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2017­4­28 Traducir Japón: Blog de Alberto Silva: Primera parte: Fábulas

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Primera parte: Fábulas

SITUACION PARADOJAL

Ignorancia
Miremos las cosas del mundo desde América Latina. Si comparamos el conocimiento que tenemos, desde nuestro
continente, sobre los Estados Unidos o Europa (especialmente su parte oeste), con seguridad se podrá conceder esta
afirmación inicial: nuestra información sobre todo lo occidental supera con creces la que tenemos del mundo
oriental. En lo referente a Japón y a los países del SEA, acaso lo ignoramos casi todo (1).

Algunos ejemplos permitirán ir centrando el tema.


El llamado periodo Tokugawa (1603­1868) suele aparecer en nuestros manuales de historia universal (si es que lo
mencionan) como “la Edad Media japonesa”, implicando las características arcaicas y atrasadas de las
instituciones y prácticas propias de la Europa occidental prerrenacentista. En cambio, el periodo Meiji (1868­1916)
es presentado con frecuencia como arranque de una cierta “locura” de modernización, anuladora de todo lo anterior.
La historia muestra que las cosas ocurrieron de otra forma (2): la era Meiji no hubiera sido posible sin la
unificación política, administrativa, económica, institucional que sólo los “shogunes” materializaron, logrando
resolver (o al menos encauzar definitivamente) su “cuestión nacional” más o menos por los mismos años en que la
lograron otros países que suelen servir de referencia a loos pensadores y políticos latinoamericanos, como Estados
Unidos, Francia, Italia y, en nuestro continente, Chile, Brasil y Argentina, entre otros. Esto explica que el tramo de
modernización emprendido en Japón con motivo de la era Meiji haya podido ser tan fulminante. Otra precisión: la
desaparición del “shogunato” coincidió con la restauración del orden imperial, elemento clave, este último, sin el
que no se acaba de entender cómo funciona el Japón contemporáneo.

Los ejemplos pueden extenderse a otros campos. Al tratar de temas políticos hablamos de izquierda y derecha
japonesas, e incluso de gobierno u oposición: de nuevo estamos situándonos en una perspectiva europea (3). Esto
condiciona la correcta comprensión de una sociedad que en estos años se orienta (muy lentamente) en dirección
hacia su reforma política, aunque no por cauces similares a la de muchos países occidentales.
Tomemos ahora el ejemplo económico. Si consideramos que la organización industrial, comercial y financiera
japonesa constituye meramente el caso nº N de un mismo y repetitivo capitalismo a escala universal, le estamos
rebanando al caso nipón atributos nacionales y asiáticos que resultan necesarios para su correcta identificación
(4).
Tanta desinformación por parte nuestra estalla como un petardo entre las manos cuando nos enfrentamos con la
actualidad. Estoy en contacto con Japón desde hace casi 20 años: sigo la prensa local e internacional, hago
investigación propia y consulto a algunos analistas. Quizá por ello no me conmueve tanto como a otros el anuncio
de que el sol, “esta vez sí” se pone para Japón (5), señal de una crisis que, “esta vez sí”, será terminal y definitiva
para los nipones. Ninguna teoría es por entero cierta o falsa y hay que reconocer que últimamente han ido
surgiendo nuevos argumentos a favor de un eventual hundimiento japonés. Pero seamos cuidadosos para que no
nos suceda lo que ya ocurrió a otros hace diez años: más de un reconocido “líder de opinión” creyó entonces cadáver
a un Japón que un tiempo después lograba recuperarse.

Rotundidad

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Sucede que sabemos bien poco sobre el Pacífico asiático. De suyo, esto sería plenamente normal y comprensible si
no fuera porque, al mismo tiempo, sobre el Japón y el SEA solemos prodigar afirmaciones muy seguras de sí
mismas, a menudo rayando lo inapelable.
Los latinoamericanos estamos acostumbrados a retóricas universalistas de origen europeo o norteamericano. A
menudo aceptamos irrazonadamente juicios de valor que damos por hechos, transformándolos en doctrina segura,
ajena a verificaciones o cuestionamientos. Japón se vuelve así un paisaje nítido, un territorio sobre el que caben
fáciles comentarios. El único problema es que a veces se trata de una pintura al revés, una composición fotográfica
cuyo detalle nos llega a través de un negativo de laboratorio.
Para decirlo con las palabras de James Bond: “¡Estos japoneses se las arreglan para hacer todo al revés!”. Claro está
que Ian Fleming vuela bastante bajo, a nivel de lo que se suele considerar “conocimiento vulgar”. Pero también los
más sesudos y sabios de Occidente suelen considerar a Japón “un país al revés”. La lista de quienes lo han afirmado
de formas diversas podría llenar una página: Chateaubriand, Nerval, Lafcadio Hearn, Paul Claudel, Huxley, Arthur
Koestler y señora, Pierre Loti, Kissinger y tantos otros. Sin olvidar a la totalidad de los presidentes norteamericanos
y a muchos dirigentes europeos (6).
Específicamente, este país al revés es visto, desde Occidente, como una auténtica tierra de paradojas. Veamos lo que
dice Ruth Benedict, autora del tradicional best­seller, sin duda el más influyente, sobre el carácter de los japoneses:
“...son a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles...rígidos y adaptables...leales y traidores...disciplinados e
insubordinados”. “El japonés no es un nativo...pero tampoco es un sahib”, nos cuenta por su parte Rudyard Kipling.
La paradoja no hace perder un ápice a la contundencia de la explicación; simplemente la sitúa en el terreno de lo
que asombra a fuerza de irrazonablemente esquivo. Así, a Japón se lo acaba explicando por la amalgama, por lo
insólito y hasta por lo absurdo. Y, ¿cómo tratar con alguien al que sentimos completamente ajeno a la realidad (la
nuestra) sino definiéndolo a partir de afirmaciones extravagantes, de dinámicas que según nuestra racionalidad no
cuadran, de curiosidades que provocan una sonrisa entre irónica y condescendiente?

Paradoja
Ya tenemos servida una repetitiva y hasta cruel paradoja: la de un tozudo desconocimiento que se asienta sobre una
tupida (al menos sobre una persistente) trama de estereotipos, ofrecidos como fundamento supuestamente “teórico”.
¿Por qué es constante esta paradoja? Porque acompaña a la opinión pública y a muchos desarrollos teóricos y
políticos de nuestro continente desde hace años, al menos desde fines de la segunda guerra mundial. Aunque cabe
señalar, por si alguien no lo recordaba, que somos nosotros los latinoamericanos quienes, en este como en muchos
otros terrenos, acompañamos o seguimos el camino trazado por las potencias del norte.
¿Y por qué esta paradoja parece cruel? Porque la visión que proyectamos hacia la realidad japonesa de forma tan
sumamente “dependiente” nos clava más en una dificultad que nos acompaña desde el siglo XIX, la que nos impide
repensar el mundo entero desde nuestros puntos de vista, desde nuestra propia circunstancia, desde nuestras
necesidades e intereses.
Buena parte del “saber” que circula en América Latina sobre Japón y el SEA es inexacto. No se atiene a la
observación empírica, para decirlo en el marco de cierta tradición histórica y política. No tiene que ver con el
análisis concreto de situaciones concretas, si se prefiere la tradición rival. A los países asiáticos los miramos por el
ojo de una cerradura, cuando no desde la mirilla de un agresivo fusil argumental. Y lo que vemos es lo que suelen
recoger los libros de texto de las escuelas y hasta de las universidades: un cúmulo de excentricidades rayando en lo
irracional. La forma como entendemos el caso japonés da una prueba más de que aquello que llamamos ”historia
universal” es, en realidad, historia de los países del norte occidental. Así como lo que llamamos “guerras
mundiales” sólo han sido guerras entre potencias occidentales, luchando por redefinir las reglas de la dominación
internacional, en algunos casos con la presencia colateral de naciones no­occidentales. Así vamos.

LA CUESTION JAPONESA

Con el paso del tiempo, Occidente se fue inventando un país (Japón) y un continente (Asia) de tarjeta postal, aptos
para sus gustos, propicios para sus intereses. Cuando hablo de Occidente, me refiero, claro está, al conjunto de
entidades sociopolíticas situadas en Europa y en América del Norte que han regido los destinos del resto de las
naciones desde el inicio de la era moderna.

