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Fabio

Rosini

SOLO EL AMOR CREA


Las obras de misericordia espirituales

Prólogo de Marko Ivan Rupnik



He escrito este libro en el primer verano en el que ya no vive ni mi padre ni mi madre.

Les dedico el libro a ellos, que me esperan en el cielo, y que me han esperado tanto,
demasiado, también aquí sobre la tierra.

De ellos recibí muchas buenas certezas,


las mejores enseñanzas,
pero fui ignorante y malo,
les afligí, y ofendí,
y les hice perder la paciencia.

Nadie ha rezado por mí más que ellos.

Las cuentas no cuadran.


EL AUTOR

FABIO ROSINI (Roma, 1961) es sacerdote y licenciado en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto
Bíblico. Actualmente dirige la pastoral para las vocaciones en la diócesis de Roma. Ha sido capellán de la
RAI, e iniciador de un proyecto de catequesis sobre los Diez Mandamientos, de honda difusión, también
internacional. Desde hace más de diez años comenta regularmente el Evangelio dominical en la Radio
Vaticana.
PREFACIO

Este libro es inseparable de su autor. Este libro es Fabio, y Fabio Rosini es más que una persona:
aunque tiene un carácter muy fuerte, con rasgos muy marcados, pertenece a quien lo encuentra, con todo
lo que él es. Este libro es así.
Lo escribió su autor en el corazón mismo de su ministerio sacerdotal. No lo escribió retirándose un año
a una biblioteca. Durante años, estuvo en medio de la gente, se dejó devorar por ella. Un día logró tomar
distancia de su encargo, acuciante y absorbente. No olvidemos que puede haber esclavos de la riqueza,
del tener y del poder, pero también puede haber esclavos del trabajo. Experimentó entonces una especie
de distanciamiento, que le permitió reflexionar mientras seguía trabajando. Por tanto, no es este un libro
«escrito», o transcrito, sino «recitado», confeccionado exactamente tal como él habla. Por eso felicito a
quien le haya ayudado. Al final hay muchos agradecimientos, pero «a la romana», es decir, bastante
ininteligibles. ¡Y ocupan media página!

Tenemos en nuestras manos un libro hermoso, muy bien hecho. Nos parece escuchar en él la voz de su
autor. A veces las palabras están incluso cortadas o repetidas. Como cuando habla.

Casi me gustaría utilizar una «palabra excesiva», y lo digo como amigo: Solo el amor crea es un texto
«sapiencial». No es un libro sabio, repleto de citas difíciles de localizar, sino un libro verdaderamente
sapiencial, útil para todos aquellos que quieran vivir la vida en el Espíritu, sin ocaso, esa vida que no
termina en la tumba, sino que la sobrepasa y llega más allá. Y eso es verdaderamente la sabiduría, pues la
vida no sigue a la teoría, nunca lo hace. Algunos querrían encerrar la vida en la jaula de las ideas, de los
proyectos, convicciones o ideologías. Pero la vida se revuelve, no se deja envolver en cosas teóricas y
abstractas. La vida sigue siempre a la sabiduría, y a nada más.

Puedo asegurar que este libro es útil para la vida en el Espíritu. Para saber vivir, para el arte de vivir.
Algunos puntos son de una importancia fundamental para comprender las cosas espirituales en nuestros
días. Quizá esto pueda parecer extraño, pero creo que su autor no las ha comprendido intelectualmente –
espero que no me reproche esto–, sino de forma intuitiva; ha entendido que un cierto modelo de Iglesia
toca a su fin. En tiempos de Constantino, el Estado se apoyaba en la Iglesia, la Iglesia en el Estado, en el
Imperio, etc. Todo eso se acabó. Y con ello, el sacerdote funcionario, que debe mantener un statu quo.
Fabio Rosini entiende que se pierde un tiempo increíble tratando de mantener estructuras, donde hay
gente instalada que nada tiene que ver con la fe. Ha comprendido por intuición que hay, por otra parte,
toda una marea de gente dispuesta a buscar a Dios, que no encaja en esas estructuras. Porque en ellas no
hay agua fresca, ni aire.
Es a esa gente a la que se dirige, y es lo primero que se advierte en su libro. Que lo «políticamente
correcto» (usa esa expresión varias veces) se ha terminado.
Se dirige a quien es «sensible», a quien sangra por dentro, a quien muestra que está vivo. Quizá
particularmente vivo, porque sufre. Coexiste sin embargo una actitud religiosa, que parte de la
institución, de las estructuras, que vive solo en apariencia.
Mientras hay tanta gente que manifiesta grandes deseos, perdemos mucho tiempo con esa otra gente
que solo quiere discutir, pero que, en realidad, no «quiere» verdaderamente.

Este libro está escrito para quien quiere, quien busca, quien está herido, para quien vive de verdad en
el mundo, y no en un invernadero.

Ese es un primer punto importante.


El segundo –y también fundamental– es que busca transmitir la experiencia de Cristo vivo. No se puede
hablar ya de obras, de cosas que hay que «hacer». Así se acaba «con apnea». A menudo se parte de uno
mismo, como sujeto que hace el bien, que «hace la caridad». Pero no se puede «hacer» la caridad, ni
«hacer» una obra de misericordia. Y Fabio Rosini así lo muestra, a lo largo y a lo ancho de estas páginas,
con claridad. Porque eso no serviría más que para fortalecer la coraza del individuo, que se siente así más
seguro para la vida eterna: porque ha hecho el bien y pretende pasar así a la vida eterna, como buena
persona que es, para ser bueno también allí arriba, recompensado por el bien realizado en la tierra. Pero
nadie entrará en el Reino de los cielos de ese modo, es imposible. Solo puede entrar quien esté
incorporado en el cuerpo de Cristo, del Hijo. Quien esté vuelto hacia el otro, no egocentrado.
Macario el egipcio (no es un refugiado que llegó hace dos días, sino un maestro espiritual del siglo IV)
dice que, si una persona no vive y hace todo desde el Espíritu Santo, todas sus obras serán por
vanagloria.

Fabio así lo dice desde el principio: no somos nosotros quienes hacemos las obras de misericordia, ni
las espirituales ni las corporales, porque la misericordia, explica, es el nombre de Dios. Puesto que recibo
de Dios la misericordia, no hago más que revelar esa misericordia de Dios. Es un punto relevante, muy
importante. Una obra de misericordia es revelar lo que nosotros hemos recibido. Es simplemente una
transferencia. He recibido, y tú puedes hacer la experiencia de Dios a través de mi humanidad, tal como
es.

Si realizo la acción de vestir a alguien, pero no lo revisto de Cristo, eso no sirve para nada. Si doy de
comer a alguien sin enseñarle a comer el amor a través de la comida que come, continuará teniendo
hambre. La comida tiene muchas «capas», no es solo cuestión de alimento. Eso lo saben bien las familias.
Cuando una esposa prepara la comida, su marido la besa con agradecimiento, como Dios manda. No por
la salchicha que ha comido, sino porque ha comido la caricia, la ternura, el amor, el cuidado, la atención.
Mañana hará algo por ella. ¡Seguro!

Como dice Nicolás Berdiaev, si nuestro «actuar» no es un «revelar», solo revelamos nuestro yo, solo
«presumimos». Pero la persona significa que en el interior de sí se revela otro: se revela la existencia de
otro que es relacional. Fabio Rosini ha descubierto que la persona busca la relación, y no otra cosa.
Nuestro actuar no puede ya comprenderse como lo ha sido durante siglos: como un empeño por nuestra
parte en producir algo. Se entiende, más bien, como una transmisión de lo que hemos recibido. Uno se
convierte en lo que recibe. Y es conocido por los demás por aquello que da.
San Juan Crisóstomo dice que nuestra verdadera y única riqueza es lo que damos.

Se acordarán de mí por lo que yo haya revelado. No por lo que «yo» mismo soy, sino por lo que tú has
descubierto en mí y a través de mí.

Nuestro actuar debe convertirse en «teofánico». Por eso me parece hermoso que un romano –es difícil
ser más romano que Fabio– ayude a entender que asistimos al final de una manera de comprender la
espiritualidad. Todo eso se acabó, no sirve ya para nada.
Soloviev se alegraría de lo que dice don Fabio, él que decía: «El verdadero contenido del hombre es el
Espíritu Santo». Nuestro actuar es una sinergia, una convergencia divino-humana.

Fabio Rosini quiere mostrarnos de qué está hecha la vida cristiana. Y lo hace caminando de puntillas,
con temor y temblor.

La sabiduría se nos concede no por nuestros diplomas, sino por la Cruz de Dios, muerto y, sobre todo,
resucitado.

Es hermoso ver un sacerdote que se ocupa de las personas y de la vida cristiana. Hoy hemos entrado en
una nueva fase cultural. El Renacimiento, y todo eso, se acabó. Desde hace cien años hemos entrado en
una época donde lo que cuenta es la vida. ¿Qué es lo que impera hoy? La mentalidad pagana de la vida.

Quien se ocupa de la vida está revelando otra vida, un gusto de vivir, un arte de vivir. No sirve de nada
hablar de evangelización si no vivimos así. Mucha gente que habla de la vida habría hecho mejor
eligiendo otro oficio.
Este libro tiene el sabor de la vida, se percibe bien la facilidad de palabra de su autor. Pero es muy
consciente de lo delicadas que son las cosas que trata. Y es para mí una gran alegría prologar su libro. No
se le puede preguntar por qué no ha elegido otro oficio. Mejor, demos gracias a Dios porque hoy, aquí en
Roma, un sacerdote cumple de este modo con su oficio, con su ministerio.
MARKO IVAN RUPNIK
INTRODUCCIÓN

De puntillas, esperando no molestar a nadie, me he atrevido a hablar de las obras de misericordia


espirituales. Lo hice en una serie de programas de la Radio Vaticana, a la vez que las exponía a los
jóvenes de la diócesis de Roma, en una experiencia mensual así acordada con algunos vice párrocos. Hoy
estas obras parecen discutibles, poco útiles, cuando no despreciables. Estamos en el tiempo de la praxis,
de la eficacia, del servicio útil, de las organizaciones sin ánimo de lucro, del voluntariado, las ONG, los
resultados, las estadísticas...
Quizás podamos guardar serenamente en el sótano, en el trastero de lo «religioso», estos trazos de
espiritualidad, minusvalorados por este admirable mundo de activismo social.

Me contaba un amigo que la víspera de Navidad había ido a llevar ayuda a una serie de sin techo
romanos, junto a otros simpatizantes de un movimiento católico. Terminado el recorrido, se dio cuenta de
que todavía llegaba a la Misa del Gallo, y se alegró mucho: «¡Qué bien! ¡Tenemos tiempo para llegar a
misa!». Los otros cuatro que iban en el coche se quedaron atónitos: «¡¿A misa?!». No figuraba en su
programa. No les interesaba. Eran simpatizantes del movimiento católico, pero no iban a misa, ni siquiera
en Navidad. Habían celebrado la Navidad visitando a los sin techo, renunciando así a la tradicional cena
familiar.

Quizá tuvieran razón. Quizá no hiciera falta ninguna obra de misericordia espiritual, ni oración, ni
misas de Navidad. O quizá sí.
He sido párroco, y he estado a menudo junto a lechos de moribundos. Procuré celebrar la casi totalidad
de los funerales de los feligreses, y solo delegaba en otro sacerdote si me resultaba imposible asistir, pues
los celebraba encantado. Esta impresión se me ha quedado dentro, me ha iluminado, y me ha hecho
caminar con el corazón. Un funeral es un momento en el que todo se reajusta, donde las amistades, las
relaciones familiares aparecen desnudas, ácimas. El dolor es auténtico y no puedes decir estupideces.
Quizá sea porque mi primera homilía la pronuncié en el funeral por mi hermano, fallecido en un accidente
aéreo; o porque el primer sacramento que administré como sacerdote fue la unción de los enfermos a mi
padre, que dejó al margen su tumor en el estómago para asistir a mi ordenación, cuando tenía cita la
víspera para una intervención quirúrgica. Agradezco a Dios este parámetro: lo que más hace sufrir no es
el cuerpo, sino el corazón. No es el dolor, sino el sinsentido. No es la muerte, sino la soledad.

Las obras de misericordia espirituales se ocupan del corazón, del sinsentido, de la soledad.
Alguien pensó en tiempos pasados que lo más urgente para el hombre era satisfacer sus necesidades
materiales. Por haberle hecho caso, hemos tenido que recoger los restos de sociedades enteras
deshumanizadas, porque se habían des-espiritualizado.

Delante de mi iglesia vivía un sin techo, búlgaro. Un día le pregunté si necesitaba algo, y me pareció
entender que quería volver a casa de su madre. Mi conocimiento de la lengua búlgara tiene sus límites.
Le organicé el viaje. Después de unos diez días regresó. Llegaron entonces unos muchachos estupendos
de Cáritas diocesana, y hablaron con él. Se lo llevaron al albergue, donde tuvo así una cama para dormir,
y un lugar para lavarse y comer. A veces dormía allí, pero luego se escapaba y se instalaba de nuevo
delante de mi iglesia. Me saludaba alegremente por mi nombre cada vez que yo entraba o salía. Me pedía
muy poco, pues casi siempre estaba borracho.

No entiendo una letra de búlgaro, pero logré comprender qué es lo que realmente quería: que me
detuviera a hablar con él. Que conociera su nombre. Se llamaba Gheorghi. Hace unos días, lo metieron en
un avión por segunda vez, rumbo a Bulgaria. No sé si regresará.

No es fácil charlar con Gheorghi. Por eso he escrito este libro.


LA MISERICORDIA Y SUS SUCEDÁNEOS

Empecemos por hacernos algunas preguntas: ¿cómo andamos de compasión? ¿Alcanzamos un nivel
satisfactorio de misericordia? ¿El mundo en el que nos desenvolvemos puede considerarse, con todas sus
letras, misericordioso? Seguramente es un mundo que habla mucho de los buenos sentimientos, que
aplaude la generosidad, que alardea de solidaridad, tolerancia y buena acogida. Al mismo tiempo,
lamenta la injusticia, denuncia la crueldad y la opresión. E incluso existen en él dos espectáculos
contrapuestos: el de «lo social», por un lado, y el del «horror» por otra.
Vivimos en un mundo confuso, contradictorio, que da con una mano y quita con la otra. Con una mano
sana, y con la otra descuartiza.

¿Quiere esto decir que asistimos a una lucha entre el bien y el mal y, por consiguiente, entre la
misericordia y la crueldad? ¿Es la lucha entre buenos y malos?

El Salmo 136, como veremos, repite una frase muy frecuente en la Biblia: «Porque es eterna su
misericordia». Existe una misericordia, la de Dios, que es eterna. Y hay otras, que de eternidad saben
bien poco. Están llenas de limitaciones, tienen el techo bajo. Son frágiles, se desmenuzan. Son
misericordias incompletas. Despojos de misericordia. Sentimentalismos, asistencialismos, buenismos. Se
quiebran contra el muro del legalismo, mientras repiten el eslogan: «¡Esto ya es demasiado!». Y fracasan.
Pero el mal no es nunca totalmente malo. Tiene sus motivos, deriva de reivindicaciones, es fruto de una
historia. Curioso: generalmente está entretejido de justicia, tiene una historia que contar, refleja una
rabia que lo auto justifica. Otras veces, está animado por un sentimiento de revancha, o recuerda un amor
roto, un bien hecho añicos, o una vida robada.

Sentimientos. Poderosos, violentos. Agarro una metralleta y mato a todos porque cuando tenía once
años me machacaron con el bullying. Cojo un avión y derribo un rascacielos porque vosotros habéis
bombardeado mi aldea. Entonces yo me apodero de ti y de todos los de tu calaña, te encierro en
Guantánamo y te interrogo durante 180 horas, en una celda helada y sumergiéndote la cabeza hasta casi
ahogarte. Tengo razón. Estoy haciendo lo correcto. Gott mit uns [1].
¿Cuál es la palanca, la clave de todo esto? Nada de buenos y malos. Solo visiones parciales,
unilaterales, desintegradas, individualistas, a pesar de que tengan su parte de bien.
Pero de lo que debemos hablar es de algo muy diferente: se llaman obras de misericordia, o también
obras de vida eterna. La palabra «eterna», en griego aiôn, en hebreo olam, en todas las lenguas conlleva
plenitud, ausencia de límites, totalidad. Obras completas. Misericordia sin errores en el código fuente.
Pero, ¿qué errores? Veamos.

LA MISERICORDIA NO ES UN SENTIMIENTO

El amor no es un sentimiento. No, no lo es. En sí, sería un acto. Dado que es la cosa más complicada y
más profunda que un bípedo pueda hacer, el amor envuelve al ser humano en su totalidad y, por tanto,
también a los sentimientos. Si solo fuera un sentimiento, se ceñiría a los confines de los sentimientos. En
cambio, el amor muchas veces viaja a otros territorios. Como sucede siempre que se hace algo sin
ninguna gana, solo por el otro, por su bien. Acunar a un niño que te despierta por cuarta vez en la misma
noche, cinco noches consecutivas, no se hace en virtud de ningún sentimiento, sino solo por esa criatura.
¿Sentimientos? Desaparecen a partir de la segunda noche. Salvo el sentimiento de asombro por no
haberse cargado a la criatura, como me dijo alguien en una ocasión.
También la misericordia sufre ese equívoco. Como sucede a menudo cuando tratamos sobre los pilares
fundamentales de la vida cristiana, entre el afán de ser comprensivos, de encontrar atajos, y una cierta
tendencia a la superficialidad, la cuestión es, cuanto menos, discutible. Será mejor, por tanto, atenerse a
los datos genuinos y primordiales de la Sagrada Escritura.
Llegados a este punto, advertimos entonces humildemente que la misericordia es un tema demasiado
vasto. Y debemos resignarnos: solo podremos identificar sus principales características que, como
veremos, son dos.

¿Qué es la misericordia en la Escritura? Si nos empeñamos en verla como el estado emocional/interior


del misericordioso, o como un sentimiento de piedad, perdón y acogida hacia quien pasa necesidad o cae
en el error, estamos errando el punto de mira. Dios, ante todo, manifestaría esa misericordia ante quien
comete una falta. Frente al error y la debilidad humana, sería de ordinario misericordioso, y perdonaría.
Dicen. Ese perdón, por cierto, parece una especie de indulto gracias a la paciencia de Dios. El hombre se
equivoca, pero Dios perdona.
Luego nosotros, por nuestra parte, debemos ser también misericordiosos. ¿Cómo? Mediante la
coherencia, como quien obedece a un noble deber y con un firme empeño en la voluntad. Adiós a los
sentimientos. El riesgo, como mínimo, es de que todo suene a falso, a la vista de las implicaciones del
verbo «deber», si es cierto que la misericordia es un movimiento del corazón.
Reductivo. Falaz. ¿Por dónde podemos recomenzar?

Los términos fundamentales que expresan la misericordia en el Antiguo Testamento se encuentran en


un texto imprescindible del capítulo XXXIV del libro del Éxodo, donde el Señor proclama el propio
Nombre con una abundancia de atributos, inaudita hasta ese momento en la Escritura.
Los precedentes inmediatos se refieren a Moisés, el hombre que recibió una extraordinaria revelación
de Dios y de su nombre, y sobre la base de esta revelación cumplió una misión épica: liberar al pueblo del
poder de Egipto. Al llegar a los pies del monte Sinaí, tras la división de las aguas del Mar Rojo y la
travesía del desierto, quedó establecida una alianza. Esta Alianza fue traicionada de inmediato por el
pueblo –recordemos el becerro de oro– y hubo que restaurar el estado de las relaciones entre Dios y el
pueblo. Se labraron nuevas tablas de piedra con las Diez Palabras de la alianza, y el Señor pudo ponerse
al frente de su pueblo y de Moisés proclamando su nombre, porque de su nombre deriva el poder de
hacer nuevas las cosas y restablecer lo que estaba roto. El texto dice: «Señor, Señor, Dios compasivo y
misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad; que mantiene su misericordia por mil
generaciones, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero nada deja impune pues castiga la culpa de
los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación» [2].
Misericordioso y compasivo, lento a la cólera, rico en misericordia y fidelidad. Este es su documento de
identidad. Como ya se ha dicho, el Dios de la Biblia nunca había sido tan elocuente al tratar sobre sus
propias capacidades. Pensemos, por ejemplo, en la expresión «lento a la cólera». Probemos a poner un
velocímetro a nuestros arrebatos de ira...
«Rico en misericordia y fidelidad»: Dios es rico, rico en amor, dirá san Pablo: «Dios rico en
misericordia» [3]. Es su riqueza. Hay gente llena de cualidades, de ideas, de bienes, de dinero. Él es rico
en misericordia. Cuando quiere hablar de sí mismo, no dice: «Qué fuerte soy, qué bueno, qué hermoso,
cuánta razón tengo». Podría decirlo, pero en cambio afirma: «Yo soy misericordia», «soy paciencia, soy
cólera lenta». Y comprendemos una gran cosa: que, entre la identidad de Dios mismo y su misericordia,
su piedad, su gracia y su fidelidad, hay una perfecta coincidencia. Dios no es misericordioso algunas
veces, cuando hace falta: su naturaleza es la misericordia. Es así siempre.

Parecen desentonar, en cambio, otras expresiones que se mencionan a continuación y hablan de


«castigar» y «sancionar»: ¿por qué? ¿Qué tienen que ver con la misericordia? Vayamos por partes.
Dos términos hebreos fundamentales, los dos primeros atributos usados en este texto, dan la clave para
entender las raíces bíblicas de la misericordia.

El primero, traducido en nuestra versión como «misericordioso», en hebreo hesed, es el término más
usado en la Biblia para indicar el amor de Dios, su ternura, su postura frente al hombre. ¿Qué es la
hesed?
Por ejemplo, el ya mencionado Salmo 136 repite una cantidad obsesiva de veces, veintiséis, una frase
que en hebreo suena kì le-olam hasdò: «... porque es eterna su misericordia», o también, «porque eterno
es su amor».
Se habla de una serie de cosas que Dios hace «... porque es eterna su misericordia». Por ejemplo, en los
primeros versículos: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Dad
gracias al Dios de los dioses, porque es eterna su misericordia. Dad gracias al Señor de los señores,
porque es eterna su misericordia. Al Único que hace grandes maravillas, porque es eterna su
misericordia». Hasta aquí nada desconcertante. Pero continúa: «Él hizo con sabiduría los cielos, porque
es eterna su misericordia. Él afirmó la tierra sobre las aguas, porque es eterna su misericordia» [4]. Él ha
creado el mundo... ¿por misericordia? Si la misericordia se entiende como respuesta al pecado y a las
miserias del hombre, ¿de qué se está hablando aquí? Si el hombre no ha sido creado todavía... La
misericordia, sin embargo, se pone en relación con la creación, y esto nos resulta aún menos claro.
Más adelante, el Salmo dice: «Él hirió a Egipto en sus primogénitos, porque es eterna su misericordia.
Y sacó a Israel de en medio de ellos, porque es eterna su misericordia» [5]. En la liberación, Él estaba
ejerciendo su amor misericordioso. Lo entendemos mejor porque existe la experiencia de redención de la
opresión del pecado, del mal. Dios libera a su pueblo de esta condición miserable «...porque es eterna su
misericordia». Ha mirado la miseria de un pueblo oprimido. Esto nos cuadra más.
Pero sigamos adelante con este Salmo y descubriremos, al final, que «Él da alimento a todo viviente,
porque es eterna su misericordia» [6]. Es decir, hoy Dios obra también, proveyendo a las criaturas, por
misericordia, como ha creado el mundo por misericordia y redime a su pueblo por misericordia.
Tres momentos fundamentales: la Creación, la Redención y la Providencia. El mundo es creado por la
misericordia, el pueblo experimentó la liberación por la misericordia y el mundo está bajo una
misericordiosa conducción de la historia. ¿De qué hablamos si nos referimos a la creación, la redención,
la providencia? Prácticamente estamos hablando de todo.
Dios está siempre obrando según misericordia porque su naturaleza es la misericordia. Si queremos
entender este término, debemos afirmar que es la ternura de Dios, que se explicita en la fidelidad y en la
operatividad: Dios exterioriza su hesed, su misericordia, actuando con nosotros. No está experimentando
un sentimiento ocasional: es el impulso que guía TODO su obrar, todo cuanto hace en favor del hombre.
Es una ternura fiel, que gobierna, avanza, crea, guía la historia. Su solicitud por el hombre está conectada
a la fidelidad que Él es y que Él manifiesta hacia nosotros. Este término nos pone frente a un Padre que
no nos abandona, frente a un Padre que es misericordioso, haga lo que haga con nosotros: empezamos así
a entender que también cuando nos corrige, o nos dice que no, incluso cuando nos regaña, se está
ocupando de nosotros. El amor, la misericordia, aparece aquí como un dato operativo no sentimental,
choca con los hechos, no se queda en una especie de corazoncito misericordioso, sino que abarca
eficazmente la vida de quien es objeto de la misericordia.

AMOR «VISCERAL» POR EL OTRO

Pasemos al segundo término usado en Ex 34, 6: el lexema raham, menos empleado que hesed, pero
también fundamental en la Escritura. Proviene del verbo y del sustantivo relativos a «víscera», «útero».
Refleja un tipo de amor ligado a la capacidad de engendrar. Pasamos, pues, de un aspecto
paterno/masculino, de la amable ternura viril, a un término típicamente materno/femenino, donde
aparece la capacidad de concebir la vida.
Debemos desmarcarnos de nuestra mentalidad, en la que el término «misericordia» está vinculado a la
palabra «corazón» –en latín misereor (piedad) y cor-cordis (corazón)–, y relativizar, por lo tanto, nuestra
visión ligada a este órgano (el corazón, que late, que se acelera en la emoción, pero se encoge ante el
terror).
Dejando atrás nuestra aproximación cardíaca a la misericordia, entramos en la lengua hebrea, que hace
hincapié en el único órgano humano capaz de «engendrar» vida. Es el órgano humano dedicado
completamente a acoger la vida de otro, que inaugura ese específico cuidado tan femenino, ese
irrepetible y espléndido rasgo materno que es la capacidad de custodiar la vida, alimentarla, atenderla,
«mimarla». De aquí deriva que, en la historia, las mujeres han matado siempre menos que los hombres.
La mujer no posee la fuerza física del hombre, no corre con la velocidad del hombre, no salta más que él.
Pero mientras al hombre le está reservada la capacidad de fecundar, comenzar, activar –esta es su
genialidad–, el don de acoger, gestar, criar, custodiar, crecer, es totalmente femenino. El hombre puede
proponerse matar; para la mujer es mucho más difícil, si excluimos la moderna y terrible plaga del aborto,
que ha abierto un capítulo inédito en la historia de la humanidad.

Sorprendentemente el amor de Dios es visceral: no en el sentido de impetuoso o vinculado a las


emociones, sino análogo al modo de engendrar en las entrañas femeninas. El amor es lo que hace renacer
al otro. Si hemos experimentado el perdón de Dios tras un pecado grave, entendemos que ese perdón no
es solo la absolución de una culpa, sino que nos hace renacer, volver a empezar. Hace todo nuevo.
La misericordia de Dios acoge en su seno tanto la paternidad como la maternidad. Un pasaje de la
Escritura dice: «¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus
entrañas? ¡Pues, aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!» [7]. El Salmo 103 reza: «Él mostró sus
caminos a Moisés, sus hazañas, a los hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira
y rico en misericordia. No dura siempre su querella, ni guarda rencor perpetuamente. No nos trata según
nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Pues cuanto se elevan los cielos sobre la tierra, así
prevalece su misericordia (hesed) con los que le temen. Cuanto dista el oriente del occidente, así aleja de
nosotros nuestras iniquidades. Como se apiada (raham) un padre de sus hijos, así el Señor tiene piedad
de los que le temen» [8]. Dios emprende aquí una obra con nosotros: alejar nuestras culpas. Es tierno,
porque sabe de qué materia estamos hechos y recuerda que somos muy frágiles.

La misericordia no es ese tipo de realidad que se centra en el estado de ánimo de quien ama, sino que
gira en torno a la vida del amado. El amor es una acción, no un movimiento íntimo; si se quedara en esto
sería una tendencia sin verdad, sin realidad, que no se ajusta a las necesidades reales del amado. El amor
procura el bien del amado, con fortaleza paterna y ternura materna, haciéndose cargo del otro,
entregándose, generando, curando, aportando nuevos horizontes, nuevas posibilidades. El amor de Dios
es así: sabe de qué barro estás hecho, sabe lo débil que eres y por qué has caído, y te ayudará, alejando
de ti tus culpas.
¿Quiere decir esto que Él siempre te da la razón? ¡En absoluto! El amor, por ejemplo, corrige, como
testimonia el Deuteronomio en el capítulo octavo: «Reconoce en tu corazón que el Señor, tu Dios, te
corrige como un hombre corrige a su hijo» [9]. Por eso comprendemos cómo Dios, en el capítulo treinta y
cuatro del Éxodo, revela su amor, un amor que no nos abandona, que nos cuida y nos corrige. Por eso:
«Nada deja impune, pues castiga la culpa de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la
tercera y cuarta generación» [10].
De modo arcaico, pero profundo, considerando lo difícil que es enderezar una estructura torcida, este
texto expresa la necesidad de no leer nunca un problema humano como un problema individual. Hoy, la
moderna psicodinámica reconoce cada vez más que un malestar es siempre social. Me decía un amigo
psicoterapeuta: «Para curar la inadaptación de un chico debería poner en terapia a toda la familia, desde
el bisabuelo si todavía vive, hasta el último; y, además, a los compañeros de clase y a los vecinos de su
casa. ¡Trabajamos como si existiera un malestar descontextualizado!».
Sea como fuere, necesitamos una terapia constante de corrección y de crecimiento.
Es interesante notar que, en el Nuevo Testamento, el canto de la Bienaventurada Virgen María, el
Magníficat, es un canto a la obra de Dios, a su poder, a su modo de actuar. Este texto proclama la
misericordia de Dios, al principio y al final del himno, y describe el estilo de Dios al llevar adelante su
obra. María habla con Isabel y canta: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu
en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me
llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso,
cuyo nombre es Santo». Luego, trata específicamente el modo en el que el Señor lleva a cabo sus grandes
obras: «Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. Manifestó el
poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a
los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Protegió a Israel su
siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia
para siempre» [11].

La misericordia aparece en esta segunda parte del texto con un estilo preciso: «Manifestó el poder de
su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los
humildes». ¿La misericordia derriba a los poderosos de sus tronos? ¿Dispersa a los soberbios de corazón?
En la vida, si Dios no permitiera ciertas humillaciones, ciertas amarguras, nadie podría dar un paso atrás
y decir: «¿Qué he hecho? ¿Cómo estoy viviendo?». ¿Quién podría reencontrarse a sí mismo, si la vida no
nos hubiera puesto en nuestro sitio? ¿Quién podría, si nadie nos despoja de nuestras máscaras?
A la misericordia le importo, sabe que soy precioso, no me abandona. Busca aquella única oveja que se
ha perdido y no descansa hasta que la encuentra. Dios no quiere perder ni un solo hombre y no hay nadie
al que diga: «Podemos seguir sin ti, eres prescindible». ¿Cuántas personas hemos dejado tiradas en
nuestra vida? ¿De cuántos hemos dicho: «A este le hemos perdido, qué le vamos a hacer»? Dios no actúa
así: su misericordia es constante, fiel. Una madre, si un hijo suyo se pierde, no se rinde jamás. Lo busca,
con todos los medios.
La misericordia de Dios nos consolará cuando lo necesitemos, pero sabe abofetearnos, sabe
corregirnos, cuidar de nosotros llevándonos la contraria.
Las personas que nos han hecho bien, quizá nos han hablado con cierta dureza. ¡El amor no es
blandengue! El amor es fuerte, potente, incisivo. Si el amor fuera un mero sentimiento, no movería nada,
nos quedaríamos empantanados en la flojera de los estados de ánimo. Un verdadero amigo, al ver tu
forma de ser o de hacer las cosas, ¿se encoge acaso de hombros? ¿No te llevará la contraria cuando te
hace falta? ¿Quién es un buen padre de sus hijos, el que les permite todo, o el que, sin exasperarlos, los
corrige y los conduce a su verdadero bien?
Una vez hablaba con adolescentes de las tentaciones de Cristo en el desierto, y de que, cuando el
demonio le lleva al pináculo del templo con la pretensión de que se mueva de acuerdo con sus deseos,
todos quedamos retratados: deseamos que Dios haga siempre lo que le pedimos. Una chica de catorce
años, ante la pregunta «¿Qué pensarías si tu padre hiciera siempre lo que le pides?», permaneció un
instante en silencio y me respondió: «Que ya no me quiere». Tenía razón. Quien te quiere bien, te dice
«no». Quien te quiere bien te lleva la contraria, te corrige. Lógicamente no hace solo esto, pero sabe
hacerlo cuando es necesario.
La misericordia de Dios es el modo de proteger nuestra vida, porque misericordia es la preocupación
por los demás, la búsqueda del bien del otro. La misericordia lleva a que uno busque con tenacidad y
ternura el bien ajeno; acompaña, hasta que el otro alcance sus mejores objetivos; dirige a las personas
hacia el bien, y las guía, si es oportuno.
Quien me dice muchas cosas bonitas quizá no me sirva demasiado, pero quien me enseña a hacer cosas
hermosas, ese me es realmente útil.
No hay ninguna duda: la misericordia es un acto, una obra, una sabiduría, un cuidado, una sana
inquietud por el otro. No disminuye su ayuda hasta alcanzar el buen resultado. Sabe acoger, y por tanto
mirar, e incluso gritar si es necesario. Sabe decir no, y sabe decir sí, no depende de lo que se «siente»,
sino de lo que realmente ayuda.
El centro de la misericordia no es el amante y sus sentimientos, sino el amado y su verdadero bien. Si
se reduce únicamente al amante se llama más bien narcisismo, estética.

Dios nos ama corrigiéndonos cuando lo necesitamos, consolándonos cuando lo necesitamos,


apoyándonos cuando lo necesitamos y poniéndonos delante muros, si lo necesitamos. Él sabe de qué
pasta estamos hechos, sabe que sin Él no lo lograremos. Corrige a sus hijos como un padre y, como una
madre, es siempre un «sí» para nuestra vida, a pesar de lo que hayamos hecho.
Y, sobre todo, Dios no se desanima nunca y no suelta la presa «... porque es eterna su misericordia».
Pero esto ¿a dónde nos lleva? Paternidad que entrega, maternidad que engendra. Estas son las
prerrogativas que tienen que ver con la vida. No son categorías éticas, sino biológicas o existenciales.
Nacer, haber sido criados, preservados, cuidados, curados, sanados, protegidos, guiados.
El punto de mira es el de quien lleva de la mano a un niño, a su niño. Al fruto de sus entrañas, a la niña
de sus ojos. Este es el Dios de la Biblia, no una potestad divina genérica, anónima, sino el Dios de la vida.
La misericordia divina remite a un nexo completamente esencial: la vida. La vida del hombre es preciosa.
Nace en Dios y solo Dios posee las características de quien hace surgir la vida y de quien la guía.
Decir que la misericordia no es un sentimiento no es solo un intento de dar una definición que nos
salvaguarde de la emotividad, sino una señal de que debemos abrirnos a una dimensión más profunda. No
se puede copiar la misericordia, porque no se puede trabajar sobre la vida en términos de analogía: ¿cuál
sería la analogía de la vida?

Probemos a analizar la frase del Evangelio de Lucas que nos encerraría en una aparente actividad
mimética: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» [12].

Antes de desarrollar una actividad análoga a la de Dios, está la relación con Él: una relación filial. La
misericordia no procede del hombre, sino de la relación con Dios.
En un libro no se debería hacer, pero aquí tendríamos que repetir, al menos cinco veces, esta frase:
La misericordia no surge del hombre, sino de la relación con Dios.
La misericordia no surge de mi voluntad, sino de mi relación con Dios.
La misericordia no surge de mi psicología, sino de mi relación con Dios.
La misericordia no surge de mi energía, sino de mi relación con Dios.
¿Podemos hacerlo? ¿Lo permitiría el editor, en su prudencia? La misericordia, tejida de capacidad de
generar y guiar la vida, debe tener, como la vida, su fuente en Dios.

Esta es la razón por la que fallamos.


