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Anselm Grün

la penitencia
celebración
de la reconciliación

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SAN PABLO
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introducción

Prácticamente, ningún sacramento se ha evitado tanto, en las


últimas décadas, como el sacramento de la penitencia. Aunque
en los últimos cincuenta años todavía fuera habitual que los
cristianos devotos se confesaran una vez al mes o, al menos,
por Navidad, Pascua o Todos los Santos, en la actualidad,
muchos han abandonado la práctica de este sacramento.
Es difícil encontrarse con aquellas largas colas de antaño
ante los confesonarios, a excepción, tal vez, del caso de
algunos monasterios, en las peregrinaciones y en las vísperas
de determinadas fiestas. El descenso en la práctica de este
sacramento seguramente tenga que ver, por un lado, con la
excesiva frecuencia con que los fieles se confesaban tiempo
atrás, pero también, por otro, con la ausencia de una teología
del sacramento de la penitencia y de una praxis adecuada. No
tiene mucho sentido añorar la frecuencia de confesiones de los
años cincuenta, pues aquello no pertenecía en absoluto a la
intención de Jesús, sino que, más bien, pudiera corresponder
a la intencionalidad de la Iglesia. Era un signo del poder
que esta tenía sobre las almas. Pero aquel elevado número de
confesiones se obtenía, al mismo tiempo, a costa de muchos
temores y de no pocas heridas.
En los veinticinco años que he dedicado a la pastoral juvenil, a
menudo he permanecido hasta veinte horas confesando a jóvenes
durante encuentros y convivencias. He podido experimentar la 5
gran fuerza liberadora y salvífica que el diálogo de la confesión
tiene para los jóvenes. Así pues, es mi deseo presentar el
sacramento de la penitencia en este libro como la oferta
de salvación y curación que Dios nos hace. En numerosas
conversaciones con gente en busca de consejo y de ayuda me
he dado cuenta de lo importante que 'es, para muchos, el tema
de la culpa y del sentimiento de culpabilidad. La confesión es
un espacio en el que la gente puede hablar de manera adecuada
sobre sus pecados y sus sentimientos de culpabilidad. Pero la
confesión es más que esto: en ella la persona puede experimentar
el perdón de sus faltas. Ningún otro sacramento se parece
tanto a las entrevistas terapéuticas como la confesión. Y, al
mismo tiempo, psicólogos y psiquiatras envidian este sacramento
en el que no sólo se habla de las propias culpas, sino
que, además, por medio de un rito que se adentra en las
profundidades del inconsciente, se concede de manera eficaz
el perdón de esas culpas.
Me considero en el deber de incrementar esta riqueza que
poseemos en nuestra tradición cristiana para los hombres de todos
los tiempos. El efecto salvífica y liberador de la confesión sólo
puede explicarse y entenderse, si consideramos tanto la teología,
como la praxis de este sacramento y nos preguntamos por el
significado que tiene para nosotros en estos días.

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de la penitencia
SIGNIFICADOS DEL TÉRMINO

En el lenguaje cotidiano se suele hablar normalmente de


«confesión», La teología habla de «sacramento de la penitencia».
En realidad, el término «confesión» designa el acto por el que
se reconocen y declaran ante el confesor las propias faltas y
pecados. Así pues, la «confesión» se refiere tan sólo a una parte
esencial del sacramento de la penitencia. La confesión, como
reconocimiento de los propios pecados, no es un invento del
cristianismo. Suele ser normal, en casi todas las religiones, que
los individuos cuyas relaciones con Dios se han deteriorado
por el pecado, puedan volver a «normalizarlas» mediante el
reconocimiento de las propias faltas. En muchas religiones existe
la confesión pública. Allí donde se ha dañado el orden de la
vida, los seres humanos tienen el deber de restablecerlo por
medio del reconocimiento público de los propios pecados. En el
Budismo, ya en el siglo II, los monjes practicaban la confesión
para mantener puro el camino de la salvación. En el Nuevo
Testamento encontramos el reconocimiento de los pecados ante 7
Dios (Jn 1,19-20) y la confesión de unos con otros: «Confesaos
los pecados unos a otros y rezad unos por otros, para que
os curéis» (Sant 5, 16). Aquí no se está pensando aún en la
confesión ante un sacerdote, sino que Santiago se refiere a la
manifestación recíproca de los pecados, que, al mismo tiempo,
está vinculada a una oración concreta. '
En algunos idiomas, como es el caso del alemán, el
término empleado para designar la «penitencia» deriva de
«mejor/mejorar». Aquello que no se ha hecho bien ha de
mejorarse. En la penitencia, el ser humano trata de restablecer
sus relaciones con Dios y con los demás. Todo ser humano siente
necesidad de la penitencia, pues todos somos conscientes de
cómo nos apartamos una y otra vez del camino recto. Entonces
la persona necesita tomar la decisión de volver a comenzar de
nuevo. En muchas religiones, este nuevo comienzo se expresa
por medio de un rito. A este respecto, existen ritos privados
de la penitencia y ritos públicos. Así, por ejemplo, cuando,
en el pasado, el mal tiempo destruía las cosechas o cuando
en una tribu se producían muchas desgracias, se celebraban
rituales comunitarios de penitencia con objeto de granjearse
el favor de Dios. La penitencia podía consistir en un nuevo
comportamiento, en una unión o alianza más intensa con Dios.
Pero también podía consistir en la aniquilación del pecador. Con
frecuencia se sacrificaban animales en sustitución de los seres
humanos. En Israel encontramos el «chivo expiatorio», sobre el
que se descargaban los pecados del pueblo y que era enviado
posteriormente al desierto.
La Biblia, especialmente el Nuevo Testamento, no emplea el
término «penitencia», sino que habla más bien de «conversión».
La palabra griega empleada es metanoia. En el Antiguo
8 Testamento encontramos días penitenciales en los que el pueblo,
mediante ayunos y lágrimas, se arrepiente de sus pecados y
le promete a Dios volver a él con todo el corazón. Los
profetas critican esta penitencia pública que, a menudo, se
limita simplemente a una actividad exterior. Remiten más bien a
la conversión del corazón. En lo más hondo del alma tiene lugar la
auténtica conversión y la transformación interior del ser humano.
Culminando la tradición del Antiguo Testamento, pero dentro de
ella, Juan el Bautista exhorta a la gente a que se convierta, si es
que quiere escapar del inminente juicio de Dios.
Jesús de Nazaret, al igual que Juan, también predica la
conversión. Pero no anuncia el juicio, sino la cercanía del reino
de Dios. El pueblo ha de convertirse porque, en su persona, Dios
mismo viene a los hombres. Las primeras palabras de Jesús en
el evangelio de Marcos son estas: «Se ha cumplido el tiempo, y
el reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio»
(Me 1,15). Metanoia (conversión) en realidad significa «cambio
de mentalidad, pensar de otro modo, mirar más allá de las cosas».
La mejora y transformación del comportamiento comienza con
una nueva mentalidad, con un nuevo modo de pensar. Sólo
cuando se ha producido este cambio de mentalidad, también
puede transformarse la conducta. En el Nuevo Testamento es
principalmente Lucas el que más gusta de emplear el concepto de
metanoia. La predicación de Pedro en Pentecostés conmovió, en
lo más hondo de su corazón, a los judíos procedentes de todo el
orbe reunidos en Jerusalén; entonces estos preguntaron: «"lQué
debemos hacer, hermanos?". Y Pedro les dijo: "Arrepentíos
[convertíos], y que cada uno de vosotros se bautice en el
nombre de Jesucristo para el perdón de vuestros pecados;
entonces recibiréis el don del Espíritu Santo"» (He 2,3 7s). Este
llamamiento de Pedro no es en modo alguno una llamada ascética
a la penitencia, sino que es más bien una cariñosa invitación a 9
la conversión dirigida a todos los israelitas. Esta conversión se
expresa por medio del rito del bautismo.
El bautismo es una profesión de fe en Jesucristo como Señor
y Mesías. En él, quien se convierte es obsequiado con el perdón
de los pecados y con el don del Espíritu Santo. Al mismo tiempo
se lava su pasado, para que el ser humano pueda comenzar
de nuevo. Para ello recibe la capacitación necesaria por medio
del don del Espíritu Santo.
El bautizado también se ve inundado por el Espíritu de Jesucristo,
de tal modo que, como Jesús, que predicó y curó con el poder del
Espíritu, ya puede emprender un nuevo camino: el camino de la
verdadera vida. La metanoia es don de Dios para judíos y paganos.
Los paganos no tienen por qué circuncidarse; sólo tienen que ver
el mundo con una mirada distinta, tienen que apartarse de la
«ignorancia» (He 3,17) en que han vivido hasta entonces y volverse
hacia Dios y hacia el Señor Jesucristo. Tienen que abandonar el
falso camino, dar la vuelta -«convertirse»- y emprender el nuevo
camino, el camino que Jesús no sólo predicó, sino que también
recorrió él mismo con anterioridad. Por medio de la confesión o la
penitencia se llegará a alcanzar la reconciliación del ser humano
con Dios. «Reconciliación» es un concepto central en el Nuevo
Testamento. El término que se emplea en alemán para designar la
reconciliación proviene de otro que significa «reparar, desagraviar,
satisfacer, calmar, apaciguar, tranquilizar, besar». La experiencia de
los germanos que se manifiesta en su lenguaje, remite claramente al
desequilibrio emocional, a la cólera, la ira, el odio, la rabia que se
originan en el alma humana ante un comportamiento incorrecto de
otras personas. Entonces «reconciliación» significa, aquí, calmar y
apaciguar este fuego emocional, endulzar y despejar la amargura por
medio de un beso cariñoso.
10 El término que nosotros empleamos en castellano
-«reconciliación»- proviene del latín y viene a significar
«reincorporación, reintegración» . La experiencia humana que
refleja se relaciona con la ruptura y la discordia, con las
disputas entre seres humanos y entre grupos de personas. La
reconciliación crea la paz y establece nuevamente la comunidad.
El concepto de «reconciliación» también puede referirse a las
relaciones con Dios. Por medio del pecado, el ser humano se
aparta de Dios, se vuelve extraño para él. Rompe su relación con
él. La reconciliación, el restablecimiento de la comunión, siempre
constituye, para la Biblia, un don que Dios ofrece libremente a los
hombres. El ser humano no tiene que «causar» la reconciliación
por medio de ningún tipo de penitencia. Simplemente puede
aceptarla lleno de gratitud. Para Pablo, esta es la Buena Nueva
que le ha sido dado anunciar en nombre de Jesús: «Pues Dios, por
medio de Cristo, estaba reconciliando el mundo, no teniendo en
cuenta sus pecados y haciéndonos a nosotros depositarios de la
palabra de la reconciliación ... En nombre de Cristo os rogamos:
reconciliaos con Dios» (2Cor 5, 19s).
El término latino poenitentia, del que deriva el castellano
«penitencia», viene de poena («castigo, condena, multa»). Así
pues, «penitencia» tiene algo que ver con «expiar, pagar,
satisfacer». A quien ha pecado se le impone un castigo, una
multa que ha de pagar. El acento se desplaza aquí, de manera
especial, al cumplimiento de la penitencia impuesta. Además, en
la mente de muchos, es más importante el principio romano
del cumplimiento efectivo de la sanción, que el anuncio bíblico
de la reconciliación. Estas personas siguen pensando que tienen
que pagar sus «multas», que cumplir las penas impuestas. Por
eso la penitencia, desde esta perspectiva, vendría a ser algo así
como estar preso en la cárcel y hacer algo para que le rebajen y
perdonen a uno la condena. 11
UNA MIRADA A LA HISTORIA

Desde el principio en la Iglesia hubo ritos penitenciales. Cada


vez que los fieles rezaban el Padrenuestro, decían: «Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden». Así les había enseñad~ Jesús a orar. La oración
del Padrenuestro concluía la alabanza de la mañana y de la tarde
en la Iglesia primitiva. Por tanto, se comenzaba el día con una
petición de perdón y se acababa del mismo modo. En todas
las eucaristías se rezaba el Padrenuestro antes de la comunión.
Cuando un cristiano, en la cena con Jesucristo y a través de él,
quería llegar a ser uno con sus hermanos y sus hermanas, pedía
entonces la disponibilidad para convertirse y para perdonar
las deudas. De modo que, desde el principio, la eucaristía
estaba vinculada a un rito penitencial. Si el ser humano quiere
acercarse a Dios, entonces no tiene que ensalzar sus propias
proezas, como hacía el fariseo, sino que ha de llegarse hasta
el Padre humildemente, como el publicano. Para Lucas, la
humilde petición del publicano -« i Dios mío, ten compasión
de mí, que soy un pecador!» (Le 18,13)- es la condición
indispensable que caracteriza la actitud del cristiano en la
oración. Esta disponibilidad para la penitencia pertenece a toda
oración y a toda celebración.
Sólo a partir de comienzos del siglo III se desarrollará un
procedimiento específico para aquellos pecadores que habían
dejado la comunión eclesial, por ejemplo, por haber abandonado
la fe o por haber cometido un pecado público, como era el
caso del asesinato o del adulterio. El desarrollo del ritual de la
penitencia para la reincorporación de estos cristianos constituyó
el germen del sacramento de la penitencia. Su historia viene
12 determinada por dos fuentes: en primer lugar, la confesión como
reconciliación, que tiene su origen en los ritos penitenciales de
las comunidades cristianas asentadas en pueblos y ciudades; y,
en segundo lugar, la confesión como dirección espiritual, que se
practicaba en el monacato primitivo.

