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Javier Suárez-Guanes

La doncella de Nazaret
Historia de la Virgen María
–No sabemos si fue así,
pero pudo haber sido
Si hay algo de bueno en este libro
se lo debo al Siervo de Dios
Monseñ or Josemaría Escrivá de Balaguer,
de quien aprendí
a querer a mi Madre la Virgen.
É l me valga desde el cielo,
donde estará contemplando,
a la que tanto quería en la tierra.
INTRODUCCIÓN
Tuve la idea de escribir estas pá ginas al meditar las palabras de
Monseñ or Josemaría Escrivá de Balaguer: «Cuando se ama a una
persona, se desea saber hasta los má s mínimos detalles de su
existencia, de su cará cter, para así identificarnos con ella. Por eso
hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un
pesebre, hasta su muerte y resurrecció n... Porque hace falta que la
conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el
corazó n, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningú n
libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»
(Es Cristo que pasa, n. 107).
No fueron escritas estas líneas como tratado de Mariología, ni relato
de la vida de María enriquecido con datos histó ricos, o exegéticos, o
suposiciones tradicionales. Es un relato sobre la vida de María y su
familia de Nazareth, madurado a lo largo de muchos añ os de
contemplar la vida de la Virgen Nuestra Señ ora; de modo que no he
forzado el pensamiento, só lo lo he dejado discurrir al modo como se
hace oració n.
He tenido la osadía de meterme en el decir interno y externo de
María y su familia, y expresarlo con palabras actuales. Que Ella me mire
con misericordia y me perdone como a niñ o.
He visto mucha bibliografía, pero me ha servido poca, porque, o se
explayan en comentar los textos de los Evangelios, o se van por
fantasías de sucesos y personajes que se salen del marco donde quise
encuadrar mi relato que, desde un principio, deseé que fuera –con
atrevimiento– la aplicació n del espíritu que Monseñ or Josemaría
Escrivá de Balaguer trajo al mundo: la santificació n de lo ordinario, del
trabajo, de la comú n existencia, a un relato de la vida de las personas
má s amadas: Jesú s, María y José.
He tratado de escribirlo como un personaje má s de su tiempo, que
relata lo que hubiera visto y meditado en aquellos días, no como
analizando los sucesos a la luz de la historia, de las tradiciones o de la
ascética cristiana contemporá nea.
Ojalá sirvan estos pensamientos, hilvanados por el hilo de una misma
pluma, para introducir al lector de nuevo en esas escenas, que conoce
tan bien, y le ayuden para hacer oració n y amar má s a Jesú s, María y
José.
El borrico de la Sagrada Familia, del que se narra su vida y se
expresan sus «pensamientos», puede representar a cualquiera de
nosotros –¡cuá nto hubiésemos deseado estar donde él!–.
Ante el afá n –producto de otras mentalidades– de presentar a la
Virgen muy jovencita, por temor al amor casto de San José, pienso que
no era cuando se casó María una niñ a grande, sino una preciosísima
joven mujer en toda su plenitud.
He puesto a María en el Templo, pero no en una especie de
monasterio como para apartarla de los peligros del mundo. Sí hay una
tradició n que nos habla de que fue presentada en el Templo, pero no de
que se quedase a vivir allí, a la edad de tres añ os.
No he pretendido dibujar –con la pluma– los personajes, los lugares o
los hechos de modo exhaustivo, só lo con unas pinceladas, para que el
lector, con su imaginació n, se los represente segú n su leal pensar y
querer.
Los datos histó ricos, las tradiciones, las opiniones má s comunes de
los autores que escribieron sobre la Virgen, así como las descripciones
de ambientes, paisajes y distancias, está n confrontados con el libro: La
vida de la Virgen María de Gabriel M. Roschini O.S.M., que hace un
completo estudio de muchos escritos sobre Nuestra Madre la Virgen y
ofrece una amplia bibliografía.
Capítulo I
LA ESTRELLA HERMOSA
El viento azota inmisericorde las ventanas; algú n transeú nte tardío
pasa por la calle, agitadas sus ropas, envuelto en su manto; se oyen
balidos de las ovejas cercanas; temblequean las luces en las lá mparas
dibujando sombras movedizas sobre las paredes. Joaquín apoya los
codos en una rú stica mesa, sobre la que acaba de hacer las cuentas,
mientras sus manos sujetan su cabeza canosa: está apesadumbrado.
Medita: –¡Tanto trabajo! ¿Para qué? El hijo ansiado desde los primeros
añ os del matrimonio no viene; él envejece y su esposa también.
Ana hace su labor en silencio, ante la escasa luz del fuego del hogar; a
veces mueve los labios, ¿reza?; muchas canas cruzan su pelo recogido
con gracia en un moñ o... ¡Qué bella era cuando se casaron! Esperanzas
que van pasando, como ese viento que azota la calle.
Pero Joaquín es hombre de fe, ésa no la perderá nunca; toma un
grueso rollo de la Sagrada Escritura y se coloca al lado de su esposa.
–Ana, ¿hacemos la oració n de la noche?
Ella lo mira –sus ojos azules siguen siendo muy hermosos entre las
finas arrugas de su piel morena– y asiente. Desenrolla Joaquín hasta el
Salmo 21 y lee con voz pausada:
–«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Alejado está s de
mis plegarias, de las palabras de mi clamor. Clamo, Dios mío, durante el
día y no me oyes; de noche, y no hay descanso para mí».
Y termina:
–«Mi alma vivirá para É l, a É l servirá mi descendencia».
Se le quiebra la voz y se retira a su cuarto. Ana recoge las labores,
junta el fuego y apaga las lá mparas antes de seguirlo a su habitació n.
Pasa el invierno, sigue la vida. Con el comienzo de la primavera, Ana
se ha sentido mal, tiene ná useas y vó mitos. Una sospecha comienza a
brotar de su corazó n, pero no quiere engañ arse: habla con una
conocida comadrona..., se llena de risa su rostro y sus ojos de lá grimas:
Dios ha sido misericordioso con ella, ¡espera un hijo!
Aquella tarde se lo dice a Joaquín, que se llena de grandísimo gozo, y
va enseguida al Templo a dar gracias a Dios.
Ana tarda unos meses en dar la noticia a parientes y amigos, que
muestran su alegría; algunos la miran entre curiosos e incrédulos.
Antes de terminar el verano, Joaquín da una fiesta para que la buena
nueva llegue a todos: a los del Templo, a los cuidadores de las ovejas y
hasta los mendigos que se agolpan en la piscina Probá tica.
Ana está feliz, con esa felicidad profunda del que sabe que cumple la
voluntad de Dios. Sus labores son ahora pequeñ as prendas de niñ o; sus
parientes y amigas la acompañ an de continuo. Hay en la morada aquel
ambiente de alegría semejante al de hace tantos añ os, cuando llegaron a
esa casa junto al Templo, al costado de la Puerta de las Ovejas, de la que
Joaquín es administrador.
Transcurre el verano y se acerca el otoñ o, templado y sereno. Ana
está torpe para andar. Dice, en broma, que se siente como Sara, mujer
de Abraham; pero pronta de espíritu para reír, comentar cualquier
pequeñ o suceso o para dejar que Joaquín la bese con cariñ o a la vez que
le dice:
–No te muevas, ya iré yo...
Es Joaquín hombre piadoso a la par que buen marido; sagaz
comerciante: prudente para tratar a los clientes –rudos o taimados–
que vienen con las ovejas para el Templo, y há bil para conocer la
mercancía; con ellos habla calmado y, cuando es necesario, muestra un
desdén que no siente con un dejo de buen humor. Sosegado, paciente,
má s callado que hablador. Ama entrañ ablemente a Ana, má s prá ctica y
viva de genio: la calma en las pequeñ as contrariedades del hogar y
consigue que termine sonriendo.
Aficionado a reunir viejos rollos de la Sagrada Escritura, canturrea
mientras trabaja sobre ellos los días festivos, horas y horas, y se olvida
hasta de comer.
Ha pasado momentos difíciles: hubo de soportar las intrigas de
algunos que querían quitarle su trabajo, muy apetecido por los que
querían lucrarse con él. Só lo su amor y su fidelidad por Ana, le
impidieron repudiarla para tener hijos con otra mujer.
Los dolores llegan al atardecer de un día sereno. Aparecen las
comadronas presurosas, algunos parientes; se encienden fuegos en los
braseros de los pasillos y estancias, se preparan alimentos... y comienza
la espera. Joaquín con unos amigos se acomoda junto al hogar; a ratos
calla; otros discurre en voz alta:
–Señ or, este hijo, ¿qué será ? Algo quieres de él; Tú nos lo has dado de
manera milagrosa, muéstranos Tu voluntad; protege a Ana, que ya es
mayor, ¡que los dos vivan, Señ or!
Antes de amanecer, cuando aú n brilla la estrella de la mañ ana, sale
una partera por má s agua caliente; se oyen quejidos... Joaquín y los
hombres aprestan las lá mparas ya mortecinas por el paso de las horas.
Un corto silencio; después, el llanto de un niñ o... Joaquín espera, tenso.
Se abre la puerta, la comadrona le hace señ as de que entre. Ana está
acostada, pá lida y sonriente; le muestra una hermosa niñ a que tiene
sobre su regazo.
–Oh, Ana, ¡que preciosidad! Se llamará María, «la amada de Dios»,
como la hermana de Moisés: Dios te bendiga.
Pasan los meses, la pequeñ a crece a ojos vista, sana y robusta, cada
día má s hermosa; Joaquín está feliz teniéndola en su regazo, viendo
có mo sus ojos lo miran, mientras Ana está en otros quehaceres.
Aparece tío Ben (véase Capítulo III), es bienvenido, todo cuidado para
María parece poco. Ademá s, Ben trabaja en las tareas de la casa, y
durante los veranos en el campo con discreció n y eficacia.
Son añ os felices aquellos; la pequeñ a María, en cuanto puede tenerse
sobre sus piernas, le gusta agarrarse de los bordes de la cuna, dar saltos
y balbuceos cuando alguien entra a contemplarla. A la edad que todos
los niñ os suelen hacerlo, comienza a caminar; va de los brazos de Ana a
los de Joaquín y ríe feliz.
Ana vuelve a ser la de siempre, pero con nuevo vigor. Su hija la ha
rejuvenecido: há bil, activa, emprendedora, de buen corazó n con todos,
especialmente con aquellos que alguna vez sirvieron en su casa y la
vida los alejó en busca de mejoras que no llegaron. Todas las semanas
atiende a algunos que esperan pacientes en la banca cercana a la
puerta. Ahorrativa, pero no tacañ a, sabe aprovecharlo todo, que no se
desperdicie nada; mujer de familia de abolengo, lleva con señ orío su
vida sencilla; procura vestir bien –limpia siempre– y arreglarse con
esmero en las fiestas o cuando vienen invitados. Gusta de cantar
mientras trabaja, como a Joaquín..., no se sabe quién se lo pegó a quién.
***
Antes de los tres añ os llevan a María al Templo: se pone seria ante
todas esas gentes que entran y salen. Al rato la toma Joaquín en brazos
a ver las ovejas; la pequeñ a queda encantada observando unos
corderitos recién nacidos que se dejan acariciar por ella y chupan de su
mano con gran regocijo.
A esa edad comienza el aprendizaje de muchos pasajes de la Sagrada
Escritura; Ana se los repite una y otra vez hasta que los aprende;
después, al contrario que otros niñ os, ya no se le olvidan.
Otras veces, se sienta María a la vera de Joaquín, o sobre sus rodillas,
mientras él le explica el significado valioso de aquellos escritos.
Algunos días festivos salen a pasear por Jerusalén; queda asombrada
la pequeñ a ante los palacios, las grandes murallas, los vendedores
callejeros con sus gritos o algú n paso de militares, con jinetes en sus
caballos, las corazas y lanzas relucientes al sol. En ocasiones llegan
hasta el Monte de los Olivos, y allí, bajo un á rbol frondoso, toman el
almuerzo contemplando frente a ellos la Ciudad Santa.
En una ocasió n, teniendo poco menos de seis añ os, de regreso de
visitar unos parientes encuentran las calles abarrotadas de gentes
nerviosas y vocingleras. Joaquín toma a María en brazos, quiere
esquivar el tumulto, pero no puede evitarlo: es un cortejo formado para
acompañ ar a un hombre que llevan a crucificar, entre gritos,
empellones y golpes de lanza; el hombre sangra y reniega de la gran
cruz que lleva a cuestas. María observa impresionada y llorosa:
–Padre, ¿a dó nde lo llevan? ¿Por qué le pegan?
Ese verano van por primera vez a Nazareth; en el viaje María no cabe
en sí de gozo, alterna la cabalgadura de Joaquín con la de tío Ben,
pregunta por todo, ríe, mira alborotada: tanto al camino que cruza veloz
una lagartija, como al cielo donde vuelan raudas las golondrinas o
bandadas de palomas torcaces.
En Nazareth tiene un cuarto para ella sola, con una cama grande y
una pequeñ a ventana que da al valle; al despertar un jilguero canta y
canta en el huerto; María reza sus oraciones y mira las montañ as
lejanas sobre el cielo rojo que se vuelve azul en lo alto. Cada día es una
aventura hecha de pequeñ as cosas y sucesos; vienen sus primas y otras
niñ as a jugar con ella. Van al campo con tío Ben, a las siembras con
Joaquín y en las tardes hace labores con Ana y las mujeres de la casa,
antes de rezar las oraciones de la noche e irse a acostar, cansada y
contenta, en aquel cuarto que huele a tomillo por un ramito que le puso
tío Ben en la mañ ana.
¡Có mo disfruta en aquella pequeñ a aldea! El aire limpio, el azul del
cielo, las flores, aquellas chicharras que cantan al medio día, los pá jaros.
Disfruta de todo porque ama todo lo bueno que ha salido de las manos
de Dios. Con Ana visita a los parientes; al río va con tío Ben; va sola a la
huerta o al gallinero, donde una clueca se levanta con sus pollitos y
unos conejos de ojos rojos comen los cardos que recogió ayer en el
camino.
A la media tarde se reú nen en su casa o en la de alguna otra vecina
para jugar con amigas y parientes. Juegos sencillos de niñ as humildes,
alegres, que no necesitan de mayores cosas para entretenerse. Juegos
de pasos largos y vueltas rá pidas sobre baldosas; de palmadas que se
cruzan cada vez má s veloces; de saltos a ritmo de cuerda; ventas y
compras; rapidez de quites para llevarla o dejarla; rodar de tabas en
impulso certero; ingenio de palabras para no pagar una prenda;
canciones monó tonas o bailes alegres.
Cuando termina el verano, caídas las primeras lluvias, se inicia el
viaje de regreso, amainada la pena por la ilusió n de la partida y por
volver a la casa y a las amigas que quedaron.
***
De vuelta a Jerusalén, entrada ya en el uso de plena razó n, sus padres
la presentan en el Templo; la recibe un sacerdote mayor y bondadoso
que la examina asombrado. María responde sin vacilaciones, humilde y
segura; el sacerdote la presenta a otras mujeres y niñ as y dice que al día
siguiente pueden traerla para quedarse: aprenderá a coser, a planchar, a
cuidar de los ornamentos sacerdotales, a limpiar el Templo. Al
atardecer sus padres pueden venir por ella, ya que viven cerca.
Al día siguiente la llevan temprano ante la pequeñ a puerta donde
otras niñ as y mujeres esperan; al entrar con ellas se voltea, una lá grima
corre por su mejilla. Ana se tapa con el manto para que no la vean llorar
mientras Joaquín sereno la toma del brazo. Al caer la tarde la reciben, al
fin de su carrera gozosa, con un gran abrazo. En las noches María les
cuenta cuá ntas cosas va aprendiendo: las clases de la Torah, las
costuras, los bordados, la limpieza de los objetos del culto; hay otras
niñ as como ella y también mayores.
María disciplina su vida, comienza desde muy joven a saber lo que es
el trabajo, el estudio monó tono, el deber cumplido, el detalle acabado.
Cuando le toca el aseo del lugar sagrado aprovecha para hacer oració n,
oració n intensa, callada, allá donde siente la presencia de Dios tan
cercana.
Un día, sale al Atrio con otras compañ eras. Es hora de mucha
concurrencia, alboroto de peregrinos, gritos de cambistas y
vendedores; multitud pintoresca, variada: campesinos y traficantes del
Templo mezclados en afanes dispares. En ese extremo junto a ellas se
oyen voces fuertes, gritos, correr de gentes curiosas que luego se
forman en círculos alrededor de unos que pelean: salen a relucir
cuchillos –los alguaciles no llegan–, se arremeten...; un joven queda
tendido sobre el pavimento, saliéndole la sangre a borbotones sobre el
pecho, mientras otro huye entre las gentes.
Una joven mujer se inclina sobre el herido. Tras gritar su nombre
varias veces, lo abraza desesperada y mancha su rostro con su sangre.
María cerca de ella la observa aterrorizada; unas mujeres la llevan de
allí, mientras siguen oyendo los quejidos y sollozos de la joven sobre el
cadáver. María tiene la primera experiencia de la muerte pró xima. Esa
noche, mientras se refugia en los brazos de Ana, después de contarle lo
que ha sucedido, le pregunta:
–¿Por qué, madre, por qué se matan?
–¡Cuá ntas veces, hija mía, las mujeres de todos los tiempos nos hemos
hecho esa pregunta! ¡Cuesta tanto una vida! ¡Cuá ntos cuidados desde
que nacen los hijos! y, en un instante, por vanidad o por venganza la
destruyen.
–Sí, madre, yo quiero ser siempre muy humilde.
María aprende a leer y a recitar esos Salmos que son parte de su fe,
de su alabanza a Dios. Joaquín la escucha con asombro creciente e
inmenso gozo; Ana la mira con atenció n, queriendo penetrar lo má s
profundo de su hija: –¿Qué querrá Dios de esta niñ a? Porque su Espíritu
está con ella.
La fiel sirvienta que acompañ ó a Ana desde que se casó no puede
entender có mo sabe «su pequeñ a» todas esas cosas. Cuando María, los
días que no va al Templo, se queda en su casa, le enseñ a a cocinar –
pacientemente– todo lo que ha aprendido esa buena mujer a través de
muchos añ os –monó tonos– con penas y alegrías, con humo que irrita
los ojos, con abundancia y escasez. Guisos sencillos, platos sabrosos
bien preparados con ese gusto especial que da el cariñ o que se puso en
hacerlos; y las viejas fó rmulas usadas por las mujeres de Israel desde
hace siglos –ya Sara le preparó aquellos guisos a Yahvé– y a mantener el
fuego en su punto, limpiar los enseres de cocina, colocar los alimentos
recién venidos en lugar fresco –donde fluya el aire– y bien alejados del
gato que, terco, una y otra vez se acerca.
Ana –con el pelo recogido y bata de faena– hace el pan el día anterior
al viernes. María observa có mo estruja la masa con sus brazos
remangados, fuertes, delicados, volcá ndola y apretujá ndola una y otra
vez, hasta que queda muy mezclada con la levadura que escondió entre
ella. Bien tapada, pasa la noche «madurando»; a la mañ ana siguiente,
con rapidez, va tomando trozos de masa que convierte entre sus dedos
en pequeñ os panecillos. De ahí a una gran pala de madera y al horno,
que ya cargado, Joaquín enciende con premura. Viejo horno, limpio y
reluciente, que ha servido a muchas generaciones y que arregló con
cuidado tío Ben cuando llegó a esa casa. Pasado el tiempo de recitar
unos Salmos, lo abren, entre sacudir de humo y saltos de María que,
impaciente, espera un pequeñ o panecillo que siempre le hace Ana con
su inicial grabada.
Aprendizaje, trabajos, juegos, oraciones, paseos, compras con Ana y la
sirvienta los días de mercado, visitas de parientes, amigos; días y
noches que pasan, estaciones que se suceden, añ os que transcurren en
gracia de Dios. Pequeñ as penas: una uñ a que se rompe, el juguete que
se pierde, aquella compañ era que se burla. Y alegrías sencillas: el
primer ramo de cerezas que le trae tío Ben, los gatos recién nacidos que
quieren saltar de su cesta, el pollito que come de su mano, aquel collar
de fantasía que le trae Joaquín tras unos días de ausencia, una nueva
tela para un nuevo vestido que le compra Ana... Sueñ os y realidades que
se mezclan con el trajín cotidiano, el pequeñ o deber cumplido, las
lá grimas por la pena de la amiga que se fue y las risas ante el anuncio
del pró ximo viaje a Nazareth.
***
Se suceden los añ os como los inviernos y veranos; pasan los amores,
pasan odios y ambiciones de los hombres. Una noche hay revuelta:
gritos, carreras, incendios, incertidumbre; pá nico en las caras de unos
perseguidos por otros y al fin apresados; soldados y jinetes atronando
con sus cabalgaduras al trote el mal empedrado. Nadie sale en la noche;
hay temor en las miradas; ni una luz prendida ni hoguera que arda.
Han mal dormido todos juntos arrebujados en un cuarto del fondo. Al
amanecer se oyen golpes en la puerta, voces gritando que abran, cada
vez má s fuertes; antes que la derriben va Joaquín envuelto en su
poncho; entran soldados con ímpetu, lo empujan con las astas de las
lanzas hacia un rincó n. María, ya despierta, mira asustada con sus
grandes ojos desvelados; solloza la sirvienta.
–¿Hay alguien aquí? ¿Algú n refugiado?
Registran con violencia, desgarran cortinas, tiran muebles, botan
enseres, mientras increpan con insultos a los revoltosos. Un oficial pasa
la vista por el grupo, duro, altanero; Ana estrecha a María junto a su
pecho mientras sin mirar apenas observa a Joaquín que sereno sostiene
la mirada, y en voz baja susurra a María:
–¡Reza, hija mía, para que no se lleven a tu padre, él no se ha metido
en nada, pero es tan injusta la justicia de los hombres! ¡Oh, Dios
nuestro, no nos abandones!
–¡Si esconden a alguno lo pagará n con su vida!
Se van, con la misma potencia que entraron. Ana se levanta y
comienza a ordenar la casa. María recoge del piso un pajarito de barro
que le trajeron ayer, ahora roto.
Transcurren varios días hasta que regresa al Templo con las otras
niñ as. Algunas compañ eras ya no volvieron: sus padres estuvieron
envueltos en la sedició n.
Las labores, la limpieza, las clases de Sagrada Escritura bajo un
horario, son el cañ amazo sobre el que se desarrolla el aprendizaje de
María. Al arrimo del Templo y con el buen ejemplo de sus padres abre,
como flor preciosísima, su alma al amor de Dios que lleva dentro.
María niñ a desborda de piedad al decir sus oraciones, al cantar los
Salmos, al recitar pasajes de la Sagrada Escritura que Joaquín le va
tomando de lo que aprendió en el día. Su alma se eleva hacia Dios libre
de las ataduras de la carne y traspasa su espíritu del gozo verdadero, a
la vez que sigue siendo niñ a como sus compañ eras, con sentimientos
que desbordan en risas y algunas lá grimas.
Ana la observa pensativa, ¿qué querrá Dios de esta hija mía tan
singular? Su alma crece en belleza como crece la hermosura de su
rostro y la gracia de su porte.
Muchas veces es Joaquín el que va a recogerla al Templo; su barba
blanca venerable, su andar pausado, su mirada limpia, su señ orío le
abren paso entre extrañ os y conocidos. Explica a su hija detalles de esa
noble construcció n, costumbres antiguas de los judíos, historias
heroicas de su pueblo por defender su fe.
Los días de paseo má s largos observan la ciudad desde las faldas de
un pequeñ o cerro que llaman el Gó lgota. Joaquín conoce bien Jerusalén:
su historia, sus edificios, sus calles estrechas, sus barrios populosos o
señ oriales; y sus gentes: palestinos o forasteros que encuentran en el
camino, a los que distinguen por su atuendo o por su acento. Aunque no
goza de grandes recursos, es limosnero, siempre lleva en el bolso
algunas monedas que le toca dar a María con gusto, mirando la cara
agradecida de aquellos pobres que pululan en la ciudad.
María tiene especial predilecció n por un niñ o ciego que se sienta
todos los días, con su lebrillo en la mano, al abrigo de la Puerta de las
Ovejas. Canta o recita estrofas sobre los reyes de Israel o sus héroes o
sobre el Mesías que ha de venir, que está cerca... Joaquín y María lo
escuchan con gusto rodeados de otros curiosos.
–Padre, ¿por qué habla tanto del Mesías? ¿Es que ya está por venir?
–No sé, hija, es difícil averiguar cuá ndo será la plenitud de los
tiempos; yo he meditado mucho sobre É l y creo que está cercana su
llegada, pero no sabría decirte dó nde ni cuá ndo.
–Su madre será virgen y muy bella, ¿verdad padre?
–Sí, hija, muy hermosa, como tú ...
Su hija lo mira pensativa y se ruboriza. María lleva al ciego de comer;
él conoce su nombre porque lo han repetido amigas que la vieron
ayudá ndole.
–¿Por qué cantas tanto al Mesías?
–Porque vendrá pronto, me curará los ojos y veré la luz, los á rboles,
los rostros de las personas y el tuyo, María. ¡Cuá nto desearía que Dios
me diese la vista para verlo! Porque yo conozco a las personas por su
voz y a ti Dios te quiere mucho.
Al atardecer de un día de otoñ o destemplado, antes de sentarse a
cenar, huelen a humo, olor intenso, acre. Ana se acerca a la puerta y ve
llamas en la casa vecina.
–Joaquín, ¡fuego!
Todos se levantan y se asoman, las llamas aumentan, los moradores
salen asustados con algunos bultos a la calle; se llaman con fuertes
gritos, acuden vecinos curiosos, los rostros con mirada trá gica se
iluminan con las llamas a pesar del medio brazo que ponen sobre ellos.
Joaquín con tío Ben y otros vecinos suben al techo, las mujeres llenan
recipientes con agua y se los pasan de mano en mano hasta la endeble
escalera; el humo hace toser; hay rá fagas de viento que acercan el fuego
y otras que lo alejan; llegan má s curiosos, que miran y cuchichean
desde la calle. Joaquín tiene el rostro enrojecido, las manos tiznadas, los
ojos lagrimosos; María, a sus once añ os, no se cansa de acarrear agua;
en su habitació n penetra el fuego, se prenden ropa y muebles, los ve
arder desde el quicio y se estremece. ¡Cuá ntas cosas pequeñ as queridas
que desaparecen para siempre!: vestidos, aquellas labores comenzadas,
el arcó n antiguo, una pequeñ a muñ eca...
–¡Oh, mi Dios! ¡Que só lo se queme mi cuarto, protege toda la casa!
Cambia el viento, las llamas toman otra direcció n, con el agua se van
apagando las llamas que quedan, pasa el peligro.
Ana limpia con la manga el sudor de su rostro; Joaquín desciende por
la escalera; María se le acerca y se refugia en sus brazos, llorando
mansamente mientras observa su cuarto mojado y ennegrecido.
–No llores, mi pequeñ a, todos estamos bien. Demos gracias a Dios que
nos ha salvado. Hoy dormirá s con nosotros; y le da un beso que calma
sus sollozos.
***
María crece, se va haciendo mujer; deja el aprendizaje en el Templo y
se queda en el hogar para ayudar en los oficios de la casa. Tiene los ojos
claros como si el cielo se hubiera metido en ellos, el cabello suelto y
largo, color trigo maduro, el andar ligero y el hablar pausado, la piel
algo morena, el cuello esbelto, las manos finas y fuertes, el mirar
gracioso, así como el mohín de su boca al sonreír.
Ana le enseñ a a cocinar platos má s especiales, a hacer el pan, a lavar
tejidos finos, cuidar las flores y hasta del pajarillo cantor que le
regalaron después del incendio y alegra con su canto las mañ anas al
primer rayo del sol.
En las tardes hilan con el huso, cuando no consiguen hilo ya hecho; o
tejen en el pequeñ o telar que Joaquín compró para Ana cuando su hija
aú n no había nacido. María aprende con rapidez y trabaja con
perfecció n en cuanto sus manos se acostumbran; con ellas mueve la
lanzadera, acompañ adas de movimientos rá pidos de los pies que abren
y cierran la urdimbre.
Vienen otras jó venes y parientes que aprenden juntas bajo la
direcció n de Ana, serias a ratos, bulliciosas los demá s. Otros días
bordan o cosen, María lo hace con gran perfecció n. Acostumbra a
ofrecer a Dios su trabajo antes de comenzarlo y ayuda a las demá s en
sus dudas, sin orgullecerse. Con habilidad enhebra el hilo en la tosca
aguja para dar sobre el pañ o la puntada certera empujada por el
pequeñ o dedal de plata, regalo de Ana; al finalizar deja doblada la labor
y recogidos los hilos en una gran bola que guardan. Cerca del atardecer
rezan todas juntas, hasta que regresa Joaquín de su trabajo.
Y pasan los meses, las estaciones, los añ os, con monotonía repleta de
pequeñ os sucesos y cosas hechas cada día con má s amor. María no sale
nunca sola, se va haciendo mujer hermosísima, esbelta y sencilla,
siempre muy limpia y bien vestida; cuando sale, oculta la mayor parte
de su rostro con un velo, pero no se puede tapar una estrella. Algunos
jó venes rondan la casa; Ana se inquieta, los tiempos está n inseguros, los
poderosos hacen impunemente su voluntad para satisfacer su codicia o
sus bajas pasiones.
En aquellos añ os intimó María con una joven algo mayor que ella; no
obstante la diferencia de caracteres, actitudes y posiciones en la vida.
La ayudaba ante las bromas de otras amigas y las exigencias de sus
padres. Su cariñ o fue recíproco, animado por la gran admiració n que
producía María a su amiga; juntas trabajaban, juntas leían, juntas
compartían su cariñ o con otras jó venes.
Frecuentemente iba la amiga a pasar las tardes con María o ésta iba a
su casa, casa grande, bien situada no lejos del Templo, con una gran sala
en el piso superior donde, por Pascua, tomaban la cena ritual juntas las
familias.
Al crecer la amiga se volvió hermosa e indolente, sin ilusió n por nada,
pues ya la comprometieron sus padres con Marcos, hombre hecho,
comerciante adinerado. María la anima para que no pierda la ilusió n
por el trabajo, las labores propias del hogar, lo nuevo aprendido o lo
posible por aprender; ella le escucha con gusto, pero al poco le habla de
sus collares, de sus vestidos, del color de sus uñ as y de su aburrimiento.
A pesar de ello, la amistad sigue porque se quieren; María acude a Dios,
reza por su amiga y piensa có mo sacarla de su egoísmo e interesarla
por los demá s.
Una tarde ven a unos leprosos que caminan escurridizos hacia las
afueras de la ciudad, los siguen un trecho y observan dó nde mal viven;
deciden llevarles ropas y alimentos. María lo cuenta a Ana, que duda y
habla con Joaquín.
–Ya no es una niñ a, mujer, buena obra es la que se proponen; pueden
ir acompañ adas de Ben.
Y aquella amiga se ilusiona por algo que no sea ella misma o sus
cosas; consiguen ropa entre sus familiares y amigos, recogen alimentos,
dinero y lo llevan alegres a aquellas pobres gentes despreciadas por la
sociedad, que al principio desconfían y después agradecen.
A María le conmueve especialmente un niñ o que las recibe siempre
con inmenso gozo, se les queda mirando con sus grandes ojos sobre un
rostro deforme por la enfermedad.
–María, ¿me enseñ ará s a rezar?
Y María poco a poco va repitiendo con él breves oraciones.
–Si rezo siempre a Dios, ¿me curará ?
–Dios te quiere mucho, mucho, y te dará lo mejor.
–Dice mi abuelo que pronto vendrá el Mesías y me curará , ¿crees tú
eso, María?
–El Mesías será muy bueno, especialmente con los niñ os que rezan.
Ven, dame tu mano y repite conmigo: «Amo al Señ or porque ha oído la
voz de mi sú plica, porque inclinó hacia mí su oído, en el día que lo
invoqué».
La amiga de María comienza a cambiar, se hace má s buena con los
demá s, respeta a sus padres, empieza a amar a su futuro esposo.
–¿Será s mi amiga de velo, María?
–Si puedo, tú sabes que lo haré.
–¡Oh, María, te necesito tanto!
***
Al tiempo la salud de Joaquín comienza a declinar; cada vez son má s
frecuentes los días en que no puede ir a trabajar porque se siente sin
fuerzas para levantarse. María y Ana lo cuidan con ternura, lo
acompañ an, leen y rezan juntos hasta que se queda dormido.
Al principio del verano, cuando ya las golondrinas empiezan a
alborotar el cielo con sus silbidos, les expone Joaquín lo que viene
madurando desde hace tiempo: se irá n a Nazareth. Allí tienen la vieja
casa, con vistas al valle, la huerta, unas tierras de labor, parientes y
viejos amigos. María se llena de gozo, ríe y alborota, va enseguida a
comunicá rselo a tío Ben. Ana, má s prá ctica, comienza a pensar en có mo
deshacer la casa y a organizar el viaje. Ese día Joaquín renuncia a su
empleo, regresa serio a casa:
–Poco agradecen los hombres, Ana, una vida de trabajo, ¡Dios es el
que paga!
Se venden algunas cosas, se regalan otras, se hacen cá balas sobre la
impedimenta que hay que llevar. Una tarde aparece Joaquín con un
burro joven, que apenas soporta la albarda: gris, patilargo, con ojos
brillantes y un pelaje blanco como estrella en la frente. María lo recibe
con alegría, pasa su mano por su crin y le da unas palmadas cariñ osas
en el cuello: –Tú eres Borrico, un burrito bueno y trabajador. Tío Ben,
¿me lo cuidas?
Se acerca el día de la partida, todo está dispuesto y empacado, la casa
medio vacía; es la ú ltima noche que duermen allí, todos juntos sobre
unas esteras en el piso. Ana no concilia el sueñ o, ¡son tantos los
recuerdos que se quedan! Antes de amanecer se levanta; María
despierta y va junto a ella. Juntas se asoman a la terraza, la noche es
clara y serena.
–¡Mira, madre, un cometa en el cielo!, ¡qué hermoso es!
Ana levanta la vista y queda contemplá ndolo.
–Madre, dicen que antes de venir el Mesías aparecerá n señ ales en el
cielo, ¿será ésta una de ellas?
–Quién sabe, hija, alabemos a Dios que ha hecho este universo tan
hermoso y recemos por el viaje.
Joaquín, que ha despertado, se les une para rezar el Shermoné-Esré,
las dieciocho fó rmulas breves de alabanza en honor a Dios, inspiradas
en los Salmos y en los Profetas y que expresan admiració n y confianza
en el Dios de Israel.
Llegan los muleros con sus caballerías que piafan inquietas; comienza
la cargada de los bultos ya preparados bajo la vigilancia de tío Ben. Ana
reparte alimentos y té caliente para todos; se va formando la recua
segú n el orden preferido por los muleros. Borrico cercano a la cabeza,
con una albarda nueva que no le va; alza sus orejas cada vez que se
acerca María y parece mirarla con sus ojos hú medos. Se arriman
vecinos y parientes, saludan, hablan, estorban má s que ayudan, pero
distraen en ese momento que no deja de tener su nostalgia.
Joaquín hace entrega de las llaves al casero; da una ú ltima vuelta por
la que fue su morada y monta en la caballería. María recoge su pelo,
tapa su cabeza con el manto y con agilidad monta en el borrico que
mueve la cola complacido; con la rienda en la mano observa a su madre
que oculta entre el velo las lá grimas mientras echa una postrer mirada
a la casa. Parten después de invocar a Dios, como Tobías cuando
despidió a su hijo que se marchaba con el Á ngel.
Viaje largo y cansino por la mucha impedimenta y las mujeres, con
sol y con nublados, con calor en el día y frío en las noches. El polvo que
levantan los jinetes presurosos o los pesados carruajes se pega a sus
ropas y cubre hasta sus pestañ as; aú n así, bella se ve María sobre el
borriquillo. Las jornadas transcurren ligeras por la esperanza de llegar,
que aminora las asperezas del camino.
Borrico se porta bien; el caminar con carga lo enardece. María alterna
el lugar en la caravana para estar con unos y con otros. Alegre siempre,
su buen humor quita importancia a las naturales fatigas e
incomodidades del viaje: su presencia hace risueñ o el andar. Para
Borrico, só lo unos suaves golpes de sus talones le hacen apresurar el
paso o cambiar de direcció n su marcha, gozoso de obedecerla. En las
cuestas largas se siente cansado, ya no puede má s, mira agotado a la
cima y hace otro esfuerzo, hasta que llega; entonces su carga se hace
ligera en la bajada y ve compensado el esfuerzo con una caricia:
–Bien, Borrico, hemos llegado los primeros, ¡mira qué hermoso se ve
el valle desde la cumbre!
Al atardecer de un día divisan frente a ellos las primeras casas de
Nazareth, iluminadas por el sol que se pone.
–¡Nazareth!, Borrico, ya estamos cerca; ahora descansará s.
Unos perros ladran al entrar en el pueblo, salen gentes a ver a los
viajeros con sus numerosas caballerías; Joaquín hace el primer saludo
en la ú ltima cuesta. Borrico siente que no puede má s, agacha la cabeza,
tensa los mú sculos, sus pasos son cortos por la resbalosa calle.
–Un poco má s, Borrico, y llegamos; comerá s y descansará s. ¡Anda,
Borrico, la cuesta arriba!
Llegan a la vieja casa donde los espera tío Ben, que se adelantó : el
piso barrido, las puertas abiertas, el hogar encendido, prendidas las
lá mparas en los corredores, una mesa con una fuente de higos recién
cortados destilando aú n gotitas de néctar, pan caliente, queso y una
jarra de vino.
Desmontan los viajeros, cansados y contentos. Un rumor de á ngeles
que ponen su mirada atenta en esa sencilla morada de ese pequeñ o
pueblo, de esa tierra todavía en tinieblas.
Aú n no calienta el sol cuando ya está n todos en pie. María, alegrísima,
camina por toda la casa, besa a sus padres, saluda, ríe con todos; la luz
de sus ojos parece brillar má s; las primeras golondrinas trisan ante el
nido y se unen a su gozo.
Golpes en la puerta...; es María, su amiga de la infancia, de pelo negro,
ojos chispeantes, risa bulliciosa, ¡qué alegría!, al fin estará n juntas,
¡tienen tanto que contarse! Al rato de hablar, ella, que es abierta y
espontá nea, se ruboriza:
–¿No sabes, Myriam? Tengo novio, se llama Alfeo, pero todos le
decimos Cleofá s, te gustará cuando lo conozcas. Sus padres son
parientes de los tuyos, viven en las primeras casas de la cuesta. Ahora
está en las montañ as de Basá n sacando madera. ¡Cuá nto rezo por él! Se
fue con su hermano José.
Y hablan y ríen y sus almas se regocijan mientras pasan sus horas de
la mañ ana deshaciendo el equipaje.
–Mañ ana, ¿me acompañ ará s a la fuente? Pasaré temprano por ti.
–Te acompañ aré, María.
Ana, con la fiel sirvienta que no ha querido separarse de ellos en
Jerusalén, enseñ a a María a llevar el cá ntaro.
–En la cabeza es má s có modo, pero má s difícil guardar el equilibrio;
en la cintura es incó modo.
–Lo llevaré sobre la cabeza.
María se pone una pequeñ a rueda de algodó n sobre el pelo y practica
con unas vueltas por el patio, aplaude la empleada y queda pensativa
Ana: María ya no es una pequeñ a para mí sola...
Las nubes se despejan del valle, el sol saliente alumbra por las
montañ as. Bien temprano llega María, la amiga, con voces alegres y
ligereza en manejar el cá ntaro; alaba la belleza de Myriam y la limpieza
de la casa, la ayuda a colocar el cá ntaro sobre su cabeza y le da consejos
entre bromas alegres. Parten tras saludar a Ana, que queda mirá ndolas
entre sonrisas. Llegan a la fuente baja de Nazareth, vieja fuente que ha
visto pasar tantas gentes, testigo mudo de muchos encuentros y tantos
sueñ os, de risas y de lá grimas, siempre escasa pero nunca seca.
Termina el verano, entra el otoñ o; algunas lluvias tempranas forman
barro y canalillos sobre los caminos. Al caer la tarde de un día lluvioso
María anuncia con regocijo que ha llegado su novio de las montañ as,
que al día siguiente irá a la fuente a saludarla.
Es temprano cuando llega la amiga a buscarla, con brillo en los ojos y
palabras alegres en la boca. Ya en la fuente se unen a otras jó venes que
esperan y hacen tiempo para su turno. Al poco llega Cleofá s con su
hermano José, se saludan, presentan y se ruboriza Myriam a la par de
su amiga. Mientras Cleofá s y su novia bromean y ríen, ella habla con
José, lo observa, está confusa y conmovida: su voz, su porte, sus
modales, nunca ha conocido a nadie igual; especialmente le impresiona
la mirada clara, limpia, su porte fuerte y varonil y su actitud sencilla;
parece cohibido y a la vez sereno; ¡hasta le tienen que recordar que su
cá ntaro ya está lleno!
Llega tío Ben, se despiden risueñ as. Mientras suben la cuesta María le
habla de Cleofá s, ¡qué alegre y fuerte es!
–Eh, Myriam, ¿te gustó José?
María se ruboriza; sobre su piel morena el carmín la hace má s bella,
con su vestido recogido y su cá ntaro a la cabeza que a poco se tambalea.
–¡Qué cosas tienes, María. Si apenas lo conozco!
Cuenta María a Ana su salida a la fuente, el encuentro con los
hermanos... Esa noche nota Ana que María está pensativa, canta en voz
baja mientras trajina, hay en ella pausas y rubores que van
desvaneciéndose al caer la oscuridad.
Siguen las bajadas a la fuente, en la mañ ana y en la tarde; María
cambia unos días flores en el pelo por cintas de colores. El manto
siempre limpio, el vestido planchado. Una noche María le dice a su
madre que no desearía volver má s a la fuente.
–¿Por qué, hija?
–Madre, desde hace añ os es mi deseo amar só lo a Dios, sin que
ningú n hombre se interponga entre É l y yo; he conocido a José y estoy
perturbada.
–¿Enamorada, hija?
–Oh, madre, no sé qué decirte.
Ana la toma de las manos y la mira a su cara teñ ida de rubor:
–Hija, eres totalmente libre de hacer lo que gustes. Como madre que
soy tuya te daré mi opinió n, que he meditado en la presencia de Dios y
platicado con tu padre: somos viejos, tú nos naciste en la madurez,
regalo divino de Dios; pronto dejaremos esta tierra y ¿con quién te
quedará s, hija?... Necesitas alguien que te cuide, que vele por ti, que
proteja tu vida en estos tiempos tan revueltos. Por eso vamos a hablar
con los padres de José, pues estamos muy de acuerdo con que seas su
esposa.
–¿Me van a comprometer tan pronto?
–Hija mía, creemos hacer lo mejor para ti; éstas son las costumbres
de Israel...
Joaquín, cercano, ha escuchado las ú ltimas palabras de Ana. María va
hacia él, lo abraza y lo besa.
–Sí, hija, yo estoy muy de acuerdo con tu madre. José es bueno y de
nuestra estirpe, trabajador y honrado. Si sus padres aceptan y José
quiere, vendrá n a pedirte y tú decidirá s.
Esa tarde María mira tranquila el atardecer por su pequeñ a ventana;
dialoga con Dios:
–Señ or, haré lo que Tú quieras, lo que Tú digas a través de mis padres.
De cualquier modo, yo quiero amarte con todo mi corazó n, cumplir Tu
voluntad.
El cielo se pone rojo, con los rayos del sol reflejados en las nubes que
forman como una corona de oro sobre las montañ as. Cae la noche.
Capítulo II
LA ESPERANZA SERENA
La familia de José es numerosa y bien avenida, unida cuando debe
estarlo y dispersa para encontrar cada uno su camino; campesinos y
artesanos a la vez, con unas pocas tierras y hartas necesidades. Gente
abierta –como su casa–, con señ orío, venida a menos por las vicisitudes
de la historia. La morada amplia, maltrecha por las inclemencias del
tiempo y de los hombres, estaba en la parte baja de Nazaret, de
espaldas al valle y cara a la cuesta.
Cleofá s, unos añ os mayor que José, de estatura media, barba cerrada,
ojos pícaros, admiraba a su hermano y lo quería mucho, aun en medio
de las bromas que gustaba gastarle. Inconstante y aventurero, soñ aba
con fortunas lejanas y ya había dejado la casa paterna varias veces para
ir a correr mundo tras unas empresas que resultaron má s arduas que
productivas. De regreso al hogar contaba con abundante exageració n
sus variadas experiencias; se empeñ aba luego de firme en las tareas del
campo hasta que, pasado el tiempo y olvidadas las fatigas, volvía a
soñ ar con nuevos viajes.
Es José de mayor estatura, ojos claros de mirar profundo, cará cter
apacible aunque sabe decir una broma a tiempo. Aficionado desde chico
a la carpintería; tiene sus manos finas, de raza, callosas por el trabajo;
rostro curtido, barba clara; le distingue de los hermanos su voz
profunda y armoniosa. Trabaja en un taller de carpintería donde hace
de todo: albañ il de plomada y cordel, herrero de tosca almá dana y
mucho darle al fuelle hasta que el hierro rojo busque su rizo. Cuando se
tercia pone un par de herraduras con buen ajuste y buen tiempo. Al
comienzo del invierno está listo para reparar tejados o desagü es, y,
cuando algú n portó n, cerco o tapial necesita reparació n, allá va
ingenioso a componerlo. Es conocido y querido por todos.
En el buen tiempo se dedica a los trabajos de campo con sus
hermanos; desde pequeñ o sabe de siembras, de cosechas y de siega, de
lluvias y de sequías. Tiene un pequeñ o perro, Perrillo le dice, de pelo
á spero y mirada inquieta, dispuesto a la carantoñ a y al ladrido alegre,
raudo para cazar ratones y á gil para saltar sobre un á rbol donde se
refugia el gato; fiel a José, duerme a su puerta en la noche y lo espera –
con la cabeza apoyada en el suelo y los ojos tenaces– en las tardes.
Un invierno, a los cá lidos reflejos de la hoguera grande de la cocina,
junto al bullicio de chicos y grandes, Cleofá s le habla a José de un nuevo
proyecto: ir a cortar madera a los montes de Basá n, en el límite de la
Perea; regió n de montañ as con bosques cerrados aú n sin explotar, de
grandes cedros de madera fina y corazó n rojo, de ríos que descienden
por las quebradas, de fieras que aterrorizan con sus rugidos en las
noches y de hombres peligrosos que merodean en los valles. Está n
organizando una partida de cortadores para ir en la primavera y
regresar al final del otoñ o; la paga es buena para lo poco que está n
acostumbrados a ganar.
–Hay riesgos, José, pero eso no te asustará , ¿cierto?
José lo piensa y se ilusiona, tiene ya veinticuatro añ os, quiere
aprender, conocer otras tierras, saber má s de las maderas que son la
base de su trabajo, sus cortes, sus cualidades. Sus padres los miran con
pena, pero respetan sus decisiones, ¡dos hijos que se van del hogar al
mismo tiempo...! Pero, por otra parte, sabrá n cuidarse el uno al otro.
José es serio, consciente, trabajador; Cleofá s es impetuoso,
dicharachero e inconstante, pronto al enojo y a la sonrisa: se
complementará n.
Pasa el invierno volando como las nubes grises que traen el agua de
la primavera. Los hermanos van alistando las cosas que llevará n sobre
la vieja mula –con má s mataduras que pelo– que les ha prestado su
padre: hachas bien afiladas con mangos a sus medidas, de olivo curado;
machetes, telas impermeabilizadas con alquitrá n para las lluvias, una
tienda...
El cielo azul con viento que inclina las copas de los á rboles anuncia el
día de la partida. José y Cleofá s toman un buen desayuno y se despiden
de sus padres y hermanos. Aprestan la mula con destreza y salen sin
prisa, acompañ ados de Perrillo, hacia la plaza del pueblo donde se
reú nen otros compañ eros de aventura ya cargados con sus hachas y
zurrones repletos. Antes de abandonar el pueblo, Cleofá s se despide de
María, su novia, que queda lacrimosa entre sonrisas y adioses; al poco
emprenden la marcha hacia el oriente, alegres y soñ adores.
Al día siguiente llegan al Jordá n, que baja lleno, sucio por las lluvias
primaverizas y acampan junto al vado; unos pescadores que echan sus
redes les venden pescado fresco que asan sobre la fogata; al atardecer,
los comen en paz bajo la tenue luz del sol que se oculta. Cantan los
primeros grillos, croan allí cerca unas ranas con voces roncas
desacompasadas. Unos burros pastan no lejos, los mira Cleofá s y se
echa a reír:
–¿Te acuerdas, José, hace muchos añ os –éramos muchachos aú n–
cuando cogimos aquellos burros para hacernos jinetes vencedores
delante de unas niñ as que jugaban cerca?
Recuerda José aquel día y se sonríe: las niñ as jugaban junto al río, no
les hacían mayor caso; ellos se acercaron a los pollinos, los desataron y
subieron á giles emprendiendo veloz carrera, entre gritos y golpes de
taló n; el de Cleofá s logró al poco botar su carga junto a un charco de
lodo y allí fue a dar el jinete de cuerpo entero; el de José terminó su loco
trote unas varas má s adelante estando a punto de derribarlo; se bajó y
salió corriendo a auxiliar a su hermano que, humillado, salía del charco
ante las miradas divertidas de las niñ as, entre las que escuchó esta
exclamació n:
–Mira, Myriam, ¡qué cara!
José se distrajo de su hermano y quedó contemplando el rostro de
Myriam, hermosísimo, arrebolado, con sus ojos llenos de risa: Myriam,
Myriam...; durante mucho tiempo volvió a su imaginació n de muchacho
ese rostro y ese nombre mezclado con juveniles sueñ os de amor y
ternura. ¿Qué habrá sido de esa niñ a?
Terminada la cena hace José su oració n mirando a ese río manso, tan
unido a la historia de su pueblo, que como él está revuelto, pero camina
hacia algo que se presiente.
–¿Qué está s preparando, Señ or, para nosotros? ¿Qué quieres de mí?
Estoy dispuesto a dá rtelo, Dios mío. –Al rato se duerme bajo las ramas
del á rbol que dejan traslucir las estrellas.
Al día siguiente, entre la neblina baja que emerge del río y los
primeros rayos del sol que salen por el oriente, cruzan el vado
arremangados los vestidos hasta la cintura, la carga sobre la cabeza, los
pies tentando los resbaladizos guijarros del fondo; la mula trastavea,
resopla bien sujeta por José; Perrillo a su vera patea con la cabeza alta.
Llegan a la otra orilla, se calzan, ajustan la cincha de la cabalgadura y
sus propias cargas y emprenden la marcha rumbo a Pella. El camino
sube, baja, se retuerce, pero paulatinamente va ganando altura.
Al anochecer llegan a Gerasa, esparcida entre cerros y bosques; se
quedan en las afueras, bajo una gran encina que da sombra a los
marchantes en las ferias. Les espera el contratista, hombre ya mayor,
fuerte, curtido por la intemperie, con dos hijos, los mozos arrieros y la
recua de mulas, a la par de la impedimenta de la que sobresalen las
grandes sierras bien envueltas entre amarres. Hay niñ os que curiosean,
mujeres que se acercan con sus canastos a venderles alimentos. José y
los suyos los saludan, se acomodan, descansan, toman juntos un té
fuerte calentado en la hoguera cercana y cuando ya el sol se pone,
discuten los precios, el jornal o el destajo, las condiciones de vida, el
tira y afloja de contratistas y contratados tan universal y antiguo como
el mismo hombre. Cleofá s hace gestos de disgusto e insinuaciones de
volverse a casa. José mira y calla; al fin se ponen de acuerdo, un abrazo
y un beso cierran el contrato, cenan alegres y se retiran a descansar.
Despiertan al amanecer, entumecidos, después de una mala noche
entre el frío, aullidos de perros y patear de mulas; llegan el contratista y
sus hijos, que pasaron la noche en casa de amigos; les traen de comer
parco y caliente. Atraviesan el pueblo, pueblo pintoresco de montañ a,
muchas casas y corrales de madera, humo con olor a pino que esparce
el viento, calles de barro duro, gentes con colores en las mejillas, mirar
curioso, las manos bajo la ropa. Antes de dejar el pueblo compran
provisiones y las llevan a las mulas; miran los niñ os y algunos curiosos
mayores; se enzarzan en luchas los perros forasteros con los que se
acercan de los vecinos. Perrillo ladra mucho, pero ataca poco con aires
de valentía.
Parten cuesta arriba apretando ya el sol; el paisaje se ensancha, el
pueblo va quedando a sus pies, el valle amplio a sus espaldas y ante
ellos las montañ as verdes, inmutables, sobre las que pasan nubes
ligeras buscando horizontes. El camino se estrecha, se hace sendero,
con huellas de innumerables herraduras de las bestias que añ o tras añ o
han bajado trayendo madera de los bosques inmensos. Piedras entre el
barro seco del camino, arroyos que se cruzan, barrancos fragosos
cubiertos de maleza a los lados, vueltas y revueltas hasta coronar las
cimas, cansancio hasta el límite de las fuerzas. Paran a pasar la noche al
mal abrigo de unas chozas en las que encienden unas hogueras que
humean e irritan los ojos hasta hacerlos llorar.
A la luz difusa del amanecer reemprenden la marcha; contempla José
admirado esas vertientes desde la altura: el valle mucho má s abajo
cubierto por las nubes de las que emergen dos picachos solitarios como
centinelas; los primeros grandes á rboles madereros en las cumbres y
ese aire puro que susurra entre las ramas, ensancha los pulmones y
lleva el corazó n a Dios. Cleofá s no deja de hablar, de reír, de increpar a
las mulas cuando se paran y de soñ ar en voz alta; el grupo se une ante
el esfuerzo de la marcha con las pesadas cargas; se van haciendo
amigos antes de convivir.
Al atardecer, llegan a la meseta donde instalan el campamento, cerca
de un arroyo que corre entre la maleza. A los lados, altos montes
poblados por los grandes cedros que alzan sus copas al cielo teñ ido de
rojo por el sol que se pone. Al fin la hoguera que chisporrotea, humo
que anuncia el hogar, silencio profundo que invita a la oració n. José sale
de la tienda bien abrigado en su poncho, ora, habla con el Señ or
contemplando esos cerros oscuros donde trabajará mañ ana y ese cielo
estrellado donde brilla la gloria de Dios. Perrillo lo acompañ a, salta a su
lado, corre, vuelve, se queda a sus pies quieto, la cabeza entre las patas,
¿no tendrá frío?... no, él tiene a José.