BEMOLES CLASIFICATORIOS

La forma en que, por motivos aparentemente académicos, se agrupa a los países del mundo resulta curiosa y
significativa. Sólo en la Asamblea General de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) cada país constituye
una entidad diferenciada que se identifica por su escudo patrio y se siente valiosa por la emisión de un voto. Debajo
de esta aparente igualdad subyace, como todos sabemos, un cuidadoso ordenamiento jerárquico, montado para
lograr concretísimos fines políticos y que comienza con un ordenamiento de tipo argumental.
Tomemos un ejemplo. Ahora que ya no ilustran la oposición entre comunismo y capitalismo (nadie se opone ya al
comunismo, porque el comunismo se ha vuelto incapaz de oponerse a nada), los términos “Este” y “Oeste” han sido
reciclados en “Oriente” y “Occidente”. Pretenden expresar la supuesta oposición o contradicción entre dos
cosmovisiones rivales y hasta incompatibles. Una con asiento tradicional en el Mediterráneo griego y romano, a un
tiempo democrática e individualista, y luego sucesivamente recentrada en grandes naciones europeas y en
Norteamérica. La otra con localizaciones que divergen según las versiones, pero que se caracteriza por su escasa
propensión a la democracia y al cultivo de los valores individuales, clasificación ésta última en la que se suele
incluir a Rusia, a la China y al Japón. Los debates contemporáneos suscitados por las obras de Francis Fukuyama y
Samuel Huntington (1), entre otros, nunca hubieran sido tan intensos y globalizadores si no existiera en Occidente

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esta insistente sospecha. Efectivamente, parecería que algo se opone radicalmente a nuestro Occidente. A ese algo
hemos decidido llamarlo “Oriente”.
Pero, antes que nada, ¿qué es “Occidente”? O, mejor dicho, ¿hasta dónde llega Occidente?(2). Visto el problema
desde América Latina, la respuesta es fácil en el caso de países como Argentina o Uruguay, en la medida en que se
los entienda como simples prolongaciones de Europa, criterio también aplicable un poco al valle central de Chile, a
las zonas sureñas de Brasil o a núcleos urbanos de Caracas, Bogotá, etc. Pero, ¿en qué sentido los mestizos México
o Perú, así como la mulata Cuba todavía son “Occidente”?
Occidente deja de ser, poquito a poco, un criterio racial­cultural para revelarse como lo que en realidad es: un
criterio económico y político que tiende a abarcar (si puede) el mundo entero. Turquía y Marruecos pasarán a ser
territorios del auténtico occidente europeo, por las conveniencias de la geo­estrategia occidental. Angola o Kuwait
siguen siendo trozos de Occidente (algo sorprendentes, ¿no es verdad?), retazos a preservar por razones cada vez
menos relacionadas con raza, cultura o formas institucionales, cada vez más dependientes de los intereses del
capitalismo internacional (3).

DESORIENTACION

¿Dónde poner a “Oriente”? Ubicar a tal o cual país en Oriente o en Occidente tiene que ver, lo acabamos de recordar,
con analogías naturalistas a veces superficiales (la raza, el atavismo, la religión tradicional) que recubren
analogías históricas con frecuencia profundas (la conveniencia del uso del poder por estados o intereses privados).
Estas y aquéllas a menudo se confunden. Políticos y pensadores ya no saben qué hacer ni qué pensar. ¿Dónde
poner, por ejemplo, a Japón, tan diferente a Europa o Estados Unidos en lo que toca a raza, lengua, religión,
pasado, formas culturales, al par que tan cercano en términos de la economía política del capitalismo
internacional, de la que constituye firmísimo baluarte? ¿Y cómo relacionar a Japón con la China ya que, según se
prefieran los criterios deterministas o los voluntaristas, Japón y China resultarán, alternativamente, brotes de
idéntico árbol o enemigos incompatibles e irreconciliables? (4).
Hoy en día, Occidente duda sobre cómo le conviene definir a Oriente, en tanto que América Latina da palos de ciego
cuando se pone a hablar sobre Japón y el SEA.

NACIONES CON CARACTER

A ninguna gran potencia le agrada divulgar las auténticas respuestas dadas a los problemas que se le plantean.
Para ocultar sus verdaderas intenciones (que suelen tener que ver con una dominación lo más expansiva posible),
acaba poniendo los problemas en manos de académicos, quienes elaborarán bellas teorías capaces de explicarlo
todo. Una manera muy occidental de hacer orden argumental en el caos epistemológico que significa “Asia” (¡tantas
razas, lenguas, religiones, historias!, ¡y tan diversas!), ha sido, por parte de la antropología occidental, la teoría del
“carácter nacional”.
Esta parte presuponiendo que la explicación final del comportamiento de una nación ­homogeneizando, de paso,
múltiples heterogeneidades locales, como salta a la vista cuando alguien dice Rusia, India, China, Filipinas, etc­ se
encuentra en una mentalidad que todos comparten (al menos es lo que aseguran ciertos expertos), en un sistema
común de valores cuyo origen se declara extraviado en la noche de los tiempos (o al menos en la noche oscura de las
teorías culturalistas). Cada gran civilización tiene su carácter propio, es cierto. Pero ese genio peculiar será el
vaciadero en el que se depositarán, sin ton ni son, todas aquellas interrogantes cuya respuesta se aparta de la
evidencia inmediata. La teoría del carácter nacional es elástica como la goma: sirve tanto para explicar lo
enigmático como para justificar lo inaceptable. Permite que convivan realidades contrapuestas, poniéndolas
cuando conviene en relación, pero en los niveles que interesen en cada momento.
De tal forma, si se trata de acentuar el aconsejable predominio de la civilización occidental sobre el mundo no
blanco, el individualismo protestante será contrapuesto al grupismo confucianista, como explicación del carácter
casi vocacionalmente revolucionario de los pensadores, empresarios y gobernantes del oeste. Buscando la perfecta
oposición, al este se le atribuirá el componente casi ineluctablemente despótico de las hordas asiáticas. Si se trata,
en cambio, de enfatizar la diferencia entre las organizaciones capitalista y comunista, la ausencia de tripartición de
poderes será la piedra filosofal que distinguirá a China de Japón, o a Cuba de México, por citar ejemplos a mano y
con independencia de “orientalismos” (5).
Dado que las necesidades explicativas de Europa y Estados Unidos a menudo han sido diferentes, se entenderá la
existencia de teorías diferentes sobre el carácter nacional japonés.

Del lado norteamericano, el criterio de selección se basa en el reconocimiento de una diferencia coyuntural, aunque
aparentemente atrincherada tras la teoría nipona de la diferencia inasumible. De acuerdo con la visión
norteamericana, los japoneses mienten, se confunden o al menos ocultan sus verdaderas intenciones. Japón es un
país del que conviene desconfiar: fue sistemáticamente belicista entre 1895 y 1945, ahora es exageradamente
pacifista. Los documentos del Departamento de Estado lo enuncian así: los japoneses son un pueblo dotado de una
pronunciada vertiente de comportamiento “irracional y fanático”. Douglas MacArthur, jefe de las fuerzas de
ocupación norteamericanas entre 1945 y 1951 y auténtico “virrey” del Japón en ese periodo (le llamaban “el ‘shogun’
de los ojos azules”), introdujo en la nueva constitución el célebre artículo 9 (por el que Japón renuncia por siempre a
la guerra) aduciendo el motivo siguiente: “Durante siglos el pueblo japonés ­a diferencia de sus vecinos chinos,
malayos, indios y también de los blancos­ ha estado compuesto por idólatras devotos del arte de la guerra y de la
casta militar del Bushido” (6).
En sus relaciones exteriores, tanto se ha regido Japón por el artículo 9, que a veces ha llegado a ridículas
incongruencias, como en el caso de la guerra del golfo pérsico, de triste memoria: sin su tecnología, los misiles
norteamericanos Patriot no hubieran sido operacionales; sin su generosa contribución económica posterior,

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Kuwait no podría haber recuperado su “normalidad petrolera”. Sin embargo, portarse bien no le ha servido de
mucho para aplacar los temores americanos. Si repasamos las declaraciones de secretarios de estado o de defensa,
de Harold Brown a McNamara, de John Foster Dulles a Brzezynsky, podremos entender que las posiciones
norteamericanas se siguen enunciando fundamentalmente así: la actual búsqueda obsesiva por parte de Japón de
un mayor bienestar económico, en ausencia de cualquier consideración política o de defensa, es presentada como
un convincente argumento para demostrar la continuidad de rasgos extremistas en el carácter nacional (6). Los
gobernantes americanos toman de esta forma como suyas las palabras de diferentes antropólogos, seguidores de la
ruta trazada por la pionera Ruth Benedict. Los japoneses: otrora maniacos de la confrontación, ahora obsesos del
comercio internacional, ¿y mañana qué? Si la historia japonesa es relatada como “una sucesión de líneas rectas
quebradas periódicamente por ángulos agudos” (la frase es de George Ball, antiguo secretario de estado), hay algo
en el carácter de esta gente que debería inducirnos a mantenernos vigilantes (7).

La modalidad europea de la teoría del carácter nacional japonés reposa sobre bases diferentes. Desde el siglo XIX
(después de 1868), Japón se orientó hacia Europa buscando un nuevo modelo organizativo y cultural. No había
confrontación sino interés, emulación. Europa (para el caso: Alemania, Inglaterra y Francia) correspondió a dicha
preferencia con una fascinación embelesada. Ninguna desconfianza europea ante el Japón. Sólo asombro. Japón
no era visto como fuente de confrontación. Estados Unidos, en cambio, había debutado en sus relaciones modernas
con Japón enviando cañoneras en 1853, obligando a tratados comerciales de escasa reciprocidad y plagando el
archipiélago nipón de misioneros, muevas modas y platos no muy nutritivos (8). A ojos europeos, Japón era
percibido como alimento exquisito con que saciar el hambre de exotismo de un continente que volvía a “descubrir” el
mundo exterior.
El llamado “japonismo” es una invención específicamente europea, de la que sobre todo Alemania y Francia se
disputarían el origen. Según el japonismo, el archipiélago nipón es único en su género, como lo son las grandes
naciones europeas. Pero, contrariamente a la lectura que Europa suele hacer de sí misma, consiguiendo el fuego de
la unidad con astillas de guerra y división, “leer” a Japón desde el viejo continente no significó enfatizar los
parecidos sino las diferencias con respecto de Europa. Japón se transformó en el país distinto por antonomasia.
Si “nosotros” comemos pan, carne, alimentos cocidos, “ellos” se alimentan con arroz, pescado, comida cruda.
Nosotros centramos nuestra espiritualidad en la relación social, ellos en el contacto con la naturaleza. Para
nosotros la basílica de piedra, para ellos el jardín zen. La persona occidental es el individuo, la persona japonesa
más bien un individuo­parte­de­un­grupo. Y así hasta el infinito, en una sucesión de sorpresas, dando diversión a
una antropología ya por entonces muy impregnada del relativismo enciclopedista francés y del multiculturalismo
propio de la aventura colonial británica.