La confesión como reconciliación

En la Iglesia primitiva, por medio de la confesión de


reconciliación, se admitía nuevamente en la comunión eclesial
a los cristianos que, después del bautismo, habían cometido un
pecado grave, es decir, a aquellos que habían renunciado a su
fe o que habían cometido adulterio o asesinato. Durante mucho
tiempo se discutió en la Iglesia si era o no posible que alguien
que había optado totalmente por Cristo en el bautismo, pero
que había traicionado su opción por una falta grave, podía ser
nuevamente admitido en la comunidad de la Iglesia. Frente a
la postura rigorista acabó por imponerse una praxis moderada.
Cuando el pecador confesaba sus faltas ante el obispo, entraba
a formar parte del orden de penitentes. Entonces los penitentes
quedaban excluidos de la celebración de la eucaristía.
En Oriente se distinguía entre diferentes grados de condición
penitencial. Estaban los flentes - los que lloran- , totalmente
excluidos de la eucaristía; estaban, además, los audientes -los
oyentes-, a los que sólo se permitía permanecer en el umbral
del templo; y encontramos también a los substrati -los que
estaban de rodillas- , que podían quedarse en el recinto de la
iglesia, pero que, al igual que los stantes -los que permanecían
en pie-, tenían que abandonar la celebración en el momento
de la presentación de las ofrendas, quedando excluidos de la
comunión. Los penitentes recibían una penitencia concreta que 13
debían cumplir. Tenían que dar muestras de vida cnstiana y
tenían que curar las heridas que habían ocasionado con sus
pecados por medio de la oración y la limosna. En Occidente
se ponía el acento en el efecto curativo de la penitencia,
mientras que en Oriente se consideraba más el aspecto de
reparación de las injusticias cometidas. Una vez concluido el
tiempo penitencial, el penitente era nuevamente acogido en
la comunidad eclesial.
La denominada «reconciliación» se llevaba a cabo por medio de
un rito propio que incluía la oración de la comunidad, la imposición
~}i de manos por parte del obispo y la plena participación en la
~,~~) eucaristía, en la que el penitente recibía la comunión. En algunos
lugares, la imposición de manos se completaba con la unción. En la
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1 .i¡ ~j1lü oración ocupaban el primer plano las peticiones por la reconciliación
del penitente con la Iglesia. En Occidente, la liturgia penitencial

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estaba asociada principalmente a la cuaresma. El miércoles de
ceniza se inauguraba el período penitencial y el Jueves santo se
celebraba la reconciliación con la Iglesia. Al principio, estos ritos
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estaban pensados exclusivamente para pecadores públicos, pero


posteriormente se fue incluyendo poco a poco a todos los cristianos.
Con la imposición de la ceniza, signando la frente de los fieles el
miércoles en que iniciaba la cuaresma, se quería expresar que todos
los cristianos eran pecadores y estaban necesitados de penitencia,
para poder experimentar nuevamente el misterio de la comunión
eucarística el Jueves santo.

La confesión litúrgica

Desde la alta Edad media, la penitencia pública de la Iglesia fue


14 siendo desplazada progresivamente por la confesión privada. Esta
práctica llegó al continente desde Irlanda. En la Iglesia primitiva,
el pecador tenía que cumplir la penitencia antes de poder recibir
la absolución. Con la confesión privada, la absolución se imparte
antes del cumplimiento de la penitencia, de modo que esta fue
convirtiéndose más bien en un gesto simbólico. Ya no tiene nada
que ver con la penitencia pública inicial. La confesión privada
podía repetirse con frecuencia. En el siglo XIX, gracias a las
misiones populares, por entonces tan corrientes, se extendió la
costumbre de confesarse lo más a menudo que fuera posible.
Surgieron así las llamadas «confesiones por devoción». La
concepción que se tenía entonces se resume en esta afirmación:
«Quien se confiesa con frecuencia, gana para sí más gracia».
Aquí se entiende la gracia como algo casi cuantificable, como si
alguien, mediante unas determinadas acciones, como confesarse
o pronunciar oraciones y jaculatorias, pudiera garantizarse la
mayor cantidad posible de gracias y favores divinos.
En la piedad popular del último siglo, la confesión iba
estrechamente unida a la Eucaristía. En la espiritualidad rigorista
del Jansenismo, un movimiento de orientación católica que tuvo
su origen en la Francia de los siglos XVII-XVIII, se creía que el
cristiano sólo era digno de acercarse a la comunión si se había
confesado antes. De manera que la recepción de la Eucaristía
se convirtió en algo excepcional, para lo que uno había de
prepararse mediante la confesión. Esto provocó, por otro lado,
que no fueran tan frecuentes las confesiones como en la primera
mitad del siglo XX. Pero este modo de entender la confesión
ya no se correspondía con la teología de la penitencia de la
Iglesia primitiva. Por eso no ha de sorprender que la praxis
relativa a la confesión habitual hasta los años cincuenta se haya
desplomado en nuestros días.
15
La confesión como dirección espiritual

La segunda fuente de nuestra actual confesión es la que tiene


lugar en el ámbito de la dirección espiritual, tal como se
practicaba en el monac.ito primitivo. Este tipo de confesión
hunde sus raíces en Clemente Alejandrino (t 215 ca.) y en
Orígenes (t 253/254). Clemente aconseja a los cristianos que se
busquen un director espiritual experimentado. Ante él han de
confesar sus pecados. Este intercederá por ellos en sus oraciones
y les ayudará con misericordia. Orígenes habla de la existencia
de personas especialmente dotadas espiritualmente, con poder
para perdonar los pecados. Si los anima el Espíritu, entonces
son también sacerdotes, aunque no desempeñen cargo u oficio
eclesiástico alguno. Orígenes concibe al director espiritual como
un médico. Cuando un cristiano le confiesa sus pecados, entonces
le dispensa la medicina de la palabra divina. «La confesión
es prácticamente como un tratamiento médico» (Messner). El
médico no sólo necesita tener un buen conocimiento de los
corazones, sino también el don de compasión para compartir
solidariamente el dolor y el don de oración. Intercede en favor
del pecador para que Dios le perdone sus pecados, y ayuda
al pecador para que no tire la toalla. Pero no administra
una absolución sacramental. En los albores de la historia de
la confesión, no se conocía la absolución sacramental. El
perdón siempre era cosa de Dios. El acompañante espiritual
se limitaba a presentar ante Dios sus intercesiones, para que
se dignara perdonar al pecador. Y el penitente confiaba en
el poder de estas preces.
La confesión en el ámbito de la dirección espiritual era
habitual sobre todo entre los monjes. Cada monje tenía un
16 padre espiritual (Abbas) o una madre espiritual (Amma) a
quien confiaba sus pensamientos. No obstante, no se hablaba
simplemente de las propias culpas, sino también de las mociones
del corazón, de los propios pensamientos y sentimientos, de
las pasiones y necesidades. Con el padre espiritual se hablaba
también de los propios sueños y del propio cuerpo, de las
enfermedades y dolores, pues todo se consideraba como una
información importante acerca del estado interior del alma. El
acompañante espiritual tenía que poseer el don de discernimiento
de espíritus y de penetración de los corazones para poder ayudar
al joven monje en su camino interior.
La dirección espiritual no se entendía como sacramento,
sino más bien como el acompañamiento que necesitaba
todo monje para poder avanzar en su camino espiritual. Se
podría comparar esta actividad del consejero espiritual con las
entrevistas terapéuticas. Consistían en un auténtico proceso de
autoconocimiento, trataban del progreso en el camino hacia
Dios, pero también se abordaban los aspectos más oscuros, los
«malos pensamientos» que se debían manifestar al padre espiritual
para poder llegar a dominarlos. De este modo, san Benito
aconseja a sus monjes «estrellar inmediatamente contra Cristo
los malos pensamientos que vienen al corazón y manifestarlos al
padre espiritual» (Regla de san Benito, IV, 50).
A medida que las comunidades monásticas fueron acogiendo
entre sus filas mayor número de sacerdotes, la confesión en el
marco de la dirección espiritual acabó por sacramentalizarse.
De este modo entró en el ámbito de las prácticas devocionales.
Pero, con ello, se igualaron las diferencias y se acabó ignorando
la intencionalidad propia de la dirección espiritual monástica.
«Puesto que en la confesión sacramental se trata del perdón de
las culpas, el contenido propio de la confesión en la dirección
espiritual hubo de presentarse desde la perspectiva del pecado. 17
Así se desarrolló la confesión devocional, en la que, a falta
de pecados actuales, cualquier posible imperfección se estilizaba
hasta verse como pecado o incluso se volvía a dar la absolución
por culpas perdonadas desde tiempo atrás» (Bacht).

La confesión, ¿una obligación?

