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La doncella de Nazaret
Historia de la Virgen María
–No sabemos si fue así,
pero pudo haber sido
Si hay algo de bueno en este libro
se lo debo al Siervo de Dios
Monseñ or Josemaría Escrivá de Balaguer,
de quien aprendí
a querer a mi Madre la Virgen.
É l me valga desde el cielo,
donde estará contemplando,
a la que tanto quería en la tierra.
INTRODUCCIÓN
Tuve la idea de escribir estas pá ginas al meditar las palabras de
Monseñ or Josemaría Escrivá de Balaguer: «Cuando se ama a una
persona, se desea saber hasta los má s mínimos detalles de su
existencia, de su cará cter, para así identificarnos con ella. Por eso
hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un
pesebre, hasta su muerte y resurrecció n... Porque hace falta que la
conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el
corazó n, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningú n
libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»
(Es Cristo que pasa, n. 107).
No fueron escritas estas líneas como tratado de Mariología, ni relato
de la vida de María enriquecido con datos histó ricos, o exegéticos, o
suposiciones tradicionales. Es un relato sobre la vida de María y su
familia de Nazareth, madurado a lo largo de muchos añ os de
contemplar la vida de la Virgen Nuestra Señ ora; de modo que no he
forzado el pensamiento, só lo lo he dejado discurrir al modo como se
hace oració n.
He tenido la osadía de meterme en el decir interno y externo de
María y su familia, y expresarlo con palabras actuales. Que Ella me mire
con misericordia y me perdone como a niñ o.
He visto mucha bibliografía, pero me ha servido poca, porque, o se
explayan en comentar los textos de los Evangelios, o se van por
fantasías de sucesos y personajes que se salen del marco donde quise
encuadrar mi relato que, desde un principio, deseé que fuera –con
atrevimiento– la aplicació n del espíritu que Monseñ or Josemaría
Escrivá de Balaguer trajo al mundo: la santificació n de lo ordinario, del
trabajo, de la comú n existencia, a un relato de la vida de las personas
má s amadas: Jesú s, María y José.
He tratado de escribirlo como un personaje má s de su tiempo, que
relata lo que hubiera visto y meditado en aquellos días, no como
analizando los sucesos a la luz de la historia, de las tradiciones o de la
ascética cristiana contemporá nea.
Ojalá sirvan estos pensamientos, hilvanados por el hilo de una misma
pluma, para introducir al lector de nuevo en esas escenas, que conoce
tan bien, y le ayuden para hacer oració n y amar má s a Jesú s, María y
José.
El borrico de la Sagrada Familia, del que se narra su vida y se
expresan sus «pensamientos», puede representar a cualquiera de
nosotros –¡cuá nto hubiésemos deseado estar donde él!–.
Ante el afá n –producto de otras mentalidades– de presentar a la
Virgen muy jovencita, por temor al amor casto de San José, pienso que
no era cuando se casó María una niñ a grande, sino una preciosísima
joven mujer en toda su plenitud.
He puesto a María en el Templo, pero no en una especie de
monasterio como para apartarla de los peligros del mundo. Sí hay una
tradició n que nos habla de que fue presentada en el Templo, pero no de
que se quedase a vivir allí, a la edad de tres añ os.
No he pretendido dibujar –con la pluma– los personajes, los lugares o
los hechos de modo exhaustivo, só lo con unas pinceladas, para que el
lector, con su imaginació n, se los represente segú n su leal pensar y
querer.
Los datos histó ricos, las tradiciones, las opiniones má s comunes de
los autores que escribieron sobre la Virgen, así como las descripciones
de ambientes, paisajes y distancias, está n confrontados con el libro: La
vida de la Virgen María de Gabriel M. Roschini O.S.M., que hace un
completo estudio de muchos escritos sobre Nuestra Madre la Virgen y
ofrece una amplia bibliografía.
Capítulo I
LA ESTRELLA HERMOSA
El viento azota inmisericorde las ventanas; algú n transeú nte tardío
pasa por la calle, agitadas sus ropas, envuelto en su manto; se oyen
balidos de las ovejas cercanas; temblequean las luces en las lá mparas
dibujando sombras movedizas sobre las paredes. Joaquín apoya los
codos en una rú stica mesa, sobre la que acaba de hacer las cuentas,
mientras sus manos sujetan su cabeza canosa: está apesadumbrado.
Medita: –¡Tanto trabajo! ¿Para qué? El hijo ansiado desde los primeros
añ os del matrimonio no viene; él envejece y su esposa también.
Ana hace su labor en silencio, ante la escasa luz del fuego del hogar; a
veces mueve los labios, ¿reza?; muchas canas cruzan su pelo recogido
con gracia en un moñ o... ¡Qué bella era cuando se casaron! Esperanzas
que van pasando, como ese viento que azota la calle.
Pero Joaquín es hombre de fe, ésa no la perderá nunca; toma un
grueso rollo de la Sagrada Escritura y se coloca al lado de su esposa.
–Ana, ¿hacemos la oració n de la noche?
Ella lo mira –sus ojos azules siguen siendo muy hermosos entre las
finas arrugas de su piel morena– y asiente. Desenrolla Joaquín hasta el
Salmo 21 y lee con voz pausada:
–«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Alejado está s de
mis plegarias, de las palabras de mi clamor. Clamo, Dios mío, durante el
día y no me oyes; de noche, y no hay descanso para mí».
Y termina:
–«Mi alma vivirá para É l, a É l servirá mi descendencia».
Se le quiebra la voz y se retira a su cuarto. Ana recoge las labores,
junta el fuego y apaga las lá mparas antes de seguirlo a su habitació n.
Pasa el invierno, sigue la vida. Con el comienzo de la primavera, Ana
se ha sentido mal, tiene ná useas y vó mitos. Una sospecha comienza a
brotar de su corazó n, pero no quiere engañ arse: habla con una
conocida comadrona..., se llena de risa su rostro y sus ojos de lá grimas:
Dios ha sido misericordioso con ella, ¡espera un hijo!
Aquella tarde se lo dice a Joaquín, que se llena de grandísimo gozo, y
va enseguida al Templo a dar gracias a Dios.
Ana tarda unos meses en dar la noticia a parientes y amigos, que
muestran su alegría; algunos la miran entre curiosos e incrédulos.
Antes de terminar el verano, Joaquín da una fiesta para que la buena
nueva llegue a todos: a los del Templo, a los cuidadores de las ovejas y
hasta los mendigos que se agolpan en la piscina Probá tica.
Ana está feliz, con esa felicidad profunda del que sabe que cumple la
voluntad de Dios. Sus labores son ahora pequeñ as prendas de niñ o; sus
parientes y amigas la acompañ an de continuo. Hay en la morada aquel
ambiente de alegría semejante al de hace tantos añ os, cuando llegaron a
esa casa junto al Templo, al costado de la Puerta de las Ovejas, de la que
Joaquín es administrador.
Transcurre el verano y se acerca el otoñ o, templado y sereno. Ana
está torpe para andar. Dice, en broma, que se siente como Sara, mujer
de Abraham; pero pronta de espíritu para reír, comentar cualquier
pequeñ o suceso o para dejar que Joaquín la bese con cariñ o a la vez que
le dice:
–No te muevas, ya iré yo...
Es Joaquín hombre piadoso a la par que buen marido; sagaz
comerciante: prudente para tratar a los clientes –rudos o taimados–
que vienen con las ovejas para el Templo, y há bil para conocer la
mercancía; con ellos habla calmado y, cuando es necesario, muestra un
desdén que no siente con un dejo de buen humor. Sosegado, paciente,
má s callado que hablador. Ama entrañ ablemente a Ana, má s prá ctica y
viva de genio: la calma en las pequeñ as contrariedades del hogar y
consigue que termine sonriendo.
Aficionado a reunir viejos rollos de la Sagrada Escritura, canturrea
mientras trabaja sobre ellos los días festivos, horas y horas, y se olvida
hasta de comer.
Ha pasado momentos difíciles: hubo de soportar las intrigas de
algunos que querían quitarle su trabajo, muy apetecido por los que
querían lucrarse con él. Só lo su amor y su fidelidad por Ana, le
impidieron repudiarla para tener hijos con otra mujer.
Los dolores llegan al atardecer de un día sereno. Aparecen las
comadronas presurosas, algunos parientes; se encienden fuegos en los
braseros de los pasillos y estancias, se preparan alimentos... y comienza
la espera. Joaquín con unos amigos se acomoda junto al hogar; a ratos
calla; otros discurre en voz alta:
–Señ or, este hijo, ¿qué será ? Algo quieres de él; Tú nos lo has dado de
manera milagrosa, muéstranos Tu voluntad; protege a Ana, que ya es
mayor, ¡que los dos vivan, Señ or!
Antes de amanecer, cuando aú n brilla la estrella de la mañ ana, sale
una partera por má s agua caliente; se oyen quejidos... Joaquín y los
hombres aprestan las lá mparas ya mortecinas por el paso de las horas.
Un corto silencio; después, el llanto de un niñ o... Joaquín espera, tenso.
Se abre la puerta, la comadrona le hace señ as de que entre. Ana está
acostada, pá lida y sonriente; le muestra una hermosa niñ a que tiene
sobre su regazo.
–Oh, Ana, ¡que preciosidad! Se llamará María, «la amada de Dios»,
como la hermana de Moisés: Dios te bendiga.
Pasan los meses, la pequeñ a crece a ojos vista, sana y robusta, cada
día má s hermosa; Joaquín está feliz teniéndola en su regazo, viendo
có mo sus ojos lo miran, mientras Ana está en otros quehaceres.
Aparece tío Ben (véase Capítulo III), es bienvenido, todo cuidado para
María parece poco. Ademá s, Ben trabaja en las tareas de la casa, y
durante los veranos en el campo con discreció n y eficacia.
Son añ os felices aquellos; la pequeñ a María, en cuanto puede tenerse
sobre sus piernas, le gusta agarrarse de los bordes de la cuna, dar saltos
y balbuceos cuando alguien entra a contemplarla. A la edad que todos
los niñ os suelen hacerlo, comienza a caminar; va de los brazos de Ana a
los de Joaquín y ríe feliz.
Ana vuelve a ser la de siempre, pero con nuevo vigor. Su hija la ha
rejuvenecido: há bil, activa, emprendedora, de buen corazó n con todos,
especialmente con aquellos que alguna vez sirvieron en su casa y la
vida los alejó en busca de mejoras que no llegaron. Todas las semanas
atiende a algunos que esperan pacientes en la banca cercana a la
puerta. Ahorrativa, pero no tacañ a, sabe aprovecharlo todo, que no se
desperdicie nada; mujer de familia de abolengo, lleva con señ orío su
vida sencilla; procura vestir bien –limpia siempre– y arreglarse con
esmero en las fiestas o cuando vienen invitados. Gusta de cantar
mientras trabaja, como a Joaquín..., no se sabe quién se lo pegó a quién.
***
Antes de los tres añ os llevan a María al Templo: se pone seria ante
todas esas gentes que entran y salen. Al rato la toma Joaquín en brazos
a ver las ovejas; la pequeñ a queda encantada observando unos
corderitos recién nacidos que se dejan acariciar por ella y chupan de su
mano con gran regocijo.
A esa edad comienza el aprendizaje de muchos pasajes de la Sagrada
Escritura; Ana se los repite una y otra vez hasta que los aprende;
después, al contrario que otros niñ os, ya no se le olvidan.
Otras veces, se sienta María a la vera de Joaquín, o sobre sus rodillas,
mientras él le explica el significado valioso de aquellos escritos.
Algunos días festivos salen a pasear por Jerusalén; queda asombrada
la pequeñ a ante los palacios, las grandes murallas, los vendedores
callejeros con sus gritos o algú n paso de militares, con jinetes en sus
caballos, las corazas y lanzas relucientes al sol. En ocasiones llegan
hasta el Monte de los Olivos, y allí, bajo un á rbol frondoso, toman el
almuerzo contemplando frente a ellos la Ciudad Santa.
En una ocasió n, teniendo poco menos de seis añ os, de regreso de
visitar unos parientes encuentran las calles abarrotadas de gentes
nerviosas y vocingleras. Joaquín toma a María en brazos, quiere
esquivar el tumulto, pero no puede evitarlo: es un cortejo formado para
acompañ ar a un hombre que llevan a crucificar, entre gritos,
empellones y golpes de lanza; el hombre sangra y reniega de la gran
cruz que lleva a cuestas. María observa impresionada y llorosa:
–Padre, ¿a dó nde lo llevan? ¿Por qué le pegan?
Ese verano van por primera vez a Nazareth; en el viaje María no cabe
en sí de gozo, alterna la cabalgadura de Joaquín con la de tío Ben,
pregunta por todo, ríe, mira alborotada: tanto al camino que cruza veloz
una lagartija, como al cielo donde vuelan raudas las golondrinas o
bandadas de palomas torcaces.
En Nazareth tiene un cuarto para ella sola, con una cama grande y
una pequeñ a ventana que da al valle; al despertar un jilguero canta y
canta en el huerto; María reza sus oraciones y mira las montañ as
lejanas sobre el cielo rojo que se vuelve azul en lo alto. Cada día es una
aventura hecha de pequeñ as cosas y sucesos; vienen sus primas y otras
niñ as a jugar con ella. Van al campo con tío Ben, a las siembras con
Joaquín y en las tardes hace labores con Ana y las mujeres de la casa,
antes de rezar las oraciones de la noche e irse a acostar, cansada y
contenta, en aquel cuarto que huele a tomillo por un ramito que le puso
tío Ben en la mañ ana.
¡Có mo disfruta en aquella pequeñ a aldea! El aire limpio, el azul del
cielo, las flores, aquellas chicharras que cantan al medio día, los pá jaros.
Disfruta de todo porque ama todo lo bueno que ha salido de las manos
de Dios. Con Ana visita a los parientes; al río va con tío Ben; va sola a la
huerta o al gallinero, donde una clueca se levanta con sus pollitos y
unos conejos de ojos rojos comen los cardos que recogió ayer en el
camino.
A la media tarde se reú nen en su casa o en la de alguna otra vecina
para jugar con amigas y parientes. Juegos sencillos de niñ as humildes,
alegres, que no necesitan de mayores cosas para entretenerse. Juegos
de pasos largos y vueltas rá pidas sobre baldosas; de palmadas que se
cruzan cada vez má s veloces; de saltos a ritmo de cuerda; ventas y
compras; rapidez de quites para llevarla o dejarla; rodar de tabas en
impulso certero; ingenio de palabras para no pagar una prenda;
canciones monó tonas o bailes alegres.
