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José

Napoleón I, rey de España de 1808 a 1813, fue apodado «el Intruso» o más
injustamente «Pepe Botella». La realidad biográfica de este monarca ha quedado
oculta bajo el peso de su leyenda negra, creada por los partidarios de Fernando VII y
avivada por la historiografía posterior. Sin embargo, la vida de José Bonaparte
fascinó a media Europa. Participó en la Revolución francesa, se convirtió en
diputado, senador, ministro y embajador, primero de la República y después del
imperio creado por su hermano —del que era sucesor—, y finalmente fue coronado
por Napoleón rey de Nápoles, donde se le aceptó como a un gran monarca y en 1808
rey de España. Expulsado de un reino que nunca le quiso, y tras la caída definitiva de
su hermano, partiría al exilio en Estados Unidos, donde se convertiría en un ferviente
admirador de la democracia. El primer rey «constitucional» de nuestra historia que
quiso poner remedio a los «males» de la nación con su fe en el progreso y la libertad.
Para ello no dudó en luchar contra viento y marea por una causa imposible: una
utopía de carácter republicano que fracasó en parte por la Guerra de la Independencia
y el afán de poder de los generales del emperador. Pero en la historia los hechos no
suceden en vano y, en el caso de España, el reinado de José Napoleón I fue realmente
trascendente.

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Manuel Moreno Alonso

José Bonaparte
Un rey republicano en el trono de españa

ePub r1.0
Thalassa 25.08.2019

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Título original: José Bonaparte
Manuel Moreno Alonso, 2008

Editor digital: Thalassa
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Índice de contenido

Cubierta

José Bonaparte

Prólogo

I LA RUEDA DE LA FORTUNA
La vida de un rey contada por él mismo
La historia comenzó en Córcega
De corso a súbdito francés
El primogénito de los Bonaparte
El torbellino de la revolución
De súbdito a ciudadano

II EL REPUBLICANO
Al servicio de la república
El ciudadano Buonaparte
El camino al poder
Ciudadano embajador
La tentación literaria

III DE REPUBLICANO A REY


Ante la dictadura
El Pacificador
El Consejero de Mortefontaine
Alteza imperial
Rey

IV REY DE NÁPOLES
De Boulogne a Nápoles
«El Libertador»
La reforma de un reino
La práctica de rey
El aprendizaje italiano

VREY DE ESPAÑA Y DE LAS INDIAS


La joya de la corona
De Nápoles a España
Rey por la «Constitución del Estado»
Los hombres del rey
Una monarquía de intelectuales
El rey y el pueblo

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VI EL INTRUSO
La caricatura
La guerra al francés
El descubrimiento del reino
El rey en Madrid
El rey que quería reinar
Los grandes días del reinado

VII YO, EL REY


Un rey sin reino
El rey en París
La reina
La «república josefina»
La derrota inevitable
El fin

VIII LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA


La abdicación
¡América!
El sueño americano
La vida del conde de Survilliers
El descubrimiento de la democracia
La Revolución de 1830
El final

EPÍLOGO

ABREVIATURAS

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

Sobre el autor

Notas

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A la memoria de don Juan Mercader Riba, historiador de cuerpo
tullido, pero de mente lúcida, hasta el punto de ser el primero en
demostrar que en el reinado de José Bonaparte se advierte un «noble
designio renovador» de las formas de la administración y del gobierno
de España, incluso de una mutación sustancial en las estructuras
sociales.

En recuerdo de tantas conversaciones en la Residencia de Estudiantes


de Madrid, en compañía muchas veces de don Román Perpiñá Grau y
don José S. Lasso de la Vega. A don Juan Mercader le debo la primera
reseña, tan generosa, de mi primer libro, publicado hace ahora treinta
años.

«Elle seule [la postérité] est le vrai tribunal, et, avec le secours de
l'imprimerie, il est a espérer qu'elle ne sera pas dupe des écrivains a la
solde de ceux qui ont háte de la popularité du moment, qui s'acquiert
souvent au détriment de la vérité; car en fin, si le grand Frédéric a en
raison de dire que la victoire reste, en derniéres analyses, au dernier
écu, dans nos sociétés modernes n'est-il pas a craindre aussi guau
dernier écu restent la voix et l'écrit prépondérants gui Fxent et
déterminent l'opinion de la génération actuelle?».
Mémoires du roi Joseph, volumen I.[1]

«La ausencia de los cortesanos, de lacayos, de guardias, daba una


terrible vaciedad a los corredores y estancias. Las paredes parecían
más altas; las baldosas más anchas. El Salón de los Espejos no reflejó
más figura que la del rey, hasta el trasmundo de sus cristales más
lejanos».
Alejo Carpentier, El reino de este mundo.

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Prólogo

De los reyes de España, la figura más desconocida es, sin duda alguna, la de José
Bonaparte, que reinó con el nombre de José Napoleón I. Su advenimiento al trono y
las difíciles circunstancias de su reinado, que dio lugar a la gran epopeya española de
la Guerra de la Independencia, han oscurecido su biografía. Considerado desde el
principio como un «rey intruso», la propaganda patriota hizo del personaje un retrato
negativo que, en términos generales, se ha mantenido prácticamente inalterable; hasta
el punto de que todos los españoles tienen una idea por completo peyorativa del
personaje, que, sin embargo, no se corresponde con la realidad.
En cambio, un biógrafo americano, Owen Connelly (1968), después de
considerarle como un «convencido liberal», llegó a decir de él que fue una de las
personalidades más relevantes de su era. En su opinión, si los políticos que hicieron a
Napoleón dictador de Francia en 1799 hubieran buscado un candidato para presidente
al estilo americano (particularmente si las mujeres hubieran votado), no cabría la
menor duda de que hubieran preferido a su hermano José.
Su admiración hacia él la manifestaba con toda naturalidad, en 1802, Madame de
Staël —de quien Stendhal dijo que fue el «primer talento del siglo»—, cuando le
decía abiertamente: «Yo deseo su gloria, y para mí su amistad», y añadía: «Al
compartir ésta, yo seré más afortunada que usted». Con estas palabras no hacía sino
expresar el sentimiento de la élite intelectual del momento. No en vano, José fue el
personaje de mayor relieve de Francia después de Napoleón.
En España, desde luego, sorprende que no se haya publicado nunca una biografía
como tal del personaje, pues los historiadores españoles se han ocupado de él sólo
desde el punto de vista de su reinado, olvidándose de quién era o qué fue de él
después de su imposible mandato. Como escribió Juan Mercader, el historiador que
mejor estudió su reinado, la «escasa» producción nacional nunca llegó a «salirse del
pintoresquismo fácil y de la anécdota burlona, rayana incluso en lo pedestre y lo
grotesco».
El ponderado historiador catalán llegó a hablar de la existencia de una especie de
«truculencia»; como si fuera un «achaque común de la mayoría de los tratadistas
españoles» (Carlos Cambronera, Juan Pérez de Guzmán, Antón de Olmet o el
marqués de Villa-Urrutia) que se habían ocupado del personaje y de su reinado. Pero
tampoco salvó a la bibliografía extranjera (Gaffarel, Stanislas de Girardin, Advielle,
Bernard Nabonne, De Lanzac de Laborie), que, a su juicio, no ofrecía más que
«trabajos ocasionales o simples artículos de revista, con catas muy poco profundas».
El bueno de Mercader ni siquiera salvó el más voluminoso libro existente sobre
su reinado, el de Claude Martin, José Napoleón I, Rey intruso de España (Madrid,
1969). Un libro considerado por el citado autor como «meritorio», a pesar de no ser

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su autor un «historiador profesional», pero que, en su opinión, también se resentía de
«ciertas truculencias por desgracia demasiado abundantes en la historiografía
josefina». Aparte de que tan sólo pretendía describir el reinado en su vertiente
exterior.
Muy lejos de querer hacer una biografía del rey, los dos libros que el propio
historiador Mercader dedicó a su reinado, José Bonaparte, rey de España, 1808-1813.
Historia externa del reinado (Madrid, 1971), y José Bonaparte, rey de España,
1808-1813. Estructura del Estado Español Bonapartista (Madrid, 1983), distaban
mucho de hacer un seguimiento biográfico del personaje, antes y después de ser rey.
Y cuando, por entonces, apareció la biografía de Gabriel Girod de L'Ain, Joseph
Bonaparte, le Roí malgré luí (París, 1970), el historiador catalán no dudó en
considerar varios de sus capítulos como «muy superficiales».
Tal es, en términos generales, el panorama que ofrece la bibliografía existente
sobre quien fuera el «rey intruso» de España. Una expresión esta consagrada por la
historiografía española, como lo están los nombres de «Pepe Botella», «Pepino», el
«rey Plazuelas» o el «rey de Copas», con los que le motejaron aquellos infelices
españoles contemporáneos que lucharon empecinadamente contra él, por creerle el
culpable de sus penalidades y de sus tremendos sufrimientos. Así es como se ha
construido una imagen que ha estorbado una visión más mesurada del personaje
durante generaciones, a fuerza de superficial, inexacta e injusta.
Hoy, a tantos años vista de aquel reinado, es evidente que no pueden aceptarse
descalificaciones como se han hecho de quien, gustara o no, llegó a ser rey de
España. Lo advertía ya, en su primer libro sobre su reinado, el propio historiador
Mercader, indignado por aquellos apóstrofes y dicterios tan negativos con los que,
normalmente, se le descalificaba. Y no sólo, en su opinión, porque nunca
correspondieron a la «auténtica realidad, sino porque siendo como son el engendro de
mentalidades obtusas y torpes, o en el mejor de los casos, obnubilados por una santa
indignación, en nada favorecen al pueblo que en mala hora hubo de acuñarlas».
La opinión negativa que los españoles podían tener en general de José Bonaparte
empezó a cambiar cuando el afamado novelista Juan Antonio Vallejo-Nágera lo
convirtió en protagonista de una de sus novelas históricas, Yo, el rey, que adquirió una
extraordinaria resonancia a partir de su publicación en 1985. Yo, el rey, lejos de ser
una biografía del personaje, era un supuesto diario, de pocos días, del nuevo rey de
los españoles, desde que recibió en Nápoles la carta de Napoleón en que le destinaba
la corona de España, hasta su llegada a Madrid como rey. La novela apenas se
ocupaba de dos meses de su vida. El éxito de la publicación decidió al autor a
continuar la historia del rey en un segundo libro, Yo, el Intruso, dos años después, en
el que relataba otro período corto de su vida: desde el jueves 21 de julio de 1808
hasta el lunes 1 de agosto del mismo año.
El éxito de la novela, especialmente de la primera parte, fue tan grande que
ejerció un notable impacto en la opinión pública, acostumbrada desde siempre a una

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idea bien desdeñosa del personaje. Por consiguiente, a partir de entonces hay en el
gran público una toma de conciencia positiva sobre el personaje, que, a pesar de ser el
rey «intruso», poseía otros valores muy dignos de tenerse en cuenta y de ser
recordados oportunamente.
Parecía inverosímil, pero era un hecho notorio que José Bonaparte, de haber
podido llevar a cabo sus planes —manifiestos en sus supuestos Diarios—, podía
haber cambiado la suerte de los españoles en 1808. Lo mismo pensaron en su tiempo
los afrancesados, partidarios del rey José, siempre demonizados por la historia
nacional.
Por supuesto, ni Yo, el rey ni Yo, el Intruso tenían pretensiones de ensayos
históricos, pero ambas novelas dieron una idea más próxima a la realidad de uno de
los hombres más calumniados de toda la historia de España. «Creo que mi libro logró
un cambio repentino de la opinión sobre José en un importante sector de la
población», escribió con razón su autor, que, en la fecha de 1987, dos años después
de su publicación, reconocía haber vendido más de ochocientos cincuenta mil
ejemplares de su primera novela.
Desde luego, en el clima de «guerra patriótica» contra el francés en el que se
«fabricó» su retrato, que desde entonces tanto ha perdurado, difícilmente podía
entenderse la llegada a España de un rey francés, que durante los años de la
República francesa se había convertido de ciudadano, primero, en príncipe, y,
después, en rey; pero en quien fácilmente se advertía su mentalidad «republicana», de
la que ya había dado suficientes pruebas durante la Revolución. No en balde, después
del Estatuto de Bayona, José Napoleón I, en su calidad de rey de España y de las
Indias, sería como tal el primer rey «constitucional» de España.
Él será el primer rey que intente dotar a su reino de una estructura moderna, de
corte claramente republicano. Un rey que en verdad lo fue a pesar de él mismo.
Porque, en el fondo, el mayor regalo que nunca hizo a nadie su hermano Napoleón, la
corona de España, no lo deseó. Como habría de decir literalmente, tal donación le
pareció siempre «injusta e impolítica». Su mentalidad republicana se lo decía. Y ello
a pesar de que, desde hacía cinco años, su hermano, otro republicano convertido de
ciudadano en emperador, no le tuteaba por razones del nuevo protocolo real.
Quien fuera rey de España estaba imbuido de un indiscutible republicanismo
desde que en su juventud leyó apasionadamente en su tierra natal a Jean Jacques
Rousseau, que hasta escribió una propuesta de Constitución para Córcega. De él
aprendió que república era «todo Estado regido por leyes, bajo cualquier tipo de
administración que pueda hallarse». Desde entonces siempre tuvo bien claro que
cualquier gobierno que mirara por el «interés público» y la «cosa pública» era en
esencia republicano. El filósofo ginebrino había escrito que hasta una monarquía
podía ser una república, siempre y cuando su gobierno estuviera guiado por la
voluntad general, que no era otra cosa que la ley.

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Su republicanismo, desde luego, es incuestionable. En el fondo, no dejó de ser
nunca un hombre de la Revolución, que había desempeñado importantes
responsabilidades legislativas y ejecutivas durante la República. No son pocos los
testimonios que le muestran adicto a ella desde el momento de su proclamación, antes
de su llegada a París en 1793. Pues al igual que muchos otros revolucionarios
franceses, no se inspiró en la democracia ateniense ni en la de Estados Unidos que no
comprendió, por lo menos hasta su refugio en tierra americana a partir de 1815. Más
bien estuvo de acuerdo con la máxima «rousseauniana», según la cual «si hubiese un
pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente; pero un gobierno tan perfecto no
es propio de hombres».
En la fase reformista de la Revolución, cuando muchos se dieron cuenta de que
no era posible una república que frenara los extremismos, él, claramente, se inclinó
por la monarquía temperada y limitada, como alternativa frente a una república
revolucionaria o a una monarquía pura o absoluta. De ahí la famosa sentencia de
Charles Maurice de Talleyrand, según la cual, «la monarquía debía ser gobernada por
demócratas, mientras la república debía serlo por aristócratas». Esto explica que,
cuando su hermano Napoleón estableció por plebiscito popular el carácter hereditario
de su cesarismo, François de Neufcháteau pudo felicitarlo diciéndole que «había
hecho entrar en puerto al buque de la República».
En la agitada y convulsa historia del republicanismo, al tratarse de sus orígenes,
los historiadores españoles se han olvidado, sorprendentemente, de que el primer rey
como tal de nuestra historia contemporánea —el primer rey «constitucional»— fue
un republicano. Todos los elementos esenciales del nuevo orden que surge entonces:
la abolición del Antiguo Régimen propiamente dicho, la sustitución de la monarquía
de derecho divino, la carrera abierta a los talentos, el nacimiento del homo
democratices y del régimen representativo, la liberación del trabajo y de la libre
empresa —en suma, la herencia de la República francesa— llegaron por primera vez,
y oficialmente, a España con el nuevo rey Bonaparte.
Su esquema de Estado, desde luego, está construido por el pensamiento
republicano. Después, como rey, lo mismo en la etapa de Nápoles que en la de
España, entendió su nueva misión «regeneracionista» expresión utilizada con
profusión por vez primera en la época, con un espíritu nuevo que poco tenía que ver
con los Borbones. Apoyado, además, en su nueva causa por la «república de los
intelectuales» españoles, no tardó en comprobar por sí mismo cómo sus nuevos
súbditos estaban orgullosos de todos sus errores y se aferraban a ellos.
Su republicanismo intrínseco le hará ver, también, la transformación que estaba
experimentando el carácter de su hermano, por efecto de su galopante megalomanía,
y también por los de la adulación y el servilismo. Pero, igualmente, fue testigo
privilegiado de su grandeza, que lo mismo se manifestaba en la dirección de una
campaña militar que cuando, en una tienda de campamento, sobre la nieve rusa,
redactaba el minucioso Reglamento de la Comedia Francesa.

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Considerando a José en su calidad de comisario de Guerra durante la República,
el «director» Barras le vio cómo un «ardiente revolucionario». Y es evidente que, a
pesar de la metamorfosis experimentada por el futuro rey, éste no perderá del todo su
ardor republicano. Lo mismo le ocurrirá a su hermano Luciano, a quien Napoleón no
pudo hacer rey. Realmente, hasta la creación del Imperio, su cursus honorum es el de
un republicano que nunca dejó de ser en el fondo un agricultor, un hombre de letras y
un burgués. Al empezar a escribir sus Memorias tantos años después, se mostró lleno
de orgullo al decir que en los comienzos de su carrera política se había dedicado a
«las funciones públicas por elección del pueblo».
En su largo exilio posterior en Estados Unidos habría de comprender que, en el
fondo, era mucho más fácil ser republicano que monárquico. La máxima republicana
según la cual rex cris si recte facies, tal como sabía por propia experiencia, era muy
difícil, por más que en sus edictos y proclamas hubiera querido definirse como rey
«por la gracia de Dios y la Constitución del Estado».
En sus Memorias sobre Napoleón, el gran Stendhal, que escribió su historia como
hubiera querido hallarla escrita por otro, dijo con rotundidad que quien fue,
sucesivamente, rey de Nápoles y de España, fue «muy superior, en todos los aspectos,
a los demás reyes contemporáneos suyos». A lo que añadía: «[…] España prefirió a
ese monstruo llamado Fernando VII. Yo admiro el sentimiento de insensato honor
que inflama a los bravos españoles, pero ¡qué diferencia para su felicidad si, desde
1808, hubieran sido gobernados por el prudente José y por su constitución!».
En la historia de España, José Bonaparte es, además, el primer rey constitucional
propiamente dicho. Los oficiales españoles, según el viejo uso, pretendieron
proclamarlo como «Don José, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Aragón, de las
Dos Sicilias, de Jerusalén, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de
Córdoba, de Mallorca, de Santiago, del Algarve, de Algeciras, de Gibraltar, de las
islas Canarias, de las Indias Occidentales y Orientales, de las islas de Tierra Firme del
Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante y de Milán, conde de
Habsburgo, Tirol y Barcelona, señor de Vizcaya y de Molina…». Pero lo mismo él
que su hermano Napoleón prefirieron que «[…] se reduzca toda esa fastuosa y
extravagante nomenclatura, al solo título de rey de España y de las Indias».
Como primer rey «constitucional» de la historia de España, el ciudadano José
Napoleón proclamará con su vieja fe republicana su deseo de poner remedio a los
«males» de la nación. Y, consciente de que la monarquía de los españoles era «vieja»,
no dudará en luchar contra viento y marea por una causa imposible. Su «misión»,
según le gustaba decir, consistía en rejuvenecer la «nación»: mejorar las viejas
instituciones y hacer disfrutar a los nuevos súbditos, de una vez por todas, de los
beneficios de una verdadera reforma.
Con la garantía de la nueva Constitución, el rey pretendió convertirse en el
«regenerador» de España y de las Indias. Toda una utopía de carácter republicano,
que fracasó a las primeras de cambio, lo mismo que la Revolución francesa fracasó

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también como revolución democrática. Pero en historia los hechos no suceden en
vano y, en el caso de España, el reinado de José Napoleón I no constituirá, ni mucho
menos, un paréntesis de su historia, como durante generaciones se ha creído.
El presente libro pretende ser una biografía de este rey de la historia de España,
antes y después de serlo, desde su nacimiento en Córcega en 1768 hasta su muerte en
Florencia en 1844. Dos fechas que enmarcan una época extraordinaria de la historia
de Europa y de América, y que esconden la vida de un personaje singular que, de
simple ciudadano nacido en una isla del Mediterráneo, disputada desde tiempo atrás
por franceses, genoveses, españoles o ingleses, se va a convertir en un personaje
excepcional de la historia europea. Porque, tras una etapa de aprendizaje, prolongada
a lo largo de la República francesa, se convertirá en el hombre más importante de
Francia después de su hermano. Napoleón lo nombrará su sucesor, a lo que se unirá
su condición, sucesivamente, de rey de Nápoles y de España en unos años
fundamentales de su historia.
Pero la vida de José Napoleón, ex republicano, ex rey y ex príncipe después de su
salida de España, no termina en 1813, como consecuencia de la batalla de Vitoria que
puso fin a su reinado «intruso». Comienza, entonces, una segunda etapa de su vida de
un gran interés, como ciudadano del mundo, durante su prolongada residencia de
quince años en la joven república de Estados Unidos de América.
Quince años en los que se convertirá en un espectador excepcional, tanto de la
vieja historia de Europa como de la nueva de América. Porque, antes de que Alexis
Clerel de Tocqueville descubriera la democracia americana, cuando llegó a Nueva
York en 1831, José Bonaparte, ya de vuelta en Europa tras la Revolución de 1830, se
dio cuenta de que América podía ser el porvenir de Europa.
Lo mismo que el autor de La Démocratie en Amérique, se percató de que en
Norteamérica, si se producía un deterioro en un camino, los vecinos, sin recurrir a los
poderes públicos, se erigían en asamblea para repararlo si se cometía un crimen, se
reunían para encontrar al asesino, considerado como enemigo del género humano,
mientras que en Francia o en España el público asistía como espectador a las
peripecias de la lucha de la policía y el culpable.
Evidentemente, el interés biográfico del personaje no disminuye para nada desde
que volvió a convertirse en ciudadano en los años de su exilio americano o,
posteriormente, europeo, hasta su muerte en 1844. Ahora bien, a la vista de todo este
tiempo, del que fue protagonista y espectador excepcional, cualquier observador de
hoy podrá darle la razón a Napoleón, cuando llegó a decir que José era «demasiado
bueno para convertirse en un gran hombre», porque carecía de ambición.
Pero la verdad es que, como habría de decir el general De Clermont-Tonnerre, en
el fondo su hermano le admiraba. Según el testimonio del general, parecía decir al rey
José: «Si con las cualidades amables que la naturaleza os ha regalado lográis por
añadidura una reputación militar, me haréis sombra». Entre quienes le trataron de
cerca, José tenía otra reputación, la del político. Por ello, el general Lamarque le dijo

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en cierta ocasión que era «un filósofo en el trono», lo que dio pie a que uno de sus
biógrafos lo considerara —éste sería el título de su libro— como «el rey filósofo»
(1949).
Por todo ello, la figura de José Bonaparte se presenta como un contrapunto
excepcional en aquel mundo que, surgido de la Revolución, se adueñó de tantos
hombres, enloqueciéndolos. Mientras, el protagonista de ésta historia, dándose cuenta
de todo, actuaba como si no se percatara, como él mismo habría de decir en tantas
ocasiones. En el ojo del huracán durante la guerra de España, se convirtió, desde
luego, en la figura central de ésta. Y, muy a su pesar, fuera el personaje más odiado,
aunque aquella aventura fuera cosa de su hermano. En cualquier caso, su vida,
también muy a su pesar, fue excepcional. Este libro se ocupa de ella.

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I
LA RUEDA DE LA FORTUNA

Tras la Revolución francesa, el Destino, o la caprichosa Fortuna de los antiguos, se


convirtió en la política. Al filósofo español José Ortega y Gasset le gustaba recordar
que uno de los diálogos «más ilustres» de la historia humana fue el que mantuvieron
en Erfurt, el 1 de octubre de 1808, Napoleón y Johann Wolfgang von Goethe.
Hablaban del teatro antiguo, y Napoleón censuraba que se quisiese interesar al
hombre actual con la imagen mitológica del Destino que manejan las tragedias
clásicas. Entonces, el llamado rayo de la guerra —hermano del nuevo rey de España
pronunció una sentencia formidable: «¡El Destino es hoy la política!».[2]
Napoleón, lo mismo que su hermano José —amantes los dos de las letras antiguas
—, no compartía la idea de muchos de sus contemporáneos, según la cual la rueda de
la fortuna enterraba en una fosa común lo mismo a los hombres que a las ciudades o
los imperios.[3] Los hombres modernos, posteriores a la Revolución, creyeron
firmemente que, en la nueva era, la política (la lucha por la «preservación de nuestras
libertades y felicidad») suplantaba los caprichos del Destino.[4]
Por supuesto, la rueda de la fortuna seguía desempeñando un papel extraordinario
en el destino de los hombres, como en el coronel bonapartista Chabert, personaje de
Honoré de Balzac, que sabía que «nuestro sol se ha puesto, y todos nosotros pasamos
frío». Desde luego, sin ese sino especial, el propio José Bonaparte no habría sido
quien fue. La fortuna le acompañó en su camino.
La propia República francesa, cuando observó el rápido enriquecimiento de
muchos de los diputados de la Convención, hasta el punto de provocar frecuentes
escándalos por el carácter ostentatorio de muchas de aquellas fortunas, se vio
obligada a votar el decreto del 28 de fructidor del año II (14 de septiembre de 1794)
que ordenaba «a cada uno de los diputados que, en el plazo de un mes, diese a
conocer, en impreso, su fortuna y sus medios de existencia, sus beneficios y sus
pérdidas, desde el 14 de julio de 1789». Lo mismo que los diputados, los funcionarios
fueron sometidos a esta norma.[5]
En la historia de la República francesa —en realidad desde el momento en que
tuvo lugar el desencadenamiento de la revolución— fueron muchos los personajes o
las familias que se vieron favorecidos por la rueda de la fortuna. Con dificultad puede
encontrarse una sola familia que fuera favorecida por la diosa Fortuna como lo fue la
familia corsa de Carlos Bonaparte, padre, entre otros, de José, el primogénito, y de
Napoleón; pues aunque éste dijera que, a partir de entonces, el Destino consistía en la
política, sin los caprichos de la Fortuna la vida de aquellos hermanos no hubiera
llegado donde llegó.

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Sin Napoleón, desde luego, José nunca hubiera llegado a ser rey. Pero, por otra
parte, también cabe pensar que si Napoleón, en determinadas circunstancias, hubiera
seguido los consejos y los ejemplos de José, con toda seguridad la batalla de
Waterloo no se hubiera librado. Los hermanos Bonaparte nacieron, además, en un
medio en donde la fatalidad o la «fuerza del sino» ejercía un significado muy
destacado. Realmente no le faltó razón al historiador napoleónico Frédéric Masson al
decir de la familia de los Bonaparte que «más que en el Dios de los cristianos, creyó
en la Suerte, en el Destino, en el Fatum».[6]
La Fortuna decidió también el final. Así lo reconoció, igualmente, el pueblo de
Inglaterra cuando Napoleón cayó en sus manos. En el Memorial de Santa Helena se
recogen las palabras pronunciadas en el Parlamento: «Acabamos de ser colmados de
un éxito sin precedentes. La Fortuna nos ha entregado a su suerte a nuestro
implacable enemigo».[7] Una «rara fortuna», desde luego, que, según el decir de
Stendhal, el más apasionado de sus biógrafos, no tuvieron nunca «los hijos de los
reyes», y que sin embargo agitó «a los seres que rodean la cuna de Napoleón».[8] Pero
al final la fortuna le dio la espalda, pues como vieron muy bien dos ministros del
futuro rey José Napoleón I, los afrancesados Miguel José Azanza y Gonzalo O'Farrill,
«¿por ventura ha habido imperio en el mundo, ni lo hay, que no se puede venir a
tierra si su jefe se empeña en cansar a la fortuna?».[9]

La vida de un rey contada por él mismo


José Bonaparte, como rey, es el autor de una de las memorias más extensas que,
como tales —autobiografía propiamente dicha, más correspondencia política y
militar, haya publicado jamás un rey.[10] Iniciadas de su puño y letra, cuando se
encontraba en su exilio americano, él mismo nos dice el lugar y la fecha en que
comenzó a escribirlas: Pointe-Breeze, en las proximidades de Filadelfia, el 11 de abril
de 1830. En ellas cuenta, con claridad, las razones que le impulsaron a ello.
Contaba, escribió, con una edad «bastante avanzada» —sesenta y dos años, a la
sazón—, y disfrutaba aún de buena salud. Desengañado ya de la vida, y disponiendo
de la necesaria «tranquilidad de espíritu resultante de una buena conciencia», se había
decidido por fin a tomar la pluma para dar cuenta de su vida, con la seguridad de
hacerlo, escribía también, en «un país verdaderamente bien constituido». Sentía la
necesidad de «rendir cuentas» de su existencia, después de tan larga travesía.
Según explicaba con insistencia, quería fijar sobre el papel los recuerdos de
aquella vida tan excepcional que le había llevado de la isla de Córcega, en pleno mar
Mediterráneo, donde había nacido, a las lejanas tierras de América, donde había
encontrado refugio después de la derrota de su hermano en Waterloo.

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No se proponía escribir en modo alguno, nos dice, una apología de su vida. Tan
sólo pretendía eso, hacer una «rendición de cuentas» de su larga trayectoria, tratando
de explicar las causas que le habían transportado tan lejos en los rangos de la
sociedad, a él y a su familia. Necesitaba, sencillamente, coger la pluma, por «amor a
la verdad». Ante todo, sentía un gran deseo de reivindicar la memoria de su hermano
Napoleón, tan desfigurada, y de «una manera tan indigna», en los años que siguieron
a su caída en desgracia.
Dejando claro desde el principio que no siempre había compartido sus «opiniones
políticas», José sentía la necesidad de explicar muchas cosas oscuras sobre su
hermano y sobre él mismo. «Yo diré con candor —escribió— lo que he sido». Era un
sentimiento de justicia lo que le obligaba a hacerlo, porque, según él, Napoleón fue
ante todo «un hombre amigo de hombres» y «un hombre justo y bueno», mucho más
que un «gran guerrero y un gran administrador». Por ello, coger la pluma y contar su
vida —«decir lo que sé, y expresar la convicción que hay en mi alma»— era para él
un deber ineludible y urgente. Correspondía, en el fondo, a cuanto su hermano había
hecho por él, aunque con ello no sólo quería expresar su agradecimiento, sino
también su más profundo afecto. Porque José sabía perfectamente, como en cierta
ocasión había dicho Napoleón a Daunou, archivero y organizador del Instituto, que
las únicas personas que él había querido de verdad fueron: «mi madre, José y mi
mujer» (Josefina).[11]
A pesar de la extensión de sus Memorias, publicadas póstumamente a partir de
1853, lo que en realidad escribió verdaderamente José de su puño y letra fue, sin
embargo, un «fragmento» de poco más de cien páginas del primer volumen. «Aquí se
detiene, desgraciadamente, el curioso fragmento histórico redactado por el rey José»,
escribió oportunamente el compilador de las Memorias, Du Casse. Éste advirtió, por
cierto, que, cuando José se puso manos a la obra en 1830, «repugnaba a su buen
carácter» empezar el relato de los acontecimientos de España, porque, sobre este
particular, estaba en desacuerdo con la «conducta política de su hermano en lo
referente a aquella guerra desgraciada». Razón por la cual, después de haber vacilado
durante largo tiempo en hacerlo, resolvió dejar a otro el cuidado de clasificar y de
publicar los materiales necesarios para la historia de tales acontecimientos.
El compilador atribuyó, precisamente, a este «exceso de delicadeza» y a esta
«susceptibilidad de sentimientos», el silencio de José sobre el resto de su vida
política. A consecuencia de ello, sus Memorias consistirían finalmente en la
publicación de los documentos y correspondencia que él había dejado al morir en
poder del mayor de sus nietos. Y, efectivamente, fue este nieto, José Napoleón
Bonaparte, príncipe de Musignano, quien llevó a cabo la publicación de la
correspondencia político-militar del rey José, junto con los fragmentos escritos de su
puño y letra. Labor de la que habría de encargarse el compilador Du Casse, ayuda de
campo de Jerónimo Napoleón.[12]

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Gran conocedor, a su vez, de aquella «época gigantesca», el memorialista diría
del rey José que «Il fut le plus honnéte homme de l'empire». De la misma manera que
Sigmund Freud, muchos años después, dio una interpretación sorprendente de José.
La cuenta Emil Ludwig, el gran biógrafo de Napoleón. Justo después de haber escrito
la famosa biografía, hablaron del libro, y el psicoanalista reprochó al biógrafo que no
hubiera sacado ninguna conclusión de su infancia. Le preguntó entonces, en su tono
pedagógico habitual, quién fue el hermano favorito de Napoleón. Y cuando el
biógrafo le dijo que Luciano, Freud le corrigió: «No, José». Y añadió: «José, el
hermano mayor, ocupó el puesto del padre en los sentimientos de Napoleón; veía a su
padre en José». «Luego —dirá Ludwig de Freud— continuó exponiéndome una larga
historia sobre las influencias que José había ejercido sobre Napoleón como sustituto
del padre, y dedujo: ya que consideraba a José como su padre, se casó con una mujer
llamada Josefina. Y en recuerdo de José, se dirigió a Egipto».[13]
En sus Memorias, José Napoleón se propuso, evidentemente, rehabilitar tanto la
memoria de su hermano como la de su familia, empezando por él mismo, una vez
que, después de la muerte de aquél en Santa Helena en 1821, empezó a notarse en el
público un cambio de opinión cada vez más favorable a su persona. Este cambio de
actitud se advertía ya, claramente, en el relato del médico irlandés Barry E. O'Meara,
quien, un año después de la muerte del emperador, había dibujado un retrato del
mismo totalmente distinto de tantos como se habían hecho tras su caída en 1815.
Como lo hacía, a su vez, del propio José, de quien Napoleón había dicho al médico
que era «demasiado bueno para ser rey».[14]
Por primera vez entonces en el diario del médico irlandés aparecía un Napoleón
completamente distinto. Era el retrato, sorprendente, de un hombre de trato afable y
sencillo, que nada tenía que ver con las falsedades que los libelos enemigos habían
divulgado en su contra. Por vez primera se retrataba al solitario de Longwood como
un soberano caído en desgracia por los designios ineluctables de la rueda de la
fortuna, que lo mismo lo había catapultado a la cima del monte que, después, lo había
aventado al abismo, aun cuando, como soberano, se había consagrado al trabajo y al
bien de su nación?[15]
Hasta entonces toda una auténtica «leyenda negra» parecía haberse adueñado de
la memoria de los Bonaparte. Los panfletos británicos, por no hablar de los
españoles,[16] habían difundido por doquier la imagen del ogro o del tirano cruel y
degenerado, que unos habían descrito como un típico «brigante corso», y otros como
un nuevo azote en forma de Atila o Gengis Khan, con el que la fortuna, siempre tan
ramera, había querido castigar a sus contemporáneos.
Nada tiene de sorprendente, pues, que, cuando en Inglaterra, en la temprana fecha
de 1814, se publicó la Historia secreta de su Corte, aquel hombre fuera presentado
como un auténtico terrorista, que había cometido todo tipo de crímenes desde su
nacimiento en Córcega. Por cierto, que un panfletista londinense, de origen judío —
que había publicado un semanario inglés antifrancés con el título de The Monitor and

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Anticorsican Chronicle— llegó a acusar al Gran Corso de haber hecho el amor con
sus hermanas e incluso con hombres.[17]
Como no podía ser de otra forma, la familia Bonaparte, tras la caída del
emperador, fue objeto de todo tipo de acusaciones y ataques. Así, por ejemplo,
cuando François-René de Chateaubriand publicó por entonces su panfleto
denigratorio sobre Bonaparte, De Bonaparte y de los Borbones (1814), que su autor
escribió «según las noticas del momento», y con dos pistolas cargadas encima de su
mesa, el mismo Luis XVIII le dijo al autor, en varias ocasiones, que su folleto «le
había sido de más provecho que un ejército de cien mil hombres».[18]
Considerado el emperador como otro Nerón, los familiares y, sobre todo, sus
hermanos, fueron igualmente culpabilizados de ser los parientes del monstruo
sanguinario que había tiranizado Europa.[19] Madame Mére (la madre de José) se
sintió muy dolida cuando se enteró de que la odiosa amante de Luis XVIII (Madame
de Cayla), que había sido compañera de colegio de Hortensia y Carolina, hablaba
pestes de los Bonaparte ante Monsieur de la Rochefoucauld.[20] Los Bonaparte eran
la familia de aquel tirano sin escrúpulos, que no retrocedió ante ningún crimen desde
el momento en que repartió Europa entre sus hermanos.[21]
Las cosas cambiaron en buena parte, sin embargo, a partir de la muerte del
emperador, en 1821, cuando una corriente de opinión de carácter popular y de signo
totalmente distinto, a su favor, fue extendiéndose a pesar de que todavía se
manifestaban poderosas voces en contra. Los viejos soldados de tantos campos de
batalla se convirtieron en los primeros rapsodas de un verdadero culto bonapartista
que, desde entonces, no hizo sino ir en aumento.[22]
Evidentemente, la muerte del emperador causó una gran emoción. En esta ocasión
no se equivocó Chateaubriand al afirmar que lo mismo «el soldado que el ciudadano,
el republicano que el monárquico, el rico que el pobre, colocaban igualmente los
bustos y los retratos de Napoleón en sus hogares». Y no sólo en Francia, porque
también en Italia o en Alemania no podía darse un paso sin reencontrarlo. «¡Han
divinizado a Bonaparte! Esto nos basta», escribía.
Fue todo un reconocimiento que, desde su retiro en América, percibió
perfectamente también el ex rey José, decidido a rehabilitar el buen nombre de su
hermano. De ahí la carta que, con fecha de 1824, envió al conde Las Cases, después
de haber leído su Memorial de Santa Helena.[23]
En su carta a Las Cases, el rey José confesaba haber leído los ocho volúmenes de
la obra. Y decía sentir no haber conocido el manuscrito antes de su publicación,
porque, de ser así, podría haber rectificado hechos y testimonios que le resultaban
«personales» por completo. El rey podía verse satisfecho de ser tratado con respeto
por parte del memorialista en tantas conversaciones como éste mantuvo con su
hermano, que seguía considerando a José como el «genealogista de la familia».
Muchas eran las referencias en las que José —«el pobre José»— se veía citado por su

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hermano Napoleón, desde los recuerdos de su más tierna infancia en la isla de
Córcega hasta el hundimiento final del «Imperio de los Cien Días».
El bueno de José debió de sentir una profunda emoción al ver cómo, en las
soledades de Santa Helena, su hermano le recordaba con ternura. Muchos de estos
recuerdos, cargados de nostalgia, los recogió el mismo Memorial. Por ejemplo,
cuando, al morir en su lecho el tío Luciano, rodeado de toda la familia, éste dijo a
José, que era el mayor de los hermanos Bonaparte: «Tú eres el primogénito de la
familia, pero Napoleón es el cabeza de ella». «Esto significaba desheredarlo», decía
riéndose el emperador, a quien la escena le recordaba el pasaje bíblico de Jacob y
Esaú. Y aunque, en algunas ocasiones, el emperador dijo en sus conversaciones que
José no le había ayudado como hubiera debido, siempre reconoció, sin embargo, que
fue «un fort bon homme».
Un día, el domingo 26 de mayo de 1816, en que el emperador estaba fatigado,
Las Cases le estuvo leyendo la prensa. Y fue por los periódicos como Napoleón se
enteró de que su hermano José había comprado grandes propiedades al norte del
estado de Nueva York, sobre el río San Lorenzo, y que un gran número de franceses
se agrupaban alrededor de él con la idea de fundar pronto un establecimiento. El
emperador dijo entonces que si, al final, este establecimiento cumplía con su objetivo,
pronto saldrían de allí «excelentes escritos», con refutaciones «victoriosas» del
sistema que triunfaba por entonces en Europa.
Según el propio testimonio de Las Cases, el mismo emperador había pensado
hacer una cosa así durante su estancia en la isla de Elba. De haber conseguido
establecerse en América como su hermano José, el emperador dijo que, por su parte,
se hubiera propuesto atraerse a muchos simpatizantes, que podrían haber constituido
el núcleo de «una patria nueva».
Por su parte, el conde Las Cases, al redactar el Memorial, que tan gran éxito tuvo,
le dio una relevancia notable al príncipe José (sic) como poseedor de documentos y
«papeles preciosos», que portaba consigo antes de embarcarse para América, aunque
después se enteró de que algunos de estos papeles —fundamentalmente «cartas
originales»— se perdieron. Habían llegado subrepticiamente a Inglaterra, donde
daban por ellos la cantidad de 30 000 libras esterlinas. Informado de muy buena tinta,
el médico O'Méara dio la noticia de que, en Londres, el embajador de Rusia había
pagado 10 000 libras esterlinas por rescatar las cartas autógrafas del zar que habían
estado en poder del príncipe.[24]
Ante tales consideraciones, el príncipe José se sintió impulsado a restablecer el
buen nombre de su hermano, «el hombre que fue mi amigo, y que la debilidad
humana ha desfigurado de una manera indigna». Justo en uno s momentos en que,
tras la publicación de los testimonios de O'Méara (1822) y de Las Cases (1823),
entraban en escena, con afán de hacer fortuna, memorialistas de toda laya: el conde
de Segur en 1824, Bausset en 1827, Savary en 1828, Bourrienne en 1829, Gouvion-
Saint-Cyr, Larrey, Percy, o Saint-Hilaire entre 1829 y 1831.[25] Escritos que die ron

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pie a la publicación a su vez de retratos de todo tipo del emperador o de su familia,
sacados de dichas memorias.[26]
Por poner un ejemplo de este tipo de versiones dentro del mundo hispánico, en
1828, en la lejana Argentina, se publicó el siguiente libro: Juicios de Napoleón sobre
sus contemporáneos y sobre él mismo, obra en la que —después de darse la noticia
según la cual el rey de los Países Bajos (sic) le permitía a José vivir con su esposa en
Bruselas— Napoleón decía de su hermano, el «ex rey» de España: «En nada me ha
ayudado; pero es un hombre sumamente bueno. Todas sus cualidades no son sino
para un hombre privado. En las altas funciones que le había confiado hizo lo que
pudo. Sus intenciones eran buenas; y así la principal falta no se le debe echar a él sino
a mí, que lo había colocado fuera de su esfera; en circunstancias tan difíciles la carga
era desproporcionada… Es demasiado bueno para ser un gran hombre».[27]
Con el tiempo, desde luego, la rehabilitación de la memoria de Napoleón fue
extendiéndose por doquier. «Atacar a Napoleón en nombre de cosas pasadas, acosarlo
con ideas muertas, es prepararle nuevos triunfos», llegó a escribir Chateaubriand;
quien decía que no se le podía combatir «sino con algo más grande que él, la
libertad». Un espíritu que fue envolviendo también a la familia Bonaparte.
Desde luego, en este contexto, el retrato que se hacía del mismo José era muy
poco favorable. Comparándolo con el de su hermano, se le ridiculizaba. En algunos
relatos, «bastante poco auténticos», según decir de Stendhal, cuando se hablaba del
ascendiente de Napoleón sobre su hermano mayor se le representaba hasta de forma
indigna: «Le pegaba, le mordía, él se quejaba a su madre, la madre reñía, antes que el
pobre José hubiera tenido tiempo de abrir la boca».
En 1833, y en medio de este sentimiento generalizado, fue cuando apareció en
París la segunda edición de una biografía sobre José, en la que se decía que 10 000
ejemplares de una primera se habían agotado con rapidez.[28] Su editor señalaba que,
ante las «numerosas» demandas que se le hacían de todas las provincias de Francia,
había decidido satisfacer los deseos del «público patriota», y publicar una segunda
edición abreviada, con las partes «más interesantes».[29]
El autor señalaba que testimonios «nacionales y de élite» de la mayor fiabilidad
—y citaba los nombres de Bernardina de Saint Pierre, del general Foya, de Stanislas
de Girardin, de Lamarque, de Abel Hugo, del mariscal Jordán— corroboraban la
biografía. Testimonios todos ellos, se decía, que desmentirían las «ridículas
calumnias» que se habían divulgado contra «el carácter de un rey que fue un hombre
honesto». Un hombre que llegó a ser «ciudadano, representante, orador, capitán,
embajador, rey filósofo, proscrito y cultivador, siempre amigo de las instituciones
populares».
La publicación afirmaba incluso que hasta en los reinos de Nápoles y España se
echaba de menos su «poder paternal», de la misma manera que en la República de
Estados Unidos y en la Inglaterra del momento —«el pueblo inglés de hoy»—
gozaba, igualmente, de una «estima profunda». Todo lo cual era ya posible decirlo

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gracias a una mayor libertad de prensa, «la más preciosa de nuestras conquistas
revolucionarias».
La biografía conoció, simultáneamente, una versión inglesa, que apareció con el
título de Biographical Sketch of Joseph Napoleón Bonaparte. En ella se desmentía,
de la misma manera, lo que los periódicos de la restauración habían publicado con
frecuencia: que José Bonaparte había dejado de ser francés para convertirse,
voluntariamente, en «ciudadano americano». Una falsedad más, porque los
documentos que se recogían en la biógrafa probaban lo contrario, pues la verdad era
que hasta su propiedad en América se convirtió en un «lugar de refugio de los
patriotas europeos» que iban en su busca.[30]
En una nota, la edición inglesa señalaba que, hasta ese momento, los ingleses
habían conocido «poco o nada más» que lo que los periódicos del tiempo de guerra
habían publicado de José Bonaparte, en unos momentos en que no era posible
someter su personalidad al juicio sereno de la historia.
Ambas ediciones, lo mismo la francesa que la inglesa, publicaron, por cierto, la
carta —fechada en Londres, en diciembre de 1832— que el propio José Bonaparte
había enviado al editor de la biografía, que la había publicado bajo el nombre de «un
joven patriota».
El ex rey, que evidentemente estaba detrás de la publicación, decía que todo
cuanto se decía en ella era «verdadero». Y aprovechaba la ocasión, un tanto
obsesivamente, para hacer valer la voluntad de su hermano en materia sucesoria, de
acuerdo con «la declaración del pueblo francés del año 13 de la República» (el 27 de
noviembre de 1804). Tout pour le Peuple Francais, decía, fue la divisa de Napoleón.
«Todo para el pueblo y por el pueblo» había de ser la divisa de sus herederos. En su
vejez, José terminó convirtiéndose en el abogado más elocuente y respetado de la
historia napoleónica.

La historia comenzó en Córcega


No se entiende la vida de los Bonaparte sin su lugar de nacimiento, la isla de
Córcega.[31] Un vasto conjunto de montañas coronadas de bosques, y surcadas de
valles profundos, con un poco de tierra vegetal, donde se asentaban los pieves, una
especie de pequeños municipios muy singulares, poblados por algunos habitantes
pobres, que se alimentaban, básicamente, de castañas. Allí se tributaba un verdadero
culto al honor. Un honor que, según el decir de Stendhal, era «más razonable» que el
de París en el siglo XVIII, aun cuando, en su opinión, la vanidad de sus gentes se
picaba casi tan fácilmente como la de un burgués de una pequeña ciudad de Francia.
Para el viajero que arribaba a sus costas, la isla era un territorio agreste, que
surgía en mitad del Mediterráneo, cubierto de arbustos aromáticos, matorrales y

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flores silvestres: fresas, mirto, romero, helechos, retamas, lavanda, hinojo, lirios,
madroños o espinos, que formaban una intrincada maraña, la macchia.
Toda una inexpugnable barrera para los extraños, que no se hallaban
familiarizados con los ocultos senderos que zigzagueaban a través de esta
extraordinaria fortaleza natural. Allí era donde, desde tiempo inmemorial, buscaban
refugio los bandidos. Y raramente podían ser capturados, porque ningún ciudadano
honorable hubiera decidido denunciarlos. Cuando el viento, por cierto, arrastraba el
intenso aroma de la macchia hasta el mar, los extranjeros vivían una sensación
inolvidable.[32]
El año antes de nacer José fueron numerosos los jesuitas andaluces que, con
motivo de su expulsión de España, se asentaron en la isla, donde al parecer estuvo
desterrado Séneca. Llegaron a bordo del navío español Princesa, de setenta cañones.
Gracias al diario del padre Diego de Tienda, del Colegio de San Hermenegildo de
Sevilla, se conocen detalles llamativos de la tierra de los Bonaparte. Lejos de la
idealización que después va a ser tan frecuente con la leyenda napoleónica, a los
jesuitas expulsados la isla les pareció pobre, sin cultivar, con «lugarcillos compuestos
con casas de paja», y amenazada por los rebeldes entonces en guerra con Génova.
Ajaccio y Calvi les parecieron «poblaciones tan pequeñas que no pueden compararse
con San Juan de Aznalfarache, junto a Sevilla».[33]
Según la apreciación de otro jesuita, Ajaccio —donde dos años después nació
Napoleón— tendría poco más de setecientos vecinos. Situada al pie de un collado
«con bastante amenidad», estaba cerrada por murallas. En una punta que salía al mar
tenía una ciudadela «muy fuerte», rodeada de un foso de agua del propio mar. El
obispo de la ciudad, a consecuencia de la guerra de Paoli, estaba a salvo en Génova.
De sus naturales relató el jesuita —que en todo momento escribe de forma harto
desabrida— que eran «vengativos, y de esto hacen pública profesión». Y añadía: «El
que ha recibido alguna injuria no se quita la barba hasta haberla vengado». Según el
andaluz, los habitantes de la ciudad eran ociosos, se ocupaban sólo de cazar y dejaban
el trabajo a las mujeres. El país era «mísero, de dinero poquísimo». Y las mujeres —
dirá el jesuita con notoria rotundidad— «feísimas, porquísimas, asquerosísimas,
furiosísimas, y de estos superlativos admiten todos los posibles».[34]
Lejos de toda idealización también, José, al rememorar en América tantos años
después aquellos paisajes del alma, lo hará curiosamente de una manera harto
prosaica. Se ve que el contacto con la realidad americana lo había hecho mucho más
pragmático. Hablará casi como un granjero, pues al evocar aquellos paisajes se
referirá sólo a las especies rentables, el olivo, la morera, el naranjo, o la vid. «Las
praderas, los cereales de todo tipo, el ganado grande y menudo, prosperan también en
esta tierra fértil», es todo cuanto escribe de su país de origen.
Bajo el dominio genovés, la nobleza, en el sentido jurídico del término, no existía
en Córcega. Lo que contaba era la riqueza de la tierra, gracias a la cual se constituía
una clientela de granjeros, artesanos y pastores. La posesión de la tierra, al igual que

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la pertenencia a determinadas funciones en los consejos de ancianos o en los cabildos
de las catedrales, daban honorabilidad. Las cosas cambiaron tras la incorporación a
Francia, lo que explica que Carlos Bonaparte se preocupara por dar a sus hijos una
ascendencia noble, lo que ellos mantuvieron en silencio bajo la Revolución.[35]
Todos los biógrafos de Napoleón están de acuerdo, desde luego, en que su
nacimiento en Córcega marcó para siempre su vida. La odisea napoleónica,
compartida por sus hermanos, y especialmente por el primogénito José, comenzó
igualmente en Córcega. La lucha por la independencia liderada por Pascual Paoli —a
la que Napoleón llamará «guerra de la libertad»— y el prestigio de sus leyes,
divulgado en la Europa de las luces, convirtieron a la isla mediterránea en centro de
atención de las miradas de los políticos y filósofos. Su fama atravesó el océano,
extendiéndose incluso por las colonias inglesas de América del Norte.[36]
Poco antes de nacer José, el patriota Mateo Buttafuoco —contra quien, andando
el tiempo, el mismo Napoleón escribió una dura crítica[37] había pedido nada menos
que a Jean-Jacques Rousseau la redacción de un Proyecto de Constitución para
Córcega, que aquél llevó a cabo durante 1765. Unos años antes, en las mismísimas
páginas del Contrato Social, el propio Rousseau había elogiado ya el carácter
democrático de sus leyes. Fue entonces cuando el ginebrino hizo su famosa
premonición sobre Córcega: «Tengo el presentimiento de que esta pequeña isla
asombrará un día a Europa».[38]
A Rousseau, tan admirado después por los dos hermanos mayores Bonaparte y
por tantos corsos, se le había requerido un «plan de gobierno apto» para la isla, y el
ginebrino no dudó en proponer un esquema de «buen gobierno», tanto para el cuerpo
gobernante como para el gobernado. Aun cuando, en realidad, había mucho más que
hacer, porque había que formar la nación para el gobierno. Lo mismo que pensaban
también los hermanos Bonaparte.[39]
De esa idea se desprendía la necesidad de establecer una «buena Constitución»,
en la que no se trataba, «de ser otra cosa diversa de lo que sois —escribía Rousseau—
sino más bien de saber conservaros como sois», pues había llegado el momento de
«sacar todo el partido posible de su pueblo y de su país». Todo lo cual, en su opinión,
podría conseguirse mejor en un Estado republicano y, en particular, democrático, que
no comportara la «desigual distribución del pueblo».
En el fondo, según el autor del nuevo proyecto constitucional, el asunto no era tan
difícil como a primera vista pudiera parecer, porque, en verdad, había que destruir
«menos instituciones que prejuicios». Se trataba «menos de cambiar que de llevar a
término». La ley fundamental de la Constitución habría de ser la igualdad. El Estado
sólo podría conceder distinciones al mérito, a las virtudes, a los servicios hechos a la
patria. Su objetivo sería hacer un pueblo diferente, sin que el nacimiento y la nobleza
tuvieran importancia, porque «la democracia no conoce más nobleza después de la
virtud que la libertad, y la aristocracia no conoce igualmente más nobleza que la
autoridad». La proyectada Constitución contemplaba la división de la nación en tres

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clases: la primera, la de los ciudadanos; la segunda la de los patriotas; y la tercera, la
de los aspirantes. Así, todos los mayores de veinte años que jurasen la Constitución
serían inscritos «sin distinción» en el número de los ciudadanos.[40]

Fue en aquella isla, «abatida por una larga esclavitud, desolada por guerras
extenuantes y necesitada de restablecerse», según el decir del filósofo, donde nació
José Bonaparte, el 7 de enero de 1768. Sus padres fueron Carlos Bonaparte y Leticia
Ramolino.[41] El lugar exacto de su nacimiento fue Corte. Bautizado al día siguiente
por el padre Gaffori en la iglesia de la «Muy Santa Anunciación», se le dio el
nombre, literalmente escrito, de Joseph-Napoleón. Al estar redactada el acta en latín
era normal que el niño fuera llamado «Joseph» y no «Giuseppe», como habrían de
llamarle sus padres y sus compatriotas.[42]
Un año y medio después, el 15 de agosto de 1769, nacería en Ajaccio su hermano
Napoleón. A comienzos de la Restauración, sus enemigos quisieron adelantar la fecha
un año, el año precisamente en que nació José, para hacer creer que llegó al mundo
antes de la anexión definitiva de Córcega a Francia (mayo de 1769) y presentarlo
como un extranjero, de origen no francés sino corso, procedente de una familia —
llegaron a propagar— «semiafricana». Tal fue, por ejemplo, la versión dada en 1814
por Chateaubriand en su famoso panfleto de 1814, De Buonaparte et des Bourbons.
[43] Por esta razón, además, el Senado conservador, en su proclama del 3 de abril de

1814, trató a Napoleón de «extranjero». Una imputación que, con mayor razón, podía
aplicársele a su hermano mayor.
La cuestión planteada por sus enemigos consistirá en averiguar si realmente
Bonaparte se había quitado un año para hacerse francés, a fin de que su nacimiento
no fuera anterior a la fecha de la anexión de Córcega a Francia. Algo así como si su
existencia fuera «como llovida del cielo, que puede pertenecer a todos los tiempos y a
todos los países». De donde fácilmente se desprende este razonamiento perverso, que
José, al menos, no nació siendo ciudadano francés.[44]
Había transcurrido todavía muy poco tiempo desde que Paoli —el héroe juvenil
de Napoleón y su hermano mayor— había expulsado de Córcega a los genoveses,
convirtiéndose en un dictador popular. Durante los trece años que ocupó el poder
construyó carreteras, abolió los derechos de los jefes de los bandoleros, construyó
escuelas, creó imprentas y hasta fundó una universidad en Corte. Consiguió incluso
suprimir en parte, con la ayuda de la Iglesia, la vendetta traversa, un sistema de
venganza colateral que permitía a cualquiera cuyo enemigo hubiera logrado escapar
vengarse en los familiares de éste. E incluso instauró la última pena para la venganza

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colateral, así como una «columna infamante» destinada a perpetuar la deshonra del
transgresor.[45]
De cualquier forma, no deja de ser sorprendente que en los fragmentos de las
Memorias escritos por él mismo, José diga con exactitud el nacimiento de su
hermano, indicando el día y el mes (el 15 de agosto de 1769), y en cuanto a él mismo
tan sólo diga que vino al mundo en 1768. Tampoco se manifiesta en esos fragmentos
el entusiasmo que por su tierra natal sintió su hermano. Tal vez seguía pensando lo
mismo que cuando dejó para siempre la isla en 1793, que aquel país no era para ellos:
Questo paese non e per noi.[46]
Nombrado su padre diputado en la Corte de Versalles en 1777, José se embarcó
con él un año después en Bastia. Iban con él su hermano Napoleón; Joseph Fesch, el
hermanastro de mamá Leticia, que ingresó en el seminario de Aix-en-Provence; y un
joven primo, el abate Varese, que acababa de ser nombrado subdiácono en Autun por
el obispo de esta diócesis, monseñor de Marbeuf, hermano del gobernador de
Córcega y protector de los Bonaparte.
Después de haber dejado a Fesch en Aix, los viajeros llegaron a Autun el 30 de
diciembre. Corría todavía el año 1778. Gracias al obispo, José y Napoleón entraron
en el colegio de la ciudad el primer día del año 1779, en tanto que el padre
continuaba su ruta hacia París y Versalles, donde fue presentado a Luis XVI. En el
colegio, los dos hermanos hicieron grandes progresos, sobre todo en el aprendizaje
del francés. Y, según confesión de José, en las «lecturas clandestinas», a las que
reconocerá deberles mucho. Los dos hermanos estuvieron siempre muy unidos, hasta
el punto de que cuando se separaron, según habría de recordar José, éste se deshizo
en lágrimas, aunque su hermano supo contenerse perfectamente.
Desde un principio, y en contra de su voluntad, parece que José fue destinado por
su padre a la carrera eclesiástica. Una extraña situación, porque, normalmente, en las
familias nobles, el primogénito era el que servía al rey, y el segundo el que entraba en
el seminario. Al no ser así en este caso, no es difícil imaginar que Carlos Bonaparte
conocía de sobra el temperamento y las inclinaciones de sus hijos. Por otro lado, en
aquella época, el hecho de entrar en el «estado eclesiástico» no tenía nada que ver
con la «vocación religiosa». Resultaba de lo más natural que un joven sirviera a Dios
y otro lo hiciera al rey. Contaba el padre, además, con la ayuda del propio obispo.
Por una de las cartas de Napoleón, que ante todo es una prueba de su
extraordinaria perspicacia en el análisis del carácter de su hermano, se sabe que José
recibió una educación de carácter eclesiástico. Era la carrera que iba mejor con su
talento, perfectamente dotado para la vida social. Su hermano, desde luego, no lo veía
en la carrera militar. Su salud era más débil y, además, sabía pocas matemáticas. Si
quería ser artillero tendría que aprenderlas, y esta tarea, según Napoleón, le llevaría
dos años. En su carta, Napoleón decía a sus tíos que su padre estaba haciendo un
esfuerzo para convencer a José de que entrara en el estado eclesiástico. El obispo de

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Autun —decía el hermano— le había asegurado a su padre que llegaría a obispo. De
hacerlo así se convertiría en «el sostén de nuestra familia».[47]
Después de haber seguido sus estudios en Francia, cuando volvió a la isla —«mi
país natal»— en 1784, José, según nos dice él mismo, se encontró desplazado por la
«ignorancia absoluta» que tenía de su lengua materna, lo que le aislaba en medio de
sus «compatriotas». En aquellos tiempos, la lengua francesa, según decía, no era la
del país, «como se me asegura que ha llegado a serlo hoy». Unos momentos aquellos
en los que él no sabía ni una palabra de italiano. Según nos dice, fue su padre quien,
poco antes de morir un año después (24 febrero 1785), le pidió que volviera a
Córcega, donde su viuda y sus siete hijos de poca edad tendrían necesidad de sus
cuidados.
José pasó las primeras semanas después de la muerte de su padre en Aix. En los
fragmentos de sus Memorias se advierte que el mayor de los hermanos Bonaparte no
tuvo con Córcega el mismo grado de vinculación que sus padres o incluso su
hermano Napoleón. Se notaba que no había pasado allí su infancia. Ahora bien, muy
pronto el clan familiar le atrajo a la tierra, a pesar de que, con la excepción del
archidiácono Luciano, él mismo dice que ellos no tenían ningún pariente de «nuestro
apellido».
Este personaje, «un viejo justamente respetado en el país», ejercerá una influencia
fundamental en toda la familia. Hombre piadoso y muy creyente, hizo de segundo
padre. Y durante mucho tiempo, ésta es la verdad, fue el jefe de la familia. Era el
archidiácono de Ajaccio, una de las primeras dignidades de la isla. Según el
Memorial, sus cuidados y sus economías habían restablecido la situación de la
familia, muy trastornada por los gastos y el amor al lujo del padre de los Bonaparte.
El anciano archidiácono gozaba de una gran veneración y de una verdadera autoridad
moral en el cantón; no había querella que los campesinos y los pastores no acudiesen
a someter a su decisión. Y él los atendía con sus juicios y sus bendiciones.
Con todo, José, «ajeno a las costumbres y lengua de la isla», vuelve a decir una
vez más, tuvo que «esforzarse mucho en vencer las primeras dificultades». En su casa
se hablaba el dialecto corso, y su madre, que apenas sabía escribir, tenía que valerse
de José cuando escribía en francés a Napoleón, a Luciano o a Elisa.[48] Cuando había
que solicitar una beca para que Luis entrara en Brienne, o Luciano en el seminario de
Aix, allí estaba José dispuesto a hacerlo.
Por su carácter dulce y obediente —Napoleón hablará por entonces de su esprit
léger— su madre sabía que siempre podía contar con José, y éste se ocupó de sus
hermanos más jóvenes. Para la familia fue de una gran ayuda, desde luego, la
instalación en la isla del abate —más tarde cardenal Fesch— hermanastro de su
madre, que acababa de llegar de Aix, donde había terminado sus estudios
eclesiásticos. Desde entonces su ayuda sería inestimable para todos, porque se
entregó por completo a la familia Bonaparte, sucediendo al tío abuelo, el
archidiácono, unos años después.

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El padre del futuro cardenal, Franz Fesch, era un inteligente e industrioso suizo,
oriundo de Basilea, que sirvió en Córcega como capitán de la infantería de marina
genovesa. Era un extranjero que, para casarse con la abuela materna de José en
segundas nupcias, tuvo que convertirse previamente al catolicismo. Su hijastra —la
madre de los Bonaparte— lo adoraba. Sus historias de «tierra adentro», como los
corsos denominaban al continente, junto con las de los militares franceses amigos
suyos, proporcionaron a la familia las primeras impresiones del mundo desconocido
situado al otro lado del Mediterráneo.[49]
A diferencia de sus hijos, la madre de los Bonaparte pasó los treinta y cinco
primeros años de su existencia en este pequeño y agreste rincón. Y jamás perdió la
convicción, proclamada también por Napoleón durante su exilio, de que «¡allí todo
era mejor y más hermoso que en cualquier otra parte!». Por el contrario, José dirá con
rotundidad que, durante su estancia en la isla, no conoció, verdaderamente, los
«placeres de la infancia».
Por suerte, una hermana de su padre, casada con un Paraviccini, no tenía hijos y
fue una «segunda madre» para ellos, contribuyendo poderosamente a hacerle amar la
estancia en Ajaccio. La mujer montaba a menudo a caballo, y él la acompañaba
habitualmente, disfrutando de aquel maravilloso paisaje típicamente mediterráneo y
de su clima «encantador». Entre las personas que frecuentaban su casa, se hizo
amigo, por cierto, de un joven abogado, casi de su misma edad el famoso María
Pozzo di Borgo, con el tiempo enemigo acérrimo de su hermano[50] que, según el
propio José, habría de convertirse después en «uno de los más hábiles diplomáticos
de Europa».
José se refiere con más alegría al año 1787, cuando su hermano Napoleón volvió
de permiso a la isla, y fue una gran dicha para su madre y para él. Hacía varios años
que no se habían visto. Tan sólo habían estado en contacto por cartas.[51] Según José,
el aspecto del país le encantó a su hermano.
Sus hábitos eran los propios de un joven aplicado y estudioso. Muy diferentes,
por supuesto, de como lo representaban los autores de memorias, que transmitían
«religiosamente» los mismos errores. Por entonces era admirador «apasionado» de
Rousseau, en el sentido —aclarará José de «lo que nosotros llamábamos ser habitant
du monde idéal». Lectores entusiastas también de Thomas Corneille, Jean Racine y
Voltaire, ambos hermanos declamaban diariamente versos de todos ellos.
Napoleón había reunido las obras de Plutarco, de Platón, de Cicerón, de Cornelio
Nepote, de Tito Livio, de Tácito, traducidas al francés; aparte de las de Michel
Eyquem de Montaigne, Montesquieu y Guillaume Raynal. «Impaciente como yo por
hablar la lengua del país —escribirá José de su hermano—, se ocupó de ello con poco
éxito el primer año». En el semestre siguiente escribió un Ensayo sobre las
revoluciones de Córcega, después de haberse puesto a leer a los autores originales en
italiano.

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Nada dice, sin embargo, de un libro fundamental que los hermanos Bonaparte
debieron de leer, sin embargo, de cabo a rabo: El príncipe de Nicolás Maquiavelo, de
quien Rousseau llegó a decir que era «el libro de los republicanos». De su autor dijo
que era un hombre honrado y «un buen ciudadano», pero que, debido a sus lazos con
los Médicis, se había visto forzado a disfrazar su amor por la libertad. Muy
probablemente los dos hermanos hablaron entre sí de aquella obra prodigiosa que,
después, Napoleón habría de comentar con más de setecientas apostillas y
anotaciones al texto.
Desde luego, a cualquiera que se tome la molestia de comparar la vida de cada
uno de los hermanos con la del famoso Príncipe de Maquiavelo, no dejará de
extrañarle que buena parte de una y otra —forma de llegar a ser príncipe, tipos de
principados, soberanías nuevas, principados nuevos adquiridos con las fuerzas ajenas
y la fortuna, consideraciones sobre los soldados auxiliares, mixtos y propios, o de
cuánto dominio tiene la fortuna en la cosas humanas— constituyen la crónica
anunciada de lo que el destino tenía reservado a los ciudadanos Bonaparte.[52]
En sus Memorias, hablando del tiempo de Córcega, José habla de sí mismo como
si lo hiciera de Napoleón. Y hablando de éste, él mismo se retrata perfectamente casi
sin pretenderlo. Del Ensayo sobre las revoluciones, al que se refiere, nos dice que
jamás lo publicó su hermano. Fue el abate Raynal, a quien él había visto a su paso por
Marsella, quien lo animó a escribirlo. Más tarde, José le pidió una copia manuscrita,
que él, por cierto, envió a Mirabeau. Éste, años atrás, encontrándose de guarnición en
Córcega, había escrito también sobre el mismo asunto.
Durante su estancia en Toscana, cursando sus estudios de Derecho en 1787, José
nos dice que pasaba muchas de sus tardes en casa de Clemente Paoli, el hermano
mayor del «ilustre» general. Allí conoció, precisamente, a Savelli, traductor de
Horacio, y a Pietro, Salicetti y otros patriotas corsos «víctimas del amor que habían
mostrado a la libertad y a la independencia de su país». Todos, por cierto, según nos
dice, habían conocido a su padre. Sus relatos —siempre hablando de sus esfuerzos
para sostener la independencia de Córcega— le impresionaron profundamente.
Reforzaron su patriotismo corso, de tal manera que, a partir de entonces, su
entusiasmo por la causa de Paoli no tuvo límites, en unos momentos en que también
los franceses luchaban por la causa de la libertad y la independencia.[53]
En junio de 1788, después de cursar sus estudios de Derecho en Toscana, José
volvió a Córcega. En Bastia fue recibido de abogado, con la particularidad de que,
desde entonces, tan sólo actuó como tal una única vez. Fue en Ajaccio, donde
defendió a un joven acusado por un asesinato en defensa propia, que resultó absuelto.
A partir de entonces se dedicaría a la política.
A los veinte años de edad, por tanto, José Bonaparte comenzaba una nueva etapa
de su vida, caracterizada ya desde entonces por su participación «muy activa» en la
municipalidad. Después, con la proclamación de la Constitución por parte de la
Asamblea de París, José fue nombrado presidente de distrito. Y, según nos dice, como

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reconocimiento al pueblo que lo había elegido, hizo imprimir un «libro elemental»
sobre la Constitución en francés e italiano para uso de los ciudadanos del
departamento de Córcega.

De corso a súbdito francés


José lo dice con toda claridad, compartía las «eternas lamentaciones» de aquellos
mártires de la libertad, muchos de ellos amigos de su padre, que sostenían la
independencia de la isla. Pero, según nos dice, las compartía siempre y cuando no se
atacara, ni siquiera indirectamente, a Francia, «donde yo había sido alimentado y
educado». Por ello, cuando los franceses, tras la Revolución, llegaron a ser también
«amigos de la libertad», y pareció que un entendimiento entre el nuevo gobierno
francés y Córcega era posible, su entusiasmo no tuvo límites.
Fue entonces cuando José redactó un «pequeño escrito» con el título de Lettres de
Pascual Paoli de ses compatriotas. En la primera de estas cartas se ocupó del «estado
de Córcega y de los males de la situación actual». Y en la segunda, de «su
regeneración, medios para conseguirlo conforme a las mejoras que se preparan para
cada una de las provincias de Francia». Su joven autor apenas alcanzaba los
diecinueve años. En el momento de escribirlo, según habría de recordar, tenía lugar
en Bastia una asamblea para la elección de diputados a la Asamblea de Notables. Y
su autor dirigió el escrito a Giubaya, secretario general, amigo de su padre, padrino
de Napoleón, y respetado «por sus conocimientos, su patriotismo y su elocuencia».
Los conflictos de orden político eran cosa corriente en aquella isla tantas veces
invadida. La vendetta continuaba constituyendo la forma popular de aplicar la
justicia. La tranquilidad era muy difícil, pues tan hostil era la población hacia Génova
como hacia Francia. Los independentistas corsos abrigaron la esperanza de lograr el
apoyo de Inglaterra, donde la causa de la independencia llegó a ser también muy
popular desde que Boswell, en 1768, publicó, con grandísimo éxito, su Tour por
Córcega.[54]
De todas maneras, fue precisamente la ausencia de la isla durante los primeros
años de su infancia lo que alejó a José de aquel ambiente, aunque al tomar contacto
con la realidad no tuvo más remedio que aceptarlo. Pero lo hizo con frialdad, porque,
a pesar del extraordinario prestigio que tenía por entonces Paoli, que siempre gozó de
fama tanto de administrador y político como de guerrero, José se dio perfecta cuenta
de que los corsos no podían ser transformados de la noche a la mañana.
En aquellos momentos, la isla no se diferenciaba gran cosa de lo que había sido
en tiempos de los romanos. Precisamente, en su viaje por la isla, Boswell había dicho
que los corsos eran extraordinariamente valerosos y que nunca atacaban a un
extranjero, excepto cuando éste trataba de seducir a alguna de sus mujeres. También

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había observado que la diversión principal de los isleños, cuando no se hallaban
dedicados a la guerra o a la caza, consistía en echarse al aire libre y narrar historias
relativas a la bravura de sus compatriotas, entonando canciones en honor de los
corsos y contra los genoveses.

Está comprobado que Paoli entró en contacto con la familia Bonaparte cuando se
enteró de la fama de Carlos, el padre de José, como orador.[55] El militar había
regresado de Nápoles, donde había permanecido acompañando en el destierro a su
padre y sirviendo como oficial en el ejército napolitano.[56] Y estaba sentando las
bases de una constitución, con una gran necesidad de jurisconsultos, escasos en la
isla. Mandó que buscaran a Carlos y, después de conocerle, le rogó al joven que se
reuniera con él en Corte, sede legendaria de los reyes moros, y en aquellos tiempos
capital política de Córcega.
Carlos aceptó la oferta de Paoli, y envió a buscar a su mujer —mamá Leticia— a
Ajaccio, emprendiendo el primero de una serie de largos y peligrosos viajes. La
madre, que después tantas veces habría de contárselo a sus hijos, efectuó a caballo el
viaje de tres días hasta Corte, guiada por un pastor que, alejándose cada vez más de
los viñedos y olivares que le eran tan familiares, le hizo cruzar la macchia y los
bosques de castaños centenarios hasta llegar por fin. Corte era una ciudad semejante a
un nido de águilas, construida con miras defensivas sobre la montañosa región central
de la isla, tan distinta de la soleada Ajaccio, con su hermosa playa.
La casa que habitaron había pertenecido anteriormente al héroe nacional Gaffori,
que treinta años antes también había luchado a favor de la independencia corsa. Allí
fue donde se encontró por vez primera con Paoli, a quien Boswell había descrito
como poseedor de «una mirada vivaz, aguda y penetrante que llegaba hasta el mismo
corazón de su interlocutor», y que disponía de una guardia personal de enormes
perrazos, a imitación de Telémaco, el héroe de Homero.
Numerosos fueron los llamamientos de Paoli a los gobernantes europeos en favor
de su causa. La corriente en defensa de la independencia corsa tuvo un gran respaldo
intelectual en toda Europa. El Tour de Boswell se tradujo a muchas lenguas; pero al
final Paoli no obtuvo ningún resultado práctico. Se encontraba éste haciendo planes
para asaltar la vecina isla de Capraia, cuya guarnición estaba compuesta enteramente
de tropas genovesas, cuando Génova, ante la imposibilidad de dominarla, decidió
vender la isla de Córcega a Francia. Una venta que, en modo alguno, según los
patriotas, podía llevar a cabo la República de Génova, que no tenía el derecho de
ceder la isla. Primero, porque no la poseía; y, después, porque no podía hacerlo sin el
consentimiento de la nación.

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Para la República, la oferta fue realizada en un momento oportuno, cuando
Francia acababa de perder sus posesiones en Canadá y buscaba nuevas adquisiciones.
Así que el ministro Choiseul no perdió la ocasión, y decidió comprarla. Y, en efecto,
fue en abril de 1768 cuando empezaron a llegar los primeros contingentes franceses a
Córcega, antes incluso de que se hubiera formalizado el trato, que se firmó en
Versalles el 15 de mayo de 1768. De esta forma, por consiguiente, todos los hermanos
de José, al contrario que él, nacieron súbditos franceses.
La venta, por supuesto, causó una enorme indignación, empezando por Carlos
Bonaparte, que no dudó en ponerse de parte de los patriotas al grito de liberta o
monte. Muchos años después, precisamente en Santa Helena, Napoleón recordaría
que él había nacido cuando perecía su patria. «Los gritos de los moribundos, los
gemidos de los oprimidos y las lágrimas de tanta desesperación, fueron mi canción de
cuna», diría.
En agosto de 1768 —cuando José tenía pocos meses de edad— 10 000 soldados
franceses desembarcaron en Bastia, portando la declaración de Luis XV en la que se
afirmaba que los corsos eran ya súbditos suyos, y su conducta debía adaptarse a su
actual condición. Todos los enclaves fundamentales de la isla habían sido tomados
por las guarniciones francesas: Ajaccio, Bastia, Calvi, St. Florent y Algajola. A pesar
de luchar del lado patriota, Carlos Bonaparte no tardó en darse cuenta de que la causa
de Paoli estaba completamente perdida.
Consciente de la situación, Carlos Bonaparte decidió apoyar la causa francesa.
Formaba parte de la reducida minoría de corsos instruidos que hablaban
correctamente francés, y ello le animó en su decisión. La rectitud de su conciencia ha
sido probada por los historiadores napoleónicos por el hecho de haberse dirigido a
Bastia —tras una semana cabalgando en la ida y otra a la vuelta— para despedirse de
Paoli.
Por su parte, el comandante francés de Ajaccio tampoco se ofendió con Carlos
por ello, y hasta le prodigó una calurosa bienvenida. Los detractores de Napoleón, en
cambio, dirían años después, maliciosamente, que su padre había sido el comandante
en jefe francés de las tropas de ocupación, el conde de Marbeuf, que tanto benefició a
toda la familia. Pero ello fue imposible cronológicamente, porque los padres de aquél,
con José de pocos meses, se hallaban en Corte con los patriotas cuando fue concebido
Napoleón. Gran benefactor de la familia Bonaparte, el conde de Marbeuf era
entonces un hombre sexagenario, de reconocida competencia. Fue él, por cierto,
quien introdujo en Francia el cultivo de la patata. Boswell le describió como un
hombre generoso y merecedor de confianza.
Protegido por Marbeuf, Carlos no dudó ya más en luchar por la causa de una
Córcega francesa. Su postura la defenderá con rotundidad su hijo José. «Siempre
amigo de la libertad y de Paoli, de quien había sido idólatra —dirá en sus Memorias
—, él se convirtió mientras tanto en un buen francés, al ver las inmensas ventajas que
su país obtenía de su unión con Francia».

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Por la formación de sus estados, decía José, Córcega había sido asimilada a la
provincia del Languedoc. Contaba con una corte soberana de justicia y diversos
tribunales, de los que algunos de los miembros eran naturales de la isla. En cuanto a
José, el único de los hermanos Bonaparte nacido antes de esta «asimilación», dejaba
de ser corso para convertirse en un súbdito francés. La fortuna lo convertiría después,
como él escribió de su padre, en un «buen francés».[57]

El primogénito de los Bonaparte


José, el primogénito de los Bonaparte, en realidad fue el tercer hijo del matrimonio
entre Carlos y Leticia. A causa de su excesiva juventud, su madre perdió a su primer
hijo en 1765, y después a una hija, que nació en 1767. Al año siguiente nació José,
que fue llamado así por su abuelo paterno. La familia se incrementó
considerablemente. La madre de familia —Madame Mére— que se casó con su
marido a los 14 años, llegó a tener trece hijos, ocho de los cuales sobrevivieron. La
procedencia corsa de los Bonaparte explica suficientemente el papel tan destacado
que, lo mismo para José que para Napoleón, por citar los dos mayores, tuvo siempre
la familia.
De los ocho hijos del matrimonio que sobrevivieron, todos desempeñaron un
papel destacado en el reinado de Napoleón. La importancia del primogénito José en
el reinado sería extraordinaria. Realmente, habría de convertirse en el personaje más
importante de todo el Imperio después de su hermano. También llegaría a ser,
sucesivamente, rey de Nápoles y de España.
En cuanto a los demás, Luis —padre del futuro emperador de Francia
Napoleón III— fue rey de Holanda; Jerónimo, rey de Westfalia; Elisa, gran duquesa
de Toscana; Carolina, reina de Nápoles; y Paulina, princesa Borghese. De todos los
hermanos, Luciano fue el único que no fue rey, tanto por su segundo matrimonio
como por sus diferencias con su hermano, a pesar de haber desempeñado un papel tan
importante en su encumbramiento el Dieciocho de Brumario. En Santa Helena,
hablando de él, diría su hermano que, de muy joven, se convirtió en «un
revolucionario entusiasta y en un clubista ardiente». Muchos libelos le habían
atribuido la autoría de unas cartas firmadas con el seudónimo de Bruto Bonaparte,
que Napoleón siempre creyó falsas.
El primogénito de la familia es muy parco hablando de sus hermanos. De los
tiempos de Córcega apenas dice nada. «Mis otros hermanos y hermanas estaban aún
en la infancia», es todo lo que dice. A pesar de ser considerado por su hermano
Napoleón como el «genealogista de la familia», llegó a escribir incluso en sus
Memorias que si sus antepasados no hubieran sido los de su hermano, ni siquiera
hubiera cogido la pluma para hablar de ellos.[58] Lo hacía, sencillamente, para probar

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la verdad. Pues si, por una parte, los aduladores habían exagerado sus orígenes
familiares, por otra, los detractores los habían despreciado hasta el máximo.[59]
José recordará, por ejemplo, que cuando la municipalidad de Treviso se apresuró
a presentar ante su hermano el emperador una colección de antiguos diplomas
probando la existencia distinguida de sus antepasados en la ciudad, él dio las gracias
a los magistrados diciendo: «En este mundo, cada uno es hijo de sus obras. Mis
títulos me los ha dado el pueblo francés».
De todas maneras, sin darle una importancia especial, José incluirá entre las
piezas justificativas de sus recuerdos una breve genealogía, en la que se remontaba al
año 1120, a un primer Bonaparte, exiliado de Florencia como gibelino. El
genealogista no disimula su intención de resaltar la vocación política de sus
antepasados o incluso su procedencia democrática. «Las piezas auténticas que se
encuentran aún hoy en mi poder —dirá—, constatan que desde el siglo XI los
antepasados de Napoleón han desempeñado las primeras magistraturas, por elección
del pueblo, en Florencia, en Parma, en Padua, en Treviso, en Sarzane, en la isla de
Córcega, en una sucesión no interrumpida hasta Carlos Bonaparte, nuestro padre, que
fue elegido miembro de la comisión intermediaria de los estados, y diputado de su
país a la Corte, en 1777».
Entre sus antepasados, desde entonces, según la versión de José, habían destacado
algunos Bonaparte como caballeros de espuela, síndicos, potestades,
plenipotenciarios o embajadores, entre otros cargos relevantes. Un Bonaparte, de
nombre Juan, nombrado plenipotenciario para negociar con Gabriel Visconti, duque
de Milán, se había casado con la sobrina del papa Nicolás V a comienzos del siglo
XV. Y otro Bonaparte, de nombre Nicolás, fue embajador del mismo Papa en diversas
cortes, lo que dice mucho de la influencia de los Bonaparte en el papado de la época.
Otro Bonaparte, de nombre Santiago, había escrito una historia del saqueo de Roma
en 1527.[60]
En su genealogía, José advertirá que era indiferente la forma de escribir su
apellido, que unas veces aparecía como Buonaparte y otras como Bonaparte. Decía
que esta última versión fue adoptada por Napoleón cuando su nombre empezó a
adquirir celebridad. Realmente, durante toda la campaña de Italia, y hasta la edad de
treinta y tres años, firmó como Buonaparte. A continuación lo afrancesó, y ya no
firmó sino Bonaparte. De acuerdo con unas patentes de 1771, José dará por
descontado que la familia Bonaparte de Florencia, una de las más antiguas de
Toscana, tenía el mismo origen que la suya de Córcega.
A pesar de que José fue, efectivamente, el «genealogista de la familia», Napoleón
dará más noticias genealógicas de los Bonaparte que su hermano. Ambos sabían
perfectamente que la llegada de su familia a Córcega se debió a que ésta, como tantas
otras, había sido víctima de las numerosas revoluciones que asolaron las ciudades de
Italia. Las revueltas de Florencia habían incluido a los Bonaparte entre los fuorusciti
(emigrados). Uno de ellos se retiró primero a Sarzane y de allí a Córcega, donde sus

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descendientes adquirieron la costumbre de enviar a sus hijos a la Toscana. Pero muy
poco es lo que de todo ello dice José, a quien su hermano, sin embargo, no dejaba de
pasarle todos los pergaminos de temática genealógica que llegaban a sus manos.
Comentando, crítica e irónicamente, su genealogía, Chateaubriand, siempre tan
mordaz, dirá que todo en ella era «singular». Deteniéndose en el primer Buonaparte
(Bonaparte) del que se hacía mención en los anales modernos, dice que éste fue
Guglielmo Buonaparte, que escribió la historia del saco de Roma de 1527, del que
fue testigo presencial, «augurando al futuro conquistador».[61] A lo que añade con
maldad, que «es de la misma sangre que Napoleón Bonaparte, destructor de tantas
ciudades, amo de Roma transformada en prefectura, rey de Italia, dominador de la
Corona de los Borbones y carcelero de Pío VII…».
En sus Memorias, José tampoco dice mucho de su familia más reciente. Nada
cuenta de sus abuelos.[62] Incluso dice poco de sus padres. Por supuesto, silencia que
su matrimonio había causado cierta sorpresa en los medios locales, pues Buonapartes
y Ramolinos mantenían distintos puntos de vista políticos. Tampoco dice nada de
dónde habitó el joven matrimonio después de la boda, ni de la vida de familia, dentro
y fuera del ambiente doméstico. O, por ejemplo, de su trabajo al frente de la
administración de la casa, aunque la existencia en la isla estaba organizada entonces
de tal forma que todo propietario de un pequeño dominio rural obtenía sin grandes
dificultades lo necesario para la vida de la familia: los alimentos, la leche, la lana, el
aceite, el vino o la leña para el invierno.
La familia de José disponía en abundancia de aceite, higos, leche de cabra, tortas
de maíz o un queso cremoso llamado bruccio. Napoleón, cuando hablaba de aquellos
tiempos, hasta parecía hacer revivir a su tío abuelo Luciano cuando decía con orgullo:
«Los Bonaparte no han pagado nunca ni un céntimo por el pan, el vino o el aceite».
[63]
Se refería con ello a la dote de mamá Leticia, que comprendía un molino y un
horno público, donde todos los habitantes de la localidad cocían su pan, pagando con
harina o pescado. Los alimentos, con la excepción del café, el azúcar y el arroz, que
eran artículos de importación, se producían en sus propias tierras. El trigo, los
viñedos o las aceitunas procedían de las tierras familiares. En Ajaccio existían
solamente dos campos de olivos, uno de los jesuitas y el otro de los Bonaparte.
El primogénito de la familia también es muy parco hablando de su padre. Por
supuesto, no lo describe físicamente. Todo el mundo decía que era de elevada
estatura, bien formado y atractivo; un hombre de bella figura. Sus enemigos dirían de
él que era oportunista, por haberse hecho partidario de la causa de Francia, y bastante
calavera. Había recibido su educación en Roma y en Pisa, donde estudió leyes. Poseía
entusiasmo y energía. Él fue quien, en la consulta extraordinaria de Córcega, en la
que se prometía someterla a Francia, pronunció un discurso que inflamó todos los
espíritus. Tenía entonces veinte años. Refiriéndose a su porvenir, José sólo dirá de su

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padre que «su juventud no le permitía prever que, bastante antes de tiempo, tendría
que reemplazarle en la administración de sus intereses familiares».
El padre, según nos cuenta, le decía que «era libre» de escoger la carrera que
quisiera, aunque el hijo adivinaba claramente que él hubiera preferido verle «coger
gusto a la tierra», donde el hijo podría un día entrar en el «consejo superior». Plaza,
por cierto, que el padre había rehusado para no alejarse de sus afanes domésticos, que
le retenían en la villa natal. Así que, cuando el hijo le habló de dedicarse a la carrera
de las armas, y concretamente al cuerpo de artillería, que le fijaría en el continente, la
idea no debió gustarle mucho.[64]
José acompañaba a su padre cuando éste, camino de París, murió en la Provenza.
El año anterior su salud se había restablecido gracias a los cuidados de Monsieur de
la Sonde, médico de la reina, que entonces contaba con una gran reputación. Nunca
olvidaría aquel último viaje de su padre, agravado por las dificultades del mal tiempo
que les devolvió a las costas de Calvi, para tener que volver a embarcarse. A
consecuencia de todo ello su estado de salud se agravó de tal manera que, por
recomendación de los médicos, y sobre todo por la del profesor Tournatori, que
residía en Aix y gozaba de la mayor reputación, fue conducido a Montpellier.
En esta ciudad, famosa por su Facultad de Medicina, padre e hijo encontraron
algunos amigos, y «todos los socorros del arte». Los doctores La Mure, Sabatier y
Barthes le prodigaron todo tipo de cuidados. Pero todo resultó en vano. «Después de
una enfermedad de tres meses, él expiró en nuestros brazos, a los treinta y nueve años
de edad». El padre recibió, en su último momento, la «promesa formal», que él
mismo le pidió, de renunciar a la carrera de las armas, y de volver a casa, donde su
madre y sus hermanos le esperaban.
La muerte del padre el 24 de febrero de 1785 dejó honda huella en su hijo. Nunca
olvidaría la compañía de su tío, el futuro cardenal Fesch, el hermanastro de su madre,
que acababa por entonces sus estudios en el seminario de Aix. Tampoco olvidaría
nunca las atenciones de Madame de Pernon, que le atendió con «todos los cuidados
que podría haber podido esperar de la madre más tierna y apasionada». Nacida
también en Ajaccio, de la familia de los Comnenes, y de la misma edad que su madre,
según el decir de José, le dio inolvidables momentos de consuelo, que, naturalmente,
tuvo que robar a su hija de pocos meses, que con el tiempo se convertiría en la
duquesa de Abrantes, la esposa del general Junot, el «rey de Portugal». En aquellas
«lúgubres» circunstancias, la señora fue para el muchacho, que aún no tenía diecisiete
años, su «ángel consolador».
En Aix, José pasó las primeras semanas después de la muerte del padre. Tampoco
olvidaría las atenciones de las familias Saint Marc, Baret, Ripert e Isoard. «Les he
conservado un recuerdo inolvidable, y les he correspondido cuando se ha presentado
la ocasión», dirá de aquellos amigos el mayor de los Bonaparte.
De vuelta a su ciudad natal, comenzaba una nueva vida para José, bajo la
influencia de su madre. «Mi madre moderó la expresión de su dolor, por no aumentar

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demasiado el mío». De ella dice poco, pero lo que dice es suficiente para entender al
hijo: «Mujer fuerte y buena, modelo de madres, ¡cómo tus hijos te son aún deudores
de tantos ejemplos como les has dado!». De todos ellos, desde luego, el preferido, lo
mismo que el de su padre, fue Napoleón, quien, dedicado a la carrera de las armas, en
1784 fue uno de los designados en Brienne por el concurso habitual para ir a terminar
su educación en la Escuela Militar de París.

En la vida de José, que seguía mientras tanto en Córcega, al lado de su madre y


hermanos, 1787 fue muy importante. Es el año en que viajó a Italia con el triple
objetivo, según nos cuenta él mismo, de perfeccionar su italiano, estudiar Derecho y
reconocer el estado de «nuestros intereses de familia, abandonados en este país desde
la muerte de mi padre». Durante su estancia en Toscana, tuvo la oportunidad de
conocer a personalidades distinguidas, lo que dice mucho, en aquella temprana fecha,
de su futuro talento diplomático.[65] Llegó a ser presentado hasta al cardenal Lomenie
de Brienne, que tanta importancia habría de tener poco después en los comienzos de
la Revolución».[66]
En Pisa siguió el curso de Lampredi, que enseñaba Derecho Público Universal, y
profesaba «el dogma de la soberanía del pueblo», que, evidentemente, le influyó. Él
mismo dice que estaba en una edad «donde se siente vivamente lo que se cree justo y
verdadero». En ese tiempo, un «entusiasmo más sólido» se había apoderado de su
espíritu, alimentado por las conversaciones con compatriotas corsos y por lo que
decían las gacetas francesas y extranjeras que llegaban a sus manos.
El paso por la Universidad de Pisa fue importante.[67] Sin ninguna dificultad,
recibió el título de doctor in utroque jure, en derecho civil y canónico. Terminados
sus estudios, siempre mostraría reconocimiento hacia sus profesores. Ante todo
Lampredi. Pero también Vannuchi, un «sabio distinguido», de quien dice que había
sido varias veces exitoso sibellone en las conversaciones entre los amantes de las
letras y las ciencias en Florencia. También Pignotti, historiógrafo de Toscana, que
había escrito fábulas estimadas; o Manzi, que algunos años más tarde, llegaría a ser
secretario de su Consejo de Estado en Nápoles. Allí conoció a Cervoni, muerto como
general de división en el campo de batalla de Ratisbona, y que fue «uno de los
hombres más ilustrados y valientes de cuantos honraban los ejércitos franceses».
También conoció a algunos clérigos distinguidos: Colonna de Istria, muerto como
obispo de Niza; y Ciavatti, eclesiástico ilustrado, «digno de ser ministro de Cristo».
De vuelta a casa, en junio de 1788, José fue recibido como abogado en Bastia. Y
encontró a Napoleón, que acababa de desembarcar algunos días antes que él. Su
hermano estaba entonces preocupado por escribir un trabajo, con el que pretendía dar

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respuesta a la cuestión de «¿Cuáles son las opiniones y sentimientos que es preciso
inspirar a los hombres para su felicidad?». Una cuestión esta que fue objeto de
conversación en los recorridos diarios de ambos hermanos, cuando paseaban por la
orilla del mar, «bordeando un golfo tan bello como el de Nápoles, en un país
perfumado por las exhalaciones de mirtos y naranjos», más allá de la capilla de los
Griegos, en las proximidades de Ajaccio.
De las opiniones de su hermano para escribir este trabajo, por cierto, deducirá
José algunas de las ideas y el carácter del espíritu de Napoleón: «La calma de una
razón ilustrada con los impulsos de una imaginación oriental, una bondad de alma,
una sensibilidad exquisita…, cualidades preciosas que él ha creído su deber ocultarlas
al llegar al poder, pretendiendo que los hombres tengan necesidad de ser conducidos
por un hombre fuerte y justo como la ley, y no por un príncipe cuya bondad fuera
tomada por debilidad».
A juzgar por los comentarios de sus contemporáneos, la capacidad que ya por
entonces, a los dieciocho o veinte años, mostraba el joven Napoleón era asombrosa.
«Había leído infinidad de obras y meditado profundamente», dice el Memorial, a lo
que agrega que «su espíritu era vivo y rápido; su palabra enérgica; en todas partes se
destacaba de inmediato». Su carácter no se había modificado todavía, como ocurriría
después, cuando su lenguaje mismo se hizo conciso y lacónico. No tiene nada de
particular, por tanto, lo que dice José, que, además de hermano condescendiente, era
su compañero inseparable.
En aquellos paseos inolvidables, los dos hermanos que habían estado ausentes de
la isla tuvieron que hablar de muchas cosas. Cómo no recordar al abate Recco,
profesor del Colegio Real de Ajaccio, que, en su primera infancia, antes de su partida
para el continente, admitió a los dos hermanos mayores Bonaparte en su clase,
prodigándoles todo tipo de cuidados. O sus clases, cuando colocaba a los alumnos
frente a frente en la sala, en torno a dos banderas, y allí, junto a una se alineaban los
romanos y junto a la otra los cartagineses. ¡O cuando Napoleón, que había sido
colocado en el bando de los cartagineses, no dejó de pedirle a su hermano que le
dejara el de los romanos, porque eran el pueblo vencedor, y él no podía ser de los
vencidos!
En sus paseos con su hermano, o en solitario, José, por otro lado, se dedicaba a
recoger noticias de todo tipo, muchas de las cuales las proporcionaba su tío abuelo el
archidiácono, de boca de los viejos que habían nacido a comienzos de siglo. El tío
abuelo era de la opinión de que el nombre de Napoleón, por ejemplo, había sido
introducido en la familia por un tal Napoleón Zomellini, capitán de galeras genovés
en el siglo XVI. Y en cuanto al apellido Bonaparte, se remontaba a mediados de aquel
mismo siglo, cuando se estableció en Ajaccio un Gabriel Bonaparte, después de
obtener concesiones de la República de Génova con la obligación de construir torres
y armarlas para defender las costas de los ataques berberiscos.

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El propio José recordaba haber destruido una, que quedaba aún en la entrada del
golfo, a una milla de la ciudad, donde plantó precisamente, en 1790, un vivero de
plantas. Llamado Las Salinas, el sitio, según José, era célebre en la «historia de las
revoluciones» de Córcega. Fue allí, precisamente, donde se reunieron, casi en su
totalidad, los habitantes de la ciudad, en 1764, para acoger al general Paoli,
testimoniándole su apoyo en la causa de la independencia.

El torbellino de la revolución
Cuando cayó la Bastilla en julio de 1789, José tenía veintiún años, y Napoleón veinte.
Ninguno de ellos, acostumbrados a las «historias de las revoluciones» de Córcega,
podía imaginar nada parecido a lo que aquel viento huracanado de grandísima
intensidad iba a provocar a partir de entonces en toda Francia. A José los inicios de la
tormenta le cogieron en Pisa, adonde había llegado en la primavera de 1789.[68] Y a
Napoleón, en la guarnición de Valence. Cada uno a su modo, pero de forma muy
diferente en un caso y en otro, tomó el partido de la Revolución, «con el instinto de
las grandes cosas y la pasión de la gloria nacional», dirá el Memorial.
Desde su vuelta a Córcega en 1788, los espíritus, según el decir de José, estaban
«vivamente agitados, y todo pretexto era bueno» para levantarse. Hasta la «masa
popular», en plan insurgente, obligó al obispo a hacer reconstruir la catedral. Dada la
carencia de «medios ordinarios de represión», fue necesario recurrir a un comité
general de los tres estados, que todavía existían. A tal efecto, los electores se
reunieron en Orezza en septiembre de 1790. El teniente general Rossi, un hombre
«justamente» respetado, fue elegido presidente de la nueva asamblea. Y, aunque muy
joven, según la ley, José, que fue nombrado elector, hizo de secretario.
Muchos años después, estando en América, todavía habría de acordarse José de
aquel respetable presidente, que adquirió la costumbre de responder a los miembros
que encontraban que las redacciones de su secretario no eran lo «bastante
revolucionarias»: «Pero, ¡señores, hay más necesidad de riendas que de espuelas!».
Hombre verdaderamente «respetable», a él habría de atribuir el primogénito de los
Bonaparte que en su ciudad no hubiese derramamiento de sangre por parte de sus
ciudadanos.
Según confesión del propio José, en aquella época él era componente «muy
activo» de la municipalidad. Miembro del directorio departamental, ante él se abría
una carrera brillante, con unos ingresos de 600 libras al año. Su trabajo le permitía,
además, estar al corriente de «todo» lo que pasaba en París, siendo como era, además,
el único miembro de la corporación que conocía «perfectamente» el francés. A través
de él, la municipalidad tuvo conocimiento de las nuevas leyes que, a partir de

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entonces, debían regirles. Con la particularidad de que, según el testimonio de José,
todos los miembros se mostraron «muy entusiastas».
Se daba la circunstancia de que, como el alcalde de la ciudad, «verdadero órgano
de la opinión popular», y hombre respetado por el pueblo, no hablaba francés, José le
resultó muy útil. Pero también el alcalde, dirá José, fue muy útil a la ciudad, porque,
de no haber gozado de la consideración patriarcal que tenía, no se hubieran podido
evitar enfrentamientos entre los habitantes de los arrabales y los de la ciudad. Estos
últimos estaban sostenidos por las antiguas administraciones, e incluso por la
guarnición, acantonada en la ciudadela y tenían pocas comunicaciones con los
habitantes de las afueras. Pero este hombre, nombrado alcalde por el pueblo —
recordará muchos años después José— gozaba de una gran fortuna, que compartía
con el pobre. Amigo, además, de la familia Bonaparte, su nombre era el de Juan
Jerónimo Levie.
En 1791, al proclamarse la Constitución, José fue nombrado presidente del
distrito. Y, con este motivo, para testimoniar su reconocimiento al pueblo, hizo
imprimir un «libro elemental» sobre ella, para uso de los ciudadanos del
departamento de Córcega, en francés e italiano. La publicación, según José, fue
apreciada; y él fue nombrado por sus conciudadanos miembro de una comisión
encargada de ir al continente a cumplimentar al general Paoli, y comprometerle a
desembarcar en Ajaccio.
Pocos días antes, el primogénito de los Bonaparte había recibido una carta del
general, que le enviaba con sus condolencias por la muerte de «nuestro» padre, su
propio retrato, trazado a lápiz sobre una carta, que él había recibido de su amigo
Carlos en 1766, como signo de reconocimiento personal. La comisión, que encontró a
Paoli en Lyon, se dirigió a Marsella, desde donde el general se embarcó directamente
para Bastia, al tiempo que la comisión volvía a Ajaccio.
Una vez en la isla —corría el año de 1791— Napoleón y José partieron enseguida
para visitar al general. Se encontraron en Ponte Nuovo. Paoli los recibió como los
«hijos de un amigo». El general les explicó, precisamente, cómo había sido la batalla
que tuvo lugar allí el 9 mayo de 1769, y que puso fin a la independencia de la isla,
con su conquista por parte de los franceses. Fue entonces cuando José, según
recordará, le dijo al general que «sucedió lo que tenía que suceder». Como la
revolución del general no era la de los franceses, su actitud fue la que tenía que ser.
De acuerdo con la nueva Constitución de 1791, Córcega fue declarada parte
integrante de la monarquía. Se nombraron diputados en cada distrito. Y José fue
elegido entre los de Ajaccio. A él se le encomendó un discurso para pronunciarlo en
la asamblea. Éste fue, sin duda alguna, el discurso que más cuidadosa y
detenidamente había preparado hasta entonces el joven diputado, que a la sazón
contaba con veintidós años. Un discurso que siempre guardó entre sus papeles, y que
llevó incuso a América, donde lo publicó, por vez primera, como pieza justificativa
de sus Memorias.

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En su discurso, el nuevo diputado por el partido de Ajaccio en 1791, comenzó
invocando los anales de «nuestra historia», en donde, según aseguró, no se
encontraba ninguna otra época «tan feliz» como la actual. «¡Cuántos trabajos inútiles
realizaron nuestros mayores para alcanzar el estado político que hace hoy nuestra
felicidad! La misma fatalidad que nos postró durante siglos nos hace triunfar al
final». «Casi siempre oprimidos —añadía—, pero siempre animados del fuego vivaz
de la libertad, siempre resistentes a la opresión, nosotros supimos, con nuestras
propias cadenas, forjar el hierro vengador».[69]
En su defensa y aplicación de la nueva libertad, el joven Bonaparte hacía un canto
a ésta: Nuestros intervalos de libertad nos costaron tanta sangre, que las dulzuras de
una Constitución popular no bastarán nunca para reparar las heridas que tuvimos
que soportar antes de obtenerla. Porque, según él, los «grandes hombres de nuestra
patria» —Sinoncello, Arrigo de la Rocca, Sambuccio, Saint-Pierre d'Ornano de
Bastelica, Vincentello d'Istria, André Cioccaldi, Giacinto, Paoli, Pierre Gaffori y
tantos otros no osaron nunca ni siquiera concebirla esperanza de un gobierno tal
como el que ofrecía la nueva Constitución. A partir de este momento, señalaba José,
«nuestra libertad no es incierta ni precaria, no dependerá más del capricho de una
favorita, ni de las intrigas de una corte; estará unida por nudos indisolubles con la
libertad del más poderoso imperio de Europa».
Según el joven José, el momento de «nuestra» reunión con este imperio sería el
momento de su «propia regeneración». «Una revolución predicha por los publicistas
—agregaba el diputado—, hecha necesaria por el progreso de las luces, por la firmeza
de los representantes de la nación y por la magnanimidad de un rey ciudadano, nos
asegura en fin una libertad sólida y permanente como la Constitución que la ha
creado, como las leyes de la naturaleza que le sirven de base».
En su defensa de la Constitución de 1791 y su aplicación («nuestro nuevo estado
político»), José subrayaba sus ventajas tanto frente al Antiguo Régimen, «aquejado
del menosprecio universal», como al período de transición, siempre «sujeto a los
desórdenes que las grandes conmociones conllevan inevitablemente». Porque, como
explicaba el orador, «el juego de las pasiones privadas», así como «la avidez del
interés personal opuesto al interés público», eran obstáculos que se oponían siempre
al restablecimiento del orden.
El joven Bonaparte no dejaba de recordar los peligros que amenazaban la isla, en
una situación de transición como aquélla, mientras no se implantara la nueva
Constitución: la relajación de los vínculos sociales, el egoísmo de cada uno de
acuerdo con las circunstancias, el derecho de tomarse la justicia por su mano, el
despertar del espíritu de partido.
Por suerte para la isla, según el diputado, las «desigualdades sociales» no eran tan
graves como en otros lugares, y no se había producido tanta violencia. Porque ni
había privilegios fundados sobre el abatimiento del pueblo, ni la aristocracia había

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podido imponer su despotismo, dado el amor a la patria y a la libertad existente entre
los naturales de la isla.
Ante la situación revolucionaria generada en el resto de Francia, el joven
Bonaparte hizo un llamamiento para «conservar escrupulosamente el buen orden en
la crisis imponente de este gran imperio que se regenera». Para lo cual propuso
«unirnos como hermanos, y marchar todos unidos por la senda de la libertad».
Como no podía ser de otra forma, dada su inmensa popularidad, el orador elogió
por encima de todo al general Paoli, el presidente de la Asamblea, que había acabado
con la anarquía existente durante el período de dependencia de la isla de «una
república italiana», cuando la falta de justicia, precisamente por defecto de la ley,
había favorecido el «espíritu de partido».
Para los patriotas como José, la aceptación por parte de Paoli de la Constitución
de 1791 suponía al fin la salvación de Córcega. La Francia revolucionaria acababa de
hacerle al viejo general un recibimiento delirante. En París fue recibido por el rey
Luis XVI, por la Asamblea Nacional, que le consagró una sesión, y por la Sociedad
de los Jacobinos. Al mismo tiempo, los jefes del partido demócrata, desde Mirabeau a
Maximilien de Robespierre, pasando por Jean Sylvain Bailly, La Fayette o Lameth, se
disputaban su amistad.
De regreso a Córcega, las provincias le recibieron también como un héroe. Así
ocurrió en Lyon, Valence, Aviñón, Aix, Marsella y Tolón, desde donde embarcó para
Córcega, donde fue acogido como un dios. Un mes se prolongaron los festejos que se
le tributaron, del 17 de julio al 13 de agosto de 1790.[70]
En su entusiasta elogio a Paoli, José Bonaparte hizo mención del «célebre» conde
de Mirabeau, quien había llegado a decir que su gobierno fue tan notable que había
servido en parte de modelo a la nueva Constitución francesa. «Los nombres mágicos
de patria y libertad —dijo José en su perorata como diputado— abrazaron entonces
todas las almas; el espíritu público suspendió el espíritu de facción; una fuerza
nacional se organizó, las propiedades fueron respetadas…». Ahora bien, al final, la
«peor de las administraciones» —la administración aristocrática— reemplazó
«nuestro» gobierno, y pronto el patriotismo y la patria no fueron más que palabras
vacías de sentido, lo mismo que acababa de pasar en Francia. Porque el despotismo
había terminado imponiéndose sobre «las ruinas de la libertad».
Haciendo un llamamiento al patriotismo, que «no es un sentimiento
especulativo», José afirmó que sería posible evitar cualquier sombra de anarquía y
superar todas las divisiones intestinas, empezando por el «espíritu de facción, tan
funesto, tan peligroso en los momentos donde el interés público abraza y confunde
los intereses privados». «De vosotros —terminó diciendo el orador, que hablaba en
nombre de la Asamblea depende en adelante la felicidad de Córcega». Felicidad que
sería posible si todos los compatriotas juraban una «fraternidad recíproca», que
estrechara los lazos de familia, de amistad y de patriotismo. «Separémonos —terminó
diciendo— felices de haber visto en este día el fin de nuestras discordias».

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De súbdito a ciudadano
La Constitución de 1791, que fue proclamada como un mensaje de esperanza para
Córcega por el joven Bonaparte, convirtió a éste y a sus compatriotas en ciudadanos
franceses. Desde su lectura del Contrato social, José sabía muy bien que el buen
ciudadano tenía que aceptar todas las leyes, aun aquéllas que habían sido aprobadas a
pesar suyo, incluso las que le castigaban cuando se atrevía a violar alguna. «La
voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella
son ciudadanos y libres», decía el texto. Por ello, en una república, era necesario,
como escribió Rousseau, establecer unas «normas de sociabilidad», sin las cuales era
imposible ser «buen ciudadano».
En los años anteriores, desde el desencadenamiento de la Revolución, las leyes
electorales habían llegado a definir tres grados de ciudadanos para poder votar. El
más elevado lo constituían aquellos elegibles a la Asamblea Nacional. Seguidamente
venían los elegibles para funciones en departamentos, distritos o municipios. En la
base se hallaban los ciudadanos activos que tenían el derecho de votar para elegir a
sus representantes municipales y los electores que votarían para elegir a los
administradores del distrito y el departamento, y a los representantes de la Asamblea.
[71]
Para ser ciudadano activo había que ser de sexo masculino, tener más de
veinticinco años y estar domiciliado en el cantón desde al menos un año antes, no ser
funcionario ni estar en situación de bancarrota, y pagar un impuesto directo por lo
menos igual a tres jornales de un obrero no cualificado. Se exigía un juramento cívico
de fidelidad a la Constitución, a la nación, a la ley y al rey. Para ser elegible a
funciones de administrador municipal, de distrito o de departamento, y para ser
elector de distrito, departamento y de la Asamblea, había que pagar un impuesto de al
menos diez jornales de peón.[72]
La nueva Constitución garantizaba, en primer lugar, que «todos los ciudadanos»
podían ser admitidos a puestos y empleos, sin otra distinción que las virtudes y los
talentos. Después, una vez que la Revolución fue radicalizándose, se aboliría la
distinción entre los ciudadanos activos y pasivos, es decir los excluidos de la vida
política. Y, finalmente, después de la insurrección del 10 de agosto de 1792, se
concedía el derecho de voto a los ciudadanos pasivos. También fueron abolidos los
criterios fiscales hasta 1795.

Muchos años después, José Bonaparte habría de recordar perfectamente que se


encontraba cumpliendo con los preceptos constitucionales cuando un suceso

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inesperado vino a paralizar la asamblea electoral, en la que él, una vez más, hacía de
secretario. La asamblea, presidida también por Paoli, se había reunido precisamente
para la elección de un obispo constitucional. Y se celebraba la sesión en Bastia,
cuando llegó un barco con la triste noticia de que Mirabeau, el más grande político de
la Asamblea Nacional, representante del tercer estado por el departamento de Aix,
había muerto. La conmoción fue enorme, porque el personaje era muy popular en la
isla desde tiempo atrás.
Por deseo del presidente, que se había encontrado con Mirabeau en París no
mucho antes, José fue designado para comunicar la noticia a la asamblea. Los
ciudadanos de Córcega sabían muy bien que había sido él quien había promovido una
amnistía para que el viejo patriota volviera a su tierra. Por ello era oportuno hacer un
elogio del gran tribuno. Y esta tarea le fue encomendada al joven Bonaparte, quien,
para ello, según cuenta, se sirvió de cuantos papeles y hojas públicas cayeron en sus
manos. Quien había llegado a escribir un farragoso Ensayo sobre el despotismo,
había acabado convirtiéndose en un arquetipo del político, al que muy oportunamente
iba a elogiar José. Por desgracia, el elogio no se ha conservado. Aunque, según José,
fue «bien acogido» por la asamblea.
Admirador de aquel gigante «con melena de león», que había sido capaz de
domesticar la asamblea,[73] el joven orador tuvo que elogiar tanto al hombre como a
su política, proponiéndola como modelo a seguir. Tal vez conocía uno de sus últimos
rifirrafes con Robespierre, cuando le dijo a éste: «Joven, la exaltación de los
principios no es lo sublime de los principios». En cualquier caso, en su discurso, José
tuvo que referirse a su grandeza como político y a su política clara. «Tan clara —
escribiría el filósofo español Ortega y Gasset— que el continente no ha podido seguir
durante todo un siglo otra política que la anticipada genialmente por él».
Con tan sólo veintidós años, por consiguiente, José iba adquiriendo poco a poco
una experiencia política considerable. Muy bien pudo aprender entonces que la vida
de un gran hombre político cambia de aspecto en el momento en que empieza a
actuar como hombre público. Tal vez comprendió, como lo demostraba sobradamente
el caso de Mirabeau, que la política consistía en «tener una idea clara desde lo que se
debe hacer desde el Estado en una nación». Ardua tarea que no terminaba
simplemente con la reorganización del Estado, pues, junto a éste, era necesario
reorganizar también la propia sociedad.
Por lo pronto, por su actividad política en la isla, José fue tomando contacto con
la aplicación de las nuevas leyes aprobadas en París para la reforma, cuando todavía
la Revolución no había tomado cuerpo de naturaleza. El mismo día que llegó la
noticia de la muerte de Mirabeau, el propio José era el secretario de la asamblea,
reunida para determinar quién había de ser el nuevo obispo constitucional, porque
desde la puesta en marcha de la Constitución civil del clero (julio 1790), lo mismo los
obispos que los párrocos debían ser elegidos por los ciudadanos.

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Obispos y párrocos, antes de entrar en función, debían prestar juramento de
fidelidad a la nación y al rey, así como a la Constitución. Con la particularidad de que
la obligación del juramento creaba de inmediato la ruptura entre los sacerdotes
constitucionales, que habían prestado el juramento, y los sacerdotes refractarios, que
se resistieron a hacerlo. El conflicto político revolucionario se agravaba con un
conflicto religioso al que José, naturalmente, no pudo ser ajeno. Con la condena por
el Papa, poco después, de aquella Constitución, el clero se dividía al tiempo que se
suprimían algunas órdenes religiosas «de los holgazanes que pasan su tiempo
rezando».
Nombrado seguidamente «miembro del directorio del departamento» con sede en
Corte, se encontraba precisamente en Ajaccio cuando, en octubre de 1791, murió el
viejo tío Luciano. Como lo que se había contado sobre el particular en el Memorial
de Santa Helena no era exacto, José aclararía lo que pasó exactamente, que era lo
siguiente. Pocos minutos antes de morir, el tío reunió a toda la familia junto a su
lecho, y le anunció, con una calma admirable, su fin próximo. «Leticia, dijo,
dirigiéndose a nuestra madre, cesa de llorar. Yo muero contento, porque te veo
rodeada de tus hijos. Mi existencia no la necesitan ya los hijos de Carlos. José está
hoy a la cabeza de la administración del país, así que él bien puede dirigir la de la
familia. Tú, le dijo, a continuación, dirigiéndose a Napoleón, tú serás un gran
hombre. He aquí, la verdad», dirá José.[74]
Esto fue todo cuanto sucedió, sin que el viejo archidiácono hubiera dicho nada de
cuanto se le atribuía en detrimento evidente del mayor de los Bonaparte. Y sin duda
tenía razón, porque la verdad era que, en aquellos momentos, mientras Napoleón era
un simple teniente de artillería, que distaba de ser un hombre importante, José lo era
mucho más, por ser miembro de la administración del país.[75]

Mientras el movimiento revolucionario arrasaba Francia como un torbellino, José


Bonaparte seguía en su tierra natal desempeñando su puesto en la administración de
su departamento. Allí se enteró por una carta de Napoleón, que se encontraba en París
por entonces, de los sucesos del 10 de agosto de 1792. Fue la jornada que marcó la
agonía de la Monarquía, cuando, después de una ola de violencia extraordinaria, la
Asamblea votó la suspensión del rey y su encarcelamiento en el Temple. Espectador
en directo de lo que pasaba, su hermano había sido igualmente testigo del asalto a las
Tullerías, el 21 de junio de aquel mismo año, por «una multitud desordenada, que
denotaba, por las palabras y las ropas, todo lo que hay en el populacho de más común
y más abyecto».

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Napoleón envió a su hermano una carta «muy detallada» sobre aquellos sucesos,
que José leyó a sus colegas del directorio del departamento. En ella le decía que si el
rey Luis XVI se hubiera mostrado a caballo, la victoria hubiera sido de él. También le
contaba que, después de la victoria de los marselleses —que entraron en las Tullerías
en aquella jornada del 10 de agosto cantando el himno que le valdría después el
nombre de La Marseillaise—, vio a uno de ellos a punto de matar a un guardia de
corps. Entonces Napoleón, acercándose a él, le dijo: «¡Hombre del sur, salvemos a
este desgraciado!». A lo que el marsellés le respondió: «¿Eres del sur?». Y al decirle
que sí, dijo: «¡Bien, entonces lo salvamos!».
De vuelta a Córcega en 1793, según el testimonio de José, su hermano Napoleón,
cuando se trató de la formación de la Guardia Nacional, fue presentado por el
directorio del departamento como teniente coronel. Él era entonces, según José,
capitán de artillería. Y se vio metido en un buen lío cuando el batallón de guardias
nacionales y el regimiento de la guarnición de Ajaccio se pelearon entre ellos. El
incidente fue grave, porque hasta el departamento tuvo que enviar comisarios para
restablecer la paz.
Fue por entonces cuando llegó a Ajaccio una escuadra francesa, dirigida por el
almirante Truguet, con una tropa de 6000 hombres mandados por el general
Casabianca, con la orden de atacar la isla de Cerdeña. Pero el ataque principal no
tuvo éxito. Napoleón, con su batallón y algunos artilleros, llegó a apoderarse de la
isla Magdalena, que recibió la orden de abandonar algunos días después.
Mientras tanto en Córcega, la revolución tomaba un aspecto cada vez más
sombrío, que según opinión de José, le había granjeado muchos enemigos en el
interior. Después del 10 de agosto, la monarquía no existía más que de nombre.
Según la versión del mayor de los hermanos Bonaparte, la comuna de París, el
partido de la Gironda en primer lugar, el de la Montaña a continuación, y la Sociedad
de los Jacobinos de París, a la que se habían asociado las «asambleas populares» de
Francia, habían acabado por extender el espíritu de efervescencia y de anarquía.
En París, tras la suspensión del rey, después del 10 de agosto de 1792, se había
convocado una nueva Asamblea Constituyente con el fin de hacer frente a la
situación, y elaborar una Constitución que tuviera en cuenta la cercana abolición de la
monarquía. Denominada Convención, a imitación de Estados Unidos, Córcega tendrá
en ella seis diputados, la mayor parte de los cuales, según José, se correspondían con
el directorio del departamento.
En sus Memorias, José silencia que él se presentó a las elecciones para la
Convención, en las que tuvo un completo fracaso. En la primera vuelta tan sólo
consiguió 64 votos de un total de 398, por lo que decidió no presentarse a la segunda.
«Todos nosotros éramos jóvenes», dirá José como disculpándose tanto de su fracaso
como de la temeraria política de la nueva asamblea. Porque los nuevos diputados
elegidos para la Convención informaban presentándoles el «aspecto de los asuntos tal
como ellos lo veían». Aunque la gravedad de los asuntos se advertía perfectamente en

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las hojas de las sociedades populares, las circulares y los escritos del gobierno que
llegaban a la isla.
El presidente del directorio seguía siendo Paoli. Pero, ante el rumbo que tomaban
los acontecimientos en Francia, éste dejó de concurrir a las sesiones. Por eso los
diputados locales, con José entre ellos, se limitaban a darle cuenta de los asuntos
principales de la administración en las visitas que le hacían. Según José, resultaba
evidente que su adhesión a la Revolución no era clara. El rey le había nombrado
teniente general con mando de tropas, y le había escrito encomendándole «su» isla de
Córcega. La Asamblea Constituyente lo había llamado de su exilio en Inglaterra. Y
en París había sido acogido calurosamente por sus principales miembros, cuya mayor
parte habían huido o estaban muertos. «Él veía, creo yo —dirá José—, los asuntos tal
como eran, pero no contaba con nadie de su confianza».
Así fue como, durante el proceso del rey, comenzó su alejamiento del sistema de
gobierno de Francia. Y se sirvió del ascendiente que tenía sobre «nuestros» diputados
en la Convención, de los cuales sólo uno votó la muerte, mientras que los otros cinco
fueron favorables al monarca.
«¡Extraño hecho! —dirá José— ¡El departamento más recientemente anexionado
a Francia, cuyos ciudadanos, en gran parte, habían luchado contra los Borbones, era
el que mostraba menos animosidad contra la familia real!». El mismo departamento,
por cierto, donde también, según José, no había corrido sangre francesa ni la
guillotina llegó a actuar.
Previendo el fin trágico de Luis XVI, el viejo Paoli, según el testimonio de José,
le decía sobre este particular: «Nosotros hemos sido enemigos del rey, no seamos los
verdugos». A lo que decía para sí el joven Bonaparte: «¿Pero qué podíamos nosotros
contra el torbellino que había arrasado todo cuanto se había opuesto al carro de la
Revolución, según la expresión del momento?».
¿Quién le iba a decir que su amigo Salicetti —que había estudiado también en
Pisa, donde fue condiscípulo de Filippo Buonarrotti— sería el único de los diputados
corsos en la Convención que votó a favor de la muerte del rey, y que él, además, que
tanto había hecho por atraer a la causa revolucionaria al propio Paoli, se iba a
convertir en su perseguidor final? Porque el diputado de la Convención, que tanto le
debía al viejo héroe por otra parte, no vaciló en denunciarlo como
contrarrevolucionario. Jefe indiscutible del partido francés en la isla, José, al igual
que toda su familia, no dudó ni por un momento en ponerse de su lado.
En esta situación, el viejo general, que, según el decir de José, no contaba más
que con el entusiasmo de sus conciudadanos, fue sustituido por la Convención, que
envió a Córcega tres «representantes del pueblo», investidos de poderes «ilimitados»,
que le depusieron del mando de la tropa.[76] Sus partidarios se componían de personas
que le habían acompañado en el exilio y a su vuelta a la isla, cuando fue llamado por
la Asamblea Constituyente de París. Todos, desde luego, eran patriotas. Pero habían
pasado sus vidas, «apasionados de Inglaterra», como enemigos de Francia. Y cuando

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la Revolución se desbocó, todos presionaron a Paoli para que se levantase en armas.
El apoyo a su causa fue unánime. Todos le apoyaron con entusiasmo, hasta el punto
de que al lado de la Convención sólo quedaron sus comisarios, los administradores,
los habitantes de las ciudades y las tropas francesas.[77]
Muchos años después, José todavía se acordaba perfectamente de sus
«frecuentes» conversaciones con el «padre de la patria», cuando le hablaba de la
Convención. Desde luego, seguía pensando que Paoli se encontró al frente de una
revolución contra Francia sin haberlo querido y, por supuesto, sin haberla preparado
con antelación. En esta situación —en medio de un terror que como un «horrible
fantasma se apoderó de todos los individuos, hermanos, padres, parientes,
compañeros, burgueses, artesanos, sacerdotes, en que cada uno tenía miedo de su
sombra»— la familia Bonaparte, con José al frente de ella, sin dudarlo por un instante
se puso del lado de Francia, por su condición «francesa de corazón y de opinión».
Al dejar la administración del departamento, José acababa de ser nombrado juez
del tribunal de Ajaccio. Pero, en aquellas condiciones, la situación se hizo muy
peligrosa para la familia Bonaparte, que fue declarada «traidora a su patria». Los
patriotas la injuriaron por haberse hecho cómplice de los convencionales. Por fortuna,
la madre, con todos sus hijos, pudo embarcar para Calvi, antes de que los paolistas
saquearan su casa.
En la isla existía una ley terrible, bastante parecida al famoso «fuera de la ley» de
la Revolución francesa, según la cual, cuando se proclamaba contra una familia esta
especie de condena, se incendiaban sus bosques, se talaban sus viñedos y sus
olivares, se mataban sus cabras o se quemaban sus viviendas. Era la vendetta corsa.
Los destrozos sufridos por la familia Bonaparte fueron innumerables. Realmente, la
familia quedó arruinada por completo. Su madre y sus hermanos estuvieron a punto
de ser cogidos como rehenes, mientras la insurrección se extendía por toda la isla.
En su tierra natal, el joven José tuvo ocasión de conocer por propia experiencia, y
por vez primera, lo que significaban el terror y el miedo, mientras muchos
conciudadanos, en la isla o en el continente, seguían discutiendo si el gobierno
monárquico era preferible a la mejor de las repúblicas.[78]
En estas condiciones, la familia Bonaparte, compuesta por diez personas,
abandonó definitivamente la isla, desembarcando en Tolón. Allí les acogió Luciano,
que a sus dieciocho años se había hecho miembro del club jacobino de la ciudad,
donde votó una moción denunciando a Paoli como un agente de Inglaterra. La suerte
le acompañaba.
De momento, gracias a sus contactos, toda la familia, con Madame Mére a la
cabeza, pudo alojarse provisionalmente en las afueras de la ciudad, en un sitio barato.
Se había perdido todo, excepto la Famiglia.[79] Corría el mes de junio de 1793. Los
sueños de José de convertirse en una persona importante en su tierra natal se habían
venido abajo. Decididamente, aquel país no era para ellos. La fortuna quiso que esta

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familia, que había tenido que salir huyendo de Córcega, comenzara entonces una
nueva vida, que jamás podría haber soñado, en el corazón de la República.

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II
EL REPUBLICANO

En junio de 1793, cuando José Bonaparte y su familia tuvieron que salir huyendo de
Córcega, Francia se encontraba en el año 1 de la República. En medio de la
Revolución, desde la lejanía de su tierra, el primogénito de los Bonaparte fue
espectador atento de la nueva política republicana. La fortuna quiso que José, a sus
veinticinco años, se viera obligado a abandonar su tierra natal para iniciar una nueva
vida bajo la República.[80] Mientras tantos monárquicos abandonaron el país, los
Bonaparte, por el contrario, acudieron a la llamada de la República, en unos
momentos en que esta palabra era inseparable de la Revolución.[81]
La República representaba para Francia una experiencia pura. Lo mismo que
ocurrirá en la Italia tan próxima a José Bonaparte.[82] Era el inicio de un proceso
irreversible fundado sobre un principio abstracto, acompañado a su vez de una
poderosa aspiración a la igualdad ciudadana. De una manera brutal, se había
impuesto la soberanía nacional a la monárquica. Nadie podía imaginar que una
corriente democrática tan minoritaria en sus inicios fuera a adueñarse del país,[83] aun
cuando la Constitución de 1791, que había sido proclamada y difundida previamente
por el propio José en su tierra, sancionó una doctrina en la que resultaba imposible no
ver el germen y la esencia de un orden ya republicano. Porque la verdad fue que los
revolucionarios, cuando realmente entraron en convulsión, fue bajo el nombre de la
República.[84]
Ésta nació bajo la doble presión de la salvación nacional y de la demagogia
popular. «El principio del gobierno constitucional es el de conservar la República —
declaró Robespierre el 10 de octubre de 1792—, el del gobierno revolucionario es el
de fundarla». La República conoció su primera movilización en masa al servicio de la
nación en peligro. Mientas el extremismo jacobino situó en el corazón de la idea
republicana el «sentimiento sublime» que suponía preferir el interés público a todos
los intereses particulares.[85]
Desde el punto de vista revolucionario, el principio fundamental desde el que se
fundamentaba la República era la virtud. Éste fue el principio fundamental del
gobierno «democrático y popular», según Robespierre. «Yo hablo —decía— de la
virtud pública que obró tantos prodigios en Grecia y en Roma, y que debe producirlos
mucho más asombrosos en la Francia republicana». La moral se convertía, por
consiguiente, en «fundamento único de la sociedad civil». Tal fue la utopía imposible
del activismo republicano descrito por Louis Antoine Saint Just en sus Fragments sur
les Institutions Républicaines.[86]
Pero esta república «pura», purificada por el terror, no fue posible. Tras la caída
de Robespierre, el Nueve de Termidor (27 de julio 1794), la Convención regresó a su

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misión original, que fue la de fundar la República en la ley constitucional, en contra
de la dictadura jacobina. Se fabricó entonces otra república —definida por la
Constitución del año III que fue defendida, el Trece de Vendimiarlo de 1795, por el
joven general Napoleón. Un hecho decisivo en la historia de la propia República y en
la fortuna de la familia Bonaparte.[87]
Los defensores de la nueva República lucharon por mantener vivo el espíritu de la
Revolución. Pero no sobre el principio virtud-terror, sino sobre la garantía dada por la
ley a la igualdad civil, sobre la representación de los intereses en el gobierno de la
sociedad y sobre la educación de los individuos.[88] Los nuevos principios
republicanos fueron defendidos por el ejército. Un ejército nuevo, surgido de la
Revolución. Porque el oficio de las armas, que antes de la Revolución era coto
privado de la nobleza, se había convertido en el medio por excelencia para la
promoción de los plebeyos.[89]
La fortuna de los Bonaparte comenzó, precisamente, por la defensa de la
República.[90] Quedaron decepcionados con la República jacobina. No podían estar
de acuerdo con aquella carga explosiva que amenazaba con arrasarlo todo. Era
necesario crear y exportar la idea y la realidad de una nueva República.[91] Podría
aplicárseles lo que, por entonces, dijo un diputado girondino de otro: «Creo que el
señor Brissot es republicano, pero considero que no lo es del mismo modo que lo son
los jacobinos. Hay República y República».[92]

Al servicio de la república
Al llegar a Francia en 1793, José Bonaparte tomó la prevención de llevar consigo un
documento acreditativo de su fiel conducta republicana previa. El documento,
calificado muchos años después como «curioso» por el propio José, le fue dado por
Luis Coti, procurador síndico del distrito de Ajaccio, en nombre de la República
francesa. El documento certificaba que la familia de José, que contaba con «mucho
crédito» en la isla, donde gozaba de «la fortuna más considerable del departamento»,
había perdido todo cuanto tenía en defensa de la República. Y que, por el momento,
se encontraba a salvo en Francia, «en el continente de la República». Está claro que,
desde el momento de su desembarco, José estaba decidido a servir a la República.[93]
Según la versión del propio José, una vez desembarcada la familia en Tolón, los
dos hermanos mayores se vieron forzados a dejarla. Napoleón tuvo que incorporarse
a su regimiento y él se dirigió a París, donde fue «perfectamente» acogido por los
personajes más influyentes del gobierno y de la Asamblea. Y, en particular, por
«nuestros» seis diputados de Córcega. Concretamente, confiesa haber iniciado una
«verdadera» amistad con su paisano Casablanca, el marino que llevó años después a

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su hermano a Egipto al mando de El Oriente, y que murió «gloriosamente» en la
batalla de Abukir.
Este Casabianca, corso de familia aristocrática unido igualmente al partido
francés, había abrazado la Revolución desde el primer momento. Representante de
Córcega en la Convención, fue miembro del Club de los jacobinos y perteneció a la
Montaña, dando pruebas, después, de opiniones más moderadas. El trato con otro de
los Casabianca, el conde, que mandó la expedición de la República contra Cerdeña,
sería posterior, cuando Napoleón le colmó de honores, haciéndolo senador en el
año VIII y concediéndole la Legión de Honor en el XII.[94]
Durante su «corta» estancia en París, José tuvo ocasión de reconocer la verdad de
lo que pensaba sobre el particular el viejo Paoli, porque si en un principio había
creído que sus ideas estaban influidas por el «espíritu de partido», inmediatamente
pudo comprobar que sus temores no estaban faltos de razones. La violencia
revolucionaria, cada día más creciente, estaba adquiriendo proporciones intolerables.
José seguía recordando muchos años después que se encontraba en París el día
que fue asesinado Jean-Paul Marat por Charlotte Corday (13 de julio de 1793). Figura
emblemática del periodista al servicio del pueblo, Marat era entonces la encarnación
del nuevo poder. Y el portavoz de los más profundos temores de la imaginación
popular: el hambre, el envenenamiento del pan, el complot, y la encarnación del mal.
En constante incitación a la revuelta y al asesinato, su violencia llegó a ser tan
extrema que Augustin Robespierre —hermano del famoso Maximilien, y amigo,
después, de los hermanos Bonaparte— diría que había que «desmaratizar a Marat».
[95]
Como había dicho de él Camilo Desmoulins, «más allá de lo que propone Marat,
sólo puede haber delirio y extravagancia». Su excepcionalidad revolucionaria fue
explicada ya en su tiempo por la enfermedad (una dermatosis inflamatoria que
explica la bañera y el turbante con los que lo pintó, por cierto, Jacques-Louis David).
Muy probablemente, José debió leer con horror el Ami da Peuple, en el que Marat
hacía de «ojo del pueblo» para acusar a los traidores; porque, para él, la denuncia era
la madre de las virtudes, como la vigilancia era la más segura garantía de la felicidad
del pueblo y de la libertad. Para juzgar a los hombres, según decía, él no tenía
necesidad alguna de «hechos positivos, claros y precisos». Le bastaba con «sus
silencios o su inactividad en sus grandes ocasiones».
José se encontraba en París en aquellos días de julio de 1793 en que se produjeron
la muerte de Marat (13 de julio), y, seguidamente, el guillotinamiento de su asesina
Charlotte Corday, biznieta de Corneille, aquella muchacha «sublime y razonadora»,
según el decir de Michelet, que quiso salvar el mundo y restablecer la paz. «Maté a
un hombre —dijo en el proceso— para salvar a cien mil».[96]
Desde la ejecución del rey, el 21 de enero de 1793, hasta el asesinato de Marat, la
espiral de violencia de la Revolución se había desenfrenado hasta límites
insospechables. La anarquía se había apoderado del país. La Convención llegó a

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reconocer el derecho a la insurrección «cuando el gobierno viola los derechos del
pueblo», y afirmó que la finalidad de la sociedad era «la felicidad común». Pocos
días después, con la elección de Robespierre al Comité de Salvación Pública, la
Convención instauraba la pena de muerte para los acaparadores.
En medio de esta situación, y con la salida de París controlada por las medidas de
«seguridad pública», José Bonaparte pudo dejar la ciudad gracias a la protección que
le dieron los diputados corsos. Así pudo partir con la comisión de «representantes del
pueblo» enviados en misión al sur.
Camino de Tolón, donde permanecían su madre y sus hermanos, José tuvo que
detenerse en Lyon, asediada entonces por el ejército del general Kellerman, cuyo hijo,
andando el tiempo, habría de ser gobernador de las provincias de Toro, Palencia y
Valladolid. Tras la declaración de guerra realizada por la Convención, la ciudad,
arruinada por la Revolución, que había provocado el hundimiento de la industria del
lujo, en particular la seda, se hallaba sometida a la dictadura de elementos incluso
más extremistas que los sans-culottes de París. El joven Bonaparte pudo ver por sí
mismo cómo los habitantes de la ciudad, mezclados todos sus elementos, desde los
monárquicos hasta los republicanos moderados y los girondinos, se habían alzado en
armas contra la administración municipal, y habían guillotinado a su jefe.
El asedio de la ciudad por las tropas de la República duró desde el 14 de agosto
hasta el 9 de octubre. La represión fue particularmente terrible. La Convención
decidió que la ciudad sería destruida y que tan sólo quedarían en pie las casas de los
pobres. Una tarea de la que se encargaría Joseph Fouché, más tarde ministro de
Napoleón. Como la guillotina no permitía suficiente velocidad para matar a todos los
prisioneros, se recurrió al cañón para ametrallar a centenares de personas. La ciudad
estuvo a punto de ser arrasada.
En su marcha hacia el sur, José se vio detenido también en Aviñón, asediada por
el ejército de los marselleses. Por deseo de sus habitantes, la antigua ciudad papal
había terminado por unirse a Francia. Numerosos partidarios del Papa fueron
asesinados en una sangrienta venganza llevada a cabo por los republicanos
triunfadores. En los días en que José pasó por la ciudad, los aviñonenses,
lamentándose amargamente de su integración en un Estado transformado en
terrorista, se unieron a la rebelión federalista inspirada por los girondinos. Vencidos,
tuvieron derecho a un tribunal revolucionario especial, que envió a la guillotina,
meses después, a cientos de «contrarrevolucionarios».
La siguiente etapa en el viaje de José fue Marsella, la tercera ciudad de Francia,
que desde el principio de la revolución había desempeñado un papel tan importante.
Su intento de rebelarse igualmente contra la República fue duramente reprimido. La
ciudad cayó en manos del general Carteaux el 25 de agosto de 1793. Se instauró el
terror en ella. La represión fue brutal. Monumentos testigos del prestigioso pasado de
la ciudad fueron destruidos. Hasta le cambiaron el nombre, en represalia, por Ville-
sans-Nom (Ciudad sin Nombre). Cientos de ciudadanos fueron ejecutados por causa

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de su riqueza. Muchos mercaderes, comerciantes y armadores fueron condenados de
esta forma.
En Marsella José tuvo noticias de la «revolución de Tolón», donde se habían
retirado los restos de los marselleses, batidos entre Aix y Marsella por las tropas de la
República mandadas por el general Carteaux. Tolón —explicará José— se había
entregado a los coaligados. De tal manera que los seis mil hombres que debían
haberse empleado en la expedición contra la Córcega de Paoli fueron incorporados al
ejército destinado al sitio de Tolón, donde el propio José fue empleado como jefe de
batallón en el «Estado Mayor General», por decisión de los «representantes del
pueblo».
Cuartel general de la flota francesa del Mediterráneo, los habitantes de la ciudad,
amenazados por dos ejércitos de la República, prefirieron entregarse a la flota
británica los días 27 y 28 de agosto de 1793. El sitio de Tolón duró tres meses. Su
efecto para la familia Bonaparte sería fundamental. Allí fue donde Napoleón se hizo
famoso.
Sin embargo, todo cuanto de ello dice José es que fueron los «representantes del
pueblo» quienes lo destinaron para la operación del asedio, porque, hasta este
momento, tenía el encargo del aprovisionamiento del ejército de Italia. José participó
en el asedio, y, según cuenta, fue ligeramente herido en el ataque al cabo Brun. La
ciudad, finalmente, capituló el 19 de diciembre de 1793. La República le cambió el
nombre por el de Port-la-Montagne. El terror volvió a reinstalarse. Una comisión
revolucionaria condenó a muerte a varios cientos de personas en los meses siguientes.
Mientras tanto, la familia Bonaparte se había reunido en Marsella, «donde fuimos
llamados más a menudo por la naturaleza de nuestro servicio». Todos se encontraron
allí mucho mejor. Siempre al servicio de la República, los «representantes del
pueblo» le encargaron al mayor de los Bonaparte varias misiones administrativas.
José dejó entonces el Estado Mayor de Carteaux. Provisionalmente, fue destinado a
hacer las funciones de comisario de guerra en Marsella. Funciones que le
proporcionaban ventajas apreciables, porque aparte de ser remuneradas, le cubrían
gastos de alojamiento, de viaje y de forrajes para los caballos. Incluso podía
beneficiarse de ingresos poco legales procedentes de las requisas. Este puesto lo
conservó hasta la toma definitiva de Tolón.[97]
Atrapado en la vorágine, en septiembre de 1793 José Bonaparte, de veinticinco
años de edad, era un desconocido. Lo mismo que lo era su hermano Napoleón. Pero
Tolón cambió la fortuna de la familia Bonaparte. La República reconoció que había
sido el joven Napoleón quien tomó la plaza. A partir de ese instante su reputación fue
extraordinaria. «Allí lo tomará la historia para no volverlo a dejar; allí comienza su
inmortalidad», dirá el Memorial.
La relación de la campaña de Italia dará cuenta de los tres generales en jefe que se
sucedieron durante el asedio: la «inconcebible ignorancia» de Carteaux, la «sombría
brutalidad» de Doppet, y la «valentía bonachona» de Dugommier. José sólo menciona

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al primero, a cuyas órdenes sirvió lo mismo que su hermano. Era un hombre «dorado
desde los pies hasta la cabeza», recordará éste en Santa Helena. Una vez que invitó a
comer a treinta de sus hombres a su mesa, donde probablemente estaba también José,
sólo al general se le sirvió como a un príncipe, mientras todos los demás se quedaron
muertos de hambre; lo que, «en aquellos tiempos de igualdad», extrañó a los
asistentes.
El general era «tan limitado» que no se le podía hacer comprender que, para
apoderarse de Tolón más fácilmente, era preciso atacar a la salida de la rada. En la
mayoría de las discusiones que Carteaux tenía con sus hombres, estaba presente su
mujer. En este sentido, el Memorial cuenta que ésta se ponía invariablemente de parte
del joven oficial, diciéndole a su marido cándidamente: «Pero déjale hacer a este
joven; sabe de estas cosas más que tú, y no te pide nada. ¿No te das cuenta? Te queda
la gloria».
Al servicio de la República, el primer éxito de la vida de Napoleón fue Tolón. Y
eso que, cuando adquirió fama heroica, algunos le quisieron acusar de los excesos
sanguinarios que todos los militares lamentaron entonces. Más de una vez llegó a
sentirse en peligro por parte de los verdugos revolucionarios, como seguramente le
ocurrió a su hermano José en aquellos días, sin que lo contara. Napoleón decía haber
sido testigo —y José pudo haberlo sido también— de la condena, en Marsella, del
negociante Hughes, de ochenta años de edad, sordo y casi ciego. El pobre viejo fue
acusado y reconocido culpable de conspiración por sus verdugos. Su verdadero
crimen fue el de poseer 18 millones. «Entonces, ante tal espectáculo —diría el joven
Bonaparte—, ¡me creí en el fin del mundo!».
Entre tantas omisiones como hay en sus fragmentarias Memorias, José tampoco
dice prácticamente nada de uno de los «representantes del pueblo», que tuvo mucho
que ver con el éxito de su misión. Se trataba de Gasparin, «hombre de sentido
común», que había servido en el ejército y que fue quien terminó dándole el mando a
su hermano para apoderarse de Tolón. Napoleón, en cambio, siempre reconoció que
fue aquel «representante del pueblo» quien abrió su carrera, colocándolo, gracias a su
protección, al abrigo de la persecución y de la ignorancia de los estados mayores.[98]

El ciudadano Buonaparte
La ascensión imparable de Napoleón benefició a toda su familia. Su hermano José
dejó de ser un ciudadano anónimo para convertirse en «ciudadano Buonaparte». Su
participación en el asedio de Tolón le permitió conocer a los «representantes del
pueblo» en el ejército de Italia: Gasparin, Robespierre el joven, Ricord o Thureaux,
aparte de Salicetti, su amigo de Pisa, que fue quien le ofreció al capitán Buonaparte el
mando de la artillería en el ejército de Carteaux. Los hermanos Buonaparte también

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conocieron entonces a otros representantes destacados de la República como Barras o
Freron.[99]
Como señala el Memorial, en el sitio de Tolón Napoleón «se ganó la amistad de
algunas personas de las que después se ha hablado mucho». Y lo mismo ocurrió con
su hermano José, tan bien dotado para hacer amigos. En Santa Helena, Napoleón
hablará de cómo él había visto largas cartas de Maximilien de Robespierre a su
hermano Augustin, representante entonces en el ejército del Mediodía, en el que
combatía y desautorizaba con calor los excesos de la Revolución, que la deshonraban
y al cabo la matarían.
Es muy posible que José, que acababa de ver con sus propios ojos los excesos
revolucionarios de París, antes y después del asesinato de Marat, y que tanto había
hecho por la causa de la República en Córcega, fuera oído con avidez. Porque,
comoquiera que fuese, poca gente podía presentar una experiencia política y
observadora como la suya, teniendo en cuenta su juventud. Nada tenía de particular
que hubiera podido «provocar» también el entusiasmo del representante Robespierre
el joven, a quien Napoleón trató cuando su hermano era el jefe de la República.[100]
En Santa Helena, Napoleón aseguró que nunca llegó a ver a Robespierre. Su
hermano José, en cambio, pudo haberlo visto en París en julio de 1793. Lo que sí se
sabe por el testimonio del propio Napoleón es que, después del sitio de Tolón, este
Robespierre el joven, llamado a París por su hermano algún tiempo antes del Nueve
de Termidor, hizo todo lo posible por convencer a Napoleón de que lo siguiera. Sobre
ello recordaba éste en Santa Helena: «Si yo no me hubiera negado de manera
inflexible, cualquiera sabe adónde podía haberme conducido ese primer paso, y qué
otros designios me aguardaban».
El silencio que, en sus Memorias, guarda José sobre sus actividades y relaciones
en los meses que siguieron a la caída de Tolón —es decir, los meses anteriores al
Nueve de Termidor— es harto sospechoso. Sobre todo cuando, para un joven como
él, decidido a hacer carrera, la fortuna comenzaba a abrirle tantas oportunidades.
Su hermano, en los años de Santa Helena, cuando le gustaba contar confidencias,
recordaba, por el contrario, cómo estando en el ejército de Niza conoció a un
representante del pueblo de «bastante poca significación», cuya mujer, «bonita en
extremo y muy amable», le daba la mayor importancia al flamante general de
artillería. «Se había encaprichado con él, y lo trataba de la mejor manera en todos los
aspectos», comentaba el conde Las Cases. «Esto era una ventaja inmensa, observaba
Napoleón, porque en aquel tiempo de ausencia de leyes, o de su improvisación, un
representante del pueblo era una verdadera potencia».[101]
Desde luego, cualquier camino podía llevar al éxito y al poder. Lo que había que
ser, y el ciudadano Buonaparte dará pruebas suficientes de ello, era prudente, pues el
nuevo gobierno había hecho constar, una vez más, que sería «durísimo contra los
conspiradores, coercitivo con los agentes públicos, severo para las prevaricaciones,

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temible para los malvados, protector de los oprimidos, inexorable con los opresores,
favorable a los patriotas, bondadoso con el pueblo».[102]
Para labrarse un futuro, o simplemente para sobrevivir, había que llevarse bien
con los «representantes» que la República había investido con poderes ilimitados.
Una realidad que captaron perfectamente los hermanos Bonaparte, pues todo el
mundo sabía que, actuando como representantes del pueblo, no manifestaban reparo
en aplicar el terror en las zonas rurales, efectuando detenciones y pesquisas en
nombre de la República. Por ello no sorprende que lo mismo Napoleón que José estén
en estrecha relación con tales comisionados —en casa de uno de ellos conocería éste,
precisamente, a la familia de su mujer—. Sus informes llegaban por millares a los
comités revolucionarios. Había que ser, por consiguiente, «buenos republicanos».
El ciudadano Buonaparte sabía muy bien que, con la «ley de sospechosos» en la
mano, cualquiera podía ser condenado. Cuando los republicanos entraron por fin en
Tolón, el 16 de diciembre de 1793, conducidos por Barras, Robespierre el joven,
Freron y Salicetti, la represión fue brutal. Se decía que habían caído 7000 de un total
de 30 000 habitantes. Nada se respetaba, ni la edad ni el sexo. ¡La salvación de la
República así lo exigía![103]
De la lucha política se pasó a la reivindicación social. La demagogia generalizada
y el mismo incremento de la miseria se volvieron no sólo contra los aristócratas y los
emigrados, sino contra los ricos en general. Eran momentos en que la Revolución,
lejos de asegurar la igualdad proclamada, enriquecía a unos y empobrecía a otros. Por
ello se aprobó una ley que condenaba a muerte a los acaparadores. Cualquiera podría
ser asimilado a los «podridos», como lo fue Georges Jacques Danton, que, después de
haberse vuelto a casar, se convirtió en un burgués acomodado.
El ciudadano José Buonaparte vivió en silencio bajo el Terror. Víctima de la
guerra civil, Marsella, donde residía con su familia, se encontraba en ruinas. La
actividad económica quedó destrozada. Muchas casas fueron destruidas. Las iglesias
se cerraron. En su viaje de París a Marsella, en medio de la locura revolucionaria,
José tuvo ocasión de ver el poder efectivo de los sans-culottes.[104] Es decir, la
democracia de los «buenos» y «puros» revolucionarios, ataviados de gorro frigio,
carmañola y amplio pantalón rayado abotonado a la chaqueta, una pica en la mano y
un sable en la otra, por si la situación lo exigía. Los gruesos bigotes y la pipa
completaban el retrato. Su lenguaje había proscrito el término de monsieur (señor) en
beneficio del de citoyen (ciudadano).[105]
Nadie, y el ciudadano Buonaparte lo sabía bien, estaba libre de ser acusado en
cualquier momento de propósitos sediciosos o de frecuentar a sacerdotes o
aristócratas. Eran unos momentos en que hasta los nombres de las calles se
modificaban. Así, la parisina calle de Saint Honoré (donde, andando el tiempo,
viviría confortablemente José), se convirtió en calle de la Convención; y la de Saint
Nicolas, en la calle del Hombre libre.

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Lo mismo ocurría en el teatro, donde había que aplaudir las obras del momento.
La gente no tenía otra opción que reírse cuando, por ejemplo, al representarse el
Jugement dernier des rois (Último juicio de los reyes), se personificaba al rey de
España, afirmando: «Si escapo de ésta, me hago sans-culotte». O al papa, diciendo:
«Y yo me caso».[106]
El ciudadano Buonaparte pensaba para sí lo mismo que su hermano, que los
excesos desacreditaban a la República. Por las cartas que recibía su amigo
Robespierre el joven, Napoleón sabía lo que pensaba sobre el particular su hermano,
quien protestaba, por ejemplo, contra los excesos engendrados por el Culto de la
Razón. Prueba de lo cual era que, en uno de sus últimos discursos, el jefe de la
República había llegado a considerar al ateísmo como «inmoral y aristocrático». Dijo,
nada menos, que la idea de Ser Supremo era «social y republicana»; porque, a su
juicio, sin la «sanción divina» triunfarían «el egoísmo y los intereses más viles».[107]
La amistad con Augustin Robespierre, reiterada por José en sus Memorias, y el
deseo de su hermano de liberar a Robespierre de los horrores del Terror, justifica de
alguna manera el pasado «robespierrista» de Napoleón en tiempos del asedio a Tolón.
Igualmente dice mucho del de su hermano José.[108] Por ello, quien habría de ser rey
de España tenía que guardar silencio. Porque, ¿cómo podría justificarse la llegada de
un seguidor de Robespierre al trono?[109] O, ¿cómo justificar su propia vida durante
los años de la República?
Todo aquello terminó el Nueve de Termidor. Una fecha a partir de la cual, según
el decir de Jules Michelet, París cambió por completo de aspecto, y se volvió alegre.
Había escasez, por supuesto, pero «la Bolsa despedía luz, el Palais-Royal estaba
lleno, los espectáculos hasta el techo».[110] El pasado había muerto. Había que apostar
por el futuro.
El Nueve de Termidor (27 de julio de 1794) hacía un año que el ciudadano José
Buonaparte se encontraba en Francia. Aunque muy poco es lo que se sabe sobre este
año de su vida, lo que parece indudable es que se movió en los medios políticos de
París con «una sorprendente soltura». Gracias a una petición bien presentada, se
benefició de una ayuda de 600 000 libras que votó la Convención para los «patriotas
corsos refugiados». Se hizo amigo de los representantes del pueblo. Particularmente,
se pegó a un personaje muy importante de la República en aquellos momentos, su
viejo amigo Salicetti, de quien hizo de secretario.[111]
Fue éste quien, en compañía de otros ciudadanos representantes del pueblo, le
inició en la masonería, en la logia Perfecta Sinceridad de Marsella. El proceso verbal
de la sesión se ha conservado. Y ha sido publicado in extenso. A José se le inscribió
como «católico, de veintiséis años de edad y natural de Ajaccio».[112]

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El ciudadano Buonaparte habla muy poco de su vida privada. Lo único que dice sobre
el particular de su estancia en Marsella es que allí «no tardé en casarme». Muy poco
se sabría de su matrimonio con Julia Clary si la hermana de ésta, más tarde reina de
Suecia y Noruega, Desirée Clary, no se lo hubiera contado a su chambelán, el barón
Rothschild, que lo publicó.[113]
El ciudadano Buonaparte conoció a quien iba a ser su mujer el 18 o 19 de
septiembre de 1793. Ésta era hija de François Clary, un negociante armador y
asegurador de Marsella, que vendía tejidos y transportaba cereales, café, especias y
colorantes. Temeroso de ser acusado por los representantes de la Convención por su
condición de notable, se había adherido al nuevo régimen. Por otra parte, como
burgués del tercer estado, mucho era lo que podía ganar con la abolición de los
privilegios de la nobleza.
François Clary probablemente era francmasón. En los tiempos de la República,
serlo suponía una grandísima ventaja —un diploma de «hermano» era un pasaporte
obligado en todos los puertos del mundo—. Tenía a la sazón sesenta y ocho años, y
estaba enfermo. Su cuñado, Victor Somis, caballero de San Luis, era el típico
«aristócrata confeso», injuriado por Napoleón en el opúsculo que acababa de publicar
bajo el título de Le Souper de Beaucaire —donde decía que «Marat y Robespierre
son mis santos».
La casualidad hizo que el ciudadano Buonaparte conociera a la rica familia Clary
con motivo de la detención de uno de sus hijos, Étienne, nacido del primer
matrimonio del padre. Fue en estas circunstancias, curiosamente, cuando José
conoció a quien habría de ser su mujer. Se hallaba en casa de uno de los
representantes del pueblo (Albitte), cuando se encontró con su hermana Desirée.
Acompañaba a su cuñada, que estaba haciendo diligencias sobre el paradero de su
marido. Como era tarde, el joven ciudadano, galantemente, la acompañó a su casa.
Este encuentro fortuito cambió por completo la vida familiar de José.[114]
El joven se valió de su situación para impresionar a la familia del rico
comerciante marsellés. Estaba empleado como «jefe de batallón en el Estado Mayor
General por decisión de los representantes del pueblo» y, además, tenía el encargo de
proveer de subsistencias al ejército. Por si todo esto fuera poco, aparte de ser amigo y
protegido del todopoderoso representante del pueblo Salicetti, era hermano del
heroico oficial Napoleón, que el 22 de diciembre de 1793, después de su victoria en
Tolón, fue nombrado, a título provisional, general de brigada.
En aquellos días el Terror se había apoderado de Marsella. Naturalmente, para la
familia, que seguía bajo sospecha, que el ciudadano Buonaparte frecuentase su casa
debió de ser motivo de alegría. Como los hombres habían desaparecido, su presencia
podía serles de una ayuda valiosa, toda vez que la familia se sentía amenazada. El
hijo mayor, Esteban, no había salido aún de la prisión. Otro hijo, de nombre
Justiniano, había sido asesinado en condiciones un poco misteriosas. Otro de los

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hermanos, Nicolás, el más inteligente de todos, abandonó Marsella por Livorno, en
Italia, para desde allí dirigir los negocios.
En la casa de los Clary, en la calle de los Focenses, el ciudadano Buonaparte
conoció a una hermana de Desirée, de nombre María Julia, de veintidós años de edad,
nacida el 26 de diciembre de 1771. El ciudadano corso sabía que cada una de las hijas
solteras del rico mercader contaba con una dote importante al casarse.[115] Esto, sin
duda alguna, decidió al joven ciudadano, que desde el primer momento había
quedado prendado de Desirée. Pero, una vez más, intervino Napoleón, quien insistió
por su cuenta, como siempre, en que su hermano José se casara con María Julia, y él
con Desirée.
Sesenta años después, y convertida en reina, Desirée, riéndose, se lo contaba a su
chambelán. «Fue así —le decía— como me convertí en la prometida de Napoleón».
Éste, con la contundencia que le caracterizaba, dijo que como los caracteres de José y
Desirée eran lo mismo de «indecisos», Julia era mejor para su hermano, porque «Julia
y yo sabemos lo que queremos». Por ello escogió para él a Desirée. Y al afirmar esto,
tomó a ésta sobre sus rodillas, diciendo: «Desirée será mi mujer». Así era como lo
contaba la futura reina de Suecia tantos años después.[116]
Una vez más, José, con su carácter amable, se dejó convencer por su hermano.
Después de todo, hacía muy poco que el primogénito de los Bonaparte había
conocido a las hermanas Clary. Julia era menos guapa que su hermana, pero era seria
e inteligente. Además, Desirée tenía tal admiración por su hermana que veía natural
que fuera ésta la primera en casarse.
Para ello necesitaba un acta de bautismo, que no podía conseguir dada la
situación en que se encontraba Córcega. Por ello el ciudadano Buonaparte pidió a sus
amigos corsos que se encontraban en Tolón —Salicetti, Moltedo, Joseph Arena, Juan
Bautista Cervoni, Horacio Sebastiani, Antonio Robaglia— un «certificado de
notoriedad», que ellos le extendieron sin dificultad el 13 de mayo de 1794.
Una vez más se advierten las profundas relaciones de paisanaje del ciudadano
Buonaparte con los miembros revolucionarios del clan corso.[117] Su jefe era,
naturalmente, Cristóbal Salicetti, decidido protector de José y de su hermano en los
años de la Revolución. Su presencia al lado de José será constante desde entonces, a
pesar del odio que siempre suscitó por su ardor revolucionario, por su falta de
escrúpulos y por su rapacidad. En 1806, siguió a José a Nápoles, donde éste, como
nuevo rey, le nombró ministro de la Policía. Allí actuaría con la crueldad de siempre.
[118]
El destino quiso que los más de aquel clan unieran su suerte, para bien o para mal,
a la de los hermanos Bonaparte. Joseph Arena, lo mismo que su hermano Bartolomé,
fervoroso republicano, también, se separaría de ellos, sin embargo, tras el golpe de
Estado de Brumario. Cerrilmente, se opuso a la dictadura de su compatriota, que no
dudó en guillotinarlo después del famoso atentado de la calle de San Nicasio, en
diciembre de 1800.[119]

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Distinta sería la suerte de Cervoni, otro corso republicano que, en 1793, era
«agente militar» de los representantes del pueblo Gasparin y Salicetti. Nombrado
general después del sitio de Tolón, fue un personaje importante en el ejército hasta su
muerte en acto de servicio en 1809. Mayor suerte tendría Horacio Sebastiani,
conquistador años después de Granada durante la guerra de España, que llegaría a ser
mariscal de Napoleón, e incluso ministro durante la Monarquía de Luis Felipe.[120]
La muerte de François Clary el 21 de enero de 1794 —aniversario de la muerte de
Luis XVI— precipitó la boda entre el ciudadano Buonaparte y la joven marsellesa
Julia Clary. Una carta de José, fechada en Port-la-Montagne (antes Tolón), el 26
floreal del año II de la República (15 de mayo de 1794), a los dos día de contar con el
«certificado de notoriedad» dado por sus amigos corsos, expresaba a su prometida
todo cuanto sentía por ella mediante una serie de frases pomposas pero muy
seductoras que, claramente, estaban influenciadas por la lectura de los novelistas de
la época.[121]
El estilo de la carta dice mucho de la capacidad seductora de José, quien entre
frases de amor (amistad, felicidad, pasión sublime, bienestar) tampoco se olvidaba de
las ventajas de aquel matrimonio, que se fijó para el día 1 de agosto de 1794. Tres
días antes, los edictos de su matrimonio fueron publicados en Marsella. La unión
civil, celebrada por el alcalde Monfray, se llevó a cabo en el pueblo vecino de Cuges.
[122]
En la declaración previa ante el juez de paz, señaló que él habitaba en Marsella
desde hacía cuatro meses, y que se alojaba en el hotel Brutus. Declaraba ser
«propietario». Por supuesto, silenciaba su título de «comisario de guerra».[123] La
boda no pudo ser más sencilla, razón por la que el Almanach Imperial, cuando los
esposos se convirtieron en reyes de Nápoles, quiso dar, sin fundamento alguno, una
versión bien diferente.[124] Para el ciudadano Buonaparte, el día de su boda marcó el
comienzo de una nueva vida.

El camino al poder
La boda del ciudadano Buonaparte en Marsella coincide con la nueva etapa que se
abre a partir del Nueve de Termidor (27 de julio). Tras la caída de Robespierre,
comenzaba una nueva fase de la Revolución que los historiadores han llamado la
«República burguesa».[125]
Es una época en la que se advierte la «asombrosa» tenacidad de la burguesía
republicana para perpetuarse en el poder. Las «gentes honradas» buscaron los medios
de terminar la Revolución. Con la liquidación del Terror, La Marsellesa, Marat (cuyos
restos fueron sacados del Panteón varios meses después y arrojados a una cloaca en

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un orinal), los gorros frigios, el «estilo sans-culottes»…acabaron por perder su valor
de símbolos.
El ciudadano Buonaparte, casado con una rica heredera,[126] tuvo la posibilidad, a
partir de entonces, de dedicarse a los negocios. En los años siguientes, José siempre
atribuyó su vasta fortuna a la dote de Julia. Pero no era cierto. La mayor parte de su
riqueza la consiguió en verdad de forma poco ética. Se enriqueció escandalosamente
a costa de la República, como hicieron, por otra parte, tantos revolucionarios.[127]
Uno de sus biógrafos lo ha imaginado dedicándose a los grandes negocios,
beneficiándose de la situación internacional para armar corsarios, asaltar navíos y
enriquecerse con el botín. Pero, muy al contrario, una vez desvanecidos los sueños
corsos se dedicó a la política, en aquella nueva República burguesa que habría de
colmarlo de fortuna. Ante todo, se benefició de la estrella de su hermano, convertido
desde el asedio de Tolón en un personaje cada vez más conocido de la República.
Él fue su protector. Al igual que lo fue de tantos otros, a quienes la fortuna les
sonrió durante los siguientes años de la República o del Imperio. El propio José
citará, como ejemplo de ascensos debidos al favor de su hermano a partir de
entonces, varios nombres, famosos después por sus servicios a la causa napoleónica.
El primero que nombra será el general Caffarelli, que morirá en Egipto como uno
de los «mejores ciudadanos». Después cita a Marmont, ayudante de campo de su
hermano en 1796, al que posteriormente acompañó en las campañas de Italia y de
Egipto, donde luchó en la batalla de las Pirámides. Nombrado mariscal, combatiría a
los ingleses en España bajo su reinado.
José citará también a Duroc, quien, de ser un simple teniente de artillería al lado
de su hermano, se convertiría en duque del Friule. Él fue quien obtuvo en Bayona, en
1808, la abdicación del rey de España, después de haber realizado misiones
importantes en Berlín, Viena, San Petersburgo y Copenhague.
El ciudadano Buonaparte no silenciará que, cuando se produjo el Nueve de
Termidor, los «representantes del pueblo» que quedaban en el ejército de Italia
creyeron curarse de toda sospecha de haber estado ligados al joven Robespierre,
atribuyendo a Napoleón el crédito que éste tenía sobre aquél. Pero todo quedó en
nada, a pesar de que los papeles estaban preparados para enviarlos a París de acuerdo
con el informe del comisario Dennié, nombrado por aquellos representantes. Los
temores cesaron cuando se tuvo conocimiento de la situación de París después de la
caída del Terror.
A resultas de un viaje de Napoleón a Génova, polo de atracción de todos los
corsos refugiados en el continente, José señala que su hermano tuvo contacto con
varios amigos de la familia. Gracias a ello llegaron a sus manos algunos restos
salvados del pillaje de su casa en 1793. Para entonces la familia había alquilado una
casa de campo, primero cerca de Antibes, y después cerca de Niza, donde se
estableció su madre con los hermanos más jóvenes. José, acompañado de su mujer, se
reunió con ellos a la espera del resultado de la expedición proyectada sobre Córcega.

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Sin haber abandonado aún el sueño de su tierra, él mismo se embarcó el 11 de
febrero de 1795 en el buque insignia de la flota expedicionaria, siendo objeto de las
«más calurosas atenciones» por parte del contraalmirante Martin. «Bajo la corteza un
poco ruda de un marino republicano —dirá José—, este oficial encerraba la mejor
alma que haya conocido». Le cedió hasta su camarote para dormir. Curiosamente el
barco se llamaba Le Sans-Culotte. Al darse de cara con la escuadra inglesa del
almirante Hood, «mucho más fuerte que la nuestra», los expedicionarios tuvieron que
volver al golfo Juan.[128]
La familia se trasladó de Niza a Marsella. Según José, allí esperó
impacientemente el momento en que «la fortuna de Francia» le devolviera a su país,
ocupado entonces por los ingleses. El ciudadano Buonaparte seguía convencido de
que con la aparición de la bandera tricolor la isla volvería al «seno de la República».
Refiriéndose al año 1795, José cuenta cómo su hermano era cada vez más
apreciado por los «miembros más influyentes» de los partidos que componían la
Convención. Al tiempo que no cesaba de escribirle para que el propio José se
estableciera en París. A todo trance, quería que emplease en adquisiciones de
propiedades una parte de la fortuna de su mujer.
Comentando las cartas de este período, el barón Du Casse dirá con toda razón que
los dos hermanos «eran aún francamente republicanos», pese a que desaprobaban las
saturnales de la Revolución, amaban la nación, querían lo mejor para ella. Desde el
punto de vista de Napoleón, lo que él quería era que su hermano, el ciudadano
Buonaparte, se hiciera también un nombre en París.
El 23 de mayo de 1795 le escribía a su hermano —que el día anterior había estado
en la finca de Ragny, perteneciente al señor de Montigny— que si él quería hacer un
«buen negocio», podía comprarla por 8 millones de asignados. Era su deseo y su
consejo —le decía el ciudadano general— que invirtiera 60 000 francos de la dote de
su mujer. «Correr deprisa —le dirá— tiene un poco del aventurero o del hombre que
busca la fortuna. Pero si sabes lo que haces no tienes más que disfrutar de ello». El
general le decía que aquella tierra, antes de la Revolución, podía valer 250 000
francos. La ocasión era única porque los asignados perdían valor cada día.
El ciudadano general tiene al tanto a su hermano de cómo transcurre la vida en
París. De cómo se sospechaba, por ejemplo, que los señores de corbatas verdes eran
miembros de la compañía de Jesús; o de cómo se detenía a muchas personas
sospechosas de ser emigrados. También le decía cómo se percibía en el ambiente que
los realistas empezaban a hacerse temer desde el momento que se habían creído que
eran favorecidos. Y le decía, sobre el particular, que todavía era tiempo de darle un
parón a sus expectativas. «Todo sube de precio —le comenta— de una manera
espantosa. Pronto no se podrá ni vivir».
Por el común amigo corso Casabianca, Napoleón le enviaba también la nueva
Constitución. Sobre ella le decía que se espera su «bondad y tranquilidad». Los
intereses del general siguen estando en su familia: Luciano, Jerónimo, que le había

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escrito para que le buscara una pensión, y Luis, que por entonces contaba sólo con
dieciséis años. También se ocupaba de la mujer de José, por el asunto de las
comisiones que deseaba. E incluso de Desirée, su prometida, que le pedía que enviara
su retrato. «Se lo darás —le decía a José un tanto maliciosamente— si aún lo desea,
pero no vayas a guardártelo».
También le pide un retrato suyo, porque «hemos vivido tantos años juntos, tan
estrechamente unidos, que nuestros corazones se confunden». En la misma carta le
dice que «en algunos acontecimientos que la fortuna te coloca, tú sabes bien, mi
amigo, que no puedes tener mejor amigo, que te sea más querido y que desee más
sinceramente tu dicha».
Napoleón le da cuenta a su hermano del «lujo, el placer y las artes» que se
mostraban en París —un año después del Nueve de Termidor— de una manera
brillante. Concretamente, habla de una representación de Fedra en la Ópera, en
beneficio de una vieja actriz. La multitud era enorme a pesar de que los precios se
triplicaron. Los vehículos volvían a aparecer. Por todos lados se daban cursos de
historia, de química, de botánica o de astronomía. Las mujeres se encontraban en
todos sitios: en los espectáculos, en los paseos, en las bibliotecas.
Hablándole de las actualidades de París, el general le dice a su hermano que se
canta La Marsellesa, aunque, en su opinión, este himno parecía que no gustaba a la
juventud. También le cuenta que el mozo de cuadra de Junot, que había partido con
sus caballos, había sido asaltado a cinco leguas de Nantes. Le recordaba a su hermano
que los caballos en París no tenían precio. Así que el que él le había regalado a José
podía valer cinco veces más de lo que le costó.
Por lo demás, todo marchaba bien. «Este gran pueblo —le dice se da al placer; los
bailes, los espectáculos, las mujeres, que aquí son las más bellas del mundo,
constituyen la vida. El desahogo, el lujo, el buen tono, todo ha vuelto. Se recuerda el
Terror como si hubiera sido un sueño».
Ahora bien, todo en París era «horriblemente caro». Por si necesitara —le dice—
alguna recomendación en Toscana para los consabidos asuntos genealógicos,
Napoleón le da a su hermano el nombre de Carletti, ministro del Gran Duque. Del
pariente Fesch, más adelante cardenal, le dice que quería volver a Córcega. Seguía
siendo el mismo, aunque según su sobrino, «el presente no es para él más que el
pasado, cuando el porvenir lo es todo». Y en cuanto a él, según le escribe a su
hermano, «todo me hace desafiar la suerte y el destino».
Cuando Napoleón está pensando en irse a Turquía como general de artillería para
organizar el ejército del sultán, le dice a su hermano que espera que tenga un
consulado en el reino de Nápoles en el momento en que se establezca la paz con su
rey. La fortuna parece sonreírle cada día al general, porque en septiembre de 1795
estaba decidido a invertir la cantidad de un millón y medio de francos en la finca que
quería comprarle a José para él. Pero, en la adjudicación de bienes de ese día, el
precio se había remontado a tres millones. Los bienes nacionales y los de los

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emigrados no eran tan caros, pero los patrimoniales estaban adquiriendo precios de
locura.
Napoleón habla a José como un auténtico republicano: «La mayoría de la
República ha aceptado la Constitución». Asegura que «la cosa pública parece que se
ha salvado». La Constitución, le dice en otra carta, ha sido aceptada por todo el
mundo, y por la mayoría de las asambleas primarias de la República. Y añade que
«ha habido una asamblea primaria que ha pedido un rey. Esto ha hecho reír».
José se encontraba en Génova cuando le llegó la noticia del Trece de Vendimiario,
[129] que consagró a su hermano definitivamente como el salvador de la República.
[130] Allí pudo comprobar por sí mismo la prueba material de la participación de

algunos príncipes en los movimientos reaccionarios que acabaron por ensangrentar


algunas partes de Francia. Pues, según él, introdujeron en las asambleas populares
agentes contrarrevolucionarios, cuyo trabajo, precisamente, «constantemente dirigido
hacia este fin», dio nacimiento a la jornada del Trece de Vendimiario. Lo mismo que,
dos años después, se produjo el Dieciocho de Fructidor.[131] «Estas dos jornadas —
según él— impidieron el éxito de la contrarrevolución».
Según el testimonio personal de José, que pudo verlo por sus propios ojos,
Génova y Livorno eran dos nidos de agentes de Luis XVIII, llamado por entonces «el
rey de Verona», por residir en esta ciudad del norte de Italia. A su juicio, tales agentes
se encargaban de comunicar a los comandantes de la escuadra inglesa en el
Mediterráneo a qué emigrados franceses debía dejarse entrar libremente en Francia.
Según José, que a la sazón se encontraba en Génova, tales emigrados pertenecían
sobre todo a la «clase burguesa». De acuerdo con su testimonio, todos ellos fueron
víctimas del Terror, y sirvieron la causa de los Borbones hasta el Dieciocho de
Brumario, en que se unieron «de buena fe y fueron tan útiles» a los gobiernos
consular e imperial.
El ciudadano general tiene al tanto a su hermano lo mismo de su vida personal
que de la vida política de la República. Cuando el éxito de Vendimiarlo lo ha
catapultado a la fama, le sigue dando noticias sobre el particular. Aunque, ahora,
cuando le escribe le dice: «Estarás al tanto de lo que me concierne por los periódicos.
He sido nombrado segundo en el mando del ejército del interior». Y agrega que
Barras ha sido nombrado comandante en jefe. «Hemos vencido y todo se ha
olvidado».
A pesar de sus ocupaciones —«estoy excesivamente ocupado», le dice con
frecuencia a partir de entonces—, Napoleón está detrás de todos sus hermanos. Desde
que ha sido nombrado general en jefe del ejército del interior, todo el mundo le
favorece. Cuando un tal ciudadano Billon se interesa por su hermana Paulina, su
respuesta es contundente: «Este ciudadano no tiene fortuna; escribo a mamá para que
no piense en el asunto; tendré hoy informaciones más amplias». Mientras tanto
Luciano había sido nombrado ya comisario de guerra en el ejército del Rin, mientras
que Luis vivía con él.

