¿Está dormido? —susurró Alejandro.


   —No —repliqué, con sequedad.
   —Vamos a andar por ahí. Yo dormí un montón en el carro y no tengo sueño.
   Claro, él sí venía en el asiento del copiloto.
   Antes de salir, agarró lo que quedaba de una penca de bananos, la partió en dos y me extendió una de
las partes.
   —Agarre —dijo.
  
Afuera había solo tinieblas. Ni siquiera podía verse el cielo, cosa que ingenuamente esperaba, puesto
que en la ciudad es difícil ver estrellas y quería aprovechar estar en el campo para ver un buen cielo
estrellado. Pero el cielo seguramente seguía acorazado en nubes  turbulentas. Lo único que podíamos
saber del mundo, era lo que alumbraba una linternita en la mano de Alejandro, que mostraba una
sección de suelo tan pobre que si apenas alcanzaba para caminar.
   Nos sentamos en el muro de piedra que separaba la propiedad del camino. Nos pusimos a fumar. La
situación estaba como para relatar historias de terror. Lástima que Alejandro fuera un aburrido, él solo
tenía una cosa en mente, y fue de lo que habló:
   —Anoche me comí a Yolanda —soltó, como si tal cosa.
   Yo me atraganté con el humo de mi cigarrillo.
   —Qué tetas tan severas. Y me dijo que nos volviéramos a ver —agregó.
  Para decir eso último, se alumbró la cara, para asegurarse que yo viera su expresión sobrada. Luego
chupó el cigarrillo con fuerza, apretando los párpados. Entonces soltó el humo como si la cantidad de
este simbolizara su orgullo.
   El mal-parido no tenía la mínima capacidad para predecir cómo podría sentirse otra persona, por eso
actuaba tan indolente en todo. Yo, ya estaba otra vez con esa punzada similar a las ganas de cagar, pero
él seguía relatando:
   —Nos quedamos de encontrar en la cuadra, pero nos fuimos a donde Samir, que me prestó las llaves
de la pieza que quiere arrendar. Nos tomamos dos cervezas y la empecé a besar. Entonces le toqué le
culo y ella me quitó la mano de una, pero la empecé a besar con más fuerza. Todavía tenía la botella en
la mano y teníamos puesto a Jerry Rivera. Y, parce, si viera, la nena me empujó en la cama ¡güevón!
Como si fuera a violarme. Se quedó viéndome con esa carita de ninfómana, y se puso a bailar con la
botella en la mano. Uhy, baila muy ¡sensual! Qué rico, me puse más a mil todavía. Llevaba una faldita
como de cuerina, de esas holgadas, cortica ¡marica! y cuando bailaba daba unas vuelticas todas ricas y
se le subía ¡uff! Bailaba y tomaba cerveza sin dejar de mirarme con esa carita de “ven y me culeas”.
   »Duró bailando toda la canción, parce. Y cuando se acabó, se arrodilló en la cama y arrastró las
rodillas hasta hacerse encima mío. Olía a sudorcito, pero no ese sudor así hediondo, sino rico,
tibiecito… ¡Agh! No sé si me entienda. Y cuando se acaballó en mí ¡uhy loco! Fue como si me soplara
en la cara, pero no con la boca sino con… con la vagina ¿si? ¿Usted sabe a lo que huele una mujer
mojada? ¡Y todavía tenía la puta botella medio llena en la mano, y no solo eso! ¡Empezó la otra
canción y ella seguía bailando encima mío! Uff, qué nena tan linda. Usted no me lo va a creer, pero yo
ahí boca arriba y ella sentada bailando encima mío, pero yo le miraba ¡los ojos! ¡Pero qué ojos verdes y
cómo miran con tantas ganas! Y lo lindo que se le ven como brillan igual que ese pelo claro, parcero…
¡severa nena!
   »Y fue cuando me dijo: “Abre la boca” y empezó a echarme cerveza. Tomaba un traguito yo y otro
ella. Nos la acabamos pero ¡seguía sin soltar la puta botella y bailando! Me tocaba hacer de tripas
corazón porque se sentía tan rico encima de mi pantalón ¡que creí que me iba a venir! Entonces me
preguntó “quieres ver algo especial” y yo le dije “¡sí!”. Y viejo, yo lo pongo a adivinar y usted dura un
año y no adivina lo que ella hizo: ¡Se empezó a masturbar con la botella! Primero pasó los pies para
adelante, se subió la falda, se corrió el calzón y ¡se empezó a frotar el pico de la botella en la raja! Yo
me pasaba las manos por la cara, güevón. Es que ¡todavía no lo puedo creer! ¿De dónde sacó usted a
esa vieja, Lucho? Tiene qué contarme todo lo que ha hecho con ella.

   “Hacerle las tareas” dije en mi mente. Luego él siguió:

   —Como gemía: Aspiraba aire con fuerza entre los dientes y lo soltaba diciendo “uhy”. Y se empezó a
meter el cuello de la botella. Ahí, encima mío, con los cucos corridos para un lado, recorriéndome con
la mirada y ¡bailando!
   »Después de un rato me dijo: “¿Quieres de esto?” y yo le dije “sí” y me dijo “pues tienes que estar
más duro y más rico que esta botella”. Parce, nunca había conocido una vieja tan candente. ¡Uff! Le
dije “no te vas a arrepentir”. Fue entonces cuando haló la botella pero la hijueputa no salió.
   —¿Cómo así?
   —La haló y la haló pero no salió. Entonces le dio como rabia, y dijo “jueputa, otra vez” ¿si me
entiende? ¿En qué se la pasa esa vieja? Le tocó quitarse de encima mío y me dijo “toca romper esta
botella”. ¿Sabe por qué?
   —No.
   —¡Porque la botella hizo vacío! O sea, como cuando usted se acaba la gaseosa y queda con la boca
pegada a la botella.
   —¡Mierda!
   —“Esto pasa a veces, pero no es sino romper la botella y ya” me dijo. Entonces se paró con la botella
colgándole, güevón, se hizo contra la mesita de noche y le ¡dio a la botella! Dijo “listo” y se la sacó.
   —¿Cómo? ¡No entiendo!
   —Le rompió el culo a la botella y entró aire. Entonces pudo sacarse el cuello de la botella de la
chocha, sin problema. Marica, yo estaba ahí parado sin saber qué decir, ni siquiera saber qué pensar. Y
así, pasmado, ella se arrodilló y se puso a mamármelo. Le pregunté “¿Estás bien?” y con mi verga en la
boca dijo, o intentó decir “ajá”.
   
Alejandro volvió a alumbrarse la cara para mostrarme su asombro. Luego terminó:
   —Yo nunca había tenido una experiencia así. Uff, yo creo que a mí me pasan las cosas más locas
güevón. Debo ser único en el universo —agregó, con una zocarrona risa.
   Pero yo me sentía fatal. Una combinación entre asombro, ansiedad, envidia y depresión. Si al menos
fuera una historia normal, un polvito de adolescentes tímidos, pero no: Cada experiencia de él superaba
la anterior y ya hasta superaba el porno tradicional. Y contaba sus experiencias con lujo de detalle a un
pobre virgen. Un año más adelante iba a echarse nuestra directora de curso. Me gustaría que conocieran
la historia en detalle, pero sería mejor que las hubiese contado él, pero lamentablemente no se le daba
escribir como se le daba ligar. Y lo de Yolanda era cierto, pues semanas después me enteré que sí era
muy viciosa. Era de las nenas que participaban el los concursos de camisetas mojadas secretos en un
bar del barrio. Ah, y tenía un pobre güevón que le hacía las tareas.

   —Y ¿usted qué, Lucho? ¿Qué de nenas? —me preguntó él, arrojando la colilla todavía encendida de
su cigarro, trazando una chispa en la oscuridad.
   Maldito tema de conversación, cómo lo odiaba.
   —Nada.
   —¿Cómo que nada? O sea “nada” en qué ¿sentido?
   “Y acaso ¿cuántos sentidos puede tener la palabra ‘nada’? ¡Güevón!” pensé. Pero no dije nada.
   —Yo sí, en cambio, la paso fenomenal —volvió a aderezar su apunte con una risilla—. Vamos
pa’dentro que ya tengo frío.
   Claro, solo quería ser escuchado y alardear, quizá. Nada más. Emprendí camino tras él, cual la
mascota que era. Pero, súbitamente, algo llamó mi atención, más grande que cualquier botella entre la
vagina de una preciosa adolescente y más grande que mi propia soledad: Una luz hizo círculos encima
de las nubes, a gran velocidad, y luego se perdió en línea recta hacia la inmensidad.
   —¡Mire! —grité.
   Cuando Alejandro volteó, yo señalaba el cielo, que ya no tenía nada. Él, durante el primer segundo,
subió la mirada pero de inmediato desistió y dijo:
   —Ah, sí, no me crea güevón y ¡póngase serio!
   Pero yo al fin estaba dispuesto a hacerme valer. Apreté los puños y preparé mi discurso, dí un paso al
frente e iba a empezar a hablar, pero… resbalé y caí. Acababa de pisar una cáscara de banano.
Alejandro se dobló para atrás para impulsar la explosiva carcajada. El muy hijo de puta, a diferencia de
mí, no conservó en la mano las pieles de los plátanos sino que las había arrojado por el camino.
  


 
Isabela subía las escaleras que conducían a su apartamento en el barrio, y yo iba detrás de ella. No
sabía que cantara tan bien, jamás había visto el mínimo atisbo de dote artística en esa familia. Cantaba
Love me tender, y me traía más enamorado que nunca. Tuve el descaro de creer que cantaba para mí,
aunque iba adelante y las escaleras eran bien empinadas. No podía ver su cara, pero sí su jugoso
trasero. Llevaba shorts de jean negros, pero algo llamó más todavía mi atención: Los tirantes de color
rojo sangre de la prenda iban colgando sobre su cuerpo en forma de tanga. No parecía tener sentido,
excepto que ese color rojo entallando sus partes íntimas fuera algo simbólico… Ay no ¡mierda! Otra
vez estaba soñando. “Sí, ya sé, el culo de Isabela es prohibido para mí. Mejor me despierto…
   Qué monumental contraste. A Alejandro, una bella chica que conoció un día antes le hacía un show
metiéndose una botella por la cuca, y a mí, mi subconsciente me humillaba recordándome que aquella a
quien deseaba, no estaba permitida.

No sabía la hora. Todavía estaba totalmente oscuro. Sentía las frazadas envolviéndome con su
arrulladora suavidad, y respiraba aire ligeramente frío. Pero no veía nada, en absoluto, como si no
tuviera ojos. Por otra parte, ya no tenía ni una pizca de sueño y me sentía mal. Si bien, a Isabela ya la
había asimilado como un amor imposible, a Yolanda no. Pero aun así Alejandro llegó primero, sin
competir, sin haberse inscrito a la carrera.
   Pasaron decenas de minutos y yo solo parpadeaba y contemplaba la negritud y escuchaba los
insectos. ¡A la mierda! Me levanté, agarré la linterna y me salí a andar. Creo que es lo más
independiente a mi naturaleza ‘mascotil’ que hice en años. Con solo abrir la puerta, el zumbido
eléctrico de los insectos nocturnos aumentó de un estallido. Alumbré el camino empedrado y avancé.
Estaba dispuesto a andar tanto como fuera posible. Algunos bichos se atravesaban fugazmente en el
chorro de luz. De vez en vez alumbraba yo los alrededores, debido a la paranoia que me provocaba la
oscuridad. ¿Qué había oculto en ella? ¡Nada! La débil luz de la linterna sólo revelaba la penumbra de
árboles.
   La sensación de perdición me hizo caminar más de la cuenta. La lucecita de la lámpra tocó el portal
de la finca. Solo era una puerta de tablas que interrumpía la cerca de cabuya y horcón. Como estaba
envalentonado, salí de la finca y anduve por el camino destapado durante largo rato, usando como guía
los rastros de neumáticos que estaban labrados sobre él.

Ya sabía bien qué hacer. El sol saldría y yo me regresaría por donde había venido. Simple, como sumar
2 + 2. Estaba por preguntarme si acaso pasé sin percatarme al lado de alguna saliente del camino (o
varias) y estuviera en enorme riesgo de perderme, al no saber qué camino agarrar cuando hubiere luz.
Quería dilucidar un plan, pero… los grillos se callaron. Los primeros dos segundos estuve solo atento a
ver qué pasaba, pero luego acepté que era real y empecé a figurarme qué diablos había sucedido. El
repentino silencio me hizo sentir más solo que nunca. ¿Habría caído una nube repentina de químicos de
fumigación? ¿Me habría metido sin saber en un área restringida? ¿Moriría de esa estúpida manera?
Disparé luz en torno pero solo veía arbustos y el suelo del camino maltratado por llantas de vehículos.
Apunté la linterna hacia arriba y creí haber alumbrado las nubes. ¿Tanta potencia tenía la linterna?
¿Estaba soñando todavía? ¡Qué fastidio! Volví a empinar la linterna y se vieron los cúmulos de nubes
refulgiendo como lava. Presentí lo que ocurría y apagué la linterna, pero aquella luz persistió ahí arriba.
“Ay, carajo ¡las tales luces!” me dije.

Lo siguiente que recuerdo es haber atravesado una cerca, andado por un rato más en medio de la
oscuridad y el silencio, y haber subido a un cerro. No fue algo que haya decidido hacer, fue como si
siguiera un guión, o como si recibiera instrucciones.

Había pasado tanto tiempo que de seguro, Don José y Alejandro ya estaban denunciando mi
desaparición. Pero, de forma extraña, yo no sentía miedo. Solo estaba atento. Desde que los bichos
nocturnos hicieron silencio, parecía que yo no podía sentir miedo. Ni si quiera entonces, que estaba
recargado sobre un plano inclinado, similar a una mesa y de un material parecido al metal, por su brillo
y dureza, pero no por su calidez. No sabía qué había sido de mi ropa y de la linterna. Y tampoco sabía a
qué horas había entrado en esa estancia, ni recordaba como era esta ‘por fuera’. ¿Se trataba de una
instalación en lo alto del cerro al que había subido? ¿Era tal cosa un transporte y estaba viajando a
alguna parte? Las paredes parecían muy lejanas. Eran paneles blancos rebosantes de luz, e igual el
techo. “¿Por qué no siento miedo? Debería estar cagándome del terror” me pregunté. Y luego razoné
“Bueno, al menos todavía puedo pensar”.
   De entre la abundante luz, una figura cobró forma y volumen. No se sabía bien si siempre estuvo ahí
y se materializó de repente o emergió de algún agujero invisible. Se veía como cuando ves con los ojos
cruzados, pero después de un rato ya se veía lo que era. Un ser de baja estatura, cabezón, ojón y de piel
ocre. Avanzó a lentitud hipnótica hacia mí. Traía algo en sus manos, como un instrumento con un
chuzo. “No me va a meter eso por el culo ¿o si?” me pregunté. Afortunadamente, lo que hizo fue
pincharme y sacar sangre. Luego se fue y desapareció de forma equivalente a como había aparecido.
Después de un rato apareció otra vez el pequeño ser (u otro, no sé) acompañado de otra criatura. Esta
era humanoide, también, pero de mayor estatura, probablemente de mi altura. Tenía cara de gata, tetas y
cabellera de mujer y manchas como de leopardo. Sus caderas eran de locura. Cuando se acercó más, vi
que era muy velluda, pero que el color de sus vellos era claro. Solo tenía unas líneas de vello oscuro
que salían de su cabeza y recorrían sus brazos y dorso hasta unirse, dos en el pubis y otras dos en larga
cola de angora. Sin duda, era una hembra de un híbrido entre felinos y humanos.
   El pequeño ser la condujo como con un control remoto. Ella andaba como zombi a su lado. Una vez
llegaron mi puesto, el pequeño presionó otra vez un botón en aquél dispositivo. Tomó una cadena que
había debajo de mi mesa y la enganchó a un collar que tenía la mujer-gata, el cual yo no había visto
debido a su abundante melena. Una vez hecho el vínculo, el pequeño retrocedió. Ya desde la distancia,
a la cual se veía desenfocado, apuntó su control a la felina y presionó. La femenil gata, entornó los ojos
y ‘despertó’. Volví a pensar que, debería estar muriéndome de miedo, pero en vez de eso, no podía
quitar mis ojos de esas caderas y de esas prodigiosas tetas. Enormes, como para agarrar cada una a dos
manos y, lo mejor, no eran pechos caídos, sino redondos como pequeñas sandías. ¿Cómo es que esa
criatura podía parecerme bonita? ¡Sí, me parecía bonita! Como cuando me quedaba viéndole los ojos a
Yolanda o la figura a Isabela.
   Y no sentí miedo ni siquiera cuando esta criatura abrió los ojos, despertó de su estado de control y
gruñó. Su primer reacción fue de huida, pero dio un fuerte halonazo a la mesa donde yo estaba
prisionero, a través de la cadena. Una vez se percató de su inevitable cautiverio, se escondió bajo la
lámina donde yo estaba. De forma inesperada, pude levantar la cabeza. Busqué al pequeño pero ya no
estaba. Quizá yo mismo había estado también bajo control y acababa de ser liberado. Pero no quería
huir. En mi mente no había miedo, solo una incontenible curiosidad y, desde hacía unos segundos, una
gran compasión por aquella sexy gata, y un irreprimible deseo por ella.
  Me bajé de la mesa y me asomé debajo. Allí estaba esta bella criatura, acurrucada y asustada. Me
clavó su mirada amenazante y gruñó otra vez. No sonaba como una mujer imitando el rugido de una
fiera, sino como un cachorro de león. Le sonreí y extendí mi mano, a lo que ella respondió con un
zarpazo. Vaya que tenía uñas afiladas. Mi sangre dibujó unas florecillas en el piso. Además, tuve una
extraña sensación de ira, como si así, secuestrado y empeloto, fuera capaz de destruir a aquella criatura
con solo desearlo.
   Sin que pasara un segundo, una pequeña esfera blanca se interpuso entre nosotros, flotando. Llegó a
gran velocidad y emitió de su interior un chorro de luz que dirigió hacia mi sangre en el piso. La
desvaneció. Luego dirigió la luz a mi mano y la dejó como nueva. La mujer-gata le gruñó a la esfera y
quiso darle zarpazos también, pero esta los esquivó todos y finalmente se marchó.
   Yo, tenía que tomar una decisión.

➏ 
 
 La ira destructora que surgió en mí cuando me aruñó el dorso de la mano, estaba compitiendo
fieramente contra la compasión que yacía previamente. Yo observaba a la mujer-gata bajo el mesón
metálico y trataba de organizar mis ideas y mis sentimientos. ¡Pero qué silueta de locura tenía esa
criatura! Ahí agachada, las caderas parecían aún más hinchadas. Y cómo se le veían esas piernas largas
como de gimnasio. ¡Pero me había atacado! Por otra parte, ya no había dolor, pues aquella máquina me
había curado.
   La criatura me miraba con prevención, y lentamente, en mi interior, la ira perdía la batalla. Sentía
cada vez más atracción y ternura por aquella mujer-gata. Estiré mi brazo lentamente hacia ella, con la
casi seguridad que aquella esferita graciosa me atendería en cualquier caso. Ella mostró los dientes sin
producir sonido. Empezamos a medirnos mutuamente. Después de un rato, logré poner mis dedos en su
melena. Pero sentía que si avanzaba un milímetro más, me la mordería. Ya no me miraba a mí sino a mi
mano. ¿Y si la esferita solo podía curar heridas menores? O si simplemente ¿no regresaba? Me
arriesgué y seguí dejándome llevar por mis ansias de ganarme su confianza. Decidí quitar su atención
de mi mano, para los que empecé a cantar. Susurré con confianza las letras de Love me tender. Logré
que sus ojos se olvidaran de mi mano y se conectaran con lo míos. Avancé con mi mano mientras
cantaba y logré enredar mis dedos en su melena. Ella solo se encogió un poco cuando sintió el contacto.
Acaricié su nuca y ella cerró los ojos. Seguí cantando y transmitiendo más ternura con las caricias. Ya
tenía su confianza, luego el paso a seguir era seducirla. Sí, quería hacer el amor con esa criatura.

Avancé con mis rodillas y hacia el final de la segunda repetida de la canción, estuve sentado a su lado.
Qué increíble, se sentía tibia y ronroneaba. Durante un momento apretó entre su hombro y su quijada a
mi mano consentidora. Parecía que nunca hubiese recibido afecto. Entonces puse mi otra mano y…
¡caramba! En pocos segundos la había sacado de ahí y la había tendido sobre el mesón. ¿Cómo había
yo aprendido a hacer eso?
   Se me ocurrió que podría estar soñando, como con el culo de Isabela cercado por tirantes rojos (como
diciendo stop) . Quizá, al fin a y al cabo, sí me había metido sin saber en una zona restringida por
fumigación y todo aquello era una loca epifanía que estaba teniendo mientras agonizaba tendido en el
frío suelo del camino. ¿O no? ¿Por qué era tan real?
   Contra todo pronóstico, estaba yo ahí, recorriendo con las palmas de mis manos el cuerpo de una
criatura de aplastante belleza. Ella estaba como embelesada por un extraño poder, que, aún más
increíble, era mío. Un poder que desconocía tener o que esos seres ojones de piel color arena habían
instalado en mí como instalarle nuevo hardware  a un computador.
   Ella estaba boca arriba, estirándose y recogiéndose como un resorte, ronroneando y aruñando la
superficie de la mesa. Mis manos hambrientas se deslizaban sobre su provocativa figura: desde los
tobillos hasta las caderas, desde el vientre hasta los senos y desde los hombros hasta los costados de su
cara de gata. En mis noches de insomnio y perenne soledad fantaseaba de forma recurrente con que,
algún día Isabela fuera mía, y hacerle el amor con tal poesía y pasión que ella se enamorara de mí sin
remedio. Tal poesía y pasión, según mi infantil imaginación, provendrían de que Isabela sería la
primera mujer que tocare, y por ello la devoraría de rodillas. Pero, ahí estaba yo, no tocando a la
primera mujer de mi vida, sino a esa criatura no humana, una espectacular mujer-gata. O sea que la
poesía y la pasión eran mayores a lo que esperaba. Duele aceptarlo, pero ‘qué Isabela ni qué nada’.
   Cuando mis manos se hubieron saciado del tacto, subí mis rodillas a la mesa y fue mi boca la que
empezó a recorrerla. Su tenue vello corporal era muy suave y sedoso, y su cabello tenía los mismos
frondosidad y encanto de los de una mujer, incluso superior. Al tocarle los enormes senos, tuve una
monumental erección, de esas de magnitud tal que al moverte, sientes como un peso que te tira del
cuerpo. Una pequeñísima parte de mí cuestionó el que sintiera ese deseo tan marcado, por una criatura
no humana. Pero era tan pequeña dicha parte, que su criterio no importó. Al siguiente instante ya estaba
yo levantándole las piernas a ella para colgarlas de mis hombros. La forma en que ella cooperaba era
fantástica, casi romántica. La penetré.

Vaya manera de perder la virginidad. Y Alejandro se ufanaba de que le pasaban las cosas más locas del
universo. Pues debía vivir en un universo muy chico.
   Bombeé sin parar, y sin dejar de presionarla a ella contra mí, usando mis manos en sus caderas. Ella
también apretaba, usando sus piernas en torno a mi cintura. ¿Acaso quería partirme a la mitad?
También: ¿Cómo podía llegar tan adentro, y sentirse tan desquiciadamente bien? ¿Tan suave y
calientito? Su vagina se movía como se mueve la boca cuando se te va salir la baba —porque viste algo
sabroso— y metes los labios para succionar el exceso de saliva. Una, otra y otra vez. Mi consciencia si
apenas alcanzaba para contener todo lo que estaba sintiendo, que incluía el impacto por perder la
virginidad, de esa manera específica, la inexplicable ausencia de miedo, la lujuria desbocada, la ternura
por aquella bella mujer-gata, y el placer casi metafísico de estar en el coito con ella.
   Cambié mis manos a sus tetas y rostro. Me le acerqué como para besarla, quería hacerlo. Su rostro era
casi humano excepto por la separación vertical desde su labio superior hasta el lóbulo de la nariz, sus
colmillos, y la forma de sus enormes ojos con pupila lunar. Metí mi cara en su cuello y presioné fuerte
por un minutó más. No aguanté, y dejé en ella mi semilla humana. Ambos respiŕabamos copiosa y
ruidosamente. Ella ronroneaba, además. Parecía que tuviese una maraca metida en la garganta.

Después de un minuto de increíble éxtasis, retiré mis manos de su rostro y seno izquierdo, para
apoyarme de la mesa, movimiento al que ella reaccionó con increíble violencia. Ignoro qué clase de
contorsión hizo, pero presionó con sus pies mi cadera para impedirme salir y se revolcó con migo
prendido, ya no gruñendo sino rugiendo. Hubiera muerto inevitablemente, pero ella fue ‘apagada’ y
descargó su peso inerte encima de mí. De pronto se separó cuidadosamente de mí y se puso de pie, con
las manos atrás. El hombrecillo de piel color sílice oxidada re-apareció y la liberó de la cadena. A
continuación se fueron los dos.


 
Me sentía, como se dice vulgarmente: ‘vaciado’. Obviamente todo el procedimiento tenía como
objetivo la extracción de mi esperma, para algún experimento in vivo con la fantástica mujer-gata. 
Como comprobé que seguía libre de control exterior, me puse de pie. Pero no tenía nada más qué hacer,
puesto que estaba desnudo y no conocía la salida de ese lugar. 

   —Has sido un magnífico semental —me dijo una voz femenina.


   —Ahora tienes derecho a saber —dijo otra.
   Eran voces que esculcaban en lo más hondo de la memoria humana, en una parte tan profunda que ni
siquiera uno mismo es consciente de lo que hay allí. La dulzura de esas voces era tal que evocaba nada
menos que el amor, la protección y la compasión de la madre. Aunque traté de resistirme, a sabiendas
ya que ellos lo controlaban a uno, no pude. Sentí un corrientazo agradable desde la planta de los pies
hasta la coronilla, que luego se devolvió y llenó el corazón. Imagina recibir la noticia más buena que
pueda tu mente concebir, por fantasiosa que sea. Imagina esa felicidad, ese amor. Quizá solo en sueños
(o en otro planeta) sea posible.
   Igual que los otros seres, las dueñas de estas majestuosas voces aparecieron, primero como entes
desdibujados por la distancia y el exceso de luz, y luego definiéndose lentamente. Eran dos criaturas,
femeninas también, tan altas que mi coronilla igualaba sus pechos. En toda su magnitud, eran mujeres,
pero no eran humanas, eran otra cosa. Si la mujer-gata era algo así como una creación de ellos, algo
alterno al humano, pues estas mujeres eran algo superior. Ángeles, o Diosas, si quieren. Sus cabelleras
llegaban al suelo: Casi las arrastraban. Sus proporciones eran demasiado estilizadas, cuello y
extremidades muy largos, y unos rostros cuya belleza no creo ser capaz de poder describir. Sus cuencas
oculares eran enormes, y en ellas habitaban ojos con miradas tan tiernas que hipnotizaban. Es como si
la posición natural de sus caras, fuera una perpetua sonrisa leve. Sus pupilas eran adorablemente
redondas y negras como las tinieblas. Al recordar sus rostros, supe qué hacia tan especiales a estos
seres: Parecían niñas. Sí, niñas. Tenían una ternura rebosante en su expresión, como cuando una
pequeña de 8 años te mira con gratitud. Pero no eran niñas, por su estatura, por sus senos de
quinceañera y por sus caderas despampanantes.
   Sus pieles eran blancas como la yuca cruda. Una tenía tatuajes simétricos en lo alto del pecho y en los
antebrazos. La otra no tenía nada. La de los tatuajes, tenía cabello negro. La otra tenía cabello rojo
como el fuego y una tenue capa de pecas en su cara y el lo alto del pecho. Como si hubiesen sido
sacadas de un molde estirado, la unión de sus labios vaginales también se veía como una hendidura
tentadoramente larga.
   —Cada vez es más difícil aparear a Celinka —dijo la pelirroja.
   —Y cada vez que hay éxito, el semental recibe un premio —dijo la otra.
   Tal parece que yo sí estaba bajo control y que no tenía permiso de hablar. Hubiera querido
preguntarles mil cosas, pero no logré ni abrir la boca.
   —Celinka es una criatura muy especial. Ha desarrollado neuronas capaces de percibir lo que pasa por
las neuronas de otros organismos —explicó la de los tatuajes, rodeándome y observándome.
   Incluso levantó uno de mis brazos para verme el costado. Mientras seguía inspeccionándome, la otra
tomó la palabra:
   —La mayoría de ustedes que traemos para que se apareen con Celinka, se asustan. Y los que no se
asustan y no se reprimen, logran desearla, pero como animales.
   —Celinka no es un animal. A ella le gusta ser amada. Y creo que tú acabas de comprobarlo —dijo la
otra.
   —Ella sintonizó tu compasión y tu afecto, y tuviste éxito en aparearte.
   “¡Pero iba a matarme!” grité con el pensamiento.
   —Sí, iba a matarte porque es una gata —dijo la de los tatuajes, dando la espalda intempestivamente
—, por eso el ambiente de los cruces es controlado.
   —Tu especie es primitiva. Hay muy pocos machos como tú, y las hembras prefieren aún a los
machos más primitivos —dijo la pelirroja, poniendo las manos atrás—. Pero desde ahora serás
aceptado.
   Dicho eso, ambas volvieron a ponerse lado a lado y anduvieron de vuelta a la lejanía.
   —Hay pocas posibilidades de que recuerdes esto, y todavía menos de que creas que fue real —dijo
una de ellas, justo antes que sus figuras empezaran a difuminarse.

El primer ser humanoide regresó y me apuntó con ese extraño control. Caí de espaldas como un bulto.

Recuperé el movimiento lentamente. Y al moverme, me di cuenta que tenía la ropa puesta, y que lo que
me sostenía era suelo vivo, probablemente con marcas de llantas de vehículos. Mis oídos se llenaron
del canto de grillos, estridente como maquinaria. Me incorporé y me di cuenta que nada me dolía, pero
sí había una sensación inconfundible: Seguía sintiéndome ‘vaciado’. Busqué al rededor con el pie, con
la no espuria esperanza de hallar la linterna. La encontré. Alumbré al rededor y vi aquella cerca que
pasé (?) para subir al cerro (?).
   Yo no iba borracho y no consumía drogas. Lo de la fumigada seguía siendo lo más plausible, aunque
eso no me habría llevado a una complaciente traba semi-zoofílica con eyaculación y paradero
desconocido del semen, sino a una muerte horrible. Además, no parecía haber pasado un solo minuto
desde esa misteriosa silenciada de los bichos montesinos. Simplemente anduve de vuelta, encontré sin
mayor esfuerzo la finca, entré a la casa, me acosté sin ser descubierto y dormí.

Soñé con Isabela. Ahora yo iba al lado de ella, y ambos cantábamos. Al terminar de subir, ella
emprendió carrera adentro del apartamento, se giró y me llamó con un coqueto movimiento de dedos.
Reparé en su ropa: Tenía el mismo short negro, pero no los tirantes.


 
De regreso a Bogotá, lo primero que dijo Alejandro, cuando nos bajamos del campero de su padre, fue:
   —¡Ayude a bajar el recado, que no lo sacamos solo a pasear!
Lo siguiente debería ser, la risa estrepitosa de los presentes, Don José y un par de primos de él. Pero
antes que se doblaran para atrás para darle fuerza a sus risas explosivas, yo respondí:
   —No, ni mierda. Voy a descansar, porque vengo mamado de viajar de lado y con los pies encima de
la carga.
   Le mostré el dedo medio y me fui para dentro de su casa. Las risas salieron de cualquier forma, pero
para él. Hasta Isabela apareció, riendo decentemente a ojo cerrado.
   —Hola Isa —la saludé, dándole sin necesidad de permiso, un beso en la cara, muy cerca a la boca.
   No esperé si quiera a ver su reacción, sino que seguí mi camino al baño. Cuando salí, ella estaba
aguardándome con una cerveza espumosa y fría en un vaso, puesta sobre una charola.
   —Me pareció escuchar que llegaste mamado, Lucho —me dijo, interpretando su sonrisa y ladeando
la cara.
   Recibí la bebida y la levanté antes de tomar, en señal de gratitud. A continuación escuché a Alejandro
quejarse desde donde estaba:
   —Y ¿Por qué a nosotros nos trajo la cerveza en la botella?
   —Usted vive acá y ¿no sabe dónde están los vasos? —dijo su padre.
   Las carcajadas de todos sus primos reventaron como piñata.

Si el día a día configura cómo se porta uno y lo que obtiene de su forma de ser, pues a mí, Celinka, en
una sola noche, fuera del tiempo y del espacio, me dio la experiencia que necesitaba para dejar de ser
un animal de compañía. Alejandro, ni por más recorrido y chacho que fuera, igualaría nunca mi
experiencia. Por el contrario, necesitaba algo que le enseñara humildad.
   Jamás me olvidé de Celinka ni de sus amas, la pelirroja y la tatuada, damas que elevaban la
feminidad a niveles místicos y con quienes todavía sueño. ¿Serán acaso solo sueños?

Y espero poder contarles algún día de mi historia de amor, sexo y pasión con Isabela. Si una mujer-gata
extraterrestre iba a matarme por querer ‘sacárselo’ ¡imaginen lo que podía hacer sentir a una mujer!
 
-- Stregoika

22 - Echarse una fría, pero no cerveza


©2018 --stregoika
 Un empleado de locativas logra tener relaciones con una alta ejecutiva del modo más inverosímil

Capítulo 1

  Cindy Paola Carrión, joven ejecutiva de la enorme firma de importación de productos químicos
Unifarma S.A. Una belleza. Delgada como cualquier modelo de pasarela, piel de color impecable, cara
falsamente inocente y una cortina negra de pelo brillante. Pero eso era todo. Quisiera poder contarles
que ascendió a su puesto por inteligencia, pero fue con su culo, la verdad; y con su boca, obviamente.
Había logrado culminar su carrera y su maestría sin pena ni gloria, pero su posicionamiento en tan
envidiable lugar lo había conseguido por nada más que estar buenísima. Era muy conocida aún entre
las más bajas esferas de la firma, solo por eso: por estar buena. Para los hombres por la arrechera que
causaba y para las mujeres por envidia. Solía vestirse muy elegante pero no podía evitar verse
provocativa. Si iba en conjunto: la silueta tan bien trazada. Si iba en sastre: el culazaso de negra. Si iba
en minifalda y mallas, esas piernontotas casi pornográficas…. Era el tema de conversación de los
empelados arrechos en el mesón del sótano y de las empleadas envidiosas. Ahora, como se imaginarán,
Cindy era una hijueputa. Sí, una hijueputa. Trataba a sus subalternos como mierda, en especial a las
mujeres. A los hombres, no los determinaba, pero de las mujeres, se aseguraba que se sintieran como
basura si ella estaba cerca.

   Yo era mucho menos que un subalterno de Cindy en Unifarma. Mi puesto era el de Locativas. El
“todero”. El que llamaban por radio si se apagaba un bombillo o si una puerta chirreaba y por supuesto,
al que hijueputeaban si algo fallaba. Cindy era de las que prefería no entablar ni siquiera comunicación
directa con los bajos fondos —no fuera a contaminarse— y ni aún estando a pocos centímetros de uno,
ni miraba a la cara cuando definitivamente tenía que decir algo. Así ese algo fuera un “retírese”. Solo
manoteaba y miraba al vacío. A mí me lo hacía constantemente, me hacía sentir como si ella fuera un
dios teniendo que rebajarse a tratar con una hormiga.
   Un día, la mala fama de Cindy se disparó por un rumor de pasillo. Decían que era la nueva moza de
Carlos Lessing, nada menos que el presidente de Unifarma. El chisme era difícil de creer, no por falta
de méritos de Cindy: al viejo le gustaban las estrellitas de televisión y esas cosas. Pero de manera muy
dramática, prácticamente fuera de este mundo, iría yo a confirmar la veracidad del cotillo. El fragor del
chismorroteo pasó de “fuego lento” a “rostizar”, cuando unas imprudentes —también ardidas—
muchachas del aseo no pudieron evitar tapar sus comentarios con la mano tras verla cruzar la sala de
juntas. Cindy las sorprendió y humilló. Hizo que las despidieran. Las chicas bajaron al sótano, centro
de reunión de los esclavos. Una estaba llorando y la otra furiosa como un león. Se desató el delantal y
lo tiró sobre la mesa.
   —¿Saben que nos dijo la malparida a la que ustedes tanto le miran el culo? Pues que a ella le sobran
hombres de verdad, no como nosotras que nos revolcamos con celadores y mecánicos…
«con quienes yo ¡ni muerta!» reportó que había dicho Cindy.

   “Retírese” me imaginé a Cindy sacudiendo la mano, despachándome sin rebajarse a mirarme. A mí,
que tantas pajas me había sacado por ella, en especial cuando la había visto en una de sus micro-
falditas. Yo, que era su admirador número uno. Número uno por pervertido, no por otra cosa. Porque
estoy seguro que ninguno de mis compañeros estaba tan necesitado como yo, como para querer verla a
cada instante, retorcer los ojos cada vez que la veía por ahí para intentar verle un poco más de lo que le
cubría la mini-falda, e imaginarse las cosas más traídas de los cabellos en las fantasías que creaba para
masturbarme. “Retírese-retírese”. “...ni muerta. ” me hizo mucho eco en la mente.

Capítulo 2

Casi un año después del incidente de las chicas de servicio humilladas y despedidas, una gran comisión
de Unifarma fue enviada a un viaje de esos con actividades ridículas que proponen los psicólogos. Y
tan ridículas eran precisamente esas, que los del departamento de personal quisieron que se
seleccionaran representantes de todos los departamentos para “integrarlos en convivencia”: Basura
nueva era. Yo fui uno de los seleccionados del lumpen de la pirámide, por antigüedad, sobre todo. Me
había ido pervirtiendo progresivamente y mi obsesión por Cindy había tenido diversos altibajos. A
veces dejaba de gustarme tanto, hasta que la veía con una pinta nueva o cualquier cosa que me hiciera
imaginar cosas nuevas.
   Una vez me dejó en su oficina mientras arreglaba una instalación eléctrica y se marchó. Dejó su
bolso. Yo lo esculqué y por increíble que sea, no se me ocurrió haber robado, hasta muchos años
después cuando conté la historia y precisamente eso me cuestionaron. Que si no robé dinero. Pues no.
Yo era un pervertido, no un ladrón. Cuando metí las manos en su bolso, lo único que buscaba era
satisfacer mi morbo por Cindy, encontrar algo de ella muy privado, unos tampones por ejemplo, algo
que me excitara… pero no había nada más que un protector. De resto, papeles y otra carterita pequeña
que no abrí. Pero cuando la miré, acerqué mi cara al interior del bolso y percibí una oleada de su
perfume, en tal concentración que me hipnotizó. Quedé congelado con la nariz estirada y los ojos
cerrados. Uff… me dieron ganas de meter la verga en el bolso y dejarle un pegajoso regalo… pero no.
¿O sí…? Al menos meterla y volverla a sacar, sin dejar nada allí. Lo hice. Terminé lo que estaba
haciendo y fui al baño de los esclavos a pegarme un épico pajazo. Ya era un pervertido de mucho
mayor nivel, no solo un mirón fantasioso sino un abusivo. Para el día del paseo, ya había aceptado mi
perversión y vivía con ella cómodamente.
   En cuanto a los chismes de pasillo, el que Cindy fuera amante de míster Lessing, ya era cuento viejo.
Lo in era que ya se habían pasado de la raya, que míster Lessing nunca había tenido una aventura tan
duradera y que Cindy estaba poniendo en peligro el mismo imperio Unifarma. La muy puta tenía sus
artimañas para conquistar el poder y el dinero. Pero no se puede llegar lejos, ni por talento y mucho
menos por puta, sin ganarse enemigos de la misma talla. Carol Devia Samaniego —¿Les suena el
nombre, como a Investigation Discovery?—, anterior amante de míster Lessing y tenaz aspirante a la
herencia Unifarma, había reaparecido ese año. Las historias de categoría novelesca acerca de su
rivalidad de clase alta eran un deleite en los pasillos. Carol era otra mamasita, aunque de tipo diferente,
al menos de ojo. Mientras Cindy era una chica fatal, de esas treintonas que todavía parecen de veinte y
que quieres vestirla de colegiala para taladrarla como una sonda petrolífera; Carol era del tipo adorable.
Una monita de apariencia debilucha y vocecita de que no rompe un plato. Además, decían; solía ser
muy amable. Pero, repito: Al menos de ojo. El viejo míster Lessing debía tener razones de sobra para
haber despreciado o incluso temido a Carol Devia. Y las razones estaban por salir a flote y volverse
irrefutables ante nadie, para siempre, justo allá en la reserva natural de Chicaque, en el paseito de
“convivencia”. Qué paradójico, integración para aprender a “convivir”, encuentro de arribistas rivales y
palabras ociosas poéticamente castigadas…

Capítulo 3

Se suponía que habría actividades de integración en los prados frente al refugio. Las mamertas
psicólogas estaban poniendo postecitos con globos y cartelitos. Los empleados se agrupaban en roscas
de acuerdo a sus niveles, operativos, de servicios, ejecutivos… en fin. Pero había una rosquita más: La
de los proactivos, que aunque no tenían que estar haciendo nada justo en ese momento, estaban
supervisando. Entre ellas, aunque sobre decirlo: Cindy. Durante el viaje venía con falda deportiva rosa,
chaqueta de sudadera y gorra blancas. Estaba riquísima. Pero el viaje había sido particularmente duro y
estresante por los embotellamientos en Soacha y Cindy fue una de las neuróticas que se bajó directo a
ducharse y cambiarse de ropa. La vi llegar a donde hacían los preparativos las de psicología, trotando y
saludando a viva voz desde lo lejos. Era una insoportable centro-de-atención. Pero mamasita rica, de
todas maneras. Se había puesto un bicicletero azul y camiseta esqueleto blanca. Cabello en coleta y
gorra azul de florecitas tenues. La pantaloneta de gimnasio era de marca, brillante y de material fino.
Ese culo, qué tentación, qué ganas de dejarse llevar por el descontrol, de permitirle a la lujuria
apoderarse del cerebro…
   —Que vaya al refugio, lo buscan. ¿si ve que nos trajeron fue para trabajar? —me dijo uno de mis
compañeros esclavos.
   Fui a la recepción y me encontré con el propio míster Lessing, que hizo memoria y pronunció mi
nombre con duda.
   —Sí señor —confirmé.
   —No se ofenda, pero ¿Usted sabe abrir un candado? —sonrió el ario y canoso bigotón.
   —Puedo intentarlo, ni más faltaba —fue mi respuesta más inteligente.
   Al cabo de un minuto, míster Lessing me había llevado a una de las habitaciones. Me señaló un
morral cerrado con candado y me pidió que lo abriera. “Como afeminado el morral para míster
Lessing” pensé.
   —La llave se la ha llevado un duende —dijo, pretendiendo ser gracioso—. Apúrese, por favor —
agregó.
   De pronto sonaron unos pasos acercándose a prisa sobre el tablado. Sonó la voz de Cindy:
   —Carlos… ah ¡ya lo van a abrir! Bueno… ¡vamos!
   —Ya va, ya va, dale siquiera un minuto que…
   —No, vamos ya que te están esperando para empezar.
   Luego noté que se le acercó más para hablarle sin que yo oyera:
   —Vamos, déjalo, yo lo he dejado muchas veces solo y nunca se ha perdido nada —entonces volvió a
hablar normalmente— ¡vaaaamoos!
   —0K ¡lo esperamos abajo! —le dijo míster Lessing a mi nuca.

   Se fueron. Abrí el candado sin mucho problema, me incorporé y cuando iba a salir… “mierda”,
pensé. El muy pícaro de míster Lessing planeaba quedarse con Cindy: La faldita rosa y la gorra blanca
estaban en una sillita en el baño y yo las había visto con lo último del ojo. Uff… ¿Estarán los cucos
también? Se me encendió todo. Claro que debían estar… a menos claro que la muy puta viniera en el
bus sin calzones. Woooow, con esa rajita al aire, bajo esa falda… perfumando todo… “mierda” pensé
otra vez. Se me estaba saliendo el animal. No tardaría mucho… solo ir a buscar esos cucos y pegarles
una olidita… Entré al baño. Agarré la faldita de tenista y la palpé muy excitado. La olfateé como perro.
Olía a su perfume, a ropa lavada y, sobre todo, a mujer.
  El monstruo en mí ya había emergido totalmente. Mientras me restregaba el reverso de la falda en la
cara, sentí un cambio en el peso de la prenda. Los calzones blancos estaban enredados en ella y de
repente cayeron. Quedé petrificado ante el descubrimiento, con la faldita en las manos a pocos
centímetros de mi cara, hincado, mirando el glorioso trofeo ahí en el tapete. Los cucos de Cindy Paola
¡sucios…! Me arrodillé con una lentitud onírica y los agarré como quien ha encontrado la piedra
filosofal. Los extendí delante de mi cabeza. Eran unos cacheteros blancos con encaje. Primero deleité la
vista. Los revisé hasta conocerlos muy bien por fuera y por dentro. Después los exploré con el tacto.
Esperaba hallar algo especialmente húmedo en el parche de algodón que tenía el glorioso trabajo de
cubrir la vagina de Cindy. Pero no había nada especial allí al tacto. Sin embargo, para el olfato y para el
gusto… Uff. El olor de la cuca de Cindy estaba ahí impregnado para mí y el sabor apenas perceptible a
sudorcito. De repente me vi ahí comiendo esos calzones y desenfundándome la… alguien entró.