Cuando termina el verano, caídas las primeras lluvias, se inicia el
viaje de regreso, amainada la pena por la ilusió n de la partida y por
volver a la casa y a las amigas que quedaron.
***
De vuelta a Jerusalén, entrada ya en el uso de plena razó n, sus padres
la presentan en el Templo; la recibe un sacerdote mayor y bondadoso
que la examina asombrado. María responde sin vacilaciones, humilde y
segura; el sacerdote la presenta a otras mujeres y niñ as y dice que al día
siguiente pueden traerla para quedarse: aprenderá a coser, a planchar, a
cuidar de los ornamentos sacerdotales, a limpiar el Templo. Al
atardecer sus padres pueden venir por ella, ya que viven cerca.
Al día siguiente la llevan temprano ante la pequeñ a puerta donde
otras niñ as y mujeres esperan; al entrar con ellas se voltea, una lá grima
corre por su mejilla. Ana se tapa con el manto para que no la vean llorar
mientras Joaquín sereno la toma del brazo. Al caer la tarde la reciben, al
fin de su carrera gozosa, con un gran abrazo. En las noches María les
cuenta cuá ntas cosas va aprendiendo: las clases de la Torah, las
costuras, los bordados, la limpieza de los objetos del culto; hay otras
niñ as como ella y también mayores.
María disciplina su vida, comienza desde muy joven a saber lo que es
el trabajo, el estudio monó tono, el deber cumplido, el detalle acabado.
Cuando le toca el aseo del lugar sagrado aprovecha para hacer oració n,
oració n intensa, callada, allá donde siente la presencia de Dios tan
cercana.
Un día, sale al Atrio con otras compañ eras. Es hora de mucha
concurrencia, alboroto de peregrinos, gritos de cambistas y
vendedores; multitud pintoresca, variada: campesinos y traficantes del
Templo mezclados en afanes dispares. En ese extremo junto a ellas se
oyen voces fuertes, gritos, correr de gentes curiosas que luego se
forman en círculos alrededor de unos que pelean: salen a relucir
cuchillos –los alguaciles no llegan–, se arremeten...; un joven queda
tendido sobre el pavimento, saliéndole la sangre a borbotones sobre el
pecho, mientras otro huye entre las gentes.
Una joven mujer se inclina sobre el herido. Tras gritar su nombre
varias veces, lo abraza desesperada y mancha su rostro con su sangre.
María cerca de ella la observa aterrorizada; unas mujeres la llevan de
allí, mientras siguen oyendo los quejidos y sollozos de la joven sobre el
cadáver. María tiene la primera experiencia de la muerte pró xima. Esa
noche, mientras se refugia en los brazos de Ana, después de contarle lo
que ha sucedido, le pregunta:
–¿Por qué, madre, por qué se matan?
–¡Cuá ntas veces, hija mía, las mujeres de todos los tiempos nos hemos
hecho esa pregunta! ¡Cuesta tanto una vida! ¡Cuá ntos cuidados desde
que nacen los hijos! y, en un instante, por vanidad o por venganza la
destruyen.
–Sí, madre, yo quiero ser siempre muy humilde.
María aprende a leer y a recitar esos Salmos que son parte de su fe,
de su alabanza a Dios. Joaquín la escucha con asombro creciente e
inmenso gozo; Ana la mira con atenció n, queriendo penetrar lo má s
profundo de su hija: –¿Qué querrá Dios de esta niñ a? Porque su Espíritu
está con ella.
La fiel sirvienta que acompañ ó a Ana desde que se casó no puede
entender có mo sabe «su pequeñ a» todas esas cosas. Cuando María, los
días que no va al Templo, se queda en su casa, le enseñ a a cocinar –
pacientemente– todo lo que ha aprendido esa buena mujer a través de
muchos añ os –monó tonos– con penas y alegrías, con humo que irrita
los ojos, con abundancia y escasez. Guisos sencillos, platos sabrosos
bien preparados con ese gusto especial que da el cariñ o que se puso en
hacerlos; y las viejas fó rmulas usadas por las mujeres de Israel desde
hace siglos –ya Sara le preparó aquellos guisos a Yahvé– y a mantener el
fuego en su punto, limpiar los enseres de cocina, colocar los alimentos
recién venidos en lugar fresco –donde fluya el aire– y bien alejados del
gato que, terco, una y otra vez se acerca.
Ana –con el pelo recogido y bata de faena– hace el pan el día anterior
al viernes. María observa có mo estruja la masa con sus brazos
remangados, fuertes, delicados, volcá ndola y apretujá ndola una y otra
vez, hasta que queda muy mezclada con la levadura que escondió entre
ella. Bien tapada, pasa la noche «madurando»; a la mañ ana siguiente,
con rapidez, va tomando trozos de masa que convierte entre sus dedos
en pequeñ os panecillos. De ahí a una gran pala de madera y al horno,
que ya cargado, Joaquín enciende con premura. Viejo horno, limpio y
reluciente, que ha servido a muchas generaciones y que arregló con
cuidado tío Ben cuando llegó a esa casa. Pasado el tiempo de recitar
unos Salmos, lo abren, entre sacudir de humo y saltos de María que,
impaciente, espera un pequeñ o panecillo que siempre le hace Ana con
su inicial grabada.
Aprendizaje, trabajos, juegos, oraciones, paseos, compras con Ana y la
sirvienta los días de mercado, visitas de parientes, amigos; días y
noches que pasan, estaciones que se suceden, añ os que transcurren en
gracia de Dios. Pequeñ as penas: una uñ a que se rompe, el juguete que
se pierde, aquella compañ era que se burla. Y alegrías sencillas: el
primer ramo de cerezas que le trae tío Ben, los gatos recién nacidos que
quieren saltar de su cesta, el pollito que come de su mano, aquel collar
de fantasía que le trae Joaquín tras unos días de ausencia, una nueva
tela para un nuevo vestido que le compra Ana... Sueñ os y realidades que
se mezclan con el trajín cotidiano, el pequeñ o deber cumplido, las
lá grimas por la pena de la amiga que se fue y las risas ante el anuncio
del pró ximo viaje a Nazareth.
***
Se suceden los añ os como los inviernos y veranos; pasan los amores,
pasan odios y ambiciones de los hombres. Una noche hay revuelta:
gritos, carreras, incendios, incertidumbre; pá nico en las caras de unos
perseguidos por otros y al fin apresados; soldados y jinetes atronando
con sus cabalgaduras al trote el mal empedrado. Nadie sale en la noche;
hay temor en las miradas; ni una luz prendida ni hoguera que arda.
Han mal dormido todos juntos arrebujados en un cuarto del fondo. Al
amanecer se oyen golpes en la puerta, voces gritando que abran, cada
vez má s fuertes; antes que la derriben va Joaquín envuelto en su
poncho; entran soldados con ímpetu, lo empujan con las astas de las
lanzas hacia un rincó n. María, ya despierta, mira asustada con sus
grandes ojos desvelados; solloza la sirvienta.
–¿Hay alguien aquí? ¿Algú n refugiado?
Registran con violencia, desgarran cortinas, tiran muebles, botan
enseres, mientras increpan con insultos a los revoltosos. Un oficial pasa
la vista por el grupo, duro, altanero; Ana estrecha a María junto a su
pecho mientras sin mirar apenas observa a Joaquín que sereno sostiene
la mirada, y en voz baja susurra a María:
–¡Reza, hija mía, para que no se lleven a tu padre, él no se ha metido
en nada, pero es tan injusta la justicia de los hombres! ¡Oh, Dios
nuestro, no nos abandones!
–¡Si esconden a alguno lo pagará n con su vida!
Se van, con la misma potencia que entraron. Ana se levanta y
comienza a ordenar la casa. María recoge del piso un pajarito de barro
que le trajeron ayer, ahora roto.
Transcurren varios días hasta que regresa al Templo con las otras
niñ as. Algunas compañ eras ya no volvieron: sus padres estuvieron
envueltos en la sedició n.
Las labores, la limpieza, las clases de Sagrada Escritura bajo un
horario, son el cañ amazo sobre el que se desarrolla el aprendizaje de
María. Al arrimo del Templo y con el buen ejemplo de sus padres abre,
como flor preciosísima, su alma al amor de Dios que lleva dentro.
María niñ a desborda de piedad al decir sus oraciones, al cantar los
Salmos, al recitar pasajes de la Sagrada Escritura que Joaquín le va
tomando de lo que aprendió en el día. Su alma se eleva hacia Dios libre
de las ataduras de la carne y traspasa su espíritu del gozo verdadero, a
la vez que sigue siendo niñ a como sus compañ eras, con sentimientos
que desbordan en risas y algunas lá grimas.
Ana la observa pensativa, ¿qué querrá Dios de esta hija mía tan
singular? Su alma crece en belleza como crece la hermosura de su
rostro y la gracia de su porte.
Muchas veces es Joaquín el que va a recogerla al Templo; su barba
blanca venerable, su andar pausado, su mirada limpia, su señ orío le
abren paso entre extrañ os y conocidos. Explica a su hija detalles de esa
noble construcció n, costumbres antiguas de los judíos, historias
heroicas de su pueblo por defender su fe.
Los días de paseo má s largos observan la ciudad desde las faldas de
un pequeñ o cerro que llaman el Gó lgota. Joaquín conoce bien Jerusalén:
su historia, sus edificios, sus calles estrechas, sus barrios populosos o
señ oriales; y sus gentes: palestinos o forasteros que encuentran en el
camino, a los que distinguen por su atuendo o por su acento. Aunque no
goza de grandes recursos, es limosnero, siempre lleva en el bolso
algunas monedas que le toca dar a María con gusto, mirando la cara
agradecida de aquellos pobres que pululan en la ciudad.
María tiene especial predilecció n por un niñ o ciego que se sienta
todos los días, con su lebrillo en la mano, al abrigo de la Puerta de las
Ovejas. Canta o recita estrofas sobre los reyes de Israel o sus héroes o
sobre el Mesías que ha de venir, que está cerca... Joaquín y María lo
escuchan con gusto rodeados de otros curiosos.
–Padre, ¿por qué habla tanto del Mesías? ¿Es que ya está por venir?
–No sé, hija, es difícil averiguar cuá ndo será la plenitud de los
tiempos; yo he meditado mucho sobre É l y creo que está cercana su
llegada, pero no sabría decirte dó nde ni cuá ndo.
–Su madre será virgen y muy bella, ¿verdad padre?
–Sí, hija, muy hermosa, como tú ...
Su hija lo mira pensativa y se ruboriza. María lleva al ciego de comer;
él conoce su nombre porque lo han repetido amigas que la vieron
ayudá ndole.
–¿Por qué cantas tanto al Mesías?
–Porque vendrá pronto, me curará los ojos y veré la luz, los á rboles,
los rostros de las personas y el tuyo, María. ¡Cuá nto desearía que Dios
me diese la vista para verlo! Porque yo conozco a las personas por su
voz y a ti Dios te quiere mucho.
Al atardecer de un día de otoñ o destemplado, antes de sentarse a
cenar, huelen a humo, olor intenso, acre. Ana se acerca a la puerta y ve
llamas en la casa vecina.
–Joaquín, ¡fuego!
Todos se levantan y se asoman, las llamas aumentan, los moradores
salen asustados con algunos bultos a la calle; se llaman con fuertes
gritos, acuden vecinos curiosos, los rostros con mirada trá gica se
iluminan con las llamas a pesar del medio brazo que ponen sobre ellos.
Joaquín con tío Ben y otros vecinos suben al techo, las mujeres llenan
recipientes con agua y se los pasan de mano en mano hasta la endeble
escalera; el humo hace toser; hay rá fagas de viento que acercan el fuego
y otras que lo alejan; llegan má s curiosos, que miran y cuchichean
desde la calle. Joaquín tiene el rostro enrojecido, las manos tiznadas, los
ojos lagrimosos; María, a sus once añ os, no se cansa de acarrear agua;
en su habitació n penetra el fuego, se prenden ropa y muebles, los ve
arder desde el quicio y se estremece. ¡Cuá ntas cosas pequeñ as queridas
que desaparecen para siempre!: vestidos, aquellas labores comenzadas,
el arcó n antiguo, una pequeñ a muñ eca...
–¡Oh, mi Dios! ¡Que só lo se queme mi cuarto, protege toda la casa!
Cambia el viento, las llamas toman otra direcció n, con el agua se van
apagando las llamas que quedan, pasa el peligro.
Ana limpia con la manga el sudor de su rostro; Joaquín desciende por
la escalera; María se le acerca y se refugia en sus brazos, llorando
mansamente mientras observa su cuarto mojado y ennegrecido.
–No llores, mi pequeñ a, todos estamos bien. Demos gracias a Dios que
nos ha salvado. Hoy dormirá s con nosotros; y le da un beso que calma
sus sollozos.
***
María crece, se va haciendo mujer; deja el aprendizaje en el Templo y
se queda en el hogar para ayudar en los oficios de la casa. Tiene los ojos
claros como si el cielo se hubiera metido en ellos, el cabello suelto y
largo, color trigo maduro, el andar ligero y el hablar pausado, la piel
algo morena, el cuello esbelto, las manos finas y fuertes, el mirar
gracioso, así como el mohín de su boca al sonreír.
Ana le enseñ a a cocinar platos má s especiales, a hacer el pan, a lavar
tejidos finos, cuidar las flores y hasta del pajarillo cantor que le
regalaron después del incendio y alegra con su canto las mañ anas al
primer rayo del sol.
En las tardes hilan con el huso, cuando no consiguen hilo ya hecho; o
tejen en el pequeñ o telar que Joaquín compró para Ana cuando su hija
aú n no había nacido. María aprende con rapidez y trabaja con
perfecció n en cuanto sus manos se acostumbran; con ellas mueve la
lanzadera, acompañ adas de movimientos rá pidos de los pies que abren
y cierran la urdimbre.
Vienen otras jó venes y parientes que aprenden juntas bajo la
direcció n de Ana, serias a ratos, bulliciosas los demá s. Otros días
bordan o cosen, María lo hace con gran perfecció n. Acostumbra a
ofrecer a Dios su trabajo antes de comenzarlo y ayuda a las demá s en
sus dudas, sin orgullecerse. Con habilidad enhebra el hilo en la tosca
aguja para dar sobre el pañ o la puntada certera empujada por el
pequeñ o dedal de plata, regalo de Ana; al finalizar deja doblada la labor
y recogidos los hilos en una gran bola que guardan. Cerca del atardecer
rezan todas juntas, hasta que regresa Joaquín de su trabajo.