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Gracias a sus cuidados, la verdad era que a la familia «no le faltaba de nada».
Cuando José se encuentra en Génova, en febrero de 1796, le dice que los comisarios
Chauvet y Salicetti lo van a emplear de forma que su estancia allí no le resulte «ni
onerosa ni inútil a la patria». Y agregaba: «Salicetti se afanará por serte útil. Él está
muy contento conmigo». El ciudadano general le seguía enviando dinero, y cada vez
más y más asignados. A José acababa de enviarle 400 000 francos. La riqueza del
ciudadano general va en aumento. Un buen día podrá decirle que «somos dueños de
toda Lombardía».
Nada tiene de particular que Napoleón desaconseje a su hermano su interés por
Córcega: «No te mezcles en sus asuntos», le dice. «Pon en orden nuestros asuntos»
domésticos, sobre todo «nuestra casa», para que sea digna de ser habitada. Porque era
preciso ponerla en el estado que tenía antes. Pero lo que quería Napoleón era que su
hermano José se estableciera en París y se dedicara a la política. Esto era lo
importante. Tendría toda la razón Madame de Staël, posteriormente, al decir que el
sistema de Bonaparte «consistía en avanzar sin descanso por el camino del poder.[132]

En 1796 José se encontraba todavía en Génova, cuando Napoleón, que entonces


dirigía como un héroe invencible la campaña de Italia, se encontró con él. El capitán
Junot, ayudante de campo de su hermano, fue a buscarle. Comisionó a José para que
pusiera en conocimiento del Directorio la propuesta de paz a la Corte de Turín con el
fin de aislar a los austriacos.[133] José partió de Niza en la silla de posta y en ciento
veinte horas llegó a París. «Difícilmente se formará una idea justa —escribirá muchos
años después— del entusiasmo que animaba a las poblaciones» por donde pasó.
En París, igualmente, el entusiasmo era extraordinario. Según el testimonio de
José, los miembros del Directorio se apresuraron, «a porfía», a hacer público su
reconocimiento al ejército y a su jefe. El director Carnot, al final de una cena en que
invitó a José en su casa, declaró ante la presencia de veinte comensales su máxima
admiración por él. Sacó un retrato de su chaleco y dijo delante de todos los invitados:
«Decid a vuestro hermano que yo preveo que él será el salvador de Francia».[134]
Durante su estancia en París José fue objeto de las «más solícitas atenciones por
parte de todos los miembros del gobierno». El ciudadano Delacroix, ministro de
Asuntos Extranjeros, llegó a confiarle que pensaba proponerlo como «ministro de la
República» ante la Corte de Turín, una vez que la paz se firmara. José, según dice, le
disuadió de tal ofrecimiento, pero, según confiesa, le manifestó su deseo de entrar en
la carrera diplomática, aunque sin pretender «de golpe» los primeros puestos. Antes
de su salida de París, José señala en sus Memorias que compró una finca «de poca
importancia» en el departamento del Marne.

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El ciudadano Buonaparte, convertido en un personaje importante, volvió a Italia
acompañado de su cuñada Josefina, con quien su hermano se había casado poco
después de Vendimiario.[135] Sus relaciones con ella no serían nunca francas ni
sinceras. A sus sonrisas y coqueteo incomparables le respondía siempre con fría
cortesía. No le perdonó nunca que recibiera en su mayor intimidad al joven Hipólito
Charles, apuesto oficial de caballería, que sabía complacerla; y a quien ella llamaba
«mi polichinela». Su mujer, desde luego, era fea; pero por lo menos era de
costumbres dulces y apacibles. Lo que a él le permitía, sin causar dramas, dedicarse a
otras bellas muchachas que encontraba.
Desde Italia, José pudo llevar a cabo su sueño de organizar una expedición con
destino a Córcega y participar en ella. Al desembarcar en Ajaccio fue recibido con
entusiasmo por la mayor parte de la población. Según confesión propia, no reconoció
ninguna traza de malos sentimientos hacia su familia. También dirá que hizo sus
propios proyectos de organización en la isla «sin consultar otra voz que la del bien
público». En la isla permaneció tres meses.[136] Con aquella visita a su tierra, José
Bonaparte, que había nacido en aquel lugar con el nombre de José Napoleón,
terminaba un capítulo de su vida y comenzaba otro.

Ciudadano embajador
El ofrecimiento que el ciudadano Delacroix, ministro de Asuntos Extranjeros del
Directorio, hizo a José de proponerlo como ministro de la República, no quedó en el
aire, porque fue nombrado ministro en la Corte de Parma el 27 de marzo de 1797.[137]
La credencial lleva fecha del 7 de germinal del año V de la «República una e
indivisible».
En la presentación de credenciales el duque le manifestó su deseo de comprar a
un alto precio el cuadro de Correggio San Jerónimo, comprendido entre las obras
maestras que la comisión de las artes había escogido para formar parte del Museo del
Louvre. Sin embargo, el general Bonaparte, a quien su hermano le comunicó la
proposición del duque, la rechazó de plano.
El duque de Parma, según José, había sido alumno de Condillac. Hombre
instruido y «moderado», a su parecer estaba por completo dominado por su mujer,
hermana de María Antonieta, y, por consiguiente, hija de la emperatriz María Teresa
de Austria. La duquesa lo tenía siempre rodeado de eclesiásticos. José no olvidaría,
en este sentido, lo que le ocurrió un día que se encontraba paseando con varios
acompañantes por el Palacio de Colorno; al hacer una observación sin importancia
sobre el orden y la simetría del edificio del castillo, recibió una contestación
sorprendente por parte de uno de ellos. «Cierto —fue la respuesta—, pero observad

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los del convento vecino. ¡Cómo dominan los de la casa del soberano! ¡Desgraciado el
país donde esto es así!».
La misión de José en Parma tenía una importancia extraordinaria, dada la difícil
situación del ducado en medio de las nuevas repúblicas de Italia. Se producía en un
momento, además, en que un ejército francés de 11 000 hombres llegó al ducado,
exigiendo que, durante el tiempo de su permanencia en él, su mantenimiento corriera
a cargo del gobierno parmesano. Mientras, los estados de Bolonia, Ferrara y la
Romaña se unían a la República cisalpina.[138]
La estancia de José en Parma como representante de la República francesa
coincidió con el casamiento de su segunda hermana, Paulina, «la más bella de las
tres», con el general Leclerc en Montebello (14 junio de 1797). Poco antes, en
Marsella, había tenido lugar también la boda de su hermana mayor, Elisa, con Félix
Bacciocchi, corso como los Bonaparte, entonces joven oficial y, más tarde, general de
brigada y senador (1804), príncipe de Piombino y comandante militar de Florencia.
El marido no había sido del gusto de su hermano, pero tuvo que aceptarlo. De todas
las hermanas, José dirá de Elisa que era la que más se parecía en lo físico y en lo
moral a su hermano Napoleón.
Con motivo de la boda de Paulina en Montebello, José se encontró con toda la
familia. Su madre embarcó para Italia acompañada por Elisa y Bacciocchi, Carolina y
Jerónimo. Fue el primer viaje de la madre a Italia, donde pasaría, después, gran parte
de su vida. Desembarcó en Génova en el preciso momento en que su hijo estaba
ultimando las negociaciones para la rendición a Francia de la República genovesa. La
ciudad se hallaba en un estado de viva excitación, y la mujer fue recibida como la
madre del «libertador de Italia». A su llegada a Milán fue recibida a caballo por
Napoleón, acompañado de Josefina y de sus otros hijos, José, Luis y Paulina. Los
enemigos de la familia dirían después que todos acudían para beneficiarse de sus
victorias, sedientos de honores y de beneficios, y siempre haciendo dineros de todas
formas.
Montebello, donde Napoleón había instado su cuartel general, era un castillo
cuadrado situado en una colina cerca de Milán, que dominaba la llanura de
Lombardía. Montaban la guardia trescientos lanceros polacos con uniformes azules y
carmesíes, y shapskas (los característicos gorros de estos soldados). El poeta Arnault,
amigo de José, dejaría su testimonio ocular: «Oficiales de alta graduación,
administradores, gobernadores y magistrados rodeaban a Napoleón, guardando
respetuosa distancia. […] Jamás cuartel general alguno se había asemejado tanto a
una corte real. El ambiente era exactamente el mismo de las Tullerías pocos años
después».
Allí estaba, igualmente, el comisario corso Salicetti, que hacía el primer papel y
era el resorte principal de todas las negociaciones. Acababa de llegar a Milán después
de saquear y expoliar Pavía y Berasco, vendiendo en pública subasta hasta los cálices
y demás objetos sagrados robados de las iglesias. Cuando el embajador español don

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José Nicolás de Azara se encontró con él también allí, no dudó en comunicarle las
fabulosas pretensiones del Directorio sobre Italia. Y cuando el español procuró
llevarle a proposiciones más razonables, el comisario siguió en sus trece. Pues, en
cuanto a los asuntos de Roma, se veía que, en el fondo, quería más humillarla que
destruirla.[139]
Fue en este momento de su carrera cuando Napoleón suprimió la «u» de su
apellido, y a partir de entonces firmó Bonaparte en los documentos oficiales. Para
alivio de la madre, Napoleón acogió con calma la noticia de la boda de Elisa. No se
sintió complacido, pero entregó a su hermana una dote de 40 000 francos, y concedió
a Bacciocchi un importante cargo militar en Ajaccio. La única condición que impuso
fue que la ceremonia civil mediante la cual Elisa y Bacciocchi habían contraído
matrimonio en Francia fuera seguida de una ceremonia religiosa en Montebello. Una
ceremonia, la misma, en la que se casaron las dos hermanas de José.

El ciudadano José Bonaparte se encontraba asistiendo a las boda de sus hermanas,


cuando el Directorio le nombró ministro plenipotenciario ante el papa Pío VI (6 de
mayo de 1797). «El Directorio ejecutivo ha creído, ciudadano —decía el
nombramiento que firmaba Delacroix—, que seréis más útil a la República en un
puesto más eminente que el que os ha sido asignado. Así ha escogido la primera
ocasión de sacar partido de vuestros talentos y añadirlos a la justa recompensa que
merecen vuestros servicios. Me apresuro pues a transmitiros el decreto de este día por
el que se os nombra ministro plenipotenciario en la Corte de Roma».
Unos días después, el 15 de mayo (26 de floreal del año V de la República), el
Directorio rectificaba. Y nombraba a José embajador en la misma corte, con unos
honorarios de 60 000 francos. Sus instrucciones ostensibles eran pacíficas. Otras eran
las secretas, que quedaban a criterio de su hermano Napoleón más que del gobierno
de la República.
En principio, como el general Bonaparte se presentaba como el «pacificador de
Italia», la misión del nuevo embajador consistía en hacer efectiva la continuación de
la paz con la República. Una vez en Roma, el nuevo embajador se entrevistó en
varias ocasiones con el Santo Padre, cuya actitud le pareció al embajador «sincera».
La situación, de todas maneras, era difícil porque el Directorio lo que quería era que
Bonaparte hubiera marchado sobre Roma para destruir el Estado pontificio e incluso
la religión católica. Mientras, en Roma se encendía la agitación entre los
contrarrevolucionarios, por una parte, y los jacobinos, apoyados por la embajada
francesa, por otra.[140] Desde luego, difícilmente podía habérsele encomendado una

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misión más peliaguda a cualquier embajador de la República que la que se le
encomendó al ciudadano Bonaparte.
En medio de una incertidumbre considerable, José se convirtió en el árbitro de las
resoluciones, lo mismo del Directorio que de su hermano, en el volcán italiano. Al
tiempo que el papa Pío VI rogaba al embajador español José Nicolás de Azara que
interpusiera sus buenos oficios ante el rey de España para que el ejército francés no
continuara su marcha.[141] Al tiempo, éste mandaba que pasasen desde España a
Roma tres arzobispos con encargo de consolar a Su Santidad en las tribulaciones que
le afligían: los arzobispos de Toledo, de Seleucia y de Sevilla.[142]
La hostilidad de la República contra Roma era manifiesta, y el Directorio no hizo
nada por disimularla. El peligro de una restauración católica inquietó siempre a los
termidorianos, en unos momentos en que los obispos emigrados estimaban que no era
lícito someterse a una autoridad y a una legislación condenadas. Pues, por otro lado,
las autoridades republicanas no estaban dispuestas a admitir una recristianización por
parte de la Iglesia romana.
Todavía en 1797 se estaba llevando a cabo un intento decidido de revivir el
languideciente culto del Décadi (décimo día). Éste fue establecido como día de
descanso, y sus glaciales ceremonias declaradas obligatorias para los maestros, los
escolares y los funcionarios del municipio, que acudían a ellas de uniforme, a
menudo acompañados de una banda. Aun cuando la campaña dio pocos resultados,
llevó al Directorio a un conflicto con los constitucionales, que no querían abandonar
a Monsieur Dimanche en su batalla contra el Citoyen Décadi. El ambiente de
crispación estaba en todos lados. Con la particularidad de que el mismo golpe de
Estado de Fructidor, aquel mismo año, dio lugar a una persecución que ha sido
comparada con la del Terror.[143]
La situación en Roma tampoco podía ser más tensa, tanto por la revolución que se
vivía en la ciudad como por las amenazas de las sucesivas conquistas napoleónicas en
Italia. En estas condiciones llegaba a Roma José Bonaparte como embajador de la
República y representante de su propio hermano, que había salido de Italia convertido
en el árbitro de la política francesa. No era todavía, evidentemente, el rey de Francia,
pero, en la práctica, era ya rey de esa pobre Italia sometida, saqueada, despojada y
hasta reinventada como si fuese parte de su patrimonio. El general republicano seguía
viviendo en Milán, en su Palacio de Montebello, más como un soberano que como un
general de la República, rodeado de una corte cada vez más fastuosa, y protegido por
una etiqueta rigurosa.
Consciente de la importancia de Roma en toda la cristiandad, más allá de los
propios límites de la República, el ciudadano general rectificó el nombramiento que
el gobierno republicano hizo de su hermano como ministro plenipotenciario, y lo
nombró embajador. Para entonces, el general era el defensor indiscutido de la
República. La había salvado aquel mismo año una vez más, precisamente el
Dieciocho de Fructidor, por más que, astutamente, no hubiera querido dar la cara,

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evitando de esta manera trabajar para un gobierno desacreditado y verse mezclado en
la reanudación del terror que siguió al golpe de Estado.
La misión diplomática de José en Roma tiene, por tanto, una importancia
extraordinaria. Para los mismos italianos pudo ser incluso una gran esperanza, por
más que se convirtiera después en una gran desilusión. Eran unos momentos en los
que distintos pueblos de Italia habían comprendido por propia experiencia que la
presencia de un ejército, aunque fuera liberador, era siempre una calamidad.
Precisamente para dar un escarmiento contra las revueltas antifrancesas, el ciudadano
general decidió incendiar Binasco por los hombres de Lannes, y entregó Pavía a la
soldadesca durante veinticuatro horas. «No dudo —escribió al Directorio que esta
lección servirá de regla a los pueblos de Italia».[144]
Según el historiador español Andrés Muriel, que con el tiempo se convertiría en
partidario del futuro rey José, éste llegó a Roma, por otra parte, cuando los Estados
pontificios eran el blanco de la «cólera filosófica» de la República francesa. Justo
cuando, para echar abajo al Papa, el Directorio trabajaba «con ardor y perseverancia».
Porque, en el fondo, la auténtica misión de José consistía, verdaderamente, en
fomentar un gobierno representativo en Roma. De ello no cabía la menor duda, pues
lo decía la instrucción que el ministro Talleyrand había dado al ciudadano embajador:
«Si el papa muriese, haréis cuanto sea posible para que no se nombre a otro y para
que haya una revolución». Esto ocurría en unos momentos, según el decir del
historiador español, en que «era entonces de moda, o por mejor decir contagio
dominante, ser republicano».
En su delicada misión ante el Papa, el recién nombrado ciudadano embajador se
dio cuenta de cómo la extensión de la guerra obligaba a los ejércitos franceses a vivir
a costa del país que ocupaban. En contra de lo que podían pensar los republicanos
más radicales, comprobó también que el fin de la guerra no era tampoco, en modo
alguno, la liberación de los pueblos que sufrían bajo el yugo de la tiranía, sino la
adquisición de riquezas para el ejército y sus jefes. Así, las tierras señoriales y
eclesiásticas fueron convertidas en bienes nacionales, siguiendo el modelo francés,
pero en beneficio del Tesoro francés y no de la población italiana.
Precisamente para aplacar este estado de ánimo contra la utopía republicana fue
enviado a Roma el embajador Bonaparte. Un testigo privilegiado de su actividad y su
comportamiento fue, precisamente, el experimentado embajador español, don José
Nicolás de Azara.[145] En su opinión, el objetivo político de Bonaparte, que en el caso
de la Ciudad Eterna llevaba a cabo su hermano José, nunca fue el de destruir a Roma
ni el Pontificado, por la sencilla razón de que estuvo en su mano la posibilidad de
hacerlo y no lo hizo. Pensaba, sencillamente, que el pequeño Estado de Roma no
embarazaría sus ambiciosos proyectos para Italia.[146]
Ésta fue la razón por la que hizo que la Republica nombrara embajador a su
hermano, «recomendándole mucho la buena armonía con el Papa y la conservación
de su Estado». El ciudadano embajador llegó a Roma, acompañado de su esposa, el

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31 de agosto de 1797. Se hospedó en el hotel «del Señor Pío», en vía Condotti, cerca
de la Plaza de España, de donde se trasladó, inmediatamente, al famoso Palacio
Corsini, en la Lungara, donde vivió y falleció la reina Cristina de Suecia rodeada de
una corte de artistas y poetas. Semanas después, la víspera de Nochebuena, llegaría la
suegra de José, acompañada de sus hijos Nicolás y Desirée.
Según el embajador español, José fue recibido «magníficamente», y allí vivió
«honrado y contento» algunos meses. Sus credenciales ante Pío VI las presentó el 27
de octubre de 1797. El encuentro con el Papa, que se había recuperado de su
enfermedad, duró una hora.[147] La entrevista fue cordial, porque su misión consistía
en procurar suavizar las graves tensiones existentes con la República a consecuencia
de las duras contribuciones infligidas a los Estados pontificios. El nuevo embajador
francés permaneció en Roma hasta el 28 de diciembre de 1797.
Durante todo este tiempo, el ciudadano embajador dio pruebas de una gran
cortesía. La embajada brilló con todo ornato. Las recepciones al Sacré College, al
cuerpo diplomático, y a la nobleza romana se sucedieron durante aquel inolvidable
otoño. El Santo Padre estuvo representado en sus salones por su sobrina, Costanza
Braschi, que presentó sus damas a Julia, la esposa del embajador. Por su parte, la
nobleza y las clases más influyentes correspondieron a su vez con recepciones
grandiosas, mientras los hombres de letras dedicaban sus obras a Julia o a Carolina
Bonaparte.
La situación de Roma, pacífica al principio, fue deteriorándose cada vez más. A
ello no fue ajena la llegada del joven general Leonard Duphot, que entorpeció con
creces la misión pacífica del embajador, pues se hizo evidente que éste se puso más
bien a preparar la revolución a espaldas de José, y con el apoyo explícito de
Napoleón. Para ello se beneficiaba de la grave tensión social que se vivía en la
ciudad. Como explicaba a su manera el embajador español, frente a la «venalidad
conocida y la rapacidad del nepotismo» de los papas, el ejemplo y las victorias de los
franceses animaban las esperanzas de los «engañados, y daban más avilantez a los
malos y pobres para aspirar a enriquecerse con el despojo de los buenos y de los
ricos».
En torno a éstos se constituyó, desde luego, un grupo de conjurados
revolucionarios, que alardeaban de su amistad con el nuevo embajador de Francia, a
quien se presentaron varias veces sin que éste les prestara oídos ni les ofreciera el
menor apoyo. Duphot, sin embargo, el mismo día 27 de diciembre, presidió un
banquete republicano en el que prometió a todos los que estaban en las prisiones del
Papa el apoyo de la República.
Según el embajador español —que pronto se hizo amigo de su colega francés—,
[148] el jefe de aquella «clase abominable de botafuegos» fue un escultor cargado de

trampas, llamado Giuseppe Ceracchi,[149] personaje que aglutinó a un grupo de


jóvenes «incautos» de familias notables como los Borghese, Cesarini, Bonelli,
Pignatelli, entre otros, que se convirtieron en «monos» de los franceses. Todos ellos

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eran muchachos jóvenes, que se atrajeron a sus seguidores corriendo con sus gastos
en cenas y burdeles. Lugares estos que «por ignorancia llamaban clubs», según el
decir del español. Se juntaban en Villa Medici y en otros sitios de Roma para tratar de
lo que «ellos ni sabían lo que era».
Con el arresto de media docena de aquellos principales revoltosos, en opinión del
español, la misión del ciudadano embajador Bonaparte hubiera transcurrido sin
problema. Pero las cosas se complicaron con la muerte fortuita del propio Duphot a
manos de la tropa del Papa encargada de disolver una reunión sediciosa el 27 de
diciembre de 1797. El incidente dio lugar a la intervención de las tropas francesas,
que acabaron con el gobierno del Papa.[150]
Se daba la circunstancia de que el general francés Leonard Duphot —que había
participado en la guerra de España contra Francia, y en la toma de Figueras en 1794
— era el prometido de Desirée Clary, es decir de la hermana del ciudadano
embajador. Según el español, el general asesinado, hijo de un mesonero de Lyon, era
«un hombre cerril, sin educación de ninguna especie, pero de un valor brutal y
fanático, cuya última circunstancia en revolución equivale a todo mérito». Antes de
llegar a Roma se había detenido en Génova, donde, en pocos días, fraguó y consumó
la revolución de aquella república, «reducida a quitar del mando a las gentes ricas y
de bien para reemplazarlas por los galopines y despilfarradores».
Así que, según el español, avisados los conjurados de la personalidad del general,
convencieron a éste para que se pusiera a la cabeza de la empresa. Se juntaron como
unos cuarenta de ellos el día 28 de diciembre de 1797, y fueron en diputación al
Palacio Corsini, donde se alojaba el ciudadano embajador Bonaparte. Le pidieron, «y
aun exigieron», que se uniese a ellos para destronar al Papa, y restituir al pueblo la
«soñada libertad».[151]
El embajador Bonaparte, lejos de apoyar su «descabellada demanda», les
reprendió agriamente su temeridad, amenazándolos con que los iba a denunciar al
gobierno para que los castigase como merecían. Se encontraban en pleno alboroto
cuando, al intervenir la tropa del Papa, fue muerto el general. Con la particularidad de
que el propio embajador francés se salvó «milagrosamente». Lo cierto es que, a causa
del miedo, las tropas papales se desmandaron y cometieron muchos excesos, y
«muchos inocentes fueron sus víctimas por las calles».
Según los informes del embajador español, José Bonaparte, previamente, despidió
con rotundidad a los ochenta alborotadores que, «con insolencia le propusieron que
revolucionase la capital, poniéndose a la cabeza de ellos». Pero el ciudadano
embajador los despidió «con indignación», mandándoles que saliesen al instante de
su casa, porque «ni su carácter político ni moral, ni sus instrucciones le permitían
hacerse autor ni cabeza de conjuras». Después, cuando ocurrieron los incidentes, los
conjurados, creyendo la ocasión favorable, se pusieron detrás de él y comenzaron a
gritar la palabra «libertad». Esto hizo que la tropa del Papa creyera que en realidad

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eran los franceses los que hacían la revolución, cuando ninguno de dicha nación fue
partícipe del complot.[152]
Ante la gravedad de los sucesos, el embajador Azara, después de pasar por el
Vaticano, fue a ver lo más rápidamente posible al embajador José Bonaparte en el
Palacio Corsini, a los pies del monte Gianicolo. Según el español, el patio y la
escalera presentaban el espectáculo «más horrendo que la imaginación puede
figurarse». Todo era un lago de sangre. El embajador y su familia lo recibieron «con
el desorden que puede figurarse». Allí se encontraba también la joven Desirée, que
«parecía fuera de sí, como enajenada la razón».[153] El ciudadano embajador se había
salvado de milagro en medio de una lluvia de tiros.
En compañía del caballero Luigi Angiolini, ministro del gran duque de Toscana,
[154] el español se presentó ante José Bonaparte, que estaba resuelto a salir aquella

misma noche. Éste les leyó, incluso, el billete que iba a enviar al secretario de Estado,
cardenal Doria, para pedirle los caballos de posta, y comunicarle su resolución de
partir, dada la tragedia que acababa de suceder. El embajador Bonaparte le diría
también al español que, durante el tumulto, temió más los puñales de los que venían
detrás que los tiros de delante, porque reconoció entre aquéllos a algunos emigrados
corsos al servicio de Inglaterra. Especialmente reconoció a uno del que, por ser
tuerto, se quedó con su cara. El fulano, le contó José al embajador español, era de
Córcega, y enemigo jurado de su familia.[155]
Por su parte, según su versión, el español le representó a José «lo impropio» de su
resolución, «que se oponía a todas las reglas de la sana diplomacia». Pues, según él,
antes de hacer responsable al Papa ni a sus ministros de un exceso semejante, era
necesario tener las pruebas para ello. Así, lo mismo Angiolini que Azara trataron por
todos los medios de persuadir a José para que no partiera. Y lo convencieron, hasta el
punto de que el francés les dio palabra de no partir. Pero al final no sucedió así. De tal
manera que, según el decir del embajador español, de aquellos principios dimanó la
«fatal catástrofe» de Roma y de Pío VI.[156]
Así pues, una vez que la noticia llegó a París, el Directorio dictó un fulminante
decreto de sangre contra Roma, ordenando la venganza «más estrepitosa». De ella
habría de encargarse el general Berthier, jefe del Estado Mayor del ejército de Italia, a
quienes muchos atribuían un gran influjo en los grandes éxitos de Bonaparte. A pesar
de los esfuerzos del español por convencerle de la verdad de lo sucedido, el general
francés llevó a cabo la ruina de «la ciudad más bella del mundo».[157]
Sorprendentemente, los reos del asesinato de Duphot escaparon todos. Como la
familia Albani se había señalado tanto en todos los tiempos contra los franceses, éstos
llevaron órdenes de prenderlos y enviarlos a Francia y de confiscar todos sus bienes.
Pero estas personas consiguieron escapar a Nápoles. El embajador Azara ordenó que
los españoles se pusieran la escarapela nacional para ser protegidos de los franceses,
pero como ésta era la misma que la de los napolitanos, el propio general Berthier le
propuso que le añadiera una distinción. Y el embajador hizo añadir al rojo el azul,

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«que son los colores de la librea de nuestros amos». Mientras tanto, los «canallas» y
«facinerosos» habían llenado las plazas de árboles de la libertad, y predicaban la
rebelión hasta en la Plaza de España.[158]
Todo el Estado romano fue ocupado por los franceses. El general notificó al Papa
que el pueblo le había depuesto de su soberanía y el Vaticano se constituía en una
república. Aparte de los destrozos llevados a cabo en la ciudad, parecía, según
comentó el español, que «el arte de robar estuviese en su último punto». Tal fue la
envergadura de las condiciones impuestas al Pontífice, aparte del saqueo de obras de
arte y de la reclamación de todo tipo de contribuciones. Lo mismo que había sucedido
en Venecia el año anterior. La República romana terminó proclamándose el 15 de
febrero de 1798.
Reconociendo la acción de los ministros de España y de Toscana, «testigos del
estado de los ánimos»,[159] José confesaría muchos años después que no pudo hacer
más que lo que hizo. Así lo corrobora la correspondencia que el «general en jefe del
ejército de Italia» dirigió al «embajador de la República francesa en Roma», habida
cuenta de la misión tan importante y difícil del ciudadano embajador en la Santa
Sede. «Debéis emplear no sólo la exclusión sino también las amenazas sobre el
espíritu de los cardenales», dijo, previamente, el general al ciudadano embajador.
La muerte de Duphot trastocó los planes. Había sido Napoleón quien poco antes
se lo había recomendado a su hermano, diciéndole que era un oficial «distinguido» y
«valiente», cuyo matrimonio con Desirée podía resultar «ventajoso». Antes de la
muerte de aquél, Napoleón había ordenado al ciudadano embajador lo que tenía que
hacer en el caso de que la República entrara en guerra con la Santa Sede. En este caso
tendría que abandonar Roma y volver a Florencia o a Ancona. Le recomendaba,
incluso, el estilo que debía usar en sus notas, que debía ser «conciso y firme».
Al día siguiente de los sucesos de Roma, el 30 diciembre de 1797, el ciudadano
embajador dirigió un largo despacho desde Florencia al ministro Talleyrand, con su
versión de lo ocurrido. En él hará justicia al comportamiento del embajador español,
el caballero Azara, que había estado a su lado ayudándole sin importarle los peligros
a que se expuso. Con gran serenidad por su parte, apeló al sentimiento de los
intereses del Estado, en un escrito modélico por su nobleza y prudencia.
A este escrito le contestará el ciudadano ministro Talleyrand con otro, del 11 de
enero de 1798, por el que el Directorio le transmitía, de la manera «más fuerte y
sensible», su satisfacción por la conducta seguida en dichos sucesos como embajador
de la República en Roma. El ministro Talleyrand decía sentirse «feliz de ser el órgano
de tales sentimientos».
José llegó a Turín el 14 de enero de 1798, y a París el 25 de abril. Sus bártulos los
cargó en un barco genovés en el puerto de Civitavecchia. Pero, atacado por un buque
berberisco, nunca recuperó la carga.[160] José insistió a Talleyrand para que
interviniera ante los cónsules del norte de África, de donde se ha pensado, aunque sin
pruebas, que en el equipaje iban objetos de arte de gran valor, procedentes de las

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requisas abusivas llevadas a cabo por las tropas francesas. La pérdida sería
recompensada con creces por los millones, procedentes de Italia, aportados por
Napoleón a la República.

La tentación literaria
Protagonista al máximo nivel de los sucesos trascendentales de Italia, que supusieron
nada menos que la creación en Roma de una República, el ciudadano embajador
Bonaparte volvió inmediatamente a París. El gobierno le acogió como un héroe, por
más que el embajador advirtiera que a su hermano le había contrariado el resultado de
su misión.
Por propia experiencia, se dio cuenta de lo que tantas veces le oyó decir a su
hermano, el ciudadano general: que la diplomacia era una ciencia «muy incierta,
cuando funda sus bases sobre los intereses de los pueblos y de los gobiernos».
Máxime cuando la pasión, fuera de cualquier cálculo, enloquecía a los hombres; de
ahí la razón que tenía uno de los hombres «ilustres» que frecuentó por entonces, cuyo
nombre no nos cita, cuando le decía insistentemente que «cualquiera que hable de
política más de media hora, no sabe lo que dice».
La paz, sin embargo, se restableció. Y fue recibida por el público con «vivo
entusiasmo». Por su parte, el Directorio tributó al ciudadano embajador ante el Papa
una «larga audiencia», con el testimonio de su mayor consideración. Le dejó entrever
la embajada de Berlín como la nueva misión a la que se le destinaba. José le dio sus
gracias al gobierno, pero prefirió entrar en el Consejo de los Quinientos, del que
acababa de ser nombrado miembro por el colegio electoral del departamento de
Liamone.
En medio de sus misiones diplomáticas, el ciudadano embajador había
descubierto una tentación nueva: la literaria. Realmente, desde sus estudios en el
colegio de Autun y, después, en la Universidad de Pisa, no dejó de interesarse por las
letras. No tenía nada de extraño que, a su regreso de Italia, José, influenciado por los
gustos literarios de su generación, quisiera hacerse un nombre en el mundo de las
letras.[161]
Su admiración por literatos como Bernardin de Saint-Pierre, entonces en la cima
de su prestigio, era inmensa. Un prestigio comparable al que pudo tener antes Voltaire
o un siglo después Victor Hugo. La publicación de su novela Pablo y Virginia le dio
una fama extraordinaria, de tal manera que el viejo escritor se convirtió en el autor de
más éxito de toda Francia.
Napoleón, que leyó y releyó la novela en medio de la lucha, dijo de ella que era
su «libro de cabecera lo mismo que Homero lo había sido de Alejandro». «En París
—escribió a su autor— seréis uno de los hombres que veré más a menudo y con el

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mayor placer». La misma admiración y reconocimiento que, en suma, le concedió
igualmente José, absorto, de forma parecida a su hermano, en aquella patética historia
de dos jóvenes enamorados que se hizo tan popular.
A la admiración por Bernardin de Saint-Pierre y su famoso libro se debe la
publicación por parte de José de su novela Moina ou la villageoise da Mont Cenis[162]
(Moina, o la aldeana de Monte Cenis),[163] otra historia sentimental por el estilo, de
resonancias osiánicas, que su autor escribió durante su misión diplomática en Italia.
[164] Es la historia, por completo ingenua e inverosímil, de los amores contrariados

entre los jóvenes Leandro y Moina. La novela estaba terminada en enero de 1798,
cuando su autor visitó por vez primera al admirado escritor.[165] A pesar de la buena
crítica de la obra, la novela no gozó del aprecio del público,[166] por más que no
llegara a caer para siempre en el olvido.[167]
En cualquier caso, la publicación de aquella novela sentimental escrita según el
gusto de la época, independientemente de su originalidad o de su éxito, es, sin
embargo, de un gran interés, porque dice mucho de la tentación literaria (por no
llamarla filosófica o intelectual) de su autor. Porque la novela del ciudadano
embajador tiene un mensaje muy revelador, que dice mucho de la «ideología» del
autor en aquellos momentos.
La novela encierra un mensaje evidente, más allá de empeñarse en probar, un
tanto al modo de Rousseau, que la felicidad se encontraba más en la intimidad de dos
amantes que en la vanagloria de la fama. Por lo pronto, incluso hoy nos sorprende la
teoría verdaderamente filosófica que defiende, pues la novela denunciaba la
intervención de los padres en los amores de sus hijos. Lo que llevará al autor a
proclamar el derecho a unirse de los jóvenes, no sólo sin estorbos paternales sino sin
necesidad de casamiento religioso o civil.
En sí misma, la novela —que no deja de ser un canto «amoral» al «amor libre»,
aun cuando, al final, el autor case a los dos amantes— es un alegato evidente a favor
de los derechos imprescriptibles de la naturaleza frente a los obstáculos que le
oponían las leyes religiosas y civiles o los intereses económicos. Pero también será
una virulenta denuncia de la guerra y de sus horrores. «Cadáveres —señala en un
momento determinado, presagiando los Desastres de la guerra de Goya, años después
— moribundos, heridos, trozos de armas, de cascos y de uniformes cubrían una
llanura verdeante en la que se esparcían flores; caballos desenfrenados corrían por el
campo pisando cuanto encontraban; ríos de sangre iban de un montón de muertos a
otro y soldados animados por una brutal alegría despojaban sin piedad a los vencidos,
mataban las reses dispersas y gozaban por el mero hecho de destruir».
Una virulenta denuncia de los desastres de la guerra que, desde luego, no deja de
causar extrañeza en un hombre que, seis años después, se puso a la cabeza de las
tropas imperiales para conquistar el reino de Nápoles. Y después el de España, donde
se batieron todas las marcas en cuanto a crueldad y terror. Parecería un tanto
exagerado afirmar, como ha sugerido un crítico, que lo que José pretendió con la

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novela fue «conquistar en el terreno literario la gloria que Napoleón se había ganado
en lo militar.[168] Pero, desde luego, aquella incursión literaria la llevó a cabo con
ambición.
Napoleón fue uno de los primeros lectores de la novela de su hermano. Y, contra
lo que pudiera parecer, no se escandalizó por las declaraciones pacifistas de su
hermano. Antes al contrario, en el fondo podía beneficiarse de aquella visión, en unos
momentos en los que a él le gustaba presentarse como un hombre de paz. Razón por
la cual, y contra lo que se ha creído, la novela de José podía ser una obra de
propaganda a favor de su hermano, que como buen republicano tenía el deber de
luchar contra los tiranos. «¡Oh! ¡Hombres insensatos y pérfidos, vosotros no conocéis
la guerra, si osáis proclamar la horrible doctrina!», terminaba diciendo Moina.
A fin de cuentas, la novela de José estaba inspirada por la de Bernardin de Saint-
Pierre, tan influenciada por el sentimentalismo prerromántico de la época. El autor
vivió hasta tal grado el argumento de su historia, que el nombre de la hija de la
heroína de su novela era el mismo que el de su primera hija, Zenaida, muerta el 6 de
junio de 1797 a los dieciséis meses. Es el mismo nombre que le dio, también, a la
segunda, nacida el 8 de julio de 1801.[169]

Con la publicación, de forma anónima en su primera edición, de Moina, el ciudadano


Bonaparte, con poco más de treinta años, se hacía un nombre también en los
mentideros parisinos de la república de las letras. Como todos los corsos, tenía
afición por la representación y por las funciones públicas. Y, por supuesto, estaba
decidido a ser alguien entre sus amigos del parti philosophique.
Con el favor de Saint-Pierre, el autor de Pablo y Virginia, el nuevo novelista pudo
creer, un tanto ingenuamente, que muy bien podía hacerse un nombre literario. En
realidad, el maestro, que llegará a ser considerado como el mayor escritor de Francia,
habría de consolidar su fama en pleno Imperio. Su drama sobre La muerte de
Sócrates, aparecido en 1808, será su testamento espiritual. Para entonces, convertido
en rey de España, José se ha transformado de admirador en admirado y benefactor del
escritor, quien le habla con mucha confianza de la educación dispensada a su hija
Virginia y a su hijo Pablo. El rey le enviará su busto, que el novelista colocará en una
gruta de sus jardines.[170]
En aquellos momentos, el balance literario de la Revolución resultaba desastroso,
ya que ninguna obra de envergadura fue inspirada por los acontecimientos que
tuvieron lugar entre 1789 y 1799. La censura lo impidió. Ni siquiera Voltaire
consiguió escapar, de forma póstuma, a la vigilancia de los censores. Zaire fue
proscrito, Mahomet recortado, y el desenlace de Brutus cambiado. Y Lacios se calló

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después de 1789. Realmente, la Revolución no fue generosa con los filósofos o los
libertinos que la anunciaron.[171]
Condorcet, por ejemplo, aristócrata de ideas liberales, «el último de los
filósofos», según la expresión de Michelet, fue acusado de ser conspirador y enemigo
de la República, y se envenenó en su celda cuando fue encarcelado en 1794. Su
mujer, Sofia de Grouchy, que dirigió en el Hótel des Monnaies uno de los salones
más brillantes de París, frecuentado tanto por los filósofos y enciclopedistas como por
los ideólogos y los agitadores políticos, terminó mostrando un desprecio total por los
nuevos dueños de Francia. Tras la muerte de su marido, se vio odiada y calumniada.
Lo mismo ocurrió con la prensa, que había sido una de las nuevas fuerzas
desatadas por el impulso revolucionario, hasta el punto de ser mencionada en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Pero, al final, como todos
los demás órganos de la opinión, cayó también en las manos del Tribunal
Revolucionario. Y, más tarde, bajo el control gradualmente reforzado del Directorio.
Durante la campaña de 1796, el propio Napoleón estuvo en estrecho contacto con
los periodistas de París.[172] Utilizó muy bien la propaganda de la prensa para afirmar
su posición, tanto en Francia como en Italia. Pero una vez que obtuvo todo el poder
para él, la amordazó por completo. Un decreto de enero de 1800 suprimió todos los
periódicos políticos salvo unos cuantos, que quedaron sometidos a una rigurosa
censura.[173] Como más de una vez le oiría decir a su hermano el autor de Moina,
«cuatro periódicos hostiles hacen más daño que 100 000 hombres en un campo de
batalla».
Con la excepción del marqués de Sade, que conoció las cárceles del Terror
después de las del Antiguo Régimen, no hay una figura destacada e indiscutible en la
república de las letras francesas, por más que, en 1797, el año en que José escribió su
novela, el libertino marqués, ya liberado de la cárcel, publicara La nueva Justina
seguida de la historia de su hermana Julieta. Obra esta, por cierto, en que su autor
ofrecía una serie de escenas de excesos que culminaban con la misa negra que el papa
Pío VI celebraba sobre el vientre desnudo de Julieta.
Las cosas empezaron a cambiar algo, quizás, en 1797; el año en que
Chateaubriand publicó su célebre Ensayo histórico sobre las revoluciones. Pero,
como su propio autor diría, aunque el Ensayo tuvo aceptación un tiempo, fue
olvidado casi enseguida. En cualquier caso, la situación intelectual de Francia en el
momento en que el ciudadano Bonaparte se reintegraba a París y sentía la tentación
de las letras, no tenía nada que ver, por ejemplo, con la existente en Inglaterra.
Así habría de reconocerlo el propio Chateaubriand, que por entonces comenzaría
a redactar el Genio del Cristianismo durante su estancia en Londres. Para él, dos
cosas frenaron el mundo del intelecto en aquella época: la impiedad proveniente de
Voltaire y la Revolución, y el despotismo con el que lo castigará el propio Bonaparte.
El aire renovador vendría del exilio. Todo ello, en unos momentos en que el «estado
romántico» se imponía en la novela inglesa con Walter Scott. O en la poesía, con lord

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Byron y los escritores del Distrito de los Lagos (Thomas Moore, Campbell, Rogers,
Wordsworth o Southey).
Entre 1792 y 1799, nada tenía que ver el cultivo de las letras en la República
francesa con la brillantez literaria e intelectual existente en Inglaterra. Los emigrados
políticos franceses refugiados allí fueron los primeros en notar la diferencia. Algunos,
por lo menos, se dieron cuenta de cómo en Inglaterra se había constituido una
formidable «aristocracia ilustrada», compuesta hasta por aquellos gentlemen farmers
que formaban en la Cámara de los Comunes ese grupo que, al pasar de la oposición al
gobierno, mantenía las ideas de libertad, de orden y de propiedad.
Las cosas en Francia parecía que empezaban a cambiar justo en el tiempo en que
José publicó su novela. Era la época en que todas las miradas de los políticos y
hombres de letras se centraban en la estrella de Napoleón. La joven Madame de Staël,
por ejemplo, no esperó ni siquiera a su llegada a París para testimoniarle su más
profunda admiración. Ya desde Italia escribió varias cartas al joven general sin
conocerle personalmente.[174] Y cuando la oposición de la dama fue inevitable, allí
estaba José, tratando de contemporizar.
La propia Madame de Staël describiría muy bien, posteriormente, el momento en
que José Bonaparte —«cuyo ingenio y conversación» tanto le agradaban— fue a
verle y le dijo: «Mi hermano está quejoso de vos. ¿Por qué —me preguntó ayer, por
qué la señora de Staël no se adhiere a mi gobierno? ¿Qué es lo que quiere? ¿La
devolución del depósito de su padre? Lo decretaré. ¿Residir en París? Se lo permitiré.
En suma, ¿qué quiere?». A lo que la señora, le contestó: «No se trata de lo que quiero,
sino de lo que pienso».
Por ser quien era, y por sus inclinaciones literarias e intelectuales, el mayor de los
Bonaparte gozaba de unos privilegios en aquella menguada república de las letras que
no todos podían disfrutar, aun cuando, en un momento dado, el propio Napoleón
reprendiera públicamente a su hermano mayor porque frecuentaba tales ambientes.
Le pasó por su amistad con la Staël, y dejó de frecuentar su casa «durante unas
cuantas semanas». Ejemplo que, según el decir de la señora, fue seguido, a su vez,
por las «tres cuartas partes de mis amistades». Es lo mismo que ocurrió con los
proscritos del Dieciocho de Fructidor, que por entonces atacaron duramente a
Talleyrand, nombrado para el Ministerio de Negocios Extranjeros y después, sin
embargo, buscaron su protección.
Por sus tentaciones intelectuales, y por su significación en la República en
aquellos momentos, José Bonaparte se convirtió en un punto de referencia importante
para los nuevos valores de las letras y de la intelectualidad de la República. A todos
los cuales podría aplicárseles la idea del propio Saint Pierre, según la cual habían
combatido el despotismo aristocrático, pero no podían halagar la anarquía popular.
Los más de ellos seguían pensando que las crueldades que deshonraron la República
no podían, sin embargo, perjudicar al culto de la libertad, pues, en el fondo, aquéllas
no fueron sino «formas populares de la tiranía».[175]

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Por lo pronto, el ciudadano embajador no dudó en poner a disposición de sus
amigos, que compartían con él tanto la tentación política como la literaria, su propia
casa, en su nueva propiedad de Mortefontaine, donde acogió, por ejemplo, a la hija
del ex ministro Necker, la famosa Madame de Staël (acompañada entonces de su
confidente Mathieu de Montmorency). Allí se reunirá habitualmente con sus amigos:
Regnaud de Saint Jean-d'Angely,[176] Roederer,[177] Chauvelin,[178] Arnault,[179]
Andrieux,[180] Boufflers[181] o Fontanes.[182]
Éstos eran, entre otros, los invitados del ciudadano José Bonaparte, tal como
habría de recordar, posteriormente, la propia Madame de Staël durante el tiempo de
su exilio. En medio de todos, como anfitrión bien cultivado y complaciente, se
encontraba el todopoderoso pero afable y sencillo José Bonaparte, entonces «muy
aficionado a las labores del campo», hasta el punto de pasearse «con mucho gusto y
sin cansarse ocho horas seguidas» por los jardines de su «deliciosa» finca de
Mortefontaine. Era, por cierto, uno de los jardines «más bellos de Francia»; donde su
dueño le parecía a la Staël «muy digno de envidia».
Las aficiones literarias de José convirtieron al ex embajador en un personaje
importante en el mundo de las letras. Y, particularmente, en el mundo de los
«ideólogos», que así era como su hermano llamaba despectivamente a aquellos
hombres que, desde posiciones liberales como Benjamín Constant o la propia
Madame de Staël, hasta contrarrevolucionarios como Fontanes o Chateaubriand,
hablaban de política y le criticaban. De tales «ideólogos», amigos de su hermano,
llegaría a decir Napoleón en el Journal de Paris o en el Mercure de France que «son
doce o quince, y se creen un partido».[183]
A pesar de las prohibiciones del general, el hermano siguió con su vida
independiente. Lo mismo le ocurrió a Luciano, a quien se le atribuyó la autoría de un
folleto con el título de Paralelo entre César, Cromwell, Monck y Bonaparte, que en
realidad escribió Fontanes. La publicación fue vista con malos ojos en determinados
medios. El general Moreau, por ejemplo, instigado a su vez por Fouché, se quejó
abiertamente. Fue entonces cuando Bonaparte preguntó en público al ministro de la
Policía cómo permitía circular tales escritos y por qué, si conocía a los autores, no
estaban ya presos en el castillo de Vincennes. La respuesta del ministro fue: «No he
podido porque el autor es vuestro hermano».
De Fontanes diría Chateaubriand, que lo conoció personalmente durante el tiempo
de su emigración en Inglaterra, que él fue su «guía en las letras». Su amistad con él,
llegó a decir, fue «tanto uno de los honores como uno de los consuelos de mi vida».
De joven vio morir a Voltaire. Asustado por los desmanes de la revolución, se
encontraba en Lyon cuando los republicanos pusieron sitio a la ciudad. Después se
exilió en Inglaterra, donde se encontró a Chateaubriand. Éste diría de él que le debía
«lo que hay de correcto en mi estilo».
De los amigos de José, Roederer era, sin duda, el «jefe de los filósofos», y,
probablemente, el más característico de aquellos «ideólogos» a los que el ciudadano

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embajador se pegó a su vuelta de Roma. Autor de innumerables artículos en el
journal de Paris, el Terror le abrió los ojos. En adelante sería firme partidario de un
régimen moderado, un régimen de orden, un régimen de «gentes honradas» que
pudieran tener su peso en el Estado. A su amigo Benjamín Constant le diría que no
era lo mismo ser reaccionario que contrarrevolucionario, porque era necesario
permanecer fiel a la Revolución, pero a otro tipo de revolución. Todos aquellos
amigos conservaban entonces muchos de sus sueños de juventud. Tributaban culto a
Voltaire, al teórico político tanto o más que al hombre de letras. Eran anticlericales. Y,
por supuesto, defensores a ultranza de la De sus conversaciones,[184] desde luego,
podía aprenderse mucho.
En su trato dulce y suave con aquellos amigos, el ciudadano Bonaparte debió
aprender considerablemente de todo, especialmente de literatura y de política. Pero
sobre todo robustecieron su «conciencia revolucionaria».[185] Así, cuando
posteriormente, en enero de 1802, veinte miembros del Tribunado fueron destituidos
—Chenier, Cabanis, Ginguené, Bailleul, Courtois, Daunou o Benjamín Constant—
¡qué comentarios no debieron hacer aquellos «ideólogos», amigos del embajador
Bonaparte! Porque todos estaban de acuerdo, y el primero de ellos el propio José, en
que su hermano era un verdadero «ideófobo», según la propia Madame de Staël.
Se comprende perfectamente que el todopoderoso ciudadano general no pudiera
soportar a aquellos «intrigantes» que, a sus espaldas, hablaban con José o con
Luciano, al tiempo que escribían a Fouché, a Talleyrand, a Savary o al general
Bernadotte y sus amigos.
Por su parte, José, a diferencia de su hermano, pudo comprender, sin embargo,
que la razón de aquella oposición ilustrada a su hermano residía en el horror al
despotismo. Por ello admiraba la extraordinaria libertad inglesa. Así, no tiene nada de
particular que fuera el mismo José quien avisó a su amiga Madame de Staël de que
iba a ser detenida.
La propia señora, muchos años después, seguía recordando vivamente cómo la
víspera de su partida, José Bonaparte volvió a hacer otra tentativa en su favor. Y su
mujer, «persona de gran dulzura y de perfecta sencillez», fue en persona a su casa a
proponerle pasar unos días en Mortefontaine. Ofrecimiento que aceptó con gratitud,
al tiempo que no dejó de quedar conmovida por la bondad de José, que la admitía en
su casa a pesar de la persecución de su hermano. Tres días pasó allí. Sin embargo, a
pesar de la «exquisita amabilidad de los dueños de la casa», su situación era muy
difícil, y tuvo que salir. «Sólo veía a hombres adictos al gobierno —dirá la escritora
—, vivía en la atmósfera de una autoridad enemiga mía declarada, pero no podía
exteriorizar mi pensamiento, so pena de infringir las reglas más elementales de la
cortesía y de la gratitud».
La actitud de José —su fidelidad, su ayuda, su valentía, su decisión resultó
fundamental para la dama. «Vuestra carta para Laforest —le dirá cuando llegó a su
destino— ha sido verdaderamente el punto de apoyo de mi residencia en Berlín; sin

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ella no me hubiera arriesgado a este viaje». Sin este impulso de José, la dama tal vez
no hubiera escrito el mejor libro que se ha impreso sobre Alemania, De l'Allemagne,
comenzado años después.
De la franqueza de trato hacia sus amigos intelectuales y políticos dice mucho lo
que cuenta la propia Madame de Staël, cuando comenta que rogó a José que se
enterase de si podía irse a Prusia, no fuese a resultar que el embajador de Francia
hiciese alguna reclamación por su cuenta, considerándola francesa, mientras en
Francia era proscrita por extranjera.
La respuesta, según nos cuenta, tuvo que esperarla en una posada, a dos leguas de
París. «Aún estoy viendo la habitación —dirá la escritora—: la ventana a la que me
pasaba asomada todo el día para ver llegar al mensajero, los mil detalles penosos que
la desgracia lleva consigo; la generosidad excesiva de algunos amigos, el cálculo
disimulado de otros, producían en mi alma una agitación tan cruel que no se la deseo
a mi mayor enemigo».
Al final llegó el ansiado mensajero de José, con «muy buenas» cartas de
recomendación para Berlín, «el mensaje sobre el que aún fundaba yo algunas
esperanzas». Años después, tras la muerte en Suiza de su padre, el ex ministro Necker
José seguirá prometiendo a su amiga que él continúa haciendo cuanto puede para
conseguir la indulgencia hacia ella de su hermano. «Os exijo —le dice— el valor de
la resignación y la confianza en mi amistad, porque si no tengo éxito, nadie lo
tendrá».
Posteriormente, durante su estancia en Italia en 1805, la Staël —que entonces
estaba preocupada por la herencia de su padre, un total de varios millones de libras—
llegó a creer que José aceptaría la corona de Italia, y que, con este motivo, podría
verlo en Milán. Pero José, que bajo una disimulada moderación escondía una
«ambición extrema», no parecía preocuparse más que por salvaguardar sus derechos
eventuales a la sucesión de su hermano en Francia. No obstante, en el fondo seguía
preocupado, como siempre, por sus amigos «ideólogos». Porque, al igual que
Madame de Staël, José Bonaparte sabía que «¡también la inteligencia es un poder!».
[186]

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III
DE REPUBLICANO A REY

La carrera ascendente de José Bonaparte se aceleró a su vuelta de Roma en enero de


1798. El hecho de que el Directorio le ofreciera el puesto de embajador en Berlín en
sustitución de Sieyés —autor una década atrás, en los comienzos de la Revolución,
del escrito ¿Qué es el tercer estado?, que le hizo famoso— da una idea de la
consideración que mereció al Directorio la personalidad, hasta entonces desconocida,
del ciudadano José Bonaparte.
Desde ese momento hasta su nombramiento en 1806 como rey de Nápoles, José
Bonaparte se fue convirtiendo, a pasos agigantados, en un personaje cada vez más
importante. Primero de la República y después del Imperio. Al comienzo de la nueva
etapa fulgurante de su carrera, ya se permitió elegir entre la embajada en Prusia o un
puesto en el Consejo de los Quinientos. Para entonces, a pesar de su juventud, por ser
hermano de quien era se había convertido en un nombre de peso en la República. Y,
además, un hombre rico que conseguía lo que pretendía. El gobierno de la República
—los miembros del Directorio, a quienes él ya trataba en condiciones de igualdad—
no dudaron en pagarle la cantidad de 50 000 francos, que reclamaba en concepto de
atrasos por gastos de viaje.
Consciente de la importancia política y social de su papel dentro de la República,
adquirió un tren de vida fabuloso, apropiado a su nuevo rango. Abandonó su casa de
«nuevo rico» que ocupaba en el aristocrático faubourg Saint Germain, y se instaló en
una magnífica mansión en la calle Errancis —en el sitio de lo que es ahora el número
61 de la calle Du Rocher—, en el barrio de Europa. Una mansión construida por
Jacques Ange Gabriel, arquitecto de tantos edificios famosos, como el Hótel Crillon,
de la plaza de la Concordia, o el Petit Trianon de Versalles. Una casa que fue pronto
escenario de las más brillantes recepciones de París, frecuentada por los mismos
directeurs y sus oponentes.
La carrera de Napoleón, desde sus éxitos en Italia, está en la base del también
prodigioso ascenso de su hermano José, pues desde antes del golpe de Estado de
Brumario (noviembre de 1799) José era el hermano mayor del héroe nacional de
Francia, conquistador de Italia, de Malta y de Egipto, magnificado hasta niveles
insospechados por la propaganda de todo el país después de sus victorias legendarias
en Alejandría, las Pirámides, El Cairo y Jaffa.
Más después del Dieciocho de Brumario, cuando consiguió todo el poder y pasó a
ser el dueño y señor de la República. A partir de entonces José será el personaje más
próximo y de mayor ascendiente sobre su hermano. No en balde, en un momento de
amargura, cuando estaba en Egipto, llegó a decirle: «Adiós, mi único amigo; nunca
he sido injusto hacia ti. Tú me debes esta justicia, a pesar del deseo de mi corazón de

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serlo». Éste es el hombre que tras imponerse como dictador se va a hacer a sí mismo,
sucesivamente, en una carrera en verdad meteórica, cónsul vitalicio, presidente de la
República italiana, emperador y dueño de media Europa. Al final, no tendrá nada de
extraño que su hermano, su más fiel amigo, fuera recompensado en 1806 con el reino
de Nápoles. Y, dos años después, con el de España.
En el ascenso de José Bonaparte al poder, la clave estaba en su hermano
Napoleón. Pero como la historia enseña tanto, algo parecido se encuentra en lo que le
ocurrió, según la interpretación de Maquiavelo, a Francisco Sforza, quien «llegó a ser
duque de Milán por medio de un gran valor y de los recursos que su ingenio podía
suministrarle». O el caso de aquellos que llegaron al principado por medio de
maldades. Con la particularidad de que muchos de los ejemplos sacados por el
florentino de las viejas historias —el caso de Agatocles, que, habiendo nacido en una
condición baja llegó a empuñar el cetro de Sicilia— fueron minúsculos en
comparación con el prodigioso ascenso del ciudadano José Bonaparte.
La fortuna hizo que José fuera el hermano de aquel «rayo de la guerra» que, en un
período tan corto de tiempo, eclipsó, según el decir de Stendhal, a Alejandro, a César,
a Aníbal, a Federico. Porque desde los tiempos antiguos nunca un general ganó tantas
grandes batallas en tan poco tiempo, con medios tan escasos y contra enemigos tan
poderosos.[187]
Dadas sus ideas en ciernes, y en una época en que «su republicanismo era ya muy
vacilante», Napoleón contó imaginariamente con José para sus planes de futuro. La
República no era lo bastante fuerte para llevar a cabo semejante empresa. Era
necesario pensar en una dinastía. El propio Sieyés se mantuvo siempre fiel al mismo
principio de que, para asegurar las instituciones conquistadas por la República, era
necesaria «una dinastía llamada por la Revolución». Por ello ayudó al general
Bonaparte a hacer el Dieciocho de Brumario. Luego diría: «Yo hice el Dieciocho de
Brumario, pero no el diecinueve».
A la altura de aquel momento, Napoleón era «sumamente ignorante» en el arte de
gobernar. Imbuido de ideas militares, la deliberación le parecía simple
insubordinación. Despreciaba tanto a los hombres para admitirlos a deliberar sobre
las medidas que él juzgaba saludables. Quería imponer sus triunfos y sus ideas. En el
fondo, desconfiaba de todos. Por ello tuvo en mente a José, pues cuando él era un
desconocedor de la política, su hermano, a pesar de los defectos que él conocía como
nadie, estaría a su lado y no le defraudaría, contando además, como contaba, con el
reconocimiento de la República.
Desde luego, si Napoleón tenía pensado ser rey, su hermano José, el
«genealogista de la familia», era pintiparado para ocupar un lugar destacado en el
reinado. El ciudadano general se dio cuenta desde el primer momento de que si quería
serlo necesitaba una corte para seducir al pueblo francés, sobre el cual ejercía un
efecto todopoderoso la simple mención de la palabra «corte». Sería necesario crear un
cortejo de prefectos de palacio, de chambelanes, de caballerizos, de ministros, de

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damas palaciegas. Y en este mundo, para un déspota desconfiado, que de teniente de
artillería se iba a convertir directamente en rey, tener a un hermano como José era una
fortuna. Porque, en el fondo, lo que el general odiaba más, a diferencia de su
hermano, era el «espíritu de sociedad».
Los partidarios apasionados de Napoleón dirían de él que su gran desgracia fue
haber tenido en el trono tres de las debilidades de Luis XIV. La primera, la de haber
amado «hasta un grado infantil» la pompa de la Corte. La segunda, la de haber
alejado de sí a los talentos, razón por la cual prescindió de hombres «superiores»
como su propio hermano Luciano o Carnot, al principio, y, después, Talleyrand o
Fouché. Mientras, en cambio, soportó a Duroc, al príncipe de Neuchátel, al duque de
Massa, al duque de Feltre, al duque de Bassano, al duque de Abrantes o a Marmontel.
Y la tercera, la de haber sido víctima de la adulación. «Yo no soy Luis XV —decía a
sus ministros reunidos en consejo al regreso de uno de sus viajes— yo no cambio de
ministros cada seis meses». Por ello su hermano José fue un punto de referencia
continuo y constante. Fue su hombre en Roma y en París. Lo sería posteriormente en
Nápoles y en Madrid para, después de la derrota, volver a serlo en París.
José también fue un punto de referencia en lo que Stendhal llamó su
«coronomanía». En aquel mundo de hombres despreciables y arribistas, poco dignos
de la confianza de Napoleón, José era un excelente intermediario, que sabía tratar con
todo el mundo, empezando por los miembros de su propia familia, muchos de los
cuales acabaron traicionándole. Napoleón quería incorporar a su causa a casi todos
los hombres de talento formados por la Revolución, aun a base de comprar a los
viejos jacobinos con un título y 25 000 francos al año. Pero, como en el fondo no
podía fiarse de ninguno de ellos, era en José en el único que confiaba para hacer lo
que a nadie podía decir, transformar la República en un reino. José contaba con otra
cualidad inapreciable para su hermano: le gustaba tanto el ceremonial de una corte
como si hubiera nacido príncipe.
Con un hondo espíritu de clan, de clara ascendencia corsa, el primogénito de los
Bonaparte ocupó en el mundo napoleónico el papel que, sencillamente, le
correspondía en la escala familiar. Muchas veces, Napoleón reconoció con
posterioridad el error de haber hecho reyes a sus hermanos. Había cometido la
equivocación, decía, de haber nombrado rey de Nápoles, primero, a su hermano José
y, después, a su cuñado, Joaquín Murat, cuando hubiera sido mucho mejor para él
haberles nombrado virreyes, sujetándolos así a su autoridad. Pero, ¿cómo hubiera
podido fundar la nueva dinastía sin sus hermanos y, particularmente, sin José?
A pesar de la influencia arrolladora de Napoleón sobre su hermano José, nada
más lejos de la realidad que imaginar a éste como un hombre débil por completo, a
quien éste usaba como una marioneta. Muchas veces, por el contrario, José se
imponía a su hermano. Discrepaba de él con frecuencia. Discutía. Decía lo que
pensaba. Se enfadaba. A veces hasta le gritaba. Probablemente él era el único a quien
Napoleón se lo permitía. Desde luego no fue un adulador complaciente. El testimonio

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de su amigo Roederer lo confirma con toda contundencia. En una ocasión, cuando el
despotismo de su hermano era asfixiante, llegó a coger una pistola y disparó contra el
retrato de Napoleón, desahogándose con improperios.[188]
Por otro lado, si se tiene en cuenta el testimonio de un republicano de corazón
como Thibaudeau, José, a pesar de su obsesión posterior por el tema sucesorio, en un
principio «se mostró ante los republicanos contrario a la sucesión hereditaria».
Participaba de la idea de que la herencia era «absurda e irreconciliable» con el
principio de la soberanía del pueblo, y, además, «imposible en Francia». Pero tan sólo
unos meses después de pensar así, su hermano lo nombraba, prácticamente, heredero.
Por esta razón, en los salones de París, la familia del Primer Cónsul se convirtió en
objeto constante de las conversaciones, porque se suponía que «provocaba» o
«preparaba» sus opiniones.[189]
Al ponerse a disposición de su hermano incondicionalmente, lo mismo para lo
bueno que para lo malo, José supo a lo que se exponía. Se lo dijo, todavía en tiempos
de la República, su hermano Luciano que, excepcionalmente, pudo desengancharse
de la extraordinaria influencia del emperador. «Siempre he advertido en Napoleón —
le dijo— una ambición, no del todo egoísta, pero desde luego superior a su amor por
el bien público. Temo que en un Estado libre sea un hombre peligroso […]. Me
parece mostrar, ciertamente, propensiones al tipo del tirano, y creo que seguramente
lo sería si fuese rey, dejando a la posteridad y a los patriotas un nombre odioso». Pero
la fortuna no le dejó otra opción a José, cuyo nombre de pila —y su hermano le
insistió para que lo usara debidamente— era el de José Napoleón. Por ello tendría que
rendir cuentas ante la Historia.

Ante la dictadura
La expedición a Egipto, que según José fue «un misterio para el público», convirtió
definitivamente en un héroe nacional a Napoleón. Muchas de las calumnias que se
habían vertido en su contra se desvanecieron. El mismo partido antinapoleónico, que
se había formado en el Consejo de los Quinientos, se quedó sin razón de ser. Hasta el
punto de que José fue nombrado diputado por el departamento corso de Liamone. La
opinión pública ensalzó hasta el paroxismo al nuevo héroe. Y, naturalmente, el clan
Bonaparte se benefició de ello. Una propaganda extraordinaria como nunca se había
visto en Francia se adueñó de la familia Bonaparte.
Antes de la expedición, que lo convertiría finalmente en la espada de Damocles
de la República, el propio Napoleón veía con dificultad el Estado surgido de la
Revolución. Se lo dijo a José antes de que la flota se hiciera a la vela en Tolón, el 19
de mayo de 1798: «Nuestros sueños de república han sido ilusiones de juventud». El
«instinto republicano» se ha ido debilitando. La alternativa borbónica se estaba

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convirtiendo en una realidad, con «una mayoría considerable». Le añadió que era de
la opinión de que, efectivamente, no se podía «violentar la fortuna», porque muchas
personas tenían esperanzas aún en la República. «Yo quiero lo que quiera la nación»,
le dijo a su hermano.
Éste, que, según nos dice, «podía leer fácilmente en su alma», entendió
claramente el pensamiento de su hermano, probablemente antes que ningún otro.
Había salvado a la República el Trece de Vendimiarlo y el Dieciocho de Fructidor, y
estaba dispuesto a volver a hacerlo si fuera necesario. Si la fortuna así lo decidía, el
destino de la República podía estar en su mano.
Según José, su hermano Luciano, que se encontraba aún en su «primera
juventud», se incorporó por entonces al Consejo de los Quinientos. Y no habiendo
oído el parecer de Napoleón, no estuvo tan convencido como José de la «necesidad
absoluta» de permanecer en total acuerdo con el Directorio. De la misma manera que,
a diferencia de José, tampoco calló la reprobación que merecía la conducta de los
directores.
Esta situación provocó una grave tensión entre los hermanos del general y el
propio Directorio, que adoptó una postura contraria a Napoleón, apoyada por la
mayor parte de los diputados. Una escena de gran violencia se produjo en la
biblioteca del palacio, de la que fue testigo el ciudadano Camus, que entonces era
conservador de los archivos y de la biblioteca del cuerpo legislativo de las Tullerías.
Quienes no pensaban como José creían que la «salvación de la República» podía
confiarse a los militares. Sieyés a quien Mirabeau llamaba «mi maestro», se dio
cuenta, al regreso de su embajada en Prusia, de que «lo que se necesita no es sólo una
cabeza sino una espada». Por ello todos sentían el alejamiento del general Bonaparte.
Fue en estas circunstancias cuando, precisamente, José mandó a Egipto a un griego,
de nombre Bourbaki, padre de dos hijos educados en la academia militar de París,
con avisos para su hermano. El mensaje le costó a José 24 000 francos. No hay
evidencia, desde luego, de que este despacho llegara a Egipto antes de su regreso. De
haber sido así, la llamada de José a su hermano hubiera resultado decisiva. Pero, en
cualquier caso, su «milagroso» retorno no pudo producirse en momento más
oportuno.
En el Consejo de los Quinientos José estuvo particularmente ligado a Cabanis,
[190] Jean de Bry[191] y Andrieux,[192] más conocido éste como escritor que como

hombre político y que andando el tiempo sería miembro del Instituto y de la


Academia.[193] Cuando el victorioso general volvió a París fue con ellos a la calle de
la Victoria, justo cuando «todos los partidos» tenían puestos los ojos sobre él.
Fue el presidente del Directorio, Gohier, quien le hizo llegar durante la noche, en
pleno campo, en su residencia de Mortefontaine, la noticia de que su hermano
acababa de desembarcar en Frejus. Al día siguiente subía al coche en compañía de
Luciano, de Luis y de Leclerc para ir al encuentro de su hermano, y ponerle al
corriente de la situación en Francia.[194]

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En sus Memorias, José dirá que quien no vio con sus propios ojos aquel
entusiasmo desbordante que se extendió por todo el país, difícilmente podía hacerse
«una idea exacta del movimiento espontáneo que le llevó al poder». Por entonces,
José dejó el Consejo de los Quinientos, al tiempo que su hermano Luciano, que no
tenía aún veinticuatro años, fue llevado a la presidencia del mismo.
José Bonaparte, en vísperas del golpe de Estado del Dieciocho de Brumario,
apoyó en todo momento la política de Sieyés, que hacía poco que acababa de llegar
de su embajada en Berlín.[195] Éste gozaba de un prestigio extraordinario. Discípulo
de Condillac, fue el creador, en los comienzos de la Revolución, del discurso
revolucionario. Para él, hasta 1789 la historia de Francia era una historia política de la
opresión y de la usurpación, no una historia jurídica de la continuidad de las formas
legales. «Hacerse/dejarse representar» era, según él, «la única fuente de la
prosperidad civil». Principio que fracasó en la Revolución, por cierto, desde el
momento en el que la subversión se hizo en nombre de la «voluntad general».
Difícilmente podía imaginarse que el hombre cuyos escritos —Ensayo sobre los
privilegios, es el tercer estado?— hicieron estallar el drama revolucionario, sería
también quien precipitara su final apoyando la dictadura napoleónica. «Él veía —
diría Barras— jacobinos por todas partes». Nombrado presidente del Directorio,
hablaba continuamente contra los «terroristas». Decepcionado con la Revolución
buscó «una espada». Pensó primero en el general Joubert y, después de su muerte,
sucesivamente, en Mackdonald, Moreau y Jourdan, antes de que Bonaparte volviera
de Egipto. El papel de Sieyés como pensador político, antes y después del Dieciocho
de Brumario, fue por tanto decisivo.
Pero también lo fue el de José que, previamente, se encargó de llevarlo a su
causa, que no era otra que la de su hermano. Junto con él, según él mismo nos cuenta,
lo apoyaron sus amigos, como Augereau e incluso Jourdan, miembros del Consejo de
los Quinientos. Esperaba tener el apoyo del general Bernadotte, su concuñado, que
entonces era el ministro de la Guerra, y a quien Sieyés reemplazó por creerlo
demasiado próximo a los jacobinos.[196] El general Moreau también se unió a ellos. Y
en una entrevista que, gracias a José, aquél tuvo con Napoleón, Moreau le dijo:
«Leclerc y vuestro hermano, aquí presente, deben haberos hablado del deseo que
tengo de unir mis esfuerzos a los vuestros para salvar el Estado».
Muchos años después, José no podía olvidar el salón de la pequeña casa de la
calle de la Victoria, lleno hasta rebosar. Para todos ellos, como para Sieyés, no había
más solución que la militar. Allí estaba también su amigo Salicetti, del Consejo de los
Quinientos, por más que Napoleón, mucho más cauto, no se fiara de él por sus ideas
jacobinas y lo enviara nuevamente a Córcega. A José, como preparador del golpe, le
interesaba también que la nueva «revolución» tuviera un carácter civil, que resultaba
importante subrayar porque «eran los magistrados, los legisladores, los hombres del
orden civil quienes la deseaban más vivamente y la pedían a gritos».

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De aquí su amistad con Cabanis, «íntimamente» ligado al director Sieyés, en cuya
casa cenó la víspera del golpe. Después de la cena, éste le dijo a uno y a otro:
«Quiero marchar con el general Bonaparte porque, de todos los militares, es el más
civil. Mientras tanto, yo sé lo que me espera: después del éxito, el general, dejando
atrás a sus dos colegas, hará el movimiento que yo haga». Luego, pasando
precipitadamente por detrás de Cabanis, y entre los dos, se acercó a la chimenea
cogiéndoles hacia atrás con los brazos y llevándolos hacia el centro del salón, ante la
estupefacción de los convidados que estaban menos familiarizados con su «brusca
vivacidad provenzal».
Cuando José le contó la escena a Napoleón, éste, riéndose, dijo: «¡Viva la gente
de espíritu! Le deseo lo mejor. Y, a su vez, aquél le contó a José que cuando uno de
sus amigos —José creía que fue Roederer—, le dijo a Sieyés, en determinada
ocasión, que había sido Napoleón el primero que había proclamado a Francia como
gran nación, éste le dijo en el acto: «Sí, pero antes que él nosotros hicimos la nación
en la Constituyente».
Entre las figuras destacadas que apoyaron el golpe y que trataron a José, éste cita
cuatro nombres muy destacados: Talleyrand, Roederer Volney y Le Coulteulx. Como
ministro, el primero de ellos había tratado a José a la vuelta de su embajada en Roma.
Justo cuando el journal des Hommes Libres, órgano de la extrema izquierda,
arremetía ferozmente contra él. «Nuestro ministro de Asuntos Extranjeros es un
anglo-emigrado… Talleyrand es un traidor. Talleyrand es el asesino de su país».
Mucho menos especulativo que Sieyés, el ex obispo de Autun será ministro de
Napoleón hasta 1807 —por más que hubiera dicho de su amo que «si pasa un año,
será bastante»—. José tendrá ocasión de tratarlo.[197]
Roederer, el «jefe de los filósofos», era otro de los amigos de José que frecuenta
su casa. Lo mismo que Volney, a quien aquél conoció en Corte, en su misma ciudad
de nacimiento, en 1792, cuando se encontraba allí dedicado a la explotación de
plantas coloniales. Espíritu laico y republicano, estaba muy unido al materialismo
integral heredado de Holbach y de Helvecio. Fue su amigo Cabanis, por cierto, a su
vez amigo de Turgot, quien le introdujo en aquellos ambientes. La publicación, en
1791, de su famosa obra Las ruinas o Meditaciones sobre las revoluciones de los
imperios, le hizo famoso. Se trataba de una reflexión de lo que debía ser un pueblo
libre. Buscando quizás la libertad, acababa de regresar de América, donde había sido
bien acogido por Thomas Jefferson y John Adams. Volvió a Francia en 1798, al ser
acusado de ateo y de espía a sueldo del Directorio. Será una de las personas de las
que los hermanos Bonaparte gusten de rodearse. Todos estos «filósofos» vieron en el
golpe de Estado el único medio de impedir que la libertad desapareciera en la
anarquía. Así, no tendrá nada de particular que la futura reina Hortensia vea con
frecuencia en la Malmaison a aquel «republicano severo y filósofo».[198]
En cuanto a Le Couteulx, se trataba de uno de los grandes banqueros de París.
Muy relacionado, por cierto, con el banco de San Carlos de Madrid. Era así hasta el

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punto de que la anterior guerra con España, la guerra de la Convención, le ocasionó
grandes pérdidas. Será el gran banquero del Directorio. Amigo de Sieyés fue
instigador del golpe de Brumario. Y causó sorpresa que no fuera nombrado ministro
de Finanzas. Su enorme patrimonio inmobiliario, repartido en doce departamentos del
Imperio, procedía casi todo de la venta de bienes nacionales y de la Iglesia.[199]
En la preparación del golpe de Estado, José da claves importantes sobre la actitud
del general Bernadotte, con el tiempo rey de Suecia. Estaba casado con una hermana
de su mujer, la famosa Desirée. El propio José dice que había apoyado esta unión,
hasta el punto de haber sido el padrino de su hijo. Estaba muy ligado con él, pero era
enemigo mortal de Sieyés por sus simpatías con los jacobinos. Sin embargo, el
mismo Dieciocho de Brumario, antes de las cinco de la mañana, se presentó en casa
de José pidiéndole que le acompañara a ver a su hermano. Llegados al extremo del
estrecho camino que daba al patio, obstaculizado por los numerosos militares y
miembros de la guardia nacional allí presentes, le dejó bruscamente diciéndole: «Me
voy a otra parte, donde quizás esté destinado a salvaros, porque vosotros no tendréis
éxito; en el peor de los casos encontraré en vosotros siempre un hermano y un
amigo»; y desapareció.
En la mañana del día 19 de brumario, en Saint-Cloud, José se encontró sólo con
su hermano, cuando se presentó el general Augereau con aire amigable, diciéndole
que algunos furiosos hablaban de ponerlo fuera de la ley, ante lo que Napoleón le dijo
a José en voz baja: «Este Augereau viene a sondearme». Y volviéndose a él le dijo:
«Augereau, nosotros nos conocemos desde hace tiempo. Ve a decir a tus amigos que
el vino está echado, falta beberlo». Y, dejando allí a Augereau desconcertado, se
dirigió al Consejo de los Ancianos, adonde José le siguió.
José cuenta que durante los incidentes que tuvieron lugar en el Consejo de los
Quinientos, los directores Sieyés y Ducos, junto con Talleyrand, estuvieron metidos
en un coche fuera de la verja del patio. También nos dice que después del discurso
que dio el presidente Luciano y de la salida de la sala de los miembros de los
Quinientos, sintió la necesidad de detener el «movimiento irreflexivo» que les
arrastraba en desorden, a amigos y enemigos, con los conspiradores de la noche
anterior.
José dio cuenta de ello a su hermano, quien le encargó hablar con Sieyés y los
presidentes de los dos Consejos para que encontraran «los medios de legalizar» el
movimiento; y, efectivamente, lo hizo. Unos días después, tras el triunfo del golpe,
José se ocupó, también al lado de su hermano, de borrar de la lista de deportaciones
los nombres de Jourdan, de Salicetti y de Bernadotte. Con el triunfo de la dictadura,
en la que había tenido una participación tan destacada, comenzaba una nueva fase de
su vida.

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El Pacificador
Tras el Dieciocho de Brumario comienza la época más feliz de José Bonaparte. La
pesadilla revolucionaria ha quedado atrás. Ocupa un lugar prioritario en la República.
Su hermano es el Primer Cónsul. Mucha gente estaba encantada, sin comprender gran
cosa de lo que había ocurrido, por el hecho de que el joven general «se hiciese rey de
Francia». Es lo que le pasó al joven Stendhal, que por aquellos días de noviembre de
1799 se encaminaba de Grenoble a París. En plena República el hecho era
impactante, porque los padres del gran escritor, cuando por entonces oyeron
pronunciar las palabras «rey» o «Borbón», se emocionaron. Llegaron hasta a llorar,
según su hijo.[200]
En aquellos momentos, José tenía treinta y un años y una vida prodigiosa por
delante. Encarnando perfectamente los azares de la nueva sociedad, se va a convertir
en un representante ideal de los valores burgueses de la nueva era: la propiedad
intocable, el orden en la calle, la idea del matrimonio y la familia, la buena
administración, la ilustración o la dedicación a las bellas artes. La representación, en
suma, de un mundo feliz que más parecía estar sacado de una novela idílica —de
Moina, por ejemplo— que de la realidad.
Como buen patriota que es, se alegra de que, por fin, después de la pesadilla de la
Revolución se reconcilien sus conciudadanos divididos en ex constituyentes, ex
girondinos, ex terroristas o ex termidorianos. También vuelven los emigrados. El
régimen bonapartista se convierte en una extraordinaria feria en las plazas, donde su
hermano desempeña uno de los grandes papeles del rey de Francia en la Corte: dar
recompensas, honores y empleos. Según un historiador francés fue así como satisfizo
no solamente la «vanidad», sino también las necesidades de una administración
numerosa y de un ejército inmenso. «Jugó más que ningún rey del pasado con la
pasión nacional por los cargos». Hasta el punto de que esta «transfiguración
democrática» de los valores nobiliarios fue uno de los secretos del triunfo del hidalgo
corso.[201]
Los terribles arrebatos del dictador, lo mismo contra las personas que contra los
organismos políticos, dejaron a salvo a su hermano mayor. Sobre este particular, José,
dada su bonhomía y su ascendiente sobre el dictador, fue tratado siempre con una
deferencia especial. Estuvo por encima del Tribunado, del Senado o de los ministros.
El déspota podía fiarse de su hermano, en una época en que el ministro Fouché,
vigilado a su vez por la policía secreta del dictador, tenía espías hasta entre los
ministros y generales.
Durante la primera fase republicana de la dictadura, el Consulado, o durante la
segunda, el Imperio, José jugó a las mil maravillas el papel del perfecto cortesano. Lo
hizo en una corte compuesta de generales o de jóvenes que no habían visto nunca las
formas sociales refinadas que cayeron en 1789, y que era necesario componer con
pompa y ceremonial, a falta de genealogía. Federico, rey de Wurtemberg, un

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verdadero monarca, le dijo a Napoleón: «No veo en vuestra Corte nombres históricos;
yo mandaría ahorcar a todas estas gentes o las pondría en mi antecámara».[202]
Era necesario fabricar una corte al gusto del déspota, con o sin las grandes
familias. Stendhal llegó a decir que Bonaparte se dio cuenta de que, si quería ser rey,
necesitaba una corte para seducir a aquel pueblo francés, sobre el cual es
«todopoderosa esta palabra, corte».[203] Del ritual revolucionario expresado con la
mayor solemnidad en los años de la República, uno y otro hermano sacaron la
conclusión de que había que reforzar el fasto y la ostentación.
Por el momento, al menos había que superar el ceremonial del Directorio. Un
ceremonial ya de por sí deslumbrante, que impresionó vivamente al caballero español
don José Nicolás de Azara, nombrado embajador en París.[204] «Era la costumbre en
las fiestas de la república —escribió— que el cuerpo diplomático concurriera a la
casa del Campo de Marte —que fue la antigua escuela militar, donde en una pieza
separada esperábamos que el Directorio con toda su pomposa comitiva llegase, y
entonces el ministro de Relaciones Exteriores venía a buscarnos y con gran
ceremonia nos conducía al salón donde estaba el Directorio formado en medio de
todos sus ministros y de cuantos generales había en París, rodeados todos de una
guardia imponente; y formándose todos en una especie de procesión partíamos
acompañados de la música y aparato militar, atravesando el campo hasta tomar los
asientos en el puesto destinado». Para el embajador español «todo acordaba la idea
grandiosa del antiguo circo romano».[205]
Si ésta era la ostentación republicana de los Directores, «la nata del terrorismo»,
según el decir del español, cabe pensar en la necesidad, por parte del nuevo régimen
despótico, de superar todo cuanto se hubiera visto en materia de ceremonial. Un
ceremonial que se hacía para el pueblo y por el pueblo. En la fiesta republicana
descrita, Sieyés, el ciudadano presidente, «pálido como un papel y temblando como
un azogado», le dijo al español: «Señor embajador, la función no se puede detener,
porque el pueblo espera».
Mucho era lo que había que hacer para superar el nivel cortesano no ya anterior a
1789, sino al propiamente revolucionario. Porque ni al joven general ni a su hermano
se les ocultó la importancia de aquellas «artes del Directorio», para decirlo en
palabras del caballero Azara. El embajador español fue un testigo privilegiado de la
nueva situación.[206] Amigo de José desde los tiempos de su embajada en Roma, fue
perfectamente consciente del ascendiente de los hermanos Bonaparte, antes incluso
del Consulado. Hasta frecuentó la amistad de Carolina, la hermana menor de los
Bonaparte. En Roma, durante la embajada de José, conoció también a su cuñado el
general Leclerc, que llegó a decirle al oído en pleno alboroto de la población: «Qué
haces aquí, amigo, uno y otro estamos en grande peligro, huyamos».
Desde su primera embajada en París, que coincide con los meses finales del
Directorio, se convierte él mismo en un bonapartista más. Encargado por el gobierno
de España de los asuntos de Parma, tuvo necesariamente que tratar con José en las

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más de cien memorias que dice que envió al Directorio —«Bonaparte lo sabe, pero
por atención a España disimula», escribió—. Detestando «con la mayor
abominación» los principios de la Revolución no dudó en apostar por la causa de sus
amigos, sabiendo que el restablecimiento del trono de los Borbones era «una quimera
en aquellas circunstancias, por la flaqueza del partido, en el que no hay dos que estén
acordes ni en la persona ni en el modo». Por supuesto, al español José le pareció
mucho más templado que su hermano Luciano, «joven ambicioso y que, por bien o
por mal, quería apoderarse del supremo poder y riquezas; y para esto se había
coligado con cuanto había quedado del antiguo atroz partido anárquico y jacobino».
Por ello, cuando su hermano se hizo con el poder respiró contento. Se lo dijo en
persona al general Bonaparte, porque también él prefería «el Dictatoriato, y que el
poder ejecutivo residiese en una sola mano». Un Dictatoriato en el que la
significación de José iba a ser verdaderamente relevante.
Sobre los usos cortesanos apropiados para el nuevo régimen, el «genealogista de
la familia» podía enseñar mucho a su hermano, dedicado por entero hasta entonces al
cuartel y a la guerra. No era ya cuestión de que el nuevo rey firmara decretos sentado
en una mesa pequeña, con una levita raída y con la espada al cinto. Había que realzar
su imagen. Era necesario desmentir las difamaciones de los panfletos ingleses cuando
hablaban de las relaciones del dictador con las mujeres asistido por su ayuda de
cámara Constant. «La señora entraba. Él —traducía Stendhal de los libelos ingleses
de Goldsmith—, sin levantarse, le rogaba que se metiera en la cama. Al poco rato la
despedía él mismo con una palmada en la mano y volvía a sus decretos, a corregirlos,
a firmarlos. Lo esencial de la entrevista no duraba ni tres minutos».
El contacto personal con su hermano, cada vez más encumbrado e inasequible,
sus relaciones con los ministros y con la nueva Corte, dieron a José un excepcional
conocimiento de aquel mundo por dentro. Cuánto podría decir de los mariscales
encumbrados en la Corte, muchos de los cuales le acompañarán después a España.
De Victor, por ejemplo, duque de Belluno, que había sido violinista en Valence. De
Augereau, sargento en el momento de la Revolución, protegido de Talleyrand, a
quien éste le había dado una bolsa llena de luises para hacer carrera. De Berthier, que
había hecho la guerra en América y luego mandó la guardia de Versalles contra los
jacobinos. De Massena, de familia muy pobre, que no sabía nada y que en las batallas
siempre tenía a mano una querida que, normalmente, era la mujer más bella del lugar
donde mandaba. De Jourdan, un pequeño tendero de Limoges. De Murat, su cuñado,
que de seminarista pasó a comandante de caballería. De Bessiéres, hijo de un barbero.
O de Mortier, el más leal y simpático mariscal de Napoleón y el único capaz de
hablar y escribir correctamente en inglés —lo aprendió en el célebre colegio inglés de
Douai, donde se encontró con José Palafox, su futuro adversario en Zaragoza.[207]

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Tras el triunfo del golpe de Estado de Brumario, José Bonaparte rehusó
«positivamente» entrar en el ministerio, mientras que su hermano Luciano, presidente
hasta entonces del Consejo de los Quinientos y con ocho años menos que él, aceptó el
Ministerio del Interior, «lleno de ardor y de actividad». José, sin dejar de permanecer
siempre a disposición de «mi país y de mi hermano», se dedicó, por el momento, a
los cuidados de una «muy bella» propiedad que había comprado poco antes en los
alrededores de París. «Mi mujer no habría deseado que yo abandonara un género de
vida que nos convenía bajo todos los conceptos».
Al nombrar Napoleón a los nuevos ministros, José dice que se decidió desde el
primer momento a acabar con «las esperanzas de los jefes de las diversas facciones».
Porque era necesario hacer un gobierno con «hombres de mérito, positivos en sus
opiniones». Tales fueron los criterios que prevalecieron en la designación de los
nuevos gobernantes entre los distintos candidatos.
El nombramiento de Cambacérés y de Lebrun se fundamentó en el hecho de que
ambos habían sido miembros de las dos grandes asambleas. Y, lo mismo uno que
otro, eran «conservadores de opinión y de carácter». Mientras que Sieyés y Roederer,
por el contrario, eran «demasiado especulativos» y tenían también demasiados
enemigos por su participación en la Revolución. También fueron nombrados
Talleyrand, que había estado largo tiempo en la emigración; y Fouché, conocido de
«una manera terrible» por su conducta en Nantes y Lyon durante la Revolución. Uno
y otro, dirá José, dejarían en su hermano con posterioridad «funestas opiniones»
después de haberlos conocido. Sin embargo, al principio del Consulado se complació
de tenerlos como dos enseñas bajo las cuales los hombres de los partidos más
extremos de la Revolución podían tener su abrigo y protección. «¿Qué revolucionario
—decía Napoleón, según la versión de José— no confiará en un orden de cosas
donde Fouché esté de ministro? ¿Qué caballero, si ha permanecido en Francia, no
estará esperanzado de vivir en un país donde un Perigord, antiguo obispo de Autun,
esté en el poder?» A lo que añadía: «Uno guarda mi izquierda y el otro mi derecha».
El nuevo gobierno de Napoleón pretendía reunir, según José, a «todos» los
franceses. Se presentaba como «una gran ruta en la que todos podían terminan».
Porque, según el decir de su hermano, «el fin de la Revolución no puede resultar más
que del concurso de todos». «Ya lo he dicho —comentaba Napoleón a José— hace
bastantes años, antes del 93; la revolución no acabará más que con la vuelta de los
emigrados, de los curas, sujetos, contenidos por un brazo de hierro nacido en la
Revolución, nutrido de las opiniones del siglo, y fuerte, por el consenso nacional que
él sabrá inculcarle».

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A pesar de su manifiesta modestia a la hora de escribir sus Memorias, José dice,
sin embargo, que en aquellos años «yo creo haber rendido algunos servicios» pues,
«habiendo tenido desde siempre la mayor confianza en mi afecto fraternal, yo era la
persona más propia que ninguna otra para guiarle al haber quedado fuera de la
administración activa de su gobierno». «Yo veía —seguía diciendo— mucho mundo
en la ciudad y en el campo y, libre de todo obstáculo, me dediqué a observar y a
adivinar cuáles eran las voluntades y los deseos de las diversas clases de la sociedad».
A lo que agregaba: «¡Cuántas veces no he sido consultado sobre un asunto de
administración o de legislación, para saber cuál era la opinión de tal persona de buen
sentido, de tal clase de la sociedad, en París, en Lyon, en Marsella!».
Verdadera eminencia gris de su hermano en el nuevo régimen de la República, el
propio José reconoce que la policía inglesa le designaba en esta época con el nombre
de El Influyente. Y como dirá con razón Du Casse, el compilador de sus Memorias, a
él le gustaba servirse de esta «influencia» para hacer favores.
La víspera del día en que el Primer Cónsul se decidió a abandonar el Palacio
Luxemburgo para establecerse en las Tullerías, por ejemplo, se le propuso cerrar el
jardín al público. Entonces José, pendiente siempre de todos los detalles, se opuso
firmemente a esta medida impopular. Y su hermano, por influencia suya, renunció a
ello.
Napoleón encomendó a su hermano muchas misiones. Una, muy significativa
para él, fue cuando llegó la noticia a París de la muerte de Georges Washington.
Napoleón determinó que el ejército le tributara honores en testimonio de «su
admiración por este gran hombre». Y decidió restablecer relaciones de amistad con el
pueblo americano, para lo cual nombró una comisión constituida por su hermano, el
antiguo ministro de Marina Fleurieu,[208] y el consejero de Estado Roederer. La
negociación se encontró, sin embargo, obstaculizada por la falta de poderes
suficientes, al haber marchado su hermano a Italia, a través del paso de San Bernardo,
con el ejército de reserva. Lo que dice mucho, por otro lado, de las limitaciones de
poder de Influyente.
Ésta fue la razón por la que José siguió a su hermano en la nueva campaña de
Italia. Fue en Milán, inmediatamente después de la batalla de Marengo, donde le
encontró. Napoleón aceptó de inmediato las propuestas que su hermano le hizo sobre
las negociaciones con los representantes norteamericanos. Porque los ministros de la
nueva República americana querían tener constatación oficial de las negociaciones.
José siempre se acordaría de una excursión inolvidable realizada entonces a las
Islas Borroneas, en compañía del general Víctor y del general Lannes, tan famoso
después bajo el nombre de duque de Montebello. José no olvidará nunca una
anécdota de la que fue testigo, y que decía mucho de la «susceptibilidad de los
guerreros republicanos» de aquella «época heroica», donde «el interés material no era
nada, y la exaltación lo era todo». Impacientado el general Lannes por los lamentos
de la hospedera, que alababa sin cesar la generosidad de los austriacos que les habían

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precedido en su albergue, el general salió y volvió con el sombrero en la mano lleno
de soberanos de oro, que vació sobre la mesa, diciendo a la mujer: «¿Os han dado
alguna vez tanto vuestros austriacos? ¡Os condenamos, señora, a recoger estos
soberanos, y a distribuirlos a los pobres!».
Dadas las cualidades negociadoras de José, Napoleón le encargó varias misiones
diplomáticas de la mayor importancia: la paz con los austriacos en Luneville, que
puso fin a la guerra de Italia; el concordato con la Santa Sede; y la paz de Amiens, de
1802, con los ingleses y los españoles. Todo un gran servicio, que le dio una gran
experiencia y que hizo de Influyente el Pacificador de la República. En su
correspondencia, lo mismo le hablará de Egipto que de Austria, Italia, Inglaterra o
Rusia y, por supuesto, de Nápoles y del Papa, como hace en una enjundiosa carta de
nivoso de 1801. O de las relaciones con la Sublime Puerta, en que trata con José in
extenso de la integridad de Turquía.
El 20 de pluvioso del año IX de la República (1801) se firmó en Luneville el
tratado de este nombre entre Francia y Austria. José quedó profundamente
impresionado por el representante de Austria, el conde Luis de Coblenza. Hombre,
dirá en sus Memorias, de trato exquisito, que se expresaba perfectamente en francés,
y que había estudiado en Francia. Era «canciller de Corte y de Estado». Durante largo
tiempo había residido en Rusia, en la Corte de la emperatriz Catalina, de quien
hablaba continuamente. Había firmado el tratado de Campoformio, que puso fin a la
primera campaña napoleónica de Italia. Su padre había vivido durante largo tiempo
en Bruselas, donde ejerció un empleo importante. Nada nos dice José, sin embargo,
de la carrera posterior del excelente diplomático, cuya gestión como canciller al
frente del gobierno sería una de las más desgraciadas de la historia de Austria tras la
derrota de Austerlitz.[209]
En el curso de la negociación, José tuvo el mérito, aprovechando el efecto de la
victoria de Moreau en Hohenlinden, de obtener la cesión de Mantua que, por el
armisticio concluido en Italia, retenían los austriacos. El tratado reproducía de hecho
el de Campoformio, y estipulaba en Italia el restablecimiento de la República
cisalpina. A su vez José consiguió que Austria reconociera las transformaciones
operadas en Suiza y en Holanda.
El general Moreau, que a la sazón se encontraba en el cuartel general de
Salzburgo,[210] al saber los resultados de las conversaciones por el propio José, fue el
primero en felicitar al «ciudadano ministro plenipotenciario de la república» por «la
manera como habéis asediado y tomado Mantua, sin abandonar Lunéville» —12 de
pluvioso, año IX, de la «República, una e indivisible»—. Napoleón le hará constar a
su hermano su felicitación personal: «La nación está contenta del tratado, y yo estoy
particularmente satisfecho».[211]
José se encontraba en Luneville, en el curso de la negociación, cuando se produjo
en París el atentado contra su hermano del 3 de nivoso (24 de diciembre de 1800). Un
atentado conocido con el nombre de «la máquina infernal», que provocó una honda

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conmoción en todo el país y sirvió a Napoleón para medir hasta qué punto la nación
estaba con él, pues hasta algunos filósofos propusieron el restablecimiento de los
suplicios de la rueda y del fuego para los autores.
Aquella misma tarde Bonaparte discutió tranquilamente lo que hubiera ocurrido
en caso de haber muerto. Algunos decían que le habría sustituido Moreau. Bonaparte
aseguraba que su sustituto hubiese sido el general Bernadotte, su cuñado. «Habría
presentado, como Antonio, al pueblo conmovido la toga ensangrentada de César».
Evidentemente José todavía no había sido «fabricado» por su hermano para
sucederle.[212]
Poco después de su regreso de Luneville, José fue encargado de tratar con los
enviados de la Santa Sede para el restablecimiento de la «paz religiosa». El nuevo
ministro del Interior, Emmanuel Cretet,[213] y el abate Bernier, después obispo de
Orleáns,[214] le acompañaron en la negociación. Por parte de la Santa Sede estuvieron
presentes los cardenales Consalvi, Spina y el padre Caselli, futuro obispo de Parma.
Muchos años después, según confesión del propio José, éste aún conservaba las notas
manuscritas de su hermano, que probaban hasta qué punto él se preocupaba por los
intereses de los sacerdotes constitucionales que, como era natural, fueron tratados
convenientemente.
Desde su embajada en Roma, José tenía un conocimiento directo tanto de la
política vaticana como de sus principales protagonistas. Había conocido
personalmente al papa Pío VI, que había muerto poco antes. Y conocía a monseñor
Consalvi, que se había encargado de organizar, antes de la proclamación de la
República, el ejército vaticano, después de haber sido nuncio en España. Hábil
negociador, a él se debió el nombramiento de Pío VII como nuevo Papa, quien, a su
vez, lo hizo cardenal en 1800 y, seguidamente, secretario de Estado. A él se debió la
introducción en Roma del libre comercio. Sus relaciones con los Bonaparte fueron
continuas, y muchas veces difíciles, desde el casamiento de Jerónimo Bonaparte con
Miss Patterson hasta su negativa a asistir al casamiento religioso, muchos años
después, del propio Napoleón con María Luisa.[215]
El Concordato fue firmado a las dos de la mañana del día 15 de julio de 1801, en
la propia casa que José ocupaba en el faubourg Saint Honoré,[216] a la misma hora en
que nacía su segunda hija, acontecimiento que contó con los parabienes de «los
enviados del vicario de Cristo». Con amargura diría el padre, cuando se ocupaba de
aquellos sucesos tantos años después, que los deseos de aquellos clérigos no se
cumplieron. Porque su hija, viuda a los treinta años, separada de su padre, proscrita
como todo el resto de la familia, no tuvo otro consuelo que el de no haber merecido
su infortunio.
Los historiadores franceses, sorprendentemente, han ignorado el papel
representado por José en la política de normalización con la Santa Sede. Su
participación en el Concordato parece que no hubiera existido,[217] a pesar de que en
su tiempo fue festejada por la nación. En una fiesta, precisamente de celebración,

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dada en honor de su hermano por Luciano, Chateaubriand conoció a Napoleón.[218]
Pero no cabe duda de que su papel de intermediario entre su hermano y los
republicanos franceses de una parte, y los romanos de otra, fue fundamental. Gracias
a él, probablemente Napoleón aceptó una de las condiciones principales del tratado:
el reconocimiento del catolicismo como la religión de la mayoría de los franceses. A
pesar de lo cual, su concepto de la religión fue tan utilitario como el de su hermano,
que nunca vio en ella el Misterio de la Encarnación, sino «el misterio del orden
social».[219] El restablecimiento de la religión tradicional ayudaba a fortalecer al
Estado y el poder personal. El espíritu republicano de José estaba lejos de
desaparecer.[220]

El Consejero de Mortefontaine
Desde su extraordinaria mansión de Mortefontaine, elogiada entonces y después por
tantos testimonios, el impresionante palacio de José, famoso por sus vistas
maravillosas, sus jardines y la abundancia de sus aguas perfectamente distribuidas,
fue lugar de frecuentes recepciones. Y se convirtió en varias ocasiones en el centro de
la política exterior francesa.[221] Y también en el centro de la vida familiar.[222] Allí se
casaron, en el invierno de 1799, la hermana Carolina y el general Murat, con
Bernadotte, Leclerc y Luis Bonaparte de testigos.
La finca, con una extensión total de más de medio millar de hectáreas, fue
comprada por José en octubre de 1798 por 258 000 francos. En ella gastaría sumas
enormes. Incluso hasta descubrió ruinas que databan de tiempos del rey Felipe
Augusto. Cuatrocientos hombres llegaron a trabajar en el palacio y sus jardines. Años
después, muchos de ellos seguirán llamándole «príncipe» a José.[223] En 1803
agrandó la finca comprando la vecina propiedad de Survilliers, nombre que, como
conde de Survilliers, adoptaría cuando se exilió posteriormente en Estados Unidos.
[224]
La fastuosa casa de campo, desaparecida hoy, y tan apreciada por los miembros
de la familia Bonaparte, fue construida junto a los viveros de pesca instalados en
estanques por los monjes de Chaalis. La finca se encontraba cerca de Chantilly.[225]
Lo más impresionante de ella eran su parque y sus jardines —«uno de los más bellos
de Francia», según las palabras de Madame de Staël—, construidos según el estilo
romántico puesto de moda por Rousseau, con profusión de templetes, grutas,
columnas y ruinas. Allí fue donde Watteau buscó inspiración para su famoso cuadro
Embarque para Citerea. También inspiró al gran paisajista Corot, que pintó un
Souvenir de Mortefontaine.
Mortefontaine alcanzó una gran resonancia en la temprana fecha del 8 de
vendimiarlo del año XI (30 de septiembre de 1800), cuando se firmó la convención

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entre los plenipotenciarios americanos y franceses. Allí fue donde se reunieron, con
este motivo, los tres cónsules, los ministros de la República, los ministros extranjeros
convocados y los ciudadanos norteamericanos Elworth, Murray y el general Davie.
Allí dio comienzo la admiración que José guardaría siempre a la República
norteamericana, que tantos años después escogió para su exilio.[226]
Según el propio José, dos ilustres conciudadanos, en otro tiempo defensores de la
independencia de América —La Fayette y La Rochefoucauld— colaboraron también,
por iniciativa suya, en la fiesta celebrada en reconocimiento a la paz establecida entre
«las dos más grandes repúblicas de ambos mundos». Muchos años más tarde, durante
su exilio en Estados Unidos, José se sorprenderá de la frecuencia con la que se
encontró en sus viajes por la nueva república con muchos grabados realizados por
Piranesi en conmemoración de aquellos acuerdos.
Gracias al testimonio de La Fayette conocemos los detalles de cómo se llevó a
cabo su participación en la convención. El famoso general estaba en casa de
Talleyrand cuando se encontró con un hombre que «se parecía al Primer Cónsul», y
que se presentó, efectivamente, como José Bonaparte. Alegrándose «cortésmente»
del encuentro, José le rogó que aceptara su invitación a una fiesta que iba a dar en
Mortefontaine con motivo de la convención de amistad y de comercio entre la
República francesa y la República norteamericana, el 30 de septiembre de 1800.
Según La Fayette, en la fiesta José Bonaparte hizo «perfectamente los honores».
En medio de una brillantez extraordinaria, allí se encontró el general, aparte de con
los ministros americanos y numerosos colegas franceses, con la familia Bonaparte al
completo y con el Primer Cónsul con quien, durante dos días, el general tuvo ocasión
de conversar ampliamente sobre intereses militares y políticos de Francia, intrigas
realistas o la cooperación de los partidos extremistas. También hablaron de la libertad
y de cómo los franceses se habían decepcionado tanto con ella. «Habréis encontrado
a los franceses enfriados con la libertad», le dijo el Cónsul. A lo que le respondió
sarcásticamente el general: «Sí, pero están en vías de recibirla».[227]
Mortefontaine fue un lugar entrañable para José, que lo rodeó de todo tipo de
embellecimientos. Su hermano disfrutaba con el lugar. Aunque, con el alejamiento de
José después de su nombramiento como rey de Nápoles, el lugar se hizo más frío e
incómodo. Esto es lo que le decía Napoleón a su hermano en febrero de 1808,
después de haber estado allí, la última vez, cuatro años antes. Aquel día estuvo
cazando entre la una y las cuatro de la tarde y mató, en tan poco tiempo, veinte
liebres. Al darle cuenta de todo ello en su carta le dirá que, según las últimas noticias
que le han llegado de Roma, la casa de Salicetti en Nápoles había sido volada. Y
habían muerto sus hijos. «¡Qué horrible!», comentó.[228]
Desde 1800 José se convirtió en el «consejero de Mortefontaine». Con la
particularidad de que, según los historiadores, mantuvo también frecuentes
objeciones a los planes de su hermano.[229] En cualquier caso, puede decirse que la
mayor parte de las negociaciones realizadas por José, o se hicieron allí, como ocurrió

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con la convención con los americanos o el Concordato, que se firmaron en ese lugar,
o allí fueron tratadas o discutidas como tantos otros asuntos políticos.[230]
En su residencia de Mortefontaine fue donde José siempre se encontró
perfectamente. «Dejadme ser rey de Mortefontaine», le dijo a su hermano cuando
éste lo nombró rey de Nápoles. Y otro tanto le pasó a su mujer Julia, que siempre
experimentó un gran sentimiento al dejar su casa, según el testimonio de la duquesa
de Abrantes.[231] En una época en la que en los salones parisinos se hablaba en pro y
en contra de Napoleón, José, en aquel universo y retirado de París, estaba en el centro
de una corte propia como miembro del Consejo de Estado y representante especial de
su hermano, investido con todos los poderes.[232]
A pesar de su retiro de Mortefontaine, José no dejó de estar al tanto de todo tipo
de intrigas como corrían por la capital. Su hermano Luciano, siendo ministro del
Interior, debió tenerle puntualmente al tanto de los acontecimientos, en unos
momentos en que ambos hermanos no eran ajenos al establecimiento de una nueva
dinastía. Razón por la cual, Luciano, menos prudente que José, fue desautorizado y
mandado a España como embajador.[233]
Tampoco perdió el contacto con tantas personalidades como había conocido,
empezando por aquellos «hombres pálidos», como llamaba su amiga Laura de
Abrantes a Sieyés, Fouché y Talleyrand. Este último, poco antes había acogido con el
mayor reconocimiento a los ciudadanos Bonaparte en los salones del Hótel Gallifet,
en medio de quinientos invitados, a los sones de una nueva contradanza: la
Bonaparte. Él será, después, «el gran sacerdote», «era el alma de todo», en un
momento en que creía que Napoleón era el monarca nato de la Revolución, por más
que José imaginara que si a su hermano le pasaba algo, lo mismo él que su familia
resultarían todos «proscritos».[234]
Tampoco dejó de oponerse al anuncio repentino que hizo su hermano de vender a
Estados Unidos el inmenso territorio de Luisiana, que había sido de España hasta
1800, por la insignificancia de 15 millones de dólares. José se opuso violentamente.
Era evidente que su hermano quería asegurarse el dinero ante una previsible
conquista por parte de los ingleses. Pero la razón de José para retenerla iba más allá.
¿Por qué no luchar contra los británicos en América, aliándose con los
norteamericanos?[235]
Y es que no siempre el perfecto cortesano aceptó las órdenes de su hermano de
forma automática. Con gran descontento por parte de éste, rehusó ser nombrado
presidente del Senado. Y después, incluso presidente de la nueva República italiana.
Él quería ser su heredero, en virtud del derecho que le daba su nacimiento. Y como el
Primer Cónsul no se decidía a ello, su oposición fue manifiesta. La posibilidad de que
su hermano no adoptara un heredero le ponía furioso. Entonces era cuando veía que
su hermano era un tirano. Había una posibilidad, todavía remota, que podría arreglar
las cosas: que su hermano repudiara a Josefina, a quien José detestaba, y que se
casara con una princesa que pudiera darle hijos.

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Por su obsesión con la cuestión sucesoria, que le llevó por entonces a un serio
enfrentamiento con su hermano, José rehusó participar en la grandiosa ceremonia
que, el 18 de abril de 1802, tuvo lugar en Notre Dame en honor del restablecimiento
del culto. Y el día 15 de agosto siguiente, fecha del cumpleaños de Napoleón, se negó
igualmente a participar en los festejos como quería su hermano. Según el protocolo,
le correspondía ir a la catedral en una carroza tirada por ocho caballos. Rehusó
hacerlo. Y, simplemente, ocupó lugar entre los consejeros de Estado. Lo cual no le
impidió aceptar ser nombrado miembro del Consejo de la Orden de la Legión de
Honor, y ser senador con derecho a unos emolumentos de 120 000 francos. Tampoco
se opuso a la gratificación de 200 000 francos, por haber aceptado ser senador en
Bruselas con derecho a un palacio.
La relativa lejanía de la capital le daba al consejero de Mortefontaine la garantía
de estar más allá de los temores, lo mismo de su hermano que de sus ministros, pues
Napoleón no se fiaba de éstos, como tampoco se había fiado de Luciano. Por ello,
cuando se produjeron las negociaciones de Luneville o Amiens marginó a Talleyrand,
dando la representación a José. El recelo llegaba hasta el punto de que fue el propio
Napoleón quien, en 1802, se dio a sí mismo el «maligno placer» de anunciar
personalmente a su asombrado ministro la firma del tratado de paz con Inglaterra.[236]
Con un ministro como Talleyrand —a quien, conocedor de su valía, colmó de
regalos, pues conocía su pasión por el dinero—, Napoleón confió todas las misiones a
su hermano. Siempre temió que su ministro pudiera mantener conversaciones
equívocas con los representantes extranjeros, particularmente ingleses, o con los
monárquicos. El exquisito embajador austriaco Cobenzl, a quien José conoció en las
conversaciones de Luneville, pudo darle cumplida cuenta a éste de quién era y de lo
peligroso que podía resultar Talleyrand, condiscípulo suyo desde cuando ambos
estudiaron en el colegio de Harcourt.
Por las habladurías de los salones de París —los de Madame Recamier, Madame
Pastoret, o Madame Beaumont, una vez exiliada Madame de Staël—, cuyos ecos
llegaban pronto a Mortefontaine, José estaba al tanto de lo que hacían los ministros
de su hermano. No tiene nada de particular, incluso, que, gracias a sus gestiones
frente a los representantes de Roma, en marzo de 1802, el antiguo obispo de Autun
fuera absuelto de la excomunión que pesaba sobre él. En unos tiempos en que las
cenas ofrecidas por el ministro eran sorprendentes. «El servicio —decía Luciano— se
hacía a la manera griega. Ninfas con nombres mitológicos servían el café en
recipientes de oro; los perfumes ardían en pebeteros de plata».[237]
De las relaciones con Talleyrand, entonces, antes y después, José debió aprender
muchísimo. Su aguda inteligencia, profundamente acomodaticia, debió de ser para el
cortesano de Mortefontaine un pozo de sabiduría y experiencia. ¡Qué no le diría de
los tiempos de la Monarquía, o de los de la Revolución, él, que había sido testigo
también del «crimen» del 10 de agosto! O de su estancia en Inglaterra, donde
permaneció durante todo el «espantoso» 1793 y una parte de 1794, mucho más en

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calidad de fugitivo que de refugiado. Por más que el ministro insistiera en que su
alejamiento de Francia durante aquellos años le hacían ignorar «los detalles de
aquellos acontecimientos».[238]
Pudo hablarle también de su estancia en Estados Unidos, donde muchos años
después encontraría refugio el propio José, mientras entonces Talleyrand desempeña
un lugar prominente en las negociaciones de Viena como representante de la
monarquía borbónica. Treinta meses llegó a estar Talleyrand en el Nuevo Mundo,
«sin otro objetivo —dirá en sus memorias— que no querer vivir ni en Francia ni en
Inglaterra».
De América regresó a París en 1796, después de un viaje interminable por
Hamburgo, Ámsterdam y Bruselas. A José muy bien pudo aconsejarle una de sus
ideas sobre la cuestión de aceptar empleos en tiempos de crisis y de revolución,
cuando resultaba imposible hacer nada absolutamente bien. «En los asuntos de este
mundo —tal era una de sus ideas más perseverantes— no hay que detenerse
solamente en el momento actual. "Lo que es", casi siempre es muy poco; si no se
piensa que "lo que es" produce "lo que será"; y verdaderamente para llegar hay que
ponerse en camino».
En sus Memorias, Talleyrand hablará, naturalmente, de las misiones llevadas a
cabo por José en Luneville, en Mortefontaine, en el Concordato y en Amiens. Y
concluirá diciendo que, en menos de dos años, desde el Dieciocho de Brumario hasta
la paz de Amiens (25 de marzo de 1802), Francia pasó «del envilecimiento en que la
había sumergido el Directorio al primer lugar de Europa». Lo mismo para los
hermanos Bonaparte como para el ministro Talleyrand, un verso de Edipo muy
celebrado entonces lo decía todo: «La amistad de un gran hombre es un regalo de los
dioses».
Prescindiendo, una vez más, de su ministro de Asuntos Exteriores, José
Bonaparte recibió el encargo de Napoleón de llevar a cabo la paz con Inglaterra en el
Congreso de Amiens. Era una misión de la mayor importancia, porque todo el mundo
era consciente de lo que significaba la paz con los ingleses. Una paz a la que se
asociaban dos aliados de Francia: España y Holanda.[239] No cabe la menor duda de
que al encomendarle a su hermano aquella misión, Napoleón no sólo lo hizo por darle
lustre a su familia sino, sencillamente, por la alta estima que le merecían los talentos
diplomáticos de José.
Él fue el encargado de tratar con el marqués de Cornwallis, plenipotenciario del
Gobierno británico. El lord inglés fue muy bien acogido por el Primer Cónsul.[240]
José, por su parte, lo agasajó con una cena a la que invitó a algunos ingleses
distinguidos que se encontraban en París, aparte de algunos franceses que él creyó
oportuno hacerles conocer. En esta ocasión no fue invitado La Fayette, a pesar de ser
su amigo, tal como le recordó el lord al hablar del general de Yorktown.
Veinte años atrás, en octubre de 1781, Charles Cornwallis, después de haber
hecho una incursión destructiva sobre Virginia, fue sitiado en aquel lugar por las

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tropas francesas y americanas, y no tuvo más remedio que capitular. Con él cayó
definitivamente la causa de Inglaterra en Estados Unidos. Al haber participado
victoriosamente en la acción los franceses, era, por consiguiente, todo un
acontecimiento la llegada a Francia de lord Cornwallis, que había desempeñado
cargos de la mayor responsabilidad en la India y en Irlanda.[241]
En las conversaciones de Amiens José estuvo en todos los detalles, desde las
«fastidiosas» investigaciones previas para redactar sus instrucciones hasta cuestiones
de etiqueta, que tanto le gustaban. En su misión contó con la colaboración del
ciudadano Dupuis, secretario de la legación francesa;[242] y de sus amigos, el marqués
de Jaucourt y Girardin. El primero de éstos había estado refugiado en Inglaterra
durante la Revolución, y conoció a José a través de Talleyrand. Ligado a José desde
Amiens, se convirtió en uno de los principales oficiales de su casa, llegando a
seguirle a Nápoles. Distanciándose posteriormente de la causa de Bonaparte, se puso
del lado de Luis XVIII, quien le nombró ministro de Estado. Ya muy anciano, con
más de noventa años, apoyaría, sin embargo, la candidatura de Luis Napoleón
Bonaparte, el sobrino de José, a la presidencia de la República. E igualmente aprobó
el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1852.
Su amigo Girardin, diputado en la asamblea legislativa (1791), llevó a cabo una
misión diplomática en Inglaterra poco después. A su vuelta a Francia en 1793,
durante el Terror, fue encarcelado. El Directorio desconfió de él por su abierto
realismo. José lo conoció durante su retiro en Sezanne, y desde Amiens se convirtió
en amigo inseparable. Después le acompañó a Nápoles y España. En su propiedad de
Ermenonville, muy cerca de Mortefontaine, estaba enterrado Rousseau.[243]
Nombrado conde del Imperio en 1811, no consiguió, sin embargo, obtener la sucesión
de Fontanes en la presidencia del Cuerpo Legislativo.
Saltándose la etiqueta —que fue así como lord Cornwallis le insistió que lo tratara
—, éste le dijo que, al escoger a su hermano para aquella misión, el Primer Cónsul
daba pruebas de la «sinceridad de sus intenciones». Por lo cual, según el inglés, era a
ellos a quienes les correspondía hacer el resto. Antes de regresar a Londres, el lord
inglés abrazaba públicamente a su colega francés, deshaciéndose en elogios sobre la
franqueza y delicadeza de éste. Por su parte, José diría en sus Memorias: «¡Qué noble
carácter era el de lord Cornwallis!».
Además de al lord inglés, José menciona en sus Memorias al caballero Azara, el
embajador de España, entonces destinado en París y a quien él había conocido en
Roma varios años antes; y a Schimmelpenninenk, entonces embajador en París y,
después, gran pensionario de Holanda. En un esfuerzo, por parte de todos, de
entendimiento a favor de la paz entre las potencias europeas, el tratado se firmó en
Amiens el 25 de enero de 1802.
Cuando, después de despedirse de los negociadores, José volvió a París, el Primer
Cónsul estaba en la Ópera. Al darle directamente la noticia, su hermano lo hizo entrar
en su palco y lo presentó al público anunciándole la conclusión de la paz. La

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negociación llevada a cabo por José fue acogida de forma triunfal en todo el país. Por
fin se había producido la pacificación de Europa. Las felicitaciones a su «querido
José», por parte de Talleyrand, no tardaron en llegarle. «No es necesario que os diga
—le escribió— que nadie es más sensible que yo a la gloria que este acontecimiento
os da».
La alegría provocada por la noticia de la paz en su amiga Madame de Staël
tampoco se hizo esperar. «La paz con Inglaterra es la alegría del mundo —le escribió
—; la mía, para mí, es que la hayáis hecho vos, y que cada año tengáis una nueva
ocasión de hacerla amar y afirmar en toda la nación». «Habéis terminado —le decía
también, después de darle el nombre de Pacificador— la más importante negociación
de la historia de Francia».

Alteza imperial
La paz que José consiguió para Francia, y que tantas ilusiones despertó en toda
Europa, no resultó duradera. A partir de entonces fue cuando el Primer Cónsul, según
Talleyrand, abandonó el sentido de la «moderación» que había demostrado hasta ese
momento.
El Piamonte, que tenía que haberse restituido al rey de Cerdeña después de la paz
de Luneville, como acto de «prudentísima» política, fue incorporado a Francia. José,
lo mismo que el propio Talleyrand, hizo vanos esfuerzos por disuadir a su hermano.
Conquistado el Piamonte en 1796, Napoleón no dudó en hacer decretar por el Senado
su incorporación a Francia, «sin imaginar que alguien le pidiese explicaciones por
una violación tan monstruosa de lo que el derecho de gentes estipula como más
sagrado».
La locura de Napoleón fue compartida por su pueblo. El Primer Cónsul se
convenció completamente de que la vanidad era en Francia la «pasión nacional», y
supo aprovecharse de ella para llevar a cabo sus ambiciones. Ésta es la tesis de
Stendhal, para el que la nación se mostró también «perfectamente indiferente»
cuando Napoleón le quitó la libertad de prensa y la libertad individual. Lo demás
vendría por añadidura: la tiranía ejercida a favor del pueblo y del interés general, la
ordenación de las finanzas, la promulgación de los códigos, las obras de puentes y
caminos, la persecución de los enemigos, la guerra y el Imperio.
En todo este proceso, que fue tan rápido como el viento, José siempre estuvo al
lado de su hermano. Lo mismo que lo estuvieron tantos de sus incondicionales que,
con anterioridad, tantos gritos habían dado de «¡Viva la República!». El general
Lannes, que le había salvado la vida varias veces en Italia, le hizo una escena de
republicanismo. Pero todos aquellos gestos, como los que también le hizo su hermano
José, quedaron en nada.

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Un buen día, cuando él no lo esperaba, Napoleón sorprendió a su hermano José
ofreciéndole la corona de Lombardía. Le propuso colocarla en su cabeza con la
condición de pagar a Francia un subsidio anual de treinta millones, que irían
destinados al mantenimiento de un ejército de 30 000 hombres. El conde Melzi,
designado para tal misión por sus luces, su ilustre cuna y el respeto de sus
conciudadanos, fue expresamente a hablarle del asunto en Mortefontaine. Compartía
la voluntad de su hermano de hacerle rey.[244]
Bonaparte, nominalmente, era el presidente de la República italiana, que fue
solemnemente proclamada el 26 de enero de 1802, con aquel nombre que respondía a
las aspiraciones unitarias del movimiento patriótico. Francesco Melzi, monárquico y
moderado, pero al mismo tiempo fervoroso sostenedor de la solución unitaria, era el
vicepresidente. El conde era un encantador diplomático milanés, lingüista, gourmet y
gran amante de las artes, a quien algunos han querido presentar como un republicano
de extrema izquierda.[245] Él fue quien le dijo a José que su designación como rey
parecía cosa hecha.
Muchos años después, José todavía recordaba con detalle aquella tarde de
domingo en que Melzi, con profunda pena en su semblante, le habló de las
intenciones de su hermano. En su opinión, su decisión en favor de José estaba forzada
por el precedente de la renuncia que se le había exigido a Felipe V cuando heredó el
trono de España. Corrían los rumores, además, de que, según la Constitución, el que
aceptaba un empleo en país extranjero perdía la ciudadanía en Francia.
Todos éstos fueron argumentos expuestos para que José se resistiera a aceptar la
corona. En su encuentro de las Tullerías, Napoleón intentó convencerle en vano,
diciéndole lo que aquello significaba para la familia. Le dio, también, un obsequio de
200 000 francos. Pero José no aceptó. Para él era más importante ser nombrado
heredero de Napoleón que rey de Lombardía.
Napoleón, una y otra vez, le dijo que su deber era dedicarse por entero a Francia.
José le recordó, aparte del problema de la sucesión de la corona, que no podía eludir
el respaldo popular. Ante esta actitud, Napoleón no tuvo más remedio que tomar para
sí la corona, después de habérsela ofrecido también en vano a sus otros hermanos.
Aquélla fue la primera vez que quiso hacerle rey. Después lo haría de Nápoles y de
España.
La tesis de «la vanidad» fue tomada en consideración por Talleyrand para
explicar el ascenso vertiginoso de Napoleón hacia el Imperio. Con la creación de la
República italiana, Bonaparte había dado un paso muy importante en su política
imparable de futuras conquistas. Sin embargo, nada de ello retrasó la firma del
tratado de Amiens, puesta en manos de José.
No le bastó ser proclamado emperador de los franceses con el nombre de
Napoleón. Tampoco le bastó ser consagrado por el mismo Papa. Quiso ser rey de
Italia para unir los títulos de emperador y rey, como el jefe de la Casa de Austria. Se
hizo coronar en Milán. Y en lugar de tomar simplemente el nombre de rey de

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Lombardía, escogió el más ambicioso, y más alarmante, de rey de Italia, como si su
proyecto consistiera en someter toda Italia a su dominio. Un nuevo capítulo se abría
en la vida de José.

Desde el golpe del Dieciocho de Brumario de 1799 hasta el senadoconsulto del 28 de


floreal del año XII (18 de mayo de 1804), que confirió «el gobierno de la República a
un emperador hereditario», el papel de José Bonaparte fue teniendo cada vez mayor
significación. Al tiempo que las instituciones monárquicas progresaban a la sombra
de la República, se estaba organizando una guardia pretoriana. Las joyas de la corona
servían de ornamento a la espada del Primer Cónsul. En la forma de vestir, lo mismo
de él que de sus cortesanos, se advertía una mezcolanza rara entre el antiguo y nuevo
régimen. En este marco, José fue declarado heredero y sucesor de su hermano.[246]
Durante este tiempo, José desempeñó un papel fundamental en las antecámaras
del Primer Cónsul, mientras éste quería encumbrarlo a la presidencia del Senado, a lo
que se resistió, dada su «admirable» sencillez. José apelaba a la «amistad de
hermano» para que ni siquiera por parte de los senadores, con Lebrun a la cabeza, se
insistiera en proponerlo para el cargo, «que para mí es una cadena».
Todo esto sucedía en una época en que, según Madame de Staël, Bonaparte
seguía la regla de «tratar por igual a la derecha y a la izquierda», o, en otros términos,
de escoger alternativamente sus agentes entre los aristócratas y entre los jacobinos.
Según la hija del famoso Necker, el «partido intermedio», el de los «amigos de la
libertad», era el que menos le agradaba «porque se componía del corto número de
hombres que tenía en Francia opinión propia».
José, a diferencia de su hermano, tendrá en cuenta a este partido. Y no solamente
al partido francés, aunque para él a los hombres había que considerarlos en razón de
«sus sentimientos y sus acciones».
Después de haber conocido en Amiens a lord Cornwallis, él mismo hablará con
frecuencia a su hermano de los caracteres comparables que podía haber en Inglaterra
entre los miembros de la alta aristocracia inglesa. Todavía recordaba sus lecturas, en
los años de adolescencia, de Rousseau, cuando éste trazaba de lord Édouard todo un
modelo de ideal en su Eloísa. De igual forma, años después, el general Paoli, que
tanto tiempo vivió en Londres, queriendo disuadirles de volver a Francia, le hacía «un
pomposo elogio de los grandes señores ingleses de la Cámara Alta». Y exaltaba sus
«nobles y generosos temperamentos» en comparación con el de los cabecillas que
aún dominaban la Convención nacional.
A medida que pasaba el tiempo, y era mayor el engrandecimiento del Primer
Cónsul, la consideración de la familia Bonaparte fue en aumento. Los usos familiares

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fueron haciéndose cada vez más principescos. Cuando el nuevo ministro de Prusia
llegó a París, se llevó un buen chasco. Creyó que aún trataba con republicanos, y no
hizo más que repetir como un papagayo los principios filosóficos que había adquirido
en su trato con Federico II. Pero muy pronto se dio cuenta de que el terreno que
pisaba era ya distinto. Y no tuvo más remedio que apelar a su experiencia de viejo
cortesano.
Peor se sintió el embajador austriaco, que a la sazón, según el decir de Madame
de Staël, era un cortesano «de otra índole». Sorprendentemente para los usos
diplomáticos austriacos, menos formales, hasta el punto de que uno de los ayudantes
de Bonaparte se quejaría de la familiaridad de aquel embajador, porque le parecía mal
que, inmediatamente, estrechase la mano sin cumplidos. La Staël se lo encontró en
Mortefontaine después de la paz de Luneville, cuando acompañaba a José a visitar
sus jardines, «aún más jadeante que el duque de Maguncia cuando Enrique IV se
divertía haciéndole andar a pesar de su gordura».
Al embajador español tampoco nada de aquello le pasó desapercibido. Sobre todo
al venir de Italia, lugar en que todo se había «democratizado», con la excepción de
Parma —donde estuvo de plenipotenciario el propio José—, que mantuvo más
tiempo el «aparato de una monarquía en miniatura», con las armas y libreas de los
Borbones.[247] El español se dio cuenta de lo humillante que resultaba ver a un
general que venía a París, después de los trabajos de una campaña afanosa y
arriesgada, arrastrándose de antecámara en antecámara.
El experimentado embajador en la Corte de la República fue pronto sustituido por
«el pequeño Múzquiz», que se vio de embajador en París «de un salto, sin saber por
dónde le venía». Y, pocos días después, las autoridades de Madrid nombraron
simultáneamente embajador a Mazarredo. Cosa que Azara «ni entendió entonces, ni
ahora entiendo, ni creo que sea entendible». Lo que sí resultaba perfectamente
«entendible», como comprendió el embajador prusiano, es que la República se estaba
convirtiendo en un imperio.
Una transición en la que José va a pasar de ser un republicano convencido a un
monárquico. Sobre la metamorfosis experimentada en este sentido por su hermano
Napoleón, la propia Madame de Staël dirá que, hasta cuando estaba de pie, se
balanceaba «a la manera de los príncipes de la casa de Borbón», siendo ya más que
manifiesta su «vocación por la realeza».[248]
En este medio, el gran poder de José se asentaba en su ascendiente sobre su
hermano y lo que ello podía representar, pues todo el mundo sabía que «la gran
fuerza» de los jefes de Estado en Francia consistía «en la prodigiosa afición que hay a
los empleos, más buscados por vanidad que por lucro». Cada empleo, desde el más
alto al más bajo, tenía millares de aspirantes.[249] Y en ello José resultaba ser un
personaje fundamental en la Corte consular.
En su faceta inicial de «hacedor de reyes», José estuvo al lado de su hermano
desde el principio. Dado su conocimiento del estado de Parma, en el tratado de

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Lunéville con Austria (9 de febrero de 1801) él fue quien obtuvo la renuncia a su
principado por parte del gran duque de Toscana.[250] Naturalmente, ayudó a su
hermano en su objetivo de imponer su autoridad para deshacer y crear reinos y reyes.
Conocedor particular del territorio, José tuvo que aconsejar a su hermano cuando éste
lo ofreció a España, para que allí se instalaran en calidad de reyes los infantes Luis de
Parma y su esposa María Luisa. El nuevo reino recibió la denominación de Etruria,
dada la admiración que lo mismo José que su hermano tenían por la Antigüedad,
como aquél habría de poner de manifiesto durante su reinado posterior en Nápoles.
[251]
La creación del reino de Etruria fue presentada como un aspecto más de las
negociaciones sobre la cesión de Luisiana por España. La propia reina María Luisa,
esposa de Carlos IV y hermana del príncipe de Parma, no tuvo inconveniente en decir
con visible alborozo, cuando éste fue nombrado rey de Etruria: «Bonaparte se
encarga de dar a mis hijos pan que comer».[252] Sin embargo, la reina de España no se
dio cuenta de que, con aquella insólita ocurrencia de crear un rey, y un rey de la casa
de Borbón, concediéndole la Toscana Bonaparte se había convertido en un «hacedor
de reyes».

El tránsito de las «costumbres revolucionarias» a las «pretensiones monárquicas» fue


en Francia un «singular momento».[253] Al principio muchos de los viejos
republicanos no entendieron el cambio. Así se comprende que cuando, en la catedral
de París, se celebró el Te Deum, con la presencia de Napoleón y de su hermano José,
para celebrar el Concordato con la Santa Sede, en el acto hubo muchos generales y
oficiales que «de palabra, o por señales y demostraciones, se mofaban de la
ceremonia misma, a la que asistían contra su voluntad».
Pero el sentimiento fue cambiando con una rapidez inusitada. Aquel año se
celebró por última vez la fiesta del 14 de julio, aniversario de la Revolución. Una vez
más se ponía de manifiesto que la opinión podía formarse en poco tiempo, teniendo
de su parte la prensa, la propaganda, la fiesta o la misma pedagogía.
El cambio —la metamorfosis de aquella sociedad— lo ilustran perfectamente los
héroes de Balzac, cuando cada uno es conocido por un pasado, una ficha casi
policíaca, que demuestra las consecuencias de la censura en las estructuras más
íntimas de la vida de las gentes que vivieron aquella aventura.[254] Aunque la verdad
fue que muy pocos sintieron desprecio por aquel «pueblo pazguato que festejaba su
propio yugo». Hasta el punto de que los periódicos encargados de ensalzar las
dulzuras de la paz en la primavera de 1802 decían: «Nos acercamos al momento de la
anulación de la política».

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En su ficha correspondiente, José sería el «hermanísimo» por antonomasia. De la
misma manera, el general Leclerc, casado con la bellísima hermana Paulina, fue
llamado «nuestro cuñado» en el mismo decreto por el que Napoleón le colocaba al
frente de la expedición a Santo Domingo. Fue una denominación que, junto con el
uso del «nos» real, no les gustó nada a los disidentes de aquella política cada vez más
monárquica. Con la particularidad de que, también en aquella expedición a Santo
Domingo, José estuvo muy cerca de sus participantes. Él fue quien acogió a su
hermana, también contagiada por la fiebre tropical, en su casa parisina del faubourg
Saint Honoré, al regreso de la expedición, después de la muerte de su marido, el
general. Y en ella, igualmente, vio morir a su único hijo. En la ficha de Napoleón
estaba escrita la ambición máxima.[255] Siendo Primer Cónsul, cada paso que daba
anunciaba con creciente claridad sus proyectos insaciables. Proyectos para los que
pensaba constantemente en sus hermanos. Todos cuantos le rodeaban lo compartían
de alguna manera, porque en su vida casera se entregaba a veces hasta a diversiones
inocentes. Llegó a vérsele bailar con sus generales. Hasta se decía que en Múnich, en
el palacio de los reyes de Baviera, se vistió una noche con un traje español del
emperador Carlos V, bailando una antigua contradanza francesa llamada el monaco.
En 1802 se discutió el asunto de los príncipes hereditarios de Alemania. Una
negociación que se llevó a cabo en París y a la que tampoco debió ser ajena la figura
de José, dada su alta significación en el Estado. En aquella ocasión, según el
testimonio de Madame de Staël, tan amiga del propio José, llegó a verse a los grandes
señores de la feudal Germanía desplegar en París su ceremonial, cuyas fórmulas
obsequiosas agradaban al Primer Cónsul más que «la desenvoltura» de los franceses.
Con la particularidad de que pedían lo que les pertenecía «con un servilismo tal, que
debiera bastar para perder los derechos más evidentes, por el menosprecio que supone
de la autoridad de la justicia».

La paz de Amiens tuvo una corta vida. Rotas las relaciones por parte de Inglaterra,
unas relaciones imposibles, el embajador lord Whitworth, amigo de José, salió de
París el 12 de mayo de 1803. Entonces Napoleón declaró la guerra a Inglaterra (22 de
mayo), y respondió a los actos de agresión ya realizados con el arresto de todos los
ingleses que se encontraban en Francia. Su aversión a ellos era cada vez mayor, dada
la forma impune en que los periódicos ingleses le atacaban constantemente. Así que
cada vez que le llevaban una traducción de aquellos periódicos, el Primer Cónsul
tenía un altercado con lord Whitworth, quien le respondía que ni quiera el propio rey
de Inglaterra estaba libre de los sarcasmos de los periódicos.[256]

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Declarada la guerra, Napoleón ordenó a José que se dirigiese al campo de
Boulogne, con el designio de tomar el mando del Cuarto Regimiento de Línea, uno
de los «más renombrados» del ejército de Italia. Dado el temor por parte de su
hermano de que un atentado acabara con su vida, Napoleón estaba casi decidido a
nombrar a José como sucesor. Lo seguía pensando. Para ello, también quería que
fuera militar, razón por la cual lo nombró para ese destino. «Teniendo toda la
confianza en mi afecto fraterno y en el conocimiento perfecto que tenía de mi
carácter —dirá José años después en sus Memorias—, y en las opiniones y en los
instintos de toda mi vida, no temió nombrarme sucesor».
Mientras tanto, con su habilidad innata, Napoleón mandó un mensaje al Senado
por el que comunicaba que el senador José Bonaparte, gran oficial de la Legión de
Honor, le había manifestado su deseo de compartir los peligros del ejército acampado
en las costas de Boulogne, para «participar de su gloria». Por ello, el Primer Cónsul
lo recomendaba ante el Senado, después de haber prestado a la República tantos
servicios, «sea por la solidez de sus consejos en las circunstancias más graves, sea
por el saber, la habilidad, la destreza desplegada en las negociaciones sucesivas del
tratado de Mortefontaine, de Luneville y de Amiens». Con ello, decía la propuesta de
su hermano, el senador se hacía acreedor una vez más a la «estima de la nación».
En 1803 tuvo lugar en la familia un acontecimiento importante, el casamiento de
Paulina con el príncipe Camilo Borghese, príncipe de Sulmona, Rossaro, Vivaro,
duque de Ceri, barón Crapolatri…, uno de los hombres más ricos de Italia. José fue el
casamentero de su hermana, viuda del general Leclerc desde la expedición de Santo
Domingo, y huésped de su casa de París. Solicitada por numerosos pretendientes,
José quería un marido digno de su hermana, una de las mujeres más bellas de Francia
y luego de Italia, como bien lo atestiguarán los retratos de Canova. El príncipe era la
persona justa.[257] A José le encantó que el príncipe fuera un hombre de ideas
avanzadas, casi un jacobino confeso. Pero, sobre todo, lo que más le gustó a José era
que la familia ya contaba con un «príncipe real». La boda se celebró en la capilla de
Mortefontaine, el 28 de agosto de 1803.[258]
En otro orden de cosas, resulta interesante observar el trasfondo en el que se
produjo el nombramiento de coronel de José por parte del Senado. Detrás de ello
estaba Napoleón. En su respuesta a la propuesta del «ciudadano primer cónsul», el
Senado comunicó a éste su agradecimiento por la disponibilidad de su «ilustre»
hermano, el senador José Bonaparte. «Lo que las dinastías de los Valois y de los
Borbones —terminaba diciendo el escrito del Senado— no habían podido obtener en
el curso de varios siglos, os está reservado, ciudadano primer cónsul».
Ante el nuevo nombramiento militar, José no tendrá reparos en reconocer que él,
durante toda su vida, no había desempeñado más que funciones civiles, excepto
durante algunos meses en la campaña de Italia. Por ello no dejó de sentir «alguna
repugnancia» al verse nombrado coronel. Su civilismo —mucho más que su
antimilitarismo o su pacifismo era evidente. Pero una vez llegado al campo de

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operaciones no se encontró molesto. Es más, puso todo su empeño en aprender los
detalles del servicio necesarios bajo la experiencia y reputación de otros jefes. Poco
después, el Primer Cónsul pasó algún tiempo en el campo. Y su hermano no tardó en
seguirle a París, donde también José se vio implicado en el efecto de las
«maquinaciones siempre renacientes» de los enemigos interiores y exteriores de la
República.

Dado su ascendiente sobre su hermano en los asuntos de Estado, José Bonaparte se


vio implicado, muy a su pesar, en la política represiva de su hermano contra los jefes
del partido republicano y del partido monárquico, opuestos a la autoridad imperial.
Tales fueron los casos de las conspiraciones de Pichegru, Moreau o la pretendida del
duque de Enghien. Hechos todos que fueron determinantes en la proclamación del
Imperio. Según los enemigos de la causa bonapartista, la clave del asunto era muy
sencilla: había que atemorizar a los ciudadanos de la República con el peligro que
corrían sus intereses.
Una vez más la República, ya exangüe, apelaba al terror, como en los tiempos del
jacobinismo, con la psicosis de los complots. El Primer Cónsul era el primero en
sacar ventaja de aquel clima insoportable que, una vez más, hacía más necesaria su
autoridad inevitable. Y cuenta, naturalmente, con José, quien, a su lado, siguió siendo
fraternal consejero en aquellos días inciertos.
El primer caso estuvo protagonizado por el general Pichegru, viejo conocido de
los Bonaparte, que se había hecho monárquico, como lisa y llanamente antes había
sido republicano. El segundo caso fue el de Cadoudal, jefe de los asesinos
desembarcados en la Vendée, según la versión de José, que acababa de ser detenido
en el centro de París donde, bajo su dirección, se encontraban reunidos cerca de
cuatrocientos sicarios. Fue entonces cuando se arrestó a Pichegru. Como los detalles
de aquellos sucesos eran de sobra conocidos, José dirá tan sólo en sus Memorias lo
concerniente a su conocimiento personal de los acontecimientos.
Tantos años después, se acordaba perfectamente del día en que, encontrándose en
las Tullerías, llegó la noticia de la muerte de Pichegru. Fue por la mañana. Él estaba
en el gabinete de su hermano. Buscaba unos papeles que acostumbraba a poner en
varias carpetas que él dejaba sobre una mesa colocada delante de un canapé sobre el
que estaba sentado, teniendo enfrente la mesa sobre la que escribía Napoleón, y a su
izquierda la gran ventana que daba sobre el jardín del palacio. Era en la esquina de
aquella ventana donde, en aquel momento, se encontraba su hermano. Entonces se
anunció la llegada del general Savary, que informó sobre la muerte «voluntaria» de
Pichegru en la prisión del Temple.

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Después se produjo el proceso del general Moreau, con quien José había
mantenido tan buenas relaciones. Vencedor de los austriacos en la batalla de
Hohenlinden (3 de diciembre de 1800), su éxito fue tan grande que casi llegó a
eclipsar las victorias de Bonaparte en Italia. Razón por la cual éste siempre le tuvo
animadversión, toda vez que al propio general Leclerc, cuñado de los Bonaparte,
solía decirle sin ambages que mientras la guerra que él hacía en Alemania era una
guerra «sabia», la de Napoleón en Italia parecía más bien una «guerra de colegiales».
Eludiendo la más insignificante culpa en el proceso, José tan sólo dice lo que, según
él, informaron los periódicos de la época, que nadie tuvo interés en sustraer a Moreau
de los tribunales que lo relacionaban con aquellos conspiradores.[259]
José nos dice, sin embargo, que cuando el general Moreau fue detenido su mujer
—que por su condición de criolla detestaba a Josefina tanto como su marido podía
detestar a Napoleón—, le escribió implorándole su ayuda. Según José, él hizo cuanto
pudo por responder a su confianza y mitigar la suerte del prisionero. Pudo influir en
su hermano para que, a pesar de su contrariedad, lo condenara a vender sus bienes y a
abandonar Francia.
Indultado, no sin la influencia de José, el general se retiró a Estados Unidos, en
medio de una profunda admiración —cuando pasó ante la flota inglesa, los navíos le
saludaron como si hubiese sido el jefe de un ejército aliado—. Gracias a José
sabemos que su casa fue comprada por Napoleón por 400 000 francos, y su tierra de
Gresbois por más de un millón. La casa le fue cedida, por voluntad de Napoleón, al
general Berthier, mientras que la finca se le concedió al cuñado de los Bonaparte,
general Bernadotte. Por una carta de su amigo el coronel corso Horacio Sebastiani,
José se enteraría después de que en la conspiración de Moreau, que fue una realidad,
hubo agentes infiltrados en el Consejo de Estado, en todos los ministerios e incluso
en la propia casa del Primer Cónsul.
Mucha mayor enjundia tuvo la ejecución del duque de Enghien. Una auténtica
«catástrofe», según el decir de José, que conmovió a la opinión nacional francesa. De
ella José dará más detalles personales. Cuando el duque llegó al castillo de
Vincennes, él se encontraba en su finca de Mortefontaine. Fue llamado con urgencia a
la Malmaison. Apenas llegó al patio, su cuñada Josefina se fue a su encuentro, toda
conmovida, para anunciarle el acontecimiento del día. Napoleón había consultado
con Cambacérés y Berthier, que eran favorables al príncipe. Pero Josefina
desconfiaba de Talleyrand,[260] que en aquellos momentos se hallaba paseando por el
parque con Napoleón. «Daos prisa en interrumpir esta larga entrevista —le dijo
Josefina a José—; este cojo me hace temblar». Enemigo acérrimo de los Borbones,
tenía informado a Napoleón hasta del número de miembros de la familia existentes en
Europa.[261]
Al verle, Napoleón despidió a Talleyrand[262] y llamó a José. Le mostró su
extrañeza ante la extrema diversidad de opiniones de las dos últimas personas que
acababa de consultar, y le pidió la suya. Intercediendo en su favor, José recordó a su

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hermano la circunstancia de haber entrado en el cuerpo de artillería, a consecuencia
de los ánimos que le había dado el príncipe Condé, abuelo del acusado, de abrazar la
carrera militar, con ocasión de su visita en 1783 al colegio de Autun, por donde pasó
para ir a Dijon, donde era gobernador. José todavía se acordaba de memoria de los
versos compuestos a tal efecto por el abate Simon, que volvió a recitar ante su
hermano. «¿Quién nos hubiera dicho entonces —dirá José en sus Memorias— que
tendríamos que discutir sobre la muerte del nieto del príncipe?».
Según la versión de José, los párpados de Napoleón se humedecieron. Y le dijo,
«con el movimiento nervioso que acompañaba siempre en él un pensamiento
generoso»: «Su gracia está en mi corazón, porque puedo hacerla. Pero esto no es
bastante para mí. Yo quiero que el nieto del gran Condé sirva en nuestros ejércitos.
Me siento con fuerza para ello». Aquella noche, Madame de Rémusat, jugando al
ajedrez en la Malmaison con el Primer Cónsul, le oyó también murmurar algunos
versos sobre la clemencia de Augusto, y creyó que el príncipe estaba salvado.[263]
Después de esta entrevista, José se volvió a Mortefontaine totalmente seguro de
que la vida del joven Condé estaba fuera de peligro. Tenía entonces de invitada a su
casa a Madame de Staël, que estaba acompañada de Mathieu de Montmorency. Al
asegurarles a sus invitados la intención de su hermano de conceder la gracia al
descendiente del duque, la Staël replicó: «¡Tanto mejor, porque si fuera de otra
manera, no veríamos más aquí a Mathieu!». Todos los invitados en Mortefontaine —
Tonnerre, Roederer, Freville, Girardin, Jaucourt[264] y Bouchard— discutieron
acaloradamente la cuestión, que tanta trascendencia habría de tener en el gobierno de
Napoleón.
Al día siguiente, al volver de nuevo a la Malmaison, José se enteró de que el
duque había sido ejecutado. Era el 30 de ventoso del año XII (21 de marzo de 1804).
Se decía que el duque de Rovigo fue el encargado de la ejecución. En el palacio
encontró a Napoleón furioso contra el conde Réal, a quien le reprochaba haber
empleado en su gobierno hombres demasiado comprometidos en los grandes
crímenes de la Revolución, pues a él se le atribuía la responsabilidad de haber
estrangulado a Pichegru en su celda.
Comoquiera que fuese, el duque de Enghien, el nieto del príncipe Condé, había
sido ejecutado antes incluso de que la orden para hacerlo le hubiera llegado. Parecía
como si Réal hubiera actuado por su cuenta, dando rienda suelta a su «pasión
revolucionaria». Y, por tanto, faltando a sus obligaciones. Al final José terminó
convenciéndose de la «extraña fatalidad» con la que se sucedieron los hechos. El
mismo Fouché censuró lo ocurrido. Acuñó la famosa frase de: «Eso es peor que un
crimen; es un error».[265]
Muchos años después, en Estados Unidos, José Bonaparte pudo tener más
detalles de la muerte del duque por el mismo conde Réal. Fue en 1825, en Nueva
York, en Washington Hall, cuando ambos personajes —José y Réal— se encontraron
con Ray de Chaumont, un gran propietario que les había vendido tierras a los dos. Y

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aquél le contó lo sucedido. Como jefe de la policía de la zona de Vincennes, fue a él,
efectivamente, a quien le llegó durante la noche el despacho con la notificación de la
condena del príncipe. Pero no leyó el nuevo que le llegó después, que fue colocado
por un guardia sobre su chimenea, mientras dormía. Cuando quiso confirmarlo,
yendo incluso a la Malmaison, ya era tarde.
La versión de los hechos sobre la ejecución del duque de Enghien fue repetida
muchas veces, según José, en su finca de Pointe-Breeze, ante James Carret, Charles y
Henry Lallemand, el capitán Sari, el juez Hopkinson, Duponceau, Félix Lacoste,
Tancredo padre o los hermanos Peugnet. Tras la muerte del conde Réal, José seguía
esperando que su mujer, la condesa Lacuée, y su hija, cuando publicaran las
memorias de aquél, darían las pruebas definitivas de su versión.[266]
La ejecución del duque tuvo grandes consecuencias. La indignación fue general.
Según sus adversarios, pareció que la opinión pública revivía en Francia. El Primer
Cónsul estuvo unos días bastante intranquilo. Lo mismo que lo estuvo su hermano
José, que tantos años después todavía seguía preocupado por el asunto. En la familia
exiliada de los Borbones el golpe dejó profunda huella. Luis XVIII devolvió al rey de
España la Orden del Toisón de Oro con la que Bonaparte acababa de ser
condecorado. Pero la «razón de Estado» —a la que tanto le gustaba aludir hasta
cuando hablaba con su hermano de las tragedias de Corneille— se imponía.
Napoleón no dejó de rentabilizar a su favor la muerte del duque. Había que evitar
a todo trance los desmanes de la revolución o de la contrarrevolución. El mismo día
de la ejecución fue promulgado el Código Civil de los franceses, más tarde Código de
Napoleón. Maquiavélicamente, según la razón de Estado, la República tan sólo podía
continuar convirtiéndose en una monarquía.
Cuando ocurrió la ejecución del duque de Enghien, las formas republicanas
todavía existían. Se seguía empleando el nombre de ciudadano. Se contaba el tiempo
por el calendario republicano. Pero con la aparición de aquellos complots, en todos
los cuales las autoridades napoleónicas mezclaban a ingleses y Borbones, la
República tenía ya sus días contados. La reanudación de la guerra con Inglaterra en
1803, y el complot anglorrealista del año XI facilitaron a Bonaparte la creación de su
monarquía.
Cuarenta días después de la ejecución de Enghien y de la promulgación del nuevo
Código, un miembro del Tribunado, llamado Curée y poco conocido, propuso el 30
de abril de 1804 la moción de elevar a Bonaparte al poder supremo de emperador, en
agradecimiento a su defensa de la libertad. «El siglo de Bonaparte —dijo— se
encuentra en su cuarto año; la nación quiere que un jefe tan ilustre vele por su
destino». La proposición del Tribunado fue aceptada por el Senado, al que pertenecía
su hermano José. Y el Senado la transformó en decreto, proponiendo a Napoleón
como emperador de los franceses.
Aparentemente, Bonaparte, a diferencia de César o de Oliver Cromwell, se vio
convertido en emperador sin esfuerzo alguno, casi sin habérselo propuesto. Pero el

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movimiento subterráneo para ello debió ser extraordinario. José, aunque no lo
conozcamos, debió desempeñar un papel importante bajo cuerda, lo mismo que lo
desempeñó el Dieciocho de Brumario. Pero no quiso nunca decir nada de ello. Años
después no era oportuno reivindicarlo. Era mucho más correcto haber sido elegido
directamente emperador por el pueblo.
Durante aquellos días, la agitación en los salones fue extrema. Pero la verdad fue
que el país no dudó en jugar la carta de Bonaparte. Muchos eran los hombres, como
era el caso de su hermano, que le debían los puestos que ocupaban. Por ello, aquellos
hombres, al frente de la nación, se apiñaron en torno a su jefe. Así fue como
Napoleón se convirtió en emperador, y su hermano en «Alteza Imperial». En un
momento, además, en que José habría de convertirse en la figura más destacada,
después de la de su hermano, en lo que alguien ha considerado como «una verdadera
internacional bonapartista».[267]

Rey
El Primer Cónsul, ahora vitalicio, que actuaba en la práctica como un monarca
absoluto, no necesitó un nuevo Brumario para llegar al Imperio. El 10 de floreal del
año XII (30 de abril de 1804), el Tribunado pidió que se elevase al Senado «un deseo
que es el de toda la nación:
»Que Napoleón Bonaparte, actualmente primer cónsul, sea declarado emperador,
y, en calidad de tal, se le encomiende el gobierno de la República francesa.
»Que la dignidad imperial sea declarada hereditaria en su familia».
Días después se aprobaba la Constitución del Año XII, que establecía el nuevo
régimen, el Imperio. El artículo 1 de la Constitución decía: «El gobierno de la
República se concede a un emperador, que toma el título de emperador de todos los
franceses». El título fue escogido frente al de rey para de esta forma evitar la
susceptibilidad de los republicanos. Y porque, evidentemente, seducía al propio
Napoleón, que de esta forma sobrepasaba en su omnipotencia a los reyes de Francia,
entroncando con la propia idea imperial de Carlomagno.
En el nuevo organigrama, su alteza imperial José Bonaparte ocupará en la línea
sucesoria, a falta de descendencia de su hermano, el primer lugar. «La dignidad
imperial —decía el artículo 2 de la Constitución— es hereditaria en la descendencia
directa, natural y legítima de Napoleón Bonaparte, de varón a varón».[268] A falta de
ésta, el primogénito de los hermanos se convirtió en el personaje más importante y de
mayor rango de todo el Imperio.
La cuestión de la sucesión preocupó obsesivamente a José desde que en agosto de
1802 Napoleón fue proclamado cónsul vitalicio, con poderes del Senado para
nombrar su propio sucesor. Su hermano no tenía hijos. Y Julia esperaba familia

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mientras todo el clan Bonaparte esperaba con impaciencia conocer si esta vez José
tendría un hijo o una hija. Si José tenía un varón, era seguro que, al ser él el
primogénito, Napoleón le reconocería como su heredero en lugar del pequeño Carlos
Napoleón, hijo de su hermano Luis y de su sobrina Hortensia. En este caso, José se
convertiría en el «delfín» de Francia.
Las cosas, sin embargo, no sucedieron así. El 31 de octubre de 1802, Julia dio a
luz a una nueva hija, Carlota. Napoleón le escribió maliciosamente: «Mis
felicitaciones para Madame Joseph. Hace hijas tan bellas que esto le recompensará de
no tener un hijo». El cumplido no podía ser más irónico, porque dos de las «bellas
hijas» de su hermano José murieron en plena infancia. La cuestión de la sucesión
siguió obsesionando a José. Su conducta posterior demostrará claramente que no
buscaba la sucesión para hacerse rey o emperador. Porque, igualmente, cuando su
hermano murió en Santa Helena, en los años más duros de la familia, seguía
defendiendo su condición de sucesor de Napoleón.
Éste fue el asunto que más enfrentó a los hermanos. Entonces pensaba que si
Napoleón moría o era asesinado sin haberle designado como heredero, ello supondría
la restauración de los Borbones, o lo que podría ser peor, la vuelta al Terror y el fin de
la familia Bonaparte. Una y otra vez habría de exponerle a su hermano que si no lo
nombraba heredero, rechazaría el rango de príncipe. Por esta razón, más tarde, le
desaconsejaría la coronación de Josefina.
El emperador, no sabiendo cómo vencer su resistencia, llamó a Roederer, que
había sido el encargado del informe al Senado sobre la herencia imperial, y que era
buen amigo de José. Le hizo ver, en medio de toda una sarta de improperios contra él,
la cerrazón de su actitud.[269] Por este motivo, los enfrentamientos con su hermano se
hicieron frecuentes, aunque los enfados entre ellos fueron de corta duración. Cierto
que su comportamiento le exasperaba, pero, como diría Luciano, José le quería y le
admiraba mucho más de lo que podía imaginar.
Una vez proclamado el Imperio, José será declarado, a pesar de todas aquellas
contrariedades, príncipe y Alteza Imperial. Todas las instituciones del Estado le
rindieron homenaje el 8 de agosto de 1804: el Senado, el Cuerpo legislativo, el
Tribunado. José los recibió en su propio palacio de París, el Hótel Marbeuf, dado que
el Palacio de Luxemburgo aún no estaba dignamente amueblado para su Alteza
Imperial.
François de Neufcháteau, viejo republicano y anterior miembro del Directorio,
habló en representación del Senado. «Todos nosotros —dijo en su discurso—
conocemos el amor a la sencillez de su Real Alteza». En nombre del cuerpo
legislativo habló su amigo Fontanes, quien elogió en José «el arte de vencer y el arte
de gobernar, el talento para las negociaciones y el de la elocuencia, el brillo del
heroísmo, las gracias del espíritu y el encanto de la bondad».
Por un senadoconsulto, fue nombrado el primero en la «dignidad imperial», lo
que lo convirtió, naturalmente, en el primero de los dignatarios imperiales. Título que

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le suponía unos ingresos de un millón de francos al año. También recibió, con
carácter de inamovible, la dignidad de Gran Elector del Imperio con un sueldo de
333 333 francos anuales. Aceptó como residencia oficial, verdaderamente suntuosa,
el Palacio de Luxemburgo, pues el emperador era de la opinión de que su familia
debía habitar casas en consonancia con su rango real.
José Bonaparte se convirtió oficialmente en el personaje más importante del
Imperio después de su hermano. Una consideración sobre la que pesaban, además,
según la costumbre corsa, los derechos sagrados del primogénito. Mientras, en las
páginas del Almanaque Imperial aparecían centenares de títulos de barón, conde o
duque. En diez años, de 1805 a 1815, cerca de mil generales fueron ennoblecidos.
Incluso se constituyeron verdaderas dinastías en el círculo de algunos mariscales,
como fue el caso de Berthier, con dos hermanos generales y un sobrino ayuda de
campo. Sus mismas fortunas superaron a las de la antigua nobleza del faubourg Saint
Germain. Pero José Bonaparte era ¡Su Alteza Imperial![270]
Esto le costó a José la pérdida de algunas de sus amistades. Su amiga Madame de
Staël dejó de buscar su favor, aunque en el exilio siguió teniendo de él una idea
benigna y compasiva. Lo mismo que ocurrió con La Fayette, que poco tiempo atrás
había querido casar a su hija con el propio Luciano Bonaparte. Uno y otro no se
volverán a ver hasta su encuentro posterior en Estados Unidos cuando, en su viaje por
este país, en 1824-1825, el general fue acogido triunfalmente y celebrado en todos los
estados de la Unión como el veterano de la Guerra de la Independencia.

José se encontraba en los campos de Boulogne cuando tuvo lugar el recuento de los
votos que fundaban la dinastía imperial. En los registros abiertos para votar el
Imperio se contaron como sufragios favorables hasta las abstenciones.[271] Éstos
fueron presentados al emperador por el Senado, presidido por el archicanciller
Cambacérés, personaje que seguirá ejerciendo una influencia extraordinaria sobre la
misma familia Bonaparte. Con un tren de vida fastuoso —presumía de tener la mejor
mesa de todo París—, el emperador le encargó una cierta tutela sobre José, Luis y
Jerónimo. Su influencia llegó a ser tal, debido a sus conocimientos jurídicos, a su
prestancia majestuosa y a su gusto por el fasto, que algún contemporáneo lo
consideró como una especie de viceemperador.[272]
José se perdió este acto en el Senado. Lo mismo que se perdió la distribución de
las águilas que se llevó a cabo en los Inválidos durante su ausencia. El 14 de mayo de
1804 fueron nombrados 18 mariscales. Sin embargo, estuvo al lado del emperador
cuando éste, en julio de 1804, volvió al campo de Boulogne, donde se celebró una
«gran» distribución de condecoraciones de la nueva orden. El ministro de la Marina,

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Decrés, estuvo con José. Según éste, se metió con el caballo en el agua para dar las
órdenes a sus hombres más directamente. Allí se enteró también de que el almirante
Villeneuve, bloqueado en El Ferrol por los ingleses, tuvo que volver sobre la plaza
española después de haber intentado salir. No mucho tiempo después este almirante
será el gran responsable de la derrota franco-española de Trafalgar frente a Nelson.
Las tropas concentradas en Boulogne para la pretendida invasión de Inglaterra, en
cuyos planes figuraba José, recibieron entonces órdenes de marchar con dirección a
Alemania. Los austriacos habían comenzado las hostilidades, entrando en Baviera y
expulsando de sus estados a su soberano, «nuestro» aliado. Las órdenes del
emperador llevaron a José a París, donde se le encargaron «las funciones más
importantes».
José recordará que esta campaña —el año en que tuvo lugar la «crisis financiera»
de la banca de Francia, que tanto alarmó al pueblo de París terminó con el triunfo de
Austerlitz. Fue el general Lannes quien llegó con la noticia de la victoria, justo
cuando José iba en su coche en busca de su hermano. Así, hicieron el viaje juntos,
siendo testigo de la alegría pública de la que dio cuenta al volver al cuartel general de
su hermano.
En la organización del palacio imperial, José está en el vértice de la nueva
aristocracia. Su papel en el protocolo naciente es el más distinguido. Como Gran
Elector, es el primero de las seis grandes dignidades imperiales, a saber: el Gran
Elector, el Gran Canciller del Imperio (Cambacérés), el Gran Canciller del Estado
(Eugenio de Beauharnais), el Gran Tesorero (Lebrun), el Condestable (Luis
Bonaparte), y el Gran Almirante (Murat). Títulos todos ellos procedentes de una
singular amalgama de los altos cargos del Sacro Imperio Romano con los de la
antigua Monarquía francesa.[273] La nueva etiqueta, en la que José se encontraría
como pez en agua, quedó re guiada por un decreto del 24 de mesidor de este mismo
año (13 de julio de 1804). «Se necesita este tipo de cosas», declaró su hermano.
También organizó su casa de acuerdo con el nuevo protocolo. Pero lo hizo con
personal de su propia elección. Así, como dama de honor para su esposa Julia,
nombró a Madame Luisa de Girardin, una señora divorciada y de ideas liberales
avanzadas, el tipo de mujer que más detestaba su hermano. Como camareras de honor
nombró a la mujer del conde de Mélito, entre otras, todas ellas procedentes de la
burguesía. Su primer gentilhombre de cámara fue su viejo amigo Jaucourt quien,
aunque fue un verdadero marqués de la vieille noblesse, con anterioridad había sido
jacobino. De religión protestante, recientemente se había casado con su amante, la
duquesa de la Chátre.
El segundo será otro viejo amigo, el general Mathieu Dumas, de origen noble,
que había luchado en la guerra de Estados Unidos y fue ayudante de campo de La
Fayette. Diputado en la Legislativa, volvió a Francia después del Terror. Bien
conocido por sus ideas liberales, y anterior consejero de Estado, acompañaría después
a José a Nápoles y a España como ministro de la Guerra. Como caballerizos escogió

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a su íntimo amigo Stanislas de Girardin, antiguo jacobino, y a dos bien conocidos
liberales, los coroneles Cavaignac y Lafon-Blaniac, gascones los dos, recomendados
por Murat.
Estos nombramientos provocaron una fuerte disputa entre los dos hermanos. Tan
fuerte en esta ocasión, que José amenazó a Napoleón con dimitir de todas sus
funciones y retirarse a Alemania. Según se dijo, Napoleón estuvo sin dormir seis días
a consecuencia de la querella con su hermano. Mientras los reyes de Europa se
dirigían a Napoleón como «hermanos», allí estaba José, que pasaba su tiempo
escribiendo «cartas filosóficas a Regnaud y a Jourdan. ¡A Jourdan!». Cartas escritas
como por un nuevo Prince Égalité! Era evidente que el emperador trataba de apartar a
su hermano de sus ideas republicanas y convertirlo al sistema imperial. Ya se había
atraído a muchos viejos republicanos, concediéndoles la Legión de Honor o
nombrándoles mariscales. Pero, al parecer, José se resistía.
Causa sorpresa que en sus fragmentos de memorias José no diga una palabra de
su significación en el protocolo imperial, y que tampoco hable de un acontecimiento
fundamental, en el que podía haber desempeñado un papel igualmente relevante: la
coronación de su hermano. El acto por el cual, según el decir de Alejandro Dumas,
«la Revolución se hizo hombre».[274] Las diferencias con él se lo impidieron. Incluso
se habló de que amenazó a su hermano con no asistir a la coronación, dada su firme
oposición a que Josefina fuera coronada. Pero por otra parte también está el hecho de
que escribir sobre ello tantos años después, y en Estados Unidos, tampoco debía
resultar políticamente correcto.
La coronación quedó inmortalizada para siempre en el grandioso cuadro que pintó
David con fidelidad fotográfica —no exenta, por cierto, de inexactitudes—, que se
encuentra en el Louvre. Allí está José en primer plano, en su condición de Gran
Elector, junto a su hermano Luis, Gran Condestable. En destacada posición, su esposa
Julia Clary es la primera de las damas que, acompañada de sus hermanas Elisa,
Paulina y Carolina, se halla representada más cerca del acto de la coronación.[275]
No tiene nada de particular que José supervisara, aunque fuese a regañadientes, el
ceremonial, que fue cuidadosamente estudiado por Portalis, eminente jurisconsulto de
la Provenza, francmasón como José, y el alma del Concordato desde el punto de vista
técnico. Sería, con Napoleón, ministro de Cultos en la extinta República.[276]
A pesar de las disputas de aquel entonces con su hermano, el 2 de diciembre de
1804 —el de la coronación— debió ser inolvidable en la vida de José Bonaparte, no
obstante las ausencias en el acto de su madre y sus hermanos Luciano y Jerónimo.
Aquel día la ciudad amaneció con un resplandeciente sol de otoño. A las diez de la
mañana salió de las Tullerías el cortejo imperial. Abría la marcha su cuñado Murat,
gobernador de París y, más tarde, su sucesor como rey de Nápoles. Como Gran
Elector, José fue protagonista de la ceremonia. Estaba en el centro del cortejo, en la
misma gran carroza donde iban Napoleón y Josefina.

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En una ceremonia como aquélla, mitad civil mitad religiosa, su protagonismo
debió ser mayor ante la presencia del papa Chiaramonti, Pío VII, «hombre sin color
decidido, pero que, por lo mismo, era susceptible de todo», según opinión del
embajador español.[277] José, ceremonioso como él solo, sabía la trascendencia que
tenía en un acto como aquél la presencia del Papa. Seguramente estaba al tanto de la
orden que semanas antes su hermano les había dado a sus delegados para su estancia
en París: «Tratad al Papa como si tuviese doscientos mil hombres».[278]
El 5 de frimario (27 de noviembre), asistió en Fontainebleau a una cena dada en
honor de Pío VII, al día siguiente de la llegada de Su Santidad. Julia y el tío Fesch, el
cardenal, estuvieron presentes en el banquete que el Papa declinó atender. Dada la
ausencia del protocolo vaticano, y las circunstancias de su viaje a París, el Pontífice
se sintió incómodo. Y nadie como el gentil José para dulcificar la tensión.
Después de su embajada en Roma, José había sido quien había firmado el
Concordato con los representantes de la Santa Sede.[279] Era el único que conocía
personalmente a todos los cardenales del Papa allí presentes: Pacca, Caprara o
Braschi, aparte de su tío el cardenal Fesch (todos ellos pintados en el retrato de grupo
realizado por David). De todos los asistentes a la coronación, José era, sin duda,
quien mejor conocía Italia[280] y quien mejor hablaba italiano.[281] La duquesa de
Abrantes, amiga de José y presente en la ceremonia, quedó, por cierto, impresionada
con la entrada del Pontífice en la catedral, «majestuosa y humilde a la vez».[282]
Los testimonios documentales y gráficos del acto de la coronación son
numerosos. Isabey y David reflejaron perfectamente, dentro de la mayor fastuosidad
imaginable, el prosaico mundo de los advenedizos que constituyeron la Corte
imperial, empezando por la propia familia del emperador, todos ellos promovidos a la
aristocracia desde la nada. Con objetividad fotográfica, David representará toda la
nueva Corte, desde los cónsules Cambacérés y Lebrun a los mariscales Berthier,
Bernadotte, Murat, Sérurier, Moncey, Bessiéres, Duroc, Lefebvre o Perignon, hasta
Talleyrand, Coulaincourt, Ségur o el príncipe de Beauharnais.
Todos ellos son hombres y mujeres de la Corte que aparecen representados con
sus rostros vulgares, como provenientes del pueblo a pesar del peso, casi
caricaturesco, de las levitas de brocado y de los sombreros de plumas. Los trajes
usados por los cortesanos eran suntuosos —según los cálculos de Masson, sólo en
trajes, entre 1804 y 1809, la emperatriz Josefina gastó 6 647 580 francos—. El
momento —el tiempo imperial— está representado con la máxima suntuosidad. A
pesar de todo, los dos hermanos no se olvidaron de sus orígenes, pues Napoleón dijo
a José en momentos tan solemnes como aquellos: «José! ¡Si nuestro padre nos
viera!».[283] Dentro de este nuevo «tiempo» que comenzaba, José se encontraba a
sólo un paso de ser nombrado rey.