Despiertan ya entrando el sol entre las tiendas. Pronto está n listos
para escalar la montañ a, entre maleza hú meda y suelo blando por las
hojas caídas durante siglos; suben sin camino, llegan a la cumbre, sopla
el viento con má s fuerza y aparece ante sus ojos el valle opuesto: tierras
de Cedar, montañ as tras montañ as cubiertas de á rboles, montes azules
al fondo que se pierden en el horizonte. El contratista llega jadeando al
cabo de un tiempo, no detiene sus ojos en el paisaje, sino en un
espléndido cedro que se yergue cerca queriendo con su copa escalar el
cielo; mirá ndolo desde abajo parece que anda, cuando pasan sobre él
las nubes arrastradas por el viento. Despejan la base con los machetes,
aparece el gran tronco en toda la fuerza de su especie y la grandeza de
sus añ os. Comienzan las hachas a hendir esa madera noble que salta en
esquirlas sin una queja.
José es diestro, pero aun así sus manos se resienten, sus brazos se
agotan, duele la cintura inclinada tras el golpe; mediado el corte toma
aliento, seca el sudor de su frente y vuelve de nuevo a la tarea,
alternando con ritmo los golpes que suenan metá licos en la montañ a y
el eco que se dispersa por la quebrada; un primer crujido de la madera
hace callar a los pá jaros, se apartan, el á rbol se inclina lentamente como
un gigante herido, cae, se oye un estrépito de ramas rotas y, finalmente,
un retumbar sobre el suelo; después, el silencio, só lo interrumpido por
el golpeteo de las otras hachas de los compañ eros... Se suben sobre el
tronco, lo desraman y comienzan a trocearlo de diez en diez pies.
Avanza el trabajo, avanza la mañ ana, el cansancio se hace sentir, el
hacha parece de plomo, el mango hiere las manos hasta sacarles
ampollas. En la tarde, aquel hermoso ejemplar que apuntaba su copa
hacia el cielo, tumbado y herido, es arrastrado en partes monte abajo
ayudá ndose de unos gruesos palos que sirven de palanca; empujados o
jalados por mulas, llegan las trozas a la meseta donde quedan
desparramadas como huesos de un gigantesco animal.
Cae la noche y caen los hombres rendidos en torno a la hoguera; José
aú n tiene á nimos para afilar su hacha y la de Cleofá s que, tumbado sin
fuerzas, moja sus manos en agua de sal, a la vez que entre bromas y
veras, reniega de haber venido a esa montañ a.
Amanece el nuevo día, hú medo, gris, sin viento ni cantos de pá jaros.
Toca aserrar los troncos. Cleofá s ni se mueve; a cada intento cariñ oso
que José hace para despertarle, responde envolviéndose má s en su
manta; al fin, el sol que comienza a brillar, consigue levantarlo.
Se hacen los turnos de corte. José marca su tronco con el añ il de una
pita bien tensa que deja vibrar varias veces sobre la madera; quedan
marcadas las grandes vigas que, arrastradas sobre sus puntas, bajará n
las mulas. Mientras tanto, su compañ ero ha ido haciendo una zanja
honda bajo el tronco que se afianza sobre unos parales; traen la gran
sierra envuelta y engrasada. José arriba, el compañ ero abajo,
comienzan los cortes con un jala y afloja rítmico, fuerte, en el que los
mú sculos van acoplá ndose al querer de la voluntad; trabajo duro,
monó tono, trabajo que identifica al hombre con su Creador y con ese
mundo que le ha dejado para que lo transforme. José eleva el
pensamiento y se abre el diá logo contemplativo, como se va abriendo el
tronco en canal mostrando su entrañ a roja.
Al finalizarlo, un respiro; José baja a la trinchera, se encasqueta un
viejo sombrero de ala ancha y comienza sus jalones a la gran sierra,
mientras el aserrín cae sobre él bañ ando su ropa, identificá ndolo con
esa tierra que pisa también cubierta por el polvo de la madera. Así
transcurren las horas y horas de trabajo bien hecho, cansado, cara a
Dios y cara a los hombres.
Y así, pasan las jornadas con la novedad de la tarea acabada en que se
alternan la sierra con el hacha, y uniendo su voluntad, má s cada
jornada, con el querer de Dios.
Los finales de la tarde son alegres, el cansancio del cuerpo se va
reduciendo, el compañ erismo aflora junto con las bromas de esos
hombres rudos, unidos por un comú n trabajo en el aislamiento. Cleofá s
vuelve a ser el que hace reír y enojar a veces, el que está pronto para
soplar y soplar por renacer el fuego y luego no mueve un pie para
mantenerlo.
José es ordenado; con naturalidad deja las cosas en su lugar, limpias,
dispuestas para usarse; cuida lo pequeñ o, lo poco; emana de él una
fuerza que da confianza a sus compañ eros y hace que lo respeten;
siempre dispuesto a prestar un servicio, a enseñ ar có mo se hace mejor
una tarea, sin que el descuidado se sienta ofendido. Ayuda con la fragua
para sacar filo a las hachas o a los dientes de las sierras dá ndoles
distinta torsió n a cada par. Es especialmente apreciado por sanar
heridas con hierbas y emplastes con tal mañ a que se asombran cada
vez. El má s difícil de curar es Cleofá s, pues no sabe si tiene un mal
cierto o está haraganeando.
José adquirió en su casa, desde joven, buenos há bitos: antes de la
cena se bañ a en el arroyo, haga frío o calor; Cleofá s le dice que só lo de
verlo se le hiela la piel.
***
Pasan los días como pasan sobre ellos esas nubes de primavera
cargadas de agua; el trabajo templa los mú sculos y fortalece las
voluntades. Una noche llueve sin parar; al despuntar el día todo está
mojado, la niebla a ras de suelo, las herramientas hú medas, los troncos
resbaladizos. José y su compañ ero toman la sierra y la hienden en el
corte ya comenzado el día anterior; el mozo –un mozo de Nazareth
callado y servicial– desde abajo da un fuerte jaló n para comenzar la
tarea, el tronco cede –mal asentado en la tierra floja por la lluvia– y se
le viene encima, lo golpea fuerte en la cabeza y lo derriba; José baja
enseguida, con esfuerzo logra sacarlo en brazos y acercarlo a la tienda.
El muchacho tiene la mirada perdida, sangra por la comisura de los
labios; se acercan otros compañ eros que los rodean. José arregla sus
ropas, lo tapa bien y reza por él, que asiente con los ojos; invoca a Dios
por su vida, pero ésta se va del joven lentamente, como esos jirones de
niebla que se levantan frente a ellos por la fuerza del sol; mira a su
alrededor, tiembla, da un suspiro y muere con sus manos entre las de
José; todos callan, hasta las hachas má s lejanas van enmudeciendo y
también el viento; y aquel pá jaro en la rama, que canta como a él le
gustaba imitar sus cantos.
Una lá grima recia y viril cae por las mejillas de José; Cleofá s también
llora y reniega de la mala suerte del muchacho; cierran sus ojos y se
quedan por allí cerca sin hablar apenas; ya no continú an el trabajo,
velan. José de cerca mira su rostro pá lido y medita: –Este que está aquí,
Señ or, podía ser yo, ¡qué breve es la vida!, nos acecha la muerte, en un
momento se termina nuestra existencia; tenemos poco tiempo para
merecer, para amarte, Señ or, para hacer el bien; somos como la flor de
este campo que un día es y al siguiente desaparece. ¡Pobres sus padres!,
no lo volverá n a ver; salió de su casa lleno de esperanzas, no
regresará ...; es un gran misterio la vida y un mayor misterio la muerte;
Dios nuestro, tuyos somos y a Ti vamos antes o después...
Comen algo de mala gana, se alternan para abrir la fosa, al otro lado
del arroyo. Cuando baja el sol, con la luz tenue del atardecer, lo
entierran sus compañ eros con lá grimas en los ojos; el resto de la tarde
apenas hablan.
***
Siguen los días lluviosos con ratos de sol, el trabajo continú a, las
mulas no descansan en su incesante ir arrastrando las largas vigas
monte abajo y regresar cargadas con alimentos.
Una tarde llegan excitados los que cortan en el extremo norte de la
montañ a, anunciando que han visto una manada de carneros salvajes
bajando a abrevar en la quebrada. Preguntas, recuerdos, ilusiones, y
surgen los planes de la cacería; el contratista da el permiso, para que se
rompa el ambiente de pena que flota entre ellos tras la muerte del
compañ ero. Preparan unas rú sticas lanzas con las puntas endurecidas
al fuego y salen en la media noche del siguiente día, a la luz de la luna, a
sorprenderlos; se apostan en diversos pasos de la barranca a esperar
que lleguen, pero los animales los olfatean y no aparecen; inú til espera,
ateridos e incó modos regresan ya de madrugada. A los pocos días
cambia el viento y deciden probar de nuevo; Cleofá s es el má s
entusiasta, ya olvidó la mala espera pasada. Llegan de nuevo, superada
la media noche, a la barranca, se distribuyen, callan, velan.
–Mira, José, el cielo, ¡un cometa!
José levanta la vista y ve en toda su grandeza el astro, que arrastra
una inmensa cantidad de puntos luminosos, como cola que barre el
firmamento.
–Qué hermoso espectá culo, Cleofá s, demos gracias a Dios de que lo
estamos viendo –y quedan largo rato mirá ndolo.
–José, dicen que antes de la venida del Mesías aparecerá n señ ales en
el cielo, ¿será ésta una de ellas? Ojalá venga pronto.
–Dios te oiga, Cleofá s.
Con las primeras suaves luces de la aurora, aparece la manada, ante la
emoció n de los cazadores, tan quietos, que só lo oyen el latir de sus
corazones; a una señ al se lanzan sobre ellos con carreras y gritos; la
mayoría escapan, pero quedan tendidos dos pequeñ os, otro se arroja
por la vertiente en una poza y allí, entre balidos desgarradores,
cornadas y coces, logran cazarlo.
Aquella noche, mientras comen el asado a la luz de la hoguera, oyen
claramente atronadores los rugidos del leó n de la montañ a; las mulas
se espantan y hay que ir a la corralera a sosegarlas.
Llega el verano y con él el buen tiempo, la maleza se seca, las tardes
se prolongan; cantan intensamente los pá jaros guardabarrancos que
anidan en los grandes á rboles que caen por sus hachas, y quedan las
aves que construyeron nidos revoloteando desconsoladas por encima.
El trabajo avanza y son muchos los cedros convertidos en vigas o
tablones. José conoce cada vez mejor de esas maderas, de sus vetas, de
su dureza, de sus nudos... y sigue ayudando a sus compañ eros; ahora
que ha ganado su confianza; le escuchan con má s atenció n cuando les
habla de Dios, del bien y del mal, del trabajo que nos une con la obra
creadora de Dios. Cleofá s decide siempre rezar antes de terminar el día;
le asombra su hermano, lo quiere cada día má s, lo admira
especialmente cuando cuida a los compañ eros enfermos. ¡Qué
paciencia con ellos!, con naturalidad, como si no hiciera nada de
particular, con buen humor.
Un día, al atardecer, ladran los perros furiosos, se oyen gritos, una
sombra se encarama en unas ramas; se acercan con las hachas listas y
ven subido a un pobre hombre, medio desnudo, barbado, temblando y
aterido que a duras penas se sostiene; lo bajan y observan. El hombre
les dice que anda perdido, que hace días no ha comido, que se acercó a
pedir algo..., en sus muñ ecas y tobillos tiene marcas de hierros, su
espalda está surcada por cientos de líneas, cicatrices de antiguos
latigazos: es un esclavo fugitivo. Los hijos del contratista dicen que se
vaya, lo amenazan incluso con los perros, no quieren problemas, tal vez
lo anden buscando. José interviene, les dice que, bajo su
responsabilidad, le autoricen a quedarse. A regañ adientes lo permiten y
regresan todos a sus tiendas; Cleofá s no ha querido intervenir.
–Hermano, eres un idealista.
José da de comer al esclavo que se calienta junto a la hoguera;
mientras devora los alimentos, le presta unas ropas secas. ¡Cuá nto
sufrimiento en esa pobre vida!, consecuencia de la injusticia y la
crueldad de los hombres y de sus arbitrariedades; ¡si todos somos hijos
de Dios y hemos nacido libres! Cuando termina, cuenta algo de su
historia: es de un país de Asia Menor, en una guerra con los romanos
fue hecho prisionero y vendido como esclavo a un comerciante judío
que lo trajo a Jerusalén, allí aprendió el idioma; los hijos lo maltrataron
lo indecible hasta que una tarde huyó con este rumbo, viviendo como
una bestia, caminando só lo de noche, durmiendo escondido durante el
día; así llegó a estas montañ as donde se encontraba exhausto y
perdido; tenía mujer, una hija pequeñ a y a sus padres; ¿qué habrá sido
de ellos?, ya va para diez añ os de ausencia.
José lo escucha, junto con todos, atentamente.
–Descansa aquí en paz, toma esta piel seca del carnero que cazamos
nosotros.
Sigue el buen tiempo, al mediodía hace calor, zumban las abejas,
cantan en la noche los grillos. Un sá bado el esclavo –al que José acaba
de cortar el pelo– le dice que ha visto peces arroyo abajo y que les
enseñ ará a cogerlos. Junto con Cleofá s y otros compañ eros se dirigen al
río, se asoman a una poza y ven a los peces raudos esconderse bajo las
rocas; el esclavo se mete en el agua y con tiento va metiendo las manos
lentamente –con el agua a la barbilla– en las concavidades de las
piedras; al poco, entre sus manos, aparece un pez fuertemente agarrado
que arroja a la orilla. José se mete y lo imita, va buscando entre las
oquedades con la emoció n de sentir un pez entre sus manos; lo mismo
hacen los demá s y van recorriendo poza por poza capturando algunos
peces entre gritos de alegría y exclamaciones por lo frío del agua. Al
final se bañ an bajo una cascada mientras, colgados de una rama y
unidas las agallas por un junco, brillan al sol una docena de pescados.
Durante la tarde descansan; el esclavo va tomando gran afecto a José,
le habla de su vida; él lo escucha con agrado, es un don que se ha
forjado desde chico y practica con cualquier persona. En su tierra tenía
una pequeñ a granja, amigos, afecto; al ponerse el sol le gustaba cantar
para que su pequeñ a hija lo aplaudiera...; todo lo perdió en unos días,
ahora no cree en ningú n dios. José le habla de su Dios, padre de
misericordia, de amor y de perdó n, creador de ese cielo que se tiñ e de
rojo, de esas montañ as que se oscurecen, de esas flores que los rodean.
Uno, ú nico, espíritu puro e invisible, en el cual somos, nos movemos y
existimos; le habla del alma inmortal que poseemos y nadie podrá
destruir. De la elecció n del pueblo judío –a pesar de sus hombres– y de
las oraciones que ha compuesto a lo largo de los siglos para alabarle.
Cleofá s también escucha displicente.
–José, tú te preocupas de cualquier cosa.
Decae el verano, los días se acortan, las noches refrescan; en un par
de ocasiones no pueden trabajar por las fuertes tormentas, con truenos
y granizos que rebotan en las lonas, y rayos que centellean en torno
suyo atronando las montañ as; en sus tiendas sobrecogidos imploran la
protecció n de Dios; el arroyo retumba por el ruido de las piedras
arrastradas por la correntada. Perrillo gime asustado bajo la manta de
José; el esclavo aprovecha para terminar de tallar primorosamente, con
muchas filigranas, un cayado de palo de naranjo que le regala.
–José, ojalá florezca en tus manos como el que me constaste que
floreció en la de Aaró n.
Una mañ ana las tiendas aparecen blancas, cubiertas de escarcha: el
invierno se acerca. El contratista decide terminar la tarea; ese día ya no
cortan ningú n á rbol, trabajan solamente en la meseta para terminar de
aserrar los ú ltimos tablones que se llevan las mulas. Mientras vuelven,
comienzan a desmantelar el campamento, recorren los bosques
cercanos, cogen frutas silvestres y semillas que asan en la noche sobre
la hoguera; está n contentos. Una mañ ana –de regreso las mulas–
recogen toda la impedimenta, echan una ú ltima mirada a los montes de
alrededor, heridos en muchas partes por los á rboles cortados, y el
aserrín, virutas y ramas regadas por todas partes.
José se aparta unos pasos con el esclavo, caminan en silencio, hasta
llegar a una altura.
–Allá está tu tierra. Varias veces te he mostrado có mo llegar hasta
ella, bajo qué estrellas la encontrará s en esta época del añ o; eres libre
de volver a ella –con la ayuda de Dios– o de venirte con nosotros.
El esclavo lo mira, sus ojos brillan por las lá grimas.
–No quisiera dejarte, José, me has tratado bien, con cariñ o, me has
devuelto la fe en mí mismo, en los hombres, en Dios, que É l te lo pague
siempre..., pero deseo volver a mi tierra, tal vez no llegue nunca, tal vez
sí.
Se acerca a José y lo abraza mientras solloza sin vergü enza.
–Dios no te dejará , rézale todos los días, no odies a nadie... y no dejes
de cantar. Adió s.
Se acercan de nuevo a los del grupo que despiden al esclavo con
afecto, le hacen regalos ú tiles para su viaje; son gente ruda, pero de
buen corazó n. Parten. Al llegar al primer recodo del camino una ú ltima
mirada a la meseta y al esclavo que con gestos de la mano se despide.
***
El regreso es rá pido y placentero; sus cuerpos hechos al rudo trabajo
de esos meses no se cansan, los hombros ni notan la pesada carga sobre
ellos. Una noche ven merodeadores tras unas colinas; deciden meter
sus ahorros en la albarda de la mula, bien disimulados entre la dura
crin.
Llegan al vado del Jordá n, arman la pequeñ a tienda, encienden la
hoguera y tras comer en armonía, descansan. A la media noche Perrillo
ladra furiosamente, los despierta y apenas tienen tiempo para ver que
se les acercan varios hombres con armas y de salir corriendo. José de
un salto alcanza la mula, le corta el ronzal y le da una fuerte palmada,
oye unos gritos detrá s y siente un fuerte dolor en la cintura, huye en la
noche río arriba seguido de cerca por Cleofá s que no deja de maldecir
entre dientes a los bandidos; caen entre las matas, se levantan, caen de
nuevo, se hieren las manos, el rostro; al fin paran su carrera por lo
tupido de la maleza, descansan.
Perrillo llora lastimero; José nota que tiene una cortadura larga, pero
poco profunda por la que sangra copiosamente. Cleofá s se la venda con
una faja lo mejor que puede, ¿qué habrá sido de los compañ eros? Silban
imitando el canto del cuclillo, como en las montañ as, para llamarse; al
poco, no muy lejano oyen que les contestan; siguen llamá ndose hasta
que sienten acercarse un compañ ero que tiene una gran herida en la
cabeza por la que sangra sobre la cara y el pecho. José lo venda con su
camisa y lo alienta, pues está a punto de desfallecer. Avanza la noche:
mala noche es aquella. El frío cala hasta los huesos, se dan palmadas y
no dejan los pequeñ os saltos para no perder el calor.
–¿Y si han cogido la mula y nuestros ahorros?
–No te preocupes, Cleofá s, estamos con vida, demos gracias a Dios.
–Amanece al fin, la luz los llena de esperanza. Con cuidado se asoman
al límite del bosque. A lo lejos ven a los asaltantes que tratan de coger a
la mula, pero una y otra vez se les aleja con un trote arisco; no se deja
agarrar la vieja mula, con su albarda medio caída.
–¡Malditos bandidos, hijos de...!
–¡Calla, Cleofá s, nada ganas con maldecir, mejor reza!
Al fin se cansan, recogen todas las cosas, se van. Los fugitivos salen
con cautela de su escondite y se acercan al vado; aparecen los otros
muchachos ateridos, sin heridas. Los bandidos no han dejado nada.
Buscando entre unos matorrales, José encuentra su cayado. Van por la
mula que, aú n arisca, se deja agarrar por ellos.
Una gran caravana llega también al río; se unen a ella calentá ndose en
sus hogueras, les compran ropas y alimentos, se calman; montan al
herido en la mula y atraviesan con ellos el Jordá n.
–Cleofá s, alguna ventaja tiene que nos dejaran sin nada: no llevamos
peso encima...
Perrillo, que intuye el regreso, ladra contento. Cleofá s habla de sus
planes de casarse al poco de llegar: ahora sí quiere sentar cabeza, no
má s aventuras y que alguien con manos delicadas le haga la comida, ¡no
má s de esos horribles guisos del campamento! José ríe y ríen todos. El
sol calienta a ratos entre las nubes pasajeras.
Al atardecer del siguiente día, Nazareth está frente a sus ojos, como
colgada de la montañ a. Perrillo se adelanta gozoso, la vieja mula arrecia
el paso; ante la casa se despiden los compañ eros. José promete que má s
tarde irá a avisar a los padres del muchacho fallecido; triste tarea, pero
que tiene que enfrentar cuanto antes; se han tomado auténtico cariñ o y
quedan en verse con frecuencia; en el trabajo en comú n nació una
verdadera amistad. Salen los hermanos, los sobrinos, que saludan con
gritos de gozo y los padres que los abrazan con efusió n.
–Bienvenidos seá is, hijos, alabado sea Dios. ¡Cuá nto hemos esperado
y hemos rezado por vosotros!
Entran de nuevo al hogar, cansados, má s maduros, felices por estar de
nuevo entre los suyos.
***
Pasados dos días Cleofá s propone ir en busca de su novia María;
invita a José para que lo acompañ e; no tiene deseos, pero, por
complacer a su hermano, accede; se pone su ropa nueva –ahora tienen
ahorros– y salen. La mañ ana es fresca, soleada, caminan sin prisa,
saludando amigos y conocidos, erguidos, tostados por el sol, el cabello y
la barba recién cortados.
En la fuente está María con otras jó venes, entre risas, miradas tímidas
y llenar de cá ntaros; Cleofá s saluda a su novia que se ruboriza y
responde llena de alegría; María les presenta a su amiga María, a la que
dicen familiarmente Myriam, que no hace mucho vino de Jerusalén;
ésta levanta la vista y los saluda con sencillez. José se queda sin aliento.
–Ese rostro, Dios mío, sí, ¡es el de la niñ a que soñ é hace muchos añ os!
¡Qué hermosa, Señ or! Parece que el cielo se ha metido en ella...
Cleofá s habla y habla, cuenta de su viaje; José no quita su mirada de la
amiga de María, siente que su corazó n se dilata, todo su ser se
conmueve, se encuentra torpe cuando la ayuda a poner el cá ntaro sobre
su cabeza; sus cabellos, bajo el velo, huelen a flor.
–Adió s, hasta la tarde...
Cleofá s da una palmada a su hermano.
–¡Qué te parece mi novia? ¿Verdad que es bonita? ¡Esos hoyuelos en
sus mejillas cuando ríe...! ¿Qué te ocurre? ¿No será que te ha gustado
Myriam? Sí, es muy bella; ¡buenas amigas elige María!, pero ¿qué te
ocurre, José? Está s rojo como este clavel.
Por la tarde José pregunta a sus padres sobre Myriam.
–La conocemos bien, es hija de Joaquín y Ana, parientes lejanos
nuestros; no hace mucho que llegaron de Jerusalén, donde Joaquín
trabajaba en el Templo como administrador de la Puerta de las Ovejas;
tienen unas casas arriba y unas tierras en el valle. María les nació
siendo ellos mayores; todos dicen que es una joven admirable, hermosa,
sencilla y buena.
–Madre, ¿qué edad tendrá ?
–Cerca de los dieciocho añ os..., ella nació cuando yo esperaba a tu
hermana; durante muchos veranos venían desde Jerusalén a pasar
algunos meses aquí, siempre cuidada por Ben, un pariente de Ana que
no la deja ni a sol ni a sombra. Joaquín es un hombre muy trabajador,
honesto y piadoso, ahora algo enfermo, por eso se retiró de su trabajo.
Ana es una gran mujer.
Cleofá s interviene para plantear a sus padres que quiere casarse con
María cuanto antes.
–Deseo asentarme; voy a dedicarme al comercio, eso es, seré un gran
negociante...; ¿qué les parece si mañ ana van a pedirla a sus padres? Hoy
mismo se lo propongo.
De nuevo a media tarde salen los hermanos bien acicalados,
inseguros, y con prisa; no hay nadie en la fuente, al poco comienzan a
llegar algunas jó venes con las que bromea Cleofá s; al fin llegan Myriam
y María. A José se le hace un nudo en la garganta al verla de nuevo, ella
baja la vista y lo saluda. Cleofá s habla con María que ríe sin pena, le
propone matrimonio, así de una vez, sin tiempo de esponsales, tiene
prisa por establecerse, fundar un hogar; ademá s la quiere
intensamente. ¡Cuá nto ha pensado en ella durante esas noches en las
montañ as!
Myriam, como ve que José no se atreve a hablar –tan cortado está – le
pregunta sobre su trabajo en la corta de madera; José le responde,
habla sin casi oírse a sí mismo, só lo siente los ojos de Myriam sobre él
que expresan toda su atenció n, se fija en su pequeñ a boca que ríe a
veces o se abre en asombro.
–Eh, Myriam, ¡que ya se llenó tu cá ntaro hace rato! –le dicen las
compañ eras. Lo retira ayudada por José mientras ríen ambos.
–Myriam, ¿te gusta vivir aquí en Nazareth?
Ahora es ella la que habla con voz dulce que a José le parece lo má s
armonioso de este mundo; se olvida de lo que lo rodea y no siente el sol
que se pone tras sus espaldas, ni las voces de Cleofá s, ni las de María.
¡Oh, Señ or, qué criatura tan bella ha salido de tus manos! ¡Có mo no la
he descubierto antes...!
Siente José que su corazó n joven, noble, bueno, se enamora de
Myriam hasta la ú ltima fibra de su ser. Al fin rompen la intensidad del
momento las palabras de María anunciando que tienen que irse, que se
les hizo tarde.
–Hasta mañ ana, Myriam, que Dios esté contigo. –Y la ayuda a
colocarse el cá ntaro sobre la cabeza.
–Dios te bendiga, José.
Suben la cuesta despacio los hermanos.
–Ya has oído, José, me ha dicho que sí. Si Dios quiere tendremos boda
el mes que viene..., ¡eh! ¿me escuchas?
Esa noche José decide poner un taller propio de carpintería, gastará
todos sus ahorros en comprar herramientas y madera, trabajará
independientemente.
Pasan los días, siguen los viajes a la fuente, las ilusiones van
madurando en proyectos concretos. José habla de su taller, Cleofá s de
su comercio, que, como todo lo que emprende, le irá muy bien, aunque
los resultados tangibles tarden en aparecer. María se entusiasma, ríe y
ríe. Myriam escucha y medita.
***
Un pariente de José tiene una buena tierra de labor en la que hizo una
siembra tardía, que al siguiente día comenzará n a segar; los hermanos
trabajará n a destajo e invitan a las amigas a ir a espigar, como es
tradició n de siglos que pueden hacer las mujeres israelitas.
A la siguiente jornada, de madrugada, ya está n los dos hermanos con
sus hoces afiladas –bien remangados los vestidos– en la dura tarea de
cortar el trigo, junto con otros mozos y el tío que anda observando el
trabajo. Con frecuencia miran hacia el camino; al fin ven aparecer un
grupo de muchachas acompañ adas de Ben, el pariente de Ana, con sus
costales listos. El corazó n le da un brinco a José: allá está Myriam, que
deja su manto, recoge su pelo bajo un pequeñ o sombrero de paja y se
pone a recoger las espigas que han ido cayendo de manos de los
segadores. María, junto a ella, hace guiñ os y sonrisas a Cleofá s que a
punto está de cortarse una mano por mirarla. José también mira entre
respiro y respiro.
Transcurre la mañ ana sin sentirse a pesar del duro trabajo, inclinados
los cuerpos a ese suelo hollado por los surcos, los brazos tensos por el
corte. Al mediodía se reú nen todos bajo un gran encino cercano y el tío
les lleva agua, vino y alimentos.
–Buen trabajo, muchachos, aunque parece que demasiadas espigas se
han escapado de sus manos, dice mirando los abultados costales de las
jó venes, que preparan sobre un mantel la comida.
Almuerzan alegres, hablan, Myriam –el rostro arrebolado por el sol–
deja por un rato su largo pelo suelto. Cleofá s anuncia su pró xima boda
con María, que se ruboriza ante las felicitaciones de las compañ eras.
José le dice a Myriam que desea ir a saludar a sus padres y que si le
permite seguir tratá ndola. Myriam es ahora la que se ruboriza.
–José, yo se lo diré a mis padres y haré lo que ellos digan.
Por la tarde sigue el trabajo; antes de que empiece a ocultarse el sol,
las muchachas recogen sus cosas, se despiden con las manos y se van
con el tío Ben, quien las ayuda a cargar los costales. El campo parece
que queda vacío; los segadores callan hasta que el sol se acerca a las
lejanas montañ as y dejan de trabajar. Regresan cantando a la luz del
crepú sculo.
–José, nunca te había oído cantar tan recio. Yo pensaba que no
podías...
Un correcaminos sale espantado ante ellos; Nazareth en lo alto con
sus leves luces titilantes parece un pedazo má s de cielo estrellado.
La boda de Cleofá s es un acontecimiento en el pueblo, su familia es
numerosa y má s aú n la de María, motivo bueno es para reunirse y
celebrarla en la paz de Dios. El día es frío, sin viento. José y Cleofá s
desde por la mañ ana reciben a los amigos y familiares; los viejos padres
está n contentos al comprobar que el hijo mayor se casa y comentan con
otros parientes cercanos –en voz má s baja– que pronto lo hará José, tal
como van las cosas.
Al atardecer salen todos cuesta arriba hacia la casa de María; a la
puerta está n las vírgenes con las lá mparas encendidas; allí está
Myriam, con su vestido nuevo y una guirnalda de flores sobre su
cabeza. José la mira al pasar y ella baja la vista. Entran todos; las
muchachas bailan tomadas de la mano acompañ adas por unos mú sicos,
mú sicos de pueblo destemplados y alegres; cantan pidiendo a Dios
bendiciones para los esposos. José observa a Myriam entre las demá s,
só lo se fija en ella y hasta distingue su voz entre todas y se enciende
má s fuerte su amor... Mañ ana mismo hablará con sus padres para ir a
pedirla por esposa; trabajo no le falta, tiene manos para mantenerla y
corazó n para quererla toda la vida.
Pasados unos días va con sus padres a casa de Myriam; está nervioso
y tranquilo a la vez; Ben les abre la puerta. La casa está limpísima, con
flores recién cortadas. Joaquín y Ana los esperan, los saludan con
cariñ o; hablan de cosas triviales hasta que la madre de José expone el
objeto de su visita apoyada por su esposo Jacob. José parece clavado en
la silla sin osar levantar la vista, Ana se acerca, lo toma de las manos y
mirá ndolo a los ojos le dice:
–José, no esperá bamos que vinierais tan pronto a pedirnos a María;
por nosotros no hay inconveniente, pero ella tendrá que decidir. No
porque sea mi hija, pero ella es algo maravilloso. Nunca nos ha dado un
disgusto, es alegre, trabajadora, afable, buena con todos...; trá tala bien...
es un pedazo de nuestro corazó n, la mejor parte de nuestra vida.
–Señ ora Ana, yo le prometo ante Dios, que la cuidaré y amaré
mientras viva, pues en este poco tiempo que la he tratado he aprendido
a quererla con todo mi corazó n.
Joaquín interviene para decir:
–José, si María consiente, preferimos que te desposes el mes que
viene con ella y sea la boda dentro de un añ o; así podemos tenerla con
nosotros ese tiempo, preparar su ajuar y tú te afianzas en el trabajo.
Todos asienten, está n de acuerdo. Ana llama a María que entra con
naturalidad, la mirada recogida.
–María, los padres de José nos han pedido anuencia para que seas su
esposa; nosotros estamos de acuerdo... bien sabes que má s añ os
hubiéramos deseado tenerte con nosotros, ¿das tu consentimiento?
–Madre, yo haré lo que ustedes dispongan.
Los padres de José llaman a María para que se les acerque, la abrazan
y besan. La madre de José le habla en voz baja:
–Hija, José es el mejor de mis hijos; trabajador; nunca le he conocido
ningú n vicio, es hombre de oració n y lo quieren todos los que lo
conocen.
Se intercambian regalos, se habla de cuá l será el «mohar» segú n la
antigua costumbre. Cenan y se alegran sus corazones. Se despiden ya
salida la luna.
José puede visitar a María todos los días en su casa después de la
jornada de trabajo; su amor se hace má s profundo a medida que má s la
conoce. En una ocasió n en que quedan unos instantes solos, María le
dice:
–José, antes de que lleguemos a ser esposos debo decirte que mi
deseo es permanecer virgen, dedicar mi vida a Dios, a la oració n y hacer
el bien a los demá s.
–María, te amo tanto que respetaré tu voluntad. Dios nos dirá lo que
debemos hacer.
Llega el día de los esponsales; cosa rara en Nazareth: el suelo
amanece blanco por una ligera capa de nieve caída durante la noche,
como si quisiera la naturaleza celebrar esa fecha poniendo un manto
inmaculado sobre la tierra, casas y á rboles. Por la tarde sube José con
sus padres –bien abrigados– hermanos y parientes; se les unen Cleofá s
y María, contentos en grado sumo por la elecció n de José. Llegan a casa
de Joaquín que está caldeada por varios braseros, huele a resina de
pino, a incienso. María aparece bellísima, con su vestido nuevo y flores
en el pelo bajo el velo blanco; su amiga María la celebra con
manifestaciones de jú bilo; José recibe felicitaciones de amigos y
parientes.
Callan todos y comienza la ceremonia muy sencilla, ante los padres y
testigos. María y José se adelantan y manifiestan sus deseos de unirse
en santo matrimonio. José toma la mano de María y la tiene entre las
suyas mientras lo expresan.
En seguida le entrega José, como prenda de su compromiso, un viejo
anillo de oro que su madre guardaba y le dice:
–Este anillo es prenda de que será s mi esposa segú n la ley de Moisés
y de Israel.
Terminada la ceremonia, todos los presentes los felicitan y pasan a
comer, alegres y bulliciosos, con esa sencillez de la gente humilde y
trabajadora que tiene poco que ofrecer y nada que ocultar.
Perrillo ha seguido a José, aguarda impaciente, aterido, en la puerta;
en un descuido entra raudo a hacer fiesta a su dueñ o; antes que lo
saquen, María le da un bocado.
Afuera comienza de nuevo a nevar; sale la luna pá lida entre los copos
de nieve que caen suavemente.
Capítulo III
EL ÁRBOL DE SOMBRA
Era tío Ben pariente lejano de Ana, de edad indefinida y pelo cano, de
estatura media y manos fuertes, ojos sinceros, algo tímidos, andar torpe
a consecuencia de una vieja herida. Había sido muchas cosas en la vida
y ninguna estable: soldado, marino, comerciante; sin hogar y sin
familia. Como barco sin arboladura después del temporal fue a parar a
casa de Joaquín al poco de nacer María, y por humilde y servicial, allí se
quedó má s como amigo que como servidor.
Desde que Ana consintió en dejarle a María, pequeñ a, para que la
cuidara, comenzó a tomarle un grandísimo amor, que fue aumentando
con el tiempo y sobrepasó su medida cuando empezó a hablar y decirle
«Too Ben», mientras lo miraba con sus preciosos ojos llenos de vida. Su
existencia cambió , ya tenía un sentido, un porqué: cuidar de esa niñ a
cada día má s graciosa y bella. Durante las noches velaba cerca de su
cuna, atento al menor ruido y si ella tosía, él no dormía, y cuando
jugaba –él de lejos– en sus oficios de limpiar la casa o amontonar los
granos de las cosechas, no la perdía de vista largo tiempo. Ana le
regañ aba con cariñ o y le decía que consentía demasiado a María, que
por él no dejaría que sus pies tocasen el suelo. Tío Ben callaba y por sus
adentros pensaba:
–Si un pedazo de luna me pidiera, yo se lo iría a coger al cielo.
Los mejores días eran los que pasaban en el verano cuando iban a
Nazareth siendo María niñ a. Temprano salía al campo a cortarle flores
frescas que rodeaba de tomillo y le llevaba a su puerta y luego,
brillá ndole los ojos, contemplaba có mo las olía y alababa. La mimaba
todo lo que podía su ternura: la alzaba en sus manos fuertes para que
cogiera los mejores higos de la añ osa higuera vecina, o mirara los
pichones del nido de la tó rtola. Le traía los primeros racimos de uvas,
las primeras moras de la zarza o algú n pajarito recién volado del nido...
y se quedaba mirá ndola mientras corría con otras niñ as por el patio de
la vieja casa. En ocasiones las acompañ aba al río, donde cogían
renacuajos y pececillos, se echaban el agua, reían y volvían felices con
flores en el pelo y los pies mojados; tío Ben se las arreglaba para darle
siempre alguna fruta del tiempo, que comían de regreso al caer la tarde.
Tío Ben era un alma sencilla, como esas hojas toscas de un jardín, que
sirven para marcar el contraste de las flores hermosas; o como esos
parientes solitarios que se arriman a los hogares y sirven
humildemente, sin brillo, toda su vida, só lo reflejan la luz de los otros y
esto les basta.
Un día, contando María apenas siete añ os, regresaban todos del
campo cuando a medio camino salió una gran culebra que se abalanzó
sobre María; tío Ben la ahuyentó raudo con el palo; María quedó
asustada y llorosa:
–¡Quería morderme el pie! –repetía.
Tío Ben tuvo que llevarla en brazos, con la cara oculta sobre su
hombro, el resto del camino. Por la tarde no quiso cenar y tío Ben
durmió varias noches a los pies de su cama mientras se le pasaba el
miedo.
Cuando llegaba la época de la trilla, le encantaba a María subirse con
tío Ben en la trilladora –esa rú stica plataforma de madera con grandes
clavos en su base– y que el borrico diera vueltas y vueltas rompiendo la
espiga; al final se bajaban, tomaban los cedazos y aventaban el grano al
viento de la tarde para que lo separara de la paja, entre apuestas y risas.
En las tardes de invierno, tío Ben fabricaba objetos con tiras de cuero,
era muy experto, y sus manos duras le daban al material –humedecido
con agua de hierbas– la forma que quería: hacía zapatos, cinturones,
bolsones y hasta sillas rú sticas de montar. María lo miraba a ratos y le
pedía que le hiciera cosas; como estaba aprendiendo pasajes de la
Sagrada Escritura que le leía Ana, se los recitaba de memoria sin
equivocarse en una letra.
–Tío Ben, ¿quieres que te diga lo que dijo el Á ngel al despedirse de
Tobías?
Esto le causaba gran admiració n a tío Ben y a todos los de la casa; a
veces, se acercaba Joaquín a oírla, con los viejos rollos de la Escritura
Sagrada en la mano para comprobar las frases, y también Ana, que
conservaba una gran memoria. Otra cosa que le encantaba a tío Ben y a
todos los de la familia y amigos era oírla cantar. María tenía una voz
dulce y recia que a los doce añ os fue consolidá ndose y le ayudaba a
entonar maravillosamente viejas y tradicionales canciones del pueblo
de Israel, cantadas por las muchachas desde siglos atrá s; sus primas y
otras niñ as también cantaban cuando venían y aquellos cantares eran
algo como oració n grata a Dios. Tío Ben se ocultaba entonces tras
alguna columna para que no vieran la emoció n que lo embargaba.
En el verano, cuando venían de Jerusalén, salían mucho al campo con
Joaquín para ayudarle en las faenas agrícolas; María estaba lista desde
temprano y le hacía ilusió n cualquier trabajo. Joaquín tenía unos
terrenos en la falda de la montañ a en los que dejaba crecer la hierba
con las lluvias invernales y se hacían los primeros cortes para junio; el
heno se amontonaba por todos en torno a una gruesa estaca clavada en
la tierra y, cuando el montó n estaba hecho, tío Ben ayudaba a María y a
otros niñ os a subirse y bajaban deslizá ndose por la hierba entre gritos
y risas. Al final del verano cargaban el heno ya seco en la vieja carreta
de bueyes y allá arriba se subía feliz María con los niñ os y llegaban
rodando lentamente entre el chirrido de las ruedas de madera y las
voces de tío Ben que con la pica apuraba a los bueyes y con los ojos
risueñ os miraba la carga de la carreta.
***
Pasaron los añ os, María se hizo mujer y recogía su pelo bajo un velo.
La noticia de que se irían definitivamente a Nazareth, porque Joaquín
terminó su trabajo en el Templo, alegró enormemente a tío Ben; allí
podría hacer má s cosas por María, él conocía bien el campo, las
estaciones, el tiempo de cada flor y de cada fruto. No le gustó que al
poco de llegar María fuese con sus primas a la fuente, por el agua de
beber; la cuesta era empinada y él podría traerla sin mayor esfuerzo.
Ana le dijo que no, que debía hacerlo María, como las otras jó venes del
pueblo, pues ya no era una niñ a. Tío Ben pasó tres días sin hablar con
nadie. Ademá s había unos jó venes que iban a ver a las muchachas y hay
uno de nombre José que no quita su vista de María y se ruboriza ante
ella como un niñ o, siendo como es hombre y bien barbado.
A tío Ben le cayó bien José al que comienza a ver con má s frecuencia
por allí, pero siente en lo profundo de su ser que un día se lleven a
María, a la pequeñ a de su vida. Y así fue, porque aú n no ha comenzado
el otoñ o, poco después de la fiesta de los Taberná culos –que aquel añ o
fue muy alegre y concurrida por las buenas cosechas–, María misma le
da la noticia.
–Tío Ben, hoy vendrá n a pedirme los padres de José para que sea su
esposa, yo haré lo que mis padres digan, ellos verá n cuá l es la voluntad
de Dios.
Tío Ben se quedó encogido y apesadumbrado, no sabía qué decir.
–María, mi pequeñ a, está s tan joven... y te gusta rezar, hablar con Dios
y mirar por todos, y tus padres, y esta casa, y estos campos.
–Tío Ben, yo haré lo que mis padres digan, como es la costumbre. Y
después, mirá ndolo con gran ternura:
–No me iré lejos, José es de aquí.
Para los esponsales tío Ben trabajó duro desde antes de amanecer,
limpió la casa de arriba a abajo, fue por agua, recogió hojas del patio,
regó las plantas..., pero no estuvo en la ceremonia: salió de casa cuando
llegaron los padres de José con sus parientes y no regresó hasta la
noche. Al salir, de una ojeada, vio a María con Ana que le estaba
arreglando el pelo, tan bella como un á ngel con su vestido nuevo. Llegó
hasta el á rbol de mostaza en las faldas del monte, se sentó , rezó y lloró
como un niñ o. Después habló con Dios:
–Señ or, ¿no será el mío por María un amor demasiado humano? Tú
sabes, Señ or, que yo só lo quiero el bien para ella... sí, pero también
quiero estar cerca y mirarla y oírla. ¡Oh, Dios mío, ella es la mejor obra
de tus manos!
***
Al terminar el invierno, que fue apacible aquel añ o, tío Ben está un
día claro, con viento a rachas, en el patio, seleccionando semillas para la
siembra de primavera. Ana en el otro extremo con sus labores. María en
su habitació n reza sus oraciones: es mediodía. Se calma el viento y
callan los gorriones, se corta el silencio. A Dios, que está siempre tan
cerca de esta casa, se le siente má s cerca hoy. En las habitaciones de
María aparece una gran luz, tío Ben piensa que el sol se ha metido en el
cuarto. Ana deja quietas sus labores y mira atenta. Tío Ben desliza sus
semillas en el costal y está dispuesto a acudir donde María, pero no se
mueve. Se oyen voces que confunden sus sonidos y al poco sigue el
silencio en torno, tan palpable, que hace estremecer; la luz se
desvanece poco a poco, y al rato sale María; el rostro arrebolado y
hermosísima, los ojos hú medos, lentamente se dirige a su madre y la
abraza. Ana la besa y pasa su mano entre su pelo. María no puede
contener su emoció n y llora sin amargura; al cabo dice:
–Madre, un Á ngel me ha dicho que voy a ser madre del Mesías, tendré
un hijo del Espíritu Santo que se llamará Jesú s. Y deja el rostro oculto
en su regazo.
Tío Ben sigue en su faena:
–A esta niñ a María algo le ha ocurrido, está hermosa como la aurora y
alegre, pero llora, es la de siempre y no parece la misma. Con su oració n
ha acercado la luz de Dios a esta casa.
Algunos días después, María pidió a tío Ben que la acompañ ara a dar
un paseo a un lugar tranquilo, cuesta arriba, al á rbol de mostaza, desde
donde veían al pie las casas de Nazareth al fondo del valle y en el
horizonte las lejanas montañ as. María contempla aquel pedazo de su
tierra y es como si viera todo el mundo ante ella, reza, medita y habla
con Dios. Tío Ben, cerca, la observa, después de recoger unos trozos de
leñ a y atarlos con un cordel:
–María, mi pequeñ a, ¿te ocurre algo?
–Grandes cosas, tío Ben, a su tiempo las sabrá s –y lo mira con sus ojos
dulcísimos llenos de una luz especial, como un lucero que brillara en el
día.
Una tarde, antes de romper la primavera, le pidió alborozada y
gozosa, que la acompañ ara a Ain-Karim, para visitar a su prima Isabel
que estaba esperando un hijo. Tío Ben quedó encantado y conmovido;
un largo viaje con María: acompañ arla, servirla, ayudarla, oír su voz y
escuchar su risa, velar su sueñ o, mitigar su sed y su fatiga, defenderla
aun con la vida. Soñ aba tío Ben en el viaje mientras pensaba en las
cosas que iban a llevar: el aparejo del borrico, las frazadas para la
noche, el cuero para el agua; iría él tan cargado como el borrico, pero
¡qué le importaba!, con María su pequeñ a... él ¡no se lo merecía!
Aquellos días trabajó de firme y aquellas noches apenas durmió ,
pensando en que amaneciera.
El viaje para tío Ben fue un anticipo del cielo en la tierra; ¡cuá ntas
jornadas caminando junto a María y cuá ntas noches velando su sueñ o
bajo las estrellas! Dios estaba tan cerca de ellos que lo veía con só lo
cerrar los ojos.
El camino largo se hizo corto para tío Ben. Disfrutaba oyendo a María
platicar con la muchacha de la casa que los acompañ aba también,
cuando reían o cuando conversaban. A veces le preguntaba cosas del
campo que atravesaban: del paisaje, de los animales que encontraban o
de la gente que se cruzaba en su camino. Todo le parecía muy hermoso:
las estrellas en la noche, o las nubes rojas en la madrugada, que miraba
de reojo mientras hacía el fuego a la vera de la tienda, soplando sobre
los leñ os hú medos, con lá grimas en los ojos. El sá bado, que les tocó a
medio camino, tío Ben quedó muy conmovido: María ayunó , sin darle
importancia, con señ orío, con una sonrisa, ocupá ndose de otras cosas
mientras ellos comían algo a regañ adientes.
A María, siempre servicial, no le gustaba ser servida, era la primera
en emprender las faenas: de plantar las tiendas o recogerlas; de
apariencia frá gil, no lo era; hacía las cosas con tanta perfecció n que tío
Ben, hombre experto y há bil, quedaba con gran admiració n. A media
tarde, el paso cansino de los borricos, cuando las golondrinas pasaban
bajo, piando recio y se levantaban al cielo en veloces piruetas, María
cantaba, acompañ ada tímidamente por la muchacha. Tío Ben la
escuchaba embelesado agradeciendo a Dios aquellos momentos. O les
hablaba de Dios, de historias de la Sagrada Escritura o les recitaba
Salmos y, de modo gracioso y discreto, les hacía preguntas para que los
recordaran; después, rezaban juntos hasta ponerse el sol.
María tenía prisa por llegar y no pararon en Jerusalén, ni para pasar
en mejor acomodo aquella noche, en casa de unos parientes. Al final de
la tarde, llegaron a Ain-Karim, a casa de Isabel. Tío Ben presenció la
escena del encuentro de María con su prima mientras descargaba las
cabalgaduras. Vio có mo se abrazaron y que saludaba a Isabel y, con
gran asombro, có mo Isabel caía sobre sus rodillas y apoyaba la cabeza
en el regazo de María; todos los que se habían acercado callaron
conmovidos. Tío Ben pudo así oír las palabras de Isabel que lo dejaron
perplejo y asombrado: A María, su pequeñ a María, que había cuidado
desde niñ a, la llamaba bendita entre todas las mujeres, algo grande
había hecho Dios con María... Y oyó también la respuesta de María,
después de levantar a su prima y abrazarla.
***
Aquellos meses en Ain-Karim fueron los má s felices para tío Ben;
trabajaba como siempre en lo que le pidieran. Era la casa de Zacarías,
casa grande, con tierras de labor cercanas; acompañ aba a María y a
Isabel cuando salían a la huerta o a los campos cercanos. Paseaba con
Zacarías, hombre profundamente piadoso y sabio, que ahora
permanecía mudo; había paz y armonía en la casa, casa en la que Dios
habitaba.
María e Isabel se acompañ aban, cosían o tejían juntas las ropas de los
futuros hijos, y ayudaban a guardar cosechas. Isabel cada día podía
menos, sus pasos se hacían má s torpes; sin perder el buen humor hacía
bromas sobre su estado y su edad:
–Como Sara, mujer de Abraham, decía.
Un día se le acercó Isabel y le dijo:
–Ben, ¿no sabes que María espera un niñ o...? Ese niñ o es muy
especial, Ben. Es el hijo de Dios Altísimo, el Mesías esperado. A nosotros
nos ha tocado ver esta maravilla, a ti cuidar de María desde pequeñ a. Yo
estoy esperando otro niñ o que será el Precursor, el anunciado por los
profetas que preparará los caminos del Señ or, y María es la mujer
Virgen que profetizó Isaías como Madre del Emmanuel, el Salvador del
mundo. Y ella tan sencilla, humilde y buena, permanece como siempre
la conocimos. No se lo digas a nadie, Ben, ni a José; Dios tiene sus
caminos.
Comprendió tío Ben muchas cosas... Desde entonces cuidaba a María
y la miraba con má s amor, si cabe; tentado estaba de arrodillarse
cuando ella pasaba.
***
María atendía a la futura madre y cuidaba de todos y de todo; con su
sola presencia infundía paz. Zacarías rezaba y leía, sin atinar en el
manejo de la casa. Tío Ben daba vueltas por el corredor, miraba,
ayudaba en lo que le pedían y hacía cosas ú tiles poco importantes.
Cuando María le pedía pequeñ os servicios, él, por querer cumplirlos
con rapidez, no los entendía y volvía a preguntar; ella le repetía con una
sonrisa y una mirada de cariñ o, aun dentro del natural nerviosismo que
sacudía a todos ante la inminencia del parto. El esperado nacimiento
del hijo de Isabel fue un acontecimiento, no só lo en la casa, sino en toda
la regió n. La espera fue larga y tensa; Isabel era mujer recia, entera para
el sufrimiento, pero ya mayor.
A media tarde de un día templado de finales de verano volvieron las
parteras. Zacarías, tío Ben y otros antiguos empleados de las fincas se
sentaron en unos bancos del corredor; los mozos, en el patio,
conversaban en cuclillas; las mujeres iban y venían de un lado para
otro. María, junto a su prima, salía en ocasiones. El tiempo pasaba lento
como el sol que se ponía en el horizonte. Isabel gemía a ratos y callaba
otros; al caer la noche, con la sola luz de unos candiles, nacía el niñ o
Juan en brazos de la partera que se lo pasó a María limpio y envuelto en
un pañ al. Los de afuera estaban quietos, expectantes y, al oír el primer
lloro, se miraron y sonrieron. No tardó mucho en salir María con el niñ o
en brazos, recogido con amor en su regazo.
–Zacarías, este es tu hijo, un hermoso niñ o. Isabel está bien, solo
cansada; dad gracias a Dios.
Todos se levantaron y lo miraron de cerca. Zacarías contuvo su
emoció n a duras penas. A los tres días, Isabel ya estaba con el niñ o en el
corredor y María a su lado con una labor a su término para el niñ o.
Joaquín apareció al siguiente día, de modo inesperado, al cerrar el
portó n en la noche, con la compañ ía de un mozo de la casa y las dos
mulas andariegas; cansado y cubierto de polvo, alegre y sereno como
siempre. María, nada má s conocer su arribo, salió corriendo a
abrazarlo, con grandísimo contento. Tío Ben –de encontradizo–
también lo saludó nada má s llegar. Zacarías e Isabel lo recibieron con
gran alegría en su habitació n y enseguida le enseñ aron al pequeñ o Juan
que María tomó con cuidado de su cuna.
No llegó a la semana el tiempo que estuvo Joaquín en aquella casa,
pero fueron aquellos días tiempo intenso, donde volvió a renacer el
amor sincero que se tenían todos en ella, al convivir en lo grande y el
pasar por alto lo pequeñ o que desune.
La despedida fue sincera; tío Ben intuyó que nunca volvería a ver a
aquella familia que tan bien lo trató . Joaquín abrazó fuerte a Zacarías y
besó a Isabel que, con el pequeñ o en brazos, quería que se llevaran la
ú ltima imagen de él en sus retinas. María, con el rebozo, escondió el
rostro mientras con la mano hacía saludos a su prima.
El viaje de regreso fue pesado para tío Ben, le asaltaron ataques de
tos en las noches y fatiga en el día. María le preparaba infusiones de
hierbas, que tomaba a sorbos como niñ o obediente mientras ella lo
miraba esperando que se lo bebiera todo; Joaquín le hacía bromas
sobre su salud de hierro y larga vida aventurera. Las ú ltimas jornadas
tuvo que hacerlas montado en la mula del mozo, el cuerpo abrigado
entre los ponchos y las piernas flojas. María iba a su lado como
cuidá ndolo.
–Oh, María, qué poca cosa soy, tú que das fragancia a estos campos
que atravesamos, cuidá ndome a mí, pobre enfermo; yo soy el que debía
velar por ti y por ese niñ o que esperas. ¡Dios mío, que pueda verlo y
tenerlo en mis brazos!
De nuevo en Nazareth, tío Ben se recupera a ratos y empeora otros;
todos los días se levantaba y trabajaba en lo que podía. Ana le llamaba
la atenció n y le decía que se cuidara, que no tenía que levantarse aú n.
–Mujer, si lo mío es trabajar, ¿qué hago yo sin hacer nada? Sería peor
que mi burro, que come porque trabaja. Ademá s, así puedo estar con
María y oír su voz, y su risa y velar porque no haga esfuerzos... ¿Cuá ndo
será el nacimiento, Ana?
–Para principios del invierno, Ben; y, a propó sito, ¿sabes que en unos
días se casará María?
Tío Ben ha visto a menudo a José frecuentando la casa; nada má s
llegar de Ain-Karim estuvo para ver a María y salió serio y demudado. Y
en unos días no volvió ; luego lo hizo contento y sonriente, y vinieron
también Cleofá s, con su esposa María y otros muchos parientes y
conocidos. María le dijo una mañ ana:
–Tío Ben, me caso con José. ¿Nos ayudas a arreglar la casa de al lado?
¿Trabajar para María? Esto le dio á nimos y nuevas fuerzas a tío Ben.