LA INVENCION DE JAPON

Si bien las dos teorías del carácter nacional arriba expuestas parecen disímiles, ambas mantienen cierto rasgo
común que conviene no olvidar. En los dos casos se están refiriendo a un país “inventado”.
Invención, ya se sabe, es un concepto polisémico. ¿Constituye Japón un descubrimiento, el hallazgo reciente de una
realidad antes ocultada durante largo tiempo? ¿O se trata, más radicalmente todavía, de una creación “ex nihilo”, de
una fantasía surgida casi por generación espontánea? En el caso de Japón, encontramos un poco de cada una,
como veremos a continuación.
Roland Barthes ya nos pone en guardia en el bello párrafo que abre un libro suyo sobre Japón (9): “Si quiero
imaginar un pueblo ficticio, le pondré un nombre inventado, lo trataré como un objeto novelesco...de forma de no
entrometer en mi fantasía ningún país real...No buscaré representar o analizar la menor realidad...Me limitaré a
identificar cierto número de rasgos...y con ellos organizaré deliberadamente un sistema...A ese sistema le llamaré
Japón” (traduzco libre y selectivamente el texto barthiano, aunque también con total fidelidad, como podrá
comprobar quien consulte el original). Japón nos brinda, viene a decir el sabio, un caso ejemplar de cuán ficcional
es toda teoría. Una explicación sistemática no es otra cosa que una serie de islas discrecionalmente ordenadas, con
mayor o menor talento, en medio de un inmenso mar. El mar es, por supuesto, nuestra ignorancia; las islas son
esas minúsculas huellas dejadas por lo poco que de las cosas hemos aprendido: la metáfora se la podía escuchar a
Pierre Bourdieu, en su seminario de la Ecole Pratique...y cualquiera la puede ver plásticamente transcrita en los
jardines secos de los templos zen de Kyoto...los cuales, a su vez, no hacen más que rememorar los antiquísimos
sermones iniciáticos de Buda.
No es que la teoría sea falsa. Sucede tan sólo que viene “después” del conocimiento, en forma de una serie de
conclusiones ya tomadas que buscan alguna premisa oportuna que las englobe y las justifique (10). Esta manera de
entender la teoría como “ficción orientadora” (11) viene a cuento para entender qué sucede en nuestro caso.
Japón se nos presenta, básicamente, como el prototipo del país inventado. Nación cuyo carácter puede ser versátil,
tan voluble como el interés de quien lo mira. Pero básicamente “diferente”, el “otro” por antonomasia respecto a lo
que creemos y a lo que nos define. Tanto o más que la China, bastante más que la India, muchísimo más que
cualquier país africano. Japón le ha servido a Occidente (a Europa durante un periodo mucho más prolongado; a
EEUU con renovada intensidad durante este siglo) para marcar los límites reales de un tipo de conciencia colectiva
y de un tipo de proyecto histórico. Sea como enemigo real o como cautivadora fantasía, Japón ha ayudado, como
acaso ninguna otra idea extraña, a crear el indispensable contraste que nos empuja a la auto­identificación (12). Ya
lo dijo Michel Foucault: las personas y las naciones suelen identificarse a sí mismas antes que nada por oposición
con alguna otra. Japón ha servido como espejo en el que mirarse, como exorcismo salvador, como perfecto negativo
apto para la formación de la idea europea.
Japón constituye una de las más geniales “invenciones” de Occidente. Y aunque ha habido tantos “japones” como
ha habido de “occidentes” (el Japón de Herodoto no era el mismo que el Japón de los enciclopedistas franceses ni
que el Japón de los halcones norteamericanos ni que el Japón de los exportadores italianos, sea dicho al pasar), la
ficción­Japón ha tenido un elemento perenne: su radical diferencia; o bien: su extrema propensión a constituir ese

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espacio inabarcable en el que depositar todo lo que para nosotros constituye el hecho mismo de la diferencia (13).

ENTRE LA UTOPIA Y LA LEYENDA NEGRA

La forma occidental de reducir lo otro (Japón) a lo mismo (un objeto de conocimiento occidental) consistió en
fabricar su perfecta inversión en forma de una utopía.
No todos los países tienen vocación de engendrar utopías. Desde antes incluso de su “descubrimiento”, lo que
acabaría llamándose América Latina sin duda constituyó, a ojos europeos, el lugar sin lugar del deseo de una
realidad inédita: somos desde entonces el “nuevo mundo” de una fantasía que nunca llegó a materializarse
completamente. En la otra extremidad del planeta (la occidental, si miramos un globo terráqueo centrado en
América Latina...pero por aquellos tiempos el mundo se miraba a sí mismo desde los ojos de Europa), Japón fue
solar fértil para el sin lugar opuesto (¿antagónico?; ¿complementario?) (14).
En su forma positiva, Japón ocupó el lugar de un mundo primigenio espontáneamente civilizado, un poco a la
manera de los “salvajes” según los ha visto Claude Lévi­Strauss. Se podría remontar al “Cipango” de Marco Polo,
finalmente explorado con más detalle por el misionero jesuita Francisco Javier, para describir todas las virtudes que
los países occidentales han ido perdiendo: la cultura escrita, las tradiciones vivas, un profundo carácter racional, la
cortesía caballeresca, el sentido estético, el cumplimiento estricto del deber o “giri”, una buena sinergia con la
naturaleza. Miles de peregrinos o de soñadores imaginaron así al Japón durante los últimos 500 años (15): del
humanista Guillaume Postel al pintor Van Gogh, del político inglés Benjamin Disraeli al sociólogo norteamericano
Ezra Vogel. Esta utopía de bienestar y fraternidad se ha transformado durante los últimos años en interés por
conocer lo que algunos llaman un “modelo japonés”, como forma de intentar resolver problemas económicos o al
menos de plantear nuevas bases para un futuro industrialista y tecnológico.
En su forma negativa, como ya hemos visto, Japón se convirtió en todo aquello que no hay que hacer, que no hay
que ser, si se trata de concebir vidas individuales plenamente humanas en sociedades mínimamente fraternales.
Esta leyenda negra también tuvo y tiene sus “Las Casas”. En esta interpretación destaca la insistencia en el carácter
imitativo de la cultura japonesa. Japón pasó varios siglos imitando el modelo chino. Durante el siglo XIX se pasó
con armas y bagajes al modelo europeo, considerado nuevo “centro del mundo”. Para acabar idealizando,
idolatrando, indiscriminadamente la cultura norteamericana (16).
Aquellos que, de una forma u otra, siguen argumentando la existencia de un “peligro amarillo”, no dejan por su
parte de señalar el arraigo de cierta modalidad de sentimiento nacionalista, traducido no hace tantos años en nueva
intentona imperialista panasiática: ella motivó, al menos en parte, la segunda guerra mundial. Y aunque es cierto
que, para cumplir sus proyectos, Japón parece haber abandonado la vía violenta, en cambio no ha desechado una
serie de formas de sumisión individual y social que hacen impracticable el llamado “modelo japonés” fuera de los
límites del archipiélago nipón (17).

DE DOS ESTRATEGIAS DISCURSIVAS

Zarandeados entre Europa y Estados Unidos, a menudo los ciudadanos de Latinoamérica no sabemos bajo qué
paraguas discursivo cobijarnos. Este apartado presentará algunos de los resortes argumentales de las dos
estrategias académico­políticas aludidas, por ser las más influyentes cuando se trata de “explicar” a Japón: una con
raigambre y características más bien europeas; la otra con “sabor genuinamente norteamericano”, parafraseando la
famosa propaganda. A la primera la definiremos como “japonismo”, a la segunda como “japonología”. En primer
lugar seran identificadas como diferentes y específicas, para luego vincularlas al etnocentrismo y al neoliberalismo,
dos conceptos fundamentales para entender la situación.