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IV
REY DE NÁPOLES

En enero de 1805 Napoleón ofreció a su hermano José la corona de Lombardía,


aumentada con los territorios de Parma, Placencia y Guastalla. José se tomó varios
días para pensarlo. Y al final no aceptó la corona. De nada le valieron las presiones de
Talleyrand o de sus amigos, algunos de ellos buenos conocedores de la realidad
italiana.[284] Eran unos tiempos, por supuesto, en que el sueño de la República se
había transformado de forma radical.[285] Hasta su amigo Roederer, entusiasta
republicano de otro tiempo, trató de convencerle de las ventajas de «reinar en un país
hermosísimo del que hablaba la lengua y donde sería fácil hacer mucho bien» (27 de
enero de 1805). Pero, sorprendentemente, el bueno de José tenía otros sueños. Pues
por nada del mundo quería renunciar a los derechos sucesorios al trono imperial. El
republicano no se conformaba con ser rey. ¡Quería ser emperador![286]
Un año después, sin embargo, aceptó la corona de Nápoles. Desde Múnich,
primero, Napoleón le comunicó que tenía la intención de apoderarse de aquel reino.
Después, desde Stuttgart, donde se encontraba en aquellos momentos, le hizo saber su
intención de hacerlo rey de Nápoles. Al no recibir contestación, ordenó a Miot de
Mélito que se reuniera con José y le hiciera saber su nombramiento de rey. «Decidle
—le dijo— que lo hago rey de Nápoles, que sigue siendo Gran Elector y que nada
cambia en cuanto a sus relaciones con Francia. Pero decidle claramente que a la
menor vacilación, a la menor incertidumbre, lo perderá totalmente». La respuesta de
José a su hermano llegó al día siguiente: «Haced lo que mejor os parezca y disponed
de mí como lo estiméis más conveniente para vos y para el Estado».[287]
José Bonaparte, siguiendo las órdenes de su hermano, dejó París para dirigirse
una vez más a Italia. El Monte Cenis, escenario de su novela Moina, bloqueado en
aquellas fechas por las nieves, retrasó su marcha. El 18 de enero de 1806 se
encontraba en Turín. El 23 llegó a Roma.[288] Y el 15 de febrero de 1806 entró
triunfantemente en Nápoles. El pueblo lo recibió como el libertador del gobierno
despótico de los Borbones.[289] Lo mismo que acogió, años atrás, a Carlos III. La
historia parecía repetirse cuando muchos espíritus cultos, altos funcionarios, prelados
y militares recibieron al nuevo rey como «la condición necesaria para el renacimiento
de un estado nacional con vida propia, con todas las ilusiones y toda la retórica que
iban ligadas a tales aspiraciones».[290]
Así fue como, de improviso, José Bonaparte se vio convertido en rey. Esta vez de
Nápoles. Después, de España. Por ironía de la historia, los últimos reyes de España
habían iniciado también su andadura en Nápoles. Fundamental fue para Carlos III,
por ejemplo, su experiencia napolitana de veinticinco años.[291] Muchos años
después, todavía se recordaba el día que llegó el correo con los despachos de Madrid

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en que se le comunicaba la muerte de su hermano, así como el día que llegó a
Nápoles la escuadra española, que fue a buscar a Sus Majestades y su real familia.
[292]
En Nápoles nació su hijo, el futuro rey de España Carlos IV, que pasó allí los
primeros años de su infancia. Lo mismo que el hermano de éste, el infante don
Antonio de Borbón —nacido en Nápoles en 1755—, que, cuando Fernando VII fue
conducido a Bayona para abdicar la corona que recibió José, fue nombrado presidente
de la junta Suprema.[293] De allí, igualmente, partió José Bonaparte hacia su nuevo
destino dos años después para hacerse cargo de la corona de España.
En Nápoles, además, José aprendió a ser rey. Llevó a cabo su propia política, sin
perder del todo su anterior conciencia republicana.[294] Su experiencia le serviría
después para España. Los dos reinos tenían muchas semejanzas. Las clases
privilegiadas constituían el primer obstáculo que había que remover. Aunque en el
caso de Nápoles, un millar de señores, muchos de los cuales actuaban como
auténticos bandoleros, tenían tiranizada a la mitad de la población campesina, podía
contar con no pocos nobles y notables, y buena parte de la élite afrancesada.[295] La
Iglesia era igualmente rica y poderosa. El ambiente intelectual era también limitado.
Lo mucho que había por hacer lo mismo en un reino que en otro era, en buena
medida, comparable.[296]
En realidad el nuevo rey tendrá que enfrentarse, prácticamente, a las mismas
cuestiones que el secretario de Estado napolitano Bernardo Tanucci había planteado
al propio Carlos III cuando dejó de ser rey de Nápoles, en materia de nombramientos,
administración de justicia, ejército, abastecimiento del pueblo en momentos de
carestía, salarios y pensiones, política eclesiástica, e incluso en la marcha de las
excavaciones que se estaban realizando en Herculano y Pompeya.[297] El paralelismo
resultaba sorprendente.
Cuando se encontraba ya en Nápoles, alejado de su hermano, de París y de la
Corte imperial, José siguió estando, sin embargo, presente en el centro del Imperio.
No fue marginado ni relegado al exilio. Su nombramiento de rey aumentó su
prestigio y consideración. Después del fracaso de su hermano en la batalla de Eylau
el 8 de febrero de 1807, que puso en peligro la vida del emperador, Talleyrand
planteó en círculos íntimos la cuestión de qué hubiera pasado si Napoleón hubiera
muerto. O qué pasaría si muriera.[298]
Para el ministro, nombrado por entonces vice Gran Elector y príncipe de
Benevento,[299] la solución estaba clara: «Habría que nombrar a José como sucesor,
apresurándose a anunciar a Europa que Francia se reducía inmediatamente y sin
reservas a la frontera del Rin». A José habría que enviarle, por consiguiente, la noticia
de su advenimiento al Imperio. Por esta razón, el ministro, que tenía excelentes
relaciones con José, tuvo continuamente un correo dispuesto para partir hacia
Nápoles y llevarle la noticia de su nombramiento como emperador.[300] Lo mismo

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pensaba Sieyés quien, por su parte, encargó a Stanislas de Girardin que, en caso de
muerte de Napoleón, avisara a José para que estuviera preparado.[301]

De Boulogne a Nápoles
La aceptación de la corona de Nápoles por parte de José fue fruto de la imposición de
Napoleón. Pero dice mucho, al mismo tiempo, de la personalidad de José que, por
una parte actuó de forma independiente de su hermano y, por otra, no dudó en
obedecerle. De la misma manera que revela la confianza que el emperador, pese a no
doblegarlo como a él le hubiera gustado, sintió por José que, en realidad, será la única
persona de su entorno que actúe a su modo, sin tener en cuenta los ataques de ira de
su hermano.
Lo demostró al hacerse cargo de su regimiento en el campo de Boulogne, cuando
el ejército napoleónico se concentró en aquel lugar para la invasión de Inglaterra. La
misión era de suma importancia, prueba de lo cual es que allí se llevó a cabo la mayor
concentración de fuerzas que se habían reunido hasta entonces en Francia.[302] Sin
embargo, José actuó con tal autonomía e independencia de criterio que todo ello
provocó una gran contrariedad en su hermano, cuando éste se enteró de que había
abandonado su destino sin haber sido autorizado a ello. Pese a lo cual la
reconciliación, como era natural, no tardó en producirse.
En un encuentro que tuvo lugar en Fontainebleau, antes de que Napoleón saliera
hacia Milán para ceñirse la corona de hierro que José se había negado a aceptar, aquél
le encargó un viaje de inspección por los departamentos de la antigua Bélgica y el
Rin, donde José fue acogido con toda la pompa y ceremonial debido a su nuevo rango
de Alteza Imperial. Así llegó a Bruselas, el 14 de abril de 1805, con una gran
suntuosidad, en medio de las aclamaciones populares. Aprovechó el viaje para tomar
posesión de su Senatorerie y presidir, en calidad de Gran Elector, el colegio electoral
de la Dyle. El 22 partió para Amberes y, seguidamente, para Gante.[303]
En su viaje fue aclamado por las multitudes. En Ostende, por ejemplo, según diría
a su hermano, fue acogido por más de mil notables, alcaldes y adjuntos de todo el
territorio situado a seis leguas a la redonda. A su regreso a Boulogne volvió a ser
recibido igualmente como un auténtico príncipe de sangre. Después de volver a pasar
de nuevo una quincena en el campo de Boulogne, se dirigió al Rin para ver el estado
de las plazas de Landau, Estrasburgo, Huningue y Neuf-Brisach. El viaje lo realizó de
incógnito, para de esta forma poder inspeccionar los fuertes fronterizos de manera
más efectiva. Una misión que, también de incógnito, le fue encargada igualmente a
Murat, aunque, en este caso, en la Selva Negra.[304]
Pretextando después que no había recibido nuevas órdenes, José, en vez de
regresar a Boulogne y sin contar tampoco con la necesaria autorización para ello,[305]

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volvió de nuevo a Mortefontaine donde encontró a su madre, a su mujer, a sus amigos
y a sus amigas, entre ellas, Madame Regnaud de Saint-Jean-d'Angely y
Mademoiselle Gros, del Teatro Francés. De manera especial se preocupó por la salud
de su hermana Paulina, aquejada de varias enfermedades y deseosa de
desembarazarse de su marido el príncipe Borghese, destinado también en Boulogne.
[306]
Determinado a proseguir la guerra contra Austria con aquel magnífico ejército
entrenado para la invasión de Inglaterra, Napoleón también nombró regente a José,
mientras él tomó el mando del ejército. Y como tal, actuó en París como un príncipe
(23 de septiembre de 1805), de común acuerdo con el archicanciller Cambacérés, que
realizaba las funciones de un primer ministro.[307] A pesar de sus desavenencias
ocasionales, Napoleón sabía que podía confiar en José más que en ningún otro.
Durante la ausencia de su hermano en Alemania, José se instaló, en calidad de
regente en el Palacio de Luxemburgo, despojado ya de la «modestia republicana» con
la que había acogido con anterioridad a los miembros del Directorio. Incluso dio al
viejo palacio una vida nueva, multiplicando las recepciones con abundantes
conciertos y ballet. Mientras, seguía con atención, como es natural, los asuntos
políticos, comunicando al país las grandes noticias mediante la publicación de
boletines casi diarios, reclutando el ejército, manteniendo el orden y cuidando de la
alimentación de los parisinos.[308] Sobre los reclutamientos que está llevando a cabo
dirá a su hermano: «Los conscriptos del año XIV parten desde todos lados; los de las
reservas de los años XI y XII están en camino; los de los años IX y X parten con más
dificultad, pero nos ocupamos de ellos».[309]
En su cargo de regente, José demostró condiciones excelentes de administrador,
más allá de sus excesos de prodigalidad. En medio de las dificultades económicas
supo valorar el efecto que ello producía en la opinión pública. A su hermano lo
tranquilizaba diciéndole: «La opinión pública es, sin embargo, muy buena; el pueblo
manifiesta confianza y ha soportado con mucha calma las consecuencias de la
depreciación de los billetes de la banca». Está atento a las noticias de los periódicos
ingleses y tranquiliza a su hermano diciéndole que «el público de París está lleno de
confianza, y no esperamos más que buenas nuevas».[310]
La prodigalidad con la que actuó José, a pesar de la severa depresión económica
que por entonces sufría el Imperio, con la difícil situación por la que pasaba la banca,
[311] se ha explicado, precisamente, por su deseo de divertir a la opinión pública,

desviando su atención de la difícil situación que afectaba a todo el país. Mientras, por
otra parte, Cambacérés, también envuelto a su vez en la pasión del boato y de la
pompa más llamativa, tampoco hizo nada por disuadirle de dar a París aquel ejemplo
de lujo y de gastos exorbitantes que a toda costa quiso mantener.[312]
Durante la ausencia de Napoleón, José gobernó desde el Palacio de Luxemburgo
como un auténtico regente. Mientras su hermano se dedicaba a los asuntos de
Inglaterra, José actuó como un consumado político. En el palacio reunió a los

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ministros. Y desde allí tuvo informado a Napoleón permanentemente de cuanto se
decidía.[313] Su actuación fue bien recibida. Ante todo, cumplió con lo que le
ordenaba su hermano hasta en los menores detalles. Un ejemplo: si Napoleón le decía
cómo tenían que enviarse directamente los boletines del ejército al Moniteur, así lo
hacía.[314]
Al regente llegaban todas las noticias, las buenas y las malas. A José le
correspondió, precisamente, conocer en primicia los informes de la estrepitosa
derrota de la flota francesa, aliada con la española, en Trafalgar (21 de octubre de
1805). El día antes le había llegado por el telégrafo la noticia de la victoria de Ulm.
[315] De la misma manera, el 12 de diciembre fue el primero en saber la noticia de la

resonante victoria de su hermano en Austerlitz (2 de diciembre de 1805). Se la llevó


en persona el coronel Lebrun, adjunto a su hermano, mientras se encontraba en un
palco del teatro. Él fue el primero que comunicó públicamente la noticia ante una
audiencia entusiasta, que lo aclamó de manera arrolladora.[316]
A consecuencia de la forma en que la noticia fue debidamente publicitada por
José, la confianza en la fortuna de Napoleón se robusteció. José autorizó al Moniteur
y al journal de Paris a hacer pública la nueva. Una forma de hacerlo que, sin
embargo, contrarió a su hermano que, en esta ocasión, no supo ver el efecto positivo
de la propaganda a favor de su causa. Pues, como habría de decirle a José, él no
estaba acostumbrado a que su política fuera gobernada por «las habladurías de París».
[317]
A su regreso de Italia, Napoleón volverá a encontrar a José en Fontainebleau. En
medio de tantos proyectos grandiosos, el mayor sería el primero en ser informado por
su propio hermano de sus nuevos planes: la renuncia definitiva a la invasión de las
islas británicas, la conquista de Alemania o el bloqueo continental. Todavía no
pensaba en el reino de Nápoles.[318]
Ante los ambiciosísimos proyectos de su hermano, no cabe la menor duda de que
José tuvo que aconsejarle prudencia, porque José siempre fue contrario a la guerra
mientras su hermano no se resignaba «a ser el primero en la guerra y el segundo en el
mar». De ello se da perfecta cuenta el ministro de Prusia en París, cuando escribe a su
Corte y le dice que el príncipe José es «amigo de la paz y conocedor a fondo de la
necesidad que tiene Francia de ella». «Los amigos del orden y de las ideas prudentes
—llega a decir— se verían socorridos por la Providencia si la muerte de Napoleón
pusiera al príncipe José en su lugar».[319]
Al embajador de Prusia, amigo de Talleyrand,[320] tampoco se le pasó por alto
que, en el fondo, José temía más que a su hermano a su cuñado Murat, con «sus
ambiciosos consejos…que quiere salir de esta guerra como soberano de un nuevo
Estado», y a los generales que lo rodeaban, con sus «insinuaciones incendiarias» y
para quienes la guerra era «fuente de riqueza y honores».[321]
El diplomático prusiano, marqués de Lucchesini, conocía bien a José, que había
renunciado a ser embajador en Berlín varios años antes. Su admiración por Federico

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le venía por él, que le nombró su bibliotecario cuando se fue a Potsdam en busca de
fortuna. Nombrado embajador en París desde los inicios del Consulado, él fue de los
primeros en visitar a Napoleón después de la aplastante victoria de Austerlitz (2 de
diciembre de 1805). Y de los primeros en darse cuenta de cómo se inventaba los
reyes, por ejemplo el elector de Baviera o el elector de Würtemberg.[322]
Pues las repúblicas que Bonaparte había creado las devoraba para transformarlas
en monarquías. Unos días después, en el Palacio de Schömbrunn, Napoleón
declararía, efectivamente, que «la dinastía de Nápoles ha dejado de reinar» (27 de
diciembre de 1805).[323] Después de la conquista de Prusia, al año siguiente,
Lucchesini presentó su dimisión y volvió a Lucca, donde aceptó una plaza de
chambelán de Elisa, la hermana de José, princesa de Lucca y Piombino.[324]

El futuro de José como rey se decidió, sin embargo, en Austerlitz, la gran victoria
napoleónica sobre Austria y Rusia. El propio mariscal Lannes en persona le dio
también la noticia de la resonante victoria sobre los ejércitos austriaco y ruso. Con él,
llevándolo en su propio coche, compartió la alegría desbordante de la población.[325]
A partir de entonces las cosas serán ya distintas para José, lo mismo que para su
hermano, cuya suerte en su ascensión real se decide en cuestión de semanas. Al
enterarse Napoleón de que un cuerpo de ejército anglo-ruso había desembarcado en el
reino de Dos Sicilias, pensó una vez más en su hermano.[326]
Austerlitz decidió, efectivamente, la suerte de José. Una suerte que, a la larga,
sería adversa para él, por haber sido acompañada de más guerras. Por ello, no le
faltará razón a Chateaubriand, tan buen observador de la gesta napoleónica, al decir
muchos años después que, a partir de aquella batalla, su hermano «ya casi no comete
más que errores». Pues, tras el inmediato tratado de paz de Presburgo (26 de
diciembre de 1805), Napoleón, que enseguida va a nombrar a José rey de Nápoles,
nada más que sueña con «hacer reyes». Porque mientras el Sacro Imperio Romano se
hundía, Napoleón estaba decidido a fundar su propia dinastía sobre los hombros de
sus hermanos. Hasta ordenó la restauración de la iglesia de Saint Denis para
reconstruir los panteones que debían servir a los reyes de su linaje.[327]
El mismo día que Napoleón firmó la paz, dio un comunicado al ejército de Italia
en el que anunció su intención de recuperar el reino de Nápoles y Dos Sicilias. Más
claramente se lo dijo a José, a quien anunció que tenía la intención de tomar posesión
del reino de Nápoles. En aquel momento, le comunicaba, el mariscal Massena y el
general Saint-Cyr marchaban hacia el reino con dos «cuerpos de ejército». Fue
entonces cuando le nombró teniente comandante en jefe del ejército de Nápoles.

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Por entonces, entre los enemigos del emperador corría la especie maliciosa de
que, cuando hizo rey de la República bátava (las Provincias Unidas) a su hermano
Luis, pocos meses después de haber hecho rey de Nápoles a José, dio una recepción
en las Tullerías. Y al entrar uno de los hijos de la reina Hortensia —hija de Josefina y
mujer de su hermano Luis—, Napoleón le dijo: «Querido, repítenos la fábula que te
has aprendido». A lo que el niño recitó de memoria la famosa fábula de La Fontaine:
«Las ranas, cansadas del Estado democrático, clamaron tanto que Júpiter les concedió
un rey muy pacífico». La escena parecía, enteramente, una nueva representación de
Luis XIV haciendo aparecer en el Palacio de Versalles a su nieto Felipe V —aunque
algunos creyeron más bien que se repetía la historia de Holanda y de sus 46 ciudades
tomadas por el Rey Sol[328] en el viaje de 1672.
Hasta entonces un tratado de neutralidad ligaba a Nápoles con Francia. Pero la
reina Carolina, hermana de María Antonieta, que dominaba a su marido, era amiga de
los ingleses a quienes, secretamente, les pidió ayuda para protegerla de «¡ese bastardo
corso, ese parvenu, ese perro!». Y, particularmente, de la famosa lady Hamilton,
embajadora de Inglaterra y amante del almirante Nelson. Ella fue la que provocó la
intervención anglo-rusa, en unos momentos en que los éxitos iniciales de los
austriacos en el norte de Italia parecía que cambiaban las cosas.[329]
Pero cuando las noticias de Austerlitz llegaron a Nápoles, la suerte del reino
quedó definitivamente echada. El desembarco del ejército enemigo en su territorio, en
noviembre de 1805, fue el pretexto que Napoleón necesitaba para invadir el reino.
Después ya no había solución, por más que el cardenal Ruffo fuera enviado a Roma a
entrevistarse con el embajador francés, el cardenal Fesch, tío de los hermanos
Bonaparte.
La ocasión de adueñarse de Nápoles se le presentó a Napoleón en bandeja.
«Castigaré a esa furcia», dijo Napoleón a Talleyrand. E, inmediatamente, envió a sus
tropas para echarla del reino. Si su presencia no hubiera sido necesaria en París, él
mismo habría tomado el mando de sus tropas para adueñarse de Nápoles. «El general
Saint-Cyr se dirige a marchas forzadas —dirá uno de sus boletines— hacia Nápoles
para castigar la traición de la reina y echar del trono a esta mujer criminal que, con
tanta falta de pudor, ha violado todo lo que es sagrado entre los hombres».
Fue el día de navidad de 1805 —víspera del tratado de Presburgo con Austria—
cuando Napoleón anunció, precisamente, que enviaba este ejército contra Nápoles.
Sobre las intenciones de su hermano, José, naturalmente, estuvo al tanto, razón por la
cual llamó ante él a su amigo el marqués de Gallo,[330] embajador de Nápoles,
francófilo y partidario desde hacía mucho de una política de amistad con Bonaparte.
[331] «El príncipe heredero —comunica José a su hermano— le ha dicho a Gallo que

su país está perdido».[332] Será Napoleón quien, pocas semanas después, le diga a
José que el ministro de Nápoles se ha pasado a su servicio: «El marqués de Gallo ha
abandonado el servicio de Nápoles […]. Será el primer napolitano que os prestará
juramento», le dice.[333] Durante su reinado, José lo nombraría después ministro de

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Asuntos Extranjeros en Nápoles, cargo en el que lo mantuvo después, igualmente, el
nuevo rey Murat.[334]
El día 31 de diciembre de 1805 puso al mando de este ejército a su hermano José.
«Os he nombrado —le escribió— teniente comandante en jefe del ejército de
Nápoles. Partid cuarenta horas después de la recepción de esta carta para ir sobre
Roma, y que vuestro primer despacho me haga saber vuestra entrada en Nápoles». El
emperador le ordenaba a su hermano que tomara el uniforme de general de división.
Y le aclaraba que el título que le atribuía de «teniente comandante» le daba el
predominio sobre los generales que mandaban el ejército destinado al reino de
Nápoles.[335] Por su parte, Talleyrand advirtió a José que si no obedecía la orden de
partir para Nápoles, esto significaría la ruptura definitiva con Napoleón.[336]
«Por una vez —ha escrito uno de sus biógrafos— José no tergiversó las órdenes
de su hermano». Y partió de París en la noche del 8 al 9 de enero de 1806, llevando
con él a sus dos fieles amigos Jaucourt y Girardin, después de solicitar para aquél su
uniforme de general y para éste el de jefe de escuadrón. Entre otros acompañantes,
José pidió a su hermano que le concediera varios personajes adjuntos como el general
Mathieu Dumas.[337] Sobre Salicetti, en cambio, le decía que «no me he atrevido a
llevarlo, no queriendo ponerle en antecedentes de mi viaje; pero si Vuestra Majestad
lo encuentra bien, me alegraré de ello. No me he despedido de nadie; he dejado a mi
mujer, que ha estado un poco indispuesta, con las niñas».[338]
José llegó a Roma el 25 de enero de 1806. En la ciudad estaba el papa Pío VII, a
quien había visto en París con motivo de la coronación de su hermano. Con él firmó
un tratado por el que aquél le proveía con pertrechos para el ejército. En Roma volvió
a encontrarse con su viejo «amigo» el mariscal Massena,[339] el verdadero jefe del
ejército, a quien José conocía desde la primera campaña de Italia y desde el tiempo de
su posterior embajada en Roma, cuando se decía de él que era «el más infame ladrón
del universo».[340]
El destino era ahora Nápoles. Para Napoleón, su conquista era una necesidad de
su política, para impedir a los ingleses reinar en el Mediterráneo. El emperador
designó a su hermano «rey de las Dos Sicilias» en virtud del «legítimo» derecho de
conquista, según manifestaba literalmente el decreto de París de 30 de marzo de
1806, que lo nombraba.[341] El nuevo rey, que reinará con el título de José Napoleón I
(Giuseppe Napoleone), será un primer paso en la constitución de su Imperio
federativo[342] que, después de la conquista de Nápoles, «recordaba más el dominio
de los romanos y las conquistas de Carlomagno que las costumbres o las oscilaciones
políticas de la Europa moderna».[343]

«El Libertador»

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Según el primer ministro de España, don Manuel Godoy, la cabeza de Napoleón,
«aquel hombre prodigioso», parecía estar «desvanecida y trastornada por el
resplandor de sus victorias, y por la espesa nube de tantos géneros de inciensos y de
aromas que la Francia postrada ofrecía sin cesar a su ídolo glorioso», dispuesto a
avasallar ya a toda Europa.[344] Inciensos y aromas a los que José tampoco parecía
ajeno.
El viento en aquellos días de invierno parecía hacer caer las hojas del calendario
muy deprisa.[345] El 19 de enero de 1806, desde Stuttgart, le había comunicado su
intención de hacerlo rey.[346] El 30 de enero ordenó a Miot de Mélito que le hiciera
saber su nombramiento. El día siguiente, José aceptó la corona de Nápoles, y el 15 de
febrero entraba triunfalmente en la capital del reino. Napoleón había comenzado la
empresa —dirá Madame de Staël— de la monarquía universal, «el más temible azote
que puede amenazar a la especie humana, y causa segura de eternas guerras».[347] De
momento, los destinos del reino de Nápoles quedaban en manos de José.
Según el primer ministro de España, el rey de Nápoles, hermano del de España,
sordo a los consejos de Madrid, quebrantó «malamente» el pacto que había hecho con
Francia y se dejó arrastrar a la Tercera Coalición. Napoleón, por consiguiente, tenía
motivos para vengarse, según el decir de Godoy. Pero Fernando IV era, a fin de
cuentas, hermano del rey de España, el único aliado verdaderamente «digno de este
nombre» que tenía el emperador, hasta el punto de haber resaltado, en un discurso
ante el cuerpo legislativo, que tenía un aliado en Carlos IV, «tan leal, tan generoso y
tan magnánimo, que le faltaban las palabras para encarecerlo».[348]
Pero las esperanzas se desvanecieron pronto. De nada le valió la actitud de su
aliado. El propio embajador en la Corte de Madrid, Beurnonville, le dijo al primer
ministro español que la Casa de Borbón «estaba ya marcada como un árbol que,
estorbando en el camino, se quiere echar abajo». A lo que el ministro español, lejos
de oponérsele, le dijo de la manera más humillante que quepa imaginar: «Nápoles no
es España; Nápoles ha sufrido en poco tiempo el yugo del más fuerte. La Casa Real
de España no pierde cosa alguna en su poder porque le falte Nápoles; pierde, sí, en
sus simpatías y en las tiernas afecciones de un hermano a otro».[349]
Esta conversación, contada muchos años después por el Príncipe de la Paz, será
de una gran trascendencia. Porque en ella no sólo se vio claro cuál era el destino el
reino de Nápoles, sino también el de España. Aun reconociendo el embajador francés
que Napoleón no decía a nadie «sus secretos», no creía él que los tuviera contra
España. La Casa de Borbón podía ser su enemiga pero, según el embajador francés,
Carlos IV constituía una excepción.
Al contar «lo que pasaba entre cortinas y no supieron muchos», era evidente,
desde antes de que José se hiciera cargo del reino de Nápoles, que «la Casa de
Borbón era incompatible con la suya», tal como le aseguró el propio embajador
francés al Príncipe de la Paz.

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Al final su secreto quedaba desvelado: «Para Napoleón, desde aquel tiempo, los
nombres de alianza y vasallaje volviéronse sinónimos; amigos y enemigos debían
sufrir el yugo de igual modo; poder vencer, o haber vencido, era lo mismo para
imponer sus voluntades».[350] De igual manera, con el nombramiento de José como
rey de Nápoles quedaba desvelada la incógnita del futuro de su hermano.[351]

La conquista del nuevo reino fue un verdadero paseo militar. La marcha de su


ejército, compuesto por cerca de cuarenta mil hombres, fue incontenible. Nadie osó
enfrentársele. Según el embajador español en Florencia, no hubo «ni insurgentes, ni
aun una sola cuadrilla de malhechores de los que hay en todos los países» que se le
opusiera.[352] Massena mandaba el cuerpo del centro, Lechi, el de la izquierda[353] y
Saint-Cyr —que mandaba desde hacía dos años las guarniciones francesas del reino
de Nápoles—, el de la derecha.[354] José, por tanto, rehusó asumir el control detallado
de las operaciones militares, que dejó en manos de tan competentes militares.[355] La
consigna se la había dado Napoleón: «Naples pris, tout tombera».[356]
Por el edicto de Schömbrunn, Napoleón puso todo aquel ejército en manos de
José. «Soldados —decía—, mi hermano está con vosotros. Él es el depositario de mis
pensamientos y de mi autoridad. Yo confío en él; confiad en él como yo».[357]
Evidentemente, el nuevo rey no quería llegar a su reino como conquistador, sino
como libertador pues, mientras la reforma no se llevara a cabo, él pensaba continuar
con las leyes y magistrados existentes, como si nada hubiera ocurrido.[358]
Después de algunos días de preparación, José estableció su cuartel general en
Albano, en territorio todavía de la Santa Sede, donde fue enviado a verle el duque de
San Teodoro. Pero no pudo impedir su avance. Las órdenes «precisas» de José le
impedían atender cualquier tipo de proposición. Tan sólo estaba autorizado a ofrecer
pasaportes para París, la única instancia donde podía negociarse. El duque le dio la
noticia de que tanto el rey como la reina María Carolina —hermana de María
Antonieta, y verdadera dueña de Nápoles— se habían embarcado para Sicilia,
dejando los poderes «de tratar y de administrar» en manos del príncipe heredero.[359]
El 8 de febrero el ejército de José pasó el Garellano, río célebre, donde el ejército
francés había sido derrotado sin paliativos por el Gran Capitán en la guerra entre
España y Francia durante la época de los Reyes Católicos.[360] El río era famoso,
además, en los anales de la historia, por haber servido de límite al imperio de
Carlomagno, un hecho del que era perfectamente consciente el propio José, tan dado
a exhibir sus conocimientos de historia.[361]
Éste, a la cabeza de su Estado Mayor, entró triunfalmente a caballo en Capua,
donde un ejército de 8000 hombres se había hecho fuerte en la ciudadela. Sin llegar a

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haber ningún enfrentamiento, la regencia, presidida por el príncipe de Aragón, envió
plenipotenciarios para ofrecer la rendición de la capital, donde serios disturbios
habían tenido lugar desde la partida del rey. «El populacho —dirá José— se había
puesto en movimiento; y todos los esfuerzos de la guardia cívica, mandados por los
principales ciudadanos, apenas podían impedir los desórdenes que, por momentos, se
temían cada vez más».[362]
La posibilidad de un estallido revolucionario por parte del pueblo en una ciudad
como Nápoles no le pasó desapercibida unos años atrás a un agudo viajero español,
don Leandro Fernández de Moratín, que tiempo después se convertiría en un
fervoroso partidario de José durante su reinado en España. Ni en Londres ni en París
vio nunca más gentes por las calles que en Nápoles.[363] El viajero, que tanto temía
los «horrores», estaba seguro de que aquella «inmensa plebe, abatida, desnuda,
malvada —más temible que todos los ejércitos enemigos— no aguarda más que la
señal del saqueo y la matanza». Porque fácil era inferir que «en una corte llena de
vagabundos, los robos, las violencias y asesinatos serán frecuentes».[364]
El príncipe heredero había abandonado Nápoles hacia el sur, siguiendo a las
tropas rusas e inglesas que le habían precedido. Por su parte, el nuevo rey se tomó su
tiempo antes de entrar en la capital. El día 14 de febrero se dirigió a Caserta, a cuatro
leguas al norte de la capital, situada en una llanura fertilísima, en la que en otro
tiempo estuvo, precisamente, la célebre Capua. Era el más importante de los dos
Sitios Reales cercanos a la capital, donde se quedó impresionado ante el palacio de
sus predecesores, «grandioso y digno acaso de otro monarca más poderoso que el de
Nápoles».[365] «No creo que exista en Europa una escalera tan suntuosa», comentó al
ver la de aquel palacio.
Dado su gusto por el arte y su afición a las antigüedades, en su viaje a Nápoles
visitó también el otro Sitio Real, Portici, situado en la falda del Vesubio y a corta
distancia del mar. Se llegaba a él a través de un buen camino, después de pasar los
graneros públicos, uno de los mayores edificios del reino, capaz de contener todas sus
cosechas, que en 1799 fue utilizado por los jacobinos como cárcel. En el Museo de
Portici pudo ver las estatuas que entusiasmaban a cuantos viajeros lo visitaban: un
Augusto de bronce, con el rayo en la mano; un Tiberio, también desnudo; dos
cónsules, dos vestales, un fauno dormido, un sátiro ebrio, reclinado sobre un pellejo;
o algunos bustos desconocidos, y otros que representaban a personajes célebres de la
Antigüedad, como el rey del Epiro, el famoso Pirro, cuya historia conocía José
perfectamente por sus lecturas juveniles de Plutarco.[366]
El día 14 de febrero de 1806 las primeras tropas de José, procedentes de la
división del general Duhesme, entraron en Nápoles. Llovía intensamente. Y, a pesar
de ello, la población se amontonaba para ver el paso de los soldados. Al día siguiente,
15 de febrero de 1806, a las dos de la tarde, José hizo su entrada de manera solemne,
en medio del cuerpo de ejército del general Reynier, finalmente. El recibimiento fue
apoteósico, entre el repicar de las campanas y las salvas de los fuertes. Los habitantes

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tuvieron el tiempo justo para edificar arcos de triunfo con los que recibir a los
vencedores. El Senado al completo le esperaba en el Reclusorio para presentarle las
llaves de la ciudad. El rey se instaló en el Palacio Real, enteramente vaciado de sus
muebles, de sus ventanas e incluso de la leña de calefacción por Fernando y María
Carolina, que se llevaron consigo todo cuanto pudieron para Sicilia.[367]
Verdaderamente, fue recibido, como el propio José diría después, mucho más
«como un libertador que como un enemigo».[368] Una actitud que salvó a la ciudad de
perecer en las ruinas, lo que habría ocurrido en caso de haber habido resistencia.[369]
Las autoridades borbónicas habían entregado armas a los lazzaroni para combatirle.
Los detalles de la huída de aquéllas añadieron un encanto especial al entusiasmo con
que toda la ciudad parecía recibirle. No tardó en propagarse todo tipo de bulos sobre
los fabulosos tesoros que la propia reina María Carolina se había llevado consigo,
consciente de que nunca más volvería a la ciudad.
En medio de la debacle, Fernando de Borbón, rey de Dos Sicilias y hermano del
rey de España, don Carlos IV, buscó refugio en Palermo, donde fue acogido
calurosamente por sus súbditos. De su falta de coraje y apatía decía mucho el hecho
de que, el mismo día que llegó allí, pasó la velada en el teatro. Mientras el viejo rey
de Nápoles se refugiaba en Sicilia, el nuevo hacía su entrada triunfal en Nápoles, al
tiempo que los representantes de la regencia se ponían a disposición del vencedor.
Después de recibir el homenaje de los responsables de la administración, a los que
confirmó en sus funciones, se dirigió a la catedral, donde una misa solemne fue
celebrada en su honor por el cardenal Ruffo, arzobispo de Nápoles.[370]
Conociendo la devoción de los napolitanos por San Genaro, patrón de la ciudad,
el nuevo rey Bonaparte impuso sobre el cuello del santo un collar de diamantes, lo
que fue muy aplaudido por la multitud. El día 16 José escribió al emperador: «He
estado esta mañana de domingo en la misa que ha celebrado el cardenal Ruffo,
arzobispo de esta ciudad. He hecho un bello regalo a San Genaro. La muchedumbre
era considerable. No ha podido contener su alegría, a pesar de la veneración que
siente por el santo, cuando le he impuesto un collar de diamantes». La respuesta de su
hermano no pudo ser más irónica. «Os felicito por vuestra reconciliación con San
Genaro, pero con ello imagino que habéis hecho armar los fuertes».[371]
Una forma inteligente esta de ganar la estima de sus nuevos súbditos que, sin
embargo, Napoleón no entendió. Porque, a su juicio, lo que tenía que hacer, según le
contestó unos días después, era imponer sobre el reino una contribución de 30
millones y dominar el pueblo por la fuerza. «Los pueblos de Italia y en general los
pueblos —pensaba su hermano— si no se aperciben de que tienen amos, están
dispuestos a la rebelión y al amotinamiento».
Massena le dio a José una lista de nombres propios para ocupar los cargos,
proporcionada por los comerciantes y otros franceses establecidos en la ciudad. El
primer nombramiento recayó sobre don Ciccio Ricciardi, miembro de la regencia del
rey Fernando, considerado como «el hombre del pueblo». José lo nombró secretario

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de Estado, y él aceptó el cargo. Según el nuevo rey, los primeros napolitanos que él
conoció fueron también los que más estimó durante su reinado. Se entregó a ellos,
aunque antes hubieran tenido la confianza del anterior gobierno. «¡Dichoso quien
sucede a un viejo gobierno —dirá José— manchado de los errores de los siglos
pasados, si este hombre se presenta con el deseo de hacer el bien, y las opiniones de
los cuerdos del siglo presente!».[372]
Seguido por un único ayuda de campo, el coronel Bruyere, José salió por una
puerta secreta del palacio. Sin ser observados, los dos recorrieron la ciudad. Llegaron
al puerto, donde vieron a la población hacinada. Los dos se mezclaron con la gente,
hablando italiano uno y otro. Hasta que acabaron por ser reconocidos. Aquella
multitud que, en principio, era enemiga, le había acogido, en su opinión, con los
mejores sentimientos. Al reconocerle finalmente, la muchedumbre se abrió ante los
dos forasteros, y les acompañó hasta el palacio, quedando llenos de alegría y
contentos de haber sido «tan bien juzgados».[373]
Punto de preocupación desde el principio para el nuevo rey fue la fortaleza de
Gaeta que, en su camino a Nápoles, no se había rendido, y que muy bien podía
convertirse en bastión de la flota inglesa. Avituallada por mar por los ingleses y
mandada por el príncipe de Hesse-Philipstad, un alemán enérgico y testarudo, la
plaza parecía decidida a resistir («¡Gaeta no es Ulm! ¡Hesse no es Mack!», fue su
grito).[374] Al tiempo, el ministro de Inglaterra ante Fernando de Borbón comunicaba
al gobierno de Londres que «…un inglés valía por dos franceses».[375]
Otro motivo de preocupación fueron los asesinatos de soldados del ejército de
José por parte de los lazzaroni armados. Para luchar contra ellos, si verdaderamente
quería presentarse como un auténtico «libertador» José sabía que tenía que
comportarse con mansedumbre, por lo cual prohibió expresamente a las tropas que
cometieran abusos y pillajes. No obstante lo cual, los actos de pillaje y las vejaciones
cometidas por su ejército fueron brutales y numerosos, y como tales ejercieron un
efecto negativo «capital». Por su parte, quienes se enfrentaron con los franceses
dijeron de éstos que eran jacobinos «para poderlos asesinar y robar» en nombre de su
rey y de su religión.[376]
Seguía una política, a fin de cuentas, contraria a la aconsejada por su hermano
Napoleón que se extrañaba, a poco de que José comenzara a reinar, de que no hubiera
impuesto a la ciudad grandes contribuciones, o que no hubiera hecho fusilar a más de
un lazzaroni. «Mostráis demasiada dulzura», llegará a decirle. Porque para Napoleón,
«en un país conquistado, la bondad no es cuestión de humanidad». José entendió, por
el contrario, que el futuro de su reino y de su reinado estaba en ejercer de
«libertador». A diferencia de su hermano creyó que su obligación como rey consistía
en llevar a los nuevos pueblos conquistados más libertad, como había ocurrido con
las primeras campañas de Italia, después de la Revolución.[377]

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La reforma de un reino
En febrero de 1806 José Bonaparte empezó a actuar como nuevo rey de Nápoles. Su
obsesión consistió en ser, efectivamente, el «libertador» del nuevo reino. No estará de
acuerdo con la actitud de su hermano, que se movía una y otra vez como «el antiguo
fuego griego, que ninguna fuerza natural puede extinguir», en palabras de Madame
de Staël. Para él, era preciso decir ¡basta! y terminar con las conmociones violentas
producidas por el guerrear constante. También tenía que poner freno a los excesos
revolucionarios todavía muy próximos en el recuerdo.[378] En su fuero interno pensó
que había llegado el momento de actuar como rey, y convertirse en el pacificador y
administrador de su nuevo reino.[379]
El reino de Nápoles estaba lleno para José de recuerdos reales franceses. Y hasta
cierto punto pudo creerse miembro de una vieja estirpe, pues el gran Alarico había
muerto en Cosenza, capital de la Calabria Citerior. Y en su misma catedral reposaban
los restos del rey Luis III de Anjou, heredero de la famosa Juana II de Nápoles.[380]
Además, el reino había sido continuamente disputado por los reyes de Francia. Así
que él, que lo acababa de conquistar de forma irresistible, tuvo que sentirse lleno de
orgullo. Lo mismo que se sintió cuando era aclamado por el pueblo a los gritos de
«viva el rey», en medio de un entusiasmo delirante. Según su amigo Girardin, José se
encontraba en Cosenza, el 11 de abril de 1806, cuando un correo dio la noticia de que
el príncipe José había sido declarado oficialmente por Napoleón rey de Nápoles.
El primer deseo del nuevo rey fue, naturalmente, conocer su reino. Así, desde la
capital del reino de Dos Sicilias, el nuevo rey viajó ampliamente por sus estados.
Antes de salir hacia el sur le dice a su hermano: «Calabria es un país montuoso, sin
rutas para los vehículos, y pobre. Los habitantes nos han acogido bien».[381] Con
vistas a asaltar Sicilia, se dirigió con rapidez a Reggio donde oyó, una vez más, los
gritos de «¡viva el rey!». Aquél fue un viaje verdaderamente paternal. El 11 de mayo
de 1806 regresó a la capital, donde fue recibido bajo el palio de los reyes normandos.
Por desgracia, aquel mismo día (unos días antes, por cierto, de que el Vesubio entrara
en erupción), los ingleses tuvieron la ocurrencia de bombardear los fuertes y capturar
la isla de Capri.[382] Con la particularidad de que, durante el tiempo de su reinado,
José estuvo siempre condenado a ver desde su palacio la bandera británica
desplegada sobre la isla. Allí estaba el coronel Hudson Lowe —más tarde guardián
de Napoleón en Santa Helena—, provocando al rey de Nápoles con su guarnición de
corsos emigrados del Royal Corsican Rangers.[383]
Desde el principio, José Bonaparte, nuevo rey de Nápoles, luchó por la felicidad
de sus súbditos, fundada sobre un «régimen liberal», según la fórmula de la
Constitución de 1791 que le era tan cara. Desde la época en que proclamó el nuevo
texto en Córcega, José Bonaparte —que fue un rey constitucionalista cien por cien—
estaba convencido de que había que suprimir irrevocablemente las instituciones que

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herían la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Era rey, desde luego, pero se veía
supeditado a una autoridad superior, que era la de la ley. Pues, como señalaba
expresamente la Constitución: «El rey tan sólo reina por ella [la ley], y tan sólo en
nombre de la ley puede exigir obediencia».
De acuerdo con la ley, por consiguiente, José pretendió «liberar» el reino de
Nápoles. Para ello se propuso suprimir el feudalismo, disolver los conventos
demasiado poderosos, vender las tierras de la corona, organizar la instrucción
primera, operar la división del reino en provincias con una administración imitada de
los departamentos franceses, o preparar la creación de un cuerpo legislativo y de
tribunales «independientes de la voluntad del príncipe».[384]
El rey José tenía para sí, desde muchos años atrás, que una Constitución como
aquélla de 1791 no podía funcionar más que con «un rey revolucionario», como había
señalado Brissot. Él mismo recordaba el juramento cívico que había tenido que hacer
al proclamar el texto constitucional en su isla natal: «Juro ser fiel a la nación, a la ley
y al rey, y mantener en lo que pueda la Constitución del reino». Por supuesto, las
normas que los oficiales debían seguir en su ejercicio estarían fijadas por las leyes. A
su vez, el poder ejecutivo no podía hacer ley alguna, incluso provisional, sin estar de
acuerdo con las demás leyes.

Conforme a un plan previamente deliberado, José se dispuso a reinar en Nápoles con


un sistema de actuación desconocido en el reino, un reino tan desorganizado como
aquél, que tanto llamó la atención de don Leandro Fernández de Moratín en su viaje
por Italia. Porque en ningún sitio como allí vio el famoso afrancesado español tanta
pobreza y suciedad, y al mismo tiempo tanta «falta de diligencia del gobierno». «Sus
mentiras, su perfidia, su holgazanería —escribió el viajero español que, andando el
tiempo, se convertiría en decidido afrancesado de la causa de José en el reino de
España—, su credulidad religiosa, sus venganzas aleves, y en suma, los demás vicios
que en ellos se notan, lejos de atribuirlos a causas físicas pienso que dimanen
únicamente del gobierno y la educación».[385]
El rey, lo mismo que el viajero español, reconoció perfectamente que los
napolitanos habían sido siempre mal gobernados. También entendió que los grandes
políticos y estadistas habían escrito «excelentes sistemas, admirables planes, donde se
hallan principios tan sólidos, verdades tan irrefutables, que es necesario carecer de
entendimiento para desaprobarlas». Pero la dificultad estaba en que, llegado el caso
de la ejecución, todo se trastornaba y nada se hacía. Por ello, era necesario llevar a
cabo las reformas convenientes. Porque de lo contrario, como decía el español, «los

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mejores sistemas de gobierno deben considerarse como novelas muy bien escritas».
[386]
Durante el tiempo de estancia de José en Nápoles el reino experimentó, en este
sentido, una transformación importante, que afectó a la mejora de las cosas y a la
regeneración de las costumbres. Había que cambiar las calles, que al español le
parecieron «tan puercas», y las principales «embarazadas» con puestos de vendedores
de pan, frutas, carnes, chamarileros y verduleros de todo tipo, «que sacan fuera de las
tiendas porción de sus mercancías para exponerlas más a la vista pública».
Igualmente era necesario educar al pueblo, que era numerosísimo, y también
«puerco, desnudo, asqueroso a no poder más». Pues, según el afrancesado español, la
ínfima clase de Nápoles era la «más independiente, la más atrevida, la más
holgazana, la más sucia e indecente» que él había visto en su vida. Todo ello, en una
ciudad, además, donde el sistema de administración era «el más absurdo», y donde la
nobleza, con sus escudos de armas y sus arrugados pergaminos, era «tan soberbia, tan
necia, tan mal educada, tan viciosa, que a los ojos de un filósofo, de un hombre de
bien, es precisamente la porción más despreciable del Estado».
Por no hablar de los abogados —llamados pagliette, por el sombrero de paja que
usaban—, de los eclesiásticos o de los «ciudadanos infelices, nacidos a la miseria y al
abatimiento, hambrientos, desnudos, envilecidos…», o del elevadísimo número de
putas, que vivían en lo más público de la ciudad, difundiendo el «mal venéreo» más
común en toda Europa, o del no menos elevado de alcahuetes.
En su contacto con aquel pueblo, José debió de acordarse de dos de los objetivos
de la Constitución señalada. El primero, el de la creación y organización de un
establecimiento general de «ayudas públicas», «con el fin de educar a los niños
abandonados, socorrer a los pobres enfermos, y suministrar trabajo a los pobres
válidos que no hayan podido conseguirlo». Y el segundo, la creación y organización
de una instrucción pública, «común para todos los ciudadanos, gratuita en la parte de
la enseñanza indispensable para todos los hombres, y cuyos establecimientos serán
gradualmente distribuidos por todo el reino».
Tarea urgente fue para el nuevo monarca el embellecimiento de la capital del
reino. Abrió una vía triunfal de Nápoles a Capodimonte, que llamó Corso Napoleone,
rehízo la loggetta a mare, en forma de preciosa placeta que se adentraba al mar.
Construyó rutas y viaductos. Empezó el Foro Napoleón, que fue terminado, después,
por Murat. Y, por supuesto, embelleció al Palacio Real, en cuyo patio y galería baja
había hasta entonces depósitos de basura y estiércol.[387] El palacio terminó
convirtiéndose en centro de suntuosas recepciones, al tiempo que se realizaban
formidables paradas militares. Pues, de la misma manera que el pueblo romano
necesitaba panem et circenses, el nuevo rey italiano se dio cuenta de que el de
Nápoles necesitaba farina, furca e festín.[388]
Con la excepción de los viajes por el reino, el rey José hizo del palacio el centro
de su Corte que, a través del Corso Napoleone, conectó con Capodimonte y Caserta.

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Pues José, desde el primer momento, amó su reino. A su hermano le hablará de lo
extraordinarias que aquellas tierras eran para cazar. Y se sintió fascinado por el color
azul de la bahía de Nápoles. Aligeró considerablemente las costumbres de la Corte,
que fue modernizada. Así, suprimió la costumbre del besamanos, que tanto
disgustaba a las mismas señoras en los tiempos de sus predecesores. Todas las tardes
sus amigos se reunían alrededor de él para escuchar lecturas literarias o para jugar al
whist. Las damas eran numerosas. José, por su parte, no dudó en aprovechar aquellas
ocasiones para escoger a las más bellas, a las que invitaba a cenar y a cazar con él.
Entre las damas elegidas con mayor frecuencia estaba la encantadora duquesa de
Atri, hija del príncipe Colonna de Stigliano, a la cual hizo numerosos regalos.
Cuando estaba lejos de ella, cada hora le parecía que se componía de sesenta meses,
[389] lo que no le impedía acordarse de su mujer Julia, que continuaba en París con las

niñas, y a quienes escribía cartas afectuosas. Bajo la presión de Napoleón, la «reina


de Mortefontaine» fue obligada a partir hacia su nuevo reino el 13 de marzo de 1808,
para llegar a su destino el 3 de abril, en compañía de sus dos hijas.[390] A la reina le
gustó Nápoles, que le recordaba Marsella. El clima mediterráneo, a diferencia del de
París, le fue bien para su salud en aquella primavera tan importante para la familia.
Desde el primer momento, el nuevo rey quiso convertir Nápoles en una capital
digna de su reino. Si al llegar en 1806 estaba pobremente iluminada, al segundo año
del reinado no había quien la conociera. La alumbró al estilo de París. El ritmo que
dio a las obras públicas asombró a los napolitanos. Continuó las excavaciones de
Pompeya, prohibiendo la exportación clandestina de objetos. Trajo de Milán a
Vincenzo Monti, el más reconocido de los poetas de Italia, que había exaltado a
Napoleón como un Prometeo, haciendo un tipo de poesía nuevo en sentido
democrático y anticatólico. El poeta, a su vez, lamentará no tener la pluma de
Horacio para exaltar las cualidades del rey.[391] De la misma manera, el escritor
toscano Giovanni Rosini le ofrece Dante y Petrarca, volúmenes editados bajo su
dirección e ilustrados por el grabador italiano Morghen, apreciado también por el rey.
[392]
Gracias a Girardin conocemos cómo eran las veladas en la Corte de Nápoles en
los días en que llegó la reina. «Nada es más agradable que nuestras reuniones íntimas.
El rey ama las letras; él ha llamado ante él al poeta Monti que nos hace lecturas muy
interesantes. A su lector Larive lo hace director de una compañía teatral en Nápoles,
convirtiéndose después en profesor de declamación en el Ateneo, desde donde le
enviará posteriormente su curso a España.[393] La reina tiene placer en hacerse leer
romances nuevos. Eugéne de Rothelin ha fijado su atención. Esta obra de Madame de
Flahaut, hoy Madame de Souza, es una historia interesante…».[394]
En honor a los illuminati constituyó la Real Academia, con distintas ramas para la
historia, la antigüedad, las belles lettres y las bellas artes. Soñó con hacer de su gran
teatro el rival de la Ópera de París. Todo esto impresionó a las amistades que vinieron
a verle expresamente, o prometieron rendirle homenaje con su visita, como Madame

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de Staël, que lo hizo desde Suiza, enviándole un ejemplar de Corina.[395] Se ha dicho
que le visitó, igualmente, la famosa Madame Tallien —hija de su futuro ministro de
España, Francisco Cabarrús, convertida entonces en condesa de Caraman.[396]
Durante su reinado José tuvo que hacer frente a graves problemas. Gaeta fue
motivo de una prolongada pesadilla, hasta que Massena, después de un prolongado
asedio, la tomó. Después tuvo que ocuparse de una insurrección de los calabreses
provocada por los ingleses y por la reina María Carolina. Mientras, Capri siguió en
manos de los enemigos durante los primeros meses. Y sus generales hacían prender o
fusilar a sicilianos apostados para asesinarle.
Sobre el peligro de un atentado le advertía su hermano Napoleón, que le
aconsejaba, por encima de todo, que no se fiara de los napolitanos. Especialmente le
ponía en guardia sobre su cocina y la seguridad de su persona, por temor a un
envenenamiento o atentado contra su vida.[397] «Que vuestros ayudas de cámara,
vuestros cocineros, los guardias que duermen en vuestro apartamento, aquellos que
vienen a despertaros durante la noche para entregaros los despachos sean franceses»,
le decía. Napoleón le aconsejaba que se cerrara la puerta por dentro y no se la abriera
a su ayuda de cámara hasta que reconociera su voz. «Estas preocupaciones —le decía
— son importantes. El carácter de los napolitanos es conocido de todos los tiempos; y
tenéis que ver con una mujer que es el crimen personificado».[398]
El atentado de que fue víctima el propio ministro de la Policía, el temible
Salicetti, fue la demostración más palpable del grado de oposición existente contra el
rey y contra sus reformas. Fue una noche de enero de 1808, a poco de volver José de
Venecia, cuando el Palacio de Serracapriola de Salicetti, de veintidós habitaciones,
fue volado a una hora en la que el ministro dormía en el interior. Achacado el
atentado a los Borbones, la represión fue muy dura, porque lo mismo la capital que
las provincias se llenaron de espías y de agentes que vigilaban cada casa y cada
persona.[399] Poco antes de dejar Nápoles para ir Bayona, el 5 de abril de 1808, cuatro
hombres fueron detenidos en el momento en que se disponían a asesinar al rey. Como
se temió asustar a la reina, se llevó muy en secreto su proceso, condena y ejecución.
Durante su reinado, José llevó a cabo una labor de pacificación y regulación del
orden público y el control policial verdaderamente importante. Ante los actos de
bandidaje, él mismo ordenó prender a los jefes de la banda. No vaciló en activar el
proceso para la ejecución del marqués de Rodio. Dictó reglamentos muy estrictos
para la entrega de pasaportes en el interior. Y, en cualquier caso, tuvo muy claro que
el recurso al indulto, por ejemplo, podía ser considerado «como una debilidad del
gobierno, no como un acto de clemencia soberana».[400]
Ante el disgusto evidente del rey por muchas de aquellas actuaciones, que llevaba
a cabo muy a su pesar, la firmeza que le aconsejaba su hermano no ofrecía punto de
comparación. «Sois demasiado bueno —le decía—, sobre todo para el país donde
estáis. Es necesario desarmar, hacer juzgar y deportar. Por otro lado, haced saquear

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dos o tres ciudades grandes; esto servirá de ejemplo; y devolverá a los soldados la
alegría y el deseo de actuar».

La práctica de rey
Por un decreto de 30 de marzo de 1806, Napoleón atribuyó a José la corona de
Nápoles y Sicilia, es decir el antiguo reino de Nápoles y Dos Sicilias. Napoleón
contaba con que en poco tiempo su hermano se apoderaría de la isla. Y, en efecto, así
fue. Pero la sumisión y control total del reino era otra cosa, que no resultaba tan fácil
si se tenía en cuenta la oposición existente en las provincias apartadas de la capital.
Aparte de la amenaza continua, en los primeros meses de la ocupación, que suponía
la presencia constante de la flota inglesa del almirante Sydney Smith.
En su afán de reformar el reino, José prestó la mayor atención a la constitución de
un gobierno competente y bien orquestado, ejercido por hombres experimentados y
leales a su persona. Tal vez el personaje de mayor confianza del rey en el gobierno
fue François Miot, a quien hará en el último momento conde de Mélito. A él le
encargó el Ministerio del Interior.[401] Pequeño, de rasgos duros, Miot era un hombre
hecho a sí mismo. Empezando como un burócrata menor al servicio de Luis XVI,
avanzó progresivamente bajo los diversos gobiernos de la República. No era un
político sino más bien un funcionario, aunque liberal y progresista y, como José, un
gran constitucionalista. Fundó un ministerio de nuevo corte, algo por completo
desconocido en Nápoles.[402]
A su viejo amigo Roederer, José lo hizo ministro de Finanzas. Hijo de un abogado
de Metz, en los comienzos de la Revolución había sido un agitador que incitaba a los
trabajadores contra la burguesía, «parásitos que se alimentaban del cuerpo público».
El Terror le hizo mucho más moderado, hasta el punto de transformarse con el tiempo
en un liberal autoritario. Sin sentido del humor, preciso, exigente, fue detestado lo
mismo por los propios franceses como por los napolitanos, por su rigor y honestidad.
José sabía que, para todos ellos, era una auténtica béte noire, como le explicaba a su
hermano. Pero, por ello mismo, fue un perfecto ministro de Finanzas. Irascible y
cáustico, algunos creyeron que Napoleón le había desterrado a Nápoles. Como
ministro de Finanzas realmente hizo prodigios en Nápoles.[403]
El Ministerio de justicia recayó en Michelangelo Cianciulli, un jurista sagaz, de
gran reputación y de gran influencia sobre la profesión en Nápoles. La misión que le
encomendó José era importante: a él incumbía la gran tarea de reformar la justicia y
de llevar a cabo buena parte de sus reformas. La modernización de la ley en Nápoles
era una cuestión bien difícil. Los jueces mismos, muchos de los cuales desempeñaban
títulos nobiliarios, eran los primeros en oponerse a cualquier cambio que alterara sus
privilegios. En este sentido, a pesar de sus dificultades, sus logros fueron un hecho.

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El inevitable Salicetti era un mal necesario. Nombrado ministro de la Policía, el
viejo republicano jacobino, compañero de José en tantas vicisitudes, le acompañó
también a Nápoles, donde le sirvió a su modo.[404] Nadie como él para detener a
conspiradores contra el rey,[405] o para inventar complots. Pues, a sus ojos, Nápoles
parecía ser la «tierra prometida de los conspiradores», con una policía corrupta, un
gusto natural por el misterio, un arte especial para el disimulo y un ardor violento que
se unía al espionaje sufragado por la antigua Corte. Radical y cruel, el tiempo lo
había ido moderando, a pesar de lo cual era el hombre apropiado para encargarse de
la policía en un país ocupado.[406] Así, reformó la policía de la capital, estableció una
gendarmería en las provincias y organizó la policía secreta. Su rudeza preocupó a
José, pero sus servicios fueron imprescindibles, porque para él, con tal de asegurar el
orden, lo mismo era un tribunal extraordinario que una comisión militar.[407]
Dedicado a coleccionar arte como consecuencia de sus requisas y pillajes, su hija
Carolina terminó convirtiéndose, por su matrimonio, en duquesa de Levillo. Después
de la salida de José del reino de Nápoles, Murat lo mantuvo en el mismo cargo. Y
pensaba llevar a cabo una redada de brigantes, a la misma hora y en todas las
provincias del reino,[408] cuando murió de forma misteriosa la víspera de Nochebuena
de 1809.[409] Pese al papel significativo del ministro, en la correspondencia
mantenida con el rey sorprende la autoridad de José sobre él, así como la autoría real
de muchas de las iniciativas de la competencia de su ministerio.[410]
Aunque el Ministerio de la Guerra dependía de Salicetti, quien verdaderamente se
ocupó de él fue el mariscal Jourdan, «exiliado» por Napoleón para servir a José como
comandante de la ciudad de Nápoles. Pequeño, gordo y rubio, con cara de niño, era
ya un héroe de la República en 1794, cuando Napoleón era un perfecto desconocido.
Su entusiasmo murió con la destrucción de su amada República. Napoleón lo
contentó haciéndolo mariscal. Hombre competente, a José le sirvió bien en Nápoles.
Sabía halagarlo, diciéndole que «la naturaleza lo había hecho más capaz de mandar
grandes ejércitos que los generales que han estudiado su arte».[411] Una idea que,
posteriormente en España, comentaría con frecuencia entre los suyos.[412]
A pesar de la preponderancia de los extranjeros en los ministerios, el gobierno era
más napolitano que lo había sido bajo el período borbónico. Consciente de la
necesidad de que formaran parte de él nombres naturales del reino, José nombró al
marqués de Gallo, antiguo embajador de los Borbones en París y partidario desde
siempre de la cooperación con Francia, ministro de Exteriores. Y al príncipe de
Pignatelli ministro de Marina, desde donde colaboró de buen grado con José. Ferri-
Pisani, otro corso como Salicetti y yerno del mariscal Jourdan, fue nombrado
secretario de Estado. Su influencia en el rey se manifiesta en el número de memorias,
proyectos de ley e informes que llevan anotaciones de su mano, lo mismo en Nápoles
que, después, en España.[413]
Sorprende que en la Corte de José abunde el número de parientes de su mujer, los
miembros de la familia Clary; empezando por dos hijos de Étienne Clary, Mario y

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Bienvenido, que le sirvieron el uno como ayudante de campo y el segundo como
subteniente del Cuarto Regimiento de Cazadores a caballo. José pidió a su hermano
que nombrara general al tío de su mujer, Victor Somis, ya coronel antes de la
Revolución, a quien hizo enviar a Nápoles. El rey también estuvo muy interesado en
que Étienne Clary, su cuñado, fuera nombrado senador, y que su fiel cirujano Paroisse
tuviera la Legión de Honor.[414]
Al distribuir los puestos honoríficos José recompensó a no pocos nobles
napolitanos que demostraron en todo momento lealtad hacia él. Entre los ministros
napolitanos permanecieron a su lado el marqués de Gallo y el príncipe Pignatelli. El
duque de Cassano-Serra fue nombrado ministro de Asuntos Eclesiásticos. El duque
de San Teodoro fue nombrado también Gran Maestro de Ceremonias. Y el príncipe
Colonna de Stigliano, Gran Chambelán.
Desde su llegada a Nápoles, el rey tuvo que hacer frente a los más graves
problemas financieros. Sus tropas estaban descalzas. Se les debían seis meses de
sueldo. Y la falta de barcos hacía muy difícil el avituallamiento de la ciudad, con
500 000 habitantes en la aglomeración napolitana, de un total de 5 millones de
habitantes para todo el reino. Aparte del suministro a otras provincias del reino como
Bari, Capitanata, Lecce o Tierra de Otranto, o el Principado Citerior o de Salerno.[415]
El ejército de José, no obstante, se llevó una gran decepción al llegar a Nápoles,
cuando se encontró con el grado de miseria existente en el país y en la población. No
era lo que esperaban, después de haber recorrido el norte de Italia. El mismo
Napoleón se había equivocado con aquella tierra, cuya exaltación por los poetas se
apartaba tanto de la realidad. Y lo mismo les pasó a José y a sus hombres cuando
viajaron por el reino.
En el proyecto de presupuesto establecido después del 26 de febrero de 1806,
José calculó la existencia de aproximadamente un millón de francos de déficit por
mes. Contó, no poco inocentemente, con la seguridad de que su hermano le
reembolsaría esta cantidad. Pero la respuesta de éste fue muy distinta. «Imponed una
contribución de 30 millones sobre todo el reino —le respondió el 6 de marzo—.
Vuestra marcha es demasiado incierta. Es preciso que vuestros soldados, vuestros
generales estén en la abundancia. Una vez más, no esperéis dinero de mí. Los
500 000 francos que os he enviado son la última suma que enviaré a Nápoles».
Preocupación importante de José fue ganarse a la opinión pública. Por esta razón
hizo, el 11 de mayo de 1806, una segunda entrada solemne en la capital, donde
recibió las felicitaciones de una delegación de tres senadores, entre los que estaba su
amigo el conde Roederer, a quien persuadió para que continuara a su lado. En su
discurso, éste elogió las cualidades del nuevo soberano: sagacidad, prudencia,
bondad, moderación, dulzura y fuerza de carácter.
Pero las dificultades afloraron por todos sitios. Las tropas de Reynier fueron
vergonzosamente arrolladas por los ingleses el 3 de julio, cuando éstos
desembarcaron en la bahía de Santa Eufemia. Una batalla —conocida en Inglaterra

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con el nombre de victoria de Maida—, que ejerció una extraordinaria resonancia
entre los ingleses,[416] porque por vez primera las tropas de la Revolución, según se
dijo en Londres, habían sido vencidas. Una batalla de tan poca importancia desde el
punto de vista de los efectivos comprometidos —5000 soldados franceses, suizos y
polacos corrieron en desbandada frente a otros tantos ingleses formados en línea
menor tuvo, sin embargo, inmensas consecuencias incluso en la propaganda que
alimentó a las tropas inglesas durante la guerra peninsular. Con la particularidad,
además, de que los campesinos calabreses, que hasta entonces creyeron invencibles a
los batallones franceses, se levantaron y masacraron a cuantos caían en sus manos.
[417]
Por todo ello, la conquista de Sicilia se reveló muy pronto como verdaderamente
imposible. Los brigantes o bandoleros, organizados en bandas, se convirtieron en una
fuerza de oposición constante, por sus emboscadas y asesinatos.[418] Fue entonces,
bajo el reinado de José, cuando se generalizó el término brigante para referirse a
cuantos se oponían al rey. Era un término nuevo en la lengua napolitana
(brigantaggio), y como tal lo había ignorado siempre el legislador. En poco tiempo, el
término se convirtió en una «palabra mágica». Y lo mismo que ocurrirá después en
España, resultará difícil distinguir el brigantaggio de la resistencia popular,
incrementada a su vez por los desertores o los prófugos.[419]
Ante este tipo de dificultades, la reacción de Napoleón no se hizo esperar. El tono
de las cartas a su hermano José en los meses de julio y agosto de 1806 será siempre el
mismo. «No tenéis costumbre de la guerra. Sois demasiado bueno…Sois demasiado
bueno y tenéis demasiada confianza en los napolitanos. Sois un hombre joven. La
naturaleza os ha hecho demasiado bueno…», tales son algunas de las censuras que
hace al nuevo rey su hermano el emperador.
Numerosas fueron también las pérdidas de soldados del ejército de José. Sólo el
cuerpo de Reynier, que se enfrentó a los ingleses, perdió más de mil cuatrocientos
hombres, sin contar cerca de tres mil prisioneros y otros tantos enfermos que llenaron
los hospitales de Nápoles. Mientras, José se retiró a Capodimonte, en busca de una
mayor tranquilidad. Desde allí, en sus cartas a su hermano, José trató de minimizar el
desastre ante los ingleses. O la misma situación de determinadas partes del reino que,
verdaderamente, se encontraban en «estado de guerra».[420]
Por suerte, la capitulación de Gaeta el 18 de julio, junto con la falta de caballería
de los ingleses y el miedo de los nobles o de la burguesía a ser cogidos por los
insurgentes, hicieron que éstos, dispersos y con jefes improvisados, no pudieran
explotar sus éxitos. La caída de Gaeta, finalmente, permitió a Massena actuar
brutalmente en el interior del reino,[421] empleándose en pacificar y reconquistar
Calabria.[422] Muchos pueblos fueron saqueados e incendiados con «barbarie
otomana», para que sirvieran de ejemplo a otros.[423] El regreso del mariscal,
después, a la Grande Armée fue un respiro para José, que no veía llegar la hora de

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perderle de vista. José decía a su hermano, refiriéndose al mariscal: «Me doy cuenta
de que no puedo contentarlo, haga lo que haga».[424]
Estas dificultades abrieron los ojos a José sobre la grave situación que aquejaba a
su reino, así como sobre la hostilidad de sus súbditos frente a su reinado. Pues si, en
un momento de optimismo inicial, él creyó en la existencia de una sincera simpatía
hacia su persona y hacia su causa, luego se dio cuenta de la amarga realidad: que
también muchos se le oponían. Como más tarde en España, la presencia de las tropas
imperiales provocaba la insurrección. Por ello se vio obligado a poner en práctica
algunas de las medidas represivas que Napoleón le aconsejaba tomar, en cuanto a
contribuciones y confiscaciones de los bienes de propietarios retirados a Sicilia.
Tras la retirada de los británicos, la guerra de guerrillas existente en las provincias
del sur, lejos de extinguirse se reavivó.[425] La temible baronesa Laura Fava, que se
refugió en Sicilia, se le opuso con uñas y dientes. Lo mismo que el más famoso de los
guerrilleros, Fra Diávolo, aclamado por el pueblo como Santo Diávolo,[426] que fue
capturado y ejecutado en noviembre de 1806.[427] Para contar con el apoyo del
pueblo, la Corte de Nápoles rehabilitó su figura, protestando solemnemente contra la
ejecución y celebrando con gran pompa los funerales del «muy digno coronel don
Michele Pezza».[428]
Entre sus primeras prácticas de gobierno, José desarmó a la población, excepción
hecha de los guardias provinciales, que dieron pruebas de reconocida lealtad.
También suprimió numerosos conventos, destinando sus bienes a instituciones de
enseñanza o beneficencia. De la misma manera, decidió reemplazar con firmeza el
sistema feudal por el Código Civil, al tiempo que confió a Roederer una reforma de
los impuestos. También se ocupó de los problemas de la enseñanza y de la
universidad, hasta entonces olvidados.[429] Y hasta prohibió las corales de castrados.
Uno de sus éxitos consistió en emplear a millares de vagabundos en construir
carreteras.[430]
El asesinato de su ayudante de campo, el coronel Bruyere, constituyó para él un
aviso sobre los peligros que podían acecharle (22 de octubre de 1806). Así que, desde
entonces, extremó las medidas de seguridad cuando salía del palacio o viajaba por el
reino. La conquista de Nápoles le fue fácil a José, pero otra cosa fue su aceptación
verdadera por parte de la población. Porque, en realidad, la resistencia que más tarde
encontró en España la vio por vez primera en Calabria, con todos sus horrores. Unos
quince mil franceses dejaron la vida allí.[431]
Todo ello le hizo ver que para sostenerse en el trono con seguridad no podía
prescindir de la presencia de un numeroso ejército. No obstante, cuando se enteraba
de las brutalidades cometidas por sus hombres, su preocupación resultaba evidente.
Su enfrentamiento con sus generales, y especialmente con Massena, fue frecuente,
como ocurrió cuando el guerrillero marqués de Rodio fue ejecutado; o cuando el
suizo Reynier tomó todo tipo de represalias y cometió pillajes en los pueblos del sur.
[432]

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El nuevo rey de Nápoles no dudó, desde el principio de su reinado, en conocer y
viajar por sus dominios. En la primavera de 1807, con considerable valor por su
parte, hizo un largo viaje a lo largo de la costa adriática, hasta Tarento, recorriendo la
peligrosa región de los Abruzzos. En las últimas semanas de septiembre, diez días
después de que la duquesa de Altri —tal vez el mayor amor de su vida— diera a luz a
su hijo julio, estuvo en Venafro, al norte de Capua, desde donde se dirigió hacia el
este, a Campobasso. De allí volvió a Santa Lucía por Morcone.
En octubre de 1807 José pidió permiso al emperador para visitar París a causa de
la enfermedad de su mujer, a la que nunca le hizo ilusión viajar con él a Nápoles.
El 29 de este mes, Napoleón suprimió el reino de Etruria, y Toscana —la tierra tan
querida por José, donde estudió y donde, con el tiempo, moriría— fue incorporada al
Imperio francés. Su hermana, Elisa Bacciocchi, fue nombrada gran duquesa.[433]
Como en Nápoles, todo el mundo se quedó con la incógnita, la duda de qué cosa
pasaría después. «Sólo hablan de consolarse con la esperanza —escribió el secretario
de la legación española en Florencia— de que el nuevo orden de cosas pueda
restablecer con el tiempo la prosperidad de que han gozado».[434]
A José, Napoleón le negó el permiso que le solicitaba, pero arregló un encuentro
con él en Venecia el 3 de diciembre. Sus conversaciones, que duraron varios días, se
mantuvieron en secreto pero, naturalmente, tuvieron por objeto la suerte de España,
donde las querellas entre el débil Carlos IV y su hijo Fernando, con el odiado primer
ministro Godoy, ofrecían una excusa inmejorable para la intervención francesa. Fue
en Venecia, por consiguiente, donde José tuvo conocimiento de que el destino lo
llamaba al trono de España.
Mientras desempeñó las funciones de rey, José estuvo en contacto con las figuras
principales de la Francia imperial: electores del Imperio, senadores, cancilleres de la
Legión de Honor, miembros del Instituto, ministros, príncipes, mariscales,
diplomáticos, cardenales, poetas o arqueólogos le escriben o se cartean con el rey.
Entre otros, personalidades como los ministros Talleyrand o Fouché, el general La
Fayette, héroe de la guerra de Estados Unidos, los cardenales Fesch y Maury o el
príncipe Murat, con el tiempo su sucesor en el reino de Nápoles.[435]
Hasta su proclamación en Bayona como rey de España, el 6 de junio de 1808,
José fue rey de Nápoles. Desde Bayona ya no volvería más a aquella tierra que
abandonó con profunda nostalgia. A sus fieles amigos, sinceros partidarios de su
causa, les recompensó generosamente: al marqués de Gallo, al secretario de Estado
Francesco Ricciardi, al duque de San Teodoro, a algunos generales y ayudas de
campo franceses. A su cuñado Murat, su sucesor como rey, le llamaron la atención de
una forma maliciosa los 500 000 ducados que dejaba a una bella mujer, la duquesa de
Altri, hija de Andrea Colonna, príncipe de Stigliano, y madre de un pequeño llamado
Julio.[436]
José premió largamente a cuantos le sirvieron con fidelidad.[437] Firmó cantidad
de decretos. Nombró consejeros de Estado. Distribuyó la totalidad de

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condecoraciones de su Orden. Hizo al general Salligny duque de San Germano; a
Miot conde de Mélito y a Ferri-Pisani conde de San Anastasio. Quiso dejar, y dejó un
grato recuerdo. Lo mismo que ocurrió con la reina Julia cuando, después de José,
salió para siempre de Nápoles.[438] Por más que su salida —una «despedida a la
francesa»— pareciera una huida que, sin duda, alarmó a la Corte napolitana, que muy
bien pudo temer una invasión inglesa o la vuelta de los Borbones.

El aprendizaje italiano
En Nápoles, por medio de sus viajes, José se convenció de que su reino sólo
conseguiría la paz si ésta se restauraba en Europa. De ahí los consejos a su hermano
para que hiciera la paz «a toda costa». Para José era fundamental establecer la paz, y
dotar al pueblo de un espíritu patriótico como forma de ammaestramento.[439]
A diferencia de Napoleón, José se dio cuenta en Nápoles de que, para mantener la
paz en su reino, había que contentar a la población. Por eso tuvo la idea de implantar
uno de sus sueños, la creación de una orden de caballería. Una idea que no le gustó
nada a su hermano Napoleón, celoso de su Legión de Honor. Pero, a pesar de su
oposición, José instituyó la Orden de las Dos Sicilias, que se suspendía de un águila
atada a una cinta azul, «el color de la monarquía fundada por los normandos». En el
centro de la estrella estaban las armas de la ciudad de Nápoles, y al reverso las de
Sicilia.
Para atraerse a sus fieles, el rey mostró su contento al proponer una lista de
quinientos caballeros de la Estrella de Plata, cien de la Estrella de Oro, y cincuenta
miembros del Grand Cordon, a los cuales se les fijaron pensiones de acuerdo con su
rango.
Para atraerse a la población hostil no dudó, tampoco, en conceder la amnistía a
los guerrilleros. Porque ante el problema del bandidaje, existente en Calabria desde
centurias atrás, él creía que podía atraérselo a su favor… También creó la Guardia
Nacional, formada por los propietarios más ricos que aceptaron sinceramente su
régimen como los garantes más a propósito del orden y la tranquilidad del país.[440]
Se daba la circunstancia de que, mientras Napoleón colocaba a Luis en el trono de
Holanda, provocaba la guerra con Prusia y Rusia, o entraba triunfalmente en Berlín,
una de las preocupaciones de José consistía en tratar de atraerse de la manera más
suave posible a todo un pueblo, consciente de la importancia que ello suponía para el
porvenir de su reinado. «Vuestra Majestad sonreirá cuando le hablo de capturar a Fra
Diávolo», le dice a su hermano, cuando cree que está a punto de entrar en Berlín.
José se dio cuenta de que él tenía que ser, muy especialmente, el rey de las clases
altas y de los intelectuales. Por ello se convirtió en protector decidido de la propiedad
y del cultivo de las letras. Se dio perfecta cuenta de que los grandes señores del reino,

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que eran los más ricos propietarios, eran, a su vez, los más decididos partidarios de su
gobierno, y se lo dijo a Napoleón, «la mayor parte de los propietarios están de mi
parte». Aunque, naturalmente, el número de tales propietarios era bien pequeño en la
sociedad napolitana.[441]
Por ello era necesario reformar la sociedad de otra forma. Si su gobierno podía
mantenerse, era contando con apoyos más amplios. José se dio cuenta con toda
claridad de cuál había sido el fallo de la República de 1799, cuyo gobierno sólo
estuvo compuesto de nobles y ricos. Mientras los Borbones, después, recobraron el
control con la ayuda de las masas, a quienes traicionaron una vez que se hicieron con
el poder.
Con su pasado republicano, el nuevo rey estuvo decidido a reconstruir la sociedad
napolitana, a rehacerla, a reformarla. En definitiva, a hacer una nación de aquel reino
feudal. Estuvo dispuesto a dar el primer paso para que la nueva generación tal vez
consiguiera hacer realidad el sueño. Porque José era consciente de que tenía que
reinar hoy para poder continuar haciéndolo al día siguiente. Desde el primer
momento estuvo decidido a gobernar para el pueblo y por el pueblo. Y no dudó en
atraerse al pueblo por cualquier medio. Así llevó a cabo la protección de los
napolitanos contra los berberiscos como un medio de conseguir popularidad para el
nuevo régimen.
En Nápoles José dio los primeros pasos para la reforma completa de un país que
se encontraba en pleno período feudal. De ahí sus planes de abolir progresivamente
los derechos de los señores, redistribuir la tierra con compensaciones a los
propietarios, mejorar la agricultura y controlar la industria y el comercio, así como
usar los bienes de la corona y de la Iglesia para la realización de tantas mejoras
públicas.
Un asunto fundamental, al que se dedicó con gran conocimiento de causa, fue el
empeño de reformar políticamente el país. Para él era necesario gobernar de acuerdo
con la ley. Y no vaciló en introducir el Código de Napoleón. En su reforma política,
intentó que la gente votara en las elecciones locales. Y pensó en la necesidad de tener
elecciones nacionales, constitución y parlamento. Mientras llevó a cabo la imposición
de un funcionariado civil donde la selección y la promoción estuvieran basadas en el
talento.[442]
Igualmente, José se dio cuenta de la necesidad de armonizar y racionalizar la
administración del reino. Siguiendo la recomendación de Miot, dejó intacta la
repartición tradicional de las catorce provincias, que dividió en distritos uniformes,
«gobiernos» y municipalidades. El rey nombró intendentes provinciales,
subintendentes de distrito y alcaldes. A todos aquellos ciudadanos que pagaban unos
impuestos determinados (en la mayor parte de los casos 24 ducados) les fue dado el
voto.
José fue un convencido constitucionalista. En 1808, en el momento de dejar el
reino, estaba decidido a crear un parlamento de una sola cámara nombrada por el rey,

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con la participación de listas aportadas por los electores, la universidad, la Academia,
el clero y la nobleza.[443] Desde Bayona, una vez convertido en rey de España, se
dirigirá tanto «a los pueblos del reino de Nápoles» como a los «señores consejeros de
Estado» para la proclamación del atto costituzionale. «Me habría gustado discutir con
vosotros —les escribirá a los consejeros— todas las disposiciones de este acto tan
importante».[444]
En Nápoles José tomó conciencia de la necesidad de llevar a cabo el
desmantelamiento del feudalismo. Se dio cuenta de que el pueblo era víctima de
intolerables abusos. Quiso contar con la nobleza, pero siempre y cuando fuera
partidaria de las reformas. El feudalismo, por tanto, quedó seriamente tocado el
primer año de su reinado, en 1806. Para lo cual no dudó en llevar a cabo la reforma
de la tierra sobre la base de aumentar las zonas no cultivadas, y ofrecerlas a
campesinos con rentas bajas.[445]
José se dio cuenta, igualmente, de la importancia de la justicia. Para ello no dudó,
mediante un decreto de 1807, en abolir las viejas Cortes y nombrar nuevos jueces. Su
idea fue la de uniformar las competencias de los tribunales y las distintas variedades
de jurisdicción existentes. Por una orden dada a los tribunales impuso la igualdad
ante la ley, la igualdad ante el castigo y la libertad civil. Y mantuvo un grupo de
expertos trabajando en la traducción y adaptación de los códigos franceses, el penal y
el civil, es decir el Código de Napoleón. Aunque con la oposición fuerte de la Iglesia
y del propio pueblo, que lo ignoraron, la reforma contempló el matrimonio civil y el
divorcio. Instituyó también tribunales extraordinarios, que actuaron con gran rigor.
Con aquellos tribunales, que fueron nombrados de acuerdo con un criterio político, y
actuaron «con extrema corrección procesal», «no se bromeaba», diría un cronista
napolitano.[446]
También emprendió la reforma de la Iglesia, que tan gran importancia
desempeñaba en el reino. Napoleón ordenó la disolución de todas las órdenes
religiosas. José quiso salvar a los franciscanos. Las demás órdenes fueron suprimidas,
empezando por los jesuitas que, aunque el Papa los había prohibido, los Borbones lo
olvidaron, de hecho. Una vez más, los jesuitas volvieron a ser expulsados, aunque la
Compañía de Jesús pudo permanecer en Sicilia bajo la obediencia del rey
Fernando IV de Borbón.[447]
Decidido a reformar la Iglesia, redujo drásticamente el número de conventos, que
eran tan abundantes, pues sólo en la capital había 38. Los monjes y frailes fueron
tratados bien, porque se les permitió entrar en el clero secular o aceptar pensiones y
convertirse en laicos. El gobierno se adueñó de sus tierras, edificios, mobiliarios,
obras de artes y tesoros, con el fin, más teórico que práctico, de dedicarlo en bien del
interés público. A pesar de que el Papa no llegó a reconocer a José, sin embargo
aconsejó al clero cooperar con él.
En Nápoles, José se dio cuenta de la importancia de las finanzas para el buen
funcionamiento de un reino. Para ello contó con la eficacia de Roederer, obsesionado

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con establecer un sistema de impuestos más racional. Los bienes nacionales
confiscados, procedentes de la corona y de la Iglesia, tenían que ser cuidadosamente
administrados. Cantidades importantes se aplicaron en beneficio de la caridad
pública, la educación y las obras. El buen uso de estos recursos tenía mucho que ver
con la lucha contra los males crónicos existentes en el reino, como la usura, la
escasez crónica o el mismo bandidaje. Uno de los obstáculos más graves al que tuvo
que hacer frente fue la extrema rareza de dinero, que dificultaba la creación de bancos
y el aumento del crédito, en unos momentos en que las tasas de interés eran de un 120
por ciento.[448]
Fundamental en todos los sentidos fue el impulso que José dio a la mejora de la
educación, con un sistema más eficaz de escuelas. Fundó 1500 escuelas públicas, y
dejó planes para hacer 1000 más. Estableció dos colegios en la capital y tres en las
provincias, intentando aumentar su número. En un país donde el predominio de la
Iglesia siempre había tenido un completo control de la educación, esto suponía un
cambio considerable. La Universidad de Salerno fue reorganizada. Su biblioteca se
aumentó considerablemente, lo mismo que se amplió el número de facultades. El
estudiantado creció debido al incremento de las becas escolares. No se equivocó su
amigo Melzi cuando, al felicitar al rey por su advenimiento al trono, le auguraba «una
grande y feliz revolución» en el campo de la instrucción pública.[449]
José llevó también una vida muy activa en los aspectos literarios y artísticos, en
unos momentos en que continuaron haciéndose excavaciones en Pompeya.
Coleccionó pinturas, esculturas, objetos de arte de todo tipo y libros en grandes
cantidades. Y fue muy a menudo al teatro y a la ópera. Sus ministros, a su vez, fueron
grandes amantes de las artes. Miot compartía los mismos gustos del rey. Salicetti era
un extraordinario coleccionista de arte. Roederer era miembro del Instituto Francés.
Y Cianciulli siempre fue considerado como un hombre con talento musical y literario.
Louis Reynier, que sirvió como comisionado real en Calabria, fue más tarde conocido
internacionalmente como arqueólogo e historiador. Y el conde Stanislas de Girardin,
caballerizo de José, hijo del rey Stanislas de Polonia, el protector de Rousseau, era
soldado y poeta.
José comprendió la importancia de la literatura y de la historia. Amigo del rey fue
Gabriele Rossetti, más tarde líder de los carbonarlos, exiliado en Inglaterra (1820), y
padre de una familia famosa de escritores y artistas. Conocedor de las gloriosas letras
italianas, levantó en Sorrento un monumento a Tasso, al tiempo que intentó
coleccionar todos sus escritos para depositarlos en la casa del poeta.
Nada más enterarse del nombramiento del nuevo rey José, volvió a Nápoles
Vincenzo Cuoco, que obtuvo una gran reputación en Milán después de exiliarse de
Nápoles en 1799. Amigo de Manzoni, regresó al reino en 1806, y allí desempeñó
cargos públicos y dirigió sucesivamente Il Corriere di Napoli e Il Monitore delle Due
Sicilie. Su Ensayo histórico sobre la revolución napolitana de 1799, su obra más
importante, fue publicado bajo los reales auspicios de José.[450] En julio de 1808 fue a

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Madrid para felicitar en nombre del gobierno napolitano a José Bonaparte. Al tiempo
que su primo por parte de madre, Gabriele Pepe, fascinado desde hacía tiempo por il
delirio della liberta, se enrola en el ejército de José y lucha por él, primero contra los
brigantes en Nápoles, y después en España.[451]
Por último, en Nápoles José aprendió mucho sobre la organización del ejército,
que él mandó como rey.[452] A pesar de la idea de Napoleón de que los napolitanos
eran demasiado corruptos para ser soldados,[453] lo mismo que se creyó en España
durante la guerra,[454] él pensó, sin embargo, en la conveniencia de tener un ejército
nacional. Él no quería la presencia de tropas francesas, que provocaban el orgullo
nacional en el pueblo en contra suya.[455] También se dio cuenta de que sus tropas no
eran suficientes en número para, al mismo tiempo, mantener el territorio que
ocupaban, dominar al enemigo, reprimir cualquier intento de tumultos o rebeliones
así como rechazar cualquier asalto de los ingleses o del rey de Sicilia.[456] Según el
historiador Jacques Rambaud, las reformas militares que se han atribuido en Nápoles
a Murat correspondieron en verdad a José, quien «puso las bases de casi toda la
organización, y si el sucesor ha multiplicado los efectos e inspirado un nuevo espíritu,
ha dejado también al ejército exaltarse en detrimento del poder civil».
Dos de los hijos jóvenes del príncipe Colonna estuvieron entre sus primeros
voluntarios. Y Francesco Pignatelli, príncipe de Strongoli, que había tenido una
participación importante en la revolución romana de 1798 y la napolitana de 1799, se
puso de su parte; y andando el tiempo mandará la división napolitana de España entre
1810 y 1811.[457]
Algunos napolitanos defenderán su causa con ardor, como Carlo Filangieri, que a
los veintidós años formó parte del Estado Mayor del general Dumas, participó en el
asedio de Gaeta con Massena y recibió la Legión de Honor, para después seguir a éste
a Calabria, donde a las órdenes del general Reynier conquistó Reggio. Su vinculación
con José fue, en su caso, más íntima porque llegó a acompañar a su mujer, la reina
Julia, a Francia, después de su viaje a Nápoles. E incluso llevó despachos de
Napoleón a José y a Savary a Bayona, antes de participar definitivamente en la guerra
de España a favor de José.[458]
Por supuesto, no resultó fácil que los planes de José sobre el ejército prosperaran,
dada la reacción a las conscripciones y las frecuentes deserciones —de 4400
conscriptos en 1807, 1600 desertaron—.[459] Pero con todo, las tropas napolitanas
mejoraron considerablemente bajo la instrucción de los franceses, como se vería poco
después en la guerra de España, al repartirse éstas entre las divisiones francesas.[460]
Porque nada menos que 9000 hombres de aquel ejército fueron enviados a España, de
los cuales sólo volvieron apenas unos cientos.[461]
En Nápoles, José se dio cuenta, como también se daría cuenta después en España,
de que, de acuerdo con la más auténtica tradición borbónica, la mayor parte de la
población seguía considerando las tareas administrativas más como un favor que
como un deber: c'est la division du repos, le comentaba, disgustado, su amigo

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Roederer. Por ello se rodeó de republicanos y monárquicos para llevar a cabo desde
arriba una profunda transformación de la sociedad y del Estado.[462] Nada más llegar
a España rogará a su hermano que le permita tener con él a los hombres se refiere
concretamente a Jourdan y Reyner, que habían pacificado el reino de Nápoles. Al
despedirse de sus súbditos napolitanos, tras ser nombrado rey de España, lo hace con
la pena de no haber podido culminar la reforma de la vostra sociale organizzazione
emprendida por él sobre la base de un «Estatuto Constitucional del Reino» adaptado
«a los tiempos en que vivimos».[463]
Juzgando su reinado napolitano con una documentación apabullante, el
historiador francés Jacques Rambaud, en su tesis de Estado, concluyó que, al frente
de su gobierno, José dio prueba indiscutible de «una inteligencia sólida, si no muy
superior, y de una buena voluntad sincera», al tiempo que deshacía muchos de los
prejuicios construidos sobre su indolencia o falta de actividad.[464] Pues a diferencia
de lo que llegó a decir Madame de Rémusat, según la cual José no reinó más que
como un delegado de Napoleón, lo cierto es que el rey estuvo bastante lejos de ser un
subordinado de su hermano. Lo mismo ocurre en cuanto a las ideas que inspiran su
gobierno, que distan bastante de las del emperador.[465] Por todo lo cual, y sobre todo
por la introducción de la mano de José de un «nuevo régimen mucho más liberal»,
algunos llegaron a comparar al rey Bonaparte con el emperador Trajano. «Es de
lamentar —concluirá el historiador francés— que la memoria de José no sea más
popular, cuando el tiempo, que es galant'uomo, como José mismo decía con
confianza, ha borrado su fisonomía en la sombra de Murat».
En la actualidad, los historiadores italianos no le regatean a José, durante su
reinado de Nápoles, dos realidades evidentes.[466] La primera, que conservó durante
su mandato una probada independencia que, claramente, se debió a su decidida
voluntad de ser autónomo. Y la segunda, que cuando llegó a Nápoles contaba con
«una buena experiencia política y administrativa», que le permitió comprender
bastante bien una sociedad tan difícil como la napolitana, cargada de supersticiones y
de odios de clase, lo que le obligó «a balancearse entre la falta de confianza en su
propia popularidad y la impotencia política».[467] Para algunos, José I de Nápoles
llegó a ser incluso «la más grande de las bendiciones del reino».[468]

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V
REY DE ESPAÑA Y DE LAS INDIAS

José Bonaparte, ex rey de España, interrumpió la redacción de sus Memorias,


iniciadas durante su exilio posterior en Estados Unidos, cuando tuvo que hacer frente
al relato de su reinado en España. «Repugnaba a su buen carácter tener que escribir
sobre aquellos acontecimientos», anotó el barón Du Casse, compilador de las
Memorias. A todas luces resultaba evidente, lo mismo antes que después, que quien
fue rey de España estuvo «lejos de aprobar la conducta política de su hermano en
aquella guerra desgraciada».[469]
Verdaderamente, la historia del reinado de José Bonaparte en España fue un
drama en el que el principal papel fue desempeñado casi por completo in absentis.
Una vez más, Napoleón lo hizo rey, y lo impuso en esta ocasión sobre los españoles
tras una prodigiosa intriga llevada a cabo en el mayor de los secretos.[470] Pero la
respuesta fue de todo punto imprevisible. Por vez primera en la historia de Europa,
toda una nación se levantó en contra de un rey impuesto desde fuera. La trilogía
institucional de legitimación utilizada por Napoleón —coronación de José, Asamblea
de Notables y Constitución de Bayona— fracasó ante la oposición nacional, que no
fue únicamente popular, dada la respuesta de las élites del país.
Desde lejos se vio el drama como si lady Macbeth, después de haber instigado el
asesinato de Duncan y de haber establecido a su marido en el trono de Escocia, se
hubiera retirado a otros asuntos de Europa, desde donde hubiera seguido martirizando
a su marido con cartas insidiosas, cuyos consejos hubieran sido de todo punto
inviables, dado el grado de total desconocimiento sobre la situación de su reino.[471]
En su descabellada aventura de España, en esta ocasión, la Fortuna no guió la
estrella de Napoleón como hasta entonces siempre había ocurrido. Algunos de sus
colaboradores más próximos, muchos de ellos amigos también de José, intentaron
posteriormente explicar lo sucedido diciendo que, cuando se enjuiciaban las acciones
o los movimientos de Napoleón en aquella hora tan decisiva, parecía como si hubiera
estado arrastrado por «una especie de fatalidad que cegaba su alta inteligencia». Con
la particularidad de que aquella prodigiosa aventura estuvo «tan mal dirigida como
pérfidamente concebida».[472]
Por supuesto, José fracasó estrepitosamente en la aventura. Pero ésta, a su vez,
fue pésimamente llevada a cabo lo mismo por Napoleón que por sus brillantes
mariscales, que tan fácilmente se habían adueñado de Europa. Los «asuntos de
España» se llevaron a cabo con tal premura y ligereza que, por ello mismo, tuvieron
el carácter de una aventura desafortunada. En cuestión de dos meses —escribió un
observador contemporáneo— se «encierra el valor de un siglo en cosas
extraordinarias».[473]

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Nadie estuvo a la altura de las circunstancias; ni el emperador, ni el rey José I, ni
Junot —que terminó loco, tirándose por una ventana en Boulogne—, ni Murat o la
mayor parte de sus hombres más apreciados. Fue lo que le pasó a Massena, que desde
la batalla de Rivoli hasta la conquista de Nápoles tantas pruebas dio de serenidad,
mientras en la Península no hizo otra cosa que actuar con grandísima torpeza,
cometiendo todo tipo de errores, hasta el punto de ser llamado a París y ser sustituido
como generalísimo por el mariscal Marmont que, al final, no hizo sino precipitar
definitivamente la caída del rey José. Un viento huracanado de extraordinaria
intensidad se apoderó de su reino.[474]
El propio Napoleón reconoció, por su parte, el error de haber provocado la guerra
de España con el nombramiento de su hermano como rey. «En este punto, el
emperador se censura totalmente», escribió sobre el particular el conde Las Cases.
Más tarde, con ocasión de tantos desastres, cuando José salió definitivamente de
España, Napoleón, según diría en Santa Helena, pensó en la posibilidad de haber
casado a Fernando VII con la hija mayor de José. Esto sucedía a finales de 1813,
cuando las circunstancias ya eran otras. Pero, según aseguró el mismo emperador, si
los asuntos de 1814 hubieran tomado otro giro, al final probablemente tampoco
habría llevado a cabo aquel matrimonio —solicitado previamente por el propio
Fernando— con la hija de José.
En cualquier caso, volviendo sobre aquellos hechos, el emperador decía que los
resultados «le quitaban la razón de modo irrevocable». Concretamente, reconoció
haber cometido dos errores. El primero, haber destronado como lo hizo a los
Borbones. Y el segundo, haber mantenido como base de este sistema a su hermano
José, «como soberano nuevo, precisamente aquél que, por sus cualidades y su
carácter, debía necesariamente hacerlo fallar». Se metió innecesariamente en un
complicado trabajo de Hércules, cuando todo aquello podía haber resultado «un juego
de niños».[475]
La designación de José Napoleón I como rey de España, después de la
experiencia positiva de dos años como rey de Nápoles, fue el más importante error
cometido por Napoleón en toda su vida. No pudo imaginar que aquella formidable
intriga para el nombramiento de su hermano como rey iba a provocar una guerra
nacional de proporciones extraordinarias.[476] No temió por parte de España ninguna
amenaza seria para sus proyectos. Estaba seguro de que el gobierno de España le
abriría las puertas. Actuó con extraordinaria precipitación, pues, según algunos
historiadores, la aventura española de Napoleón —la instalación de José en el trono
de los Borbones— no parece haber surgido en su mente, como mucho, más allá de
finales de 1807.[477]
Ahora bien, según el testimonio del ministro Fouché, jefe de la policía, esta
solución —la de querer imponer a José como rey— le perdió. Así empezó «el
memorable año 1808 —escribió—, época de una nueva era, donde comienza a
palidecer la estrella de Napoleón». Aquélla fue «la principal causa de su desgracia».

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El ministro dirá que le advirtió a Napoleón que tuviera cuidado de «no transformar un
reino tributario en una nueva Vendée». En su opinión fue, por consiguiente, en la
España de José —que al ministro llenó de «negros presentimientos»— donde «se
hundió Napoleón».[478]
Al imponerlo como rey de España, Napoleón metió, por otra parte, a su hermano
José en un avispero insoportable pues, a diferencia de la leyenda de buen rey que dejó
en Nápoles, en España representó una causa perdida, y eso que hizo todo cuanto pudo
en aras del bien de la nación.[479] Su aventura determinó la Guerra de la
Independencia española, que fue la úlcera que gangrenó el Imperio de Napoleón. Una
guerra que sirvió de ejemplo a otros países de Europa, mientras que la voluntad de
resistencia se fue haciendo cada vez mayor. La vorágine desencadenada dentro y
fuera de España hizo imposible, al final, que José Napoleón I pudiera haber sido
definitivamente rey de España y de las Indias. La rueda de la fortuna, a partir de
entonces, selló un destino muy distinto.[480]

La joya de la corona
El regalo más grandioso que Napoleón hizo en su vida fue dar a su hermano José la
corona de España. Con anterioridad le había ofrecido la corona de Lombardía. Y lo
había hecho rey de Nápoles. Napoleón se había adueñado prácticamente de toda la
península italiana. Ahora le tocaba el turno a la Península Ibérica. Napoleón ponía en
manos de José un reino de 11 millones de habitantes, y más de 150 millones de
rentas, sin contar con los inmensos recursos de las Indias. Como escribió a su
hermano, el nuevo reino lo situaba en Madrid, a tres días de Francia. «En Madrid
estáis en Francia. Nápoles es el fin del mundo».[481] La decisión de Napoleón de
poner en manos de José la joya de la corona era irrevocable.[482]
Uno de los italianos que le conoció bien, amigo a su vez de José, Melzi d'Eril —
tío carnal por parte de madre del general Palafox—, dio testimonio de lo que era
Napoleón cuando se obsesionaba con una idea o con un proyecto inviable. «Su
lenguaje, sus ideas, sus maneras, todo en él era impresionante y original. Lo mismo
en una conversación que en la guerra, era fértil, lleno de recursos, rápido en discernir
y pronto en atacar el lado débil de su adversario». De todas sus cualidades —
proseguía Melzi— la más notable era «la pasmosa facilidad de concentrar su atención
sobre un tema cualquiera y de tenerla fija en él hasta que encontraba el mejor partido
que se podía tomar en cada caso».[483]
Sin esta prodigiosa capacidad de dominio no puede entenderse la presión ejercida
sobre José para hacerlo rey. Rehusó en un primer momento la corona de hierro que
vinieron a ofrecerle los colegios electorales de la República cisalpina. Aceptó sin
embargo, con alguna duda inicial, la de Nápoles. Pero, en vista de su indiscutible

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éxito como rey, aceptó la corona de España. José creyó siempre en la fortuna de su
hermano.[484] Mientras estuvo rigiendo los destinos de Nápoles, Napoleón se apoderó
de Prusia. El mejor ejército de Europa, el del gran Federico, desapareció en una doble
batalla, en Auerstadt y en Jena, en octubre de 1806. El ejército francés entró en
Berlín. Napoleón se apoderó en Postdam de la espada de Federico.
La guerra entre Francia y Prusia comenzó el 9 de octubre de 1806. En diecisiete
días los soldados del emperador, «como una bandada de aves de presa», se
apoderaron de Prusia. El 21 de noviembre promulgó el famoso decreto de Berlín
sobre el nuevo orden continental, con la intención de marginar a Inglaterra del
mundo. El 6 de diciembre sus ejércitos pasaron el Vístula, aunque desde días antes
Murat tenía una guarnición en Varsovia. El elector de Sajonia, henchido como rey
napoleónico, se comprometió a proporcionar en caso de guerra un contingente de
20 000 hombres. La victoria napoleónica de Friedland (14 de junio de 1807) obligó a
los rusos a pedir la paz.
Todo esto ha hecho pensar que fue en Tilsit, sobre una balsa —cuando se
entrevistaron el emperador de Francia y el zar de Rusia—, donde se decidió la suerte
del mundo, y la de España. Por el tratado secreto allí firmado, el zar Alejandro
reconoció a la Confederación del Rin y a los tres hermanos de Napoleón, José, Luis y
Jerónimo, como reyes de Nápoles, de Holanda y de Wesfalia. Allí quedó sellada la
suerte de Prusia y la de los príncipes germánicos. La cabeza de Napoleón se llenó de
planes para apoderarse del mundo. Llegó a pensar en invadir la India. Pero,
verdaderamente, el futuro de la corona de España se decidió en el lago Niemen, en
julio de 1807. Un año después, los periódicos ingleses apenas se sorprendieron
cuando dieron la noticia de que el zar había reconocido como rey de España a José
Napoleón.[485]
Una cosa es importante destacar, no fue Francia, ni siquiera los franceses, ni por
supuesto sus hermanos, los que impulsaron al emperador a llevar las cosas donde las
llevó. Fue ésta una realidad que vio muy clara el primer ministro de España, don
Manuel Godoy: «No; la Francia de quien venía todo el poder de aquel gigante y sin la
cual ninguna cosa habría podido aquel caudillo, no tuvo voz para argüirle, ¡qué digo
yo para argüirle…!, para indicarle tan siquiera su deseo de verle poner fin a sus
proyectos ambiciosos, y de gozar en paz el fruto de tantos sacrificios y trabajos y
tormentos como había arrostrado por ser libre. Fue menester que la fortuna le hubiese
vuelto las espaldas y que la Francia ya se viera sobre los bordes de un abismo, para
que al fin hubiese quien osara proponer se le rogase renunciar a su poder
desmesurado y volver a aquel pueblo tan sufrido y generoso en libertades y
derechos».[486]
Fue a partir de entonces cuando Napoleón pensó decididamente en la corona de
España. Ésta fue la tesis, desde un principio, del abate De Pradt, el famoso obispo de
Malinas, para quien «el emperador de los franceses no había pensado cosa alguna
contra España anteriormente», aun cuando desde un año antes se hablara e incluso se

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escribiera en Francia en contra de los Borbones de España. El mismo nombramiento
de José como rey de Nápoles abrió el apetito de su hermano por la corona de España.
«La caída del rey de Nápoles —escribió sobre el particular Godoy—, reemplazado
por un hermano del emperador de los franceses, ¿no le mostró el camino y el sistema
ya tomado y empezado contra los demás Borbones que aún reinaban?».
El tratado de Tilsit precipitó el tratado de Fontainebleau (29 de octubre de 1807),
que decidió, finalmente, la suerte de Portugal y España. Aunque, según el primer
ministro de España, Napoleón pensaba en la corona de Carlos IV desde antes.
Probablemente desde el mismo momento en que concedió la de Nápoles a José, y
desde cuando éste entró tan fácilmente y sin oposición ninguna, como un verdadero
libertador, en la capital del reino de Dos Sicilias, en febrero de 1806.
Muy probablemente fue entonces, en la primavera de 1806, cuando Napoleón
imaginó «aquella grande intriga que el emperador de los franceses discurrió en
octubre de 1807». El propio no reconocimiento por España de su hermano José como
rey de Nápoles agrió las cosas, después de haberlo hecho el Papa, Austria y otros
gabinetes?[487] Pues, según el conde de Toreno, al rehusar reconocer durante cierto
tiempo al nuevo soberano José Bonaparte, «por natural y Justa que fuese esta
resistencia, sobremanera desazonó al emperador de los franceses, quien hubiera sin
tardanza dado quizá señales de su enojo, si otros cuidados no hubiesen fijado su
mente y contenido los ímpetus de su ira».[488]
Según el testimonio del Príncipe de la Paz, primer ministro de España, el propio
Carlos IV y los más de los ministros fueron de la opinión de reconocer de inmediato a
José Bonaparte como rey de Nápoles, «por evitar mayores males». Pero la postura del
Príncipe de la Paz fue distinta: «No lo hice; y, al contrario, resistirlo con la mayor
firmeza». Según el español, el emperador ya para entonces tenía «el temerario
empeño de avasallar la Europa».
Sobre la negativa de España a reconocer a José Napoleón como rey de Nápoles,
Godoy dice que «los debates acerca de esto fueron largos y pesados». Y al final
Napoleón se olvidó «de todos los respetos que se debían a Carlos IV». Por cuanto el
primer ministro español habló en directo con el embajador francés Beurnonville —
que hablaba «con desgarro militar y franqueza soldadesca»— era evidente que la
corona de España tenía los días contados. Cuando el español habló de legitimidad y
de derechos, el francés le contestó: «¡Ya! El derecho divino…, dijo el embajador».
[489]
A partir de entonces, la presión de Napoleón sobre la corona de España fue
intensificándose cada vez más. Quince días después de aquella conversación sobre el
reconocimiento del nuevo rey de Nápoles, el embajador francés le leyó al primer
ministro español una de sus instrucciones, en que decía claramente que «la Casa de
Borbón era incompatible con la suya». «Para Napoleón, desde aquel tiempo —dirá
Godoy—, los nombres de alianza y vasallaje volviéronse sinónimos; amigos y

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enemigos debían sufrir el yugo de igual modo; poder vencer, o haber vencido, era lo
mismo para imponer sus voluntades».
Según Godoy, en el tiempo en que se trató de la cuestión del reconocimiento de
José como rey de Nápoles, muchos fueron los escritos que se publicaron aquellos días
en Francia y fuera de ella contra las dinastías borbónicas. Y en ellos, por supuesto, no
se exceptuó la Casa Real de España. En algunos de aquellos escritos se celebró
«intencionadamente» la política de Luis XIV y de Luis XV por «haber sabido
amalgamar la monarquía española y la francesa, y hacer un mismo cuerpo de las dos
potencias en la balanza de la Europa». Folletos y libelos que circulaban libremente a
pesar del rigor de la censura imperial.
Dada la persistencia del gobierno español en no reconocer inicialmente a José
como rey de Nápoles, el primer ministro español recordará muchos años después
cómo trascendieron algunas «frases aceradas» del propio Napoleón, que corrían de
boca en boca. Pues nadie desmintió la especie que se contaba entonces de haber dicho
«que su dinastía sería bien pronto la más antigua de la Europa», o aquella otra, «que
sin tener el Mediodía no se podrían completar los radios naturales del Imperio». «O la
palabra que soltó —dirá también Godoy— cuando, vista la persistencia de nuestro
gobierno en no reconocer al nuevo rey de Nápoles, dijo ya de una vez, sin más
rebozo, "su sucesor sabrá reconocerlo"».
Como colmo de males para la Corte española, el 21 de mayo de 1806 murió la
princesa de Asturias, María Antonia, natural de Nápoles, y adulada por los enemigos
de Godoy, que se mostraban «más bien ingleses que españoles». Enseguida cundió la
especie de que había sido envenenada. Pero se sabía perfectamente que la princesa
padecía tuberculosis desde muy antiguo, aunque los reyes napolitanos ocultaron el
secreto a los de España, y la sacrificaron al dirigirla a un clima tan distinto del de
Nápoles como el de Madrid. Napoleón, según el primer ministro de España, buscó
entonces un entronque real para elevar a su familia y asegurarse más a su aliado. Una
posibilidad más que comenzó a contemplarse entonces. «¿Por ventura —escribiría
Godoy— en Italia, en la Suiza, en la Holanda y en la Alemania se encontraban mal
vistos los que amarraron a su país al señorío de Bonaparte?».
En octubre de 1806 las cosas se agravaron considerablemente a consecuencia de
una proclama dada por el Príncipe de la Paz en que se prevenía a la nación sobre las
necesidades de la monarquía.[490] El propio emperador, al entrar victorioso en Berlín,
habló con el embajador español, don Benito Pardo, con motivo de un recibimiento del
cuerpo diplomático, y le espetó lo que había llegado a sus oídos: que se decía que
entraba en sus planes «derribar a todos los Borbones, que miraba yo a España con
codicia, y que intentaba hacerla mía y coronar en ella a alguno de mi casa».
En su conversación con el embajador español en Berlín, Napoleón desmintió
cuantos rumores corrían en las altas esferas sobre su interés por apoderarse de la
corona de España. Negó su intención de destronar a Carlos IV. Dijo que sería una
gran equivocación cambiar la dinastía española. Señaló que una acción de este tipo

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echaría en manos de Inglaterra las colonias americanas. Y «¿qué sería España sin
América —le dijo— más que una carga inútil a Francia, un pueblo empobrecido y sin
recursos, que nos agotaría nuestros tesoros y una parte de nuestras fuerzas para poder
guardarla y conservarla en nuestra dependencia, de cualquier modo que esto fuese o
se intentara hacerlo?». Es más, hasta le dijo que en Nápoles, que era «tan grande
como mi mano», necesitaba «distraer y consumir allí un ejército para domar las
bandas calabresas».
Apoderarse de la corona de España para ceñirla sobre alguno de su casa
significaba, según esta conversación, dar pie a que Inglaterra alimentara la guerra en
España en su contra. El emperador también dijo que no desconocía «vuestra soberbia
nacional, el influjo de la nobleza y el poderío del clero en vuestro pueblo». A lo que
agregó al embajador: «De nada estoy más lejos que de querer tocar a la corona de
España». Pardo escribió esta conferencia, y la presentó al emperador antes de
remitirla. El texto llegó a Madrid, y según Godoy, Carlos IV, que «no sabía dudar de
las promesas de los hombres se inclinó a creerlo».
A consecuencia de esta misiva, José Napoleón fue reconocido finalmente como
rey de Nápoles. Según Godoy, este reconocimiento fue practicado de tal modo que
ningún documento diplomático de los usados en tales casos se emitió. Por ello no se
nombró un embajador en la Corte de Nápoles, como siempre tuvo, sino un «simple y
mero encargado de negocios», que lo fue hasta el fin, sin más título que éste. Fue don
Pío Gómez de Ayala, antiguo secretario de embajada en aquel reino.
En el Calendario manual y guía de forasteros, donde a todos los soberanos se les
ponía el título de rey, simple y llanamente, se inscribió el rey José de esta forma:
«José Napoleón, hermano del emperador de los franceses, proclamado rey de Nápoles
y de Sicilia el 30 de marzo de 1806». Y lo mismo que en la edición de 1807, se hizo
en la de 1808. No obstante, los otros dos hermanos, Luis y Jerónimo, fueron inscritos
como los demás reyes, que lo eran de hecho y de derecho, leyéndose en sus
respectivos lugares: «Luis Napoleón, rey de Holanda, condestable de Francia;
Jerónimo Napoleón, rey de Wesfalia».
A partir de entonces, los sucesos se fueron precipitando sucesivamente. El
embajador Beurnonville fue sustituido por el marqués de Beauharnais, cuñado de la
emperatriz Josefina, cuya primera encomienda fue la comunicación del famoso
decreto del bloqueo continental contra Inglaterra, expedido en Berlín por el
emperador el 21 de noviembre de 1806. Después vinieron más peticiones de socorro
y el tratado secreto de Fontainebleau, de 29 de octubre de 1807, que suponía el final
del reino de Portugal y el comienzo del fin del de España.[491]
La única consideración que, cínicamente, se hacía al rey de España, se
contemplaba en la cláusula XI. «Su Majestad el emperador de los franceses, rey de
Italia, se obliga a reconocer —decía— a Su Majestad Católica el rey de España como
emperador de las América, cuando todo esté preparado para que Su Majestad pueda

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tomar este título, lo que podrá ser, o más bien a la paz general, o a más tardar dentro
de tres años».[492]
En el tratado, en una convención anexa, se estipulaba que un nuevo cuerpo de
40 000 hombres de tropas francesas se reunirían en Bayona, a más tardar el 20 de
noviembre del mismo 1807, para «estar pronto a entrar en España y transferirse a
Portugal en el caso que los ingleses enviasen refuerzos y amenazasen atacarlo». En su
intención de apoderarse de la corona de España, Napoleón, según Godoy, «había ya
andado felizmente en aquel tiempo más de dos partes del camino peligroso que
llevaba». El resto lo favoreció la «conspiración de El Escorial», que le reveló el grado
de fragilidad en que se encontraba la corona de España (5 de noviembre de 1807).
Con la entrada de las tropas imperiales en la Península, la corona de España tenía
sus días contados. El ratón había estado jugando con el queso. En sus planes
peninsulares, llevados a cabo sucesivamente después de largo tiempo, Napoleón
cambió la brillantez de las campañas militares por el bocado y la astucia del ratón.
Para, finalmente, en 1808, cambiar de táctica y dar el zarpazo del león.[493] También
entonces fue cuando se decidió a poner en la cabeza de su hermano José la corona de
España.
Una decisión que fue considerada por los contemporáneos como muy seria, y con
muchas posibilidades de triunfar.[494] Porque nadie pensó —ni el emperador, ni los ex
reyes de España, ni José, ni las autoridades españolas— que la nación se rebelaría
contra la designación de este último como rey. En las circunstancias del día nadie
comprendió que el pueblo que no entendía el «espíritu golillesco», fuera a defender la
vieja monarquía.[495] A los españoles, la salvación de la patria les pareció cosa de la
Providencia.[496]

La joya que Napoleón ponía en manos de José era especialmente valiosa, dada la
significación de las riquezas de América. Lectores de los enciclopedistas, y
particularmente del abate Reynal, los hermanos Bonaparte vieron en las Indias la
posibilidad de obtener grandes tesoros. En toda Francia, en donde con frecuencia se
hablaba de las «piastras de México» o de las del Perú, estaba muy asentada la idea de
las riquezas existentes en las colonias españolas. Según el testimonio de Humboldt,
que entre 1799 y 1804 viajó por las Indias españolas, en Europa se tenían ideas «muy
exageradas» del poder y riqueza de las colonias españolas de América. De la misma
manera que la mayor parte de los autores de economía política que se ocupaban de
los tesoros de las Indias, basando sus cálculos en bases «falsísimas», exageraban los
tesoros que sacaba anualmente la Corte de Madrid de sus posesiones americanas;

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cuando estos tesoros, en los años más abundantes, no pasaban realmente de 9
millones de pesos.[497]
Con su desconocimiento profundo de las cosas de España y de sus Indias,
Napoleón pensó que, poniendo en manos de su hermano José aquella joya, las
consecuencias para el Imperio serían fabulosas. Napoleón no comprendió tampoco la
situación de aprieto permanente del Tesoro español. Para él —y esto fue lo que le
inculcó también a José— todo era consecuencia de los malos gobiernos de España.
Para Napoleón, la guerra se ganaba con dinero y éste podía venir de España a
raudales. Lograrlo era, sencillamente, cuestión de cambiar el sistema español,
probadamente ineficaz, por el napoleónico.
Napoleón cometió el gran error de creer que, con poco esfuerzo, podía regalar
aquella joya en bruto a José. Ambos hermanos participaban, además, del ambiente
general de hostilidad y minusvaloración de lo español que se enseñoreó de los
franceses en la época de la Ilustración y de la Revolución. Para aquellos hombres,
España representaba los valores de un mundo arcaico, anclado en el pasado y
dominado por la Inquisición, los frailes o los jesuitas, a pesar de que estos últimos
habían sido expulsados del país antes de que nacieran los hermanos Bonaparte. En
realidad, la idea, bien negativa, que el emperador tenía de la Corte de Carlos IV y de
la reina María Luisa a la altura de 1807, cuando se produjeron los sucesos de El
Escorial, no variaba gran cosa de la que los lectores de Voltaire tenían de otras épocas
anteriores.
Napoleón, por tanto, ponía en manos de José una joya en bruto de gran valor, que
su hermano tenía que tallar. El regalo era excepcional, pero también lo era la
responsabilidad. José recibía la corona de Felipe II, en cuyos extensos territorios,
todos los cuales, prácticamente, seguía conservando la corona de los Borbones, no se
ponía el sol. Con la joya de la corona, Napoleón recompensaba la fidelidad de su
hermano bien amado, cuya experiencia de gobierno, lo mismo en Francia que en
Nápoles, lo acreditaba de antemano como un buen rey para España. La nueva dinastía
Bonaparte se sentaba en uno de los tronos más antiguos e importantes del mundo.
Los hechos demostraron, además, que este trono tenía un arraigo extraordinario
en el pueblo, que ni Napoleón ni José valoraron suficientemente. Porque la
sublevación española no la provocó la presencia de sus tropas, sino el intento de
secuestro de un infante de España, a lo que después se agregó la lucha por el rey, la
religión, la independencia de todo yugo extraño en las ideas, costumbres y vida del
país.[498]
El nuevo rey, por otra parte, con el prestigio que daba la propia realeza, mitigó los
sufrimientos posteriores de la guerra. Los mismos ejércitos patriotas hubieran
experimentado peor suerte si la presencia del rey «no hubiera recordado al soldado
francés que sólo combatía para reunir España bajo el dominio de un soberano, cuyo
único interés era el de pacificarla y conservarla».[499]

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De Nápoles a España
El rey Giuseppe desempeñó en Nápoles el oficio de rey con cordura y prudencia. Su
experiencia anterior de servicio a la República y al Imperio le permitió desempeñar
su tarea con profesionalidad. Estaba suficientemente entrenado para ello. Y puso
buena voluntad en llevar a cabo su cometido. A diferencia de los reyes de la época,
actuó como un rey liberal, o como un buen republicano. Suprimió el feudalismo y
modernizó la administración de manera tan efectiva que todavía se recuerda
gratamente. «Para engrandecer a una nación envilecida —escribió— es preciso
suponer hoy lo que ella será mañana».
Se encontraba desempeñando esta tarea cuando su hermano lo llamó para
concederle la joya de la corona: el trono de España. Napoleón, con la prodigiosa
intuición que le caracterizaba, pensó que su hermano José podía ser también un buen
rey para España, pues desde Nápoles tampoco se desentendió en ningún momento de
los asuntos del Imperio. Y hasta continuó actuando en la distancia como un hábil
moderador de su hermano.
En el encuentro que ambos hermanos tuvieron en Venecia el día 3 de diciembre
de 1807, y cuyas conversaciones duraron varios días, es evidente que Napoleón le
puso al tanto de sus planes sobre España, una vez ya suscrito el tratado de
Fontainebleau.[500] Planes que comprendían, naturalmente, además de la suerte de
España, su propio futuro como rey. Según Miot de Mélito, fue en Venecia donde
Napoleón le propuso a su hermano por primera vez el trueque del reino de Nápoles
por España, en atención a las posesiones de ultramar y al prestigio de esta corona
comparada con la otra.[501]
Con toda probabilidad, dada su postura contraria a la excesiva expansión militar
llevada a cabo sin descanso por su hermano, muy posiblemente aconsejó a Napoleón
la conveniencia de llevar a cabo otros medios distintos al del empleo de la fuerza y de
las armas. Muy bien pudo sugerirle el casamiento del príncipe Fernando, que acababa
de enviudar, con una joven Bonaparte, una hija de Luciano concretamente. Lo que,
además, motivaría la reconciliación entre ambos hermanos, que seguían distanciados
desde cuando, años atrás, Luciano dejó la embajada de España, en donde estableció
muy buenas relaciones con la Corte de Madrid.
La especie que siempre ha corrido de que Napoleón ofreció antes la corona de
España a Luciano que a José no tiene otro fundamento que el de la posible sugerencia
realizada por éste en el sentido indicado. Sugerencia que sería tratada por los tres
hermanos en Módena la misma tarde del día 10 de diciembre de 1807. Pero la actitud
agresiva de Luciano, cuando Napoleón le dijo que antes tenía que divorciarse de su
actual esposa, estropeó la componenda.[502]
Según el conde Thibaudeau, los hechos se desarrollaron de forma muy distinta.
Pues según él, que entonces redactaba sus memorias, lo que Napoleón le ofreció a

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Luciano en Mantua como precio de una reconciliación fue Portugal, mientras él lo
que verdaderamente quería era dar España a Luis. Pero entonces José la reclamó para
sí, al hacer valer sus derechos como primogénito de la familia. Tal fue la versión que
Salicetti le había dado a Thibaudeau.[503] Otra versión decía que Napoleón recurrió a
su hermano primogénito sólo cuando sus otros hermanos Luis y Jerónimo, quienes ya
reinaban respectivamente en Holanda y Westfalia, rechazaron previamente el
ofrecimiento. De donde se desprendía que José aceptó la corona de España en un
gesto de obediencia, más que en un acto de ambición.[504]
José, sin embargo, le aclaró a éste que en Venecia el emperador sólo le habló
genéricamente de los asuntos de España, «que marchaban más deprisa que su
voluntad». El ex rey insistió en que era de todo punto falso que él hubiera reclamado
la corona de España. Al final, en Bayona, aceptó la voluntad de Napoleón. Una
afirmación que parece discutible, porque, desde el momento en que dejó Nápoles,
José sabía perfectamente cuál iba a ser su destino.[505]
Ahora bien, la posibilidad de ser nombrado rey de España siéndolo ya de
Nápoles, pudo muy bien no haberle entusiasmado demasiado. Pues su obsesión
seguía siendo ser el sucesor de los derechos de su hermano. La misma obsesión que
le llevó a rechazar la corona del reino de Italia cuando aún no se vislumbraba la
aventura de Nápoles. Tampoco debió parecerle inviable la otra posibilidad: el
nombramiento como reyes de España de su otro hermano, Luis, y de su mujer
Hortensia, que habían pasado el verano de 1807 en los Pirineos, dada su frágil salud,
y en donde se habían encontrado muy bien con el aire de las montañas.
Pero José, lo mismo que Napoleón, sabía de antemano que una corona como la de
España, que además le obligaría a cambiar La Haya por Madrid, era demasiado
pesada para Luis. Al asunto, en verdad, podían dársele todas las vueltas que se
quisiera pero, realmente, la persona que mayores requisitos cumplía para ser rey de
España no era otra que la de José, que de manera tan satisfactoria, por otra parte,
estaba desempeñando su oficio de rey en Nápoles.
Así que de nuevo Napoleón, una vez que José regresó a su reino, volvió a
presionarle en este sentido. Justo cuando su hermano anhelaba realizar dos de sus
sueños: la creación de una orden de caballería y la conquista de Sicilia. Sabedor de
que la resistencia de José podría deberse también a alguna razón amorosa, Napoleón
le quiso hacer la vida menos agradable, y obligó a la reina Julia a que se trasladara a
Nápoles.
Quince días después de la llegada de su mujer, el 18 de abril de 1808, Napoleón
escribió a José desde Bayona dándole cuenta de sus planes inmediatos. Por el
momento nada era seguro. Pero le decía que en cuestión de cinco o seis días podría
escribirle de nuevo para que se dirigiera a Bayona. «Dejaréis el mando de las tropas
—le decía— al mariscal Jourdan y la regencia de vuestro reino a quien queráis.
Vuestra mujer permanecerá en Nápoles. Los relevos estarán preparados en caso de
ello. Mientras tanto, hasta el presente, todo esto es incierto».[506]

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Napoleón, por su parte, seguía maquinando la jugada maestra que le permitiría
adueñarse con facilidad de la corona de España, mientras su hermano, por la suya, se
mostraba poco entusiasmado con el ofrecimiento. «Los asuntos de España —le dirá
José desde Caserta, el 28 de abril de 1808— nos parecen aquí muy embrollados.
Estamos a la expectativa de lo que hará Vuestra Majestad. Los espíritus están un poco
inquietos».
La comunicación entre los dos hermanos se hace más estrecha. El 6 de mayo,
cuando Napoleón ha obtenido su objetivo, le envía una noticia detallada sobre la
cuestión española. Le dice por vez primera que el rey Carlos le ha cedido sus
derechos al trono. Y que éste, en compañía de la reina y algunos de sus hijos, está a
punto de salir para Compiégne. Le dice también que el gran duque de Berg —Joaquín
Murat— ha sido nombrado lugarteniente del reino y presidente de todos los Consejos.
También le da la noticia de que en Madrid se ha producido una «gran insurrección» el
2 de mayo, en la que han intervenido de una forma violenta entre treinta y cuarenta
mil individuos, que se reunieron en las calles y las casas, haciendo fuego por las
ventanas. Más de dos mil individuos del «populacho» fueron muertos. Dos batallones
de fusileros de su guardia y quinientos caballos restablecieron el orden. «Hemos
tomado ventaja de esta ocurrencia —añadía su hermano— para desarmar la ciudad».
Cuando Napoleón le da a José noticias de estos sucesos, éste no sabe todavía que
su hermano le ha escogido definitiva y oficialmente para designarle rey de España.
Su decisión se la confirma el 11 de mayo de 1808: «El rey Carlos me cede todos sus
derechos a la corona de España. El príncipe de Asturias ha renunciado con
anterioridad a su pretensión de ser rey. La nación, a través del Consejo de Castilla,
me pide un rey. Sois vos a quien destino esta corona. España no es el reino de
Nápoles… Tiene inmensas rentas y la posesión de todas las Américas. Recibiréis esta
carta el 19. Partiréis el 20, y estaréis aquí antes del primero de junio… Guardad el
secreto».[507]
Napoleón le traza hasta la ruta a seguir para encontrarle en Bayona: el camino de
Turín, Monte Cenis y Lyon. La noticia es secretísima. «Vuestro viaje —le dice—
excitará demasiada sospecha, pero diréis que vais al norte de Italia para conferenciar
conmigo sobre cuestiones de la mayor importancia».
José emprendió el camino de Bayona el 23 de mayo. Este mismo día le anunció a
la reina que emprendía un viaje inesperado al norte de Italia. No designó regente.
Prometió a sus súbditos que estaría pronto de regreso, a sabiendas de que ya no
volvería más a Nápoles.[508] Aprovechó su viaje a través de Italia para ver a algunos
miembros de su familia porque, de acuerdo con la tradición corsa, seguía
considerándose como cabeza de ella. El 27 encontró en Bolonia a Luciano, que
planeaba marcharse para América.[509] A él le confió su temor de abandonar Nápoles,
donde dejaba, le dijo, una amante. Hablaron de sus respectivas familias, mientras
José no dejó de preguntarle por sus impresiones de España, de cuando fue embajador
en la Corte de Carlos IV.

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Al día siguiente llegó a Parma. Y al siguiente a Turín, donde su cuñado, el
príncipe Borghese, era gobernador general. Cerca de la ciudad, en el castillo de
Stupinis, donde ella huía de un marido que la horrorizaba, su hermana Paulina le
acogió calurosamente. No veía la hora de dejar aquel lugar, pero Napoleón se lo
impedía porque no quería que abandonara a su marido ni el Piamonte. José, por
propia iniciativa, autorizó a su hermana a que saliera de allí, sabiendo como sabía que
Napoleón, en aquellos momentos, no podía reprocharle una iniciativa como aquélla.
Después continuó el viaje con lentitud, como queriendo retardar el instante de
encontrarse con su hermano que, mientras tanto, se impacientaba en Bayona.[510]
Antes de su llegada, el 6 de junio de 1808, Napoleón lo había proclamado «rey de
España y de las Indias». «Nos garantizamos —decía la proclama— al rey de las
Españas la independencia y la integridad de sus Estados, sea de Europa, sea de
África, sea de América». La proclama, por otra parte, era insólita desde el punto de
vista de la forma, según la cual Napoleón decía nombrar rey de España y de las Indias
«a nuestro muy amado hermano José Napoleón, actualmente rey de Nápoles y de
Sicilia».[511]
Al día siguiente, al anunciarse la llegada de José, el emperador se dirigió a su
encuentro, a su entrada en Bayona, para acogerle ceremoniosamente como
soberano[512] y, en previsión de una negativa de su hermano, exponerle sus miras
políticas e inculcarle los intereses de familia que le obligaban a ello. Napoleón lo hizo
subir a su coche. Le previno de la ambición de Murat. Le hizo ver las ventajas de
cambiar el reino de Nápoles por el de España, «desde donde con mayor facilidad y
superiores medios se posesionaría del trono de Francia, en caso de que vacase
inesperadamente». Según el decir de Toreno, «sea, pues, de esto lo que fuere, lo
cierto es que Napoleón había de tal modo preparado las cosas, que sin dar[513] tiempo
ni vagar, fue José reconocido y acatado como rey de España».
La entrada en la ciudad fue extraordinaria. Un largo tramo antes de las murallas
estaba guarnecido con tropas formadas, que rendían honores. Comenzaron a sonar
todas las campanas de la ciudad y a la vez las salvas de honor. En la plaza le
esperaban las autoridades. El emperador recibió los homenajes sin bajarse de la
carroza, mientras la tropa y la multitud daban vivas.[514]
Sobre lo que José pensaba para sí en aquellos momentos se sabe, más que por
ningún documento oficial o cualquier otra confidencia, por una carta dirigida por él
varias semanas después a su gran amor de Nápoles, la duquesa de Atri, de la que
había tenido un hijo. A ella le escribió, desde Bayona, el 2 de julio de 1808. Su
sinceridad está fuera de cuestión, dado el carácter íntimo de la carta, en la que le dice
que él «prefiere la vida privada en la que nací a la de los reyes». Sintiendo
amargamente «no poder hacer lo que yo no hago», abre el corazón ante su amada,
diciéndole que él nunca ha querido ser rey, «[…] que yo jamás he tenido ilusiones de
ello, que no las tengo, que actúo como si fuera un ambicioso; pero, mi querida mía, es
que yo no puedo rehacer las circunstancias en las que vivo, que yo he abandonado mi

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vida a los acontecimientos, que yo no tengo ningún temor, que yo tengo la conciencia
tranquila, que soporto la vida porque no me reprocha nada…».[515]
Antes de entrar en España, José era perfectamente consciente de las dificultades
que se le presentaban. No puede aceptarse la visión simple que ha prevalecido
siempre, según la cual el rey de Nápoles muestra su contento por haber mejorado su
suerte al pasar de Nápoles a Madrid. El rey, al tanto ya de los acontecimientos que
han ocurrido lo mismo en Madrid que en Bayona, ve su nuevo futuro con zozobra. Es
perfectamente consciente de las dificultades que se le abren. Puede más,
sencillamente, la nostalgia por Nápoles que la ambición por la corona de España, que
cae sobre su cabeza como una losa.[516]

Abandonar un reino para dirigirse a otro en tan poco tiempo implicaba dejar muchas
cosas pendientes. La crisis dinástica que acababa de producirse en Bayona parecía un
complicado imbroglio. Dos mil muertos en un motín era un asunto muy serio. Ve a su
hermano muy cambiado. Tiene sólo treinta y nueve años, y lo ve avejentado. La
obesidad no le favorece. También su carácter está muy cambiado, probablemente por
razones de adulación y servilismo. Cualquier contradicción la interpreta como un
delito de lesa majestad. Antes pedía consejos, a él el primero; ahora encuentra una
pérdida de tiempo escucharlos.
En el castillo de Marrac, que un fuego devastador redujo después a pavesas,[517]
rodeado de campamentos militares donde por la noche hay multitud de hogueras
encendidas ante las tiendas de campaña, José se da cuenta de lo que se le avecina.
Lee las proclamas de su hermano a los españoles, en las que les anuncia a sus nuevos
súbditos que, después de la larga agonía de la nación, él va a ponerles remedio.
«Vuestra monarquía es vieja; es mi intención rejuvenecerla —decía en una de ellas—.
Mejoraré vuestras instituciones y os haré disfrutar, si me secundáis, de los beneficios
de una reforma sin roces, sin desorden, sin convulsiones».[518] El emperador lo
presentaba ante los nuevos súbditos como el «regenerador» del reino de España.[519]
A su llegada a Bayona, José se enteró con detalle de la crisis dinástica que dio
comienzo en marzo de aquel año con el motín de Aranjuez, que originó la caída del
todopoderoso primer ministro Godoy y la abdicación del rey Carlos IV. Por diferentes
conductos, y particularmente por el propio Murat,[520] que se encontraba en España
desde el 7 de marzo, Napoleón estaba al tanto de lo que día a día ocurría en la Corte
de Madrid, y de las desavenencias entre padres e hijo, pues los reyes y la reina de
Etruria descubrieron ante el francés todas las flaquezas[521]. Estaba enterado, en fin,
por más que, en algunos casos, aquellos conductos dieran una imagen falseada de la
realidad en cuanto a la actitud de los españoles frente a las intenciones del emperador.

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«Lo digo y lo repito —escribía el gran duque a Napoleón—, V. M. puede disponer de
España como quiera; sois adorado por la nación».[522]
El mismo Moniteur del 3 de mayo de 1808 publicaba con detalle cómo se había
producido la abdicación de Carlos IV como consecuencia del amotinamiento de
Aranjuez en el pasado mes de marzo. «He sido violentado a abdicar la corona —decía
el rey Carlos IV— para salvar mi vida y la de la reina, pues sin este acto hubiéramos
sido asesinados aquella noche, y la conducta del príncipe de Asturias es más
reprensible aún pues bien sabía él mi deseo de cederle la corona cuando se hubiese
casado con una princesa de Francia, boda que yo había deseado ardientemente».[523]
Sin conocer España, con la presión ejercida por parte de su hermano, y con
informes oficiales interesados en hacer ver una imagen distinta de la realidad —
procedentes de Beauharnais, Champagny o de Murat— José, naturalmente, no sabía
dónde se metía. Al infundirle la idea de que él sería el «regenerador» del reino, el
emperador fue el responsable de su error. El nuevo rey tendría que conocer por sí
mismo cómo era el reino, y cómo eran sus nuevos súbditos.[524] José saldría de su
engaño mucho antes que su hermano, que creyó que con la abdicación de Carlos IV
la cuestión de España estaba resuelta.[525] José, sin embargo, no tardaría mucho en
advertir por sí mismo la serie de torpezas cometidas por sus compatriotas a partir de
aquel funesto Dos de Mayo de 1808, en que el «populacho» de Madrid se levantó
contra la causa que él representaba.[526]

El 16 de junio José escribió a su mujer que debía prepararse para dejar Nápoles, sin
precisar si sería hacia Madrid o hacia París. El calor de Nápoles les resultaba
agobiante. Su hija Zenaida tenía una erupción en la piel, y Carlota había adelgazado.
El 1 de julio, la reina le escribe a su marido diciéndole que ha recibido su carta del
día 22; y que ha dado órdenes de que no se lleve nada para que «no se nos pueda
hacer el reproche de que hemos devastado el país». No obstante, muchos carruajes y
caballos salen para Madrid con la biblioteca y los archivos. Un cargamento de valor
estimado en más de un millón de francos.
A resultas de una carta de José del 27 de junio de 1808, la reina por fin abandonó
definitivamente Nápoles el 7 de julio. Un poco antes de salir escribió a su marido que
ella pensaba como él, que era mejor que se dirigiera directamente a Madrid: «Los
disturbios y la tristeza de España no me espantan», le dice. Todo el mundo ha sentido
su marcha. El viaje de la reina es especialmente penoso por el calor. El polvo y las
altas temperaturas obligan a la comitiva a viajar de noche. La duquesa de Altri —
amante del rey— recibe la orden de acompañar a la reina hasta Aversa, al norte de
Nápoles, sobre la ruta de Capua. El marqués de Gallo la acompaña. El 14 de julio la

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comitiva llega a Stupinigi, donde la reina, fatigada, decide descansar dos días. Allí la
recibe el príncipe Borghese solo, porque su mujer Paulina se encuentra en París
gracias al permiso que le ha dado el propio José. La comitiva franquea el famoso
Monte Cenis el 17 de julio. Y dos días después llega a Lyon, donde se detiene para
recibir instrucciones de su marido. El 28 de julio José, sin mencionar las razones por
las que no deseaba que prosiguiera camino hacia Madrid, le aconsejaba, por
recomendación de Napoleón, que se dirigiera a Mortefontaine.

Rey por la «Constitución del Estado»


En su proclama del 25 de mayo de 1808, antes de que José hubiera llegado a Bayona,
Napoleón reveló a los españoles cuál era su secreto sobre la suerte de España. Por las
abdicaciones de los reyes, contaba con «todos sus derechos» a la corona de España.
Pero señalaba que no quería «reinar» en las provincias del nuevo reino. Igualmente,
decía que había «mandado convocar una asamblea general de diputaciones de las
provincias y de las ciudades» para comprobar por sí mismo cuáles eran «vuestros
deseos y cuáles vuestras necesidades».
Una vez convocada esta «asamblea general», Napoleón señalaba en la proclama
que cedería entonces «todos» sus derechos, y colocaría la corona de España «en las
sienes de otro yo mismo, garantizándoos una Constitución que concilie la santa y
saludable autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo».
Presentándose a sí mismo como el «regenerador» de España, Napoleón no desvelaba
de quién eran las sienes de ese «otro yo mismo».[527]
Pero en España se conocía ya el nombre, pues el 12 de mayo de 1808 Napoleón
había manifestado su deseo de que el Consejo de Castilla le pidiera que designase a
José como rey de España. Al mismo tiempo le pedía que enviara de cien a ciento
cincuenta diputados para ratificar el cambio de dinastía.[528] La convocatoria fue
pasada al Consejo de Castilla para su consulta el 30 de mayo, «día feriado por serlo
del glorioso San Fernando». El Consejo se limitó a cumplir lo que se le mandó. Y si
al final éste no hizo jurar y publicar la Constitución de Bayona fue porque sus
miembros se enteraron a tiempo de la noticia de Bailén.[529]
El primer sorprendido con la revelación del secreto fue el propio Murat, el
todopoderoso duque de Berg, que ya se veía como rey de España. Hijo de una familia
numerosa de posaderos, destinado al estado eclesiástico, encontró en el ejército su
futuro. Su nombre sonó por primera vez en la fiesta de la Federación en París, el 14
julio de 1790, a los veintitrés años de edad. El Trece de Vendimiario fue el hombre de
Napoleón en París, en el aplastamiento del motín realista contra la Convención. Así
que, desde entonces, la suerte de ambos hombres estuvo unida. Le siguió en la
campaña de Italia, y, después del tratado de Campoformio, asistió en Roma a la

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proclamación de la República romana. Siguió, después, a Bonaparte a Egipto, donde
fue nombrado capitán general en el mismo campo de batalla. Desempeñó un papel
decisivo en el Dieciocho de Brumario.
Las relaciones de José con Murat eran tan próximas como las que éste mantuvo
con Napoleón. En 1800 se casó con Carolina Bonaparte, cuando él tenía treinta y tres
años y ella dieciocho. Aunque para atenuar esta diferencia declaró haber nacido en
1771, cuando, en verdad, nació en 1767, un año antes que José. Los futuros
mariscales Bernadotte y Bessiéres fueron los padrinos de boda.
La carrera de Murat fue muy brillante. Después de la batalla de Marengo ocupó
Toscana, expulsó a los napolitanos de los Estados Pontificios y en 1801 fue
nombrado comandante del ejército de observación en el reino de Nápoles. Su carrera
se disparará todavía más a partir de 1804 con la proclamación de Napoleón como
emperador y, posteriormente, por su participación decisiva en la guerra contra Prusia.
Él fue quien, al frente de su famosa caballería, en la famosa batalla de Jena, «rompió
la monarquía prusiana», haciendo 14 000 prisioneros.
El emperador lo nombró su lugarteniente para los asuntos de España sin darle
instrucciones previas. Y entró en Madrid justo en el momento en que acababa de
producirse la entrada en la capital del nuevo rey Fernando VII, proclamado tal tras los
sucesos de Aranjuez. Murat fue el amo de España, y de los secretos de la corte desde
entonces hasta el levantamiento del Dos de Mayo, en que actuó con manifiesta
torpeza, ocultando a conciencia a su cuñado el emperador la difícil situación del país.
En un país que durante ocho siglos había combatido contra los moros en una
guerra religiosa continua, a Murat no se le ocurrió otra cosa que reprimir la
insurrección del pueblo con los mamelucos. En el imaginario colectivo estos
mahometanos, que lucharon contra el pueblo de Madrid con ferocidad africana, serían
desde entonces el ejército de Napoleón al que había que combatir con fanatismo
igualmente religioso.
Hasta que Napoleón desveló finalmente el «secreto» de quién iba a ser el nuevo
rey de España, el todopoderoso Murat, gran duque de Berg, creyó firmemente que sus
sienes estaban destinadas a llevar la corona de España. Al saber que no era así, cayó
gravemente enfermo, hasta el punto de llegar a peligrar su vida. Según una
comunicación del nuevo embajador francés, conde de Laforest —que llegó a Madrid
el 8 de abril de 1808—, la situación del gran duque el día 25 de mayo era grave. Ni
este día ni el anterior pudo recibirle. El embajador lo halló «bastante enfermo de una
especie de cólico muy común en Madrid». No obstante, los médicos le aseguraron al
embajador que no era «cosa grave y que sólo el excesivo trabajo ha causado la
enfermedad». «Por alguna palabra escapada a su secretario —añadía el embajador en
su informe al ministro de Exteriores, Champagny— sospecho que el Príncipe tiene
grandes disgustos. Si estos disgustos obedecen a alguna queja del emperador, mucho
me interesa que S. A. I. no pueda suponer que mi correspondencia particular ha dado
lugar a ello».[530]

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Enfermo por lo menos desde el día 22 de mayo, en que deja de despachar con el
emperador, por Madrid corrieron todo género de noticias sobre el gran duque, incluso
referentes a su muerte. Evidentemente, la noticia del nombramiento de José como
nuevo rey le apesadumbró. Incluso empeoró su estado de salud. El día 8 de junio, el
embajador comunicó al ministro que «para distraerle se le habla del trono de Nápoles
y no contesta sino que se lamenta de encontrarse tan lejos del emperador». El día 11,
según el embajador, recibió una carta de su mujer, la princesa Carolina, «que le ha
hecho mucho bien».
El día 22 de junio, ya bastante restablecido, Murat recibió una carta de José, el
nuevo rey, que le sentó muy mal. «Esta mañana —informa Laforest— ha tenido un
violento ataque de nervios al recibir una carta del rey, y únicamente porque S. M. le
pide permanezca unos días en Madrid después de su llegada para ayudarle en sus
consejos. El príncipe combate con todo su buen deseo esta impaciencia involuntaria
de huir de un país donde le parece imposible conservar su vida». Impaciente por
marchar, era doloroso ver a un hombre como aquél, «tan valiente, tan activo, tan
devoto del emperador, caído ahora, apoyada la cabeza entre las dos manos, sin ganas
de comer ni de ocuparse de asunto alguno y acusando a los que le retienen aquí de
desearle la muerte». Por fin, el 29 de junio, recibió un permiso del rey José para
partir. Según las órdenes del mariscal Berthier, el general Savary —que llegó a
Madrid el día 16— «quedó a la cabeza de los asuntos y del ejército, cuyo general en
jefe será el rey de España».[531]

El deseo de Napoleón, del 12 de mayo de 1808, de que el Consejo de Castilla le


pidiera que designase a José como rey de España y, asimismo, que le enviara de cien
a ciento cincuenta diputados de las provincias para ratificar el cambio de la dinastía,
tampoco se cumplió a su satisfacción.[532] El emperador quería que la iniciativa de la
designación de José partiera de Madrid, pero la respuesta fue poco exitosa. Con
dificultad, Murat arrancó al Consejo de Castilla la promesa de una demanda directa a
Napoleón, para que éste tuviera motivo para elevar a su hermano a la corona de
España. La solicitud se contestó en términos bastante ambiguos, pero Napoleón se
dio por satisfecho. Así pudo ordenar a José, el 21 de mayo, que abandonara el reino
de Nápoles con dirección a Bayona.[533]
La idea de convocar una asamblea y otorgar una constitución partió,
naturalmente, del emperador. Pero contó con el apoyo de Murat, quien el 14 abril de
1808 insistió a Napoleón en la conveniencia de reunir una dieta española en Bayona o
Burdeos, como forma de halagar el amor propio nacional. Algunos ministros
ilustrados de la junta como Azanza y O'Farrill estuvieron de acuerdo con la idea, a la

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que se sumaron otras personalidades, que creyeron conveniente la reunión de unas
Cortes para dar un respaldo de legitimidad a la nueva dinastía.[534] Personalidades
importantes que más adelante se opondrán empecinadamente al rey José con las
armas, como el general Cuesta, en aquellos momentos estaban de acuerdo en que tras
las renuncias de los Borbones en Bayona, era al nuevo soberano al que se le debía
fidelidad y obediencia».[535]
Después de los acontecimientos luctuosos del Dos de Mayo, era más necesaria
que nunca la reunión de una asamblea que respaldara el nombramiento del rey de
Nápoles como rey de España, comunicado, efectivamente, a Murat el 12 de mayo de
1808. Napoleón que como su hermano José tenía una larga experiencia
constitucionalista, quiso que la Asamblea tuviera carácter de constituyente. A su
modo de ver, era necesario rodear el trono de su hermano de una aureola moral,
presentándolo bajo el prestigio de un rey republicano, de acuerdo con los principios
revolucionarios de 1789.[536] El 19 de mayo Napoleón ordenó a Murat que sondeara
al Consejo de Castilla para saber lo que pensaba del Código de Napoleón y si se
podría introducir en España el derecho civil imperial sin inconveniente alguno.[537]
De los ocho arzobispos y obispos previstos, sólo dos (el de Burgos y el de
Pamplona) aceptaron formar parte de la Asamblea. De seis generales de órdenes
religiosas, sólo uno había dicho que sí. Diecinueve ciudades se abstuvieron de enviar
representantes. Ante esta falta de respaldo se pensó en la posibilidad de establecer
una lista suplementaria.[538]
De acuerdo con las instrucciones de Murat, la junta de Gobierno de Madrid fue
encargada del proyecto de convocatoria de la Asamblea. A tal efecto se nombró una
comisión de diez miembros sacados del seno de la propia junta y del Consejo de
Castilla, pero el texto fue redactado por el marqués de Caballero, anterior ministro de
Gracia y justicia, que subrayó su tinte absolutista, beneficiando la presencia de las
clases privilegiadas para, de esta forma, soslayar toda tentación revolucionaria.[539]
La publicación, finalmente, del documento convocando a la Asamblea de Bayona
se hizo en un ambiente de miedo e inquietud. El recuerdo del Dos de Mayo gravitaba
en la conciencia de la gente al tiempo que se difundían rumores siniestros para todos
los gustos. A la numerosa clase de los empleados y de los pensionistas del gobierno
se la sobresaltó con la noticia de drásticas reformas y reducciones de sueldo, al
tiempo que se decía que tendrían que hablar y escribir en francés.[540]
El 29 de mayo de 1808 el general Lebrun llegó a Madrid con un proyecto de
Constitución, urgiendo a que se cumplimentara un borrador anterior.[541] Al
declararse el Consejo de Castilla incompetente para intervenir en su redacción, el
documento fue sancionado a la fuerza el 31 de mayo. Esto ocurría en un momento en
que la famosa proclama del emperador en que se presentaba como el «regenerador»
del reino, destinada a una gran publicidad, ejercía un efecto por completo
contraproducente en la población al generalizar un espíritu de rebeldía cada vez
mayor.[542]

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En estas circunstancias tan negativas para la aceptación popular de José, se
convocó la Asamblea o junta de Notables de Bayona. Ésta, sin esperar la llegada de
los diputados que faltaban, inauguró sus sesiones el 15 de junio bajo la presidencia de
don Miguel José de Azanza, que había sido ministro y virrey de México. La sesión
comenzó con la lectura de una circular del Consejo de Castilla por la que se ordenaba
publicar en España el decreto de Napoleón I, expedido el 6 de junio, en que «se
proclamaba rey de España y de las Indias a su amado hermano José».[543]
Tras un discurso por parte de Azanza, éste propuso que la Asamblea pasase
inmediatamente, en corporación, a cumplimentar al nuevo rey de España. Esto se
hizo al día siguiente, después de una breve sesión para ensayar la ceremonia. El
presidente pronunció ante José el discurso aprobado. Y el nuevo rey contestó en
castellano, haciendo votos por la prosperidad de los españoles y llamando a la unión
y a la concordia bajo su cetro.[544]
El 30 junio de 1808 tuvo lugar la sesión final de la Asamblea, con la presencia de
91 diputados. De ella salió la Nueva Constitución que ha de regir en España e Indias,
por la cual se nombraba a Josef Napoleón, rey de España. El artículo IV de la
Constitución decía que en todos los edictos, leyes y reglamentos, los títulos del rey de
España y de las Indias lo serían «por la gracia de Dios y por la Constitución del
Estado». El día 7 de julio, ante la junta española reunida en Bayona, el nuevo rey
prestó, solemnemente, el juramento prescrito por la Constitución ante el arzobispo de
Burgos sobre los Evangelios.[545] Después, tras una misa de pontifical celebrada por
el mismo arzobispo, todos los diputados prestaron juramento de fidelidad al nuevo
soberano.[546]
Particular significación tuvo en la redacción del texto el jurista aragonés Ranz
Romanillos, que acompañó a Azanza a Bayona para informar a Napoleón sobre el
estado de la economía española. De regreso a España, fue nombrado por José
consejero de Estado. Ranz aceptó el nombramiento y juró fidelidad al rey. Pero se
separó de él tras la derrota de Bailén. Conocedor como nadie de las constituciones de
la República francesa, él fue el alma de la nueva Constitución española. Trabajó
mucho en Bayona, «redactando las actas de la asamblea y sosteniendo varias
proposiciones fuertemente combatidas».[547] Y lo mismo hizo después en Sevilla en
1809, o en Cádiz en 1811. Uno de sus contemporáneos que le conocía bien, a pesar
de su gusto por pasar desapercibido, dijo de él que, verdaderamente, fue «nuestro
Sieyés», lo mismo en la Constitución de Bayona que en la de Cádiz.[548]
La Constitución de Bayona, de acuerdo con la cual José Napoleón comienza su
reinado en España, es la primera Constitución española. La Gazeta de Madrid la
publicó en su totalidad.[549] La cuestión de su legitimidad y vigencia ha dado lugar a
una polémica, todavía no agotada, que ha llegado a nuestros días.[550] Pero no cabe
duda que la Constitución de Bayona es, guste más o menos, la primera Constitución
española. Una Constitución que se define como «ley fundamental» y, por vez
primera, establece la base del pacto entre el monarca y sus pueblos. En cualquier

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caso, según el nuevo texto, José Napoleón se presenta como el primer rey
constitucional de la historia de España.[551]
Para los españoles de la época, la Constitución de Bayona suponía la introducción
en España de una monarquía nueva de carácter republicano. Contemplaba la
existencia de un Senado, al que competía «velar sobre la conservación de la libertad
individual y de la libertad de imprenta», y de unas Cortes. Asimismo la Constitución
creaba, en sustitución de los viejos Consejos, nueve ministerios: Justicia, Negocios
Eclesiásticos, Negocios Extranjeros, Interior, Hacienda, Guerra, Marina, Indias y
Policía General. En cuanto al poder judicial, «las Españas y las Indias» se
gobernarían por un solo código de leyes civiles y criminales. El sistema de
contribuciones sería igual en todo el reino. La tortura quedaba abolida.
El nuevo Estado de derecho se constituía sobre la supremacía de la ley, que estaba
por encima de todos los poderes. Más que una monarquía, el nuevo reino de José
Napoleón se constituía como una república, asentada, constitucionalmente, sobre los
principios de la libertad y de la igualdad, tal como se desprendía de la igualdad
tributarla.[552] Más de uno, con el tiempo, echaría de menos aquel prometedor
programa de gobierno. «¡Tiempo llegará —llegó a escribir uno de los ministros
josefinos— en que la Nación conozca cuánto debe al rey que le ha dado la Divina
Providencia!».[553]
Desde el punto de vista técnico, la Constitución de Bayona es heredera de las
constituciones francesas de la República, obsesionadas con delimitar sucesivamente
las funciones del Senado, el Cuerpo legislativo, los ministerios, el Consejo de Estado
o la estructura de la justicia. Era igualmente de inspiración republicana la idea de una
monarquía fuerte, base de la iniciativa legislativa, aun cuando la confesionalidad
religiosa, el mantenimiento de determinados privilegios estamentales o la declaración
de ciertos derechos individuales la separaban de las francesas.
En comparación con la posterior Constitución de Cádiz, que rompe jurídicamente
con el Antiguo Régimen, la de Bayona responde a una filosofía reformista, más
próxima al ideario ilustrado. Buscaba evidentemente atraerse a los notables como
garantes de la propia monarquía josefina. Sorprende, sin embargo, que la
organización territorial del Estado esté ausente del texto, aun cuando éste va a ser un
objetivo tan importante a desarrollar por parte de la administración josefina,
consciente desde el primer momento de la necesidad de reformar la propia
organización política territorial.
Los estudiosos españoles han marginado la participación de José, ausente de la
Asamblea de Bayona, en la inspiración del texto, atribuyendo ésta al dictado de
Napoleón. No han tenido en cuenta para nada la gran experiencia constitucionalista
del propio José desde que él mismo proclamó en persona la Constitución francesa de
1791 en Córcega. Pero dado que el texto destinado al reino de Nápoles, proyectado
en París, vino del mismo José y de sus más próximos consejeros, es posible
contemplar el de Bayona desde otro punto de vista, en el que estaba implícita la

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propia ilusión constitucional del nuevo rey.[554] Para los hombres del rey, la nueva
Constitución será «la base del pacto contraído con José».[555]

Los hombres del rey


José Napoleón I comenzó su reinado de España sin conocer el país ni a los españoles.
Con la excepción del caballero Azara, embajador de España en Roma y en París, y a
quien conoció en ambas capitales, y la del conde Cabarrús, José empezó su reinado
sin contar con amigos españoles conocidos. El embajador francés en Madrid,
Laforest, y el maître de requétes, Fréville, también desde Madrid, reunieron a toda
prisa a un conjunto de españoles con altas responsabilidades que le mostraron desde
el primer momento su adhesión, y, al mismo tiempo, le indicaron sus temores a la
irrupción de extranjeros en los altos cargos de la nación.[556]
Estas reservas —que tenían sus fundamentos históricos en los momentos en que
otras dinastías extranjeras se habían instaurado en España, particularmente en los
tiempos de Carlos V y de Felipe V— fueron tomadas en consideración por el rey. El
estado de insurrección de todo el país no aconsejaba de ninguna manera la presencia
de extranjeros desempeñando puestos importantes en el gobierno, con la excepción
de los altos cargos militares. Un hecho que, naturalmente, no compartieron las
autoridades francesas que, normalmente, hablarán mal de los españoles adictos a
José.[557]
Por supuesto, dada la admiración suscitada por la Francia napoleónica, no eran
pocos los hombres que simpatizaban con su causa, sobre todo en las grandes ciudades
y entre los hombres más cultivados. Entre los militares había fervorosos admiradores
de Napoleón como Miguel José de Azanza, Gonzalo O'Farrill, Tomás de Morla o
Rafael Blasco, conde de la Conquista. Los había también entre los jurisconsultos, los
clérigos y los intelectuales. La embajada de Francia sabía perfectamente quién era
quién, y con quién se podía contar. Sebastián Piñuela fue un informador de Murat,
como después lo fue de José, de la misma manera que el marqués de Gallo lo había
sido en Nápoles. Las asignaciones a muchos de ellos no tardarán en consignarse en
los presupuestos del reinado.[558]
En una época de grandes cambios en la mentalidad de los hombres, el embajador
desempeñó un fundamental papel de informador.[559] Desde el primer momento
informará a París de cómo los hombres del mismo rey se afanaban en alejarse de todo
cuanto pudiera parecer excesiva influencia francesa. «Todos los días veo con qué
habilidad —escribía— se modifican las medidas, e incluso las palabras, que podrían
parecer imitadas de lo que pasa en Francia».
En un principio, dados los problemas surgidos con la agresiva intervención
napoleónica, la idea de José fue contar con españoles que tuvieran experiencia

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anterior. El propio rey haría constar posteriormente que la ancianidad era la
característica más llamativa de los miembros del Consejo de Estado.[560] Siguió
prácticamente la tradición por la cual el mismo Fernando VII, en su primer gobierno,
confirmó en sus cargos a los miembros anteriores del gobierno, Consejo y tribunales.
Y así mantuvo como su primer secretario de Estado a don Pedro Cevallos, a pesar de
sus vínculos familiares con Godoy.[561]
De esta forma José, igualmente, incorporó a los hombres del primer gobierno de
Fernando: a Cevallos, al ministro de Marina, don Francisco Gil de Lemos; al ministro
de Guerra, general O'Farrill; al de Hacienda, don Miguel José de Azanza, antiguo
virrey de México; o al marqués de Caballero.[562] También se atrajo a quienes,
después de la caída de Godoy, regresaron a la Corte, como Mariano Luis de Urquijo o
el conde de Cabarrús. Del mismo modo, quiso atraer a los desterrados por la causa de
El Escorial, todos ellos hombres de Fernando VII, como el duque del Infantado o el
duque de San Carlos, algunos de los cuales acompañaron al rey y los infantes a
Valencia.[563]
De los ministros del rey Fernando VII salieron, por consiguiente, los hombres de
José I. Como dirá años después uno de los famosos afrancesados al pretender
justificar su postura colaboracionista, predicaban «ahora la subordinación a José, los
que antes aconsejaron la obediencia a Fernando».[564]
Quienes en la tarde del jueves 7 de julio de 1808 firmaron la Constitución de
Bayona constituirán el núcleo fundamental de los hombres de José, a pesar de que no
pocos de ellos volvieron después a pasarse a la causa de Fernando.[565] Por ello, del
conjunto de los ocho titulares ministeriales del gabinete josefino —del total de diez
que fijaba la Constitución—, no todos tendrán el mismo grado de relación con el
nuevo rey.[566] Fue voluntad de José que los principales nombramientos recayeran en
las personalidades «de mejor concepto y de mérito distinguido del país».[567] En
cualquier caso hay quien en la actualidad ha considerado aquel primer gabinete de
José como «uno de los más notables de nuestra historia por sus integrantes».[568]
Napoleón influyó, naturalmente, en su hermano, aconsejándole algunos nombres,
aunque no siempre consiguió que se hiciera su voluntad. Así quiso, sin éxito, que
fuera ministro, a pesar de su mala reputación, el marqués de Caballero porque, según
le indicaba a su hermano, «no podéis tener mejor ministro de la Policía que aquel que
os he designado, que es decidido y tiene espíritu de intriga».[569] Sin embargo
consiguió que fuera reemplazado el ministro de Marina, Gil de Lemos, que
consideraba mediocre, por el almirante Mazarredo, a quien apreciaba mucho. Quiso
que se publicase en los periódicos que lo había recibido con la mayor consideración
en Bayona.[570] Pero no pudo impedir el mantenimiento de Cevallos como ministro
de Negocios Exteriores, pese a considerarle «hombre muy mediocre»,[571] o
«incapaz».[572] Su confirmación en el ministerio duró muy poco, porque enseguida se
pasó a la causa patriótica.[573]

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Por haberse significado en la presidencia de la Asamblea de Bayona, el hombre
que adquirió mayor entidad en el entorno del nuevo rey fue don Miguel José de
Azanza, que «mereció y obtuvo la confianza del rey», según el embajador francés.
Por una orden del emperador, comunicada a él por Murat, partió de Madrid el 23 de
mayo, para informar a aquél del estado en que se hallaba la hacienda de España. Con
él se llevó a todo su equipo. A su llegada a Bayona, cinco días después, presentó ante
el emperador el estado de las cuentas de la nación. Y aunque solicitó permiso de
Napoleón para volver, éste le ordenó que presidiese la «Junta de Notables de
España», que por un decreto imperial de 25 de mayo se había convocado, para
empezar las sesiones el día 15 de junio.[574] El 8 de junio le escribió a Jovellanos para
atraerlo a la causa de José, con el ruego patético de que contribuyera «a salvar nuestra
patria de los horrores que la amenazan, si persiste en la loca idea de oponer una
resistencia a las miras del emperador de los franceses».[575]
El embajador francés veía mejor a Azanza como ministro de Indias que como
ministro de Hacienda, cartera que no le gustaba. Su experiencia, de todas maneras,
era grande. Ministro de la Guerra en la lejana fecha de 1793, por su hostilidad a
Godoy fue eliminado de su cargo. Años después, a la caída del valido, fue nombrado
virrey de México, y después, como ministro de José, haría valer su experiencia y
prestigio en las Indias para recomendar su aceptación.[576]
En 1808, tras el motín de Aranjuez contra el Príncipe de la Paz, formó parte del
primer Consejo de Ministros de Fernando VII, desempeñando la cartera de Hacienda.
Según el embajador francés, era uno de los españoles más pendientes de disminuir la
influencia de los franceses, lo cual no tenía nada de extraño dada su amistad anterior
con los ingleses.[577] Con cincuenta y dos años a la sazón, Azanza será uno de los
hombres más importantes en el entorno de José. Llegó a presidir el Consejo de
ministros durante la ausencia del rey (abril junio de 1811), y a su vuelta se encargará
del departamento de Negocios Extranjeros, después de haber sido ministro de Indias.
Competencia suya fue enviar a América desde el primer momento las necesarias
proclamas con el nombramiento de José Napoleón I como rey de España y de las
Indias.[578]
Según el marqués de Villaurrutia, que tan bien conoció la diplomacia de la época,
Azanza era «un liberal a la inglesa, no a la francesa», y tan enemigo del absolutismo
como de la demagogia. En su opinión, hubiera podido ser un buen ministro en
tiempos más venturosos para su patria, «a la que creyó servir mejor abrazando el
partido del Rey Intruso que no la causa popular, cuyos tumultuarios comienzos se
distinguieron en muchas partes por los deplorables excesos de la plebe».[579]
Mariano Luis de Urquijo, antiguo ministro de Carlos IV, fue llamado por el
propio Napoleón, junto con Azanza, para que le informara sobre los asuntos de
España. Pese a decepcionarle por el gran desconocimiento que tenía de las cosas,[580]
fue elegido, después de haber sido secretario de la Asamblea de Bayona, para ocupar
la Secretaría de Estado, cargo nuevo en España, intermediario entre el rey y los

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demás ministros, y que al principio desempeñó sin saber cómo hacerlo. Esbozado el
ministerio como el centro de unidad donde deben coexistir todas las resoluciones y
decretos originales,[581] su introducción por José constituyó «la última y más perfecta
expresión del centralismo francés, llevada a cabo por el despotismo imperial
napoleónico».[582]
Protegido en sus comienzos por el conde de Aranda, Urquijo llegó a ser secretario
de Estado en 1799, adquiriendo fama de moderno y reformista. Perseguido por
Godoy después, y encarcelado hasta la primavera de 1808, durante su ministerio
anterior desarrolló una brillante labor: corrigió abusos, protegió las letras, la
agricultura y la industria. Amigo de Francia, firmó un tratado por el que España cedió
a ésta Parma, la isla de Elba y Luisiana, a cambio del reino de Etruria. Hizo todo lo
posible para limitar los privilegios y atribuciones del tribunal de la Inquisición.
Chocó con la curia romana al llevar a cabo una política eclesiástica consistente en la
venta de todos los bienes raíces de hospitales, hospicios, cofradías y obras pías, para
lo cual contó con el apoyo de bastantes obispos. Quiso incluso admitir a los judíos.
[583] Nacido en 1768, el mismo año que el rey José, se convirtió en uno de sus

ministros más jóvenes, con una fama de ilustrado y liberal que no se correspondía con
la realidad.[584] Profundamente odiado por los patriotas con posterioridad, se
nacionalizó francés, fijando su residencia en París, donde falleció en 1817.
Un lugar preeminente entre los hombres del rey le correspondió a don Gonzalo
O'Farrill, nacido en La Habana en el seno de una riquísima familia de azucareros.
Educado en el famoso colegio francés de Soréze, frecuentado por los hijos de la
nobleza española, fue ascendido a teniente general en la guerra de la Convención por
la acción de Bañolas. Estudió estrategia y táctica sobre los mismos campos de batalla
en que luchó Napoleón en Italia y Alemania. Realizó viajes a Inglaterra y a Francia, y
mandó las tropas españolas en Etruria en 1806. Previamente había facilitado a la
Familia Real española datos valiosos sobre las intenciones de Napoleón.[585]
Considerado por Laforest como una gran «cabeza»,[586] pasó de ser ministro de la
Guerra de Fernando VII a serlo de José, con todo lo que podía significar de aval para
la nueva dinastía. Por fidelidad al monarca los incondicionales del ministro no
dudaron tampoco en expresar su adhesión y fidelidad al rey.[587]
Por recomendación de Napoleón, el almirante Mazarredo, nacido en Bilbao en
1745, fue nombrado ministro de Marina. Era un hombre de gran prestigio en la
Armada, «el mejor de los almirantes de España», según lady Holland. Se había
distinguido en la frustrada expedición a Argel, por su pericia en la organización del
desembarco y reembarque de las tropas de tierra. También se destacó en la lucha
marítima contra los ingleses en el bloqueo de Gibraltar y en la guerra contra la
Convención. A Napoleón lo conoció en París en 1799, con motivo de una conferencia
acerca de las operaciones combinadas franco-españolas.[588] Ante los ingleses, el
nuevo ministro de Marina de José «disfrutaba la estima» que merecía, lo mismo que
el ministro de la Guerra.[589]

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Hombre de progresivo ascendiente sobre el rey fue el conde de Cabarrús, que fue
nombrado ministro de Hacienda. De todos los ministros españoles él era el único
conocido personalmente por el rey.[590] Era el más familiar. Lo conocía
personalmente desde que fue nombrado embajador extraordinario en París para la paz
de Luneville, diez años atrás.[591] Probablemente estaba al tanto de buena parte de las
vicisitudes de su vida, que le llevaron de ser mancebo en una tienda de Valencia a
convertirse en un rico banquero, y llegar a presentar «un plan específico con que
alucinó a toda la nación, haciéndola creer que de repente iba a transformarse en otra
Holanda o Inglaterra», según el decir del embajador Azara.[592] Según éste, la suerte
en sus negocios y la hermosura de su hija Teresa, «que podrían dar materia para una
novela»,[593] le hicieron pasar ya entonces por persona influyente en aquel gobierno.
[594] Rechazado por el Directorio como embajador de España, por el hecho de que

«siendo francés no podía ser recibido embajador de otra potencia», puso casa en
París, donde probablemente le trató José. De la misma manera que éste, al igual que
su hermano Napoleón, conoció y llegó a intimar con su hija Teresa —llamada
«Nuestra Señora de Thermidor»—, que mantuvo escandalosas relaciones con el
director Barras, el proveedor Ouvrard o el ministro Talleyrand, aparte de sus
sucesivos maridos. En su casa de los Campos Elíseos, frecuentada por los Bonaparte,
[595] coincidieron especuladores, proveedores del ejército, banqueros, diputados,

ministros y generales, con el consiguiente odio de los «Cabarruses y Tallienes» a


quienes no eran de su cuerda.[596] Allí, en aquel medio, se incrementó el
conocimiento, aquella amistad.[597]
Por todas estas razones, Cabarrús se convirtió desde el primer momento en un
hombre de gran ascendiente sobre el rey. Miot lo comparó con el ministro de
Luis XVI Calonne, y dijo de él que, aunque probablemente habría conducido bien las
finanzas españolas, «bajo la antigua monarquía, fue incapaz de hacerlas marchar ante
el derrumbamiento que siguió a la conquista». Según el confidente del rey, no estudió
ni apreció suficientemente, a pesar de su gran experiencia y conocimientos, el sistema
de Francia que «se quería y se debía introducir en España».[598]
De todos modos, Cabarrús siguió manteniendo su fe en José tras la derrota de
Bailén, cuando, al escribirle a su amigo Jovellanos, le dice claramente que «[…]
usted comprenderá que en estas circunstancias no cabe pensar en acomodos», aun
cuando siente que «nuestra infeliz península va a ser el teatro de una guerra cruel y de
cuantos excesos la acompañan». En esta misma carta dice de José que es «el más
sensato, el más honrado y amable que haya ocupado el trono, que usted amaría y
apreciaría como yo si le tratase ocho días». A lo que añadía: «[…] este hombre va a
ser reducido a la precisión de ser un conquistador, cosa que su corazón abomina, pero
que exige su seguridad». «Yo me hallo embarcado —terminaba diciéndole—, sin
haberlo solicitado, en este sistema, que he creído y creo aún la única tabla de la
nación; le seré fiel y Dios sabe adónde iremos a parar y qué será de nosotros; pero no

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habiendo cometido una injusticia, ni hecho derramar una lágrima, y preparándome a
enjugar muchas, nada tendré que reprocharme y me resignaré con la suerte».[599]
Aparte de estos nombres, entre otros que verdaderamente fueron hombres de
confianza del rey, éste quiso atraerse a su servidumbre corte sana a un grupo de
nobles españoles.[600] Napoleón le insistió sobre el particular desde el primer
momento, consciente de lo que ello significaba para su proclamación.[601] Dadas las
dificultades para constituir su régimen, quiso salir del atolladero nombrando entre los
grandes de España más a mano —duque del Parque, Infantado, Castelfranco, Híjar,
Fernán Núñez, Santa Cruz, Sotomayor, entre otros— los cargos principales.[602]
Realmente éstos no recayeron en hombres de confianza, en auténticos hombres
del rey. Una excepción la constituyó el duque de Frías, don Diego Fernández de
Velasco, antiguo chambelán de Carlos IV y embajador en Portugal y en Francia, que
fue el único de todos los grandes de Bayona que estuvo constantemente en el palacio
desde el principio.[603] Otro caso excepcional fue el del viejo y respetable conde de
Campo Alange, quien, con el de Frías, asistió al acto público de la proclamación. Por
lo demás, poco a poco, los grandes fueron dejando de comparecer en palacio,
excusándose uno tras otro.[604]
No obstante lo cual, y ante las solicitudes dirigidas al rey, éste, después de Ocaña,
cuando muchos nobles creyeron que el reino estaba en manos de José, confirmó en
sus dignidades y títulos a importantes familias. Por un decreto de 18 de agosto de
1809 suprimió las grandezas y títulos que no hubieran sido concedidos por decreto
especial de S. M. el rey José Napoleón. Los actuales poseedores podrían solicitar una
nueva concesión, presentando sus antiguos nombramientos. Así, sucesivamente
serían confirmados numerosos títulos, desde los duques de Berwick en mayo de 1810
hasta los hijos de los duques de Arión en julio de 1812.
Hablando en cierta ocasión del parecido de la guerra de los españoles contra José
con la lucha armada seguida por los Borbones un siglo antes, uno de los hombres que
tuvieron acceso al rey llegó a hablarle de cómo uno de sus antepasados tomó
decididamente el partido de Felipe V. Y, adulándole, le dijo que en la situación actual,
«el fanatismo y la más grosera impolítica resisten la sujeción a un gobierno mil veces
más liberal de cuantos ha tenido hasta ahora nuestra patria». Y enfatizando las
excelencias del programa de gobierno de José afirmó: «No batallaremos ahora como
batallaban nuestros abuelos por sostener una monarquía despótica, un gobierno
inconstitucional, una tiranía sin límites, una opresión insoportable, y toda esta caterva
de males, errores y desatino que han ocasionado las desgracias y la humillación de la
España por espacio de un siglo».[605]
Aparte de los ministros señalados y de algunos consejeros de Estado nombrados
el 25 de julio de 1808, de un total de trece —Manuel Romero, Estanislao de Lugo,
Pablo Arribas, Francisco Angulo o el canónigo Juan Antonio Llorente, entre otros—,
[606] pocos más eran los hombres del rey. Estaban, por supuesto, los franceses,

algunos de los cuales seguían siendo los mismos que habían servido en Nápoles,

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como Miot de Mélito, Girardin, Ferri-Pissani, conde de San Anastasio, o el mariscal
Jourdan, sobre quien le rogaba a su hermano que «si Vuestra Majestad no viene aquí
en persona, le ruego no darme otro jefe de Estado Mayor que el mariscal Jourdan».
[607] Otro de sus hombres será Charles Saligny, duque de San Germano, quien recibió

el grado de teniente general de los reales ejércitos y la dignidad de grande de España.


[608]
Entre los hombres del rey ocupó un lugar muy destacado su secretario, Jean
Deslandes, que en 1806 accedió a este puesto en sustitución del barón Meneval,
llamado por Napoleón para cubrir la secretaría del gabinete imperial. Conservó en
España el mismo cargo que en Nápoles, porque era un hombre «activo, hábil,
trabajador, de un celo y de una discreción a toda prueba». Casado con una hija de
Azanza, y perfectamente integrado en la Corte, fue distinguido por el rey, como otros
de sus hombres, como caballero de la Orden Real de España.[609] Murió el 9 de abril
de 1812 en el paso de Arlabán, cuando, al ser asaltado su convoy por los guerrilleros
de Espoz y Mina,[610] se negó a entregar la correspondencia que le había sido
confiada.[611] Aunque, según la versión de Miot, fue asesinado al querer defender a su
esposa, caída en manos de los brigantes.[612] Según un correo francés, murió «de un
golpe de sable entre los brazos de su esposa».[613] Su muerte afectó profundamente al
rey.[614]
Con el tiempo, naturalmente, los hombres de José fueron cambiando. Una
realidad natural que producía todo tipo de cábalas, pues en los mentideros de la Villa
no tardaba en saberse quién era quién en la Corte del Intruso, independientemente de
los beneficiarios de las «berenjenas».[615] Los mismos patriotas estaban al tanto de
los cambios introducidos por el Intruso, en una corte que imaginaban en estado
continuo de «funciones opíparas», con brindis continuos «a la prosperidad de José I».
[616]
Un personaje que fue ganando cada vez más terreno entre los hombres del rey fue
el marqués de Almenara, José Martínez de Hervás, dueño de una casa de banca en
París y muy bien relacionado con personajes del entorno de los Bonaparte desde años
atrás, lo mismo que su padre. Era yerno del general Duroc, artífice del tratado de
Fontainebleau y muy próximo a los asuntos de España.[617] El embajador francés se
dio cuenta pronto de su ascendiente sobre el rey desde que llegó a España. Amigo a
su vez de los consejeros extranjeros favoritos del rey, los condes de Mélito y San
Anastasio, Miot y Ferri-Pisani, tiene una gran influencia sobre José, que le encarga
misiones difíciles, como poner coto a los excesos de los militares o salvaguardar el
poder civil. Más tarde será ministro.[618]
Cuando José llevó a cabo la campaña de Andalucía, en los primeros meses de
1810, antes de morir Cabarrús, se habló de una remodelación de los ministros, según
la cual el conde de San Anastasio (Ferri-Pisani), pasaría a Negocios Extranjeros; el
conde de Mélito a la Secretaría de Estado; el consejero de Estado, Cambronero, a
Justicia; el marqués de Almenara a Finanzas; Urquijo a Interior y el Ministerio de

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Policía General quedaría suprimido por inútil. Campo Alange, Romero, Cabarrús y
Arribas, los ministros sustituidos, pasarían a ocupar los primeros puestos senatoriales.