Aun de noche se levantaba y se iba con el borrico a traer arena del río
para hacer la mezcla con la cal; a su regreso ya estaba José trabajando
con la sierra en la madera, y lo saluda sonriente a la vez que le ayuda a
descargar. Tío Ben levantó unos muros en la pequeñ a casa con maestría,
con grandes adobes que sacó de la barda contigua. Con las manos llenas
de mezcla, la ropa blanca de cal, trabajaba y trabajaba sin descanso
hasta olvidarse de su tos, de su pierna y de sus añ os; le ayudaba el
mozo de la casa, silencioso y prudente, trabajador y abnegado, sencillo
hasta en su mirar, hombre fiel desde pequeñ o.
A la media mañ ana venía María, sola o con Ana, trayendo algo de
comer, oloroso y humeante, con risas en los ojos, con esa alegría
contagiosa que terminaba por hacer sonreír a todos, a la par que
agradecidos. María alababa cualquier progreso de las obras y todo le
parecía bien; después que recogía el servicio, seguían trabajando
reconfortado el cuerpo y el espíritu. Laboraban hasta que la luz se iba
tras el sol. Así hasta que terminó el arreglo de la pequeñ a casa: los
muros repellados, el piso nuevo de loseta de barro, las puertas recias de
madera, las ventanas ajustadas y el techo que hubo que reentejar y
cambiar algunas vigas. Y a las cuatro semanas fue la boda de María con
José...
De nuevo tío Ben no quiso estar. Salió de madrugada con el borrico a
comprarles lana a unos pastores al otro lado de la montañ a. Fue su
postrer salida fuera de Nazareth; de regreso, cuando ya los ú ltimos
invitados se despedían, llegó tío Ben cansado y polvoriento, con un
nuevo ataque de tos.
María y José pasaron a la nueva casa, patio de por medio con la de
Joaquín y Ana. Tío Ben todos los días les llevaba el agua y se quedaba en
el corredor con María, escardando la lana que compró . El otoñ o fue
suave y aú n se estaba bien a la intemperie. María estaba feliz. José la
contemplaba y Ana la cuidaba. Tío Ben la ayudaba en todo lo que podía:
le llevaba la leñ a ya cortada y quitaba del patio la maleza y los trastos
abandonados durante añ os.
¡Que hermosa estaba María en su maternidad juvenil!; las mujeres así
son má s bellas, tienen como dos almas, llegan a su plenitud.
Oyó hablar del pregó n, pero no le hizo mayor caso hasta que María,
serio el rostro, le dijo en la tarde:
–Tío Ben, tenemos que irnos a Belén para empadronarnos. ¿Cuidará s
de la casa mientras regresamos?
–Pero, María, ¿có mo vais a emprender ese viaje así a punto de tener a
tu hijo? Ya comenzó el invierno; ademá s, no está n los caminos seguros,
iré yo también.
–No, tío Ben, tú esperará s aquí y te curará s esa tos.
Y dá ndole un abrazo, le pareció que una lá grima rodaba por su
mejilla.
–Cuídate, María, mi pequeñ a, cuídate.
–Tío Ben, tú sabes que me cuida Dios.
Desde el día que partieron veló por la casa de María y José: limpiaba,
barría, daba de comer a las gallinas; contemplaba un vestido de María
aú n colgado, las herramientas y el banco de José, el arcó n, los trastos de
cocina limpios y en orden y, en un rincó n, la pequeñ a cuna que José
preparó para el niñ o.
Pasa el tiempo y no regresan, y sabe que nació el niñ o y que está bien,
en Belén. Ana le da la noticia una aciaga mañ ana:
–María, José y el niñ o han tenido que huir a Egipto, porque Herodes
quiere matar al pequeñ o.
Tío Ben calla, se va a su cuarto, a su rincó n y, sobre el duro catre, llora
con las manos en el rostro.
–Oh, María, mi pequeñ a, ¡qué será de ti sin mi ayuda por esos
caminos desérticos!, mejor hubiera ido contigo, ¡si no fuera por esta tos
que me abate desde el otoñ o!
Tío Ben se vuelve taciturno, silencioso, apenas come; trabaja, porque,
como él mismo dice, hay que trabajar, pero se retira antes a su cuarto.
Ana lo anima, le dice que no le pasará nada, que Dios está con ellos.
Una mañ ana no se levantó . Tosía a ratos y dormitaba otros, abría los
ojos como ausente y murmuraba entre dientes con frecuencia: –María,
mi pequeñ a. Así pasó el día y las primeras horas de la noche. Joaquín y
Ana velaban a su vera, rezaban pausadamente y lo cuidaban con cariñ o.
A la madrugada pareció recobrarse, miró a todos y les dio las gracias; a
los pocos instantes, invocando a Dios, inclinó la cabeza y murió
serenamente.
Al arreglar Ana, entre sollozos, su almohada, descubrió debajo de ella
un ramo de tomillo que María dejara junto a la cuna del niñ o.
Capítulo IV
UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS

«Hay días que separan el cielo de la tierra y hay días que los unen».

Tarda en salir el invierno; alborotan los gorriones en sus nidos bajo


las primeras tejas; el viento riza unas nubes que se alejan dejando lugar
al sol naciente; canta un gallo tras el aleteo mientras las gallinas
picotean los ú ltimos granos de ayer; Perrillo ladra tras la puerta a unos
transeú ntes; no hace mucho se lo regaló José.
María se levanta, se arregla en silencio y ora en la penumbra de su
habitació n, sin prisa, con fe, siente tan cerca a Dios que se olvida de
todo para centrarse en É l:
–Oh, mi Señ or, que me ves, que me oyes, ¿qué quieres de mí?; te doy
mi alma, mi juventud, mi vida, todo cuando soy, cuanto tengo... tuyo es.
Sale de su cuarto recogiéndose el cabello con una cinta. Ana ya está a
la espera con el fuego encendido en el hogar, limpia ya la jaula de su
pá jaro cantor que comienza sus trinos. María la saluda y besa con
cariñ o. Perrillo se le acerca, ladra contento y salta a su lado. Ese Perrillo
es un can de raza indefinida, pequeñ o, juguetó n y con fibra; de hocico
hú medo y ojos pequeñ os tras el abundante pelo; dispuesto siempre a
estar con todos: con Joaquín camino de las siembras; con Ana cuando
saca el pan del horno o con María cuando va al pueblo a la fuente, a dar
de comer a las gallinas, a las que le gusta espantar. Perro fiel: que vela
de noche, que ladra al intruso y hace carantoñ as al amigo, moviendo la
cola hasta el medio cuerpo.
Llega Joaquín que la besa y juntos los tres desayunan frugalmente en
la paz de Dios.
Sale al patio María; el día se barrunta templado, la brisa agita sus
cabellos y mueve la primera rosa que abrió el botó n. Toma un cestillo
con granos y se los va echando a las gallinas, que, mientras picotean,
alejan con rá pidas carreras a algunas palomas intrusas que comen con
ellas. De las chimeneas vecinas sale el humo de leñ a que el viento
esparce como en abanico.
De regreso de la fuente –tras acomodar el cá ntaro en la fresquera–
toma una labor entre las manos y se dirige al patio de la pequeñ a casa
vecina, recién arreglada por José y tío Ben, separado del suyo por una
maltrecha barda de adobes, en la que han crecido hierbas y
enredaderas; conserva la vieja higuera en el centro y un arrayá n donde
anidan las tó rtolas, al otro extremo; la pequeñ a casa, que sirvió para
guardar los aperos de labranza y las cosechas, aparece ahora limpia y
remozada.
Se sienta como otras veces bajo el añ oso á rbol y, mientras cose, a la
vez piensa en tantas cosas como han pasado en este tiempo: su padre
que dejó el trabajo en Jerusalén después de tantos añ os; Ana, su casa;
ella, su pequeñ o cuarto con ventana a aquella calle estrecha y bulliciosa,
con vistas al Monte de los Olivos. Los añ os de aprender en el Templo y
orar, ¡cuá ntas gentes a su alrededor de todas partes del mundo! El balar
de las ovejas que subían atemorizadas hacia la Vieja Puerta... Ahora es
todo tan distinto: Nazareth tranquilo y pueblerino. Tiene nuevas
amigas: María, que casó con Cleofá s; sus primas. Ella que ya está
desposada con José.
Joaquín se acerca a despedirla, la besa con ternura, la observa; no se
cansa Joaquín de mirar a su hija: algo querrá Dios de ella... Nunca le ha
visto un mal modo, una queja, un capricho o una vanidad inú til. En ella
todo es claro, mesurado, iluminado... como su voz, ¡có mo le gusta oírla!:
suave, melodiosa, un tanto grave; só lo se escucha de lejos cuando ríe,
como una mú sica que lo llenara todo. ¡Gracias, Dios mío, por esta hija
que nos nació en la madurez, cuando pedía con fe contra toda
esperanza!
Sale Joaquín para sus siembras, con Perrillo a la zaga, que voltea hacia
María queriendo a la vez quedarse. Borrico, a las afueras, ya está
aparejado: fiel borrico que mira curioso desde la puerta al interior en
sombras.
Joaquín, desde que vino de Jerusalén, se dedica a la agricultura y le va
bien porque es minucioso y trabajador, atento a lo de ahora y previsor
para el después. La primera cosecha ya verdea en sus campos limpios.
Tío Ben se acerca a María y le da una ramita con unos limones en
sazó n:
–Toma, son los primeros del añ o.
–Gracias, tío Ben.
María vuelve a la casa para ayudar a Ana en los trabajos del hogar.
Recoger: todo tiene un lugar donde debe colocarse. Limpiar: pobre pero
limpia es la morada. Lavar: en la artesa pasa mucho rato inclinada
sobre la ropa, restregando y enjuagando, ¡có mo le gusta el agua!, desde
pequeñ a, cuando se mojaba por nada en el arroyo jugando con sus
amigas... –María de Cleofá s, ya espera un niñ o, ¿có mo lo llamará ?
Sigue la tarea de colgar la ropa lavada sujetá ndola bien a la cuerda.
Termina el trabajo mañ anero –cansado–, que ofrece a Dios. Vuelve a la
casa para almorzar con Ana que ese día la mira de manera especial, ¡es
tan bella su hija!, con su vestido sencillo aú n salpicado, las mangas
arremangadas, el pelo recogido por una cinta y el rostro arrebolado.
–Hija, tienes las manos rojas, restriegas demasiado.
–Madre, tú misma me dices que el hacer las cosas bien importa má s
que el hacerlas.
Antes del mediodía va otro rato a la casita de al lado, a través del
resquicio que el tiempo hizo en el muro de adobe. La higuera con sus
hojas nuevas le da sombra; las tó rtolas revolotean en torno a su nido.
Tío Ben trabaja en un rincó n con el machete, la observa con sus ojos
buenos, llenos de cariñ o.
María mira en torno, siente algo en el ambiente que no sabe descifrar,
hay como má s luz que no deslumbra; esquilas de unas ovejas se oyen en
la lejanía; canta una chicharra anunciando el calor. Al poco vuelve a la
casa y entra en su habitació n: sencilla, ordenada, que huele a limpio; sin
puerta –só lo una ligera cortina que apenas corre–; la cama es estrecha;
una mesa pequeñ a donde reposa un candil, junto a las labores del día, y
la pequeñ a ventana con marco de tabla gastada empotrada en el muro,
por la que se divisan los tejados pró ximos, el valle y las montañ as
cortando el horizonte. Bajo ella hay un pollete de ladrillo encalado en el
que se sienta María para hacer su oració n. Toma un rollo de la Sagrada
Escritura que le prestó Joaquín y medita el pasaje que lee; su mente y
su corazó n se elevan a Dios en cauce ancho, intenso; le habla y lo
escucha, lo ama y se siente amada.
El sol llega a su cenit; dejan de moverse las hojas de las plantas, callan
los pá jaros que alborotaban en el alero y el cantarín de Ana: un silencio
profundo invade la casa. María nota que se ilumina su habitació n,
pareciendo que se opacara la luz del sol: un Á ngel hermoso y claro se
aparece frente a ella. María se turba ante aquella hermosísima visió n,
pero lo mira, inclinando el rostro, alzada la vista; y lo escucha: su voz
como la de los hombres de su tierra, palabras admirables las que dice,
que todas las jó venes de Israel desde siglos quisieron oír. ¡Oh amor de
Dios por los hombres!, ¡al fin te compadeciste de ellos! ¿Có mo será
esto...? ¿Adelantará su matrimonio con José...? La respuesta es clara,
sublime, el mismo Á ngel parece conmovido al decirla... María medita,
asiente, acepta, responde poniendo su vida al servicio de Dios.
Se desvanece el Á ngel, la luz se atenú a, el sol ilumina de nuevo el
cuarto a través del pequeñ o ventanuco, por el que queda mirando
María:
–¡Oh Dios mío, Tú en mi cielo y en mi vientre!
Pasa un tiempo, los gorriones alborotan de nuevo entre las tejas, se
oyen las esquilas de las ovejas má s lejanas, los cantos del pajarillo de
Ana; un viento suave vuelve a agitar las hojas. Dios para siempre se ha
quedado entre nosotros.
***
«Amor, si costoso, dos veces amor».

José cavila. Mientras sus manos fuertes empuñ an la garlopa, una y


otra vez sobre la madera á spera, su pensamiento vuela:
–María, hace má s de tres meses que partió , con prisa, ¿có mo estará ?
Oh, María, ¡cuá nto te recuerdo! Los días sin verte me parecen sin luz;
crece mi amor por ti, no importa la distancia o el dejar de oír tu voz,
aunque fuera unos instantes, al decaer el día.
Al finalizar la jornada, José recoge sus instrumentos de trabajo y,
junto con el mozo que le ayuda, limpian de virutas el taller; queda
barrido y aseado: las escuadras colgadas, las sierras en sus sitios, la
madera en el plano para que no se curve. Cierran.
José pasa a la casa de Joaquín. Ana lo recibe con una sonrisa, cada día
lo quiere má s, ve en él al hijo que no tuvo; espera gozosa el día que se
casen y le den un niñ o que pueda tener en sus brazos y arrullar con
ternura... y que siga la estirpe de David, esta estirpe ahora pobre, pero
de la cual saldrá el Mesías.
–José, hemos sabido que Isabel ya tuvo su hijo, un varó n; se habla de
que la mano de Dios está con él; Zacarías ha quedado sin habla; Joaquín
parte para Ain-Karim mañ ana temprano y regresará con María, está
preparando las bestias.
José va donde Joaquín que lo saluda contento.
–Joaquín, quisiera ir contigo.
–No, José, quédate aquí cuidando a Ana, no tiene a nadie consigo, tú la
consuelas en ausencia de María.
Prueban la albarda del Borrico; éste ha ensanchado, está má s fuerte,
contento mueve la cola, presiente un viaje pró ximo, tal vez para ir por
María; aumentan unos agujeros en la cincha. José lo cepilla con presteza
y cuidado.
–Borrico, suerte tienes, mañ ana partirá s para Ain-Karim, dentro de
unos días verá s a María; oirá s su voz, la traerá s de regreso..., pó rtate
bien, Borrico, eres afortunado.
Al amanecer, parte Joaquín con un mozo. José le entrega una cesta con
higos.
–Que Dios esté en tu camino, Joaquín.
–Quede contigo, José. Vela por Ana.
Pasan los días en calmada espera. Todas las tardes, al finalizar su
trabajo, vuelve José a la casa de Joaquín con gran alegría de Perrillo que
lo espera impaciente; salta a su alrededor, mueve la cola al compá s y
ladra de contento. José ayuda a Ana a recoger las gallinas y a cargar el
horno del pan para estar listo en la madrugada. Después, mientras Ana
toma una labor, a la luz de la hoguera que José alimenta con pausa,
hablan: historias de la familia, Jerusalén, la infancia de María, las
montañ as de Basá n, el ayer se mezcla con el hoy y el mañ ana que
vendrá .
–¿La quieres mucho, José? ¡Si apenas la conoces!
–Me ha bastado este tiempo que he estado con ella, Ana; tiene algo
tan singular María, no es só lo su belleza, es la gracia de Dios y el
encanto que la desbordan. A veces pienso si seré capaz de hacerla feliz.
–Sí la hará s, José; es cuestió n de amor, de trabajo, de tener la cabeza
donde está el corazó n, de vivir conforme con lo que se tiene y amar la
voluntad de Dios.
–¡Es tan escaso lo que se gana! Trabajo y trabajo y la gente paga tan
poco que, a veces, me echo a reír y me conformo; al menos no pierdo el
buen humor.
–Dios nunca abandona, José, está s empezando.
Llega el otoñ o, caen las hojas y amarillean las mieses no segadas; las
golondrinas se reú nen en bandadas para emigrar, las cigü eñ as, con sus
crías alzan el vuelo majestuosas y se pierden en la altura. Refresca en la
tarde.
Está n en el huerto un día cuando oyen los ladridos desacostumbrados
de Perrillo, van a ver: subiendo la cuesta se acerca la caravana; María
sobre Borrico agita la mano impaciente, el velo sobre ella vuela suelto
al viento de la tarde. Llegan. José ayuda a bajar a María, que deja besar
sus manos y se ruboriza; al quitar el pie del estribo apoyada en su brazo
José nota su figura gruesa, algo extrañ o en su porte juvenil. Entran. Al
calor del fuego cuentan de Isabel, de Juan niñ o, del viaje, de la alegría
del retorno. Al contraluz de la llama, de nuevo ve José claramente que
María espera un niñ o. Ana, detrá s, observa y calla. Tanto se conturba
José que no sale de él má s que un torpe saludo de despedida y sale.
En la noche clara camina José con paso inseguro, mira a las estrellas:
–Señ or, Dios Todopoderoso, ¿qué ha ocurrido? ¿Có mo María purísima
espera un niñ o? Tres meses estuvo ausente, ¿le habrá ocurrido alguna
violencia en el camino? Oh, Señ or, dame luz, luz... Unas lá grimas recias y
varoniles salen de sus ojos hasta llegar a su casa; toma su cena y se
retira a su cuarto. No concilia el sueñ o, pasan las horas, mientras cantan
a lo lejos los gallos.
Allá arriba, María arrebujada en su cobija, entre los brazos de Ana, se
calienta junto al fuego, no puede dormir:
–Madre, estoy cansada y no tengo sueñ o: creo que José se dio cuenta
de mi estado, ¿qué haré...? Es cosa de Dios, É l me dirá . ¡Es tan grande mi
gozo que quisiera compartirlo! ¿Qué pensará José?
Unas lá grimas brotan de sus ojos bellísimos, enrojecidos por el
cansancio y el viento del camino, llanto sereno que mezcla el amor y el
dolor.
–No llores, hija mía, el Señ or tiene sus senderos, todo se arreglará . É l
puede escribir recto entre líneas torcidas.
–Dios mío, Tú lo sabes todo, Tú sabes cuá nto te amo y cuá nto te ama
José, ¿qué hacer? ¿Quieres, Señ or, que se lo diga? ¿Lo entendería? Es tan
divino que no bastarían palabras humanas para contarlo; Señ or, díselo
Tú , es tu Hijo... Oh, José ¿Te volveré a ver?
A través de la pequeñ a ventana mira entre las nubes un pequeñ o
lucero, como la ú ltima lá grima que corre por su mejilla.
Un trueno lejano anuncia tormenta, se estremecen las llamas de las
lá mparas; Ana ayuda a acostarse a María, la arropa bien, como cuando
era niñ a. Al salir oye toser a tío Ben, está en vela.
Al amanecer se levanta José sin ganas, ora:
–Señ or, Tú lo sabes todo, Tú sabes cuá nto te ama María y cuá nto te
amo yo; y sus padres y los míos, ¿qué hacer?
Trabaja todo el día en el taller, la mente lejos, sin perder los buenos
modales, porque los demá s no tienen la culpa de sus inquietudes.
Al caer la tarde, se dirige a la casa de María, al principio renuente,
después acelera el paso, ¡tal vez tenga una explicació n!
María lo saluda como siempre, serena, teñ idas de carmín sus mejillas.
Sobre su regazo, una labor; Perrillo de uno al otro no para de saltar
alegre. José espera la confidencia que no viene; la conversació n se
generaliza: los parientes, las cosechas, la lluvia...; la oportunidad pasa.
Llega María con Cleofá s, saludan alegres y bulliciosos tanto a María
como a José; sus risas se oyen de lejos. Cleofá s anuncia que van a tener
un hijo; María baja el rostro sobre la costura.
José se despide temprano con la queja en boca de los amigos; una
ú ltima mirada a María que lo mira de sesgo con sus hermosísimos ojos
empañ ados.
Nada má s salir en la noche fría, mira el cielo estrellado:
–¡Oh, Señ or, no puedo difamarla! Me es imposible, aú n la amo
intensamente. La dejaré sin acusarla, me iré lejos un tiempo o para
siempre. Oh, Señ or, qué difícil me es cumplir Tu voluntad, ni juzgo, ni
condeno: acepto.
Esos días se mete en el trabajo, desde la madrugada hasta la noche.
No regresa a la casa de María. Perrillo espera ansioso a la puerta; al ver
que no viene, llora lastimero.
Ana calla, María reza; trabajan en las ropas del niñ o y mantas para el
invierno que se aproxima. Joaquín con tío Ben salen de madrugada a
recoger la cebada tardía que plantaron en el verano. Borrico trabaja con
garbo, ya es fuerte, no se agota en los repechos, ni por el peso de los
costales.
Ora María, mientras con el oído está atenta a la puerta por la que
otrora entraba José.
–¡Dios en mi seno! Dicha la mía; bienaventurada me dijo Isabel;
¿có mo será este hijo? Azul en sus ojos como el cielo, dorado su pelo
como los trigos, blanca su piel como las nubes. ¡Oh, hijo, aú n no has
nacido y ya me haces sufrir! Así mi amor por ti se purifica.
–María, ¿no sería conveniente que le explicaras todo a José?
–No, madre, Dios sabe má s, É l nos dirá ...
Han pasado unos días que a José le parecen meses. El trabajo lo va
distrayendo, su cabeza se serena, la herida del corazó n sigue abierta.
Sus padres lo observan con inquietud: no es el mismo; respetan su
silencio.
José duerme intranquilo aquella noche, rá fagas que anuncian la lluvia
y ladridos destemplados de perros. Un Á ngel se le aparece en sueñ os y
le habla claramente: Debe recibir a María. El hijo que espera es obra del
Espíritu Santo. ¡Ahora comprende! ¡Oh, María!, su María ¡Madre del Hijo
de Dios! Y él tendrá que casarse con ella y cuidar de ese niñ o... Y pasa
largo rato en oració n hasta que amanece.
Sus padres lo ven por la mañ ana con otro semblante, la mirada
encendida y les explica:
–He decidido casarme con María cuanto antes, ojalá accedan sus
padres, aú n no ha pasado un añ o desde que nos desposamos.
–Dios te bendiga, José, nos alegra mucho tu decisió n.
La mañ ana transcurre febril, el mozo queda asombrado de oír a José
cantar como hace unos meses mientras trabaja. Todo ordenado, cierran
pronto y con presteza se dirige José a la casa de Joaquín. Con sus golpes
de aldaba, ladra Perrillo gozoso, al entrar lo miran con alegría y, tras los
saludos cordiales, José le dice a María que quiere hablarle, se separan
de Ana y Joaquín, ni tanto que no los vean, ni tan poco que los oigan.
–María, un Á ngel del Señ or me habló esta noche en el sueñ o. Me dijo
que este niñ o que esperas es obra del Espíritu Santo, que no tema
tomarte por esposa. ¡Oh, María, qué feliz soy! ¡Se desvanecieron todas
mis dudas, ese hijo tuyo será el Mesías esperado!
María ha escuchado anhelante, deja que José tome sus manos y se
incline ante ella:
–José, grandes cosas ha hecho Dios conmigo, aú n no salgo de mi
asombro.
–¿Cuá ndo quieres que nos casemos, María?
–Cuanto antes, José; este niñ o figurará a los ojos de los hombres como
hijo tuyo.
–Oh, María, bendita seas.
Ese día José permanece má s tiempo en la casa: hablan, hacen planes,
se miran y se aman. Llueve afuera; cuando escampa sale José; huele a
tierra mojada; entre las nubes un claro en el cielo, y estrellas que
parecen brillar má s esa noche.
Capítulo V
EL VIENTO EN LAS RENDIJAS
Es invierno; las palomas revoloteando bajan al patio cuando templa el
sol, donde María les da de comer junto con las gallinas; las sombras se
prolongan menos bajo la higuera. El olor a humo de las casas vecinas se
percibe cuando rachas de viento lo esparcen hacia abajo; hay ratos
nublados y ratos de sol, de agitarse las hojas y de quietud. Se está bien
en la casa, en el hogar. María y José aprovechan má s las horas cortas de
luz, antes de arrimarse al fuego siempre encendido.
María va y viene aú n con soltura, es muy joven y soporta bien el
embarazo. Ana, cuando se acerca por la casa –que es siempre que
puede– le advierte con cariñ o que no debe hacer movimientos bruscos.
María sonríe y trabaja, recibe a las amigas y parientes; sus ojos vivaces,
de mirar dulce, transparentan la alegría y esperanza del gozo de su
corazó n.
José sale a oír el pregó n que anunciaron con rumores no hace mucho:
viene de Jerusalén. Al pasar por la casa vecina, saluda a Joaquín,
siempre trabajando en sus aperos de labranza «para la primavera»,
dice, repitiendo lo mismo invierno tras invierno, y le comunica que va a
la plaza.
El pregó n imperial es claro y terminante; José queda sobrecogido:
¡Quirino, Gobernador de Siria, manda a todos a empadronarse! ¡Ir hasta
Belén, y con María así! Quiere preguntar algo, que le expliquen..., todos
se arremolinan y gritan, hablan o enmudecen:
–¡Oh voluntad de los que rigen las naciones, qué poco les importan
las molestias y amarguras de los pequeñ os que obedecen!
José regresa pensativo, mientras habla al Señ or, le ruega que ilumine
sus pasos: –¿Qué debo hacer? María, ajena a todo, abre gozosa la
puerta, su aliento cá lido deja en el frío de la tarde una estela de vaho.
–María, debemos ir a empadronarnos a Belén, la ciudad de David,
nuestra estirpe...
María fija su mirada y calla, no dice nada, pero piensa:
–El viaje, el frío, la intemperie, los caminos inseguros, el niñ o que
presiente cerca...; y dejar la casa, la cuna, la ayuda de sus padres, de sus
amigas y parientes; sola, ¿dó nde será el parto?, ¿quién ayudará ? Siente
en su alma, por segunda vez, una penetrante espada que la atraviesa.
Acude a su memoria la profecía de Miqueas, y exclama para adentro:
–Señ or, obedeciendo a ese rey, te obedecemos a Ti. ¡Qué inescrutables
son tus caminos!
Sonríe a José, con su mirada tranquila, como queriendo decirle: el
Señ or sabe má s.
–¿Cuá ndo será la partida?
–Al amanecer –dice José.
Y sale de nuevo a avisar a sus parientes; muchos está n confusos,
algunos han decidido partir también al salir el sol, antes de que
empeore el tiempo y los días que está n viviendo, secos y brillantes,
cambien por lluvia y ventisca.
María queda sola, serena, después corre a comunicar a sus padres su
marcha a Belén. Ana ha entendido el querer de Dios, seca una lá grima
de sus ojos. ¡Habría querido tanto recibir a ese niñ o! Joaquín promete
que le aparejará el burro y que le improvisará una silla en la que podrá
ir segura; él también tendría que ir, pero ya no está para esos viajes.
Dios proveerá .
María regresa a la casa. Sus ojos se posan en la cuna ya lista en su
cuarto, hecha hace poco por las manos de José; los pañ ales sin
terminar; aquella frazada, regalo de María de Cleofá s; los pequeñ os
zapatos que tejió el tío Ben, con aquel arte suyo singular... Vuelve José y
cenan. María, tranquila, habla sobre el viaje, los caminos, los posibles
compañ eros; ella los conoce bien porque hace pocos meses los recorrió .
José, admirado, calla y observa complacido a María: –Tan joven, tan
sencilla, tan hermosa, con ese tesoro en su seno. Ha comprendido su
entrega y dice para sus adentros: –Dios mío, dame tu favor, ayú dame,
Señ or, es Tu Hijo; enséñ ame a cumplir tu Voluntad.
José regresa al taller con la luz de un candil, a recogerlo todo; María,
en la casa, comienza a guardar lo poco que tienen y no pueden llevar,
¡ese pobre burro ya tendrá bastante con ella! El viejo arcó n se llena con
la ayuda de Ana y de su cuñ ada María, que vino jadeante, con el
pequeñ o Santiago en brazos, a decirles si han conocido el pregó n. Se
acercan luego otros amigos y vecinos. María y José los reciben y los
despiden amables; cae la noche, las gallinas se recogen con vuelos
cortos, las palomas miran desde el alero, Ana y Joaquín también se
marchan. María y José, juntos, oran; el fuego chisporrotea en el hogar,
afuera sopla el viento.
Todavía no ha amanecido y José ya está trajinando; llega Ana y ayuda
a prepararse a María, les trae algo de comer caliente y oloroso:
–Hija mía, recuerda que Dios está en tu vientre, ¿có mo no ha de estar
en tu camino?, marcha en paz, y que sus á ngeles te acompañ en.
Joaquín, bien abrigado, ya está a la puerta con el burro dispuesto. Tío
Ben termina de hacer los ú ltimos ajustes a la albarda, a la silla y a las
alforjas. Borrico mueve el rabo contento –como si participase del
misterio que viven sus dueñ os–, al respirar deja una nube de vaho que
se distingue a la luz incierta del amanecer. Joaquín besa con ternura a
su hija cuando deja los brazos de su madre, la ayuda a subir y le arropa
los pies; tío Ben, con lá grimas en los ojos, sujeta al borrico. Joaquín la
mira desde abajo:
–Hija mía, que el Señ or esté en tu camino, que mis ojos puedan ver al
Mesías...
Ya no puede decir má s, porque sus palabras se quiebran.
José, emocionado también, toma las riendas del borriquillo y, después
de ajustarse al hombro los ponchos y las alforjas, enfila la pendiente
tras saludar con la mano. María siente palpitar fuerte su corazó n, el
niñ o se mueve en su seno, vuelve la cara a la casa y, al poco, bien sujeta
en la silla, mira decidida hacia adelante por encima de los techos de
Nazareth, cuando el sol rojo asoma por las montañ as iluminando el día.
Al pasar cerca de sus moradas, ya está n esperando los parientes de
José; se unen al grupo, bulliciosos y conversadores, con sus mulas y
borricos entre los que destacan viejos cueros para el agua.
***
El camino será largo: cinco días a regular paso; el paisaje se
contempla seco, los á rboles sin hojas, el campo sin flores. Borrico trota
alegre; ¡lleva tan a gusto a María!, no puede ir má s ligero por má s que
quiere, parece darse cuenta de que ahora su carga es má s preciosa:
¡María y el niñ o que lleva en su seno! ¡Dios mismo sobre sus toscas
espaldas! ¡Qué gran honor ser burro de carga!, quisiera que su paso
fuese rá pido, su pisar má s suave, su lomo má s blando..., pero es así,
burro duro para tan admirable carga.
La llanura se cierra y deja paso a la montañ a, senderos sinuosos,
silbidos del viento en las crestas, silencio en las quebradas, só lo cortado
por el murmullo del agua de los arroyos de invierno que bajan entre las
piedras. Sol y nubes que pasan; altos en el camino y marchas cansinas
al compá s del paso de las bestias; conversaciones animadas y ratos de
silencio que cuajan en oració n, en diá logo amoroso con Dios, ¡lo sienten
tan cerca de su Hijo!, mucho má s que en aquella columna de humo que
acompañ ó a su pueblo por el desierto.
A María vuelve el recuerdo del viaje de hace unos meses, era
primavera, ¡qué distinto el paisaje ahora y qué distintas las
circunstancias! Dios en su vida y en su seno, ¡oh maravilla de su amor
misericordioso!, al fin los hombres será n redimidos de aquel pecado –
soberbia humana– que comenzó con Eva. Ese mundo, esos campos que
divisa ante ella, esas gentes que los acompañ an y las que se cruzan en el
camino será n distintas: ¡Dios ha bajado a la tierra! María ama cada vez
má s ese mundo que su Hijo redimirá .
José apenas habla, observa el camino y la mira a ella: –¡Qué bueno es
José!, no piensa nunca en él, no se cansa, siempre de buen talante,
siempre solícito, le basta sentir al Señ or, a María, sentirse amado, y...
amor, con amor se paga.
Por las noches hace frío; se arrebujan en torno a la hoguera, comen
tranquilos, hablan sin levantar la voz –con pocas palabras se
entienden– al abrigo de algú n muro o al resguardo del patio de una
posada. Las estrellas parpadean allá arriba, parecen querer acercarse,
el rumor del viento semeja el pasar de los á ngeles. María se encoge
entre las mantas por el frío y duerme cansada y serena, su corazó n
reposa en el Señ or. José, en duerme-vela, vigila aun en el sueñ o; oye
pasar a los caminantes y hasta se sobresalta cuando algú n perro oliscó n
se acerca a los que duermen. Quisiera algo mejor para María:
–Los pobres no tienen posada a tiempo, pero tienen caminos, tienen
cielo y horizontes; te tenemos a Ti, Señ or, y tendrá n a tu Hijo...
Madrugadas entumecidas, rayos de sol mañ aneros que reconfortan,
aguas limpias de un arroyo, un frugal desayuno con té bien caliente y
con especias, y a prepararse para otra jornada. Borrico descansó allí
cerca, sin ataduras, ya comió de la hierba de la cuneta desde el
amanecer, todavía perlada por el rocío de la noche, un sorbo largo de
agua del arroyo y a seguir caminando, que el camino es claro, el rumbo
seguro y la carga preciosa.
Caminantes que se cruzan, saludan invocando a Dios, y Dios tan cerca.
María siente al Niñ o y se estremece con un monó logo:
–¿Le hará mal el traqueteo del borriquillo?, ¿irá a nacer en una
posada cualquiera del camino?, ¿llegaremos a Belén?, ¿cuá ndo
estaremos de regreso en Nazareth?
Unas codornices se levantan raudas de la cuneta, el borrico se asusta,
José se detiene, el paraje es llano; las colinas suaves dejan abrirse en su
seno el camino que sube; el cielo se mira azul, sin nubes; los demá s
detienen el paso también. José pregunta:
–¿Está s bien, María?
–Quisiera andar un poco.
María camina a la par de todos, que emprenden la marcha; José le
presta su viejo bordó n, curtido por los caminos y por el tiempo, palo de
naranjo, tallado a mano y doblado el extremo en arco gracioso a fuego
lento. El borrico estremece sus pellejos y sigue dó cil los pasos de José.
Se hace el silencio, callan las voces, só lo las almas hablan con Dios,
rezan y sueñ an; al poco, los acompañ antes se adelantan, paran, se
despiden y prosiguen su paso. Quedan só lo María, José y el borrico, que
no se detiene, trota un trecho má s al tenue sol del mediodía, que se
oculta a ratos tras las nubes. Hacen alto para comer un bocado al
resguardo de unos olivos, a la vera del camino. El burro mordisquea
unos arbustos; unas ovejas, allá en la falda de la loma, tiñ en el paisaje
pardo de puntos blancos.
María comenta:
–¿Encontraremos lugar en Belén?, presiento que el niñ o nacerá hoy.
José, pensativo, dice:
–Dios nos proveerá . É l nos acompañ a; algú n pariente de buen
corazó n nos recibirá .
Corta con cuidado unas rebanadas de pan, unos trozos de queso y le
da a María:
–Come algo, lo necesitas.
María no tiene apenas hambre; come despacio un bocado. Su
pensamiento vaga metido en Dios; un gran gozo invade su corazó n; se
recuesta en el á rbol para tomar un sorbo de vino mezclado con agua,
¡qué delicada es María, qué hermosa así cansada y casi madre! María
mira el atardecer; a lo lejos blanquean, entre los olivares, las casas de
Belén:
–José, hoy puede ser el día del Señ or, que recordará n todas las
generaciones: «Y tú , Belén, tierra de Judá , no eres ciertamente la menor
entre las principales ciudades de Judá , pues de ti saldrá un jefe, que
apacentará a mi pueblo, Israel». Quisiera que me cortaras un poco de
tomillo, quiero olerlo y llevarlo conmigo cuando nazca el niñ o.
El sol tarda en ponerse, como si quisiera contemplar la gloria de esa
noche. Monta María de nuevo en el borriquillo, después de darle un
trozo de pan, que Borrico agradece como el mismo cielo, y emprenden
la ú ltima parte del camino. El sol se pone al llegar a las primeras casas
de Belén; se ven gentes por las pocas y polvorientas casas del pueblo,
sobre todo, forasteros venidos para el censo; ya son los ú ltimos días
para empadronarse. José se encamina hacia casa de unos parientes, que
no está lejos; un perro les ladra furioso a media calle, Borrico agacha las
orejas y se prepara para defenderse, José interviene y lo ahuyenta con
el palo.
Llegan, llaman, tardan en responder, apenas si abren una rendija. José
expone quién es. El pariente no está en casa; una voz se oye desde
adentro:
–No podemos recibiros, buscad otro lugar, la casa de otro pariente...
De nuevo la bú squeda por aquellas callejas cada vez má s oscuras; las
gentes pasan, unos los miran, otros ni se fijan; só lo las estrellas, que
comienzan a parpadear en el firmamento, parecen darse cuenta de que
esos hombres rechazan al Hijo de Dios. En otra morada tampoco hay
lugar: la casa es pequeñ a, son muchos, no pueden atender a María. Se
dirigen al mesó n; hay hogueras, voces y risas; el patio lleno de gentes
acampando, el pó rtico abarrotado... De nuevo a la calle. El viento frío,
que hiela, comienza a soplar; los vestidos de María se arremolinan, el
borrico baja la cabeza; José mira a todas partes, entre las sombras de la
noche, hay menos luces en las calles, comienza a inquietarse:
–Señ or, ¿a dó nde vamos?, es Tu Hijo el que va a nacer, no nos
desampares, no podemos seguir así, a la intemperie, es por María que
está sufriendo... yo puedo soportar bien las inclemencias del tiempo, lo
sabes, Señ or...
Termina la calle y termina el pueblo: ¿Dó nde estará ese pariente que
les han dicho? Resbala el borrico en el mal empedrado y está a punto de
caer. José lo sujeta al borde de un zanjó n; se detienen, oculta el rostro
en la manga y seca una lá grima que cae por su curtido rostro; ora en
silencio, no sabe qué hacer... María, serena, calla. Al frente se barrunta el
valle en la noche; el viento sopla con redoblada fuerza y trae aguanieve
que golpea el rostro; má s abajo titilea una luz dentro de una casa, fuera
del camino; ladran los perros, sale un niñ o que se acerca envuelto en
chamarras hasta los ojos, mira entre curioso y asombrado:
–¿No tienen dó nde ir...? Mi padre tiene una cueva donde guarda el
ganado.
Se acercan a la casa, el chico llama, sale luego el padre; son gente
pobre y trabajadora. José le explica.
–Si quieren ir vayan –les dice–, no está ni muy lejos ni muy limpio,
pero al menos no permanecerá n a la intemperie; mi hijo les
acompañ ará . Toma, hijo, el candil, y que no se te apague con el viento. Y
cierren bien la puerta para que no se salgan las bestias; mi esposa irá
mañ ana a verla, señ ora... Dios esté con ustedes.
El pequeñ o, con el candil, abre el camino que baja entre polvo y
piedras. José sujeta el burro y se mantiene junto a María por si tropieza;
hay luna en cuarto creciente y nubes que pasan veloces tapá ndola,
movidas por el viento. Llegan junto a la cueva al inicio de la pendiente:
paraje yermo, matorrales y estiércol seco de ganado; la vieja puerta es
má s bien una talanquera, só lo se cierra a medias. La abre el chico,
ilumina el recinto con el candil, el buey vuelve la cabeza y mira con sus
grandes ojos, la mula patea inquieta. Hay pesebres y paja suelta.
Ayudada por José, desmonta María, que apenas puede tenerse en pie,
tan entumecida se encuentra; toma asiento en un pesebre y observa
alrededor: ¡Gracias, Señ or!, al menos no sopla el viento, sea siempre
bendita Tu Voluntad... José descarga al borrico, le da una palmada de
cariñ o y lo amarra en un rincó n, después de poner frente a él un
puñ ado de cebada y un manojo de paja fresca; extiende las chamarras
sobre unos aparejos para que se sequen; el niñ o trae leñ a de un rincó n
y arrima unos adobes para el hogar; con la paja y la leñ a surge la llama
que presta el candil, y la hoguera, el calor y la luz. ¡Bendito fuego,
criatura de Dios! José prepara las cobijas secas y calientes en el lugar
má s limpio, donde se amontona paja nueva, ayuda a María a recostarse
y la cubre con su manta:
–María, ¿está s bien?
–José, siento que el niñ o está por llegar.
El pequeñ o anuncia que se marcha, José le pregunta antes dó nde
encontrar agua:
–Enfrente pasa un arroyo donde beben.
–Gracias, pequeñ o, toma esta moneda para ti, Dios te lo pague.
El chico se dirige a María y le pregunta:
–¿Có mo se llama?
–María.
–¿Y usted?
–José.
–Yo me llamo Judas. Adió s.
José sale con él por agua; el tiempo se ha serenado, el viento amaina;
só lo el frío recuerda que es invierno.
Le da de beber a María y bebe él, y un buen sorbo al borrico en la
cubeta; pone la otra parte a hervir sobre la llama en el ú nico pequeñ o
cacharro que han traído desde Nazareth. Se acomoda junto a María, y
saca de comer; María no quiere, sus labios se mueven en oració n, a
veces se contrae y encoge. José saca unos pañ ales limpios y los coloca a
su lado:
–Señ or, ¿será mejor que vaya por una partera? Y ¿a dó nde? ¿Dejar
sola a María? Mejor no hubiera dejado ir al chico... ¡Oh!, mi Dios, mira
qué lugar para que nazca Tu Hijo, má s pobreza ni los esclavos fugitivos
tienen..., mi Señ or, yo me siento culpable...
Cerca de la medianoche, María se estremece y pide a José:
–Acércame los pañ ales y el agua. ¡Dios mío, ayú dame!, siento tan
cerca Tu presencia que casi Te puedo tocar.
Un silencio grande invade la cueva, só lo interrumpido por el crepitar
de las llamas. José se aproxima al fuego y retira el agua que hierve y el
cuchillo que enrojece su hoja en las brasas, cuando el llanto de un niñ o
rasga el silencio de la noche:
–Oh, María, María, ¡ha nacido! ¿Tienes dolor?
–No, José, es como un rayo de sol.
José lo toma.
–Déjamelo que lo lave, ¡qué hermoso es...! Dios Todopoderoso,
¡bendito seas que nos has dado Tu Hijo al mundo! –y no puede contener
las lá grimas de gozo y de pena, de amor y de alegría.
–Mira, Borrico, éste es Jesú s, ¡qué pequeñ o e indefenso!, ¡un niñ o que
llora, y es el Señ or del Universo!
Lo lava y lo seca y lo besa.
–Tó malo, María. ¡Qué hermoso es! –María lo coge y lo pone junto a sí,
y lo mira con ternura y le da el primer beso:
–Mi hijo y mi Dios –y moja su cabeza con unas lá grimas de amor.
José va a tirar el agua, abre el portó n, la noche sigue fría, en calma
profunda, el cielo estrellado; sobre el horizonte, hacia el oriente, brilla
una estrella nueva que él nunca ha visto antes. Echa má s ramas en la
hoguera, arropa a María, le arregla la albarda del borrico como
almohada, y la deja descansar. Se arrebuja en su chamarra, frente a la
hoguera, no puede dormir a pesar del cansancio, ¡ha sido todo tan
admirable esos días! Avanza la noche, María no tiene dó nde acomodar
al niñ o, José observa que no puede dormir por sujetarlo, hasta que se
incorpora, toma al niñ o bien envuelto en los pañ ales y lo coloca con
gran cuidado sobre la paja de un pesebre; el niñ o se duerme, y él se
queda allí cerca semidormido en su vela.
Un rumor que se acrecienta y acerca, voces allá afuera, luces y rostros
que miran a través de la puerta, golpes que llaman, José se levanta a
indagar: son unos pastores, hablan en su jerga entrecortada; los á ngeles
les han dicho, la luz en el cielo, los cantos... Pasan adentro y se acercan;
la hoguera ilumina sus caras curtidas, sus barbas crecidas y sus pelos
revueltos por el desvelo; en sus manos toscas sostienen algunos
presentes que traen al niñ o y sus gorros que se quitaron al entrar. María
descubre el pañ al y deja ver la cabeza del niñ o, lo contemplan en
silencio, la hoguera chisporrotea.
–¡Este es el niñ o! Dios con nosotros. ¡Bendito seas, Señ or!
Se marchan alegres y pensativos; un perro que se metió también, al
salir, se lleva en la boca un pedazo de pan que, a medias, había dejado
José... quien, rendido, al fin se duerme, mientras María, fijos los ojos en
el pesebre, descansa y guarda estas cosas en su corazó n; el ú ltimo fuego
se convierte en rescoldo, los á ngeles velan; el lucero del oriente se va
ahora sobre el cielo de esa tierra.
Capítulo VI
EL ARCO IRIS
Despierta José cuando el sol penetra a través de la puerta. María, con
el Hijo en su regazo, se peina en silencio mientras dialoga con Dios. José
toma al niñ o con sus manos y lo sostiene con ternura, lo acaricia y luego
lo besa: –¡Qué pequeñ o y qué bonito es! –exclama y lo devuelve a su
madre.
Sale; la mañ ana está serena y fría, el sol calienta ya; saca al borrico a
beber y pastar, muy contento, lo deja sin trabar. Al volver, se encuentra
con el chico y su madre que llegan con algo caliente de comer; se
aproximan a María, que les muestra el niñ o con una sonrisa.
José sale a buscar alojamiento en el pueblo y deja a su esposa y al
niñ o –que duerme– con esa buena mujer, que le da a María, con cariñ o,
toda su experiencia de madre. Simó n, el padre del chico, recibe a José y
muestra su asombro por el nacimiento del niñ o. No es ajeno a los
comentarios de los pastores; en cuanto pueda desea ir a verlo.
–¿Por qué lo llamará n Jesú s? ¿Hay alguien así en tu familia?
–Así debe llamarse –contesta simplemente José.
Conversan sobre el lugar, sus costumbres; y beben, entre la plá tica, un
té fuerte y dulce, a sorbos, mientras mojan un pan tierno que la hija les
trae, al tiempo que el dueñ o de la casa desmenuza unas migas y las echa
a las palomas que se arremolinan a su lado; la conversació n los acerca y
se hacen amigos. José le expone la necesidad de una habitació n.
–¿Una casa o un cuarto por aquí cerca? Conozco una de un buen
amigo que alquila unas piezas no muy lejos de aquí, lo acompañ o a
verlas.
Salen; el día sigue hermoso, el cielo azul claro, sin nubes, el aire
limpio, la naturaleza aparece vestida con toda su austera belleza, hasta
las gentes sonríen al saludar. La casa que les muestran tiene dos piezas
en alquiler, un patio comú n, una fuente y unos niñ os que juegan.
Hablan, regatean, se arreglan y se despide José. Regresa contento al
portal, el camino en pendiente no le parece tan malo, el arroyo brilla al
sol, la mula y el borrico, tranquilos, pastan por ahí cerca; el chico le abre
la puerta a su llegada, la luz del sol que penetra con él, ilumina el rostro
del niñ o y se abren sus ojos inquietos, iguales a los de su madre, y
piensa José:
–Son las ventanas por las que Dios está viendo este mundo nuestro.
Al poco comienzan a llegar moradores de los contornos, por el
anuncio de los pastores: gentes del campo y del pueblo, y otros
pastores, y comerciantes, y vecinos. María, feliz y asombrada, no se
cansa de mostrarles al niñ o. José responde a las preguntas y los despide
en paz.
Pasan ese día a la casa tomada en alquiler, con pobre acomodo de
mobiliario. Poco después, José encuentra trabajo en un pequeñ o taller
de carpintería cercano; el sueldo es poco pero ayuda a salir adelante. El
empadronamiento se prolonga y el invierno arrecia, no está el tiempo
para viajes: han de permanecer en Belén.
El niñ o crece a ojos vistas, ya mueve la cabecita y sus manos con
armonía. María se recupera y trabaja en los quehaceres de la casa. El
borrico se queda en la cueva con la mula y el buey, alegre porque ha
visto de primero al niñ o y triste porque ahora no lo ve, y tampoco oye la
voz de María que le dice:
–¡Anda, Borrico, anda, y no mires atrá s!
Viven digna y pobremente; el suelo es lo má s cá lido del cuarto,
cubierto en parte por unas esteras de junco trenzado que ha
conseguido José; un par de sillas y una mesa destartalada que les han
dejado unos vecinos, que José ha sabido arreglar dejá ndola como nueva,
junto con unos trastos rú sticos para cocinar y que María tiene siempre
limpios y relucientes como si fuesen de oro batido: platos de barro
horneados que pasaron ofreciendo unos vendedores con el pregó n
agudo de las tierras bajas; y por algunas monedas má s compraron una
jarra vidriada, con asa en curva, que asemeja el cuello de una garza. El
fuego del hogar, donde guisa, adosado a la pared central, sirve para
calentar la pieza, y las manos de José cuando regresa del trabajo y la
carita del niñ o que se pone roja cuando refleja la llama. María sabe
aprovechar hasta lo má s simple y saca partido de todo, sus manos se
mueven con destreza y perfecció n; estira el dinero y prepara las
comidas, sencillísimas, con tanto amor de Dios, que a José le asombran
cada día.
Transcurren ocho días del nacimiento y deben llevar a circuncidar al
niñ o, como todo varó n de la estirpe de Abraham. A José, como jefe de la
familia, le corresponde la tarea de imprimir el signo de la alianza divina
sobre la carne de su niñ o, por cuya sangre esa alianza se había
establecido. Pero José prefiere que lo realice un buen varó n, experto y
piadoso, al que acuden los padres de los niñ os del lugar.
Al caer la tarde, limpio y arreglado después del trabajo, José reú ne a
los diez testigos, que garantizan con su presencia la incorporació n
oficial del niñ o al pueblo elegido. José sostiene al niñ o y María el pañ o
blanquísimo de algodó n; el cuchillo corta, el niñ o llora y se vierte la
primera sangre divina, mientras el ministro va diciendo: «Bendito sea
Yahvé, el Señ or. É l ha santificado a su amado desde el seno de su madre
y ha impreso su ley en nuestra carne...». María se estremece:
–Ya pasó , mi hijo; así tenía que ser; niñ o, como los demá s de tu
pueblo, hombre entre los hombres –y lo cubre y lo esconde entre sus
besos.
Luego, ante los testigos y el escriba que sostiene el punzó n y la
tablilla, José pronuncia claramente:
–Su nombre es Jesú s, hijo de José, de la tribu de Judá , del linaje de
David, nacido en Belén...
***
Jesú s crece, ya mira a las personas con ojos vivos y suaves, y es capaz
de coger con su mano el dedo fuerte de José; es un niñ o sano, que
duerme al abrigo del sol, mientras María cose por encargo, plancha en
silencio o lava en la pila con el agua fría que enrojece sus manos
purísimas. Durante estas faenas, reza y, cuando se acercan, habla de
Dios con las vecinas, de los pequeñ os acontecimientos de cada día y
escucha atenta sus confidencias y pronto se hace querer por el amor
que posee, como vaso que rebosa.
Han desfilado personas del pueblo y de los contornos para ver al
niñ o, por el anuncio de los pastores: algunos quedan admirados de su
hermosura y de la de su madre; otros admiran la sencillez en que viven,
y otros –los menos– con só lo ver al niñ o y escuchar a María quedan
llenos de gozo y esperanza en la pró xima venida del Mesías.
María continú a en los quehaceres y los recibe amable y servicial ¡Só lo
Dios sabe cuá nto le cuesta, a veces, que le interrumpan su intimidad!
Los hay generosos que le traen algú n objeto para la casa o presentes
para comer. José, después de su trabajo, cansado, aú n tiene que
despedir amable a los curiosos.
Han pasado cuarenta días del nacimiento del niñ o; deben ir a
Jerusalén a cumplir la doble prescripció n de la Ley Mosaica: la
purificació n legal de la madre y la presentació n del niñ o en el Templo.
–María, tú no necesitas ir.
–José, iré como cualquier otra mujer de mi pueblo. Anda, ve a
conseguir el burro y los dos pichones.
Es sá bado. José no ha ido al taller. La mañ ana es desapacible y fría.
Borrico está cerca de la cueva, se alegra y rebuzna. José lo palmotea y
sacude, lo limpia y lo enjaeza con la albarda. ¡Al fin a trabajar, que es lo
suyo!, y no a estar sin hacer nada má s que comer, aunque la espera
también es trabajo y del bueno, si está pronto para obedecer a José.
Al pasar por la casa del amigo, Simó n lo saluda cordial, pide comprar
pan tierno, que el buen hombre quiere regalar, pero José lo paga; el
chico lo mete en una tosca alforja y el borrico acelera el paso hacia la
casa. María espera con la comida aú n caliente en un cestillo y el niñ o
bien arropado entre su manto; monta en el burro después de darle una
palmada y una mirada cariñ osa, que le paga a Borrico todos los fríos y
soledades de allá abajo.
El camino a Jerusalén es siempre concurrido: van y vienen por él
vendedores de productos del campo, pastores con sus ganados,
campesinos del lugar, comerciantes y peregrinos. María y José, como
unos caminantes má s, no llaman la atenció n, María oculta su belleza
singular en un amplio velo. Borrico sí quiere llamarla, por la carga que
lleva, y su paso se hace airoso y contento.
A media mañ ana llegan a Jerusalén, la Ciudad Santa y a la vez
mundana, rica y llena de miseria, amada de Dios entre todas las
ciudades de la tierra. Subiendo al monte Moria se dirigen al Templo.
María gozosa de someterse a la voluntad de Dios a través de sus leyes
dadas a los hombres y de presentarle a Yahvé su primogénito. José,
sereno, con el gozo profundo del hombre santo que va al Templo de su
Dios, acompañ ando a dos criaturas tan queridas de É l.
Dejan el borrico fuera y pasan al Atrio de los Gentiles, que a esas
horas se encuentra muy concurrido, con los vendedores y cambistas
ocupando sus puestos en un bullir vocinglero y los visitantes o
peregrinos que entran y salen. Compran las dos tó rtolas para el
sacrificio, y al poco se les acerca un anciano de aspecto venerable que
los mira con ojos profundos y brillantes, y les pide que le dejen tener al
niñ o en sus brazos. María se asombra y mira a José. José se conmueve y
le hace un gesto afirmativo. María muestra al niñ o que despierta, lo
descubre y se lo entrega a Simeó n. Lo toma y, rodando unas lá grimas
por su rostro envejecido, alaba a Dios; María y José está n admirados:
Dios sigue los pasos de su Hijo. Simeó n les devuelve al niñ o agradecido
y los bendice con gran cariñ o; después se dirige a María y le profetiza
los sufrimientos que pasará por É l: –«Una espada atravesará tu alma...».