Capítulo 4

Con un reflejo que un gato envidiaría, me incorporé y oculté. Pero me sorprendí de que la persona que
había entrado, estaba siendo más sigilosa que yo. Me asomé. Nada menos que Carol. Inconfundible aún
de espaldas. Estaba agarrando la maleta cuyo candado yo había abierto. “Mierda, hijueputa, va a
robarle algo a Cindy o a meter algo para intrigar a Lessing”, pensé. Se me arrugó la panza. Me iban a
echar la culpa sin duda alguna y si me defendía, iba a tener qué decir qué estaba haciendo en el baño.
“Comiéndome los calzones de Miss Cindy ¿si ve? Soy inocente”. Qué ridículo. Pero, antes de entrar a
debatir conmigo mismo qué cargo prefería, el de conspirador o el de pervertido; seguí viendo qué hacía
la intrusa. No abrió la maleta, sino que puso en ella, en la mallita de afuera, la de llevar la botella, una
cajita. Contuve la respiración.
La intrusa se dio vuelta y metí la cabeza como un rayo. Casi muero del susto, juré que me había visto y
oí sus pasos hacia el baño. Pero nunca entró. Más bien se fue. Vaya susto. ¿En qué menudo problema
me había metido? Yo había sido el último en ver esa maleta con el mismo Lessing y Cindy de testigos.
Lo que sea que haya puesto en ella iban a achacármelo… Salí del baño y eché un vistazo. Era un
chocolate. Una golosina que, se veía muy fina, como traída de otro país. Tenía una tarjetica y no bastó
más que inclinar mi cabeza para leer perfectamente lo que decía: “Felicidades mi gatita”. Se me
revolvieron las ideas. Al menos, ya que no había sido visto por Carol, podía inventar algo para salvar
mi pellejo. Pero tenía que salir de allí cuanto antes. En marcha… “mierda” pensé. El tablado era un
aliado, porque hasta la caída de un hisopo sonaba estrepitosamente. Alguien venía otra vez y por
desgracia no tenía más opción que volver a esconderme al baño. A veloces hurtadillas me metí. Oí un
celular y la voz de Cindy contestándolo:
   —Espera, espera… noooo que me esperen que me volví un desastre y quiero cambiarme… nooo…
Noooo…! A mí me estresa estar toda embarrada… De malas, al que me pregunte, que me estoy
bañando y que me espere… no, no seas boba, tú sabes que no… 0k. —silencio.
Había colgado.

   Cerró la puerta de la habitación y empezó a gimotear a bajo volumen. Asomé media pupila. Ahí
estaba, dándome la espalda ¡Mamasita! ese culote en ese bicicletero azul brillante… ummm y untada
de barro por un costado, casi completo. Gimoteaba por no renegar, no era buena para sentir la tierra.
Yo, estaba muerto. Ella iba a entrar al baño y no había ninguna explicación satisfactoria para ella de por
qué diablos yo seguía ahí. Para mí, era completamente satisfactoria: Estaba comiéndome sus calzones.
Pero ya no tenía ninguna escapatoria. Solo, quizá, me quedaba, antes de que pasara un segundo más,
hacer algún ruido y delatarme, para inventar alguna razón por la que todavía estuviera ahí, alguna
historia convincente y aceptar una culpa menor por dicha historia inventada que la vergonzosa verdad
de restregarme sus calzones en la cara. Listo, salgo en tres… dos… uno… ¡cero! No fui capaz. Volví a
asomar media pupila: Cindy tenía el caramelo en la mano y lo observaba. Se había girado un poco y
casi podía verme.
   —Esto sí no me lo esperaba —susurró para sí misma.
   Se sentó en el borde de la cama y destapó el chocolate. Se lo metió en su sonriente boca y dio dos
bocados. Parecía muy satisfecha, contenta y felizmente sorprendida. Masticaba elegantemente sin
perder la sonrisa ni el asombro. Bueno, hasta que me vio. Su encantadora expresión se desvaneció y se
transfiguró en algo muy opuesto. Al principio, fue miedo. Pero fue un segundo, máximo. Para el
siguiente, me había identificado y cambió el miedo por ira y odio abrasadores.
   —¿Y USTED QUE HACE AHÍ?

Capítulo 5

Cindy estaba muy convencida de su superioridad. Me hizo sentir que si fuera yo un desconocido con
pasamontañas y un cuchillo en la mano, me habría tenido respeto y hubiera conservado el miedo, en
vez de perderlo por saber que se trataba de mí. Se puso de pie y caminó hacia mí, gritándome groserías
“de clase alta” que lo hacen a uno sentir todavía peor. Salí a la luz y me preparé para todo. Ojalá la
ejecutiva se hubiera descompuesto y me hubiera sacado un ojo con la uñas, eso hubiera hecho las cosas
más llevaderas para mí. Pero en vez de eso, dijo claramente que me metería a la cárcel por abusivo, por
pervertido… quizá se figuró que yo esperaba que se desvistiera. Entonces agregó lo que era típico en
ella:
   —...la clase de personas como usted, no pueden aspirar más que vigilantes, aseadoras y mecánicos y
si no; criminales.
   Cuando estuvo a un paso de mí, dejó de hablar. Evidentemente sintió algún dolor, como una punzada.
Me miró fijamente pero ya no tenía fuerzas ni para odiar. Había tenido el entrecejo fruncido pero la
tensión se le estaba desplazando hacia la parte inferior de los ojos. Su expresión estaba cambiando al
terror. Le cedieron las rodillas. Las extremidades le temblaron como si fuera una muñequita de trapo
sacudida por una niña que juega bruscamente. Luego tosió una vez, como si con muy pocas fuerzas
intentara expulsar algo, pero era demasiado tarde para reaccionar. Hasta los ojos se le habían
descentrado y habían pasado de odiarme a suplicarme y finalmente a no enfocar nada. Las rodillas le
cedieron más y tuve que agarrarla. Vaya manera de tenerla finalmente en mis brazos. Seguía haciendo
movimientos que intentaban desesperadamente ser tos, pero no daban ni la primera cuota. Cayó.
Convulsionó por unos treinta segundo más, hasta llegar a un siniestro clímax de agonía destacado por
un estertor sonoro y aterrador. Exhaló con fuerza hasta la última gota de aire que tenía dentro, haciendo
vibrar la lengua hasta quedar vacía y atragantarse con ella. Recogió el cuerpo entero y después de unos
segundos más, se quedó completamente quieta. El único movimiento que había era una ligera espumilla
que le salía de la boca. Cindy Carrión acababa de morir envenenada.
   No creo que, de todas las personas que han existido en el planeta en todas las épocas, muchas puedan
decir que han visto caer muertas a sus pies a las personas que más los habían humillado, en el momento
pleno de una de las humillaciones. Los pensamientos me volaron. Actividad de la empresa cuya fortuna
disputaba la hermosa difunta: Farmacéuticos. Nada difícil conseguir un poco de Cianuro de potasio en
la forma apropiada para ser puesta en un chocolate. Responsable: Carol Devia Samaniego. A quién
culparían más allá de toda duda razonable: A mí. No tenía escapatoria… ¿o sí?
   En el piso había aún un buen pedazo de chocolate, esponjoso y tentador. Lo tomé en mis manos, pero
más ideas vinieron a mi mente. Volteé a ver los calzones que hacía cosa de tres o cuatro minutos me
había estado metiendo a la boca. No solo era la peor hija de puta que había conocido, sino la hija de
puta más sexy y deliciosa que había visto y qué ganas le había tenido siempre. Al fin, estaba a solas con
ella para hacer lo que quisiera, pero no exactamente en las circunstancias que había fantaseado. Pero…
que Cindy estuviera muerta no tenía que ser necesariamente un obstáculo. Es decir, yo también lo
estaba, por las trágicas coincidencias sucedidas que, invariablemente me inculpaban y la imposibilidad
de defensa delante de un imperio de dinero y poder…
   “...al que me pregunte, que me estoy bañando y que me espere” recordé. Tenía tiempo para jugar un
rato con lo que más había deseado en toda mi vida y que tenía ahí servido para mí. Maldita bruja, murió
humillándome. Recuerdo incluso que dijo: «con quienes yo, ni muerta». Pues, pensé “Te equivocaste,
Linda ejecutiva. ” y me lo empecé a sacar.

Capítulo 6

Ya lo había decidido y sin pensar mucho. Si yo no tenía salida y sí un poco de tiempo… La aprecié por
unos segundos, esbelta, hermosa, deseable como nunca. Le acomodé gentilmente el cabello, pues tenía
mechones desordenados y arrugados pegados a la baba que hacía un segundo había parado de salir. La
limpié. La puse boca arriba y le estiré los brazos y piernas. La cargué a la cama. Aún olía delicioso. Le
masajeé el rostro con delicadeza y logré quitarle en buena parte la expresión de horror.
   —qué hijueputa tan DI-VI-NA. —me dije a mí mismo.
   Le acaricié el rostro y sin el menor recelo, le besé los labios. Se me paró. La acaricié de pies a cabeza,
por encima del bicicletero y la camiseta esqueleto. Acerqué la cara a todo su cuerpo para escanearlo
con mi olfato. De haberla visto por casi tres años en traje elegante, tenerla ahí embarradita me parecía
muy romántico. Besé su ombligo. La próstata me daba pulsaciones. Bajé la mirada y descubrí que tenía
una erección sin precedentes. Yo no era circuncidado, pero aún así el glande se asomaba casi todo. Le
empecé a quitar la ropa. Debajo de su fino y brillante bicicletero tenía una tanga, azul también, aunque
más oscuro. Qué gloriosas nalgas, redondas y prolijas. Las besé. Ese vientre, ah… ese vientre
pequeñito que se elevaba como una pista hasta empezar las costillas y después… esos senos erectos con
orgullo. Le besé desde las rodillas hasta el pubis. Le chupé al calzón, qué morbazo. El olor a panocha
sudorosa por la actividad física estaba en su punto y me lo sorbí todo. Me le puse encima, le chupé las
tetas y metí mi boca en la suya. Le lamí los dientes y la comisura de los labios —por si se lo preguntan:
El cianuro que ella había ingerido, ya había reaccionado y convertídose en otra sustancia, sino, no
estaría muerta —.
   Le corrí la tanga a un lado y la penetré. Uff… ahí estaba yo, dándole verga a Cindy Carrión… ¡qué
delicia! Perreé como loco. En un arrebato de descontrol, me puse de pie y la llevé al sillón que había al
lado. Me senté y la puse de frente sobre mí, con algo de esfuerzo, claro, y lo seguimos haciendo. Me
encantaba tragarme su aroma de mujer irresistible mientras le bombeaba y le masajeaba sus perfectas
nalgas. También le pasaba las palmas de mis manos por toda la espalda. Le daba verga mientras
soportaba su peso. Su cabeza colgaba al lado de la mía y sus cabellos me cubrían. Sus brazos estaban
tendidos a los lados de sí en la posición más azarosa que la caprichosa gravedad había querido. Estaban
retorcidos. Gemía con locura.
   Su teléfono sonó. Ahí estaba el mundo afuera, creyéndose normal, con las actividades de mierda
planteadas por las psicólogas, mientras yo le daba verga a una ejecutiva muerta. La sola idea me hizo
venir. Me descontrolé en temblores y gemidos al tiempo que le proporcionaba a mi amante sin vida
chorros calientes de espeso semen. Mientras terminaba de experimentar ese descomunal orgasmo, le
apreté a Cindy la espalda con las manos y hundí mi cabeza en su cuello. Qué expereincia tan sublime y
hermosa, más allá del entendimiento de cualquiera. Ya solo daba saltitos ridículos dentro de ella y a
pesar de las ricas pulsaciones, ya había dejado de eyacular. Tomé aire y besé el hombro de Cindy. Seguí
amasando su espalda y me escuché mascullar:
   —Gracias.
   Después de un corto rato de éxtasis, la volví a poner sobre la cama con delicadeza. Mi intención era
despedirme, perdonarla y perdonarme y comerme el pedacito de chocolate. Pero cuando me vi de pie
junto a ella en la cama, supe que quería más. El teléfono había dejado de sonar. Puse el pedacito de
chocolate cerca para el caso de tener que tragarlo de emergencia. Le di la vuelta a mi diosa, la puse de
costado con la colita asomada sobre el borde de la cama. Me puse de rodillas y empecé a comerle el ojo
del culo. Desde que le halé la tanga y le miré su oscuro asterisquito, no resistí comerlo. Le besé los
pliegues al rededor de la rica abertura, le metí la lengua hasta donde entró —bastante, lo que me indicó
que Cindy practicaba el sexo anal— y chupé como muerto de hambre. Sostenía sus nalgas abiertas con
las manos mientras me ahogaba mamándole el culo a la ejecutiva. Me encantaba pensar en todas las
veces que la había visto en falda cortísima y que había fantaseado con su ano. ... Especialmente con su
ano. Ahora estaba chupándoselo. Ya empezaba a sentirse bien fría. Terminé la sesión de lengua con un
profundo y ruidoso beso negro. Lo tenía otra vez más duro que un puño y la enculé. Perreé por unos
minutos y sentí ganas de venirme otra vez, pero pensé que el tiempo se acababa y también quería
hacérselo por la boca.
De seguro no me quedaría tiempo para recuperarme otra vez, así que solo me quedaba una venida. Se
lo saqué de su gloria de culo y con un poco menos de delicadeza que las veces anteriores, le di la
vuelta. Ahora era la carita la que se asomaba sobre el borde del colchón. Le metí los dedos en la boca,
la abrí un poco y se la metí. Pero su lengua estaba en una posición muy rara, así que tuve que
acomodársela con dos dedos. Le dí por la boca como un loco. Le estrujaba las tetas y le metía los dedos
en la cuca mientras le bananeaba esa garganta. Mi cara de placer debió ser increíble. Terminé. Le puse
una mano sobre la cabeza para dar mejor el perreo final. Por ser la segunda venida, no eché mucho
semen, pero eché. Tenía el corazón a mil y perdía fuerzas. Se lo tuve que sacar. La boquita se le cerró y
empezó a escurrir un delgado hilo de semen de la comisura. Yo le besé el otro lado de la boca y le
susurré
   —Has sido un ángel conmigo.
   La puse en la posición más digna posible y me acosté detrás de ella un rato. Fue hermoso. Fué el sexo
más intenso que tuve en la vida. Tomé el chocolate en mi mano.

Capítulo 7

   Se me hizo agua la boca, por saber que venía la textura y el sabor del chocolate. Pero otra vez las
ideas me detuvieron. Ya que moriría e iba a dejar a todos aburridos y asombrados, decidí dejar algo más
todavía. Tomé su teléfono y me hice varias fotos con ella. Una de mi pene en su boca, otra de mí
lengüeteándole el ano y otra chupándole la vagina. Fué en ese juego, tan divertido que se me pasó el
tiempo y el mismo Carlos Lessing entró a sorprenderme. Me lancé sobre la golosina de la salvación
pero con la punta de los dedos, la tiré accidentalmente bajo un mueble. Cuando estaba yo ahí
intentando frenéticamente alcanzarla, varios compañeros de la empresa me sujetaron.

Carol Devia hizo algo ordinario. No obstante se volvió famosa. Hizo algo típico de novelas policiales
que todavía tenía algo de salida en el mercado de los medios. Fue condenada según las ridículas leyes
de mi país y al tiempo fue entrevistada por escritores para hacer su historia, documentales y artículos. Y
si eso le pasó a ella… Yo tuve la misma suerte, pero multiplicada por dos o tres y con un agregado
singular: No fui condenado. Carol Devia se gozó completamente la historia de sexo entre la difunta
Cindy y yo y aprovechó para alimentar el morbo de la prensa, diciendo “Fue una perra incluso ya
muerta”. De esa manera, dio una versión de lo sucedido que encajaba completamente con la mía y me
benefició enormemente. A ella la juzgaban por homicidio, a mí solo por depravado.
   El vuelco de atención sobre mí fue multitudinario. Las fotos del celular de Cindy se filtraron y el
escándalo pasó a ser de talla mundial. Los pequeños grupos activistas en pro a la libre sexualidad
aprovecharon para alzar la cabeza y gracias a mi historia, crecieron mucho. Muchísimo. Me visitaron
periodistas de varios países donde la lucha pro-necrofilia se acrecentaba. En cuestión de semanas tuve
ofertas para exiliarme y después de una fuga de película —esa, es otra historia— estoy aquí. Carlos
Lessing tuvo la desgracia de que a su amante la mataran y violaran en el país con la justicia más
ridícula del mundo. Tuvo que salirse de lineamientos y buscar justicia por su propia cuenta, pero
primero el estado y después los grupos activistas, me dieron protección.
   La prensa negativa obligó a que Unifarma fuera dividida en más de dos empresas que adoptaron
nombres nuevos, intentando no arrastrar la depravación que había manchado a Unifarma. Todo el
asunto, tanto para Carol como para mí, pasó del odio del público al rápido olvido. Tan pronto como un
supuesto virus mortal fuera liberado y se iniciara una sistemática e intencional despoblación del
planeta. El infierno se desató y la doble moral se le devolvió a la gente en la cara. Por la enorme
probabilidad de no vivir otro día, todas las personas, en especial aquellas que juzgaban a las otras
personas, sacaron sus lados oscuros de la represión a relucir, varios de ellos, mucho, mucho peores que
el mío.

 --Stregoika

23 - Futuro zombi
Stregoika ©2018
Parodia escrita en un momento de desesperación

De haberle visto las nalguitas toda la tarde a Laurian44, llegué al campamento con unas ganas
incontrolables de tirármela. Habíamos estado recogiendo objetos en los rellenos de Doña Juana todo el
día y Laurian44 se había puesto sin dudar unos pantalones de cuero que había encontrado. Le encajaron
muy bien. Desde que se los subió y se apretó la panocha con el tiro del pantalón, se le entalló ese
glorioso culito de 13 años y me pasé la mano por el paquete. Si no hubiera habido tantos recicladores
en la montaña, me la habría follado allí mismo. Pero eran las primeras horas del año 2154 y el relleno
prometía jugosos tesoros. Las fiestas en la ciudad de Nueva Santafé habían sido tan movidas y ruidosas
que se oyeron hasta el refugio. Recuerdo haber estado rellenándole la arepa a Sandy-42 —mi otra
esposa—, haber mirado al cielo y no saber si las luces que rayaban el cielo eran por mi orgasmo, por
otra nube radioactiva que llegaba desde Venezuela o por el año nuevo. En todo caso, me vine como un
animal y me tiré boca arriba a pasar el éxtasis y luego a dormir. No sé qué pasó con Sandy-42, quizá se
fue a festejar con Laurian44. No solo eran co-esposas, sino que tenían el mismo rango de edad y se
llevaban muy bien. Yo, era de una generación diferente. Si hasta tenía un nombre sin números: Yorvan.
Cuando al fin llegamos al refugio, si apenas me quedaban fuerzas para pensar en sexo. Los tobillos me
palpitaban, como si se quisieran desprender de los pies para descansar. Eran 6 horas de camino desde
los rellenos hasta el centro del refugio, en medio de barrios hechos sobre las ruinas de la vieja Bogotá.
No se sabía qué era más peligroso, si las pandillas pro-hipsters de Nueva Santafé, las ratas venenosas o
los propios refugiados. Las esposas jóvenes y bien desarrolladas como Laurian44 y Sandy-42 eran muy
codiciadas, más que todo por su atractivo y entre los 10 millones de refugiados que rodeaban a nueva
Santafé, se habían formado bandas de crimen organizado que entre otras cosas, operaban con
prostitución. Las pandillas pro-hipsters eran bandas de ciudadanos de Nueva Santafé que iban a los
refugios a “hacer limpieza”. Había un acalorado debate en los medios de comunicación sobre el origen
del grupo, por una minoría que apareció por ahí diciendo que los hipsters fueron personas de ideas
pacíficas e igualitarias. Pero muy pocos se comían ese cuento. Estaba muy claro que el mundo había
empezado a joderse a principios de milenio por una generación que destruyó el medio ambiente. Lo
habíamos visto en todas las películas. Ahora, los pro-hipsters querían borrar la pobreza del mapa, nada
menos que eliminando a los pobres. Y, porque se lo deben estar preguntando, las ratas, eran unas ratitas
ultra-veloces y muy inteligentes que además eran venenosas. Su mordida era como la de las extintas
mambas negras. Unos decían que las ratas eran un intento de acabar con los refugios, otros decían que
habían mutado por el invierno radioactivo tras la guerra en Venezuela. Yo era de los muchos que tenía
esposas legales en los refugios. Desde que el Vaticano tenía sede en Brasil, las cosas se habían
facilitado mucho para los pobres. En los refugios, había inclusive mujeres casadas con mujeres
menores. Digo “mujeres menores” porque las palabras “niño” y “niña” eran muy relativas. De hecho,
su definición y uso eran objeto de otro acalorado debate en los programas de 14 horas de Regiina11,
que los habitantes del refugio veíamos de principio a fin los sábados. El conflicto yacía en que, por
ejemplo, mis dos esposas estaban normalmente desarrolladas para su edad, tenían enormes y jugosas
tetas, caderas para montar y pubis bien poblados. No eran fértiles solo porque nos apegamos al
programa de esterilización del Vaticano. Eso no se ajustaba a lo que había significado ser niño, hasta
que los organismos genéticamente modificados se legalizaron en todo el mundo hace más de un siglo.
Las niñas podían quedar embarazadas a los 8 años. En cambio, los hombres retrasaron su desarrollo.
Era lo más normal que un hombre tuviera su primera erección a los 18. Para las mujeres casadas con
mujeres, había disponible una pieza de biotecnología que usaba el ADN de cualquier célula para,
literalmente hacer espermato-génesis in-vitro de bolsillo. En palabras sencillas, que una mujer pudiera
embarazar a otra con oprimir un botón. Los dispositivos eran del tamaño de un lápiz, solíamos
encontrarlos mucho en la basura. Y eran costosísimos, no por su tecnología sino por las implicaciones
de su uso. No querían que ningún pobre pudiera reproducirse. Pero la fertilización lesbiana era muy
popular en las ciudades.

Agarré a Laurian44 acostado, apoyando todo el peso en mi cadera, porque con los pies apaleados no
podía darme el lujo de hacerle poses ni nada elaborado. Al fin estaba disfrutando ese culito después de
tenerle ganas todo el día. Me encantó cómo le tallaron esos pantalones de cuero. Le bombeé duro
mientras le estrujaba la teta izquierda, que apenas me cabía en la mano. Sandy-42 se tocaba al vernos.
Empezó haciéndose círculos con la punta de los dedos sobre el panochón, ahí arrodillada; y con la otra
mano sobre las tetas. Miraba el coito de Laurian44 y yo, resoplando y saboreándose. El señor del
campamento vecino sintió la faena, pues el toldo que separaba los campamentos iba y venía. Pero todos
estaban acostumbrados a eso y a todo lo demás. El señor se sentó dando la espalda, demostrando una
anticuada conducta. La mujer del campamento de en frente hizo algo más normal, pues empezó a
masturbarse también. Se desajustó las correíllas con que se amarraba los tetones y los soltó como a
perros bravos. Las inmensas bolas saltaron fuera de su prisión y empezaron a ser amasadas por la
hambrienta mano de su dueña. La rubia hacía rugidos mientras se dedeaba con desesperación. Sandy-
42 se fue con ella. Se pusieron a follar muy a gusto. Incluso, se turnaron para masturbar la una a la otra
con una de esas Lesbian-Mother-matic que alguna rica había desechado. Recuerdo haber visto a Sandy-
42 darle con tanta fuerza a la desconocida que sus labios vaginales saltaban como escrotos vacíos. De
hecho eyaculó y aulló como perro que ve al diablo. Al instante de sus primeros aullidos, se sumaron
cientos más, de muchos de los refugiados que también estaban follando. Se oían aullidos de todas las
direcciones y distancias. Los más lejanos llegaban estirados por la distancia. Apreté los dientes, me reí
a carcajadas y en medio de muchos peos, de laurian44 y míos, me vine. Los aullidos fueron
desvaneciéndose progresivamente. La mujer que se había cogido a Sandy-42, tenía una esposa ilegal,
una mujer menor, como de 10, que se sentó delante de ellas y empezó a tomar hologramas con un
obsoleto mind-phone. Uno de esos enlazadores satelitales de bolsillo que se suponía, te programaba
toda la vida y no tendrías que volver a usar la mente. Pero el Mind-phone, fue un fracaso, ya que su
supuesto objetivo lo logró de manera mucho más económica la fluoración del agua. O eso decían a
veces los panelistas de Regiina11. La niña era toda una experta manejando el mind-phone. Enfocaba y
una pirámide de luz azul envolvía al objetivo por un segundo. Sandy-42 y su nueva amante, abrieron
las piernas y dijeron “Whisky”. A los pocos segundos, un millón más de mind-phone se encendieron y
el cielo sobre los refugios se convirtió instantáneamente de un rojizo atómico a azul eléctrico. El
“whisky” de las chicas se reproducía hasta el infinito en el espacio y otra vez empezaron los aullidos.
Todo mundo estaba masturbándose o teniendo sexo viendo los hologramas. Alguien del refugio se
había encontrado o había robado un holobeam, también obsoleto pero más avanzado que el propio
mind-phone. Una de las cosas que hacía era, proyectar los hologramas en tamaños descomunales. Lo
usaban para ver deportes. Pero esta persona proyectó el holograma de Sandy-42 y su veterana pareja en
el cielo, de modo que sus astronómicas vaginas ocupaban todo el firmamento. Se veía muy bien su
carne esponjosa y húmeda y los vellitos aplastados por el lubricante y el sudor. La piel en sus vulvas
estaba detallada célula a célula. El sonido revuelto del mismo “Whisky” repitiéndose una y otra vez
como los grillos en el monte, cuando había grillos y monte en el planeta y los aullidos entremezclados
y locos, se eclipsaron por el colosal sonido que el holobeam creaba a partir de magnetismo en el mismo
aire: “WHISKY…” tronaba una y otra vez, desde dentro de las galácticas vaginas. Parecía la voz del
mismo dios hablando desde las alturas. Solo era una noche más en los refugios. Y lo era para casi
todos. Como decía el dicho, había que disfrutar la vida, así es que me puse boca arriba a ver esas
panochas mientras me cogía el sueño. Laurian44 hizo lo propio. Pero, por una extraña razón, me dio
por mirar a un lado. En otro campamento había alguien, pecho a tierra, apretándose visiblemente fuerte
la cabeza con las palmas. Parecía que para él había demasiado ruido. Además gritaba y lloraba
desesperado. Sentí pena y agradecí por no tener esos problemas. Ya había sabido de gente como esa.
Tenían una maldición o algo así. Creo que decían que ellos tenían una parte del cuerpo, en la cabeza,
específicamente, que los hacía sufrir y que las cosas que había hecho el estado para erradicarla en la
población, no había hecho efecto en ellos. Así que ni el mind-phone ni el agua con flúor los habían
podido salvar. Alguien llegó a decir inclusive, que para ellos, el paraíso en que vivíamos, era más bien
un infierno. No me extrañó en nada encontrarlo al día siguiente habiéndose suicidado.
24 - Confesión real de un profesor
©DNDA Co, Todos los derechos reservados 2018  
Relato de alto nivel, romántico y porno, sobre una relación amorosa entre un profe solitario y una
chica de noveno grado.

Prefacio
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Esta es la historia de la mejor experiencia de mi vida. Puede que resulte un poco larga, pero sé que
habrá un puñado de público que la aprecie, como ha resultado con algunos de mis cuentos. Hay
personas quienes gustan de leer una historia bien contada que, aunque sea un relato erótico, sea algo
más que una descripción lineal y tosca de acciones. Por eso, a esa selecta porción de lectores les regalo
hoy la primera historia REAL₁ que publico.

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₁ Bullshit ¡Ya quisiera yo!
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Capítulo 1 Natalia
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Todo empezó por un proyecto que me inventé en un colegio al que acababa de entrar a trabajar. Yo no
quería ser el típico profesor que pasaba sin pena ni gloria y que después de irse, nadie recordara. Eso
era todavía más difícil si uno se adjuntaba a la empresa cuando el año ya había avanzado. Así que me
puse pilas a trabajar.
   Como se avecinaba la semana de ferias, me propuse a hacer mi propio proyecto relámpago. Por aquél
entonces, el video en 3D casero todavía era algo muy novedoso. Se me antojó hacer una demostración
de cómo hacer video anaglifo con cámaras normales y para llamar la atención, poner en escena a una
muchacha bien bonita, bailando seguramente. Pero la búsqueda no fue fácil. El colegio estaba,
obviamente, lleno de mamasitas que sabían bailar, pero ninguna quería comprometerse tan avanzadas
las fechas. Fue cuando apareció Natalia:
   —Profe y el video ¿tiene que ser de baile? ¿no puede ser de gimnasia, digamos?
   nunca se me había cruzado por la cabeza.
   —¿Tú haces gimnasia, mi amor?
   Sé lo que están pensando. Decirle “mi amor” a una estudiante. Pero yo siempre lo hice y nunca nadie
dudó de lo fraternal que sonaba.
   —Pues también bailo bien, pero se me da mejor la gimnasia. Yo quiero aparecer en el video, pero
quiero salir haciendo gimnasia.

Hecho. Desde ese momento en adelante, las cosas marcharían siguiendo un guión escrito por el
universo. Lo que otras personas gustan de llamar “voluntad de Dios”, porque se cumple sí o sí. Solo
que, con un grado más de madurez: la conspiración del universo está más allá del bien y del mal. Y,
siempre queda el albedrío para que los fulanos en cuestión decidan qué camino cursar. La vida, cumple
con poner todo en bandeja de plata.

Natalia era un bizcochote de muchachita de 14 años, de esas que uno, así tenga 36, sueña con haber
tenido de novia a esa edad. Pero también cumplía con el otro requisito, ante los ojos de hombre con que
uno fue dotado —¿o maldecido?—: Natalia inspiraba sexo. Por lo general, las niñas de colegio de
grados octavo a undécimo, inspiraban fantasías de un corte a la vez. Románticas o sexuales. Pero
Natalia era una deliciosa rareza que inspiraba ambas. Claro que, no me di cuenta del sexo que inspiraba
hasta que entró al aula múltiple, donde yo la esperaba con el equipo de audiovisuales y empezó a
quitarse el uniforme. Sí, lo que se están imaginando es lo mismo que me imaginé cuando ella entró,
cerró la puerta y se desabrochó y quitó la jardinera: Que quedaría en ropa interior y eventualmente,
desnuda. El corazón me dio un brinco. Afortunadamente, solo fue un truco de mi imaginación. Natalia
se había quitado la jardinera y la había arrojado sobre la colchoneta, pero había quedado en leotardo.
Sea como sea, el efímero espectáculo fue bastante provocador. Natalia venía de cambiarse en el baño,
solo que se había puesto la jardinera otra vez encima para no atravesar el colegio en leotardo. “Qué
mamasita” me dije a mí mismo. Estaba en una de esas situaciones, tan lamentablemente repetitivas
cuando uno es profesor, en que hay que hacer de tripas corazón y hacerse el fuerte o el indolente o el
que uno es de piedra. Casi siempre, la tentación y la lívido se controlan con éxito, pero a un precio
altísimo que con el tiempo, uno se aburre de pagar: ansiedad.

Natalia tenía la piel color trigo. Pero no era ese hecho por sí solo el que hacía que uno quisiera
morderla como un apetitoso pan. Sus formas esculpidas por la combinación de la edad y la práctica
deportiva, hacían que uno aflojara la mandíbula. También, era de esas niñas con un bio-tipo que
encanta a los incautos varones, ya que, sus brazos tenían una tenue capa de vello, del mismo color de la
piel, por lo que también tenía las cejas bellamente pobladas. Y su rostro… (suspiro) su rostro… todavía
puedo sentir esas mejillas que se le horadaban con la sonrisa y esos ojitos negros que desaparecían
cuando reía. La muchachita de noveno grado se había amarrado la melena de forma reglamentaria, para
no mechonearse a sí misma cuando estuviera haciendo la rutina.
   —¿estás lista? —le pregunté
   —claro ¿y tú?
   —por supuesto. Empieza cuando quieras.

Capítulo 2 Gimnasia sensual


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Ay dios. Si solo verla ahí de pie después de arrojar su jardinera me tenía cardíaco, verla hacer su rutina
me desestabilizó. Mientras aparentaba serenidad, rogaba a dios un poco de fuerza. Por momentos ni
siquiera grababa bien, pues prefería verla en vivo y en directo y no a través de la pantallita de la
cámara. Natalia hacía medias lunas y otras piruetas de gimnasia artística. La hermosura de su ser se
hizo casi tangible. La gracilidad de su cuerpo, la estética apabullante y la sensualidad macabra. Sí,
macabra. Lo que le hace la belleza del cuerpo de una jovencita a la mente de un hombre normal, es una
trampa macabra de la naturaleza que la civilización ingenua e impotentemente ha tratado de prevenir.
   Entonces estaba yo ahí, en el potro de torturas, encadenado. Pero encadenado por mí mismo, siendo
yo mismo el verdugo, por decisión. Y ¿qué tal si decidía liberarme? Natalia seguía haciendo
movimientos que alardeaban de equilibrio y concentración. De vez en vez estaba sentada con los brazos
y piernas abiertos o juntando la punta del pie con sus manos por detrás de su cabeza. Era buena. Y yo,
estaba muriéndome. En medio de la rutina, el leotardo se le había recogido bastante y estaba
metiéndosele en su trasero y vagina de manera brutalmente provocadora. Tuve el pródromo de la
horripilante ansiedad, pero, decidí no pagar el precio y permitirme disfrutar. La observé por varios
minutos. Me deleité mirando ese coñito, allá pasivo y a merced de los movimientos de las piernas, que
se estiraban y encogían, iban y venían. Qué jugoso manantial de delicias. “No aguanto, tengo que ir a
pajearme” pensé. Por cómo estaba, acabaría en un minuto, máximo, echaría el semen en el lavamanos y
lo enjuagaría rápidamente. El descanso vendría pronto y sería un gran alivio.
   No se diga más ¡al baño! Empecé a atornillar la cámara en un trípode y Natalia me sorprendió
sufriendo. Estaba temblando y no controlaba bien mis dedos.
   —¡profe…! —sonrió desde donde estaba.
   Entonces suspendió su rutina y se quedó sentadita mirándome. Todavía faltaban meses para que yo
me enterara que ella se había dado cuenta que yo tenía una carpa de circo en el pantalón.
   —¡PROFE! —insistió, con un asombro que yo todavía no entendía, mientras yo trataba de que
enroscara la punta del tornillo cabrón hijo de su puta madre con la tuerca de la puñeta y malparida
cámara.
   Pero yo parecía tener Parkinson además de los dedos llenos de aceite. Ella me miraba con los ojos y
la boca abiertotes y media sonrisa.

A ver, pausa. ¿Suena increíble? Pues ¿qué puedo decir? Lo es. Pero, en honor a la verdad ¿han oído de
la paradoja del simio escritor? Resulta que, en la lógica, alguien desocupado estableció que, si encierras
un simio con una máquina de escribir, con el suficiente tiempo, terminará escribiendo una novela. Con
el suficiente tiempo, hasta lo imposible ocurre. Por eso ahora son comunes los resultados de lotería con
los cuatro números iguales. Y a mí me ocurría esto. Una niña de noveno grado se percataba de mi
erección y no reaccionaba con miedo ni asco, como lo hubiera hecho cualquier otra niña adoctrinada
por una sociedad prejuiciosa y temerosa, sino con sano asombro. La explicación no era tan simple, toda
vez que había tardado años en hallar un patrón, un efecto y una causa comunes: Las chicas como
Natalia, absolutamente adorables y que son la encarnación de la chica de los sueños de los hombres
sensibles y solitarios, son criadas solo por sus padres. Están libres del miedo a los hombres que
transmiten como una infección todas las madres. Son chicas y luego mujeres excepcionales. Había
conocido una durante mi juventud y dos durante la universidad. Ahora, Natalia, 22 años menor que yo.
Si para su mente libre de prejuicios, provocar una erección no era nada de otro mundo… lo que venía
después… mejor sigamos ¿en qué íbamos?

   —¿Qué haces? —me preguntó.


   —en seguida regreso.
   —no, no te preocupes, profe. Una toma más y ya. Además, ya tengo qué volver.
   “que no me preocupe ¿de qué?” pensé ingenuamente. Pero le hice caso, principalmente porque quería
mirarla un poco más antes que se fuera. El resto de su rutina fue muy diferente a lo que había sido hasta
entonces.
   Ahora, me miraba todo el tiempo, con la boquita sutilmente estirada para los lados y sus movimientos
parecían ser más conscientes, menos mecánicos. Creo que es de lo más hermoso que he visto tan de
cerca en mi vida. Estábamos en una situación tan íntima y tan sugerente que, por lo menos a mí, se me
había olvidado el resto del mundo. Seguí hipnotizado con el brillante micro-tejido de su leotardo y su
piel flexible haciendo bellas figuras, como alabando al aire. Me hacía suspirar.

Cuando terminó su rutina, se incorporó y empezó a ponerse la jardinera. Yo empecé a recoger mis
cosas. Tuve la fantasía de que acabábamos de hacer el amor. Ella se abotonaba la jardinera a un lado de
la cintura, mientras me preguntó
   —profe ¿tú eres casado?
   En medio de la fantasía que tenía mi cabeza, razoné las opciones de respuesta. Decir la verdad,
conduciría a más preguntas que a su vez llevarían a la humillante verdad, que yo era un solitario. Decir
que estaba casado, era una mentira todavía más humillante. Así que, dije lo intermedio, la mentira más
bondadosa posible.
   —Me voy a casar, este año me caso.
   —Ay, felicidades profe.
   —Y eso ¿por qué la pregunta?
   —No. quería saber si tenías novia —sonrió pícaramente.
   Obviamente su pregunta se debía a cómo me había puesto por verla hacer gimnasia, pero yo todavía
no lo sabía.

Pues bien, la grabación terminó, ella se marchó y yo me fui al baño a hacerme una de las pajas más
gloriosas que tengo en memoria. Recuerdo haber tenido en la mente repitiéndose la visión de su
panochita apretada entre ese afortunado leotardo azul oscuro, apretándose y aflojándose con las
piernas. No sé por qué fui tan tonto por tantos años y soporté la ansiedad solo por cumplir con un
estándar de supuesta rectitud, de no mirar, no pensar, no desear. Prrr… Yo creía que todo había
terminado. Una niña bonita y sensual más por la que me saqué un pajazo celestial para agregar a la
lista. Pero no. El haberme provocado una erección, suscitó un interés en ella que desató los
acontecimientos más peligrosos y románticos de mi vida.

Capítulo 3 el incidente de la nucita®


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Al poco tiempo hubo una semana de vacaciones, durante la que usé el recuerdo de las rutinas de
gimnasia de Natalia para mis solitarias noches y mañanas. El video también era bueno, aunque no
tanto, porque lucía más grabado por un profesional que por un pervertido, pues Natalia aparecía solo
del abdomen para arriba. Honestamente, no fui capaz de grabarla abusivamente. Durante el descanso,
no imaginé ni soñé lo que vendría tras el regreso a clases.

   —¡Primero fue el huevo!


   Esa vocecita dulce y consentida se me hizo muy conocida. Pero estaba demasiado metido en mis
pensamientos todavía.
   —¡Mírelo! Profe ¡primero fue el huevo y después la gallina!
   entonces volteé la mirada como un zombi y Natalia y sus amigas se echaron a reír.
   —Profe ¿en qué piensa? —se carcajeó Natalia.
   Su risa era adorable. Me miraba con la carita hinchada y el cuerpo doblado por la carcajada. Si hasta
se palmoteaba los muslos. Al verla, tuve una sensación rara de haber estado con ella toda la semana de
vacaciones, en un idilio y una lujuria indecibles: Pura paja. Entonces, al fin aterricé.
   —Natalia. hola corazón.
   —Hola profe.
   Natalia metió en su boca la ridículamente pequeña cucharilla de la nucita® que venía comiendo.
Despidió a sus amigas y se sentó a mi lado. Ese solo acto significaba mucho para mí. Natalia era
atípicamente amable, sobre todo para lo que era el adolescente promedio. Yo estaba sentado en un
sardinel del patio y Natalia se ubicó a mi lado, cuidándose de meter bien la parte delantera de su falda
entre sus piernas, para no mostrarle sus delicias a todo mundo.
   —¿Cómo estuvo tu semana? —le pregunté.
   —Bien, ya tengo listo todo lo de la feria.
   —Qué bien.
   —Y ¿cómo estuvo tu semana? ¿cómo vas con tu novia?
   Me asombré. Una conversación tan aparentemente frívola, permanecía en su memoria. Estaba
preguntándome por mi novia, lo que era deprimente, puesto que era ficticia. Otra vez me encontré
sorteando las respuestas.
   —Peleamos.
   —Ay, no ¿por qué? —se lamentó
   —Porque vio el video tuyo y se puso celosa.
   Creo que, un demonio me asistía poseyéndome y hablando por mí, debido a que yo era demasiado
idiota para hablar por mí mismo. Natalia soltó una sonora carcajada, cuyo aire disparó hacia adelante
como invitando al mundo entero a reírse con ella. Ni siquiera se había preocupado por terminar de
engullir la media cucharadita de nucita® que le quedaba sobre la lengua. Entonces se puso el dorso de
la mano sobre la boca y pidió disculpas.
   —No, profe, en serio.
   —En serio, mi vida. Se dio cuenta de lo hermosa que eres y se puso celosa.
   —Ay, tan lindo usted, profe. Pero no peleen. Ella debe saber lo afortunada que es.
   No pude más que fruncir el ceño, encoger los ojos casi tanto como lo hacía ella cuando reía y mirarla
sin dar crédito a lo que acababa de oír. ¿Estaba correspondiendo a mi coqueteo? La respuesta me la
ofreció la vida en el segundo siguiente:
   —Toma el último pedacito de mi nucita —dijo.
   Raspó bien el recipiente con la cuchara y sin pensárselo, se retorció un poco para llevarla a mi boca.
Yo no titubeé y acepté el bocado. Pero la cuchara era tan pequeña que toqué sus nudillos con mis
labios. Ella sonrió. Una vez habiendo renunciado a pagar el precio de la insufrible ansiedad, todo fluye
mejor. Es como volver a la vida, salirse del sistema, desencadenarse… cubrí su mano con la mía y besé
sus dedos. Una pequeña parte de mí gritó a truenos “¿Esto en verdad está pasando?” miré alrededor y
ahí estaba el colegio, el mundo seguía girando, solo que lo hacía sumergido en su sueño, mientras
nosotros abandonábamos los convencionalismos y nos poníamos sobre todos ellos. Natalia aceptó mi
gesto y cabeceó de forma consentida. Dio dos lastimeros golpecitos con la cuchara sobre el fondo vacío
de su recipiente de crema de chocolate y leche y se dijo a sí misma
   —¿Por qué no dejé más nucita?

Las experiencias prohibidas, se van sumando y dando más y más sentido a la vida. Inclusive puede uno
ir de pie en un transporte atiborrado de gente, pero ir sonriendo. U olvidar rencillas que uno tiene con el
mundo y hasta perdonarlo. ¿Acaso estaba enamorándome?

Capítulo 4 todos los profes lo hacen


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Había decidido darle continuidad, aunque fuera simbólica, al asunto de la crema de chocolate y leche.
Compré un frasco grande de nucita® para obsequiarle a Natalia. Estaba aguardando el momento para
dárselo y este se precipitó sobre ambos. Una soleada mañana, llevé a grado undécimo a los prados para
que hicieran una actividad. Al lado, en la cancha, estaba el noveno de Natalia en educación física. Supe
que Natalia me tenía prendado cuando la miraba más que a las otras. Incluso más que a las chicas que
antes me parecían más mamasitas que Natalia. Mientras mis estudiantes hacían bulla y reían
enredándose con una lana, me desentendí por un minuto para descansar la mente y retrasar un poco la
inevitable demencia que le espera a todo docente. Me senté en el prado y me dispuse a contemplar el
partido de baloncesto. Tren de ricuras. Me pregunté si los profesores de educación física eran eunucos o
qué. Por lo general, sobre todo en colegios públicos y sobre todo en aquellos tiempos, la ropita de
deportes de las chicas era una provocación. Ya saben —lo he dicho en mis cuentos— por la muy
absurda filosofía feminista de que las mujeres pueden verse provocativas, pero que los hombres no
deben provocarse. Las chicas jugaban con camisetita blanca, ajustada hasta que sus formas no solo se
revelaban, sino que se acentuaban y un bicicleterito azul de gimnasio que ahorraba verdaderas fortunas
en tela. Como si fuera poco, había chicas que se ajustaban todavía más su uniforme de deportes. No
tengo claro si era intencional o qué, pero el espectáculo de panochas apretujadas hasta la asfixia y
nalgas asomadas era como para que le pusieran a uno camisa de fuerza y babero. Ahora, si es que no se
lo han imaginado, Natalia era de esas que, ignoro si por intención o porque su cuerpazo no daba para
menos, llevaba ese bicicletero como pintado con brocha y cubriéndole apenas lo exigido por la
sociedad. Me vio desde su partido de basket y lo abandonó de inmediato para correr a saltitos hacia mí.
   —¡Hooola profe!
   —Hola mi amor ¿cómo va todo?
   Se sentó a mi lado.
   El aroma de cuando se sentó la última vez junto a mí me había encantado. Y ahora, me hipnotizaba y
me subía a los cielos el olor de su cuerpo bañado en sudor y mezclado con su jabón de baño y su
perfume. Se notaba que usaba cosas caras, de esas que están diseñadas químicamente para reaccionar
con la temperatura y la acidez de la piel y oler bien. Su pecho crepitaba por la respiración agitada. Sus
preciosos senos subían y bajaban con la camisetita pegada por el sudor. Podía ver su delgado brasiér.
Además, tenerla ahí al lado con esas rodillotas empinadas y sentir su calor, me aceleró el corazón.
   —¿Qué están haciendo? —me preguntó con poco aire, refiriéndose a mi curso.
   —Un juego.
   —Se ve como chévere. ¿Cuándo nos lo haces a nosotros?
   —mmm, puedo ajustarlo a lo que ustedes están viendo.
   —¿Ellos que están viendo? —dirigió su mirada a los de undécimo
   —nube electrónica. Orgánica.
   Natalia subió las cejas y abrió la bocota, como de costumbre. Miró al vacío y dijo
   —Ah, eso…
   “Esta china debe ser muy buena en teatro” pensé. Cada gesto que hacía era rebosante de gracia y
adorabilidad. Tenía la cara rojita y el cabello amarrado, aunque algunos mechones no habían soportado
el calor y estaban fuera de lugar. “Quién pudiera tenerla así pero debajo de uno” pensé.
   —Natalia ¡venga a ver! —le gritó su profe de deportes.
   —Voy profe —Natalia se levantó de un brinco a su encuentro, pues el profe ya venía hacia nosotros.
   “En el nombre de todos los dioses, qué culo ¿quién hizo eso? ¿cómo va a tener eso así y a traerlo al
colegio? Que respete a los hombres reprimidos como yo” pensé. Qué pedazo de culo tan rico, trágame
Tierra… La observé detenidamente dar cada paso desde que se levantó y puso su trasero cerca a mi
cara hasta que volvió a la cancha. La próstata me palpitaba tanto como el corazón. De lo que no me di
cuenta, fue que Ricardo, el de educación física, me había visto verle el culo a Natalia y chorrear la baba
como perro. Estaba trotando hacia mí. Entonces llegó hasta mí, me pasó la mano detrás de la cabeza y
apretó amistosamente mi hombro. Me dijo prácticamente al oído
   —Sí, yo sé que está buena, pero disimule porque aquí hasta el pasto tiene ojos.