Y pasan los meses, las estaciones, los añ os, con monotonía repleta de
pequeñ os sucesos y cosas hechas cada día con má s amor. María no sale
nunca sola, se va haciendo mujer hermosísima, esbelta y sencilla,
siempre muy limpia y bien vestida; cuando sale, oculta la mayor parte
de su rostro con un velo, pero no se puede tapar una estrella. Algunos
jó venes rondan la casa; Ana se inquieta, los tiempos está n inseguros, los
poderosos hacen impunemente su voluntad para satisfacer su codicia o
sus bajas pasiones.
En aquellos añ os intimó María con una joven algo mayor que ella; no
obstante la diferencia de caracteres, actitudes y posiciones en la vida.
La ayudaba ante las bromas de otras amigas y las exigencias de sus
padres. Su cariñ o fue recíproco, animado por la gran admiració n que
producía María a su amiga; juntas trabajaban, juntas leían, juntas
compartían su cariñ o con otras jó venes.
Frecuentemente iba la amiga a pasar las tardes con María o ésta iba a
su casa, casa grande, bien situada no lejos del Templo, con una gran sala
en el piso superior donde, por Pascua, tomaban la cena ritual juntas las
familias.
Al crecer la amiga se volvió hermosa e indolente, sin ilusió n por nada,
pues ya la comprometieron sus padres con Marcos, hombre hecho,
comerciante adinerado. María la anima para que no pierda la ilusió n
por el trabajo, las labores propias del hogar, lo nuevo aprendido o lo
posible por aprender; ella le escucha con gusto, pero al poco le habla de
sus collares, de sus vestidos, del color de sus uñ as y de su aburrimiento.
A pesar de ello, la amistad sigue porque se quieren; María acude a Dios,
reza por su amiga y piensa có mo sacarla de su egoísmo e interesarla
por los demá s.
Una tarde ven a unos leprosos que caminan escurridizos hacia las
afueras de la ciudad, los siguen un trecho y observan dó nde mal viven;
deciden llevarles ropas y alimentos. María lo cuenta a Ana, que duda y
habla con Joaquín.
–Ya no es una niñ a, mujer, buena obra es la que se proponen; pueden
ir acompañ adas de Ben.
Y aquella amiga se ilusiona por algo que no sea ella misma o sus
cosas; consiguen ropa entre sus familiares y amigos, recogen alimentos,
dinero y lo llevan alegres a aquellas pobres gentes despreciadas por la
sociedad, que al principio desconfían y después agradecen.
A María le conmueve especialmente un niñ o que las recibe siempre
con inmenso gozo, se les queda mirando con sus grandes ojos sobre un
rostro deforme por la enfermedad.
–María, ¿me enseñ ará s a rezar?
Y María poco a poco va repitiendo con él breves oraciones.
–Si rezo siempre a Dios, ¿me curará ?
–Dios te quiere mucho, mucho, y te dará lo mejor.
–Dice mi abuelo que pronto vendrá el Mesías y me curará , ¿crees tú
eso, María?
–El Mesías será muy bueno, especialmente con los niñ os que rezan.
Ven, dame tu mano y repite conmigo: «Amo al Señ or porque ha oído la
voz de mi sú plica, porque inclinó hacia mí su oído, en el día que lo
invoqué».
La amiga de María comienza a cambiar, se hace má s buena con los
demá s, respeta a sus padres, empieza a amar a su futuro esposo.
–¿Será s mi amiga de velo, María?
–Si puedo, tú sabes que lo haré.
–¡Oh, María, te necesito tanto!
***
Al tiempo la salud de Joaquín comienza a declinar; cada vez son má s
frecuentes los días en que no puede ir a trabajar porque se siente sin
fuerzas para levantarse. María y Ana lo cuidan con ternura, lo
acompañ an, leen y rezan juntos hasta que se queda dormido.
Al principio del verano, cuando ya las golondrinas empiezan a
alborotar el cielo con sus silbidos, les expone Joaquín lo que viene
madurando desde hace tiempo: se irá n a Nazareth. Allí tienen la vieja
casa, con vistas al valle, la huerta, unas tierras de labor, parientes y
viejos amigos. María se llena de gozo, ríe y alborota, va enseguida a
comunicá rselo a tío Ben. Ana, má s prá ctica, comienza a pensar en có mo
deshacer la casa y a organizar el viaje. Ese día Joaquín renuncia a su
empleo, regresa serio a casa:
–Poco agradecen los hombres, Ana, una vida de trabajo, ¡Dios es el
que paga!
Se venden algunas cosas, se regalan otras, se hacen cá balas sobre la
impedimenta que hay que llevar. Una tarde aparece Joaquín con un
burro joven, que apenas soporta la albarda: gris, patilargo, con ojos
brillantes y un pelaje blanco como estrella en la frente. María lo recibe
con alegría, pasa su mano por su crin y le da unas palmadas cariñ osas
en el cuello: –Tú eres Borrico, un burrito bueno y trabajador. Tío Ben,
¿me lo cuidas?
Se acerca el día de la partida, todo está dispuesto y empacado, la casa
medio vacía; es la ú ltima noche que duermen allí, todos juntos sobre
unas esteras en el piso. Ana no concilia el sueñ o, ¡son tantos los
recuerdos que se quedan! Antes de amanecer se levanta; María
despierta y va junto a ella. Juntas se asoman a la terraza, la noche es
clara y serena.
–¡Mira, madre, un cometa en el cielo!, ¡qué hermoso es!
Ana levanta la vista y queda contemplá ndolo.
–Madre, dicen que antes de venir el Mesías aparecerá n señ ales en el
cielo, ¿será ésta una de ellas?
–Quién sabe, hija, alabemos a Dios que ha hecho este universo tan
hermoso y recemos por el viaje.
Joaquín, que ha despertado, se les une para rezar el Shermoné-Esré,
las dieciocho fó rmulas breves de alabanza en honor a Dios, inspiradas
en los Salmos y en los Profetas y que expresan admiració n y confianza
en el Dios de Israel.
Llegan los muleros con sus caballerías que piafan inquietas; comienza
la cargada de los bultos ya preparados bajo la vigilancia de tío Ben. Ana
reparte alimentos y té caliente para todos; se va formando la recua
segú n el orden preferido por los muleros. Borrico cercano a la cabeza,
con una albarda nueva que no le va; alza sus orejas cada vez que se
acerca María y parece mirarla con sus ojos hú medos. Se arriman
vecinos y parientes, saludan, hablan, estorban má s que ayudan, pero
distraen en ese momento que no deja de tener su nostalgia.
Joaquín hace entrega de las llaves al casero; da una ú ltima vuelta por
la que fue su morada y monta en la caballería. María recoge su pelo,
tapa su cabeza con el manto y con agilidad monta en el borrico que
mueve la cola complacido; con la rienda en la mano observa a su madre
que oculta entre el velo las lá grimas mientras echa una postrer mirada
a la casa. Parten después de invocar a Dios, como Tobías cuando
despidió a su hijo que se marchaba con el Á ngel.
Viaje largo y cansino por la mucha impedimenta y las mujeres, con
sol y con nublados, con calor en el día y frío en las noches. El polvo que
levantan los jinetes presurosos o los pesados carruajes se pega a sus
ropas y cubre hasta sus pestañ as; aú n así, bella se ve María sobre el
borriquillo. Las jornadas transcurren ligeras por la esperanza de llegar,
que aminora las asperezas del camino.
Borrico se porta bien; el caminar con carga lo enardece. María alterna
el lugar en la caravana para estar con unos y con otros. Alegre siempre,
su buen humor quita importancia a las naturales fatigas e
incomodidades del viaje: su presencia hace risueñ o el andar. Para
Borrico, só lo unos suaves golpes de sus talones le hacen apresurar el
paso o cambiar de direcció n su marcha, gozoso de obedecerla. En las
cuestas largas se siente cansado, ya no puede má s, mira agotado a la
cima y hace otro esfuerzo, hasta que llega; entonces su carga se hace
ligera en la bajada y ve compensado el esfuerzo con una caricia:
–Bien, Borrico, hemos llegado los primeros, ¡mira qué hermoso se ve
el valle desde la cumbre!
Al atardecer de un día divisan frente a ellos las primeras casas de
Nazareth, iluminadas por el sol que se pone.
–¡Nazareth!, Borrico, ya estamos cerca; ahora descansará s.
Unos perros ladran al entrar en el pueblo, salen gentes a ver a los
viajeros con sus numerosas caballerías; Joaquín hace el primer saludo
en la ú ltima cuesta. Borrico siente que no puede má s, agacha la cabeza,
tensa los mú sculos, sus pasos son cortos por la resbalosa calle.
–Un poco má s, Borrico, y llegamos; comerá s y descansará s. ¡Anda,
Borrico, la cuesta arriba!
Llegan a la vieja casa donde los espera tío Ben, que se adelantó : el
piso barrido, las puertas abiertas, el hogar encendido, prendidas las
lá mparas en los corredores, una mesa con una fuente de higos recién
cortados destilando aú n gotitas de néctar, pan caliente, queso y una
jarra de vino.
Desmontan los viajeros, cansados y contentos. Un rumor de á ngeles
que ponen su mirada atenta en esa sencilla morada de ese pequeñ o
pueblo, de esa tierra todavía en tinieblas.
Aú n no calienta el sol cuando ya está n todos en pie. María, alegrísima,
camina por toda la casa, besa a sus padres, saluda, ríe con todos; la luz
de sus ojos parece brillar má s; las primeras golondrinas trisan ante el
nido y se unen a su gozo.
Golpes en la puerta...; es María, su amiga de la infancia, de pelo negro,
ojos chispeantes, risa bulliciosa, ¡qué alegría!, al fin estará n juntas,
¡tienen tanto que contarse! Al rato de hablar, ella, que es abierta y
espontá nea, se ruboriza:
–¿No sabes, Myriam? Tengo novio, se llama Alfeo, pero todos le
decimos Cleofá s, te gustará cuando lo conozcas. Sus padres son
parientes de los tuyos, viven en las primeras casas de la cuesta. Ahora
está en las montañ as de Basá n sacando madera. ¡Cuá nto rezo por él! Se
fue con su hermano José.
Y hablan y ríen y sus almas se regocijan mientras pasan sus horas de
la mañ ana deshaciendo el equipaje.
–Mañ ana, ¿me acompañ ará s a la fuente? Pasaré temprano por ti.
–Te acompañ aré, María.
Ana, con la fiel sirvienta que no ha querido separarse de ellos en
Jerusalén, enseñ a a María a llevar el cá ntaro.
–En la cabeza es má s có modo, pero má s difícil guardar el equilibrio;
en la cintura es incó modo.
–Lo llevaré sobre la cabeza.
María se pone una pequeñ a rueda de algodó n sobre el pelo y practica
con unas vueltas por el patio, aplaude la empleada y queda pensativa
Ana: María ya no es una pequeñ a para mí sola...
Las nubes se despejan del valle, el sol saliente alumbra por las
montañ as. Bien temprano llega María, la amiga, con voces alegres y
ligereza en manejar el cá ntaro; alaba la belleza de Myriam y la limpieza
de la casa, la ayuda a colocar el cá ntaro sobre su cabeza y le da consejos
entre bromas alegres. Parten tras saludar a Ana, que queda mirá ndolas
entre sonrisas. Llegan a la fuente baja de Nazareth, vieja fuente que ha
visto pasar tantas gentes, testigo mudo de muchos encuentros y tantos
sueñ os, de risas y de lá grimas, siempre escasa pero nunca seca.
Termina el verano, entra el otoñ o; algunas lluvias tempranas forman
barro y canalillos sobre los caminos. Al caer la tarde de un día lluvioso
María anuncia con regocijo que ha llegado su novio de las montañ as,
que al día siguiente irá a la fuente a saludarla.
Es temprano cuando llega la amiga a buscarla, con brillo en los ojos y
palabras alegres en la boca. Ya en la fuente se unen a otras jó venes que
esperan y hacen tiempo para su turno. Al poco llega Cleofá s con su
hermano José, se saludan, presentan y se ruboriza Myriam a la par de
su amiga. Mientras Cleofá s y su novia bromean y ríen, ella habla con
José, lo observa, está confusa y conmovida: su voz, su porte, sus
modales, nunca ha conocido a nadie igual; especialmente le impresiona
la mirada clara, limpia, su porte fuerte y varonil y su actitud sencilla;
parece cohibido y a la vez sereno; ¡hasta le tienen que recordar que su
cá ntaro ya está lleno!
Llega tío Ben, se despiden risueñ as. Mientras suben la cuesta María le
habla de Cleofá s, ¡qué alegre y fuerte es!
–Eh, Myriam, ¿te gustó José?
María se ruboriza; sobre su piel morena el carmín la hace má s bella,
con su vestido recogido y su cá ntaro a la cabeza que a poco se tambalea.
–¡Qué cosas tienes, María. Si apenas lo conozco!
Cuenta María a Ana su salida a la fuente, el encuentro con los
hermanos... Esa noche nota Ana que María está pensativa, canta en voz
baja mientras trajina, hay en ella pausas y rubores que van
desvaneciéndose al caer la oscuridad.
Siguen las bajadas a la fuente, en la mañ ana y en la tarde; María
cambia unos días flores en el pelo por cintas de colores. El manto
siempre limpio, el vestido planchado. Una noche María le dice a su
madre que no desearía volver má s a la fuente.
–¿Por qué, hija?
–Madre, desde hace añ os es mi deseo amar só lo a Dios, sin que
ningú n hombre se interponga entre É l y yo; he conocido a José y estoy
perturbada.
–¿Enamorada, hija?
–Oh, madre, no sé qué decirte.
Ana la toma de las manos y la mira a su cara teñ ida de rubor:
–Hija, eres totalmente libre de hacer lo que gustes. Como madre que
soy tuya te daré mi opinió n, que he meditado en la presencia de Dios y
platicado con tu padre: somos viejos, tú nos naciste en la madurez,
regalo divino de Dios; pronto dejaremos esta tierra y ¿con quién te
quedará s, hija?... Necesitas alguien que te cuide, que vele por ti, que
proteja tu vida en estos tiempos tan revueltos. Por eso vamos a hablar
con los padres de José, pues estamos muy de acuerdo con que seas su
esposa.
–¿Me van a comprometer tan pronto?
–Hija mía, creemos hacer lo mejor para ti; éstas son las costumbres
de Israel...
Joaquín, cercano, ha escuchado las ú ltimas palabras de Ana. María va
hacia él, lo abraza y lo besa.