La historia del sacramento de la penitencia muestra que la


forma actual de nuestra confesión, como reconocimiento, por
parte del penitente, de los propios pecados en el confesonario,
seguido de algún consejo por parte del confesor, no refleja la
genuina intención que la Iglesia ha asociado al sacramento de
la reconciliación. Tenemos que remontarnos nuevamente a las
fuentes para acercar la confesión al hombre de nuestros días como
ofrecimiento eficaz y cariñoso. Por desgracia, sigue habiendo
creyentes, en la actualidad, que han sido profundamente heridos
en la confesión. En ocasiones, la confesión ha dado lugar a
abusos espirituales. Los penitentes se han visto sometidos a
interrogatorios y, con demasiada frecuencia, han sido juzgados.
Se les han impuesto conductas -en virtud de la obediencia-
que exigían demasiado y que han podido hacer daño a los
penitentes. En lugar de comprensión y misericordia, algunos
fieles han experimentado dureza y crueldad. Estas heridas han
suscitado, en muchos, un gran miedo ante la confesión o han
causado su total rechazo.·
Muchos piensan que, como cristianos, «tendrían» que confesarse.
Pero la confesión no es una «obligación». «Podemos» confesarnos.
En la confesión podemos experimentar al Dios que se entrega y
que perdona. Desde el punto de vista teológico, sólo deberíamos
18 confesar los pecados mortales. Pero los pecados mortales no son más
que aquellos pecados en los que tomamos, con plena conciencia y
libertad, una grave y seria decisión contra Dios. La mayoría de los
pecados no son fruto de una decisión consciente contra Dios, sino
pecados por debilidad, pecados en los que nos dominan nuestras
pasiones y emociones. Y la psicología nos dice que una decisión
tomada con absoluta libertad es algo más bien raro. En el caso de
la mayoría de las faltas y pecados de los que nos confesamos, no es
necesaria la absolución, sino más bien un «perseverante esfuerzo de
purificación» (Bacht). De ahí que mucho de lo que en otro tiempo
se trataba en la confesión, entendida como dirección espiritual, se
aborde hoy en el acompañamiento espiritual. En la dirección se
trata de llegar a conocer las profundidades del propio corazón y
cómo poner en marcha los mecanismos psicológicos que intervienen
siempre en las mismas faltas, para desarrollar así las estrategias
oportunas que pem1itan cambiar de conducta.
Aun cuando la mayoría de las confesiones que, como
sacerdotes, vivimos en el confesonario o en conversaciones fuera
de él, también incluyan la dirección espiritual, hoy se trata
siempre de una confesión de reconciliación. Cuando las personas
cometen una falta que no pueden perdonarse a sí mismas, sienten
la necesidad de experimentar que Dios las perdona y que la
comunidad humana las acoge de nuevo. Por la culpa, el ser
humano se siente excluido de la comunidad. Necesita del rito
de la confesión para sentirse miembro de esta comunidad de
personas y para reconciliarse consigo mismo. Naturalmente, la
reconciliación está presente en toda confesión. Pues acudimos
una y otra vez a Dios como seres humanos incapaces de
aceptarse, insatisfechos consigo mismos y que, por eso mismo,
quieren experimentar en la confesión la acogida de Dios de
manera visible y palpable.
Pero tenemos que mantener separados los dos aspectos de 19
la confesión -reconciliación y dirección espiritual-, con objeto
de evitar el riesgo de considerar, por igual, todo como faltas y
ver pecados por todas partes. Para poder entender y practicar
correctamente la confesión, tenemos que aclarar antes qué son
realmente la culpa y el pecado, y cómo hemos de abordar
cada una de estas realidades.

Confesión a los laicos - Confesión ante un sacerdote

En la Iglesia primitiva, el sacerdote intervenía en la confesión


principalmente como intercesor del pecador, con cuyas culpas
cargaba de manera solidaria. Por eso, no era absolutamente
necesario confesar los pecados ante un sacerdote. También los
laicos podían formular la promesa del perdón. Esta concepción
se mantuvo durante mucho tiempo también en la Edad media,
durante la cual la confesión con laicos estaba muy extendida.
El monje inglés y Padre de la Iglesia Beda el Venerable (t 735)
llegó a la conclusión, a partir «de la invitación de Sant 5,16
("Confesaos los pecados unos a otros y rezad unos por otros, para
que os curéis"), de que un cristiano, con tal que no pesara sobre
él una culpa grave que hubiera de presentar ante un presbítero,
podía hacer su confesión ante otro fiel y alcanzar el perdón
gracias a sus intercesiones» (Messner). La confesión hecha ante
un laico siguió siendo algo habitual hasta el siglo XVI. San
Ignacio de Loyola, antes de la batalla de Pamplona (15 21), hizo
su confesión ante un simple soldado. San Alberto Magno incluye
entre los sacramentos también la confesión a los laicos. Santo
Tomás de Aquino se refiere a ella, al menos, como realidad «en
cualquier caso sacramental».
20 Que el poder de confesar corresponda exclusivamente al
sacerdote, es algo que se introduce sólo con la teología
escolástica. Tomás de Aquino, en su teología de los sacramentos,
establece que sólo el sacerdote representa a Cristo y su acción
salvífica en el sacramento. El sacerdote, según santo Tomás, es un
instrumento de Cristo. Garantiza el perdón de Dios al penitente
con el poder de Cristo. Mientras que, hasta bien entrada la Edad
media el sacerdote garantizaba el perdón al penitente por medio
de una oración, a partir de santo Tomás será habitual la fórmula
indicativa de absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados». Santo
Tomás argumenta que el sacerdote actúa con el poder de Cristo
y que la promesa en indicativo proporciona al penitente mayor
certeza a propósito del perdón. La opinión de santo Tomás pasó
a ser normativa en 1493 por medio del llamado decreto Armenio
del concilio de Florencia.
La consideración de la historia del sacramento de la
penitencia muestra que la atribución unilateral de este poder al
sacerdote no se corresponde con la intención original. El objetivo
inicial de la confesión consistía en que el pecador volviera a
integrarse plenamente en la comunidad de la Iglesia. El pecado lo
había separado de la comunidad. Por eso podía experimentar, en
conversación con un hermano o con una hermana, cómo estos
oraban por él para que Dios se mostrase indulgente y perdonara
sus pecados. Esta oración de intercesión en la que se pedía
el perdón ayudaba al pecador a creer en el perdón de Dios y
a sentirse otra vez miembro de la Iglesia. En mi opinión, la
historia pone de manifiesto la conveniencia de desarrollar, en
la actualidad, nuevas formas de confesión con laicos. Muchos
hombres y mujeres dedicados al cuidado espiritual de los fieles
opinan que, siempre que se trate de la culpa, quien busca ayuda
debería ir sin falta a confesarse con un sacerdote. Sólo así
se le puede perdonar efectivamente. Pero esto no responde al 21
sentido del sacramento. El psicólogo, el consejero o consejera,
el acompañante espiritual, todos ellos pueden brindar a quien
busca consejo la posibilidad de orar por el perdón de sus culpas. Y
pueden confiar en que Dios perdona realmente al pecador.
Según la doctrina oficial de la Iglesia, la absolución está
reservada exclusivamente al sacerdote. En caso de pecado grave,
el penitente ha de acudir al presbítero para experimentar el
perdón. Esto tiene pleno sentido. Un pecado grave supone
apartarse conscientemente de Dios en una cuestión importante,
con pleno conocimiento y en total libertad. Quien peca
gravemente se sitúa de manera consciente fuera de la Iglesia.
Necesita, entonces, del sacerdote, como representante oficial
de la Iglesia, para ser admitido de nuevo en la comunidad por
medio del rito de la confesión. Este es el fundamento eclesial de
la confesión ante un sacerdote. Una razón de tipo psicológico
sería que, quien ha pecado gravemente, necesita un rito de la
Iglesia, que está reservado sólo al sacerdote, para poder creer
en el perdón de sus culpas. Este rito disuelve los bloqueos
inconscientes contra el perdón y hace que este penetre hasta
lo más profundo de su inconsciente, de manera que tenga
una experiencia real de liberación: y pueda volver a sentirse
totalmente miembro de la Iglesia.

EL TRATO CON LA CULPA

Con frecuencia, se oye la queja de que el hombre moderno ya


no tiene sentimiento de culpa ni sensación de pecado, y que
la disminución en la práctica de la confesión está en relación
directa con la falta de conciencia de pecado. Con toda seguridad,
22 el hombre actual ya no entiende el concepto tradicional de
pecado como incumplimiento de los mandamientos. Hoy en
día ya no podemos entender los mandamientos de manera tan
unívoca como la gente de otras épocas. La psicología, además,
nos enseña que, tras la impecable fachada de un cristiano fiel
a la ley, puede esconderse mucha agresividad y falsedad. En los
ámbitos o situaciones que algunos identifican en los catálogos
que la Iglesia propone para el examen de conciencia -los también
llamados «confesionarios», que presentan las reglas para hacer
una buena confesión-, el hombre de hoy ya no se siente culpable.
Pero cuando hojeamos la poesía moderna, nos damos cuenta de
que muchos poetas siguen ocupándose de la cuestión de la culpa,
en la que los hombres se ven implicados. «La literatura moderna
desvela de manera implacable al hombre de hoy dónde se hace
culpable. El hombre se hace culpable cuando no reconoce la
realidad tal como es, cuando camina junto a los demás con
indiferencia. El hombre se hace culpable cuando, por desidia,
indolencia, pereza mental y falta de valor, no hace nada por
cambiar las relaciones sociales. El mundo de los negocios en
su totalidad y la condena a tener que producir resultados y
acumular éxitos lo empujan hacia la culpa sin que se dé cuenta»
(cf bibliografía, A. Grün).

Culpa y sentimiento de culpabilidad

Los psicólogos, en la actualidad, constatan una doble


circunstancia: por un lado, la falta de conciencia de culpa,
y, por otro, el aumento excesivo de los sentimientos de
culpabilidad. En vista de lo cual, tenemos que distinguir entre
la culpa real y el sentimiento de culpa. En muchas ocasiones,
el sentimiento de culpabilidad no remite a una culpa real, 23
sino que, más bien, es síntoma de una falta de clarificación
y de autoconfianza.
Muchos se sienten culpables porque los acusa el propio
«superego». Han interiorizado hasta tal punto los valores y las
normas de los padres, que sólo pueden librarse de ellas a costa de
sentimientos de culpabilidad. Una joven a la que, siendo niña, su
madre instaba constantemente a trabajar, se sentía culpable si en
alguna ocasión se tomaba un respiro o se permitía un capricho.
Otros se sienten culpables en el caso de no poder satisfacer las
expectativas de los demás, del cónyuge, de un amigo, de los
compañeros de trabajo. También los hay que se censuran a sí
mismos por los sentimientos de odio y de envidia que brotan en
su interior, y se castigan mediante sentimientos de culpabilidad
cuando descubren sus comportamientos agresivos. En lugar
de ir hasta el fondo de ~sta agresividad e integrarla en su
concepto de la vida, la dirigen contra sí mismos. El cometido
de la psicología, y también de todo buen consejero espiritual,
consistirá en distinguir entre sentimientos de culpabilidad y
auténtica culpa.
Puesto que los sentimientos de culpabilidad siempre resultan
desagradables, el ser humano ha desarrollado numerosos
mecanismos para evitar encontrarse con ellos. Una manera de
reprimir los sentimientos de culpa consiste en proyectarla sobre
otros: individuos, grupos o estructuras. La persona se defiende
contra los sentimientos de culpabilidad porque destruyen la
imagen ideal que tiene de sí y la separan de la comunión
con los demás seres humanos. Admitir y reconocer la propia
culpa sería tanto como quitarle el suelo vital sobre el que se
apoya, lo que supondría «una radical amenaza de su condición
humana» (Affemann). De este modo es comprensible que
24 queramos reprimir nuestra culpa. Sin embargo, esto conduce
al entumecimiento de la propia vida por tener que mantener
constantemente la presión; además lleva a la falta de sensibilidad
y a la apatía. Los sentimientos de culpabilidad reprimidos se
manifiestan en forma de ira, temores, irritación y obstinación.
La pérdida de capacidad para percibir la auténtica culpa
significa, al fin y al cabo, una pérdida de humanidad. «Cuando
el ser humano ya no es capaz de percibir la posibilidad de ser
culpable, entonces dejará de advertir la esencial profundidad
de su existencia, lo propio, lo que le distingue, su libertad y
responsabilidad» (Garres). Cuando se pierde la conciencia de
culpa, el mal ya no se exterioriza en los seres humanos «en
forma de mala conciencia, sino sólo como un miedo difuso
o depresión, como distonía vegetativa» (Garres). En lugar de
sentimientos de culpa, lo que atormenta a los humanos es el
miedo al fracaso y las depresiones.
Pero la psicología no sólo se ocupa de los sentimientos de
culpabilidad, sino que también aborda lo relativo a la culpa
real. En opinión de C. G. J ung, la culpa consiste en un
desdoblamiento: me niego a verme y aceptarme tal como soy. Lo
que me resulta desagradable, lo reprimo, lo aparto. Para Jung,
la culpa no es algo necesario, en lo que el hombre cae de
manera ineludible, sino que tiene que ver totalmente con las
decisiones libres. Yo cierro los ojos conscientemente ante lo
que contradice mi propia imagen ideal. El ser humano pretende
eludir su verdad una y otra vez. Unos tratan de evitar la
propia realidad minimizando la propia culpa; otros, exagerando
el arrepentimiento. En lugar de mirar cara a cara su culpa y
cambiar (cambio = conversión = penitencia), uno se regodea
en su propia contrición, como quien saborea «un cálido lecho
de plumas en una fría mañana de invierno, cuando llega el
momento en que tiene que levantarse. Esta falta de sinceridad, 25
este no querer ver, hace que no se produzca confrontación alguna
con las propias sombras» (C. G. Jung).