La historia de Ricardo merece su propio relato. Aquí, solo diré que él se convirtió en mi cofrade de
copas y tutor, aunque era más joven que yo, en cuestión de amores profesor-colegiala. Dicho sea de
paso, si ustedes conocen algún profesor de bachillerato, no importa lo que piensen de él, ha tenido al
menos un romance con una estudiante. Creo que diría “tendría que ser gay para que no tuviera un
romance”, pero los profesores gay tienen romances con los jóvenes. Si hasta conocí de primera mano la
historia de una psicóloga escolar que tuvo un acalorado romance con una chica de undécimo. La menor
manipuló a su antojo a la funcionaria para evitar que emitiera su concepto profesional sobre ella, hasta
que la enamoró. ¡Vamos! dejen de creer que hay una especie de estatus supremo que tienen quienes
trabajan con menores de 18 que los hace idóneos e impecables. Prr, eso no existe. Es como creer que a
los curas no se les para el pito o los policías nunca se pasan una luz roja o los médicos no se pegan una
traba. Hasta la policía de menores tendrá fantasías en la privacidad de sus pensamientos cuando
confiscan material prohibido. La diferencia es que somos un puñado los que hablamos abiertamente de
esto.
   Bueno, en lo que estábamos: Por un consejo de Ricardo, le dejé el frasco de 500 gramos de nucita®en
su maleta, anónimamente. La reacción de ella sería muy informativa para mí. Y en efecto, así sucedió.

Un día que se llevaba a cabo una celebración de alguna estupidez, una de 150 que hay cada año en los
colegios, hallé el momento preciso para dejarle el regalo a escondidas. Y no tuve que esperar mucho
más de una hora, pues tan pronto ella descubrió el presente, me buscó por todo el campus hasta que me
encontró. No creo poder confirmarlo, pero creo que fui el primer sospechoso y eso ya significaba
bastante. Faltaba ver cómo lo tomaba.
   —Profe ¿fuiste tú el que metió la nucita en mi maleta?
   estaba de pie frente a mí, con las manos unidas por delante, sin ninguna expresión predecible.
Estábamos en el pasillo que daba salida a grado décimo. Y ahí obró otra vez el destino. La ruidosa
campana sonó al tiempo que yo hablé.
   —¿Qué? ¿Si o no? ¡ay profe no le oigo! —se quejó ella.
   —SI, ES DE MI PARTE —me hinqué y subí la voz.

Mi intención era darle un beso en una de sus preciosas mejillas. Me agaché los pocos centímetros que
necesitaba para hacerlo. Por la campana, los de décimo salieron como estampida en erupción volcánica.
Natalia, sorprendida, brincó a abrazarme y el beso que yo estaba dando le calló en el cuello. Traté de
disimular, pero el abrazo de ella era demasiado sincero y un corrillo de chicos de décimo,
boquiabiertos, estaba en torno nuestro. Fue como empezaron los rumores y la parte más llena de ají de
mi historia.

Capítulo 5 La conspiración cósmica


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El clímax de todo lo ocurrido llegó gracias a un paro de transportadores. Ese viernes, los conductores
no solo pararon, sino que bloquearon vías por toda la ciudad y la “secuestraron”. Como yo vivía tan
lejos, salía desde tan temprano que viajé antes que el paro empezara. Por eso llegué al colegio. Otros
profesores tuvieron que caminar por horas y llegar, como buenos asalariados. Pero los estudiantes no
tienen esas obligaciones absurdas. En el colegio había si acaso el 30% del estudiantado. De mi curso de
33 jóvenes, habían llegado 12 y 4 se devolvieron. Lo mismo ocurrió en cada grupo. Prácticamente no
había nadie. Lo mejor ocurrió cuando, el típico grupo de profesoras proactivas sugirió reunir a los niños
en actividades lúdicas. De los 8 que me quedaban, se fueron 5. Cuando me di cuenta, a mi salón habían
llegado todos los desparchados de cada curso.

   —Qué, profe ¿nos va a contar historias de terror? —preguntó uno de los chicos de décimo.
   Yo era un afamado contador de historias e interpretador de sueños, incluso en el tan poco tiempo que
llevaba allá. Como no había nada qué hacer y se aproximaba Halloween, accedí.
   Como habrán adivinado, Natalia era una de ellos y se sentó ‘al mando’ conmigo durante esa mágica
mañana. Si hasta habían tapado las ventanas con cinta y carteleras viejas para oscurecer el salón y
ambientar mis relatos. Quepa el comentario, fue todo un honor ser reconocido por echar buenos
cuentos a viva voz y sacarles gritos a los chicos en plena época del ascenso de las creepy-pastas.
Mientras narraba las historias, Natalia me abrazaba. Estuvo muy bien pegadita a mí por mucho rato y el
ambiente fue de tal grado de libertad que me da nostalgia recordarlo. No había reglas, nadie juzgaba.
No había nada de malo en ello. Ni siquiera cuando ella tomó una de mis manos entre las suyas y la
frotó largo rato. Bueno, ese es uno de cien detalles románticos, pero omitiré los demás₂ en atención a
que este es un relato erótico.
_______________________
₂Por eso inventé el género
Romantiporn, para no tener
qué volver a omitir
el romance
¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯
Por su puesto hubo cartas de amor, un primer beso, situaciones no menos increíbles de lo que ya les he
contado, por ejemplo, como la defendía yo en situaciones escolares, etc. Por ejemplo, que un estudiante
que estaba profundamente enamorado de ella, lloró ante mí preguntándome por qué se la quitaba. Al
final lo admitió porque yo era su profesor favorito y creía que yo le convenía mejor a Natalia. Por
ejemplo, los sueños de Natalia que yo interpretaba y que significaban su obsesión sexual por mí. Por
ejemplo, que durante un descanso en un parque público, unos malandros se mezclaron y amenazaron a
un estudiante en un intento de ajuste de cuentas. A mí me responsabilizaron alegando el descuido que
cometí, ya que los delincuentes habían logrado llegar hasta ese punto, gracias a que yo estaba
embobado cantándole una canción a Natalia, guitarra en mano, en un rinconcito muy alejado. Hasta
fuimos el tema central de una columna de chismes en un pasquín impreso que era del proyecto de
idiomas. También aparecía Ricardo y una de sus choco-aventuras. Las chicas del proyecto me
entrevistaron y me preguntaron “¿Qué pensaría usted si una hija suya le dice que tiene una relación
amorosa con un profesor del colegio?”, a lo que descaradamente respondí “Pues si el profesor es como
yo, felicito a mi hija”. Lo recuerdo y yo mismo no puedo creerlo.
   En contraste, lo que viene a continuación es difícil de compartir, sobre todo por ser de forma
explícita, por el recuerdo grato y cariñoso que tengo de Natalia. Pero igual quiero seguir contando esta
historia, no solo por cachonda sino porque escupe en la cara de quienes se santiguan y niegan sus lados
oscuros refugiándose en la doble moral.

Después de una hora o un poco más de tertulia, los poquísimos estudiantes estaban dispersos por
muchas partes del colegio. Ya ni los directivos querían estar pendientes. Eran tan pocos muchachos que
parecía un día pedagógico, con dos o tres estudiantes colados. Natalia, Alexandra —una de sus amigas,
celestina ella— y Fredy, el joven del corazón roto; eran los únicos que quedaban conmigo. El chico
alargaba cada palabra para no dejarnos a Natalia y a mí a solas, pero la otra chica fue más fuerte. Logró
llevárselo. El corazón se me aceleró. Después de tantas cosas, al fin estaba a solas con Natalia, la
treinta mamasita del bizcochito apretado bajo el leotardo y el culazo despampanante y al mismo
tiempo, la muchachita de gestos adorables y ternura desquiciante. Yo, estaba sentado en mi mesita de
docente, tratando de pensar qué haría a continuación. Pero no era necesario pensar: Las cosas pasarían
sin forzarlas de ninguna manera. Natalia se metió entre mis piernas y recostó su trasero en una de ellas.
Yo la tomé por la cintura.
   —Nata…
   —No pasa nada, si viene alguien, Alexandra nos avisa.
   Como había hecho ya varias veces, tomé su carita y la conduje hacia la mía con dos dedos. Nos
dimos unos besos. Natalia respondió metiéndose más entre mis piernas. Yo, otra vez mostré la
necesidad de un límite. Y ¿si estaba pasándose de la raya? El riesgo era más que temerario, era absurdo.
   —Nata, mi amor…
   —Ay, dime que no te gusta… —me retó.
   —¡Ja! Es que ése el problema.
   —Y eso es justamente lo que yo quiero
   —Qué ¿que nos descubran?
   —No, profe. Quiero que se te pare otra vez.

¡Plop!
¿Han visto esos memes donde muestran una cara dibujada en línea con una expresión de tal asombro
que se descuencan los ojos y se desgarra el cuello? Pues, tal cual. Y, sí, estaba parándoseme hacía pocos
segundos. Tenerla ahí, más cerquita que nunca y de remate a solas, bebiendo su rico olor y sintiendo su
calor, además del pequeño y cálido vacío en medio de sus nalgas, que era tan evidente en mi muslo.
   —A mí nunca nadie me ha hecho sentir como tú —agregó— y me encanta como me miras y me
tratas.
   Ya me lo había escrito algunas veces. “No sé qué es eso que tú tienes que nadie más tiene”. ¡Puff! Eso
reconstruye el alma por más hecha pedazos que esté, créanme. Ahora, oírlo a pocos centímetros de mi
oído era, era… no sé. Estaba enamorado. La atraje por completo hacia mí con mi mano y nos
empezamos a dar besos. Una partecita de mí gritaba, por allá adentro, si acaso no estaría soñando o
todo era una alucinación o una broma o qué. Pero sí estaba pasando y de vez en cuando hay que aceptar
las cosas maravillosas que nos pasan.

Capítulo 6 Pura lujuria


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¿A alguien a alguna vez le han leído la carta astral? Si no, les diré que, en momentos diferentes de la
vida, hay diferente influencia para diferentes cosas. Y que, eventualmente se presentan las condiciones
perfectas para que algo ocurra. Solo hay que saber reconocer el momento y actuar. Ricardo decía “Eso
es lo mejor que le puede pasar a un hombre en la vida”. Sí, lo mejor. Así que ¿cuántas veces más habría
yo de esperar que me ocurriera? Con razón decían que uno se arrepiente es de lo que NO hace. Ahí
estábamos, Natalia y yo, una pareja prohibida a punto de hacer el amor en un lugar prohibido. Ya en
alguna ocasión, la propia realidad se había vuelto relativa delante de mis sentidos porque se asemejaba
a algún sueño, aunque nunca por nada tan complejo ni mucho menos tan bello. Si hasta tenía ganas de
darme un fuerte pellizco. En los tres meses que llevábamos de novios, solo una vez nos habíamos
encontrado por fuera del colegio. ¡Diablos que es difícil tener una relación con una “menor”, o sea
alguien a quien se le ha establecido a dedo que no es apta para tal cosa! “¿Por qué diablos tienen que
existir los límites?” solía renegar ella. Los menores no son dueños de su tiempo, ni de su vida y eso no
está mal para las mayorías. El problema es que siempre hay gente no convencional, que tiene que vivir
apegada a las reglas de las mayorías, basadas en el miedo. Recuerdo haber soñado una vez ser aún un
estudiante y haberme sentido tan asfixiado por los muros y las rejas del colegio que salí huyendo para
siempre, a correr libre por las calles. Entonces, si el universo se tomaba tantas molestias para hacerme
un regalo ¿cómo iba a ser tan idiota de rechazarlo? ¿iba a preferir apegarme a las convenciones
chiquitas de la gente chiquita o me regocijaría en la grandeza? “si no es ahora, no será nunca” me dije.
Estaba muy seguro de hacerlo, como cuando eres capaz de predecir por intuición que algo que nunca
ocurre —lo del simio que escribe una novela— eventualmente está por suceder. Pero no volverá a
ocurrir en siglos. Podía presentir que no había nada en este mundo que pudiera impedirlo. Era nuestro
momento, nuestro regalo y nuestro tiempo. Si el mismo cosmos estaba conspirando ¿qué podría pasar
en su contra? ¿Que subiera el puto rector o la tonta coordinadora y nos sorprendiera? ¿Que Natalia se
arrepintiera al último segundo y saliera gritando y yo terminara en la cárcel? ¿Qué justo en el último
momento antes del coito empezara un sismo de 9 grados en la escala de momento de magnitud? ¡Nada!
Cualquiera de esas tonterías sería probable en otro momento, en otro lugar, con otra chica, pero no ahí,
en ese entonces, ni con Natalia. Esa aula de clase vacía no hacía parte del méndigo mundo. Así que, me
dejé llevar. Con seguridad y calma. Con confianza, casi chabacanería. El cuerpo y la mente se
transforman. Nada se siente igual. La química de la vida entra en un hiperactivo éxtasis y resulta tan
delicioso que, uno se reconcilia con su parte animal y la deja fluir. Y valga decir que el sexo prohibido
proporciona dicho placer, pero multiplicado por 10. Tanta es la sensación de euforia que uno entiende a
las personas que se vuelven adictas al sexo. Vivir sin conocer dicha sensación, no vale la pena. De igual
modo, se admira y hace reverencia a quienes, en efecto, son capaces de vivir sin ello.

Mis manos pasaron de apretar gentilmente el tórax de Natalia, con un sentido protector; a masajear su
vientre, subiendo lentamente hacia sus senos. No parábamos de besarnos. Parecíamos disfrutar mucho
el sabor de los labios del otro y explorábamos recíprocamente nuestros dientes, lengua y la comisura de
la boca. El sonido de los besos entraba por mis oídos como una descarga de alta tensión que se
procesaba en micro-segundos e iba a parar a mi falo, que ya estaba indolentemente tirando los
pantalones hacia afuera. Natalia pasaba sus dedos sobre el bulto y de repente se concentró en la punta.
Me daba apretoncitos en el glande con una pinza que formaba con sus dedos. ¿Habría estado queriendo
hacer eso desde aquel día de su rutina de gimnasia? ¿Habría tenido fantasías y una que otra
masturbación, igual que yo, en la semana de vacaciones? Los pensamientos solo me ponían más
caliente. Ya estaba mojando más que cualquier vez pudiera recordar. Mi mano derecha seguía
caballerosamente puesta en su cintura, apretándola contra mí. Su diminuto masaje era tan rico que yo
tenía ganas de venirme. Mi mano izquierda, estaba en la gloria de su teta derecha. Se la masajeaba con
pasión. En ese instante se le salió el primer gemido que recuerdo de ella, directo desde su vientre y
arrojó dentro de mi boca su hálito divino de niña que está por cumplir los 15. Separé un poco más mis
piernas, pues necesitaba espacio. Quería agarrarle el culo y le hice espacio a mi mano para tal
propósito. Tan pronto mi palma derecha tuvo esa gloria, se encendió en mi mente cual pantalla de cine,
la imagen de Natalia poniéndose de pie para correr de vuelta a su partido de baloncesto. Ese culo
perfecto, provocativo y redondo, estaba ahí en mi mano morbosa. Yo también hice una pinza con el
pulgar y los demás dedos para darle pellizcos. Natalia empezó a respirar más y más fuerte y me
desabrochó el pantalón. Me encantaba poder al fin masajear esa cola como tantas veces lo había hecho
en sueños. Manosearle el culito a una colegiala, así, sin más, por encima de la falda y todo, es una
acción sublime y que lo sube a uno al cielo como si salieran alas. La tela de la falda tiene una textura
ligeramente áspera, lo suficiente para que mi palma se cargara de electricidad. Mi mano, su falda y su
bella cola se movían estregándose lo uno sobre lo otro. Sus nalgas eran firmes, muy firmes. No por
nada, ya que la chica hacía deporte desde los 7 años. Mientras Natalia continuaba su masaje sobre mi
glande a través del bóxer, seguíamos dándonos besos sonoros y acalorados y yo le manoseaba las tetas
y el culo. En un punto no lo resistí y abrí bien mi mano para agarrarle la nalga lo más que pudiera. Se la
apreté bien. Pero no fue suficiente. Con mi dedo índice y los demás apoyándolo, metí fuertemente su
falda entre su culo. Querría agarrarla toda, tocarle todo, chuparla, cogerla… Hasta que, al fin, su falda
empezó a hacerme estorbo y se la subí. Natalia parecía avanzar a la par conmigo. Cada paso que yo
daba servía como una especie de aprobación para que ella diera el suyo. Me sacó la verga. Haló el
bóxer y yo le ayudé un poco. Sentía el endurecimiento desde el perineo, incluso de más atrás. Natalia
me masajeaba la verga y dejó de besarme para mirar. Natalia me lo tocaba con la punta de los dedos y
me descargaba corrientazos que me enchinaban la piel. En cuanto a mi mano derecha, bajo su falda…
ayúdame dios. He escrito varios cuentos de los que me enorgullezco, pero rememorar algo real es un
calibre nuevo para mí. Tal vez tenga que parar de escribir para hacerme una paja. Tenía los tres dedos
medios en su entrepierna, por detrás. El calor era impresionante. Se sentía como cuando te bajas de un
avión que despegó en el páramo y abrió las compuertas en el trópico. Sus panties se sentían ligeramente
húmedos. No sé si era sudor, pura excitación o ambas cosas. Quizá el inmenso calor que tenía allí le
hacía sudar también la piel. Qué experiencia más sublime. Mientras le mordía suavemente el costado
del cuello con mis labios, le daba un tierno masaje en su zona íntima con mis tres dedos. Ella, para
sentirme más, tenía las piernas muy bien cerradas y no me daba mucho espacio para mover los dedos.
Arriba y abajo, arriba y abajo. Ella volvió a gemir. También empezó a mover sus caderas adelante y
atrás. El pito me empezó a pasar corriente. Ya quería cogerla. Ella jugaba con el lubricante que me salía
a raudales mientras yo le besaba los lóbulos de las orejas. Cuando estaba yo dándole besitos en la
partecita cóncava detrás de su oreja, ella descendió. Mi mano se salió de entre sus piernas y sintió un
frío tenaz cuando volvió a quedar expuesta al aire. No pude pensar nada más. No es muy fácil pensar
cuando una estudiante de noveno grado que amas con el corazón, te da besos en la punta de la verga
por primera vez. No me avergüenza admitir que, como hacen las mujeres, tuve que agarrar fuertemente
un objeto en mi mano para sobrellevar la inmensa sensación. Cogí el borde de la mesa con tanta fuerza
que se me marcaron los dedos. Es que mi glande nunca había estado de fuera del prepucio. Solo cuando
me bañaba y obviamente no en estado de plena erección. La sensibilidad allí era fenomenal, por lo que
los besitos y las lamiditas de Natalia me electrocutaban. Luego se lo metió bien la boca. Yo, no solo
estrujaba el borde de la mesa, sino que apretaba los dientes. ¿Qué puedo decir? Una muchacha divina
como el sol, colegiala, con el uniforme puesto, alumna mía, en el salón de clase, me lo estaba
mamando. Para incrementar el morbazo, bajé la mirada. Quería verla comiéndome la verga. Tuve el
impulso de agarrar su frente y levantarla, quería que me mirara, pero no lo hice. Solo vi su cabecita
yendo para adelante y para atrás, mamando juiciosa. Húmeda y calientita. Su lengua se movía
independientemente, lamiéndome la pija como helado. Tuve una imagen asombrosamente nítida de ella
frunciendo el ceño, asombrada por la venida tan abundante que le estaba dejando en la garganta. Luego
tosía y un poco de la leche salía con fuerza, pegándose en mi pene y abdomen y un poco también en sus
mejillas. Quería hacerlo verdad, pero… no podía. Si me venía, no habría tiempo para recuperarme y
seguir haciendo todo lo que quería hacer.
   —ven preciosa, ven te hago el amor…
   La tomé de las manos y la conduje a ponerse de pie. Logré contener el orgasmo justo a tiempo. Le
quité el saco e intercambiamos de lugar. Ella me miraba con los ojos tan brillantes que se le veía el
amor. Le di un beso más, tomando su rostro a dos manos y la doblé gentilmente sobre la mesa. Natalia
exhaló complacida. Ya había curioseado con la mano y el turno era para la vista. Si los hombres por
naturaleza somos visuales en el sexo, yo era el doble o el triple. Me encantaba mirar. Entonces subirle
la faldita a mi niña fue un paseo por las nubes que disfruté milímetro a milímetro. Acerqué mi cara a la
parte de atrás de sus muslos tanto como pude, sin que pudiera dejar de ver y sentir ese calor tan rico. Al
fin descubrí su ropa interior, sus cucos o como se dice en el resto del mundo, sus calzones. Eran
blancos —qué excitante— y eran ceñidos. Por otra parte, no debe haber ningún aroma posible más rico
para un hombre que aquél cálido hálito que se libera cuando se le sube la falda a una colegiala. Besé
sus piernas, las mordí suavemente y ascendí a sus nalgas. También la mordí con los dientes
amortiguados por mis labios. Ella gimió asombrada. Di unos cuantos besos más en su concha, por
encima de su panty y acariciándole los muslos y la cadera. “Estos cucos me los quedo para mí” decidí y
se los quité. Como un ladrón profesional, los puse dentro de mi morral en un parpadeo, sin ser
descubierto. Pero había delante de mí algo mucho más importante. Recordé otra vez la gimnasia y la
forma en que su leotardo azul oscuro con figuras azul claro, se le metía entre las nalgas y los labios
vaginales. Me acordé de cuánto la deseé y cuánta paja me saqué a nombre de ella. Ahora, esa misma
cuca estaba ahí a centímetros de mi cara, rebosando de ganas, abajo de esas mismas nalgas prodigiosas
que ella sacaba orgullosa al sol para clase de deportes. También, qué estética vagina. Solo era una rajita
impecable, salpicada por unos vellitos cortitos y delgaditos que crecían con timidez. Lamí y chupé todo
aquello, mientras ella gesticulaba contenta. La imagen de Natalia en uniforme de educación física
seguía impresa en mis retinas, aun cuando en realidad le comía la panocha en ese instante. Consistía en
el morbo, la obsesión que me había dejado y que estaba complaciendo. Me encantaba pensar que, así
como me palpitó de ganas la próstata cuando la nena se levantó y vi sus nalgas apretaditas entre el
diminuto bicicletero, ahora estaba comiendo aquello. Mis ojos se saciaron ese día y ahora, el resto de
mí tenía la satisfacción. Mi lengua conocía el sabor de su sudorcito y mi olfato conocía el aroma de sus
fluidos. Creo suponer que, los que se denominan normalmente como “pervertidos”, tienen una
capacidad superior para disfrutar de lo terreno, impulsada por un deseo básico no reprimido y una
imaginación más allá de lo normal. Mientras abría y cerraba mis labios, potenciados por mi mandíbula
sobre su vagina, imaginaba que estábamos en medio de su partido de basket. Lo más rico era satisfacer
ese improbable deseo y saber que, en el futuro, cuando la volviera a ver así, podría pasar mi lengua
sobre mis dientes y saber que mi boca ya tuvo ese frenético éxtasis de chupar todo eso que había allí.
Esas exquisiteces pequeñas en tamaño, pero inmensas en valor que ella apenas cubría con su
pantalonetica de gimnasio. Mientras pensaba todo eso y chupaba, me la había empezado a jalar sin
darme cuenta y tuve que soltármelo por la derramada inminente que se avecinaba. Abrí los ojos y
recordé la realidad. Natalia estaba ahí con el pecho tendido sobre la mesita de profesor, con la falda
tendida sobre toda la espalda y poniéndome la colita en la cara. Me apeteció comerle el ano. Me
saboreaba como un crío hambriento y me seguí saboreando mientras abrí sus nalgas a dos manos. Me
enamoré instantáneamente de ese pequeño manjar, puesto que no era más que un diminuto poro, que no
sería perceptible si no fuera porque su ubicación era marcada por un asterisquito de piel. Adorable,
sencillamente adorable. Pero no había tiempo para un anal, menos si el agujerito en cuestión era nuevo.
Fantaseé con estar con ella en muchas sesiones muy largas de sexo, para entrenar su culito para el
amor, con mucha saliva y con los dedos, progresivamente. Como fuera, no podía renegar, no podía
pedirle más suerte al destino. Creo que nada, ni siquiera su vagina, que acababa de comer; había
chupado yo con tantas ganas. Fue tal la intensidad de mi mamada a ese orto que ella estrenó una clase
especial de gemiditos. “cómo quisiera encularla” pensé.
   Me puse de pie, puse mi mano en su hombro y apunté mi pene —recuerdo que nunca me lo había
visto tan crecido y que vérmelo así era parte de lo que me excitaba —a su cavidad vaginal.
   Quería experimentar esa gloria milímetro a milímetro y así lo hice. Natalia ahogó los gritos con la
mano. Se veía encantadora ahí tapándose la boca y con los ojos cerraditos. Le temblaban los párpados.
Empezamos a culiar. “Al fin…. Ufff, al fin…” pensaba. Si describiera la dicha que inundó mi espíritu,
llenaría estas líneas no solo de arrechera sino de fulgor romántico. La verdad, fue como volverlo a
hacer por primera vez —o mejor—. Penetrar y hacerle el amor a una colegiala es un pasaje místico,
hace que todo alrededor, antes y después, desaparezca. Cuando se recuerda, se cuestiona uno por qué
las mejores cosas de la vida están prohibidas. Lo mandan a uno a la cárcel, al hospital o lo hacen a uno
suponer que lo mandan al infierno. Si tan risible lugar existiera, valdría la pena ir, después de hacer el
amor con una colegiala de catorce años, con el uniforme puesto, en un salón de clase. Por otra parte,
uno admite que hay miles de relaciones entre adolescentes por ahí, pero uno presiente que no son ni
una décima así de intensas en amor y placer. Sencillamente, porque un joven adolescente, aunque esté
con la criatura más bella de este mundo, con un ángel encarnado, el idiota no lo sabe. Por algo, la sabia
madre natura hizo a los hombres con una niñez tremendamente larga y a las mujeres, con una niñez
tremendamente corta. La pareja natural es de un hombre y una muchacha. La pareja por excelencia,
Natalia y yo.

Ya sugerí que el cuerpo y la mente cambian y se asciende a un punto casi extra corpóreo. En el coito, se
está en la cúspide. Agarraba a Natalia por un hombro y por la cadera y la bananeaba frenéticamente. En
un punto, ella no resistió más y se quitó la mano de la boca. Gritó. No estoy seguro de qué pasó o tal
vez sí estoy seguro, pero es demasiado increíble, incluso para mí mismo. Le permití gritar dos veces
más, puesto que la sensación que me proporcionaba era riquísima. En ese piso del colegio, con toda
seguridad, solo estábamos Natalia, Alexandra y Fredy como esbirros ahí afuera y yo. Pero los gritos de
placer de Natalia se dispersaron en el vacío como bala de cañón. Recordé las risotadas hipersonoras de
Nata. A continuación, yo mismo le tapé la boquita. Seguí bombeando y bombeando y bombeando…
tenía muchas ganas de echárselo dentro. Hubiera sido como la consumación perfecta de nuestro deseo y
nuestro amor, pero no lo hice. Lo saqué y terminé masturbándome sobre sus preciosas nalgas. Nunca,
ni en las pajas a nombre de la misma Natalia, ni cuando me pajeé en el baño del colegio con la imagen
de su conchita haciendo gimnasia, sentí tanto. Las nalguitas de mi Nata estaban quedando sin una
pulgada limpia y yo seguía acabando. Recuerdo que gruñía, involuntariamente. Un chorro más, un
gruñido más, unas gotas más, una gota más, otra, la última… todo terminó. Parecíamos acabar de
terminar una carrera de triatlón.
   La respiración si apenas alcanzaba para mantenernos vivos. Me recargué sobre ella y le cubrí el
costado del rostro de besos. Tuvimos unos minutos para gozar el éxtasis. Natalia, aun dando resoplidos
y sonriéndome, se irguió.
   —¿Dónde está mi panty?
   La recordé volviendo a ponerse la jardinera después de su rutina de gimnasia cuando apenas nos
conocíamos y que fantaseé con que acabábamos de hacer el amor. Sentí una alegría inmensa.
   —Ese panty ahora es mío.
   Ella sonrío y me dio un beso. Parecía que cada detalle de mi obsesión con ella, la complacía. Desde
mi erección por verla haciendo gimnasia hasta el apropiarme de su calzón. Se acomodó la jardinera.
   —¿No te vas a limpiar?
   —No. Creo que va a ser rico sentirme sucia y saber que el que me ensució fuiste tú.

No sabía que fuera tan puta. 0k, rico. Hasta donde yo sabía, a Natalia se la había comido un primo de
su edad en un paseo familiar y durante un año se la había vuelto a comer esporádicamente. Pero no
imaginaba que tuviera fetiches. Advertirlo, solo me hizo enternecer más y darle un enorme abrazo.
¿Qué había hecho yo para merecer semejante bendición? Una niña hermosa, sin tabúes, miedos ni
prejuicios, para mí. En medio del abrazo recordé que era probable que nunca más volviéramos a estar,
así que la apreté más y más. Ella correspondió.

Epílogo
¯¯¯¯¯¯¯¯
Lo que pasó a continuación, fue el duro despertar. Volver a la aburrida y casi deprimente realidad. La
vida volvió a aterrizar en su estadio obligado de apariencias y estándares. Todo se inundó de repente
otra vez de hambre, plaga, miedo y odio.
   —HOOOOLA PROFE GISELI!! —gritó a truenos Alexandra, desde la escalera, que quedaba como a
50 metros del salón donde me cogí a Natalia. La reacción ante la alerta fue inmediata. Natalia me besó
en la boca y se retiró como un rayo, hacia los baños, a ponerse totalmente a salvo.
   —Uhy, pero por qué grita, que horror ¡no estoy sorda! —escuché responder a la Coordinadora Giseli,
un poco molesta.
   Como sea, la profesora nunca me buscó, sino que siguió de largo al siguiente piso. Ojalá, ese
maravilloso día hubiera sido aprovechado por muchas más parejas prohibidas para hacer riquísimo el
amor. Nuestro noviazgo prosiguió justo hasta donde ambos habíamos pronosticado: El último día que
el colegio hiciera actividades. Después de eso, por la dificultad de encontrarse con una menor de edad,
las cosas serían imposibles. Fue algo que hablamos muchas veces, pasando gradualmente de la
negación a la aceptación. Era una realidad de las que profesaba Ricardo sobre sostener relaciones
amorosas con estudiantes:

“Disfrútelo, porque es como vivir un sueño, pero parte de vivir ese sueño, es despertar. A ella le espera
toda una vida y usted no puede impedirle nada. No le niegue la vida. Ella va a terminar el colegio, a
empezar la universidad, a trabajar, a pasear, etc. Y va a conocer a alguien más. Usted, ámela, mientras
ella se lo permita, cuando ya no, retírese como un caballero. Para eso el hombre es usted, un hombre,
no un niño. Usted seguramente se convertirá en el recuerdo más bello que ella tenga de su juventud, así
que procure eso, ser un sueño vivido e inolvidable para ella y no una pesadilla que quisiera olvidar. Lo
que siempre les digo a quienes les pasa eso, tener amores con una estudiante, se lo digo a usted: Trátela
bien, trátela BIEN”.

25 - Enamorado de mis dos estudiantes


©Stregoika 2018  
¡EL primer cuento escrito por Stregoika! Un profe amanece con sus dos estudiantes favoritas.

Cuando me levanté y me dirigí al baño no había recuperado completamente la consciencia. Fue hasta
que empecé a vaciar gradualmente la vejiga que mis sentidos se conectaron y fui volviendo a la
realidad: Todo lo del día anterior y especialmente lo de las últimas horas había ocurrido en verdad.
Volví a la habitación, que parecía congelada en el tiempo bajo la tenue luz, con mi cama en medio, y
ahí estaban ellas. Sobre el par de cobijas se dibujaba perfectamente cómo Jessica metía bien la cola en
el abdomen de Tatiana y dormían abrazadas. Miré el reloj. 2:14 de la madrugada. Lugo me miré a mí
mismo, y un pensamiento llegó por sí sólo a mi cabeza. “jueputa, ¿anoche me comí TODO ESO?”
Hacía escasos meses había aprendido a diferenciarlas, pues ambas eran de corta estatura, aún para su
edad, ambas eran de piel blanca nácar y de cabello negro. Su semejanza era tan grande que al principio
recurrí a un piercing que usaba Jessica en el lóbulo de su nariz, para saber en frente de quién estaba.
Poco después la diferenciaba totalmente, sólo porque el cuerpo de Tatiana era ligeramente más atlético
y su rostro me gustaba un poco más.
Sin que me diera cuenta, volví a tener una erección. Ocupé mi lado de la cama y besé el hombro
derecho de Tatiana. Luego besé su espalda y cuando llegué al centro de ella, empecé a bajar. Estaba
ahogado en deseo. Saboreé su espina dorsal hasta llegar donde empezaban sus nalgas, que masajeé
enloquecido. Ella había empezado a despertar, pues pude oír un leve temblor en su garganta, y saber
que ella estaba consciente de lo que yo hacía, me excitó más. Metí la cara entre sus nalgas e hice
círculos con mi lengua dentro de su ano. En ese momento despertó por completo, quitó su brazo de
alrededor de Jessica y tardó un poco en encontrar el camino debajo de las cobijas para agarrarme de la
cabeza. Presionaba, gemía y también se contraía levemente. Yo sacaba mi lengua hasta el umbral del
dolor, para proporcionarle placer. Pasó un minuto, al menos, y la presión en mi pene llamó mi atención,
pues estaba demasiado erecto. Caminé con los codos hacia la cabecera y la abracé, separándola de
Jessica. Dibujé erráticas figuras con mi pene sobre sus nalgas gloriosas, hasta encontrar su ano. Justo
cuando puse mi glande allí, ella se cubrió la boca con la mano para ahogar un fuerte gemido. Yo estaba
listo para empujar, pero iba a hacerlo solo una vez sujetara en mi mano derecha uno de sus senos. Lo
conseguí. Tatiana estiró el dorso e irguió el cuello conforme yo la penetraba. Tomó mi mano derecha
con la suya y me exigió un poco más de fuerza para apretarle sus hermosa tetas. Mientras le bombeaba,
observé el rostro de Jessica que adorablemente hacía un gesto, aún dormida. Una minúscula fuercecilla
tiraba de su ceño y leí su pensamiento: “dejen dormir”.
Cuando creí que no podía excitarme más, Tatiana giró la cabeza y me dijo en secreto “vénteme
adentro”. Un impulso eléctrico me atravesó y me invadieron las ganas de bombear hasta explotar, pero
algo me detuvo. Jessica acababa de abrir los ojos, como si hubieran estado fijos en mí desde antes.
Tatiana también la vio y en una reacción espontánea la tomó por un costado de la cabeza y empezó a
besarla. Una vez había conquistado su cabeza, dejó su mano perderse en el trasero de Jessica. Gemí. El
recto tibio de Tatiana palpitaba alrededor de mi pene, y tuve que parar, en mi cuerpo y en mi mente,
para reprimir un delirante orgasmo. Solté a Tatiana y lo único que nos unía era ese estrecho coito anal,
que con toda mi voluntad intentaba ignorar, para no venirme. Ellas dos seguían amándose.
Sentí que necesitaba sacárselo sin mirar, pues si miraba me excitaría todavía más y era justamente lo
que quería evitar, pues quería dejar fuerzas para hacérselo también a Jessica. Pero el morbo fue más
fuerte que yo, y no contento con sentir sus nalgas aplanadas contra mi pubis, quise observarlo. Los
besos entre ellas dos eran deliciosamente sonoros, y los acompañó la melodía de gemidos de Tatiana
mientras le sacaba mi pene de entre su culito. Me llenaba de ideas morbosas y desquiciadas el pensar
en la capacidad tan asombrosa de ellas para sentir. Un gemido para cuando las penetran, otro para cada
velocidad del bombeo y otro para cuando se los sacan.
Ya estaba afuera. Quité las cobijas, bajé la mirada y me lo vi, sintiendo envidia de mi propio pene, por
la gloria que acababa de tener. Observé también el culito de Tatiana, que muy lentamente recuperaba su
tamaño. Antes de que se cerrara, bajé y le di in profundo beso, literalmente.
– ¿Se vino, profe? – me preguntó Tatiana, con un hilo de voz.
Jessica, que no había perdido aún el aire ni el control de su voz, contestó por mí.
– No mi amor, él dejó algo para mí, ¿qué cree?
– Ven muñeca – le dije a Jessica y me puse sobre ella.
Tatiana se puso lentamente boca arriba, con los ojos cerrados y aun temblando. Sus senos subían y
bajaban, al mismo tiempo de sus manos, que reposaban inmóviles sobre su vientre. La aprecié por un
segundo.
– Tú nos amas ¿cierto profe? – me sorprendió Jessica. Me besó.
Yo empecé a devorarla. Después de unos minutos de desenfreno, besos pervertidos y masturbarnos el
uno al otro, se me ocurrió concentrar la atención, como en Tatiana, en su ano. La acomodé yo mismo,
haciendo que calvara sus hermosas tetas en la almohada y las rodillas en el colchón. Tenían entonces
ante mí ese majestuoso trasero de quinceañera, con piel perfecta y color diáfano. Estaba ahí, abierto
para mí, mirando hacia el cielo. Los pequeños pliegues del contorno de su ano si apenas se asomaban
en medio de la penumbra. Pero su vagina si estaba muy clara, afeitada, colorada y deliciosamente
lubricada. Antes de entregarme al frenesí anal con Jessica, abrí con dos dedos sus labios vaginales y le
di un sentido beso, probablemente el más sentido que haya dado en mi vida. Hecha esa reverencia,
empecé a devorar su abertura anal como si su mierda fuera mi alimento. Creo que mordió las fundas de
la almohada por el tono de sus gemidos. Como antes, mi pene se hizo sentir como si halara una cadena
mara llamar mi atención, así que no lo ignoré, y me pare sobre Jessica y le penetré su rico ano. Mis
bolas estaban suspendidas al vacío, pero ocasionalmente se saludaban con la divinidad vaginal de ella.
Estaba en el paraíso. Tatiana dormía complacida como un ángel mientras yo le rompía el culo a Jessica,
como por tercera vez en toda la velada. Y entonces, podía dejarme llevar por el orgasmo más celestial,
si quería. Seguía bombeándole su culo mientras pensaba cómo estaba a punto de llenárselo de leche, en
una tormenta incontrolable de placer.
Jessica quitó su hermosa cara de entre la almohada y me dejó verla. Su expresión de placer me hizo
acelerar. Estaba a unos segundos de venirme. Extendió su mano hacia mí, con urgencia, y entendí a la
perfección lo que quería. Quería otra vez, como había querido todas las veces anteriores, que acabara
en su boca. El clímax empezó con un “¡dale mi amor!”. Se lo saqué y ella se puso boca arriba con la
agilidad de un gato. Sin darme cuenta cómo, estaba sentada debajo de mí, haciéndome una mamada
triunfal. Tuve que agarrarme de la cabecera de la cama para terminar. Jessica tenía mis bolas es la mano
y se amamantaba de mi venida. Después de tantas venidas casi consecutivas, sólo le pude brindar un
pequeño chorro. Pero ella estaba feliz, pues lo saboreó y tragó sin dejar de mirarme a los ojos. Lamió la
cabeza de mi pene un minuto más y sus ojos volvieron a estar tan pequeños como cuando despertó. Me
arrodillé sobre ella y la abracé y besé como si fuera el último día de nuestras vidas.
—Duerme – le dije.
Tan pronto me hice a un lado volvió a abrazar a su amiga dormida y en medio de un suspiro, se fundió
como si le cortaran la energía. Yo no estaba muy diferente, y me hice espacio detrás de ella, las cubrí
con la cobija y pegué mi rostro contra el pelo de Jessica. Aunque tenía sueño, no quería dormir. Tanta
lujuria y consumación excesiva de deseo llevada a plena satisfacción, había llegado a su tope natural y
dejaba espacio sólo a esa maldita sensación. No quería que ese momento terminara. Antes de
dormirme, pude apreciarlas dormir durante una hora, quizá. A veces se movían fugazmente para
rascarse la nariz o quitarse el cabello de la cara.
Desperté. Aparentemente no nos habíamos movido en horas. Eran las 7:04 de la mañana, podía ver el
cielo a través de la ventana y se prometía un día esplendoroso. Pero yo sentí ansiedad. ¿Por qué tenía
que ser ese el precio de sentir dicha? Con razón las personas le huían a las situaciones potenciales de
felicidad, aunque; quizá yo era el único que aún relacionaba el sexo y la felicidad.
Más o menos una hora pasó, y Tatiana despertó. Gimoteó un par de veces para después abrir los ojos.
Estaba tan tranquila que me aterró. Estiró sus brazos y su cuello, y mientras lo hacía, volteó a verme.
Bostezó a boca cerrada y me sonrió mientras alargaba todo el cuerpo.
–Hola profe – me saludó.
Sentí que la amaba como a nadie en el mundo. Bueno, como amaba también sólo a Jessica, de hecho.
Mi cara aún estaba entre su cabello y estiré los labios para besar su cabeza con veneración. Luego puse
mi frente sobre su coronilla para cerrar los ojos y concentrarme en disfrutar el tenerla ahí, lo más
posible, pues en cualquier momento despertaría y al igual que Tatiana, se levantaría y muy
probablemente jamás las volvería a tocar. O es que, ¿qué otra cosa podría pensar, si dos quinceañeras,
amantes bisexuales, amanecen con un hombre del doble de su edad, tan tranquilas y campantes?
¿Cuando yo había perdido la virginidad a los 22? Ni se imaginaban cuanto había significado para mí
todo lo sucedido desde el día anterior, desde la fiesta; es más, me daría pena que lo supieran.
Otra hora pasó y ellas estaban terminando de vestirse, después de bañarse juntas. Las vi vestirse de pies
a cabeza, desde la desnudez, ante mis ojos. Las muchachas despampanantes que habían llegado el día
anterior a la fiesta con sus elegantes vestidos, estaban tal cual delante de mi cama, pero sin nada ya que
dejar a la imaginación. Así mismo se habrían vestido antes de la fiesta, pero bajo sus faldas, bajo sus
pantymedias, negros los de Tatiana y color arena los de Jessica; había sido yo quien había visto. Había
sido yo quien había restregado su cara contra esas nalgas perfectamente empacadas en esas mallas y
bebiendo sus ricos aromas, quien les quitó las tangas y quien hizo el amor con ellas por horas y horas…
pero aun así, ¿por qué esa maldita sensación de vacío? Sentía rabia conmigo mismo. Sentía que estaba
en mi habitación con los dos seres más hermosos del universo, estaba enamorado de dos quinceañeras.
Y ¿qué iba a hacer? ¿Iniciar una revolución intestina contra la constitución moral estándar para
quedarme con ellas? ¿Ir primero a la casa de una y luego a la de la otra para decirles a sus padres, que
casualmente tendrán la misma edad que yo, que amo a sus hijas?
Tatiana cogió su bolso y fue a despedirse de mí. “Chao profe, lo quiero mucho” me dijo. Puso su mano
detrás de mi cabeza y me regaló un beso en la boca. Luego Jessica hizo exactamente lo mismo. “mi
Profe, chaito” dijo. En diez segundos volví a estar solo. Mi cama volvía a ser la misma miserable
solitaria. Me asomé a la ventana y las vi caminar tranquilamente. En una o dos ocasiones se miraron la
una a la otra y rieron al unísono. Luego desaparecieron al doblar la esquina. Para siempre.
Una energía maligna ascendió por mi abdomen, pasó por el estómago, estremeciéndolo, y llegó hasta el
corazón. Si no me hubiera controlado, hubiera jurado que lloraría. Afortunadamente, otra parte de mí
tomó el control. Justo en ese crucial instante se cerraba y empezaba de nuevo un ciclo.
–Será conseguirme otras – me dije.
26 - El día que la mierda valga plata
©2019 DNDA
Simpática parodia a la producción y comercialización de contenido con colegialas.

Lo que les contaré es uno de los momentos más especiales que he tenido en mi próspero y peligroso
negocio. Llevaba muchos años trabajando en colegios y estaba a punto de retirarme, no por los riesgos
sino porque podía permitírmelo. Y no solo podía permitirme el retiro de mi profesión a los treinta y
tantos, sino que proyectaba retirarme también del negocio que estaba dándome tanto dinero. Pero ¿sería
posible? Había oído decenas de historias en las que los negocios ilícitos volvían adicta a la gente. El
término “dinero fácil” no era suficiente. Yo le añadiría “divertido”. Sí, “dinero divertido”. No, no eran
drogas…
—Profe ¿me das permiso de ir al baño?
Una fuercecilla maliciosa tiró de mis labios, tuve que esforzarme por ocultarla.
—Vamos —le contesté a Melanye— Adri, quedas a cargo.
—Como mande profe —contestó la gigantona marimacha, poniéndose de pie y atravesándose en la
puerta del salón.
Afuera, en el pasillo, le pregunté a Melanye:
—¿Tienes necesidad, mi amor?
—Sí —sonrió ella ampliamente.
Melanye era una chica de grado octavo, de catorce años, vivía sola con su padre. Su madre había
muerto víctima del cáncer hacía varios años. La vida de ambos había sido bastante dura desde entonces,
pero el destino los juntaría conmigo, a ellos a y muchas otras hermosas chicas, para decir adiós a la
pobreza.