–Sí, hija, yo estoy muy de acuerdo con tu madre. José es bueno y de
nuestra estirpe, trabajador y honrado. Si sus padres aceptan y José
quiere, vendrá n a pedirte y tú decidirá s.
Esa tarde María mira tranquila el atardecer por su pequeñ a ventana;
dialoga con Dios:
–Señ or, haré lo que Tú quieras, lo que Tú digas a través de mis padres.
De cualquier modo, yo quiero amarte con todo mi corazó n, cumplir Tu
voluntad.
El cielo se pone rojo, con los rayos del sol reflejados en las nubes que
forman como una corona de oro sobre las montañ as. Cae la noche.
Capítulo II
LA ESPERANZA SERENA
La familia de José es numerosa y bien avenida, unida cuando debe
estarlo y dispersa para encontrar cada uno su camino; campesinos y
artesanos a la vez, con unas pocas tierras y hartas necesidades. Gente
abierta –como su casa–, con señ orío, venida a menos por las vicisitudes
de la historia. La morada amplia, maltrecha por las inclemencias del
tiempo y de los hombres, estaba en la parte baja de Nazaret, de
espaldas al valle y cara a la cuesta.
Cleofá s, unos añ os mayor que José, de estatura media, barba cerrada,
ojos pícaros, admiraba a su hermano y lo quería mucho, aun en medio
de las bromas que gustaba gastarle. Inconstante y aventurero, soñ aba
con fortunas lejanas y ya había dejado la casa paterna varias veces para
ir a correr mundo tras unas empresas que resultaron má s arduas que
productivas. De regreso al hogar contaba con abundante exageració n
sus variadas experiencias; se empeñ aba luego de firme en las tareas del
campo hasta que, pasado el tiempo y olvidadas las fatigas, volvía a
soñ ar con nuevos viajes.
Es José de mayor estatura, ojos claros de mirar profundo, cará cter
apacible aunque sabe decir una broma a tiempo. Aficionado desde chico
a la carpintería; tiene sus manos finas, de raza, callosas por el trabajo;
rostro curtido, barba clara; le distingue de los hermanos su voz
profunda y armoniosa. Trabaja en un taller de carpintería donde hace
de todo: albañ il de plomada y cordel, herrero de tosca almá dana y
mucho darle al fuelle hasta que el hierro rojo busque su rizo. Cuando se
tercia pone un par de herraduras con buen ajuste y buen tiempo. Al
comienzo del invierno está listo para reparar tejados o desagü es, y,
cuando algú n portó n, cerco o tapial necesita reparació n, allá va
ingenioso a componerlo. Es conocido y querido por todos.
En el buen tiempo se dedica a los trabajos de campo con sus
hermanos; desde pequeñ o sabe de siembras, de cosechas y de siega, de
lluvias y de sequías. Tiene un pequeñ o perro, Perrillo le dice, de pelo
á spero y mirada inquieta, dispuesto a la carantoñ a y al ladrido alegre,
raudo para cazar ratones y á gil para saltar sobre un á rbol donde se
refugia el gato; fiel a José, duerme a su puerta en la noche y lo espera –
con la cabeza apoyada en el suelo y los ojos tenaces– en las tardes.
Un invierno, a los cá lidos reflejos de la hoguera grande de la cocina,
junto al bullicio de chicos y grandes, Cleofá s le habla a José de un nuevo
proyecto: ir a cortar madera a los montes de Basá n, en el límite de la
Perea; regió n de montañ as con bosques cerrados aú n sin explotar, de
grandes cedros de madera fina y corazó n rojo, de ríos que descienden
por las quebradas, de fieras que aterrorizan con sus rugidos en las
noches y de hombres peligrosos que merodean en los valles. Está n
organizando una partida de cortadores para ir en la primavera y
regresar al final del otoñ o; la paga es buena para lo poco que está n
acostumbrados a ganar.
–Hay riesgos, José, pero eso no te asustará , ¿cierto?
José lo piensa y se ilusiona, tiene ya veinticuatro añ os, quiere
aprender, conocer otras tierras, saber má s de las maderas que son la
base de su trabajo, sus cortes, sus cualidades. Sus padres los miran con
pena, pero respetan sus decisiones, ¡dos hijos que se van del hogar al
mismo tiempo...! Pero, por otra parte, sabrá n cuidarse el uno al otro.
José es serio, consciente, trabajador; Cleofá s es impetuoso,
dicharachero e inconstante, pronto al enojo y a la sonrisa: se
complementará n.
Pasa el invierno volando como las nubes grises que traen el agua de
la primavera. Los hermanos van alistando las cosas que llevará n sobre
la vieja mula –con má s mataduras que pelo– que les ha prestado su
padre: hachas bien afiladas con mangos a sus medidas, de olivo curado;
machetes, telas impermeabilizadas con alquitrá n para las lluvias, una
tienda...
El cielo azul con viento que inclina las copas de los á rboles anuncia el
día de la partida. José y Cleofá s toman un buen desayuno y se despiden
de sus padres y hermanos. Aprestan la mula con destreza y salen sin
prisa, acompañ ados de Perrillo, hacia la plaza del pueblo donde se
reú nen otros compañ eros de aventura ya cargados con sus hachas y
zurrones repletos. Antes de abandonar el pueblo, Cleofá s se despide de
María, su novia, que queda lacrimosa entre sonrisas y adioses; al poco
emprenden la marcha hacia el oriente, alegres y soñ adores.
Al día siguiente llegan al Jordá n, que baja lleno, sucio por las lluvias
primaverizas y acampan junto al vado; unos pescadores que echan sus
redes les venden pescado fresco que asan sobre la fogata; al atardecer,
los comen en paz bajo la tenue luz del sol que se oculta. Cantan los
primeros grillos, croan allí cerca unas ranas con voces roncas
desacompasadas. Unos burros pastan no lejos, los mira Cleofá s y se
echa a reír:
–¿Te acuerdas, José, hace muchos añ os –éramos muchachos aú n–
cuando cogimos aquellos burros para hacernos jinetes vencedores
delante de unas niñ as que jugaban cerca?
Recuerda José aquel día y se sonríe: las niñ as jugaban junto al río, no
les hacían mayor caso; ellos se acercaron a los pollinos, los desataron y
subieron á giles emprendiendo veloz carrera, entre gritos y golpes de
taló n; el de Cleofá s logró al poco botar su carga junto a un charco de
lodo y allí fue a dar el jinete de cuerpo entero; el de José terminó su loco
trote unas varas má s adelante estando a punto de derribarlo; se bajó y
salió corriendo a auxiliar a su hermano que, humillado, salía del charco
ante las miradas divertidas de las niñ as, entre las que escuchó esta
exclamació n:
–Mira, Myriam, ¡qué cara!
José se distrajo de su hermano y quedó contemplando el rostro de
Myriam, hermosísimo, arrebolado, con sus ojos llenos de risa: Myriam,
Myriam...; durante mucho tiempo volvió a su imaginació n de muchacho
ese rostro y ese nombre mezclado con juveniles sueñ os de amor y
ternura. ¿Qué habrá sido de esa niñ a?
Terminada la cena hace José su oració n mirando a ese río manso, tan
unido a la historia de su pueblo, que como él está revuelto, pero camina
hacia algo que se presiente.
–¿Qué está s preparando, Señ or, para nosotros? ¿Qué quieres de mí?
Estoy dispuesto a dá rtelo, Dios mío. –Al rato se duerme bajo las ramas
del á rbol que dejan traslucir las estrellas.
Al día siguiente, entre la neblina baja que emerge del río y los
primeros rayos del sol que salen por el oriente, cruzan el vado
arremangados los vestidos hasta la cintura, la carga sobre la cabeza, los
pies tentando los resbaladizos guijarros del fondo; la mula trastavea,
resopla bien sujeta por José; Perrillo a su vera patea con la cabeza alta.
Llegan a la otra orilla, se calzan, ajustan la cincha de la cabalgadura y
sus propias cargas y emprenden la marcha rumbo a Pella. El camino
sube, baja, se retuerce, pero paulatinamente va ganando altura.
Al anochecer llegan a Gerasa, esparcida entre cerros y bosques; se
quedan en las afueras, bajo una gran encina que da sombra a los
marchantes en las ferias. Les espera el contratista, hombre ya mayor,
fuerte, curtido por la intemperie, con dos hijos, los mozos arrieros y la
recua de mulas, a la par de la impedimenta de la que sobresalen las
grandes sierras bien envueltas entre amarres. Hay niñ os que curiosean,
mujeres que se acercan con sus canastos a venderles alimentos. José y
los suyos los saludan, se acomodan, descansan, toman juntos un té
fuerte calentado en la hoguera cercana y cuando ya el sol se pone,
discuten los precios, el jornal o el destajo, las condiciones de vida, el
tira y afloja de contratistas y contratados tan universal y antiguo como
el mismo hombre. Cleofá s hace gestos de disgusto e insinuaciones de
volverse a casa. José mira y calla; al fin se ponen de acuerdo, un abrazo
y un beso cierran el contrato, cenan alegres y se retiran a descansar.
Despiertan al amanecer, entumecidos, después de una mala noche
entre el frío, aullidos de perros y patear de mulas; llegan el contratista y
sus hijos, que pasaron la noche en casa de amigos; les traen de comer
parco y caliente. Atraviesan el pueblo, pueblo pintoresco de montañ a,
muchas casas y corrales de madera, humo con olor a pino que esparce
el viento, calles de barro duro, gentes con colores en las mejillas, mirar
curioso, las manos bajo la ropa. Antes de dejar el pueblo compran
provisiones y las llevan a las mulas; miran los niñ os y algunos curiosos
mayores; se enzarzan en luchas los perros forasteros con los que se
acercan de los vecinos. Perrillo ladra mucho, pero ataca poco con aires
de valentía.
Parten cuesta arriba apretando ya el sol; el paisaje se ensancha, el
pueblo va quedando a sus pies, el valle amplio a sus espaldas y ante
ellos las montañ as verdes, inmutables, sobre las que pasan nubes
ligeras buscando horizontes. El camino se estrecha, se hace sendero,
con huellas de innumerables herraduras de las bestias que añ o tras añ o
han bajado trayendo madera de los bosques inmensos. Piedras entre el
barro seco del camino, arroyos que se cruzan, barrancos fragosos
cubiertos de maleza a los lados, vueltas y revueltas hasta coronar las
cimas, cansancio hasta el límite de las fuerzas. Paran a pasar la noche al
mal abrigo de unas chozas en las que encienden unas hogueras que
humean e irritan los ojos hasta hacerlos llorar.
A la luz difusa del amanecer reemprenden la marcha; contempla José
admirado esas vertientes desde la altura: el valle mucho má s abajo
cubierto por las nubes de las que emergen dos picachos solitarios como
centinelas; los primeros grandes á rboles madereros en las cumbres y
ese aire puro que susurra entre las ramas, ensancha los pulmones y
lleva el corazó n a Dios. Cleofá s no deja de hablar, de reír, de increpar a
las mulas cuando se paran y de soñ ar en voz alta; el grupo se une ante
el esfuerzo de la marcha con las pesadas cargas; se van haciendo
amigos antes de convivir.
Al atardecer, llegan a la meseta donde instalan el campamento, cerca
de un arroyo que corre entre la maleza. A los lados, altos montes
poblados por los grandes cedros que alzan sus copas al cielo teñ ido de
rojo por el sol que se pone. Al fin la hoguera que chisporrotea, humo
que anuncia el hogar, silencio profundo que invita a la oració n. José sale
de la tienda bien abrigado en su poncho, ora, habla con el Señ or
contemplando esos cerros oscuros donde trabajará mañ ana y ese cielo
estrellado donde brilla la gloria de Dios. Perrillo lo acompañ a, salta a su
lado, corre, vuelve, se queda a sus pies quieto, la cabeza entre las patas,
¿no tendrá frío?... no, él tiene a José.
Despiertan ya entrando el sol entre las tiendas. Pronto está n listos
para escalar la montañ a, entre maleza hú meda y suelo blando por las
hojas caídas durante siglos; suben sin camino, llegan a la cumbre, sopla
el viento con má s fuerza y aparece ante sus ojos el valle opuesto: tierras
de Cedar, montañ as tras montañ as cubiertas de á rboles, montes azules
al fondo que se pierden en el horizonte. El contratista llega jadeando al
cabo de un tiempo, no detiene sus ojos en el paisaje, sino en un
espléndido cedro que se yergue cerca queriendo con su copa escalar el
cielo; mirá ndolo desde abajo parece que anda, cuando pasan sobre él
las nubes arrastradas por el viento. Despejan la base con los machetes,
aparece el gran tronco en toda la fuerza de su especie y la grandeza de
sus añ os. Comienzan las hachas a hendir esa madera noble que salta en
esquirlas sin una queja.
José es diestro, pero aun así sus manos se resienten, sus brazos se
agotan, duele la cintura inclinada tras el golpe; mediado el corte toma
aliento, seca el sudor de su frente y vuelve de nuevo a la tarea,
alternando con ritmo los golpes que suenan metá licos en la montañ a y
el eco que se dispersa por la quebrada; un primer crujido de la madera
hace callar a los pá jaros, se apartan, el á rbol se inclina lentamente como
un gigante herido, cae, se oye un estrépito de ramas rotas y, finalmente,
un retumbar sobre el suelo; después, el silencio, só lo interrumpido por
el golpeteo de las otras hachas de los compañ eros... Se suben sobre el
tronco, lo desraman y comienzan a trocearlo de diez en diez pies.
Avanza el trabajo, avanza la mañ ana, el cansancio se hace sentir, el
hacha parece de plomo, el mango hiere las manos hasta sacarles
ampollas. En la tarde, aquel hermoso ejemplar que apuntaba su copa
hacia el cielo, tumbado y herido, es arrastrado en partes monte abajo
ayudá ndose de unos gruesos palos que sirven de palanca; empujados o
jalados por mulas, llegan las trozas a la meseta donde quedan
desparramadas como huesos de un gigantesco animal.
Cae la noche y caen los hombres rendidos en torno a la hoguera; José
aú n tiene á nimos para afilar su hacha y la de Cleofá s que, tumbado sin
fuerzas, moja sus manos en agua de sal, a la vez que entre bromas y
veras, reniega de haber venido a esa montañ a.
Amanece el nuevo día, hú medo, gris, sin viento ni cantos de pá jaros.
Toca aserrar los troncos. Cleofá s ni se mueve; a cada intento cariñ oso
que José hace para despertarle, responde envolviéndose má s en su
manta; al fin, el sol que comienza a brillar, consigue levantarlo.