La culpa como posibilidad

Según C. G. Jung, el hombre se vuelve culpable cuando rehúsa


enfrentarse con su propia verdad. Pero, para Jung, existe una
culpa prácticamente necesaria que el ser humano no puede
eludir: «Sólo el más ingenuo e inconsciente de los hombres
puede llegar a creerse capaz de evitar el pecado. La psicología
no puede permitirse semejantes ilusiones infantiles, sino que ha
de atenerse a la verdad e incluso constatar que la inconsciencia
no sólo no constituye excusa alguna, sino que incluso es uno de
los peores pecados. Y cuanto más pretende el tribunal humano
librarla del castigo, más cruelmente se venga la naturaleza, a la
que no preocupa si uno es o no consciente de una determinada
culpa» (J acobi). La culpa constituye una posibilidad de descubrir
la propia verdad; es una excelente oportunidad para echar un
vistazo a lo más hondo del propio corazón y buscar al mismo
Dios allí, en lo más profundo.
Es tarea nuestra asumir las propias sombras y aceptar, con
toda humildad, el propio pecado. Pues, en el itinerario del propio
desarrollo personal, el hombre siempre incurre en la culpa. J ung
no pretende disculpar estas faltas, ni invitarnos en absoluto al
pecado, sino que se limita a constatar lo que sucede siempre.
Cuando el ser humano se pone ante su culpa, esta no le perjudica
en el camino de su toma de conciencia. Abordar el propio pecado
requiere, sin embargo, una capacidad moral. Tomar conciencia
de la propia culpa exige, al mismo tiempo, cambiar y mejorar
26 algo de uno mismo. «Como es bien sabido, lo que se ignora
no cambia nunca; sólo se pueden llevar a cabo correcciones
psicológicas de manera consciente». Por eso, la conciencia de
culpa puede convertirse en la más poderosa fuerza moral... Sin
que haya culpa, lamentablemente no existe la posibilidad de
que madure el alma ni de que se amplíe el horizonte espiritual»
(Hartung). De este modo, la experiencia de la propia culpa puede
ser indicio del comienzo de una transformación interior.

El mal

En psicología está prohibido entender el pecado simplemente


como la transgresión de un mandamiento. Culpa, fuerza del
destino, desarrollo personal deficiente y la inadecuada asimilación
de una experiencia suelen ser realidades estrechamente
vinculadas. Y no siempre se puede determinar con total
precisión dónde reside objetivamente la parte de culpa de
un comportamiento concreto. Pero la psicología también tiene
en cuenta que podemos incurrir en pecado cuando hacemos
lugar al mal en nosotros, cuando nos negamos a reconstruir
nuestro pasado y simplemente nos dejamos dominar por el
mal sin oponer resistencia.
Albert Garres hace esta interpretación del mal desde la
psicología -principalmente a partir de Sigmund Freud-: para
Freud el mal es lo inadecuado desde el punto de vista de la
felicidad y el bienestar. El mal es lo que la sociedad prohíbe
y castiga porque perjudica la convivencia humana. El mal se
origina cuando las necesidades instintivas, en virtud de un
fracaso desmesurado o de unas exigencias excesivas, «adoptan
formas que amenazan la convivencia» (Garres). «Una fuente
inagotable del mal es la "transferencia". Un niño que ha crecido 27
sin cariño y al que se ha tratado injustamente, cuando es adulto,
transfiere el rencor y los deseos de venganza que alimenta contra
sus padres a otras personas. Gran parte del mal de los adultos
consiste en un ajuste de cuentas diferido, por antiguas deudas, a
los deudores equivocados» (Gorres). Así pues, para Freud, el mal
es también un resultado equivocado, una consecuencia fallida
que nace de una errónea asimilación de las heridas del alma. El
mal adquiere unas dimensiones cada vez mayores cuando a una
persona se le niega, durante mucho tiempo, la satisfacción de sus
inclinaciones o sus deseos. Las experiencias negativas durante la
infancia suelen conducir, en la mayoría de los casos, a un círculo
vicioso de acciones malas y de atormentadores sentimientos
de culpabilidad. Gorres rechaza de plano la creencia de los
«virtuosos», según la cual los seres humanos obran el mal por
puro placer: «En su mayoría, el mal no consiste en una alegre
maldad de todo corazón; no es puro placer sin remordimiento,
sino que suele ser una reacción violenta, dolorosa, torturadora
y pasional, desencadenada por miedo o por impulso, ante unas
heridas o carencias insoportables» (Gorres).
La psicología nos previene ante la tentación de condenar
unilateralmente a las personas que obran el mal. Pero, al
mismo tiempo, nos muestra cómo el perdón es también una
condición decisiva para el desarrollo psíquico del ser humano.
Sólo si soy capaz de perdonar a las personas que me han
herido y atormentado, puede fundirse el bloque de hielo de
mis sentimientos de odio; sólo entonces puedo transformar
y dominar un pedacito de mal. Y de ello no sólo somos
culpables nosotros mismos, también lo es toda la sociedad.
Sin perdón, el mal se multiplica tan rápidamente como un
tumor canceroso.
28
Ni culparse, ni exculparse

La cuestión es cómo he1nos de comportarnos ante nuestras


culpas. Tenemos que evitar dos tendencias: arrojar culpas sobre
nosotros o descargarnos de ellas. Cuando nos inculpamos,
estamos desgarrándonos a nosotros mismos y castigándonos con
sentimientos de culpabilidad. De este modo podemos dramatizar
nuestra culpa. Y, obrando así, nos falta distancia con respecto
a nuestro propio pecado. No nos enfrentamos realmente con
nuestras culpas, sino que dejamos que nos dominen y que nos
hundan. Esta desvalorización de uno mismo es con frecuencia
irreal, no se corresponde con la realidad. Por eso impide el
desarrollo de una autocrítica sincera y la asunción real de
la propia responsabilidad. Uno se condena en general y evita
considerar sinceramente el efectivo estado de cosas. A menudo,
esta «autoculpabilización» no es sino el revés del propio orgullo.
En el fondo, uno querría ser mejor que los demás y elevarse por
encima de ellos. Pero entonces suena la voz del «superyó» que
nos lo prohíbe. De este modo, castigamos en nosotros mismos
la tentación de autoexaltación. Las personas que actúan así,
con frecüencia, dicen ser los peores pecadores que pueda haber.
Puesto que no pueden ser los mejores, entonces tienen que ser
los peores. Se niegan a reconocer la propia mediocridad y quieren
superar a los demás como sea: si no es posible en lo bueno,
al menos lo será en lo malo. No les vendría mal un poco de
humildad, tener el valor de enfrentarse consigo mismos y con su
condición humana y terrenal (humilitas).
El otro peligro consiste en exculparse. También esto es un
modo de eludir la propia culpa. Uno busca mil razones por las
que no es responsable del mal, y trata de justificarse con todos
los argumentos posibles. Pero cuanto más quiere uno justificarse, 29
mayores son las dudas que le surgen. Entonces no le queda
más salida que seguir buscando nuevas razones y justificaciones.
La negativa a enfrentarme con mi propio pecado me obliga
a una mayor actividad. No podré resistir el silencio, pues
entonces reaparecerían mis sentimientos de culpabilidad y
tendría la sensación de que todos mis intentos de justificación
apuntan al vacío.

El diálogo liberador

Hacer frente a la propia culpa forma parte de la dignidad del


ser humano y es expresión de su libertad. Cuando desprecio
y minimizo mi pecado, haciendo a otros responsables de él
o buscando subterfugios, estoy despojándome de esa dignidad,
estoy privándome de mi libertad. En cambio, cuando asumo
la responsabilidad de mis fallos, renuncio a cualquier intento
de justificación y a echar la culpa de mis errores a otros.
Esta es la condición indispensable para poder progresar
interiormente como persona, para poder huir de la cárcel de
mi constante «autocastigo» y «autohumillación» y encontrarme
a mí mismo.
El reconocimiento de la propia culpa ante otro ser humano
conduce a menudo a la experiencia de una mayor cercanía y
de una más profunda comprensión de los demás. Por eso, el
modo más adecuado de abordar la propia culpa es el diálogo con
otra persona. En la conversación reconozco mi culpa, pero, al
mismo tiempo, tomo distancia respecto de ella. Manifiesto estar
dispuesto a aceptar las normas básicas de la comunidad humana.
«En una conversación como esta puedo experimentar que ya
30 no hay nada que me separe de los demás, porque ya no
tengo nada que ocultar. Puedo sentir cómo el otro o la otra
contempla mi culpa y no se asusta de ella; no siente horror
o repugnancia o no prepara el golpe con que desquitarse,
sino que me trata como un ser humano al que nada humano
es ajeno» (Wachinger).
El interlocutor ha de tomar en serio mi sentimiento de
culpabilidad; aun cuando no apunte a una culpa real, sino que se
reduzca, más bien, a un «superyó» excesivamente riguroso. Todo
sentimiento de culpabilidad tiene un fundamento. A menudo su
causa suele estar en conflictos de la infancia. Por muy abstrusos
que puedan parecerle estos sentimientos de culpabilidad, el
confesor ha de tomarlos en serio y considerarlos justificados. La
habilidad del buen director o directora espiritual ha de consistir
en no agrandar los sentimientos de culpabilidad ni restarles
importancia. Si trivializo los reproches que otro se hace a sí
mismo, no estoy tomando en serio sus necesidades. De este modo
no hago esfuerzo alguno por ponerme en la piel del otro. Lo mejor
es animarle a que considere con precisión estos sentimientos de
culpa. lQué otros sentimientos relaciona con los de culpabilidad?
rnn qué parte de su cuerpo se manifiestan? lQué pensamientos
le suscitan? lQué reproches se hace a sí mismo? lQué recuerdos
le traen a la memoria sus sentimientos de culpabilidad? ¿Se
relacionan con ellos experiencias de culpa de su pasado? Yo
siempre invito al penitente a contemplar sus sentimientos
sin valorarlos en absoluto. Cuando es capaz de entrar en
comunión con ellos, entonces le conducirán hasta la auténtica
verdad de su alma.
Los sentimientos de culpabilidad siempre están causados por
algo. El problema de los sentimientos patológicos de culpabilidad
consiste sencillamente en que la persona no conoce su verdadera
fuente, sino que se aferra a experiencias secundarias. «Lo que [el 31
penitente] puede designar en este momento como causa de sus
sentimientos de culpabilidad no es el foco real del conflicto, sino
una interpretación en clave de sus problemas que, por tanto,
sólo puede descifrar de manera indirecta» (Rauchfleisch). Sería
misión del confesor buscar las fuentes reales de esos sentimientos
de culpabilidad, conducir al penitente hasta su culpa original,
hasta esa culpa a la que, tal vez, todavía no ha puesto nombre
nunca. En la conversación sobre los sentimientos de culpabilidad
es frecuente topar con comportamientos agresivos reprimidos,
con impulsos emocionales prohibidos, con una sexualidad
reprimida y con tendencias de autodestrucción. El sentido de
la confesión sería, entonces, enfrentarse con la propia verdad y
reconciliarse con ella. Tal vez, el penitente llegue a reconocer, en
el diálogo, que su culpa real no reside efectivamente en aquello
que ha confesado, sino que estriba más bien en su negativa
a afrontar la propia verdad.