Melanye y yo nos fuimos al centro de audiovisuales del colegio, después de caminar varios minutos
atravesando el campus del colegio. Por el camino nos encontramos al rector, a la coordinadora y a
varios profesores que, tras un filtro normal, se considerarían “influyentes”. Pero los filtros normales
eran algo que las chicas, sus familias y yo habíamos dejado atrás hacía mucho tiempo. Ya no éramos
gente convencional que se guiara por estándares ni principios convencionales. Tanto era sí, que las
mismas chicas, Paula, Coraline, Valeska, Sebastiana, Rachel, Alice, Natasha y Asenéd, permanecían
escolarizadas solo por aparentar. Mientras los profesores y otros funcionarios que nos habíamos
cruzado camino a audiovisuales, seguían sus vidas de doble moral y apariencia de ciudadanos
intachables, Melanye y yo estábamos liberados y también seguimos nuestros caminos. Es inevitable la
arrogancia y la sensación de superioridad que proporciona el salirse del rebaño.
Melanye cerró la puerta y se dirigió al cuarto de máster, donde apretó el botón rojo. Afuera, un avisito
retroiluminado se activó. Decía “grabando”. Pero no decía grabando qué cosa. La confianza que yo
había ganado manipulando los hilos a los que las mimas personas se aferraban como marionetas felices,
era absoluta. Sin alguien preguntaba quién estaba allí y oían decir que era yo, no había ningún
problema.
Ni si quiera si les decían que estaba a solas con una estudiante. Así funciona con decenas de personas
que abandonan sus estatus de borregos, manejan los hilos, echan el discurso, muestran resultados, se
hacen una reputación y entonces, a la mierda con las convenciones. Al estilo Sergio Andrade.
En menos de un minuto, todo estaba listo. Cámara, micrófono shotgun apuntando treinta centímetros
arriba del asiento, Melanye maquillada y con el micrófono de diadema puesto, luces cruzadas sobre el
objetivo, un balde con agua delante del asiento, una mesa con toallitas húmedas y otros artículos de
tocador.
—Cuando quieras, mi amor: Grabando en 3, 2…
No podía evitar que se me acelerara el corazón cada vez que el espectáculo iba a empezar. No por la
posibilidad de ser descubiertos, puesto que esta no existía ni remotamente. El tiempo de experiencia y
la reputación que me precedía eran equivalentes a tener al mismo Señor Satán vigilando en la puerta.
No. Mi taquicardia respondía a cuánto me apasionaba lo que estaba a punto de ver, aunque ya lo
hubiera visto tantas veces. Sentí que se avecinaba una erección.
—Hola queridos amigos, soy Melanye, los saludo —envió sonoro un beso con la palma.
Yo había creado un monstruo. O más bien, 9 monstruos. Mis chicas parecían presentadoras
profesionales de televisión, pues hacían dicción y proyección, sonreían como diosas e irradiaban esa
adorabilidad que nuestros clientes tan bien apreciaban y que nos estaba dando tanto dinero. Al
principio, las chicas no hablaban, pero poco o poco fuimos subiendo de categoría los videos y los
hicimos tan populares en Europa Oriental que pudimos darnos el lujo de multiplicar sus precios. Para
los clientes, escuchar a la chica hablar, presentarse o hacer otras cosas sin relación alguna al show
central; era bastante excitante. Yo siempre ponía impecables subtítulos en inglés a los videos.
—…Estoy en octavo grado, mi materia favorita es inglés, me gusta jugar fútbol, no tengo novio, me
gusta bailar salsa…
Ella seguía haciendo su magistral presentación improvisada mientras se sostenía el vientre con una
mano. Entonces empezó a quitarse el saco. Su belleza era exorbitante. Melanye era una chica de piel
blanquirosa y cabello claro. Sus facciones eras exquisitas, no parecía una de las preciosidades criollas,
sino una importada. Sus enormes ojos estaban finamente esculpidos en forma de almendras y
orientados hacia arriba, como una gatita. Su nariz, parecía ese tipo de nariz que quieren imitar los
dibujantes de princesas de Disney, con el dorso tocado por una curva perfecta. Su boca era de labios
muy delgados, como si dios hubiera decidido simplemente pasar el bisturí por allí antes que se secara el
barro. El cuerpo de Melanye era una barbaridad. No sé decir si era específicamente por la edad, por su
fenotipo o una mezcla de ambas cosas. Las demás chicas, de la misma edad, tenían sus cuerpos de
mujeres fatales, todas ellas, hasta las de baja estatura, pero el cuerpo de Melanye manifestaba un
capricho desquiciante. Su dorso parecía más fuerte que el promedio y su pancita parecía siempre tener
dos meses de embarazo. Eso, al mismo tiempo de unas tetas gloriosas, de esas que invocan el odio de
las mujeres que sí tienen que usar sostén. Y al mismo tiempo de unas piernas y cola de practicante
empedernida de fitness. Y ahí está la razón principal de mi taquicardia: Melanye era mi favorita. En una
escala de 1 a 10, todas mis chicas eran 10, excepto Melanye, que era 11 o 12. Yo la amaba. Pero, como
dije, ya no éramos gente convencional. Ahí estábamos para hacer el video.
Mientras seguía hablando de su semana, de cómo había aprendido a preparar empanadas, que ellos
probablemente conocerían como pirogui; Melanye se dio vuelta. Se sentó al revés en la silla y se
levantó el faldón.
Su precioso trasero estaba estirando los hilos de su pantimedia azul oscuro, dejando unas partes más
brillantes que otras. Debajo se veía su panty blanco con encaje. El esplendor maravilloso del culo de
Melanye, en su magnífica esfericidad, la gloria…
—… Pero en realidad soy capaz de bailar cualquier danza. Las de mi país o las e cualquier otro…
Melanye se bajó las medias y el panty de un solo tirón. Sus nalgas eran perfectas y de piel prolija. Yo,
me aseguré de que el balde estuviera en la posición apropiada. Melanye se acarició las nalgas un par de
veces y lo más asombroso, seguía mirando a la cámara.
—Además de la cocina, practico mucho deporte. Juego fútbol todos los días…
Se abrió las nalgas y debió causarle algo de impresión porque tuvo que esforzarse un poco para
mantener el tono coqueto de voz. Su ano era una flor hermosa. La voz de Melanye empezó a
contorsionar, cosa que era muy excitante. El trabajo estaba por llegar a su clímax. Fue entonces cuando
empezó a ocurrir algo que nunca había ocurrido y el motivo por el que les cuento esta historia. Melanye
dejó de hablar, ya no pudo seguir haciéndolo. Cerró los ojitos y solo pudo gemir. Su ano empezó a
abrirse lentamente y la calentura se apodero de mí. Descrucé mis piernas de un brinco y me puse la
mano en el bulto. Estaba preguntándome a mí mismo “¿entro en el video? Ay mierda ¿entro o no?” Me
la tenía qué coger, me la tenía que coger, me la tenía qué coger… El centro del adorable asterisquito de
Melanye se dilató lentamente, hasta que la abertura fue enteramente visible y lo primero de su mierdita
tocó la luz. Yo no aguanté.Me puse de pie y mientras me le acercaba, desenfundando mi pija, tuve
cuidando de no tumbar los trípodes ni tropezar con ningún cable. Ella me sorprendió y abrió los ojos y
al verme con la verga de fuera, abrió la bocota. Se lo metí todo.

Ahora sus gemidos estaban ahogados por mi verga. Le di frenéticamente, joder; ella había dejado de
actuar y empezó a disfrutar el que la vieran cagar. El primer bollo cayó al agua baja del balde y su
sonido llamó mi atención. Lo miré en el monitor. Ahí estaba la mierda recién salida, la caca de la niña
más hermosa que haya visto en la vida. Unos segundos más, otro bollo. Por la experiencia de otros
videos de porno tradicional, pudimos concentrarnos para que, ella sacara la lengua hasta el umbral del
dolor y yo acabara en ella, para que el público lo viera bien. Melanye se tragó el semen y recuperó el
aire rápidamente, solo para dar impulsivos e irreprimibles “¡uff, uff, uuuuufff, uhyyyy!” parecía que
había subido al paraíso en cuerpo y alma. Y yo, había subido con ella. Melanye dejó descansar sus tetas
en el espaldar del asiento y seguía dando gemiditos. Se esforzó por agarrar las toallitas.
—Yo te limpió, mi vida —salté.
—Ay profe, qué rico ¿Te gusta verme cagar? Uff, te gusta verme cuando cago ¿no? te gusta ver mi
mierda saliendo ¿cierto profe?

Yo estaba en shock.

El orgasmo que recién había tenido era de proporciones desconocidas para mí. Ahora me sumaría a la
lista de mis propios clientes. Le limpiaba muy bien el orto a mi muchachita usando pañitos húmedos.
Se lo limpié hasta que los pañitos salieron limpios. Melanye volvió a vestirse y se tendió bien el
uniforme. Luego la senté en mis piernas y nos dimos una sesión de besitos de media hora, como si
ambos fuéramos adolescentes. El caso de toda la historia es que el video fue un éxito aplastante. A los
clientes les encantó como si fuera una nueva droga y encargaron videos similares con las otras chicas,
especialmente Valeska y Rachel. Lógicamente subimos el precio, lo que no era problema para los
clientes. Ellos pagarían lo que fuera por acercarse a sus fantasías, sobre todo con muchachas latinas. El
fetiche de nuestros clientes era muy sencillo. No les gustaba ver la mierda embarrada en ninguna parte,
mucho menos en la piel de las chicas, pero pagaban hasta 500 euros por verla saliendo de sus bellos
culos. Y con el nuevo producto, descrito como: la mierda de la bella reinita saliendo, mientras le dan a
ella por la boca y luego el sujeto la limpia amorosamente… pagaban hasta 1200 euros.

A las dos semanas ninguna de las 9 chicas ni yo seguíamos yendo al colegio. Al principio, ellas eran
quienes sostenía sus hogares y ahora se daban vidas de modelos. Las primeras en independizarse de mí
fueron Valeska y Rachel, precisamente por su éxito. Meses después me topé videos de ellas en los que
inclusive cantaban mientras defecaban y no lo hacían nada mal. En ese tiempo, ya ni vivían en el
penoso agujero en donde vivían cuando las conocí. Siempre me guardaron mucho afecto y gratitud.
Yo ya había montado mi propio estudio, tenía nuevas modelos y hasta los padres y algunas madres de
las chicas iban a visitarnos. Hasta ahora, no he permitido —no he sido capaz— de permitirles estar
presentes durante un rodaje. Pero no puedo decir que nunca lo vaya a hacer, como dije, no somos gente
convencional.
¡Quién quita y con uno de los padres vaya y salga otro producto sorpresiva e impresionantemente
lucrativo! Bendita la fortuna que empezó por la caquita de Melanye y el precioso agujerito por donde
salía. Un sabio dijo, “el día que la mierda valga plata, los pobres nacería sin culo”, pero
afortunadamente yo me hice rico antes que eso pasara ja ja ja .
 
--Stregoika 

27 - Manoseador de colegialas confeso


©2020 Stregoika
Vívido relato desde la perspectiva de un sujeto que acostumbra echarles mano a las morritas de
colegio en los transportes públicos.

Hace unos años me envicié con el morbo de tocar a las colegialas en los transportes públicos. Las
jovencitas deliciosas siempre me habían gustado, pero nunca había podido satisfacer mi morbosa
curiosidad por ellas. Las prostitutas que podía pagar no llegaban a parecérseles ni con mucha
imaginación. Fue en un prolongado trancón al interior de un bus urbano repleto que tuve mi primera
experiencia como acosador y experimenté un placer tal que luego no pude dejar. Estaba cansado y
estresado, es más, estaba malhumorado. Me estorbaba la gente, me estorbaba ir de pie y odiaba a todos
los imbéciles que iban sentados. El bus no se movía y aun así se seguía subiendo gente. Parecía haber
sido el día más largo de mi vida. Pero las risillas de unas chicas me sacaron de mi oscura cueva mental.
Se habían cansado de esperar y se abrían paso entre la masa humana para salir. Hacía muchos años,
desde que yo mismo era un colegial, que no tenía una hermosa joven de esa edad tan cerca. Peor aún,
las de mi época no eran tan atractivas, desarrolladas ni coquetas como las de entonces. Pasaron una a
una delante de mí, restregándome sus cuerpos. No sé cómo pudo ser tan claro, dado que no tenía visual,
quizá el tacto fue tan intenso que me formó una visión en la mente. Vi sus falditas azules de acordeón
quedarse atascadas en mi pantalón mientras sus caderas se arrastraban. La combinación del
desmesurado tacto, el perfume natural de sus cabellos y el haber detallado los costados de sus cabezas
tan de cerca, me enloqueció. Sentí una inyección de horrible ácido en mi vientre cuyo ardor me duró
hasta la noche. Cuando intentaba conciliar el sueño, las imágenes se repetían una y otra vez, más allá
de mi control. El interior de mis párpados servía como una pantalla de cine, solo que mejor, porque la
escena incluía e tacto y el aroma, pero sobre todo el tacto. Qué cuerpos tan perfectos se habían
restregado ese día con el mío.

Prostitutas, de una calle y la que seguía. Pero ninguna se parecía en lo más mínimo a ese obseso deseo.
Mujeres tetonas, caderonas, gordas y otras flacas, pieles de todos colores, pero ninguna tersa y prolija,
sino todas marchitas por la miseria y el tiempo. Todos los olores, pero artificiales. Y lo peor de todo,
ojos con surcos hechos por el tiempo y las lágrimas, labios rotos, manos erosionadas y senos tristes.
Ellas habían sido mis concubinas por años, pero desde aquél maldito día, una obsesión con ángeles las
rebajó a ser solo viejas amigas.

Pasaban los días y veía andar las colegialas en grupos, siempre riendo, mientras yo, tan sombrío y viejo
como cualquiera de mis putas, me limitaba a pasar saliva, con las manos en los bolsillos y la tez tan
seria como la de un muerto. El veneno seguía viniendo de ninguna parte hacia mi estómago,
haciéndome pasar tan mal como nunca antes en toda mi vida. Dormía menos, comía más y cuando
tenía sexo, me venía en minutos.

Nunca tuve la suficiente educación para pensarlo conscientemente, pero el instinto me fue llevando a la
perversión. El vacío de haber estado siempre con mujeres alcanzables y no por mérito sino por dinero,
me estaba matando de ansiedad. Pero había una salida, la más corta, la menos sana, la más desquiciada.
No iba a soportar más el solo mirar, el solo desear. Todo se desató, sin que yo lo buscara, porque para
esta clase de cosas, el universo empezó a conspirar a mi favor. Nunca lo había hecho para nada más,
pero para esto, para ser un pervertido, las cosas empezaron a salirme bien y siempre bien. Parecía que
el mismo dios me apoyaba en mi empresa de depravación y satisfacción por el puro morbo de actuar
contra la voluntad de mis víctimas.

Las colegialas ya no me pasaban desapercibidas desde hacía meses. Al principio y siempre que el
espacio me lo permitiera, me contentaba con hacerme un poco de lejos para verles las piernas, pues era
muy común que usaran la jardinera tremendamente corta, sin exagerar; al filo del bicicletero que
llevaban debajo. Usaban también las medias altas, a mitad de muslo y en el nombre de dios y el diablo,
no hay nada que entre por los ojos que sea más provocativo. Se le comparan otras imágenes, todas de
mujeres, enfermeras, azafatas, chicas en lencería, mallas ¡lo que sea! La colegiala las supera a todas.
Pero que sea una de verdad, pues jamás una mujer adulta vestida de colegiala, por hermosa que fuera,
igualaría a una de verdad.

Con el tiempo, en vez de mitigar el ardor en mi estómago, lo fui aumentando a punta de solo mirar.
Necesitaba más, pero aún me quedaba algo de vergüenza para ir más allá. Fue cuando el universo
actuó. Uno no puede, por más que lo intente, controlarse en ese momento. Quizá somos cavernícolas.
El caso es que yo no lo pedí, pero se me sirvió en bandeja la oportunidad. Hice una parada no
programada en un punto intermedio entre el camino del trabajo a la casa y cuando quise volver a
esperar transporte, todo estaba desbordado. Duré más de una hora andando sobre la acera de una cuadra
con muchas más personas esperando que un bus parara. Todos iban con gente colgada hasta la puerta.
Llevaba un tiempo relativamente largo de sobriedad, sin pensar si quiera en mi obsesión. Pero las cosas
suceden. Un colegio cercano acababa de dar salida y el panorama se inundó de diosas de falda corta,
coquetas y escandalosas, con largas cabelleras cogidas en colas. El veneno empezó a segregarse y a
hacerme sentir miserable. Sentí deseos de habitar un mundo solo, sin nadie más, sin congéneres que me
produjeran tan doloroso efecto. Pero no pude conservar el uso de razón. La lucidez se me diluyó como
una gota de tinta en un vaso de agua. No pude mantener la cabeza en su lugar cuando un grupo de
chicas estalló en risas. Volteé y las vi contonearse mientras se burlaban de sí mismas interpretando
movimientos de reggaetón. Sus caderas iban y venían, desestabilizadas sobre unas piernas tan
separadas que darían espacio al paso de un pequeño niño. Sus escasas jardineras se batían sin censura,
pero con una maldita limitación natural que define el encanto siniestro de todas las mujeres. Un
misterioso ‘hasta ahí’, un incomprensible ‘mira hasta donde nace la pierna, el siguiente centímetro está
prohibido’. Y lo estaba, porque no importaba cuán corta fuera una falda, ni cuanto se moviera como
una puta quien la vistiera. El objetivo natural de provocar a un hombre y alterarlo hasta las entrañas, se
cumplía absolutamente. Muchas veces me había puesto al tanto de la existencia de tan horrible poder,
de tan macabra desventaja y debilidad que teníamos los hombres. Ese dominio exclusivo sobre su
propio objeto de deseo, para alguien cuya dueña decida usar o no, con libertad total de elección, de
duración y frecuencia. Lo que era tabú para los hombres pero entre ellas sí podían mirar y tocar, por
derecho natural.

No sé en qué había fallado la evolución o cuándo ni cómo la habíamos hecho fallar, pero la
provocación ya me había transformado. No iba a soportar más que el ácido me deshiciera el vientre,
por simplemente esquivar todo haciéndome el que no soy hombre: el permanente deseo. No me
interesaban las explicaciones y no solo no me interesaban a mí, sino que no lo interesaban a la
sociedad. Lo que estaba a punto de hacer estaba mal y punto, sin beneficio de la duda razonable, sin
defensa, sólo una determinación irrefutable y solemne ensamblada por una sociedad hipócrita.

Varias de las chicas del grupo subieron a un bus y fueron quienes terminaron de colmarlo. La ruta ni
siquiera iba a mi barrio, pero la abordé. Quedé flotando entre la nada y dos de ellas, que ni siquiera
habían podido traspasar la registradora. El bus ascendía por calles empinadas a gran velocidad y la
inercia las empujaba a mí o a mí hacia ellas. Había oído y leído historias de refregones, pero acababa
de darme cuenta que no era mi estilo. Era muy evidente, difícil y arriesgado. Prefería mil veces recurrir
a la sensibilidad de mi mano. No solo era más seguro, sino más divertido. Agarré con mi mano derecha
uno de los tubos para sujetarme, pero muy cerca del trasero de una de ellas. Me pregunté si acaso
alguien podía estar adivinando lo que yo pretendía, así que inspeccioné los al rededores. Todos estaban
sumidos en sus pensamientos y nadie veía lo que tenía en frente, si quiera. “¿Cómo puede ser tan fácil
ser un manoseador?” Me pregunté. Llevaba al menos un minuto esperando la siguiente sacudida del
bus para que su perfecto culo se separara del tubo, meter mi mano y que quedara desde entonces
apoyada en mí. El momento llegó y metí la mano. No pude disfrutar de semejante gloria de tener sus
nalgas firmes el dorso de mi mano, por el nerviosismo de la primera vez. Empecé a sentir una erección
fuertísima. Volví a echar un ojo, pero con el pulso cardiaco acelerado y todo, pude volar mentalmente
alrededor de la escena y comprobar que nadie, repito, nadie; tenía acceso visual a mi mano en su
trasero. Por último la miré a ella y seguí hablando tranquilamente con su amiga. “Si a mí me tocaran el
culo, definitivamente lo sentiría” razoné. Y empecé a hilar la teoría de todo depravado, “debe estarlo
disfrutando”. El bus paró y recogió a alguien más. Un sujeto se paró detrás de mí y aproveché para
cerrarme más sobre mis deliciosas colegialas. Ya no podía tener más la mano entre el tubo y sus
redondas nalgas, pero no importaba, pues ya estábamos tan cerca que podía tocarla mucho mejor. Ya
estaba cogiendo confianza y justo detrás de ella, puse el dorso de mi mano sobre su jardinera, justo
encima de una de sus nalgas. Sentí que me iba a dar un infarto. La respiración se me había enloquecido
y sentía el pulso hasta en el cuello. Sentí que tenía que parar o algo malo iría a suceder. A la siguiente
parada me bajaría sin más. Pero daría una valiente estocada final. El momento llegó y, al momento de
girarme para pedirle espacio gentilmente al sujeto detrás de mí, en una fracción de segundo, le acaricié
toda la cola a la chica con mi mano. Descendí del bus sin aire. Tenía los calzoncillos empapados en
lubricante que recién empezaba a sentirse frío. No pensaba en más que en irme a mi casa para
masturbarme frenéticamente.

Tenía un diluvio de emociones dentro de mí, algunas de ellas un poco razonables. La sensación de
impunidad, nunca antes tenida, el haber violado el estatus sacramental de intocabilidad que tanto me
había torturado, la culpa, muy poca a decir verdad; y por encima de todo, el placer. El enorme e
incontenible placer.

Dejé por mucho tiempo de tocar a nadie. El ácido desgarrador casi no se sentía y el alivio fue duradero.
Sin embargo, la confianza cultivada por la primera experiencia y la falta de consecuencias, me llevaría
a un nuevo estadio de perversión. Como antes, no lo planeé, sino que la bandeja se sirvió sola. Sí,
adivinaron, otro bus urbano lleno. Esta colegiala de uniforme azul oscuro y faldita de puta, tenía el
mejor cuerpo que había visto. Y encima, la belleza absurda de su rostro, una combinación que me hizo
mal. Mucho mal. Esa clase de cuerpo bien desarrollado y que lleva la ropa por código, no por
necesidad. El uniforme le colgaba de las tetas, por delante y de las nalgas, por detrás. Me hacía pensar
en una chocolatina blanca y desnuda, a la que alguien descuidadamente le puso encima su papelito de
seda creyendo que la cubriría. El cabello negro le brillaba en cada mechón arremolinado, que caía tan
indiferentemente como los pliegues de su corta falda. Tenía sus ojos enormes viendo el paisaje urbano
pasar a través de la ventana, con la mirada altiva, como si no tuviera ya la nariz lo suficientemente
respingada. Me inquietaba como una criatura podía estar tan buena y vivir con eso. ¿En qué pensaría en
ese momento? ¿En sus tareas, en su puto novio? Si yo fuera ella, no podría pensar más que en mi
propio culo. El sentido de la vida sería el placer ¿qué otra puta cosa podría tener la mínima importancia
si se es un ángel, incluso bello para los demás ángeles como ella?

Mientras pensaba todas esas güevonadas, sin que me diera cuenta, de hecho, la ansiedad volvió. El
ardorcito mamón ascendió desde mi abdomen hasta el corazón y de un salto me dije “ah no, ni mierda,
yo no vuelvo a aguantarme este infierno”. Con disimulo me le acerqué, entre el ir y venir y la inercia
fluctuante. Los minutos pasaron y mi perversa paciencia cultivaba frutos. El bus se colmaba de gente a
cortos plazos y al fin, al fin, cuando ya había terminado de oscurecer, me le pegué. “mamacita, vamos a
gozar un rato” pensé. No estaba detrás de ella, sino entre al lado y detrás, la mejor posición, según
juzgaría mucho después. Su hombro derecho parecía meterse en el lado izquierdo de mi pecho. Ya tenía
el corazón acelerado, pues sabía qué cosa venía y el sentimiento de culpa marcado por la reincidencia
me empezaba a invadir. Pero como lo he explicado, nada es más grande que la arrechera. Bajé mi mano
izquierda y la puse en mi bolsillo. Evalué miradas y campos visuales de otros, evalué la expresión de
mi querida colegiala y todo estaba a pedir de boca. La gente estaba metida en sus vidas miserables y
sus trabajos grises, mientras yo rompía todo reducto de moralidad y decencia y la pasaba en grande.
Siempre, con la maléfica confianza que crecía en mí de no ser descubierto, de no levantar si quiera
sospechas o dudas, del destino de ser un acosador.

El dorso de mi mano medio metida en mi bolsillo tocaba una parte intermedia entre su nalga y su
cadera. Pero eso ya no significaba nada para mí. Quería más, mucho más. En un saltito del bus, saqué
mi mano del bolsillo. La sensación en el tacto era mucho mayor, pero aun así me parecía una nimiedad.
Lentamente giré y abrí la mano. Hasta entonces empecé a sentir placer, tanto que me olvidaba del
miedo y la ansiedad. Tenía su nalga derecha rozando la palma de mi mano en las zonas más
afortunadas. Me olvidé de cada centímetro de más en mí y llevé toda mi consciencia a mi mano
izquierda. Yo era mi mano izquierda, dándole una probada al paraíso. Y lo que lo hacía más delicioso,
era un paraíso que yo no merecía, al que no estaba invitado, el que invadía por voluntad, la voluntad
que había sido tan pisoteada por la proverbial belleza de las mujeres.

Quizá llevaba un minuto o menos disfrutando del leve roce. Tenía una erección mediana en progreso y
trataba de mantener la respiración estable. Qué rico, venir en un bus con la nalguita de una reina en la
mano. ¿En la mano? ¡Pero si sólo era un ridículo roce! Pensaba en que tan absoluta beldad, aunque
fuera abusiva, subterfugia y suciamente, al menos ya no me humillaba. La venía manoseando delicioso.
Repentinamente, alguien pasó detrás de nosotros, una mujer. “perdón” dijo. Con su cuerpo, en medio
del escasísimo espacio, empujó mi mano y me hizo sentir esa nalga como nunca había sentido una en
un bus antes, en toda su magnitud física, su curva, La textura de la tela electrizante de su jardinera,
hasta qué punto era suave y hasta qué punto dura. Mi pene se puso como cañón. El movimiento dentro
del bus se pausó cuando dos sujetos se pararon detrás de mí. En el espacio diminuto entre ellos estaba
el dorso de mi mano. Y en la palma de mi mano, la nalga de mi querida colegiala, a todo dar. Solo
faltaba apretar un poco a voluntad, pero yo estaba seguro de que eso me delataría. La fricción ya no
sería excusa para un apretón intencional, ni para la más distraída muchacha. La sensación era tal que yo
no podía abrir los ojos y estoy seguro de que hacía una fuercecilla en mis labios, concentrado con toda
mi mente en ese contacto prohibido y exquisito. Semejante ricura de colegiala, todo el día para aquí y
para allá arrechando a todo el mundo y dándole placer sólo a quien ella quisiera… pero yo, estaba ahí
abasteciéndome de su miel sin necesidad de permiso. Yo estaba sobre las reglas, sobre la lógica
instaurada y hedionda, donde las poderosas provocan con derecho a los débiles y estos no tienen
derecho a provocarse.

Hasta entonces, casi no había superado la experiencia anterior. En tiempo, llevaba ventaja de sobra,
pero eso no me satisfacía. Como la vez anterior, avanzaría en terreno aunque fuera efímero en tiempo.
Me propuse firmemente a meterle su atarriada (pasarle la mano entre las nalgas de abajo hacia arriba).
Lógico, eso sería para terminar, volverme, hacerme el inocente y salir victorioso, con mi dedo corazón
impregnado en su coqueto culo, en medio de sus nalgas deliciosas, con o sin bicicletero, no me
importaba. Quería tener la sensación arrechadora de meterle mi dedo en el culo a esa reina prohibida,
de restregarle en la cara a la vida ese odioso ‘ver y no tocar’. Quería tocar, estirar mi dedo a donde
estaba ese inalcanzable templo vaginal, cuya rica humedad se celaba de manera egoísta por un panty y
muy probablemente por un bicicletero. Luego, subir el dedo con buena fuerza en medio de sus enormes
nalgas y proporcionarle la sensación más intensa de su vida. Que se sintiera tocada en parte de su
vagina, al menos, y en su ano, su orificio aquél del que la vida la dotó para darle placer sólo a quien
ella quisiera.

Mi mano aún estaba ahí en su portento de nalga y ella y todos seguían ensimismados. Obviamente no
podía arrastrar mi mano, así que debía quitarla y volverla a poner. Planeaba hacerlo, invirtiendo todo el
tiempo que costara, aun pasándome de mi parada. Mi trofeo ese día sería llevarme el olorcito y el
calorcito de en medio de sus nalgas en mi dedo. Planeaba olérmelo y lamérmelo mientras me pajeaba
como animal. No sin esfuerzo retiré mi mano, pues todo cambio brusco podría levantar sospechas. La
acomodé en la posición normal para atarrear, con el dedo corazón estirado y apuntando hacia la concha,
con la mano tan torcida que me dolían los tendones. Sentía el ruedo de su faldita escocesa reposando en
mis nudillos. Faltaba un centímetro, menos, iba a tocarle la unión de sus nalgas, a meter el dedo en el
nacimiento de sus piernas, a sentir su calor, su humedad, su concha… pero ella se retiró. Algún hijo de
puta llegó a su destino, se levantó y lo movió todo. Con reflejo felino relajé y disimulé mi mano. Sentía
frío y soledad en mi palma, el segundo anterior estaba tocándole el culo a una hermosísima colegiala y
en el siguiente no tenía nada. Estaba otra vez en mi sitio, en el suelo como el gusano que en efecto era.
Heces aguadas de un animal enfermo, despreciables como fertilizante. Sólo era otro imbécil en el bus,
que viajaba al lado de una criatura de sin igual belleza sin poder disfrutar de ella. Miré mi reflejo en la
luz del bus que se devolvía por el vidrio. No me gusté, me odié.

Hacerme detrás de ella con tanta gente apretándonos que los hombros duelan. Que pudiera sacar mi
miembro con esa erección incontenible y asomarlo debajo de su falda. No atarrearla con el dedo, sino
con mi pene. Debería sentir el ruedo de su falda no en mis nudillos sino en el pubis, mientras mi glande
se encajara deliciosamente, mojando de lubricante tibio su culo aún empacado en ese odioso panty. Ella
me vuelve a mirar y no puede hacer nada, pues la pena es más grande. Solo puede dejarse culear. Ya
experto en moverme en medio de apretones, le bajo el calzón. Vuelvo a poner mi pene rígido y ya no
siento inerte tela, sino su culo vivo y acalorado. Un leve empujón y me la estaría culeando en medio de
todos. La penetro y la violo, tan sutilmente que ella lo disfruta. No tengo si quiera que perrear mucho
porque la inercia nos ayuda, nos pone a pichar como dioses.

Ella vuelve a mirarme y aprieta los labios. Entiendo el mensaje: “quiero por el culo”. Lo saco de su
concha, empapado y lo subo un centímetro. El agujero está custodiado por sus enormes nalgas, pero no
hay modo humanamente en el que ella ni yo podamos usar las manos para abrirlas. Todo el trabajo le
toca a mi pene, superar esa barrera de suave curvatura y alcanzar su culo. Con esfuerzo, logro encularla
y ella ahoga un gemido. Uno que otro voltea a mirar pero nadie sospecha nada. “Estamos culiando, le
estoy dando por el culo a esta colegiala mientras viajamos, qué pena con ustedes” pienso. Ella dilata su
pequeña argolla como si cagara y se siente tan rico que me vengo. Una ola de semen caliente baja
desde mi interior y recorre mi pene, pero.. se queda allí. Tan apretado estaba el culo de esta colegiala en
el bus que la eyaculación se pausó. Estoy temblando, gozando de un orgasmo que suma todas las putas
y todas las masturbaciones desde mi juventud, esperando por una culminación que no ocurre, por su
culo tan apretado. Sigo perdiendo fuerzas y cediendo, ahogando gemidos y temblando, las piernas me
ceden. Mis rodillas se doblan y el pene se sale, chispeando una explosión de semen en el reverso de su
falda y sus nalgas. Ella se percata de inmediato de que he terminado de follar y se retuerce para
alcanzar sus panties y subírselos, como si le sirviera de algo. Si me muevo, despierto sospechas. La veo
desde atrás por un segundo con la mano temblorosa cubriéndose la boca. “Acabas de ser
deliciosamente comida en el bus, mi amor” pienso. Han pasado suficientes minutos y siento que puedo
volverme a acomodar. Ya tenía frío en la verga, descolgada escurriendo semen en su jardinera. Me la
guardo no sin antes limpiármela bien con los pliegues de su faldita. Le dejo un hermoso recuerdo, con
mucho amor en su jardinera, de color blancuzco y con aspecto de pegante. Salgo airoso, descremado y
muy relajado a la calle, pensando en que mañana sería otro día para pegarle su follada a otra reina de
colegio en uniforme.

Vi mi rostro en el reflejo de la ventana. Mi mano se sentía frustrada y ese culo y esa vagina de esa diosa
colegiala estaban allá, intactos, como debían estar. Lo que me acababa de imaginar sólo aumentó mi
ansiedad.

Ya habrá otros días y otras colegialas con culos hermosos en los buses atestados de gente, susceptibles
de ser acariciadas y amadas en secreto, sin sus permisos. Ya habrá más oportunidades para medir hasta
donde puedo llegar, para huir miserablemente de la triste realidad de ser un hombre feo, sin gracia, que
no es divertido ni atractivo, que a veces anda errático por los puentes peatonales a horas de salida de
clases para ver colegialas por debajo. A veces tienen bicicletero, pero no siempre. A veces veo sus
calzones, frutas prohibidas que se supone no deben verse. Ya habrá otros días para seguir siendo un
depravado manoseador de colegialas, porque mientras ellas existan y yo siga vivo, las veré señorear por
ahí su atractivo, en fotos de Facebook, con falditas que dejan ver hasta el último centímetro permitido y
jamás se pasan y no dejan ver justo lo que uno más quiere ver, ver y tocar. Siempre que pueda, las
tocaré y me iré a la casa a jalármela como loco. Leche y más leche por ustedes, mis amadas colegialas.

--Stregoika 

28 - De paseo con mi hija carla


Incesto padre-hija | 10 años | Tabú | Oral
©Stregoika 2021
Les contaré cómo un viaje de padre-hija terminó convertido en un viaje de ardientes amantes.
Supongo que ustedes han leído cientos de cuentos por el estilo, razón por la que trataré de que este les
guste, siendo lo más honesto posible.
A mí, desde mi propia niñez, siempre me gustaron las niñas y mujeres caucásicas. Siempre que conocía
a una niña de cabello negro y piel blanca, me embobaba como caricatura. Claro que con el paso de las
décadas todo eso se me olvidó, hasta que, a mis 33 años, cuando Carla tenía al rededor de 8, empecé a
verla tan bonita que recordé toda mi niñez y de paso, me asusté. Me asusté porque ¿Qué iba a hacer yo
cuando ella siguiera creciendo y poniéndose más y más bonita? Ni Diana —su madre— ni yo
esperábamos que Carla se pareciera más a su padre y a mi madre que a nosotros mismos. Pero mi
esposa ya no estaba para cuando la belleza de Carla empezó a ser un problema para mí. Ella murió
cuando Carla tenía 4.
Pasar tiempo juntos era el sentido de nuestras vidas, después del trauma de la desaparición de Diana.
Yo compartía la cama frecuentemente con Carla, pero hacía ya unos meses que había cambiado mi
rutina matutina, de levantarme a orinar, a levantarme específicamente a pajearme. Pasar la noche
pegado a semejante Diosa no era fácil. A veces hasta le daba la espalda toda la noche para que no
sintiera mi pene encañonado. A veces me pegaba un par de pajazos en la tarde y antes de dormir para
que no se me pusiera duro durante la noche y poder dormir abrazándola. No sé si se lo imaginen. Todo
en una nena de diez años es suave. Su piel, su cabello, su voz, su forma de ser y su aroma. Su suavidad
esclaviza tu mente.
Se nos había vuelto costumbre despertar y quedarnos ahí contemplándonos un rato, sonriendo.
Después, sin saber cómo, no solo fueron cosquillas y juegos, sino que aparecieron las caricias y
después los besos. En mi región se conocen como «picos», o sea: A boca cerrada. Primero se los daba
en la cara, pero bastó con que ocurriera el primero en la boca, con tal adorable aprobación de ella, que
luego siguieron y siguieron.
Como medida cautelar, le compré ropa de cama holgada, pero de nada me sirvió porque ella se la
quitaba a media noche. Ya estaba acostumbrada a dormir solo en camisetita de esqueleto y pantaloneta,
muy corta, si me preguntan; y algunas tenían aberturas muy amplias a los lados. Recuerdo el momento
exacto en que las masturbadas que me pegaba por la tarde-noche dejaron de surtir efecto. Desperté a
media noche y Carla estaba sentada en la cabecera jugando con su teléfono celular. Usaba sus rodillas
como soporte. Su pantaloneta estaba completamente subida, por lo que podía yo ver su pierna hasta su
nacimiento y su glúteo atlético. Por su puesto, su entrepierna debería estarse tragando entera la prenda.
Pero no era solo su posición y lo linda que se veía, sino su aroma. Cuando abrí los ojos, su cadera
estaba a centímetros de mi cara, y antes que ella notara que me desperté, aspiré las deliciosas
emanaciones naturales de su piel como para embriagarme. Se me puso «como para partir panela».

Al poco tiempo hicimos un viaje. Al fin se había presentado la oportunidad de tomar vacaciones. Dejar
la maldita rutina, mi trabajo y su colegio, darle vacaciones a Ruth —la señora de servicio— e irnos a
atravesar en carro medio país, descansando de pueblo en pueblo hasta llegar a la costa. Supongo, ya le
había dado a Carla el lugar de Diana. Solo faltaba consumarlo.
En las quedadas en los pueblos, los juegos de cosquillas y sesiones de besitos ‘inocentes’ se volvieron
más largas e intensas. Pero seguía sin ser capaz de tocarla más que en el rostro, las manos o el dorso
para hacerla reír. Sabía que el momento llegaría, no obstante, toda vez que había dejado de hacerme la
paja. Era como una declaración formal, no verbal sino instintiva. Como el momento llegaría
inevitablemente, suponía que le ‘guardaría’ todas las ganas, la potencia y hasta los fluidos a mi Carla.
El tercer día de viaje, acercándonos a la costa, tuve una visión reveladora de mi hija. Yo conducía a
gran velocidad por una carretera recta y de cuando en cuando me quedaba viéndola a ella. Iba en el
asiento del copiloto, cantando y riendo, con los talones pegados a la cola. Pero ¡qué piernas! El fuerte
viento que entraba por la ventana le empujaba la faldita de tenista hasta pegarla al espaldar del asiento.
Pero a ella no el importaba, pues iba con papi. Cantaba con una sonrisa en su boca, usando un cepillo
como micrófono. Usaba gafas oscuras que le quedaban tremendas y una pañoleta amarrada en la
cabeza. El viento le empujaba la melena de pelo tanto o más de lo que hacía con la falda. Su cabello
negro y largo era tan sano y nutrido que parecía estar permanentemente húmedo. Lo concluí sin darle
más rodeos: Estaba enamorado de mi hija.
El primer día en la costa, lo pasamos de maravilla. Carla estuvo más contenta y juguetona que durante
toda la travesía anterior. Jugamos mucho. Incluso me puso a correr detrás de ella, retándome a
alcanzarla. El jueguito tenía connotación sexual, ambos lo sabíamos, aunque yo lo sabía de manera
consciente. De cualquier forma, un hombre de 35 años persiguiendo a una nena de 10, es como un
perro viejo tratando de alcanzar un gato joven. Ella se movía como si no tuviera peso. Bien pude verme
ridículo.
A las diez de la noche estábamos exhaustos y acordamos volver al hotel. Teníamos suficiente energía y
ganas de recorrer el distrito turístico, pero los pies no daban más. Yo, supe que había llegado el
momento. Mi Carla cerró la puerta y se lanzó sobre la cama con las extremidades oponiéndose unas a
otras. Gimió de alivio.
—¡Uff, qué día! —exclamó.
Yo me sentí de forma extraordinaria. 1% se lo repartían la duda y el miedo, por el hecho de que era mi
hija; y 99% era ansiedad, como cuando eres un mocoso de 14 y estás a punto de perder la virginidad.
Entré al baño a orinar y cuando me lo agarré se me salió de los dedos. ¡Así de lubricado venía! Me
duché. Cuando volví a la habitación, la topé ya empezando a dormirse, pero ni siquiera se había quitado
las sandalias. Estaba de costado, clavando media cara en el colchón y con la cola parada. Su faldita azul
claro tenía el ruedo a la altura de la mitad de sus nalgas. Carla estaba ‘mirándome’ con su culo
redondito, prolijo y blanco. En medio de sus piernas estaba apretada su concha, bien empacada en el
parchecito de algodón de sus tanga blanca. Mi sexo me habló muy claro. Me dijo:
—Hágale.
Me miré la pita parada y luego su culito esplendoroso. Mi pita con el cabezón brillante. Su culo suave.
Mi pita palpitando. Su culo dispuesto. Mi pita. Su culo. El culito sin igual de mi hija, suave y virgen.
También cabía la posibilidad de no tocarla, jalármela en silencio ahí parado, donde estaba, llenar de
semen el piso, lavarme e ir a dormir con ella. Pero no iba a ser así. No otra vez. No más paja. Era hora
de liberar el amor, de sacarlo de prisión. Dí un paso y oí una voz:
—¿La va a violar? Ella no está así para que usted se la eche. ¡No sea degenerado! Si la ama, hágale
bien rico, enamórela, súbala al cielo en cuerpo y alma. Pero no la viole, puto.
Mi consciencia había hablado. Me hice una paja, quisiera decir ‘celestial’ pero más bien fue ‘frenética y
desesperada’. Me imaginé a mí mismo arrodillándome casi pegado a ella, así como estaba, metiéndole
los dedos en los calzones para hacerlos a un lado y penetrándola. Que ella me decía «Uhy, sí papi, hasta
que al fin te decidiste ¡dale! No pares que !se siente rico! ¡Oh si papi!». Que me enloquecía de placer
sintiendo su carne suave, tibia y apretadita, frotando mi frenillo contra el rico interior de la vagina de
mi hija hasta gruñir como animal, tener un orgasmo delirante y venirme dentro de ella como caballo. Al
menos, la parte del orgasmo se transmitió a la realidad. Me tomé un minuto para reponerme. Me lo lavé
y me lo guardé. Luego caminé hacia la cama. Gateé al lado de ella.
—Papi —masculló.
El corazón me palpitaba, pero no por la exasperada paja que me acababa de hacer, sino de amor. Le
besé la comisura de la boca y le dije:
—Qué día ¿no?
Ella contestó asintiendo a boca y ojos cerrados. Le acaricié el costado del rostro con el dorso de mis
dedos.
—Carla.
—Dime, Papi —respondió apenas abriendo la boca.
—El día no ha terminado, ni siquiera. Falta lo mejor.
Ella abrió sus ojos un poco, apenas para que le entrara un fastidioso rayo de luz.
—¿En serio? ¿qué es? —Al fin habló bien.
Yo no respondí. Solo seguí acariciándola con veneración. Ella disfrutaba mis caricias igual que
siempre, y no se opuso ni aún con lo cansada que estaba. Se puso boca arriba, con media sonrisa
dibujada en su perfecta cara. Suspiró, volvió a cerrar los ojos y así se quedó. Prácticamente me dijo:
«Haz lo que quieras, papi». Metí mi mano detrás de su cabeza y la besé con ternura, pero no intencional
sino automática y espontánea. Mis labios aprisionaban los suyos como si recogieran vital néctar
derramado. Ella correspondía de manera tan lenta que apenas se podía percibir. Su sabor a perfume
mezclado con el sudor del día y el aroma viviente de su aliento eran exquisitos. Me cosquilleaba el
cuerpo entero, como si un ejército de hormigas marchara por mis antebrazos, centro de la espalda y
dedos de los pies. Hice los besos más intensos y sonoros. Metí mi lengua en su boca y le lamí los
dientes. No me dí cuenta del momento en que empecé a gemir, pero sí habría de darme cuenta del
momento en que ella empezó a hacerlo: Fue cuando pasé de besarla en la boca a besarla en el cuello.
La besé desde detrás del lóbulo de la oreja hasta el inicio de la clavícula. Puedo apostar a que las
hormigas imaginarias estaban empezando a pasarse a marchar sobre su piel. Mientras tanto pasaba las
yemas de mis manos bajo su camisetita. Esas ya no eran cosquillas sino caricias desinhibidamente
eróticas. En su pecho había apenas la promesa de unos senos turgentes. Al tocárselas, salió su primer
delicioso gemido. Apenas audible. Usé mi otra mano para levantarla.
Ahí estábamos, mi hija y yo. Yo de rodillas sobre la cama y ella acaballada en mí. Nos besábamos con
locura. Ella estaba colgada de mí y yo revolvía su larga cabellera, de tal frondosidad, suavidad y aroma
que me ponía siempre como loco. Le quité la camiseta de esqueleto y volví a ponerla con la espalda
sobre la cama, con la intención de besarle el dorso. La devoré. No sé si imaginen la satisfacción de
haberla hecho evolucionar de la percepción de cosquillas a la de placer. Mi hija estaba siendo más que
mimada, esta siendo amada. La forma en que acercaba y alejaba sus rodillas en torno a mí, me indicó,
como una noticia fantástica, que estaba excitada, a lo mejor lubricando. Quería —aunque
probablemente no de forma consciente— a su papi dentro de ella. También levantaba y volvía y bajaba
la cadera, de forma armónica con sus débiles gemidos. Es más, como si fuera yo un perro, aspiré una
enorme bocanada de aire para comprobarlo. Y, en efecto, olía a mujer. Mi Carla estaba mojando como
loca. Era hora de, como me había sugerido mi consciencia, ‘subirla al cielo’. Dejé de besarla y gateé en
reversa. Me saboreé, no para lubricar mis labios sino para lo contrario: Para remover exceso de saliva,
pues se me hacía agua la boca. Pues… ¿como no? Estaba a segundos de chuparle la vagina a mi hija.
Llegué. Volteé su falda de tenista sobre su vientre y al fin mi cara estaba en frente a su pelvis. En el
nombre de Dios ¿cómo podía ser tan bella? Y oler tan delicioso… Besé su tanga milímetro a milímetro.
Me encargué de que el beso en su panocha fuera especialmente intenso y sonoro. Tan pronto hubo el
contacto, sonó el primer gemido fuerte de Carla. Se me paró la pita otra vez. Le quité la tanga.
—Papi —masculló otra vez.
Me detuve impertérrito y le contesté:
—Dime, mi amor.
Pero no contestó nada.
—¿Quieres que pare?
Después de cuatro interminables segundos, ella repuso:
—No, papi. No pares.
Y no paré. Eché un vistazo a esa gloria que tenía a centímetros de mi cara y que solo había imaginado,
incluso en esa ultima paja de hacía diez minutos: Su vagina. La cuca de mi hija. La panocha de mi
Carla. Corrección: ¡Panochota! Era más linda de lo que había imaginado. Nunca le había visto el
chocho a una menor, y la impresión fue como una descarga eléctrica. Como un rayo: La hermosura de
aquello es desternillante: Ausencia total de vello. Las vulvas eran como si se inyectara colágeno. El
color claro de la piel y la hendidura prolija, como recién esculpida por Dios pasando una hoja filosa
sobre el barro húmedo. Y me daría cuenta de lo mejor al poco: Una suavidad sobre la que quisieras no
solo dormir sino morir. Su aroma cálido y espeso terminó de hipnotizarme. Primero se la besé en la
parte alta, con mis ojos cerrados. Apenas si sentí su raja en mi labio de abajo. Después le besé una
vulva, con adoración, y después la otra. Entonces la besé lo más abajo que pude. Allí estaba más
húmeda y tibia aún. Y por último, claro, lo mejor: La lamí en medio. Uff. La lamí otra vez. Carla
aspiraba fuerte entre los dientes. Estaba enloqueciendo. Lamí más fuerte, como si mi lengua fuera la
llave, su pucha fuera la cerradura, y el tesoro, no mi placer, sino el suyo. Sacarle gemidos de locura
sería mi adicción desde ese momento.
—Mi amor, ábretela para papi.
Ella puso sus manos y yo le ayudé a acomodarlas para que me diera paso a su paraíso. Dentro se le veía
el brillo móvil de su fluido. Estaba muy feliz. Entonces pasé de lamer a chupar. Qué rico sabor tenía mi
hija. Chupé con los ojos cerrados, como crío amamantándose. Chupaba y le acariciaba el vientre y los
muslos. Ella tiraba a cerrar las piernas, supongo que así era de fuerte la sensación. Pensé «es hora de
subir la potencia al máximo» —El ‘máximo’, al menos por aquél día—. Dejé de mamarle los ricos
fluidos de amor a mi hija y me puse a toquetearle el clítoris con la punta de la lengua. Ella presionó su
cadera contra el colchón, como si quisiera huir, pero sentía tan rico, supongo; que resistió. Abrí mis
ojos y solo podía ver su dorso encorvado hacia arriba y sus costillas marcadas. En mis labios sentía sus
uñas y el olor de sus dedos. Carla presionó con los pies y aspiró más aire entre los dientes, como
cuando uno se pega un pequeño quemón con la cara líquida de una vela.
El tiempo pasaba y yo seguía haciendo de mediocre vibrador con mi lengua. Me dolía el gañote y el
cuello, terriblemente, pero ver a mi hija Carla subiendo al paraíso, bien valía la pena, y más. Carla
empezó a temblar como gelatina. Quitó una de sus manos de su pucha y la usó para presionar mi
cabeza contra ella. Subí la frecuencia del movimiento de mi lengua masturbadora. Mi hija produjo un
sonido como si quisiera llorar. Yo, debí haber aumentado más la intensidad pero ya no había más para
dónde. Pinche lengua de perdedor. Un minuto más. Qué felicidad me daba la felicidad de mi hija. Y qué
rico sabía su vagina ¡Mmmm! Otro minuto. El espasmo en los músculos de mi cuello y lengua, sería
inevitable. Tendría un calambre muy doloroso cuando parara. Pero no iba a parar aunque me diera un
infarto. Mi hija tenía que tener su primer venida por la lengua de papi y por ninguna otra cosa. Sentía
que las venas del cuello me iban a reventar y que la espalda se me partía. Habían pasado casi quince
minutos.
Al fin, su aparente sollozo explotó. Quitó la mano que todavía ocupaba abriéndose la cuca para mí y se
tapó la boca. Ahogó los gemidos de su primer orgasmo. Con la otra mano, dejó de empujarme hacia sí
desde atrás para apartarme empujándome la frente. También cerró las piernas. Un par de segundos
después se incorporó de golpe y corrió al baño.
Como lo predije, me dio un calambre. Los músculos del gañote se me juntaron todos en una bola. Fue
muy doloroso, pero el amor por y la satisfacción de mi hija eclipsaban cualquier dolor físico. Lección
para la próxima —quizá mañana mismo—: Poner a Carla sobre la cómoda. Como es mucho más alta
que la cama, yo, al chupetearle la cuca, quedaría con la espalda vertical y me ahorraría la incomodidad.
Con cara de quien ha recibido un garrotazo, anduve hacia el baño. Allí estaba mi preciosa hija,
sosteniéndose la falda arriba y poniéndole la cola al excusado. Iba explicarle que lo que sentía no eran
ganas de orinar, sino que se había ‘venido’. Pero no iba a poder hablar durante media hora.
La tomé de la mano y la conduje de vuelta a la cama. Dormimos. Creo que nunca en la vida había
dormido tan bien.
Al otro día tuve el rico aroma y esencia vaginal de mi hija en la cara durante todo el día. Por el
recuerdo de mi propia primera vez, sabía que esa fragancia impregna mucho y es muy rico llevarla todo
el día en la cara. Si al principio creía que estaba enamorado, como cuando la vi cantando en el carro,
pues eso no era nada en comparación. Ahora, por el efecto de haberle proporcionado su primer orgasmo
y que la nariz, la boca y la barbilla olieran a la cuca de mi Carla, me sentía embrujado. Y no solo eso.
El hecho que mi hija fuera exactamente la clase de pequeña diosa que solía enamorarme desde que yo
era niño, me hizo experimentar una sensación fuera de este mundo. Hasta temí enloquecer. Ni siquiera
creo poder describirlo. Imaginen andar por la calle de la mano de su hija hermosa y saber que ya no
solo son padre e hija sino ardientes amantes, que caminan por sobre el mito de lo correcto y lo
incorrecto, mientras los demás viven engañados, con cadenas invisibles y creyendo estúpidamente que
son libres y felices, por haber permitido que otros les dijeran lo que es correcto y lo que no. Pero esa
definición de lo que sentía al otro día, es poca cosa. Es el formalismo. Para hablarles del sentimiento
entre mi nena y yo, debería ser poeta, y hasta allá no llego.
Creo que todo el amor que sentí por mocosas lindas durante toda la vida, el universo acababa de
regresármelo, tanto tiempo después que ni me acordaba de que lo hubiera deseado.
Sé que Diana sonríe allá donde esté cuando nos ve a Carla y a mí en unión.
Con el tiempo habría de expandir el repertorio de nuestros juegos, pero muy lento y siempre mi hija
tendría la potestad exclusiva de detenerme. Mi consciencia me había hablado justo a tiempo. El hecho
que yo disfrutara, venía por añadidura. Pero siempre, lo primordial era el placer de ella. Que se
retorciera, que aspirara con fuerza entre los dientes haciendo sonido de gotas de agua evaporándose,
que temblara como gelatina y que corriera al baño creyendo que se iba a orinar. Yo, no importaba. Me
hacía la paja y ya. Semen aquí y semen allá, excepto sobre ella. Si ella sentía algún día curiosidad y
metía la mano en mi calzoncillo ¡Bienvenida! Si no, paja y más paja. Claro que la curiosidad de mi hija
era algo que yo podía estimular, pero pensaba hacerlo con total lentitud y premura. Primero Carla y
último Carla. Yo daría la vida por ella.
Fin