La proclamación de José como rey de España fue tratada en la prensa francesa con el
relieve que merecía. El Moniteur Universel, Le Publiciste y el Journal de París
transcribieron íntegramente muchas cartas, proclamas y discursos oficiales de
numerosas descripciones y anécdotas referentes a las entrevistas y ceremonias de
Bayona. Se reprodujeron el decreto del emperador que convocaba a «…la gran junta
de España para… fijar las bases de la nueva constitución», o la proclama del nuevo
rey José. Se publicó el Discurso de la Junta Suprema del Gobierno al Emperador (13
de junio) que expresaba el pensamiento de los futuros afrancesados: el marqués de
Caballero, O'Farrill, Azanza, Piñuela, Arias Mon… Los diez personajes firmantes del
texto solemnizaban su adhesión a «[…] un príncipe preparado y formado para el arte
de reinar en la gran escuela de S. M. I.».
A estos personajes se les presentaba como patriotas, sólo preocupados por «la
grandeza y felicidad de su nación», como partidarios de una estrecha y benéfica
unión con Francia: «[…] ¡Que no haya más Pirineos! Tal ha sido el deseo constante
de los buenos españoles, porque no puede haber Pirineos cuando los intereses son los
mismos, cuando la confianza es recíproca y cuando cada una de las dos naciones
consigue, en el mismo grado, el respeto de su independencia y su dignidad…».[619]
La divulgación en Francia de la entronización de José Napoleón I se puede fechar
el 19 de junio, cuando se publicó en el journal de l'Empire el «Discurso de los
diputados de la junta General Extraordinaria». Al día siguiente se publicaba la
«Proclama de José a todos los españoles» (Bayona, 11 de junio), en la que el nuevo
rey mostraba su deseo de «establecer las bases de un gobierno firme, justo y estable».
Obsesión de la propaganda escrita será presentar a José como un nuevo rey amado de
sus súbditos, y «regenerador» del nuevo reino. En el retrato encomiástico de José se
pone el énfasis en sus virtudes y dotes intelectuales, capaces de desbaratar «[…] los
prejuicios de provincias, clases y estados».[620]

Una monarquía de intelectuales


La república de las letras acogió con esperanza la monarquía josefina. Sus partidarios
no eran muchos, pero constituían la élite: la oligarquía económica, buena parte del
aparato burocrático ilustrado —funcionarios, oficiales del ejército, amplio sector del

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alto clero— y la minoría ilustrada.[621] Procedentes en su mayor parte de la clase
media urbana, intentaron convertir al Estado en principal factor de su propia reforma
ante el vacío de legitimidad nacional de que fueron rodeados. Los hombres más
preclaros de la intelectualidad de la época acogieron la nueva dinastía con manifiesta
ilusión.[622] Creyeron que con el cambio de ésta, y con los aires de reforma
bonapartista exitosos en toda Europa, sería posible por fin la modernización que la
nación necesitaba.[623] A todos ellos les sería común, diría con el tiempo Mesonero
Romanos, los «sentimientos de liberalismo y de progreso».[624] Por todos estos
motivos, la monarquía de José, acogida positivamente por tantos poetas y
catedráticos, constituyó una auténtica «república de los intelectuales».[625]
Sobre la valía intelectual de aquella élite, que acogió favorablemente al rey José,
no existe la menor duda. Fue reconocida en la época,[626] por más que aquella gente
siguiera estando «tan mal juzgada por la mayor parte de los escritores
contemporáneos», como decía muchos años después don Eugenio de Ochoa en sus
Apuntes de una biblioteca, en el espacio dedicado a su padre, el afrancesado don
Sebastián Miñano.[627] Asumiendo altos puestos de responsabilidad, se
comprometieron con la administración josefina en unos u otros campos, desde la
propaganda a la instrucción, dejando a su paso huella en lo que hoy llamamos cultura.
[628]
En una de las primeras historias de la Guerra de la Independencia que se escribió
con sobrado tinte patriótico se reconoce ya con toda claridad que era «preciso
confesar una verdad muy importante para la historia. Los hombres de más talento, las
personas más ilustradas de España, se habían adherido a la Constitución de Cádiz o al
partido de José»,[629] aun cuando tales personas, particularmente los intelectuales de
factura más crítica, no hicieron carrera política.[630]
Una excepción territorial en la cuestión del afrancesamiento la constituyó
Cataluña, en donde, según Mercader, fue mínima su importancia, a pesar de la
efectividad que tuvo allí la gobernación napoleónica. Con la excepción del
ampurdanés Tomás de Puig, que expresó rotundamente su compenetración con los
ideales franceses y tuvo un cierto relieve, los pocos catalanes que militaron en el
bando afrancesado son personajes «extremadamente borrosos y de inferior
categoría». Mientras que, por el contrario, el papel de los catalanes patriotas no fue
precisamente oscuro, tal como demuestran los casos de Campmany, Don, el obispo
Creus o Aner y Esteve. Y esto a pesar de las infiltraciones masónicas josefinas, o del
juramento de fidelidad al rey José que los empleados catalanes tuvieron que prestar,
como en otros sitios. La misma prensa afrancesada catalana se regocijó al constatar el
anticlericalismo de los liberales de Cádiz, para de esta forma subrayar el
tradicionalismo de los gobernantes josefinos reconciliados con la Iglesia.[631] Una
actitud bien diferente de la sostenida por la «república periodística» en muchos otros
lugares de España.[632]

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El naciente liberalismo español surgió, precisamente, en torno a la entronización
del rey José, en cuyos textos aparecen por vez primera las palabras libre, libertad y
liberal. Un término este utilizado reiteradamente desde la entrada del nuevo rey y,
particularmente, después de su reposición en Madrid a partir de diciembre de 1808.
«El término liberal, en el sentido moderno de la palabra —ha escrito un estudioso de
la cuestión—, es, pues, con respecto a España, de indiscutible ascendencia francesa y
aparece por primera vez en el lenguaje oficial español con los decretos de Napoleón».
[633] Será un término indistinto en los intelectuales afrancesados o liberales

propiamente dichos. Con la particularidad de que, para algunos, a su vez, «más


afrancesados parecen los constitucionalistas de Cádiz, empeñados en promulgar una
Constitución vaciada en moldes franceses sin raíces en la nación».[634]
Uno de los intelectuales más activo del régimen, Juan Antonio Llorente, por otra
parte el historiador español más conocido fuera de España, se entregó obsesivamente
desde el primer momento a demostrar los derechos de José a ocupar el trono, así
como la inutilidad de la resistencia a los ejércitos imperiales. En su ensayo
Observaciones sobre las dinastías de España (1812), se esforzó incluso en buscar un
origen francés a todas las familias que habían reinado en España, mostrando cómo,
una vez extinguida la borbónica, era de todo punto natural que fuera reemplazada por
la Bonaparte.[635]
Realizada a gusto de los intelectuales, la monarquía de José acabó frustrando al
final a muchos de sus simpatizantes. Fue lo que le pasó a Alberto Lista que, cuando al
final tiene que refugiarse en Francia, le escribe a su amigo Reinoso, otro de los
intelectuales afrancesados, y le dice: «Yo estoy quizás más ignorante que tú en cuanto
a hechos políticos, porque desde que entré en Francia y conocí mi error, no he vuelto
a leer una sola gaceta ni a mezclarme en conversaciones ni materias políticas.
¿Quieres saber cuál era mi error? Éste: haber creído que la revolución de Francia
había dado a esta nación un carácter. Me engañé, amigo. Son los franceses de Brenno,
de Francisco I y de Luis XIV».[636]
Convertido con el tiempo en la conciencia viva de su generación, Reinoso redactó
durante los años siguientes su famoso libro titulado Examen de los delitos de
infidelidad a la patria, que, con el apoyo de su amigo Lista, el más grande de los
intelectuales de Sevilla adicto al rey,[637] fue publicado en una imprenta de Francia,
donde éste se encontraba exiliado.[638] En este libro, considerado siempre maldito por
los «buenos españoles», pero que aclara muchas cosas sobre la adhesión de los
españoles al Intruso, se dan las razones por las que, en aquellas circunstancias,
muchos súbditos se pusieron de parte del rey.[639] La cuestión del afrancesamiento en
el sentido de la adhesión juramentada al rey o la de la mera simpatía al Intruso siguió
siendo una cuestión candente muchos años después.[640]
Estos hombres —la flor y nata de la intelectualidad española— serán perseguidos
y denigrados posteriormente con el nombre de «afrancesados», denominación que
adquirió un carácter sumamente despectivo por el hecho de haber colaborado con el

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régimen de José. Un sambenito que siempre han arrastrado como una ofensa, hasta el
punto de que en un libro clásico sobre el tema se dice con manifiesta injusticia que
«entre absolutistas y liberales, un pequeño grupo se unirá a José Bonaparte, se hará
colaboracionista, según la moderna terminología. Son los afrancesados, objetos de
esta historia».
Pero aquellos intelectuales que apoyaron a José fueron mucho más; fue,
objetivamente hablando, uno de los grupos más valiosos que ha producido este país a
lo largo de su historia. Por ello tenía toda la razón el doctor Marañón cuando escribió
que «cuantos españoles han hablado de los afrancesados, no al son de la fanfarria
propagandista, sino en la serenidad del estudio, los han tenido que defender». A lo
que agregaba: «No hay un solo libro documentado sobre este tema del que los
afrancesados no salgan absueltos, aun aquellos que fueron escritos para atacarlos».
[641]
Se les ha acusado de haberse vendido a José Bonaparte,[642] pero es evidente que
los españoles y, particularmente los intelectuales que se pusieron de su lado, no
hicieron otra cosa que seguir el ejemplo de su legítimo rey Fernando. Y no se
equivocaron. La historia les daría la razón en su idea de que la salvación de España
era más probable afrancesándose y aceptando al nuevo rey. Contraponiendo la
personalidad de ambos reyes, Fernando y José, el mismo doctor Marañón señalaba ya
en 1953 que «ha llegado ya la hora de no apostrofarle [a Fernando] como cínico y
marrullero, sino de declarar que este soberano da la razón, sin atenuación alguna, a lo
que pudo haber de pecado en los que prefirieron, con toda clase de reservas
patrióticas, al rey José».
En su ataque furibundo contra ellos, el catalán Antonio de Campmany, convertido
de súbito a la causa patriótica, definió como ningún otro a los intelectuales josefinos.
«Con esta guerra —llegó a escribir— nos libraremos de la molestia y asco de dar
oídos a la fastidiosa turba de sabihondos, ideólogos, filósofos, humanistas y
politécnicos…que…nos iban introduciendo "escuelas centrales, normales,
elementales, institutos y establecimientos de beneficencia", por no nombrar al estilo
español y cristiano, fundaciones o casas de "caridad", o de "piedad", o de
"misericordia"; y todo para formar el espíritu y el corazón a la francesa moderna».
[643]
Se les acusó también con insidia de haber sido partidarios de Godoy, al que, en el
fondo, no se le perdonaba que se hubiera rodeado de aquellos hombres para la
ilustración del país,[644] pues muchos de ellos, antes de vincularse a José, lucharon
igualmente por reformar el país y aumentar la riqueza de la nación con el fin último
de fortalecerla frente a las demás potencias, por encima de consideraciones
filosóficas sobre la «felicidad» de sus habitantes. Su pecado fue, en este caso, haber
querido modernizar el país, introduciendo y extendiendo las «luces». Y su condena,
eterna.[645]

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A aquellos intelectuales se les acusó de todo, de hombres del Antiguo Régimen,
de déspotas ilustrados, de revolucionarios, de republicanos partidarios de las ideas de
Francia, y de traidores de lesa patria. También se les ha calumniado con la injuria de
que se unieron a José con la idea de aprovecharse de la situación y de sacar beneficio
particular. Con la excepción de los moros y judíos de otras épocas, nadie en verdad
fue injuriado con tanta saña como ellos. No se quiso admitir su idea de que,
aceptando al nuevo rey, se evitaba tanto la anarquía como la guerra, a la vez que
podía mejorarse el buen gobierno de la nación.
Los ministros Azanza y O'Farrill al exponer posteriormente las razones de su
adhesión a José, señalaron que uno de los síntomas «más funestos» con los que se
presentó desde sus principios la renovación de España, y que hizo formar,
generalmente, «el más triste pronóstico del éxito que podía tener la resistencia al
inmenso poder de que se halló invadida, fue el haberse hecho sospechosas en la
nación todas las reputaciones».[646] Por ello los intelectuales que con la pluma dieron
a luz sus ideas, colaboraron con el rey, o le cantaron poéticamente, fueron linchados
durante generaciones. Pues nunca una carta entre amigos, una metáfora en una
poesía, por no hablar ya de una oda laudatoria al rey o a su gobierno, dio lugar a un
corpus delicti tan grave como el que condenó a aquella generación de poetas e
intelectuales.[647]
Ante la explosión popular que suscitó la intervención francesa, los intelectuales,
sencillamente, perdieron toda su reputación. Lo mismo que le pasó a los ministros, a
los tribunales superiores, al Consejo Real o a cualquier hombre público que tuviera
una determinada significación. Todos perdieron la confianza de la nación. Y ante el
«gran miedo» que se extendió por todo el país con las asonadas y tumultos populares
que se multiplicaron por todas partes, se asustaron. Estaban lo suficientemente
desesperados o comprometidos con la situación que ya no pudieron dar marcha atrás.
Fue lo que le pasó al magistrado don Juan Meléndez Valdés, que a su vuelta del
destierro, en la primavera de 1808, fue comisionado para ejecutar una misión de
investigación contra los desmanes cometidos en Asturias ante el vacío de poder
generado por la crisis dinástica. Y al llegar a Oviedo estuvo a punto de ser linchado
por el pueblo. Los detalles los conocemos bien gracias a su amigo el poeta Quintana.
Al llegar a la ciudad, la muchedumbre, frenética, se agolpó sobre el carruaje y lo
quemó, después de hacerlo pedazos y desbaratar el equipaje. El magistrado estuvo a
punto de ser linchado, mientras el pobre «hablábales con dulzura pidiendo que le
llevasen a la junta o le encerrasen con grillos». Pero nada bastó, porque «después de
haberle puesto al pie de la horca y hacerle mil insultos, le sacaron al campo, le
cercaron, y, encarándole los fusiles, clamaban que había de morir». El intelectual
hasta procuró ablandar al pueblo, recitándoles «un romance popular y patriótico» que
había compuesto antes del Dos de Mayo. «Frívolo recurso —dirá su amigo— para
con gentes rudas y groseras, y entonces atroces y locas de furor». Como único favor,
cuando ya estaba atado al árbol fatal, le permitieron confesar, mientras la banda que

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había de matarle disputaba sobre si le habían de disparar de frente, o de espaldas
como a un traidor. La suerte para el poeta fue que, en aquel momento, llegó el cabildo
con el Sagrado Sacramento y la cruz famosa de la Victoria. «Estremece en verdad —
dirá Quintana— ver a [aquel hombre], perseguido popularmente y atado a un árbol
para ser muerto como traidor y enemigo de su patria».[648]
Una situación muy parecida a ésta la vivió en sus carnes aquel verano, en su viaje
de Madrid a Sevilla, otro intelectual, miembro de la generación de 1808, y en este
caso partidario de la causa patriótica, don José María Blanco Crespo, conocido
posteriormente con el nombre de Blanco White. Convencido, como buen intelectual,
de que «la disidencia es la gran característica de la libertad», se rebeló sin embargo en
sus entrañas contra la voz del pueblo, que, para él, no merecía «el nombre de opinión
pública, de la misma manera que tampoco lo merecen las unánimes aclamaciones de
un auto de fe».
En su viaje tuvo que ir convenciendo continuamente a los patriotas que le salían
al camino de que él y sus compañeros de viaje «eran verdaderos españoles». Según
nos dice, en ningún momento a lo largo del periplo se halló libre de temores, porque
en repetidas ocasiones fue rodeado por bandas de segadores que, armados con sus
hoces, le preguntaban amenazadoramente si eran buenos patriotas.[649]
Aparte del miedo a la anarquía y a la revolución que sintieron cuando las vieron
tan de cerca, aquellos hombres estuvieron convencidos de que la nación no podía
obtener ventajas en una guerra contra Napoleón. Una percepción que se hizo evidente
después de los desastres que siguieron a Bailén. Fueron conscientes de las desgracias
que podían derivarse de «una guerra de conquista o de los horrores de una guerra
civil». Y dada la imposibilidad de enfrentarse numantinamente a las tropas
imperiales, decidieron inclinarse por la alternativa josefina, que suponía: la
aceptación de un rey constitucional sostenido por una gran potencia, la conservación
de la independencia e integridad de la nación española, la reforma de todo lo que ésta
miraba generalmente como abusos, y la garantía constitucional de los derechos.
Por supuesto, los intelectuales que aceptaron la monarquía de José, en el fondo,
en no pocos casos sintieron admiración por la gesta heroica de la nación. Pero vieron
que se trataba de un sacrificio inútil, que no conducía nada más que a la muerte y la
aniquilación. Por ello adoptaron la conducta política que dictaban el interés y el bien
de la nación. Considerados ya para siempre como traidores y malditos, aquellos
intelectuales, después de los ajustes de cuentas que padecieron en sus carnes, fueron
destrozados para siempre, como les sucedió también a los patriotas liberales.[650]
Sus cábalas les engañaron. No creyeron nunca que toda la nación se iba a levantar
en una guerra sagrada contra José. Tampoco creyeron en las posibilidades de triunfo
de la causa patriótica. Desconfiaron igualmente del pueblo y de las autoridades
patrióticas, que no les merecían el menor respeto. Todo ello estaba a flor de piel para
quien lo quisiera ver. Fueron conscientes de cómo en su cerril oposición a José, bajo
la capa de patriotismo, se escondían otros intereses inconfesables.[651]

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Pensando indiscutiblemente en España, creyeron que una nueva dinastía,
reformista y «regeneradora» podría llevar a cabo lo que ellos anhelaban. Quienes
conocían bien Europa, desde Cabarrús a O'Earrill, pasando por intelectuales como
Moratín o Marchena, no dudaron en la elección. Mientras que, por el contrario, lo que
desconcertaba a los extranjeros fue la indiferencia, cuando no menosprecio, con los
que, encima, les miraban.
Para los intelectuales, el cambio de la dinastía borbónica, que parecía agotada, por
la Bonaparte, suponía la posibilidad de un cambio fundamental para el país y sus
hombres. En uno de los múltiples folletos que aparecieron por entonces con deseo de
debatir sobre estas cuestiones, se decía, con rotundidad, que desde los tiempos de
Felipe II no se había conocido «el menor asomo de tino y actividad en la
administración pública, sino durante el corto ministerio del marqués de la Ensenada,
pues además del laberinto inapelable de nuestra inmensa legislación general, con los
fárragos en folios de ordenanzas y reglamentos contradictorios para cada rama en
particular y sus menudas subdivisiones en infinito, ha resultado una complicación tan
intrincada de jurisdicciones, competencias, exenciones, trabas y entorpecimientos que
para dar un paso hacia un objeto útil era forzoso tropezar con un sinnúmero de
inconvenientes y obstáculos insuperables».[652]
Pasada la época de las reformas, la nueva monarquía encarnaba la voluntad real
de «regenerar la nación».[653] Frente a la facción mayoritaria del clero, inmovilista,
ultramontana y celosa de sus intereses, los intelectuales josefinos dan un paso
adelante, y hacen lo que no se habían atrevido a hacer con anterioridad: llevar a cabo
sus ideas con todas sus consecuencias. Dieron también otro paso: dignificar la imagen
que sus enemigos daban del Rey Intruso. De ahí la representación por sugerencia de
ellos, cuando no era prudente dar excesivamente la cara, de El mejor alcalde, el rey,
de Lope de Vega, o la más reciente, de Comella, Federico II rey de Prusia, monarca
benéfico a quien aquellos intelectuales pretendían equiparar con José I.[654]
Cuando tuvo lugar la ocupación de Pamplona por el ejército del Intruso, José
María Galdiano era oidor del Consejo de Navarra. Contaba ya con una larga
experiencia en la administración de justicia. En la «carrera de la toga» había pasado
más de diez años, sirviéndola sucesivamente en las audiencias de Sevilla y
Valladolid, de donde, poco antes, había pasado a Pamplona. Precisamente sirviendo
en este último destino fue cuando tuvo lugar el episodio de la ocupación de la ciudad
por el ejército del rey, en donde quedó solo, «sosteniendo con firmeza la
consideración de sus compañeros que se declararon por el partido de los insurgentes».
A partir de entonces contribuyó, cuando le fue posible, a la tranquilidad de aquel
país, a la conservación del orden, y al reconocimiento y sumisión que
«espontáneamente» había hecho aquel reino a la persona del rey José. Como uno de
los individuos de su junta de Gobierno cuidó particularmente de los diferentes ramos
de la administración pública, del abasto del ejército y de las contribuciones. Era en
realidad un hombre importante. Juez conservador de la Renta del Tabaco, tenía a su

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cargo la Subdelegación de Rentas, y estaba comisionado para la enajenación de obras
y bienes eclesiásticos. Así, con todos estos méritos, no tenía nada de particular que
pidiera, en marzo de 1809, el cargo de regente del Consejo Real de Navarra. Era
también un hombre delicado, pues precisamente por un exceso de consideración
hacia el regente no redactó el memorial pertinente para solicitar su plaza, por si,
arrepentido de su desacierto, obtenía la gracia del rey. Pero, al enterarse de que,
todavía después de la rendición de Zaragoza, seguía militando en el partido de los
insurgentes, se decidía por fin a abandonar las atenciones de respeto y amistad, y a
solicitar la plaza, que finalmente el rey José le concedió.[655]
En los momentos graves del reinado de José, particularmente después de Bailén,
en la evacuación de Madrid después de los Arapiles, tras la retirada de su ejército de
Andalucía o tras la debacle final, fueron frecuentes las delaciones de los «patriotas»
contra los partidarios del rey francés. De ello es muy representativa la delación que
dirigió nada menos que al conde de Floridablanca, a la sazón presidente de la Junta
Central, un miembro de los Reales Estudios de San Isidro. El denunciante no podía
imaginar, a la sazón, que pocos días después José volvería a entrar en Madrid.
La denuncia se debía, claramente, a la envidia malsana de un compañero. Se
dirigía contra un joven llamado Nogués, que debía ser un afrancesado típico, natural
de las cercanías de Burgos y vecino de la Villa y Corte. Según el texto de la delación,
el denunciado tenía treinta años, y hablaba muy bien francés, y no mal el inglés.
Había llegado a Madrid con el ejército de José y, según parecía, era muy estimado por
los generales franceses, especialmente el intendente general del ejército. Así que
ejerció durante el tiempo de su residencia en la capital el empleo de ayudante de
guardalmacén del ejército de ocupación.
El delator le halló en todo momento «bastante despejado, muy astuto y
relajadísimo en sus palabras y, según parece, en sus obras». Las veces que habló con
él, nunca a solas y siempre en presencia del amo de la casa donde uno y otro estaban
alojados…, le dio noción de la peligrosidad de sus ideas, pues le encontró partidario
del rey José e «inclinadísimo a su infernal política». Después de Bailén salió con los
franceses, probablemente hacia Santander, donde seguiría siendo partidario del
Intruso. El delator, al cursar su denuncia, proclamaba, naturalmente, las razones de su
sano patriotismo.[656]

Más allá del caso de los intelectuales propiamente dichos, que en el fondo habían
soñado con una monarquía como aquélla, los otros partidarios de José, también
llamados afrancesados, no estuvieron muy alejados de sus posiciones pragmáticas.
De un total de más de cuatro mil afrancesados estudiados con pormenor, los más de

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ellos representantes de la república de las letras, de la administración —Ministerio de
Hacienda, Interior, Policía General, Guerra, Secretaría de Estado, ministerios
menores—, Consejo de Estado, clero y nobleza, las razones para adherirse a José
fueron similares en la mayoría de los casos.[657] Para contar con ellos de una manera
fehaciente, el rey, como había ocurrido en la República francesa, les obligó a expresar
su fidelidad a él. En una circular dirá el Intruso que «el que no es conmigo es contra
mí».[658]
Además de los intelectuales josefinos, que fueron conscientes de su postura y no
dudaron en justificarla después, todos cuantos fueron empleados o juraron lealtad al
rey resultaron desprestigiados como «afrancesados». Un término este relativamente
tardío, que no empezó a difundirse hasta 1811, para convertirse, a partir de entonces,
en diana de un odio africano contra los intelectuales. Al principio no existe la
expresión. Se habla de «traidores» o «infieles», o de «juramentados» (una resonancia
del francés assermenté, que distinguía en Francia a aquellos sacerdotes que en 1791
habían jurado la Constitución civil del clero).[659]
Por supuesto, la palabra «afrancesado» existía desde el siglo XVIII, con una
significación aplicable a quienes estaban influenciados o tenían admiración, más o
menos reprobable, por el mundo francés. Significado que es el que se va a dar al final
a todos los partidarios de José. «Aquí estamos avergonzados los buenos españoles sin
saber qué contestar a los afrancesados [intelectuales, partidarios de José] que nos
insultan…», dirá Campmany, el anteriormente intelectual profrancés, que siente
abominación tanto por sus viejas ideas como por la de los nuevos intelectuales
josefinos.[660]
¿Quiénes eran aquellos afrancesados? La respuesta es evidente: los intelectuales
partidarios de José que saben qué decir…a los «buenos españoles». «Esta manía de
parecernos a los franceses, de que habla un poeta español —llega a decirse en las
Cortes de Cádiz en junio de 1811—, es la que ha producido tantos eruditos a la
violeta, tantos traidores a la patria y tantos débiles que se han mantenido en países
ocupados, y acaso al lado del Rey Intruso». Afrancesados son, evidentemente, los
poetas, los eruditos, y los débiles, es decir, los intelectuales. O sea, aquellos que «con
el prestigio de ideas liberales coinciden con las revolucionarias de Robespierre, el
mayor enemigo del pueblo a quien halagaba», se dijo, igualmente, el mismo día en la
misma sesión de Cortes.
La postura del intelectual ante la monarquía josefina queda definida
perfectamente en la actitud de Jovellanos, quien antes de Bailén, cuando José le
ofreció la cartera de Interior, se excusó con circunloquios, sintiendo, por razones de
salud, «no poder corresponder a tan alta confianza». «Recurro a los pies de V. M. —
escribirá al rey—, exponiendo a su piadosa consideración que los siete años de
opresión y estrecho encierro que acabo de pasar y las aflicciones y achaques sufridos
durante ellos y más particularmente en el último invierno, han destruido de tal
manera mi constitución física, que no sólo me hallo en el día incapaz de sobre llevar

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cualquiera aplicación intensa o trabajo activo y continuado, sino que conozco que los
auxilios del arte ya no podrán alcanzar para el total recobro de mi quebrantada
salud». El gran Jovellanos termina su carta al rey José prestando su homenaje al
«servicio de V. M. y al bien y felicidad de la nación».[661]
Otra cosa muy distinta será, sin embargo, la postura de Jovellanos después de
Bailén, tal como se lo manifiesta, ahora ya sin paliativos, a su antiguo amigo
Cabarrús en agosto de 1808.[662] Ahora le llama al rey intruso. Como buen patriota,
después del reciente éxito de armas, Jovellanos se encuentra eufórico tras las últimas
noticias de los descalabros del ejército de Lefebvre, la retirada del de Moncey y la
«completa derrota» del de Dupont, «tenido por invencible».
Entonces, el gran intelectual le preguntará a Cabarrús «¿qué haría en Madrid un
rey recibido sin una sola administración de aprecio, proclamado sin un solo viva, sin
más obsequio que el de la baja adulación, sin otro séquito que el del sórdido
interés?». Ante la falacia de comparar a los Bonaparte con los Borbones, Jovellanos
es tajante. No cree que pueda compararse al «usurpador de Nápoles» con el heredero
legítimo del trono de Castilla, a un hermano de Napoleón con el descendiente de
Recaredo, de Pelayo y de Fernando III. Su condena intelectual del rey y de su reinado
es total y sin paliativos.[663]
Favorable por completo a la causa de José será el otro gran intelectual, abogado
también como Jovellanos, don Juan Meléndez Valdés, que escogió decididamente el
bando josefino después de las derrotas de los patriotas que siguieron al triunfo
excepcional de Bailén, a pesar de las experiencias que había vivido en Asturias. Su
fortuna, sin embargo, cambió después de la reposición de José que siguió a la entrada
de Napoleón en Madrid, en diciembre de 1808. Según la biografía inédita que de él
dejó su amigo Martín Fernández de Navarrete, intentó por dos veces salir de Madrid
en aquel día, pero no lo consiguió. Recogió su equipaje, intentó salir con otros
vecinos por la puerta de Segovia, pero tuvieron que retirarse por el fuego que hacían
los franceses. Abatido y desconcertado, más que enfermo, contempló cómo el
emperador llegaba a Chamartín el 4 de diciembre de 1808.[664]
Propiamente, Meléndez Valdés es el prototipo del auténtico afrancesado, por
reunir en sí el afrancesamiento intelectual e ideológico, hijo de la Ilustración del
reinado de Carlos III, con el afrancesamiento político bajo el rey José. Ahora bien,
Meléndez nunca fue «traidor» a su patria, aunque lo fuera para los absolutistas
fernandinos, para quienes ser «afrancesado» era lo mismo que ser traidor. Él se
considerará como «el español más honrado, más fiel y más amante de su patria y de
sus reyes». Lo creía, por más que sus servicios al rey José fueran notables, como
fiscal en la Junta de los Negocios Contenciosos (1809), consejero de Estado y
miembro de la Comisión del Código Civil, de la Comisión de Instrucción Pública, de
la Comisión de Teatros y de la Comisión de Finanzas. Y, por si fuera poco, cantor del
rey José, por lo cual fue recompensado como académico de la Lengua.[665]

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Entre los dos extremos, el del intelectual contrario a la monarquía de José y el del
favorable a su causa, hay un caso intermedio que representa muy bien don Martín
Fernández de Navarrete, militar, erudito, historiador y biógrafo, autor de una afamada
Vida de Cervantes. Amigo de Mazarredo, no colaboró con el régimen de José, a pesar
de lo cual fue imputado de serlo. Su caso se ha considerado como un ejemplo de
tantos otros que, sin ser adictos al Intruso, se vieron forzados por la ley del
conquistador a someterse o a resignarse a ello.[666]
Acomodaticio como ninguno fue Moratín, uno de los intelectuales más finos de
su tiempo. A su amigo Melón, también afrancesado, le dirá que si el conde de
Cabarrús quería versos para imprimirlos y repartirlos, los haría. Y advertía al amigo:
«Créete que con el espíritu conciliador y perdonador que reina, si no se hace algo
ahora llegaremos tarde, será un mérito haber sido insurgente, y nos pisarán».[667]
Después, con el mismo cinismo con que dice esto, dice que, cuando, por fin el rey
Pepe salió de España, él se estuvo quieto, quedando en compañía de sus nuevos
amigos, procurando pasar desapercibido. Pero no pudo, porque «había sido un
empleado, había salido de Madrid con el convoy, y a mayor abundamiento era
caballero del pentágono, circunstancias que me exponían, en los días temibles de
abandono y desorden, a cualquier insulto del pueblo, y, en los siguientes, a la
venganza de los literatos, con quienes sabes que jamás quise hacer pandilla».[668]
Otro caso especial será el de Goya, amigo de Urquijo, Mazarredo, Cabarrús,
Meléndez Valdés o Moratín, entre otros. Y pintor de los consejeros de Estado,
Manuel Romero y José Antonio Llorente, aparte de los subalternos Moratín y Pedro
Estala. De tales amigos se ha dicho con razón que si se hubieran quedado en Madrid
tras la partida de José, «probablemente la multitud les habría sacado las tripas». La
postura de Goya, un tanto ambigua, resulta también perfectamente explicable. Por su
ideología y su amistad con los intelectuales, estaba de parte de José. Pero por la
crueldad de la guerra, estaba con el pueblo.
De forma brutal, a los sesenta y dos años, después de haber pintado a lo más
granado de la sociedad, se enfrentó a los horrores de la guerra. Su patriotismo
carpetovetónico está mitigado por los retratos que pintó desde finales de 1809: el del
consejero de Estado Manuel Romero, nombrado ministro de justicia en 1809; el del
canónigo Llorente, el del general francés Nicolás Guye (Museo de Richmond,
Virginia), ayudante de campo de José Bonaparte y amigo del general Hugo, y el de su
sobrino, Victor Guye (Washington, National Gallery), paje del Rey Intruso. También
pintó la Alegoría de la villa de Madrid, para el Consejo Municipal, en la que pintó al
rey José, cuyo rostro fue borrado después.
Puestos a negar el colaboracionismo del pintor, ha habido historiadores
empeñados en señalar que si se le recompensó con la Orden Real —el «pentágono»
de que hablaba Moratín—, ello fue porque se la concedieron de oficio. Pero lo que
también es cierto es que no se unió a los gobiernos patriotas, primero el de Sevilla y
después el de Cádiz. Aunque sus excelsos retratos demuestran que conocía con

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pormenor la famosa «berenjena», con un medallón en el centro en que se leía: Joseph
Napoleo Hispanicarum rex instituit.[669]
A pesar de tantas nebulosas existentes en su vida de entonces, se sabe, sin
embargo, que el 15 de junio de 1810 asistió a la única asamblea general de la
Academia de San Fernando, presidida por Hervás, marqués de Almenara, yerno del
todopoderoso Duroc. Y que el 25 de octubre de 1810 una comisión formada por
Maella y Goya elaboró una lista de cincuenta cuadros para ofrecérselos a Napoleón.
Realmente Goya tuvo razones para callar si quería volver a pintar, aunque al final
tuviera que exiliarse en Burdeos, donde tendría ocasión de tratar a algunos antiguos
partidarios del rey José. Su destino fue el mismo que el de otros intelectuales
partidarios de la monarquía de José.
Para tragedia de aquellos hombres, que soñaron con cambiar el pueblo pero sin el
pueblo, y que tan duramente fueron tratados por éste, su labor resultó maldita y
condenada para siempre durante generaciones. Serían considerados como la
«Antiespaña». De ahí su obsesión patológica posterior por justificar su conducta, que
va a conceder un papel completamente nuevo a la autobiografía en la tradición
cultural y literaria del país.[670]
En el fondo, aunque por vez primera, se produjo el mismo fenómeno que en la
Segunda República tantos años después. Tal vez por ello no le faltó razón a Unamuno
cuando en un discurso parlamentario pronunciado durante aquélla lamentó la
existencia en la cámara de demasiados catedráticos e intelectuales, previniendo sobre
el riesgo de que, por rechazo a ese predominio, surgiera en España un partido
«antipedagogista». Que fue lo que ocurrió con la «república de intelectuales» que
apoyó al rey José.

El rey y el pueblo
Cuando José Bonaparte llegó a España tenía una caudalosa experiencia de lo
importante que era atraerse a su favor al pueblo. Más allá de la cuestión debatida por
los intelectuales del siglo XVIII, tenía asimilada una concepción sieyesiana del pueblo,
en la que se fundían el pueblo/nación y el tercer estado. La expresión «pueblo
francés», creada por Mirabeau, que propuso denominar a los diputados a los Estados
Generales los «representantes del pueblo francés», le era familiar. Lo mismo que le
resultaba familiar la actuación impredecible del pueblo, tantas veces como lo había
visto comportarse, y de forma tan distinta, en su isla natal, en la Francia
revolucionaria, en Italia en diversas ocasiones y, últimamente, en Nápoles.[671]
El artículo VII del Estatuto de Bayona contemplaba la fórmula de juramento que
«los pueblos de las Españas y de las Indias» habían de prestarle, y que era la
siguiente: «Juro fidelidad y obediencia al rey, a la constitución y a las leyes».

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Juramento que dotaba de base popular a la monarquía. Y que, si se llevaba a efecto,
podía dotar a ésta de una legitimidad popular extraordinaria y totalmente desconocida
en España. La fórmula era en verdad republicana: ¡Jurar fidelidad al rey, a la
constitución y a las leyes! Una idea, por otra parte, tan distinta a la tradición
española, en la cual «cuando el pueblo le confirió poder al rey, se privó de su propia
soberanía».[672]
Antes de que José llegara a España, su hermano le preparó el terreno para atraerse
a su causa al pueblo español.[673] Utilizó a los diputados españoles que iban llegando
a Bayona para atraerse a su favor al pueblo.[674] Tal fue el carácter de la famosa
proclama del 8 de junio de 1808, dirigida por aquellos diputados de España a los
«Amados españoles, dignos compatriotas», que vincularon su suerte a la de la
monarquía josefina.[675] Redactada por el coronel Amorós,[676] la proclama era un
canto a las excelencias y buenas intenciones del rey José, «cuyas virtudes son
admirables por sus actuales vasallos».[677]
La llamada al pueblo de la proclama esconde la impresión que los sucesos del
Dos de Mayo dejaron en Napoleón. Aduladores como Fouché, su ministro de la
Policía, a pesar de estar perfectamente al día de la actitud del pueblo,[678] le dijeron al
emperador que, probablemente, se había exagerado «aquella turbulencia, que se
apaciguará como tantas otras». Pero los hechos mostraron que el pueblo no se
apaciguaba. Por ello, cuando seguidamente se produjo la «infamia» de Dupont al
rendirse en Bailén, Napoleón le dijo al ministro que aquella «guerra de campesinos y
de frailes» la iba a hacer suya, e iba a castigar a aquella «canalla».[679]
Conocedores del «pueblo español», los firmantes de la proclama del 8 de junio, al
hacer el elogio del nuevo rey, pretendieron tranquilizar a aquel pueblo de campesinos
y frailes, anunciándoles que el rey, «conociendo vuestro carácter fiel y religioso,
desea no interrumpir vuestro fervoroso celo y os promete que mantendréis, a
imitación de vuestros mayores, nuestra santa religión Católica en toda su pureza, y
que será la dominante y única, como hasta aquí, en todo nuestro reino». ¡Hablando
una vez más por boca del rey, Madrid, como París en tiempos de Enrique N, bien
valía una misa!
José se apercibió muy pronto del peligro de tener que enfrentarse al pueblo. A
finales de junio el Journal de l'Empire publicó la carta, probablemente inventada, de
un dignatario importante como el obispo de Palencia, que no había estado en Bayona,
para dar la impresión de que el rey era acogido por el pueblo. Dirigiéndose al general
Lasalle, se honraba por «predicar a su pueblo la paz, la tranquilidad y la obediencia a
nuestro soberano». De su cosecha, el periódico decía que tan buenas palabras no
habían caído en terreno estéril porque «el pueblo extraviado se ha convertido en un
rebaño sumiso y arrepentido».[680]
José sabía perfectamente quién era el pueblo. Sobre este particular estaba bien
asesorado por el propio embajador francés. «Un pueblo ignorante, que no ha podido
soportar la incertidumbre, se ha lanzado en masa a la oposición», le decía. Para

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Laforest, si España tenía diez millones y medio de habitantes, podía decirse que diez
millones cuatrocientos mil «no saben lo que quieren». Éste, por consiguiente, era el
pueblo. El resto, cien mil, era la clase «ilustrada», completamente de acuerdo con las
ideas del rey José, «pero sin energía ante el pueblo». «Atienden que las armas
francesas disipen el peligro y que la presencia del rey opere sobre la multitud», decía
el embajador.
En el discurso que pronunció a su paso por Vitoria el 12 de julio de 1808, José
admitió por vez primera la hostilidad del pueblo y las razones de ello. «[…] Unas
pasiones ciegas, unos rumores mentirosos y las intrigas del común enemigo del
continente, que sólo desea la separación de las Indias y de España, han lanzado a
algunos de vosotros en la anarquía más horrible: mi corazón se desgarra ante esta
realidad; pero ese mal, por grande que sea, puede cesar en un minuto…».
Sorprendentemente, un rey salido del pueblo, y con una experiencia tan grande del
pueblo, cometió el error de creer que con una Constitución para el pueblo, pero sin
contar con el pueblo, podía ganarse «en un minuto» al pueblo.[681] El mismo pueblo
al que antes un ministro «populista» como fue don Manuel Godoy —primer ministro
de España en tiempos de Carlos IV quiso ganar para sí, y lo que consiguió fue,
finalmente, que se rebelara contra él y estuviera a punto de lincharlo. Pues, en el
fondo, el pueblo que se rebeló contra José fue el mismo que antes lo hizo contra
Godoy. Su forma de actuar la describiría éste muy bien, a su manera. Su presencia,
primero, se advertía al notarse «cierta inquietud y descontento entre las plebes», cosa
que, a su entender, solía ser «negocio al parecer de un cierto número». Después, la
autoridad trataba de vencer aquella «oposición» mostrándose severa. Y erraba en su
actuación, a consecuencia de lo cual la resistencia aumentaba y se encendían los
ánimos, alentados por los bandos de las «plebes». Tras esto, un «incendio general» se
extendía a «un gran número de pueblos».
Los hombres del rey, de esta misma forma, tratarán inútilmente de atraerse al
pueblo. No era cuestión de combatir a la «canalla», como decía el hermano del rey,
sino de atraérsela. Para lo cual, las razones que se van a dar al principio —las que
daba la proclama dirigida a los «Amados españoles, dignos compatriotas»— serán
«incesantes súplicas» por el bien general de la monarquía. En este caso se intentará
prevenir inútilmente al pueblo de la anarquía, «el mayor azote que Dios envía a los
pueblos; durante ella, la licencia y el desenfreno saquean, queman, talan, cometen
toda especie de desórdenes». La proclama añadía: «¡Ah, por fortuna, vosotros no
conocéis cuáles son los estragos de la guerra intestina!».
Frente a Napoleón, decidido a solucionar militarmente la oposición popular, José
hizo cuanto pudo por atraérselo a su favor. Sobre todo cuando, después de Bailén,
como dice a su hermano, «España se inunda de panfletos en l'esprit anglais, con
escritos donde cada colegial da leyes a su país».[682] El «pueblo» va a convertirse en
una obsesión del rey. También va a serlo para las autoridades de uno u otro bando.
«La opinión pública es mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos

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armados. Ésta es la que ha hecho nacer las circunstancias extraordinarias en que nos
vemos los españoles», decía el Semanario Patriótico.[683]
Sobre la importancia del papel que desempeña el pueblo, hasta el mismo
Napoleón parece cambiar de pensamiento. Y a partir de enero de 1809, a
consecuencia de su estancia en España para reponer a José, piensa de otra forma. Se
ha convencido de que no puede desprenderse de él como le gustaría. «Llamad vuestra
atención —le escribe entonces a José sobre los periódicos, y mandad hacer artículos
que hagan comprender que el pueblo español está sometido y se somete».[684] Si a
favor de José «la revolución hubiese sido popular», le insinuó Las Cases a Napoleón
en Santa Helena, la historia hubiera sido distinta.[685]
La afición española a las comedias se convirtió en un medio extraordinario para
intentar atraerse hacia José la simpatía del pueblo. Su exaltación se adaptó incluso al
esquema de los autos clásicos a los que el público estaba acostumbrado. En una de las
obras representadas con este fin, llegó a equipararse a José I con el famoso emperador
Tito, modelo de príncipe en la Antigüedad. En la comparación se resaltaban las
coincidencias entre el destino de ambos personajes, pues los dos llegaron al poder en
medio de un ambiente hostil y los dos fueron aceptados por el pueblo. Con la
particularidad de que si Tito consiguió imponer la pax romana, José pronto sería el
regenerador de una España en paz.[686]
Otra forma de atraerse al pueblo como fuera fue a través del púlpito. Una orden
del 20 de junio de 1809 llegó a obligar a todos los párrocos a leer a sus feligreses, con
ocasión de la misa de los domingos, los artículos de la Gazeta de Madrid que el
gobierno les señalara.[687] De la misma manera que el obispo auxiliar de Sevilla,
Manuel Cayetano Muñoz, después de la rendición de la ciudad, dirigió una circular a
los vicarios, curas y clero de toda la diócesis para alabar la figura del rey José,
«caudillo benigno».[688]
De todos los elementos que componían el pueblo, el clero bajo, más el regular
que el secular, fue el elemento más recalcitrante en contra del rey republicano, al que
imaginaron difundiendo los principios filosóficos de la Revolución. Por su parte, los
franceses que vinieron a España para luchar por la causa de José lo odiaron
profundamente. El redactor de uno de los boletines del Arméc d'Espagne llegó a
hablar del contraste existente entre los monjes franceses, italianos o ingleses,
individuos notables por su sabiduría en las ciencias y en las letras, y por otro lado los
españoles. «Los monjes españoles proceden de la hez del pueblo, son ignorantes y
crapulosos. Sólo se hallaría algún parecido con los menestrales empleados en las
carnicerías; de ellos tienen la ignorancia, el tono y los modales».[689]
Al igual que su hermano, José detestará por encima de todo a los frailes y a los
monjes, cuya influencia sobre el pueblo —over the minds of the people— constaba a
los ingleses, desde el punto de vista de su oposición al rey.[690] En su segundo
reinado, después de su reposición en el trono por Napoleón, a partir de 1809, José se
convierte en un maniático en contra de los frailes, que tanto influían sobre el pueblo.

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[691] A su ministro Azanza le ordenó que se volviera a la capital para «encargarse de

liberar Madrid de los monjes». «Puesto que han sido los únicos que se han portado
mal, que abandonen la ciudad», le decía. Asimismo ordenó que sus conventos se
transformaran en hospitales.[692]
Desde el primer momento el pueblo se puso en contra de José. Su entrada en
Madrid, tal como reconocieron los amigos del rey que iban en la comitiva, fue fría y
escasa de gente. Hasta el embajador francés no ocultó que, al entrar José en la capital,
no hubo «demostraciones populares», y que «la afluencia de pueblo en las calles
habría podido ser más considerable». Por su parte, José escribió a su hermano que,
cuando entró en la capital, no fue acogido por el pueblo como lo había sido en
Nápoles. «Persuadiros de que las disposiciones de la nación —le dice a su hermano a
poco de llegar a Madrid— son unánimes contra todo lo que se ha hecho en Bayona».
[693]
Con tal de atraerse a la gente, José no dudó incluso en satisfacer al pueblo con
corridas de toros. Curiosamente, la fiesta nacional estaba prohibida por una
Pragmática Sanción dada por Carlos IV en 1805. Pero el nuevo rey abolió la
prohibición. En el caso de Madrid, el costo de las entradas se rebajó a «la mitad de
los precios acostumbrados en tendidos y gradas.[694] Y en el de Sevilla, un oficial
francés diría que, una vez abiertas las puertas de la plaza, toda se llenó al instante.
«C'est comete a l'Opéra quand on donne gratis des représentations», decía el oficial,
que estaba atento a la llegada de los toros, mientras algunos asistentes daban pruebas
de mal gusto como, por ejemplo, la de tirar un gato muerto sobre el gentío.
A los hombres del rey no se les ocultaba que la gente se alejaba de la capital a
consecuencia, según el embajador, de las intrigas de «mujeres, frailes y golillas». El
pueblo fue amedrantado con el rumor de que se llevaría a cabo una leva en masa o se
obligaría a incorporar a los jóvenes al ejército del nuevo rey. Con lo cual, la gente no
dejó de salir de la ciudad. Fue entonces cuando José, en un momento de máximo
abatimiento, pronunció las famosas palabras de que «no hay un solo español que se
declare a mi favor excepto el pequeño número de personas que viajan conmigo». «Mi
posición es única en la historia —dijo—: no tengo aquí ni un solo partidario».[695]
En realidad, desde antes de la llegada del rey a España, un ambiente de miedo y
de inquietud se apoderó del pueblo. En su referido viaje de Madrid a Sevilla, de 1808,
don José María Blanco fue testigo de la ira popular dirigida contra los franceses, «aun
los que llevaban muchos años en España, pero la mayor parte de los asesinatos que
nos contaron eran de españoles que con toda probabilidad debieron su triste suerte a
envidias y venganzas particulares y no a sus opiniones políticas». A todos los alcaldes
y corregidores a quienes los viajeros pidieron protección, dirá Blanco, «les
encontrábamos intimidados y temerosos de las consecuencias de intentar contener la
ciega ira del pueblo sometido a su jurisdicción».
Por su parte las autoridades josefinas actuaron también con torpeza, y se
enemistaron muchas veces innecesariamente con el pueblo. Aplicaron con demasiada

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frecuencia juicios ejemplarizantes de gran severidad, equiparando a veces los delitos
comunes con la no colaboración.[696] La cuestión es que muchos de aquellos actos se
hicieron obviamente a espaldas del rey y, como era natural, tuvieron un efecto en el
pueblo por completo contraproducente. «Procedo con la cautela que exige esta gente;
pero entre los riesgos de nuestra situación he visto que más vale correr éste que no
otros, y hasta ahora no me ha salido mal el cálculo», le dirá al rey uno de sus
ministros.[697]
A propósito del pueblo —el enemigo del Rey Intruso— que cometió, a su vez,
tantos desmanes en pruebas de su patriotismo, y estuvo a punto de asesinar a don
Juan Meléndez Valdés, el patriota Quintana se preguntaba: «¿A quién deberá
imputarse tan grande atrocidad? ¿Acaso al pueblo?». Y respondía —él, que después
sería perseguido igualmente por el pueblo por sus ideas liberales—: «No, sin duda
alguna; a los autores y consentidores de la villana y escandalosa agresión que puso a
la nación toda en aquel estado de exaltación y frenesí».[698] Evidentemente el pueblo
tenía muchos rostros. Por ello, cuando a veces surgía el rostro auténtico, y se
enfurecía, sus contrarios le llamaban populacho o plebe. Término este que en no
pocas ocasiones no era suficiente y se acompañaba de algún adjetivo como vil,
ínfima, infame o «baja esfera».[699]
La actitud del pueblo corrió pareja a la revolución social desatada al producirse el
vacío de poder en las instituciones de la nación. Toda la gente —las mujeres y los
niños, los mozos y los ancianos, en aquellas provincias «conmovidas, alteradas y
enfurecidas»— indiferente poco antes a los negocios públicos, salía a informarse de
las novedades y ocurrencias del día, según el conde de Toreno. En Oviedo, entre los
alborotadores, se destacaron los estudiantes de la universidad, y los «paisanos y
personas de todas clases». Pero Toreno, asturiano destacado, pondrá bien de relieve
en su versión de los hechos que como en el alzamiento de aquella provincia contra
José intervinieron las personas de «más valía» del país, no se manchó «su pureza con
ningún exceso de la plebe».
El pueblo o la plebe, como se dice en tantos testimonios de la época —al que
Marx llamó populacho, chusma, multitud—,[700] protagonizó el levantamiento de
España contra José I. Que la guerra fuese contra los franceses, o a favor de los
ingleses, o en apoyo de Carlos IV —poco sabía el pueblo de los motines previos de
El Escorial o de Aranjuez—, de Fernando VII o del «nuevo rey Floridablanca» era lo
de menos. Con el derrumbamiento de la «España oficial», y el surgimiento de las
juntas aparecía también «el método que tenemos en España para hacer las
revoluciones». De momento se iniciaba el turno de José I.[701]
No obstante, es importante tener en cuenta que no todo el pueblo estuvo en contra
de José, porque hubo componentes fundamentales de éste, gente perteneciente a la
clase media, que desde el primer momento en que se produjo el levantamiento
advirtió que la resistencia estaba marcada por el fuego de la revolución social, «desde
que los pueblos —dirá un comerciante de Burgos—, desconociendo su verdadero

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interés, prefirieron la insurrección y la anarquía a la tranquilidad y buen orden».[702]
Fue el temor a estos «patriotas» lo que decidió a gente del pueblo a colaborar
finalmente con el Intruso.
A río revuelto, se movilizó al pueblo contra los partidarios de José por razones a
veces inconfesables. Después del triunfo de Bailén, en un pueblo de Extremadura,
Villafranca de la Serena, varios vecinos denunciaron a su alcalde mayor porque,
según dijeron, cuando se supo la cesión de la corona de España a favor del rey José
Napoleón, brindó a su salud. Finalmente, abierta la investigación pertinente, pudo
saberse que todo fue una patraña debida a los enemigos del alcalde, que tenían mucho
que ocultar. Pudo saberse que un abogado forastero era el que estaba detrás de todo
aquello, siendo además él, «el que dirigía y fomentaba los tumultos, y el que proponía
las ocasiones y personas contra quienes se había de proceder».[703]
Entre los partidarios del Intruso hubo también muchos indecisos —los llamados
en Sevilla «papamoscas»— que lo mismo se subían a la Giralda para ver los ejércitos
de los patriotas que nunca llegaban, que adulaban al Intruso por lo que pudiera
ocurrir. Pues antes de apoyarle decididamente «querían verlas venir». Por ello,
cuando era oportuno, exaltaban a José y clamaban por el régimen napoleónico. De un
texto de la época que se ha conservado se desprende que, «de corrillo en corrillo y de
plaza en plaza» el resto del pueblo, dada su «bobería, necedad e ignorancia», los
motejaba de papamoscas. Y ellos, al parecer, lo aceptaban gustosos por cuanto el
«papamosquismo» era una enfermedad contagiosa.[704]
Comentando la sátira, el ministro Azanza escribió a Urquijo que al recibir el
«papelón» que se había impreso y esparcido en Sevilla, y que acababa de llegar a
Madrid, le había producido risa. Pero, «viendo el buen efecto que hacía, y conociendo
la fuerza que tiene sobre nuestro pueblo el ridículo», se había reimpreso, procurando
que se difundiera por todas partes.[705] En una Carta de un Papanatas a un
Papamoscas, en que se cuestionaba el apoyo popular al Intruso, publicada
posteriormente, se dirá que el pueblo no estaba ante «una guerra de religión sino de
religiones», porque «las guerras de religión son diametralmente opuestas al espíritu
del cristianismo».[706] Al final el pueblo, o un sector de éste no ciertamente
despreciable, pasteleó con el rey, y no resultó lo patriota que se dijo que había sido.
[707]

En contra de José, el pueblo se puso de parte de Fernando. Por su acendrado


realismo, a este pueblo los historiadores liberales le llamarán con desprecio «vulgo»,
perfectamente conscientes de que «el pueblo carecía de la ilustración necesaria para
el cambio que se meditaba» por las clases acomodadas y minoritarias, según el decir

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de un historiador del rey Fernando y de su reinado.[708] La clave de todo este proceso
se encuentra precisamente en la Guerra de la Independencia que, con su oposición a
José y su apoyo decidido al Deseado, actuó como un «gigantesco plebiscito».
Después los historiadores liberales condenarán de forma unánime a Fernando VII
tanto por su «populismo» y connivencia con el pueblo como por su desprecio de la
soberanía popular.[709]
El mismo Mesonero Romanos dirá que las «ideas revolucionarias» de José eran
«completamente repulsivas a la inmensa mayoría del pueblo español». Lo mismo que
ocurrió con las ideas de Cádiz, como lo demostró, claramente, el pueblo al regreso de
Fernando VII en 1814, «y lo experimentaron bien a su costa, los hombres ilustres de
una y otra procedencia, confundidos y envueltos en la desgracia común». «Con lo que
todos quedaron iguales, y punto concluido», terminará diciendo Mesonero.
Analizándolo desde el punto de vista del pueblo, no deja de sorprender la visión
que del «desdichado» José da este mismo autor, que de niño palpó aquella atmósfera,
cuando dice literalmente que «a quien [al rey] sin duda cabía la menor parte en los
odiosos procedimientos de sus ministros y satélites, venía a asumir, sin embargo,
sobre su cabeza, los efectos del odio universal, y hasta sus mismas buenas
cualidades…éranle imputadas como graves y repugnantes defectos».[710]
El pueblo fue el gran enemigo de José y de los partidarios de su causa. Terminado
su reinado definitivamente, una revista liberal madrileña que tomó el nombre de El
amigo del pueblo —el mismo título que el famoso periódico de Marat— condenó sin
remisión a cuantos colaboraron con el rey. Defendiendo el ideario liberal, aun a
sabiendas de que los fanáticos lo calificaban de «impío, libertino, afrancesado,
jacobino, liberal, jansenista, francmasón y revolucionario», la publicación, adoptando
la postura del pueblo, no tendrá piedad para con los partidarios de José, una vez que
éste había dejado de ser rey. «Estamos llenos de afrancesados y de afrancesadas que
en la calle, en el paseo y en el café esparcen noticias falsas, difaman al gobierno,
celebran con brindis las más ligeras ventajas del enemigo, se burlan de los patriotas, y
nadie les habla palabra. Madrid está llena de jueces y ministros de justicia, y la
canalla traidora vive tranquila.[711] Nadie se atreve a delatarlos por no verse
comprometido».
El juicio del pueblo —la condena de aquel «tribunal popular» en que se convirtió
un reino como el de José, de tanta raigambre inquisitorial sería inapelable durante
generaciones. En las calles de las ciudades, al vender los pliegos de cordel, los
mismos ciegos se convirtieron despiadadamente en los más duros propagadores de
todo tipo de denuncias en su contra. Muchas veces sus calumnias y difamaciones
clamaban al cielo, pero, naturalmente, ejercían un efecto extraordinario en cuantos las
oían. En Sevilla, un ciudadano tuvo la osadía de encararse con uno de ellos, cuando
difamaba a un magistrado por ser partidario de José. Pero el ciego siguió en sus trece
«con un descaro y osadía propios de su educación y estupidez y el mismo tono de voz
descomunal…».[712]

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El odio del pueblo a cuantos colaboraron con el Rey Intruso fue furibundo lo
mismo durante la guerra que después. En 1820 los policías franceses se quedaron
perplejos cuando el pueblo de Irún, al intentar entrar por la frontera el antiguo
josefino Azpiroz, se opuso al grito de «¡fuera los afrancesados!». Ni siquiera el
perdón de las Cortes del Trienio mitigó el rencor popular contra ellos. Siempre fueron
considerados como «ciudadanos de segunda».
Por paradojas de la vida, el pueblo acertó en lo que los intelectuales se
equivocaron por completo: en que era posible vencer a Napoleón. El pueblo creyó
que sí. Tenía tan poco que perder que no se planteó cuáles podían ser las
consecuencias de una resistencia feroz como aquélla, que habría de dejar al país
sumido en la ruina por mucho tiempo. Y acertó. «Sin instrucción y sin libros» —dirá
el patriota Fernández Sardinó en un demagógico elogio a la plebe— ésta, al final,
demostró tener «más perspicacia y acierto que los sabios de primer orden».[713]
En los comienzos de la Década Ominosa, muchos años después, el viejo
intelectual afrancesado Hermosilla —helenista, que tradujo del griego la Ilíada—
manifestó sin ambages de ningún tipo que «el odio a la tiranía popular, esta aversión
a vivir bajo la dominación del populacho…», fue lo que en la fatal época de la
invasión francesa decidió su suerte. Porque prefirió «un gobierno de hecho, fuerte y
sostenido por las bayonetas, al desgobierno de las juntas tumultuarias y al desenfreno
del vulgo que toleraba, y aun aplaudía, los arrastramientos y asesinatos». En su temor
al pueblo, dirá el intelectual asustado ante la revolución: «Lo he dicho en letras de
molde y en tiempo que era muy peligroso: "Vale más vivir en Constantinopla o en
Marruecos que en un país en que mande el pueblo soberano"».[714]
En uno de tantos pasajes memorables de Guerra y paz, Tolstoi habla naturalmente
del pueblo que, después de la derrota de Borodino, que abrió a Napoleón el camino a
Moscú, y en donde el pueblo luchó tan heroica como inútilmente, éste continuó la
rutina de su vida diaria como si no hubiera pasado nada, a pesar de haber sido el actor
principal de los hechos. Lo que ha dado lugar a una sagaz explicación por parte de
Isaiah Berlin, aplicada a una de las más célebres paradojas de Tolstoi: «Cuanto más
alto es el nivel que ocupa un soldado o un estadista, más lejos está de la base,
formada por hombres y mujeres cuyas vidas son la verdadera sustancia de la
historia».[715]

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VI
EL INTRUSO

El rey José Napoleón I ha pasado a la historia de España con el nombre de Rey


Intruso.[716] Aunque nunca se ha explicado con detención la generalización del
término, es evidente que, en un país como España, donde era frecuente la «acción de
introducirse sin derecho en una dignidad, jurisdicción, oficio o propiedad»,[717] la
expresión hizo fortuna, y el nuevo rey Bonaparte fue llamado el Intruso desde el
comienzo de su reinado. Fue el «intruso» por excelencia. Evidentemente, fue llamado
despectivamente así a partir de Bailén, y no en los dos meses anteriores, cuando la
adhesión al rey fue general.[718] En el mes de agosto de 1808, en una carta que
Jovellanos escribió a Cabarrús, en la que razonaba su toma de partido a favor de la
causa patriótica, se habla ya del intruso. El gran intelectual se refirió, explícitamente,
a «la fuga del Rey Intruso».[719]
Acababa de producirse la resonante victoria de Bailén, que conmocionó a toda la
nación, y provocó la salida de Madrid del Rey Intruso. Fue, por consiguiente, a partir
de este momento, que pareció arrojar para siempre del reino al nuevo rey, cuando se
generalizó la expresión. Por supuesto, el rechazo a José fue manifiesto desde el
primer momento.[720] El 21 de junio de 1808 el mismo Jovellanos —que días después
recibiría en Bayona el nombramiento de ministro del Interior— se declaró
abiertamente por el partido patriota. En su opinión, la nación se había declarado en
contra de José «con una energía igual al horror que concibió al verse tan cruelmente
engañada y escarnecida». Según le decía a su amigo Mazarredo, uno de los hombres
del nuevo rey, «la guerra civil era inevitable».
Con el levantamiento de toda la nación en contra desde el primer momento, el
reinado de José estaba llamado a ser «intruso» desde el principio hasta el final. El
«gran problema de si convenía inclinar la cerviz o levantarla…» estaba ya resuelto.
Pero se abría otro: la guerra civil entre los propios españoles, según fueran o no
partidarios del rey José. «¿Es por ventura mejor —le preguntaba Jovellanos a su
amigo Mazarredo, reflexionando sobre la gran cuestión planteada— una división que
arma una parte de la nación contra el todo, para hacer su opresión más segura y
sangrienta, o una reunión general y estrecha que hará el trance dudoso y tal vez
ofrecerá alguna esperanza de salvación?». La respuesta, a la postre, será la guerra
civil, que terminó derrotando y humillando las pretensiones del Intruso.[721]
La primera humillación del nuevo rey se encontraba ya en el vocablo con el que
se le designó desde el primer momento lo mismo a él que a su reinado.[722]
Posteriormente el nombre se generalizará, como era de prever, a troche y moche.
Muy representativo es el rótulo de la sobrecubierta de un legajo del Archivo Histórico
Nacional con documentación referente a los partidarios del rey, en que se dice:

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«Papeles y cartas de sujetos adictos al intruso gobierno de José, anteriores a la
formación del índice alfabético que se conserva de esta canalla».[723]
En la afamada novela histórica, Yo, el Intruso, su autor dirá con toda razón, al
recrear el término, que éste era un apodo que el rey, perfectamente consciente de su
trascendencia, tendría que detestar profundamente. Acababa de aparecer la palabra
justa para descalificarlo. Una palabra despectiva al máximo, contra él, que hará
inusitada fortuna. Pues en la guerra, sobre todo en una guerra como aquélla, «no
disparan sólo los cañones, también las palabras ganan y pierden batallas», dirá el
novelista, quien, a su vez, se hacía la pregunta sin respuesta de «¿a quién se le habría
ocurrido?» la invención de aquel apodo con el que José Bonaparte ha pasado a la
historia de España.[724]
La respuesta a esta pregunta no es difícil, contestándola en los términos en que lo
hizo Talleyrand, al hablar años después de los asuntos de España: «Los movimientos
populares son muy cómodos para los intrigantes; al romperse los hilos de la trama se
hacen imposibles las indagaciones». Evidentemente, a alguien se le ocurrió el
vocablo, y el pueblo lo hizo suyo sin que nada pudiera hacerse por evitarlo. Por otra
parte, difícilmente podía encontrarse un término más certero para designar a un rey
cuya legitimidad era tan difícil de aceptar. Pues como señalaba el mismo Talleyrand,
que tanto tuvo que ver por otro lado en aquella acción, al nombrar a su hermano rey
de España, Napoleón realizó «el más memorable quizás de todos sus atentados».
Explicando el levantamiento de los españoles contra el Rey Intruso, Stendhal, tan
apasionado siempre de la causa napoleónica, reconocerá también, posteriormente,
cómo el emperador sintió «grandes preocupaciones y remordimientos» por lo que
hizo. «Veía que Europa le reprochaba tener prisionero a un príncipe que había
acudido a conferenciar con él». «Se encontraba en el caso de haber cometido un
crimen…». No era difícil entender, por consiguiente, que el nuevo rey fuera
rechazado de forma impensable por los españoles en una explosión extraordinaria de
xenofobia, que llega a justificarse de mil formas.[725]
El propio Napoleón, a su vez, quedó profundamente tocado por las consecuencias
de su acción. Porque era evidente que el emperador «no tenía ningún derecho a
disponer de España sin el consentimiento de la nación», por mucho que «[…] la
Monarquía de España hubiera llegado a un grado de ridículo inusitado en los anales
de las Cortes más envilecidas».
Por su parte, José, al aceptar ser rey de España, cometió también un grave error,
al que le indujo, probablemente, su republicanismo nato: creyó que dar a los
españoles la igualdad y toda la libertad que podían concebir era ganarlos como
amigos. Con ello demostró tener un desconocimiento total de España y de los
españoles, del orgullo español, de su ignorancia proverbial, del ascendiente del clero
sobre la población, en un país donde «la mitad de los generales que hoy se baten por
la libertad han estudiado para curas». Habían transcurrido seis meses desde la
designación del Intruso, y el nuevo rey republicano seguía pensando erróneamente, al

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igual que su hermano, que «los beneficios del gobierno representativo iban a ganarles
todos los corazones».[726]
El término «intruso» fue finalmente aceptado, ya en fecha tardía, hasta por los
propios partidarios del rey, una vez que, algunos de ellos, cuando era evidente que sus
días estaban contados, cambiaron de bando.[727] «El pueblo —decía uno de ellos— ha
creído, con razón, que no era incompatible el patriotismo con la continuación bajo el
gobierno intruso del ejercicio del destino que se tenía del legítimo, y que, lejos de
perjudicar a nuestra santa causa, la obediencia forzada de los empleados le fue
sobremanera favorable».[728] Lo que explica que miles de pretendientes de empleos
civiles y eclesiásticos se hubieran dirigido al Rey Intruso, protestando su fidelidad,
para conseguirlos?[729]
Pues la realidad fue —las circunstancias son alucinantes— que el Intruso fue
aceptado plenamente como rey de España hasta por el Deseado Fernando VII. En una
carta de 28 noviembre de 1809, el ex rey y futuro rey legítimo le escribió a José para
que le ayudara a obtener el consentimiento de Napoleón a su matrimonio con una
sobrina. También le pidió que le concediera entrar en la Orden Real creada
recientemente por el propio José. La carta terminaba diciendo: «Deseo probar a
Vuestra Majestad la sinceridad de mis sentimientos y mi confianza en Vos. El devoto
hermano de Vuestra Católica Majestad, Fernando».[730]

La caricatura
En un país donde la leyenda negra ha tenido tanto arraigo, el Intruso ha sido uno de
los reyes más calumniados de toda su historia.[731] Probablemente, el que más; en
unos momentos en que Fernando VII, el Deseado, era considerado como un mártir,
justo contrapunto lo mismo de Godoy que del propio José Bonaparte.[732] Desde el
primer momento se impuso una caricatura —inexacta, calumniosa, insostenible, por
completo discutible— que ha llegado hasta nuestros días, sin posibilidad de revisión
ni siquiera de la evidencia. Una caricatura sin el menor fundamento que, además, ha
trascendido atávicamente al extranjero.[733]
En la guerra de papel declarada al Intruso se lanzaron contra el rey las más graves
invectivas. En uno de sus famosos Manifiestos, el poeta Quintana, una de las plumas
mejores al servicio de la causa patriótica, se convirtió en un excelso modulador de la
caricatura. Apropiándose de imágenes muy del gusto del pueblo, atacará burda pero
contundentemente al rey José, considerándolo «filósofo» y «esclavo coronado». Para
avivar el orgullo patriótico no duda en calificar con las más duras expresiones el
ambiente en el que se mueve el rey, «desde el seno de sus festines impíos, de entre los
rufianes viles que le adulan y de las inmundas prostitutas que le acompañan».[734]

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Se comprende que a José lo mismo se le dediquen piezas teatrales jocosas,[735]
que sátiras difamatorias, de las que tampoco se libran sus generales,[736] o
comparaciones denigrantes con Fernando.[737] Contra él se lanzarán todo tipo de
burlas e invectivas: sobre el estado del ejército del rey Pepe,[738] sobre sus sueños,
[739] sobre las relaciones con su hermano,[740] sobre el odio que suscita entre los

buenos españoles.[741] Cancioncillas de todo tipo se aplicarán igualmente al «errante


rey Pepe».[742] Su salida de Madrid en 1812 será objeto también de comedias jocosas
y parodias contra el «rey Botellas».[743] Lo mismo que su hermano, llamado en
Sevilla jocosamente «el empeorador», el rey José será blanco de los más duros
comentarios crítico-patriótico-burlescos».[744]
Por supuesto, en cuanto al retrato del nuevo rey, éste no tiene nada que ver con el
que, desde el primer momento, fijó y difundió la propaganda patriota, en una guerra
de tinta sin precedentes.[745] Pues, como llegaba a reconocer en una de las caricaturas
ofensivas «un catalán celoso amante de su patria», todo ello era fruto de un «odio
implacable» contra el Intruso.[746]
Ahora bien, dejando al margen las terribles sátiras que lo mismo contra el rey que
contra su hermano se publicaron igualmente en España que en los territorios
americanos,[747] ¿como era, en verdad, el Intruso? La respuesta no es difícil hallarla,
dada la abundancia de retratos pictóricos que se han conservado, y la gran cantidad de
noticias fidedignas, directas o indirectas, que han llegado hasta nuestros días. Por no
hablar del retrato que el propio rey y sus más íntimos hicieron de él mismo.
El novelista Stendhal, que intuyó la realidad de la situación de forma prodigiosa,
escribió que «aceptando a José como rey, los españoles hubieran tenido a un hombre
bondadoso, inteligente, sin ambición, hecho a propósito para ser rey constitucional, y
hubieran anticipado en tres siglos la felicidad de su país».[748]
Don José Napoleón I, el nuevo rey de España, era de mayor estatura que
Napoleón. Al llegar a su reino, en 1808, era un hombre todavía apuesto y joven.
Acababa de cumplir cuarenta años. Los confidentes de la junta de Sevilla que lo
vieron de lejos, antes de la expedición a Andalucía, se sorprendieron de su
naturalidad. A su parecer, no causaba sensación en el pueblo porque era un rey que
iba vestido de forma tan sencilla que no se distinguía de las personas de su séquito, y
saludaba el primero a sus súbditos.[749]
Quienes le conocieron, por otra parte, coinciden en recalcar su atractivo físico y
su encanto personal, que le hacía tener un particular éxito con las damas. Se
comprende, pues, perfectamente, que cuando entró en San Sebastián, según el
testimonio de Girardin, se oyera decir a las mujeres del pueblo que José era «un
hombre guapísimo y que, por consiguiente, resultaría un guapísimo ahorcado».
Contra lo que suele creerse, sin embargo, era persona mucho más impulsiva de lo que
demostraba aparentemente. En los frecuentes enfados que tenía con su hermano, éste

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conocía también sus cóleras, y a su vez le temía. «Sus cóleras son terribles. Es capaz
en un acceso de matar a un hombre», decía.[750]
Entre los españoles, sorprendentemente, el historiador Modesto Lafuente hizo de
él un retrato muy ponderado: «De carácter afable el rey José; atento y cortés en el
trato; bastante instruido; fácil, y aun elocuente en el decir, si bien mezclando en sus
discursos y arengas, con palabras y frases españolas, otras extranjeras, especialmente
italianas, que solían excitar la sonrisa de los que le oían; no escaso de talento; versado
en negocios; no censurable en sus costumbres y animado de buenos deseos e
intenciones, reunía prendas para haberse captado la voluntad de los españoles, si no
los hubiera cogido tan lastimado en su noble orgullo, si hubieran podido olvidar su
ilegitimidad y la manera indigna y alevosa como les había sido impuesto».[751]
Para el historiador citado, «José en otras condiciones y con autoridad y
procedencia más legítima, por sus deseos y sus cualidades de príncipe habría podido
hacer mucho bien a España». Para decir esto, el gran historiador liberal se cura en
salud afirmando que «antes que nosotros, lo han reconocido y consignado así
escritores españoles de mucha cuenta, y nada afectos a la dinastía ni a la causa de los
Bonaparte». Para lo cual cita los retratos del conde de Toreno y don Eduardo Chao. A
lo que añade: «Pero era tal el aborrecimiento que la conducta de Napoleón había
inspirado al pueblo, que el vulgo, no viendo ni juzgando por la impresión del odio,
sólo veía en su hermano al usurpador y al intruso, y lejos de reconocer en él prenda
alguna buena, figurábasele un hombre lleno de defectos y de vicios».[752]
Para el progresista Lafuente, que había nacido poco antes del comienzo de la
guerra, «aun siendo José agraciado de rostro, aunque sin la mirada penetrante y
expresiva de su hermano, el odio popular llegó a desfigurar tanto su cuerpo como su
alma, pintándole tuerto, y con este defecto físico se distribuían por todas partes
retratos suyos, y se le hacía objeto de risibles farsas populares en las plazas y en los
teatros». Según el historiador, todo esto «fue acogido y celebrado por el vulgo con
avidez, e influyó de tal modo en su descrédito y su desprestigio, que ayudó
poderosamente a mantener vivo el odio a su persona y a su dinastía, y este espíritu
fue un gran auxiliar para la lucha de armas que en ese tiempo ardía ya viva por todas
partes».
En cuanto al carácter físico del rey, pintado ampliamente por los mejores
retratistas franceses de la época, contamos con el que de él hizo la duquesa de
Abrantes, la mujer del general Junot, que le conoció en Marsella con motivo de la
muerte de su padre. Era difícil ver, según ella, una «figura más atractiva». Su sonrisa
era la del emperador, «fina, espiritual y quizás más dulce, lo que debe ser porque su
alma es perfectamente serena y su corazón excelente». «Él es muy instruido, no sólo
en nuestra literatura, sino en la literatura italiana e inglesa». Según ella, le gustaban la
lectura, la poesía, las bellas artes, y le gustaba rodearse de sabios y literatos. La
duquesa señala hasta que «[…] su conducta fue incluso admirable durante su
desgraciado reino de España».[753] Desde luego están perfectamente atestiguados su

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amplia cultura literaria y su refinamiento. Hasta Corvisart, el famoso médico de
Napoleón, no dudó en enviarle sus obras.[754] Por haber intervenido particularmente
en favor de un astrónomo entre los prisioneros destinados a Francia, se ha subrayado
su «curiosidad intelectual».[755]
El mariscal Marmont, que lo trató como rey a partir de 1811, trazó también de él
un retrato digno de tenerse en cuenta. Dice que encontró siempre en él «el mismo
espíritu, la misma amabilidad», aunque «la voluptuosidad le dominaba por entero».
Según el mariscal, habiéndose olvidado por completo de sus orígenes, parecía haber
nacido rey aun cuando «consideraba como una perfidia el ofrecimiento que le fue
hecho de tomar el título de rey». Por lo demás, el mariscal —que, por otra parte, le
conocía desde los tiempos de Tolón y Brumario— se llevó perfectamente con el rey,
que siempre le demostró «un fondo de amistad». «Sus costumbres eran
eminentemente dulces, y encontré placer en pasar algunos momentos con él».[756]
Todos los retratos vienen a coincidir en la bonhomía del rey, aunque en otros
aspectos difieren grandemente. Así, por ejemplo, para el general Foy, «José era
republicano por convicción y además no sentía el menor deseo de tiranizar, ni
siquiera de gobernar a España». La primera impresión que causaba no podía ser
mejor. El ministro de Estado don Pedro Cevallos se lo decía a Eusebio Bardají
cuando lo conoció en Bayona al día siguiente de llegar de Nápoles: «He tenido el
honor de presentarme al rey, que llegó ayer de Nápoles; he formado el concepto de
que su presencia, su bondad y la nobleza de su corazón, que se descubre a primera
vista, bastarán sin ejércitos a calmar esas provincias».[757]
Recién terminado el reinado del Intruso hubo quien mantuvo valientemente el
retrato positivo del rey. No dudó en hacerlo el padre Santander al defenderse de las
Cartas insolentes que escribió contra él el mercedario calzado fray Manuel Martínez.
«Lo que no cabrá jamás en mi capucho —le decía— ni en mi manga, lo que suplico a
usted no vuelva a decir, es llamar estúpido a José».[758]
Blanco de la sátira popular, muy desarrollada en España desde el siglo anterior,
[759] en la que lo mismo se seguía atacando a los validos,[760] que se elogiaba el

ingenio del pueblo matritense,[761] el Intruso fue objeto de todo tipo de ataques y
mofas. Tachado de «vil forajido»,[762] o de rey Pepe, se le motejó también de rey
Botella o de rey de Copas,[763] llamándolo alguno rey don Pepe jarro, o el rey Pepino
o, sencillamente, Monsieur Josef Botellas.[764] Publicaciones muy simples todas ellas
que, sin embargo, produjeron un efecto mucho más incisivo que otras más
elaboradas.[765]
La mayor parte de tales publicaciones fueron posteriores al éxito patriótico de
Bailén, cuando la ofensiva antijosefina se recrudeció, pues como ha llegado a
insinuarse «lo que antes de la batalla de Bailén fuese debatido en correspondencias
privadas o en conversaciones familiares, no representaba todavía un proceso de
aclaración pública». La caricatura de José, aun falseando la realidad más evidente, se

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impuso de forma imparable. Innumerables fueron los chascarrillos que le tachaban
injustamente de borracho o de tuerto.[766]
Según Mesonero Romanos, que en su infancia fue testigo de aquellas sátiras, «las
caricaturas, o más bien aleluyas groseras, chabacanas y hasta obscenas, no abundaban
menos que los folletos chocarreros; y todos, o casi todos, iban encaminados a la
persona del pobre José, a quien se pintaba en una botella, y sacando la cabeza por el
cuello de ésta, ataviado como en un naipe y con una copa en la mano, con el título El
nuevo rey de copas; en otro, danzando o haciendo ejercicios acróbatas sobre botellas,
y otras tonterías de esta especie».[767]
Comentando una de las caricaturas más conocidas de José, conservada en la
Biblioteca Municipal de Madrid, en la que se representaba al rey montado en un
pepino y vestido con un traje formado de vasos de vino y naipes, uno de los biógrafos
ha tratado de explicar la acusación de tales vicios que el rey estaba lejos de poseer. Y
lo ha explicado en virtud de la publicación de dos decretos.
Por el primero, de 3 febrero de 1809, se le relacionaba directamente con la orden
según la cual quedaba libre la fabricación, circulación y ventas de naipes desde el día
1 de marzo próximo. Los fabricantes pagarían en las aduanas o administraciones 18
maravedíes de vellón por cada baraja. El decreto decía que en el seis de copas se
pondría, al tiempo de pagar, la firma del administrador o de la persona a quien se
comisionara al efecto. De tal manera que se decomisarían todas las barajas que se
vendiesen sin tener dicha firma. A consecuencia de ello, en versión popular —otra
versión de gran impacto como la del vocablo «intruso»— no necesitó más José para
ser calificado de protector de los jugadores y amigo de las cartas.
El otro decreto, publicado días después (15 de febrero de 1809), autorizaba la
desgravación de los aguardientes y licores. E igualmente bastó para que le motejasen
de borracho, poniéndole el apodo más generalizado de Pepe Botella. Publicados
ambos decretos a menos de un mes de la segunda entrada de José en Madrid, el 22 de
enero de 1809, la persistencia de ambas inculpaciones tuvo gran consecuencia en el
arraigo negativo de la imagen caricaturesca del rey José.[768]
Una imagen que, generación tras generación, se ha mantenido hasta nuestros días.
Los Episodios nacionales de don Benito Pérez Galdós —Bailén, Napoleón en
Chamartín, Zaragoza, Gerona, Cádiz, La batalla de los Arapiles, El equipaje del rey
José— contribuyeron también durante generaciones a extender la caricatura. «El
pueblo es ignorante, y en vano se le exige una decencia y compostura que no puede
tener…», dirá uno de sus personajes. Mientras otro, que sabía perfectamente que los
Bonaparte no eran borrachos, dirá que «[…] el pueblo no lo entiende así, del mismo
modo que jamás dejó de llamarle tuerto, aunque harto bien pudo reparar la hermosura
de sus dos ojos». Y agregaba el personaje: «El pueblo le llamó borracho y tuerto sin
motivo, es cierto; pero ¿tienen razón los franceses en llamar insurgentes, bandidos y
ladrones de caminos a los héroes que en los campos de batalla defienden

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generosamente la independencia patria?». «¡Bonito modo de escribir la Historia!»,
concluirá otro.[769]
En la guerra de tinta que tanta importancia jugó en la Guerra de la Independencia,
la caricatura de José desempeñó un papel decisivo. Tendrá razón El Conciso, el más
emblemático de los diarios gaditanos cuando, al terminar la guerra y reaparecer en
Madrid, diga que «tres años y cuatro meses cabales hemos estado haciendo la guerra
de la pluma, desde las columnas de Hércules, a ese execrable tirano, usurpador del
trono de Francia y opresor del continente…». Y añadía: «Quisiéramos que todos
acabaran de persuadirse que la guerra de la pluma es muy eficaz; que ella es la que ha
echado por tierra la reputación de Bonaparte […]».[770]

La caricatura comenzó a cambiar, infructuosamente, en la crisis finisecular del XIX.


No es casualidad que un año antes de 1898, el Ateneo de Madrid, por iniciativa de
Rafael María de Labra, iniciara una serie de conferencias sobre aquella época. Una de
las cuales, encargada a don Mario Méndez Bejarano, correspondió a los afrancesados,
que andando el tiempo (1912) dio lugar a su libro de este mismo título, en el que, por
primera vez, se daba una imagen nueva del Intruso y de quienes colaboraron con él.
«Ni antes, ni ahora, ni nunca, hay, ni ha habido, ni habrá, en colectividad, malos
españoles. Aborrecer, insultar, herir, es más cómodo y más vulgar. Estudiar, pensar,
explicar parece molesto, pero es más grande y más fecundo». A lo que agregaba el
autor: «No. La historia ha de ser imparcial. La pasión ofusca la conciencia. […] El
historiador no ha de proponerse sino esclarecer la verdad».[771]
La pequeña biografía de Carlos Cambronero sobre José I Bonaparte, el Rey
Intruso fue el único intento, propiamente dicho, de recuperar la verdadera imagen del
rey José, con motivo del primer centenario de 1808. Momento en que volvieron a
investigarse con ira más que con estudio los hechos memorables de aquel reinado.
Fue el único trabajo dedicado al rey como tal, «cuyas reformas, inoportunas por causa
de la guerra, y contrarias muchas de ellas al espíritu de las costumbres españolas,
rezagadas en el movimiento progresivo de Europa, descubren un buen deseo y
conciencia honrada».[772]

Objeto y motivación, al mismo tiempo, de la caricatura del rey y de sus partidarios,


será la cuestión de la adscripción masónica de uno y de otros, habida cuenta que fue

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verdaderamente entonces, con el ejército de José, cuando se introdujeron en España
las primeras logias masónicas. Para los patriotas, entre los múltiples males surgidos
en la guerra, uno de ellos fue la introducción de la francmasonería de la mano del
propio José, a quien se le atribuye la condición de Gran Maestre. Según esta idea
patriótica, fue el momento a partir del cual fue turbado el reposo de la Iglesia y del
trono.
Sin pruebas suficientes para su demostración, la leyenda del Napoleón masón —
cultivada por partidarios nostálgicos y detractores— se ha apoderado lo mismo de la
familia Bonaparte que del rey José en particular. Con la particularidad de que, siendo
indiscutible la existencia en el reinado de una masonería bonapartista, en su doble
versión francesa y española, ésta es objeto de valoraciones muy diferentes, rayanas en
los bordes de la caricatura misma.[773]

La guerra al francés
La muy pronto llamada «Guerra de la Independencia» fue una guerra nacional en
contra del Intruso. De tal manera que José se convirtió en el gran enemigo a abatir
por parte de los patriotas. Mientras, para sus partidarios no fue más que una guerra
meramente dinástica, en la que un miembro de la dinastía Bonaparte venía a
significar lo mismo que otro de la de los Borbones, un cambio que, desde su punto de
vista, estaba perfectamente justificado por las necesidades de regeneración que
precisaba el país, y por las mejoras que de suyo implicaba la nueva Constitución de
Bayona.[774] En vísperas de la entrada del nuevo rey en España, era el discurso de la
«regeneración política» de la nación el gran argumento a favor de su causa.[775] Con
la excepción consciente de los partidarios del Intruso pocos parecieron darse cuenta
del coste y significado destructivo que la guerra iba a suponer para el reino.[776]
En su famosa carta al ministro Cabarrús, de agosto de 1808, Jovellanos precisó
con toda claridad el punto de vista contrario: «España no lidia por los Borbones ni
por Fernando; lidia por sus propios derechos, derechos originales, sagrados,
imprescriptibles, superiores e independientes de toda familia o dinastía. España lidia
por su religión, por su Constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una
palabra, por su libertad». Para los patriotas, sencillamente, lo que quería Napoleón
era colocar a José —lo mismo que podía haber sido sus otros hermanos Luis o
Jerónimo— en el trono de España.
Los patriotas no podían aceptar en modo alguno que el «usurpador de Nápoles»
pretendiera también usurpar el trono de España. ¿Quién le dio derecho a ingerirse en
ella? ¿Cómo podía justificarse el paso de buen aliado al de usurpador y enemigo?
¿Dónde estaba la «humanidad de corazón» de José, que se lanzaba a una guerra de
conquista, derramando sangre en abundancia, con objeto de apropiarse de un trono

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que no le correspondía? ¿Cómo podía aceptarse un rey como José, que estaba
decidido a «talar nuestros campos, a incendiar nuestras villas y ciudades…»?[777]
La guerra a muerte contra el Intruso y sus partidarios no admite marcha atrás una
vez que se ha producido el levantamiento de toda la nación en su contra. «¡Ay de
usted —le dice Jovellanos a Cabarrús en agosto de 1808— si los atroces proyectos
del conquistador son frustrados por el valor de nuestros bizarros defensores! ¿Dónde
volverá usted entonces sus ojos? ¿A Napoleón? ¿A José? ¡Oh! Ellos desecharán a
usted desde que no le hayan menester. ¿A España? Pero España no querrá ni deberá
recibir al hijo espurio e ingrato que pretendió devorar sus entrañas. Sus amigos
mismos le vomitarán y llorarán avergonzados de haber tenido este nombre». Tal fue
el precio de la colaboración. Porque como dirá uno de los afectados, si ya era un
sacrilegio mostrarse indiferente, mostrar adhesión a José significaba ver que «mi vida
y cabeza están puestas a precio en pasquines públicos».[778]
El nuevo rey se encontró con una oposición de todo punto inesperada en el caso
de España.[779] Esta nación demostró que nada tenía que ver con Alemania, que
sucumbió ante el ejército de Napoleón al mismo tiempo que José se adueñaba sin
dificultad de Nápoles. Y ello a pesar de la desorganización e inoperatividad
exasperante de los propios españoles, que a los británicos llegó a irritarles al
considerarlo como falta de colaboración leal con ellos.[780]
En España, «la nación no piensa, como en Alemania, que defenderla es cosa de
los militares», dirá Stendhal. En completo contraste con Alemania, los españoles eran
un pueblo religioso y bravo, pero no militar. Así, cuando un ejército era derrotado,
decían los franceses, ahorcaban a su general. Razón por la cual «el populacho
comenzó por una serie horrible de atentados contra todos los que juzgaba partidarios
de los franceses o tibios en la causa de la patria».
Seducido por el ejemplo de Luis XIV, Napoleón quiso hacer con España lo que
había hecho con Prusia en 1806. Pero cambió el rey precisamente «en el único pueblo
que esta medida era inconveniente». Porque en el momento en que José entraba en
España y en que Napoleón volvía triunfante a París, España estaba ya sublevada. Y
de forma irreversible. A diferencia de los alemanes, los españoles consideraron la
guerra como una cruzada religiosa contra los franceses, lo mismo que lucharon contra
los moros durante siglos.[781] El mismo cónsul español en Gibraltar corroborará ante
las autoridades españolas el sentir de los oficiales y soldados ingleses: la valentía de
los españoles al oponerse al rey, cuando las tropas de éste atacaron Málaga.[782]
La imagen que, por otra parte, se dará en Francia del ejército español no podrá ser
más negativa. De ello dará cuenta abundantemente la prensa imperial, para significar
que la resistencia a José, aun cuando éste tiene que ser repuesto por su hermano en el
trono de España, es irrelevante. «[…] No hay peores tropas que las tropas españolas;
como las árabes, pueden resistir detrás de las casas; pero no tienen ninguna disciplina,
ningún conocimiento de las maniobras, y les es imposible hacer frente en un campo
de batalla. Hasta las montañas les han ofrecido sólo una débil protección. Pero

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gracias a la protección de la Inquisición, a la influencia de los monjes y a su habilidad
para apoderarse de todas las plumas y hacer hablar todos los idiomas, se sigue
creyendo, en una gran parte de España, que Blake ha sido el vencedor y que la
guardia imperial ha sido cogida».[783]
En la lucha contra José, los insurgentes, por otra parte, siguieron los sucesos de la
resistencia con el máximo interés. Alimentaron muchas veces sus esperanzas con la
imaginación, dando crédito a todo tipo de rumores, por inverosímiles que fueran, en
contra de José. Así se fue forjando en la mentalidad popular la voluntad de resistencia
al Intruso, que fue aumentando a medida que se prolongaba el tiempo y aquél no
conseguía la pacificación del reino, a la vez que la guerra se endurecía por todos los
medios.[784]
Los proyectos más alucinantes e irrealizables se apoderaron de la población. Con
la particularidad de que las autoridades insurgentes llegaron a participar de las
mismas ilusiones populares. Tal fue el caso de la misión secreta confiada a un tal
Domingo Soriano para apoderarse de la persona de Napoleón. Provisto de un
pasaporte y de 8000 reales, el agente partió para ponerse en relación con el general
Venegas. Pero éste, aparte de manifestar sus dudas sobre el éxito de la empresa, llegó
a temer que fuera un agente francés. Y en este sentido lo puso en conocimiento de las
autoridades de Sevilla, advirtiendo a Garay que se trataba de un maníaco que ya, en
ocasiones anteriores, había propuesto otro proyecto para devolver Gibraltar a los
españoles. En el asunto llegó a participar Quintana, que llegó a escribir a Soriano,
animándolo a llevar a cabo su hazaña, «pues de ello resulta el bien más grande del
Estado».[785]
En un ambiente como éste, en que cada uno estaba dispuesto a hacer su guerra
particular contra el francés, se entienden las precauciones infinitas tomadas por las
autoridades josefinas para hacer que sus mensajes llegaran a sus destinatarios,
utilizando con frecuencia la cifra, enviando patrullas muy numerosas o tomando las
más variadas cautelas. Una amenaza mucho más real era ésta del espionaje
generalizado que cualquier proyecto quimérico —fruto «de su extravagancia, hija, al
parecer, de una imaginación lisiada»— de llevar a cabo el rapto o el asesinato del rey
o del emperador.
A pesar de las medidas de rigor dictadas desde el primer momento contra sus
enemigos, particularmente los insurgentes, el rey tratará en vano de tender la mano a
éstos, prometiéndoles el perdón y la reinserción. En el verano de 1811, se dirigirá a
los justicias de los pueblos para que acojan como «ciudadanos pacíficos» a aquellos
soldados dispersos de las guerrillas enemigas que entreguen las armas y municiones y
acepten al rey. Dichos justicias habrían de remitir a los correspondientes prefectos
una relación de todos los «dispersos», tanto los que se hubieran presentado como los
ausentes. Los dispersos que no tuvieran «propiedad ni oficio para subsistir en los
pueblos a que se retiren» estaban autorizados a su alistamiento en las «compañías
francas».[786]

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En sucesivas proclamas, José llamó a la concordia a los insurgentes. En algunas
ocasiones se apeló a «los padres ancianos, las viudas desconsoladas, sus maridos, sus
hermanos…» de los «pacíficos habitantes» para luchar contra aquella «turba de
bandidos» que se oponía insensatamente al rey. «¿Qué necia locura —decía una de
aquellas proclamas— os habrá persuadido de que pequeñas partidas conducidas de un
clérigo, un estudiante, un fraile y, lo que es más, un cortador hayan de reconquistar el
reino y no arruinar como arruinan los pueblos y sus moradores?».[787]
Un patriota del norte, en carta a un amigo suyo de Madrid, sin embargo, le daba
cuenta en este sentido de cómo la oposición al Intruso se extendía cada vez más por
aquellas provincias. «Por aquí —le decía— seguimos dominados de los franceses,
aunque no se presentan tan orgullosos, y las partidas de guerrillas les dan sustos». En
Santander, le contaba, había tranquilidad pero se esperaba que de un día a otro entrara
el Marquesillo o Ballesteros. Mientras, en Bilbao había pocos franceses y los
partidarios del Intruso se iban marchando poco a poco a Francia, como acababa de
pasar con la familia del ministro Mazarredo.[788]

Recientemente se ha pretendido demostrar que la llamada como tal Guerra de la


Independencia fue una invención de la historiografía romántica posterior.[789] Pero
esto no es así. Se encuentra ya en la declaración de guerra de la junta Suprema de
Sevilla a Napoleón, el 6 de junio de 1808.[790] Y como tal se recoge muy pronto en
las publicaciones francesas sobre la «primera guerra, llamada de la Independencia».
La segunda sería la intervención en España de los Cien Mil Hijos de San Luis. Será,
precisamente, Guerra de la Independencia por tratarse de la lucha contra el Intruso.
[791]
Para José la guerra no pudo ser más lamentable. Era contra él, sin que él, por
propia voluntad, la hubiera provocado. Los miembros del Consejo de Castilla se
resistieron a prestarle juramento. Muchas personas notables se unieron a los
insurgentes. Cientos de familias se marcharon de la Corte desde antes incluso de
llegar a Madrid, una vez que se produjeron los sucesos de mayo. Él es el principal
perjudicado por la codicia desenfrenada de algunos de sus generales, y la indisciplina
de sus mismas tropas cuando cometían actos de violencia o saqueaban los pueblos.
Siendo partidario de la paz a todo trance, se vio metido, sin embargo, en la guerra
más larga y destructiva de todo el Imperio. Todo, muy a su pesar, y con gran disgusto
de sus partidarios.[792]
La guerra de España contra José fue también minimizada al máximo ante la
opinión pública francesa.[793] Apenas se dijo nada en Francia de Bailén. Tampoco se
habló de los «principales jefes de los insurrectos». Tan sólo, excepcionalmente, lo

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hizo un periódico cuando en el mes de octubre de 1808 habló de que el más
influyente de todos era D. Castannos. Basándose en relatos de viajeros que volvían de
España, el periódico hablaba de la impopularidad de Palafox y de la crueldad de
Caro. «Estos diferentes generales, divididos entre ellos y no teniendo bastante talento
ni bastante nombradía para luchar contra la anarquía, ostentan menos autoridad sobre
las muchedumbres que los monjes ignorantes».[794]
Desde el punto de vista de España es muy importante tener en cuenta que con esta
lucha en su contra, el Intruso despertó a la nación. No fue el movimiento político de
Cádiz el que determinó la defensa de la nación española por la soberanía. Fue la
lucha contra José lo que provocó el levantamiento, la guerra y la revolución de los
españoles. Una guerra que tuvo en vilo a todo el reino, como se desprende de la
resistencia contra el propio rey que tanto preocupaba a sus ministros y a sus correos.
[795]
Después se fabricó la ideología a partir de los resultados.[796] Por ello el
franquismo, por ejemplo, retomando el viejo discurso romántico alimentado con las
gestas del Dos de Mayo o la defensa heroica de los «sitios», estableció una particular
identificación entre el levantamiento contra el Intruso de 1808 y el 18 de julio de
1936, confrontando en ambos casos España frente a Europa, las esencias hispánicas
frente a la corrupción europea.[797]
Realmente no hubo una invención de la Guerra de la Independencia por parte de
la historiografía romántica. Lo que hubo fue una invención de cómo fue llevada a
cabo aquella guerra contra el Intruso. Porque, evidentemente, no todo el pueblo se
opuso a la invasión como pretendió el mito. Ni el pueblo actuó unánimemente de
forma heroica,[798] ni el comportamiento diario ante la guerra fue el que se fabricó
posteriormente de manera acrítica, tanto en lo referente a la guerra o a la vida militar
como a la resistencia, la religiosidad o la existencia en el campo o en una ciudad
ocupada.[799]
Un asunto tan controvertido del reinado de José como la creación de las odiadas
juntas Criminales[800] fue llevado a cabo, sorprendentemente, sin embargo, con la
intención y el espíritu de quitar a las autoridades militares francesas el conocimiento
de las causas de aquella especie. Y si es verdad que dichas juntas se establecieron con
«formas absolutas y poco legales», ello se hizo para no causar sospecha a los
franceses, y acercarse en apariencia a la forma de las comisiones militares. Sobre
ellas diría Alberto Lista: «¡Cuántas víctimas no ha libertado aquel decreto, que
arrancó de las manos de los franceses el cuchillo de la justicia! Fue una medida en
apariencia rigurosa, que disminuyó notablemente los males de la guerra».[801]
En cuanto a la dureza de la Guerra de la Independencia, llevada a cabo por ambas
partes, es necesario tener en cuenta los antecedentes. Por parte patriótica, fue una
explosión xenófoba de extraordinaria magnitud, que ya se advertía en la atmósfera
antes de que se produjera la designación de José como rey de España. En los meses
anteriores a 1808 se notaba ya por doquier una especial fermentación, que

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«amenazaba con sordo ruido la más terrible explosión».[802] Es más, se presentaba
como una segunda edición de la «Guerra Gran» sostenida contra la República
francesa en 1793-1795, pero con un grado mayor de intensidad.[803]
En aquellos momentos, lo que predominaba era «la ceguera de las pasiones». De
tal manera que cuando llegó José, se llevó a cabo la salida típica de todos los
movimientos revolucionarios de carácter primitivo, oculto en este caso por la pasión
patriótica. Fue una revolución social mucho más que política, que, ayuna de un
ideario a escala popular, levantó al país con inusitada violencia contra el Intruso,
amenazó los privilegios de la sociedad estamental, actuó también en defensa de
principios naturales como los de igualdad y libertad de forma puramente instintiva, o
se rebeló contra la pobreza, la injusticia o la arbitrariedad.[804]
El patriótico levantamiento contra el Intruso en 1808 supuso, verdaderamente, el
desencadenamiento de una profunda revolución social. Fue evidente el carácter
antiseñorial de muchas de sus manifestaciones primitivas en pueblos y ciudades. El
marqués de Ayerbe, que viajó por España un año después del levantamiento, notó
claramente cómo el «estado moral y político» en que encontró a la mayor parte de las
provincias «no era ciertamente halagüeño».[805] Comprendió naturalmente que
«nunca han estado las pasiones más acaloradas», y que «nunca se ha visto reinar más
el espíritu de provincia y de partido». La rebelión del pueblo tuvo en el fondo un
carácter de protesta social tanto o más que la actitud patriótica de rebelión contra el
intruso.[806]
Abundando en el carácter de la lucha patriótica contra el Intruso, Alcalá Galiano
salió en su tiempo al paso de una creencia general y errónea, según la cual «en
nuestra patria la gente superior en talento y ciencia, con raras excepciones, creía que
debíamos aceptar de Francia con nuevo rey leyes nuevas y un gobierno ilustrado; y
que sólo el vulgo ignorante o los hombres de rancias doctrinas deseaban o esperaban
el restablecimiento del trono de los Borbones». Pero la verdad era que esta opinión
estaba en contradicción con los hechos. Pues había no pocos patriotas, más tarde
juzgados liberales y revolucionarios, que no aceptaron la solución josefina. Tal fue el
caso de tantos miembros de aquella sorprendente generación española de 1808.

El descubrimiento del reino


José llegó a Bayona, procedente de Nápoles, como rey de España y de las Indias,
pues el día anterior un decreto imperial había oficializado su nombramiento.[807] El
destino de José se resolvió, definitivamente, en Bayona. Y de Bayona, una vez
celebradas las doce largas sesiones de la Asamblea de Notables que dieron lugar al
código fundamental del nuevo Estatuto, se lanzó al descubrimiento del nuevo reino.
Con la jura de la nueva Constitución, y su consagración como rey de España y de las

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Indias el jueves 7 de julio de 1808, José tiene en sus manos la corona de España,
donde va a reinar con el título de José Napoleón I.[808]
De inmediato proyecta su viaje a Madrid con el ánimo repleto de esperanzas, sin
duda alguna inducidas por la opinión de algunos de los diputados presentes en
Bayona, que le aseguraron que «España entera acogería con entusiasmo al nuevo
soberano».[809] El recién coronado José entró en su reino con su nuevo gobierno,
integrado inicialmente por los hombres nombrados para los ocho gabinetes
ministeriales, del total de diez previstos por la Constitución, y por su nueva Corte,
constituida de forma provisional entre la nobleza existente igualmente en Bayona.
[810]
A las cinco de la mañana del sábado 9 de julio de 1808, el rey partió de Bayona
con un largo séquito, al que se incorporó Napoleón para despedir a su hermano en
Bidart, en las proximidades de la frontera española. Allí le impuso a José la cruz de la
Legión de Honor. A mediodía de aquel mismo día, la caravana regia atravesó el
Bidasoa, penetrando en territorio español.[811] Era su paso del Rubicón. Su suerte
estaba echada.
La comitiva se componía de un centenar de carruajes. En el primer coche
viajaban los generales Charles Saligny y Stanislas Girardin, que precedía al que
ocupaba el rey con uno de sus ayudantes de campo. Le seguía el vehículo del duque
del Parque, recién elegido capitán de la Real Guardia de Corps y chambelán de
servicio. Le seguía otro con el secretario jean Deslandes, y Bienvenu, sobrino político
del monarca. A continuación iban los ayudantes de cámara Maillard y Christophe, el
coronel y edecán Clermont-Tonnerre, el conde Claude Philippe de Tournon-Simiane.
Y por fin algunos de los ministros electos, los grandes de España, los empleados del
servicio de la Casa Real y parte de los diputados españoles que habían asistido a la
Asamblea de Bayona.[812]
Fue deseo personal del rey entrar en el nuevo reino con el menor número posible
de consejeros franceses. En opinión del conde de Toreno, imitó con ello la política de
Luis XIV, quien, según los Comentarios del marqués de San Felipe, «mandó
prudentísimamente que ningún vasallo suyo entrase en España…Con lo que
explicaba entregar enteramente al rey al dictamen de los españoles».[813] El nuevo rey
entraba en su reino a sabiendas de que media España estaba en armas contra él.
Precisamente entró en España el 9 de julio al tener noticia de que las últimas ventajas
militares alcanzadas por las armas francesas le facilitaban el gran objetivo de alcanzar
Madrid.[814]
La comitiva iba fuertemente escoltada por 1500 soldados imperiales, precedida
por una brigada de caballería mandada por el general Christophe Antoine Merlin,
compuesta por un escuadrón del gran duque de Berg, media compañía de lanceros
polacos de la Guardia y el Noveno Escuadrón de Marcha. Dos batallones de los
regimientos números 2 y 12 de infantería ligera, a las órdenes del general Louis
Emmanuel Rey, cubrían la retaguardia de la comitiva.[815]

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En San Sebastián concluyó la primera etapa del viaje. El rey y su larga comitiva
pernoctaron en los alojamientos dispuestos por el general Miguel Ricardo de Álava,
uno de los firmantes de la Constitución de Bayona, que fue habilitado como
«mariscal de logis».[816] Al atravesar la frontera, el nuevo soberano fue
cumplimentado con «…honores militares, civiles y eclesiásticos».[817]
A medida que va penetrando en el nuevo reino, José percibe cada vez con mayor
claridad la indiferencia e incluso hostilidad de la gente. Las primeras personas con las
que habló, una vez traspasado el puente del Bidasoa, fue con el virrey y los miembros
de la Diputación de Navarra que le esperaban. Al pasar por Oyarzun, en donde
empezaba la jurisdicción de la provincia de Guipúzcoa, recibió a su diputación y
comandante general, pasando por un arco de triunfo. En los pueblos consecutivos vio
a los alcaldes, justicias y regidores que esperaban a la entrada de sus respectivas
jurisdicciones.
En San Sebastián fue recibido, igualmente, con los mayores honores. Lo
recibieron el alcalde y ayuntamiento, cabildo eclesiástico, comunidades regulares,
consulado, oficialidad española y francesa. Con todos ellos habló «largamente».
Recibió después una diputación particular de la ciudad de Santander, compuesta de
seis individuos, para renovar, en nombre de ella, el juramento de fidelidad. La
delegación pidió que le perdonase la contribución de 12 millones que sus generales
habían impuesto a la ciudad. A José no le pareció bien que los militares castigaran de
aquella manera a sus súbditos. «No creo que en adelante se deba imponer
contribución alguna sin orden mía». «Hay mucho que hacer para reconquistar la
opinión de esta nación; con moderación y justicia será posible», señaló?[818] El rey,
después de comer, trabajó con sus ministros hasta después de la una de la madrugada.
El día 10 de julio, a las nueve de la mañana, fue acompañado de una «numerosa
comitiva» a la iglesia de Santa María. El cabildo eclesiástico lo esperaba a la entrada
con el palio. El rey oyó misa. Concluida ésta, mandó entregar seis mil reales a los
párrocos de la ciudad para socorrer a sus feligreses. A continuación se puso en
camino de la villa de Tolosa, donde entró a la una del mediodía. «Todos han salido
muy gustosos —decía la Gazeta, así de la amabilidad y dulzura del soberano, como
de su instrucción y del modo con que procura enterarse en los pueblos de cuanto
conviene para la felicidad de cada uno y su estado actual».
El día 11 de julio, José salió de Tolosa, dejando dispuesto que se consignase una
cantidad mensual de cien mil reales a esta villa y a la de Plasencia, en que se
fabricaban armas, «para que pudiesen subsistir sus habitantes jornaleros, a quienes se
había quitado el auxilio de toda consignación». Allí fueron admitidas a «su real
audiencia» las autoridades civiles y eclesiásticas, lo mismo que los alumnos del
seminario. «Habiéndose informado por menor del estado de todos», despachó con sus
ministros hasta las nueve de la noche.
A las cuatro de la mañana del día 12 de julio, el rey y su comitiva salieron de la
villa de Vergara. En el tránsito hasta Vitoria habló con los justicias de «todos» los

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pueblos, que le esperaban a su paso para cumplimentarlo. Recibió y habló con los
diputados de la provincia de Álava que le esperaban a la entrada en la ciudad. En
todas partes fue recibido «con muestras de júbilo y contento». La ciudad lo había
proclamado «rey de las Españas e Indias» el día anterior, y cuando entró en ella lo
estaba esperando la tropa desplegada en dos alas. Tres leguas antes de llegar a la
ciudad se le presentó una partida del regimiento de África, la cual se empeñó en
seguir al rey al paso de su coche. «Todos han quedado gustosísimos de la dulzura del
soberano y del modo con que ha procurado instruirse de su estado y suerte». «La
ciudad se ha esmerado en obsequiarle con vistosas iluminaciones y fuegos de
artificios de mucho gusto, que por un corto rato ha presenciado S. M.».
En una proclama dada en la capital alavesa el 12 de julio, José hace una
declaración de intenciones: «Españoles, reuníos todos; ceñíos a mi trono; haced que
disensiones intestinas no me roben el tiempo, ni distraigan los medios que
únicamente quisiera emplear en vuestra felicidad…».[819] El destino hizo que en su
corto reinado de España José tuviera una especial vinculación con Vitoria, donde
encontró a un puñado de personas que más tarde se ratificaron en «su adhesión
constante y en el convencimiento de vivir siempre felices bajo su gobierno paternal».
[820]
El día 13 de julio, en Vitoria, después de haber despachado con sus ministros, oyó
misa, a las doce, en la colegiata. El cabildo le esperaba a la puerta, y le condujo al
altar mayor bajo palio. Terminada la misa, al ser informado que en la sacristía existía
un hermoso cuadro de Murillo, que representaba el Descendimiento, pasó a verlo. A
la entrada del hospedaje dio audiencia a diputaciones de varios pueblos que habían
venido a cumplimentarlo. La ciudad de Vitoria lo recibió esa noche «con igual
iluminación y diversos fuegos artificiales más lucidos y vistosos, si cabe, que los de
ayer».
A las tres de la mañana del 14 de julio de 1808, el «rey nuestro señor» salió de
Vitoria, acompañándole los diputados de la ciudad y de la provincia de Álava hasta
los confines de sus respectivas jurisdicciones. En Miranda de Ebro fue agasajado,
igualmente, por todas las autoridades: corregidor, miembros del ayuntamiento,
comunidades eclesiásticas y regulares, administrador de correos con sus empleados, y
todas las personas de distinción como también «a las justicias de otros pueblos
inmediatos que han deseado tener el honor de conocer y cumplimentar a S. M.». La
Gazeta observa: «Sigue sin novedad en su importante salud, a pesar de tales faenas y
de un viaje en estación tan calurosa». Y agrega: «Ha quedado muy complacido del
entusiasmo que anima a los habitantes de este pueblo por su persona».
El día 15 de julio, por la mañana, José salía de Miranda acompañado de los
individuos del ayuntamiento y comandante general del resguardo hasta el límite de su
jurisdicción. El pueblo no sólo se había esmerado en los regocijos de la noche
anterior sino que en el momento de salir la comitiva, «repitió las músicas y fuegos
artificiales». Al llegar en este mismo día a Briviesca fue acogido igualmente con

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fuegos de artificio. El día 16 llegó a Burgos a las ocho de la mañana. A la entrada de
la ciudad se preparó un arco de triunfo por donde debía pasar. Los balcones de la
calle estaban adornados. Su entrada en la ciudad fue «vistosa» por el recibimiento de
las tropas de la guarnición, las salvas de la artillería del castillo y el repique de las
campanas. Fue recibido con la mayor solemnidad por el arzobispo que lo había
consagrado rey de España en Bayona, Manuel Cid Monroy. Y con él, el cabildo, el
intendente corregidor e individuos de la ciudad, el consulado, las comunidades
eclesiásticas y regulares y «otras muchas personas, con las que habló largo tiempo,
enterándose del régimen de cada una en su estado». Fue hospedado en el palacio
arzobispal contiguo a la catedral. Por la noche hubo iluminación en la ciudad. A las
doce del día siguiente oyó misa en la catedral. Después se retiró a su hospedaje donde
continuó recibiendo a autoridades y representaciones, y trabajando.
Aquel día la Gazeta daba detalles sobre la batalla de Rioseco, librada el 14 de
julio de 1808, anunciando que se acercaba el momento final de la insurrección. «Es
una gloriosa victoria», escribió a José el emperador tres días después. «Envía al
mariscal Bessiéres el Toisón de Oro en prueba de tu satisfacción. Es el
acontecimiento más importante de la guerra española; la cosa ya empieza a
enderezarse».[821] «No albergues temor alguno con respecto a la guerra»,
tranquilizaba a su hermano por carta el día 18.[822] También publicaba los
documentos relativos a la despedida de Nápoles del rey José, así como la proclama A
los señores Consejeros de Estado (Bayona, 23 de junio de 1808), leída en la sesión
del Consejo de Estado napolitano del 2 de julio; y Pueblos del reino de Nápoles,
refrendado por el ministro Ricciardi.
A las tres de la mañana del 18 de julio recibió a un teniente del regimiento de
infantería de línea de Zaragoza, portador de una carta del mariscal Bessiéres desde
Palencia. El oficial en cuestión era uno de los 1700 prisioneros que dicho mariscal
había hecho en el último encuentro con las tropas del general Cuesta. El oficial se
presentó por sí y en nombre de los demás comandantes, subalternos y tropas, para
renovar ante el rey el juramento de fidelidad y obediencia, que ya había hecho ante el
mariscal. A las cuatro y media de la madrugada, el rey salió de Burgos. En los
pueblos del tránsito recibió a los justicias que estaban esperándole. En Lerma fue
cumplimentado por el abad mitrado, que se había apostado para recibirlo. A Aranda
de Duero llegó a las doce del mediodía. «Se ha ocupado en trabajar, como lo hace
diariamente, hasta las ocho de la tarde en que se ha puesto a comer».
El día 20 por la mañana salió de Buitrago. Igualmente recibió a los justicias de los
pueblos del tránsito que le aguardaban para presentársele. A mediodía llegó al pueblo
de Chamartín, en donde le esperaban los jefes y oficiales de la guarnición. Se le
presentaron todos sus ministros, el corregidor de la villa en nombre de ella y la
servidumbre de la Real Casa. A las seis y media de la tarde salió el rey de Chamartín
«con un lucido acompañamiento de trenes y tropa» para hacer vistosa su entrada en
Madrid. El emperador le escribió: «No debéis encontrar demasiado extraordinario

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conquistar vuestro reino. Felipe V y Enrique IV se vieron obligados a conquistar el
suyo». Y terminaba diciéndole «estad alegre».[823]

¿Reflejan los partes de la Gazeta la realidad auténtica de cómo fue verdaderamente


recibido en todos estos lugares del reino el nuevo rey? ¿Fue todo ello fruto de una
orquestación propagandística que nada tuvo que ver con la realidad? ¿Invalidan la
verdad las cartas escritas por José a su hermano en las que le traza un panorama
cargado de malos presagios?[824] ¿Fueron todos los españoles, empezando por los
moradores de la capital, decidida y unánimemente contrarios al rey? Preguntas, todas
ellas, que no pueden contestarse sin matices, pues, como señaló un alemán que sirvió
en el ejército de José, y que fue hecho prisionero en La Mancha por las partidas de
Fancisquete, el carácter español «suele mostrarse ante el mundo con faz adusta, pero
esta máscara rígida oculta tras su apariencia un carácter noble y abierto».[825]
Sorprendentemente, desde el punto de vista francés, la imagen de España y de los
españoles que la propaganda francesa fabricó con antelación a la llegada del Intruso
fue por completo favorable, a diferencia de la que se había tenido en tiempos de la
«Guerra Gran» (1793-1795) o de la que se tendrá cuando la causa del Intruso se haga
insostenible. Otra cosa era la idea de guerra justa que pudieran tener los lectores
franceses que leyeran Le Moniteur, o los viejos republicanos que trataban de
aniquilar el despotismo derrocando a Carlos IV. Por ello, no pocos soldados franceses
de José procurarán pasar por «libertadores», sólo enfrentados con la gente
acaudalada.[826]
Al mismo tiempo que el nuevo rey va a descubrir su reino, los franceses,
ilusoriamente, parecen descubrir una España nueva que nada parecía tener en común
con la tradicional imagen dieciochesca, convertida ya en tópico.[827] Así, cuando en
1807 Gaillard publicó su Histoire de la rivalité de la France et de l'Espagne, fue
saludada por la prensa con la observación de que esa rivalidad sólo valía «para un
pasado remoto». Y cuando Marcillac, ese mismo año, publicó su historia de la última
guerra entre ambos países durante la Revolución, no tuvo palabras para exaltar la
valentía y la intrepidez de los españoles. «Los soldados franceses —dirá—
necesitaron toda su energía para mantener a raya a unos adversarios tan intrépidos».
[828]
La marcha del ejército imperial que precedió a la entrada del Intruso fue
presentada ante los franceses como un verdadero y jubiloso paseo militar. La
propaganda napoleónica quiso descubrir ante los franceses un reino que en absoluto
se correspondía con la realidad,[829] por más que la prensa en algunas ocasiones
pusiera en boca de ciudadanos españoles las excelencias con las que aquéllos fueron

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acogidos. Meses antes de que José, en su primer descubrimiento del reino, llegara a
Vitoria, decía un vecino de esta ciudad en un periódico francés: «Nuestra ciudad ha
dado anteayer (28 de enero) una fiesta magnífica al mariscal Moncey, comandante del
Tercer Ejército de Observación. Las damas españolas han asistido a un baile lucido
que duró hasta la mañana. Los franceses y los españoles no parecían formar sino una
sola y misma nación, cuyas costumbres, usos y sentimientos hacia los augustos
monarcas de Francia y España no ofrecían ningún matiz diferenciado».
Pero la realidad era muy diferente. Desde el punto de vista español, la resistencia
a José levantó, en verdad, la más profunda y violenta galofobia que pudiera
imaginarse. Difícilmente un pueblo ha odiado tanto a otro como entonces. Un odio
que se había incrementado considerablemente durante la Revolución, tanto por las
predicaciones fanáticas del clero como por el efecto de los propios emigrados.
«¡Alerta, españoles! No esperéis humanidad ni amistad de los franceses: desconfiad
de sus palabras y detestad sus obras», exclamará Campmany en su Centinela contra
franceses.[830]
Este odio indiscriminado se confundía, además, con el sentimiento de aversión
existente hacia Godoy, al que se hacía culpable de todos los males del país por su
política profrancesa. Un aborrecimiento que se mantendrá durante mucho tiempo, y
sin el que no se explica la lucha contra José durante la guerra y después de ella.[831]
«A la inquietud de los españoles se sustituyó la antigua animadversión contra sus
vecinos», escribió con toda razón uno de los generales de José.[832] Para la policía
secreta francesa, los culpables de aquel odio inmenso contra los propios franceses que
se proyectó encarnizadamente contra el Intruso —en aquella guerra de religión que
tuvo mucho de cruzada contra los infieles— fueron los frailes, que iban pidiendo
limosnas por los pueblos y que, como verdaderas «Gacetas ambulantes», difundían
por todo el país cuanto se decía en los conventos».[833]
Lo peor para el Intruso fue que se luchó contra él no sólo con las armas, sino lo
que fue infinitamente peor, con la «guerra de opinión». La movilización mental que
se hizo en España en su contra fue de proporciones gigantescas. A los argumentos
antiguos de la galofobia tradicional, se sumó todo cuanto, por inverosímil que fuera,
pudiera herir la sensibilidad de cualquier súbdito que, en principio, pudiera aceptar la
alternativa de José como rey de España. El miedo inherente a los principios
revolucionarios,[834] difícilmente podía aceptar los nuevos principios republicanos
que representaba el reinado de José Napoleón I. En definitiva, la ejecución de una
cruzada religiosa y patriótica contra los nuevos infieles, organizada de forma
admirable en un país tan desorganizado, hizo imposible desde el primer momento la
admisión del Intruso.

El rey en Madrid

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José Napoleón I entró en Madrid, procedente de Chamartín, el miércoles 20 de julio
de 1808. Eran las seis de la tarde de un día tórrido. Según el ceremonial publicado en
la Gazeta de aquel mismo día, el rey entró en la capital a través de la puerta y paseo
de Recoletos, calle de Alcalá, Puerta del Sol y calle Mayor, hasta llegar al Palacio
Real. Su objetivo principal lo ha cumplido, tal como le había encargado el
emperador: «Conservar Madrid, todo está allí».[835] Una vez en la capital, Napoleón
le anima: raje y alegría y, sobre todo, no dudéis nunca del triunfo final», le decía.[836]
Por encima de todo, acababa de conseguir el objetivo propuesto: «Llegad a Madrid».
[837]
Los españoles de todos los tiempos han considerado el frío recibimiento que
Madrid tributó a su nuevo rey como una muestra de su escasa popularidad. Pero
mucho peor hubiera sido que se hubiera visto obstaculizado en su llegada a la capital.
O que la ciudad se hubiera levantado en armas una vez más contra el invasor. Nada
de esto ocurrió. Llegó al mismísimo Palacio Real conducido por la nobleza. Los
ministros que se hallaban en Madrid —Mazarredo, O'Earrill, Cabarrús y Piñuela— le
recibieron y le pusieron al tanto de la situación de la capital.[838]
Naturalmente, el nuevo rey no podía ser popular en una ciudad que había sido tan
duramente castigada el Dos de Mayo de 1808, dos meses y medio antes. Difícilmente
podía obedecerse la orden del Consejo de Castilla por la cual las calles tenían que
engalanarse al paso de la comitiva regia. Por ello, el carruaje real pasó por las calles
madrileñas en silencio. «El silencio y la contención desdeñosa de los habitantes de
Madrid resultaron impresionantes», diría con posterioridad uno de los acompañantes
del rey.[839] Con el tiempo, dramatizando los hechos, un oficial francés, tomando el
rábano por las hojas, dirá incluso que en vez de cumplir con lo ordenado por la
autorizar de engalanar las casas, hicieron lo contrario, «colgando de sus ventanas
trapos sucios».[840]
Las tropas que siguieron a José hasta Madrid entraron en la capital de España, lo
mismo que habían entrado con anterioridad en Milán, Viena, Berlín, Roma o
Nápoles. Nadie se opuso a los soldados franceses, a diferencia de lo que ocurrirá en
Lisboa o en Moscú. La realidad fue que el nuevo rey había conseguido su objetivo.
La primera vez que los héroes de Eylau, de Dánzig o de Friedland entraron en la
capital, con Murat al frente, las tropas francesas fueron acogidas con calor. Nadie
podía imaginar que fuera a ocurrir lo mismo con la posterior entrada del rey. Pero
José había alcanzado su objetivo primordial: apoderarse de la capital del reino sin
disparar un solo tiro.
El sueño de Napoleón fue apoderarse de Londres. En Santa Helena, años después,
el emperador le preguntó a Las Cases, que conocía la capital por haber estado
emigrado en ella con anterioridad, si en Inglaterra hubo temor a su invasión. Aunque
sus enemigos, empezando por los de los salones de París, no se lo creyeran, él
siempre pensó que Pitt calculó perfectamente «toda la magnitud del peligro». Desde
su punto de vista, el resultado de la batalla no hubiera sido dudoso. En cuatro días,

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decía el emperador, podría haber estado en Londres, aunque no hubiera entrado como
conquistador sino como «libertador». La disciplina de su ejército hubiera sido
«perfecta». Se habría conducido en Londres como si aún estuviera en París. No le
habría exigido a los ingleses sacrificio alguno, ni siquiera contribuciones. Napoleón
sorprendió a continuación a sus contertulios al decirles que «bajo los colores
republicanos —era entonces Primer Cónsul— hubiera conseguido la regeneración
europea, que más tarde estuve a punto de llevar a cabo del Norte al Mediodía bajo las
formas monárquicas», dijo.
A diferencia de Londres, cuya conquista o liberación sólo constituyó un sueño
para Napoleón, la de Madrid sí que fue una realidad para su hermano José. No se
registró el más mínimo incidente. La ciudad le abrió sus puertas de par en par. El
nuevo rey, lo mismo que su hermano, pensaba que el español, lo mismo que «el
pueblo inglés gemía bajo el yugo de la oligarquía, en cuanto hubiera visto que no se
hería su orgullo, se habría puesto inmediatamente a nuestro lado; no hubiéramos sido
ya para él sino unos aliados que acudían a liberarlo. Nos presentábamos con las
palabras mágicas de libertad y de igualdad, etcétera». Sólo con haber llegado a
Madrid sin incidentes, la primera parte del objetivo estaba cumplida. La segunda se
daba por añadidura. «Todos me han visto ocupar sus territorios; ¡hasta qué punto —
tal era una de las cantinelas favoritas del hermano del Intruso— no estuve empujado
a revolucionar sus países, a municipalizar sus ciudades, a sublevar a sus pueblos!».
Previamente a la llegada de José, Madrid parecía una ciudad segura para su causa.
Nadie podía imaginar que una vez en ella el nuevo rey la perdería. O ¿acaso alguien
podía pensar que podría producirse otra rebelión insensata como la del Dos de Mayo?
[841] De momento, entre los anuncios de música que se tocaba en la capital estaban la

Gran marcha de Marengo, los minués de la Corte, de Robespierre y de Bonaparte, la


Marcha de Jena, con su allegro, y la Marcha de Berlín, para flauta.[842] Por ello, antes
y después de la entrada del Intruso en Madrid, la capital del reino desilusionó a las
provincias. A la pregunta consabida de ¿Y Madrid? ¿Qué hace Madrid?, ésta no supo,
una vez pasado el Dos de Mayo, qué responder. Lo cual supondría una gran
frustración para los patriotas de todo el reino.[843]
En pocos días el general Savary, que había sustituido a Murat al frente de los
asuntos de España,[844] incrementó las fortificaciones de El Retiro y construyó un
reducto alrededor de la Real Fábrica de Porcelana que allí se encontraba. Se alojó en
el Palacio Real. Particularmente odioso a los españoles por su participación en la gran
intriga de Bayona, el nuevo gobernador napoleónico se hizo rendir honores reales.
[845] Su obsesión fue restablecer el orden e imponer la tranquilidad a toda costa.

Mejoró la disciplina de los soldados, a pesar de que todavía se siguió viendo la «falta
de aliño» en su formación y marcha, según el decir de Alcalá Galiano. Pues la verdad
era que poco tenían que ver los más de aquellos soldados que llenaban las calles de
Madrid —la mayor parte de ellos de sorprendente baja estatura, tocados de chacós en

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vez de sombreros— con el lucido porte de los cuerpos de caballería, que se
enseñorearon de la capital.
A los franceses que llegaron a Madrid tampoco les gustó la capital. Les pareció
triste en principio, porque se llegaba a ella sin transición, y podía decirse que «el más
árido desierto tocaba las casas». A uno de aquellos soldados que con el tiempo llegó a
vicealmirante Jean Grivel, que combatió en Prusia en 1806, en Polonia en 1807, y
después fue hecho prisionero en Bailén, realizando una espectacular evasión de los
pontones de Cádiz. La ciudad le pareció «plantada en el desierto, como un
champiñón». Saltaba a los ojos de los que llegaban, como Jerusalén: «Nada prepara a
ver una capital, ni siquiera una villa de tanta extensión, hasta que de pronto uno se
encuentra en medio de la calle Alcalá y de la célebre Puerta del Sol».[846]

El famoso cronista de Madrid don Ramón de Mesonero Romanos, entonces un niño,


fue testigo de la entrada del rey José en Madrid. Por lo que podía recordar, la
situación de la capital después de los sucesos de mayo «no podía ser más terrible y
angustiosa». El vecindario se retrajo en sus casas sin apenas comunicarse entre sí,
huyendo instintivamente de calles y paseos, «donde pudiera ofenderle la odiada
presencia de sus verdugos». Mientras, éstos desplegaban todo el lujo de su
arrogancia, dando a conocer en sus Boletines los odiosos manifiestos de Bayona, la
renuncia vergonzosa de la corona de España en la persona de Napoleón, la
transmisión que éste hizo de ella a José, la proclamación de éste como rey de España,
la formación del «ridículo» Congreso o la entrada en territorio patrio del nuevo rey.
De éste dirá el cronista, haciendo ejercicio de memoria histórica, que «la voluntad
soberana de su hermano había arrancado del solio de Nápoles (donde estaba por lo
menos tolerado), para llamarle a servir de blanco a las iras, o más bien al
menosprecio de los españoles, colocando sobre su cabeza el INRI ignominioso,
resignábase a tomar posesión de una corona que tan de espinas se le anunciaba». Éste
era el rey que entró en Chamartín el día 20 de julio, y al siguiente, según el cronista,
hizo su entrada en Madrid «en medio del más profundo desvío de la población», y en
contraste verdaderamente asombroso con la recepción hecha a Fernando, el rey
Deseado, prisionero de los franceses, el 24 de marzo anterior.
Según Mesonero, se repitió «en términos idénticos» el espectáculo que había
ofrecido el pueblo madrileño en 1710 cuando, en plena guerra de Sucesión, penetró
en su recinto el «odiado» archiduque de Austria. Aunque en esa ocasión éste, según
el cronista de la ciudad, al ver el silencio de las calles, la ausencia absoluta de la
población y el desairado papel que le tocaba representar, se volvió desde la plaza
Mayor diciendo que «Madrid era un lugar desierto». Una decisión esta que «el pobre

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José, a quien estaba impuesta de orden superior la irrisoria corona, no pudo adoptar
aquel partido».
Otro testigo de la entrada del nuevo rey en Madrid fue Antonio Alcalá Galiano,
que por entonces no había cumplido aún los veinte años. Según él, todo era distinto
en Madrid desde los sucesos de mayo. Conocidas las abdicaciones de Bayona, según
el joven, que escribirá sus recuerdos ya viejo, «lo verdaderamente singular es que en
la opinión general, aun contando la de gente muy entendida e ilustrada, había poco
temor de que uno u otro Napoleón reinase». Aunque «todos tenían puesta la vista en
las provincias, como decíamos en el lenguaje común de aquellos días, y de allí
aguardamos el remedio creyendo infalible su llegada y aun su eficacia».[847]
Según el joven, «la gente superior en talento y ciencia, con raras excepciones,
creía que debíamos aceptar de Francia con nuevo rey leyes nuevas y un gobierno
ilustrado». Así se decía que «sólo el vulgo ignorante o los hombres de rancias
doctrinas» deseaban o esperaban el restablecimiento de los Borbones. Pero luego
estaba «la locura patriótica», que lo mismo se apoderó de intelectuales como
Quintana, Blanco o Cienfuegos que del pueblo. En los «pobres» cafés de aquel
tiempo, en que era costumbre leerse la Gazeta al lado de un brasero de sartén en
invierno, y cerca de la ventana en verano, se hablaba con el mismo desahogo.
«Los que vivíamos en Madrid —escribió Galiano— supusimos el levantamiento
antes que sucediese; sucedido, le creímos superior en fuerza a la que tenía; apenas
creímos sus ridiculeces, perdonamos sus excesos, nos figuramos triunfos y negamos
reveses». Al joven Galiano le correspondió leer no pocas proclamas patrióticas
contrarias al nuevo rey en el café de la Corredera Baja de San Pablo. Por aquellos
días, según el testimonio de Galiano, el Palacio Real se encontraba abandonado, «no
sin dolor ni escándalo de los españoles». Visitándolo con frecuencia para ver las
bellas pinturas que entonces contenía, en las salas se paseaban algunos franceses. Y
en una ocasión, en un dormitorio, que el joven creyó que era el de la reina, éste llegó
a ver dos o tres de ellos con otras tantas mujerzuelas de mala vida que estaban
ensayando un bolero con acompañamiento de guitarra y castañuelas.
En aquellas fechas poco era lo que se sabía de la situación, como no fuera lo que
publicaba la Gazeta. Tampoco lo sabían los franceses, aunque la gente —«tal era la
sandez, hija del entusiasmo»— salía a la calle a saber qué había y volvía a casa con
gran satisfacción, porque «habiendo mirado a la cara a algunos franceses, habían
notado en ellos señales de mal humor; de lo cual se deducía que estaban furiosos o
tristes por el mal estado de sus negocios, como si no pudiese ser y no fuese con
frecuencia aprensión del observador la figura o mala cara de los observados, como si
razones privadas y no políticas no causaran en un francés enfado o tristeza».
En esta zozobra se vivía en Madrid cuando se supo que el nuevo rey José
Napoleón había entrado en las provincias del norte. Con ello quedaba desmentido el
grosero y sucio estribillo de seguidilla (Anda salero, salero/no cagará en España/José
Primero) que a todas horas se cantaba por entonces en la capital. Cuando José se

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encontraba cerca de Burgos, llegó la noticia de haberse dado una gran batalla en los
confines del antiguo reino de León y de Castilla la Vieja. Una batalla que, como era
de suponer en los madrileños, había terminado en «una victoria completa de los
nuestros, aunque había sido cabalmente todo lo contrario».
Cuando ya no se habló más de tal victoria, los madrileños dirigieron sus
preocupaciones «al modo de recibir al rey calificado de intruso». Era común en
aquellos días, según el testimonio de Galiano, coincidente con el de Mesonero, repetir
la narración y descripción de la entrada del archiduque Carlos en Madrid, titulándose
rey Carlos III. Se citaba la versión de los Comentarios del marqués de San Felipe, que
hablaba de aquella ocasión, «transmitiéndola los que habían leído esta obra a los que
no la habían leído, y aun a los que no sabían leer». Según Galiano, «fue universal
deseo renovar la escena de casi un siglo antes». Pues, en opinión del marqués —que
«quizás ponderó algo»—, el archiduque se volvió, descontento, a sus reales desde la
mitad del camino, sin llegar a quedarse en Madrid.
Un joven tan inquieto como Alcalá Galiano no vio, sin embargo, la entrada del
rey José en Madrid, porque, aunque residía en la capital, no salió de casa aquel día.
Que la entrada fue mala —escribió con posterioridad— «no cabe duda, si bien tal vez
se ponderó la soledad de las calles, porque a falta de adictos, hubo de haber
curiosos». «Ya sucedió lo que se suponía que no», cuenta que exclamó con pesar una
persona al oír el estampido de los cañones que en esta Corte anunciaban y celebraban
la entrada del nuevo monarca en su reino.
La sociedad «fina y culta» apenas existía en Madrid por aquellas fechas. Aun
cuando, naturalmente, habrá gran diferencia entre la gente de la Villa y Corte y la de
las provincias. Para un hombre de formación era, a pesar de todo, una suerte
envidiable poder vivir en Madrid, «pues esto de vivir entre gentes —el que escribía
esto lo hacía desde Pamplona— que casi puede dudarse si son nacionales, y entre los
que son muy raros los que tienen algunas ideas medianas, es un tormento insufrible
para el que esté acostumbrado a una Corte».[848]
A los franceses que vinieron con José les llamó la atención la vestimenta de los
españoles, que en la Villa y Corte permitía diferenciar las personas de alta y mediana
clase de las del pueblo. Las primeras solían vestir frac y levita. Se llevaban
pantalones ajustados con media bota encima, y éstas con una borla delante, calzado al
que dio nombre el general ruso Suvarov. Rarísimamente se veían en Madrid
sombreros redondos o de copa alta, y al ver a alguien que lo llevara se deducía que
éste procedía, probablemente, de Cádiz. En los sombreros de picos (que así eran
llamados) llevaban escarapela negra los que no tenían fuero militar; y los militares la
roja, aun vistiendo traje de paisano. Las señoras sólo usaban sombrero para ir al
teatro, y esto sólo las de elevada clase. El «traje del pueblo», aparte del de los majos,
estaba caracterizado por el uso del sombrero de picos, una vez prohibidos el
«sombrero gacho» de la época de Carlos III, y el de la capa.

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La Corte no residía en Madrid. Vivía en los Reales Sitios. En los últimos años del
reinado de Carlos IV apenas fue a la capital. Allí vivían los ministros, y allí estaban
también muchos grandes de España, empleados en el servicio de palacio. De aquí que
la «gente principal» cuya residencia estaba en Madrid viviera en el mayor retiro. La
Corte se notaba por tanto tan poco en Madrid como en cualquier ciudad de
provincias, lo que explica la ausencia de dirección en la actitud de la población
madrileña ante la llegada del nuevo rey. Pues «todo esto se iba sabiendo, sin faltar
cierta esperanza vaga de que un movimiento de la nación española haría inútiles tales
pasos».
La versión, personalísima, de Galiano sobre la situación de Madrid en el
momento de entrar José es de excepcional interés, dada su proximidad a los franceses
y, al mismo tiempo, su determinación patriótica. Él mismo nos dice que dominaba
bien su lengua. Su tío don Vicente Alcalá Galiano, poco antes nombrado tesorero
general, había acompañado a Azanza a Bayona, donde firmó la Constitución. Y
como, además, era amigo de un tal Quilliet, enemigo en el fondo de los Bonaparte,
pero muy considerado por sus conocimientos de pintura, tuvo contacto con los
franceses. Así, gracias a él pudo frecuentar el Palacio Real ante las «torvas miradas»
de los empleados antiguos, que lo veían a todas horas entrar con franceses y andar
entre ellos.
Según el testimonio de Alcalá Galiano, realmente hasta el último momento no se
creyó verosímil que «el titulado rey de España se preparaba a entrar en los que se
llamaban sus dominios». Pues hasta «coplillas soeces…trataban como delirio que
pudiese respirar siquiera el aire de España semejante personaje». Así fue como un día
oyó Madrid el estrépito de las salvas con que las baterías francesas, situadas en el
Buen Retiro, anunciaron que José I estaba ya dentro de los ámbitos de su monarquía.
Aunque, «para el vulgo, aquel estruendo tuvo poco valor, creyéndole uno de los
medios con que los embusteros franceses trataban de embaucar a los españoles».
Mucho menos podía creerse, aunque era tan cierto como que José se hallaba en
Madrid, que en plena sesión de la Asamblea de Bayona, concretamente el día 30 de
junio, fue leída ante los diputados una carta de Fernando VII, recluido en Valencey,
en la cual felicitaba al nuevo rey por «la satisfacción de ver instalado» a José en el
trono de España. «No podemos ver a la cabeza de ella —decía la carta de Fernando—
un monarca más digno, ni más propio por sus virtudes para asegurársela, ni dejar de
participar al mismo tiempo del grande consuelo que nos da esta circunstancia». Una
carta que oyeron todos los diputados de Bayona, y cuyo contenido circuló después
por Madrid.[849]
Por todo ello fue casi de sopetón como se supo en Madrid la llegada del Intruso.
«No asistí yo a la entrada del Rey Intruso, según era llamado José por quienes con
más decoro le trataban», dirá Galiano en sus Memorias. Pero por quienes fueron a
verle supo que «si no había sido acogido con todo el despego que lo fue el archiduque

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Carlos, cerca de un siglo antes, recibió hasta tristeza y soledad en los lugares que
atravesó».

El rey entró en Madrid escoltado, «para seguridad y mayor pompa», de mucha


infantería y caballería, generales y oficiales de Estado Mayor, y contados españoles
de los que estaban más comprometidos. Según el testimonio del conde de Toreno,
«interrumpíase la silenciosa marcha con los solos vivas de algunos franceses
establecidos en Madrid y con el estruendo de la artillería». Hubo campanas que, en
lugar de repicar, tocaron a muerto. Al parecer el grito de alguien que dio un «viva
Fernando VII» causó cierto desorden por el recelo ante una trama oculta.
¿Cómo vio el pueblo de Madrid al nuevo rey que acababa de llegar pacíficamente
a la capital? La respuesta la da mejor que nadie el mismo conde de Toreno. En
opinión de éste, su deseo de mostrarse amable en demasía dio ocasión «a los satíricos
donaires de los que le oían». Porque, poco avezado todavía en la lengua española,
«alteraba su pureza con vocablos y acentos de la italiana, y sus arengas, en vez de
cautivar los ánimos, sólo los movían a risa y burla». Según Toreno, su locución fácil
y florida «perjudicole en gran manera, pues arrastrado de su facundia, se arrojaba,
como hemos advertido, a pronunciar discursos en lengua que no le era familiar, cuyo
inmoderado uso, unido a la fama exagerada de sus defectos, provocó a componer
farsas populares, que, representadas en todos los teatros del reino, contribuyeron, no
tanto al odio de su persona, como a su desprecio, afecto del ánimo más temible para
el que anhela afianzar en sus sienes la corona».
Los pocos días que el rey pasó en Madrid transcurrieron entre ceremonias y
cumplidos. La afrancesada Gazeta exaltó las graves ocupaciones que mantuvieron al
rey recluido.[850] La mayor parte de este tiempo José no salió del Palacio Real. Un
encierro que ha sido interpretado como un mero mecanismo defensivo de José para
no afrontar la realidad de la calle. Mientras se preparaba la proclamación pública del
nuevo rey para el lunes 25 de julio de 1808, coincidiendo con la festividad de
Santiago, «patrón de las Españas».
Aquel día, las autoridades civiles y militares se dieron cita en el Ayuntamiento de
Madrid a las cuatro y media de la tarde. La larga comitiva, escoltada por tropas
francesas y españolas, se dirigió a cuatro céntricos enclaves de la capital —plaza de
Oriente, plaza Mayor, plaza de las Descalzas Reales y plaza de la Villa— donde
habrían de celebrarse los actos de la proclamación. Alabarderos, alguaciles en trajes
de golilla y maceros con pelucas empolvadas realzaban el boato de la ceremonia,
mientras los clarines y timbales saludaban el paso de las carrozas lujosamente
ataviadas.

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Encabezaba y presidía el cortejo el corregidor de Madrid Pedro de Mora y Lomas,
y le acompañaba el conde de Campo Alange, Manuel José de Negrete, como portador
del estandarte real. Detenido el cortejo en los sitios fijados de la capital, el conde de
Campo Alange ascendió a los tablados erigidos al efecto y tremoló el pendón real a la
voz de «Castilla, Castilla, Castilla por el rey nuestro Señor, que Dios guarde, Don
Josef Napoleón I…».[851]
Años después los madrileños dirían que el Ayuntamiento de Madrid y el Consejo
de Castilla dispusieron la proclamación del rey «cediendo al miedo más que a la
convicción». Y siempre tildaron de «irrisoria» la ceremonia, «que se celebró en
medio de la mayor indiferencia».[852] Otros, en cambio, por lo común las gentes de
las provincias, dirían posteriormente que todos los de Madrid eran unos traidores.[853]
En cualquier caso al pueblo de Madrid le vino muy bien el reparto de refrescos
gratuitos y la distribución de dinero y pan a los pobres.
A la propia capital le vino también muy bien el «ardor» —así lo dijo el mejor
cronista de la Villa y Corte— con que el propio rey se entregó a rejuvenecerla,
«haciendo ensanches, trazando planes magníficos y forjándose la ilusión de un largo
y próspero reinado». Razón por la cual el pueblo le llamó el rey Plazuelas, cuando,
realmente, quiso ser el mejor alcalde de Madrid.[854]
Una realidad esta que no pocos madrileños, reducidos naturalmente al silencio,
corroboraron por sí mismos. Pues nadie podía negar el acierto de muchas de sus
medidas. El asunto de las cruces, por ejemplo, que, en opinión del rey, afeaban las
plazas y otros parajes, y obligó a colocarlas en las iglesias y cementerios, «a cubierto
de cualquier irreverencia». O la mejora del abastecimiento de agua a la capital. El
corregidor de Madrid no pudo por menos, con toda razón por su parte, que reconocer
positivamente todo aquello ante el rey, en nombre de «los interesados en el bienestar
público».
«Señor —reconoció el corregidor—, los interesados en el bienestar público se
hallan contentos de vivir bajo un gobierno que muestra en todo ideas tan liberales y
esperan con agrado los innumerables beneficios que la nación obtendrá del reinado
que en medio de las mayores dificultades dedica una atención tan generosa a la
comodidad de los habitantes de Madrid».[855]
Otra cosa distinta era la mezquindad de algunos de sus súbditos. Porque, ¿qué
pensarían los vecinos de Madrid —se ha preguntado un historiador reciente— cuando
los periódicos de la ciudad, el Diario de Madrid mismo, publicaban en sus páginas
textos adulatorios en un tono hiperbólico hoy inconcebible? Cuando, por ejemplo, se
hizo público el homenaje de la Grandeza de España y el Consejo de Castilla al rey,
que llegó a decir que «Vuestra Majestad es rama principal de una familia destinada
por el cielo para reinar».[856] Evidentemente, la entrada de José Napoleón I en Madrid
quedaba al albur de la propaganda política de uno u otro signo.

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El rey que quería reinar
José I fue «rey por un día» en Madrid. Poco más de una semana duró su primer
reinado. El rey permaneció recluido en el palacio con la esperanza de conquistar
después el afecto del pueblo por sus propios méritos. Era un hombre experimentado,
y tomó plena conciencia de que tenía que hacer frente a gravísimas dificultades. Los
sinsabores de su primera experiencia bajo el peso de la corona no parece que
afectaran a su disposición como rey. Dedicó largas horas a despachar con los
ministros. La Gazeta da cuenta de su apretada agenda de actividades: concede la
grandeza de España al conde de Campo Alange, nombra capitán general de Marina al
almirante Mazarredo, recibe al Consejo de Hacienda, ordena que podrán presentarse
los vales reales en la oficina de renovación —desde el 1 de agosto hasta el 30 de
septiembre—, dispone que se den funciones taurinas para los días 27 y 30 de julio de
1808. Está dispuesto a toda costa a ganarse el favor del pueblo.
De la intensa actividad del rey da buena prueba el real decreto —fechado el
mismo día de su proclamación— por el que se cubren las primeras plazas efectivas
del Consejo de Estado. Este mismo día crea la Superintendencia General de Policía
de Madrid, que adjudica a Pablo de Arribas Abejón, fiscal de la Sala de Alcaldes de
Casa y Corte.[857] Trabaja de una manera por completo diferente a como era
costumbre en la Corte de Carlos IV Ante todo quiere regenerar los principios de la
vieja monarquía.
Tiene una concepción republicana del Estado. No echa en olvido el asesoramiento
de sus consejeros, «la presencia de un rey clemente y conciliador, según el patrón de
una Constitución concorde al espíritu de la generación actual». El embajador le
aconseja que para conseguir lo deseado no venga con las manos vacías, sino con las
resultas de un buen empréstito. Ha conseguido de su hermano que se le haga efectivo
un préstamo a razón de 5 millones de francos al mes.[858] Por encima de todo,
pretende complacer a sus súbditos, porque está firmemente convencido de que
«llegaría más fácilmente a vencer a los españoles con halagos que su hermano con la
pólvora».[859]
El rey no se fía de sus ministros, con excepción de Azanza y Cabarrús. O'Farrill y
Mazarredo parece que insinuaron que se retirarían si las circunstancias exigieran una
política de rigor. Los diputados venidos de Bayona, de quienes se esperaba que en
Madrid se harían los adalides del nuevo sistema, se excusaban como podían de lo que
se habían visto obligados a hacer. Cevallos no mostró ninguna prisa en comunicar a
las cortes extranjeras la llegada del rey ni su proclamación y jura en los días
siguientes. Tan sólo Arribas y el duque de Frías manifestaron una ardorosa fidelidad a
la nueva situación.
Así estaban las cosas cuando el 28 de julio de 1808 José conoció la derrota de
Bailén. Hacia las cuatro de la tarde del día siguiente, José tuvo confirmación oficial

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del desastre por medio del capitán Vifloutreys, portador de tan mala nueva.[860] La
noticia era horrible. Por vez primera un cuerpo de ejército imperial era derrotado. Su
reinado, recién inaugurado, parecía tener los días contados. El nerviosismo se
apoderó del rey y de sus hombres. Sobrevalorando el potencial del «ejército andaluz»
de Castaños, el rey decidió evacuar la capital.[861] Fue un tremendo error no defender
Madrid, aprovechando las defensas de la ciudad.[862] Los ministros más fieles —
Azanza, O'Farrill, Mazarredo y Cabarrús— le propusieron la creación de tres
ejércitos para hacer frente a lo que se avecinaba.[863]
Las consecuencias de Bailén fueron catastróficas para José. Era preciso evacuar la
capital, donde más de dos mil súbditos franceses se hallaban avecindados en aquellos
momentos. Evacuarlos a todos, en prevención de durísimas represalias, no pareció
factible. En medio de la extrema confusión, cada cual se movió a su manera. Por lo
pronto se hizo un esfuerzo para sacar a los heridos y enfermos de los hospitales, a fin
de que no quedaran fuera de la protección de la tropa.
«Todos mis oficiales españoles me han abandonado, menos cinco o seis
personas», confesaba el rey el 30 de julio. Hasta los palafreneros y muleros hicieron
lo mismo. Fue preciso sustituirlos con dragones y soldados del tren de equipaje. En el
inmenso Palacio Real, que numerosos servidores habían dejado, paseaban oficiales
franceses que «trataban de aumentar el número de objetos que tenían intenciones de
llevarse». Otros habían abierto la sala de armas y escogían fusiles cuando el
caballerizo mayor Girardin se apercibió, y los echó. Para impedir el saqueo, éste fue
dejado al cuidado del palacio, aunque «era posible que jamás volviéramos». Cuando
al final tuvo que salir, las mulas del tiro se negaron a pasar por una callejuela.
Entonces, gente del pueblo acudió a echarles una mano, aconsejando a los soldados
que no pegaran a las bestias. Al tirar hacia delante, dijeron por lo bajo: «Y sobre todo,
no volváis».[864]
Uno de los que salió de Madrid, como tantos otros partidarios del Intruso, fue el
canónigo Llorente, el futuro gran historiador de la Inquisición, que había concurrido a
la Asamblea de Bayona y fue nombrado, el 25 de julio, consejero de Estado. El
canónigo, pese a ser un ingenuo, sabía por propia experiencia los desmanes
cometidos por los partidarios del rey —civiles y militares, franceses y españoles—
desde el primer momento del reinado de José. Por ello, con posterioridad, para evitar
tantos abusos tan dañinos para el mismo rey, arbitró inútilmente remedios en la
medida de sus posibilidades.[865]
De momento era preciso ponerse a salvo, pues, según confesaría después, no
hubiera salido con José si no hubiese temido «con fundamento grave» perder la vida
en Madrid o en Toledo. Porque, según él, (la plebe de ambas ciudades y las de todos
los pueblos capitales fueron puestas en insurrección por algunos mal intencionados o
vendidos al influjo inglés», y asesinaron a muchas «personas respetables» sin otra
causa que haber manifestado su opinión de que la resistencia «al poder colosal de la
Francia sería la ruina de las ciudades, villas y aldeas de España». La experiencia le

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demostraría que no fue vano su temor, pues pasado algún tiempo supo que fue
buscado por «unos malvados» en su casa. Salvó su vida saliendo de Madrid en la
comitiva del rey.[866]
Otro de los intelectuales que iba en el séquito era Marchena, que a diferencia de
Llorente fue muy crítico con los partidarios de José. En una carta que escribió desde
Burgos a un personaje no identificado, probablemente residente en París, expuso una
relación descarnada, casi interminable, de los errores cometidos hasta entonces por
los franceses: la publicación de un periódico que parecía escrito con el único fin de
exasperar los ánimos, los continuos expolios sobre la población, la permisividad con
conspiradores que actuaban en Madrid a la luz del día, el fusilamiento de algunos
infelices, los actos de pillaje protagonizados por la soldadesca y, finalmente, cierta
fatalidad en las operaciones militares.[867]
El rey salió finalmente de Madrid el primero de agosto. Tan sólo había
permanecido en la capital del reino diez días. Iban con él el embajador y todo el
personal de la embajada con sus familias, y por el camino se hizo embalar toda la
documentación de sus archivos. Los restantes agentes diplomáticos no se movieron,
por el momento, de la capital. Strogonoff, el embajador ruso, esperó el curso de los
acontecimientos, independientemente de la suerte del rey. Las legaciones de Austria y
de América hicieron otro tanto, lo mismo que los embajadores de Holanda y Sajonia.
Los ministros empezaron a fallarle. Sebastián Piñuela dejó entendido que quería
retirarse a un convento. Cevallos, que no era trigo limpio, le abandonó en la primera
ocasión que tuvo. La mayoría de los funcionarios y oficiales españoles se escondieron
bajo las piedras en los últimos días josefinos de Madrid. En la ruta de Buitrago, el
secretario de Estado, Urquijo, le propuso a José su abdicación.
Atrás parecía que había quedado la voluntad de reinar de José. La suerte del
monarca parecía definitivamente sellada. Todo dependía de la creación de un gran
ejército capaz de poner fin a las ínfulas de la junta Suprema de Sevilla. Su destino
volvía a estar en manos del emperador. Una vez restablecida la situación, con la
derrota definitiva de los insurrectos, José pensó en la posibilidad de volver a ser rey
de Nápoles. Pero Napoleón le contestó en términos durísimos: «El general que
emprendiese semejante operación sería un criminal». Con el objeto de poner al
emperador en antecedentes de la verdadera situación del reino, José envió a París a
sus ministros Azanza y O'Farrill.
En un alto en el camino, según el testimonio de Girardin, el rey preguntó a éste si
había de qué comer. Entonces el caballerizo cogió un par de botellas de vino y un
jamón, ante lo que dijo el rey: «Cerrad la puerta…Aun cuando Dios Padre viniese a
nuestra puerta, no le abriríamos. Comamos tranquilamente. Estoy muerto de hambre
y, por muy rey que sea, me ha sido imposible conseguir siquiera un pedazo de pan o
un vaso de vino». «Una corona, mi querido Girardin —le dijo a éste— no vale el
sacrificio de la fama, y para conservar el trono de España no habría querido pasar por
un tirano».

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Los desmanes cometidos por el ejército de José en su retirada fueron
innumerables. En la provincia de Toledo, las tropas acampadas en Illescas y Yeles se
desmandaron, desobedeciendo a sus jefes. Saquearon hogares, destruyeron cuanto
encontraron a su paso. Violaron a mujeres, madres e hijas. La casa del cura fue
incendiada. La iglesia de Illescas, concretamente, fue profanada, según el decir del
cura, «por algunos soldados sin religión o de sectas diferentes, […] contra la voluntad
y ejemplo de su amo el Rey Nuestro Señor y contra las órdenes de su comandante».
[868]
El 9 de agosto, José I y su Corte ambulante efectuaron su entrada en la ciudad de
Burgos. Ese mismo día escribió una extensa carta a Napoleón para pedirle volver a
Nápoles. La llegada del general Mathieu Dumas, que estuvo con él allí, le recordó las
delicias de su antiguo reino. Por ello, cuando se enteró de que el emperador había
nombrado rey a Murat sintió una gran decepción. «De todo cuanto me ha sucedido en
la vida diaria es lo que más me ha afectado, porque veo cerrarse el único camino que
todavía estaba abierto para conciliar mi existencia con mi honor».
El día 17, el rey fijó su cuartel general en Miranda de Ebro,[869] para asentar
sólidamente en el río sus líneas militares, al tiempo que algunos ministros, al igual
que el embajador de Francia, comenzaron a instalarse en la ciudad de Vitoria, que
será la sede de la Corte intrusa durante más de tres meses. Los ministros más
vinculados con la dirección de la guerra —O'Farrill, Mazarredo y el de Hacienda,
Cabarrús— quedáronse junto al rey en Miranda durante quince días más.
Durante su estancia en Vitoria, José se fue afirmando en la necesidad de hacer
frente a la situación. No descuida los asuntos económicos. «He hecho que se escriba
al pagador general del ejército para que se haga depositar en el tesoro todo lo que le
pertenece y hable con vos para regularizar los ingresos y los gastos efectuados», le
dice a Cabarrús.[870] Provista ya la vacante de Cevallos con el nombramiento del
viejo conde de Campo Alange en el Ministerio de Negocios Extranjeros, concedió el
Ministerio de Policía General a Pablo Arribas, anterior intendente de la policía de
Madrid.
El ministro Cabarrús se encargó, de momento, de la cartera del Interior. En
sustitución de Piñuela, el consejero de Estado Manuel Romero —de quien el
embajador francés decía que era «uno de los hombres más ilustrados de España»—
fue promovido al Ministerio de Gracia y justicia. Nuevas promociones de la
Grandeza de España, y nuevos nombramientos de cargos se hicieron en Vitoria. La
institución de la Orden Militar de España para la creación de una nueva aristocracia
adicta al rey fue decretada entonces. Era evidente que José tenía voluntad de reinar.
Contaba, por supuesto, con que todo el poder del emperador se iba a volcar sobre
España para restaurarlo como rey en Madrid.
A pesar de la adversidad, el rey está en todos los detalles. Durante su estancia en
Espejo, uno de los «principales» vecinos de Salinas en la provincia de Álava, le pidió
autorización para utilizar fondos de la Caja Real del municipio, que contenía —según

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le dijo— una suma bastante considerable, procedente de los beneficios de la sal que
allí se fabricaba. El rey en persona denegó la autorización. Y como tal lo puso en
conocimiento del ministro de Hacienda por si ignoraba la existencia de la Caja Real
de aquel municipio.[871]
Contra lo que podría creerse, la actitud de José en aquellas circunstancias tan
difíciles fue firme. Tal vez sacando fuerzas de flaqueza, fue el primero en hacer frente
a la situación. Continuó dando órdenes. Sorprende de qué forma siguió el estado de la
hacienda. Al ministro del ramo le pidió que le enviara un resumen detallado por
capítulos y artículos de los gastos de los distintos ministerios. «Estas diversas partidas
—decía al ministro— serán discutidas ante mí y la suma de todos los artículos
aprobados formará el presupuesto general de los gastos del Estado hasta el primero de
septiembre». Y añadía que “(la suma de los presupuestos particulares de los
diferentes ministerios para los gastos del mes de septiembre, discutidos en el Consejo
de Ministros y aprobados por mí, formará el presupuesto general de los gastos de
septiembre».[872]
Para reponer a José en el trono de España, después de la victoria de los
insurrectos en Bailén, Napoleón intervino personalmente en el afaire d'Espagne, al
frente de la Grande Armée. El 19 de octubre de 1808, el emperador anunció a su
hermano su regreso a París, y el completo éxito de los arreglos de Erfurt.[873] Una
imponente fuerza, integrada inicialmente en seis cuerpos de ejército, mandados,
respectivamente, por los mariscales Victor, Soult, Moncey, Lefebvre y Ney, y el
general Saint-Cyr, pasaron la frontera de España en los primeros días de noviembre
de 1808. En la noche del día 5 de este mes, en Vitoria, se encontró con su hermano.
No quiso ver nada más que a su hermano y al círculo de españoles más íntimos, con
quienes entabló un monólogo. A la mañana siguiente, sesenta salvas anunciaron a los
habitantes de Vitoria la llegada oficial del emperador.[874]
El 6 de noviembre, ante la audiencia pública del rey José, Napoleón, haciéndose
entender medio en italiano, medio en francés, y en tono acalorado, se lamentó por la
conducta del pueblo de España, «que había menospreciado tontamente las ventajas
que les reportaría el cambio político» representado por José. En su discurso arremetió
con dureza «contra los frailes». «Son ellos —exclamó— los que os engañan; yo soy
tan buen católico como vosotros, pero vuestros frailes son pagados por los ingleses;
esta misma gente que se dice que viene a ayudaros, en realidad lo que pretenden es
vuestro comercio y vuestras colonias». Al parecer, los ministros de José, O'Earrill,
Mazarredo y Cabarrús, que oyeron tales palabras, quedaron desconcertados,
demostrando con su silencio que no participaban de aquella opinión.[875]
Por una orden del mismo día 6 de noviembre, Napoleón se hizo cargo del alto
mando del ejército, que en aquel momento contaba ya con 180 000 hombres. En un
avance imparable contra los insurrectos, se negó a entrar triunfalmente en la ciudad
de Burgos, y aun insinuó que era para José dicho papel. No obstante, quemó
públicamente el estandarte que había servido para la proclamación de Fernando VII.

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Durante los quince días que el rey José pasó en Burgos fue testigo de los desmanes
cometidos por las tropas imperiales. Realmente, el Rey Intruso seguía a distancia a la
Grande Armée, confundido entre sus equipajes e impedimenta, y se sentía dolorido
de verse arrastrado como uno de aquellos oscuros rois fénéantes de la historia de
Francia.[876]
El rey, obligado a marchar conforme a las directrices del cuartel general, estaba
muy apenado, por más que intentara disimularlo. Todo aquello le causaba gran dolor.
[877] De hecho, en Burgos pasó dos días en cama.[878] Su amigo y confidente Miot de

Mélito, compañero en este triste itinerario, le aconsejó repetidamente que renunciara


a una corona que no podría obtener más que después de mucho derramamiento de
sangre. «Pero el temor de mostrar, abandonando el trono, más debilidad que filosofía
—dirá Miot, el deseo de no comprometer la suerte del pequeño grupo de españoles
que le eran fieles, tal vez, el mismo título de rey del que deberá ser difícil
desembarazarse cuando se ha detentado, decidieron a José Bonaparte a doblegarse a
su destino».
El regidor perpetuo de Valladolid, don Gregorio Chamochín, el día 12 de
noviembre de 1808 fue testigo de la entrada del ejército de José en la ciudad, que se
había quedado desierta desde que se extendió la noticia de su acercamiento.
Considerando, bajo su responsabilidad, que el ejército incendiaría la ciudad en caso
de no dar a la tropa víveres o alojamiento, salió a su encuentro junto con sesenta o
setenta personas que se habían quedado, con una bandera blanca. Y parlamentaron. El
general francés, al tiempo que les solicitó guías, les hizo saber que el emperador y el
rey se encontraban en Burgos con un ejército de 200 000 hombres, y que era preciso
que partieran a cumplimentarlos con una diputación de la ciudad. Al día siguiente, los
mil hombres a caballo que entraron en la ciudad salieron de ella, después de dejar
algunos comisarios y soldados.[879]
El día 3 de diciembre, cuando la rendición de Madrid ante las tropas imperiales
era un hecho, José se encontraba en Chamartín. Este día le escribió a Cabarrús
diciéndole que podía volverse, lo mismo él que los demás ministros. «La
aglomeración es aquí extrema», le decía. No obstante le prometía encontrarle un
alojamiento: «Os puedo dar una habitación en la casa que ocupo». Asimismo le pedía
que escribiera a los ministros que todavía estaban en retaguardia para que se
detuvieran en Alcobendas hasta que recibieran nuevas instrucciones.[880]
Los pocos habitantes que quedaron en Valladolid fueron testigos de unas escenas
que se repitieron en muchos pueblos del reino. Aunque la ciudad castellana, sin
embargo, había de convertirse en escenario inusual, poco después, del encuentro del
emperador con una comisión de la villa de Madrid. Presidida por el conde de
Montarco, y de la que formaban parte entre otros, don Bernardo Iriarte, el marqués de
las Amarillas y don Manuel Sixto Espinosa, ésta, con el voto de los habitantes de la
capital, venía a pedirle que colocase de nuevo en el trono a su hermano José
Napoleón I.[881]

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Finalmente, el 4 de diciembre de 1808 Madrid capituló ante Napoleón. El
embajador Laforest, a su regreso a la capital, pudo observar que, en los primeros días,
el pueblo se quedó estupefacto, como si acabase de experimentar una brutal caída. La
intromisión directa del emperador en los asuntos del rey quedó de manifiesto desde el
primer momento hasta su partida definitiva para el frente de guerra en persecución de
los ingleses, el 22 de diciembre de 1808. En sucesivos decretos, todos ellos dictados
por el emperador, se castigaba a quienes violaron el juramento de fidelidad al rey. Se
destituía a los individuos del Consejo de Castilla «como cobardes e indignos de ser
magistrados de una nación brava y generosa». Se suprimía el Santo Oficio como
atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil. Se reducían las casas monásticas. Se
abolían todos los derechos feudales. Se suprimían las aduanas interiores.
Parece ser que los decretos del emperador y sobre todo el rigor con que fueron
aplicados disgustaron verdaderamente a José, quien, durante aquellos días, prefirió
retirarse a El Pardo. Una visita que se dignó hacerle Napoleón no le hizo salir del
estado de preocupación en que se encontraba. Su amigo Miot seguía aconsejándole
que se desembarazara de la corona. Pero los acontecimientos fueron más fuertes que
su voluntad, y un cambio de escena (la próxima partida del emperador para una nueva
guerra con Austria) acabará «fijándonos —escribe Mélito— en España para nuestra
desgracia». Durante aquellos días, sin embargo, la presencia y la autoridad del rey fue
invocada incesantemente, ante los rumores y amenaza de división del país en feudos
militares o de su gobierno a través de un virrey imperial.
Al día siguiente de la partida del emperador, tuvo lugar la operación de registro
de las firmas de los cabezas de familia madrileños, comprometiéndose a prestar
fidelidad a José Napoleón I, ceremonia que tuvo lugar el 23 de diciembre. El ministro
de Policía, Arribas, destacó a algunos individuos de confianza en todas las
parroquias, donde se efectuaría la jura. Todas las formalidades de la religión se
desplegaron para dar prestancia y solemnidad al acto. En total, fueron 20 615 los
vecinos de Madrid que fueron recensados como declarantes. Era propósito del rey
conseguir una mejora del país a ojos vista con la situación anterior.[882]
Las difíciles relaciones entre Napoleón y José, al igual que había sucedido en
ocasiones anteriores, no tardaron en recomponerse. Desde Valladolid, donde se
encontraba el 9 de enero de 1809, le encargó el mando de las tropas, con el título de
lugarteniente general, teniendo a sus órdenes a dos mariscales, el duque de Bellune
(Victor) y el de Dánzig (Lefebvre). Saliendo de su retiro, reapareció ante la tropa. Sin
embargo no quiso volver aún a Madrid, aunque permaneció en comunicación
constante con los ministros. «Cuando tengáis que hablarme, estad seguro de
encontrarme en mi casa sobre las once de la mañana, menos los días que estoy en
tránsito», le escribió a Cabarrús.[883] Permaneció unos días en La Florida, en una
mansión de la duquesa de Alba, en las afueras de la capital. Su vuelta a Madrid estaba
próxima.

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El 22 de enero de 1809 entró José I en la capital por segunda vez, a caballo y rodeado
de un gran aparato militar. Las calles no aparecieron desiertas como la vez anterior.
Hubo aplausos y vivas al rey. Por la Puerta de Atocha y el Paseo del Prado, la
comitiva regia se dirigió a la iglesia catedral de San Isidro. Después de la ceremonia
religiosa, y una vez ya en el Palacio Real, empezaba José Bonaparte su segundo
reinado en España.[884]
Inmediatamente se puso a reorganizar su servidumbre palatina. De su anterior
Casa habían desertado el duque del Parque, el del Infantado, el príncipe de
Castelfranco, el marqués de Ariza, el duque de Híjar, los condes de Fernán Núñez y
Orgaz, el marqués de Santa Cruz y los duques de Sotomayor y Osuna. Los cargos de
capitán de la Guardia de Corps, de coronel de las Guardias Española y Walona, de
gran chambelán o gran maestre de ceremonias habían quedado vacantes. Para
sustituir a tales títulos todavía encontró a personajes de prosapia: el príncipe de
Masserano fue el maestro de Ceremonial; el duque de Frías, mayordomo mayor; el
marqués de Valdecorzana, gran chambelán; el duque de Campo Alange, gran
escudero, y el de Cotadilla, capitán de Guardias de Corps.[885]
La segunda entrada del rey en Madrid se presentó como cosa definitiva. Se
expidieron cartas circulares dirigidas a los obispos, asegurando el respeto a la
religión. Al tiempo, los ministros volvieron a actuar dentro del marco de sus
competencias. El deseo del rey consistía en inspirar confianza para el futuro. Nuevos
decretos reales se dictaron de acuerdo con la Constitución de Bayona. Se creó un
nuevo Ministerio de Cultos o Negocios Eclesiásticos, aparte de activarse el de Indias,
hasta entonces inoperante.[886]
Fue voluntad del rey disminuir las competencias del ministro encargado de la
secretaría de Estado, al objeto, a lo que parece, de evitar el surgimiento de un primer
ministro. De esta forma el rey se convirtió en el signatario de todos los decretos y
actas del gobierno, mientras que el ministro-secretario sería tan sólo un intermediario
burocrático. Según el embajador Laforest, José se precavió ante la posibilidad de que
los ministros se reuniesen oficialmente en casa de uno de ellos, antes de pasar al
cuarto del monarca, conforme al sistema constitucional inglés, cosa que era usual por
entonces en los gobiernos de Su Majestad. José hizo ver claro que no quería
reuniones oficiosas previas de los ministros.
Era evidente que desde el principio de su nuevo mandato el rey estaba decidido a
establecer en firme las bases de una nueva administración. Se fortaleció la policía. El
ministro Arribas ordenó que se hicieran reconocimientos en las posadas y casas
sospechosas. Igualmente se creó una Junta Criminal Extraordinaria, compuesta de
cinco alcaldes de Corte, con el encargo de conocer en todos los delitos de sedición y

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espionaje. Un reglamento para la entrada, salida y circulación de la ciudad fue
promulgado con todo detalle. El emperador manifestó desde París su disgusto por
haberse negado José a admitir a un comisario francés de policía bajo el pretexto de
que lo prohibía la Constitución.[887]
Perfectamente consciente de la necesidad de arreglar el asunto de los
presupuestos, su idea fue la de imponer el sistema seguido en Francia y en Nápoles a
favor de su uniformidad. Su idea era que también en España podía aplicarse el
informe sobre las finanzas de Nápoles, realizado allí con tanto éxito por su amigo
Roederer.[888]
A fin de hacer extensivo al reino el cumplimiento de la nueva administración, el
rey dispuso el envío de comisarios reales con amplios poderes ejecutivos. Era el
sistema republicano llevado a cabo en Francia después de la Revolución. Hombres de
probada confianza real fueron enviados a varias provincias del reino. Fue el caso del
coronel Amorós, nombrado para la comisaría de las provincias de Burgos, Guipúzcoa
y Álava y el señorío de Vizcaya.[889] Para tales comisarios se redactaron unas
extensas instrucciones, fijando sus atribuciones y poderes: la inspección de los
funcionarios públicos, la propuesta e instalación de las autoridades locales y de
justicia, la propaganda para ganar la opinión o las normas para asegurar las
comunicaciones reales con el gobierno de Madrid.
El rey fue el gran impulsor del nuevo Estado josefino. Según Mercader,
descartada la idea inmediata de las Cortes —más adelante reaparecerá, como posible
contrapartida a las Cortes gaditanas—, planteó José I a su consejo de ministros la
conveniencia de crear un barrunto de Senado, y desde luego, la de poner en marcha el
Consejo de Estado, organismo técnico y consultivo del gobierno. Así, un real decreto
de 24 de febrero de 1809 dispuso la implantación en el reino de esta institución, con
el fin «de rodearse de las leyes y auxilios más capaces de acelerar la época deseada
en que empiezan simultáneamente la tranquilidad pública y el régimen de aquella
misma Constitución».
La voluntad del rey fue activa en los nombramientos, lo mismo de los ministros
que de los comisarios regios o los consejeros de Estado. Así, en contra del parecer de
alguno de sus ministros, que le achacaban su condición de protegido de Godoy,
mantuvo el nombramiento de un hombre tan valioso como don Manuel Sixto
Espinosa.[890] De la misma manera que se empeñó en que sus amigos Miot de Mélito
y Ferri-Pisani, ministros suyos en Nápoles, asistiesen regularmente a las sesiones del
Consejo de Estado, como si fueran ministros.[891]
Un decreto de 2 de mayo de 1809, firmado por José I, fijó las atribuciones del
nuevo Consejo de Estado, y estipuló las normas para su funcionamiento. El rey en
persona debía presidirlos, aunque podía delegar en un presidente temporal. El
Consejo funcionaría por secciones o comisiones especializadas. Todos los proyectos
de decretos sometidos a la deliberación del Consejo de Estado lo serían por orden
real. Al día siguiente, con motivo de este decreto del establecimiento del Consejo de

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Estado, el propio rey abrió la sesión con un discurso alusivo al acto, e hizo leer el
reglamento.[892]
El Consejo de Estado vio asuntos tan importantes como la ordenación y
liquidación de la deuda pública, o la cuestión de los vales reales, que cumplirían la
misma función adquisitiva de bienes nacionales, admitiéndose por su valor nominal.
Un decreto de 9 de junio ordenó la venta inmediata de estos bienes. Y entregó a una
junta de administración el cuidado del aprecio, tasación y subasta de las fincas en
cuestión. Igualmente se creaba una caja de amortización. En todos estos asuntos, tras
el dictamen del Consejo de Estado, la autoridad real conservaba su función directora.
[893]
José reafirmó también, o al menos lo pretendió, la fidelidad de sus servidores.
«La crisis de la que el rey acaba de salir tan felizmente —escribió el embajador— ha
tenido consecuencias muy útiles en el orden civil. Ha delimitado perfectamente el
partido del gobierno, y le ha dado una energía de la que carecía, ha desenmascarado
finalmente a los hipócritas».[894] Con ello se refería fundamentalmente a los
empleados que fueron repuestos por el rey en Madrid y en las provincias del reino y,
por supuesto, a los miembros de la nobleza, muchos de los cuales habían tenido una
conducta de adhesión poco clara. También fue objeto de deliberación del Consejo la
actitud de los religiosos. El propio rey puso de manifiesto que «los ricos hombres de
España y la nobleza titulada, lejos de aprovechar su magnanimidad, habían sido por
la mayor parte de la opinión de los enemigos del trono».[895]
Tampoco descuidó el rey la creación de un cuerpo diplomático acreditado cerca
de su real persona. Así, comunicó instrucciones a sus representantes en el extranjero
para el envío a su Corte de agentes diplomáticos. En reemplazo del barón Strogonof,
el zar de Rusia nombró al príncipe Rephin, al tiempo que el rey de Prusia nombraba
al conde de Lehndorf. El nuncio en Madrid, monseñor Gravina, hermano del famoso
almirante, acreditado en España desde 1801, siguió a la junta Central. Con lo que, al
final, con el escaso relieve de los enviados del rey de Sajonia y del de Nápoles, el
Cuerpo diplomático en la Corte del Intruso quedó reducido al embajador de Francia,
al secretario de Rusia y al ministro de Dinamarca. Una representación a todas luces
de menor entidad que la del rey de España en las cortes europeas.[896]
Otra cuestión era la escasa significación de estos representantes. El hecho quedó
patente cuando murió en París, el 11 de febrero de 1811, el duque de Frías, el
embajador de José ante la Corte imperial.[897] La embajada española puso el suceso
en conocimiento de la reina Julia, y se le concedió a la viuda una pensión de 60 000
reales, toda vez que el embajador había muerto sin tener dinero alguno, y debiendo
cuatro meses a los criados, a los proveedores de la casa y a los cocheros. Según
comunicación de la propia embajada a Madrid, los bancos se habían negado a
adelantar ya más dinero. Todo lo cual dice mucho de la eficacia de tales
representaciones. No obstante, gracias al príncipe Masserano y a otros españoles
distinguidos, el entierro del embajador de José fue «brillante, pero sin el esplendor

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que podía dársele si se hubieren querido emplear todos los honores». El entierro se
hizo en la iglesia parroquial de la Magdalena, y su cuerpo fue inhumado en el
cementerio de Montmartre, un «lugarito cerca de París», según comunicaba a Madrid
el encargado interino de negocios Santibáñez.[898]
A pesar de dificultades tan numerosas y de tantos tipos, el rey sin embargo, estaba
dispuesto a reinar. Un nombramiento específico del nuevo rey era necesario para
desempeñar las funciones de gobierno y administración de los servidores del Estado.
La Gazeta fue publicando día tras día las nuevas resoluciones. Se revistieron de
mayores poderes las atribuciones de las autoridades. A un hombre de probada
confianza como Llorente —el gran historiador, ex inquisidor, canónigo y consejero
de Estado— se le encargó que se pusiese en comunicación con todos los intendentes
de la España ocupada para coordinar el trabajo de los comisarios. «No tengáis
ninguna inquietud —dirá el rey al ministro Cabarrús— y trasladad vuestra confianza
a vuestros amigos y a los parientes para su felicidad».[899] Seguridad y bienestar era
lo que, por encima de todo, en aquellas horas tan difíciles quería el rey en su reino.
«Hace falta que eso cambie», dirá con toda la razón.[900]
Para el rey José, muchas de las cosas que pasaban en su reino eran
incomprensibles. Lo mismo pensaba el embajador francés, para quien «la actitud de
Madrid —escribía el 5 de marzo de 1809— es tan absurda como siempre».[901] La
ingenuidad de las creencias del pueblo lo desconcertaba. Ésta se puso de manifiesto
cuando en julio de este mismo año, por ejemplo, se extendieron por la capital los
rumores de que el rey había sido derrotado en Talavera. Y entonces una enorme
multitud se encaminó al Palacio Real y a los puentes de Segovia y Toledo para ver
llegar a los vencedores.[902]
La batalla de Talavera, un año después de la de Bailén, puso de manifiesto que el
rey estaba decidido a defender Madrid a toda costa. Al recibir noticias de que un
poderoso ejército anglo-español de casi setenta mil hombres, dirigido por los
generales Wellesley y Cuesta, amenazaban la capital, salió a su encuentro con ánimo
de hacerle frente en una batalla a campo abierto. La desavenencia de los aliados
impidió sus objetivos. Y José consiguió mantener la capital. Ahora bien, la entrada de
los heridos en la ciudad —cuadrillas enteras de carros cargados de hombres
mutilados y malheridos, muchos de ellos sin piernas o brazos, dando alaridos de dolor
— dio la idea al pueblo de Madrid de que el Intruso había sido derrotado.
Ciertamente, José no había vencido a sus enemigos, pero tampoco éstos pudieron
pasar de Talavera. A mediados de agosto, el rey volvía a la capital después de haber
vencido a los españoles en Almonacid.[903]
Un error del rey fue, precisamente, subestimar esta actitud del pueblo, que nunca
creyó en José Napoleón I. De la misma manera que tampoco creyó en la sinceridad
de Murat, el verdugo del Dos de Mayo, cuando asistía a misa en el convento de las
Carmelitas Descalzas, en la calle de Alcalá, y a continuación pasaba revista a las
tropas en el Prado. Mientras, por el contrario, ese mismo pueblo daba crédito a los

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relatos más inverosímiles que difundían los partidarios de la junta Suprema de
Sevilla.

