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UN INODORO NO ES INDOLORO

Abrió la tapa violentamente y con la boca en grito y los dedos índice y corazón atravesando la
oscuridad, apuntó a la oquedad que quedó arada por el vómito. Los ojos espantados no
devolvían una mirada y la piel inyectada deformaba su humanidad. Desde esa visión no era
ella. Pero aún resultaba más insoportable la siguiente vez, cuando una próxima tirada venía
acompañada de ese ruido multiplicado de hojas desgarradas. Y luego lo de siempre. Se miraba
al espejo con las dos manos apoyadas en el lavabo, sujetándose. La imagen le devolvía un
monstruo, un rostro deforme con una boca sucia. Esas huellas eran las más peligrosas, las que
dificultaban la custodia de su secreto. El ritual proseguía: cepillado de dientes, enjuague bucal
y estiramientos de los ojos y la boca para destensar la piel. Se ocupaba de la limpieza
minuciosa de la taza y era muy cuidadosa con los chivatos pegotes de comida. Eran ejercicios
necesarios si tenía que salir y continuar entre los demás. Resultaba mucho más sencillo cuando
estaba sola. Por eso detestaba comer con otros. Era un fastidio retomar a la mesa temiendo
que algún imprudente (con buenas intenciones, claro) soltara un comentario sobre su mala
cara y verse obligada a tirar de las frases que tenía preparadas “me ha sentado mal la comida,
lo venía notando”, “me mareé”, “estaré incubando algo”. Ya le había pasado otras veces y la
situación se repetía; mientras los otros la miraban con perspicacia ella podía leer sus dudas, el
acecho de la certeza, pero siempre había salido airosa, porque las prudentes convenciones
sociales (¡Bendita cultura!) vendrían a ocupar la verdad y el conflicto quedaría cubierto por el
ensimismamiento. Y aunque seguía prefiriendo vivir su costumbre en soledad, había aprendido
a moverse entre los demás sin esconderse e incluso disfrutaba de ese aire incierto que llenaba
esos momentos fugaces de preguntas invisibles que ella atravesaba ocupando de nuevo su
lugar en la mesa y quizá llevándose a la boca algún trocito de comida que aún restase, a la vez
que procuraba hacer comentarios y reír abiertamente porque había descubierto que
ejercitando así los músculos faciales devolvía expresión a su cara con mayor rapidez a la par
que proseguía la velada cual compás de un ritmo familiar. Por eso lo que le gustaba no era
comer, sino vomitar.

Los manuales de diagnóstico lo llamaban bulimia y los test giraban alrededor de la idea central
de comida: cantidad ingerida, tiempo entre una ingestión y otra, tiempo entre la ingestión y la
evacuación, días a la semana que se vomitaba, circunstancias contextuales que acompañaban
al vómito. E incluso contemplaban una escala de gravedad teniendo en cuenta daños físicos
padecidos accidentalmente (rasgaduras en la garganta, dientes con caries, heridas en los
labios) o voluntarios como intentos de suicidio o autoagresiones.
Había hecho todos esos test, rellenado los cuadraditos pequeños con sumo cuidado, porque si
se dejan huecos sin sombrear los resultados dejan de ser fiables, “el sistema que recoge sus
respuestas no capta el hueco que queda sin color” rezan las instrucciones. Es imprescindible
seguir las instrucciones a rajatabla. No se garantiza una respuesta confiable si no se
cumplimenta correcta y completamente lo que el test exige.

“El test exige”, acababa de personalizarlo, era justo darle nombre “Sistema testaferro”, lo
llamaré, pensó. En fin, que después de una larga trayectoria de cuestionamientos variopintos,
se le ha ocurrido que lo que no capta el Sistema Testaferro es el color distinto del hueco sin
sombrear y que cuando “el vacío” es transferido, los cablecitos se hacen un lío y la información
(desinformación -según la lectura que hace el sistema) muere entre algoritmos inertes.

Un día lo hizo adrede y dejó en uno de esos huequitos blancos un punto diminuto sin
sombrear en el centro. El test que estaba haciendo tenía un plus, una ayudante virtual con voz
afectada de correctísima complacencia que enseguida llamó su atención avisándola del
desacierto “Disculpe, no ha sombreado usted la casilla completamente, lo que podría dificultar
la tarea de lectura posterior. Le ruego la rellene correctamente y prosiga” y acto seguido la
pantalla le devolvió la casilla en su estado original.

La ayudante la había borrado. Había borrado su punto diminuto en el centro del cuadradito.
No supo cómo explicarlo pero se sintió desolada.

Andaba por un pasillo estrecho en el margen de una playa y a lo lejos veía a mi amiga Beatriz
bañándose entre miles de peces de colores. Ella me llamaba y yo quería ir pero un muro de mar
vivo, lleno de peces enormes, impedía mi paso a la playa. La pared que me hacía límite era
como el cristal de una pecera gigantesca. El pasillo se llenó de tortugas y grité “¡tortugas!”
porque estaba oscuro y me daba cierto temor atravesarlo sola. Apareció una figura, un hombre
cuyo rostro tapaba una capucha roja como esas que usan los malos de las películas para que el
secuestrado no vea a donde lo llevan. “¿Puedo ir contigo?” -le pedí a ese desconocido que me
adelantó por la derecha continuando su paso como si no me hubiera oído. Y de repente se giró
y empezó a caminar apresuradamente hacia mi con la tela roja extendida delante de él,
amenazante. Quería taparme. Grité. Desperté.

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