Se hacen los turnos de corte. José marca su tronco con el añ il de una
pita bien tensa que deja vibrar varias veces sobre la madera; quedan
marcadas las grandes vigas que, arrastradas sobre sus puntas, bajará n
las mulas. Mientras tanto, su compañ ero ha ido haciendo una zanja
honda bajo el tronco que se afianza sobre unos parales; traen la gran
sierra envuelta y engrasada. José arriba, el compañ ero abajo,
comienzan los cortes con un jala y afloja rítmico, fuerte, en el que los
mú sculos van acoplá ndose al querer de la voluntad; trabajo duro,
monó tono, trabajo que identifica al hombre con su Creador y con ese
mundo que le ha dejado para que lo transforme. José eleva el
pensamiento y se abre el diá logo contemplativo, como se va abriendo el
tronco en canal mostrando su entrañ a roja.
Al finalizarlo, un respiro; José baja a la trinchera, se encasqueta un
viejo sombrero de ala ancha y comienza sus jalones a la gran sierra,
mientras el aserrín cae sobre él bañ ando su ropa, identificá ndolo con
esa tierra que pisa también cubierta por el polvo de la madera. Así
transcurren las horas y horas de trabajo bien hecho, cansado, cara a
Dios y cara a los hombres.
Y así, pasan las jornadas con la novedad de la tarea acabada en que se
alternan la sierra con el hacha, y uniendo su voluntad, má s cada
jornada, con el querer de Dios.
Los finales de la tarde son alegres, el cansancio del cuerpo se va
reduciendo, el compañ erismo aflora junto con las bromas de esos
hombres rudos, unidos por un comú n trabajo en el aislamiento. Cleofá s
vuelve a ser el que hace reír y enojar a veces, el que está pronto para
soplar y soplar por renacer el fuego y luego no mueve un pie para
mantenerlo.
José es ordenado; con naturalidad deja las cosas en su lugar, limpias,
dispuestas para usarse; cuida lo pequeñ o, lo poco; emana de él una
fuerza que da confianza a sus compañ eros y hace que lo respeten;
siempre dispuesto a prestar un servicio, a enseñ ar có mo se hace mejor
una tarea, sin que el descuidado se sienta ofendido. Ayuda con la fragua
para sacar filo a las hachas o a los dientes de las sierras dá ndoles
distinta torsió n a cada par. Es especialmente apreciado por sanar
heridas con hierbas y emplastes con tal mañ a que se asombran cada
vez. El má s difícil de curar es Cleofá s, pues no sabe si tiene un mal
cierto o está haraganeando.
José adquirió en su casa, desde joven, buenos há bitos: antes de la
cena se bañ a en el arroyo, haga frío o calor; Cleofá s le dice que só lo de
verlo se le hiela la piel.
***
Pasan los días como pasan sobre ellos esas nubes de primavera
cargadas de agua; el trabajo templa los mú sculos y fortalece las
voluntades. Una noche llueve sin parar; al despuntar el día todo está
mojado, la niebla a ras de suelo, las herramientas hú medas, los troncos
resbaladizos. José y su compañ ero toman la sierra y la hienden en el
corte ya comenzado el día anterior; el mozo –un mozo de Nazareth
callado y servicial– desde abajo da un fuerte jaló n para comenzar la
tarea, el tronco cede –mal asentado en la tierra floja por la lluvia– y se
le viene encima, lo golpea fuerte en la cabeza y lo derriba; José baja
enseguida, con esfuerzo logra sacarlo en brazos y acercarlo a la tienda.
El muchacho tiene la mirada perdida, sangra por la comisura de los
labios; se acercan otros compañ eros que los rodean. José arregla sus
ropas, lo tapa bien y reza por él, que asiente con los ojos; invoca a Dios
por su vida, pero ésta se va del joven lentamente, como esos jirones de
niebla que se levantan frente a ellos por la fuerza del sol; mira a su
alrededor, tiembla, da un suspiro y muere con sus manos entre las de
José; todos callan, hasta las hachas má s lejanas van enmudeciendo y
también el viento; y aquel pá jaro en la rama, que canta como a él le
gustaba imitar sus cantos.
Una lá grima recia y viril cae por las mejillas de José; Cleofá s también
llora y reniega de la mala suerte del muchacho; cierran sus ojos y se
quedan por allí cerca sin hablar apenas; ya no continú an el trabajo,
velan. José de cerca mira su rostro pá lido y medita: –Este que está aquí,
Señ or, podía ser yo, ¡qué breve es la vida!, nos acecha la muerte, en un
momento se termina nuestra existencia; tenemos poco tiempo para
merecer, para amarte, Señ or, para hacer el bien; somos como la flor de
este campo que un día es y al siguiente desaparece. ¡Pobres sus padres!,
no lo volverá n a ver; salió de su casa lleno de esperanzas, no
regresará ...; es un gran misterio la vida y un mayor misterio la muerte;
Dios nuestro, tuyos somos y a Ti vamos antes o después...
Comen algo de mala gana, se alternan para abrir la fosa, al otro lado
del arroyo. Cuando baja el sol, con la luz tenue del atardecer, lo
entierran sus compañ eros con lá grimas en los ojos; el resto de la tarde
apenas hablan.
***
Siguen los días lluviosos con ratos de sol, el trabajo continú a, las
mulas no descansan en su incesante ir arrastrando las largas vigas
monte abajo y regresar cargadas con alimentos.
Una tarde llegan excitados los que cortan en el extremo norte de la
montañ a, anunciando que han visto una manada de carneros salvajes
bajando a abrevar en la quebrada. Preguntas, recuerdos, ilusiones, y
surgen los planes de la cacería; el contratista da el permiso, para que se
rompa el ambiente de pena que flota entre ellos tras la muerte del
compañ ero. Preparan unas rú sticas lanzas con las puntas endurecidas
al fuego y salen en la media noche del siguiente día, a la luz de la luna, a
sorprenderlos; se apostan en diversos pasos de la barranca a esperar
que lleguen, pero los animales los olfatean y no aparecen; inú til espera,
ateridos e incó modos regresan ya de madrugada. A los pocos días
cambia el viento y deciden probar de nuevo; Cleofá s es el má s
entusiasta, ya olvidó la mala espera pasada. Llegan de nuevo, superada
la media noche, a la barranca, se distribuyen, callan, velan.
–Mira, José, el cielo, ¡un cometa!
José levanta la vista y ve en toda su grandeza el astro, que arrastra
una inmensa cantidad de puntos luminosos, como cola que barre el
firmamento.
–Qué hermoso espectá culo, Cleofá s, demos gracias a Dios de que lo
estamos viendo –y quedan largo rato mirá ndolo.
–José, dicen que antes de la venida del Mesías aparecerá n señ ales en
el cielo, ¿será ésta una de ellas? Ojalá venga pronto.
–Dios te oiga, Cleofá s.
Con las primeras suaves luces de la aurora, aparece la manada, ante la
emoció n de los cazadores, tan quietos, que só lo oyen el latir de sus
corazones; a una señ al se lanzan sobre ellos con carreras y gritos; la
mayoría escapan, pero quedan tendidos dos pequeñ os, otro se arroja
por la vertiente en una poza y allí, entre balidos desgarradores,
cornadas y coces, logran cazarlo.
Aquella noche, mientras comen el asado a la luz de la hoguera, oyen
claramente atronadores los rugidos del leó n de la montañ a; las mulas
se espantan y hay que ir a la corralera a sosegarlas.
Llega el verano y con él el buen tiempo, la maleza se seca, las tardes
se prolongan; cantan intensamente los pá jaros guardabarrancos que
anidan en los grandes á rboles que caen por sus hachas, y quedan las
aves que construyeron nidos revoloteando desconsoladas por encima.
El trabajo avanza y son muchos los cedros convertidos en vigas o
tablones. José conoce cada vez mejor de esas maderas, de sus vetas, de
su dureza, de sus nudos... y sigue ayudando a sus compañ eros; ahora
que ha ganado su confianza; le escuchan con má s atenció n cuando les
habla de Dios, del bien y del mal, del trabajo que nos une con la obra
creadora de Dios. Cleofá s decide siempre rezar antes de terminar el día;
le asombra su hermano, lo quiere cada día má s, lo admira
especialmente cuando cuida a los compañ eros enfermos. ¡Qué
paciencia con ellos!, con naturalidad, como si no hiciera nada de
particular, con buen humor.
Un día, al atardecer, ladran los perros furiosos, se oyen gritos, una
sombra se encarama en unas ramas; se acercan con las hachas listas y
ven subido a un pobre hombre, medio desnudo, barbado, temblando y
aterido que a duras penas se sostiene; lo bajan y observan. El hombre
les dice que anda perdido, que hace días no ha comido, que se acercó a
pedir algo..., en sus muñ ecas y tobillos tiene marcas de hierros, su
espalda está surcada por cientos de líneas, cicatrices de antiguos
latigazos: es un esclavo fugitivo. Los hijos del contratista dicen que se
vaya, lo amenazan incluso con los perros, no quieren problemas, tal vez
lo anden buscando. José interviene, les dice que, bajo su
responsabilidad, le autoricen a quedarse. A regañ adientes lo permiten y
regresan todos a sus tiendas; Cleofá s no ha querido intervenir.
–Hermano, eres un idealista.
José da de comer al esclavo que se calienta junto a la hoguera;
mientras devora los alimentos, le presta unas ropas secas. ¡Cuá nto
sufrimiento en esa pobre vida!, consecuencia de la injusticia y la
crueldad de los hombres y de sus arbitrariedades; ¡si todos somos hijos
de Dios y hemos nacido libres! Cuando termina, cuenta algo de su
historia: es de un país de Asia Menor, en una guerra con los romanos
fue hecho prisionero y vendido como esclavo a un comerciante judío
que lo trajo a Jerusalén, allí aprendió el idioma; los hijos lo maltrataron
lo indecible hasta que una tarde huyó con este rumbo, viviendo como
una bestia, caminando só lo de noche, durmiendo escondido durante el
día; así llegó a estas montañ as donde se encontraba exhausto y
perdido; tenía mujer, una hija pequeñ a y a sus padres; ¿qué habrá sido
de ellos?, ya va para diez añ os de ausencia.
José lo escucha, junto con todos, atentamente.
–Descansa aquí en paz, toma esta piel seca del carnero que cazamos
nosotros.
Sigue el buen tiempo, al mediodía hace calor, zumban las abejas,
cantan en la noche los grillos. Un sá bado el esclavo –al que José acaba
de cortar el pelo– le dice que ha visto peces arroyo abajo y que les
enseñ ará a cogerlos. Junto con Cleofá s y otros compañ eros se dirigen al
río, se asoman a una poza y ven a los peces raudos esconderse bajo las
rocas; el esclavo se mete en el agua y con tiento va metiendo las manos
lentamente –con el agua a la barbilla– en las concavidades de las
piedras; al poco, entre sus manos, aparece un pez fuertemente agarrado
que arroja a la orilla. José se mete y lo imita, va buscando entre las
oquedades con la emoció n de sentir un pez entre sus manos; lo mismo
hacen los demá s y van recorriendo poza por poza capturando algunos
peces entre gritos de alegría y exclamaciones por lo frío del agua. Al
final se bañ an bajo una cascada mientras, colgados de una rama y
unidas las agallas por un junco, brillan al sol una docena de pescados.
Durante la tarde descansan; el esclavo va tomando gran afecto a José,
le habla de su vida; él lo escucha con agrado, es un don que se ha
forjado desde chico y practica con cualquier persona. En su tierra tenía
una pequeñ a granja, amigos, afecto; al ponerse el sol le gustaba cantar
para que su pequeñ a hija lo aplaudiera...; todo lo perdió en unos días,
ahora no cree en ningú n dios. José le habla de su Dios, padre de
misericordia, de amor y de perdó n, creador de ese cielo que se tiñ e de
rojo, de esas montañ as que se oscurecen, de esas flores que los rodean.
Uno, ú nico, espíritu puro e invisible, en el cual somos, nos movemos y
existimos; le habla del alma inmortal que poseemos y nadie podrá
destruir. De la elecció n del pueblo judío –a pesar de sus hombres– y de
las oraciones que ha compuesto a lo largo de los siglos para alabarle.
Cleofá s también escucha displicente.
–José, tú te preocupas de cualquier cosa.
Decae el verano, los días se acortan, las noches refrescan; en un par
de ocasiones no pueden trabajar por las fuertes tormentas, con truenos
y granizos que rebotan en las lonas, y rayos que centellean en torno
suyo atronando las montañ as; en sus tiendas sobrecogidos imploran la
protecció n de Dios; el arroyo retumba por el ruido de las piedras
arrastradas por la correntada. Perrillo gime asustado bajo la manta de
José; el esclavo aprovecha para terminar de tallar primorosamente, con
muchas filigranas, un cayado de palo de naranjo que le regala.
–José, ojalá florezca en tus manos como el que me constaste que
floreció en la de Aaró n.
Una mañ ana las tiendas aparecen blancas, cubiertas de escarcha: el
invierno se acerca. El contratista decide terminar la tarea; ese día ya no
cortan ningú n á rbol, trabajan solamente en la meseta para terminar de
aserrar los ú ltimos tablones que se llevan las mulas. Mientras vuelven,
comienzan a desmantelar el campamento, recorren los bosques
cercanos, cogen frutas silvestres y semillas que asan en la noche sobre
la hoguera; está n contentos. Una mañ ana –de regreso las mulas–
recogen toda la impedimenta, echan una ú ltima mirada a los montes de
alrededor, heridos en muchas partes por los á rboles cortados, y el
aserrín, virutas y ramas regadas por todas partes.
José se aparta unos pasos con el esclavo, caminan en silencio, hasta
llegar a una altura.
–Allá está tu tierra. Varias veces te he mostrado có mo llegar hasta
ella, bajo qué estrellas la encontrará s en esta época del añ o; eres libre
de volver a ella –con la ayuda de Dios– o de venirte con nosotros.
El esclavo lo mira, sus ojos brillan por las lá grimas.
–No quisiera dejarte, José, me has tratado bien, con cariñ o, me has
devuelto la fe en mí mismo, en los hombres, en Dios, que É l te lo pague
siempre..., pero deseo volver a mi tierra, tal vez no llegue nunca, tal vez
sí.
Se acerca a José y lo abraza mientras solloza sin vergü enza.
–Dios no te dejará , rézale todos los días, no odies a nadie... y no dejes
de cantar. Adió s.