29 - Dedeada a través de una cerca de colegio


©Stregoika 2022

A todos nos pasa al menos una vez en la vida algo que ni nosotros mismos podemos creer. Les contaré
la mía. Yo soy un sujeto cuarentón, pervertido y fracasado en todo sentido. De esos que si ve en el
panorama una falda tableada a cuadros, se arrecha en micro-segundos, frunce el ceño, erecta los labios,
resopla y se soba el pantalón. No debe haber muchos sujetos más expertos que yo en pensar cosas
sucias, realmente sucias, sobre todo por las colegialas y sobre todo por las que rondan los 12 añitos, en
grados séptimo u octavo. A esa edad, son como un mango que miraste ayer en la tarde en el árbol y que
todavía estaba verde, pero te asomas esta mañana y lo ves en sus primeras horas de ser una fragante y
pintona fruta. Nunca va a estar mejor. Dentro de un día, será otra fruta madura más. Así son las de 12.
Hay algunas que me hacen dar ganas ni siquiera de follarlas, sino de comerlas con cubiertos. Parece
que si la muerdes en una mejilla, un glúteo o un muslo, no habrá diferencia de si muerdes un fino
ponqué que apenas se ha oreado después de sacado del horno. Bueno, paso a cuento:

Un día libre me quedé caminando en vez de irme a casa, para sacar provecho del sol. No había una
nube en el cielo, por lo que me animé y me excedí caminando: Llegué al límite sur-oriental de la
ciudad. Durante el camino, vi una que otra colegiala y me puse inquieto. Tuve que sentarme a pacir mi
arrechera en un banco. Vaya que había paisaje bonito por allí, rumor de agua corriente, coro de pájaros,
árboles altísimos meciéndose al viento y… colegialas. Sus gritos llegaban retorcidos por la distancia,
desde una colina donde estaba el límite de su colegio. Estaban jugando y tirándose cuesta abajo y
volviendo a subir. Del otro lado, solo había un inmenso cerro y detrás de este, 180 kilómetros de monte
hasta la siguiente ciudad. No había mucha gente por allí.
Me puse a hacer un recorderis de todas la colegialas que más me encendieron cuando fui profesor de
bachillerato, e hice un rápido casting mental, colegio por colegio. Nenas de grados séptimo y octavo de
casi una decena de colegios. Luego reduje progresivamente el grupo hasta dejar solo a las morras más
deseables. Lógicamente, ganó Luisita, por quien escribí mi más exitoso relato “Ay, profe, me haces
igual que mi papá”; una morrita de 12 con cuerpecito de patinadora, pelo lacio hasta la cintura, rostro
de nena mimada medio cachetona y culo de concurso. “Yo pude habérmela echado” pensé “Si no
hubiera sido tan bobo. Si hubiese sido entonces como soy ahora, me las habría echado a todas ellas.
Uff, habría doblado a Luisa en una mesa, le habría subido esa faldita de cuadros azules y blancos con
rayas rojas, tan suave al tacto, le bajo esos pantymedias lisos y brillantes… ah, qué rico huele bajo la
falda de una nena… Y cuando le bajo de un halonazo las medias, esas nalgas saltan como gelatinas.
Separarle las nalgas con los pulgares y… uff…. Ese tesoro ahí, para mí. Ese agujerito tan prohibido,
tan íntimo, tan escondido, siempre “no disponible”, pero ahí a centímetros de mi cara. Solo es un
modesto punto con pliegues que se enrollan el uno sobre el otro formando un asterisco. El ano de mi
Luisa. Se me hace agua la boca y… nada ¡a comer! Yo ahí chupándole el ano a una nena ultra-hermosa
de grado séptimo, con unas nalgas que envidiaría una super-modelo latina”. Me mojé pensando en eso.
También concluí que conforme aumenta la edad de la morra, se pierde progresivamente el carácter
pornográfico y aumenta el romántico. Tuve experiencias absolutamente “rosa” con estudiantes de
undécimo, y tengo relatos de ello, pero son románticos, no pornográficos. Cosas que pasan.

Con el pantaloncillo mojado, tomé el camino de vuelta. Vi a las morras jugando de forma casi violenta
y al ver sus faldas girando en sus cinturas, me decidí a ir a verlas de cerca. Mierda, que estaba muerto
de ganas. “¡Mamasitas ricas, qué es todo eso, mis amores, qué delicia bebé! ¿Si le dan a sus papis todo
eso tan rico?” me repetía a mí mismo mientras ascendía la cuesta en dirección a ellas. Solo nos
separaban un camino desolado y la malla metálica de su colegio. Eran varias morras de entre 11 y 12, y
uno que otro barón. Ver las nenas corriendo con sus faldas de acordeón al vuelo y sus cabelleras largas
cediendo al viento, me puso a mil o dos mil. “Quisiera tener súper-poderes, saltarme esa malla y
robarme dos niñas, llevármelas volando al monte, pasarla rico cuarenta minuticos y… ¡devolverlas! Sí
devolverlas, completicas. Culeadas, nada más. ¿Qué tiene de raro? Para eso nacieron con cuca ¿no? Si
acaso solo tendrían que bañarlas, porque las dejaría llenas de mecos”. Me acordé al instante de un
relato erótico que leí sobre un sujeto que pasó en su coche al lado de un colegio campestre, vio dos
morras del otro lado de la malla y no dudó en bajarse del carro, desenfundar y pajearse por y para ellas.
Decía que ellas miraron el pajazo, hasta el lechoso final, muy interesadas y reían. “¿Será que me lo
saco?” me pregunté. “Sería rico mostrarles mi verga a estas morras”. Pero inspeccioné lo alto de la
colina y se veía más gente pasando, dentro del colegio. Si pasaba una profesora y me veía apuntándoles
con mi verga a las niñas… si al menos yo fuera en moto… pero no. Seguí mirando a esas pequeñas
diosas correteando y gritando. Me senté en una piedra a suspirar y a imaginar cómo sería yo profesor
de ellas y me follaba una o dos cada día. ¡Pero qué edifico tan lleno de chochos y culitos! “Ustedes allá
con sus vaginas guardadas en sus calzoncitos, y yo pajeándome cada día por ustedes, hermosas. Todos
los días botando lefa por ustedes y ustedes… de ese lado de la reja. Las mejores cosas de este mundo
están prohibidas”. Me lamenté. Igual que la analogía del mango: La mejor panocha es aquella que no
tiene un solo pelo, pero que está a semanas de que le salga el primero. A los simples esclavos, nos
hacen creer que es un horrible crimen disfrutar de ello. Pan comido para reservar el manjar solo para
dioses.

Reparé en a qué jugaba el grupo de colegiales: estaban lanzándose algo y evitando que otro, con toda
lógica, el dueño del objeto, lo recuperara. Hacía unos 30 años no tenía ninguna referencia de ese juego
que llamaban “el bobito”. Luego pude identificar dicho objeto: Era una cartera. Y el dueño, un chico de
unos 9 años. Estaba desesperado. Cuando las nenas, que sí tenían entre 11 y 12, saltaban; se les veían
los muslos hasta más de la mitad y yo me ponía como loco. El uniforme era de falda gris monótona y
medias grises. No era nada especial, más bien aburrido. Pensé en los mejores uniformes de ese inmenso
sector: El de un colegio llamado Alemania U, con blusa de manga larga, chaleco negro, falda alta gris y
media-pantalón roja, lisa y brillante. Uno ve una de esas chinas y quiere tirársele encima. Y el otro, el
del Altamira: Las nenas no usaban panty-media sino calcetas, y la falda era tan bonita, pero tan
bonita… sé que es raro que un hombre lo diga, pero esa puta falda era tan linda que hacía ver a esas
muchachas casi como extranjeras. Era una falda tableada, como toda falda colegial, pero con cuadros
de color azul rey y violeta. Casi de fantasía. Si a las del Alemania U, querías tirarlas al pasto y
violarlas, a las del Altamira, quisieras pedirles su mano. Este último día estaba yo delante de un colegio
al borde de la ciudad, con un uniforme más bien feo. Pero lo que estaba por pasar… ¡válgame!
Una de las niñas se excedió y lanzó la cartera fuera del colegio. Los gritos del grupo aumentaron en un
revuelto entre reclamos y risas de celebración. El dueño salió corriendo y llorando cuesta arriba, hacia
el centro del colegio. Una señora apareció en el camino. Bajaba en dirección al siguiente barrio,
seguramente a coger transporte. Dos niñas y un niño cubrieron la distancia que las separaba todavía de
la malla, se pegaron a ella y con los dedos metidos entre el alambre tejido, gritaron a la transeúnte:
“¡Señora! ¿nos puede pasar esa cartera?” Pero la señora solo los volteó a mirar y siguió caminando. No
se pude juzgarle, ya que, aunque estén mallas adentro de un colegio, los chicos no son educados. Es
decir, si prestas atención a lo que digan unos morros desde un colegio, puedes caer en una trampa o ser
objeto de una broma pesada. Yo, sabía que no era así, pero porque llevaba rato viendo lo que pasaba.
—¡Perra! —le gritó una de las niñas.
La señora se despachó en un discurso en contra de los chicos y siguió andando sin dejar de discurrir
furiosamente. La que había dicho el insulto era una monita delgada y mechuda que sujetaba su pelo con
una balaca. Bizcochito, como para comerla cruda. Además, grosera. “Uhy, mi amor ¿con esas boca lo
chupas? ¡qué delicia!” dije en voz baja.
—Marica, salga y cójala —dijo la otra.
—¿Y por qué no va usted?
Me emocionó que pudieran trepar la malla. Ver mejor bajo esas faldas, esos encantos de morra de grado
séptimo u octavo, máximo. Entonces recordé otra cosa que vi hacía unos años. En un parque al interior
de la ciudad, había un grupo de morras de la misma edad, en horas escolares —estaban ‘capando’—.
Esta ciudad, como el resto del país, es muy montañosa. Los sitios nivelados no son comunes, sino las
lomas y colinas. Ese parque tenía explanaciones con muros de contención. Lo que vi, para mis
impertérritos ojos de amante de las morritas, fue que estaban unas abajo del muro, apuntando sus
celulares hacia arriba y las otras, en la parte alta del muro, posando. O sea, haciéndose fotos de
upskirts. Tomaban fotos, se reunían todas, miraban las imágenes, las comentaban con escándalo,
intercambiaban de posición y hacían más y más upskirts. Ni para qué imaginar las redes sociales de
esas nenas. Pero en esa época yo era un güevón. Cuando se lo contaba a algún compinche, me decía
“usted si es pendejo. Yo veo eso y saco provecho, de una”. Entonces ¿podría sacar provecho de esas
nenas de ese colegio al límite de la ciudad? No se veían inocentes, para nada. Le acababan de decir
“perra” a una señora. Apuesto a que también se hacían fotos eróticas y hasta habían probado alguito de
sal por ahí. Además, estaban excitadas, o al menos alborotadas. Y ¿si sacaba mi celular y les tomaba
algunas imágenes, dejando que me vieran hacerlo? ¿Tendría suerte y se subirían la falda? Después de
verlas llamando “perra” a una vecina, no podía imaginarlas asustadas de un extraño grabándolas y
yendo a delatarme. Me puse de pie y di unos pasos. Ellas, que no me habían visto hasta entonces, me
hicieron señas y gritaron:
—¡Señor, señor! Venga ¿nos puede pasar esa cartera?
Yo, que estaba por sacar mi celular, tuve una mejor, mucho mejor idea. Pero era aún más arriesgada que
tomarles fotos a las niñas.
Crucé el camino y me acerqué a la malla. Ellas repitieron la solicitud, dando por sentado que yo no
había escuchado la primera vez. Vi la cartera apenas aplastando el pasto a unos pasos de la malla.
Todos los demás del grupo se habían esfumado, pero todavía se oían sus gritos más allá de la colina.
—Ay señor, háganos el favor, que ya se acabó el recreo y nos toca irnos —dijo la otra morra.
Esta no era tan bonita como la primera, ya que tenía cara de mal genio y cabello desorganizado.
Además, estaba un poco pasada de kilos.
—Tírela por arriba de la reja —me pidió el chico.
Levanté la cartera y miré hacia arriba, y ellas gritaron:
—¡Ay, gracias! ¡Tírela, tírela!
Pero yo no la tiré. Me quedé mirándolas, muy arrecho, en especial a la monita que había llamado
“perra” a la señora. La violé con la mirada, por detrás, por delante y por la boca, y le acabé en la frente.
Boté tanta leche que sus pestañas quedaron aplastadas por el peso y ella no podía abrir los ojos, pero sí
la boca, y recorría con la lengua hacia ambos lados, una y otra vez, para no desperdiciar ni una gota de
semen. Mamasita rica y re-putona.
—¿Por que no la tira? —me preguntó la pequeña diosa mona y grosera, sacándome de mi fantasía
relámpago.
—¿Y yo que gano? —pregunté. Al fin había dejado de ser un güevón.
—¡Es un favor! —reclamó el muchachito, pero de inmediato intervino la monita:
—A ver ¿Qué quiere?
—La miré de arriba a abajo, lamiéndola no con mi lengua sino con mis pupilas, y dije:
—Súbete la falda.
—¡Pero qué perro hijueputa! —me dijo la otra.
El chico se largó corriendo cuesta arriba, renegando, casi llorando. Pero ese colegio era tan inmenso
que, de dar quejas, volvería con alguien hasta dentro de cinco minutos.
—¡Vaya pídale que se suba la falda a su madre! —siguió diciendo la fea.
Pero la actitud de la monita fue mucho más accesible. Se dirigió a su fea amiga y le dijo, con mucha
razón:
—¡Ay, pero ni que fuera mucho! —entonces me miró a mí y dijo—: ¡Tome!
Se levantó el faldón a dos manos, sacando la cadera para adelante y todo. Maldita malla, tres y mil
veces maldita. Se interponía entre el paraíso y yo. Esta monita gamina no tenía bicicletero, por lo que
vi su pantymedia de color gris hasta donde se unía en medio de sus piernas mediante un parchecito
cosido. Me dejó verla por tres o cuatro segundos y soltó su falda otra vez.
—¡A ver, tírela! O ¿qué más quiere?
Yo, tenía que controlar mi emoción y mantenerme sereno, y mantener así el control. Difícil cosa, ya
que estaba en una situación altamente peligrosa e infinitamente excitante con aquello que más me
gustaba en el universo: Niñas. Y ¡de colegio! Sin dejar que descubrieran que temblaba como una hoja
seca, dije:
—No… pero eso muy poquito. Yo como que me llevo esta cartera.
Miré el artículo con desprecio.
—Mucho mal-parido, voy a llamar a la profesora —dijo la fea, y salió corriendo cuesta arriba.
—Mire, el chino del que es esa cartera ya dio quejas, tírela ¿qué le cuesta?
La muchacha ya estaba preocupada. Ella había sido quien la lanzó fuera. Abrí la cartera y comprobé lo
que me temía. Tenía algo de dinero. Buen dinero, si eres un mocoso de colegio.
—¿Se la va a robar? —Me pregunto la monita.
—Claro que no, no me interesa —le dije.
—¡Entonces tírela para acá! —replicó ella.
—Está bien, pero primero acércate.
Ella, que no era boba, presintió mis intenciones e hizo un gesto de resignación.
—Ven, ven —insistí.
Ella dio un paso y se pegó a la reja, diciéndome no con palabras sino como si lo tuviera escrito en su
preciosa cara: “Hágale, manoséeme rápido y devuélvame la cartera”.
—Súbete la falda otra vez —dije.
Estaba por infartarme. De vez en cuando veía a los lados del camino y a la cima de la colina para
comprobar que la pequeña diosa y yo seguíamos a solas. Así fue. Ella se pegó a la malla metálica y sin
pensarlo dos veces, le dije:
—¡bájatela, bájatela! —refiriéndome a su media pantalón.
Ella torció los ojos como diciéndome “Ay qué fastidio este hijueputa”. Pero obedeció. Calzones
blancos.
—¡Bajate todo! —supliqué, aunque logré disfrazar el tono y hacerlo parecer una orden. Ella obedeció.
Qué vagina tan bonita. Con una mano sostenía su falda arriba y con la otra sus panty-media y calzas
abajo. Abría una vetanita en su ropa para que se le viera la cuca. Y ahí estaba, esa rajita simple,
hermosamente simple y un par vulvitas rellenitas.
—ven, ven —me pegué a la reja.
Y ella también. A través de uno de los aros del tejido de alambre, no cabía mi mano, pero ni de riesgos.
Solo pude meter cuatro dedos.
—¡pégate, pégate! —le imploré.
Ella terminó de acercarse, así como estaba, halándose la ropa para arriba y para abajo. Tuve la gloria de
poner mis dedos índice y medio entre sus vulvas, de sentir esa raja tibiecita en medio de esa piel y esa
carne tan asombrosamente suaves. Estiré un dedo. Quería introducírselo, pero ella brincó para atrás y
volvió a acomodarse las calzas, las medias y a dejar caer la falda. Su carita me indicó que se sentía
humillada, por lo que le dije:
—Qué rico mi vida, la tienes riquísima.
Lancé la dichosa cartera dentro y le mandé besos a dos manos a mi pequeña puta. Cuando lo hice, me
di cuenta que los dedos me olían delicioso: A vagina de morra de 11 o 12. Me alejé rápido, por si ya
venían los profesores. Pero cada rato volvía a ver para ver a mi deliciosa mini-concubina caminando
cuesta arriba, recién manoseada. Quise ocultarme tras un árbol y pajearme todavía mirándola, pero el
riesgo habría sido demasiado. Me fui a casa a pajearme todo el día, olíendome los dedos.

Eso es lo rico de una sociedad descompuesta. En un colegio decente con chicos sanos, esto no habría
tenido lugar. Calculé las posibilidades justo cuando la monita gritó “¡perra!”. Yo no seré un adonis ni
un don juan, pero el día se llega en que la vida le hace un regalo a uno, estar en el lugar exacto en el
momento justo, y con la morra indicada. Obvio, yo no debí ser el primero en tocarle su cuquita y ella
sabía que esa cosa que cargaba entre sus piernas era prácticamente moneda de cambio.

Les hago una pregunta ¿hay algo que huela más rico que la pucha de una morra de 12?

¡Un abrazo a los amantes de las pre-adolescentes! Y comenten, no sean líchigos. Jaja.

FIN

30 - Fabiana, irresistible colegiala de 12 años


©Stregoika 2021

Esto fue algo que me ocurrió cuando enseñaba en colegios. Había una chica repitente en grado sexto,
de unos 12 años pasaditos. Se llamaba Fabiana. Estaba que se comía sola. Era de esas féminas que, la
tienes cerquita y se te para la verga instantáneamente. Pero eso no pasa porque seas un pervertido o
seas como un animal. Eso es lo que te quieren hacer creer. Es porque hay chicas que producen más
feromonas que otras y hay chicas cuyas feromonas te enloquecen específicamente a ti. El aroma de su
piel y su cabello, su sudor y el aroma de su vello púbico llegan a tu olfato y te descontrolan. NO es algo
consciente. No es un aroma que puedas identificar y diferenciar de otro. Lo único que sabes es que esa
chica te gusta y quisieras tirártele encima, chuparle todos los orificios, restregarte su larga cabellera en
tu cara, darle banana y ¿por qué no? Embarazarla. Con práctica, puedes evitar la erección pero no la
lubricación ni el palpitar de la próstata. Sientes una bomba detrás del falo y encima de las bolas y se
mueve. Es que estás fabricando esperma, solo porque ella está por ahí. Estás produciendo semen para
ella.

Fabiana empezó a gustarme desde que la vi, y era repitente de curso precisamente porque era muy vaga
y problemática. Era confianzuda y coqueta. Le gustaba, entre otras cosas ir a desorganizar mi curso
entre clases. Pero a mí no me molestaba, pues me encantaba tenerla cerca. Sobre todo cuando yo no
tenía estudiantes, porque ella se me sentaba al pie a ver qué hacía yo y a ‘chismosear’ las calificaciones
de los niños de mi curso. Imagínense ustedes siendo profesores de bachillerato y que una
despampanante ninfa de casi 13 años se les siente pegadita al pie en un salón a solas. Cómo se sienten
sus caderas y sus piernas pegadas a ti y el aroma de su perfume y su uniforme de diario impregnado de
sí misma. Se te olvida que eres docente y que hay cosas correctas e incorrectas.
Yo, de puro malicioso me metí a Facebook, porque me había enterado por ahí que una de las razones
por las que tuvo problemas el año anterior fue que, envió fotos de ella, supuestamente desnuda a algún
afortunado chico de grados mayores. Quería agregarla y ver si yo tendría la misma suerte. Pero no
funcionó, pues me dijo que le habían prohibido tener cuenta. Para que no se fuera, me puse a hablarle y
a preguntarle cómo era su vida. Eso funciona muchas veces. Quería ganarme su confianza, penetrando
en áreas de ella que nadie más conociera. Después de eso sería más fácil abordarla sexualmente. Y
pues… eso sí funcionó.

Un día de brujas…

Nota: Los días de brujas en los colegios son completamente no aptos para quienes les gusten las
morritas, pues se ve de todo. Te pasas el día viendo transparencias, disfraces ceñidos, cucos (calzones)
y culos de nenas de entre 10 y 16 años. No hay paja que satisfaga el deseo que te deja eso, ni ida de
putas, tampoco. Puedes revolcarte con diez putas pero sigues queriendo comerte lo que te te querías
comer desde el principio: Una morra de 12 a 16 años.

...¿En qué iba? Ah, sí: Un día de brujas, en las actividades del parque, yo estaba soportando la arrechera
de ver tanta carne, y se me acercó Fabiana. Estaba disfrazada de caperucita roja, con capa, capucha y
micro-faldita rojas, camisetita blanca con hombros bombachos y… (Dios, dame fuerza) pantymedias de
mallas (tipo red de pescar) blancas. La capa era larga, le tapaba bien la cola, pero la falda era mucho
más corta (incluso tenía un fondo con encaje blanco que sobresalía). Los que diseñan disfraces para
niñas: ¿Es que quieren provocar a los hombres o qué? Yo No paraba de imaginarme (teniéndola ahí, al
frente mío) cómo se vería sin la capa. A cada paso que diera se le deberían ver las pompas. Quería ahí
mismo tirarla sobre el prado y culiármela. No saben ustedes, amigos, la fuerza de voluntad tan grande
para no hacerlo. Es como controlar un oso o un gorila con tus manos. Sentí una gota de lubricante tibio
descendiendo por mi falo y emergiendo por el glande hasta empapar el calzoncillo y enfriándose muy
rápido. Eso es tener ganas ¡no joda!
Como ya habíamos cultivado la confianza, me contó que se había enterado esa misma mañana que sus
papás la iban a cambiar de colegio y que estaba muy triste. Que iba a extrañar un montón a varias
personas, sobre todo a mí. ¡Wow! Entonces la violé. ¿A quién? Violé la estricta norma de no abrazar a
las estudiantes (¡mal-pensados!). Crucé mis brazos detrás de ella y ella correspondió. Como mis brazos
estaban ocultos bajo su capa roja, me aproveché. Le agarré una nalga, bien agarrada, con la palma de
mi mano izquierda. Incluso se la apreté un poco. Qué redonda era. Ella solo dijo “¡profe”!, asombrada,
pero no se movió, lo que me indicó que tenía su permiso para seguir. Le subí la falda y se volví a
agarrar su portentosa nalga. La forma en que se siente la malla conteniendo la carne es… Se me paró
durísimo. ¡Durísimo! Cómo ya llevábamos varios, varios segundos ahí pegaditos, se me hizo peligroso
que alguien nos viera y terminé con el abrazo. El plus era que, ella ya sabía que yo le tenía muchas
ganas y visiblemente estaba dispuesta. La idea se presentó en mi cabeza y me obsesionó
inmediatamente: «Fabiana y yo tenemos que picharnos. Cómo sea, donde sea y al precio que sea. Me la
como porque me la como».

Ese mismo día, varias horas después (y yo aguantándome la arrechera tan HP, pues el resto del ‘ganado’
estaba muy sabroso y muy insinuante); llegó la hora del descanso. Vi jugar Volley a Fabiana y para ello
se había quitado la capa. Tal como lo imaginé: Su culo era un espectáculo que tenía jetiando a los
profesores y a varios alumnos. Sus glúteos saltaban empacados en las mallas y seguían vibrando
cuando ella ya había terminado de caer. Su ropa interior era pequeña, solo se le veía el triangulito
blanco metido entre la parte alta de las nalgas. Yo tenía muchas ganas de ir a masturbarme, sobre todo
porque así descansaría de ese estado de ansiedad tan tremendo. Ya lo había hecho algunas veces, a
nombre de otras colegialas de ±12 años ¡mis favoritas! (busquen “La mejor paja que me he hecho en la
vida” de Stregoika).

Otra nota: Puede que algunos lectores no den crédito a la imagen de una estudiante de 12 años
mostrando así el culo en pleno colegio… los comprendo, pues es en efecto algo INCREÍBLE. Yo mismo
no lo podía creer. Y es lago que no pasó solo con ella y ese día, sino con muchas en muchos colegios.
Ser profesor es muy rico… y muy duro, al mismo tiempo. Hasta uno se pregunta por qué ninguno va y
le avisa que está mostrando todo. ¿Todos estarán disfrutando de verla, acaso? ¿O el resto de
profesores son maricas? ¿O es que piensan que como es una “niña” no hay problema en que se le vea
el culo entero, o los cucos? «¿Qué no se dan cuenta cómo estoy chorreando la baba?» No sé.
Cuéntenme qué piensan en los comentarios.

El pubis me pesaba, pues llevaba horas fabricando venida sin poder ‘sacarla’. Entonces elucubré un
plan: Me inventé un pretexto y solicité las llaves del salón de proyecciones. Al final del descanso, le
dije a Fabiana que me acompañara y me ayudara con ciertas cosas. Ella aceptó de forma encantadora.
Pero cuando llegamos, ella se dio cuenta que íbamos al cuarto de proyecciones y se dio cuenta de igual
forma de mis intenciones. Lógicamente y sin probabilidad de error, íbamos a culiar. Me la iba a culiar.
El profe le iba a pegar su buena culeada. Se quedó congelada viendo hacia el interior de la sala. Y dijo
“mejor no” y se fué. ¡Claro! A primera hora estuve acariciándole y amasisándole la nalga derecha.
Quizá se asustó y no quería… todavía.

Me tuve qué matar a pajas por ella durante semanas. De hecho, ahí en la sala de proyecciones me la
hice y me salió tanta leche que no cupo en la mano y se derramaba a raudales por los lados. Pero
descansé.

En mi salón, en uno de esos cortos y preciosos momentos sin estudiantes, se presentó Fabiana. No
estaba como de costumbre tomando el pelo y saboteando, sino con carita triste. Tenía las manitas
unidas por delante y casi sollozaba. Me contó que sus padres no solo la iban a cambiar sino que no la
iban a dejar terminar el año. Se iría dentro de poco. Llevaba su uniforme de diario, que era de falda
tableada gris, pantymedias y saco azul oscuros. Qué delicia. Una vez terminó de contarme sus penas,
una lágrima rodó por su mejilla. La abracé sin reparo. Ella correspondió aún más fuerte que el día de
brujas. Se me paró el pito otra vez. Pensé en sacar cola para que no sintiera mi cañón en su vientre,
pero lo pesé mejor y dejé que lo sitiera. Le dí un beso. Exactamente igual que antes, sólo dijo
«¡profe!». Yo no me perdonaría ni en mi propia tumba no echarme a Fabiana. La volví a besar y ella
correspondió a medias, con timidez. Si ella se iba y yo no me la comía, yo solo viviría el resto de mi
vida sabiendo que era un idiota. ¿Las consecuencias? A la mierda con las consecuencias. Ellas se
quedan en este mundo y en cambio, lo que uno haga o deje de hacer, eso sí trasciende. «¿Vamos a la
sala de proyecciones?» le pregunté. Ella solo me miró y no contestó. «VAMOS a la sala de
proyecciones» le dije, ya sin el tono de pregunta. Ella asintió.
Salí y mandé a otro estudiante a que me consiguiera las llaves. Después de un interminable minuto, él
las trajo y se las di a Fabiana. «Ve y espérame. Yo ya voy.» Yo sentía al caminar como si cargara en los
bóxer un globito lleno de agua encima de las bolas. Mi próstata es muy activa, y a Fabiana le esperaba
una ducha de proteína.
Llegué y toqué a la puerta. Temí que ella no estuviere ahí sino en la rectoría y que la policía ya estaría
por llegar. Ja ja ¡si a los policías son los que más a les gustan las niñas! Pero no: Fabiana abrió la puerta
y regresó a la penumbra de adentro. Entré y cerré con seguro. El corazón iba a escapárseme de la caja
torácica. Fabiana se recargó en la mesa donde se ponía el computador y se quedó viéndome, con las
manitas unidas por delante todavía. «¡Diosa divina!» pensé. Me preguntaba a mí mismo cómo
proceder, pues no estaba seguro si ella era virgen o no, ni si debía portarme tierno o por el contrario,
como un toro. Pero algo que ella preguntó despejó todas las dudas: «¿Yo por qué te gusto, profe?» Lo
preguntó con tanta ternura, casi conservando la tristeza de hacía un rato, que solo pude caminar hasta
unirme a ella y besarla como se besa a una amada novia. Cada dos o tres besos separaba mi boca y le
decía: «Eres... muy... bella..., Fabiana…., muy... especial…., y muy… ¡SEXY!». Cuando llegué a esa
última palabra ya estaba subiéndole la falda. Bajo esta, se veía graciosamente la parte de abajo de su
blusa blanca como si fuera una minifalda. Se la subí también. La lívido terminó de poseerme como un
demonio. Qué delicia hacer eso que tanto querías hace rato, subirle la falda a tu nena favorita de grado
sexto. Cómo se ve la deliciosa y femenina forma de V por delante, metida en su ropa interior blanca y a
través de sus mallas azules del uniforme… ¡y cómo huele! Ese olor a intimidad me fulminó. Las
recónditas delicias de Fabiana, sus panties, su pubis, el parchecito de su media-pantalón… Uff. Ella
lanzó un gemidito, pudo ser de miedo o de excitación, o una mezcla de ambas. Me enderecé y le quité
el saco casi con violencia. Estaba demasiado excitado y, como me había aguantado las ganas por tanto
tiempo, temía que otra estupidez pudiera pasar y no poder saciarme. Y tenía razón en temer, pues
ambos deberíamos ir a nuestras clases. «Mamasita rica, me tienes loco desde hace rato...» le dije
«Déjame verte todo ¡quiero verte toda!» le dije mientras le abría la blusa. Llevaba uno de esos
brasieres muy sencillos que usan las nenas. Como tenía ni puta idea de cómo soltarlo, le ordené:
«¡Suéltatelo!» Ella obedeció, arqueando el tronco y metiendo sus manos detraś de sí. En el siguiente
segundo sus tetecitas ya no estaban apretadas en la prenda, sino libres. Quité el pequeño brasiér y vi sus
tetas. Pequeñitas, como limones grandes, pero orgullosamente mirando al frente sin ninguna afectación
gravitacional. Se las chupé. Creo que fui un poco menos cortés de lo que quería. Ella decía «¡Auch,
Uff!».
Me lo empecé a sacar. La respiración de ambos era muy ruidosa, aunque la mía decía claramente
“Deseo” y la suya seguía siendo una mezcla entre miedo, curiosidad y deseo. Empecé a bajarle las
medias y ella reaccionó de inmediato: «¡No, no…!».Creí que todo había acabado. Por más arrecho que
estuviera, no podría seguir si ella decía “no”. Violador ¡tampoco! Pero ella siguió: «Así no ¡que me las
rompes!». Ah, entonces se refería sus medias. Claro, si volvía afuera con las medias destrozadas (o sin
ellas) tendría qué dar alguna explicación. Quitó mis manos y ella misma se las bajó con rapidez y
cuidado. Eso me prendió mucho. De veras ella quería que me la echara. Para seguirlas enrollando
muslos abajo, elevó sus rodillas. Paró. No planeaba quitárselas del todo. Bajé la mirada y le vi ‘ese
huevo’ entre sus nalgas. «Dale ahí» me dijo. «¡Wow! “Vírgen” ¡la perra de mi casa!» me dije. Bajé y le
tiré los calzones blancos a una lado y le olí y le comí la cuca. Ella siguió con sus «¡Auch, Uff!» y
añadió un «¡Umm!». Estaba bien mojadita y me gocé sus jugos de nena de 12 como una manjar
celestial. A decir verdad, el agrado no yace en el sabor sino en el instinto. Su vagina sabía y olía un
poco a orines, pero eso me excitó más. Era hora de darle banana. Me volvía enderezar y…
Recordé todo lo vivido con ella desde que la conocí, cuando entraba a desordenar mi curso, cuando se
sentaba junto a mí, cuando nos abrazamos y la manoseé en el parque y cuando exhibía su jugoso culo
en el partido de Volley. Todo mientras la penetraba centímetro a centímetro (no eran muchos, tampoco,
unos 14, máximo). Qué gloria incomparable la de culiar a una de 12, culiar a Fabiana. Bombeé por
unos minutos y ella seguía con sus soniditos mojados, solo que más fuertes y los ahogaba con la mano.
El interior de ella frotaba mi cabezón expuesto y se sentía como corriente. Qué calientito… Empecé a
sentir presión. Aunque lo deseaba con ansias animales, no podría echarle mi semen dentro. Obvio.
Estaba tratando con todas mis fuerzas de durar un poco más. Miré el coito y vi mi miembro empapado
entrando y saliendo de su templo vaginal, que tenía los labios mayores bien estiraditos. ¿A quién
engañaba? No aguantaría más. «Hijueputa, el piso tiene alfombra ¿dónde la hecho?». Empecé a gruñir.
No disponía de más que de unos segundos. Empecé a sentir el orgasmo y ya iba a salir la venida.
Fabiana seguro sintió mi palpitación y se exaltó, pues gimió a boca abierta. Todavía me parecía que sus
gemidos denotaban miedo. Tan bonita que se veía ahí con las piernas subidas, entregándome el culo…
Mi Fabiana <3 . Yo estaba retorciéndome para alcanzar una hoja de papel que había en la mesa.
Planeaba venirme sobre esta. La alcancé a agarrar por la punta mientras ambos gruñíamos, pero tocaron
fuertemente a la puerta. Del susto lo saqué y le disparé un montón de semen en las piernas y en las
medias que tenía enrolladas sobre sí a la altura de los muslos. Ella, que se asustó también, se tiró de la
mesa y cayó sentada ante mí, queriendo alcanzar sus medias para subírselas. Se me salió otro chorro y
le cayó mitad en la frente y mitad en el cabello. El hecho que hayan tocado a la puerta solo me había
calentado más, así que, para disfrutar del morbo de que me estaba culiando a una estudiante de doce
años ahí en el colegio en horas de clase y de que había alguien tocando a la puerta, agarré a Fabiana del
pelo y terminé de venírmele en la frente. Qué rico. «¿Profe ¡no!» gritó. Pero cuando intentó quitarse de
la lluvia de proteína, se haló el pelo que yo le tenía muy bien agarrado. Entonces prefirió el facial que
la mechoneada. Esperó a que yo acabara ahí, juiciosita, apretado los ojos y la boca debajo de mi verga.
Le pinté la cara. Qué felicidad. Temblando y con el orgasmo todavía recorriendo mi verga de arriba a
abajo, me hinqué y le dije «Diosa hermosa, ¡qué rico! Estoy muy feliz». Ella sacó papel higiénico del
bolsillo de su jardinera y se limpió la cara como pudo. No le alcanzó. Una vocecita me dijo: «Nunca
más volverá a estar con ella ¡aproveche cada segundo!», por lo que, antes que terminara de medio-
limpiarse todos mis mecos y se fuera a subir las medias; le bajé los calzones y me retorcí para darle una
última chupada a esa vagina. Luego me retorcí aún más y le abrí las nalgas y le besé el ojete del culo. Y
otra vez dijo: «¡Profe!».

Me disfruté a Fabiana justo como lo quería, hasta con facial, besito negro y todo. El que había golpeado
en la puerta se aburrió y se fue. Después, cada uno inventó una excusa y asunto terminado. A mí me
pasaron un memorando por llegar tarde a mi clase, pero valía la pena. Pues, le di banana, me le vine en
la cara y le besé el ano a la que más me gustaba de grado sexto. Bienvenido seas, memorando.

En contraste a como uno se siente cuando reprime las ganas, pesado y cargado, al satisfacerlas y no con
paja sino haciéndolo de verdad; uno se siente ligero y feliz. Deseo concluir mi relato diciendo que al
interior de los colegios hay más actividad sexual de la que la mayoría está dispuesta a aceptar. Sobre
todo entre estudiantes pero también entre profesores treintones y cuarentones y alumnas desde los doce
hasta los 16. Ahí hay mucho amor. Qué viva el amor prohibido.

A mi Fabiana, que en efecto se retiró del colegio al poco; y que debe rondar hoy los 20 años de edad
(tiempos en que ya casi todos tienen la marca de la bestia); le envío un saludo amoroso y ojalá que sus
brutales feromonas hayan enloquecido a más de cuatro, jaja.

