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SAL TERRAE

Colección «EL POZO DE SIQUÉN»


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José María Rodríguez Olaizola, SJ

EN TIERRA DE TODOS

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Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
14-11-2019

Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas, Sinclair

ISBN: 978-84-293-2919-3

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«Que baje el puente y que se quede bajo.

[…]

A esta altura
no ha de ser un secreto para nadie:
yo estoy contra los puentes levadizos».

(Mario Benedetti)

A los insensatos que eligen el riesgo.


A quienes no abandonan la barca zarandeada.
A tantos amigos que son hogar al que volver.

A los peregrinos
en esta tierra de nadie,
de muchos,
de todos.

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Índice

Introducción

PRIMERA PARTE
Saber dónde estamos

1. Un Dios desdibujado
2. Un mapa: actitudes extremas
La fe líquida en un mundo sin Dios
La fe rígida en un mundo sin alternativas
Excursus: Los implacables
Rígidos de día, líquidos de noche
La fe cuestionada en un mundo sin Iglesia
3. Un mapa: tierra de nadie
4. Las mujeres
5. Las personas en situaciones irregulares
6. Las personas de orientación homosexual
Excursus: Iglesia y homofobia
7. Los jóvenes en tierra de nadie
8. Dos amores
9. La crisis de los abusos
Excursus: ¿Por qué seguir?
10. La mayoría silenciosa
11. ¿Estuvo Jesús en tierra de nadie?

SEGUNDA PARTE
Vivir en tierra de nadie

12. Tensiones en un camino


Ni rebeldía ni sumisión: resistencia
Excursus: No me resigno
La paciencia ¿todo lo alcanza?
Excursus: No olvides
El que calla ¿otorga?
¿Siempre ha sido así?

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¡Qué suerte tú, que lo tienes todo claro!
13. La Iglesia de Jesús: ensanchando la mirada
Excursus: El peligro de un Dios evidente
14. Comunidad: la sensación de pertenencia
15. Celebración: la vida es nuestra liturgia
Excursus: En cualquier lugar del mundo
16. Servicio: acariciar un mundo herido
17. Testimonio: vidas que hablan de Dios
18. Buscadores de respuestas: la teología y la vanguardia
Excursus: contra la falta de pensamiento
19. Buscadores de respuestas: el camino de la belleza
20. La Iglesia en la sociedad: catacumbas, cristiandad, circos y levadura
Excursus: Una Iglesia de minorías
21. Mi lugar en el mundo

Conclusión: La tierra de todos

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Introducción

¿Por qué seguir en la Iglesia? Quizás tú, como yo, sientes a veces confusión por todo lo
que te descoloca de una institución que, supuestamente, debería ser portadora de una
buena noticia, acogedora, espacio de amor y de justicia, pero no siempre lo es. Por
supuesto que hay espacios, momentos y personas que con su testimonio y su entrega
hacen muy real el Evangelio. Pero también hemos de reconocer que hay muchos motivos
para el desaliento y el desafecto. Hay temas en los que no terminas de estar de acuerdo.
Hay personas que, cuando oyes cómo hablan, te parece imposible que creáis en el mismo
Dios, y, sin embargo, vais en esta misma barca. A veces te desesperan los pastores,
algunos porque callan cuando esperarías que se pronunciaran y otros porque, cuando
hablan de ciertos modos, desearías que estuvieran callados. Hay aspectos de la doctrina
que te chirrían tanto que tienes que buscar bien cómo pueden encajar. Y a veces no lo
consigues. No te seduce tampoco la idea de mirar para otro lado en lo que no te
convence, como si no existiese. Crisis como la actual de los abusos a menores y su
encubrimiento te hacen estremecerte, pensando si esta institución no habrá perdido
definitivamente el rumbo. Ves gente maravillosa en la Iglesia y fuera de ella. Pero
también ves mucha racanería, en la Iglesia y fuera de ella. Así que no es que estar en la
Iglesia sea garantía de ninguna calidad. Entonces ¿por qué seguir? ¿Por qué no
abandonar este barco? Y ¿por qué no elegir un camino menos convencional, donde no
tengas que lidiar con una institución que es tan enorme y tan lenta en sus tiempos que
parece imposible que algo cambie?

Hace ya casi quince años estaba comenzando el pontificado de Benedicto XVI. Y yo,
con apenas unos años de sacerdocio a las espaldas, peleaba interiormente con estas
preguntas u otras parecidas, con las contradicciones que percibía entre lo que intuía, la
Iglesia que soñaba, la comprensión del Evangelio y el mundo en el que me tocaba vivir.
Me preguntaba entonces cómo conciliar todas esas cuestiones siendo, al tiempo, fiel,
coherente y libre. Me preguntaba también cómo podía ser sacerdote, ser leal y al tiempo
mantener la rebeldía contra aquello que no compartía. Y me pregunté por qué seguir.
Para poder responder, comencé a elaborar un mapa de la realidad eclesial que conocía.
Esperaba que ello me sirviera para intentar ver, después, dónde y cómo ubicarme en
medio de esa realidad. Intentaba poner nombre a tendencias, dinámicas, maneras de
vivir, de creer, de celebrar, y también a las dificultades que afrontaba ante todo eso.
El mapa se convirtió en la «tierra de nadie», en la que expresaba las incertidumbres,

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las tensiones que muchos vivíamos, los conflictos –internos y externos– que percibía en
mí y en otros, y algunas contradicciones que necesitaba aprender a afrontar.
Aquellas notas nacieron como algo personal, con la intención de aclararme yo
mismo. Pero poco a poco fueron tomando forma, hasta convertirse en un libro breve[1].
En ese proceso descubrí dos cosas.
Por una parte, mientras la reflexión iba adelante, me daba cuenta de que muchas de
las dinámicas que yo describía en algunos ámbitos de la Iglesia –poca formación,
polarización, beligerancia, falta de empatía, intolerancia– no eran patrimonio del mundo
religioso, sino que se daban de igual manera en otros espacios sociales, ya fuera en el
mundo de la política, del deporte, de la cultura, de la televisión… Muchas actitudes
parecían repetirse en todas las esferas de la vida.
El segundo descubrimiento llegó cuando aquella reflexión se publicó. En tierra de
nadie era mi primer libro. No tenía idea ni expectativas claras sobre cómo podía ser
acogido, o si alguien lo leería. Sin embargo, desde muy pronto, empecé a recibir ecos de
muchas personas que señalaban que se reconocían en esa misma confusión que yo
describía. Entonces comprendí que la tierra de nadie es en realidad la tierra de muchos.
Muchos hombres y mujeres que tienen que pelear por encontrar su lugar en el mundo y
en la Iglesia. Muchos que se sienten inquietos, que buscan respuestas y no se conforman
con darlo todo por sabido, zanjado y resuelto en formulaciones que quizás bastaron para
otra época, pero ahora no sirven. Muchos que tienen hambre y sed de encuentro, pero no
de cualquier modo.

Hoy han pasado casi 15 años desde aquella primera zambullida en la tierra de tantos.
Benedicto XVI dio paso a Francisco. El papa teólogo fue sucedido por un papa que
insistía más en una dimensión pastoral. No pretendo, con esta afirmación, separar ambos
campos (la teología y la pastoral) como compartimentos estancos, pues también
Benedicto fue pastor, así como Francisco es teólogo. Pero en cada pontificado hay
distintos acentos. Y el papa argentino desde el principio mostró una disposición enorme
al diálogo con las situaciones más conflictivas, insistiendo en que hay aproximaciones
para las que no basta la norma. Esto le granjeó, por igual, adhesiones y reproches.
Con el paso de los años se ha ido produciendo una polarización en torno a su figura.
Pero lo cierto es que ha abierto diálogos –y debates– sobre algunas de las cuestiones que
estaban apuntadas en tierra de nadie: el papel de la mujer en la Iglesia, las situaciones
irregulares, la acogida –o falta de ella– de las personas homosexuales, o la necesidad de
escuchar la voz de los jóvenes.
Los sucesivos sínodos –sobre la familia y los jóvenes– han servido al menos para
poner el foco en algunas de estas cuestiones, y han permitido escuchar a líderes
eclesiales hablando sobre asuntos que necesitan nuevas respuestas. Hoy en día es posible
encontrarnos titulares en los que tal o cual obispo o cardenal se pronuncia sobre
cuestiones referidas a familias, jóvenes, sexualidad, ministerio u otros asuntos, de
maneras y con enfoques que antes no se oían. Inmediatamente se genera ruido, y
desgraciadamente también una serie de apoyos y ataques que tienen más de

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hooliganismo que de búsqueda conjunta de la verdad. Pero al menos algo se está
removiendo.

Otro cambio significativo ha sido, en este caso, externo. Cuando surgió En tierra de
nadie todavía no había redes sociales. No habíamos oído hablar de espacios como
Facebook o Twitter, ni imaginábamos las dinámicas que dichas redes sociales iban a
generar. Si las tensiones que estaban descritas en esa tierra compleja de la Iglesia nacían
de la cantidad de personas que no se sentían identificadas con los extremos, hoy en día el
extremismo o la polarización –en todos los ámbitos– parecen ganar adeptos. Los
defensores del pensamiento sin fisuras enarbolan certidumbres y las utilizan a menudo
para zarandear a quien piensa de manera diferente. Se suele atacar a quien se queda en
las tierras de nadie, acusándolo de relativismo, de tibieza, de buenismo, de falta de
convicciones, de poca contundencia… Sin embargo, estas mismas redes permiten que se
expresen personas que antes estaban en silencio, también desde las tierras de nadie. Es
una situación paradójica, en la que tanto la moderación como el extremismo resultan más
fáciles de percibir. Por una parte, hay más visibilidad –y quizá más reflexión– para
situaciones que antes estaban silenciadas. Por otra, hay más dureza en muchos juicios. Y
para complicar las cosas, hay un punto de anonimato que a menudo enturbia el
panorama. Detrás de un perfil virtual puede estar alguien con una formación vasta y
sólida, un ignorante con buena pluma o un energúmeno con más palabras que ideas. Y a
veces no hay modo de distinguir, porque la propia inmediatez y brevedad no permiten
excesivos matices y favorecen las afirmaciones tajantes.

Junto a todo esto, durante la última década la crisis de los abusos –que no es de ahora,
pero que ahora salta al primer plano en buena parte del mundo– ha estallado con una
virulencia quizás imprevista, pero, al fin y al cabo, necesaria. Y está llevando a
reflexionar no únicamente sobre los abusos sino también sobre la estructura que permitió
su extensión y su encubrimiento. Temas como el clericalismo, la falta de transparencia,
la formación insuficiente de los candidatos al sacerdocio o la gestión del poder requieren
un examen serio y tomar medidas para cambiar algunas dinámicas perniciosas que están
en el trasfondo de los abusos.

Este no es un libro sobre eclesiología. No es teología de la Iglesia, aunque detrás puedan


estar enfoques donde se apunta a la horizontalidad o a la verticalidad (y a las teologías
que llevan detrás). Es una reflexión sobre nosotros, creyentes que intentamos vivir
nuestra pertenencia con honestidad, fidelidad y realismo. Que no queremos ir por libre,
pero necesitamos respuestas a problemas que aún no están claros. Es un libro sobre
nuestras luchas y nuestros desvelos, sobre el deseo de acertar. Sobre algunas
preocupaciones compartidas –quizás– con muchos.

¿Por qué volver sobre esta cuestión ahora? Este regreso a la tierra de nadie no es volver a
los mismos terrenos con una mirada nostálgica, para ver si las cosas siguen más o menos
igual. Es tratar de hacer el mismo ejercicio que hice entonces, pero de hacerlo ahora: una

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descripción con un punto existencial. Un recorrido que quiere al mismo tiempo analizar
e interpretar. Una mirada subjetiva, pero que quizás puede ser compartida por otros. Ha
cambiado el mundo. Ha cambiado la Iglesia. Y también he cambiado yo. Ahora no soy
un joven sacerdote apenas ordenado, con una mezcla de inquietud y deseo de poner
palabras a cosas que entonces empezaba a formular. Ahora, tras casi dos décadas como
sacerdote, y habiendo acompañado a infinidad de personas, procesos e historias, creo
que puedo hablar con un poco más de experiencia –y quizás por eso mismo arriesgarme
a ser en algunas cuestiones más claro–.
Tal vez este no sea el viaje definitivo. ¿Es posible que dentro de diez, quince o veinte
años, aún vuelva a iniciar el trayecto, para ver dónde estamos entonces? No lo sé. Pero
ahora toca intentar hacer una radiografía del presente, compartiendo la búsqueda, los
anhelos, las perplejidades, los desasosiegos y las esperanzas que esta Iglesia suscita en
quienes, dentro de ella, seguimos queriendo amar, a la manera de Quien nos amó
primero.

[1] J. M.ª RODRÍGUEZ OLAIZOLA, En tierra de nadie, Sal Terrae, Santander 2005.

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PRIMERA PARTE
SABER DÓNDE ESTAMOS

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Hay en nuestras vidas mucho de novedad, de apertura a la sorpresa, de improvisación.
Lo contrario sería una lástima. ¿Imaginas que el escenario en el que se desenvuelve tu
historia te fuera tan familiar que pudieras ubicar siempre y exactamente cada objeto,
cada color o cada persona? ¿Imaginas poder anticipar cómo va a ser cada conversación,
cada opinión, cada problema? Al cabo de un tiempo ese escenario empezaría a
convertirse en algo opresivo, en una prisión de la que desearías salir, abriéndote a algún
cambio.
Ahora imagina justo lo contrario: que toda tu vida se desenvolviese en medio de un
caos en el que las cosas ocurren, pero tú no puedes ni anticipar, ni prever, ni interpretar,
ni siquiera poner nombre a todo eso que sucede. Imagina que cada día fuera una radical
novedad desde que te levantas hasta que te acuestas. No puedes prever ninguna opinión,
cada conversación es nueva e imprevisible. Los otros pueden ser desconcertantes. Hasta
los lugares cambian de función y de forma. Sería otro tipo de pesadilla, quizás más
agobiante aún que la primera, y en este caso el anhelo sería de familiaridad.
Por fortuna, el mundo es diferente. No es inamovible, pero tampoco es caótico. Hay
un equilibrio entre orden y desorden, entre lo que permanece y lo que cambia, entre lo
que conocemos y lo que ignoramos. Para poder desenvolvernos bien y no perder el
equilibrio, necesitamos poner nombre a las cosas, necesitamos aprender a reconocer lo
familiar, al tiempo que saber por dónde puede aparecer lo imprevisto, lo diferente y lo
novedoso.
Ese es el objetivo de hacer mapas. No hablo de un mapa geográfico, aunque, en
realidad, también esto son los mapas geográficos: pequeñas guías para ir sabiendo por
dónde moverse, qué dirección tomar o qué hay más allá. Con todo, sería imposible
pretender hacer un mapa que lo contenga todo. El mapa contiene pistas, indicaciones,
referencias comunes, y trata de ser un reflejo de la realidad. Un reflejo suficiente para
poder moverse. No es posible hacer un mapa perfecto, porque tendría que ser un
duplicado exacto de la realidad, como en el comienzo de aquella fábula de Borges: «En
aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola
Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el
tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos
levantaron un Mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía
puntualmente con él»[2].

Quiero intentar trazar un mapa de la Iglesia. Quiero intentar describir una parte de la
realidad. Pero si de verdad quisiera ser fiel a la realidad, probablemente tendría que traer
a la Iglesia misma. Pues un mapa no puede contenerlo todo. Sé que el mío, como todo
mapa, será incompleto, y que tendrá sus sesgos y sus opciones. Que el trazo elige fijarse
en unos aspectos y no en otros. Y que, por mucho que intente describir la realidad, nunca
será suficiente, porque la realidad es siempre mayor. Pero al menos me gustaría
intentarlo.

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[2] J. L. BORGES, «Del rigor en la ciencia», en El hacedor, DeBolsillo, Barcelona 2018.

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Un Dios desdibujado

Cuando uno viaja por Europa, cada rincón habla de religión: templos, museos, estatuas,
conventos, nombres de calles, catedrales… Todo habla de una época en la que Dios
formaba parte del horizonte cotidiano. La vida diaria transcurría al ritmo de las
campanas. El calendario lo fijaban las fiestas religiosas. El arte, la ciencia y el poder,
todo estaba atravesado por una mirada creyente a la realidad. Incluso después, cuando
empezaron los cuestionamientos, las críticas a la fe o las sospechas sobre el silencio de
Dios y lo que algunos llamaron el desencantamiento del mundo, todo esto se producía en
un escenario básicamente religioso.
La Ilustración en el XVIII y la aparición de los «maestros de la sospecha» en el XIX
(Feuerbach, Marx, Freud o Nietzsche), pero también los conflictos entre el movimiento
obrero y el mundo liberal, y entre un Antiguo Régimen que se resistía a morir y un
mundo moderno que pugnaba por desprenderse de ataduras, fueron sacudiendo los
cimientos de aquella fe monolítica.
Sin embargo, fue el siglo XX –sobre todo en su segunda mitad– el tiempo de una
transformación más radical, por muchos motivos. Entre ellos destacan tres: el silencio de
Dios ante la violencia, la dinámica de la sociedad de consumo y la exaltación del
individuo.
Por una parte, la humanidad se vio sacudida por el horror de las guerras mundiales y
de otros conflictos, que hicieron a muchos preguntarse: ¿dónde está Dios? A la vista del
Holocausto, el silencio clamoroso de Dios resulta difícil de procesar. Pero no solo era su
silencio ante lo ocurrido en los campos de concentración. También el Gulag, la bomba
atómica y diversos genocidios que iban estremeciendo al mundo –más aún cuando
podían ser retransmitidos en tiempo real– sembraron sospecha, perplejidad y desaliento.
La posibilidad de ser espectadores de cada vez más tragedias –en una sociedad en la que
la televisión se iba convirtiendo en una ventana abierta al mundo– nos hizo aún más
asequibles al escepticismo. La ciencia se quedó, en la mente de muchos, como la única
fuente de confianza.
Por otra parte, la producción en masa abrió la puerta a la sociedad del consumo
masivo. El crecimiento como mantra del desarrollo convirtió la sociedad de la
abundancia en el horizonte deseado para la mayoría de la humanidad. Esta dinámica, la
de la multiplicación de las necesidades y la búsqueda de novedad constante, nació para

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el consumo material, pero paulatinamente se extendió a otras esferas de la vida:
experiencias y relaciones también podían ser objeto de elección y de consumo. ¿Sería
Dios también desechable? ¿Podrían las ideas religiosas ser sustituidas, en el mercado de
las experiencias, por otro tipo de propuestas de sentido?
En tercer lugar, el siglo XX asistió a una puesta en valor del individuo. Ya no son las
clases sociales las protagonistas de la historia, sino las personas concretas. Personas que
valoran su ser únicas, su individualidad y su autorrealización. El individuo se convierte
en el centro de su propia vida. El mundo se vuelve un espejo. El yo es el nuevo
soberano. Las búsquedas contemporáneas tendrán a menudo una dimensión subjetiva
que se vuelve innegociable: ¿qué me aporta esto? ¿Para qué me sirve? ¿En qué me
enriquece?

En medio de ese contexto, las antiguas certidumbres perdieron solidez. Muchas


convenciones incuestionadas desde hacía siglos cayeron como un castillo de naipes. El
desajuste entre lo que siempre había sido así y ese mundo diferente provocó la
conciencia de que hacían falta cambios, también en la Iglesia.
El Concilio Vaticano II supuso la plasmación institucional de esa conciencia de un
cambio necesario, que llevaba décadas reclamando su espacio. El concilio buscó un
diálogo diferente entre la Iglesia y la sociedad, un nuevo acercamiento, una revisión de
lenguajes, de formas de hacer pastoral y de comprender la Iglesia. Y, tras finalizar, dio
paso a un período de grandes cambios, que buscaban llevar a la práctica las intuiciones
del concilio. Nuevas teologías, opción por los pobres, la conciencia de la misión
imprescindible de todos los bautizados, revisiones de una liturgia que había permanecido
invariable durante siglos y dudas sobre el alcance y los límites de la moral propuesta por
la Iglesia fueron marcando, durante años turbulentos, el escenario eclesial.
Las últimas décadas del siglo XX, en el interior de la Iglesia, fueron el ámbito de una
batalla entre sensibilidades. El pontificado de Pablo VI, y sobre todo el de Juan Pablo II,
se convirtieron en escenario de enormes tensiones. De una manera simple –y con todas
las prevenciones, para no etiquetar de una manera demasiado burda– podríamos decir
que se enfrentaron una mentalidad más conservadora, más resistente a los cambios y que
sospechaba del peligro de relativismo que podía llegar con una aplicación apresurada del
concilio, y otra más progresista, que buscaba que la apertura permitiese afrontar temas
hasta entonces inamovibles.
Y todo esto se ha ido produciendo en un mundo cada vez más ruidoso, con menos
espacio para el silencio y la reflexión. Un mundo donde la velocidad de todo tipo de
cambios crece sin parar con respecto a siglos anteriores, donde la quietud parece una
excepción, donde los medios de comunicación han ido colonizando cada vez más
espacios, hasta llegar a colarse en nuestros bolsillos a través de los smartphones. Un
mundo en el que Dios se desdibuja, quizás porque la fe necesita desplegar algunas de sus
búsquedas más importantes en esos espacios –cada vez más escasos– del silencio, la
calma y la desconexión.

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Un mapa: actitudes extremas

Cuando se me ocurrió pensar en cómo entender la Iglesia a comienzos del siglo XXI, el
escenario era el resultado de muchas de las tendencias descritas en el capítulo anterior.
La primera vez que pensé en tierra de nadie propuse un triángulo con tres vértices.
Eran, y así lo señalaba entonces, simplificaciones, con algo de etiqueta, para intentar
apresar la complejidad de lo real en un esquema suficientemente comprensible. En uno
de los vértices estaban los militantes de la fe (enarbolando la bandera de la tradición y la
defensa a ultranza de una identidad clara, muy insistentes en las cuestiones de moral
personal, especialmente los temas de moral sexual, con una actitud defensiva ante la
sociedad y cerrando filas en torno a la autoridad eclesial). En otro, los activistas
(herederos de los movimientos sociales y la teología de la liberación, convencidos de que
es la acción transformadora en la sociedad lo que da verdadera prueba de transparencia
evangélica, y bastante críticos con la concepción vertical de la autoridad). En el último,
los antieclesiales (que, ya fuera desde un ateísmo convencido o desde una fe no
institucional, podían acoger algunos contenidos de la fe, pero lo que no estaban
dispuestos a aceptar en ningún caso era que la Iglesia fuera la mediadora de la práctica
religiosa). Y, en el medio de los tres vértices, esa enorme tierra de nadie donde estaba
quien no se identificaba con ninguno de los extremos, y donde además había muchas
situaciones problemáticas.

Sin embargo, seguir hablando hoy de progresistas y conservadores –o de activistas y


militantes– del mismo modo tiene el peligro de plantear e interpretar la situación del
presente como si estas últimas décadas no hubieran sido radicalmente distintas. Y lo han
sido. Actualmente el diálogo –o la incomunicación– en temas eclesiales tiene
coordenadas diferentes. ¿Quién es más conservador hoy: el que vive anclado en
discursos y polémicas más propios de mayo del 68 o el que insiste en la transmisión
explícita de la fe en un mundo que ha vuelto la espalda a Dios? ¿Es más transgresora hoy
la revolución sexual o una propuesta que defienda la necesidad de límites?

El mapa ha cambiado algo. Muchas de las dinámicas siguen ahí. Después de todo,
quince años no son una eternidad. Pero han sido quince años intensos, de enormes
transformaciones tecnológicas, culturales y sociales que han dejado huella también en la
manera de vivir la religión y las pertenencias. Por eso creo que conviene tratar de

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redibujar y describir un poco mejor el mapa de actitudes contemporáneas con respecto a
la Iglesia.

Antes de intentar trazar ese nuevo mapa, me gustaría señalar algunos de los cambios que
más están incidiendo en la transformación contemporánea. En concreto, hablaré de tres:
el final de la educación religiosa, el avance del emotivismo contemporáneo y la rebeldía
contra el autoritarismo.

Hoy el mundo es tan plural, tan fragmentado y tan diverso, que la propia experiencia
religiosa es muy difícil de clasificar. Ya no podemos asumir dos o tres itinerarios
comunes tales que todas las personas hayan participado en alguno de ellos para llegar a
la fe o a la increencia. De hecho, lo que ha cambiado es que ya no hay una educación
religiosa común.
En una época no muy lejana, todo el mundo había recibido una educación religiosa.
Con unas u otras espiritualidades y acentos. Dicha educación, además, se recibía de una
manera convergente tanto en la familia como en la escuela y en la parroquia –a la que
prácticamente todos pertenecían y asistían–. Quien más quien menos, todo el mundo
tenía en su equipaje algo de catequesis, unas clases de religión y la guía de familiares
que practicaban con más o menos entusiasmo. Unos negaron lo recibido. Otros lo
asimilaron, con mayor o menor profundidad. Hubo adhesión o rechazo, aceptación o
rebote, fe o escepticismo.
¿Qué ha cambiado? Está lejos esa época en la que la educación religiosa era una
experiencia transversal que casi todas las personas compartían. Hoy no podemos dar por
sentado que todo el mundo ha recibido una educación religiosa. Hay generaciones –
muchos padres y madres de hoy en día– para quienes lo religioso ya no ha sido nunca
parte significativa de la vida. La educación religiosa no es innegociable en las aulas. Y la
práctica parroquial y sacramental es minoritaria. Hoy hay gente que no ha oído hablar de
Jesucristo –o si lo ha oído ha sido vagamente, a menudo en un contexto de
descalificación–. Y la Iglesia es una institución que ha perdido credibilidad y relevancia.
Cuando los padres de ahora, indiferentes a lo religioso, sean los abuelos de mañana,
entonces, para muchos, el horizonte familiar se habrá vaciado del todo de experiencia
religiosa.

Hablar del emotivismo contemporáneo tiene que ver con este mundo nuestro, visceral y
apasionado, en el que el sentimiento se ha convertido en valor de medida. Para muchas
personas, las experiencias son buenas o malas en función de los sentimientos que
provoquen. Si disfruto, es bueno. Si sufro, es malo. Si me emociona y me colma, es
bueno. Si me deja frío, es malo. Si me saca una sonrisa, vale. Si me hace llorar, también
vale. Pero si «solo» me hace pensar, no es suficiente.
El emotivismo implica inmediatez y está muy vinculado al presente. La memoria se
desdibuja pronto –porque lo pasado ya no está y, por tanto, si deja algún sentimiento, es,
como mucho, emoción y nostalgia–. El futuro, cuanto más lejano, más irreal resulta. Es

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difícil sentir a largo plazo.
Esta dinámica también influye en la vivencia religiosa. Porque para mucha gente,
creer va a ser un sentimiento de simpatía. Y oponerse a la fe a menudo pasa más por un
rechazo visceral y un sentimiento de antipatía que por la comprensión de lo que está en
juego.

Otro rasgo muy contemporáneo es la rebeldía contra el autoritarismo. Habrá quien objete
que esto no es algo propio del siglo XXI. De hecho, ¿no estamos asistiendo en muchos
lugares a la emergencia de populismos con una vertiente autoritaria? Parecería que
mucha gente está dispuesta a dar autoridad hoy a líderes fuertes. Y, por otra parte, ¿no ha
habido movimientos que reivindicaban el fin de la autoridad incuestionada durante
siglos? ¿Hay mayor icono de la rebeldía antiautoritaria que el ya «lejano» y superado
mayo del 68? ¿A qué me refiero, entonces, cuando hablo de esta rebeldía como motivo
de cambio para la Iglesia, y en qué sentido aludo a ella como algo nuevo?
Es cierto que durante varios siglos se fueron produciendo procesos de emancipación
frente a figuras de autoridad incuestionada. El absolutismo acabó guillotinado –literal y
metafóricamente–. La democracia es un sistema mejorable, pero hasta el momento, y
mientras no se demuestre lo contrario, parece preferible a otros sistemas. La
reivindicación de derechos de minorías y de individuos ha ido produciendo avances que
en el siglo XX se dispararon. Derechos sociales, reivindicación del papel de las mujeres
en sociedades donde había una desigualdad estructural incuestionada, cierta reclamación
del papel de los jóvenes para transformar la sociedad sin ceñirse a pautas predefinidas
por las generaciones anteriores… Todo esto fue provocando cambios enormes en la
sociedad.
Sin embargo, estos mismos cambios, en la Iglesia, fueron menores. Por supuesto que
los ha habido, pero muy atenuados. Especialmente por una dinámica de la que
últimamente se está hablando mucho: el clericalismo.
Aunque se insista mucho en el papel de los laicos, todavía está todo demasiado
condicionado por una estructura vertical en la toma de decisiones. Cuestiones como el
papel de la mujer han avanzado mucho más en la sociedad que en la Iglesia. Sin
embargo, una rebeldía diferente está llegando a la Iglesia también, alentada por la
emergencia de la sociedad de la información. Hoy la comunicación ya no está en muy
pocas manos –como ha ocurrido durante la mayor parte de la historia–. Hasta la
aparición de internet, y sobre todo de las redes sociales, los propietarios de los medios de
comunicación (también en la Iglesia) eran quienes generaban discurso.
Lo que cambia hoy en día es que la rebeldía tiene muchos más portavoces. Los
discursos son mucho más plurales, fragmentados y diversos. Y esto no se puede disipar
tan solo en nombre de una autoridad incuestionable. Todo esto permite una actitud
crítica que puede traer algunas consecuencias negativas, pero también abre la puerta a
muchas posibilidades.

Quedémonos con estos tres elementos: el final de un sustrato religioso común, la

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primacía del sentimiento en la visión del mundo actual, y la creación de una nueva
dimensión crítica en las reivindicaciones contemporáneas. Los tres influyen de manera
determinante en la nueva percepción de lo eclesial.

Antes de dar un paso más, me gustaría introducir aquí una terminología que nos va a
ayudar al dibujar el mapa actual de la tierra de nadie. Para describir las pertenencias
eclesiales, la principal distinción no tendría que ver hoy en día con los temas que nos
preocupan, sino con algunas actitudes que definen nuestra manera de estar, de
relacionarnos y de vivir la fe. Voy a partir de una categoría que se ha hecho muy popular
en las últimas décadas. La tesis de Zygmunt Bauman sobre el mundo líquido se ha
aplicado a muchos ámbitos de la vida, y también puede ayudarnos a entender algunas
formas de ser Iglesia. Dicha tesis viene a sostener –simplificando mucho– que frente a
un mundo sólido, en el que habría instituciones, valores o dinámicas suficientemente
estables y resistentes como para ser un ancla donde sostener la vida en común, nos
encontramos en un mundo líquido, en el que se van difuminando todas esas dimensiones
más firmes y compartidas por toda la sociedad. En consecuencia, solo queda el
individuo, un individuo igualmente líquido, sujeto más bien a las coyunturas, a sus
apetitos y a lo subjetivo para bandearse en la vida. A partir de esa idea, Bauman habló
del mundo líquido, de miedos líquidos, amor líquido, arte líquido, comunidad líquida…
De una vida líquida, en definitiva.

Basándome en esa imagen del sociólogo polaco, me atrevo a proponer que hoy en día los
vértices del triángulo pueden entenderse en una clave que nace de su terminología.
Habría, entonces, tres vértices en este nuevo triángulo.

La fe líquida en un mundo sin Dios

Hoy la fe –cuando la hay– es una amalgama de contenidos, actitudes y formulaciones


diversas. Para bastantes personas la fe es una vivencia subjetiva, que no tiene por qué
conllevar la aceptación de una tradición, de una serie de dogmas o de una autoridad
institucional.
Los creyentes líquidos serían aquellos cuya fe, de alguna manera, se reduce a un
«depende». «Yo creo a mi manera» es una frase que al mismo tiempo dice mucho y no
dice nada. Porque esa manera pueden ser muchas cosas al tiempo. Dios es, en esa
concepción, lo que cada uno quiera que sea. Es un sentimiento, una fuerza, una energía,
un principio. En estos casos la religión, al menos la religión institucionalizada, es sobre
todo, o únicamente, un fenómeno cultural, una forma histórica de ponerle nombre a las
cosas. La fe no es excesivamente problemática porque no implica exigencia. O, en todo
caso, implica la dosis de exigencia que tú quieras asumir. Pero no es solo que haya gente
que se defina como creyente al margen de la religión institucional. Es que también entre
los que se definen como personas religiosas –digamos, en nuestro caso, como católicos–
se pueden ir dando pasos hacia una fe líquida.

21
Hay cuatro elementos que ayudan a entender lo que es esa fe líquida: la subjetividad, la
fragmentación, la libre elección y la relatividad de lo religioso.
En primer lugar, hay en esta fe líquida un punto de subjetividad esencial. La idea de
un credo externo, propuesto en común, heredado y compartido, resulta negociable, al
menos en sus puntos más problemáticos. No es que uno no crea. Yo creo en lo que creo.
Y si no creo en algo, ¿quién me va a decir que es necesario? Algo semejante ocurre con
la parte ritual de la vida de fe. ¿Sacramentos? ¿Ritos? ¿Prácticas religiosas? Si me
sirven, bien. Si no, los puedo desechar tranquilamente como cumplimiento vacío. «Total,
¿para qué voy a ir a misa si no me dice o no me aporta nada?» razona este creyente
líquido. La voluntad ha reemplazado a la obligación y la conveniencia a la fidelidad a la
hora de aproximarse a la práctica religiosa. Con la pega de que a veces se puede
confundir libertad con apetencia.
En segundo lugar, hablar de fragmentación significa que uno puede compartimentar
(fragmentar) la vida en distintas facetas, en las cuales está permitido funcionar con
lógicas diferentes, a veces hasta contradictorias. No hay problema, porque son
compartimentos estancos. Uno puede ser un tiburón en el mundo laboral, ambicioso,
implacable y competitivo. Puede ser al tiempo un padre de familia cariñoso y generoso
en su manera de vaciarse con su pareja o sus hijos. Un creyente de fin de semana. Y
además hacer una escapada con los amigotes de toda la vida durante quince días al año
en los que parece que se hace una tregua en la sensatez y caben excesos que no se viven
como incompatibles con todo lo anterior.
El tercer elemento de la liquidez tiene que ver con la libertad de elección. Puedo
elegir aquello que necesito, me interesa o me llena, y prescindo de lo que me resulta más
inconveniente, difícil o incomprensible. Y no solo hay libertad de elección dentro de la
propia religión, sino también en la posibilidad de cambiar de Iglesia. Hay que entender
bien este punto. En un contexto de pluralismo religioso, en el que hay cada vez más
alternativas a nuestro alcance, la posibilidad de escoger, cambiar, pasar de una Iglesia a
otra, puede irse dando con menos trauma. En un contexto como el español, aún se podría
decir que la gran alternativa, para una mayoría de la población, es entre la Iglesia
católica o nada. Pero en latitudes no muy lejanas la aparición de diversas
denominaciones, cultos e iglesias ha generado una dinámica distinta para muchos
creyentes, que contemplan la posibilidad del cambio de congregación como una variable
más dentro de su vida de fe.
Por último, hablamos también de relativismo. Tiene que ver con la pérdida de suelo
firme en que enraizar valores absolutos. Hay quien no cree que existan principios o
valores absolutos o innegociables en la vida, en la sociedad o en la fe. Si todo depende
de circunstancias, interpretaciones, tiempos y lugares, a veces podemos caer en que todo
sea negociable. En el fondo, una fe sólida necesitará tener claro qué es lo innegociable.
Y para mucha gente, la respuesta a esta cuestión sería que nada. Porque todo depende…

Lo que caracteriza al creyente líquido es que su fe no es problemática. Y su vinculación


con la Iglesia, tampoco. Precisamente porque todo aquello que pudiera ser fuente de

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contradicción, tensión o rechazo, lo aparca.

La fe rígida en un mundo sin alternativas

Otra actitud extrema es la de los creyentes rígidos. No es lo mismo ser sólido que ser
rígido. La solidez –ya lo veremos más adelante– es algo bueno y es una necesidad hoy
en día. Pero es posible –y en temas de fe es incluso necesario– que solidez y flexibilidad
vayan de la mano. Porque la realidad es muy compleja y la religión, cuando es incapaz
de acoger la complejidad, se convierte en fuente de intolerancia.
Creyentes rígidos son aquellos incapaces de aceptar la diferencia. Su actitud básica
es la sospecha. Su gesto, el ceño fruncido ante aquello que no comparten. Su exigencia,
la homogeneidad. Su tentación, el dogmatismo –dogmatizar aquello que no es dogma–.
Su fórmula infalible, la descalificación.
La rigidez es una afección desgraciadamente contemporánea. Quizás se entiende
mejor cuando hablamos de polarización. Hay muchos ámbitos en los que, hoy en día, la
gente tiende a irse a los extremos. Y el problema no es irse a un extremo sino convertir
en enemigo a quien no comparte tu forma de entender las cosas. Este tipo de extremismo
es desgraciadamente frecuente en la política, pero se da también en otros muchos
ámbitos de la vida. Hoy la diferencia se convierte en motivo de ataque. Incluso abriendo
la puerta a la violencia física, la burla, la exclusión del otro o el insulto y agresión
personal a quien pueda tener otra perspectiva. Es frecuente buscar el agravio y la
demonización del que opina distinto, que inmediatamente se convierte, para el rígido, en
adversario y, más aún, en enemigo.
La rigidez no es patrimonio de una manera de ver la realidad. Hay, por entendernos y
aun a riesgo de simplificar, gente que es conservadora y muy rígida, y gente que es muy
liberal o progresista e igualmente rígida. La clave de la rigidez no son los acentos con los
que uno cree sino la tentación de convertir la propia forma de hacer las cosas en la única
forma posible.
Hoy en día –al menos en España– la polarización ambiental también está afectando a
muchos ámbitos de Iglesia. El espacio donde esta rigidez se hace más visible es el de las
redes sociales. Se han convertido en el altavoz perfecto para todo tipo de intransigentes.
A menudo –aunque no siempre– desde el anonimato. Casi siempre desde una distancia
que favorece una dureza y displicencia que, en la proximidad, serían mucho más
matizadas.
Los creyentes rígidos dividen el mundo en buenos y malos. En puros e impuros. Los
buenos son los que sienten, rezan y actúan como uno mismo. Malos son los otros. El
rígido se siente en posesión de la verdad. Y si hay que arremeter contra el otro, se hace.
Incluso si ese otro es el mismo papa de Roma, a quien muchos, en los últimos tiempos,
han llegado a atacar como falso, ilegítimo o anticristo. Esa es la trampa del rígido. No
que vea diferencias sino que es incapaz de tolerarlas y que convierte su perspectiva en la
única legítima. Veamos algunos ejemplos de rigidez.