Mas adelante, se acerca Ana, anciana y digna, observa con fijeza al niñ o,
prorrumpe en exclamaciones de jú bilo, lo toca con sus manos, lo besa y,
alabando a Dios, habla del niñ o a todos los que se han aproximado por
sus exclamaciones.
María y José, con paso sereno, siguen atravesando el Atrio. Pasada la
balaustrada de piedra que señ ala el límite de acceso a los paganos,
suben algunas gradas y se descalzan para atravesar la Puerta Hermosa
y alcanzar la escalinata de la Puerta de Nicanor –adornada con oro y
plata– que da acceso al Patio de los Israelitas. Ante esta puerta se
detienen humildemente María y José, con otros padres que vienen a
rescatar a sus primogénitos, como lo prescribe la Ley.
María no deja de pensar en la profecía de Simeó n y aprieta má s al
niñ o contra su pecho. Suben lentamente la escalera a medida que les
llega su turno. Al llegar arriba, el sacerdote toma los dos pichones que
con gesto humilde ofrece María, rogá ndole que rece por ella, y que una
de las víctimas la ofrezca para alcanzar la purificació n de toda mancha,
y la otra en agradecimiento a Dios por el hijo que le ha dado. Después
toma al niñ o de los brazos de José y se lo presenta, mientras José
deposita la limosna por el rescate y se retiran para dejar lugar a otros
padres.
Cumplidas las prescripciones en el Templo, pasan a saludar a unos
parientes de María que se alegran de corazó n al verlos, y comen juntos,
de lo que llevan y de lo que les ofrecen. El niñ o se ha quedado dormido,
con sus bracitos abiertos, indefenso, sobre una gran cama; es mirado y
alabado de todos. Al comenzar la tarde, inician el regreso a Belén.
Borrico ha comido unos puñ ados de cebada que le ha dado José y ha
bebido un buen sorbo de agua en la fuente de la casa. Está contento, de
nuevo llevará a María y al niñ o, y sentirá su dulce peso y la voz de ella
que le repite:
–Anda, Borrico, que ya falta poco...
Se despiden de la buena familia y le comunican que dentro de unas
semanas, cuando mejore el tiempo, regresará n a Nazareth.
De nuevo el camino, el viento frío arrecia y el día muere al llegar a las
primeras casas del pueblo. Antes de entrar en la suya, María fija su
mirada en el horizonte y observa la nueva estrella que brilla má s que
las otras, ¿será la estrella de su hijo? nuevos presagios de dolor: la
espada que Simeó n le anunciara.
Retornan a la vida de trabajo; José en el taller, con un trabajo en el
invierno ingrato y duro: de sol a sol y mal remunerado. José se lo ofrece
a Dios, cada hora, cada golpe, cada tabla que queda aserrada, en un
diá logo contemplativo y silencioso. Como es amable y cumplido con los
clientes, el taller progresa mucho y el jornal muy poco; el dueñ o
asegura que no puede darle má s. Y no deja de mirar con recelo las
virutas y astillas que se lleva José a su casa, aunque no le dice nada: no
aguanta su mirada y, ademá s... le conviene tenerlo.
María no cabe en sí de gozo al ver crecer al niñ o tan sano y hermoso;
cose la ropa que le traen los vecinos –¡cuá nto agradece las horas de
aprendizaje pasadas con su madre en la claridad del patio de
Nazareth!–, y plancha con una vieja plancha que le prestan y que
calienta en las brasas rojas de un braserillo rú stico y desvencijado. Lo
hace rá pido y bien, mientras su pensamiento vuela a Dios y su mirada al
niñ o que despierta y hace pompas en sus labios.
Una tarde se levanta revuelo en el pueblo; acaba de llegar una
caravana con caballos y camellos, pintoresca y desconocida; parecen
gente importante de otras tierras: tres varones principales en sus
cabalgaduras y servidores con bestias de carga. Han preguntado por el
niñ o-rey que hace má s de cuarenta días nació , les han señ alado la casa
de José y María, donde ellos mismos lo han visto porque se lo dijeron
los pastores; algunos los acompañ an hasta la misma puerta de la casa;
el patio se llena con los Magos y su impedimenta, vecinos y curiosos se
asoman.
José acaba de volver del trabajo; sin cambiarse aú n sale alarmado;
María toma al niñ o en sus brazos para mayor seguridad –otro presagio
pasa por su cabeza–. Los forasteros se acercan con humildad, observan
despacio la hermosura y sencillez de María y el porte de José, y no
dudan: la estrella los ha llevado ante el Hijo de Dios.
–¿Es éste el niñ o?
José asiente y María lo muestra con un gesto afirmativo; lo observan
con atenció n y se arrodillan ante él y lo adoran; los vecinos y curiosos
callan, absortos; los servidores interrumpen sus faenas; los á ngeles
invisibles enmudecen también. Aquellos Magos representan a todos los
hombres de buena voluntad; el Salvador del mundo ya está en la tierra:
ellos lo está n viendo. Sacan unos presentes y los ponen delante del
niñ o, María toma asiento y les ofrece acomodo; reavivan el fuego y se
iluminan sus rostros curtidos; les preguntan de dó nde vienen y có mo
encontraron su morada.
–Vimos su estrella sobre nosotros...
José comprende, mira hacia arriba y allí está la estrella nueva,
brillante, sobre ellos. El corazó n de María se ensancha: ya no son só lo
los pastores y vecinos: gentes de pueblos lejanos también conocen que
ha nacido el Hijo de Dios.
Les deja al niñ o, que toman y miran con ternura, y lo pasan despacio
de uno a otro: lo besan y brotan lá grimas de sus ojos cansados. ¡Valía la
pena el viaje, el abandono de todo lo suyo, la incertidumbre del camino
y del encuentro! ¡Esta era la razó n de su vida: llegar al Hijo de Dios... y
ahí, en sus manos, está É l! Sacan de comer y se alegran y comparten.
José les ofrece agua y una jarra de vino, María les tiene al niñ o cerca.
Cae la noche y se retiran del patio, a sus tiendas, a descansar; el niñ o se
ha dormido en su cuna, una ú ltima mirada hacia É l antes de salir.
Capítulo VII
LAS HUELLAS DE DIOS
Han transcurrido unas horas desde la marcha de aquellos buenos
Magos venidos de tan lejos, el asombro y curiosidad de la gente del
lugar han pasado, todo vuelve a la calma. Aú n dura en la pequeñ a casa
el sabor de su presencia, su fe, su ternura con el Niñ o, su amor con ese
Dios que apenas conocen, ¡qué horas inolvidables han pasado con ellos!
Los Magos apenas han probado un bocado, só lo unas horas los
acompañ aron antes de salir, ya entrada la noche, má s para que María
descansara que por dejar de mirar, de tener en sus manos y de besar al
niñ o. Y repentinamente regresaron, prepararon sus bestias con prisa, y
después de abrazar a José y de echar una ú ltima mirada al niñ o
dormido, partieron precipitadamente. José de nuevo se recuesta y
duerme agitado. Al poco Dios le habla claramente –¡no es un sueñ o!–. Se
levanta con premura y despierta a María:
–Hemos de marcharnos ahora mismo, debemos huir: Herodes quiere
matar al niñ o, Dios me lo ha manifestado mientras dormía. É sa fue la
causa de que se fueran los Magos tan pronto.
María toma al niñ o y lo aprieta contra su pecho –en un instante pasan
los negros presagios por su mente–, después se levanta y comienza a
recoger, a la luz de la hoguera que reavivan, las pocas cosas que pueden
llevar. José, con una lá mpara encendida, va a buscar al borrico; ladran
los perros y se asoma el casero. María le dice que se marchan, que le
agradece de corazó n los días pasados en la casa, y le paga.
Deja todo en orden, limpio. Regresa José con la congoja en su rostro,
con él viene el borrico –preparado– que resopla por el frío. Burro que
no protesta y está siempre dispuesto; se queda inmó vil donde lo dejan;
parece querer mirar con sus ojos hú medos al niñ o que María arropa y
envuelve en su rebozo.
Se despiden de los vecinos que se han asomado, curiosos y
extrañ ados. Salen al oscuro callejó n, un perro ladra asustado; hace frío
intenso, que cala, frío de desvelo y de miedo. Las calles estrechas y
solitarias terminan de pronto, ante ellos se abren varios caminos, José,
con paso firme, se orienta por las montañ as que vislumbra a la luz de la
luna; la estrella brillante que vio por primera vez cuando el nacimiento
de Jesú s ya no se ve. Debe coger cuanto antes el camino del Sur, hacia
Egipto, el opuesto al de los soldados de Herodes.
Amanece; la tierra que pisan está dura y mojada, el borrico trastabilla
al subir un repecho. María, silenciosa, medita en su corazó n y reza:
–Señ or, llevo a tu Hijo, el que Tú pusiste en mi seno, el que viene a
salvar a los hombres... no lo quiere ese rey, ¿por qué su vida?; este
pedacito de cielo y de carne que palpita junto a mí, que come de mi
pecho; ¡oh, Dios, cuá n incomprensibles son tus caminos...!
Al coronar la loma, una mirada atrá s; Belén duerme, y a la difusa luz
del amanecer observan unos jinetes que se aproximan por el camino de
Jerusalén.
La mañ ana es fría, el camino se hace largo, cansa al cabo de las horas;
José camina delante, de prisa, parece que arrastra al borrico; a cada
instante le parece oír a sus espaldas el galopar de caballos. Se imaginan
los gritos y el niñ o atravesado por una espada... mejor no parar. Evitan
pasar por Hebró n. Sigue el camino, sigue el diá logo con Dios que da
fuerzas y sosiego. Un alto después del mediodía, para comer algo y que
descanse el burro. María casi no puede tenerse en pie, está entumecida;
el niñ o mira las cosas y parece que sonríe por primera vez; descansan
al abrigo de una tapia; cuando alguien pasa, se cubre María y tapa al
niñ o. José mira distraído para otra parte.
Unos caminantes con mulas y burros cargados de leñ a se acercan
despacio; José sale a su encuentro y les da la paz.
–¿Hacia dó nde van?
–Hasta Gaza, en la orilla del mar.
Parecen gente de bien, trabajadora, leñ adores como fue él, de las
montañ as vecinas.
–¿Nos permiten acompañ arles?
Ellos miran, hablan, se compadecen al ver a María tan joven y al niñ o
tan pequeñ o.
–Vengan con nosotros.
Y brota del corazó n de María y de José una acció n de gracias, plena, a
Dios. Caminan con ellos otro buen trecho y al fin se detienen para
acampar, a la orilla de un arroyo que cruza el camino, al amparo de
unos algarrobos; al poco descansan junto al fuego que pronto han
encendido los leñ adores.
Amanece otro día, la caravana se apresta a partir. Mientras María
prepara algo de comer, José le tiene al niñ o:
–¡Qué pequeñ o es!, y qué hermoso; sus manitas son perfectas. ¡Oh,
Dios, qué maravillosas son tus obras todas, desde una flor hasta una
estrella, cuá nto má s este tu hijo! Apenas abre los ojos, es un niñ o como
cualquier otro, que sigue los pasos de los hombres y ellos atentan
contra su vida..., pero es distinto, él es TU HIJO y mi hijo –segú n la Ley–;
así lo inscribí en Belén, en ese viejo libro donde hay nombres de reyes y
de carpinteros, como yo: Jesú s, Jesú s, así te puso el Á ngel, así te llamas,
así te quiero...
Borrico está listo, ha mordisqueado las hierbas del arroyo y descansó
durante la noche para otra jornada como la anterior, los caminantes
má s tranquilos, pues Herodes está má s lejos.
A media mañ ana, María le dice a José que quiere caminar hasta que
apriete el sol, que le lleve al niñ o. Y así caminan por aquellos senderos
cada vez má s á ridos, presagios del desierto no muy lejano, hasta llegar
a Berseba, ú ltimo pueblo de Palestina por esos rumbos.
Llegan al poblado y se despiden de los leñ adores:
–Que Dios esté en su camino –les grita José.
Buscan por aquellas calles empolvadas y ardientes un lugar donde
comprar provisiones para el camino: harina, queso, sal, dá tiles, miel,
algarrobas y cebada para el borrico... Son pobres y con poco se
conforman, pero José sufre: –¿Necesitará María leche? ¡Qué daría él por
tener todo un mundo para dá rselo, porque el niñ o solamente la necesita
a ella. No se atreve a sacar en abundancia el oro de los Magos, no vayan
a querérselo robar y los maten en el viaje.
Descansan en la plaza, como tres caminantes má s, a la sombra de
unos á rboles raquíticos. Polvo, barro y cal hicieron a aquel pueblo
limítrofe del desierto; y unos manantiales que dan el agua necesaria
para que haya vida y aparezca como una mancha blanca y verde frente
a las arenas abrasadas. A cada jinete que se acerca, alzan la cabeza,
alarmados; aú n está pendiente la amenaza de Herodes. Un sobresalto:
unos soldados pasan vigilantes cerca de ellos, los miran indiferentes,
pobres y con los vestidos cubiertos de polvo...
Una gran caravana con camellos y asnos arriba también a la plaza.
Pronto surgen hogueras; bestias que, descargadas, se juntan; má s lejos,
niñ os que juegan, hombres que hablan, mujeres que callan mientras
preparan los alimentos, pobreza y amistad, suciedad y relativa limpieza,
generosidad y egoísmo, aunados todos por la comú n lucha contra la
dureza del cercano desierto.
Despacio, José se aproxima a los hombres que parecen jefes, sin decir
mucho, ni poco.
–¿Hacia dó nde van?
–A Egipto.
–¡Gracias sean dadas a Dios! –É l también; busca trabajo en aquellas
tierras, junto a unos parientes, va con María y el niñ o de pañ ales, no
será n ni ayuda ni estorbo.
Preguntas, respuestas, dudas; ademá s de la guía les dará n agua y
alimentos; se ponen de acuerdo en el precio; José es invitado a tomar
un té fuerte y caliente con ellos. Partirá n mañ ana al amanecer por la
ruta del mar.
Sale la luna e ilumina la plaza, las hogueras dejan de crepitar
formando la brasa, el borrico se duerme de pie de puro cansado; el niñ o
ya hace tiempo que lo hizo. María y José rezan.
La caravana se pone en movimiento con sol del desierto pró ximo, que
desde muy temprano quema; el camino aú n es pintoresco cuando hay
agua; llegan al ú ltimo manantial que da vida al postrer caserío de Judea;
comen los hombres con calma y beben las bestias hasta saciarse
previendo lo que les espera; se llenan los pellejos de agua y se
reemprende la marcha.
El camino ancho se torna sendero; la vegetació n escasea, la caravana
se pone en fila, el paso de las cabalgaduras se torna rítmico y cansino,
las gentes callan, salvo uno que dice a José:
–Ya pasamos la Idumea.
María oye y agradece: ahí termina el cruel poder de Herodes.
El sol es implacable en el cielo; delante: dunas, montículos pelados y
arena; atrá s: las montañ as verdes de Palestina, azuladas por la
distancia. En el recuerdo de María: Berseba, Jerusalén, Belén y, má s al
norte, Nazareth, donde esperan Joaquín y Ana: ¡Có mo sufrirá n cuando
no sepan de ellos! Se para la caravana al pie de unos montículos en cuya
base hay cuevas donde se refugiará n en la noche. La tarde cae y
refresca; de nuevo las hogueras, las conversaciones y los juegos de los
niñ os. Borrico tiene sed, José le da un poco de agua; después ve allí
cerca un montó n de arena suave y el burro se echa, y se revuelca feliz,
estirando y encogiendo las patas; se levanta, se sacude y queda quieto.
María no puede evitar una sonrisa.
–Mira, Jesú s, lo que hace Borrico, ¡qué borrico es!, pero qué bueno.
Se incorpora el jumento, y lo deja María lamer en su mano un puñ ado
de sal.
Aú n está oscuro cuando se levantan, el frío es intenso, pero nada má s
salir, el sol deja paso a un calor bochornoso. Avanza la caravana, María y
José al final, pero no los ú ltimos, paso a paso caminan, despacio, sin
pausas. Pasado el mediodía, un alto en la marcha; José prepara el piso
con su manto y arma un pequeñ o toldo sobre cuatro estacas, con las
mantas que los cubren en las noches. María se recuesta a su sombra y
mira con sus ojos muy abiertos las montañ as lejanas; José le da agua y
le toma al niñ o, lo pone sobre su regazo y, con su espalda, lo tapa del sol
–¡Qué hermoso es el niñ o! Tiene los ojos de María y su boca es pequeñ a
y dulce, sus manos perfectas agarran las mías grandes y callosas, ¡éste
es el Hijo de Dios! ¡Ayú danos, Señ or, este calor agota...! Mira a tu esposa,
María, está cansada, ¡y es só lo el segundo día de los cinco o seis que
durará el viaje! Se adormece José; despierta cuando el niñ o llora; se lo
pasa a su madre que vela mirá ndolos.
El sol baja sobre el poniente, la temperatura desciende, se
incorporan; ¿aguantará n las patas del borrico estas arenas ardientes?
José le pide a Dios que aguanten, ¡qué cosas tan pequeñ as se le piden a
Dios, pero tan importantes! De nuevo camina la caravana rumbo a ese
sol rojo que se pone lentamente sobre ese mar de arena. Al entrar la
noche, otro alto, junto a unas raquíticas palmeras y un pozo de agua
salobre, tal vez el ú ltimo antes de las tierras de Egipto. María prepara
los alimentos que José sacó de las alforjas que ha llevado a hombros
todo el tiempo; desembaraza al borrico y le pone el bozal –con dos
puñ ados de cebada– después de darle de beber. El niñ o se despierta con
las luces de las llamas y ríe. María recobra el color, sonríe también, José
corta algo de leñ a, la poca que pueden llevar; mañ ana ni eso habrá .
Se acercan gentes de la caravana a hablar con ellos, unas mujeres
contemplan al niñ o y miran a María y se preguntan:
–¿Por qué tan joven y bella en este desierto? ¿Qué les habrá ocurrido
para venirse hasta aquí? Ellas está n acostumbradas al polvo, a la arena
caliente que azota sus caras por el viento, a las noches a la intemperie;
pero ella no tiene el rostro enrojecido por el reflejo del sol, ¡pobre
señ ora...! María, la bienamada de Dios.
Le preguntan cuá ndo nació el niñ o y en dó nde. Hace apenas unos días
y parece ya tanto tiempo; ¡qué lejanos quedan Nazareth y Belén y los
pastores, y la estrella, mucho má s brillante que ésa que sale ahora en el
horizonte tras las dunas del desierto!
Pasa la noche, comienza otra jornada de camino. María y el niñ o se
montan en el borrico, que mueve el rabo de contento, aunque no es
mucho lo que ha comido, pero es burro de carga y su gozo es caminar
con esa carga. José se aprieta el morral bajo los hombros y se ajusta el
turbante sobre la frente. La caravana se pone en movimiento con el
fresco de la mañ ana, sus sombras se alargan sobre la arena; María y
José elevan el pensamiento a Dios, rezan en silencio mientras la gente
de alrededor aú n ríe y habla en su dialecto pintoresco. Al sol en lo alto,
todos callan, las bestias siguen su paso, el niñ o duerme de nuevo, José
medita:
–¿Dó nde llegaremos?, María pregunta: –¿Cuá ndo pararemos?; –
arrebuja al niñ o entre sus ropas para que no lo queme el sol y lo mira y
se consuela.
Otro alto al mediodía. Ahora sí que no hay ninguna sombra; la arena,
algunas piedras, el polvo y las innumerables pisadas de otras caravanas,
que desde siglos atrá s han pasado por estos caminos. María desmonta
con esfuerzo ayudada por José, y se recuesta bajo el toldo que le ha
preparado. El cielo parece lejos con el sol tan fuerte, no se puede mirar.
Incomprensible se explica la voluntad de Dios, pero ahí está É l muy
pró ximo, los á ngeles también miran y se estremecen, la tierra calla.
Borrico agacha la cabeza y se queda quieto, come haciendo compañ ía
mientras José va por agua; María se incorpora y le hace una caricia a la
vez que le quita la rienda.
Borrico, ¿qué má s quieres?, la madre de Dios te ha acariciado, ya
cualquier fatiga, cualquier esfuerzo valdrá n la pena. José llega con el
agua, beben despacio; con un pañ o hú medo refresca las sienes de su
esposa. Se acerca una niñ a de la caravana con un cuenco de leche que le
da a María; se queda mirando a la Reina del Cielo –ahora débil viajera–
con sus ojos oscuros, grandes y tristes:
–¿Te duelen los labios? –dice en su lengua de los nó madas; después
mira al niñ o, le besa una manita y se va.
Otra media jornada de caminar y llega la noche y, con ella, el frío.
María tiembla y, a la vez, sonríe y está tranquila. Después de la parca
cena, que toman en silencio, se envuelve en las mantas con el niñ o y se
queda mirando esas estrellas grandes que brillan en el cielo; le
preocupa el niñ o que llora a ratos, pero bien sabe que Dios no los
abandonará , que llegará n a Egipto porque así lo ha dicho el Á ngel.
–¡Pero cuá ntos trabajos, Señ or, con esa huida precipitada de
Herodes...! Así han sufrido y sufrirá n tantos a lo largo de los siglos; de
tiranos crueles y caprichosos que, por mantener sus intereses, hacen
sufrir a innumerables personas y a niñ os indefensos como éste que está
en mis brazos. Señ or, ésta no es má s que una prueba; como se acrisola
el oro en el crisol para ser má s puro, así nosotros para merecer cuidar
este niñ o...
José trae má s leñ a, al hacer la llama el rescoldo ilumina su rostro
cansado, enrojecidos los ojos, pero siempre sereno, fuerte y vigilante;
se tiende a los pies de María y queda dormido. María lo tapa y reza
hasta quedar dormida también.
Amanece, otra jornada igual, dura, sin variaciones; se cruzan con
otras caravanas, ladran los perros, se saludan como amigos los que son
extrañ os y el camino los une; miran a María con asombro, y al borrico, y
a José, ¿por qué se meterían en estos arenales sin mejores
cabalgaduras?
Y otra jornada, y otra, y otra. Al quinto día, pasada la media mañ ana,
descansan en una hondonada, la caravana hace alto má s lejos, como a
un tiro largo de piedra. María apenas puede sostenerse en el borrico,
José la ayuda a desmontar y a sentarse a la poca sombra de las mantas
que ha colocado; le da del agua que lleva y mira al niñ o semidormido.
Sopla el viento cada vez má s fuerte, arrastrando polvo que ciega los
ojos. José afianza má s los palos del toldo en la arena; Borrico se aleja
asustado: el viento arrecia y el sol se oscurece. José se mete bajo el
toldo y protege a María que tapa al niñ o, dan la espalda al viento, que se
transforma en la temible tempestad de arena... Pasan los minutos,
apenas se puede respirar, el polvo los va cubriendo, rezan, Dios está
cerca, los á ngeles enmudecen y contemplan, José recita el Salmo II.
Se calma el viento fuerte, ya son só lo rachas, hasta que terminan y
queda todo en silencio, bajo el sol de antes, José se sacude la arena, se
incorpora y ayuda a María; caminan unos metros y en la altura ven
desolados que no está la caravana, ¡ni el borrico!: solamente la arena, el
sol y mil huellas anteriores emborronadas por el viento; José va por las
mantas, los palos, el morral medio vacío y el pellejo con un sorbo de
agua.
Le toma el niñ o a María, deja que ésta se agarre a su morral y
comienzan a caminar hacia el poniente, despacio, confiados en Dios,
que no los abandonará , porque ese niñ o es Su hijo y los ama. Sus
huellas van marcando un nuevo camino entre las arenas blandas. Paso
tras paso las fuerzas parecen acabarse. Un punto en la lejanía, algo
oscuro sobre las arenas blancas, se hace má s visible, má s, ¡es Borrico!,
allá está , solo, quieto, medio cubierto de arena..., ha sido un momento
de pá nico, ha huido cobardemente, ha pensado só lo en él, en su vida, en
su libertad; ni las arenas, ni el viento, ni la oscuridad le importaron, se
alejó y se alejó trotando al abrigo de la oscuridad, hasta que se detuvo...
¿Y el niñ o?, ¿y María?, ¿y la angustia de José al verse abandonado? ¡Si
ellos son sus amores en la tierra!, ¿dó nde está n? Se siente solo, se
queda quieto y triste; ¡los ha perdido! Al tiempo que percibe sus pasos y
sus voces cercanas:
–¡Borrico!, ¡bendito sea Dios! Luego siente este sobre su lomo la
mano fuerte de José que le quita la arena y la voz dulce de María que le
dice:
–Borrico, ¿qué te pasó ?
Y el pobre burro má s agacha la cabeza cuando José ayuda a María a
subirse a él; pero Borrico no camina, la carrera loca lo ha dejado
agotado, tiene los ojos vidriosos y la lengua seca; intenta dar un paso
má s ¡y no puede!, no puede llevar a María, dulce peso, ¡si pudiera llorar
de rabia y de pena por su cobardía! Se baja María y camina detrá s de
José, que lleva al niñ o, y a la par del borrico, del que se sujeta con una
de sus manos a la albarda. El sol sigue su curso, el caminar se hace má s
lento, pesado; tienen sed, no miran má s que al frente. José lleva en un
brazo al niñ o, en el otro los morrales, el cansancio lo invade, sus pasos
se hacen dispares y arrastra los pies, su pena es el niñ o y le da
continuamente de beber –¿cuá nto aguantará n sin comer?–, llora a ratos
y duerme otros. María ¡qué fuerte es!, má s se arrastra que camina, y ni
una queja se escapa de su boca.
Un soplo de aire distinto, hú medo..., ¡huele a mar!
–¡María, no está lejos el mar, alabado sea Dios!
Al frente se perfilan unos puntos sobre la arena, que se van
mostrando má s grandes con el caminar hacia ellos: son palmeras y
animales y hombres: ¡la caravana!
José ayuda a María a caminar el ú ltimo trecho, deja que apoye su
mano en su hombro y la otra en el borrico, que acelera el paso a medida
que siente la brisa marina en su piel reseca. El sol cae sobre el mar y
refleja sobre el agua la maravilla de su rojo; llegan a las palmeras: un
pequeñ o oasis a unos cientos de pasos del mar que brilla con suaves
olas de plata salpicada de espuma. Descansan a la sombra de unos
enebros. Se acercan gentes de la caravana, traen agua fresca y dá tiles:
–Alabado sea Dios que vinieron... caminamos hasta aquí para evitar el
viento con arena, el simú n.
La niñ a se acerca a María con su jícara de leche:
–Toma, señ ora, para ti y para el niñ o –que María en su regazo
alimenta tiernamente.
José da agua al borrico, toda la que quiera. Lo desapareja y lo deja
libre:
–Pobre Borrico, está medio ciego, si se hubiese quedado con
nosotros, cuando el viento, le hubiese cubierto la cabeza.
Antes de ponerse el sol se acercan a la orilla de la playa. Borrico
detrá s, renqueando; José mira que le sangran los cascos; se remanga los
vestidos y deja que las olas mojen sus pies. María hace lo mismo;
mientras, con sus manos, llevan agua a sus rostros enrojecidos y llenos
de polvo. José consigue meter a Borrico en el agua, se espanta y
corcovea, le pica la sal en las heridas, parece como si de sus ojos turbios
brotaran lá grimas. María coge al niñ o y lo bañ a con agua, que le deja
caer con suavidad sobre su pequeñ o cuerpo.
Se sientan en la orilla fresca a secarse; un chorlito de mar con su gran
pico –el paso acelerado– corretea para coger pequeñ os moluscos, va y
viene huyendo de las olas; ríen los dos, ¡hace tantas horas que no lo
hacen! María toma de nuevo a Jesú s y lo pone mirando al mar:
–Mira, hijo de mi alma, el mar grande, inmenso y tan bello; allá , al
otro lado, hay muchas gentes, y ciudades, y tierras, todo lo ha hecho tu
Padre Dios para ti. –Y su oració n discurre por cauce sereno y ancho
mientras el sol desaparece tras el horizonte; después calzan sus
sandalias y regresan al campamento.
Descansan con la caravana todo el día, se hacen má s amigos de
aquellas gentes rudas, bulliciosas y egoístas, pero buenas a su modo.
Ellos se admiran de esa pareja pobre, que no expresa ninguna queja ni
lanza ningú n reclamo, que rezan continuamente a su Dios y que cuidan
del niñ o como del tesoro má s preciado. Al romper el alba todos se
ponen en movimiento, una brisa fresca del mar hace ondear los
vestidos y los velos de las mujeres y arrulla suavemente las palmeras.
Dejan que María con el niñ o se monte en una borrica que hasta
entonces ha llevado agua, mientras Borrico mira con pena; él aú n no
puede llevar a su ama, ademá s, no se lo merece, cojea y está débil; José
le carga las albardas y mantas, le da una palmada, un buen puñ ado de
sal y un tiempo para que tome un buen sorbo de agua, ¡qué bueno es
José!
Todos se ponen en camino cuando el sol asoma fuerte tras las
primeras dunas del desierto: es tierra egipcia; pasan por lugares
habitados, se cruzan con otras caravanas y, al atardecer, divisan entre
raquíticas palmeras, higueras y moreras, las primeras casas, habitadas
por pastores, campesinos y pescadores, gente tranquila que sale a ver el
paso de los caminantes que acampan entre unos muros, restos de, en
otro tiempo, construcciones. María desmonta y José devuelve la
borrica; encienden la hoguera, hay animació n en el descanso: ya está n
en tierras de Egipto. Vienen gentes de la caravana a despedirse, mañ ana
partirá n, aú n oscurecido, en otro rumbo.
La niñ a se acerca con el pocillo de leche:
–Señ ora, ¿está s cansada? –y besa por ú ltima vez al niñ o que la mira
con sus ojos despiertos, como agradeciendo lo que ha hecho por su
madre. María la besa y le da una monedita de plata.
–Que Dios esté contigo, pequeñ a.
Capítulo VIII
UN DIAMANTE EN LA ARENA
Al día siguiente, aú n oscurecido, se aleja la caravana y otra vez, solos,
emprenden la marcha bajo el sol; a la media mañ ana descansan al pie
de unas palmeras, junto a un viejo pozo, junto a las tiendas de unos
pastores nó madas que acampan allí cerca, entre sus niñ os que
corretean y sus ganados que se apiñ an a las sombras. Los miran con
curiosidad, les venden leche y dá tiles; y, al comienzo de la tarde, de
nuevo la marcha, tras un saludo pasajero a aquellos compañ eros
ocasionales.
Al anochecer llegan a otro oasis con varios pozos, vegetació n má s
abundante y gentes que acampan en sus tiendas variopintas, gastadas
por el viento del desierto. Se acercan a una de la que salen varios niñ os
curiosos por verles; José pide a los padres permiso para pernoctar
cerca, vela ante todo por la seguridad de María y el niñ o; descarga el
borrico, le da de beber todo lo que quiera y su puñ ado de cebada que
masca despacio, tan agotado está . Los dejan arrimarse al fuego comú n –
cosa que agradecen por señ as– y allí calientan sus sencillos alimentos,
que toman con agradecimiento a Dios y en paz con los hombres.
En la noche sopla la brisa con olor al mar no muy lejano; a través de
las palmeras ven parpadear en el cielo claro las estrellas. María se
acomoda con el niñ o en su seno sobre el aparejo del burro y le da su
pecho, y lo mira, ¡tan pequeñ o!, ¡el Hijo de Dios!, ahí lo tiene junto a sí;
só lo el calor de su regazo y la mirada vigilante de José lo defienden.
Borrico parece que lo mira también, mientras se le cierran los ojos de
sueñ o y de cansancio.
Se duerme María arrebujada en su manta con el niñ o, José pone má s
corteza en el fuego y le tapa los pies:
–¡Qué cansada se la ve, pero qué sereno su rostro a la luz de la llama!
Y qué tranquilo duerme el niñ o... –Señ or, este viaje tú lo quisiste,
guíanos a dó nde debemos ir, lleva tú nuestros pasos como llevaste los
de nuestros padres, cuando los sacaste de esta tierra. Y se duerme
también José rendido por la fatiga.
María despierta cuando aú n está oscuro para dar su alimento al niñ o;
así amanece; por el oriente, una tenue luz roja atrá s de las dunas
anuncia que pronto saldrá el sol. Pone al niñ o en el regazo de José –que
aú n duerme como un bendito–, la cabellera revuelta y la barba espesa,
acurrucado tras la hoguera; prepara agua para hervir y la masa en la
sartén para hacer unas tortas fritas de harina con un poco de manteca y
sal. Mira a José que despierta y toma a Jesú s, lo alza, lo mira, lo besa y se
lo pone sobre su pecho, contemplando el sol que se levanta ya sobre el
horizonte:
–¡Dios hecho niñ o!, ¡qué gran misterio! El mismo Dios para el que ese
sol no es má s que un grano de tierra en este desierto, aquí está sobre mi
pecho: tan pequeñ o, tan indefenso... ¡pero Herodes no ha podido con É l!
Ahora estamos en esta tierra extrañ a... ¿Por cuá nto tiempo?
–José, ven a comer algo.
Se levanta José, la da el niñ o a María y va a darle de beber al burro en
el viejo cubo de cuero:
–Borrico, al fin llegamos; esta tierra no es mala si uno trabaja y no se
mete en problemas; así que ya sabes lo que hay que hacer.
Borrico lo mira como queriendo entender. José se sienta junto a María
y bebe un largo sorbo de agua, fresca aú n por el relente de la noche,
pero salobre; y come en silencio mientras mira al niñ o que ríe y
palmotea. Le pide a Dios que sea el ú ltimo de ese caminar incesante
bajo el sol. Saludan a las gentes que los acogieron y emprenden el
camino a pie, lentamente sin prisa y sin pausa; Borrico detrá s, la cabeza
baja, las orejas gachas, los pasos inseguros, tiene hambre, quisiera
comer algú n pasto verde y hú medo; sigue a María, al niñ o y a José, y
esto lo conforta; su vida es eso: seguir por la ruta que le indiquen, con
sol o con lluvia, con frío o con calor, con hambre o con hartura... pero
cerca de los tres, así tienen sentido sus pasos monó tonos de cada
jornada, sus trabajos y fatigas.
Se cruzan con unos campesinos sencillos y les preguntan, en ese
idioma universal de las señ as y sonrisas, por el pró ximo poblado y ellos
alegres les señ alan seguir hacia el poniente, a la par que les observan
con curiosidad, el polvo del desierto los iguala con cualquier forastero,
pero hay algo en ellos –su voz, su mirada, su actitud humilde y digna–
que los deja con una interrogació n interior. Llegan al fin a un poblado
que flanquea la ruta de las caravanas, ladran unos perros al amparo de
las sombras de sus casas, se acercan unos niñ os curiosos, cuchichean
unas vecinas, que, interrogadas por José, les indican con las manos unas
casas al otro extremo del pueblo; se acercan, llaman con unos golpes en
las tablas y sigue una espera, elevando el corazó n a Dios con confianza.
–Señ or, tu hijo está en su nuevo país, el que tú señ alaste, tierra
enemiga en otros tiempos, ahora vencida y derrotada como Israel; que
estos buenos hermanos nos reciban... –Y la puerta se abre: unas
preguntas, una sonrisa, un abrazo y un pasen adelante en la acogedora
sombra bajo el techo.
A la semana parten de nuevo hacia Helió polis, pequeñ a ciudad con
una colonia israelita numerosa, asentada desde antiguo. Unos
conocidos de José les dan albergue en casa pequeñ a y pobre, que el
niñ o santifica con su presencia y María embellece con la limpieza. Son
un matrimonio de edad avanzada, cuyos hijos marcharon hace tiempo
del hogar, comerciantes viajeros que muy de vez en cuando aparecen
para visitar a los viejos padres. Gente sencilla y trabajadora, hechos ya a
la manera de vivir de sus vecinos, adaptados a su lengua y sus
costumbres, conservando siempre la fe de sus mayores.
A los pocos días José consigue trabajo de albañ il; el clima es caluroso
y hú medo; tiene que adaptarse a permanecer bajo el sol inclemente
horas y horas a la vez que coloca los duros adobes fijos y simétricos en
grandes filas trazadas con el cordel y la plomada, mientras el
pensamiento vuela a Dios, a María, al niñ o. Allí aprende las primeras
palabras de esa lengua ajena, entre sonrisas y gestos de agradecimiento
a los compañ eros. Por la frente y sienes le corre tanto sudor que tiene
que ponerse una gruesa cinta de algodó n con unos patos bordados, que
le regaló María. Ella suele venir al mediodía a traerle el almuerzo en
una pequeñ a cesta de mimbre –como la sencilla mujer de un obrero–
que cuelga graciosamente de su codo doblado para sostener al niñ o, el
cual se alegra y mueve los brazos al ver a José, sucio de cal, pero lleno
de cariñ o. Almuerzan a la sombra de un muro sobre una rala hierba con
algunos compañ eros.
¡Oh, María, hermosa entre las criaturas, má s bella que la luna y el sol,
humilde como una mujer má s de tu tiempo, desconocida en país
extrañ o!
María trabaja también: cuida del niñ o, realiza los quehaceres de la
casa y ayuda a los patrones a hacer pan, pan que desde tiempo venden
en el zaguá n de la casa. Antes del amanecer ya está levantada para
amasar la masa, ya fermentada por la levadura y tapada del fresco de la
noche; toma pequeñ os trozos y, con rá pido palmoteo, hace con maestría
las piezas que deja listas para ser introducidas en el horno, que ya está
a punto; el patró n con una gran paleta las va colocando sobre los
ladrillos pulidos, brillantes al reflejar las brasas.
Saliendo el primer rayo de sol por el horizonte y saliendo la primera
hornada de pan tierno para los canastos ya preparados y limpios. Al
despertar el niñ o, José lo toma en brazos y va en busca de María que les
lleva gozosa un par de panes calientes.
***
Pasan las estaciones y la vida de María y José, como fuente que
desborda, toma su cauce continuo en el trabajo y en el hogar; el niñ o
crece fuerte, sano y aprende a decir las primeras palabras, mezclando
las lenguas.
Los sá bados van temprano a la Sinagoga cercana y, después de poner
en orden la casa, suelen ir a pasar un día de campo junto al río; río
hermoso y limpio que confluye en el delta con el gran Nilo. Llevan al
borrico que patea de contento mientras lo apareja José, y en él montan
María y el niñ o, que ya goza con la caminata. Al llegar eligen un lugar
solitario y sombreado, con hierba o arena blanda, allí el niñ o aprende a
dar sus primeros pasos, haciendo equilibrios de los brazos de José a los
de María. Gozan viendo el vuelo pausado de las garzas, a los pescadores
sacar algú n pez plateado entre las mallas de la red, las embarcaciones
que pasan lentas, cargadas, al empuje de los varejones que con pericia
clavan y desclavan los remeros en el fondo. Unos patos revolotean
cerca, baten sus alas levantando el agua y sumergen las cabezas
multicolores una y otra vez.
María prepara los alimentos sobre un mantel limpio de algodó n,
cosas sencillas, de pobres en fin de semana, condimentados con cariñ o
y con una pizca de arte. En ocasiones se acercan otros conocidos con
sus niñ os y comparten el almuerzo, alegre el corazó n, después de
bendecir a Dios agradeciéndole esos dones recibidos de sus manos.
Uno de estos paisanos, compañ ero de José, le enseñ ó a pescar. Ambos
se meten –bien arremangadas las ropas– en una ciénaga, con el barro
hú medo resquebrajado, cercana al lugar; allí, con paciencia, escarban
con ambas manos entre el lodo para coger la «gusana», que van
guardando en un recipiente colgado del cuello; a veces, la cara se
salpica del barro y ríen María y el niñ o al ver que, mientras má s se
limpian, má s se manchan.
Cuando han recogido bastante, se lavan en el río y buscan el lugar
má s apropiado para la pesca, segú n la estació n, la hora, el caudal. Ya
acomodados, sin esa prisa de los que miran y se impacientan por ver el
primer pescado balanceá ndose en el aire, la gusana es metida en el
anzuelo y lanzada con mañ a a la mitad de la corriente; luego a esperar,
a sentir que pican ya los peces y a levantar la cañ a con atenció n y el
aparejo sin nada, sonreír y de nuevo volver a lanzar la plomada, hasta
que algú n pececillo incauto se enganche en el anzuelo y, entonces, es la
emoció n de todos, gritan los niñ os y María se acerca a ensalzar su
tamañ o...
Antes de ponerse el sol, se recogen en oració n. María con el niñ o en
brazos que repleto de las emociones del día cae rendido por el sueñ o.
De regreso, suelen pasar por la humilde casa de un compatriota,
compañ ero en el trabajo de José, ahora enfermo, con fiebres altas que
no se le quitan. Hombre ya mayor, también abandonó su patria y en esta
tierra encontró trabajo y refugio, no así compañ ía, pues vive pobre y
solo acompañ ado a ratos de un muchacho que recogió . La alegría de
aquel hombre al contemplar con sus ojos, hundidos, a aquella familia
que entra bajo su techo, es indescriptible; dice una y otra vez:
–Gracias, gracias por haber venido, no me lo merezco...
María arregla la habitació n, recoge los servicios, prepara los
alimentos y, con su presencia, su belleza y su sonrisa, pone una nota de
esperanza alegre en aquellas pobres paredes. José limpia al enfermo, le
arregla las cobijas y le prodiga numerosos cuidados con presteza y con
cariñ o.
Al tiempo comen algo con el enfermo, le dan conversació n, rezan
juntos hasta que cae la noche y regresan a su casa con el niñ o, aú n
dormido, en brazos de María, y la cañ a altiva en los de José.
***
Egipto es un país pacífico, rico y pobre a la vez, sin pena ni gloria, sin
grandes odios ni grandes santos. Pasan, para esta pequeñ a familia
venida de lejos, los días, las semanas, los meses, en la grandeza y
monotonía del trabajo diario hecho cara a Dios y cara a los hombres.
María conoce a una vecina egipcia, mujer joven de belleza
descuidada, con varios hijos pequeñ os; casada con un comerciante del
lugar, abrumada por el cuidado de los niñ os y desencantada de la vida
por desavenencias conyugales.
Gozaba el matrimonio de casa propia con amplio patio interior
sombreado por las altas paredes y una añ osa buganvilla que teñ ía de
rojo vivo el blanco de los muros.
María se hizo amiga de la joven madre cuando ésta salía a recoger a
los chiquillos que correteaban por la calle, con gritos y amenazas las
má s de las veces. María la acompañ aba en esta tarea, con Jesú s en
brazos, que gozaba viendo jugar a los otros pequeñ os. Los niñ os la
miraban con curiosidad, una de las niñ as la recibía siempre corriendo
hacia ella y diciendo:
–Myriam, Myriam.
Así fue naciendo el conocimiento y má s tarde la amistad. Era esta
joven mujer buena, pero se había dejado dominar por el mal genio, el
agobio y el aburrimiento ante la crianza, ella sola, de su numerosa y
díscola prole. María observaba sus gestos, má s tarde sus señ as y, al
poco, sus palabras con las cuales trataba de comunicarse. Algunas
tardes pasaban al interior del patio y, ya sosegados los niñ os tras la
comida, la joven mujer iba enseñ ando su lengua a María que, con Jesú s
cerca, aprendía con rapidez rodas las palabras que, con gestos,
manifestaba. La mujer no salía de su asombro; miraba y miraba a María
con admiració n y, poco a poco, con cariñ o. Se servían de unos rollos de
papiro escritos en egipcio con la primera parte del Pentateuco, que el
esposo trajo como objeto curioso en uno de sus viajes. A los pocos
meses ya hablaba María correctamente esa lengua y Jesú s balbuceaba
sus primeras palabras en los dos idiomas.
Cuando ya pudieron entenderse, la mujer le contó su vida, sus
decepciones, sus penas y alegrías. María descorrió un poco el velo de la
suya, tan distinta; la mujer no comprendía por qué dejaron su tierra
para venir a ésta lejana, atravesando el desierto con el niñ o pequeñ o.
¡Qué difícil es para los humanos entender los planes divinos!
Mientras María hablaba la amiga se le quedaba mirando con
profundidad y observaba al niñ o hermosísimo que daba en torno
torpes pasos y, por má s que discurría, no podía entender el encanto de
esa amiga que, con su ejemplo, su palabra discreta y su vida humilde
tan sencilla, le iba haciendo cambiar la suya. Así era, cada día estaba de
mejor cará cter, arreglaba la casa y se arreglaba ella, madrugaba, tenía
má s tiempo para los quehaceres domésticos, trataba mejor al servicio y
hasta sacó tiempo para dibujar cerá mica, arte que aprendió cuando
joven de un famoso maestro. El esposo regresaba antes a la casa y no
eran tan frecuentes sus viajes; conoció brevemente a María y al niñ o y
fueron en ocasiones a la humilde casa de José.
Un día María habló a su amiga de Dios; la mujer no era muy creyente,
creía con superstició n en algunas divinidades y, en ocasiones, asistía
con su esposo a un templo, pero sus creencias no influían en su vida. De
un Dios ú nico, infinito, creador de todo lo que existe: de ese cielo con
estrellas y de este mundo que habitamos y ese pá jaro que ahora canta
cercano; de un Dios Todopoderoso, que nos ama con amor de Padre,
pero quiere que correspondamos a su amor con obras y de verdad...
Y le habló del bien y del mal, del alma y de la vida eterna, y de oració n
y del valor del sacrificio.
–María, ¿me enseñ as a rezar? Yo creo en tu Dios...
Y así aquella mujer se hizo piadosa y buena, liberó a una esclava a la
que maltrataba y perdonó a todos sus parientes con los que tenía malas
relaciones. Dejó de ser vana y superficial y se hizo respetable y
caritativa, alegría de los suyos y ejemplo de conocidos.
Al comienzo de la segunda primavera, Jesú s ya camina por la casa con
pasos torpes, espera la llegada de José y corretea hacia él cuando asoma
y deja que lo alce, lo bese y le haga cariñ os: ríen y gozan. Se han hecho a
los usos de esa tierra acogedora, hablan su lengua y viven sus
costumbres, sin olvidar sus propias tradiciones.
Un día, Dios le habla a José en sueñ os, claro y preciso como en
ocasiones anteriores, no son imaginaciones suyas: Herodes ha muerto,
ya pueden volver a su tierra; José ya no puede conciliar el sueñ o el resto
de la noche. Piensa en el viaje: el niñ o ya pesa mucho para llevarlo en
brazos, el borrico no aguanta igual, ¿y otra tormenta en el desierto?
Mejor sería ir en barco hasta las costas de Palestina, así hacen el viaje
muchos comerciantes de su tierra.
Al amanecer, después de lavarse en la pila, encuentra a María
trajinando.
–María, el Á ngel de Dios, el mismo que me habló en Belén, me ha
revelado esta noche que el rey Herodes, el que quería matar al niñ o, ha
muerto. Podemos volver a la tierra de Israel.
María queda en suspenso, se llena de alegría y, con algo de pena por
dejar ese nuevo hogar, a sus amigos, vecinos, conocidos y a ese país que
les ha brindado hospitalidad. Mira al niñ o que, de pie, se agarra a los
bordes de una rú stica cuna:
–Jesú s, mi hijo, de nuevo estará s sin cuna, como en Belén; y viajando
sin abrigo: só lo mis brazos. Volveremos a la tierra donde naciste, a
nuestro pueblo.
José escucha y dice:
–He pensado que hagamos el viaje en barco, ¿te parece, María? Así
evitaremos ese desierto ingrato y acortaremos los días.
Comienzan a deshacerse de lo poco que tienen; José vende sus
herramientas, regala sus aparejos de pescar; María, sus ú tiles de cocina
y muebles que han ido reuniendo. Se despiden del amigo enfermo y de
sus conocidos. María lo hace a solas de su amiga vecina, que llora
inconsolable; ha aprendido a amar a María con todas las fuerzas de su
corazó n noble y joven. Antes de despedirse le regala un manto grande
de lino, azul con bordados de plata. María, en su pobreza, le regala un
rizo recién cortado del pelo del niñ o:
–Toma esto, vale mucho para mí y valdrá para ti; guá rdalo cerca. Que
Dios esté siempre contigo y con los tuyos. Adió s.
–María, siempre rezaré a tu Dios y a mi Dios; que É l te acompañ e.
El día previsto para la partida, todo está limpio y en orden, los
patrones preparan una gran cesta con alimentos que les regalan. José
toma su carga sobre el hombro, apresta al burro con la vieja albarda y
en las ancas le pone las alforjas llenas. Monta a María con el niñ o en
brazos y, tras despedirse de los patronos y vecinos, emprende la
marcha. Al cruzar frente a la casa de la amiga, un adió s entre el velo que
cubre hasta los ojos, mientras escucha de los niñ os:
–Myriam, Myriam, vuelve...
***
El trayecto hacia el embarcadero no es largo: media jornada de
camino llano entre casas dispersas y huertas. En el muelle hay varias
pequeñ as naves cargando y descargando; María se queda en la orilla del
río con el niñ o, mirando el agua mansa que tapa el horizonte, el cielo
azul al fondo tachonado por nubes que corren hacia el poniente y las
gaviotas que vuelan cerca chillando alegres; huele a brea y a pescado
seco; hay niñ os que juegan y gentes que suben y bajan de las naves.
José va donde el capitá n de la chalupa, para contratar el pasaje del
barco: son tres –el niñ o no cuenta– el borrico también va con ellos; el
capitá n pone varios reparos al pollino; forcejean en el precio, no quiere
José dejarlo, no se da por vencido, lo observa allá en la orilla junto a
María. Borrico parece mirarlos –triste mirada– como intuyendo que lo
pueden dejar; se queda quieto con las patas clavadas en la arena, el pelo
del cuello movido por el viento. José alega que le es necesario para que
su esposa camine con el niñ o en brazos al llegar a tierra... Y eleva un
poco el precio; al fin el capitá n consiente, al observar a María que sujeta
al niñ o con cuidado, mientras éste coge puñ ados de arena y los tira al
aire.
Borrico no quiere caminar por la pasarela, se para, retrocede, baja las
orejas, José tiene que subir, le habla, lo jala con energía y le da un par de
palos en el lomo; al fin, sube arrastrando casi a José. María ríe, y ríe el
niñ o porque ella ríe y porque está excitado ante el viaje, las barcas que
se balancean y los niñ os que pasan cerca corriendo sin saber a donde ir.
Suben a cubierta y se acomodan cuando el sol ya está en su cenit. Un
compañ ero del taller de José se aparece a ú ltima hora: les trae unas
frutas frescas que José toma desde la barandilla, a la par que lo abraza.
É l se queda en la orilla con otras gentes que saludan, al tiempo que,
izada la vela hinchada por el viento, se tensa el cordaje y entre quejidos
del armazó n se mueve la nave hacia el centro de la corriente. María, ya
sentada, saluda, levanta la manita del niñ o:
–Di adió s, hijo mío, a estas gentes y a estas tierras que nos acogieron.
Tan ancho es el cauce que poco se ve de la otra orilla; pasan unos
á nades volando acompasados con estentó reos graznidos; hay
pescadores que miran de pie sobre sus botes mientras recogen con
pausa la red que echaron; unos peces voladores aletean sobre el agua
rompiendo la corriente como hilos de plata. María y José gozan viendo
este mundo para ellos nuevo y alaban a Dios en su oració n:
–Señ or, qué hermosas y admirables son las obras de tus manos,
¡cuá nta belleza has hecho para nosotros, para tu hijo...!
Algú n saurio perezoso, que vigila al abrigo del barro de la orilla, se
desliza hacia el agua al paso de la embarcació n, los pasajeros lo señ alan
y ríen, seguros desde la borda.
Llegan a la bocana del río, donde se nota el influjo del mar que
penetra tras la marea; el barquichuelo se mueve al cortar las olas, y el
viento lleva jirones de la espuma que mojan a los viajeros.
Desembarcan en el muelle grande de la bahía; el mar frente a ellos, azul,
inmenso, con horizontes cortados por algunas velas, el olor a sal y yodo,
y el ruido constante de las olas que mueren en la playa.
Bien amarrada a los bordes hay una nave grande, marinera, con
nombre fenicio en la proa, bajo el ancla que chorrea herrumbre, las
velas recogidas, los marineros activos en cubierta. Borrico da sus
primeros pasos en tierra tambaleando, mareado por el vaivén del barco
al cortar el flujo de la marea; José, algo mareado también, lo toma por el
ronzal y lo lleva al bebedero, pero no bebe. Después suben a la cubierta
del barco, entre otros ganados.
Se acomodan, a la espera de la hora de partir, entre unos fardos de
algodó n y comen en silencio mientras cae la oscuridad y se encienden
en el barco las luces de cubierta. Al caer la noche, con la luz de la luna,
suben los pasajeros para aprovechar el descenso de la pleamar y se
acomodan junto al puente. Se sueltan las velas, se quitan las amarras y
la nave se aleja lentamente del muelle, hasta que se mezclan a la vista
las luces de las hogueras de la costa y las estrellas del cielo en un solo
horizonte.
El niñ o se ha dormido. María y José se acomodan entre los bultos y
tratan de dormir al compá s del balanceo suave que producen las olas al
romper contra la proa. La oració n de María brota sola al alzar la vista al
cielo oscuro tachonado de luceros:
–Volvemos a nuestra patria, Señ or; grandes y misericordiosos son tus
designios... Aquí aprendimos muchas cosas, hicimos amistades, creció
el niñ o... Jesú s bendijo con su presencia esta tierra que nos acogió como
peregrinos.
Al rayar el alba, comienza a bullir la vida en el barco; un niñ o
vivaracho, de ojos negros y sonrisa blanca se acerca a jugar con Jesú s
que da sus primeros pasos por la cubierta bajo la mirada vigilante de su
madre. María lo deja ir hacia el chiquillo que lo recibe de la mano
mientras Jesú s ríe y trastabillea. Se acerca el padre del niñ o:
–Me llamo Alfeo y este pequeñ o es mi hijo Leví o Mateo, como
también lo llaman. Soy comerciante, vamos a Cesarea, aunque mi hogar
está en Tiberíades, ¿y ustedes?
–Nos dirigimos a Israel, nuestra patria –dice José–, a Belén de Judea.
Alfeo los mira interesado:
–Belén, allí es donde Herodes mandó matar, hace un par de añ os, a
todos los niñ os.
María y José quedan estupefactos, sobrecogidos, ahora entienden
mejor la prisa del Á ngel, el viaje precipitado en la noche.
–Dicen que a Herodes lo sustituirá Arquelao, para reinar sobre Judea.
Dios nos tenga de su mano pues es tal el hijo como el padre.
José queda pensativo, comienza a dudar sobre la conveniencia de
llegar a Judea. Alfeo es hombre que conoce muchas gentes y mucho
mundo, su conversació n es amena y pintoresca, cautiva a los esposos a
la par que Jesú s se entretiene con Mateo; el viaje se hace má s rá pido y
placentero. José da gracias a Dios porque siempre es bueno, cuando se
viaja entre extrañ os, encontrar un amigo que, ademá s, cuenta con
experiencia.