Una solución típicamente europea: la diferencia absoluta


El “orientalismo” no es una idea nueva en Occidente. “Oriente” ejerció una intensa fascinación sobre la
imaginación europea desde la antigüedad griega. Tras múltiples viajes de exploración y comercio a través de una
“tierra rica en todo” (18), la excursión de Marco Polo permitió ensanchar hasta el mismo Cipango un mapa que,
desde el “centro”, iba dibujando todo el mundo (19). A partir de entonces, Japón representó para los europeos el
territorio quizá más sorprendente dentro de un continente asiático que, de por sí, ya era considerado como muy
“exótico” (20). Las sabrosas y detalladas crónicas de Francisco Javier contribuyeron a la difusión de una nación
exactamente opuesta a todo lo conocido hasta entonces...sin por ello dejar de ser “civilizada” (21). Había nacido el
“japonismo“.
Con la llegada de la Ilustración, esta percepción de diferencias radicales entre Japón (desgajado de Oriente) y
Europa (considerada como conjunto) adquirió un gran valor táctico para el “asalto filosófico” que la Enciclopedia
libraba contra el oscurantismo del antiguo régimen (22). En efecto, darle a una nación extranjera el estatuto de
“nación más diferente” equivalía a aceptar el principio mismo de una diferencia que podía, desde allí, esgrimirse
como argumento para dirimir querellas domésticas (la querella básica era contra el poder despótico de la nobleza).
Dos rasgos sobresalen al repasar unos cuantos de los 230 artículos que los enciclopedistas franceses dedicaron a
Japón.
­ La falta de rigor informativo y argumental de la mayoría de ellos. Resulta difícil separar verdad y fábula en los
escritos de un Jaucourt o de un Diderot, por no referirnos a los demás.
­ La honda huella que dichos escritos dejaron en la posteridad, no solamente francesa, también europea. Siempre
resulta estimulante el ejercicio de comparar los comentarios de muchos viajeros contemporáneos con los acertos de
aquellos venerables enciclopedistas (23).
El japonismo vino a ser una especie de devoción laica hacia un mundo pintado como (y sólo como)
irreductiblemente ajeno al nuestro. La profundidad entrevista de la diferencia aumentó la intensidad de la
fascinación. De las crónicas de los jesuitas españoles y portugueses a la imitación de las escrituras ideográficas

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ajenas al alfabeto romano. De la moda de las “japonaiseries” a las visiones arquitectónicas de Piranesi o de Von
Erlach. De los injertos de la arquitectura de la Bauhaus (Walter Gropius seguramente se inspiró en la Villa Imperial
de Katsura) a la copia de las estampas japonesas por Klimt o Modigliani. Un milenio de fascinación ante una
civilización que fue progresivamente entendida por los europeos como “arquetipo del otro”, un espejo que Europa
enfrentaba a su propia identidad y con el que sigue manteniendo una relación ambivalente: exótica atracción,
desconfiada agresividad (24).
Conviene no prescindir de otro aspecto de la cuestión. Desde mucho antes del descubrimiento de América, en
Europa ya era costumbre arraigada explicar, “dar razón” del resto de naciones del planeta. Aparte de designios geo­
estratégicos de dominación internacional (que nunca escasearon entre las motivaciones europeas, desde los
Romanos en adelante), otros aspectos menos “culpables” también intervinieron en la fijación de una Europa
concebida como centro cognoscitivo del universo: la filosofía griega, la cultura organizativa romana, el
cristianismo, la escritura alfabética. Todo ayudó a que Europa se viera situada en uno de los centros del la tierra (el
otro siempre fue la China...¡aunque en Europa a China se la ignoraba completamente!). Desde el centro, Europa
miró alrededor suyo explicando como “saber objetivo” lo que sobre todo era proyección de la mentalidad y de las
necesidades europeas. Nació una visión etnocéntrica: una racionalización del mundo en la que cierta definición de
“Europa” (blanca, cristiana, centralista, belicista, relativamente próspera) se consideraba como criterio y medida
aplicable a cualquier otra nación. Europa constituía LA civilización. El resto del mundo fue pensado y sentido a
través de valores europeos. La superioridad tecnológica europea hizo el resto: gracias a los viajes
intercontinentales, al comercio, a la dominación militar prolongada y a las extraordinarias potencialidades de la
imprenta, el mundo entero pasó a explicarse a sí mismo por medio del modelo europeo (25).
Sin embargo, esta Europa casi vocacionalmente etnocéntrica no era plenamente homogénea. Podemos distinguir
entre dos orientalismos europeos que, para simplificar, denominaré inglés y francés.
El orientalismo de estilo inglés forjó sus instrumentos técnicos durante la revolución industrial, sus mecanismos
políticos en el curso de la colonización (precursora de la Commonwealth) y su fundamentación argumental por
medio de la antropología culturalista. Estos tres fenómenos se implican mutuamente, como se sabe: la colonización
proporcionó una salida expansionista lógica a la sostenida superioridad tecnológica de Inglaterra del resto de
Europa (26); la ciencia del hombre permitió la elaboración de un discurso legitimador de algo que la pura
superioridad bélica hubiera sido incapaz de justificar.
Aunque Inglaterra no colonizó en ningún momento a Japón, su antropología proporcionó los recursos necesarios
para la fijación de un “saber común” sobre Japón. Los trabajos de Edward Tylor, James Frazer, Louis Morgan y
luego Bronislaw Malinowski, entre otros, acostumbraron a los especialistas y al público en general a entender el
mundo como una “multitud de historias particulares” que salían del silencio gracias a la observación de los
científicos y que se iban ordenando poco a poco gracias a la influencia organizativa y civilizatoria del gran león
inglés (27). Dentro de este multiculturalismo, Japón ocupaba el rango de nación­en­extremo­diferente: por formar
parte del conglomerado asiático y por ser particularmente poco estudiada por sus propios antropólogos, siendo
mayor la maravilla cuanto menor era el conocimiento empírico que sobre ella se tenía. La mentalidad
multiculturalista cuajó profundamente en la conciencia británica.
­ De puertas afuera, le daba al público una imagen concreta (amable y atrayente) a lo que, de otra forma, se hubiera
limitado a ser pura transacción entre comerciantes (o bucaneros) ingleses y asiáticos que vendían su thé, su
porcelana, sus marfiles, sus telas, sus especias, todo aquello que, reunido en las metrópolis, transformó a Inglaterra
en el primer emporio mundial durante el siglo XIX. Japón, Asia, Oriente, eran para los ingleses poco más que una
serie de productos, una serie de gestos, una serie de anécdotas o aventuras más o menos verosímiles (28).
­ De puertas hacia adentro, el multiculturalismo comenzó a aplicarse como una forma “territorialista” de entender la
vida civil y la democracia: así como en Delhi o en Nairobi las “civil lines” delimitaban el territorio de los “sahibs” y
de los nativos, lo mismo sucedió en Londres, Manchester o Liverpool. El multiculturalismo inglés aceptaba sin
objeciones la diferencia radical entre los pueblos. Pero a condición de pensar que Inglaterra (como parte de
Occidente) se situaba por encima de los otros: en los mejores barrios, en los mejores trabajos, en los mejores
colegios y servicios. Porque en el multiculturalismo al estilo inglés a menudo asoma la autosuficiencia europea,
cuando no cierto dejo de racismo blanco (29).
El orientalismo de estilo francés rumbeó en otra dirección. Parte de la disputa anglo­francesa de los tiempos
modernos tiene que ver con la manera de explicar el mundo exterior. Además de las rivalidades coloniales y la
subsiguiente sectorialización del mundo en zonas inglesa y francesa, a dicha disputa concurrieron criterios
epistemológicos distintos y hasta maneras diferentes de enfocar la vida política y civil en la propia casa. A finales
del siglo XVIII, el escritor francés Chateaubriand cruzaba el océano Atlántico convencido de que en América podría
conocer en carne y hueso al “buen salvaje” (30). Su ingenua expectativa era la expresión de una larga tradición
nacida con Rousseau y plenamente vigente en nuestros días con la antropología estructural de Claude Lévi­Strauss y
una pléyade de discípulos y admiradores (31). El orientalismo francés está completamente penetrado por lo que se
ha dado en llamar “relativismo”. El relativismo cultural reconoce las diferencias entre los hombres y sus culturas
hasta el extremo de sostener el principio de la diferencia absoluta como forma de asegurar la igualdad (32).
Una distinción con respecto a la posición inglesa la podemos encontrar en el hecho que el imperio colonial francés
fue bastante menos extendido y floreciente que el inglés. Además, buena parte de la producción antropológica
francesa vio la luz en países con los que Francia no había tenido relaciones directamente coloniales, como América
Latina o China, por citar dos zonas significativas. Incluso en el caso de la antropología “africana” o “indochina”,
una antigua tradición francesa de independencia respecto del discurso político dominante en su país permitió la
elaboración de un pensamiento académico relativista que dejaba más libres y mejor parados a los pueblos
estudiados.
Oriente, y dentro de Oriente el Japón, fueron presentados a los franceses no sólo como civilizaciones
completamente diferentes de la occidental sino, además (y aquí la tradición francesa diverge de la inglesa) como
potencialmente iguales o superiores a las europeas. Por medio de la organización de los jesuitas y de la prédica
humanista, las crónicas del padre Javier calaron mucho más hondo en Francia que en la propia España: Japón
conservaba cualidades a las que Europa había renunciado, ¡doble pecado ya que los europeos contaban con el