Porque partimos de nosotros mismos.
Por eso hemos de repetir, casi como una obsesión, que la misericordia no es un sentimiento: porque no
es una prerrogativa o característica personal, sino el fruto de una relación.
¿Y entonces? La misericordia de la que hablamos no es una obra humana. Esa ya la hemos descrito al
comienzo del capítulo como incompleta, parcial y quebradiza. Aquello de lo que tenemos que hablar es
fruto de una sinergia, o mejor aún, es una obra de Dios en el hombre, pero no una magia, pues implica su
consentimiento, su adhesión. Las obras de misericordia son actualizaciones de una virtud teologal, la
caridad. Son obra del Espíritu Santo en nosotros. De otro modo no podríamos hablar de obras de vida
eterna.
En efecto, al tratar de las distintas obras de misericordia espiritual tendremos que discernir los
sucedáneos, las para-obras, la falsa misericordia, que es la más difundida. La verdadera es bastante rara.
LAS OBRAS DE MISERICORDIA CORPORALES Y ESPIRITUALES

La misericordia no es solo la naturaleza de Dios. Es también una urgencia dramática para nosotros.
Pensemos en un matrimonio sin misericordia, en una amistad o un ambiente de trabajo sin misericordia.
El infierno. Como un hijo que no tuviera misericordia de su padre: «¡Que mi padre muera solo, como un
perro! ¡Ese bastardo nunca me ha aceptado realmente, ahora lo pagará!». ¿Son escenarios impensables?
O imaginemos, incluso, una paternidad con una misericordia falsa, hipócrita, irreal. El amor ficticio de
relaciones que no llegan nunca a clarificarse, ni a tocar la fibra sensible. Aquella distancia de un
milímetro, que parece más bien de años luz. Una tristeza inconfesable, la de no haberse dicho todo nunca,
y haber dejado las cosas flotando en un ámbito gris e indefinido.

Más aún: ¿puede un ser humano llegar hasta la línea de meta de su existencia aceptando, como balance
de su vida, la realidad de no haber amado nunca realmente? ¿La misericordia se encuentra en el ámbito
de lo opcional o es una necesidad de la vida humana?

La felicidad más profunda, en la vida, es ocuparse de alguien. Haz la prueba. Sólo el amor verdadero da
la felicidad verdadera.

A la cabecera de muchos moribundos he aprendido que, al final de la vida, nos preguntaremos si hemos
querido a alguien realmente, hasta el fondo. Esta será la pregunta que nos haremos. Nos daremos cuenta
de que no nos vamos con las manos vacías si tenemos la certeza de haber alegrado la vida a alguien, de
haberle cuidado de verdad.

LA MISERICORDIA: OBRA DE DIOS EN EL HOMBRE

Y esto, ¿cómo se hace?, podríamos preguntarnos. ¿De dónde surge este producto? ¿Qué son las obras
de misericordia? ¿Cómo se llevan a cabo? ¿Cómo nos hacemos cargo de alguien? ¿Qué estilo de vida
exige? Parecen preguntas obvias, pero en realidad debemos matizar una vez más algunos malentendidos.

Tendencialmente, como hemos visto, creemos que la misericordia nace de la voluntad, de la decisión de
ser misericordiosos, y lo ratificamos valorando nuestro planteamiento como un deber: el deber nos llama,
nos obliga a ser misericordiosos. La gente es convocada a la misericordia y a realizar actos de piedad, de
perdón, de acogida, acudiendo a frases como «decídete», «date cuenta de que es necesario», «es
preciso».

Semejante lenguaje nos dirige a la apnea existencial, nos desliza hacia una misericordia y un amor
extenuante, obligatorios, que exigen un estado psicofísico óptimo, pues requieren toda nuestra fuerza,
nuestra coherencia y nuestro compromiso. Así, un considerable número de personas renuncian al
ejercicio de la misericordia porque la encuentran agotadora, cargante. Se vive el perdón y el servicio
aguantando la respiración: soltaré el aire después de ejercitar la misericordia; volveré a ocuparme de mi
vida tras ocuparme de la del otro, y obtendré por fin oxígeno... Todo esto no cuadra y corresponde más
bien a tristes fracasos espirituales, a balbuceos de misericordia, nada raros: iniciativas no concluidas,
parábolas no literarias sino bien gráficas, donde se comienza a hacer algo, pero luego se abandona,
porque me canso, porque no puedo más. Es la trayectoria de muchos voluntarios que quieren hacer cosas
y descubren que solo se apoyan en sus fuerzas, y estas son escasas. ¿Cómo salir de este atolladero?

En el capítulo segundo del Evangelio de Marcos se relata algo emblemático. Jesús está en casa de
Pedro y hay mucha gente, también escribas. No es posible acercarse a Él, pero algunas personas quieren
introducir en la vivienda a un paralítico. Las casas en aquel tiempo tenían el techo de paja; no fue difícil
subir y hacer un agujero por el que descolgar la camilla del paralítico, y ponerlo delante de Jesús. ¿Qué
podemos decir sobre esto? ¿Cuál es el problema? Un hombre es descolgado desde el techo porque es
paralítico, de eso no hay duda: lo llevan allí porque él no camina. Ese es el problema.
Jesús mira la escena y dice: «Hijo, tus pecados te son perdonados» [1].
¿Qué tiene esto que ver? Como si a un desgraciado que hubiera atravesado el desierto y llegara
arrastrándose, extenuado por la sed, le dijéramos: «¿Quieres ser mi amigo?». ¡El paralítico no anda, su
problema es c-a-m-i-n-a-r! Jesús dice: «...tus pecados te son perdonados». Pero, ¿qué dice? ¿Se da cuenta
de lo que está pasando?

«Estaban allí sentados algunos de los escribas, y pensaban en sus corazones: “¿Por qué habla este así?
Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”» [2]. Los escribas tienen razón, dicen algo
justo: ¿quién puede limpiar el pecado? Sabemos lavar una prenda, regenerar materiales, limpiar, sanar
algunas cosas, pero ¿cómo se limpia un corazón? A un alma, después de un error, ¿cómo se le devuelve la
tersura? Allí se queda, de por vida. Conviviremos con él. Podemos sublimar, remover, reinterpretar..., pero
allí sigue. Poner a cero la cuenta de los pecados no está al alcance de la técnica humana.
En el Antiguo Testamento hay dos verbos, «crear» y «perdonar», que tienen un único sujeto, Dios.
Crear, en hebreo barà (extraer de la nada), significa que solo Dios puede crear, eso es innegable. El otro
verbo, selah, es perdonar, y también solo Dios puede hacerlo. ¿Quién puede decir que los pecados son
perdonados? ¿Qué psicoanalista puede decirlo? Pero Dios sí puede darnos una nueva vida, sólo Él sabe
hacerlo. Los escribas tienen razón.

El problema de los escribas es más bien que no son conscientes de con quién se la juegan. Se están
enfrentando a la potencia de Dios: «Y enseguida, conociendo Jesús en su espíritu que pensaban para sus
adentros de este modo, les dijo: “¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil,
decirle al paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decirle: ‘Levántate, toma tu camilla y anda’? Pues
para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados –se dirigió
al paralítico–, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Y se levantó, y al instante tomó la
camilla y salió en presencia de todos, de manera que todos quedaron admirados y glorificaron a Dios
diciendo: “Nunca hemos visto nada parecido”» [3].
Jesús no niega que sólo Dios puede perdonar los pecados, pero dice: «El Hijo del Hombre tiene
potestad en la tierra para perdonar los pecados», es decir: él tiene este poder sobre la tierra.
La misericordia de Dios es solo de Dios, nosotros no podemos administrarla, no podemos apoderarnos
de ella. No se le puede pedir al hombre la misericordia de Dios. Se le pide a Dios. El hombre puede ser
«canal» del poder de Dios. Si por misericordia entendemos cuatro monedas, está al alcance del hombre;
si por misericordia entendemos solo buenas intenciones, también está a su alcance, en lo que estas valen;
pero para que verdaderamente sea eficaz, hace falta capacidad de crear, de influir sobre lo real, y sólo
Dios puede hacerlo.
Pero ¿cómo funciona el gozo, el contagio de esta misericordia?

Vamos a la escena de la resurrección de Jesús en el Evangelio de Juan, capítulo veinte: «Vino Jesús, se
presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con vosotros”. Y dicho esto les mostró las manos y el
costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió: “La paz esté con vosotros. Como el Padre
me envió, así os envío yo”. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”» [4].
Centrémonos en un dato: como el Padre envía a Cristo, así Cristo nos envía a nosotros, dándonos su
Espíritu.
Pensemos con un poco de rigor: ¿por qué Jesús sabe amar? Porque es amado. Él es y vive de un regalo.
El Padre lo ha engendrado, le ha dado el ser, le ha dado plenamente a sí mismo. El Hijo es feliz de ser, es
un gozoso deudor, siente gratitud hacia el Padre. Es feliz de ser amado, y por consiguiente su vida es
amar. Recordemos el bautismo de Jesús en el río Jordán; Dios se acerca e irrumpe diciendo: «Tú eres mi
Hijo, el amado, en ti me he complacido» [5]. Jesús contempla este amor, este gozo, y es feliz. Él no hace
nada sin el Padre. Para Él, pensándolo bien, entrar en nuestra condición de pecadores, en Getsemaní,
supuso prepararse para la separación del Padre, algo dramático, atroz, hasta el punto de que gritó: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» [6]. Exclama: «¿Cómo voy a vivir sin Ti?».

Y pensar cuántas cosas hacemos nosotros tranquilamente, sin el Padre...


Recibir el Espíritu Santo quiere decir, ante todo, tener el ser de Cristo, que es relación con el Padre. Es
vivir de Él, y llenarse de gratitud.
El perdón de los pecados, la misericordia según la medida de Dios, es la capacidad de cambiar la vida,
de darle un impulso radicalmente nuevo. Y esta es una obra de Dios.
Si fundamentamos la misericordia en nuestra voluntad, en nuestra determinación o en el sentido del
deber, no haremos más que fracasar una y otra vez. Estas cosas sólo son un pobre preludio, pues es la
potencia de Dios la única capaz de operar semejante regeneración.
Nos tiene que suceder a nosotros lo que le sucede a Jesús. Como Él fue enviado, así también nosotros
necesitamos vivir, movernos, ser empujados por la misma causa, y enviados de una forma similar.
«Como el Padre me envió, así os envío yo» [7].

¿Cómo es esto?
En el Evangelio de Juan aparece una persona llamada el «discípulo amado», que en la última Cena hace
un gesto: reclina la cabeza sobre el pecho de Jesús. En ese momento, mantiene un diálogo íntimo con
Jesús sobre la traición de Judas: «Estaba recostado en el pecho de Jesús uno de los discípulos, el que
Jesús amaba. Simón Pedro le hizo señas y le dijo: “Pregúntale quién es ese del que habla”. Él, que estaba
recostado sobre el pecho de Jesús, le dice: “Señor, ¿quién es?”» [8]. En ese instante, Juan siente cómo el
Corazón de Jesús late de amor por Judas. Desde ese momento es llamado el «discípulo amado», no antes,
porque ahora ha conocido el amor. «Estaba recostado en el pecho de Jesús»: esta expresión había
aparecido ya en el prólogo del Evangelio de Juan, donde hay un himno extraordinario que, hacia el final,
dice: «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a
conocer» [9].
Es la misma imagen que la de un niño acurrucado en los brazos de su padre. Jesús está siempre unido y
orientado al Padre, y el discípulo amado hace lo mismo con Jesús, escucha su corazón. Así se puede
entender la expresión: «Como el Padre me envió, así os envío yo».
«Recibid el Espíritu Santo», la naturaleza de Dios puede entrar en nosotros, ahora podemos vivir de
amor y de perdón. «A quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados»: podemos tener
misericordia, asumimos una responsabilidad grandiosa, que nos ha sido dada por el Señor para llevar su
amor a los demás, porque dice también: «A quienes se los retengáis, les son retenidos»: si tú no lo haces,
¿quién lo hará? Si no lo hace aquel que ha conocido el amor de Dios, ¿quién podrá hacerlo? Para dar este
amor hay que haberlo recibido.
Hay una diferencia abismal entre la filantropía y el ágape, el término griego utilizado principalmente
por san Pablo y el Nuevo Testamento para indicar el amor. Existe un amor por el hombre, que es humano
y debe ser reconocido como tal; y el ágape, es decir, el amor de Dios, llevado al hombre por el Espíritu
Santo. De hecho, la filantropía tendrá que ver siempre con la justicia, mientras el amor de Dios
fundamenta el perdón, la capacidad de dar la vida eterna, de dar el Espíritu Santo y de ser su
instrumento. Dice la primera carta de Juan: «Todo el que ama ha nacido de Dios» [10]. Es cierto que
podemos pedir al hombre que realice obras de acogida, de misericordia humana, filantrópicas; bendito
sea Dios cuando los hombres y las mujeres abren sus corazones al bien. Pero las obras de las que
hablamos, tanto espirituales como corporales, se refieren a la integridad de la persona humana.
Podemos hacer cosas buenas para la humanidad, partiendo no del amor, sino del sentido del deber, del
impulso de la justicia o de nuestra buena voluntad. O también de un amor que es estético y humano, pero
sin eternidad. La justicia humana no salva, no tiene el Espíritu Santo que re-crea, regenerando al que ha
errado. Nuestros «penales», por ejemplo, son lugares de penitencia, porque allí el malhechor debería re-
educarse, para volver a ser elemento social positivo –no negativo– de la sociedad. Lo siento, pero no he
visto a nadie salir de la cárcel mejor que cuando entró. A menos que alguien haya depositado confianza
en él, amándolo. Esto sí que lo he visto. Pero no era la cárcel la que producía el crecimiento y la
regeneración de la persona. Era el amor encontrado ocasionalmente, por coincidencia, en ese lugar, y no
por su estructura. Ninguna cárcel curará nunca a una persona. Sólo el amor cura al hombre. Las cárceles
malean. A nuestras sociedades justicieras y punitivas les falta lucidez, pues quien sale de la cárcel
conserva un carácter vengativo. La única curación es la misericordia.

Establecidos estos parámetros, ¿cuándo un acto de misericordia es una obra que hace a Dios presente?
Cuando Dios está dentro, obviamente. Los hombres pueden hacer el bien, un bien genérico, transeúnte,
«de corto alcance». Pero aquel bien que contiene más, que lleva en sí lo invisible, no es sólo piel, ni solo
biología: implica la misericordia espiritual, que inerva también las obras de misericordia corporales, pues
nace de la relación con Dios, de la fe. No es posible curar a un enfermo y darle a la vez esperanza, sentido
del dolor en Cristo, resurrección, si no se unen las obras de misericordia corporales con las espirituales.
Sería grotesco escindirlas. Es imposible cumplir las exigencias de nuestra fe realizando simplemente
actos físicos. Se puede vestir a un desnudo, cubriendo solo su cuerpo, pero darle la dignidad de hijo de
Dios, como sucede en el bautismo, solo es posible desde la fe. Esto no supone despreciar las obras
humanas pero invita a ver, en su belleza, su carácter incompleto, porque no llevan consigo la eternidad, el
paraíso. De todos modos, benditos sean los que hacen el bien en la tierra, pues serán acogidos por el
Padre, que sabrá premiarles. Pero nosotros, habiendo conocido el amor de Dios, estamos llamados a
llenar todo de eternidad, realizando estas obras a partir de nuestra relación con Dios.

CUERPO Y ESPÍRITU

Llegados aquí, podemos preguntarnos qué son realmente las obras de misericordia espirituales y
corporales.

El amor actúa según dos coordenadas, el cuerpo y el espíritu, porque el hombre es así, está constituido
por un cuerpo y un espíritu, tiene una vida biológica y una vida interior. La Iglesia enseña que el hombre
es «unidad de cuerpo y alma» [11]. Todo lo corporal en el hombre es también espiritual, y lo espiritual se
convierte en corporal: son dos aspectos de la misma realidad. Las obras de misericordia corporales se
refieren a «visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al
peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, enterrar a los difuntos». Todas se refieren al cuerpo:
quitar el hambre y la sed, vestir, acoger, visitar, enterrar. Miran a una realidad física, son objetivas. Las
obras de misericordia espiritual, en cambio, son «enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo
necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia
los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos». Enseñar, aconsejar, corregir,
perdonar, consolar, soportar, rezar. Estas obras hacen referencia al otro en la realidad de su espíritu, en
su aspecto psíquico, espiritual: nacen de la realidad interior, atañen al corazón, y el desafío es
precisamente hacerse cargo del corazón del otro.
Las obras espirituales, más que las corporales, tienen que ver directamente con la fe. Las obras de
misericordia corporales, de hecho, materialmente, se podrían hacer también sin fe. El texto que explica
las obras de misericordia corporales está en el capítulo XXV del Evangelio de Mateo: «Cuando venga el
Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su
gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa
las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda.
Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del
Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer;
tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y
me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te
vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te
acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?”. Y el
Rey, en respuesta, les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más
pequeños, a mí me lo hicisteis”» [12].
Al comienzo de este texto se afirma que Jesús reunirá ante sí todos los «pueblos», las «gentes», los
«gentiles», literalmente las «etnias»; es decir, las personas que lo ven por vez primera, que no han
realizado una profesión de fe explícita en su nombre, aquellos que no saben que han hecho algo por Él,
que han tenido un trato con Él. Lo desvelará el juicio universal, donde será manifestado lo auténtico, lo
que el hombre ha hecho bien. Parecería, pues, que no hay necesidad de tener una fe explícita en
Jesucristo para realizar las obras de misericordia corporales. Es de Dios de donde procede la
misericordia, pero el hombre puede hacer estas obras a partir de su humanidad.

Las obras de misericordia corporales parecen más accesibles. Da la impresión de que vestir a un
desnudo es un simple problema práctico, relativamente fácil, pero consolar al afligido parece mucho más
difícil. En las obras de misericordia espirituales hace falta mucho más que el trabajo de las manos. Para
estas se requiere cierto nivel espiritual, mientras que para las corporales bastaría el cuerpo. Las obras de
misericordia corporales, con la certeza que proporciona el texto de Mateo 25, serán exigidas a todos;
todos serán juzgados sobre si las realizaron o no. Cualquier persona, ateo o creyente, puede cuidar de
alguien, la fe no es necesaria para hacerlo. Basta nuestra humanidad. Para las obras de misericordia
espirituales hace falta algo más, al menos eso parece.
Pero precisemos una cosa: el reto no es practicar las obras corporales y las espirituales. El verdadero
desafío es UNIRLAS. Si no se practican simultáneamente, unas se corrompen por la ausencia de las otras.
Admitiendo la certidumbre de que es más difícil consolar a un afligido que vestir a un desnudo, resulta
evidente que consolarle sin detectar que, por ejemplo, necesita ropa, es grotesco, y convierte en ridículo
todo posible consuelo.
Es decir: no es una buena estrategia separarlas. Los pragmáticos vacían de eternidad el amor, los
espiritualistas lo vacían de realidad. No hay corazón, y no hay cielo en quien desprecia las obras
espirituales; no hay cuerpo ni tierra en quien descuida las corporales. El Señor Jesús une en sí cielo y
tierra, humanidad y divinidad, cuerpo y espíritu. Y esta es nuestra apasionante aventura: ciertamente no
la división en sectores, o el desmembramiento, sino la comunión de todas las dimensiones de nuestra
existencia con la gracia de Dios.
¿Por qué las obras de misericordia espirituales son precisamente estas: «Enseñar al que no sabe, dar
buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al
triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos»? En la
Escritura no tenemos un texto único, sino un conjunto de pasajes que reflejan una sabiduría operativa que
actúa dentro de las diversas obras.
El primer testimonio de nuestra lista procede de un maestro de la fe, Lactancio, que vivió entre los años
250 y 325 d. C., y realizó un trabajo peculiar. Era la época de los grandes Concilios de Nicea, de
Constantinopla, cuando cristaliza la fe de la Iglesia: mientras otros deducían de la teología el Credo de la
Iglesia, Lactancio quiso combatir contra las herejías y enunciar la verdadera fe a través de la praxis
cristiana: los creyentes aman así, hacen estas cosas y de ahí se deduce su fe, y se comprende qué creen.
Este es el núcleo del discurso.
La Carta de Santiago dice: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin obras, y yo por mis
obras te mostraré la fe» [13]. Para ser cristianos no es suficiente que alguien te diga quién es Cristo, hay
que ver a Cristo en quien te lo dice. Los cristianos obran según el Padre, como hijos de Dios y, por lo
tanto, saben cumplir las obras espirituales, son capaces de una sabiduría que revela una vida nueva. Esta
sabiduría no la posee quien es sabio, sino quien tiene una vida diferente. Son los ojos, las manos, la
inteligencia de aquel que nace de Dios. Abordaremos la aventura de cómo actúa un hijo de Dios, es decir,
de cómo actúa el Padre. Se aconseja al dudoso de una manera precisa porque se ha recibido un específico
don de consejo, y se sabe enseñar lo que realmente importa, porque se es aleccionado en lo que solo el
Padre puede revelar.
Nuestra aventura consistirá en descubrir las obras cristianas que cuidan del corazón ajeno según una
vida, una visión de las cosas, una intuición que arranca de la Pascua del Señor Jesús y de la vida que se
recibe en los sacramentos. Y solo en ellos.
San Pablo dice algo inaudito en el segundo capítulo de la Primera Carta a los cristianos de Corinto:
«Pero nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que
conozcamos los dones que Dios nos ha concedido; y enseñamos estas cosas no con palabras aprendidas
por sabiduría humana, sino con palabras aprendidas del Espíritu, expresando las cosas espirituales con
palabras espirituales. El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad
para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu. Por el contrario, el
hombre espiritual juzga de todo, y a él nadie es capaz de juzgarle. Porque ¿quién conoció la mente del
Señor, para darle lecciones? Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo» [14].
Tu cuñado te pregunta cómo resolver un problema que tiene en el trabajo. ¿Qué le dices? Si tienes el
espíritu del mundo, y cuentas solo con tus fuerzas, le hablarás de las trivialidades de este mundo, de sus
trucos, de sus inmoralidades, de sus individualismos. Pero si has recibido el Espíritu de Dios, sabrás
hacerle descubrir la Providencia en ese problema, le indicarás la vía del amor en esa tribulación, le
desvelarás cómo encontrar a Dios en aquella situación, cómo crecer en ese acontecimiento
aparentemente oscuro. Si tienes la mente de Cristo.
¿Y si no tienes esta mente de Cristo? Repetirás obviedades. Verás al paralítico y dirás: hace falta un
médico. Nos pondremos al nivel del agua que moja y del fuego que arde. Aportación a la verdad: cero.
El pueblo cristiano se queja a menudo de la predicación poco incisiva de los sacerdotes. Buenos
sentimientos y voluntarismo. Voluntarismo y buenos sentimientos, en selección aleatoria. Venid al Señor
con cantos de aburrimiento.
Pero hay algo peor; podemos llegar a la típica confusión de consolar a los que yerran minimizando los
errores, reprender severamente a los afligidos, enseñar lo que ya saben a las personas molestas y reñir a
los dubitativos. Un batido no demasiado inusual de conceptos cristianos disparados mediante secreciones
hormonales.
Direcciones espirituales improvisadas, consejos no verificados, axiomas declarados sin preparación
alguna, deducidos de confusas reminiscencias de lejanos recuerdos de seminario, o de catecismo.
¿Exagero? Quizás sí. Quizás no.
Pero realizar un viaje por las obras de misericordia espirituales será, en cambio, llevar a cabo una
aventura en el marco de la sabiduría cristiana, zambulléndonos en las aguas de «lo más hondamente
cristiano». Será también una especie de tratado práctico sobre la gracia de la encarnación, sobre la
inculturación cotidiana, sobre cómo nos inspirará el Espíritu Santo en las más diversas situaciones.
Comencemos pues.
LAS OBRAS DE MISERICORDIA ESPIRITUALES
1. ACONSEJAR A LOS QUE DUDAN [1]

Esta es la primera de las obras de misericordia espirituales. ¿Cómo podemos hacer, para analizarlas
una por una? Más o menos podemos seguir cuatro fases: ante todo, entender la urgencia, la carencia que
procuran remediar –en este caso, cuál es el problema de aquellos que dudan y, por tanto, qué
misericordia necesitan–. En segundo lugar, veremos los sucedáneos de cada obra. Comprenderemos luego
en qué consisten y, por último, cuál es el camino para llegar a recibir la gracia de ejercitarnos en estas
obras.

UNA SERIE INTERMINABLE DE ENCRUCIJADAS

¿Cuál es el problema de quien duda? La vida es una serie interminable de encrucijadas que nos sitúan
ante opciones y alternativas; es un aspecto dramático de nuestra existencia. Al elegir esta o aquella
dirección, a veces nos jugamos todo. Algunas personas arruinan su vida por sus propias decisiones; otras
eligen bien y la salvan, salen de la desesperación, del dolor, o simplemente, de una mala gestión.

Cada mañana, al despertarnos, decidimos qué haremos y qué no haremos; cada opción implica una
exclusión. Las decisiones cotidianas pueden ser banales, ordinarias, sin apenas riesgos; o importantes,
hasta el punto de que pueden comprometer mucho, o incluso todo. Y a menudo ni siquiera sabemos si una
elección es relevante o no. Con frecuencia nos obsesionamos con asuntos de segundo orden, y nos
olvidamos de los vitales, por ignorancia o por desidia.

Una duda, a su vez, puede «machacar» a una persona hasta reducirla a un estado de inactividad.
Hay personas, y es un dato antropológico nuevo, que entran en una fase de indecisión en torno a los
veinte años y tardan mucho tiempo en salir de ella. Si se fracasa en la identificación del propio camino, se
puede llegar a los cuarenta años sin haber realizado una sola elección definitiva. Es un área de
estacionamiento en la que muchos no encuentran la salida, y quienes se encuentran en este tipo de
bloqueo, por ejemplo, no logran casarse o encontrarse a sí mismas, es decir, tomar un camino unívoco. A
menudo están condicionados por la cultura ambiental, bastante ambigua.
San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco han criticado muchas veces la cultura del relativismo. ¿Por
qué ha sido tan vituperada por los Papas? Porque es una cultura donde se equiparan todas las opciones,
donde la libertad se confunde con la banal posibilidad de elección. La libertad es mucho más. Exige
mucho más. Es el dominio completo de sí mismo, el principio de auto-determinación, la capacidad de
«terminarse», de ponerse límites, de decir síes y noes reales, auténticos, eficaces. Quien no sabe decirse
«no» a sí mismo, tiene que satisfacer todos sus caprichos, no es libre, es una persona en fase infantil, en
un estado de inmadurez que debe superar.
Pongamos un ejemplo: ¿cómo se provoca una crisis neurasténica en un niño? Se le lleva a una tienda de
juguetes y se le pide que elija uno él solo. Es una tortura cruel. Al elegir, el niño sufrirá la consiguiente
selección, y la angustia de perder los demás juguetes. Cada elección supone una pérdida inmensa. No es
un buen sistema para educar: es preferible guiar a ese niño en su elección y ayudarle, hasta que llegue a
la edad de la «discreción» y sea capaz de «discernir». Y por el contrario, muchas de las cosas que se
hacen con un menor resultan auténticos abusos...

Da pena pensar en tantos padres post-sesentayocho que han practicado esta cruel pedagogía: escoge
tú, te dejo libre. A un niño de siete años hay que darle puntos de apoyo, no pináculos desde los que
lanzarse al vacío. Un niño necesita orden, horarios. No puede tener que decidir a qué hora tiene que
acostarse o comer. Es interesante ver cómo estos niños, cuando llegan a adolescentes, se convierten a
menudo en soldaditos ávidos de reglas, cuadriculados por el horror al desorden. Te los vuelves a
encontrar veinteañeros, sin una sola pauta interior pero llenos de líneas rectas exteriores, que se han
trazado para poder sostenerse en pie. Luego, pobres chiquillos, si encuentran un punto de referencia
externo válido, te entregarán su corazón de lo felices que están. Y Dios nos libre de tomar ese corazón.
Dios nos guarde de poner nuestras manazas sobre estas almas, a las que, en cambio, debemos ayudar a
crecer, a encontrar su estructura endógena. Hay que quedarse un paso atrás. Hay que ejercer una
sobriedad paterna, aun a riesgo de decepcionarles: será siempre mejor que convertirse en
imprescindibles. Cuántos sacerdotes he visto tomar esa dirección, embriagados por sentirse centro de
gravedad permanente, no tendrás otro sacerdote fuera de mí. Y no solo sacerdotes. Criminales. Dios nos
salve y salve a nuestros jóvenes.

Formar una persona en el arte de la decisión exige delicadeza, paciencia, tiempo y, repito, sobriedad
paterna. La realidad de la elección, la duda, es una dramática y vertiginosa condición de la vida: al elegir,
insisto, debemos necesariamente perder algo. Perder en este caso quiere decir renunciar a lo que no
hemos elegido. Casarse, por ejemplo, quiere decir elegir un cónyuge y renunciar a todas las demás
posibilidades, o consagrarse a Dios significa elegir un camino y dejar atrás todos los demás; y así sucede
en cualquier elección.
¿Cuál es, entonces, el problema del que duda? La condición típicamente humana de no tener claridad
entre una elección y otra, de no saber qué es mejor. Y aquí aparecen los enfoques superficiales. El
principal, pensar que se trata de una cuestión de elegir entre el mal y el bien. Ojalá fuera tan elemental.
Si la elección fuese entre el bien y el mal, sería fácil y neta. Quien debe elegir entre los extremos escoge
con seguridad el bien, no es difícil. Pero no es siempre tan sencillo. La auténtica elección, de hecho, no es
entre el bien y el mal, sino entre el bien verdadero y el bien falso. Todas las opciones, si son serias, tienen
al menos una apariencia de bien, y eso es lo que hace ardua la vida.

El dubitativo, el que debe decidir, se encuentra en una encrucijada, y no avanza. ¿Por qué? Antes de
llegar a este punto, hay un problema de fondo: la vida es ambigua y presenta, al menos, una doble
apariencia. Tantas veces, centrar la elección entre dos únicas opciones resulta simplista.

LA TENTACIÓN DE LA SERPIENTE ANTIGUA

¿De dónde arranca todo esto? La palabra «duda», etimológicamente, proviene de la palabra «dos»,
«dualidad», ambigüedad de lo real. ¿Y de dónde nace esta tortura?

Según la Escritura, nace del capítulo tercero del Génesis, de la tentación de la serpiente, donde
aparece otra interpretación de la situación, diferente a la prevista por Dios. El hombre tiene un status de
partida claramente bueno, que en un momento dado se percibe de «otra» manera. Dios Creador,
Omnipotente y Padre, ha puesto al hombre en una realidad luminosa, pero ¿dónde se insinúa la tentación?
En la interpretación de esta realidad. Como los hechos surgen de la omnipotencia de Dios, la
interpretación está sujeta a una lectura, la hermenéutica de lo objetivo, que puede sufrir la malicia
ambigua del diablo. En sí, en la palabra «diablo», la raíz de duplicidad, ruptura, contraposición, no está
presente por casualidad.
El pecado brota de esta duda sobre lo real, y Eva, la humanidad, cae en esa interpretación que lleva a
distanciarse de Dios, a dudar primero, y a rechazar después la lectura de la realidad proporcionada por
Dios, que es el Creador. Y en consecuencia, todas las cosas se vuelven automáticamente ambiguas.
Satanás es el maestro de la ambigüedad, daña el sentido de lo verdadero y lo bello, mostrando el mal
donde en realidad no está. Satanás no niega que Dios exista, pero hace creer que en Dios está presente el
mal. Desde ese planteamiento, el hombre se ve obligado a determinarse a sí mismo, a su propia vida,
partiendo de la coexistencia de todas las hipótesis, incluso las peores, es decir, la de un Dios
fundamentalmente no cierto, o no bueno, o no presente o no partícipe. Todo es posible.
Este «pensar» es lo que entiende Descartes, el filósofo francés fundador del racionalismo moderno,
cuando afirma: «Ego cogito, ergo sum, sive existo» [2]. «Yo pienso, por lo tanto soy, luego existo». Este
pensar aparece como una soledad abismal. No hay ayuda, no existe padre o madre, no hay nadie que nos
tome de la mano, nos saque de la penumbra, y nos lleve a plena luz: el hombre debe resolver todo sobre
la base de su propia razón. No hay ninguna relación que fundamente nuestra vida. Es terrorífico y triste.
También porque la razón tiene límites devastadores.

En esta penumbra, la relación con Dios se desvía a causa del miedo y, alimentando la duda de la
ambigüedad de su Creador, el hombre pierde en consecuencia la capacidad de «ver» las cosas, los
hechos, en su auténtico sentido.
En el relato del Génesis, el cuerpo, que antes era una realidad vivida con sencillez, se convierte de
repente en vergüenza, porque la corporeidad puede ser ahora interpretada como simple realidad personal
o como instrumento de poder, de atracción, de explotación, con todo lo que ello implica. El hombre
entonces debe cubrir su cuerpo, porque se siente objeto de una mirada ambigua. El trabajo, que antes era
bendito, se hace maldito, pierde su esencia de servicio, de sustento, de proyecto, y se transforma en
fuente de ganancia o de autoafirmación, perdiendo su aspecto fraterno. Del mismo modo, todo es objeto
de una interpretación oscura, engañosa, despersonalizada, cosificante.
Aparece entonces, en el extraordinario texto del Génesis, una realidad de confusión, en la cual la pareja
pierde su sintonía, se desintoniza y rivaliza, reflejando una realidad ambigua y mal interpretada. En la
oscuridad, las cosas llevan el eco del bien, pero también el del mal, porque existe el riesgo de leerlas mal
y utilizarlas mal. Todo pierde sus contornos.
Así, incluso en la más terrible depravación hay siempre memoria de algo bueno, e incluso en el bien
más alto, existe el miedo a un mal latente. Caemos en la absurda situación de tener que encontrar alguna
justificación en el mal y algún valor en el bien, pero hasta cierto punto, pues hay que dejar espacio a la
sospecha; pensemos, por ejemplo, cómo la justicia puede acabar justificando la violencia.
Esta ambigüedad parece proceder de las cosas, pero en realidad se asienta en el corazón, porque es
precisamente el corazón el que acepta o rechaza la lectura benévola que nos da Dios. Por eso, vale la
pena empezar a preguntarse si la solución de la duda está realmente fuera de nosotros. El hombre, al
escuchar aquella voz que dice, en síntesis, que Dios no lo ama, pierde su seguridad, piensa que Dios se ha
enfadado con él cuando, en el fondo, se merece su amor. Así les sucede a Adán y Eva. El mal usa esta
tentación poniéndonos en la tesitura de leer la realidad desde un doble, triple o múltiple punto de vista.
Esta ambigüedad es una ceguera del hombre, una sobre-lectura, una proyección de la propia
ambigüedad interior. El hombre se encuentra inmerso en una realidad sujeta a esta lectura incompleta,
donde hay siempre algo que podría ser lo contrario de lo que parece; pensamos que una cosa puede ser
buena, pero es mala, o viceversa. ¿Cómo se resuelve este problema?