Se cruzan con otras naves de vela hinchadas al viento, que se pierden
poco a poco en el horizonte; una manada de delfines se pone a la par
del barco, saltan y juguetean en la estela que va abriendo la proa en las
aguas azules. María asoma al niñ o para que los vea, aplaude con sus
manitas, ríe, goza con él su madre, que deja flotar sus cabellos al viento
marino de la tarde.
–José –le dice Alfeo–, a tu esposa María se le confunde el color de los
ojos con el color del cielo. Nunca vi hijo y madre tan bellos.
María hace oració n:
–Dios y Señ or mío, este mar y estos peces tú los has hecho, inmensos,
bellos, para que te demos gloria contemplá ndolos; y este cielo tan
precioso, que cambia y es siempre igual, azul antes, ahora rojo, que se
pierde en rizos blancos hasta el horizonte... y ahí está s tú , Señ or, y aquí
tu hijo, entre mis manos, gozando de tus criaturas.
Pasa una bandada de pelícanos rozando las olas, con volar solemne y
pausado; Mateo los señ ala:
–Cuentan las tradiciones que los pelícanos, cuando no tienen qué dar
de comer a sus crías, se rascan el pecho con el pico y les dan su propia
sangre...
Así transcurren raudas las jornadas marineras con buen tiempo y
buena mar, viento sur que el piloto aprovecha para llevar la nave hacia
el Oriente. Duerme José bajo las estrellas al vaivén de las olas. El Á ngel
le habla de nuevo en el sueñ o: no vuelvan a Judea.
En la mañ ana, avisados por los marineros, divisan a lo lejos las costas
de Palestina, tierra amada del Señ or; al irse acercando, las líneas grises
lejanas se vuelven montañ as; los puntos verdes, á rboles. Amarra el
barco en el viejo fondeadero de Gaza; en la orilla se arremolinan
curiosos y gentes que esperan. José baja con Alfeo cuando comienzan a
subir los cargadores, se encuentran con unos conocidos de Alfeo. José
les pregunta quién gobierna Judea:
–Arquelao es ahora rey.
José sube de nuevo a la nave, habla con el capitá n, seguirá n viaje
hasta Cesarea y le da la mayor parte de las pocas monedas que le
quedan: pobres salieron de su tierra y pobres volverá n a ella.
Baja con María y el niñ o; compran alimentos frescos y forraje para el
borrico, que agradece con la cola el gran manojo que le lleva José.
Pasan el día en espera, no muy lejos de la nave ni muy cerca; ven
bajar unas mercaderías y subir otras, trabajar a los cargadores y hablar
a los traficantes, ir y venir gentes variopintas, arribar de nuevos
pasajeros que esperan ante la pasarela. Medio protegidos del sol por un
alto paredó n, restos de una antigua construcció n; está n tensos,
cansados, con calor, el niñ o llora a ratos y duerme otros; callan. María,
bajo su manto, reza; José observa frecuentemente el barco, como
temiendo que parta sin ellos.
Al atardecer los dejan subir y, con amarga sorpresa, comprueban que
les han robado todas sus cosas y alimentos, solamente les dejaron la
albarda del borrico. José se alza y mira hacia todas partes, María lo
calma:
–Fue nuestra culpa, José, no previmos que podría pasar esto.
Llega Alfeo con su hijo y servidores, tras escuchar a María, les presta
unas mantas:
–Mientras yo tenga, no les ha de faltar nada.
Comienza a soplar la brisa y refresca; un ciego sube a cubierta con un
largo serrucho sin dientes, lo curva y con un arco de cuerda toca unas
melodías que les recuerdan viejas canciones de su tierra; el niñ o ríe, se
calman. María le da una moneda; el ciego se para y, al tomarla, queda
frente a ella, expectante.
–Señ ora, ¿me deja tocar a su niñ o? –y pone la mano sobre su cabeza
mientras mueve los labios en oració n.
Al poco, con pleamar, izan las velas y la nave se pone en movimiento.
María se recoge en oració n:
–Señ or, Tú nos diste, con nuestro trabajo, esas pequeñ as cosas,
recuerdos de ese país; Tú permitiste que se las llevaran, bendita sea Tu
voluntad; no hay que apegarse a nada, todo pasa, todo se hace y se
deshace en un momento; el corazó n en Ti, Señ or.
***
Cesarea es puerto grande, con movimiento de naves y mercaderías.
Llegan una mañ ana gris, sin sol y sin nubes, el viento apenas empuja las
velas sobre las aguas mansas hasta atracar la nave. En el
desembarcadero esperan a Alfeo servidores y caballerías que al tiempo
se van cargando hasta el tope. Se despiden del capitá n y descienden a la
orilla.
María con el niñ o monta en el borrico, José a pie, con lo poco que les
ha quedado al hombro; una ú ltima mirada al barco con su velamen
caído, quieto sobre las aguas que brillan al sol poniente; cruza una
bandada de gaviotas chillando destempladas. Parten. Después de
atravesar la ciudad, despierta y bulliciosa, toman el camino del oriente,
hacia las montañ as de Galilea.
Borrico está contento; no má s estar parado sobre esas tablas que se
movían continuamente; ahora sus pezuñ as marcan las huellas en la
arena de su tierra. De nuevo presta sus espaldas a María y al niñ o, que
ahora pesa má s, y... a caminar seguro con buen rumbo, ¡suerte la suya!:
servir, trabajar, para Jesú s, María y José, pasar fatigas, hambre, sed,
soledad, las patas heridas y cansadas... todo lo da por bien habido con
só lo escuchar esa voz suave y enérgica que le dice, a la vez que le da una
palmada en el cuello:
–¡Borrico, camina ligero que pronto llegaremos a casa!
Está mediando el otoñ o; los días se acortan, las hojas amarillean en
los á rboles y sobre la hierba parda las ú ltimas flores del verano se
marchitan en los matorrales; los vencejos pasan raudos a ras del
camino con sus silbidos alegres que orientan a las crías de ese añ o;
vuelven las cigü eñ as hacia el sur, volando alto, sin pausa; María se las
señ ala al niñ o que mira a todas partes menos hacia arriba, ríe y
aplaude. Ella se queda mirando sus ojos alegres y se goza en lo má s
íntimo de su corazó n; pronto lo podrá enseñ ar a los suyos. ¿Qué será de
sus padres? ¿Có mo estará n? Só lo por algú n comerciante viajero ha
podido comunicarles, un par de veces, que estaban bien y saber que
ellos dejaron su angustia primera para estar conformes con la voluntad
de Dios, confiados en su regreso algú n día.
Alfeo, sobre las ancas de una borrica fuerte y andadera, no deja de
conversar de los sucesos pasados y posibles en el futuro, de las
cosechas, del comercio, de las autoridades, del pueblo llano que trabaja
en los campos donde pasan o saluda curioso en el camino. Mateo, sobre
una mula se siente jinete de veras, las manos de un sirviente le sirven
de seguro resguardo para no caerse, grita y alborota impaciente por
encontrarse en su casa.
Al segundo día llegan a Naím. Alfeo devuelve a Jesú s, al que ha llevado
en brazos este ú ltimo trecho. Se despiden. Besa al niñ o y la mano de
María y un fuerte abrazo a José con la promesa de que se verá n
pró ximamente.
Montañ as de Nazareth allá a lo lejos; late el corazó n de María má s
fuerte, el borrico aprieta el paso –intuye su cuadra pró xima–; José, junto
a ellos, alarga las zancadas.
–Mira, Jesú s: tu tierra, la tierra que tu padre Dios eligió para nuestro
pueblo, que ha dado tantos santos y profetas. ¡Cuá ntas almas hay en ella
que te esperan! A ti, mi hijo, mi Jesú s, llevan siglos aguardá ndote.
Las primeras casas del pueblo, que no ha cambiado en ese tiempo,
niñ os que parecen conocidos miran, algunas mujeres vuelven la cara
con curiosidad; suben la empinada cuesta tan bien conocida por María,
llegan ante la casa de Joaquín y Ana al caer la tarde. Un viento ligero
mueve unas flores rojas en la entrada; se asoman algunos vecinos a las
puertas de sus moradas, vuelan unas palomas que comían en el porche:
se hace el silencio. José ayuda a desmontar a María, que se sacude
ligeramente el manto y le devuelve al niñ o. Llama con la palma de la
mano a la puerta.
Ana y Joaquín, desde que recibieron la noticia de la huida a Egipto,
han aceptado la voluntad de Dios con visió n sobrenatural y zozobra
humana; su vida ha seguido al ritmo de siempre: trabajo, oració n,
silencio y alegría; las noticias que recibieron de ellos desde Egipto les
alegraron el corazó n y mitigaron su pena por la ausencia. A la muerte
de Herodes han renacido sus esperanzas de verlos pronto regresar al
hogar.
Unos golpes en la puerta, ladra un perro desde dentro, tardan en
abrir. José mira su casa allá detrá s, la higuera con hojas marchitas, el
arrayá n...; tiene al niñ o que lo observa todo con ojos vivos, mientras
María compone su velo y sus vestidos. Se abre la puerta; es Ana que
queda mirando a los recién venidos entre la duda y el asombro.
–¡Madre, somos nosotros, acabamos de llegar de Egipto!
A Ana se le escapa el grito tras la mirada, mientras la abraza y besa
con efusió n:
–¡Hija de mi corazó n, alabado sea Dios que os ha devuelto sanos y
salvos! Mi pequeñ o, mi pequeñ o Jesú s, mi niñ o y mi Dios. Ven que te
abrace. ¡Joaquín, Joaquín, son ellos, han venido!
Llega Joaquín caminando con paso rá pido y torpe por su vista
cansada, tiene que acercarse con cautela, emocionado:
–¡María, hija mía, bendita de Dios, gracias porque la has devuelto a su
casa en buena hora! Y éste es Jesú s, mi Señ or, qué hermoso está . Ven,
déjame verlo de cerca. ¡Bendito seas, José, que Dios esté siempre
contigo!
Llegan servidores y mozos, vecinos, amigos, parientes; traen luces
pues ya el sol se oculta tras las montañ as; alguna estrella parpadea en
el cielo, en ese cielo que se junta con la tierra en Nazareth.
Capítulo IX
QUERER HUMANO, QUERER DIVINO
Pasan los meses; José ha trasladado su taller a la pequeñ a casa donde
viven, pegada a la de Joaquín; los clientes lo siguen porque es buen
trabajador: cumplidor, veraz, no da «gato por liebre». A través del
pequeñ o patio, mal cubierto por una parra, puede ver el interior de su
morada: a María afanada en las tareas y a Jesú s en sus juegos.
Trabaja José y trabaja mucho y bien: los cortes rectos, la madera bien
cepillada, los á ngulos a escuadra, las ensambladuras ajustadas... En
invierno con frío, en verano con calor. Frecuentemente tiene que salir a
terminar los trabajos; regresa empapado si llueve, con los pies llenos de
barro; o cubierto de polvo en los tiempos de sequía; las manos rojas si
tuvo que arreglar un tejado, o blanco de cal si fue a componer unos
tapiales.
De su carpintería han salido muebles, vigas, duelas, puertas o
ventanas, que van esparciéndose por Nazareth a la par de su fama de
buen carpintero. En algunos momentos, mientras María cose o hila,
Jesú s, a través de la puerta del patio, queda mirando al interior, las
manos prendidas de unos barrotes que José ha puesto para que no pase
y se hiera con las herramientas. José lo ve y, dejando el cepillo o la
sierra, lo toma en sus brazos y lo pasa adentro. Jesú s observa, disfruta
viendo aquellas herramientas brillantes, las tablas tersas, las virutas
llená ndolo todo, el olor característico de la madera recién cortada.
–Mira, hijo, esto es mi taller; aquí gano el pan con el sudor de mi
frente –como nos mandó nuestro Padre Dios en el Paraíso– y los callos
de mis manos; aquí le ofrezco mi trabajo a Dios y me santifico; aquí
realizo la mayor parte de la tarea para la cual nací. Todos tenemos que
hacer mucho en la vida, yo comienzo por realizarlo aquí, sin rebeldías
ni quejas: con alegría.
El niñ o mira, ríe, habla su lengua incipiente; cuando se inclina y
quiere agarrar un afilado formó n, José lo saca y lo devuelve a su madre
que, a lo lejos –la labor en el regazo– observa la escena.
Al caer la tarde, María lleva consigo a su hijo a dar de comer a las
gallinas. Jesú s corre tras ellas queriéndolas coger, a la par que espanta
las palomas y hace aletear a un viejo gallo que lo mira altivo. Su madre
le da un puñ ado de grano que él arroja sobre las aves, a la vez que
vuelve el rostro para mirarla complacido.
Jesú s aprende a hilvanar sus primeras sílabas, en frases sencillas y
familiares; son palabras como las de cualquier niñ o de su tierra, que
comienza por nombrar al padre: –Abba; o a la madre: –Immi (mamá ,
madrecita); al sentirse llamada así siente un gozo profundísimo: así la
nombra su hijo y su Dios. Ella le repite, lo corrige, le vuelve a repetir,
hasta que va aprendiendo a nombrar a las personas, las cosas, los
animales; ella le aplaude y él sonríe.
José también lo toma en sus brazos y lo lleva al huerto, o al corral
donde está Borrico, que gozoso se deja dar unas suaves palmadas por el
niñ o; le muestra los animales, se los menciona, ¡qué alegría tan íntima
experimenta al enseñ ar a Jesú s –el Hijo de Dios vivo–, aprendiendo
como un niñ o cualquiera en brazos de su padre!
Cucharada a cucharada le va dando María de comer, mientras Jesú s
ríe, juega, le tira trocitos de pan a Perrillo y parlotea. María ríe también,
insiste, pone premios o castigos, como todas las madres que dan de
comer a sus hijos pequeñ os.
Duerme el niñ o, sereno, en su cuna. Al pasar el mediodía se oye el
canto del pajarito de Ana a la distancia. María, no lejos, trabaja en su
labor, José en el taller, los mú sculos tensos sobre las toscas
herramientas que hienden las maderas. Sale María a la fuente; José pasa
a donde duerme el niñ o, bajo el emparrado, protegido por un velo; se
seca el sudor de la frente y se queda contemplá ndolo, no se cansa de
hacerlo aunque lo tiene todos los días tan cerca; se sienta junto a la
cuna y hace oració n; regresa María, se sienta a su lado y ora también.
–María, qué feliz soy, tan cerca de los dos; ¡bendito sea Dios que os
puso a mi cuidado! É l me dé fuerzas para protegeros...
A pesar de su pobreza, esa pobreza digna que proviene de la poca
herencia y el trabajo honrado –que suele producir poco–, María todo lo
tiene limpio, ordenado, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.
Aprovecha lo que Dios le da: desde una aguja que se extravía, hasta una
fruta que se cae; y de lo poco saca lo mucho, cosa que aprendió de Ana,
así como a hacer agradable lo ordinario. Por eso, mete en el armario de
la ropa blanca unos membrillos que, al madurar, esparcen su aroma en
la casa cada vez que se abre. En la noche, a la luz primeriza de los
candiles, antes de pasar un momento a ver a los padres, José se asea:
–¿Está s cansado, José?
–Tú , María, debes estarlo; tienes esta casa como un palacio.
–Es algo má s que un palacio, José; es la morada del gran Rey... Y tan
pequeñ o, mira como ríe siempre, todo le gusta y lo hace feliz, y él nos lo
hace a nosotros.
–Dices bien, María.
En la casa de los padres, Ana prepara el bañ o del nieto en la vieja
artesa, de maderas curadas sujetas por fuertes hierros.
–María, déjame bañ arlo.
–Madre, siempre me lo pides.
–Sí, hija, es para mí el mejor momento del día.
El hogar encendido, algunos candiles alumbran tenuemente. A Jesú s
le gusta mucho el agua, juega, alborota, disfruta a la vez que parlotea
con su media lengua. Ana lo restriega con gran cuidado, le deja caer el
agua sobre el pelo una y otra vez, ríe el niñ o, le echa agua a Perrillo que
se aleja retozando; al fin lo pone en una toalla limpia sobre sus rodillas,
lo seca, lo siente palpitar bajo sus brazos y lo mira sin cansarse.
–¡Qué hermoso es! ¡Tiene los ojos tan luminosos! –Sus manos
pequeñ as y regordetas le acarician la cara: –¡Me recuerda a María
niñ a!...
Joaquín, sentado junto al fuego, observa la escena: –Gracias, Señ or,
por este niñ o, hijo tuyo, que enviaste a este pueblo tuyo, a esta casa mía;
¡qué gracioso es! Parece como los otros niñ os de esta tierra, pero no es
lo mismo. ¿Qué es mi pobre hogar para tanta dicha?
–Déjamelo, Ana, mientras recoges.
Ana le da al niñ o, ya seco, vestido y peinado, su pelo aú n hú medo;
Joaquín lo toma y pone sobre sus piernas, lo abraza: –Mi pequeñ o, mi
Salvador, aquí en mis brazos, déjame, hijo mío, que te vea bien, quiero
grabar en mí tu rostro.
María llega por él para llevarlo a su casa y darle la cena.
–Buenas noches, padres. Despide, hijo, a los abuelos –mientras sujeta
su mano en alto.
–Dios esté contigo, María.
***
Pasan los añ os, de prisa, como pasan las luces y sombras por el tosco
reloj de sol que Joaquín empotró en el muro y marcó con nú meros a
fuerza de punzó n. La vida sigue, el niñ o crece, camina solo, habla; los
abuelos envejecen. Al regresar Joaquín de las siembras lo toma de los
brazos de María, que día tras día lo lleva al caer la tarde; luego, el
mismo Jesú s corretea a la par de Perrillo y se deja alzar por sus manos.
–Abuelo Joaquín, ¿qué me traes?
Joaquín urga en sus bolsillos con aire dudoso y termina sacando, casi
siempre, alguna fruta o juguete tallado con cariñ o la noche anterior. Y lo
tiene un rato junto a su pecho, mientras Jesú s disfruta del regalo; llegan
donde Ana que, siempre con una labor entre las manos, pela la fruta
con pericia; se la devuelve para que allí mismo coma:
–Madre, me consientes a Jesú s, él solo puede tomar esa fruta.
–Hija, ¡qué feliz me siento de poder hacerlo! Espera a que mi vista se
canse y me tiemble el pulso, entonces dejaré de contemplarlo.
El fuego crepita en el hogar; llega José secá ndose aú n las manos en la
toalla blanca que le llevó María; corre Jesú s hacia él, que lo alza y le pide
un mordisco de su fruta, Jesú s se la da complacido.
–¡Qué grande fue!
Ríen todos, ríe María con brillo hermosísimo en sus ojos, es tan feliz
con ese niñ o. Y con José y con sus viejos padres tan cercanos; no le
importa el trabajo, ni la pobreza con sus fríos y calores, el polvo en el
verano y el barro en el invierno; ni la vida monó tona en ese pequeñ o
pueblo perdido en las montañ as de Galilea; mejor, así está n má s
tranquilos, lejos de las ambiciones de los poderosos y de las argucias de
los intrigantes.
Perrillo termina mordisqueando con deleite el hueso de la fruta que
dejó Jesú s.
Cuando el tiempo es clemente, gusta María de llevar a Jesú s mientras
lava en el río –pequeñ o arroyo que cruza sinuoso el valle de Nazareth–,
el mismo donde solía jugar María niñ a cuando en los veranos venía de
Jerusalén. ¡Có mo le gusta a Jesú s estar con el agua!: perseguir
pececillos, mirar las libélulas posarse suavemente en las rocas; echar
cortezas afiladas que son barquitos que navegan por la corriente y se
vuelcan para encallar en los bejucos; y descalzarse y meterse poco a
poco tras ellos hasta quedar casi todo mojado. María, a la distancia,
mientras sus manos lavan, inclinando el cuerpo sobre las rodillas,
observa y sonríe. Jesú s, en ocasiones, si hay suerte, coge algunas
pequeñ as ranas, de grandes patas traseras y ojos impávidos, que trae a
casa; las suelta en una pila del huerto y a la tarde aparecen saltarinas
dentro de la casa.
Durante el verano gustan de ir todos a los terrenos altos, que Joaquín
siembra con la ayuda de José en primavera y ve madurar con esperanza
al final del estío. Verdea la hierba en los linderos y cantan los grillos.
José enseñ a a Jesú s a cazarlos: con cuidado introducen una pajita en la
cueva una y otra vez, hasta que sale el arisco animal negro y
desconfiado; Jesú s lo mete en una pequeñ a jaula que le preparó , tejida
con juncos verdes que, al secarse, quedan tiesos y estables. En la casa
les pone lechugas y aplaude gozoso cuando cantan alternando los
trinos con el pajarito de Ana.
Días de labor en los que trabajan todos: los mayores sobre aquella
tierra reseca y empobrecida, los pequeñ os haciendo como que ayudan.
Al mediar el sol se reú nen todos bajo una sombra; María y Ana
preparan sobre unos manteles la sencilla comida traída, junto con agua
abundante, en la albarda de Borrico que, mientras se la toman, menea
la cola y mordisquea unos retoñ os.
Jesú s corretea, coge flores pequeñ as y las trae afanoso a su madre,
que, con los cabellos recogidos en un pañ uelo y el azadó n entre las
manos, las recibe con paciencia en ramilletes. También le trae
piedrecitas blancas y alguna vez el huevo que cayó de un nido y mira
como un tesoro.
Habla y habla Jesú s con voz parecida a la de su madre, acento de la
montañ a; callan por instantes los má s cercanos, contemplá ndolo
pensativos, hasta que vuelven a sus tareas.
María de Cleofá s los acompañ a cuando puede, con Santiago, que juega
feliz con Jesú s, mientras ella lleva a la pequeñ a en la mano y a otro en su
seno. Alegre María, no pierde el humor, a pesar de sus penas y de sus
embarazos; mujer fuerte que sabe que Dios no la abandonará . Cleofá s –
al que abundan má s los hijos que los negocios– tampoco pierde el buen
humor; llega algunos días y se une al grupo ya por la tarde; sueñ a con
sus empresas y sigue admirando a José.
En ocasiones, estando en esos campos altos, les coge la lluvia o la
tormenta. Se ennegrece el cielo, sopla el viento cada vez má s fuerte,
arrastrando hierba y hojas, se refugian todos bajo un á rbol frondoso de
escasa altura, apiñ ados; se escuchan truenos cada vez má s cercanos,
cruzan relá mpagos entre las nubes y, atronador y terrorífico, el rayo.
Acurrucados bajo las mantas, María con Jesú s sentado en su vestido lo
cubre con cariñ o. Se sienten impotentes, silenciosos.
–Abba, ¿de dó nde vienen los rayos?
–Son manifestaciones del poder de Dios, hijo.
Borrico, ahí cerca, la cabeza baja, empapado, refleja sobre su piel la
luz de los relá mpagos.
Pasa la tormenta. Huele a tierra mojada, cantan unos pajarillos que en
vuelos bajos cogen hormigas aladas que emergen de la tierra.
El torrente aú n lleva, precipitadas entre su corriente, piedras que
resuenan con rumor sordo.
El sol, tímido, tiñ e de rojo los celajes por el poniente, anunciando que
es hora de regresar a las casas. Un pajarito caído del nido da breves
vuelos, perseguido por los niñ os, al fin queda tembloroso en las manos
de Jesú s, que lo mira y acaricia su cabeza; José lo observa y promete
hacerle una jaula; María lo toma con cuidado y queda en un cestillo.
Regresan. Joaquín sobre el borrico con el pequeñ o Santiago en su
grupa; José con Jesú s sobre sus hombros, feliz de tan dulce carga, al
lado de María que envuelve con su manto las espaldas de ambos.
***
Comienza para Jesú s el aprendizaje de aquellos signos con los cuales
escribieron sus antepasados las Sagradas Escrituras. Joaquín quisiera
ser el maestro, pero ya no tiene buena vista; José marcha a su trabajo;
es María la que toma aquellos rollos gastados por el tiempo y comienza
pacientemente a enseñ á rselos; queda asombrada de ver có mo Jesú s
aprende y, a pesar de su corta edad, retiene todas las palabras.
–Hijo, en la noche le tienes que recitar este Salmo al abuelo; verá s que
contento se manifiesta.
–Immi, ¿quieres que te recite los nombres desde el abuelo hasta
Adá n?
Mientras le habla su hijo, María lo observa, cercano, sentado en una
estera alzada, los codos sobre sus rodillas, mientras con sus manos
juega con su labor. Al pasar su mano por su pelo, lo nota lleno de paja.
–Mira tu pelo, hijo, ¿dó nde te metiste?
–Me subí al pajar tras unas gallinas para ver si habían puesto huevos.
–No subas má s, hijo, esa escalera no está buena.
–Sí, Immi.
María sigue enseñ ando palabras a su hijo, textos de la Sagrada
Escritura, hasta que –como cualquier otro niñ o– se cansa y pierde
atenció n.
–Ve a jugar, hijo, por hoy basta.
Cercano al uso de razó n, Jesú s ya monta en Borrico él solo; le gusta
hacerlo correr, con trote alegre, saltarín y hasta galopar. Vecino a unas
siembras de Joaquín hay un potrero de hierba rala donde puede montar
a sus anchas y hacer competencias con Santiago que, sobre la vieja
mula de Cleofá s, le anda a la zaga.
Jesú s se fortalece, es á gil, su pelo trigueñ o y sus ojos grandes, iguales
a los de su madre. Firme al viento se mantiene sobre la montura,
esquivando obstá culos y dirigiendo con el calcañ ar al fiel borrico.
María, de lejos, vigila, mientras trabaja en el campo con los demá s.
Una tarde, con piedras, logran golpear a un conejo que huye
renqueando entre los niñ os; toman unos palos y salen en su
persecució n. Entre carreras y gritos, se alejan mucho del potrero;
acortan la distancia del perseguido, pero cuando parece que lo tienen al
alcance, con un quiebro rá pido se les va; se caen y levantan, se hieren
con los matorrales. Al fin lo alcanzan, solamente para verlo esconderse
bajo unas peñ as; quedan sudorosos, jadeantes y sin orientació n. Ladra
un perro furioso, cercano a un pastor que los observa desde un altillo a
la vera de sus ovejas.
–¡Calla, Goliat!
Se acercan los niñ os a aquel hombre de barba blanca, ojos hundidos y
brillantes, las ropas gastadas, la piel quemada por la intemperie.
–¿De dó nde venís?
–Del potrero de Joaquín.
–¿Sois hermanos?
–No, primos, yo me llamo Jesú s y él, Santiago.
–Jesú s, Jesú s, ¿y tus padres?
–José y María.
El pastor se agacha, en cuclillas toma las manos de Jesú s y lo mira con
fijeza.
–Mi hermano Simeó n, hace añ os, en el Templo, tuvo en sus brazos a
un niñ o llamado Jesú s...
Se levanta.
–Los encaminaré a su campo.
De su zamarra saca una pequeñ a tortuga que entrega a Jesú s.
–Tó mala; cuando la mires, recuerda pedir a Dios por este viejo pastor.
–Gracias –y, tras observarla, se la da a Santiago.
–No, es para ti, yo ya tengo una.
Al rato de caminar divisan a lo lejos a María y a Joaquín que les hacen
señ as.
–¡Immi! –grita Jesú s, y se lanza a correr seguido de Santiago.
–¡Fuimos por el conejo!
–No os alejéis tanto otra vez, ¡mirad có mo venís!
Y María, con un pañ uelo suave, limpia los arañ azos que les hicieron
las espinas.
–Madre, un pastor me regaló una tortuga, mírala.
María sonríe y estrecha su cabeza de pelo revuelto contra su pecho.
Cuando Jesú s aú n no ha llegado a la edad de la discreció n sus padres lo
llevan a Jerusalén por primera vez. El viaje sobre el borrico –naciente la
primavera– es una fuente de impresiones nuevas para él. Todo lo
observa, ríe, pregunta y ayuda en lo que sus fuerzas le permiten; es
servicial en todo.
María, en otra cabalgadura, recuerda los lugares de ese camino tantas
veces recorrido. José prefiere ir a pie, feliz cuidando de ese niñ o y de su
madre, a la que cada día má s respeta y má s ama.
–Abba, ¿es éste el paso del río donde os asaltaron?
–No, hijo, el Jordá n está má s al oriente, es mucho má s ancho y
hermoso; este añ o, en el verano, iremos a Tiberíades y lo conocerá s.
Al llegar frente a Jerusalén, calla Jesú s y queda mirando sus viejas
murallas derruidas, sus grandes construcciones que blanquean al sol de
la tarde.
–Immi, ¿iremos hoy al Templo?
–No, hijo, mañ ana temprano.
Ora Jesú s en aquel Atrio de las mujeres, junto a su madre, los dos
sobre el gastado suelo, dirigiendo su mirada al lugar sagrado. Sus almas
se elevan en diá logo con Dios; no los distrae el ir y venir de las gentes.
Se acerca José para llevar a Jesú s al Atrio de los judíos, donde só lo
entran los hombres de su pueblo; a la par de José, ora también; no
tienen prisa, han venido al Templo, no por cumplir, sino a rezar a su
Padre Dios.
Pasados esos días, cumpliendo las prescripciones de la Ley, antes de
regresar a su tierra, van hacia Ain-Karim, para visitar a Isabel. Es un día
templado de primavera, los campos aú n verdes, los caminos aú n con las
huellas que hicieron las carretas en el barro hú medo. Sale Juan a
abrirles, con su pelo negro revuelto y sus ojos soñ adores. María lo besa
y abraza con ternura; ¡cuá nto lo quiere! Jesú s apenas lo conoce, lo
saluda también con un beso, se miran en silencio durante un rato, hasta
que llega Isabel que, entre exclamaciones de alegría, abraza a María y se
inclina para tomar a Jesú s entre sus brazos.
–¡Jesú s, Jesú s! Déjame que te mire, aquí viniste en el vientre de tu
madre, antes de nacer. ¡Oh, Dios bendito, carne nuestra eres! ¡Qué alto
está s! ¡Có mo se parece a ti, María!
Al poco llega Zacarías, apoyá ndose en un ligero bastó n.
–¡É l nieto de Ana! el Emmanuel; acércate, hijo, que te vea bien; «tu
rostro quiero ver, Señ or». Manos fuertes, ojos como los de su madre.
¡Alabado sea el Señ or! ¿Có mo es tu voz, hijo? Dime algo de cerca, pues
no oigo ya muy bien.
–El abuelo Joaquín le envía saludos.
–Gracias, hijo.
Entran todos al abrigo de la vieja casona, que sigue igual de
acogedora, con la solera de lo viejo bien conservado, que se convierte
en antiguo; mozos y empleados se acercan a saludarlos y atenderlos.
Al poco, Juan va a enseñ arle a Jesú s la cuadra donde hace unos días
nació un potrillo, flaco y esbelto que se tambalea al levantarse. Zacarías
le muestra a José la casa y sus dependencias. María e Isabel ¡tienen
tantas cosas que contarse! María abre su alma a la prima y amiga
querida: su deseo de cumplir en todo la voluntad de Dios, el amor
castísimo de José, su vida humilde y escondida, dedicada a las tareas del
hogar, y, por encima de todo, su total entrega a Jesú s.
Son días aquellos intensos en los que Jesú s y Juan se conocen, se
hacen amigos y se quieren como hermanos. María e Isabel, almas
elegidas por Dios, comparten su gozo profundo por lo que Dios les ha
confiado.
–¿Qué será de estos hijos, María? El mundo no los amará .
–Dios está con ellos, Isabel; recuerda el Salmo: «Yo te he elegido
desde la constitució n del mundo, Tú eres mi hijo» (Ps II).
Llegan una tarde, cansados y cubiertos de polvo, unos parientes
comunes; les hablan de los rumores de una revuelta en Galilea; han
visto soldados dirigirse hacia allí, viajeros que traen noticias
alarmantes, noticias de muertes y fuego en las aldeas.
Má s pronto de lo previsto, organizan los visitantes el regreso;
Zacarías abraza largamente a Jesú s, unas lá grimas descienden por sus
ojos cansados.
–Hijo mío, presiento que ya no volveré a verte en esta tierra. Dios nos
reú na en el cielo.
El viaje es presuroso, sereno, porque nada se gana con cansar
inú tilmente las cabalgaduras. Jesú s sigue gozando de los pequeñ os
acontecimientos de la jornada: una abubilla que surge veloz del camino,
un campesino que les vende unas frutas recién cortadas... Les dan
alcance unos soldados a caballo; María oculta el rostro con el velo, se
apartan del camino, los jinetes los miran indiferentes. Pasado Siquem,
má s soldados en direcció n contraria, llevan carretas con impedimenta y
unos prisioneros bien amarrados, andrajosos, con huellas de derrota y
sufrimiento en sus rostros. Jesú s, que se ha pasado a la cabalgadura de
María, queda mirá ndolos intensamente.
–Immi, ¿a dó nde los llevan?
Al anochecer arriban a Nazareth, un pelotó n que vigila la entrada los
observa.
–Somos de aquí, trabajo de carpintero, venimos de Jerusalén.
–Dejen la mula; el asno no nos interesa.
Desmontan María y Jesú s. José le toma su hatillo y la ayuda a subir en
el borrico. Jesú s en su otra mano. Temerosos emprenden la subida
hacia su casa, las calles oscuras, nadie transita: hay temor en el
ambiente.
Abre Ana, pá lida, los ojos desvelados, ladra Perrillo.
–Al fin, hijos, alabado sea Dios, entrad, entrad.
–¿Qué pasa, madre?
–Empezó en Séforis; un tal Judas amotinó al pueblo, reclutó
seguidores y comenzó a hacer actos de fuerza y violencia en los
alrededores, se apoderó de armas y caballerías; aumentó el grupo hasta
que llegaron tropas que los está n persiguiendo; han matado a muchos,
y hecho prisioneros, otros se dispersaron. Ahora andan buscá ndolos, y
a los simpatizantes.
–José, ¿conocías a alguno?
–Conozco algunos.
–Está s en peligro, sería mejor que te escondieras.
–No puedo dejarlos solos.
–María y sus pequeñ os se escondieron en la Cueva, Cleofá s anda
oculto.
–Yo iré con Jesú s a la Cueva, tú escó ndete, José.
Jesú s, con los ojos cargados de sueñ o, escucha el diá logo; al fin se
duerme allí mismo y lo lleva su madre a acostar. Comen algo de lo que
les preparó Ana. Joaquín dormita junto al fuego.
–María, no quisiera dejarte.
–No nos pasará nada, José, dentro de unos días se calmará n los
á nimos. Voy a prepararte todo lo que puedas llevar y ropa de abrigo.
Ana queda mirando a José, su rostro pá lido –bajo el pelo gris– refleja
cansancio.
–¿Có mo os ha ido en el viaje?
–Bien, Ana, con Jesú s y María se puede ir a cualquier parte, es tener el
cielo cercano...
–Ustedes, ¿no se irá n?
–No, somos un par de viejos que no importan.
Toma José su alforja repleta, da un beso a Jesú s que duerme sereno,
se despide con un abrazo de Ana, y besa a María ligeramente en el pelo,
y parte en la noche.
–Dios esté contigo, José.
–É l quede con vosotros.
En la Cueva, monte arriba, oculta entre zarzales y rocas, en una
quebrada seca, se esconden varias mujeres y niñ os. María, después de
descargar a Borrico, se acomoda entre los demá s, junto a María de
Cleofá s y sus hijos.
Jesú s, quieto en un principio, encuentra a Santiago y salen a ratos a
explorar. María calla, ora la mayor parte del tiempo: –Señ or, estamos en
tus manos, líbranos de todo mal. Protege a José y a mis viejos padres,
ten compasió n de estas gentes y de esos pobres que son perseguidos.
Pasan las horas, nada interrumpe el silencio de esos parajes; cae la
noche, hace frío; por temor no encienden hogueras. La hija pequeñ a de
María de Cleofá s llora. María la toma y la acomoda en su regazo:
–Mi talita (muchachita), no llores.
Se calma. Duermen. Velan los á ngeles; brillan los luceros allá afuera.
Amanecen fríos y desvelados; los niñ os salen a jugar y a coger leñ a; la
incomodidad y el cansancio hacen huella en aquellas gentes; hablan
poco, permanecen junto a las hogueras dormitando. María de Cleofá s al
fin sonríe al ver la ternura con que María limpia y viste a su pequeñ a
hija: Talita, la comienzan a llamar.
Otra noche y otro amanecer, con incertidumbre. Pasan las horas. Al
mediodía, voces que se aproximan, pisar de caballos; se acercan unos
soldados, se apretujan todos en la cueva.
Entran los soldados, desmontan los oficiales, registran con rudeza.
Perrillo ladra con furia, recibe un lanzazo que le parte el corazó n, da
unos postreros gemidos y queda quieto. Nadie se mueve.
–¿Hay algú n hombre escondido aquí?
–Ninguno, só lo mujeres y niñ os.
Pasan su mirada altiva por el grupo. María recuerda aquella escena,
tan parecida a la de hace veinte añ os en la casa de Jerusalén; se repite la
historia, de nuevo inermes ante aquellos falsos justicieros de un pueblo
oprimido.
–¿Quieres, Cornelio, que torturemos a alguna para que nos digan lo
que saben?
El romano los mira altivo, se fija en Jesú s, que lo observa de frente.
–Dejémoslos, vá monos.
Los soldados cargan con las mantas y alimentos que pueden, rompen
unos cá ntaros y se van.
Se hace el silencio. Llora la pequeñ a hermana de Santiago. María la
arrulla en sus brazos y la calma:
–Talita, ya pasó , no llores.
–¡Ya se fueron!
Borrico, a lo lejos, mira, con las orejas hacia arriba, como queriendo
comprender. Jesú s y Santiago arrastran a Perrillo hasta una hendidura
entre las rocas, lo cubren con piedras:
–Perrillo, valiente, ¿por qué te mataron?
Noche de angustia, unos resplandores a lo lejos: incendios.
–Oh, Señ or, ¿qué será de José? ¿Lo habrá n encontrado? Protégelo,
Señ or. Tú lo puedes todo, só lo queremos servirte, danos tiempo para
amarte. Jesú s lo necesita, es pequeñ o. Mira, Señ or, có mo está n los
tiempos y mis viejos padres, pronto quedaré sin ellos.
Al atardecer llegan dos muchachas enviadas por Ana: ya pueden
regresar.
–¿Está n bien?
–Solamente se llevaron el forraje y las mulas. No queda nada para
comer.
–Ya nos las arreglaremos. Vá monos de aquí.
Pasan los días, José no regresa. Sigue la angustia y la oració n intensa;
todos rezan; Jesú s, serio, pasa muchos momentos en cuclillas junto al
hogar, donde vela Joaquín; las mujeres entre los trajines, oran; la
oració n los une en Dios.
A la media noche de un día lluvioso, unos golpes en la puerta. Ana que
estaba en vela acude con el candil en su mano.
–Soy yo, José.
Entra; la barba crecida, el pelo desgreñ ado, pá lido, flaco y empapado.
–¿Está n todos bien?
–Sí, hijo, todos, gracias a Dios. Ven, acércate al fuego. María llega
presurosa, abraza a José y no puede contener un sollozo sobre su
pecho. Jesú s al poco es alzado de su lecho y lo abraza con efusió n.
–Cleofá s también ha vuelto; está en su casa.
Terminó la revuelta bañ ada en sangre. Judas y algunos seguidores
quedaron sobre unas cruces en las afueras de Séforis; los quitaron,
cayeron las lluvias y se borró su recuerdo, como se borraron sus huellas
sobre la tierra que los vio nacer.
***
Para ayudar a recoger las cosechas, dan vacaciones a los niñ os en la
Escuela de la Sinagoga. Jesú s regresa feliz a la casa: irá a los sembrados
con su familia y sus primos.
Todos los añ os que han podido, antes de comenzar la siega, van a
Tiberíades para estar unos días en la casa de Alfeo, siempre
hospitalario, buen anfitrió n y buen amigo, que agradece los días que
pasa esta humilde familia bajo su techo.
Ya acercá ndose al pequeñ o pueblo ribereñ o, el viento lleva el olor del
Mar de Galilea. Jesú s sobre Borrico quiere acelerar el paso, ver pronto
aquellas aguas dulces recortadas por lejanas montañ as azules, mecidas
por la brisa, que forma pequeñ as olas que mueren en la orilla. Y una
lancha con su vela al viento y unos pescadores con la red al hombro y
unas gaviotas que pasan chillando.
Mateo, aunque poco mayor que Jesú s, lo ama y lo respeta, y parece
cohibido ante él. La madre de Mateo admira a María, le dice que allí
llega a descansar y a comer guisos distintos, a base de pescados, que
allá en las tierras altas no comen nunca. Tiene un cuarto con una
ventana que da al lago; por ella ve los reflejos del sol ponerse sobre las
aguas y a los pescadores salir muy de mañ ana con sus barcas cargadas
de esperanza.
Desde temprano, Jesú s y Mateo preparan su pequeñ o «cayuco» para
salir a pescar por ahí cerca, hasta que sople el austral y se encrespen las
olas. Rema Jesú s unos ratos y echa el sedal Mateo; luego es Jesú s el que
echa el anzuelo; y espera gozoso que piquen; el sol calienta, el viento
hace salpicar el agua, que sube en los remos. Arriba, un cielo azul con
pequeñ as nubes blancas.
Dios contempla en su mundo a su Hijo, por el que hizo todas las cosas
y las hizo bellas, como esas aguas azules y esas arenas incontables.
Al fin un pececillo cuelga del sedal y llega al fondo de la barca, donde
coletea unos instantes; y otro y otro. Después, nada; se sienten, eso sí,
frecuentes picotazos que se llevan la carnada. Se arriman a una playa,
dejan amarrada la lancha y se lanzan felices al agua: nadan, chapotean,
salen y se tiran de nuevo.
Se acercan otros muchachos, pescadores de costas lejanas; se
saludan, les enseñ an un par de peces grandes, recién pescados con la
atarraya; se los cambian por pan, frutas y unas monedas, que llevó
previsor Mateo; se bañ an luego juntos en doble alegría.
–Somos de Betsaida, yo soy Andrés y él es mi hermano Simó n.
Venimos con nuestros padres a pescar.
–Yo soy Mateo, de Tiberíades, y él es Jesú s de Nazareth.
En la playa se secan al sol y deciden comer un pescado grande asado
al fuego; comparten su comida y comparten su amistad. Se hace tarde,
se despiden.
–Adió s, nos volveremos a ver.
María, con la madre de Mateo, espera en la playa; José pesca no muy
lejos. Las olas rompen suaves sobre la arena, el viento inclina unos
juncos pegados a la orilla. Aparece el pequeñ o «cayuco» con los dos
jó venes, late fuerte su corazó n cuando Jesú s baja y corre hacia ella.
–Immi, traemos un pez grande y tres pequeñ os.
–Los prepararé para la cena.
Se acerca José con la cañ a y el aparejo roto.
–No tuve suerte –y sonríe a Jesú s; María sonríe a ambos.
Regresan a Nazareth.
***
Jesú s asiste a la Escuela de la Sinagoga con regularidad. María lo ve
partir todos los días con Santiago, que pasa por él. Un beso siempre en
la puerta y otro de Ana, que se hace la encontradiza, al pasar frente a su
casa.
La tierra vuelve a dar sus frutos, los hombres a sus labores, siguen
naciendo niñ os que llenan el vacío que dejaron los que murieron. El
taller de José es prestigioso y no le falta tarea, desde que sale el sol
hasta que oscurece.
María canturrea mientras trabaja. Talita, la hija de María de Cleofá s la
acompañ a mientras la madre tiene otro parto; es una niñ a risueñ a de
ojos grandes, negros como su pelo, que ríe mientras habla y habla
sonriendo. María le enseñ a lo que no podrá saber, pues nunca irá a la
escuela como ella fue.
Jesú s cuenta con doce añ os, sus manos comienzan a fortalecerse, su
voz se modula; es á gil y fuerte. Ese añ o irá n de nuevo para la Pascua a
Jerusalén: ya pasaron los temores de la sedició n.
La caravana es numerosa, el viaje lento, pero placentero. María sobre
Borrico –ya no tienen las mulas– que está fuerte y contento: ¡Oh, carga
preciosa, suerte la suya! José con Jesú s a la vera, camina con buen paso;
Santiago y su hermano má s pequeñ o Simó n, se les unen alegres, ¡có mo
goza María viéndolos caminar ahí cerca, mientras bromean! En las
paradas recogen leñ a, van por agua, plantan las tiendas y escuchan a
José el reproche:
–Mujer, ¡ya casi no tengo nada que hacer...!
En la subida a Jerusalén se apiñ an los grupos; son muchos los
peregrinos que se juntan; cantan los Salmos rituales, José con su voz
profunda, María con aquella voz bellísima que aú n conserva, Jesú s con
voz juvenil llena de fervor.
La esposa de Marcos los espera plena de alegría; también su esposo,
con el pequeñ o Juan Marcos en brazos; las luces encendidas, el agua en
las pilas preparada.
–Bienvenidos sean a su casa.
–Dios les pague el recibirnos.
Jerusalén repleta de forasteros; las guarniciones romanas atentas al
menor tumulto; los mercaderes, ávidos de vender, preparan sus
productos; el niñ o ciego en el mismo lugar pidiendo limosna.
Jesú s entra con José en el Templo, mientras María se queda en el Atrio
de las mujeres. Oran con recogimiento, mientras a su alrededor entran
y salen los peregrinos. A la salida, de nuevo unidos, encuentran un
grupo de doctores de la Ley discutiendo con los forasteros que les
presentan sus dudas.
A la Cena Pascual asisten otras familias y amigos hasta llenar la gran
sala. Antes de tomar el cordero, a Jesú s le toca hacer la pregunta al
padre de familia sobre el significado de estos ritos; responde Marcos
con unas palabras explicativas que terminan en estos términos: «...por
estos prodigios nosotros debemos alabar y glorificar a Aquel que ha
cambiado nuestras lá grimas en alegría, nuestras tinieblas en luz y só lo
a É l debemos decir aleluya». Todos entonan el «Hallel», himno de
alabanza.
María observa a su hijo al otro lado de la mesa, con su vestidura
nueva, su pelo recogido, brillante el rostro por las luces de los candiles
y se desborda su corazó n en acció n de gracias.
Pasan los siete días y se organiza el regreso; Marcos y su esposa a la
puerta despiden a los peregrinos; les llenan las alforjas de alimentos.
Las mujeres con los velos tapan sus cabezas. Parten.
Al poco de dejar Jerusalén, se unen a la caravana de los paisanos de
Nazareth; nuevos encuentros, gritos de jú bilo, alegría en el ambiente,
contento en los rostros. Se pone en camino la caravana detrá s de otras
que ya forman larga fila hacia el Norte. María, sobre el borriquillo,
pierde de vista a Jesú s. Piensa que irá con José, que viene má s atrá s.
Pasan las horas, por camino sinuoso, entre olivares. Al mediodía paran
a la altura de El Bireth; José se acerca solo.
–Jesú s, ¿dó nde está ? –se preguntan.
José recorre la caravana. Nada.
María se queda con Santiago a la vera del camino, junto a Borrico:
–Oh, Borrico, ¿dó nde está Jesú s? Lo hemos perdido.
Borrico la mira con sus ojos hú medos, parece querer entender: él ya
lo perdió una vez camino de Egipto; ¡cuá nto lamentó su cobardía! No,
ahora no lo dejará , ahí está él, fiel, para acompañ ar a María.
José recorre presuroso las otras caravanas, hasta la que va en cabeza.
Pasan las horas. María ve pasar ante sus ojos las caravanas postreras,
ansiando ver el rostro de su hijo. Santiago le ofrece de comer.
–Gracias, hijo, no quiero ahora.
Oscurece. Se acerca José polvoriento y sudoroso. Nada. Regresan a
Jerusalén.
–Dios mío, ¿qué le habrá ocurrido a mi hijo? Señ or, qué largo se me
hace este camino... ¿Lo habrá descubierto el rey, hijo de aquel que lo
quería matar...? Señ or, Tú nos lo encomendaste, es tuyo, devuélvenoslo...
–No llores, María, aparecerá , recuerda que él tiene una misió n.
La misma casa de Jerusalén, luces aú n en las ventanas, esperanza que
se disipa al enterarse de que no está ahí. Descansan hasta el día
siguiente.
Aú n oscuro, salen a vigilar la puerta de las caravanas; pasan unas tras
otras, bulliciosas y despreocupadas. Van al Templo. Los ú ltimos
peregrinos se despiden. Recorren plazas y calles, preguntan a unos
parientes. Anochece.
–María, tienes que descansar; mañ ana lo encontraremos.
–Sí, José, tú también necesitas descanso.
De nuevo, temprano, a la puerta de las caravanas; ya son las ú ltimas
que pasan. Otra vez al Templo. A la salida del Atrio de los hombres, un
grupo de doctores de la Ley escucha atento: Jesú s está en medio, de pie.
Les hace preguntas y resuelve sus silencios, hay asombro en los rostros
de aquellos maestros... José se acerca aprovechando una pausa.
–Hijo, te buscamos.
Jesú s se despide de aquellos hombres tenidos por doctos y se va con
José a donde su madre, que lo abraza y cubre de besos. En la casa de
Marcos los reciben con alegría. Cae la tarde serena, con un cielo
enrojecido tras el que brillan las primeras estrellas.
De nuevo Nazareth. Jesú s deja de ir a la Escuela de la Sinagoga, se
queda trabajando en el taller de José, comienza su vida de artesano, de
carpintero y, en época de verano, de agricultor; con Joaquín o con José
trabajan las tierras, duras tierras gastadas por la erosió n y la falta de
agua, pedregosas y desagradecidas. Allí conoce de buenas semillas y de
cizañ as, de cardos y abrojos, de siembras y siegas, de jornales y
jornaleros, de lluvias y de sequías.
Comienza a realizar algunas tareas de carpintería solo: le hace una
silla baja a Joaquín y él mismo teje el asiento con mimbre.
–Abuelo, para que te sientes junto al fuego.
Joaquín decae. Le afectó el duro trabajo que realizó sin pausa durante
toda su vida y la noticia de la muerte santa de Zacarías. No só lo es su
vista, su pulso se hace má s torpe; Jesú s lo acompañ a todos los días de
tiempo clemente a dar una vuelta por el huerto. Dormita unas horas y
reza el resto; no se queja nunca. Un día no puede levantarse. Ana
permanece a su vera. Comienza la agonía; pasan varios días: muere
serenamente; los rollos de la Sagrada Escritura a su lado. Jesú s vela
junto al cuerpo toda la tarde.
Ana es fuerte, apenas llora, por dentro resiente la pérdida, ¡tantos
añ os juntos! Su pelo se vuelve del todo blanco; les pide a José y a María
que se pasen a su casa; la casita quedará só lo para el taller.
***
Borrico tiene ya su cuadra nueva, para él solo, y comienza a soñ ar: «É l
quiere ser como esos caballos ligeros, veloces, que atraviesan los
campos con las crines al viento. Ya no desea llevar má s sucia leñ a, ni
costales de trigo pesados... y sueñ a que Joaquín le pone la silla del
caballo y lo manda con un jinete, lejos, a otro pueblo del valle y que
emprende al trote, el galope raudo y... al poco no puede correr má s, las
patas se le hacen como plomo; se detiene; la cabeza caída y el pecho
jadeante, en busca de aire. Regresa a su cuadra y se contenta cuando
otra vez lo cargan con leñ a».
Pasan los meses, comienzan las lluvias, se afloja la tierra, alquila José
los bueyes, fuertes, uncidos al yugo que, unido al arado, rompe los
duros terrones. Borrico de nuevo sueñ a: «Eso es lo suyo: arar, preparar
esas tierras para la siembra. Joaquín le hace unos arreos duros y lo
sujeta a un pequeñ o arado; frente a él toda la besana lista con charcos
brillantes al sol. Comienza a abrir el surco y al poco el arado tropieza
con una raíz; Borrico jala, hinca las patas, estira lo má s que puede el
cuello, se agota en el esfuerzo con el arado aú n clavado en la tierra.
Retorna cabizbajo y se deja poner humilde unos costales de cebada que
lleva al mercado».
Transcurren otros meses. Borrico se olvida pronto de lo pasado. Una
mañ ana ve partir las mulas –los arneses lustrosos– cargadas de
vituallas para los trabajadores de una nueva labor en la montañ a y
sueñ a de nuevo: «Eso; seré como esas acémilas fuertes que suben por
caminos empinados hasta las alturas. Joaquín le pone una albarda
nueva con dos canastos bien ajustados a los costados, lo carga
equilibradamente, y un lugar en la recua: el primero, para que marque
el paso. Borrico comienza bien, en el llano aprieta el paso, al llegar a la
primera subida se siente desfallecer, ¡no puede! Las mulas empujan, lo
sobrepasan y siguen de largo. Queda Borrico solo y abatido; esto no es
lo suyo. Regresa a la cuadra, al ú ltimo rincó n y Joaquín sonriente le da
una palmada y un terró n de azú car: –Borrico, lo tuyo es ser burro y
trabajar donde te pongan».
Borrico despierta y, a lo lejos, ve a María que cierra una ventana y le
sonríe.
Borrico deja de soñ ar y trabaja duro; acompañ a a Jesú s y a José en
sus faenas: acarrea madera, lleva los muebles recién terminados, trae la
leñ a que recogió María, el agua de la fuente, el trigo para hacer buen
pan...
Un día sube el borrico del valle dos largas trozas –las puntas
postreras haciendo surco en la tierra o resbalando sobre los cantos–
con José que lo jala de la rienda y Jesú s que endereza el paso de las
maderas. Cerca de la casa se detiene, su corazó n falla, respira con
dificultad. Jesú s le descarga los tablones, José, tirando de la rienda,
consigue acercarlo a la puerta donde llega casi exá nime.
María sale, lo observa consternada.
–Borrico, Borrico, ¿qué te sucede? –Acaricia su frente, su cuello: –¡Mi
Borrico fiel!
Jesú s trae agua: ya no la bebe; José le quita la albarda. Borrico
entorna los ojos, esos ojos hú medos que tanto han mirado a Jesú s, a
María y a José. Se desploma ahí mismo, sin ruido ni estertores. Hace
quince añ os que Joaquín lo adquirió en Jerusalén recién nacido. Con la
cabeza baja sobre el suelo y los ojos cerrados, parece que se le acentú a
un como lucero que marca el pelo blanco en su frente.
***
«Ante Dios, ninguna ocupació n es por sí misma grande ni pequeñ a. Todo
adquiere el valor del amor con que se realiza» (Surco, 487).

Jesú s sigue trabajando de firme en el taller con José; terminó ese


tiempo feliz de la Escuela y las bajadas con su madre al río y los juegos
a deshora. Comienza a madurar a la vista de Dios, de sus padres y de las
gentes, como maduran esos frutos hermosos de cara al sol; madurez
que recibe su savia de la raíz honda –metida entre los hombres– que es
el trabajo: su trabajo de carpintero.
Ahora es María la que arrima su telar, su silla de costura y, en los días
fríos, el brasero, al otro lado del patio, desde donde puede ver a su hijo
que, dirigido por José, labora de sol a sol.