31 - Madre e hijito en el bus atestado


©Stregoika 2022

Un día de diciembre del año pasado salí de casa para evadir una visita. Los transportes estaban
atiborrados y el tráfico pesadísimo. Tomé un autobús hacia el centro y me esperaba un viaje del doble
de duración de lo ordinario. Había tramos por los que el vehículo apenas rodaba unos metros y volvía y
se detenía hasta por cinco minutos. Estaba colmado de gente, razón por la que yo no tenía donde
acomodarme, ni siquiera de pie. Empezaba a arrepentirme de haber salido de casa. Como soy un
consagrado pervertido y mani-largo, encendí mi radar de jovencitas y a ver qué llevaban puesto y qué
tal culo tenían. Había viejas bonitas pero ninguna como para meterle mano. ¡No, qué fastidio! Iba
aburrirme de muerte.
Vi un espacio atrás, cerca a la puerta y decidí irme para allá, y una vez ahí supe porqué estaba vacío: no
había de donde sujetarse. Tuve que usar mis manos para presionar el techo. Puto viaje de pesadilla.
Delante mío había un mocoso de unos siete años de quien particularmente me llamó la atención su cara.
Parecía un muñeco. Era un niño bonito, pero no de forma agradable, no como un muchachito con cara
de hombre, sino de bebé. Yo no querría tener un hijo así. Estaba agarrado de las sillas y quien parecía
ser su joven madre iba a su lado. El corte de cara era similar, solo que la mujer estaba bronceada y tenía
el pelo azotado por los estilistas. «Yo le doy» me dije en mi pensamiento. La mujer usaba leggins
negros brillantes y chaqueta de cuerina negra. No estaba nada mal.
Pasados unos minutos y otros tres metros de avance, empezaron a sonar unos besos. Bien, yo soy una
de esas personas a quienes determinados sonidos le resultan como si le escarbaran los tímpanos con
ganchos de carnicero. El fastidio fue instantáneo y bajé la cabeza hacia de dónde provenía el molesto
sonido. Era esa mujer besándole la cara al mocoso ese. Le sostenía la cara a dos manos y prácticamente
le lamía el rostro. Estaba excitada, o eso me indicaba el excesivo sonido. Era como si una puta le
chupara al fin la verga bañada en semen a un hombre que le gusta mucho. Se me revolvieron las tripas
y me retiré. «Puta vieja ridícula, lo va a volver marica» me dije.
Al sitio a donde fui a alejarme entraba un fuerte rayo de sol. «Definitivamente no debí haber salido»
concluí. Pero algo me devolvió la motivación: Una chica de unos veinte años estaba delante mío. Tenía
un culo espectacular ¡qué bien! Pero iba con su novio care-culo ¡qué mal! Otro que iba sentado en la
escalera de bajarse, se desesperó por el trancón y se puso de pie para tocar el timbre. ¡Lotería! Yo iba a
ocupar su sitio. Una vez lo hice, no solo descansé sino que quedé con aquél portentoso culo de ±veinte-
añera a centímetros de mi cara. Qué rico. Llevaba un ceñido jean de delgada mezclilla azul muy clara,
casi blanca. Pero qué formas, dios bendito. A veces duraba hasta un minuto casi oliéndole el ano e
imaginándome toda clase de porquerías. Le mamaría ese ojete hasta recién levantada ¡mmm!
Cuando ya se me había olvidado el estrés del saturado y lento viaje y del molesto sonido de besos
pornogŕaficos madre-hijo; la chica del bello culo fue abrazada por su novio. La agarró fuerte contra sí y
la quitó de mi vista, puede que intencionalmente, tras haberme descubierto deleitándome con ese culo
que le pertenecía a él. El caso es, amigos lectores, que el panorama se abrió y volví a ver a aquella
mujer y a su hijo, y mis ojos no daban crédito a lo que veían, y sé que ustedes tampoco cuando lo lean.
El mocoso se había sentado en un gordo morral de viaje y “descansaba” la cara ¡contra el entrepierna
de su madre! ¡Ella le acariciaba la cabeza con una mano y revisaba su celular con la otra! Más que
caricias era presión que ella ejercía en la cabeza del pequeño para presionar su cara contra la panocha
de ella. Solo le faltaba perrear un poco. Yo, miraba con ojos de huevo tibio y me calenté de una. Lo que
no había hecho ese precioso culo a centímetros de mi cara segundos antes, sí lo hizo esa increíble
escena exhibi-pedo-incestuosa: se me paró. Hasta tuve qué contener las ganas de abrir y cerrar la
piernas para pajearme con disimulo, como hacen los niños de primaria. Pero ¡qué cachondez! Ese niño
¿estará respirando? ¿estará chupando a través del sensual leggins de su madre? ¿Han oído ustedes la
expresión que usan las mujeres para declarar rechazo por alguien: Que “no se la dan ni a oler”? Pues
esta madre si la daba a oler, jaja. No, ya en serio: ¿será el mocoso consciente de lo que pasa? Porque
ella sí que era consciente, venía usando la cara de su hijo de ±siete años para restregársela en su
caliente vagina y sentir algo de placer durante el viaje. Yo prácticamente le leía el pensamiento
mientras ella le acariciaba la parte trasera de la cabeza a su hijo. Decía: “Disfrútala, para eso es tuya, mi
amor”. Y conectándolo con lo de los besos… claro que ahí había algo. El mocoso no se movía. Podría
estar apenado, disfrutando con disimulo o no saber qué pasaba. Opto por lo último, debido a la
apariencia física del niño. Debía tener algo ‘especial’. Y si la mujer hacía eso en público ¿qué haría con
él a solas? No me queda nada difícil imaginar, casi visualizar como un clari-vidente, que ella lo baña y
sin disimulo lo masturba. O que, cuando está demasiado ansiosa, se lo lleva a un rinconcito, le baja el
pantalón y los pantaloncillos, le agarra la pilita a dos dedos y se la mete a la boca, temblando de deseo.
Que le echa su mamada diaria. Y que, ella se pone tangas de hilo y faldas muy cortas y holgadas, como
de tenista, y se sienta a la mesa y sube los pies en ella, para provocar al pequeño. Él entiende el
mensaje y corre hacia ella porque sabe que lo dejan hacer lo que quiera.
El bus arrancó por fin otra vez y la caliente madre soltó la cabeza de su hijo para sostenerse de uno de
los tubos. A continuación quitó la mirada de su teléfono y me sorprendió viendo la arrechadora escena.
Se avergonzó y sobre-actuó de inmediato el quitarle la panocha a su hijo de la cara. Se paró de lado,
guardó el teléfono y se agarró de las sillas. Tal cual como cuando sorprendes a un niño haciendo algo
indebido. Brinca, se pone a salvo y “aquí no ha pasado nada”. Cuando la cara del pequeño se separó de
ella, vi ese suculento pedazo de mango y me dije: «Yo también quiero chupar ¿puedo?» Ella llevaba ese
sapo apretadísimo y obviamente caliente y húmedo.
Yo, todavía incrédulo y caliente como brasa, vi a todos los demás, uno por uno dentro del bus. Todos
iban en lo suyo, durmiendo o con la cara pegada a la pantalla de su dispositivo de control mental.
Incluso yo: Venía oliéndole el culo a una muchacha muy bella. Y aquella mujer, venía masturbándose
con la cara de su hijo. ¡Qué faena le esperaba a ese mocoso cuando volvieran casa!

Cuéntame si te calentaste leyendo, porque yo lubriqué recordándolo y escribiéndolo.

32 - Ordeñada express por nena de grado 8º


©Stregoika 2021
Era un colegio femenino y yo era docente en él. Los grupos eran de entre 20 y 25 chicas. No voy a
desgastarme describiendo lo hermosas que eran casi todas, imagínense un montón de ángeles y ya. Mis
favoritas eran las de séptimo y octavo. La edad perfecta —entre 12 y 13—, la más jugosa, la belleza
máxima de los rostros y la perfección absoluta del cuerpo.
Aquella mañana estaba nervioso porque estaba a horas de hacer mi primera película porno con ellas.
No pensaba aparecer en ella, pero sería el director. Había hecho una de mis magias abusando de mi
reputación para llevarme a cuatro chicas a una supuesta excursión. Pero lo que de verdad ocurriría sería
que les presentaría a las niñas a un grupo de 8 obreros que contacté por ahí. No pude conseguirlos a
todos negros pero siete de ellos lo eran. Ni siquiera iba a pagarles, pero la ilusión de culiarse a nenas
preciosas de grado octavo era suficiente para ellos. La brutal orgía desatada en el rodaje de dicho video,
donde las niñas terminaron con sus caritas pintadas en proteína y sus maquillajes corridos y mezclados
con esperma y sudor; no es lo que les contaré aquí. Lo haré luego, lo prometo. Esta historia es de lo que
ocurrió aquella mañana previa al rodaje.
Mi grupo acababa de completarse y yo seguía tomando notas de qué solicitarle a los actores novatos.
Lo principal, era que trataran bien a las niñas, que no se le atravesaran a la cámara y que no se le
vinieran a ninguna por dentro, por ningún motivo. Y por lo demás, debería haber oral, anal,
intercambios, dobles, triples… besos lésbicos con semen… «¿algo se me olvida? Mierda, mis niñas
están hoy más hermosas que nunca. ¡Qué tren de mamasitas! Estos negros condenados la van a pasar de
infarto» pensé. Seguí imaginándome como taladraban a Alejandra, una cachetoncita de ojos claros y
pelo liso. La primera vez que la vi fui desde abajo en una escalera. ¡Pero qué nalgas redondas! Me
calenté se me empezó a endurecer.
—Profe, yo me puse de una vez el vestuario —me dijo Britney, sorprendiéndome.
Estaba de pie frente a mí levantándose el faldón del uniforme. Britney era de piel morena y complexión
atlética, cabello largo y ojos cafés. Lo que estaba mostrándome era su lencería blanca con encaje. Yo no
contesté nada y ella dejó caer su falda.
—Y yo profe, estuve practicando como me dijiste. ¡Si hasta traigo el plug puesto! —me dijo Luisa.
Luisa era una nena blanca de pelo descolorido y abundante. Se levantó de su silla, me dio la espalda y
quiso levantarse la falda, pero la detuve. Estaba muy arrecho y no quería armar un gang-bang en pleno
salón en hora de clase.
—Niñas pónganse a leer —ordené.
Ellas me miraron con extrañeza al principio pero obedecieron. Me puse de pie y caminé al tablero, pero
al pasar al pie de Alejandra ella se dio cuenta de mi erección y me dijo:
—Profe ¿estás arrecho? ¿Quieres que te baje eso?
Justo Alejandra, la que me estaba imaginando cómo un negro corpulento le acababa en el ano abierto a
dos manos.
—Mi vida, aquí no.
—Prf, profe ¿te volviste tímido después de viejo?
—Es que quiero que ustedes estén frescas hasta el rodaje —le confesé.
—Ay, tan lindo. Pero estás re tenso, profe. Así sea con una mamada, así rápido, y te pones tranquilo
¿si? Dale, sácatelo.
—A ver, dale —me rendí.
Me lo empecé a sacar y Alejandra se acomodó en su silla y se saboreó ampliamente. Yo solo pretendía
sacarme la verga pero ella dio un pequeño halonazo a mis pantalones para también liberar mis bolas.
Me las agarró con sus manitas tibias y suaves y, seguía saboreándose.
—¿Quieres que sea rápida? ¿Te pego una ordeñada relámpago o quieres pasar toda la hora feliz?
Me la agarró. Ay, qué sensación celestial esa manito de piel suave agarrándome el falo erecto y venoso
como si fuera un micrófono.
—Elijo la ordeñada rápida. Déjame seco, amor.
Alejandra abrió su boca como para comer hamburguesa, solo que con la lengua estirada y pegada a su
labio de abajo. Pero su celular sonó. «¿Qué putas?» me pregunté. «¿Por qué le tiene qué sonar el
teléfono cuando me lo va a chupar como aspiradora?».
—¿Aló?
Con una mano sostenía su teléfono y con la otra me masturbaba a velocidad casi imperceptible.
—Hola mami… sí señora, ya empezamos…
A veces su madre duraba hablando un rato y Alejandra, mientras oía, volvía a abrir su boquita y a
acercarla a mi glande, que estaba a medio cubrir por el prepucio. Pero, cuando estaba por empezar a
mamar, volvía a hablar:
—A bueno, a las 3, mami. Yo lo busco…
Yo oía los chillidos procedentes del teléfono correspondientes a la voz de su madre. Entonces Aleja se
acordó que yo existía, subió la mirada, guiñó un ojo y me apretó un poco más la verga y subió durante
tres segundos la velocidad de su manita pajeándome. Pero luego volvió a concentrarse en la
conversación y volvió a solo a sostenerla como micrófono. Escuchaba a su madre y sacaba la lengua
para lamerme el cabezón… se acercaba a velocidad hipnótica… sentí por una segundo su lengua
húmeda y tibia en la punta de mi verga, pero ella volvió a hablar:
—Sí señora, yo le digo a mi papi... a mí no se me olvida, no te preocupes. Ay mami, ahora que hablas
de eso…
¿Cuánto más iba a hablar? No aguanté y le agarré la cabeza a dos manos y le empecé a dar una culiada
por la cara que la hizo dar sonidos de arcadas. Subí la mirada descentrada y luego cerré los ojos. Seguía
perreando
frenéticamente y pensado «Ay ¡qué puta delicia!». Pero otra de mis estudiantes, Dana, nos interrumpió.
Agarró el teléfono de Alejandra y habló con su madre:
—¿Señora Marcela? ¡No! No se preocupe, es que la tonta de Aleja se atragantó con un poco de leche…
(o eso quiere) —Explicó mientras la otra seguía dando sonoras arcadas con mi verga hasta adentro—.
Ya, ya le está pasando, ya se la paso.
Dana me empujó para que liberara a Alejandra y le dio el teléfono a ella que, tosiendo y recuperando el
aire lentamente, le respondió a su madre:
—...sí, se señora, voy a tener más cuidado… sí en especial con la leche…— y siguió tosiendo.
—Ven yo te la termino de mamar —me susurró Dana.
Me agarró de la verga y me haló hasta su silla. Me llevó agarrado de la verga como se lleva un pequeño
niño de la mano. Volteé a ver a Aleja a ver qué había pasado con ella y la descubrí aún hablando en voz
baja con su madre, pero también recogiendo salpicaduras de sus mejillas, de lubricante mío y babas de
ella. Se chupaba los dedos. Entre tanto, Dana empezó a chupármela. Me masajeó los huevos con ganas,
le gustaba la textura, y empezó a chupar miembro cual experta era. Me hizo dar gruñidos de inmediato.
Cabeceaba muy bien, hacia adelante y hacia atrás, apretándome el pene con los labios. Se deslizaba
desde el cabezón hasta la base, una y otra vez. Su lengua y saliva tibiecitas se sentían muy bien.
Además, hacía soniditos tapados, como cuando se prueba algo muy delicioso, a ojos cerrados. Excepto
que el sonido era gracioso puesto que ella tenía la boca llena —muy llena—. Yo, sentía demasiado rico.
«Esta, esta sí es una mamada» pensaba, y «Todo hombre merece una super mamada de una nena de
grado octavo». Sentía pulsaciones tremendas en el interior de mi sistema reproductor, que estaba
enloquecido preparando un diluvio de semen.
—Dana es la mejor haciendo ordeñadas express —Intervino Britney, que miraba y se recogía el exceso
de su propia saliva de los labios con la lengua.
Yo, lo único que pude hacer fue gemir. Para colmo, Dana empezó a girar su cabecita cada dos
chupadas. Dos mamadas con la cabecita para la derecha, dos con la cabecita para la izquierda. Mamaba
y cambiaba muy rápido. Parecía estar bailando. Respiraba ya con dificultad por el exceso de su saliva y
mi líquido preseminal en su boca que, imaginé repleto de burbujas pequeñitas. Bajé la cabeza y la miré,
recargándose con sus manos de mis muslos y con su cabecita yendo y viniendo como loca, atrás,
adelante, izquierda, derecha, sin soltar la presión de los labios. Sus trenzas hechas desde la frente se
veían hermosas. «¡Hijueputa, me voy a venir!» pensé «¡Qué rico lo chupa mi Dana!». Las pulsaciones
inconfundibles del orgasmo empezaron a aflorar desde mi interior, casi desde el culo, como si alguna
otra nena me lo saboreara. Quise resistir, pero no podía por que era demasiado rico lo que sentía y
porque Dana no se detendría. Yo había pedido una ordeñada express. Seguí gruñendo como perro bravo
mientras me daban de las mejores mamadas de mi vida. Cerré los ojos y traté de aguantar. Pero volví a
abrirlos y miré a Luisa, que tenía la falda volteada sobre su dorso y estaba compartiendo su plug anal
con Britney, dándole lamidas. Así, recién sacado de su pequeño y joven culo. A veces se besaban.
Britney acariciaba los muslos de Luisa, con las yemas de sus dedos, con tal lujuria que… no aguanté.
Exploté. Agarré la cabeza de Dana a dos manos y presioné mi verga lo más dentro de su boca como fue
posible. Ella trató de defenderse del exceso pero su fuerza no le alcanzó. Yo ya no gruñía sino que
gritaba, y así como los orgasmos de las mujeres, tuve uno yo. Es decir, no solo en el área genital sino
en el cuerpo entero. Me temblaron las piernas, el pecho y la mandíbula. Y, así como a las mujeres, mi
respiración se vio limitada. Estaba eyaculando como caballo, ahí en la gargantita de Dana. Como
caballo, así como cuando esas estrellas porno zoofílicas atienden a un corcel y este les baña la cara y el
pecho en espesa proteína.
Dana me empujaba para ver si podía sacarme, pero mi fuerza era mayor. La corrida estaba celestial, y
no iba a perderme de un segundo de gloria, ni para que ella respirara. No señor. Seguí soltando mi
material a raudales y ella inició sus sonidos de vomitada. Temí que lo hiciera. Arqueaba su espalda con
fuertes impulsos y se esforzaba por no morderme la verga. Yo seguía eyaculando como pony
consentido durante horas por Giselle o por Dani (¡estrellas zoo!). Y entonces sucedió lo más sabroso:
Dana hizo fuerza al máximo y logró hacer medio centímetro de espacio en su garganta para que pasara
aire. Lo usó para toser, pero la estrechez era demasiada y la expulsión halló camino por su nariz. Sí
señores y señoritas. A mi Dana, aún con mi verga metida toda en su boca, le salió un montón de semen
por la nariz y me lo arrojó en el pubis. Me excitó mucho verla luchar por respirar, todo por mi placer.
El sonido de su atragantamiento fue adorable. Al cabo de un par de segundos que pasó, volvió a sacar
semen por la nariz. Sentí mucho amor por ella. La otras tres chicas se reían con decencia. Me pareció
algo mágico que Alejandra se reía mientras se pasaba los dedos por su hendidura vaginal. Qué rica la
concha de mi Aleja.
Mi éxtasis empezó a descender. Al menos ya no temblaba. «Qué orgasmo tan hijueputa» pensé. Ya sin
fuerzas, dejé a Dana tomar un poco más aire y dejé que se sacara mi verga un poco más, casi hasta la
mitad. Ella tosió y el semen que salía de sus nariz hizo varias burbujas. Algunas reventaron de
inmediato. Las otras chicas rieron más. El acaricié las mejillas a Dana con mi pulgares y le saqué la
verga del todo. Me la miré y me sentí agradecido. Qué verga tan dichosa, exprimida por Dana, de grado
octavo. Ella seguía tosiendo pero se esforzaba por no dejar caer el semen que le quedaba pegado a la
cara. Lo recogía en sus dedos usados como espátula y se lo comía. Después de deglutir, daba tosiditas
de bebé. NO hay fortuna más grande para un hombre que tener a su disposición a una pre-adolescente
bella como actriz de cine, entrenada por su propio padre y adicta al semen. Di un resoplido de
incredulidad por tanta dicha.
—¿Te lo limpio para que te lo guardes? —me preguntó Luisa, habiendo dejado a Britney sentada.
Me lo preguntó encorvada para adelante y con las manos atrás, volviendo a insertarse el plug.
—Dale, mi amor.
Luisa se arrodilló adorablemente delante de mí, con su lengua asomada entre sus labios. Procedió a
limpiar. Empezó por el semen que Dana me había arrojado con sus narices. Se lo comió todo. Trataba
de deglutir todo lo que recogía con su lengua para volverla a usar casi seca y hacer una efectiva
limpieza a mi falo y bolas. Su boca estaba tibia. Al final haló mi prepucio y lo limpió bien dando
ruidosas sorbiditas en el frenillo. Tuve que agarrarme de la silla a causa de la electrizante sensación.
Luisa terminó, me besó el glande y dijo:
—Listo —tragó lo último de su saliva limpiadora, se chupó los dedos y agregó—: Ya puedes
guardártela.
Lo guardé y cerré mi cremallera. Las miré a todas y después de suspirar un segundo, dije:
—Chicas, yo las amo.
Y todas contestaron casi al unísono «Y nosotras a ti, profe».
Luisa se dio vuelta para volver a su silla y antes que se alejara, le levanté la falda y le estampé una
fuerte palmada en su perfecto culo redondo.
—¡Auch, profe!
—¡MAMASITA! —le grité. Entonces me dirigí a todas, casi con paternal ansiedad: —Niñas, esta tarde
les van a pegar la mayor culiada de sus vidas, hasta ahora… son ocho manes de mi edad, siete de ellos,
negros.
—¡Rico! —dijo Alejandra.

Hermosa la vida ¿no?

33 - Peladita en el bus con culo de no creer


©stregoika 2022
Eso de que le gusten a uno las culi-cagadas de entre 10 y 13 es muy verraco. Ya les he contado algunas
cosas que veo por ahí y nunca hago —casi— nada. Ahora me quedó gustando el contarles. Aquí va
otra:

Hace unos días tuve qué salir temprano a hacer una diligencia. Una vez hice el trámite, abordé un
autobús de vuelta y por el destino y la hora, no venía lleno. Tan pronto me subí, advertí la presencia de
una super-nena de unos 10 años de pie junto a la silla donde venía su abuela (?). Era delgada y alta para
su edad (no tenía más de 10 puesto que tenía 0 senos). Llevaba su negro pelo atado en una coleta y
remera blanca. Lo que más llamó mi atención fue que llevaba uno de esos leggins negros brillantes,
deportivos, como de ciclista. Tenía un figura que lo hacía a uno pasarse las manos por la cara y
refregarse los ojos para ver si no estaba soñando. ¡pero qué culo! ¡PERO QUÉ CULO! Se le marcaba
muy bien esa cola, cada nalga envuelta y el croquis de su panty de niña, con todo y parche de algodón
ahí en toda la panocha. Me enloquecí. Deseé pasarle mano cuando entrara yo al bus, pero no me
arriesgué puesto que había mucho campo libre y cualquiera podría sorprenderme. Entonces pasé y me
ubiqué en una silla en la misma fila donde venía la señora y aquél portento de peladita. Me puse a sacar
la cabeza hacia el centro del bus para verla bien. Si alguien me veía, pues… yo venía viendo el camino,
pues tenía afán. Además, nadie nunca —excepto quizá en el caso de alguien obsesivamente prevenido,
por haber sido abusado recientemente, a lo mejor— está fijándose en lo que mira otro.
Venía sin poder creer todavía que semejante pedazo de jamón fuera cierto. Por el ruido del motor del
bus y por el tapa-bocas, me permití decir cochinadas que me calentaran mientras la violaba con la
mirada. “Mamasita, tu papi te tiene en casa y ¿no te hace nada? Si no te coge es porque es marica”. “Te
mamo ese culo así crudo, bebé”. “Ya estás pidiendo verga a gritos, mi amor, aquí hay una que quiere
complacerte”. Etc. Ella a veces me veía y yo no disimulaba, al contrario, quería bajarme el tapabocas y
lemerme los labios. Pero no hice eso tan pasado, jaja. Sí la miré de arriba a abajo y le hice un guiño.
Ella no respondió de forma alguna. Yo seguí diciendo cosas depravadas y mojándome.
Alguien desocupó una silla del otro costado y yo me aventé a agarrarla, pues desde allá tendría mejor
perspectiva de ese increíble culo. La misma niña iba a ocupar esa silla, pero ‘se la gané’ y me dije: «tú
quédate allá y yo me hago aquí a mirarte, diosa divina». Me puse a mirarla, a contemplarla y a
admirarla sin poder creer semejante sensualidad en una mocosa tan joven. Incluso miré a otros varones
a ver a dónde estaban viendo, pero a nadie parecía importarle aquella belleza. Bueno, al que le gustan
las niñas, le gustan y ya.
Tenía yo muchas pero muchas ganas de sacármela. Pero no fui capaz. Todavía me queda algo de
cordura. Sí me froté por encima como loco, cubriéndome con mi morral, hasta que se me puso cañón y
mojé. En un momento, ella volteó para ver hacia la parte de atrás del bus y le vi por delante. Casi me
vengo. Casi me corro. Casi tengo un orgasmo. Venía tan arrecho que no me importó que ella me
descubriera mirándola todavía. Tenía un panochón que podía pesarse en una balanza de supermercado.
Me solté el member, porque iba a eyacular y no quería tener qué lidiar con el charco de semen cuando
estuviera andando por la calle.
La nena y su abuela se iban a bajar y aunque no era mi estación, me paré también y me uní al apretón
que se hacía en la puerta para salir. Le toqué el culo por unos segundos. La sensación de tibieza a través
del material liso del leggins en mis nudillos fue mágica. ¿Alguien alguna vez se ha venido sin tocarse?
Yo estuve a punto. Ella se bajó y una vez en tierra inspeccionó hacia adentro a ver quién la había
manoseado. Yo quedé ahí arrecho y suspirando y duré repitiéndome por horas cosas como: “Ojalá vea
ella más vergas que los orinales del campín”. “Ojalá el papá abra los ojos y sepa lo que tiene en casa y
aproveche”. “Ojalá ese culo y esa cuca reciban verga sin descanso, y que empiecen esta misma tarde,
ojalá y con papi”. Me fui a la casa y me pajeé como
desquiciado. Y luego otra vez y en la noche otra vez más. ¡Qué niña!

34 - Percepción de un mirón reprimido


Todos han oído historias de mirones, mani-largos y pervertidos, pero nadie conoce uno. Pues aquí hay
uno. Soy yo.
Nota autobiógráfica de ©Stregoika 2021

No quiero que esta historia parezca inocente, ni tierna. No lo es. Lo advierto porque voy a contarles
cómo a los 12 años escribí sobre una cartulina del tamaño de una ficha bibliográfica una declaración de
amor y se la envié a una niña llamada Pilar, a través de su mejor amiga. Pero yo era hijo de una mujer
mucho mayor que el promedio de madres de los niños de mi edad. Algunos chicos creían que era mi
abuela. Eso influyó de modo desastroso en mi desarrollo social y psicológico. Fui educado como si
fueran los años 60 cuando ya eran los 80. Además, era gordo y en general mi aspecto era más infantil
que lo que podía verse como apariencia general de los niños de mi edad. Y para colmo, en algunas
áreas era sobresaliente, excepto en cualquier cosa que requiriera motricidad gruesa. Muy hábil en arte y
nulo en deportes. La cereza que adornare el pastel era que mi familia era enteramente disfuncional,
narcisista hasta el tuétano, y en ella yo ocupaba el puesto de la mascota. Y yo era asocial a morir.
Todavía lo soy. ¿Cómo demonios esperaba que una de las niñas más bonitas de grado séptimo quisiera
ser mi novia? Pues porque cuando estábamos reunidos los cuatro o cinco amigos, yo decía muchas
estupideces y ella reía hasta partirse en dos. Pero una vez leyó la tonta carta, cambió del cielo a la tierra
conmigo. Dejó de hablarme y cuando me veía por ahí, me miraba de arriba a abajo y se reía. Su propia
amiga, con quien envié la nota, me compadecía. Para mí fue tan duro que dejé de hacer chistes y mi
presencia pasó de ser la de un bufón a la de un fantasma taciturno. Ese fue mi primer amor.
A los catorce años, todo empeoró, pues sea lo que fuere que se desata en la química cerebral para que
uno enferme de depresión, se desató en mí y sí que menos tuve oportunidad de ‘ligar’. Bueno, creo que
fue por eso, pero también por feo, gordo y asocial, porque ahora que lo considero, hay muchos
deprimidos muy amados por la gente. Pero no yo.
Seguí enamorándome como idiota por años, de Marisol, de Liliana, de Ana… Pero de ellas obtenía una
corta gama de reacciones, como la demostración de la repugnancia que les hacía sentir la idea, la burla
al estilo de Pilar, o la tranquila condescendencia. Esa última sí que dolía, más que las otras dos.
Tuve un descaso de varios años sin que mis hormonas me desgraciaran la vida, pero no por que yo las
controlara sino porque vivía en aislamiento. Como ahora. Fue hasta que estuve en la universidad que
tuve otro episodio de confirmación de que yo no era una criatura apta para ser aceptada. Para empeorar
el conjunto de condiciones que hizo difícil mi vida de colegial, mi vida universitaria estuvo atrofiada
porque ingresé a los 22 años, cuando el promedio son los 17. Entré a la edad de los que salían. Era un
vejestorio. Pero aún así me enamoré de Julieth, que resultó ser una psicópata. ¿Alguien se ha
enamorado de un o una psicópata? No se lo deseo a nadie. Los psicópatas no tienen en absoluto el don
de la empatía ni son conscientes de otros seres humanos. No tienen la capacidad de sentir culpa ni
responsabilidad por las consecuencias de sus actos. Una mujer promedio goza de ver a un hombre
sufrir enamorado y detrás de ella, pero igual tiene un límite, por lejano que parezca. Mis propias
compañeras me explicaron eso. Pero una psicópata puede empujar a un hombre al suicidio
cómodamente, incitarlo explícitamente y hacerles creer a los demás que él está loco. ¿Lindo, no?
A los 28 años tuve la peor traga de mi vida, pues me enamoré de una profesora (que tenía mi misma
edad, qué chimba ¿no? ¿Así, o más arrastrado?) de la universidad. La estupidez típica del
enamoramiento me llevó a tener el valor de dedicarle una canción, tocada y cantada por mí mismo, en
un balcón de uno de los edificios de la universidad. La ventaja para mí fue que no esperaba nada. Había
reducido mis expectativas a mí mismo, y lo único que quería era ser capaz de hacerlo, y lo hice. De ella
no esperaba nada. Al fin me brotaba un poco de lucidez. Pero imagino que quieren saber cómo
reaccionó ella. Se los diré: Fue toda una dama. Dolorosa condescendencia.
Y yo seguía virgen.
Al poco tuve una novia, llamada Sonia. Al principio no me interesaba, pero decidí hacer el esfuerzo de
aceptarla. Era de cabello corto, piel morena y de tetas casi inexistentes. A mí me enloquecían las
mujeres blancas y mechudas. Creo que la vida quería burlarse de mí. Pero Sonia tenía un cuerpo muy
esbelto y un culo al que me volví adicto.
Ella era parecida a mí, provenía también de una familia narcisista y era asocial y sensible. Pero con el
tiempo se aburrió de su propia forma de ser y se obsesionó con volverse una chica estándar. Lo logró y
en su nuevo esquema yo no cabía. Yo, no iba a cambiar nunca, pues el mundo está enfermo y adaptarse
a él es volverse parte de la enfermedad. Hay más dignidad en ser un inadaptado. Pude disfrutar, con
ciertas pero tolerables limitaciones, del sexo con Sonia por un par de años. Luego de la ruptura volví a
mi típica vida de castidad.
A los 32, ya licenciado y ejerciendo, me reencontré con una vieja compañera de universidad, Jeimy,
que me gustaba montones. Pero yo había sido un rarito, asocial y anacrónico (más viejo que el
promedio) dondequiera que fuera, y no le llegaba a los talones a ella. Me animé a invitarla a salir —
arriesgando mi propio corazón, que no aguantaba una fisura más—, porque me enteré que ella había
terminado con su novio. Su rechazo cortés y condescendiente fue el más brutal de todos, aún cuando yo
ni siquiera estaba enamorado. Esa noche me embriagué solo en mi habitación y me acabé una cajetilla
de cigarrillos, cuando creía que había dejado ya ese vicio. Pero eso no fue lo peor: Escribí poemas. Los
únicos poemas que escribí en mi vida, y que nunca pensé lograr. Eran oscuros como la nada y cortantes
como un bisturí oxidado. Versos suicidas que alababan la sangre derramada por la propia mano, el
dolor, la soledad y a la nada. No obstante no volví a escribir poesía porque me di cuenta que, para que
quedara así de buena, debía yo estar en semejante estado, al borde del suicidio. Además, meses después
eliminé los poemas y no dejé rastro de ellos. Sólo recuerdo ahora una línea en particular: La soledad es
la que tiene un libro que nadie leyó nunca.
Lo que no pude eliminar fue la depresión en que quedé. El desprecio de Jeimy fue aniquilador. Jamás
volví a mover un músculo para, ni a pensar si quiera por error ni por un instante en cambiar la realidad
de mi soledad. Me encerré en mi mismo como un caracol en su concha y empecé paulatinamente a
acumular odio por los seres humanos.
Por eso digo que este relato no es tierno ni melancólico, sino oscuro. Ahora les voy a contar en qué me
he convertido, después de 7 años de lo de Jeimy.
Van dos años de supuesta pandemia (la primera). Pareciera que mi opinión, dada cientos y cientos de
veces desde los 14 hasta los 32 años de edad, de que la raza humana debiera ser diezmada o sino
desaparecida; hubiese sido tenida en cuenta. Para esta época, yo soy un mirón consagrado. Aquello en
lo que nunca imaginé de joven que me convertiría, ni lo deseé. Nadie desea eso. Y, también por esta
época, ocurre un fenómeno muy importante en la población. Los sociólogos no hablan de eso, pues
están demasiado ocupados con la crisis sanitaria. Pero yo sí lo noté: Las nenas perdieron el pudor
completamente. Yo, como mirón, en los últimos tiempos pre-pandeḿicos, puedo dar fe que ver chicas
con faldas cortas o cualquier prenda reveladora era todo un acontecimiento. Y ver un upskirt era como
ganar la lotería. Y para 2021, después de un ascenso tan gradual que fue imperceptible, las nenas son
tan guarras que la excepción se volvió la regla. Puedo salir dos veces al día y no fallar en deleitarme
con uno o varios upskirts. Las nenas no tienen la menor reserva ya en usar faldas absurdamente cortas o
insinuantes transparencias. Supongo que viven en un mundo idealizado en el que, por ridícula que sea
esa lógica, pueden provocar y es responsabilidad de los hombres el no dejarse provocar. Hasta una gran
parte de los hombres viven en dicha fantasía, y pueden pasar frente a una adolescente en minifalda y
sentada despatrarrada en un escalón, y ni se inmutan. En esa realidad pre-fabricada, los hombres como
yo no deben existir y si dan indicios de presencia, serán rechazados y sancionados terriblemente. ¡Pero
los reprimidos, rabo-verdes, arrechos, pervertidos, mirones y mani-largos sí existimos! ¡Aquí estoy
escribiendo este relato! Si hay una adolescente despatarrada sentada en minifalda en un escalón ¡yo me
paro en frente a mirarla, y lubrico y tengo una erección ahí parado! Si va una morra en leggins
transparente y se le ve la tanga ¡me le voy detrás!
Llevo una semana de ser tan tentado por esta ola de mostronas sin precedentes… ¡Ayer había una
gordita de cara hermosa andando con la mini-falda subida a media media nalga y un hombre iba detrás
de ella (se puso a andar al pie mío) abrazando a su hijo y diciéndole «mire ese culo, mírelo bien hijo
porque es gratis»! Y yo venía de estar sentado en un escalón con tortículis de tanto ver una bella mujer
mal sentada, y tratando yo de descifrar si ella traía calzones transparentes o del color de su piel o… ¡no
traía! Hasta escribí un relato después de un desternillante upskirt pre-adolescente: [Upskirt
apabullante]. Creí que era algo especial y que volvería a ver algo así solo en sueños, por eso escribí el
relato. Pero me equivoqué. ¡Sigo viendo morras terriblemente provocadoras e insinuantes, upskirts,
micro-faldas, transparencias y shorts a media nalga CADA DÍA! Abundan las morras que tienen que
bajarse la falda a cada paso, literalmente, porque se les sube y muestran el culo. Repito: literalmente. Vi
una pareja de jóvenes, de máximo 15, ambos. Ella iba mostrando todo el trasero con su micro-falda de
mezclilla, vieron que yo iba detrás babeando y él empezó a jugar: ¡A subírsela más! ¿Qué le pasa a este
mundo? Sé que quienes lean en Europa pensarán que descubrí que el agua moja. O quienes lean desde
partes calientes de mi propio país. Pero aquí no era así, y me he gastado horas escribiendo la larga
introducción a este relato precisamente intentando que lo que les cuento lo vean con MIS OJOS. Los
ojos de un reprimido, que insisto, sí existimos. No somos como los aliens, las brujas o los demonios,
que todos hablan de ellos pero nadie sabe si existen o no. Todos hablan de ellos pero nadie conoce uno.
Todos han oído historias de mirones, mani-largos y pervertidos, pero nadie conoce uno. Pues aquí hay
uno. Soy yo.
Hoy vi una morra de máximo 14 años; con sus blancas piernas de patinadora completamente peladas.
Usaba un short ultra corto… mierda, esta ciudad no es fría, es HELADA. ¿Cómo salen así? Bueno, yo
feliz, en principio. Rico mirar. Por mí, que salgan empelotas. Pero esta morra en específico me puso tan
ansioso que he sentido por primera vez en mi vida que odio las mujeres. Me le fui detrás para verla (se
le veían muy bien las nalgas) y en cierto punto se dio cuenta que la seguía y me di cuenta de su miedo.
Y ¡eso me trajo paz! Darle miedo me amainó la tensión. Halloween se avecina (a menos que haya
cuarentena, y aquí está la gente más borrega del mundo), y esa es una fecha especial en que a la
sensualidad se le puede agregar un orden de magnitud. Vaya expectativas.
Para terminar, repetiré algo que ya he dicho en relatos: Sé que hay puticas así de jóvenes y bonitas,
pero yo ni en sueños podría pagar una. Pero hay dos cosas que me calman. Una es la paja, y la otra, que
me descarga como no imaginan, es escribir y ser leído.
Saludos.
Es hora de que lean «Las tres condiciones para al fin violar una colegiala».

35 - Profe ¿Se puede una embarazar si hay semen en el


agua de la piscina?
©Stregoika 2021

—Profe ¿Una puede embarazarse por meterse a una piscina si hay semen en el agua? —me preguntó
Maryi.
Yo contuve la risa. En serio, si uno se burla de una pregunta inocente, lo único que va a ganar es que al
alumno le de fobia preguntar, y yo era un buen profesor. Bueno, excepto por ese vicio de tener sexo con
las estudiantes. Dada tal convergencia de condiciones, no le di una aburrida respuesta sino que le ofrecí
comprobarlo por sí misma.
—Maryi ¿Te gustaría hacer un experimento para comprobarlo?
Ella abrió sus galácticos ojos grises. Tanto, que sus pestañas se separaron un poco entre ellas y pude
verme a mí mismo en sus pupilas.
—Acaba de ocurrírseme una idea. Sabes que ya tienen que ir pensando en proyectos para la feria
científica ¿No? Maryi, preciosa ¿quieres hacer el proyecto de ciencias más fantástico de la historia de
este colegio?
Maryi, una preciosidad de grado octavo, de trece añitos, estaba perdiendo el año. Pero yo estaba
dispuesto a ayudarla, ya que era muy bella y esa era justamente mi debilidad.
—Si haces este experimento y sustentas bien los resultados, voy a abogar por ti con todas mis
influencias para que no pierdas el año.
Ella abrió ya no solo los ojos sino su preciosa boquita de labios delgados.
—¡De una profe! —exclamó— ¿Qué tengo qué hacer? ¿Usted va a ayudarme? ¿Usted haría eso por mí,
profe Armando?
Diciendo eso último, separó los talones del piso y acercó su adorable humanidad unos centímetros
hacia mí. Percibí la mezcla encantadora de su aliento, perfume y la esencia natural de su piel. Una señal
se desencadenó desde mi cerebro y recorrió mi cuerpo hasta el falo. Maryi siempre me había gustado
montones, y hablar de cerca y a solas con ella era demasiado afrodisíaco. Tuve instantáneas ganas de
soltar mis manos, que tenía aburridamente unidas detrás de mi espalda, y agarrarle la cabeza a dos
manos y besarle ese cuello blanco que parecía porcelana viviente. Pero tuve qué conformarme con
imaginarlo apenas y dije:
—Claro que haría eso por ti. Mereces la oportunidad.
Ella brincó y giró dando una palma y celebrando:
—¡Uhy! Listo profe, ya va a ver cómo hago todo lo que usted me diga.
Su giro arrojó todavía más de su aroma sobre mi cara y no pude ocultar que aspiré a ojo cerrado. Un
segundo después vi que ella me había sorprendido y me veía todavía sonriendo con las manitas unidas
delante de la cara. Yo, solté el aire, así que aquello se convirtió en un suspiro. «Ay, Maryi» pensé.

Esa misma tarde nos pusimos a trabajar.


—Oye, y a todas estas ¿por qué la pregunta?
—¿Cuál, profe Armando?
—Que si una muchacha puede embarazarse por entrar a una piscina…
—Ah, pues porque Adela tiene un retraso y está asustadísima. Pero ella jura y per-jura que no ha tenido
relaciones. Lo que pasó fue que en Chinauta vio a un pela’o de sexto haciéndose la paja en la piscina, y
como ella estaba ahí metida, se asustó porque había oído una historia en Internet sobre eso y aparte
tiene el retraso.
Yo sí había oído esa historia. El muchachito no debió aguantarse verles el culo a las de noveno y
décimo en traje de baño y se tuvo que pajear en el agua. No lo culpo. Esos culos de esas chicas
descontrolan al que sea.
—Mira —dije yo— yo puedo darte una aburrida explicación de porqué así no puede ocurrir un
embarazo. Pero ¿no te parece mejor hacer el experimento?
—¡Claro! Y ¿Cómo lo hacemos? —preguntó ella, adorablemente.
Estábamos sentados a solas en el laboratorio de biología. Yo, como siempre dividía mi consciencia en
dos partes, una para actuar y la otra para suspirar. ¡Eternamente enamorado de las mocosas pre-
adolescentes! Ella estaba sentada en la butaca con la pierna elegantemente cruzada y se le veía un
poquito de muslo, envuelto en ese nailon negro brillante que me hacía babear. Les diré que, una vez has
superado cierto período de prueba en la convivencia con las niñas y jóvenes mujeres, ellas dejan de
estar pendientes de si las miras o no. Basta con pasar dicho período de prueba sin mirar nada. Es muy
duro. Puedes tener a una nena abierta de piernas frente a ti, pero si estás en período de prueba, ella va a
fijarse en si la miras o no. Tienes que contenerte y dejar en claro que eres un caballero. Si no te
aguantas y echas un vistazo, ellas quedarán prevenidas para siempre y cada vez que estés cerca, se
arreglaran la falda, cerrarán las piernas y le avisarán a las demás. Pero si resistes y pasas el período de
prueba, que dura un par de semanas; puedes disfrutar el resto de la vida.
Empecé a hablarle y mientras ella tomaba nota, no quité la mirada ni por un segundo de su piernecita
sensual bajo su falda tableada de cuadros morados y rojos. Casi podía olerla. ¡Mamasita!
—Dime tú a mi. ¿Cómo comprobarías si una muchacha puede quedar en embarazo si hay semen en el
agua?
—Ni idea —se encogió de hombros. Yo quería desnudarla y lamerla como a una paleta.
—Debes imaginar la situación controlada. ¿Cómo sería? —La insté a pensar.
—“¿Situación controlada?” —preguntó.
—Enumera las variables (o sea, las condiciones) e imagina cómo podrías ponerlas bajo tu control —
expliqué.
—Ah… ya veo —se golpeó su boquita con el tope de su bolígrafo y dirigió sus felinos ojos al vacío
para pensar—. Se necesita la piscina, el semen y una muchacha —propuso ella.
Otra vez contuve la risa.
—Sin ir tan lejos, mi vida; lo único que tienes que probar es si un espermatoziode puede sobrevivir en
el ambiente del agua de la piscina, y si sobrevive, cuánto tiempo es.
—¿O sea que no necesito la piscina? —torció la boca.
Además, subió más la rodilla y mostró un poco más de pierna, casi hasta el glúteo. Las cosas se iban a
empezar a poner calientes.
—Un espermatozoide es una célula. ¿Para qué una piscina?
—Ah, claro…
—Puedes coger agua de una piscina, o de la llave y ponerle un poco de cloro extra. La pones en una
cajita de petri y pones allí al sujeto, o sea, al espermatozoide.
—¡Y lo miro cada cierto tiempo hasta que se muera! —añadió ella, dando un brinquito.
Descruzó la pierna y vi por un segundo sus panties blancos bajo el nailon estirado. El traingulito de la
gloria, donde todos lo hombres queremos ir a vivir. Me contuve para no tirármele encima.
—Exacto, ¡ejem! —carraspeé, puesto que esta poniéndome nervioso—. Mides la motilidad y con el
resultado calculas una probabilidad de que el espermatozoide llegue a la vagina de una nadadora
cercana.
—¡CHEVERÍSMO PROFE! —saltó en celebración, pero se detuvo de inmediato—. Pero ¿de dónde
voy a sacar un espermatozoide?
Esa era justamente la pregunta de ella a la que quería llegar. «Yo te doy todos los que quieras, mi amor,
tres, cuatro veces al día. Sólo tienes que consentirme» casi babeo pensando. Pero lo que dije fue muy
diferente:
—¿Tienes novio?
Ella volvió a sentarse y escondió un poco la mirada. También se acomodó la cortina lisa de pelo negro
y, aún así sonriendo, respondió:
—Aunque tuviera, profe.
Se sonrojó.
—¿Cómo así? —pregunté.
—No… profe Armando eso está difícil ¿De dónde voy a sacar un espermatozoide?
«De acá, bebé» me imaginé sacándomelo y acercándoselo a la cara «Chupa hasta que salgan».
Me mordí los labios y con ligero temblor de voz, le dije:
—Acuérdate que estás perdiendo el año. Voy a ayudarte con todo lo que necesites. Por ejemplo ¿qué te
parece si mantenemos el experimento bajo discreción y yo te pongo la calificación?
—¿Eso se puede? —levantó un lado del rostro.
—Claro. Sería para que nadie te vaya a incomodar con preguntas de dónde sacaste el espermatozoide.
La gente es muy cavernícola aquí. Has cualquier otra cosa para mostrar en público, pero la nota que yo
te ponga (y la que salve tu año) será por el proyecto del espermatozoide.
—Entiendo, profe Armando, pero sigo sin entender de dónde voy a sacar un espermatozoide.
—Un espermatozoide no, varios millones. Los vas a sacar de mí.
No lo pensé, lo dije. Tenía el corazón a mil y me temblaban las manos. Maryi ocultó una risilla tras su
mano sin dejar de verme.
—¡Profe! ¿Usted sería capaz?
—Claro —afirmé, aparentando sobrades, pero estaba por infartarme. Claro, estaba acosando a una
menor, jeje. Estaba ofreciéndole mi venida dizque para un experimento científico. Qué rico.
—Ay profe, yo no sé… —dijo, empezando dudar seriamente.
—0k, no hagamos nada. Nos vemos el otro año cuando repitas octavo —recogí mis cosas y me dirigí a
la salida, desde donde añadí: —Yo creía que te preocupaban más tus papás y el esfuerzo que hacen para
tenerte aquí.
No esperé respuesta y me fui. El efecto de la terapia llegó a la mañana siguiente:
—Profe ¿podemos hablar? —me dijo al final de la clase.
—¡Claro! Dime.
—Es sobre lo del experimento. Quiero hacerlo.
«Ya la hice» me dije.
—¿Todavía tengo su ayuda? —siguió ella— ¿No está bravo conmigo?
Lo dijo de manera tan tierna que casi le digo «Maryi, larguémonos de acá, casémonos y tengamos
hijos».
—Mi amor ¿cuál bravo? Yo te ayudo con el mayor PLACER…

Horas después estuvimos otra vez en el laboratorio, solitos. La parte alta de las bolas me empujaba
hacia dentro y fuera, como si más bien estuviese subiendo las escaleras al segundo piso de un burdel,
viéndole el culo enmallado a la puta que había escogido, precediéndome. O sea, mi organismo estaba
seguro de que iba a haber acción.
Todo estaba listo. Una cajita de petri con agua de la llave y unas gotas de hipoclorito, una cámara
fotográfica, un microscopio con portaobjetos y una tableta con la que registraríamos datos. Ah, y un
vasito de plástico, adivinen para qué.
—Listo profe. Solo falta el espermatozoide. Aquí te espero.
«¿”Aquí te espero”? ¡“Aquí te espero” ni qué nada! ¡Tú me vas a ordeñar con esa boquita, la más linda
que he visto en mi vida!» pensé.
—Claro —dije—. Dime algo ¿Estás bien?
—Sí profe —respondió, viéndome a los ojos y asintiendo.
—0k.
Agarré el vaso y me fui al baño. Pero no hice nada. Solo aguanté cinco minutos. Luego salí y me senté
junto a ella con el vaso vacío.
—Esto no va a ser fácil así no más —me lamenté.
Ella se asomó con recelo al vaso, a casi un metro de distancia.
—No hay nada —dijo.
—Mi vida, es que se necesita un estímulo.
Ella frunció el ceño.
—Los hombres necesitamos algo que detone el estado de excitación, la erección y mucho estímulo
continuo para llegar a eyacular.
—No te preocupes, profe, tómate tu tiempo. Por mí no hay problema. Yo te espero lo que sea —dijo
ella, tan acomedida que casi la beso.
Por experiencia (y tengo mucha), entre menos se presione una nena, más linda es cuando lo da. Y si no
lo da, pues hay más nenas o hay paja, o putas. Entonces, regresé al baño e hice paro por otros cinco
minutos. Al salir, volví a poner el vasito vacío en el mesón.
—¿Qué pasa profe? —preguntó ella a media voz cuando vio el vergonzoso resultado.
—Querida Maryi, voy a ser muy honesto.
—¿Sí señor?
—Necesito tu ayuda.
Ella solo abrió esos enormes y lindos ojos y se puso a escucharme.
—Sólo tú puedes decidir. Pero recuerda que es tu año el que está en juego.
—¿Cómo quieres que te ayude? —preguntó, ya sospechando.
—No voy a poder eyacular sin un estímulo femenino.
Ella retiró la mirada y se arregló el cabello.
—No será nada difícil para mí si me ayudas, puesto que eres la nena más hermosa y sensual de este
colegio.
—¡Prooofe!
—Probemos. Déjame mirarte.
—¡PROOOFE!
—De sólo imaginarte ya tengo ganas. Si me ayudas tendré lo que necesitas muy rápido. ¿Qué dices?
—No sé.
—¿Quieres perder el año?
—¡NOO!
—Levántate la falda, entonces.
—¡Proooofe!
—¡Maaaryi!
—Está bien, pero solo mira.
—Sólo miro ¡solo miro! —tartamudeé y me lo saqué.
Qué bella experiencia es desenfundar frente a una alumna de 13 años. Ella se puso de pie y se subió el
faldón. ¡Pero qué figura! ¡Qué locura! Para algunos hombres y para casi todas las mujeres, el upskirt no
tiene mucho sentido como detonador de la lívido. Alguna chica me ha dicho «Pero ¿qué ven acaso?
¡calzones y ya!» Pero su comentario solo me prendió más. Sí, el solo comentario. Un fetiche es un
fetiche, y un fetiche poderoso sumado a otro es una bomba atómica. O sea, el tener a Maryi ahí
subiéndose la falda para mí, y que no estuviera solo en calzas y calcetas sino en pantymedias, no solo
eso sino que estas ¡fueran negras y brillantes! Erección: 100%.
Cuando me lo saqué, Maryi quitó la mirada y así se mantuvo durante el primer minuto de pajeada.
¡Pero qué figura la de Maryi! Y lo sensual que se veía ese cuadadradito oscuro de nailon en su entre
pierna, estirado y dejando pasar unos asesitos de luz para que se vieran sus calzas blancas. Las
pantymedias también se aclaraban en los muslos. Estuve por acabar, así que me la solté. Quería
inventar que necesitaba aún más estímulo. No sabía si aspirar a penetrarla, pero una mamadita no
estaría mal, y por supuesto verle todo ¡TOOODO! Esas nalgas jóvenes, las teticas limoneras y esa raja
de ensueño.
—¿Por qué paras? —me preguntó.
—Eh… —no sabía qué inventar— déjame ver más.
—Pero si… ya casi salía ¿no?
«Mi amor, tú harías acabar a un caballo en un minuto» pensé. Pero no sabía qué decir. Probablemente
era hora de ser honesto.
—Es que no quiero acabar todavía ¡déjame verte más, date vuelta, Maryi!
—Está bien —dijo, actuando mala gana.
Ahora: Si las pantymedias se aclaran en las regiones más voluminosas dando un excitante efecto, pues
en las nalgas… ¡Era casi traslúcido! Sentí una punzada. Mi sexo no se conformaría con mirar nada
más. Maryi llevaba un ceñido panty tipo bikini, de color blanco. Tan ceñido era que parecía envolver
cada glúteo individualmente. Sentí muchas ganas de hundírselo hasta por esa cola. Qué niña tan bonita.
Me la volví a agarrar y me pajeé frenéticamente, pero al cabo de treinta segundos de verla ahí hincadita
sosteniendo su falda de colegial en las alturas, no aguanté y di dos pasos hacia ella. Quería manosearla.
Quería tocar ese culo tan lindo. Ella, solo esperaba pacientemente a obtener el espermatozoide que
necesitaba, y ni siquiera me miraba. No se dio cuenta que me le había arrimado sino hasta que usé mi
mano en forma de pinza para agarrarle una nalga.
—¡Profe! — gritó cuando sintió el contacto.
Al principio, su reacción fue como para quitarse o quizá correr, pero cundo bajó la mirada y me vio la
verga tan gorda y con el cabezón brillante asomado hasta la mitad, viéndola como un cíclope arrecho,
se quedó congelada. Sus manitas perdieron fuerza y su falda descendió unos centímetros.
—No te la bajes, mi vida; no te la bajes —dije y le subí otra vez el faldón.
Ella siguió congelada viéndome el miembro. Quizá no había visto nunca uno, al menos uno adulto y en
plena erección. Las muchachas suelen ver muchos pitos de bebés y niños, y para ellas es objeto
frecuentemente de burla. Sé de buena fuente que el pene les parece una tripa inútil, aunque no usen esas
palabras. Pero cuando ven una verga adulta encañonada, ahí sí se saborean… ¿no? Se la pegué en
medio de las nalgas y la sensación fue gloriosa. El glande descubierto e inflado tocando esa textura
electrizante del pantyhose y justo en la zona más tibia y bonita… wow. Me corro de solo recordarlo.
—Te voy a hacer el amor, Maryi —balbuceé.
—Pero profe…
—Dime que no quieres… te escucho ¡dilo!
Mientras dije eso la atarreé con mi verga1, con buena fuerza.