Andando el tiempo, un hombre muy crítico para con el reinado de José Bonaparte,
como buen patriota, don Ramón de Mesonero Romanos, ilustre cronista de Madrid y
distinguido escritor, habría de valorar positivamente, no ya las intenciones, sino los
logros del Intruso. Tenía a la vista los dos tomos publicados de sus decretos,[904] y,
según él, «forzoso es reconocer que, aparte del pecado original de su procedencia, no
eran otra cosa que el desenvolvimiento lógico del programa liberal…» de José. Pues,
«inspirado por sus naturales inclinaciones y sus buenos deseos», el Intruso aplicó a la
gobernación del reino «las ideas, las disposiciones y los hechos que después habían
de discutir y adoptar las Cortes de Cádiz, y que eran el desiderátum de la porción de
españoles —corta en verdad, a la sazón— que suspiraba por sustraerse a la
dominación del poder absoluto».[905]
Por aquellos decretos de José quedaban suprimidos —además de la Inquisición y
el Consejo de Castilla, los derechos señoriales, las aduanas interiores y otras
instituciones y disposiciones que ya lo habían sido por Napoleón en Chamartín— el
Voto de Santiago, el Consejo de la Mesta, los fueros y juzgados privativos, las
comunidades regulares de hombres en general, el tormento y la pena de muerte en
horca, y la de baqueta en el ejército».[906]
El rey también mandó establecer una nueva y más apropiada división territorial
en 38 prefecturas o departamentos. Creó la Guardia Cívica, primer ensayo de lo que
después sería la Milicia Nacional.[907] Dio nuevas formas a los sistemas de
beneficencia y de instrucción pública, declarándolos exentos en sus bienes de la
desamortización. Creó un colegio de niñas huérfanas, un conservatorio de artes y un
taller de óptica. Amplió el Jardín Botánico con la huerta de San Jerónimo. Mandó
crear la Bolsa y Tribunal de Comercio, reglamentándolos y estableciéndolos
provisionalmente en San Felipe el Real, mientras se levantaba el edificio propio en el
terreno del Buen Suceso.
El rey promovió la reactivación económica, para lo cual introdujo medidas
«estrechamente» relacionadas con la teoría liberal clásica. Además de eliminar las
barreras aduaneras internas por el decreto del 16 de octubre de 1809, fueron abolidos
varios monopolios y el régimen se libró, a su vez, de una serie de empresas
industriales, ninguna de ellas de mucho éxito, heredadas del étatisme borbónico. Al
mismo tiempo que se instaló en Madrid un nuevo mercado de cambios, se rehízo el
primitivo banco nacional, Banco de San Carlos, y se hicieron generosas concesiones
a todos los que quisieran crear compañías industriales.[908]

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Por un decreto de enero de 1811 se creó la junta de Instrucción Pública, formada
por un conjunto de grandes nombres del mundo intelectual, entre los que se
encontraban Meléndez Valdés, el abate Estala, el arabista José Antonio Conde y José
Marchena. Un informe, firmado poco antes por Vargas Ponce, miembro de la junta,
sentó las bases de una reforma de los ateneos y de las escuelas primarias y normales.
Una institución de nueva planta como los liceos disponía ya de una normativa legal
que regulaba su funcionamiento. Cada capital de provincia había de tener un lycée, a
la manera de los franceses. Medidas, muchas de ellas, impulsadas por el gobierno
ilustrado anterior de Godoy, pues no en balde muchos godoystas se pasaron al
Intruso.[909]
Dispuso también la creación del Museo Nacional, donde habrían de colocarse las
grandes obras que adornaban los palacios reales y las iglesias de los conventos
suprimidos.[910] Acordó trasladar a las catedrales los monumentos o enterramientos
de los hombres célebres que estaban en dichos conventos. Mandó formar otro museo
en el Alcázar de Sevilla, con los cuadros de su famosa escuela. Ordenó, asimismo,
restaurar la Alhambra de Granada y concluir el palacio de Carlos V. Según el molde
del Institut de France napoleónico, creó el Instituto Nacional de las Artes y las
Ciencias.[911]
La Sociedad Matritense de Amigos del País, que desde finales del siglo anterior
llevaba una vida languideciente, se reanimó de forma llamativa. Numerosos altos
funcionarios empezaron a solicitar su entrada, entre otros Meléndez Valdés, González
Arnao o José Antonio Conde. Con carácter oportunista evidente, el ex republicano
Marchena presentó su solicitud de admisión dando como motivo su deseo de
contribuir «a los importantes temas en que se ocupa la sociedad económica del país
de esta Corte». La explicación del fenómeno se debió, probablemente, a que el nuevo
director de la institución fue el ministro del Interior, el marqués de Almenara; y el
vicedirector, el ministro Mazarredo.
Promulgó también un buen reglamento de teatros. El rey, que era gran aficionado
al arte teatral, no perdió ocasión de frecuentarlo. Según el embajador francés, en
cierta ocasión reservó todos los asientos de palco del teatro de los Caños del Peral y
los repartió entre las personas que habían llegado hacía poco a la Corte. Los
asistentes aclamaban fervorosamente al rey una vez que los heraldos y
portaantorchas, ataviados con antiguos ropajes españoles, anunciaban su llegada. Su
palco en este edificio, espléndidamente decorado, ostentaba la siguiente leyenda
sobre el antepecho: «Vive feliz, Señor, reyna y perdona».
Un incidente grave, que hirió la susceptibilidad del rey, se produjo con motivo de
la onomástica de éste en 1809. Al término de la función descendió «una nave sobre la
escena» y los actores se reunieron en torno a un retrato de Su Majestad, que rodearon
con guirnaldas de flores. Sin informarse previamente al rey, debajo del retrato
apareció en francés un elogio al monarca que decía: C'est Lycurgue, Solon, c'est l'ainé
des César. Al rey le pareció de mal gusto la adulación, y poco a propósito para el

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público madrileño. A consecuencia de lo cual, airado, ordenó encarcelar al director
del teatro.
Otra cosa era, naturalmente, que le gustaran al rey las representaciones de los
actores españoles. Pues a los franceses entendidos en la materia, y José lo era, no
podían gustarle en el fondo las gesticulaciones de los actores españoles, cuyos gritos
eran aplaudidos a rabiar por la gente. Ante las exageraciones de sus gestos, uno de los
compatriotas de José era de la opinión de que, en los teatros españoles, «las mujeres
en el paroxismo de sus pasiones se tornan furias, los combatientes en hombres
depravados, los generales en bandidos y los héroes en bravucones».[912]
Precisamente por adecentar los edificios, y adornar los teatros de Madrid con los
grandes autores españoles, fue José el primer rey que ordenó colocar en ellos los
bustos de Lope y Calderón, Moreto y Guillén de Castro. Generosamente, además,
protegió al insigne actor Isidoro Máiquez, a quien hizo venir de Francia, donde se
hallaba detenido por la parte activa que había tomado en los sucesos del Dos de
Mayo. Natural de Cartagena, de aspecto altivo, con ojos negros centelleantes, había
estudiado con el gran actor Talma, y era un trágico de primera fila. El público lo
idolatraba. Y los franceses lo aplaudieron con delirio. El rey asignó, en fin, 20 000
reales al teatro del Príncipe, al que concurría con frecuencia.[913]
Igualmente, dispuso abrir una información científica, a cargo de los médicos
Morejón y Arrieta y del arquitecto don Silvestre Pérez, para buscar en la iglesia de las
Trinitarias los restos de Cervantes, mandando colocar su estatua en la plaza de Alcalá
de Henares. También suprimió los enterramientos en las iglesias, prohibición
mandada desde los tiempos de Carlos III, y que no tuvo efecto hasta cuando, en la
época de José, se terminó el Cementerio del Norte.
En las prensas de Alban y Delcasse, impresores del ejército francés, en la calle de
Carretas, se imprimieron no pocos libros. Allí publicó Marchena en la primera
quincena del mes de julio de 1811 la versión española de El hipócrita de Moliére, al
frente de la cual puso un elogio de su protector, el marqués de Almenara. Obra que
varios años después, durante la restauración fernandina, fue prohibida por el Santo
Oficio. Aquel mismo año Marchena tradujo también La escuela de las mujeres, otra
comedia de Moliére, que se representó en el teatro de la Cruz y fue publicada a
principios de 1812, con una dedicatoria a José I.[914]
A la vista de todas estas realizaciones del Intruso, el bueno de Mesonero señalará
que «no habrá quien en este punto deje de hacer justicia a la administración de José
Bonaparte, y que los mismos hombres insignes reunidos en Cádiz, que poco después
discutían y elaboraban aquel propio sistema, habrán de reconocer que el intruso José,
con sus ministros y consejeros, les indicaban el rumbo hacia una situación más
conforme con las ideas modernas».
A favor y en contra del rey José se produce una guerra de tinta que inunda todo el
reino, trascendiendo la capital. Denunciando a su vez las «mentiras» de la Gazeta
patriota de Cádiz, la Gazeta afrancesada de Sevilla dirá: «¡Qué imprudencia para

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mentir! ¡Y qué estupidez para creer!».[915] Con la particularidad de que la de Sevilla,
a pesar de sus limitaciones y dependencias, se convirtió en una publicación de
indiscutibles calidades. En sus páginas se anunciaban libros de novedad en la España
josefina —desde las Cartas de Cabarrús a la Historia de los movimientos
secesionistas de Cataluña de Melo— que mucho decían de los gustos y preferencias
de la «inteligencia» que apostaba por la causa del nuevo rey.[916]

Los grandes días del reinado


En noviembre de 1809 la suerte del rey José cambió por completo. Al frente de su
ejército, mandado por su nuevo jefe de Estado Mayor, mariscal Soult, infligió una
completa derrota al ejército de la junta Central en Ocaña. La victoria josefina fue
aplastante. Por parte del enemigo fue una acción imprudente y descoordinada. Sin
estar preparados, y sin recibir las órdenes superiores oportunas, los patriotas
pretendieron acercarse a Madrid, donde creían encontrar la ayuda de la población, y
obligar al Intruso a retirarse de España definitivamente. «Bien vestidos con paño
inglés, estos soldados —escribió Miot— marchaban cantando sin temor alguno».[917]
La victoria del Intruso fue total. Cayendo de flanco sobre la línea española de
combate, la arrollaron y deshicieron por completo. Aparte de cuantiosos muertos,
hicieron 14 000 prisioneros. La Gazeta de Madrid comunicó la noticia: «Ayer, a las
cinco y media de la tarde, esto es, a las cuarenta y ocho horas de su salida, entró el
rey en su capital, después de haber destruido completamente un ejército de 60 000
hombres. Su Majestad podía decir como César: ven, vidi, vinci».[918]
José nunca había protagonizado un hecho de armas como aquél. El número de
prisioneros «insurgentes» fue tan grande que al entrar en Madrid la población de la
capital no tuvo más remedio que dar crédito a lo que veían sus ojos. Atrás parecían
quedar para siempre las parodias de la Marsellesa cantadas por el pueblo madrileño,
[919] las burlas al rey Tuerto,[920] los fandangos dedicados al rey José Postrero[921] o

las sátiras de todo tipo dedicadas al Napoleoncito o al rey de Copas.


Se comprende, pues, perfectamente la actitud del padre de don Ramón de
Mesonero, contada por su hijo, cuando cogía la Gazeta de Madrid y leía alguno de los
decretos de José, diciendo: «D. José Napoleón, por la gracia del Diablo, rey de las
Españas…y a las pocas líneas arrojaba el diario, diciendo: ¡Cosas de esa canalla!».
Según el testimonio de Miot, el pueblo de Madrid —una «muchedumbre enorme de
habitantes»—, dudando todavía de la realidad del desastre, atravesó las puertas de la
ciudad para convencerse por sí mismo, con la llegada por millares de los prisioneros,
de la verdad de lo sucedido.
Con la victoria de Ocaña comenzaban los grandes días del reinado de José en
España. En los últimos días de 1809 el rey lo tiene ya todo dispuesto para llevar a

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cabo su gran aventura: la conquista de Andalucía, con la que esperaba poder
completar el dominio del país. Mientras tanto, por Irún no dejaban de entrar tropas
nuevas para el rey. El contador principal de rentas de la localidad, don Javier
Berrueta, y su empleado Juan Manuel Echeverría estaban atónitos ante el continuo
trasiego de efectivos que pasaban diariamente por la frontera en aquellas fechas.[922]
Nunca como entonces se sintió José tan dueño de su reino. En la expedición a
Andalucía hizo que le acompañaran buen número de consejeros de Estado, entre otros
algunos de sus hombres más próximos, como el inseparable Miot de Mélito, el corso
Ferri-Pisani o el marqués de Almenara, nuevo ministro del Interior. En la expedición
también echó mano de las mejores plumas favorables a su causa, como el andaluz
José Marchena, dispuesto a hacer proselitismo por la causa del rey y a atraerse a
destacados intelectuales.[923] Al ministro de Hacienda le escribirá el rey diciéndole:
«Hay que hacer lo imposible para enviar dinero en este momento, es una época
decisiva».[924]
Titulándose «rey de España y de ambas Indias», José se dirigió incluso a sus
«muy amados súbditos» americanos para darles cuenta de la situación del reinado en
aquellas «circunstancias tristes». Les ponía en guardia de las «falsas noticias y de los
notables embustes que los desesperados rebeldes» podían hacerle llegar. Para el rey,
los rebeldes y la junta «perversa», lo que buscaban era engañar a sus buenos súbditos.
Denunciando sus «hipócritas y traidoras miras», les decía: «Abolid del todo el inicuo,
bárbaro y fanático gobierno bajo el cual habéis gemido y padecido tanto tiempo; dad
en tierra con la inhumana e infernal Inquisición, manifestad señales acendradas de
honor, de valor y de tolerancia».[925]
José acometió la conquista del reino —la expedición a Andalucía con
agresividad. Nunca ejerció de rey como entonces. No consultó a Napoleón. Hasta tal
punto que el mariscal Soult le exigió al rey una orden por escrito para llevar a cabo la
empresa.[926] Tampoco parecía hacerle caso a su hermano cuando, una vez tras otra,
le aconsejaba: «No alcanzaréis la meta en España si no es con vigor y energía. Esta
ostentación de bondad y clemencia no conduce a nada. Os aplaudirán mientras mis
ejércitos sean victoriosos; os abandonarán cuando sean vencidos». Por lo mismo,
hasta se negó a aceptar en Madrid al comisario general de Policía Lagarde, que su
hermano le había enviado desde Lisboa, por no ser «constitucional» nombrar a un
extranjero en ese cargo.[927]
En su conquista de Andalucía, que resultó, como la de Nápoles, un paseo militar,
advirtió seguramente que su hermano se sentía celoso de su gloria. Sobre todo
después de los laureles de Ocaña, por lo cual no aceptó el control que Napoleón
proponía ejercer sobre él. José protestaba de «la poca confianza que tenéis en mí,
puesto que os creéis tan a la ligera cosas evidentemente falsas que se me reprochan».
Y le decía al emperador: «Vos sois quien me habéis dado esta corona; si encontráis a
un hombre al que juzguéis más digno que yo de vuestra confianza, que ese hombre

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sea rey». Pero José quería tener a su lado hombres suyos, y no espías de su hermano.
[928]
La expedición a Andalucía, llevada a cabo bajo su mando, fue toda ella cosa suya.
[929] El itinerario seguido por el rey fue el siguiente: Madrid, Getafe, Illescas, Ollas,

Toledo, el primer día, 7 de enero de 1809. El día siguiente llegó a Madridejos, tras
una jornada fatigosa, y el 10 de enero el rey, con la enorme comitiva que le seguía,
atravesó La Mancha hasta Villarrubia de los Ojos, Daimiel y Almagro, encontrándose
con Victor al día siguiente en este último lugar.[930]
El rey iba al frente de un ejército de 60 000 hombres que, poco a poco, fue
concentrándose en las llanuras manchegas. Aparte de las tropas al mando directo del
rey, allí fueron llegando los cuerpos de ejército de Victor, Mortier y el corso
Sebastiani, a quien, en pleno momento de euforia, José le encargó a la vez la
ocupación de Antequera, Motril, Guadix y Málaga,[931] aun cuando el objetivo
principal era Sevilla, sede de la junta Central y capital política de la España
insurrecta.[932]
El día 23 de enero de 1809 José atravesó el pueblo de Bailén, donde un año y
medio antes se había producido tan radicalmente su cambio de fortuna. La conquista
de Andalucía aparecía como un paseo militar. «Andalucía —escribirá el rey al
emperador— estará pronto pacificada. Todas las ciudades me envían diputados.
Sevilla sigue ese ejemplo. Me cuido de entrar en Cádiz sin disparar un tiro. El estado
de ánimo del pueblo es bueno».[933]
El 26 de enero José entró en Córdoba, la ciudad de los califas. Desde los días
previos fue recibiendo diputaciones de los lugares por donde pasaba, ya en los reinos
de Andalucía.[934] En Andújar nombró a los primeros comisarios civiles, que poco
después cambiaron de destino, para ir a los reinos andaluces a punto de ser
conquistados: el conde de Montarco para el de Córdoba;[935] Miguel José de Azanza,
su propio ministro de Indias, para el comisariado regio de Granada; y Joaquín María
Sotelo para el reino de Jaén.[936] El consejero de Estado, Francisco de Angulo, fue
comisionado para inventariar «cuantos objetos se hallen en las minas de Almadén».
[937] El rey en persona está detrás de cada nombramiento de los prefectos, no sólo al

principio de su reinado, sino también después.[938] Lo mismo ocurre con el


nombramiento de los comisarios y otros cargos.[939]
En Andalucía se reafirmó en la necesidad y en la urgencia de dictaminar las
medidas pertinentes para regenerar el reino y lograr la adhesión de sus súbditos. Allí
se incrementó su interés por la organización prefectural del reino, modificando las
antiguas y tradicionales circunscripciones o provincias dependientes de cada prefecto.
Éste contará con la autoridad y facultades que hasta entonces habían tenido los
intendentes del reino. En el planteamiento del rey, la nueva organización tendría un
carácter verdaderamente revolucionario. El prefecto será el delegado del rey en cada
circunscripción, con un poder extraordinario.[940] En sus manos está la policía, que
vela por la fidelidad al rey.[941]

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En Córdoba, saqueada por sus tropas año y medio antes, fue cumplimentado por
las autoridades, el clero y la población. Se alojó en el Palacio Episcopal. Al día
siguiente de su llegada hubo un Te Deum en la catedral, con vivas y aclamaciones por
todos lados. El obispo devolvió al Intruso dos águilas, que eran trofeos obtenidos en
Bailén, y que se hallaban depositadas como exvotos en su iglesia. En la ciudad se
detuvo tres días,[942] tiempo en el que recibió el juramento del clero, distribuyó
condecoraciones y cruces, y recibió diputaciones de otras ciudades andaluzas, que
manifestaron su adhesión y reclamaron la presencia del rey. «El rey fue bien recibido
por la multitud», dirá Miot.
En una proclama, redactada en Córdoba el 27 de enero, el rey, dirigiéndose a
todos sus súbditos dijo: «Españoles, mostraos razonables y tratad de ver en los
soldados franceses amigos prestos a defenderos. Todavía hay tiempo. Uníos a mi
causa e iniciemos en este día una nueva era de felicidad y gloria para España.[943] No
le resultó difícil hasta reclutar voluntarios para su policía, creando una estructura
nueva, desconocida por completo en Andalucía, que se extendió a las nuevas
prefecturas.[944]
Por su parte, el ministro de la Guerra de José, O'Farrill, dirigió una proclama a sus
antiguos compañeros del ejército de España, para que depusiesen su actitud rebelde
ante el nuevo rey.[945] Frente al avance arrollador de éste, cualquier resistencia se
presentaba como inútil. Los militares lo tenían asumido, igual que las autoridades y la
gente ilustrada. Hasta la disposición del pueblo frente al Intruso parecía distinta. Así
lo reconoció el conde de Cartaojal, teniente general del ejército español, que tras la
batalla de Ocaña se rindió a la evidencia.
«El trastorno político del gobierno en enero de 1810 —escribiría después,
disculpándose para conseguir la rehabilitación— no fue el mismo, o del mismo
modo, que en diciembre de 1808. En esta primera época se sabía que el gobierno iba
a salvarse, y que tenía una inmensa extensión de terreno defendido por la naturaleza y
por las tropas españolas donde poderlo conseguir. El espíritu público estaba más
sostenido, los pueblos más vigorizados, y no se dudaba que la junta Central
encontraría dónde colocarse, pero en enero de 1810, ¡cuán distinto fue todo!».[946]
Dejando atrás Córdoba, el rey se detuvo en Carmona los dos últimos días de aquel
mes de enero de 1810. En esta ciudad, donde se había planeado la batalla de Bailén,
[947] se decidió la cuestión planteada de si dirigirse a Sevilla o a Cádiz, para

asegurarse la bahía ante un posible contraataque inglés e impedir el reagrupamiento


de las tropas dispersas como último bastión insurrecto. El rey, naturalmente, se
inclinó por Sevilla, sede de la junta Central, cuya conquista habría de depararle
mayor gloria. Fue un tremendo error. Realmente, en Carmona se decidió para siempre
la suerte de José.[948] Su ejército perdió unos días que habrían sido preciosos para
poder dominar Cádiz. En Carmona se decidió la suerte de España, y la de José, que
allí perdió la guerra.[949] Luego, la ciudad, haciéndose más papista que el Papa, como
tantas otras, prestará su apoyo a José y a la causa napoleónica.[950]

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Tras una profunda conmoción popular, ocasionada por la huida de la
desprestigiada junta Central, que estaba en plena desintegración, José entró en Sevilla
aclamado por la multitud hasta llegar al Alcázar, la sede misma de la junta hasta
entonces. Llegó como conquistador invicto, después de entrar en la ciudad «a tambor
batiente y banderas desplegadas».[951] «Nunca como entonces —escribió Miot de
Mélito— creímos estar al borde del final de la guerra». El rey fue acogido por las
autoridades y por el pueblo como nunca lo había sido hasta entonces. A diferencia de
Napoleón, preocupado siempre por las ventajas materiales que le suponía la conquista
de la capital —«mis tropas han entrado ya en Sevilla, en donde se ha hallado un
formidable botín»[952] dirá— a José le vino mucho mejor el baño de multitudes.[953]
La conquista por el propio rey, sin oposición alguna, causó tal sensación que un
hombre tan poco convencional como el conde de Cabarrús, ministro de Hacienda y
entonces encargado interinamente de los Negocios Eclesiásticos, ordenó que en
Madrid, en todas sus iglesias, se celebrara el evento con un solemne Te Deum de
acción de gracias.[954]
Sevilla, la capital de la España patriótica e insurgente hasta la llegada de José, fue
una de las ciudades de España que menor resistencia opusieron a los ejércitos de éste,
a pesar de que tenía medios para presentar una resistencia numantina, pues contaba
con trescientos cañones cuando el rey entró en ella. Razón por la cual no fue
saqueada o arrasada, a diferencia de tantas otras.[955] Por ello, desde Sevilla, el rey
aprovecha el momento de su triunfo para dictar medidas enérgicas contra los
insurrectos.[956]
Éste fue el argumento que sostuvo el afrancesado Francisco Amorós, para quien,
tanto Madrid como Sevilla, capitales donde habían residido los gobiernos libres de
España, y que terminaron por aceptar al Intruso, se conservaron sin necesidad de un
sacrificio inútil. Lo mismo que habría ocurrido con Zaragoza —decía— si «hubiese
seguido el precedente y cuerdo ejemplo de Viena, París y otras capitales, a cuyos
habitantes no puede negarse la facultad de raciocinar bien sobre sus verdaderos
intereses».[957]
Ninguna ciudad española acogió con tanto entusiasmo y calor al nuevo rey.[958]
Las autoridades, buena parte de los intelectuales y buena parte también del pueblo
llano lo apoyaron sin reparos.[959] Probablemente, en ninguna ciudad se les aduló
tanto a él y a su hermano Napoleón, cuya onomástica se celebraba, cuando ya incluso
había transcurrido tiempo desde la llegada del rey a la ciudad, en las riberas del
Guadalquivir con «la misma alegría y entusiasmo que en las del Sena».[960]
El apoyo de Sevilla al rey no fue cosa de un día, por razón de las circunstancias.
Lo constataba la policía, que tenía pruebas fehacientes de que se estaban aminorando
sensiblemente los «insultos de los bandidos».[961] La población de la ciudad parecía
respaldarlo. En un discurso pronunciado en la catedral, y publicado en versión
bilingüe, llegará a sostenerse que el hecho por el cual José era el nuevo rey de
España, «sea la política, sea el talento, sea el valor, sea la fortuna…No hay que

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atribuirlo sino a la facultad propia solamente de Dios, y siempre exercida por Dios,
de distribuir los reynos y los imperios, disponiendo de ellos como quiere».[962]
La salud del pueblo —una vez fijada la «opinión pública»—[963] se reconfortaba
con la nueva coyuntura apoyando al rey. Según la Gazeta oficial que, en este caso, no
parece que mintiera, al pasear el rey por la ciudad a caballo, «atravesando por medio
de los arrabales más pobres…apenas fue reconocido S. M. cuando empezaron a
resonar por todas partes las aclamaciones de "Viva el rey" y "Viva Josef primero"».
Los habitantes salían presurosos de sus casas y se dirigían «en tropel» al paso de Su
Majestad. «Se afanaban por acercarse a su real persona —dirá el periódico oficial—,
tocándole el vestido, besándole las manos con una expresión de interés y de afecto
tan sencillo y natural, que no dejaban la menor duda de su sinceridad y de la feliz
mutación de ánimos que se ha efectuado».
El rey, según la misma relación, se detuvo repetidas veces, escuchando con
benignidad las demandas que le hacían, informándose «en todas partes del oficio en
que cada uno se empleaba», y encargándoles volvieran a sus actividades «con toda
seguridad, añadiendo que había dado sus órdenes para que se proporcionase qué
trabajar a los que no tuviesen en qué ocuparse». «Yo —dijo José— tengo muy
presente que soy rey no solamente de los ricos y hacendados de España sino también
de los artesanos y de los pobres, que en todas partes forman la clase más numerosa de
la sociedad, y exigen no menos que las otras la beneficencia y los cuidados paternales
del gobierno».[964]
Los primeros sorprendidos por el recibimiento que el Intruso tuvo en Sevilla
fueron las autoridades españolas que le acompañaban.[965] Por ello, don Blas de
Azanza, recién nombrado comisario regio, ordenó al ayuntamiento que se hiciera un
resumen de la «feliz estancia» de José en Sevilla. En este escrito —decía el comisario
— «convendría hacer algunas reflexiones que sirvan para dar a conocer a todos los
habitantes de Sevilla y de su reinado sus verdaderos intereses: que comparen los
bienes de la sumisión, de la pacificación, emigraciones, levas, orfandad y miseria
desastrosa en que estaba sumergida esta hermosa provincia».[966]
«Leyes de clemencia son las que únicamente hemos oído pronunciar al
soberano», dijo ante el rey y ante el pueblo, concentrado en la catedral hispalense, el
rector de la universidad don Nicolás Maestre, que pidió paz y piedad después del
«indulto general» concedido por el propio José tras su entrada en la ciudad.[967]
Desde el Alcázar, el rey dirigió a su ejército una proclama, en el estilo de las de su
hermano, para darle las gracias por «haber rechazado a los ingleses, salvando treinta
mil españoles, pacificado la antigua Bética y reconquistado para Francia sus aliados
naturales».[968]
A su vez, el obispo de la ciudad elogió el «espíritu de paz» con que «el señor rey
Josef Napoleón, caudillo benigno y rey victorioso», entró en la capital, asegurando
que «a mis cortas luces ha parecido claramente asomarse a su real semblante un
corazón muy pacífico y sensible».[969] Nombrado después caballero de la Orden Real

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de España, el obispo, don Manuel Cayetano Muñoz, agradecía al rey su
nombramiento después de devolver, debidamente cumplimentada y firmada, la
fórmula del juramento. «Ruego a V. E. —le escribirá al prefecto— se sirva ofrecer a
Su Majestad mis más rendidas gracias».[970] Por otra parte, ante la huida de notables,
nuevos nombres se ofrecieron a cubrir las vacantes, cuando parecía ya que era
irreversible la aceptación definitiva de José como rey.[971] Con la particularidad de
que, en algunos casos, algunos descontentos, que se decían nombrados por el rey,
protestaron ante el Ministerio de Asuntos Eclesiásticos por no haber sido
recompensados debidamente.[972]
Desde el Alcázar de Sevilla, José Napoleón I gobernó a España por decreto. Una
proclama escrita en español, y fechada, naturalmente, en el Alcázar al día siguiente
de su entrada triunfal, era un canto a «los pueblos de los reinos de Córdoba, Jaén,
Granada y Sevilla, donde hemos encontrado tan de corazón a sus sentimientos
naturales un pueblo tanto tiempo extraviado». El Te Deum cantado con la mayor
solemnidad en la catedral de Sevilla en acción de gracias por el rey José Napoleón I,
se ordenó, por decreto, que se repitiera en todas las iglesias de los reinos andaluces».
[973]
Fue el propio rey José quien, además, en aquellos días de estancia en la ciudad,
impulsó los proyectos destinados a convertir a Sevilla en une grande ville, lo mismo
que había hecho en Madrid, empezando por la apertura de espacios libres, esto es, de
plazas públicas, en el interior del abigarrado plano de la ciudad.[974] Con la
particularidad, en este caso, de que los decretos de demolición de los viejos edificios
se harían tras la indemnización a los propietarios con bienes nacionales «de igual
valor y a su elección».[975] Nombró a un arquitecto, Monsieur Mayer, para llevar a
cabo sus planes de remodelación de la ciudad.[976]
Desde Sevilla, creyéndose con el reino en la mano, José dictó las medidas
pertinentes para oponerse a aquellos hombres «perversos y obstinados en acabar la
ruina de su patria por medios criminales y violentos». Para lo cual creó en cada una
de las capitales de provincias de todo el reino las juntas Criminales Extraordinarias,
cada una de ellas compuestas por cinco jueces togados, y el fiscal del Crimen,
«nombrados por Nos». Dichas juntas conocerían de los siguientes «crímenes»:
espionaje o correspondencia a favor de los insurgentes, recluta, sedición, rebelión, «y
cualquiera otra conspiración contra nuestro gobierno». Particularmente, el rey
sostenía «la justa defensa contra las llamadas guerrillas o cuadrillas de bandidos».
Como ejemplo «plausible» para los pueblos, José ordenaba que las sentencias[977] se
publicarían cumplidamente en los periódicos.
Motivo de gran dolor para el rey, durante su segunda estancia en Sevilla, fue la
muerte de uno de sus ministros más próximos, el conde de Cabarrús. Falleció el día
27 de abril de 1810, a las cuatro de la mañana. La Gazeta de Sevilla dijo de él que era
«uno de los más ardientes promovedores de las ideas y proyectos más útiles a
España», añadiendo que «la nación le es deudora de varios establecimientos de la

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mayor importancia».[978] Al entierro asistieron los hijos del ministro, Domingo y la
famosa Teresa —la llamada en su día Madame Thermidor, junto con los ministros
O'Farrill, Urquijo y Almenara, sin que conste documentalmente que asistiera el rey.
[979] Los funerales solemnes que se ordenaron en la catedral sólo fueron

parangonables con los realizados por la junta Central y el pueblo de Sevilla, año y
medio antes, por el conde de Floridablanca. Toda la ciudad asistió atónita a un
entierro en el que, durante todas las horas que estuvo el cuerpo presente, hubo
cañonazos de hora en hora.[980]
Durante el tiempo de la ocupación de la ciudad por el ejército del Intruso, surgió
una especial preocupación por la enseñanza y la educación. El propio rey, en uno de
sus primeros decretos del Alcázar, ordenó la formación de un colegio de primera
educación en Sevilla, asignándole la suma de 100 000 reales anuales.[981] Las nuevas
autoridades hicieron cuanto pudieron para que Sevilla tuviera hasta una biblioteca
pública, aprovechándose algún cuartel para alguna biblioteca más.[982] Ilusionados en
un principio con el panorama de ilustración que se presentaba, hasta en medio de la
guerra, se preocuparon por la educación de las niñas pobres.[983] Los miembros de la
prestigiosa Academia de Buenas Letras,[984] por no hablar de la universidad,[985] no
tuvieron inconveniente tampoco en manifestar su amor a «una dinastía tan digna de
dar leyes a la Europa» sin intimidarse por el «esplendor de unas armas que sólo
parecen esgrimirse contra la ignorancia y la pereza».[986]
Aquéllos fueron los días más grandes del reinado de José. En Sevilla se creyó que
era ya, verdaderamente, el rey de todos los españoles.[987] Pasando al otro lado del
Guadalquivir, rindió homenaje a la idea de imperio, visitando las famosas ruinas de
Itálica, cuna de los emperadores romanos Trajano y Adriano. Por lo pronto, ordenó
por decreto que la ciudad de los emperadores, establecida en el término de
Santiponce, volviera a llamarse con su antiguo nombre, y que se excavara.
Con motivo de la onomástica del rey —el día de San José— las autoridades
dispusieron cómo había de celebrarse acontecimiento tan señalado.[988] En cada una
de las treinta parroquias de Sevilla se repartieron raciones de pan, carne y legumbre,
y «sopa económica» a todos los pobres que se presentaron, con asistencia del cura
párroco respectivo. Tan sólo la «copiosa» lluvia que sobrevino impidió la iluminación
general de la ciudad. El teatro estuvo también iluminado, habiéndose aumentado
incluso el número de instrumentos de su orquesta, siendo el precio de la entrada la
mitad del ordinario.[989] Y todo ello unos días después de que los franceses hubieran
ejecutado en la ciudad a varios hombres, aparte de un sacerdote que había estado al
frente de una guerrilla en Galicia, y de un clérigo «por estar convocando gentes para
el ejército español».
Dichoso de aquellos días, el rey volvió a pasar una segunda estancia en Sevilla
desde los días 12 de abril hasta el 2 de mayo de 1810, día en que partió para Madrid.
[990] Estancia que uno de los cronistas de la ciudad, poco afecto al Intruso por su

acendrado patriotismo, resumió diciendo: «El rey vino a caballo por la Puerta Nueva,

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salió por la de Jerez, e hizo su entrada por la de Triana». Se comprende fácilmente
que el ilustre cronista no dijera nada sobre el sentimiento del pueblo sevillano ante la
segunda entrada del rey. A pesar de que ésta coincidió con la Semana Santa, que,
según el patriota sevillano Blanco White, entonces en Cádiz, era el principal orgullo
de sus connaturales, «aunque se burlan de nosotros por nuestra vanidad con respecto
a estas solemnidades».[991]
El rey, sin embargo, supo ganarse al pueblo de Sevilla asistiendo a sus fiestas
religiosas. La Semana Grande de aquel año de 1810 la vivió íntegramente en la
ciudad. Hizo acto de presencia en la catedral, con la mayor solemnidad, el jueves
Santo, para después, visitar a pie los sagrarios del Salvador, San Miguel, San Vicente
y la Magdalena, «estando las calles del tránsito acordonadas con tropas». En todas
estas iglesias dejó limosnas para los pobres de las collaciones. Y el Viernes Santo,
aunque las cofradías habían determinado no salir para hacer su estación, lo hicieron
porque el martes «se les comunicó una orden del rey José en que se mandaba que las
que pudiesen salieran porque el rey quería verlas». Realmente, Sevilla bien valía una
Semana Santa.[992]
En su viaje de primavera por Andalucía, antes y después de su salida de Sevilla,
José Napoleón quedó encantado de aquella parte de su reino, que tanto debía
recordarle su feliz reinado de Nápoles. En toda la Andalucía que visitó, hasta las
orillas de la bahía de Cádiz, «fue recibido en todas las ciudades y villas del tránsito
con las mayores demostraciones de júbilo […] y de todas partes acudían
diputaciones», dirán sus ministros Azanza y O'Farrill.[993]
Al día siguiente de su llegada a Ronda, el rey concedió el indulto a un monje
cogido con las armas en la mano. Según el general Clermont-Tonnerre, su acogida
fue tan entusiasta que los vecinos de la ciudad «por todos sitios se precipitaban a su
paso, besándole las manos, los pies, los vestidos». Las mujeres, a su vez, «lloraban de
alegría y lanzaban interminables vivas».[994] Escenas parecidas que se repetían en
muchos de los lugares por donde pasó el rey.
Según el general Bigarré, la entrada del rey José en Málaga fue aún más brillante
que en las demás ciudades de Andalucía.[995] Pero, según otros testimonios, lo mismo
ocurrió en muchos otros lugares, mayores o menores, por donde pasó o donde,
sencillamente, fue aclamado como rey.[996] A todos ellos llegó la voluntad
regeneradora del rey expuesta en la Constitución de Bayona, que organizaba los
diversos reinos de la monarquía como si se tratara de una nueva república
monárquica, porque era necesario hasta «hacer desaparecer los nombres y las
instituciones antiguas para uniformarlas al sistema constitucional», de acuerdo con
uno de los hombres de José.[997]
En Granada dio órdenes para la pronta reparación de La Alhambra, antiguo
alcázar de los reyes nazaríes. Y quiso terminar de una vez el palacio imperial de
Carlos V, donde soñó con permanecer hasta tres o cuatro meses, a pesar de los brotes
de resistencia existentes en las montañas.[998] En todo el antiguo reino de Granada la

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adhesión al rey fue sorprendente.[999] Nombrado por José comisario regio, don
Andrés Romero Valdés llegó a decir que estaba decidido a sacrificar por el rey y su
causa «mis bienes, mi salud y si es necesario mi existencia». Conseguida la confianza
del general Sebastiani, el comisario se lanzó a trabajar por el rey, y por el
«patriotismo bien entendido».[1000]
En las poblaciones más numerosas escenas como éstas se hicieron frecuentes. En
algunos casos se han conservado las cartas de felicitación y enhorabuena al rey que
sus habitantes dirigieron a las autoridades recién constituidas.[1001] Ante el
entusiasmo de la acogida, los propios soldados de José parecieron olvidar que se
encontraban en guerra.[1002] Todavía un siglo después, en vísperas del primer
centenario de la Guerra de la Independencia, un autor granadino hablará de la
«entrada triunfal de Pepe Botella en Granada».[1003] Verdaderamente, los días que el
Intruso viajó por Andalucía, desde la batalla de Ocaña hasta el retorno a Madrid en
mayo de 1810, fueron los más grandes de su reinado en España.

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VII
YO, EL REY

Después de la conquista triunfal de Andalucía, José Bonaparte se sintió más que


nunca rey de España. Ha conocido, de norte a sur, el reino. Cree conocer ya a sus
súbditos. Su experiencia política le persuade de que, con habilidad y prudencia, a
pesar de las dificultades que se le presentan, y de las que es perfectamente consciente,
la corona está garantizada. Más que nunca siente la necesidad de reinar. Ha hecho
suya la ilusión de que los españoles esperan de su reinado toda su felicidad. Piensa
cumplir con el juramento que hizo al hacerse cargo de la corona: «[…] observar y
hacer observar la Constitución, conservar la integridad y la independencia de España
y de sus posesiones, respetar y hacer respetar la libertad individual y la propiedad,
gobernar sólo con miras al interés, la felicidad y la gloria de la nación española».
Durante su reinado, a pesar de las desdichas y sinsabores que le proporcionó su
imposible monarquía, no dejó de saborear sus mieles, y aferrarse a ella en cualquier
ocasión. Pareció olvidar su infancia precaria y su pasado republicano. Se encariñó
con el oficio de rey. Su hermano Napoleón, a quien debía el trono de España, no llegó
a comprender cómo José parecía ponerse de parte de los españoles más que de la
suya. Así, mientras para el emperador España no era más que una pieza del tablero
imperial, para José se convirtió en su patria. Napoleón llegó a decir de José,
ironizando, que éste se había llegado a convencer de que «el emperador había
usurpado a su hermano mayor la sucesión del rey, nuestro padre».[1004]
En buena medida, la tragedia de José consistió en la historia de un hombre, hijo
de la Revolución, y de profundas convicciones republicanas, que fue nombrado rey
de una de las monarquías más grandes, y al mismo tiempo, arcaicas de Europa. Un
hombre que creyó ser rey para siempre, que quiso actuar de forma cada vez más
distante e independiente del emperador. Un hombre que luchó denodadamente por
modernizar su reino. Que pensó, en fin, atraerse al pueblo reinando
constitucionalmente.
Adoptando la firma tradicional de los reyes de España —«Yo, el rey» José quiso,
efectivamente, reinar de otra forma, acorde con los nuevos tiempos. Creyó que
todavía era posible regenerar España. Fue más optimista que todos sus ministros y
hombres de confianza, que llegaron hasta a aconsejarle reiteradamente la abdicación.
Quizás nadie percibió que, al levantar «el telón del sur», como escribió años después
Chateaubriand, al rey su reino le gustó más de lo que cabía imaginar: el sol de
Andalucía, las palmeras del Guadalquivir «que nuestros granaderos saludaron
alzando las armas»… O sencillamente la posibilidad de ejercer el oficio de rey de
otra forma. Tarea en verdad harto difícil, porque, para sus súbditos, «[…] nada era

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más imponente que estas arquitecturas sagradas y sombrías, de fe inquebrantable, de
aspecto altivo, de taciturna experiencia».
Quienes le conocían no dejaron de sorprenderse por la actitud cada vez más
protocolaria y fatua del rey, que había trocado la sencillez republicana anterior por
sus nuevas prerrogativas reales. En su primera proclamación como rey de España,
firmó como «Yo, el rey» (11 de junio de 1808). Y al hacerlo tomó buen cuidado en
firmar como Carlos V, incluyendo todos los títulos a los que le daba derecho la
corona de España, comprendidos los de rey de las Indias Orientales y Occidentales,
archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante, de Milán, conde de
Habsburgo y Tirol…A los cortesanos no les pasó desapercibido cómo su hermano, el
emperador, manifestó su descontento al ver cómo Borgoña quedaba anexionada a
España de alguna manera.
Orgulloso en el fondo de ser el rey de una de las monarquías más grandes del
mundo, quiso ofrecer a su augusto hermano, como un regalo muy especial, una
colección escogida de pintura española. Era su deseo —así rezaba el decreto— verla
colocada en una de las salas del Museo Napoleón, que se formaba en París, en donde
«siendo un monumento a la gloria de los artistas españoles, servirá como prenda de la
unión más sincera entre ambas naciones».[1005] Un inventario posterior dará ideas de
las obras preferidas por el rey, y de sus autores: Rubens, Tiziano, Velázquez y Durero,
entre otros.[1006]
Sobre los deseos de José, y al mismo tiempo su sinceridad, de querer ser un buen
rey no cabe la menor duda. El historiador americano Gabriel L. Lovett ha hablado del
«patriotismo español de José», que en absoluto fue «un engaño ni una actitud
afectada para inducir a los españoles a colaborar con Francia». Para este historiador
era perfectamente «sincero cuando expresaba su deseo de ser un verdadero monarca
español».[1007] «En España —reconocerá el propio rey— tengo obligaciones que me
dicta la conciencia. No las traicionaré».[1008]
Sabedor de la titulatura de los reyes de España, así como de la controversia
suscitada sobre cuáles debían ser las divisas de los sellos reales, monedas, banderas y
otros objetos, José Napoleón I fue, propiamente, el primer rey con un moderno
concepto territorial de sus estados.[1009] Y como tal va a ser el primer rey de España y
de las Indias. A pesar de que muy pronto se va a dar cuenta de sus limitaciones, que
en un momento determinado parecen ser más insuperables por la actitud de su
hermano que por la de los insurgentes.[1010]
El nuevo rey quedó sorprendido de que hasta entonces no hubiera existido, como
tal, un escudo de armas, tal vez porque España no se vio reunida «en cuerpo de
nación» hasta el reinado de Carlos V. Pero este monarca —como le explicó su
consejero de Estado, el historiador Llorente— «no proyectó escudo de armas alusivo
a la España». Se contentó, simplemente, con poner las divisas principales de las
coronas de Castilla, León, Aragón, Navarra y Granada, considerando a todos los otros

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reinos como parte de ellos desde la Reconquista. Razón por la cual «ninguna de todas
estas divisas significaban la España».[1011]
El nuevo rey fue consciente desde el primer momento de la conveniencia de
«crear espíritu nacional en lugar de provincial». Ante el nuevo escudo de gules o rojo
con dos columnas de plata, una en la diestra con el hemisferio del mundo antiguo, y
la inscripción Non plus ultra…discutido en la Asamblea de Bayona, y propuesto al
rey, éste, usando de su derecho, según Llorente, añadió un sexto cuartel en el que
colocó al reino de Granada. Idea, al decir del historiador, «hija de la ignorancia,
porque Granada es Castilla, como Jaén, Córdoba, Sevilla, Murcia y Toledo, reinos
antiguos»; y contraria a las reglas heráldicas que no permiten la partición de los
escudos en seis cuarteles. Pero, comoquiera que fuese, según el historiador, la
sugestión del rey fue «disculpable porque perpetuaba la memoria de la extinción de
los reyes moros de España».
Convertido Llorente en el mejor asesor del rey para los asuntos históricos de la
vieja monarquía que quería regenerar, el historiador, para agradar a su real persona de
una forma no poco oportunista, acometió —conociendo sin duda la afición del rey
por el género trágico—[1012] la redacción de una tragedia titulada Eurico, la historia
de un rey visigodo, en que aparecían trazos biográficos comparables a los de José
Bonaparte. La obra, según su autor, contenía «un argumento muy a propósito para las
circunstancias del tiempo y del estado en que se hallaban los negocios políticos de la
España».[1013]
Hermano y sucesor de los derechos de Teodorico, el nuevo rey había pasado el
Pirineo el año 466, tomando «a viva fuerza» las ciudades de Pamplona, Zaragoza,
Tarragona, Barcelona y otras de Celtiberia, que se defendieron «vigorosamente»
diciendo no querer otro soberano que al emperador Antemio. A pesar de la oposición
que habría de encontrar en su nuevo reino, Eurico dominó finalmente Celtiberia.
Entró en una ciudad llamada Mantua, que muchos decían haber sido la que después
sería Madrid. Reinó «en casi toda la España; fue el primero que gobernó por leyes
escritas». A pesar de ser arriano y no católico-romano, fue tenido por buen rey, sabio
legislador y primer monarca español de la dinastía gótica.
En su tragedia, que tanto presagia la del rey José, el historiador recreó la
capitulación de Mantua, y la preparación del ornato público para la entrada de Eurico.
En su diálogo manifestaba «el estado de la divergencia de las opiniones acerca de
resistir o no a los ejércitos godos, y los verdaderos motivos que se ocultaban bajo el
velo de otros aparentes». Al entrar, finalmente, en la capital, a Eurico le juraban
fidelidad el clero secular, el clero regular y la nobleza, después de manifestar «los
principios sobre los que proyectaba establecer su gobierno». Tras la consiguiente
intriga amatoria y conspirativa, Eurico perdonaba a sus enemigos, y terminaba
diciendo que «más quiero ser amado que temido».[1014] Tal era el argumento de la
tragedia literaria de Eurico. La tragedia de José Napoleón I —la historia de un
republicano convertido en rey de España— estaba aún por decidir.

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Un rey sin reino
A pesar de las «benéficas» disposiciones del rey dadas en Sevilla y a su regreso a
Madrid, el Intruso siguió siendo rechazado. Sus generales siguieron cometiendo
desafueros. La puesta en práctica de la desamortización levantó ampollas en el clero
y en el pueblo.[1015] El gobierno patriota refugiado en Cádiz después de la caída en su
poder de Sevilla le hizo frente cada vez con mayor osadía y determinación. «Tomada
Cádiz, sometida Valencia, España entera lo será también», le escribió
ilusionadamente a Napoleón tras la caída de Sevilla en febrero de 1810.[1016] Pero la
resistencia se complicó. Y José nunca pudo entrar victorioso en Cádiz, ni reinar como
pensaba en su reino.
Un problema nuevo vino a complicar sobremanera los deseos del rey. Por un
decreto imperial de 8 de febrero de 1810, cuando José se encontraba en Andalucía, el
emperador decidió segregar del reino de su hermano, y sin contar con éste, las
provincias españolas de la izquierda del Ebro lindantes con Francia. La inoportunidad
del decreto no podía ser mayor. Era evidente que Napoleón, celoso en el fondo de los
laureles de su hermano, quería imponer límites a sus éxitos. A todo trance quería
sacar partido del avance arrollador de José, sin ser consciente de sus dificultades ni de
la reacción política que una medida como aquélla podía significar en la pacificación
del reino.
La actitud de Napoleón invalidaba por completo los argumentos que el rey
empleaba para atraer a su bando a los naturales de la Península, pues para él el
enemigo común era el inglés, que bajo la amenaza de una fingida asistencia, escondía
el designio de apoderarse del comercio español y del de las Indias, mientras que, por
el contrario, nada se había de temer de los franceses. Con un golpe como aquél, de
consecuencias insospechadas, Napoleón destruía el resultado de tantos esfuerzos.
Pocos días antes, una carta del emperador a su mayor general para el ejército de
España, Berthier, indicaba su malestar por los enormes dispendios de la aventura de
España.[1017] Por este motivo no vio mejor manera de resarcirse de tantos gastos que
incorporar al Imperio aquella parte del reino de su hermano. Por ello resolvió
establecer cuatro gobiernos particulares en Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya,
bajo la dirección directa de los comandantes militares franceses de dichas provincias.
Una orden, por cierto, que suscitó expectativas en no pocos intrigantes nacionales,
que mostraron sus preferencias antes por el emperador que por el rey.[1018]
Los gobernadores nombrados fueron el mariscal Augereau para Cataluña, el
general Suchet para Aragón, el general Dufour para Navarra y el general Thouvenot
para Vizcaya. Todos los ingresos recabados en estas provincias, producto de las
imposiciones ordinarias y extraordinarias, se recaudarían directamente en las arcas
del ejército ocupante. Los gobernadores nombrados tendrían a su cargo la

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administración de la policía, de la justicia y de las finanzas, todo lo cual dependería
directamente del propio emperador.[1019]
A su ministro de la Guerra, duque de Feltre, le mandó que ordenara a Augereau
que se dirigiera a Barcelona. «Hacedle saber —le decía— la entrada de mis tropas en
Sevilla, Murcia y Granada…Le participaréis también que si las comunicaciones
estuviesen abiertas [siempre estuvieron interrumpidas las comunicaciones directas de
Cataluña con la Corte, desde que principió la guerra] debe entenderse con Madrid,
pero no forma parte del ejército de España, debiéndose aún establecer una
administración provisional en dicho país; hacer enarbolar en lugar del español, el
estandarte francés y el catalán, y no sufrir ninguna clase de comunicación entre los
habitantes y el rey José. Ni el rey ni sus ministros no tienen nada que ver con
Cataluña».[1020]
Napoleón actuó por completo a espaldas de José. Al darle a Suchet las órdenes
pertinentes para la incorporación a Francia de Aragón, Berthier, cumpliéndolas, se las
reitera: «Esta carta, conde Suchet, es estrictamente confidencial». Al darle las
órdenes a los nuevos gobernadores, el emperador sabe, y así lo manifiesta, que las
medidas que se van a llevar a cabo no van a ser «agradables a los ministros del rey».
[1021] Menos todavía lo serán para el rey, que difícilmente podía aceptar la

desmembración del reino de aquella forma. A todo lo cual se añadía, por si todo ello
fuera poco, la orden que el emperador enviaba a los generales Thiébault, Bonnet,
Kellerman y Massena, por la cual, aun dependiendo de su hermano, podían absorber
para sus tropas los réditos de las regiones que ocupaban.[1022]
La impresión que en los medios próximos a José produjo el decreto de Napoleón
fue demoledora. Según el embajador Laforest, el «gobierno real» quedó muy
afectado, pareció «agitarse mucho», mientras circulaban rumores «contra los hombres
cuya incuria, equivocadas concepciones políticas y lenguaje imprudente» habían
determinado al emperador a llevarle a este extremo.[1023] El embajador constató la
consternación sufrida por los ministros de José cuando les anunció que la decisión del
emperador era irrevocable. El ministro Azanza, en un oficio al embajador, le dijo que
si la voluntad del emperador se cumplía, «será imposible ya en España cualquier
ordenación, bien sea económica o política, quedando el rey José completamente inútil
para su pueblo, y anula por entero su autoridad»».[1024]
Según el testimonio de lord Holland, que le refirió en una conversación el general
Sebastiani, cuando el rey se enteró de la decisión del emperador, aquél encontró al
rey en estado de desesperación, «verdaderamente con lágrimas en los ojos». José
pidió al general que intercediera a favor suyo cerca de su hermano. Meses después,
encontrándose en Granada, Sebastiani fue sondeado por un agente confidencial del
rey con la finalidad de llevar a cabo una negociación separada de paz entre España e
Inglaterra a espaldas de Napoleón y del gobierno francés.[1025]
Parecía inminente, después de tantos esfuerzos, la conquista del reino con la
pacificación de Andalucía, y José se encontraba que, de la noche a la mañana, perdía

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las provincias del norte por voluntad de su hermano. Según el historiador Mercader,
con aquel decreto Napoleón propinó un «golpe mortal» a toda la actividad política
desplegada por el rey José hasta entonces. Su confidente fidelísimo Miot volvió a
aconsejarle la abdicación. «Escoged —le dijo cuando se encontraba en Málaga— la
oportunidad favorable de reparar a los ojos de Europa vuestra causa, y de arrojar
sobre su verdadero autor la responsabilidad de vuestras desgracias». «Éste es —le
dijo— el único partido que podéis tomar, y debéis emprenderlo con prontitud. Os
abre un camino agradable para salir de un país sobre el cual vuestra presencia parece
atraer tantas calamidades…».[1026]
Después de una campaña brillante, con la cálida acogida del pueblo andaluz, le
dijo Miot, «todo viene a confluir para dar a vuestra retirada un carácter respetable,
una razón de moderación». Pero el rey actuó con prudencia, dando prueba de un
control de sí mismo que sorprendió a los hombres de su entorno. De esta forma, dirá
el propio Miot, «nos dormimos nuevamente todos en una atmósfera de aclamaciones
y de multitud».
Por su parte, José actuó con gran habilidad. Decidió enviar a París un embajador
extraordinario que negociase la revocación del malhadado decreto del 8 de febrero de
1810. El pretexto fue la comunicación que Napoleón había hecho a José de su
próximo matrimonio con la hija del emperador de Austria.[1027] De esta forma, por un
decreto real firmado en Granada el 24 de marzo, José destinó a su ministro Azanza,
encargado provisionalmente del despacho de Negocios Extranjeros, para dicha
comisión, para lo cual fue nombrado entonces duque de Santa Fe».[1028]
Según el embajador Laforest, Azanza partió para París con una escolta de 150
soldados de infantería y un pequeño destacamento de caballería, con «una suerte de
fanatismo…por la independencia e integridad de su patria».[1029] El 16 de abril
Azanza partió de Madrid con la misión especial de entrevistarse con el emperador.
[1030] Le acompañaba en la misión su yerno Deslandes, fiel secretario particular del

rey, portador de una carta para la reina Julia en la que le pedía que sondeara a
Napoleón sobre cuáles eran en verdad sus intenciones sobre España.[1031]
Mientras tanto, e ignorando el decreto del emperador, José, trabajando
intensamente con sus ministros durante su estancia en Andalucía, llevó a cabo su
reorganización administrativa, provincial y local, para la totalidad del reino. Por un
decreto del 17 de abril de 1810, adoptando el modelo francés, José Napoleón I dividía
su reino en 38 prefecturas, en las que se incluían las provincias de la izquierda del
Ebro. Sus ministros prefirieron la denominación de prefecturas en vez de la de
departamentos. Dependiendo del Ministerio del Interior, a los prefectos se les
otorgaban grandes atribuciones en materias de control de las municipalidades locales,
fomento de actividad económica provincial, supervisión de rentas públicas y repartos
impositivos, así como seguridad general en asuntos de fuerza militar o policía
general.[1032]

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Ante la eventualidad de ser un rey sin reino, que quedaba a merced de la voluntad
del emperador, José se apresuró a proponer su propio modelo de administración, sin
contar con el hermano. En otro decreto complementario, dividió el reino en 15
divisiones militares, englobando cada una dos o tres prefecturas. Y llegó incluso a
proponer otra cosa mucho más sorprendente: la convocatoria de Cortes, «que han de
celebrarse en el presente año de 1810», como la mejor forma de contrarrestar tanto la
voluntad despótica de su hermano como la política de los patriotas de Cádiz.[1033]
Una cuestión, ésta de la representación nacional, que el propio José volvió a abordar
en agosto de 1811,[1034] y en mayo de 1812, después de haberse proclamado «la
Pepa».[1035]
Al regresar de nuevo a Madrid el 13 de mayo de 1810,[1036] las relaciones del rey
con el emperador no podían ser más tirantes. Por un decreto imperial del 17 de abril,
Napoleón había nombrado al mariscal Massena, príncipe de Essling, comandante
superior de la Alta España, al frente de un ejército —el de Portugal— de 70 000
hombres. José protesta ante su hermano también por los desafueros cometidos por el
mariscal Ney en la provincia de Ávila. «El tiempo ilustrará a S. M. —le dice a su
hermano pero, en cualquier caso, V. M. no puede querer que su hermano, cualquiera
que pueda ser, sea humillado e insultado».[1037] Pero, por si ello fuera poco, el
emperador, por un decreto del 29 de mayo de 1810, añadió a los cuatro gobiernos
particulares de la zona del Ebro un quinto gobierno centrado en Burgos, y un sexto
con residencia en Valladolid.
Por su parte, el ministro Azanza, en misión especial en París para entrevistarse
con el emperador sobre el asunto de la repartición del reino, veía pasar los días y las
semanas sin conseguir ser recibido. Y aunque manifestó su impaciencia a
Champagny, ministro de Relaciones Exteriores, para conseguir una audiencia, ésta se
fue prolongando sine die, a pesar de haber asistido al levé del emperador alguna vez,
siendo saludado por Napoleón «con bastante agrado».[1038]
Mientras duraba la espera, Azanza se entrevistó con el ministro francés de la
Guerra, duque de Feltre, con quien habló acerca del Regimiento José Napoleón I,
formado a base de ex prisioneros españoles. Ante la eventualidad de su traslado a
otros destinos (Lyon, Amberes o la costa de Génova), el ministro español trató de
convencer al francés de la conveniencia de conducirlos a España, porque ello «sería
muy político». Frente al temor de que tales cuerpos conducidos a España pudieran
desintegrarse rápidamente, Azanza replicó que «estaba en la creencia de que ya no
estamos en tiempo de tener este recelo», y propuso apoyar esta opinión con informes
del mariscal Soult.[1039]
El 20 de junio de 1810, en carta al rey, el ministro Azanza le daba cuenta de cómo
pasaba el tiempo y su hermano no le recibía. Según le decía al rey, notaba que cada
día que pasaba, sin embargo, había «menor malhumor con nosotros…Por fin ya me
hablan, y me ponen en ocasión de hablar», le decía. A José le daba noticias
interesantes que corrían por los mentideros de París sobre el gobierno de José. Así

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muchos consideraban el gobierno español…como «antifrancés». Además se daba la
peculiar circunstancia de que, al parecer, quien atraía más el odio de todos los
ministros de José era el difunto conde de Cabarrús. «Creerá Vuestra Majestad —le
dirá el ministro al rey— que algunos políticos de París han llegado a decir que en
España se preparaba una nueva revolución muy peligrosa para los franceses; es, a
saber, que los españoles unidos a V. M. se levantarán contra ellos». A lo que añadía el
ministro: «Considere V. M. si cabe una quimera más absurda y cuán perjudicial nos
podría ser si llegara a tomar algún crédito».[1040]
Tratando de sacar conclusiones de la actitud del emperador respecto de España, el
ministro se permite tranquilizarlo diciéndole que, aunque parecía «indubitable el
deseo de unir a la Francia las provincias más acá del Ebro», esto no era todavía cosa
resuelta, «según el dictamen de algunos, y se deja pendiente de los sucesos
venideros». Y agregaba el ministro: «Juzgo, Señor, que por ahora nada quiere de
nosotros el emperador con tanto ahínco, como el que no le obliguemos a enviar
dinero a España».
Por fin, el 19 de julio Azanza recibió una carta del ministro Champagny en la que
le mostraba su deseo de hablar con él. Utilizando un tono confidencial, le dijo, sin
embargo, «que deploraba que el rey de España abandonase las directrices de Su
Majestad Imperial, al mismo tiempo que le reprochaba la excesiva indulgencia con
los insurgentes, la ilusoria sumisión de las provincias, la escasa diligencia en
concurrir al sostenimiento de las fuerzas francesas y el mal empleo de los fondos
acopiados. Y añadía Champagny: "el emperador se ha sentido vivamente ofendido
por muchas de las expresiones de las cartas del rey, en las que amenaza abandonar su
corona"».
Para intimidar al enviado de José, el ministro francés llegó a decirle que «sería
muy fácil (al emperador) de hacer volver a España al príncipe de Asturias Fernando,
el cual se prestaría sin duda a cederle las provincias que convinieran en las
condiciones que se quisiera imponerle». A ello respondió Azanza: «Deseamos al
menos que nos guarden las formas. Seremos buenos aliados. Por esta única ventaja
Luis XIV hizo la guerra contra una gran parte de Europa durante siete años, y con la
finalidad exclusiva de afirmar un príncipe de su dinastía en el trono español». El
precedente de la Guerra de Sucesión de cien años antes era de nuevo sacado a relucir.
Pese a la existencia del embajador oficial en París, duque de Frías, y de la
estancia en la capital del ministro Azanza, el rey José decidió despachar a otro
ministro suyo a París, al marqués de Almenara, muy bien relacionado con las
principales personalidades de la capital.[1041] Como el emperador amenazaba con
restituir a Fernando el trono de España, el marqués llevaba el encargo de decirle que
al rey José «esta resolución le sería muy agradable». En un momento determinado
podía decirle, igualmente, que el de España estaba decidido a seguir el ejemplo de su
otro hermano Luis, rey de Holanda, quien en solidaridad con los intereses de sus

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súbditos por los perjuicios del bloqueo continental, presentó su renuncia al trono. Y
Holanda fue anexionada al Imperio.
A diferencia de Azanza, el marqués de Almenara fue admitido en pocos días en
presencia del emperador. Ahora bien, antes de entrar en su gabinete, fue advertido por
el duque de Frioul de que lo recibiría personalmente, pero que «no hablaría de los
asuntos de España». Tal era su humor, según le dijeron al marqués, que todos le
aconsejaron que entregase la carta de su hermano, «sin entrar en materia alguna».
Tres horas duró la entrevista. Según el ministro, que años más tarde dio su versión del
encuentro en descargo propio, éste, en nombre de José, le pidió renunciar a cualquier
parte del suelo español, la total retirada de los empleados franceses, la supresión de
los gobiernos militares, así como su consentimiento para que pudieran convocarse
unas Cortes en Madrid, llamándose incluso a la misma reunión a los diputados de la
España «insurgente», que precisamente entonces iban a congregarse en Cádiz.[1042]
Recibido al fin Azanza por Napoleón, los dos ministros españoles llevaron a cabo
la negociación con Champagny. Fue imposible disuadir al ministro del emperador de
prescindir de sus pretensiones españolas. Tuvieron que contentarse con recortar éstas,
y ceder las provincias separadas por el Ebro, con exclusión de Vizcaya y sus minas de
hierro. Procurando el mal menor, los dos embajadores consiguieron para el rey José
que se admitiera la exclusividad de su soberanía y que la totalidad de los tributos
recayeran en las cajas del gobierno español. También pidieron que se concediera al
rey José el título de lugarteniente del emperador, con el mando supremo de los
ejércitos imperiales en España.

Los correos enviados por Azanza a José fueron interceptados por los guerrilleros. Y
los despachos fueron publicados por los periódicos, con gran bullicio, no sólo de los
patriotas, sino de toda Europa. El ministro procuró negar la autenticidad de los
despachos interceptados. Pero no fue posible evitar el escándalo.[1043]
Al regresar Almenara a España, Napoleón le dio la última palabra: «El rey (José)
debe pagar el prest de las tropas; las provincias deben alimentarlas y vestirlas; el rey
mandará los jefes de todos los ejércitos y podrá destituir los generales que no se
conduzcan bien. Convocará Cortes en Madrid, verificada la conquista de Portugal, y
no me quedaré con un pie en tierra en España y desde luego haré retirar todos los
empleados franceses. Es también necesario que se ocupe de arreglar el presupuesto de
forma que quede una suma para ir reembolsando a Francia lo que ha suplido desde
que entró el rey en España; y no se olvide, sobre todo, que debe la corona a Francia».
[1044] Ante la defensa de su reino y la obcecación de los ministros del rey en defender

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sus derechos, Napoleón está decidido a ejercer sin contemplaciones sus derechos de
conquista.

El rey en París
En una carta a la reina Julia, a cuyo ascendiente sobre el emperador apela con
frecuencia para que adopte una actitud «moral» distinta, José le dice que desde la
institución de los gobiernos militares en la primavera de 1810, «la opinión ha
cambiado: los franceses son considerados enemigos encarnizados, y en todas partes
se les mata…».[1045] Los funestos decretos del emperador del 8 de febrero de 1810
han ejercido unas consecuencias nefastas sobre su reinado. Por si fueran pocos los
problemas creados por la resistencia de los insurgentes, la política del emperador ha
puesto en muy difícil situación la actitud del rey, lo mismo ante sí mismo como ante
sus ministros, sus partidarios y sus súbditos.
Ante esta situación, una vez más, el fiel Miot vuelve a aconsejarle el abandono de
la partida. La tensión es extraordinaria. Los acontecimientos sobrevenidos desde su
llegada a España, sin contar los vividos como rey de Nápoles, lo han puesto en una
situación de abatimiento. La reina procura disculparle ante el emperador: José está
enfermo. Alarmado por su deseo de regresar a París, Napoleón ha encargado al
embajador Laforest que el rey debe quedarse en España por todos los medios.
Decididamente, el emperador desea que reine, pero en beneficio del sistema imperial.
Aunque lo que en el fondo necesita es que se le muestre «más confianza».[1046]
Mientras tanto, parece que los problemas se han ido complicando y agravando, a
pesar de que el rey, desde la vuelta de Andalucía, está decidido a ganarse al pueblo en
la capital del reino, acudiendo a las grandes representaciones, usando costumbres
castellanas, estimulando corridas de toros, o asistiendo devotamente a misa mayor,
revestido de traje azul. Al tiempo que en el Consejo prepara un sinfín de decretos
sobre nombramientos, organización de la Guardia Cívica, arreglo del Tesoro Público
o reestructuración del sistema de las prefecturas.[1047] Particularmente ingratas fueron
las desavenencias del rey con el gobernador militar de Madrid, general Belliard.[1048]
A todo lo cual se unía la difícil situación económica por la que pasan la capital y
el reino entre 1811 y 1812, el «año del hambre».[1049] Hasta el punto de que el día de
San José, festividad del rey, no hubo espectáculo ni revista militar, sino simplemente
una corrida de toros. Tampoco tuvo lugar el Carnaval. La desolación del rey es tan
grande que a la reina Julia le confiesa una y otra vez su deseo de abdicar. Como no
puede hacerlo desde España, piensa salir en secreto de la Península sin el
conocimiento de su hermano. Al final, un acontecimiento nuevo, el nacimiento del
hijo del emperador, el rey de Roma, le dio una oportunidad extraordinaria para
justificar su salida. En una entrevista de tres horas con el embajador, éste quedó

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convencido de la conveniencia del viaje del rey a París, ante la necesidad de tener al
corriente al emperador de los asuntos del reino. Al anochecer de aquel mismo día 29
de marzo de 1811 fue anunciado en Madrid con una salva de 101 cañonazos el
nacimiento del rey de Roma.[1050]
El rey le escribe al emperador felicitándole por el acontecimiento, y anunciándole
su marcha. José celebró con la mayor ampulosidad el feliz suceso. Dio una recepción
en el Palacio Real, a la que concurrieron el cuerpo diplomático, el Consejo de Estado,
los generales y oficiales de la guarnición, los de la Guardia Cívica así como los
miembros de los tribunales y demás personas de distinción. A pesar de las
dificultades económicas, el rey y el embajador celebraron la gran noticia con
recepciones y fiestas ininterrumpidas a lo largo del mes de abril de 1811.
Mientras tanto el rey preparó los detalles de su salida de España para ir a
conferenciar con el emperador, plan que expuso por vez primera en un consejo de
ministros el día 20 de abril. Aseguró que su ausencia sería de breve duración, dos
meses a lo sumo. El general O'Farrill, el ministro secretario Urquijo y el duque de
Campo Alange, designados para acompañarle, no hicieron la menor objeción. Pero no
ocurrió lo mismo con el marqués de Almenara, que expresó sus temores ante una
gestión que no iba gustar al emperador. José replicó a ello que acababa de recibir de
la reina noticias que le obligaban a no retrasar la salida.[1051]
El 23 de abril de 1811, por vez primera desde que entró en el reino en julio de
1808, el rey inicia un viaje al exterior. Le acompañaban el general O'Farrill, ministro
de la Guerra; el duque de Campo Alange, de Negocios Extranjeros; y el ministro-
secretario de Estado, Urquijo. También iban en la expedición los condes de Mélito y
San Anastasio. Según las anotaciones y cálculos del embajador Laforest, la comitiva
salió a las ocho de la mañana del día 23, por lo que él calculaba que llegaría a París
hacia el 10 o 12 de mayo.
La Gazeta de Madrid, al dar cuenta oficial de la partida del rey, declaraba no
saber si la entrevista con el emperador tendría lugar en Vitoria, en Bayona o en París.
Entre los que conocían a José, pocas dudas podían caber que el rey estaba decidido a
no regresar si sus demandas ante su hermano no eran satisfechas. El propio Miot de
Mélito, tan próximo al rey, llegó a dudar que a la comitiva se le permitiera entrar en
Francia, al tiempo que él pensaba que ya no volvería más a España.[1052]
En opinión de Miot de Mélito, todos los males que aquejaban al reinado de José
procedían de un «vicio general del sistema», inherente a los designios del emperador
y a la «repugnancia invencible que la nación le oponía». Mientras que él estaba
convencido —y en el fondo era también lo que pensaba el rey— que «no era
imposible ser rey constitucional de España, conservar la integridad del territorio de
esta antigua monarquía, reinar, en una palabra, no sólo con independencia
administrativa sino poder hacerlo con independencia política. La fuerza sola podía
hacernos mantener, y esta vez ésta estaba en las manos del emperador».

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En Madrid, José dejó constituido un consejo de ministros bajo la presidencia de
Azanza, duque de Santa Fe. Los ministros se reunirían, al menos, una vez por semana
en el Consejo y en la sala destinada a las Secciones del Consejo de Estado. Éste no
podrá reunirse durante la ausencia del rey.[1053] El Consejo informará al rey por carta
cifrada.[1054]
En su viaje, a medida que pasa por las distintas etapas, se difunde ampliamente
por todas las provincias del trayecto una proclama, en la que explica las razones de su
viaje:

«Mi actual viaje a París no tiene otro objeto que conferenciar con
el emperador, mi hermano, acerca de la felicidad de España. Voy a
garantizar su integridad e independencia, sin las cuales no quiero
reinar. Los gobiernos militares son momentáneos y el resultado de
una medida que el emperador ha considerado necesaria en vista de
las circunstancias. A mi regreso convocaré juntas Generales de la
nación en Madrid. Los pueblos las elegirán libremente entre los
hombres íntegros en que España abunda. Haremos una constitución,
aboliendo la de Bayona, como provisional. Enviaremos circulares a
las provincias no sometidas para convocarlas a Cortes. Si quieren
venir a someterse, las tropas imperiales no entrarán en ellas, y
evitarán su ruina. Avisaremos igualmente a las Cortes insurrectas y al
gobierno de Cádiz para que cooperen a esta gran obra».[1055]

El 10 de mayo de 1811 el rey cruzó la frontera con Francia. Apenas pasó por Bayona
cuando le llegó el temido despacho de Berthier en el que, por mandato del emperador,
se le ordenaba no abandonar España. Pero lejos de arredrarse, José sigue adelante,
acelerando incluso el viaje. El 15 de mayo, a las nueve de la noche, llegaba a París. Y
a la mañana siguiente se dirigió a Rambouillet para encontrar al emperador.[1056] La
entrevista debió enfurecer a Napoleón ante la decidida actitud del rey de exponerle la
gravedad de la situación, y, probablemente, su decisión de abdicar. José insistió ante
su hermano en la necesidad de poder actuar como rey sin tantas limitaciones y
obstáculos por parte de París, tanto en la cuestión de las provincias septentrionales
como en la administración imperial de los gobiernos militares. Ante todo pidió ser
reconocido como lugarteniente del emperador en lo militar, con la sumisión de todos
los generales de los ejércitos de la Península Ibérica.[1057]
Las pretensiones del rey no pudieron ser examinadas porque Napoleón salía de
inmediato para Normandía, acompañado de la emperatriz María Luisa. Durante su

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estancia en París, José residió entre el Palacio de Mortefontaine, tan añorado, y el de
Luxemburgo. Probablemente fue deliberado su deseo de consagrarse, por encima de
todo, a su familia. Fue feliz al encontrarse con su esposa, la reina Julia, y con sus dos
hijas. Lo mismo que al encontrar a la reina madre, Madame Leticia, matero regum. A
la reina debió exponerle sus planes e ilusiones, y ésta, muy probablemente, lo
encontró muy cambiado desde su último encuentro en Nápoles. El cargo de rey le
había dado un aire engolado y distante, excesivamente grave y protocolario.
A los pocos días de espera, llegó a Mortefontaine el general Berthier, príncipe de
Neuchátel, y mayor general del ejército, con la respuesta prometida a sus
reclamaciones. El emperador, evidentemente, había recapacitado, y trataba de
complacerle. Pero la respuesta a sus exigencias se daba en términos muy vagos. Por
supuesto, se le decía que se darían las órdenes pertinentes a los militares franceses
para reconocerle como general en jefe. Pero nada se concretaba sobre el mando de las
tropas estacionadas al otro lado del Ebro. Ni tampoco sobre sus prerrogativas como
rey dentro de su propio reino. Porque en éste, José consideraba que tenía que estar
revestido de todos los poderes necesarios para su pacificación?[1058]
Por fin José volvió a encontrarse con Napoleón, a su vuelta de la costa normanda,
el 4 de junio de 1811, en Saint Cloud, pero nada positivo consiguió. Todo se
preparaba para el bautizo del heredero imperial, el rey de Roma, que tuvo lugar en las
Tullerías cinco días después. Miot diría que nunca había visto un despliegue de
pompa y magnificencia como en aquella ocasión.[1059] Varios días después, el 12 de
junio, José volvía a ser recibido por el emperador. Éste consintió que el mariscal
Jourdan, tan amigo de José, le acompañara a su regreso a España en funciones de
mayor general. Al parecer Napoleón no accedió a que tuviera el mando general de las
tropas como él quería.
Varios días después, el 16 de junio de 1811, el rey José iniciaba el viaje de regreso
a su reino, después de volver a ser recibido y despedirse del emperador. Durante toda
aquella jornada, su fiel consejero Miot de Mélito estuvo dudando entre quedarse en
Francia o seguirle a España, después de haberle aconsejado una vez más que
renunciara al trono. Pero temiendo que su desaprobación «acabase por alterar su
amistad, y me tomase más por un censor inoportuno que no por un devoto amigo», le
siguió. Los cortesanos que le acompañaban, como O'Farrill, creyeron que el viaje
había sido todo un éxito. Y el rey mismo se encontró más confiado al entrar en su
reino. Se notó una mayor serenidad en sendos discursos que pronunció en Vitoria y
en Burgos.
The Times de Londres publicó que el regreso del rey José a España era una
ocurrencia que «nosotros apenas esperábamos, al menos tan pronto». A medida que
se adentra en el reino parece hacerse ilusiones de que es más fácil de lo que parece
cambiar el curso de las cosas. Cree que puede disminuir las cargas impuestas a las
provincias para sostener los estados mayores y la doble administración francesa y
española, tanto en lo civil como en lo militar. Piensa, igualmente, que su autoridad va

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a ser reconocida por los gobernadores, de la misma manera que la tranquilidad va a
restablecerse en el reino. Parece estar seguro de que, todavía, puede cambiar «la faz
de este país».[1060]
El consejo de ministros acordó celebrar el regreso del rey a Madrid con el mayor
realce.[1061] A petición del gobierno, el ayuntamiento erigió un arco de triunfo, y
mandó que se engalanaran las casas de la carrera del cortejo. El día 15 de julio, por
fin, en medio de un recibimiento entusiasta, muy distinto de los anteriores, José
entraba en la capital. El ayuntamiento madrileño, presidido por el corregidor, acudió
a la Puerta de San Vicente, donde se había montado el arco. El gobierno en pleno le
aguardó en el Palacio Real, con todos los miembros del Consejo de Estado y jefes y
oficiales de la guarnición, tribunales y altas magistraturas eclesiásticas. La
iluminación de por la noche fue extraordinaria. Al pueblo se le atrajo mediante una
corrida de toros gratuita, haciendo franca la entrada en los teatros durante aquel día y
mediante un deslumbrante «árbol de fuego» artificial.[1062]

La reina
Ausente en todo momento de España y, posteriormente, de América, Julia Clary, la
mujer de José, desempeñó un papel importante en la vida del rey.[1063] Hija de un rico
comerciante de Marsella, José se casó con ella en 1794, en plena Revolución. Su
hermana Desirée a la que José quiso, prometida luego del propio Napoleón, se
convirtió, como mujer del mariscal Bernadotte, en reina de Suecia, dinastía
actualmente reinante en este país. Por José se enteró Desirée bruscamente de la boda
de su hermano con una viuda madura e influyente, la famosa Josefina Beauharnais,
amante de notables políticos de la República.[1064]
El 29 de febrero de 1796 Julia dio a luz al primer representante de la nueva
generación de los Bonaparte, una niña, a la que bautizaron con el extraño nombre de
Zenaida. La madre hubiera preferido imponerle su propio nombre o incluso el de su
suegra, Leticia. Pero José insistió en el nombre, de indiscutible toque oriental, que iba
a utilizar poco después en su novela Moina o la campesina del Monte Cenis, en
donde llamó también Zenaida a la hija de la protagonista.
La primera hija de José murió casi un año y medio después de su nacimiento en
Génova. José se encontraba entonces en la Corte de Parma, donde había sido
nombrado ministro residente, adonde su mujer no le acompañó, precisamente porque
la salud de la niña le inspiraba serias inquietudes. Un correo urgente le avisó de que
la niña había muerto el 6 de junio de 1797. En agosto, Julia le acompañó a Parma, y,
en diciembre, a Roma, a su embajada ante el Santo Padre, donde los esposos llegaron
el 31 de agosto de 1797. Julia contaba veintiséis años.

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Testigo de los acontecimientos luctuosos de Roma, que terminaron con la muerte
del general Duphot —prometido de Desirée, que también se encontraba en la ciudad
— la futura reina de España vio con sus propios ojos la manifestación de
revolucionarios romanos que pedían una república igualitaria alejada del control
papal. Terminada la misión, los esposos volvieron a París, donde José adquirió fama
de ser un hombre rico en virtud del casamiento con Julia Clary.[1065]
Instalado el matrimonio en la grandiosa finca de Mortefontaine, Julia se convirtió
poco después del regreso de Roma en la reina del hogar, mientras corrían rumores de
las relaciones de su marido con algunas de sus amigas, la famosa Laura Regnaud de
Saint Jean d'Angely a la que José encontró en Milán, donde su marido dirigía un
periódico de inspiración francesa, y la actriz de la Comedia Francesa Marda Gros. Su
hermano Napoleón se encontraba en Egipto, y desde allí le escribía a José,
encareciéndole que le hiciera «menos infidelidades» a Julia, que no lo merecía. «Es
una buena esposa, procura que sea dichosa», le decía.
Por Constant, el ayuda de cámara de Napoleón, se hizo pública posteriormente la
aventura que José mantuvo con una joven de Dunquerque, muy bella y bien dotada
para la música y el amor, de nombre Madame Fagan, que usaba la «táctica» de dar
celos a todos sus pretendientes. Entre éstos se encontraban, aparte de José, el mariscal
Soult, los generales Saint-Hilaire y Andreossy, además de otros importantes
personajes. Sus preferencias por José —cuando la joven normanda hacía con José «el
viaje a Citerea»— puede que explique al final la rivalidad del mariscal con éste,
manifiesta durante la conquista de Andalucía.[1066]
El 8 de julio de 1801 nació la segunda hija de la pareja, y José insistió en llamarla
Zenaida, como la malograda primogénita. Un año después, el 31 octubre de 1802,
Julia dio a luz otra niña, a la que impusieron, en recuerdo del padre de los Bonaparte,
el nombre de Carlota. La falta de un hijo varón le ocasionó una gran desolación. A
partir de entonces, la vida de Julia corre pareja a la ascensión de José. Después de la
elevación de Napoleón al trono imperial, Julia Clary quedó convertida en princesa
heredera del Imperio, con tratamiento de Alteza Imperial.
Julia desempeñó un papel destacado en la familia imperial. Era la esposa de José,
el primogénito de los hermanos Bonaparte.[1067] Y la familia siempre respetó la
tradición corsa, según la cual el hijo mayor era el jefe del clan. En el famoso cuadro
de David sobre la «coronación», Julia, baja y menuda, se halla en primer plano entre
las altezas imperiales. Por otra parte, el rey siempre estuvo encantado de sostener
correspondencia con mujeres, desde su madre o su cuñada Josefina, a sus hermanas,
su cuñada Desirée, o las esposas de generales.[1068] Su correspondencia amorosa es
abundante.[1069]
Designado José rey de Nápoles, Julia se convirtió en reina, aunque tan sólo al
final del reinado de su marido estuvo en el reino. Mientras, el marido, aprovechando
la ausencia de su mujer, tuvo apasionados romances. El primero con Elisabeth
Dozolle, viuda de un oficial francés, el capitán Lamy, muerto en combate. De la

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relación nació una niña, que vivió muy poco tiempo. Más apasionada sería la relación
que tendría con la napolitana Julia Colonna, la mayor de los nueve hijos del príncipe
Stigliano, esposa del duque de Atri. De José tendría dos hijos: Julio, que llegaría a ser
teniente de la Guardia Real de las Dos Sicilias y moriría a los veintinueve años,
soltero, y Teresa, fallecida en la infancia.[1070]
Por la influencia del emperador más que por la de su marido, Julia llegó a su reino
con sus dos hijas, en abril de 1808. Su presencia fue bien acogida por los napolitanos,
y particularmente por la nobleza: el príncipe de Angri, la duquesa de Cassano, la
princesa Doria-Avelino, y la marquesa de Gallo. A los pocos días de su llegada fue
presentada a la reina la duquesa de Atri. Pero la estancia de la reina en Nápoles fue
muy breve. El 23 de mayo de 1808 el rey, al ser llamado por Napoleón con toda
urgencia para Bayona, dejó definitivamente Nápoles.
Al salir del reino su marido, Julia ignora que su destino será convertirse en reina
de España. No lo sabrá hasta un mes después, el 25 de junio de 1808. El 7 de julio la
reina, de acuerdo con las instrucciones del rey, abandonó para siempre Nápoles,
donde había estado tan poco tiempo. Desde Nápoles la reina se dirigió a París,
aunque en un principio lo convenido era esperar noticias en Lyon, y desde allí
dirigirse a Madrid. No fue así al principio, ni lo sería tampoco después. Por lo que
Julia Bonaparte, esposa de «Don José Napoleón I», rey de España y de las Indias, fue
la reina ausente de España.[1071]
La reina volvió a dejar el Palacio de Luxemburgo por Mortefontaine, donde el 10
de octubre de 1808 fue cumplimentada por el embajador de España, el duque de
Frías. Quienes la conocieron bien, aparte de destacar su bondad y abnegación,
coinciden en señalar su intuición y buen sentido, con una noción bastante más realista
de las cosas que su marido.[1072]
Así como Julia fue reina de España, su hija Zenaida no fue princesa de Asturias ni
heredera inmediata de la corona de España, de acuerdo con la Constitución de
Bayona. Pues ésta, en su artículo segundo, señalaba que, en defecto de la
descendencia masculina de José, la sucesión volvería a Napoleón, y tras él y sus hijos
varones, a los de Luis, rey de Holanda, o de Jerónimo.[1073] Es decir que, «con
exclusión perpetua de las hembras», la propia reina Julia, a diferencia de su marido,
debió ver lejos la corona de España. Aun cuando en no pocas ocasiones, el rey la
utilizó como su intermediaria ante su hermano.[1074]
Según el testimonio de la duquesa de Abrantes, marsellesa como ella, en los
ambientes parisinos se le llamaba la «reina Julia» para distinguirla de la reina de
España María Luisa, mujer de Carlos IV. Su paisana —que dice haberla estudiado
bien, y haberla contemplado durante largo tiempo en la intimidad de la amistad— la
elogiará en los términos más cálidos y afectuosos como amiga, mujer y reina.
Excesivamente sencilla en sus actos y en sus costumbres —no usaba en absoluto
joyas, «lo que era absolutamente necesario en atención a su rango»—, el emperador
sentía por ella una «profunda estima». Y en cuanto al marido, éste, según la amiga,

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«la veneraba y amaba tiernamente». «Él la amaba como una amiga, como la madre de
sus hijas…».[1075]
El pueblo español supo poco de aquella reina y de aquellas infantas lejanas. No
obstante, la onomástica de la soberana, el 22 de mayo, se celebró siempre
solemnemente, con salvas de artillería. Tampoco se salvó de las sátiras e invectivas
populares. Como El tizón de Francia o crónica escandalosa de la raza imperial de
Buonaparte y de su corte, traducido del implacable Goldsmith, no decía nada de la
reina de España, su traductor añadía a pie de página: «Es de advertir que Madame
José es efectivamente una mujerzuela».[1076]
La ausencia de la reina propició que José diera rienda suelta a sus pasiones
amatorias. Es curioso, sobre este particular, que el pueblo español, que le motejó de
tuerto, borracho y de tantos otros vicios tan ofensivos como irreales, no lo tachó de
mujeriego, a pesar de que a ojos vista —algunos de sus generales lo comentarían
profusamente— se ocupaba excesivamente de las mujeres mientras desempeñaba el
oficio de rey.[1077]
No pocos fueron los amoríos del rey José en España. Quizás el más importante
fue el que sostuvo con la marquesa de Montehermoso, doña Pilar Acedo. El rey la
conoció en Vitoria, al alojarse en su casa. Por derecho propio, era condesa de Echauz
y del Vado. Su marido, el marqués de Montehermoso, don Ortuño de Aguirre Zuazo
—«un hombretón muy ufano de sí mismo, enemigo declarado de la Inquisición, los
frailes y los curas», según Girardin—, al parecer no se dio por enterado.[1078] El
soberano lo premió haciéndolo Grande de España.[1079] Adela Hugo, madre del gran
poeta y mujer del general Víctor, evocará en sus Recuerdos a la hija de la marquesa,
pintada por Goya lo mismo que la madre, en el Palacio Masserano de Madrid.[1080]
Según el marqués de Villaurrutia, tan obseso siempre con las cuestiones de faldas
de los reyes y, tan bien informado sobre este particular, el rey José se ocupaba para
estos menesteres de su ayuda de cámara, un italiano de nombre Cristóbal.
Mandándole como enviado de él, el italiano, con una bolsa de napoleones, cumplía
fielmente las órdenes de Su Majestad. Y así fue como conoció éste a la
Montehermoso en Vitoria, cuando, en realidad, a quien buscaba era a una de sus
criadas, lo que provocó la queja de la marquesa porque «picara el rey tan bajo,
cuando tantas prendas tenía para picar muy alto».[1081]
Habiendo adquirido la casa de la marquesa por 300 000 francos, el rey preguntó a
Girardin si el precio le parecía caro. Y cuando éste le dijo que la casa no valía ese
dinero ni con la marquesa dentro, ello provocó su destierro a París. La marquesa
siguió al rey en el destierro, después del desastre de Vitoria en 1813. Ella era una de
las damas que iba en el convoy que seguía al rey. Lo sorprendente del caso es que
todas estas historias corrieron por Francia cuando José volvió a Europa en 1832, con
la pretensión no lograda de establecerse en París. En los salones parisinos de
entonces, para desacreditarlo frente a los partidarios de los Borbón o de los Orleáns,

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corría la especie (por completo hipócrita, considerando la vida privada de Carlos X)
de que José seguía siendo a coureur de Flles comme il I'etait a Madrid.[1082]
Otro de los amoríos lo tuvo José con doña Teresa Montalvo, una hermosa
habanera, viuda del conde de Jaruco, mujer de belleza apreciada por lady Holland.
[1083] A su muerte, el rey continuó sus amoríos con su hija Mercedes, esposa del

general Merlin. El número de amantes más o menos ocasionales del rey durante la
ausencia de la reina fue amplio: la soprano italiana Fineschi, la mujer de un
importante proveedor del ejército ocupante, de nombre Nancy Derieux, la mujer del
embajador de Dinamarca, la baronesa Burke…Aunque en la correspondencia de José
con la reina, y de ésta con el rey, no se encuentra el menor reproche sobre las
«virreinas» de España.
José encontró a Julia en mayo de 1811, con motivo de su viaje a París. No la
había visto desde los días de Nápoles. Estuvo con ella varias semanas, y no la volvió
a ver hasta su definitiva salida de España en el verano de 1813, después del desastre
de Vitoria.[1084] Fue Miot quien le dio la noticia del desastre del 7 de julio,
encontrándose la reina en Vichy. Definitivamente, Julia Bonaparte había dejado de
ser reina de España.

La «república josefina»
El rey volvió a Madrid en julio de 1811 de su viaje a París, con ilusiones renovadas
para su reino. Un reino que él había concebido desde el primer momento como una
república gobernada por un rey. Ilusoriamente, pensó que una vieja monarquía como
la española podía cambiarse de la noche a la mañana como había ocurrido en Francia
durante la República. «Si tuviese a mi disposición hoy en día —escribió por entonces
al emperador veinte millones de francos y toda la autoridad necesaria sobre los
ejércitos del norte y de Aragón, creo que podría cambiar la faz de este país».[1085]
Pareció recobrar las antiguas ilusiones perdidas cuando escribía a uno de sus
ministros: «Es preciso una inmensa actividad…Abandonad las viejas lentitudes. Un
volcán no se enciende sobre el hielo».[1086]
Desde la reunión de las Cortes gaditanas en septiembre de 1810, la palabra
«república» se había ido extendiendo cada vez más, lo mismo entre los jóvenes
radicales partidarios de las reformas más extremas que entre sus contrarios. El
ministro de la Policía, Arribas, puso en conocimiento de José que en las manos de los
jefes de cuadrillas y guerrilleros de Aragón y Navarra aparecían órdenes recientes
expedidas «en nombre de la República española». Órdenes que en buena parte se
correspondían con la idea fundamental que José tenía desde un principio de gobernar
constitucionalmente la monarquía como si en el fondo se tratara de una república,
como había ocurrido en Francia.[1087]

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Como gobernante, José, con una larga experiencia republicana a sus espaldas, se
hubiera sentido mejor gobernando en una república que en una monarquía arcaica,
llena de limitaciones y prejuicios. «¿Cómo puedo yo actuar con unos ministros —
escribirá al emperador, tener un Consejo de Estado, acordarme de quién soy y del
nombre que llevo…, y vivir aquí como los reyes holgazanes en su claustro, sin tener
como ellos la creencia que les hacía mirar sus humillaciones como cosa meritoria a
los ojos de Dios?».[1088]
La solución republicana a los problemas del reino, tal como podía imaginarlos
José, dada su experimentada carrera al servicio de la República francesa
anteriormente, no era ajena tampoco a las ideas españolas. A ella hizo alusión mucho
antes, en tiempos de la Guerra de los Treinta Años, el famoso político y escritor
Saavedra Fajardo, embajador que fue del rey de España en Roma y después en
Nápoles. Ocupado en continuas negociaciones, recorrerá, por cierto, muchos de los
mismos lugares que José: Milán y numerosas ciudades de Alemania, Francia o Suiza.
Autor de una obra que tituló República Literaria, entre otras de gran reconocimiento,
tampoco dejó de zaherir los vicios que debilitaban en sus días a la monarquía
española: la omnipotencia de los validos, la ruina de la hacienda, los inútiles
dispendios o el hecho indiscutible y fatal de la decadencia del Imperio.[1089]
Se daba la circunstancia de que esta famosa obra, La República Literaria, que
alcanzó diez ediciones en el siglo XVIII, fue lectura de muchos de los hombres de
José. Entre los suscriptores a una de sus ediciones aparecen los nombres, entre otros,
de Estala, Antonio Ranz Romanillos, Francisco Durán, Diego Clemencín, o el mismo
Cabarrús. El anotador de una de las ediciones de la obra, por cierto, aprovechará la
ocasión para atacar a Rousseau y Voltaire por hablar con excesiva libertad en contra
de la monarquía.[1090]
Precisamente con esta finalidad fue extendiéndose por el reino durante el tiempo
de la Revolución la idea de república, a la que José prestó sus servicios en Francia.
En principio, ser partidario de una monarquía que se declaraba por sí misma
constitucional equivalía ya a ser republicano. Refiriéndose, precisamente, a aquellos
días en los que «no faltaban en España quienes soñasen en una monarquía de las
llamadas constitucionales», sostendrá don Antonio Alcalá Galiano que «[…]
republicanos había ya pocos, aunque había habido bastantes entre la gente ilustrada
hacia 1795 y aun hasta 1804». En su opinión, la conversión en Imperio de la
República francesa dividió a los que, «dándole culto, aspiraban a tomarla por
modelo». Antes, por consiguiente, de que estallara la guerra de 1808 no escaseaban
en España los partidarios de la República, de la misma manera que, según el mismo
Alcalá Galiano, «no está de más añadir que entre el clero, y aun entre los frailes,
gozaba Napoleón de alto y favorable concepto».[1091]
Las doctrinas políticas y filosóficas que influyeron al rey durante su juventud, y
que eran de una envergadura claramente republicana, poblaron la cabeza de no pocos
de sus partidarios afrancesados e incluso de más de uno de sus más acérrimos

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enemigos por parte patriota y liberal. Tal era el caso, por ejemplo, de Quintana,
«cantor sin par de doctrinas políticas y filosóficas no siempre sanas, e imposibles de
ser proclamadas en los días de nuestra monarquía antigua», según el decir de Alcalá
Galiano.
Pero en aquellos días las nuevas ideas republicanas no dejaron de llegar a España.
Conocido era el caso de un sombrerero de París que ponía hojas sueltas de folletos
dentro de los forros de los sombreros que mandaba a Cádiz. O el de los barcos
franceses que hacían escala en los puertos españoles, que manejaban los periódicos
franceses como cualquier otra mercancía de contrabando, echándolos al fondo del
mar en cajas de metal cerradas, atadas a una cuerda, con un flotador al otro extremo,
para que sus cómplices del litoral pudiesen recogerlas.[1092]
Nadie podía decirle a uno de los más decididos intelectuales partidario de José, el
famoso abate Marchena a quien tantos biógrafos han llegado a atribuir sin
fundamento alguno que colaboró con Marat en la redacción de L'Ami da Peuple, que
muchos años antes de adherirse a la causa del nuevo rey, en los comienzos de la
República francesa, fue acogido «por aclamación y unanimidad», por sus ideas
republicanas, en el Club des Amis de la Constitution, de Bayona. Allí pronunció un
discurso exaltando, ya en la temprana fecha de 1792, el derrumbamiento del
despotismo y de la tiranía para colocar en el trono la igualdad y la razón. Al parecer,
su famoso escrito A la nación española, de factura totalmente republicana, fue la
primera composición que los republicanos franceses imprimieron en español para
lectores españoles.[1093]
Su extremismo republicano, fuera de España, fue proverbial. Sostenía entonces
que «un filósofo no puede querer a los reyes». «Es ésta una máxima —decía— que
no tiene excepciones». Un periódico parisino —la Gazette Universelle, el 21 de
septiembre de 1795— llegó a llamarle, un tanto hiperbólicamente, «el republicano
más decidido que hay en Europa». Una apreciación que coincidía con la que de él
tenía el líder girondino Brissot, cuyo triste destino estuvo a punto de compartir el
propio Marchena, de quien dijo, en una emotiva página de sus Memorias, que «[…]
el español intrigó en los Pirineos, pero como republicano, enemigo declarado de
todos los despotismos. Éste fue su crimen».[1094]
A la nación española se dirigirá también el rey José con el decidido propósito de
cambiar de una vez para siempre los cimientos de su reino. En calidad de rey, no le
cabe otra opción que llevar a cabo su propósito constitucionalmente, llamando a la
nación a Cortes. Actuará como un gobernante en una república, al frente de un
gobierno representativo en el que el poder, al fin y al cabo, reside en el pueblo. Sabe
perfectamente que los hombres de pluma afectos a estas ideas no van a dar nunca el
nombre de república a los gobiernos que reconocen un rey. Pero su espíritu es
decididamente éste, porque el rey tiene perfectamente asumido que desde que hay
una «cosa pública» en que se interesen todos los ciudadanos, existe una república aun
bajo el gobierno de uno solo.

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En medio de las dificultades de todo tipo por las que pasaba el reino en aquellos
momentos, particularmente en «el año del hambre»,[1095] José pensó llevar a cabo el
arreglo de la «república», aquejada de tantos males, mediante la reunión de unas
Cortes. La idea, desde el punto de vista de rey constitucional, estaba implícita en el
Estatuto de Bayona de 1808. Pero, en su nueva propuesta, pasó por su mente la
posibilidad de un entendimiento con la Asamblea enemiga de Cádiz sobre la base del
reconocimiento suyo para la corona. Era una idea verdaderamente alucinante, que
implicaba un deseo de negociar la paz con sus encarnizados enemigos. En un
discurso pronunciado en Valladolid en abril de 1811, cuando se encaminaba a París,
lo manifestó enfáticamente: «A mi regreso convocaré las Cortes generales de la
nación en Madrid».
En su creencia de poder solucionar los problemas de la «república» con una
nueva Constitución que completara o perfeccionara el Estatuto de Bayona, el rey
pensaba enviar circulares a las provincias no sometidas para convocarlas a Cortes.
«Avisaremos igualmente —llegó a decir— a las Cortes insurrectas y al gobierno de
Cádiz para que cooperen a esta gran obra». A la vuelta de París, en una reunión del
Consejo de Estado, presidido por él, declaró que la nación sería llamada a tomar parte
en el establecimiento de un nuevo orden de cosas, con vistas a la consolidación del
Estado. Todo se arreglaría mediante la convocatoria de unas Cortes. Pero unas Cortes
«no como las que existían antes, ni aun cual la Constitución de Bayona las había
organizado, sino más numerosas, y compuestas de manera que se pudiesen llamar a
las mismas a los hombres de mayor marca de la nación, fuesen las que fueren sus
opiniones y el partido que habrían seguido».[1096]
Después de crearse una comisión para la convocatoria a Cortes,[1097] con objeto
de crear un ambiente político favorable a las mismas, se insertaron en la Gazeta
artículos en los que se trataba de su convocatoria y constitución. «Entre los
innumerables ardides de que se valieron los ambiciosos revolucionarios de la España
para extraviar al pueblo —se decía en uno de aquellos escritos, atacando a los
radicales de Cádiz— no fue el que menor influencia tuvo la promesa de asegurar, de
un modo permanente, la suerte de la nación por medio de un Congreso de las Cortes o
juntas Generales de las clases y provincias del Reino…». Pero el rey pretendía
tranquilizar a sus súbditos con la reunión de unas Cortes muy diferentes a este
«congreso ilegal», lleno de «ambiciosos y furibundos fanáticos».[1098]
Una vez promulgada la Constitución de Cádiz en 1812 —proclamada por los
patriotas el día de San José, como réplica ofensiva al Rey Intruso José Napoleón—,
[1099] éste pensó obsesivamente también, una vez más, en la reunión de Cortes y en la

proclamación de una nueva Constitución bien diferente a la de Cádiz, porque para el

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rey, lo mismo que para los hombres de su entorno, ésta no era más que un remedo de
la de Bayona.[1100] Al fin, la necesidad de una convocatoria de Cortes fue tratada
formalmente en un Consejo del rey, el 14 de mayo de 1812. Todos convinieron en
que una reunión de Cortes era el único medio de «salvar a la nación de la ruina que le
amenazaba».[1101]
Llegó a proponerse abrir las Cortes el 1 de agosto de 1812. Se hicieron cábalas
sobre el coste —doce o trece millones de reales— de los desplazamientos de
diputados, para lo cual necesariamente deberían de llegar fondos de París o de
Valencia, recién conquistada por Suchet. Algunos ministros pensaron en la
conveniencia de que el rey realizara previamente un viaje por España para imprimir
un especial ánimo a sus súbditos. El ministro O'Parrill sugirió que el viaje se iniciara
en Valencia, siguiendo después por Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya, provincias
afectadas por los temidos desmembramientos. Una labor propagandística en favor de
las Cortes que fue ampliamente coreada por la Gazeta con un aluvión de
publicaciones.[1102]
En julio de 1812 publicó la Gazeta el famoso manifiesto Al Gobierno de Cádiz,
cuyo autor no era otro que Marchena. En él se justificaba con toda contundencia la
entronización en España del rey José, que debía acometer la reconstrucción del país
«conforme a un plan más vasto, más liberal y más análogo a las luces del siglo». Para
el autor del escrito era perfectamente legítimo que «una nación recurra a la fuerza
para obligar a la otra a que celebre con ella nuevos pactos». En su llamamiento a los
políticos de Cádiz, en punto a la utilización del pueblo, considerará «como
despreciables los que no son osados a resistir a los embates de la muchedumbre,
cuando se esfuerza por arrollar el orden social». «Sirvan constantemente al pueblo —
les aconseja— sin aspirar nunca a ser populares».[1103]

En la nueva monarquía republicana, el rey quiso introducir no pocas de las reformas


introducidas con éxito en la República francesa. Quiso implantar el Código Civil, uno
de los más destacados éxitos de la Francia napoleónica. No se hizo finalmente. Pero
el Estatuto de Bayona proclamó que las Españas y las Indias se gobernarían por un
solo código de leyes civiles y criminales, y también por un solo código comercial.
Alguno de sus ministros, Urquijo concretamente, fue partidario, incluso, de suprimir
la jurisdicción eclesiástica.
La más importante innovación dimanada de la Constitución de Bayona consistió
en la separación del orden administrativo del judicial en todos los escalones. En su
«república», la nueva organización será harto diferente de la existente en la España
del Antiguo Régimen. Las innovaciones se extendieron a todos los campos de la

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monarquía: realeza (corona, consejo privado, servidumbre palatina, Guardia Real,
dotación de la corona, patrimonio regio), ministerios, administración central, Consejo
de Estado, altos cuerpos constitucionales (Senado y Cortes), administración territorial
(comisarios, intendentes, prefectos), administración local y ejército. Particulares
fueron las innovaciones josefinas en materia de hacienda, economía, política
eclesiástica, cultura, beneficencia, representación exterior o policía.[1104]
José, ilusamente, creyó atraerse a sus súbditos con el consiguiente juramento de
fidelidad a su persona. Después de la efímera entrada de Wellington en Madrid, con
el consiguiente refugio del rey en la Valencia de Suchet, mandó publicar a su regreso
a la capital un real decreto sobre el particular. En él se mandaba que los grandes de
España, títulos de Castilla, y cualquier tipo de funcionarios —civiles, militares y
eclesiásticos que hubiesen aceptado funciones públicas durante la ocupación hispano-
inglesa, hiciesen, dentro de los siguientes cuatro días, la declaración jurada de que lo
habían hecho para evitar males mayores, pero que «en su honor y conciencia han
permanecido fieles al juramento prestado al rey José, el 13 de diciembre de 1808».
De lo contrario, serían tratados como enemigos.[1105]
Para premiar los servicios a la corona y a su real persona, el rey creó la Orden
Real de España en la temprana fecha del 20 de octubre de 1808, con la divisa Virtute
et fide, y con una estrella de rubí sostenida por una cinta roja.[1106] Posteriormente
suprimió todas las órdenes de caballería existentes, a excepción de la Orden Militar
de España y la del Toisón de Oro. Ante la prohibición taxativa de usar las viejas
condecoraciones, el embajador Laforest observó cómo esta medida produjo una gran
sensación en Madrid. «Ya no se verá más —habrá de comentar— aquella multitud de
gente en la Puerta del Sol, o en los paseos públicos, que exhibía sus condecoraciones
recordando a la dinastía precedente, y que parecían mendigar las miradas del pueblo.
Ahora —escribió— tan sólo serán hechas presentes aquellas personas ligadas, de
grado o por fuerza, pero irrevocablemente, al nuevo monarca».[1107]

La derrota inevitable
Con frecuencia se ha achacado a las pocas aptitudes militares del rey José el desacato
de los militares napoleónicos que, al final, precipitaron su derrota. Esto, sin embargo,
no fue siempre así. El propio Napoleón, el más grande general de todos los tiempos,
cometió numerosos errores militares en su actuación en España. Menospreciando
desde el principio la capacidad de reacción de los españoles, envió a la Península
tropas de escasa calidad, que cometieron, con sus generales al frente, todo tipo de
vandalismos. A diferencia de José, que desde el primer momento se percató con gran
lucidez de la inutilidad de su empresa, Napoleón siguió en el error de proseguir la
aventura.

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En este sentido, un historiador americano ha señalado con toda sensatez que ya
era verdaderamente sorprendente que José I, obligado a luchar a la vez y al mismo
tiempo contra los generales franceses y aliados, a alzarse contra los deseos de su
hermano y a hacerse aceptar por sus recalcitrantes súbditos, sin recursos, sin dinero,
casi sin soldados, intentara ni si quiera reinar. No obstante lo cual reinó, haciendo
planes para los tiempos utópicos del porvenir de una España pacificada, en la que él
reinaría sobre una nación unida y próspera. Para este historiador, «es indudable que
muchas de las medidas de José hubieran convertido a España en un país más
habitable».[1108]
Cierto, el rey no fue obedecido con frecuencia por aquellos generales que
protestaban continuamente su dependencia y fidelidad al emperador. Pero la verdad
fue que estos generales encumbrados por el emperador —muchos de los cuales le
traicionaron en 1814, al terminar la aventura napoleónica antes del epílogo de
Waterloo— tampoco obedecieron a Napoleón y, sin la presencia de éste, fueron con
frecuencia derrotados.[1109]
El propio Napoleón, indignado cuando se enteró de la derrota del ejército de su
hermano en los Arapiles, en julio de 1812, terminó por darle la razón. «¿Por qué
Marmont —le preguntaba a su ministro de la Guerra— había librado la batalla sin las
órdenes de su general en jefe?». Él entendía que se hubiera defendido al ser atacado,
pero la cuestión era: «¿Por qué no informó a su general en jefe?». A lo que añadió:
«Se trata de una insubordinación, que es la causa de todas las desgracias de este
asunto».[1110] Y lo mismo podría decirse de la evacuación de Madrid causada por este
desastre, que fue forzada por la actitud desobediente hacia el rey del mariscal Soult.
Con frecuencia, los propios generales napoleónicos, para disculpar sus acciones o
eludir responsabilidades, hicieron blanco de todos sus errores al rey. Exageraron el
resentimiento que éste tenía con el emperador, resaltaron su impericia como general
en jefe, o simplemente describieron de forma interesada y malévola, en disculpa
propia, disposiciones que podían herir la autoridad de José. Se trata de un
razonamiento generalizado, que en sustancia no podía ser más grosero, según el cual
el hermano del emperador tendrá la culpa de todos los errores, y en ningún caso de
los aciertos. La voluntad del rey de ascender a los españoles fue malinterpretada lo
mismo que cualquier decisión tomada por el mariscal Jourdan, jefe del Estado Mayor,
considerado como un don nadie precisamente por ser fiel al rey, y hombre de su
confianza.
José no podía tolerar la rapiña, con frecuencia vergonzante, de sus generales, y
los generales se vengaron del rey no obedeciéndole, haciendo la guerra a su modo o
ridiculizándole. Así, cuando éste, en el otoño de 1809, destituyó a Thiébault, el
general lo consideró como un abuso de poder incalificable, porque, según él, había
sido nombrado por el emperador, y sólo éste podía cesarlo. Y como el rey le sustituyó
por el general Solignac, muchos años después seguía en sus trece de que lo que tenía
que haber hecho, en vez de obedecer a José, era apelar al emperador, quitar del

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mando a Solignac y denunciar el abuso de autoridad que «tan escandalosamente» se
estaba produciendo».[1111]
La rapiña con la que actuaron los generales napoleónicos en España, en grave
contraste con la acción del rey, y de forma tan contraproducente para éste, no tuvo
límites. Massena lo llegó a poner en conocimiento del rey, en agosto de 1810: «Se
practica de manera desenfrenada el robo y el bandidaje», recordará Miot de Mélito.
Muchos de aquellos generales, muchos de ellos de orígenes humildes y sin principios,
vivieron como sátrapas, arrancando hasta el último real de los ciudadanos españoles.
De nada servían, no ya las órdenes del rey, sino las del emperador, cuando éste
mandaba a su jefe de Estado Mayor: «Su misión es la de conquistar y someter al país,
y no obtener ganancias financieras».
Los latrocinios del mariscal Ney en Salamanca, Zamora, Toro y León —después
de haber arrasado todos los pueblos en la carrera por Castilla, y sobre todo la villa de
Arévalo, «que era la más rica de toda ella»— suscitaron duras protestas, que
naturalmente llegaron a oídos del rey.[1112] En Ávila, el mariscal exigió de la
municipalidad y de sus habitantes el pago de 6 millones de reales, y la entrega de
12 000 fanegas de grano, aparte de medio millar de vacas para el sustento del ejército,
lo que provocó por parte del obispo, del cabildo, del intendente de la provincia y del
ayuntamiento de la ciudad el envío de una representación ante los ministros Cabarrús
y O'Farrill.[1113]
Otro tanto pasó con los abusos y crímenes cometidos por el ejército de Victor
después del tremendo saqueo de Uclés. Aunque en este caso los damnificados
imprimieron una proclama bilingüe, en francés y en español, que dirigieron a los
padres de los soldados franceses. Su objetivo era ganar su corazón. Y hacerles ver,
con un lenguaje emocional, cómo sus hijos, que les habían sido arrancados del seno
paternal, se habían convertido en feroces caníbales. En la proclama se detallaban sus
crímenes: 69 personas degolladas y 300 mujeres violadas —casadas, doncellas y
monjas, «sujetándolas con las maneras y crueldad más nueva y desconocida»— en un
acto de vergüenza para sus progenitores.[1114]
El general Kellerman, famoso como el que más por sus robos y abusos, fue
llamado el «extorsionador impío». Su manera de proceder era particular. Primero
arrestaba a los que consideraba como ricos, luego entraba en tratos con su familia y
cobraba un fuerte rescate a cambio de la libertad de los prisioneros. Con la
desfachatez de que, no satisfecho con esta clase de operaciones, se embarcaba en todo
tipo de tratos sospechosos. En Valladolid montó una oficina donde se vendía la
libertad de los prisioneros a cambio de grandes sumas.[1115] Verdaderamente, los
generales del emperador, en el reino de José, más que como militares actuaron como
consumados corruptos.
El mismo embajador Laforest —considerado por Miot de Mélito como «un
diplomático de lo más oscuro y verboso»—[1116] tuvo mucha responsabilidad en esto.
Era un hombre del tiempo de Murat, y desde el principio no vio bien al nuevo rey. Lo

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consideró más como un empleado del emperador que como el rey. Le disgustaba
sobre todo la actitud proespañola de José. Hizo cuanto pudo para rebajar su autoridad,
aunque al final, después de pasar muchas horas con el rey, la atmósfera entre ambos
se hizo más distendida. José nunca ocultó entre sus íntimos que, verdaderamente, a él
no le gustaba «Monsieur Laforest». Con la restauración de los Borbones, después de
la derrota de José, este hombre del emperador en España fue ministro de Asuntos
Extranjeros (entre el 3 abril y el 12 de mayo de 1814), y más adelante ministro de
Estado y miembro del Consejo privado del rey Borbón antes de la revolución de
1830.
En cuanto a los generales, fue una realidad que, a medida que los uniformes
fueron llenándose de galones y de cruces —tal era la tesis de Stendhal— los
corazones que cubrían fueron haciéndose menos generosos. Así languidecieron
muchos de los generales que se batieron por entusiasmo. Triunfaron los intrigantes. Y
el emperador terminó por no atreverse a castigar sus faltas. Cada año había menos
instrucción, menos disciplina, menos puntualidad en la obediencia.
Algunos mariscales, como fue el caso de Suchet, sostenían aún sus cuerpos de
ejército. Pero la mayor parte de ellos «parecían ponerse a la cabeza del desorden».
[1117] Sencillamente, no pusieron en práctica —tampoco lo puso el emperador— el

precepto que el mariscal Soult decía haber aprendido de Napoleón en la época de


Egipto, que «era preciso saber entrar en las costumbres locales y hablar el lenguaje
que las muchedumbres comprenden».[1118]
Normalmente se ha achacado a José la responsabilidad de su derrota final, por no
haberse hecho obedecer por sus generales. Pero la responsabilidad no fue
enteramente suya. ¡Qué podría decirse del todopoderoso Berthier, el général de
l'armée (mariscal de campo), el jefe del Estado Mayor del emperador! Un personaje a
quien Stendhal describe como un hombre gastado, muy imbuido de su nueva posición
de príncipe. Un hombre que llegó a mostrar aversión muy pronunciada hacia los
generales que tenían carácter y energía, «cosas cada vez más raras en el ejército». Un
hombre que, al final, sintió una evidente predilección por los jóvenes oficiales que
hacían alarde de vestir elegantemente y conocían profundamente todos los matices de
la etiqueta.
En la guerra de España, los errores cometidos por el invasor dimanaron en buena
medida de la forma de llevar a cabo su aventura Napoleón. Stendhal, que tanto lo
admiraba, lo reconocerá con dolor. El «rayo de la guerra» cometió el error primigenio
de haber corrompido durante su campaña de Italia, no la disciplina, sino el carácter
moral de su ejército. Fomentó entre sus generales el pillaje «más escandaloso». Aquel
ejército dio, además, el primer ejemplo de soldados interviniendo en el gobierno.
Hubo generales, como ocurrirá después bajo el reinado de José, que se permitieron
reproches inadmisibles, completamente «anticonstitucionales».
Stendhal atribuyó el fracaso final de Napoleón a dos errores cruciales: «Tuvo
siempre miedo al pueblo, y no tuvo jamás plan». Como obraba al día, y según los

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arrebatos de su humor, que eran terribles, razonaba a capricho sobre los proyectos de
sus ministros o generales. Nada era previsible. Cuando recibió en Burdeos la noticia
de la derrota de su ejército en Bailén —derrota que «ni Rusia ni Waterloo produjeron
efecto parecido en aquella alma orgullosa»— su indignación delató su manera de
hacer la guerra. «¡Robar vasos sagrados —exclamó en su furor— es cosa que se
explica en un ejército mal disciplinado!, ¡pero firmar que se han robado!».
Napoleón fue culpable, otro de sus grandes errores, del enfrentamiento de sus
generales con José. Un enfrentamiento que se fue agriando a medida que éste quiso
actuar como rey. Fue una disputa en la que, por otro lado, Napoleón no pareció tener
en cuenta que «todo el ejército encontraba injusta la guerra de España». Y aun así
pretendía, en un reino esquilmado y con todas las reservas agotadas, que los propios
españoles pagaran su guerra. «Era el último grado del absurdo —dirá Stendhal—, en
el momento en que las tropas francesas no eran exactamente dueñas más que del
terreno que ocupaban militarmente, el cual agotaban a fondo».
Con todo, la correspondencia con la flor y nata del ejército napoleónico indica
que José fue mucho más respetado entre los mariscales y generales que lo que puede
suponerse. No estuvo aparte de ellos. Fue objeto continuo de sus atenciones, que le
dirigieron siempre con el mayor respeto, porque no en balde era el rey de España, y,
hasta cierto momento, el heredero del emperador. Su correspondencia es copiosa con
nombres tan importantes como Bessiéres, Jourdan, Kellerman, Lannes, Lefebvre,
Marmont, Massena, Moncey, Mortier, Ney, Suchet, Victor, Belhliard y Soult.[1119]
Al nombrar a un mariscal para el ejército del rey, Napoleón se aseguraba su
dominio sobre éste, al no estar convencido de que pudiera dominar por completo a su
hermano. De ahí la desconfianza de José por sus generales. Es lo que ocurrió con el
mariscal Soult, que actuó como un verdadero rey de Andalucía. Napoleón se lo
impuso a su hermano, en sustitución del mariscal Jourdan, tan fiel a José. «El duque
de Dalmacia —le escribió a su hermano fríamente el 14 de enero de 1810— tiene que
tener el título de jefe de Estado Mayor del Ejército de España. Creo que era ése el
título del mariscal Jourdan, cuando estuve en España». Se entienden por consiguiente
los humos de Soult frente al rey,[1120] que tantas consecuencias negativas tuvieron
para él con posterioridad. Pues buena parte de las desgracias posteriores del rey
tienen su explicación en la actitud desafiante y desobediente del duque de Dalmacia.
[1121]
El emperador hizo de Soult «el primer general del mundo».[1122] Sin embargo,
cuando empezaron a producirse las traiciones de 1814, fue un viejo cabo quien,
aproximándose a Napoleón, le dijo: «Sire, desconfiad del mariscal Soult, estad en lo
cierto de que nos traiciona». Un simple soldado vio la realidad mejor que el
mismísimo emperador. A José, particularmente, no le debió pasar desapercibida la
carrera inmediata del duque de Dalmacia, cuando renegó por completo de todo su
pasado republicano y bonapartista, halagó al nuevo rey de Francia con el mismo
ardor con que lo había hecho al emperador, pidió que se erigiera un monumento

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expiatorio a los emigrados caídos en Quiberón, se le vio seguir con un cirio en la
mano la procesión en aniversario de la ejecución de Luis XVI, fue nombrado
caballero de San Luis y ministro de la Guerra o bajo su iniciativa, secuestró los
bienes de la familia Bonaparte.
En el modo de actuar de Napoleón, su genial biógrafo advirtió otro error de
grandes consecuencias: supo hacerse obedecer como general, pero no supo mandar
como rey.[1123] De la misma manera que cometió otro error, la unión del oficio de
emperador con el de general en jefe. No en balde se dijo que toda la velada que
precedió a la jornada del 18 de junio de 1813 en Leipzig —donde al día siguiente iba
a producirse la decisiva batalla de las Naciones—, ejerciendo su oficio de emperador,
se ocupó de dictar órdenes para España, y no de los detalles de la retirada del día
siguiente.
A diferencia del emperador y de sus generales, el rey José, en cambio, fue
plenamente consciente de que no se podía luchar permanentemente contra el pueblo.
De ahí su interés por crear un ejército nacional con jefes españoles. Pero nada de ello
lo entendió el emperador. «Responded al rey de España —escribió al general Clarke,
ministro imperial de la Guerra, desde Alemania, en 1813— que yo le he dado el
mando general de los ejércitos imperiales en España, y que José I confunde su
condición de rey con la dimanada de aquella condición militar, pues nunca consentiré
que mis ejércitos dependan de ministros españoles, indiferentes a la suerte de mis
soldados».[1124]
Sin embargo, en contra del parecer de su hermano, cuando Napoleón llegó a
Chamartín en diciembre de 1808 para reponer a José en el trono, lo primero que hizo
fue dar la orden de que todos los oficiales y soldados de nacimiento español que se
encontrasen, fueran reunidos en porciones de quinientos, para ser conducidos al
cuartel general en calidad de prisioneros de guerra. Lo mismo que hizo con los
extranjeros —suizos y valones— al servicio de la antigua monarquía.[1125]
Se comprende perfectamente que a Napoleón le resultara mucho más fácil, a
pesar de su omnímodo poder, entenderse con sus generales que con su hermano, que
quería actuar como rey. Por ello, después de reponerle en Madrid, dirá una y otra vez
a Roederer, ex ministro de José en Nápoles: «El rey tiene que ser francés. Yo he
conquistado España para Francia. La he conquistado con la sangre, los brazos y el oro
[de Francia]». Para Napoleón la actitud de su hermano era equivocada: «Quiere que
lo amen los españoles, quiere hacerles creer que él los ama también. Pero el amor de
los reyes no es un cariño de niñera».[1126] A actuar así lo llamaba el emperador
blandura e indolencia. Por ello, ante la cerrazón de José en seguir reinando a su
modo, Napoleón optó por entenderse con su hermano a través de sus generales. Y
hubo años, como el de 1810, en que apenas se escribieron ambos hermanos.
Por el contrario, lo que pretendió José desde el primer momento fue atraerse a los
propios soldados y oficiales rebeldes, e incorporarlos a su ejército. Para lograrlo era
preciso nombrar a oficiales españoles seguros, y mezclarlos con oficiales franceses,

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dando muchas plazas de subtenientes a antiguos sargentos mayores.[1127] Eso era lo
más a lo que estaba dispuesto el emperador. Pero, naturalmente, el rey quería contar
con un ejército bien diferente, tal como, al parecer, entendió su ministro de la Guerra,
el general O'Earrill, que elogió en este sentido su idea, invocando la gran experiencia
del rey.[1128]
A diferencia del emperador, el rey José se dio cuenta igualmente de que, para
obtener la victoria, el ejército enemigo no podía ser sostenido por la propia población
que lo soportaba. Mientras que los generales napoleónicos, en cambio, fueron
derrotados en España sencillamente porque, acostumbrados al pillaje y a los saqueos,
no previeron el problema del abastecimiento, una cuestión que, sin embargo,
preocupó y no poco al rey, quien en los tiempos más lejanos de su carrera había
desempeñado el cometido de abastecedor del ejército de Italia.
Error sobre error, el mismo Stendhal recordará, dando cuenta de la gravedad de
esto, que el emperador tenía «un odio instintivo contra los abastecedores». Al
parecer, este odio procedía de la «cobardía» que los militares atribuían a tales sujetos
en los momentos de la batalla, cuando desaparecían como ratas al hundirse el barco.
Además, al emperador siempre le parecieron excesivos los precios que tenía que
pagarles como proveedores. Nunca comprendió que un abastecedor, que solía
abandonar el ejército en días de peligro, no facilitara suministros «por la gloria». A
consecuencia de lo cual, sus ejércitos, con sus generales al frente, actuaron como
huestes, abasteciéndose a sí mismas. Éste fue uno de sus prejuicios más frecuentes,
dirá Stendhal, «como el odio a Voltaire, el miedo a los jacobinos y el amor al barrio
de Saint Germain». Un prejuicio que, también, fue compartido por sus generales —
entregados al latrocinio en el reino de José, con tan graves consecuencias para éste—
que no soportaban que, con el precio de sus especulaciones, los contratistas y
proveedores «se procuraban los favores de las cantantes más brillantes».[1129]

Al no acatar, por la indisciplina propia de los generales napoleónicos en España, la


orden imperial de unificación del mando militar en la persona del rey, Wellington
derrotó por completo al mariscal Marmont, duque de Ragusa, en la decisiva batalla de
los Arapiles, en el campo de Salamanca. En ningún momento el mariscal informó
previamente al rey de sus movimientos, temeroso de que pudiera desautorizarle o
relevarle del mando. Presentó batalla a los ingleses antes de recibir refuerzos del rey.
Las consecuencias del encuentro, facilitadas por el debilitamiento del ejército
imperial a consecuencia de la campaña de Rusia, fueron desastrosas para José.
Entonces, más que nunca, los generales napoleónicos se dieron cuenta de cuán grande
había sido el error cometido por ellos. No puede extrañar que todas las miradas se

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volvieran entonces al rey. Al embajador Laforest no le pasó desapercibido que si éste
no tomaba el mando supremo, el aislamiento de sus distintos ejércitos tendría unas
consecuencias catastróficas.
Correspondiendo a la solicitud de refuerzos de Marmont, el rey formó un ejército
de socorro en torno a Madrid, a sabiendas de que un mal paso podía provocar el
pánico en la capital, con todo lo que ello podía significar. «Los espíritus se hallan allí
secretamente inquietos. Hacer una retirada sería incomparablemente peor que la de
1808. Pocas familias españolas estaban entonces comprometidas. Hoy hay una
multitud, con un gran número de familias francesas», escribió el embajador. Los
rumores se apoderaron de la ciudad.[1130]
Consciente de la gravedad de la situación, José salió de la capital el 21 de julio de
1812 para reunirse con el mariscal Marmont. Le acompañaban sus dos ministros
Urquijo y O'Farrill, y el superintendente real Miot de Mélito. Pero ante la derrota del
mariscal, el rey tuvo que emprender la retirada a Madrid, adonde llegó el 2 de agosto,
mientras la retaguardia se desmoronaba, amenazada por los guerrilleros. Ante la
eventualidad de que Wellington se dirigiera a Madrid, el rey, dando pruebas de gran
entereza ante el desastre, abandonó la capital, para replegarse en la región valenciana.
El ejército de José, sin contar con los de Soult y Suchet, era demasiado débil frente a
la fuerza principal de Wellington, más los guerrilleros y «otros carroñeros» que se
sintieron atraídos por la promesa de ricos botines en la capital.[1131]
La causa de la precipitada salida de la ciudad se debió una vez más a la
descoordinación de los generales napoleónicos, en este caso el mariscal Soult, «virrey
de Andalucía», que retrasó o desobedeció, sencillamente, las órdenes del rey. Pues en
su opinión la evacuación de Andalucía sería un golpe mucho peor que la de Madrid.
El mariscal pensaba que las cosas cambiarían con la declaración de guerra de Estados
Unidos a Inglaterra. «La pérdida de Andalucía y el levantamiento del sitio de Cádiz
—le escribió a José, desafiando sus órdenes— se sentirán en toda Europa y en el
Nuevo Mundo». Además, decía el mariscal, la conservación de Madrid poco
importaba, porque Felipe V salió tres veces de la capital, y no obstante el reino acabó
siendo suyo.[1132]
El 10 de agosto de 1812 el rey evacuó Madrid, una vez más, a la cabeza de un
ejército de 18 000 soldados y la Guardia Real. Cuarenta carrozas constituían la
primera división, en la que viajaba el rey, con sus ministros y oficiales de la Real
Casa y sus equipajes e impedimenta. Cerca de medio millar de empleados más o
menos directos le siguió. Un convoy inmenso de trescientos furgones, carretas y
vehículos de todo tipo, seguido de una muchedumbre de familias francesas y de
españoles comprometidos con la causa josefina, y que mucho tenían que temer de los
patriotas, le acompañaba. Aquel día dejó de publicarse la Gazeta de Madrid.
Indignado, mientras tanto, con el comportamiento del mariscal Soult, el rey le
escribió, adjuntándole la carta de éste al general Clarke, duque de Feltre y ministro de
la Guerra de Napoleón. En ella le daba cuenta de que había vuelto a renovarle a aquél

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la orden de evacuación de Andalucía, al tiempo que le decía al ministro que se dirigía
a Valencia, donde esperaba tener noticias de Francia, del norte, del ejército de
Portugal y, por supuesto, del ejército de Soult.[1133]
Desde El Toboso, la tierra de don Quijote, aquel mismo día 17 agosto de 1812,
José le reiteró al mariscal la orden de ponerse en marcha hacia Valencia con todo el
ejército de Andalucía, después de haber levantado el sitio de Cádiz y de haber
evacuado las ciudades de Sevilla, Málaga y Granada. El rey achacaba al mariscal la
culpa de que no se hubiese podido salvar Madrid. Sus órdenes a éste eran tajantes:
«Ante todo, tened en cuenta —le decía—, sin ninguna discusión, que vuestro deber es
ejecutar mis órdenes, y no enviarme instrucciones». Y añadía: «Si continuáis
rehusando ejecutar las disposiciones que os ordeno, seréis el responsable de todos los
desastres que sobrevendrán aún a los ejércitos imperiales, cuyo mando me ha
confiado el emperador».[1134]
El rey no pudo estar tranquilo por la seguridad del convoy hasta su entrada en
Almansa el día 25 de agosto, después de un recorrido que a muchos evocó las estepas
de Ucrania o las grandes llanuras de Tartaria.[1135] Una nube de merodeadores, de
rezagados, de jinetes descabalgados, de soldados enfermos, de obreros, de artesanos,
de buhoneros y cantineros franceses, todos montados en burros robados, seguía a los
coches y se lanzaba de forma incontenible sobre los víveres, como hienas
hambrientas. A lo que se unía el problema de los alojamientos. De ministros a
modestos funcionarios, todos ellos empleados colaboracionistas del rey, los españoles
fueron tratados de forma tan humillante por los soldados que, según el embajador, el
éxodo hizo perder a Su Majestad Católica más partidarios que todas las publicaciones
periódicas gaditanas de abril a julio. Mientras, se multiplicaban las deserciones.[1136]
Durante las tres semanas que duró la «huida», la suerte del rey José, que se
protegía del sol con un capucho de papel blanco sobre el sombrero, pareció
definitivamente sellada. Aunque con la llegada del cortejo real a Valencia, la
monarquía volvió a dar fe de vida. El mariscal Suchet, el corregidor de Valencia y el
arzobispo de la ciudad recibieron al rey con la mayor solemnidad.[1137] «El rey —
escribió su fidelísimo Miot— hizo su entrada este mismo día (31 de agosto de 1812)
entre las aclamaciones del pueblo…». Hasta el punto de «volver a sentirse rey en
Valencia».[1138]
El personal que acompañaba al rey se quedó asombrado de que en Valencia se
pudiera salir de los muros de la ciudad sin escolta, recorrer los caminos y la huerta sin
ser hostilizados y de ver cómo llegaban los correos franceses sin temor a las partidas
de bandoleros. A pesar de la manifiesta hostilidad inicial de los valencianos a la causa
del rey, el mariscal Suchet, duque de la Albufera,[1139] supo atraerse
excepcionalmente a la población con una política más hábil que la implantada por los
generales de José en otros lugares.[1140] No dudó tampoco en ayudar al rey en
circunstancias tan difíciles, haciendo efectiva a sus empleados una doble mesada de
atrasos. Bien abastecido por la huerta valenciana, y disciplinado, su ejército no tenía

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nada que ver con el del rey, que más bien parecía un conjunto de «partidas»,
montadas «en cuadrúpedos de todas clases, vestidos con trajes raros», según el decir
del embajador.[1141]
Gracias al mariscal, que probablemente intuyó que la suerte del rey estaba
echada, fue posible la evacuación a Francia de cientos de familias francesas que
acompañaban a José desde su salida de Madrid. El mariscal aconsejó al rey desde el
principio que dispersara a la gente de su comitiva con el objeto de que fuera mejor
atendida, dejando en Valencia el personal más indispensable. El mismo rey les
prohibió tajantemente entrar en la ciudad, obligándoles a quedarse en los pueblos
aledaños.[1142]
A uno que le fue permitida la entrada fue a José Marchena, a diferencia de otros
personajes como Moratín o Conde, por lo menos de momento. Igualmente se le
permitió la entrada al poeta Hermosilla, tal vez por trabajar en el Ministerio de la
Policía.[1143] También se dio permiso a Meléndez Valdés, aunque se le redujo el
sueldo a la cuarta parte, en total 25 000 reales y ocho raciones de víveres. En el
medio año que residió en la ciudad, éste no dejó de publicar algunas poesías en el
Diario de Valencia, dirigido entonces por sus amigos Moratín y Estala.[1144] Todos
ellos se reunían en la tertulia del librero Faulí, en su establecimiento de la calle del
Mar, donde éste se sorprendió un día de encontrar a Marchena leyendo la Guía de
pecadores de Fray Luis de Granada, libro que, según le dijo a los tertulianos, le había
seguido en todos los momentos difíciles: «Él me acompañó en tiempo del Terror en
los calabozos de París; él me acompañó en las precipitadas marchas con los
girondinos; él vino conmigo a las orillas del Rin, a las montañas de Suiza, a todas
partes».[1145]
Por su parte, el historiador Llorente desplegó una gran actividad. «Varias
ocurrencias particulares me hicieron tomar la pluma en Valencia —escribió— para
objetos del gobierno por encargos confidenciales del rey José». Publicó varios
folletos, uno de ellos con el título de Discurso sobre la opinión nacional de España
acerca de la guerra con Francia. En él quiso demostrar que solamente la querían «los
grandes de España y señores de pueblos, los monjes y frailes, y la parte del clero
secular, poseedora de diezmos y de ricas propiedades territoriales, y estas clases
solamente la fomentaban por sus intereses particulares contra los comunes de la
nación, abusando de su ascendiente sobre la ignorancia del bajo pueblo español, que a
su costa labraba sus cadenas y su ruina».[1146]
Otro de sus escritos fueron sus Observaciones sobre las dinastías de España. En
él, el gran historiador defendió su tesis de que «todas las familias que han poseído su
cetro desde los godos (incluso éstos) fueron francesas, pues aun la de Austria tenía
origen francés». Eurico, primer rey godo que tuvo Corte en España, nació en Tolosa
de Francia. Los reyes de Asturias y de León descendían de Eurico. Lo mismo que las
casas reales de Navarra, que descendía de los reyes francos por línea masculina; de
Portugal, descendientes de la casa de Borgoña; o las de Aragón. «Al tiempo de

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escribir este discurso —dirá su autor— no había esperanzas fundadas de que
Fernando VII volviese al trono, ni de que fuese arruinado el poder colosal de
Napoleón». A lo que agregaba: «Consideré, pues, oportuno instruir al pueblo español
en este artículo de historia nacional para que no extrañase tanto la subordinación al
nuevo soberano».[1147]
Por un decreto del 3 de septiembre, el rey decidió aliviar a la región de Valencia
de la desesperada presión de los refugiados, organizando un convoy hacia Francia,
pasando por Zaragoza y jaca, en el que irían las mujeres, todas las familias francesas
y los empleados españoles que quisiesen, aunque éstos «no gozarían de sueldo
alguno». En total salieron más de tres mil personas en un convoy integrado por 367
vehículos de todas clases, con más de tres mil caballos, mulos y burros.[1148] El rey, la
Corte y los ministros permanecieron en Valencia con el objetivo de volver a recuperar
Madrid, mientras otros fieles se dirigieron en varios convoyes a Zaragoza, al tiempo
que numerosos oficiales franceses se encaminaron a su país de origen.[1149]
El historiador Llorente fue uno de los que se encaminaron a Zaragoza, donde
siguió difundiendo sus ideas. Llegó en octubre de 1812, y permaneció allí hasta la
primera semana de julio de 1813. En Zaragoza reimprimió, con algunas adiciones,
sus discursos publicados en Valencia por encargo del rey. Y publicó unas Reflexiones
a la famosa Representación que poco antes había hecho ante las Cortes de Cádiz el
anciano obispo de Orense.[1150] El texto del obispo lo utilizó el afrancesado Llorente
para probar sencillamente que «los españoles del gobierno de Cádiz no representaban
la nación ni su espíritu, y sólo eran unos siervos condecorados del ministerio inglés
de Londres», idea esta muy afín a la del propio rey y a la del emperador.
El canónigo afrancesado pretendía persuadir a los «amantes verdaderos de la
patria» que debían salvarla separándose del «partido de la insurgencia, y
«reuniéndose al rey José, a quien habían jurado fidelidad delante del Santísimo
Sacramento del altar». Llorente señalaba también que «la batalla de los Arapiles (o de
Salamanca) no impedía que volviesen a España nuevas tropas francesas apenas
feneciese la guerra de Rusia; y las fuerzas debían calcularse conforme a la población;
la cual era entonces en Francia tres veces más que la de España».[1151]

La penosa salida del rey, en aquellas semanas terribles de julio y agosto de 1812,
quebró la esperanza de sus fieles. El almirante Mazarredo, ministro de Marina, murió
pocos días antes de iniciarse el éxodo de Madrid, desafiando «los clamores
inoportunos de los cobardes y mal intencionados…», dirá la necrológica que publicó
la Gazeta.[1152] El departamento de Marina quedó incorporado al Ministerio de la
Guerra «hasta la paz general».[1153] Manuel Romero, dimisionario ministro de

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justicia, murió encontrándose en Zaragoza,[1154] y Sebastián Piñuela, ex ministro de
Fernando y de José, retirado a un convento después de Bailén, falleció a poco de
llegar a Valencia, adonde siguió igualmente al rey. A su entierro asistió buen número
de los hombres de éste.[1155]
Según el embajador francés, el propio José pareció cambiar de carácter en
aquellos meses. Sus modales se agriaron. Cambió de opinión sobre muchas cosas.
Cuando hablaba con sus ministros O'Farrill, el duque de Santa Fe o el marqués de
Almenara era mucho más distante. Dejó claro que en adelante quería gobernar más
firmemente. En un consejo de ministros llegó a decir que solamente atendería las
indicaciones del ministro de la Policía, no permitiendo que los otros ministros
«continuasen siendo los protectores oficiales de todos los personajes destacados por
sus conductas sospechosas».[1156]
Hasta comienzos de octubre de 1812 no se produjo la conjunción de José con el
importante ejército de Andalucía del mariscal Soult. Mientras tanto, el rey se
encontraba con nula capacidad militar, entre dos sátrapas, Suchet en su feudo de
Valencia, y el duque de Dalmacia al frente de su poderoso ejército de Andalucía. En
medio de todo tipo de intrigas y rumores, en que el rey volvió a reclamar de Soult «la
más estricta obediencia»,[1157] éste no tuvo más remedio que ir al encuentro de José,
que le recibió acompañado, por su parte, de los mariscales Suchet y Jourdan, este
último jefe del Estado Mayor del rey. Todo se producía mientras carretas y coches de
todo tipo, repletos de fugitivos de las provincias andaluzas —15 000 bocas
«inútiles»—, inundaban el reino de Valencia.[1158]
Entre ellas estaban personas que se habían puesto de parte del rey y no tenían otra
opción que seguir al mariscal, como había sucedido con quienes acompañaron al rey
a su salida de Madrid. Llegaron importantes personalidades, prefectos, subprefectos y
comisionados de las principales ciudades andaluzas. De Sevilla, por ejemplo,
llegaron, aparte del conde de Montarco y don Joaquín María Sotelo, todos los
empleados del Real Alcázar, el superintendente de la Real Fábrica de Tabacos, el
director de la Casa de la Moneda, el archivero de Indias, el corregidor de Sevilla y no
pocos clérigos, entre ellos dos importantes intelectuales, Andrés Muriel y Alberto
Lista.[1159]
Este último, en particular, en su actividad periodística a favor del rey, se había
comprometido demasiado con su causa. De haberse quedado en Sevilla,
probablemente le hubiera costado el pellejo. Sus ex amigos de Cádiz le guardaban
especial rencor. Parece que Canipmany tuvo muy particularmente presente su caso
cuando, en la discusión de las Cortes sobre los afrancesados de José —discusiones
que tuvieron lugar aquellos mismos días de la huida hacia Levante—,[1160] pidió que
se insertara en la legislación el texto siguiente: «Exceptúanse de las reglas generales,
señaladas en los artículos anteriores, aquellas personas que, sin ser empleadas en el
servicio del gobierno intruso, han obrado oficialmente y por pura voluntad, de
palabra o por escrito, contra la causa santa de la patria; tales son los predicadores, los

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gaceteros, folletistas, periodistas, los espías, los delatores o soplones, porque éstos
deben ser considerados como traidores notorios y de hecho».[1161]
Todos ellos, mucho más para los militares que para el rey, eran verdaderamente
«bocas inútiles». Pues la gran obsesión de José y sus generales, aun cuando entre
ellos estuvieran a la greña, era la reconquista de Madrid. Ante la sorpresa de todos, y
mucho antes de presentar batalla, los ingleses abandonaron la capital, y el rey José
entraba nuevamente en ella el día de los difuntos, 2 de noviembre de 1812. El rey
pasó por Madrid sin apenas detenerse, en persecución de los ingleses, que se
dirigieron una vez más hacia Portugal. José volvió a entrar en la capital el 23 de
noviembre de 1812.[1162] Al frente de sus ejércitos, actuó como un general en jefe. La
gran noticia de los éxitos del rey fue llegando sucesivamente a sus simpatizantes —
los afrancesados—, muchos de los cuales, en los meses siguientes, fueron llegando a
la capital. El final de todos ellos, con el rey a la cabeza, no tardaría en decidirse.

El fin
La reconquista de Madrid sin apenas esfuerzo, al haber abandonado Wellington la
capital sin lucha antes de su llegada, pareció dar de nuevo a José el dominio de la
situación. Al día siguiente de su entrada se reanudó la publicación de la Gazeta de
Madrid, interrumpida el 10 de agosto. El rey nombró un nuevo prefecto para la
ciudad y varios regidores nuevos. Pero, al frente de su ejército, bien poderoso,
constituido con contingentes del desbaratado ejército de Marmont, y de los de Soult y
Suchet, el rey actuó más como un generalísimo —título este que las Cortes de Cádiz
dieron por su parte al general Wellington— que como un rey. Lo dijo la propia
Gazeta: la vuelta del rey a Madrid a la cabeza del ejército «es una operación militar y
no un acontecimiento político, y es muy importante considerar este suceso bajo aquel
aspecto para precaver los males que puede acarrear».[1163]
Torticeramente, los redactores de la Gazeta, en su fase última, vincularon la suerte
del rey a la campaña de Rusia, dando una versión contraria a la que de la misma
daban los insurgentes. «La guerra de la Rusia contra la Francia —decía el periódico
al día siguiente de reiniciar su publicación— ha sido el fundamento en que el
gobierno insurreccional apoyaba sus quiméricas esperanzas. Ni las fuerzas colosales
de la Francia ni la alianza general del Norte con ella…obligaron a la Inglaterra a
deponer sus injustas pretensiones…El emperador…se apoderó de la ciudad de
Moscú, antigua capital del Imperio ruso y el emporio de su riqueza…».[1164] Cierto,
el emperador había conquistado Moscú y de momento todo parecía que seguía igual.
Pero, en muy poco tiempo, a resultas de aquella campaña contra Rusia, el imperio
napoleónico tenía sus días contados. Con la retirada progresiva de efectivos de
España, la suerte de su hermano quedaba echada.[1165]

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Los gaceteros franceses y afrancesados de Madrid, que traducían las noticias de
Rusia de los periódicos ingleses,[1166] no acertaron a ver que, después de la campaña
de Rusia, las cosas eran muy diferentes para el Imperio. Sucesivamente fueron
cayendo, una tras otra, todas las piezas de éste. «El patriotismo y el entusiasmo surgió
en el campo de los aliados», escribió Stendhal. Al tiempo que el emperador cometió
el error de no abandonar sus vastos proyectos «tanto tiempo considerados infalibles».
El reino de José tenía, necesariamente, los días contados.
El propio rey fue el primero en darse cuenta de su difícil situación. Su
indignación debió ser extrema al ver que las gacetas francesas elogiaban las
operaciones del duque de Dalmacia en detrimento suyo. La atmósfera era distinta en
aquel invierno frío y desapacible que comenzó poco después de su llegada a Madrid
en noviembre de 1812. Su fidelísimo Miot se desembarazó de los cargos que tenía y
sólo permaneció junto al rey por «la amistad y el afecto» que le unían a Su Majestad.
Su viejo amigo el mariscal Jourdan, jefe del Estado Mayor, enfermo, también le
devolvió el mando.
Con pesar, una vez más, el rey pudo contemplar la volubilidad de sus súbditos
españoles, que no tenían empacho en cambiar de casaca. Muchas de las damas que
habían figurado en la Corte de José —la duquesa de Frías, la marquesa de Revilla, la
de Alcañices y sus hijos…— no tuvieron escrúpulos en figurar en el baile que
Wellington ofreció en el Palacio Real para celebrar la conquista de la capital. Al
mismo tiempo que no pocas autoridades josefinas entibiaban su colaboración y
adoptaban aires patriotas.[1167] A pesar de que todavía los fieles a José se empeñaban
inútilmente en «fijar en los habitantes la opinión que las circunstancias exponían a un
extravío e inspirarles la confianza y el respeto al rey». «Todos han correspondido a
mis ideas del modo más solemne —decía uno de aquéllos ilusoriamente—, y se han
conducido en ocasión tan crítica de una manera propia de su ilustración y lealtad».
[1168]
El cambio de partido fue un fenómeno generalizado entre aquellos servidores de
elevada formación intelectual, muchos de los cuales se movieron en no pocas
ocasiones por conductas poco ejemplares, que fueron duramente enjuiciadas por el
pueblo. Éste, azuzado por la prensa y por la exaltada opinión contraria, no soportará
que los «mandatarios públicos» de un bando se pasen al otro con la frecuencia con
que entonces empezó a verse. En el desenmascaramiento de los traidores el pueblo
actuará con talante inquisitorial, denunciando al enemigo.[1169]
En medio de la tensión existente en aquellos días, el rey, por su parte, no dudó
tampoco en castigar a quienes de forma tan despreciable se habían pasado al
enemigo. Por un decreto del 17 de diciembre de 1812 dispuso que todos los vecinos
de Madrid que habían contribuido a favor de los ocupantes ingleses, lo hicieran
igualmente ahora a su favor con una suma total de 2 millones de reales. De no
pagarse, se incautarían sus bienes y los acusados serían enviados a Francia. En este

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sentido hubo detenciones de individuos, encartados en consejos de guerra, visitas
domiciliarias y amonestaciones con todo rigor.
Pero el descontrol era ya evidente. El ajuste de cuentas por parte de unos y otros
se manifestaba a flor de piel. Hasta los ciegos «descarados e insolentes», con gritos
«desentonados y descomunales», anunciaban, según el sentir de un partidario del rey
José, «mil sandeces, embustes y paparruchas» sobre lo de siempre. Aquel día
vociferaban lo que los periódicos decían sobre el castigo que había dado el Tribunal
Superior de justicia a tres ministros de la Audiencia como «pícaros» por su
colaboración con los ocupantes, que así lo explicaba el ciego. A lo que el
simpatizante del rey José, indignado de oír semejantes exclamaciones y persuadido
de que el tal ciego no podía tener otro objeto que el de «componer y hacer odioso el
buen nombre y opinión de los ministros» contra quienes se dirigían, se resolvió a
decirle: «Hombre, no sea Vd. imprudente y exagerativo, limite Vd. sus voces y su
jácara a publicar únicamente lo que contiene el papel, sea Vd. más circunspecto y
moderado. ¿No ve que está infamando a unos magistrados de probidad y de
concepto…?».[1170]
La bestia negra del rey siguió siendo, entre los suyos, el mariscal Soult, que por
fin fue llamado por el emperador a París en enero de 1813.[1171] Las insinuaciones a
su hermano de que el mariscal estaba complicado en la conspiración del general
Malet, en octubre del año anterior, no tuvieron efecto, porque el emperador le
encomendó inmediatamente la dirección del ejército del Elba.[1172] El rey lo
reemplazó por el general Gazán, un hombre experimentado, que había estado a las
órdenes de Massena, de Mortier y del propio Soult, y que había luchado en Zaragoza,
en Badajoz y en Albuera.[1173]
Cada día que pasaba la situación, sin embargo, se iba deteriorando. La actitud de
la gente era ya lo que menos le preocupaba al rey. Le daba igual.[1174] Las noticias
que le llegaban de la desastrosa campaña de Rusia le hacían temer lo peor. El propio
emperador, a su vuelta de Moscú, le ordenó a su ministro de la Guerra, el general
Clarke, que le comunicara a su hermano la conveniencia de emplazar su cuartel
general en Valladolid,[1175] lo que suponía la pérdida de la capital. Desde enero de
1813, para Napoleón Madrid había perdido todo su interés. Sus órdenes son que se
repliegue y que deje guarniciones en Valencia y en la capital.[1176]
La suerte de Madrid estaba claramente decidida. No obstante, el rey no se
apresuraba a abandonarla. No cumplía las órdenes de su hermano. Sabía que
abandonar Madrid significaba el final de su reinado. Todavía en el mes de febrero
siguieron llegando convoyes de refugiados de Valencia, hechos a la idea, quizás, de
que la fortuna del rey era otra. Entre otros llegaron hombres como Estanislao de
Lugo, Francisco Amorós, Meléndez Valdés o Ramón José de Arce. También llegaron
sus fieles Miot de Mélito, conde de Mélito, y Ferri-Pisani, conde de San Anastasio,
que lo habían acompañado en la aventura de Nápoles y, después, en la de España, que
parecía tocar a su fin.

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El embajador Laforest, que era un hombre con un gran sentido de la realidad, y
que también llegó entonces a la ciudad, se dio cuenta de que Madrid había perdido
toda su significación de capital política. A diferencia de los ministros que se seguían
reuniendo con el rey los lunes y los viernes, y que todavía se hacían ilusiones,
pensando incluso en la conquista de Andalucía, comprendió que la realidad era muy
distinta. A pesar de todo, hombres de la Corte e incluso militares seguían opinando
que, con la expulsión de la capital de Wellington y la «reocupación» de Madrid por
José, la suerte de éste había cambiado.[1177]
Cansado y enfermo, el embajador llegó a pedir al rey que le permitiera irse a un
balneario de los Pirineos para descansar. Poco después le pidió el relevo, a pesar de
continuar en Madrid hasta el 13 de abril. Todavía estará con el rey hasta el 1 de mayo
de 1813, día en que se despide de él definitivamente.[1178]
Ante la insistencia del emperador de abandonar la capital, el rey tomó conciencia,
finalmente, de que el fin está muy próximo. En sus conversaciones con el embajador
el rey lo dice: todo depende de los socorros del emperador; es mucho mejor declinar
el mando en un general en jefe «estrictamente militan», que haga vivir a sus soldados
«como en un país enemigo»; no tiene ya sentido ocuparse de sostener una corte, ni un
gobierno ni ninguna administración regular.
Ahora bien, el rey sabe también que cumplir las órdenes militares de su hermano
equivale a «aterrorizar todos mis partidarios y dar alientos a cualquier nueva audacia
enemiga». «La existencia de un rey —termina por decirle al embajador en el mes de
febrero de 1813— es incompatible con el estado actual de cosas, y como que estoy
muy lejos de poder contrarrestar los puntos de mira del emperador…prefiero ya
desde ahora mandar mis equipajes a Valladolid y acabar con toda esta ficción
soberana».
Finalmente, el 17 de marzo de 1813 —dos días antes de su onomástica— dejó
definitivamente Madrid, la capital de su reino, para ya no regresar nunca más. La
inquietud, el miedo y el presentimiento de lo que significaba la salida se apoderó de
sus partidarios. Todo el servicio palatino y la mayor parte de los funcionarios de
mayor significación se aprestaron a salir aprovechando la salida de los convoyes que
sucesivamente se fueron organizando. De momento, en la capital sólo quedaron el
general Hugo, como comandante de la plaza, y los ministros de la Policía y Hacienda,
que se repartieron los asuntos de los demás ministerios. El pueblo, en la víspera de
San José, fue contentado con una función gratis de novillos en la Plaza de la
Municipalidad y con fuegos de artificio.[1179]
En su repliegue hacia el norte —una huida hacia delante, que no fue advertida por
sus súbditos en los lugares por donde pasó— fue bien recibido. En Segovia fue
«acompañado de las bendiciones del pueblo». Llegó a decírsele que se esperaba «con
impaciencia la vuelta de Su Majestad».[1180] Y en Valladolid, adonde llegó el martes
23 de marzo, fue cumplimentado por la municipalidad, la chancillería, la universidad,
el obispo y el cabildo de la catedral. Recibió a varias diputaciones de la ciudad de

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León y de las villas de Tordesillas, Villalpando, Mayorga y Valencia de Don Juan,
entre otras.
Una inmensa muchedumbre seguía al rey, gente a la que éste, desde los días de la
evacuación de Madrid como consecuencia de la batalla de los Arapiles, tenía que
sustentar. Muchos eran, aparte de los funcionarios, eclesiásticos y frailes
secularizados, los que se acogían a su caridad. Consciente de la «extrema miseria» en
que llegaban, en oleadas sucesivas, todos ellos fue el ministro de Asuntos
Eclesiásticos, quien se preocupó por mitigar su situación. A algunos de aquellos
«fieles servidores», como Estala o Moratín, el bueno de Azanza consiguió
adelantarles algunos reales con cargo a las rentas de canonjías u obispados.[1181]
Las órdenes de Napoleón a su hermano para que acelerara el repliegue hacia el
norte siguieron siendo incesantes. En uno de sus despachos, al general Clarke,
ministro de la Guerra en París, le ordenó que respondiera de inmediato a José, y que
le recordara que él le había dado el mando supremo del ejército de España y, por
consiguiente, tenía que obedecerle. Le ordena que le advierta que «confunde el ser
rey de España con el ser el comandante en jefe de mi ejército».[1182]
La situación del repliegue se agravó cuando, en la última semana de mayo, los
cortesanos del Intruso recibieron de improviso la orden de evacuar la capital
necesariamente. Todavía el 23 de mayo se celebró la festividad de la reina Julia, con
iluminación y funciones.[1183] Pero dos días después la orden de dejar la capital fue
terminante.
Uno de los últimos en salir de Madrid fue Meléndez Valdés, que lo hizo el día 26
o 27 de mayo en el último convoy al mando del general Hugo. Un convoy con más de
trescientos coches, en el que iban «ministros, consejeros de Estado, una parte del
cuerpo diplomático y muchas familias distinguidas de esta capital».[1184] Las noticias
se confundían con los rumores en las visitas de despedida a los amigos.
Sorprendentemente, continuaba en la capital con sus compañeros, «porque ninguno
de ellos recibió orden de seguir al cuartel general», declararía después su secretario.
La comitiva llegó a Valladolid el 1 de junio de 1813.[1185] Este mismo día el rey, en su
repliegue hacia el norte, abandonaba también la ciudad del Pisuerga.[1186]

A la altura del mes de junio de 1813, la situación del ejército del rey era difícil,
precisamente por su tardanza en replegarse hacia posiciones más septentrionales para
su defensa. Napoleón tenía razón: su hermano José confundió al final (también al
principio) su condición de comandante en jefe del ejército con la de rey. Actuó como
rey cuando debió hacerlo, en el último momento, como general. Y al presentar batalla

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a Wellington, que lo perseguía en esta ocasión, consciente de su debilidad, se jugó el
reino a una sola carta.
Así se produjo la batalla de Vitoria, el 21 de junio de 1813. Debió deslizarse hacia
Zaragoza, en espera del ejército de Suchet, que pronto dejaría el reino de Valencia.
Jourdan le aconsejó evitar la batalla, o darla un poco más al norte. Otros consejeros,
menos prudentes, fueron de la opinión de que no enfrentarse a los ingleses, que
siempre habían rehuido el combate a campo abierto, constituía una mácula para el
ejército del rey, que parecía retirarse de su reino sin esforzarse en defenderlo.
Días antes de la batalla, el rey parecía estar seguro de la postura adoptada. Se la
comunicará dos semanas antes al general Clarke. Había llegado el momento en que
los affaires de la Península había que decidirlos definitivamente. Era necesario batir a
los ingleses. La pacificación del país era imposible sin este encuentro que el rey
intuía que sería definitivo. «Soy demasiado francés, señor duque —le dice al ministro
de la Guerra—, demasiado buen servidor del emperador, conozco demasiado bien el
país que habito desde hace cinco años, para disimular estas verdades…».[1187]
La equivocación militar del rey fue completa. Presentó batalla con bastantes
menos fuerzas que el enemigo. De haber contado con los refuerzos existentes en
Pamplona (Clausel), Guipúzcoa (Foy), o Valencia (Suchet), la suerte del encuentro
hubiera sido muy distinta. Se apresuró demasiado a hacer frente a un enemigo que
por primera vez en toda la peninsular war parecía tener prisa en el ataque. Distrajo
fuerzas muy necesarias en el frente para perseguir a los guerrilleros. Subestimó la
calidad de las tropas españolas, que en aquellos momentos eran infinitamente
superiores a las levas de los años anteriores.[1188]
No tomó tampoco las precauciones necesarias, empezando por haber evacuado
previamente las enormes caravanas que acompañaban a sus fuerzas, y las
obstaculizaban. No voló los puentes que le separaban de los ingleses. No columbró
tampoco las consecuencias morales que se derivaban de las circunstancias de un
ejército que desde hacía dos meses, sin razón aparente, se batía en retirada. No quemó
las naves como debió hacerlo, ante la proximidad de la frontera francesa. A
consecuencia de todo ello, la derrota fue total. En Vitoria, el 21 de junio de 1813,
cuando comenzaba el solsticio de verano, José Napoleón I dejó de ser rey de España.
[1189]

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VIII
LA EXPERIENCIA DEMOCRÁTICA

La derrota de Vitoria, el 21 junio de 1813, marcó el final de la experiencia regia de


José Napoleón I. Atrás quedó para siempre la aventura de haber reinado en Nápoles y
de haber querido reinar en España. La experiencia personal, con el levantamiento de
toda una nación en armas, no pudo ser más negativa. El desmoronamiento posterior
del Imperio obligó a José, en unos momentos de abatimiento personal completo, a
conocer una vivencia nueva que le habría de llevar, primero, a buscar refugio en
Suiza por poco tiempo, y después a instalarse en Estados Unidos, donde conocerá por
propia experiencia la democracia en América, tan bien descrita aquellos años por el
francés Alexis de Tocqueville.
Al cambiar de signo su fortuna, José Bonaparte volvió a encontrarse con la
realidad de la República, lo mismo en Suiza que en Estados Unidos, donde habría de
comenzar una nueva aventura. Lector de Rousseau en los años de su juventud, muy
bien pudo recordar lo que éste había escrito en su proyecto de Constitución para
Córcega, su tierra natal, aplicando los mismos principios republicanos y democráticos
de Suiza.[1191] Después, su experiencia personal en América le permitirá conocer las
ventajas de tener un gobierno elegido periódicamente por los propios ciudadanos,
impensable en el Viejo Mundo, donde aún pervivían el despotismo y la tiranía.
A primera vista pudiera parecer extraño que un hombre como José, ex
republicano, ex príncipe, ex rey de Nápoles y de España, convertido en conde de
Survilliers a su llegada a América, alcanzara a descubrir la democracia y hasta a
adquirir experiencia democrática; pero así fue. De ello no cabe la menor duda. Algo
parecido le pasó a Tocqueville, autor famoso de La democracia en América (1835),
que, a pesar de haber descrito por vez primera y de forma no superada después
aquella «experiencia democrática», fue motejado de conservador, liberal conservador,
conservador liberal, conservador a lo Burke, liberal malgré lui, aristócrata liberal,
liberal extraño…[1191]
«Entre nosotros se está produciendo —escribió Tocqueville— una gran
revolución democrática. Todos la ven, pero no todos la juzgan de la misma manera.
Unos la consideran como una cosa nueva y, creyéndola accidental, esperan poder
detenerla todavía; mientras que otros la juzgan porque les parece el hecho más
continuo, más antiguo y más permanente que se conoce en la historia». Tal fue el
caso de José, que tuvo el privilegio de descubrir y valorar la experiencia democrática
americana, por más que abominara de la «tiranía de la mayoría».[1192]
Después de la Revolución de 1830, cuando José regresó a Europa, al llegar a
Londres recibió las felicitaciones de un joven poeta que le adoraba. Se trataba de
Victor Hugo, hijo de uno de sus generales de España, quien, dirigiéndose a él como

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«Sire» y «Vuestra Majestad», le manifestó, con la retórica de la época, su
consideración y simpatía. El poeta le escribió diciéndole: «Amáis la libertad, Sire,
pero la libertad os ama…Sería muy feliz de ir a Londres y estrechar esta real mano
que tantas veces estrechó la mano de mi padre…En verdad marchamos más bien
hacia la república que hacia la monarquía; pero a un sabio como vos, la forma
exterior de gobierno poco importa. Vos habéis probado, Sire, que sabéis ser
dignamente el ciudadano de una república».[1193]
José decidió regresar a Europa después de la Revolución de 1830, porque
consideró que el nuevo gobierno de Luis Felipe de Orleáns había «usurpado los
derechos de la nación». Fue entonces cuando escribió a su sobrino el duque de
Reichstadt, Napoleón II, recordándole la máxima fundamental de su padre, el
emperador: tout pour le peuple. «Hoy —le dijo— las naciones son más ilustradas.
Son conscientes de que las naciones más privilegiadas son aquellas en las que la
mayoría de hombres disfrutan los beneficios de un gobernante amado por todos, un
gobernante que no tiene el poder fatal de abusar de las vidas, de la propiedad o
libertad de sus súbditos, sino cuya única obligación es la de preservar los derechos
confiados a él por el pueblo».[1194]

La abdicación
El resultado de la batalla de Vitoria fue desastroso. Muchas son las razones que
explican la derrota de José, empezando por las órdenes recibidas de París, en donde
se ignoraban las proporciones de las fuerzas enemigas. No se quería reconocer que el
ejército inglés había aumentado al doble con las bandas de guerrilleros, esos
guerrilleros que ni el emperador ni el rey ni sus generales quisieron reconocer más
que como «bandidos». A todo lo cual se unió el hecho de que el ejército de José había
sido despojado de sus mejores cuadros, que fueron destinados a Rusia.
El propio rey consiguió a duras penas librarse de caer prisionero en manos del
enemigo, aunque para ello tuvo que huir a caballo, abandonando a los enemigos la
inmensa caravana de furgones, cargados con buena parte de la impedimenta
expoliada en el reino, que le seguía.
En su huida, el rey abandonó en su coche su espada, sus documentos con la cifra
y hasta el bastón del mariscal Jourdan, retenido en su lecho desde la noche anterior
por un acceso violento de fiebre.[1195] Un ataque inesperado del enemigo llevó el
desorden al paroxismo.[1196] Acompañado del general Jamin y de algunos jinetes de
su guardia, el rey pudo salvarse. Durante la huida, según el testimonio de Miot de
Mélito, uno de los soldados españoles herido de muerte suspiró al paso del rey,
diciendo: «Muero por mi rey». Con un tiempo horrible, a seis leguas de Vitoria, el rey
y sus acompañantes se detuvieron en un albergue en el pueblo de Salvatierra, donde

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encontraron al mariscal Jourdan y al ministro O’Earrill, con quienes el rey cenó
tristemente.
Al día siguiente continuó la huida, haciendo seis leguas bajo una lluvia incesante.
El rey pasó la noche en Echarri-Aranaz, en la confluencia de los caminos de Estella a
Tolosa y de Vitoria a Pamplona. La jornada siguiente, 23 de junio, los caminos y el
tiempo mejoraron un poco, de forma que el fugitivo pudo recorrer un mayor trecho.
En Irurzun se detuvo para escribirle a la reina y enviarle cien mil francos a San Juan
de Luz. Por la tarde llegó a Pamplona.
Este día, dos después de la derrota, el rey le escribió a la reina: «Mi querida
amiga, anteayer el ejército ha sido atacado en la posición de Vitoria, antes de haberse
podido reunir con las tropas del ejército de Portugal bajo las órdenes del general
Clausel, después de haber sido debilitado por la salida de dos inmensos convoyes a
los cuales fue preciso dar escolta. Se ha luchado todo el día con un gran
encarnizamiento. Nuestra pérdida en muertos y heridos ha podido ser igual, pero
hemos perdido todos nuestros equipajes y la artillería por la dificultad de los caminos.
No obstante hemos salvado todos los enganches. Los enemigos tenían al menos una
fuerza doble que la nuestra, porque el ejército de Portugal nos falta, y las bandas de
todas las provincias se han unido a los ingleses».[1197] Apesadumbrado por la derrota,
le encargaba a la reina que le dijera al emperador, caso de haber vuelto a París, que
pensaba dirigirse a Mortefontaine, donde debía haberse retirado después de la batalla
de Salamanca, tal como entonces le escribió.[1198]
El día 24, a medianoche, el rey, en compañía de su fiel Miot, salió de Pamplona,
donde dejó una guarnición de 4000 hombres. El 27 de junio, a las ocho de la tarde,
llegó a Vera, sobre el Bidasoa, en la misma frontera entre Francia y España, sobre la
que ya no volvería más. Este mismo día escribió al ministro de la Guerra en París,
dándole cuenta de la derrota. Ponía en su conocimiento que sus papeles se habían
extraviado el día 21; y que el portafolios donde estaba la cifra también se había
perdido.
Desde San Juan de Luz, donde instaló su cuartel general, José escribió largas
cartas a la reina, al emperador y al ministro de la Guerra. A éste le dijo que las
órdenes recibidas de París habían paralizado las operaciones. Y una vez más le decía
que «la pacificación de España por la fuerza de las armas es imposible». Añadía que
no podía más que repetir en el momento actual lo mismo que había venido diciendo
desde tanto tiempo atrás.[1199]
El 11 de julio, a las tres horas de la tarde, un viajero cubierto de polvo llegó a
Vichy, donde se encontraba la reina tomando las aguas, con deseo urgente de ser
recibido por ella. Se trataba de Miot de Mélito, el fiel amigo de José, comisionado
por éste con cartas para Julia y Napoleón. «Mi llegada imprevista —relató después el
viajero— asustó mucho a la reina; ella creyó que venía a anunciarle la muerte del rey,
su marido». Repuesta de la impresión, la reina no tardó en conocer tan malas nuevas
como el mensajero le daba.[1200]

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Al decirle éste que su intención era dirigirse inmediatamente a Dresde, donde se
encontraba Napoleón, para poner en su conocimiento la situación, la reina desaprobó
su voluntad. Le desaconsejó que fuera a verle, porque la noticia le irritaría. «El
emperador —le dijo la reina, que estaba acompañada de su hermana Desirée— no es
el que habéis conocido en otros tiempos…Los reveses del año último han alterado su
carácter». Dado que un oficial enviado por el ministro Clarke anunció a Julia que el
emperador había prohibido al rey abandonar el ejército, Miot consideró cumplida su
misión y volvió a San Juan de Luz.[1201]
A juzgar por la correspondencia mantenida por el rey, y los testimonios de los
suyos, el rey José, aún después de la derrota siguió conservando sus ilusiones.
Contaba incluso con la posibilidad de una pacificación general para restablecer los
affaires d'Espagne. Soñaba con socorrer Pamplona y, reagrupando el ejército, pasar a
la ofensiva. El mismo ministro de la Guerra, general Clarke, el 9 de julio, le
comunicó que él estaba persuadido de que todavía España podía ser sometida
enteramente.
Días antes de que Miot llegara a Vichy e informara a la reina de la derrota,
Napoleón conoció la noticia, que le llegó directamente desde París. Sus cartas desde
Dresde, de principios de julio, dirigidas al ministro de la Guerra o a Cambacérés, dan
idea de su reacción ante la derrota, que el emperador atribuyó sin más a la
incapacidad del rey de llevar a cabo la guerra. De la manera más simplista que quepa
imaginar, Napoleón culpó a su hermano de todos los errores cometidos en España en
los últimos cincos años. Todo lo atribuyó a la «excesiva ineptitud del rey y de
Jourdan».[1202]
Con estos antecedentes, el 11 de julio de 1813 el rey José recibió una visita que lo
dejó abatido. Su amigo el senador Roederer fue enviado expresamente para
comunicarle que el emperador lo había destituido de comandante en jefe del ejército,
con la prohibición expresa de pasar el Loira. Para colmo, se enteró del nombramiento
en su lugar del mariscal Soult como lugarteniente del emperador y comandante en
jefe de los ejércitos de España y Portugal. La humillación por parte de su hermano no
pudo ser mayor. El emperador había puesto las tropas de España al mando de su
mayor enemigo. Días después, por insistencia de la reina y de Roederer, el emperador
envió al rey de España un pasaporte, extendido a nombre del conde de Survilliers,
permitiéndole regresar a Mortefontaine, con la condición expresa de no detenerse en
absoluto en París.
El 30 de julio de 1813 José llegó, por fin, a su propiedad de Mortefontaine, que
tanto había echado de menos en Nápoles y en Madrid. Pero la policía lo vigilaba.
Napoleón —que temía que Mortefontaine se convirtiera en un centro de intrigas
liberales— dio órdenes al ministro Savary de que controlara sus movimientos. Por su
amigo el conde Roederer, que visitó al rey, se sabe —por una carta dirigida al conde
Dumas, interceptada por la policía— que José guardó el más severo incógnito, y no
recibió ni ministros, ni senadores, ni consejeros de Estado, ni militares ni a nadie. Tan

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sólo se reunía con sus ministros españoles Azanza y Almenara, aunque no parecía
hablar de negocios. «Se caza, se pesca…, no se habla de negocios», dirá su amigo,
que advirtió cómo el rey engordó en aquellos días de descanso.[1203]
Oficialmente seguía siendo rey de España, pero su reino era ya pura ficción. Su
reinado había terminado incuestionablemente. San Sebastián cayó el 31 de agosto, y
su castillo varios días después; mientras Pamplona sucumbió el 31 de octubre. En los
meses siguientes, la idea de Napoleón sobre España cambió también de forma
radical. Influido por el mariscal Soult, que detestaba a José, pensó en la posibilidad
de recomponer la situación de España, devolviendo el reino, a espaldas de su
hermano, al rey Fernando, que se encontraba en el castillo de Valencay. En el mayor
de los secretos, el ex embajador Laforest fue encargado de las negociaciones, que
culminaron el 11 de diciembre de 1813.[1204]
Previamente, en las Tullerías, el emperador le pidió a su hermano que renunciara
a su condición de rey de España, por el bien de Francia y del emperador. José se negó
a abdicar con tal firmeza que Napoleón dejó de insistir, decidiendo devolver su trono
a Fernando, de acuerdo con el tratado que mantendría en secreto el mayor tiempo
posible. La invasión de Francia por los aliados y la presión del emperador decidió
finalmente que José desistiera de negar lo que era un hecho incontestable, que había
dejado de ser rey de España.
Ante la difícil situación por la que pasa el Imperio, Napoleón desengaña a su
hermano definitivamente. Ya no es rey de España. «Francia ha sido invadida —le
dice—, toda Europa está en armas contra Francia, pero sobre todo contra mí. Ya no
sois rey de España. Yo no quiero España para mí, ni quiero disponer de ella. No
quiero mezclarme más en los asuntos de este país más que para vivir en paz y
disponer de mi ejército». Lo que le pide Napoleón es que se ponga a su lado como
príncipe francés, que le escriba una carta simple, con la abdicación del trono de
España, que él pueda imprimir, y también disponer de su celo a favor suyo y del rey
de Roma, su sucesor.[1205]
Finalmente, el 7 de enero de 1814, de una manera tácita, José abdicó, aunque su
reinado había dejado de existir formalmente desde el momento en que se firmó el
tratado de Valencay. De momento, el emperador le dejaba utilizar el título de rey.
Preso de una alucinación difícil de explicar, el rey pareció contentarse con ser
anunciado bajo el título de «rey José», y su mujer como «reina Julia».[1206] A pesar de
todo, José tenía para sí que él era el hombre en quien, en aquellas difíciles
circunstancias, el emperador tenía mayor confianza.
El 10 de enero de 1814 el emperador, satisfecho de haberse ganado de nuevo a
José, le escribió comunicándole que había dado órdenes de que en adelante sería
anunciado, efectivamente, bajo el título de «rey José», y su esposa bajo el de «reina
Julia». José era ya un rey sin reino. El 24 de enero José fue nombrado lugarteniente
del emperador. Un mes después, el 27 de febrero de 1814, con la capitulación de

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Soissons y la derrota en Orthez del mariscal Soult, su detractor, la posibilidad de
poder volver a ser rey de España se desvaneció definitivamente.