Que quede claro: las dudas son de diversos tipos. Hay cosas que propiamente no se saben. Y se duda
mientras faltan datos objetivos. Otras veces el problema es de precipitación, cuando no tenemos todos los
elementos, y esto es soberbia, desdén, arrogancia; otro problema es detenerse en la encrucijada ante
distintas posibilidades, y este es el caso del que tratamos aquí. El primer supuesto, el de la falta de la
necesaria información, es leve. No se compromete el alma por eso. Los errores cometidos por falta de
datos no manchan el corazón: hacen sufrir en la práctica, pero no de modo existencial. Pero es fácil caer
en el segundo supuesto: no cuestionarse, no repasar si se ha examinado todo, no pensar con humildad si
estamos subestimando o sobrestimando algo. Estos errores hacen daño. También porque anulan la
misericordia del prójimo, impiden escuchar, nos llevan a recibir los consejos como invasiones, como
infantilizaciones, y nos apegamos testarudamente a una conclusión que, al menos, resulta precipitada.
Pero cuando estamos ante alguien que realmente duda, ¿cuáles son las estrategias equivocadas? Esta
es la pregunta importante: ¿cuáles son los sucedáneos de esta obra de misericordia? Ya hemos avanzado
algo; intentemos describirlo mejor. Las tentaciones de los consejeros basculan entre dos polos opuestos.
Partamos del menor: la tendencia racionalista, hiper-analítica, que clasifica datos buscando una
solución «objetiva» tipo Sherlock Holmes, como si existieran enfermedades y no enfermos; hechos, y no
personas que hacen cosas y viven. Y en un instante todo se reduce a un esquema: tú me planteas tu
problema y yo busco el esquema donde encuadrarlo, etiquetando, sin escucharte de verdad. Son los
consejos «profesionales». El dubitativo es clavado, a martillazos, en el interior del círculo de las cosas que
ya sabemos. Pero no hay nada que siga siempre la misma pauta. Las cosas no pasan dos veces, como dice
el buen amigo Lewis [3].
¿De qué se trata? De superficialidad, e incluso de exhibicionismo de una supuesta sabiduría. De
esquematismo.
Pero el otro polo es peor: el paternalismo. Recuerdo una reunión de sacerdotes en la que quien presidía
hizo una pregunta: ¿qué debe encontrar un fiel en un padre espiritual? Uno de los presentes respondió:
una indicación clara sobre cuál es la voluntad de Dios, enunciada con certeza a quien la pide. Todavía
recuerdo el escalofrío y la rabia que esa afirmación me provocó. Reaccioné mal, diciendo en voz alta que
abandonaba inmediatamente este simposio de paternalistas. El que presidía, que me apreciaba, me pidió
que me explicase mejor. No sé si aquellos hermanos me entendieron, pero dije que un buen padre no es el
que resuelve los problemas de los hijos, sino el que enseña a los hijos a resolver los problemas.
¡Cuántas veces he debido repetir esta frase! ¡Cuántos dictadores de las conciencias he encontrado,
laicos y sacerdotes, que infantilizan a las personas en nombre de la obediencia, dejándolas en la condición
de menores de edad! Y todo, por culpa de un axioma inconsciente: resolver el problema es más
importante que hacer crecer las personas. La próxima vez, ¿qué hará ese hermano nuestro? Tendrá que
volver a preguntarme qué hacer, porque no le he ayudado a crecer con el problema, sino que le he dado la
solución. Porque, repito: la solución sería más importante que la propia persona de ese hermano.

A veces no es que uno tenga que resolver una duda, sino que debe realizar un recorrido en el propio
corazón. ¿Y qué se encuentra? ¿Una respuesta simple? No. Es como si fuera a ver una película y, a los
cinco minutos de empezar, alguien me dijera el final. Estupendo, gracias, ¿y ahora qué yo hago aquí,
viendo esta película? Lo bueno era descubrir el desenlace, poco a poco, gradualmente...
Lo agradable de resolver una ecuación de segundo grado, cuando iba al colegio, era llegar a dibujar la
parábola de la ecuación. Como si fuese mejor ser llevado en teleférico hasta la cima de una montaña, en
vez de escalarla. Comprendo la pereza, pero se trata de algo totalmente distinto. Al final, la montaña es
mía, está en mis músculos, me he peleado con ella, he aprendido tantas cosas, tengo mucho que recordar
y compartir.
Pues no. En vez de eso, te llevan en volandas hasta la cima, sin ningún esfuerzo personal.
Una duda es un camino de crecimiento, un desafío. Una aventura.
¿Qué hacer con este hijo? ¿Me voy al seminario? ¿Dejo este trabajo? ¿Qué importa realmente? Dime
qué tengo que decir a este chico turbulento. Bien. Te lo digo, ¿y después? Te digo que tienes vocación, ¿y
después? Te digo: este trabajo no es adecuado para ti, ¿y después? ¿Cómo gestionas la situación crítica
que, seguro, vendrá después? Si tú no tomas la decisión, y no asumes la renuncia y madurez que esa
decisión implica, solo tendrás en la mano una pieza del Lego. Obtusa. Fuera de lugar.
LAS CERTEZAS DE QUIEN DUDA

Esta obra de misericordia es precisamente aconsejar al que duda, pero ¿qué quiere decir aconsejar?
Consulere, en latín, significa «sentarse junto a alguien», «estar a su lado». ¿Qué significa? ¿Cómo
trabajar esta idea? El que duda se agota ante la ambigüedad de lo real y no acierta a distinguir entre el
verdadero bien y el falso bien.
Si acudimos a los Evangelios, Jesús no resuelve las dudas desentrañándolas, planteando las cuestiones
de forma articulada y crítica, como tanto nos gusta a los occidentales; lo hace de otra manera, radical y
semítica, que parece un poquito decepcionante para nuestro afán de comprenderlo todo racionalmente.
Encontramos esta actitud en todo el Antiguo Testamento, que no demuestra la existencia de Dios, lo
presenta como ya existente, deja una estela, afirma algo con certeza. No demuestra la existencia del
maligno, simplemente lo muestra. No describe la debilidad del hombre mediante un discurso articulado,
con explicaciones y justificaciones, sino que se limita a presentarla como una realidad. Nosotros
pensamos que resolvemos las dudas analizándolas, nos parece obvio. Y ciertamente las dudas deben ser
auscultadas, es un signo de madurez, pero la salida de la duda no está en la propia duda, y de esto no nos
damos cuenta ni nos acordamos casi nunca.
San Juan Pablo II, en la Vigilia con los jóvenes de la JMJ de Toronto de 2002, decía: «¿Es justo
contentarse con respuestas provisionales a los problemas de fondo, y dejar que la vida quede a merced de
impulsos instintivos, sensaciones efímeras y entusiasmos pasajeros?». Ese maravilloso discurso termino
en una espléndida exhortación, improvisada, a no hacer palanca con las dudas, sino con las certezas, a no
tomar como punto de apoyo lo ambiguo, sino lo nítido.

Parece obvio, pero es precisamente lo que no hacemos. Entonces, ¿cómo actuar? ¿Por dónde empezar?
Cuando estamos ante una duda, debemos despojar a la realidad de todas sus ambigüedades. ¿Cómo
lograremos poner orden? Tenemos que empezar por lo que es cierto, ese es el punto de referencia. Pero,
entonces, ¿hacen bien quienes dan la solución? No digo esto, sino algo muy distinto. Hay que partir de las
certezas, sí, pero no de las certezas del consultor, sino del que duda. Y eso implica hacerle hablar,
conocerlo, advertir sus puntos de apoyo.
Jesús, en el capítulo undécimo del Evangelio de Juan mantiene con Marta un diálogo progresivo:
«“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero incluso ahora sé que todo cuanto
pidas a Dios, Dios te lo concederá”. “Tu hermano resucitará”, le dijo Jesús. Marta le respondió: “Ya sé que
resucitará en la resurrección, en el último día”. “Yo soy la Resurrección y la Vida”, le dijo Jesús; “el que
cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mi no morirá para siempre. ¿Crees
esto?”. “Sí, Señor”, le contestó, “Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este
mundo”» [4]. Marta habla primero, y en su dolor, en su reproche apenas velado, expresa algo
constructivo, propositivo. Jesús parte de lo que, para ella, es seguro: la certeza de la extraordinaria
relación de Jesús con el Dios de Israel; se apoya luego en su fe en la resurrección de los muertos, y a
continuación invoca su experiencia, su fe en que él es el mismo Mesías. Así, Marta se dispone a atravesar
el umbral del auténtico acto de fe. Si los puntos anteriores están claros y ella cree que Cristo es el Hijo de
Dios, entonces puede «abrirse» a creer en la resurrección del hermano. Se ha «desmarcado». Intervendrá
María, y a continuación, será la propia Marta –y no María– quien hará mover la losa de la tumba de su
hermano Lázaro. Y sucede lo que sucede. Habría que profundizar en la lectura de este texto en otro
momento. Aquí no es necesario. Pero es un buen ejemplo de desambiguación.
¿Cómo salir de un sistema ambiguo? San Pablo, en la segunda carta a los Corintios, escribe: «Al
proponerme esto, ¿obré acaso con ligereza? ¿O mis proyectos me los propongo según la carne, de manera
que se dan en mí simultáneamente el sí y el no? Por la fidelidad de Dios, que la palabra que os dirigimos
no es sí y no. Porque Jesucristo, el Hijo de Dios –que os predicamos Silvano, Timoteo y yo– no fue sí y no,
sino que en él se ha hecho realidad el sí. Porque cuantas promesas hay de Dios, en él tienen su sí; por eso
también decimos por su mediación el Amén a Dios para su gloria» [5]. El gran punto de apoyo es partir de
los «síes», de las certezas: enunciar las cosas nítidas y claras con sencillez. Nuestras dudas arrancan de
la duda antigua suscitada por la serpiente, en aquel «no», la duda de que en Dios pueda estar presente
tanto el amor como el no amor, que la realidad puede ser una historia de salvación o no serlo. El antiguo
himno del Te Deum reza: «In te, Dómine, sperávi, non confundar in aetérnum», «En ti, Señor, confié, no
me veré defraudado para siempre».
El Evangelio es el anuncio de un «sí», que sirve de eje para leer el resto de la vida. Si pensamos que la
vida brota de una fuente ambigua y no de las manos de la Providencia, iremos por la vida con las manos
en alto para defendernos, torturados por las dudas. Se supera esta situación pensando en el «sí» que Dios
es para nosotros, conservando en el corazón la seguridad de que Dios no puede dejar de amarnos.
Jesús, como ya se ha dicho, se indigna cuanto se le acusa de expulsar al demonio en nombre del mal
(Mt 12, 22-32), no lo acepta y habla del pecado contra el Espíritu Santo, que es como atribuir a Dios la
ambigüedad. ¡La ambigüedad no existe! Dios es solo amor (1 Jn 4, 8): es el punto de partida para ayudar a
quien duda. La razón, de hecho, no resuelve las dudas, sino el amor. El amor proporciona principios
mucho más profundos que la razón, sin excluirla, sin contradecirla, sirviéndose de la razón y superándola.
El amor es razonable y al mismo tiempo es más sabio. Para aconsejar a quien duda, nos hace falta amor,
escucha: no se trata sólo y simplemente de desenredar lo que el dubitativo debe descubrir.

Las decisiones se toman en primera persona del singular; sigue siendo obligatorio este procedimiento
adulto para la toma de decisiones. Pero aconsejar al que debe elegir requiere hacerse eco del «sí» de
Dios, del «sí» maternal de su amor, que todo lo precede. Eso hará que busque apoyo en las verdaderas
certezas.

Un dilema existencial no se lee desde abajo, desde la confusión, sino desde lo alto, desde la certeza del
amor de Dios. Volveremos sobre esto, pero urge ver los rasgos de quien practica la misericordia del buen
consejo.
La primera característica de un buen consejero es comprender qué es lo que se le plantea, y hacer que
nos sintamos escuchados, comprendidos por él. Esto ayuda mucho porque ordenar el discurso delante de
alguien, manifestar las propias dudas, precisar los temas, muy a menudo es ya el comienzo de la
resolución de los problemas.

Pero la escucha del buen consejero tiene una cualidad muy específica. El buen consejero no empieza
por las posibles respuestas, sino por las preguntas. El reto es precisar la pregunta que pone el problema
en su justa perspectiva. No se trata de impugnar lo que se ve, sino el punto de vista, que puede falsear
muchos aspectos: uno no descubre la dirección correcta porque hay algo del revés, un engaño o un
malentendido en algún punto; si se empieza a poner orden en las cosas, es entonces cuando se pueden
entender también el verdadero peso de cada elemento. Casi siempre se empieza con una pregunta
equivocada. Hay que sacarla a la luz, pero tiene que hacerlo quien duda, no el consejero. Claro que desde
fuera es más fácil, pero hay que mantener el ritmo específico de la duda. En caso contrario, dejaremos
sepultadas cosas vivas a lo largo del camino, que luego afectarán a la lucidez del discernimiento.
Para encontrar el error de la pregunta, hay que analizar el punto de partida, el centro de gravedad
desde el cual se observa la situación. Este es el problema de la duda. El maligno trabaja precisamente
para ponernos en el lugar equivocado para ver las cosas. La palabra en griego eidolon, del verbo ver,
quiere decir «ídolo», pero tiene un significado etimológico de «perspectiva», «visión», «modo de mirar».
¿De dónde viene la perspectiva? ¿Por qué no logramos decidirnos? Podemos racionalizar todo, pero la
perspectiva con que miramos la realidad no es normalmente racional sino irracional, no reside en los
motivos sino en las causas. Es necesario un sano distanciamiento que nos ayude a volver a ver las cosas
en su justa perspectiva.
Dice el Salmo 49: «El hombre en el honor no discierne, se asemeja a las bestias que perecen» [6].
Recordemos que las obras de misericordia espiritual son muy afines a los siete dones del Espíritu Santo, y
esta obra lo es más de todas las demás.
Entre los siete dones del Espíritu Santo está el de consejo, la capacidad de elegir según su luz. ¿Qué
nos hace falta para elegir según el Espíritu Santo? San Felipe Neri, en las oraciones principales de la
visita de las Siete Iglesias, con una síntesis sencilla y admirable, presenta los dones del Espíritu Santo en
contraposición con los pecados capitales; y sorprendentemente, el vicio opuesto a la capacidad de
elección y de consejo es la avaricia. Si lo sopesamos, resulta evidente: ¿quién no logra acertar en su
elección? El que no puede separarse de las cosas. Lo hemos visto ampliamente en la primera parte: toda
elección implica una renuncia. Es, pues, necesario el desasimiento, la libertad sobre las cosas.
Los avaros no tiran ningún objeto, guardan todo, viven con una ansiedad que no les permite dejar nada.
En las decisiones más arduas, en efecto, el camino para acertar exige a menudo una limosna de entidad.
En la limosna, si no se trata de una cantidad mediocre, cuando hacerla «cuesta sangre» porque afecta
seriamente al patrimonio personal, se nota un sentido «pascual» de pérdida, seguido de un sentimiento la
alegría; el efecto de la limosna es una sensación de liberación y al mismo tiempo de dominio de sí. Se
comprueba que no manda el dinero, mandamos nosotros: el corazón vence sobre las cosas. Cuando se
vuelve a examinar la decisión que, en el momento de duda, no se había podido tomar, se descubre que
uno es libre: no tiene miedo a perder algo, porque se tiene experiencia de que, por «perder», no pasa
nada; al contrario, ser esclavos de las cosas nos impide elegir libremente.

Necesitamos el don de consejo, opuesto a la avaricia, para resolver la ambigüedad de nuestra vida.
Hace falta un GPS interior, un Oriente, el lugar por donde sale el sol, una orientación, unos parámetros.
Para encontrar esos parámetros, hay que partir de una confirmación –que parece obvia, pero no lo es–,
connatural a la búsqueda: para encontrar el parámetro debo partir de la afirmación de que existe. Es
decir, existe la verdad.
En la realidad de nuestra vida hay algo objetivo, llamado verdad. Si, por ejemplo, me descuido en mis
cosas, estoy peor, es verdad, es simplemente real. Si no cuido mis relaciones con las personas, estoy mal.
Si no domino mi vida y mis impulsos, me destruyo. En verano hace más calor que en invierno. En nuestro
hemisferio, lógico. La verdad existe: el hecho mismo de que la busquemos, afirma san Agustín, atestigua
que existe: «Y si no tienes claro lo que digo y dudas de su verdad mira, al menos, si estás seguro de tu
duda acerca de estas cosas; y en caso afirmativo, indaga el origen de esa certeza (...): todo el que conoce
su duda, conoce con certeza la verdad, y de esta verdad que entiende, posee la certidumbre; luego cierto
está de la verdad. Quien duda, pues, de la existencia de la verdad, en sí mismo halla una verdad de la que
no puede dudar. Pero todo lo verdadero, lo es por la verdad. Quien duda, por cualquier motivo, no puede
dudar de la verdad» [7]. «Permanece, si puedes, en la claridad inicial de este rápido fulgor que te
deslumbra, cuando dice: Verdad» [8]. Es una exigencia humana y se vive mejor si se la tiene en cuenta.
La verdad existe. No puede ser abordada de manera simplista, vulgar, pero existe. Nuestro camino va
de la ambigüedad a la certeza. ¿Y de dónde nace la certeza? De la confianza que, por experiencia,
transmite el cariño paterno. ¿Y cómo hacer con los ambiguos padres actuales? ¿Dónde conseguir la
certeza? Veamos un caso litúrgico.
Cuando los sacerdotes reciben la ordenación –y de forma similar los diáconos–, el que presenta a los
candidatos dice: «Reverendísimo Padre, la Santa Madre Iglesia pide que ordenes presbíteros a estos
hermanos nuestros». Responde el obispo: «¿Sabéis si son dignos?». No les pregunta a ellos si son dignos,
sino al que, en nombre de la Iglesia, les presenta; en rigor, no plantea si son dignos, sino si quien los
presenta tiene certeza de que lo son. Se habla directamente a una persona, casi siempre el rector del
seminario, que responde en primera persona del singular, ante los candidatos: «Según el parecer de
quienes los presentan, después de consultar al pueblo cristiano, doy testimonio de que han sido
considerados dignos». Los candidatos deben escucharlo: «¡Sí! Eres idóneo, puedes hacerlo. Te admitimos
en el orden del diaconado o del presbiterado, porque tenemos una certidumbre sobre ti, eres digno de
esta tarea, de esta gracia». El obispo contesta: «Con el auxilio de Dios y de Jesucristo, nuestro Salvador,
elegimos a estos hermanos nuestros para el orden de los presbíteros». Las implicaciones de este curioso
diálogo son muchas y profundas, pero destacamos la total pasividad de los candidatos. Recibirán muchas
cosas en aquel día, pero en este momento escuchan el testimonio público de una certeza: alguien piensa
que tú estás en condiciones de hacerlo, y ese alguien es la comunidad eclesial. Acudirán a esta certeza
miles de veces, para incidir en lo real y tomar posesión de los dones que les servirán para construir la
Iglesia.
Si no recibimos confianza, no podremos confiar. Si no contamos con alguien que nos diga que somos
capaces de hacerlo, no lo conseguiremos. Esta confianza proviene de la paternidad porque, repetimos, se
crece a partir de la confianza paterna. Algunos padres mueven la cabeza diciendo: «Tú no puedes
hacerlo». La consecuencia es que los hijos no tienen confianza. Si un padre dice a un niño: «Adelante,
verás que puedes», la consecuencia es la confianza de lograrlo, y entran en juego las propias cualidades;
cada uno saca lo mejor de sí mismo.
El hombre es portador de muchísima belleza, su vida es así de preciosa delante de Dios. Esta confianza
es el punto fundamental: para vivir bien, hay que disponer de ella. Cuántas veces he puesto a un joven
ante un crucifijo y le he dicho: «Ahora te quedas aquí y volvemos a hablar cuando Él te diga quién eres,
para Él. Cuando te lo haya dicho, volvemos al discernimiento». El chico regresa después de un rato, y le
pregunto: «¿Qué te ha dicho?». Y él: «Que me ama mucho, que ha estado dispuesto a morir por mí, que
soy importante».
Ahí hay que situar la orientación: en el hecho de que el Señor, incluso cuando hayamos cometido
errores, no nos abandona, sigue teniendo confianza en nosotros, sigue pronunciando su «sí» para
nosotros. La mayor parte de los errores, especialmente de los jóvenes, proviene de la falta de atención
consigo mismos. Si se miran las cosas desde la perspectiva de Dios, desde su ternura, su misericordia,
todo cambia. Nuestra vida no es un error, no tiene una naturaleza ambigua; lleva consigo realidades
objetivas, certezas de las que hay que ser conscientes y no debemos dejar escapar. La lucha consiste en
defender esta convicción, la de ser amados, la de poseer la belleza y plenitud propias de la vida. Para
aconsejar a quien duda lo primero es hacer que recomience a partir de la certeza del amor de Dios.
Aconsejarle implica, como hemos visto, hacer que se centre en la más profunda de las certezas. Esta
debe ser confirmada, encarnada, entregada. Es la fuerza del consejero. No es un elaborador de datos,
sino un testigo. Tiene experiencia de aquella roca que resiste a los vientos y a las aguas, por haber
excavado hasta lo más profundo de la vida, hasta su raíz. No hay duda: Dios te ama. No es un axioma: lo
que te digo anida en mi carne, en mi corazón, en mi yo íntimo, en mi ministerio o en mi matrimonio, en mi
vida. Pero si esto se formula en forma de pregunta, tiene más fuerza; ayuda de veras al crecimiento de
quien duda: «¿Es posible que Dios haya decidido olvidarse de mí?». Me he divertido tantas veces
haciendo esta pregunta: «¿A quién ama más Dios, a ti o a mí? ¿Te ama más a ti, a mí o a san Francisco?».
Cuando una persona se reconoce criatura de Dios, cuando abre el corazón a su ternura, todo se
desenreda. La verdadera duda es precisamente esta, nunca he hallado otras.
Entonces hay que hacer palanca apoyándose en los temas básicos de la vida, en las cosas
imprescindibles. Para el discernimiento es necesario partir de los «síes» de los que ya disponemos. ¿Cómo
se reconocen? El bien es simple y lineal, en contraste con el mal, tortuoso y contradictorio. Para hacer el
mal, si nos fijamos con atención, es preciso justificarse siempre. El bien, en cambio, es auto-evidente en
nuestro corazón. Cuando el verdadero bien toca nuestro corazón, uno no se enreda con miles de
distinciones, surge una luz innegable en nuestra alma.
Dice el Salmo 51: «¡Mira! En culpa nací, y en pecado me concibió mi madre. Pero Tú amas la verdad
más íntima, y, en lo oculto, me enseñas la sabiduría» [9]. Nuestro mejor aliado es nuestro corazón: ahí es
donde encontramos la certeza de ser amados, donde saboreamos que nuestra vida es bella. La sabiduría
de que habla el salmo afirma que se puede haber nacido pobre y pecador, pero no por casualidad: esta
seguridad salva al dubitativo, mostrándole la limpidez de la verdad. La claridad, la sencillez se apoya
sobre cosas nítidas. Por eso es práctico hacer un elenco de seguridades de la propia vida, de esas cosas
que no deben ser puestas en tela de juicio. Normalmente, recorriendo este camino las dudas se disuelven,
se reducen, son menos angustiosas. Se llega a certezas no ambiguas, presentes dentro de nosotros, que
son dones de Dios, hechos reales de nuestra vida. Ahí es donde hay que apoyarse.

LA SENDA DEL CONSEJERO

Y ¿cómo se puede llevar a cabo esta obra de misericordia? ¿Dónde están estos consejeros tan lúcidos?
¿Por qué puerta entrarán? ¿Qué sendero han recorrido? El de la experiencia del amor de Dios y el de la
pobreza, del desprendimiento. También, el de la libertad interior y el de haber conocido sus propios
errores y haber sabido vérselas con ellos. No es cosa fácil...
Sé que existen cursos sobre acompañamiento espiritual, pero ¿cómo se va a hacer de la paternidad una
técnica? ¿Hay que aprender a hablar? Sí, en parte, pero sobre todo hay que saber callar. De otro modo, no
se consigue un mínimo de pedagogía, de estrategia: uno rechaza enseguida lo que ve, y el otro no crece.
Se necesita firmeza y dulzura al mismo tiempo. Y enraizarse en la paternidad y maternidad de Dios. Sin
prisas: aconsejar no es tirar al plato.

Para encontrar el camino del consejero ayuda este espléndido texto de Blaise Pascal –así me luzco yo
también–: «Hay que saber dudar donde es necesario, aseverar donde es necesario, someterse donde es
necesario. Quien no lo hace, no escucha la fuerza de la razón. Algunos olvidan estos principios, o bien
afirman todo como apodíctico –todo cierto–, por no intentar demostraciones; o dudan de todo, por no
saber cuándo es preciso someterse; o bien se someten a todo, por no saber cuándo se debe juzgar» [10].
Dudar - afirmar - someterse.
Hay momentos en que es bueno dudar: resulta necesario para cambiar de posición, de perspectiva. Esto
exige humildad, para no tomar nuestras opiniones como absolutas, y recordar que estamos siempre ante
un proceso en curso. El pan cotidiano de quien quiera dar buenos consejos es el arte de conocer las
propias meteduras de pata.
No hay nada que hacer, nadie logra escapar de expresiones como la del Salmo 119: «Ha sido bueno
para mí ser humillado, a fin de aprender tus estatutos. Señor, reconozco que tus juicios son justos, y que
me has humillado con razón. Que tu misericordia me consuele, según la promesa que hiciste a tu siervo»
[11].
¿Cuantas bofetadas tiene que darme la vida para que empiece a descubrir mis propios engaños? Debo
saber dudar de lo que pienso. Un psicólogo amigo mío dice que la salud mental es la des-sintonía del
propio ego. ¡Qué gran verdad! Un buen consejero no se toma a sí mismo demasiado en serio. Recuerda
sus afirmaciones tajantes, tiene en cuenta sus propios errores de lectura. Y por tanto será prudente y
afable ante las manifestaciones terminantes de los demás.
El primer capítulo del programa del consejero es la memoria de los propios errores, unida a su buena
disposición para descubrir otros nuevos. Una forma indirecta de decir: humildad. Que se recibe como
regalo tras la experiencia de las propias humillaciones y limitaciones.
Un buen consejero no es alguien fuerte, sino alguien débil que ha aceptado su propia debilidad.
Así. Poca cosa.
Luego está la certeza de que no deben discutirse algunas cosas, simples, evidentes: las cosas ciertas de
nuestra vida, los lugares que señala la brújula. Hay que tener claro de dónde nace el bien del corazón,
para apagar la sed en esa dulce fuente. Es necesario reconocer las buenas reglas de la propia felicidad.
Por ejemplo, una pareja, desde el noviazgo, debería tener siempre en cuenta el decálogo de las cosas que
ayudan a su relación. Del cuidado y asiduidad de esas cosas buenas surgirán unos padres sabios, serenos,
que darán paz.
Para crecer en la capacidad de aconsejar, hay que ser constantes en las cosas buenas: la oración, las
costumbres sanas, la fraternidad, el ejercicio de la franqueza y del desasimiento de las cosas, configuran
un fondo propicio para escuchar. Quien está embarullado consigo mismo, termina por proyectar su propia
angustia.
Me limpio las gafas para ver mejor. Si tengo un tapón en los oídos y en los ojos, ¿qué quieres que vea y
que oiga?
El que se dedica a la dirección espiritual necesita calma, no eficiencia. Y no tiene obligación de ser un
sabelotodo-psicólogo-antropólogo-sociólogo; le basta conocer en serio al Padre, ser hijo en el Hijo, y
descansar en el Espíritu, y hablar desde allí. Y, sobre todo, escuchar.
Y, por último, se adiestra en el sometimiento a esta certeza, es decir, crece poco a poco a golpes de
obediencia filial, entregándose. Porque no hay mejor padre que quien sabe ser hijo. Nos preparamos al
arte de aconsejar si recorremos la senda de los discípulos, la de la obediencia. Que no es un acto heroico;
por favor, no nos hagamos tanto las víctimas. La obediencia a Dios es la simple verdad de las cosas, no es
un «por si las moscas». No soy ningún fenómeno porque obedezca. Más bien, soy así de tonto si no lo
hago.

La obediencia a Dios refleja bien el sentido de las cosas, de la realidad. Es una medida de lo práctico,
no solo de lo espiritual. Las cosas son como son.
El primer discernimiento es recordarnos a nosotros mismos que estamos necesitados de Dios, de su
misericordia.
Justamente.
2. ENSEÑAR A LOS IGNORANTES

La segunda obra de misericordia espiritual auxilia a otra miseria humana: la ignorancia. ¿Qué tipo de
miseria es esta? ¿Cómo es de urgente?
Toda vida biológica tiene una finalidad, una constitución propia, una identidad: los animales tienen sus
instintos, los félidos son depredadores, los ratones son roedores, los perros son sabuesos; cada especie
tiene su propio instinto, su «olfato» propio. ¿Y el hombre?

La condición humana es totalmente distinta: el hombre posee el intelecto, la razón, y pondera, analiza
lo real, comprende. Pero ¿hasta qué punto? Entre las diferentes características de los bípedos está la
tortura a la que está sometido cualquier padre durante un lapso de tiempo: la fase del por qué. Un niño o
una niña pueden convertirse en un disco rayado que a cada afirmación contrapone un porqué. He visto
padres vapuleados por esta fase...

Para un niño se trata de la exploración normal de la vida, del descubrimiento de los mecanismos de lo
real, del análisis de los vínculos entre las cosas.

Pero para un adulto es algo bien distinto. No comprender, para el hombre, es un estado muy doloroso.
Los porqués lo torturan.
No es una cosa de poca entidad que, desde la cruz, Jesús grite: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?» [1]. El «por qué» centra el dolor de Cristo. Y expresa la mayor angustia humana: estar
solo, abandonado, con un miedo presente desde el primer instante de la vida, tras la salida del seno
materno; en ese momento se pierde la seguridad y comienza el interrogante del «¿qué me pasa?». La
tensión del nacimiento marca interiormente, revela un aspecto traumático que condiciona toda la vida, y
lleva a buscar respuestas a preguntas como ¿por qué he nacido?, ¿por qué estoy en este mundo?, ¿quién
soy? o ¿qué debo hacer? Estas preguntas revelan que el hombre necesita informaciones sobre el sentido y
la finalidad.
Lo repetimos: no estamos en el ámbito de lo superfluo, sino de lo necesario.
A menudo se sufre más por el sinsentido de las cosas dolorosas, que por el dolor que provocan.

LA NECESIDAD DE SABER

Tener información es algo muy propio del hombre; algunos ancianos ven mil noticiarios cada día, y
saben detectar incluso los matices entre las distintas ediciones, «Este ha dicho esto...», y quizás vuelven a
ver la misma noticia varias veces. ¿Qué manifiesta un anciano con esta necesidad compulsiva de
información? Su necesidad de estar en la vida, de estar al corriente. De saber lo que sucede. No quedarse
fuera.
Muchos siguen debates políticos televisados hasta altas horas de la madrugada, y uno se pregunta
cómo logran despertarse al día siguiente para ir trabajar. Está luego el maremágnum de Internet con toda
su carga de noticias virtuales. Y las infinitas pérdidas de tiempo, tras las informaciones más insulsas.

Detrás de todo están las ganas de saber, de recibir datos, de comprender, que, repetimos, no es
actividad opcional sino necesaria: no se puede vivir sin ella. El hombre, con la información, con lo que
sabe, decide lo que es.

Conscientes de esta condición humana, las dictaduras tienden a ocuparse de la información; de hecho,
cuando se quiere gobernar una realidad, hay que manipular las noticias: basta con proporcionar una
información equivocada a una sociedad para condicionar su vida.
Antonio Gramsci, un marxista italiano, hablaba explícitamente de una «hegemonía cultural» capaz de
manipular las conciencias, y explicaba que la verdadera revolución es precisamente la cultural, no el
hacer, sino el hacer pensar. Gramsci afirma en un escrito: «No hay actividad humana de la que se pueda
excluir una intervención intelectual, no se puede separar el homo faber del homo sapiens. Todo hombre,
por último, fuera de su profesión, realiza siempre alguna actividad intelectual, es decir, es un “filósofo”,
un artista, un hombre de buen gusto, participa de una concepción del mundo, tiene una línea de conducta
moral consciente, luego contribuye a mantener o modificar una concepción del mundo, es decir, a suscitar
nuevos modos de pensar» [2].
Es un hecho que muchos manuales escolares de historia han sido escritos por personas de una cierta
orientación política, y facilitan informaciones, si no falseadas, sí acentuando un matiz o el contrario. En
este sentido se puede profundizar en los datos objetivos de algunos momentos históricos, como el
Medievo, o el Risorgimento, o tantas épocas históricas, cuya realidad puede ser muy diferente de cómo
nos la han relatado. Sin ningún deseo de provocar polémicas, ni de defender lo indefendible, a menudo la
realidad de las cosas es distinta, y nos ha sido contada con una innegable orientación interpretativa. Y ha
dado lugar a una cultura repleta de clichés, antipatías y simpatías provocadas a propósito.

En el maravilloso, aunque agobiante, libro de George Orwell, 1984, novela de la anti utopía, se describe
una hipotética dictadura, que se realizó de forma vagamente similar a la de la Unión Soviética y otros
lugares, donde un observador llamado el Gran Hermano controla toda la vida de los hombres, como la
imagen de una perniciosa tiranía que invade cada rincón de la existencia humana. El gran «ojo» posee un
Ministerio de la Verdad capaz de proporcionar información manipulada a tal nivel que es capaz de
someter al hombre y dominarlo: «El Ministerio de la Verdad (Miniver, en neo lengua) se distinguía de
manera sorprendente de cualquier otro objeto que la vista podía discernir. Era una enorme estructura
piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se alzaba, terraza tras terraza, a unos trescientos
metros de altura. Desde donde Winston (el protagonista de la novela) se hallaba, podían leerse, bien
adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido: LA
GUERRA ES LA PAZ, LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD, LA IGNORANCIA ES LA FUERZA» [3].
En el fenómeno de los niños soldado se ve la potencia del condicionamiento, el resultado de un
adoctrinamiento tan refinado como eficaz.
Hace años, un militar americano me hablaba con toda tranquilidad de su departamento de guerra
psicológica. Me quedé pasmado de cómo, con candidez, hablaba de la manipulación de las informaciones,
que era para él un instrumento como cualquier otro.

Ya. Sólo que los instrumentos de los militares se llaman armas...

El hombre está sediento de sentido y por tanto de datos, y en consecuencia es manipulable. Las cosas
pueden ser presentadas al revés, basta con desplazar un poco los parámetros. Estaremos llenos de datos,
pero seremos ignorantes. Y sin darnos cuenta, con una profunda ignorancia.

Todos enseñan a los ignorantes. Es preciso ver si se trata o no de una obra de misericordia. Durante
cinco años fui capellán de una enorme empresa mediática. A veces pregunté a los periodistas si estaban
seguros de que habría salvación para ellos. Creían que hablaba en broma, pero lo decía en serio, visto
que algunos –algunos, no todos, por favor– ejercen su oficio calcando admirablemente lo dicho por otro.
¿Quién?
El primer informador engañoso aparece en el conocido texto del capítulo tercero del libro del Génesis:
es la serpiente, que entrega información con astucia fina, una información que en realidad es portadora
de oscuridad, pues trata de invertir la sabiduría de Eva para convertirla en ignorante, dándole la
impresión de ser sabia: «¿De modo que os ha mandado Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?»
[4]. Clásica pregunta de periodista, capciosa, incómoda, a la que se debería responder: «No comment».
Pero la Biblia no conoce todavía esa fórmula... Eva se lía, como pasa ante toda pregunta que da por
sentado algo sospechoso, y trata que justificarse: la serpiente, una vez que ha logrado enredar a Eva en
su conversación, lanza el ataque: «No moriréis en modo alguno; es que Dios sabe que el día que comáis
de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» [5].
Esta afirmación es de una astucia enorme, no se puede tomar a la ligera: la serpiente proporciona una
información adulterada dirigida a algo bien preciso, a la memoria de Eva, donde estaba depositada la
experiencia y, por tanto, la memoria de su trato con Dios.

La estructura esencial del conocimiento del hombre radica en su memoria, y se construye sobre lo que
tiene en el corazón: recuerdo, cor, cordis. Los recuerdos, depositados en el corazón, están vinculados a la
dimensión afectiva, no objetiva, y pueden configurar la persona humana, y condicionar sus decisiones y la
orientación de su vida.

El primer periodista, la serpiente, pidió comentar un hecho y manipuló una información para depositar
en el corazón del hombre una trola. Este era su objetivo. No le puso el fruto en la boca, Eva lo tomaría por
sí sola. Bastaba incentivarla.
Muchas veces, detrás de la angustia existencial y de los errores que se derivan de ella, hay una
mentira: las personas están atrapadas, porque se construyen a sí mismas sobre una patraña, basan su
vida en una información equivocada, en una deformación, en una interpretación falsa de la realidad. Hay
un núcleo negro detrás de nuestros egoísmos, de nuestras rapacidades, un núcleo de falsedad que, de
algún modo, nos deja solos y nos desespera.
Comprendemos entonces la urgencia de enseñar a evaluar de nuevo la realidad partiendo de ese
parámetro esencial y precioso que es la paternidad de Dios; solo así será posible contrastar los falsos
criterios de juicio que atacan a nuestra existencia.