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privilegio de la civilización de Cristo! Y ya que nos corresponde juzgar a Japón, dirá el abate Lejeune, es cierto que
los japoneses a veces se equivocan, pero no cabe duda que nosotros nos equivocamos mucho más a menudo (33).
Desde el siglo XVIII la puerta quedó abierta de par en par para una admiración sin paliativos, que la pintura
moderna (naturalista, impresionista y expresionista) nos recuerda a cada momento (34).
Claro que, de puertas adentro, la organización política francesa no siguió los mismos pasos relativistas que
marcaban sus ilustres antropólogos de terreno. La república francesa se rige por las ideas “universalistas” de la
Enciclopedia y de la Revolución de 1789. Dentro de su territorio rigen leyes aplicables rígidamente a todos los
ciudadanos, como única forma concebida de lograr que todos sean formalmente “iguales ante la ley”. Ningún
extranjero será marginado de los derechos teóricos mínimos. Pero nadie podrá invocar el argumento de la propia
diferencia cultural como forma de evadir el cumplimiento de la norma común, cosa que han sufrido en sus carnes
tanto los negros martiniqueses como los árabemusulmanes y demás africanos residentes en territorio
metropolitano.
En resumen, dos formas parcialmente distintas de considerar a Japón como realidad completamente diferente: el
multiculturalismo y el relativismo. Sin embargo, las peculiaridades de cada una no logran eliminar completamente
cierto parentesco entre ellas. Para una y otra, el resorte argumental ha sido la existencia de un supuesto
“determinismo cultural” (35).
Según esta concepción, una nación se explica fundamentalmente por medio de su cultura. Básicamente porque la
cultura es un sistema completo capaz de modelar las características individuales, sin dejar al mismo tiempo de
determinar el paradigma colectivo de la sociedad. Según cada escuela nacional, dicha totalidad se denominará
“ambiente”, “sistema de creencias”, “personalidad” o “lenguaje”. Pero, en todos los casos, la cultura funcionará
como un código todoabarcante dentro del cual “vivimos, nos movemos y existimos”, mucho más allá de la
conciencia refleja que tengamos de ello y de la reivindicación de especificidades individuales propia de las
tradiciones teóricas individualistas (procedan del molde republicano o del cristianismo).
Como balance provisional de esta (breve) presentación de una doble tradición europea, podríamos decir dos cosas.
­ La aceptación de la diferencia radical estimuló a que los “otros” tomaran la palabra para explicarse a sí mismos,
tras un largo periodo de predominio argumental por parte de los países europeos (36).
­ Por el contrario, el eurocentrismo sigue presente (aunque de forma “temperada”): la difusión del capitalismo como
“única alternativa teórica mundial” implica el recrudecimiento de las presiones homogenizadoras ejercidas sobre
culturas y civilizaciones ajenas al clásico y jerárquico molde europeo (por dicha razón, la inevitable retórica de la
“globalización” merece toda sospecha desde América Latina).
Cuando, en nuestros días, se habla de la “fortaleza europea”, ¿contra quién esos muros se han levantado si no es
contra peligros exteriores encarnados por ciertos países como, paradigmáticamente, Japón? En la medida en que
Europa percibe más y más a Japón como una amenaza, el japonismo europeo tiene que reciclarse a fin de poder
brindar nuevas coartadas con que sus propias naciones puedan defenderse en la guerra económica y tecnológica. Es
cierto que Japón sigue siendo definido como plenamente aceptable en su diferencia. Japón sigue atrayendo y hasta
fascinando. Sólo que el Japón del que más de uno habla en Europa es una nación y una cultura detenidas en la pre­
modernidad de la era Tokugawa, en plena Edad Media nipona, llena de “geishas” y “samurai”, de costumbres
asombrosas y de “performances” espectaculares, dotadas llegado el caso de una divertida irracionalidad.
En Europa, el Japón contemporáneo (me refiero al observable) a muchos les resulta chocante por su mestizaje
cultural y por el carácter “naïf” y hasta “kitch” de sus manifestaciones sociales recientes. Interesa,
preponderantemente, el Japón sin mancha ni arruga de la Kyoto imperial, previa a la modernidad, aislada en su
existencia provinciana. Con ese Japón inofensivo, ya no hay ocasión de “malentendidos” como los que motivaron
un famoso libro de Euthyme Wilkinson (37).
Para defenderse mejor contra el agresivo Japón contemporáneo, desde una y otra orilla del Canal de la Mancha no
faltan quienes intentan transformarlo en un gigantesco museo viviente. Suprimido el Japón­acontecimiento, el
molesto Japón de la actualidad, Europa está procediendo a una especie de “naturalización” de dicho país, en el
sentido con que Roland Barthes (hablando de otros temas) solía caracterizar a las mitologías (38). Mitificando a
Japón se lo mantiene presente (con lo cual se lo puede vigilar sutilmente) y al mismo tiempo a prudente distancia
(de forma que su urticante actualidad no provoque inesperados contagios). Por esta vía, el japonismo ha acabado
sirviendo de inocente coartada para operaciones políticas que tachan con la mano del proteccionismo lo que
acababan de escribir, con la otra mano, sobre la liberalización.

Una solución genuinamente norteamericana: recuperar el retraso


Un dato de orden cognoscitivo nos ayudará a centrar el tema: el amplio dominio que las teorías funcionalistas han
ejercido tradicionalmente sobre la escena intelectual norteamericana. La concepción funcionalista del cambio
social coincide, en buena medida, con su teoría de la modernización. Por su propia naturaleza de organismos vivos,
dicen, las naciones recorren un camino evolutivo que las lleva de estadios más tradicionales a estadios más
modernos. De hecho, la traducción histórica del carácter evolutivo de una sociedad, de toda sociedad, es, según el
funcionalismo, el tránsito entre tradición y modernidad. Sean los móviles del cambio de carácter endógeno (así
prescriben Parsons, Smelser, Bellah, Eisenstadt, entre los principales, muchos de los cuales se ocuparon ­y esto es
significativo­ del caso japonés) o exógeno (como lo prefieren Bendix y Lerner, entre otros), asombra la
homogeneidad de la creencia norteamericana en el carácter superador, superior, de lo “moderno” respecto de lo
“tradicional”. Si éste representa el autoritarismo político, el subdesarrollo económico y el atraso cultural y mental,
con aquél llegan la democracia, la industrialización y las mieles de la cultura urbana. Un abismo separa entonces el
“antes” y el “después”: las teorías de la modernización son inevitablemente dualistas. El destino de toda sociedad, la
responsabilidad de los gobernantes, la tarea de los ciudadanos (siempre según esta mentalidad) es única y una
sola: modernizar la propia sociedad y contribuir a la modernización de las demás (39).
El tránsito entre tradición y modernidad está pautado según etapas que varían de un autor a otro. Más allá de sus
aspectos específicos, las diferentes teorías de la modernización apuntan, sin embargo, a una idéntica meta:
explicarla como el proceso de industrialización acaecido en Estados Unidos, de forma similar (afirman los
funcionalistas) a como ya había sucedido en Europa occidental desde fines del siglo XVIII o principios del XIX. Las