Del lado de los españoles, la derrota de Vitoria fue siempre publicitada como orgullo
nacional.[1207] Por más que, años después, Benito Pérez Galdós aprovechara la
ocasión para no callarse tampoco lo que era el pueblo que luchó contra el Rey
Intruso. «El populacho —escribió— es algunas veces sublime, no puede negarse.
Tiene horas de heroísmo, por extraordinaria y súbita inspiración que de lo alto recibe;
pero fuera de estas ocasiones, muy raras en la historia, el populacho es bajo, soez,
envidioso, cruel y, sobre todo, cobarde».[1208]
Los ingleses, por su parte, supieron sacar provecho, más allá del botín obtenido, a
la huida del rey y al equipaje caído en sus manos. Lo mismo ocurrirá posteriormente
en Waterloo, cuando los periódicos ingleses publicaron con lujo de detalles las cosas
encontradas en el coche abandonado por el emperador. Especialmente se haría
referencia a algunos objetos refinados de su neceser. Publicación que cuando llegó a
oídos de Napoleón en Santa Helena motivó por su parte el siguiente comentario:
«Entonces, ese pueblo de Inglaterra me cree por lo visto un animal salvaje…¿O es
que su príncipe de Gales, especie de buey Apis, según me aseguran, no cuida de su
persona como cada uno de quienes, entre nosotros, tienen cierta educación?».
De esta misma forma, el orinal de plata del rey José se convirtió en objeto de un
ritual en la conmemoración posterior de la batalla. Hasta el punto de que los oficiales
de caballería de un regimiento beberán champán en él, mientras en los años
siguientes se dramatizaron todo tipo de escenas, como la contada por el intendente
Alexander Dallas, según el cual, al abrir un furgón, se levantó la tapa de un cofre, y al
meter un hombre la mano en él dijo que el fondo «estaba lleno de dólares sueltos y
cajas», mientras otro, en el mismo carro, encontraba otra caja llena de doblones de
oro. Todo ello formaba parte del famoso equipaje del rey José.[1209]
No todo el equipaje se perdió, porque otro convoy, que abandonó Vitoria por la
ruta norte a las dos de la mañana del 21 de junio, llegó a la frontera franco-española
sin novedad.[1210] Ahora bien, fruto de la desbandada, la carretera presentaba un
panorama extraordinario ante la existencia de un número inmenso de carruajes,
furgones, carretas de amunicionamiento y vehículos de todas clases, destrozados,
cuyos contenidos se hallaban esparcidos en todas direcciones.
El oficial de intendencia alemán Shaumann, que servía en el ejército inglés,
compró después un saco de palmatorias, teteras, lingotes de plata con el sello del
Tesoro, platos, cuchillos y tenedores por la mitad de precio. Unos oficiales de
infantería le enseñaron unas magníficas escopetas de caza con incrustaciones de oro,

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que habían pertenecido al rey José, y cantidad de ropa, como camisas finísimas y
calzas de seda, bordadas en seda roja con una «J» y una corona encima, lo que
probaba que era propiedad del rey. Relojes, cruces de la Legión de Honor y cadenas
de oro había por docenas. «Las cruces de la Legión de Honor —dirá el alemán—
fueron compradas a cualquier precio por los vengativos arrieros españoles, y colgadas
de las colas de las mulas como mofa y escarnio contra los franceses».[1211]
El drama de las personas que iban en los carruajes fue sobrecogedor. Según los
recuerdos del farmacéutico militar Blaze, los coches de lujo estaban ocupados por
familias españolas que abandonaban su patria para sustraerse a las persecuciones que
les amenazaban. «Imagínese el estado de una mujer joven corriendo por los
campos…con unas ligeras zapatillas de satén, con ropas de muselina, el estado de una
madre atribulada por la edad, sostenida por su hija que lleva a su vez a su criatura en
brazos. Esto es lo que se veía a cada paso; pero estas escenas desgarradoras no
inspiraban más que una estéril piedad: cada uno se preocupaba de sí mismo y no
podía ayudar a los demás en su desventura».[1212]
Una triste columna de afrancesados y partidarios del rey José alcanzó a duras
penas la frontera, pasando por Mondragón, Tolosa y San Sebastián. Entre tantos, uno
de los que atravesó la frontera el día 23 de junio fue el gran poeta e intelectual
Meléndez Valdés. Según Quintana, que luchó del lado de los patriotas, al dejar atrás a
España, se puso de rodillas y besó la tierra española diciendo: «¡Ya no te volveré a
pisar!». «Entonces —escribió su amigo— se acordó de su casa, de sus libros, de sus
amigos, del apacible retiro que allí disfrutaba; y considerando amargamente el
nublado cruel que le había agostado aquella cosecha de venturas, las lágrimas caían
de sus ojos, y las recibía el Bidasoa».
El embajador español, el conde de Campo Alange, y otras fuentes señalan que
más de dos mil familias españolas entraron en Francia entre el 23 y el 28 de junio de
1813.[1213] En julio de 1813, salió de Zaragoza para Francia, por Canfrán y Olerón,
huyendo de los peligros de la «anarquía y ferocidad» que previó próxima en aquella
ciudad con motivo de la retirada del ejército francés, el historiador afrancesado don
Juan Antonio Llorente.
La experiencia de los asesinatos de muchos varones ilustres verificados en el año
1808 por igual motivo, le obligó a refugiarse en Francia. Los sucesos posteriores le
confirmaron el acierto de su postura. De los dos consejeros de Estado que quedaron
en la ciudad, uno perdió la vida, y el otro sufrió todo tipo de malos tratos. «Una plebe
desenfrenada, y sugerida por algunas personas malignas» les perseguía a muerte.
A final de año, gran parte de los funcionarios que habían servido al rey José
habían cruzado la frontera. Los prefectos de la policía se quedaron impresionados del
estado de miseria de aquellos hombres. Todavía a finales de mayo de 1814 llegó un
último contingente de empleados josefinos, recogidos por un convoy militar
procedente de Barcelona. Por entonces habían transcurrido ya casi dos meses desde la
capitulación de París ante los ejércitos aliados.[1214]

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Según la famosa Representación del coronel Amorós, uno de los hombres de José
Napoleón I, un exilio masivo de 12 000 familias siguió al rey José en su destierro.
[1215] Un número que tal vez no sea tan excesivo como ha podido creerse a tenor de

las investigaciones realizadas. Pero debieron pasar la frontera muchas más personas
de las que han sido censadas.[1216] De ellos apenas unas cien consiguieron
establecerse en París. Esto sólo estuvo al alcance de las personas más próximas al
rey: antiguos ministros, consejeros de Estado, altos funcionarios, militares,
diplomáticos o aristócratas. El 8 de julio de 1813 el gobierno francés prohibió que los
refugiados españoles cruzaran el río Garona.
En función del grado de responsabilidad del cargo ocupado durante el reinado del
Intruso, las pensiones que, a instancias de José, se concedieron a aquellos refugiados
fueron muy diferentes. Una cantidad de 1000 francos mensuales se le adjudicó a los
ministros Azanza, Urquijo, O'Farrill, Almenara, Arribas o duque de Campo Alange.
Le siguieron en importancia, con 400 francos, los antiguos consejeros de Estado
Arce, Llorente, Amorós, Durán, González Arnao. A cargos de menor notabilidad
correspondieron socorros más bajos, como los del ex prefecto Badía y Leblich (340
francos), el ex corregidor de Madrid García de la Prada (300 francos) o el antiguo
jefe de división de finanzas J. A. Melón (tan sólo 200 francos).
Tras el regreso de Napoleón a París durante los Cien Días, el presidente de la
comisión encargada de distribuir las ayudas económicas entre los refugiados
políticos, conde Otto de Mosloy, hizo formar una nueva «Junta española de
socorros», compuesta por el duque de Santa Fe, Gonzalo O'Farrill, Arce, el marqués
de Almenara y Amorós. Desde el exilio de París todos ellos defenderán el buen
nombre del rey José. Amorós, concretamente, en 1824, cuando José se encontraba ya
desde hacía años en América, le remitió a Estados Unidos una colección de las
memorias que había publicado en París con la siguiente dedicatoria: «El autor a un
rey que reinó y cesó de reinar como un filósofo, y fue amado de todos los que le
conocieron».[1217]

¡América!
Al producirse el desmoronamiento del Imperio napoleónico, con la invasión de
Francia por los aliados, José desempeñó un papel relevante, mientras sus cuñados
Murat y Bernadotte traicionaron a Napoleón, pasándose al enemigo. Una vez que los
mariscales Marmont y Mortier fueron arrollados por los enemigos, a él le
correspondió la iniciativa como lugarteniente del emperador de hacer partir a la
Emperatriz y a su hijo para Rambouillet. Su consejo a su hermano consistió en hacer
la paz a todo trance para salvar el régimen. Cuando esta solución ya no fue posible,
trató de llevar a cabo la defensa de París, dando ejemplo de valor y de decisión al

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frente del Estado Mayor constituido por los mariscales Marmont, Mortier, Moncey y
el ministro de la Guerra.
Al amanecer del día 30 marzo de 1814, los parisienses pudieron leer una
proclama, firmada por José, en la que éste, en ausencia del emperador, se arrogaba la
defensa de la capital. «Armémonos —decía la proclama para defender esta ciudad,
sus monumentos, sus riquezas, nuestras mujeres, nuestros hijos, todo lo que nos es
querido. Conservemos el honor francés».[1218]
Esa misma mañana, bajo su presidencia, tuvo lugar un último consejo de guerra,
mientras los ejércitos rusos y austriacos, llegados a marchas forzadas, comenzaron a
asediar la ciudad. Ante la amenaza, todos los mariscales estuvieron de acuerdo: era
imposible hacerles frente. Era preciso retirarse al Loira. Después de varias horas de
deliberación, José aceptó ordenar la retirada. Al mediodía, José partió a caballo
juntamente con su hermano Jerónimo, los ministros de Napoleón y el Estado Mayor.
Atravesó el bosque de Boulogne y el puente de Sévres pocos instantes antes de que
éste cayera en manos de los enemigos. A través de Versalles, se dirigió a Rambouillet,
donde la reina y sus hijas acababan de llegar.
Tres días más tarde, José llegó a Blois. Intentó en vano, pasando por Orleáns,
unirse en Fontainebleau al emperador, quien, presionado por sus mariscales, se
dispuso a firmar su abdicación, que se produjo el 7 de abril. Al día siguiente José le
escribió una carta a su cuñada, la princesa Desirée, encomendándole el cuidado de su
hermana. Le adjuntaba también una carta para el zar Alejandro, «que en varias
ocasiones me ha mostrado interés». Llegado a este punto, José estaba decidido a
prepararse para el exilio.
En aquellas horas de angustia, el rey José recibió una prueba de abnegación por
parte de sus antiguos ministros españoles, que le pedían no atormentarse por su
suerte. Estos hombres, a quienes el rey había pedido que le expresaran lo que él podía
hacer por ellos, le escribieron, el día 15 de abril, diciéndole: «Vuestra Majestad ha
defendido la integridad y la independencia nacionales como un príncipe español.
Habéis renunciado a la corona cuando habéis creído que no podíais conservar la
nación en el rango que el honor nacional reclama. Nosotros nada podemos reclamar
de Vuestra Majestad. El recuerdo de buenas intenciones de Vuestra Majestad hacia
nuestra patria y la benevolencia que tenéis para nosotros, es todo cuanto puede
halagar nuestros corazones».[1219]
La reina Julia, por su parte, encontró una residencia segura en casa de su hermana
Desirée Bernadotte, que permaneció tranquilamente en París en su palacio de la rue
Anjou, donde —visitada por el zar Alejandro— esperó la llegada de su augusto
esposo. José le ordenó dirigirse allí, y unírseles. Creyendo encontrar ayuda en el
nuevo ministerio formado a instancias de su amigo Talleyrand, y del que formaba
parte su amigo el marqués de Jaucourt, bien pronto pudo comprobar que ninguno de
ellos quería la vuelta a París del ex rey de España. El ex embajador Laforest, que
había estado bajo sus órdenes durante todo el tiempo de su reinado de España,

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promovido al puesto de comisario para las Relaciones Exteriores, acordó concederle
pasaporte bajo la condición de que el ex rey se comprometiera a no volver a Francia
sin una autorización del gobierno. Condición que José rechazó indignado, porque él
quería pasaportes «puros y simples», como los concedidos a Jerónimo por el zar.[1220]
Ante la actitud del nuevo gobierno para con él, José, tomando el riesgo de viajar
sin pasaportes, salió inmediatamente de Orleáns. En compañía de un ayudante de
campo, el general Espert, de su secretario Presle y del médico Paroisse —bajo cuyo
nombre viajaba, en tanto que éste lo hacía con el de Cesarini— José se dirigió hacia
el este, perseguido por toda la policía real. Llegó a Bourges el 19 de abril. Con la
policía tras él, pudo atravesar las montañas del jura, internándose en Suiza. Sabía que
podía contar con su amigo el conde de Sellons, un verdadero «filósofo», que luchaba
por la abolición de las torturas y la pena de muerte, y que puso su castillo en las
proximidades de Lausana a su disposición.[1221]
En junio de 1814, José se instaló en una propiedad comprada con este propósito
en las inmediaciones del lago Leman, el castillo de Prangins, bajo el nombre de
conde de Survilliers, tomado un año antes, al salir de España. En este lugar acogerá a
su hermano Jerónimo, e incluso pretenderá acoger a su cuñada la emperatriz María
Luisa, que vuelta a Viena se olvidará pronto de Napoleón, cayendo en los brazos del
conde Neipperg, a quien un parche negro sobre el ojo derecho le daba un encanto
irresistible.[1222]
En su nueva residencia —donde se ocupaba más de los «detalles de la vida
campestre y de la suerte futura de su hermano que de los recuerdos de la carrera
brillante y tormentosa que acababa de vivir», según el decir de su antiguo secretario
Meneval, secretario posteriormente del emperador[1223] José recibió a personalidades
como el famoso actor teatral Talma o su vieja amiga Madame de Staël, avecindada en
su mansión próxima de Coppet, que le llevó noticias de su cuñado Bernadotte, bajo
cuya protección había vivido durante meses en Estocolmo, y a quien ella consideraba
como «el héroe del siglo».[1224]
Madame de Staël, toda sofocada, llegó un día a la residencia de José para poner
en conocimiento de éste la existencia de un complot contra la vida del emperador.
Dos asesinos a sueldo, al parecer, acababan de salir para la isla de Elba con el
propósito de matarlo. Ella se ofreció a su amigo para ir en persona y prevenir a quien
había sido su enemigo, pero al que, en el fondo, tanto valoraba. De forma más
prudente, José declinó el ofrecimiento y despachó a la isla de Elba a un antiguo
camarada del ejército de Tolón, Mathieu Boinod, suizo, quien llegó a Porto Ferraio
con tiempo suficiente de evitar el atentado.[1225]
Las visitas de Madame de Staël, así como las actividades y encuentros de José no
pasaron desapercibidas de las nuevas autoridades francesas. Particularmente
inquietaron al conde August Talleyrand, el embajador francés en Berna, primo del
ministro y tránsfuga del bonapartismo, que hizo espiar al ex rey desde su llegada a
Suiza. Como el conde de Survilliers era gentil con todo el mundo, se le acusaba de

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granjearse partidarios. Se le recriminó su galantería ante las damas, que se atribuyó a
cálculos políticos. Se vigiló su cuenta corriente en la banca Veret, de Nyon. Incluso se
le interceptaron cartas que hacía pasar a Francia a través de la ruta del jura.
Durante su exilio en Suiza —el país donde Rousseau ensalzó las excelencias de
su gobierno republicano— José fue espiado por todas partes. Había espías entre sus
domésticos, entre las mujeres que cortejaba imprudentemente, incluso entre las
amantes de sus secretarios. El ex rey se vio tan amenazado que su cuñada Desirée
Bernadotte tuvo que hacer una gestión personal ante Luis XVIII para que el gobierno
francés no exigiera de los suizos su expulsión. A lo que el monarca francés respondió
a la princesa real de Suecia con gran cortesía, prometiéndole que su hermana Julia no
sería incomodada.[1226]
En esta situación se encontraba José cuando se produjo la prodigiosa vuelta de
Napoleón a Francia; justo en el momento en que el embajador francés había
conseguido del canciller Metternich que oficiales austriacos y rusos condujeran a José
Bonaparte a la fortaleza austriaca de Graz. Cuando, por fin, la policía helvética se
disponía a detenerlo, José, prevenido por amigos de Lausana, dejó su residencia con
dirección a Francia. En compañía de sus hijas, atravesó Dijon, donde fue reconocido
y aclamado. En el camino, recibió mensajes del emperador, quien le ordenó dirigirse
a París, adonde llegó el 23 de marzo de 1815, a las dos de la tarde. Allí abrazó
finalmente a su hermano, durmiendo en el Elíseo, que fue su residencia durante
algunos días.
El emperador se mostró lleno de gentileza con su hermano, poniendo
inmediatamente a su disposición cuarenta caballos de enganche y varios vehículos.
Asimismo preparó un decreto por el que se le reintegraba en su dignidad de Gran
Elector, con una asignación de un millón de francos para 1815, que sería doblada el
año siguiente, y la propiedad del Palacio de Valentinois.
Los servicios que José podía rendir a su hermano, nuevamente aclamado como
emperador de Francia, fueron inapreciables. Napoleón esperaba de su hermano mayor
que reagrupara en torno a su trono a toda la familia dispersa. Él escribió de nuevo a
María Luisa y Murat. Al no tener contestación de la Emperatriz, le escribió a través
de Julia, con quien la hija del emperador austriaco había tenido siempre buenas
relaciones. No tuvo respuesta. Por añadidura, a principios de mayo, José consiguió
hacer una reconciliación inesperada, la de Napoleón con Luciano. Gracias a sus
buenos oficios, el hermano rebelde volvió a las Tullerías, recibió el gran cordón de la
Legión de Honor y la cualidad de príncipe. Luciano se convirtió hasta el fin de los
Cien Días en uno de los sostenes más activos del régimen.[1227]
En el mes de junio, al partir para la lucha irremediable, Napoleón delegó en José
los más altos poderes. El ex rey de España recibió la presidencia del consejo de
ministros. Sería a él a quien los ministros, entre quienes se encontraban Davout y
Fouché, deberían hacer su relación diaria. Como ha señalado un biógrafo de José,

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Napoleón, que había tenido tiempo de reflexionar en la isla de Elba sobre el valor
moral de los hombres que le rodeaban, «no confiaba más que en él».
Al día siguiente de la partida del emperador para la última batalla, José se instaló
en las Tullerías, para estar en el centro del gobierno, desde donde se ocupó de los
asuntos con la misma eficacia con que los había desempeñado el año anterior. «Sobre
los asuntos de finanzas como los de policía, se mostró moderado, prudente,
minucioso, habituado a los asuntos; y no habló más que a sabiendas», dirá uno de sus
detractores.[1228]
Su «reino», una vez más, habría de ser breve. Después de un falso regocijo debido
al anuncio del éxito de Ligny, para lo cual ordenó tirar salvas, conoció, el 20 de junio
—a los dos años de la batalla de Vitoria— la derrota de Waterloo. Ante ello reunió el
Consejo de Ministros con la intención de poder salvar de la catástrofe, a la vez, el
Imperio y Francia. Pero, definitivamente, la suerte estaba echada.
Demasiado habituado a las horas dramáticas para perder la cabeza, José dio al
emperador el mismo consejo que le dieron Carnot y Merlin de Douai: «Volved al
ejército, y dejadnos batallar con las Cámaras».[1229] Pero todo fue en vano, el 22 junio
de 1815, desautorizado por su Parlamento, Napoleón se vio obligado a abdicar a
favor de su hijo, que José y Luciano tendrían vanamente que haber proclamado, esa
misma tarde, bajo el nombre de Napoleón II ante la Cámara de Pares, cuyos
miembros habían sido nombrados por el emperador, y donde no obtuvieron más que
dieciocho votos.[1230]
Dada la precipitación de los acontecimientos, el 25 de junio tuvo lugar en París un
consejo de familia al que asistieron Napoleón, José, Luciano y Jerónimo. Todos
estuvieron de acuerdo en ir a buscar asilo a Estados Unidos de América, aunque sus
opiniones difirieron sobre los medios de llegar allí. Napoleón y Luciano se inclinaron
por el método digno de su grandeza. Según ellos era preciso fiarse de la «grandeza de
alma» de la nación inglesa, donde la opinión pública era favorable a los Bonaparte.
Luciano se ofreció a ir a buscar él mismo los pasaportes para toda la familia a
Londres.[1231]
José, el único de los hermanos Bonaparte que mantuvo su sangre fría, fue de la
opinión de evitar Inglaterra, y de difundir lo menos posible su deseo de franquear el
Atlántico. Según él, convenía escaparse clandestinamente, con la ayuda de un
pequeño número de personas fieles, como ya había experimentado en dos ocasiones:
el año anterior, al abandonar Francia, y, tres meses antes, al dejar Suiza. A José le
hubiera gustado compartir su parecer con Napoleón. Pero éste estaba fatigado.
Verdaderamente, no sabía qué hacer. Por el momento decidió dirigirse a Rochefort,
donde José se le uniría, y donde tomarían una resolución definitiva. La salvación de
la familia, el porvenir, la experiencia de una nueva vida…, la fortuna estaba en
América. ¡América!

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El sueño americano
Conocedor del Viejo Mundo después de haberlo recorrido tantas veces, José
emprendió el camino del exilio en Estados Unidos. Dejó París provisto de los
pasaportes franceses en blanco que le había remitido Fouché, y de los pasaportes
americanos, igualmente en blanco, que le proporcionó el encargado de negocios de
Estados Unidos, Jackson. Al salir de la capital le acompañaban un joven ayuda de
cámara de confianza, Louis Mailliard, su médico español, doctor Unzaga, y un joven
secretario americano, James Carret, al que había contratado en Blois en 1814, y que
le servía de intérprete, lo que hace suponer que, desde hacía más de un año, José
soñaba con buscar refugio en América.[1232]
En el camino volvió a encontrar a Napoleón, el 2 de julio, en Niort, donde se
separaron después de quedar en verse de nuevo en Rochefort, adonde José llegó en la
noche del 4 al 5 de julio de 1815. Encontrándose de nuevo con Napoleón, José no fue
capaz de convencer a su hermano para que lo siguiera a América. Durante varios días
intentó hacerlo por todos los medios, mientras, por otro lado, buscaba un barco capaz
de transportarlo al Nuevo Mundo. Después de encontrarse ambos hermanos en la isla
de Aix por última vez, el 12 de julio, todavía al día siguiente envió a Louis Mailliard
a Napoleón para obtener una respuesta definitiva. Ante la negativa final de éste de
acompañarle —el 14 de julio recibió una carta del general Bertrand informándole que
el emperador iba a embarcarse en la flota inglesa— José ultimó los detalles para su
viaje a América.
Previamente, José había comprado un bergantín, teniendo que comprar también la
carga, que era en su mayor parte de coñac. Desolado por la negativa de su hermano a
acompañarle, José aguardó, mientras se hacían los preparativos, en una villa cerca de
Royan, que era propiedad del armador Pelletreau. El barco, de nombre el Commerce,
era americano, de 200 toneladas. El viajero lo fletó por la suma de 18 000 francos. Su
comandante, el capitán Misservey, procedente de Charleston, ignoraba la identidad
verdadera de su ilustre pasajero, que había tomado el nombre de Bouchard. Éste,
seguido de sus tres compañeros, se embarcó finalmente para América a las tres de la
madrugada del 24 al 25 de julio de 1815.
A poca distancia de las costas francesas, el Commerce fue visitado sucesivamente
por dos navíos de guerra ingleses, el Bacchus y el Endymion. Los pasaportes estaban
en regla. Y Monsieur Bouchard, que fingió estar malo en su camarote, no fue
interrogado. La travesía duró treinta y dos días. Y fue excelente. Por la tarde, el
viajero principal se hacía recitar poemas de Corneille y Racine. Por su parte, se
deleitaba recitando en italiano la Huida de Herminia y otras estancias de Torcuato
Tasso, por quien el viajero sentía una especial predilección. El capitán americano, al
ver las deferencias de sus compañeros hacia Monsieur Bouchard, no tardó en darse
cuenta de que éste debía ser un personaje importante. Se le metió en la cabeza que

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podría tratarse del general Carnot, pareciéndole además que el doctor Unzaga era el
general Clausel.
El 28 de agosto de 1815 Monsieur Bouchard y sus acompañantes divisaron por
vez primera tierra americana, en Long Island. Al día siguiente, al alba, los viajeros
entraron en el puerto de Nueva York, desembarcando en el muelle de East River,
cerca de Brooklyn. A poco de su llegada a la ciudad, no tardó en difundirse la noticia
de que el general Carnot acababa de llegar. El Evening Post publicó la noticia en sus
columnas, mientras que el alcalde de Nueva York, Jacob Radcliffe, se dispuso a ir a
dar la bienvenida a tan ilustre viajero, antiguo miembro del Directorio.[1233]

Con motivo de la Revolución francesa, los Estados Unidos de América se


convirtieron en una tierra de promisión para muchos personajes notables del entorno
de José. En Córcega misma, la familia Bonaparte conoció a connaturales que
hablaban de las maravillas del Nuevo Mundo. En Corte, su ciudad natal, José trató
con el famoso filósofo Volney, dedicado entonces a la explotación de plantas
coloniales, que poco después partió a Estados Unidos, donde mantuvo relaciones con
los presidentes Jefferson y John Adams.
Si Oriente fascinó a los europeos de la era napoleónica, desde lord Byron a
Chateaubriand, pasando por Volney —autor de las famosas Ruinas de Palmira, otro
tanto puede decirse de la fascinación ejercida en Francia por la joven República
americana. El propio Volney— que dos días antes del golpe de Brumario estuvo en
casa de Napoleón, juntamente con José, Talleyrand, Jourdan y Roederer[1234] publicó
en 1803 su libro Tableau da climat et da sol aux États-Unis.
Durante aquellos años, se extendió por Francia la idea de que Estados Unidos era
una república agrícola y pastoril, que los mismos ideólogos mitificaron. El propio
Talleyrand, después de la ejecución de Luis XVI, dejó Inglaterra por Estados Unidos.
Se estableció en Filadelfia, desde donde recorrió toda Nueva Inglaterra. Vio lo que
era el «Nuevo Mundo», e incluso trató de «hacer fortuna» especulando sobre compra
y venta de mercancías y terrenos. A diferencia de Francia, donde la República lo
había llevado a la ruina, la República americana, para un especulador nato como él,
que decía que «ante todo es preciso ser rico», era su salvación. Sus dieciocho meses
en América habrían de ser fundamentales para este businessman de la política, amigo
y enemigo de José, para quien la politique, ce sont les afaires.[1235]
Para la intelectualidad europea de la época, algunos de cuyos representantes
estarán tan próximos a José —el «grupo de Coppet», de acuerdo con el nombre de la
residencia de Madame de Staël en Suiza, junto al lago Leman— América era un
sueño. Una idea que se encuentra en Benjamin Constant, Sismondi, los hermanos

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Schlegel, Barante, Monti, Mackintosh, Humboldt o la misma Madame de Staël,
quien, desde su exilio en Suiza, como José, quiso también emigrar a Estados Unidos.
[1236]
Otro de los grandes, seguidor de la pista de Madame de Staël y de la familia
Bonaparte, que también viajó a Estados Unidos en tiempos de la República francesa,
fue Chateaubriand, quien dirá en sus Memorias que «a quienes no han navegado
nunca les será difícil hacerse una idea de los sentimientos que se experimentan
cuando a bordo de un navío no se ve por todas partes más que la faz adusta del
abismo». Después de bordear las costas de Maryland y de Virginia, el viajero llegó a
Baltimore, en cuyas proximidades vio «rebaños de vacas europeas pastando en unos
herbazales rodeados de empalizadas, en los que saltaban ardillas de pelaje rayado».
De Baltimore, en un stage-coach que hacía tres veces por semana el trayecto a
Pensilvania, el viajero se dirigió a Filadelfia. El camino recorrido, «más bien trazado
que terminado», atravesaba una región bastante llana, sin árboles, con granjas
diseminadas, aldeas escasas, clima como el de Francia, con golondrinas volando
sobre las aguas al igual que en el estanque de Combourg. En la época de su viaje
(1791), Filadelfia era ya una «hermosa» ciudad, con calles anchas, algunas arboladas,
que se entrecortaban regularmente en ángulo recto de norte a sur y de este a oeste.
En aquel lugar del Nuevo Mundo —que, veinticinco años después va a ser el
lugar escogido por José para iniciar una nueva vida— el antibonapartista
Chateaubriand recordará cómo en aquellos momentos de su vida «[…] admiraba
mucho las repúblicas, aunque no las creyera posibles en la época del mundo a que
habíamos llegado: conocía la libertad a la manera de los antiguos, la libertad hija de
las costumbres en una sociedad naciente; pero ignoraba la libertad hija de las luces y
de una vieja civilización, libertad de cuya realidad ha dado muestras la república
representativa: ¡quiera Dios que sea duradera!».
Cuando el viajero llegó a Filadelfia, el general George Washington no se
encontraba allí. Después lo vio pasar en un coche tirado por cuatro fogosos caballos,
conducidos a todo tren. Washington, según las ideas del viajero, debía ser una especie
de Cincinato. Pero al verlo en un coche como aquél, trastocó un poco su idea de una
república del año 296 de Roma. ¿Podía ser el dictador Washington —se preguntaba—
otra cosa que un rústico, que azuzara él mismo sus bueyes y llevara la esteva del
arado? Pero cuando fue a entregarle una carta de recomendación, encontró en él la
sencillez del anciano romano.
El palacio del presidente de Estados Unidos era una modesta casa, parecida a la
de la vecindad. No había en ella guardianes, ni tan siquiera criados. El presidente le
recibió campechanamente. La conversación giró en torno a la Revolución francesa.
Ante la sorpresa de los visitantes, el general le mostró, un tanto ingenuamente, una
llave de la Bastilla. Era un pequeño juguete «bastante pueril» que se repartía entonces
en América como souvenir.

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Muchos años después, el mismo Chateaubriand, una vez muerto Napoleón, hizo
un paralelismo entre éste, el «fundador de los Estados Unidos» y el emperador de los
franceses. «Ercilla, cantando y luchando en Chile —dirá el poeta—, se detiene en
medio de su viaje para contar la muerte de Dido; yo me detengo al comienzo de mi
carrera en Pensilvania para comparar a Washington con Bonaparte». El paralelismo
era tanto más forzado cuanto que Bonaparte no poseía ninguno de los rasgos del
presidente americano. Pero el francés concluye a favor de la República americana:
«La República de Washington subsiste; el Imperio de Bonaparte ha sido abolido.
Washington y Bonaparte salieron del seno de la democracia; nacidos ambos de la
libertad, el primero le fue fiel, el segundo la traicionó».
Es éste el mismo caso de José, que salido también del «seno de la democracia»,
después de haberse perdido ésta en el Viejo Mundo, se trasladó al nuevo para
encontrarla. Atrás dejará su condición de rey, su gloria, su fama, sus riquezas
obtenidas con la Revolución y la guerra. Buscará su fortuna en una nueva vida, en
una república que ya es una realidad. Dejando atrás el mundo napoleónico, José se
instaló en la «República de Washington».
En esta república, tierra de promisión de tantos demócratas posteriores, José va a
vivir más tiempo del que ha vivido en Francia. Las costumbres de la joven República
las conoce por propia experiencia. En septiembre de 1800 fue él quien negoció el
tratado de Mortefontaine con los representantes americanos. Según le dijo entonces
José a su hermano, «en todo, nuestra opinión particular es que las ideas más liberales
son aquellas que deben prevalecer en nuestras relaciones con Estados Unidos…Su
acrecentamiento no será jamás un temor para la República, y será muy útil contra
Inglaterra».[1237]
En los años siguientes, durante la presidencia de Jefferson —cuya aceptación de
la convención fue uno de los primeros actos oficiales del nuevo presidente-José
siguió de cerca las negociaciones para la venta de Luisiana, cuando el presidente
encargó a Robert Livingston, ministro plenipotenciario en París, un acomodo con los
franceses, y envió a París, en 1803, a James Monroe, antiguo gobernador de Virginia,
con la misión de negociar la compra de Nueva Orleáns. El fracaso de la expedición a
Santo Domingo, donde encontró la muerte su cuñado Leclerc, esposo de su hermana
Paulina, facilitó las cosas.[1238]
Durante los años del Imperio no fueron pocos los disidentes de Napoleón que se
asentaron en Estados Unidos. El general Moreau —aclamado en Rennes en 1803 a
los gritos de «¡Viva la República! ¡Viva Moreau! ¡Muera el Primer Cónsul y sus
partidarios!»— buscó refugio en Estados Unidos en 1804, y allí permaneció hasta
1813, cuando fue llamado por el zar. Fue el propio Fouché quien facilitó su partida
para allá ante la efervescencia de las tropas de la guarnición de París.[1239] Y otro
tanto ocurrió, posteriormente, con el general Malet, a quien Napoleón ordenó que se
le enviara a Estados Unidos. Y el ministro de la Policía se ocupó de las diligencias
oportunas para que un navío lo trasladara desde Nantes a aquel país.[1240]

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José participaba de la buena opinión que su hermano tenía de Estados Unidos y
hacia el pueblo norteamericano. A sus contertulios de Santa Helena, el emperador les
dará pruebas de esta admiración, en noviembre de 1815, cuando todavía no sabe que
su hermano José está ya afincado allí. «Ved cómo en Estados Unidos —dirá a sus
compañeros de exilio— todo prospera sin esfuerzo alguno; cuán felices y tranquilos
viven, y es porque en realidad es la voluntad, son los intereses públicos los que
gobiernan».
El propio Napoleón decía que si él hubiera estado en América, de buena gana
hubiese sido un Washington, aunque «hubiese tenido escaso mérito, porque no veo
cómo hubiese sido razonablemente posible hacer de otro modo». Mientras que si
Washington se hubiese encontrado en Francia, ante la disolución interior y la invasión
del exterior probablemente «no hubiese sido otra cosa que un estúpido y no hubiese
hecho más que continuar la serie de grandes desdichas».
En Santa Helena, en enero de 1816, se habló entre Napoleón y sus contertulios de
las emigraciones numerosas actuales de «obreros» de Francia e Inglaterra hacia
Estados Unidos. Entonces el emperador observó que «este país privilegiado se
enriquecía con nuestras locuras». Otro día, hablando de los males que se estaban
enseñoreando del Viejo Mundo, el emperador, levantándose de su canapé y
golpeando el suelo con el pie se puso a gritar: «¡Ah! ¡Qué desgracia que yo no haya
podido irme a América! ¡Desde el otro hemisferio incluso yo hubiese protegido
Francia contra los reaccionarios!».
Por ello, cuando el domingo 26 de mayo de 1816 Napoleón se enteró por los
periódicos de que su hermano José había comprado grandes haciendas en el norte del
Estado de Nueva York, y de que un gran número de franceses se agrupaban en torno
suyo para fundar pronto una colonia, su gozo fue extraordinario. El emperador dijo
estar seguro de que aquel asentamiento debía contar en poco tiempo con una reunión
de hombres muy capaces en todos los géneros. Si cumplían con su deber, añadió,
«saldrían de allí excelentes escritos, refutaciones victoriosas del sistema que triunfa
hoy en Europa».[1241]
El asentamiento de José en Estados Unidos entusiasmó a Napoleón. «Se veía
cerca de su hermano José, rodeado de una pequeña Francia, etc. etc.», dirá el conde
Las Cases en el Memorial. Abandonándose a la imaginación, soñaba con América,
donde, «él sería verdaderamente libre».
De haber pasado a América, el emperador, según decía, contaba con llamar a su
lado a todos sus familiares. Suponía que ellos hubieran podido reunir cuarenta
millones de francos. Hubiera sido el inicio de «una concentración nacional, de una
nueva patria». Según el emperador, antes de un año, los acontecimientos de Francia y
los de Europa habrían reunido cien millones, y sesenta mil individuos, la mayoría de
éstos poseedores de propiedades, talento e instrucción.
El emperador decía que le hubiera gustado «realizar este sueño; habría sido una
gloria completamente nueva». «América —proseguía—, habría sido nuestro

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verdadero asilo bajo todos los conceptos. Es un continente inmenso, de una libertad
completamente particular. Si sentís melancolía, podéis montar en un coche, recorrer
mil leguas y gozar constantemente del placer de un simple viajero. Allí sois igual a
todo el mundo; os perdéis a vuestro antojo en la multitud, sin inconvenientes, con
vuestras costumbres, vuestro lenguaje, vuestra religión, etcétera».

Mucho más apegado a la realidad que su hermano, al bajar del barco en Nueva York,
Monsieur Bouchard, junto con sus tres acompañantes, encontró alojamiento en casa
de una señora llamada Powell, que tenía una modesta pensión en la zona de Park
Place. Fue allí donde recibió la visita del alcalde de la ciudad, que fue a rendirle
homenaje como si se tratara del general Carnot. El viajero desmintió ser Carnot, pero
no reveló su verdadera identidad.
Sin embargo, el rey José fue reconocido por un comodoro, de nombre Jacob
Lewis, cliente también de la pensión Powell, que le había visto tiempo atrás en
Francia. Prudentemente, José lo contrató como guía, y por él no se supo quién era.
Sin embargo, varios días más tarde, el 6 de septiembre, paseando por Broadway con
Mailliard, que contó más tarde la escena, fue abordado por un hombretón de aspecto
militar, que fue preso de una gran emoción. Se trataba de un antiguo oficial de su
Guardia Real que, al reconocerle, se precipitó hacia él y, arrodillándose, le cogía las
manos, las besaba, las cubría de lágrimas, gritando con una voz entrecortada por los
sollozos: «¡Vuestra Majestad, aquí! ¡Vuestra Majestad!».
La gente de Nueva York, poco acostumbrada a un espectáculo como aquél, se
apelotonó en torno a él, queriendo saber de qué rey se trataba. Al día siguiente los
periódicos de la ciudad publicaron la noticia, lo cual inquietó sobremanera a José, que
se sabía buscado por todas las policías de Europa. Ante la revelación del secreto, José
visitó al alcalde, revelándole finalmente su verdadera identidad. Le expuso
igualmente su temor de ser expulsado y entregado a las potencias. Al oír esto, el
alcalde le aconsejó que fuera a Washington, y expusiera el asunto en persona al
presidente James Madison.[1242]
El 10 de septiembre de 1815, acompañado por su nuevo amigo, el comodoro
Lewis, José salió de Nueva York con dirección a Washington.[1243] Viajaba ya bajo el
nombre de conde de Survilliers, que utilizará siempre en adelante. Al día siguiente se
detuvo en Filadelfia. Se encontraba en Baltimore cuando recibió un aviso de que el
presidente no lo recibiría. Evidentemente, el secretario de Estado con aspiraciones
presidenciales James Monroe desaconsejó que el presidente se entrevistara con
generales napoleónicos, y menos con un Bonaparte.[1244]

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El recién llegado, no obstante, no fue molestado en su propósito de fijar su
residencia en el país. Y desde el primer momento se acogió a las libertades acordadas
para todos los ciudadanos. Pronto se aseguró de que tampoco sería entregado a los
ingleses ni a los aliados.[1245] En noviembre de 1815 The Times de Londres daba la
noticia de que el rey José estaba en Nueva York.[1246]
De regreso a Filadelfia, se quedó a vivir en una casa de arquitectura sencilla, en el
centro de la ciudad, en el 260 de South Ninth Street, donde pasó los dos primeros
inviernos de su estancia en América. Después se instaló en la parte oeste de la ciudad,
al otro lado del Schuylkill River y en medio del Fairmount Park. Una residencia que
llevaba el nombre de Lansdowne, donde había vivido John Penn, el antiguo
gobernador colonial de Pensilvania. Aquí, durante el verano de 1817, el conde dio
una celebrada recepción oficial, a la que acudieron las personalidades más
importantes y las damas más elegantes de toda la ciudad. En 1822 se trasladó de
nuevo a una casa que había comprado en el lado este de Eleventh Street con Market
Street, la arteria principal de Filadelfia.[1247]
De una manera mucho más realista que su hermano —que seguía pensando en
planes grandiosos de imposible realización— José se entregó de lleno a sus negocios.
Ante todo se preocupó de asegurarse la propiedad de sus fincas de Mortefontaine,
poniéndolas bajo el nombre de su cuñada, para de esta forma evitar la confiscación de
los bienes de los Bonaparte, ordenada por Luis XVIII.[1248] De la misma manera,
confió a su banquero Veret el dominio de Prangins, en Suiza.
Deseoso de comprar una casa de campo, José exploró en coche los alrededores de
Filadelfia, cincuenta millas a la redonda, acompañado de James Carret, que le servía
de intérprete. Así fue como José encontró Point Breeze, una granja inicialmente de
unos doscientos acres, situada en un lugar pintoresco, junto al Delaware, el río de
Filadelfia que en su viaje describió Chateaubriand, diciendo que discurría
paralelamente a la calle que seguía su margen occidental. Y añadía que «este río sería
considerado caudaloso en Europa, pero en América no se habla siquiera de él».[1249]
Point Breeze se situaba, exactamente, en la confluencia del Delaware y uno de sus
afluentes, el Crosswick Creek, al lado de la pequeña ciudad de Bordentown (a 65
kilómetros al norte de Filadelfia, y a 100 al sur de Nueva York). La propiedad fue
compraba en agosto de 1816. José pagó por ella —una tierra exactamente de 211
acres de extensión, es decir unas 85 hectáreas— 17 500 dólares. Después, por
adquisiciones sucesivas, la agrandó hasta un total de 1837 acres, o sea 744 hectáreas,
que le costaron finalmente 106 331 dólares. Sobre la colina, dominando el río, hizo
construir una mansión soberbia, de la que los visitantes que fueron a verla decían que
era la más bella de Estados Unidos después de la del presidente en Washington.[1250]
Es muy posible que el lugar donde compró el terreno José se lo indicara su amiga
Madame de Staël, su vecina de Prangins, en los días del exilio en Suiza. Pues ésta
sostenía correspondencia con el general Moreau, quien, entre 1806 y 1813, habitó
muy cerca de allí, en Morrisville, en una casa construida por Robert Morris, el

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«banquero de la Revolución americana». La leyenda napoleónica mantuvo durante
mucho tiempo, por otra parte, que, en cierta ocasión, el propio emperador le dijo a su
hermano que si alguna vez sus planes fracasaban y tenía que abandonar Europa, se
establecería entre Filadelfia y Nueva York, así —decía— «yo podría recibir
rápidamente las noticias que llegaran de Francia en cada uno de estos puertos».
Los inviernos los pasará José en Filadelfia, donde, inicialmente, tomó en alquiler
uno de los más bellos inmuebles de la ciudad, perteneciente al gran banquero de
origen francés Stephen Girard, que pronto se hizo su amigo. Filadelfia seguía siendo
la ciudad que Chateaubriand, huyendo entonces de la Revolución, definió como «una
tierra de libertad [que] ofrecía asilo a quienes huían de la libertad: nada prueba mejor
el alto valor de las instituciones generosas que este exilio voluntario de los partidarios
del poder absoluto en una democracia en estado puro».
La ciudad a la que llegaba José se había ido agrandando poco a poco. Y tenía
muchos atractivos. Un cuarto de siglo antes, los emigrados franceses que habían
encontrado asilo en ella se habían sentido escandalizados de encontrar por todas
partes el lujo de los carruajes, mucho mejor que los de Francia, la frivolidad en las
conversaciones, la desigualdad de las fortunas, la inmoralidad de las casas de banca y
juego, el ruido de las salas de baile y el espectáculo. En Filadelfia, Chateaubriand
pudo creer que se encontraba en Liverpool o Bristol. «La apariencia del pueblo era
agradable: las cuáqueras, con sus vestidos grises, sus sombreritos uniformes y sus
rostros pálidos, parecían hermosas».

La vida del conde de Survilliers


Desde su llegada a Filadelfia, la vida de José pasó desapercibida inicialmente ante los
políticos del Viejo Mundo, implicados en los graves problemas de la Restauración
posnapoleónica. La alarma, sin embargo, vino de España en abril de 1816, cuando el
gobierno del rey Fernando VII puso en guardia al de Francia sobre las actividades
desplegadas por el ex rey en Estados Unidos.
El ministro español en Washington, don Luis de Onís, escribió al gobierno de
Madrid, en marzo de 1816, que José Bonaparte, «cuyas riquezas eran inmensas», se
reunía con los generales Grouchy, Clausel y varios otros, y tenía contactos con los
exiliados «y todos los turbulentos de este partido».[1251] El español daba la noticia de
que un americano, de nombre Carpenter, corsario célebre por sus empresas y por su
audacia, había llegado a ofrecer a José la posibilidad de rescatar a Napoleón de Santa
Helena y llevarlo a América. Esto provocó, por parte de la embajada francesa, que se
vigilaran cuidadosamente las actividades de José y la salida de barcos sospechosos
hacia el Atlántico.[1252]

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Según el representante español en Washington, la conducta del gobierno
americano había cambiado radicalmente hacia los exiliados, pues si en un principio
fueron tratados «con indiferencia y sin consideración», después parecía
testimoniárseles interés y respeto.[1253] Así fue como fueron llegando conspiradores y
emigrados de muy distinta ralea, como los distinguidos Mina el Mozo, sobrino de
Espoz y Mina, el famoso guerrillero contra José durante la guerra de España, y el
estrafalario Fray Servando Teresa de Mier, que llegaron a Baltimore en julio de 1816.
Aunque ambos, el general y el fraile, según el decir de éste, estaban deseando pasar a
Filadelfia y Nueva York, «donde están las bellezas mejores que las de Londres, dicen,
por su pie más pequeño, cuerpo y andar más gracioso y elegante, y a fe que aquí no
faltan más finas de color aunque en general más descoloridas».[1254]
Aunque la idea de José, después de tantos desengaños como había vivido en
Europa, era apartarse y desinteresarse de las intrigas políticas, no todos los visitantes
de Point Breeze lo vieron así. A comienzos de 1817 —la fecha probablemente es
inexacta— un incrédulo, pero al mismo tiempo maravillado Mailliard le anunció la
llegada del general español Javier Mina. Se trataba de el Estudiante, uno de los más
famosos guerrilleros que había combatido contra él en la guerra de España.
Acompañado de una temible delegación de revolucionarios españoles y mexicanos,
pidió una audiencia con «Su Majestad, el rey de España y de las Indias».[1255]
José, perplejo, recibió al grupo. Mina y sus compañeros se echaron a sus rodillas.
«Majestad —le dijo Mina— nosotros estamos aquí para reconoceros como rey de las
Indias. Nosotros ganaremos la corona de México para vos».[1256] ¡Quien luchó a
brazo partido contra el Intruso en España, por no reconocerlo, le visitaba en Estados
Unidos para ofrecerle la corona de México!
Convencido de las excelencias de las instituciones democráticas americanas, el ex
rey de España estaba muy alejado de aceptar una nueva disparatada aventura como
aquélla. Mina moriría poco después luchando contra el rey Fernando VII en México.
En realidad, José esperaba más bien que México se convirtiera pronto en una
república, a pesar de que, años después, su sobrino Napoleón III, a quien José nunca
entendió, se opusiera a ello.
Esta idea no se le ocurrió solamente a Mina y a sus amigos. El mismo sueño lo
compartió un exiliado francés de Kentucky, llamado Joseph Lakanal, que también
quería hacerlo rey de México y de las Indias. Al tiempo que pensaba raptar a
Napoleón de Santa Helena e instalarlo como emperador de Sudamérica. Lakanal, un
hombre entonces de la edad del conde, era un ideologue, totalmente republicano y
partidario de la ejecución de Luis XVI. A mediados de 1817 él envió a uno de sus
hombres con un paquete de cartas y documentos anunciándole la inminente invasión
de México.
Prevenido de las maquinaciones de Lakanal, José rehusó aceptar el paquete.
Algunos días más tarde, en Filadelfia, el mensajero perdió o vendió éste a los agentes
del embajador francés Hyde de Neuville, quien puso la trama en conocimiento del

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secretario de Estado, entonces John Quincy Adams. Consciente de que José había
sido visitado por numerosos soldados napoleónicos, entre ellos destacados generales,
el embajador se alarmó considerablemente. Lo mismo que el ministro español don
Luis de Onís. Por ello, ambos pidieron a Adam que realizara una investigación. Y,
hecha ésta, las autoridades americanas —Monroe era entonces el presidente—
comprobaron que José estaba por completo al margen de todas aquellas tentativas
conspiratorias.[1257]

No fue éste el caso del gobierno español, que seguirá obsesivamente los pasos del ex
rey José desde su llegada a América. Por ironía del destino, el ministro de Estado
Cevallos —que había servido a José como ministro de Estado tras Bayona— fue el
receptor de todas aquellas noticias que le llegaron nada más pisar tierra americana,
vía embajada de España en Londres.[1258]
En realidad, la fijación del gobierno de España con las actividades «subversivas»
de José en América venía desde la época de la Guerra de la Independencia, cuando el
mismo ministro don Luis de Onís comunicaba desde Filadelfia al embajador de la
junta Central en Londres, almirante Apodaca, que José Bonaparte proyectaba, según
unas proclamas aparecidas en Baltmore, una «revolución» en la América española, en
la temprana fecha de 1810.[1259]
Pocos meses después, la embajada de España en Londres comunicaba a las
autoridades de Cádiz los nombres de los agentes de José que actuaban nada menos
que en California, Florida y Luisiana.[1260] Lo que hizo que el embajador Apodaca
pusiera en conocimiento del gobierno de Su Majestad británica tales proyectos de
sublevación, según las informaciones del ministro español en Estados Unidos.[1261]
Se trataba de un verdadero culebrón, en el que se hacían referencias a las ayudas que
habían de proporcionar los mismos Estados Unidos.[1262] El asunto trascendió de las
manos de don Luis de Onís porque, en 1812, desde Montevideo, se creía
ingenuamente que la inspiración de la revolución de la América española era cosa de
José I.[1263]
Con la llegada posterior del destronado rey a Estados Unidos, las noticias que
sucesivamente fueron llegando primero a Londres y después a Madrid sobre los
planes subversivos de José para la América española fueron continuas.[1264] En
septiembre de 1816, desde Londres, se comunicaba al ministro de Estado Cevallos
que desde Inglaterra se preparaba una expedición a México, que recibiría refuerzos en
Nueva Orleáns, y que contaba con el respaldo de José Bonaparte, a quien los
insurgentes americanos le habían hecho recientemente proposiciones al respecto en
Nueva York.[1265]

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Pendiente de los movimientos del ex rey José en América, el nuevo ministro de
Estado Pizarro ponía en conocimiento del nuevo embajador en Londres la noticia de
un posible viaje de Luciano Bonaparte a Estados Unidos,[1266] con la consiguiente
propuesta de los plenipotenciarios de las potencias aliadas de negar a Luciano el
permiso de trasladarse a América.[1267] Al tiempo, el embajador Fernán Núñez, por su
parte, enviaba al gobierno de Madrid recortes de The Morning Post, con noticias
sobre José, que había tomado el nombre de conde de Survilliers, y vivía en una finca
en el Delaware, cerca de Bordentown.[1268]
En noviembre de 1817, de acuerdo con los rumores que obsesionaban al gobierno
de Fernando VII, el ministro de Estado español comunicaba a su nuevo embajador
español en Londres, duque de San Carlos, el «proyecto» existente para proclamar a
José Bonaparte rey de México. Se le comunicaban, asimismo, las medidas tomadas
por el presidente Monroe sobre el particular.[1269] También se le enviaban detalles
sobre las conspiraciones tramadas por algunos franceses residentes en Estados
Unidos para «revolucionar el reino de México», de acuerdo con José Bonaparte.[1270]
De la misma manera, se le daba cuenta de los rumores existentes, según los cuales
José había enviado un barco desde Estados Unidos para recoger a su hermano
Luciano y llevarlo consigo a América.[1271]
Con tan preocupantes noticias, el duque de San Carlos tuvo una entrevista con el
ministro inglés de Asuntos Extranjeros, lord Castlereagh, a quien puso en
antecedentes sobre los planes de José Bonaparte y las medidas tomadas por el
presidente Monroe.[1272] Poco después, el periódico londinense The Courier daba la
noticia de que un navío estadounidense —el bergantín Gossamer— había
desembarcado en Boston a Luciano Bonaparte.[1273]
Todo tipo de cábalas se apoderaron del gobierno de Fernando VII. E incluso del
virrey de Nueva España, a quien desde Filadelfia, el plenipotenciario Onís daba
detalles paralelos sobre los preparativos que se hacían en Estados Unidos para
«proclamar rey de Nueva España a José Bonaparte».[1274] El duque de San Carlos,
por su parte, no ahorraba detalles al dar cuenta de los «manejos de José Bonaparte
desde Estados Unidos», además de los de su hermano Luciano.[1275] A su vez, desde
Madrid se le enviaban noticias al duque sobre los últimos preparativos de José,
realizados en Nueva Orleáns, para apoderarse del reino de México.[1276]
La obsesión conspiratoria de los ministros de Fernando VII, delatando su
subconsciente, se proyectaba sobre unas actividades atribuidas al rey José que nunca
pasaron por su imaginación durante su estancia en la democracia americana. Desde
Sacedón, donde el rey de España tomaba los baños en el verano, Pizarro volvía a la
carga, dándole noticias a San Carlos sobre los últimos proyectos de coronar a José
como rey de México, al tiempo que le daba cuenta de la preparación de una
expedición anglo-americana al río Sabino.[1277] La obsesión con el ex rey José,
convertido ahora en un virtual «rey de México», seguía torturando la mente de
Fernando VII y sus ministros en diciembre de 1817.[1278]

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Según las informaciones que don Luis de Onís había mandado desde Filadelfia al
virrey español en México, José Bonaparte era el objetivo de los conspiradores
franceses, españoles y americanos que querían hacerlo rey de Nueva España.
Mientras que, por su parte, los facciosos franceses contaban con el proyecto de sacar
a la vez a Napoleón de Santa Helena, «bien sea por la fuerza o el soborno». En
opinión de Onís, informado, según decía, por uno de los confidentes de José, «que
quiere hacer mérito para obtener el perdón de S. M» [Fernando VII]. José, sin
embargo, se resistía ante «los cuantiosos fondos que eran necesarios para ello, porque
no veía suficiente probabilidad de éxito». Según este confidente, José había recibido
órdenes de su hermano Napoleón para llevar a cabo su empresa, «a fin de conservar
un partido para sus maquiavélicos designios, y José Bonaparte no se ha resistido más
a sus soberanos preceptos».
Según las informaciones de Onís, José Bonaparte había puesto a disposición del
general Lallemand «una parte de los robos que sacó de España», y con ellos había
desembarcado este general napoleónico una porción de oficiales franceses en Texas,
que estaban organizando allí un ejército con los reclutas que esperaban de Nueva
York, Charleston, Sabanah, Nueva Orleáns y diferentes puertos de Europa. José
esperaba contar con un total de entre seis mil y ocho mil hombres.
Onís ponía en conocimiento del virrey de Nueva España que la «colocación de
José como rey de México» era cosa secundaria. El verdadero objetivo, en lo que
estaba de acuerdo con Napoleón, era apoderarse de las minas de México, poner
contribuciones «y robar todo lo que puedan para reunir fondos capaces de emprender
el sacar a Napoleón de Santa Helena, ya sea por soborno, por la fuerza o por la
intriga».[1279] La obsesión se mantuvo hasta la Revolución española de 1820.[1280] Y
terminada ésta, en los años oscuros de la «Ominosa década», los ministros de
Fernando VII, dando pábulo a noticias que corrían por París, volvían a imaginarse al
ex rey José en trance de convertirse en rey de México.[1281]

Desde su llegada a Filadelfia, José, muy discretamente, procuró encontrar el medio de


estar en contacto con los suyos sin despertar las sospechas del correo oficial. Solía
hacerlo a través del armador Pelletreau, en uno de cuyos barcos llegó a América, o a
través de sus diferentes banqueros. La reina Julia ya supo en el mes de septiembre
que José había llegado sano y salvo a Estados Unidos. A mediados de noviembre se
enteró de ello, en Roma, la madre de José, por el cónsul de Estados Unidos en Túnez,
míster Cose.
En cuanto a su nueva mansión, José la puso al cuidado de un nuevo criado de su
mayor confianza, corso de nacimiento, ex oficial de marina, de nombre Sari, que el

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rey tomó como intendente. Había servido a Napoleón en la isla de Elba y le
acompañó en su viaje a Francia. Estimado por su madre, ésta se lo recomendó a José,
y así fue como llegó a Point Breeze en la primavera de 1817. De un viaje que hizo a
las Antillas, trajo una muy bella cubana a la que presentó como su mujer, de la que
tuvo varios hijos. Su extremada belleza causó sensación en José, de quien las malas
lenguas decían, con no poco fundamento, que se convirtió en su amante. Tal vez la
«[…] amante que José tiene en Nueva York», de que hablaba su hermano Jerónimo.
O una de ellas, según el embajador Laforest, que, en la tardía fecha de 1825 hablaba
con maledicencia de los amoríos en América de su antiguo rey.[1282]
El principal cuidado del conde de Survilliers, una vez establecido en Point
Breeze, fue arreglar los asuntos económicos que pudieran permitirle llevar una vida
como a él le gustaba. Al parecer, en su encuentro de Rochefort, José había recibido de
Napoleón una suma en fideicomiso, nunca aclarada del todo por los historiadores, y
que pudo estar entre las doscientas mil y el millón de libras. Por esta razón envió, en
agosto de 1817, a su joven ayuda de cámara Louis Mailliard a Europa.
Según las instrucciones de José, Mailliard se dirigió primero a Fráncfort para ver
a la ex reina, convertida en condesa de Survilliers, donde vivía bajo la protección del
príncipe de Suecia.[1283] De allí se encaminó a Suiza, a la propiedad de Prangins, en
cuyo parque, la noche de la huida, José había enterrado parte de su tesoro. Con la
ayuda del apoderado de José, el banquero Veret, pudo descubrir el escondrijo. Entre
los objetos inventariados por el ayuda de cámara y el banquero de Nyon, los más
preciados eran los diamantes y las monedas que, estimadas en cinco millones de la
época, fueron cuidadosamente enviados a Point Breeze.
La llegada a sus manos de todo este tesoro le permitió al conde de Survilliers
concluir nuevos negocios con un francés muy rico, Monsieur Le Ray, presidente de la
Sociedad de Agricultura del condado de Jefferson, y personaje que tenía inmensas
posesiones sobre el Black River. Dueño del castillo de Chaumont en el Loira —donde
había dado hospitalidad años antes a Madame de Staël— le llamaban Le Ray de
Chaumont, dada la vastedad de las riquezas que también poseía en Francia.
La fortuna de José era considerable. Por supuesto, no es posible apreciarla
exactamente.[1284] Napoleón, en Santa Helena, la estimaba entre veinte y veinticinco
millones de francos, aunque buena parte de estos capitales permanecían invertidos en
Europa. Mortefontaine, saqueado por los aliados en 1815, no contaba. A su llegada a
América, José encontró un posible comprador en la persona de míster Astor que le
daba por su finca tres millones de francos en terrenos de Nueva York. Pero la reina
Julia pedía cuatro, y la operación no se hizo.
En cuanto a Prangins, la finca en Suiza, puesta a la venta por 550 000 francos,
tampoco encontró comprador. Y no fue hasta 1827 cuando pudo venderla por esta
cantidad a Madame Gentil de Chavagnac. En París José no poseía nada, desde el
momento en que cedió a su sobrina Rosina su palacio del faubourg de Saint-Honoré.
En el momento en que Napoleón abandonó París para ir a Bélgica, en junio de 1815,

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José le había remitido diamantes por valor de 800 000 libras, pero se perdieron en
Charleroi. Poseía también grandes valores de difícil cuantificación, y joyas muy
valiosas, como una espada con empuñadura de piedras preciosas, valorada en
240 000 francos, pero que, a duras penas, se vendió en poco más de cien mil. Contaba
además con fondos que Nicolas Clary le había hecho colocar en Londres y en
Ámsterdam, aparte de otros fondos líquidos e hipotecas sobre tierras.[1285]
Interesado en las cuantiosas riquezas de su compatriota Le Ray, el conde de
Survilliers logró que le cediera una parte. Así, por 120 000 dólares pagados en
diamantes, el ex rey de España obtuvo un territorio de 24 000 acres sobre el Black
River, pagados a cinco dólares el acre».[1286]
Lejos de los sueños irrealizables de su hermano, llevó la vida de un gran señor,
respetado por todos los ciudadanos de su nueva patria de adopción. Hasta el
embajador francés, Hyde de Neuville, que desde su llegada siguió sus pasos con
desconfianza y espíritu policial, y le espió inicialmente, al final le cumplimentó,
haciéndole el presente de un cuadro de su hermano, realizado por Gerard, que se
encontraba en la embajada,[1287] y que el rey regaló a su vez a la Academia de Bellas
Artes de Filadelfia.[1288]
En poco tiempo, el conde de Survilliers se rodeó de amigos que le veneraban. El
más rico americano de la época, Stephen Girard, su banquero, originario de Burdeos,
le puso en conocimiento de la mejor sociedad. Entre los americanos, estaba el
almirante Charles Stewart, héroe de la guerra con Inglaterra en 1812. Vecino de
Ironsides, al otro lado de Bordentown, era un amigo que le visitaba muy a menudo.
Lo mismo que el senador Richard Stockton, que residía en Princeton, entonces
pequeña ciudad de New jersey, poco distante también de Bordentown.
Entre los visitantes de Point Breeze estaba también Daniel Webster, celebrado
jurista y miembro del Congreso, donde era considerado como uno de los más
destacados oradores. O el juez Hopkinson, escritor y jurista, y antiguo miembro del
Congreso también.[1289] Éste llegó a decir al secretario de José, Mailliard, que «jamás
ningún hombre ha descendido del trono con comparable dignidad y tal filosofía».
[1290] Intimó igualmente con el doctor Nataniel Chapman, a quien en su testamento

habría de dejarle las obras de Voltaire, en la edición de Panckoucke. Lo visitó con


frecuencia un diplomático distinguido, William Short, que había sido enviado poco
antes de la Revolución a Francia por Jefferson. A él le regaló José un retrato de su
hermana Paulina.
Otro personaje próximo a José fue Charles Ingersoll, que también había servido
en la legación americana de París años atrás. En una historia que escribió sobre la
última guerra de Estados Unidos con Inglaterra, se ocupó ampliamente de la
Revolución y del Imperio napoleónico, en donde se advierte la influencia de las
conversaciones de Point Breeze. Ingersoll actuará de verdadero memorialista del rey.
[1291]

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José tuvo contacto también con el presidente norteamericano John Quincy
Adams. Visitó a éste en octubre de 1827 en el hotel United States de Filadelfia.
Acompañaba al conde de Survilliers el príncipe (sic) de Musignano. Cenando el
presidente con míster Sargeant, éste le habló del deseo expresado por el conde de ver
a su yerno y a su hija tomar pasaje en el buque de guerra Delaware.[1292] Autorizados
por él a hacer el viaje, primero el príncipe y después el conde visitaron al presidente
Adams como muestra de agradecimiento.[1293]
En Point Breeze la vida de José se hizo rutinaria. Se despertaba a las siete. En su
habitación tomaba una taza de té con tostadas. Después trabajaba en su biblioteca de
ocho mil volúmenes,[1294] escribiendo o leyendo, hasta la hora del breakfast, que
tomaba generalmente con sus huéspedes en el comedor. Entre el lunch, servido a las
dos de la tarde y la dinner, servida a las ocho, paseaba, cazaba, recibía visitas o las
hacía a los vecinos. Cuando sus amigos de Filadelfia venían a verlo, ponía a su
disposición un barco de seis remeros que le había ofrecido Stephen Girard, gracias al
cual el trayecto por el Delaware se convertía en una distracción muy grata.
Todos los días el conde daba una vuelta por su propiedad para inspeccionar los
trabajos realizados. Le gustaba revisar en persona los cientos de embalajes con
muebles y objetos de arte que continuamente le llegaban de Europa. José supervisaba
los trabajos. Actuaba conforme to the manners of the country, informó un
corresponsal del Nile's Register, sorprendido de ver al ex rey descargando muebles.
«A una persona que dijo algo de llamar a alguien para echar una mano, el conde le
dijo: no, aquí trabajamos todos».[1295]
Según el testimonio de un americano que estuvo presente en la boda de un francés
del entorno de José, celebrada en Nueva York, el conde de Survilliers asistió también
a ella. Entre los convidados se encontraban los generales Grouchy, Lefebvre-
Desnouettes y Lallemand. En el transcurso de la tarde, decía el americano, el
ambiente se fue animando. Y el ex rey, haciendo de un periódico una trompeta, se
unió al coro de los generales que entonaban marchas militares mientras el general de
caballería Lallemand relinchaba a cuatro patas llevando encima a un chiquillo.[1296]
Todos los refugiados franceses importantes que se exiliaron en Estados Unidos
fueron a verle, entre otros el general Vandamme, su antiguo jefe de división en el
campo de Boulogne; así como los generales Lefebvre-Desnouettes, Lallemand,
Grouchy o Clausel. También lo cumplimentaron Simón Bernard, su viejo amigo
Regnaud de Saint-Jean-d'Angely —cuya esposa, la hermosa Laura, fue objeto de las
atenciones de José en otro tiempo—, el conde Réal, responsable de la ejecución del
duque de Enghien años antes, o el ex prefecto Quinet. Al volverse loco Regnaud de
d'Angely, después de emitir cheques sin fondos en Nueva York, sería José quien
pagara su billete de barco para que regresara a Amberes, en julio de 1817.
Lejos de todo tipo de conspiraciones políticas, como creían el gobierno francés de
Luis XVIII, o el español de Fernando VII, José ayudó a todos cuanto pudo con sus
consejos e influencias. En ningún momento Point Breeze fue un centro de acogida de

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peligrosos revolucionarios que pretendieran subvertir el orden en el Nuevo Mundo,
tal como se suponía en Madrid de manera alucinante.
Su vida tampoco se redujo al marco concreto de Filadelfia o al de Bordentown.
Todos los veranos iba a tomar las aguas de Saratoga. Y viajaba con frecuencia a
Washington y, sobre todo, a Nueva York. En algunas ocasiones la prensa sigue sus
pasos. El American Daily Advertiser da cuenta de un viaje que José hizo en mayo de
1819. Pasó en esta ocasión por Baltimore, atravesó Virginia, se detuvo en
Washington, e hizo el peregrinaje de Mount Vernon.
El editor de la Encyclopaedia Americana, Francis Lieber, nacido en Alemania y
hombre muy viajado, se quedó sorprendido cuando conoció a José en Filadelfia con
motivo de la elaboración de un artículo sobre Napoleón para la Encyiclopaedia. «Él
debe ser "verdaderamente bueno" como a menudo decía de él el zar Alejandro»,
escribió el editor después. Éste dijo que, en aquella tarde inolvidable en que se
encontró con José, «había visto la historia a través de los ojos de un gran hombre».
La residencia del ex rey de España en Estados Unidos fue muy feliz en general, a
pesar de que, durante su larga estancia las desgracias no dejaron de presentársele,
poniendo a prueba su templanza y estoicismo. El 4 de enero de 1820, viniendo de
Nueva York, fue prevenido de que Point Breeze estaba en llamas. En un primer
momento pensó en un atentado, luego se comprobó que el incidente se debió a un
descuido de uno de los criados. Cuando llegó al lugar que él había embellecido tanto,
sólo se encontró los muros calcinados. Aunque pudo salvarse lo esencial del
mobiliario, los cuadros, la biblioteca y hasta la bodega.[1297]
Varios días después, José se dirigió a la municipalidad de Bordentown para
agradecerle toda la ayuda prestada por sus habitantes en la extinción del fuego.[1298]
En momentos tan adversos, el propietario actuó con la mayor calma y serenidad. Y
tan sólo unos días después volvió a empezar, de nuevo, las obras de reconstrucción de
la casa, cambiando sólo el emplazamiento. Sobre las ruinas construyó un mirador, y
situó la casa un poco más abajo, al abrigo de los vientos. La nueva casa, de estilo
italiano, tenía una fachada de 55 metros y 32 ventanas, protegidas por persianas
verdes.
La nueva mansión resultó tan bella como la precedente, con su gran hilera de
salones, comedor para 27 cubiertos, muebles de estilo y tapices. Decorada en estilo
imperio, hizo traer la mayor parte de cuadros y estatuas que había coleccionado en
Mortefontaine, Madrid y Prangins. Allí llegaron pinturas de Rafael, Tiziano,
Correggio, Leonardo da Vinci, Rubens, Velázquez o Murillo. Entre las esculturas
estaban los bustos de su padre y de sus hermanos Luis y Jerónimo, realizados por
Bartolini; y los de sus hermanas Elisa y Paulina, realizados por Canova. Un retrato de
sus hijas lo había pintado Jacques-Louis David. Tras su advenimiento al trono de
Suecia, su cuñado Bernadotte le hizo llegar unos magníficos vasos de un metro y
medio de altura.

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En la sala de billar, rodeada de sofás y de asientos ingleses, una de las paredes
estaba decorada con el soberbio cuadro de David que representaba a Bonaparte
pasando los Alpes, pintado en 1800 para Carlos IV —quien pagó por él 24 000
francos—, y del que José se apropió cuando ocupó el Palacio Real de Madrid. El
cuadro de David era una de las cuatro réplicas realizadas por el pintor.[1299]
Por su elegancia y distinción, el conde de Survilliers no tardó en convertirse
verdaderamente en el nuevo rey de todo el condado. Amplió continuamente su
propiedad. Empleó a todos los vecinos de los alrededores. Acabó con los pobres de
aquellos lugares. Como le gustaba tanto la caza, importó de Europa faisanes,
codornices, liebres, conejos, que pronto desbordaron sus dominios, repoblando
inmensas extensiones. Por todo ello fue muy nombrado, y halagado.[1300]
Sobre 1820 fue pintado el retrato de José por Charles Peale —famoso por sus
retratos del presidente Washington—, cuadro en el que vemos a un hombre de más
que mediana edad, que parece mucho más un burgués que un aristócrata.
Difícilmente se puede adivinar que se trata nada menos que del ex rey de España, que
ha luchado en una guerra sin cuartel contra los guerrilleros del cura Merino o del
Empecinado. Decididamente, con unos rasgos que lejanamente recuerdan los de su
hermano Napoleón, es el retrato de un republicano satisfecho de sí mismo en la
democracia americana.[1301]
Una extravagante viajera inglesa que, junto con Owen, intentó fundar colonias
socialistas en aquellos parajes, se quedó encantada con el conde de Survilliers. Lo vio
junto a sus obreros, con una chaqueta raída, de la forma más sencilla. «Su aire, figura
y distinción —escribió— tienen el carácter de un gentleman inglés de la campiña:
abierto, desenfadado e independiente, aunque quizás con una mezcla de mayor
dulzura y suavidad». Según la inglesa, que no repara en elogios para José, éste era
particularmente sensible a los emigrantes pobres de su propia nación, a quienes les
daba trabajo, alojamiento e incluso dinero en cantidades considerables. «Dejé al
conde de Survilliers —terminará diciendo— satisfecho…de que la fortuna le hubiera
mortificado haciéndole hermano del ambicioso Napoleón».[1302]
Desde Point Breeze, José siguió con preocupación el exilio de su hermano en
Santa Helena, que supuso para él una sangría económica extraordinaria, pues los
compañeros del emperador habían conservado las costumbres de las Tullerías, y esto
entrañaba un gasto considerable. Durante toda la cautividad de su hermano, a José se
le cargó buena parte del coste de su exilio. Al mismo conde Las Cases —el famoso
autor del Memorial— le reembolsó 100 000 francos que le había prestado a Napoleón
en Santa Helena, al tiempo que le hacía entrega de un cheque por 1000 libras
esterlinas.[1303]
A cuenta de la prisión de su hermano en Santa Helena, José se relacionó con el
doctor irlandés O'Meara, que había sido médico de Napoleón en la isla, y que
acababa de regresar a Inglaterra.[1304] El médico escribió a José, de parte de
Napoleón, para que publicara en Estados Unidos la correspondencia de los soberanos

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aliados, cuya copia le había sido entregada en París en 1815, porque ésta era «la
mejor respuesta a todas las calumnias que se lanzan contra mí».[1305] Al encontrarlo
en persona posteriormente en Londres, el irlandés debió contarle todo lo que el
emperador decía de José en Santa Helena, y aquél dejó plasmado en sus Memorias:
que las virtudes y talentos de su hermano José eran más aptos para la vida privada,
que no era ambicioso, que se parecía mucho a él físicamente, «pero él es mejor que
yo», y que era «extremadamente instruido».[1306]
Por el doctor O'Meara se enteró José de que los originales autógrafos de las
famosas cartas se habían vendido en Londres en 1822. Al parecer habían estado en
las manos del editor y librero Murray, que se lo había dicho a O'Meara y al librero
Ridgway.[1307] Resultaba muy probable que fuera el famoso editor de Londres quien
extendió la versión de que había sido encargado de vender los originales de las cartas,
que, según él, había comprado el zar de Rusia.[1308]
Finalmente, el 10 de agosto de 1821, cuando se encontraba tomando las aguas de
Saratoga —lo que solía hacer todos los veranos desde su llegada a Estados Unidos—
recibió la noticia, que le hirió como un rayo, de la muerte de su hermano Napoleón en
Santa Helena, sobrevenida tres meses antes, el 5 de mayo. Por cartas posteriores, muy
extensas, de los generales Bertrand y Montholon, que asistieron al emperador en los
últimos momentos de su vida, José no tardó en saber los detalles de su muerte.
«Todas las noches, en los últimos cuarenta y dos días de su vida, las he pasado
cuidándolo; he sido testigo de todos sus sentimientos, de todos los movimientos de su
alma. ¡Ha muerto digno de él! Perdonad a quien él llamaba su hijo, que mezcle sus
lágrimas con las vuestras», le dirá Montholon.[1309]
La muerte de Napoleón emocionó de tal manera a José que le quebró su salud
durante meses. A consecuencia de lo cual, dado su abatimiento, escribió a su esposa,
que se encontraba entonces en Bruselas bajo la protección de su hermana la reina de
Suecia, para que le enviara, a estar con él, una de sus hijas.[1310]
Así fue como se embarcó para América su segunda hija, Carlota Bonaparte, a la
sazón de diecinueve años, que llegó a Filadelfia el 21 de diciembre de 1821. Le
acompañaba el doctor Stockoé, ex médico del Bellerophon, el barco que había
trasladado a Napoleón a Santa Helena, que le habló extensamente a José de su
hermano y de la isla. El padre se ocupó también de los proyectos de casamiento que
su mujer había concebido para su hija mayor, Zenaida, con su primo Carlos
Bonaparte, hijo mayor de Luciano, cuya boda, después de no pocas dificultades
familiares, tuvo lugar en Bruselas a finales de julio de 1822. Igualmente, y mucho
más a su gusto, preparó el casamiento de Carlota con otro de sus primos, su sobrino
preferido, Napoleón-Luis, mientras llegaban a Point Breeze, con fines igualmente
matrimoniales —en busca de la herencia de José, el más rico de los hermanos
Bonaparte— otros sobrinos, como el hijo de Jerónimo —fruto del matrimonio con la
americana Patterson— o los dos hijos de Murat, uno de los cuales se casó con una
sobrina-nieta del presidente Washington.[1311]

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En septiembre de 1823 llegó a Filadelfia, con su marido, su hija Zenaida, una vez
que Carlota había regresado a Europa para su boda. Y pocos meses después dio a luz
a un niño, al que se le puso el nombre de José Luciano Carlos Napoleón, que con el
tiempo se convertiría en el heredero principal de su abuelo José. El rey dio grandes
fiestas con motivo del nacimiento del nieto. El día del bautismo ofreció al obispo de
Filadelfia, que ofició la ceremonia, un soberbio anillo episcopal, recuerdo de España,
que había pertenecido al cardenal Cisneros.
A través de Carret, su buen amigo que llevaba nueve años con él y era digno de
toda confianza, en el otoño de 1823 José escribió a su antiguo ministro español
O'Farrill, testigo y compañero de tantas amarguras en la guerra de España. «No
quiero halagaros, puesto que no me habéis halagado en otros tiempos…», le dice, a la
vez que le señala que a través del mensajero tendrá cuantas noticias desee de él.
Dándole saludos para el duque de Santa Fe, Almenara, Cambronero así como para
Madame Santa María, y Madame Merlin, termina diciéndole: «Quisiera que tanto vos
como la pobre España fueseis tan felices como vos lo merecéis».[1312]
Por la respuesta, pocos meses después, de su antiguo ministro de la Guerra en
España, José tendría noticias frescas de los viejos tiempos. «Yo veo poco mundo, y
casi exclusivamente mis compatriotas y compañeros de infortunio», le escribe el
ministro. De Madame Merlin le dice que ha perfeccionado mucho su talento para la
música, que está «muy en boga, y más apreciada que nunca en esta capital». Alguna
vez se ha encontrado con Andrieux, del Institut, que siempre se muestra obsequioso
con José. De Azanza, duque de Santa Fe, le dice que se encuentra en Burdeos,
acompañando a su esposa a tomar las aguas. En cuanto a los demás, todos se
encuentran bien, aunque Cambronero y Almenara están en Madrid.[1313] En otra carta
posterior de José al ministro español le dirá: «[…] ¡Qué lástima que una nación como
la vuestra haya caído en tan malas manos!».[1314]
Por entonces José está pensando en la posibilidad de escribir sus memorias, que
finalmente no comenzará hasta 1830. El éxito del Memorial de Santa Helena de Las
Cases, y las inexactitudes del mismo, le están impulsando a ello. El general
Lamarque, que cree que serán recibidas con «respeto religioso» cuando las escriba, le
dice al ex rey en 1824 que «Vuestras Memorias serán una lección para los reyes». El
general le asegura desde París que él mismo ha refutado varios artículos de los diarios
con «calumnias atroces o ridículas publicadas contra el rey José, pero las cosas están
cambiando». «Estad seguro —le dice— que vuestra reputación es honorable y
gloriosa. La verdad ha disipado ya muchas nubes; pronto ella brillará en todo su
esplendor».[1315]
Con el propósito de escribir sus memorias, su antiguo ministro O'Farrill, a través
de Miot de Mélito, que atraviesa el Atlántico para encontrar a José en Filadelfia, lo
acribilla a preguntas. Poco antes, aquél, acompañado de Madame Merlin, su marido y
sus hijas, ha estado hospedado en el castillo de José en Prangins. El español está
trabajando sobre los materiales contenidos en el Moniteur, y en la correspondencia

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inédita del emperador que, según acababa de decirle el duque de Bassano, aquél tenía
en su gabinete bajo el nombre de Libro rojo. Después de plantearle al ex rey una serie
de cuestiones concretas, el ex ministro le dice que «si sobre estos objetos como sobre
otros, tenéis fijados vuestros recuerdos por escrito o vuestra memoria os permitiera
proporcionar algunas notas, yo haría el uso conveniente de ellas».[1316]
En 1824, después del nacimiento de su nieto, José recibió la visita del general La
Fayette, que llegó acompañado del gobernador del Estado, y de su secretario
Levasseur, «amigo de la libertad». El antiguo compañero de Washington en la guerra
de la Independencia, hizo por Estados Unidos un viaje triunfal. Amigo de José desde
muchos años atrás, no dejó de visitarle durante su estancia de cerca de un año en
América.[1317]
Antes de partir definitivamente, La Fayette volvió a verle en Point Breeze, para
despedirse de él, el 16 de julio de 1825, al tiempo que una multitud de personas se
congregó en los jardines, reclamando la bendición del «patriarca de la libertad». José
le despidió diciéndole: «Yo estoy acostumbrado a ver un grupo tan numeroso en mi
casa porque, todos los años, el 4 de julio, nosotros celebramos el día de la
independencia americana».[1318]
La despedida del general no fue, sin embargo, desinteresada. Como
experimentado conspirador, el viejo revolucionario le propuso a José que le ayudase a
expulsar al rey Carlos X, para instalar en el trono de Francia al rey de Roma,
Napoleón II. Para ello bastaría con que José aportara la cantidad de 2 millones de
francos. Acordándose de su comportamiento contra Napoleón después de Waterloo,
José no aceptó la proposición.[1319] No obstante, después de la muerte de José se
encontró entre sus papeles una extensa nota de su mano, excusando en parte al
general de su actitud en 1815, para defenderle de las acusaciones contra él realizadas
por su hermano.[1320]
La visita de La Fayette y, poco después, la de su fiel conde de Mélito, le animaron
a emprender un viaje a Europa, para acompañar a su hija y encontrarse con los suyos.
En 1825 había muerto, también en el exilio, su hermana Paulina. Por ello hizo
gestiones ante su cuñado el rey de Suecia para regresar, contentándose con quedarse
en Bruselas, dado que en Francia continuaba en vigor la ley que impedía la vuelta de
los Bonaparte. Precisamente se ocupaba de estas gestiones cuando un accidente de
coche, al desbocarse los caballos, lo tuvo al borde de la muerte.
Año tras año, la importancia e influencia del conde de Survilliers se fue
incrementando durante su residencia americana. De ello da idea el hecho de que
cuando, el 23 de febrero de 1828, su hija Zenaida partió acompañada de su esposo, lo
hizo en un buque de guerra puesto a su disposición por decisión especial del
presidente John Quincy Adams. Para entonces, la participación de José en la vida
americana era manifiesta. Fundó un teatro en Filadelfia, tomó parte cada vez más
activa en las sociedades literarias y artísticas a las que pertenecía e incluso hizo
negocios con una compañía de ferrocarriles que quería atravesar Point Breeze, para la

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línea de Nueva York a Filadelfia. Fundó un periódico en Nueva York, Le Courrier
des États Unis, cuya redacción puso en manos de su amigo Félix Lacoste.

Buena parte de su tiempo, durante su exilio americano, lo dedicó José a revisar su


vida, que era tanto como decir la historia de Europa durante la era napoleónica.
Recibió innumerables cartas de personalidades, muchas de ellas amigas, que le
pedían detalles puntuales sobre aquellos años. Contestó a muchas. Y, por supuesto,
siguió con especial atención las publicaciones que poco a poco iban apareciendo en
Europa sobre aquellos años, en muchas de las cuales él aparecía también como
protagonista.
Deploró el hecho de que el famoso novelista Walter Scott, que escribió una
amplia biografía de Napoleón, «escribiera para el gobierno inglés».[1321] Cuestionó,
igualmente, si la aparición de la historia y las memorías de Philippe de Segur no
habían sido escritas más bien para congraciarse con los Borbones. Asimismo
reprendió la publicación por parte del hijo de su antigua amiga Madame de Staël de
su famosa obra Diez años de exilio, señalando que su opinión sobre Napoleón había
cambiado por completo en 1815, según pudo ver cuando la encontró en Suiza durante
su corto exilio allí.[1322]
En realidad pocos memorialistas de los que entonces empezaron a publicar sus
vidas y memorias merecieron su aprobación más allá de los casos de Meneval y Miot
de Mélito. A Savary, sucesor de Murat en España y ministro de la Policía después, le
envió saludos cordiales, pero notó en sus Memorias no pocas inexactitudes. Le
respondió, a instancias de Meneval, en la Revue Britannique, publicación «de origen
extranjero», que era más a propósito para contestarle dada su «reputación y mérito»,
que el Spectateur militaire. El duque de Rovigo no había estado «inspirado» en lo que
decía de la batalla de Salamanca, ni tampoco en lo que decía de las «ilusiones» de
José durante los últimos días de marzo, en la defensa de París.[1323]
Tampoco estuvo de acuerdo José con las cosas que acababa de escribir Norvins en
su celebrada Historia de Napoleón. Este hombre había sido director general de la
Policía en los antiguos Estados de la Iglesia. Sus «calumnias» le indignaron.
Particularmente, le exasperó lo que decía de que «el emperador había hecho
retroceder la revolución». También había caído en «errores groseros» sobre la guerra
de España.[1324] Con Thibaudeau, sostuvo igualmente amplio carteo sobre cuestiones
de detalles. De Soult decía José, de forma contundente, que había escrito una
increíble sarta de mentiras sobre España, sobre él y sobre Napoleón. «Los hombres
valen menos en general de lo que yo pensaba en mis primeros años», dirá a Meneval.
[1325]

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José colaboró con Lamarque, Belliard y otros para refutar los errores «voluntarios
o involuntarios» de Bourrienne, antiguo amigo y primer secretario de Napoleón. En
junio de 1827 publicó un artículo en la American Quarterly Review, defendiendo su
papel en Nápoles y España. A diferencia de libros antinapoleónicos como la historia
de Montbreton de Norvins, que trató con desprecio, aprobó, sin embargo, otros más
laudatorios, como los Commentari di Napoleone de Benacossi, Napoléon et ses
contemporaines de Chambure o la historia del barón Bignet. Le Courrier des États-
Unís fue otro periódico desde donde, valiéndose de otras plumas, José contestó a
muchos de aquellos libros en los que él era tratado con manifiesta injusticia.[1326] En
abril de 1830 José comenzó a escribir sus Memorias. Un autor americano ha señalado
que, entre 1824 y 1831, José pudo haber leído más de mil libros sobre aquella época.
[1327]

El descubrimiento de la democracia
Tras la experiencia de la Revolución francesa, se consideró que la democracia era un
sistema de «gobierno popular» que había demostrado definitivamente su inviabilidad
y su facilidad para degenerar en anarquía. En 1799, cuando la carrera ascendente de
José estaba ya determinada, un jesuita residente en Italia escribió que el término
democracia —él la llama más bien demonocracia— se había hecho tan odioso que era
ya una palabra definitivamente proscrita.[1328]
Pero el jesuita se equivocaba de plano. Poco a poco la palabra se fue convirtiendo
en un talismán, lo mismo que las de libertad e igualdad. El sevillano Blanco White,
que se fue de España por no ser seducido por aquella monarquía de intelectuales
josefinos que atrajo a sus amigos Lista, Sotelo, Reinoso, Arjona, Matute, Marchena y
tantos otros a su causa, lo señaló claramente: «No hay nombre tan sagrado en el
mundo que esté exento de haber servido repetidas veces para encubrir delitos, y hacer
de contraseña a alguna reunión de malvados».[1329]
A pesar de la carga revolucionaria que lo mismo el término democracia que
república van a llevar implícita durante años, los europeos —será el caso de José—
van a descubrir la democracia en América. Lejos de las revoluciones liberales y
democráticas que vive Europa después de la era napoleónica, durante su residencia en
América José descubrió por sí mismo la realidad de la democracia americana.
Fue un descubrimiento personal compartido también por muchos emigrados
europeos que creyeron encontrar por vez primera en América la realidad de lo que
debía ser una democracia auténtica. Todo el país estaba formado por verdaderas
células democráticas, en donde el espíritu igualitario se llevaba hasta el extremo.
Pues, lejos de todo despotismo, los ciudadanos participaban por igual en las
decisiones colectivas. Y en donde el jefe de la democracia —el presidente de la

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República— era elegido por cuatro años por un colegio de electores que emanaba del
sufragio popular.
El espíritu multiforme de asociación existente en Norteamérica maravilló a
cuántos europeos llegaban al país, lo que evidenciaba que el derecho de asociación
constituía una libertad esencial. Otra maravilla era la forma en que los ciudadanos, de
acuerdo con la Constitución, podían recurrir a los tribunales. O los periódicos, cuyos
peores anatemas políticos no influían en el público, que parecía interesarse sólo por
los anuncios o las noticias locales.
Aunque el interés despertado en Europa por la democracia americana se
incrementará después de la Revolución de 1830, la atención demostrada hacia ella
con anterioridad es palpable. Antes de la publicación en 1835 por Tocqueville de La
democracia en América, cuyo impacto en Europa fue extraordinario, en Francia, en
particular, se publicaron obras sobre Estados Unidos que ejercieron una gran
influencia.[1330]
La publicación en 1801 de Atala —una de las primeras obras de Chateaubriand,
que en 1826 publicó su Viaje a América— ejerció una influencia popular
extraordinaria. Era la historia del joven francés René, quien, «empujado por sus
pasiones y desgracias» marchó a Luisiana, donde vivió entre los indios hasta que la
joven cristiana Atala se compadeció de él y marchó en su compañía. Allí surgía una
historia de amor que terminaba dramáticamente con la muerte de la joven, que había
jurado conservar la virginidad, ante el desconsuelo de su amante y del misionero
padre Aubry.[1331]
A diferencia de la corriente inglesa, interesada en desprestigiar la democracia
americana, fruto del rencor contra las colonias sublevadas que se había reanimado
con la segunda guerra de Independencia (1812-1815),[1332] la francesa es de
admiración. No se recrea en los tópicos ingleses, según los cuales los
norteamericanos tenían costumbres vulgares y representaban la barbarie propia de un
pueblo infantil, rústico e iletrado, atormentado a su vez por pasiones demagógicas.
[1333]
En la admiración de José por la democracia americana, descubierta por él durante
su estancia en Pensilvania, pesó la tradición favorable existente previamente en la
opinión pública francesa. Sus amigos le habían hablado constantemente de ella. Su
embajador en España, Laforest mismo, había servido en Estados Unidos como
secretario de la legación francesa durante los años de la Revolución. Muchos eran los
voluntarios y oficiales de la guerra de Independencia norteamericana —el caso de La
Fayette era paradigmático— que hablaban con simpatía y «fraternidad» de las cosas
de América.
Tras la impronta dejada por Benjamin Franklin en Francia, la participación
francesa en la guerra contra Inglaterra en América —que hizo posible la democracia
americana— suscitó siempre un bello recuerdo, al que José no fue ajeno, antes y
después de la Convención de Mortefontaine en 1800. Condorcet vio en el pueblo

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americano una prefiguración de las sociedades futuras. Brissot inventó una trilogía
llamada a tener un gran éxito: protestantismo-pureza de costumbres-pulcritud, con la
cual el ciudadano norteamericano se elevaba por encima de los súbditos del rey de
Francia. El normando Saint John Crévecoeur escribió un boceto idílico de la vida del
colono, exaltando su espíritu inventivo y afán de instruirse.[1334]
El hecho mismo de que José se estableciera directamente en Filadelfia, capital de
la nación hasta 1800, no dejaba de tener su explicación. Sus compatriotas emigrados
sentían un prejuicio favorable por la ciudad. Su sociedad era más hospitalaria y más
tolerante que la de la puritana Boston. A José, tan amante de la naturaleza, le
encantaron aquellos otoños que daban al paisaje una tonalidad incomparable. La
ciudad, hecha toda con casas de ladrillo, sin portones y a veces precedidas por un
pórtico de mármol, organizada en torno a una calle central —Broad Street, la calle
más larga y recta del mundo— contaba con avenidas y calles designadas por
números.
Al llegar José, Filadelfia sobrepasaba los 150 000 habitantes. Era mucho más
grande que Boston. Capital de los cuáqueros, era el centro de la filantropía
norteamericana. Su sistema penitenciario fue elogiado por La Rochefoucault-
Liancourt, cuando recorrió el país a poco de llegar José.[1335] Muy activa era su
famosa American Philosophical Society. En la ciudad residían importantes
personalidades, como el alcalde de la ciudad, Richards, el gobernador Howard y el
célebre director del Banco Federal, Biddle. Aparte de otros personajes que conocían
muy bien Europa, como el ex embajador Brown, Duponceau, un francés muy
cultivado que llevaba allí cincuenta años, y Robert Walsch.[1336]
Filadelfia era tenida, no obstante, por ciudad muy conservadora, y en ambientes
selectos los hábitos resultaban casi aristocráticos. Los domingos no había otra
animación que el paseo matutino a la salida de los templos. Las calles en que había
iglesias estaban cruzadas por cadenas para impedir el paso de carruajes. Las familias
más distinguidas omitían poner sus nombres, señas y números en las puertas de sus
casas. Así los Carroll, Bourel, Burchew, Blight, Kneakles, Rush, Robert o Sergeant,
en su mayoría navieros, grandes comerciantes o banqueros, eran los grandes nombres
de la ciudad, con mayor presencia en sus instituciones.[1337]
El alto nivel cultural existente en la población llamaba la atención de los
forasteros. «Las instituciones de Filadelfia son las más bien arregladas de Estados
Unidos —informaba a Bolívar su agente, el inglés Wilson, en marzo de 1829— el
amor a la literatura y la dedicación a objetos filantrópicos son generales; la educación
pública es universal; no creo que haya un solo muchacho que no sepa leer y escribir,
y que no esté impuesto de sus derechos civiles, religiosos y políticos».[1338]

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Por una ironía del destino, Filadelfia se convirtió en centro de atracción de no pocos
liberales hispanos y españoles, con anterioridad potenciales súbditos del rey José. En
una ciudad que en 1824 contaba con más de cincuenta editoriales y más de cien
imprentas, fueron muchas las obras de controversia política que se publicaron sobre
España y sus antiguas colonias convertidas en repúblicas independientes. Allí se
publicó, en la temprana fecha de 1808, en edición castellana, una traducción de Pablo
y Virginia de Bernardin de Saint-Pierre, realizada por José Miguel Alea. Un libro de
180 páginas, de utilización didáctica para el aprendizaje del español, que dice mucho
de la universalidad del autor francés, tan buen amigo de José.[1339]
Años después, cuando ya José estaba perfectamente situado en la ciudad, el
peruano Manuel Lorenzo Vidaurre, de tendencias republicanas muy tempranas,
publicó en Filadelfia su Plan del Perú (1823), que había escrito en Cádiz en 1810, en
plena oposición al Intruso. Incluso muchas publicaciones, impresas en otras zonas de
América, simularon falsos pies de imprenta, como si se tratara de obras publicadas en
Filadelfia.[1340] En esa ciudad se refugiaron y publicaron sus obras Carlos Le Brun y
el periodista Félix Mejía, que tanto se había distinguido por sus excesos en El
Zurriago y La Tercerola, aparecidos en Madrid durante el Trienio liberal.[1341]
El periodista Mejía fue uno de los emigrados que no dudó en buscar el apoyo del
ex rey José Bonaparte. Apoyo que no logró, por cuanto éste se sintió «horrorizado»
por los radicalismos vertidos por Mejía en su obra No hay unión con los tiranos,
morirá quien lo pretenda, una tragedia en cinco actos, que trataba sobre la muerte de
Riego, y que fue impresa en 1824 con ayuda de los agentes de Bolívar.[1342] Al año
siguiente Mejía publicó una segunda pieza teatral en dos actos, La Fayette en Monte
Vernon el 17 de octubre de 1824, con la que se sumaba al homenaje nacional que
Estados Unidos rindió aquel año al general francés, que fue recibido por el ex rey
José.[1343]
En 1830 llegó a Filadelfia el político y diplomático mexicano Lorenzo de Zavala,
que hizo un gran elogio de la ciudad, presentándola como una capital sin parangón en
todo el hemisferio occidental. Aunque más pequeña que Nueva York y México, la
describió como una urbe grande y magnífica, con castaños y nogales, que daban
«hermosa vista y agradable sombra en el estío».[1344]
Por este mismo tiempo, la ciudad fue visitada por el general Francisco de Paula
Santander, fundador de la República de Colombia. La visitó con idea de conocer sus
instituciones, que quería introducir en su país. Visitó la sala donde se declaró la
independencia de Estados Unidos en 1776, «pequeña en dimensiones pero grande en
resultados». Le sorprendieron los bancos existentes en la ciudad: el Banco de Estados
Unidos, un edificio en mármol, cuya fachada imitaba el Partenón de Atenas; el Banco
de Gerard, o la nueva Casa de la Moneda, de orden jónico. Le llamaron la atención
las instituciones de proyección social, desde la American Philosophical Society hasta
la Academia de Bellas Artes, y sobre todo, la New Prision, o cárcel modelo, tan
elogiada por los viajeros europeos.[1345]

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Cuando ya la ciudad había sido dejada por José, la visitó el gallego Ramón de la
Sagra, quien, al terminar el Trienio, después de participar en la revolución española,
zarpó para La Habana como director de su jardín botánico. Y de allí viajó a Estados
Unidos. De Filadelfia escribirá que «[…] era muy hermosa, y de un aseo que no tenía
idea, ni me hubiera sido posible concebir que en pueblo alguno existiese. No hay un
solo montón de basura, ni una mancha en las fachadas de las casas. Continuamente
están los criados barriendo, regando y lavando».[1346]

La Revolución de 1830
A comienzos de septiembre de 1830 José tuvo noticias de la Revolución de julio, que
supuso el destronamiento de los Borbones en Francia.[1347] La Marsellesa fue cantada
en el Park Theatre de Nueva York en francés y en inglés la noche en que llegó la
noticia. Una honda emoción se apoderó de José. El conde de Survilliers, apartado de
la política práctica desde la derrota de Waterloo, quince años atrás, presintió que el
nuevo acontecimiento podía cambiar su vida.[1348]
El 7 de septiembre de 1830 José le escribió al personaje más importante en
aquellos momentos en el torbellino revolucionario, su amigo el general La Fayette.
Después de hablarle del entusiasmo con el que la población de Estados Unidos ha
acogido la noticia —«los americanos han querido también ver flotar sobre su teatro la
bandera tricolor»— José le recuerda su última entrevista en «esta tierra hospitalaria y
libre». Y le dice: «Mis sentimientos y mis opiniones son tan invariables como las
vuestras y las de mi familia: Tout pour le peuple francais». Tras lo cual le manifiesta
los derechos de su sobrino Napoleón II, proclamado por la Cámara disuelta en 1815
por las bayonetas extranjeras. Al mismo tiempo, después de exponer los derechos de
su familia al trono, José pedía la abolición de la «ley tiránica» que cerraba Francia a
una familia mientras «la había abierto a todos los franceses que la Revolución había
expulsado». Y añadía: «Yo protesto contra toda elección hecha por corporaciones
particulares, y cuerpos que no han obtenido de la nación poderes que sólo ella tiene el
derecho de conceder».[1349]
En una cena con su amigo Ingersoll en el hotel United States de Filadelfia, el 19
de septiembre, José le leyó varias cartas que había dirigido a la emperatriz María
Luisa, a su padre el emperador Francisco así como al príncipe Metternich. A los
nuevos diputados de Francia les envió también una carta de protesta que no fue leída
en la Cámara. A todos les decía que el restablecimiento en el trono de Napoleón II era
la única garantía para «impedir los gérmenes de una revolución nueva y asegurar
también la tranquilidad de Europa».
La carta al canciller Metternich iba precedida de unas consideraciones personales
previas. Le decía cómo le constaban los sentimientos favorables hacia él y hacia su

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familia por parte del canciller austriaco. Ante los acontecimientos actuales se dirigía a
él, dada la situación presentada en Francia, en Austria y en Europa. «Yo me ofrezco a
servirle de guía —le manifestaba al canciller—: la dicha de mi país, la paz del
mundo, serán los nobles objetivos de mi ambición». Con la vuelta de su sobrino
Napoleón al trono, José aseguraba a Metternich su propósito de impedir los fermentos
revolucionarios en Francia, en Italia, en España y en Alemania.
En medio de una agitación emocional evidente, desde Nueva York escribió cartas,
aparte de a La Fayette, al mariscal Jourdan, al general Belliard, a Meneval, incluso a
Pozzo di Borgo, su paisano corso, mortal enemigo de Napoleón.[1350] Y una vez
vuelto a Point Breeze, escribió igualmente al barón Bignon, a Miot de Mélito, al
general Mathieu Dumas, al general Bernard o a su amigo Andrieux. Cartas estas que
confió al general Lallemand, cuya partida fue progresivamente retardada del 8 de
septiembre al 13 de octubre, para que estas cartas las llevara a París a sus
destinatarios.[1351]
El rey destronado Carlos X jefe de los ultras, como antaño lo había sido de los
emigrados, era un ardiente defensor de las prerrogativas de la realeza. Lo que en
Luis XVIII quedaba de volterianismo había desaparecido, en una época en que la
sociedad burguesa volvía a leer a los filósofos del siglo XVIII, y admiraba las hazañas
de Napoleón. José nunca vio con buenos ojos a Luis Felipe, pero tenía que reconocer
que contaba con buenos apoyos. Había sabido vender bien la idea de un rey
ciudadano. Ciertamente, entre los soldados de Napoleón hubo proclamas
bonapartistas a favor de Napoleón II.[1352] Pero nada fue comparable al apoyo que los
periódicos más importantes —el Nacional y el Constitutionnel de Thiers, con sus
22 000 suscriptores— dieron al establecimiento de la monarquía orleanista. Todo se
precipitó después de haber sido derogada la ley del control de prensa, que fue llamada
«ley de justicia y de amor».[1353]
A José le indignó que el principal colaborador del rey en su política ultra fuera el
príncipe de Polignac, que había figurado en la emigración e intervenido en el complot
de Cadoudal contra Napoleón. Aquél tenía a sus órdenes al general Bourmont, que
había traicionado a su hermano antes de Waterloo, pasándose al enemigo con su
Estado Mayor. Se comprende que José siguiera con pesar la política borbónica, que
cada vez aumentaba el número de descontentos. La solución ofrecida por José era la
proclamación de Napoleón II, porque, según él, aseguraría a Francia la paz y la
libertad.
Desde Filadelfia, José estaba perfectamente al tanto de cómo la agitación liberal,
cada vez más notoria en los salones y círculos intelectuales de París, se extendía por
momentos. Con no poco dolor había seguido la defección de tantos generales suyos
de la guerra de España, puestos al servicio de Carlos X, como el general corso
Sebastiani, que protestaba su nueva fe constitucional ante el Borbón. El mismo
mariscal Marmont, al mando de las tropas, estaba decidido a sostener contra viento y
marca al rey Borbón. Pero, al final, la disolución de la Cámara junto con la supresión

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de la libertad de prensa levantaron al pueblo de París, que en el curso de tres
jornadas, del 27 al 29 de julio, se adueñó de la capital de manera imparable.
Una marea popular —que José soñaba con que seguiría su bandera— se
concentró en los Campos Elíseos al grito de «¡A Rambouillet! ¡A Rambouillet! No
hay que dejar escapar a ningún Borbón!». Así, bastó la presión del pueblo para que el
rey se rindiera y tomara el camino del exilio. Pero para muchos el resultado fue
decepcionante. El partido republicano se sintió traicionado, lo mismo que José, en
cuanto guardián máximo de la causa bonapartista.
En su opinión, la nación no podía reconocer, como poder constitucional, ni a una
cámara electiva nombrada durante la existencia y bajo la influencia de la monarquía a
la que había derrocado, ni a una cámara aristocrática, cuya institución se oponía
frontalmente a los principios que había motivado el levantamiento del pueblo. Para
José fue una traición de La Fayette, burlado por Luis Felipe. Muchos estaban de
acuerdo con él porque «el viejo general no era más que la libertad adormecida, igual
que la República de 1793 no era ya más que una calavera».[1354]
Los Borbones fueron definitivamente destronados. Para José lo indignante del
asunto era el resultado, debido en buena parte a la intervención de La Fayette, quien,
en 1825, en su viaje a América, había propuesto a José proclamar como nuevo rey de
Francia a Napoleón II. Traicionando sus promesas y sus principios, el viejo
republicano sorprendió a todos manifestando que la meilleure des Républiques etait
une monarchie. Lo mismo que hizo el rico banquero Laffite, por cuya acción José le
cogió una indisimulable manía.[1355]
De haber estado José más cerca de los acontecimientos, tal era su opinión, el
resultado de aquéllos podría haber sido distinto, a favor de la causa bonapartista.
Dada su experiencia democrática, José tal vez hubiera ofrecido más de lo que la
nación recibió con Luis Felipe: una monarquía moderada que debía su trono a la
soberanía nacional, el reconocimiento de la Carta de 1814 como pacto constitucional
y la consolidación de las libertades políticas personales y parlamentarias. En
cualquier caso, fue un cambio trascendental que la Europa legitimista contempló con
impotencia, y José recibió todavía con manifiesta esperanza.
La Revolución no se redujo a Francia. José tenía razón, una carriére des
révolutions podría desencadenarse. Y, efectivamente, toda una conmoción
revolucionaria de extraordinaria intensidad se extendió por Europa, afectando a
Bélgica, Italia, Alemania y Polonia. Incluso hasta Suiza vivió un breve período de
agitación revolucionaria, que condujo a los liberales al poder en varios de sus
cantones. Europa evolucionaba claramente hacia principios liberales, mientras
España, después de la muerte de Fernando VII, se embarcaba en una prolongada
guerra civil por razones dinásticas.
A José le produjo una gran indignación que Luis Felipe hubiera utilizado esta
revolución en beneficio propio, cuando él se veía con mayores méritos para salir
favorecido. Luis Felipe no tenía más que una superioridad sobre él: la de haber estado

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en Francia en el momento de producirse el acontecimiento. Así se lo dirá a Félix
Lacoste: «La proclamación del duque de Orleáns ha sido obra de ricos banqueros y
negociantes de París, que han temido los movimientos populares y que se han
apoyado sobre el que estaba presente».[1356]
Dada su ausencia de los acontecimientos, José desplegó una amplia campaña
propagandística, que tuvo un gran eco. Redactó una larga carta de protesta que dirigió
a la Cámara de los Diputados de Francia, y a la que dio toda la publicidad posible. Se
trataba de todo un manifiesto bonapartista en contra de las «legitimidades»
esgrimidas por el duque de Orleáns, fundadas en los «prejuicios de su nacimiento»,
mientras «la familia de Napoleón ha sido llamada por tres millones y medio de
votos». Por supuesto, José no reclamaba la corona para sí. La reclamaba para su
sobrino, el rey de Roma, que había sido proclamado en 1815 como Napoleón II.
Arrogándose la competencia de ser, como primogénito de la familia Bonaparte, la
persona con más derecho para pronunciarse en la cuestión sucesoria, José decía que
tenía «datos positivos para saber que Napoleón II sería digno de Francia». Y añadía:
«Hasta que Austria lo devuelva a Francia, yo me ofrezco a compartir vuestros
peligros, vuestros esfuerzos, vuestros trabajos, y, a su llegada, a transmitir la
voluntad, los ejemplos y las últimas voluntades de su padre».
El Manifiesto era el comienzo de una campaña de opinión que no iba a cesar. José
despertó la llama napoleónica. Leyó todo lo que aparecía sobre el emperador.
Rectificó errores. Atacó valerosamente a los enemigos. Estimuló la leyenda. A partir
de 1830 se valió de todos los medios posibles para dar a conocer sus pretensiones:
mensajeros, agentes políticos del tipo del conde de Flahaut y del barón de Meneval,
que fueron en Francia sus mejores corresponsales y artículos de periódicos a partir de
su propio periódico neoyorquino Le Courrier des États-Unis.
En defensa de sus derechos, José estableció los principios que iban a ser seguidos
por la propaganda bonapartista hasta el triunfo final: respeto de la democracia, nueva
política impuesta en virtud de los acontecimientos, y evolución de la política de
acuerdo con las circunstancias y la evolución de los tiempos. Abocado a este
propósito, José acometió justo en este momento la redacción de sus Memorias,
repletas de documentos justificativos, para fundamentar su legitimidad y sus
propósitos.
Su figura se acrecentó considerablemente en Estados Unidos, donde fue objeto de
atenciones cada vez más notorias. Por expreso deseo del presidente se decidió que las
cartas dirigidas al conde de Survilliers le fuesen remitidas «por exprés e incluso el
domingo».
Dedicado por entero a la alta política, en defensa de los derechos de su familia al
trono de Francia, un acontecimiento familiar vino a turbar su actividad. El 17 de
marzo de 1831 murió de repente su joven yerno Napoleón-Luis Bonaparte, que se
había casado con su hija Carlota cinco años atrás. Hijo de Luis, ex rey de Holanda, y
de la ex reina Hortensia, el joven príncipe, influido por su hermano menor Luis

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Napoleón —futuro Napoleón III—, había participado en su compañía en un
movimiento revolucionario sobrevenido en Italia, en Romaña, en febrero de 1831, en
el curso del cual habían enviado un ultimátum al papa Gregorio XVI. Dada la mala
salud del rey de Roma —el hijo de Napoleón, duque de Reichstadt— José presentía
que su yerno podía ser el posible heredero de Napoleón, después del rey de Roma, del
rey José y del rey Luis. Una vez muerto su yerno, el presunto heredero sería su
hermano menor, Luis Napoleón, el futuro Napoleón III.
A pesar del grave contratiempo, la actividad política de José en el exilio se
incrementó de forma extraordinaria. Recibía constantemente cartas que le
presionaban para volver a Europa, poniéndose a la cabeza de una auténtica cruzada
bonapartista. La propia reina Hortensia, su cuñada, y su hijo Luis le escribían en este
sentido. Todos miraban a José como el cabeza de familia que necesitaban tener más
cerca. Con graves problemas económicos, Hortensia y Luis necesitaban más que
nunca su ayuda.[1357]
Un diplomático americano, Poinsett, futuro embajador de Estados Unidos en
México, al volver de una misión en Francia lo alentaba diciéndole que el Viejo
Mundo le esperaba. Trajo con él un montón de cartas que lo animaban e incluso le
pedían vivamente que regresara a Francia. No pudo ver a Meneval, que temiendo ser
arrestado había dejado París, pero enseguida recibió un mensaje del barón
recomendando que José regresara a Europa. Pronto tuvo noticias de la lista de
bonapartistas existentes en la Cámara francesa que, igualmente, eran partidarios de su
regreso.
Un joven poeta en trance de conseguir un gran renombre, Victor Hugo, el hijo
menor de uno de sus generales de España —legitimista en un principio, pero
entusiasta del emperador después— le dirigía mensaje tras mensaje para animarlo a
volver. Lo mismo que su amigo Roederer, o el general Lamarque. Sin estar del todo
convencido para tomar una resolución y regresar a Europa, a pesar de sus grandes
deseos de reencontrar a la familia y a su país, al final le decidieron a ello las noticias
que le llegaban de Viena sobre la salud precaria del rey de Roma.
En el verano de 1832 el coronel Collius, un belga que había sido ayudante de
campo del general Exelmans en España, apareció en Point Breeze y le aseguró al rey
que su hermano, que tenía una posición destacada en la Corte austriaca, le había
dicho que era el momento de luchar por la causa de Napoleón II. Según él, la opinión
europea estaba dispuesta a aceptar la entronización del hijo del emperador, que tenía
excelentes disposiciones. El aire de París —le dijo— le curaría de su mala salud.
Ante tales presiones, José, finalmente, decidió regresar. En diciembre de 1831
vendió su propiedad de Black River, y empezó a preparar el viaje. Poinsett le trajo
una nota por la cual el gobierno de Su Majestad —en el que tanto pesaba lord
Holland, apasionado de la causa napoleónica— manifestaba que el conde de
Survilliers era bienvenido en Inglaterra. José llevaba en aquel momento dieciséis

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años en América. Las luchas políticas de Europa le parecían lejanas y casi irreales,
mientras Estados Unidos le resultaba más familiar y grato cada año que pasaba.
Una vez obtenidos los pasaportes, José se dirigió a Washington para despedirse
del presidente Andrew Jackson y de los miembros del gobierno, que le recibieron y le
prestaron sus respetos. La National Gazette de Filadelfia daba la noticia el día 3 de
julio 1832: «El conde Survilliers ha sido recibido por el presidente y los otros
miembros del gobierno con la mayor cortesía. Estos últimos le han acogido no como
personaje político sino como un gentleman de ideas elevadas y con la más perfecta
corrección. La conducta del conde durante una residencia de diecisiete años en este
país le ha atraído la estima y el afecto de todos los ciudadanos americanos».
El 20 de julio de 1832, finalmente, José abandonaba Estados Unidos de América.
Se embarcó en Filadelfia en el navío Alexander. Le acompañaban el corso Sari, su
ayudante y confidente Louis Mailliard, el coronel Collius y cinco domésticos. Los
barcos marchaban mucho más rápido que en 1815. Así, José llegó a Liverpool el 16
de agosto, al día siguiente de San Napoleón, cuya onomástica fue festejada a bordo.
Dos días después, el periódico inglés The Times daba la noticia, diciendo que en
un día o en dos el ilustre viajero se encontraría en Londres. Citando como fuentes los
periódicos de Nueva York, el rotativo inglés señalaba que en América se decía que ya
no volvería más a Estados Unidos. El conde de Survilliers —decía la noticia— había
dejado su «pequeña república» de Bordentown, formada por una larga familia, que
son la mayor parte de los habitantes del lugar. El periódico añadía que doscientas
personas que trabajaban en su mansión le despidieron en Filadelfia al embarcar para
Inglaterra. Cartas recientes de Europa, decía el diario, le habían obligado a dar este
paso.
Al llegar a tierra le esperaba una mala noticia. El duque de Reichstadt, el hijo del
emperador, considerado por sus fieles Napoleón II, su sobrino —al que José quería
colocar en el trono de Francia— había muerto en Viena. La noticia le afectó
profundamente. La desaparición del hijo de Napoleón, por otra parte, le convertía a él
en heredero del emperador, toda vez que éste, después del nacimiento de su hijo, no
había llevado a cabo sus planes de adoptar a un hijo de Luis. El sentido del deber
familiar lo convertía en pretendiente al trono de Francia.[1358]
De Liverpool José partió para Londres, instalándose en una casa en Park
Crescent, y después en otra más amplia en Morden Park. José esperaba ser admitido
en Francia como ciudadano privado. Al no lograrlo, su obsesión consistió en
conseguir que el número de bonapartistas existentes en la Cámara pudiera derogar la
ley que prohibía su regreso, mientras él continuaba en Londres. Para lo cual no dudó
en organizar una campaña de prensa en periódicos de París como el Globe, o el
Capital.
El bonapartismo, después del descontento creciente surgido con la restauración
borbónica, y, particularmente, después de la Revolución de 1830, se convirtió en una
alternativa cada vez más viable. Los franceses lloraron con el poema dedicado a

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Napoleón II por Víctor Hugo, el poeta que años atrás había cantado al emperador en
su famoso poema Lui («A Él»). Eran los momentos en que, con la nostalgia del
tiempo pasado —contado por los soldados de las novelas de Stendhal o Balzac—
comenzaba a surgir la leyenda napoleónica.
Para reivindicar su nombre con fines propagandísticos, José se decidió a escribir
una noticia autobiográfica que fue insertada en la importante publicación
norteamericana Quarterly American Review. De ella se le envió una copia a su
antiguo secretario Meneval, secretario después de Napoleón, con la intención de ser
publicada en Francia para esclarecer lo que pudiera haber de controvertido en su
carrera política.[1359] Con el mismo propósito se publicó en Inglaterra el Biographical
Sketch of Joseph Bonaparte, que se difundió igualmente en Estados Unidos. De la
misma manera que en Francia se difundió la publicación de Joseph-Napoléon
Bonaparte jugé par ses contemporains, realizada por Louis Belmont.
Conocedor desde la guerra de España de la importancia de la propaganda,
agrandó su experiencia sobre este particular en Estados Unidos. El viaje triunfal de
La Fayette por este país en 1824 y 1825, con tanto eco en la prensa, inspiró a José la
idea de desplegar una campaña periodística en este mismo sentido. Fue consciente,
por otra parte, de la gran difusión de los periódicos en Estados Unidos, con el
resultado «eficaz» de sus campañas. «Se cuenta hoy aquí, en Estados Unidos —se
decía en una publicación relacionada con el viaje de La Fayette—, con 802 gacetas.
Aparecen sin timbre, sin control, sin el menor obstáculo político o fiscal, y suponen
para la administración que las transporta sumas enormes pagadas por los abonados».
[1360]
Durante su estancia en Inglaterra, ya que no lo puede hacer en Francia, donde este
«americanismo» de la prensa es menor, la actividad propagandista desplegada por
José en su favor es considerable. The Times, el gran periódico británico, nada más
llegar José a Londres, publicó de forma destacada la carta abierta que el conde de
Survilliers, el ex rey de España, había dirigido a La Fayette con motivo de la
Revolución de 1830, así como la que éste le dirigió en respuesta, fechada en París a
finales de noviembre de 1830. El periódico inglés publicaba extractos de una
biografía de José que había aparecido en Francia.[1361]
Ante esta campaña de propaganda a su favor, el prudente Meneval, que desconoce
los efectos de la experiencia americana, advierte a José que «la opinión sobre los
últimos acontecimientos ha divagado de tal manera que hay todavía muchas
prevenciones contra los altos personajes que han figurado». Así que le aconseja que
«no se puede entrar en liza con armas demasiado fuertes». Según Meneval, que pasa
por alto el reinado de España, la parte «más delicada» de la carrera de José era la
cuestión de su participación en la regencia de París, dado que las impresiones estaban
todavía muy frescas.[1362]
Desde el punto de vista de José, la situación de la monarquía en julio estaba tan
debilitada que, en cualquier momento, las varias facciones monárquicas o

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republicanas podían precipitar una crisis. No obstante, pronto surgieron graves
contratiempos para el regreso a Francia de José. En octubre de 1832 su viejo enemigo
el mariscal Soult fue nombrado primer ministro de Luis Felipe. Y poco a poco la
monarquía fue levantando cabeza, a pesar de las violentas insurrecciones que se
produjeron en las provincias casi inmediatamente después de ocupar el poder.
A pesar de su entusiasmo inicial, a medida que pasaba el tiempo José fue dándose
cuenta de que su causa tenía menos esperanzas de las que había pensado en un
principio. Ya en enero de 1833 escribió a Ingersoll diciéndole que esperaba estar de
regreso en Estados Unidos a finales de ese mismo año. Sentía nostalgia por la «paz de
Point Breeze». Nada le retenía en Europa, excepto «el sentido del deber». En el otoño
de 1833 hubiera vuelto a América de no haberse resentido su salud. El invierno lo
pasó confinado en su fría mansión de Morden Park, recibiendo a algunos visitantes y,
cuando no estaba en cama, jugando a la lotería. «Triste», escribía en español cada día
que pasaba su secretario Mailliard, que en su diario privado lo llama «Monsieur, «El
Conde» o «El Patrón».[1363]
A pesar de todo, durante su primera estancia en Londres José se sintió
reconfortado. Su hija Carlota no tardó en acudir a su encuentro. Zenaida estaba muy
ocupada en sus maternidades. Había perdido un hijo, y había tenido otros tres desde
su vuelta de Point Breeze. En cuanto a la reina madre, su esposa Julia, vivía ahora en
Florencia, donde había sido autorizada a residir a partir de 1823, el mismo año en que
su hermana Desirée, reina de Suecia, había partido para unirse a su marido y a su hijo
en Estocolmo, ciudad que ya nunca más abandonaría.
En Londres le recibió su sobrino Luis Napoleón, obligado a ver a este tío sin
heredero varón, y que era el jefe de la familia desde la muerte del duque de
Reichstadt. El sobrino permanecería con José seis meses, hasta que poco a poco se
fueron distanciando. Desde Londres José orquestó también una campaña
propagandística para rehabilitar el nombre de su hermano que, según él, «no fue ni
déspota ni tirano, fue lo que su tiempo y la nación quisieron». En buena medida, a su
actividad se debió que en julio de 1833 se reinstalara con gran pompa la estatua de
Napoleón en lo alto de la Columna Vendóme.
Muchas personalidades viajaron a Londres para ver a José, en tanto se abolía en
Francia la ley de exilio que impedía su regreso. Sus hermanos Luciano y Jerónimo
fueron a verlo. El doctor O'Meara, compañero del emperador en Santa Helena, le
encontró en repetidas ocasiones. En Londres fue visitado numerosas veces por el
diputado irlandés Daniel O'Connell, the Liberator, quien más tarde habló
elocuentemente en el Parlamento a favor del regreso de los restos de Napoleón de
Santa Helena. José cenó con muchas personalidades, como lord Brougham, artífice
de las reformas liberales inglesas y cuya nueva causa era la abolición de la esclavitud
en las colonias. También se encontró con Nathan Rothschild o el joyero Hamlen.[1364]
Mientras tanto, hizo gestiones para poder ir a Italia y encontrarse con su madre,
Madame Mére. Al no conseguirlo, en enero de 1833 se determinó a enviarle, con una

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carta para ella, a su fiel Sari, el corso que le servía desde muchos años atrás por
recomendación de la propia madre. «Monsieur Sari —le dice— ha respondido
siempre a vuestra confianza y me ha mostrado un afecto nunca desmentido…
Viviendo conmigo después de tantos años, conoce mis menores pensamientos. Así, él
podrá responder a todo lo que podréis desear [saber] sobre mi pasado, mi presente, mi
porvenir».[1365]
Durante su estancia en Londres aquel año le vio el joven Mesonero Romanos,
cuando paseaba un día con un amigo español, oficial de ingenieros emigrado, por la
plaza de Lincons in the Fields. El militar, de nombre Arcos, le dijo al madrileño que
en aquella plaza vivía el ex rey de España, José Bonaparte. Y como ambos españoles
viesen un carruaje a la puerta, y al pie de él al portero con su gran banda, sombrero y
bastón, la curiosidad de ambos les llevó a preguntarle si el señor conde de Survilliers
iba a subir en aquel carruaje. Justo en ese momento apareció Bonaparte en compañía
de otro señor, con quien cambió algunas palabras de despedida antes de subir al
coche. Así, Mesonero pudo «contemplar atentamente a aquel anciano, lleno de
distinción y de elegancia, aquel semblante expresivo del tipo napoleónico, tan diverso
del que me había hecho imaginar en mi infancia una ridícula vulgaridad».[1366]
La presencia en Londres del ex rey de España no dejó indiferentes a los españoles
que todavía seguían exiliados en Inglaterra durante la llamada en España «Ominosa
Década».[1367] Su regreso a Europa y sus pretensiones sobre el trono de Francia
fueron seguidos con interés. Muchos liberales se cuestionaron las ventajas que su
reinado hubiera supuesto para España en vez del de Fernando. Así se lo decía a lord
Holland don José María Blanco, el viejo patriota que tanto había luchado con la
pluma contra él: Spain would have improved under Joseph Bonaparte, but she is sure
to sink more and more under the pressure of the incurable and odious Bourbons.[1368]
En abril de 1833 José —el conde de Survilliers— se instaló en una mansión en
plena campiña inglesa, a una milla del pueblo de Goldstone, a unos treinta kilómetros
al sur de Londres, sobre la ruta de Newhaven. La vida en Londres era particularmente
cara, y José, acompañado en aquel momento de su hermano Luciano, decidió dejarla.
Intentó vender, para pagarse su estancia, un collar de diamantes por 450 000 francos.
Cuando no lo logró —el rey de Suecia le daba poco más de la mitad de lo que pedía,
a pagar en cinco anualidades—, decidió vender una granja próxima a Mortefontaine.
Por entonces, al enterarse de que su tío el cardenal Fesch tenía la intención de
legar sus cuadros a iglesias corsas o a fundaciones piadosas, él le escribió, el 10 de
abril de 1835, para explicarle que esta disposición habría sido perfecta «en los
tiempos de prosperidad de nuestra familia», pero en la actualidad era un despropósito
«con vuestra fortuna y la de los vuestros». Abiertamente, José le pedía que legara
mejor sus cuadros a sus sobrinos y sobrinos nietos, «porque es posible que a ellos les
falte un día el pan».[1369]
En el pequeño pueblo de Goldstone estaba la posta que recibía sus correos. En
aquellos momentos tenía de huésped a Luciano, que tendrá un affaire con Madame

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Sari, la hermosa cubana de la que también se había prendado su hermano en América.
«¡Oh les femmes!», escribió en su diario Mailliard, deseando que de una vez por
todas Madame Sari se fuera a Turquía…Esto enemistó a los hermanos por un tiempo.
Al final, José decidió que los Sari se marcharan, después de darles 50 000 francos.
Durante su exilio en Inglaterra, en momentos de abatimiento, José tenía el
presentimiento de que nunca más iba a pisar tierra francesa. «¿Hemos cometido otro
crimen —se pregunta a sí mismo en una de las cartas que escribió— que el de llevar
el nombre del emperador Napoleón?».[1370] Mientras sigue esperando, el 22 de
febrero de 1834, una petición acompañada de 30 000 firmas es presentada a la
Cámara por Monsieur Girardet «a fin de abrir el territorio francés a todos los
miembros de la familia Bonaparte». Pero el gobierno de Luis Felipe se resiste. El rey
tiene de presidente del consejo al mariscal Soult, su encarnizado enemigo en la guerra
de España.[1371]
En abril de 1834, con las revueltas de los obreros en París y Lyon, las esperanzas
de volver a Francia se avivaron. Las protestas fueron reprimidas duramente y el
descontento aumentó. Por otra parte, en julio, el mariscal Soult salió del ministerio.
Todo lo cual hizo que aumentaran las ilusiones de José, mientras la guerra carlista
daba pábulos a algunos de sus amigos en Londres para pensar en su candidatura al
trono de España frente a don Carlos y a doña María Cristina; una posibilidad más que
remota, pero que bullía en los ambientes de la emigración española en Londres. Por
todo ello José decidió prolongar su estancia en Inglaterra.
Particularmente emotivas fueron las visitas que le hizo en varias ocasiones uno de
sus más acérrimos enemigos en la guerra de España, el general Espoz y Mina, quien
le expresó vivamente su sentimiento por no haberle tenido de soberano. El viejo
guerrillero llegó a decirle que en 1812 el rey José había conquistado la simpatía de
casi todos los generales de la insurrección española y que el duque del Infantado, el
duque de Montijo y el general Ballesteros, junto con él mismo, hubieran estado de
acuerdo en reconocerle como rey de España si el emperador hubiera consentido en
retirar las tropas francesas.[1372]
Asimismo le dijo que el Empecinado mismo había estado a punto de unirse a él.
Mina le expuso la gran veneración que él tenía por quienes habían sido sus ministros
en España: Azanza, O'Farrill, Mazarredo, Almenara y Urquijo, aunque no sentía lo
mismo por Arribas, ministro de la Policía, que le había sido impuesto por el
emperador por recomendación del embajador Laforest. El guerrillero, en una de sus
visitas a José, llegó a cenar con él, dándole prueba de su «estima y amistad». Como
se disponía a volver a España después de la muerte de Fernando VII, le manifestó que
aún no estaba decidido a abrazar el partido de la reina. Él se consideraba
«esencialmente nacional y patriota». El guerrillero le dijo también que su amigo don
Agustín de Argüelles, que compartía sus mismas opiniones políticas, después de tanto
tiempo como había transcurrido desde el final de la guerra, tenía por José los mismos
«buenos sentimientos» que él.

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El impetuoso español le aconsejó a José que debía abandonar Inglaterra y
presentarse en Francia, y que no le debería importar el título, porque, según él,
«tenemos allí más amigos de los que pensamos». También le dijo a José otras cosas
que debieron halagarle el oído: el odio siempre vivaz de los españoles contra el duque
de Dalmacia, mariscal Soult, que había aprovisionado a los ingleses de trigo, que
había esquilmado a los pueblos de Andalucía en provecho propio, que había traficado
con el producto de las minas de Almadén, que había robado los cuadros del Alcázar
de Sevilla, que había traicionado a José, que había traicionado a Napoleón y al que
Luis Felipe colmaba de honores y de dignidades exorbitantes, nombrándole mariscal-
general antes de darle la presidencia del gobierno. Le habló también de los crímenes
de su sucesor en el trono, el rey Fernando VII, que acababa de morir, y cuya muerte
había desencadenado la «guerra carlista» que ensangrentaba la Península.[1373]

En tanto que la monarquía de Luis Felipe se consolidaba, y él no podía entrar ni en


Francia ni en Italia, su segunda patria, a los tres años de haber dejado América,
decidió volver allí, aunque ya por poco tiempo. El 8 de septiembre de 1835,
desesperado por no poder obtener un pasaporte para Toscana, regresó a Estados
Unidos, al tiempo que el cólera amenazaba a su familia en Florencia. Al llegar a Point
Breeze encontró muchos cambios. Un canal y una vía del tren pasaban a un tiro de
fusil de su casa. Nueva York se había convertido en una gran ciudad, con más de
trescientos mil habitantes. Pero lo peor era que José tenía ya sesenta y ocho años. Y
los «bellos ojos» de las jóvenes norteamericanas estaban mucho más distantes.
Desde el momento de su llegada no dejó de recibir nuevas cartas de la familia,
que le urgían con cualquier pretexto a que regresara de nuevo a Europa. Se tenía
necesidad de él en el Viejo Mundo, tanto por cuestiones de propaganda para
rehabilitar el nombre de su hermano, como para determinar el reglamento de la
sucesión. El día 2 de febrero de 1836 murió en Roma su madre, a los ochenta y seis
años.
La muerte de la madre del emperador tuvo repercusiones en París. Provocó
manifestaciones de simpatía a favor de los Bonaparte. Los parisienses depositaban
coronas al pie de la Columna Vendóme. Se hablaba de la necesidad de abolir
urgentemente la ley del exilio. Contento en Estados Unidos, que según José se había
convertido en su «segunda patria», no sin pesar en esta ocasión, decidió regresar de
nuevo a Europa. Así, desembarcó en Londres a finales de agosto de 1836, arrendando
una casa en el número 24 de Parc Crescent.
Siempre en la brecha, continuó respondiendo a sus adversarios, dirigiendo cartas
a los periódicos. Se sintió particularmente ultrajado cuando vio lo que el Courrier

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Francais acababa de escribir sobre Napoleón, al decir que éste se había movido sólo
por «su orgullo de conquistador y sus conveniencias de familia». A lo que José
replicó que esto no fue así, que el emperador no actuó por intereses personales, sino
por los intereses de Francia. Y en cuanto a las conveniencias de familia, el hecho de
segregar parte de España para Francia demostraba que lo que él buscaba era el
engrandecimiento de Francia. José añadía que en los días de la adversidad sus
hermanos no estuvieron con Napoleón.[1374]
Una vez más, José había cambiado la paz que le ofrecía Point Breeze, en medio
de una democracia perfectamente consolidada, por los sobresaltos de una Europa
convulsa. Poco después de su llegada a Londres, su sobrino Luis Napoleón,
irreductible conspirador bonapartista, volvía a ser noticia. El 30 de octubre de 1836,
vestido de general, había intentado sublevar la guarnición de Estrasburgo. Fracasada
la intentona, el gobierno de Luis Felipe juzgó prudente no detenerlo y lo embarcó
para América.[1375]
A José le disgustó profundamente la acción de su sobrino, que no había contado
con él como jefe de la familia. Un verdadero corso, en opinión de José, no habría
actuado así. «Él no tiene una gota de sangre napoleónica en las venas», diría de él un
poco más tarde. Distanciado de su sobrino, llegó a prohibirle su acceso a Point
Breeze. Desde Nueva York, donde acababa de desembarcar después de haber
realizado una gira por Río de Janeiro, Luis Napoleón le escribía a su tío para
justificarse, diciéndole que «[…] la opinión pública no puede admitir una escisión
entre vos y yo».[1376]
Como consecuencia de la acción de Luis Napoleón, José se sintió perjudicado,
porque la derogación de la ley de exilio, tan ansiada por él, no iba a producirse. A
este disgusto se unieron las dificultades familiares sobrevenidas entre los mismos
hermanos después de la muerte de la madre. El fallecimiento de la reina Hortensia, el
5 de octubre de 1837, hizo que volviera a Europa su hijo Luis Napoleón, deseoso de
buscar el perdón de su tío José.
En 1838, a sus setenta años, y una vez más, José regresó a Estados Unidos,
pasando el invierno en la paz de Point Breeze. Pero pocos meses después otra
tragedia hizo presa en él. El 2 de abril de 1839 su segunda hija, su querida Carlota,
que se dirigía de Florencia a Génova para realizar una cura, murió de una hemorragia
al pasar por Sarzanne, cuna de los Bonaparte del Renacimiento. La reina Julia no
tuvo valor de comunicarle la noticia a su marido. «Temo mucho por mi marido el
efecto de este golpe fatal. Después de tantas desgracias, ¿debíamos esperar también
ésta?», escribió a Meneval. Fue su hermano Jerónimo el encargado de dar la noticia a
José.
Julia no se equivocó sobre las consecuencias de la muerte de la hija en su padre,
pues cuando éste regresó de nuevo a Londres, a principios de septiembre de 1839,
dejando para siempre Estados Unidos, José había envejecido extraordinariamente.

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Parecía otra persona. El conde de Survilliers se despidió de sus amigos americanos
sabiendo perfectamente que aquél sería su último viaje.[1377]
Por si ello fuera poco, las malas noticias siguieron acumulándose. En 1839, el 13
de mayo, murió en Roma su tío el cardenal Fesch.[1378] Y pocos días después, el 18
de mayo, moría en Florencia su hermana Carolina. Los duelos de la familia se
sucedieron de forma imparable. Toda una era parecía que se iba con aquellas
personas tan próximas a José. Finalmente, en 1840, el 29 de junio, murió en Viterbo
su hermano Luciano.
No obstante, el destino parecía empeñarse en airear el nombre de los Bonaparte,
pues pocos días después su sobrino Luis Napoleón cometía otra de sus locuras,
parecida a la de Estrasburgo, que también fracasó estrepitosamente. Desembarcó en
las playas de Boulogne, donde fue prendido y procesado. Su tío ya no le volvería a
ver salir de la prisión de Ham. A pesar de su contrariedad, no podía imaginar que
unos años después su sobrino se convertiría en el emperador Napoleón III. Tampoco
vio la caída de Luis Felipe de Orleáns a consecuencia de la revolución democrática
de 1848.
Mientras tanto, no obstante, José recibió una buena nueva, que le alegró
sobremanera. El 29 de noviembre de 1840 llegaron a Cherburgo los restos de su
hermano Napoleón, que fueron llevados triunfalmente a los Inválidos. Después —el
14 de julio de 1843— José hizo remitir al gobernador de los Inválidos, el mariscal
Oudinot, el gran collar, el gran cordón y la placa de la Legión de Honor que portaba
el emperador. Objetos que se unieron a la corona imperial, a la espada, sombrero y
otros bienes de Napoleón, que esperaban la terminación de las obras de la tumba para
colocarse junto a ella.

El final
En Londres, el 17 de junio de 1840, después de un ataque de fiebre, José dictó su
testamento. Paralizado del brazo derecho, los testigos tuvieron que ayudarle a
sostener su mano. La precisión de los términos, la abundancia de detalles, ponían de
manifiesto tanto sus antiguos conocimientos jurídicos como su deseo de dejar a sus
albaceas perfectamente claras sus disposiciones. Dejando como heredera universal de
sus bienes a su «muy amada esposa» Julia, hacía una relación completa de todos
ellos, legando determinadas cantidades y bienes a familiares y amigos. Hacía constar
que era su voluntad que Luis Mailliard —que lo había acompañado a América en
1815 y había estado siempre con él desde entonces— se quedara a vivir después de su
muerte en su casa de Point Breeze.[1379]
Con todo detalle enumeraba la serie de recuerdos que legaba a sus hermanos
Luciano, Luis y Jerónimo, a su cuñado Bacciocchi, a su yerno Carlos, a su cuñada la

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reina de Suecia —«un retrato de su hermana Julia»—, a sus sobrinos, a sus fieles
Presle, Meneval, Sari, James Carret, Miot de Mélito, Joseph Hopkinson, doctor
Chapman…Nombrando ejecutores testamentarios a Hopkinson y a Mailliard, dejaba
constancia de su voluntad de que sus restos pudieran reposar en Francia cuando su
familia fuera autorizada a volver.[1380]
Sin poder realizar su sueño de entrar en Francia, en 1841 recibió autorización del
rey de Cerdeña para residir en Génova, adonde llegó en un vapor inglés. De aquí, tras
la autorización pertinente del duque de Toscana, se dirigió a Florencia, donde tuvo la
alegría de encontrar a su esposa Julia, a su hija Zenaida y a sus nietos. Los cuidados
de que fue rodeado por su esposa le ayudaron a pasar los últimos años de su vida en
su postrero y definitivo exilio.
La capital de Toscana, por su clima y por sus bellezas, se había convertido para
entonces en un centro de reconocida atracción para recibir numerosos visitantes,
príncipes rusos y polacos, lores ingleses, condes suecos y ricos americanos. Entre
todos ellos sobresalía la personalidad del conde de Survilliers, ex rey de Nápoles y de
España, con fama de multimillonario americano. Recluido en el Palacio Serristori,
entre la rivera izquierda del Arno y los jardines del Palazzo Pitti, todas las miradas de
propios y extraños se dirigían allí.
Un viajero francés que había estado en América, a su paso por Florencia visitó a
José, que lo recibió muy bien, pero al enseñarle el libro que había publicado de sus
viajes,[1381] en donde había diseñado la casa del propio José en Filadelfia, temiendo
comprometerse, no fue de su agrado y cada vez guardó más las distancias. Por lo que
el viajero dejó de ir a visitarlo. Al parecer, José se mezcló muy poco con los asuntos
de la ciudad. No participó en un congreso científico que tuvo lugar después de su
llegada, y en el que se inscribió como «Giuseppe Napoleone, conde Survilliers, de
Ajaccio, miembro de la Sociedad Filosófica de Filadelfia».[1382]
Durante su estancia en Florencia —que le hacía volver a sus recuerdos de
juventud, cuando inició su carrera diplomática y política— su vida de sociedad
estuvo condicionada por sus problemas de salud. Las visitas más frecuentes fueron
las del rey Jerónimo, con su mujer e hija; Carolina Murat y su amigo, el general
napolitano Macdonald, la condesa Zamoyska, la princesa Galitzina, el príncipe
Poniatowski y los Leuchtenberg. A todos les encantaba ir a tomar café o beber
horchata en el Palacio Serristori con el ex rey José, convertido en todo un gran señor,
aunque cada vez más decaído y distante en la mirada.
Tampoco los duelos le abandonaron en sus últimos años de vida. En abril de 1843
los viejos esposos lloraron la muerte de Caterina Clary, hermana de Julia, que había
acompañado a ésta tantos años en el exilio. Un año después conocieron la muerte de
Bernadotte, rey de Suecia y de Noruega, sobrevenida el 8 de marzo de 1844 en
Estocolmo. José no le sobrevivió mucho más, debilitado por la edad y los achaques.
Este mismo año, el 28 de julio de 1844, murió en Florencia quien había sido rey de
Nápoles, y rey de España y de las Indias.[1383]

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El cadáver de José fue embalsamado. Después fue colocado en una caja de plomo
internamente forrada de raso blanco y soldada a fuego, que fue introducida a su vez
dentro de otra de madera de caoba de terciopelo negro con galones de oro. El ataúd se
puso sobre un túmulo rodeado por doce candelabros de plata. Alrededor del cuello de
José se colocó, según sus últimos deseos, el collar del Toisón de Oro, la más alta
condecoración de los soberanos españoles.
El ministro de Estado del gran duque de Toscana, Corsini, permitió que en la
tarde del día siguiente el cadáver fuera expuesto de manera privada para las familias
de sus hermanos Luis y Jerónimo y algunos aristócratas extranjeros residentes en
Florencia. Después, sin mayor pompa, y acompañado sólo de los familiares, fue
enterrado junto a su hija Carlota en la iglesia de Santa Croce de Florencia. A los ocho
meses murió su esposa Julia. La Gazzeta di Firenze dio cuenta de la muerte del
príncipe José Napoleón Bonaparte, un uomo superiore alla sua sorte.[1384]
Su muerte no pasó desapercibida en Europa. En Londres, The Times dio la noticia
de forma destacada, haciendo un elogio muy ponderado del personaje, aduciendo que
«la vida del antiguo rey de Nápoles y España es bien conocida». De su reinado de
Nápoles decía que «aunque corto no fue estéril». Y del de España, aunque advertía
que no entraba en el relato de las circunstancias que produjeron su caída del trono,
señala que «debemos decir que el rey José luchó valerosamente contra los elementos
de disolución de que estuvo rodeado, y abandonó España sólo en el último extremo».
Atendido al final de sus días por sus hermanos Luis y Jerónimo, el periódico
terminaba diciendo que «el príncipe Luis es ahora el jefe de la familia».[1385]
En París, el 6 de agosto de 1844, un diario orleanista como Le Constitutionel hizo
un panegírico del difunto: «José Bonaparte —decía el editorial— merece entre todos
los hermanos de Napoleón los recuerdos agradecidos de Francia. Su larga carrera ha
sido constantemente honorable y pura. En tanto que ha podido servir a Francia, la ha
servido; y cuando su casta ha sido golpeada, nadie ha soportado con más dignidad los
rigores del exilio». Y añadía: «[…] Incluso en España mismo se rinde justicia a la
benevolencia de su administración y a la excelencia de su corazón».
Publicado el elogio con la finalidad encubierta de desautorizar al sobrino Luis
Napoleón, el futuro Napoleón III, entonces en la cárcel, éste envió una carta al mismo
Le Constitutionel en la que decía: «Pretendéis que las opiniones del rey José difieren
completamente de las mías…El jefe de mi familia, engañado por los periódicos sobre
el principio que debía tener la insurrección de Estrasburgo se irritó mucho, es cierto,
con esta tentativa; pero cuando yo pude explicarle la pureza de mis intenciones, él me
devolvió todo su afecto…». Y añadía: «Hace alrededor de dieciocho meses, al
encontrar a uno de mis amigos en Florencia, mi tío le expresó sus sentimientos de
saberme privado de libertad, mientras le decía literalmente: "Si Luis me hubiera
confiado sus proyectos, a pesar de mis setenta y cinco años, yo habría desembarcado
con él en las playas de Boulogne"».[1386]

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El argumento impresionó a los bonapartistas. Algunos años más tarde, Luis
Napoleón, convertido en emperador de los franceses, no se olvidó de su tío, cuyo
papel había sido tan destacado en su familia y en la historia. A comienzos de su
reinado, Napoleón III ordenó el traslado de sus restos mortales de Florencia a París.
El 11 de junio de 1862, en presencia del mayor de sus nietos, príncipe de Musignano,
fue exhumado de la iglesia de Santa Croce y trasladado a París, y fue sepultado en los
Inválidos, donde reposan sus restos junto a los de su hermano Napoleón.

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EPÍLOGO

A los doscientos años de iniciarse la Guerra de la Independencia —acontecimiento


decisivo en la historia de España y de Europa— la figura de José Napoleón
Bonaparte continúa siendo desconocida. Fue en buena medida la figura central de la
guerra, una guerra que se hizo por él y contra él, y sin embargo su principal
protagonista, protagonista muy a su pesar, ha sido olvidado y relegado a un último
plano. Cuando se han estudiado tantos y tantos aspectos de aquel conflicto, el Rey
Intruso solamente aparece como un fantoche o como un personaje meramente
circunstancial.
En la historia de España, por otra parte, ningún otro personaje de su pasado ha
sido tan calumniado y al mismo tiempo tan desconocido como el rey José. Los
historiadores patriotas nacionales que, con tanta frecuencia han mostrado su
indignación por la larga vigencia de una leyenda negra que ha desvirtuado la verdad
de sus más destacados reyes, han sido maestros en el arte de descalificar, de
calumniar y de ningunear al Intruso.
Se comprende hasta cierto punto que en una guerra nacional y patriótica como fue
la Guerra de la Independencia se descalificara por todos los medios al Intruso. No es
difícil explicar que, durante generaciones, se haya mantenido una imagen inexacta y
falsa de aquel hombre, cuya semejanza con la realidad es inexistente. Pero,
evidentemente, la imagen de todo punto negativa, que generación tras generación se
ha mantenido en la conciencia colectiva de los españoles de una manera pasiva y
atávica, es inadmisible a los doscientos años de aquella prodigiosa aventura.
Contemplado el lance de su vida desde lejos, y desde fuera, difícilmente, en
cambio, podrá valorarse su portentosa biografía de forma negativa. Está tan repleta de
tantas vivencias, de acontecimientos tan dispares, de relaciones tan extensas, de
viajes por medio mundo, o de experiencias tan variadas, que difícilmente puede
encontrarse un personaje de su envergadura, aunque quizás muy a su pesar. Después
como rey, y también como hombre, está su temple ante la adversidad.
A la vista de todo esto, y sobre todo teniendo en cuenta su voluntad de querer ser
un buen rey y comportarse como tal, no puede sorprendernos que un biógrafo
americano del rey —Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, 1968— le llamara «José
el Bueno». Porque pocos reyes han actuado con tan buena y decidida voluntad de
atraerse el pueblo y de buscar su bien. Él fue el primer convencido de los beneficios
de su Constitución para el pueblo. Llegó a entusiasmarse con sus planes de educación
o de obras públicas. Quiso conscientemente mejorar la suerte de sus súbditos. En
circunstancias muy difíciles prometió ser un rey español. Y luchó con
convencimiento por mantener y guardar la integridad y el honor del reino.

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El hecho de que, por encima de todo, quisiera ser rey, y rey de todos los
españoles, ha dado pábulo a descalificaciones de todo tipo sobre su ineptitud como
militar y generalísimo de sus ejércitos. Ciertamente no fue nunca un condottiero
como su hermano Napoleón, aunque se viera obligado a actuar como rey soldado en
Talavera, en Ocaña o en Vitoria. Sin embargo, con un sentido mucho más moderno
que el de su hermano, pensó que su oficio de rey era incompatible con el de hacer la
guerra. Y al final, si ésta la perdió no fue por su ineptitud como militar, sino
simplemente porque no fue aceptado como rey. Parte de su drama consistió en no
haber sido comprendido ni por unos ni por otros.
En el momento estelar de su reinado —cuando en 1810 José entró triunfalmente
en Sevilla lo mismo que había entrado Fernando III el Santo en 1248— su poder civil
y militar fue virtualmente destruido por los nuevos decretos imperiales de Napoleón.
No cabe la menor duda de que éste receló de su hermano al verlo convertido, después
de la batalla de Ocaña, en un verdadero «conquistador». Fue un gran error del
emperador, como el propio José le hizo ver.
Se entiende perfectamente, también, que en un momento de abatimiento, pudiera
decir —27 de febrero de 1812— que a él no le preocupaban las operaciones militares;
lo que le preocupaban eran «las miserias del país». A pesar de lo cual el rey alimentó
ilusiones de pacificar el reino. Sintiéndose rey de España, creyó posible reunir unas
nuevas Cortes, poner al día y modificar la Constitución de Bayona e incluso entrar en
términos de negociación con las autoridades de Cádiz para llegar a un acuerdo y
concluir la paz, para de esta forma establecer la concordia en España.
Se trataba de una alucinación, que fue compartida por sus ministros españoles. Ni
siquiera la realidad le hizo ver al rey que el único camino para imponerse en España
era el de las bayonetas. Pero con la campaña de Rusia esta posibilidad fue ya de todo
punto inviable. Por más que el emperador le concediera el mando completo de todas
sus fuerzas en España desde la tarde del 16 de marzo de 1812. «Informad al rey de
España por correo especial —escribió Napoleón al mariscal Berthier, desde los
bancales del lago Niemen—, que desde esta tarde le entrego el mando de todos los
ejércitos de España». Ya era demasiado tarde.
Con posterioridad, algunos de los hombres más próximos al rey, como Stanislas
de Girardin —ex diputado en la Asamblea Legislativa, diplomático en Inglaterra,
preso durante el Terror, convertido de republicano en realista, como José, a quien
siguió en Nápoles y en España— creyeron que éste perdió el trono por «sus
principios de moderación». En desacuerdo con dicho juicio, José le reprochó a su
amigo que dijera esto. «Una corona, mi querido Girardin —le dijo— no vale el
sacrificio de su reputación, y para conservar el trono de España, yo no habría querido
pasar por un tirano».
Los historiadores napoleónicos, con Frederic Masson a la cabeza, han sido
habitualmente detractores de José. Buena parte de los errores cometidos por el
emperador en la guerra de España se los han atribuido a su hermano. Injustamente,

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han empequeñecido su figura, contribuyendo de forma indirecta al mantenimiento de
su «leyenda negra». En atención a ello este libro intenta subrayar, por el contrario, la
importancia que José tuvo sobre su hermano. Tratar de ver la biografía del emperador
desde el punto de vista de aquél es ver las cosas de otra forma, aun a sabiendas de que
la aventura de José no hubiera sido posible sin Napoleón.
Cualquiera de los distintos capítulos de la biografía de José —su vida en Córcega,
su participación en Francia durante los años de la Revolución, su republicanismo
incuestionable, su relevancia posterior en el Imperio napoleónico, su reinado de
Nápoles o el de España, así como su experiencia democrática en América o su vuelta
a Europa después de la Revolución de 1830— son de tal interés en sí mismos que
sobran para mostrar lo evidente: el interés biográfico de este republicano que quiso
ser rey de España.
Un interés biográfico que está presente en todos los momentos de la vida del
personaje, independientemente de la suerte de su fortuna. Pues, a pesar de que su vida
no puede entenderse sin la de su hermano, no es menos cierto que José desempeñó a
su vez en la historia de Napoleón un «papel capital», reconocido hasta por los
historiadores napoleónicos más críticos con él.
De la misma manera que, bajo la presencia de «una falsa modestia», se esconde
una personalidad muy diferente de la que ha prevalecido injustamente a través del
tiempo. Pues, en sus mismos años juveniles, cuando su hermano Napoleón era un
simple capitán, José ya había adquirido por méritos propios una destacada posición
en su tierra natal, lo que dice mucho de lo que va a ser después, en unos momentos en
que él fue, verdaderamente, el «sostén» del clan Bonaparte, lo mismo que lo será,
dentro de la historia de la familia, tras la muerte de su hermano.
La debilidad o falta de ambición que, a tenor de algunos juicios negativos
propiciados por su propio hermano o personajes de su entorno, se le han atribuido, no
son los rasgos que mejor definen su personalidad. Muchos de ellos fueron fruto de
juicios apresurados emitidos en determinados momentos, que no pueden tomarse al
pie de la letra. Su biografía está tan repleta de hechos, actuaciones o representaciones
que desmienten esta imagen estereotipada y superficial que se ha mantenido de forma
tan duradera y al mismo tiempo tan inexacta. Su misma personalidad conciliadora, y
su indiscutible amabilidad y gentileza, subrayando los dichos negativos, han
contribuido a acentuar la imagen de un hombre débil de carácter, que terminó siendo,
sin el menor mérito, un rey por completo indolente, primero de Nápoles y después de
España. Pero este retrato no se corresponde con el del hombre de verdad, que de
republicano se convirtió en rey, tras un cursus honorum tan abigarrado de dificultades
de todo tipo que da buena cuenta de su temple, una vez que la fortuna dejó de
sonreírle.
En la lejana fecha de 1911 el historiador Jacques Rambaud, que estudió
exhaustivamente su gestión en el reino de Nápoles, concluyó diciendo que, muy por
el contrario a la imagen transmitida, José Bonaparte dio prueba de «una inteligencia

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sólida, si no muy superior, y de una buena voluntad bien sincera». Pues, a su juicio, el
nuevo soberano no fue «ni un rey holgazán, ni un simple prefecto, ni un filósofo de
salón». Frente a la falta de actividad que se le ha reprochado siempre, el historiador
mencionado dibujó, sobre la base de una documentación apabullante, una imagen
muy diferente de firmeza «en todas las grandes cosas» y una constancia «en todas las
empresas útiles», difícilmente rebatibles.
En el caso de España, la imagen del Rey Intruso ha sido mucho más negativa,
rayando en la caricatura. Se ha llegado a poner en duda la misma trascendencia de
José como rey, al ser tan efímero su reinado. Se ha olvidado hasta el hecho
fundamental de que José, sin duda alguna muy a su pesar, se convirtió en el personaje
central de la historia de España en unos momentos decisivos. Pues, a fin de cuentas,
fue el protagonista fundamental de la guerra de mayor relevancia de toda la historia
de España en la era moderna. Una guerra —dinástica, civil, revolucionaria, religiosa
que tuvo el efecto de una verdadera caja de Pandora, y que tuvo como piedra clave al
Intruso y lo que él representó. Fueron muchos los hombres que dieron su vida por la
causa de José Napoleón I y contra ella.
En medio de esta lucha, que tuvo consecuencias insospechadas, surgió una nueva
era, cuyos valores siguen vivos en nuestro tiempo. En esta lucha a favor o en contra
de José, España entró en una nueva dinámica, que habría de cambiar drásticamente
los cimientos de su estructura histórica. De haber triunfado su causa, el futuro de
España no se hubiera limitado a un simple cambio dinástico con algunas novedades.
Hubiera sido mucho más profundo. Aun cuando, paradójicamente, en la oposición a
José se fraguó, en buena parte, el espíritu de las nuevas ideas y actitudes de los
españoles, presentes desde entonces en nuestra era contemporánea. La causa de José
—que para muchos significaba la revolución y el triunfo de la república— supuso la
entrada de España en los tiempos modernos.
En el bicentenario de 1808 —el año desde el punto de vista simbólico más
relevante de toda la historia de España, juntamente con el de 1492— la figura del Rey
Intruso aparece, por consiguiente, como fundamental, a la vez que despeja muchas
incógnitas que permanecen todavía en penumbra. Porque a través de pocas figuras
como la que ofrece José Napoleón, guste más o menos, se puede entrar en aquel
escenario como espectador de aquellos acontecimientos.
El gran historiador francés François Furet, al Pensar la Revolución francesa,
escribió con toda razón que el historiador que estudiara los reyes merovingios o la
guerra de los Cien Años, por importantes que estos acontecimientos hayan sido, no
tiene necesidad de justificar sus resultados más allá del campo de la erudición. Pero
otra cosa es el estudio de la Revolución francesa…, o el de la «Revolución española»,
que así es como fue denominada en su época la guerra antinapoleónica de España.
En la historia de los españoles el Rey Intruso y su reinado tienen una
significación que, a diferencia de los reyes godos o merovingios, o tantos otros reyes

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de tantas dinastías distintas, trasciende a su tiempo. Y presenta implicaciones
insospechables, que con razón se han mantenido inescrutadas durante tanto tiempo.
No es propósito de estas conclusiones finales —que intencionadamente pretenden
ser lo más breves posible— que el autor diga de qué habla, qué piensa o qué ha
buscado al escribir este libro sobre José Bonaparte, un rey republicano en España.
Basta echar una mirada a sus páginas para que el amigo lector adquiera una idea de lo
que el autor se ha propuesto con un libro como éste.
Un libro que antes que nada pretende ser una biografía de José Bonaparte, antes y
después de ser rey de España. Viviendo en una época fundamental de la historia como
la que le tocó vivir, la vida de este personaje es realmente excepcional por su interés
en sí mismo y por sus implicaciones con personajes, países, situaciones y
acontecimientos en que se vio implicado desde el principio hasta el fin.
El pasado republicano del rey no es una paradoja, como tampoco lo fue el de su
hermano Napoleón. Precisamente buena parte de la dificultad intrínseca de este
trabajo ha consistido en mostrar las etapas de esa evolución, al tiempo que el
personaje va tejiendo, consciente o inconscientemente, una experiencia de vida en
que cada vez se ve más implicado, tal vez a su pesar, por las circunstancias y el
acaecer de los sucesos.
Extraordinario ha sido el boom de las biografías en los últimos años. En el campo
de la historia, algunos autores, queriendo quizás descubrir mediterráneos, parecen
haberse detenido más en la cuestión de cómo llevar a cabo tales biografías que en
acometerlas. A nada de ello ha sido ajeno este libro que, pretendiendo ser ante todo
una biografía del hombre, del político, del rey o del gran señor en el exilio americano,
no se ha desentendido de sus circunstancias, y de su tiempo.
Por supuesto se trata de una historia particular que, como toda historia, comporta
presupuestos intelectuales que pueden sorprender la sensibilidad de algunos lectores
inocentes. Pero no hay interpretaciones históricas inocentes, máxime cuando la
historia que se escribe, política e intelectualmente, está tan viva. Y lo está hasta el
punto de poder movilizar la capacidad de identificación humana, política o religiosa
de cualquiera que se interese por el presente, despejando las incógnitas de un pasado
desconocido que pesa sobre nosotros.
En cuanto al reinado de José en España, se cometería una flagrante injusticia si,
virtualmente hablando, se redujera simplemente al hecho episódico de una España
que pudo ser de otra manera, y que al final no fue. La verdad es que el asunto fue
mucho más complejo y arduo, e incluso hasta dramático, hasta el punto de que no
pocos asuntos planteados y debatidos por vez primera entonces han seguido siendo
esenciales en la historia de España con posterioridad.
Desde el punto de vista de la biografía del ciudadano Bonaparte, desde su
nacimiento en Córcega hasta su muerte en Florencia después de una carrera
prodigiosa, la aventura de su vida es ya por sí misma excepcional. Como protagonista

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de un mundo dilatado en el espacio y en el tiempo, es a la vez un intérprete inusual de
ese mismo tiempo y espacio en que le tocó vivir, y en el que vivió intensamente.
Luego está la necesidad de abordar una época fundamental del pasado en la que
queda tanto por conocer. Al estudiar en su día la Historia crítica de la vida y reinado
de Fernando II de Aragón, el gran historiador Vicens Vives escribió que constituía
«una obligación moral para el historiador contemporáneo trazar un cuadro correcto de
las circunstancias en las que actuaron los principales protagonistas de nuestro
pasado». Y en este sentido cabe decir que todo menos «correcto» es el cuadro que
con frecuencia se ha trazado de aquel protagonista de su tiempo y de sus
circunstancias que fue José Napoleón Bonaparte, republicano durante la Revolución
francesa, rey de Nápoles y de España, ex rey, quien finalmente exiliado en Estados
Unidos, terminó siendo consciente de las ventajas de ser ciudadano en una república
verdaderamente democrática.
Al hablar de los principales protagonistas, Vicens se refirió en particular a los
personajes que «[…] se hincan en el centro de las teorías más profundas sobre el ser y
el devenir de una formación política o cultural». Uno de estos personajes,
protagonista fundamental de 1492, fue, en efecto, Fernando II de Aragón, el Rey
Católico. De la misma manera que otro va a ser el rey José, el Intruso, protagonista
fundamental de 1808, momento a partir del cual comienza la era contemporánea en el
caso de España.
Para abordar el estudio de uno de estos «principales protagonistas», el gran
historiador catalán, uno de los más grandes historiadores de España, exigía una serie
de requisitos no fáciles de llevar a cabo. «[…] No sólo es imprescindible —decía—
una absoluta fidelidad a las distintas peripecias vitales del héroe en cuestión, de modo
que poseamos sobre el mismo una reconstitución exacta y positiva de su trayectoria
biográfica, sino que se presenta como necesaria una cosecha completa de datos que
nos ilustren sobre la plataforma y el escenario histórico en que se desarrolló su obra o
matizó su actuación. Porque cada sujeto histórico no es únicamente su personalidad
más su circunstancia exterior, sino esa misma circunstancia inserta en la intimidad de
su ser, con el cortejo de intereses morales y materiales que le convierten en una
molécula de la vida social a que pertenece y le vinculan indisolublemente a la
articulación mental y económica de su Edad».
Todos estos presupuestos los ha tenido presentes el autor, amigo lector, al
emprender este libro sobre José Bonaparte. Otra cosa es que los haya sabido llevar a
cabo. No ha habido detalle de su investigación que el autor haya despreciado si por sí
mismo es revelador del protagonista de esta historia y de su mundo, en Córcega, en
Francia, en Italia, en cualquier otro país de Europa con el que se relaciona, aparte de
con España y América, donde al final vivió tantos años.
Ningún detalle se ha despreciado siempre y cuando enriquezca el panorama del
mundo en que aquel «principal protagonista» vivió. Porque los acontecimientos de la

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vida de una persona y de su mundo, por livianos que parezcan, enriquecen las
coordenadas fundamentales que constituyen la historia de un pasado determinado.
Al estudiar un rey tan «importante» en la historia de España como fue el Rey
Católico, Vicens —cuyo libro fue publicado póstumamente en 1962— se extrañaba
de que los estudios consagrados a su vida y reinado no hubieran alcanzado la
«madurez necesaria» que podría suponerse. Pues, en su opinión, a pesar de la
reiterada dedicación de los historiadores españoles y extranjeros a su figura, «nos
hallamos ahora poco menos adelantados que cuando el analista aragonés Jerónimo
Zurita, a finales del siglo XVI, trazó por vez primera las líneas generales de su
actuación política».
La historiografía española se ha enriquecido extraordinariamente en el último
medio siglo. Posiblemente, el conocimiento de este rey «importante» de la historia de
España ha cambiado de forma sustancial. Pero no puede decirse lo mismo en el caso
de José Bonaparte, rey, además, considerado como poco «importante» de nuestra
historia. Hasta el punto de que algunos historiadores, para quienes el personaje
prácticamente no existe, como intruso que fue, han considerado su reinado al margen
de la propia Guerra de la Independencia, como si realmente no hubiese existido.
En el caso de Fernando II, una vez trazado «el cuadro total y definido de sus
posibilidades como ser humano, situado, por el destino, en lugar a propósito para
recoger los signos de su tiempo», Vicens señaló que «lo importante y significativo
[era] saber hasta qué punto se inclinó el rey Católico ante las circunstancias en que
desarrolló su misión de gobernante y hasta qué punto fue un innovador en la acción
política, económica y social española». Al amigo lector quiere decirle igualmente el
autor de este libro sobre el Rey Intruso que esto es lo que éste a su vez ha pretendido,
tomando conciencia de lo que en realidad debe ser importante y significativo.
Al escribir un libro sobre José Bonaparte como el que el lector tiene en sus
manos, el autor se ha visto en la misma tesitura que el autor de la biografía del rey
Católico, que confesaba la necesidad de «rodearse de medios antisépticos, que
esterilicen, desde el comienzo de su estudio, los gérmenes de error y tergiversación
contenidos en las mismas prístinas narraciones que se ocuparon de la vida y hechos
del rey Católico». Era preciso —recomendaba el historiador— refugiarse en el dato y
en la fecha, e incluso dudar de ellos, si no estaban respaldados por una seguridad
evidente procurada por otros documentos. Nada de Weltanschaung o de Weltpolitik;
lo importante es la realidad de cada día vivida de acuerdo con las exigencias
inmediatas de su mundo, desde el bajo pueblo a la realeza.
Lo mismo, también, que el gran historiador del rey Católico, la actitud personal
del autor de este libro sobre José Bonaparte ha querido ser igualmente
«intrascendente». A pesar de que, como es lógico, una larga convivencia con el
personaje y su mundo haya despertado equivalentemente en nuestro espíritu cierto
sentimiento de camaradería. Y si en los primeros pasos dados el autor pudo
experimentar cierta metamorfosis por obra de su biografiado, ahora puede decir, igual

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que el historiador del rey Católico, que «no le arredra ni el comentario acerbo, si es
merecido, ni el justo aplauso ante la resolución exacta y el gallardo gesto».
Al autor de este libro sobre José Bonaparte sólo le resta decir que ha tratado de
ser imparcial en la historia que cuenta y en el modo de contarla. En modo alguno ha
tratado de presentar la cara amable de un personaje tan maltratado, de quien ha
llegado a decirse que cuidó su propia leyenda de forma continua, llegando a lanzar
bulos para fomentarla…Finalmente, tampoco ha querido convertir al protagonista de
su historia en símbolo y bandera de cualquier designio, ni en blanco de aceradas
diatribas del bando opuesto. Ha venido a nosotros desde la lejanía de los tiempos y se
ha convertido en compañero de nuestras investigaciones. Esto es todo.