Pero hay que destacar que siempre tenemos maestros, seamos o no conscientes. Realmente no
improvisamos nunca: el aprendizaje está en la base de nuestra sabiduría y desde el nacimiento se abre
como una página en blanco sobre la cual alguien (en)seña. Somos «signados» interiormente por quien nos
enseña a vivir.
¿Y quién nos enseña? Un poco todos. Los padres inciden en el corazón de sus hijos con sus gestos, sus
respuestas, sus silencios, las pausas, las presencias, las prisas. ¿Será todo ello misericordia? Y luego los
compañeros de juego, los medios de comunicación, los formadores escolares... hasta terminar la lista.
Sé bien que cuando anuncio el Evangelio –a propósito, también Jesús es en cierto modo un periodista,
anuncia el reino de los cielos..., mejor decirlo pronto, antes de que me demande la Asociación de la
Prensa–, la información que doy se opone a numerosas enseñanzas discordantes. Mi única fuerza es que
lo que digo es más grande que yo, me supera por completo, y supera también todo lo que los jóvenes que
me escuchan ya saben. Tiene una fuerza desnuda, sin maquillaje ni aditamentos. Viene del amor del Padre
que está en los cielos. Conoce el corazón y puede vencer, porque no se impone, solo se propone. Es
respeto, aprecio de quien escucha, sabe tener paciencia y alienta, cura. No se apoya sobre el miedo, sino
sobre el sentido propio de las cosas, a las que devuelve su dignidad. Y mucho más.

LA EDIFICACIÓN DEL OTRO

¿Qué significa enseñar? Para analizar de modo sencillo la etimología de «enseñar» podemos partir de
su sinónimo «instruir», próximo a la palabra «construir», que hace referencia a la edificación del otro.
«Enseñar» es: «escribir dentro», «imprimir», «incidir» en el corazón del otro. Su antítesis es «ignorar»,
que indica una gnosis precedida por un «alfa» privativo, «no tener conocimiento».
Enseñar a los ignorantes. Es fácil entender la importancia de esta labor, pero hace falta centrar la
atención sobre la dramática carencia de nuestros días: la falta de formación cristiana. Los que practican
actos cristianos, pronto o tarde descubren su falta de formación. Para llevar a cabo con éxito un obrar
cristiano, es necesario haber recibido una educación en este sentido, tener conciencia de lo que se está
haciendo, la percepción de si lo que se hace es o no conforme con la fe, y que Dios nos salve de caer en
acciones banales, mediocres, vacías de eternidad.
El problema es educar a las nuevas generaciones, llevar a los cristianos a ser portadores del don de la
fe. Esta es una enseñanza a la que antes se prestaba atención mediante métodos y hábitos propios de
otros tiempos, pero hoy percibimos evidentes ausencias, improvisaciones agotadoras y culpables,
empalagosas banalizaciones. Son los sucedáneos de esta obra de misericordia.
El arte de la educación es maravilloso y muy propio de la Iglesia, madre y maestra; su historia está
salpicada de obras de Doctores y Padres de la fe capaces de enseñar y educar, y de hacer brotar vidas
santas y auténticas.
En nombre de la enseñanza, en cambio, se acaba a veces en una pedantería que invade de manera
inaguantable la atención del otro, inundándolo con una información no solicitada y revelando sólo una
desagradable falta de profundidad.

Enseñar a un ignorante es misericordia cuando, aparte de lo demás, se sabe cómo hacerlo.


Muchos enseñan cosas correctas sin conocerlas realmente, por lo que las enseñan mal, repitiendo
indicaciones tomadas de aquí y de allá, a menudo de santos, papas o sabios, proponiéndolas al prójimo sin
haberlas vivido ellos previamente. Estas cosas suenan a falso y trivializan la verdadera sabiduría.

Cuántas veces hemos visto cómo se envilecen cosas importantes porque están en boca de todos: todos
las enseñan, todos las dicen, pero ni uno las ha vivido realmente en su propia carne.
Otros enseñan cosas buenas sin tener en cuenta quién escucha, ni su capacidad de comprensión: hay
coincidencia topográfica con los oyentes, pero no se produce el resultado de un aprendizaje provechoso.
¿Debemos abrir el triste capítulo de las quejas del pueblo de Dios acerca de las homilías de los curas?
El papa Francisco ha afrontado magníficamente la cuestión en su Exhortación programática. Me remito a
ella para quien desee profundizar en este grave problema [6].
Cuando no se sabe enseñar, el otro puede ofenderse, no sentirse amado por quien lo adoctrina; o, al
menos, puede percibir que aquello que se le enseña no le salva, no le ayuda. Lo correcto puede ser dicho
en un momento equivocado o sin el tratamiento apropiado, es decir, sin verificar si el otro está en
condiciones de entender.
Estas deficiencias abren el camino a enseñanzas virtuales, mediáticas, anacrónicas, impropias: en
realidad son solo información, no formación, porque naturalmente, informar no equivale automáticamente
a educar.
Debemos reconocer que no es fácil llevar a cabo esta obra de misericordia. Como hemos visto, existe el
grave riesgo de causar un daño. Una formación equivocada puede destruir a una persona.
Es necesario subrayar un aspecto fundamental: se trata de una obra que el Espíritu Santo debe realizar
en nosotros, una sabiduría que Él mismo nos da. La sabiduría es un don del Espíritu Santo, precisamente
el primero, y en parte contiene todos los demás.
Luego, un riesgo no infrecuente es ofrecer una sabiduría solo humana, no embebida de la misericordia
divina. Para las sabidurías humanas, que no son de ninguna manera inútiles y hay que darles el respeto
que merecen, existen profesionales, a los que se les paga y que asumen sus responsabilidades jurídicas.
Nosotros, aquí, nos referimos a una obra de misericordia, no a cualquier enseñanza.

ENSEÑAR Y EDUCAR

Enfoquemos ahora dos acciones que el profesor debe hacer y que a menudo no se distinguen
debidamente: enseñar y educar.
Se puede aprender sin dejarse educar y uno puede dejarse educar sin aprender.

Por ejemplo, Pedro demuestra un día haber asimilado una enseñanza: «Él les dijo: “Y vosotros, ¿quién
decís que soy yo?”. Respondió Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”» [7]. Inmediatamente
después, sin embargo, dice el texto evangélico: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus
discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los
sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día. Pedro, tomándolo aparte,
se puso a reprenderle diciendo: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso”. Pero él se volvió
hacia Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de
Dios sino las de los hombres”» [8].
Al final Jesús precisará: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su
cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la
encontrará» [9].

Pedro tiene un dato, pero no la obediencia al dato. Existe una realidad construida por el conocimiento,
pero no por la obediencia: se ha captado la enseñanza, pero no se actúa de acuerdo con ella.
Por el contrario, puede haber también un obedecer sin conocer, ser educadísimos pero ignorantes: es el
caso de los fariseos que tienen una minuciosa observancia pragmática de la ley, pero no aciertan a
reconocer al Señor al que obedecen. Es lo que en sustancia Jesús expone en el tremendo capítulo
vigesimotercero del Evangelio de Mateo.
Por eso enseñar a los ignorantes es una obra delicada, que implica no solo proporcionar a otro una
información, sino entregársela sabiamente para hacer que aprenda. No es una obra de misericordia que
nos inventamos nosotros, sino que está enraizada en la Escritura.

El corazón del Antiguo Testamento es de hecho reconocible en la ley, en hebreo Torah; que proviene del
verbo yrh, que implica en primer lugar «ver», pero se reconduce al acto de señalar con el dedo una
dirección. Por ese motivo lleva en sí los significados de «indicación», «prudencia», «educación»,
«advertencia», «camino». Por tanto, más que a «norma», remite más bien a la recepción de una
«sabiduría».
La instrucción está en el centro de todo el Antiguo Testamento. Dice el Salmo 119: «¡Cuánto amo tu
Ley, Señor! Es mi meditación el día entero. Más sabio que mis enemigos me hace tu mandamiento, porque
siempre me acompaña. He llegado a ser más docto que todos mis maestros, porque tus preceptos son mi
meditación» [10].
A su vez, Jesús aparece como maestro, más aún, «el» Maestro.
En el Evangelio de Juan, Jesús habla de un modo extraño sobre el conocimiento del camino: «Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida» [11]. En este texto se habla precisamente del auténtico conocimiento, pero
¿de qué? ¿Cuál es la verdadera enseñanza de Jesús? Además, habla de otro maestro: el Espíritu Santo.
Una vez más, parece que el hombre necesita ser discípulo, ser el que aprende.
La condición del hombre, precisamente, no es situarse ante la vida como maestro sino como en actitud
permanente de aprender: «Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro
maestro y todos vosotros sois hermanos... Tampoco os dejéis llamar “doctores”, porque vuestro doctor es
solo uno: Cristo» [12].
Al final del Evangelio de Mateo, Jesús propone tres acciones, dos de ellas vinculadas a la enseñanza:
«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado» [13].
Instruir, enseñar, bautizar: en dos de los tres casos implica entrega, «traditio» de sabiduría. La Iglesia
es madre por el bautismo y maestra por las otras dos indicaciones.
Pero ¿cómo es posible que a los seminaristas no se les enseñe a enseñar? ¿Qué ha sucedido para que no
exista una instrucción para el munus docendi [14]? Al menos antes, en los seminarios se enseñaba la
retórica, quizá algo ampulosa pero adecuada a la mentalidad popular. Pensemos en Mussolini, con una
retórica que hoy nos parece una charlotada, pero entonces tenía una innegable y devastadora eficacia.

En cambio, hoy la enseñanza de la fe se deja a la dotación hormonal de los candidatos.

ABIERTOS SIEMPRE A LO NUEVO

¿Qué deberíamos aprender para ser buenos maestros de la fe? Al menos conocer la primera y mayor
dificultad que debe afrontar quien debe ser instruido...

Recibir sabiduría, ser enseñados, supone de hecho un trauma: cada uno tiene ya, de hecho, su propia
sabiduría, nadie es un mero ignorante. Puede existir una ignorancia consciente, resultado de un
redimensionamiento, de amargas lecciones de la vida, que nos vuelven capaces de recibir.
Pero aquella con la que el Espíritu Santo ha de combatir –por ejemplo, en mi caso–, es la ignorancia
inconsciente: equivocarse y no darse cuenta de la equivocación, o ignorar por qué está uno mal, y
continuar irritándose por motivos injustificados. Son situaciones en las que ni siquiera advertimos que
nos estamos haciendo daño a nosotros mismos o, peor aún, a otros, y sin embargo creemos que todo va
bien.
«Cuando llegaron al lugar llamado “Calavera”, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la
derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”» [15].
El problema es que el ignorante no se considera como tal. No se trata en efecto de ignorancia contra
sabiduría, sino de sabiduría falsa contra la verdadera sabiduría.
En el camino de Emaús, Jesús aborda una situación paradigmática: «Dos de ellos se dirigían a una
aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que
había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con
ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle» [16]. No es reconocido –hay que subrayarlo–
porque se presente con otros rasgos, sino porque, como dice el texto, sus ojos eran incapaces de
reconocerlo.
Una mirada torpe, que corresponde, como veremos, a una sabiduría no menos torpe.
«Y les dijo: “¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?”. Y se detuvieron entristecidos.
Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe
lo que ha pasado allí estos días?”. Él les dijo: “¿Qué ha pasado?”» [17].
Impresiona que también Jesús sea un ignorante: no sabe lo que ha sucedido, es decir, no lo sabe como
lo saben ellos. Es el extraño que no ve lo que ellos ven. Y les pide que le informen. Se hace enseñar como
un ignorante. Luego dirán que la fe no conoce la ironía...
Aquí es extraordinario que los dos discípulos aporten todos los datos necesarios, uno tras otro,
precisamente los mismos que aparecerán después nítidamente como prueba de lo contrario de lo que
piensan, ya que están bajo una luz distorsionada: sus expectativas.

«Le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de
Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron
para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien
redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad
que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de
madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles,
que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como
dijeron las mujeres, pero a él no le vieron”» [18].
Todo se hace inútil, desde la visión de esas expectativas que ellos deberían poner en tela de juicio, pero
no lo entendían. Y Jesús los reprende seriamente: «Les dijo: “¡Necios y torpes de corazón para creer todo
lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su
gloria?”» [19]. «Necio» es un insulto fuerte en la lengua hebrea, quiere decir «malo», «falso»,
«retorcido».
Estos discípulos muestran poseer una interpretación de los hechos, pero Jesús les advierte para que
cambien de lectura. Han caído en un error típico: confundir las promesas recibidas con las propias
expectativas.
Este es el desafío que debe afrontar el ignorante: cambiar su visión de las cosas, de los hechos,
dejándose en cierto sentido insultar, reconociéndose estúpido, lento en comprender, abriéndose a
perspectivas sorprendentes y abandonando su propia síntesis de los datos.

Es así. Cada vez que escucho la Palabra de Dios, que rezo, que me pongo delante de Dios, sé, debo
recordarlo, que me tendré que reconocer estúpido y algo retorcido. No participo en la liturgia para seguir
siendo como soy, sino para dejarme contradecir y para dejarme educar. Debo, incluso, suplicar a Dios que
me insulte un poco, me reprenda, según su paternidad, para que dé un paso que me saque de mis
engaños, que son todavía muchos. Si él quiere.

Amedeo Cencini habla espléndidamente, con un feliz neologismo, de la docibilitas, la capacidad de


aprender, es decir, la actitud que permite que alguien nos pueda enseñar. La felicidad es directamente
proporcional a la capacidad de sorprendernos, de aprender las cosas desde cero: «La formación no se
realiza fuera del mundo, sino que es formación para estar en el mundo, en este mundo, con sus heridas y
contradicciones, con sus interrogantes y aspiraciones, con su novedad siempre inédita e imprevisible».
Hay un «siempre» y un «novum» como morada de Dios: «El joven debe comprender que muy a menudo
son precisamente los cambios repentinos y radicales los que provocan la fe, favorecen el avance
cotidiano, frente a la mera repetición, que no se nutre de la Palabra y de los acontecimientos del día.
Debe estar atento a la tentación de cerrarse a las novedades de lo divino, de habituarse a una cierta
imagen de Dios, de utilizar la religión para no cambiar de mente y corazón y comprender que el Dios de
ayer es el ídolo de hoy» [20].
Si no me abro a lo nuevo, no aprendo nada. Esto es completamente evidente.
El don de una santa ignorancia permite al hombre reabrirse constantemente a lo que no sabe y, por lo
tanto, a crecer. La muerte, desde este punto de vista, será la última y la mayor sorpresa, la que desvelará
el cielo. La vida es una escuela, una serie de lecciones que debemos recibir y, en el fondo, es una
preparación a ese momento, a la última y definitiva lección, que es el más hermoso de los
descubrimientos: el rostro del Padre.
Pero la urgencia de abrirse a otra sabiduría está simétricamente vinculada al acto del enseñante que es
amor, caridad, querer el verdadero bien del otro. Enseñar es amar, pero para hacerlo hay que haber
vivido el trauma de dejarse criticar la propia visión errónea del bien, reconocerse ignorante y necesitado
de aprender cuál es el verdadero bien.
Enseñar es un acto de amor, lo hemos visto ya, que implica dos fases: en primer lugar, haber vivido el
«trauma» del aprendizaje y conocer su dureza y sus satisfacciones; y entonces se procederá con
tenacidad y, a la vez, con paciencia. Hay que recordar siempre la dificultad de la autocrítica.
La otra fase es enseñar aquello que sirve, y eso implica no solo enseñar, sino enseñar «a alguien». Este
es el núcleo de la estrategia educativa. El contenido no basta, hace falta que el contenido se entregue a
un oyente concreto. Necesitamos el feedback, entender si se están atendiendo las verdaderas necesidades
de quien escucha.
Dicen que la diferencia entre un predicador experto y un predicador inexperto es que el segundo sigue
hablando hasta que ha dicho todo lo que sabe, mientras que el primero deja de hablar apenas ha dicho lo
indispensable. Menudo golpe para los prolijos como el que suscribe...

LA SABIDURÍA QUE FALTA AL HOMBRE

Queda por abordar un punto: ¿cuál es la auténtica ignorancia? ¿Cuál es la sabiduría que le falta al
hombre? ¿Por qué, en el fondo, estamos siempre aprendiendo?
Al final del prólogo de su evangelio, Juan escribe esta frase: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el
Unigénito, Dios, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» [21]. Hay algo de lo que
nunca sabremos bastante, y que solo Cristo, a través del Espíritu Santo, puede revelar: el Padre.
Lo sabe revelar, porque está en el seno del Padre, es la imagen de alguien que está apoyando la cabeza
sobre el pecho de papá, es un niño hecho un ovillo entre los brazos fuertes del padre, es la imagen filial.
Sólo Él, el Hijo, puede revelar al Padre.
Muchos piensan en los Evangelios como en un conjunto de datos que se deben saber como quien posee
una información. Jesús, el maestro, enseña otra cosa, desea enseñar no una serie de nociones, sino el
amor del Padre.
En el mismo Evangelio de Juan, Jesús dice: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer
nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo.
Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que estas para
que vosotros os maravilléis» [22].
La gracia de Dios enseña la maravilla del cambio de vida. Escribe san Pablo en la carta a Tito que se
proclama en la Misa del Gallo: «Se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos
los hombres, educándonos para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y
vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo, aguardando la esperanza bienaventurada y la
manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» [23].
La gracia es el amor que cambia la vida, la orientación del hombre, la capacidad de comprender de
nuevo al Padre. Y no se trata de un aprendizaje intelectual, sino de un cambio existencial.
Enseñar quiere decir escribir y esculpir en el corazón del otro, en su profundidad más recóndita, el
amor del Padre. Es Cristo quien trae la verdad de este amor: «Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido
y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi
voz» [24].
Los discípulos son enviados a realizar esta obra de instruir y enseñar. El hombre aprende efectivamente
a través de actos, a través de la sabiduría de educadores que transmiten la experiencia de un verdadero
aprendizaje. Es difícil que alguien aprenda algo, solo porque se lo han explicado: se aprende cuando uno
se pone a hacerlo. El educador indica qué hacer, el maestro aporta el ejercicio de llevar a cabo el cambio.
El auténtico profesor, como muestra Jesús, es el que enseña a Dios, su amor en la práctica, no en teoría.
Para esta basta un libro. El profesor no se limita a impartir una simple lección. Es más bien aquel que,
enseñando, ama al otro, con el trato misericordioso del que intenta hacerle entender el reflejo del amor
de Dios, capaz de brillar en el corazón de quien necesita descubrirlo.
El principio de la educación es que toda persona es un regalo de Dios, una obra suya, su masterpiece,
su obra maestra. El arte de los educadores es proporcionar elementos que anuncien la unicidad de la
persona humana, obra de Dios.
Una última pregunta: ¿qué training hace falta para llegar a cumplir esta maravillosa obra? El Maestro
por excelencia es Cristo, pero ¿por qué lo es? Como hemos visto antes, porque es el único que puede
enseñar lo más importante: el Padre. ¿Y por qué? Porque es el Hijo, lo conoce, lo puede revelar.
La mejor preparación para hacer conocer al Padre es ser hijos suyos. Conocerlo a Él. Entonces, con
toda seguridad, si lo has conocido de verdad, cuando hables de Él, derramarás ternura en todo aquello
que digas. Y quien te escuche aprenderá lo más importante: que el Padre es maravilloso.
3. CORREGIR AL QUE SE EQUIVOCA [1]

¡Qué desastres se han cometido en nombre de esta obra de misericordia! ¡Cuántos oscuros fantasmas
de inquisidores, patentados o no, invaden la imaginación reclamando una autorización para corregir al
prójimo! ¡Cuánta manía perfeccionista y moralizante con la que han crecido generaciones enteras
censuradas a priori, con la convicción de que el reproche y la amonestación son siempre lícitos!
¡Ah! ¡Qué hemos hecho del cristianismo, convirtiéndolo en la fusta ética de la sociedad, en el rapapolvo
religioso que solo dirige a la auto-castración!

Cuántos formadores, que no saben realmente cultivar los corazones, han resuelto el dilema educativo
recurriendo al sentimiento de culpa, disparándolo en todas las direcciones, indiscriminadamente...

¿Con qué resultado? En cuanto el mundo se emancipó, la emprendió a patadas con este ejército de
moralistas, odiando rabiosamente toda censura. Y el resultado no es equilibrado, por desgracia, aunque
es comparable al anterior por su fealdad: no existe ningún límite, nada es malo, hay que abolir, destruir y
hacer pedazos el mismo concepto de pecado.

Y las personas se hunden en los remolinos de la autodestrucción sin ni siquiera sospechar que es
perjudicial, porque está prohibido decir «es una equivocación». ¿Qué? ¿Quién lo ha dicho? ¿Cómo se le
ocurre? La intolerancia de la tolerancia es tan violenta como la inquisición moralista.
Aclarar qué es esta obra de misericordia es algo muy serio. En cierto modo, todo el cristianismo
necesitaría una de-mistificación, porque ha estado sometido a un doble fuego de malentendidos: por una
parte, están los de los cristianos inmaduros, que, como dice la Carta a los Gálatas, después de redimidos
han regresado al yugo de la esclavitud [2] con sus asfixias, su sentimiento de culpa, sus perfeccionismos;
y por otra, una mentalidad pedante, superficial, llena de lugares comunes post-iluministas, empapados de
generalizaciones a menudo sentimentales, carnales e infantiles.
Así, por un lado, se ha destrozado el sentido de la corrección, que, como veremos enseguida, se
entreteje completamente de preocupación, ternura, y sano temor por la salud y la salvación de los demás;
y por otro lado se ha pulverizado el sentido del pecado, del error, en su acepción existencial de desastre o
tragedia.
De la corrección se retuvo el sentido perverso de un intervencionismo agresivo, y del pecado se
sobredimensionó el aspecto ético y legal, que es secundario.

¡Qué desbarajuste! ¿Sería mejor quizá saltarse esta obra de misericordia? ¿Estamos en condiciones de
poder hablar?

Lo intentaremos, un poco como con los demás temas de este libro, precisamente para tratar de arrojar
con humildad un poco de luz, y desmitificar. En el fondo es lo que todos intentamos hacer siempre.

«CONVENCER DE PECADO»

El verbo italiano amonestar viene del latín ad-monere, dar una advertencia, una amonestación; la mejor
imagen es la de una persona que corre algún riesgo en su vida y alguien lo salva, avisándole.

El pecador, por tanto, es el que tiene una «carencia»; el concepto bíblico de «pecar» es «errar el punto
de mira» en los propios actos, encontrarse en una dinámica equivocada que lleva a un vagabundeo
existencial lejos de la meta; por eso, en forma áulica, de los pecadores se dice también que están
«perdidos».
¿Necesitamos esta obra de misericordia? ¿No podríamos seguir adelante sin ella?
Nos es útil conocer un verbo, elenchein, usado tanto en el Nuevo Testamento como en la versión griega
del Antiguo Testamento; quiere decir «convencer de pecado», y es clave para entender esta obra de
misericordia. Un salmo que lo usa explica bien el sentido de la corrección: «Escucha, pueblo mío, te
prevengo [3]. ¡Ojalá quieras escucharme, Israel!» [4]. Es Dios que habla al pueblo esperando que abra su
corazón.

El salmo prosigue: «No tendrás un dios extraño, ni te postrarás ante un dios extranjero. Yo soy el Señor,
tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto. Abre bien tu boca y Yo la llenaré» [5]. El Dios de Israel
enuncia el drama devastador de la idolatría, de confiar en las cosas vacías, sin vida, y recuerda que Él ha
sido un liberador, un padre providente, que quiere saciar a su pueblo.

Pero Dios no encuentra nadie que le escuche: «Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me
obedeció» [6]. Y después describe lo que sería bueno para el pueblo: «¡Ay si mi pueblo me escuchase, si
Israel marchara por mis caminos! Yo, al punto, humillaría a sus enemigos, volvería mi mano contra sus
adversarios. Los que odian al Señor lo adularían, y su suerte sería para siempre. Yo le alimentaría con flor
de harina; le saciaría de miel de roca» [7]. Cuántas veces lo hemos dicho de alguien: «¡Estaría mucho
mejor, si escuchara! No se le puede decir nada, no escucha a nadie...». Y cuántas veces lo habrán dicho de
nosotros... «Si escuchara al menos un instante...».

¿Qué es más trágico: el error en sí mismo, o desactivar toda ayuda que permita dejarlo atrás?

Nos hemos saltado un versículo de ese mismo Salmo, donde se emite una amenaza, la más dura que se
puede escuchar: «Y los abandoné a la dureza de su corazón, a que marchasen según sus propósitos» [8].
El punto focal, la verdadera miseria, no es equivocarse; es no advertirlo, destruir la propia vida y estar
convencido de seguir el camino acertado; y entonces llega lo peor: que nos abandonamos a nuestra
suerte. Una perspectiva, esta, que muestra un aspecto terrible de la relación: el de haber perdido el
interés por cuidar a alguien, a quien se abandona ya en su error, sin ayudarle. Que se vaya al infierno. Él
se lo ha buscado.
¿No me quieres oír? ¡No te das cuenta de quién te está hablando! ¡Que te zurzan!

Quizás hemos experimentado el amor verdadero de los amigos, aquel por el que un día te despiertas de
tu engaño y descubres que hay alguien ahí que no te ha abandonado, que ha seguido a tu lado y no ha
renunciado a decirte la verdad, a pesar de que tú reaccionabas mal y no le escuchabas; pero él
permaneció allí, sin asentir a lo que hacías, pero sin dejar de cuidar de ti; y por el contrario, descubres
que otros te han abandonado a tu suerte cuando te han visto caer en el error, utilizando además la
agresividad, la acusación, el rechazo. El juicio.

Y al final te preguntas: ¿qué tipo de amigo soy yo? Y quizás te descubres peor incluso de aquellos que
te condenaron.
En la amistad hace falta tenacidad, no pizarras para dividir entre buenos y malos.
Hay muchos motivos de pena al tratar de esta obra de misericordia.

Debemos temer mucho que no haya nadie que nos hable desde la orilla de la objetividad, alguien que
nos dé a conocer que estamos desperdiciando esto o arruinando aquello otro, pues está en juego nuestra
salvación. Pero quizá debemos temer más aún no saber hablar con aquel que necesita nuestra mirada,
nuestra opinión afectuosa. Debemos sentir horror de haber perdido un amor casi maternal hacia quienes
están a nuestro alrededor –e incluso ver cómo se autodestruye y pensar: ¡lo tiene bien merecido!–, y no
saber estar a su lado y tenderle la mano.
Tengo miedo de mi rabia hacia el prójimo, pero esta, al menos, sigue siendo todavía una relación. Me da
más miedo la indiferencia. Eso es la muerte.

CORREGIR, NO ACUSAR: EL DON DEL INTELECTO

Como hemos visto, la primera dinámica capaz de estropear esta obra de misericordia es transformar la
advertencia en acusación. Este modo de proceder pone el acento en los errores del que yerra, atacando y
acusando verticalmente, desde arriba. Es un estilo que tiende a ser agresivo y destructor, que lleva
consigo tanto la convicción de haber entendido el error como la conveniencia de adoptar una actitud
enérgica, de juez categórico, que desenmascare al otro y le reproche su falta.
Este sistema es estigmatizado en el Sermón de la montaña, narrado en el Evangelio de Mateo. Jesús
dice: «No juzguéis para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la
medida con que midáis se os medirá. ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no reparas en la
viga que hay en el tuyo? ¿Cómo vas a decir a tu hermano: “Deja que saque la mota de tu ojo”, cuando tú
tienes una viga en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo
sacar la mota del ojo de tu hermano» [9].
El texto introduce el problema de la acusación del otro, de la pedantería ante el error, pero este
rigorismo está en realidad asociado a una ceguera y a un problema en su propio seno. ¿Por qué tanto
gusto en observar y poner en evidencia los errores de los demás? Para algunos es un auténtico deporte,
una actividad que genera todo un mundo emparentado con el gossip, con el empeño cotilla en meterse en
los asuntos de los demás.
Pero la afición por destacar las faltas de otros pone en evidencia la propia incertidumbre e
insuficiencia: mirando al otro se busca el propio consuelo y compensación. Murmurar sobre alguien es
una forma de convivir con las propias incoherencias; no se advierte la viga del propio ojo puntualizando
sobre la paja en el ajeno: es un comportamiento claramente inmaduro y estéril.
Se asiste a menudo a actos de corrección fraterna condicionados por auténticas proyecciones que solo
son, en realidad, acusaciones y condenas, pero no reflejan en absoluto el modo de actuar del admonere,
de la advertencia que salva al otro de un peligro. Satanás, satàn en hebreo, en la Escritura es el acusador,
el adversario. Su acusación porta en su seno un sentimiento de culpa capaz de bloquear al pecador en su
propia situación. La obra de misericordia nada tiene que ver con esa actitud sin amor, que desemboca en
el asalto y subraya el error violentamente.
Existe además, como hemos visto, el abandono del otro, el desprecio. Pero aún puede darse un paso
más, del estilo de la reticencia: callar ante el error del otro, lo que constituye un pecado de omisión y no
es ningún acto misericordioso. Es engañosa –hay que llamarla engaño– la ostentosa tendencia a un
aguado «buenismo» que se va volviendo gaseoso, que no define el error y llega incluso a convertirse en
un velado sadismo. Se es, en realidad, un torturador del otro.

Si antes Satanás actuaba acusando, ahora es un afable adulador, una tentación que tiende a minimizar
el pecado y/o a hacer caer en un victimismo que expulsa y proyecta fuera de sí las responsabilidades del
pecador, haciéndole persistir en sus trece. La característica omisiva incluye también el hablar a sus
espaldas, no decir a la cara lo que se piensa, y acentuar a escondidas el error ajeno: la hipocresía.
Semejante conducta pone a cubierto ante los desmentidos, porque se corre el riesgo o de darse cuenta
de haberse equivocado al juzgar, o de que el otro responda aireando los errores de quien amonesta. Como
se ve, tanto en la dinámica de acusar como en la de callar, existe una evidente doblez y una incapacidad
de relacionarse.
La incapacidad para vivir esta obra de misericordia es proporcional a la rareza relacional de tener a
alguien al lado que sepa verdaderamente enfrentarse y corregir, si es necesario, edificando al otro con
cierto método. Es realmente raro comunicar lo que tenemos en el corazón. En general, permanecemos
todos en lo políticamente correcto, en lo que no hace daño, en las relaciones «descafeinadas» que no
llevan a ninguna parte y llevan consigo un hálito de soledad que originan, finalmente, incomunicación.

Tales carencias contaminan también, sin duda, la tarea de los padres. Muchos de ellos padecen un
grave déficit educativo, y al no saber corregir a sus propios hijos caen en una dicotomía que los hace poco
exigentes, o excesivamente duros. Son dos caras de la misma moneda: una indiferencia educativa
disfrazada de bondad, o una violencia dictada por la incapacidad; la primera denota falta de compromiso,
y la segunda falta de madurez.
Constatamos, pues, que el acto de corregir se caracteriza por una habilidad comunicativa, un
conocimiento del lenguaje y de los tiempos del otro; pero, sobre todo, se caracteriza por la voluntad de
corregir sin fines egoístas. Por esta razón es necesario formularse una pregunta seria: ¿deseamos
corregir a alguien para estar más cómodos, o porque realmente lo amamos y vemos amenazados su
belleza y su valor?
Un discernimiento previo debe dar autenticidad al deseo de corregir, porque el fin debe ser el amor, el
verdadero bien del otro; amonestar para disimular la rabia, el perfeccionismo, la exigencia, el amor
propio, nunca justifica la advertencia, y claramente debe evitarse.

¿Quién, si no el Espíritu Santo a través de sus dones, es capaz de iluminar la voluntad desactivando las
falsedades y los posibles ofuscamientos?

El primer don del Espíritu Santo al servicio de esta obra de misericordia es el entendimiento, la
capacidad de intus-legere –«leer dentro»– y de intus-ligare –«relacionar internamente»–, es decir, ver en
lo profundo, percibir los nexos recónditos.
Este don contrasta con la actitud de juzgar y condenar, y Jesús así lo atestigua en el episodio de la
mujer adúltera: «Los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en
medio. “Maestro”, le dijeron, “esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos
mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices?”, se lo decían tentándole, para tener de qué acusarle. Pero
Jesús, se agachó y se puso a escribir con el dedo en la tierra. Como ellos insistían en preguntarle, se
incorporó y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero”. Y agachándose
otra vez, siguió escribiendo en la tierra. Al oírle, empezaron a marcharse uno tras otro, comenzando por
los más viejos, y quedó Jesús solo, y la mujer, de pie, en medio».
En la ritualidad talmúdica de la lapidación, el primero que tiraba la piedra debía ser aquel que acusaba,
el testigo que asumía la responsabilidad de atribuir la culpabilidad. Jesús afirma que solo quien esté sin
pecado puede ser testigo cierto, porque el pecado ciega, hace incapaz de ver; el egoísmo impide conocer
al otro; captar verdaderamente la culpa ajena exige libertad del propio ego, para poder mirar con la única
mirada verdadera: la mirada de amor. Solo con esa mirada, unida al entendimiento, se es capaz de intuir,
sin juzgar, dónde está el verdadero problema, porque a menudo se corrigen sólo los efectos y no las
causas de las actitudes.
El amor concede la gracia de comprender el corazón de las personas, haciéndolas sentirse acogidas y
escuchadas, incluso cuando se les hable con franqueza. Aparecerá una actitud que en griego se llama
parresia, y que es el arte cristiano de comunicar con libertad, porque se está dispuesto a perder todo por
el otro. Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, gana finalmente esta parresia que le hace capaz, ante el
sanedrín, de afirmar su error: «Pedro, lleno del Espíritu Santo, les respondió: “Jefes del pueblo y
ancianos, si nos interrogáis hoy sobre el bien realizado a un hombre enfermo, y por quién ha sido sanado,
quede claro a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo
Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por él se presenta
este sano ante vosotros. Él es la piedra que, rechazada por vosotros los constructores, ha llegado a ser la
piedra angular. Y en ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a
los hombres, por el que tengamos que ser salvados”» [10]. Pedro no tiene miedo de hablar con franqueza,
porque puede testimoniar la verdad, cueste lo que cueste, y no callar lo que conoce, porque ha recibido el
Espíritu, y esta parresia le permite no emitir la verdad como una condena, sino como una mano salvadora,
como el ofrecimiento de una vía de salida, la piedra sobre la que reconstruir después del error.

TEMOR DE DIOS Y CORRECCIÓN

El segundo don del Espíritu relacionado con esta obra de misericordia es el Temor de Dios, ese sentido
del miedo que es aprensión bella, sana, cálida, amorosa, respecto del otro: no poder aceptar que se
destruya, lo cual implica temer por el otro, padecer miedo por él. El aspecto más esencial de este acto es
cuidar al otro, preocuparse por él y utilizar lo que se es y se posee para ayudarlo.
Por otra parte, salvarse quiere decir –siempre– aceptar ser corregido, y esto no es agradable: todos
tenemos francotiradores internos, preparados para proteger nuestras murallas, que poseen una gran
capacidad de respuesta; además, los ladrillos de nuestro orgullo son también muy espesos. La Carta a los
Hebreos habla de la amargura de la corrección: «Toda corrección, al momento, no parece agradable sino
penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia en los que en ella se ejercitan» [11].
Aceptar la corrección es muy difícil; muchas veces quien corrige lo hace torpemente. A pesar de ello, si
se toma en el sentido correcto, es siempre útil: puede hacernos crecer, incluso cuando está mal hecha.
Pero exige una actitud, vieja conocida nuestra, que es fundamental en quien corrige y en quien es
corregido: la humildad.
Pretender a priori que el otro acepte lo que se le dice es siempre una pretensión algo exagerada; la
actitud correcta es desear poner al otro a salvo de sus propios errores, porque somos humildemente
conscientes de que debemos superar también los nuestros. La famosa viga en nuestro ojo. El deseo de
corregir a alguien nace principalmente del deseo de corregirnos a nosotros mismos: antes de combatir
externamente, se exige batallar internamente.
Hay un pasaje del inmenso san Juan Crisóstomo en el que afirma, en las catequesis a los que se
preparan para el bautismo: «Reprime, pues, tu ira, apaga tu furor, y si alguien te perjudica, si te ultraja,
llóralo a él; tú no te sulfures, conduélete, no te encolerices ni digas: “¡En el alma me ha perjudicado!”. No
hay nadie que sea perjudicado en el alma, a no ser que nosotros mismos nos perjudiquemos en el alma, y
voy a decirte de qué forma.
¿Alguien te robó la hacienda? No te perjudicó en el alma, sino en los bienes; pero, si tú guardas rencor,
te perjudicas a ti mismo en el alma, porque en realidad los bienes robados en nada te dañaron, más bien
te favorecieron; en cambio tú, si no depones tu ira, darás cuentas allá de este rencor.
¿Alguien te insultó y te ultrajó? Tampoco te perjudicó en el alma, ni siquiera en el cuerpo. ¿Tú
devolviste insultos y ultrajes? Tú te perjudicaste a ti mismo en el alma, y allá tendrás que dar cuentas de
las palabras que dijiste.
Y sobre todo quiero que vosotros sepáis esto: al cristiano y fiel nadie puede perjudicarle en el alma, ni
el mismo diablo» [12].
Tumbativo. Prestemos atención: en griego, el alma se llama psiquê... ¿Realmente hay que añadir un
comentario a este texto, piedra que sepulta todos los victimismos?
Si partimos de que necesitamos ser corregidos, y somos conscientes de que, como expresa san Juan
Crisóstomo, las verdaderas heridas interiores nos las hacemos nosotros solos, sabremos abordar
humildemente la corrección del hermano.