Son añ os felices en los que no faltan penas y alegrías, rosas y espinas,
que atempera el amor y la conformidad plena con la voluntad de Dios.
Trabajan bien, sin imperfecciones escondidas, labor acabada que se
puede ofrecer a Dios. Al mediodía, el almuerzo frugal, como las gentes
de esa tierra; agradecidos; José pide a Dios Padre que bendiga esos
alimentos que reciben de sus manos; María trajina de la mesa al fogó n,
Jesú s ayuda poniendo los platos.
En el invierno hace frío, que entra inmisericorde por las pequeñ as
rendijas del tejado. En unos braseros queman virutas, trozos de
maderas que esparcen su olor a resina por toda la casa. Cuando escasea
la leñ a para el otro brasero, que arrima María a su lado mientras
trabaja, se acerca al taller y allí le hacen su lugar –bajo el ventanuco
tapado con piel de borrego, untada de manteca y bien estirada–; poca
es la luz y poco el espacio, pero, ¡está tan feliz allí! Ve a José trabajar
sereno y, a su lado, a Jesú s, que desarrolla sus brazos y crece en estatura
a ojos vista.
Si nieva, llueve o el viento azota sin tregua, no salen; así el calor se
mantiene má s tiempo, los corazones se unen en un recíproco amor que
sumerge a María en una continua acció n de gracias a Dios.
Algunos días llegan parientes o amigos a compartir la mesa; José los
hace pasar después de ofrecerles jarras para lavarse; María siempre
tiene a mano una toalla limpia. Jesú s deja hablar, sonríe, escucha; María
pregunta por las personas, reza por sus penas; José preside.
Al principio de la tarde suelen salir Jesú s y José para llevar los
encargos a lomos de la borrica, o a esos diversos oficios de artesanos en
un pequeñ o pueblo, trabajos, la mayoría de las veces, sacrificados y mal
pagados, en posturas incó modas y en peligro de caídas: colocar unas
tejas en techo hú medo y resbaladizo, pegando el viento helado en la
cara y en las manos; reparar una puerta desvencijada; rehacer una tapia
que el invierno derribó ...
Al caer la tarde regresan a la casa cansados, sucios de polvo y cal, con
las manos ateridas y maltratadas. María aguarda con la lumbre plena, la
cara arrebolada por estar junto a ella, el pelo recogido, las manos
limpias, la mirada penetrante y la sonrisa a flor de labios. En la espera
hace su oració n:
–Oh, Jesú s, hijo de Dios, hijo admirable, hombre de trabajo, tan
sencillo; ¡si supieran quién eres, besarían esas tablas que laboraste con
amor, y estos vientos crueles que ahora silban dejarían de herir tu
rostro y tus manos...!
Al oír sus pasos tras la puerta, se levanta rauda, besa a Jesú s aunque
su rostro esté blanco de cal y espera a que cambien las ropas de trabajo
por otras caseras, limpias y cá lidas; se acercan todos al hogar,
descansan, hablan pausados, el corazó n se explaya, má s en gestos,
miradas, pequeñ os servicios, que en palabras.
Ana, envuelta en su grueso manto, tiene el hogar en rescoldo y la
comida a punto; no puede evitar besar a todos como lo hiciera ayer y
siempre que puede. A Jesú s lo toma frecuentemente de las manos:
–¡Qué frías las tienes! Hijo, no sigas creciendo, ya pasaste a tu abuelo,
pareces un cedro de Líbano...
Ana envejece, pero se mantiene activa, su mirada intensa, su memoria
lú cida, siempre ocupada, siempre en los detalles, se olvida de ella;
recuerda a todos: a los presentes, a los ausentes y a los que ya
murieron.
Cenan y se esparcen en torno al fuego; no falta algú n pariente o
amigo que los acompañ e; es familia que atrae, má s por su luz interior
que por sus riquezas, y allí, saben, no se habla mal de nadie porque se
ama a Dios.
María cose –las ú ltimas puntadas del día– junto a la hoguera, a la vez
que medita:
–Jesú s, ¿qué será de él? ¿Hasta cuá ndo estará con ellos? ¿Y José?
Parece cansado. ¡Aquella dolencia que cogió en la huida a las montañ as
y recrudece en el invierno! ¿Por qué no se queja? Só lo sonríe y trabaja,
pero ella nota en su semblante el cansancio de las noches mal
dormidas.
Cuando los primeros luceros parpadean en el firmamento, se retiran
a sus cuartos, donde el amor a Dios sigue má s cá lido que el fuego
mortecino que aú n brilla en el hogar.
Anuncia la primavera el canto alegre del pajarillo de Ana, el arruyo de
las tó rtolas en el arrayá n, la primera rosa del rosal que trajo María de
Jerusalén; la pequeñ a tortuga que aparece en el huerto y... el arribo,
desde Ain-Karim, de Juan; cuando niñ o llegaba con Isabel, en los
ú ltimos añ os, solo o con algú n mozo de la casa. ¡Cuá nto quiere María a
Juan! Es como un segundo hijo, tan parecido y tan distinto a Jesú s: pelo
negro ensortijado, barba tupida aun en su juventud, mirada profunda,
pocas palabras, un poco má s baja la estatura que la de Jesú s, inquieto,
soñ ador y austero.
–Tía, mi madre te envía todo su cariñ o conmigo; está bien; triste
porque no puede venir.
Se acomoda en el cuarto al lado de Jesú s, no le importaría dormir en
el suelo y comer cualquier cosa. Pasa meses en Nazareth estudiando las
Escrituras que Joaquín reunió a lo largo de su vida, cariñ oso a ratos,
hosco otras veces. Permanece horas en el huerto recogido en oració n,
sin importarle el frío o el calor. Otras veces, va al taller y se queda
mirando a Jesú s largo tiempo. Intenta ayudarle, pero, al poco se declara
torpe y no sigue.
Hacen oració n juntos, rezan alternando los Salmos, hablan de Dios
con palabras que enternecen a María, que se arrima sin ser notada.
Algunos días festivos suben á giles y presurosos a una alta colina a
espaldas de Nazareth, de bosque tupido y vista espléndida, regresan
cansados y contentos, quemados sus rostros por el viento de la cumbre.
María los recibe gozosa, la comida humeante en el hogar.
Cuando las primeras lluvias ablandan la tierra para el invierno
trabajan en las siembras. Juan lo hace con ahínco, escucha con agrado a
Jesú s que le habla de siembras y de cosechas, de cizañ a y de frutos, de
aves y de espigas, de tantas cosas del campo que le enseñ ó Joaquín. Con
el trato a través de los añ os se quieren mutuamente como hermanos.
En el patio de la casa de Joaquín se alza erguido un viejo peral, que
pierde la hoja roja en el otoñ o; durante el invierno semeja un tronco
con varejones; y retoñ a en la primavera, con hojas nuevas verde oscuro
y flores blancas que atraen las abejas. No tardan en aparecer los frutos,
pequeñ os y duros, que crecen con pausa y maduran entrando el verano.
Ana avisa el día en que cortará n las peras doradas, tentadas ya por las
avispas golosas. Sube Jesú s al á rbol con destreza provisto de larga vara,
en tanto que María y Juan esperan abajo, sujetando una gran colcha.
Hace caer Jesú s, con golpes suaves, los frutos sobre ellos, que recoge
Ana con cuidado a la vez que echa miradas de reproche a Juan por las
que, torpe, deja caer mientras María ríe. Al final, da la abuela media
pera a cada uno:
–Para que duren má s y no hastíen –dice, mientras con pericia las
corta.
Pasado el verano, terminadas de recoger las cosechas, solían Jesú s y
Juan ir hasta el Monte Tabor, cuya cima se divisa desde Nazareth; María
les prepara alimentos en los morrales y ponchos para pernoctar,
cosidas las extremidades a modo de costal. El día de la partida los
despierta de madrugada, el corazó n encogido, la cara alegre.
–Que Dios esté con vosotros; regresad a buena hora. Adió s.
Monte Tabor, solitario y pedregoso, desolado, caliente durante el día,
frío por la noche. Algú n pastor saluda en la ladera y observa curioso.
Desde la cumbre los días claros pueden ver a lo lejos el distante azul del
Mediterrá neo, la altura del Carmelo; má s al sur, las crestas rocosas de
Samaria; al lado opuesto, en un extenso declive, la espaciosa llanura de
Esdraló n, campo de batallas en otros tiempos, regado con la sangre de
los jó venes de su pueblo. Al este, las lejanías del Valle del Jordá n, y má s
al sur, el mar de Tiberíades recortado por los Montes de Basá n.
Con troncos viejos y ramas arman una tienda que los protege del sol
en el día y del relente en la noche. Oran, hablan y contemplan aquellos
parajes donde la huella de Dios está aú n reciente. Pasan la noche, miran
las estrellas inmensas, infinitas, como su Dios, para el que es el ú ltimo
pensamiento antes del sueñ o. Y así otro día y otra noche. Al amanecer,
después de orar juntos contemplando la salida del sol, emprenden el
regreso. Pasan por la viñ a de unos parientes –gente afable y
hospitalaria– que les dan de beber y uvas en abundancia.
María espera, con la labor en el regazo; ve ponerse el sol y oye ruidos
a cada instante que le parecen pasos. Al fin llegan: las incipientes
barbas crecidas, las ropas arrugadas, la alegría del regreso en los
rostros; huelen a tomillo que le traen en un gran ramillete. Jesú s le da
unos racimos de uvas; Juan dice que él también iba a traerle. María las
prepara y es la ú ltima en probarlas. José las alaba y agradece; Ana los
espera junto al fuego:
–Juan, tienes las mismas cosas que tu padre, ¿no te fijaste que traes el
manto al revés?
Todos ríen hasta que José comienza las lecturas de la noche, mientras
María prepara la mesa.
***
Aquel añ o no vino Juan. Pasó el verano caluroso y, antes de entrar el
otoñ o, vientos helados dificultaron recoger las cosechas. La epidemia
comenzó en los caseríos de abajo: enfermaron los padres de José,
hermanos y parientes. Al poco en todos los hogares de Nazareth hay
algú n enfermo, las vías respiratorias se tapan, van agravá ndose muchos
en cada casa. El silencio y el terror se abaten sobre el pequeñ o pueblo,
no hay gente en las calles, hay sollozos tras las puertas.
Ana y José caen en cama; María con Jesú s los atienden; se paraliza el
trabajo, la vida adquiere un aire incierto, las horas pasan lentas.
Después de los vientos fríos, un calor bochornoso cae sobre el valle; los
enfermos empeoran, sufren, se debilitan. Llega María de Cleofá s
aterrorizada: su esposo está muy grave, así como su hijo menor y sus
padres; sale Jesú s con ella para auxiliarlos. Queda María sola, José en su
habitació n, pá lido, con la barba crecida, respira con dificultad creciente;
cuando se le acerca, sonríe. María se sienta largos ratos a su lado, le
seca el sudor, le toma la mano ardiente y queda contemplando su rostro
demacrado; ora.
–Señ or, no te lo lleves aú n, lo necesitamos, só lo ha vivido para
servirte, amarte y amarnos.
No llora, está firme en su fe.
Lento transcurre el día; llega Jesú s por la noche, pá lido el rostro, muy
cansado. María se sobresalta, le ayuda a acostarse cercano a José; pasa
la noche despierta, velando por ellos y por su madre, que agoniza en la
casa de al lado, asistida por la vieja empleada; ¡mala noche aquella!
María, fuerte, confía en Dios.
Amanece un día brumoso, cá lido. José respira apenas. Jesú s, duerme
agitado, despierta con la luz.
–Oh, hijo, ¡pídele a tu Padre Dios que nos lo salve!
–Se lo pediré, madre, reza tú también. Voy a seguir ayudando en el
pueblo.
A la media mañ ana empeora Ana, su rostro sereno refleja la paz de su
alma; sonríe cuando oye unos trinos de su pá jaro amarillo. Al atardecer
abre los ojos.
–¿Está bien Jesú s?
Y muere en brazos de María. Su alma vuelve a reunirse con Joaquín,
juntos vivieron y juntos estará n para siempre en la Gloria. La amortaja
ella sola, mientras limpia con la manga sus lá grimas silenciosas.
De regreso a la casa nota María que José respira mejor, sus ojos
cerrados en paz. Jesú s duerme. Se recuesta unas horas inquieta y
agotada. La despierta María de Cleofá s con su hija Talita, ambas lloran
desconsoladas: Cleofá s ha muerto implorando a Dios y pidiéndole
perdó n; quería ver a José.
–Oh, Myriam, ¿qué va a ser de mí y de mis nueve hijos? ¿Có mo voy a
vivir sin él? ¡Dios mío, Dios mío!
–María, cuanto yo tengo lo compartiré contigo, tus hijos será n como
mis hijos, como hermanos de Jesú s. Déjame ahora a Talita.
María la abraza y llora mansamente en los brazos de Myriam,
encuentra en ellos esa fuerza que la hace volver a su casa y seguir firme
en esos momentos amargos.
A media tarde se llevan a Ana para enterrar, hombres piadosos que
arriesgan su vida y no dan tregua a su cansancio. María y la pequeñ a,
con sus velos sobre la cara, acompañ an al cortejo por las calles
desiertas. Nazareth parece otra, hasta los pá jaros no cantan. Regresan.
–Tía María, ¿por qué pasa esto? ¿Dios no nos quiere?
–Sí, hija, Dios nos quiere mucho, estas cosas pasan para purificarnos,
algú n día lo entenderá s. No llores, tu padre irá al Cielo y desde allí te
verá .
Jesú s regresa. Al enterarse de la muerte de Ana má s lá grimas caen de
sus ojos enrojecidos; abraza en silencio a su madre. José mejora. Toma
un caldo que, a sorbos, le da María, y duerme plá cidamente.
Amanece otro día, sopla un viento ligero que refresca, canta un
jilguero en el arrayá n.
–José, han muerto tus padres, y Cleofá s, y su pequeñ o; ya va pasando
la epidemia.
Una lá grima desciende por el rostro curtido de José, es la primera vez
que María lo ve llorar.
–Dios los reciba en su seno.
Vuelve el pueblo a la vida de antañ o; las lá grimas se transforman en
trabajo; hay heridas que no se cicatrizan, risas que nunca se volverá n a
oír; só lo continú a el amor entre los que quedaron y se fueron,
esperanzas de volverse a ver por la fe firme en las promesas de Dios.
José y Jesú s vuelven a empuñ ar las herramientas en el taller. María
cuida del pequeñ o pajarillo de Ana, que nunca volvió a cantar. Unas
hebras de plata cruzan sus cabellos.
***
Los añ os transcurren en Nazareth con esa monotonía que es la
urdimbre donde se tejen los sucesos cotidianos, que parecen sin
importancia y la tienen, porque son los sucesos que dan el peso de la
balanza que lleva a la eternidad.
En la casa de Nazareth hay bullicio y alegría, los hijos de Cleofá s
acuden frecuentemente: trabajan, juegan, ríen y... comen todo lo que
encuentran. Talita ayuda en lo que puede a María, es piadosa y servicial.
Judas y José trabajan en el taller, serios y formales. Santiago va a las
siembras y sigue los pasos de buen labrador que les enseñ ó Joaquín.
María la de Cleofá s no se quita nunca el luto, pero no pierde la sonrisa:
los muchos hijos le han dado ese temple que poseen en abundancia las
madres generosas.
Al final de un verano llega de nuevo Juan, alto, delgado, los ojos
hundidos, la barba sin recortar. María lo recibe con inmenso cariñ o, las
noticias que le da de Isabel son alarmantes: está muy mal de salud, ya
no sale de su cuarto. María propone a Jesú s ir a verla. Acepta.
José prepara la borrica como otras veces. Jesú s y Juan, alegres,
disponen sobre sus hombros los zurrones, ayudan a montar a María, a
la que se ve risueñ a y juvenil, como en ocasiones pasadas. Hay gorjeos
de golondrinas, palomas que revolotean, cielo azul sobre sus cabezas y
camino frente a ellos, recién lavado por las lluvias de la noche. José los
despide cariñ oso. Talita les entrega una cesta con empanadas recién
hechas; no puede contener su llanto al despedirse de María. Falta el
beso de Ana.
Camino tantas veces recorrido, ahora placentero por la compañ ía;
Jesú s y Juan bromean, observan los campos, los á rboles, las montañ as
que señ alan los lugares; saludan a las gentes que encuentran, miran a
María, que les sonríe y goza. A ella se le hacen cortas las horas, a pesar
de lo pobre de la cabalgadura y lo apretado de la montura.
En Jerusalén solamente paran a dormir. Al día siguiente, camino de
Ain-Karim, se encuentran con un muchacho pintoresco: regular vestido,
parlanchín y extrovertido; pide que le permitan acompañ arles, pues va
en la misma direcció n. María ríe con sus historias, sus descripciones de
las cosas y las personas; le preguntan sobre su casa, padres, hermanos
y reciben respuestas vagas y superficiales. En el joven se dan una
mezcla del bien y del mal, aglutinados por vicisitudes adversas que le
ocurrieron desde niñ o; dice que se llama Dimas.
Al caer la noche solicita dormir cerca de ellos; se ofrece para traer
agua, que derrama en buena parte del trayecto, y recoge algo de leñ a;
para acostarse se arrebuja en una manta que le prestan, al arrimo de
una tienda, no lejos de la hoguera.
Despertando al día siguiente observan que el muchacho ha
desaparecido llevá ndose la cobija, la cubeta y los alimentos. Ríen Jesú s
y Juan, María observa decepcionada.
–Ayunaremos, tía, falta poco para llegar a casa, él tendría má s
necesidad que nosotros...
Jesú s recoge las tiendas; Juan mira hacia los horizontes, buscá ndole.
–Algú n día sentirá arrepentimiento por haber robado a unos pobres
caminantes [Este muchacho es Dimas que se arrepiente en la Cruz].
A la vera del camino encuentran una granja en la que trabaja un
hombre sobre la tierra hú meda, cercano a unos muchachos. María
ofrece comprarle algo de comer, explica que se han quedado sin lo que
llevaban. Simó n de Cirene los observa con benevolencia, la mano aú n
sobre el azadó n.
–Alejandro, dile a tu madre que prepare algo de comer para estos
amigos.
La mujer los invita a sentarse en un banco adosado a la casa, bajo el
emparrado, y les sirve alimentos calientes.
–Nos quitaron lo que llevá bamos –comenta María.
Rufo se acerca con leche recién ordeñ ada, aú n espumosa. Al
despedirse no aceptan las monedas que les ofrecen.
–En otra ocasió n nos lo pagará n.
–Dios se lo recompense y quede con ustedes.
–É l esté en su camino. Adió s.
Isabel no sale a recibirlos, como en otras ocasiones; la vieja casona se
ve triste: no hay flores en los corredores ni pisos lustrosos. En su cama,
Isabel, pá lida, envejecida, les sonríe y abraza.
–Jesú s, mi Jesú s, ¡qué alto está s! Juan, hijo mío, cuá nto te eché de
menos. María, sigues como siempre, el tiempo só lo pasa por ti para
hacerte má s bella; gracias por haber venido.
Son días que pasan raudos. La enferma ni mejora ni se agrava: se
consume lentamente, como una candela que se encendiera en honor del
Señ or. Deciden regresar. Juan les regala unas mulas, ropa, alimentos.
–Yo no quiero nada; cuando Dios se lleve a mi madre, me iré a un
lugar desértico, para estar a solas con Dios, prepararme para la
manifestació n del Mesías y anunciarlo al pueblo a su tiempo. Tía María,
no sé cuá ndo volveré a verte, a Jesú s sí lo veré.
–Adió s, hijo, cuida de tu madre; la llevo en el corazó n.
Parten entrado el otoñ o, sin prisa y sin pausa, al paso libre de las
mulas. Los rastrojos amarillean; los á rboles dejan caer sus hojas, el
cielo azul se carga de nubes por las tardes; las primeras cigü eñ as que
emigran se reú nen en bandadas y remontan el vuelo hasta perderse de
vista.
María camina buenos trechos a pie, le gusta que Jesú s le dé la mano,
se siente tan feliz caminando junto a él, se le hace ligero el andar.
Presiente que ya no habrá muchos viajes como éste; Juan se irá pronto
de su casa, ¿cuá ndo lo hará Jesú s? Sigue el caminar, cansada y risueñ a; a
veces, los silencios se prolongan, oran mientras marchan.
Al atardecer, cuando se pone el sol, arman las tiendas, encienden la
hoguera, hablan con pocas palabras, que sobran cuando el amor es tan
intenso. Mientras hierve el agua, descansan: –Gracias, Dios mío, por
este mundo tan hermoso, por ese sol que se pone tiñ endo de rojo este
cielo; gracias por estar junto a mi hijo, Tu Hijo, para mí sola, no me
canso de contemplarlo; me pongo en tus manos, Señ or..., pero que no se
vaya todavía.
Antes de llegar a Betel, se les acerca un joven bien montado, con
mozos de compañ ía y mula de repuesto. Los saluda; su nombre es
Lá zaro, originario de Betania; de familia acomodada, campesinos de
abolengo, honrados y trabajadores. Algo mayor que Jesú s, alto y
desgarbado, de mirar franco, retraído en el modo, educado en el decir;
huérfano de joven, vive con sus hermanas en la vieja casona del pueblo,
a un tiro de piedra de las tierras de labranza. Le gusta leer las
Escrituras y todo lo que encuentra a mano, y meditarlo; tiene esa calma
serena del hombre que cultiva el alma. Había tomado el camino del
norte para ir a ver a unos parientes junto al Lago.
Queda asombrado al conocer a Jesú s y a María, viajeros humildes, sin
guarda ni compañ ía, ¡qué admirable es Jesú s! Su amor por él crece a
cada instante en que lo trata y má s conoce, y ¡qué bella es su madre!
Nunca vio mujer igual, ni en Cesarea ni en Jerusalén. Jesú s siente por el
nuevo amigo un amor recíproco; se entienden, se escuchan con agrado,
se elevan juntos sobre las cosas terrenas comentando las Sagradas
Escrituras y, al mismo tiempo, no se apartan de los detalles del camino,
a fuer de caminantes. María le ofrece a Dios no seguir a solas con Jesú s;
el joven tiene mucha deferencia con ella, detalles de buena crianza y
también le va tomando cariñ o.
Pasado Naím se despiden. Lá zaro los invita a su casa de Betania;
María a la suya humilde de Nazareth. Se separan. Jesú s encontró en
Santiago el compañ ero, en Juan, el hermano y en Lá zaro, el amigo.
A José, mientras tanto, se le hacen los días interminables, grises, sin
brillo. Piensa continuamente en Jesú s y en María; mientras má s la ama,
má s la respeta, ¡qué mujer tan admirable su esposa, con razó n Dios la
eligió !: sencilla, discreta, trabajadora, alegre siempre. José reza, trabaja,
atisba hacia la puerta; al atardecer mira el horizonte, sentado en el
reposo del porche; ¡cuá nto necesita de Jesú s y de María! Saludado por
amigos y vecinos. Talita lo atiende, lo cuida como si fuese su padre; José
ve en ella a Cleofá s, el hermano querido que ya se fue.
Una tarde, mientras sobre la huerta revolotea un halcó n que pía
destemplado, distingue a lo lejos, en el camino del sur, unos puntos que
se acercan; pone la mano sobre los ojos cansados.
–Talita, ¿ves en el camino unas caballerías?
–Sí, tío José, ojalá sean ellos.
Se pierden entre las primeras casas del pueblo, pasan instantes que
parecen horas; al fin aparecen sobre la cuesta los caminantes.
–Son ellos, ¡bendito sea Dios!
Se levantan a recibirlos.
–María, bienvenida seas, Jesú s, hijo mío; gracias a Dios que habéis
vuelto presto.
–¿Có mo está Isabel?
De nuevo se reú ne la familia en aquella pequeñ a casa de Nazareth; de
nuevo el trabajo ordinario, monó tono, entre las pequeñ as penas y
alegrías que santifican la jornada.
No tardan en llegar noticias de la muerte santa de Isabel y de la
partida de Juan a un lugar desértico, donde, no obstante, acuden a oírlo
las gentes.
Lá zaro llega con frecuencia a Nazareth, donde se hace querer de
chicos y grandes, su conversació n amena y su amor por todos cautivan
a los moradores de la casa y el taller. Jesú s con María y, cuando puede
José, paran en su casa de Betania cada vez que van a Jerusalén, donde
conocen y tratan a sus hermanas.
***
Los hijos jó venes de Cleofá s se afianzan en el trabajo de aprendices
de carpintería; Judas es serio, responsable; José, vivaracho y ocurrente,
servicial y soñ ador, como su padre. No só lo les mueve el aliciente del
jornal, que no es mucho, sino el cariñ o que sienten por esa familia. Sus
hermanas también frecuentan la casa, les gusta cantar a varias voces,
acompañ adas de instrumentos, y en las fiestas bailan tomadas de las
manos, después de invitar a María y a José.
La alegría –alegría de gente pobre que trabaja– reina en aquel hogar
lleno de luz y de amor. Talita se hace mujer bella y piadosa, entregada a
todos sin esperar que se lo agradezcan; manifiesta que no desea
casarse, só lo quiere estar junto a María, vivir y morir junto a ella.
Pasan los añ os; José encanece y pierde energías: se resiente de
aquella enfermedad mal curada. Jesú s es fuerte y alto; ahora es él el que
toma la sierra mientras José sujeta el madero. Habla del pasado sin
olvidar el presente. Cuando van a las siembras, tras unas horas de
trabajo, se sienta a la sombra del tamarindo, mira el horizonte o a Jesú s,
que sigue con el azadó n. Ya no es él quien sube a los tejados: enseñ a a
Jesú s a poner con pericia las tejas mientras abajo sujeta la escalera.
En las noches se arrima a la lumbre todo lo que puede para leer, o
contemplar a María con su labor entre las manos y má s hebras de plata
en su pelo hermoso, y a Jesú s por ahí cerca componiendo los
instrumentos de trabajo, como hacía tío Ben. Si ella se aleja, ora: –¡Qué
bueno eres, Dios mío, que me has dado estos añ os de vida!, con
renuncias y sacrificios, gozos y sufrimientos, pero, junto a ellos... Jesú s
le recuerda, en el hablar, al abuelo Joaquín, por su voz bien modulada,
pero sus ojos son los de María; pareciera que tienen el infinito dentro.
En ese otoñ o, al recoger las cosechas junto con Jesú s y los muchachos,
se cansa extraordinariamente: el polvillo de la era le hace toser y
respirar con dificultad. En el taller sigue trabajando con empeñ o, a
pesar de que María lo insta para que descanse.
–Ya descansaré en el cielo, María.
Llegan las primeras lluvias y, con ellas, vientos hú medos persistentes.
José enferma; no puede levantarse, bromea que quiere cambiar los
pulmones por una albarda nueva. Desmejora cuando llega en aumento
la fiebre. María vigila, impone silencio a los sobrinos; pasa a los
parientes y a los buenos amigos unos instantes, para que saluden al
enfermo; prepara infusiones, atiende a todo. Llega Lá zaro, polvoriento y
agitado, Jesú s lo agradece, es amigo de confianza que presta pequeñ os
servicios que, en esas circunstancias, son doblemente de agradecer.
José sueñ a, recorre su vida: ¡Aquel día que vio a María en la fuente! Su
querido Cleofá s, Belén, el viaje por el desierto hasta Egipto, Jesú s niñ o,
Jesú s joven, Jesú s hombre a su lado...
María vela. Llegan familiares de lugares má s lejanos; José es muy
querido, hombre de fe, hombre de trabajo, de vida santa. Pasan unos
días; el corazó n de José, hecho para amar, se resiste a dejar de latir, su
cuerpo se consume por la fiebre, su voz se apaga como su mirada. Ante
la luna de primavera se agrava.
–Jesú s, hijo, estate junto a mí; recítame unos Salmos despacio, para
que te oiga.
Lá zaro alterna las estrofas; los sobrinos y parientes observan a
distancia; de las mujeres escapan sollozos.
María, cerca, ora con ellos:
–Señ or, todos tenemos un tiempo para vivir y un tiempo para morir.
José termina su caminar, te ha amado, Señ or, como pocos, y te ha
servido bien, siempre sonriente, siempre delicado conmigo, amoroso
con Jesú s, ¡qué gran esposo José!
En el sencillo cuarto, sobre un macetó n de cerá mica pone unas rosas,
las primeras que brotan después del invierno. A su cabecera se
encuentran los rollos de la Sagrada Escritura de Joaquín, sobre el arcó n
cercano; la rú stica cama con la ropa limpia; unas herramientas colgadas
de la pared junto al cayado que trajo de Basá n, y una ventana pequeñ a
por la que ve José ponerse el sol por ú ltima vez.
La respiració n se dificulta. María limpia el sudor de su frente y le da
una infusió n, que esparce su olor balsá mico por el cuarto. Respira
mejor, abre los ojos y toma la mano de Jesú s.
–Hijo mío, mi vida llega a su término. Vuelvo a Dios de donde vine, en
É l está mi esperanza. He cumplido el fin para el que nací: cuidar de ti y
de tu madre; he tratado de hacerlo lo mejor que pude, al menos en el
amor; ¡cuá nto he amado! He trabajado sin descanso, a cambio he tenido
los cuidados de tu madre y tu presencia, hijo; esto me ha compensado,
de todas mis fatigas. Que Dios esté contigo, cuida de tu madre como la
cuidé yo.
Cierra José los ojos, Jesú s le retiene la mano. José tuerce la cabeza y
muere serenamente; un ligero sollozo escapa de María, que se inclina
sobre su pecho.
–¡Oh, José, en el cielo estaré de nuevo contigo! Ya está s con Dios.
Jesú s –la mirada bañ ada en lá grimas– cierra suavemente sus ojos y le
coloca las manos cruzadas sobre el corazó n. José parece dormido, tal es
su expresió n serena; los parientes y amigos lloran sinceros. Por la
ventana se escuchan los cantos de unos gallos anunciando el amanecer,
en el cielo brillan intensamente unas estrellas.
Capítulo X
HORIZONTE SIN CAMINOS

«Mil gracias derramando


pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura,
prendidos los dejó de su hermosura»
(S. Juan de la Cruz).

No son tristes para María los añ os que siguen a la muerte de José,


porque, para los que creen, la muerte es solamente un cambio de
morada, una espera que pasa luego para volverse a reunir; porque ama
y es amada de todos los que la rodean; y por tener tan cerca a Jesú s.
Durante el buen tiempo puede contemplarlo en el taller, a través del
pequeñ o patio mal cubierto por la escasa sombra del emparrado. Y,
durante los largos inviernos, se arrima al mismo taller en un rincó n,
donde no la puedan ver los que entran, y observa a los que trabajan.
Jesú s ya es un hombre: lo distingue su barba recortada, su hablar
grave, pausado, su mirada limpia y profunda, su trato afable con todos y
su trabajo responsable, como lo fue el de José. María cada día lo ama
má s; no sabe dó nde comienza su amor a Dios y dó nde termina su amor
de madre.
Talita se ha hecho mujer: agraciada y servicial, piadosa y siempre
solícita con María, a la que quiere con toda la fuerza de su joven
corazó n; es un alma hecha para amar sirviendo, olvidada de sí misma, y
para servir amando; la primera que se levanta y la ú ltima en acostarse.
Ayuda también en lo que puede a su madre y a sus numerosos
hermanos. Con María hilan, cosen o tejen, a la lumbre del brasero, que
da calor al taller y olor de ocote que esparce por la casa. En una pared
cuelga el cayado que regaló el esclavo a José y que llevó a Egipto; a su
lado, colgado aú n de su correa, un pequeñ o cuerno horadado que usaba
Cleofá s para llamar a sus compañ eros cuando cortaban madera en las
montañ as.
Santiago y Simó n llevan, junto con Jesú s, la labranza de las tierras que
dejó Joaquín. María de Cleofá s llega con los hijos menores, cuando
puede abandonar el pequeñ o comercio que le dejó su esposo. En el
arrayá n anida la tó rtola, y ahora es María quien reparte los frutos del
viejo peral entre los má s jó venes, cuando llega el verano. Tiempo feliz,
no porque se tiene en abundancia, sino porque se es amado y se ama;
con el trabajo honrado y la pobreza bien llevada; tiempo feliz que pasa
pronto, como todo en esta vida.
Invierno riguroso, escasea la leñ a, mayor motivo para pasar María
má s tiempo junto al brasero del taller; horas éstas cargadas de amor a
Jesú s, de contemplació n de Dios. Talita sale a ratos, sin apenas ser
notada, a trabajar en la cocina.
–Talita, hija, ¿por qué no me avisas?
–Tía María, ¡estabas tan a gusto junto a Jesú s!
El viento y las lluvias azotan la pequeñ a aldea, el frío se cuela por las
poco ajustadas rendijas y ventanucos; en la noche se agradece aú n má s
el arrimo al fuego en la vieja chimenea que sirve de cocina. A la luz de
sus llamas y de unos pocos candiles, que titilan por el viento que
estremece en ocasiones la techumbre, Jesú s lee las Sagradas Escrituras
y las comenta a los primos y amigos que, aun de lejos, se acercan al
calor de ese hogar.
María, con profundísimo gozo interior, escucha también, acomodada
en la silla de mimbre que fuera de Joaquín –la misma que Jesú s hizo con
sus manos–, bien envueltos los pies en una manta, las manos en la
labor.
En primavera se reciben noticias de Juan: está en Celim, junto al
Jordá n, bautizando con su agua; llegan muchos a oírlo, se arrepienten
de sus pecados y se bautizan. Noticias llenas de esperanza, presagios
tristes para María: –¿Cuá ndo partirá Jesú s como Juan?
Una tarde –ya comenzado el verano–, mientras María da de comer a
las gallinas junto con las palomas, Jesú s se le acerca, toma con la
izquierda su mano y con la diestra, un puñ ado de cebada que arroja
junto con los que esparce ella; con voz pausada le anuncia que partirá
dentro de unos días para encontrarse con Juan, junto al río; le
acompañ ará n Santiago y Simó n, ellos le traerá n noticias. María no
suelta su mano mientras él habla, observa su mirar profundo, acepta
serena la voluntad de Dios, queda un rato en silencio:
–Bien, hijo, dime qué quieres que te prepare...
A los dos días le anuncia que al siguiente será la partida. Esa noche,
María apenas duerme, hace muchas horas de oració n, confía en Dios;
como madre, le cuesta separarse de su hijo: –¿Qué será de esa casa sin
Jesú s?: su sonrisa, su mirada, el ruido de sus pasos, su voz que no se
cansa de escuchar...
Se levanta sin ruido, aun oscurecido; Jesú s ya está en pie, con
sandalias y la tú nica ajustada; la saluda en silencio con un beso.
–¿Recuerda, hijo, que José se casa dentro de dos meses con la
muchacha de Caná ?
–Lo recordaré, madre.
Al encender el fuego, con el humo disimula unas lá grimas que afloran
a sus ojos, un nudo atenaza su garganta, quiere ser fuerte y lo consigue
con la ayuda de Dios. Talita en la penumbra observa y calla, con su
silencio ayuda má s que consuela; sonríe al servir el sencillo desayuno.
Llegan Santiago, Simó n y María Cleofá s con las niñ as; se rompe el
momento tenso como se rompe la tormenta cuando sale el sol: sigue la
vida. Despedidas, recomendaciones...; al salir Jesú s, Talita, de rodillas, le
besa la mano, Jesú s se las pone sobre la cabeza que se estremece por
los sollozos; un beso a María. El sol calienta, cantan cerca unos gallos,
un ú ltimo abrazo para Judas y José.
–Dios esté en vuestro camino, hermanos.
–É l quede con vosotros y os proteja.
El paso firme los aleja por la cuesta; María en la puerta; el medio
rostro tapado por el velo, los ve alejarse; una pequeñ a de María de
Cleofá s le ofrece una cestita con duraznos.
–Tía, son los primeros del á rbol que plantó José...
Pasan los días. Al mes regresa Simó n, la piel curtida por la
intemperie, la mirada profunda, polvoriento y cansado. Relata el
bautismo de Jesú s en aguas del Jordá n, la llamada a los primeros
discípulos; ahora está en un lugar desierto, dedicado a la oració n y al
ayuno. Santiago está cerca de él con algunos má s.
Vuelve Jesú s a Nazareth, está mucho má s delgado, quemado por el
sol, la barba crecida, los ojos hundidos. Su cariñ o –con detalles– por ella
sigue igual. Se asoma al taller y saluda a Judas y a José, que lo invita de
nuevo a su boda pasado mañ ana en Caná .
En el huerto, bajo la vieja higuera, se reú ne Jesú s con sus discípulos y
algunos vecinos. María, con Talita, escucha a distancia, lo oye por
primera vez hablar en pú blico, palabras divinas dichas con sencillez
humana, como nunca las había escuchado. María ríe por lo bajo cuando
no entienden las cosas que ella comprende bien. Antes de retirarse le
piden que vaya a la Sinagoga al día siguiente y hable al pueblo
congregado, como les habló a ellos. Jesú s acepta ir.
Por la tarde, se reú nen como en tantas ocasiones junto al fuego de la
vieja cocina. María, de nuevo con su labor entre las manos, atenta la
mirada a Jesú s. Talita va y viene; los primos y tíos escuchan con
asombro, los pequeñ os observan entre serios y juguetones. De nuevo
Jesú s en el hogar, como antes; faltan José, Ana, Joaquín..., en su lugar, los
discípulos, parientes, amigos que quieren oírlo atentos. Para ella es el
mismo de siempre: su Jesú s.
Al caer la noche se van todos, salvo los discípulos, que dormirá n allí.
Cenan. María sirve con gusto, Jesú s bendice; hay un gesto suyo muy
particular al partir el pan y repartirlo. María comienza a amar a
aquellos hombres que siguen a Jesú s: no ha perdido un hijo, sino que ha
ganado muchos.
Amanece el sá bado, destemplado, con calor hú medo, que amenaza
lluvia. Jesú s, desde temprano, está en el huerto, solo; los discípulos
hablan quedo mientras comen algo. José se despide de todos, gozoso,
con su mejor traje: parte para Caná con unos parientes. María lo saluda.
–Mañ ana temprano estaré allí con tu madre. Dios te acompañ e.
Llegan María de Cleofá s con su hijos, ayuda a recoger los servicios.
Parten para la Sinagoga de Nazareth, que tantas veces ha visto a Jesú s y
a María entre sus paredes y que ha escuchado la voz de José cuando le
tocaba leer y explicar las Sagradas Escrituras. Está abarrotada de
gentes esperando a Jesú s; a duras penas pueden entrar y colocarse
discretas junto al muro en el lado de las mujeres.
Se oye un murmullo creciente; Jesú s entra con sus discípulos, su
tú nica blanca contrasta con su tez quemada por el sol del desierto;
algunos cuchichean al mirarlo, lo saludan otros.
Jesú s, subido en la tarima, comienza a hablar, le escuchan bien, su voz
profunda es clara. No pasa mucho tiempo cuando surgen voces que lo
interrumpen, gentes que gritan airadas; el ambiente se pone tenso.
¿Qué ocurre? María los observa expectante. ¿No lo conocen? ¿No lo han
visto tantas veces en el pueblo? ¿Por qué esa hostilidad?
Se acercan a él con ira y lo obligan a bajar del estrado. María conoce a
los enfurecidos: ahí está n aquellos compañ eros de escuela y esos que
frecuentan el taller... ¿qué ocurre, Señ or? Calla Jesú s.
Simó n, Judas, Santiago tratan de defenderlo, de que lo dejen salir en
paz; los apartan con brusquedad, está n enardecidos; empujan a Jesú s
ante ellos y a empellones lo acercan a un despeñ adero no muy lejos de
la Sinagoga; siguen los gritos de los que dirigen y de los que se ocultan
entre la muchedumbre.
María queda detrá s de aquellos hombres enardecidos, que no le
permiten acercarse. Al llegar al precipicio, Jesú s se escabulle de entre
sus manos. Regresan los gritones, silenciosos, con prisa, con la
indignació n aú n reflejada en sus rostros. María retorna con las mujeres,
su corazó n late acelerado, ¡no entienden a su hijo!, ¡ni los propios de su
pueblo! ¿Qué será en Jerusalén?
Aquella tarde la pasa sola orando. Talita le ofrece una taza de caldo,
que rehú sa tomar. ¿Dó nde estará Jesú s? ¿Lo habrá n perseguido? A
media tarde, llega Santiago diciendo que está bien, que mañ ana acudirá
a la boda de José en Caná .
***
María de Cleofá s llega con los hijos de madrugada, está gozosa, es el
primer hijo que se le casa, con una buena muchacha, ni guapa ni rica,
pero discreta, piadosa, de buenos padres, gente trabajadora.
Parten; unos a pie, otros en los borricos, con la impedimenta de los
regalos; los jó venes con sus mejores trajes y el aire de fiesta. María con
aquel que le regalara José y que no utilizaba desde que él murió ; hace
juego con el manto azul que trajo de Egipto, y un collar sencillo que le
diera Ana; está tan hermosa que los sobrinos la alaban sin recato.
A media mañ ana llegan a Caná y pronto alcanzan la casa donde, desde
la noche anterior, está n de fiesta. José se acerca a saludarlos, les
presenta a su esposa –que, tímida, a María besa–, a los padres y
parientes de ella. Llegan de nuevo los mú sicos; sigue el festejo en aquel
patio mal empedrado y poco cubierto con unos toldos de colorines, bajo
los que se han colocado unas mesas con alimentos y jarras de vino.
Alegría sencilla de gente campesina, que se divierte con cualquier cosa;
má s en reunirse, verse o hablarse, que en el deleite de manjares y
licores.
Por la tarde, se renuevan los mú sicos, vienen los amigos de lugares
má s lejanos y, entre ellos, Jesú s con sus discípulos. José no cabe en sí de
contento, lo presenta a su joven esposa que, con rubor, agradece su
presencia; todos los saludan con deferencia; se acerca a la mesa de su
madre y se sienta junto a ella. María se alegra en su corazó n y lo
manifiesta con una sonrisa: ahora las conversaciones, la mú sica y la
sencilla comida le parecen distintas.
Se fija en los nuevos discípulos de Jesú s, especialmente en uno má s
joven, Juan que, al lado de Jesú s, no deja de mirarla con todo el cariñ o
de su corazó n juvenil; al rato de estar con ellos, se levanta María y va
con las mujeres para ayudar en la preparació n de la cena. Son muchos
los que han venido y hay que atenderlos. Un hombre ya mayor, pariente
lejano de la novia, sale de donde ellas, nervioso y apenado. Al regresar,
manifiesta la causa: no queda apenas vino, y no hay donde comprarlo,
ya buscó por todos los comercios cercanos y no hay tiempo para ir a
buscarlo a otros lugares má s lejanos. Habla con el novio y el padre de la
novia, que se acercan a comprobar los cá ntaros vacíos: hablan,
gesticulan; só lo obtienen negativas del maestresala; se vuelven
pesarosos a sus lugares.
María medita, allá al fondo ve a Jesú s con sus discípulos, su vestidura
blanca contrasta con los trajes oscuros de sus acompañ antes. Se acerca
de nuevo a la mesa. Jesú s le sonríe, los discípulos callan al prestarles
atenció n. María toma asiento y le cuenta a Jesú s aquella escasez de
vino. Jesú s le responde con firmeza no exenta de cariñ o; la mú sica con
que acompañ an sus bailes los má s jó venes impide oír esta respuesta a
los má s alejados. Observa a los novios, a las muchachas que cantan
ajenas al Maestro.
María lo mira con sus ojos cargados de bondad y nota en él su
complacencia; le ruega de nuevo. Jesú s la toma de la mano, se vuelve y
ve adosadas a la pared unas tinajas de piedra que contuvieron el agua
para las purificaciones. Manda algunos de los mozos que ayudan a
servir que llenen de agua las á nforas hasta arriba, cosa que hacen con
prisa ante la expectació n de los discípulos, de algunos comensales má s
cercanos y –por el bullicio– la indiferencia de los otros; prueban con un
cucharó n de palo de aquel agua convertida en buen vino, y asombrados,
miran a Jesú s. María siente ganas de aplaudir, María de Cleofá s se tapa
el rostro con las dos manos.
Llevan a probar un gran vaso al maestresala. Observan todos
complacidos su expresió n en la cara de asombro, su premura en ir a
mostrarlo a los novios y parientes. María no puede evitar una amplia
sonrisa, que Juan admira y lo hace meditar. Se reparte del vino en todas
las mesas: vino añ ejo, color miel tostada, que alegra el corazó n de todos
y hace creer a los discípulos.
Al caer la noche, Jesú s se levanta y se despide de los novios; al pasar,
cruza una mirada de cariñ o con su madre, la invita –junto con los
primos– a ir a Cafarnaú n. María se llena de gozo. Juan se le acerca.
–Gracias, señ ora, Dios esté con usted.
–Juan, cuídalo adonde vaya; Santiago, avísame donde estéis.
Entra la noche, refresca; María se arropa con el manto, se retira con
las mujeres; los novios y parientes le agradecen sinceros lo que ha
hecho por ellos. María de Cleofá s, con los sobrinos, salen con ella. La
noche es clara, con luna creciente; a lo lejos va quedando apagado el
rumor de la fiesta, hasta que llegan a una casa cercana donde las
esperan con candiles encendidos.
El camino de Cafarnaú n, que emprenden al siguiente día, es
placentero, desciende suavemente entre vueltas y hondonadas,
rodeado de olivares y campos de cebada tardía, que verdean mecidos
por el viento.
El grupo es numeroso; rodean a Jesú s, ademá s de sus discípulos,
otros muchos curiosos que quieren oírlo. Para María –jinete sobre su
vieja borrica– es algo nuevo caminar rodeada de tantas gentes
variopintas, gozosas por ir con Jesú s y curiosas por verla a ella. Se
siente feliz, su Jesú s es el Maestro admirado, querido de aquel pueblo
sencillo que tanto ha sufrido de gobernantes y conquistadores. María
de Cleofá s, orgullosa de ver a sus hijos al lado de Jesú s y a sus hijas que,
serviciales, se han acordado de traer alimentos para el viaje.
Al mediodía, un alto en el camino, bajo unos sicomoros que protegen
con su sombra un manantial. Se acomodan todos en torno a Jesú s.
María reparte alimentos, ayudada por sus sobrinas; Jesú s la mira
complacido.
Come junto a ella, pausado, por instantes su mirada se pierde allá a lo
lejos en las aguas brillantes del mar de Galilea. Al finalizar, se levanta,
callan todos, María deja de recoger cosas y, sentada sobre la hierba,
escucha: habla Jesú s de hacer penitencia, de convertirse, de amar a Dios
y a todos los hombres, de perdonar; la gente –que aumenta en nú mero
por momentos– lo escucha complacida, asiente. Al finalizar, siguen la
marcha por el camino de ese valle que se abre sobre la pequeñ a ciudad.
El sá bado se llena aquella pintoresca Sinagoga de Cafarnaú n, de
hermosas columnas de piedra labrada, con vistas al lago. María
consigue un buen lugar entre las primeras filas de las mujeres. El
ambiente es cá lido, de respeto a Jesú s; en nada se parece al
contradictorio Nazareth. Su hijo habla mucho tiempo, con emoció n
creciente de los que escuchan. Al finalizar, un hombre extrañ o, en
medio del pasillo, emite un fuerte alarido, como de poseso y da a voz en
grito testimonio de él. Jesú s manda al demonio que lo deje y queda allí
frente a todos, sereno y sosegado, alabando a Dios.
Al salir, los apretujan por todas partes. Pedro los invita a su casa,
cercana al lugar. A duras penas puede entrar Jesú s con su madre y sus
discípulos. La suegra de Pedro se encuentra enferma, no puede salir a
recibirlos. María entra en su habitació n, la ayuda y le narra lo sucedido.
Al poco, se acerca Jesú s con Pedro a la zaga, la toma de la mano, le habla
y queda curada. María la ayuda a arreglarse y –a pesar de su protesta–
no puede evitar que se levante a servirles.
El día toca a su fin; salen a la terraza y ven el atardecer, el sol rojo
sobre el lago refleja sus rayos que parecen fundirse con el agua,
reverberando en destellos como de plata batida.
Abajo, a la puerta de la casa y en las calles circundantes, se van
congregando gran cantidad de gentes que quieren ver a Jesú s: le traen
enfermos para que los cure, hombres y mujeres con mirada de sú plica,
el rostro marcado por el sufrimiento. Jesú s, con los discípulos, baja de la
terraza, se acerca a los grupos y, a medida que camina entre ellos, los va
curando. María y las mujeres observan desde el mirador, su corazó n
también rebosa de amor por aquellas gentes que su hijo cura.
A la mañ ana siguiente, aú n oscurecido, sale Jesú s con sus discípulos
de esa pequeñ a casa que les ha dado acogida y alimentos. María lo ve
partir entre gentes que ya lo esperan silenciosas desde la noche.
¿Cuá ndo volverá a verlo? Al comienzo de la mañ ana regresa a Nazareth.
***
La vida no es lo mismo en aquella casa tan querida. Talita le pregunta
una y otra vez por el viaje; José, que ya regresó de Caná , le ha contado
del milagro de Jesú s; de nuevo trabaja en el taller y su joven esposa le
sirve.
–Talita, ¿y tú no quieres casarte, tener un esposo, un hogar tuyo?
–No, tía, yo quiero dedicarme só lo a Dios, darle mi vida, consagrarle
mi virginidad; y servir a Jesú s y a ti, María, a quien amo cada día má s.
–¿Qué vas a hacer si yo me voy, como se fue Jesú s?
–Seguiré cuidando esta casa hasta que la destruyan los hombres o se
la lleven los á ngeles.
–Talita, ¿tienes fe en Jesú s?
–Tía María, desde hace mucho –cuando aú n vivía Ana– yo sé que es
Hijo de Dios.
–¡Ojalá lo crean así los hombres!, sus mismos vecinos, ha poco,
quisieron matarlo.
–¡Dios no lo permita!
Volver a las cosas de siempre en el hogar: hilar –ahora una tú nica sin
costura para Jesú s–, cuidar las gallinas, la borrica, hacer el pan. Ahora
no va a la fuente por agua, Talita se encarga de ello; las reuniones en la
vieja cocina al anochecer son diferentes, María con su presencia atenú a
la ausencia del hijo.
Los sobrinos mayores está n con Jesú s, y no hay quien cuide las
tierras; se contratan mozos que las llevan como aparceros en
arrendamiento. Pero la novedad en aquella pequeñ a casa de Nazareth
es el ir y venir de gentes con noticias de Jesú s: admirables milagros,
conversiones, admiració n de gentes, nuevos discípulos, primeras
suspicacias de fariseos y doctores de la Ley.
Llega un día Lá zaro, pá lido, cansado, tiene que recostarse al poco de
llegar:
–¿Dó nde está Jesú s? –quiere verlo cuanto antes, conocer a sus
apó stoles, verlo predicando al pueblo... Las hermanas envían su cariñ o
a María, ¿cuá ndo volverá por Betania?
Por la mañ ana, lo ve aú n débil para partir; mientras come sin ganas,
le relata los ú ltimos sucesos: el ansia de las gentes por oírlo, algunos
llegan hasta él desde lugares lejanos.
–María, en cuanto pueda, partiré.
–Está por aquí Simó n, podrías ir con él, pues conoce dó nde estuvo los
ú ltimos días... Lá zaro, ¿no quieres ser discípulo suyo?
–Bien quisiera, María, con todo mi corazó n, no sé a qué mejor cosa
podría dedicar mi vida, pero no tengo bastante salud, sería un estorbo,
ellos duermen donde les coge la noche... Yo soy el amigo que lo ama,
que lo atiende, que lo sigue con el pensamiento, pero desde mi casa, allí
pienso que es donde quiere Dios que me haga justo.
No tarda en llegar Simó n, que saluda a María con cariñ o.
–Jesú s está cerca de Cafarnaú n, las muchedumbres lo rodean por
todas partes, no tenemos apenas tiempo ni de comer.
–Mañ ana, Lá zaro, si está s bien, partiremos para verlo, pararemos en
Tiberíades, en casa de Alfeo y su familia, que conozco desde hace
mucho tiempo. Mateo, su hijo, es amigo de Jesú s desde la infancia.
–Lo sé, María, Jesú s me ha hablado de có mo se conocieron desde
niñ os.
Muy de mañ ana parten. María otra vez en la pequeñ a borrica, Talita
ha querido acompañ arla también por ver a Jesú s; Lá zaro en la mula,
con Simó n a su vera, que camina a pie. Al tomar el valle, se les unen
otras gentes, y má s a medida que se acercan al lago. Gentes bulliciosas,
alegres, con enfermos que llevan sobre caballerías a duras penas, niñ os,
jó venes, ancianos; gentes del pueblo, pobres en su mayoría; campesinos
y pastores; comerciantes y artesanos, hijos del Dios de Israel, que
quieren ver a su Mesías. Y, entre ellos, sencilla y humilde, como una
mujer má s de su tiempo, María, su madre, con su viejo manto azul
recién lavado.
La familia de Tiberíades los recibe gozosos, Mateo no está entre ellos:
partió con Jesú s. Su esposa, Veró nica, explica que fue por seguir al
Maestro. Mujer de fe, no le inquieta que su esposo se vaya en pos de
Jesú s: Dios no la abandonará .
De madrugada, se unen otras gentes y se encaminan hacia Naín,
donde hay noticias de que está Jesú s. Junto a ellos caminan extranjeros
de Siria, de Tiro y de Sidó n, judíos de Jerusalén y de la Decá polis. Al fin
encuentran una inmensa muchedumbre que les impide el paso; dejadas
las caballerías, Simó n se abre paso invocando que acompañ a a María, la
madre de Jesú s: la observan y los dejan subir con dificultades; Juan,
desde lo alto, los ve avanzar y se les acerca, toma de la mano a María,
para que pueda subir a un lugar desde donde puede escuchar bien a
Jesú s.
Se sientan en la hierba seca, van callando las voces, aquietá ndose
todos en sus lugares, hasta los niñ os miran hacia el Maestro que, con
vestidura blanca y los cabellos al viento, comienza a hablar, con voz
fuerte y profunda, autoritaria; los de cerca y los de abajo lo escuchan
atentos.
–Bienaventurados los pobres de espíritu...
María no pierde de vista a su hijo, ahí está el Emmanuel que
mencionó el Á ngel, el Redentor, ¡cuá ntos añ os esperando este momento
mientras lo vio crecer! José, ¡cuá nto gozarías de estar aquí con
nosotros; tú sembraste, otros recogerá n!
Lá zaro escucha atentísimo, sin moverse. Talita, acurrucada a sus pies,
solloza como niñ a.
–No llores, hija, alégrate, porque ha llegado la salvació n para todas
estas gentes.
–Oh, Jesú s, quiero amarte cada día má s.
Pasan las horas, decae el día, Jesú s despide a las gentes. Al bajar, se
acerca a su madre, saluda al grupo brevemente y lo ven partir rodeado
de sus discípulos, acompañ antes y enfermos que, gritan, agradecen:
Dios está cerca de su pueblo.