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analogías observadas entre todos estos países a ambos lados del Atlántico les permitieron concluir que el proceso de
modernización conlleva tendencialmente las mismas características, idénticas etapas, condiciones comparables
para todos los países del mundo.
No quiero detenerme ahora en la carga etnocéntrica que transportan unas teorías para las cuales “modernización”
coincide de hecho con “occidentalización”, siguiendo en ésto la pauta etnocéntrica europea. Prefiero enfocar la
consecuencia específica que el discurso dominante norteamericano (teñido, dijimos, de dualismo funcionalista)
extrajo del caso Japón.
Si el conflicto bélico había colocado a Japón y a EEUU en extremos opuestos en cuanto a objetivos militares, las
teorías académicas remacharon el clavo inventándose un Japón que constituyó, desde entonces, una antítesis
perfecta del coloso norteamericano, especialmente en lo relativo al par de opuestos representado por los conceptos
de tradición y modernidad. Si los Estados Unidos constituían el ápice de la modernidad, el término “ad quem” de los
esfuerzos industrialistas y sociales, Japón fue visto como el colmo de la tradición, exhibida de forma ostentatoria y
por así decirlo provocadora por los (casi) irremediables nipones.
La “otredad” sin remisión del Japón ya había sido descrita por Ruth Benedict (40) con argumentos que desde
entonces han subyugado a buena parte de los analistas norteamericanos. Un poco más tarde, Bellah, Eisenstadt,
Bendix, Lebra y varios otros completaron la batería argumental, introduciendo a este Japón tradicional en la
corriente de la historia evolutiva común: todo entero autoritario, económicamente dependiente y culturalmente
anacrónico (41). Y si tal era la visión que Japón proyectaba ante los ojos de tan ilustres sabios, era lógico que,
activando ese intervencionismo casi “natural” tan propio de los norteamericanos, hubiera muchos buenos
ciudadanos (misioneros, técnicos agrícolas, profesores de lengua, tecnólogos) así como prácticamente todos los
gobernantes desde 1945 (sin variación perceptible entre demócratas y republicanos) interesadísimos en lograr la
“redención” de Japón, ayudándolo a superar sus trasnochadas tradiciones y a poner en su remplazo una larga lista
de modos de hacer, de vivir y de pensar comprensibles para los norteamericanos (en lo posible: los suyos propios).
Entre 1945 y 1951, la ocupación norteamericana significó un periodo apto para “ayudar” a Japón a convertirse en
una sociedad lo más americanizada posible. Pero que conste que las presiones ya habían comenzado un siglo antes,
con el comodoro Matthew Perry y sus “barcos negros”, continuándose hasta el día de hoy, sin que Estados Unidos
parezca dispuesto a renunciar a su benévola disposición civilizatoria hacia Japón (42). Cabe agregar que EEUU no
ha logrado cumplir plenamente sus objetivos, como se trasluce del acendrado antiamericanismo de la intelligentsia
nipona.
La “japonología” podría considerarse como una aplicación, al caso de Japón, de las teorías dualistas de la
modernización, esa exitosísima “caja de herramientas” puesta a disposicipón de la Casa Blanca y del Pentágono
para crear un discurso universalista (se les llamó, dijimos, “estudios de área”) centrado en Washington. En su
momento, el japonismo europeo había pintado un Japón irrecuperablemente diferente, definitivamente aceptado
como “el otro” y admirado (o temido) en cuanto tal. En cambio, la japonología de cuño norteamericano, si bien
aceptó la circunstancia histórica de la diferencia, de ninguna manera la consideró un hecho natural e irreversible.
Al terminar la guerra, Japón ciertamente se mostraba como una sociedad muy diferente de la norteamericana. Pero
se decidió que la diferencia estribaba en la posición evolutiva distinta de ambas. Japón fue considerado como una
nación bastante desarrollada, aunque un paso atrás de la norteamericana, en lo que tocaba a organización política,
económica, social y cultural. Y se señalaba a las tradiciones japonesas como las grandes culpables de tamaña
anomalía.
De manera mucho más sistemática y presionante que durante el siglo XIX, lo central de la política japonesa del
gobierno norteamericano pasó a ser, desde 1945, “ayudar a Japón a recuperar su retraso” (43). Desde entonces, una
tarea unificó los esfuerzos públicos y privados estadounidenses: “modernizar a Japón”.
La primera tarea modernizadora (comenzada desde el desembarco del general MacArthur, pero nunca detenida
desde entonces) consistió en “alinear” a Japón desde el punto de vista económico. Adecuando sus niveles
productivos en base a una cesión masiva de tecnología e incluso de maquinaria con las que completar el muy
maltrecho parque industrial al acabar la guerra. Participando en la recapitalización nipona. Además, abriendo el
mercado norteamericano a productos fabricados en el archipiélago. Y, finalmente, acomodando el sistema
productivo japonés a lo que entonces se estilaba en los Estados Unidos, en cuanto a organización productiva, estilo
gerencial y relaciones laborales. Aunque, a la vista de la evolución posterior del sistema económico japonés,
parezca increíble poder afirmarlo, el Japón posbélico fue reorganizado económicamente para cumplir funciones
complementarias con respecto a la economía norteamericana, al igual que sucedió en ese momento con los países
europeos favorecidos por el “Plan Marshall” y otras formas de intervención norteamericana.
De forma correspondiente, modernizar a Japón significaba, en segundo lugar, “regularizarlo” desde el punto de
vista político. Se trataba, antes que nada, de suprimir las huellas del pasado dictatorial: eliminar el carácter “divino”
del “Tenno” (emperador), declarar fuera de la ley a los “zaibatsu” (monopolios familiares considerados como
fundamento del armamentismo nipón desde comienzos de siglo) y suprimir el ejército (causante en lo interno de la
política dictatorial y en lo externo del expansionismo asiático). Y luego se trataba de decretar una serie de reformas
que permitieran asentar reglas duraderas de un régimen democrático lo más afín posible al practicado en
Norteamérica: reformas en la organización sindical, en la educación, en la tenencia de la tierra y en los
mecanismos de creación y articulación de los partidos políticos. De nuevo en este caso, tras más de 50 años de
desembarco norteamericano y a las puertas de una reforma de las instituciones que se sospecha crucial, el
panorama político del Japón de hoy en día no tiene nada que ver con lo diagramado en su momento por el
comandante supremo norteamericano. Como tampoco acabaron siéndolo las naciones europeas liberadas por USA
en 1945, con Alemania en cabeza (44).
En tercer lugar, modernizar a Japón significaba para los americanos “homologar” a Japón con las principales
naciones occidentales desarrolladas; para entendernos: aquellas con las que se reúne en el cenáculo del G­7 (ahora
G­8). Durante el siglo XIX se trataba de homogenizar a Japón con respecto a las naciones occidentales a las que
éste deseaba compararse. Con ocasión de la firma de los “tratados desiguales” (forzados desde 1854 por el ya citado
Perry para abrir el cerrojo comercial japonés y disponer de puertos de defensa y abastecimiento y, luego, imitados
con motivos comerciales por ingleses, holandeses y rusos) (45), fueron agregadas una serie de claúsulas que poco

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tenían que ver con el libre comercio y mucho con las “buenas maneras”: formas occidentales para que americanos y
europeos no tuvieran la impresión de estar tratando con “salvajes” (normas ligadas a la indumentaria, a la comida y
a la etiqueta, entre otras).
EEUU nunca desestimó acciones tendientes al “acercamiento cultural” japonés con respecto a los moldes
occidentales consuetudinarios. Desde finales del XIX y comienzos del XX hasta ahora, no han escaseado los
misioneros, educadores, artistas y profesores de lengua norteamericanos, transformados en permanente vitrina de
una forma de ser, de hablar, de sentir y de vivir que los yankis nunca han dejado de suponer más adecuada para los
japoneses que la propia tradición nipona. Desde los años 60, el resurgimiento económico y el auge de las
comunicaciones permitieron dar pasos decisivos hacia una mayor americanización de Japón. Gracias a la
televisión, a los viajes y a los “estudios extranjeros”, hemos pasado de lo cualitativo a lo cuantitativo: en nuestros
días, la influencia cultural norteamericana sobre Japón es mayor que antes. En su organización externa, el
diagrama exterior del sistema educativo (incluyendo la universidad) es copia del usual en EEUU. Los medios de
comunicación de masas (incluyendo de manera decisiva a la televisión) difunden innúmeros ingredientes del estilo
norteamericano, que pasan a formar parte de la vida corriente del japonés medio. Es imposible concebir la cultura
urbana contemporánea del Japón fuera de una estrecha ligazón con el modo de vida de EEUU. Desde la comida (no
sólo McDonald o Kentucky Fried Chicken; sobre todo el hecho mismo de remplazar la lógica de la cocina
tradicional japonesa por un estilo que se basa en lo precocinado y hasta en la “comida basura”) al ocio (el tipo de
rock, el tipo de filmes, el tipo de deportes, el tipo de viajes), pasando por las modas (la indumentaria, la pose, el
lenguaje) y hasta por las creencias (religiosas o civiles según los casos) (46). Cada año, más de tres millones de
japoneses visitan Estados Unidos.
Ganada en Japón la batalla de la americanización, a los Estados Unidos todavía les quedaba un cuarto espacio que
ocupar en la batalla argumental orientada a “construir” un país a imagen y semejanza de Norteamérica. Me refiero
al tema de la “internacionalización” de Japón. Políticos, empresarios y académicos norteamericanos están
dedicando en la actualidad sus mejores esfuerzos a dicha empresa. Se trata de elaborar un discurso según el cual
Japón es moderno no solamente porque está democrática, económica y culturalmente “normalizado” en términos
domésticos (objetivo ya conseguido), sino porque su homogeneidad internacional es tal que le permite incluso
formar parte integrante del pelotón delantero de los países capitalistas. Sea en las Naciones Unidas (FAO, ACNUR,
Consejo Permanente, etc), sea en las poderosas instituciones que formal o informalmente gobiernan la economía
del mundo (OCDE, DAC, G­8, BM, FMI, etc).
De esta forma, se muestra ante los ojos de todo el mundo a un Japón modelo de liberalismo, espejo de neoliberales.
La retórica gubernamental japonesa es en apariencia plenamente cómplice de este designio: reivindica la libertad
económica a través de la libre empresa y de la competencia, defiende con uñas y dientes el flujo internacional
irrestricto de mercancías a través de la Organización Mundial de Comercio (sucesora del GATT), asegura desconfiar
del Estado como solventador o regulador directo de la igualdad de oportunidades, practica a gran escala la
“administración delgada”, dice en todo momento apoyarse en la presuposición de un equilibrio hecho posible por la
“mano invisible” del mercado, se hace llamar a sí mismo “liberal” y “democrático”. Japón (o sea: el régimen que lo
gobierna desde hace 40 años) puede sentarse en las cómodas butacas de la dominación internacional. Puede
incluso tomar la palabra para dar su opinión propia. Todo esto sin temor a desentonar con respecto a la música que
toca su valedor norteamericano.
Mas adelante veremos hasta qué punto la práctica social real del Japón contradice bastante la retórica neoliberal
del “nuevo orden internacional” promovido por los Estados Unidos. Pero, de momento, las apariencias quedan
dignamente cubiertas y Estados Unidos puede, con orgullo, ofrendar al “mundo libre” el fruto exitoso de sus
desvelos: rescatar a Japón de su atavismo ancestral, transformarlo en un interlocutor presentable ante las otras
naciones modernas y adelantadas. Todo parece estar bajo control.