32
Í

estructura del
sacramento
de la penitencia
Cuando me siento en el confesonario de nuestra iglesia a «oír
confesiones», la mayoría de ellas no dura más de un par de
minutos. Con frecuencia, lo que nos ofrecen las personas que
acuden a la confesión es excesivamente formal y esquemático.
En estas circunstancias no me resulta fácil celebrar el sacramento
con pleno sentido. Pero soy consciente de que, para muchos,
es difícil hablar personalmente de uno mismo. De modo que, al
menos, suelo preguntar qué es lo que más les pesa o lo que les
causa mayor problema de lo que me han contado. Algunos se
muestran agradecidos ante esta invitación y, entonces, cuentan
de un tirón, de manera muy personal, lo que realmente les
pasa o les mueve. Otros hacen como si no hubieran oído mi
pregunta. Entonces renuncio a ella y no insisto más. Respeto el
hecho de que estas personas sólo puedan realizar la confesión del
modo en que se les ha enseñado. No me resta, entonces, sino
ofrecerles unas afectuosas palabras de aliento y animarles a que
se perdonen a sí mismos. Y procuro no imponer la penitencia
habitual de un Padrenuestro o dos Avemarías, sino que les invito
a reflexionar unos minutos sobre aquello por lo que deberían
dar gracias en su vida o acerca de lo que desearían cambiar. De
este modo, espero que la confesión tampoco les haya resultado
algo meramente formal. 33
A continuación, no voy a fijarme tanto en la confesión
que tiene lugar dentro del confesonario, sino que voy a
ceñirme a la charla con confesión que puede desarrollarse
fuera del confesonario, en un espacio dedicado a tal efecto.
En este caso, se dispone de más tiempo para llevar a cabo
una auténtica celebración.

SALUDO

La confesión comienza con un breve saludo. El sacerdote y el


penitente, mediante el signo de la cruz, se encomiendan al amor
misericordioso de Dios, que resplandeció de manera visible en la
cruz de Cristo. A continuación, el sacerdote puede pronunciar
una breve oración. El Ritual oficial propone esta invitación,
dirigida a que el penitente ponga su confianza en Dios: «Dios,
que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero
conocimiento de tus pecados y de su misericordia» (Ritual de la
Penitencia, p. 47, § 84). Yo prefiero orar con mis propias palabras,
diciendo algo así como: «Dios bueno y misericordioso, N. ha
venido a presentarte su vida con sus altibajos. Haz que reconozca
lo que estorba su camino hacia ti y lo que dificulta su vida.
Envíale tu Espíritu Santo y libéralo/a de todo aquello que le
oprime. Haz que crea en tu perdón e infunde en él/ella tu
Espíritu para que pueda perdonarse a sí mismo/a, de modo que,
fortalecido/a y liberado/a, ·pueda continuar su camino. Te lo pido
por Cristo nuestro Señor».
El Ritual de la Penitencia indica que el sacerdote puede leer
algún texto de la Sagrada Escritura. Se propone una serie de
textos bíblicos, entre los cuales, los hay de la Carta a los romanos
34 (Rom 3,22-26; 5,6-11; 6,26-13; 6,16-23; 7,14-25; 12,1-2.9-19;
13,8-14) o de la primera Carta de Juan (lJn 1,5-10; 2,1-2;
2,3-11; 3,1-24) o, también, tomados del Evangelio; por ejemplo,
de Mateo (Mt 3,1-12; 4,12-17; 5,1-12; 5,13-16, 5,17-47; 9,1-8;
9,9-13; 18,15-20; 18,21-35; 25,31-46) o de Lucas (Le 7,36-50,
13,1-5; 15,1-10; 15,11-32; 17,1-4; 18,9-14; 19,1-10; 23,39-43).
A mí me gusta sobre todo un pasaje de la primera Carta de Juan:
«Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios
es luz sin ninguna oscuridad. Si decimos que estamos unidos a
él, mientras vivimos en la oscuridad, mentimos con palabras y
obras. Pero si vivimos en la luz, lo mismo que Jesucristo está en la
luz, entonces estamos unidos unos con otros y la sangre de su hijo
Jesús nos limpia los pecados. Si decimos que no hemos pecado,
nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros
pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos
lavará los delitos» (lJn 1,5-9). Este texto invita al penitente a
considerar detenidamente la oscuridad que hay en él. A la luz
del amor de Dios se atreverá a presentar ante el Padre su propia
verdad. La palabra de la Biblia tiene fuerza en sí misma y crea un
ambiente en el que nos resulta más fácil enfrentarnos con nuestra
propia culpa y expresarla abiertamente.

EL EXAMEN DE LA PROPIA VIDA

Muchas personas no saben de qué tienen que confesarse. No les


satisfacen los esquemas habituales para el examen de conciencia,
en los que se sugiere todo lo que el penitente ha de analizar
de sí mismo. Algunos van enumerando los mandamientos y se
acusan de haber faltado a uno u otro. Pero, a la mayoría, esto
le resulta demasiado superficial y esquemático. Suele dar
buen resultado organizar la confesión en torno a estos tres 35
aspectos: mis relaciones con Dios, mi comportamiento con
respecto a mí mismo y mis relaciones con el prójimo. El penitente
puede revisar estos tres ámbitos y exponer cómo le ha ido
en ellos, en qué aspectos no está contento consigo mismo y
de qué se siente culpable.
Muchos aseguran no tener nada de qué confesarse. Ante
todo, dicen, no hay nada en su vida de lo que deberían
arrepentirse. Pero aquí no se trata simplemente de confesar los
pecados. Ya es bastante que alguien reflexione sobre su propia
vida y que la ponga sobre el tapete. Y seguramente habrá aspectos
o parcelas en las que uno no se sienta a gusto consigo mismo.
Por supuesto, es frecuente que uno no pueda determinar con
total claridad si esas cosas son pecado o si se trata simplemente
de debilidades, descuidos, de las faltas cotidianas. Después de
todo, no es tan importante. De lo que se trata, es de tomar en
consideración la propia vida y de manifestar, al menos, lo que
a uno le tiene inquieto. Cuando, por ejemplo, alguien describe
un conflicto que tiene con su padre o con su madre, con su jefe
o con un compañero, tan sólo tiene que contar cómo le afecta,
cuál es la impresión que tiene acerca de su comportamiento.
De este modo, en el diálogo aparece claramente dónde está su
parte de culpa y qué es lo que, por su parte, podría cambiar.
No tiene mucho sentido eludir, sin más, el conflicto o tratar de
resolverlo uno mismo de forma unilateral. En la conversación
puede mostrarse qué es lo conveniente. Tal vez necesite uno
distanciarse interiormente un poco más. En cualquier caso,
durante el diálogo debería quedar claro que la culpa nunca es
exclusivamente de una sola persona, sino que siempre andan
enredadas las dos partes. Y se trata de deshacer este «enredo»,
en el que las partes están implicadas, para poder considerar al
36 otro de manera más objetiva.
Hay gente que acude a la confesión con una culpa concreta,
con aquello que en ese preciso instante le aflige especialmente.
Durante el diálogo se limitan a esa única cuestión. Esto es algo
comprensible. Confiesan solamente lo que en ese momento les
oprime. Pero quieren enfrentarse realmente con ese problema.
Mientras cuentan en qué consiste su problemática, el sacerdote
puede preguntar cómo les afecta, qué podrían hacer de manera
distinta, de qué se consideran capaces y qué es lo que desearían
poder cambiar o que sucediera. También puede preguntar si
están dispuestos a perdonarse a sí mismos esa falta. Pues de poco
sirve que el penitente se limite a acusarse, si no está dispuesto
a creer en la misericordia de Dios y a ser misericordioso consigo
mismo. Las preguntas del confesor no han de responder a la
propia curiosidad, sino que han de ayudar al penitente a ser más
explícito y a descubrir con mayor claridad, en el hecho mismo
de expresarse, dónde reside realmente el problema. Al hablar,
salen a la luz los propios sentimientos, de modo que pueden
clarificarse más fácilmente.
Puesto que much~s tienen dificultades a propósito de qué han
de confesar y acerca de cómo hablar de sí mismos, querría ahora
ofrecer algunas sugerencias. En cuanto a las relaciones con Dios,
uno puede hacerse las siguientes preguntas: lQué papel juega
Dios en mi vida? lLo tengo en cuenta? lLo busco? lVivo como si
no existiera, dejándolo a un lado? lCómo comienzo cada jornada
y cómo la concluyo? lHago habitualmente algo que me recuerde
la presencia de Dios? lMe encomiendo a Dios por las mañanas
y me pongo bajo su amparo? lle dedico tiempo a la oración, al
silencio, a la lectura? lMi relación con Dios se ha vuelto vacía?
lCuáles son mis aspiraciones al respecto? lMe sirvo de Dios para
mis propios intereses o me presento ante Él tal como soy? lEs
Dios realmente la meta de mi vida y la fuente desde la que vivo? 37
Todas estas preguntas no se ocupan directamente de la cuestión
del pecado, sino de la calidad de mis relaciones con Dios. Hablar
de ellas me vuelve sensible a aquellos aspectos en los que me
cierro respecto a Dios. Y este cerrarse a Dios tiene que ver
totalmente con la culpa, aunque no esté incumpliendo ningún
mandamiento. Se trata de pregun;ar a qué está apegado mi
corazón y qué es lo que lo determina.
En cuanto a la relación conmigo, puedo preguntarme cómo
me trato a mí mismo. ¿Soy yo el que vive o son otros los que llevan
las riendas de mi vida? ¿Soy libre interiormente o me vuelvo
dependiente de otras personas, cosas o costumbres? ¿Cómo son
mis hábitos de comida y bebida? lCuido correctamente de mi
salud? lQué es lo que hago para estar sano? lCómo son mis
hábitos y costumbres? lÜrganizo mi jornada o vivo al día, a lo
que salga? lMe juzgo y condeno a mí mismo? ¿Me infravaloro?
\
¿Cuáles son mis pensamientos? ¿Qué sentimientos y fantasías
tengo? ¿De dónde provienen? ¿Cómo abordo estas realidades?
¿Qué relación tengo con mi propio cuerpo? ¿Cómo es mi
sexualidad? lMe dejo llevar por sentimientos depresivos? ¿Me
recreo en la autocompasión? lMe dejo hundir quejándome
constantemente?
En cuanto a la relación con el prójimo, puede uno empezar
por aquellas relaciones que le pesan especialmente. ¿Cómo veo
el conflicto desde mi punto de vista? ¿Cómo le ha ido a la otra
parte en él? lCuál es la_ historia anterior que conduce a ese
conflicto? lQué recuerdos me trae el otro? lPor qué me resulta
tan difícil aceptarlo? ¿Qué daño me ha hecho? ¿Cuál es mi
punto débil? Se trata de describir el conflicto sin echar o quitar
culpas inmediatamente a nadie -tampoco a uno mismo-. Al
exponerlo, puede resultar claro cuál es mi parte de culpa y qué es
38 lo que puedo mejorar de mí mismo. Cuando reflexiono sobre
mis relaciones con los demás, puedo preguntarme de qmen
hablo más a menudo, cómo suelo hablar de los demás, si estimo
a los otros o los desprecio, si por dentro estoy juzgándolos y
condenándolos constantemente, si me pongo por encima de
ellos. lQué daño he podido causar a otros? lMe comporto
respe tuosa y cuidadosamente con los demás? lMe preocupa cómo
les vaya o sólo me ocupo de mí mismo?