_________
1Atarrear: Tocar en medio de los glúteos deslizando de abajo hacia arriba, generalmente cuando la
dama aún está vestida.
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Eso la hizo gemir de impresión. Para no dejarle espacio de pensar e inundarla con sensaciones, le metí
la verga entre las piernas y empecé a perrear. Se sentía calientita.
—Aprieta las piernas, amor —le dije.
Así lo hizo y la sensación fue exquisita.
—Entonces… ¿ibas a decirme que no quieres que te haga el amor? —la reté mientras seguía frotando.
A ella se le salió un resoplido.
—Tomaré eso como un “no”. No vas decirme eso…
La tomé de la mano y la giré. Me puse a besarla con pasión. A una de mis alumnas de octavo, de trece
años. A Maryi, la más bonita. Quiero decirles que, puedes haber besado y culeado a muchas morras,
pero cada una es como la primera. Son demasiado lindas y suaves.
Por cursi que parezca, el amor prohibido es lo más arrechador que hay. Por eso siempre las mimo y
consiento como si fueran hijas mías (así o ¿más cachondo?). Mientras devoraba su piel tierna con la
ternura que bien se merecía, le manoseaba el pecho y el culo. Ella me sostenía por la cintura, pues no
sabía qué más hacer. Yo guié sus manos a mi falo. La puse a que me lo jalara mientras yo seguía
bebiendo su joven feminidad a punta de suave besuqueo. Su aroma era una locura. Es algo que se
pierde con los años y debe ser sustituido por químicos artificiales. Igual que se va la lozanía, la
suavidad y el nivel de colágeno disminuye y las formas ceden aunque sea ligeramente a la gravedad. A
los 17 están en lo último de esa máxima etapa frugal. Después de eso, empiezan a ser mujeres adultas y
es un asunto completamente diferente. Lo sabían Louis Malle, Vladimir Nabokov y Mimmo Catarinich.
¿Han visto a Brooke Shields a sus doce años? Lo que se siente al verla debe ser lo que sintieron los
ángeles del cielo para haber querido encarnarse y venir a procrear con las mujeres creadas por Dios.
Y ahí estaba yo. Un maldito afortunado quizá sin mérito. Haciendo el amor en el laboratorio de
Biología con Maryi.
Mi experiencia me decía también que el sexo oral no era bueno en la primera vez con una morra. Tenía
que aguantarme las ganas. Ya saben: Entre más agresivo, menos rico es para ellas y lo único que uno
lograría sería que odie a los hombres. En cambio, a mayor gentileza, mayor cantidad de futuros
encuentros.
En un momento me separé de su cara y la miré. Descubrí que estaba roja como un tomate, pero
decidida. Otra vez la tomé de la mano y la giré. Le subí el faldón y contemplé ese pedazo de culo de
fantasía. Se lo acaricié sin reserva. Le dí besos en las nalgas. Solo quedaba erguirme de nuevo y bajarle
los cucos. Lo empecé a hacer y ella cooperó. Apunté. Le tomé la carita de medio lado y la acaricié.
Empujé. Maryi gimió, y ese sería su último gemido de susto. El resto de gemidos en su vida serían de
placer. ¡Al centro y pa’dentro! ¡Qué suavidad tan fuera de este mundo! Es tan rico que no puedes
quedarte quieto, así lo intentes con fuerza. Perreas porque perreas. Y, si se sentía calientita por fuera,
solo aparentando el coito, como hacía un ratito, por dentro… ¡uff!
Después, recordándolo, una idea vino a mi cabeza. ¿Por qué demonios en la educación sexual insisten
en que se tome el sexo con seriedad? ¿Por qué lo más divertido, hermoso y rico del mundo tiene que
ser tomado con seriedad? Que se tomen con seriedad la guerras, las finanzas, la corrupción… pero…
¿El sexo? Qué manía de arruinar lo agradable. Es como una conspiración para que los seres humanos
no disfruten. En fin.

Después de unos minutos de vaivén, ella me sorprendió con una solicitud. Se estiró, así en cuatro como
la tenía, agarró el vasito de plástico del mesón y se retorció para pasármelo. Me dijo:
—No se te olvide recogerla.
Sí, dijo «recogerla» y no «recogerlo». ¿A que se refería? ¿A la “venida”? O a caso a la “leche”? El caso
es que me puse más a mil y le respondí, dándole más duro:
—¿La quieres? ¿Quieres que te la heche en el vaso? ¿La quieres toda, mi amor?
—Sí, profe, toda —dijo.
Me hizo venir. Ella se giró tan pronto lo saqué y se agachó a colocar el vaso. Se aseguró de no perder
una gota.
—Uich —dijo, impresionada por la cantidad.
Yo estaba en otro planeta, temblando y sudando. Pero ella, en cambio, agarró la pipeta Pasteur y pasó
una muestra de mi venida caliente al portaobjetos y otra a la caja de Petri con agua. Se puso a girar los
objetivos del microscopio y a mirar a través de ellos, así, con la falda sosteniéndosele sola todavía a
mitad de trasero gracias a los pliegues arrugados con violencia. También tenía las medias y las bragas
por las rodillas. Se veía tan bonita haciendo ciencia así ¡medio desvestida y recién culeada! Yo, creía
que con la folladita, todo lo del experimento había quedado atrás. Pero ella aún quería hacerlo. Saber si
su amiga Adela podría estar preñada o no por aquél pajuelo de la piscina. Quería ser quien le diera
claridad a su tormento. Tomé a Maryi por la cintura y la abracé y besé su cuello mientras ella luchaba
por enfocar la cámara a través del ocular del microscopio. Qué morbazo tan rico ver cómo ella acababa
de ordeñarme para hacer su experimentito. Ella tomó unos segundos de video y anotó datos en un
formulario que teníamos preparado en la tableta.
—Ayúdame a vestirme, aunque sea —me dijo.
—Es que te ves bonita así.
No obstante me agaché y la subí los calzones y luego las medias. Lo mejor de todo fue cuando le alisé
los pliegues de la falda. El tacto fue muy rico, es algo que todo hombre merece experimentar (con una
de 12 o 13, claro). La estuve vistiendo mientras ella repetía la observación y toma de datos con mi
corrida puesta en la caja de petri.
—¡Uhy, sí se mueven menos!
«He creado una puta-científica, literalmente!» me dije, con comicidad. Otra vez la abracé y le seguí
dando besos en el cuello como si fuera mi mujer.
—Listo, profe Armando. ¿Cada cuánto miramos la motilidad?
—Cada diez minutos. Podrás probarle a Adela que su retraso es de puro susto. Le pasa a muchas
mujeres. Se asustan tanto por el miedo a embarazarse que el miedo les provoca el retraso y más creen
que están en embarazo y más se les retrasa, y así…
—Listo. Cada diez minutos hasta que se mueran tus espermatozoides —Me dijo Maryi, dejando el
mesón y volviendo a sentarse en la butaca, cruzando la pierna y volviendo a mostrarme todo—. ¿Qué
hacemos mientras?
—Yo ya me recuperé —le sonreí pícaramente.
—¡Ay, profe Armando!

FIN

Ojalá les haya gustado esta fantasía.


36 - Upskirt apabullante
©Stregoika 2021

Hoy salí a tomar un poco de sol, porque en esta ciudad puede helar por la mañana hasta congelar los
huesos y por la tarde calentar para quemar la piel. O sea que estaba congelado y quería sentir el sol.
Me paré en las gradas de la cancha del barrio y vi que había una nena de unos 12 años asoleándose las
piernas. El sol de la tarde se le debía meter entre esa falda blanca. Estaba con quien asumo, era su
madre. Yo, que he amado las culi-cagadas desde hace unos 15 años, ni corto ni perezoso fui a pararme
detrás de las rejas de uno de los arcos, a que me diera el sol en la espalda y a ver a la nena de frente. Me
quedaba un poco lejos, unos veinte metros, pero como el sol le daba de frente, pude verla bien. En el
nombre de Dios que era hermosa, de piel blanca como la yuca, piernas largas y de volumen perfecto.
Su carita era linda, delgada, sonreía muy lindo y tenía (la vería de cerca al rato) las pestañas largas y
paradas. Llevaba el pelo amarrado en una apretada coleta de caballo en lo alto de la coronilla. Yo, como
tenía puesto el tapabocas, aproveché para decir unas cosas sucias, lo cual me calienta. «A ver, diosa
hermosa, muéstrame el paraíso, bebé». Tenía una chaqueta en la mano, que supuse, era para cubrirse las
piernas y no “mostrar todo”, pero obviamente quería que el sol le calentara sus delicias. Pero, como ya
sabrán, parte del encanto de “ver los calzones” o ver un “upskirt”, es que es muy difícil. El ángulo
correcto es muy estrecho y muy arriesgado. Desde donde yo estaba, podía verle sus muy largos muslos
hasta adentro pero cómicamente no podía verle su “triangulito”. La nena se movía y me provocaba sin
dejarme ver más. «Ábrete para papi, mi amor» dije. Y después dije «Uhy hijueputa, MAMASITA»
cuando al fin flasheó su entrepierna con panty blanco como la nieve. Sentí que se me iba a parar
tremendamente, por lo que respiré y me moví. No son usuales las erecciones en mi persona, tiene que
ser con un fetiche doble como ese (pre-adolescente + upskirt) para que se me ponga cañón.
La nena y su madre se levantaron y se fueron, pero al rato volví a verlas más de lejos aún, e ir a
sentarse en las escalas del atrio de la iglesia, que son más bajitas que las gradas de la cancha. Otra ves,
ni corto ni perezoso, me fui para allá. Esa nena definitivamente quería asolearse el coñito. Me recargué
en una señal de tránsito a verla desde el otro lado de la calle y la vista era mucho mejor. Ella estaba
comiendo helado y estaba sentadita en un escalón. Podía yo verle ese diminuto triángulo blanquito bajo
sus muslos espectaculares. Otra vez se me empezó a poner duro, pero a diferencia de hacía unos
minutos, no lo reprimí sino que lo disfruté. Estaba demasiado emocionado por ver eso tan hermoso
(pasa cuando mucho una par de veces al año, de hecho; me acordé de una colegiala que vi sentada en la
escalera de un bus atestado. Estaba tan abierta que no se le veía el “triangulito” sino todo desde abajo
hasta arriba. ¡qué provocación!).
A veces pasaban buses y me daba rabia que me obstruyeran el espectáculo, o transeúntes se
estacionaban a hablar por teléfono u otra cosa y me daba más rabia. Hasta me movía sin vergüenza para
seguir viendo, pero como dije, el ángulo de un upskirt es muy, pero muy estrecho. Después de pocos
segundos volví a tener todo el panorama. Y seguía diciendo cosas dentro de mi máscara, como: «¡Qué
rico!» o «Mamasita, te la mamo como la tengas ahí» y repetía «Muñeca, ábrete para papi, bebé ¡ábrete
para papi!» Y creo que la telepatía funcionó. La nena se abrió. El sol entró entre esas magníficas
piernas de nenita y acarició esos cucos blancos desde arriba hasta abajo. Se me paró del todo. Lejos de
intimidarme por que me descubrieran, me excité más. Me resolví a caminar, pues sería un idiota si por
miedo me perdiera de semejante espectáculo de cerca. Crucé la calle sin mirar (ni siquiera si un carro
pudiera aporrearme), solo con los ojos fijos en el delicioso entrepierna de la nena. Llegué a las escalas
del atrio y me acerqué a ella. Ella chupaba su helado. Yo iba directo hacia el medio de sus rodillas. Dos
metros… uno y medio… un metro «¡mamasita! ¿Qué es todo eso? Por Dios, ¡qué rico!» treinta
centímetros «Está nena está mostrando lo que se llama TODO», veintinueve centímetros… cambié de
dirección. Es el destino de nosotros los mirones. Mirar y pasar saliva, y matarse a pajas. Me regresé sin
la menor duda, ni siquiera que otras personas me vieran errando como loco (ya alguna vez me
sorprendieron viendo bajo una falda de bruja en un halloween y fue muy peligroso y vergonzoso). Pero
las ganas le pueden al miedo. Vi durante unos diez segundos más ese esplendoroso upskirt de nenita,
hasta que se levantó y se fue.
Sin exagerar ni mentir, me sentí enamorado. Quería seguirla a ver dónde vivía y eso, pero ya habría
sido demasiado. La vi alejarse con su madre calle arriba, meneando ese culito lindo bajo su falda de
mezclilla blanca, que ni siquiera era muy corta. Entonces vino la ansiedad, luego el existencialismo y
luego la depresión (con la que escribo estas líneas). Desear tanto algo que es imposible de conseguir es
una mierda como no imaginan. Tener un deseo tan entrañado y ardiente que no puede ser satisfecho, se
siente como una puñalada con un cuchillo mojado en ácido. Se gasta demasiada energía reprimiéndose
y el agotamiento emocional es inevitable. Por años luché para quitarme ese deseo pero me di cuenta de
que es imposible. Así que preferí acostumbrarme al puto destrozo emocional que me deja el arrecharme
tanto sin más desfogue que una aburrida paja y quizá escribir un relato erótico.

37 - Teen sweet models 2/4 – firmando el contrato de mi


hija
“Reconciliarme con mi hija – relato psico-erótico” es la parte ¼

La forma en que Ismael firma el trato es sorprendente.


©Stregoika 2021

𝑉𝑎𝑟𝑖𝑎𝑠 𝑛𝑒𝑛𝑖𝑡𝑎𝑠 𝑑𝑒 𝑚𝑖𝑠 𝑟𝑒𝑙𝑎𝑡𝑜𝑠 𝑠𝑒 𝑟𝑒𝑢𝑛𝑒𝑛 𝑓𝑖𝑛𝑎𝑙𝑚𝑒𝑛𝑡𝑒, 𝑝𝑜𝑟 𝑜𝑏𝑟𝑎 𝑑𝑒𝑙 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑖𝑛𝑜, 𝑒𝑛 𝑢𝑛𝑎
𝑎𝑔𝑒𝑛𝑐𝑖𝑎 𝑑𝑒 𝑚𝑜𝑑𝑒𝑙𝑜𝑠. 𝐶𝑜𝑠𝑎𝑠 𝑚𝑢𝑦 𝑟𝑖𝑐𝑎𝑠 ℎ𝑎𝑛 𝑑𝑒 𝑜𝑐𝑢𝑟𝑟𝑖𝑟…

Estábamos sentados a la mesa. Había un tensa calma, pues la tarde anterior habíamos hablado y yo
había pedido perdón de rodillas a mi hija, por haberle arruinado su disfrute —aunque obvio, no se lo
manifesté así— con su amiguito de m*erda. Para la hora del desayuno, hubo más de una revelación.
Primero, que mi hija me llevaba semanas con ganas de perdonarme pero no podía perdonarme gratis.
Pero me amaba. Otra, que yo le tenía ganas, solo que antes no podía aceptarlo, pero gracias a ese
psicólogo de da-mier tan profesional, acepté que el culito de mi Paula era un deseo auto-prohibido para
mí, y que des-prohibírmelo me traería paz. En efecto, mi Paula, mi niña de piel blanca como la yuca,
cabello castaño oscuro y ojos azul claro; llegó a desayunar con su ropa de dormir todavía puesta. Usaba
una delgada pantalonetita muy corta. Era la primera vez que la veía tan sexy, habiéndome quitado yo el
sesgo de lo paternal. Me saludó con timidez, pues no sabía cómo portarse después de la complicada
charla de la noche anterior. Y yo también estaba confundido.
—¡Ay, ustedes parecen novios adolescentes! —dijo Amanda, medio burlándose y medio regañándonos.
Su apunte sirvió para romper el hielo. Mi hija rió y yo también. Mientras sentía que el alma me volvía
al cuerpo porque mi hija me había sonreído otra vez, llegó Melorica, la gata, y maulló, pues Paula
siempre la consentía. Mi hija volteó y se dobló para acariciarla. ¡Ay Dios! Pero qué situación con la que
tendría qué vérmelas de ahí en adelante. Tenerle tantas ganas a Paula. Cuando se dobló, su culo se infló
y la tela de su ropita de dormir se estiró. Se le dibujaron varias rayas en la prenda, desde su gloriosa
entrepierna hasta bien arriba en las nalgas. Sentí una punzad en la próstata y sin darme cuenta, junté los
labios con fuerza, sin dejar de mirar el espectáculo.
—Está rica ¿no? —dijo mi esposa.
—¿QUÉ? —me aterroricé.
Paula se enderezó y volteó, poniéndose una manita en el orto. Sintió como si algo fuera a entrarle por el
ano. Así de intenso acababa yo de imaginarlo, tanto que ella percibió mi lengua pervertida y erecta.
Pero astutamente, Amanda metió en mi boca una tostada embadurnada de mermelada.
—Está rica ¿cierto? —Repitió.
Yo me levanté y corrí al baño a echarme agua fría.

Aquella noche, le di una tremenda follada a Amanda. Ella gritaba dentro de su mano mientras se
agarraba de la cabecera de la cama y me miraba con los ojos arrugados. Yo empujaba tanto que parecía
que me metería en ella. Bien dice un libro —de detectives— que los hombres llegan al mundo por la
vagina, y pasan el resto de la vida queriendo volver a ella. Mi esposa solía disfrutar el éxtasis
apretándome con las piernas y aprisionándome con los brazos y besándome hambrientamente. Así
podíamos durar varios minutos después que yo me viniera. En fin.
Cobijados por el humo de un par de cigarrillos, Amanda me soltó la bomba. Agarró su smartphone y
reprodujo una dulce voz de mujer en un mensaje para mí:
Señor Ismael Zorro, es un placer para mí tener la oportunidad de ser escuchada por usted. La idea ha
sido de su señora, Amanda. Espero que esté usted tan bien como yo deseo que lo esté.
—Y ¿esto qué es…?
—¡Escucha, escucha!
Soy Alejandra Guayara, manager del estudio TSM…
—Teen Sweet Models —Susurró mi esposa.
…Y quiero manifestarle la intención de parte nuestra, de que su hija Paula haga parte de nuestro grupo
de modelos. Ya contamos con el visto bueno de su esposa, pero el suyo es indispensable. No esperamos
respuesta aún, pero sí queremos invitarlo a conocer nuestros estudios y cómo trabajamos. Los
esperamos a los tres cualquier día de la semana en la hacienda La Polonesa. ¡Eso sí, vengan con tiempo
y el estomago vacío!
—Qué voz tan arrechadora —dije.
Amanda me dio una palmada en un brazo.
—Vamos a ir ¿cierto? —me preguntó.
—Vamos, pero por la ilusión de pasear y de comer majares gratis. No es un ‘sí’.
—Tengo más para que veas.
Puso el teléfono frente a mi cara y deslizo varias fotos. Eran sets de TSM. ¡Válgame el cielo! Había
nenas de la misma edad de mi Paula y tan bonitas como ella. Las nenas aparecían posando de modo
provocador, usando prendas de fantasía sobre un sinfín. Solo hice algunas caras, sobre todo
tensionando la mandíbula.
—¿No vas a decir nada? —me retó Amanda— Qué niñas tan divinas ¿cierto? Opina, Ismael, con
confianza.
—Qué rico —dije, con timidez pero con sinceridad.
—¿No crees que Paula merece estar allá? Esta mañana me tocó recogerte los ojos del piso. Se te
salieron viéndole el culo a la niña. Además pagan muy bien —luego repitió con énfasis—: MUY BIEN.
En mi defensa, no dije nada.

La hacienda La Polonesa era como de mafiosos. Parqueamos en medio de varios carros den alta gama.
Derrochaban lujo por allí. Antes que nos bajáramos de la camioneta, una muchacha delgada y sonriente
nos recibió y nos condujo a un área con mesitas y parasoles, en una de las cuales, una elegante dama en
short, con gafas negras y sombrero, se levantó de sus silla al vernos. Trotó en puntitas a saludarnos. Era
la dueña de aquella excitante voz.
—¡Señor y Señora Zorro! Uff discúlpenme si parezco una niña eufórica, es que me alegra mucho su
visita y ¡no voy a disimularlo! —entonces puso sus ojos en Paula— ¡Hola preciosa! —parecía querer
comérsela.
—Hola Cris —Mi hija la saludó batiendo fuerte su mano.
—Cristina y Paula ya se conocen —apuntó mio esposa—. La gente de TSM hace eventos musicales en
colegios y han ido al de Paula.
—Es nuestra estrategia caza-talentos —Apuntó la tal Cristina, quitándose las gafas.

Rato después, la mujer logró quedarse a solas hablando conmigo. Amanda y Paula daban un tour por la
hacienda. Me habían puesto una piña colada en la mesa, pero no quería probarla si quiera, porque sentía
que estaba vendiendo el culito de mi Paula.
—Señor Zorro, permítame, y no crea que es por adularlo y ya, que usted ha llegado donde muy pocos
llegan. Ser padre de una niña y contemplar el hacerla modelo es para un nivel de mente superior al
promedio. Aclaro: Solo ‘contemplar’. De igual manera, todavía no ha decidido nada ¿cierto? Y para
llegar a decidirlo, se necesita mente aún más abierta. Nosotros vamos a darle un empujoncito. ¿Conoce
a nuestras modelos, señor Zorro?
En ese momento, un chico se acercó en interrumpió:
—Señorita Cristina, todas están listas. Pero Bambina acaba de llamar y confirmar. ¿La preparo
también?
—¡Claro! Todavía estamos a tiempo.
—Permiso —asintió el joven y se retiró.
—Usted tiene mucha suerte, señor Zorro. Nuestra mejor modelo llegará en un rato.
«Y eso ¿qué carajos tiene qué ver conmigo?» me pregunté en privado. Pero para ella, solo subí una
ceja.
—La semana pasada mi esposa me mostró algunas fotos… —respondí.
—Pero no distingue a nuestras modelos —torció la boca.
—Me temo que no.
—No importa. Pero ¿Qué le parecieron las fotos? Y le suplico que sea honesto.
—Lindas.
—¡Señor Zorro! No se reprima. Aquí es donde tomamos esas fotos y yo soy la manager. No voy a
juzgarlo por lo que me diga. Anímese.
Resoplé.
—¿No sintió excitación? —preguntó Cristina.
—¡¿Perdón?!
—En el sitio web de TSM dice que nuestras fotos no tienen la intención de excitar a nadie. Pero ese es
un formalismo de ley, señor Zorro. Cada singular foto busca encender al público, y no solo al
masculino ¿sabe?. ¿Lo logramos con usted, señor Zorro?
¿En serio? Ahora ¿una versión femenina y sexy del psicólogo ese? Me decidí a ser honesto, poniendo
en práctica lo que había aprendido con aquél doc. Me acordé de una foto de una niña espectacular, de la
misma edad de Paula, que tenía un top de malla cuya transparencia se disimulaba con collares de
lentejuelas brillantes. Abajo tenía un pantymedia blanco. Nada más. Nada. Nadita. Tenía las piernas
cerradas y solo se le veía el principio de la rajita. Cuando la vi me saboreé. Además, esa niña era tan
linda como Paula. No digo que más linda porque traicionaría mi perspectiva de padre. Su rostro
inspiraba una delicadeza sin igual. No era como Paula, que tenía cara de mujer adulta, sino que parecía
nena de 10. Y lo peor, estaba limpiamente maquillada. Era lo más sabroso que había visto en la vida.
—La niña de pantymedias blanc…
—¡Bambina! —aplaudió ella— excúseme. Continúe, por favor. ¿Qué pensó con las fotos de Bambina?
Tuve que esperar unos segundos, tomar una bocanada de aire y usar mucha fuerza de voluntad para
decir:
—Sexy.
—¿“Sexy”? ¿Eso es todo? No le dieron ganitas —se sentó en la orilla de su silla—?
Al fin me desinhibí. Una cosa es estar frente a un psicólogo sabelo-todo y socarrón, pero otra es estar
frente a una clasuda y hermosísima ejecutiva.
—¡Sí, muchas!
Ella sonrió y se congeló viéndome.
—Usted es mi clase de hombre. Permítame hacerle una invitación —se puso de pie y me ofreció su
mano—. Por favor, todavía no piense en una respuesta. Solo sepa que —empezó a andar conmigo—
que el hecho que esté usted aquí y haya llegado hasta este punto, es un privilegio. ¿Cuántos hombres de
familia cree que llegan a este punto? En serio ¿Cuántos?
—No sé.
—Quizá uno cada dos años. Usted está a punto de entrar al paraíso, señor Zorro. Y le insisto, no piense
en una respuesta hasta después que reciba este regalo.
¿Cuál regalo? Ni idea. Lo último que me dijo Cristina antes de dejarme tirado en un enorme salón con
mirador, fue:
—Nos vemos en una hora.
Estaba sentado en un lujoso sillón al frente de una mesita sobre la que había otra bebida. Era un
destornillador. Me asusté y llamé a Amanda. Hablé con ella y con mi hija, y estaban bien. Estaban
almorzando.
—Nos dijeron que tú también ibas a comer, pero no ibas a comer lo mismo —me dijo mi adorable hija.
Se oyeron risas de fondo y mi mujer agarró el teléfono, riendo también, y me despidió:
—Te dejo, amor; no te preocupes, no seas bobo. Te amo. Colgó.
Diez minutos después, un grupo de jóvenes entró al mirador, cargando pesadas cajas de fibra con
cerradura. De ellas sacaron luces y trípodes. En quince minutos terminaron de armar un set, con
reflectores en forma de paraguas y todo. Incluso, una de las cajas resultó ser un guardarropa portátil
que dejaron a disposición en un rincón, y otros eran tocadores con luz portátiles que convertían
cualquier espacio en un camerino. El guardarropa tenía un montón de prendas colgadas en ganchos,
aunque yo no podía distinguir nada en específico. Un jovencito afeminado se me acercó y me preguntó:
—Señor Zorro ¿cierto?
—Sí.
—Mucho gusto. ¿El señor Zorro ya firmó?
—¿Firmar qué?
El muchacho se alteró, aunque no conmigo. Renegó antes de marcar con su teléfono:
—Si una no hace todo aquí, nada se hace ¡qué horror! ¿Aló? Cristina ¿Como es posible que el señor
Zorro no sepa de la firma? ¿Otra vez me van a hacer producir sin firmar? Ah… eso es…
En ese momento oí adorables risas que se acercaban por el pasillo. Dejé de prestarle atención al
pataletudo chico para ver hacia la entrada, que era en forma de arco y estaba custodiada por matas de
brillante caucho. Entraron tres chicas de, calculo, 11 y 12 años, máximo. Tenían el cabello húmedo —
obviamente venían de ducharse… ¿juntas?— y estaban envueltas en frondosas batas blancas con el
logo de TSM. Y qué preciosas eran. Pude reconocer a dos de ellas, de las fotos que había visto. ¿Qué
iba a suceder allí?
—…Ay bueno, pero la próxima vez avisen porque yo no estoy pintada en la pared —el chico colgó.
Entonces me dijo—: Ay qué pena con usted —se ruborizó y se abanicó con las manos partidas—, es
que creí que usted iba a hacer un trabajo, pero ya me aclararon qué es lo que va a hacer.
—Y usted, podría decirme ¿qué es lo que voy a hacer?
—Ay, tan bello, tan chistoso —me descartó con un ademán y se marchó.
Volví e poner mi atención en esas pequeñas diosas blancas y mechudas. Las tres me miraron y se
dijeron cosas al oído sin dejar de verme. Pero no tuve tiempo de sentirme ofendido, porque las tres se
abrieron las batas y las dejaron caer, quedando completamente desnudas. Caminaron hacia el
improvisado guardarropa y se pusieron a buscar prendas bullosamente. Pero qué glúteos perfectos
tenían estas mocosas. El corazón ya me palpitaba como en maratón y la próstata le pedía permiso a mi
cerebro para desencadenar una erección. Pero la confusión por lo que pasaba allí era tanta que mi
cerebro no respondió.
—¡Se me visten rápido que aquí nos pagan por producto, no por tiempo! —les exigió a viva voz el
chico gay, dando palmas. Entonces se fue.
Entró una joven re-friki, con media cabeza rapada, tatuajes en los brazos y shorts de mezclilla sobre
malla de pescador. También tenía algunos piercings. Era hermosa. No me determinó y pegó la cara a la
lente de una cámara profesional de fotografía. No la despegaría hasta que todo terminara y tuviera que
irse.
Las niñas estaban vistiéndose. Me sentí tentado a frotarme la pija por sobre el pantalón, pero no ¡qué
cosa ordinaria!
—Bambina, ven aquí —dijo la fotógrafa.
Una de las nenas, juiciosa ella, caminó graciosamente atendiendo el llamado. Pero, como estaba a
medio vestir, avanzó cojeando graciosamente hasta donde estaba la fotógrafa. Tenía una pierna ya
metida en una media velada negra la otra hasta la mitad. Mientras caminaba, me hipnotizó la
extravagante belleza de su vagina, sus labiecitos de color impecable, protuberantes y rozagantes. Se me
hizo agua la boca. También me fije en sus tetecitas limoneras y su dorso, que estaba apenas dejando de
ser rectilíneo. No pude evitar imaginar que esa rutina le esperaba a Paula, pero el trabajo que hacían
teniéndome ahí, lo hacían muy bien. Qué hijos de putas, me manipulaban para que no me negara.
Después de aclarar algo con la fotógrafa, sobre una imagen en la memoria de la cámara, la niña se
enderezó y fue cuando la identifiqué. Era la de la foto que más me había prendido. Así que esa era la tal
Bambina, la mejor modelo. Pues con razón: Qué pedazo de ángel divino. Se terminó de poner las
medias y las apretó bien. Se las subió casi hasta el pecho solo para que quedaran bien apretadas, y
luego las volvió a soltar. Pero, cuando se las subió, la forma en que se le apretó la vagina fue… «Dios,
dame fuerza». La chica reparó en mí, se volteó y repitió la operación de apretarse las medias. Ese culito
joven, apretadito y paradito, visto a través del tejido transparentoso del nylon… tuve un impulso
primitivo de, sin pensar, levantarme de allí e ir a cogérmela. Pero mi cerebro al fin reaccionó y lo
impidió. Lo que no pudo impedir fue que se me saliera una gruesa gota de lubricante tibio.
Bambina regresó con las otras, que terminaban de ponerse sus pintas de fantasía.

Aquello era toda una empresa de modelaje. Las modelos se sentaron a ser peinadas y maquilladas por
mujeres jóvenes. Las niñas de prodigiosa belleza estaban siendo preparadas: Una tenía traje de policía,
con gorro y placa, falda corta y calzones blancos semi-transparentes. Llevaría una macana de juguete
en la mano. Otra estaría de enfermera, con cofia y mallas blancas, y traje tan corto que… mejor no se
hubiera puesto nada. Y Bambina estaría de ejecutiva, con el cabello —solo inicialmente— recogido en
forma de bola, con minifalda gris y blusa blanca. Tendría unas gafas en la mano que nunca se pondría.
Me preocupé de parecer un adolescente arrechón y disimulé.
La sesión de fotos empezó. Pasé las siguientes cuarenta minutos torciendo los ojos y esforzándome
para verles la cuca a cada una a través de sus prendas maliciosamente transparentosas. Me deleité
viendo deliciosos labios vaginales hasta casi enloquecer. Ellas posaban sin recibir instrucciones, y no
trataban nunca de cubrirse, sino al contrario, que sus partes púbicas se vieran. Sus entrepiernas eran el
centro de atracción. De cuando en cuando, recibían re-toques de la maquilladora o ajustes de la
peinadora. Se hablaba muy poco, casi nada. En un momento, las niñas se pusieron en cuatro sacando la
cola, y me llené de morbo y quise verles sus anos, pero sus nalguitas jóvenes estaban bien cerraditas y
no pude ver nada.
Estaba que no aguantaba. Quería levantarme, buscar un baño y pajearme. Quería imaginar que hacía
atragantar a Bambina con mi semen espeso y tan abundante que no le cabía todo en la boca y se le
escurría por la comisura, pero las otras venían a recogerlo con sus lenguas. Quería imaginar que le
chupaba su celestial coñito y que nos besábamos. No aguantaba. Parecía que repentinamente hubiese
aparecido una pesada bolsa de agua en mi próstata. El miembro estaba que se me salía por sí solo. Me
estaba poniendo como una animal, que deja de razonar y solo actúa. A veces es humillante ser hombre:
Sentir tantas ganas que no caben en el cuerpo pero que se te programe desde niño y por-doquiér, con
que sentir eso es malo. Quería matarme a pajas cuanto antes. Si esperaba, cabía la posibilidad de no
desahogarme con mi amada esposa sino que cogiera a mi Paula y le pegara la culeada de su vida. Yo
sabía que tarde o temprano iba a estar con ella, pero quería que fuera algo lindo para ella, estando yo
con la cabeza fría, no así ¡como un tigre hambriento! Sentía la verga llena de fluido y que una gota
estaba siempre asomada por el orificio. Tenía los bóxer muy mojados y las manos me temblaban.
La sesión terminó. La fotógrafa le puso el protector a la lente de su cámara, firmó algo en una planilla y
se fue. Los otros chicos que había, apagaron la laptop que tenían y la recogieron. Se fueron entonces.
Me quedé solo con aquellas pequeñas diosas del deseo. Iba a irme, tenía miedo de cualquier otra
posibilidad. Pasé al lado de ellas, que estaban todavía sentadas sobre el sinfín y me miraron con
extrañeza. No pude contener el morbo de mirarlas una última vez, sus rostros de desquiciante belleza,
sus disfraces arrechadores, sus piernas torneadas, sus vaginas esplendorosas… —¿Por qué te vas? ¿No
te gustó la sesión? —preguntó Bambina.
—Yo… claro que me gustó. Me encantó. Me sobrecogió.
Ella se encogió de hombros y sinceramente preguntó:
—¿Entonces?
—Entonces ¿“qué”? —pregunté, más nervioso que colegial de diez años que es sorprendido viendo
bajo la falda de su profesora favorita.
—Tú eres el papá de Paula ¿cierto?
—Si.
—Por eso. ¿Por qué te vas? ¿No vas a permitir que ella trabaje aquí?
—Aún no lo decido.
Bambina sonrió y se puso de pie. Me tomó de la mano.
—Por eso es que tienes que quedarte, a terminar de decidir. Ven.
El corazón me dio vuelco tan fuerte que creí que enfermaría. No es broma. Temí que me diera un
soponcio, como cuando te excedes esforzándote subiendo una cuesta en bicicleta y te pones en riesgo
de infartarte.
En un segundo, las tres dulces mocositas me llevaban de las manos al sillón desde el cual yo había
presenciado la sesión. Me presionaron para que me sentara.
—¿Cuál de nosotras te gusta más? —preguntó Bambina, y se me sentó encima.
Por competencia, otra de ellas la imitó y se sentó en mi otra pierna, pero con sus piernas no por fuera
sino entre la mías. Abrazó a Bambina y metió sus manos entre las piernas de ella, agarrándole la
panocha. Ambas rieron. Antes de poder pensar o sentir nada, empecé a sentir besos a un costado de mi
cabeza. La tercera niña estaba consintiéndome.
«¿Qué tal sea una trampa y esta tarde ya esté en al cárcel?» Me pregunté.
—¡Cállate cerebro! —me respondí.
—¿Cuál de nosotras te gusta más? —insistió otra niña.
Bambina dejó caer su peso sobre mi pecho y sentí morir. Quería darles bomba a todas pero sin espera.
Bambina, sin dejar de reír, invitó a la otra a escuchar mi pecho. Yo tenía el corazón como locomotora a
vapor. Bambina puso su rostro sonriente en frente al mío y sincera y adorablemente me preguntó:
—¿Por qué siempre se ponen así?
Dicho eso, la chica de mi otra pierna me tocó momentáneamente el paquete. Tan pronto se dio cuenta
que estaba como carpa de circo, quitó la mano y se echó a carcajearse. Bambina se le unió. La otra
chica seguía dándome apretaditas con los labios en la piel, abajo de la oreja. El tacto de sus cuerpos,
sus aromas fragantes y hasta sus voces, rompieron la membrana del control. «Nos dijeron que tú
también ibas a comer, pero no ibas a comer lo mismo» Había dicho mi hija al teléfono. ¡A la mierda!
Me torcí tanto como fue necesario para alcanzar el destornillador y me lo bajé de un solo sorbo.
Empecé a usar las manos. Agarré a Bambina con una mano y la besé en la boca. Quería devorarla como
si fuera un postre de leche y dulce de frutos rojos. «Me las voy a echar, a las tres, qué caray». Con la
otra mano atraje a la otra y también la besé. Se notaba que ya lo habían hecho un par de veces, al
menos. Solté a Bambina y atraje a la que me daba besos. Pero no la agarré por la cintura sino por la
entrepierna. La manoseé bien. Ella era la que tenía traje de policía. Nos besamos con locura —aunque
mi locura era mayor, para ella, era más suave—. Entre tanto, la que iba de enfermera me empezó a
desatar el cinturón y Bambina bajó a quitarme los zapatos. Qué calientita estaba ente sus piernas esa
pequeña policía de traje azul y qué rico sabía el interior de su boca. El aliento de una niña tiene algo
especial. Solo una mujer adulta extremadamente cuidadosa con su salud puede igualar el sabor de ese
aliento.
Pensaba en Paula. ¿Sería eso acaso una traición? ¡ja! Y yo casi mato al mocoso que le tocó su sagrada
pucha. En medio de los besos y el manoseo, sentí (sin haberme dado cuenta a qué horas me la habían
sacado) una pequeña boca mamándome la verga. Por reflejo empecé a perrear. Ni siquiera sabía quién
me lo estaba chupando, si Bambina o la de traje de enfermera. «Les voy a chupar las vaginas a estas
niñas» me dije. Agarré a la de traje de policía y la ubiqué sin esfuerzo para que se me sentara en la cara.
Esas chupadas en mi pene se sentían como el paraíso. Al cabo de un rato sentí que las dos chicas de
abajo se rotaban mi verga para chuparla. Yo seguía empujando. También me daban apretones en las
bolas, a veces más fuertes de lo que quisiera. Creo que para ellas, una buenas güevas eran toda una
sensación y jugaban con ellas, impresionadas por su forma, textura y densidad. En un momento sentí
que una me chupaba la pija y la otra me lamía los testículos. Pero yo no podía ver nada, porque la
tercera nena estaba sentada en mi cara, y me devoraba su jugosa vagina. Ella se halaba la pantaleta
semi-transparente hacia un lado para que yo pudiera lamerla y chuparla, y yo podía oír cómo hacía
gestitos de impresión y placer. Su aroma era increíble. ¿Alguna vez has estado en un colegio, o te
acuerdas de cuando tú mism@ eras colegial? Ese olor concentrado a salón de secundaria por la
mañana, a piel bañada y ropa planchada, es de lo más arrechador que hay. Jamás creí que pasaría de
oler a lamer y saborear. Podría esa noche ser asesinado e irme al infierno, pero habrá valido la pena,
después de estar en el paraíso.
Durante los siguientes veinte minutos, roté a las tres niñas. Bambina tenía una pequeña sombra de
pelillo en lo alto del pubis. Era la única que tenía algo. Se lo besé —y lamí— con veneración. Ella era
la mayor, tenía 12 y medio. Las otras tenían once. Y yo rondaba los 40. La orgía más hermosa de la
historia. Bienaventurado todo aquél que haya podido experimentar algo así.
Luego, al fin levanté el culo del sofá y puse a la de traje de enfermera boca arriba en él. Ni siquiera le
quité las medias por completo, solo se las bajé un poco. Le pegué las rodillas a los hombros y vi su
vaginota dispuesta y colorada (de tanto que se la chupé). Le apunté con mi miembro y justo cuando iba
a entrar, Bambina me detuvo:
—¡No! Solo a mí, solo a mí.
Primero no entendí, e incluso iba a disgustarme por la restricción. Pero vi a Bambina correr al otro lado
del salón, agarrar algo de un cajón y traerlo. Era un condón.
—Solo a mí —insistió—, por favor.
Me conmoví. Besé desde la cuca hasta la boca a la pequeña que iba a penetrar y dije:
—Claro, lo que ustedes digan, ni más faltaba —me puse el látex.
Bambina ya sea había puesto en posición al lado de la otra, con las rodillas pegadas a los hombros.
Tampoco se quito nada, solo se bajó un poco las medias. Se le veía el ano. «¡Qué delicia!» pensé. Me
arrodillé y se lo mamé. Tal parece que nunca nadie le había dado una mamada en el orto, porque se
impresionó mucho. Solo por eso aumenté la intensidad y la duración de la lengüeteada. La hice
temblar, gemir y reír. Qué rico orto. Las otras nenas se sentaron abrazadas a contemplar el espectáculo.
Yo, me levanté, apunté y penetré lentamente. Bambina hacía gestos de impresión, pero se le notaba que
no era la primera vez. Las otras hacían cara de tener ganas. Incluso, una sacudía la mano, mirando el
coito en progreso.
—Nosotras nunca lo hemos hecho —dijo la policía.
—No se preocupen, ya vendrá su día —me torcí para besarle la boca.
El verme a mí mismo, ahí, dándole verga a una nena de doce años, de 1.35m (4,43pies) de estatura,
maquillada y peinada, disfrazada de ejecutiva y hermosa como debió ser la primera mañana de la
creación… ¿Cuánto creen que aguanté? Creen que le di verga frenéticamente por cuarenta minutos?
¿Treinta? ¿Veinte? Ja ja ja. Ella era demasiado hermosa y la descarga eléctrica para mí era más de lo
que podía aguantar. Qué rica cuquita, cuando se la vi, cuando venía porque la fotógrafa la llamó. No
imaginaba que ese pedazo de coño angelical iba a ordeñarme al poco, de semejante manera tan
deliciosa y eficiente. Estoy tratando humildemente de que se lo imaginen. Era una niña de doce, con las
rodillas pegadas a los hombros para mí, y mirándome fijamente, con sus cachetes colorados y
mordiéndose un labio. Y la boca me sabía a su culo. Pongan a sus vergas en mi lugar (y a las damas que
haya leyendo, traten de imaginar lo que significa esto para un hombre): Duré poco más de cinco
minutos. Temblé como atacado y la respiración se me fue, cosa que creí que solo le pasaba a las
mujeres. ‘Poner’ la inyección de leche nunca se había sentido tan rico. Apreté con la mano la tapicería
del sofá hasta dejarla marcada. Otra cosa que creía, solo le pasaba a las mujeres. ¿Ven? La cantidad de
placer puede ser tanta que uno haga cosas inesperadas y desconocidas. ¿Por qué prohíben a las
menores? Claro, porque es demasiado placer para un esclavo.
—¿Ya? Me preguntó Bambina.
Sentí vergüenza. Debí haberla hecho venir primero, así fuera a punta de dedo. No esperaba que
penetrarla fuera tan delicioso que acabara en unos pocos empujones. Lo saqué y me quedé pensando en
como compensarla. Pero las otras niñas, al ver la bolsa de semen en la punta de mi pene empaquetado,
miraron hacia las paredes y sacudieron los brazos. «¿Qué mierdas?» Bambina se puso de pie, puso una
mano en mi hombro y me dio un beso en la boca. Entonces la tres niñas se retiraron y yo me quedé ahí
repitiéndome la pregunta: «¿Qué mierdas?». Las niñas agarraron sus batas y se fueron. Tan pronto
salieron, entró Cristina, sonriendo.
—Felicidades, acaba usted de firmar —dijo, dando palmas.
Yo todavía estaba ahí, con una rodilla en el piso y la pita apuntando adelante, perdiendo la erección
lentamente y sintiendo el peso de la tremenda venida que me había provocado metérselo y sacárselo a
Bambina.
Al ver la cantidad de leche, Cristina preguntó:
—Uhy ¿hacía cuánto no tenía sexo, señor Zorro?
No respondí.
—Su pequeña orgía acaba de ser grabada —siguió ella—. Qué tierno se portó, mi reverencia por eso.
Hay cámaras allá, allá, allá, allá y allá —señaló diferentes partes del salón. Se sentó en el sofá frente a
mí, me miró la verga, se lamió los labios y dijo—: Después de esto, no tiene sentido que rehúse la
participación de Paula. Usted es de los nuestros.
Reí.
—Todas las familias de las niñas que trabajan aquí son “de los nuestros” —se complació en declarar.
—¿Me está chantajeando?
—No señor. El video solo es un seguro para nosotros —se volvió a poner de pie—. Niñas tan hermosas
como Paula, le hacen dinero a sus familias por montones.
—Sé que es hipócrita que pregunte, porque acabo de tener una orgía con tres niñas. Pero ¿A mi Paula
se la van a comer?
—No, si ella no quiere. Pero le aseguro que querrá. ¿No se dio cuenta de que las compañeras de
Bambina estaban dispuestas? —iba a irse pero se acordó de algo más para decir—: Y le aseguro que
usted también querrá ver cómo se comen a Paula. El primer cliente de este video ¡es el papá de
Bambina! —remató sin vergüenza.
Qué pena ese video, yo todo «polvo de gallo».
Mi esposa me había tendido la trampa —otra vez—, y caí redondo y estúpido, pero muy feliz. Ahora no
había qué hacer, Paula sería modelo profesional y Amanda se deleitaría viéndola vistiendo fastuosos
vestidos de fantasía, lencería y temáticos, en poses más que sugestivas: Deliciosamente vulgares. Ay
Amanda, como se calentaba por nuestra hija.
Siguiente entrega: Amanda se topa con Mónica y Dayanna (del relato
https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/incestos-en-familia/asi-recupere-a-mi-hombre-
arrechandolo-con-nuestra-hija/ ), y hacen algunas travesuras.