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Hay infinidad de cuestiones en las que hoy en día la Iglesia está buscando nuevas
aproximaciones pastorales. Dos sínodos recientes, sobre la familia y sobre los jóvenes,
despertaron expectativas para ver si se puede dar algún paso adelante en cuestiones
relativas al papel de las mujeres, a la situación de las personas divorciadas que han
rehecho su camino o a las propuestas de vida para las personas homosexuales. Pero hubo
quien antes, durante y después estuvo con las armas cargadas apuntando hacia el papa,
hacia los mismos sínodos, hacia los documentos resultantes y hacia cualquier posibilidad
de cambio.
La referencia constante a números del catecismo –como si en él estuviera ya toda la
verdad, para todos los tiempos, contenida de una forma definitiva e inamovible–, la
manera despectiva de aludir a una aproximación pastoral y la división de la jerarquía en
buenos y malos en función de la distancia con las propias ideas son dinámicas que
contribuyen a preservar la rigidez. En muchos de estos casos se minimiza el papel de la
conciencia. Pero la conciencia es necesaria, precisamente porque no todo se puede
recoger en definiciones, que no pueden abarcar la complejidad de la realidad y los
cambios de una sociedad a lo largo del tiempo.
Hay nostálgicos de otra época que han convertido la comparación con el pasado en su
manera de despreciar el presente. Las cosas ya no son como eran antes y, en
consecuencia, lo que hay que hacer es buscar culpables y convertir la cantinela
nostálgica en arma arrojadiza. «En mi época los seminarios estaban llenos». «En mi
época los colegios estaban llevados por religiosos». «En mi época todo el mundo iba a
misa». «En mi época la manera de celebrar era más solemne, más universal (y en latín)».
«En mi época las familias resistían más». «En mi época los jóvenes obedecían a los
mayores»[3]. Tras la nostalgia vienen el reproche y la búsqueda de culpables. Si las
cosas no son como fueron antes, es porque alguien lo está haciendo –o lo ha hecho– mal.
Por supuesto, ese «alguien» son siempre los demás, que han elegido caminos
equivocados. Las nuevas cuestiones que hoy en día plantean incertidumbre son
fácilmente desechadas: ¿preocupación medioambiental y ecológica? Son veleidades
burguesas de este papa peronista. ¿Reivindicación de una mayor responsabilidad de las
mujeres en la Iglesia? Son protestas absurdas de feministas infiltradas. ¿Malestar con la
respuesta insuficiente para las personas de orientación homosexual? ¡Es la ideología de
género, estúpidos! ¿Necesidad de nuevos lenguajes en la liturgia? Menos guitarritas y
más himnos.

Con todo, la rigidez asociada a la nostalgia de otra época no es patrimonio de quienes


añoran el mundo anterior al Concilio Vaticano II. También hay quien está atascado en
los años 70 u 80. Gente que cree que con ellos empezó todo de nuevo. Ellos se abrieron
al mundo. Ellos tendieron los puentes que estaban caídos. Encontraron nuevos modelos
pastorales. Abrieron puertas, tuvieron iniciativas, crearon movimientos, comunidades de
base, formas mucho más cercanas de celebrar, procesos de pastoral que incluían no solo
formación religiosa sino psicología, humanismo y un acento claro en los valores
personales. Ahora, sin embargo, el mundo cambia y, como consecuencia de la

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complejidad de una época en la que lo religioso se difumina, nuevas generaciones piden,
por ejemplo, más énfasis en la identidad. Y entonces, los creyentes rígidos abanderados
de aquella «primavera», convencidos de que con ellos se acabó la historia, solo saben
decir: «Uy, los jóvenes de ahora son mucho más carcas que antes». Incapaces de pensar
que tal vez el futuro pide otro tipo de énfasis y acentos.

Excursus: Los implacables

Son pocos, pero hacen mucho ruido. Se llaman unos a otros para amedrentar a quien
no comulgue con sus ideas. Utilizan a conveniencia conceptos llenos de piedad, sin
importarles si lo que dicen se corresponde con la realidad a la que aluden. Pasan de
la diferencia de ideas al ataque personal sin reparo. Manipulan conceptos. Provocan,
deseando una respuesta para volver a replicar y así enzarzarse hasta el infinito, pues
en realidad no esperan intercambiar ideas sino avasallar. En nombre de Dios
renuncian a la caridad. Creo que, de una manera consciente o inconsciente, pretenden
colonizar las redes, expulsando ideas y puntos de vista diferentes. Su poder es el
miedo. Y su actitud la de los matones, que necesitan ser muchos para amedrentar.
Se aprovechan de que la mayoría es silenciosa. Y es que, efectivamente, la
mayoría es silenciosa, tranquila, paciente y reflexiva, mucho más capaz del matiz e
incluso de la duda. Por eso, un análisis sencillo de los datos permite darse cuenta de
que en realidad hay mucha más gente tranquila que exaltada, pero hace menos ruido.
Lo triste es que –sospecho– no hay en su actitud maldad sino una mezcla de
convicción errónea e ignorancia, alentada a veces por líderes igualmente furibundos.
Buscan el bien, pero están atrapados en la ley de piedra.
Frente a ello, la resistencia tiene que ser paciente, perseverante y tan estratégica
como sus ataques. No entrar en discursos absurdos. No permitir los insultos, solo las
ideas. No confundir libertad de expresión con faltas de respeto. Y tratar de ver, entre
los muchos reproches injustos, si hay elementos de crítica que sí merecen que uno se
cuestione –porque también uno mismo tiene que reconocerse susceptible de error y
necesitado de profundizar en muchas cuestiones–.
Y, sobre todo, mantener la resistencia tranquila de los mansos, que heredarán la
tierra.

Rígidos de día, líquidos de noche

Antes de dar un paso más y pasar al tercer vértice, que es el de quienes rechazan la fe –o
al menos la religión–, me gustaría clarificar algo. La primera vez que describí la tierra de
nadie, los grupos que estaban en los extremos representaban identidades de algún modo
completas. Quien estaba en un extremo no estaba en otro. El militante de la fe no podía
ser más distinto al activista. Sin embargo, en este momento no estoy describiendo

25
identidades, sino actitudes. Y eso hace que las cosas cambien un poco.
Al tratarse de actitudes hacia lo religioso, no estamos refiriéndonos a identidades
monolíticas. Acabo de hablar, en las páginas anteriores, de fe líquida y fe rígida. Lo
chocante es que no son categorías excluyentes. Algo muy propio de nuestra época, tan
compleja y difícil de definir, es que se puede estar a la vez en distintos vértices. Uno
puede tener una fe que incluye elementos líquidos y a la vez es rígida en algunos puntos.
De hecho, suele ocurrir. Gente que es intransigente en algunas de sus convicciones, pero
que de otros aspectos puede prescindir absolutamente.
Pongamos algunos ejemplos. Hoy en día podemos tener alguien tremendamente
rígido en lo celebrativo y litúrgico. Gente que quiere que todo sea solo de una manera (la
suya). No soportan una vela fuera de sitio, una casulla mal elegida, una palabra de más o
de menos en la liturgia. Sin embargo, esa misma gente considera que el discurso
ecológico es un entretenimiento buenista y, por lo tanto, ni se plantea que la fe pueda
apuntar en la dirección de la sensibilidad medioambiental. Ahí tenemos la doble actitud:
rigidez litúrgica, liquidez ecológica.
Otro ejemplo: tenemos un joven absolutamente rígido con lo que la Iglesia dice sobre
las personas homosexuales. Siempre pone por delante el discurso sobre que los actos
homosexuales son intrínsecamente desordenados y, por tanto, no hay discusión posible.
Ese mismo joven considera que las relaciones prematrimoniales –las suyas– hoy en día
son no solo posibles sino razonables, y lo justifica sin mayor problema. Rápidamente
argumenta que es que son dos cosas distintas. Rígido con los homosexuales, líquido con
sus propios límites.
Y uno más: tenemos una persona que cada vez que el papa dice algo que le gusta, lo
convierte en ley y arma arrojadiza. Y cada vez que dice algo que no, lo tacha de
bergogliada. Rigidez magisterial, liquidez magisterial. Hay quien la rigidez la pone en el
magisterio y, en cambio, lo pastoral lo minusvalora. Y en el extremo opuesto, quien todo
lo justifica en el nombre de la pastoral pero considera que la teología o el magisterio no
aportan nada. Existen miles de casos y situaciones similares.

La fe cuestionada en un mundo sin Iglesia

El tercer vértice del triángulo eclesial no ha cambiado tanto. En todo caso, ha aumentado
el volumen de gente que opta por mantener esta actitud. Lo forman quienes rechazan
taxativamente lo eclesial. Este vértice está poblado por una abigarrada mezcolanza de
personas, diversas en casi todo, pero coincidentes en que la Iglesia no es para ellos ni
referencia, ni camino, ni comunidad de pertenencia.
Por una parte, hay cada vez más gente para la que la fe es una experiencia interior,
subjetiva, personal e individual, sin concreción institucional. Si hay algo comunitario,
será algo más afectivo y selectivo, pero no una estructura eclesial que implica toda una
serie de vivencias, ritos, tradiciones y doctrinas, que no me interesan porque siento que
no me aportan nada –podría pensar quien se sitúa en este vértice–. Puedo vivir

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perfectamente sin ellas. Dios sí, pero Iglesia no.
Hay también quienes el problema lo tienen con esta Iglesia en particular. Tal vez si
hubiera otra diferente y mejor, uno estaría más dispuesto a sentirse parte de ella. Pero ¿la
Iglesia católica? Es verdad que muchos creyentes afirmamos que la Iglesia no es
perfecta, que es santa y pecadora, que en ella conviven luz y sombra, pecado y
liberación, trigo y cizaña. Y muchos lidiamos con esa limitación. Pero hay bastantes
personas para quienes resulta imposible aceptar tanta ambigüedad. Gente que se siente
rechazada y no está dispuesta a ser paciente a la espera de cambios. Personas que no
reconocen autoridad a una institución a la que ven incoherente. Hombres y mujeres
estremecidos con los abusos a menores y a personas vulnerables, producidos y
encubiertos dentro de la estructura eclesial de una manera sistemática, que no ven que
haya posibilidad de sanación de dicha estructura.
Quizás hay contextos en los que esta resistencia no llevaría al rechazo de lo eclesial,
sino, en todo caso, a la búsqueda de otra Iglesia más afín. Contextos donde el pluralismo
religioso está más asentado y la diversidad de denominaciones cristianas es más habitual.
Pero, en lugares donde el cristianismo es básicamente catolicismo, el rechazo suele ser
rechazo no solo de la Iglesia sino también de todo lo que suponga una vivencia
compartida de la fe.
En tercer lugar, están los que consideran que la fe es un cuento, una respuesta
errónea o una búsqueda desesperada de sentido. Entre estos, los hay más militantes del
ateísmo (o, en su defecto, del agnosticismo). Si a esto le añadimos la percepción que
muchos tienen de que la religión es mala, que ha sido causa de conflictos, de catástrofes
y de problemas, y que el mundo estaría mucho mejor sin ella, entonces ya tenemos las
militancias más agresivas. Quizás hayas oído alguna vez esa expresión tan provocadora
de que «la única iglesia que ilumina es la que arde». Bueno, no es que todos los ateos
sean beligerantes anticlericales, pero hay bastantes. Personas que, enarbolando alguna
causa concreta en la que se sitúan en las antípodas de los planteamientos eclesiales,
lanzan ataques furibundos a todo lo católico. Pintadas, escraches, burlas,
descalificaciones… Quizás en España no se sufre una persecución como la que, en
algunas latitudes, está llevando hoy a la muerte a muchos cristianos –en estos casos,
además, a menudo por conflictos de raíz religiosa–. Pero sí se da un amplio abanico de
descalificaciones y ataques a lo religioso.

Hay, en este amplio grupo de gente que se opone a la religión, un elemento


desgraciadamente frecuente, y es la ignorancia. Entiéndaseme bien: no estoy diciendo
que todos los que rechazan la fe –o la Iglesia– sean ignorantes, ni pretendo hacer una
descalificación fácil e injusta de quien se opone a la Iglesia. Hay, sin duda, muchas
personas que, tras búsquedas razonables, legítimas y profundas, han decidido que no
creen que exista Dios, o que no les convence lo que la Iglesia propone y, por distintos
motivos, han elegido pasar de ella.
¿A qué me refiero entonces? A que desgraciadamente hoy abunda la falta de
información a la hora de tomar postura. No ocurre solo con los temas religiosos. Pero

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también ocurre con ellos. Hoy se habla mucho de la necesidad de profundidad. O, a la
inversa, se critica la enorme superficialidad de nuestra época. En infinidad de ámbitos se
viene denunciando la fugacidad de los intereses, la poca disposición a razonar, la falta de
lectura, de formación y de información a la hora de opinar. Es tristemente frecuente que,
en casi todos los temas, nuestra cultura sea mediática. Es decir, sabemos lo que
aprendemos por los medios de comunicación, por las redes sociales y al hilo de las
polémicas de turno. Entonces, sobre la Iglesia, mucha gente tiene una imagen bastante
plana. Según el tipo de medios que siga –según que sean más favorables y respetuosos o
más distantes y agresivos–, pensará en la Iglesia con unas u otras categorías, muchas
veces más propias de forofos y hooligans que de una reflexión matizada.
Si a esto se le añade la facilidad con que en nuestra época se juzga el pasado con
categorías del presente –de una manera selectiva, todo hay que decirlo–, el resultado es
explosivo. Las cruzadas fueron horribles. Por supuesto. Vistas desde hoy, resulta
estremecedora la idea de matar al otro al grito de «¡Muerte al infiel!». Pero la cultura en
que aquello se produjo era una cultura en que la muerte del enemigo estaba presente en
toda la sociedad. ¿Te imaginas que juzgásemos a los políticos de hoy acusándolos de que
la política medieval se resolvía a base de ballestas y catapultas? ¿O te imaginas que
culpásemos a los médicos actuales por algunos tratamientos antiguos que hoy se ven
como verdaderas barbaridades? No lo hacemos. Pero a la Iglesia sí.
Probablemente, y para no ponernos demasiado victimistas, parte de esta beligerancia
nace de la percepción de que la Iglesia quiso presentarse como portadora de la verdad
absoluta e infalible en muchos casos que hoy se han demostrado erróneos, y hay cierto
resquemor con esa superioridad moral ahora convertida en pies de barro.

Hoy es más fácil demonizar «lo otro» y convertirlo en blanco de ataques o de desprecio.
Esto, en el caso de la Iglesia, se produce especialmente porque los discursos públicos
sobre lo eclesial suelen ser monolíticos y bastante gruesos. No es únicamente problema
de una opinión pública o una prensa poco amiga del matiz. Es también un problema
interno, pues las generalizaciones del tipo «es que los obispos…», «es que el
catecismo…», «es que la moral…», «es que la teología…», «es que las misas…», «es
que los religiosos…», «es que los laicos…», suelen ser bastante poco matizadas para la
variedad de asuntos, situaciones y personas de las que se está hablando.
Se suele generalizar, además, con lo más estridente. Basta con que haya un titular
negativo sobre unas declaraciones hechas por un representante de la Iglesia para que esto
refuerce el prejuicio sobre todos los demás, como si todas las opiniones convergieran en
una sola. También se suelen mezclar afirmaciones propias de nuestra época con otras
que parecen ancladas en algún momento entre Trento y el Concilio Vaticano II, como si
no hubiera habido después matices y transformaciones de la sociedad y, con ella, de la
Iglesia. No es infrecuente encontrarse a personas que se sorprenden cuando oyen a un
sacerdote hablar con discreción, prudencia y sin maximalismos sobre cuestiones de la
vida cotidiana. Invariablemente alguien termina afirmando: «Ojalá hubiera más curas
como tú». Y el tú en cuestión se las ve y se las desea para intentar convencer al otro de

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que, en realidad, hay muchos más. De que la imagen que muchas personas tienen de lo
que somos, decimos, pensamos y hacemos en la Iglesia es una imagen sesgada, basada
en cosas que quizás pasan, pero que no son la tónica general.
El problema mayor viene cuando la ignorancia se convierte, por una parte, en
insignificancia (en el sentido estricto de la palabra: una pérdida radical de significados)
y, por otra, en animadversión, porque lo que se percibe es una triste parodia, estridente y
gris, de lo que es una realidad mucho más compleja y colorida.

[3] Esto de los jóvenes, por otra parte, ya lo decía Sócrates. Lo que demuestra quizás que esta tendencia a
idealizar la propia juventud es un rasgo bastante universal, que atraviesa el tiempo y las generaciones.

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3

Un mapa: tierra de nadie

Pues bien, en medio de esas tres actitudes (la rigidez intransigente, la liquidez sin raíz y
el rechazo, por los motivos que sean), se extiende un mundo mucho más amplio y difícil
de definir. Una tierra de nadie que es, en realidad, la tierra de tantos. Me gustaría intentar
definir algunas situaciones que nos vamos a ir encontrando en esta tierra. Me gustaría
también que esta descripción no sea tan solo una enumeración de casos. Es, más bien, la
manera en que muchos vivimos la pertenencia. La forma en que toman cuerpo
situaciones de dificultad, de poca claridad o de búsqueda razonable y legítima de
respuestas.
Quizás en algunas cuestiones el habitante de esta tierra de nadie tienda hacia la
rigidez, pero sin ser tan intransigente que convierta la rigidez en muro y sus
convicciones en barrera. O tal vez pueda ser más flojo, volátil y tender a la liquidez en
alguna de sus percepciones, pero es consciente de que no todo vale, de la necesidad de
límites y de que su opinión no es la medida de todas las cosas. Puede ser también alguien
enfadado con la Iglesia, que cuestiona algunos aspectos concretos de la realidad eclesial,
pero no lo hace desde fuera, como quien se ha bajado del tren y ya opina sobre algo
ajeno, sino desde dentro, como alguien que desea que cambie lo que ama, porque intuye
que tiene que ser mejor.
Si he dicho hasta ahora que los vértices del triángulo eclesial tienen más que ver con
actitudes que con identidades, algo parecido diré de la tierra de nadie. La tierra de nadie
es el lugar donde la actitud más determinante es la búsqueda.
El poblador de la tierra de nadie es alguien consciente de que le faltan respuestas.
Pero no le convencen ni la rigidez de quien parece tenerlo todo claro ni la tranquilidad de
quien no se hace preguntas porque no las necesita. Tampoco le parece que los motivos
para la crítica a la Iglesia –que los hay– sean suficientes para darle la espalda. El
habitante de tierra de nadie pelea por encontrar respuestas. Pero a veces las que
encuentra no lo convencen del todo, porque no puede creer que sean suficientes. Ya sea
por su propia situación, o por el mundo en el que vive, le toca hacer algunas preguntas
clave.
La búsqueda tiene que ver con la conciencia de que la Verdad es algo de lo que hay
que hablar con respeto y humildad. La Verdad, para el creyente, es Jesucristo, sí. Pero no
podemos pretender que cada afirmación, cada forma de entender las cosas en una época

30
determinada, cada concreción de la fe en formulaciones, ritos o normas haya nacido con
vocación de eternidad y haya sido instituida tal cual por el mismo Jesús. Y, por eso
mismo, nuestra concepción de la verdad necesita concreciones que van abarcando una
realidad cada vez mayor, a medida que el ser humano despliega su ingenio, que el
mundo cambia y que el tiempo va abriendo la puerta a nuevas situaciones.
Y, por eso, el mundo despierta preguntas. Y dudas. La duda no es enemiga de la fe
sino aliciente para avanzar hacia una fe más profunda. El habitante de la tierra de nadie
es alguien que busca solidez, pero una solidez que no es rígida. Es alguien que busca
libertad, pero una libertad con raíz. Y es alguien que busca cambios, pero desde la
actitud profética de quien se siente parte de la Iglesia y no ajeno a ella.
La tierra de nadie es tierra en la que a uno, en ocasiones, le duele lo que encuentra.
Pero también vive con pasión, esperanza y posibilidades mucho de lo que ve. Porque sí,
a todos nos puede doler a veces la Iglesia. Pero porque nos duele lo que amamos.
En los próximos capítulos voy a intentar presentar algunas vivencias propias de esta
tierra de tantos.

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4

Las mujeres

Creo que es de justicia empezar este recorrido por la tierra de nadie aludiendo a las
mujeres, que son la mayoría en nuestra Iglesia. La cuestión de la mujer en la Iglesia es
una de las asignaturas pendientes del cristianismo, pues ellas tienen una presencia que no
se corresponde con su peso en la institución. El mundo –al menos en Occidente– está
asistiendo a una revolución, ya no silenciosa. Las mujeres, con toda la razón, no se
resignan a ocupar un papel secundario. Reclaman verdadera igualdad. Consideran que se
está avanzando, pero que hay que avanzar más.
Como ocurre con casi todas las polémicas, es fácil irse a los extremos. En un
extremo estarían quienes describen el presente como si fuera una sociedad patriarcal,
machista, primitiva, en la que las mujeres están poco menos que esclavizadas y sujetas a
los caprichos de los varones. Como eso no se corresponde con la realidad que muchos
vemos a diario, hay quien utiliza el desmentido para irse al otro extremo y decir que esta
es una sociedad igualitaria, donde, existiendo iguales derechos sancionados por la ley, no
hay nada que objetar y todo está en orden.
La realidad, una vez más, es compleja y sutil. ¿Hay desigualdad por causa del género
en nuestro mundo? La hay. ¿Puede que sea mayor en otras latitudes y culturas? Sin duda.
Pero eso no significa que aquí haya plena igualdad. Hace años se empezó a hablar de
micromachismos para mostrar la cantidad de pequeños detalles en los que se dejaba ver
una mentalidad que funciona asumiendo, en muchos ámbitos de la vida, la pretendida
superioridad del hombre sobre la mujer.
El feminismo contemporáneo reclama igualdad. Y afirma que no la hay. Sin
embargo, en demasiados casos, en lugar de profundizar en esta afirmación para tratar de
ver si es verdad o no –y, en caso de que sea verdad, hasta qué punto lo es–, lo que
termina produciéndose es lo de siempre: debate sin cuartel entre quienes están de
acuerdo y quienes no lo están.
La polarización pasa por exacerbar las diferencias. Por un lado, tenemos que en el
mismo saco de la reivindicación de la igualdad se van metiendo un montón de campañas
de diverso sesgo, desde la violencia de género hasta el derecho al aborto, desde las
cuotas en determinados puestos sociales hasta la obligatoriedad o no de un lenguaje
inclusivo. Desde el #metoo que planta cara a toda forma de acoso a la sororidad, que,
según a quién escuches, significa cosas diferentes. En los casos más extremos parece que

32
o aceptas todo lo que va en el pack o te falta pureza en la reivindicación.
En el otro extremo, están quienes son incapaces de ver la necesidad de justicia que
subyace a muchas de las reivindicaciones del movimiento feminista. O bien se pone el
acento en los temas más polémicos y discutidos (como el aborto), para mostrar que no se
puede estar de acuerdo con «ellas», o bien se buscan explicaciones cómodas para los
datos incómodos: si cobran menos, es porque rinden menos; si no están en los consejos
de administración en el mismo porcentaje que los hombres, es porque ellas tienen más
instinto familiar, y otra serie de argumentos similares. O, en el caso extremo, se busca un
ejemplo de feministas intolerantes (que también las hay), se las etiqueta como
«feminazis» y, a partir de ese momento, en cuanto una mujer sea tenaz discutiendo, se la
descalifica como «feminazi», se le dice que se tranquilice y santas pascuas.

¿Y en la Iglesia? En la Iglesia la cosa se vuelve más compleja. Porque se mezcla todo


esto con la diversidad de funciones, de roles y las discusiones sobre el papel de la mujer.
Es sorprendente pensar que durante siglos la Iglesia católica en Europa fue la institución
donde las mujeres podían tener más libertad en la sociedad. Frente a un sistema
absolutamente patriarcal, las mujeres en los conventos vivían sin estar (tan) sometidas al
yugo masculino como lo estaban en los restantes ámbitos de la vida. Algunas abadesas
tenían poder –es famoso el caso de la abadesa de Las Huelgas, más poderosa que el
obispo según cuentan las crónicas–. Sin irnos tan atrás, algo semejante supuso la vida
religiosa apostólica femenina, con mujeres audaces dispuestas a tomar las riendas de
instituciones y moverse por el mundo en contextos donde, de nuevo, el lugar destinado a
la mujer era exclusivamente el hogar.
Sin embargo, esa sociedad patriarcal que relegaba a las mujeres al ámbito doméstico
fue cambiando. El siglo XIX y, sobre todo, el XX vieron una revolución en lo relativo al
papel de las mujeres. Pero, mientras el mundo se transformaba, la Iglesia seguía igual.
De modo que pasó de ser la institución donde las mujeres tenían un rol más abierto a ser
una de las instituciones donde más quedaban en segundo plano.
En la Iglesia católica, hoy en día, el acceso al sacerdocio es exclusivamente
masculino. Así ha sido a lo largo de los siglos y, salvo algunas alusiones al diaconado
femenino en los primeros siglos, la masculinidad del ministerio ha permanecido
incuestionada durante buena parte de la historia. El papa Juan Pablo II declaró cerrada la
puerta a la discusión sobre una posible ordenación de la mujer al escribir su carta
apostólica Ordinatio sacerdotalis, promulgada el 22 de mayo de 1994. Es verdad que la
tradición en la que este sacerdocio masculino echa raíz es la de una cultura masculina,
como fue la de Occidente.
El papa Francisco, ya muy pronto, también en los comienzos de su pontificado,
reconoció que la Iglesia tiene una asignatura pendiente con las mujeres. En su
exhortación apostólica Evangelii gaudium, señalaba que «las reivindicaciones de los
legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer
tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que
no se pueden eludir superficialmente»[4]. El 12 de mayo de 2016, durante una audiencia

33
con 900 religiosas reunidas para la asamblea trienal de la Unión Internacional de
Superioras Generales, una de ellas planteó al papa esta cuestión: «¿Qué impide que la
Iglesia incluya mujeres entre los diáconos permanentes, como sucedía en la Iglesia
antigua? ¿Por qué no se crea una comisión oficial que estudie esta cuestión?». Y el papa
respondió creando dicha comisión. ¿Se está hablando de una ordenación diaconal? ¿Era
algo diferente el diaconado de la Antigüedad? Todos esos son los temas que se trata de
clarificar en un foro así. Tres años después, en el mismo foro, el papa enfrió de nuevo las
expectativas despertadas, señalando que la comisión no había llegado a una idea clara,
que en todo caso hablar de diaco-nado femenino era hablar de algo diferente al
diaconado masculino y que había que seguir estudiando el tema. Tras el sínodo de la
Amazonía Francisco confirmó su decisión de retomar el trabajo de la comisión
nombrando en ella nuevos integrantes para estudiar el posible rol de las diaconisas en la
Iglesia primitiva.
Pero no es esta la cuestión –o no es la única cuestión, en todo caso– y precisamente
ahí está la trampa. Reducir los diálogos sobre el papel de la mujer en la Iglesia a una
reflexión teológica –sin duda necesaria– sobre el acceso o no al sacerdocio y a las
consecuencias que puedan derivarse de los resultados de dicha reflexión es insuficiente.
No habría que tener ningún temor a esas reflexiones siempre que los teólogos y las
teólogas sean capaces de hacer bien su trabajo de exégesis, interpretación y búsqueda de
la verdad.

La trampa, como digo, es reducir la discusión sobre el papel de la mujer en la Iglesia a la


pregunta de si deben o no ordenarse. Porque hay otros muchos ámbitos donde la mujer
está excluida. Todos aquellos en los que la responsabilidad la ocupan clérigos. Y ahí
aparece el problema –también ampliamente señalado en nuestros tiempos– del
clericalismo. A lo largo de los siglos la estructura de la Iglesia fue viendo cómo la
responsabilidad, la toma de decisiones y muchos de los roles más activos quedaban
reservados para el clero. Influían en ello una mezcla de inercia, ambición, la formación
recibida y una espiritualidad que consideraba que el estado más excelso era el clerical y
el consagrado, mientras que la vida del laico era una vida menos perfecta, reservada para
aquellos que no fueran capaces de vivir los rigores de una santidad más completa.
Evidentemente, cuando todas esas estructuras fueron consolidándose, no se hacía este
tipo de discursos (ni siquiera los conceptos se utilizaban entonces como ahora). Por
ejemplo, el laicado, su dignidad y su función fueron especialmente reivindicados por el
Concilio Vaticano II, hace apenas cincuenta años.
El caso es que, aún hoy, y aunque algunas cosas van cambiando, las mayores
responsabilidades en la Iglesia están reservadas a los clérigos. La verticalidad en la
autoridad está muy asociada, además, al ministerio. Desde el papa hasta el párroco, el
ministerio conlleva no solo servicio sino poder, a veces ejercido con plena autonomía en
la parcela que a uno le toque (ya sea dicasterio, diócesis o parroquia). Además, funciones
como la de enseñar (el magisterio, la predicación) quedan casi siempre reservadas a los
clérigos (salvo donde no los hay). Los procesos de toma de decisiones (siendo los más

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visibles los sínodos y el cónclave) también los ejercen los clérigos. Y, por una mezcla de
conveniencia primero y después de inercia y tradición, hay muchos puestos reservados
hasta hace muy poco solo a los obispos (los prefectos de los dicasterios, los máximos
responsables de la diplomacia o los cardenales, que son quienes eligen al papa). En todos
estos ámbitos llama poderosamente la atención la ausencia de mujeres. Como digo, no
solo faltan mujeres; también faltan laicos. Sin embargo, es más evidente que lo
masculino sí está presente, pero lo femenino no. ¿Hay mujeres en puestos de
responsabilidad en la Iglesia? Hay algunas. Pero ¿es suficiente?
En mayo de 2019, en una larga entrevista para la cadena de televisión mexicana
Televisa con la periodista Valentina Alazraki, el papa Francisco habló sobre la mujer en
la sociedad. Señalaba entonces, con tono crítico, que hoy en muchos lugares de nuestro
mundo, desgraciadamente, las mujeres están en un segundo lugar. Y que esto se ve con
claridad, por ejemplo, ante la expresión de sorpresa que se produce cuando una mujer es
exitosa[5]. Semejante sorpresa sería la expresión evidente de una desproporción y de
cuánto falta aún para la igualdad real.
Lo llamativo de esta afirmación en labios del papa es que, si somos sinceros, estamos
en un momento en el que cualquier nombramiento de una mujer para puestos de
responsabilidad en la Iglesia es recibido con sorpresa (por inusual). Ello quizás
demuestre que también aquí hay bastantes pasos pendientes. Así ocurrió, por ejemplo,
cuando en julio de 2019 el papa Francisco nombró a siete mujeres para formar parte del
dicasterio de la Vida Religiosa. Dicho nombramiento se convirtió en noticia
precisamente por lo excepcional. Es un paso necesario, sin duda, pero también un
indicador de la necesidad de cambios.
Hay muchas mujeres creyentes que por educación, por sensibilidad o por historia, no
viven de manera problemática la situación actual. O bien nacieron en una época en la
que no se percibía con tanta agudeza la situación, o, aun percibiéndola, supieron
encontrar un lugar donde sentían suficiente margen para vivir el Evangelio y su
pertenencia eclesial.
Hay otras que, en el extremo opuesto, conscientes de esta situación e incapaces de
aceptarla, eligen abandonar una Iglesia con la que no pueden estar de acuerdo.
Hay también algunas que, desde la rigidez, perciben cualquier discurso que hable de
la necesidad de un cambio o de pasos adelante como un ataque.
Y, por supuesto, no solo hablamos de mujeres. También los hombres se sitúan de
distintos modos ante este tema. Lo que pasa es que, al no ser algo vivido en primera
persona, con todas las contradicciones y tensiones que puede plantear, para muchos
hombres resulta más difícil comprender la urgencia de algunos cambios.
Hay, por último, muchas mujeres (y hombres) en tierra de nadie, que sienten que la
actual situación de la mujer en la Iglesia es insuficiente. No les basta con que se diga que
la Virgen María es la primera y es mujer. O con que se proclame apóstol a Magdalena.
Sin negar la fuerza simbólica y el sentido de esas afirmaciones, sienten que hace falta
algo más.

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Muchas religiosas están hartas –y así lo expresan cada vez más, por ejemplo en las
redes sociales– de estructuras en las que se les pide a menudo la autorización del
superior de la rama masculina para algunas actuaciones. Están cansadas de ver limitadas
sus posibilidades pastorales por la dependencia de la disponibilidad (y disposición a la
colaboración) de sacerdotes. Están cansadas de aguantar el tipo cuando ven situaciones
como la del último sínodo, el de la juventud, donde se las invitó como oyentes, pero, tras
asistir y participar en todas las deliberaciones, discusiones y búsqueda de claridad, luego
no se contó con su voto –por la propia estructura del sínodo–.
Uno podría alegar que quienes tienen voto en el sínodo, por su propia definición, son
ministros ordenados. Pero ni siquiera esto es exacto. En el sínodo sobre la juventud se
dio a la Unión de Superiores Generales (masculinos) la posibilidad de nombrar a diez de
sus miembros con derecho a voto –incluyendo entre ellos algunos no sacerdotes–. Sin
embargo, a las representantes de la Unión de Superioras Generales no se les dio esta
posibilidad, y las que participaron en las deliberaciones de la asamblea no tuvieron
oportunidad de pronunciarse, con su voto, sobre el resultado final.
Son discriminaciones que a estas alturas no pueden generar más que desconcierto e
indignación. ¿No es el momento de cambiar tales estructuras?
El cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, en una entrevista para Il
Corriere della Sera, señalaba, a propósito del papel de las mujeres en la toma de
decisiones: «En este sínodo muchos han hablado de ello: se debe hacer todo lo posible
hoy para que las mujeres puedan participar en el proceso de toma de decisiones. Es una
urgencia».
Durante el posterior sínodo sobre la Amazonía, en un encuentro con la prensa,
monseñor Centellas Guzmán, presidente de la Conferencia Episcopal Boliviana,
señalaba que «la participación de la mujer en la vida de la Iglesia es una cuestión de una
mentalidad que debemos cambiar, porque todos la necesitamos, y no solo para que
aumente sino para que sea equitativa e igualitaria». En el mismo encuentro, el obispo de
Potosí insistió en señalar que «la presencia de la mujer en la Iglesia, en la participación y
decisión, es muy poca, casi nada. Si no cambiamos estructuras, nuestra manera de
organizarnos, esto no va a cambiar».
Declaraciones en este sentido son aún pocas y puntuales, pero quizás sean el indicio
de que algo empieza a cambiar. Sin embargo, el cambio es lento y en el mismo sínodo
sobre la Amazonía no hubo respuesta positiva a la petición de que las mujeres
participantes pudieran votar el documento final.

En marzo de 2019 el equipo de Donne Chiesa Mondo, el suplemento femenino de


L’Osservatore Romano, con su directora Lucetta Scaraffia al frente, presentó la dimisión
en bloque. Por una parte, se trata de una publicación cuya mera existencia denota que
algo se mueve en la Iglesia, que hay mujeres que quieren hacer oír una voz femenina y
temáticas propias. En las declaraciones de los días siguientes hubo todo tipo de
acusaciones cruzadas. La directora saliente declaraba: «Volvemos a la elección de
colaboradores que aseguran la obediencia y renunciamos a la posibilidad de abrir un

36
verdadero diálogo, libre y valiente, entre las mujeres que aman a la Iglesia en libertad».
Unos meses después un nuevo equipo femenino reabría el suplemento, pero en el aire
quedaba la duda sobre la acusación planteada por Scaraffia.

En tierra de nadie se encuentran muchas personas, hombres y mujeres, que piensan que
la Iglesia necesita dar más pasos adelante hacia una mayor igualdad. Una igualdad que
no es solo declarar la igual dignidad de todos los hijos e hijas de Dios sino ir haciendo
efectiva y real una responsabilidad compartida por muchos (por muy distintos que sean
los carismas) y una actitud que haga posible escuchar y asumir lo femenino en la
búsqueda de respuestas de la Iglesia para el mundo de hoy.