LA CORRECCIÓN FRATERNA

Este es el personaje principal, hasta ahora tras del telón: la corrección fraterna. Abordemos este acto,
que unas veces se convierte en un monstruo de siete cabezas, y otras en una inerte ameba.
El texto de los textos sobre nuestra obra de misericordia es el capítulo XVIII del Evangelio de Mateo, el
capítulo sobre la comunión eclesial-fraterna. «Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con
él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para
que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos,
díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano. Os aseguro que
todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará
desatado en el cielo» [13].
Empecemos por anotar la deformación de nuestra praxis eclesial. Lo que he visto habitualmente en la
comunidad cristiana, es de este tenor: si un hermano tuyo comete una falta, primero se lo cuentas a otros,
y todos comentan el asunto; como consecuencia, se enterará alguien que lo conoce, y por fin alguno
tendrá el coraje de decírselo también a él...
Por supuesto, el Evangelio dice todo lo contrario. Y hay una frase importantísima, que no debemos dejar
que se nos escape: cuando un hermano comete una falta, lo primero que hay que hacer es ir en su busca:
«...si te escucha, habrás ganado a tu hermano». Ganar. Extraña expresión.
Muchos atraviesan bastantes tribulaciones para ganar dinero, otros cambian su imagen para ganar la
estimación ajena, otros luchan por crearse una posición y una seguridad. Pero aquí se trata de una
extraña avidez: ganar hermanos.
Buscar al hermano. Una cosa es hablar para poner los puntos sobre las «ies», y otra es hablar para
ganar, para recuperar el corazón del hermano. Es el arte de no perder a los propios hermanos.
Si muere un hermano tuyo descubrirás que todo en lo que no estabais de acuerdo no importaba nada de
nada. Has perdido a un hermano. El alma se te rompe y ya nunca la recompondrás, durante toda tu vida
te faltará una parte, y sólo en el cielo lograrás encontrarla. Así, muchas cosas pierden su importancia.
Sí, hay que pensar en el cielo y en las cosas definitivas. El texto no había terminado, recordemos la
última parte: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que
desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo».
Cuando se lee este texto –vaya usted a saber por qué– todos piensan en el poder.
Pero en realidad se trata de lo que estamos hablando hasta ahora: en esta tierra, yo tengo unos
vínculos, según la naturaleza de las relaciones humanas auténticas, que son vínculos indisolubles, como la
paternidad –un hijo nunca dejará de ser tu hijo–, o como la fraternidad –tu hermana nunca dejará de ser
tu hermana–. Porque, repitámoslo, las verdaderas relaciones son indisolubles. Pero pueden ser
traicionadas, renegadas, y entonces uno está deshaciendo algo en esta tierra. Y también en el cielo. La
fidelidad e infidelidad a una relación así establecida está delante de los ojos de Dios. Nos jugamos el cielo.
Puedo borrar de mi vida a este hermano del que me he hartado, pero este hecho no se desvanece, está
ahí, y delante de Dios contará: no se desmagnetiza esa parte del disco duro.
El Bautismo, la Eucaristía, hacen de nosotros el cuerpo de Cristo, aunque no nos demos cuenta, y hacen
de nuestra vida algo que hace presente el «cielo» aquí abajo: cualquier acto cristiano es sal de la tierra,
que puede dar gloria a Dios o merecer ser pisoteada por los hombres. ¿Puede la gente encontrar la fe a
través de mis actos cristianos? Sí, gracias a Dios. ¿Pero puede la gente incluso perder la fe por mis actos
no cristianos? Sí. Indudablemente.
¿Busco hermanos cuando hablo? ¿O busco justicia?

Buscar es un acto bien concreto. Hay un par de parábolas imprescindibles que aluden a ese verbo.
Elijamos una: «¿O qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre la casa y
busca cuidadosamente hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a las amigas y vecinas y les dice:
“Alegraos conmigo, porque he encontrado la dracma que se me perdió”. Así, os digo, hay alegría entre los
ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» [14].
El ansia con que esta mujer busca la moneda perdida, como el pastor la oveja, refleja una actitud:
busco hasta que te encuentro; para mí no es lo mismo nueve que diez; sé que tengo diez, no hay excusas,
y de aquí no sale nadie hasta que no encontremos la moneda. No cejamos hasta encontrar este hermano.
No puedo prescindir de él.
Una madre o un padre, si pierden a un hijo y no lo encuentran, no dicen: «Bueno, no importa, tenemos
otros dos, tener dos o tener tres es más o menos lo mismo...». ¡De ninguna manera! Hasta que no
recuperen al niño, perderán un año de vida por cada diez minutos que transcurran sin encontrarlo.
Esto es buscar a un hermano: cuestión de vida o muerte.
Vete a hablar con los que no recuperan a sus seres queridos. Una chica que conozco perdió a su marido.
Tras solo tres meses de matrimonio –que celebré yo–, un día salió de casa, y solo encontraron su moto.
Nada más. Sucedió hace varios años. Ponte en su caso, si tienes corazón.
Esto es perder un hermano. Imagínate si lo reencontráramos hoy. Esto es recuperar a un hermano.
Si me entero de que, a mi hermano, que murió hace veinticinco años, lo puedo encontrar no sé dónde,
¿creéis que seguiría aquí, escribiendo estas cuatro cosas? Sin embargo, lo cierto es que podría
reencontrar a tantos otros hermanos perdidos.
Se rompen relaciones por actitudes de adulación recíproca e hipócrita, donde no se habla realmente,
donde no hay un encuentro verdadero: ganar un hermano implica una verdad que no es amonestarlo para
que entienda que es un infame, sino ganarlo, adquirirlo, recuperarlo dentro de nuestro corazón, como
hermano. Y verlo feliz. Esa es la verdad de la palabra buscar, no la pedante precisión de reunir
aclaraciones.
Y seguramente no se nos olvida un pasaje del texto de Mateo en el capítulo dieciocho que parece
refutar nuestro discurso. Veamos: «Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y
publicano». ¿Qué significa esto? Muchos impugnan este texto en una interpretación tradicional que
autoriza la excomunión, el alejamiento de la comunidad cristiana.

No se puede negar que la práctica de la excomunión tiene una base en la Escritura, pero no en este
texto. ¿Pero cómo? ¿Qué dice este hombre?
Digo: en san Pablo tenemos la base para esa práctica; se puede ver el texto de 1 Cor 5, 1-5, por
ejemplo, y sus paralelos, para tomar nota de este extremo remedio, pensado como último recurso para
recuperar el hermano. Pero este texto habla de otra cosa.
Estamos en Mateo. Dice el texto que si no escucha a la iglesia, «tenlo para ti»... Notamos el retorno del
singular, una actitud relacional personal, no comunitaria, «como pagano y publicano». No «un» pagano,
sino «el pagano». ¿Qué es el publicano, el pagano para Mateo?
«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros
enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos,
que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los
que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a
vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» [15].
Por el pagano y el publicano se da la vida: son el enemigo que hay que amar, porque Dios los ama. Con
algunas personas hay que intentar hablar, aunque no escuchen: amarlos como son, cargárnoslos sobre los
hombros y amarlos como hizo Cristo. Con algunos se puede hablar de Cristo, pero con otros hay que ser
Cristo. Los tratas tal como son. Lo has intentado, pero no te escuchan. No los deseches, dice el Evangelio,
ámalos como se ama a un enemigo, sin esperar a que cambien. No es una cosa tan remota. Hay que
hacerlo muchas veces. ¡Quién sabe cuántas veces lo han hecho con nosotros!
Corregir a un pecador es un acto de amor, profundo, dulce y valiente, tierno y al mismo tiempo fuerte.
Exige inteligencia y sentido de la importancia de la persona, necesita que el Espíritu Santo ayude a
distinguir entre el deseo de amar profundamente al que hierra, y el simple deseo de descargar nuestra
conciencia. ¡Cuántos errores detectados sin amor y, al contrario, cuántos errores no corregidos, que
desde lejos juzgan con dureza, sin entrar en relación!

Corregir exige prestar una gran atención al otro, un verdadero cuidado del alma, del corazón, de la
vida, de los éxitos, de la felicidad de quien tenemos cerca. Normalmente, aunque no siempre, una crítica
o una corrección hechas con amor se captan inmediatamente y llenan de felicidad a la persona; por eso
comprendemos que el Espíritu Santo es espíritu de corrección y de consuelo, como se verá también muy
pronto cuando hablemos de consolar a los afligidos, y se opone al espíritu maligno, tan dañino, de
acusación y adulación.
Todos necesitamos ser corregidos amorosamente, necesitamos de alguien que cuide de nosotros, con
esa atención que sabe dar una palabra serena: «Porque la ira del hombre no hace lo que es justo ante
Dios» [16].
El hombre no cambia el rumbo por haber sido corregido amargamente, sino por haber sido ayudado a
recuperar la propia belleza del alma, su auténtica importancia. Para prestar a otro esta atención hace
falta un modo de percibir, de ver, de entender al hermano, que es sublime. Es una obra de misericordia.
Es ver al otro con los ojos de Dios.
He aquí lo que dice Benedicto XVI: «Aprendemos a mirar al otro no solo con nuestros ojos, sino con la
mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la
superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro:
esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor» [17].
4. CONSOLAR AL TRISTE

De algún modo todos debemos adoptar una posición ante el dolor. Porque todos tenemos que vérnoslas
con él, antes o después.
Un intento, muy frecuente, es tratar de eliminarlo. Como si eso fuera posible. No, no se puede quitar el
dolor de la existencia humana, porque el dolor no es un mal en sí, sino una consecuencia del mal. El error
más difundido es confundir el dolor con los problemas. El dolor físico y el dolor interior son como la luz de
la reserva, que se enciende para alertar al conductor. El dolor es un sofisticado mecanismo biológico y
espiritual para indicar un problema, para llamar la atención sobre algo equivocado, roto.

Probemos a quitar el dolor. La gente no recibirá tratamiento para sus enfermedades en el momento
oportuno, y no tendremos posibilidad de advertir los desastres existenciales. El dolor es un síntoma, no es
el mal. Sin los síntomas no hay diagnósticos. El dolor es un don para salvarse. Sentirse mal sirve para
cuidarse de uno mismo.

Nuestra sociedad moderna, aturdida por cascadas de remedios que narcotizan, físicos y, sobre todo,
psicológicos, está acostumbrada a sus males: no siente el dolor porque está sepultada bajo un tsunami de
distracciones.

Cuando el dolor supera la fuerza de esas distracciones, de esos narcóticos, podemos llegar demasiado
tarde: la gangrena del corazón no permite amputaciones, porque no hay suficiente parte sana.

Dios lo puede todo, y «levanta desde la gran perdición» [1], pero no puede imponer su salvación. Este
es el refinado y diabólico mecanismo en el que hemos caído: no es negar la salvación, sino
acostumbrarnos a la fealdad sin hacernos preguntas. Un ejército de hombres y mujeres en la vía muerta
de la mediocridad y de la insensibilidad. Podrían ser tan nobles, tan preciosos... Pero la realidad ya está
más allá del mar de la narcosis.
Pero esta situación nunca tiene la última palabra. Es pantomima y no realidad; y la realidad acaba
saliendo a flote, antes o después: a la Providencia no se le puede hacer juegos de manos, pues siempre
sabe dónde está la carta desaparecida. Y despertamos. Probablemente en el dolor, pero finalmente reales,
vivos, conscientes y nada dormidos.
Muchas veces el dolor hace crecer a las personas, y las despoja de lo inútil o accesorio. Cuántas
personas han arrancado a partir del dolor. Sí, digamos enseguida de qué se trata: consolar al triste es
ayudarle a dar la vuelta al mecanismo, es decir, dejar de pensar en el dolor como resultado de un mal, y
sacarle partido, como punto de partida, como principio y no como término.
Frente al dolor, la otra estrategia dominante –aunque menos que la anterior– es el enfado. La búsqueda
de un culpable parece una solución. Tener a alguien al que echar la culpa es un impulso natural,
mecánico. Pero no sirve de nada ni para nada. También porque, en mi experiencia, todos los corazones,
por los caminos más dispares e inimaginables, acaban por señalar al culpable que tienen más cerca: a sí
mismos.

Ejércitos de rabiosos tratan de sobrevivir a su realísimo dolor con la solución ficticia del castigo del
culpable. Dolor por dolor, mal de muchos, pero sin consuelo. Castigado el presunto malhechor, todo sigue
exactamente como antes: el muerto sigue muerto, «lo torcido no se puede enderezar y la nada no se
puede enumerar» [2].

EL SENTIDO DEL DOLOR

Necesitamos alguien que sepa Consolar a los tristes, hablar al corazón roto. Y, sin ninguna duda, esta es
una de las obras de misericordia más difíciles, un banco de pruebas para la calidad y el espesor del
corazón.
La miseria que esta obra socorre es, precisamente, el dolor denominado «aflicción», del latín ad-fligere,
es decir, golpear, en pasiva: ser golpeados, cubiertos de llagas, heridos. Ese estado exige alivio, ayuda,
auxilio, y esta obra habla, en concreto, de aquel tipo de consuelo que debe llegar al corazón del afligido
porque, tanto si es un dolor interior como si es físico, el consuelo siempre hace referencia a la vivencia
interior, a la conciencia, a la «lectura» del mal sufrido. Es decir, tenemos que vérnoslas con el sentido del
dolor.

El significado del sufrimiento y del dolor es el gran desafío, y el ser humano busca desde siempre
explicación y motivos para sus penas. Como se mencionó en la obra de misericordia Enseñar al que no
sabe, el dolor físico puede ser duro, pero si hay un motivo, el corazón permanece sereno; pero si el dolor
no tiene explicación, se hace insoportable. La aflicción necesita una palabra que la llene, la dirija; una
indicación que la oriente hacia la comprensión.
Consolar al triste tiene sucedáneos, como las demás obras; en especial esta sufre diversas caricaturas
que parecen asumir la función del consuelo, pero no llegan a lograrlo. Normalmente se observan tres
desvíos específicos, tres camuflajes del acto misericordioso: compadecer, anestesiar, proyectar.

Compadecer al triste puede, en parte, ser oportuno, si quiere decir entrar empáticamente en su mal,
llorar con él, compartir el dolor; pero existe el peligro de pasar del buen compadecer al victimizar,
asociarse al dolor subrayándolo, exagerando. Hay una praxis que produce una serie de actos que
convierten el dolor en espectáculo: pensemos, por ejemplo, en la ostentación del luto, que antes era
tradicional en ciertos lugares, donde se exhibía el tormento para hacer visible el dolor y darle un mayor
peso. Esto es peligroso porque si, por un lado, hay que acoger el dolor, sin negarlo ni infravalorarlo,
tomándolo en su dimensión real y sin banalizarlo, por otra parte, el énfasis exagerado tiene el riesgo de
clavar cada vez más al que sufre en una condición de víctima, objeto de algo absurdo e inaceptable.
La victimización, una vez digerida, es la lógica por la que la persona, auto-compadeciéndose con la
complicidad de otros, se queda atascada en el pozo del dolor, en un oscuro narcisismo que le impide
volver al camino, sentirse mejor. Es evidente que el victimismo no consuela a nadie, y añade otro
problema más al dolor.
La segunda deriva es de tipo narcótico, según una mentalidad que, como hemos visto, está muy
extendida en nuestra época; aquí tratamos del acto directo, específico, personal, encaminado a ayudar al
triste distrayéndolo. También este impulso, en su acepción sana, no es en sí un mal: a veces descentrar la
atención puede ayudar a recuperar la lucidez.

Pero una cosa es distraer para ayudar a tomarse un respiro, y otra es promover la enajenación,
abrumar a quien sufre con atenciones que le impidan pensar: de hecho, sería como eliminar por eliminar,
simplemente; un empujón hacia la superficialidad, peligroso, porque se aplaza el problema y en el fondo
se agrava. Huir de un hecho acentúa los problemas, que necesariamente vuelven a llamar a la puerta de
quien sufre, amplificados esta vez por la sensación de incapacidad, de no haberlos abordado todavía; este
enfoque los hace cada vez más gravosos, más ásperos, más absurdos.

La tercera degeneración del acto de consolar es animar al afligido a fijarse en otro que esté peor que él.
Este tipo de consuelo equivale a comparar la existencia a una simetría, como si existiera el dolorímetro y
una clasificación de la mala suerte. ¿Qué alivio me puede dar el hecho de pensar que alguien está peor
que yo? A menos que quieras ayudarme a entender que estoy dramatizando una cosa normal –si es así,
hay que hacerlo, y ayuda–. Pero si me estás lanzando a una especie de vanagloria del dolor, puedes
hacerme caer en un sinsentido mayor. Debo deducir que, si hay quien esté más desesperado que yo, he de
calmarme y serenarme. ¡Pero no es posible estar bien porque tengo ese deber! ¡No vale decir que, si
alguien está peor que tú, te debes sentirte bien! Es una correlación incorrecta, carece de fundamento, la
vida no funciona así. Me encuentro mal, y hay otro que también está así, incluso quizá peor, pero yo sigo
estando mal: aquí no hay vasos comunicantes.
Consolar requiere un gran equilibrio que evite el victimismo, la enajenación, y la comparación de mi
sufrimiento con el de otros.
Estos enfoques erróneos son, en parte, residuos de la inmadurez humana y, en parte, de ese
cristianismo al «yogurt», una espiritualidad «vintage» en la que la acción de consolar se convierte en un
reproche, porque la única ganzúa existencial es el viejo sentimiento de culpa, como hemos visto en otro
lugar.

JOB Y SUS AMIGOS

En la Escritura encontramos la figura de Job, el hombre objeto de un sufrimiento inaudito: pierde todo,
salud, bienes, hijos, y se interroga sobre el motivo de su aflicción. En una serie de reflexiones, tres amigos
intentan consolarle aportando cada uno tres líneas de interpretación de su dolor, persiguiéndose y
repitiéndose entre ellos; pero, para cada propuesta, Job tiene una respuesta bastante reactiva: todas las
«amistosas» explicaciones aparecen viciadas por errores básicos. Horrores más que errores.
La primera explicación es ver el dolor como consecuencia de una culpa, y hay que aceptar el
sufrimiento porque uno se lo merece; Elifaz, el primer consolador torpe de Job, apoyado por los otros,
dice: «Haz memoria. ¿Qué inocente ha perecido? O ¿cuándo han sido aniquilados los justos? Por lo que he
visto, los que cultivan la maldad y siembran la perfidia, la cosechan» [3]. Y más adelante, explícitamente:
«Pues no nace del polvo la maldad ni brota del suelo la desgracia. Es el hombre quien ha nacido para
provocar desgracias, como las chispas para ir hacia arriba» [4]. Sin medias tintas: el hombre genera su
propio dolor.
Es la típica vieja historia de que quien es bueno está bien, y quien es malo, está mal. Pero Job no entra
en el cuadro, porque el lector sabe, desde el principio del libro [5], que Job es un hombre bueno y no se le
conocen fechorías, como él, justamente, subrayará [6]. Elifaz afirma que ningún inocente sufre: pero la
Biblia comienza con dos hermanos, Caín y Abel, y Abel, el inocente, es el que acaba mal; y luego, en el
relato más importante, el Éxodo, el pueblo de Israel es condenado al dolor y la opresión por el faraón, no
porque fuera culpable. ¿Cómo llegó Israel a Egipto? ¿Porque José padeció por obra de sus hermanos?
¿Acaso José era culpable? ¡De ninguna manera! ¡José es el justo por excelencia! Son solo ejemplos
macroscópicos, que muestran cómo la Biblia desmiente la lectura de la culpabilidad.

No es esta la clave. Puede ocurrir que la causa de nuestro dolor sea un error nuestro, pero metabolizar
el dolor porque, en el fondo, se es culpable, no es un consuelo. Y reduce a Dios a un cobrador de morosos.

Y aunque fuera así, aunque me haya merecido lo que me está pasando, ¿de qué me sirve? Ahora que,
con razón, te he dicho que te has ganado a pulso estar en una silla de ruedas por el modo en que
conducías aquella maldita moto, tú ¿qué haces con esto? Como si uno no se torturase ya bastante...
¡Tengo que saber decirte esto, y mucho más que esto!
La segunda consolación, por boca de los amigos de Job, es que el dolor sirve para corregir. No es una
trivialidad; tiene su punto de verdad. Elifaz sigue hablando y dice: «Bienaventurado el hombre al que Dios
corrige, y no desprecia la lección del Poderoso. Pues Él hiere, pero pone la venda; golpea, pero cura con
sus manos» [7].

Es cierto, todos necesitamos ser corregidos. El dolor hace crecer. Cierto. Pero en el caso de Job no es
válido. Hemos visto que, desde el comienzo del libro, es presentado adrede como un justo, porque la
intención del libro es relativizar estas visiones –y nosotros nos estamos aprovechando perezosamente del
trabajo del autor bíblico–.
El segundo amigo –Bildad es su nombre– reitera la primera y la segunda afirmación, y llega a decir: «Si
tú acudes con solicitud a Dios, si al Omnipotente pides auxilio, si perseveras puro y recto, desde ahora
velará por ti y restablecerá tu justa morada; tu antigua situación parecerá bien poco, y tu nueva posición
será de inmenso crecimiento» [8]. Es decir: si te portas bien y te dejas corregir, verás que luego tendrás
recompensa, pero te lo debes merecer. Insistimos: el libro desmiente de un modo patente que este sea el
problema de Job.
Y de aquí deducimos una cosa: son modos de hablar esquemáticos. Elifaz y Bildad no contemplan
realmente a Job; y así sucede cuando nuestras respuestas son quizá justas, pero también teóricas.
Álgebra existencial. Me acerco a ti, que estás sufriendo, y te lanzo el eslogan aprendido en experiencias
anteriores. No te he mirado, no he comprendido qué te pasa. Te meto en una cajita mis pequeños
esquemitas, y te doy con ella en la cabeza.
Del tipo: ¿qué le digo a mi hermano que tiene un tumor? ¿Y qué quieres que te diga? Tendría que estar
con tu hermano y entrar en relación con él, y entonces le diría lo que me sugiere mi corazón, no el tuyo; y
suponiendo que tu hermano quiera hablar con un desconocido como yo... Y ¿qué le tengo que decir?
¿Tienes corazón? ¿Quieres a tu hermano? Dile lo que quieras, si realmente le quieres: verás que lo ayudas
y no lo herirás.

Dios nos salve de los que tienen «la respuesta precisa». La respuesta, ¿para quién? ¿Ahora o hace seis
años? ¿Aquí o en Santander? Pero ¿cómo es posible que alguien no tome nota de que solo existe la
realidad, que las abstracciones son solo charlatanería?
Dios te está corrigiendo... Gracias. Será eso. ¡Bah! Y entonces, ¿qué hago? En pie sufro, y soy
corregido. Soy corregido y sufro. Apaga y vámonos.
Pero sí que es cierto. Solo que uno lo entiende poco a poco y, en general, en primera persona del
singular. Y frecuentemente, a posteriori.
El tercer «consuelo» posee perniciosamente la mayor connotación religiosa. Se trata de la resignación,
el abandono ante el inescrutable plan de Dios. El tercer amigo de Job se llama Zofar, y dirá: el único sabio
es Dios, y puesto que Dios sabe todo, resígnate, porque en realidad es imposible hacer nada contra su
decisión: «¿Vas a sondear las profundidades de Dios, vas a penetrar hasta la perfección del Omnipotente?
Es más alta que los cielos, ¿qué podrás hacer?, más profunda que el seol, ¿qué podrás saber? Su
dimensión es más larga que la tierra y más ancha que los mares. Si Dios pasa, si encarcela, si cita a juicio,
¿quién podrá impedirlo?» [9].
En Roma se dice: «A chi tocca nun si ingrugna»: al que le toca, que no ponga morros. Hay que
resignarse a lo incomprensible, que solo Dios conoce. Pero la resignación, ¿es acaso una actitud
cristiana? Etimológicamente, la palabra resignar viene del latín resignare, por re-ad-signare, devolver los
sellos, renunciar a un encargo. Resignarse significa renunciar al reto de los seres humanos que necesitan
vivir con conocimiento de causa. La respuesta que busca una persona que sufre es de otro tipo, mucho
más profunda.

Los motivos de los tres amigos de Job manifiestan insuficiencia para el acto de consolar, son modos
erróneos, banales, superficiales y previsibles, y lamentablemente paradigmáticos de tantas explicaciones
del dolor presentadas como cristianas.
LA VERDADERA CONSOLACIÓN: LA PLENITUD

¿Cuál es, entonces, la verdadera consolación, ni equivocada, ni hipócrita, ni sentimental –lacrimógena–?


¿Cuál es capaz de proporcionar instrumentos para saber vivir en tiempo de tormenta? ¿Qué es «consolar
a los tristes»?
En hebreo, para consolar se usa el término nacham, que quiere decir descansar, pararse, encontrar
reposo, o incluso dar refugio al que busca el lugar de la paz, donde el sufrimiento termina.
El griego usa un verbo con una preposición, parakaleo, llamar cerca [10]. Es el nombre del Espíritu
Santo, el Paráclito, y es el nombre del abogado defensor –textualmente, ad-vocatus–, el consejero, el
maestro interior.
Aún más interesante, para nuestra obra de la misericordia, es la etimología latina cum-solári, a veces
traducida macarrónicamente por estar con él solo, donde el antiguo sóllus - sólus no quiere decir único,
solitario, sino completo, entero; este término, por ejemplo, produce la palabra italiana sollazzo que
expresa el estar llenos, saciados, satisfechos. En efecto, existe una expresión latina que suena solares
famen, y significa alimentar, hartar. Consolar se presenta curiosamente en clave de dar plenitud, ya que el
dolor es privación.
Notemos que Jesús, en su máxima tribulación, antes de morir, se expresa así: «Jesús, cuando probó el
vinagre, dijo: “Todo está consumado”. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu» [11]: con una única
palabra, el pretérito perfecto del verbo griego teléô, que significa llegar al fin, alcanzar el objetivo. Jesús
expresa el cumplimiento de una vida, la conquista de un fin. ¿Qué quiere decir?
La verdadera consolación es el cumplimiento del proceso que, iniciado en un estado de privación,
concluye con el encuentro de la parte que falta, y se percibe entonces el sentido completo del camino del
sufrimiento. El consolador, en la acepción latina del término, es quien restituye la pieza sustraída por el
dolor, y afronta la mutilación que lo hace insoportable, agobiante, al entenderse de modo incompleto.
Los amigos de Job se aferran a las causas, pero los verdaderos consoladores buscan más bien la parte
que Dios quiere donar. Después de que el Señor haya manifestado su grandeza, Job le responderá: «Sólo
de oídas sabía de ti, pero ahora te han visto mis ojos» [12]. Había algo más que Job tenía que ver; no lo
había captado todavía, pero ahora lo puede contemplar. Dios desaprobará la conducta vacía de los tres
amigos: «Dijo a Elifaz, el temanita: “Mi cólera se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque
no habéis hablado con rectitud como mi siervo Job”» [13].
Quien realiza el acto de consolar es capaz de ponerse al lado de quien sufre, mostrándole lo que no
consigue ver y permitiéndole abrir el corazón, la mirada, el espíritu, a una perspectiva distinta, a una
profundidad completa que aporta plenitud. Estamos hablando de esperanza. Pero no en un sentido
genérico de deseo de que las cosas se arreglen. Advertimos la diferencia entre expectativa y esperanza: la
esperanza no es una producción mía, porque entonces no sería una virtud teologal –que significa don de
Dios, y no virtud natural–, al contrario de la expectativa, que procede de mi biología/psicología. En
cambio, la esperanza se basa en una promesa. Hay una cualidad profunda en el consolador: debe conocer
muy bien al afligido para hacer que vuelva su corazón hacia lo que Dios le ha prometido, y ayudarle a ver
el dolor como parte de esta fidelidad de Dios.
¿Y qué debe saber hacer este consolador?, se podría decir. Nada, solo un acto de misericordia según la
naturaleza de Dios, que haga presente la eternidad, que desvele la faz de Dios en el dolor. Solo esto. Nada
especial... ¿Qué sería, de lo contrario, actuar como hijos de Dios? ¿Pensamos realmente que iluminar los
actos más sublimes puede lograrse, más o menos, improvisando? Hace falta rezar toda la vida para llegar
a las obras de misericordia, y sobre todo a esa obra espiritual que exige, inequívocamente, ser movido por
el Espíritu Santo... Saber tocar el corazón de un afligido hasta encender de nuevo su esperanza truncada
por el dolor no es cosa de especialistas, sino de bautizados. De lo contrario, caeremos en las
compensaciones ya mencionadas.
Hay un camino en la vida humana, y ese camino es el cumplimiento de las promesas recibidas. Y el
dolor es, a menudo, una encrucijada a la hora de llevar a cabo la obra de Dios. Si esto no lo saben los
cristianos, ¿quién va a saberlo?
Puntualicemos otro detalle: no tengo una respuesta racional al dolor; yo, como hombre, no sé por qué la
gente sufre, y realmente no sé explicar mis dolores. Si intento hacerlo, caigo en el juego de causa-efecto,
y llego a las distintas respuestas ya vistas. No conozco respuestas satisfactorias para el dolor, fuera del
misterio de Cristo. No entiendo otro camino para encontrar el hilo de la trágica madeja de la vida
humana, fuera de la Pascua de Nuestro Señor. ¿Qué otra cosa querríamos hacer? No tengo respuestas
humanas, filosóficas, científicas, que no sean mediocres. No me voy a poner a escribir un libro sobre las
obras de misericordia espiritual para acabar convirtiéndolas en unas llamaditas al sentido común, ¡por
favor! ¡Para consolar el dolor humano hace falta la ayuda del Espíritu Santo! Si pudiéramos consolarnos
con nuestras propias habilidades, ¿qué necesidad habría de que Cristo viniera a tomar sobre sí nuestro
dolor para desentrañarlo? Incluso Él, en la cruz, llegó al «¿por qué me has abandonado?», a la falta de
sentido.

El consuelo que alguno puede proporcionarme en mi dolor debe ser la irrupción de Dios mismo, su
mirada sobre las cosas, su perspectiva respecto a la propia visión de cada uno. Tomemos las
bienaventuranzas: son un ejemplo de mirada que ve los hechos de modo completo, y no es casual que se
hayan definido como la «carta magna» del cristianismo:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.


Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los
Cielos» [14]. Son, todas ellas, premisas que anticipan otra época de la historia, un presente que se abre al
futuro y que, sin embargo, es actual: «...de ellos es el Reino de los Cielos». Luego el sufrimiento no es
algo inmóvil, no es un final, sino el principio de un proceso que libera de la parálisis del dolor.
El sufrimiento psicológico que encadena o bloquea, se llama angustia y la palabra remite al término
ángulo, lugar sin salida. El angustiado vive un dolor que no lleva a ninguna parte [15].
¿Cómo oponerse a esta dinámica negativa? El Espíritu Santo que Jesús anuncia en el Evangelio de Juan
es propiamente el autor de esta consolación: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi
nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» [16]. El Espíritu Santo, en
nuestro caso, enseña al afligido lo que desconoce: que en el sufrimiento hay algo que falta todavía, que
está llegando y debe ser desvelado, anunciando algo futuro: «Cuando venga Aquel, el Espíritu de la
verdad, os guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que oiga y os
anunciará lo que va a venir» [17].
San Pablo desarrollará esta experiencia: «Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo
presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros» [18], «la leve
tribulación de un instante se convierte para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y
consistente» [19]. En la lengua hebrea, la gloria equivale al peso específico de las cosas. Adquirir espesor.
Tener un espesor que sabe de eternidad. Si ves a una persona que tiene sustancia, profundidad, nobleza,
puedes estar seguro: ha sido el sufrimiento quien la ha hecho tan hermosa. Lo he dicho mil veces a los
jóvenes: si un problema puedes resolverlo, resuélvelo. Pero si no lo puedes solucionar, él te solucionará a
ti. Si hay una pizca de grandeza en las personas, generalmente proviene de ahí.
Pero no de modo automático. El sufrimiento otorga profundidad si se acepta. Si lo rechazas, te masacra,
y punto. Sin ganancia. Por eso es importante esta obra de misericordia, porque el dolor es una
encrucijada en la que, o se va hacia lo sublime, o se degenera.
El Espíritu Santo, descifrando la Cruz de Cristo, revela a la humanidad la parte que le falta al
sufrimiento, aquella que Dios transforma en profundidad, en novedad, en evolución, en crecimiento. No
hay que buscar, ciertamente, el dolor. Pero cuando llega, hay que saber aceptarlo como el inicio de un
cambio, y quizá como el abandono de una inmadurez; en cualquier caso, como un instrumento precioso
que Dios usa para construir algo más serio, más verdadero. En última instancia, el cielo.
La cruz es la puerta de la resurrección: la cruz y la muerte eran los presupuestos, pero el verdadero
fruto es la resurrección. Escribe Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Salvifici Doloris: «Puede afirmarse
que junto con la pasión de Cristo todo sufrimiento humano se ha encontrado en una nueva situación.
Parece como si Job la hubiera presentido cuando dice: “Yo sé en efecto que mi Redentor vive...”; y como si
hubiese encaminado hacia ella su propio sufrimiento, el cual, sin la redención, no hubiera podido
revelarle la plenitud de su significado» [20].
Un proceso adquiere importancia por su meta, su punto de llegada; cuando se sufre es importante que
alguien nos ayude a tener en el corazón la certeza no de un final, sino de un comienzo; mientras el dolor y
la angustia suelen provocar un pensamiento terminal, el Espíritu Santo revela en la Cruz un inicio, un
start hacia el designio extraordinario de Dios.
Jesús transformará lo que parecía un final, la tumba, en un punto de partida; de ahí se desprende que la
consolación consiste en descubrir que cada historia humana está en las manos de Dios –Él la conduce–, y
que el misterio de la Cruz no detiene la existencia, sino que abre de par en par la visión sobre la maravilla
de la resurrección.
En el dolor las personas se parecen a moscas enloquecidas que buscan la salida del tarro, pero es
preciso que el sufrimiento siga su curso, y hemos de dejarle cumplir su misión. Consolar es una
exhortación a entregar la aflicción a Dios, para que quede claro que solo es una parte de la historia: la
cruz es un lugar de paso, una «colocación provisional» [21], escribía don Tonino Bello. Se va siempre más
lejos.

CONSOLADOS PARA CONSOLAR

Saber consolar a un afligido exige el recuerdo personal de este hecho pascual, haber atesorado el bien
recibido como consecuencia de los sufrimientos propios; las personas capaces de consolar realmente son
las que han sido consoladas, y han sacado del dolor una trayectoria de crecimiento en la fe, en la
esperanza, en la caridad, algo noble, grande, hermoso. Ponerse junto a un afligido improvisando una
interpretación carece totalmente de sentido; es como indicar un camino sin haberlo recorrido nunca.
Suena a falso a más de un kilómetro de distancia.
San Pablo explica con elocuencia el verdadero arte de consolar: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas
nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran
en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios.
Porque, así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra
consolación por medio de Cristo. Pues, si somos atribulados, es para consuelo y salvación vuestra; si
somos consolados, es para vuestro consuelo, que muestra su eficacia en la paciencia con que soportáis los
mismos sufrimientos que nosotros. Y es firme nuestra esperanza acerca de vosotros, porque sabemos que,
así como sois solidarios en los padecimientos, también lo seréis en la consolación» [22].