Se acercan de nuevo a los del grupo que despiden al esclavo con
afecto, le hacen regalos ú tiles para su viaje; son gente ruda, pero de
buen corazó n. Parten. Al llegar al primer recodo del camino una ú ltima
mirada a la meseta y al esclavo que con gestos de la mano se despide.
***
El regreso es rá pido y placentero; sus cuerpos hechos al rudo trabajo
de esos meses no se cansan, los hombros ni notan la pesada carga sobre
ellos. Una noche ven merodeadores tras unas colinas; deciden meter
sus ahorros en la albarda de la mula, bien disimulados entre la dura
crin.
Llegan al vado del Jordá n, arman la pequeñ a tienda, encienden la
hoguera y tras comer en armonía, descansan. A la media noche Perrillo
ladra furiosamente, los despierta y apenas tienen tiempo para ver que
se les acercan varios hombres con armas y de salir corriendo. José de
un salto alcanza la mula, le corta el ronzal y le da una fuerte palmada,
oye unos gritos detrá s y siente un fuerte dolor en la cintura, huye en la
noche río arriba seguido de cerca por Cleofá s que no deja de maldecir
entre dientes a los bandidos; caen entre las matas, se levantan, caen de
nuevo, se hieren las manos, el rostro; al fin paran su carrera por lo
tupido de la maleza, descansan.
Perrillo llora lastimero; José nota que tiene una cortadura larga, pero
poco profunda por la que sangra copiosamente. Cleofá s se la venda con
una faja lo mejor que puede, ¿qué habrá sido de los compañ eros? Silban
imitando el canto del cuclillo, como en las montañ as, para llamarse; al
poco, no muy lejano oyen que les contestan; siguen llamá ndose hasta
que sienten acercarse un compañ ero que tiene una gran herida en la
cabeza por la que sangra sobre la cara y el pecho. José lo venda con su
camisa y lo alienta, pues está a punto de desfallecer. Avanza la noche:
mala noche es aquella. El frío cala hasta los huesos, se dan palmadas y
no dejan los pequeñ os saltos para no perder el calor.
–¿Y si han cogido la mula y nuestros ahorros?
–No te preocupes, Cleofá s, estamos con vida, demos gracias a Dios.
–Amanece al fin, la luz los llena de esperanza. Con cuidado se asoman
al límite del bosque. A lo lejos ven a los asaltantes que tratan de coger a
la mula, pero una y otra vez se les aleja con un trote arisco; no se deja
agarrar la vieja mula, con su albarda medio caída.
–¡Malditos bandidos, hijos de...!
–¡Calla, Cleofá s, nada ganas con maldecir, mejor reza!
Al fin se cansan, recogen todas las cosas, se van. Los fugitivos salen
con cautela de su escondite y se acercan al vado; aparecen los otros
muchachos ateridos, sin heridas. Los bandidos no han dejado nada.
Buscando entre unos matorrales, José encuentra su cayado. Van por la
mula que, aú n arisca, se deja agarrar por ellos.
Una gran caravana llega también al río; se unen a ella calentá ndose en
sus hogueras, les compran ropas y alimentos, se calman; montan al
herido en la mula y atraviesan con ellos el Jordá n.
–Cleofá s, alguna ventaja tiene que nos dejaran sin nada: no llevamos
peso encima...
Perrillo, que intuye el regreso, ladra contento. Cleofá s habla de sus
planes de casarse al poco de llegar: ahora sí quiere sentar cabeza, no
má s aventuras y que alguien con manos delicadas le haga la comida, ¡no
má s de esos horribles guisos del campamento! José ríe y ríen todos. El
sol calienta a ratos entre las nubes pasajeras.
Al atardecer del siguiente día, Nazareth está frente a sus ojos, como
colgada de la montañ a. Perrillo se adelanta gozoso, la vieja mula arrecia
el paso; ante la casa se despiden los compañ eros. José promete que má s
tarde irá a avisar a los padres del muchacho fallecido; triste tarea, pero
que tiene que enfrentar cuanto antes; se han tomado auténtico cariñ o y
quedan en verse con frecuencia; en el trabajo en comú n nació una
verdadera amistad. Salen los hermanos, los sobrinos, que saludan con
gritos de gozo y los padres que los abrazan con efusió n.
–Bienvenidos seá is, hijos, alabado sea Dios. ¡Cuá nto hemos esperado
y hemos rezado por vosotros!
Entran de nuevo al hogar, cansados, má s maduros, felices por estar de
nuevo entre los suyos.
***
Pasados dos días Cleofá s propone ir en busca de su novia María;
invita a José para que lo acompañ e; no tiene deseos, pero, por
complacer a su hermano, accede; se pone su ropa nueva –ahora tienen
ahorros– y salen. La mañ ana es fresca, soleada, caminan sin prisa,
saludando amigos y conocidos, erguidos, tostados por el sol, el cabello y
la barba recién cortados.
En la fuente está María con otras jó venes, entre risas, miradas tímidas
y llenar de cá ntaros; Cleofá s saluda a su novia que se ruboriza y
responde llena de alegría; María les presenta a su amiga María, a la que
dicen familiarmente Myriam, que no hace mucho vino de Jerusalén;
ésta levanta la vista y los saluda con sencillez. José se queda sin aliento.
–Ese rostro, Dios mío, sí, ¡es el de la niñ a que soñ é hace muchos añ os!
¡Qué hermosa, Señ or! Parece que el cielo se ha metido en ella...
Cleofá s habla y habla, cuenta de su viaje; José no quita su mirada de la
amiga de María, siente que su corazó n se dilata, todo su ser se
conmueve, se encuentra torpe cuando la ayuda a poner el cá ntaro sobre
su cabeza; sus cabellos, bajo el velo, huelen a flor.
–Adió s, hasta la tarde...
Cleofá s da una palmada a su hermano.
–¡Qué te parece mi novia? ¿Verdad que es bonita? ¡Esos hoyuelos en
sus mejillas cuando ríe...! ¿Qué te ocurre? ¿No será que te ha gustado
Myriam? Sí, es muy bella; ¡buenas amigas elige María!, pero ¿qué te
ocurre, José? Está s rojo como este clavel.
Por la tarde José pregunta a sus padres sobre Myriam.
–La conocemos bien, es hija de Joaquín y Ana, parientes lejanos
nuestros; no hace mucho que llegaron de Jerusalén, donde Joaquín
trabajaba en el Templo como administrador de la Puerta de las Ovejas;
tienen unas casas arriba y unas tierras en el valle. María les nació
siendo ellos mayores; todos dicen que es una joven admirable, hermosa,
sencilla y buena.
–Madre, ¿qué edad tendrá ?
–Cerca de los dieciocho añ os..., ella nació cuando yo esperaba a tu
hermana; durante muchos veranos venían desde Jerusalén a pasar
algunos meses aquí, siempre cuidada por Ben, un pariente de Ana que
no la deja ni a sol ni a sombra. Joaquín es un hombre muy trabajador,
honesto y piadoso, ahora algo enfermo, por eso se retiró de su trabajo.
Ana es una gran mujer.
Cleofá s interviene para plantear a sus padres que quiere casarse con
María cuanto antes.
–Deseo asentarme; voy a dedicarme al comercio, eso es, seré un gran
negociante...; ¿qué les parece si mañ ana van a pedirla a sus padres? Hoy
mismo se lo propongo.
De nuevo a media tarde salen los hermanos bien acicalados,
inseguros, y con prisa; no hay nadie en la fuente, al poco comienzan a
llegar algunas jó venes con las que bromea Cleofá s; al fin llegan Myriam
y María. A José se le hace un nudo en la garganta al verla de nuevo, ella
baja la vista y lo saluda. Cleofá s habla con María que ríe sin pena, le
propone matrimonio, así de una vez, sin tiempo de esponsales, tiene
prisa por establecerse, fundar un hogar; ademá s la quiere
intensamente. ¡Cuá nto ha pensado en ella durante esas noches en las
montañ as!
Myriam, como ve que José no se atreve a hablar –tan cortado está – le
pregunta sobre su trabajo en la corta de madera; José le responde,
habla sin casi oírse a sí mismo, só lo siente los ojos de Myriam sobre él
que expresan toda su atenció n, se fija en su pequeñ a boca que ríe a
veces o se abre en asombro.
–Eh, Myriam, ¡que ya se llenó tu cá ntaro hace rato! –le dicen las
compañ eras. Lo retira ayudada por José mientras ríen ambos.
–Myriam, ¿te gusta vivir aquí en Nazareth?
Ahora es ella la que habla con voz dulce que a José le parece lo má s
armonioso de este mundo; se olvida de lo que lo rodea y no siente el sol
que se pone tras sus espaldas, ni las voces de Cleofá s, ni las de María.
¡Oh, Señ or, qué criatura tan bella ha salido de tus manos! ¡Có mo no la
he descubierto antes...!
Siente José que su corazó n joven, noble, bueno, se enamora de
Myriam hasta la ú ltima fibra de su ser. Al fin rompen la intensidad del
momento las palabras de María anunciando que tienen que irse, que se
les hizo tarde.
–Hasta mañ ana, Myriam, que Dios esté contigo. –Y la ayuda a
colocarse el cá ntaro sobre la cabeza.
–Dios te bendiga, José.
Suben la cuesta despacio los hermanos.
–Ya has oído, José, me ha dicho que sí. Si Dios quiere tendremos boda
el mes que viene..., ¡eh! ¿me escuchas?
Esa noche José decide poner un taller propio de carpintería, gastará
todos sus ahorros en comprar herramientas y madera, trabajará
independientemente.
Pasan los días, siguen los viajes a la fuente, las ilusiones van
madurando en proyectos concretos. José habla de su taller, Cleofá s de
su comercio, que, como todo lo que emprende, le irá muy bien, aunque
los resultados tangibles tarden en aparecer. María se entusiasma, ríe y
ríe. Myriam escucha y medita.
***
Un pariente de José tiene una buena tierra de labor en la que hizo una
siembra tardía, que al siguiente día comenzará n a segar; los hermanos
trabajará n a destajo e invitan a las amigas a ir a espigar, como es
tradició n de siglos que pueden hacer las mujeres israelitas.
A la siguiente jornada, de madrugada, ya está n los dos hermanos con
sus hoces afiladas –bien remangados los vestidos– en la dura tarea de
cortar el trigo, junto con otros mozos y el tío que anda observando el
trabajo. Con frecuencia miran hacia el camino; al fin ven aparecer un
grupo de muchachas acompañ adas de Ben, el pariente de Ana, con sus
costales listos. El corazó n le da un brinco a José: allá está Myriam, que
deja su manto, recoge su pelo bajo un pequeñ o sombrero de paja y se
pone a recoger las espigas que han ido cayendo de manos de los
segadores. María, junto a ella, hace guiñ os y sonrisas a Cleofá s que a
punto está de cortarse una mano por mirarla. José también mira entre
respiro y respiro.
Transcurre la mañ ana sin sentirse a pesar del duro trabajo, inclinados
los cuerpos a ese suelo hollado por los surcos, los brazos tensos por el
corte. Al mediodía se reú nen todos bajo un gran encino cercano y el tío
les lleva agua, vino y alimentos.
–Buen trabajo, muchachos, aunque parece que demasiadas espigas se
han escapado de sus manos, dice mirando los abultados costales de las
jó venes, que preparan sobre un mantel la comida.
Almuerzan alegres, hablan, Myriam –el rostro arrebolado por el sol–
deja por un rato su largo pelo suelto. Cleofá s anuncia su pró xima boda
con María, que se ruboriza ante las felicitaciones de las compañ eras.
José le dice a Myriam que desea ir a saludar a sus padres y que si le
permite seguir tratá ndola. Myriam es ahora la que se ruboriza.
–José, yo se lo diré a mis padres y haré lo que ellos digan.
Por la tarde sigue el trabajo; antes de que empiece a ocultarse el sol,
las muchachas recogen sus cosas, se despiden con las manos y se van
con el tío Ben, quien las ayuda a cargar los costales. El campo parece
que queda vacío; los segadores callan hasta que el sol se acerca a las
lejanas montañ as y dejan de trabajar. Regresan cantando a la luz del
crepú sculo.
–José, nunca te había oído cantar tan recio. Yo pensaba que no
podías...
Un correcaminos sale espantado ante ellos; Nazareth en lo alto con
sus leves luces titilantes parece un pedazo má s de cielo estrellado.
La boda de Cleofá s es un acontecimiento en el pueblo, su familia es
numerosa y má s aú n la de María, motivo bueno es para reunirse y
celebrarla en la paz de Dios. El día es frío, sin viento. José y Cleofá s
desde por la mañ ana reciben a los amigos y familiares; los viejos padres
está n contentos al comprobar que el hijo mayor se casa y comentan con
otros parientes cercanos –en voz má s baja– que pronto lo hará José, tal
como van las cosas.
Al atardecer salen todos cuesta arriba hacia la casa de María; a la
puerta está n las vírgenes con las lá mparas encendidas; allí está
Myriam, con su vestido nuevo y una guirnalda de flores sobre su
cabeza. José la mira al pasar y ella baja la vista. Entran todos; las
muchachas bailan tomadas de la mano acompañ adas por unos mú sicos,
mú sicos de pueblo destemplados y alegres; cantan pidiendo a Dios
bendiciones para los esposos. José observa a Myriam entre las demá s,
só lo se fija en ella y hasta distingue su voz entre todas y se enciende
má s fuerte su amor... Mañ ana mismo hablará con sus padres para ir a
pedirla por esposa; trabajo no le falta, tiene manos para mantenerla y
corazó n para quererla toda la vida.
Pasados unos días va con sus padres a casa de Myriam; está nervioso
y tranquilo a la vez; Ben les abre la puerta. La casa está limpísima, con
flores recién cortadas. Joaquín y Ana los esperan, los saludan con
cariñ o; hablan de cosas triviales hasta que la madre de José expone el
objeto de su visita apoyada por su esposo Jacob. José parece clavado en
la silla sin osar levantar la vista, Ana se acerca, lo toma de las manos y
mirá ndolo a los ojos le dice:
–José, no esperá bamos que vinierais tan pronto a pedirnos a María;
por nosotros no hay inconveniente, pero ella tendrá que decidir. No
porque sea mi hija, pero ella es algo maravilloso. Nunca nos ha dado un
disgusto, es alegre, trabajadora, afable, buena con todos...; trá tala bien...
es un pedazo de nuestro corazó n, la mejor parte de nuestra vida.
–Señ ora Ana, yo le prometo ante Dios, que la cuidaré y amaré
mientras viva, pues en este poco tiempo que la he tratado he aprendido
a quererla con todo mi corazó n.