***
En Nazareth de nuevo, María. Jesú s parte para Judea, se aleja.
Parientes y peregrinos traen noticias de sus milagros y curaciones, de
sus palabras ardientes, que abren a las almas horizontes de vida eterna,
y de la oposició n de los que se dicen doctos. María, estas nuevas, las
sopesa y medita; ¡reza tanto por él!, y porque entiendan su doctrina;
este pueblo, tan sencillo o indiferente o contrario, lo necesita.
Continuamente lo acompañ a con el pensamiento, mientras sus manos
trabajan incansables.
Con los que van para oírlo, le envía algunas cosas para comer o vestir
–pequeñ os detalles que le dicta su cariñ o– como cualquier madre que
pueda hacerlo por el hijo ausente.
Santiago aparece una noche, mojado y aterido, las manos rojas, la
barba crecida; avisan a María, que está precisamente con la madre de
él. Permanece silencioso, calentá ndose al arrimo del fuego; escapan
unas lá grimas de sus ojos enrojecidos. Llegan las mujeres.
–¿Qué pasa, hijo? ¿Qué sabes de Jesú s?
–Es por Juan, lo han metido en la cá rcel. Agripa, a pesar de admirarlo,
lo tiene preso en su fortaleza.
María teme por él, ¡es tan apasionado!, no dejará de reprochar al Rey
su mala conducta.
Pasa el invierno, lluvioso y con vientos; por primavera llegan noticias
de que Jesú s está de nuevo en Galilea. María desea ardientemente ir a
verlo, a la vez que no quiere interrumpirlo, distraerlo o contristarlo,
porque piense que está triste sin él –¡lo necesita tanto!– pero sabe que
está cumpliendo su misió n, para la que Dios lo envió al mundo, y por
nada –ni por su gran cariñ o– la entorpecería.
Pero insisten los sobrinos, especialmente el hijo má s pequeñ o de
Cleofá s, que quiere conocerlo entre las gentes, y decide marchar con
ellos. José queda en el taller, su esposa espera un hijo para esas fechas;
viven en la pequeñ a casa que fuera de ella, adosada al taller. La joven
admira grandemente a María, se conmueve cuando la ve tejer con unas
largas agujas una pequeñ a prenda para su futuro hijo.
–Si es niñ o, se llamará José, como su padre y có mo su tío, su esposo,
señ ora María. Dice José que no ha conocido otro carpintero tan bueno
como él.
–Es cierto, hija, que fue un gran artesano y un magnífico esposo.
Algú n día te hablaré de él.
María piensa en José, una lá grima asoma a sus ojos al echar una
mirada en torno a esa casita que tantos recuerdos le trae.
Parten una mañ ana destemplada, que amenaza lluvia. María desea
vivamente ver a su hijo y, al mismo tiempo, no quiere interferir con su
misió n. Los sobrinos van alegres, ajenos a su sentir íntimo.
En Tiberíades preguntan noticias de Jesú s y, al poco, salen para
encontrarlo. La emoció n de María aumenta a medida que se acerca:
grupos variados de personas los acompañ an, algunos venidos de muy
lejos. Al fin divisan cerca de una aldea al grupo numeroso que escucha a
Jesú s, al que no ven por impedirlo unos muros de adobe sobre el que se
suben varias personas. Bajo un á rbol se detienen y tratan de escuchar
la voz conocida, tan querida y lejana; unos paisanos los reconocen, les
abren paso, pero no consiguen avanzar mucho; cuesta que dejen de
escuchar al Maestro.
Se corre la voz de su presencia, que llega hasta Jesú s, que interrumpe
su discurso y se vuelve hacia ellos con palabras duras para ser
entendidas só lo con razones humanas, pero que María –con visió n
sobrenatural– comprende a la perfecció n. Y allí se queda entre el
pueblo, como una má s, humilde y atenta.
Al terminar Jesú s de hablar, se acercan Pedro y Juan, la saludan
cariñ osos y los invitan a pasar donde está hospedado Jesú s.
La pequeñ a casa está rodeada de gentes, enfermos y sanos, vecinos y
extrañ os. En un pequeñ o corredor está Jesú s esperá ndolos.
–Hijo, qué alegría verte de nuevo.
–Madre, Dios esté contigo, bienvenida seas.
Son unos instantes que dicen lo de añ os: su hijo ya no es para ella, es
para esas gentes ansiosas de su palabra, que lo esperan, para los que
aú n no lo conocen, para los hombres: ellos son su madre y sus
hermanos... El pequeñ o de María de Cleofá s tiene ya trece añ os; Jesú s
revuelve su pelo y lo mira con cariñ o; las primas, má s audaces, lo
despiden con un beso; María, la ú ltima, también. Juan los acompañ a un
buen trecho, contá ndoles los ú ltimos tiempos de Jesú s.
El invierno es también lluvioso ese añ o; en Nazareth las noticias de
Jesú s escasean; pero llegan rumores de que los judíos quieren
prenderlo y acusarlo de romper los Mandamientos de la Ley. No se
adapta a lo que ellos quieren que sea el Mesías.
Un día gris, aterido y maltrecho llega Lá zaro; no hace mucho que ha
estado con Jesú s, hasta que se retiró a un lugar apartado. Trae malas
noticias: Herodes ha hecho matar a Juan. María se lleva las manos al
rostro y exclama compungida:
–¡Oh, mi Juan, mi pequeñ o Juan! ¿Qué han hecho contigo? Yo te tuve
en mis manos cuando naciste, te vi crecer, te escuché rezar, reír con
Jesú s... Juan, mi pequeñ o.
Llora María intensamente, oculta la cara en el rebozo de su manto,
ante ese mismo hogar grande que tantas veces alumbró el rostro de
Juan, juvenil y amoroso con todos:
–¡Rey ingrato, tantos bienes como te ha dado el Señ or; tu padre quiso
matar a Jesú s, tú mataste a Juan, Dios tenga compasió n de ti!
Talita llora por Juan, lo conoció poco y admiró mucho. Lá zaro
permanece unos días en la casa acompañ ando a María.
Al comenzar la primavera, las noticias son má s alarmantes: Jesú s
corre peligro, ha tenido que huir; no se sabe con certeza dó nde está .
–Si el Rey ha hecho eso con Juan, al que respetaba, ¿qué no hará con
Jesú s si no se pliega a sus caprichos? Dios mío, cuídalo, vela por él, es tu
Hijo amado, pero hombre al fin, de carne, que sufre como sufrió cuando
se enteró de la muerte de Juan, al que quería como a un hermano.
Señ or, ¡incomprensibles son tus caminos, pero acepto y amo tu
voluntad!
María decide ir a Betania para acercarse a donde se encuentra Jesú s.
La acompañ a María de Cleofá s que quiere ver a sus hijos, esos hijos que
está n con el Maestro, dispuestos a correr su misma suerte. La Pascua
está cercana y hay muchos peregrinos que emprenden el viaje. De
nuevo María, sobre la humilde borriquita, emprende el camino hacia el
sur, con la esperanza de estar pronto con Jesú s.
Capítulo XI
TIEMPO DE AMOR, TIEMPO DE DOLOR
En los ú ltimos añ os, siempre que iba María a Jerusalén, pasaba antes
o después por Betania, a la vieja casona –una de las pocas que habían
quedado en pie después de las guerras de ocupació n– de los hermanos
tan queridos de Jesú s, que se asomaba sobre los campos en el límite del
pueblo. Las hermanas alborozadas salían a recibirla, Marta era má s
comedida, María no sabía contenerse y sus exclamaciones alegres se
oían por toda la casa; para ellas era el mejor regalo, el suceso má s
destacado del añ o; Lá zaro atendía a las cabalgaduras mientras las
hermanas la abrazaban y besaban al tiempo que la ayudaban a pasar
adelante con su escaso equipaje.
María gustaba de permanecer unos días con ellos. Su amor era
recíproco: hasta le tenían un cuarto preparado –«el de María de
Nazareth», decían– en la planta alta, grande, con piso de madera blanca,
pulida por el paso de tantas pisadas en el tiempo, con una pequeñ a
ventana a la altura del techo con marco noble de piedra, que daba a los
campos de trigo, a los olivares y a unos viñ edos. Al fondo se observaban
las primeras casas de Jerusalén, tras el monte de los Olivos. Una cama
sencilla, a su derecha, a la vera de las pieles que sacaban del viejo arcó n
grande y las ponían con cuidado. Al otro costado de la ventana, el
aguamanil, sobre su base de patas finas y madera negra, junto con su
jarra llena de agua caliente.
Adosada a la pared del centro, una rú stica chimenea en la que –
cuando el tiempo era inclemente– calentaban los adobes que, bien
envueltos, metían a los pies de la cama para que no resultaran frías las
sá banas, y al poco traían un ramo de tomillo, pues sabían que le gustaba
a María su olor dentro del cuarto. En estos y otros detalles, las
hermanas se mostraban felices con oír alguna excusa de María, pues así
tenían la oportunidad de complacerla.
En primavera se oía a través de las ventanas el canto de la tó rtola
anidando en los olivares; en verano, el reclamo agudo de las perdices y,
casi siempre, los gorriones alborotadores sobre el alero.
En un rincó n mantenían un pequeñ o telar que había usado ya la
madre de las hermanas y que manejaban con María en los días
lluviosos. Por el contrario, si el tiempo era bueno, salían en las mañ anas
a ver los animales, dar de comer a las gallinas y acercarse hasta el
estanque donde algú n pez voraz salía a comer las migas de pan.
En las tardes templadas se reunían en el patio con sus labores. María
trabajaba bien y rá pido, con una perfecció n en sus puntadas que
admiraba a las hermanas. Al anochecer, se les juntaba Lá zaro, que no se
cansaba de saber de Jesú s, su amigo, y de escuchar a María, pues su
misma voz y su mirada se lo recordaban. Al anochecer, pasaban a la
gran cocina donde el fuego prestaba el calor, la luz, y guisaba los
alimentos. De algunos ganchos en techos y paredes colgaban restos de
la cosecha anterior; unas grandes tinajas de piedra, con tapa de madera,
contenían el agua fresca que podía tomarse con un pequeñ o cazillo de
palosanto.
A la luz de las llamas y de los candiles de pared, el rostro de María,
siempre hermoso, pá lido y sereno, cautivaba a todos los que se reunían:
viejos aparceros de la finca, empleados de confianza, sirvientas que
nacieron allí y allí morirían; y parientes que por algú n tiempo se
arrimaban a la casa. Raramente María contaba cosas íntimas suyas o de
Jesú s, pero en ocasiones, ante la insistencia de los reunidos, lo hacía y
les hablaba del nacimiento de Jesú s, la huida a Egipto o los viajes a
Jerusalén con José; mientras hablaba, se iba haciendo má s profundo el
silencio y só lo el crepitar de las llamas interrumpía, por instantes, sus
palabras.
***
Han pasado algunos añ os desde la ú ltima estancia de María en
Betania y en este tiempo han sucedido muchas cosas que los hermanos
conocen bien, pues Jesú s ha estado con ellos varias veces: có mo dejó su
casa de Nazareth y está recorriendo los caminos de Palestina
predicando su doctrina de salvació n. No hace mucho estuvo allí con
ellos y resucitó a Lá zaro, muerto tras una breve enfermedad; aú n está n
todos sobrecogidos y no cesan de dar gracias a Dios. Jesú s se fue de
nuevo con sus discípulos a las cercanías de Efrén, junto al desierto,
porque los judíos del Templo querían prenderlo.
Estando en Nazareth, María recibió la noticia de la enfermedad de
Lá zaro, por unos parientes que retornaron de Jerusalén; decide ir a
visitarlo, llevar consuelo a sus hermanas y encontrar la posibilidad de
ver a Jesú s del que sabe está por ese lado del país. María de Cleofá s –su
cuñ ada y buena amiga– se ofrece a acompañ arla con Jacob, uno de sus
hijos; los otros está n con Jesú s.
Parten al amanecer de un día templado, pró xima la primavera. María
echa una ú ltima mirada a sus cosas. A su pequeñ a casa, ¡tan vacía desde
que se fue su hijo!; bien envuelta lleva la tú nica sin costura que acaba
de confeccionar para Jesú s. Cuá ntas horas pensando en él mientras tejía
esos hilos que ella misma había trenzado cuando aú n vivía Ana.
Los despiden Talita y José –¡có mo le recuerda a su esposo!–, que se
hará n cargo del cuidado de la morada y de los animales. Al pasar por
delante de la casa de sus padres no encuentra a Joaquín y a Ana, no
salen a despedirla como añ os anteriores, ya han muerto... ¿Y Jesú s?,
hace tres añ os que se fue... ¿qué será de él?, ha escuchado rumores de
que lo quieren apresar. Emprenden la marcha cuando el sol ya asoma
por las montañ as. El viaje, como tantos que ha realizado al mismo
pueblo, transcurre sin contratiempos, con cierta prisa y ratos de
silencio.
Llegan a la casa de los hermanos de Betania al oscurecer del cuarto
día; ladran los perros antes de que una muchacha alborozada entre de
nuevo para avisar a voces la llegada de María y su amiga.
Salen las hermanas, alegres –no se imaginaban la siempre esperada
visita de María– y la cubren de besos y abrazos con lá grimas de
contento, carreras y luces nuevas que se encienden. Sale Lá zaro, pá lido,
aú n apoyado en su bastó n, la abraza también y apenas puede decir:
–Jesú s me salvó estando yo muerto, fue hace unos días, ahora está en
Efrén por temor a los judíos.
La acompañ an a su cuarto, encienden la chimenea y, después,
reunidos en la vieja cocina, le cuentan con detalle la visita de Jesú s con
sus discípulos, la enfermedad, la muerte y la resurrecció n de Lá zaro, así
como las conversaciones con Marta y las intrigas de los judíos. María se
retira pronto a descansar del largo viaje.
Pasan los días como en otras ocasiones, cosas pequeñ as que hacer
que las mantienen ocupadas: trabajo, oració n y caridad con aquellas
personas que vienen de Jerusalén para visitarlas o para indagar la
curació n de Lá zaro. María ama y es amada de aquella familia, con un
amor sincero y espontá neo.
El tiempo es fresco aú n, cantan en los olivares las primeras tó rtolas y
alborotan las palomas en el patio; bandadas de estorninos cruzan el
cielo azul. Los mozos con sus bueyes aran los campos de alrededor,
remueven con sus antiguos arados de madera y punta de hierro la
tierra negra, blanda por las primeras lluvias de primavera. No hay
noticias de Jesú s.
La quietud de la tarde se interrumpe un día por el trote de una mula,
un muchacho de la finca viene jadeante:
–Jesú s se acerca con sus discípulos, no tardará n mucho en llegar.
María siente latir fuerte su corazó n, las hermanas se levantan con
prisa de donde sus labores a preparar la casa para recibirlo; Lá zaro da
gracias a Dios mientras va y viene por el corredor: ahora podrá
agradecer a Jesú s con calma su vuelta a la vida. Tardan. Al fin asoman
por el portó n viejo de entrada, se destaca la figura de Jesú s en medio
del grupo: alto, vestido de blanco, con caminar pausado; abren la puerta
de par en par. María dentro, en la penumbra del patio; las hermanas no
pueden contenerse y salen al pó rtico. Jesú s las saluda, Lá zaro lo abraza,
no puede retener un sollozo que hace estremecer al Maestro. Entran.
–Madre, ¿está s aquí? ¡Dios sea bendito!
María lo abraza y lo besa en silencio, serena: Jesú s, su hijo, está bien,
má s delgado, su mirada má s profunda. María de Cleofá s abraza a sus
hijos y muestra su alegría con voces y lá grimas. Entran má s y má s
gentes, el patio se llena. Jesú s con Lá zaro pasa a su habitació n. Hay
saludos, hablan, esperan; las hermanas van de un extremo al otro,
atendiendo a todos. Juan se queda con María, que se ha sentado en un
banco rú stico arrimado al muro del patio. Se acomoda a sus pies. María
le hace un cariñ o con la mano en el revuelto pelo:
–Juan, ¡cuá nto has crecido! ¿Có mo está Salomé, tu madre? Desde Caná
de Galilea que no la veo. Cuéntame, ¿por dó nde habéis andado?
–Por Efrén, junto al desierto, donde Juan comenzó a bautizar; a Jesú s
quieren prenderlo los judíos del Templo por envidia.
–¿Por qué habéis regresado?
–Jesú s quiere ir de nuevo a Jerusalén para dar testimonio y celebrar
allí la Pascua.
Juan se queda mirando a María, no la conoce mucho, pero cada vez la
ama mas; ¡se parece tanto a Jesú s! Queriéndola a ella, quiere al Maestro;
comprende que entre ellos hay unos lazos ú nicos, má s fuertes que entre
cualquier madre e hijo.
–Señ ora María, ¿por qué ha venido hasta la Judea?
–Quería estar con Jesú s y con vosotros: presiento que algo le va a
pasar; só lo con verlo y oírlo unos instantes me consuelo. Juan, ¿nunca lo
dejará s?
–No, señ ora María, nunca lo dejaré, Pedro y los demá s también lo han
dicho.
–Dime, Juan, ¿por qué has dejado tu casa, a tus padres, tu tierra, tu
porvenir, y has seguido a Jesú s?
–Señ ora, me cautivó Jesú s desde que lo conocí: su figura, su voz, su
mirada..., pero má s que nada, sus palabras –palabras de vida eterna son
las suyas–, su amor a Dios y a todos los hombres. Ademá s, me pidió que
lo siguiera: fue hace tres añ os, junto al Lago.
–Algú n día comprenderá s má s cosas, Juan... ¿Sabes de quién es hijo
Jesú s?
–Si, señ ora María, tuyo y...
–Sí, Juan, él es hijo mío y de Dios Padre..., lo tendrá s que decir muchas
veces –a su tiempo– cuando lo puedan entender.
Juan mira a María con asombro e inmenso amor, toma su mano y la
besa, mientras sus ojos se empañ an por las lá grimas, ¡qué grandeza la
de María, y tan sencilla y humilde!
Ella vuelve a revolverle el pelo con la mano, en gesto cariñ oso. Sale al
poco Jesú s, con Lá zaro, y saluda a todos con pausa, con cariñ o, y pasan
a cenar; Marta y su hermana sirven. Lá zaro se reclina con Jesú s entre
los discípulos. María, al otro extremo, lo mira y escucha; da Jesú s
gracias a Dios y comen con á nimo alegre; al anochecer, se retiran
cansados por el viaje. Ora en su habitació n, agradecida a Dios por estar
tan cerca de Jesú s, porque está sano y salvo, porque mañ ana –a la luz
del sol– estará de nuevo con él.
***
Amanece aquel domingo de primavera radiante. María, desde
temprano, con las hermanas, ha ayudado a preparar los alimentos para
todos. Se van reuniendo los viajeros de ayer con los que vienen, en el
patio. Juan la saluda el primero y se queda ayudá ndola; los demá s se
acomodan donde pueden. Llega Jesú s, descansado, sus vestidos limpios
–¡có mo lo aman en Betania!–, saluda a su madre y comparte los
alimentos junto a ella.
–Madre, voy a ir a Jerusalén cuando el sol esté alto, a plena luz para
que todos me vean..., y gracias por esta tú nica nueva.
Se levantan y parten para la ciudad. María con las mujeres, contenta y
anhelante, sale detrá s; el día es templado, algunas nubes tachonan de
blanco el azul del cielo. Jesú s camina sin parar y habla poco. Al llegar a
Betfagé, antes de comenzar la subida del Monte de los Olivos, envía dos
discípulos por un borriquillo, que al poco le traen, pues disminuyen el
paso. María observa có mo algunos que está n má s cerca echan sus ropas
sobre el jumento, ayudan a montar a Jesú s y, segú n van subiendo, ve
có mo otros extienden sus mantos a su paso, a la par que lo reciben con
gritos de jú bilo. Se van juntando má s gentes, pues son muchos los
peregrinos que por ese camino se van acercando a Jerusalén.
Al llegar a la cima y durante la bajada, escucha María có mo
comienzan a alabarlo con exclamaciones del Salmo 118 y, en medio del
jú bilo que aumenta por momentos, puede escuchar las mismas
palabras que los pastores contaron que les habían dicho los á ngeles
cuando su nacimiento. María está alegre por el recibimiento a Jesú s, a la
vez que expectante por lo que pueda ocurrir. Ve có mo se le acercan
algunos fariseos y su hijo con calma les habla y los aleja. En un recodo
del camino aparece entre los á rboles la vista de Jerusalén, blanca y
lú cida, recortada sobre las montañ as del fondo.
Jesú s se detiene contemplá ndola, se detienen todos, se acercan los
chiquillos que correteaban a los lados, un viento ligero mueve los
cabellos de Jesú s y sus vestidos; todos callan, observan lá grimas en sus
ojos y que su rostro se vuelve serio al anunciar la destrucció n de esa
ciudad –para ellos invencible– como castigo por su rechazo. María
escucha atenta estas palabras que le traen a la memoria oscuros
presagios, que ni la bonanza del día ni la alegría de los acompañ antes
mitigan; al reanudar Jesú s su marcha, vuelven con jú bilo a sus
alabanzas, a la vez que cortan ramos y palmas para acompañ arlo, como
cortejo al que se unen los de la ciudad apercibidos de su llegada.
A medida que se acercan al Templo, teme María que aparezcan los
soldados para prenderlo. Al fin llegan y, con asombro, ve có mo Jesú s
desmonta del borriquillo y comienza a expulsar a los vendedores y
cambistas; hay voces a favor y voces en contra, calma y revuelo, amor y
odio. Al terminar, puede acercarse con su grupo y verlo a lo lejos
hablando a la multitud, apenas lo oye por la muchedumbre que se
interpone: allá está Jesú s, su Jesú s, con su rostro hermoso y sereno,
escuchado con admiració n por aquellas gentes ávidas para toda palabra
de Dios...
Pasado el mediodía, regresa a Betania con las mujeres, alegre el
corazó n, alabando a Dios: ¡Jesú s ha triunfado sobre los doctores de la
Ley y los fariseos! ¡El pueblo lo recibió y lo escuchó con gusto!
Entrada ya la noche, regresa Jesú s con sus discípulos, cansado y
contento, se sienta junto a ella en la cocina, mientras come algo que le
traen allí mismo.
–Madre, ¿hasta cuá ndo vas a quedarte?
–Todo el tiempo que estés por aquí, hijo.
Queda María en Betania los días que Jesú s marcha a Jerusalén con los
suyos; por las tardes lo espera ilusionada, recogida y limpia la casa, el
fuego encendido en el hogar; si no regresa por la noche, al día siguiente
Juan le relata todo lo que han hecho: la muchedumbre cada día mayor
que lo escucha, el encono de los del Templo, los forasteros venidos de
muy lejos que quieren conocerlo y hablarle, y sus profecías...
Al tercer día no va Jesú s a Jerusalén: quedan todos en Betania; la
mañ ana está fresca, las lluvias de las noches han hecho reverdecer la
tierra, aparecen los primeros brotes en los á rboles sin hojas. Jesú s está
alegre, los discípulos también. María y las hermanas sirven unos
alimentos sencillos, que toman todos en paz y unió n, y salen juntos a
dar un paseo por el campo, María junto a Jesú s –está n como en familia–,
le toma la mano que su hijo sostiene; Juan al otro lado, con sus ojos
despiertos, que no dejan de mirar a ambos. Marchan despacio, por un
camino terrero, ancho, entre olivos y algarrobos; al extremo, un
sembrador va lanzando el trigo escogido sobre los surcos recién
abiertos; un muchacho tras él cierra el surco con el pequeñ o arado
tirado por la mula, para que se entierre bien la semilla, muera y dé
fruto.
María está feliz de tener a Jesú s tan cerca, hace tiempo que no
caminaba de su mano como ahora, ¡cuá ntas cosas han sucedido en poco
tiempo! Lá zaro comenta a Jesú s cosas de la tierra, de las siembras; al
pasar frente a unas casas, una gallina asustada por los caminantes se
cruza en el camino, llama a sus pollitos y los recoge bajo sus alas. Al
llegar bajo unos mostazos, se sientan bajo su sombra. Jesú s habla con
unos pocos; un grupo venido desde Jerusalén se acerca, todos quieren
estar con el Maestro, escucharlo o, al menos, sentirse mirado por esos
ojos profundos que tanto se parecen a los de su madre.
Unas ovejas pastan por ahí cerca; el pastor, con su perro a la vera,
vigila que no se metan en los sembrados; también se acerca al grupo, a
pesar de sus ropas gastadas y su pelo enmarañ ado. Con su cayado en la
mano, llega cerca de Jesú s y se le queda mirando; el Maestro le habla
con afecto y le pregunta por sus rebañ os. Llegan má s gentes de caseríos
cercanos, el grupo se agranda, María goza viendo có mo quieren a su
hijo estas gentes sencillas: es el pueblo, el pueblo llano que ha sufrido
tanto a lo largo de los siglos.
Se está bien junto a Jesú s, no se siente el paso de las horas; al fin se
levantan con él y emprenden el camino de retorno a la finca. Allí los
espera Simó n, el leproso, con sus hijos, viene a recordar la invitació n
para comer en su casa ese día, es un gran honor para él. Jesú s lo saluda
con cariñ o y promete que dentro de un rato partirá n. María se acerca a
la cocina donde quedó Marta trajinando, como en otras ocasiones; la
ayuda a colocar lo que van a llevarse, junto a su hermana y otras
muchachas de la hacienda. Está n contentas y habladoras, el ambiente es
de fiesta; no obstante, bien intuye María que los días siguientes será n
muy distintos.
Es la casa de Simó n –a poca distancia de la de Lá zaro–, grande y bien
amueblada, con amplia sala de viga vista en la que se ha dispuesto una
gran mesa, a la que enseguida se acomodan; presiden Jesú s y Simó n; los
discípulos y Lá zaro está n pró ximos a él. María en un extremo con otras
mujeres de la casa; Marta, eficaz, ayuda a las muchachas a servir los
platos. María, su hermana –antes de comenzar la comida– se acerca en
actitud humilde a Jesú s y, con un golpe seco sobre la mesa, rompe el
cuello de un precioso frasco de perfume de nardo y lo derrama sobre el
Maestro. De regreso, pone sobre María un poco del perfume que ha
quedado en el fondo del frasco, ella se lo rechaza con cariñ o, pero se lo
agradece, comprende su detalle de amor. El olor intenso llena la
estancia y los patios: todos se dan cuenta de lo sucedido. Judas
protesta; María lo oye desde su distancia y queda sobrecogida por la
respuesta de Jesú s... ungirlo, sepultura... Jesú s nunca adelanta sucesos
que no vayan a cumplirse, ¿qué va a ocurrirle? Antes de levantarse de la
mesa ve a Judas salir subrepticiamente: nunca le ha gustado su actitud
zalamera y menos hoy su mirada aviesa.
Termina la cena llena de presagios. Jesú s sale con sus discípulos,
María queda con las hermanas y la familia de Simó n ayudando a
recoger todo; al fin, con las primeras estrellas en el firmamento,
retornan a casa de Lá zaro; el tiempo es frío y hay luna creciente,
caminan en silencio, rezando, hasta que unos perros alborotan al llegar
frente a la casa. Se recoge en su habitació n y ora a la luz de las llamas
que unos troncos esparcen desde la chimenea:
–Señ or mío, mi Dios, protege a Jesú s, tu Hijo y mi hijo; mira có mo
trabaja por ti, no descansa, yo lo miro como cuando era pequeñ o, como
cuando venía del campo con José, con los vestidos olorosos a heno y esa
sonrisa con que se acercaba a besarme, ¡cuá nto lo quieren algunos! Los
he visto pendientes de sus labios, poniendo el corazó n..., pero hay otros
que no lo quieren, porque no Te aman de verdad a Ti, Señ or, aman má s
sus tradiciones, sus invenciones sobre Tu Ley. He visto odio en sus
miradas, me da miedo, no vayan a levantarse contra él, lo hieran o
maten... a su Dios.
El fuego se va extinguiendo en la chimenea, la lluvia monó tona tras la
ventana invita a dormir. En la casa se hace el silencio.
Amanece otro hermoso día de la incipiente primavera. María, a través
de la pequeñ a ventana, oye el canto incesante de unos jilgueros en un
á rbol cercano; al frente, sobre los olivos plateados por los primeros
rayos del sol, los blancos muros de Jerusalén. Ora otra vez María,
mirando esa ciudad donde pronto se dirigirá de nuevo Jesú s.
–Señ or, ¿qué sucederá hoy? ¡No te lo lleves tan pronto! Lo
necesitamos... Mi corazó n se estremece porque le pase algo...; en tantas
ocasiones cuidé de él, de pequeñ o velé a la vera de su cama tantas
noches. Cuá ntas veces lo llevé en mis brazos, consolé su llanto, alimenté
su boca, limpié su cuerpo... ¡Oh, Jesú s, para mí será s siempre el hijo
pequeñ o! ¡Si pudiera defenderte de alguna manera! Dios y Señ or mío,
acepto tu voluntad, pero vela por tu hijo.
Llegan las hermanas a avisarle que ya tienen la sencilla colació n
preparada, les sonríe, se deja besar por ellas que está n alegres y
habladoras. Abajo está Jesú s con Lá zaro, el semblante serio y sereno:
–Buenos días, madre, Dios esté contigo.
–Que É l te acompañ e, mi Jesú s; hice oració n contemplando Jerusalén
–tierra y cielo unidos en el horizonte– y hablá ndole a Dios de tus
palabras de ayer, que me sobrecogieron.
Van llegando Pedro, los demá s, y saludan a Jesú s. Juan después se
acerca a ella y se deja dar un beso en la cabeza de pelo revuelto. Hay un
ir y venir de conversaciones mientras comen, algunas risas breves y
algunos silencios. Antes de levantarse, dice Jesú s a Pedro y Juan que
vayan a preparar todo para celebrar –esa misma noche– la cena
Pascual, y có mo encontrará n la morada donde tenerla; se levanta
después y, al pasar junto a María, la invita a cenar en la casa de la madre
de Marcos, y se retira.
María se queda con María de Cleofá s, las hermanas y otras
muchachas; recogen la mesa, a la vez que platican de có mo ayudará n a
la madre de Marcos en esa cena Pascual, pues irá n muchos. Pasa
aquellas horas de trabajo en la gran cocina con desasosiego; quiere
estar sola y a la vez acompañ ada, su pensamiento continuamente en
Dios, su corazó n en Jesú s:
–¿Qué le ira a ocurrir? A primera hora de la tarde llega Juan
anunciando que todo está listo; se arregla para salir con las mujeres
que llevan en sus manos azafates con alimentos calientes.
Parte Jesú s con los discípulos –todos con los bastones– y detrá s, ellas;
el camino se le hace a María pesado, empinada la cuesta de los Olivos,
que apenas unos días antes subiera con gozo al compá s de la alegría de
sus compañ eros. Nubes de lluvia tapan a ratos el sol y cargan la
atmó sfera, se levanta un aire cá lido que mueve las copas de los á rboles
y las ropas de la gente. Muchos peregrinos se unen al grupo, algunos
que regresan los miran con curiosidad. María espera ver aparecer algú n
piquete de hombres armados que prendan a Jesú s; al fin llegan –
rodeando el torrente Cedró n– a las primeras casas; hay gentes que
miran y otras que pasan con prisa; los niñ os juegan en las calles, ajenos
al ir y venir de los mayores.
Un rebañ o de ovejas y corderos –que llevan al Templo– les cierra la
calle; van a ser sacrificados mañ ana, no lo saben y van prestos por
llegar a algú n lugar fuera de esas callejuelas; les siguen a su paso, a la
par que los pastores que los azuzan con sus gritos. El sol se oculta tras
unos muros, oscurece; llegan a la casa; Pedro con otros en el umbral,
esperan; entran todos, Jesú s saluda a María, madre de Marcos y –
acompañ ado de los discípulos– sube a la planta alta donde está la sala
preparada: algunas luces ya prendidas, las paredes blancas, lisas, con
algunos adornos de cerá mica rú stica colgados.
En el centro, una gran mesa, a un costado otra má s pequeñ a con ollas,
platos y tazas que contienen alimentos, separadas de las jarras, toallas y
vasijas de barro. Cerca se acomoda María sobre un sencillo banco,
arrimado a la pared, junto con las otras mujeres y algunos jó venes que
permanecen discretamente acurrucados en el piso. Sobre la mesa, unas
fuentes con trozos de cordero –que Pedro y Juan sacrificaron en el
Templo por la mañ ana– cocido a la brasa y cortado con prisa. Jesú s se
acerca al centro con su cayado, Juan, el menor de ellos, le pide –como es
la costumbre– que explique el sentido religioso de esa cena. Jesú s lo
hace con voz pausada y, al terminar, entonan los himnos.
Jesú s, de pie, toma un trozo de la carne sin sal ni condimento, que
come con su pedazo de pan sin levadura; lo mismo hacen sus discípulos
en silencio y con calma; a María le acercan un pequeñ o trozo envuelto
en las lechugas amargas. Antes de finalizar, beben en las copas y
entonan el himno, con voces graves, templadas. Jesú s canta también.
María recuerda que ella le enseñ ó de chico y cantaban junto con José,
hace tanto tiempo. Da la acció n de gracias a Dios, con voz firme, como
hablando con É l. La oscuridad entra por las ventanas junto con la bulla
lejana de la ciudad; una racha de viento hace mover las llamas de las
lá mparas: se siente la presencia del Padre.
Deja Jesú s su bastó n, se acerca a la mesa pequeñ a y lava sus manos en
la palangana, lo mismo hacen los discípulos; mientras terminan, Jesú s
mira con cariñ o a María y a los que está n junto a ella; los discípulos
vuelven a la mesa. Jesú s espera, toma la jofaina, unas toallas y se dirige
a los apó stoles. Se arrodilla ante el primero y le pide con un gesto que
descubra sus pies para lavá rselos; enmudecen las conversaciones y
quedan todos pendientes. Jesú s, en silencio, va lavando los pies de cada
uno; só lo al llegar a Pedro se interrumpe y habla, ante la protesta de su
discípulo. Al llegar a Judas, éste no puede sustraerse a su mirada, la baja
y, nervioso, agarra la mesa con las manos.
María se llena de gozo y ternura ante el gesto de su hijo y observa que
algunos dejan caer en silencio algunas lá grimas viendo a su Maestro a
sus pies. Cuando termina, deja las cosas junto a ella y regresa al centro
de la mesa y se sienta al lado de Juan.
Las mujeres les llevan la cena, ponen las copas con má s vino, las
paneras, las jarras de agua y las fuentes con alimentos que prepararon
desde temprano con esmero. Jesú s toma un bocado, bebe un sorbo de
vino y, mirando a todos con calma, les habla mientras ellos comen; se va
haciendo el silencio, también en la calle bajo las estrellas que
parpadean expectantes; hay como un rumor de la presencia de los
á ngeles, la naturaleza entera quiere participar de este amor de Jesú s
que se derrama en sus amigos. Les habla Jesú s del cariñ o entre ellos –
como el suyo por cada uno–, de la unió n con él, de que no teman el
desprecio del mundo...; el tiempo parece que se detiene, todos los ojos
está n puestos en Jesú s, menos los de Judas que miran fijos a la mesa.
María Magdalena solloza en un rincó n, otras mujeres se llevan los
pañ uelos a los ojos.
Se incorpora Jesú s y los discípulos con él, pero les manda permanecer
en sus lugares. De nuevo se hace un silencio, só lo interrumpido por el
chisporroteo de las candelas: silencio profundo, intenso, que facilita el
lenguaje de las almas. Jesú s pasa la vista con calma por los presentes:
tiene que irse y quiere quedarse; los ama y en ellos ama a los hombres
todos de este mundo. Toma unos panes de la panera, los reparte a cada
uno y pronuncia unas palabras que María oye claramente, tan grande es
el recogimiento de todos; lo comen pausados. Toma después la jarra y
echa vino en sus copas y dice otras palabras claras y sobrecogedoras;
luego, beben despacio y quedan recogidos unos momentos. Judas sale –
entre los cuchicheos de los discípulos–, la mirada torva, el saludo
confuso, la bajada de la escalera precipitada. María lo ve partir y
suspira, el ambiente parece que se aclara.
Jesú s vuelve a reclinarse y les sigue hablando de un Mandamiento
Nuevo –ley suprema del amor–, del Espíritu Santo y de las moradas que
les tiene preparadas en la casa del Padre. Su amor, ese amor inmenso
que María conoce tan bien, se debate entre la pronta voluntad de Dios y
aquel puñ ado de personas que lo escuchan y miran con ojos brillantes.
A continuació n, sus palabras toman un tono de despedida, hasta que se
levanta y lo mismo hacen todos con él; se dirige a donde está María,
deja su cayado y toma su manto, se lo pone, se acerca a ella y la besa:
–Madre, no te preocupes por mí, vela por éstos, que te necesitan.
Queda con Dios.
Mira a las otras personas –a la madre de Marcos le agradece la cena–
y sale precedido por sus discípulos. Al pasar Juan le dice a María:
–Vamos al Huerto de los Olivos.
Quedan las mujeres solas, María ayuda a recoger la cena, con el
pensamiento lejos. Jesú s se ha despedido. ¿Qué será de él? La madre de
Marcos la acompañ a a su habitació n, recogida y oscura, só lo la luz de
una pequeñ a lá mpara en un rincó n y la claridad de la noche que entra
por la alta ventana; hace calor, no tiene á nimos de dormir, ora:
–Oh, Señ or y Dios mío, padre Santo, vela por Jesú s, yo presiento que
su fin se acerca, ha cumplido su misió n..., ¡pero es tan joven! Lleva poco
tiempo entre los suyos..., ¡có mo los quiere! –les dio su cuerpo en el
pan–, y ellos, ¡có mo lo aman! Está n dispuestos a dar su vida por él...
Señ or, cuídalo, es tu Hijo; los del Templo no lo toleran, ¿y qué mal ha
hecho...? Ha enseñ ado a tantos a amarte má s, con un amor auténtico,
distinto; a otros ha curado; a todos ha llenado de esperanza..., ¿por qué
marcharía a estas horas al Huerto...? Mañ ana es la Parasceve, ¿irá al
Templo...? Señ or, he aquí tu esclava, há gase tu voluntad.
En el silencio de la noche se oye el canto lejano de un gallo, allá por
los Palacios...
***
El día amanece nublado. Baja María con la madre de Marcos, se le
juntan las otras mujeres, ojeras de desvelo en sus caras; cambió el
tiempo, sopla un viento a rachas, con olor a tierra mojada. Llegan Juan y
Santiago, los rostros demudados, las ropas hú medas.
–Han cogido a Jesú s. Fue a medianoche, en el mismo Huerto: Judas lo
traicionó ; él pidió que a nosotros nos dejaran ir, huimos, lo dejamos
solo; Pedro y yo fuimos luego a la casa de Aná s, después lo llevaron al
palacio del Sumo Sacerdote y al de Herodes; ahora lo llevan al Pretorio,
donde Pilatos; quieren que ese hombre los autorice a darle muerte. ¡Oh,
María!, ¿qué mal ha hecho Jesú s? Y solloza Juan mientras toma caldo
caliente con un bocado de pan.
–Juan, iré contigo a donde está Jesú s.
–Señ ora, hay mucho odio contra él y está n azuzando al pueblo para
que vaya al Pretorio y los apoye en sus acusaciones..., temo que te vayan
a hacer algú n mal.
–No, Juan, nadie me hará dañ o, iré con otras mujeres, madres y
pobres como yo.
María baja al poco con su manto grande, se le juntan las otras mujeres
y salen precedidas de Juan. Hay sol en la calle que deslumbra, cielo azul
tachonado de nubes, algunos transeú ntes van hacia el Templo, con paso
apresurado; hay forasteros que miran; unos hombres allí parados
hablan en voz alta:
–Han detenido a Jesú s, el de Galilea y lo llevan al Pretorio, con Pilatos,
¡no quiso hablarle a Herodes!
María acelera el paso, las calles comienzan a estar má s concurridas;
todos convergen hacia el gran patio del Pretorio; llegan a duras penas
hasta un extremo, bajo unos muros que les dan sombra, muchas gentes
ante ellas, hombres en su mayoría; al frente, a un tiro de piedra, unas
escaleras, una terraza con soportales y Jesú s... Jesú s solo, las manos
juntas amarradas, una pequeñ a capa roja, rota y sucia, sobre sus
hombros, manchados de sangre sus vestidos, una corona de espinas
sobre su cabeza, el rostro con moretones surcado por hilos de sangre,
sereno, la mirada recogida. El Procurador Pilatos vestido a la usanza
romana se acerca a él, unos guardias en torno. A media distancia entre
Jesú s y el pueblo, los pontífices y sus ministros que, en grupo
abigarrado y ojeroso por el desvelo, lo acusan con sañ a a la par que
azuzan a la muchedumbre que, confusa y aleccionada, termina por
gritar.
–¡Crucifícalo, crucifícalo!
Oye María estas palabras como espada que atraviesa su corazó n. El
interrogatorio a Jesú s sigue, los judíos siguen también en sus
acusaciones, el pueblo cada vez se enardece má s.
–Dios mío, ¡no les tomes en cuenta a estas gentes lo que gritan!
¡Compadécete de tu Hijo, Señ or, tan maltratado! Siguen las voces de los
sacerdotes y los gritos del pueblo, entre los silencios de algunos que
miran asustados. Juan quiere como protegerla, que no escuche esas
voces, también quiere hacer algo por Jesú s, gritar él también en su
defensa..., se ha quedado solo con las mujeres.
Pilatos entra de nuevo al Pretorio con Jesú s, hay un momento de
tenso silencio; las sombras de las arcadas de la plaza se desvanecen: es
mediodía; aparece de nuevo Pilatos que se sienta en su tribuna y deja a
Jesú s ante los judíos que lo enfrentan con el César. Al fin Pilatos impone
silencio que tarda en llegar, ¡tan enardecidos está n! Y da su sentencia:
–¡Sea crucificado!
Un murmullo, como río que arrastra piedras en la tormenta, se
extiende por la muchedumbre, y llega hasta María que se estremece en
sus entrañ as, pero permanece serena, sus ojos hú medos nada má s, no
así sus amigas que prorrumpen en sollozos; a Juan se le escapa un grito
que el rumor de la muchedumbre ahoga:
–¡Es inocente!
María ve có mo quitan la capa roja a Jesú s, le dan de nuevo sus
vestidos –le desamarran las manos para que se los ponga, a la vista de
todo el mundo– y al final su tú nica, ésa que había comenzado con tanto
cariñ o al regresar de Caná , sin una costura, con hilo guardado desde los
tiempos en que hilaba con Ana, cuando José trabajaba en el taller y
Jesú s le ayudaba, mientras las palomas revoloteaban en el patio de la
casa de Nazareth:
–¡Oh, hijo mío, qué van a hacer contigo!
Unos soldados llevan unos troncos cruzados al pie de la escalera,
otros acompañ an a empellones a dos hombres: ¡son los ladrones!,
murmura una voz a su lado. Baja Jesú s despacio las gradas, se hace de
nuevo el silencio, le cargan la cruz sobre sus espaldas, los otros dos
protestan y son golpeados. Se organiza el cortejo con unos soldados a
caballo delante, otros a pie detrá s de los condenados, que a duras penas
pueden pasar entre las gentes que se agolpan alrededor; unas voces
gritan: ¡Los llevan al Gó lgota por la puerta Judiciaria!
María sale presto de la plaza con Juan y las mujeres, para ver pasar a
Jesú s y, si es posible, acompañ arlo; la marcha se hace difícil entre el
paso de los que corren y los que se cruzan; el sol aprieta; se encuentran
con otro grupo de mujeres, entre ellas la madre de Juan, se les unen. Al
fin llegan a una calle donde ya hay mucha gente esperando inquieta; al
poco aparece el cortejo en un recodo: Jesú s es el ú ltimo con la pesada
cruz sobre sus hombros, la corona de espinas aú n en su cabeza; al pasar
descubre a su madre y la mira; María no puede evitar un grito de dolor
al verlo así deshecho y sangrante el amoratado rostro, con su mirada
quisiera curarlo, con su presencia consolarlo. Con audacia se meten
entre las gentes y llegan hasta Jesú s; los soldados las repelen con las
astas de sus lanzas. Juan grita:
–¡Es la madre de Jesú s!
Aquellos hombres rudos vacilan y las dejan quedarse atrá s de ellos.
Sigue la marcha por aquellas calles estrechas, resbaladizas, y ahora
abarrotadas, que van hacia la Puerta Vieja.
Jesú s se tambalea agotado, cae sobre sus rodillas, se para el cortejo,
se ríen algunos, se irritan los verdugos; un hombre que viene en sentido
contrario, con la carga de verduras sobre sus hombros, es obligado a
tomar la cruz de Jesú s que se incorpora y mirando a las mujeres que –
junto a María– lo siguen y se compadecen de él, les habla unos
instantes, hasta que de nuevo, ayudado por aquel hombre,
reemprenden la marcha entre gentes cada vez má s numerosas y
apretadas a la orilla de su paso. Algunos gritan a Jesú s, otros increpan a
los soldados romanos, los má s miran entre curiosos y asombrados.
Veró nica, la esposa de Mateo, se le acerca audazmente y limpia su
rostro con un pañ o blanco.
Al salir de las murallas el sol pega inclemente, en el horizonte se
forman negros nubarrones. Sigue la gente al cortejo, acompañ ados de
otros que corren de los vecinos lugares para verlo de cerca; una
crucifixió n es un espectá culo siempre impresionante, despierta en
quienes lo ven sentimientos encontradizos: de compasió n por los
ajusticiados y malquerencia con los verdugos.
Un pequeñ o montículo se alza en las afueras, a la vera del camino,
pelado y siniestro; a su pie, el hombre que ayudó a llevar la cruz, lo
deja; Jesú s la toma y sube arrastrá ndose casi hasta la cima en pos de los
ladrones. Los soldados y los de a caballo lo suben agitados,
impacientes; María y las mujeres avanzan un buen trecho hasta que los
centinelas las detienen. Jesú s, erguido en la cumbre, espera; unas
mujeres de Jerusalén se acercan con unas jarras de vino mezclado con
mirra y se las dan a los verdugos que, de mala gana, se las pasan a los
condenados. Jesú s apenas lo prueba.
Observa María có mo le quitan los vestidos y lo empujan hacia el
suelo, donde está acostada la cruz; Jesú s, sobre aquellos maderos,
extiende los brazos; María oye el ruido sordo del martillo al hundir los
clavos en sus manos callosas de carpintero, y en sus pies; esos golpes
hieren su corazó n como si lo traspasaran. Ve después có mo clavan un
letrero en el extremo de la cruz y alzan a Jesú s junto con ella, hasta
dejarla caer sobre un hoyo abierto que calzan con unas piedras.
Allí queda Jesú s expuesto a la vista de todos, clavado en su cruz, que
se recorta sobre el cielo azul, con el sol dá ndole de lado en el rostro; al
poco se alzan a sus extremos las cruces con los ladrones. El espectá culo
es aterrador, los verdugos, indiferentes, comprueban si está n bien
sujetos y se retiran unos pasos tras recoger las herramientas y los
vestidos de los condenados para repartirlos entre ellos; ve María có mo
extienden la tú nica de Jesú s que hace poco le entregara, y se la juegan
con unos dados.
El centurió n con los otros jinetes se retira a un lado, los caballos
piafan, patean el suelo y se mueven inquietos como repeliendo
instintivamente aquella sangre cruelmente derramada que chorrea por
los maderos, hasta gotear sobre el suelo. No pierden de vista a los
crucificados y a aquellas gentes alborotadas que los rodean monte
abajo, vociferando a ratos y siempre con amenaza de revuelta.
Suben algunos sacerdotes, escribas y servidores del Templo; la
muchedumbre que contempla avanza unos pasos tras ellos para
escuchar lo que dicen a Jesú s; ellos lo miran con atenció n, le hablan,
ríen y le gritan entre nerviosos y cínicos. Ganas le dan a María, con Juan,
de gritarles:
–¡Ya lo habéis condenado, dejadlo ahora morir en paz!
Las mujeres también se acercan, los soldados las dejan estar, ya no
hay peligro de que puedan nada para salvar al crucificado: dentro de
poco morirá . Sentados con sus lanzas entre las rodillas contemplan el
grupo pueblerino que acompañ a a esa mujer velada, que es la madre de
uno de los ajusticiados, ¡pobre mujer!, ¿qué habrá hecho su hijo para
terminar así?
Se sientan en el suelo a unos pasos de las cruces; Juan está tan pá lido
y ojeroso que su rostro se hace má s niñ o. Pueden escuchar a Jesú s
có mo pide al Padre que perdone a los que lo crucifican; palabras
preciosas en esos momentos que los hacen sollozar en silencio. María
puede ver a su hijo má s de cerca:
–¡Dios mío, qué herido está !
Sangran sus rodillas, sus costados, sus manos, sus pies y su cabeza,
que inclina para fijar en ella los ojos. María los alza y sus miradas se
encuentran, ojos divinos de Jesú s, de mirar profundo y amabilísimo,
ojos que ella vio abrirse en Belén y brillar como luceros tantos añ os en
Nazareth, ojos ahora enrojecidos y medio tapados por los moretones.
Jesú s le pide que tome a Juan como a su hijo, y a Juan –que se incorpora
tras ella–, que la tome por su madre. Juan le toma la mano y se la besa
entre lá grimas; María só lo dice:
–Juan, hijo.
Manifiesta Jesú s que tiene sed. María y las mujeres quieren darle de
beber, saben que no está permitido, hacen la sú plica y un soldado se
levanta de mala gana y en una cañ a rota que encuentra le acerca una
esponja mojada en vinagre, mientras los otros hacen burlas; Jesú s lo
prueba apenas y lo deja; de nuevo cae su cabeza sobre su pecho herido.
Pasa el tiempo como cuchillo cortando aquel ambiente divino y
humano a la vez. Uno de los ladrones lo increpa en su angustia y su
dolor, no sabe lo que dice; el otro le replica y se vuelve después a Jesú s,
que lo mira y le habla. Una mujer cercana a aquel hombre lo contempla
y llora por él; ¿su esposa, tal vez? María la mira con ternura y la
consuela con unas palabras. Jesú s baja la cabeza de nuevo, parece no
tener fuerzas para alzarla, hasta que la eleva hacia el cielo –que
comienza a oscurecerse– y llama a su Padre Dios con un grito de
angustia, de esa humanidad sujeta con unos clavos dolorosísimos a una
cruz, ante los ojos de aquel pueblo que no se cansa del espectá culo y de
esa naturaleza que parece ponerse de luto con su oscuridad. María lo
oye y ora a Dios por él; bien sabe que el Señ or está allí presente, que no
lo abandona, que permite este suplicio del Hijo amado para abrirnos de
nuevo las puertas del cielo.
Las tinieblas son cada vez mayores, las gentes que quedan comienzan
a asustarse y a huir, los sacerdotes y escribas también; los soldados se
inquietan a su vez y se envuelven en sus mantos ante el frío que
produce el oscurecimiento del sol; van quedando só lo las mujeres con
Juan, en torno a María y unas pocas personas má s: ni un apó stol, ni un
amigo.
Jesú s habla de nuevo expresando que todo ha llegado a su fin; se hace
el silencio, las gentes de abajo callan sú bitamente, los soldados
enmudecen; un viento ligero –que riza los cabellos de Jesú s, como
refrescando su cuerpo– es lo ú nico que se mueve, y ahoga los sollozos
de María Magdalena que está inconsolable. Jesú s toma aliento y con una
gran voz le entrega su espíritu a Dios Padre, y cae su cabeza
bruscamente sobre el pecho: acaba de morir. Un temblor sú bito hacer
mover la tierra, como si se rebelase por la injusticia de los hombres que
matan a su Dios; todos se acurrucan junto a María al pie de la cruz; los
soldados se apartan atemorizados, el Centurió n se acerca con su caballo
–al que apenas domina– y comprueba que Jesú s ha muerto, al tiempo
que se le escapa una exclamació n de fe.
Las pocas gentes que quedan huyen aterrorizadas pidiendo perdó n a
Dios; la tierra sigue temblando, cada vez má s levemente, hasta quedar
quieta y en silencio; comienza a salir tímidamente el sol rompiendo
aquella bruma que los envuelve. Han transcurrido poco má s de tres
horas desde que los crucificaron; de nuevo aparece Jesú s en toda su luz
y grandeza, allí está el cuerpo exá nime, pá lido; lo miran y no lo ven
como un cadáver: para ellos sigue siendo Jesú s.
Los ladrones agonizan; el sol, al ponerse, hace que las sombras de las
cruces se proyecten monte abajo, hasta el camino, por el que suben
sudorosos unos judíos del Templo, con un mensaje del Procurador
enrollado en la mano; se lo dan nerviosos al Centurió n, a la vez que
miran hacia Jesú s exá nime en la cruz; después de leerlo desde su
caballo, manda a dos soldados que quiebren las piernas de los
crucificados, espectá culo cruel, que contemplan María y los que la
acompañ an, ¡pobres mujeres, cuá nto sufrimiento tan inú til! Al llegar a
Jesú s, uno de los soldados vacila, mira a María que lo observa, deja el
martillo y, con la lanza, le abre el costado. Otra prueba de dolor para
María, que se estremece como si la lanza penetrase en su corazó n.
Los ministros de los pontífices quedan satisfechos: Jesú s ya no es un
peligro; regresan contentos bajando del monte con empacho y
parsimonia. Mueren los ladrones al poco, las mujeres que los
acompañ an lloran por ellos. Cambia la guardia de los soldados; el
Centurió n, antes de partir, pasa cerca de María y se queda mirá ndola
pensativo.
Siguen momentos de silencio, só lo interrumpidos por el ruido de la
ciudad cercana, que se prepara para la fiesta. Las familias se reú nen en
sus casas, entre fuegos y luces para celebrar la cena Pascual. María se
arrebuja en su manto; le traen de comer, pero no prueba bocado:
apenas un sorbo de agua para sus labios resecos. Reza y recuerda:
–Dios mío, tu Hijo muerto en esta cruz, por nosotros, ¿qué ha
sucedido, Señ or?, ¿tenía que ser así? Simeó n, aquel buen anciano del
Templo me profetizó que una espada atravesaría mi corazó n a causa de
este hijo, ¡qué verdad ha sido, Señ or!, aú n está en mi costado... Si
hubiera podido padecer yo por él... ¡Cuá nto ha sufrido! Ahora descansa,
mira su rostro, ¡qué sereno!, ¿qué ha hecho este pueblo con Tu Hijo?
¿Por qué no quisieron reconocerlo? Só lo con ver su mirada podían
haber visto a su Dios.
Unas golondrinas, de las primeras que vienen ese añ o, revolotean
piando sobre los crucificados; el sol se pone sobre las montañ as:
anochece. Dos hombres seguidos de algunos mozos cargados se acercan
con pausa, sus vestidos se despliegan al viento; entregan una orden a
los centinelas que los dejan subir hasta las cruces, caen de rodillas al
mirar a Jesú s iluminado por los ú ltimos rayos del sol: oran en silencio.