[4] Papa FRANCISCO, Evangelii gaudium 104.


[5] La transcripción de la entrevista se puede encontrar en Vatican News (https://bit.ly/2I6ZJHP).

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5

Las personas en situaciones irregulares

Entre el 5 y el 19 de octubre de 2014 tuvo lugar en Roma, en la Ciudad del Vaticano, el


sínodo extraordinario sobre «Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la
evangelización». Hay muchas cuestiones candentes en este mundo contemporáneo, en el
que la familia está lejos de ser la institución monolítica de otras épocas. Hoy conviven en
nuestra sociedad matrimonios que podríamos llamar tradicionales –aunque este adjetivo
es demasiado restrictivo para una realidad bastante plural– con nuevas formas de familia.
Familias monoparentales; familias homosexuales; familias recompuestas tras divorcios y
nuevas uniones; uniones de hecho –por no hablar de otro tipo de vinculaciones que a
veces incluyen a más de dos personas (el llamado «poliamor»)–. El mundo, ciertamente,
ha cambiado mucho. Y a veces no sabemos muy bien cómo valorar todo lo que está
ocurriendo.
La estabilidad y la duración no son necesariamente elementos definitivos de muchas
de estas uniones. Junto a matrimonios nacidos con la clara vocación de durar para
siempre, existen hoy muchas relaciones que desde el principio tienen claro que se
mantendrán mientras dure el amor (o el interés, la complicidad o lo que sea que empaste
esa alianza).
El problema eclesial es que parecería –y a los ojos de muchos, así es– que la única
forma de familia contemplada desde la institución es el matrimonio heterosexual,
sacramental y de por vida. Las relaciones familiares son de consanguinidad o de pareja –
salvo los vínculos con los que llamamos parientes políticos–. Fuera del matrimonio, solo
cabe la abstinencia. Y el único matrimonio válido es el sacramental y «hasta que la
muerte nos separe».
Hoy, sin embargo, hay muchas personas creyentes que viven en situaciones
familiares que no se acomodan a ese modelo. La sociedad ha cambiado mucho y muy
rápido. También entre los católicos las biografías son menos uniformes y más complejas.
Las circunstancias que no se acomodan al modelo de familia tradicional se van
englobando bajo esa categoría, un poco imprecisa, de «situaciones irregulares». También
entre los creyentes hay parejas de orientación homosexual (algo de lo que hablaremos
más adelante), hay hogares monoparentales, hay uniones de hecho y hay fracasos y
rupturas… pero quizás la situación más frecuente, y que se planteó con mucha
insistencia en la preparación del sínodo sobre la familia, es la situación de las personas

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divorciadas que han vuelto a contraer matrimonio.
El número de divorcios en nuestras sociedades aumenta. En el año 2017 hubo en
España 173 000 matrimonios, y 102 000 rupturas (ya fuera con nulidad o con divorcio:
97 960 procesos de divorcio ese mismo año). La duración media de los matrimonios está
en 16 años[6].
Estos datos nos están hablando de un cambio radical en la percepción del
matrimonio. Sin duda, entre quienes hoy en día se casan por la Iglesia, aún habrá gente
que lo haga por inercia, por tradición, por estética o por conveniencia. Pero vamos a
pensar que muchos lo hacen convencidos del paso que están dando y queriendo que su
matrimonio dure. Que sea para siempre. Que sea reflejo del amor de Dios. Que la pareja
siga adelante más allá de las tormentas. Que encuentren caminos para educar juntos en
un hogar estable a los hijos que tengan. Aun así, desgraciadamente, muchos de esos
matrimonios terminan rompiéndose.
¿Es que la gente es más débil hoy? ¿Es que las personas no aguantan nada? ¿Es que
nadie mantiene su palabra? ¿Es que, cuando se cruzan terceras personas, hoy no hay
fuerza de voluntad para resistir a la tentación? ¿Es una forma de libertad en la que no se
ve el sentido a continuar juntos cuando parece que el amor ya no es lo que era? ¿Es que
en otros tiempos la viudedad llegaba antes de que seguir juntos fuera inviable, y con la
extensión de la esperanza de vida viene también la imposibilidad de un «para siempre»
más largo? En realidad, esas preguntas no se contestan con un sí o con un no. Las
generalizaciones ya no sirven. ¿Hay gente más débil? Pues habrá. Y otra no. ¿La vida es
más larga y en consecuencia el «para siempre» resulta más costoso? Bueno, antes se
celebraban muchas más bodas de oro –y 50 años de existencia en común no se puede
definir como una vida corta–. Sin embargo, muchos divorcios llegan en la primera
década de vida en común.
Seguramente, al analizar la inestabilidad conyugal contemporánea, se pueden
identificar muchos de estos motivos –y otros parecidos–. Y, por supuesto, también hay
gente que no quiere divorciarse; solo que seguir juntos es cosa de dos, y es la otra parte
de la pareja la que decide irse.
Todas estas –y otras– situaciones se dan. Entonces, una vez que se ha producido la
ruptura (y a veces en edades bastante jóvenes), las personas quedan en una situación
compleja. La Iglesia solo reconoce como válido el primer matrimonio (pues no considera
que el divorcio rompa el vínculo del sacramento). Y, por lo tanto, a los ojos de la Iglesia
tu marido o tu mujer es la persona con quien intercambiaste tus votos en ese ritual. Así
que la única alternativa que te queda (según la doctrina) es mantener la fidelidad a esa
relación rota. Unirte a otra persona mientras tu cónyuge primero vive es considerado
adulterio.
El mismo lenguaje muestra la dureza de esta apreciación. Hay quien dirá que es que
a las cosas hay que llamarlas por su nombre, pero seamos razonables: aunque se llamen
de la misma manera, ¿estamos hablando de lo mismo cuando se trata, por ejemplo, de un
marido que engaña a su mujer con otra mientras siguen casados, llevando una doble
vida, que cuando nos referimos a una persona que, tras haber certificado una ruptura y

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pasados unos años, establece una nueva relación pública, aspirando además a que sea
estable y permanente? Tal vez haya quien lo llame del mismo modo, pero no es lo
mismo.
Sin embargo, volvamos a la situación descrita. Esa persona creyente que rehace su
vida con una nueva pareja está envuelta, a los ojos de la Iglesia, en una relación
ilegítima, pecaminosa y culpable. Y, mientras no manifieste la intención de romper con
esa situación, debe estar apartada de la comunión.
Es justo ahí, en el tema del excluir de la comunión a los divorciados vueltos a casar,
donde se produjo una de las grandes fuentes de conflicto, tensión e incertidumbre
durante el sínodo. Porque es una norma tan contundente, tan tajante y con tan pocas
aristas que iguala todo tipo de situaciones. Pone en el mismo plano a quien rompe un
matrimonio que a quien se encontró con el suyo roto; a quien va saltando de relación en
relación que a quien puede haber tenido un fracaso en su vida pero, al rehacerla, va
construyendo lentamente una familia en la que la fidelidad, la estabilidad y el «para
siempre» parecen cuajar; a quien abandona el hogar para huir de los malos tratos que a
quien lo abandona por un flechazo amoroso extemporáneo. Pone en el mismo plano todo
tipo de caminos.
Por eso, en el documento posterior al sínodo, se esperaba con mucho interés ver qué
se diría acerca de la realidad de las personas divorciadas. Cuando el documento Amoris
laetitia vio la luz, muchos focos vinieron a ponerse sobre el capítulo octavo, que con el
título «Acompañar, discernir e integrar la fragilidad» estaba dedicado a las situaciones
irregulares. En concreto, una nota a pie de página, la 351, hizo correr ríos de tinta al
señalar la posible ayuda de los sacramentos para la vida de personas en situaciones
irregulares. La clave era la insistencia en que la praxis pastoral no puede ser la aplicación
ciega de rígidas leyes morales impuestas a priori. ¿Es posible vivir en gracia de Dios
también en situaciones irregulares? ¿Hay un camino de discernimiento, de educación de
la conciencia, de aprendizaje, en el que uno pueda seguir adelante y participar de la
reconciliación y de la comunión pese a estar en una segunda unión? ¿Puede haber
circunstancias que lo hagan posible?
La exhortación apostólica habla siempre en clave de una tensión entre el ideal
evangélico y la humana fragilidad. El documento fue recibido con enorme polémica y
está en el origen de muchos de los ataques y dudas expresados por teólogos y algunos
obispos sobre la ortodoxia de Francisco. Pero también hubo muchos apoyos –más
numerosos que los ataques– por parte de quienes comprendían la necesidad de esta
aproximación pastoral. En una carta, interpretando la exhortación, los obispos argentinos
hablaban de la necesidad de un discernimiento y acompañamiento de procesos
particulares. Señalan incluso que puede haber situaciones en las que «… si se llega a
reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la
culpabilidad, particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior
falta dañando a los hijos de la nueva unión, Amoris laetitia abre la posibilidad del acceso
a los sacramentos». Cuando estos obispos argentinos presentaron al papa la carta, la
respuesta del pontífice fue positiva sobre esta interpretación.

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La polémica sigue abierta. La inseguridad sobre qué hacer, también. La praxis
pastoral, en muchos sitios, avanza en la acogida de personas en situaciones irregulares.
Es frecuente la existencia de grupos de acompañamiento para personas separadas y
divorciadas en muchas parroquias. Pero la sensación de seguir en una tierra donde hay
confusión deja a mucha gente perdida.
No solo son los que viven en primera persona estas situaciones sino todos sus
parientes, familiares y amigos. ¿Quién no tiene, a estas alturas, en su familia o en su
entorno personas pasando por circunstancias de ese tipo? Cuando esas personas –y esas
familias amplias– quieren vivir su fe con honestidad, con hondura y con compromiso, la
inseguridad, la necesidad de encontrar respuestas y la existencia de discursos tan
contrapuestos hacen que muchos se sientan engrosando esa tierra de nadie, donde las
cosas no están tan claras.

[6] Son datos del Instituto Nacional de Estadística.

41
6

Las personas de orientación homosexual

La primera vez que escribí sobre tierra de nadie hacía algunas alusiones tímidas a la
realidad de los hombres y mujeres que aman a otros hombres y mujeres,
respectivamente, y que también aman a Dios, pero sienten que alguien les dice que uno
de los dos amores no cabe en su vida o en su Iglesia.
Para las personas LGTBI, es duro lidiar con la sensación de que, a los ojos de tu
Iglesia, hay algo malo en una manera de amar que no has elegido; percibir que la Iglesia
es una de las pocas instituciones donde, aún hoy en día, hay quien habla de la
homosexualidad como de una enfermedad y se ofrecen terapias para curarla (es verdad
que cada vez menos, pero todavía hay mucha gente que defiende esto); enfrentarse con
un celibato impuesto como única opción en nombre de una ley que ni entiendes ni
puedes aceptar; sentir que, en el mejor de los casos, se te acoge con cierto paternalismo,
como perdonándote la vida, «… porque hay que acoger a los extraviados, a los
enfermos, a los pecadores y a los gais» (¿no se percibe el evidente tono de rechazo que
implican enumeraciones semejantes?).
Todo eso resulta muy doloroso para personas de orientación LGTBI educadas en el
catolicismo y que, en algún momento de su vida, necesitan reconciliarse con lo que han
tenido que vivir con rechazo, miedo, vergüenza u ocultamiento.
Muchas de esas personas optan por abandonar la Iglesia. ¿Para qué seguir donde no
te quieren? ¿Por qué aguantar silencios incómodos? ¿Qué motivo hay para sentirte como
un ciudadano de segunda, tolerado siempre y cuando no seas como eres?
Sin embargo, hay otras muchas que no quieren irse. ¿Por qué dejar una casa que
sientes tan tuya como de otros? ¿Por qué aceptar que se diga que Dios te ha creado como
eres, pero que ese día debía de estar despistado porque te hizo raro? ¿Por qué dejar que
la Iglesia, comunidad de amor universal, comunidad de Jesús donde todos tenían cabida,
sea hoy un selecto espacio para los que encajan en enumeraciones paulinas tomadas
literalmente, en lugar de hacer, como ocurre con tantas otras afirmaciones bíblicas, una
lectura contextual buscando la verdadera buena noticia que subyace a las afirmaciones
concretas?
La tierra de nadie es, para las personas homosexuales, el espacio de una lucha
enorme. Porque toca luchar contra muchos de dentro y muchos de fuera. Muchos de
dentro que aceptan que estés mientras no incordies. Y muchos de fuera que, en el mejor

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de los casos, te recomiendan que te trates el síndrome de Estocolmo y, en el peor, te
acusan de traidor por seguirle el juego a una institución que perciben como homófoba.
La verdad es que hace quince años alzar la voz para reivindicar cambios, pedir
acogida para las personas de orientación homosexual o utilizar el concepto «LGTBI»,
parecía absolutamente fuera de lugar en la Iglesia. Las cosas han cambiado algo. No es
que la situación sea para tirar cohetes. No es que hayan dado un giro de ciento ochenta
grados y ahora la Iglesia sea un espacio de integración e igualdad. Pero algo ha
empezado a moverse. El papa Francisco manifestó, en una de sus primeras declaraciones
a los medios a la vuelta de una Jornada Mundial de la Juventud, que, respecto a la
realidad de las personas homosexuales, «¿quién soy yo para juzgar?». Aquello, por
inesperado, se convirtió en titular de todos los medios que se hacen eco de los temas de
la Iglesia católica. ¿Qué quería decir con ello el papa argentino? ¿Estaba abriendo la
puerta a las parejas homosexuales? ¿Había en su propuesta un paso adelante? ¿Acaso su
declaración anticipaba un cambio en la formulación del catecismo, donde se afirma, con
severas palabras, que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados? ¿O era
tan solo una expresión del respeto, compasión y sensibilidad que también pide el mismo
catecismo, pero sin que nada más pudiera cambiar?
El tiempo vino a enfriar las expectativas, y probablemente a defraudar a bastantes de
quienes vivieron con ilusión esas declaraciones. La Iglesia avanza despacio, y para
cambios mayores los tiempos de una institución como esta son lentos. Hay que ir
generando un caldo de cultivo, o remover el terreno y empezar a sembrar antes de que
brote un fruto distinto.
El papa empezó a sembrar, con palabras y también con gestos. Más declaraciones,
algunos encuentros con personas homosexuales, insistencia en una aproximación
pastoral, alusiones en algunos documentos relevantes… Todo esto es un paso adelante.
Vino a poner a la Iglesia ante una constatación: la de que, como institución, se ha tratado
muy mal a las personas LGTBI, por más que haya quien ante estas afirmaciones pone el
grito en el cielo y dice que no, que la Iglesia siempre ha sido acogedora (¿siempre? ¿De
verdad? Me temo que no hay peor ciego que el que no quiere ver).
Sin embargo, ese paso, para muchos, aún es insuficiente. Decepcionó el documento
sobre la familia posterior al sínodo, por pasar bastante de puntillas por esta realidad.
Tampoco el sínodo sobre la juventud recogió, en sus expresiones finales, con claridad, la
demanda de tantos jóvenes en favor de una voz diferente.
Muchas personas resistentes a cualquier tipo de cambio han encontrado en la
expresión «ideología de género» una muralla tras la que encastillarse. El problema es lo
que se entienda por dicha ideología. Ciertamente, toda concepción del mundo que
busque indoctrinar, silenciar a quien piensa lo contrario o imponer una mirada al mundo
sin contemplar otras miradas es totalitaria. También la de género. Por otra parte, es
legítimo y necesario, y así lo busca la Iglesia, tener una antropología que permita
comprender bien lo que es el género, la afectividad, la sexualidad y la raíz biológica de
esta. Pero lo que no es de recibo es identificar cualquier reivindicación relacionada con
las personas LGTBI con dicha ideología, mezclar género y orientación o simplificar la

43
cuestión de la orientación sexual como una libre elección basada en la voluntad, más allá
de la biología[7]. Tampoco lo es el trivializar algunas de las demandas de las personas de
orientación homosexual, como si la orientación fuera una cuestión de decisión personal
basada en el capricho y no una condición fruto de una conjunción de elementos en el
desarrollo de la persona.
Al meter en el mismo cajón y etiquetar como «ideología de género» cualquier
demanda, desde las más razonables a las más extremas, que tenga que ver con género,
identidad, orientación y sexo, se produce una enorme confusión. Toda reivindicación
termina etiquetándose, por parte de quienes las rechazan, como consecuencia de dicha
ideología. Se meten en el mismo saco aspiraciones muy aceptadas con otras que resultan
excesivas para muchos, y así se termina desechando todo como el fruto de una supuesta
conjura homosexual para colonizar la cultura y acabar con la familia. En cuanto alguien
alza la voz para reivindicar cambios, se le acusa de estar abducido por el lobby gay. Así
de burdo.
Pero, pese a todo este tira y afloja, hay indicios de cambios reales. El primero es que
empieza a haber un diálogo más claro. El caso del jesuita estadounidense James Martin
es un ejemplo de los cambios –aunque también de la polémica que acompaña a dichos
cambios–. Tras la masacre de Orlando (Florida), en la que 50 personas murieron y 53
resultaron heridas en el ataque de un terrorista contra un club de ambiente gay, este
jesuita escribió el libro «Tender un puente»[8]. Reflexionaba sobre el silencio de la
Iglesia oficial a la hora de condenar los ataques al colectivo LGTBI, y a partir de su
reflexión proponía establecer un diálogo entre la Iglesia oficial y las personas de
orientación homosexual, para tratar de encontrarse o salvar algunas de las distancias que
las separan. Un diálogo basado precisamente en la acogida, la sensibilidad y la
compasión propugnadas por el catecismo.
El libro en sí no pretende ser revolucionario. No cuestiona la doctrina católica, pues
no es un libro sobre teología o moral. Es, sobre todo, un libro de intención pastoral. Sin
embargo, la polémica convirtió a Martin en blanco de las iras de católicos y de grupos
radicales que no dudaron en atacarlo en redes sociales, trataron de vetarlo –y en
ocasiones lo consiguieron– en actos públicos, lo difamaron y ridiculizaron mientras
exigían que se le hiciera callar. Sin embargo, al mismo tiempo, otras voces eclesiales se
alinearon con el jesuita. Varios cardenales y obispos, habitualmente distantes de estas
polémicas, recomendaron la lectura de la obra de Martin. Y el papa Francisco lo invitó a
ser uno de los oradores en el encuentro de las familias de Dublín en el verano de 2018.

En los últimos años, algunas voces eclesiales relevantes han señalado la necesidad de dar
pasos y cambiar la manera de aproximarse a la cuestión de la homosexualidad. En 2016
el cardenal alemán Reinhard Marx, arzobispo de Múnich y Frisinga, afirmó: «No se
puede decir que una relación entre dos hombres, si son fieles, no tiene ningún valor». En
mayo de 2018 el cardenal De Kesel, arzobispo de Malinas-Bruselas y primado de
Bélgica, señalaba el reto que tiene la Iglesia de encontrar un camino para bendecir o
agradecer la unión de parejas de orientación homosexual, que, si bien sería algo distinto

44
al matrimonio, también sería algo muy distinto a la actual falta de espacio para dichas
uniones.
Tales declaraciones suelen suscitar reacciones airadas, polémicas y la objeción de
quien considera que se está contradiciendo el magisterio. Pero el mero hecho de que se
susciten estos debates, que se mantengan en público, que en voz alta se hable de
cuestiones que durante mucho tiempo han sido intocables, es señal de que hay una
inquietud real por hallar caminos para un encuentro diferente.
Tal vez no sea suficiente, pero al menos es necesario. Y ahí estamos ahora, en un
momento en el que la tierra está removida, y quizás alguna semilla plantada, pero sin
saber si puede dar fruto. Por una parte, hay grupos y espacios de acogida. Por otra, hay
personas que se niegan a pensar en cualquier paso más hacia la integración. Voces
relevantes ponen sobre el tapete cuestiones como la posibilidad de bendecir uniones
entre personas del mismo sexo. Otros ponen el grito en el cielo. La afirmación del
catecismo sobre el carácter intrínsecamente desordenado de los actos homosexuales es
un muro contra el que se estrellan muchas sensibilidades. Hay también quien vincula
homosexualidad y abusos, y hay quien los separa. El momento actual es complicado. Y
la tierra de nadie, tierra de muchos.

Excursus: Iglesia y homofobia

Hace tiempo publiqué un tuit. Una sola frase: «Basta de homofobia en la Iglesia».
Inmediatamente me encontré con una avalancha de respuestas. Algunas, positivas.
Otras, bastantes, negativas.
Entre las negativas, las había respetuosas con la persona, pero que discutían mi
afirmación. «En la Iglesia no hay homofobia», decían unos. Otros cuestionaban
cómo un sacerdote podía afirmar algo así de la Santa Madre Iglesia. ¿Acaso soy un
hereje, un tirabombas, un apóstata encubierto? (sí, de todo esto pude leer). Alguno
preguntaba: ¿es que acaso hablo por mí mismo? (como si las afirmaciones tuvieran
distinto valor en función de quién las profiere). Había insultos también.
Algunos me urgían a releer el catecismo. Otros decían que la Iglesia es la que
atiende a los enfermos de sida. Gracias por la aclaración. Yo mismo estuve varios
años en un piso de Cáritas, haciendo varias noches a la semana y acompañando a
personas con VIH en los años 90, cuando la Iglesia era la única institución que se
volcaba con quienes sufrían esa enfermedad (por cierto, el sida no es patrimonio de
las personas homosexuales).
Todo eso lo sé. Y amo a la Iglesia, de la que me siento parte. Y me alegran pasos
que se van dando, una mayor sensibilidad, y afirmaciones como la del reciente
sínodo sobre los jóvenes, que en el documento final insiste en que «Dios ama a cada
persona, y así lo hace la Iglesia, renovando su compromiso contra toda
discriminación y violencia por motivos sexuales».
Pero en la Iglesia hay homofobia. Esto no es lo mismo que decir que en la Iglesia

45
solo hay homofobia. Tampoco es decir que la Iglesia es homófoba. Porque,
efectivamente, en la Iglesia también hay acogida, y respeto. Hay personas,
instituciones y grupos que acogen. Pero, desgraciadamente, hay personas que
rechazan y discriminan. En una institución plural como esta, hay quienes manifiestan
hacia las personas homosexuales actitudes hostiles e insultantes, a veces sin ni
siquiera darse cuenta.
Alguien me preguntaba: «¿Podrías definir “homofobia”?». Para definirla no hacía
falta más que leer algunas de las respuestas que recibí en aquel tuit. Había quien
establecía paralelismos, comparando la homosexualidad con el asesinato o con el
robo. También quien volvía al atrasado argumento de que homosexualidad es igual a
enfermedad. Y, por supuesto, estaban todos los que inmediatamente vinculan
homosexual con pedófilo.
¿Y todavía me discuten que hay homofobia dentro de la Iglesia? Sí,
desgraciadamente, hay muchos cristianos que no respetan a las personas LGTBI. Los
mismos que exigen celibato de por vida para las personas de orientación homosexual
afirman sin ningún rubor que los homosexuales no pueden ser considerados para el
sacerdocio porque no son capaces de una vida célibe. ¿En serio? ¿No ven cierta
contradicción entre ambas exigencias?
Honestamente, sé que las polémicas pueden ser ocasión para los insultos. Pero
también pueden serla para la reflexión sosegada desde el respeto. Las polémicas son
tiempo de oportunidad, si en lugar de convertirlas en motivo para el insulto se
convierten en ocasión para profundizar en aquello a propósito de lo que disentimos.
Para seguir buscando, en Jesús y su palabra, lo que más nos pueda ayudar a
comprender el mundo en el que vivimos y a tratarnos desde el amor radical e
incondicional que está en el corazón del Evangelio.
En ello estamos. Y aunque a veces uno tendría la tentación de callar y no meterse
en líos, seguimos a un Maestro que no tuvo miedo a alzar la voz.

[7] Esta fue la gran crítica por parte de muchísimos cristianos LGTBI ante la aparición, en junio de 2019,
del documento Varón y mujer los creó, de la Congregación para la Educación Católica: que, al contraponer como
en una encrucijada heterosexualidad por una parte y libre elección de otras orientaciones por otra, parece ignorar
la situación de tantas personas para quienes su orientación no es algo elegido de forma arbitraria. Especialmente
polémico resultó, en dicho documento, el ejemplificar la libre elección en las personas transexuales, de nuevo sin
el matiz necesario de asumir que hay tantas situaciones y procesos diferentes.
[8] J. MARTIN, Tender un puente, Mensajero, Bilbao 2018.

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7

Los jóvenes en tierra de nadie

Hoy en día, el mundo de los jóvenes en su relación con la Iglesia es muy complicado.
Los extremos descritos con anterioridad (la rigidez que puede ser intransigente, la
liquidez de una fe a la carta y la animadversión de quien se enroca en el «no soporto a la
Iglesia») se dan también entre los jóvenes. Quizás más, porque la juventud, por su propia
intensidad, pasión y falta de recorrido, tiende a ser un poco más tajante, un poco más
radical y de extremos. Por eso, hoy tenemos jóvenes rígidos, que, en cuestión de fe,
parecen más cómodos en el terreno de las consignas y la militancia sin fisuras que en el
de la incertidumbre. También tenemos jóvenes líquidos, que toman de la fe aquello que
les sirve, sin que les preocupe en absoluto prescindir de otras dimensiones. Asimismo,
como decíamos en la descripción anterior, tenemos la situación paradójica de jóvenes
que desechan de un manotazo lo que no les interesa –líquidos– al tiempo que enarbolan
como innegociables otros acentos. Y, por supuesto, tenemos jóvenes que arrugan la nariz
ante cualquier mención a la Iglesia. Esto, una vez más, no se da únicamente entre los
jóvenes, pero entre ellos se da quizás con algunos acentos propios.
Y de nuevo aquí nos encontramos con la situación de muchas personas que están
buscando respuestas, que quieren ser coherentes y que no se conforman con credos a
conveniencia, pero que también viven con verdadera dificultad la conciliación de todo
eso que perciben como propuesta eclesial con el mundo que ven a su alrededor. En
concreto, algunos puntos donde la sensibilidad juvenil puede encontrar más dificultad
serían la moral sexual, la liturgia, la falta de formación y la falta de un papel propio.

En cuanto a la moral sexual, el problema de la Iglesia es que muchos la perciben como


atascada en un mundo que ya no existe. Intentaré explicar qué significa esto. La
revolución sexual que se fue produciendo durante la segunda mitad del siglo XX ha
llevado a un mundo donde el sexo y el ejercicio activo de la sexualidad se han liberado
de los corsés de una sociedad en la que el único ámbito legítimo para dicho ejercicio era
el matrimonio, en la búsqueda de la procreación. Evidentemente, la hipersexualización
en torno ha llevado a excesos de todo tipo: proliferación de la pornografía, accesible a
veces desde edades tempranas; cosificación de las personas en las prácticas sexuales; un
hedonismo no siempre acorde con lo que puede ser la búsqueda de una felicidad integral;
promiscuidad; trivialización de las relaciones… Todo eso puede ocurrir. Y, de hecho,
hay muchas personas que se sienten un poco desbordadas ante este mundo donde el

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desarrollo de la sexualidad se adelanta, llega pronto, parece casi un imperativo y está
desvinculado de otras vivencias.
¿Hace falta alguna institución que pueda ofrecer alternativas? ¿Hace falta que se dé
información, formación, motivos para una vivencia diferente de la sexualidad? Sin duda.
¿Hay gente que buscaría guía en este campo? La hay. Y la Iglesia es de las pocas
instituciones que puede y quiere ofrecer una mirada más amplia y comprensiva, en la
que el ejercicio activo de la sexualidad esté vinculado a dimensiones más amplias de la
vida relacional.
Sin embargo, el problema de la Iglesia es que, mientras el mundo se movía dando un
giro de ciento ochenta grados, la Iglesia apenas se ha movido. Hay quien dirá que esta
resistencia es muy saludable, muy conveniente y un síntoma de coherencia y libertad. ¿O
es que vamos a tener que estar moviéndonos al son de cada novedad, dejándonos llevar
por el mundo? De nuevo estamos en el terreno de los maximalismos. Tal vez esto no sea
una cuestión de «todo» o «nada». Cuando eres un interlocutor cuyo discurso es percibido
por muchos como imposible, entonces dejas de tener interés para ayudar a encontrar
respuestas.
¿Es lo mismo hablar de relaciones prematrimoniales para una pareja de adolescentes
de catorce o quince años que se acaban de conocer en una discoteca, que para una pareja
de novios que, teniendo en el horizonte el matrimonio y tras años de relación, han ido
alcanzando niveles de intimidad mayor, pero que, a veces por la misma precariedad
laboral y económica, aún no se ven con la capacidad de afrontar un proyecto conjunto?
¿Es lo mismo el uso de anticonceptivos en relaciones sin compromiso que en relaciones
estables donde se quiere evitar la transmisión de enfermedades, o su uso vinculado a la
búsqueda del control de la natalidad y el ejercicio de una paternidad responsable dentro
de la misma relación matrimonial? ¿Es lo mismo el sexo sin amor que el sexo sin
matrimonio? ¿Es lo mismo una cita para tener sexo a través de una aplicación sin volver
a verse que el sexo como parte del conocimiento progresivo de dos personas que van
dando nuevos pasos en su comunicación?
Cuando la gente percibe que la respuesta a estas preguntas es que sí, que todo es lo
mismo, sin más matiz, algo chirría. Porque es evidente que no es lo mismo.
Entiéndaseme bien. Cuando hablo de «lo mismo» no me refiero al contexto de los casos
planteados –que ahí cualquiera diría que son cuestiones diferentes–, sino a la implicación
moral de todo eso. Si todo es pecado, si todo es malo, si todo está igualmente prohibido,
en un mundo donde todo parece estar permitido, el contraste es imposible y la Iglesia
deja de ser considerada como un interlocutor que tenga una palabra que decir en estas
cuestiones.
El camino de la Iglesia debería ser el de la propuesta, más que el de la prohibición.
Necesitamos aprender a proponer un horizonte en el que la sexualidad se pueda vivir
asociada a un camino, a una relación que va progresando, al amor que es mucho más que
un sentimiento momentáneo, al compromiso… Esto mucha gente lo agradecería, en
nuestra sociedad en la que tantos andan como náufragos a la deriva. Una propuesta de un
horizonte de sentido, con límites morales y un significado profundo de la sexualidad. Sin

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embargo, no se nos percibe como una institución que propone, sino como una institución
que impone y que prohíbe. Una y otra vez, cuando se hacen estudios sobre la realidad
eclesial en nuestro contexto, aparece que, en temas de sexo, una mayoría inmensa de la
población –de la población católica, quiero decir– sencillamente ignora lo que dice la
Iglesia. Podríamos caer en decir que el problema es la sociedad, pero tal vez debemos
preguntarnos si el problema no estará también en que no estamos siendo capaces de
entrar en el terreno del matiz.

Si la moral sexual aleja a muchos jóvenes, otro ámbito donde resulta complicado acertar
es el de la liturgia. En nuestros contextos es frecuente que la asistencia a las
celebraciones tenga un cierto componente geriátrico. Todavía en ciudades grandes,
donde las personas pueden buscar y tal vez elegir lo que mejor se adapta a su búsqueda y
sensibilidad, hay más variedad de comunidades. Pero en lugares pequeños, para un joven
normalmente entrar en una iglesia es verse rodeado de gente que tiene la edad de sus
abuelos. Y aunque, por supuesto, no hay nada que objetar a la gratitud hacia tantas
personas mayores que siguen dando testimonio de práctica religiosa, puede ocurrir –y, de
hecho, suele ocurrir– que el joven se siente un poco extraño en ese mundo.
Es frecuente oír eso de que «la misa es aburrida». Muchos padres ven con
impotencia cómo, al atravesar la adolescencia –si es que no antes–, empieza a darse una
resistencia más o menos consistente en sus hijos, que a menudo termina siendo un
abandono de la práctica religiosa. «¿Para qué voy a ir si no me aporta nada?». «Si
siempre es lo mismo…». «Si no hay gente de mi edad…». Se mezcla un poco todo: la
sensación de soledad y la falta de contenido, las pocas ganas y la resistencia a aceptar
obligaciones. Aquí, de nuevo, podríamos echar balones fuera: «La culpa es de los
jóvenes, que solo buscan entretenimiento y diversión». «Es que no hay profundidad ya
en estas generaciones…». Tales afirmaciones u otras similares se oyen bastante. Quizás
deberíamos preguntarnos si el problema no es que, por las razones que sean, las
celebraciones resultan distantes: el lenguaje, para muchos, es totalmente ajeno –y la
última traducción de los textos litúrgicos no ha contribuido a mejorarlo– y el ritmo, los
símbolos o los significados no se conocen.
Estamos un poco perdidos. A veces se buscan soluciones que, poniendo el acento en
que los jóvenes estén a gusto, lo pasen bien o participen más, terminan convirtiendo la
liturgia en algo a medio camino entre una dinámica de grupos y un baile de zumba con
motivos religiosos, que provoca más sonrojo que simpatía. Pero eso, al final, tampoco
ayuda –demasiadas veces– a que el joven pueda vivir lo que significa la celebración, la
apertura a la trascendencia, el sentido que tiene lo que se celebra o la posibilidad de un
encuentro.
Nos hace falta una pedagogía nueva, que pueda ayudar a vincular las celebraciones a
la vida de las personas. Arriesgar con lenguajes, con formas, con músicas o con gestos,
pero pensando bien a dónde han de apuntar dichos gestos para no convertirlos en una
pura fachada olvidable.

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Este punto de la pedagogía nos sirve para entrar en el tercer gran problema de los
jóvenes en tierra de nadie: la falta de formación religiosa. Hoy en día, el tema de la
formación religiosa no es la clase de religión (o no solo, ni principalmente). El problema
es que ya no hay socialización religiosa. Ya muchos padres ni creen ni practican. Cuando
pase esta generación de abuelos, se completará el proceso e iremos teniendo –ya los
tenemos– muchos jóvenes que nunca han oído hablar de Jesucristo. Pero, además,
muchos padres que sí creen y practican también encuentran dificultades para explicar las
cosas. Hay numerosas cuestiones que antes no hacía falta explicar, porque en una
sociedad básicamente cristiana y católica, y en una educación donde lo religioso estaba
muy presente, todo iba sumando para que las personas adquirieran una cierta
cosmovisión compatible con la fe. Sin embargo, hoy la mirada a lo religioso es más bien
desde la sospecha, el desconocimiento o el prejuicio.
Y ahí vamos afrontando algunos dilemas. ¿Dónde se da formación? ¿En las
parroquias? ¿Qué procesos catequéticos hay? ¿Quién está preparado para guiarlos? ¿Hay
que adelantar la formación –por ejemplo, el caso de las confirmaciones a edades cada
vez más tempranas–? Pero ¿no supone esto limitarse a dar un barniz de conceptos que
ahí quedarán, en la memoria de la gente, pero que llegan mucho antes de que las
personas tengan capacidad para vincular la fe con los grandes temas a los que hay que
buscar respuestas? Dios, la comunidad, el conocimiento, la vida, la muerte, el
sufrimiento, la felicidad, el perdón, la ciencia, los límites del ser humano, las grandes
decisiones…
Lentamente se va instalando en generaciones enteras un fantasma: el de la
insignificancia (en su sentido literal, la pérdida de significados) y el de la ignorancia (en
su sentido más amplio: desconocimiento y carencia de formación).