PALABRAS DE ALIENTO

En la conversación que tiene lugar durante la confesión,


el sacerdote puede preguntar nuevamente al penitente, que
reconoce sus culpas, cómo se siente en cada uno de los distintos
ámbitos y cómo aborda sus problemas y sus pecados. Ahora bien,
estas preguntas han de servir para obtener mayor información
y para ayudar al penitente a conocer y describir mejor su
propia situación. Yo, en ocasiones, pregunto al penitente dónde
considera que está su parte de culpa en todo lo que me ha
contado y en qué aspectos se ha ignorado a sí mismo y ha desoído
su corazón. Con estas preguntas pretendo conducir al penitente
hasta su verdad más profunda: lcuál es el punto en el que mi
vida ya no va correctamente, en el que estoy rechazando la vida
que Dios ha previsto para mí?
Después de la confesión, conviene que el sacerdote describa
sus impresiones. Expone qué es lo que le ha llamado la
atención y los pensamientos que le han ido surgiendo mientras
hablaba el penitente. Para ello tendría que fijarse en sus propios
sentimientos y expresar lo que le ha conmovido. Sería una
especie de feed-back, que puede ayudar al penitente a ver de un
modo distinto su situación, reflejada en el espejo de quien le ha 39
estado escuchando. A partir de este feed-back puede entablarse
un nuevo diálogo. Pero la charla debería ser breve y relacionarse
sobre todo con las consecuencias de la confesión.

UN PLAN DE ACCIÓN

En la praxis penitencial irlandesa era habitual imponer, para cada


pecado, una penitencia que fuera proporcional a su gravedad. A
menudo, detrás de esta práctica estaba la idea de que uno tenía
que expiar las propias faltas. Ahora bien, esto no se corresponde
con nuestra comprensión actual de la confesión y la penitencia.
No es cuestión de saldar una deuda, sino que se trata, más bien,
de ayudar al penitente a progresar en su camino interior. El
sacerdote puede preguntarle qué es lo que querría proponerse,
qué es lo que desearía mejorar. No se trata de propósitos
que después no vayan a cumplirse, sino de medidas concretas
que vayan a ser de ayuda posteriormente. Muchos se hacen
propósitos que están de antemano condenados al fracaso. Pues
yo no puedo proponerme ser más amable desde este preciso
instante y no volver a reaccionar nunca de manera agresiva.
Yo no puedo imponerme tal o cual sentimiento. En lugar de
«propósitos», yo prefiero hablar de un «plan de acción», una
especie de programa de «entrenamiento» que podría elaborar el
penitente para sí. Uno sólo puede hacer el propósito de llevar
a cabo algo concreto. Así, por ejemplo, puedo proponerme orar
todas las mañanas, al salir de casa, por las personas con las que
voy a encontrarme ese día. Pero no está en mi mano determinar
si, después, me va a ir bien o mal con ellas. Sólo puedo tener
siempre presente el objetivo final. Que lo alcance o no, depende
40 de muchos otros factores.
Un «plan de acción» no se caracteriza por ser tan duro
como las penitencias habituales en la Edad media. Más bien se
distingue por el optimismo que nace del saber que no hemos sido
abandonados a nuestra debilidad. Son muchos los que piensan
que siempre tenemos que confesarnos de lo mismo, pero esto
carecería de sentido si al final no pasa nada. No vamos a poder
cambiarnos a nosotros mismos, pero sí que podemos hacer algo
para que determinadas cosas sean distintas; podemos recorrer
nuevos caminos. Por eso, sería tarea del sacerdote sugerir al
penitente que él mismo descubriera qué podría hacer para
avanzar interiormente. Y si no se le ocurre nada, el sacerdote
puede proponerle algo. Pero no desde fuera. Yo siempre pregunto
a los penitentes si pueden imaginar como posible tal o cual
cosa, si les parece realista.

LA RESPONSABILIDAD DE ASUMIR
LAS PROPIAS FALTAS

El Ritual de la Penitencia (§§ 95-101), después de la confesión,


sitúa una breve oración con la que el penitente manifiesta su
arrepentimiento. Las fórmulas propuestas suelen retomar algún
texto de la Biblia; por ejemplo: «Lava del todo mi delito, Señor,
limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre
presente mi pecado» (§ 97; Sal 50,4-5); o «Jesús Hijo de Dios,
apiádate de mí que soy un pecador» (§ 100; cf Le 18, 13); la
última de las fórmulas propuestas suena así: «Dios mío, con todo
mi corazón me arrepiento de todo el mal que he hecho y de todo
lo bueno que he dejado de hacer... Por los méritos de la pasión
de nuestro Salvador Jesucristo, apiádate de mí» (§ 101). En la
actualidad, muchas personas no sólo tienen problemas con estas 41
fórmulas, sino, en definitiva, con el arrepentimiento mismo. «No
puedo arrepentirme -dicen- de lo que he hecho. No ha sido algo
correcto, lo reconozco. Pero no por ello voy a tener que ir por
ahí con el corazón compungido». En el pasado se solía exagerar
el arrepentimiento, como si primero uno tuviera que ser muy
malo, tuviera que sentirse el más pecador y debiera humillarse,
para que después lo levantaran de nuevo con la absolución. Esta
manera de entender la contrición o arrepentimiento contradice
la dignidad del ser humano. Además, un arrepentimiento como
este lleva con demasiada frecuencia a estabilizar las conductas
erróneas. Había un hombre que mantenía constantemente
relaciones sexuales con distintas mujeres, pero, por otro lado,
era muy religioso. Entonces fue a confesarse. Su conducta, sin
embargo, no cambió lo más mínimo. Cuando uno se desprecia
y minusvalora, entonces nada le mueve a cambiar. Más bien se
hunde sin fuerzas para abandonar efectivamente su conducta de
pecado. El concilio de Trento definía la contrición como «dolor
del alma y rechazo de los pecados pasados, con el propósito de
no volver a pecar en el futuro». En nuestros días, este modo de
hablar nos plantea dificultades. Karl Rahner pide que se formule
este concepto con cautela y precaución, de manera que resulte
comprensible al hombre de hoy. La contrición «no tiene nada
que ver con una conmoción psicológico-espiritual (una especie
de estado de aturdimiento)». Consiste más bien en el «no»
ante una acción del pasado. Esto no quiere decir que yo
reprima mi pasado, sino · que lo afronto y estoy dispuesto a
asumir su responsabilidad. Más importante que el análisis del
pasado es «volverse de manera incondicional al Dios del amor
y del perdón» (Rahner) .
Los términos «contrición» y «arrepentimiento» nos suenan
42 a «tristeza, pena, dolor del alma», de modo que acentúan el
elemento emocional. Esto ha dado lugar a que mucha gente
tenga dificultades con estos conceptos. Pues, cuando uno
piensa en acciones pasadas, no siempre se puede provocar
un sentimiento de dolor espiritual. Tampoco es necesario. Lo
importante es reconocer que no hemos obrado conforme a
la voluntad de Dios, tal como correspondía al bien de mi
prójimo y a mi propia verdad.
En ocasiones se me ha dado el caso de escuchar lo siguiente
en una confesión: «No puedo arrepentirme de ese desliz sexual,
pues la experiencia con aquella mujer fue maravillosa». No tiene
objeto condenar la experiencia sexual. Uno debería preocuparse
más bien de sus consecuencias. Con ese comportamiento he
ofendido a mi propia mujer. Y, en el caso de que prolongue
esa relación sexual, estaré viviendo dividido, en medio de un
desgarro personal. A la larga, me hará daño. Cuando pienso
de este modo, entonces no me condenaré a mí mismo. Podré
entender que tengo muchas necesidades que mi mujer no
puede satisfacer. Pero, como sé que mi conducta ofende a
mi mujer, me pondré límites. No puedo satisfacer todas mis
exigencias. No tengo por qué colmar todos mis deseos. A
pesar de no ver satisfechos todos mis caprichos, yo puedo
vivir satisfactoriamente. No tengo la seguridad de que no
vaya a enamorarme de otra mujer. Pero soy consciente de mi
responsabilidad al determinar mi conducta atendiendo siempre a
mi propia relación de pareja. A la larga, vivir de manera clara e
inequívoca, a pesar de todas las sensaciones que amenazan con
desgarrarme, sólo puede beneficiar mi alma.
El arrepentimiento tiene un riesgo, que consiste en que
podemos quedar anclados en nuestro propio pasado. Damos
vueltas una y otra vez a nuestros pecados, lo que nos hunde
poco a poco. La fijación en la culpa no nos libera de cara a 43
una nueva conducta. Entre las sentencias de los Padres hay
una que pretende preservamós de estar siempre dando vueltas
a los comportamientos errados deI pasado. En las sentencias del
patriarca Antonio encontramos lo siguiente: «Pambo interrogó
al abba Antonio: "¿Qué debo hacer?". El Anciano le dijo:
"No confíes en la justicia, no te 'preocupes por el pasado,
pero transfórmate en maestro de tu lengua y de tu vientre"».
(Apotegmas, sentencia 5). Lo que aconseja Antonio no es
justificar cualquier cosa del pasado. No sirve de ayuda hurgar
constantemente en lo que ha sucedido con anterioridad. Lo
pasado, pasado. Es tal como es. Por eso, no vale la pena
estar constantemente haciéndose reproches. El motivo por el
que muchos están permanentemente ocupados con su pasado,
reside a menudo en que están convencidos de la propia justicia.
Cuando incurren en una falta, no pueden perdonarse a sí
mismos no ser tan perfectos como habían imaginado. Antonio
quiere conducimos hasta la actitud de humildad: nunca somos
totalmente justos. Siempre cometeremos faltas. No tenemos
que vivir perpetuamente inquietos por ello, sino que debemos
soltar las faltas, dejar que se queden en el pasado. Entonces
nuestras fuerzas psíquicas no se desplazarán hacia atrás, sino
que miraremos hacia delante.
Antonio le recomienda a Pambo practicar la contin~ncia «de
la lengua y del vientre». Si vigila sus palabras y calla cuando
le ofenden, entonces también cambiará su actitud interior con
respecto a otros hombres y para consigo mismo. Si practica la
ascesis y se da una justa medida, entonces alcanzará también
el equilibrio interior. Este apotegma muestra cómo hemos de
entender hoy el arrepentimiento y la contrición: podemos
presentar ante Dios nuestro pasado, sin necesidad de tener que
44 herimos y laceramos a nosotros mismos. Y podemos pedirle a
Dios que nos ayude a recorrer nuestro camino de modo que nos
conduzca hasta él, que nos introduzca en el amor, en la libertad
y en la vida. Quien quisiera expresar todo esto en una oración
de arrepentimiento, podría decir: «Jesús mío, misericordioso», o
bien: «Pongo en manos del Dios de misericordia todo lo que
ha pasado y lo que sigue actuando ahora en mí, e imploro la
bendición divina para mi camino».