Se levantan y le dicen a María quiénes son, que van a desclavar a Jesú s y
llevarlo a un sepulcro antes de que caiga la noche; los mozos toman
unas escaleras, tenazas y cuerdas; ¡cuesta arrancar los clavos de aquel
leñ o verde aú n!
Ayudados por José descienden con cuidado a Jesú s sobre los brazos
de María, que lo besa serena y cierra sus ojos con ternura, mientras
Juan y Nicodemo le quitan la corona de espinas con esfuerzo. Dejan el
cuerpo sobre un lienzo grande y, con todo cuidado, lo llevan monte
abajo; en lo alto quedan las cruces recortadas contra la claridad del
cielo, mudos testigos de la tragedia que está n viviendo. Llegan al huerto
cercano donde hay un sepulcro y delante de él depositan con delicadeza
a Jesú s; mientras José y los mozos descorren la pesada piedra que lo
tapa, María, Nicodemo, Juan y las mujeres embalsaman el cuerpo de
Jesú s con la mirra y el á loe que esparcen su perfume sobre esos campos
oscurecidos. Lo ponen sobre una sá bana larga que lo cubre también por
delante y con vendas lo envuelven con presteza. María ve su rostro por
ú ltima vez, a la luz de unas candelas que han encendido: pá lido, sereno,
las huellas de los golpes recuerdan su pasió n; lo llevan al sepulcro y
corren de nuevo la pesada piedra tapando la entrada.
Se retiran todos, caminando al resplandor de las antorchas, bajo las
primeras estrellas que comienzan a parpadear en el firmamento. Al
llegar de nuevo al camino que los trajo al monte de la crucifixió n,
aparecen las cruces iluminadas tenuemente por la luz de la luna que
surge del horizonte. Jerusalén, cercana, brilla con sus luces y se alegra
en su fiesta, ajena e indiferente a ese grupo que regresa con el paso
cansado y el pensamiento certero: él resucitará .
Capítulo XII
UN LUCERO EN LA NOCHE
Días de oració n y de rumores. María permanece serena en la casa de
Marcos, la acompañ an las mujeres; los discípulos respetan su dolor,
admirados de su entereza, de su sencillez y de su visió n sobrenatural:
ésta es la fuerza que la mantiene sin llantos ni aspavientos. Sonríe a
todos, habla con ellos con calma, oran juntos, sienten que les transmite
la fuerza de su amor a Dios.
Llueve frecuentemente por las noches, fecundando las tierras que
rompen los brotes de la primavera; algunos peregrinos comienzan a
regresar a sus países. Buena parte de los discípulos permanecen
ocultos por temor a los judíos: aú n duran en ellos la desazó n por su
cobardía y el desconcierto ante lo inevitable, ¡fue todo tan sú bito! Jesú s
ya no está a su lado.
Aú n no ha amanecido el domingo cuando llegan María Magdalena,
María de Cleofá s y Salomé envueltas en sus mantos por el frío de la
noche, tapados casi los rostros hasta los ojos. María, levantada desde
hace rato, las recibe cariñ osa.
–Vamos a embalsamar a Jesú s.
La esposa de Marcos se alarma:
–¿Las dejará n pasar los soldados? Y en caso de que se lo permitan,
¿quién podrá moverles la pesada piedra de la entrada?
–Dios proveerá , María; al vernos mujeres de su tierra, tal vez se
compadezcan, ellos son gente de campo. ¿No vienes con nosotras,
María?
–No, me quedaré; id vosotras, que Dios os acompañ e; contadme en
cuanto volvá is lo que habéis visto.
Queda María pensativa; en la casa permanece Juan –fiel hijo– que no
quiere dejarla sola. Pasan los minutos lentos, como lento asoma el sol
tras las montañ as; la ciudad despierta perezosa con sus ruidos
característicos. Su oració n brota espontá nea:
–Dios y Señ or mío: Tu Hijo, ¿dó nde está ? ¡Oh, cuá ndo podré ver su
rostro de nuevo, oír su voz, restañ ar sus heridas! Jesú s, hijo mío, ¡qué
hicieron contigo! Amor grande el tuyo por todos, también por los que te
crucificaron, como el mío por ti, que aumenta con las horas de ausencia.
¿Dó nde está s, hijo? ¿Has vuelto ya al Padre? Esa cruz ingrata no se va de
mi mente, duro precio del rescate, ¡cuá nto te costó redimir al mundo!
¿Sangrará n aú n tus llagas...? Fueron mis amigas piadosas a ungirte de
nuevo.
Sale tenue el sol, un aleteo de á ngeles acompañ a su luz difusa. Se hace
el silencio; María, junto a la ventana, vuelve el rostro: en el interior,
junto a la puerta, se le aparece Jesú s, su Jesú s, su hijo amado, anteayer
crucificado, muerto y sepultado, hoy vivo, con su mirada dulce que le
traspasa el alma.
–¡Hijo de mi corazó n, yo sabía que volverías al Padre, gracias por
haber venido!
Jesú s no dice nada, es só lo una aparició n fugaz y clara, que deja en
María lleno de consuelo el corazó n, los ojos brillantes de lá grimas de
agradecimiento: ¡Es el mismo Jesú s, su hijo!
La casa despierta, hay rumores de gentes que trasiegan. Tras llamar a
la puerta, entra discreta la esposa de Marcos, su amiga:
–María, tu mirada está llena de luz y aú n el sol no ha dado en la
ventana.
–Mujer, hoy es un gran día que recordará n todas las generaciones.
Bajan a la gran cocina a tomar un sencillo desayuno, apenas hablan;
María, la mirada ausente, lejana, agradece cuanto le sirven. Recogen.
Esperan junto al fuego del hogar; golpean la puerta con insistencia;
abren. Entran precipitadas y gozosas María y Salomé.
–¡Jesú s ha resucitado, no está en el sepulcro!; la piedra estaba
removida, unos á ngeles que encontramos allí dentro nos dijeron que
Jesú s había resucitado, que nos precedería a Galilea; nos asustamos al
verlos, pero creímos; nos mostraron el sudario y las vendas. Magdalena
no quiso volverse con nosotras, se quedó allí: ¡Oh, María, tu hijo venció
a la muerte! É l nos había dicho que al tercer día iba a resucitar, ¡necias
nosotras que no creímos y fuimos con estos potingues para
embalsamarlo!
La madre de Marcos llora de contento, abraza a María.
–María, ahora lo volveremos a ver, Dios sea bendito.
Pasan lentas las horas de la mañ ana. De nuevo en la puerta suenan
golpes desusados, Magdalena entra gozosa comunicando que ha visto a
Jesú s, que le ha hablado, es su misma voz:
–¡Señ ora, aú n late mi corazó n desacompasado!, fue no lejos del
sepulcro donde acababa de dejar a María y a Salomé:
–La mañ ana estaba muy clara, mis ojos velados por las lá grimas, que
no podía contener, no vieron a nadie en torno mío, ni soldados, ni
discípulos. Al poco, distinguí bajo la sombra a un hombre que me
pareció el campesino de aquel terreno, le pregunté si había visto algo; si
vio que se llevaran a Jesú s, ¡y era él mismo!, mi Señ or; me habló , ¡qué
gran consuelo para mi corazó n! ¡Jesú s, nuestro Jesú s está vivo! Me dijo
que volvía al Padre, a nuestro Padre, a nuestro Dios, y desapareció de
mi vista. Quedé un rato mirando ató nita donde había estado Jesú s, di
gracias a Dios, me levanté y, corriendo, comencé el camino de regreso.
Al pasar la Puerta Vieja me encontré a Pedro y a Juan que se dirigían
silenciosos al sepulcro, les dije lo de Jesú s y comenzaron a correr hacia
allá , espero que no tardará n en llegar aquí.
Hablan las mujeres y se complace María oyéndolas, a la vez que en su
interior da gracias a Dios y dialoga con su hijo.
Llegan Pedro, Juan y varios discípulos; relatan su visita al sepulcro.
Magdalena les cuenta de su visió n; a pesar de todo, se muestran
escépticos, ¡quisieran tanto ver a Jesú s de nuevo! ¿Por qué no a ellos?
María los consuela: pronto verá n a su hijo.
–Señ ora, ¿lo crees tú ? ¿Es posible que haya resucitado? ¿No será que
los fariseos, en nuestro descuido, lo hayan llevado a otra parte porque
temen de nosotros?
–Tened fe. Recemos en esta misma sala donde cenamos por ú ltima
vez con él.
Por primera vez se reú ne María para orar con los discípulos de Jesú s:
oració n viva y confiada –interrumpida por frecuentes sollozos–, que se
hace pausada a medida que va decayendo la tarde, tarde hermosa por el
cielo teñ ido de carmín, que colorea las fachadas donde se refleja. Siguen
llegando discípulos, que inquieren sobre Jesú s, oran y dirigen sus
miradas a María, o le expresan su pesar por la muerte del hijo. De boca
en boca se cuentan unos a otros las visitas al sepulcro vacío, las visiones
y las dudas se mezclan con el dolor y la esperanza.
Sale Pedro unos instantes al patio interior, con los ojos enrojecidos, la
actitud postrada; lo dejan solo por unos momentos. Jesú s se le aparece
en una visió n clara, transparente; son instantes intensos que hacen a
Pedro llorar de nuevo, lá grimas de dolor, de vergü enza y
agradecimiento:
–Jesú s, mi Maestro, tú sabes que te amo...
Entra de nuevo Pedro en la sala, la expresió n radiante, alta la cabeza;
las miradas convergen sobre él, se hace el silencio; vuelto hacia María
anuncia con voz clara que se le ha aparecido Jesú s. Un rumor de alegría
y sorpresa sigue a sus palabras, que se van apagando como la luz que
entra por las ventanas de la habitació n.
Voces en la puerta, pasos precipitados que suben. Son dos discípulos
de la primera hora, que partieron tristes a la media tarde hacia su aldea,
Emaú s; entran gozosos y manifiestan có mo se les apareció Jesú s en el
camino de su pueblo y có mo lo reconocieron al partir el pan; los
abrazan sonrientes, en abrazo de hermanos que comparten la alegría.
Se encienden los candiles cuya luz tiembla cada vez que se abre la
puerta, a su luz las caras reflejan los contrastes de sus dudas o certezas.
Hay como un aleteo de á ngeles que cortan el ambiente, María lo
conoce; callan paulatinamente todos por algo que no ven, pero
presienten: Jesú s, suave y misteriosamente, aparece en medio de la
sala; ¡es él, de nuevo con ellos! Su rostro hermoso lleno de luz, su voz
tantas veces escuchada, sus ojos llenos de amor por aquellos hombres,
que no ha mucho lo abandonaron, su tú nica abierta, bajo la que late
aquel corazó n herido por la lanza.
Al mismo tiempo se da turbació n y contento inmenso entre ellos;
quedan silenciosos, expectantes, dudosos aú n. Jesú s les habla, les
muestra sus manos, la herida causada por los clavos en sus pies es
visible. Siguen callados, como mudos por el asombro, que va dejando
paso a la alegría de verlo otra vez, ¡de comprobar que ha resucitado!
Jesú s se sitú a en un costado de la mesa y toma un poco de pescado:
ahora sí creen firmemente, lo ven comer como tantas otras veces en
aquellos caminos de Galilea; ¡es Jesú s, su Jesú s!, el mismo que no ha
mucho estuvo allí con ellos en la cena de Pascua, y que prendieron ante
sus ojos en el Huerto; todos lo ven y oyen claramente, só lo faltan Tomá s
y Judas. Les habla como tantas veces lo hizo en esos tres añ os
transcurridos, los confirma en la fe con palabras encendidas, que abren
su entendimiento, para que comprendan las Escrituras, y có mo tenían
que suceder las cosas como sucedieron. De nuevo en pie los conmina
para que marchen a predicar lo que han visto y oído, a todas las gentes.
María, fija la mirada en su hijo, sin perder palabra, ¡cuá nto quisiera
besarlo! Lo ve desaparecer como vino, dejando a todos en un silencio
alegre, que rompe en palabras y abrazos. Juan se le acerca con el rostro
arrebolado.
–¡Madre, Dios sea bendito!, el mismo Jesú s está de nuevo entre
nosotros, ya no estaremos nunca solos, lo tenemos a él, te tenemos a ti...
***
Pasan los días, sigue el ir y venir de discípulos por esa vieja casa, que
abre sus puertas generosas a todos los que desean seguir a Jesú s.
Terminan las fiestas de Pascua, comienzan a partir los forasteros.
María y las mujeres preparan el viaje para ir a encontrar a Jesú s a
Galilea. Pedro y Juan viven en la misma casa, partirá n con ellas, otros
discípulos las alcanzará n en el camino.
Al atardecer, todos se reú nen con María para orar, aquel cuarto alto se
ha convertido en la primera iglesia familiar. María habla poco y escucha
a todos; son muchos los que se asoman, porque quieren conocer a la
madre de Jesú s. Comienza a sentir su cariñ o –se agranda su corazó n– y
comienza a derramar su gran amor por los primeros discípulos de su
hijo. Entre ellos destaca Esteban –vivo y apasionado–, llora al expresar
a la madre su dolor por la muerte del hijo, su maestro tan querido.
–¡Cuá nto hubiera deseado conocerla, señ ora María, en otros
momentos menos dolorosos!; sin Jesú s nos sentimos como ovejas sin
pastor, ¿puedo acompañ arles a Galilea?, siempre deseé conocer la casa
del Maestro.
–Puedes, Esteban, el segundo día de la semana partiremos temprano
para allá .
El domingo se reú nen todos –incluso Tomá s– desde la mañ ana. María
está contenta de verlos gozosos, hablando del viaje a su tierra, a donde
Jesú s les ha indicado que les precederá , ella también lo verá de nuevo;
una alegría intensa, profunda, inflama su espíritu pensando en el
encuentro.
A la hora de oració n, algo notan en aquella habitació n grande que los
reú ne cerrada la puerta; callan todos; Jesú s de nuevo aparece entre
ellos: hermoso su rostro, resplandeciente como su tú nica. Se dirige a
Tomá s, que cae de rodillas compungido; le reprocha su falta de fe en sus
palabras, le muestra sus manos heridas y su costado abierto por la
lanza; le habla con cariñ o y firmeza. María ve posar su mirada en ella
por unos instantes, antes de desaparecer de nuevo. Quedan alegres,
habladores, llenos de fe y confianza: el Maestro sigue entre ellos.
De madrugada, emprenden la marcha hacia el norte, tras reunirse
todos en la puerta de Damasco; grupo pintoresco y abigarrado, gente de
pueblo en pobres caballerías. María, humilde, sobre la borriquilla, junto
con otras mujeres. Juan a la zaga, no muy lejos de ella; Esteban,
inquieto, se les junta pronto. María, amable, responde algunas
preguntas que le hacen, no habla aú n de su vida familiar con Jesú s, ya
vendrá –a su tiempo– el momento.
Interviene Juan –que comprende mejor el silencio de María– para
hablar de las Sagradas Escrituras, de las profecías sobre Jesú s y de las
que el mismo Maestro expresó . Esteban es muy versado y las conoce a
la perfecció n. Juan –má s inspirado– interpreta los puntos
controvertidos. María, atenta, con breves palabras –al paso cansino de
la borrica– puntualiza tanto las citas, que los discípulos no salen de su
asombro. Pedro y los demá s, en ocasiones, se juntan para escuchar los
diá logos; ella, discreta, calla y los deja hablar.
Esteban, cada vez que escucha a María –o la observa jinete en su
pobre caballería, tan digna y bella– má s se asombra, a la vez que la
admira.
–Juan, Jesú s te dijo que fueras para María como su hijo y ella tu
madre, ¿no podría yo tomarla también como madre?
–Esteban, todos los que seguimos a Jesú s, con corazó n sincero, somos
sus hijos.
María interviene:
–Esteban, ¿có mo lo conociste?
–Fue al principio; yo estaba con Juan el Bautista cuando comenzó a
bautizar; después conocí a Jesú s a su regreso de Galilea; lo seguí muy de
cerca, pero no me decidí a dejar a los míos; volvía otra vez en su
seguimiento, escuchaba sus palabras de vida eterna y me llenaba de
amor por él, pero –cobarde– no me decidía a dejarlo todo, hasta que un
día vi có mo un joven, al que Jesú s invitaba a seguirlo, se fue triste,
porque tenía mucho y no tuvo la generosidad de dejarlo. Desde
entonces abandoné todo lo mío y me uní al grupo de los primeros, y con
ellos vi las maravillas obradas por Jesú s.
–Esteban, ¿te compensó dejar a tus padres y tus tierras para seguir a
Jesú s?
–Señ ora, Jesú s es buen pagador: el ciento por uno y la vida eterna.
Mediado el viaje, llegan a Sicar; paran junto al pozo de Jacob, a orillas
del camino. María se sienta en el brocal aprovechando la sombra de un
viejo mostazo, con sus hojas nuevas por la primavera; cantan fuerte las
chicharras mientras los discípulos se desparraman a descansar bajo las
sombras. Se acerca una mujer del lugar a sacar agua del pozo; mientras
sube lentamente la cubeta, contempla a María.
–¿Son ustedes galileos?, ¿van para su tierra?
–Lo somos, para allá vamos.
–¿No podría informarme, señ ora, qué pasó con Jesú s el Profeta?
Peregrinos que pasan por aquí cuentan que lo crucificaron.
–Así es, mujer.
–Oh, qué gran injusticia, ¡él era el Mesías!, aquí estuvo conmigo
hablando y me lo manifestó ; las gentes del pueblo vinieron a oírlo y se
convencieron con sus palabras; cuá nto me duele su muerte. Usted,
señ ora, ¿lo conoció ?
–Soy su madre, mujer, y me alegra que creyeran en él.
–Oh, señ ora, ¡alabado sea Dios!, qué gran suerte la mía conocerla,
mucho me recordó su rostro al verla, señ ora...; ¿le puedo dar un sorbo
de agua de mi cá ntaro? Con este mismo le di a Jesú s.
Siguen el viaje reconfortados por el descanso. Transcurren otras
jornadas, hasta que llegan a Nazareth, dormida al atardecer, reflejando
en sus casas blancas los ú ltimos rayos de sol.
Abre la puerta Talita que, tras su asombro, se arroja en brazos de
María con llanto incontenible; todos se conmueven al ver el dolor de
esa mujer.
–Basta, Talita, hemos visto a Jesú s resucitado, tal vez pronto lo veas
tú .
La casa, como siempre: limpia y ordenada, el arrayá n en el patio, los
gorriones pían en el alero, las gallinas mirando de reojo, esperan el
grano que María arroja como saludo. Se despiden los discípulos.
Esteban queda en casa de José. Juan promete volver muy pronto de
Tiberíades.
Oscurece, se hace el silencio. María se sienta junto al fuego, toma una
mano de Talita y deja escapar unas lá grimas de sus ojos: él ya no
volverá a esta casa; no puede contener el llanto reprimido tanto tiempo,
ahora que los discípulos no la ven y puede hacerlo libremente.
–Oh, Dios mío, ¿qué ha ocurrido?, hijo, ¿qué han hecho contigo?
¡Có mo desgarraron tus carnes con esos hierros y esa lanza!, no se va de
mi mente esa cruz donde te clavaron. ¡Si no hiciste má s que predicar el
bien, querer a todos! ¡Cuá nto te costó , hijo, habernos amado!
–Talita, no te escandalices de las lá grimas de una madre, no volverá a
suceder..., cuéntame, ¿có mo has estado?
–Tía María, ¿me dejas abrazarte?
La vida de Nazareth toma un ritmo distinto al de los ú ltimos añ os:
son muchos los parientes, amigos y seguidores de Jesú s que llegan por
la casa. María, aunque quiere estar a solas, los recibe: con todos habla, a
todos conforta. Esteban, en silencio, observa, no se cansa de mirarla, de
ver todo lo de aquella casa, de oír a cuantos conocieron a Jesú s desde
niñ o en aquel pueblo.
Juan regresa pronto del Lago, no puede dejar por mucho tiempo a su
nueva madre; viaje jubiloso que explica en palabras gozosas nada má s
entrar en la casa:
–¡Jesú s estuvo con nosotros en el Lago!, nos esperaba en la orilla
mientras sacá bamos la red repleta de peces grandes. ¡Qué hermoso era
verlos saltar en la barca, que parecía hundirse de repleta! ¡Qué emoció n
para nosotros comer de nuevo con Jesú s!; él mismo prendió la hoguera,
que pronto hizo brasa, y nos habló como hacía antes: tenemos que
esparcirnos por todo el mundo y enseñ ar su doctrina. Madre, ¿nos
ayudará s?
–Siempre estaré con vosotros, Juan.
–Muchas gentes del lugar se reú nen con nosotros, quieren ver de
nuevo a Jesú s. Pedro y los demá s rezan con ellos, esperan confiados.
Dentro de unos días regresaré yo, ¿no quieres venir, madre?
–No, Juan, me quedaré. Talita y algunos de aquí desean ir.
Parten una mañ ana y queda de nuevo María sola. A los pocos días
regresan cansados y contentos. Talita relata:
–María, se nos apareció Jesú s, nos habló cerca del Lago, seríamos
como quinientas personas, fue maravilloso. Las lá grimas apenas me
dejaban verlo, pero lo escuché claramente.
Juan anuncia que regresará n a Jerusalén para celebrar allí la
Pentecostés.
–Yo iré con vosotros, Juan.
–Oh, tía María, ¿dejará s esta casa? ¡Qué voy a hacer sin ti!, ni este
lugar, ni este cielo será n lo mismo sin tu presencia.
–Debo estar con mis nuevos hijos, Talita, ya no soy para mí, ni para
estos muros, ni para esta tierra; mi corazó n se ha dilatado para que
quepan todos los hombres que amen a Jesú s. ¿Quieres venir, Talita?
–No, tía, me quedaré aquí guardando esta casa, estos recuerdos de
Jesú s.
–Dios te lo pague, hija.
A la tarde siguiente llegan con arrogancia unos enviados del Sanedrín
con guardias del Templo; llaman con violencia; abren Juan y Santiago;
vienen a ver los sediciosos que siguen a Jesú s y a prevenirles que no lo
hagan. Se acerca María:
–¿Qué ocurre?
–¿Se reú nen aquí los revoltosos?
–Soy la madre de Jesú s, ésta es mi casa, aquí no se reú nen ningunos
revoltosos.
Cambian de actitud al ver su presencia, tan humilde y tan señ ora. Se
van profiriendo amenazas.
Un amanecer lluvioso y destemplado emprenden la partida. María,
envuelta en su manto, extiende su mirada con pausa por la casa, ¡tantos
recuerdos queridos!, aquél fue un verdadero hogar. La esposa de José la
ha ayudado a recoger sus pocas pertenencias, con el niñ o en brazos;
está triste. Talita, con los ojos enrojecidos, prepara todo lo que puede
para el viaje de tantos.
–¡Quédate, María, ésta es tu casa!
–No, Talita, debo estar donde Dios me quiera.
Llora Talita sin consuelo, mientras la abraza y despide.
–Fuerte, hija, no me voy tan lejos.
María de Cleofá s, la amiga fiel, ya está lista; la acompañ an sus dos
hijos varones, ya adolescentes, y las muchachas –todos quieren ser de
los discípulos de Jesú s– y su buen humor.
–Basta, Talita, que ya tenemos bastante agua afuera.
Parten; los caminos enfangados, el sol cubierto por la niebla, el grupo
numeroso y variado. Juan junto a la borrica lleva el ronzal por lo
resbaloso del camino, respeta su silencio. Sale el sol a ratos, llueve
otros; se mal refugian bajo los á rboles o al abrigo de los caseríos.
Una jornada antes de llegar a Betel empeora el tiempo; oscurece,
rá fagas de viento arrancan hierbas y hojas que azotan el rostro; un
arroyo crecido interrumpe el camino, cerca una pequeñ a casa, mal
tejada y sin buena puerta, los acoge de la lluvia que comienza a caer;
retumban los truenos, centellean relá mpagos y rasgan el cielo
pavorosos rayos. María, al fondo del galpó n, sobre un maltrecho banco,
permanece junto a las mujeres; a sus pies, sobre el piso de tierra, Pedro,
Juan y Santiago. Esteban y los demá s comienzan a rezar interrumpidos
por el ruido de la tormenta. La lluvia golpea con fuerza, a la vez que el
viento pareciera querer volar la techumbre; sube el nivel del agua en el
río, se acerca peligrosamente a la puerta, sucio y encrespado,
arrastrando troncos y ramas; parece como si las fuerzas del mal se
hubieran confabulado contra ese pequeñ o grupo, semilla que fecundará
la faz de la tierra.
Encienden con dificultad una antorcha; a su luz inquieta resplandece
sereno el rostro de María, los discípulos la observan: –Con ella entre
nosotros no pasará nada, es la madre de Jesú s. Rezan de nuevo. Se aleja
la tormenta retumbando por un tiempo entre los montes cercanos; se
acomodan para mal pasar la noche. Una hoguera seca las ropas, da calor
a los rostros y calienta los alimentos, a la vez que hace llorar los ojos.
María, apoyada en la pared de adobe, medio duerme unas horas,
arropada entre las sobrinas, ¡cuá ntas noches casi a la intemperie!, antes
con José o con Jesú s, ahora con esos nuevos hijos que Dios le confía.
Con el alba, una luz irreal se filtra entre los vahos que suben del río y
de las charcas que reverberan al sol. Cruzan el arroyo con precaució n,
Juan y Santiago a los costados de la borrica; al alcanzar la otra orilla
terminan mojados el manto y los pies de María por aquellas frías aguas;
al cabo de poco el sol de primavera calienta y seca, el camino matutino
se hace andadero.
***
Jerusalén de nuevo, bulliciosa y peregrina. Cada día son má s los
nuevos discípulos que desfilan por la casa donde vive María, en la que
acostumbran a reunirse. Llegan Lá zaro y sus hermanas; Juan –el hijo de
Marcos– los recibe con gusto, sabe lo amigos que fueron del Maestro.
A los pocos días, estando reunidos a la oració n, se les aparece de
nuevo Jesú s; habla con ellos, los instruye, los alienta, les promete al
Consolador y les indica que a la mañ ana siguiente vayan al monte de los
Olivos.
Amanece hermoso el día, con nubes altas que embellecen el azul del
cielo, la atmó sfera limpia, un viento trae olores de azahar de un jardín
cercano.
Parte alegre el grupo tempranero; de nuevo verá n a Jesú s. María
medita esa cita en su corazó n, ¿no será una despedida? Avanza con
ellos, ligera, por las calles casi vacías de Jerusalén y sube la cuesta a la
par de las mujeres. Llegan a la cima donde, entre los añ osos olivos,
esperan. Llegan má s discípulos, la saludan y hablan entre sí con
confianza. Al pronto ven caminar hacia ellos a Jesú s desde el olivar,
callan: habla él. Se encoge el corazó n de María al saber de su partida;
Jesú s los observa lentamente, como despidiéndolos, se aleja unos pasos
y comienza a elevarse hacia el cielo. Todos lo ven asombrados, hasta
que lo tapa una nube; siguen mirando, hasta que unos á ngeles les
anuncian que ya no lo verá n má s. Quedan silenciosos: las sobrinas
lloran, Juan también deja caer unas lá grimas, María los consuela:
–Jesú s ha dicho que estará siempre con nosotros.
Regresan, triste el corazó n por la ausencia, alegre el rostro por la
visió n.
De nuevo en casa de Marcos. Má s seguidores llegan continuamente,
nuevos discípulos, gentes de regiones por las que pasó Jesú s, que han
tenido noticia de que ahí se reú nen los que lo aman; habitantes de
Jerusalén que lo vieron pasar por sus calles, con la cruz a cuestas,
extranjeros de los países limítrofes que oyeron al Maestro, otros que
nunca lo conocieron, pero tuvieron noticias ciertas de él.
A la media tarde, van todos al Templo; María con las mujeres se
separan. Regresan; en la casa só lo suelen quedar los Apó stoles, los
sobrinos y algunas mujeres en torno a María. Tras una sencilla cena, se
reú nen en la acogedora sala de arriba; la intimidad se aumenta por el
recuerdo de la ú ltima cena con el Maestro, y la presencia de su madre,
que les da confianza y fortaleza.
Oran, hablan, recuerdan las enseñ anzas de Jesú s. Un día, la reunió n es
especial: eligen allí mismo –guiados por el Espíritu Santo– a Matías, en
sustitució n de Judas, ¡pobre Judas!, aú n recuerda María su mirada torva
y su aire zalamero; si se hubiese arrepentido; mil veces lo hubiera
perdonado Jesú s, ella misma habría intercedido por él.
Matías, otro hijo má s, su corazó n sigue agrandá ndose para quererlos
a todos por igual. Juan se le acerca:
–Madre, há blanos de Jesú s.
–Juan, hijo mío, no me gusta hacerlo, pero hoy es una ocasió n tan
especial..., os contaré algo que tal vez ignoréis: siendo recién nacido
Jesú s, aquel rey Herodes, abuelo de éste, quiso matarlo. Unos Magos
venidos de Oriente a adorarlo...
Escuchan la voz de María con atenció n; el silencio es profundo, arden
las lamparillas colgadas de las paredes; allá afuera alumbran las
primeras estrellas; todos, con María, tienen un solo querer, y un solo
pensar.
Transcurren los días. Desde la ascensió n del Maestro a los cielos, por
miedo a los judíos, no se reú nen en el Templo para hacer oració n y
practicar la caridad: lo hacen en aquella misma morada, donde viven
varios. Aú n quedan muchos forasteros peregrinos por la ciudad, que se
acercan a la casa para conocer má s de Jesú s.
Mañ ana apacible, templada. María con su manto azul se sienta en un
banco adosado a la pared lateral; algunas mujeres –pocas– junto a ella.
Pedro a su derecha en otro banco adosado al muro, rodeado de los
Apó stoles; al frente y a su izquierda, los discípulos má s piadosos; en el
piso, sobre sus mantos, Esteban, los sobrinos y los seguidores má s
jó venes.
Entra el sol por las ventanas del patio; fuera, en la calle, amigos que
esperan, seguidores de Jesú s, que quieren ser admitidos a esa
comunidad que se reú ne en torno a María y a los primeros.
Comienza a oírse un gran ruido, como de fuerte viento; todos callan,
sobrecogidos; los de afuera callan también, expectantes.
Sobre María, Pedro y los demá s Apó stoles se posan unas como
pequeñ as llamas, que los iluminan sin quemar: son instantes intensos
en los que notan que la fuerza del Espíritu Divino penetra hasta lo má s
íntimo de sus almas.
Cede el ruido, vuelve la calma; se miran sorprendidos, gozosos,
agradecidos. María siente dentro de sí aquella divina presencia que
percibió hace má s de treinta añ os, cuando concibió al Hijo de Dios.
Desde la habitació n observa María có mo se van acercando má s y má s
gentes a la casa: unos porque oyeron el ruido, otros porque tuvieron
noticia del mismo, algunos venidos desde lejos; todos asombrados y
conmovidos. Pedro, rodeado de los demá s, les habla desde la pequeñ a
terraza, callan y escuchan atentos. Al final, María con otras mujeres
ayudan a preparar vasijas, toallas y lienzos para los bautismos; el
corazó n rebosa de alegría, se ensancha de nuevo: má s discípulos de
Jesú s que volverá n a sus tierras llevando la buena nueva.
Pasan los días, siguen llegando nuevos seguidores de Jesú s: son
tantos que no caben en la casa para hacer oració n, se reú nen en un
patio del Templo, amplio el lugar, a la vista pú blica. La fracció n del pan,
en grupos menos numerosos, en distintas casas.
Una noche, Pedro y Juan no regresan del Templo a la hora
acostumbrada; inquietud de María; no transcurre mucho tiempo sin
que lleguen noticias: está n presos. Aumenta la zozobra por ellos, ¿qué
les hará n? El pueblo los quiere... también querían a Juan y a Jesú s;
nuevas noticias: mañ ana desean oírlos en el Sanedrín; se sosiega María.
Antes de finalizar el día, regresan Pedro y Juan, gozosos de haber
dado testimonio de Jesú s ante aquella asamblea.
Tiempos fecundos: crece la Iglesia; aquella casa donde vive María no
da abasto, otras muchas acogen a los nuevos discípulos; hay
generosidad entre ellos: dan y se dan.
Esteban, activo, le presenta muchos seguidores que quieren
conocerla; María, desde temprano hasta el atardecer, pasa recibiendo
gente y hablá ndoles con discreció n de Jesú s. Ahora vive aquello que
decían de su hijo y de los primeros: no tienen tiempo ni para comer.
Juan vela con solicitud amorosa; las sobrinas y mujeres de la casa la
cuidan con todo su cariñ o; las hermanas de Betania está n siempre
alertas a servirla en lo que puedan.
Otra vez la prisió n abre sus puertas para encerrar discípulos de su
hijo: esta vez son los Apó stoles. María y las mujeres oran por ellos,
hasta que, ya de noche, regresan jubilosos tras haber sido liberados por
un á ngel.
Muy de mañ ana van todos al Templo a dar gracias al Señ or, hasta que
se enteran los del Sanedrín y envían los guardias para apresarlos de
nuevo, sin violencia. María ve có mo se los llevan entre el tumulto del
pueblo. Otra vez en la casa oran sin interrupció n por ellos; pasan las
horas. A media tarde aparecen gozosos de haber dado testimonio de
Jesú s ante el Sanedrín. María con las otras mujeres unge con cariñ o las
heridas que les produjeron los azotes. Juan tiene una herida fea en el
cuello, que se deja curar por María.
–Juan, hijo, ¡mira lo que te han hecho!
–No es nada, madre, comparado con las que le hicieron a Jesú s.
De nuevo hay calma entre los discípulos. María dedica las primeras
horas de la tarde, junto con las sobrinas, a preparar raciones de
alimentos, ropa o dinero, que Esteban reparte entre los má s
necesitados. Siempre que está junto a ella la observa, la admira, la ama
y no sabe qué hacerse.
Una tarde no llega Esteban; les comunican que lo han llevado con
violencia al Sanedrín. Pasan las horas; María reza por él, le recuerda a
Juan: celoso por las cosas de Dios. Ruido en la calle de voces que llaman
destempladas; sollozos; le avisan y baja presurosa: ve a Esteban
ensangrentado, sobre unas esteras. Se arrodilla y le toma la cabeza.
–¡Esteban, hijo mío, tu fe en mi hijo no te ha quitado la vida, te la ha
dado, ahora estará s junto a él! Dios mío, cuá ndo estaré yo también a su
lado.
Solloza María mientras lava su rostro y manos con unos lienzos
hú medos que le traen; rezan los que lo trajeron; lloran las mujeres, y
perdonan todos.
Se levanta la primera persecució n contra los discípulos de Jesú s,
injusta, como todas: ningú n mal hacen, solamente por seguir los
consejos del Maestro, en una vida entregada. Quedan los Apó stoles
ocultos en diversos lugares; hasta caída la noche no vienen a reunirse
en casa de María, donde en cada jornada se reciben noticias de la
extensió n del Evangelio por los que huyeron a otras regiones de
Palestina.
Un día, también los Apó stoles –inseguros en la ciudad– la abandonan.
Quedan las mujeres solas con muchos trabajos por atender a la
comunidad, a las viudas, a los pobres. Se olvida la persecució n por lo de
Esteban, no su sangre, primera derramada por el Resucitado.
***
Pasan los añ os, fecundos, en los que se palpa la gracia de Dios, en los
que María ve aumentar gradualmente el nú mero de sus hijos, en los que
su presencia es fuerza, aliento y consuelo para todos.
Una tarde llaman a la puerta tímidamente. María, con la esposa de
Marcos, reciben a los visitantes: Juan con Bernabé, que acompañ an a un
discípulo llamado Pablo. Gozosa, exclama al verlos:
–Juan, hijo, ¡Dios sea alabado! ¡Cuá nto deseaba que volvieras! Está s
muy delgado.
Se deja Juan abrazar y besar con cariñ o por María.
–Madre, ¡Dios sea contigo!; mucho he querido volver a verte. Te
presento a Pablo, al que hace unos añ os se le apareció Jesú s; está
propagando el Evangelio entre los gentiles, con gran amor al Maestro.
–¿Có mo fue, Pablo?
–Iba yo, señ ora, camino de Damasco...
Relata Pablo su conversió n y apostolado entre los gentiles, sus
discusiones con los judíos... Pasan las horas, se han ido agregando
gentes al grupo, que escucha complacido, entre ellos, Juan Marcos, que
ha estado atento al relato.
–Pablo, yo deseo ir contigo y Bernabé, entregar mi vida y trabajar por
Cristo, renunciaré a esto poco que tengo.
–Cuando quieras puedes acompañ arnos. No es fá cil nuestra vida, pero
vale la pena.
El día toca a su fin. María los despide.
–Dios esté contigo, Pablo, y bendiga tu trabajo.
Siguen transcurriendo los añ os. Son cada vez má s los discípulos que
llegan de lugares lejanos; Juan, cuando está en Jerusalén, procura
llevarlos a la casa para que conozcan a María, aunque sea unos
momentos. María los recibe con paciencia, tratando de comprender sus
lenguas, a todos da aliento y esperanza. No piensa en sí misma nunca;
María de Cleofá s, cuando llega de Nazareth, la reprende cariñ osamente:
–Myriam, que no tienes un instante para ti.
–María, es bien poco lo que hago comparado con mis hijos esparcidos
por tantos países hostiles, en peligros constantes por extender el reino
de Jesú s.
Una noche, le anuncia Juan, conmovido y agitado, que Herodes
prendió a su hermano Santiago y a algunos discípulos má s. De nuevo se
reú nen en aquella acogedora casa para orar por ellos, hacerse
compañ ía ante la tribulació n y estar junto a la madre de Jesú s. Como en
otras ocasiones, siente María en el ambiente ese amor grande a Dios y
temor a los hombres, a esos hombres poderosos, crueles, que por
motivos banales quitan la vida a sus semejantes.
Al día siguiente llega la noticia de la injusta muerte en prisió n de
Santiago. Todos se entristecen grandemente. María deja a Juan que
recline su cabeza en su pecho y llore la muerte del hermano.
–¡Bienaventurado Santiago!, ya estará s con Jesú s, con Juan, con
Esteban..., con José.
Ya de madrugada consiguen el cuerpo de Santiago, ¡si pudiera velarlo
su madre! Si regresa a Galilea pasará María a verla. Toda la mañ ana
entran y salen discípulos, acongojados por la muerte del primer
Apó stol. Al filo de la tarde, lo llevan a enterrar a una pequeñ a cueva no
lejos de Getsemaní. De regreso, aú n no han descansado un momento,
cuando avisan que vienen soldados precedidos por herodianos y
guardias del Templo; aporrean la puerta y entran con violencia; surge
un dedo acusador de un nuevo Judas y se llevan a Pedro que no
protesta. Al pasar, mira confiado a María; quedan todos atemorizados,
¿cuá nta sangre hará correr aú n este impío rey?
Se juntan de nuevo para rezar por Pedro; pasan las horas, humean las
lamparillas en las paredes, refresca; encienden braseros que dan calor a
aquellos corazones angustiados. Llaman intempestivamente a la puerta,
baja Rode a abrir, regresa precipitada y gozosa diciendo que es Pedro;
no la creen, insiste. Bajan y entra Pedro, pá lido y sonriente; lo abrazan y
besan, dan gracias a Dios. Come algo y, a la vez, relata lo sucedido, y
aconseja a María y a las demá s que se oculten por un tiempo, es
imprevisible hasta dó nde puede alcanzar el furor de Herodes. Después
de despedirse de todos, parte en la noche con unos discípulos; los
demá s recogen sus cosas y parten sigilosos también. María se dispone a
hacerlo con las sobrinas al amanecer. Volverá un tiempo a Nazareth,
después de nueve añ os de ausencia.
***
Calles desiertas, temor al pasar la Puerta de Damasco, hay soldados
de centinela; las dejan pasar: tres mujeres envueltas en sus mantos
sobre unas borricas, gentes pobres sin importancia, piensan. Allá va de
nuevo la reina del cielo, humilde viajera por esos caminos de Palestina.
Viaje tenso y apresurado, sin tiempo para descansar ni para holgarse
en el paisaje. Al rayar la tarde, las alcanzan un piquete de soldados de a
caballo, oteadores y con prisa... ¿Se habrá desencadenado otra
persecució n? Hasta encontrarse en Galilea no se sienten seguras; a
pesar del cansancio, apresuran su paso para llegar cuanto antes a
Nazareth.
Nazareth: la vida pueblerina descansa el á nimo. Al despertar: el canto
de los gallos; con el calor del mediodía: el piar de los gorriones, que se
escudan entre las tejas; al atardecer: las esquilas de las ovejas, que
acuden a los rediles tras pastar en los montes cercanos. Y el polvo, y la
fuente; las frutas frescas y la higuera, que acoge con su sombra.
Las niñ as de José, Myriam y Ana, no se separan de María. José, el hijo
mayor, observa continuamente a distancia; ¡se parece tanto a su tío
abuelo! Recuerda María:
–José, ahora estará contigo Jesú s, el mismo que tomaste en tus brazos
tantas veces, pero sin heridas... Hijo, los añ os van desdibujando mis
recuerdos, pero no se me borra esa cruz, esa cruz en la que estuviste
con los brazos extendidos y abierto tu costado por una lanza.
–José, ¿crees en Jesú s?
–Sí, señ ora María.
–¿Quién es Jesú s?
–Jesú s es el Hijo de Dios, nuestro Mesías.
–¿Qué quiere Jesú s de ti?
–Que ame a Dios sobre todas las cosas, a mis padres, hermanas, a
todos... y también a los compañ eros que se burlan de mí.
Una tarde, se reú ne con las sobrinas en el corredor, para hilar junto
con ellas; llaman a la puerta. Abre Talita. Vuelve acompañ ando a un
hombre de aspecto cansado y hablar con acento extranjero, que se
presenta a María.
–Señ ora, soy Lucas, médico de Antioquía, discípulo de su hijo; he
recorrido muchos caminos hasta llegar aquí; estoy escribiendo la vida
de Jesú s. Pablo, con el que viajo, Pedro y Santiago, me han dado muchas
noticias sobre él y sobre su doctrina, pero nadie ha podido darme lo
que só lo usted, señ ora, sabe.
María lo observa callada, pensativa. Lucas mira alrededor,
complacido, todos los detalles de la casa.
–¿Hasta cuá ndo vivió aquí?
–Hasta el día que partió para ser bautizado por Juan en el Jordá n.
–¿Tenía cerca su taller de artesano?
–Muy cerca, en la casa vecina. Ven, Talita, vamos a mostrá rselo.
Se levantan tras recoger sus labores. María se sacude el vestido de los
hilos que quedaron prendidos. Al llegar al taller, José saluda deferente.
–Aquí trabajó Jesú s desde niñ o, primero con José, después solo o con
los primos; ahí me sentaba yo para verlo. Fueron muchos añ os de
trabajo intenso, que realizó siempre bien, sin una queja.
–Señ ora María, ¿có mo nació ?
–Ven, Lucas, salgamos afuera al patio, donde la higuera verdea de
nuevo y la tó rtola ya anidó en el arrayá n.
Caminan despacio, observando; de entre las matas sale una pequeñ a
tortuga, la toma María en su mano con cariñ o.
–La tortuga que regalaron a Jesú s cuando de chico corrió tras un
conejo, ¡cuá ntos recuerdos me trae!... Nació en Belén, una noche fría del
final de añ o, pero te relataré, Lucas, lo que ocurrió antes... Fue en
tiempo de Herodes, el abuelo de este desdichado rey que acaba de
morir; mi prima Isabel, casada con Zacarías, sacerdote de la familia de
Abbia...
Pasa el tiempo, refresca, entran en la casa, donde las sobrinas han
preparado la cena, junto a la vieja cocina, en la que brilla el fuego bajo el
ú nico puchero grande, limpio y tiznado del cual comen todos. Lucas
está feliz, quedan atrá s –harto compensadas– las fatigas del largo viaje.
Terminan dando gracias a Dios.
–Lucas, mañ ana seguiremos. José tiene libre un pequeñ o cuarto en el
que puedes quedarte. Que Dios esté en tu pluma como estuvo en tu
camino hasta traerte aquí.
–Gracias, señ ora María.
Transcurren plá cidos los días, con ese sabor agridulce que deja el
recordar tiempos pasados, cosas que no se repetirá n, seres queridos
que ya murieron, lugares que no volverá n a contemplarse...
Llega de Judea Santiago con algunos discípulos: la persecució n ya
pasó ; todos quieren que María regrese a Jerusalén, la necesitan: su
presencia robustece su fe. Ella decide volver, en cuanto pasen las lluvias.
Al final llega el día, luce tímido el sol. Talita –los ojos rojos de llanto
oculto– no llora, ha decidido no hacerlo para no contristar a María que,
despacio, echa una ú ltima mirada por la casa; presiente que ya no
volverá a verla. Se tapa el rostro con el manto y monta en la borrica, al
lado de María de Cleofá s que, de nuevo, quiere acompañ arla –para ver a
sus hijos, dice–. La pequeñ a de José se acerca con un cesto lleno de
cerezas:
–Abuela, tó malas para el camino; si se saca una, vienen todas detrá s...
–Gracias, hija, que Dios bendiga a todos, a esta casa y a esta tierra que
tanto quiero. Adió s, Talita, sé fuerte...
El grupo es numeroso, caballerías con mujeres, hombres con sus
bastones, que caminan en silencio; Santiago preside la marcha; Lucas,
discreto, pregunta y observa.
Pasado Samaria aprieta el calor –el verano ya ha entrado–, no se
mueve una hoja por una brisa que refresque. María se siente mal, tiene
que desmontar y pasar recostada el resto de la jornada. Santiago le trae
unos ramos de tomillo que perfuman la tienda; ella le agradece el
detalle con la mirada, plenamente unida a Dios en su oració n. María de
Cleofá s con las sobrinas la atienden con ternura, refrescan con pañ os
hú medos su frente y sus manos. A la mañ ana siguiente se encuentra
mejor y puede continuar camino.
–Santiago, hijo, ya no estoy para estos viajes, sobre esta pobre
borrica; pesan los añ os.
–Iremos despacio, tía María, no hay prisa, cuando apriete el sol,
pararemos.
Pasado Ramá tienen que detenerse de nuevo. María, pá lida, respira
con dificultad; todos quedan orando en torno a la tienda donde reposa,
oració n confiada al Hijo que les dio a su madre. María llama a Santiago,
que se acerca con Lucas.
–Me gustaría tanto ver a Juan, ¿está muy lejos?
–Lo está , tía, pero le avisaremos.
Lucas, como médico, se arrodilla a su vera, le mira los ojos y toma el
pulso. Prepara una infusió n, que da con cariñ o a María, para que tome
en pequeñ os sorbos.
–Gracias, hijo, aunque no me apetece nada y es amarga como la hiel,
la tomaré porque tú me la das.
El aroma se extiende por la tienda y llega a los que está n en vela. Al
comienzo de la noche, María duerme serena. Pasó la crisis. Lucas sale
con lá grimas en los ojos, se arrodilla sobre la hierba y, apoyado en
Santiago, llora agradecido a Dios.
Al fin llegan a Jerusalén, portando a María en unas rú sticas parihuelas
que llevan los hombres con sumo cuidado; aunque el cansancio los
invade y los palos hieren sus hombros, les cuesta dejar el turno al
relevo. Avisada con tiempo la Madre de Marcos, espera a la puerta con
los de la casa, la habitació n de María lista para recibirla, la cama
calentada con unos ladrillos bien envueltos, huele a membrillos
maduros, que metió antes entre las ropas del armario, recordando lo
que María le contó que hacía Ana cuando ella era niñ a.
***
Se recupera. Por las tardes, de nuevo se reú ne en la sala grande con
los discípulos, que en nú mero cada día mayor, quieren verla y
escucharla: só lo unas palabras suyas les basta para quedar conmovidos,
llenos de fe, de audacia, para seguir pregonando a Jesú s por todos los
caminos de la tierra.
Lucas debe partir, Pablo lo espera impaciente.
–Que Dios te bendiga, hijo; escribe lo que has visto y oído. Má s
hubiera querido contarte si las circunstancias fueran otras. Toma este
pañ uelo que fue de Jesú s...
No se retira de su lado Lucas, sino que cae de rodillas y solloza –el
médico afamado– como un niñ o. María pone su mano sobre su cabeza y
lo mira con sus ojos dulces y hermosos en los que brillan unas lá grimas.
Hace calor en la vieja casona, ademá s María no descansa con tanto ir
y venir de gentes: se gasta como esas joyas de oro fino, que má s
hermosas parecen cuanto má s se usan. La amiga y su esposo Marcos
deciden, tras hablarlo con Santiago, que se traslade a una pequeñ a casa
que tienen en el monte Sió n, cercano a Jerusalén; allí, tranquila y con el
aire má s puro, podrá recuperarse.
De nuevo parte María en un sencillo carruaje –muy de mañ ana para
que no se aperciban los discípulos– con sus dos fieles amigas, las
sobrinas, Marcos a su lado y Santiago conduciendo el borriquillo.
Media el verano. Una postrer mirada a la noble casona que la acogió
generosa esos ú ltimos añ os, al Templo que se vislumbra entre las
callejuelas, al Monte de los Olivos, que tantos recuerdos le trae...
En la casita, el acomodo es poco, pero el clima es bueno; hay
chicharras que cantan al mediodía y pá jaros al atardecer; unas tó rtolas
anidan en unos olivos cercanos y los gallos despiertan al amanecer.
María desmejora, se consume de amor; su pensamiento vuela a Jesú s
–el amado– desde mucho antes de salir el sol; come con desgana,
porque tiene que hacerlo, toma los remedios que le dan, ya que no
quiere contristar al buen médico de la familia de Marcos, que, solícito,
acude monte arriba todos los días a atenderla. Unas alondras cantan
alegres bajo la ventana, bajo la cual unos geranios estallan su rojo al sol
del poniente.
–Santiago, ¿vendrá Juan? Siento que partiré muy pronto hacia mi hijo;
¡cuá nto deseo ver su rostro!
Antes de llegar el día medio del mes, se agrava el estado de María, las
mujeres no la dejan un instante, los discípulos velan cerca.
–María, mi buena cuñ ada, compañ era de juegos desde niñ a, madre de
éstos que son como mis hijos, me vuelvo a mi Dios; siempre quise y
procuré ser su esclava... y de su hijo, mi Jesú s. ¡Qué alegría verlo
pronto...! Te dejo mi manto azul, lo traje de Egipto... Y a ti, mi buena
amiga, que me acogiste en tu casa como propia, te dejo mi cesto de
labores, el mismo que me dio mi madre. A Talita dadle este anillo que
me entregó José cuando nos casamos...; mis otras pocas cosas las
repartís entre las sobrinas, que me han cuidado. Dios os bendiga, ¡desde
el cielo velaré por vosotros! Santiago, cuida de ellas y de todos.
El sol tarda en ponerse, como queriendo prolongar ese día y dar su
ú ltima luz a la reina del cielo. Anochece: noche de estrellas fugaces que
caen sobre el horizonte como lá grimas de lo alto.
Lloran los discípulos que, en gran nú mero, se han ido reuniendo
afuera de la casita. Hay aleteo de á ngeles en torno al lecho donde yace
su reina, en pobre cama, entre rú sticas paredes, de las cuales han
colgado unas lamparillas y unos ramos de tomillo, que dan aroma de
campo a la estancia.
María, pá lida, respira con dificultad; sus manos blancas sobre el
pecho, que fuera morada del hijo de Dios. A su alrededor los Apó stoles
y las mujeres oran, sollozan y contemplan a su querida madre.
Al amanecer, con el primer rayo del sol, María exclama:
–Jesú s, Jesú s, ven por mí.
Deja de respirar e inclina la cabeza, su rostro permanece sereno,
bellísimo en su blancura. Todos, sin contener el llanto, se acercan a
besar su frente. Traen flores, que ponen en torno a la cama, el cuarto se
llena de aromas, de luz, de ese sol que quiere saludar a la que tiene la
luna a sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza.
Transcurre la mañ ana entre el ir y venir de gentes, ¡cuá ntos
discípulos que aman a Jesú s y veneran a su madre! Pasado el mediodía,
toman el purísimo cuerpo de María con gran cuidado y lo llevan en
angarillas, cubierto de flores, apenas tapado el rostro con un velo, a un
sepulcro nuevo que la familia de Marcos tiene en el huerto de
Getsemaní, a poca distancia de aquel lugar donde Jesú s fue prendido.
Es grande la cueva, limpia. Sobre una gran losa cubierta por un lienzo
de lino impregnado de aromas y flores, colocan la preciosa carga. Con
otro lienzo grande cubren aquel sagrado cuerpo, primer templo del
Espíritu Santo. Se van yendo a duras penas; las ú ltimas son las mujeres
–que ya no tienen lá grimas en los ojos–. Santiago y dos discípulos
cierran con una pesada losa de piedra; Marcos pone los sellos en la
argamasa que tapa las rendijas.
Regresan silenciosos a la casa donde, con desgana, toman unos
alimentos. Hay bullicio en la puerta: entra Juan, cubierto de polvo, la
barba crecida, ojeras enrojecidas; gesto descompuesto.
–¡María, mi madre, mi querida madre!, no he llegado a tiempo de
despedirte... Santiago, por má s que me esforcé en cuanto me llegó tu
aviso... Cuéntame có mo fue.
–Aú n nos parece que está ella entre nosotros; fue aquí, en este cuarto,
al amanecer. Durante el viaje de Nazareth... –Relata Santiago con voz
pausada esos ú ltimos días transcurridos.
Juan sú bitamente propone.
–Deseo verla... aunque só lo sea unos instantes.
Callan todos, se miran, comprenden el querer de Juan, aunque va
contra las costumbres de su pueblo.
–Esperemos que se retiren las gentes venidas de fuera. Antes del
anochecer, iremos.
Pasan aquellas horas intensas. Juan apenas prueba bocado. Pregunta
y pregunta a todos sobre esos ú ltimos días de María.
Atardece; el pequeñ o grupo se dirige de nuevo a Getsemaní. Llegan.
La losa sigue cerrando la entrada con sus sellos aú n hú medos. Marcos
los rompe; la retiran con cuidado. Juan, anhelante, espera; aú n hay
buena luz del sol poniente que alumbra entre los olivos de esa ladera.
Entran: María no está , sobre las flores todavía frescas, entre los frascos
de los perfumes; está n doblados los lienzos que la cubrieron. Caen
todos de rodillas.
–Oh, Jesú s, tu amor por ella pudo má s que la ley comú n; te la llevaste
contigo. María, ahora estará s con él en Dios.
Salen y colocan de nuevo la pesada piedra. Se pone el sol. Un lucero
tempranero parpadea intenso en el cielo alumbrando su regreso a
Jerusalén.
Hace muchos añ os, un día el cielo se juntó con la tierra; hoy, la tierra
se junta con el cielo. María fue asumida a aquel cielo que tanto miró con
sus ojos serenos buscando la imagen de su hijo que ahora la acoge en la
gloria del Padre.
LAUS DEO VIRGINIQUE MARIAE

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