Por último, el cuarto problema al que me gustaría apuntar es el de la falta de un papel


propio de los jóvenes. Venimos de una Iglesia que está cambiando a marchas forzadas.
En España, durante mucho tiempo, el liderazgo lo ejercieron los sacerdotes y las
personas consagradas. En diócesis, movimientos, parroquias, colegios, congregaciones,
eran los curas, los frailes y las monjas quienes dinamizaban, alentaban y promovían
procesos. Eran figuras de referencia, cercanos a los jóvenes. Modelos en los que mirarse.
Muchas de nuestras estructuras y formas de trabajar vienen de ahí. Había muchas
propuestas y muchos jóvenes para implicarse y participar. Era una Iglesia efervescente,
dinámica, plural…
Hoy estamos en un proceso de transición, en dos líneas. Por una parte, ya hoy en día
no se puede entender la Iglesia sin un rol mucho más activo de los laicos. Por otra, en la
transición, el peso de la responsabilidad aún está, en muchas cuestiones, en manos de los
que siempre mandaron, solo que ahora ya están, en su mayoría, rondando la jubilación (o
la han dejado muy atrás). En la película «La llamada» hay una escena muy gráfica de
este cambio de mentalidad, cuando una religiosa veterana, recién llegada al campamento,
quiere hacer que las chicas bailen con una canción y una coreografía «muy moderna», de
cuando ella estuvo con el papa en Santiago de Compostela –es decir, en 1989–. La

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hilaridad despertada por la escena entre gente familiarizada con la vida parroquial o de
colegios religiosos es muy significativa.
Maticemos la caricatura. Es evidente que hoy hay esfuerzos –quizás como nunca los
ha habido– por innovar, repensar y cambiar lenguajes y formas. Pero un paso que aún no
terminamos de dar, en muchos contextos de Iglesia, es el de dejar que los jóvenes tomen
el liderazgo en algunas cosas. Que nos digan qué es lo que quieren, que nos pidan lo que
necesitan de nosotros. El reciente sínodo sobre los jóvenes partía del deseo, noble y
necesario, de escuchar a estos. Pero a veces uno piensa que no basta con escucharlos.
Hay que poner en sus manos responsabilidad, conciencia de una misión, tratándolos no
como a sujetos pasivos de evangelización sino como a compañeros de viaje.
Hoy la juventud pide sitio. En la sociedad y en la Iglesia. Y la sociedad (y la Iglesia)
tiende a tratar a los jóvenes como niños, aún atados al doble rol de aprender y ser
entretenido. Sin embargo, de vez en cuando un aldabonazo nos recuerda que ser joven no
es sinónimo de no tener criterio, ni voluntad, ni capacidad. Recientemente el mundo de
la lucha contra el cambio climático ha visto cómo algunos jóvenes, casi adolescentes,
saltaban al primer plano por iniciativas que se volvían virales. Quizás nadie representa
esto como la adolescente sueca Greta Thunberg. Alguien de 16 años que se convierte en
portavoz y adalid de una batalla global. Evidentemente, los medios ayudan –no hay que
ser ingenuos– y el que una figura así se convierta en referencia pasa por una
combinación de oportunidad, momento y probablemente también algún interés
mediático. En todo caso, no todos los jóvenes pueden –ni es lo que se pretende– ser
Greta Thunberg. O Malala Yousafzai, la persona más joven galardonada con el Premio
Nobel de la Paz, o Mark Zuckerberg, que con 20 años lanzó una red que está cambiando
el mundo (no sabemos si para bien o para mal). Es verdad que estos casos tienen algo de
extraordinario.
Pero hace falta que tomemos conciencia de que muchos jóvenes pueden –y quieren–
tener algo más que decir, que pelear y que plantear. Sí, también en la Iglesia hay jóvenes
buscando su sitio. Y ese sitio no puede ser tan solo el de quien está sentado en un aula, o
en los bancos de un templo, escuchando con infinita paciencia.
Y así, vamos teniendo muchos jóvenes –y adultos– en tierra de nadie, que tienen
preguntas pero no saben dónde buscar las respuestas, porque, cuando miran hacia la
Iglesia, no la ven creíble.

51
8

Dos amores

Hasta aquí todo lo que he descrito se puede aplicar a grupos numerosos, a colectivos de
los que se habla bastante. Mujeres, jóvenes, personas de orientación homosexual,
divorciados… Todos esos grupos son grandes (las mujeres, más de media Iglesia). Esto
no quiere decir que todas las personas que pertenecen a dichos grupos se sientan así, en
esta tierra compleja y difícil. Pero bastante gente sí. Ni siquiera hay que estar en algún
grupo concreto para sentirse en tierra de nadie. Ya imagino a alguien objetando –y con
razón–: entonces, si eres varón, heterosexual, mayor y felizmente casado, ¿es que no
puedes estar en búsqueda? ¿No puedes tener dudas? ¿No tienes derecho a compartir
algunas de las reivindicaciones aquí apuntadas?
¿Acaso hay que estar en situaciones «conflictivas» para que no te acusen de rigidez o
de liquidez? No. Ni mucho menos. Creo que uno de los problemas de nuestro mundo es
que demasiada gente solo se preocupa de sus propios problemas y solo ve las cosas
desde su perspectiva. Todas las cuestiones que voy planteando –y algunas más– es
posible que afecten directamente a algunos grupos de personas, sí, pero en realidad
preocupan a muchas más, que buscan respuestas y que tratan de acertar.
Es más, hasta ahora, como digo, he hablado de algunos colectivos más o menos
numerosos. Ahora bien, no son los únicos. Seguramente hay también situaciones de
grupos más pequeños, e incluso vivencias personales, que llevan a la gente a afrontar
igualmente la confusión de estar en algún punto de esa tierra intermedia. Hace años,
alguien que había leído En tierra de nadie me agradeció el libro. Me dijo que le había
ayudado a poner nombre a algunas cosas que vivía y sentía. Sin embargo, también me
dijo: «Pero te has olvidado de nosotros. Al poner ejemplos, al enumerar, al describir
situaciones, nunca has mencionado a los sacerdotes que tuvimos que abandonar para
casarnos».
Me dejó pensando. Tenía razón. Esa era su situación. Yo nunca la había percibido
como tierra de nadie. Quizás, de una manera simple, imaginaba que era otra realidad.
Que los sacerdotes que, en un cierto momento, pedían la secularización para implicarse
en una relación, pues era porque habían cambiado su camino, o bien desencantados con
su vocación, o bien más atraídos por una vida de pareja. No pensaba yo en el vacío que
podía quedar en esas historias, desprovistas en un momento de lo que había sido una
seña tan fuerte de su identidad. Nunca había pensado demasiado en quien, aun sintiendo
su vocación con la misma pasión del primer día, ve en la necesidad de compartir su vida

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con otra persona un impedimento tan fuerte que lo lleva a abandonar, pero con una
enorme sensación de desgarro y pérdida. Y ese «tuvimos que abandonar» reflejaba una
nostalgia, una rendición no deseada, una encrucijada impuesta, pero ni querida ni
comprendida.
A diferencia del voto de castidad en la vida religiosa –que es un voto elegido
libremente como parte de una vocación y siempre ha estado asociado a la vida
consagrada y la vida religiosa apostólica–, el celibato no ha estado siempre unido al
sacerdocio. Durante bastantes siglos hubo sacerdotes casados. Fueron el primer y
segundo Concilio de Letrán (1123 y 1139) los que promovieron la obligatoriedad del
celibato en el caso de los sacerdotes. Por motivos pastorales, por una concepción
concreta que se fue imponiendo de una manera de servir o de una exclusividad en la
dedicación.
Pero ¿puede haber hoy quien sienta la vocación al sacerdocio y al tiempo la llamada
a una vida de pareja, a formar una familia?
Es posible que haya muchos que, en su decisión de pedir el abandono del ministerio,
lo vivan como una opción no tan traumática. Eligen otro camino, porque el del
sacerdocio, tal vez, no los colma como esperaron; porque se han desencantado, o se han
cansado, o sienten que no están a la altura de lo que se espera de ellos, o ante la
perspectiva del amor y de una vida de pareja ellos mismos lo ven incompatible con el
ministerio tal y como lo conciben. Pero lo que me quería hacer ver aquel amigo con el
que hablaba es el drama de aquellos que se seguían sintiendo sacerdotes toda la vida (y
es que nunca se deja de serlo), solo que añorando que alguna vez la Iglesia pueda
repensar el celibato como algo opcional.
Si uno busca opiniones, rápidamente se cruzan argumentos distintos. Están quienes
dicen que solo el desprendimiento radical del celibato permite vivir abierto a todos, de
una manera plena, entregada, sin ataduras. Está quien, en el extremo opuesto, no
comprende que, para quien se siente llamado a ello, es un don, un camino diferente para
amar. Porque sí, el celibato no es un camino hacia la frustración o la soledad deshabitada
sino para aprender a amar a todos. Está quien trivializa y etiqueta, quien asocia celibato a
represión y hasta busca en él la explicación de los abusos. Pero también está quien,
entendiendo y respetando el don que supone, sin embargo, no se siente llamado a ello y
sí se siente llamado al sacerdocio. Y se pregunta por qué no ha de ser posible.
Sí, también hay historias mínimas, menos conocidas, y quizás menos comprendidas,
en esta tierra de nadie.

Durante meses, antes del sínodo sobre la Amazonía, se discutió sobre la posibilidad de
abrir la puerta a la ordenación excepcional de algunos hombres casados, tal y como
planteaba en junio de 2019 el documento preparatorio de dicho sínodo[9]. Finalmente,
tras las deliberaciones en el aula sinodal, el documento final entreabrió esa puerta,
atendiendo a las circunstancias particulares de aquella región[10]. La propia declaración
del sínodo recoge dos aspectos muy interesantes. Por una parte, se reconoce y valora la
legítima diversidad que depende de diferentes situaciones. Por otra, se recoge la

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demanda, por parte de algunos de los que opinaron, de que la cuestión se aborde de
manera más universal, y no únicamente para el escenario amazónico.
¿Es posible que los dos amores quepan en la vida de un sacerdote? He aquí, en
definitiva, la tensión de algunos de estos sacerdotes secularizados.

[9] Amazonía, nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral. «Afirmando que el celibato es
un don para la Iglesia, se pide que, para las zonas más remotas de la región, se estudie la posibilidad de la
ordenación sacerdotal para personas ancianas, preferentemente indígenas, respetadas y aceptadas por su
comunidad, aunque tengan ya una familia constituida y estable».
[10] El punto 111 del documento final, tal y como fue aprobado en su primera versión, lo plantea con la
siguiente formulación: «Muchas de las comunidades eclesiales del territorio amazónico tienen enormes
dificultades para acceder a la Eucaristía. En ocasiones pasan no solo meses sino, incluso, varios años antes de que
un sacerdote pueda regresar a una comunidad para celebrar la Eucaristía, ofrecer el sacramento de la
reconciliación o ungir a los enfermos de la comunidad. Apreciamos el celibato como un don de Dios (Sacerdotalis
caelibatus, 1) en la medida que este don permite al discípulo misionero, ordenado al presbiterado, dedicarse
plenamente al servicio del Pueblo Santo de Dios. Estimula la caridad pastoral y rezamos para que haya muchas
vocaciones que vivan el sacerdocio célibe. Sabemos que esta disciplina “no es exigida por la naturaleza misma del
sacerdocio… aunque tiene muchas razones de conveniencia con el mismo” (PO 16). En su encíclica sobre el
celibato sacerdotal san Pablo VI mantuvo esta ley y expuso motivaciones teológicas, espirituales y pastorales que
la sustentan. En 1992, la exhortación postsinodal de san Juan Pablo II sobre la formación sacerdotal confirmó esta
tradición en la Iglesia latina (PDV 29). Considerando que la legítima diversidad no daña la comunión y la unidad
de la Iglesia, sino que la manifiesta y sirve (LG 13; OE 6), lo que da testimonio de la pluralidad de ritos y
disciplinas existentes, proponemos establecer criterios y disposiciones de parte de la autoridad competente, en el
marco de la Lumen gentium 26, de ordenar sacerdotes a hombres idóneos y reconocidos de la comunidad, que
tengan un diaconado permanente fecundo y reciban una formación adecuada para el presbiterado, pudiendo tener
familia legítimamente constituida y estable, para sostener la vida de la comunidad cristiana mediante la
predicación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos en las zonas más remotas de la región amazónica. A
este respecto, algunos se pronunciaron por un abordaje universal del tema».

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9

La crisis de los abusos

No se puede decir que la crisis de los abusos sea un episodio coyuntural. En varias
ocasiones el jesuita Hans Zollner, uno de los máximos responsables en el Vaticano de la
lucha contra los abusos a menores, ha repetido que 2018 fue un año especial en esta
lucha. Y lo fue porque, por fin, la Iglesia –o buena parte de ella– pareció darse cuenta de
que la cuestión de los abusos no era una suma de episodios aislados que pudieran
afrontarse caso por caso sino un problema estructural, extendido por demasiados
estamentos. Los resultados de la investigación en Pensilvania, concluida en agosto de
2018, revelaban abusos a más de 1 000 menores por más de 300 religiosos durante
décadas. Los obispos chilenos tuvieron que presentar su dimisión en bloque ante la
evidencia de una nefasta gestión en cuestión de salvaguarda. El descubrimiento de una
vida de abusos llevó a la expulsión del cardenal Theodore McCarrick, una de las figuras
más prominentes de la Iglesia estadounidense. Y el australiano George Pell, uno de los
integrantes del consejo de nueve cardenales creado por Francisco para ayudarlo en la
reforma de la curia, era encarcelado en su país, acusado de haber abusado de dos
menores en los años 90. En países como España, la presión mediática hizo que
empezasen a emerger más casos de los que se pensaba que existían.
La crisis de los abusos a menores y personas vulnerables viene sacudiendo la
conciencia de la Iglesia todo lo que llevamos de siglo (al menos) tras décadas –o siglos–
de silencio y ocultamiento de todo lo que pudiera tener que ver con ello. Quizás 2001
supuso un punto de partida, con las revelaciones de los periodistas de The Boston Globe
sobre la cultura del encubrimiento en la sociedad bostoniana. Lejos de limitarse a un
problema local de una diócesis o de un país, lentamente fueron emergiendo más
ejemplos, en los que se iba viendo que los abusos eran algo demasiado extendido: el caso
de Marcial Maciel, puesto como modelo de la juventud y del que se descubría una vida
de depravación y abusos que hasta entonces había sido ignorada pese a acusaciones y
pruebas, así como episodios sistemáticos en Alemania, Irlanda, Australia, Chile… Uno
tras otro, países que se suponían libres de esa lacra y donde era fácil oír lo de «Eso aquí
no ha ocurrido» han ido teniendo que afrontar una verdad dolorosa: eso aquí también ha
ocurrido. Hasta que, finalmente, el papa Francisco se vio en la tesitura de certificar la
globalidad del problema al convocar a todos los presidentes de las conferencias
episcopales del mundo para la que se llamó «cumbre antiabusos», que se celebró en
Roma a comienzos de 2019.

55
De nada sirven las justificaciones. De nada sirve decir que ocurre en otros
estamentos –por más que ocurra–. No sirve de nada, porque hay un escándalo innegable
en el hecho de que sacerdotes, religiosos, personas consagradas, que supuestamente
representan una opción por el Evangelio, cometan actos que hieren de una manera
obscena la dignidad de los más vulnerables. Y resulta igualmente cuestionador el ser
conscientes de que en demasiadas ocasiones hubo verdadero encubrimiento, basado, en
el peor de los casos, en la complicidad, y en el menos malo, en una comprensión errónea
de las consecuencias de estos actos y de los derechos de las víctimas a la justicia.
En la estela de estas condenas, aparecieron reflexiones sobre temas como el poder, la
causa de los abusos, la necesidad de una mejor formación y selección psicológica de los
candidatos al sacerdocio… Preguntas sobre los motivos. Exigencia de medidas. ¿Tiene
esto que ver con el celibato? –dicen unos–. ¿Con la orientación sexual? –sugieren otros–.
¿Es consecuencia del clericalismo que lleva a abusos de poder? –braman algunos–.
La Iglesia se va haciendo dolorosamente consciente de que no bastan las palabras de
petición de perdón. Hacen falta medidas para prevenir. Hacen falta respuestas sobre el
pasado. Y hace falta una lectura integral de lo ocurrido. Por ejemplo, no es aceptable
reducirlo solo al ámbito espiritual y decir que es pecado, abierto al arrepentimiento y la
conversión. Porque, aunque eso sea verdad, no es toda la verdad. También es delito. Y
como delito debió tratarse. Porque las víctimas tienen derecho a ser escuchadas, ser
acogidas y reclamar justicia. Y porque es necesario proteger a otras personas vulnerables
del riesgo de los abusos.
De nuevo, esta herida deja a muchas, muchísimas personas, en tierra de nadie.
Heridos al darnos cuenta de que bastantes de nuestras instituciones tienen también su
historia, su pasado y su necesidad de hacer luz –por las víctimas, por el Evangelio y por
la justicia–.
Pero en tierra de nadie, como ocurre con tantas otras cuestiones, hay más espacio
para los matices y, por lo mismo, para percibir los excesos. Necesitamos ser conscientes
de que, cuando la gente generaliza y dice cosas como «Todos los curas son pederastas» o
«Esta es una institución podrida», o «Todos encubren», es injusta. Pero cuando, en el
extremo opuesto, hay quien dice que todo esto no es más que un ataque contra la Iglesia,
que los trapos sucios se lavan en casa o que son solo casos sueltos, la gente de tierra de
nadie tampoco puede estar conforme. Porque esto no se puede admitir.
La crisis de los abusos nos rompe. Porque socava la confianza. Porque genera
incertidumbre. Porque irrita percibir la doble cara de una institución que ha impuesto
tremendas cargas moralizantes en la vida de las personas, mientras toleraba en su seno a
depredadores. Y te lleva a preguntarte, con honestidad y con anhelo: ¿por qué seguir?

Excursus: ¿Por qué seguir?

Estos días he escuchado a distintas personas, en diversos contextos, decir que ellos
con esta Iglesia no quieren saber nada; que se dan de baja (existencialmente); que si

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creen, será a su modo y por su cuenta, pero que, defraudados con la institución, ya no
quieren seguir. Y la verdad, cuando vas sumando zarandeos, comprendes esos
abandonos. La tragedia y el crimen de los abusos y su ocultamiento en nombre de no
se sabe qué demencial prudencia. La presencia, en las redes, de verdaderos
portadores de odio cuyas palabras y actitudes destilan algo que, ciertamente, no es
Evangelio. La incapacidad de muchos para el diálogo, demonizando a quien intenta
dar pasos distintos. La dificultad para pasar de las buenas intenciones y palabras a
transformaciones en estructuras y formas de hacer las cosas. Y las intrigas y golpes
de mano mediáticos en las más altas instancias, que, bajo capa de bien, muestran
guerras por el poder y conflictos de egos que uno –ingenuamente– imaginaba más
propios del Renacimiento que de esta época.
Y sí, uno se pregunta: ¿por qué seguir? ¿Y por qué animar a otros a seguir? Y
aquí van algunas respuestas, sin duda incompletas y subjetivas, pero que ayudan.

Uno, porque la Iglesia es mayor que todo esto. Y aunque haya que hacer un enorme
esfuerzo en el momento actual, es importante no renunciar a una visión mayor, en la
que se incluyen tantos hombres y mujeres que viven e intentan vivir el Evangelio con
pasión, coherencia y justicia. Muchos de ellos jamás llenarán cabeceras ni darán
titulares. Pero son millones, siguen a Jesucristo y trabajan por su Reino, y en muchos
lugares del mundo, en muchos márgenes, en muchas vidas, son buena noticia. Y son
Iglesia.

Dos, porque se puede elegir intentar cambiar las cosas desde dentro. Empujando, con
otros muchos. Es verdad que, en esta era de la inmediatez, aceptar el ritmo –mucho
más lento– de la Iglesia requiere buenas dosis de paciencia y esperanza. Sin
embargo, si no se oyen, desde dentro, voces proféticas (pero no airadas y
despectivas), entonces dejaremos que la Iglesia se convierta tan solo en un reducto de
intransigentes de todo cuño.

Tres, porque la Iglesia es plural. Siempre lo ha sido. Y hay en su seno tensiones entre
distintos acentos, distintas sensibilidades y miradas. El problema de nuestra época es
que no se sabe vivir con las tensiones. Se recalca el desprecio, el odio, y el que
piensa distinto se convierte en enemigo. Pero no debería ser así.

Cuatro, porque la virtud y el pecado están desde el origen enraizados en la realidad


humana, de la que forma parte la Iglesia. La comunidad que Jesús reunió a su
alrededor ya era un grupo tan lleno de fragilidades como de valores. Eso no es una
justificación para aceptar cualquier cosa que ocurra sino una constatación para
comprender que por el bien hay que pelear, sin ingenuidad.
Y dicho todo esto, sin duda, duele esta Iglesia. Abochorna mucho de lo ocurrido.
No bastan lamentos ni caras de circunstancias. Hace falta más: luz, verdad y justicia.

57
10

La mayoría silenciosa

La primera vez que escribí sobre la tierra de nadie, como ya he señalado en otro
momento, me sorprendió el eco de muchas personas que me decían que se habían
reconocido en la descripción. Y me sorprendió especialmente que muchas de ellas
pensaban que estaban solas o casi solas en esas situaciones. Se sentían bichos raros,
fuera de lugar, incomprendidos en una Iglesia donde parecía que para todos los demás
era más fácil estar.
Y es que en tierra de nadie, al final, estamos muchos. Está cualquiera que intente no
ser dogmático –convirtiendo en dogma absoluto lo que no lo es– pero tampoco
relativista –dejando que el único criterio de verdad sea la voluntad o el interés subjetivo
de cada uno–. Están todos los que buscan en la religión una expresión de fe compartida,
pero, al tiempo, sienten que una religión no puede ser un museo. Están quienes piensan
que no todo se puede sacralizar en una religión; que hay muchas prácticas, muchas
normas, muchas maneras de ver la realidad que tienen que ver con una historia, una
cultura y una época; y que no solo la religión modela una sociedad, sino que también la
sociedad modela una religión, porque a Dios no se le puede apresar de una vez por todas.
En tierra de nadie, que es tierra de tantos, estamos todos los que sentimos que la verdad
es Jesucristo, y que muchas otras cosas a las que llamamos verdad lo son solo en la
medida en que remiten a él. Y, por eso mismo, cuando conocemos más a Jesús, podemos
llegar a entender mejor su Evangelio y lo que es una vida conforme a su voluntad. Hay
muchas cuestiones que no son intocables, aunque ahora lo parezcan.
¿Por qué no se oye tanto esto? ¿Por qué las voces que más se escuchan suelen ser las
que eligen algún extremo? ¿Por qué tanta certidumbre inamovible de unos, rechazo
incontestable de otros o alegre despreocupación de otros más y, sin embargo, tan pocas
voces inquietas desde la tierra de nadie? ¿Es acaso que existe una mayoría silenciosa,
esperando profetas que hablen en su nombre?
La expresión «mayoría silenciosa» tiene cierto peligro. Se puede usar para justificar
la falta de apoyo a las propias posiciones aludiendo a que, aunque habla una minoría
ruidosa, hay una cantidad mayor de gente que, desde el silencio, respalda las ideas de
uno. De hecho, ha servido a muchos tiranos para justificarse ante las protestas, dando por
hecho que todo el que no se rebela es porque está de acuerdo. Y así, con un juego de
palabras, se convierte la contestación en apoyo y la distancia en cercanía. Si ahora
decimos que en la Iglesia hay una mayoría silenciosa en tierra de nadie, una mayoría que

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calla pero no otorga, ¿no será esto más un deseo que una realidad? ¿Podría ser que uno
esté negándose a ver que, en realidad, somos ya solo cuatro gatos los que peleamos con
lo incierto?
A veces me asusta pensar que, efectivamente, seamos ya pocos los que peleamos con
la esperanza de superar estas contradicciones, mientras que el resto de la gente ha optado
por ignorarlas. Otras veces, sin embargo, me digo que no, que en realidad somos muchos
quienes buscamos, de distintas formas, un poco más de claridad. Y en esos momentos de
esperanza es cuando quiero creer en la mayoría silenciosa que ocupa la tierra de nadie.

Si de veras existe esa mayoría silenciosa, tendremos que preguntarnos el porqué de ese
seguir callados. En el silencio con el que tantas personas lidian con toda esta
contradicción confluyen muchos motivos diferentes.
Entre ellos, se puede señalar que estamos en una sociedad de discursos tajantes. Hoy
hay que hablar rápido, con contundencia, decir las cosas de manera abrupta, entresacar
titulares inmediatamente y convertirlos en motivo de contestación. Eso lleva a que, en
cuanto alguien habla –incluso cuando habla con matices, generando discursos que quizá
podrían abrir la puerta al diálogo–, inmediatamente dichos discursos saltan a las redes y
a los medios simplificados. Los polemistas habituales se ponen unos a favor y otros en
contra, y todos utilizan la cuestión para enfrentarse a cara de perro. De modo que mucha
gente, que busca un discurso diferente, no lo encuentra. Y tampoco trata de crearlo,
porque ¿para qué meterse en líos?
Otro de los motivos es la falta de formación religiosa. Hay cuestiones para las que no
tenemos respuestas, y en este punto no debemos echar todos los balones fuera. A veces
no somos capaces de justificar las intuiciones, las incertidumbres, las objeciones o los
puntos que tenemos poco claros, porque no sabemos cómo argumentar. No conocemos
bien la Biblia, y a veces alguien nos puede cerrar la boca con un versículo citado fuera
de contexto. No sabemos mucho de la historia de la Iglesia y confundimos «estos
últimos siglos» con «desde siempre». ¿Cuánto hace que no leemos algún documento
oficial de la Iglesia, un ensayo sobre Dios, un libro de ética, una reflexión creyente sobre
el amor, el sufrimiento, la fe o el silencio de Dios? Algunas personas nunca lo han
hecho. Y a veces necesitaremos palabras prestadas para poner voz a las intuiciones que
se nos mueven por dentro.
También resulta muy complicado estar en una tierra en la que te vas a llevar palos
desde todos los frentes. De unos que te ven demasiado indulgente con el mundo y de
otros que te juzgan demasiado acomodado a los ritmos y tiempos de una institución
lenta. De los que te llaman tibio y de los que te llaman fanático. De quienes te tachan de
incoherente por expresar dudas y de quienes hacen lo mismo por no expresarlas lo
suficiente. Por eso mucha gente no es que renuncie a sus creencias, sino que opta por
convertirlas en algo personal, privado y sobre lo que no discute, como no se discute de
otros temas para evitar acabar a gritos.

59
11

¿Estuvo Jesús en tierra de nadie?

Uno tiene la tentación de preguntarse: «¿Dónde colocarías a Jesús en este mapa?». Es


una cuestión real, y tiene mucho sentido preguntárselo. Después de todo, definimos
nuestra fe como seguimiento de Jesús y, por ello mismo, buscamos que nuestros pasos
sigan sus huellas. Así que la pregunta es legítima. Y por eso voy a intentar responderla.
En tierra de nadie no estás únicamente porque no te queda otro sitio donde estar.
También es una opción y, como tal, una respuesta. Dios nos puede pedir hoy estar en
esta tierra de tantos, confusa y desprotegida. Quizás esta sea una nueva intemperie a la
que tenemos que lanzarnos.
¿Es que es ahí donde estuvo Jesús? La pregunta está mal formulada. El triángulo
eclesial, delimitado por creyentes inflexibles, otros que eligen un poco a la carta y otros
más directamente enfrentados a la Iglesia, es en realidad una figura que nos sirve para
explicar una situación contemporánea. La sociedad de Jesús tenía sus propias dinámicas,
que no son, sin más, equiparables a las nuestras: los zelotes y su opción violenta, el
sanedrín y su control del culto y la ley, los ocupantes romanos, el colaboracionismo de
Herodes, el aislamiento buscado por los esenios, el mesianismo como esperanza de
Israel… Todo ello configuraba un marco muy diferente.
Más que hablar de «dónde estuvo Jesús», habrá que preguntar: «Si Jesús viniese hoy,
¿dónde estaría?». Y, aun así, la pregunta sigue siendo imprecisa. Nosotros afirmamos
que el Dios de Jesús, a través del Espíritu, está presente en la Iglesia. En toda ella.
Quizás la rigidez de unos, la ligereza de otros, la beligerancia de los de más allá y las
búsquedas de no pocos sean todas ellas reflejo de un Espíritu que, en la diversidad, nos
invita a no acomodarnos.
A Jesús, el Cristo, lo encontramos hoy en nuestra Iglesia y nuestro mundo, en las
gentes, sus vidas y sus historias, en lo celebrado y lo construido, en un Evangelio que se
sigue proclamando hoy.

Con esa puntualización, lo que sí puede ser sugerente es preguntarnos también por lo que
podemos aprender del Jesús hombre y su relación con las instituciones y dinámicas de su
tiempo. ¿Qué decir en ese caso? ¿Nos permite lo que descubrimos de Jesús deducir que
hoy estaría en esta tierra de nadie?
En realidad, Jesús desborda cualquier frontera, y de ahí la enorme riqueza y

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pluralidad de la Iglesia que surge tras sus huellas. Como hombre, tuvo rasgos de
militante convencido de una nueva causa, el Reino de Dios; tuvo una veta de oposición a
un sistema que, en nombre de la ley controlada por profesionales del culto, generaba una
vivencia angustiada de la fe; y al mismo tiempo dio a sus discípulos una forma concreta
de vida, les ofreció un sentido (un tesoro y una perla preciosa por los que merecía la
pena venderlo todo), una identidad, desde la propuesta de una forma diferente de vivir y
de creer, con una lógica nueva… Nadie de su época habría podido apropiárselo, ni los
que odiaban al invasor romano, ni los que dirigían la vida del pueblo, ni los que lo
seguían. En todo caso, solo los que estaban cansados y afligidos, los que se sentían como
ovejas sin pastor, podrían haber pensado: «Este es de los nuestros».
Jesús vivió en medio de las tensiones sociales e institucionales de su época, y en ellas
se mantuvo sin atarse a nadie, pero abierto a todos. Habló con los que quisieron
acercársele, en caminos polvorientos y en el templo, institución central de la vida judía.
Lo mismo le seguía el publicano Mateo que el fariseo Nicodemo, el recaudador Zaqueo
o Bartimeo el ciego, la tranquila María o la inquieta Marta. Tuvo palabras para el sabio y
para el niño. Dudó sobre cómo hacer las cosas, sobre cómo anunciar el Reino, sobre cuál
sería la voluntad del Dios al que se sentía tan íntimamente unido. Fue tentado al
atravesar su desierto. Buscó tiempo para dar pan al hambriento, tiempo para curar al
enfermo, y tiempo para orar en la noche silenciosa. Tuvo seguidores y tuvo amigos.
Prescindió de las categorías de su sociedad y de las etiquetas que decían que los
samaritanos eran impuros y los pastores, marginados. Levantó a la adúltera del suelo,
mientras confrontaba a los acusadores con sus propias flaquezas. Inquietó al tibio, que
no se atrevía a vivir en plenitud. Supo ver el dolor de una mujer que lloraba a sus pies, y
a la vez comprendió la cerrazón de quien no la aceptaba. Transformó las vidas de
aquellos que lo siguieron. Calmó la tempestad que amenazaba a sus discípulos, pero una
tormenta interior le hizo llorar angustiado en Getsemaní.
Fue signo de contradicción. Participó en banquetes, y lo acusaron de comilón y
bebedor. El cumplidor lo increpó porque sus discípulos no ayunaban. El radical lo acusó
de dejar que se malgastase dinero en él. El sacerdote lo condenó por transgredir la ley (el
sábado) y por atacar las instituciones más sagradas (el templo). El romano lo crucificó
por querer ser rey, mientras el pueblo se veía defraudado porque no quería serlo, o lo era
de un modo distinto, no con la majestad y el poder como armas. Su gran delito fue hablar
de un Dios misericordioso que amaba a todos, especialmente a los «menos amados» de
Israel. Y por la libertad valiente y comprometida con que sostuvo esa verdad murió.
Murió en algún sitio entre la duda y la certeza, entre el sentimiento de abandono y la
entrega confiada a las manos del Padre, entre la derrota y la resurrección.

Honestamente, a Jesús es difícil categorizarlo. Se escapa. No lo podemos restringir a


«mi» tierra, «mi» mundo, «mis» gentes, porque, si algo sentimos, es que, ahora como
entonces, los caminos son muchos y las gentes diversas. En nuestra época, en nuestras
situaciones particulares y sociales, el mismo Jesús sigue iluminando, enriqueciendo y
transformando las tierras en que nos movemos.

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No creo que sea acertado sin más encerrarlo en una tierra y decir: «Es de los
nuestros». Más bien la clave está en poder afirmar desde esta tierra en la que estamos:
«Somos de los suyos». Con esas precisiones, la respuesta es que Jesús no es patrimonio
de unos pocos, pero, eso sí, a Jesús de Nazaret hoy también se le habría podido encontrar
en esta tierra de nadie de incertidumbres lúcidas y certezas valientes, de anuncio para
todos y denuncia que no niega el abrazo, en esta tierra en que el amor es fecundo y la
búsqueda, infatigable.

62
SEGUNDA PARTE
VIVIR EN TIERRA DE NADIE

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¿Por qué seguir en una Iglesia en la que a veces uno se siente incómodo? ¿Por qué hay
personas que, pese a estar en situaciones complicadas, eligen mantenerse en una
institución que parece no comprenderlas? ¿Por qué no ahorrarse los problemas o los
malos tragos y elegir el camino de un individualismo que quizás sea más fácil?
Lo primero, porque la Iglesia no es, para el creyente, un club del que te haces socio,
ni una asociación a la que te apuntas o de la que te borras según te sientas tratado.
Aunque incluya ese aspecto relacional, creemos que la Iglesia es algo más. Es una
comunidad de gente unida por el vínculo de la fe, nacida por la acción del Espíritu,
llamada a ser casa de todos, portadora de una buena noticia, y donde podemos celebrar la
vida y la fe para encontrarnos con Dios. Y por eso tantas personas no se resignan a dejar
que la Iglesia sea la triste caricatura que algunos quieren hacer de ella. Ni tampoco están
dispuestos a alejarse de ella, por más que haya quien quisiera convertirla en un coto
cerrado para unos pocos supuestamente puros. Porque muchas personas no pueden
aceptar –con razón– sentirse ciudadanos de segunda en esta ciudad de Dios.
Lo segundo, porque, aunque hasta este momento he estado hablando de situaciones
problemáticas, tensiones y algunos conflictos, sin embargo, la Iglesia es mucho más que
eso. Y hay en ella mucho bueno. Es un lugar donde construir y desde donde enriquecer
el mundo. Es el espacio donde confluyen muchas búsquedas, muchas historias, muchas
preguntas. Es comunidad que puede celebrar unida: la vida, el amor, el dolor, la muerte,
el ingenio humano, la compasión, la búsqueda de la justicia… Más adelante hablaré de
ello.
En tercer lugar, seguimos porque, si algo debe cambiar, ¿por qué no intentar hacerlo
desde dentro? A veces tienes que intentar transformar lo que amas o ayudarlo a crecer,
pero no a base de ponerte enfrente y lanzarte al acoso y derribo, sino arrimando el
hombro y siendo consciente de que el deseo de cambiar es convicción, es compromiso y
es búsqueda compartida de la verdad. Una búsqueda en la que, además, uno reconoce
que tampoco tiene todas las certidumbres, y tendrá que escuchar las razones de quien ve
las cosas desde otra perspectiva.

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12

Tensiones en un camino

A menudo hablo de tensiones. Creo que la tensión es parte de la vida, una parte
necesaria. Es verdad que hay que evitar los excesos. Demasiada tensión puede acabar
con uno. Y a veces también con quienes lo rodean. ¿Nunca has oído decir de alguien,
quizás con exasperación, que es demasiado intenso? ¿O nunca te han alertado, tal vez
también a ti, de que se te veía un poco tenso? Normalmente, cuando alguien dice eso, lo
que quiere expresar es que te estás pasando, y te está pidiendo que te relajes un poco.
Porque el exceso de tensión provoca, al final, que las personas exploten y las situaciones
se descontrolen. Como la cuerda de una guitarra, que, si sigues apretando la clavija,
llegará un momento en que se rompa por algún sitio.
Pero, en el extremo opuesto, tampoco es el ideal tal liberación de tensiones que te
instales en una placidez que raya en la blandura. ¿Nunca has oído decir de alguien que
parece que no tiene sangre en las venas? ¿O que se le pasea el alma por el cuerpo? A
veces lo que querríamos de ciertas personas es un poquito más de intensidad, de energía,
de interés o intención. Porque si nada te preocupa, si nada te motiva, te mueve o te tensa,
terminas convertido en un sujeto inerte.
Una buena dosis de tensión es saludable y necesaria en la vida.
En la Iglesia nos va a tocar aceptar unas cuantas.

Ni rebeldía ni sumisión: resistencia

Permítaseme aludir al teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer cuando, ante las


atrocidades del nazismo, defendía la necesidad de resistencia[11]. Una resistencia que lo
llevó a terminar ahorcado por el régimen nazi al que plantaba cara.
No pretendo yo establecer aquí una comparación de la Iglesia con el nazismo, ni
mucho menos. Mi intención es poner el acento en la actitud interior de quien siente que
no debe aceptar acríticamente algo con lo que no está de acuerdo. Salvando entonces las
distancias, cuando uno habla de obediencia en la Iglesia, de aceptar las disposiciones, las
normas, el magisterio, ¿cómo hemos de entender esto?
La sumisión –en cualquier orden de la vida– viene a ser el aceptar, sin cuestionarla,
la autoridad o voluntad de una persona o grupo de personas, una institución o un Estado.
Ese sometimiento puede nacer del miedo, de la violencia, o, por el contrario, de una

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convicción y confianza tan absolutas que uno antepone lo que digan otros a cualquier
otra consideración –incluyendo el propio juicio–. Hay en la tradición religiosa una
conciencia de la obediencia en y a la Iglesia que tiene algo de sumisión. Ignacio de
Loyola, en sus reglas para sentir con la Iglesia, habla de que si esta dice negro, tú digas
negro aunque veas blanco[12]. Ahora bien, el propio Ignacio a menudo peleó para que la
Iglesia dijera blanco cuando él veía que algo debía ser diferente –por ejemplo, su
concepto de la vida religiosa, que tenía ciertas novedades respecto a lo que entonces
parecía conveniente–. Tampoco se trata de estar siempre cuestionando, instalados en la
rebeldía, o convirtiendo la propia perspectiva en la única referencia válida, pero sí parece
necesario responder ante lo que uno considera equivocado. ¿En qué consiste, entonces,
la resistencia?
La resistencia es la capacidad de echar raíz. Para apoyarse, pero también para
permanecer firmes cuando no debemos movernos. En la Iglesia nosotros necesitamos
echar raíz. Y la echamos en una mezcla de Evangelio, tradición y conciencia de que el
Espíritu de Dios sigue soplando. Por eso, absolutizar cualquiera de esos tres elementos
por separado sería un error. Resistencia es una actitud de búsqueda, en la que se quiere
ser fiel –que no es estar inmóvil–. Y esa fidelidad en algunas ocasiones será el apoyo de
lo que ya está consolidado, pero en otras tendrá que ser plantear objeciones, hacer
preguntas o pedir cambios, si esto nace de un deseo de ser coherente con el Evangelio y
obediente a la voluntad de Dios.