CONSOLIDACION DE LAS TEORIAS DE “LOS DOS JAPONES”

El lector interesado en los asuntos de Japón y del SEA probablemente ya lo advirtió: con un propósito deliberado o
por simple azar de las circunstancias (cuando no por efecto de la inercia mental), muchas de las viejas o nuevas
teorías explicativas sobre Japón difícilmente se apartan de los senderos descritos. Hasta el punto de poder
afirmarse, con alivio, que recién en el curso de los últimos años han comenzado a aparecer terceras posiciones
serias y documentadas en las que apoyarse (47).
Tan cierto es, históricamente hablando, que el saber siempre se va sedimentando en función y a partir de los
intereses de las naciones y de los Estados predominantes. El saber lo produce el poder. Sin mengua, bien es cierto,
de la buena voluntad subjetiva de académicos y exploradores, de comerciantes, peregrinos y hasta de militares
ilustrados que en cada etapa pretendían escribir honradamente lo que sus ojos creían percibir. Sin quererlo en
muchos casos, terminaban haciéndole el juego a esas políticas etnocéntricas (cuando no neocolonialistas) que
buscan, a veces por la vía obligatoria de las cañoneras o por la más sutil de los razonamientos, rediseñar la
sociedad internacional en función de arbitrios metropolitanos.

Por una parte surgió, cognoscitivamente hablando, un “Japón de las tradiciones”. Se trataba de mirarlo absortos
deleitándose en las peculiaridades, celebrando sus extravagancias, integrándolo todo, hasta lo incongruente y lo
contradictorio, en un sistema teórico “de vía única”, como diría Robert Merton. Es un hecho que este estilo analítico
no se limitó a florecer en Europa. Se trasladó a Estados Unidos, dando frutos tan excepcionales como el justamente
famoso texto de Ruth Benedict, “El crisantemo y la espada”, en el que la antropóloga norteamericana logra el “tour
de force” de hacer que las cuentas cuadren y que Japón se convierta en un perfecto “sistema de signos” (al decir de
Roland Barthes cuando habla, precisamente, de otro Japón, “el Japón de Roland Barthes”) en los que
prácticamente ninguna esfera queda fuera de la onda expansiva de la explicación culturalista. Japón es diferente, es
LO diferente, es lo perennemente diferente, al decir de autores de este tipo. Unicamente puede seguir respondiendo a
dicha clave explicativa si no cambia. De resultas de estas necesidades epistemológicas, Japón se fue poco a poco

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transformando en un país signado por la más tozuda e indiferente de las continuidades, respecto de
acontecimientos que fueron sacudiendo al mundo exterior (aunque al comienzo fuera un mundo exterior tan
cercano como el de los países limítrofes). Japón fue aquel país que, contra las leyes del género y las previsiones
razonables, se mantuvo idéntico a sí mismo, a través de los años y de los siglos, mostrándole al mundo una perfecta
homogeneidad interna legitimada por las teorías occidentales e incluso reasumida, como veremos, por muchos
pensadores japoneses modernos. Este Japón de las tradiciones se destaca por la armonía entre el hombre y la
naturaleza, por el acusado sentido estético que se exhibe en templos y jardines, en las vitrinas de tantas tiendas
artesanales de Kyoto y en los atuendos de “geishas” y matronas, en la serena “politesse” del lenguaje de respeto, en
la comida y su minucioso ritual. Este Japón con imagen de marca “tradicional” (tan conveniente, como
observamos, en el contexto de cierta estrategia cognoscitiva) goza de una esplendorosa actualidad (48). Visto de
esta forma, con independencia de que el sistema social japonés se haya vuelto internacionalmente potente, sólo se
percibe la homogeneidad pasatista, el carácter deliciosamente reaccionario de lo que este museo viviente explaya
ante nuestros ojos.
Japón, más que una potencia, es ya un estilo. Y un estilo que puede competir en el contexto de la era tecnológica.
Los mejores diseñadores occidentales lo saben y hacen continuos ejercicios para que el rasgo, el color, el efecto
final de una prenda de vestir, de un coche, de un juguete electrónico o de un perfume queden como si dijéramos
“anegados” por la secuencia líquida de una fragancia tan invisible como invasora. Desde el punto de vista comercial
es ciertamente una opción (acaso inspirada por la industria francesa de exportación, floreciente y reputada). Desde
el punto de vista cognoscitivo, ya es todo un símbolo, un potente símbolo.

Y tenemos, al lado, crecido sin que lo advirtiéramos, un “Japón de la tecnología”. En su contemplación también se
percibe un deleite, aunque de diferente dimensión: es la satisfacción ante los deberes que el buen alumno “ha
complido”, tan bien ejecutados que el “junior” logra igualar al “senior”, llegando incluso a superarlo (49). Bajo esta
lente, Japón se nos muestra antes que nada como el reino de la electrónica, un país en el cual el “chip” ha logrado
adaptarse a las más variadas situaciones públicas o domésticas. También Japón ha accedido plenamente a la
lógica consumista.
Para testificarlo no hace falta más que ver hasta qué punto la novedad de un producto (y no la necesidad de su
adquisición por alguna razón específica) es uno de los argumentos favoritos de las políticas de marketing que
empujan al consumo compulsivo (50). Por otra parte, se debate si Japón ha accedido o no a la “sociedad de la
información”. Indicios a favor de esta tesis serían el carácter y el volumen de sus medios de comunicación de masas;
y sobre todo la retórica social que preside a la relación entre el ámbito microsocial y esos macroespacios en los que
se producen las noticias y los discursos (51). Si esta hipótesis es cierta, buen alumno, Japón, buenos chicos los
japoneses.
La eclosión de rasgos norteamericanos en una sociedad políticamente tan tradicional como la que encontró
MacArthur y luego dirigió durante seis largos años, constituye el triunfo de una política de modernización universal
conducida con mano firme desde Estados Unidos. Más aún: constituye, de paso, el triunfo final de las teorías que
aseguran el carácter necesario (e inevitable) de la convergencia entre todos los sistemas sociales reunidos en el
regazo acogedor de cierta sociedad que marca el camino y define el sitio y la etapa de cada uno. Por esta vía, EEUU
ha dotado al mundo de la democracia liberal, del capitalismo consumista y de las autopistas de la información.
Japón constituye un gigantesco escaparate donde se exhiben los mejores frutos del neoliberalismo. Poco importa
que Japón se revele al análisis como muy poco liberal. Su mera presencia entre los grandes del mundo es esgrimida
como prueba manifiesta, contundente, de la ecuación entre capitalismo y modernización occidentalista.
Sutilmente, Japón también constituye un poderoso argumento para recordar que no hay diferencia tan grande que
no se pueda “homogeneizar”, que no hay retraso tan importante que no se pueda “recuperar”. A pesar de ser tan
diferente, y probablemente porque se mantiene exteriormente tan diferente, Japón proporciona, como lo hace un
negativo fotográfico, la prueba final del bien fundado (y positivo) predominio norteamericano. Naturalmente, esta
lógica analítica ha cruzado a su vez el Atlántico, ahora hacia el este, nutriendo la mochila argumental de los países
europeos, en tanto y en cuanto pertenecientes a la Unión Europea. Un Japón pacíficamente tecnológico también
puede ser una opción para políticos y empresarios empeñados en completar lo que Matthew Perry y otros
americanos comenzaron en 1853: romper el aislamiento comercial y estratégico japonés. Las tornas se invierten:
¿los japoneses son tradicionales?; ¿les gusta lo tradicional? Pues entonces les exportaremos las más rancias
tradiciones europeas: “savoir faire” francés (en forma de perfumes, alcoholes, marcas de diseño), “English style” (a
través de la industria de la lengua en Londres y todo el sur de Inglaterra) y bonhomía y hasta bastedad españolas
(por medio de un turismo japones de masas glotón en la mesa y pintoresquista a la hora de registrar ­cámara en
mano­ cuanta tradición y cuento anacronismo les salga al paso: la única limitación que encuentra esta auténtica
caza de trofeos devaluados es la frecuencia con que a los nipones les roban máquinas y equipos fotográficos de una
forma muy española, “por la cara”). Esta lista no es exhaustiva, por supuesto.
¿Qué relaciones se establecen entre ambos “japones” argumentales?
A ojos de muchos occidentales, se trata de “dos” países diferentes, a pesar de ciertos intercambios internos como los
descritos. Si observamos la información de prensa (y la “opinión pública” fabricada por ésta), podemos constatar
una gran incomunicación entre ambos japones.
El que gusta de un Japón tradicional (conocido a través de las artes marciales, la comida cruda, las prácticas del
“zen” o la literatura, por citar unos pocos ejemplos) renegará del estropicio que la vida moderna está produciendo en
el archipiélago nipón y entre sus habitantes (tuvimos abundante ración de estos argumentos con motivo de la
Conferencia Internacional sobre Medio Ambiente que la ONU celebró en Kyoto en diciembre de 1997 y luego
durante los Juegos Olímpicos de Invierno, en Nagano, febrero de 1998).
Al que prefiera un Japón tecnológico (al volante de su Toyota, jugando con su Game Boy, trabajando con su
computadora extraplana o yendo a cantar al “karaoke”), no podrá percibir en el Japón de antaño más que un
amacijo de costumbres atrabiliarias, siempre más o menos relacionadas con un sistema lingüístico particularmente
inútil e improductivo.
Cada uno de los dos japones compite por los mismos espacios en la crónica periodística de las espectacularidades

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(52). Todo esto tiene que ver con cierto marketing inconsciente que nuestras culturas parecieran haberse impuesto
con respecto a Japón: todo irá bien mientras sigamos viéndolo como muy diferente; todo será fácil a condición de
no ver en esa diferencia un peligro sino, más bien, una divertida entretención. Por eso, en el fondo de muchas
explicaciones se revuelven contradicciones no asumidas ni explicadas: los japones tradicional y tecnológico
conviven sin que se explique cómo, dónde y porqué se articulan formando una sociedad real, algo mínimamente
creíble. A lo sumo, se plantea la contradicción entre un creciente polo moderno y un tenaz (aunque reducido) polo
tradicional: es la teoría de la amalgama entre dos matrices heterogéneas (53). O bien se invierte el sentido de la
contradicción y se afirma (como lo hacen Van Wolferen y otros no tan famosos de la escuela crítica) que un
discurso pretendida y engañosamente tradicional se usa para legitimar un poder capitalista convencional y a las
instituciones que lo ejercen, provocando que una modernidad auténticamente democrática sea virtualmente
desconocida en el Japón de hoy (54).