Joaquín interviene para decir:
–José, si María consiente, preferimos que te desposes el mes que
viene con ella y sea la boda dentro de un añ o; así podemos tenerla con
nosotros ese tiempo, preparar su ajuar y tú te afianzas en el trabajo.
Todos asienten, está n de acuerdo. Ana llama a María que entra con
naturalidad, la mirada recogida.
–María, los padres de José nos han pedido anuencia para que seas su
esposa; nosotros estamos de acuerdo... bien sabes que má s añ os
hubiéramos deseado tenerte con nosotros, ¿das tu consentimiento?
–Madre, yo haré lo que ustedes dispongan.
Los padres de José llaman a María para que se les acerque, la abrazan
y besan. La madre de José le habla en voz baja:
–Hija, José es el mejor de mis hijos; trabajador; nunca le he conocido
ningú n vicio, es hombre de oració n y lo quieren todos los que lo
conocen.
Se intercambian regalos, se habla de cuá l será el «mohar» segú n la
antigua costumbre. Cenan y se alegran sus corazones. Se despiden ya
salida la luna.
José puede visitar a María todos los días en su casa después de la
jornada de trabajo; su amor se hace má s profundo a medida que má s la
conoce. En una ocasió n en que quedan unos instantes solos, María le
dice:
–José, antes de que lleguemos a ser esposos debo decirte que mi
deseo es permanecer virgen, dedicar mi vida a Dios, a la oració n y hacer
el bien a los demá s.
–María, te amo tanto que respetaré tu voluntad. Dios nos dirá lo que
debemos hacer.
Llega el día de los esponsales; cosa rara en Nazareth: el suelo
amanece blanco por una ligera capa de nieve caída durante la noche,
como si quisiera la naturaleza celebrar esa fecha poniendo un manto
inmaculado sobre la tierra, casas y á rboles. Por la tarde sube José con
sus padres –bien abrigados– hermanos y parientes; se les unen Cleofá s
y María, contentos en grado sumo por la elecció n de José. Llegan a casa
de Joaquín que está caldeada por varios braseros, huele a resina de
pino, a incienso. María aparece bellísima, con su vestido nuevo y flores
en el pelo bajo el velo blanco; su amiga María la celebra con
manifestaciones de jú bilo; José recibe felicitaciones de amigos y
parientes.
Callan todos y comienza la ceremonia muy sencilla, ante los padres y
testigos. María y José se adelantan y manifiestan sus deseos de unirse
en santo matrimonio. José toma la mano de María y la tiene entre las
suyas mientras lo expresan.
En seguida le entrega José, como prenda de su compromiso, un viejo
anillo de oro que su madre guardaba y le dice:
–Este anillo es prenda de que será s mi esposa segú n la ley de Moisés
y de Israel.
Terminada la ceremonia, todos los presentes los felicitan y pasan a
comer, alegres y bulliciosos, con esa sencillez de la gente humilde y
trabajadora que tiene poco que ofrecer y nada que ocultar.
Perrillo ha seguido a José, aguarda impaciente, aterido, en la puerta;
en un descuido entra raudo a hacer fiesta a su dueñ o; antes que lo
saquen, María le da un bocado.
Afuera comienza de nuevo a nevar; sale la luna pá lida entre los copos
de nieve que caen suavemente.
Capítulo III
EL ÁRBOL DE SOMBRA
Era tío Ben pariente lejano de Ana, de edad indefinida y pelo cano, de
estatura media y manos fuertes, ojos sinceros, algo tímidos, andar torpe
a consecuencia de una vieja herida. Había sido muchas cosas en la vida
y ninguna estable: soldado, marino, comerciante; sin hogar y sin
familia. Como barco sin arboladura después del temporal fue a parar a
casa de Joaquín al poco de nacer María, y por humilde y servicial, allí se
quedó má s como amigo que como servidor.
Desde que Ana consintió en dejarle a María, pequeñ a, para que la
cuidara, comenzó a tomarle un grandísimo amor, que fue aumentando
con el tiempo y sobrepasó su medida cuando empezó a hablar y decirle
«Too Ben», mientras lo miraba con sus preciosos ojos llenos de vida. Su
existencia cambió , ya tenía un sentido, un porqué: cuidar de esa niñ a
cada día má s graciosa y bella. Durante las noches velaba cerca de su
cuna, atento al menor ruido y si ella tosía, él no dormía, y cuando
jugaba –él de lejos– en sus oficios de limpiar la casa o amontonar los
granos de las cosechas, no la perdía de vista largo tiempo. Ana le
regañ aba con cariñ o y le decía que consentía demasiado a María, que
por él no dejaría que sus pies tocasen el suelo. Tío Ben callaba y por sus
adentros pensaba:
–Si un pedazo de luna me pidiera, yo se lo iría a coger al cielo.
Los mejores días eran los que pasaban en el verano cuando iban a
Nazareth siendo María niñ a. Temprano salía al campo a cortarle flores
frescas que rodeaba de tomillo y le llevaba a su puerta y luego,
brillá ndole los ojos, contemplaba có mo las olía y alababa. La mimaba
todo lo que podía su ternura: la alzaba en sus manos fuertes para que
cogiera los mejores higos de la añ osa higuera vecina, o mirara los
pichones del nido de la tó rtola. Le traía los primeros racimos de uvas,
las primeras moras de la zarza o algú n pajarito recién volado del nido...
y se quedaba mirá ndola mientras corría con otras niñ as por el patio de
la vieja casa. En ocasiones las acompañ aba al río, donde cogían
renacuajos y pececillos, se echaban el agua, reían y volvían felices con
flores en el pelo y los pies mojados; tío Ben se las arreglaba para darle
siempre alguna fruta del tiempo, que comían de regreso al caer la tarde.
Tío Ben era un alma sencilla, como esas hojas toscas de un jardín, que
sirven para marcar el contraste de las flores hermosas; o como esos
parientes solitarios que se arriman a los hogares y sirven
humildemente, sin brillo, toda su vida, só lo reflejan la luz de los otros y
esto les basta.
Un día, contando María apenas siete añ os, regresaban todos del
campo cuando a medio camino salió una gran culebra que se abalanzó
sobre María; tío Ben la ahuyentó raudo con el palo; María quedó
asustada y llorosa:
–¡Quería morderme el pie! –repetía.
Tío Ben tuvo que llevarla en brazos, con la cara oculta sobre su
hombro, el resto del camino. Por la tarde no quiso cenar y tío Ben
durmió varias noches a los pies de su cama mientras se le pasaba el
miedo.
Cuando llegaba la época de la trilla, le encantaba a María subirse con
tío Ben en la trilladora –esa rú stica plataforma de madera con grandes
clavos en su base– y que el borrico diera vueltas y vueltas rompiendo la
espiga; al final se bajaban, tomaban los cedazos y aventaban el grano al
viento de la tarde para que lo separara de la paja, entre apuestas y risas.
En las tardes de invierno, tío Ben fabricaba objetos con tiras de cuero,
era muy experto, y sus manos duras le daban al material –humedecido
con agua de hierbas– la forma que quería: hacía zapatos, cinturones,
bolsones y hasta sillas rú sticas de montar. María lo miraba a ratos y le
pedía que le hiciera cosas; como estaba aprendiendo pasajes de la
Sagrada Escritura que le leía Ana, se los recitaba de memoria sin
equivocarse en una letra.
–Tío Ben, ¿quieres que te diga lo que dijo el Á ngel al despedirse de
Tobías?
Esto le causaba gran admiració n a tío Ben y a todos los de la casa; a
veces, se acercaba Joaquín a oírla, con los viejos rollos de la Escritura
Sagrada en la mano para comprobar las frases, y también Ana, que
conservaba una gran memoria. Otra cosa que le encantaba a tío Ben y a
todos los de la familia y amigos era oírla cantar. María tenía una voz
dulce y recia que a los doce añ os fue consolidá ndose y le ayudaba a
entonar maravillosamente viejas y tradicionales canciones del pueblo
de Israel, cantadas por las muchachas desde siglos atrá s; sus primas y
otras niñ as también cantaban cuando venían y aquellos cantares eran
algo como oració n grata a Dios. Tío Ben se ocultaba entonces tras
alguna columna para que no vieran la emoció n que lo embargaba.
En el verano, cuando venían de Jerusalén, salían mucho al campo con
Joaquín para ayudarle en las faenas agrícolas; María estaba lista desde
temprano y le hacía ilusió n cualquier trabajo. Joaquín tenía unos
terrenos en la falda de la montañ a en los que dejaba crecer la hierba
con las lluvias invernales y se hacían los primeros cortes para junio; el
heno se amontonaba por todos en torno a una gruesa estaca clavada en
la tierra y, cuando el montó n estaba hecho, tío Ben ayudaba a María y a
otros niñ os a subirse y bajaban deslizá ndose por la hierba entre gritos
y risas. Al final del verano cargaban el heno ya seco en la vieja carreta
de bueyes y allá arriba se subía feliz María con los niñ os y llegaban
rodando lentamente entre el chirrido de las ruedas de madera y las
voces de tío Ben que con la pica apuraba a los bueyes y con los ojos
risueñ os miraba la carga de la carreta.
***
Pasaron los añ os, María se hizo mujer y recogía su pelo bajo un velo.
La noticia de que se irían definitivamente a Nazareth, porque Joaquín
terminó su trabajo en el Templo, alegró enormemente a tío Ben; allí
podría hacer má s cosas por María, él conocía bien el campo, las
estaciones, el tiempo de cada flor y de cada fruto. No le gustó que al
poco de llegar María fuese con sus primas a la fuente, por el agua de
beber; la cuesta era empinada y él podría traerla sin mayor esfuerzo.
Ana le dijo que no, que debía hacerlo María, como las otras jó venes del
pueblo, pues ya no era una niñ a. Tío Ben pasó tres días sin hablar con
nadie. Ademá s había unos jó venes que iban a ver a las muchachas y hay
uno de nombre José que no quita su vista de María y se ruboriza ante
ella como un niñ o, siendo como es hombre y bien barbado.
A tío Ben le cayó bien José al que comienza a ver con má s frecuencia
por allí, pero siente en lo profundo de su ser que un día se lleven a
María, a la pequeñ a de su vida. Y así fue, porque aú n no ha comenzado
el otoñ o, poco después de la fiesta de los Taberná culos –que aquel añ o
fue muy alegre y concurrida por las buenas cosechas–, María misma le
da la noticia.
–Tío Ben, hoy vendrá n a pedirme los padres de José para que sea su
esposa, yo haré lo que mis padres digan, ellos verá n cuá l es la voluntad
de Dios.
Tío Ben se quedó encogido y apesadumbrado, no sabía qué decir.
–María, mi pequeñ a, está s tan joven... y te gusta rezar, hablar con Dios
y mirar por todos, y tus padres, y esta casa, y estos campos.
–Tío Ben, yo haré lo que mis padres digan, como es la costumbre. Y
después, mirá ndolo con gran ternura:
–No me iré lejos, José es de aquí.
Para los esponsales tío Ben trabajó duro desde antes de amanecer,
limpió la casa de arriba a abajo, fue por agua, recogió hojas del patio,
regó las plantas..., pero no estuvo en la ceremonia: salió de casa cuando
llegaron los padres de José con sus parientes y no regresó hasta la
noche. Al salir, de una ojeada, vio a María con Ana que le estaba
arreglando el pelo, tan bella como un á ngel con su vestido nuevo. Llegó
hasta el á rbol de mostaza en las faldas del monte, se sentó , rezó y lloró
como un niñ o. Después habló con Dios:
–Señ or, ¿no será el mío por María un amor demasiado humano? Tú
sabes, Señ or, que yo só lo quiero el bien para ella... sí, pero también
quiero estar cerca y mirarla y oírla. ¡Oh, Dios mío, ella es la mejor obra
de tus manos!
***
Al terminar el invierno, que fue apacible aquel añ o, tío Ben está un
día claro, con viento a rachas, en el patio, seleccionando semillas para la
siembra de primavera. Ana en el otro extremo con sus labores. María en
su habitació n reza sus oraciones: es mediodía. Se calma el viento y
callan los gorriones, se corta el silencio. A Dios, que está siempre tan
cerca de esta casa, se le siente má s cerca hoy. En las habitaciones de
María aparece una gran luz, tío Ben piensa que el sol se ha metido en el
cuarto. Ana deja quietas sus labores y mira atenta. Tío Ben desliza sus
semillas en el costal y está dispuesto a acudir donde María, pero no se
mueve. Se oyen voces que confunden sus sonidos y al poco sigue el
silencio en torno, tan palpable, que hace estremecer; la luz se
desvanece poco a poco, y al rato sale María; el rostro arrebolado y
hermosísima, los ojos hú medos, lentamente se dirige a su madre y la
abraza. Ana la besa y pasa su mano entre su pelo. María no puede
contener su emoció n y llora sin amargura; al cabo dice:
–Madre, un Á ngel me ha dicho que voy a ser madre del Mesías, tendré
un hijo del Espíritu Santo que se llamará Jesú s. Y deja el rostro oculto
en su regazo.
Tío Ben sigue en su faena:
–A esta niñ a María algo le ha ocurrido, está hermosa como la aurora y
alegre, pero llora, es la de siempre y no parece la misma. Con su oració n
ha acercado la luz de Dios a esta casa.
Algunos días después, María pidió a tío Ben que la acompañ ara a dar
un paseo a un lugar tranquilo, cuesta arriba, al á rbol de mostaza, desde
donde veían al pie las casas de Nazareth al fondo del valle y en el
horizonte las lejanas montañ as. María contempla aquel pedazo de su
tierra y es como si viera todo el mundo ante ella, reza, medita y habla
con Dios. Tío Ben, cerca, la observa, después de recoger unos trozos de
leñ a y atarlos con un cordel:
–María, mi pequeñ a, ¿te ocurre algo?
–Grandes cosas, tío Ben, a su tiempo las sabrá s –y lo mira con sus ojos
dulcísimos llenos de una luz especial, como un lucero que brillara en el
día.
Una tarde, antes de romper la primavera, le pidió alborozada y
gozosa, que la acompañ ara a Ain-Karim, para visitar a su prima Isabel
que estaba esperando un hijo. Tío Ben quedó encantado y conmovido;
un largo viaje con María: acompañ arla, servirla, ayudarla, oír su voz y
escuchar su risa, velar su sueñ o, mitigar su sed y su fatiga, defenderla
aun con la vida. Soñ aba tío Ben en el viaje mientras pensaba en las
cosas que iban a llevar: el aparejo del borrico, las frazadas para la
noche, el cuero para el agua; iría él tan cargado como el borrico, pero
¡qué le importaba!, con María su pequeñ a... él ¡no se lo merecía!