Hace unos años, decir que uno podía estar en desacuerdo con el papa inmediatamente
suscitaba las iras de los guardianes de la ortodoxia, que alegaban que era absolutamente
intolerable cuestionar a quien ostenta la máxima autoridad en la Iglesia. Supongo que
hoy, cuando algunos de esos mismos guardianes no se privan de cuestionar, en privado y
en público, afirmaciones del papa Francisco que no comparten, se habrán vuelto un poco
más favorables a la resistencia. De nuevo, la perspectiva ayuda bastante.

Excursus: No me resigno

Se cita a menudo una frase de Arrupe, entonces superior general de los jesuitas, en la
que afirmaba: «No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si no
hubiera vivido».

«No me resigno». Una frase de un hombre grande, que hoy se me vuelve pregunta.
¿Y yo? ¿Vivo resignado o combativo? ¿Acostumbrado o inquieto? ¿Domesticado o
rebelde? Y la pregunta sigue tomando cuerpo. ¿A qué no me resigno yo?
No me resigno a que mi fe sea solo rutina. Tiene que ser batalla, duda, fuego,
aliciente, refugio e intemperie al mismo tiempo. No me resigno a que tantos estén de
vuelta de Dios sin conocerlo, sin darle ni siquiera una oportunidad a su posibilidad.
¡No! No me resigno a la noche que acaba con el horizonte sin esperanza de otro

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amanecer. No me resigno a que los deseos sean mayores en mi memoria que en mi
ahora. Ni a que la injusticia me deje indiferente. No me resigno a sucedáneos del
amor. A vivir más entretenido que entregado. A la ironía cómoda y distante. A la
crítica sin profecía. A dar vueltas moviendo molinos en lugar de luchar contra ellos.
A la ceguera. No me resigno. Tampoco a creer que ya está todo dicho, en el mundo,
en la Iglesia, en la fe, como si los tiempos no trajeran nuevos signos, nuevos retos,
nuevas situaciones para las que no hay aún respuestas. No me resigno a dejar que los
dispensadores de veredictos se empeñen en tener la única palabra sobre todo. Ni a las
etiquetas que vuelven invisibles a las personas, cuyas historias son únicas y
preciosas. No me resigno a disfrazar el miedo de prudencia, la cobardía de silencio o
la comodidad de estrategia.

La paciencia ¿todo lo alcanza?

La segunda tensión tiene que ver con los tiempos de la Iglesia. Esta es una institución
enorme. Y milenaria. Quizás la más antigua gran institución que perdura en el mundo.
Ha atravesado distintas edades: ha sido antigua, medieval, moderna y contemporánea.
Muchos han querido firmar su acta de defunción, pero ahí sigue, atravesando el tiempo,
con sus luces y sus sombras. Es una institución de la que forman parte más de mil
trescientos millones de fieles. Es cierto que muchos tendrán una pertenencia débil, pero
estamos hablando de casi la quinta parte de la población mundial. Por eso, cuando uno
percibe que hay algunas cosas que tienen que cambiar, aunque lo crea necesario, y justo,
ha de mirar con perspectiva. Esta institución necesita tiempo para moverse.
Pero se mueve. Si miramos al pasado, cuestiones que en su momento parecían
inamovibles ya no están ahí. La violencia que rigió las relaciones de los pueblos en otras
épocas hoy resultaría inconcebible. La pena de muerte ya no cabe en nuestro modo de
entender la justicia. La esclavitud resulta intolerable para cualquier persona con valores.
La intolerancia religiosa y la imposición de un credo a cualquier precio chocan
frontalmente con las declaraciones actuales sobre la libertad religiosa. Sin embargo,
hubo épocas en que la violencia se veía como la forma adecuada de afrontar los
conflictos. Hubo tiempos en que la Iglesia condenaba a muerte –o entregaba a la justicia
civil para que fueran condenados a muerte– a quienes consideraba sus enemigos
(aunque, todo sea dicho, no de una manera tan extrema y salvaje como alguna leyenda
negra se ha empeñado en propagar, y es posible que con más humanidad que otras
instituciones y tribunales de las mismas épocas). Los obispos o las órdenes religiosas
tenían esclavos, porque se asumía que algunas razas carecían de alma –si bien dentro de
la misma Iglesia voces discordantes clamaban por un cambio, que propugnaron y
lograron–.
Siempre ha habido protagonistas de los cambios, personas que empujan, por su
intuición, su conciencia, su manera de ver la realidad, en otra dirección. Pero no son
transformaciones que se puedan dar de la noche a la mañana. A veces ni siquiera en una

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generación. Mucho de lo que hacemos es ir preparando el terreno, desbrozando,
sembrando y regando, hasta que las cosas den fruto y hasta ver si tras esas intuiciones
hay de verdad una semilla que prende en la vida de las personas.
Y sí, sin duda, mucha gente no tiene paciencia para esto. Hay bastantes personas que,
sintiendo que algunos cambios no terminan de producirse y quizás tardarán décadas, se
plantean que «para mí llegará tarde». Pero, en realidad, ¿no hay algo demasiado reducido
en esta manera de mirar? No peleamos solo por nosotros. Peleamos para que la historia
sea, cada vez más, una historia de salvación. Para que el mundo avance al ritmo de la
esperanza, hacia una sociedad donde el Evangelio sea más germen, más fundamento,
más ocasión de sanar las heridas. Peleamos para buscar la verdad, una verdad que
necesita tomar cuerpo en distintos tiempos y culturas.
La paciencia es aceptar que uno es parte de una historia mayor. Sentirse heredero de
una tradición viva, forjada en la fidelidad al Evangelio, las aportaciones de buscadores
de distintas épocas y los signos de los tiempos presentes, que nos plantean nuevas
preguntas y urgencias.

Excursus: No olvides

Puede que en un día de tormenta, con el cielo furioso, un manto gris de nubes y el
frío atenazándote, tú, por dentro, exultes. Pero hay otros días en los que la zozobra, el
frío o la grisura van por dentro. Aunque fuera el sol brille con despreocupada
libertad, recordándote que la vida es mucho más.
En esos días grises te pesan los silencios, te muerden viejos fantasmas que, de
vez en cuando, te recuerdan que siguen ahí. Esos días Dios parece callar y el corazón
está como encogido. Te parece que las piedras en que siempre tropiezas se quieren
convertir en muro que te encierre. Volviste a dejar que te hirieran. Esos días, cada
una de tus miradas esconde un ruego silencioso.

No olvides. No olvides la música que ha sonado tantas veces. No olvides la Presencia


que alivia tus miedos. No olvides la Palabra que es respuesta, aunque no la notes. No
olvides las batallas de otros, que te siguen necesitando. No olvides el mundo,
escenario de tragedias, comedias y dramas en los que hace falta quien siga eligiendo
amar. No olvides creer. Y no olvides que, al final, el tiempo es aliado. Confía en un
futuro que está poblado de nombres, sueños que se convierten en logros, miradas que
al fin darán con la luz. Confía en esta larga marcha en la que nos vamos dando el
relevo unos a otros, alumbrando certidumbres, conquistando la alegría, descubriendo
una verdad que baila con cada historia.
Así que no olvides, confía, y no te rindas si algunos días te abruma la lentitud, te
cuesta ver resquicios para la esperanza o te parece que la historia no hace progresos.
Las semillas ya están sembradas desde que el Amor se hizo uno de los nuestros.

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El que calla ¿otorga?

Dice un texto muy conocido del libro del Eclesiastés que hay un tiempo para cada cosa.
En la enumeración que va haciendo, introduce que hay un tiempo para callar y un tiempo
para hablar. Tal vez, pues, la encrucijada no sea solo de hoy.
Entre el silencio y la palabra, entre la paciencia y la acción, entre el algún día y el
ahora, entre la contemplación callada y la profecía a voz en grito, ¿cómo elegir?
¿Cuándo hablar y cuándo callar? «Si se calla el cantor, calla la vida», escribió Horacio
Guarany en una canción que inmortalizó la voz de Mercedes Sosa. Pero no siempre es
fácil cantar. Cantar la justicia, cantar la diferencia, cantar el encuentro… Hoy vivimos en
una sociedad donde todo el mundo habla. Las redes han dado altavoz a casi cualquiera.
En ocasiones, tras la fachada de falsos avatares, se oyen verdaderas barbaridades. Y, en
según qué ámbitos, hay lapidaciones virtuales de personas por afirmar algo diferente a lo
que defiende una mayoría (sea lo que sea). A veces, piensa uno, sería mejor callar. Pero,
si callamos siempre, ¿no dejaremos el terreno expedito para que solo se escuche la voz
de los estridentes?
No se trata de callar, ni tampoco de gritar, porque sí. Se trata de intentar discernir
cuándo es el momento de hablar, desde la libertad y la fidelidad a Dios. Y se trata,
también, de aprender cómo y en qué términos hablar. Se trata de negarse a entrar en el
juego de los linchamientos, las descalificaciones o los veredictos implacables. Pero sin
sucumbir al miedo. Se trata de hacer justo lo contrario de lo que se estila. Porque se
estila, en público, vociferar sin escuchar jamás las opiniones de los otros. El reto es
aprender a acoger otros puntos de vista, y después tratar de dialogar. Sin pretender, a
priori, que el que piensa distinto es perverso.
Lo que pasa es que no basta escuchar. En ocasiones es necesario pronunciarse. Es
verdad que, cuando lo haces, te pueden llover los palos. Pero el miedo es mal consejero.
Demasiadas veces, ante algunas polémicas, la mayor crítica que reciben algunos de
nuestros obispos es que, si sabemos que hay voces diferentes y discordantes sobre
algunas cuestiones, ¿por qué eligen el silencio? ¿Es por un corporativismo mal
entendido? ¿Es que piensan que sería un mal testimonio el mostrar una Iglesia donde hay
diferencias –y a veces posturas contrapuestas– respecto a algunos temas?

¿Siempre ha sido así?

¡Cuántas veces, y en cuántos contextos, nos vemos cuestionados por alguien que
convierte la tradición en una jaula! El «Siempre ha sido así» es una de esas afirmaciones
que a menudo arranca de una falsedad, porque el «siempre» tiene fecha límite. ¿Siempre
es desde que está una persona en un sitio? ¿Desde que tal o cual concilio definió algo?
¿Desde santo Tomás? ¿San Agustín? ¿Constantino? Lo que parece claro es que un
«siempre» de más de dos milenios es bastante infrecuente. Querer convertir en eterno o
imperecedero lo que nació para servir en una época, y con los datos y la comprensión de
la realidad propios de esa época, tiene el riesgo de sacarlo de contexto y hacernos ciegos

69
al mundo al que estamos enviados.
Pero, al mismo tiempo, usar esa caducidad como argumento para no apreciar el
pasado o no valorar la tradición es también un error. He ahí una de las tensiones más
necesarias en la fe. Saber buscar en el pasado. Aprender a confiar en una sabiduría
compartida por muchos hombres y mujeres que ya han recorrido este camino. Tratar de
formarse para entender cuándo, por qué y con qué finalidad surgieron muchas de las
doctrinas, formulaciones y ritos que hoy tenemos. Porque a veces no hay que cambiar
sino comprender mejor. En ocasiones la comprensión nos ayudará a entender la
continuidad. Otras veces, esa misma comprensión es la que nos invitará a cambiar la
letra para que permanezca la música.
Que conste que el olvido del pasado no es patrimonio de los creyentes. Hoy en
muchos ámbitos de la vida se corre el peligro de ignorar el pasado. O, peor aún, de
querer manipularlo para ponerlo al servicio de los propios intereses. Revisionismos,
memorias incompletas, lecturas ideológicas de la historia, todo eso ocurre a menudo.
Frente a ello, a nosotros se nos invita a buscar ese sano equilibrio entre la mirada al ayer
del que bebemos y la apertura a un mañana que no puede estar ya escrito.

¡Qué suerte tú, que lo tienes todo claro!

Hace años, siendo más joven, creía que la prueba de una fe sólida era tener respuesta
para todo. En aquellos momentos vivía con la errónea percepción de que, cuanto más
seguro me mostrase, más convincente sería. Y por eso intentaba tener en todo momento
argumentos con los que rebatir cada objeción. Recuerdo una conversación con una buena
amiga que un día, tras hablar largo rato de temas de fe, me dijo: «¡Qué suerte tú, que lo
tienes todo claro!». Al escucharla, hubo una mezcla de sentimientos. Mi primera
sensación fue de triunfo, como si efectivamente estuviera consiguiendo mostrar esa
convicción a prueba de vendavales. Sin embargo, noté otro sentimiento no tan positivo.
Por una parte, la exclamación de mi amiga no era la de quien se convence gracias a lo
que ve. Expresaba, más bien, una distancia triste: la de quien divisa, desde lejos, algo
inalcanzable y, por ello mismo, se ve más abocado a la rendición que a la perseverancia.
Pero, además, siendo honesto, a poco que me mirase por dentro tenía que reconocer
que ese «lo tienes todo claro» no era cierto. ¿Era eso lo que estaba transmitiendo? ¿De
verdad, con mi manera de hablar de Dios, estaba mostrando una seguridad, una
certidumbre y una claridad incuestionables? Si sucedía así, de algún modo estaba
dejando ver solo una parte muy pobre de la realidad. Porque, siendo sincero, tenía que
reconocer que, aunque hay veces que tengo algunas cosas claras, otras muchas todo
queda envuelto en brumas. Hay momentos en que me parece evidente la verdad de Dios
y su Evangelio, y otros en que me atormentan la duda y la inseguridad.
La duda no es enemiga de la fe. Es parte de la fe. Demasiadas veces me ha tocado
acompañar procesos de personas que se sienten abrumadas por preguntas que perciben
como incompatibles con la fe. Gente que se pregunta por Dios y por su Evangelio. Que

70
reconoce que, en algunos momentos, tiene la sensación de estarle rezando al vacío. Y
entonces, en esos instantes, se cuestionan: ¿de verdad existe Dios? Y si existe, ¿será tal y
como lo pensamos? ¿En serio que nos habla? ¿No será todo esto un invento, una
quimera, el deseo de que haya algo más? Mira tú que si el último día descubriéramos que
con la muerte se acaba todo. ¿Es verdadero el Tú que a veces siento, y llamo Espíritu, o
será una mezcla de sugestión y abstracción compartida? ¿Dónde está el límite, la
frontera, entre la voluntad de Dios y disposiciones que son mucho más humanas?
Hace años se publicó la correspondencia de la madre Teresa de Calcuta con sus
directores espirituales. El libro (Ven, sé mi luz) resultó sorprendente al revelar la enorme
oscuridad por la que tuvo que atravesar esta santa, una mujer que, en medio de una
consagración radical, sin embargo, ahora aparecía bajo un prisma nuevo, como alguien
atormentado por una oscuridad que a veces pasa por la sensación de que Dios no está.
«Llamo, me aferro, yo quiero –y no hay Nadie que conteste–. No hay Nadie a
Quien yo me pueda aferrar –no, Nadie–. Sola. La oscuridad es tan oscura, y yo
estoy sola. Despreciada, abandonada. La soledad del corazón que requiere el
amor es insoportable. ¿Dónde está mi fe? Incluso en lo más profundo, todo
dentro, no hay nada sino vacío y oscuridad. ¡Dios mío, qué doloroso es este dolor
desconocido! Duele sin cesar. No tengo fe. No me atrevo a pronunciar las
palabras y pensamientos que se agolpan en mi corazón y me hacen sufrir una
agonía indecible. Tantas preguntas sin respuesta viven dentro de mí –me da
miedo descubrirlas a causa de la blasfemia–. Si Dios existe, por favor,
perdóname»[13].
«Ahora, padre, desde 1949 o 1950 este terrible sentido de pérdida, esta indecible
oscuridad, esta soledad, este continuo deseo de Dios que me produce ese dolor tan
profundo en mi corazón. Las tinieblas son tan profundas que realmente no veo, ni
con mi mente ni con mi razón. El lugar de Dios en mi alma está vacío. No hay Dios
en mí. Cuando el dolor de esta ansia es tan grande, yo simplemente deseo y deseo a
Dios, y entonces es cuando siento: “Él no me quiere, no está allí”. El cielo, las almas,
son solo palabras que no significan nada para mí. Mi vida parece tan contradictoria.
Ayudo a las almas –¿para ir adónde?–. ¿Por qué todo esto? ¿Dónde está mi alma en
mi ser? Dios no me quiere. A veces solo escucho a mi corazón gritar: “Dios mío”, y
no viene nada más. No puedo explicar la tortura y el dolor. Desde mi infancia he
tenido el amor más tierno a Jesús en el Santísimo Sacramento, pero eso también se
ha ido. No siento nada ante Jesús y, sin embargo, por nada perdería una santa
comunión»[14].

La duda no es enemiga de la fe. Es parte de ella. Quizás la fe sea un pulso constante, en


la vida, entre algunas incertidumbres y algunas certezas. Es más, a menudo las pocas
seguridades que tenemos no son nuestras, sino que son de otros, sostenidas en la fe de
una comunidad.
Podemos dudar a todos los niveles.
Dudamos sobre el Misterio: si existes, ¿por qué no nos lo has puesto más claro,

71
Señor? ¿Por qué no eres un Dios evidente? ¿Cómo entender que haya creencias tan
distintas? ¿Hablas? ¿Callas?
Dudamos también al mirar al mundo. Quizás la gran pregunta, la fuente de las
mayores dudas, es la cuestión del sufrimiento. ¿Por qué lo permites? ¿Es que no puedes
evitarlo y eres débil? ¿Es que puedes y no quieres y eres malo? ¿Es que no existes? ¿Es
que el sufrimiento tiene un sentido inaprensible para nosotros?
Dudamos también sobre la Iglesia –este libro arranca de muchas de esas dudas–.
¿Hasta dónde aceptar, cuestionar, luchar, criticar, abrazar todo esto que llamamos
Iglesia? ¿Qué margen de autonomía tenemos? ¿Dónde termina la crítica y empieza el
abandono? ¿Dónde termina la fidelidad y empieza la sumisión?
Y dudamos, al mirar al espejo, sobre nosotros mismos. ¿De veras yo soy capaz de
vivir todo esto que Tú pareces soñar sobre mí? ¿De veras soy alguien llamado a vivir de
una manera determinada? ¿De veras cuentas conmigo? ¿Mi vida marca una diferencia a
tus ojos?

Sin embargo, la duda es muy necesaria. Y muy útil. Casi habría que darle la vuelta a
aquella frase de mi amiga para decir: «¡Qué suerte tú, que dudas!».
La duda nos aleja de dogmatismos que apisonan. Si uno se cree portador y garante de
una verdad apresada, puede terminar incapaz de dialogar, convencido de no tener nada
que escuchar y sí mucho que decir.
Nos hace humildes, con la humildad de quien es consciente de ser vulnerable. Y con
la lucidez de quien sabe que no posee el monopolio de la razón. Esto es hoy en día más
que necesario en tantas cuestiones eclesiales y sociales. Y es también necesario a la hora
de no dar recetas de papel o consejos imposibles a la gente que, desde su angustia y sus
tinieblas, pide orientación y ayuda.
Nos recuerda la importancia de seguir haciendo preguntas, y no solo vendiendo
respuestas. Para profundizar en la comprensión de un Evangelio que aún ha de encontrar
cauces para transformar el mundo. Para encontrar nuevas formas de hacer presente a un
Dios que, demasiadas veces, parece ausente.
Nos hace buscadores. Y tal vez esa es una buena imagen del creyente hoy. No es
únicamente quien ha encontrado un tesoro y lo comparte. Es también el que continúa
persiguiéndolo. En un mundo en el que demasiada gente ha dejado de preguntarse, de
soñar y de explorar, creemos que es tan importante seguir buscando a Dios que
consagramos buena parte de nuestra vida a dicha búsqueda.

[11] D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 2008.


[12] IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales [365]: «Debemos siempre tener, para en todo acertar, que
lo blanco que yo veo creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina».
[13] MADRE TERESA, Ven, sé mi luz. Las cartas privadas de «la santa de Calcuta», Planeta, Barcelona
2007, 232.
[14] Ibidem, 259.

72
13

La Iglesia de Jesús:
ensanchando la mirada

Hasta ahora, el recorrido que llevamos hecho podría invitar a un cierto escepticismo. Se
han abordado cuestiones problemáticas, situaciones inciertas, preguntas que no sabemos
bien cómo responder. Reconocemos que muchas personas se sienten, en esta tierra de
nadie, un poco inseguras, perdidas, peleando por hallar respuestas que no terminan de
encontrar. Pero la historia de la Iglesia no se puede leer solo desde sus fracasos. Hay
también en esa historia –y en el momento presente– mucha luz, mucho bien y muchos
motivos para la esperanza. Un poco más arriba preguntaba: ¿por qué seguir?
Una de las respuestas que daba allí es que seguimos porque la Iglesia es mucho más.
Es cierto. Y es hora de hablar de eso más, porque si solo nos quedamos con las
situaciones problemáticas, con las asignaturas pendientes o con los motivos de conflicto,
estaremos perdiendo de vista la perspectiva global. A veces hay que alejarse un poco
para tomar distancia y ver el cuadro completo. Entonces uno gana perspectiva, hondura y
comprensión. Es hora de intentar ensanchar la mirada.
El cuadro completo de la Iglesia es mucho mayor que las tierras de nadie. Parto de una
constatación: la Iglesia es mucho más que una agrupación de gente unida por afinidades,
normas o una manera de ver el mundo. La Iglesia es la enorme comunidad de personas
que creen en Cristo y que se sienten (nos sentimos) unidos a él, en una relación
profunda, única, diferente. La Iglesia anuncia a Jesús. Y eso es una buena noticia.
Anuncia que hay un Dios. Que ese Dios, el creador discreto, ha puesto en marcha una
creación que no deja de avanzar. Que Dios, en Jesús, se ha hecho historia con nosotros.
Que en esa creación y en esa historia cada ser humano está llamado a reflejar al Espíritu
que nos habita si lo dejamos. Que eso no es una obligación, sino una elección libre –
porque así, libres, nos creó Dios, y también sabios, lúcidos, ingeniosos, capaces de amar,
de sanar, de construir–. Dios no es un Dios evidente (pues un Dios evidente nos haría
esclavos). Es un Dios que, en todo caso, se deja encontrar. Y para ayudarnos a
encontrarlo nos tenemos unos a otros.

Excursus: El peligro de un Dios evidente

73
A menudo pienso en por qué, si Dios existe, no es un poco más visible. Por qué no
nos lo ha puesto más claro. Por qué, si de verdad resucitó, no se pasea por nuestras
calles con despreocupada naturalidad. O por qué no viene a nuestra oración de una
forma tan clara, tan perceptible, tan innegable que no tengamos que andar
preguntándonos si de verdad está ahí o si eso que sentimos es tan solo fruto de la
autosugestión. ¿Por qué no nos indica más claramente su voluntad, para que
podamos elegirla siempre? ¿Por qué no se hace notar, para que no haya quien lo
niegue, ni quien niegue al prójimo?
Creo que un Dios evidente nos haría esclavos. Inmediatamente seríamos criaturas
obligadas a rendir culto a esa deidad superior. Toda nuestra vida sería un acto de
obediencia impuesta, mucho más que de fidelidad elegida. El Dios evidente anularía
el regalo más precioso de su creación, que es el hacernos humanos y libres, a su
imagen y semejanza. Capaces de amar, pero no obligados a hacerlo. Libres para
crear, pero no encadenados a su proyecto. Sensibles para acoger su Espíritu, pero no
invadidos por él. No. Dios no ha querido ser el Dios-sobre-nosotros, sino un Dios-
con-nosotros, discreto en su presencia, que se propone pero no se impone.

Jesús es, para nosotros, el rostro más humano de Dios. La manera más explícita en que
este Dios sale a nuestro encuentro. En Jesús encontramos no solo la intuición de quién y
cómo es Dios; también encontramos una provocación sobre qué y cómo podemos ser los
seres humanos. Jesús es una ventana abierta hacia el Creador y un espejo que nos
devuelve la mejor imagen que podemos alcanzar.
En ese hacerse el encontradizo, el Dios de Jesús nos mostró que la fe se vive con
otros. Reunió a una comunidad de amigos, que después, por la acción del Espíritu, se
sintió iglesia, con una misión: llevar la buena noticia hasta el fin del mundo.
Seguimos porque, en lo más hondo, tenemos una buena noticia que anunciar.
Aunque a veces nos extraviemos y nos convirtamos más en profetas de calamidades o
nos distraigamos en lo menos importante. Tenemos una buena noticia para este mundo,
que hemos aprendido y seguimos aprendiendo en Jesús. Y creemos que la Iglesia, con
todas sus grietas, es portadora de esa Buena Noticia. No propietaria sino portadora,
llamada a compartirla hasta que llegue a los confines del mundo.
El amor es posible. La justicia es inmortal. Hay espacio para la misericordia y la
compasión en este mundo. Existe la felicidad, pero no hay que confundirla con tristes
sucedáneos. A la felicidad la llamamos bienaventuranza. La amistad es mucho más que
las afinidades; es la capacidad de encontrarnos compartiendo el pan, la paz y la palabra
con otros hombres y mujeres igualmente seducidos por el mismo Dios. Somos iguales,
porque todos los seres humanos tenemos la misma dignidad, aunque seamos distintos,
porque cada uno es único. Somos parte de una creación que aún está desplegando sus
posibilidades. Porque Dios ha puesto en nosotros la misma capacidad de crear. Nos ha
hecho capaces de imaginar, de anhelar, de ir descifrando los misterios del universo. Y
así, poco a poco, podemos ir empujando el mundo, haciendo que la vida sea más plena.

74
Es verdad que esto no es automático, que no tenemos garantizado acertar. Tal vez el
precio de la libertad sea la posibilidad de equivocarnos, o de elegir mal. Y, al hacerlo,
podemos dejar víctimas. Pero el horizonte merece mucho la pena. Somos capaces de
amar. El amor verdadero, el amor a imagen de Dios, el amor que todo lo da, todo lo cree,
todo lo espera –como diría san Pablo– es una aspiración universal. Y cuando, por un
instante, lo tenemos, nos damos cuenta de lo plena que puede ser la vida. Hemos nacido
para el amor. Esa es una buena noticia. Y creemos, además, que la vida tiene sentido.
Que forma parte de una corriente mayor, de una historia que definimos como «historia
de salvación». Salimos de Dios, que es nuestro principio y fundamento, y a él
regresaremos un día, pues creemos que la muerte es la puerta a un abrazo que aún no
entendemos, pero intuimos.

¿Se puede creer todo esto en solitario, o es «necesaria» una Iglesia para abrazar una fe
así? La realidad es que todo esto lo llegamos a creer porque hay una Iglesia que lo
transmite. Una Iglesia en la que se ha ido poniendo nombre a las intuiciones de muchos
hombres y mujeres que plasmaron sus búsquedas. Si conocemos el Evangelio, si
vibramos con las bienaventuranzas, si nos emociona la compasión del buen samaritano,
si nos vemos reflejados en la esperanza del hijo pródigo, tenemos que reconocer que
todo este conocimiento ha llegado a nosotros gracias a una Iglesia, a una comunidad de
testigos que se han ido transmitiendo la fe. Y gracias a una historia en la que, aunque a
veces nos chirría lo malo, también es justo afirmar que hay mucho bien, muchos testigos
santos del Evangelio, muchos buscadores sinceros de Dios, muchos constructores de su
Reino y una enorme creatividad para continuar su obra hoy.

Demasiadas veces, los «problemas» que nos genera la pertenencia a la Iglesia tienen que
ver con una mirada estrecha, que lo reduce todo a jerarquía y magisterio. Y por supuesto
que jerarquía y magisterio son importantes. La jerarquía, como en cualquier
organización, es el ejercicio de la autoridad formal –ojalá en la Iglesia sea más gestión
del servicio que del poder–. Es una parte fundamental de la toma de decisiones. Y el
servicio de la autoridad es un carisma necesario, pero uno entre otros, y que además se
ejerce con muchos talantes distintos. Porque la jerarquía tampoco es un bloque
monolítico. Es una realidad diversa, plural, con múltiples voces. Y por eso no vale caer
en la caricatura o simplificar. Decir «Los obispos hacen, dicen, piensan…» como si
todos –los más de 5 000 que hay– hiciesen, dijesen o pensasen lo mismo, es un error. Lo
mismo ocurre con los sacerdotes (más de 400 000 en el mundo). Hay tanta variedad que
es una riqueza. Pero, además, es que la Iglesia es mucho más que uno de los carismas
que puede haber en ella. La Iglesia es jerarquía, laicado, vida consagrada, jóvenes,
ancianos, hombres, mujeres, todo tipo de gente. Justo eso es la Iglesia.
También el magisterio es una piedra de tropiezo para mucha gente. Lo he descrito en
páginas anteriores. Mucha gente se siente maltratada por algunas afirmaciones. Se siente
excluida o se siente incomprendida. Y tal vez, en no pocos casos, dicho sentimiento es
muy legítimo porque, efectivamente, hay incomprensión. Pero la Iglesia es mucho más

75
que algunas afirmaciones magisteriales hechas en un momento determinado. Incluso la
reflexión en la Iglesia es mucho más que el magisterio. También es teología. Y la
teología tiene muchos matices, muchos acentos, muchas búsquedas. La teología quiere
abrir caminos, hacerse preguntas, buscar respuestas.
Más aún: la Iglesia es pastoral, que es algo mucho más amplio. El papa Francisco ha
hecho de la aproximación y el talante pastoral el santo y seña de su pontificado. Hay
quien lo ataca por ello, quien lo considera un catequista ilustrado, quien no consigue
entender esta manera de actuar, en la que se pone a las personas por delante de la ley. Sin
embargo, existe una intuición –creo– muy profunda en ese giro que supone la atención
pastoral. Es la conciencia de que la vida tiene derecho a urgirnos, a cuestionarnos, a
hacer que nos replanteemos, una y mil veces, certezas que creíamos inamovibles. O a
enfrentarnos con nuevas situaciones y posibilidades que antes ni siquiera imaginábamos.
¿Puede haber reformas en la Iglesia que arranquen por la vía de los hechos? ¿Es
posible que, cuando se formulan ya como parte del magisterio algunos cambios, sea tras
un largo proceso de vida eclesial, discusiones teológicas y diálogo con una cultura que se
va transformando? Por supuesto. Sin ir más lejos, ahí está el último cambio en el
catecismo sobre la pena de muerte. Hoy no consideramos que la pena de muerte pueda
ser legítima en ninguna circunstancia, cuando en otras épocas la propia Iglesia tenía
tribunales que entregaban a la justicia a quien atentase contra determinadas leyes, para
ser condenados a muerte. Pero, por la vía de los hechos, gente de Iglesia lleva siglos
oponiéndose a la pena de muerte. La intuición de algunos pastores, hombres y mujeres
capaces de percibir otras urgencias, es la que hace que se siembre la duda sobre
convicciones hasta entonces inamovibles.

Por lo tanto, la Iglesia es mucho más que jerarquía y magisterio. Me gustaría proponer
otra clasificación, que ni es original ni es nueva. Es, más bien, clásica y ha atravesado los
siglos. Es la que insiste en describir la Iglesia desde cuatro dimensiones de su actividad.
La Iglesia es comunidad (koinōnía), es servicio (diakonía), es celebración (leitourgía) y
es testimonio (martyría). En los próximos capítulos intentaré vincular esto con nuestra
vida cotidiana.

76
14

Comunidad:
la sensación de pertenencia

Uno de los grandes problemas de nuestra época es la soledad. No únicamente en el caso


de personas mayores, ancianos que, llegando a la etapa final de sus vidas y habiendo
perdido ya muchos de los vínculos de su etapa adulta, pasan solos sus últimos días
(aunque también). La experiencia de la soledad tiene más rostros, más formas, y se vive
de distinto modo en muchas historias. Cuando, hace un tiempo, publiqué Bailar con la
soledad, sugería que esta era una vivencia universal[15]. La acogida del libro y los
diversos ecos que he recibido de gente tan distinta me han confirmado en esta intuición.
Mucha gente se siente sola. Quizás no absolutamente sola. No todo el tiempo. Pero sí
más de lo que quisiera. En realidad, tendemos puentes con otros de distintas formas: la
relación de pareja u otros vínculos familiares, la amistad, el compartir algunas
aficiones…
Si hablo de un sentido de pertenencia, se entenderá bien. Mucha gente valora y
comprende lo que significa ser miembro de algo. Sentirse parte de un proyecto común,
de un grupo humano, verse integrado en una comunidad. De hecho, quizás una de las
sensaciones más terribles que puede tener una persona sea la de sentirse excluido
queriendo ser parte de algo. ¡Cuántas historias hemos oído de gente que, de algún modo,
intenta encajar a cualquier precio! Necesita ser incluida y el miedo al rechazo, a no tener
sitio, se vuelve pesadilla. A algunas edades, esto es especialmente difícil.
Para contrarrestar la tendencia contemporánea a la fragmentación y al aislamiento,
aparecen mil formas de asociación que intentan paliar esa sensación de no tener a nadie.
Las redes sociales quizá sean un buen exponente de ello. Gente buscando a gente.
Afinidades que se convierten en gancho para el encuentro. Es curioso ver cómo, en
distintas páginas web, los que opinan tienden a ir buscando alianzas y haciendo bloques.
Tenemos una necesidad grande de ser parte de algo. Las afinidades se van convirtiendo
en una forma de establecer vínculos: los seguidores de un equipo de fútbol, los fans de
una cantante, los defensores de un tipo de alimentación, los que eligen la misma estética,
quienes comentan una serie de televisión, los preocupados por una causa concreta, los
que comparten intereses o aficiones… Todo eso se puede convertir en puerta abierta para
formalizar algún tipo de pertenencia. Es verdad que con distintos grados de implicación.
A veces basta un clic para conectarse o desconectarse. Otras veces la formalidad pasa

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por una cuota, una inscripción, determinadas conductas. En ocasiones es formal y en
otras, informal. Pero muchos podríamos preguntarnos, en algún momento de la vida: «Y
yo ¿de qué formo parte?». Esto es lo que está detrás de la búsqueda de pertenencia.
Pertenecer a un grupo, a un colectivo, hasta a una nación, da identidad. Bien lo
sabemos con la cantidad de suspicacias y sensibilidades asociadas a la cuestión de los
nacionalismos contemporáneos. Y, en ocasiones, dicha identidad se construye por
oposición, trazando fronteras y levantando muros que nos aíslen a los de dentro de los de
fuera (siendo ese dentro y ese fuera conceptos que lo mismo valen para lo geográfico, lo
ideológico o lo cultural).

En medio de ese mundo de pertenencias insuficientes o identidades excluyentes, ¿cómo


entender el tipo de comunidad que ofrece la Iglesia? Koinōnía significa «comunidad». El
Concilio Vaticano II la convirtió en una idea eclesiológica básica. Se trataba de definir
una Iglesia de comunión, es decir, de comunidad y encuentro. Una asamblea de muchos.
Un pueblo universal[16].

La comunidad eclesial tiene algunos rasgos en los que merece la pena detenerse. Si
alguien nos mira a los católicos desde fuera, tal vez piense que somos un bloque más o
menos monolítico, todos cortados por el mismo patrón, todos defendiendo las mismas
ideas, todos creyentes al mismo modo. Esa percepción desaparece en el momento en que
de verdad entras en contacto con la Iglesia. Porque si algo tiene esta comunidad, es la
diversidad que hay en su seno. ¿Católicos que sean idénticos unos a otros? Creo que ya
en la primera parte de este libro he dejado bastantes indicios de esa diversidad. Pero es
que es mucho más cotidiana.
Intentaré partir de un ejemplo. En 1997 estaba participando en la Jornada Mundial de
la Juventud, que aquel año se celebraba en París. La vigilia en el hipódromo de
Longchamp había terminado y el millón de jóvenes que habíamos asistido intentábamos
dormir antes de la celebración de la eucaristía con la que, la mañana siguiente, concluiría
el encuentro. Pero yo estaba desvelado. Así que me levanté y empecé a caminar. La
explanada era un inmenso tapiz formado por jóvenes de todo origen y condición. De
todos los continentes. De todas las razas. De parroquias, movimientos eclesiales,
vinculados a congregaciones religiosas, familias enteras… La mayoría dormía. Había
quien leía, quien conversaba en voz baja, quien rezaba el rosario. Así, caminando, me
iba distanciando del enorme escenario preparado para la celebración. El campo hacía
honor a su nombre. Cuanto más me alejaba, encontraba más bullicio, pues los
trasnochadores se iban agrupando y procuraban llevarse el ruido lejos de la zona de
sueño. Ya hacia el extremo del recinto, el ambiente era totalmente festivo. Y lo que me
sorprendió fue encontrarme en medio de una batucada. Un grupo bastante numeroso de
chavales disfrutaba a golpe de percusión y yembé. Como suele suceder en estos saraos,
más percusionistas se habían ido sumando. La noche era calurosa. También había quien
estaba fumando, y creo que no era tabaco. Algún rastafari se movía al ritmo de la
música. Podría haber sido un grupo de jóvenes en una playa una noche de verano.