Ojalá les haya gustado, y recuerden; Las morritas son para amarlas.

38 - Teeen sweet models 3/4 – Dayanna y su amoroso


padre
©Stregoika 2021

𝑉𝑎𝑟𝑖𝑎𝑠 𝑛𝑒𝑛𝑖𝑡𝑎𝑠 𝑑𝑒 𝑚𝑖𝑠 𝑟𝑒𝑙𝑎𝑡𝑜𝑠 𝑠𝑒 𝑟𝑒𝑢𝑛𝑒𝑛 𝑓𝑖𝑛𝑎𝑙𝑚𝑒𝑛𝑡𝑒, 𝑝𝑜𝑟 𝑜𝑏𝑟𝑎 𝑑𝑒𝑙 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑖𝑛𝑜, 𝑒𝑛 𝑢𝑛𝑎
𝑎𝑔𝑒𝑛𝑐𝑖𝑎 𝑑𝑒 𝑚𝑜𝑑𝑒𝑙𝑜𝑠. 𝐶𝑜𝑠𝑎𝑠 𝑚𝑢𝑦 𝑟𝑖𝑐𝑎𝑠 ℎ𝑎𝑛 𝑑𝑒 𝑜𝑐𝑢𝑟𝑟𝑖𝑟…

La vida puede cambiar mucho en cosa de horas y totalmente en cosa de días. Imaginen estar dedicados
a su negocio, concentrados en sus asuntos, tratando de hacer todo lo mejor posible. Y al siguiente día,
no puedes sacarte de la cabeza la orgía que sostuviste con tres hermosas nenas de 11 y 12. Yo estoy en
el negocio del transporte. Tengo algunos camiones que llevan mercancía. Mi vida solía ser el estar
pendiente de los carros, de los viajes y de los clientes. Incluso me iba tan bien que iba a tener que
contratar un contador. Y en lo familiar, era cogerme a mi esposa, estar pendiente de las necesidades de
la casa y… creerme dueño del culito de mi hija Paula y creer que nadie podría verlo ni tocarlo jamás.
Después de aquél día en la Hacienda La Polonesa y los extraordinarios acontecimientos que en ella
acaecieron, yo miraba las planillas de los viajes de mis camiones y pensaba en esas vaginas a través de
las mallas. Hablaba por teléfono con clientes y me parecía saborear las bocas de esas niñas.
Entrevistaba a candidatos para el puesto de contador pero pensaba en la venida tan rápida y que me
había provocado Bambina. Quería otra vez. Desayunaba y pensaba en el rico aroma de la niña policía y
de la niña enfermera. Pero también pensaba otras cosas, como que mi Paula ahora era parte del equipo
de modelos de la agencia y que posaría de forma tan explícita en sesiones y que alguien se la iba a
‘echar’ algún día cercano, igual que yo me eché a Bambina —me muerdo los labios de solo recordarlo
—. Mi Paula, disfrazada sensualmente, de India, quizá, o de diabla ¡Ufff!
La primer sesión de fotos de mi Paula sería con ella sola, en un estudio en la Hacienda La Polonesa.
Vistió una minifalda de dril con matices azules, como desteñida; top blanco, una pañoleta en la cabeza,
pulseras de colores, pendientes brillantes y calzado deportivo. Estaría elegantemente maquillada, lo que
acentuaba sus rasgos de mujer adulta, lo que me enloquecía de ella. Era una mujercita hecha y derecha,
si tal término tiene algún sentido. Paro al hablar, Paula dejaba en claro que era la nena de papi y mami,
con su aguda y consentida voz.
—Un set de fotografía profesional es algo muy distinto a la vida real —le decía Cristina Alejandra a
Paula—. Verás, en un paseo, en la casa de una amigo, en el colegio, en la calle y en cualquier lugar,
debes cumplir con cierta etiqueta y modales ¿cierto?
—Cierto —sonrió mi hija.
La manager le hablaba mientras Paula era maquillada frente a un espejo enmarcado con luces LED.
—Por ejemplo —siguió Cristina—: La falda que vas a llevar, es muy cortita.
—¡Está muy linda!
—Ya lo creo. Si la usaras en una cena o en un baile, deberías tener mucho cuidado con que se te suba
más de la cuenta o al sentarte y cruzar las piernas, o al subir una escalera o cosas así. Puro e
indiscutible decoro.
—Pues claro ¡qué pena! —Se sonrojó Paula.
—Pero esta es una sesión de fotografía profesional. Aquí (y en las pasarelas), no es un paseo, ni una
cena social, ni el colegio. Aquí vas a mostrar todas las prendas, y eso incluye la ropa interior.
Paula abrió la boca, impresionada.
—Tienes que olvidarte del pudor y dejar que se te vea ‘todo’.
Paula rió, sacudió los pies y después de un segundo respondió:
—¡Listo, listo, yo lo hago!
Cristina le lanzó una mirada a Amanda, mediante la que compartieron un mudo mensaje: “fácil ¿no?”.
—¿Estudiaste los videos y las revistas? —preguntó Cristina.
—Uhy, sí. Y me gustaron mucho —sonrió Paula.
—¿Viste las poses?
—Claro, todas.
—¿Tienes algún problema con alguna? ¿Alguna duda?
—¡No! Yo quiero hacer todo eso.
Cristina dio una palma y se puso de pie.
—Qué niña tan profesional. 0K. Va primero Dayanna y luego vas tú.
Cristina Alejandra se retiró a hablar con otras modelos.

Amanda suspiraba viendo a nuestra hija, pero no era la única: Una mujer emergió de la nada y se paró a
su lado, apretando la sonrisa en los labios, al punto de marcarse los hoyuelos.
—Perdone mi señora, permítame decirle que su hija está espectacular.
Cuando dijo «espectacular», frunció el ceño y cerró los ojos. Amanda sintió una repentina endulzada en
el corazón. Ya saben, que le digan a una madre algo bueno de un hijo es incluso mejor que si se lo
dijeran a ella misma.
—Qué ojos tan bellos, parecen el mar —remató la extraña.
—¡Gracias! Y está tan contenta, le ilusionaba mucho ser modelo. Está que no cabe en los chiros.
—Mi hija es ella, se llama Dayanna.
Acababa de señalar a una chica al fondo den la hilera de sillas del camerino.
—¡¿En serio?! ¡Yo la conozco! Es decir, en sets de fotos. ¡No! Usted y yo somos mamás de ¡un par de
reinas de belleza…!
Amanda había devuelto la amabilidad, pero no por cortesía, sino porque era cierto: Dayanna estaba
buenísima. Tenía esa clase de corte de cara que siempre usan en Hollywood para el personaje de la niña
inadaptada de secundaria, que no se maquilla, se peina ni se viste con estilo, es buena en química e
invariablemente enamora a los espectadores varones.
—¿Cuántos años tiene?
—Mi Dayanna tiene 12, recién-recién cumpliditos.
—Mi niña se llama Paula, y también tiene 12. Mucho gusto, Amanda.
—Soy Mónica, qué bueno conocerla.
Estrecharon la punta de sus manos.

Rato después:
—Mi esposo, Ismael, es fanático del nylon. Se enloquecería si viera a su hija Dayanna así como está.
Y era cierto. Luego vi las fotos. La nena tenía una blusa de colegial amarrada por delante, pantymedias
negros y una faldita con diseño tartan —o sea, de colegiala— rojo. Pero no era falda tableada y hasta
un palmo sobre la rodilla, sino ceñida y corta hasta perder la razón de ser. No alcanzaba a cubrirle el
provocativo parchecito rectangular oscuro que llevaba la media en la entrepierna. Se me ocurrió,
inclusive, vestir así a Paula algún día.
—Ay, qué pena, me disculpo —dijo mi esposa—, pero ¿qué cosas estoy diciendo?
—¡No! Señora Amanda, no tiene de qué disculparse —dijo Mónica, descartando con la mano la
vergüenza de mi esposa con tanta sobrades que le quitó la pena como con magia—. Mi esposo Miguel
¡es el primero que se arrecha con nuestra hija!
Mi esposa retractó la cara y subió las cejas.
—Así como lo oye. Si supiera usted la bendición que es tener una hijita hermosa —acotó Mónica.
Mientras Paula se estrenaba en el sinfín, posando de todas las formas que había visto en videos y
revistas —y siempre mostrando los calzones—, Mónica le contó a mi esposa, la historia de Dayanna.
—Mi hija Dayanna, salvó mi matrimonio2 —agregó Mónica.

_________
2Relato: Dayanna, mi hija, salvó mi matrimonio.
¯¯¯¯¯¯¯¯¯¯

—Después, viendo las fotos que él mismo le tomaba, cuán bonita se nos veía la niña, y que a ella le
divertía muchísimo, se nos ocurrió preguntarle si quería ser modelo.
—Y me imagino que ella… ¡encantada! —repuso mi mujer.
—¡ja! Señora Amanda, las niñas ADORAN modelar.
—Cierto es. Uff, Señora Mónica, estoy abrumada con su historia. Tal parece que a un hombre le guste
su hija, es más común de lo que parece.
—Cierto es. Pero los medios se comportan como psicópatas.
—¿Cómo así? —preguntó Amanda.
—Pues, que construyen una realidad, viven en ella y llevan a los demás a vivir en ella. Y quienes no
vayan, son clasificados como criminales.
—Wow.
—Señora Amanda ¿Aceptaría ir a mi casa, con Paula? De paso, las niñas podrían hacerse amigas.
Mi esposa aceptó, con la condición de que yo fuera. Trato hecho.

La casa de Don Miguel era bonita, más que la mía. Tenían platita. Y no culpo a Don Miguel, yo
también me habría obsesionado con Dayanna —pero qué pedazo de jamón—.
Paula y Dayanna estaban justo al borde de la edad donde todavía conocen a una coetánea y se hacen
amigas igual que lo hacen los niños. Después de eso, en una chica de la misma edad no verían amistad
sino competencia ¡qué aburrimiento! Entonces estaban ahí, viendo fotos de TSM en una tablet. Estaban
animadísimas. Igual lo estaban nuestras esposas, que comadreaban al calor del tinto con cigarrillo, y
nosotros, los amorosos padres, de pie contra la ventana, viendo a veces afuera, aveces adentro, a
nuestras preciosas hijas; y hablando con una cerveza en la mano recargada a un lado del pecho.
—Francy, la muchacha, cocina espectacular. Ya verá —me dijo Don Miguel.
—Apenas puedo esperar.
—Mónica hizo bien en invitarlos, me alegra mucho conocer gente con quienes pueda compartir
intereses, sobre todo, intereses tan… ya sabe.
—¿Que nuestras hijas de doce años modelen? Las cosas hay que decirlas, hombre.
Levantó su botella en señal de acuerdo. Luego agregó:
—Con todo respeto, su hija es preciosa.
—¡Lo sé! Gracias por decirlo.
Ambos volteamos a donde ellas estaban. La verdad, parecíamos un par de mocosos de grado 6to que
cuchichean sobre y suspiran por las de grado 11mo que están paradas al otro lado del patio.
—Me parece mucho que Mónica tuvo la apertura de contarles cómo decidimos que Dayanna fuera
modelo.
—Sí, si lo hizo, Pero no se preocupe, hombre. Si usted supiera por lo que pasé, no sentiría pena —reí
ampliamente.
—Mire, Don Ismael, ambos sabemos lo que van a hacer las niñas allá, y si todavía están en la agencia y
nosotros aquí, tomándonos una pola, pues creo que deberíamos eliminar los formalismos.
—¡De acuerdo! —hice una venia.
—¿Hasta dónde les contó mi esposa? Porque quiero seguir la historia.
La cerveza empezaba a hacer efecto, porque era cerveza extranjera. Pero no hacía efecto por sí sola
sino que el ambiente estaba súper. La casa hermosa, ambas familias, ya olía a carne en bistec… ¡Qué
caray!
—Pues ¡destapemos otra y sentémonos! —exclamé.
—¡Así se habla!
—Yo lo único que sé, es que usted gustaba de tomar fotos a la nena, su matrimonio estaba mal…
—¡Un desastre!
—…Su esposa tuvo la idea de incluir a la nena en su vida sexual y todo se arregló. Después, por la
fotos, se les ocurrió lo de meterla a TSM.
—Pero ¿sabe usted algo de cuando al fin metimos a la nena en la cama?
—nop —vacilé.
—paso a contarle.

»Dayanna hizo lo que su madre le pidió. Se ponía falditas muy cortitas y se portaba muy consentida
conmigo. Yo nunca le había puesto un dedo encima, pero cuando lo hice, fue con permiso de mi esposa
y voluntad de la nena. Se me sentaba en las piernas en la mesa, o se sentaba a jugar… esa mierda que
juegan ellos en video, con la falda toda subida. Me mantenía a mil. Pero yo todavía no me animaba.
Siempre iba y me desahogaba dándole taladro a Mónica. Ella: ¡feliz! Pero me dijo «Dayanna va a creer
que no la quieres», porque le había puesto una tarjetica en la vagina que decía “para papi”, y yo todavía
no había ni tocado el regalo. Me dijo «yo le dije que no cerrara la puerta de la habitación ni del baño, y
efectivamente, la niña está dejando abierto. No la hieras, ve por ella. ¿O es que no tienes ganas?» y yo
le dije «¡ja! ¿Qué no le tengo ganas a Dayanna? Tendría que estar muerto». «Pues ve por ella, tigre» me
dijo. Y yo me resolví.
Parecía, sin mentirle, un adolescente, hecho un manojo de nervios —recordé mi polvo de gallo con
Bambina y me reí en mi interior—. Pero al fin me le entré a la pieza. Dayanna estaba frente a su laptop,
y cuando me vio ahí parado en la puerta, se paró de una vez y saltó encima mío. Me dijo «¡papito!» y
se me acaballó. Yo me dije «No, de aquí no hay escapatoria, aquí va a haber sexo». Además, que haya
dejado la laptop ahí para ir a acaballárseme, uff, eso no tiene precio. Eso fue hace casi dos años pero
todavía lo hace. ¿Si vio como estaba hoy?
—En fotos, sí. Muy bonita —respondí.
—¡Riquísima! Yo quisiera que no creciera más. Entonces, así como estaba, colgada de mí, la llevé y la
senté en la cama. Solo le pasé la mano por la cintura y le dije «mi amor, tienes que saber que gracias a
ti, tu mamá y yo estamos muy bien ahora». «Sí, eso mismo me dice ella» me dijo. Y le dije: «Te
agradezco mi niña por habernos acompañado en la habitación esa noche. Tú fuiste el remedio a
nuestros males». Entonces le di un beso en la boca. Ella me decía «¿De veras, yo fui el remedio?» toda
ilusionada. Y yo le dije «Sí, mi amor, un remedio delicioso». «Ay, papi» se reía. «No viste que mientras
yo le hacía el amor a tú mamá, yo te miraba a ti?». «Sí ¿por qué me mirabas a mí, papi?» «Mi vida, esa
tarjetica de regalo ¿todavía la tienes?» le pregunté, y dijo toda contenta «¡Sí! Aquí está». Se paró y se
dobló para sacarla de un cajón bajito de la cómoda. Le mire ese culito delicioso…
Me acordé del incidente de mi Paula consintiendo a Melorica y como babeé por su culito. Entonces
Miguel prosiguió con su relato:
—…Y me dije «¿será que sí me como todo eso ahorita?». Ella me pasó la tarjeta y volvió a sentarse, no
al lado sino casi encima mío. ¡Olía riquísimo! Para más piedra, agarré la tarjetica y la olí. Aspiré como
perro de aeropuerto. Pensar que ese pedacito de cartón estuvo pegado en el pubis de mi niña, y que era
como una carta de propiedad de su cuca a mi nombre… uff… «¿Por que la hueles?» me preguntó
muerta de risa, colgada de mi cuello. «Es que si estuvo entre tus piernitas, mi amor, debe oler
delicioso». «¿De verdad tu te pajeas por mí?» «Hasta dos veces al día, mi niña». «Mis amigos del
colegio se pajean por las de once, o por las profesoras, pero ¡no creo que ningún papá se pajee por la
hija!» se rió todavía más. Empecé a acariciarle las piernas con la punta de los dedos, desde la rodilla
hasta el ruedo de la falda. Ella me sonreía. «Mientras yo le hacía el amor a tu mamá, te miraba a ti
porque tú eres la que me excita, hija». «¿Te vas a pajear otra vez?», «No señorita, esta vez no», dije y la
besé. Le metí la mano bien en la falda y le agarré la pucha. Usted supiera, Ismael, lo que se siente,
cuando uno le mete la mano entre las piernas y siente esa suavidad tan verraca, hermano. Es que no
tiene comparación. Y lo más hijueputa, es que cuando llega usted al centro, a la mitad, a la cuca ¿si me
entiende? Ella no cierra las piernas, ni si quiera las deja quietas ¡sino que se abre compadre! ¡Mi
Dayanna alejó las rodillas cuando le metí la mano!
—Qué rico.
—Me le puse encima, sin dejar de besarla y sin dejar de acariciarle el cuco. Y adivine lo que me dijo:
«¿Ahora me vas a hacer el amor a mí, papi?». «Como a una diosa, mi amor, como a una diosa». Le
quité la camisita y ella cooperó. Fue la primera vez que le vi el pechito. Plano, hermoso. Ahora ya tiene
su par de limoncitos hermosos. Le di besos en las costillas y se rió. Le subí la falda. Uff, llevaba
tiempos queriendo subirle la falda. Llevaba meses tomándole fotos por debajo y así, y haciéndome la
paja viéndolas. Mi hija tiene un culo exquisito, y que lo diga yo. No sé si haya algo más arrechador que
verla por debajo, esas pantaletas blancas apretaditas y esas nalgas redondas. Ese día, ahí en su
habitación, Dayanna al fin tenía esa falda subida para mí, con sus cuquitos blancos, cacheteros. Se los
quité ¡con los dientes! Ella no paraba de reír, como burlándose de las cosas locas que yo hacía. Pero así
aprenden. Hoy en día ya se pone a mil con esas cosas que antes le daban risa, y se moja.
—¡Mmmm!
—Sí ¡mmmm! Entonces, la dejé así en calcetines y falda, nada más. Me lo saqué. Ella lo vio y como
que volvió a cerrar las piernas, porque se acordó de como se lo clavaba yo a Mónica y cómo gritaba
ella. «No te preocupes amor, voy a tener mucho cuidado». «¿Eso no duele?» me preguntó. Nunca me
voy a olvidar de la carita que puso cuando me dijo eso. Como una mezcla entre susto y ganas, ente
curiosidad y pena. Le brillaban los ojitos ¡Cuánto se puede amar a una hija, Ismael, dígame!
Yo solo gimoteé, y volví a ver a mi Paula. Allá estaba junto a la deliciosa Dayanna. Me pregunté por
qué había dejado pasar tanto tiempo. Mi hermosa Paula y yo ya deberíamos ser amantes. Pero no, y
todo por la tonta acepción mía de que si yo no saboreaba los jugos de mi hija, nadie lo haría jamás.
¿Cuántos padres de nenas hermosas habrá cohibidos por la misma tontería? Así como era yo: De esos
que si atrapan al que se acostó con su hija de 16 años, lo acaban a machete. Espabilé y volví a prestarle
atención a Miguel.
—Y ¿usted qué hizo?
—Me mantuve a baja velocidad. Le tomé las manos y se las puse en mi verga, para que la conociera.
La sensación de sus manitos tan suaves fue celestial, compadre. Hasta me dieron ganas de perrear en
ellas, pero no. Le pregunté «¿Te gusta?» y solo apretó los labios y subió los hombros ¡tan linda! «tócala
toda» le dije. Le agarré una mano y se la unté con el glande. Le quedó mojada. Dayanna se electrizó,
sacudió el cuerpo como si le pasara corriente. Se quedó mirándose la manita mojada, como decidiendo
qué sentir. Se frotó el lubricante entre los dedos y me miró.
—Me imagino que hoy día le gusta comérselo —comenté, lleno de morbo.
—¡Ja, es adicta! Me lo mama toda frenética, gimoteando y mirándome a los ojos, porque sabe que eso
me arrecha y ¡me sale más cantidad de líquido! Pero esa primera vez, tuve qué contentarme con un
beso. Se lo apunté a la cara y le dije «dale un besito, en la punta». Ella puso cara de limón al principio,
pero al fin dio el beso. La agarré por la cadera y la halé hasta que cayó de espaldas. Le separé bien las
piernas y pegué una comida de coño que, ni ella ni yo vamos a olvidar nunca. Por más que encuentre en
el futuro un experto come-coños.
Miguel lanzó una mirada suspirante a su hija al otro lado de la enorme sala y agregó:
—Esa cuquita que está allá entre esas maravillosas piernas. Ya tiene un bigotito empezando a
asomársele en el pubis. En menos de una año tendrá tetas —me miró a mí—. Yo no sé si usted quiera
con su hija, pero le recomiendo que lo haga. Sobre todo ahora que están en TSM, porque allá el sexo es
cotidiano.
—Pero ¿qué pasó? ¿Le hizo usted el amor a su hija?
—Le metí solo la puntica. Hay que ser muy medido, para que desarrollen gusto por el sexo en vez de
aversión a los hombres.
—Sabias palabras —comenté.
—Al sol de hoy —agregó, estirando el pico en son de chabacanería—, le doy verga a Dayanna hasta
hacerla caminar con las manos y venirse conmigo adentro. Queda tan feliz que se voltea y me abraza
durísimo, y se queda ahí prendada hasta que se duerme y yo la acuesto.
—Qué envidia.
—También hacemos jueguitos. Hay uno que me encanta, que ella haga de dominatriz. Se pone una
faldita ceñida ultra corta, con tanga blanca, siempre blanca —hizo énfasis—; y agarra un fuste que la
mamá le compró. Me lleva por toda la casa como un perro, con collar y todo. Si supiera usted, Ismael,
el morbazo de andar en cuatro llevado por ella, con esas piernotas de concurso. Pero si se las miro, me
da con el fuste.
No pude evitar reír. Él continuó:
—Y si miró para arriba para verle el culo, o el sapo, por delante; me da una patada. Una vez me hizo
acompañarla al baño a orinar, pero solo pude escuchar su agüita saliendo, porque si miraba, me ganaba
otro fuetazo. Y lo peor: La idea no fue de ella ni mía, sino de mi mujer. Ella descubrió aquello que más
me para la pita y lo usa con ingenio. Generalmente, cuando el jueguito del perro termina, nos vamos a
la cama los tres.
—Estoy abrumado —confesé.
—Señora Mónica, pueden pasar a la mesa —nos sorprendió Francy a todos.
Al día siguiente, recibí un mensaje de Cristina Alejandra, con esa voz que me parecía, le salía no de la
boca sino de su coqueto chocho:
𝑆𝑒ñ𝑜𝑟 𝑍𝑜𝑟𝑟𝑜, 𝑐𝑜𝑚𝑝𝑙𝑎𝑐𝑖𝑑𝑎 𝑒𝑛 𝑠𝑎𝑙𝑢𝑑𝑎𝑟𝑙𝑒, 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑠𝑖𝑒𝑚𝑝𝑟𝑒. 𝐷𝑒𝑠𝑒𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑠𝑒 𝑒𝑛𝑐𝑢𝑒𝑛𝑡𝑟𝑒
𝑚𝑢𝑦 𝑏𝑖𝑒𝑛. 𝐿𝑒 𝑖𝑛𝑓𝑜𝑟𝑚𝑜 𝑐𝑜𝑛 𝑏𝑒𝑛𝑒𝑝𝑙á𝑐𝑖𝑡𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑙𝑙𝑒𝑔𝑎𝑟á 𝑢𝑛𝑎 𝑛𝑢𝑒𝑣𝑎 𝑚𝑜𝑑𝑒𝑙𝑜, 𝑦 𝑃𝑎𝑢𝑙𝑎
𝑑𝑒𝑏𝑒𝑟á 𝑒𝑠𝑡𝑎𝑟 𝑎 𝑐𝑎𝑟𝑔𝑜 𝑑𝑒 𝑙𝑎 𝑓𝑖𝑟𝑚𝑎 𝑑𝑒𝑙 𝑐𝑜𝑛𝑡𝑟𝑎𝑡𝑜 𝑐𝑜𝑛 𝑠𝑢 𝑝𝑎𝑑𝑟𝑒, 𝑑𝑒 𝑚𝑎𝑛𝑒𝑟𝑎
𝑒𝑞𝑢𝑖𝑣𝑎𝑙𝑒𝑛𝑡𝑒 𝑎 𝑐𝑜𝑚𝑜 𝑙𝑎 𝑏𝑒𝑙𝑙𝑎 𝐵𝑎𝑚𝑏𝑖𝑛𝑎 𝑙𝑒 𝑎𝑦𝑢𝑑ó 𝑎 𝑢𝑠𝑡𝑒𝑑 𝑎 𝑓𝑖𝑟𝑚𝑎𝑟. 𝐵𝑒𝑠𝑜𝑠 𝑎 𝑡𝑜𝑑𝑜𝑠, 𝑏𝑦𝑒.

Se me partió el alma en dos. ¡Un extraño se iba a echar a mi hija, cuando ella a mí ni me la había dado
a oler!

39 - Artíuclo: EL tabú de la atracción por nenas menores


©Stregoika 2021

He producido un sin número de relatos, casi todos ficticios, inspirados en las fantasías con que me
satisfago solo; pero hoy he querido echar un poco de filosofía.
He estado preguntándome porqué atraen tanto las menores, a mí y a otros tantos varones. El tema es
una zarza espinosa. La palabra que usan para nosotros es ‘pedo’, pero yo no la uso porque no soy oveja
de rebaño y pienso por mí mismo. El concepto de pedo, sin lugar a dudas, es un mecanismo de control
de masas, similar a un espantapájaros. Es algo que da miedo y provoca un comportamiento en
respuesta, deseado por quien instaló el espantapájaros, que es, que los pájaros no se acerquen al maíz.
El ‘pedófilo’, es un enemigo público que la prensa y el entretenimiento han nutrido hasta enloquecer de
miedo al público, para generar adhesión social y recurrir a ella cuando se necesite. No es diferente al
miedo al terrorismo, al clima, al racismo, a los virus, en fin. Cuando haya necesidad, ponen una agenda
para que la promueva un político, echan mano de la adhesión social lograda con el miedo, ponen al
sujeto en el poder y ya está. Así funciona todo. Para esto, específicamente, supongan que un político
propone pena de muerte por tortura a ‘pedófilos’. Todos van y votan por él. La población es como un
perro que responde al silbatazo de un entrenador. Pero, en realidad, ni a los políticos ni a las
instituciones ni a autoridad alguna le importa un carajo la gente, ni los niños ni nadie en específico.
Quien crea que así es, deberá apagar la TV y encender su cerebro.
La primera verdad a decir aquí, es, que una cosa son quienes tienen preferencia sexual por menores, y
otra muy diferente, son los psicópatas. La psicopatía y la preferencia sexual por menores no son
condiciones co-dependientes ni mutuamente excluyentes, lo que significa, que pueden coexistir o no, y
si coexisten, es por casualidad. O sea que los casos que celebra tanto la prensa y de los que disfruta
tanto el público, donde menores son abusados y descuartizados, son de psicópatas, no de personas
atraídas por menores. Una persona atraída por menores tiene fantasías sexuales y románticas con
menores, pero difícilmente las hace realidad, y no haría daño alguno a un o una menor, o a nadie, a
menos que casualmente sea al mismo tiempo un psicópata.
La propaganda hace parecer a toda persona atraída por menores como psicópatas. Obviamente, esto es
algo que la prensa nunca admitirá. A ellos no les importa la verdad, sino lo que sirva para obtener un
efecto del público.
Por ejemplo, el activismo en contra de la ‘pedofilia’, se desgarra las vestiduras ante la mención de
Alice. Alice se refiere a Alicia en el país de las maravillas, personaje creado por Lewis Carroll en honor
a (dicen) una pequeña niña de la que estaba enamorado. Entonces Alice es algo así como un ícono
‘pedófilo’ que pone a los activistas a arrancarse los cabellos.
En contraste, hay que recordar el caso de ‘Daisy Destruction’, el mítico video de gore. Para quienes no
sepan, solo diré que fue el caso de una niña de cuatro años horriblemente torturada. La autora material
fue una mujer llamada Liesel Margallo.
Entonces, para la prensa y tristemente, en consecuencia también para el conocimiento popular, Liesel
Margallo (psicópata) y Lewis Carroll (un hombre atraído por una menor) caben en el mismo saco. Si la
refutación que hago a este teorema provoca náuseas o necesidad de persignarse a alguien, ese alguien
de seguro tiene instalados en su mente todos lo filtros que la TV ha puesto para que piense como esta
quiere. Se llama disonancia cognitiva, es una reacción defensiva a una idea. Es como decirle a un
religioso que su religión solo es una institución para controlar a la gente. Se enfadará y su enfado le
evitará necesitar argumentos.
Cuando YouTube todavía no era una máquina de control mental ante la que el público babea y obedece,
hubo una oleada de tendencias que los amantes de la innegable belleza de las menores seguían con
fervor. Era la época del Moe Ytpo, de los retos de baile, de gimnasia y de la piscina, menina dançando,
niña bailando, los grupos de 7 chicas (bailarinas o gimnastas como Rachel Marie), todas a bailar como
Beyoncé o Anitta, unpacking de compras, y un interminable etcétera. La plataforma estaba inundada de
videos de morritas sensuales en videos en ruso, portugués, español, inglés y hasta recuerdo algunos en
italiano. Yo, llegué a tener una colección de más de cuatrocientos videos descargados de YouTube.
Videos de niñas. Solo aparecían bailando de forma sensual, mal sentadas o en un ajustado traje de baño.
Era algo de ensueño. Disfruté de ellos por más de una año y luego los eliminé. No por razones morales
ni legales (eso me importa un bledo), sino porque estaba demasiado adicto y la colección estaba
pasando de ser controlada por mí a controlarme. Hasta cinco pajazos diarios… eso es ya no tener
autocontrol.
Recuerdo particularmente a Sofía Felix AKA MC Bionica, pequeña bailarina brasilera de entonces unos
siete u ocho años. La encarnación del deseo de cualquier atraído por menores. De ella ya no se
encuentra nada en la ‘superficie’, ni de ninguna de los ±400 videos que yo guardaba. Pero el caso de
Sofía Félix es otro ejemplo de la histeria que hay al rededor de la atracción por niñas. En internet se
generaron bulos que, como consumidor estándar de medios de comunicación —que ha pasado la vida
oyendo música comercial, viendo fútbol y noticieros y, nunca ha leído un libro— el público dio por
ciertos. Los rumores fueron, primero, que su madre la vendía y luego, que la niña había sido encontrada
muerta. La propia Bionica tuvo que subir un video diciendo que estaba bien, que nada de lo que decían
era cierto y que no se preocuparan. La verdad, el caso solo era el de otra nena apasionada por el baile y
que pertenecía a una sociedad (Brasil) libre de tapujos. En otros países (el resto de ellos) de
Latinoamérica, ver una nena bailando en micro-falda es como para enviarla a exorcizar. Es cultural. Si
unas colegialas hacen un video bailando y muestran las piernas y baten el trasero, y el video se hace
popular, en países que no sean Brasil, hay un terremoto noticioso, investigación al plantel, despido y
hasta encarcelamiento de profesores y campañas por la virtud de los jóvenes. Por un video en el que
imitan lo que ven en TV nacional. Prrr.
Otros casos más, vistos desde una perspectiva totalmente des-adoctrinada: Kylie Freeman AKA Vicky,
aparece con papi Keneth en los videos grabados por él. Son varios videos separados, y son los únicos.
No hay dos versiones del set de videos, no obstante, si parece haber dos versiones en la percepción del
público: La pública, la de indignación, y la oculta, la de los cientos de miles o millones de personas que
tienen los videos y los disfrutan pero nunca lo admitirán porque su percepción sería rechazada. Como,
repito, no hay dos versiones del conjunto de videos, entonces la diferencia está en la cabeza de la gente.
Hay quienes nunca han visto ninguno de los videos pero adoptan automáticamente la posición exigida
por el mainstream, de rechazo y repudio. Hay quienes habrán visto los videos con disonancia cognitiva.
Y hay millones que saben (aunque muy pocos lo han admitido) que en ellos, Kylie está dichosa. Tabú
en toda la profundidad y amplitud de la palabra. De la misma manera que funciona todo, la percepción
del público en cuanto muchas cosas no es propia, aunque crean que lo es. Lo que ven en una situación
no es lo que ellos ven sino lo que les dicen que vean. Lo que la inmensa mayoría de la población
mundial cree que es la realidad, no lo es.
¿Cómo manipulan la percepción? Obviamente en la superficie no están los videos ni caps de ellos.
Bueno, excepto un cap: Uno buscado por alguien frame a frame, donde Kylie pareciera estresada o
sufrida y no feliz. Alguien que lea un artículo al respecto, ve esa foto y, como en el colegio le
enseñaron a obedecer y no a pensar, da por hecho que Kylie es torturada en los dichosos videos que,
por supuesto, nunca verá. Eureka, su percepción ha sido manipulada y su visión de la realidad es
administrada por alguien más.
Algo similar ocurrió en mi país cuando un auxiliar de policía sostuvo relaciones sexuales con una
menor de 14 mientras un grupo de sus compañeros tocaba tambores al rededor. Uno de ellos grabó el
video y este se volvió viral en Facebook. Recuerdo haberlo visto, hace muchos años —la plataforma
todavía era joven—. La noticia circulaba como un caso de violación, pero la gente, todavía no bajo el
control mental de la red social, comentaba libremente que la joven se veía contenta. Hoy en día, un
comentario que no se apegue a la doctrina estándar, no dura un minuto y es censurado o el autor
bloqueado. Así se monopoliza la percepción y se logra controlar a la población. A partir de ese caso se
instituyó el meme “si es menor, es abuso”. Así esté contenta, como es menor, es abuso. Es un principio
no lógico y un sesgo cognitivo, como todo lo políticamente correcto.
Otro caso es el de las chicas Babko, (siberian mouse). Casi igual. Sexo entre un sujeto y sus vecinas
adolescentes. ¿No es el sueño de muchos aquí? Las adolescentes son la perfección de la perfección. El
tipo hizo los videos, los vendió y les dio su parte de dinero a las chicas (hecho narrado por Masha). Las
inició en el sexo, sin violencia, sin uso alguno de fuerza. Ellas aparecen dichosas. Pero el caso es
célebre en el mundo estándar de los medios como una de las peores atrocidades jamás cometidas. Tanto
fue sagrada esta posición para la asustadiza gente de rebaño, que una vez ‘rescataron’ a las chicas,
tuvieron que convencerlas de que habían sido víctimas de la más perversa vejación y, para adherirlas a
la realidad que era lógica para ellos, lograron deprimirlas hasta casi el suicidio. En resumen, les dijeron
“Ustedes fueron víctimas de un espantoso abuso, así que compórtense como tal”. Masha apareció luego
en Talk Shows de Europa Oriental, convenientemente destrozada, llorando a mares, encorvada y con la
cara oculta en una mano, con la conductora del programa poniendo una mano en su hombro. Masha
cuenta que fue víctima de matoneo en su entorno, que no paraban de llamarla ‘puta’, que tuvo que
cambiarse de ciudad y que tuvo intentos de suicidio. Obra del abuso de propaganda.
Hablando de testimonios de primera mano de menores ‘abusadas’, está el de Dasha, también de Europa
Oriental. Cualquier coleccionista recuerda (o tiene) los sets de LS Magazine. Puro arte. Dasha cuenta
que su familia accedió a ponerla a trabajar de modelo por su situación económica, que los de la agencia
eran muy serios (demasiado, inclusive, que a las pequeñas modelos no las dejaban hacerse amigas entre
ellas) y lo más notorio: Que nunca nadie la tocó. Dice además, que nunca vio fotos de la agencia hasta
que, ya adulta, un usuario la contactó y se las envió todas.
La manipulación de la percepción ha llegado a extremos ridículos en que, lo que se había aprendido de
la así llamada ‘pedofilia’, se oculta del público para reemplazarlo por información castrada o falsa que
sí encaje con el discurso oficial. Por ejemplo, en wikipedia ya no está más disponible lo que los
investigadores habían establecido sobre esta condición. Que los ‘pedófilos’ presentaban un alto índice
de coincidencia con síndrome de superioridad era uno de los hechos. Pero hoy, el ‘pedófilo’ se entiende
como un adulto que fue abusado de chiquito, que tiene una insuficiente autoestima (eso dicen de todos
los trastornos), y que tiene un coeficiente intelectual muy bajo. Es un perfil armado intencionalmente
para provocar aversión en el público, ya que contiene todo lo que la gente teme ser.
Para poner ejemplos de cómo cambia la percepción, puedo mencionar la película Pretty Baby (1978),
de Louis Mallé. Es una una reverencial obra de arte. En su época así se reconoció. Pero con el paso de
las décadas y el ascenso de lo políticamente correcto y el feminismo como formas de control mental,
Brooke Shields pasó de ser una actriz de trayectoria a una “la niña más abusada de Hollywood”. En
1978, arte. En el sigo XXI, abuso. Es como lo que pasó con los gays: En los 50s, inmoral e ilegal. Hoy,
es celebrado y aplaudido. No es lo correcto o lo incorrecto, eso no existe, es la percepción que indique
la época, y esta a su vez es manipulada por el sistema para moldear a la población.
Y ya que estoy hablando de películas: La película Piccole Labbra (1978), de Mimo Cattarinich, es una
soberbia alusión a lo atractiva que puede resultar una menor, no solo sexual sino amorosamente, a los
ojos de un hombre adulto.
Lolita es una novela de Vladimir Navokov de 1955 sobre el enamoramiento y obsesión de un escritor
por una niña llamada Dolores, de 12 años. Pero en las adaptaciones para cine, el personaje de Dolores
se puso de 14 porque 12 les pareció demasiado niña. La percepción ‘oficial’ de esta obra para el público
adoctrinado de hoy en día, es que la novela es el retrato de un sucio y enfermo ‘pedófilo’; lo cual es un
mentira autocomplaciente, porque el libro es una novela romántica.
The Professional (1994), de Luc Besson: El personaje de Matilda tenía algo más cercano a un romance
con León, pero el guión fue modificado para recibir la aprobación de la MPAA. León no era medio
retardado, pero así lo volvieron para des-sexualizar la relación entre él y la niña.
Existe todo un universo oculto en el que la belleza de las pre-adolescentes es celebrada. Agencias que
son perseguidas. Agencias que se dedican a enaltecer la extraordinaria, aplastante y exorbitante belleza
de las pre-adolescentes. Star Sessions, Brima d’Espoina, The People Image, Webe Web, CandyDoll,
Belankazar eeeen fin. Ninguna parece existir porque Google y otros buscadores filtran los resultados
(¿Ves cómo tu cosmovisión es administrada por otros?)
He hecho justa apología a un puñado de casos célebres y a la producción de contenido visual estético
con pre-adolescentes. Me alejo, no obstante, de la pretensión de que todo material sea absuelto. Existe
en contraste a lo que he mencionado hasta ahora, un millar de videos donde niños son efectivamente
abusados. Quienes los hacen y quienes los ven y disfrutan de ellos, no son personas atraídas por
menores, son psicópatas. Valga mencionar que los ricos, famosos y poderosos, frecuentemente
llamados ‘pedófilos’, son más bien psicópatas. Esos que consumen adreno-cromo, ya saben ustedes
cómo se obtiene. Esos son seres sin ninguna capacidad de sentir culpa, sintonizar los sentimientos de
otro y mucho menos de amar. He ahí, justamente una de las inconsistencias del término ‘pedófilo’,
cuya etimología indica “amante de los niños”, pero que no obstante ha sido promovido como etiqueta
de un enemigo público espantoso, para psicópatas y no psicópatas por igual. Por eso no lo uso.
Como lo he dicho en mis cuentos, yo fui profesor de bachillerato por varios años y sí, me la llevaba
suspirando por muchas de mis alumnas de entre 12 y 16 años. Más de una una vez me llegué a
enamorar profundamente. Una vez, para un halloween, dos alumnas de sexto grado de ±12 años, se
ofrecieron a pintarme el pelo y la cara. Yo acepté. Yo estaba ahí sentado en la butaca con las manos
unidas en mi regazo y ellas estaban recargadas sobre mí tocándome la cabeza y el rostro. Además,
estaban disfrazadas de ángeles con batas muy delgadas y yo podía sentir la forma de V de sus partes
delanteras en mi costado. Es de las experiencias más celestiales que he tenido. Yo, en el extremo
opuesto a los psicópatas, soy empático. No soportaría la sensación de miedo de una niña —ni de nadie
— si yo intentara tocarla. Por eso he elegido la masturbación como derrotero de vida y el escribir
relatos.
Hay hombres a quienes les gustan más chiquitas. Mi perversión no llega hasta allá (con contadas
excepciones), pero no puedo juzgar a quienes no sean como yo, por principio. Así mismo habrá quienes
crean que yo, por suspirar por y desear a morras de 12, soy el peor monstruo imaginable y merezco
morir de forma lenta y horrible. Es solo lo que la TV y otros medios les ha ordenado pensar.
Simplemente se apegan inconscientemente al programa de adhesión social.
Para responder a la pregunta que inspiró este artículo, qué tienen las menores que atraen tanto; debo
decir que es la pura y entera belleza. Para hacerlo entender, hay que derribar otro paradigma: La belleza
no está en el ojo del observador, eso es carreta. Es un eslogan, algo que todo mundo repite y creen que
por eso es cierto. Se lo inventaron para que hasta el más feo pueda decirse bello. Pero la estética tiene
principios y medidas, y en las menores estos principios y medidas son, a falta de otra palabra,
perfectos. Hay niñas que se parecen en efecto al estereotipo de una niña. Con su cabello desordenado,
no necesariamente inmaculada y con ropa de niña. A ellas, uno las ve como lo que son: niñas. Pero a
muchísimas otras que por el cuidado de sus padres, por tendencia o simple genética, tienen el cabello
hermoso, su piel es como debe ser la piel de dios, y para remate no las visten como niñas sino como a
mujercitas... Ahí es donde es inevitable la atracción.
Si es un trastorno o no, en mi caso he sabido que mi ADN está infectado con ese karma y es mi misión
purgarlo. Toda una vida de resistir semejante tentación (que, si han leído mis relatos, sabrán que no es
un tentación pequeña) para lograrlo. Si, por el contrario, cedo; habré fracasado.
A quienes les gusten las pre-adolescentes, les envío un saludo. Yo, no puedo imaginar ni concebir que
exista algo más hermoso en el mundo que una morra de 12, justamente como Brooke Shields
interpretando a Violet o a Katya Berger haciendo de Eva. Como софия паршикова en el estudio de
Амир Гумеров, o como decenas y decenas de las alumnas que tuve.
Las morras son para amarlas. No les voy a recomendar que no las toquen, pero sí los conmino a
amarlas.

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