EL PERDÓN

Después de la confesión y del diálogo entre el sacerdote y el


penitente, el primero administra la absolución. «Absolución»
significa «disolución», «separación», «liberar de una carga, culpa
u obligación». En nombre de Jesús, el sacerdote declara al
penitente libre de su culpa. Le garantiza el perdón de Dios.
El Ritual de la Penitencia menciona, en este momento, la
imposición de manos. Cuando, como sacerdote, impongo las
manos al penitente, este puede experimentar físicamente la
acogida incondicional de Dios, que el amor de Dios también
abraza y rodea su culpa. La fórmula de absolución que establece
el Ritual es esta: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió
consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo
y derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados, te
conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo
te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. Amén». No obstante, puede ser conveniente
introducir esta oración oficial con otra más personal, en la que el
sacerdote resuma de _nuevo lo más importante de la conversación
que ha mantenido con el penitente. Una oración que podría ser
así: «Dios bueno y misericordioso, te doy gracias por todo lo 45
que has concedido a N. y por todo lo que has obrado en él/ella.
Perdona las faltas que haya cometido, perdona el daño que se
haya causado a sí mismo/a o a otras personas y las veces en que
te ha dado la espalda. Inúndalo/a con tu Espíritu Santo para
que renueve toda su vida y ponlo/a en contacto con la fuente
interior de tu amor. Haz que este amor de perdón penetre todas
las parcelas de su alma, para que también pueda perdonarse a sí
mismo/a y conozca tu acogida incondicional. Por eso, en nombre
de la Iglesia, te digo: "Dios, Padre misericordioso ... "».
El rito de la absolución ayuda al penitente a creer realmente
en el amor de Dios. C. G. Jung siempre ha insistido en que el
hombre se siente excluido de la comunión con otros hombres en
aquellas situaciones en las que ha incurrido realmente en culpa.
Él mismo se siente dividido por dentro. Debido a esta división
interna, no puede liberarse a sí mismo. Y remitirle simplemente al
perdón de Dios, no siempre es suficiente para que pueda creer en
Él. Este rito, en opinión de C. G. Jung, tiene la facultad de salvar
los obstáculos de nuestra alma que nos impiden confiar en el
amor del Dios que perdona. En nuestro inconsciente hay barreras
contra la fe en el perdón. Tenemos concepciones arcaicas que nos
llevan a creer que hemos de pagar por cada culpa. Para hacer que
estas imágenes primitivas se desvanezcan, hace falta este rito;
un rito que llega no sólo hasta nuestra inteligencia o nuestros
sentidos, sino que también penetra en nuestro inconsciente para
garantizar que Dios nos acepta incondicionalmente y ya no
tenemos que tener siempre presente nuestro pecado. Este rito es
«suprapersonal». Va más allá del ruego personal del sacerdote.
En este gesto, el sacerdote participa del poder salvífica y sanador
de los orígenes. Forma parte de las convicciones de toda religión.
Y C. G. Jung también está convencido de ello: «Por medio de
46 este rito queda suficientemente satisfecho el aspecto colectivo y
numinoso del momento presente, más allá de su puro significado
personal» (J ung, Briefe II, 440).

CONTINUAR EL CAMINO CONFIANDO


EN LA MISERICORDIA DE DIOS

La confesión concluye con la acción de gracias y la despedida


del penitente. La liturgia propone la siguiente fórmula: «El Señor
ha perdonado tus pecados. Vete en paz» (Ritual de la Penitencia,
§ 103). El sacerdote, si lo considera oportuno, puede dar a
entender al penitente mediante un saludo de paz que Dios le
acoge totalmente y que, con toda certeza, la comunidad de la
Iglesia le responde de manera afirmativa.
Me parece realmente importante que el penitente desee esta
bendición final de Dios para su caminar y que se anime a no
arrojar la toalla, sino que se vea fortalecido para continuar su
camino confiando en la misericordia de Dios. No todo va a salir
bien a lo largo de este camino. Pero puede tener la certeza de
que la cercanía amorosa y salvífica de Dios va a acompañarle
siempre y en todo lugar.

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47
RECONCILIARSE CON UNO MISMO

Hay cristianos que se confiesan una y otra vez y, no obstante,


no consiguen perdonarse a sí mismos. Sin embargo, nuestra
principal tarea como cristianos es darnos un «sí» a nosotros
mismos. Esto empieza por la reconciliación con la propia historia.
Hay muchos que andan toda la vida a vueltas con su infancia,
una infancia en la que no se sintieron comprendidos y en la
que, a menudo, fueron maltratados. Pero lo que están haciendo,
es servirse de esta atormentada biografía como pretexto para
no asumir las riendas de la propia vida, o para reprochar
incesantemente a sus padres que ellos son los responsables de
su desgracia. A quien mantiene esta actitud de enfrentamiento
con la propia biografía, sin reconciliarse con ella, no le ayudará
ningún método o recurso espiritual.
Reconciliarse con uno mismo significa, también, reconciliarse
con el propio cuerpo. Muchos cuentan, en la confesión, cómo se
odian profundamente a sí mismos. No son capaces de aceptarse
tal como son. Con demasiada frecuencia, lo que rechazan es su
propio cuerpo. Consideran que no se ajustan a la imagen ideal de
un hombre bello o de una mujer atractiva. No pueden perdonarse
el hecho de estar gordos. No les gusta su rostro. Sus manos no
48 tienen la forma que desearían. Se enfadan consigo mismos, porque
su cuerpo reacciona en determinadas circunstancias traicionando
su inseguridad: se ruborizan o comienzan a sudar. Luchan contra
todo esto. Pero cuanto más lo hacen, más se agrava la situación.
Por eso, reconciliarse con el propio cuerpo, amarse uno mismo y
amar el propio cuerpo es tarea de toda la vida.
Muchos se enfadan consigo mismos cuando tienen que
enfrentarse con sus propios defectos. Querrían ser totalmente
perfectos y correctos, pero se dan cuenta de sus puntos débiles. A
veces sobreviene un profundo sentimiento de odio hacia otro. Se
enfurecen cada vez que se encuentran con determinada persona.
No son capaces de aceptar el hecho de verse afligidos una y
otra vez por la depresión. Cuando sienten celos o envidia,
se condenan a sí mismos. Si les atormenta el miedo, se
reprochan que, como cristianos, no deberían permitirse temerle
a nada. Pero cuanto más se enfurecen consigo mismos y con
sus propios defectos, más se intensifican estos últimos. Lo
que cabría exigir a estas personas es que emprendieran el
camino de la humildad.
La «humildad» consiste en tener la valentía de bajar a las
propias tinieblas, de descender a las regiones más oscuras que
condicionan nuestro «yo» activo. Reconciliarse con uno mismo
no quiere decir poder disfrutar tranquilamente de la vida. Tengo
que ser consciente de que no queda garantizado que siempre
vaya a encontrar apoyo o descanso a lo largo de mi itinerario
espiritual. Muchos se sirven de este camino del espíritu para
esquivar las propias zonas oscuras. Pretenden no tener nada
que ver con cuestiones tan banales como sus fantasías sexuales
o sus sentimientos de cólera. En su espiritualidad creen haber
encontrado el modo de vivir en armonía consigo mismos, pero lo
único que han hecho es reprimir muchos peligros. «Humildad»
significa contar siempre con la posibilidad de que reaparezcan 49
necesidades y pasiones que creía superadas desde hace tiempo.
Esta humildad no pretende rebajarme, sino proporcionarme
serenidad interior; quiere capacitarme para recorrer mi camino
con cuidado y confianza, y que entienda todo lo que me
encuentre en él como señal de Dios que me invita a reconciliarme
con todo lo que hay en mí.

RECONCILIARSE CON LA COMUNIDAD

Cuando, en encuentros, cursillos o convivencias a veces pregunto


a los participantes con quién están enfrentados y a quién no son
capaces, todavía, de perdonar, se les viene a la mente una larga
lista de nombres. Y, con mucha frecuencia, se sienten mal por
dentro a causa de lo difícil de algunas de estas relaciones. Han
hecho esfuerzos por reconciliarse, pero no ha servido de nada.
O bien estas personas les han hecho tanto daño que, a pesar de
haberse confesado, en su corazón no son capaces de perdonarlas.
Y tienen la sensación de que estas personas siguen determinando
su vida, se dan cuenta de cuántas energías consumen por
vivir enfrentadas con ellas.
La reconciliación no se alcanza simplemente reprimiendo
todas las ofensas y sufrimientos que me hayan causado, ahogando
y tragándome la rabia contra aquellos que me han herido. En
primer lugar, tengo que admitir la existencia de mi ira, y así
me podré distanciar de ella. Sólo cuando haya tomado una
saludable distancia con respecto del otro, podré liberarme del
poder destructivo que emana de él. Entonces dejo que sea tal
como es, pero sin permitir que tenga ningún poder sobre mí.
Perdonar tampoco significa que tenga que echarle los brazos al
50 cuello y comérmelo a besos.
El primer paso hacia la reconciliación con el otro consiste en
dejar que sea como es, en dejar de juzgarlo o de condenarlo.
Que sea tal cual es, sin preocuparme de nada más. Lo que
haya hecho o dejado de hacer es problema suyo. Me ha
ofendido, es cierto, pero ya no dejo que esa ofensa se instale
dentro de mí. Convierto la rabia que nace de la ofensa en el
ardiente deseo de vivir yo mismo mi vida, en lugar de que
sea otro el que la decida.
El segundo paso consistiría en tratar de restablecer la relación
con el otro. Pero esto no siempre es posible, pues también
depende de que el otro esté dispuesto a entablar un diálogo
clarificador. Aunque se niegue a dar este paso, yo puedo, a pesar
de todo, reconciliarme con él dejando de insultarlo y maldecirlo y
no pensando constantemente en él. Le dejo estar y me mantengo
a la expectativa. Trato de reconciliarme interiormente conmigo
mismo y con la historia pasada. Estoy dispuesto a acudir al otro
tan pronto como él lo permita o bien a reaccionar positivamente
ante cualquier movimiento que venga de su parte.
Cuando, en un grupo, hay personas que viven enfrentadas,
esto puede hacer saltar toda la comunidad. Los miembros de
una comunidad sólo pueden llevarse bien entre sí cuando están
dispuestos a reconciliarse y cuando se dan constantemente pasos
concretos para ello. Precisamente en la convivencia en la familia
o en una comunidad religiosa o en una empresa, es donde
experimentamos la necesidad del perdón recíproco. Mateo, el
evangelista, también se dio cuenta de ello en la comunidad de
entonces. Por eso resume la predicación de Jesús, que culmina
con las palabras sobre el perdón, en el conocido como «discurso
eclesial» del capítulo 18 de su evangelio. Pedro pregunta cuántas
veces tiene que perdonar a quien le ofende; y esta es la respuesta
de Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces 51
siete» (Mt 18,22). «Setenta veces siete» significa, en definitiva,
siempre, sin limitación. Pero, para Mateo, perdonar no quiere
decir barrer los conflictos debajo de la alfombra. Cuando un
hermano peca y, con ello, daña la convivencia, alguien ha de
acudir a él para hablar de lo sucedido. Hay que hablar con él,
no sobre él. El objetivo del diálogo es ganar al hermano. De este
se espera la disponibilidad a escuchar lo que el otro le diga. Por
medio de la escucha mutua y del diálogo se puede resolver un
conflicto y llevar a cabo la reconciliación. Pero si el hermano
que ha pecado se niega a escuchar, entonces -tal como indica
Mateo- deberán hablar con él dos o tres. Si tampoco esto da
resultado, deberá ocuparse de él toda la comunidad (cf Mt
18, 15-16). Pero no se trata aquí de montar un juicio, sino de
escucharse mutuamente para poder determinar cuál es la causa
del conflicto. A la comunidad se le exige que esté siempre
dispuesta a perdonar. Del individuo se espera que esté dispuesto
a escuchar atentamente lo que ha desencadenado su conducta
en los demás. En el caso de que ambas partes se escuchen
mutuamente, entonces encontrarán la manera de solucionar
el conflicto o, al menos, de mantener un trato correcto. De
este modo, el conflicto dejará de ser motivo de división.
La reconciliación despoja de su fuerza de división a los
conflictos sin resolver.
La confesión no puede ser una escapatoria para arreglar
los conflictos exclusivamente en conversación personal con el
sacerdote. La confesión exige·, más bien, que busquemos el modo
en que se puedan resolver los problemas comunitariamente. Y nos
envía a casa con la misión de reconciliamos con aquellas personas
que nos hayan hecho daño o nos hayan ofendido.