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Seguramente, viéndolo desde fuera, nadie habría dicho que eran un conjunto de jóvenes
católicos después de una vigilia y esperando a la misa del amanecer. Nunca me he
olvidado de aquella imagen de contrastes, aquella enorme explanada donde personas tan
diferentes en estilo, sensibilidad y formas, cada una a su manera, estaban unidas por una
llamada que aquel año tenía el lema: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis».
Ya imagino el comentario sarcástico de alguno, preguntando, con escepticismo, si lo
que estoy diciendo es que la Iglesia es diversa porque algún católico quizás fuma un
porro de vez en cuando. Sería fácil simplificar y ridiculizar lo que he dicho hasta ahora.
Aunque esa es la triste dinámica de nuestro mundo: reducir todo al absurdo. Lo que
estoy intentando señalar es que, si algo tiene la Iglesia, es la capacidad de integrar lo
diferente. Y dentro de ella caben casi todo tipo de sensibilidades y estilos, muchas
espiritualidades y acentos distintos y diversas maneras de creer.

Cuando alguien piensa que somos un grupo monolítico, se equivoca. Y cuando alguien
piensa que deberíamos serlo, se equivoca también. Hace años, poco después de publicar
En tierra de nadie, me invitaron a un encuentro con un grupo de políticos de un gobierno
autonómico. Tenían la costumbre de organizar una tertulia trimestral sobre algún libro, y
en aquella ocasión uno de los miembros habituales de esos encuentros había propuesto
que la conversación versara sobre la tierra de nadie. Quizás por los paralelismos que
encontraba entre el mapa descrito y la situación política. En su doble vivencia, como
político y como católico, le parecía interesante. El encuentro resultó sorprendente. Fue
un diálogo cordial. Eran ocho o diez interlocutores, todos ellos habían leído el libro y
todos tenían mucho que comentar sobre la Iglesia. El tono, como digo, se mantuvo
cordial. El fondo, por otra parte, era muy crítico. Constantemente mencionaban
cuestiones que les parecían mal en la Iglesia y yo me veía defendiendo a capa y espada
la institución (porque basta que la ataquen sin matiz para que uno se empeñe en
defenderla apasionadamente).
En un momento de ese diálogo intenso, uno de los que hablaban empezó a criticar
que en la Iglesia se reprime a quien piensa distinto, que no se toleran las diferencias, que
hay muchas censuras y condenas. Pero, antes de que yo pudiera replicar, intervino una
de las mujeres presentes. Dijo que ella llevaba toda la vida siendo una católica crítica
con la Iglesia, pero también una política en su partido. Y afirmó: «A mí nadie desde la
Iglesia me ha pedido callar o rebajar el tono de las críticas. Sin embargo, sé que si soy
igual de dura con lo que veo que no funciona en el partido, en la próxima convocatoria
no iría en las listas». En el fondo, se trataba de aquello que un todopoderoso
vicepresidente del gobierno definió con una certera frase: «Aquí el que se mueva no sale
en la foto». En ese momento se hizo un silencio, que a mí me daban ganas de romper con
una ovación. Porque ahí hay, sin duda, mucha verdad. ¿De veras que es la Iglesia menos
plural que otras instancias? Yo más bien diría que hay bastante más diversidad, y
bastante más capacidad de contestación interna, pluralidad y riqueza dentro de la Iglesia
que en muchos otros ámbitos de la vida.
Lo valioso de esta diversidad eclesial es que, bien entendida y bien asumida, no es

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obstáculo sino estímulo para la sensación de comunidad. Hoy muchas pertenencias se
basan en la afinidad. «Me gusta estar con los que son como yo, los que piensan como yo,
los que sienten como yo». Esa parece ser la tentación contemporánea. Exacerbada por la
beligerancia contra quien es, siente o piensa distinto. También algo así se nos puede
colar en la Iglesia. Si convertimos la diferencia en motivo para el odio, para el rechazo y
para la exclusión, triste comunidad será esa, y pobre eco de aquel Pentecostés en el que
se encontraron quienes hablaban en lenguas extrañas.
Si, en cambio, se percibe la diferencia como riqueza, eso es una oportunidad. Porque
crecemos más gracias a los contrastes. Crecemos porque la diferencia nos hace pensar,
buscar, replantear las cosas. Crecemos al comprender que quien ve las cosas de distinto
modo puede tener sus intuiciones y sus motivos. Y tratar de comprender dichas
intuiciones y motivos nos ayuda probablemente en nuestra búsqueda, cada vez mayor, de
la verdad. Pero si convertimos la diferencia en motivo de rechazo personal, o si solo nos
relacionamos con nuestros iguales, terminaremos encerrados en una jaula de espejos,
donde todos seremos tristes fotocopias unos de otros.

En la comunidad que es la Iglesia, convivimos muchas personas diferentes. Hay algo


admirable en poder compartir la eucaristía en una asamblea sabiendo que alrededor tuyo
están muchos desconocidos, probablemente muy distintos, que, sin embargo, comparten
lo esencial de la fe en Jesucristo. Sobre todo en las ciudades grandes, y en celebraciones
a las que asiste bastante gente –todavía quedan de estas–, es sorprendente cuando te vas
haciendo consciente de la enorme diversidad de vidas, miradas a la realidad y
situaciones.
Durante muchos años pude compartir la celebración dominical en una comunidad en
la que muchos cientos de personas se juntaban las noches del domingo. A medida que
pasaban los años e iba conociendo personalmente a más participantes, me impresionaba
cada vez más ese equilibrio entre diversidad y comunión. Había allí hombres y mujeres
de todas las edades, del amplio abanico ideológico con el que a veces nos definimos (de
derechas, de izquierdas, más inquietos socialmente, más conservadores…). Había
familias que asistían juntas. Matrimonios de muchos años que allá seguían,
compartiendo la fe y la rutina. Pero también hombres o mujeres divorciados, en
situaciones más complejas, que buscaban en Dios alivio, paz y acogida. Había personas
de orientación heterosexual y personas de orientación homosexual. Gente convencida y
otros con muchas dudas. Católicos de toda la vida y jóvenes que se estaban planteando la
fe por primera vez. Políticos, médicos, periodistas, limpiadores, ingenieros, artistas,
escritores, profesores, estudiantes, deportistas, obreros… y, hasta donde sé, votantes de
partidos que estarían en todo el abanico del espectro político.
No sigo viviendo en Valladolid, donde tuve aquella experiencia, pero en mi actual
destino en Madrid vuelvo a sentir la misma convicción de que, al compartir la fe con una
comunidad amplia y plural, lo que une es mucho más importante que lo que distancia –
por más que las diferencias también sean grandes–.

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Porque, al final, lo que nos une es que hemos elegido el mismo camino para buscar el
amor. Un camino que pasa por Dios, por los otros y por uno mismo. Un camino que
comprende el amor de una forma diferente a la que ofrecen otros discursos, otras lógicas
u otras pertenencias. Lo que nos une en esta comunidad es la conciencia de que Dios es
amor. Y la voluntad de aprender a amar y ser amados. Tan sencillo, tan complejo y tan
revelador. En el corazón del universo, en su entraña última, en su principio y en su final,
hay una fuerza creadora que es Amor. Que es búsqueda de unión, desbordarse y
entregarse. Ese amor es el manantial del que surgen la fe, la justicia, el encuentro y la
vida compartida.
¿Qué anhelamos nosotros en la vida? Amor, en realidad. Todo lo demás es una
búsqueda –a veces desesperada y a veces desenfocada– de apoyos para ello. La gente se
apoya en la riqueza, en el poder, en la ocupación, en el saber, en el trabajo, en la imagen,
en el prestigio… pero, de fondo, lo que sigue alentando es la búsqueda profunda de
comunión. La búsqueda de una mirada que te devuelva esperanza. La búsqueda de sentir
que alguien te dice: «No temas, yo te he elegido, te he llamado por tu nombre, eres mío.
Yo te amo». Y la fe nos propone un camino compartido con otros. Ese amor va tomando
muchos rostros. Es amor de Dios y a Dios. Es también amor en una comunidad. Es
amistad, con todos sus aprendizajes. Y compasión, que hace que miremos al mundo no
con hostilidad sino poniendo el corazón a tiro. Es el amor que vemos y aprendemos en
un Dios que se hizo uno de los nuestros y pasó por este mundo amando hasta el extremo.
Es amor que intenta aprender a alcanzar incluso a los enemigos, dándole la vuelta a la
lógica de la revancha y el desprecio.

Dice el título de esta sección que la koinōnía –la comunidad– tiene que ver con la
sensación de pertenencia. Antes hablaba de la pertenencia en nuestras sociedades y de la
búsqueda de vínculos. Quizá sea este el momento de especificar cómo y de qué maneras
la Iglesia nos ayuda a pertenecer. Pertenecer es formar parte de algo. No tiene, aquí, un
sentido posesivo (como ocurre cuando digo que algo me pertenece o cuando hablo de
«mis pertenencias»). No es que yo sea propiedad de la Iglesia, ni tampoco a la inversa.
Aquí la palabra tiene un sentido más participativo. Pertenecer es formar parte de algo. Es
estar incluido. La pertenencia eclesial es afectiva –tiene que ver con esa comunidad
unida por una fe y una forma de amar– y es efectiva (por el bautismo nos incorporamos a
una comunidad). Pasa por sentirse implicado, con otros, en un empeño común. Y por
sentirse unido en una comunidad que comparte mucho más que ese objetivo común. Esa
sensación es necesaria en la vida. Da seguridad. Da sensación de acogida. Disipa la
posible carga de aislamiento que en ocasiones podemos sentir. Todos necesitamos
algunos espacios así en nuestra existencia.

Pues bien, la Iglesia, gran comunidad, es una red enorme formada por muchas
comunidades domésticas y locales. Con distintas configuraciones y concreciones. La
primera, quizás la más inmediata, es la familia (que tradicionalmente llamamos «Iglesia
doméstica»). Desde la fe, la familia es un espacio llamado a ser reflejo del amor de Dios

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de una manera radical, primera, inmediata. Quizás es en las relaciones familiares –la
pareja, la paternidad y maternidad, la fraternidad, la filiación– donde el amor puede ser
más inmediatamente radical, incondicional, generoso, duradero y fecundo. Y digo
«puede», porque no siempre es así. ¿Podría construirse una familia sobre el egoísmo,
sobre la búsqueda exclusiva de realización personal, sobre la concepción de los hijos
como una posesión o sobre la inmediatez de los sentimientos de un solo instante? Podría,
y de hecho así ocurre en ocasiones. A veces pienso si no se nos irá demasiado tiempo
discutiendo acerca de la forma de la familia y demasiado poco reflexionando sobre el
fondo, que es si está construida o no sobre el amor.
Hay otras pertenencias en la Iglesia: la comunidad –en el caso de las personas
consagradas que viven juntas–, la congregación religiosa (comunidad en un sentido más
amplio), la parroquia a la que se pertenece, el grupo (juvenil o de adultos) o el
movimiento desde el que uno puede estar implicado en la Iglesia, la diócesis de la que
formamos parte… Hay pertenencias coyunturales y duraderas, pero todas tienen esa
capacidad de vincularnos. De abrirnos al otro.
Lo especial quizás es que la pertenencia, en la Iglesia, tiene que ser abierta (o algo
falla). Y cuando digo «abierta», me refiero a que ningún grupo cerrado sobre sí mismo
refleja una de las dimensiones básicas de la comunidad cristiana, que es la capacidad de
acogida y de encuentro. Si solo me siento vinculado a unas personas concretas, a una
espiritualidad particular, a mi grupo, mi movimiento o mi parroquia, eso es, de algún
modo, más sectario que eclesial, y contradictorio con la propia dinámica de un amor que
no es excluyente.
De hecho, la eclesial –en sus concreciones señaladas anteriormente– no es la única
pertenencia en la vida de los cristianos. También hay otras, de mayor o menor
importancia. Uno puede pertenecer también a un movimiento social, a un partido
político, a un club, a una orquesta, a una de las múltiples comunidades de intereses de
nuestro mundo… Lo bonito es cómo lo eclesial puede ser –y ojalá sea– vínculo de
gentes muy diversas, con preocupaciones y vidas muy diferentes.

[15] J. M.ª RODRÍGUEZ OLAIZOLA, Bailar con la soledad, Sal Terrae, Santander 2018.
[16] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia.

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Celebración: la vida es nuestra liturgia

Decía, al comenzar la primera parte del libro, que si tuviéramos una vida en la que todo
fuera exactamente igual, nuestra existencia sería una prisión agobiante. Retomo ahora
esa imagen. Figúrate que llevases una vida rutinaria, en la que todos los días fueran
idénticos. Te levantas, te aseas, te alimentas, trabajas, descansas; mantienes
conversaciones que siempre versan sobre los mismos temas; las relaciones que tienes, ya
sean familiares, laborales, amistosas o sexuales, hace tiempo que no tienen ningún
elemento de novedad. Podrías vivir con los ojos cerrados sin salirte del mapa trazado
cada día. Jornada tras jornada.
En la vida necesitamos algo más. Necesitamos, por una parte, novedad. En algunos
momentos y ámbitos de la vida, ha de haber espacio para la sorpresa, lo imprevisto, la
improvisación. No se puede estar todo el día esperando la novedad, pero es necesaria
algunas veces. También necesitamos que algunas de nuestras rutinas se distingan de
otras, por su significado, por su trascendencia, por la importancia que les damos. Es
decir, necesitamos que algunas de las dinámicas que son habituales en nuestra vida no
dejen de ser especiales.
Ambos espacios, el de lo excepcional y el de las rutinas a las que damos un sentido
especial, son los ámbitos de la liturgia. La liturgia es una forma de hacer las cosas que se
llena de significado, de sentido. Hay pequeñas liturgias privadas, casi íntimas, cuyo
significado solo conoce uno. Y hay otras compartidas con otros, comunes, que se
convierten en lugar de encuentro. Busquemos algunos ejemplos.
Imagina una persona para quien cocinar es una experiencia en la que pone los cinco
sentidos y de la que disfruta cada pequeño detalle. Le gusta poner música, servirse un
vaso de vino, preparar todos los ingredientes antes de empezar; no quiere interrupciones
y disfruta cada instante del proceso. Ahí tendríamos una pequeña liturgia privada.
En la película Up in the Air había una escena describiendo la «liturgia» de un viaje
en la vida de un alto ejecutivo, que era muy ilustrativa de cómo, para alguna gente,
ciertas rutinas se convierten en algo con un sentido único. Desde la preparación del
equipaje hasta todas las pequeñas rutinas de un aeropuerto aparecen en esa escena casi
como una coreografía perfectamente milimetrada. «Todas las cosas que tú odias acerca
de viajar: el aire reciclado, la luz artificial, las máquinas de zumos, el sushi barato en los
aeropuertos, son para mí un cálido recordatorio de que estoy en casa», dice la voz en off

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de George Clooney[17].
Si yo, en la soledad de mi habitación, tengo la costumbre de encender una vela ante
una imagen cuando voy a rezar, ese gesto tan sencillo se puede convertir para mí en un
signo de una presencia distinta.

Lo mismo ocurre con lo especial. Hay eventos que son singulares, que no son para
nosotros el pan nuestro de cada día. Que, cuando ocurren, alteran nuestra rutina. No
quiere decir que sean acontecimientos que suceden solo una vez. Pero sí que son menos
frecuentes y tienen sus propios rituales. Por ejemplo, los cánticos de los forofos de un
equipo de fútbol (en el fútbol inglés esto es algo muy llamativo). La elección de plaza de
los residentes tras aprobar el MIR. El tercer tiempo de los jugadores de rugby. Una boda
civil. La cantidad de pequeños y grandes detalles que hay que tener en cuenta en una
procesión de Semana Santa. Incluso grandes eventos. La parafernalia de una Super Bowl,
con su concierto en mitad del show. Un desfile de Victoria’s Secret –parece que ya
desaparecidos– con sus modelos y la marca distintiva de las alas en la espalda. Un
desfile militar. La jura de sus cargos de los representantes políticos. La firma de un
tratado. La entrega de un premio. Una vigilia de los opositores a la pena de muerte ante
una cárcel donde se va a producir una ejecución. Todos estos ejemplos, y muchísimos
más, tienen algo de liturgias –cotidianas o excepcionales–, es decir, formas rituales de
hacer las cosas que quieren tener significado y sentido.

En cuanto se oye hablar de liturgia religiosa, hay distintas reacciones. Hay quien
inmediatamente piensa en el rito, en su belleza, en sus ritmos, en su orden, en su
significado y en la necesidad de que se celebre bien. Hay quien, en cambio, frunce el
ceño y empieza a sacar objeciones: es que la liturgia es aburrida, es antigua, no dice
nada, es siempre lo mismo… Si entramos en temas concretos, algunos interlocutores se
enzarzarán en sempiternas discusiones, que tienen su interés. ¿Cómo celebrar con los
más pequeños? ¿Qué grado de flexibilidad es el conveniente en lo que se refiere al
ritual? (porque también es verdad que aquí tenemos desde la rigidez absoluta de quien
considera que no hay que tocar una coma de lo que viene en el libro hasta la anarquía de
quien no deja una palabra en su sitio y cada día inventa un circo). Pero, claro, ¿dónde
ponemos la línea? ¿Qué es adecuado en algo que se puede vivir de un modo tan
subjetivo?
La diversidad de pareceres resulta aún más evidente si hablamos de la música en las
iglesias. No es raro encontrar a los puristas que consideran que hay instrumentos más
válidos y otros menos. El órgano, el piano, el violín o la flauta travesera serían
tolerables. La guitarra («guitarrita», suelen decir algunos, en tono de perdonar la vida al
personal) y el cajón flamenco, no. Este es un ejemplo evidente de lo absurdo de
pretender convertir el propio gusto en norma. Porque lo importante no es la forma sino el
fondo. ¿Ayuda la música a rezar, a celebrar, a abrirte a la experiencia religiosa? ¿Invitan
las letras a la oración? ¿Encajan y acompañan el momento de la celebración en el que se
cantan? Esa es la cuestión. Lo demás es subjetivo y cuestión de gusto. Lo que a uno le

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gusta otro lo puede detestar. Y viceversa. Por eso, querer convertir los gustos en norma
es un ejemplo claro de rigidez. Evidentemente, cada uno tiene todo el derecho del mundo
a decir: «A mí este tipo de música no me gusta», o «No me ayuda». Pero de ahí a decir:
«No vale», y más aún, «No vale para nadie», hay un abismo ilegítimo.
En los últimos años vengo siendo parte del equipo de Rezandovoy, una aplicación
para rezar a través del ordenador. Una de las tareas que he acometido durante años es la
de buscar canciones que pudieran acompañar la oración de cada día e ir participando en
la selección de los temas. Tengo que reconocer que encuentro artistas y canciones que
me gustan, incluso puedo decir que me fascinan. Los elegiría como ayuda a la oración. Y
que hay otros que me rechinan, no me gustan tanto, las letras no me transmiten nada o
las encuentro muy ajenas a cómo querría yo expresar el Evangelio. Pero la trampa sería,
ante estos últimos, caer en la descalificación absoluta: «Es que no son música religiosa».
Por supuesto que lo son. Lo son porque nacen del deseo de algunas personas de orar y
compartir su oración, o del deseo de cantar el Evangelio. Y cuando lo hacen, para ellos
puede ser una experiencia profundamente religiosa. Así que, al final, subjetivamente,
tendremos que escoger lo que pensamos que va a ayudar a la mayoría. Pero eso no
implica cuestionar la validez del resto. Eso es justo lo que quiero decir sobre las
celebraciones y la liturgia.

Si el verbo «pertenecer» era el que mejor se ajustaba a la experiencia de comunidad, en


el caso de la liturgia hay también un verbo clave, que sería «celebrar». Celebrar significa
darle relevancia a algo, querer resaltarlo. Celebramos los momentos importantes de
nuestra vida, o los episodios que nos parecen más abiertos a la alegría. Hay
celebraciones minúsculas, pero que pueden ser muy importantes para uno. Un aprobado,
un momento de superación personal, hasta un gol (hay quien esto último lo celebra
mucho). Y hay otras que van ganando en importancia: superar una oposición, encontrar
un trabajo, una declaración de amor correspondida. Algunas celebraciones son tan
importantes que uno las recordará siempre: unir tu vida a otra persona para caminar
juntos desde el compromiso de quereros, tener un hijo, superar una enfermedad grave.
No todas las celebraciones tienen que ver con momentos alegres. También hay otras que
se vinculan a los momentos más difíciles. Por ejemplo, la experiencia de la muerte ha
estado asociada a ritos funerarios desde tiempos bien antiguos, en culturas muy
diferentes.

La Iglesia es espacio de celebración. O debería serlo. De hecho, quizás en Europa


necesitamos recuperar la capacidad de vibrar con lo que celebramos. Cuando uno tiene la
ocasión de ver cómo se celebra en otros continentes, te preguntas si es solo una cuestión
cultural. La alegría en los ojos, en las voces, en los pasos, en las manos de los que cantan
y bailan en una misa en África, su actitud de alabanza, de estar verdaderamente
implicados, ¿no despiertan la añoranza de algo diferente? No podemos achacarlo solo a
que aquí seamos más sobrios y reducirlo todo a un asunto de latitudes. Porque hay
muchos ámbitos de la vida (y muchas liturgias civiles) donde no somos tan sobrios.

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Pensemos en un concierto, por ejemplo. Es verdad que puede haber conciertos
mortecinos, pero imagínate que viene el cantante favorito de una generación de jóvenes.
Muchos de ellos estarán esperando desde la madrugada anterior. Contentos,
emocionados, deseando que comience, anticipando mil veces lo que va a suceder en el
escenario. Pero los mejores conciertos, los que mueven masas, los que enganchan, los de
los artistas más carismáticos, son aquellos que consiguen que el público se vuelva parte
del espectáculo. Que cante, que responda, que haga ecos, que encienda luces, que abrace
a su pareja al ritmo del momento más romántico de la noche o salte con entusiasmo a los
acordes de una canción más cañera. Y si, en lugar de ser el cantante favorito de los
jóvenes, viene el grupo que hizo vibrar a una generación en los 80, muchos nostálgicos
de esa generación sacarán un hueco y se pondrán sus camisetas de época (si aún les
caben) para zambullirse también en una experiencia emocional, vital, verdadera. Y hay
para todos los gustos –y generaciones–.
A finales de 2018 se estrenó la película Bohemian Rhapsody, basada en la vida de
Freddie Mercury y su trayectoria con el grupo Queen. Uno de los mayores logros de esa
película es haber conseguido reproducir, detalle por detalle, la mítica participación de la
banda inglesa en el concierto de Wembley para recaudar fondos en beneficio de Etiopía
y Somalia. Era una encrucijada para el equipo creativo. Podían incluir la grabación del
verdadero concierto, pero quizás eso haría que se resintiera la película. O podían contarlo
de otra manera, pero esa intervención del grupo británico es reconocida como una de las
mejores actuaciones en vivo de todos los tiempos. Entonces optaron por intentar contarlo
tal y como había sido[18]. Fue un acierto, que hizo que el editor de la película fuera
galardonado con el Óscar al mejor montaje. Un premio merecido. Esa opción por ser fiel
al original es lo que permite que hayamos podido percibir el verdadero carisma del grupo
y en especial de su solista: su capacidad de conectar con el público. Su facilidad para
interactuar con ellos. Hacerles llorar, reír, vibrar. Canta y les pide ecos, charla con ellos,
los halaga, los provoca y, cuando canta, está cantando sobre sus vidas. Las cámaras van
mostrando los rostros de esos espectadores, entusiasmados, emocionados, que por un
instante se han convertido en parte de algo mayor. Eso, de algún modo, es lo que debería
conseguir la liturgia. Y algo más también.

Ahí tenemos la paradoja de una sociedad de la que Dios ha desaparecido, y en la que


tantos buscan hoy en día liturgias civiles, porque necesitan seguir celebrando la vida con
todos sus ritos. Y que conste que comprendo que, si no hay fe, se busquen formas no
religiosas de celebrar. Porque nada hay más absurdo que una liturgia que es tan solo una
fachada sin nada detrás. La liturgia religiosa sin fe es un puro ejercicio de vacuidad. Es
una experiencia estética a veces, social en todo caso, pero que pierde lo que es más
esencial: el ser un lugar de encuentro entre Dios, uno mismo y una comunidad para
celebrar la vida.

¿Qué nos puede aportar, en la Iglesia, esta capacidad de celebrar juntos?

Una liturgia es una serie de ritos que significan algo para quien participa en ellos. Son

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ritos que comprendemos, que nos vinculan y nos permiten leer la vida. Porque de esto se
trata. La liturgia es sobre la vida. Eso sí, sobre una vida en la que Dios también tiene un
lugar. Esa debería ser la grandeza de nuestra forma de celebrar. Una y otra vez pone en
contacto a tres interlocutores: uno mismo –cada uno de nosotros– con todas sus
circunstancias, heridas, momento vital, batallas, anhelos…; Dios, del que sentimos y
creemos que no es un Dios distante o un principio rector que permanece lejos y ajeno,
sino que afirmamos que, en su Espíritu, sigue cerca y se relaciona con cada uno de
manera personal; y los otros (los otros cercanos y los otros lejanos –todos ellos
prójimos–), una gran comunidad de la que formamos parte. Y todo eso, en el momento
que nos toque vivir. Con unas historias cuando somos niños, otras de adolescentes y
otras de adultos. La liturgia es una manera de ir presentando a Dios la vida, y también de
ir buscando su presencia en los distintos momentos que nos toca afrontar. Y ello a través
de tres dimensiones: lo personal, lo trascendente y lo comunitario. Porque la liturgia es
una historia de la que somos protagonistas, y no espectadores. Porque en sus gestos se
visibiliza una relación con Dios. Y porque es una experiencia que nos abre a los otros.
Intentaré desarrollar estos tres puntos.

Lo primero, la liturgia nos ayuda a entroncar con una historia de la que somos parte.
Porque de la liturgia religiosa no somos espectadores –aunque, desgraciadamente, mucha
gente lo viva así–. La liturgia no es una performance, una actuación bien ejecutada por
artistas primorosos que manejan los ritmos, el canto, la palabra, el silencio y los gestos.
A veces te da la sensación de que algunos de los que se obsesionan con la perfección
litúrgica se parecen a esos jueces de gimnasia rítmica que miran desde fuera y están
esperando a que termine el ejercicio para dar sus puntuaciones, en función del número de
fallos que hayan detectado. Pero, quitando ese gremio, la liturgia es el recuerdo y la
actualización de una historia de la que somos parte. En singular en algún caso, y en
plural en otros. Las palabras cuentan la historia de Dios-con-nosotros.

En segundo lugar, los símbolos y los gestos que forman parte de nuestros ritos muchas
veces apuntan a una relación con Dios. Velas encendidas que nos recuerdan una luz y
una presencia; gestos que –dependiendo de circunstancias y celebraciones– hablan de
bendición, de envío, de sanación, de memoria viva, de presencia de Dios en su Espíritu,
en el pan, en la palabra; otros gestos que hablan de escucha, de acogida. Posturas con las
que nuestro cuerpo también habla, al ponernos en pie, al arrodillarnos, al inclinar la
cabeza, al abrir las manos cuando rezamos. Palabras que a veces son oración elevada al
cielo y a veces eco de una revelación que sigue siendo crucial en nuestra fe…
En tercer lugar, la liturgia es una experiencia de comunidad. Una comunidad que debería
ser siempre inclusiva. Jesús, en sus encuentros con la gente –primera referencia de
nuestras liturgias–, no hacía demasiadas distinciones. Convocaba a puros e impuros.
Comía con fariseos y pecadores. Fue mostrando la universalidad de su llamada a la
salvación. Momentos de gran evocación litúrgica, como pueden ser la multiplicación de
los panes y los peces o el sermón de la montaña, son momentos en los que todos tienen

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cabida. Una mujer le arrancó a Jesús un reconocimiento: la mesa es para todos, no solo
para unos pocos elegidos. Piensa por un momento. A Judas no se le expulsó de la última
cena. Participó en ella, y después se fue. Jesús no exigía una adhesión incondicional o
una cantidad de requisitos excluyentes para participar en la experiencia del encuentro.
Toda práctica litúrgica tiene un punto de comunidad. Incluso la oración más personal
o alguna celebración más individual, como puede ser el sacramento de la reconciliación,
tiene ese carácter de apertura a los otros. Hay algo comunitario en esa petición de
perdón, en ese reconocimiento de la fragilidad, en esa exigencia de que sea en
comunidad –en este caso a través de un ministro– como se explicite la misericordia.

Los sacramentos se convierten –o deberían convertirse– en momentos de celebrar la


existencia en toda su complejidad. Porque nos hablan de comunión y encuentro, de estar
convocados a una mesa sin excluidos, de ser llamados a hacer de nuestras vidas un
reflejo de esa misma entrega de Jesús en la última cena. O nos hablan de la experiencia
de pasar a formar parte de una comunidad (el bautismo). Y de la madurez para tomar esa
decisión por nosotros mismos, llamados a continuar haciendo visible en este mundo la
lógica de Pentecostés (la confirmación). Nos hablan de nuestra limitación, tan real, y tan
hiriente a veces; de nuestra capacidad para fallar a quienes más amamos; del dolor de
vernos frágiles, pero al tiempo de la posibilidad de seguir caminando, sin que el mal
tenga la última palabra, porque Dios es un Dios que perdona y nos enseña a perdonar (la
reconciliación). Nos hablan del amor que se convierte en alianza de dos, para forjar un
hogar y una familia, y para ser reflejo de la manera comprometida, fiel y eterna de amar
de Dios (el matrimonio). Nos hablan de la continuidad en la misión de aquellos enviados
a seguir haciendo memoria viva de la última cena en la eucaristía (el orden). Nos hablan
de la enfermedad y la muerte, tan importante en la vida, con lo necesario que es
recordarla y lo valioso que es saber que está ahí (la unción).
Y ya no solo los sacramentos, sino que hay muchos rituales particulares que van
complementando o especificando todos esos momentos: una misa de profesión religiosa;
la celebración de una quinceañera –tan importante en algunos países de América–; unas
bodas de plata o de oro, con su evocación especial del paso del tiempo en el amor; un
rato de oración ante el Santísimo; tantos momentos en que el lavatorio de entonces se
vuelve sacramento del pobre hoy; un viacrucis…
Pensemos, por ejemplo, en una primera comunión. El sacramento no es la primera
comunión por ser primera, sino por ser comunión, y en ese sentido lo importante para
nosotros será cómo vivamos la eucaristía siempre: la primera, la segunda, y todas las que
vengan –aunque no me resisto a decir aquí que para bastantes personas la primera es la
última, y eso es una pena y algo que tendríamos que intentar arreglar–.
¿Qué deberían tener todos esos elementos en común? La oportunidad de celebrar la
vida desde una mirada creyente. Si comprendiésemos todo lo que se pone en juego en la
liturgia, todos los significados, los pasos que vamos dando, el precioso juego de
promesas, anhelos y regalos que vamos intercambiando, probablemente disfrutaríamos
mucho más. Sin embargo, a menudo nos quedamos un poco fuera, un poco alejados,

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viéndonos más espectadores que protagonistas, más distantes que implicados, sintiendo
que esto nos habla de otras vidas, otras historias y otras memorias, en lugar de la propia
vida y la propia historia.

Excursus: En cualquier lugar del mundo

En esta vida un poco nómada que me toca ahora, me gusta la sensación familiar de
los domingos, cuando participo en la eucaristía en cualquier lugar del mundo. Es la
sensación de estar unido a una inmensidad de gente que comparte el pan, la paz y la
palabra.
Es oír las mismas lecturas e imaginar una muchedumbre plural, distinta, llena de
sensibilidades y matices, escuchando de igual modo, deseando convertir la llamada
en vida: «Renovaos…».
Me acuerdo también de muchos amigos, familia, gente muy querida a la que a
veces no puedo ver con la frecuencia que quisiera, a los que añoro de veras. Y, sin
embargo, en ese momento sé que también hoy comparten la misma mesa.
Evoco entonces las situaciones tan diferentes en que he podido compartir la misa
con gente muy distinta, desde la catedral al puente, desde la ciudad a las aldeas más
recónditas, desde lugares acomodados a contextos de verdadera fragilidad y pobreza.
Y comprendo la llamada a la fraternidad.
Me siento también integrado en una historia en la que tantos otros, antes que yo,
han participado de la misma forma, en tiempos diferentes, a lo largo de los siglos…
Y me veo parte de un hilo, de un camino que se despliega desde aquella última cena,
primera de tantas…
Y la celebración es fiesta, no necesariamente porque sea muy ruidosa o lúdica,
sino porque es Encuentro verdadero.

[17] D. DUBIECKI - J. CLIFFORD - I. RIETMAN - J. RIETMAN (productores), J. RIETMAN (director), Up in the


Air, DreamWorks, Estados Unidos 2009 (https://bit.ly/2iA39bt).
[18] G. KING - J. BEACH (productores), B. SINGER (director), Bohemian Rhapsody, GK Films - TriBeCa
Productions, Estados Unidos 2018 (https://bit.ly/2J5QWJQ).

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Servicio: acariciar un mundo herido

El servicio es –y debería ser siempre– una de las notas distintivas de la Iglesia. A veces
es verdad que saltan a primer plano dimensiones más polémicas, más conflictivas y peor
valoradas. Sin embargo, si hay algo innegable, es que en el corazón de la Iglesia está una
actitud de servicio, que, además, aunque se entienda de maneras diferentes, es universal.
Existen innumerables realidades en las que la Iglesia, a través de sus testigos,
instituciones y dinámicas, está acariciando heridas, construyendo espacios de acogida,
tocando a los intocables y haciéndose presente en contextos y lugares donde nadie más
lo hace, donde están los olvidados, los alejados, los más heridos. Por cada testimonio
vergonzoso de malos pastores, mal ejercicio del poder o conductas indecorosas,
podríamos encontrar muchísimos más ejemplos de buenos pastores, de gente que pone
sus recursos, capacidades y esfuerzo al servicio de los más frágiles, y de vidas muy
dignas. Sin embargo, para mucha gente la imagen de la Iglesia es la de una institución
ávida de poder, elitista y selectiva. ¿Cómo es posible? Quizás influye la dinámica de los
medios, que suelen poner el foco en nuestras miserias –que las hay– pero no tanto en
nuestras luces –que también las hay–.
Por poner solo un ejemplo, en España es triste –pero real– que en temas de
inmigración, a la hora de hacerse fotos, poner carteles, llenar las redes de mensajes y
convertir a los inmigrantes en arma arrojadiza, hay muchos primeras espadas dispuestos
a figurar. Pero al final, cuando se han ido las cámaras, cuando la prensa y la opinión
pública están a otras cosas, a menudo las autoridades a quienes recurren es a
instituciones de la Iglesia católica para ver cómo y dónde acoger. Habrá quien
inmediatamente diga que el Estado subvenciona a la Iglesia precisamente para eso, pero
la realidad es que si el Estado quisiera pagar dichas prestaciones por otros cauces, tendría
que multiplicar sus gastos, porque mucho de lo que se hace desde las instituciones
eclesiales ni se paga ni tiene precio.
Hace años tuve una experiencia que me hizo pensar mucho. Trabajaba entonces con un
grupo de jóvenes adultos. Estaba dirigiendo un retiro de monitores, en el que estábamos
tratando de profundizar sobre la realidad de la Iglesia. Tras un rato de oración, tuvimos
un momento de puesta en común. Había dos preguntas muy sencillas y directas para
orientar la conversación: «¿Qué es lo que más te ayuda de la Iglesia? ¿Qué es lo que
vives con más resistencia?». En la puesta en común, me llamó la atención la intervención

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de un joven que, al señalar aquello que más le costaba, dijo que le dolía mucho que la
Iglesia estuviera lejos de los pobres. El motivo de mi sorpresa fue que precisamente este
joven estaba trabajando en una ONG eclesial al servicio de la población inmigrante.
Cuando le hice caer en la cuenta de esa contradicción, su respuesta fue: «No, claro, eso
sí, pero yo me refería a la otra Iglesia». ¿Qué quería decir con eso de «otra Iglesia»?
Probablemente, si hubiera indagado más, me habría dicho que estaba hablando de la
jerarquía, o de determinadas instituciones que tenía en mente… Y aun eso hubiera sido
injusto. Porque, en realidad, si su ONG se sostiene es gracias al apoyo de mucha gente,
también de esas otras instituciones y personas que tal vez, en apariencia, están más
alejadas de los pobres.
¿Cuál es la cuestión, entonces? Que Iglesia es todo. No únicamente unos carismas,
unos puestos o una parte más confesional de la actividad. Iglesia es el obispo, por
supuesto, y es Cáritas diocesana, y el profesor en un centro educativo que se esfuerza por
transmitir algo que es mucho más que una asignatura. Iglesia es el voluntario en una
prisión. Es la religiosa que está en la aldea más ignota de un país de África a cargo de un
centro de salud. El periodista religioso que busca hacer visible la situación de los
invisibles de nuestro mundo. Los catequistas que luchan por transmitir una fe que hoy en
día tiene mucho de vivir a contracorriente. El político que, movido por sus creencias,
intenta incidir para que se generen leyes que protejan a los más vulnerables. La
enumeración podría ser exhaustiva y llenar páginas con tantísimos ejemplos y
situaciones en que distintas personas, inspiradas por su fe, se esfuerzan por servir.