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ABREVIATURAS

AGI Archivo General de Indias


AGS Archivo General de Simancas
AH Archivo Hispalense
AHN Archivo Histórico Nacional
AHNRF Annales Historiques de la Rèvolution Française
AMAE Archives du Ministre des Affaires Étrangeres de Francia
AMS Archivo Municipal de Sevilla
ANF Archives Nationales de Francia
ARP Archivo Real Palacio, Madrid
BH Bulletin Hispanique
BIF Bibliochéque de l'lnstitut de France
BL British Library
BNM Biblioteca Nacional de Madrid
BRAH Boletín Real Academia de la Historia
CCN Cenfidential Correspondence of Napoleón
CdN Correspondance de Napoleón
DHE Diccionario Historia de España (Rev. Occidente)
DN Diccionnaire Napoléon
DRF Diccionario de La Revolución Francesa (F. Futet)
EM LA ESPAÑA Moderna
H Hispania
HDRF Historia y Diccionario de la Revolución Francesa
MDRJ Mémoires du roi Joseph
NRS Nuova Rivista Storica
PRO Public Record Office
QS Quaderni Storici
RABM Revista Archivos Bibliotecas y Museos
REN Reveu des Études Napoleonniennes
RH Reveu Historique
RHM Revista Historia Militar
RISN Rivista Italiana di Studi Napoleonici
RN Revue Napoleonnienne
S Storica
SHMM Servicio Histórico Militar de Madrid
WD Wellington’s Dispatches

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FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

La personalidad de José Bonaparte es tan rica en su aventura humana y política que


ha dejado honda huella desde el punto de vista heurístico y bibliográfico.
Incardinado, además, en la era napoleónica, el personaje —que es la segunda figura
del Imperio, después de Napoleón— está presente en todos y en cada uno de los
países con que tuvo relación desde Córcega, donde nació, hasta Florencia, donde
lanzó su último suspiro. Es una figura universal, que deja rastro en la prensa, en los
archivos de Estado, en los archivos privados y en los archivos locales de medio
mundo.
De José Bonaparte se encuentra documentación inédita en los Archivos Reales de
Suecia (dado el encumbramiento al trono real sueco de su cuñada Desirée, mujer del
mariscal napoleónico Bernadotte), en innumerables archivos de Francia, de Italia o de
España. De la misma manera que se encuentran materiales en instituciones o
fundaciones privadas como los Fondos Wellington, del Instituto de Francia, o la
Fundación Primoli, de Roma. Por no hablar de los archivos particulares del duque de
la Albufera, de los barones de Beauverger o el de los herederos de Gabriel Girod de
l'Ain. Aparte de otras colecciones o depósitos indicados en su lugar correspondiente.
Así, la universidad americana de Yale, por ejemplo, conserva en seis volúmenes los
diarios de quien fue su valet de chambre, Luis Mailliard, personaje fundamental del
entorno de José desde 1815 hasta su muerte en 1844.
Fundamental en el estudio de José son, naturalmente, las Mémoires da roi Joseph,
publicadas en diez volúmenes entre 1853 y 1857, por Du Casse, que dio a la luz, a su
vez, otras obras como las Memorias del Príncipe Eugenio o Les rois fréres de
Napoléon. Como compilador de la obra de José, el trabajo de Du Casse fue
considerable. También estuvo detrás de los recuerdos de tres personajes muy
próximos a José —Roederer, Girardin y Miot de Mélito— o de algunos de sus
edecanes —Bigarré y Clermont-Tonnerre—. Otros trabajos de recopilación epistolar
sobre José son fundamentales: Lettres inédites ou éparses de Joseph Bonaparte a
Naples, seleccionadas por Jacques Rambaud en 1911, o las Lettres d'exil de Joseph
Bonaparte, comentadas por Hector Fleischmann, con motivo del primer centenario,
en 1912.
En toda la inmensa memorialística napoleónica José deja profunda huella,
empezando por la correspondencia de Napoleón. Muy útil, precisamente, es la
edición inglesa, en dos volúmenes, de The Confidential Correspondence of Napoleón
Bonaparte with his brother Joseph, sometimes king of Spain, selected and translated,
with explanatory notes, from the «Memoires du roi Joseph», D. Appleton and
Company, Nueva York, 1856, 2 vols. Pero, igualmente, todos los personajes
próximos a José que publicaron sus recuerdos en una época en que publicar memorias

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se convirtió en Francia en una obsesión compartida por el público lector ansioso de
conocer aquella era heroica, dan noticias jugosas. La lista es larga, y la hemos dejado
consignada convenientemente a pie de página. Tales son los casos de las memorias de
Luciano Bonaparte, la duquesa de Abrantes, Les Cases, el embajador Laforest, la
reina Hortensia, el general Bigarré, el mariscal Jourdan, el general Hugo, el general
Savary o Talleyrand.
Como introducción al mundo napoleónico y a la figura central del emperador, el
lector puede encontrar en mi libro Napoleón. De ciudadano a emperador (Sílex,
Madrid, 2005) una guía útil y reciente. De la misma manera que para los asuntos
relacionados con España, puede ser de ayuda para el lector mi Napoleón. La aventura
de España, Sílex, Madrid, 2004.
La maraña de la documentación sobre la era napoleónica es tan amplia que
diversas obras desbrozan el camino. Tal es el caso del Dictionnaire Napoléon (París,
1987, primera edición), publicado bajo la dirección de Jean Tulard; o el de David
G. Chandler, Dictionary of the Napoleonic Wars (Londres y Melbourne, 1979).
También es útil The Longman Companion to Napoleonic Europe, de Clive Emsley
(Londres-Melbourne, 1993). La historiografía napoleónica es ilimitada, pero hay que
tener en cuenta que, en sus líneas maestras, o ha marginado o ha empequeñecido la
figura de José en beneficio de la del emperador.
Los libros dedicados a la familia Bonaparte son numerosos, y fundamentales para
el conocimiento de José. Tal es el caso de The Napoleón Dinasty or the History of the
Bonaparte Family, an entirely new work, publicado en Nueva York en 1853 (con el
libro V dedicado enteramente a José, pp. 281-395), o el del general Ricard, Autour
des Bonaparte (1891). Aparte de la obra del historiador napoleónico Frédéric
Masson, Napoléon et sa famille, publicada en trece volúmenes entre 1905 y 1919.
Otros títulos son: Les Bonaparte en Suisse, de Eugéne de Budé (1905); Désirée
Clary, de Gabriel Girod de L'Ain (1959), o Bernadotte et Désirée Clary, de Francoise
Kermina (1991).
Como las referencias a fuentes primarias y secundarias aparecen citadas a pie de
página la primera vez que se hace mención de ellas, para cuestiones de orientación
bibliográfica hay varias obras fundamentales, como la ofrecida por Jack A. Meyer,
An Annotated Bibliography of the Napoleonic Era. Recent Publications, 1945-1985
(Nueva York, 1987). O el libro reciente de Natalie Petiteau, Napoléon. De la
mythlogie a l'histoire (Editions du Seuil, París, 2004).
En el caso de José Bonaparte, una obra de referencia fundamental es el inventario
de sus papeles y documentos (con fuentes manuscritas e impresas) trazado por
Chantal de Tourtier-Bonazzi, Archives de Joseph Bonaparte, roi de Naples, puis
d'Espagne (prólogo de Jean Favier), Archives Nationales, París, 1982. En vísperas
del bicentenario de la Guerra de la Independencia, muchos y variados son los
estudios que han comenzado a aparecer. Un ejemplo de ello es el excelente libro de
Ricardo García Cárcel, El sueño de la nación indomable, Planeta, Barcelona, 2007.

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En Italia tanto José como su familia han ejercido una fuerte atracción. De gran
interés para su época fue la voluminosa tesis de Jacques Rambaud, Naples sous
Joseph Bonaparte, 1911. Así como los libros posteriores de Diego Angeli,
I Bonaparte a Roma (1938), o Andrea Corsini, I Bonaparte a Firenze (1961).
También Charles Roux, Rome, asile des Bonaparte, 1952.
Sobre la estancia de José en América son fundamentales tanto el libro de George
Bertin, Joseph Bonaparte en Amérique (1893), como las Lettres d'exil de Joseph
Bonaparte, comentadas por Héctor Fleischmann en 1912.
Para el marco histórico general de la Guerra de la Independencia española, donde
se inscribe la vida y el reinado de José Bonaparte, es de gran utilidad Francisco
Miranda Rubio (coord.), Fuentes documentales para el estudio de la Guerra de la
Independencia, Ediciones Eunate, Pamplona, 2002. En él, reconocidos especialistas
en la época como Jean-René Aymes, Gérard Dufour, Charles J. Esdaile, Alberto Gil
Novales, Vittorio Scotti Douglas o Javier Maestrojuán Catalán, entre otros autores, se
ocupan de aspectos documentales fundamentales para el reinado de José Napoleón I.
Desde el punto de vista biográfico, la figura de José ha atraído el interés de los
autores. Las primeras biografías sobre el rey proceden de autores españoles. La
primera, propiamente dicha, fue publicada con motivo del primer centenario de la
Guerra de la Independencia, y se debió a Carlos Cambronero, El Rey Intruso. Apuntes
históricos referentes a José Bonaparte y a su gobierno en España, Librería de los
Bibliófilos españoles, Madrid, 1909 (hay edición reciente). Otra es la realizada
posteriormente por el marqués de Villaurrutia en El rey José Napoleón, obra que
incluye otros asuntos. Librería Española y Extranjera, Madrid, 1911. Ambas son muy
elementales.
No son propiamente biográficos los libros de Juan Mercader Riba, José
Bonaparte, rey de España 1808-1813, CSIC, Madrid, 1971; y José Bonaparte, rey de
España 1808-1813. Estructura del Estado español bonapartista, CSIC, Madrid,
1983. Tampoco son una biografía novelada de carácter general las novelas, Yo, el Rey
y Yo, el Intruso, escritas con gran éxito de público por José A. Vallejo-Nágera, con
numerosas ediciones posteriores a 1985 y 1987, respectivamente. De carácter muy
genérico es La vida y la época de José Bonaparte, de Rafael Abella, Planeta,
Barcelona, 1997.
Otras biografías, por orden de aparición son: Bernard Nabonne, Joseph
Bonaparte, le roi philosophe, París, 1949; breve estudio sobre memorias de época y
obras impresas; Owen Connelly, The Gentle Bonaparte; a biography of Joseph,
Napoleon's elder brother, Nueva York, 1968; Gabriel Girod de L'Ain, Joseph
Bonaparte, le roi malgré lui, París, 1970, retrato claro y novedoso con utilización de
correspondencia inédita. La biografía más reciente, que se basa en los libros
precedentes, es la de Michael Ross, The reluctant King Joseph Bonaparte, King of the
Two Sicilies and Spain, Londres 1976. De menor valor es el libro de Michael Glover,

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Legacy of Glory. The Bonaparte kingdom of Spain 1808-1813, Charles Scribner's
Sons, Nueva York, 1971.
En español, la biografía más reciente es la de Claude Martin, José Napoleón I Rey
Intruso de España, Editora Nacional, Madrid, 1969. A pesar de su amplitud, y de
ocuparse solamente del reinado de España, es demasiado plana y superficial. Aunque
muy genérica, sobre la mujer de José es de interés la obra de Juan Balansó Julia
Bonaparte, Mondadori, Barcelona, 2004.

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Manuel Moreno Alonso (Sevilla, España, 1951) es catedrático de Historia
Contemporánea en la Universidad de Sevilla. Historiador de la Guerra de la
Independencia y del mundo napoleónico, se ha interesado particularmente por la obra
de las Cortes de Cádiz y los orígenes del liberalismo histórico español.
Editor de las Cartas de Juan Sintierra. Crítica liberal de las Cortes de Cádiz de José
María Blanco White (1990), ha editado textos y documentos inéditos de Argüelles y
de Quintana, así como el Examen de los delitos de infidelidad a la patria de Félix José
Reinoso (2009) o las Cartas o Lord Holland sobre los sucesos políticos de España en
la segunda época constitucional (2010).
Entre otros libros es autor de La Generación española de 1808 (1989), La forja del
liberalismo en España: los amigos españoles de Lord Holland, 1793-1840 (1997), Las
Cortes de Cádiz (2001), El miedo a la libertad en España (2006), El nacimiento de
una nación (2010), La verdadera historia del asedio napoleónico de Cádiz. Una
historia humana de la guerra de la Independencia (2011) y La Constitución de Cádiz:
una mirada crítica (1812). Recientemente la Universidad de Sevilla ha publicado una
nueva edición de su Sevilla napoleónica, que fue premio de investigación «Ciudad de
Sevilla».
Manuel Moreno Alonso es miembro de la International Napoleonic Society, es hoy
por hoy el primer especialista napoleónico de España, si no del mundo hispánico.

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Notas

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[1] «Ella sola [la posteridad] es el tribunal verdadero, y con el auxilio de la imprenta

es de esperar que no será víctima de escritores a sueldo, de aquellos que tienen prisa
por conseguir la popularidad del momento, que se consigue a menudo en detrimento
de la verdad; porque, al fin y al cabo, si el gran Federico tiene razón al decir que la
victoria depende, en definitiva, del último escudo en nuestras sociedades modernas,
¿no es de temer también que del último escudo dependan la voz y el espíritu
preponderantes que fija y determina la opción de la generación actual?». <<

ebookelo.com - Página 360


[2] José Ortega y Gasset, Antitópicos, en Obras Completas, 1969, vol. XI, p. 152. <<

ebookelo.com - Página 361


[3] Era la idea de Agamenón de Séneca, según la cual, la «Fortuna precipita en su

rueda el destino de los reyes» [Praecipites regnum casus Fortuna rotat]. <<

ebookelo.com - Página 362


[4] Manuel Moreno Alonso, La foja del liberalismo en España. Los amigos políticos

de lord Holland (1793-1840), Congreso de los Diputados, Madrid, 1997, p. 265. <<

ebookelo.com - Página 363


[5] Jean Tulard, Jean-Francois Fayard, Alfred Fierro, HDRF, Cátedra, Madrid, 1989,

p. 767. <<

ebookelo.com - Página 364


[6] Frédéric Masson, Napoleón et sa famille, París, 1897, vol. I, p. 19. <<

ebookelo.com - Página 365


[7] Conde de las Casas, Le Mémorial de Sainte-Héléne, París, Gallimard, 1956, vol. I,

p. 57. <<

ebookelo.com - Página 366


[8] Stendhal, Memorias sobre Napoleón, en Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1988,

vol. III, p. 1. 169. <<

ebookelo.com - Página 367


[9] Memoria justificativa de D. Miguel José de Azanza y D. Gonzalo O'Farrill sobre

los hechos que su conducta política, desde marzo de 1808 hasta abril de 1814, en
Memorias de tiempos de Fernando VII, BAE, Madrid, 1957, vol. I, p. 321. <<

ebookelo.com - Página 368


[10] MDRJ, Perrotin, Libraire-Éditeur, París, 1853, 10 vols, vol. I, p. 364. <<

ebookelo.com - Página 369


[11] Michael Ross, The Reluctant King. Joseph Bonaparte, King of the Two Sicilies

and Spain, Sidgwick & Jackson, Londres, 1976, p. 14. <<

ebookelo.com - Página 370


[12]
Du Casse sería el compilador, por el mismo tiempo, de las Mémoires et
correspondance politique et militaire du prince Eugéne, París, 1858-1860, 10 vols. <<

ebookelo.com - Página 371


[13] Emil Ludwig, Freud, Maten, Barcelona, 1961. «Creí estar soñando —escribió

Ludwig—. Pero como esto hubiese sido peligroso en presencia de Freud, me dominé
y recibí su segunda afirmación con una muda afirmación de cabeza». <<

ebookelo.com - Página 372


[14] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte. A biography of Joseph, Napoleon'elder

brother, Macmillan, Nueva York-Londres, 1968. <<

ebookelo.com - Página 373


[15] Barry E. O'Méara, Napoleon dans l'exil (7 aoút 1815-25 juillet 1818),
presentación, notas e introducción por Paul Ganere, Fondation Napoleón, París, 1993,
vol. I, p. 54. <<

ebookelo.com - Página 374


[16] S. Álvarez Gomero, «Libelos del tiempo de Napoleón», Revue Hispanique, XX-

XIX, 1917, pp. 391-582; XLV, 1919, pp. 274-348; LIX, 1923, pp. 301-358. <<

ebookelo.com - Página 375


[17] Lewis Goldsmith, Histoire secréte du cabinet de Napoleón Buonaparte et de la

cour de Saint-Cloud, Les Marchands de Nouveautés, París, 1814, vol. I, pp. 81 y ss.
<<

ebookelo.com - Página 376


[18]
François-René de Chateaubriand, Memorias de Ultratumba, Acantilado,
Barcelona, 2004, vol. I, p. 1. 134. <<

ebookelo.com - Página 377


[19] A. L. J. Godin, Histoire de Buonaparte depuis sa naissance jusqu'á ce tour,

Ménard et Desenne, París, 1816, vol. I, p. 4. <<

ebookelo.com - Página 378


[20] R. McNair Wilson, Mother, J. B. Lippincott, Filadelfia, 1933, p. 251. <<

ebookelo.com - Página 379


[21] Jean Tulard, L'Anti-Napoléon. La légende noire de l'empereur, Gallimard, París,

1965, pp. 90 y ss. <<

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[22] Bernard Manager, Les Napoleón du peuple, Aubier, Collection Historique, París,

1988. <<

ebookelo.com - Página 381


[23] MDRJ, op. cit., vol. I, pp. 117-118. La carta, fechada en Pointe Breeze el 1 de

agosto de 1824, la firma José como «conde de Survilliers». <<

ebookelo.com - Página 382


[24] Barry E. O'Meara, Napoleón dans ed. de Londres, 1822, p. 416. <<

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[25] Jean Tulard, Nouvelle Bibliographie critique des mémoires sur le Consulat et

l'empire écrits ou traduits en francais, ÉPHÉ, Hautes Etudes, n 67, Ginebra, 1991,
312 págs. <<

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[26] Natahe Petiteau, Napoleón, de la mythologie á l'histoire, Éditions du Seuil, París,

2004. <<

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[27] Juicios de Napoleón sobre sus contemporáneos y sobre él mismo. Obra
compuesta de los únicos documentos auténticos publicados después del cautiverio de
este gran hombre, Imprenta Argentina, Buenos Aires, 1828, pp. 7-8. <<

ebookelo.com - Página 386


[28] Su autor no sería otro que Abel Hugo, el hermano mayor de Victor Hugo. Ambos

eran hijos de uno de los generales del ejército de ocupación de España, Sigisbert
Hugo. Abel sintió una especial devoción por José Bonaparte. <<

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[29] Joseph Napoleón, jugé par ses contemporaines, Seconde Edition, Levavasseur

Libraire, París, 1833. <<

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[30] Biographical Sketch of Joseph Napoleon Bonaparte, Count de Survilliers. Second

Edition, James Ridgway, Londres, p. 97. La edición inglesa tiene un total de 116
páginas, mientras que la francesa cuenta con 52. <<

ebookelo.com - Página 389


[31] Napoleón compuso una obra sobre la historia política, civil y militar de Córcega

que, según algunos de sus biógrafos, «hubiera podido formar dos volúmenes», pero
que, al dejar Auxonne, no pudo publicar (Stendhal, Memorias sobre Napoleón, op.
cit. vol. III, p. 1. 177). <<

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[32] Pierre Morel, La Corse, Arthaud, París, 1951. <<

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[33] AMS, Sección XIX, t. XII. P. Diego de Tienda, Diario de la navegación de los

jesuitas de la provincia de Andalucía desde el Puerto de Santa María y Málaga hasta


Civitavecchia. Cfr. José A. Ferrer Benimeli, «Córcega vista por los jesuitas andaluces
expulsos», en Homenaje a Francisco Aguilar Piñal. El Siglo que llaman Ilustrado.
CSIC, Madrid, 1996, pp. 359-368. <<

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[34]
AMS, Sección XIX, t. XII, P. Marcos Cano, Viaje de los últimos jesuitas
andaluces y descripción de Ajaccio, n'. 44, pp. 116-123. <<

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[35] Gabriel Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte. Le roi malgré lui, Perrin, París, 1970,

p. 16. <<

ebookelo.com - Página 394


[36] G. P. Anderson, Pascal Paoli, an inspiration to the Sons of Liberty, Publications of

the Colonial Society of Massachusetts, Boston, 1925. <<

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[37] Carta de M. Bonaparte a M. Mateo Buttafuoco, escrita durante su estancia en la

guarnición de Auxonne, en 1790, y que enviada a Córcega causó un «golpe terrible»


a la popularidad de Buttafuoco. Según su impresor, Joly, la imprimió a su costa,
haciendo cien ejemplares. <<

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[38] Rousseau, El contrato social o Principios de derecho político. Estudio preliminar

y traducción de María José Villaverde, Tecnos, Madrid, 1988, p. 51. <<

ebookelo.com - Página 397


[39] E. Dépréz, «Les origines républicaines de Bonaparte», Revue Historique, XCVII,

1908, pp. 316-336. <<

ebookelo.com - Página 398


[40] Rousseau, Proyecto de Constitución para Córcega. Estudio preliminar y
traducción de Antonio Hermosa Andújar, Tecnos, Madrid, 1988, pp. 3-49. <<

ebookelo.com - Página 399


[41] L. Madelin, La jeunesse de Bonaparte, Hachette, París, 1937, pp. 30-31. <<

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[42] Al no existir la partida original de bautismo, los genealogistas de la familia

reconocen que el nombre de Nabolion aparece también escrito como «Nabuhone», e


incluso como «Joseph-Nabulion». Th. lung, Luden Bonaparte et ses mémoires, París,
1882, vol. I, p. 447. <<

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[43]
François-René de Chateaubriand, De Buonaparte et des Bourbons, edición
presentada por Olivier Pozzo di Borgo, París, 1966, pp. 61 y ss. <<

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[44] Cfr. Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte. Le roi philosophe, Hachette, París,

1949, p. 11. La cuestión se complica desde el momento que José, Napoleón e incluso
Luciano pretendieron, al casarse, haber nacido todos en Ajaccio, el mismo año de
1768. <<

ebookelo.com - Página 403


[45]
Cfr. Walter Geer, Napoleon and his family: the Story of a Corsican Clan,
Brentano's, NuevaYork, 1927-1929. <<

ebookelo.com - Página 404


[46] Cfr. Louis de Villefosse y Janine Bouissounouse, L'Opposition á Napoleón, París,

1969, pp. 16-17. <<

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[47] La fecha de esta carta es controvertida. Unas líneas añadidas de Luciano son del

15 julio de 1784. Publicada in extenso por vez primera según el original por el barón
Du Casse en su Supplément á la correspondance de Napoleón I (p. 50), fue utilizada
por Frédéric Masson (Napoleón inconnu, vol. I, pp. 79-81), y otros biógrafos como
lung, Nabonne y Giros de L'Ain. <<

ebookelo.com - Página 406


[48] Se ha conservado una carta, fechada el 29 de mayo de 1786, en la que José, como

jefe de familia, escribe a su hermana Elisa, entonces en Saint Cyr, transmitiéndole las
recomendaciones del viejo archidiácono («atormentado por su gota») y las de la
madre sobre sus «deberes de religión». Citada en G. Girod de L'Ain, p. 31. <<

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[49] Monica Stirling, Leticia Bonaparte, Vergara, Barcelona, 1963, p. 19. <<

ebookelo.com - Página 408


[50] Carlos Bonaparte llegó a plantear un pleito contra María Pozzo di Borgo, por

haber vaciado deliberadamente un cubo de agua sucia sobre su cabeza desde una
ventana del piso superior. Cfr. J. M. P. Mc Erlean, Napoleon and Pozzo di Borgo in
Corsica 1764-1821, Edwin Mellen Press, Lansiter, 1996. <<

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[51] Según aclaración de Du Casse, esta correspondencia se perdió. Las cartas de

Napoleón a José, en el naufragio de una barcaza que llevaba sus efectos; y las de
José, cuando los caballos y efectos de Napoleón fueron apresados en la Vendée. <<

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[52] M. Moreno Alonso, Napoleón. De ciudadano a emperador, Sílex, Madrid, 2005,

p. 63. <<

ebookelo.com - Página 411


[53] Salicetti, el gran amigo de los hermanos Bonaparte, publicó en noviembre de

1790 su Réponse de M. Salicetti, député de Corse, aux libelles et aux délations de M.


Buttafuoco, Imprimerie Nationale, París, 1790. <<

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[54] Esta popularidad se debió en buena medida a la publicación en 1768, a través de

los hermanos Foulis, de Glasgow, de la famosa obra de Boswell, autor de la vida del
doctor Johnson, Account of Corsica, Journal of a Tour to that Island, and Memoirs of
Pascal Paoli, ed. de Cambridge University Press, 1929, pp. 37 y ss. <<

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[55] A. Arrigí, Histoire de Pascal Paoli, ou la derniére guerre de l'independence (1755-

1807), S. L., 1843. <<

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[56] Jean Defranceschi, Paoli et les fréres Bonaparte, S. L., 1971. <<

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[57] Los detractores de los Bonaparte dirán que éstos se inclinaron por la patria
italiana y detestaron a los franceses hasta la creación del Imperio. Las pruebas de ello
estaban en los escritos de juventud de los dos hermanos mayores. Chateaubriand dirá
que Napoleón, concretamente, sólo hablaba de él, de su imperio, de sus soldados,
pero «casi nunca de los franceses» (François-René de Chateaubriand, Memorias de
Ultratumba, op. cit., vol. I, p. 897). <<

ebookelo.com - Página 416


[58] Según el Memorial de Sainte-Héléne, op. cit., vol. I, p. 69, Napoleón, en los

tiempos de su poder, se negó constantemente a cualquier tipo de trabajo o incluso de


conversación sobre este tenía. Tenía muy claro que su nobleza tenía origen en el
Dieciocho de Brumario. <<

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[59] Genealogista de la familia fue también Napoleón Luis Bonaparte, sobrino de

Napoleón, e hijo del rey de Holanda, hermano de Napoleón III, muerto en la


insurrección de la Romaña tras la Revolución de 1830. <<

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[60] Las escasas referencias genealógicas dadas por José no coinciden con las del

Memorial de Santa Helena, donde se dice, por ejemplo, que la madre del papa
Nicolás V o de Pablo IV de Sarzane, era una Bonaparte. <<

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[61] Ibíd., vol. I, p. 69. Chateaubriand parece tener mayor conocimiento de este asunto

que Napoleón, que atribuía, equivocadamente, a un tal Nicolás Buonaparte la autoría


de esta obra, que se encontraba «en todas las bibliotecas» en vez de Santiago. La
obra, a su vez, iba precedida de una historia de la casa Buonaparte, impresa hacía
cuarenta o cincuenta años, y compuesta por un profesor de la Universidad de París.
<<

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[62] En 1745, su abuelo materno, Gian Girolamo Ramolino, capitán de la guarnición

de Ajaccio, se casó con Angela Maria di Pietra Santa, muchacha perteneciente a una
antigua familia corsa, y que había nacido en Bocognano, pueblo montañés abundante
en bandidos, vendettas y castaños gigantescos. <<

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[63]
Las referencias a todas estas cuestiones son muy amplias en la bibliografía
napoleónica. Especialmente, en Frédéric Masson, Napoleón et sa familla, Albin
Michel, París, 1930, 13 vols. <<

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[64] B. Nabonne, Joseph Bonaparte. Le roi philosophe, op. cit., p. 25. Cuando en su

casa tiene que ejercer de padre, esgrimirá las mismas razones ante el abate miel,
director del seminario, para presentarle a su hermano Luciano, que ha dejado la
escuela militar de Brienne porque «se inclina más por el estado eclesiástico». <<

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[65] El historiador napoleónico Frédéric Masson puso en duda, con argumentos
discutibles, que José hubiera podido presentarse ante el cardenal Lomenie de Brienne
o el gran duque Leopoldo. Tan sólo tuvo en cuenta, interpretando rigurosamente sus
Memorias, el primer viaje del joven Bonaparte a Italia. <<

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[66] En sus Memorias (vol. I, p. 34), José presenta a Lomenie como «cardenal», pero

entonces no lo era todavía. Desde luego era ya un personaje muy destacado como
arzobispo de Toulouse y miembro de la Academia. Su importancia se acrecentaría
poco después, en los inicios de la Revolución. Nombrado cardenal en diciembre de
1788, llegó a prestar juramento a la Constitución civil del clero, y se convirtió en
obispo constitucional. Sin embargo no escapó a la venganza revolucionaria. <<

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[67] Según las investigaciones de Frédéric Masson, en los archivos de la universidad

no hay constancia del menor «certificado de frecuencia», de lo que se deduce que


José debió de ser como su padre dottorato forestiere (doctor extranjero), Napoleón
inconnu, op. cit., vol. I, p. 203. <<

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[68] De este momento se conservan once cartas que, entre el 21 de abril y el 14 de

agosto de 1789, escribió José al notario Vivaldi, de Sarzane, sobre asuntos


genealógicos de su familia, que, según él, come é certissimo, procedían de Florencia.
Las cartas no aluden para nada a la agitación revolucionaria, aunque demuestran por
parte de José un talento negociante con el notario fuera de lo común. Las cartas
fueron publicadas por Alberto Lumbroso y Giovanni Sforza, Miscellanea
Napoleonnica (1899), pp. 250 y ss. <<

ebookelo.com - Página 427


[69] Para una bella descripción de Ajaccio: J. B. Marcaggi, La genése de Napoleón. Sa

formation intellectuelle et moral jusqu'au siége de Toulon, Perrin, París, 1902, p. 34.
<<

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[70] R. Emanuelli, La vie de Pascal Paoli, Ajaccio, 1976. <<

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[71] HDRF, p. 627. <<

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[72] Una estadística publicada por la Asamblea Nacional el 27 de mayo de 1791

calculaba el número de ciudadanos activos en 4. 298. 360, o sea el 15, 6 por ciento de
la población total del país; y en torno a un 61 por ciento de la población masculina.
<<

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[73] José Ortega y Gasset, «Mirabeau o el política» (1927), en Obras Completas, ed.

Revista de Occidente, 1966, vol. III, pp. 603 y ss. Según Ortega, «más clarividente
que los historiadores de un siglo después, [Mirabeau] no se dejó engañar por las
quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio,
enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causas de la revolución». Según el autor,
«Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho»,
una realidad que Mirabeau percibió «con toda evidencia». <<

ebookelo.com - Página 432


[74] MDRJ, vol. I, p. 47. En 1824, desde Pointe Breeze, José se apresuró a escribirle al

conde de Las Cases sobre varias inexactitudes como ésta existente en el Memorial.
<<

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[75] MDRJ, vol. I, p. 117. Tampoco era exacta, según José, la pintura que hacía el

Memorial de la muerte de su padre en Montpellier, con la presencia allí del futuro


cardenal Fesch, los doctores Sabatier y La Mure y Madame de Permont. <<

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[76] Junto con Salicetti, los otros comisarios fueron Delcher y Lacombe Saint Michel.

Llegaron a la isla en abril de 1793, y tuvieron una entrevista amigable con Paoli.
Pero, al publicar el decreto de la Convención, que le daba todos los poderes, provocó
la insurrección. <<

ebookelo.com - Página 435


[77] E Etorri, Pascal Paoli modéle du jeune Bonaparte, en Problémes d'histoire de la

Corse (de l'Ancien Régime á 1815). Actes du Colloque d'Ajaccio (29 octubre 1969),
Societé des Etudes Robespierristes, París, 1971, pp. 89-99. <<

ebookelo.com - Página 436


[78] Muchos años después, un fervoroso bonapartista como Stendhal, después de la

experiencia del 89, todavía mantenía que «aunque cayéramos bajo el peor de los
reyes, bajo un Fernando VII de España por ejemplo, yo le preferiría a los
republicanos en el poder» (Stendhal, Obras Completas, op. cit., vol. IV, p. 529). <<

ebookelo.com - Página 437


[79] Durante el tiempo de refugio en el pueblo de Calvi, que era profrancés, la
solidaridad del clan funcionó perfectamente. Los refugiados encontraron gran número
de parientes y amigos. La madre y la hija pequeña fueron acogidas por los Giubega
(familia del padrino de Napoleón). El abate Fesch y los Paraviccini se ocuparon de
los demás. José abandonó Bastia para unirse a su madre y hermanos. <<

ebookelo.com - Página 438


[80] Criscuolo, «L'idée de la République chez les jacobins italiens», Annales
historiques de la Révolution Francaise, 1994, p. 279. <<

ebookelo.com - Página 439


[81] L. Guerci, Istruire nelle veritá repubblicaine. La letteratura politica per il popolo

nell'Italia in rivoluzione (1796-1799), 11 Mulino, Bolonia, 1999. <<

ebookelo.com - Página 440


[82] M. A. Galdi, Necessitá di stabilire una repúbblica in Italia, a cura di. Cecchetti,

Salerno Editrice, Ronza, 1994, pp. 101 y ss. <<

ebookelo.com - Página 441


[83] La corriente republicana se advierte alrededor de los clubs más radicales, como el

de los «cordeliers». Los historiadores de la Revolución han considerado a François


Robert como el verdadero jefe de un partido republicano desde que en diciembre de
1790 publicó su Republicanisme adapté á la France, donde hacía un duro ataque al
carácter inviolable y sagrado de la persona del rey. Para él, «cualquier otra institución
distinta al republicanismo era un crimen». <<

ebookelo.com - Página 442


[84] De 12 de julio de 1791, es el texto de Condorcet, De la République, ou un roi est-

il nécessaire á la conservation de la liberté, donde refutaba, punto por punto, los


argumentos clásicos de los «amigos de la realeza». <<

ebookelo.com - Página 443


[85] Pierre Nora (dir.), Les Lieux de mémoire, vol. I, La République, Gallimard, París,

1984. <<

ebookelo.com - Página 444


[86] Claude Nicolet, L'idée republicaine en France, Gallimard, París, 1982, pp. 37 y

ss. <<

ebookelo.com - Página 445


[87] Benjamín Constant y Germaine de Staël, con sus obras escritas entre 1796 y

1798, son los defensores del régimen del año III. Amigos los dos de José Bonaparte,
ambos eran republicanos termidorianos, vinculados a los principios de 1789, hostiles
al retorno de los Borbones y de la aristocracia. Y, por supuesto, plenamente
conscientes del hecho de que el Terror y la guillotina han alejado a la opinión pública
de la República. <<

ebookelo.com - Página 446


[88]
Denis Woronoff, Nueva historia de la Revolución francesa. La República
burguesa. De termidor a brumario, 1794-1799, Crítica, Barcelona 1981. B. Constant,
en carta a Madame Nassau decía el 6 de prairial del año III: «Queremos el orden, la
paz y la república, y los tendremos» (p. 11). <<

ebookelo.com - Página 447


[89] Jean-Paul Bertaud, La Révolution armée. Les soldates-citoyens et la Révolution

Françoise, R. Laffont, París, 1979. <<

ebookelo.com - Página 448


[90] A. Aulard, Bonaparte républicain, en Études et lelons sur la Revolution française,

Alcan, París, 1924, pp. 71-92. <<

ebookelo.com - Página 449


[91]
AGI, Estado, leg. 84, n. 1. En junio de 1799 arribaban a los puertos de
Montevideo y Buenos Aires dos fragatas corsarias francesas con varias presas. Sus
nombres no podían ser más representativos: La republicana, y La gran bonaparte. <<

ebookelo.com - Página 450


[92] Marc Bouloiseau, La República jacobina (10 agosto 1792-Nueve de Termidor

año II), Ariel, Barcelona, 1980, p. 72. <<

ebookelo.com - Página 451


[93] A. De Francesco, «Aux origines du movement démocratique italien: quelques

perspectives de recherche d'aprés l'exemple de la période révolutionnaire 1796-


1801», Annales historiques de la Révolution Française, n. 308, 1997, pp. 333-348. <<

ebookelo.com - Página 452


[94] DN, 379-380. <<

ebookelo.com - Página 453


[95] François Furet, Mona Ozouf, Diccionario de la Revolución francesa, Alianza,

Madrid, 1989, p. 268. <<

ebookelo.com - Página 454


[96] HDRF, 687. <<

ebookelo.com - Página 455


[97]
Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 40. Según este autor, José
confundió probablemente su papel en Tolón con alguno de sus amigos. Porque,
sencillamente, ni fue «jefe de batallón» ni tomó parte en ninguna batalla. El mismo
autor sugiere, en cambio, que José fue nombrado, el 4 de septiembre 1793, comisario
de guerra de primera clase a propuesta de su todopoderoso amigo Salicetti. <<

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[98] HDRF, 780. Gasparin murió de neumonía en noviembre de 1793. Muchos años

después, Napoleón seguía recordándole. Y, a pesar de la distancia de la fecha de su


muerte, en su testamento dejó cien mil francos a su descendencia. Al morir, la
Convención decidió el traslado de su corazón al Panteón, pero la medida no se
ejecutó. <<

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[99] DN, 766. Termidoriano, fue con anterioridad diputado por París en la
Convención, donde votó la muerte del rey. Perseguidor de los girondinos, fue uno de
los que reprimió ferozmente los levantamientos de Marsella y Tolón. Enviado al sur a
comienzos del Directorio, sedujo a Paulina Bonaparte sin llegar a obtener su mano
(su correspondencia con ella fue publicada en la Revue rétrospective de 1834). <<

ebookelo.com - Página 458


[100] Marc Bouloiseau, La República Jacobina, op. cit., p. 263. «En otros tiempos —

era la idea del joven Robespierre— nos ocupábamos de los grandes intereses de la
República que hoy se encuentra afectada por miserables disputas entre algunos
individuos». <<

ebookelo.com - Página 459


[101] Le Mémorial, vol. I, p. 101. Se trataba del convencional Turreau, quien, según

algunos, fue asesinado en 1797 por un marido celoso. De su mujer, aquella «antigua y
amable amiga», volvió a saber Napoleón muchos años después, cuando en una
cacería en Versalles se la presentó Berthier. <<

ebookelo.com - Página 460


[102] Jacques Godechot, Les institutions de la France sous la Révolution et l'Empire,

pp. 291 y ss. (Informe del 18 de noviembre de 1793). <<

ebookelo.com - Página 461


[103] HDRF, 173. <<

ebookelo.com - Página 462


[104] Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte, p. 41. Según este autor, José, en calidad de

comisario, estuvo «muy convencido de su papel y de sus convicciones republicanas»,


haciéndose llamar durante algún tiempo «Scevola Bonaparte». Lo mismo que hacía
su hermano Luciano, que firmaba como «Bruto Bonaparte, ciudadano sans-culotte».
<<

ebookelo.com - Página 463


[105] A. Soboul, Les san-culottes parisiens en Van II, p. 656. <<

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[106] HDRF, 196. <<

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[107] Manuel Moreno Alonso, «Un español en París ante la fiesta revolucionaria»,

Critica Storica (1991-1994), Roma, Anno XXVIII, pp. 821-832. <<

ebookelo.com - Página 466


[108] Quizás no esté de menos aludir a este aspecto en la biografía del primer rey

constitucional de España. De la misma manera que también se ha aludido al


robespierrismo del futuro presidente de la II República española, muchos años
después. Juan Francisco Fuentes, «Robespierre y Azaña», en Aprés 89. La
Révolution: modéle ou repoussoir? Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1991,
pp. 271-282. <<

ebookelo.com - Página 467


[109] Jean Tulard, imaginando a Napoleón en París al lado de Robespierre (tal como le

pedía su hermano Augustin), cree que el curso del Nueve de Termidor hubiera sido
otro: «Robespierre vu par Napoleón», Actes du colloque Robespierre, Vienne, 1965,
cit. en HDRF, 206. <<

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[110] Jules Michelet, La Révolution, La Pléiade, París, vol. II, p. 990. <<

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[111] E. Franceschini, «Salicetti et Napoleón», Revue des Études Napoléonanneunnes,

1930, pp. 131-155. Después de su misión en Córcega contra Paoli, el «representante»


corso, participó también en las duras represiones llevadas a cabo en Aviñón, Marsella
y Tolón. Protector de la familia Bonaparte, fue amigo igualmente de Buonarroti y de
Robespierre el joven. En compañía de éste, fue uno de los que redactó la
«proclamación» al pueblo genovés del 10 de germinal del año II. La reacción
termidoriana no le inquietó por que, siendo entonces jefe indiscutible del partido
profrancés en Córcega, su presencia allí era indispensable para la reconquista de la
isla. El Directorio lo nombró el 30 de enero de 1796 «comisario del ejército de
Italia». Desde hacía tiempo quería extender el «sistema francés» a toda Italia. Su
proyecto lo llevaría a cabo Bonaparte. Sin perder nada de su viejo ardor
revolucionario, aquél, que desconfiaba de él, le encargó después varias misiones en
Italia. Y José lo nombró ministro de la Policía en Nápoles, donde actuó como un
verdadero Fouché corso. <<

ebookelo.com - Página 470


[112] M. R. Terrier, La Mére Loge ècossaise de France á l'Orient e Marseille, Marsella,

1950, p. 36. <<

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[113]
Baron Rothschild, Désirée, reine de Suede et de Norvége, París-Estocolmo,
1888, pp. 3-6. Sobre ella escribió una biografía también Gabriel Girod de I: Ain,
Désirée Clary, Hachette, París, 1959. <<

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[114] CdN, vol 1, p. 60. En una carta a José, a propósito de Desirée, Napoleón trasluce

el siguiente sentimiento: La vie est un songe léger qui se dissipe (24 de junio de
1795). <<

ebookelo.com - Página 473


[115] La dote consistía en 50. 000 libras de capital, colocadas a cuenta en la casa

Clary. Se contaba con que, tras la muerte del padre, esta suma se triplicaría ante la
depreciación de los valores. La familia contaba con una casa en la calle Roma, con
dos fincas y, sobre todo, con el almacén paterno repleto de «fardos» de café moka,
cuyo valor se estimaba en un total de 250. 000 libras. <<

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[116] Baron Rothschild, Desirée, reine de Suede et de Norvege, op. cit. pp. 3-6. <<

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[117] Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 53. Del ascenso del «clan» corso

al poder fueron conscientes las autoridades de la República. El ex convencional Du


Pont de Nemours se lo advertía al director Reubell, refiriéndose a Bonaparte y
Salicetti. «¿No sabéis —le decía— que los dos son corsos? Desde hace dos mil años
nadie ha podido contar con ellos. Son variables por naturaleza. Van a lo suyo, y Pitt
puede darles más guineas de lo que vos podéis fabricar». <<

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[118] J Rambaud, La fin de Salicetti, RN, 1910, vol. V, pp. 161-170. Nacido en 1757,

murió en Nápoles el 23 de diciembre de 1809, al salir de un almuerzo en casa del


prefecto de policía Maghella, al que detestaba. Se habló de envenenamiento, pero la
autopsia reveló que había sucumbido a un exceso de cólicos nefríticos. <<

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[119] HDRF, 552. <<

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[120] Aparte de unas Memorias, Souvenirs et Fragments pour servir aux mémoires de

ma vie et de mon temps, Paris, 1906-1911, 2 vols., Sebastiani publicó en París, bajo
el seudónimo de Pompei, un État actuel de la Corse, caractére et moeurs de ses
habitants (1821). <<

ebookelo.com - Página 479


[121] La carta, procedente del archivo del barón de Beauverger, fue publicada in

extenso por G. Girod de L'Ain, op. cit., p. 49. El portador de ella a la prometida fue el
abate Fesch, futuro cardenal y entonces, según el decir de la misma carta, canónigo.
<<

ebookelo.com - Página 480


[122] El acta de matrimonio fue reproducida por A. Jal en su Dictionaire critique de

Biographic et d'Histoire. Plon, París, 1872, p. 905. Y por Th. lung en Bonaparte et
son temps, París, 1880, vol. II, p. 509; y en Lucien Bonaparte et ses Mémoires, op.
cit., p. 476. <<

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[123] G. Girod de L’Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 52. Se conocen los nombres de

los testigos, que fueron dos asesores municipales, el peluquero José Roux, la madre
de la novia y sus hermanas Desirée y Honorina. Mamá Leticia había mandado a su
hijo desde Antibes un afectuoso consentimiento. Napoleón, que estaba en Niza,
tampoco estuvo presente. <<

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[124] El Almanach imperial, de 1806 a 1808, dio la fecha del 24 de septiembre de

1794 para el matrimonio de José y Julia. También corrió la especie de que un


sacerdote no juramentado había bendecido en secreto al matrimonio. <<

ebookelo.com - Página 483


[125] Denis Woronoff, La República burguesa. De termidor a brumario, 1794-1799,

Ariel, Barcelona, 1981. <<

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[126] En 1828, cuando se encontraba refugiado en América, la Revue américaine aireó

la cuestión de las riquezas de José, señalando que se había casado con «una de las
hijas de uno de los más ricos capitalistas de Marsella». Estudiado el inventario de
bienes de la familia Clary, que arroja un total de cerca de 82. 000 libras, es evidente
que la fortuna de su mujer no fue la que se le atribuyó. G. Girod de L'Ain, op. cit., p.
54. <<

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[127] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., pp. 39 y 80. <<

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[128] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 57. Después de haber perdido dos barcos, la expedición

de Martin volvió a Tolón el 19 de marzo. Fue la escuadra anglo-napolitana, mandada


por el almirante Hotham, la que vieron. <<

ebookelo.com - Página 487


[129] CdN, vol. XXIX, p. 52. La jornada del Trece de Vendimiario (5 de octubre de

1795) fue la última de las insurrecciones parisinas de la Revolución. Fue la más


original porque, por primera vez, se trataba de un movimiento contrarrevolucionario
aplastado por Napoleón. El ejército apareció así brutalmente sobre la escena política.
El fracaso de los monárquicos fue completo. Según el propio Napoleón, que deforma
los hechos, hubo 200 muertos y heridos del lado de los insurgentes, y casi otros tantos
del lado de los convencionales. <<

ebookelo.com - Página 488


[130] Jean Tulard, Napoleón ou le mythe du sauver, Fayard, París, 1987, pp. 75 y ss.

<<

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[131] Pronunciamiento militar del 4 de septiembre de 1797 contra los monárquicos.

París se despertó ocupado por la tropa. «Es una desgracia extrema para una nación de
treinta millones de habitantes y en pleno siglo XVIII, sentirse obligada a recurrir a las
bayonetas para salvar la patria», escribió el general Bonaparte a Talleyrand el 19 de
septiembre de 1797. <<

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[132]
Madame de Staël, Diez años de destierro, traducción de M. Azaña, Espasa
Calpe, Madrid, 1919, p. 31. <<

ebookelo.com - Página 491


[133] Thiers en su Histoire de la Révolution, vol. VIII, p. 159, evita pronunciar el

nombre de José, que fue encargado por su hermano de la misión más importante, por
más que en la comisión fueran Junot y Murat. <<

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[134] Ibíd., vol. I, pp. 61-62. Cfr. J. N. D'hombres, Lazare Carnot, Fayard, París, 1997,

pp. 400 y ss. <<

ebookelo.com - Página 493


[135] Ibíd., vol. I, p. 60. Interesante es lo que dice José de su cuñada Josefina, viuda

del general Beauharnais, muerto durante el Terror, después de haber presidido la


Asamblea Constituyente y mandado el ejército del Rin. Pues señala que, con este
casamiento, se desvaneció la esperanza que él y su mujer tuvieron de ver a Desirée,
hermana de ésta, convertida en su esposa. <<

ebookelo.com - Página 494


[136] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 64. José, según nos dice, visitó Corte, la antigua capital

de la isla, donde él nació. Se alojó en la casa donde había nacido. Visitó al viejo
Arrighi, buen amigo de su padre, quien le encomendó a su nieto para que lo llevara
con él al cuartel general del ejército de Italia, donde, efectivamente, fue acogido en el
Estado Mayor. <<

ebookelo.com - Página 495


[137] AMAE, Parma, Correspondencia, vol. 46, ff. 334-367. <<

ebookelo.com - Página 496


[138] Andrés Muriel, Historia de Carlos IV, BAE, Madrid, 1959, vol. II, p. 17. <<

ebookelo.com - Página 497


[139]
Carlos Corona, José Nicolás de Azara. Un embajador español en Roma,
Diputación de Zaragoza, 1949, pp. 190-231. <<

ebookelo.com - Página 498


[140] AHN, Estado, leg. 3908. De Nicolás de Azara a Bernardo de Iriarte, Roma, 10

de agosto 1797. El «malcontento ha llegado a ser tan universal que las gentes, por
plazas y cafés, hablan que era menester hacer una revolución y mudar el gobierno, y
lo decían por plazas y cafés sin la menor reserva». <<

ebookelo.com - Página 499


[141] Rafael Olaechea, El cardenal Lorenzana en Italia, Instituto Fray Bernardino de

Sahagún, León, 1981, pp. 37 y ss. <<

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[142] Andrés Muriel, Historia de Carlos IV, op. cit., vol. I, pp. 300-302. <<

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[143]
John Walsh, «Relaciones entre Iglesia y Estado», en Historia del Mundo
Moderno, Cambridge, IX, Guerra y Paz en tiempos de Revolución 1793-1830,
Sopena, Barcelona, 1971, vol. IX, p. 102. <<

ebookelo.com - Página 502


[144] Según el historiador Denis Richet, estas revueltas a menudo han sido
interpretadas por la historiografía francesa —«que no está exenta de chovinismo»—
como intentos contrarrevolucionarios de tipo vendeano dictados por la clerigalla y los
partidarios del retorno al antiguo sistema. Pero «nada es más falso». Cfr. François
Furet y Mona Ozouf, Diccionario de la Revolución Francesa, op. cit., p. 31. <<

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[145] Carlos Corona, José Nicolás de Azara. Un embajador español en Roma, op. cit.,

p. 258. <<

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[146] Memorias del ilustrado aragonés José Nicolás de Azara, edición y estudio de

Gabriel Sánchez Espinosa, Zaragoza, 2000, p. 244. <<

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[147]
AMAE, Roma (Correspondencia), vol. 926, f. 137-138. José a París, 4
noviembre 1797. <<

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[148] El embajador Azara presenta a la «embajatriz» Bonaparte como una mujer «de

buena religión y de costumbres angelicales», Azara, op. cit., p. 247. <<

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[149] Giuseppe Ceracchi, escultor, había trabajado en Inglaterra haciendo bustos al

estilo romano para mansiones aristocráticas. Después, tras 1789, se convirtió en un


partidario de los ideales revolucionarios, marchando en 1790 a Estados Unidos y
proponiendo al Congreso de Washington un proyecto de monumento a la libertad de
dimensiones colosales, para el Capitolio. Cinceló los bustos de Washington, Franklin
y Hamilton durante su estancia americana. De vuelta a Europa, fue uno de los
guillotinados en enero de 1802 bajo la acusación de planear el atentado contra el
Primer Cónsul, junto con el corso Arena, entre otros. <<

ebookelo.com - Página 508


[150] AHN, Estado, leg. 3310. Azara a Godoy, Roma 25 de enero de 1798. <<

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[151] Cartas del padre Pon al cardenal Despuig, edición y estudio del padre Miguel

Batllori, Mallorca, 1946, p. 210. <<

ebookelo.com - Página 510


[152] AHN, Estado, leg. 3910, Azara a Godoy, 28 de diciembre de 1797. <<

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[153] G. Girod de L’Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 75. El recuerdo de aquella

jornada quedó grabado para siempre en la memoria de Desirée. Al barón Rothschild


le diría ésta cuando era reina de Suecia, que ella nunca se hubiera casado con el
general Duphot, que, además, tenía un hijo natural de tres años. <<

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[154] Luigi Angiolini, que escribió unas Lettere sopra PInghilterra, Firenze, 1790,

protegió los intereses franceses en Roma tras la partida de José Bonaparte.


Posteriormente negoció el matrimonio entre Paulina Bonaparte y el príncipe Camilo
Borghese. <<

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[155] AHN, Estado, leg. 3910, Azara a Godoy, 28 de diciembre de 1797. <<

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[156] José Nicolás de Azara, Memorias, op. cit., p. 253. Según el embajador, «era fácil

adivinar que un Directorio compuesto de fanáticos de ateísmo, que son peores que los
de religión, abrazaría con entusiasmo la ocasión que le presentaba la muerte de aquel
aventurero a quien darían la importancia que convenía a sus miras, para destruir
Roma y aun el Papado si podían». <<

ebookelo.com - Página 515


[157] AHN, Estado, leg. 3910, Azara a Godoy, 10 de marzo de 1798. Inútilmente

reclamó el embajador a los franceses la cantidad de 16. 400 libras de plata robadas de
la iglesia de Santiago, propiedad de España. <<

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[158] AHN, Estado, leg. 3910, Azara a Godoy, 11 de febrero de 1798. <<

ebookelo.com - Página 517


[159] BNM. Mss. 20088/3. Lo que más impresionó al embajador español fue el ultraje

inferido a la persona del Papa, que fue despojado absolutamente de todo, hasta de su
breviario y tabaquera. «La desgracia y desolación de esta ciudad…rompe al
corazón», escribió el 21 de febrero de 1798. <<

ebookelo.com - Página 518


[160] Miot de Mélito, Memoires, París, vol. I, 1858, pp. 202 y ss. <<

ebookelo.com - Página 519


[161] Difícilmente pueden entenderse los gustos literarios de entonces, compartidos

por Napoleón, Chateaubriand o Madame de Staël, sin la influencia ejercida por los
poemas épicos que el escocés Macpherson escribió en 1760 a imitación de un bardo
caledoniano llamado Ossián. El propio Napoleón prefería los cantos de Ossián a las
obras de Homero. De ahí el título de la novela de José, Moira, uno de los personajes
de la saga que, en lengua gaélica, significa «mujer de humor dulce». <<

ebookelo.com - Página 520


[162] Uno de los capítulos de las Memorias de Ultratumba de Chateaubriand se titula

«Del Monte Cenis a Roma», vol. I, pp. 683 y ss. «Aquí se inicia la ascensión al Mont
Cenis y se deja atrás el riachuelo del Arche, que os conduce al pie de la montaña. Del
otro lado del Mont Cenis, el Doria os abre la entrada a Italia. Los ríos no son sólo
grandes caminos andantes, como los llana Pascal, sino que trazan también el camino
a los hombres». <<

ebookelo.com - Página 521


[163] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., p. 31. Según este autor, la

primera vez que fue publicada la novela apareció con el título de Mona, ou la
religieuse de Mont Cenis. Mientras en 1814 fue titulada Mina, ou la villageoise de
Mont-Cenis. <<

ebookelo.com - Página 522


[164] Desde luego, José descubrió el Monte Cenis (el puerto más elevado por el que

pasaban los viajeros de París a Milán), cuando después de la batalla de Lodi, a


principios de julio de 1796, se dirigió al encuentro con su hermano, acompañado de
Josefina. <<

ebookelo.com - Página 523


[165] Cfr. Gérard Dufour, «José I, el rey novelista», en La aventura de la historia, año

IX, n 100, 2006, pp. 216-223. Aunque no se conoce el momento de su redacción, la


primera edición de la novela tuvo lugar, desde luego, entre 1798 y 1799. La novela
conoció otras ediciones. En agosto de 1814, cuando José estaba refugiado en Suiza,
salió en París una segunda edición. La ortografía del apellido —Buonaparte, con esa
«u» con la que los Borbones querían desprestigiar al usurpador y a su familia,
insistiendo en su origen corso— revela con toda evidencia que se trataba de una
edición realizada sin autorización del autor. Una traducción al italiano fue publicada
al año siguiente, en 1815, con omisión del nombre de su autor. Y otra traducción al
inglés apareció en 1816 en Estados Unidos, con la mención de su autor: by Joseph
Bonaparte, King of Spain. Según el decir de Dufour, esta traducción no deja ninguna
duda de que, también en Estados Unidos, el autor no había renunciado a lucirse como
escritor. <<

ebookelo.com - Página 524


[166] Según Dufour, el Journal genéral de la littératuire de la France, en el número de

floreal (abril-mayo de 1799), decía que la novela, «inspirada por alguna musa
italiana, estaba redactada con una pureza y elegancia que encantaban al lector». <<

ebookelo.com - Página 525


[167] En el Dictionnaire des gens de lettre vivants, publicado en París en 1826, se

seguía insistiendo en el «gusto exquisito» que se notaba en la novela. Aun cuando el


dramaturgo Alfred de Musset, años después, en 1834, calificara a la obrita de
«bastante mediocre». En cambio, en sus Memorias sobre Napoleón, editadas en 1851,
el barón Meneval amigo de José y sospechoso de haber participado en la redacción
—según Dufour— se mostró ditirámbico, insistiendo en la delicadeza de los
sentimientos expresados y la hermosura del estilo. <<

ebookelo.com - Página 526


[168] Dufour ha recordado cómo un historiador napoleonista como Frédéric Masson

(Napoleón et sa famille, vol. I, p. 258) se indignó con esta postura. Al considerar que
esta diatriba de José contra la guerra constituía «todo un crimen de lesa majestad»;
siendo la prueba «irrefragable e infamante de la envidia que tenía a su hermano y de
su voluntad de desprestigiarle» (op. cit., p. 220). <<

ebookelo.com - Página 527


[169] Le Mémorial, op. cit., vol. I, p. 978. En Santa Helena, el propio Napoleón

recordará cómo él «chocheaba con Ossián» cuando apadrinó al hijo del general
Bernadotte y de su cuñada Desirée, el 4 de julio de 1799, con el nombre de Oscar. <<

ebookelo.com - Página 528


[170] ANF, 381 AP 11, dossier 3, 7 de diciembre de 1807. <<

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[171]
M. Regaldo, Un milieu intellectuel: la Decade philosophique (1794-1807),
Université, Lille, 1976. <<

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[172] Madame de Staël, Diez años de destierro, op. cit., p. 155. En cierta ocasión, un

senador llegó a decir a Madame de Staël que Napoleón era «el mejor periodista que
había conocido». Con lo que la dama coincidió, si podía llamarse así al «arte de
difamar a los individuos y a los pueblos». <<

ebookelo.com - Página 531


[173] André Cabanis, La presse sous le Consulat et l'Empire (1799-1814), Société des

Etudes Robespierristes, París, 1975, p. 1. «Los diarios parecen complacerse en el


conformismo más estrecho, comulgando en la misma adoración del monarca». <<

ebookelo.com - Página 532


[174] Paul Gautier, Madame de Staël et Napoleón, París, 1921, p. 2. <<

ebookelo.com - Página 533


[175] A pesar de la aparente candidez de la historia de Pablo y Virginia, en la España

patriótica que luchará contra José se puso de manifiesto que, incomodado Saint Pierre
de que la Inquisición de Roma hubiese hecho quemar por mano de verdugo la
conversación que introduce en su novela entre el viejo y Pablo, el autor declaró que
«con este tribunal es preciso usar de represalias, aprobando todo lo que reprueba, y
reprobando todo lo que aprueba…». Cfr. VV. AA, La Guerra de la Pluma. Estudios
sobre la prensa de Cádiz en el tiempo de las Cortes (1810-1814), UCA, Cádiz, 2006,
vol. I, p. 357. <<

ebookelo.com - Página 534


[176] DN, 1449. Abogado (1762-1819), elegido a los Estados Generales. Colaborador

de André Chenier en el Journal de Paris y en el Ami des patriotas. Detenido durante


el Terror, reapareció después de la caída de Robespierre. Colaboró en el golpe de
Estado de Brumario. Fue elegido miembro de la Academia Francesa en 1803. Partió
para Estados Unidos el 28 de agosto de 1815, pero volvió un año después. Su esposa
Laura, pintada por Gérard, era muy hermosa. Fouché quiso desprestigiarla, haciendo
correr el rumor de que había sido amante de José y de Talleyrand, dejando correr una
estampa en la que se le representaba con la leyenda: «¿A quién querrá Laura?». <<

ebookelo.com - Página 535


[177] DN, 1471. Abogado, muy vinculado a Bonaparte, fue uno de los teóricos del

régimen, como «ideólogo» bonapartista. Fue uno de los principales agentes del golpe
de Estado de 1799. Bajo el Imperio se le reprochará ser el «jefe de los filósofos». En
1806, como rey de Nápoles, Napoleón ponía en guardia a su hermano contra él: «Es
un hombre que no tiene tacto, y que no os dará jamás un buen consejo». <<

ebookelo.com - Página 536


[178] DN, 413. Nombrado embajador en Londres en 1792, no pudo evitar la ruptura de

relaciones tras la ejecución del rey. Después fue enviado a Florencia, donde tampoco
pudo obtener el reconocimiento de la República. En 1812 fue nombrado intendente
general de Cataluña. <<

ebookelo.com - Página 537


[179] DN, 124. Escritor, emigrado en Inglaterra después del 10 de agosto. Durante el

Terror, de vuelta a Francia, escribió una tragedia con el título de Cincinnatus ou la


Conspiration de Spurius Melius. Aficionado a viajar, recorrió toda Italia, de Venecia a
Nápoles. Acompañó a Bonaparte en la expedición a Egipto, pero permaneció en
Malta para cuidar a su amigo Regnaud de Jean-d'Angely. Acompañó a Luciano en su
embajada a España. Fue secretario de Universidades, y tuvo un gran ascendiente
sobre los Bonaparte. Vid. Souvenirs d'un sexagélzaire. París, 1833, 4 vols. <<

ebookelo.com - Página 538


[180] DN, 93. Escritor, autor de bellas comedias. Defendió la libertad de prensa. Con

el tiempo llegó a ser bibliotecario del Senado, miembro del Colegio de Francia y de
la Academia. <<

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[181]
DN, 274. Hijo de la famosa marquesa del mismo nombre, fue mariscal,
académico, diputado en los Estados Generales en 1789 y emigrado dos años después.
Bonaparte le permitió regresar en 1800. <<

ebookelo.com - Página 540


[182] DN, 743. Gran maestre de la Universidad, a quien Bonaparte confió,
prefiriéndolo a Fourcroy, el futuro de la Universidad imperial. Emigrado en
Inglaterra, se hizo conocer por su Elogio a Washington. Favoreció a la iglesia en el
sistema de enseñanza. Fue partidario de una formación más humanista que científica
o técnica. <<

ebookelo.com - Página 541


[183] Sergio Moravia, Il Pensiero degli Ideologues. Scienza e filosofía in Francia

(17701 815), Milán, 1974, p. 77. <<

ebookelo.com - Página 542


[184] André Cabanis, «Un idéologue bonapartista: Roederer», en Revue de l'Institut

Napoleón, 1977, pp. 3-19. <<

ebookelo.com - Página 543


[185] G. Gusdorf, La Conscience Révolutionnaire. Les Idéologues, Payot, París, 1978.

<<

ebookelo.com - Página 544


[186] Ghislain de Diesbach, Madame de Staël, Mursis, Milán, p. 246. <<

ebookelo.com - Página 545


[187] Stendhal. Vida de Napoleón, en Obras Completas, vol. III, p. 1. 069. <<

ebookelo.com - Página 546


[188] P. L. Roederer, Mémoires, París, 1942, pp. 206 y ss. <<

ebookelo.com - Página 547


[189] Thibaudeau, Mémoires sur le Consulat. Plon, París, 1913, pp. 454 y ss. <<

ebookelo.com - Página 548


[190] DN, 316. Médico y filósofo, amigo de Mirabeau, que le cuidó en los últimos

momentos de su enfermedad. Estuvo ligado particularmente a filósofos e ideólogos


como Condorcet o Volney. Frecuentó la casa de Madame Helvetius. Nombrado en
1797 profesor de cirugía en la Escuela de París, publicó aquel año Du degré de
certitude en médicine. Estudió la influencia que sobre las ideas podían ejercer las
afecciones morales, el sexo, los temperamentos, las enfermedades, el régimen o el
clima. Apoyó a Napoleón en el golpe de Brumario. Habló al día siguiente en nombre
de «la unidad nacional y la lucha contra las facciones» (particularmente
contrarrevolucionarias). <<

ebookelo.com - Página 549


[191] DN, 313. Diputado de la Convención, votó la muerte del rey (Je dis, avec la loi,

la mort), pero protestó contra el arresto de los girondinos. Hizo gala de su


republicanismo el Dieciocho de Fructidor. Presidió el Consejo de los Quinientos, y
aprobó el golpe de Estado de Brumario. Fue prefecto en Besançon. <<

ebookelo.com - Página 550


[192] ANF, 381 AP 11, dossier 3. Carta de Andrieux, 15 de septiembre de 1807.

Quincenal y mensualmente le enviará libros al rey de Nápoles desde París. <<

ebookelo.com - Página 551


[193] ANF 381 AP 11, dossier 3. Andrieux continuó en relación con José muchos años

después, según carta de O'Farrill a José, del 24 de marzo de 1824. <<

ebookelo.com - Página 552


[194] B. Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 75. <<

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[195] A. Vandal, Avénement de Bonaparte, París, 1906, vol. I, p. 251. Sieyés estaba

comiendo con Moreau en el Palacio de Luxemburgo cuando le llegó la noticia del


regreso de Napoleón. Entonces éste le dijo: «Ahí está su hombre. El llevará a cabo su
golpe de Estado mucho mejor que yo». <<

ebookelo.com - Página 554


[196] Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 71. Bernadotte se casó con

Desirée Clary el 17 de agosto 1798 en Sceaux, en presencia de varios camaradas del


general, de todos los Clary, y de todos los Bonaparte presentes en París. La boda fue
saludada con simpatía por Napoleón desde Egipto. Para el historiador
ultrabonapartista Masson, el que José permitiera el casamiento de su cuñada con
Bernadotte fue «una infamia». <<

ebookelo.com - Página 555


[197] Louis Madelin, Talleyrand, Flammarion, París, 1944, pp. 110 y ss. <<

ebookelo.com - Página 556


[198] G. Chinard, Volney et l'Amerique, PUF, París, 1923, pp. 27 y ss. <<

ebookelo.com - Página 557


[199] DN, 1048. <<

ebookelo.com - Página 558


[200] Stendhal, Vie de Henry Brulard, Éditions Le Divan, París, 1964, p. 359. <<

ebookelo.com - Página 559


[201] François Furet, en Diccionario de la Revolución Francesa, «Napoleón»,
pp. 188-189. <<

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[202] Stendhal, Vida de Napoleón, op. cit., vol. III, p. 1121. <<

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[203] Ibíd., vol. III, p. 1. 120. <<

ebookelo.com - Página 562


[204] Alberto Gil Novales, «José Nicolás de Azara and Napoleón», «Il caballero
Azara e Napoleone Bonaparte», en L'Europa scopre Napoleone 1793-1804.
Congresso Internazioale Napoleonico (Cittadella di Alessandria, 21-26 junio 1997), a
cura di Vittorio Scotti Douglas, Edizioni dell'Orso, Alessandria, 1999, vol. II,
pp. 645-672. <<

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[205] José Nicolás de Azara Memorias, op. cit. p. 389. <<

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[206]
AHN, Estado, leg. 4022, n. 73, París, 13 de septiembre de 1798. Azara a
Francisco Saavedra: «…que la expedición de Bonaparte era una verdadera novela y
que yo nunca creeré posible que llegue a la India». <<

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[207]
David. G. Chandler (cito por la edición italiana, que es la que poseo),
I Marescialli di Napoleone, Bur, Milán, 1999, 734 págs. <<

ebookelo.com - Página 566


[208] DN, 737. Nacido en 1738, con gran experiencia en las cosas de mar, él fue quien

preparó los planes de operaciones para las campañas de la guerra contra los ingleses
en la guerra de la independencia de Estados Unidos. Ministro de Marina en 1790, fue
liberado después del Terror. Napoleón lo nombró sucesivamente consejero de Estado
(1800), senador en 1805, y conde del Imperio en 1808. <<

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[209] Madame de Staël, Diez años de destierro, op. cit., p. 36. Madame de Staël, en

cambio, no tendrá piedad con el embajador austriaco, a quien ridiculiza


grotescamente considerándolo como un «pobre hombre». Refiriéndose a su estancia
en casa de Mortefontaine dice: «[…] Sus modales eran perfectos; la vida mundana
habíale adiestrado en el arte de la conversación; pero era un espectáculo lastimoso ver
que a un hombre así le mandaban a entendérselas con la fuerza y la rudeza
revolucionaria que rodeaban a Bonaparte». <<

ebookelo.com - Página 568


[210] Ibíd., p. 31. Madame de Staël se preguntaba años después si «¿no habrá
lamentado Moreau los laureles de Stockach y de Hohenlinden cuando más tarde vio a
Francia tan esclava como Europa, vencida entonces por él?». En la época de las más
brillantes victorias de Moreau, otoño de 1800, muy pocas personas habían llegado a
penetrar las intenciones de Bonaparte. <<

ebookelo.com - Página 569


[211] Ibíd., vol. I, p. 198. París, 13 de febrero de 1801. <<

ebookelo.com - Página 570


[212] De dos de los condenados y ejecutados a muerte por su participación en el

atentado, tenía José buen conocimiento: el corso José Arena, y el escultor José
Ceracchi, promotor de los sucesos de Roma en el tiempo de su embajada. <<

ebookelo.com - Página 571


[213] DN, 549. Afortunado hombre de negocios, llegó a hacer siete veces el viaje a

América antes de ir a Inglaterra, país cuyas instituciones apreciaba sobremanera.


Convertido en un hombre riquísimo por la compra de bienes nacionales, presidió el
Consejo de los Ancianos después del Dieciocho de Fructidor. Apoyó el Dieciocho de
Brumario, después del cual fue nombrado senador y consejero de Estado. Personaje
eficaz y fundamental, posteriormente, en la administración napoleónica, él fue el
alma de la centralización de las comunicaciones, confluyendo en París. Y el gran
entusiasta, por cierto, del trazado de la principal ruta transalpina a través del Monte
Cenis —motivo de la novela del propio José Bonaparte— como vía «nacional» en
1801. <<

ebookelo.com - Página 572


[214] DN, 201. El abate, ordenado de sacerdote en 1786, rehusó prestar juramento a la

Constitución civil del clero, y se unió a los ejércitos vendeanos. Su papel en el


Concordato fue esencial porque «sin traicionar a París, sirvió a Ronza». El
Concordato pudo firmarse gracias a su flexibilidad, que maravilló al cardenal
Consalvi. Su papel fue importante en el establecimiento de las circunscripciones
nuevas y en las nominaciones de los nuevos obispos. Napoleón lo nombró obispo de
Orleáns en 1802. No obtuvo la sede de París por haber estimado su edad demasiado
joven (nació en 1762) y haberse señalado demasiado en la guerra de la Vendée.
Bonaparte le prometió la sede de París, pero el obispo murió poco después. <<

ebookelo.com - Página 573


[215] G. Galazo, Dalla a libertá d'Italia alle «preponderanze straniere». Editoriale

Scientifica, Nápoles, 1997, pp. 460 y ss. <<

ebookelo.com - Página 574


[216] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 96. Este hótel particulier fue

comprado poco antes por José en lugar de la mansión de la rue d'Errancis, que él
consideraba «demasiado modesta» para su nueva posición. La casa había sido
construida en 1725. Conocida como el «Hotel Marbeuf», por haber pertenecido a la
familia de quien fue gobernador de Córcega, la casa era fastuosa. Poseía grandes
jardines adyacentes a los Campos Elíseos. Su esposa Julia debía estar contenta de la
vivienda por la proximidad de ésta a la casa donde vivían su madre, su hermano
Nicolás y su hermana Honorina (rue d'Angessau). <<

ebookelo.com - Página 575


[217] Georges Lefebvre, La Revolución francesa y el Imperio, FCE, México, 1960,

pp. 192-193. <<

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[218] François-René de Chateaubriand Memorias, vol. I, p. 675. Fue la primera vez

que le vio. «Su sonrisa era acariciadora —escribió— y hermosa; sus ojos admirables,
sobre todo por el modo como se hallaban situados bajo su frente y enmarcados por
sus cejas». <<

ebookelo.com - Página 577


[219] Albert Soboul, La Francia de Napoleón, Crítica, Barcelona, 1993, p. 76. <<

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[220] J. P. Bertaud, Bonaparte prend le pouvoir. La République meurt-elle assassinée?,

Complexe, Bruselas, 1987. <<

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[221] Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 69. La finca, situada a unos

cuarenta kilómetros de París, había pertenecido a una familia de magistrados, los Le


Peletier. Y durante la Revolución al consejero de Estado Duruey, banquero de la
Corte, guillotinado en el año II. <<

ebookelo.com - Página 580


[222] E Masson, Napoleón et sa familla, op. cit., vol. II, p. 189. Un día que Napoleón y

su mujer se detuvieron en Mortefontaine, el Primer Cónsul, al ver a José dar el brazo


a su madre para invitarla a presidir la mesa, tomó el lugar de honor, con Josefina a su
derecha y llamó a voces a una dama de honor para ocupar el lugar vacío a su
izquierda. <<

ebookelo.com - Página 581


[223]
Thomas Moore, Memoirs Journal and Correspondence, ed. De lord John
Russell, Loginan, Londres, 1860, p. 349. Visitada por estos ingleses el 5 de agosto de
1820, éstos suponían que la propiedad de Mortefontaine seguía siendo de José. <<

ebookelo.com - Página 582


[224] Gabriel Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 81. El dominio lo compró,

el 6 de mayo de 1803, al senador de la República ligur, Cambiago, por el precio de


236. 000 francos. <<

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[225] Chateaubriand, Memorias de ultratumba, op. cit., vol. I, p. 779. El memorialista

asocia a Chantilly con el lugar donde nació el duque de Enghien. Y escribe al redactar
sus Memorias: «En varias ocasiones el bosque entero ha caído bajo el hacha.
Personajes de tiempos pasados han recorrido estos sitios de caza hoy mudos, antaño
resonantes». <<

ebookelo.com - Página 584


[226] Madame de Staël, Diez años de destierro, op. cit., p. 50. Según el testimonio de

la Staël, al recibir al plenipotenciario norteamericano (Livingston), «un hombre que


no sabía palabra de francés…», dijo: «El mundo antiguo está muy corrompido». Y,
dirigiéndose al intérprete repitió dos veces: «Explicadle lo muy corrompido que está
el viejo continente; vos estáis bien enterado, ¿verdad?». <<

ebookelo.com - Página 585


[227] La Fayette, Mémoires, correspondance et manuscrits, publiés par sa famille,

Société Belge de Libraire, Bruselas, 1839, vol. IX, pp. 28-29. <<

ebookelo.com - Página 586


[228] Confidential Correspondence of Napoleon, vol. I, p. 304. Napoleón a José, 9 de

febrero de 1808. <<

ebookelo.com - Página 587


[229] Peter Geyl, Napoleón, For and Against, Londres, 1949, p. 202. <<

ebookelo.com - Página 588


[230] Histoire des Négociations diplomatiques relatives aux traits de Mortfontaine, de

Lunéville et d'Amiens pourfaire suite aux Mémoires du roi Joseph, Publié par A. Du
Casse, E. Dentu, París, 1855, 2 vols. <<

ebookelo.com - Página 589


[231] Duquesa de Abrantes, Histoire des Salons de Paris, tableaux et portraits du

grande monde, Société Belge de Libraire, Bruselas, 1838, vol. III, pp. 170 y ss. <<

ebookelo.com - Página 590


[232] Richard Bentley, Memoirs of Napole in his cuourt and family, Londres, 1836,

vol. II, p. 159. <<

ebookelo.com - Página 591


[233] Andrés Muriel, Historia de Carlos IV, vol. II, p. 211. El historiador español,

siguiendo la versión de Fouché, pensaba que la salida del ministerio se debió a sus
ambiciones de poder, comparables a las de Napoleón. <<

ebookelo.com - Página 592


[234] lung, Lucien Bonaparte et ses Mémoires, vol. I, p. 411. <<

ebookelo.com - Página 593


[235] Owen Connelly, The Gently Bonaparte, op. cit., p. 51. <<

ebookelo.com - Página 594


[236] Emil Dard, Napoleón y Talleyrand, Gandesa, México, 1958, p. 39. <<

ebookelo.com - Página 595


[237] Iung, Lucien Bonaparte, op. cit., vol. II, p. 255. <<

ebookelo.com - Página 596


[238] Charles Maurice de Talleyrand, Memorias, Sarpe, Madrid, 1985, p. 115. <<

ebookelo.com - Página 597


[239]
M. Moreno Alonso, «Las relaciones con Inglaterra», en A. Morales Moya
(coord.), 1802. España entre dos siglos. Monarquía, Estado, Nación, Sociedad Estatal
de Conmemoraciones, Madrid, 2003, pp. 321-330. <<

ebookelo.com - Página 598


[240] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 216. París, 1 de febrero de 1802. Napoleón pide a su

hermano que influya sobre Lord Cornwallis sobre la proliferación de libelos que se
publican en Inglaterra. <<

ebookelo.com - Página 599


[241] The Encyclopaedia Británica, Eleventh Edition, 1910, vol. VII, p. 183. <<

ebookelo.com - Página 600


[242] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 89. Dado el carácter tan irónico y sutil de Talleyrand,

éste, que se enteró de los resultados de las negociaciones por el propio ciudadano
Dupuis, le escribió a José con el ruego de que le dijera a la mujer de éste (¡), que su
marido había sido nombrado por Napoleón consejero de Estado. <<

ebookelo.com - Página 601


[243] Stanislas de Girardin, Mémoires, Journal et Souvenirs, París, 1829, vol. I, p. 190.

En el curso de una visita de Napoleón a Mortefontaine para ver a su hermano, se


detuvo en Ermenonville, y ante la tumba de Juan Jacobo dijo: «Hubiera sido mejor
para el reposo de Francia que este hombre no hubiera existido. Es él quien ha
preparado la Revolución». Y añadió: «El porvenir dirá si no hubiera valido más, por
el reposo de la tierra, que ni Rousseau ni yo hubiésemos jamás existido». <<

ebookelo.com - Página 602


[244] I carteggi di Francesco Melzi d'Eril, duca di Lodi. La vice-presidenza della

Repubblica Italiana, vol. III (del 15 de octubre de 1802 al 10 de febrero de 1803), a


cura di Carlo Zaghi, Museo del Risorgimento, Milano, 1959, pp. 50 y ss. <<

ebookelo.com - Página 603


[245] Owen Connelly, The Gently Bonaparte, op. cit., p. 48. <<

ebookelo.com - Página 604


[246] G. Lefebvre, La Revolución francesa y el Imperio, p. 206. <<

ebookelo.com - Página 605


[247] Azara, Memorias, op. cit., p. 349. Cfr. Michelle Vovelle, «L'image de l'Italie

dans la France révolutionnaire: réalités, réves, et fabulation», Rivista Italiana di Studi


Napoleonici, XXXII, 1999, pp. 191-209. <<

ebookelo.com - Página 606


[248] Madame de Staël, Diez años de destierro, op. cit., p. 39. <<

ebookelo.com - Página 607


[249] Memorias, op. cit., p. 43. <<

ebookelo.com - Página 608


[250] G. Ferretti, «Bonaparte e il Granduca di Toscana dopo Lunéville», Nuova Rivista

Storica, XXX, (1947), pp. 1-81. <<

ebookelo.com - Página 609


[251] M. Vovelle, Les républiques-soeurs sous le regard de la Grande Nation (1795-

1803). L'impact du modéle républicain francais, La Découverte, París, 2000. <<

ebookelo.com - Página 610


[252] A. Muriel, Historia de Carlos IV, op. cit., vol. II, p. 199. <<

ebookelo.com - Página 611


[253] Madame de Staël, Diez años de destierro, op. cit., p. 46. <<

ebookelo.com - Página 612


[254] Cfr. Michel Vovelle, La Mentalidad Revolucionaria, Crítica, Barcelona, 1989,

p. 32. <<

ebookelo.com - Página 613


[255] A. Soboul, La Francia de Napoleón, op. cit., p. 67. Según este autor, «el ideal de

Napoleón fue tener una ficha al día de toda persona con cierta influencia». Fouché
había constituido un fichero de la sublevación de los chuanes. El mismo Bonaparte
quiso crear una «estadística personal y moral» del Imperio. <<

ebookelo.com - Página 614


[256] Profundamente herido por los ataques del libelista monárquico Peltier quien,

refugiado en Inglaterra desde el desencadenamiento de la Revolución, atacó


duramente a Bonaparte desde las páginas del periódico L'Ambigu, éste, después de
Amiens, consiguió que se le procesara. Famosa fue la defensa del libelista por parte
de sir John Mackintosh. <<

ebookelo.com - Página 615


[257] Micheel Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 107. José no pudo ocultar el

disgusto del casamiento de su hermano Luciano con su amante Alejandrina


Jouberthon, viuda de un hombre de negocios arruinado, que también murió de cólera
durante la desastrosa expedición a Santo Domingo. Luciano conoció a Alejandrina en
1802, dos años después de la muerte de su mujer Cristina. Dos años más tarde,
Napoleón lo llamó a Saint Cloud y le propuso nombrarlo sucesor si renunciaba al
derecho de primogenitura de su hijo. Luciano renunció categóricamente.
Acompañado por su madre Leticia, se exilió voluntariamente en Italia. <<

ebookelo.com - Página 616


[258] Ibíd., p. 106. El conocimiento del príncipe vino a través del cavaliere Angiolini,

a quien José había conocido en Roma y que ahora se encontraba en París en la


comitiva del príncipe. Napoleón se enfadó con José por haber precipitado la boda,
que contravenía el artículo 228 del Código Civil, que estipulaba que una viuda podía
contraer un segundo matrimonio a partir de los nueve meses de la muerte de su
primer marido. Por esta razón la boda se celebró casi clandestinamente mientras
Napoleón se encontraba en los Países Bajos. El 5 de noviembre los nuevos esposos
salieron para Roma. <<

ebookelo.com - Página 617


[259] Pierre Savinel, Moreau, rival republicain de Bonaparte, París, 1985, p. 77 y ss.

Los gritos de «¡Viva la República! ¡Muerte a sus asesinos! ¡Viva Moreau! ¡Muerte al
Primer Cónsul y a sus partidarios!», impresionaron tanto a la opinión pública como al
propio José, o al tribunal que sólo condenó al general a dos años. <<

ebookelo.com - Página 618


[260] AHN, Estado, leg. 3911. Noticia a Floridablanca sobre el personaje: «A mí nada

me admira del tal Talleyrand, porque hace muchos años que le conozco por el más
falso mueble que gira por la Europa» (14 de marzo de 1792). <<

ebookelo.com - Página 619


[261] Chateaubriand, Memorias de ultratumba, op. cit., vol. I, pp. 739-740. En un

consejo al que concurrieron Talleyrand y Fouché, los Bonaparte supieron que el


duque de Angulema estaba en Varsovia con Luis XVIII; el conde de Artois y el duque
de Berry en Londres, con los príncipes de Condé y de Borbón. El más joven de los
Condé estaba en Ettenheim, en el ducado de Baden, donde fue arrestado. <<

ebookelo.com - Página 620


[262] Ibíd., vol. I, p. 765. Talleyrand animaba a Bonaparte a actuar con rigor contra sus

enemigos. Su lema era: «Si la justicia obliga a castigar con rigor, la política exige
castigar sin excepción». <<

ebookelo.com - Página 621


[263] Chateaubriand, Memorias de ultratumba, op. cit., vol. I, p. 742. Las Memorias

de Madame de Rémusat fueron quemadas durante los Cien Días. Volvió a escribirlas,
pero ya no eran más que «recuerdos de recuerdos» (vol. I, p. 766). <<

ebookelo.com - Página 622


[264] DN, 965. Jaucourt, procedente de una familia protestante, estaba muy ligado a

los Condé. Y era amigo, a su vez, de Talleyrand y de Madame de Staël. <<

ebookelo.com - Página 623


[265] Madame de Staël, Diez años de exilio, op. cit., p. 91. Ataña traduce «error por

«pifia». <<

ebookelo.com - Página 624


[266] Vuelto a Francia en 1827, sus recuerdos fueron publicados en 1835, sin mención

de su nombre, por Musnier-Desclozeaux, Indiscrétions, 1798-1830. Souvenirs


anecdotiques et politiques tirés du portefueille d'un fonctionnaire de L’Empire. Una
nueva edición ha aparecido con el título de Souvenirs d'un préfect de police, en 1987.
<<

ebookelo.com - Página 625


[267] Saint-Praulien, Napoleón, Balzac et l'Empire de la Comedie humaine, Albin

Michel, París, 1979, p. 148. <<

ebookelo.com - Página 626


[268] A. Soboul, La Francia de Napoleón, op. cit., pp. 41-42. El plebiscito que se

realizó a continuación fue sobre el título imperial, pero no sobre su herencia. Según el
artículo 140 de la Constitución, Napoleón era emperador de los franceses «por la
gracia de Dios y las Constituciones de la República». La fórmula «por las
Constituciones de la República» figuró por última vez en un decreto del 28 de mayo
de 1807. <<

ebookelo.com - Página 627


[269] Roederer, Memoires, Ed. de O. Aubry, París, 1942. vol. I, pp. 206 y ss. <<

ebookelo.com - Página 628


[270] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 112. Según este biógrafo, José

aceptó el nombramiento de Alteza Imperial —que le fue dado el 22 de noviembre de


1804 con «una estudiada pretensión de desgana». El nombramiento implicaba un
ingreso de 350. 000 francos al año. <<

ebookelo.com - Página 629


[271] El Imperio hereditario, pedido por el Senado el 6 de germinal del año XII —27

de marzo de 1804—, propuesto por el Tribunado el 13 de floreal del año XII —3 de


mayo de 1804—, proclamado por el Senado el 28 de floreal —18 de mayo de 1804—
fue sometido, a consecuencia del mismo senadoconsulto, al sufragio del pueblo, que
lo adoptó por 3. 572. 339 votos. En contra del Imperio sólo hubo 2. 596 votos. El
resultado de la votación no pudo proclamarse hasta el 15 de brumario del año XIII —
6 de noviembre de 1804— y fue presentado al emperador el 10 de frimario del año
XIII —1 de diciembre de 1804— víspera de la ceremonia de la consagración. <<

ebookelo.com - Página 630


[272] Jean Tulard, Lettres de Cambacérés a Napoleón, París, 1973. <<

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[273] Después de los altos dignatarios venían los grandes oficiales militares del
Imperio. En primer lugar, los grandes mariscales del Imperio, elegidos entre los
generales que más se distinguiesen, cuyo número no debía exceder de dieciséis.
Napoleón confirió poco después este honor a cuatro senadores militares y catorce
generales más, a los que se añadieron otros ocho. Después de los mariscales venían
los inspectores y coroneles generales. Por último los grandes funcionarios civiles de
la corona: el Gran Limosnero (Fesch), el Gran Mariscal de Palacio (Duroc), el Gran
Chambelán (Talleyrand), el Caballerizo Mayor (Caulaincourt), el Montero Mayor
(Berthier), y el Gran Maestro de Ceremonias (Segur). Todos ellos desempeñaban las
distintas funciones de la Corte relacionadas con la casa imperial, ayudados por un
extenso personal subordinado, como prefectos de palacio, chambelanes, caballerizos,
ayudantes de campo, pajes y otros. <<

ebookelo.com - Página 632


[274] A. Dumas, Napoleone, Pironti, Nápoles, 1999, p. 66. <<

ebookelo.com - Página 633


[275] A. Thiers, Histoire du Consulat et de L’Empire, París, 1857, vol. XVI, p. 626. <<

ebookelo.com - Página 634


[276] M. Long y J. C. Monier, Portalis. L'esprit de justice, Michalon, París, 1997. <<

ebookelo.com - Página 635


[277] José Nicolás de Azara, Memorias, op. cit., p. 301. <<

ebookelo.com - Página 636


[278] M. Moreno Alonso, Napoleón. De ciudadano a emperador, op. cit., pp. 221 y ss.

<<

ebookelo.com - Página 637


[279] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 204. Desde Ronza, en fecha de 16 de agosto de 1801,

Consalvi escribió a José diciéndole de parte del Papa, en cuanto al éxito del
Concordato, que «no hay ejemplo, en la historia de la iglesia, de tanta dulzura, de
moderación, de afecto paternal por parte de su jefe». <<

ebookelo.com - Página 638


[280] MDRJ, op. cit., vol. I, pp. 207-214. Ya en 1801, el papa Pío VII rogaba a José

que intercediera ante su hermano para la devolución de los bienes confiscados en


Roma a las familias Albani y Braschi, entre otras, como la de los Visconti o Piranesi.
<<

ebookelo.com - Página 639


[281] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 104. Bromeando acerca de la

incapacidad de su madre de hablar francés o italiano correctamente, José reconocía


que ello era natural. Porque él —decía— no imaginaba a María de Médicis hablando
francés impecablemente. De la misma manera que Enrique IV de Navarra —«uno de
nuestros mejores reyes»— hablaba francés con fuerte acento del sur. <<

ebookelo.com - Página 640


[282] Duquesa de Abrantes, Souvenirs historiques sur Napoleón, Garnier, París, 1905-

1911, vol. V, pp. 122 y ss. <<

ebookelo.com - Página 641


[283] Georges Lefebvre, La Revolución francesa y el Imperio, op. cit., p. 207. <<

ebookelo.com - Página 642


[284]
A. M. Rao, Esuli, L'emigrazione política italiana in Francia (1792-1802),
Guida, Nápoles, 1992, pp. 61 y ss. <<

ebookelo.com - Página 643


[285]
L. Guerci, «Per una riflesione sul dibattito político nell'Italia del Triennio
republicano 1796-1799». S, 1999, pp. 129 y ss. <<

ebookelo.com - Página 644


[286] Madelin, Histoire du Consulat et de l'Empire. T. V, L'avénrement de L’Empire,

pp. 213 y ss. <<

ebookelo.com - Página 645


[287] Miot de Mélito, Memoires, op. cit., París, 1858, vol. II, p. 206. <<

ebookelo.com - Página 646


[288] Con fecha de 19 de enero de 1806, Napoleón escribió a José que su intención era

que los Borbones dejaran de reinar en Nápoles. Y que para sucederle, pensaba en un
príncipe de su casa, José en primer lugar. <<

ebookelo.com - Página 647


[289]
I Borbone di Napoli e I Borbone di Spagna. Un bilancio storiografico,
Convegno Internazionale dal Centro di Studi Italo-spagnoli. A cura di Mario Di
Pinto, Nápoles, 1985, pp. 92 y ss. <<

ebookelo.com - Página 648


[290] Franco Venturi, Settecento riformatore, Turín, 1969, vol. I, p. 29. <<

ebookelo.com - Página 649


[291] Antonio Domínguez Ortiz, «Carlos III de Borbón. Balance de un reinado», en

Actas del Congreso Internacional sobre «Carlos III y la Ilustración», Ministerio de


Cultura, Madrid 1989, vol. I, pp. 195 y ss. <<

ebookelo.com - Página 650


[292] Conde de Fernán Núñez, Vida de Carlos III, FUE, Madrid, 1988. <<

ebookelo.com - Página 651


[293] Teófanes Egido, Carlos IV, Arlanza, Madrid, 2001, p. 259. <<

ebookelo.com - Página 652


[294]
S. Wahnich, «Les Republiques soeurs, débat théorique et réalitb historique,
conquétes et reconquétes d'identitb républicaine», Annales historiques de la
Révolution Française, 295, 1994, pp. 165-177. <<

ebookelo.com - Página 653


[295] C. Capra, «Nobili, notabili, élites: dal modelo francese al caso italiano», QS,

Notabili e funzionari nell'Italia napoleónica, a cura di P. Villani, 37, 1978, pp. 12-42.
<<

ebookelo.com - Página 654


[296] Franco Venturi, «Economisti e riformator spagnoli e italiani del 700», en Rivista

Storica italiana, 1962, 1962, LXXXIV, pp. 532-561. <<

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[297] Maximiliano Barrio Gozalo, «Carlos III y su actividad política a través de su

correspondencia con Tanucci (1759-1783), en Actas del Congreso Internacional sobre


«Carlos III y la Ilustración», vol. I, p. 293. <<

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[298] Louis Madelin, Talleyrand, op. cit., p. 166. Una idea de la consideración y

prestigio de José puede estimarse si se tiene en cuenta el que se le atribuyó a


Talleyrand en virtud del favor que por entonces gozaba de Napoleón. Pues, según el
barón de Vincent, representante de Austria en París, «[…] todos los ministros
extranjeros tienen el mismo interés en concurrir a su casa, y le hacen una corte
asidua, pues las cosas han llegado aquí a tal altura, que el ministro participa de los
homenajes que de todas partes y en todos sentidos se ofrecen a un señor a quien la
fortuna y las circunstancias han permitido llegar a un grado de poderío tan
considerable como asombroso» (3 de abril de 1806). <<

ebookelo.com - Página 657


[299] Talleyrand fue hecho príncipe de Benevento el 5 de junio de 1806. Y en su

nombramiento pudo haber ejercido una influencia evidente José, ya como rey de
Nápoles, pues Benevento estaba enclavado en su reino. El ministro quedó encantado
con el nombramiento aunque no fuera jamás a sus estados. El ministro fue nombrado
también vice Gran Elector por la ausencia de José, al haber sido éste nombrado rey de
Nápoles. <<

ebookelo.com - Página 658


[300]
Emile Dard, Napoleón y Talleyrand, op. cit., p. 114. Esta conversación,
mantenida entre Talleyrand y el príncipe Dalberg —que más tarde negoció el
casamiento de Napoleón con María Luisa en Viena— no fue la única al respecto. Lo
mismo había manifestado sobre el particular Metternich (carta a Stadion, 19 de
agosto de 1807). <<

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[301] Stanislas de Girardin, Souvenirs, op. cit., vol. III, p. 391 (5 de abril de 1807). <<

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[302]
Mémoires et correspondance politique et militaire du roi Joseph, publiés,
annotés et mis en ordre par A. Du Casse, op. cit., vol. I, p. 260. <<

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[303] Ibíd., vol. I, p. 255. Gante, 28 de abril de 1805. <<

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[304] Saliendo de Boulogne el 11 de mayo, en el itinerario hasta Estrasburgo pasó por

Saint-Omer, Arras, Douai, Lille, Mainz, Hüningen, Neu-Brisbach y Estrasburgo.


El 30 de mayo, en Nancy, se reunió con su mujer Julia y con su cuñada Desirée, que
habían pasado su cura anual en las aguas de Plombiéres. <<

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[305] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 120. En su comisión de coronel

del Cuarto Regimiento de Línea, que no había sido revocada, la actuación de José
supuso un abandono de su destino. Por más que su comandante en jefe, el general
Salligny, de treinta y dos años de edad, poco pudiera hacer para llamarle al orden. <<

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[306] B. Nabonne, op. cit., p. 103. <<

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[307] P. F. Pinaud, Cambacérés, Perrin, París, 1995, pp. 140 y ss. <<

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[308] G. Blond, Storia della Grande Armée. Vivere e moriré per l'imperatore: l'epopea

della perfetta machina da guerra di Napoleone (1804-1805), Rizzoli, Milán, 1981,


pp. 205 y ss. <<

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[309] MDRJ, op. cit., vol. II, p. 294. <<

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[310] MDRJ, vol. II, p. 295. París, 13 de octubre de 1805. <<

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[311] MDRJ, vol. II, pp. 275-290. Actitud de José ante el panorama que le expone el

ministro del Tesoro, Barbé-Marbois. <<

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[312] Madame de Remusat, Mémoires, Levy, París, 1880, p. 223. Testimonio sobre el

archicanciller cuando, cargado de condecoraciones en diamantes, recibía a los


visitantes procedentes de la plaza del Carrousel, de donde llegaban en una fila de
carrozas. <<

ebookelo.com - Página 671


[313]
Mémoires et correspondance politique et militaire du roi Joseph, publiés,
annotés et mis en ordre par A. Du Casse, op. cit., vol. II, p. 297. <<

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[314] MDRJ, vol. I, p. 298. <<

ebookelo.com - Página 673


[315] MDRJ, vol. I, p. 300. París, 20 de octubre de 1805. <<

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[316] MDRJ, vol. I, p. 332. Napoleón a José, Austerlitz, 3 de diciembre de 1805. <<

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[317] MDRJ, Napoleón a José, 13 de diciembre de 1805. Según le decía Napoleón a

José, éste no tenía que haber anunciado con tanta solemnidad que el enemigo había
enviado plenipotenciarios para pedir la paz. «Pienso que no vale la pena publicar esto
en un boletín, y aún menos merece ser mencionado en los teatros. La mera palabra
paz no significa nada, lo que nosotros necesitamos es una paz gloriosa». <<

ebookelo.com - Página 676


[318] L. Blanch, Il refino di Napoli dal 1801 al 1806, en Scritti storici, a cura di

B. Croce, Laterza, Bari, 1945, vol. l. <<

ebookelo.com - Página 677


[319] B. Nabonne, op. cit., p. 104. <<

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[320] Savary, Mémoires, vol. II, p. 269. El 8 de agosto de 1806, Napoleón escribirá a

Talleyrand: «Os envío una carta que os dará a conocer a este sinvergüenza de
Lucchesini. Hace mucho tiempo que tenía formada mi opinión acerca del miserable.
Os ha engañado constantemente, y me he dado cuenta desde hace tiempo de que nada
hay más fácil que engañaros». <<

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[321] E Masson, Napoleón et sa famille, op. cit., vol. III, p. 141. <<

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[322] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 360. Napoleón a la mujer de José, Múnich, 9 de enero

de 1806. <<

ebookelo.com - Página 681


[323] MDRJ, vol. II, p. 440. Saint-Cloud, 12 de agosto de 1806. Con esta fecha,

Napoleón le comunica a José que el rey de Prusia le acaba de reconocer como rey de
Nápoles, y que ha nombrado a Humboldt su ministro ante él. <<

ebookelo.com - Página 682


[324] Chateaubriand, Memorias de ultratumba, op. cit., vol. I, pp. 987-988. <<

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[325] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 104. <<

ebookelo.com - Página 684


[326] Este ejército estaba formado por 12. 000 montenegrinos bautizados rusos y por

8. 000 ingleses, entre los que se encontraban corsos paolistas y emigrados franceses.
El 19 de noviembre de 1805 desembarcó en Nápoles. Tras la noticia de la victoria
napoleónica de Austerlitz, los rusos se refugiaron en las islas jónicas y los ingleses en
Sicilia. <<

ebookelo.com - Página 685


[327] El 14 de enero de 1806, su sobrino político el príncipe Eugenio se casó con la

hija del nuevo rey de Baviera. El 5 de junio de 1806, la República batava imploraba a
Napoleón para que se dignara concederle a su hermano Luis en calidad de rey. El 17
de junio de 1806 se firmó el tratado de la Confederación de los Estados del Rin, por
el que catorce príncipes alemanes se separaron del Imperio de Viena. <<

ebookelo.com - Página 686


[328] Chateaubriand, Memorias de ultratumba, op. cit., vol. I, p. 989. (La Fontaine,

Fábulas, 1, III, fabula 4). <<

ebookelo.com - Página 687


[329] Carlo Ghisalberti, «Da Presburgo a Schömbrunn: l'opposizione alle istituzioni

franco-napoleoniche in Europe», en Clio, 1990, XXVI, pp. 251 y ss. <<

ebookelo.com - Página 688


[330] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 336. «Gallo protesta que no sabe nada de lo que pasa en

Nápoles». <<

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[331]
P. Villani, Rivoluzione e diplomazia, agentifrancesa in Italia (1792-1798),
Vivarium, Nápoles, 2002. <<

ebookelo.com - Página 690


[332] MDRJ, op. cit., vol I, p. 337. París, 6 de diciembre de 1805. <<

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[333] MDRJ, vol II, p. 46. París, 31 de enero de 1806. <<

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[334] Correspondance inédite de M. Carolina Reine de Naples et de Sicile avec le

Marquis de Gallo, publiée par M. le Conmandant Weil et le Marquis C. di Osma


Circello, Plon Nourrit, París, 1911. <<

ebookelo.com - Página 693


[335] MDRJ, op. cit., vol. I, pp. 352-353. <<

ebookelo.com - Página 694


[336] Girod de L’Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 125. <<

ebookelo.com - Página 695


[337] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 236. En abril de 1805, José reclamó al general Dumas

para tenerlo a su lado, una vez que le conoció en el ejército de Boulogne. Entonces,
después de haberlo consultado con el general Davout, lo llevó consigo en su viaje de
inspección por el Rin. <<

ebookelo.com - Página 696


[338] Girod de L’Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 125. Entre otros acompañantes de

José se encontraban los coroneles Cavaignac y Lafon-Blaniac (este último había sido
casado por Julia con una dama de Enriqueta, sobrina de Madame Etienne Clary); su
sobrino Mario Clary (hijo mayor de Etienne), «hombre joven que yo había educado,
ayuda de campo de Bernadotte», y el hijo de su amigo Roederer, ayudante de campo
del general Saint-Hilaire. El día 27 de enero de 1806, dos días después de su llegada a
París, el emperador invitó a cenar en las Tullerías a su cuñada Julia y sus hijas. <<

ebookelo.com - Página 697


[339] A Massena no le gustó, evidentemente, servir bajo las órdenes de José, pero éste

supo aplacarle pidiéndole y cumpliendo sus consejos. De Massena protestó ante el


emperador el general Guvion Saint-Cyr, al verse suplantado por aquél. Pero el
emperador obligó a éste, que de Roma fue a verle a París, a volverse a su destino. <<

ebookelo.com - Página 698


[340] Carlos Corona, José Nicolás de Azara, op. cit., p. 263 («Le plus infante voleur

de l'univers»). <<

ebookelo.com - Página 699


[341] Pietro Coletta, The History of the Kingdom of Naples 1734-1825, T. Constable,

Edimburgo, 1858, vol. II, p. 16. <<

ebookelo.com - Página 700


[342] Louis Madelin, Talleyrand, p. 167. <<

ebookelo.com - Página 701


[343] Bourrienne, Mémoires, vol. IX, p. 13. <<

ebookelo.com - Página 702


[344] Godoy, Memorias, ed. BAE, Madrid, 1965, vol. II, p. 81. <<

ebookelo.com - Página 703


[345] MDRJ, op. cit., vol. II, p. 36. Napoleón a José, Múnich, 12 de enero de 1806.

«Mi hermano, habéis partido el 9; debéis estar hoy en Chambery; el 15 o el 16


estaréis en los alrededores de Roma. Os he enviado al general Dumas. El mariscal
Massena debe encontrarse en el ejército». <<

ebookelo.com - Página 704


[346] MDRJ, vol. II, p. 39. Stuttgard, 19 de enero de 1806. <<

ebookelo.com - Página 705


[347] Madame de Staël, Diez años de destierro, op. cit., p. 112. <<

ebookelo.com - Página 706


[348] Godoy, Memorias, op. cit., vol. II, p. 81. <<

ebookelo.com - Página 707


[349] Ibíd., vol. II, p. 82. <<

ebookelo.com - Página 708


[350] Ibíd., vol. II, p. 84. <<

ebookelo.com - Página 709


[351] Godoy, Memorias, II, 85. Según Godoy fue por entonces cuando «se echaron a

volar» en Francia y fuera de ella numerosos escritos contra las dinastías borbónicas,
sin exceptuar de estos ataques ni aun a la misma Casa Real de España. En tales
escritos se celebraba «intencionadamente» la política de Luis XIV y Luis XV en
«haber sabido amalgamar la monarquía española y la francesa, y hacer un mismo
cuerpo de las dos potencias en la balanza de Europa». <<

ebookelo.com - Página 710


[352] AHN, Estado, leg. 2859, Pedro Gómez Labrador a Pedro Cevallos, Florencia, 25

de noviembre de 1806. <<

ebookelo.com - Página 711


[353] MDRJ, op. cit., vol. II, p. 53. Instrucciones para el general Lecchi, encargado de

someter los Abruzzos. <<

ebookelo.com - Página 712


[354] G. Fabry, Le general Duhesme a l'Armée de Naples, 1798-1799, Librairie Lucien

Gougy, París, 1901. Los mismos generales que intervienen en la conquista de


Nápoles, algunos de los cuales conocían el reino, intervendrán en la de España, como
ocurrió, a su vez, con Duhesme y Giuseppe Lechi que, en 1808, ocupó Barcelona y
reprimió la sublevación de Cataluña. <<

ebookelo.com - Página 713


[355] El primero invadió el reino de Nápoles por San Germano (hoy Cassino) en

dirección de Capua; el segundo, por la vía Apia, a lo largo de la costa oeste; y el


tercero, por la costa atlántica. <<

ebookelo.com - Página 714


[356] CdN, XII, n. 9789, 9 de febrero de 1806, cfr. Jacques Rambaud, Naples sous

Joseph Bonaparte (1806-1808). Plon-Nourrit, París, 1911, p. 19. <<

ebookelo.com - Página 715


[357] Pietro Coletta, History of the kingdom of Naples 1734-1825, vol. II, p. 12. <<

ebookelo.com - Página 716


[358] Ibíd., vol. II, p. 13. <<

ebookelo.com - Página 717


[359] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 105. <<

ebookelo.com - Página 718


[360] La batalla del Garellano, en 1503, fue el gran triunfo del Gran Capitán y, al

mismo tiempo, un paso decisivo en la estrategia moderna. Previamente la batalla de


Ceriñola había dado a los españoles el dominio de Nápoles. Sólo Gaeta resistía. El
ejército francés para auxiliarla y para reconquistar el reino fue destrozado por
Gonzalo de Córdoba. <<

ebookelo.com - Página 719


[361] P. Coletta, History of the Kingdom of Naples, op. cit., vol. II, p. 54. <<

ebookelo.com - Página 720


[362] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 105. <<

ebookelo.com - Página 721


[363] Según los cálculos del español Moratín, Nápoles contaba con más de
cuatrocientos mil habitantes. De los cuales, el número de gente pobre y holgazana,
los llamados lazzaroni, no bajaban de cuarenta mil (Viaje a Italia, Espasa Calpe,
Madrid, 1988 p. 214). Cifras estas que son más bajas que las que se han estimado con
posterioridad, según los cálculos de Galanti, Della descrizione geografica e politica
delle due Sicilie, 1969, vol I… p. 121. <<

ebookelo.com - Página 722


[364] Leandro Fernández de Moratín, Viaje a Italia, pp. 218 y 471. <<

ebookelo.com - Página 723


[365] Ibíd., p. 241. <<

ebookelo.com - Página 724


[366] Ibíd., p. 247. <<

ebookelo.com - Página 725


[367] MDRJ, op. cit., vol. II, p. 69. Nápoles, 16 de febrero de 1806. <<

ebookelo.com - Página 726


[368] Andrés Muriel, Historia de Carlos IV, op. cit., vol. II, p. 100. El dicho no es

exagerado, dada la animadversión existente contra la reina austriaca María Carolina.


Carlos IV, incluso, acariciaba la idea de que el reino pudiera volver a la corona
española, que conservaba allí «un gran partido» (principalmente en Sicilia). <<

ebookelo.com - Página 727


[369] General Pietro Colletta, History of the Kingdom of Naples, op. cit., p. 9. El

general considerará, sin embargo, como «vergonzosa» la actitud de la capital al


rendirse ante José. <<

ebookelo.com - Página 728


[370] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 106. <<

ebookelo.com - Página 729


[371]
Jacques Rambaud, Naples sous Joseph Bonaparte (1806-1808), Plon, París,
1911, p. 532. <<

ebookelo.com - Página 730


[372] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 107. <<

ebookelo.com - Página 731


[373] Ibíd., vol. I, p. 108. <<

ebookelo.com - Página 732


[374] ANF, 381 AP 6, dossier 3. Sitio de Gaeta, 1806. <<

ebookelo.com - Página 733


[375] Annual Register, 1806, p. 594. Elliot a Fox. «Yo comienzo a creer como nuestros

antepasados que un inglés vale por dos franceses». Cfr. Jacques Rambaud, Naples
sous Joseph Bonaparte, p. 79. <<

ebookelo.com - Página 734


[376]
Ibíd., p. 101. Según el Diario napoletano del notario Carlo di Nicola, el
«populacho» napolitano reclamaba la masacre de los giamberghe (la chaqueta
burguesa), que desde antes habían sido insultados y amenazados en la calle. <<

ebookelo.com - Página 735


[377] Madame de Staël, Diez años de destierro, op. cit., p. 112. Respondiendo a la

cuestión de si Bonaparte «llevaba a los pueblos extranjeros más libertad», Madame


de Staël diría que, desde que se había empeñado en la Monarquía universal, aquél se
había convertido en un azote de la especie humana, «y causa segura de eternas
guerras». <<

ebookelo.com - Página 736


[378] G. Galasso, «Il Triennio giacobino in Italia», en La repubblica napoletana del

Novantanove. Memoria e mito, a cura di M. Azzinnari, G. Macchiaroli, Nápoles,


1999, pp. 25-38. <<

ebookelo.com - Página 737


[379] Dada su afición al arte, José, en sus viajes por Italia y particularmente durante su

reinado, debió tener en cuenta el famoso Voyage d'un françois en Italie da os les
années 1765-1766, Ginebra, 1790, 7 vols y un atlas. La obra va acompañada de un
bellísimo atlas con mapas y planos de todas las ciudades de Italia. Era, además, un
indicador de las rutas, precios de los postillones y nombres de las posadas de cada
ciudad. <<

ebookelo.com - Página 738


[380] Stanislas de Girardin, Mémoires, op. cit., vol. I, p. 376. <<

ebookelo.com - Página 739


[381] MDRJ op. cit., vol. II, p. 119. Nápoles, 30 de marzo de 1806. <<

ebookelo.com - Página 740


[382] PRO, WO1/304. Cuerpo expedicionario a Nápoles y Sicilia, de 1807. <<

ebookelo.com - Página 741


[383]
B. Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., pp. 111-114. La razón por la que
Hudson Lowe fue designado, posteriormente, para ser el guardián de Napoleón en
Santa Helena, fue su conocimiento del italiano, que aprendió por sus estancias en
Ajaccio y Capri. <<

ebookelo.com - Página 742


[384] Por su experiencia constitucional, José estaba al tanto de la polémica cuestión,

existente antes de la Revolución, de si había que restaurar o crear una nueva


Constitución. En el fondo, teóricamente, estuvo de acuerdo con la máxima
rousseauniana de que «la ley es la expresión de la voluntad general» (artículo 6.º de la
Declaración de Derechos del Hombre). <<

ebookelo.com - Página 743


[385] Moratín, Viaje a Italia, op. cit., p. 323. <<

ebookelo.com - Página 744


[386] Ibíd., p. 408. <<

ebookelo.com - Página 745


[387] Ibíd., p. 260. Según Moratín, «[…] cuando en el palacio del rey se observa esta

falta de limpieza, no hay para qué decir que es general en Nápoles, las calles y plazas
y parajes más concurridos de la ciudad están puercas y hediondas hasta el exceso».
<<

ebookelo.com - Página 746


[388] Ibíd., pp. 234 y ss. <<

ebookelo.com - Página 747


[389] Jacques Rambaud, Lettres inédites ou èparses de Joseph Bonaparte á Naples,

París, 1911, vol. I, p. 219. <<

ebookelo.com - Página 748


[390] B. Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 117. <<

ebookelo.com - Página 749


[391] ANF, 381 AP 12, dossier 1, 23 de abril de 1808. <<

ebookelo.com - Página 750


[392] ANF, 381 AP 12, dossier 1, 2 de marzo de 1808. <<

ebookelo.com - Página 751


[393] ANF, 381 AP 27, 12 de agosto de 1810. <<

ebookelo.com - Página 752


[394] Stanislas de Girardin, Mémoires, op. cit., vol II, pp. 58 y ss. La marquesa de

Souza Botelho se crío en la Corte de Luis XV y Madame de Pompadour. En 1792


emigró a Londres con su hijo (conocido por ser el hijo de Talleyrand, aunque más
bien parece haberlo sido del político inglés William Windhem). Se ganó la vida
escribiendo. Su primera novela, Adéle de Sénanges (1794) tuvo un gran éxito, que le
proporcionó 40. 000 francos. Talleyrand mismo le corrigió las pruebas. Este año, su
primer marido, el mariscal de campo De Flahaut, que tenía cerca de cuarenta años
más que ella, fue guillotinado en Arras. Viviendo en Suiza, llegó a ser la amiga del
futuro rey Luis Felipe. Escribió numerosas novelas en los años siguientes. Eugéne de
Rothelin apareció en 1808. En 1802 se casó con un diplomático portugués y fue
recibida en las Tullerías. Su hijo Charles de Flahaut tuvo a su vez de la reina
Hortensia un hijo natural. Ella fue muy leída en su tiempo, hasta el punto de que
muchas mujeres se llamaron Adela por su heroína Adéle de Senanges. Metternich
tituló retrato de Adela el retrato de Laura Abrantes. Sus novelas figuraron en la
biblioteca de Napoleón en Santa Helena. Madame de Montholon las apreciaba
mucho. <<

ebookelo.com - Página 753


[395] ANF, 381 AP 12, dossier 1. 25 de abril de 1807. La Staël promete su visita a

Nápoles, «para rendirle homenaje» una vez que llegue la reina. <<

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[396] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., p. 85. <<

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[397] MDRJ, op. cit., vol. II, p. 114. Saint Cloud, 30 de julio de 1806. <<

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[398] Andrés Muriel, Historia de Carlos IV, op. cit., vol. II, p. 99. Esta mujer era,

naturalmente, la reina María Carolina de Austria, turbulenta esposa de Fernando IV, a


quien convenció de que su hermano Carlos IV de España era amigo de los
revolucionarios franceses. A los ojos de los napolitanos patriotas, lo mismo que de los
ingleses o, incluso, franceses, pasaba por una mujer depravada y pérfida, sumamente
malvada. <<

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[399] Pietro Coletta, History of the Kingdom of Naples, op. cit., vol. II, p. 61. <<

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[400] Umberto Caldora, Calabria napoleonica (1806-1815), Nápoles, 1960, p. 413. <<

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[401] MDRJ, op. cit., vol. II, p. 119. Nápoles, 20 de marzo de 1806. «He encargado el

Ministerio de la Guerra a Dumas, que es mucho más apropiado para ello que Miot».
<<

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[402] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., p. 68. <<

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[403] Ibíd., p. 69. <<

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[404] Jacques Godechot, «Salicetti, ministre du Royaume de Naples sous Bonaparte et

Murat», Studi in onore di Nino Cortese, Roma, 1976, pp. 257-272. <<

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[405] ANF, F73054, dossier 5. Detenciones en Nápoles por conspiración. <<

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[406] ANF, 381 AP 4, dossier 4. Nombrado también ministro de la Guerra a partir del

1 de mayo de 1807, a él correspondió el pago del ejército. Persiguió con especial


empeño a don Michele Pezza, alias Fra Diávolo. <<

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[407] A. De Martino, Antico regime e rivoluzione nel Regno di Napole. Crisi e
trasformazioni dell'ordinamento giuridico, Nápoles, 1971, pp. 141-143. <<

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[408] A. Valente, Gioacchino Murat e l'Italia meridionale, Turín, 1976, p. 156. <<

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[409] J Rambaud, «La fin de Salicetti», Revue Napoléonniennes, 1910, pp. 161-170.

<<

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[410] J. Rambaud, Lettres inédites ou èparses de Joseph Bonaparte a Naples (1806-

1808), passim, pp. 148 y ss. Un ejemplo de ello es la carta de José a Salicetti, fechada
en Aquila, 19 de mayo de 1807. <<

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[411] Girardin, Mémoires, op. cit., vol. II, p. 162. <<

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[412]
Claude Martin, José Napoleón I. Rey Intruso de España, Editora Nacional,
Madrid, 1969, p. 210. Al parecer esta idea estaba extendida en torno al rey, lo mismo
en Nápoles que en España. Abel Hugo se la oyó decir a su padre, que la había
comentado con Jourdan. <<

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[413] ANF, 381 AP 5, dossier 1. El 20 de junio de 1808, Ferri-Pisani, considerándose

como «el más antiguo de vuestros servidores», le escribe al rey diciéndole que le
debe «la mayor felicidad por haberle dado la más tierna de las mujeres», la hija del
general Jourdan. <<

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[414] Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 142. <<

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[415] ANF, 381 AP 5, dossier 1. «Estadísticas». <<

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[416] Prueba de su resonancia es el nombre actual de todo un distrito de Londres,

Maida Vale. <<

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[417] Jacques Rambaud, Naples sous Joseph Bonaparte, op. cit., pp. 63 y ss. <<

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[418] Francesco Gaudioso, Brigantaggio, repressione e pentitismo nel Mezzogiorno

preunitario, Congedo Editore, S. A. Lecce, pp. 66 y ss. <<

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[419]
Sobre la terminología en uso, E Gaudioso, Il bantitismo nel Mezzogiorno
moderno tra punizione e perdono, Galatina, 2001, pp. 15-23. Realmente, el término
apareció por vez primera en 1799, usado por los franceses. Al designarse con él a los
rebeldes, los términos usuales hasta entonces de banditi, fuorbanditi, fuorilegge,
proditores, quedaron en desuso. <<

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[420] Francesco Gaudioso, Brigantaio, represione e pentitismo, op. cit., p. 29. <<

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[421] Véanse las numerosas cartas a Massena recogidas por Jacques Rambaud, Lettres

inédites ou éparses de Joseph Bonaparte á Naples (1806-1808), Plon-Nourrit, París,


1911, pp. 26 y ss. <<

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[422] M. Petrusewicz, «Signori e briganti. Represione del brigantaggio nel periodo

francese in Calabria: caso Barraco», en VV.AA., Storia e cultura del Mezzogiorno.


Studi in memoria di Umberto Caldora, Cosenza, 1978, pp. 339 y ss. <<

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[423] Francesco Gaudioso, Brigantaggio, represione e pentitismo nel Mezzogiorno
preunitario, op. cit., p. 16. <<

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[424] Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., pp. 140-141. <<

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[425]
M. Finley, The Most Monstrous of Wars. The Napoleonic Guerrilla War in
Southern Italy, 1806-1811, Universidad de Carolina del Sur, 1994. <<

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[426] Francesco Gaudioso, Brigantaggio, represione e pentitismo, op. cit., p. 217. <<

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[427] Victor Hugo raconté par un témoin de sa vie compara a Fra Diávolo con el

Empecinado, Canaris y Abd-el-Kader, personificaciones del mismo tipo que él llama


«el bandido legítimo en lucha con la conquista». Cit. en J. Rambaud, Naples sous
Joseph Bonaparte, op. cit., p. 104. <<

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[428] Bruto Amante, Fra Diávolo e il suo tempo 1796-1806, Nápoles, 1904, p. 69. <<

ebookelo.com - Página 787


[429] R. P. Coppini, A. Tosi, A. Volpi (ed.), L'Universitá di Napoleone, Edizioni Plus,

Pisa, 2004, pp. 81 y ss. <<

ebookelo.com - Página 788


[430] Collezione degli editti, determinazioni, decreti e leggi di S. M., anno 1806. O

Bulletino delle leggi del regno di Napoli, anni 1807-1810. <<

ebookelo.com - Página 789


[431] A. Mozzillo (ed.), Cronache
della Calabria in guerra: 1806-1811. Edizioni
Scientifiche Italiane, Nápoles, 1972. <<

ebookelo.com - Página 790


[432] ANF, 381 AP 8, 17 de marzo-30 de diciembre de 1806. <<

ebookelo.com - Página 791


[433] R. P. Coppini, Il granducato di Toscana. Dajla «anni francesa» ayunito, ATETA,

Turín, 1993. <<

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[434] AHN, Estado, leg. 5739, Remigio de Argumosa a Francisco Gil, 17 de junio de

1808. <<

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[435] ANF, 381 AP 12, dossier 1. <<

ebookelo.com - Página 794


[436]
ANF, AF IV 1714 A. Según Murat, las donaciones ordenadas por José se
elevaban a un total de 2549 420 ducados. <<

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[437] MDRJ, op. cit. vol. IV, pp. 230-231. <<

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[438] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 140. Una canción popular decía:

Lo Re da regnante, e' partito da brigante, La Regina e' venuta da mappina e'partita da


Regina. <<

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[439] L. Mascilli Migliorini, «Un paradigma per la societ5 ottocentesca: l'esercito

napoleónico», en La cultura delle armi. Saggi sull'etá napoleónica, Giannini, Pisa,


1992, pp. 151 y ss. <<

ebookelo.com - Página 798


[440] J Rambaud, Isous, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 158. <<

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[441] C. Capra, «Il dotto, il rico e il patrizio volgo…». «Notabili e funzionari nella

Milano napoleónica», en I Cannoni al Sempione: Milano e la «Grande Nation»


(1796-1815), Cariplo, Milán, 1986, pp. 37 y ss. <<

ebookelo.com - Página 800


[442] G. Cassandro, «La costituzione del Regno di Napoli sotto I napoleonidi», en Lex

cum moribus. Saggi di método e di storiagiuridica meridionale, Cacucci, Bari, vol. I,


1994, pp. 703 y ss. <<

ebookelo.com - Página 801


[443] P. Coletta, Storia del Reame di Napoli, ed. de Libreria Scientifica Editrice,
Nápoles, 1957, vol. II, pp. 283 y ss. <<

ebookelo.com - Página 802


[444] Jacques Rambaud, Lettres inédites ou éparses de Joseph Bonaparte, op. cit.,

p. 214 (Bayona, 23 de junio de 1808). <<

ebookelo.com - Página 803


[445]
A. M. Rao-P. Villani, Napoli 1799-1815. Dalla Repubblica alla monarchia
administrativa, Edizioni del Sole, Roma, 1995. <<

ebookelo.com - Página 804


[446] A. De Martino, Antico Regirne e rivoluzione nel Regno di Napoli. Crisi e
trasformazioni dell'ordinamento giuridico, Nápoles, 1971, pp. 137 y ss. Tales
tribunales fueron instituidos entre agosto y noviembre de 1806: en Nápoles, Terra di
Lavoro, Salerno, Montefusco, Calabria, Abruzos, Capitanata, Bari, Leche y
Basilicata. <<

ebookelo.com - Página 805


[447]
Miguel Batllori, La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos, Ed.
Gredos, Madrid, 1966, p. 326. <<

ebookelo.com - Página 806


[448] J Rambaud, Naples sous Joseph Bonaparte, op. cit., p. 344. <<

ebookelo.com - Página 807


[449] Melzi, Memorie e documenti, Milán, 1865, vol. II, p. 459. Cit. en J. Rinbaud,

Naples sous Joseph Bonaparte, op. cit. p. 457. <<

ebookelo.com - Página 808


[450] Saggio storico sulla rivoluzione di Napoli, edición crítica y amplia introducción

de A. De Francesco, Lacaita, Manduria, 1998. <<

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[451] Vittorio Scotti Douglas, «Gabriele Pepe e la sua visione della Spagna e della

guerra (1807-1809)», en Gli Italiani in Spagna nella guerra napoleónica (1807-


1813). I fatti, I testimoni, l'ereditá, (a cura diV. Scotti), Edizioni dell'Orso,
Alessandria, 2006, p. 283. <<

ebookelo.com - Página 810


[452] N. Cortese, L'esercito napoletano e le guerre napoleoniche. Spagna, Alto Adige,

Russia, Germania, Ricardo Ricciardi, Nápoles, 1928, pp. 27 y ss. <<

ebookelo.com - Página 811


[453] MDRJ, op. cit., vol. IV, p. 39. Fontainebleau, 18 de octubre de 1807. «En cuanto

a la idea de tener en Nápoles tropas napolitanas tan buenas como las mías le escribía
Napoleón, ¡yo no creo que viváis lo suficiente, ni vuestra hija para ver este milagro!».
<<

ebookelo.com - Página 812


[454] AHN, Estado, leg. 43. General Vives a Martín de Garay, 6 de diciembre de 1808.

Sobre el intento de sobornar en Cataluña al general Lechi, que «es codicioso


notoriamente». <<

ebookelo.com - Página 813


[455] N. Cortese, Memorie di un generale della Repubblica e dell'Impero. Francesco

Pignatelli príncipe di Strongoli, Laterza, Bar¡, 1927, 2 vols. <<

ebookelo.com - Página 814


[456] P. Coletta, History of the Kingdom of Naples, op. cit., vol. II, p. 17. <<

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[457] N. Cortese, «La storiografia meridionale del primo Ottocento. Vincenzo Cuoco,

Pietro Colletta, Luigi Blanch, Francesco e Vicenzo Pignatelli di Strongoli», en Atti


del Convegno Napoleone e 1'Italia, Accademia Nazionale dei Lincei, Roma, 1969,
vol. I, pp. 461-469. <<

ebookelo.com - Página 816


[458] T. Filangieri Fieschi, ll generale Carlo Filangieri príncipe di Satriano e duca di

Taormina, Fratelli Treves, Milán, 1902, p. 52. <<

ebookelo.com - Página 817


[459] Ana Maria Rao, «Le strutture militari nel Regno di Napoli durante il decenio

francese», en Atti del LVIII Congresso dell'Istituto per la storia del Risorgimento
italiano, Istituto per la Storia del Risorgimento italiano, Roma, 1998, pp. 254 y ss. <<

ebookelo.com - Página 818


[460] N. P. Desvernois, Mémoires du général baron Desvernois, ancien général au

service de joachim Murat, roi de Naples, commandeur de la Légion d'honneur et de


l'Ordre royal des Deux Siciles, Plon, París, 1898, p. 390. <<

ebookelo.com - Página 819


[461] N. Cortese, L'esercito napoletano, op. cit., vol. I, p. 19. <<

ebookelo.com - Página 820


[462] Según los historiadores italianos, José llevó a cabo una no fácil política en la que

tuvo en cuenta el equilibrio entre patriotas (como Abamonti y Galdi) y moderados


(cono Ricciardi y Zurlo). Una división que se daba también entre los ministros
franceses nombrados por José: ex convencionales y jacobinos como Salicetti,
Cavaignac y Briot; o constitucionales como Roederer, Miot o Dumas. <<

ebookelo.com - Página 821


[463]
«Aux Peuples du Royaume de Naples» (Bayona, 20 de junio de 1808), en
J. Rambaud, Lettres inédites ou éparses de Joseph Bonaparte a Naples, op. cit., pp.
212 y ss. <<

ebookelo.com - Página 822


[464] Jacques Rambaud, Lettres inédites ou éparses de Joseph Bonaparte a Naples

(1806-1808), op. cit., vol. IV y ss. <<

ebookelo.com - Página 823


[465] Jacques Rambaud, Naples sous Joseph Bonaparte, op. cit., pp. 216 y ss. <<

ebookelo.com - Página 824


[466] P. Villani, «L'etá rivoluzionaria e napoleónica», en La storiografia italiana degli

ultimi vent'anni, a cura di L. De Rosa, vol. II, L'etá moderna, Ronza-Bari, Laterza,
1989, pp. 163-207. <<

ebookelo.com - Página 825


[467] Storia d'Italia, Einaudi, Milán, 1973, vol. III, p. 224. <<

ebookelo.com - Página 826


[468] Pietro Coletta, History of the Kingdom of Naples, op. cit., vol. II, p. 70. <<

ebookelo.com - Página 827


[469] MDRJ, op. cit., vol. I, p. 108. <<

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[470] Sobre el secretismo proverbial con el que Napoleón llevó a cabo sus planes,

véase lo que, muchos años después, hablando sobre ello, dice fray Francisco
Alvarado, El Filósofo Rancio, Cartas críticas, Madrid, 1824, vol. I, p. 30. <<

ebookelo.com - Página 829


[471] Michael Glover, Legacy of glory The Bonaparte Kingdom ofSpain 1808-1813,

Charles Scribner's Sons, NuevaYork, 1971. <<

ebookelo.com - Página 830


[472]
Manuel Moreno Alonso, Napoleón. La aventura de España, Sílex, Madrid,
2004, p. 244. <<

ebookelo.com - Página 831


[473] BL, 636. G. 16(2). J. de A., Manifiesto imparcial y exacto de lo más importante

ocurrido en Aranjuez, Madrid y Bayona desde el 17 de marzo hasta el 15 mayo de


1808. <<

ebookelo.com - Página 832


[474] David G. Chandler, Las campañas de Napoleón. Un emperador en el campo de

batalla: de Tolón a Waterloo (1796-1815), La Esfera de los Libros, Madrid, 2005,


p. 701. «Los franceses perdieron en pocos días todo lo que habían conseguido hasta
entonces en la Península, poniendo de manifiesto su vulnerabilidad y su tendencia a
desesperarse cuando las cosas empezaban a ir mal». <<

ebookelo.com - Página 833


[475] Le Mémorial, op. cit., vol. I, p. 783. Fue lo que le dijo cínicamente en la reunión

de Bayona el consejero de Fernando VII Escoiquiz: «¿Queréis crearos un trabajo de


Hércules, cuando no tenéis a la nano más que un juego de niños?». <<

ebookelo.com - Página 834


[476] Gazeta Ministerial de Sevilla, martes, 27 de septiembre de 1808, n. 35, p. 275.

Según los patriotas de Sevilla, Napoleón «ha conquistado más con sus intrigas que
con sus armas». <<

ebookelo.com - Página 835


[477] André Fugier, Napoléon et L'Espagne, 1799-1808, Félix Alcan, París, 1930, vol.

II, p. 449. <<

ebookelo.com - Página 836


[478] Joseph Fouché, Mémoires complets et authentiques, Chez Jedan de Bonnot,
París, 1967, pp. 203-205. <<

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[479] HughThomas, Goya. El tres de mayo, 1808, Grijalbo, Barcelona, 1982, p. 55. <<

ebookelo.com - Página 838


[480] M. Moreno Alonso, Napoleón. La aventura de España, op. cit., pp. 268 y ss. <<

ebookelo.com - Página 839


[481] CdN XVII, n. 13. 844, 10 de mayo de 1811. También, MDRJ, op. cit., vol. IV,

p. 228. <<

ebookelo.com - Página 840


[482] The Times, martes, 28 de junio de 1808, p. 2. Este día fue cuando se publicó en

Inglaterra la noticia de la accesión al trono de España de José Bonaparte. <<

ebookelo.com - Página 841


[483] Stendhal, Vida de Napoleón, op. cit., vol. III, p. 1. 072. <<

ebookelo.com - Página 842


[484] En un discurso al Cuerpo Legislativo, el 2 de marzo de 1806, Napoleón declaró

de forma rotunda: «Mis enemigos han quedado confundidos y humillados. La Casa


de Nápoles ha perdido su corona. La península de Italia, toda entera, forma parte del
gran Imperio». <<

ebookelo.com - Página 843


[485]
Annual Register de 1808, cit. por Azanza y O'Farrill en su Memoria justi
acativa, vol. I, p. 324. <<

ebookelo.com - Página 844


[486] Manuel Godoy, Memorias, op. cit., vol. II, p. 161. <<

ebookelo.com - Página 845


[487] Ibíd., vol. II, p. 162. Según Godoy, el Papa reconoció a José como rey de

Nápoles «sin tardarse». E incluso, por agradarle, cerró sus fronteras y puertos a «los
miserables emigrados de aquel reino que iban buscando asilo y huyendo de la muerte
a los Estados Pontificios». <<

ebookelo.com - Página 846


[488] Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, ed.

de BAE, Madrid, 1953, p. 2. Según Toreno, Bignon en su Historia de Francia —


escrita por encargo que Napoleón le dejó en su testamento— negó tanto este hecho
como los que tenían conexión con él. Pero esta otra era también la tesis del general
Foy, amigo y compañero de Bignon. Según Toreno, después de que fuera comunicada
al gabinete de Madrid la cesión a José Bonaparte de la corona de Nápoles, se dio
orden al embajador español en París para que éste se presentase a Talleyrand y le
expusiese verbalmente los derechos a aquella corona de Carlos IV y su estirpe.
«Cierto —escribe Toreno— que los acontecimientos posteriores y la debilidad del
gobierno español no consintieron apoyar con la correspondiente energía las
reclamaciones empezadas, ni continuadas; pero ellas prueban no ser infundado cuanto
en el caso refiere el autor de esta historia». <<

ebookelo.com - Página 847


[489] Manuel Godoy, op. cit., vol. II, pp. 82-83. Godoy, según dice, replicó al
embajador: «Los reyes —dije entonces— representan a los pueblos; y si votarse por
la patria, aunque sea injusta, es un gran merecimiento, votarse por sus reyes es lo
mismo». <<

ebookelo.com - Página 848


[490] Ibíd., vol. II, pp. 510-511. La proclama, fechada en El Escorial, el 6 de octubre

de 1806, fue acompañada de una circular a las autoridades en que se pedía a los curas
párrocos en nombre del rey que éste contaba «muy especialmente con su cooperación
para levantar el espíritu nacional». También se hacía un llamamiento a la nobleza al
tratarse en el día «de la conservación de su estado y de sus ventajas sociales no
menos que del interés de la corona y de la guarda de la Monarquía». <<

ebookelo.com - Página 849


[491] ANF, AFiv, 1680. Al negociar el tratado, Napoleón pidió informes sobre España.

Y Champagny, su ministro de Asuntos Exteriores, le remitió el 25 de octubre de 1807


una estadística muy completa de la población de España por reinos y ciudades. Se
daba la cifra total de 10. 730. 000 habitantes. <<

ebookelo.com - Página 850


[492] Godoy, Memorias, op. cit., vol. II, p. 185. <<

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[493] M. Moreno Alonso, «El ratón y el queso», en Napoleón. La aventura de España,

op. cit., pp. 69-100. <<

ebookelo.com - Página 852


[494] Azanza y O'Farrill, Memoria justificativa, op. cit., vol. I, p. 321. «¿Hay quien no

confiese, aún hoy día, que Napoleón pudo consolidar su obra y el poder
preponderante de la Francia en Europa, si hubiera querido o sabido detenerse a
tiempo en la carrera peligrosa de la ambición?». <<

ebookelo.com - Página 853


[495] BL, 1480. dd. 8(11). Reflexiones sobre el estado actual de la Nación española,

Cartagena, Imp. de la Marina, 1810, p. 3. <<

ebookelo.com - Página 854


[496] PRO. FO. 72/59, ff. 21-22. Mr. Stuart desde Aranjuez (5 de octubre de 1808). <<

ebookelo.com - Página 855


[497] M. Moreno Alonso, Ingleses, franceses y prusianos en España (Entre la
Ilustración y el Romanticismo), Alfar, Sevilla, 2004, pp. 207 y ss. <<

ebookelo.com - Página 856


[498] Federico Suárez, La crisis política del Antiguo Régimen en España, Madrid,

1950, p. 60. <<

ebookelo.com - Página 857


[499] Azanza y O'Farrill, op. cit., vol. I, p. 331. <<

ebookelo.com - Página 858


[500] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 289. Durante su estancia en Estados Unidos, José,

indignado con la deformación que los memorialistas hacían de aquellos años, salió al
paso de tales inexactitudes en la Revue Américaine del 1 de junio de 1828. Según su
propia versión, en la entrevista de Venecia de diciembre de 1807, José tuvo
conocimiento de las disensiones de la Casa de España. Pero, según él, entonces «no
hubo nada enunciado, nada decidido cuando él recibió la invitación de dirigirse a
Bayona». <<

ebookelo.com - Página 859


[501] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. II, p. 350. <<

ebookelo.com - Página 860


[502] Cfr. La reconstrucción de la escena en Emil Ludwig, Napoleón, ed. Juventud,

Barcelona, 1956, pp. 258-259. <<

ebookelo.com - Página 861


[503] DN, 1635. Thibaudeau es un personaje del entorno de José en los comienzos de

su carrera. Amigo de Salicetti, fue miembro de la Convención, donde votó también la


muerte de Luis XVI. Después aplaudió la caída de Robespierre. Era un
revolucionario de gobierno, «un jacobino empolvado», diría de él Napoleón. Desde
su elección al Consejo de los Quinientos, estuvo próximo a José y fue fiel a la
familia. Su longevidad le permitió ser miembro del Senado en tiempos de Napoleón
III, con cerca de noventa años. <<

ebookelo.com - Página 862


[504]
Barón Albert du Casse, «Documents inédits relatives au Premier Empire.
Napoléon et le roi Joseph», Revue Historique, 1879, X, p. 349. <<

ebookelo.com - Página 863


[505]
MDRJ, op. cit., vol. X, pp. 296-300. José aclaró todos estos extremos a
Thibaudeau en carta de 19 de mayo de 1829, desde América. Tras las aclaraciones de
José en la Revue Américaine, aquél le escribió desde Bruselas, diciéndole cuál era la
versión que él tenía de lo sucedido. <<

ebookelo.com - Página 864


[506] MDRJ, op. cit., vol. IV, p. 227. <<

ebookelo.com - Página 865


[507] Manifiesto de los procedimientos del Consejo Real en los gravísimos sucesos

ocurridos desde octubre del año próximo pasado, Madrid, 1808. Impreso
inmediatamente después de la victoria de Bailén. <<

ebookelo.com - Página 866


[508] MDRJ, vol. IV, p. 231. José recibió la carta el 21 de mayo de 1808, y no hizo

más que una objeción que encargó a su ayudante de campo Tascher de la Pagerie que
se la transmitiera de inmediato a Napoleón. «Hay mañana le decía—, día de fiesta de
la reina, una inmensa reunión a la cual es preciso necesariamente que yo asista si yo
no quiero que tres mil personas escriban al día siguiente que yo me he ido…». Según
le adelantaba a su hermano, José saldría el día 23. Y le añadía: «Desde que Vuestra
Majestad habrá juzgado que no debo retornar a Nápoles, os ruego que me enviéis un
correo para que yo mande el aviso a mi mujer e hijas de que partan; su salud es mala
y su situación empeorará cada día». <<

ebookelo.com - Página 867


[509] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 285. Realmente Luciano salió para

América, pero su barco fue interceptado por una fragata inglesa. Y él lo mismo que
Alejandrina fueron llevados a Inglaterra. Fue tratado generosamente. En Inglaterra
nacería Carlos, su hijo mayor. <<

ebookelo.com - Página 868


[510] Es necesario aclarar que los correos de la época funcionaban con una rapidez y

regularidad que hoy sorprenden. La larga distancia entre Nápoles y Bayona duraba
nueve días. Y cada día salía un correo en ambas direcciones. <<

ebookelo.com - Página 869


[511] Conde de Toreno, Historia del levantamiento, op. cit., pp. 83-84. La cuestión de

cómo fue proclamado José rey de España dio lugar en su tiempo a numerosas
discusiones sobre la base de lo contado por Girardin, el general Foy o Bignon en su
Historia de Francia, encargada por Napoleón. Para dar la suya, Toreno dice haber
recurrido «por medio de personas autorizadas y fidedignas a José Bonaparte mismo».
Personas todas las cuales vivían entonces (1842) en Florencia. Estas personas
respondieron que «de cuanto habían visto estampado, incluso las Memorias de Mr.
Estanislao Girardin, acerca de lo que acaeció en 1808 entre el rey José y su hermano
el emperador Napoleón, ya en Bayona, ya antes, ninguna relación era tan puntual
como la del conde de Toreno». Con la particularidad de que el propio José añadió de
por sí «que se admiraba de que dicho Toreno hubiese tenido conocimiento tan
verdadero y circunstanciado de aquellos sucesos». <<

ebookelo.com - Página 870


[512]
E. Ducéré, «Arrivée á Bayonne du roi Joseph», Bulletin de la Société des
Sciences et Arts de Bayonne, Bayona, 1906, pp. 157 y ss. <<

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[513] Conde de Toreno, Historia del levantamiento, op. cit., p. 84. Según este autor le

manifestó también haber dispuesto del reino de Nápoles para colocar en él a Luciano,
una indicación que, al parecer «movió a José más que otra razón alguna, por el tierno
amor que profesaba a aquel su hermano». <<

ebookelo.com - Página 872


[514] En el viaje de incógnito desde Nápoles a Bayona en sólo tres carruajes, el

séquito que le acompaña estaba formado por su amigo Girardin, su sobrino


Bienvenido Clary, Franceschi-Delonne, Merlin y Tascher. Desde Bayona llamará a su
médico Paroisse, a su consejero Roederer y a su ayudante de campo Clermont-
Tonnerre. <<

ebookelo.com - Página 873


[515] Gabriel Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., pp. 187-188. Es mérito de

este biógrafo, que considera esta carta como «la mas sincera que haya escrito jamás»
José, haber utilizado exhaustivamente las cartas personales con Julia de los fondos
Wellington, existentes en la biblioteca del Instituto de Francia (Ms. 5669). La carta
del 2 de julio escrita a la duquesa es la única dirigida a ella que contiene estos fondos.
Y muy bien pudo no haberla enviado nunca a su destino. <<

ebookelo.com - Página 874


[516] Según las cartas personales que obraban en el archivo privado del biógrafo Girod

de L'Ain, este temor a lo desconocido lo presiente su amante la duquesa de Atri, que


siente su lejanía, que teme por su seguridad en Madrid («Yo tiemblo por ti»), que
tiene un «funesto presentimiento» de que no lo volverá a ver más. El día 2 de agosto
de 1808 le dice: «Día terrible, la proclamación del nuevo rey ha provocado en mí un
excesivo dolor», Joseph Bonaparte, op. cit., p. 193. <<

ebookelo.com - Página 875


[517] Alfredo Serrano, «Recuerdos históricos. La residencia de Marrac», La España

Moderna, Madrid, 1909, n. 252, pp. 128 y ss. <<

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[518] AHN, Estado, leg. 3004. Bayona, 25 de mayo de 1808. <<

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[519] Sobre los posibles monólogos de aquellos días, entre su llegada a Bayona y su

llegada posterior a Madrid el 20 de julio de 1808, trata la afamada novela histórica de


Juan Antonio Vallejo-Nágera, Yo, el rey, Madrid, Planeta, Barcelona, 1985. <<

ebookelo.com - Página 878


[520] Murat, Lettres et documents pour servir á l'histoire de Joachim Murat (1767-

1815), París, 1908-1914. Lo correspondiente a su lugartenencia en España se


encuentra en los vols. V y VI. <<

ebookelo.com - Página 879


[521] ANF, AFiv, 1680. Carta de la ex reina de Etruria, hija de la reina destronada, a

Murat, 26 de marzo de 1808. <<

ebookelo.com - Página 880


[522] Murat, Lettres et documents, op. cit., vol. V, p. 406. <<

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[523] Moniteur, 3 de mayo de 1808. <<

ebookelo.com - Página 882


[524] ANF, AFiv, 1680. En su famoso informe, Tournon, en cambio, informó a
Napoleón que «la nación española no se parece a ninguna otra y no se la puede juzgar
sino desde dentro. Juzgo importantísimo que V. M. I. se decida a venir lo más pronto
posible y no adopte ningún partido hasta ver las cosas por sí mismo. Los españoles
tienen un carácter noble y generoso, pero tienden a la ferocidad y no soportarán ser
tratados como nación conquistada». Cfr. M. Izquierdo Hernández, «Informes sobre
España (diciembre de 1807 a marzo de 1808) del Gentil Hombre Claudio Felipe,
Conde de Tournon-Simiane, al emperador Napoleón I», Boletín Real Academia de la
Historia, 1955, CXXXVII, pp. 315-329. <<

ebookelo.com - Página 883


[525] CdN, op. cit., vol. XVII, pp. 67-70. <<

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[526] La proclama original de Murat del día 2 de mayo decía «la populace de Madrid».

En la publicada en el Diario de Madrid el día 4 se tradujo la frase como «la población


de Madrid». Pero al día siguiente, el mismo diario, por orden de Murat, rectificó la
traducción, estampando la auténtica —el populacho—, porque el gran duque de Berg
«está muy distinto de confundir el pueblo con el populacho». La primera relación del
«2 de mayo» se debió al médico D. Pedro Pascasio Fernández Sandino, Noticia de lo
ocurrido el día 2 de mayo de 1808 en el Parque de Artillería de Madrid y asombroso
valor de los inmortales Ruiz, Daoíz y IVelarde, Imp. de Gómez Fuentenebro,
Badajoz, agosto de 1808. <<

ebookelo.com - Página 885


[527] CdN, XVII, n. 13. 989. <<

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[528] Ibíd., XVII, 110-111. A Murat, 12 de mayo de 1808, a las dos de la tarde. <<

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[529] AHN, Consejos, leg. 5525, n. 4. Manifiesto de los procedimientos del Consejo

Real en los gravísimos sucesos ocurridos desde el año próximo pasado (Madrid,
1808). <<

ebookelo.com - Página 888


[530]
Ch. Geoffroy de Grandmaison, Correspondance du Comte La Forest,
Ambassadeur de France en Espagne, París, 1905-1913, vol. I, pp. 46-125. <<

ebookelo.com - Página 889


[531] Jean Tulard, Murat, París, 1983. Murat llegó a Bayona el 3 de julio todavía

enfermo, pues viajó en litera. Desde el 26 de junio le esperaba allí Carolina


Bonaparte. El 10 de julio fue a visitarle el emperador en la casa que éste había
alquilado para él al borde del Nive. Por un decreto de 15 de julio de 1808, el
emperador lo nombró «Joaquín 1, rey de Nápoles y de Sicilia». <<

ebookelo.com - Página 890


[532] AMAE, Mémoires et documents, Espagne, vol. 379, ff. 70 y ss. <<

ebookelo.com - Página 891


[533]
Juan Mercader Riba, José Bonaparte rey de España, 1808-1813, Historia
externa del reinado, CSIC, Madrid, 1971, p. 28. <<

ebookelo.com - Página 892


[534] CdN, XVII, n. 13. 876. El 3 de mayo de 1808, desde Burgos, el general
Bessiéres comunicaba a Napoleón que ciertas personalidades como el general Cuesta,
el príncipe de Castel Franco o el duque del Parque estaban de acuerdo con la idea de
reunir Cortes. <<

ebookelo.com - Página 893


[535] AHN, Estado, leg. 68, doc. 167. <<

ebookelo.com - Página 894


[536] Geoffroy de Grandmaison, Correspondance du Comte de La Forest, op. cit., vol.

I, p. 222. <<

ebookelo.com - Página 895


[537] Carlos Sanz Cid, La Constitución de Bayona. Labor de redacción y elementos

que a ella fueron aportados, según los documentos que se guardan en los Archives
Nationales de París y los Papeles reservados en la Biblioteca del Real Palacio, Reus,
Madrid, 1922, p. 70. <<

ebookelo.com - Página 896


[538] ANF, AFiv 1680. Informe del letrado del Consejo, Fréville, 4 de junio de 1808.

<<

ebookelo.com - Página 897


[539] Hans Juretschke, Los afrancesados en la Guerra de la Independencia, Rialp,

Madrid, 1962, p. 43. <<

ebookelo.com - Página 898


[540] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. I, p. 45. Madrid, 25 de mayo de 1825. <<

ebookelo.com - Página 899


[541]
CdN, XVII, n. 13 967. A Murat, Bayona, 23 de mayo de 1808. Napoleón
ordenaba a Murat que consultara al embajador y al auditor Fréville, a la sazón en
Madrid. De la misma manera que le recomendaba a Murat que reuniese a cinco o seis
miembros de la Junta de Gobierno o del Consejo de Castilla, los más influyentes,
para su supervisión. <<

ebookelo.com - Página 900


[542] Ibíd., XVII, n. 13 989. Expedida en Bayona el 25 de mayo de 1808. <<

ebookelo.com - Página 901


[543] Carlos Sanz Cid, La Constitución de Bayona, op. cit., pp. 123-124. <<

ebookelo.com - Página 902


[544] CdN, XVII, n. 14 099. Bayona, 16 junio 1808. Este mismo día Napoleón le decía

a su hermano que, cuando al día siguiente se dirigiera a la junta, era necesario que le
hablara del «dolor» que experimentaba por los acontecimientos que habían tenido
lugar en España. «Será bueno —le decía— que este discurso sea extenso y cuidado».
Le recomendaba como secretario íntimo a Hédouville, que hablaba «perfectamente»
español. <<

ebookelo.com - Página 903


[545] El texto de la Nueva Constitución fue publicado en Madrid, en la imprenta de

Alban, en 1808, 74 págs. Una edición facsímil se publica enVV. AA, Historia
General de España y América, Rialp, Madrid, 1981, vol. XII, pp. 567-585. <<

ebookelo.com - Página 904


[546] Gazeta de Madrid, jueves 14 de julio de 1808. Particularmente desdichada fue la

iniciativa de trasladarse todos los diputados al castillo de Marrac para dar las gracias
a Napoleón. <<

ebookelo.com - Página 905


[547] Juan Nellerto (seudónimo de J. A. Llorente), Memorias para la historia de la

Revolución española, con documentos justificativos recogidos y compilados, París,


1814, vol. I, p. 113. <<

ebookelo.com - Página 906


[548] José García de León y Pizarro, Memorias, ed. Revista de Occidente, Madrid,

1953, vol. I, p. 91. <<

ebookelo.com - Página 907


[549] La Gazeta de Madrid la publicó los días 27, 28, 29 y 30 de julio de 1808,

coincidiendo con la entrada del nuevo rey en Madrid tras su proclamación en Bayona.
Una vez más, volvió a publicarse entre el 29 de marzo y el 2 de abril de 1809. <<

ebookelo.com - Página 908


[550]
Una «especie de carta otorgada» es como la ha considerado José Antonio
Escudero, Curso de Historia del Derecho (Fuentes e Instituciones político-
administrativas), Madrid, 1985, p. 873. Sin embargo, Francisco Tomás y Valiente no
incluye la «Carta de Bayona de 1808» entre las constituciones históricas españolas de
acuerdo con la noción (un tanto absurda dada la experiencia constitucionalista
española) de «mínimo constitucional», a saber, la necesidad de que el texto que
pretenda denominarse Constitución proceda, como la Declaración francesa, «de los
representantes del pueblo…constituidos en Asamblea Nacional» (Códigos y
Constituciones, Alianza, Madrid, 1989, pp. 126-127). <<

ebookelo.com - Página 909


[551] Diego Sevilla Andrés, Constituciones
y otras leyes y proyectos políticos de
España, Editora Nacional, Madrid, 1969, vol. I, pp. 49-68. <<

ebookelo.com - Página 910


[552] Gabriel H. Lovett, La Guerra de la Independencia y el nacimiento de la España

contemporánea, Península, Barcelona, 1975, vol. I, p. 121. Según desde el punto de


vista, siempre relativo, que se mire, tiene sentido la consideración de este autor, para
el cual, el Estatuto de Bayona tiene «una naturaleza menos liberal de lo que se ha
solido decir». <<

ebookelo.com - Página 911


[553] AHN, Diversos, leg. 3608, carpeta 4, f. 103. «Verdadero amor a la patria o

conducta de D. JosefAntonio Caballero Campo y Herrera, marqués Caballero, desde


el día 13 de marzo de 1808 hasta el 29 de julio, en que salió de Madrid, siguiendo al
rey N. S. don Josef Napoleón primero». <<

ebookelo.com - Página 912


[554] Carlo Ghisalberti, «Tra Baiona e Cadice. Illusioni e miti in due
Costituzionalismi», en Gli Italiani in Spagna pella Guerra Napoleonica (1807-1813),
op. cit., pp. 45-46. <<

ebookelo.com - Página 913


[555] Félix José Reinoso, Examen de los delitos de infidelidad a la patria, imputados a

los españoles sometidos baxo la dominación francesa, Auch, 1818, p. 132. <<

ebookelo.com - Página 914


[556] Carlos Sanz Cid, La Constitución de Bayona, op. cit., pp. 211, 218. <<

ebookelo.com - Página 915


[557] ANF, AFiv 1621 (1), Informe sobre Santander de Henri de Raucheret (16 de

diciembre de 1808). <<

ebookelo.com - Página 916


[558] AHN, Consejos, leg. 17 785. Presupuestos del ministerio de varios meses de

1810. <<

ebookelo.com - Página 917


[559] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. IV, p. 198. Muy agudo era el juicio

emitido por él, por ejemplo, sobre Quintana, «conocido por la petulancia de sus
opiniones republicanas, gran partidario de Francia bajo el régimen de la Convención,
más frío bajo el Directorio, enemigo encarnizado desde el Dieciocho de Brumario del
año VIII» (Juicio emitido el 26 de octubre de 1810). <<

ebookelo.com - Página 918


[560] AMAS, Correspondance diplomatique, vol. 678, ff. 181 a 184. Madrid, febrero

de 1809. <<

ebookelo.com - Página 919


[561] Gaceta Extraordinaria, 22 de marzo de 1808. El nuevo rey justificaba por qué

mantenía a Cevallos a pesar de estar casado con una prima hermana del Príncipe de la
Paz, porque «[…] nunca ha entrado en las ideas y designios injustos que se suponen
en este hombre, y sobre los que he mandado se tome conocimiento». <<

ebookelo.com - Página 920


[562] CdN, XVIII, n. 14 015. A Murat, Bayona, 28 de mayo de 1808. A Napoleón le

gustaba Caballero para ministro de su hermano, a pesar de su «mala reputación». <<

ebookelo.com - Página 921


[563] ARP, Madrid, caja 251. «Lista de la comitiva que llegó con S. M. a Valencay»,

hecha en 1814 para darles el distintivo de honor. <<

ebookelo.com - Página 922


[564] Félix José Reinoso, Examen de los delitos, p. 82. <<

ebookelo.com - Página 923


[565] De los firmantes, entre los más conocidos destacan Azanza, Urquijo, Antonio

Ranz Romanillos, Manuel de Lardizábal, el príncipe de Castelfranco, el duque del


Parque, el arzobispo de Burgos, el duque de Frías, el de Híjar, el conde de Orgaz, el
marqués de Santa Cruz, el conde de Fernán Núñez, el conde de Santa Coloma, Juan
José de Yandiola, José María de Lardizábal, Francisco Zea, Raymondo Thenhard,
Manuel Romero, Francisco Amorós, Francisco Angulo, Juan Soler, Pedro Cevallos,
el duque del Infantado, José Gómez Hermosilla, Vicente Alcalá Galiano, Miguel
Ricardo de Alava, Pablo Arribas, Vicente González Arnao, Juan Antonio Llorente, el
marqués de Casa Calvo, el marqués de las Hormazas o Juan Mauri, entre otros. <<

ebookelo.com - Página 924


[566] Gazeta de Madrid, miércoles 13 de julio de 1808, n. 85, pp. 796-797. <<

ebookelo.com - Página 925


[567] Miguel Artola, Los afrancesados, Barcelona, 1997, p. 94. <<

ebookelo.com - Página 926


[568] José M. Cuenca Toribio, La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo

(1808-1814), Encuentro, Madrid, 2006, p. 41. <<

ebookelo.com - Página 927


[569] MDRJ, op. cit., vol. IV, pp. 377-378. Bayona, 16 de julio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 928


[570] CdN, XVII, n. 14 015. <<

ebookelo.com - Página 929


[571] CdN, XVII, n. 13 930. <<

ebookelo.com - Página 930


[572] CdN, XVII, n. 13 936. <<

ebookelo.com - Página 931


[573] Geoffroy de Grandmaison, L'Espagne et Napoléon I (1804-1809), París, 1908,

vol. I, p. 255. Este autor lo llama por su poca fiabilidad y versatilidad «el Talleyrand
español». <<

ebookelo.com - Página 932


[574] «Memoria justificativa», en Memorias de Fernando VII, vol. I, p. 303. Azanza

llevó consigo para el efecto al que fue convocado a Vicente Alcalá Galiano, tesorero
general; al consejero de Hacienda, Antonio Ranz Romanillos; al oficial mayor de la
Secretaría, Cristóbal de Góngora; al ministro de la junta de Comercio y Moneda, Juan
Orovio y al empleado en la Caja de Consolidación, Ramón Bango. La Memoria que
el ministro presentó a Napoleón la prepararon en el camino. <<

ebookelo.com - Página 933


[575] Jovellanos, Obras Completas, vol. IV, p. 515. <<

ebookelo.com - Página 934


[576] AGI, Diversos, I, A. 1808. R. 3. Azanza al superintendente de la Real Casa de la

Moneda de Lima, recomendando el cambio de monarquía y beneficios del gobierno


del rey José (15 de mayo de 1808). <<

ebookelo.com - Página 935


[577]
BL, Add. 51 623 (125-126). Azanza a Holland, 9 de mayo de 1803,
agradeciéndole las gacetas que le había enviado el lord así como el discurso de su tío
Fox. <<

ebookelo.com - Página 936


[578] AGI, Estado, leg. 63. Proclama de José Bonaparte a los americanos naturales de

las Indias Occidentales (Palacio Real de Madrid, 22 de marzo de 1810). <<

ebookelo.com - Página 937


[579] Marqués deillaurrutia, El rey José Napoleón, Librería Española y Extranjera,

S. A., Madrid, p. 33. <<

ebookelo.com - Página 938


[580] MDRJ, op. cit., vol. IV pp. 357-358. Bayona, 16 julio 1808. <<

ebookelo.com - Página 939


[581] Gazeta de Madrid, miércoles 13 de julio de 1808, n. 85, p. 797. <<

ebookelo.com - Página 940


[582] Fernando de Antón del Olmet, «La Secretaría de Estado de Josef Bonaparte», La

España Moderna, 1913, n. 295, p. 65. <<

ebookelo.com - Página 941


[583] Diccionario Historia de España, Revista de Occidente, vol. III, p. 852. <<

ebookelo.com - Página 942


[584]
Manuel Moreno Alonso, La foja del liberalismo en España. Los amigos
españoles de lord Holland (1793-1840), Congreso de los Diputados, Madrid, 1997,
pp. 84 y ss. <<

ebookelo.com - Página 943


[585] Diccionario de Historia de España, op. cit., vol. III, p. 84. <<

ebookelo.com - Página 944


[586] CdN, I, 27. Madrid, 22 de mayo de 1808. <<

ebookelo.com - Página 945


[587] AHN, Estado, leg. 3073. Pamplona, 17 de marzo de 1810. Cuando Napoleón

pretendió seccionar las provincias del norte, Juan Hernández, consejero del Gobierno
y superintendente, le escribió a O'Farrill diciéndole que aunque estuviera empleado al
servicio del general Dufour, «mi primera obligación era la de servir a mi rey y hacer
su voluntad y, por tanto, deseaba saber si era de la aprobación de S. M. el que
continuara trabajando aquí». <<

ebookelo.com - Página 946


[588] Diccionario Historia de España, op. cit., vol. II, p. 983. <<

ebookelo.com - Página 947


[589] BL, Add. 51 624 (86-87). Carta de John Hunter, Gijón, 28 de julio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 948


[590] Francisco Díaz Torrejón, Cartas josefinas. Epistolario de José Bonaparte al
conde Cabamis (1808-1819), Falcata, Fundación Genesian, Sevilla, 2003, p. 143.
Equivocadamente, este autor cree que «no hay contacto previo» entre el ministro y el
rey «por una sencilla razón: Cabarrús no había sido comisionado a la Asamblea de
Notables y permanecía en España». E insiste: «[…] José Bonaparte consigna el
nombramiento de este hombre por recomendación y consejos ajenos, porque hasta
entonces no había tenido la oportunidad de conocerlo personalmente. Por tanto, el
Rey obra a instancias de terceras personas que conocen bien a Cabarrús». <<

ebookelo.com - Página 949


[591] E. La Parra, La alianza de Godoy con los revolucionarios (España y Francia

afines del siglo XVIII), CSIC, Madrid, 1992, pp. 121 y ss. <<

ebookelo.com - Página 950


[592] Azara, Memorias, op. cit., pp. 303. <<

ebookelo.com - Página 951


[593] Ibíd., p. 305. <<

ebookelo.com - Página 952


[594] Para lo referente a los negocios de Cabarrús a caballo entre España y Francia,

Michel Zylberberg, Une si douce domination. Les milieux d'affaires francais et


l'Espagne vers 1780-1808, Comité pour l'Histoire Economique et Financiére, París,
1993. <<

ebookelo.com - Página 953


[595] Le Mémorial, op. cit., vol. I, p. 962. En casa de aquella mujer «tan amable, tan

buena y tan bella», frecuentaba Napoleón los bailes de máscaras. <<

ebookelo.com - Página 954


[596] Azara, Memorias, op. cit., p. 316. Cabarrús había nacido en Bayona, donde el

ministro tuvo una casa de comercio muy floreciente, en la que sirvió su hijo
Domingo, amigo del ministro sevillano don Francisco Saavedra, después de la muerte
de su otro hermano Francisco en 1794 al servicio de la República francesa. <<

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[597] No he podido documentar la visita de Teresa Cabarrús a Nápoles durante el

tiempo del reinado de José como sostiene algún autor, aunque se encuentra en Sevilla
con José en los funerales de su padre, en abril de 1810. <<

ebookelo.com - Página 956


[598] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, pp. 142-143. <<

ebookelo.com - Página 957


[599] Jovellanos, Obras Completas. Correspondencia. Instituto Feijoo, Oviedo, 1988,

vol. IV, p. 558. <<

ebookelo.com - Página 958


[600] ANF, 381 AP 16. Dossier 6. Casa del rey, 1808-1813. Correspondencia dirigida

al rey por el príncipe Masserano, gran maestre de ceremonias; conde de Mélito,


superintendente general de la Casa del rey; el marqués de Montehermoso, chambelán.
<<

ebookelo.com - Página 959


[601] CdN, XVII, 14 099. Bayona, 16 de junio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 960


[602] El marqués de Villaurrutia dice haber comprado en subasta pública en Londres el

Reglamento para la Servidumbre y Administración de la Casa Real de Su Majestad


Católica, el señor rey D. Josef Napoleón I, que Dios guarde, que fue hallado en el
coche de éste en la batalla de Vitoria, habiéndoselo adjudicado como botín de guerra
el general Murray, jefe de Estado Mayor de Welhngton. El Reglamento —dividido en
19 títulos y 205 artículos, en extremo minucioso— contemplaba la creación desde el
Limosnero hasta el Montero Mayor, y según Villaurrutia parecía «destinado a Corte
más fastuosa y reducida que la del rey José» (El rey José Napoleón I, passim, pp. 55-
57). <<

ebookelo.com - Página 961


[603] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. I, p. 184. <<

ebookelo.com - Página 962


[604] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 12. <<

ebookelo.com - Página 963


[605] Rafael Fernández Sirvent, Francisco Amorós y los inicios de la educación física

moderna. Biografía de un funcionario al servicio de España y Francia, Universidad,


Alicante, 2005, pp. 128-129. «No castellanos: ahora pugnaremos por sostener un rey
colmado de virtudes, una Constitución que restituye a la verdadera Religión su
esplendor, al Pueblo sus derechos, al hombre su dignidad y a la Nación todas sus
prerrogativas augustas, su noble independencia, su libertad, su riqueza y sus
honores», decía Amorós. <<

ebookelo.com - Página 964


[606] Gazeta de Madrid, martes 26 de julio de 1808, n. 98, p. 899. <<

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[607] MDRJ, vol. IV, p. 398. <<

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[608] Gazeta de Madrid, miércoles 13 de julio de 1808, n. 85, p. 796. «Real decreto de

7 de julio de 1808». <<

ebookelo.com - Página 967


[609] ARP, Madrid, Papeles reservados Fernando VII, Tomo VII, f. 5. «Individuos que

obtuvieron durante la dominación francesa la llamada Orden de España que


estableció el intruso rey» (1814). <<

ebookelo.com - Página 968


[610] AHN, Estado, leg. 3146. Casi un año antes, en el mismo lugar, los guerrilleros de

Mina interceptaron el equipaje del mariscal Massena, obteniendo un gran éxito. <<

ebookelo.com - Página 969


[611] Abel Hugo, «Souvenirs sur Joseph Napoleon», Revue des Deux Mondes, París,

1834, vol. IV, p. 114. <<

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[612] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, pp. 222-223. <<

ebookelo.com - Página 971


[613] ANF, 381 AP 26, dossier 3, informe de Gaspard. <<

ebookelo.com - Página 972


[614] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VI, p. 193. Madrid, 20 de abril de 1812.

Según el embajador, Deslandes, cuya muerte tanto afectó al rey, salió de Madrid el 23
de marzo de 1812 con un cuerpo polaco que conducía más de 400 soldados
españoles. Su muerte se debió a una negligencia, al ir las tropas de vanguardia
distantes del centro, momento en que los brigantes actuaron cogiendo a su mujer y a
otras cuantas danzas. Entonces aquellos asesinaron al secretario al tiempo que
destrozaban los vehículos «para asegurarse que ningún papel escapaba a sus
pesquisas». <<

ebookelo.com - Página 973


[615] AHN, Estado, leg. 3116. «Sujetos adictos y en actual servicio al intruso Josef

Napoleón, tanto militares como civiles». <<

ebookelo.com - Página 974


[616] BL, 9180. c. 10. Papel curioso. Régimen de los franceses en España. Detallado

por un oficial recién llegado de Madrid a sus compañeros. O pintura de los sujetos
que están a la cabeza de los negocios en el nuevo reyno imaginario del títere de
comedia, y rey en ciernes Pepe Botella, reimpreso en Casa de Arizpe, México, 1809,
10 págs. <<

ebookelo.com - Página 975


[617] Godoy, Memorias, 1, p. 165. Napoleón el 26 de octubre de 1807, con motivo del

tratado, le decía: «Escuchad, gran mariscal; buscad a Izquierdo en vuestra casa, en la


de Talleyrand, en la de Hervás, en donde quiera que estuviere; es necesario que
acabemos». <<

ebookelo.com - Página 976


[618] AHN, Estado, leg. 3437. En 1821, Hervás publicó, El Marqués de Almenara a su

defensor y a sus jueces. En la causa intentada contra él por el agente de la Hacienda


pública en 181. 3, Madrid, 40 págs. <<

ebookelo.com - Página 977


[619] Remedios Solano Rodríguez, «La Guerra de la Independencia española a través

de Le Moniteur Universel (1808-1814)», en Mélanges de la Casa de Velázquez,


Epoque Contemporaine, Madrid, 1995, t. XXXI (3), pp. 55-75. <<

ebookelo.com - Página 978


[620] Jean René Aymes, «La propaganda francesa sobre la intervención en España en

1808», en Revista Histórica Militar, año XLVIII, 2004, pp. 220 y ss. <<

ebookelo.com - Página 979


[621] J. E Fuentes Aragonés, «La monarquía de los intelectuales: elites culturales y

poder en la España josefina», en A. Gil Novales (ed.), Ciencia e independencia


política, Ediciones del Orto, Madrid, 1996, pp. 215-216. <<

ebookelo.com - Página 980


[622]
Mario Méndez Bejarano, «La intelectualidad», en Historia política de los
afrancesados, Librería de los Sucesores de Hernando, Madrid, 1912, pp. 69-89. <<

ebookelo.com - Página 981


[623]
Claude Morange, «¿Afrancesados o josefinos?», en España contemporánea,
2005, n. 27, pp. 27-54. <<

ebookelo.com - Página 982


[624] Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, vol. V, p. 34. Entre «otros mil,

que sería prolijo citar», Mesonero nombra a «sujetos tan eminentes por su saber y
merecimiento como MeléndezValdés, Cambronero, Moratín, Salas, Hervás, Viegas,
Silvela, García Suelto, Marchena, Burgos, Reinoso, González Arnao, Melón,
Amorós, Badía y Leblich, Centeno, Hermosilla, Lista, Muriel, Miñano, Estala y
Llorente. <<

ebookelo.com - Página 983


[625] Como es bien conocido, la denominación de «república de los intelectuales» fue

utilizada por vez primera por Azorín en uno de sus artículos de El Sol como
referencia a la II República española. La definición hizo fortuna, y fue asumida en
gran medida por la historiografía. Por una parte, ésta ha destacado la responsabilidad
de los intelectuales en el advenimiento de la República y, por otra, su destacada
presencia en las nuevas instituciones y en la administración. <<

ebookelo.com - Página 984


[626]
Joaquín Álvarez Barientos, Francois López, Inmaculada Urzainqui, La
República de las Letras en la España del siglo XVIII, CSIC, Madrid, 1995. <<

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[627] M. Moreno Alonso, Sevilla napoleónica, p. 261. <<

ebookelo.com - Página 986


[628] El análisis biográfico de estos intelectuales es la mejor comprobación de su

diferente grado de compromiso. Valgan a modo de ejemplo los casos de Joaquín


María Sotelo, catedrático y magistrado, prefecto de Jerez; el ingeniero y matemático
José María Lanz, nombrado prefecto de Policía en Córdoba; el historiador del Arte
Juan Antonio Ceán Bermúdez, jefe de división en el Ministerio de Negocios
Eclesiásticos; o el del gran humanista y hombre de ciencias Juan Antonio Melón, que
desempeñó el mismo cargo en el Ministerio de Hacienda. <<

ebookelo.com - Página 987


[629] Muñoz Maldonado, Historia política y militar de la Guerra de la Independencia

contra Napoleón Bonaparte, Madrid, 1833, vol. III, p. 584. <<

ebookelo.com - Página 988


[630] Tal es el caso de Moratín o de Marchena. Trabajando como funcionario
afrancesado en el Ministerio del Interior —en 1810 fue nombrado archivero del
ministerio—, Marchena, concretamente, desempeñó funciones de escasa importancia.
La explicación la captó perfectamente Menéndez Pelayo en su célebre biografia sobre
el personaje: «Marchena no hizo gran fortuna, ni siquiera con los afrancesados, lo
cual ha de atribuirse a su malísima lengua, afilada y cortante como un hacha, y a lo
áspero, violento y desigual de su carácter». <<

ebookelo.com - Página 989


[631] Juan Mercader Riba, Barcelona durante la ocupación francesa (1808-1814),

Madrid, 1949, pp. 373, 387, 404, 432. <<

ebookelo.com - Página 990


[632] Inmaculada Urzainqui, «La república periodística al filo del 800», en Antonio

Morales Moya (coord.), España entre dos siglos. Sociedad y cultura, Sociedad
Estatal de Conmemoraciones Culturales, Madrid, 2003, pp. 321-350. <<

ebookelo.com - Página 991


[633] Hans Juretschke, Los afrancesados, op. cit., p. 129. <<

ebookelo.com - Página 992


[634] M. Méndez Bejarano, Historia política de los afrancesados, op. cit., p. 276. <<

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[635] Manuel Moreno Alonso, Historiografía romántica española, Universidad,
Sevilla, 1979, pp. 499 y ss. Una obra suya como Disertación sobre el poder que los
reyes españoles ejercieron hasta el siglo duodécimo en la división de obispados
(1809), de corte regalista, justificaba la política emprendida sobre el particular por
José I. <<

ebookelo.com - Página 994


[636] Hans Juretschke, Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, CSIC, Madrid,

1951, p. 515. Auch, 27 de marzo de 1816. Un ministro de José, Joaquín Uriarte y


Landa, en su correspondencia con Reinoso mencionará, sin embargo, a Lista de
forma poco favorable: «Su voluntad de servir a todos no tiene límites, pero la
ejecución es muchas veces en Lista lo difícil. Este es uno de sus lados feos. Mil veces
lo he llamado botarate, informal, mala cabeza, y no lo he corregido» (Ibíd., p. 505).
<<

ebookelo.com - Página 995


[637] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1201, Sevilla, 12 de abril de 1811. En esta fecha

Alberto Lista, exponiendo sus «méritos y servicios literarios» como redactor de la


Gazeta, al servicio del rey, solicitaba una canonjía en la catedral de Sevilla. En una
nota marginal del prefecto Montarco se dice que el solicitante había trabajado un año
sin emolumento alguno, «y ahora le entrego los moniteurs que me pasa el
Sr. Mariscal (Soult) para insertar en las Gazetas los párrafos o especies que considera
oportunos al bien de la nación». <<

ebookelo.com - Página 996


[638] Examen de los delitos de infidelidad a la patria, imputados a los españoles

sometidos baxo la dominación francesa, en la imprenta de la Sra. Viuda de Duprat,


Impresor del rey y la Ciudad, Auch, 1816, 439 págs. Según el prólogo, la obra se
escribió a principios de 1814 exactamente. <<

ebookelo.com - Página 997


[639] En palabras de Menéndez Pelayo, el libro de Reinoso fue «el mayor crimen

literario de aquella bandería y de aquella edad, el Alcorán de los afrancesados, el


libro más fríamente inmoral y corrosivo, subvertidor de toda noción de justicia, ariete
contra el derecho natural y escarnio sacrílego del sentimiento de patria […]».
(Historia de los Heterodoxos españoles, Madrid, 1963, vol. VI, p. 29). <<

ebookelo.com - Página 998


[640] BNM, R-61 761, La amistad por principios o las tres cuestiones del día. Sobre el

carácter de nuestra revolución, moderantismo de los liberales y clasificación de


afrancesados y anticonstitucionalistas, Imp. de Ibarra, Madrid, 1820, 33 págs. <<

ebookelo.com - Página 999


[641] Gregorio Marañón, «Prólogo» al libro Los afrancesados, de M. Artola, op. cit.,

p. 19. <<

ebookelo.com - Página 1000


[642] AHN, Estado, leg. 10, C. Alcázar de Sevilla, 24 de abril de 1809. Una lista

completa de reos de «alta traición» está integrada por veintitantos individuos. <<

ebookelo.com - Página 1001


[643] Antonio de Campmany I de Montpalau, Centinela contra franceses, Imprenta de

Monfort, Valencia, 1808, p. 22. <<

ebookelo.com - Página 1002


[644]
La Abeja Española, en 1813, dividía a los afrancesados, a los que llamaba
anfibios en «literatos, godoístas y ricos propietarios de los pueblos». Cit. en
J. Fontana, La crisis del Antiguo Régimen, 1808-18. 33, Crítica, Barcelona, 1992, p.
99. <<

ebookelo.com - Página 1003


[645] F. M. Martínez, Los famosos traidores refugiados en Francia convencidos de sus

crímenes, y justificación del Real Decreto de 30 de mayo, Imp. Real, Madrid, 1814,
p. 8. «Traidores, sí, traidores os llamaba a boca llena la España toda…». <<

ebookelo.com - Página 1004


[646] Memoria de D. Miguel José de Azanza y D. Gonzalo O'Farrill sobre los hechos

que justifican su conducta política desde marzo de 1808 hasta abril de 1814, en
Memorias de tiempos de Fernando VII, BAE, 1957, vol. I, p. 277. <<

ebookelo.com - Página 1005


[647] Mario Méndez Bejarano, «Modelos de poesía afrancesada», en Los afrancesados

durante la guerra de la Independencia, pp. 203 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1006


[648] M. J. Quintana, «Noticia histórica y literaria de MeléndezValdés», en Obras,

BAE, Madrid, vol. XIX, pp. 109-121. <<

ebookelo.com - Página 1007


[649] Manuel Moreno Alonso, Blanco White. La obsesión de España, Alfar, Sevilla,

1998, pp. 289 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1008


[650] Manuel Moreno Alonso, El miedo a la libertad en España, Alfar, Sevilla, 2006,

pp. 307 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1009


[651] Cfr. Manuel Moreno Alonso, Divina libertad. La aventura liberal de don José

María Blanco White, 1808-1824, Alfar, Sevilla, 2002, pp. 153 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1010


[652] Reflexiones sobre el estado actual de la nación española, Imp. De la Marina,

Cartagena, 1810, p. 17. <<

ebookelo.com - Página 1011


[653] Decreto imperial, 25 de mayo de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1012


[654] E. Cotarelo y Mori, Isidoro Maiquez y el teatro de su tiempo. Impr. De José

Perales y Martínez, Madrid, 1902, pp. 691 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1013


[655] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1088 (Pamplona, 23 de marzo de 1809). <<

ebookelo.com - Página 1014


[656] AHN, Estado, leg. 29 (G-229). Madrid, Reales Estudios de San Isidro, 30 de

noviembre de 1808. Denuncia que presenta a Floridablanca Juan José Heydeck, de


los Reales Estudios de San Isidro. <<

ebookelo.com - Página 1015


[657] Juan López Tabar, Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del

Antiguo Régimen (1808-1833), Biblioteca Nueva, 2001, pp. 31-100. <<

ebookelo.com - Página 1016


[658] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1126. <<

ebookelo.com - Página 1017


[659] BNM, R-61249, Observaciones sobre empleados, emigrados y patriotas, E. M.