52
LA CONVERSIÓN

Las primeras palabras de Jesús en el evangelio de Marcos dicen


así: «Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está cerca.
Convertíos y creed en el evangelio» (Me 1, 15). Así pues, la
conversión no sólo está relacionada con la confesión, sino que ha
de marcar toda nuestra existencia, pues pertenece a la esencia de
nuestra vida. El motivo para convertirse es la cercanía del reino
de Dios. Porque Dios está cerca, porque en Jesucristo ha venido
a nosotros el Dios de bondad y de misericordia, tenemos que
convertirnos. Tenemos que dejar de mirarnos a nosotros mismos,
para volvernos hacia Dios.
El principal peligro de nuestra vida consiste en que estemos
siempre dando vueltas en torno a nosotros mismos, en
preguntarnos siempre qué es lo que me aporta la vida. Entonces
nos ocupamos siempre y exclusivamente de nosotros mismos
y de nuestro propio bienestar. Para Jesús, esto es un camino
equivocado, un camino que conduce a un callejón sin salida.
Con su invitación a la conversión, Jesús me está cuestionando:
¿Conduce tu existencia a la Vida o a la muerte? LTe da vitalidad o
te entumece? LTe lleva a la vaciedad o a la fecundidad? A lo largo
de este camino, ¿te encuentras contigo mismo, con tu verdadero
«yo» o, por el contrario, sales huyendo de él?
«Convertirse» significa volverse hacia Dios. Y en la medida en
que me vuelvo hacia Dios y avanzo hacia él, encuentro mi ser más
verdadero, mi «yo» más auténtico. Para Jesús, convertirse consiste
en creer en el evangelio, creer en la buena nueva de la cercanía del
Dios de amor y salvación que él viene a anunciarnos. Si confiamos
en las palabras de Jesús, nos veremos libres del terror que pretenden
infundir tantos y tantos mensajes que nos inundan y que nos
prometen la vida. Creer en su predicación nos libera del miedo a 53
errar nuestro camino. La conversión es invitación a la vida. Algunos
predicadores de la conversión nos transmiten más un «mensaje de
amenaza» que una buena noticia. Nos amenazan con el juicio y el
infierno. Pretenden obligamos a seguirlos y a aceptar sus terroríficas
imágenes de Dios. Pero este no es el 1-r;iensaje de Jesús, que nos
anuncia la proximidad de un Padre amoroso y misericordioso. El
significado exacto de metanoia -término griego con que se designa
la conversión- es «reconocer con posterioridad», «cambiar de
mentalidad», «pensar de manera diferente». El prefijo meta también
puede significar «detrás de». Entonces «conversión» significaría
«mirar detrás de las cosas», «descubrir a Dios mismo en todos los
hombres y en la creación», «reconocer, en nuestras experiencias
cotidianas, al Dios que nos habla». Así pues, «convertirse» significa
reconocer lo auténtico, lo verdadero que está escondido en todas las
cosas. Jesús habló de tal manera acerca de la realidad del mundo,
que Dios resplandece en todo. En sus parábolas mostró el mundo,
desde Dios, con total transparencia. «Conversión» significa, pues,
mirar con la mirada de Jesús para llegar a descubrir en todo lo
que me encuentro al Dios que me habla a través de las personas con
que trato, por medio de las experiencias de felicidad, en la adversidad,
por medio del éxito y del fracaso, a través de mis pensamientos, en las
palabras que otros me dirigen. «Conversión» significa, finalmente,
tener siempre presente, en toda circunstancia, que Dios está cerca
de mí, que me habla, que actúa en mí.

JESÚS: LA NUEVA IMAGEN DE DIOS

Frecuentemente, en los sermones sobre la confesión, se


presentaba sobre todo la imagen de un Dios juez y contable.
54 Esto quería decir que Dios ve exactamente todo lo que hacemos.
Todo lo pone sobre su balanza y determina si es bueno o malo,
nos juzga en su tribunal.
Pero esta imagen de Dios no se ajusta a la imagen que
Jesús dibuja de él. Jesús no anuncia un Dios distinto del que
presenta el Antiguo Testamento, si bien lo interpreta de un
modo nuevo. Se limita a acentuar algunos aspectos que ya se
anunciaban en el primer Testamento: el amor misericordioso
de Dios, su paciencia, la dedicación y preocupación de Dios
por los pecadores.
El Dios del que habla Jesús es un Dios que siempre permite
volver a comenzar. No nos destruye por haber pecado, sino que
vuelve a ponernos en pie. Aunque nosotros nos condenemos,
Dios no nos condena. En su primera Carta, Juan expresa
esto mismo con palabras maravillosas: «Si alguna vez nuestra
conciencia nos acusa, Dios está por encima de nuestra conciencia
y lo sabe todo» (lJn 3,20). El juez no es Dios, sino que,
a menudo, en nuestro interior hay un juez despiadado e
inmisericorde: se trata de nuestro «superyó» que intenta
humillarnos constantemente: «No puedes nada. No eres nada.
Todo lo haces al revés. Eres malo, perverso. Estás corrompido».
El Dios que Jesús pone delante de nuestros ojos, hace posible
que nos perdonemos siempre, que nos alejemos de nuestro juez
interior y que renunciemos a su poder.
Jesús se dedicó especialmente a los pecadores, pues en ellos
descubrió la disponibilidad para la conversión. En los fariseos
reconoció el peligro de encontrarse suficientemente satisfecho
con la propia religiosidad, de manera que no se sienta la
necesidad de conversión. Hay personas que se han endurecido
en su propia religiosidad. No son capaces de abrirse al amor
misericordioso de Dios. Jesús no condenó a los pecadores, no los
amenazó con el infierno. Más bien les brindó la oportunidad de 55
convertir sus fracasos en posibilidad, les dio la oportunidad de
convertirse y de comenzar de nuevo; gracias a Jesús pudieron
entender y experimentar, con mayor profundidad que los
engreídos y vanidosos, el amor misericordioso de Dios.
El Dios y Padre de Jesucristo renunció a imponer normas
y leyes arbitrarias a los hombres. Más bien les regaló unos
mandamientos para que pudieran vivir. Jesús interpretó de un
modo nuevo la voluntad de Dios y el significado de esos
mandamientos: «El sábado ha sido hecho para el hombre y no el
hombre para el sábado» (Me 2,2 7). Los preceptos han de ayudar
a los hombres a vivir conforme a su dignidad y a mantener unas
buenas relaciones entre sí.
Sin embargo, Dios no nos deja nunca tranquilos. Nunca
podemos decir: «Todo lo hemos hecho correctamente. Por tanto,
sólo nos queda esperar la recompensa divina». Jesús despierta
nuestra sensibilidad, de modo que siempre, en cada situación
concreta, nos preguntemos por la voluntad de Dios. Y Dios
quiere siempre que tengamos vida, que seamos salvos y que
vivamos en total conformidad con nuestro ser. El Dios que
nos anuncia Jesús es quien garantiza que podemos llegar a ser
nosotros mismos de verdad. Nosotros solos no somos capaces de
encontrar nuestro propio y auténtico camino. Dios hace posible
que seamos realmente hombres.

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La confesión es un medio concreto para reconciliarnos con


nosotros mismos y con los demás, para vivir en constante
conversión y experimentar a Dios como aquel que nos ama
incondicionalmente. No podemos entender la confesión como
algo aislado, ni separarla del conjunto de la predicación de Jesús.
Sólo cobra sentido dentro de la invitación de Jesús a llevar
una vida conforme a la voluntad de Dios y, al mismo tiempo,
ajustada a nuestra propia condición humana. En la confesión
entramos en contacto con Jesucristo, aquel que perdonó sus
culpas a los pecadores. Y también nos encontramos con el Dios
de Jesucristo, el Dios que nos libera de nuestras culpas y de
nuestros sentimientos de culpabilidad, el Dios que nos permite
experimentar su amor misericordioso en este sacramento.
Personalmente, no puedo decir que vaya gustoso a confesarme.
Pero sé que es bueno para mí. De tiempo en tiempo, necesito
hacer un alto para considerar mi vida y hacer balance: lVivo
de manera correcta? Entonces tengo que vencer cierto grado
de resistencia, para pedir a algún hermano de comunidad que
me permita confesarme con él. Pero, después de la confesión, sé
que ha sido algo bueno. Ciertamente no voy a cambiarme a mí
mismo. Voy a tener que seguir viviendo con mis problemas y con
mis faltas cotidianas. La confesión, sin embargo, me da fuerzas
para volver a empezar y vivir más consciente y atentamente. A
veces, en la confesión descubro las faltas en las que caigo una 57
y otra vez, de modo que la confesión me ayuda a afinar más
mi sensibilidad. Y la experiencia del perdón me hace sentir que
ya no tengo que seguir hurgando en el pasado. Él pasado está
enterrado. Y puedo dejar que siga sepultado.
Los animadores y animadoras de las convivencias de la Pascua
del 2001 eligieron, para éstos encu~ntros, el tema «Culpa y
sentimiento de culpabilidad». Hay que tener valor para atreverse
a abordar este tema con jóvenes. Sin embargo, se puso de
manifiesto la gran importancia que esta cuestión tiene para la
gente joven. Los jóvenes necesitan de un espacio en el que
poder hablar, sin miedo, de sus sentimientos de culpa. Y desean
ardientemente librarse de estos sentimientos y experimentar el
perdón de sus pecados. La confesión no es el único lugar en
el que se abordan la culpa, los sentimientos de culpabilidad
y el perdón. No obstante, constituye un importante ámbito
terapéutico en el que muchos que se ven arrastrados por sus
sentimientos de culpabilidad, que no encuentran tranquilidad,
porque están constantemente reprochándose sus faltas, pueden
encontrar la liberación que anhelan. En la confesión, Jesús
nos ha regalado un sacramento en el que podemos sabernos y
sentimos amados de manera incondicional.
Durante una charla sobre el tema «Todo ser humano tiene
un ángel», una chica de diez años me preguntó: «lCree usted
realmente que mi ángel no va a abandonarme?». Cuando
respondí afirmativamente, ella añadió: «Sí, pero, faunque sea
mala?». Yo le dije: «Seguro; tu ángel es paciente contigo».
Entonces insistió nuevamente: «Sí, pero, ly si siempre soy mala?».
Entonces le respondí: «Tengo el convencimiento de que tu ángel
no te abandona. Siempre va contigo. Aunque no te aguantes
a ti misma, él te aguanta». Entonces aquella muchacha se
58 fue reconfortada. Para ella era muy importante que alguien
le asegurara que su ángel no iba a abandonarla, que iba a
ser capaz de aguantarla.
La confesión es el lugar en el que podemos experimentar
que Dios, con su amor y su perdón, nunca nos abandona; que
el perdón de Dios cubre todas nuestras culpas; que Dios nos
acoge de manera incondicional. Para mí, como confesor, siempre
es maravilloso poder contemplar cómo personas que se sentían
abrumadas por el peso de la culpa, volvían a su casa rehechas
y liberadas. Habían podido experimentar la excelente idea que
tuvo Jesús al regalarnos el sacramento de la confesión como
lugar de reconciliación.

59
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indice

Introducción ....................................................................... . 5

Pistas para comprender el sacramento de la penitencia 7


Significados del término ..................................................... . 7
Una mirada a la historia ..................................................... . 12
La confesión como reconciliación ................................ . 13
La confesión litúrgica .................................................... . 14
La confesión como dirección espiritual ........................ . 16
La confesión, luna obligación? ..................................... . 18
Confesión a los laicos - Confesión ante un sacerdote .. . 20
El trato con la culpa ........................................................... . 22
Culpa y sentimiento de culpabilidad ............................ . 23
La culpa como posibilidad ............................................. . 26
El mal ............................................................................ . 27
Ni culparse, ni exculparse ............................................. . 29
El diálogo liberador ....................................................... . 30

Estructura del sacramento de la penitencia ................... . 33


Saludo ........................................................................... . 34
El examen de la propia vida ............................................... . 35
Palabras de aliento .............................................................. . 39
Un plan de acción .............................................................. . 40
La responsabilidad de asumir las propias faltas .................. . 41 63
El perdón ............................................................................ 45
Continuar el camino confiando en la misericordia de Dios 47

Vivir de la reconciliación .. .. ... .. . ... ...... ................. .. ..... ....... 48


Reconciliarse con uno mismo ............................. ................ 48
Reconciliarse con la comunidad .. .. .. .. .. ..'.. .. .. .... .. .. .. ..... .. .... .. 50
La conversión .................................. ....... ...................... ....... 53
Jesús: la nueva imagen de Dios........................................... 54

Conclusión.......................................................................... 57
Bibliografía.......................................................................... 60

64

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