A veces, cuando se ponen en primer plano muchos de los aspectos difíciles de la


pertenencia a la Iglesia, es necesario tomar distancia y tratar de ver el cuadro más
amplio. Porque sí, puede haber muchas dinámicas insuficientes, muchas cuestiones que
necesitan ser reformuladas, y tal vez la lentitud de los cambios y la pluralidad de los
discursos podría llevar a que, si solo hubiera eso, uno pensase que no merece la pena.
Pero esa misma Iglesia que quizás a veces me enerva, me inquieta o me disgusta porque
no termino de encajar algunas cosas, es la que lleva siglos mostrando rostros diversos de
un amor que se pone manos a la obra.
Es la Iglesia que ha mantenido escuelas y hospitales, la que ha atendido a los
hambrientos, la que ha luchado contra la esclavitud cuando nadie más lo hacía –cuando,
incluso dentro de la misma Iglesia, no todo el mundo veía las cosas igual–. Es la Iglesia
que formuló el derecho de gentes. Es aquella en la que verdaderos gigantes intelectuales
consagraron sus vidas al desarrollo de la razón y la ciencia (a menudo, cuando
escuchamos el discurso que quiere contraponer fe y ciencia, se olvida que tantos grandes
científicos han sido eclesiásticos empeñados en la búsqueda de la verdad). Es la que va
desde los mercedarios medievales, rescatando cautivos, a las Misioneras de la Caridad
aliviando los últimos momentos de los moribundos en la Calcuta del siglo XX, o a los
equipos liderados por Kike Figaredo diseñando y repartiendo a los más pobres sillas de
ruedas en una Camboya devastada por las minas antipersona. Es la que, a través de la
doctrina social, fue alzando la voz para alinearse, de distintas maneras, con los más

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golpeados de la historia, desde su defensa del asociacionismo en las postrimerías del
siglo XIX hasta el clamor por un compromiso que pone de la mano la ecología y la
justicia en este siglo XXI. Es la que busca defender la vida siempre y en todos sus
estadios. Es la que en tantos lugares del mundo pelea contra la trata de mujeres o la
prostitución infantil. Todo ello también es la Iglesia.

A veces hay que ver los datos para tomar conciencia de la dimensión de la labor social
de la Iglesia. Tomemos cifras del último Anuario estadístico de la Iglesia publicado,
actualizado a finales de 2017[19]. En ese momento, la Iglesia católica en el mundo
estaba gestionando 105 439 institutos de beneficencia y asistencia. Es verdad que a
muchas personas estas palabras les hacen sospechar de una caridad paternalista, pero la
realidad es mucho más amplia. No es puro asistencialismo. A menudo son precisamente
las instituciones eclesiales las que facilitan a las personas la salida de situaciones de
dependencia y falta de desarrollo. Entre las obras señaladas habría más de 5 000
hospitales y más de 16 000 dispensarios repartidos entre los cinco continentes. 15 700
casas para ancianos, enfermos crónicos y discapacitados. Casi 10 000 orfanatos… La
enumeración podría ser eterna.
Si entramos en la labor educativa de la Iglesia –que no está incluida en la
enumeración anterior– en el mundo, tenemos miles de iniciativas. Hay escuelas
parroquiales, colegios religiosos, universidades y redes educativas enormes, como puede
ser, por ejemplo, la red de colegios de Fe y Alegría que, desde América Latina, se va
extendiendo ahora por África y pronto por Asia, educando a más de un millón de
alumnos en más de mil colegios, siempre llegando a donde no llegan otras formas de
educación. Su fundador, el padre José María Vélaz, lo formulaba así: «Fe y Alegría
empieza donde termina el asfalto, donde se acaba el cemento, donde no llega el agua
potable. Es decir, donde están los auténticos olvidados de su propia sociedad». Incluso
en los campos de refugiados es ingente la labor educativa de la Iglesia.

Las cifras podrían ser infinitas. Hagamos dos puntualizaciones, para evitar el
triunfalismo. En primer lugar, ¿es el servicio patrimonio de la Iglesia católica? Por
supuesto que no. ¿Hay más gente que, con otras motivaciones, religiosas o humanitarias,
también sirve? Sin duda. Y muchos de ellos de manera ejemplar, admirable, heroica y
hasta dar la vida. Pero lo cierto es que hay mucha gente que lo hace como consecuencia
de su fe y su compromiso con el Evangelio. Y eso es innegable. En segundo lugar, si las
sombras no nos deben impedir ver las luces, que tampoco nos pase lo contrario. Que las
luces no nos conviertan en una institución vanidosa, convencida de la santidad y
grandeza de su misión e incapaz de detectar su pecado. Es necesario que, al ir pasando
por las enumeraciones anteriores, que implican tantas vidas entregadas y tanto servicio
real, no olvidemos el mal, el pecado, el abuso de poder, la suficiencia y la mala
utilización de los recursos que a veces se ha hecho. Cuando aquel muchacho decía que la
Iglesia no está cerca de los pobres, era injusto, sí. Pero es verdad que a veces, en la
Iglesia, muchos no estamos suficientemente cerca de los pobres, o no servimos lo

92
suficiente –aunque, gracias a Dios, otros muchos sí lo hagan–. Es verdad que a veces, en
lugar de servir, herimos. Y en lugar de acoger, marcamos distancias. Así que ni héroes ni
villanos. Una Iglesia santa y pecadora al tiempo.

El servicio evangélico asume muchos rostros, muchas dinámicas, y se vive de formas


muy diferentes. Pero tiene siempre algo en común. Busca el bien del otro. Entendiendo
que ese bien es ayudarlo a alcanzar una vida más digna, más plena, más auténtica, más
acorde con el Evangelio. Y esto lo busca no por obligación o como contrapartida de algo
sino por la conciencia de que la vida –al menos la vida del cristiano– se construye desde
el amor. Amor y servicio son dos caras de la misma moneda.
Decir que la Iglesia sirve es decir que ama. Y es entender el amor de una manera
muy concreta. Como una disposición a vivir desde la gratuidad, tratando de hacer feliz,
verdaderamente feliz, al otro.
Amor y servicio son un binomio inseparable en el corazón de la Iglesia. Estamos
invitados a amar como Dios nos amó. Y Dios nos amó haciéndose pequeño.
Descentrándose. Poniendo en el centro al otro. Cuando el Evangelio de Juan quiere
presentar la última cena, en lugar de narrar la institución de la eucaristía cuenta el gesto
del lavatorio de los pies. E introduce ese gesto con una expresión poderosa: «Los amó
hasta el extremo».
Se puede amar a medias, con condiciones y con reservas. Se puede poner límites al
amor. Marcar unas reglas convenientes. Exigir simetría. Llevar las cuentas para ver
quién pone más, quién da más, quién se esfuerza más, y tener que estar equilibrando la
balanza todo el tiempo.
Amar hasta el extremo es diferente. Incorpora un valor que hoy en día es transgresor
y hasta contracultural. Ese valor es la gratuidad. Es buscar el bien del otro porque crees
que ese es el camino. Es, de algún modo, vaciarse y salir de uno mismo para ir al
encuentro del otro. Es pasar, en algún momento, de «Te quiero porque me haces feliz» a
«Quiero que seas feliz».
El amor en el Evangelio siempre es salir en dirección al prójimo. Sale el buen
samaritano, que abandona su quehacer, sus urgencias y su comodidad para volcarse en
atender a un hombre que está herido en el margen. Sale el padre del hijo pródigo,
lanzándose al camino para echarse en brazos de su muchacho, que en ese momento
necesita una palabra de perdón. Sale la mujer que llora su historia a los pies de Jesús,
porque a veces salir es confiar en alguien que pueda acoger tu dolor. Sale, en fin, el
mismo Jesús, que, en el momento de máxima tensión, en lugar de exigir reconocimiento,
alivio o poder, se agacha, se ciñe la toalla y acaricia con ternura los pies cansados de sus
amigos.

[19] Un dosier con abundantes datos, recogido por la Agenzia Fides, Órgano de información de las Obras
Misionales Pontificias, puede consultarse en https://bit.ly/2NfxgSp.

93
17

Testimonio: vidas que hablan de Dios

La cuarta categoría, en este recorrido clásico por las dimensiones de la Iglesia, es la


martyría, es decir, la capacidad de ser testigos, de dar testimonio de Cristo con la propia
vida. Que nuestra vida hable de Dios. Que nuestra manera de actuar, de vivir, de amar y
de creer ayude a transparentar a Aquel en quien creemos. De esto se trata. Y aquí entra
en juego otra dimensión bien importante de lo eclesial, como es la transmisión de la fe.

Cuando hablamos de «martirio» o de «mártires», inmediatamente puede asaltarnos la


idea de que un mártir es aquel al que matan por permanecer fiel a su fe. Entonces nos
vienen a la mente las víctimas de las primeras persecuciones religiosas, allá en una
Roma que conocemos por películas y relatos históricos. Podemos así rastrear la senda de
una historia marcada por muchas vidas heroicas, entregadas en todo el mundo y en todos
los tiempos por mantener su fe en contextos hostiles. A veces el martirio habrá sido
consecuencia de luchas religiosas. Otras veces es fruto de plantar cara a la injusticia.
Hasta hoy. La persecución no es cuestión de otros tiempos. Hay muchos países donde los
cristianos son perseguidos actualmente por permanecer fieles al Evangelio. Quizás la
cobertura mediática no sea siempre la deseable. Pero, al margen de lo público que pueda
ser el hecho, hay personas que hoy siguen dando la vida con su sangre derramada. Y se
convierten en reflejo de quien se entregó en una cruz.
Uno a veces se admira porque, la verdad, en muchos de nuestros contextos, cualquier
incomodidad invita a la deserción. Muchas personas son cristianas mientras la militancia
no sea demasiado exigente, demasiado peligrosa o demasiado problemática. Y, sin
embargo, hay lugares donde la gente se señala y se arriesga con tan solo ir a misa. Pero
lo hace, aun sabiendo que la hostilidad es real, que hay atentados y que la presión para ir
eliminando a los cristianos no es solo de palabra. En el mismo momento de escribir estas
páginas está en la prensa la noticia del asesinato de una misionera española de setenta y
siete años en República Centroafricana, el de un sacerdote en Mozambique o la muerte
de otro sacerdote en El Salvador a manos de las maras. Y eso porque solo oímos –en el
mejor de los casos– los nombres de nuestros compatriotas o bien los de figuras
destacadas, pero hay tantos hombres y mujeres en la misma situación que terminan
siendo para nosotros números en una estadística que no deja de crecer. Los motivos
suelen ser la intolerancia religiosa por parte de fundamentalistas o la acción violenta de
grupos delictivos a los que los religiosos plantan cara. La lista de nombres en las últimas

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décadas sería muy larga. Gente que, por defender lo que cree o su derecho a creer,
arriesga la vida. Y en ocasiones la pierde.

Tal vez puedas pensar que, entonces, esto del martirio sirve solo para otras latitudes. Que
en contextos como el de España, desde el que yo escribo, no te matan por ser católico.
Como mucho, hay gente que te mira con actitudes de rechazo, que van desde la
indiferencia hasta la hostilidad manifiesta. Pero normalmente no se pasa de palabras
duras y solo a veces se llega a decisiones políticas cuestionables, interrupciones en el
culto, descalificaciones en las redes, puertas pintadas, algaradas en un templo o gritos
fuera de lugar. No piensa uno que le vayan a quitar la vida por sus creencias en este
contexto.
Entonces, ¿es que no cabe esta dimensión de lo martirial en nuestras latitudes? Si
decimos que «martirio» tiene que ver con dar testimonio, resulta que la dimensión es
mucho más amplia. Dar testimonio de la fe es ser signo de aquello en lo que crees.
Transparentarlo con tu vida. No somos testigos solo con la muerte sino con todo lo que
vivimos. Sin duda, impresiona la firmeza, la valentía y la tenacidad de quien hoy sigue
plantando cara al mal, en tantos lugares de nuestro mundo, en nombre de Dios, y hasta
dar la vida. Pero dar testimonio es ser un testigo creíble del Evangelio cada día, y eso es
algo que se hace de manera diferente en todo tiempo y en todo lugar.
¿Dónde radica la credibilidad? En la capacidad de transmitir algo y hacerlo de tal
manera que quien te ve, a través de ti, pueda intuir algo más: aquello que te mueve, que
te sostiene y donde tu vida echa raíz. Testigo, entonces, es quien vive algo y es capaz de
transmitirlo, contarlo, hacerlo ver. Es el que apunta en una dirección y ayuda a que quien
sigue ese rastro descubra a dónde conduce.

La Iglesia es la historia de una fe compartida. Como una gran carrera de relevos que
lleva más de dos milenios en marcha, generación tras generación. En esa carrera, muchas
personas han ido transparentando una fe profunda, viva, posible. Impresiona pensar en la
herencia que cada uno hemos recibido. En la cantidad de personas que están en ese árbol
genealógico de la fe de cada uno. ¿Quién me transmitió a mí la fe? Y a esa persona,
¿quién lo hizo? ¿Y a aquella? Si nos remontásemos al pasado, iríamos retrocediendo
siglos. Recorriendo sociedades y épocas de las que solo hemos oído hablar en los libros
de historia. Conociendo a testigos que dejaron su legado en obras de arte que fueron
catequesis para aquellos antepasados nuestros que no sabían leer. Iríamos cada vez más
hacia atrás: el Renacimiento, la Edad Media, llegando a un mundo antiguo en el que
muchos contenidos de la fe aún no estaban formulados tal y como los expresamos hoy. Y
tal vez allá, muy en el origen de esa historia, nos encontrásemos a un Pedro, un Pablo, un
Santiago, un Juan o una Magdalena. Aquellos testigos primeros, que conocieron a Jesús,
vivieron su resurrección, experimentaron con una fuerza única la presencia del Espíritu y
se lanzaron al mundo a predicar el Evangelio. Testigos. Una enorme cadena de testigos
que llega hasta hoy, hasta mí.
El testigo lo es por dos caminos. Por una parte, lo es con sus palabras, con lo que

95
cuenta de su fe. La palabra es muy importante en la fe. No en vano decimos que Jesús
fue la Palabra con la que Dios habló a este mundo. Con la palabra tratamos de describir
experiencias, definir a Dios, hablar del amor, de la justicia, del perdón… La palabra
sirve para contar historias, parábolas, hacer memoria. Podemos hablar de Dios. No es
tontería. Porque hoy muchas personas guardan silencio. Por temor, por pudor, por
vergüenza o porque no encuentran el lenguaje adecuado para el mundo de hoy.
Pero hay otro camino aún más importante que el de la palabra para ser testigos de la
fe. Es el de la vida. Hay gente que, por lo que hace, por cómo ama, por su forma de
acoger, de esperar, de plantar cara a la dificultad, de afrontar el sufrimiento, de transmitir
certidumbres, de vibrar con el prójimo, transmite a Dios. Transmite aquello en lo que
cree. Hay personas que, cuando aprendes a conocerlas, descubres que la fe se ha
convertido para ellas en fuente de una vida profunda, sólida, honesta. Y a veces son las
que pasan más desapercibidas en este mundo de estridencias y griteríos varios. Quizás
las personas más conocidas en nuestra Iglesia no sean los testigos más transparentes del
Evangelio. Toca aprender a mirar.

El caso es que hoy en día otra dimensión importante de la vida de la Iglesia es la


transmisión de la fe. Y es algo que hemos de tener en cuenta.
¿Por qué seguir? Porque gracias a esta enorme comunidad, que ha ido compartiendo
un legado, enriqueciendo conjuntamente la búsqueda de la verdad y haciéndose
preguntas necesarias, estamos nosotros aquí.
Es cierto que Dios podría revelarse siempre cuando y como quisiera. Pero también lo
es que ha elegido revelarse en la historia, en un momento determinado, y ha entregado a
su comunidad una misión: «Id a todo el mundo y anunciad la buena noticia». Si esta
comunidad no lo hubiera creído de verdad, si no lo siguiera creyendo hoy, si eligiera el
silencio o esconder la luz que se nos ha dado, ninguno conoceríamos esta buena noticia.
Porque sí, el Evangelio es una buena noticia para todas las vidas. Y es una lástima que
tantas personas lo perciban solo como una ley, una norma, una tradición muerta o una
cadena.
Desarrollemos por un momento la idea de la buena noticia. ¿Qué significa hablar de
«buenas noticias»? Hablar de acontecimientos que son buenos para la vida de las
personas.
Supongamos que anuncian que se ha encontrado la cura para un cáncer. ¿Te
imaginas que tú estuvieras enfermo de ese preciso cáncer? ¡Qué emoción, qué nueva
esperanza, qué cambio de horizonte para la vida! Más aún, imagina que el enfermo fuera
alguien a quien amas con locura, por quien darías la vida. Figúrate que fuese un hijo tuyo
–si tienes hijos–. ¿Puedes concebir cómo sería ese momento en el que alguien te dice que
ya no hay peligro, que todo va a estar bien?
O supón que estás sufriendo los efectos de una guerra. Solo quien pasa por algo así
puede intuir los desvelos, la inseguridad, la precariedad, la congoja de los días grises que
solo son antesala de nuevos días grises. Entonces se firma la paz. Tal vez cuesta creerlo

96
al principio. Pero al fin descubres que es real. Y la gente sale a la calle. Y con esa
invencible fuerza del espíritu humano, a pesar de todas las heridas que se llevan encima,
a pesar de todo lo perdido, a pesar de tantas noches oscuras, una plaza se llena de ruido,
de música y de abrazos. Porque la paz es una buena noticia.
Imagina que no tienes trabajo y llevas tiempo buscándolo. Tal vez de ti depende una
familia, y la precariedad va siendo una losa muy dura para todos. Y de golpe, una
llamada es portadora de un anuncio. Te ofrecen, por fin, un trabajo estable, seguro y bien
remunerado. ¿Cómo será ese momento de compartir la alegría con los tuyos? ¿Intuyes el
alivio, la tranquilidad, el júbilo que dicho anuncio puede despertar?
El Evangelio es una buena noticia para las vidas. Y si seguimos en la Iglesia es porque
creemos que esta buena noticia tiene que ser contada. De hecho, y aquí va una confesión,
a veces la tentación de abandonar es real. Cuando los puntos conflictivos se vuelven
demasiado contradictorios, cuando parece que no se avanza o cuando hay silencios
oficiales clamorosos. Sin embargo, ¿de verdad dejaríamos este tesoro que es el
Evangelio, con todas sus posibilidades, como patrimonio de quienes únicamente ven una
parte de la buena noticia? ¿No sería, de algún modo, una rendición de la esperanza? Y
que conste que no quiero decir con ello que yo tenga toda la claridad y certidumbres
sobre la buena noticia. Lo interesante es ver la Iglesia como el crisol en el que se
mezclan distintos acentos, percepciones y formas de comprender la fe.

Hoy hace falta gente capaz de decir «Creo». Precisamente porque hay otra mucha gente
que ante la fe ajena se muestra intransigente, descalificadora o incapaz de comprender.
Transmitir la fe hoy es algo mucho más difícil que en otras épocas. En una Europa
diferente, hace siglos, el mundo era creyente, la sociedad respiraba a Dios por los cuatro
costados: el calendario, las celebraciones, el ritmo de los días, la cosmovisión
compartida por todo el mundo, todo invitaba a creer. No digo que entonces no hubiera
ateos o agnósticos, pero en cualquier caso serían una minoría muy especial. El hereje era
perseguido, marcado, señalado como un indeseable. Porque la fe permeaba todo.
Hoy las cosas han cambiado mucho. No es que haya desaparecido la fe totalmente,
pero sí ha salido del primer plano en muchos ámbitos de la vida. Hoy los niños ya no
tienen por qué conocer los nombres bíblicos. Lo que quizás en otra época fueron para la
cultura Adán, Eva, Caín, Abel, Moisés, David, Judit y tantos otros personajes bíblicos
que todos conocían lo son hoy Harry, Draco, Hermione o Ron –para una generación– o
Cersei, Daenerys, Tyrion, Bran, Ned y Jaime –para otra–. Ahora los relatos que nos
ayudan a entendernos son más mediáticos y menos duraderos. No estoy diciendo con
esto que la Biblia sea una ficción literaria como lo son las sagas contemporáneas. Pero sí
estoy diciendo que para muchas personas la fe se ha vuelto innecesaria. Porque quizás,
eligiendo surfear por aspectos entretenidos de la cultura contemporánea, nunca escogen
zambullirse en las profundidades, donde las preguntas por el sentido necesitan más
verdad y menos personajes.
Hoy se confunde «privacidad» con «ocultación». Lo vemos con bastante claridad
cuando, por ejemplo, se empieza a discutir sobre la presencia de símbolos religiosos en

97
espacios comunes. Lo que durante bastante tiempo fue una convivencia pacífica –se
podían poner belenes o adornos con motivos religiosos en Navidad, o podía haber
espacios religiosos en las universidades, por ejemplo– ahora, sin embargo, parece
proscribirse, en nombre de una laicidad que se muestra incapaz de tolerar que en su seno
haya personas creyentes. Sin embargo, dicho ocultamiento se lleva por delante no solo lo
religioso sino también la tradición y la cultura. Muchas de las raíces cristianas de Europa
lo seguirán siendo, para creyentes y para no creyentes. Y forman parte de nuestro acervo
cultural.
¿No tendría mucho más sentido una presencia que pudiera explicarse desde
diferentes aproximaciones, más creyente en unos casos y más humanista en otros? El
argumento de que hay quien se puede sentir molesto es peligroso. Porque si reducimos la
tolerancia a aquello en lo que todos estamos de acuerdo, o a lo que no molesta a nadie,
terminaremos empobreciendo enormemente la vida común. Lo que no debería valer es
que se pueda ser tolerante con todo menos con lo religioso. ¿No ocurre, por ejemplo,
cuando hay tolerancia pública hacia muchas expresiones artísticas –a veces pagadas con
dinero público– que atentan directamente contra el sentimiento religioso?
Habría mucho que discutir sobre hasta dónde esto es una legítima separación de
Iglesia y estado y hasta dónde es una laicidad extrema, que entra en conflicto con la
libertad religiosa. Pero volvamos al testimonio.

Frente al ocultamiento, hacen falta personas capaces de hacer visible su fe. Gente que
cuente, con su vida, por qué entiende el Amor (así, con mayúsculas) de una manera
diferente a otras formas de amor con las que muchos se conforman. Hace falta gente que
explique la lógica de una misericordia capaz de devolver bien por mal y perdonar hasta
setenta veces siete. Hace falta quien entienda el sentido del sufrimiento, en una cultura
que equipara sufrimiento con derrota. Hacen falta personas que, frente a otros discursos,
sigan proponiendo las bienaventuranzas como horizonte de dignidad humana. Hace falta
quien mantenga la esperanza en que hay Dios, y no es un Dios lejano, un principio
distante y ajeno, sino un Dios próximo, personal y comprometido con el ser humano. Y
hace falta gente que cuente por qué todo esto lo intenta vivir con otros en una comunidad
como es la Iglesia.

¿En qué consiste el testimonio cristiano? Ahí probablemente habrá muchas


aproximaciones distintas. Hay quien piensa que lo necesario hoy es un testimonio
explícito, visible, militante. Y quien piensa que es una presencia fecunda, más
reconocible en las obras que en las palabras. Hay quien cree que debemos hablar más de
Cristo que de valores, en una cultura donde la explicitación religiosa es más necesaria
que antes. Y quien, en cambio, opta por dialogar desde los puntos comunes con otras
sensibilidades, pero sin ocultar que sus valores echan raíz en su fe. Probablemente haya
razones valiosas en todos los planteamientos, y tal vez no sean excluyentes. Lo que
resulta incuestionable es que hoy en día hacen falta testigos cuyas vidas apunten a Dios.
Y la Iglesia está llena de esos testigos, solo que a veces no son los que más focos

98
reciben, los que más titulares acaparan ni los que más ecos suscitan.

99
18

Buscadores de respuestas:
la teología y la vanguardia

Los cuatro capítulos anteriores hablan de dinámicas de la vida eclesial: lo comunitario,


lo celebrativo, el servicio y el testimonio. Me gustaría añadir a esto algo que atraviesa
todo lo anterior –de diferentes maneras– como es la búsqueda de respuestas.
Me temo que la teología ha ido perdiendo peso a lo largo de los siglos. Algunos de
los grandes pensadores de la historia son, sin duda, teólogos, que fueron las mentes más
brillantes en su momento. Un san Agustín de Hipona o un santo Tomás de Aquino eran
genios de una erudición y un saber sobresalientes. Pero lo suyo, de hecho, era mucho
más que teología. Eran conocedores comprensivos de la realidad. Eran también filósofos,
y hablaban de la sociedad en la que vivían, de la política, del ser humano…
Solo mucho después de ellos las ciencias se irían desgajando de ese gran cuerpo del
saber y especializándose. Hoy podemos distinguir ciencias de la naturaleza, ciencias
sociales, ciencias humanas; tenemos especialidades, titulaciones, un saber mucho más
fragmentado. Podría parecer que la teología se ha quedado «reducida» a la reflexión
sobre Dios. Pero eso es erróneo. La teología sigue necesitando mirar al mundo –en todas
sus dimensiones– y sigue teniendo que ofrecer una lectura creyente de lo que ocurre. Y
dicha lectura aún es muy necesaria. Quizás más que nunca. Porque las preguntas nunca
han sido tan acuciantes.

La gente que, en lo doctrinal, todo lo fía al magisterio tiene un problema. Parecería, si


uno ve las cosas así, que el magisterio es el responsable de ofrecer respuestas. Y que los
pensadores no deben salirse de los límites de lo que ya está contemplado, formulado y
debidamente contenido en cánones y dogmas aprobados por la autoridad
correspondiente. Pero la realidad es que el pensamiento es previo al magisterio y
necesita romper fronteras, ir más allá. Hace falta pensar o repensar las cosas a la luz de
descubrimientos, de nuevas intuiciones o formas de ver el mundo. «Es hora de
humanizar el magisterio, de descubrir su rostro amable y sus denuncias proféticas.
Quizá, si lo descubrimos humano, lo escucharemos más profundamente y nos
acercaremos más cordialmente a él»[20].
En la vida y en la historia se plantean situaciones, dudas y cuestiones que no existían
antes. Porque una comprensión diferente de la vida y de las personas ilumina nuestra

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forma de comprender la revelación. Hacen falta teólogos que se arriesguen, incluso a ser
descalificados. Es interesante pensar que algunos de los grandes teólogos del Concilio
Vaticano II habían estado con anterioridad apartados de la enseñanza. Le ocurrió al
dominico Yves Congar, pionero del ecumenismo. O al jesuita Henri de Lubac,
suspendido de la enseñanza en 1950, y que, sin embargo, sería otra de las voces más
lúcidas del concilio. Sin llegar a ser suspendido, el también jesuita Karl Rahner fue
capaz de colaborar con la renovación conciliar y al tiempo oponerse claramente a los
síntomas de involución que percibía, aguantando por ello grandes críticas.
¿Es necesario un magisterio que apruebe, sancione, confirme? Sí. En una institución
enorme, como es la Iglesia, tener una coherencia de doctrina y de visión, ser fieles a lo
que creemos que es la buena noticia, claro que es necesario. Solo que no está cerrado de
una vez para siempre. De ahí la necesaria labor de los teólogos (entre otros) para
proponer alternativas.

Hagamos un pequeño ejercicio de teología-ficción. Imaginemos que un día aparece vida


extraterrestre inteligente. Lo hemos visto en ficciones varias, o en películas de
invasiones. Pero no es solo el argumento de una buena historia. También la ciencia
especula con esa posibilidad (la paradoja de Fermi señala la alta probabilidad de que
exista vida inteligente exterior y se pregunta por qué, si es así, no hemos visto rastros de
ella). Imaginemos que un día se comprobara que sí hay otras formas de vida inteligente
en el universo. ¿Qué significaría esto para la fe? ¿Sería la prueba definitiva de que nada
de lo que creemos es cierto? ¿Es compatible la vida extraterrestre con la revelación?
¿Sería Dios también el creador de esas otras formas de vida? ¿Y Jesucristo su salvador?
Ahí los teólogos tendrían que afrontar algo totalmente novedoso. Buceando, sí, en la
tradición y en la Escritura, pero sin pretender que todo encaja perfectamente en lo que ya
tenemos formulado, o que ya en el Evangelio se habla de esas realidades explícitamente.
Su labor sería compleja, abstracta, de mucho tanteo, muy especulativa. Solo tras
numerosas búsquedas –y prolongada interacción con la realidad– sería posible que
hubiera algún tipo de postura oficial, pero eso solo sucedería al final y, evidentemente,
quedaría abierta a nuevos descubrimientos.
Se puede objetar que el ejemplo anterior es un caso extremo. Pero ¿no podemos
imaginar escenarios más plausibles donde siguen siendo necesarias búsquedas que aún
no se han afrontado? La teología no puede ser solo arqueología de lo ya dicho, por más
que sea necesario profundizar en la historia del pensamiento. Ha de ser también reflexión
sobre lo desconocido. Vivimos en un mundo que afronta situaciones nuevas. Por
ejemplo, la ciencia está abriendo la puerta a posibilidades hasta ahora desconocidas
respecto a la salud, la duración de la existencia, la capacidad de poner la tecnología al
servicio de la vida de maneras hasta hace poco inconcebibles. Hoy se habla mucho del
«trans-humanismo» para referirse a un ser humano que podría superar algunas de sus
limitaciones biológicas gracias a la tecnología ¿Qué nos dice esto del hombre? ¿Qué
respuestas éticas tenemos? ¿Hasta dónde llega el poder creador que nos ha dado Dios?
¿Qué antropología puede responder a un ser humano transformado por la tecnología?

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Pues bien, incluso muchos de los temas más habituales y contemporáneos, no
necesariamente tan novedosos, requerirían esa misma mirada que busca respuestas. En la
primera parte del libro he hablado sobre situaciones propias de la tierra de nadie. ¿Por
qué ahora son más complejas que en el pasado? Porque hoy comprendemos la realidad
de un modo muy diferente. Porque categorías que antes se tenían por razonables hoy se
ven como trasnochadas. Por ejemplo, hace falta una más completa teología de la mujer.
No está todo dicho en ese ámbito, ni mucho menos. Una teología hecha por hombres y
mujeres. Una exégesis diferente de muchos textos, sin asumir como innegociables
aspectos contextuales que eran más propios de la sociedad en la que surgieron esos
escritos. Hace falta una teología del amor que piense de nuevo en la sexualidad, en una
sociedad que la comprende de un modo diferente. Hace falta una teología del sacerdocio
para el siglo XXI. Hace falta una teología que tenga una palabra sobre la diversidad.
Hace falta una teología para encajar el pecado terrible de los abusos en la entraña de la
Iglesia.
La teología –junto con algunas formas de pastoral– tiene una labor de vanguardia. La
vanguardia es como una avanzadilla de un ejército. En muchas descripciones –históricas
o literarias– de la marcha de los ejércitos en la antigüedad, se habla una y otra vez de
grupos que son enviados por delante. Su misión es imprescindible. Tienen que reconocer
el terreno, abrir caminos, buscar pasos, detectar peligros. Es posible que algunos de esos
grupos se equivoquen, se metan en caminos sin salida y lleguen a lugares donde es
peligroso estar o resulta imposible seguir avanzando. Pero también es posible que alguno
de ellos descubra por dónde se puede seguir adelante. Y cuando esa avanzadilla vuelva
al encuentro del ejército, entonces este podrá moverse, quizás más despacio, pero
también con más seguridad, en la dirección señalada.
Esta es la labor del pensamiento en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia. Hacen falta
intelectuales que sean capaces de salir de las espirales de la inmediatez, de los titulares
sin fondo y de las ruedas de molino que no hacen más que girar sobre sí mismas.

Alguien podría objetar –con razón– al planteamiento anterior: «¿Estás diciendo que hoy
no se hace teología?». Si mi respuesta fuera afirmativa –que no lo es–, lo que estaría
demostrando es ignorancia. Por supuesto que hay muchas personas consagradas a la
reflexión teológica. Y probablemente van afrontando muchas cuestiones necesarias hoy:
teologías políticas, dogmática, cuestiones de teología moral, visiones sobre la Iglesia,
interpretaciones de la Sagrada Escritura… Sin embargo, hoy en día su labor se desarrolla
en círculos tan cerrados, tan especializados y tan poco divulgativos que esa invisibilidad
se convierte en un problema. La dinámica de las universidades ha entrado en el
imperativo de las publicaciones para revistas indexadas. Muchas personas que podrían
contribuir a generar discurso y pensamiento se ven condicionadas por tener que publicar
lo que escriben en revistas que solo leen unos pocos especialistas y que, sin embargo,
cuentan para todos los rankings y puntuaciones necesarios en el mundo académico
contemporáneo. Faltan divulgadores y traductores, personas que sean capaces de ayudar
a aterrizar todas esas cuestiones en el mundo de la vida cotidiana.

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Excursus: contra la falta de pensamiento

Un mundo plano. Afirmaciones sin reflexión detrás. Manifiestos destinados a generar


adhesiones a favor. Manifiestos destinados a generar adhesiones en contra. Todo el
mundo describiendo lo mal que lo hacen otros gremios, otros sectores, otros ámbitos
de la sociedad, pero sin cuestionar lo propio. Ruido. Emoticones. Forofismos.
Insultos. Titulares pensados para ser titulares, sin desarrollo ni profundidad. También
entre nosotros, gentes de Iglesia. ¿De verdad era necesario estudiar teología para
acabar «dando doctrina» de una manera que tiene más de opinión que de
fundamento? ¿De verdad se nos ha olvidado leer? ¿Se nos ha olvidado el valor de la
ignorancia que busca respuestas a situaciones nuevas? ¿Dónde están hoy los teólogos
que piensan en profundidad sobre las cuestiones de sentido? Y si están –que algunos
hay-, ¿quién dedica tiempo a conocer su pensamiento, a tratar de comprender lo que
dicen?
Ruido, ruido incesante. Inmediatez. Reacciones instantáneas. Hay que hablar de
todos los temas porque toca. Con fecha de inicio y fecha de caducidad. Encadenados
a un carpe diem vital e insaciable. Estamos atrapados en esta espiral. Sé que
generalizar es injusto. Y hay gente –probablemente más silenciosa y profunda– que
no lo hace así. Habrá que buscarlos, para que se conviertan en voces con sentido en
medio de este caos. Porque, si no, terminaremos conformándonos con profetas de
saldo. Pero hoy necesitamos sabios, y también auténticos profetas, más preocupados
del ser humano que de las ideologías y más abiertos al misterio que a sus obsesiones.
Para no acabar sucumbiendo a la banalidad y ahogados en un mar de espejismos.

[20] Así lo expresaba F. J. DE LA TORRE, «Para una lectura amable del magisterio»: Sal Terrae 1139
(2009), 797-810. Se trata de un artículo interesante y pedagógico, donde se desarrollan y matizan muchos puntos
que normalmente generan confusión, como la posibilidad de que el magisterio cambie, el peligro de confundir
infalibilidad con infalibilismo, la necesidad de no aumentar los límites de su responsabilidad, así como algunos
ejemplos en los que se ve la evolución de doctrinas y formulaciones.

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Buscadores de respuestas:
el camino de la belleza

Aún me gustaría tratar de decir una palabra más sobre nuestras búsquedas. Mucho de lo
señalado hasta este momento sobre la fe y sobre la vivencia de lo eclesial tiene que ver
con la razón, con el análisis de vivencias, doctrinas, normas, creencias, rasgos
sociológicos…
No quisiera dar la sensación de que todo en nuestra experiencia de la Iglesia tiene
que ver con lo que pensamos, aunque a menudo es así. Sin embargo, la fe y la
pertenencia son mucho más que un análisis de argumentos y motivos.
La fe, como ya indiqué en un capítulo anterior, es la adhesión personal a una verdad
–Jesucristo– que evoca presencia, cercanía, implicación, amor, pasión de Dios por la
humanidad…
Además del camino más racional –necesario y útil– para encontrar respuestas, hay
otros caminos que también se nos ofrecen como parte de nuestra vivencia eclesial.
En concreto, me gustaría hablar del camino de la belleza. Sé que este es un concepto
necesariamente vago y subjetivo. ¿Qué es bello? Podríamos pasar horas discutiendo sin
ponernos de acuerdo. O podríamos perdernos en abstracciones filosóficas sobre lo
estético.
Creo que no es aventurado decir que la belleza habla de Dios. El salmista lo plasma
en su verso: «Una cosa pido al Señor, es lo que busco: habitar en la casa del Señor todos
los días de mi vida, contemplando la belleza del Señor, observando su templo».
Pero no solo es que Dios sea hermoso, sino que es el autor de toda belleza. Hay una
intuición tras el concepto de Dios creador. Del mismo modo que el narrador del primer
capítulo del Génesis dice que Dios todo lo hizo bueno, ¿podría decirse que todo lo hizo
bello? Hay lenguas, como el guaraní, en las que se emplea la misma palabra para definir
belleza y bondad. También el castellano tiene expresiones donde ambos conceptos se
intercambian. ¿No estamos hablando de bondad cuando exclamamos, ante alguien
especialmente noble, bueno o admirable: «¡Qué bella persona es!»?
No es que intuyamos la creación surgida de las manos de Dios de acuerdo con un
canon concreto de belleza, sino que entendemos que hay una capacidad de percibir
armonía, trascendencia y perfección en lo que vemos, y esa belleza nos hace intuir una
intención detrás.