El acto de consolar deriva de la experiencia de la liberación del propio dolor; no es nada fácil dar
respuestas al dolor ajeno; son necesarias la prudencia y la paciencia; no se consuela «de oficio», sino
sobre la base de haberse dejado trabajar por la vida, haber acogido la propia historia. Si no hemos
aceptado algo, si todavía nos escandaliza una parte de nuestra vida, ¿qué vamos a decir? Palabras sin
fundamento. Así ocurre que muchos no se dejan enseñar por la Providencia, pero, a la vez, pretenden
saber hablar a los demás. He visto con frecuencia consoladores más inmaduros que los necesitados de
consuelo. Y si es uno mismo quien está enfermo –por experiencia directa–, enseguida se ve si tiene o no
sustancia quien te habla.
Veamos el training del consolador en un maravilloso texto del profeta Isaías: «El Señor Dios me ha dado
una lengua de discípulo para saber alentar al abatido con palabra que incita. Por la mañana, cada
mañana, incita mi oído a escuchar como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído, yo no me he
rebelado, no me he echado atrás. He ofrecido mi espalda a los que me golpeaban, y mis mejillas a quienes
me arrancaban la barba. No he ocultado mi rostro a las afrentas y salivazos. El Señor Dios me sostiene,
por eso no me siento avergonzado; por eso he endurecido mi rostro como el pedernal y sé que no quedaré
avergonzado. Cerca está el que me justifica, ¿quién litigará conmigo? Comparezcamos juntos. ¿Quién es
mi adversario? Que se acerque a mí. Mirad: el Señor Dios me sostiene, ¿quién podrá condenarme? Todos
ellos se gastarán como un vestido, la polilla los devorará. ¿Quién de vosotros teme al Señor, y escucha la
voz de su siervo? Aunque camine en tinieblas y no tenga luz, que confíe en el Nombre del Señor, y se
apoye en su Dios» [23]. El lenguaje del discípulo que sabe consolar al desalentado lo posee quien ha
aprendido a esperar, a entregarse a Dios: mientras le arrancaban la barba, ha conocido la cercanía de
Dios en la soledad y en la persecución; puede hablar a quien camina en tinieblas, porque él también viene
de allí.
Como hemos dicho, una obra de misericordia espiritual no es un acto de voluntad: te quiero consolar.
Sí, gracias. Pero lo harás si te has dejado llevar por el Espíritu Santo el día de las tinieblas. Si no, ¿de qué
hablas, querido hermano?
La virtud teologal de la Esperanza, afirma la Iglesia, «corresponde al anhelo de felicidad puesto por
Dios en el corazón de todo hombre» [24]. Los últimos pontífices han exhortado con intensidad a cultivar
esta virtud: basta citar la famosa invitación «no tengáis miedo» [25] con la que san Juan Pablo II inauguró
su pontificado; o la maravillosa Carta Encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI; o, en fin, el «no os dejéis
robar la esperanza» [26] del papa Francisco, por citar solo algunos ejemplos. La Esperanza no es una
actitud positiva, optimista, no es un sentimiento, sino un acto y un don de Dios. En el fondo del alma
humana habita una Luz que, en medio de mil desesperaciones, en el fondo del corazón, nos hace
conscientes de una verdad: la vida es preciosa; no se nace para la nada. «Una esperanza que no defrauda,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos
ha dado» [27].
«En el sufrimiento está como contenida una particular llamada a la virtud, que el hombre debe ejercitar
por su parte. Esta es la virtud de la perseverancia al soportar lo que molesta y hace daño. Haciendo esto,
el hombre hace brotar la esperanza, que mantiene en él la convicción de que el sufrimiento no
prevalecerá sobre él, no lo privará de su propia dignidad unida a la conciencia del sentido de la vida. Y
así, este sentido se manifiesta junto con la acción del amor de Dios, que es el don supremo del Espíritu
Santo. A medida que participa de este amor, el hombre se encuentra hasta el fondo en el sufrimiento;
reencuentra “el alma”, que le parecía haber “perdido” a causa del sufrimiento» [28].
5. PERDONAR LAS OFENSAS

«Consolar al triste» es la última de las cuatro obras que nos permiten ejercitarnos en la misericordia
hacia el corazón del otro. Las dos próximas, «perdonar al que nos ofende» y «sufrir con paciencia los
defectos del prójimo», son misericordia a granel, gratuitas: no exigen que el otro entienda o madure o
aprenda o se alegre. Seguirá siendo el mismo maloliente, o el mismo pesado de siempre.
En las primeras cuatro obras de misericordia puede quedarnos la sospecha de que aconsejar al que
duda, o enseñar al que no sabe, o corregir al que se equivoca, en cierto modo se hace también por uno
mismo. Tener al lado una persona triste que recupera la paz nos puede quitar un peso de encima. No es
que sea exactamente así, pero se puede atisbar que esa tentación exista. Pero con las dos próximas obras
no nos engañamos; no se gana nada al practicarlas; al contrario.

Pero también podremos darle la vuelta al asunto: si uno practica las cuatro primeras obras de
misericordia pero no incluye la quinta y la sexta, todo es un poco falso. Pensemos en alguien que corrija al
que se equivoca, pero no está dispuesto a perdonarlo o a tener paciencia con él...: sería una hipocresía
ridícula.

Podemos constatarlo, sobre todo, cuando nos acercamos a otro para corregirlo: en cierto modo
debemos declarar de algún modo que lo hacemos por amor, y eso será verdad, o mentira. Sólo el perdón
dará autenticidad –o no– a nuestras declaraciones de amor fraterno...
Y así abrimos el capítulo de los falsos perdones.

El perdonismo oficial, el perdonazo presumido, el perdónenlo temporal, el perdoncete selectivo, el


perdonín sentimental, el perdonasmo muscular, el perdonen obligatorio, el perdoncín reivindicativo, el
perdoncito eclesiástico, el perdonero de cabeza pero no de corazón... ¿continuamos? La lista es
interminable. El perdón es un poco como la sacher-torte del Tufello, o como la Cola-Guizza [1]. Un
producto desvalorizado, y banalizado.
Llegamos de nuevo al habitual malentendido que nos persigue desde el comienzo de esta presente
aventura: tratar de extraer de nuestra naturaleza lo que solo se recibe como don de Dios. Comienzan
entonces nuestros miserables asaltos al perdón, que desembocan sobre todo en dos ciénagas: la
hipocresía y la superficialidad. En la primera encontramos todo un manual eclesial de buenas maneras en
que se alardea de comunión a través de un refinado ejercicio de los músculos faciales, una sonrisa que
roza el rechinar de dientes, porque está mal visto declararse en curso de colisión. Pero, mediante un
movimiento pendular, se recupera luego en privado la dosis adecuada de sosa cáustica.

En el campo de la hipocresía florecen numerosas declaraciones públicas de perdón, a menudo ridículas


y perfectamente identificables como tales.
Pero creo que la caja de la superficialidad tiene más contenido. Porque, al fin y al cabo, la mayoría de
las personas desea cumplir la práctica del perdón, y entonces abren sus brazos y hacen lo que pueden:
perdones que se refieren a esto pero no a aquello; perdones que duran el tiempo de una onda hormonal,
misericordias de reflujo gastroesofágico, sudorosas, con salidas de vísceras de su lugar natural, lo que
suele llamarse una hernia.

En Nápoles dicen: «Ma se po’ campà accusì?» [Pero, ¿se puede vivir así?].
Muchos lo consiguen. Mal.

LA NECESIDAD DEL PERDÓN

¿A dónde nos lleva esta cínica reflexión? A la necesidad de perdonar. Es decir: el problema de la
absolución del mal ajeno no es una cuestión de lujo, producto de una alta burguesía existencial. No. Si no
perdonamos el mal recibido nos bloqueamos. Uno se queda paralizado. No se va más allá. Todo lo que no
perdonemos vibra dentro de nosotros como alguien que ha sido enterrado vivo. Incluso puedes escribir un
libro sobre las obras de misericordia espirituales, pero o has perdonado el mal recibido, o no. Y los
sucedáneos no funcionan.

Y somos muchos los que nos quedamos a mitad del camino; nos falta llegar a la solución completa.
Aunque podemos quedarnos más o menos cerca.
Menuda contradicción: si no perdonamos, no logramos desbloquear lo más profundo de nuestro ser.
Pero, al mismo tiempo, ese perdón no se encuentra en la mochila que recibimos al nacer: es algo que se
recibe y que no se confecciona en casa.
Intentemos comprender algo de todo esto.
«Él es quien perdona tus culpas» [2]. Las palabras de este salmo expresan magníficamente la grandeza
de esta obra de misericordia porque, de hecho, el perdón es propiamente el acto más cercano al corazón
de Dios, una gracia recibida de su amor misericordioso, que permite vivir la relación con Él, y en
consecuencia con el prójimo: dos aspectos que representan el centro y el fin mismo de la vida humana.

Para comprender qué es y qué implica perdonar las ofensas hay que repetir el axioma ya expuesto: el
perdón no es opcional. Ningún tipo de relación humana es posible sin el perdón, ninguna verdadera
relación, ninguna frontalidad auténtica es concebible si no se tiene en cuenta la inclinación al mal que
influye en el corazón del hombre. Y, porque existe esa inclinación, es absolutamente necesario el antídoto
del perdón. Allí donde esté presente la más tenue conciencia de esta necesidad –en cualquier caso, la
necesidad de ser perdonados parece más urgente que la exigencia de perdonar–, veremos que esto es
cierto genealógicamente, pero no existencialmente.
Como siempre, se debe centrar la atención sobre la capacidad humana de alterar la verdad del acto
misericordioso, anulando la gracia y haciendo ineficaz la acción del verdadero perdón. Lo cual exige
diagnosticar algunas falsificaciones, que no nos encaminan a las acciones y al objetivo de la misma obra
misericordiosa.

En el ámbito de una ofensa, por ejemplo, dentro de una relación, aparece a menudo lo que puede ser
definido como «remoción forzosa»; remover significa mantener lejos de la conciencia la ofensa recibida,
ignorarla y distanciarse de ella; pero es un proceso peligroso para el alma humana, porque no tiene en
cuenta que la herida sigue presente, y por eso no se sabe cuándo y cómo volverá a presentarse y en qué
forma.

La segunda alteración consiste en negar la ofensa, manteniendo el trato humano en un limbo


oportunista y necrosando así la relación misma; pero el mal hecho o sufrido es tal, que no se puede negar
ni edulcorar con un comportamiento bondadoso, que más pronto que tarde desembocará en la rabia.

Con una actitud similar se cae luego en esa actividad racional que intenta comprender al otro, pero
también esto se revela insuficiente; más aún, contraproducente; porque meterse en la «piel» del otro
puede alimentar aún más la inclinación a sentirse acreedores: a nadie le cabe en la cabeza una ofensa
como la que he recibido; ni yo mismo la hubiera cometido, aunque tuviera razón.
Estas deformaciones corroboran algo sustancial: que el perdón de las ofensas no tiene que ver con la
buena voluntad humana: el error es precisamente intentar extraerlo de nosotros mismos. Por lo general
se parte siempre de la voluntad, que se intenta alimentar con sentimientos de compasión hacia quienes
nos han hecho mal, pero estos impulsos son caducos, no tienen continuidad, son frágiles e inestables.

Probemos a examinar un poco el mecanismo humano, horizontal, del perdón: recuerdo un caso que me
expuso un amigo, brillante psicoterapeuta y psiquiatra, que defendía justamente su profesión, más que
legítima (no tengo nada contra el psicoanálisis, es una cosa buena y correcta, pero dentro de su ámbito:
conseguir el equilibrio, no la felicidad). El equilibrio es vital, pero la felicidad pertenece a otro orden.
Hablaba con este amigo del feliz resultado de la terapia en un hombre que había sido objeto de
violencia por parte de su padre; llegó a la psicoterapia destruido y lleno de amargura, incapaz de
descontaminarse del propio rencor hacia su padre. Este hombre, mediante un recorrido terapéutico de
conciencia y crecimiento, transformó en positividad todo el mal sufrido... ¡fundando una ONG para la
defensa de los derechos de los hijos maltratados! O sea, realmente no había resuelto el problema, lo había
sublimado, lo había llevado a otro nivel, constructivo, solidario, pero siempre presente. El motor era el
mismo. No era una Pascua, era una reorganización del inventario. Normalmente estos son los mejores
resultados. No son despreciables, porque se alcanza un nivel más noble, pero la herida sigue presente.

EL FUEGO DE LA IRA

Hay que tener presente que el fuego que alimenta la dificultad humana para perdonar se llama ira:
consiste en un nivel interior descompensado, en un sentido del desequilibrio que banalmente
estigmatizamos como «deseo de venganza» [3]: estamos convencidos de que somos víctimas de algo, y
hay que restablecer la justicia resarciéndonos del agravio sufrido. Con semejantes condiciones corremos
el riesgo de pasar de víctimas a victimistas; el deseo de justicia nos transforma en justicieros; y las
heridas sangrantes, abren en cierto modo la puerta al sadismo. Con el riesgo adicional de que la ira no
resuelta puede disfrazarse de justificación racional para perder del sentido del límite. Un desastre
interior y exterior. Las personas enfadadas viven de este modo, y hay muchísimas por ahí.
Reiteramos: el problema es que perdonar implica curar. Dice el libro del Eclesiástico: «Hombre que a
hombre guarda rencor, ¿cómo osará pedir al Señor la curación?» [4].

Puntualicemos mejor estas tres fases.


La primera sucede cuando el mal nos cae encima, haciéndonos sentir víctimas; esta identificación
desemboca en un agujero negro del que es muy complicado salir. La tortura del recuerdo del mal recibido
cristaliza en una autocompasión dañina; es un engaño que lleva a vivir de modo infantil, como niños
lloricas, hasta el punto de no poder construir una familia, por ejemplo; o de interrumpir relaciones; o
incluso de continuarlas, en términos de alianzas victimistas.
Las heridas no quedan solo latentes: a menudo se amplían, aunque parezcan las mismas. Decía un
sacerdote amigo: una llaga en la boca, si se toca con la lengua, parece una sandía; la miras luego en el
espejo y es un puntito. Esto es lo que pasa: un puntito se convierte en una sandía. Es como enamorarse
del propio dolor, con el corazón grabado en el tronco de un árbol, que tiene por una parte nuestras
iniciales, y por la otra, la «D» de dolor. «No sabes cuánto he sufrido...». Y, francamente, no estoy muy
seguro de que sea urgente saberlo.

Cuántas personas confunden el amor con el auxilio. Cuántos «enfermeros» y cuántas «damas de la Cruz
Roja» corren a ayudar, confundiendo el amor (que comportaría hacerse cargo de las penas y las ofensas
ajenas, pero de un modo adulto) con un asistencialismo que, en realidad, alimenta el propio ego, el del
héroe o la heroína que con sus actos salvan al otro del peligro y del dolor.
La segunda deriva es el deseo de justicia con el que se comienza a tener la cabeza en forma de balanza:
personas perennemente enfadadas, vomitadores de reproches, «danos hoy nuestro enemigo de cada día»,
alguien de quien hablar mal, de quien subrayar su maldad. No nos sorprende que la página de los
periódicos que más atrae sea la de sucesos: los crímenes exigen ser identificados, proyectados.

La justicia se convierte en un tótem, y en su nombre la gente destruye su vida, porque la comparación,


consecuencia de la envidia, mide cada cosa y cada relación humana: «¡Mi hermana no debería ser más
guapa que yo! Ella tiene una naricita graciosa. Y yo, esta narizota. ¿Por qué mi hermano es más guapo y
más fuerte? ¡Es injusto!». Detrás de todo esto hay algo no perdonado.
La tercera deriva es la aspiración al castigo, el sadismo que sigue al victimismo y al justicialismo: «¡Le
está bien empleado!». Uno se convierte en verdugo autorizado de los demás, dispuesto a dejar caer la
guillotina para reparar el agravio o la ofensa.

Hay algo que necesita explicación: ¿por qué a tantos les fascinan las películas donde aparece gente
asesinada, torturada, y en las que el dolor se convierte en un espectáculo? Pensemos en el monumento
símbolo de Roma, el Coliseo: ¿para qué servía? Era un teatro donde el espectáculo era el sadismo, la
muerte. ¿Por qué se disfruta con estas cosas? La pulsión de la tortura, tan frecuente en la historia,
injustificable en una mente racional y serena, ¿de qué bajos fondos emerge, en el alma humana? Como
siempre sucede, las personas alcanzan violencias inauditas cuando se dejan llevar por los arrebatos de la
ira.
Nunca olvidaré el día en que tuve que consolar a una mujer que acababa de presenciar el asesinato de
un hombre por un problema de aparcamiento, a dos pasos de mi parroquia de entonces.
Una humanidad no familiarizada con el proceso de la reconciliación y que no conoce el camino para
desactivar el sadismo, puede irse preparando para una cotidianidad de micro violencia. Si un hombre
absolutiza sus impulsos, puede sentirse autorizado a matar a la mujer de la que está perdiendo el control.
El trastorno de personalidad narcisista-obsesivo está en la base de una escalofriante cantidad de
feminicidios. Es evidente que se trata de una patología gravísima, pero si el perdón es un ilustre
desconocido, no quedan ya diques.

En definitiva, con estos tintes oscuros quiero decir que esta sublime obra de misericordia es de una
urgencia absoluta para nuestro equilibrio interior. Quien no perdona no encuentra la paz.

SOLO DIOS PUEDE PERDONAR

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo se realiza esta obra de misericordia? ¿Qué es, verdaderamente?
El auténtico perdón no puede nacer, repitámoslo, de una actitud simplemente voluntaria, porque esta
no domina las fuerzas interiores de la pasión y del pecado. El perdón está enraizado en la profundidad del
ser de Dios: solo Dios puede perdonar. Recordemos la pregunta de los fariseos a Jesús: «¿Quién puede
perdonar los pecados sino solo Dios?» [5]. Jesús no contesta la pregunta, pero proclama que él, Hijo del
Padre, es quien lleva la naturaleza de Dios, el perdón de los pecados, sobre la tierra.
El perdón es el híper-don, es decir, un don doble; la ofensa es una palabra que viene etimológicamente
de la partícula de refuerzo ob y la raíz fen, también vinculada al término funesto: indica lo que mata, lo
que hiere de muerte. Perdonar la ofensa es entonces hacer un regalo doble a quien nos resulta mortífero,
a quien nos es funesto, a quien nos ofende, a quien nos hiere. El poder propio de Cristo es tomar la
ofensa, la Cruz, y el dolor que le ocasionamos, y restituirlos mutados en perdón, intercambiados como
redención. Esto manifiesta su irrupción en el mundo, esto es la Pascua, esto es la redención.
Intentemos focalizar mejor el proceso que tantos hombres y mujeres cristianos han experimentado: no
puedo suprimir el mal que me han hecho, pero es tanto más funesto cuanto más continúa marcando mi
existencia, porque no logro perdonarlo; quien perdona sale de esta encrucijada, se libera finalmente del
mal sufrido, da un salto de calidad y esto constituye un proceso vital de crecimiento, vinculado al
encuentro con el Creador. Él es quien sabe plasmar un nuevo corazón, quien otorga la novedad que nos
libera del dolor del mal recibido.
Necesitamos curarnos de todo el mal que hemos sufrido, del mismo modo que necesitamos curarnos de
todo el mal que hayamos hecho. Atención: no se logra en un instante; es un camino, un proceso de gran
envergadura; se crece, se sigue adelante, es una reconquista que tiene como objetivo poseer de nuevo el
propio corazón; perdonar a quien nos ha hecho daño es un retorno al control de la propia vida, volver a
ser actores en vez de espectadores de la propia existencia.
Pero el proceso exige en segundo lugar regresar a la relación horizontal, tras pasar antes por la
relación vertical, porque el perdón no es un acto autónomo, original: no arranca de nosotros. Somos
pobres criaturas, aunque pretendamos ser capaces de crear de nuevo la realidad. Eso, evidentemente,
solo lo puede hacer Dios.
Pero ¿qué significa partir desde Dios? Quiere decir empezar desde la necesidad primaria de ser
perdonados.
A primera vista, parece incomprensible para algunos, pero cuando me encuentro ante una persona que
no logra perdonar, ciertamente la acojo e intento comprender su dolor y el rencor que conserva su
corazón, pero también sé que estoy delante de alguien que no tiene una relación plenamente adulta con
Dios. Debo explicarme. Las personas muy maduras en la vida de la gracia, los santos y muchos
verdaderos cristianos, que generalmente hacen poca publicidad de su existencia, tienen un acusado
sentido de su deuda con Dios. Analicemos mejor la palabra «deuda»: del latín debére, indica estar
obligado hacia alguien. Es llamativo que el Nuevo Testamento introduzca esta categoría para describir la
realidad del pecado, que en el Antiguo estaba quizá implícita, pero no explícita. Nos hace pasar de un
concepto legal del pecado –transgresión de una norma– a un concepto relacional –no has respetado
nuestra relación y me debes algo, tenemos un problema entre nosotros–.
Pensemos en el peso de la gravedad de los pecados. Pero esto sigue siendo un concepto legal. Santa
Teresita de Lisieux no cometió ningún pecado mortal en su corta vida, pero tenía un sentido agudísimo de
su necesidad de Dios, y de su deuda con Él. Si preguntamos a un cristiano de misa dominical cómo va de
orgullo, podríamos recibir una respuesta resentida, propia del que no acepta ser examinado, que podría
soltarnos el clásico: «Usted no sabe quién soy yo», o algo similar. Si interrogásemos a san Felipe Neri por
su orgullo, probablemente le veríamos afligirse y reconocer su soberbia... El sentido de la propia
fragilidad aumenta cuando nos comparamos con algo sublime. Si nos medimos con obstáculos de escasa
entidad, somos perfectos. Si nos medimos con el amor de Dios, siempre nos quedaremos cortos.
Un amigo querido, Carlo Striano, que ahora se encuentra ante el Padre, de quien aprendí a pensar las
cosas de Dios como un hijo y no como un esclavo, decía que al comienzo de la vida espiritual cuentas los
pecados a toneladas, pero que cuando llegas a una mayor intimidad con el Padre, los pecados se miden en
gramos y pesan como toneladas. Un alma ruda no advertirá muchas cosas; un alma madura encontrará
muchas insuficiencias en su amor fraterno y en su relación con Dios. Sentirá siempre que le falta mucho.
Orígenes decía que su relación con Dios era como quien «ha recibido la dulce herida de su saeta
escogida» [6]. Si alguien ha saboreado la paciencia de Dios, no puede prescindir de ella y no se siente
nunca a la altura: no es una sensación abrumadora, opresiva, sino de estupor, de alegría de niños, de
sorpresa, de felicidad ante algo mucho más grande que nosotros.

Sobre la base de una amplia conciencia patrística y espiritual, vale la pena hacerse las preguntas que
enmarcan el estado de nuestras deudas: ¿verdaderamente hemos dado todo lo que debíamos? ¿Hemos
sido los hijos de Dios que teníamos que ser? ¿Hemos sido los cristianos que debíamos ser? ¿Hemos sido
templo del Espíritu Santo? ¿Hemos sido la parte del cuerpo de la Iglesia que debíamos ser? ¿Acaso no
estamos en deuda con las personas que nos rodean? ¿Hemos sido las personas que podíamos ser?
Yo no soy el cura que debería ser, y sé muy bien que me falta mucho para ser el cura que podría y
debería ser; en muchas cosas soy deudor de las personas a las que sirvo: de un amor más grande, de una
atención más profunda, de una caridad más verdadera; no he sido el hijo ni el hermano que debería haber
sido. La gente espera de mí más amor, y no es una pretensión absurda.
Si nos ponemos ante las personas que tenemos alrededor, ¿realmente no deberíamos proporcionarles
una caridad más grande, una dulzura mayor, una acogida más profunda? Cuando dejamos que estos
pensamientos entren en nuestro corazón, por fin nos sentimos deudores y comparecemos ante el Padre
diciendo: no he amado como debía amar, no he dado lo que debía dar; a menudo, por miedo o por
ansiedad, me he guardado mi vida para mí. En ese momento empezamos a «partir desde Dios».
Mirarse a uno mismo así implica un dolor, no hay que negarlo. Sellar las vías de agua de mis actitudes,
descubrir cuánto me faltaría si pensara en el amor y no en la justicia, me puede asomar al abismo de mi
fragilidad y a la insuficiencia de mis propósitos, y esto me lleva a una encrucijada: o rechazar
orgullosamente mi debilidad, o entregarla a la misericordia de Dios. Pasarse la vida intentado demostrar
que estamos «a la altura» de nuestros retos se llama fariseísmo: la ansiedad se desplaza de amar en serio
a sentirse con la «conciencia tranquila». Y nos encontramos entonces descolocados por las palabras de
Jesús a Simón el fariseo: «...aquel a quien menos se perdona ama menos» [7].

Dios tiene muchísima paciencia con nosotros. Por mucho que otro haya cometido pecados
objetivamente más grandes que los míos, o me haya hecho cosas que yo no le habría hecho nunca, sé que
ante Dios mi naturaleza es la de un deudor, sé que necesito estar en la verdad, y también sé que
verdaderamente decidirá mi vida no lo que el otro ha hecho, sino lo que he hecho yo.
Pero –me permito decir– la cuestión no es esta. Todavía podríamos estar con el «pecadómetro» en
mano, con una actitud matemática, de cuenta pendiente.
El núcleo es que el mismo Cristo es un feliz deudor. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios
verdadero, es un hijo agradecido, que no agota nunca su gozosa deuda hacia el Padre del que ha recibido
todo.

Quizá alguno será capaz de comprender la alegría de un niño que no consigue estrechar entre sus
bracitos la grandeza de su papá, y es feliz de que sea mucho más grande que él. «Si me amarais os
alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo» [8].
En cambio, tan a menudo, razonamos como acreedores... Muchas personas de corazón mezquino no
saben contemplar la generosidad de la vida, obsesionadas por lo que les falta. Y, al contrario, cuántas
personas a las que la vida ha dicho algunos «noes» muy duros, hermanos discapacitados o pobres, viven
sin embargo con un sorprendente corazón alegre y agradecido, que se conforma siempre con lo que hay y
se alegra. Cuántas veces mi fe de tres al cuarto fue humillada por la alegría de estos hermanos, algunos
enfermos, o moribundos. Deudores serenos ante mi infeliz corazón de acreedor.
Cuánta gente que pasa la vida recriminando, puntualizando, amargando y amargándose. Y cuánta
buena gente, mucho más profunda y humilde, experta en el arte de la gratitud y la alegría.
Los primeros no saben ni siquiera dónde empieza el perdón; los segundos lo conocen, lo necesitan y lo
conceden como algo obvio. «¿Y quién soy yo para no perdonarte? ¡Si supieras que paciencia tiene Dios
conmigo!».
El perdón nace de medir todo a la luz del trato con Dios.

UNA HISTORIA MARAVILLOSA DE PERDÓN

En el Génesis [9] hay una historia maravillosa de perdón, que valdría la pena leer con calma. Trata
sobre la reconciliación de un hombre, José, hijo predilecto de Jacob, con sus hermanos, que lo han
vendido por envidia como esclavo, provocando una terrible secuencia de tribulaciones; José, de peripecia
en peripecia, nunca interrumpe la relación con el Dios de sus padres, y poco a poco va gozando de la
benevolencia de cuantos tienen autoridad sobre él, hasta llegar a ser el primer ministro de Egipto. Aquí
precisamente, después de mucho tiempo, vendrán sus hermanos a pedir pan, ignorando que a quien lo
piden es al hermano traicionado.
Sería muy interesante analizar el proceso de cómo perdona José, conducido por la sabiduría: es un
proceso de crecimiento en que él no «malvende» su benevolencia, sino que, con una estrategia
profundísima, conduce a los hermanos al recuerdo del mal que han hecho, y a su rescate a través de un
acto de amor recíproco. Cuando José ve que uno de los hermanos se ofrece a sí mismo en sustitución de
otro [10], entonces puede revelar su verdadera identidad: el proceso de reconciliación ha madurado y
puede ya acogerles con plenitud.
Este relato es de una finura psicológica extraordinaria; pero lo que aquí nos interesa es el argumento
que usa José para motivar su perdón: «Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios; pero
ahora no os preocupéis, ni os parezca odioso el haberme vendido aquí, pues Dios me envió por delante
para vuestra salvación. Llevamos dos años de hambre dentro del país y todavía quedan cinco años en los
que no habrá ni siembra ni siega. Dios me envió delante de vosotros para aseguraros la subsistencia en la
tierra, y conservaros la vida mediante una gran liberación. No me enviasteis, por tanto, vosotros aquí,
sino que es Dios quien me ha puesto como un padre para el faraón, como señor de toda su casa, y como
gobernador de todo el país de Egipto. Daos prisa, subid adonde está mi padre y decidle: “Así dice tu hijo
José: Dios me ha hecho señor de todo Egipto, baja adonde estoy yo, sin detenerte; te instalarás en la
región de Gosen, vivirás cerca de mí, tú, tus hijos y los hijos de tus hijos; tu ganado mayor y menor, y todo
lo que poseas. Yo te mantendré allí, pues todavía quedan cinco años de hambre, para que no perezcas ni
tú, ni tu casa, ni nada de lo que posees”. Estáis viendo con vuestros propios ojos, y también lo ve mi
hermano Benjamín, que os hablo yo personalmente. Contadle a mi padre toda mi gloria en Egipto y todo
lo que habéis visto, y daos prisa en bajar aquí con mi padre. Luego se echó al cuello de su hermano
Benjamín y rompió a llorar; Benjamín lloró también abrazado a él. Besó José a todos sus hermanos y lloró
abrazado a ellos. Después de esto sus hermanos comenzaron a hablarle» [11].
El argumento de José es sublime: mira la historia desde la perspectiva de la Providencia: «...No os
preocupéis, ni os parezca odioso el haberme vendido aquí, pues Dios me envió por delante para vuestra
salvación». El mal que me habéis hecho ha sido tomado y puesto por Dios para su plan de salvación de
todos nosotros. Esta inaudita lectura será ratificada al final de la historia.

Jacob vendrá y morirá en los brazos de José, que podrá cuidarlo, acogiendo también a los hermanos.
Estos sienten miedo a la muerte de Jacob, y dicen: «¿Quién sabe si José no nos tratará de enemigos y no
nos hará todo el mal que nosotros le hemos hecho?». «Entonces mandaron a decir a José: “Tu padre,
antes de su muerte, dio esta orden: ‘Así diréis a José: Por favor, perdona el crimen de tus hermanos y su
pecado, pues te hicieron mal’. Ahora perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre”. Al hablarle
así, José se echó a llorar. Entonces fueron también sus hermanos, se postraron ante él y dijeron: “Aquí nos
tienes como esclavos tuyos”. José les respondió: “No temáis. ¿Acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros
planeasteis el mal contra mí, pero Dios lo planeó para el bien, para hacer, tal como hoy ocurre, que
viviera un pueblo numeroso. Ahora, pues, no temáis; yo os alimentaré a vosotros y a vuestros hijos”. Y
José los consoló hablándoles al corazón» [12]. ¿Acaso José dice: «Os perdono porque soy vuestra
hermano»?, o bien: ¿«Os perdono porque os quiero mucho»?, o incluso: ¿«Os perdono porque soy
bueno»? No. Triangula con Dios, desmarcándose del rencor: «Si vosotros planeasteis hacerme daño, Dios
pensó hacerlo servir para un bien».

La «asistencia» que recibimos de Dios ilumina nuestra conciencia y nos permite ejercitar el perdón;
sólo así acogemos esa luz que nos sitúa en la condición santa de quien es consciente de haber recibido
mucho y entregado poco.
Así se aprende a perdonar: viviendo de la generosidad de Dios.
6. SUFRIR CON PACIENCIA LOS DEFECTOS DEL PRÓJIMO

Con respecto a las obras de misericordia cristianas, nos podemos preguntar qué es peor, si negarlas o
caricaturizarlas. Por lo que hemos visto hasta ahora, es fácil comprender que quien esto escribe
considera peor caricaturizarlas, es decir, vivir un cristianismo sin vida eterna, sin la vida de Cristo, vivir
nuestro bautismo como la pertenencia a una religión y no como un cambio de origen del ser, como un
renacer desde lo alto. Es peor, porque no niega el cristianismo, pero lo convierte en algo feo. Y, por lo
tanto, inútil.
Si un chico está enamorado, no hace falta decirle que haga algo por la mujer que ama, siempre se
adelanta: para él, viajar en tren cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, con tal de estar una tarde con ella,
le parece que vale la pena, y lo hace feliz. Si una persona ha encontrado a Dios en su vida, estar con Él no
es una regla a la que hay que someterse: es su alegría, su gozo, y es natural planificar la misma existencia
y todo lo que forma parte de ella buscando al Padre celestial en cada cosa. «Porque en Ti está la fuente de
la vida, en tu luz vemos la luz» [1]. Pero muchas veces no sucede esto, y se nota en el esfuerzo que
supone cumplir con la vida cristiana: todo resulta un poco pesado, aburrido, y las obras de misericordia
cristianas son desagradables, porque se hacen a partir de nosotros mismos, no del poder de Dios.
¿Y cuál es el resultado? El joven que se está orientando en la vida y se plantea metas altas y hermosas,
mira hacia nosotros y se encuentra a menudo un espectáculo mediocre... Todos queremos «ver para
creer» pero, si evangelizamos, ¿cómo podemos pensar que no seremos sopesados, valorados, evaluados?
Las obras de misericordia son el banco de pruebas de un cristianismo que, o nace de la gracia, o nace de
la iniciativa humana. El primero es feliz, convencido, ágil; el segundo es pesado, acusador, decepcionante.
Y, sin embargo, se intenta muchas veces llevar a la práctica este cristianismo tipo «Leroy Merlin»,
basado en el bricolaje, en el do-it-yourself, hecho en casa mediante ondas biorrítmicas.

Algunas veces se consigue casi falsificar las obras de misericordia. Pero en el caso concreto de sufrir
con paciencia los defectos del prójimo me parece difícil...
Aclaremos: las obras de misericordia, según su orden, tienen un crescendo. Me permito afirmar que, de
los actos de misericordia presentados hasta aquí, este es el más difícil. Podríamos pensar que el
precedente, perdonar las ofensas, logra el primer premio y ocupa el escalón más alto. Pero no, no lo creo.
El perdón es ocasional, y está circunscrito a un ámbito: puede ser muy grave y doloroso, pero de todos
modos es algo limitado.
A una persona que nos molesta ininterrumpidamente, la podemos soportar durante un día, un período,
una etapa. Pero esta es la única obra de misericordia que tiene un adverbio –pacientemente– que indica
duración, continuidad.

Es posible intentar aguantar durante un tiempo. Pero soportar sin solución de continuidad la molestia,
el fastidio, la interrupción reiterada... Son cosas que agotan al más bien intencionado de los molestados.

UNA OBRA CARACTERIZADA POR LA CONTINUIDAD

La palabra soportar viene de sub-portare, sostener, mientras que la raíz de pacientemente es padecer:
el sufrimiento unido al hecho de que yo soy el objeto de eso que hace sufrir. Las personas molestas son
las personas especialmente pesadas –molesto viene de mole–, que están sobre nosotros, nos aplastan, sin
que podamos sostenerlas. La negación de esta obra de misericordia es la impaciencia, algo realmente
muy dañino.
Con esta obra de misericordia tampoco caben las trampas, porque soportar pacientemente dentro de
una escafandra en la que nos estamos cociendo, aunque mantengamos la tranquilidad exterior, ocasiona
lo evidente: antes o después se explota.
Como he mencionado, sufrir con paciencia los defectos del prójimo es una obra de misericordia que se
distingue por su característica de continuidad: una persona no nos «molesta» si hace una cosa una sola
vez, sino si se repite y de forma insistente. Y esto nos hace ver algo importante: lo extraordinario es más
fácil que lo ordinario. «We can be heroes, just for one day», cantaba Bowie. Es decir, es posible ser héroes
durante un día, pero soportar a diario, pacientemente, al colega que está todo el día molestándonos con
esa manera suya irónica, casi profesional, es mucho, mucho más difícil.

¿Alguien cree que un matrimonio salta por los aires por grandes cuestiones? ¡No! Son esas cosas
cotidianas, las nimiedades, esas pequeñas e irritantes costumbres las que agrían las cosas agradables de
la vida; esas manipulaciones femeninas, esos individualismos masculinos, esas palabras inoportunas, esos
retrasos injustificados, esa consideración del otro como alguien incómodo o molesto. Siempre. Luego
llegan las grandes cuestiones, que no se afrontan ya con estima recíproca, porque el otro es un pesado,
un aburrido: volver a casa se hace desagradable. Estiramos la cuerda, y nos concedemos el derecho de
hacernos las neurasténicas o los frívolos, y no nos damos cuenta de lo pesados que somos, y lo molestos
que resultamos.