Aquellos días trabajó de firme y aquellas noches apenas durmió ,
pensando en que amaneciera.
El viaje para tío Ben fue un anticipo del cielo en la tierra; ¡cuá ntas
jornadas caminando junto a María y cuá ntas noches velando su sueñ o
bajo las estrellas! Dios estaba tan cerca de ellos que lo veía con só lo
cerrar los ojos.
El camino largo se hizo corto para tío Ben. Disfrutaba oyendo a María
platicar con la muchacha de la casa que los acompañ aba también,
cuando reían o cuando conversaban. A veces le preguntaba cosas del
campo que atravesaban: del paisaje, de los animales que encontraban o
de la gente que se cruzaba en su camino. Todo le parecía muy hermoso:
las estrellas en la noche, o las nubes rojas en la madrugada, que miraba
de reojo mientras hacía el fuego a la vera de la tienda, soplando sobre
los leñ os hú medos, con lá grimas en los ojos. El sá bado, que les tocó a
medio camino, tío Ben quedó muy conmovido: María ayunó , sin darle
importancia, con señ orío, con una sonrisa, ocupá ndose de otras cosas
mientras ellos comían algo a regañ adientes.
A María, siempre servicial, no le gustaba ser servida, era la primera
en emprender las faenas: de plantar las tiendas o recogerlas; de
apariencia frá gil, no lo era; hacía las cosas con tanta perfecció n que tío
Ben, hombre experto y há bil, quedaba con gran admiració n. A media
tarde, el paso cansino de los borricos, cuando las golondrinas pasaban
bajo, piando recio y se levantaban al cielo en veloces piruetas, María
cantaba, acompañ ada tímidamente por la muchacha. Tío Ben la
escuchaba embelesado agradeciendo a Dios aquellos momentos. O les
hablaba de Dios, de historias de la Sagrada Escritura o les recitaba
Salmos y, de modo gracioso y discreto, les hacía preguntas para que los
recordaran; después, rezaban juntos hasta ponerse el sol.
María tenía prisa por llegar y no pararon en Jerusalén, ni para pasar
en mejor acomodo aquella noche, en casa de unos parientes. Al final de
la tarde, llegaron a Ain-Karim, a casa de Isabel. Tío Ben presenció la
escena del encuentro de María con su prima mientras descargaba las
cabalgaduras. Vio có mo se abrazaron y que saludaba a Isabel y, con
gran asombro, có mo Isabel caía sobre sus rodillas y apoyaba la cabeza
en el regazo de María; todos los que se habían acercado callaron
conmovidos. Tío Ben pudo así oír las palabras de Isabel que lo dejaron
perplejo y asombrado: A María, su pequeñ a María, que había cuidado
desde niñ a, la llamaba bendita entre todas las mujeres, algo grande
había hecho Dios con María... Y oyó también la respuesta de María,
después de levantar a su prima y abrazarla.
***
Aquellos meses en Ain-Karim fueron los má s felices para tío Ben;
trabajaba como siempre en lo que le pidieran. Era la casa de Zacarías,
casa grande, con tierras de labor cercanas; acompañ aba a María y a
Isabel cuando salían a la huerta o a los campos cercanos. Paseaba con
Zacarías, hombre profundamente piadoso y sabio, que ahora
permanecía mudo; había paz y armonía en la casa, casa en la que Dios
habitaba.
María e Isabel se acompañ aban, cosían o tejían juntas las ropas de los
futuros hijos, y ayudaban a guardar cosechas. Isabel cada día podía
menos, sus pasos se hacían má s torpes; sin perder el buen humor hacía
bromas sobre su estado y su edad:
–Como Sara, mujer de Abraham, decía.
Un día se le acercó Isabel y le dijo:
–Ben, ¿no sabes que María espera un niñ o...? Ese niñ o es muy
especial, Ben. Es el hijo de Dios Altísimo, el Mesías esperado. A nosotros
nos ha tocado ver esta maravilla, a ti cuidar de María desde pequeñ a. Yo
estoy esperando otro niñ o que será el Precursor, el anunciado por los
profetas que preparará los caminos del Señ or, y María es la mujer
Virgen que profetizó Isaías como Madre del Emmanuel, el Salvador del
mundo. Y ella tan sencilla, humilde y buena, permanece como siempre
la conocimos. No se lo digas a nadie, Ben, ni a José; Dios tiene sus
caminos.
Comprendió tío Ben muchas cosas... Desde entonces cuidaba a María
y la miraba con má s amor, si cabe; tentado estaba de arrodillarse
cuando ella pasaba.
***
María atendía a la futura madre y cuidaba de todos y de todo; con su
sola presencia infundía paz. Zacarías rezaba y leía, sin atinar en el
manejo de la casa. Tío Ben daba vueltas por el corredor, miraba,
ayudaba en lo que le pedían y hacía cosas ú tiles poco importantes.
Cuando María le pedía pequeñ os servicios, él, por querer cumplirlos
con rapidez, no los entendía y volvía a preguntar; ella le repetía con una
sonrisa y una mirada de cariñ o, aun dentro del natural nerviosismo que
sacudía a todos ante la inminencia del parto. El esperado nacimiento
del hijo de Isabel fue un acontecimiento, no só lo en la casa, sino en toda
la regió n. La espera fue larga y tensa; Isabel era mujer recia, entera para
el sufrimiento, pero ya mayor.
A media tarde de un día templado de finales de verano volvieron las
parteras. Zacarías, tío Ben y otros antiguos empleados de las fincas se
sentaron en unos bancos del corredor; los mozos, en el patio,
conversaban en cuclillas; las mujeres iban y venían de un lado para
otro. María, junto a su prima, salía en ocasiones. El tiempo pasaba lento
como el sol que se ponía en el horizonte. Isabel gemía a ratos y callaba
otros; al caer la noche, con la sola luz de unos candiles, nacía el niñ o
Juan en brazos de la partera que se lo pasó a María limpio y envuelto en
un pañ al. Los de afuera estaban quietos, expectantes y, al oír el primer
lloro, se miraron y sonrieron. No tardó mucho en salir María con el niñ o
en brazos, recogido con amor en su regazo.
–Zacarías, este es tu hijo, un hermoso niñ o. Isabel está bien, solo
cansada; dad gracias a Dios.
Todos se levantaron y lo miraron de cerca. Zacarías contuvo su
emoció n a duras penas. A los tres días, Isabel ya estaba con el niñ o en el
corredor y María a su lado con una labor a su término para el niñ o.
Joaquín apareció al siguiente día, de modo inesperado, al cerrar el
portó n en la noche, con la compañ ía de un mozo de la casa y las dos
mulas andariegas; cansado y cubierto de polvo, alegre y sereno como
siempre. María, nada má s conocer su arribo, salió corriendo a
abrazarlo, con grandísimo contento. Tío Ben –de encontradizo–
también lo saludó nada má s llegar. Zacarías e Isabel lo recibieron con
gran alegría en su habitació n y enseguida le enseñ aron al pequeñ o Juan
que María tomó con cuidado de su cuna.
No llegó a la semana el tiempo que estuvo Joaquín en aquella casa,
pero fueron aquellos días tiempo intenso, donde volvió a renacer el
amor sincero que se tenían todos en ella, al convivir en lo grande y el
pasar por alto lo pequeñ o que desune.
La despedida fue sincera; tío Ben intuyó que nunca volvería a ver a
aquella familia que tan bien lo trató . Joaquín abrazó fuerte a Zacarías y
besó a Isabel que, con el pequeñ o en brazos, quería que se llevaran la
ú ltima imagen de él en sus retinas. María, con el rebozo, escondió el
rostro mientras con la mano hacía saludos a su prima.
El viaje de regreso fue pesado para tío Ben, le asaltaron ataques de
tos en las noches y fatiga en el día. María le preparaba infusiones de
hierbas, que tomaba a sorbos como niñ o obediente mientras ella lo
miraba esperando que se lo bebiera todo; Joaquín le hacía bromas
sobre su salud de hierro y larga vida aventurera. Las ú ltimas jornadas
tuvo que hacerlas montado en la mula del mozo, el cuerpo abrigado
entre los ponchos y las piernas flojas. María iba a su lado como
cuidá ndolo.
–Oh, María, qué poca cosa soy, tú que das fragancia a estos campos
que atravesamos, cuidá ndome a mí, pobre enfermo; yo soy el que debía
velar por ti y por ese niñ o que esperas. ¡Dios mío, que pueda verlo y
tenerlo en mis brazos!
De nuevo en Nazareth, tío Ben se recupera a ratos y empeora otros;
todos los días se levantaba y trabajaba en lo que podía. Ana le llamaba
la atenció n y le decía que se cuidara, que no tenía que levantarse aú n.
–Mujer, si lo mío es trabajar, ¿qué hago yo sin hacer nada? Sería peor
que mi burro, que come porque trabaja. Ademá s, así puedo estar con
María y oír su voz, y su risa y velar porque no haga esfuerzos... ¿Cuá ndo
será el nacimiento, Ana?
–Para principios del invierno, Ben; y, a propó sito, ¿sabes que en unos
días se casará María?
Tío Ben ha visto a menudo a José frecuentando la casa; nada má s
llegar de Ain-Karim estuvo para ver a María y salió serio y demudado. Y
en unos días no volvió ; luego lo hizo contento y sonriente, y vinieron
también Cleofá s, con su esposa María y otros muchos parientes y
conocidos. María le dijo una mañ ana:
–Tío Ben, me caso con José. ¿Nos ayudas a arreglar la casa de al lado?
¿Trabajar para María? Esto le dio á nimos y nuevas fuerzas a tío Ben.
Aun de noche se levantaba y se iba con el borrico a traer arena del río
para hacer la mezcla con la cal; a su regreso ya estaba José trabajando
con la sierra en la madera, y lo saluda sonriente a la vez que le ayuda a
descargar. Tío Ben levantó unos muros en la pequeñ a casa con maestría,
con grandes adobes que sacó de la barda contigua. Con las manos llenas
de mezcla, la ropa blanca de cal, trabajaba y trabajaba sin descanso
hasta olvidarse de su tos, de su pierna y de sus añ os; le ayudaba el
mozo de la casa, silencioso y prudente, trabajador y abnegado, sencillo
hasta en su mirar, hombre fiel desde pequeñ o.
A la media mañ ana venía María, sola o con Ana, trayendo algo de
comer, oloroso y humeante, con risas en los ojos, con esa alegría
contagiosa que terminaba por hacer sonreír a todos, a la par que
agradecidos. María alababa cualquier progreso de las obras y todo le
parecía bien; después que recogía el servicio, seguían trabajando
reconfortado el cuerpo y el espíritu. Laboraban hasta que la luz se iba
tras el sol. Así hasta que terminó el arreglo de la pequeñ a casa: los
muros repellados, el piso nuevo de loseta de barro, las puertas recias de
madera, las ventanas ajustadas y el techo que hubo que reentejar y
cambiar algunas vigas. Y a las cuatro semanas fue la boda de María con
José...
De nuevo tío Ben no quiso estar. Salió de madrugada con el borrico a
comprarles lana a unos pastores al otro lado de la montañ a. Fue su
postrer salida fuera de Nazareth; de regreso, cuando ya los ú ltimos
invitados se despedían, llegó tío Ben cansado y polvoriento, con un
nuevo ataque de tos.
María y José pasaron a la nueva casa, patio de por medio con la de
Joaquín y Ana. Tío Ben todos los días les llevaba el agua y se quedaba en
el corredor con María, escardando la lana que compró . El otoñ o fue
suave y aú n se estaba bien a la intemperie. María estaba feliz. José la
contemplaba y Ana la cuidaba. Tío Ben la ayudaba en todo lo que podía:
le llevaba la leñ a ya cortada y quitaba del patio la maleza y los trastos
abandonados durante añ os.
¡Que hermosa estaba María en su maternidad juvenil!; las mujeres así
son má s bellas, tienen como dos almas, llegan a su plenitud.
Oyó hablar del pregó n, pero no le hizo mayor caso hasta que María,
serio el rostro, le dijo en la tarde:
–Tío Ben, tenemos que irnos a Belén para empadronarnos. ¿Cuidará s
de la casa mientras regresamos?
–Pero, María, ¿có mo vais a emprender ese viaje así a punto de tener a
tu hijo? Ya comenzó el invierno; ademá s, no está n los caminos seguros,
iré yo también.
–No, tío Ben, tú esperará s aquí y te curará s esa tos.
Y dá ndole un abrazo, le pareció que una lá grima rodaba por su
mejilla.
–Cuídate, María, mi pequeñ a, cuídate.
–Tío Ben, tú sabes que me cuida Dios.
Desde el día que partieron veló por la casa de María y José: limpiaba,
barría, daba de comer a las gallinas; contemplaba un vestido de María
aú n colgado, las herramientas y el banco de José, el arcó n, los trastos de
cocina limpios y en orden y, en un rincó n, la pequeñ a cuna que José
preparó para el niñ o.
Pasa el tiempo y no regresan, y sabe que nació el niñ o y que está bien,
en Belén. Ana le da la noticia una aciaga mañ ana:
–María, José y el niñ o han tenido que huir a Egipto, porque Herodes
quiere matar al pequeñ o.
Tío Ben calla, se va a su cuarto, a su rincó n y, sobre el duro catre, llora
con las manos en el rostro.
–Oh, María, mi pequeñ a, ¡qué será de ti sin mi ayuda por esos
caminos desérticos!, mejor hubiera ido contigo, ¡si no fuera por esta tos
que me abate desde el otoñ o!
Tío Ben se vuelve taciturno, silencioso, apenas come; trabaja, porque,
como él mismo dice, hay que trabajar, pero se retira antes a su cuarto.
Ana lo anima, le dice que no le pasará nada, que Dios está con ellos.
Una mañ ana no se levantó . Tosía a ratos y dormitaba otros, abría los
ojos como ausente y murmuraba entre dientes con frecuencia: –María,
mi pequeñ a. Así pasó el día y las primeras horas de la noche. Joaquín y
Ana velaban a su vera, rezaban pausadamente y lo cuidaban con cariñ o.
A la madrugada pareció recobrarse, miró a todos y les dio las gracias; a
los pocos instantes, invocando a Dios, inclinó la cabeza y murió
serenamente.
Al arreglar Ana, entre sollozos, su almohada, descubrió debajo de ella
un ramo de tomillo que María dejara junto a la cuna del niñ o.
Capítulo IV
UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS
«Hay días que separan el cielo de la tierra y hay días que los unen».