104
En ese sentido, si afirmamos que Dios todo lo hizo bello, quizás lo que habría que
señalar también es que a nosotros nos toca aprender a descubrir la belleza de cada cosa
como reflejo de la belleza de Dios: de cada lugar, de cada ser, de cada vida. ¿Dónde
descubrimos belleza? En la naturaleza, con su exuberancia y diversidad. En la
inmensidad silenciosa de un universo cuya dimensión solo intuimos. En el contraste
entre la luz y las sombras. En el reino animal, tan sorprendente, tan desconocido y tan
cautivador cuando logramos asomarnos a él. En el cuerpo humano –pero no
confundamos esta afirmación con ver como bello solo un determinado canon propio de
una época–. En la singularidad de cada rostro. En los colores. En el arte, que tiene tantas
manifestaciones y donde el artista quizá se convierte en un heredero privilegiado de la
labor creadora del Artista primero. En la música, en el baile, en la pintura, en la literatura
y el poder de las palabras para construir mundos…
Antes de entrar a hablar de la belleza vinculada al arte y, más aún, a los espacios
explícitamente religiosos, creo que habría que señalar algo mucho más amplio. Hay una
experiencia de la belleza cotidiana, personal, que nada tiene que ver con el arte.
Momentos en que belleza y felicidad se funden en la propia historia. Instantes de
armonía, que quizás no puede quedar congelada en el tiempo y se ha de disipar, como las
olas que se retiran para volver más adelante. Contemplar el sueño de un hijo, ver la
concentración de un ser querido mientras lee, disfrutar con la ejecución de una actividad
rutinaria, escuchar los ruidos de la calle imaginando las vidas detrás… Es lo que tan bien
conseguía plasmar la película American Beauty al reflexionar sobre la belleza de una
bolsa de plástico que baila en el viento[21]. Seguramente cada persona tiene una
capacidad diferente para descubrir lo bello entrelazado con lo cotidiano.
Yo a menudo no entiendo el llamado arte contemporáneo. Y para mí es una tentación
inmediata descalificarlo. Decir que es una tomadura de pelo, quedarme en descripciones
externas de lo que veo y no aceptar que quizás haya en él algo que no termino de
percibir. Cuando alguien se detiene ante una obra cuyo sentido yo no entiendo y parece
disfrutar de ella, puedo hacer dos cosas: puedo pensar que es un pretencioso con ínfulas
–¡anda que no hemos visto chistes y parodias cinematográficas sobre intelectuales
modernillos y el arte incomprensible!–, pero también puedo preguntarme si acaso es que
algo de la belleza que ese otro percibe a mí se me está escapando. Esa percepción se
puede describir de muchas maneras. Lo bello impacta, conmueve, envuelve. Va más allá
de lo racional, y hasta de lo simbólico. Quizás te puede hacer sentir parte de algo mayor.
¿No será la contemplación de la belleza uno de los caminos para la mística, es decir, para
el encuentro?
El 21 de noviembre de 2009 el papa Benedicto XVI recibió en la Capilla Sixtina a
250 artistas de renombre internacional. En sus palabras hizo un verdadero canto de amor
a la belleza:
«El momento actual está lamentablemente marcado, además de por los
fenómenos negativos a nivel social y económico, también por un debilitamiento
de la esperanza, por una cierta desconfianza en las relaciones humanas, de modo

105
que crecen los signos de resignación, de agresividad, de desesperación. El mundo
en el que vivimos corre el riesgo de cambiar su rostro a causa de la acción no
siempre sabia del hombre, quien, en lugar de cultivar su belleza, explota sin
conciencia los recursos del planeta a favor de unos pocos y con frecuencia
desfigura las maravillas naturales. ¿Qué es lo que puede volver a dar entusiasmo
y confianza, qué puede animar al alma humana a encontrar el camino, a levantar
la mirada hacia el horizonte, a soñar una vida digna de su vocación? ¿No es acaso
la belleza? Sabéis bien, queridos artistas, que la experiencia de lo bello, de lo
auténticamente bello, de lo que no es efímero ni superficial, no es accesorio o
algo secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque esa
experiencia no aleja de la realidad, más bien lleva a afrontar de lleno la vida
cotidiana para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa,
bella. […] La auténtica belleza abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo
profundo de conocer, de amar, de salir hacia el otro, hacia más allá de sí mismo.
Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos,
entonces redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de comprender el
sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte y del cual
podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso cotidiano.
[…] En todo aquello que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo
bello, está realmente la presencia de Dios»[22].

¿Por qué hablo de esto? Porque creo que hay muchas formas de mirar a la realidad.
También a la realidad eclesial. A veces, más allá de lo doctrinal, de los conceptos, de
definiciones y normas, hay todo un mundo experiencial, de cuyo alcance no siempre
somos conscientes.
Hay todo un mundo de vivencias, celebración, sentidos y sentimientos, que tiene más
que ver con la experiencia de la belleza –en un sentido amplio– que con las ideas. Y en
ocasiones se convierte en un camino alternativo para no quedarnos solo en los aspectos
problemáticos.
Pongamos dos ejemplos. Imagina una catedral gótica; la luz entra por las vidrieras,
que convierten el sol esplendoroso de fuera en miles de rayos de colores que se reflejan
en las piedras. Las columnas suben verticalmente hasta un techo en el que los arcos se
van trenzando, formando dibujos que hacen única la cubierta. Suena música –ya sería
mucho imaginar que fueran cantos desde el coro, pues desgraciadamente hoy en día eso
no es tan frecuente–. Quizás haya, entre las imágenes que adornan el templo, alguna
figura que captura tu atención. El rostro de algún personaje representado en el retablo del
altar mayor, o un gesto de uno de los santos tallados en algún altar lateral. Y, en medio
del silencio, sientes ganas de rezar. La belleza se convierte en llamada. Quien hace esta
descripción podría evocar otras muchas iglesias en muchos lugares. Y podría describir
escenarios mucho más sencillos: una vela en un espacio de penumbra, un banco junto a
un arroyo o una fuente que deja que el agua cante, un paisaje ante el que se intuye la
trascendencia.

106
Imagina una procesión de las que, en Semana Santa, se multiplican por la geografía
española. Además de toda la parafernalia y cierta mezcla de cultura, tradición y a veces
hasta frivolidad, hay también mucha vivencia profunda. Una imagen representa a la
Virgen, y es su rostro bello, quizás bañado en lágrimas, lo que capta la atención de
alguien que, inmediatamente, siente la belleza del abrazo de la Madre.

Cabrían muchos ejemplos diferentes. En algunos casos, todo el contexto es religioso –


liturgias, lugares asociados a lo sagrado, himnos…–. En otros casos, puede ser la propia
naturaleza, en alguna de sus múltiples manifestaciones, la que nos abra a la pregunta por
el Creador. Y habrá ocasiones en que es lo artificial, creado por nosotros como extensión
de la obra creadora de Dios, lo que suscita esa admiración, ese reconocimiento, ese
sentido de trascendencia.
La fe no es tan solo, ni primeramente, una experiencia racional. Es asimismo
emoción, misterio, belleza o fascinación. La Iglesia también nos ofrece ese camino. Lo
hace de múltiples formas, y con ello nos abre otras maneras de abrazar su complejidad,
comprender su misión y acoger su testimonio.

[21] B. COHEN - D. JINKS (productores) y S. MENDES (director), American Beauty, DreamWorks, Estados
Unidos 1999 (https://bit.ly/1EzCYWy).
[22] BENEDICTO XVI, La belleza, camino hacia Dios. Discurso en el encuentro con los artistas, Roma
2009.

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20

La Iglesia en la sociedad: catacumbas,


cristiandad, circos y levadura

A veces es difícil encontrar el equilibrio entre diversas facetas de la vida. ¿Debe la


Iglesia meterse en política? ¿Tiene que opinar sobre las polémicas sociales? Más aún,
¿tiene derecho a hacerlo? ¿Ha de tener su agenda pública? ¿Pueden los obispos apoyar a
un partido concreto en unas elecciones?
La historia ha visto escenarios bien distintos. Desde el paso del cristianismo a la
oficialidad con Constantino en la antigua Roma, el papel de la Iglesia y sus relaciones
con la sociedad siempre han sido complejos. La relación de la Iglesia con el poder es
tormentosa, y no siempre clara. Cualquier estudio, por ejemplo, sobre la evolución del
papado muestra una historia turbulenta, intrincada, marcada por grandes personalidades,
en la que hay desde monjes ascetas hasta príncipes hedonistas, desde papas sabios hasta
pontífices guerreros, desde personalidades pusilánimes que pasaron como de puntillas
por el gobierno de la Iglesia hasta figuras ambiciosas que estuvieron en la cúspide del
poder europeo, peleando de tú a tú con emperadores y reyes en pulsos para ver quién
tenía la última palabra.
Hoy estamos lejos de aquellos tiempos. Sin embargo, no hay que minusvalorar la
autoridad moral de la Iglesia –que en estos tiempos mediáticos se vuelve también una
herramienta que hay que usar con enorme responsabilidad–.
Cuando, hace años, escribía por primera vez sobre esta tierra de nadie, definía dos
extremos que hay que evitar: la cristiandad y las catacumbas. Creo que dicha distinción
sigue vigente, por lo que me gustaría volver sobre ella.
Todos asociamos las catacumbas a Roma, a una época de clandestinidad, a un mundo
en el que el cristianismo era una semilla compartida por un grupo de personas no muy
numeroso, pero muy convencido. En aquel contexto tocaba afrontar la persecución en
algunas etapas. Dada la negativa de los cristianos a apoyar la fe en otros dioses (en
aquella Roma politeísta), se temía su influencia perniciosa, por lo que en ocasiones se
intentaba acabar con ella. No es que la persecución fuese una constante. Hubo largas
épocas de convivencia tranquila y discreta con los cristianos, pero no sería hasta la
promulgación del Edicto de Milán en el año 313 cuando se acabaría oficialmente con la
clandestinidad y la persecución. Las catacumbas eran lugares discretos, normalmente
galerías subterráneas, donde los cristianos enterraban a sus muertos y, en ocasiones,

108
celebraban la eucaristía, especialmente junto a las tumbas de los mártires. La
imaginación y cierto espíritu romántico las han teñido de secretismo, pero en realidad no
eran tan secretas –ni tan peligroso estar en ellas–. Lo que asociamos con las catacumbas
era la exigencia hacia los cristianos de que fueran discretos, que no hicieran ruido en la
sociedad, que mantuviesen para su mundo privado esa fe tan selectiva y que no
incordiaran.
¡Qué contraste con la mentalidad de cristiandad, que se iría gestando en los siguientes
siglos! La conversión del cristianismo en religión oficial del imperio romano en el 380
fue el primer paso. Dado que ya entonces la capital del imperio estaba en
Constantinopla, Roma quedó mucho más desprovista de poder civil, y ese vacío lo fue
llenando el papado en los siglos posteriores. La Edad Media vio cómo se concentraba el
poder, a lo largo del tiempo, en figuras de la sociedad que ocupaban puestos cada vez
más altos en la jerarquía. Y la Iglesia no era ajena a esta búsqueda de influencia y
autoridad. En aquel mundo sin fisuras, ¿por qué no habría de tener el papa la máxima
autoridad posible? Fue una larga época en que poder y fe se entremezclaban, y en que no
se distinguía autoridad moral de autoridad civil o militar. Una época en la que quien no
creía del mismo modo que uno era considerado hereje, y además enemigo. Era un mundo
que no veía alternativas, donde el pluralismo religioso habría sido considerado blasfemia
y la libertad religiosa, traición. En esa cosmovisión se esperaba que el manto de la
misma fe cubriese a toda la sociedad, desde el príncipe hasta el último de los vasallos. Y,
por encima de todos ellos, la Iglesia, definiendo, atando y desatando, tratando de ir
haciendo real ya en la tierra la ciudad celeste.
Los enfrentamientos entre papado e imperio para ver quién ostentaba la máxima
representación religiosa atravesaron Europa, con episodios casi míticos, como aquella
humillación de Canossa, en la que unos dirían que el papa Gregorio VII doblegó al
emperador Enrique IV, obligado a postrarse como penitente solicitando el perdón, y
otros pensarían que fue Enrique IV el que se salió con la suya, al conseguir que el papa
le levantase la excomunión que tanto estaba dificultando su liderazgo. Al margen de
historias concretas, la Edad Media vio en Inocencio III la cúspide del poder papal, y el
modelo quizás más «perfecto» de cristiandad. Un papa soberano, una sociedad teocrática
y un monarca sobre los monarcas.

Volvamos al presente, porque de otro modo nos podríamos perder en la larga historia de
la relación entre Iglesia y poder. Las catacumbas representan la Iglesia discreta y oculta.
La cristiandad representa la Iglesia todopoderosa, que todo lo define y todo lo autoriza –
o lo prohíbe–. Evidentemente, hoy no estamos en tiempos de persecución que hagan
necesarias las catacumbas (al menos en estas latitudes, como ya hemos comentado en un
capítulo anterior). Pero tampoco estamos –a Dios gracias– en una época de cristiandad,
en que fe y política se funden y una actitud teocrática quiere imponer una única
cosmovisión en nombre de una verdad sin fisuras. Sin embargo, aún cabe una tercera
imagen –por aquello de seguir con la historia– que nos ayuda también a percibir la
relación entre Iglesia y sociedad, y es la del circo. En este caso, se trata de algo que la

109
Iglesia no provoca, sino que padece. Es muy goloso convertir algún asunto religioso en
tema de agenda pública cuando se quiere hacer ruido, distraer la atención o polarizar la
opinión pública. Y ahí sacar lo eclesial a relucir da mucho juego. Una y otra vez, la clase
de religión, unas palabras sobre los acuerdos con la Santa Sede, el IBI, la opinión de la
Iglesia sobre algún tema moral… Todo eso se lanza a la palestra pública y ya tenemos
titulares, forofismos, y a echar a rodar la bola de nieve del español que va detrás de los
curas, o con un palo o con una vela. Utilizar lo religioso como cebo para exaltar pasiones
también ocurre. Así que, junto a la cristiandad y las catacumbas, añadimos una tercera
modalidad indeseable, que es el circo.

Al margen de figuras gastadas o incorrectas, ¿debe la Iglesia aspirar a tener una palabra
pública? ¿Debe buscar influencia? ¿Tiene el derecho –o hasta el deber– de opinar sobre
temas de la agenda común que quizás no parecen de su incumbencia? La respuesta
primera, que ahora matizaremos, es que sí. ¿Por qué no habría de tener una palabra? No
deja de ser una institución bajo cuyo paraguas se acoge una quinta parte de la población
mundial. Lo que ocurre es que hay dos niveles para esa palabra.
Hay principios y formas de entender las cosas que tienen que ver con la disciplina
interna de la Iglesia, con su propia visión del mundo, su antropología o su moral, que no
se pueden pretender universales. Porque en el mundo convivimos muchas personas con
muchas maneras de comprender la realidad. Por eso la Iglesia no debería pretender
imponer algunas políticas que no se sostienen nada más que en su disciplina interna –o
en su fe–. Por poner un ejemplo evidente, la concepción del matrimonio en la Iglesia
católica pone uno de sus acentos en la indisolubilidad. La Iglesia, fiel a esa concepción,
no contempla el divorcio. Pero sería erróneo pretender imponer la indisolubilidad como
una obligación para toda la sociedad en su conjunto, cuando hay mucha gente no
creyente que no considera que el «para siempre» sea un requisito para una alianza.
Desgraciadamente, muchas veces la Iglesia ha sido percibida como alguien que quiere
imponer a toda una sociedad su punto de vista.
Ahora bien, ¿significa esto que la Iglesia no puede dar ninguna batalla pública? Eso
sería igualmente absurdo. Como parte de una sociedad, la Iglesia puede defender, por un
lado, sus propios intereses, al igual que lo hacen otras muchas instituciones –si bien es
verdad que lo que se espera de la Iglesia no es que defienda sus propios intereses sino los
de los más frágiles y vulnerables, pues esa es su razón de ser–, y, por otro lado, aquello
que considere que es innegociable porque es un valor universal.
Por ejemplo, la oposición a la pena de muerte y el intento de cambiar cualquier
legislación que la permita no se deben a que la defensa de la vida sea un valor para los
católicos, sino a que se considera que hay que defender siempre cualquier vida.
Otro ejemplo. El papa Francisco fue durísimamente criticado por algunos sectores de
la población tras publicarse su primera encíclica, Laudato si’. Jeb Bush, católico, hijo y
hermano de expresidentes norteamericanos, afirmó entonces: «Espero que el cura de mi
parroquia no me castigue por decir esto, pero no tomo mis políticas económicas de mis
obispos, cardenales o de mi papa». Un alegato contundente exigiendo a la Iglesia no

110
meterse en ámbitos que para Bush, como para muchos otros, le serían ajenos. Sin
embargo, ¿no tiene derecho la Iglesia a unir su voz a tantas como claman por una gestión
más responsable y justa de nuestro modo de relacionarnos con la creación?
Un ejemplo más. La Iglesia es una institución que alza la voz, una y otra vez, para
pedir que se humanicen las políticas migratorias. ¿Tiene derecho a hacerlo? Sin duda.
Porque la dignidad de los seres humanos más vulnerables no está circunscrita a un credo
o a un grupo de elegidos que merezcan más que otros una vida digna.
Llegados a este punto, me gustaría proponer una última imagen, que no es la de las
catacumbas ni la de esa cristiandad esplendorosa, ni tampoco la del circo mediático que
convierte la polémica en estrategia para hacer ruido. Es la imagen de la levadura que
fermenta la masa. Una imagen evangélica que, sin embargo, es bien actual. La levadura
es una parte menor del conjunto, pero se vuelve necesaria para dar consistencia, para que
la masa crezca, para hacer pan. La idea de ser como levadura en una sociedad es la de
tratar de ir sembrando en ella semillas que permitan que el Evangelio dé frutos.
Aunque todavía estamos en una sociedad de raíz cristiana, cada vez lo es menos. Las
estadísticas hablan aún de una mayoría de católicos en España. Pero cuando vemos los
porcentajes de católicos practicantes, los datos se desploman. Y cuando los analizamos
por grupos de edad, el horizonte invita a pensar que no está muy lejos el momento en
que los católicos seremos muy minoritarios en la sociedad. En esa situación de minoría,
cabría una mirada solo preocupada por los números, y en consecuencia oscilante entre la
nostalgia y el afán de reconquista. Pero también cabe una mirada más humilde, más
serena. Que comprenda el poder de lo pequeño para ser fermento de la masa. Después de
todo, la Iglesia empezó con un grupo de desharrapados en un país menor del extremo de
un imperio. Tal vez en la forma de estar en minoría pueda haber otra manera de
comprender cómo estar.

Y aquí, de nuevo, es hora de ensanchar la mirada. Porque puede dar la impresión de que,
al hablar de Iglesia y sociedad en las páginas anteriores, me he centrado en la
intervención «oficial» para tratar de influir en la legislación. Pero, en realidad, creo que
el papel de la Iglesia en la sociedad es bastante más amplio. La influencia no es solo por
vía normativa. Hay muchas cosas que, más allá de la ley, afectarán a decisiones libres de
las personas. De hecho, buena parte de las aportaciones de la Iglesia a la sociedad no han
tenido que ver con la legislación sino con su despliegue en ámbitos de la vida civil,
como puede ser la educación, la sanidad, el cuidado de las personas más vulnerables…
Y, sin embargo, la Iglesia, también una Iglesia más pequeña, más frágil, menos
poderosa, puede intentar concienciar, influir, compartir una determinada visión de la
realidad que ayude a las personas a tomar decisiones que contribuyan al bien común.
Imaginemos una sociedad cuya legislación permite y facilita el aborto. La única
opción de la Iglesia no es la oposición a esas leyes –aunque pueda legítimamente
oponerse–. Como institución preocupada por esta tragedia, por las vidas que siega, por
sus consecuencias no solo en la vida arrebatada sino en las madres que se ven a veces en
la tesitura de abortar por distintas circunstancias, la Iglesia puede tratar de elaborar

111
programas de acogida, crear ayudas económicas y buscar modos de acompañamiento de
las mujeres en situaciones de dificultad, convirtiendo así su defensa de la vida no nacida
y de las madres en situaciones de vulnerabilidad en una alternativa, en forma de
resistencia y de propuesta.
Poniendo otro ejemplo, hoy en día en España parece inminente el cambio en la
legislación sobre el final de la vida, y en muchos ámbitos se habla de la eutanasia de una
forma acrítica, como un derecho incuestionable. La Iglesia es de las pocas instituciones
que en este momento está planteando la necesidad de distinguir, de clarificar términos,
de no identificar sin más «eutanasia» con «muerte digna», y pidiendo un diálogo social
más profundo y más amplio para evitar la desprotección de quien puede quedar más
indefenso ante la normalización del suicidio asistido.
La intervención social no consiste solo en legislar sino en transformar contextos,
afrontar problemas, crear espacios donde la lógica evangélica pueda expandirse. Y la
intervención no ha de medirse únicamente por declaraciones públicas de los obispos sino
también por la actuación de quienes, con la fe por delante, van mostrando formas de
pensar y de actuar en lugares públicos, en escuelas, hospitales…

Excursus: Una Iglesia de minorías

Hace tiempo, conversando con un grupo de amigos, me preguntaban: «¿No te


preocupa que la Iglesia pierda poder, influencia, que vayáis siendo mucha menos
gente?». Debo confesar que, con bastante honestidad, sentía que no, no me
preocupaba.
No me preocupan demasiado ni la influencia, ni el poder, ni los números. Me
preocupa, eso sí, que encontremos un camino para que el Evangelio ayude a
configurar una sociedad lo más humana y digna posible. Me preocupan la cantidad
de tópicos, prejuicios y desconocimiento que hay –pero a veces pienso que eso solo
se puede ir desvaneciendo con una Iglesia que vuelva a ser minoritaria, y
desprendida de muchas adherencias e inercias–. Me preocupa que demasiada gente
no se haga en serio la pregunta por Dios y se conforme con un ateísmo infantil (o con
una fe infantil). Me preocupa una sociedad que se mueve por modas y no reflexiona.
Y me preocupa que las verdaderas víctimas de nuestro mundo, en muchos lugares,
queden más huérfanas si faltan las gentes de Iglesia, que en algunos contextos son
los únicos que están.
Pero ¿preocuparme por el final de un ciclo –como creo que es este–? No. Eso no
me inquieta. Porque, junto a los problemas, veo oportunidades. La oportunidad de
que hoy quien practique una religión lo haga por opción y ya no por inercia. La
oportunidad de que quien quiera seguir a Jesús lo haga con pasión y compromiso, y
no porque «es lo que hay». La oportunidad de vivir a contracorriente. La oportunidad
de repensar qué es lo que contamos y cómo hacerlo para ser creíbles, en lugar de
adormecernos en formas y lenguajes que a muchos dejan indiferentes. Y la

112
oportunidad de que, en una situación de mucha más pequeñez –y hacia ello vamos–,
como Iglesia podamos bajarnos de algunos pedestales, escuchar más y reconocer
equivocaciones que han hecho que a menudo seamos percibidos como guardianes de
la letra muerta y no como portadores de una buena noticia.
Tenemos la oportunidad de volvernos pequeños. Y la cosa comenzó en Galilea
con un predicador desconocido rodeado por un grupo de personas bastante frágiles:
el pescador, la prostituta, el recaudador, la adúltera… No, no me preocupa.

113
21

Mi lugar en el mundo

¿Quién no busca su lugar? Un lugar en el que sentirse en casa. Un lugar al que poder
llamar «mío». Un lugar al que notas que perteneces. Al final, mucho del recorrido que
hemos ido haciendo hasta ahora tiene que ver con esa búsqueda. Porque cada uno de
nosotros somos únicos, diferentes, excepcionales. Y no hay dos personas que encajen de
la misma forma en el mundo. Quizás tampoco en la Iglesia.
Uno de los textos más reconocibles del Nuevo Testamento es aquel en el que Pablo
habla de la existencia de diferentes carismas. Es una idea que, bien entendida, tiene
muchísima fuerza. Hay un mismo Evangelio, pero cada persona tenemos que encontrar
nuestra forma de hacerlo vida y convertirlo en buena noticia.
Si nos preguntamos por carismas, probablemente lo más inmediato sea acudir a
algunos conceptos clásicos: sacerdocio, vida religiosa, vida laical y, dentro de esta,
matrimonio, soltería… pero, en realidad, hay muchas maneras de mirar los carismas.
Pensemos, por ejemplo, en funciones de servicio en la comunidad. Está quien lidera,
quien escucha, quien atiende. Está quien educa, quien sana, quien acompaña. Hay
cantores que comparten su música (por fuera o por dentro). Existe gente servicial,
constantemente atenta a lo que pueda hacer falta y dispuesta a echar una mano. Hay
quien siempre tiene palabras de aliento, algo muy necesario. Hay otros con una veta
profética, más inconformistas, más críticos, más capaces de descubrir posibilidades aún
por desarrollar. Está el místico, que de la oración hace su aula, y el apóstol, siempre en
camino –y sí, también se puede ser místico y apóstol al tiempo–. Hay gente que sabe
acompañar a otra gente. Está quien descubre que su carisma es cuidar (a unos hijos, a
una pareja, a unos padres, a los más débiles) y quien de sus dudas hace un motor para
plantearse preguntas y buscar respuestas. Está también quien, desde una sensibilidad
diferente, puede percibir las contradicciones y hacerlas ver, quizás porque vive en
primera persona algunas de ellas, o porque las reconoce en aquellos a quienes ama. Hay
gente que es casa, que hace que los otros siempre se sientan bienvenidos.
Hay tal diversidad de maneras de estar que probablemente, si a cada uno de nosotros
nos preguntasen, nuestras definiciones, aunque tuvieran elementos comunes, también
terminarían siendo únicas. Los fanáticos del pensamiento único, que exigen
homogeneidad y desprecian a quien ve las cosas de otro modo, tienen una concepción
muy simple de la Iglesia. Preferirían, tal vez, ser un grupito de afines en lugar de una
comunidad viva, plural y diversa. Honestamente, creo que se equivocan.

114
¿Cómo encajar en la Iglesia? No tiene uno que conformarse a un modelo único. Sería
demasiado pobre. No estamos todos cortados por el mismo patrón. La Iglesia no es una
organización estática, fría y definida en los papeles, a la que uno se suma de tal modo
que tiene que amoldarse perfectamente. Ni es una asociación que quepa en una
descripción sociológica. No es solo, ni principalmente, una institución susceptible de ser
analizada con criterios sacados de las ciencias humanas.
Cuando decimos que la Iglesia somos todos, es verdad. Y a veces no terminamos de
comprenderlo o de creérnoslo. La Iglesia, en realidad, es un cuerpo vivo, formado por
personas. Personas diferentes. Un cuerpo vivo nacido en Pentecostés. Una comunidad
plural, cambiante, que se mueve con la guía del Espíritu. Un cuerpo extendido por todo
el mundo y que va teniendo una historia. Y, como todo cuerpo, tiene sus heridas, sus
cicatrices, su crecimiento, sus edades, sus órganos con diferentes funciones, su
interacción con el mundo del que forma parte.
Desde este punto de vista, cuando uno vive resistencias ante la Iglesia, cuando
descubre desajustes o siente una distancia insalvable que lo lleva a verla como algo
ajeno, tal vez sea por estar mirando solo una parte. De hecho, no hay distancia porque,
donde estás tú, ahí está la Iglesia. Y tu sensibilidad también es parte de la Iglesia. Y tu
situación –sea la que sea– es una situación que se da dentro de la Iglesia.
Esto, bien entendido, se convierte en motivo de libertad y de alegría. Porque
demasiadas veces la irritación, la impresión de rechazo o los reproches tienen que ver
con la sensación de que para pertenecer no puedes ser tú. Y, sin embargo, al darle la
vuelta a esta mirada, se puede entender que, gracias a que tú estás en ella, la Iglesia es
más rica, más plural, más compleja.

Hay quien podría objetar que este discurso, tal y como lo estoy formulando, es un
camino seguro hacia el relativismo o la «fe a la carta». Porque con estos argumentos,
cualquiera podría decir: «Ah, yo escojo lo que me gusta, lo que quiero, lo que me
conviene, y rechazo lo que me disgusta, lo que no quiero, lo que me perjudica. Y como
Iglesia soy yo también, pues tan contento».
Necesitamos ser honestos. La conciencia –bien formada– es la que nos ha de ayudar
a comprender qué debe ser innegociable. No es lo mismo una norma que un dogma. No
son lo mismo las grandes verdades de la fe o los contenidos del credo que muchas
consecuencias doctrinales formuladas en una época concreta y conforme a una
determinada cultura. Por poner algún ejemplo, no es lo mismo negar la divinidad de
Jesucristo –si no crees en eso, entonces, ¿qué sentido tiene decir que eres miembro de
una comunidad en la que él vive?– que disentir de regulaciones concretas sobre el uso de
los medios anticonceptivos. O no es lo mismo rechazar el sermón de la montaña que
disentir de una afirmación de un papa en una encíclica. Aunque ambos sean importantes.
El primero no cambiará nunca –o la Iglesia dejará de serlo–. La segunda puede
reinterpretarse y encontrar una nueva formulación en un momento determinado en
función del magisterio[23]. Nos hacen falta criterios, formación, pensar en conciencia lo
que son las cosas.

115
Mi lugar en la Iglesia no tiene que ser necesariamente un lugar cómodo o fácil, y
mucho menos un lugar hecho a mi medida. Pero es el lugar donde puedo abrazar el
Evangelio, sentir el amor de un Dios que me acoge, encontrar mi misión para este
mundo y compartir ese camino con otros, distintos pero igualmente llamados a vivir
desde la fe.

[23] Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico,
Sal Terrae, Santander 2006. En este interesante estudio sobre el magisterio, el conocido teólogo dedica toda la
primera parte (páginas 29 a 218) a hacer un apasionante recorrido por afirmaciones de los papas, como parte del
magisterio en distintos momentos de la historia, que con el tiempo han quedado superadas.

116
Conclusión
La tierra de todos

Como decía al comenzar este libro, la primera vez que hablé de tierra de nadie, uno de
los ecos más frecuentes era el de aquellos que me comentaban que les había alegrado
descubrir que no estaban solos. Que la tierra de nadie era tierra de varios, de muchos.
¿De todos?

Al final hay que darle la vuelta a la definición. Me atrevo a decir que esta tierra de nadie
es en realidad, y de algún modo, tierra de todos. Porque todos vivimos en gran medida la
contradicción, la limitación, la ambigüedad y la imperfección, tan humanas. Todos
buscamos a Dios, pero no lo poseemos. Aspiramos a la verdad, pero no estamos libres de
incertidumbres. Tratamos de encajar, pero somos únicos, por lo que no hay lugares
hechos a nuestra medida. Tal vez en nuestro propio horizonte asome alguna rigidez y
alguna inconsistencia, pero lo más probable es que intentemos vivir una fe sólida, lo que
no quiere decir que no tengamos dudas.
Una de las experiencias más enriquecedoras para alguien como yo es la de poder
acompañar a muchas personas en situaciones muy diferentes. A lo largo de los años he
podido conversar sobre cuestiones de fe con jóvenes, mayores, hombres, mujeres,
personas de diferentes orígenes, formaciones y espiritualidades. También he podido
hablar en foros muy distintos, sabiendo que en el auditorio había un abanico enorme de
sensibilidades y maneras de entender la fe. He celebrado la eucaristía en comunidades
donde, por muchas diferencias que pudiera haber entre las personas, también había una
misma fe y un mismo deseo de compartir el pan, la paz y la palabra; y eso es lo que
permite que haya experiencia de encuentro. Una y otra vez me fascina descubrir cómo
hay tantísimas vivencias, formulaciones o miradas al mundo que nos unen a todos.
A menudo las diferencias se construyen más desde la teoría que en la vida real.
Muchas distancias, rechazos, descalificaciones o afirmaciones tajantes tienen más que
ver con las etiquetas generales que con la escucha de cada historia particular. ¡Cuántas
personas se han encontrado perplejas al descubrir que el juicio que ante determinadas
situaciones le parecía evidente pierde contundencia cuando quien las vive y te las cuenta
es tu hermana, tu hijo o un amigo de toda la vida! Cuando salvamos las distancias y
comprendemos cada historia personal, solemos ser mucho más humanos.
El problema es creer que las diferencias son muros insalvables. La tierra de todos es
una tierra compleja, plural y llena de recovecos, donde conviven distintas sensibilidades
pero un mismo deseo de acertar, de amar y ser amados, de buscar una vida digna para

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nosotros y para los otros. Una aspiración a la felicidad que no se construya a base de
golpes al prójimo. Un deseo de sentir que no estamos definitivamente solos, porque hay
Alguien que nos acoge a cada uno con su ternura infinita. Una disposición infatigable
para aprender a amar. A su manera.
Varias veces, a lo largo de este libro, he preguntado: ¿por qué seguir? Y me gustaría
compartir una respuesta más personal al final. ¿Por qué sigo yo?
Yo me hice jesuita con 18 años. Había en mi decisión una mezcla de confianza,
pasión, atrevimiento y cierta temeridad. Supongo que no entendía del todo dónde
entraba. Veía el vaso medio lleno, o quizás es que no necesitaba más. Luego, con el paso
de los años, me fueron pesando contradicciones, declaraciones que no compartía y la
situación herida de muchas personas provocada por afirmaciones que me parecían
insuficientes. Hubo momentos en que esos contrastes cobraron mucho peso. En que
empecé a ver el vaso medio vacío. Entonces me enfadaba más. Aún no tenía ni una
imagen mental de la tierra de nadie. Discutía con Dios, con el silencio, con la Iglesia. Y
sí, a veces me llegué a preguntar: «¿Por qué seguir?». En parte las respuestas que fui
encontrando están plasmadas en estas páginas. Sé que probablemente son insuficientes.
Y es posible que con el tiempo alcance más perspectiva, más profundidad, y algo de todo
esto lo entienda de otra manera. Pero en un momento estas intuiciones me han ayudado
mucho a echar raíz, y confío en que a otros os puedan ayudar también.
Sin embargo, aún no he contestado. O no del todo. ¿Por qué sigo? ¿Por qué sigo
ahora? ¿Por qué en este tiempo, con la que está cayendo, no me planteo que sea otro mi
sitio?
Sigo porque amo a esta comunidad compleja y hermosa. Porque no entiendo la fe si
no es compartida. Porque esta Iglesia, aunque a ratos me duele, también a ratos me
entusiasma –quizás es que nos duele lo que amamos–. Porque prefiero la duda de una
mirada a lo alto, y a lo hondo, que la certeza de un triste espejo. Porque es mucho más el
tesoro que contiene que la limitación en que lo envolvemos. Sigo porque sé a quién sigo.
Y lo encuentro aquí. En la mesa compartida. En la palabra que continúa atravesando el
tiempo. En tanto amor de quien se sigue ciñendo la toalla a la cintura. En el silencio
acompañado. En las preguntas que comparto con otros muchos. En la compasión con la
que tantos vibran, haciéndome sentir que la humanidad es también familia. En mis
compañeros de comunidad, con quienes me he embarcado en una misión fascinante, para
toda la vida. Sigo porque ya no me imagino viviendo en otro lugar que no sea esta tierra
de nadie, de tantos, de todos.

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Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 7
Introducción 9
Primera Parte: Saber dónde estamos 13
1. Un Dios desdibujado 16
2. Un mapa: actitudes extremas 18
La fe líquida en un mundo sin Dios 21
La fe rígida en un mundo sin alternativas 23
Excursus: Los implacables 25
Rígidos de día, líquidos de noche 25
La fe cuestionada en un mundo sin Iglesia 26
3. Un mapa: tierra de nadie 30
4. Las mujeres 32
5. Las personas en situaciones irregulares 38
6. Las personas de orientación homosexual 42
Excursus: Iglesia y homofobia 45
7. Los jóvenes en tierra de nadie 47
8. Dos amores 52
9. La crisis de los abusos 55
Excursus: ¿Por qué seguir? 56
10. La mayoría silenciosa 58
11. ¿Estuvo Jesús en tierra de nadie? 60
Segunda Parte: Vivir en tierra de nadie 63
12. Tensiones en un camino 65
Ni rebeldía ni sumisión: resistencia 65
Excursus: No me resigno 66
La paciencia ¿todo lo alcanza? 67
Excursus: No olvides 68
El que calla ¿otorga? 69
¿Siempre ha sido así? 69
¡Qué suerte tú, que lo tienes todo claro! 70

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13. La Iglesia de Jesús: ensanchando la mirada 73
Excursus: El peligro de un Dios evidente 73
14. Comunidad: la sensación de pertenencia 77
15. Celebración: la vida es nuestra liturgia 83
Excursus: En cualquier lugar del mundo 89
16. Servicio: acariciar un mundo herido 90
17. Testimonio: vidas que hablan de Dios 94
18. Buscadores de respuestas: la teología y la vanguardia 100
Excursus: contra la falta de pensamiento 103
19. Buscadores de respuestas: el camino de la belleza 104
20. La Iglesia en la sociedad: catacumbas, cristiandad, circos y levadura 108
Excursus: Una Iglesia de minorías 112
21. Mi lugar en el mundo 114
Conclusión: La tierra de todos 117

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