Debemos pensar en la palabra exasperación, que quiere decir volver áspero: y es la condición por la
cual uno saca a relucir su parte avinagrada. No sobreviene de modo súbito. No sabremos si somos
pacientes o impacientes rellenando un breve test, sino tras la continua repetición de una molestia.

Molestos no son los que hacen una vez una cosa que fastidia, sino los que la repiten muchas veces. Son
personas constantes, coherentes consigo mismas, que te machacan regularmente, y te dejan fundido.
¿Cómo nos manejamos, en general, en este asunto? ¿Cuáles son los sucedáneos de esta obra de
misericordia? El primero, urbano, civil y más bien hipócrita, es la tolerancia. Es à-la-page [a la moda],
centroeuropea, moderna, políticamente correcta. Como dice a menudo mi guía en los ejercicios
ignacianos, el grandísimo P. Marko Ivan Rupnik, tolerar, se tolera un veneno. Efectivamente no es una
declaración de amor afirmar: «Querida, yo te tolero». Es decir: eres mortífera, pero te aguanto. Tolerar es
una especie de necrosis de la relación. Me doy cuenta de que eres funesto, pero me hago insensible. Me
limito a esperar que esto termine o cambie. Pero la tolerancia no dura. Los portadores de actitudes
politically correct, cuando estallan, se vuelven feroces. Porque consideran que tienen razón y, por tanto,
todo está justificado.
Otra aptitud muy difundida es el buenismo. ¡Qué horror! Me hago el bueno, te soporto. Tú das asco,
que quede claro, pero yo no. La sonrisa de imbéciles, que es una acusación manifiesta hacia todos. Con
frecuencia se trata de un sentimentalismo que se transforma en desprecio. Dios nos salve de los buenos,
de quienes se venden como exentos del pecado original, de los que no aman pero son más buenos que los
demás. Clasistas de una casta invisible, según el karma antipático de dar lecciones de vida a todos, y por
tanto de servirse en unos casos de la tolerancia, y en otros de la resignación. Pero no es posible
establecer una relación auténtica con los buenistas, porque son -istas, no buenos. Bueno, bello, es entrar
en relación, ensuciarse las manos, enfadarse, reaccionar cuando hace falta. Ser bueno no es permanecer
impasibles como una estatua, o como estampitas coleccionadas por los beatos. Y esos estallan antes que
los tolerantes centroeuropeos, porque el esquema religioso o moralista impone el castigo del molesto,
antes o después.

Luego está el servilismo. Si los buenistas se elevan por encima del prójimo, los serviles se esconden
bajo los molestos, esperando encontrar un espacio de supervivencia entre el zapato y el suelo: ya se sabe,
a veces hay medio centímetro entre el tacón y la suela... Son cobardes, por supuesto, y pusilánimes. Hay
que perdonarles, acogerlos. Pero que no intenten vendernos su blandura como si fuera una obra de
misericordia. No has reaccionado porque tengas el Espíritu Santo, sino porque te falta la decisión de
hacer otra cosa. Débiles con los fuertes y fuertes con los débiles. Hombres que no defienden a sus
mujeres. Sacerdotes devotos de don Abbondio [2]. Obispos que dan la razón a aquel con el que están
hablando. Gente sin personalidad que, luego, si se tropiezan con uno menos poderoso que ellos, desfogan
en él su violencia latente acumulada. Mejor que me detenga aquí, que soy intolerante y malo...
No debemos silenciar al vivales. A veces aceptar una derrota es buena táctica. Un buen estratega sabe
perder algo para obtener lo que desea. El hábito del doble fin, del plan B: encontrar espacio para los
propios objetivos en las locuras ajenas. Los yes-men que rodean a los poderosos, los babosos que siempre
saben sacar provecho cuando cambia el amo, los que consiguen hacer carrera con todos los jefes, los que
caen siempre de pie cuando cambia el obispo. Pero ¿no dije que debía callarme?
Pero es también la actitud aparentemente paciente de ciertas jóvenes en edad de merecer. Uno de los
errores más graves que se comete en el noviazgo es dirigirse a la meta del matrimonio pensando «limar»
los caracteres, planeando «cambiar» a las personas: «Ahora mi novio es tan molesto, ¡pero me caso con él
y verás cómo lo hago cambiar!». Error. Esto no sucede. Las personas no cambian de personalidad. Si la
cambian es después de un coma. Y si uno cambia de carácter, cambia también sus gustos y ya no te
querrá.
Debemos admitir que todos hemos caído en estas y otras debilidades, porque el molesto es molesto, e
intentar pasar por cristianos sin habernos convertido es un trabajo duro, y alguien tendrá que hacerlo...
Vale, me estoy apartando demasiado. No hay que hacerlo. No está bien. Después me echaré un
rapapolvo que no olvidaré.

DAR TIEMPO AL OTRO PARA QUE SE ARREPIENTA

Soportar, como hemos visto, viene de sub-portare, sostener, y nos lleva a un sinónimo de la misma
etimología: sustentar. Es muy diferente si un amigo dice a otro «te apoyo, te respaldo», o «te tolero». La
declaración de amor citada, «querida, yo te tolero», horripilante, supone errar el blanco en la
declaración: «Yo te apoyo, estoy de tu parte». Si unimos soportar a la simple virtud de la paciencia
humana, al final nos sitúa en un esfuerzo enorme y absurdo: ¿quién puede sostener las molestias del
otro?, ¿quién puede sostener lo insoportable que puede llegar a ser? Necesitamos una raíz bien diferente
para llevar a cabo un acto tan generoso.
Precisaré que, en el uso común, soportar y sustentar no son sinónimos, aunque sí lo sean
etimológicamente; consideramos soportar como tolerar, y no hay nada que hacer contra esto,
lamentablemente es así nuestro sentido común; por eso acudimos a la obra de misericordia que convierte
el soportar en sostener, apoyar, acoger al otro, en cierto sentido ocuparnos de él. Pero, ¿cómo logramos
una cosa así? Es la pregunta que nos hemos formulado tantas veces en estas obras de misericordia
espirituales.
Esta obra de misericordia enseña a reconocer una necesidad fundamental de nuestra vida: la paciencia.
Repetimos que esta obra tiene una cualidad más, respecto a las otras: el estilo.
Aconsejar al que lo necesita es dar buen consejo al que duda (un verbo y un complemento); corregir al
que se equivoca, lo mismo; consolar al triste y perdonar al que nos ofende, ídem; pero sufrir con
paciencia los defectos del prójimo tiene el añadido de un adverbio, modal –pacientemente–, que muestra
la particularidad y la belleza de esta obra de misericordia, y confirma que se trata de un acto duradero,
repetitivo; revela una actitud extraordinaria: la paciencia.

Debe ser bien entendida. Es la única actitud que aparece en las catorce obras de misericordia.
La palabra paciencia está ligada lingüística y lógicamente al verbo padecer: es la capacidad, podríamos
decir, de saber sufrir.

El griego del Nuevo Testamento usa el término makrothymía. En realidad, el sentido habitual que
damos a la paciencia es, en síntesis, bastante cercano al griego, pero en esta lengua tiene una
connotación más fuerte. Descompongamos la palabra: «macro», es fácil, quiere decir grande; thymía es el
femenino de thymós, e indica el alma, la interioridad del hombre, la fuente del sentimiento, del propio ser.
Más que un valor espiritual, tiene un alcance bastante existencial que se encuentra en la raíz de la
interioridad, y se traduce con las palabras alma, ánimo.
En realidad, utilizamos «alma» para la dimensión espiritual; en cambio, «ánimo» lo usamos para definir
algo más elemental, sentimental. El término exacto es el que corresponde al sentido literal: magnánimo, y
esto es exactamente lo que quiere decir la palabra makrothymía; de ánimo grande, longánimo.
Esta es la primera característica del amor en el célebre himno a la caridad de san Pablo, en la primera
carta a los Corintios, en el versículo cuarto del capítulo decimotercero.
Intentemos comprender la paciencia con esa connotación de magnanimidad.
¿Qué quiere decir ser magnánimo, tener un alma grande?

Los sinónimos de magnanimidad son: mansedumbre, calma, paciencia, tolerancia, generosidad,


nobleza. El primer sinónimo de magnánimo que se encuentra en el diccionario es longánimo: la «largura»
del alma, su grandeza.
Detengámonos a considerar estos adjetivos: manso, calmado, paciente, tolerante, generoso, noble.
¿Cuándo se ponen de manifiesto estas cualidades? En primer lugar, veamos las contrarias: agresivo,
apresurado, impaciente, intolerante, avaro, vil.

Tenemos así cualidades que son de orden interior, subjetivo, personal, en relación con el otro. Es decir,
no hay un paciente, si no hay nada que esperar; no tenemos un generoso, si no hay algo o alguien que
necesita de algo; no tenemos nobleza de ánimo, si no es en relación a alguien con quien podríamos
comportarnos de forma innoble.

Hablamos de una actitud que es capacidad. ¿De hacer qué? De darle al otro el tiempo, el espacio, la
posibilidad.

La mansedumbre se muestra en quien no reacciona a la violencia; la calma, como tranquilidad frente a


algo que de por sí generaría ansiedad. La magnanimidad, por tanto, no es una cualidad interior, que se
auto-verifica, sino una capacidad que se hace auténtica frente a los errores de los otros. Es, más
ampliamente, la actitud por la que se da al prójimo la posibilidad de arrepentirse, de rectificar, de entrar
en razón, de recuperar lo mejor de sí mismo.
La raíz de todo es Dios; en efecto, nos enfrentamos –lo repetimos una vez más–, a una obra de vida
eterna, a un acto que es fruto de la sinergia con el Espíritu Santo. Es uno de los frutos del Espíritu
recogidos en un texto memorable, en el capítulo quinto de la carta de San Pablo a los Gálatas [3].
Es interesante recordar que en el Antiguo Testamento este adjetivo, «magnánimo», es una de las
determinaciones de la condición de Dios. En el capítulo sobre la misericordia en la Escritura se menciona
el texto del libro del Éxodo donde Dios dice de sí mismo que es «lento a la ira» [4]. Esta expresión luego
se traducirá, en la antigua versión griega de los «Setenta», como makrothymía.
Hay un pasaje muy hermoso en la segunda carta de Pedro: «No tarda el Señor en cumplir su promesa,
como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino
que todos se conviertan» [5].
¿Por qué esta paciencia en Dios? ¿Por qué nos concede tiempo para arrepentirnos? ¿Por qué nos quiere
dar espacio y capacidad de reacción? En definitiva: ¿por qué es paciente? La respuesta a esta pregunta es
menos banal de lo que parece a primera vista: porque tiene todo el tiempo del mundo, el tiempo es
creación suya, como todas las cosas.
Nosotros no tenemos paciencia con el prójimo porque para nosotros el tiempo es limitado, tiene un
final. Tenemos poco tiempo. Quien no cree en la eternidad, no tiene la paciencia de Dios, no está de su
parte. Somos esclavos del tiempo, pequeños, limitados, aplastados por nuestras ansias, y somos, por
tanto, impacientes, robamos el tiempo, comprimimos, empujamos, oprimimos a los demás cuando son
débiles, cuando son frágiles, porque si damos tiempo pensamos que lo perdemos, que no tenemos
recambio.
Es interesante ver que, en el libro del Apocalipsis, quien tiene ansiedad, quien está enfurecido,
impaciente, es el maligno. El demonio, que no es señor del tiempo ni de la historia, tiene prisa, no tiene
tiempo, está lleno de furor, porque le queda poco tiempo, un tiempo contado. Esta es la descripción que
nos da el libro del Apocalipsis [6].
La paciencia de Dios es su eternidad. Se preocupa por el hombre, por su salvación, y nos da el tiempo
indispensable para conseguirla. Porque la salvación es más importante que el tiempo que se pierde para
lograrla.
Cuántas veces nuestras valoraciones son discutibles, equivocadas, porque estamos totalmente
condicionados por esta criatura de Dios que es el tiempo. Dice el mismo texto de Pedro recién citado, en
su versículo anterior: «Pero hay algo, queridísimos, que no debéis olvidar: que para el Señor un día es
como mil años, y mil años como un día» [7]. Dios es magnánimo, porque tiene una relación «no ansiosa»
con cada uno de nosotros, no temporal, sino dentro de la plenitud de la verdad.

El tiempo es una criatura de Dios, como cada uno de nosotros, que vivimos en el tiempo y somos a
menudo esclavos del tiempo. Para poder dar tiempo a los demás hay que tenerlo. Para dar abundancia a
los demás hay que tener riqueza dentro de sí.
Entonces, ¿cómo puede penetrar en nosotros esta makrothymía, esta magnanimidad, esta
longanimidad, esta paciencia conmovedora de Dios hacia cada uno? ¿Cómo puede convertirse en una
cualidad nuestra, cómo podemos recibirla? Se trata de capitalizar lo que nosotros recibimos, de
apropiarnos completamente del tiempo que Dios nos da, es decir, del espacio de su misericordia, de su
paciencia.
Somos pacientes hacia el prójimo cuando tenemos muy presente cuánto nos ha perdonado Dios, toda la
paciencia que Dios ejercita con nosotros.
Hay reflexiones que deberían acompañarnos constantemente, como tener siempre presente que Dios no
nos trata según nuestros pecados, como mereceríamos.
Si este mundo estuviera regido por la justicia, si estuviera en manos de un Dios que quiere «ajustar
cuentas» con nosotros, y que no nos diera otras posibilidades, ninguno se salvaría. Dios no nos trata
según nuestros pecados. Al contrario, extiende su mano misericordiosa sobre nuestro ánimo. Ningún
hombre de la tierra se ha visto nunca realmente a sí mismo desenmascarado hasta lo más hondo, ni
siquiera las personas más execrables de la historia. Siempre hay una parte que Dios se reserva para el
juicio. Porque Dios es nuestro Padre, y un padre protege al hijo.
A veces percibimos a Dios como lejano de nosotros, pero en la ausencia de iniciativa por parte de Dios
podemos percibir el grito de su paciencia. Es el silencio de un Dios que nos mira con simpatía mucho más
allá de la apariencia, más allá de la cortina de humo que alzamos con nosotros mismos y usamos los unos
con los otros.
Hay que capitalizar esta paciencia de Dios. Con la medida con que medimos, nos medirán a nosotros. Y
hay que estar prevenidos antes de decir «basta, ya no te doy otra posibilidad», porque llegará el día en
que también nosotros necesitaremos otra oportunidad. Es un cheque en blanco que Dios firma a todos,
que nos inspira a todos un poquito del santo temor a un ajuste de cuentas.
La makrothymía, la magnanimidad del hombre, deriva de la de Dios. No es una bondad del hombre, una
cualidad, una capacidad, una actitud producida por nosotros; es una memoria, un acto de consciencia
constante. Eso es lo que hace que alguien como san Pablo, que tenía un temperamento justiciero y
violento como él mismo dice de sí [8], se convierte en magnánimo, paciente, capaz de dar a los demás
otra oportunidad. Vivimos todos de la segunda posibilidad que Dios nos da; y luego de la tercera, la
cuarta, la milésima.
La Iglesia vive de paciencia, de misericordia; la Iglesia se rige por la paciencia, por la misericordia. El
mundo entero se fundamenta en esta escandalosa capacidad de Dios, que ha mostrado en su Hijo
crucificado, de perdonarnos mientras lo matábamos: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»
[9]. Verdaderamente muchas veces sabemos poco de lo que hacemos y quizás escribimos para nosotros
mismos un certificado de «buena conducta», para sobrevivir a nuestra conciencia. No nos acordamos,
como vimos en el capítulo anterior, de que somos deudores de Dios. De la memoria de la paciencia de
Dios surge la dulzura, la lentitud para la ira, la paciencia hacia el prójimo.
¿Cuál es la característica del magnánimo, del paciente? Saber que Dios actúa. Todo hombre que comete
un mal hace sufrir a los demás pero, antes o después, ese mal recaerá sobre sus espaldas. Dejemos a Dios
el papel de juez supremo. Dejémosle a Él, que nos da la posibilidad auténtica, verdadera, de vivir con un
sentido del tiempo amplio, no ansioso sino sabio.
Dios sabe a dónde llevarnos, cómo «arreglar» las cosas, sabe cómo enderezar nuestra alma.
El magnánimo, el paciente, no permanece indiferente, sino que busca la justicia y se mueve en la
verdad, pero a partir de la paz, con paciencia.

Es una cuestión de eficacia. Una palabra dicha es eficaz si es magnánima. La magnanimidad no lleva a
callar sobre el mal: si uno es molesto, es molesto, y es inútil fingir que no pasa nada. La paciencia lleva a
decir lo que hay que decir, porque el otro es mi hermano, es muy valioso, no puedo perderlo.
No se habla a alguien molesto para deshacerse de él. Una cosa es tolerar, con desprecio, y otra muy
distinta ser, los unos para los otros, centinelas amorosos.

EL MOLESTO, MENSAJERO DE DIOS

Al inicio de este capítulo hemos remarcado que la impaciencia es la negación de esta obra de
misericordia, y lo es desde varios puntos de vista; pero también conviene insistir en que la impaciencia es
destructiva. El problema, en efecto, es que discernir, edificar, hacer cosas realmente grandes, requiere
una actitud constructiva que implica paciencia. ¿El paso de lo molesto a lo constructivo puede darse
eliminando únicamente la molestia? ¿En qué consiste exactamente esta actitud constructiva?
El arte de edificar es emblemático en toda la Escritura, edificar el Templo es uno de los temas centrales
del Antiguo Testamento. En el Nuevo habrá que edificar otro templo muy diferente. Tomemos un texto de
san Pablo en su carta a los Efesios: «Él constituyó a algunos como apóstoles, a otros profetas, a otros
evangelizadores, a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en perfeccionar a los santos
cumpliendo con su ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la
unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de
Cristo, para que ya no seamos niños que van de un lado a otro y están zarandeados por cualquier
corriente doctrinal, por el engaño de los hombres, por la astucia que lleva al error. Por el contrario,
viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el
cuerpo –compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente
a la función de cada miembro– va consiguiendo su crecimiento para su edificación en la caridad» [10].
¿Por qué acudir a este texto, a tratar esta obra de misericordia? Porque lo que más nos fastidia de las
molestias que nos causan los demás es que interrumpen lo que estamos haciendo. ¿Y qué? Aguantar a una
persona molesta es difícil, porque rompe el orden y estropea nuestro proyecto. Quizás, incluso nos impide
hacer aquello que considerábamos la voluntad de Dios. Y si esta obra de misericordia es sublime, como lo
es, y difícil, como lo es, lo es precisamente porque afecta a la fibra más profunda de nuestro crecimiento
espiritual. Para amar a un hermano que nos molesta mientras hacemos algo «santo», hay que amarlo más
aún que ese algo que hacemos. Aunque se trate de algo santo. Y la Iglesia no se edifica con proyectos,
sino con la caridad (Dios mío, ¿tendré un trabajo después de escribir este libro, en una Iglesia enamorada
de los proyectos, que a menudo hace trizas lo existente para ambicionar la hipotético?).
¿Qué es edificar?

En la Escritura, tenemos la parábola de la viuda inoportuna, que es la persona molesta por excelencia:
«Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella
ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: “Hazme justicia ante mi adversario”. Y durante mucho tiempo
no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como
esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme”. Concluyó el
Señor: “Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que
claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”» [11].
La interpretación de esta parábola que ofrezco en este contexto, es la siguiente: en la vida, yo soy el
juez, y quienes me molestan me están pidiendo que crezca. Las personas que me fastidian, las que
telefonean en el momento inoportuno, las que echan a perder las situaciones, las que llevan la contraria,
las que meten el palo entre las ruedas, son las que me obligan a pasar de mi injusticia al plan de Dios, a
hacer la justicia.
Se trata de hacer una obra de misericordia curiosa: transformar a las personas molestas, a los que
tienen el certificado de molestos, en emisarios de Dios, en personas que Dios nos manda, que Él permite
que lleguen a nuestra vida para que nosotros, de jueces inicuos, nos convirtamos en jueces generosos; se
trata de ver, en cada persona molesta, a una viuda inoportuna; en el fondo ¿qué me está pidiendo una
persona molesta? Me está pidiendo que interrumpa el curso de mis actos. Lo que es particularmente
molesto en cada momento es la «ruptura» de nuestro ritmo, de nuestra planificación, del planning.
Alguien molesto irrumpe en nuestro trabajo y nos obliga a hacer las cosas de otra manera, e incluso mal.
Hay una duda santa que viene a la cabeza: ¿y si Dios se está sirviendo de esta persona? ¿Y si Dios, para
interrumpir el plan de nuestra vida, que es el nuestro y no el suyo, se sirviera de personas que estorban,
para que dejemos de ir a nuestro ritmo y comencemos a ir al suyo? ¿Cuál es el suyo? ¿Cuál es el ritmo de
Dios? El ritmo de Dios es la paciencia, la lentitud a la ira, como hemos visto. Aquí se hace precisamente
referencia a esa calidad de Dios: la lentitud para reaccionar con ira.
Nuestro ritmo es perseguir la máxima eficacia, debemos hacer cosas, hacer cosas, hacer cosas, «hago
cosas, veo gente...» [12] y los molestos, las personas defectuosas, aburridas, cargantes, nos obligan a no
ser eficaces. Pero todo esto, ¿es realmente una pérdida? Desde un punto de vista operativo es dramático,
pero desde el punto de vista espiritual es una mano santa, extraordinaria, que doblega nuestro corazón.
Porque al final nos apegamos a nuestros ritmos, a nuestros objetivos y proyectos y, muy a menudo, los
defectos de los otros son emisarios de la providencia que nos obligan a permanecer con los pies en el
suelo, en la realidad, comprendiendo que las cosas llegan a buen fin si Dios nos ayuda, no si nosotros
somos eficaces y estamos siempre activos.
¿Qué sucede si el Espíritu Santo entra en mi corazón? ¿Qué querrá decirme? ¿El resultado de un
partido de fútbol? ¿El tiempo que hará el próximo domingo? Vamos... El Espíritu Santo me habla de la
obra de Dios, de Dios. Es el Espíritu del Hijo, el Espíritu de Cristo, el Espíritu en referencia al Padre, a
Dios; recibimos el Espíritu para ver cómo Dios obra en nuestra vida.
El impaciente es aquel que no sabe esperar. En nuestra vida, ¿hay algo que esperamos? Cuando ocurre
algo casual en nuestra vida ¿no es acaso un plan de Dios? ¿A través de las causas segundas, sigue siendo
Dios la causa primera de toda la historia, a pesar de todos los obstáculos, como el choque de las bolas de
billar? ¿Hay un diseño previo? ¿Existe la Providencia? ¿Existe un plan de Dios sobre nuestra vida? ¿A Dios
no se le van nunca las cosas de las manos? Dios no da a nadie permiso para pecar; por ejemplo, cuando
sufrimos un daño por culpa de otro, no es que Dios diga a ese alguien «puedes hacer el mal», porque Dios
no da permiso para pecar, y nunca el mal está presente en su plan; pero Él sabe sacar vida del mal, sabe
sacar vida de la ofensa, y fruto incluso de una molestia.
¿Existe o no existe una dirección en nuestra historia? ¿La vida es providencial o va adelante a tontas y a
locas?
Estas son las preguntas que nos cuestionan si poseemos o no la verdadera paciencia. Deberíamos leer a
san Pablo: «También nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia;
la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque
el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha
dado» [13]. Quién afronta las tribulaciones en el nombre de Cristo conoce la paciencia, y esta otorga la
virtud probada, donde el probatus es fundamentalmente la experiencia, el discernimiento, el haber
probado, el haber crecido, es decir, la vida adulta; y procede de haber visto muchas veces la gracia que
Dios nos ha regalado en medio de una tribulación. La paciencia es esa actitud por la que se sabe que, a
pesar del mal humano, Dios sigue siendo Señor de la historia, y nos está conduciendo a algún sitio: la
clave es dejar de mirar a la persona molesta y mirar, en cambio, a Dios.
Esto es ser constructivos. Esto es edificar. No ser esclavos de una hipotética arquitectura sino, aquí y
ahora, construir mediante todo aquello que nos sucede. San Maximiliano Kolbe construyó el amor gracias
a la crueldad nazi. Por eso necesitamos al Espíritu Santo, que habla de Dios: ¡no es un problema de
coherencia, de destreza o de fuerza! Es un problema de apertura a la acción de Dios.
Personalmente, puedo decir que Dios pone a menudo las gracias más grandes en manos de aquellos
que me han hecho daño. Dentro de poco serán veinticinco los años que llevo viviendo la experiencia de los
Diez Mandamientos, y si me fijara solo en el día de hoy, lo que he vivido y he visto sería suficientemente
grande como para exaltar a Dios, en mi caso y en el de miles y miles de personas, por toda la eternidad.
Pero, ¿y si explico que todo empezó porque un hermano hizo que yo faltara a la cita decisiva para mi
doctorado? ¿Y si cuento que sentí una rabia violenta hacia este hermano molesto que, ignorando la
situación, echó a rodar la planificación de mis estudios en ese momento? Había un intercambio de
correspondencia entre el secretario del Pontificio Instituto Bíblico y el entonces cardenal vicario de Roma;
yo tenía que ser profesor, y dedicarme a los estudios universitarios. Pero este hermano hizo que todo se
fuera al garete. De golpe me encontré con un mes libre, un entero septiembre. Y traté de pensar que
quizá era una gracia.
Recuerdo de forma inolvidable cuando el Señor apagó el enfado de mi corazón por medio de la Carta de
Santiago: «Atended ahora los que decís: “Hoy o mañana iremos a tal ciudad, pasaremos allí un año,
negociaremos y obtendremos buenas ganancias”, cuando en realidad no sabéis qué será de vuestra vida
el día de mañana, porque sois un vaho que aparece un instante y enseguida se evapora. En lugar de esto
deberíais decir: “Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello”» [14]. Era el verano de 1993. En
septiembre, con el doctorado perdido de momento, me llevé a los chicos a dos retiros, dicho y hecho. Era
lo más importante que había hecho nunca. Eran los dos primeros grupos de los Diez Mandamientos [15].

Quiero mucho a aquel hermano. Me hizo un gran bien. Hay tanta gente que se ha beneficiado gracias a
él. Debería contar muchas otras cosas, pero sería complicado crear una cortina de humo para no desvelar
los defectos de algunas personas. Pero puedo decir que las personas molestas me han hecho bien
siempre. Las gracias más grandes de mi vida me han venido a través de ellos. Y el combate ha sido
siempre el mismo: pasar de mi inteligencia a la Providencia.

EL «RITMO» DE DIOS

¿Está Dios detrás de mi historia? ¿Está Dios detrás de lo que me sucede? ¿Cuántas veces nos volvemos
duros, feroces, no se nos puede decir nada, porque tenemos en la cabeza un objetivo y no vemos nada
más? Dios, en su misericordia, ha previsto que el hombre sea libre, y esto implica que en el mundo exista
el pecado, y el pecado nos cae encima, a menudo de la mano de alguien. Nuestro Señor Jesucristo acoge
el mal y lo devuelve como don; consideramos el mal como un error que hay que esquivar, que hay que
tirar a la basura, y no como un modo para llegar a ser como el Padre, que es paciente. Muchas veces
frustramos el plan de Dios sobre nosotros, contristamos al Espíritu Santo, malogramos las gracias que
Dios nos manda; y Él calcula de nuevo el recorrido retomando el camino para salvarnos, a pesar de
nuestra oposición.
No olvidemos que también nosotros somos molestos para Dios, para Jesucristo, para ese pastor que
debe dejar de apacentar el rebaño, las noventa y nueve ovejas, y echar a rodar todos sus proyectos para ir
a buscar la oveja perdida. Tiene que ir hasta ella, tomarla sobre sus hombros; es molesta esa oveja, ¡pero
qué alegría reencontrarla! Así ha hecho Dios: a Él le interesa encontrarnos, llevarnos sobre sus hombros.
Cuando Cristo sufrió nuestras molestias, entró en el designio del Padre, y nos salvó.
La paciencia no es pasividad, ni resignación, sino aprovechar el dolor, ese concreto padecimiento, para
valorarlo y hacer que se convierta en algo... ¿En qué? Espera. La paciencia significa decir: «Estoy
esperando algo tan importante que puedo pasar por esto»; es aceptar un coste para que suceda algo
bonito: padecer por algo. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su
cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la
encontrará» [16]. Tomar la cruz es el segundo acto: el primero es negarse, negar el amor al propio
pensamiento, aceptar que lo que se piensa no es un absoluto, liberarse de lo ya proyectado. Liberarse de
la propia vida. En griego, psyché.
Sin duda, el más grande predicador de la Escritura es Moisés. En un libro entero, el Deuteronomio, se
recogen cuatro largos discursos suyos. Habla siempre él, habla, habla, pero debemos recordar que era
tartamudo [17]; el pueblo de Dios estaba allí ¡y debía recibir la Palabra de Dios de una persona con
dificultades verbales! ¡Menudo rollo! Pero si tienes la paciencia de escuchar lo que dice, Moisés ha
hablado con Dios y hasta entonces, nadie nunca había hablado así; tú quizá lo dirías en una cuarta parte
del tiempo, pero nunca dirías eso... ¿Lento e inmenso, o veloz e insulso? Decide tú mismo...
¿Qué quiere decir esto? Que el «ritmo» de Dios no es el mío, «porque mis pensamientos no son vuestros
pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos –oráculo del Señor–. Tan elevados como son los cielos
sobre la tierra, así son mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros
pensamientos» [18].
A veces también existe un fastidio, por así decir, santo; en la vida nos tropezamos con gente que saca
adelante algo muy santo, muy bueno, que sirve a los pobres, que ayuda a los marginados; nos
encontramos con personas insistentes, martilleantes, que aman tanto a los pobres de quienes se ocupan
que no dejan de insistir hasta que consiguen lo que necesitan sus pobres. Son personas que nos molestan
hasta que abrimos el corazón. Muchas veces nos hemos encontrado con personas tenaces en hacer el
bien hasta el fastidio, hasta obtener, quizás de poderosos muy indiferentes, un bien para alguien: don
Oreste Benzi [19], por ejemplo, en mi opinión es un santo de nuestra época, una persona dulce pero
insistente, que pedía y pedía, para ayudar a las pobres mujeres que libraba de la opresión de la
prostitución; pedía ayuda y la obtenía. En sus alegres batallas era sabiamente, dulcemente,
misericordiosamente fastidioso; sabía insistir hasta que obtenía el bien que buscaba: este fastidio es
realmente santo y oportuno.
Todos nosotros, al final, hemos tenido que aceptar que aquello que nos pedía alguien con insistencia
era razonable, o que su empeño en interrumpir nuestras rutinas, finalmente, era un bello empeño. Un
niño puede ser molesto, pero es justo que lo sea: es un niño, ¿qué quieres que sea? ¡Debe lograr que le
hagamos caso! Los jóvenes saben ser molestos, pero es justo que lo sean: buscan paternidad, que les
cuidemos, una mirada, sabiduría, y es justo que lo pidan. Esperemos que no se cansen de pedirlo, y que
no se desalienten si encuentran en nosotros frialdad.
Hay una bellísima frase de Francisco de Asís: «Es tal el bien que espero que cada pena me es amada»,
la pena que encuentro en mi camino, me resulta incluso agradable, porque sé que me llevará al bien.
¿Cuándo una persona molesta llega a resultarme insoportable? Cuando pierdo de vista el bien hacia el
que me encamino. ¿Cuándo esa misma persona es soportable, sostenible? Cuando no la considero ajena al
bien que persigo. ¿De qué bien se trata? ¿Para qué caminamos? Si antes hemos dicho que nuestro
problema son los proyectos que se rompen, esto quiere decir que apreciamos mucho nuestros proyectos,
pero la única cosa que vale la pena apreciar es... el corazón. Su capacidad de amar.
Se vive para aprender a amar: esta es la tarea fundamental de mi existencia; he nacido para conocer,
amar, servir al Señor en esta vida y en la próxima, y dejarme amar por Él. Sobre la lápida de la tumba de
Chiara Corbella está escrita esta maravillosa frase: «Lo importante en la vida no es hacer algo, sino nacer
y dejarse amar». He nacido para amar, y no es ajeno a este reto el hecho de que alguien me dé la lata, me
ponga obstáculos, me moleste: es precisamente el banco de pruebas, la vía por la que crezco; quiero
tener paciencia para soportar a las personas, pero la realidad es que las personas insoportables me
enseñan la sabiduría, están en función del crecimiento de mi corazón, si yo decido crecer.
Si mi espera está bien orientada, ¿a qué espero? Cuando hago lo que me apetece, ¿es realmente eso lo
que me descansa, lo que realmente persigo? ¿O más bien espero alcanzar la meta del amor, y perderme a
mí mismo amando de verdad? Si lo que espero es esa meta del amor, si mi paciencia se orienta a ella, no
es tan insoportable la idea de que alguien nos ponga a prueba, y nos exaspere un poco: construir el amor
implica paciencia. Vivimos en una sociedad de usar y tirar, donde las cosas deben ser inmediatas y sin
duración, pero el amor no puede ser así: el amor es fiel, y el de Dios es eterno. Y el nuestro aspira a serlo.
El amor es estable, indisoluble. Todo el amor, no solo el amor entre los esposos; toda relación, si es
auténtica, es indisoluble; no prevé una ruptura; toda amistad es indisoluble si es verdadera; toda
fraternidad es indisoluble si es verdadera. Pero exige paciencia, no la lógica utilitarista de la explotación.
Esto vale también para la creación, como dice espléndidamente el papa Francisco en la Carta Encíclica
Laudato si’ sobre la ecología: el hombre explota el mundo, en lugar de tomarlo como un don y como
ocasión de amor.
Debemos caminar en profundidad, en esa profundidad que es el centro y la verdad del ser: hemos
nacido para aprender el arte del amor verdadero. Las personas molestas son maestros perfectos,
ejercicios vivos.

Para ganar una carrera, es muy bueno que, durante su entrenamiento, el atleta sea sometido a
dificultades serias. Lo mismo nosotros: si debemos llegar a amar como Jesucristo, no nos quejemos si Dios
nos da una oportunidad. Dios, en su misericordia, nos regala esas personas molestas. Amémoslas. Si las
perdemos, perdemos también el camino del amor.
7. REZAR A DIOS POR LOS VIVOS Y LOS DIFUNTOS

Muchas veces he acompañado a jóvenes a conocer un monasterio de clausura. Cuando hablábamos con
las monjas, alguno preguntaba: ¿pero, encerrarse aquí dentro, no os parece una pérdida de tiempo? En el
mundo hay un montón de problemas, ¿por qué estar aquí? ¿Por qué gastar la vida de un modo tan inútil?
Impresiona comprobar cómo este tipo de afirmaciones/preguntas parecen muy «sociales» o
«solidarias», pero en el fondo revelan una visión individualista: uno piensa que debe ponerse en marcha y
salvar el mundo por su cuenta, a su antojo, según sus propios criterios más o menos rectos.

Y así se pierde un montón de tiempo y de energía. Por desorden y unilateralidad. Cuando el bien, en
realidad, es de por sí de mayor envergadura que la actividad de un individuo aislado.

Las monjas responden muchas veces con el mismo ejemplo: ¿sabes que la Iglesia es un cuerpo? ¿Sabes
que todos estamos unidos? Cada uno realiza una parte de la misma misión. Mira, don Fabio evangeliza,
pero ¿te das cuenta de que don Fabio no es nadie sin nosotras? Tus manos se mueven y hacen cosas
«útiles», pero ¿sabes que tienes un corazón en el pecho que, si deja de latir, tus manitas no harán nada de
nada? ¿Sabes que detrás de don Fabio hay personas que lo sostienen? ¿Y que, quizá no hablarán nunca
contigo, pero te ayudan por medio de él?

Una vez mandé a una chica a su parroquia, a pedir un certificado de bautismo, necesario para pasar un
tiempo de prueba en un monasterio. ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca! El sacerdote le soltó una filípica
sobre la inutilidad de los monasterios... Me quedó clara una cosa: aquel cura no rezaba, o lo hacía tan
mal, que no entendía qué era lo más urgente.