C., Écija, 15 de octubre de 1812. Aquí se distinguen tres tipos de empleados, según el
grado de compromiso con la causa de José: de «primera clase», de «segunda» y
«tercera». <<

ebookelo.com - Página 1018


[660] Antonio de Campmany, Carta de un buen patriota que reside en Sevilla a un

antiguo amigo suyo domiciliado hoy en Cádiz, Cádiz, 1811, p. 2. <<

ebookelo.com - Página 1019


[661] Jovellanos, Obras Completas, Correspondencia, op. cit., vol. IV, pp. 557-558.

Jovellanos a José I, Jadraque, 16 de julio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1020


[662]
Manuel Álvarez Valdés, Noticia de Jovellanos y su entorno, Fundación
Alvargonzález, Gijón, 2006, p. 54. <<

ebookelo.com - Página 1021


[663] Jovellanos, Obras Completas, op. cit., vol. IV, pp. 560-566. Jovellanos a
Cabarrús, Jadraque, agosto de 1808. «Usted anuncia —le dice-la necesidad en que
está José de conquistarnos, a pesar de la humanidad de su corazón. ¡Bella humanidad!
¿Pero quién la fuerza a derramar nuestra sangre? El se nos ha presentado como
redentor, pidiéndole que le admitamos como rey. Hémosle rehusado ambos títulos.
Vuélvase, pues, a su trono, y habrá hecho lo que exige la justicia y persuade la
humanidad». <<

ebookelo.com - Página 1022


[664]
Georges Demerson, Don Juan Meléndez Valdés et son temps (1754-1817),
Librairie C. Klincksieck, 1961, pp. 276 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1023


[665] Antonio Astorgano Abajo, Don Juan Meléndez Valdés. El ilustrado, Diputación,

Badajoz, 2007, pp. 540 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1024


[666] Hans Juretschke, «El caso Martín Fernández de Navarrete», en Los afrancesados

en la Guerra de la Independencia, op. cit., pp. 233-241. <<

ebookelo.com - Página 1025


[667] Leandro Fernández de Moratín, Epistolario, edición de René Andioc, Castalia,

Madrid, 1973, p. 270 (Madrid, marzo de 1810). <<

ebookelo.com - Página 1026


[668] Moratín, Epistolario, Sebastián Loche, Barcelona, 18 de julio de 1814, p. 291.

<<

ebookelo.com - Página 1027


[669] Jeannine Baticle, Goya, Crítica, Barcelona, 1995, pp. 234 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1028


[670] Las justificaciones autobiográficas realizadas por los partidarios de José o sus

enemigos son muy numerosas. Las más notables fueron realizadas por personajes
como Godoy, Saavedra, Pedro Cevallos, Jovellanos, Azanza, O'Farrill, Escoiquiz,
Miguel de Lardizábal, fray Miguel Suárez de Santander, Francisco Amorós Ondeano,
Juan Antonio Llorente, el marqués de Alnenara, Manuel María de Arjona, Félix José
Reinoso, Juan Sempere y Guarinos, Joaquín Lorenzo Villanueva, José María Blanco
White, Sebastián Miñano, Manuel López Cepero, Juan Antonio Posse, Manuel José
Quintana, José Mor de Fuentes, Alcalá Galiano, Mesonero, José Palafox, Espoz y
Mina, Pedro Agustín Girón, Manuel Llauder, etc. Para el caso de los afrancesados,
cfr. G. Dufour, «De l'autobiographie politique: le cas des «afrancesados»,
L'autobiographie en Espagne. Actes du II Colloque International de la Baume-lés-
Aix. Aix-en-Provence, 1981, pp. 133-147. <<

ebookelo.com - Página 1029


[671] «La Révolution franr, aise: ses conséquences et les réactions du "public" en

Espagne entre 1808 et 1814». Anuales Iittéraires de l'Université de Besançon, n. 388,


París, 1989, pp. 18 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1030


[672] John Leddy Phelan, El pueblo y el rey, Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1980,

p. 110. <<

ebookelo.com - Página 1031


[673] Diario de Madrid, 10 de mayo de 1808. El gobierno francés en Madrid publicó, a

través de la pluma de uno de los suyos, un artículo titulado «Dictamen que formará la
posteridad sobre los asuntos del día», en el que se compara la portentosa brillantez de
la nación francesa con el deplorable estado al que ha llegado España. <<

ebookelo.com - Página 1032


[674] AMAE, Correspondance Politique, Espagne, vol. 675, ff. 65-66. <<

ebookelo.com - Página 1033


[675] AHN, Consejos, leg. 5511, n. 22. <<

ebookelo.com - Página 1034


[676] Gérard Dufour, Juan Antonio Llorente en France (1813-1822), Contribution á

l'étude du Libéralisme chrétien en France et en Espagne au debut du XIX siécle,


Librairie Droz, Ginebra, 1982, p. 22. <<

ebookelo.com - Página 1035


[677] La proclama está firmada por Amorós, el conde de Orgaz, Manuel de Lardizábal,

Vicente Alcalá Galiano, Sebastián de Torres, Antonio Ranz Romanillos, el duque de


Híjar, el duque del Infantado, el marqués de Santa Cruz, el conde de Fernán Núñez, el
duque de Montellano, el duque de Osuna, Josef Colón, el conde de Santa Colonia y
Fuen clara, Raimundo Ettenhard y Salinas, Zenón Alonso, Pedro de Torres, Ignacio
de Tejada, Pedro de Porras, Andrés de Henasti, Cristóbal de Góngora, Luis Idiaquez,
el duque del Parque, Domingo Cerviño, Pedro Cevallos y Miguel Josef de Azanza.
<<

ebookelo.com - Página 1036


[678] ANF, F 7/12026. Carta al ministro de la Policía sobre la interrupción de las

comunicaciones con España en agosto de 1808, y las dificultades de las publicaciones


destinadas a España. <<

ebookelo.com - Página 1037


[679] Fouché, Mémoires, op. cit., p. 208. <<

ebookelo.com - Página 1038


[680] Richard Hocquellet, Résistance et revolution Durant l'ocupation napoléonienne

en Espagne, 1808-1812, Editions La Boutique de l'Histoire, París, 2001, pp. 41 y ss.


<<

ebookelo.com - Página 1039


[681] José sabía perfectamente cómo se producía progresivamente la enemistad del

pueblo. Un proceso que describió muy bien Godoy, cuando explicó cómo «un
murmullo sordo comenzó a ser sentido en muchas partes, siendo de notar que se
movía más bien entre las clases elevadas, y más especialmente entre clérigos y
frailes» (Memorias, II, p. 90). <<

ebookelo.com - Página 1040


[682] MDRJ, op. cit., vol. V, p. 38. Miranda de Ebro, 25 de agosto de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1041


[683] Manuel Moreno Alonso, «El Semanario Patriótico y los orígenes del liberalismo

en España», en Anuario del Departamento de Historia, Madrid, 1991, vol. III,


pp. 167-182. <<

ebookelo.com - Página 1042


[684] MDRJ, op. cit., vol. V, p. 347. Valladolid, 15 de enero de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1043


[685] Le Mémorial, op. cit., vol. I, p. 783. Las fuentes con las que complementó el

conde Las Cases su información sobre el reinado de José en España fueron los
escritos de los «principales» actores: el canónigo Escoiquiz, el ministro Cevallos y
«sobre todo el honesto y respetable» Llorente que bajo el anagrama de Nellerto había
publicado tantas noticias. <<

ebookelo.com - Página 1044


[686]
E. Larraz, Théatre et politique pendant laguerre d'Independance espagnole,
1808-1814, Université, Aix-en-Provence, 1988, pp. 109 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1045


[687]
G. Dufour (ed.), Tres figuras del clero afrancesado, Université, Aix-en-
Provence, 1987, p. 9. <<

ebookelo.com - Página 1046


[688] AHN, Estado, leg. 3116. «Carta del obispo de Licópolis, auxiliar y gobernador

de este arzobispado de Sevilla a los vicarios, curas y clero de toda la diócesis en


ausencia de su prelado». <<

ebookelo.com - Página 1047


[689]
Moniteur Universel, 6 de diciembre de 1808. En cuanto a los infelices
campesinos españoles, sólo se puede comparar con los fellahs de Egipto. No poseen
ninguna tierra; todo pertenece bien a los monjes, bien a alguna familia poderosa». <<

ebookelo.com - Página 1048


[690] PRO, FO. 72/92, Sevilla, 5 de enero de 1810, Frere al marqués de Wellesley,

ff. 3-7. <<

ebookelo.com - Página 1049


[691] BNM, R-60 014 (17), Plan o método con que debe procederse a la extinción de

los frailes y secuestros de sus bienes. Sevilla, 26 de febrero de 1810. Orden impresa
por Blas de Aranza. <<

ebookelo.com - Página 1050


[692] AHN, Diversos, leg. 57. Valdemoro, 7 de agosto de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1051


[693] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 350. Madrid, 21 de julio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1052


[694] Gazeta de Madrid. Miércoles, 27 de julio de 1808, n. 99, p. 910. <<

ebookelo.com - Página 1053


[695] Cfr. Geoffroy de Grandmaison, L'Espagne et Napoléon, Plon, París, 1908, p. 282

(13 y 18 de julio de 1808). <<

ebookelo.com - Página 1054


[696] AGS, Gracia y Justicia. Asuntos seculares, leg. 1185. Tiburcio García a Manuel

Romero, 8 de diciembre de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1055


[697] BL, Eg. 388, ff. 17-18. Vitoria, 1 de mayo de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1056


[698] Quintana, Noticia, op. cit. p. 119. <<

ebookelo.com - Página 1057


[699] Alberto Flores Galindo, Los rostros de la plebe, Crítica, Barcelona, 2001, p. 75.

<<

ebookelo.com - Página 1058


[700] M. Moreno Alonso, El miedo a la libertad en España, op. cit., p. 341. <<

ebookelo.com - Página 1059


[701] M. Moreno Alonso, La Generación española de 1808, op. cit., p. 118. «El
pueblo español —escribió el afrancesado Marchena— es bravo hasta la temeridad,
feroz y estúpido. Se precipita en los peligros como el jabalí sobre el fuego de los
cazadores. Y es a un pueblo tal al que los jefes de los rebeldes han dado ideas
revolucionarias. Figúrese cuáles serán las probables consecuencias de ello». <<

ebookelo.com - Página 1060


[702] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1157. Faustino Julián de Santos a Pablo Arribas.

Burgos, 25 de abril de 1812. <<

ebookelo.com - Página 1061


[703] AHN, Estado, leg. 32(2), 439. Villafranca de la Serena, septiembre de 1809.

Representación ante el Tribunal de Seguridad que hace doña María Nicolasa


Fernández, viuda de don Javier de Santisteban, gobernador de la villa de Villafranca,
y otros. <<

ebookelo.com - Página 1062


[704] AHN, Estado, leg. 3003 (1). Pragmática de los Papamoscas, «dada en nuestro

Palacio del Desengaño, a 3 días del mes de abril del año de la ley de la paz 1811». <<

ebookelo.com - Página 1063


[705] AHN, Estado, leg. 3003 (1). Madrid, 3 de mayo de 1811. Azanza a Urquijo al

recibir el «papelón». <<

ebookelo.com - Página 1064


[706] Gazeta de Sevilla, n. 53, martes 18 de junio de 1811, vol. II, pp. 420-422. <<

ebookelo.com - Página 1065


[707] BNM, R-60 280 (57), Elogio que hace un papamosquero a los afrancesados y

franceses, que se cantará por el tono del dulce amor, por tener la gran complacencia
de ver nuestras valerosas tropas en la capital de Sevilla. <<

ebookelo.com - Página 1066


[708] Estanislao de Kostka Bayo, Vida y reinado de Fernando VII de España, Imp. De

Repullés, Madrid, 1842, vol. II, p. 133. <<

ebookelo.com - Página 1067


[709] M. Moreno Alonso, «La fabricación de Fernando VII», en R. Sánchez Mantero

(ed.), Fernando VIL Su reinado y su imagen, Madrid, 2001, pp. 17-41. <<

ebookelo.com - Página 1068


[710] Ibíd., Según Mesonero, a José le achacaba el pueblo los desmanes cometidos por

los propios españoles que ocuparon cargos, y se beneficiaron de ellos. Entre los
cuales se refiere —y no pocos de ellos procedían también del pueblo— los jefes,
comisarios y agentes de la policía; los vocales de las juntas criminales y comisiones
militares; los alcaldes de Corte con alguna excepción; los militares «juramentados», y
otros «malos hijos» que denunciaban a sus propios convecinos. <<

ebookelo.com - Página 1069


[711] El amigo del pueblo, n. 11, 10 de septiembre de 1813, p. 86. <<

ebookelo.com - Página 1070


[712] BNM, R-60 120. Carta de un ciudadano español a un amigo suyo, con motivo de

haber oído publicar a un ciego cierta sentencia, pronunciada por el Supremo Tribunal
de Justicia, Sevilla, Imp. Real, 1813, p. 4. <<

ebookelo.com - Página 1071


[713] «Elogio de la plebe española», en El Robespierre español, n. XXVII, Cádiz

1811. Cfr. Juan E Fuentes, «Si no hubiera esclavos no habría tiranos», Proclamas,
artículos y documentos de la Revolución española (1789-1837), El Museo Universal,
Madrid, 1988, pp. 38-40. <<

ebookelo.com - Página 1072


[714] José Gómez Hermosilla, El Jacobinismo, Amarita, Madrid, 1823-1824, vol. I,

pp. 11-12. <<

ebookelo.com - Página 1073


[715] Isaiah Berlin, El erizo y la zorra. Tolstoi y su visión de la historia. Prólogo de

Mario Vargas Llosa, Península, Barcelona, 1998, p. 52. <<

ebookelo.com - Página 1074


[716]
Claude Martin, José Napoleón I. Rey Intruso de España, Editora Nacional,
Madrid, 1969. <<

ebookelo.com - Página 1075


[717] Martín Alonso, Enciclopedia del idioma, Aguilar, Madrid, 1982, vol. II, p. 2.

413. <<

ebookelo.com - Página 1076


[718] Josep Fontana, La crisis del Antiguo Régimen, 1808-18. 33, Crítica, Barcelona,

1979, p. 97, señala que «antes de la batalla de Bailén —esto es, en los dos primeros
meses del nuevo régimen— no sería exagerado decir que el afrancesamiento fue
universal». <<

ebookelo.com - Página 1077


[719] Jovellanos, Obras Completas, Correspondencia, vol. IV, p. 560, Jadraque, agosto

de 1808. Aunque está sin fechar, la carta es de los primeros días del mes de agosto.
<<

ebookelo.com - Página 1078


[720] De 29 de mayo de 1808 es el escrito de rotunda oposición a los designios de

Napoleón que el obispo de Orense dirigió a Sebastián Piñuela, con motivo de haber
sido nombrado diputado para la junta de Bayona. <<

ebookelo.com - Página 1079


[721] Hans Juretschke, Los afrancesados durante la guerra de la Independencia, op.

cit., p. 72. Sobre la expresión «guerra civil» usada por Jovellanos, señala el autor
alemán que esta misma expresión es usada por «la propaganda francesa, el rey José,
Félix Amat, Azanza y sus colegas de gabinete». <<

ebookelo.com - Página 1080


[722] La documentación del AGS sobre la Guerra de la Independencia española se

conoce con el nombre de Papeles del Gobierno Intruso. Cfr. A. Plaza Bores, AGS,
Guía del Investigador, Madrid, 1992, pp. 70-81. <<

ebookelo.com - Página 1081


[723] AHN, Estado, leg. 3112. <<

ebookelo.com - Página 1082


[724] Juan Antonio Vallejo-Nágera, Yo, el Intruso, Planeta, 1987, Barcelona, p. 11. <<

ebookelo.com - Página 1083


[725]
SHMM, Colección del Fraile, vol. 906 (f. 9). Los franceses tal como son.
Extracto ligero de las cartas de una señora inglesa que viajó en Francia, publicadas en
Londres por John Sifford, autor de la Historia de Francia y de la carta del lord
Lauderdale el año de mil setecientos noventa y siete, Repullés, Madrid, 1808, 23
págs. <<

ebookelo.com - Página 1084


[726] Stendhal, Vida de Napoleón, en Obras Completas, op. cit., vol. III, p. 1. 106.

«Este pueblo, que dicen tan orgulloso —dirá el biógrafo—, se veía gobernado
despóticamente por el objeto de sus desprecios». De no ser por la ignorancia del
pueblo y por las consecuencias del despotismo existente en la nación, Stendhal no se
explicaba que la nación hubiera rechazado «una constitución liberal y […] una
constitución garantizada por la vecindad del soberano legítimo y destronado». <<

ebookelo.com - Página 1085


[727]
El coronel Amorós, en la famosa Representación que dirigió en 1814 a
Fernando VII, se preguntaba ¿cómo se podía llamar a José I intruso cuando fue
reconocido por todos los ministros y consejeros del príncipe de Asturias?
(Representación, passim, p. 151). <<

ebookelo.com - Página 1086


[728]
Defensa de los empleados antiguos que han continuado desempeñando sus
empleos en los pueblos ocupados por el enemigo o dominados por el Intruso.
Fechado en Cádiz, a 2 de noviembre de 1812, 28 págs. <<

ebookelo.com - Página 1087


[729] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1234. <<

ebookelo.com - Página 1088


[730] MDRJ, op. cit., vol. VII, pp. 106-107. <<

ebookelo.com - Página 1089


[731] Ricardo García Cárcel, «José I: la lucha imposible contra la caricatura», en El

sueño de la nación indomable. Los mitos de la guerra de la Independencia, Temas de


Hoy, Madrid, 2007, pp. 80-83. <<

ebookelo.com - Página 1090


[732] La cuestión de «el odio al rey», como fenómeno previo a la llegada de José, fue

considerada por Alcalá Galiano. Refiriéndose a Carlos IV, dice que no hubo odio sino
«[…] desprecio, haciéndole favor la voz popular en cuanto a las intenciones que le
suponía». Mientras que habla del «aborrecimiento» del pueblo a la reina, sólo
comparable con el existente hacia Godoy (Recuerdos de un anciano, vol. I, p. 23). <<

ebookelo.com - Página 1091


[733] Eugeni Tarle, Napoleón, Grijalbo, Barcelona, 1971, p. 217. Este historiador ruso,

después de presentar a España, prácticamente, como un «país tributario» de Francia


durante la dinastía borbónica, dice de José que no fue «más que un simple gobernador
de Napoleón, hasta cierto punto su empleado, encargado de hacer aplicar el bloqueo
continental en la Península Ibérica y de reducir sistemáticamente España al estado de
colonia explotada en todos los órdenes en beneficio exclusivo de la burguesía
francesa». <<

ebookelo.com - Página 1092


[734] Albert Derozier, Quintana y el nacimiento del liberalismo en España, Turner,

Barcelona, 1978, p. 514. <<

ebookelo.com - Página 1093


[735] SHMM, Colección del Fraile, vol. 23 (f. 84). El Sermón sin fruto, o sea Josef

Botellas en el Ayuntamiento de Logroño. Pieza Jocosa en un Acto, por D. E E.


Castrillón, en la librería de la viuda de Quiroga, S. A., Madrid, (11 págs.). <<

ebookelo.com - Página 1094


[736] SHMM, vol. 26 (f. 71). Conversación lastimosa de Josef Bonaparte con los

Generales existentes, y demás secuaces de su comitiva, en la imprenta de Ramón


Ruiz, Madrid, 1808. <<

ebookelo.com - Página 1095


[737] SHMM, vol. 87 (f. 55). Cortejo de la Proclamación de Josef Napoleón intruso,

con la de nuestro amado y legítimo rey don Fernando VII, por Francisco Burgiuete en
Valencia (2 hjs.). <<

ebookelo.com - Página 1096


[738] SHMM, vol. I48 (f. 22). Últimas noticias del lord Wellington, y del estado del

exército del rey Pepe. Sacadas del Redactor de Cádiz, núm. 459, en la imprenta de
D. Manuel Muñoz en Sevilla, (2 hjs.). <<

ebookelo.com - Página 1097


[739] SHMM, vol. 256 (f 138). El sueño del tío José, que ha hecho el papel de rey de

las Españas. Triálogo, en la imprenta de Martínez, Málaga, 1813. <<

ebookelo.com - Página 1098


[740] SHMM, vol. 256 (f. 146). Relación que Josef Botella le hace a su hermano

Napoleón de lo acaecido en la España, sacada de los estudiantes de Salamanca para


reír y pasar el tiempo, Imp. de Padrino, Sevilla, 1813 (2 hs.). <<

ebookelo.com - Página 1099


[741] SHMM, vol. 871 (f. 154). Carta de bienvenida remitida a José Bonaparte desde

Murcia, impresa después de su intempestiva marcha con una postdata, en la imprenta


de D. Eusebio Álvarez, 1808 (16 fols.). <<

ebookelo.com - Página 1100


[742] SHMM, vol. 905 (f. 83). Coleccioncita de seguidillas boleras (…)foco-serias al

Errante rey Pepe, y a sus satélites. PD. M. M. R., en la imprenta calle del Marqués,
S. A., Málaga. <<

ebookelo.com - Página 1101


[743] SHMM, vol. 905 (f. 90). Comedia nueva en IV actos. Después de un gozo dos

penas, Y. fuga de Madrid del rey Botellas de D. E. R. H., por don Tomás Nebot,
Valencia, año 1811 (63 pp.). <<

ebookelo.com - Página 1102


[744] SHMM, vol. 901. Napoleón, o el verdadero D. Quixote de la Europa, o sean

Comentarios crítico patriótico-burlescos a varios decretos de Napoleón y su hermano


José, distribuidos en dos partes y cincuenta capítulos, y escritos por un español
amante de su patria y rey desde primeros de febrero de 1809 hasta fines del mismo
año, imp. de Ibarra, Madrid, 1813, 151 págs. <<

ebookelo.com - Página 1103


[745] BL, 9180. ccc. 2 (14). Papel de desafío de D. Quixote de la Mancha a Chepe

Botellas, s. l. s. a., 4 págs. Al gabacho, «fementida y mal nacida criatura», se le


presenta lleno de sarna. <<

ebookelo.com - Página 1104


[746] SHMM, 9180. ccc. 2 (3). Bonaparciana u oración retórica que a semejanza en la

energía de las que Cicerón dixo contra Catilina escribió contra Bonaparte un catalán
zeloso amante de su patria, impresa en Cádiz, y por su original en México en la Imp.
de doña María Fernández de Jáuregui, Calle Santo Domingo, 1809. <<

ebookelo.com - Página 1105


[747] SHMM, 1480. dd. 8 (2). Testamento de Napoleón I emperador de los franceses

otorgado en la imaginación de un americano natural de la ciudad de México, imp. de


Quintana, calle del Rosario, Cádiz, 1809. <<

ebookelo.com - Página 1106


[748] Stendhal, Vida de Napoleón, op. cit., vol. III, p. 1. 102. «Aunque la nación

española —decía también, proféticamente— esté muy contenta con su basura, acaso
dentro de doscientos años llegue a arrancar una constitución sin otra garantía que ese
viejo absurdo llamado juramento, y Dios sabe aún con cuántos torrentes de sangre
habrá que pagarla». <<

ebookelo.com - Página 1107


[749] AHN, Estado, leg. 40. A Martín de Garay, 27 de mayo de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1108


[750]
Claude Martin, José Napoleón I Rey Intruso de España, Editora Nacional,
Madrid, 1969, pp. 164 y 263. <<

ebookelo.com - Página 1109


[751]
Modesto Lafuente, Historia general de España, ed. de Montaner y Simón,
Barcelona, 1930, vol. XVI, p. 327. <<

ebookelo.com - Página 1110


[752] Ibíd., vol. XVI, p. 327. Según Toreno, «comenzaremos por asentar con
desapasionada libertad, que en tiempos serenos, y asistido de autoridad, si no más
legítima de origen menos odioso, no hubiera el intruso deshonrado el solio, mas sí
cooperado a la felicidad de España». Para Chao, «sentado en el trono sosegado de la
Península, hubiera sin duda labrado la felicidad de los españoles, si éstos se hubieran
conformado, como otros pueblos, con el sacrificio de su dignidad, y si en el odio que
llegó Napoleón a inspirarles no hubieran envuelto a cuanto le pertenecía». <<

ebookelo.com - Página 1111


[753] Duquesa de Abrantes, Mémoires, op. cit., vol. VI, pp. 129-130. <<

ebookelo.com - Página 1112


[754] ANF, 381 AP 27, 19 de noviembre de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1113


[755] Jean-René Aymes, La Deportation sous le Premier Empire. Les Espagnois en

France (1808-1814), Publications de la Sorbonne, París, 1983, p. 406. <<

ebookelo.com - Página 1114


[756] Marmont, Mémoires de 1792 á 1841, Perrotin, París, 1856-1857, vol. IV, pp. 69-

71. <<

ebookelo.com - Página 1115


[757] Mario Méndez Bejarano, Historia política de los afrancesados, op. cit., p. 177.

Carta de Cevallos a Bardají, Bayona, 8 de junio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1116


[758] BL, p. 178. <<

ebookelo.com - Página 1117


[759] BL, Add. 17 703. «Proverbios morales y dichos graciosos». Una colección de

759 proverbios. <<

ebookelo.com - Página 1118


[760] BL, Add. 10 249 (95). <<

ebookelo.com - Página 1119


[761] BL, Add. 18 786 (366). Soneto de un ingenio matritense, en 1746. <<

ebookelo.com - Página 1120


[762] Sueño de Napoleón, Reimpreso en Cádiz por don Nicolás Gómez de Requena,

Impresor del Gobierno, plazuela de las Tablas [donde se hallará a real y medio de
vellón]. En 4.º, una hoja sin numerar, 10 págs. <<

ebookelo.com - Página 1121


[763] Napoleón rabiando. Quasi comedia del día, para diversión de cualquiera casa

particular, en la imp. de D. Benito Cano, Madrid, año 1808, 22 págs. [«La escena
debería ser en los infiernos, pero por ahora la pondremos en el gabinete del Palacio
de Bayona»]. <<

ebookelo.com - Página 1122


[764] Madrid, imp. de Álvarez, 1814. <<

ebookelo.com - Página 1123


[765] Genealogía verdadera y hechos principales de Napoleón Buonaparte. Por un

caballero corzo (sic), en la imprenta de don Antonio de Murguía, Cádiz, 1812, 27


págs. En esta publicación, el autor corso dirige sus dardos más que contra «las
intrigas de Josef» contra las de Salicetti, de cuya vida, nacido «de la más baxa esfera»
dice todo tipo de detalles, hasta que hizo carrera casándose con la hija de un juez, «la
mujer más fea y tosca que haya producido la naturaleza». <<

ebookelo.com - Página 1124


[766] «Ya viene por la Ronda/ José Primero/ con un ojo postizo/ y el otro huero». La

«absurda creencia universal» de que José era tuerto pudo tener su origen en que,
según parece, solía mirar con una lente y cerrar al mismo tiempo el otro ojo. En este
sentido decían también las manolas: «Dos en la ca…/ uno en la ma…/ y otro en el
cu…/ y bueno ningu…» (passim, 25). <<

ebookelo.com - Página 1125


[767] Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, op. cit., vol. V, p. 27. Según

Mesonero, sólo en una ocasión («que no pude por el momento juzgar, pero que
exhumada años después debajo de un ladrillo en que con otras muchas mi madre
cuidó de enterrarla durante la ocupación), sólo en una, repito, aunque groseramente
dibujada, hallé un pensamiento agudo y gráfico que alabar». La hoja hacía alusión al
paso de Roncesvalles, en donde un soldado francés preguntaba al centinela:
«Monsieur, combien l'entré?». A lo cual contestaba el otro: «Compare, aquí no ze
paga la entráa, lo que ze paga ez la zalía». <<

ebookelo.com - Página 1126


[768] Carlos Cambronero, José I Bonaparte, el Rey Intruso, Ediciones Alderabán,

Madrid, 1997, pp. 81-83. <<

ebookelo.com - Página 1127


[769] Napoleón en Chamartín, en ed. de Obras Completas. Episodios Nacionales,

Aguilar, Madrid, 1968, vol. I, p. 569. <<

ebookelo.com - Página 1128


[770] El Conciso, 16 de enero de 1814. <<

ebookelo.com - Página 1129


[771] Mario Méndez Bejarano, Historia política de los afrancesados, op. cit., p. 9. <<

ebookelo.com - Página 1130


[772] Carlos Cambronero, José I Bonaparte, el Rey Intruso, «Al lector», op. cit., p. 11.

Sobre la caricatura dirá: «[…] las burlas que entonces disculpaba la sinrazón de la
guerra, hoy no debe sancionarlas la crítica histórica que con espíritu imparcial está
llamada a restablecer la integridad de los hechos». <<

ebookelo.com - Página 1131


[773] José A. Ferrer Benimeli, «Los archivos de la masonería española y la Guerra de

la Independencia», en Francisco Miranda Rubio (coord.), Fuentes documentales para


el estudio de la Guerra de la Independencia, Ediciones Eunate, Pamplona, 2002,
pp. 131-164. <<

ebookelo.com - Página 1132


[774] La Constitución de Bayona también fue objeto de burlas y canciones satíricas

por parte del pueblo. Véase, por ejemplo, «La Constitución de Bayona de 1808 en
cantares populares», en Carlos Cambronero, José Bonaparte, op. cit., pp. 45-60. No
obstante, según este autor, la nueva Constitución «como transición de régimen
absolutista al constitucional, era un paso de avance, consignando al ciudadano
derechos que hasta entonces no se le habían reconocido, de suerte que la Constitución
de Bayona pudo servir de base a las Cortes de Cádiz, para formar el Código de
1812». <<

ebookelo.com - Página 1133


[775] Gazeta de Madrid, 7 de julio de 1808. Era la publicación de la proclama del 4 de

junio, en que se pedía que se aguardase a que «el héroe que admiraba el mundo
concluyera la grande obra, en que estaba trabajando, de la regeneración política». <<

ebookelo.com - Página 1134


[776] PRO FO/86, ff. 60-61. De Cevallos a Canning, 15 de mayo de 1809. Sobre la

pérdida del ganado trashumante que en invierno va a pastar las hierbas de


Extremadura y Andalucía y sus consecuencias. <<

ebookelo.com - Página 1135


[777]
BL, 9180. dd. 1(2). Medios de salvar el reyno, reeditado en Imprenta de
D. Vicente Lema, México, 1811, 53 págs. <<

ebookelo.com - Página 1136


[778] AHN, Estado, leg. 3108. Juan A. Latreita al marqués de Almenara, Pamplona, 14

de junio de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1137


[779]
AGS, Gracia y Justicia, leg. 1989. Decreto, Madrid, 9 de marzo de 1809.
Ordenes contra «[…] levas de los jóvenes del pueblo, de los desertores o gente
advenediza en ellos para los cuerpos insurgentes». <<

ebookelo.com - Página 1138


[780] PRO, FO/60. De Canning a Frere. Londres, 9 de diciembre de 1808, ff. 158-162.

<<

ebookelo.com - Página 1139


[781] Stendhal, Vida de Napoleón, op. cit., vol. III, p. 1. 107. Según Stendhal, «si

Bonaparte hubiera hecho ahorcar al Príncipe de la Paz y hubiera enviado a Fernando


VII a España con la Constitución de Bayona, dándole por mujer a una sobrina suya,
una guarnición de 80. 000 hombres y mandando como embajador a un hombre
inteligente, hubiera obtenido de España todos los barcos y todos los soldados que
podía dar». <<

ebookelo.com - Página 1140


[782] AHN, Estado, leg. 8295. A Bardaxí, Gibraltar, 22 de octubre de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1141


[783] Moniteur Universel, 4 de diciembre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1142


[784] AGS, Estado, leg. 8245. Sevilla, 29 de marzo de 1809. Garay a Apodaca, con la

noticia de que el coronel de Artillería Mr. Sharpwell había hecho un importante


descubrimiento para arrojar la metralla a una distancia «prodigiosa» con el mayor
efecto. <<

ebookelo.com - Página 1143


[785] AHN, Estado, leg. 25, n. 28. Quintana a Soriano, Sevilla 29 de julio de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1144


[786] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1984. Decreto, Madrid, 7 de agosto de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1145


[787] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1086. Proclama, Valladolid, 5 de febrero de 1810.

En esta proclama se hace mención del «justo castigo» impuesto por la ley a los
bandidos de la cuadrilla del ya aprehendido Capuchino. <<

ebookelo.com - Página 1146


[788] AHN, Estado, leg. 3113. Madrid, 4 de agosto de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1147


[789] J. Álvarez Junco, «La invención de la Guerra de la Independencia», Studia

Storica. Historia Contemporánea, 1994, vol. I2, pp. 75-99. <<

ebookelo.com - Página 1148


[790] Manuel Moreno Alonso, La Junta Suprema de Sevilla, Alfar, Sevilla, 2002,

pp. 127 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1149


[791] Alphonse de Beauchamp, Collection des Mémoires relatives aux Révolutions

d'Espagne, Chez L. G. Michaud, París, 1824. <<

ebookelo.com - Página 1150


[792] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1125. Exposición de don Francisco de Therán,

comisario regio de la provincia de Extremadura. De acuerdo con las pretensiones del


rey, todo dependía del reconocimiento de la propiedad, la libertad y la seguridad,
«que animan el interés individual, porque si no se respetan, aseguran y protegen estos
sagrados derechos, falta la confianza, le sucede el temor, desaparece el interés, y todo
se paraliza». <<

ebookelo.com - Página 1151


[793] Otro tanto ha ocurrido con la historiografía inglesa. Charles Ornan, el más
importante historiador inglés sobre la guerra, sostuvo por ejemplo que «la actividad
de los guerrilleros no constituyó realmente un peligro militar para el rey José», más
allá de las consiguientes dificultades que pudo provocarle (History of the Peninsular
War, Clarendon Press, Oxford, 1902-1930, vol. III, p. 116). <<

ebookelo.com - Página 1152


[794] Journal de Paris, 10 de octubre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1153


[795] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1078. Pedro Joaquín Escudero, presidente de la

junta Criminal Extraordinaria de Palencia, a Manuel Romero, ministro de justicia,


Palencia, 27 de octubre de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1154


[796] C. Demange, El 2 de Mayo. Mito y fiesta nacional, Marcial Pons, Madrid, 2004,

pp. 19 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1155


[797] Ricardo García Cárcel, El sueño de la nación indomable, p. 221. Este autor

recuerda un discurso del general Franco, en el que éste señalaba «este paralelismo
entre la Guerra de la Independencia y nuestra Cruzada». <<

ebookelo.com - Página 1156


[798] PRO, FO. 72/110. De Wellesley, Cádiz, 10 de mayo de 11. Un ejemplo de cómo

los despachos ingleses transmitidos desde Cádiz insistían en que los españoles no
resistían los ataques de los enemigos y se asustaban. <<

ebookelo.com - Página 1157


[799] Manuel Moreno Alonso, Los españoles durante la ocupación napoleónica. La

vida cotidiana en la vorágine, Algazara, Málaga, 1997. <<

ebookelo.com - Página 1158


[800] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1076. Proyecto previo para la creación de juntas

Criminales en Andalucía y demás provincias (1810). <<

ebookelo.com - Página 1159


[801] Lista a Reinoso, Pamplona, 27 de marzo de 1818, en H. Juretschke, Vida, obra y

pensamiento de A. Lista, p. 549. <<

ebookelo.com - Página 1160


[802] Juan Escoiquiz, «Memorias», en Memorias de tiempos de Fernando VII, vol. I,

p. 53. <<

ebookelo.com - Página 1161


[803] Jean-René Aymes, «Una guerra distinta de las demás», Stvdia Historica. Historia

Moderna, Salamanca, 1994, vol. XII, pp. 35-53. <<

ebookelo.com - Página 1162


[804] M. Moreno Alonso, «La Revolución», en La generación española de 1808,

pp. 101-143. <<

ebookelo.com - Página 1163


[805] Memorias del marqués de Ayerbe sobre la estancia de Fernando VII en Valencay

y el principio de la guerra de la Independencia, en Memorias del tiempo de Fernando


Vll», op. cit., vol. I, pp. 233 y ss. Después de la junta de Bayona, según la versión de
Ayerbe, Talleyrand mostró a éste la noticia de los papeles públicos sobre el
nombramiento de José como rey de España. Por lo cual le obligó a él y a sus
compañeros «a darle el parabién y jurarle obediencia». Después, «al cabo de mil
debates», todos ellos escribieron la carta en que le rindieron homenaje a José. <<

ebookelo.com - Página 1164


[806] M. Moreno Alonso, La generación española de 1808, op. cit., p. 109. También

del mismo autor, La revolución «Santa» de Sevilla. La revuelta popular de 1808, Caja
San Fernando, Sevilla, 1997. <<

ebookelo.com - Página 1165


[807] «Decreto imperial de 6 de junio de 1808», en Gazeta de Madrid, martes 14 de

junio de 1808, n. 57, pp. 568-569. <<

ebookelo.com - Página 1166


[808] Gazeta de Madrid, miércoles 13 de julio de 1808, n. 85, pp. 795-796. <<

ebookelo.com - Página 1167


[809] Francisco L. Díaz Torrejón, «De Bayona a Bailén: primera estancia de José

Bonaparte en Madrid», Revista histórica militar, año XLVIII, 2004, p. 287. <<

ebookelo.com - Página 1168


[810] Juan Mercader, José Bonaparte, op. cit., p. 159. José adjudicó los destinos de su

Casa Real a Lorenzo Fernández de Villavicencio, duque del Parque, designado


capitán de la Real Guardia de Corps; a Agustín Fernández de Híjar Silva y Palafox,
duque de Híjar, gran maestro de Ceremonias; Diego Velázquez de Velasco, duque de
Frías, mayordomo mayor; Carlos Gutiérrez de los Ríos, conde de Fernán Núñez,
montero mayor; Andrés Arteaga, marqués de Ariza y Estepa, sumillers de Corps; y
los duque de Osuna, de Sotomayor, y del Infantado, el marqués de Santa Cruz y los
condes de Orgaz y de Castelflorido, que obtienen los restantes empleos de palacio.
<<

ebookelo.com - Página 1169


[811] Albert du Casse, «Documents inédits relatifs au Premier Empire. Napoléon et le

roi Joseph», Revue Historique, 1879, X, p. 350. <<

ebookelo.com - Página 1170


[812] E. Ducéré, «Joseph Napoléon. De Bayonne S Vitoria», en Bulletin de la Société

des Sciences & Arts de Bayonne, op. cit., pp. 71-72. <<

ebookelo.com - Página 1171


[813] Conde de Toreno, Historia del levantamiento, op. cit., p. 89. <<

ebookelo.com - Página 1172


[814] El día 15 de junio de 1808 llegó a Madrid, en sustitución de Murat, el general

Savary, cuya elección no agradó a los generales franceses al actuar más bien como un
agente de policía. Y en este sentido tuvo bien informado a José de la situación del
país. <<

ebookelo.com - Página 1173


[815]
Gaspard Clermont-Tonnerre, L'expédition d'Espagne 1808-1810, Librairie
Académique Perrin, París, 1983, p. 77. <<

ebookelo.com - Página 1174


[816] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 10. <<

ebookelo.com - Página 1175


[817] Gazeta de Madrid, sábado 16 de julio de 1808, n. 88, p. 819. «Proclama del 12

de julio de 1808». <<

ebookelo.com - Página 1176


[818] MDRJ, op. cit., vol. IV, p. 339. <<

ebookelo.com - Página 1177


[819] Gazeta de Madrid, sábado 16 de julio de 1808, n. 88, p. 819. «Proclama del 12

de julio de 1808». <<

ebookelo.com - Página 1178


[820]
AHN, Estado, leg. 3091. Valentín de Echevarri, Manuel de Murga y Juan
Luzuriaga, miembros de la Junta de Administración de Álava, a José. Vitoria, 21 de
febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1179


[821] CdN, vol. I, p. 328. <<

ebookelo.com - Página 1180


[822] MDRJ, op. cit., vol. IV, p. 363. <<

ebookelo.com - Página 1181


[823] MDRJ, op. cit., vol. IV, p. 370. 19 de julio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1182


[824] C. Cambronero, José Bonaparte, op. cit., p. 76. La opinión de este autor es la de

que el panorama trazado por los partes de la Gazeta era totalmente falso «a juzgar por
las cartas que el mismo rey dirige aquellos días a su hermano», pero este autor no cita
ni vio ninguna carta de las que, de oídas, hablaba sin concretar. <<

ebookelo.com - Página 1183


[825] Karl Franz von Holzing, Unter Napoleon in Spanien, Berlín, 1937, p. 63. <<

ebookelo.com - Página 1184


[826]
Jean-René Aymes, Ilustración y Revolución francesa en España, Milenio,
Lleida, 2005, p. 269. <<

ebookelo.com - Página 1185


[827] Jean-René Aymes, La imagen de Francia en España durante la segunda mitad

del siglo XVIII, Diputación, Alicante, 1996, pp. 283 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1186


[828] Journal de Paris, 3 de noviembre de 1808. Anuncio de la publicación de la

Histoire de la guerre entre France et l'Espagne, pendant les amzées 1793, 1794, 1795
par Louis de Marcillac. <<

ebookelo.com - Página 1187


[829] Jean René Aymes, «L'Espagne en mouvement (1766-1814). Essai
bibbliographique», en VV.AA., Les Révolutions dans le Monde Ibérique (1766-
1834), Presses Universitaires, Bordeaux, 1989, vol. I, pp. 13-140. <<

ebookelo.com - Página 1188


[830] Antonio de Campmany, Centinela contra franceses, op. cit., p. 78. <<

ebookelo.com - Página 1189


[831] Jean-Louis Guereña, «Féte nationale, féte populaire? Les premiéres
commémorations du 2 mai (1809-1833)», en Jean-René Aymes y Javier Fernández
Sebastián, L'image de la France en Espagne (1808-1850), UPV, Bilbao, 1997,
pp. 35-50. <<

ebookelo.com - Página 1190


[832] Général M. S. Foy, Histoire de la guerre de la Péninsule sous Napoléon, París,

1827, p. 156. <<

ebookelo.com - Página 1191


[833]
E. D'Hauterive, La Police Secréte du Premier Empire. Bulletins quotidiens
adressés par Fouché á l'Empereur (Nouvelle Série: 1808-1809) (Boletín del 31 de
diciembre de 1808), París, 1963, p. 971. Cit. en Jean-René Aymes, Ilustración y
Revolución francesa, op. cit., p. 282. <<

ebookelo.com - Página 1192


[834] A. Elorza, «El temido árbol de la libertad», en J. R. Aymes (ed.), España y la

Revolución francesa. Alicante, 1991, p. 80. «Los franceses —escribió Jerónimo


Fernando de Zevallos a Godoy en plena guerra contra la República francesa (1794)—
con doscientos mil sans-culottes podrán hacer una devastación horrible, ¿pero cuánto
mejor será la que harán cuatro o cinco millones de sans-culottes, que están para nacer
en España de labradores, artesanos, mendigos, vagos y canallas, si toman el gusto a
los principios seductores de los filósofos?». <<

ebookelo.com - Página 1193


[835] CdN, XVII, carta núm. 14 192 (Bayona, 13 de julio). <<

ebookelo.com - Página 1194


[836] CdN, XVII, carta núm. 14 222 (Bayona, 21 de julio). <<

ebookelo.com - Página 1195


[837] CdN, XVII, n. 14 191 (Bayona, 13 de julio). <<

ebookelo.com - Página 1196


[838] Laforest, Correspondance, vol. I, p. 178. <<

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[839] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 12. <<

ebookelo.com - Página 1198


[840] S. Blaze, Mémoires d'un Apothécaire sur la Guerre d'Espagne pendant les ann

es 1808 á 1814, París, 1828, vol. I, p. 11. <<

ebookelo.com - Página 1199


[841] Luis Miguel Enciso Recio (ed.), Actas del Congreso Internacional. El Dos de

Mayo y sus Precedentes, Madrid, Capital Europea de la Cultura, Madrid, 1992, 732
págs. <<

ebookelo.com - Página 1200


[842] Gazeta de Madrid, 19 de julio de 1808, 91. <<

ebookelo.com - Página 1201


[843] BL 8042. a. 56(2). ¿Qué debe hacer la España, madrileños? O Instrucción
político-militar dada al pueblo español de la villa de Madrid, por el Doctor Mayo de
1808. Imp. de Repullés, Madrid, 1812, 30 págs. <<

ebookelo.com - Página 1202


[844] Geoffroy de Grandmaison, op. cit., vol. I, pp. 230-231. Savary aprovechó la

enfermedad de Murat para enviarlo a Francia en una litera como un moribundo. <<

ebookelo.com - Página 1203


[845] G. de Grandmaison, op. cit., vol. I, p. 230. <<

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[846] José Manuel Guerrero Acosta, «El ejército francés en Madrid», en Revista
historia militar, año XLVIII, 2004, p. 246. <<

ebookelo.com - Página 1205


[847] Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, en Obras escogidas de D. Antonio

Alcalá Galiano, op. cit., vol. I, p. 36. <<

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[848] AHN, Estado, leg. 3070. Domingo Rodríguez Nieto al marqués de Benavent.

Pamplona, 28 de mayo de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1207


[849] Juan Antonio Llorente, Memorias para la historia de la Revolución española

con documentos justificativos, recogidas y compiladas por D. Juan Nellerto, París,


1814, vol. I, p. 102. <<

ebookelo.com - Página 1208


[850] Gazeta de Madrid. Sábado 23 de julio de 1808, n. 95, p. 877. <<

ebookelo.com - Página 1209


[851] Gazeta de Madrid. Miércoles, 27 de julio de 1808, n. 99, pp. 904-905. «Relación

de lo ocurrido en la tarde del 25 de julio, con motivo de la proclamación del Rei


nuestro Sr. D. Josef Napoleón I. Rei de las Españas y de las Indias». <<

ebookelo.com - Página 1210


[852] Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, op. cit., vol. V, p. 23. Este autor

recogió de un periódico inglés de aquella época (The Morning Chronicle) la noticia


de un pasquín que mostraba la actitud del pueblo de Madrid en aquella ocasión (En la
plaza hay un cartel/ que nos dice en castellano/ que José, rey italiano, / viene de
España al dosel. / Y al leer este cartel, / dixo una maja a un majo: / Manolo pon ahí
abajo/ que me cago en esa ley: / porque aquí queremos rey/ que sepa decir: ¡Carajo!).
<<

ebookelo.com - Página 1211


[853] A. Alcalá Galiano, Memorias, op. cit., vol. I, p. 361. <<

ebookelo.com - Página 1212


[854] Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, op. cit., vol. V, p. 36. Según este

autor, el Intruso empezó por derribar las manzanas de casas números 431, 432 y 433,
que ocupaban, con el jardín llamado de la Priora, todo el espacio que hoy abarca la
plaza de Oriente del Palacio Real, que entonces ahogaban su vista y dificultaban su
acceso. Lo mismo hizo con las casas que estrechaban el arco de la Armería.
Desenterrando del archivo de palacio el proyecto del arquitecto Saquetti, se propuso
también echar un puente desde la Cuesta de la Vega a las «vistillas» de San
Francisco, cuyo templo fue designado como salón de las futuras Cortes. También
intentó derribar el Teatro de los Caños, y, ensanchando la calle del Arenal hasta Sol,
formar con la calle de Alcalá un magnífico boulevard. Igualmente llevó a cabo otros
derribos para ensanchar los sitios o abrir plazuelas a costa de templos (San Martín,
Santiago, San Juan, San Miguel) o conventos (Santa Ana, Santa Catalina, Santa
Clara, los Mostenses), que «le atrajo más y más la animadversión de las almas
piadosas y la general del pueblo de Madrid». <<

ebookelo.com - Página 1213


[855] AHN, Estado, leg. 3113. Informe dirigido al rey por el corregidor de Madrid, de

13 de febrero de 1810. Cfr. Gabriel H. Lovett, La Guerra de la Independencia, vol. II,


pp. 101-102. <<

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[856] Antonio Fernández, «La sociedad madrileña en 1808», en Revista historia
militar, año XLVIII, 2004, p. 39. <<

ebookelo.com - Página 1215


[857] Gazeta de Madrid, martes 26 de julio de 1808, n. 98, p. 899. «Real decreto de 25

de julio de 1808». <<

ebookelo.com - Página 1216


[858] CdN, XVII, nún. 14 183. Bayona, 12 de julio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1217


[859]
Adolphe Thiers, Historia del Consulado y del Imperio, Francisco de Paula
Mellado, Madrid, 1846-1863, vol. XII, p. 277. <<

ebookelo.com - Página 1218


[860] Stanislas de Girardin, Mémoires, op. cit., vol. I, p. 144. <<

ebookelo.com - Página 1219


[861] M. Moreno Alonso, La Junta Suprema de Sevilla, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 1220


[862] Emmanuel de Grouchy, Mémoires, E. Dentu Libraire-éditeur, París, 1873-74,

vol. I1, p. 417. <<

ebookelo.com - Página 1221


[863] MDRJ, op. cit., vol. IV, p. 391. Madrid, 29 de julio de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1222


[864] Stanislas de Girardin, Mémoires, op. cit., vol. II, pp. 145-150. <<

ebookelo.com - Página 1223


[865] AHN, Estado, leg. 3112. Madrid, 24 de diciembre de 1809. Desde su nuevo

puesto de director general de Bienes Nacionales, Llorente reconocerá las «justísimas»


quejas se daban en aquella Dirección General por parte de las comisiones imperiales,
y de los abusos cometidos en las confiscaciones. Era necesario cumplir las órdenes
del rey, según él, para que «acabe de tranquilizar la Monarquía». <<

ebookelo.com - Página 1224


[866]
Juan Antonio Llorente, Noticia biográfica (autobiografía), Taurus, Madrid,
1982, pp. 111-112. <<

ebookelo.com - Página 1225


[867] Juan Francisco Fuentes, José Marchena. Biografía política e intelectual, Crítica,

Barcelona, 1989, p. 235. Según este autor, las críticas de Marchena a la política
periodística de los invasores hacen difícilmente creíble su nombramiento como
director de la Gazeta en las fechas anteriores al Dos de Mayo. <<

ebookelo.com - Página 1226


[868] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1212. Esquivias, 8 de marzo de 1812. Don Joaquín

Irazoqui y Lacosta al prefecto de Toledo. <<

ebookelo.com - Página 1227


[869] AHN, Diversos, leg. 57. Miranda, 21 de agosto de 1808. «Todo cuartel general

—escribe el rey a Cabarrús— debe estar bien organizado y listo para moverse con
rapidez y en cualquier momento». <<

ebookelo.com - Página 1228


[870] AHN, Diversos, leg. 57. Calahorra, 1 de septiembre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1229


[871] AHN, Diversos, leg. 57. Miranda, 29 de agosto de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1230


[872] AHN, Miranda, 12 de septiembre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1231


[873] CdN, XVIII, n. 13 387. Saint-Cloud, 19 de octubre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1232


[874] G. Grandmaison, op. cit., vol. I, p. 360. <<

ebookelo.com - Página 1233


[875] Juan Mercader, José Bonaparte, op. cit., pp. 74-75. Las fuentes principales para

la reconstrucción de aquellos momentos son las ya conocidas: Laforest, Miot de


Melito, y la propia correspondencia de Napoleón. <<

ebookelo.com - Página 1234


[876] G. Grandmaison, op. cit., vol. I, p. 369. Cit. en J. Mercader, José Bonaparte, p.

76. <<

ebookelo.com - Página 1235


[877] MDRJ, op. cit., vol. VI, p. 428. Excepcionalmente le escribe a Napoleón, una

vez que sus tropas saquearon Bilbao, en agosto de 1808, de forma atroz: «Señor, la
ciudad de Bilbao ha recibido una lección terrible, pero tampoco la olvidarán las otras
ciudades de esas provincias norteñas». <<

ebookelo.com - Página 1236


[878] Recientemente, tratando de este episodio, un historiador inglés defiende a José

diciendo: «[…] Hombre humano y generoso, quería sinceramente que sus súbditos
fueran felices y sabía perfectamente que había buenos motivos para no echarles
demasiadas cargas sobre los hombros». En cuanto a las contribuciones, le hubiera
gustado recurrir solamente «a una combinación de impuestos regulares y explotación
de las riquezas de la iglesia» (Esdaile, passim, p. 287). <<

ebookelo.com - Página 1237


[879] AHN, Estado, leg. 29 (2). H-267. Valladolid, 15 de noviembre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1238


[880] AHN, Diversos, leg. 57. Chamartín, 3 de diciembre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1239


[881] Camille Pitollet, «Napoléon en Valladolid en 1809», Revista Archivos
Bibliotecas y Museos, XXIX (1913), pp. 328-352. <<

ebookelo.com - Página 1240


[882] Garciny, Quadro de la España desde el reynado de Carlos IV. Memoria de la

persecución que ha padecido el coronel Don Ignacio Garciny, intendente del exército
y reyno de Aragón, del de Navarra y Provincia de Guipúzcoa, corregidor de la
ciudad de Zaragoza, actual ministro del Consejo Real de las Órdenes, Valencia,
1811. <<

ebookelo.com - Página 1241


[883] AHN, Diversos, leg. 57. La Florida, 31 de diciembre de 1808. <<

ebookelo.com - Página 1242


[884]
Gazeta de Madrid, 19 de diciembre de 1808. Sin numeración, a partir del
número 159. Reflexiones de un jurisconsulto español sobre algunos decretos de S. M.
el emperador y el rey. <<

ebookelo.com - Página 1243


[885] Juan Mercader, José Bonaparte, op. cit., p. 93. <<

ebookelo.com - Página 1244


[886] Juan Miguel de los Ríos, Código español del reinado intruso de José Napoleón

Bonaparte, o sea colección de sus más importantes leyes, decretos e instituciones,


Madrid, 1845. <<

ebookelo.com - Página 1245


[887] CdN, XVIII, n. 14 798. París, 21 de febrero de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1246


[888] AHN, Diversos, leg. 57. Madrid, 13 de marzo de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1247


[889] Rafael Fernández Sirvent, Francisco Amorós, op. cit., pp. 107 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1248


[890] M. Moreno Alonso, Blanco White. La obsesión de España, op. cit., p. 389. Un

hombre tan crítico como Blanco elogiará sin paliativo a Espinosa, hombre «de
extraordinarias cualidades», «de reconocida competencia» en el campo de las
finanzas y de la economía política, «ciencias poco cultivadas en España». Según
Blanco, en la administración anterior, fue tachado de impiedad por el clero por
«violar sus desmesurados privilegios, y también acusado por los murmuradores de no
oponerse a la mala utilización de los fondos que el gobierno recibía por su
mediación». <<

ebookelo.com - Página 1249


[891] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. II, p. 215. <<

ebookelo.com - Página 1250


[892] AHN, Estado, leg. 3003. Impresos varios sobre la organización del Consejo de

Estado y otros asuntos. <<

ebookelo.com - Página 1251


[893] AHN, Consejos, libro año 1809. <<

ebookelo.com - Página 1252


[894] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. II, p. 371. <<

ebookelo.com - Página 1253


[895] ARP, Madrid, Reinado de José I. Sesión del 16 de agosto de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1254


[896] José Mercader Riba, «La diplomacia española de José Bonaparte», en Homenaje

a Vicens Vives, Barcelona, 1967, vol. II, pp. 409-425. El Intruso tenía representantes
el 1 de enero de 1810 en París, Berlín, Constantinopla, Holanda, Nápoles, Dresde,
Berna, Milán, Hamburgo y Copenhague. <<

ebookelo.com - Página 1255


[897] El duque obtuvo la embajada el 7 de septiembre de 1808 a petición de Napoleón,

que no quería para ella a Mazarredo, sino «a un gran señor adherido al nuevo
régimen». El 1 de octubre llegó a París. Uno de los primeros asuntos en que se ocupó
fue en el retrato de cuerpo entero del rey, que se necesitaba para la sala del trono.
Encargó la obra al pintor español, pensionado por Su Majestad, Juan Ribera, «no
dudando que no sería desagradable al rey que uno de sus vasallos, de talento
conocido, tuviera el honor de hacer el mencionado retrato» (Villaurrutia, El rey José
Napoleón, op. cit., p. 102). <<

ebookelo.com - Página 1256


[898] Villaurrutia, El rey José Napoleón, op. cit., pp. 108-109. Al final, el banquero

Baguenault pagó a los criados, que fueron despedidos. Por decreto de 11 de junio de
1811, fue confirmado Santibáñez en el puesto de secretario, con el sueldo de 100. 000
reales. <<

ebookelo.com - Página 1257


[899] AHN, Diversos, leg. 57. Valdemoro, 8 de agosto de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1258


[900] AHN, Diversos, leg. 57. Madrid, 4 de enero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1259


[901] Laforest, Correspondence, op. cit., vol. II, p. 109. <<

ebookelo.com - Página 1260


[902] AHN, Estado, leg. 3112. Del mismo sentir era el palentino don Eugenio de

Guzmán, cuando los conquistadores se hallaban a las puertas de la ciudad, y sus


paisanos, ciegos y obstinados, seguían creyendo en milagros y en ejércitos
imaginarios. Borrador de proclama, Palencia, agosto de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1261


[903] José Clemente Carnicero, Historia razonada de los principales sucesos de la

Gloriosa Revolución de España, Madrid, 1814, vol. II, pp. 78 y ss. Este autor fue
testigo de esta creencia, según la cual la gente de Madrid salió a la calle llena de gozo
con la idea de que el rey José se había rendido con todo el ejército. Así que «…salían
a esperar… a nuestras tropas las mozuelas de los barrios bajos con sus panderos para
recibirlos y festejarlos». <<

ebookelo.com - Página 1262


[904] Prontuario de las Leyes y Decretos del Rey Nuestro Señor Don José Napoleón I,

Imprenta Real, Madrid, 1810, 2 vols. En realidad fueron tres volúmenes, el último de
los cuales llega hasta finales de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1263


[905] Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, op. cit., vol. V, p. 33. <<

ebookelo.com - Página 1264


[906] Colección de Reales Decretos. Ordenes e instrucciones para el gobierno de la

dirección y administración de Bienes Nacionales en el año 1809, Imprenta de Ibarra,


Madrid, 1810. <<

ebookelo.com - Página 1265


[907] BNM, R-61 284, Instrucción para la organización, gobierno y servicio de la

Milicia Cívica en el distrito del Exercito del Mediodía, Imprenta Real, Sevilla, 1812.
<<

ebookelo.com - Página 1266


[908]
Charles Esdaile, La Guerra de la Independencia, Crítica, Barcelona, 2004,
p. 272. <<

ebookelo.com - Página 1267


[909] Godoy, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 133 y ss. «Yo no ignoraba mi peligro, y me

ocupaba, sin embargo, y me ocupé constantemente, hasta la postrer hora, del adelanto
de mi patria…» (II, 150). <<

ebookelo.com - Página 1268


[910] ANF, 381 AP 14, dossier 2. Minutas de decreto para la creación de un museo de

pintura en Madrid, julio de 1808-enero de 1811. Decretos de 1812. <<

ebookelo.com - Página 1269


[911] ARP, Madrid Papeles reservados, t. IX. Índice de Expedientes, Decretos, órdenes

de José Napoleón I. <<

ebookelo.com - Página 1270


[912] Alexandre de Laborde, Itinéraire descriptif de l'Espagne, París, 1808, vol. V, pp.

287-287. <<

ebookelo.com - Página 1271


[913] Diccionario Hispano-Americano, Montaner y Simón, Barcelona, 1893, vol. XII,

p. 143. Según estas noticias, en 1814, Máiquez fue encarcelado varios meses por
adicto a la Constitución de Cádiz. «El absolutismo no quiso perdonar al gran artista
los gritos de libertad que lanzaba en Roma libre, Cayo Graco y Virginia». <<

ebookelo.com - Página 1272


[914] La escuela de las mujeres, Comedia en cinco actos, en verso, de…, traducida por

don Josef Marchena. De Orden superior, Madrid, en la Imprenta Real, año de 1812,
141 págs. <<

ebookelo.com - Página 1273


[915] Gazeta de Sevilla, n. 56, viernes 28 de junio de 1811, p. 447. <<

ebookelo.com - Página 1274


[916] Gazeta de Sevilla, martes 25 de diciembre de 1810. La obra de Cabarrús, Cartas

sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes ofrecen a la felicidad, se
vendía en la librería de Hidalgo, «mercader de libros», muy activo en la Sevilla
napoleónica. <<

ebookelo.com - Página 1275


[917] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, pp. 76-77. <<

ebookelo.com - Página 1276


[918] Gazeta de Madrid, 21 de noviembre de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1277


[919] Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, op. cit., vol. V, p. 25. «A las

armas corred patriotas, / a lidiar, a morir o a vencer; / guerra eterna al infame tirano, /
odio eterno al impío francés. / Patriotas guerreros, / blandid los aceros/ y unidos
marchad/ por la patria a morir… o triunfa. / ¡A morir…o triunfar!». <<

ebookelo.com - Página 1278


[920] Ibíd., vol. V, p. 25. «Ya viene por la ronda/José Primero/ con un ojo postizo/ y el

otro huero». <<

ebookelo.com - Página 1279


[921] Ibíd., vol. V, p. 26. «Es mi voluntad y quiero, / ha dicho Napoleón, / que sea rey

de esta nación / mi hermano José Primero. / Es mi voluntad y quiero, / responde la


España ufana, /que se vaya a cardar lana/ ese rey José postrero». <<

ebookelo.com - Página 1280


[922] AHN, Estado, leg. 3113 (Irún, 15 de enero de 1810). «El día 12 entraron de

Francia 1. 600 hombres de infantería de varios cuerpos; el día 13 han entrado 1. 300
hombres de infantería, más 700 caballos; el día 14 han entrado 700 infantes; pasando
para Francia 300 prisioneros españoles, y una multitud de enfermos franceses con
gruesa escolta…». <<

ebookelo.com - Página 1281


[923] Manifiesto que el doctor don Manuel María de Arjona, canónigo penitenciario

de Córdoba, hace de su conducta política a la nación española, Imprenta Real,


Córdoba, 1814. Marche no se hospedó en casa de su amigo el penitenciario, y
convenció a éste para que cambiara a favor de José una oda compuesta para celebrar
la victoria de Bailén. <<

ebookelo.com - Página 1282


[924] AHN, Diversos, leg. 57. José a Cabarrús, Almagro 16 de enero de 1810. Al día

siguiente le dice: «Escribidme todos los días el estado de los ingresos y de los
gastos». <<

ebookelo.com - Página 1283


[925] AGS, Estado, leg. 8218. Madrid, 22 de marzo de 1810. <<

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[926] Grandmaison, op. cit., vol. II, p. 195. <<

ebookelo.com - Página 1285


[927] MDRJ, op. cit., vol. VI, pp. 60 y ss. Ante ello, Napoleón ironizó: «Hacedme

saber si la Constitución prohíbe que el rey de España esté al frente de 300. 000
franceses y que la guarnición sea francesa, si la Constitución dice que en Zaragoza se
volarán las casas una tras otra». <<

ebookelo.com - Página 1286


[928] Nicole Gotteri, La mission de Lagarde, policier de l'Empereur pendant la guerre

d'Espagne (1809-1811), Publisud, París, 1991. Este intendente informa al emperador


a espaldas de José. Del hijo del ministro Cabarrús dirá, incluso, que, durante su
estancia en Málaga, engañó a su padre «a propósito de las opiniones de sus
conciudadanos», p. 188. <<

ebookelo.com - Página 1287


[929] Por supuesto, según Soult, todo fue cosa del mariscal: la batalla de Ocaña, la

reorganización de las tropas, la pacificación de las provincias del norte, la lucha


contra las guerrillas, la corrección de las negligencias del ejército y la conquista de
Andalucía (Soult, Mémoires. Espagne et Portugal, Hachette, París, 1955, pp. 160 y
ss.). <<

ebookelo.com - Página 1288


[930] Miot de Mélito, op. cit., vol. III, p. 81. <<

ebookelo.com - Página 1289


[931] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1076. Sobre las dificultades aparecidas, informe al

rey del ministro de justicia, fechado en Madrid, 27 de agosto de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1290


[932] AHN, Estado, leg. 37, núms. 151 a 181. Informes sobre las provincias del sur, el

caso de Sotelo. <<

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[933] MDRJ, op. cit., vol. VII, p. 238. 27 de enero de 1810. <<

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[934] Manuel Moreno Alonso, Historia de Andalucía, Alfar, Sevilla, 2004, pp. 291 y

ss. <<

ebookelo.com - Página 1293


[935] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1153. Sevilla, 18 de mayo de 1812. En carta a Pablo

Arribas, remachará ante éste su condición de «fiel súbdito de S. M. y amante de su


justa real persona». <<

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[936]
AHN, Consejos, leg. 49 613. Madrid, 7 de enero de 1812. El marqués de
Almenara se quejará ante el rey de Sotelo por su «lentitud y falta de energía». <<

ebookelo.com - Página 1295


[937] Juan Mercader, José Bonaparte, op. cit., p. 140. <<

ebookelo.com - Página 1296


[938] AHN, Consejos, Libro 1875 (100). Sevilla, 11 de abril de 1812. Es el caso

concreto de Sotelo. <<

ebookelo.com - Página 1297


[939] BNM, R-60 002 (55). Circular a los Intendentes, Gobernadores, Corregidores y

Alcaldes Mayores de los Reinos de Andalucía (Sevilla, 21 de febrero de 1810). <<

ebookelo.com - Página 1298


[940] Ibíd., R-60 014. Los Prefectos (publicado en Sevilla, 30 de agosto de 1811). <<

ebookelo.com - Página 1299


[941] AHN, Consejos, Libro 1742 (16). Sevilla, 31 de enero de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1300


[942] Descripción físico-moral de los tres satélites del Tirano que acompañaban al

intruso José la primera vez que entró en Córdoba. Con la descripción asimismo de la
conducta rapiñadora de los generales franceses y su gran Napoleón, nuestro pérfido
regenerador, con el solo fin de que todo español marche veloz a la guerra contra ese
vil francés, Imp. Real, Córdoba, 1813. <<

ebookelo.com - Página 1301


[943] AHN, Estado, leg. 2993/1. Gazeta del Gobierno de Granada, 9 de febrero de

1810. <<

ebookelo.com - Página 1302


[944] Martín Turrado Vidal, De malhechores agente del orden. Historia de una partida

bonapartista cordobesa, Temas de Cultura Policial, Madrid, 2005, p. 213. <<

ebookelo.com - Página 1303


[945] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. III, p. 205. Madrid, 29 de enero de 1810.

<<

ebookelo.com - Página 1304


[946] Defensa legal del teniente general de los Reales Ejércitos, Conde de Cartaojal, y

de don Cayetano de Urbina, ministro del Supremo Consejo de Indias, en la oficina de


la viuda de Gomes, Cádiz, año de 1812, p. 90. <<

ebookelo.com - Página 1305


[947] M. Moreno Alonso, «La junta de Generales de Carmona», en Rafael Sánchez

Mantero (coord.), Actas IV Congreso de Historia de Carmona. Carmona en el siglo


XIX (1808-1874), Carmona, 2005, pp. 39-46. <<

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[948] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 396. En carta enviada muchos años después a la

duquesa de Abrantes (Londres, 29 de agosto de 1834), José inculpará de este error al


mariscal Soult. «Fue el mariscal Soult quien, en Carmona, dijo al general O'Farrill y a
Urquijo, que querían que se marchase sobre la isla de León y Cádiz antes de
apoderarse de Sevilla: Qu'on me réponde de Séville, je reponds de Cadix». A lo que
añadía el rey: «El día siguiente Sevilla abrió sus puertas, y Cádiz cerró las suyas para
siempre». <<

ebookelo.com - Página 1307


[949] M. Moreno Alonso, Sevilla napoleónica, op. cit., p. 36. <<

ebookelo.com - Página 1308


[950] Archivo Municipal de Sevilla, Sección VII, III, 124. Manifiesto [impreso] de las

funciones con que la ciudad ha acordado celebrar el aniversario de S. M. el


emperador y rey Napoleón, y d S. M. la Emperatriz y reina María Luisa en los días 15
y 16 de agosto de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1309


[951] A. Thiers, Historia del Consulado y del Imperio, op. cit., vol. XII, p. 302. <<

ebookelo.com - Página 1310


[952]
CdN, XX, n. 16 274. Al ministro de la Guerra, duque de Feltre. París,
Rambouillet, 21 de febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1311


[953] Por los cronistas decimonónicos, y no sólo decimonónicos, de Sevilla, se ha

dicho que el período de sumisión a José de la ciudad fue «un negro capítulo de su
existencia». Es sorprendente que, al ocuparse muchos años después de la inculpación
que algunas provincias hicieron de la «falta de patriotismo» de los sevillanos en su
colaboración con el Intruso, el más importante cronista de la ciudad —descendiente
de aquellos mismos franceses que invadieron España— exclamaba enojado, cómo era
posible tildar de tales improperios «¡a los que no cedieron a nadie en varonil denuedo
para combatir a los invasores!» (Joaquín Guichot, Historia de Sevilla, vol. IV p. 514).
<<

ebookelo.com - Página 1312


[954] AHN, Consejos, leg. 51 578 (p. 2). Madrid, 18 de febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1313


[955] Manifiesto de las operaciones de los ministros de la Real Audiencia de Sevilla,

que se quedaron en la ciudad después de la invasión de los franceses desde la batalla


de Ocaña hasta el día de la entrada de las tropas aliadas, Imp. de Josef Hidalgo,
Sevilla, 1812. <<

ebookelo.com - Página 1314


[956] AGS, Gracia y justicia, leg. 1076. Extracto de las Minutas de la Secretaría de

Estado, Alcázar de Sevilla, 19 de abril de 1810. «[…] quedan todavía algunos


hombres perversos y obstinados en acabar la ruina de su patria por medios criminales
y violentos, comprometiendo la tranquilidad pública, las vidas y las fortunas de los
buenos ciudadanos». <<

ebookelo.com - Página 1315


[957] Representación del Consejero de Estado español don Francisco Amorás a S. M.

el rey don Fernando VII, quejándose de la persecución que experimenta su mujer


doña María de Teherán, de parte del Capitán General de Castilla la Nueva, don
Valentía Delbis, conde de Villariezo, y defendiendo la conducta que ha tenido
Amorás en las convulsiones políticas de su Patria, París, 1814. <<

ebookelo.com - Página 1316


[958] AHN, Diversos, leg. 57. José a Cabarrús, 6 de febrero de 1810. Para José el

ejemplo de Sevilla era muy importante, «en un momento donde todo va a mejor en un
país que tiene tan gran influencia de opinión sobre el resto del reino, y sobre
Madrid». <<

ebookelo.com - Página 1317


[959] Ibíd., Consejos, Libro 1875 (Suplemento de Hacienda), 25 de marzo de 1812.

El 19 de marzo de 1812, desde el puerto de Santa María, el mariscal Soult escribirá a


Montarco manifestándole, en tono de queja, su opinión sobre la conducta y «poca
adhesión» que se observaba en los empleados al servicio de S. M. y «los malos
efectos que se siguen de no recompensar con los bienes de los emigrados a los que se
distinguen en él y a los vecinos que han hecho sacrificios o experimentado pérdidas
por su causa». <<

ebookelo.com - Página 1318


[960] Gazeta de Sevilla, n. 72, martes 20 de agosto de 1811, vol. II, p. 574. <<

ebookelo.com - Página 1319


[961] AHN, Estado, leg. 3112. Córdoba, 11 de marzo de 1810. De Francisco Angulo.

<<

ebookelo.com - Página 1320


[962] BNM, R-60921. Discurso pronunciado en la función celebrada por el Illmo.

Cabildo de la Santa Iglesia Patriarcal de Sevilla, el día 15 de agosto de 1810, en la


Imp. Mayor, Sevilla, p. 3 (Ed. bilingüe). <<

ebookelo.com - Página 1321


[963] Diario de Sevilla, n. 23, domingo 31 de diciembre de 1809, pp. 333-334. <<

ebookelo.com - Página 1322


[964] Gazeta del Gobierno, n. 4, martes 6 de febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1323


[965]
BNM, R-60 014(7). Circular del conde de Montarco a todos los obispos,
arzobispos, abades y párrocos (Sevilla, 3 de febrero de 1810). Te Deum en acción de
gracias «por los felices sucesos que han producido la disolución del gobierno
anárquico y el recibimiento filial y sincero que han hecho a S. M. los amados
súbditos de Andalucía». <<

ebookelo.com - Página 1324


[966] Archivo Municipal de Sevilla, Sección VII, 6 (11). Sevilla, 15 de febrero de

1810. <<

ebookelo.com - Página 1325


[967] Gazeta del Gobierno, n. 4, martes 6 de febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1326


[968] M. Moreno Alonso, Sevilla napoleónica, op. cit., pp. 41 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1327


[969] AHN, Estado, leg. 3116. Carta impresa del Illmo. Sr… Obispo de Licópolis,

auxiliar y gobernador de este Arzobispado de Sevilla a los vicarios, curas y clero de


toda la diócesis, en ausencia de su prelado (Sevilla, 15 de febrero de 1810). <<

ebookelo.com - Página 1328


[970] Ibíd., Estado, leg. 3091, 31 de marzo de 1810. Tras la huida de la ciudad del

cardenal Borbón, y del obispo de Laodicea, que había sido presidente de la junta, don
Manuel Cayetano Muñoz era el obispo de Sevilla. <<

ebookelo.com - Página 1329


[971] AGS, Gracia y justicia, leg. 1163. Dictamen del canónigo Morales a su amigo el

marqués de Almanara (Sevilla, 2 de enero de 1811). <<

ebookelo.com - Página 1330


[972] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1198. Madrid, 23 de octubre de 1810. «Este
proceder —manifestaba uno de los descontentos— causa mucha sensación en el
pueblo y no poco perjuicio a los que han experimentado la real beneficencia, dando
margen a los insurgentes y mal intencionados a que […] desde el principio ha
resistido aquel las órdenes del rey». <<

ebookelo.com - Página 1331


[973] Archivo Real Palacio, Madrid, índice de expedientes, IX, f. 135, n. 83. Alcázar

de Sevilla, 3 de febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1332


[974] Gazeta de Madrid, lunes 7 de mayo de 1810. Decreto de 20 de abril de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1333


[975] Gazeta de Madrid,
14 de mayo de 1810. Decreto de 26 de abril de 1810,
también, como el anterior, dado por José en Sevilla, en el Alcázar. <<

ebookelo.com - Página 1334


[976] Archivo Municipal de Sevilla, Sección VII, t. IV (119, 123). <<

ebookelo.com - Página 1335


[977] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1078. Decreto, Alcázar de Sevilla, 19 de abril de

1819. <<

ebookelo.com - Página 1336


[978] Gazeta extraordinaria de Sevilla, n. 34, domingo 29 de abril de 1810, pp. 262-

264. <<

ebookelo.com - Página 1337


[979] Archivo Municipal de Sevilla, Sección VII, V, 14. <<

ebookelo.com - Página 1338


[980] M. Moreno Alonso, Sevilla napoleónica, op. cit., p. 251. <<

ebookelo.com - Página 1339


[981] Gazeta de Sevilla, n. 1, martes 13 de febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1340


[982] AHN, Consejos, libro 1743 (p. 92). En octubre de 1811, se aprobó la formación

de una biblioteca pública en Sevilla, después de lo cual se ordenó que se estableciera


en San Acasio, con un plan previo. <<

ebookelo.com - Página 1341


[983] AHN, Consejos, libro 1742 (24 y.). Sevilla, 10 de febrero de 1811. En esta fecha,

el canónigo don José Rosendo Carmona presentaba un plan sobre la educación de las
niñas del beaterío de la Santísima Trinidad de Sevilla. <<

ebookelo.com - Página 1342


[984] Sobre la adhesión de los miembros de la Academia a la causa de José, A. Muro

Orejón, Apuntes para la historia de la Academia de Bellas Artes de Sevilla, Sevilla,


1961, p. 8. <<

ebookelo.com - Página 1343


[985] M. Moreno Alonso, «La lucha por la libertad en la Universidad de Sevilla», en

El miedo a la libertad en España, op. cit., pp. 303-332. <<

ebookelo.com - Página 1344


[986] Gazeta de Sevilla, n. 38, martes 11 de septiembre de 1810, pp. 682 y ss. Palabras

de don Miguel María del Olmo, al frente de una diputación de la Real Academia de
Buenas Letras de Sevilla ante el mariscal Soult. <<

ebookelo.com - Página 1345


[987] BNM, R-60014 (2). Mss. Copia del papel ms. Que tenía el marqués de Jerez de

los Caballeros de Poesía laudatoria en honor de José Bonaparte. Entre otras, el soneto
de José María Carnerero, Al rey Nuestro Señor, con motivo de su entrada en Sevilla y
de la próxima pacificación que le deberán los españoles. <<

ebookelo.com - Página 1346


[988] AHN, Consejos, Libro 1743 (73v.). Sevilla, 20 de marzo de 1812. En el día de

esta fecha se da cuenta de que, con motivo de la festividad del rey, se redujo a la
mitad el número de presos de la Cárcel Real. <<

ebookelo.com - Página 1347


[989] F. Aguilar Piñal, «Las representaciones teatrales y demás festejos públicos en la

Sevilla del rey José», Archivo Hispalense, n. 128 (1964), pp. 251-304. <<

ebookelo.com - Página 1348


[990] Gazeta de Sevilla, n. 72 (martes 20 de agosto de 1811), p. 579. El periódico

cuenta cómo la Municipalidad de Sevilla decidió celebrar el regreso del rey, con
disposiciones «hijas del amor y fidelidad de estas autoridades y del pueblo que
gobiernan y representan a nuestro augusto y benigno soberano». Se celebró con misa,
Te Deum, felicitaciones y música «para aumentar la alegría pública». <<

ebookelo.com - Página 1349


[991] J. M. Blanco White, Cartas de España, Alianza, Sevilla, 1983, p. 214. <<

ebookelo.com - Página 1350


[992] M. Moreno Alonso, Sevilla napoleónica, op. cit., p. 251. <<

ebookelo.com - Página 1351


[993] Memoria… sobre los hechos que justifican su conducta política, op. cit., vol. I, p.

333. <<

ebookelo.com - Página 1352


[994] G. de Clermont-Tonnerre, L'expédition d'Espagne, 1808-1810, p. 350. <<

ebookelo.com - Página 1353


[995] A. Bigarré, Mémoires du général Bigarré, aide-de-canip du roi Joseph, Ed.
Kolb, París, 1893, p. 272. <<

ebookelo.com - Página 1354


[996] Francisco L. Díaz Torrejón, Osuna napoleónica (1810-1812), Genesian, Sevilla,

2001. Y de este mismo autor otros trabajos de la misma temática sobre Estepa y
Ronda. <<

ebookelo.com - Página 1355


[997]
Carmen Muñoz de Bustillo Romero, Bayona en Andalucía: el Estado
Bonapartista en la Prefectura de Xerez, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1991, p. 76. <<

ebookelo.com - Página 1356


[998] M. Lafuente Alcántara, Historia de Granada, comprendiendo las de sus cuatro

provincias Almería, Jaén, Granada y Málaga, desde remotos tiempos hasta nuestros
días, 1852, vol. II, pp. 425 y ss., cfr. A. Martínez Ruiz, El reino de Granada en la
Guerra de la Independencia, Granada, 1977; y A. Gallego Burín, Granada en la
Guerra de la Independencia, nueva ed. de la Universidad, Granada, 1990. <<

ebookelo.com - Página 1357


[999] Marion Reder Gadow (ed.), La Guerra de la Independencia en Málaga y su

provincia (1808-1814), Diputación, Málaga, 2005, 675 págs., con importantes


contribuciones de carácter vario. <<

ebookelo.com - Página 1358


[1000] AGS, Gracia y Justicia, leg. 1163 (Granada, 13 de abril de 1810). <<

ebookelo.com - Página 1359


[1001] AHN, Estado, leg. 3091. Felicitación de Juan A. Caballero a José Cervera,

nombrado prefecto (Antequera, 28 de mayo de 1810). <<

ebookelo.com - Página 1360


[1002] E. Lapéne, Conquéte de l'Andalousie, champagne de 1810 et 1811 dans le Midi

de l'Espagne, París-Toulouse, 1823, p. 248. <<

ebookelo.com - Página 1361


[1003] Francisco Seco de Lucena, «Entrada triunfal de Pepe Botella en Granada», La

Alhambra, Granada, 1907, n. 215, pp. 74-75. <<

ebookelo.com - Página 1362


[1004] Juan Mercader Riba, José Bonaparte, rey de España (1808-1813). Estructura

del Estado Español Bonapartista, CSIC, Madrid, 1983, p. 47. <<

ebookelo.com - Página 1363


[1005] ARP, Madrid, Registro general de decretos (1809-1810), f. 92. Madrid, 20 de

diciembre de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1364


[1006] ANF, 381 AP 15, dossier 6, Madrid, 19 de marzo de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1365


[1007] Gabriel H. Lovett, La Guerra de la Independencia y el nacimiento de la España

contemporánea, Península, Barcelona, 1975, vol. II, p. 88. <<

ebookelo.com - Página 1366


[1008] MDRJ, op. cit., vol. VII, p. 299. <<

ebookelo.com - Página 1367


[1009] El marqués de Villaurrutia destacó la gran importancia que el rey José atribuyó

a la escarapela, adoptando para ella el color rojo, «que no era borbónico, como se
creyó y se dijo en 1868, al dar a la escarapela los colores amarillo y rojo de la
bandera nacional, sino genuinamente español y de castizo abolengo». Lo que motivó
un grave incidente con el emperador, cuando el rey asistió al bautizo del rey de Roma
con todos sus acompañantes usando la escarapela encarnada en vez de la tricolor.
Napoleón le amonestó para que no volvieran a presentarse con uniforme español y
roja escarapela (El rey José Napoleón, passim, op. cit., p. 60). <<

ebookelo.com - Página 1368


[1010] Juan Mercader, Barcelona durante la ocupación francesa (1808-1814),
Barcelona, 1949, p. 461. «Ni el rey ni sus ministros tienen nada que ver con Cataluña;
esta provincia está en estado de sitio y no debe recibir más comunicaciones que de
vos», escribía Napoleón al ministro de la Guerra, general Clarke, duque de Feltre, el
21 de febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1369


[1011] Juan Antonio Llorente, Noticia biográfica (autobiografía), op. cit., p. 113. <<

ebookelo.com - Página 1370


[1012] ANF, 381 AP 27, carta de 26 de abril de 1809. La tragedia fue el género

preferido de José, y en este sentido estuvo asesorado por el literato Carrion-Nisas que
le sirvió en España. Luce de Lancival le dedicó su tragedia Héctor en abril de 1809.
<<

ebookelo.com - Página 1371


[1013] La tragedia fue concebida por Llorente en 1812. A pesar de sus defectos, de los

que el autor manifiesta ser consciente —no tenía el talento de Rainouard, autor de la
tragedia de los Templarios—, aquél la estimó «porque acaso con el tiempo…Tal vez
cuando la segunda generación ignore cuáles pasiones humanas y resortes políticos
han jugado en la revolución española, leerán este drama como historia que les
instruya, con sucesos verificados en otro tiempo mucho más antiguo, pues en el
diálogo se habla del influjo inglés representado por los suevos; de los sucesos de las
guerrillas, y de todos los puntos principales de la revolución». como la tragedia no
estaba impresa, ni pensaba imprimirla, el autor quería dar una idea (Noticia
biográfica, p. 117). <<

ebookelo.com - Página 1372


[1014] J. A. Llorente, Noticia biográfica, op. cit., pp. 118-119. El historiador
afrancesado, canónigo de Toledo, diputado en Bayona, consejero de Estado, «colector
general de los efectos de los conventos», nombrado por el rey «director general de
bienes nacionales», publicó varias obras históricas, ambientadas en otros tiempos,
pero perfectamente aplicables al reino de José: Discurso heráldico sobre el escudo de
armas de España (1808); Disertación sobre el poder que los reyes españoles
ejercieron hasta el siglo XII en la división de obispados (1810); Memoria histórica
acerca de cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del tribunal de la
Inquisición (1812). <<

ebookelo.com - Página 1373


[1015] Juan Mercader Riba, «La desamortización en la España de José Bonaparte»,

Hispania, n. 122, pp. 587-616. <<

ebookelo.com - Página 1374


[1016] MDRJ, op. cit., vol. VII, p. 259. José a Napoleón, Puerto de Santa María, 18 de

febrero de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1375


[1017] MDRJ, op. cit., vol. VII, p. 239. Napoleón a Berthier, París, 28 de enero de

1810. <<

ebookelo.com - Página 1376


[1018]
AHN, Estado, leg. 3108. Domingo Rodríguez Nieto a Manuel María
Cambronero. Pamplona, 15 de junio de 1810. Al hablar de un consejo de gobierno
creado por el general Dufour señala que «se declaró abiertamente desafecto al rey»,
siendo partidario de «la agregación de este país a Francia». <<

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[1019] AHN, Estado, leg. 3093. Copia del decreto imperial. <<

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[1020] CdN XX, n.16275. A Clarke, duque de Feltre, Rambouillet, 21 de febrero de

1810. <<

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[1021] MDRJ, op. cit., vol. VII, p. 263. Napoleón a Berthier, París, 28 de febrero de

1810. <<

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[1022] J. Mercader, José Bonaparte, op. cit., p. 160. <<

ebookelo.com - Página 1381


[1023] AHN, Estado, leg. 3070. Correspondencia de adictos al intruso. Letra
R. Domingo Rodríguez Nieto al marqués de Benavente. Pamplona, 28 de mayo de
1810: «…Aquí hemos temido mucho que este país se anexe a Francia, y aunque
algunas apariencias parece que desmienten esta especie, todavía no estamos seguros».
<<

ebookelo.com - Página 1382


[1024] Laforest, Correspondance, op. cit., p. 161. <<

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[1025] Henry Richard, lord Holland, Foreign Reminiscences, editado por su hijo Henry

Edward, lord Holland, Londres, Longman, 1850, pp 208-209. <<

ebookelo.com - Página 1384


[1026] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 138. <<

ebookelo.com - Página 1385


[1027] CdN, XX, n. 16286. París, 23 de febrero de 1810. <<

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[1028] AHN, Estado, leg. 3092. Granada, 24 de marzo de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1387


[1029] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. III, p. 334. Según Mercader, que recoge

el parecer de otros historiadores, otro ministro de José como Arribas, era partidario,
en cambio, de «entregarse a la generosidad del emperador puesto que sería una locura
intentar una lucha sorda o patente» sobre la cuestión. Mientras Azanza estaba
verdaderamente obsesionado en la cuestión de salvaguardar la independencia e
integridad de España. Con ello, además, defendía una causa muy personal, ya que
Azanza era navarro, y su tierra sería una de las afectadas por la desmembración
napoleónica. <<

ebookelo.com - Página 1388


[1030] AHN, Estado, leg. 3091. Azanza a Cabarrús, Madrid, 15 de abril de 1810. <<

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[1031] MDRJ, op. cit., vol. VII, p. 271. José a Julia Clary, Córdoba, 12 de abril de 1810.

<<

ebookelo.com - Página 1390


[1032] Jacques Godechot, Les Institutions de la France sous la Révolution et l'Empire,

PUF, París, 1951, pp. 508 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1391


[1033] Gazeta de Madrid, 5 de mayo de 1810. R. D. en Alcázar de Sevilla, 18 de abril

de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1392


[1034] Gazeta de Madrid, 8 de agosto de 1811. <<

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[1035] Gazeta de Madrid, 8 de mayo de 1812. <<

ebookelo.com - Página 1394


[1036]
Laforest, Correspondance, op. cit., vol. III, p. 372. José volvió a Madrid
sorprendiendo a la municipalidad, que no tuvo tiempo de preparar su recibimiento.
En su carroza le acompañaban Almenara y Urquijo. <<

ebookelo.com - Página 1395


[1037] MDRJ, op. cit., vol. VII, p. 278. José a Napoleón, Sevilla, 30 de abril de 1810.

<<

ebookelo.com - Página 1396


[1038] AHN, Estado, leg. 3003 (1). Azanza a José Bonaparte. París 20 de junio de

1810. <<

ebookelo.com - Página 1397


[1039] AHN, Estado, leg. 3003 (1). Azanza a O'Farrill. París, 28 de mayo de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1398


[1040] AHN, Estado, leg. 3003 (1). Azanza a José Bonaparte, 20 de junio de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1399


[1041] ANF, 381 AP 28. Dossier 5, 6 y 7. Misión del duque de Santa Fe y del marqués

de Almenara. <<

ebookelo.com - Página 1400


[1042] El Marqués de Almenara a su defensor y a sus jueces. En la causa intentada

contra él por el agente de la Hacienda Pública en 1813 y a la que no ha podido


responder hasta 1820, Madrid, 1821, pp. 19 y ss. <<

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[1043] Gazeta de la Regencia, Cádiz, 2 de junio de 1812. Cfr. «Memoria de D. Miguel

José de Azanza», en Memorias de tiempos de Fernando VII, op. cit., vol. I, pp. 368-
370. <<

ebookelo.com - Página 1402


[1044] El Marqués de Almenara, op. cit., p. 25. <<

ebookelo.com - Página 1403


[1045] MDRJ, op. cit., vol. VII, pp. 317-318. Madrid, 21 de agosto de 1810. <<

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[1046] MDRJ, VII, 466. José a Julia Clary, Madrid, 5 de marzo de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1405


[1047] AHN, Consejos, leg. 49 613. Sevilla, 18 de diciembre de 1811. El prefecto Solís

ante los abusos de la administración francesa, «protestó sumisamente cuanto se


oponga a la soberana voluntad». <<

ebookelo.com - Página 1406


[1048] CdN, XXI, n. 17 285. París, 15 de enero de 1811, El «caso Belliard» fue motivo

de fricciones frecuentes con Napoleón, quien obligó a su hermano a reponerlo en el


cargo a pesar de haberlo destituido. <<

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[1049] Manuel Espadas Burgos, «El hambre de 1812 en Madrid», Hispania, Madrid,

1968, XXVIII, n. 110, pp. 594-623. <<

ebookelo.com - Página 1408


[1050] Gazeta de Madrid, 1 de abril de 1811. <<

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[1051] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. V, p. 32. Madrid, 24 de abril de 1811.

<<

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[1052] Miot, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 182. <<

ebookelo.com - Página 1411


[1053] ARP, Madrid. Papeles reservados, vol. V, 16. Sesión 24 de abril de 1811. <<

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[1054] ARP, Actas del Consejo. Sesión 3 de mayo de 1811. <<

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[1055] J. Mercader, José Bonaparte, op. cit., p. 230. <<

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[1056]
AHN, Estado, leg. 3065. Santibáñez a Azanza (presidente del Consejo de
Ministros y ministro interino de Relaciones Exteriores), París, 16 de mayo de 1811.
<<

ebookelo.com - Página 1415


[1057] MDRJ, op. cit., vol. VIII, p. 15. Rambouillet, 17 de mayo de 1811. <<

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[1058] MDRJ, op. cit., vol. VIII, p. 24. José a Berthier. Mortefontaine, 2 de junio de

1811. «¿Cómo atravesar, cual si fuera un extranjero, a unas provincias que me


esperan como un Mesías, y a las que les he prometido Cortes, y un gobierno nacional,
desde el día en que la guerra lo permitiera, habiéndome asegurado a cambio de todo
ello sus brazos y hasta sus propiedades?». <<

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[1059] Miot, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 193. <<

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[1060] MDRJ, op. cit., vol. VIII, p. 39. José a Napoleón, Burgos, 8 de julio de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1419


[1061] ARP, Madrid, Actas del Consejo, sesión 12 de julio de 1811. Los ministros

presentes en Madrid eran el duque de Santa Fe, José de Mazarredo, Pablo Arribas,
Manuel Romero, el marqués de Almenara y Francisco Angulo. <<

ebookelo.com - Página 1420


[1062] Gazeta de Madrid, 16 de julio de 1811. Ésta fue la quinta entrada de José en la

capital. La primera tuvo lugar el 20 de julio de 1808, en un ambiente de hostilidad


encubierta y de nerviosismo. La segunda, el 22 de enero de 1809, después de la
venida de Napoleón a España, fue más correcta y respetuosa. Una tercera, por
llamarle de esta manera, tuvo lugar el 15 de agosto de 1809, después de la peripecia
bélica de Talavera. José procuró dar la apariencia de triunfo con fuegos de artificio y
su presencia aquella noche en el teatro. La cuarta fue casi de incógnito, el 13 de mayo
de 1810, después de la expedición triunfal por Andalucía (Cfr. J. Mercader, José
Bonaparte, op. cit., p. 252). <<

ebookelo.com - Página 1421


[1063] Existe, incluso entre los eruditos, la creencia de que la reina estuvo en España.

La mantenía, en el primer centenario de 1908, el reputado académico don Juan Pérez


de Guzmán y Gallo: «Costó un triunfo hacer venir a la reina Julia a Madrid, y cuando
llegó, ¡qué desencanto! La etiqueta de palacio era toda militar; la servidumbre, militar
toda, y ella no se sentía bien en un mundo donde no había mujeres con quien hablar».
Don Juan Mercader habla incluso de que la reina «vivió en Nueva York
conjuntamente con su esposo», cosa que tampoco es cierta. Jamás estuvo en América.
<<

ebookelo.com - Página 1422


[1064] Juan Balansó, Julia Bonaparte, Mondadori, 2004, pp. 28 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1423


[1065] En su breve biografía de la reina, Balansó sigue la opinión del biógrafo Girod

de l'Ain —descendiente de la familia Clary, a quien se deben las biografías de


Desirée, de su marido Bernadotte, y del propio José—, según el cual, José eligió esta
versión. Aunque realmente la fortuna de José procedía de la inversión en negocios de
compañías genovesas corsarias, y, por supuesto, de la administración de los bienes de
Napoleón (Julia Bonaparte, op. cit., p. 35). <<

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[1066] André Gavoty, Les drames inconnus de la Cour de Napoléon, Fayard, París,

1962, p. 212. <<

ebookelo.com - Página 1425


[1067] BIF, Ms. 5669. Hay 341 cartas de la reina al rey, entre 1808 y 1813. <<

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[1068] BIF Ms. 5670. Cartas de las princesas Zenaida y Carlota, de Madame Leticia,

de Hortensia, Desirée, de la condesa de Suchet o de la mujer del general Saligny,


entre otras. <<

ebookelo.com - Página 1427


[1069] BIF Ms. 5671. Cartas del rey a Julia, y otras varias. <<

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[1070] BIF Ms. 5672. «Cartas de amor de una patricia de Nápoles llamada Julia, que

tuvo del rey José un hijo julio y una hija Teresa (1806-1809)». Un total de 292 piezas.
<<

ebookelo.com - Página 1429


[1071] La correspondencia de José con la reina, así como la otra correspondencia

«amorosa» con otras damas existente en la Biblioteca del Instituto de Francia, fue
cogida como botín por Wellington en la batalla de Vitoria. A1 parecer el duque creyó
que se trataba de una caja de pistolas, mientras la caja contenía varios cientos de
cartas dirigidas al rey. Olvidada en un granero de su palacio, la caja fue entregada al
Instituto de Francia por el tataranieto del duque en 1954. <<

ebookelo.com - Página 1430


[1072] Mémoires de la reine Hortense, Plon, París, 1927, vol. II, p. 168. <<

ebookelo.com - Página 1431


[1073] En una crítica en verso de la Constitución de Bayona, que Mesonero atribuyó a

Eugenio de Tapia, se decía: «…La sucesión al trono/ de las Españas/ irá de macho en
macho, / dice la Carta. / Si macho falta, / Napoleón primero/ lleva la carga…». <<

ebookelo.com - Página 1432


[1074] Azanza y O'Farrill, Memoria Justificativa, op. cit., vol. I, p. 369. Este papel de

la reina quedó de manifiesto al ser interceptadas las cartas dirigidas a ella, y


publicadas por la Gazeta de la Regencia, el 2 de junio de 1812. En una de estas cartas
—la fechada en Madrid, el 23 de marzo de 1812-José le dice a la reina que si el
emperador está en guerra con Rusia, y no le da el mando ni la administración del
país, entonces quiere regresar a Francia (1, 370). <<

ebookelo.com - Página 1433


[1075] Duquesa de Abrantes, Mémoires, op. cit., vol. VI, pp. 132-133. <<

ebookelo.com - Página 1434


[1076] Juan Balansó, Julia Bonaparte, op. cit., p. 66. <<

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[1077] Mémoires du général Bigarré, aide de camp du roi Joseph, París, 1893, p. 214.

«Se ha reprochado a este soberano el amar demasiado a las mujeres y de pasar con
ellas un tiempo que hubiera sido mejor empleado en prevenir las necesidades del
pueblo…». El general defiende al rey, cuya galantería compara con la del gran rey
Enrique IV, que, en sus amoríos, nunca robó una hora de tiempo a sus deberes al
frente del Consejo de Estado o del de ministros. <<

ebookelo.com - Página 1436


[1078] Una letrilla popular cantaba: La Montehermoso/ tiene un tintero/ donde moja su

pluma/José Primera. <<

ebookelo.com - Página 1437


[1079] Marqués de Villaurrutia, El rey José Napoleón, Librería Española y Extranjera,

S. A., Madrid, p. 28. Fue condecorado sucesivamente con la Orden Real de España,
y, después sucesivamente, fue hecho caballero, y comendador. El marqués murió en
París el 8 de junio de 1811, coincidiendo con la estancia del rey en la capital. Este,
que se hallaba en Mortefontaine, dispuso que el entierro se hiciera al uso de Francia,
y que de él se encargaran los parientes del difunto, uno de los cuales, el marqués de
Narros, se encontraba en París. <<

ebookelo.com - Página 1438


[1080] Jeannine Baticle, Goya, op. cit., p. 246. <<

ebookelo.com - Página 1439


[1081] Marqués de Villaurrutia, El rey José Napoleón, op. cit., p. 27. <<

ebookelo.com - Página 1440


[1082] Las Mémoires de Girardin se publicaron en 1829. Y en 1833, en la prestigiosa y

difundida Revue des Deux Mondes, Abel Hugo contaba la historia, que José no negó,
a diferencia de las imputaciones que hizo a las Mémoires de Bourrienne (Cfr.
Michael Ross, The Reluctant King, pp. 160 y 261). <<

ebookelo.com - Página 1441


[1083] Manuel Moreno Alonso, «La España de lady Holland», en Las cosas de España

en Inglaterra. La visión de un país por otro, Alfar, Sevilla, 2007, pp. 83-102. <<

ebookelo.com - Página 1442


[1084] MDRJ, op. cit., vol. VIII, p. 73. José a Julia, Madrid, 31 de agosto de 1811. En

esta fecha, José le dice que si las cosas siguen como van no tendrá otra opción que
irse con su guardia a buscar cobijo en los ejércitos de Suchet o Soult, abandonando
Madrid, cosa que no podría hacer con la reina y las infantas. <<

ebookelo.com - Página 1443


[1085] MDRJ, op. cit., vol. VIII, p. 39. José a Napoleón, Burgos, 8 de julio de 1811. <<

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[1086] MDRJ, op. cit., vol. VI, p. 453. José a Cabarrús, Madrid, 30 de septiembre de

1809. <<

ebookelo.com - Página 1445


[1087] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. IV. 23 de octubre de 1810. En esta

fecha, Arribas comunicaba al embajador Laforest que, según informaciones que le


llegaban de Andalucía, las Cortes reunidas en Cádiz «habían tomado el tono de la
Asamblea Constituyente de 1789, y que parecían tender a dejar atrás los artículos
mesurados de la Constitución de Bayona». Según el ministro de la Policía, «ideas
republicanas podían de un instante a otro imponerse». El asunto se extendía además,
porque en sus manos habían caído órdenes de los guerrilleros entre Aragón y Navarra
actuando «en nombre de la República española». <<

ebookelo.com - Página 1446


[1088] MDRJ, op. cit., vol. VIII, pp. 277-278. José a Napoleón, Madrid, 4 de enero de

1812. <<

ebookelo.com - Página 1447


[1089] Manuel Fraga Iribarne, Don Diego Saavedra Fajardo y la diplomacia de su

tiempo, Murcia, 1956. También John C. Dowhng, El pensamiento político-filosófico


de Saavedra Fajardo. Posturas del siglo XVII ante la decadencia y conservación de
monarquías, Murcia, 1957. <<

ebookelo.com - Página 1448


[1090] Joaquín Álvarez Barrientos, «Sobre la edición de 1788 de la República
Literaria de Diego de Saavedra Fajardo», en Homenaje a Francisco Aguilar Piñal. El
siglo que llaman ilustrado, CSIC, Madrid, 1996, pp. 55 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1449


[1091] Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano. En Obras, op. cit., vol. I, pp. 23-24.

Alcalá Galiano añade: «Muchos se adherían a Napoleón, como representante de la


revolución, en su dictadura, ya consular, ya imperial; otros mirándole como
destructor de la libertad, le abominaban. Estos últimos eran cortísimos en número, y
podría decir, éramos, porque yo, niño y joven, me contaba entre ellos, pasando por lo
que en Cádiz, y aun aquí en Madrid, era conocido con el nombre de mameluco, el
cual, no sé por qué, servía de apodo a los enemigos a la sazón de nuestro poderoso y
glorioso aliado». <<

ebookelo.com - Página 1450


[1092] Richard Herr, España y la Revolución del siglo XVIII, Aguilar, Madrid, 1971, p.

206. <<

ebookelo.com - Página 1451


[1093]
Juan Francisco Fuentes, José Marchena. Biografía política e intelectual,
pp. 101 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1452


[1094] Ibíd., pp. 19 y 109. <<

ebookelo.com - Página 1453


[1095] AHN, Consejos, leg. 17 785. Madrid, 14 de junio de 1812. «Reglamento que

puede establecerse para tener al día las noticias posibles del estado de existencias de
Madrid con respecto a sus abastos». <<

ebookelo.com - Página 1454


[1096] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, pp. 204-205. <<

ebookelo.com - Página 1455


[1097] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VI, p. 233. Madrid, 15 de mayo de

1812. Comisión constituida por el marqués de Caballero, Carlos Cambronero, Juan


A. Llorente, Blas de Aranza, J. I. Joven de Salas, Romero Valdés y González Arnao.
<<

ebookelo.com - Página 1456


[1098] Gazeta de Madrid, 8 de agosto de 1811. <<

ebookelo.com - Página 1457


[1099] Gazeta de Madrid, 26 de mayo de 1812. La celebración de la Constitución de

Cádiz, festejada con salvas de honor por las baterías de la bahía, fue interpretada por
los propagandistas josefinos de forma bien diferente. «En el Puerto de Santa María —
comentaba la Gazeta—, en el mismo momento en que las autoridades españolas y
francesas se hallaban reunidas en la iglesia para celebrar la fiesta del rey Nuestro
Señor…, todas las baterías de Cádiz y de la isla de León hicieron una salva general
con motivo de la Constitución, como si la Asamblea hubiese querido hacer homenaje
a su legítimo Soberano». <<

ebookelo.com - Página 1458


[1100] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, pp. 214 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1459


[1101] ARP, Madrid, Actas del Consejo, sesión 14 de mayo de 1812. En la reunión,

junto con los ministros josefinos, asistieron los consejeros de Estado marqués de
Caballero, Manuel María Cambronero, José Ignacio joven de Salas, Juan Antonio
Llorente, Blas de Aranza, Andrés Romero Valdés y Vicente González Arnao. <<

ebookelo.com - Página 1460


[1102] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VI, p. 249. Madrid, 23 de mayo de

1812. El embajador estaba de acuerdo con la campaña, pero pensaba que tales
publicaciones debían hacerse en toda la nación. Algunos títulos insertados en la
Gazeta: ¿Qué buscan los ingleses en Espada? ¿Acerca de qué se discute? ¿Quiénes
son los nuestros? ¿Quién hace la guerra a España? ¿Quiénes son los verdaderos
patriotas? De nuestra situación, de nuestros sufrimientos y del único remedio. <<

ebookelo.com - Página 1461


[1103] Gazeta de Madrid, 27, 28 y 29 de julio de 1812. Cfr. Juan E Fuentes, Marchena,

op. cit., pp. 254-255. <<

ebookelo.com - Página 1462


[1104] Juan Mercader Riba, José Bonaparte, rey de España (1808-1813). Estructura

del Estado español bonapartista, CSIC, Madrid, 1983, 634 págs. <<

ebookelo.com - Página 1463


[1105] Gazeta de Madrid, 29 de diciembre de 1812. <<

ebookelo.com - Página 1464


[1106] ARP, Madrid. Papeles reservados, vol. VIII, pp. 1-6. Lista de los obispos,
canónigos y dignidades que se conocen y fueron nombrados caballeros de la Orden
Real. Lista de grandes y títulos de Castilla, consejeros y demás togados…, empleados
de la Real Hacienda, y sujetos particulares cuyos empleos se ignoran…que fueron
promovidos a caballeros de la Orden Real de España. <<

ebookelo.com - Página 1465


[1107] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. II, p. 450. Madrid, 24 de septiembre de

1809. <<

ebookelo.com - Página 1466


[1108] Gabriel H. Lovett, La Guerra de la Independencia y el nacimiento de la España

contemporánea, Península, Barcelona, 1975, vol. II, pp. 97-100. <<

ebookelo.com - Página 1467


[1109]
Stendhal, Memorias sobre Napoleón, op. cit., vol. III, p. 1188. Stendhal lo
recuerda: «Los lugartenientes de Napoleón, al mando de los cuales sus ejércitos
fueron siempre derrotados de 1808 a 1814 (en España, en Alemania, etc., Macdonald,
Oudinot, Ney, Dupont, Marmont, etc.)». <<

ebookelo.com - Página 1468


[1110] CdN, XXIV n. 19 175. A Clarke, ministro de la Guerra. 2 de septiembre de

1812. <<

ebookelo.com - Página 1469


[1111] Charles Esdaile, La Guerra de la Independencia. Una nueva historia, p. 290. <<

ebookelo.com - Página 1470


[1112] M. Moreno Alonso, Los españoles durante la ocupación napoleónica. La vida

cotidiana en la vorágine, op. cit., p. 66. Estos abusos llegaron a oídos de Napoleón,
que dio cuenta de ellos reiteradamente a Berthier (CdN, n. 18 918). <<

ebookelo.com - Página 1471


[1113] AHN, Estado, leg. 3091 (Ávila, 10 de abril de 1810). <<

ebookelo.com - Página 1472


[1114] AHN, Estado, leg. 46 (308). «Relación de los crímenes en la ciudad de Uclés en

la Mancha por el ejército francés al mando del general Víctor, dirigida a los franceses
padres de los conscriptos», en Valencia, Oficina del Diario, 1809. <<

ebookelo.com - Página 1473


[1115] Gabriel H. Lovett, La Guerra de la Independencia, op. cit., vol. II, p. 89. <<

ebookelo.com - Página 1474


[1116] MDRJ, op. cit., vol. V, p. 165. <<

ebookelo.com - Página 1475


[1117] Stendhal, Vida de Napoleón, op. cit., vol. III, p. 1126. <<

ebookelo.com - Página 1476


[1118] Mémoires du Maréchal Soult. Espagne et Portugal, texte établi par Louis et

Antoinette de Saint-Pierre, Hachette, París, 1955, p. 93. <<

ebookelo.com - Página 1477


[1119] ANF, 381 AP 19, 20, 21, 22, 23. <<

ebookelo.com - Página 1478


[1120] Soult, Mémoires, op. cit., pp. 132-133, Éste es el tono de sus Memorias: «El rey

se decidió al fin a adoptar los planes de campaña que yo le había sometido…», «…


esta indecisión del rey…», «…desgraciadamente el rey José tenía entonces otras
preocupaciones…». Citas todas ellas referentes a la batalla de Talavera. <<

ebookelo.com - Página 1479


[1121] El enfrentamiento entre José y Soult tenía viejas raíces que salieron a la
superficie durante la campaña de Andalucía, que Soult hizo con manifiesta oposición
al rey. Su egotismo llegó a tal grado que se atribuyó para sí todo el éxito de la
campaña, cuando éste correspondió a José. Sin embargo, a pesar de su renombrada
capacidad militar fue incapaz de conquistar Cádiz. Henriette, la esposa del duque de
Dalmacia, una alemana originaria del ducado de Berg, era igualmente de una soberbia
proverbial. Cuando una vez escribió a una vieja amiga como Henriette de Dalmacia,
ésta le contestó como Ifigenia en Aulide. Dada la dependencia que el mariscal tenía
de su mujer, ésta tuvo el atrevimiento de encararse hasta con Napoleón —quien la
mandó callar— cuando, después de dejar por fin a José, le pidió en tono áspero que
no volviera a destinar a España a su marido (Le Mémorial, op. cit., vol. I, pp. 590,
1382). <<

ebookelo.com - Página 1480


[1122] Le Mémorial, op. cit., vol. I, p. 1054. <<

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[1123] Stendhal, Memorias sobre Napoleón, op. cit., vol. III, p. 1175. <<

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[1124] CdN, XXV n. 19 895. A1 general Clarke, duque de Feltre, ministro de la

Guerra. Maguncia, 23 de abril de 1813. <<

ebookelo.com - Página 1483


[1125] CdN, XVIII, n. 14 534. Al general Belliard, gobernador de Madrid, Chamartín,

4 de diciembre de 1808. <<

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[1126] P. L. Roederer, Journal, op. cit., pp. 240 y ss. <<

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[1127] CdN, XVIII, n. 14 662. A José, Valladolid 7 de enero de 1809. <<

ebookelo.com - Página 1486


[1128] Gazeta de Madrid, 1 de febrero de 1809. Discurso dirigido el 27 de enero a las

tropas que componen los tres regimientos de línea que se han formado nuevamente.
«[…1 Un rey —dijo O'Farrill— que conoce a los hombres, que sabe mandarlos y
apreciarlos, que funda su propia gloria en la de la nación, que no puede tener otros
enemigos que los que lo sean de su prosperidad, que ha podido en bien pocos años de
reinado, hacer olvidar en Nápoles los males que le han precedido, este rey es el
soberano que la Providencia nos ha destinado…». <<

ebookelo.com - Página 1487


[1129] Stendhal, Memorias sobre Napoleón, op. cit., vol. III, pp. 1242-1243. <<

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[1130] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VI, p. 316. <<

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[1131] Rory Muir, Triunfo de Wellington: Salamanca 1812, Ariel, Barcelona, 2003,

p. 326. <<

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[1132] MDRJ, op. cit., vol. IX, p. 65. Soult a José. Sevilla, 12 de agosto de 1812. <<

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[1133] MDRJ, op. cit., vol. IX, p. 72. José a Clarke. Toboso, 17 de agosto de 1812. <<

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[1134] MDRJ, op. cit., vol. IX, p. 73. José a Soult. Toboso, 17 de agosto de 1812. <<

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[1135] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 237. <<

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[1136] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VII, p. 8. Valencia, 1 de septiembre de

1812. <<

ebookelo.com - Página 1495


[1137] Sobre la estancia del rey José en Valencia: Vicente Genovés Amorós, Estancia

en Valencia del rey José I, Valencia, 1929; del mismo, «Valencia y el mariscal
Suchet», Anales del Centro de Cultura Valenciana (Valencia, 1955), XVI, n. 36, pp.
165-209. También la tesis doctoral de Natalio Cruz Román, Valencia napoleónica,
1968. Más recientemente, Pilar Hernando Serra, El Ayuntamiento de Valencia y la
invasión napoleónica, Universidad, Valencia, 2004, pp. 188 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1496


[1138] Miot de Mélito, op. cit., vol. III, p. 241. <<

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[1139] B. Bergerot, Le Maréchal Suchet, París, 1968. Nacido en Lyon, procedente de

una familia rica y notable de la ciudad, Suchet tenía lazos de parentesco con el propio
José, a través de la reina Julia. En 1808 casó con Honorina Antoine de Saint Joseph,
hija del alcalde de Marsella y sobrina de la reina Julia. En 1826 morirá, precisamente
en casa de su suegro en Marsella, aunque será enterrado grandiosamente en París.
Administrador probo y justo, Napoleón —a uno de sus hijos le dio el nombre del
emperador— dijo de él, en cierta ocasión, que fue su mejor general. Al morir, los
zaragozanos dijeron una misa por su alma. <<

ebookelo.com - Página 1498


[1140] Mémoires du maréchal Suchet, duc d'Albufera, sur ses campagnes dépuis 1808

jusqu'en 1814 (écrits par lui méme), París, 1834, vol. II, p. 290. <<

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[1141] Claude Martin, José Napoleón I, op. cit., p. 512. <<

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[1142] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 241. <<

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[1143] ARP, Madrid. Papeles reservados, X, 6 bis. <<

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[1144] Antonio Astorgano Abajo, Don Juan Meléndez Valdés. El ilustrado, op. cit.,

pp. 557-558. <<

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[1145] Juan F. Fuentes, José Marchena, op. cit., p. 257. <<

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[1146] Juan Antonio Llorente, Noticia biográfica, op. cit., p. 120. <<

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[1147] Ibíd., p. 121. <<

ebookelo.com - Página 1506


[1148] Demerson, Meléndez Valdés, op. cit., p. 364. El convoy estaba integrado por

367 vehículos, 3060 caballos, mulos y burros, conduciendo a 2100 militares


reformados, 830 oficiales, 171 empleados, 335 prisioneros de guerra, 520 refugiados
de diferentes clases y 200 domésticos, hombres y mujeres. <<

ebookelo.com - Página 1507


[1149] ARP, Madrid. Papeles reservados, X, pp. 25-26. «Estado general de las personas

que habiendo seguido el movimiento de los ejércitos del Centro y Mediodía


permanecieron en Zaragoza hasta su evacuación». Entre ellos se encontraban
consejeros de Estado y personajes como Sixto Espinosa, el marqués de Caballero,
Juan Antonio Llorente, Sotelo, Cambronero, Bernardo Iriarte…así como varios
prefectos y prelados. A ellos se unían los altos funcionarios de Andalucía como el
conde de Montarco, el arcediano de Sevilla Andrés Muriel o el subprefecto Javier de
Burgos. <<

ebookelo.com - Página 1508


[1150] Representación del señor obispo de Orense a la Regencia de Cádiz, con
reflexiones del editor, Zaragoza, 14 de enero de 1813. El obispo de Orense, don
Pedro Quevedo, hizo su Representación el 20 de septiembre de 1812, en un pueblo de
Portugal donde fue desterrado por un decreto de las Cortes de Cádiz, dado el 15 de
agosto de 1812. Se le consideró «indigno del nombre español», y se le privó de todos
sus derechos y honores por no jurar la Constitución. <<

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[1151] Llorente, Noticia biográfica, op. cit., pp. 121-122. <<

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[1152] Gazeta de Madrid, 6 de agosto de 1812. <<

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[1153] Ibíd., 8 de agosto de 1812. Real Decreto del 8 de agosto de 1812. <<

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[1154] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VII, p. 108. <<

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[1155] Demerson, Meléndez Valdés, op. cit., p. 364. Entre otros estuvieron presentes

Llorente, Amorós, el marqués de Caballero, Bernardo de Iriarte, Blas de Aranza,


Vicente González Arnao, Miot de Mélito. <<

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[1156] Laforest, Correspondance, VII, op. cit., p. 36. Valencia, 21 de septiembre de

1812. <<

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[1157] MDRJ, op. cit., vol. IX, pp. 93-94. <<

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[1158] ANF, 381 AP 31. Dossier 5, ejército de Soult. <<

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[1159] ARP, Madrid. Papeles reservados, X, 16-17. «Estado general de los empleados

civiles y personas distinguidas de las prefecturas de las Andalucías que han seguido
al ejército imperial del Mediodía». <<

ebookelo.com - Página 1518


[1160] Diario de las Discusiones y Actas de las Cortes. Sesión de 6 de septiembre de

1812 (p. 139). <<

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[1161] Hand Juretschke, Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, op. cit., pp. 66-67.

<<

ebookelo.com - Página 1520


[1162] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol III, p. 250. <<

ebookelo.com - Página 1521


[1163] Gazeta de Madrid, 6 de noviembre de 1812. <<

ebookelo.com - Página 1522


[1164] Gazeta de Madrid, 4 de noviembre de 1812. <<

ebookelo.com - Página 1523


[1165] CdN, XXV, n. 19 969. Al general Clarke, Berna, 5 de mayo de 1813. <<

ebookelo.com - Página 1524


[1166] Gazeta de Madrid, 4 de noviembre de 1812. «Para que sepan los españoles los

hechos interesantes y se descubra más el silencio del gobierno insurreccional, se


darán sucesivamente todos los boletines de la guerra contra Rusia, traducidos de las
gacetas inglesas…». <<

ebookelo.com - Página 1525


[1167] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VII, p. 34. <<

ebookelo.com - Página 1526


[1168] AHN, Consejos, libro 1875, 11 de abril de 1812. Montarco a O'Farrill. <<

ebookelo.com - Página 1527


[1169] La Gaceta del reyno de Valencia publicó al respecto lo siguiente: «Se torció el

carro, llegaron los bretaños, se reorganizaron los insurgentes. Esta es la condición de


las cosas humanas: todos no han de ser geroneses y numantinos; eso es bueno para
leído. Pues vuélvome a dónde teníamos la viña, y vivan los mismos que diximos que
muriesen y no quisieron morirse. Se anda unos días de tapadillo, y luego se estudia en
la nueva química el arte de purificarse sin necesidad de pasar por fuego ni agua.
Antes un hombre así se llamaba "traydor" y era "enforcado por ende"; pero ahora la
nomenclatura legislativa ha recibido modificaciones y reformas. "Extraviados errores
de cálculo, etc. ". Dios les dé acierto, y se quedarán mondos, limpios, netos, puros y
tersos como un cristal, y a trabajar y a ser los mandatarios públicos, y los ecos de la
ley» (Cit. en J. Fontana, La crisis del Antiguo Régimen, op. Cit., p. 99). <<

ebookelo.com - Página 1528


[1170] BNM, R-60 120 (p. 33). Carta de un ciudadano español a un amigo suyo, con

motivo de haber oído publicar a un ciego cierta sentencia, pronunciada por el


Supremo Tribunal de Justicia. Imp. Real, Sevilla, 1813. <<

ebookelo.com - Página 1529


[1171] CdN, XXIV, n. 19 411. El ministro de la Guerra, París, 3 de enero de 1813. <<

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[1172] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 262. <<

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[1173] ANF, 381 AP 1. 28 de febrero-18 de junio de 1813. <<

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[1174] El historiador Grandmaison presenta este período, sin embargo, como de
plácida quietud en los ánimos del rey, que se exhibe en los paseos públicos de la
capital, que asiste al teatro y frecuenta los toros. En los carnavales asistió a un baile
de máscaras, disfrazado de portador de agua de París (III, 313). <<

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[1175] CdN, XXIV, n. 19 411. París, 3 de enero de 1813. <<

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[1176] CdN, XXIV, n. 19 561. A Clarke, París, 9 de febrero de 1813. <<

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[1177] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VII, p. 104. Madrid, 15 de febrero de

1813. <<

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[1178] Ibíd., vol. VII, p. 115. Este día el embajador presenta al rey como encargado de

negocios a Mr. Caillard. <<

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[1179] Gazeta de Madrid, 20 de marzo de 1813. <<

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[1180] Gazeta de Madrid, 29 de marzo de 1813. <<

ebookelo.com - Página 1539


[1181] AHN, Estado, leg. 3096. El ministro Azanza a Tomás Nandín, gobernador del

obispado de Valencia. Valladolid, 2 de mayo de 1813. <<

ebookelo.com - Página 1540


[1182] CdN, XXIV, n. 19 895. A1 general Clarke, Mayance, 23 de abril de 1813. <<

ebookelo.com - Página 1541


[1183] Gazeta de Madrid, 24 de mayo de 1813. <<

ebookelo.com - Página 1542


[1184] General Hugo, Mémoires, vol. III, Ladvocat, París, pp. 118-119. <<

ebookelo.com - Página 1543


[1185] Antonio Astorgano, Don Juan Meléndez Valdés, op. cit., pp. 559-560. <<

ebookelo.com - Página 1544


[1186] El 6 de junio de 1813, desde Mortefontaine, le escribió la reina a José. Le decía

que acababa de llegar la reina de Wesfalia. Y le anunciaba que al día siguiente


esperaba la llegada de la Emperatriz «para quedar con nosotros algunos días aquí».
María Luisa pasó dos días paseando a caballo y descansando en el campo. Por la
tarde era obsequiada con pasteles de crema y con la representación de un vodevil
(G. Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 287). <<

ebookelo.com - Página 1545


[1187] MDRJ, op. cit., vol. IX, p. 283. José a Clarke, Torquemada, 5 de junio de 1813.

<<

ebookelo.com - Página 1546


[1188] Los historiadores ingleses han considerado la batalla de Vitoria como una
victoria propia. Hoy las cosas empiezan a verse de forma distinta (Wellinigtonz's
Dispatches, vol. VI, pp. 539-543). El primero en atacar a José fue el general Morillo
—que fue gravemente herido— al frente del Cuarto Ejército. Lo dirá el propio Sir
George L'Estrange: «Un violento tiroteo por la derecha nos hizo saber que en aquella
zona había empezado el baile. Se trataba de la división española de Morillo, que
había entrado en contacto con la parte más avanzada del ejército francés»
(Recollections, Londres, 1873, p. 29). Esdaile, en cambio, comenta: «Los españoles,
aunque luchaban bien, hacían pocos progresos, pero pronto recibieron el refuerzo de
tropas británicas…» (Guerra de la Independencia, p. 500). <<

ebookelo.com - Página 1547


[1189] Ronald Fraser, La maldita Guerra de España. Historia social de la Guerra de

la Independencia, 1808-1814, Crítica, Barcelona, 2006, p. 745. Todo cuanto este


autor dice del rey en la batalla es: «Josef huyó a Francia para ponerse a salvo y no
regresó jamás». <<

ebookelo.com - Página 1548


[1190] Jean-Jacques Rousseau, Proyecto de Constitución para Córcega, op. cit., p. 9.

Al explicar en el caso de Suiza y Córcega la vigencia de los principios republicanos y


democráticos, Rousseau lo hace en relación con la riqueza. Así, en Suiza, el gobierno
es republicano en la parte «pobre y estéril». Pues allí, «en los más pobres, donde el
cultivo es más ingrato y requiere más trabajo, el gobierno es democrático». En su
elogio idílico a Córcega, el ginebrino dirá que «también antaño podía encontrarse en
los suizos el mismo carácter que Diodoro atribuye a los corsos: la equidad, la
humanidad, la buena fe…». <<

ebookelo.com - Página 1549


[1191] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Edición crítica de Eduardo

Nolla, Aguilar, Madrid, 1989, vol. I, p. 41. <<

ebookelo.com - Página 1550


[1192] En las consideraciones personales expuestas por Tocqueville en La democracia,

algunas de ellas realizadas con evidentes reservas («Confieso que en Norteamérica he


visto algo más que Norteamérica. Busqué allí una imagen de la democracia misma,
de sus tendencias, de su carácter, de sus prejuicios y de sus pasiones. He querido
conocerla aun que sólo fuera por saber, por lo menos, qué debíamos esperar o temer
de ella…») se advierte muchas similitudes con el «rey filósofo». <<

ebookelo.com - Página 1551


[1193] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 357. Victor Hugo a José, 27 de febrero de 1833. <<

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[1194] Carta al duque de Reichstadt, 15 de febrero de 1832. Cfr. Michael Ross, The

Reluctant King, op. cit., p. 267. <<

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[1195] Mémoires militaires du maréchal Jourdan (Guerre d'Espagne), écrits par lui-

mime, publicadas por el vizconde de Grouchy, París, 1899, p. 475. <<

ebookelo.com - Página 1554


[1196] Sobre la batalla, Grandmaison, L'Espagze et Napoléon, op. cit., vol. III, pp. 320

y ss. <<

ebookelo.com - Página 1555


[1197] José no sabía todavía la magnitud del desastre. Hasta días después no sabría que

su tesorero Thibaud había sido muerto al defender el furgón cargado de sacos de


escudos traídos desde Madrid, y que también se perdieron. Realmente de todas sus
riquezas, y gracias a la previsión de su intendente, no pudo salvar más que la vajilla
de plata (carta a Julia y a Nicolas Clary, 10 de julio de 1813, en Girod de L'Ain,
Joseph Bonaparte, op. cit., p. 290). <<

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[1198] MDRJ, op. cit., vol. IX, p. 309. José a Julia, Irurzun, 23 de junio de 1813. <<

ebookelo.com - Página 1557


[1199] El 1 de julio escribió a la reina desde San Juan de Luz diciendo que no había

podido vender en Bayona la plata transportada sucesivamente de Madrid al Palacio


de Valladolid, y desde éste al de Vitoria. «Todo se enviará a París le decía—; hay
plata por valor de unos cincuenta mil escudos, que M. James puede venden». José
confesaba emplear esta suma, «así como todas las que provengan de lo poco que he
traído de España, a favor de los desgraciados pacientes españoles que me siguen o me
han precedido a Francia». Según el marqués de Villaurrutia, la famosa vajilla de plata
con las armas antiguas de España que se llevó José se encontraba en 1816 en su casa
de París. Esta vajilla fue la que entregó el marqués de Cilleruelo con todos los
cuantiosos efectos existentes en el Palacio Real, que quedaron a cargo de la Dirección
de Bienes Secuestrados (El rey José Napoleón, op. cit., p. 118). <<

ebookelo.com - Página 1558


[1200] MDRJ, op. cit., vol. IX, pp. 319-320. La carta de la que era portador Miot,

fechada el 1 de julio de 1813, decía, después de darle a conocer su situación: «Yo no


pienso que les ataires d'Espagne puedan restablecerse de otra forma que no sea
mediante la paz». Y manifestaba su deseo de retirarse a Mortefontaine o al sur con el
«tratamiento de príncipe francés». <<

ebookelo.com - Página 1559


[1201] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, p. 288. <<

ebookelo.com - Página 1560


[1202] Lecestre, Lettres inédites de Napoleon I, Plon, París, 1897, vol. II, núms. 1033,

1034, 1037, 1045, 1056. <<

ebookelo.com - Página 1561


[1203] Biblioteca Thiers, fondos Masson, p. 443. Cit. en G. Girod de L'Ain, Joseph

Bonaparte, p. 296. <<

ebookelo.com - Página 1562


[1204] Laforest, Correspondance, op. cit., vol. VII, pp. 175-302. <<

ebookelo.com - Página 1563


[1205] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 3. <<

ebookelo.com - Página 1564


[1206] De «mezquina» tacha esta actitud su biógrafo Girod de L'Ain, que la atribuye al

aislamiento en que se encontraba el rey, desconocedor de la sucesión de los


acontecimientos después de Rusia (Joseph Bonaparte, p. 301). <<

ebookelo.com - Página 1565


[1207] En los meses de junio julio de 1875, escribió don Benito Pérez Galdós El

equipaje del rey José, que inauguraba la segunda serie de sus Episodios Nacionales.
El novelista llama al rey José, «Napoleón el Chico», y lo recrea, como en el caso de
la historia de Boabdil en Granada, con un aire taciturno en su coche, «…mas no
oyeron sus cortesanos ningún suspiro como el que en parecido caso regaló a la
historia Boabdil el de Granada» (ed. de Obras Completas, 1968, vol. I, p. 1. 194). <<

ebookelo.com - Página 1566


[1208] Benito Pérez Galdós, El equipaje del rey José, op. cit., vol. I, p. 1200. <<

ebookelo.com - Página 1567


[1209] Carlos Santacara, La
Guerra de la Independencia vista por los británicos,
A. Machado Libros, Madrid, 2005, p. 604. <<

ebookelo.com - Página 1568


[1210] Miot de Mélito, Mémoires, op. cit., vol. III, pp. 265-82; Hugo, III, 138-140;

Grandmaison, III, pp. 320-323. <<

ebookelo.com - Página 1569


[1211]
Augustus Schaumann, On the road with Wellington, ed. De Anthony M.
Ludovici, William Heinemann, Londres, 1924, pp. 383-384. <<

ebookelo.com - Página 1570


[1212] S. Blaze, Mémoires d'un Apothécaire sur la Guerre d'Espagne pendant les

années 1808 á 1814, op. cit., vol. II, pp. 364-365. <<

ebookelo.com - Página 1571


[1213] Antonio Astorgano, Don Juan Meléndez Valdés, op. cit., p. 563. <<

ebookelo.com - Página 1572


[1214]
G. Demerson, «Marchena a Perpignan», Bulletin Hispanique, 1957, LIX,
pp. 284-303. <<

ebookelo.com - Página 1573


[1215] Representación del consejero de estado español D. Francisco Amores a S. M. el

rey D. Fernando VII, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 1574


[1216]
Juan López Tabar, Los famosos traidores, op. cit., p. 22. Este autor ha
compuesto un censo prosopográfico de más de cuatro mil individuos. <<

ebookelo.com - Página 1575


[1217]
Rafael Fernández Sirvent, Francisco Amorós, op. cit., pp. 168-169. Según
Amorós, José I se oponía al despotismo, porque «sólo en su gobierno se conocía el
imperio de las leyes y la hidra de la anarquía estaba refrenada». Y añadía: «Debimos
sostener los decretos del rey José y coadyuvar a su cumplimiento, porque en ellos se
prescribían las reformas que necesitaba la nación, que reclaman las luces del siglo,
que arreglan la administración pública a los sistemas conocidos por mejores,
consolidan el poder del Estado […]». <<

ebookelo.com - Página 1576


[1218] Chateaubriand, maliciosamente, dirá con posterioridad que José, a diferencia de

Rostopchin, que incendió Moscú para defenderla…, anunció que «no abandonaría
nunca a los parisienses, y salía corriendo a la chita callando, dejándonos su valor
fijado en un cartel en la esquina de las calles» (Memorias de Ultratumba, op. cit.,
vol. I, p. 1. 123). <<

ebookelo.com - Página 1577


[1219] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 208. París, 15 de abril de 1814. <<

ebookelo.com - Página 1578


[1220] MAAE, Correspondance politique. Espagne, vol. 693, ff. 195-196. <<

ebookelo.com - Página 1579


[1221] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 235. <<

ebookelo.com - Página 1580


[1222]
E. de Budé, Les Bonaparte en Suisse, París-Ginebra, 1905. El castillo de
Prangins fue comprado por José al coronel Charles Guiguer por 95. 500 francos
suizos. Después acrecentó su extensión con otras tierras vecinas por la cantidad de
154. 367 francos. El castillo perteneció a Mrs. Stanley Mac Comick, que lo ofreció en
1962 al gobierno de Estados Unidos. <<

ebookelo.com - Página 1581


[1223] Barón de Meneval, Mémoires, París, 1894, III, p. 357. <<

ebookelo.com - Página 1582


[1224] Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte. Le roi philosophe, op. cit., p. 199. <<

ebookelo.com - Página 1583


[1225] MDRJ, op. cit., vol. X, pp. 315-316. José al general Lamarque, 9 de septiembre

de 1830. <<

ebookelo.com - Página 1584


[1226] Bernard Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 200. <<

ebookelo.com - Página 1585


[1227]
Dominique de Villepin, Los Cien Días. El final de la era napoleónica,
Barcelona, 2004, p. 269. Muy discutible es la opinión de este autor, según la cual el
retorno de Luciano a París «acredita aún más la tesis de una resurrección
republicana». También es cuestionable su juicio de que «[…] el tercero de los
Napoleones aparece ante la opinión pública como el único republicano de la familia».
El Luciano de Brumario, ensalzado por los historiadores napoleónicos en detrimento
de José desde el principio, necesita una conveniente revisión historiográfica. <<

ebookelo.com - Página 1586


[1228] F. Masson, Napoléon et sa Famille, op. cit., vol. XI, p. 314. Cit. en B. Nabonne,

Joseph Bonaparte, op. cit., p. 204. <<

ebookelo.com - Página 1587


[1229] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 228. <<

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[1230] B. Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 205. <<

ebookelo.com - Página 1589


[1231] Ibíd., p. 205. Luciano, efectivamente, partió para Inglaterra el 27 de junio de

1815. Una vez llegado a Boulogne, renunció a su viaje insensato, y, volviendo atrás,
se dirigió a Italia, donde fue internado en la ciudadela de Turín. <<

ebookelo.com - Página 1590


[1232] Wanda Vulliez, «Une dynastie francaise aux Etats-Units», Miroir de l'Histoire,

abril de 1967, n. 208. Según parece, durante su apresurada estancia en Blois, José
concluyó la compra de un amplio espacio de terreno, que le aseguraba su
asentamiento en Estados Unidos. Las tierras pertenecían a James Le Ray, cuyo padre,
de una familia de ricos armadores de Nantes, había financiado a los insurgentes
americanos quienes, al no poderles reembolsar sus créditos, le pagaron con tierras.
James tenía la concesión de 35 000 hectáreas en Pensilvania. El le sugirió que
contratara a Carret como intérprete. <<

ebookelo.com - Página 1591


[1233]
Georges Bertin, Joseph Bonaparte en Amérique, Librairie de la Nouvelle
Revue, París, 1893, pp. 7-8. <<

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[1234] Barras, Mémoires, vol. IV, p. 61. <<

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[1235] Louis Madelin, Talleyrand, op. cit., p. 59. <<

ebookelo.com - Página 1594


[1236] Colloques de Coppet, Le Groupe de Coppet. Actes et documents. II Colloque

(1974); III Colloque, 1980, Voltaire Foundation, Oxford, 1982. <<

ebookelo.com - Página 1595


[1237] George Dangerfield, Chancellor Robert R. Livingstone of New York, Nueva
York, 1960, pp. 217 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1596


[1238] Luisiana fue vendida a Estados Unidos el 30 de abril de 1803. El tratado (de 10

de floreal del año XI) fue firmado por Livingston, Monroe y Barbé-Marbois, antiguo
intendente de Santo Domingo. Con la oposición de José, Napoleón vendía Luisiana a
los americanos por 60 millones de francos pagados al gobierno francés, y 20 millones
a los ciudadanos americanos acreedores de Francia, en ejecución de la convención
llamada «de Mortefontaine», de 30 de septiembre de 1800. <<

ebookelo.com - Página 1597


[1239] Madame de Chastenay, Mémoires, Plon, París, 1896, vol. I, p. 476. <<

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[1240] Savary, Mémoires, op. cit., vol. VI, pp. 31 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1599


[1241] Le Mémorial, op. cit., vol. I, p. 647. En la conversación sobre el particular se

observó que «la elección del lugar —en el norte del estado de Nueva York, sobre el
río San Lorenzo— parecía haber sido hecha de acuerdo con los intereses de Estados
Unidos y en oposición a la política de Inglaterra; porque, en el sur, por ejemplo en
Luisiana, los refugiados no hubieran podido abrigar otras miras ni tener otro porvenir
que el reposo y la prosperidad doméstica; mientras que en los lugares en que se los
colocaba era evidente que deberían constituir pronto una atracción natural para la
población del Canadá, ya francesa, y formar después una fuerte barrera o incluso un
punto hostil contra los ingleses, que son allí todavía los dominadores». <<

ebookelo.com - Página 1600


[1242] Evening Post, Nueva York, 20 de septiembre de 1815. «El ex rey de España,

José Bonaparte y su acompañante han abandonado últimamente esta villa para


dirigirse a Londres y hacer una visita al rey Jaime I. Lo de Jaime I es una ironía por el
presidente Madison. <<

ebookelo.com - Página 1601


[1243]
La United States Gazette se posicionó inicialmente en contra del ex rey,
lamentando que un oficial de la marina americana acompañara a «este aventurero
corso» (Georges Bertin, Joseph Bonaparte en Amérique, op. cit., p. 7). <<

ebookelo.com - Página 1602


[1244] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, p. 248. La orden procedía del fiscal

general Richard Rush, que envió a Edward Duvall, del Ministerio de Marina y amigo
del comodoro Lewis, con el mensaje. Éste decía exactamente que «si el conde de
Survilliers quería presentarle sus respetos, el presidente would prefer declining at this
time». <<

ebookelo.com - Página 1603


[1245] Georges Bertin, Joseph Bonaparte en Amérique, op. cit., p. 11. Dos años
después de la llegada de Bonaparte el fiscal general Richard Rush le dio al
memorialista de José Ingersoll algunas razones más de por qué no fue recibido por el
presidente. «…Después de todo, José no era más que medio rey. En primer lugar, él
no era de sangre real, lo que para un rey es absolutamente todo. En segundo lugar,
durante el corto espacio de tiempo en que los hilos lo han hecho actuar, parece haber
estado devorado de todos los apetitos pasionales inherentes a las funciones reales.
Richard Cromwell lo iguala más que cualquier otro paralelo del que yo me acuerde».
<<

ebookelo.com - Página 1604


[1246] The Times, viernes, 10 de noviembre de 1815, p. 3. <<

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[1247] G. Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 336. La casa del 260 de South

Ninth Street existe, y tiene una placa que recuerda que José vivió allí. La casa de
Landsdowne fue incendiada en el curso de unos fuegos artificiales, y su espacio fue
incorporado al Fairmount Park. En cuanto a la tercera casa —donde nació el 3 de
febrero de 1824 el hijo mayor de Zenaida— se convirtió más tarde en el hotel
Bingham. <<

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[1248] Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 248. Realmente la propiedad la

puso a nombre de una hermanastra de su mujer, Honorina, Madame de Villanefve. <<

ebookelo.com - Página 1607


[1249] Chateaubriand, Memorias de Ultratumba, op. cit., vol. I, p. 279. <<

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[1250] The Times, miércoles, 8 de octubre de 1817, p. 2. Este día daba el periódico la

noticia de que José residía al presente en una granja de su propiedad llamada Point
Breeze. <<

ebookelo.com - Página 1609


[1251] El tema de las grandes riquezas es recurrente en la prensa, según había señalado

desde el principio la New York, Gazette (G. Bertin, op. cit., p. 26). <<

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[1252] AMAE, Correspondance politique. États-Unis, vol. 72, f. 253. Madrid, 22 de

abril de 1816. <<

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[1253] Inés Murat, Napoléon et le réve americain, Plon, París, 1976, pp. 157 y ss. <<

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[1254] Carta de Mier, de 13 de julio de 1816, cit. en Manuel Ortuño, passim, 299. <<

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[1255] El eco de la noticia llegó a Santa Helena. El doctor O'Meara lo menciona en su

diario con fecha de 30 de enero de 1817, haciendo constar que Napoleón no le dio
mayor importancia (Napoléon á Sainte-Hélénne, op. cit., vol. I, p. 317). <<

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[1256] Manuel Ortuño Martínez, «El supuesto encuentro de Xavier Mina con el ex rey

José Bonaparte en Estados Unidos», en Huarte de San Juan, Universidad Pública de


Navarra, n. 9, 2002, pp. 271-301. Este autor, máximo conocedor de las actividades
insurgentes de Mina, ha negado el encuentro con José sobre la base,
fundamentalmente, de la fecha; cosa que, a nuestro juicio, no invalida la visita. En su
opinión, los visitantes pudieron ser más bien los dos «josefinos» Pasamontes y
Conde, traidores a Mina, y «en este momento vendidos al servicio del embajador
español». Nuestra opinión es distinta, a pesar de la incertidumbre de la fecha. Un
guerrillero como Mina querría ver a José, estando en Filadelfia. De la misma manera
que Francisco Espoz y Mina, tío de el Estudiante, lo visitó con posterioridad en
Londres en reiteradas ocasiones. <<

ebookelo.com - Página 1615


[1257] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., pp. 256-257. <<

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[1258]
AGS, Estado, leg. 8171 (atado 7.º), Londres, 27 de octubre de 1815. A
Cevallos, llegada a Trenton de José Bonaparte, según los periódicos de Estados
Unidos. <<

ebookelo.com - Página 1617


[1259] AGS, leg. 8217 (14). Onís a Apodaca, Filadelfia, 10 de mayo de 1810. <<

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[1260] AGS, Estado, leg. 8218 (7). Londres, 14 de septiembre de 1810. <<

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[1261] AGS, leg. 8218 (8). Apodaca a Wellesley, Londres, 19 de septiembre de 1810.

<<

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[1262] AGS, leg. 8218 (7). Londres, 14 de septiembre de 1810. <<

ebookelo.com - Página 1621


[1263]
AGS, leg. 8174 (9). Montevideo, 22 de junio de 1812. Vigodet a Carlota
Joaquina de Borbón. <<

ebookelo.com - Página 1622


[1264] Manuel Moreno Alonso, «El movimiento de insurrección del Río de la Plata en

la embajada de España en Londres», en IX Congreso Internacional de Historia de


América (AHILA), Sevilla, 1992, vol. III, pp. 603-621. <<

ebookelo.com - Página 1623


[1265] AGS, Estado, leg. 8177(181). A Cevallos, Londres, 27 de septiembre de 1816.

<<

ebookelo.com - Página 1624


[1266] AGS, leg. 8177 (atado 2.º), (4). Pizarro a Fernán Núñez, Madrid 3 de marzo de

1817. <<

ebookelo.com - Página 1625


[1267] AGS, leg. 8177 (atado 2.º), (12). Pizarro a Fernán Núñez, Madrid, 31 de marzo

de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1626


[1268] AGS, leg. 8321 (17). Londres, 7 de octubre de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1627


[1269] AGS, leg. 8294 (6). Pizarro a San Carlos, Madrid, 17 de noviembre de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1628


[1270] AGS, leg. 8294 (8). Pizarro a San Carlos, Madrid, 20 de noviembre de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1629


[1271] AGS, leg. 8177 (atado 2.º), 18. Pizarro a San Carlos, Madrid, 22 de noviembre

de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1630


[1272] AGS, leg. 8294 (9). Londres, 9 de diciembre de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1631


[1273] AGS., leg. 8321 (20). Londres, 1 de diciembre de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1632


[1274] AGS., leg. 8294 (21). [S. l., diciembre de 18 171 Filadelfia, 8 de septiembre de

1817. <<

ebookelo.com - Página 1633


[1275] AGS, leg. 8177 (atado 2.º), 19. Londres, 2 de diciembre de 1817. <<

ebookelo.com - Página 1634


[1276] AGS, leg. 8294 (16). Pizarro a San Carlos, Madrid, 15 de junio de 1818. <<

ebookelo.com - Página 1635


[1277] AGS, leg. 8294 (20). Pizarro a San Carlos, Sacedón, 25 de julio de 1818. <<

ebookelo.com - Página 1636


[1278] AGS, leg. 8177 (atado 2.º), 24. San Carlos a Madrid, Londres 30 de diciembre

de 1817. «Respuestas de Inglaterra a la nota de España sobre los manejos de José


Bonaparte en Estados Unidos». <<

ebookelo.com - Página 1637


[1279] AGI, Estado, leg. 32, n. 23. Apodaca al ministro de la Guerra, México, 31 de

julio de 1818. <<

ebookelo.com - Página 1638


[1280] AGI, leg. 89, n. 74. Carta del cónsul de España en Trieste, Carlos de Lellis, de

28 de enero de 1820, al duque de San Fernando, ministro de Estado, avisando la


llegada del navío americano La Garona procedente de Nueva York, por cuenta de
José Bonaparte. <<

ebookelo.com - Página 1639


[1281] AGI, leg. 42, n. 63. París, 5 de abril de 1825. Carta del duque de San Carlos a

Cea Bermúdez, embajador en Londres, dando noticia de una expedición que había
salido de Londres para unirse a José Bonaparte, que había sido llamado «por un
partido de México» para ser puesto en aquel trono. <<

ebookelo.com - Página 1640


[1282] En una carta de 25 de enero de 1825, Laforest, reprochando a José sus «malas

costumbres», decía de él que «[…] tiene varias amantes conocidas, y mantiene una
públicamente en Bordentown…, de la que tiene varios hijos». Otra de las amantes fue
Annette Savage, perteneciente a una familia modesta pero respetable de Filadelfia
descendientes de indios, de la que tuvo también descendencia (G. Girod de L'Ain, p.
372). <<

ebookelo.com - Página 1641


[1283] Una ley francesa de 12 de enero de 1816, llamada de «amnistía» condenaba al

exilio a los miembros de la familia Bonaparte. Todos se encontraban en el extranjero


excepto «Madame Joseph». Esta, fuertemente vigilada por la policía, se encaminó a
Fráncfort en junio de 1816, en tres vehículos, llevando a su cocinero y a nueve
domésticos, que seguían la berlina de la reina. En carta a su hermano Nicolás, de 13
de septiembre de 1816, decía que no tenía «ninguna sociedad» (G. Girod de L'Ain,
op. cit., p. 344). <<

ebookelo.com - Página 1642


[1284]
El testamento que en 1840 José otorgó en Londres es el testimonio más
fehaciente de la fortuna de José, tanto en América como en Europa. <<

ebookelo.com - Página 1643


[1285] G. Girod de I:Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., pp. 355-356. <<

ebookelo.com - Página 1644


[1286] La cuestión de la riqueza de José y en particular la de las joyas y diamantes

procedentes de la corona de España, levantó ya en su día una famosa polémica.


Fernando VII a su vuelta a Madrid reclamó las joyas que habían sido sustraídas del
palacio. De acuerdo con una carta escrita por Laforest, datada el 22 de septiembre de
1811, José había admitido que la famosa perla conocida con el nombre de La
Peregrina estaba en posesión de la reina Julia, cosa que José desmintió después. Cfr.
Michael Ross, The Reluctant King, op. cit., p. 202; y Juan Balansó, Julia Bonaparte,
op. cit., pp. 135-147. <<

ebookelo.com - Página 1645


[1287] Mémoires et Souvenirs du baron Hyde de Neuville, Plon et Nourrit, S. A., París,

2 vols. <<

ebookelo.com - Página 1646


[1288] Este gran retrato de Napoleón se lo regaló el embajador a José en marzo de

1819. Después de restaurarlo, José se lo regaló a la Academia de Bellas Artes, donde


un incendio lo destruyó en 1845. Por entonces, su amigo Andrieux le escribió
diciéndole que había visto al pintor Gerard, quien le había dicho que el cuadro que
había pintado de la reina y de las dos hijas no había sido quemado por los prusianos
al entrar en París. Estos le habían dado solamente algunos golpes de sable, que el
pintor había reparado. Y como José los había pagado, le pertenecían. Los cuadros se
encontraban en casa del pintor, que había hecho una copia para mandarlos a Fráncfort
a la Reina (Cfr. G. Girod de L'Ain, op. cit., p. 351). <<

ebookelo.com - Página 1647


[1289] Miss Elisabeth Hopkinson, hija del jurista, muerta en Nueva York en 1891, dio

informaciones orales sobre José a Georges Bertin, cuando éste preparaba su trabajo
sobre Joseph Bonaparte en Amérique (p. 148). <<

ebookelo.com - Página 1648


[1290] Hector Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte. Lettres d'exil medites (Amérique,

Angletterre, Italie), 1825-1844, d'aprés les documents originaux appartenant a M. le


baron Meneval, Librairie Charpentier et Fasquelle, París, 1912, p. 89. <<

ebookelo.com - Página 1649


[1291] Charles J. Ingersoll, History of the Second War between the United States of

America and Great Britain, 1852, vol. I, pp. 127 a 422. <<

ebookelo.com - Página 1650


[1292] AGI, Estado, leg. 96, n. 86. El 9 de abril de 1828, el capitán general de
Baleares, José María de Alós, escribía al secretario de Estado dando cuenta de lo que
le había comunicado el gobernador de Menorca, sobre no haber permitido al
comodoro de las fuerzas marítimas de Estados Unidos la entrada en el puerto de
Mahón al navío angloamericano Delaware, por llevar a bordo como pasajera a una
hija de José Bonaparte. <<

ebookelo.com - Página 1651


[1293] John Quincy Adams, Memoirs comprising his diary from 1795 to 1848, edited

by E. E. Adams, Filadelfia, 1874-1877, vol. VII, p. 392. <<

ebookelo.com - Página 1652


[1294] Georges Bertin, Joseph Bonaparte en Amérique, op. cit., p. 101. <<

ebookelo.com - Página 1653


[1295] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., p. 250. <<

ebookelo.com - Página 1654


[1296] Life and Letters of Fitz-Greene Halleck, por el general Wilson, Nueva York,

1869. Cit. en G. Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 354. <<

ebookelo.com - Página 1655


[1297] En un panfleto de las señoras de la American Society for the Promotion of

Temperance José fue criticado porque, cuando aquéllas le visitaron, dijeron que José
bebía champagne. Fue disculpado después por Charles Ingersoll en la American
Quarterly Review, diciendo que nunca vio «una persona, ni siquiera una señora, más
abstemia que José» (Cfr. Owen Connelly, op. cit., p. 254). <<

ebookelo.com - Página 1656


[1298] Columbia Herald, 13 de enero de 1820. Cit. en E. M. Woodward, Bonaparte's

parle and the Murats, Trenton, 1879, pp. 42 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1657


[1299] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 270. David a José, Bruselas, 19 de junio de 1823. En

esta fecha escribía el pintor a José, agradeciéndole la carta que éste le había escrito,
felicitándole por «mi firmeza de carácter. <<

ebookelo.com - Página 1658


[1300]
G. Bertin, Joseph Bonaparte en Amérique, op. cit., p. 146. En 1820 fue
publicado un poema dedicado a Napoleón bajo la rúbrica de «Guillermo Tell en
Filadelfia». Escrito por un miembro de la universidad, de nombre Lorquet,
probablemente para agasajar a José, se le atribuyó erróneamente a éste. <<

ebookelo.com - Página 1659


[1301] Nile's Register, julio de 1825, señala: «El rey José, o ese pacífico gentleman,

Mr. Bonaparte…vive cerca de Bordentown, en Nueva Jersey», cit. en Owen


Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., p. 246. <<

ebookelo.com - Página 1660


[1302] Frances Wright, Voyage aux États-Unis d'Amérique, observations sur la societé,

les moeurs, les usages et le gouvernement de ce pays, recueillies en 1818, 1819 et


1820. Traduc. francesa, París, 1822, p. 227. <<

ebookelo.com - Página 1661


[1303] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 232. Las Cases a José, Baden-Baden, 16 de agosto de

1818. <<

ebookelo.com - Página 1662


[1304]
Georges Bertin, Joseph Bonaparte en Amerique, op. cit., p. 177. Según
Mailhard, el secretario de José, O'Meara fue, en verdad, su único amigo propiamente
dicho, durante su estancia en Inglaterra. «Los otros no eran más que conocidos, pero
en absoluto amigos, en el verdadero sentido de la palabra». <<

ebookelo.com - Página 1663


[1305] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 229. <<

ebookelo.com - Página 1664


[1306] O'Meara, Souvenirs, op. cit., vol. I, p. 232. <<

ebookelo.com - Página 1665


[1307] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 230. <<

ebookelo.com - Página 1666


[1308] Las copias famosas de las cartas de soberanos extranjeros a Napoleón dieron

lugar a todo tipo de cavilaciones. La verdad fue que una vez en manos de Desirée,
ésta las entregó a Madame Magnitot, dama de compañía de Julia, que las remitió a
Presle cuando éste se las reclamó en 1820 en nombre de José, que se propuso
publicarlas para responder a un deseo del emperador. Presle dijo que él las había
entregado, cuando en realidad las conservaba, pensando que podría especular con
ellas. Pero cuando Thibaudeau y Meneval volvieron a procurárselas, mintió
asegurando que no las tenía. Después de su muerte, en el Segundo Imperio, su viuda
intentó venderlas, pero no lo logró por carecer de verdadero interés. Las cartas de
María Luisa fueron publicadas por C. E Palmstierna, Napoleon et Marie Louise,
París, Stock, 1955. <<

ebookelo.com - Página 1667


[1309] MDRJ, op. cit., vol. X, 234, pp. 254 y ss. La carta de Bertrand está fechada en

Londres, 16 de septiembre de 1821. La de Montholon es de Londres, 5 de octubre de


1821. <<

ebookelo.com - Página 1668


[1310] Ibíd., vol. X, pp. 234-239. Al conocer el testamento de Napoleón, José escribió

unas reflexiones sobre su hermano después de los acontecimientos de 1815, en los


que él tomó parte activa. <<

ebookelo.com - Página 1669


[1311] Se trata de Aquiles Murat, quien, a principios de 1829 fue nombrado por el

presidente de Estados Unidos vicecónsul de México para los puertos de Florida. En


1833 publicó un volumen concerniente a su nueva patria: Exposition des príncipes du
Government Républicain, tel qu'il a été perfectionné en Amerique, París, 1833. <<

ebookelo.com - Página 1670


[1312] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 272. José a O'Farrill, Point Breeze, 28 de octubre de

1823. <<

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[1313] MDRJ, vol. X, p. 275. O'Farrill a José, París, 24 de marzo de 1824. <<

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[1314] MDRJ, vol. X, p. 288. José a O'Farrill, Point Breeze, 11 de mayo de 1826. <<

ebookelo.com - Página 1673


[1315] MDRJ, vol. X, p. 276. Lamarque a José, París, 27 de marzo de 1824. <<

ebookelo.com - Página 1674


[1316] MDRJ, vol. X, p. 286. O'Farrill a José, París, junio de 1825. <<

ebookelo.com - Página 1675


[1317] H. Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte, Lettres d'exil, p. 78. <<

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[1318] Levasseur, La Fayette en Amerique en 1824 et 1830., op. cit., vol. I, p. 279. <<

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[1319] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 380. <<

ebookelo.com - Página 1678


[1320] MDRJ, vol. X, pp. 216-221. <<

ebookelo.com - Página 1679


[1321] En 1828 aparecieron en París varias refutaciones de la obra, una de las cuales

llevó a cabo el general Gourgaud, Refutation de la vie de Napoleón, Locard et Davi,


París, 1827. <<

ebookelo.com - Página 1680


[1322] H. Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte. Lettres d'exil, op. cit., p. 97. <<

ebookelo.com - Página 1681


[1323] Ibíd., p. 103. Carta de Meneval a José, París, 26 de agosto de 1828. <<

ebookelo.com - Página 1682


[1324] Ibíd., p. 109. José a Meneval, Point Breeze, 29 de noviembre de 1828. Norvins

consultó a su vez con los generales Bassano y Sebastiani sobre la posibilidad, que
ellos le desaconsejaron, de responder a José en el Courier de Nueva York (p. 135).
<<

ebookelo.com - Página 1683


[1325] Ibíd., p. 109. José a Meneval, Point Breeze, 18 de febrero de 1829. <<

ebookelo.com - Página 1684


[1326] Ibíd., p. 151. A José se debió en buena parte la publicación, Bourrienne et ses

erreurs volontaires ou involountaires. Desde este periódico José criticó con dureza
particularmente a Norvins. <<

ebookelo.com - Página 1685


[1327] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., pp. 273-274. <<

ebookelo.com - Página 1686


[1328] Nuevo vocabulario filosófico-democrático: indispensable para todos los que

deseen entender la nueva lengua revolucionaria. Escrito en italiano [por Lorenzo


Ignacio Thiulen] y trad. al español [por Fr. Luciano Román], Viuda de Vázquez y
Compañía, Sevilla, 1813. <<

ebookelo.com - Página 1687


[1329] José María Blanco White, Ensayos sobre la Intolerancia, edición de Manuel

Moreno Alonso, Caja San Fernando, Sevilla, 2001, p. 75. <<

ebookelo.com - Página 1688


[1330] La aparición de La démocratie en Amerique en 1835 suscitó numerosos
comentarios en los periódicos. Les Débats, Le National, la Gazette de France, el
Journal des débats se ocuparon de la obra ampliamente. Le Temps, por la pluma de
Sainte-Beuve, no le escatimó elogios, así como la Revue republicaine le dedicó un
largo estudio realizado por Louis Blanc. Curiosamente la Revue Britannique guardó
silencio. <<

ebookelo.com - Página 1689


[1331] AGI, Estado, leg. 90, n. 17. Onís a Pizarro, Washington, 30 de enero de 1818.

Todavía en esta fecha el gobierno de Estados Unidos no tenía una idea clara de los
límites de la Luisiana vendida por Napoleón. <<

ebookelo.com - Página 1690


[1332] En 1829 el capitán Basil Hall, en sus Travels in North America in the years

1827 and 1828, con todos los prejuicios tories, afirma la indiscutible superioridad de
la iglesia anglicana sobre las sectas norteamericanas. Y considera que la democracia
lleva al abismo al pueblo americano. <<

ebookelo.com - Página 1691


[1333] Todavía esta hostilidad hacia el mundo norteamericano se advierte en 1842 en

las American Notes de Dickens. Por supuesto, estas exageraciones exasperaban a los
norteamericanos, orgullosos de su progreso y libertad. Los escritores políticos
reaccionaron ásperamente contra los ataques ingleses, tal fue el caso de Timothy
Dwight y de Robert Walsh. Este último, de ascendencia irlandesa, vivió en Francia
durante el Imperio, llegando a ser cónsul general en París. Tocqueville frecuentó su
casa en la calle Rivoli. <<

ebookelo.com - Página 1692


[1334]
René Renond, Les États-Unis devant l'opinion française, 1815-1852, parís,
1962, p. 563. <<

ebookelo.com - Página 1693


[1335] La Rochefoucauld-Liancourt, Des prisons de Philadelphie, par un Européen,

París, 1819. <<

ebookelo.com - Página 1694


[1336] André Jardin, Alexis de Tocqueville, 1805-1859, México, 1988, p. 128. <<

ebookelo.com - Página 1695


[1337] The Philadelphia Directory for 1824. <<

ebookelo.com - Página 1696


[1338] B. H. Wilson a S. Bolívar, Nueva York, 23 de marzo de 1829. En Daniel

O'Leary, Correspondencia de extranjeros notables con el Libertador, Editorial


América, Sevilla, 1920, vol. I, p. 130. <<

ebookelo.com - Página 1697


[1339]
Mar Vilar, El español, segunda lengua en Estados Unidos, Universidad,
Murcia, 2000, p. 53. <<

ebookelo.com - Página 1698


[1340]
Tal es el caso del político ecuatoriano Vicente Rocafuerte, con el tiempo
presidente de Ecuador, en libros impresos en realidad en La Habana: Ideas necesarias
de todo pueblo americano que quiere ser libre, Huntington, Filadelfia, 1821, 194 pp.;
o Bosquejo ligerísimo de la revolución de Méjico, desde el grito de Iguala hasta la
proclamación imperial de Iturbide, Filadelfia, 1822, 300 págs. Dice el pie «Filadelfia,
Imp. de Teacrouef & Naroajeb», en realidad «La Habana, Imp. Rocafuerte &
Bejarano». <<

ebookelo.com - Página 1699


[1341]
Félix Mejía, Carta de Benigno Morales a Félix Mejía, Guillermo Stavely,
Filadelfia, 1825, 174 págs. <<

ebookelo.com - Página 1700


[1342] F[élix] M[ejía], autor del periódico que se publicó en España con el título de

Zurriago en los años 1821, 1822 y 1823, que tuvo por objeto combatir a todos los
enemigos de la libertad. No hay unión con los tiranos, morirá quien lo pretenda. O
sea, la muerte de Riego y España entre cadenas, en la imprenta de Stavely &
Bringhurst, n. 70, South Third Street, Filadelfia, 1824, 54 págs. Cit. en Mar Vilar, El
Español, op. cit., p. 56. <<

ebookelo.com - Página 1701


[1343] En 1826, Félix Mejía publicaba también en Filadelfia una obra contra la
religión y el trono, Encíclica del Papa León XII en auxilio del tirano de España
Fernando VII, 42 págs. <<

ebookelo.com - Página 1702


[1344]
Lorenzo de Zavala, Obras. Viaje a Estados Unidos del Norte de América.
Prólogo y notas de Manuel González Ramírez, Porrúa, México, 1976, p. 94. <<

ebookelo.com - Página 1703


[1345] Francisco de Paula Santander, Diario del General (.) en Europa y Estados

Unidos, 1829-1832, Banco de la República, Bogotá, 1963, p. 368. <<

ebookelo.com - Página 1704


[1346] Ramón de la Sagra, Cinco meses en Estados Unidos de la América del Norte,

desde el 20 de abril al 23 de septiembre de 1835. Diario de Viaje, en la imprenta de


Pablo Renuard, París, 1836, p. 57. <<

ebookelo.com - Página 1705


[1347] H. Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte, p. 160. José a Meneval, Nueva York,

10 de septiembre de 1830. <<

ebookelo.com - Página 1706


[1348] La noticia de la Revolución de julio estalló en Nueva York el 3 de septiembre

de 1830, cuando el navío Hibernia, del capitán Maxwell, procedente de Liverpool,


llegó con los diarios de París del 3 de agosto. <<

ebookelo.com - Página 1707


[1349] MDRJ, op. cit., vol. X, p. 336. José a La Fayette, Filadelfia, 7 de septiembre de

1830. <<

ebookelo.com - Página 1708


[1350] H. Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte, op. cit., p. 171. José a Pozzo di

Borgo, Nueva York, 18 de septiembre de 1830. «¿Después de cuarenta años de


separación, señor conde, reconocéis a la persona que os escribe hoy?», le dice José.
Este halaga a su paisano corso diciéndole que, sin deberle nada a «mi familia…os
debéis a nuestro país natal, a Francia, a Rusia, que habéis servido con tanta
distinción». Cfr. vizconde Adrien Maggiolo, Corse, France et Russie. Pozzo di Bogo,
1761-1842, Paris, 1890, p. 418. <<

ebookelo.com - Página 1709


[1351] MDRJ, op. cit., vol. X, pp. 337-345. <<

ebookelo.com - Página 1710


[1352] G. de Bertier de Sauvigny, La Révolution de 1830 en France, Armand Colin,

París, 1970, pp. 187-188. <<

ebookelo.com - Página 1711


[1353] Chateaubriand, Memorias de Ultratumba, op. cit., vol. II, p. 1. 599. <<

ebookelo.com - Página 1712


[1354] Chateaubriand, Memorias de Ultratumba, op. cit., vol. II, p. 1. 922. <<

ebookelo.com - Página 1713


[1355] H. Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte, op. cit., p. 202. <<

ebookelo.com - Página 1714


[1356] José a Félix Lacoste, 2 de enero de 1831. <<

ebookelo.com - Página 1715


[1357] H. Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte. Lettres d'exil, p. 99. José utilizó de

correo personal para Europa al capitán de Artillería Peugnet, que había fundado en
Nueva York una escuela de jóvenes. De su parte viajó para Europa en abril de 1831.
Recomendándoselo a Meneval le dice: «Tengo mucha amistad con él; os lo
recomiendo como un amigo seguro, y un hombre digno de toda confianza». José le
dice a su vez que es amigo también del general Anatole de Lawoestyne, el general
«que vos apreciabais tanto antaño». <<

ebookelo.com - Página 1716


[1358] Conde de Prokesch-Osten, Mes relations avec le duc de Reichstadt, París, 1878,

p. 158. Por Prokesch, antiguo embajador de Austria en París y el último amigo del
duque de Reichstadt, se sabe que pocos días antes de la muerte del príncipe, el pintor
Goubaud, «uno de los instrumentos más dedicados a los jefes de la conspiración»,
llegó a Viena —demasiado tarde— con una carta de José para el hijo de Napoleón.
<<

ebookelo.com - Página 1717


[1359] Fleischmann, Le roi Joseph Bonaparte. Lettres d'exil, op. cit., p. 89. Meneval, a

su vez, le dice al rey que ha leído la noticia, que le ha parecido «escrita con una
mesura y una simplicidad capaces de inspirar confianza». <<

ebookelo.com - Página 1718


[1360] H. Regnault-Warin, Histoire du general La Fayette en Amérique, precede d'une

notice sur sa vie, París, 1832, p. 77. <<

ebookelo.com - Página 1719


[1361] The Times, jueves, 30 de agosto de 1832, p. 3. <<

ebookelo.com - Página 1720


[1362] H. Heischmann, Le roi Joseph Bonaparte, op. cit., pp. 90-91. <<

ebookelo.com - Página 1721


[1363] Owen Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., pp. 283-284. <<

ebookelo.com - Página 1722


[1364] Según los diarios de Mailliard, la hija del joyero pidió a Monsieur tener una

cena «más privada» que José rehusó «por las más buenas razones». Cfr. Owen
Connelly, The Gentle Bonaparte, op. cit., p. 286. <<

ebookelo.com - Página 1723


[1365] MDRJ, op. cit., vol. X, pp. 356-357. <<

ebookelo.com - Página 1724


[1366] Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, op. cit., vol. V, p. 36.

<<

ebookelo.com - Página 1725


[1367]
Manuel Moreno Alonso, «…Un español refugiado en Inglaterra durante la
ominosa década», en Las «cosas de España» en Inglaterra. Un país ante la mirada
de otro, op. cit., pp. 271 y ss. <<

ebookelo.com - Página 1726


[1368] BL, Add. 51 645 (207-210). Blanco White a lord Holland (5, Chesterfield),

Liverpool, 3 de mayo de 1835. <<

ebookelo.com - Página 1727


[1369] G. Girod de L'Ain, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 413. En junio de 1834 José se

puso en contacto con Thibault, el hijo de su antiguo tesorero, en carta en la que le


hablaba de su creencia de poseer diez millones de francos bajo dependencia del
gobierno francés desde tiempos de Carnot. <<

ebookelo.com - Página 1728


[1370] Chateaubriand, Memorias de Ultratumba, op. cit., vol. II, p. 1778.
Chateaubriand, ministro de Carlos X y a quien Luis Felipe ofreció el Ministerio de
Estado, justificó el destierro de José y su familia diciendo que «Francia no actuó sola
en el destierro…». Pues fueron los aliados quienes provocaron el destierro, no
permitiendo a ningún ministro o embajador de las cinco potencias que entregaran por
sí solo ningún pasaporte a los parientes de Napoleón. «Tanto espantaba —dirá el
literato— esta sangre de Napoleón a los aliados…!». <<

ebookelo.com - Página 1729


[1371] MDRJ, op. cit., vol. X, pp. 425-427. José a Soult, 2 de marzo de 1834. <<

ebookelo.com - Página 1730


[1372]
Ibíd., vol. X, p. 241. La primera entrevista, acompañado Mina del doctor
O'Meara, tuvo lugar en Londres el 16 de enero de 1834. <<

ebookelo.com - Página 1731


[1373] Sobre la estancia de Mina en Londres: Manuel Moreno Alonso, La forja del

liberalismo en España. Los amigos españoles de lord Holland (1793-1840), op. cit.,
pp. 400 y ss. Nada dice Mina sobre estos encuentros con José en sus Memorias, a
pesar de ocuparse de su emigración en Londres, e incluso de su posterior regreso a
Francia. <<

ebookelo.com - Página 1732


[1374] Heischmann, Le roi Joseph Bonaparte, op. cit., p. 211. <<

ebookelo.com - Página 1733


[1375] Armand Laity, Le Prince Napoléon á Strasbourg ou relation historique des

evenements du 30 octobre 1836, Bruselas, 1838, p. 34. <<

ebookelo.com - Página 1734


[1376] MDRJ, op. cit., vol. X, pp. 369-375. Luis Napoleón a José, 22 de abril de 1837.

<<

ebookelo.com - Página 1735


[1377] Georges Bertin, Joseph Bonaparte en Amérique, op. cit., p. 172. Datando la

carta en Filadelfia, 25 de octubre de 1839, José se despedía de su amigo el general


Thomas Cadwalader —que había hecho con José su primer viaje a Inglaterra en 1832
— diciéndole que partiría para Europa el 1 de noviembre «…con la esperanza, pero
no la certidumbre del retorno». <<

ebookelo.com - Página 1736


[1378]
Chateaubriand, Memorias de Ultratumba, op. cit., vol. II, pp. 1.778-1.779.
Sobre el cardenal cuenta Chateaubriand, cuando fue embajador en Roma en 1829,
que le invitó a que se reuniera con él juntamente con todos los cardenales, a lo que le
contestó Fesch declinando asistir porque «[…] su posición a su regreso a Roma le
aconsejó abandonarla vida mundana y llevar una vida completamente al margen de
todo círculo social ajeno a la familia». <<

ebookelo.com - Página 1737


[1379] El diario original de Louis Hypolite Mailliard, 1815-1869, se encuentra en la

Universidad de Yale en seis volúmenes manuscritos. Desde su exilio en Estados


Unidos, Mailliard fue mucho más que un valet de chambre. Fue su amigo más íntimo,
su confidente y su secretario personal. A él le dictaba las cartas, pues a José, como a
Napoleón, no le gustaba escribir a mano. <<

ebookelo.com - Página 1738


[1380]
MDRJ, op. cit., vol. X, pp. 432-440. Al instalarse en Florencia, José tuvo
algunas dudas sobre la validez de su testamento, y para hacerlo de acuerdo con las
leyes toscanas refrendó éste con algunas modificaciones ante el notario de Florencia,
Demetrio Gargiolli, el 21 de septiembre de 1841. <<

ebookelo.com - Página 1739


[1381] Ed. Montulé, Voyage en Amerique, en Italie etc. pendant les Années 1816-19,

parís, 1821. <<

ebookelo.com - Página 1740


[1382] Andrea Corsini, I Bonaparte a Firenze, Florencia, Leo S. Olschki Editore, 1961,

p. 87. <<

ebookelo.com - Página 1741


[1383] José murió, según un breve billete enviado a cada uno de los miembros de la

familia Bonaparte y Clary por su esposa Julia, a las nueve horas, dieciséis minutos
del 29 de julio de 1844, a los 77 años de edad. <<

ebookelo.com - Página 1742


[1384] Cit. en Andrea Corsini, I Bonaparte a Firenze, op. cit., p. 89. «Correspondería a

un valiente escritor —decía la Gazzetta— dar a luz la biografía del hombre ilustre,
herniano mayor del emperador Napoleón que descendió de dos tronos para exilarse
como un verdadero filósofo bajo el techo hospitalario de una gran república aun
cuando no fuese patrimonio de la historia». <<

ebookelo.com - Página 1743


[1385] The Times, viernes, 9 de agosto de 1844. <<

ebookelo.com - Página 1744


[1386] Cit. en B. Nabonne, Joseph Bonaparte, op. cit., p. 241. <<

ebookelo.com - Página 1745


ebookelo.com - Página 1746

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