Si las cosas que hago no nacen de la oración, soy gris, soy una película en blanco y negro, transparente,
sin profundidad. Porque no he removido mi corazón y, sobre todo, no me he dejado remover. Y me
convierto en un profesional... ¡Dios me libre! Y, sobre todo, libre al pueblo de Dios de un sacerdote que no
reza.
Cristo salvó al mundo. Sí, pero después de treinta años de silencio. Y cuando se puso manos a la obra,
se tomaba unos blackouts irritantes: «De madrugada, todavía muy oscuro, se levantó, salió y se fue a un
lugar solitario, y allí hacía oración. Salió a buscarle Simón y los que estaban con él, y cuando lo
encontraron le dijeron: “Todos te buscan”. Y les dijo: “Vámonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para
que predique también allí, porque para esto he venido”» [1]. Y a Simón le toca entonces dejar su casa en
Cafarnaúm, para ir de un lado a otro.

Jesús no se mueve si no es a partir de la oración. Y en la oración descubre su «otra parte», su destino.


Se detiene para poder partir. Su misión arranca con cuarenta días de oración. Y antes de hacer lo más
importante –padecer, morir, ser sepultado y resucitar–, lo prepara en Getsemaní. No para planificar. No
para equiparse. Para dialogar con su Padre celestial.

Y ha rezado por mí sobre la cruz. El hombre que ha marcado la historia más que ningún otro, lo hizo
con una sublime inutilidad. Con la cruz, sin concederse ningún movimiento. Nadie más inútil que alguien
así. Nosotros decimos: tengo las manos atadas, no puedo hacer nada. Él las tiene clavadas. Y ha salvado
el mundo entero.

HABLAR A DIOS DE LOS HOMBRES

La última de las obras de misericordia espirituales es rezar a Dios por los vivos y los difuntos. ¿Por qué
es la última de la lista? ¿Es acaso la menos importante? Normalmente, en las dinámicas de la fe, lo último
es el punto de llegada, la meta.

Como hemos visto, actuamos instintivamente, como si ponerse a rezar fuera una actividad noble. Pero,
con espíritu práctico, en caliente ante los problemas, consideramos esta obra de misericordia menos
urgente o menos eficaz que las otras. Nuestra obsesión por la eficacia y nuestro creernos casi como el
Padre eterno, nos llevan a actuar, a decidir, a movernos... Y dejamos de hablar con Dios... Sí, de acuerdo,
hay que rezar..., pero después, en cuanto pueda, seguro, lo haré, no te preocupes, enseguida voy,
mientras tanto empezad vosotros, aquí hay problemas que se deben resolver.

Esta obra es «la otra parte» de las otras obras de misericordia. ¿Por qué? Las obras de misericordia
sirven a los hombres, y las espirituales –al menos cuatro de las siete–, hablan a los hombres de Dios. Pero
muchas veces esto no es posible, no lo logramos, porque no tenemos las condiciones necesarias, o porque
resulta inútil: el otro no escucha y no nos acepta. Entonces, de hablar a los hombres de Dios, hay que
pasar a hablar a Dios de los hombres.
Subrayo que aquí no se habla de oración genérica. Alguien podría pensar que esta es una oportunidad
para tratar sobre la oración en sí misma. No, el tema aquí es: rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
Tenemos que hablar de un tipo específico de oración, la de intercesión. Es interesante recordar una frase
de san Juan Crisóstomo: «La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad fraterna a
pedir por los demás» [2].

Pero podemos rezar por los demás sin caridad, sin corazón, distraídamente, como muchas veces ocurre
en las fórmulas de oración colectivas y grandilocuentes; por ejemplo, podemos rezar por la paz del
mundo: como un acto estético, más bien formal.

De hecho, esta obra de misericordia espiritual cuenta, entre sus sucedáneos, con un peculiar sustituto:
la oración no se opone sólo a la «no oración», sino a la oración superficial. La oración exige amor, y el
amor es un movimiento de mí hacia el otro, que, en este caso, pasa por el diálogo con Dios. Pensemos
cuántas veces hemos percibido netamente la oración como una realidad epidérmica, formal.
Este tipo de obra espiritual tiene una extraña característica: es invisible, no es una obra que te
retroalimenta, que da una experiencia relacional, como las otras. Si yo rezo por ti, tú no me ves hacerlo, y
viceversa. Y así sucede que nos prometemos mutuamente oraciones. ¿Verdaderamente rezan los unos por
los otros, como afirman? ¿Es cinismo dudar, o realismo?

¿Por qué es necesario el amor para la oración de intercesión? Por dos razones: por Aquel a quién
suplicamos, y por aquellos por los que suplicamos.

En primer lugar, no rezamos a un ente, no presentamos una instancia burocrática que pone en marcha
un procedimiento administrativo, etc. Dios mira nuestro corazón y no nos dará nunca una cosa que, en
realidad, no pedimos en serio.
«Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» [3]. La fuerza de esta frase del
Evangelio está precisamente en la primera parte: pedid. Si no pedís y no llamáis, ¿cómo se os podrá dar?
Pedir es implorar, y al mismo tiempo creer que el otro tiene el poder de satisfacernos. Aquí están
implicadas un montón de cosas pequeñas serias, del tipo: sinceridad, fe, determinación, constancia.
Si nos fijamos en la distracción con que se arrastran los domingos las repeticiones de los formularios en
las oraciones de los fieles... Tendría que ser gente que habla enérgicamente con el Omnipotente. Mejor:
tendría que ser un ejército de hijos que, con una confianza inquebrantable, suplican a su buen Padre,
como hace un niño que quiere a toda costa que su madre le dé una cosa, y la atosiga hasta conseguirla.
Conviene pensar que la oración es un paradójico combate con Dios. En el libro del Génesis, por
ejemplo, Jacob lucha toda la noche contra Alguien, al que en la oscuridad no logra ver claramente; poco a
poco comprenderá que el adversario es Dios mismo. Y de aquella noche saldrá debilitado –porque ha
conocido sus límites– y, a la vez, reforzado, cambiado, madurado: nada menos que, efectivamente cambia
su nombre por el de «Israel». Es un episodio clave en el Antiguo Testamento: se muestra así al Patriarca
por excelencia, al hombre que ha conocido la naturaleza profunda de la relación con Dios, y revela la
importancia de la seriedad en la oración. La lucha simboliza la voluntad de Dios de hacernos crecer en
nuestro verdadero deseo de oración. Benedicto XVI, sobre este episodio, decía lo siguiente: «La oración
requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario,
sino con un Señor que bendice... por esto el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica
fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea» [4].
El combate de la oración.

La Iglesia dice: «La oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las
astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su
Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora» [5]. En cambio, las oraciones de los fieles, como a
menudo se leen, obtendrían el mismo «share» de atención que una conferencia sobre la extinción del
ornitorrinco plantígrado en el sur de Angola.
Esto se debe, en parte, a una deriva litúrgica de tipo pavloviano: un reflejo condicionado, un acto que
se realiza con la cabeza en las nubes, donde el cuerpo y la lengua reaccionan con una cantinela, con una
participación interior comparable al indicador de stand-by del televisor. Comienza la Misa y se inicia la
marcha del pelotón: se hacen las cosas todos juntos, un-dos, un-dos, ya llegaremos a algún sitio. De
pronto aparece la oración explícita por nuestros hermanos y por el mundo entero. Pero, ¿de verdad?
¿Hemos rezado por las víctimas del terremoto? ¿Seguro? No sé, no estaba atento.
Pero nuestro estado de auto-referencialidad tendencialmente individualista, mucho más preocupante
que la deriva formal litúrgica, nos lleva a observar con una gélida distancia los problemas de las personas
que nos circundan, y los del mundo. El telediario, mientras comemos: sucesos del mundo, como fondo
genérico del marco de la vida. Otras veces, al contrario, existe una participación sentimental, ocasional,
de epidermis cardíaca, nada que nos afecte realmente. Duración escasa: se nos pasa el estado de ánimo, y
pronto ni nos acordaremos.

Las tragedias ajenas alimentan la curiosidad, no son preguntas existenciales, personales, que nos
interpelen.

Para la oración nos hace falta amor, porque la gracia pasa por el amor. Y lo que pedimos a Dios no tiene
cauce mejor. El mundo se salva por el amor. Y todas las cosas hermosas que debemos hacer en esta tierra,
si las hacemos sin amor, son inaceptables, frías. Dejaremos de hacer las cosas solo para decir que las
hemos hecho, y comenzaremos a hacerlas de verdad, cuando nuestro corazón se implique sinceramente.
El problema es que esta obra de misericordia requiere algo muy noble en lo profundo de nuestra
existencia. Exige que nazca de las entrañas de nuestro ser. Orar a Dios por los vivos y los difuntos implica
olvidarse de uno mismo y centrar toda la atención, toda la voluntad, en las necesidades del otro,
realizando un acto que tal vez quede sin respuesta, tal vez ni se vea, tal vez ni nos den las gracias.

UNA OBRA DE MISERICORDIA QUE BROTA DE NUESTRA IMPOTENCIA

Esta obra se basa en una relación se dirige a Dios y mira hacia los demás. Su acción brota, fluye,
cuando comprobamos nuestra impotencia, cuando descubrimos que no podemos hacer más (como si rezar
fuera poca cosa...). En realidad, con la oración vamos al núcleo de todas las obras que hacemos.
Pensemos en el caso de los padres. Deben hacer tantas cosas por sus hijos... Es en la paternidad y en la
maternidad donde se lleva a cabo el cuidado concreto y objetivo por ellos, hasta el punto de que todas
estas obras de misericordia pueden leerse en clave paterno-materno-filial.

Los padres dan de comer y beber a esos hambrientos y sedientos que son sus hijos; los acogen y visten,
porque llegan desnudos y hay que protegerlos; los atienden con cuidado; los asisten cuando están
enfermos, los confortan cuando el miedo los atrapa. Cuántos consejos hay que dar a un niño, cuántas
dudas hay que resolver, cuántas cosas hermosas hay que enseñarle, cuántos errores hay que corregir con
amor, y cuántas veces hay que consolarlos, animarlos, devolverles la confianza. ¡Qué hermoso oficio!
En fin, hay que perdonarlos miles de veces, y sólo Dios sabe cuánto puede herir un hijo. ¡Y qué molestos
pueden llegar a ser! ¡Qué paciencia hace falta! Y la tienes. Te llega.
Pero hay un momento en que tú, padre, descubres que no puedes hacer nada por tu hijo, porque ya no
te escucha, no te aguanta, te acusa de cosas que ni siquiera entiendes, te trata como a un inútil, te
esquiva.
Peor: llega el día en que un padre y una madre descubren que podrían hacer algo, pero no deben,
porque el hijo ha de crecer, ser autónomo: y hay que respetar su libertad pues, de lo contrario, se
convertirá en un pelele. Cuánta gente rechaza ese día y no pasa a la fase siguiente: aceptar que ya no
debe hacer nada más por su hijo.
En ese día sólo puedes orar, en ese momento puedes y debes ponerte a rezar, a ayunar, a dar limosna
por tu hijo, sin decírselo.
Puro amor, pura gratuidad donde se es padre hasta el fondo. Y eso implica establecer una relación
saludable, objetiva, con nuestra impotencia. Tenemos límites; y exigen la apertura a la oración. Pero para
esto necesitamos tener el sentido de Dios, de Su potencia, inclinarnos ante algo que solo Él puede hacer.
Muchas veces queremos convertir el corazón de las personas, pero esto no está a nuestro alcance.
Solamente podemos ofrecer a Dios nuestro corazón. Y ay de nosotros si no lo hacemos. Tantas veces, por
no habernos puesto a rezar, hemos forzado las cosas. Teníamos que haber rezado y, sin embargo, hemos
abrumado con palabras a quien necesitaba un buen consejo, hemos acosado al triste, exasperado al
equivocado, confundido al ignorante. Por soberbia hemos seguido diciendo y haciendo cosas que no
debíamos hacer, en vez de quedarnos quietos en nuestro sitio y, en lo recóndito, alzar las manos, no en
señal de rendición, sino de oración: «Cuando Moisés alzaba las manos, vencía Israel» [6].
Aceptar ser criaturas es lo más difícil. La oración es un acto típico de la criatura hacia su Creador, de
alguien pequeño hacia su punto de referencia, de un ser limitado y mortal hacia la fuente de la vida: así
estamos nosotros, ante el Eterno.
Muchas veces no vivimos esta obra de misericordia porque no reconocemos que «yo solo llego hasta
aquí», y «aquí me paro». Y arruinamos tantas veces nuestra vida por intervencionismo.
Entendámonos: no digo que no hagamos lo que debemos hacer, o que nos conformemos con hacer lo
menos posible. Hace falta tener equilibrio en todo, y lógicamente, también en esto. De hecho, existe otro
curioso sucedáneo de esta obra de misericordia: rezar por alguien, cuando podríamos hacer algo por él.
Esto también es absurdo.
Podríamos resolver el problema de una persona y, en cambio, le decimos: rezo por ti. Obviamente, es
mejor lo primero. Necesitamos sentido de la realidad, nobleza de percepción, sentido de la medida, que
solo la verdadera caridad puede dar.
Podemos movernos entre la oración distraída y su otro extremo, el intervencionismo, pero hay una
postura equilibrada: la oración amorosa que, cuando se le pregunta si puede todavía hacer algo más, o
cuando ella misma percibe sus límites, se convierte en un grito dirigido a Dios, en una súplica confiada.
Debemos estar atentos, pues todo esto implica a la fe. Todo está relacionado esencialmente con un
aspecto del don del bautismo: el sacerdocio común de los fieles.
Existen ministros del sacerdocio de Cristo, los ordenados, los sacerdotes; pero, en realidad, cada
cristiano es sacerdote, tiene acceso al corazón de Dios, porque es su hijo, y puede interceder por el
mundo entero, por todas las personas. Sabemos que la Iglesia vive de la oración, porque vive de un
corazón escondido, que late y que bombea su fuerza a todos los rincones de esta relación con Dios.
Hemos empezado recordando la respuesta de las monjas de clausura a los jóvenes que llevo a veces
para que charlen con ellas. Es hermoso citar el texto de santa Teresita de Lisieux que inspira su
respuesta: «Teniendo un deseo inmenso del martirio, acudí a las cartas de san Pablo, para tratar de hallar
una respuesta. Mis ojos dieron casualmente con los capítulos doce y trece de la primera carta a los
Corintios, y en el primero de ellos leí que no todos pueden ser al mismo tiempo apóstoles, profetas y
doctores, que la Iglesia consta de diversos miembros y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano.
Una respuesta bien clara, ciertamente, pero no suficiente para satisfacer mis deseos y darme la paz.
Continué leyendo sin desanimarme, y encontré esta consoladora exhortación: Ambicionad los carismas
mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional. El Apóstol, en efecto, hace notar cómo los
mayores dones, sin la caridad, no son nada, y cómo esta misma caridad es el mejor camino para llegar a
Dios de un modo seguro. Por fin había hallado la tranquilidad.
Al contemplar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido a mí misma en ninguno de los
miembros que san Pablo enumera, sino que lo que yo deseaba era más bien verme en todos ellos. En la
caridad descubrí el quicio de mi vocación. Entendí, que la Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión
de varios miembros, pero que en este cuerpo no falta el más necesario y noble de ellos: entendí que la
Iglesia tiene un corazón y que este corazón está ardiendo en amor. Entendí que solo el amor es el que
impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia y que, si faltase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el
Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor
encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una
palabra, que el amor es eterno.
Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: “Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi
vocación: mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es el que tú me
has señalado, Dios mío.
En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se
verá colmado”» [7].
Santa Teresita, la Patrona de las misiones, de la evangelización, es una mujer que nunca salió de su
monasterio; murió joven; rezaba, y sabía, por haberlo percibido en el momento clave de su
discernimiento, que el corazón de todo es el amor, y estar en contacto con el amor es vital para la
salvación del mundo entero, y para la Iglesia.

LA SUSTANCIA DE LAS DEMÁS OBRAS DE MISERICORDIA

Vale la pena reiterarlo: en esta obra de misericordia encontramos la sustancia de las demás, porque
rezar por los vivos y los difuntos es lo invisible de las otras obras. Pensemos en qué se convierten esas
obras si no provienen de la oración.

Pensándolo bien, al adentrarnos en este viaje, hemos procurado enumerar los sucedáneos de las obras
de misericordia espirituales; y estos sucedáneos, si los miramos a fondo, tienen una fuente constante, su
raíz es siempre la misma: la ausencia de relación con Dios. Y, por lo tanto, son caricaturas sin
profundidad.
Cuando no hay corazón tras el acto que realizo, es porque no hay oración. Porque parto de mí mismo y
no de Dios. Y lo que ofrezco es mediocre. No tiene eternidad. Porque por mí mismo no tengo eternidad, y
no la consigo a martillazos de voluntarismo. La misericordia es la riqueza de Dios. No la mía.
Se puede dar de comer a los hambrientos o dar de beber a los sedientos sin misericordia. ¿Es posible?
Este es precisamente el tema fundamental del capítulo decimotercero de la primera carta a los Corintios,
tan querido de santa Teresita: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo
caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos. Y aunque tuviera el don de profecía y
conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si
no tengo caridad, no sería nada. Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para
dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía» [8].
Podría entregar mi cuerpo, dar todos mis bienes, pero sin amor. No necesito amor para hacer en
concreto las obras de misericordia. Las puedo hacer. Pero hay que ver cómo.
Podría vestir a los desnudos, pero sin darles dignidad, como un distribuidor automático, mientras que,
en realidad, quien te viste lo hace como Dios tras el pecado, que cose los vestidos –la imagen es de una
ternura infinita– para los avergonzados Adán y Eva: un Padre que cubre a sus niños débiles. Podría alojar
a los peregrinos como un hotelero, sin preguntarme si les he hospedado realmente en mi corazón, sin
«hacer familia» con ellos. Podría visitar a los enfermos para sentirme en paz con mi conciencia, porque no
había ido todavía a ver a esa persona enferma y quiero quedar bien, pero sin compartir su dolor: cubro
así el expediente y me marcho, cuando el nivel de incomodidad alcanza el máximo sostenible. Puedo
visitar a los presos, pero permanecer ajeno a su condición. O hacerlo con cierta condescendencia.
La más emblemática es la obra de misericordia corporal de enterrar a los muertos: ¿cómo enterrarlos
sin rezar por ellos, sin creer en la vida eterna? Es una actitud de sepulturero: una tarea física que no
siente la pérdida de la persona, simplemente la mete en la tumba. ¿Es esto «enterrar»?
No podemos hacer las obras de misericordia corporales sin la séptima obra de misericordia espiritual.
Ni siquiera podemos hacer las otras seis obras de misericordia espiritual sin la obra de la oración.
Pensemos en aconsejar al dudoso sin haber rezado antes, sin habernos puesto ante la certeza de Dios –
que necesitamos, para hablar con el que duda–, y sin haber penetrado en su necesidad, para hacernos
cargo de su drama.
Pensemos qué puede enseñarse sin la oración del corazón, sin amor... Le daremos con los datos en la
cabeza, trayéndonos sin cuidado su bien más grande, su corazón.
Pensemos qué es corregir al que se equivoca, sin la ayuda de la oración: se ve mucha gente que debe
hacer reproches al prójimo, puntualizarle, decirle «la verdad». Pero, ¿estás rezando por la persona a la
que debes reprender? ¿Estás dispuesto a ayunar por él, a hacer una limosna –de las serias– por aquel
hermano? ¿Realmente rezas por esta persona? Si no has rezado, quédate quieto. Es mejor no hacer de
sabelotodo, más propio de quien no es discípulo de Dios misericordioso.
Lo mismo sucede con el perdón de las ofensas: se puede otorgar como un acto de simple recuperación
de la paz con uno mismo, como un acto de sanación de los propios problemas. En efecto, muchas veces se
alardea del perdón, con la convicción de haber perdonado, pero solo se ha desplazado la atención; no hay
oración ni amor por el prójimo.
¿Y soportar pacientemente a una persona molesta? Se puede realizar dejando pasar el tiempo,
esperando que esa persona desaparezca y nos deje en paz... Pero no será un recorrido interior personal,
en el que crezco en la paciencia del amor; este camino interior solo puede venir de Aquel que es paciente,
tardo a la ira, rico de gracia, lleno de misericordia.

SOLO EL AMOR CREA

Las obras de misericordia, si no nacen de la intimidad de Dios, del secreto entre nosotros y Dios, ¿de
dónde provienen? ¿Qué podrán ser? Solo filantropía horizontal, limitada al sentido de la justicia y del
propio perfeccionismo. No tendrán profundidad, ni tocarán la belleza de servir en secreto. Las obras de
misericordia corporales y espirituales necesitan la invisibilidad de la oración. Si no parto de esta relación,
de la relación que me da el amor, y de la relación con la Santísima Trinidad; si no pido, como hijo, al
Padre, aquel amor que es el Espíritu Santo, ¿qué iré a hacer después? En la relación trinitaria cada
Persona hace emerger la otra: es el verdadero amor, el parámetro en el que basar las obras de
misericordia. Cristo intercede ante el Padre y el Espíritu Santo nos lo revela.
¿De dónde vienen las obras de misericordia corporal y espiritual? Todo nuestro viaje ha sido como
pasar la aduana de las obras de misericordia, desde lo horizontal a lo vertical, desde lo visible a lo
invisible, de lo simplemente humano a lo humano tocado por lo divino, de nuestros balbuceos afectivos
hasta la caridad, virtud teologal y don de Dios. Cruzar desde lo que improvisamos por nosotros mismos
hasta lo que Dios puede hacer dentro de nosotros, solo Él sabe cómo. Porque, en caso contrario, todas
estas obras podrán suplirse con buenismo, activismo y perfeccionismo.
La oración es un acto poco visible ante los demás: es un secreto, es algo íntimo, o al menos debería
serlo. Si en ese secreto tratamos de nuestra relación con el prójimo, y si en ese trato con él
permanecemos en presencia de Dios, entonces, cuando llegamos al prójimo, llevamos a Dios. Es decir, si
yo me encaro con Dios teniendo presentes a los demás, me encaro con los demás teniendo presente a
Dios. Y lo que hago, quizá sin necesidad de palabrería y alardes, se convierte en anuncio, en
evangelización, porque vengo del amor, de la realidad invisible de Dios.
«¡Solo el amor crea!», dijo san Maximiliano Kolbe poco antes de ser internado en Auschwitz. Qué gran
verdad: el amor no solo vence al odio, sino que da una forma maravillosa a todo lo que hacemos.
Debemos recordar algo fundamental en la vida cristiana: lo prioritario no es el qué, sino el cómo.
La cosa más incisiva es el corazón con el que hacemos las cosas.

Los actos pueden ser grandilocuentes, como también lo son las pompas del mundo, pero engañan al
mundo, y no provienen de Dios.
Nuestras obras pueden ser pequeñas, pero nacen del Padre y de nuestra libertad.
Entonces salvan al mundo. Porque le dan sabor.
Pero nos hemos hecho una pregunta por aquí y por allá al tratar las otras obras de misericordia. ¿Por
qué no plantearla también ahora? Si las otras trece obras nacen de la decimocuarta, ¿de dónde nace esta
última? ¿De dónde brota la oración? ¿Cómo se llega a ella? ¿De dónde surge ese grito sincero hacia el
Eterno? Sencillamente, de la angustia.
¿Cómo? ¿De dónde? De la pobreza, de nuestras limitaciones, de nuestra impotencia, de nuestras
necesidades. De la angustia, repito. Es decir, Dios nos ha dado el don de la angustia para admitir que no
nos bastamos, que Le necesitamos, que los números no cuadran, que necesitamos pedir ayuda.
Pero nos defendemos de esta angustia, intentamos eludirla aturdiéndonos a nosotros mismos,
alienándonos.
Planteemos mejor la pregunta: ¿de dónde nacerá una oración sincera por nuestros hermanos vivos y
difuntos? Se trata de buscar la angustia que nos lleva a gritar pidiendo auxilio, y digamos que es un
trabajo un poco amargo: hacer llegar al propio corazón el dolor ajeno. Mirarlo, y no hacer luego zapping.
Quedarse con el dolor, hacerse cargo de la pérdida.
Cuando el corazón te duele por alguien que has perdido o que sufre, entonces rezarás de veras por él.
No duermes, no logras pensar en otra cosa, sientes una profunda pena, intuyes las lágrimas que aguardan
a un milímetro de tus párpados. Sí, rezas, suplicas, imploras. Y estás dispuesto a renunciar a lo tuyo con
tal de que Dios le ayude.
El amor no nace de una panza llena. No nace del confort. Nace de la amarga corriente de aire de tus
limitaciones, que, si no te opones, será una puerta abierta en la que te sentirás débil, abrirás tus ojos a la
debilidad ajena y compartirás su peso, su dolor. Y llegan entonces las atenciones, de débil a débil.
La misericordia de Dios busca nuestra pobreza y la ama.
Y nuestra pobreza, una vez amada, se convierte en misericordia.
AGRADECIMIENTOS

Este libro se debe a la perseverancia de muchos que han insistido en que lo escribiese. A todos los que
recuerden haberme animado, va mi agradecimiento. Para no tener que seguir escuchándoos, he gastado
mis dos semanas y media de vacaciones. Y teníais razón. Me ha hecho bien, lo he escrito finalmente entre
el descanso y la oración.
En la redacción me han ayudado los chicos que frecuentan el camino de los 7 Signos, transcribiendo las
catequesis y las sesiones; sobre todo, el principal responsable –imprescindible– de este texto es Fabrizio
Fontana, que me ha ayudado en todo y para todo de manera sabia, cortés y enriquecedora.

También debo agradecer a mi asistente, Elisabetta Palio, que me hace tantas veces de chivo expiatorio,
y aguanta mi rudo carácter.

Para no ofender a nadie, aparte de estas dos personas, no doy las gracias explícitamente a nadie más,
aunque de esta manera ofendo a muchos más. Es cuestión de democracia eficaz.
NOTAS

Notas de ‘La Misericordia y sus sucedáneos’

[1] En alemán, «Dios con nosotros» (NdT).


[2] Ex 34, 6-7.
[3] Ef 2, 4.

[4] Sal 136, 1-6.

[5] Sal 136, 10-11.

[6] Sal 136, 25.


[7] Is 49, 15.
[8] Sal 103, 8-13.

[9] Dt 8, 5.
[10] Ex 34, 7.

[11] Lc 1, 46-55.
[12] Lc 6, 36.

Notas de ‘Las Obras de Misericordia corporales y espirituales’


[1] Mc 2, 5.

[2] Mc 2, 6-7.
[3] Mc 2, 8-12.
[4] Jn 20, 19-23.
[5] Mc 1, 11.

[6] Mc 15, 34.


[7] Jn 20, 21.
[8] Jn 13, 23-25.
[9] Jn 1, 18.

[10] 1 Jn 4, 7.

[11] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 14.


[12] Mt 25, 31-40.
[13] St 2, 18.
[14] 1 Cor 2, 12-16.

Notas del Capítulo 1

[1] En el texto original italiano, las obras de misericordia espirituales son: «Consigliare i dubbiosi,
insegnare agli ignoranti, ammonire i peccatori, consolare gli afflitti, perdonare le offese, sopportare
pazientemente le persone moleste, pregare Dio per i vivi e per i morti», mientras que en el catecismo
español se citan en distinto orden: «Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir
al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del
prójimo, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos». Para seguir el esquema original hemos preferido
empezar por lo que en el catecismo español se considera la segunda obra de misericordia, y se enuncia de
otro modo: Dar buen consejo al que lo necesita.
[2] René Descartes, Discurso del Método, IV.
[3] C.S. Lewis, Las Crónicas de Narnia.
[4] Jn 11, 21-27.
[5] 2 Cor 1, 17-20.

[6] Sal 49, 21.


[7] S. Agustín, De vera religione, 39, 73.

[8] S. Agustín, La Trinidad, 8, 2.

[9] Sal 51, 7-8.

[10] Blaise Pascal, Pensamientos - Sumisión, 268.


[11] Sal 119, 71, 75-76.

Notas del Capítulo 2


[1] Mt 27, 46; Mc 15, 34.

[2] Antonio Gramsci, Quaderni dal carcere, p. 1523.

[3] George Orwell, 1984, Cap. I.


[4] Gen 3, 1. A decir verdad, la actual traducción es imprecisa. El hebreo del texto, literalmente, juega
con una ambigüedad que también es posible provocar en la lengua italiana. El texto sería: «¿Es cierto que
Dios ha dicho: “No comeréis de todos los árboles del jardín?”». Aquí hay diversas trampas; una es jugar
con el “no todos los árboles”. Son dos los significados presentes: 1. No comeréis de todos los árboles
(prohibición total de comer de los árboles); 2. No de todos los árboles comeréis (prohibición parcial, hay
algún árbol del que no comeréis). También en italiano se puede jugar en esta ambigüedad: «No puedes
leer todos los libros», que puede ser entendido como: 1. No puedes leer ningún libro; 2. No puedes leer
todos los libros. Por lo tanto, en buena lógica, la serpiente no dice ni siquiera una cosa falsa, porque es
cierto que Eva no puede comer de todos los árboles. Pero se desencadena el juego entre una negación
absoluta y otra parcial. Eva responde como si tuviera que justificar una prohibición absoluta. Y así cae en
la trampa operativa de la serpiente.
[5] Gen 3, 4-5.

[6] Papa Francisco, Evangelii gaudium, nn. 135-159.


[7] Mt 16, 15.
[8] Mt 16, 21-23.
[9] Mt 16, 24-25.
[10] Salmo 119, 91-99.

[11] Jn 14, 6.
[12] Mt 23, 8.10.
[13] Mt 28, 19-20.
[14] Tres son los dones de la ordenación sacerdotal, llamados en latín «tria munera»: 1.º El don de
santificar, es decir, ser transmisor de la gracia sacramental, de ámbito eminentemente litúrgico. 2.º El
don de administrar, es decir, de gobernar en la comunión la comunidad o las realidades que se confiarán a
cada sacerdote. 3.º El don de enseñar, de ser maestros en la fe. Munus sanctificandi, munus regendi,
munus docendi. En general se recibe preparación para los dos primeros, y los sacerdotes, históricamente,
nunca los han desatendido. Pero para el tercero, ni siquiera percibimos que nos estamos haciendo daño a
nosotros mismos o, peor aún, que se hace daño a otros y, sin embargo, creemos que todo va bien.
[15] Lc 23, 33-34.

[16] Lc 24, 13-16.


[17] Lc 24, 17-19.
[18] Lc 24, 19-24.
[19] Lc 24, 25-26.
[20] Amedeo Cencini, «La formazione in tempi di rinnovamento», artículo citado en la página web:
http://dimensionesperanza.it/psicologia-e-spiritualita/item/3207-la-formazione-in-tempi-di-rinnovamento-
amedeo-cencini.html.

[21] Jn 1, 18.
[22] Jn 5, 19-20.
[23] Tit 2, 11-13.
[24] Jn 28, 37.
Notas del Capítulo 3
[1] En italiano, Ammonire i peccatori (Amonestar, reprender a los pecadores).

[2] Gal 5, 1.
[3] La traducción reproduce, literalmente, el sentido del verbo elenchein, que es «testificar en contra,
demostrar la culpabilidad de alguien, convencer a alguien de su error». La traducción de la CEI de 1974
citaba de forma más inteligible el sentido con un dinamismo equivalente en la traducción: «Escucha,
pueblo mío, te quiero amonestar».
[4] Sal 81, 9.

[5] Sal 81, 10-11.


[6] Sal 81, 12.
[7] Sal 81, 14-17.

[8] Sal 81, 13.


[9] Mt 7, 1-5.

[10] Hch 4, 8-12.


[11] Heb 12, 11.
[12] S. Juan Crisóstomo, Catequesis Bautismales, Primera Catequesis, pp. 31-32.

[13] Mt 18, 18.


[14] Lc 15, 8-10.

[15] Mt 5, 43-48.
[16] St 1, 20.

[17] Benedicto XVI, Ángelus, 4 de noviembre 2012.


Notas del Capítulo 4

[1] Tb 13, 2.
[2] Qo 1, 15.
[3] Jb 4, 7-8.

[4] Jb 5, 6-7.
[5] Jb 1, 1: «Había en el país de Us un hombre llamado Job. Era un hombre íntegro y recto, temeroso de
Dios y alejado del mal».
[6] Jb 6, 29-30: «Retractaos, por favor. No haya iniquidad en vosotros. Retractaos. Va en ello mi justicia.
¿Hay acaso falsía en mi lengua? ¿O no distingue mi paladar lo bueno de lo malo?».
[7] Jb 5, 17.
[8] Jb 8, 5-7.
[9] Jb 11, 7-10.

[10] En el griego del Nuevo Testamento se suele traducir por consolar.


[11] Jn 19, 30.
[12] Jb 42, 5.
[13] Jb 42, 7.
[14] Mt 5, 3-10.
[15] Para comprender esto mejor, podemos analizar el comportamiento del hijo pródigo, en la parábola
de Lc 15, donde se ve un buen ejemplo de una dinámica que arrincona: se encuentra en un callejón sin
salida porque ha despilfarrado todos sus bienes viviendo de modo disoluto, en griego asotos, de a
(privativo) y sotòs que deriva de soterìa, salvación, solución; el disoluto es aquel que no tiene solución.
Típico del mal es precisamente acorralar, confinar en un sistema elíptico donde cíclicamente se reitera,
sin salir del «loop» destructivo. El disoluto derrocha todo buscando un placer que no llega nunca porque
está atascado en una dinámica auto devastadora, angustiosa.
[16] Jn 14, 26.

[17] Jn 16, 13.


[18] Rm 8, 18.
[19] 2 Cor 4, 17.
[20] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, 19.
[21] Tonino Bello, Il parcheggio del Calvario, en Omelie e scritti quaresimali, vol. 2, Luce e Vita,
Molfetta (BA) 2005, p. 307.
[22] 2 Cor 1, 3-7.

[23] Is 50, 4-10.


[24] Catecismo de la Iglesia Católica, 1818.
[25] San Juan Pablo II, Discurso de inicio de pontificado, 22 de octubre 1978.
[26] Papa Francisco, Homilía, XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, Domingo de Ramos, 24 de marzo
2013.
[27] Rm 5, 5.
[28] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, 23.

Notas del Capítulo 5


[1] «La Sacher-torta del Tufello»: referencia a la imitación de la famosa torta austríaca Sacher que se
vende en el Tufello, un barrio popular de Roma. ídem para la Cola-Guizza, bebida italiana que imita a la
Coca-cola.

[2] Sal 103, 3.


[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 2302.
[4] Ecl 28, 3.
[5] Mc 2, 7.
[6] Orígenes, Comentario al Cantar de los Cantares, 3.
[7] Lc 7, 47.
[8] Jn 14, 28.
[9] Gen 37, 1.
[10] Gn 44, 33-45, 4.
[11] Gn 45, 5-15.
[12] Gn 50, 17-21.
Notas del Capítulo 6
[1] Sal 36, 10.
[2] Don Abbondio es un personaje de «Los novios» de Alessandro Manzoni, famoso por su bellaquería.
[3] Gal 5, 22.
[4] Ex 34, 6.
[5] 2 P 3, 9.
[6] Ap 12, 12.
[7] 2 P 3, 8.
[8] 1 Tm 1, 13.
[9] Lc 23, 34.
[10] Ef 4, 1.
[11] Lc 18, 2-8.

[12] Famosa cita de Ecce Bombo, una película de Nani Moretti.


[13] Rm 5, 3-5.
[14] St 4, 13-15.
[15] Fabio Rosini, sacerdote de la diócesis de Roma, es el promotor de un camino de catequesis basado
en los Diez Mandamientos, dirigido sobre todo a universitarios, y que lleva ya 25 años de andadura (NdT).
[16] Mt 16, 24-25.
[17] Ex 4, 10: «Dijo entonces Moisés al Señor: “Señor, desde siempre he sido hombre premioso de
palabra, y aun ahora que has hablado a tu siervo, sigo siendo torpe de boca y de lengua”».
[18] Is 55, 8-9.

[19] Don Oreste Benzi (1925-2007) fue un sacerdote diocesano italiano, fundador de una asociación
que, desde 1968, ha creado más 500 casas-familia para personas discapacitadas, menores en dificultad,
ex drogadictos y ex prostitutas. En septiembre de 2014 la diócesis de Rimini abrió su causa de
beatificación.
Notas del Capítulo 7
[1] Mc 1, 35-38.
[2] S. Juan Crisóstomo, In Mt Hom, 14.

[3] Lc 11, 9.
[4] Benedicto XVI, Audiencia General, 25 de mayo 2011.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 2725.
[6] Ex 17, 11.
[7] Santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos.
[8] 1 Cor 13, 1-3.

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