¿Incomunicación? ¿Paralelismo? ¿Amalgama? ¿Contradicción? Sí y no. En cierto sentido se trata de dos “cuestiones
japonesas”, de dos diferendos entre Japón y el mundo occidental. Como fue insinuado, ambas vías parecen eficaces
desde el punto de vista de su adecuación a intereses epistemológicos y políticos de dominación internacional: los
poderes nacionales (estatales o no) acaban descubriendo ­o generando­ las teorías que mejor legitiman sus
proyectos. Aunque, por otra parte, ambas son limitadas si se trata de entender a fondo a Japón y de responder las
cuestiones que este país le plantea a la sociedad internacional.
Cada cuestión japonesa es funcional para ciertos objetivos.
­ El carácter “único” de Japón le sirvió a Occidente (y en primer lugar a los “aliados” ocupantes del archipiélago y a
la cohorte de pensadores atlantistas que sirvieron a sus propósitos) para “perdonar” a Japón...y así oponerlo mejor
a la China, convertida desde 1949 en el diablo, un antiguo adversario potencial transformado, ahora, en efectivo y
concreto enemigo político de la OTAN. Durante toda la guerra fría y aún hoy en día, estas visiones distinguen entre
un “diferente bueno” y un “diferente malo”: las características respectivas pueden no diferir demasiado (se entiende
que a ojos de quienes miran desde Occidente viéndolos a todos como “amarillos”), ya que entonces se practica una
simple inversión de signo y lo que era positivo en un caso se torna negativo en el otro.
­ El carácter “inasimilable” del caso japonés le sirve a Occidente (primero a los europeos, pero ahora también a los
norteamericanos) para presionar a Japón desde el mismo Japón y recordarle que todavía le queda mucho terreno
por recorrer en el largo camino de la “internacionalización”. Globalización, interdependencia, internacionalización
son conceptos que en buena parte se entienden como progresiva homologación a Occidente. Con bastante
unanimidad, lo que se persigue a uno y otro lado del Atlántico es integrar la diferencia que encarna Japón en el muy
concreto sistema de dominación coordinado desde el G­8 y diversas agencias extra­gubernamentales (55).
De esta forma, ambos discursos sobre Japón se entrelazan, se apuntalan mutuamente. Los gobiernos y sus voceros
cambian de clave analítica según lo aconsejen las circunstancias. La tradición y la tecnología se alternan a la hora
de seguir “explicando” a Japón desde afuera. Lo que aquí se ha llamado teorías de “los dos japones” constituyen
(acaso sin haberlo programado maquiavélicamente) un estupendo recurso argumental con que mantener sujeto a
Japón. Estas teorías de los dos japones (se apelliden japonismo o japonología), no son más que otra “caja de
herramientas”, esta vez en las manos expertas de la Trilateral. No hay forzosamente en todo esto un “designio
quintacolumnista” previo. Tan sólo hábil utilización del movimiento ya existente, a fin de darle la orientación y la
intencionalidad deseadas. Finalmente es lo mismo que hacen un luchador de “karate” o uno de “sumo”: no
necesitan de la inmovilidad para lograr su equilibrio, siendo capaces de atacar desde cualquier posición en la que se
encuentren, incluyendo las que a nosotros nos parecen disparatadamente desequilibradas. El poder nunca es un
estado inmóvil, más bien un movimiento permanente para imponer los mismos objetivos de acuerdo con
cambiantes situaciones.

A TODO ESTO, ¿QUE DICEN LOS JAPONESES?

Hasta aquí fueron presentadas teorías sobre Japón que se fundan en (o que desarrollan) concepciones de origen
explícitamente occidental. Nos referimos a un “saber” creado, sobre todo, fuera de Japón. ¿Porqué tanta
insistencia? Me parece inevitable señalar un hecho clave: el Japón que a menudo nos venden, el que con frecuencia
creeemos conocer, en buena medida es “un invento” de Occidente, como antes se planteó.
Ahora bien, ¿qué piensan los mismos japoneses de esta situación? La manera usual en que las naciones perfilan
una imagen de sí mismas es forjándose un pensamiento propio. Esto nos remite a otra serie de preguntas,
necesarias y para nada impertinentes:
­ ¿Poseen los japoneses un “pensamiento” que podamos considerar específico, más allá de los modelos chino,
europeos o americano?
­ ¿Acaso existe una escuela nacional japonesa de teoría o de filosofía?
Estas interrogantes han sido estudiadas por maestros eminentes: Hajime Nakamura, Kojin Karatani, Harumi Befu,
entre los más importantes (56). Sólo se agregarán unas breves precisiones al respecto, sin intención de enmendarle
la plana a ningún prestigioso autor.
En el sentido inglés, francés o alemán, no puede decirse que la especulación filosófica sea un género por el que
Japón se sienta particularmente inclinado. En esto, su caso recuerda en algo a España (57) y aún más a muchos
países latinoamericanos. Japón carece de un sistema filosófico propiamente tal. Y aunque durante el siglo XX han
aparecido algunos pensadores sistemáticos (Kitaro Nishida y Tetsuro Wasuji merecerían figurar en el lugar más
prominente de una lista que no sería excesivamente larga), en términos generales Japón carece de una tradición
consolidada de “pensamiento crítico”.
Como es obvio, de ninguna manera se afirma que los japoneses sean incultos, o que sean incapaces de pensar
seriamente. Lo que aquí se subraya (apoyándose por cierto en el consenso que, en torno al tema, parece establecido
entre autores japoneses (58)) es que no cultivan el “pensamiento sistemático” con la misma asiduidad que los
países occidentales mencionados. La verdadera filosofía japonesa tal vez haya que buscarla en sus obras literarias

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imperecederas:
­ los “monogatari” (cuentos o relatos, y para comenzar el “Genji Monogatari”),
­ los “haiku” (desde el maestro Basho en adelante, constituyéndose en realidad en una forma expresiva moderna),
­ el teatro “Noh” (que Octavio Paz estudió sagazmente en paralelo con los autos sacramentales españoles) y
­ los “koan” del zen (sentencias paradojales, desconcertantes epigramas, fragmentos de una sabiduría profunda
como la de Wittgenstein y amena como la de Oscar Wilde).
Por otra parte, lo que se le planteó a Japón cada vez que decidió “zambullirse” en las culturas extranjeras, fue la
necesidad de imitarlas también en términos de escuelas de pensamiento. Aunque suene fuerte, el término
“zambullida” es el que parece más adecuado para describir lo que verdaderamente sucedió. Aquí encontramos el
cabo de una seria contradicción. Los japoneses han tenido su escolástica en forma de filosofía confucianista y de
adaptaciones de las escuelas predominantes en cada momento evolutivo del pensamiento occidental moderno: la
fenomenología, el marxismo, el existencialismo, el posmodernismo y un largo etcétera.
Los administradores japoneses de la ideología social ya tenían claro en el siglo VI que para “ser como China” había
que “pensar en chino”. Cuando, en el siglo XIX, Japón quiso acercarse lo más posible a las naciones europeas,
entonces mundialmente hegemónicas, además de otras cosas adoptó su pensamiento. En la actualidad sucede lo
mismo. De suerte que la importación de ideas y sistemas occidentales no es extraña a la tradición japonesa. Japón
ha abrevado constantemente en aguas occidentales a fin de forjar ideas sobre el mundo en general y,
concretamente, sobre sí mismo (59)
Téngase en cuenta que, según la tradición occidental, el conocimiento teórico propende a lo universal y a lo
normativo. Al contrario, según la tradición japonesa, el conocimiento profundo siempre estuvo más conectado con
lo específico, lo idiográfico, lo particular. Por esta razón, las formas artísticas y plásticas se constituyeron en
principalísimo canal para la producción y transmisión de conocimiento. Y si se trataba de pensamiento crítico o
sistemático, las formas “japonesas” de explicar el Japón fueron tomando rasgos similares a las teorías que
estudiamos en el apartado anterior. Nos detendremos brevemente en las dos orientaciones más significativas.

A la primera orientación le llamaremos “nacionalista”. Comprendamos con qué facilidad tan fuerte tendencia a
imitar servilmente al extranjero a menudo acaba produciendo una reacción en sentido inverso. Esta se traduce en
una tenaz oposición, punto por punto, a las oscilantes explicaciones incorporadas por la intelectualidad más
inquieta tras sus paseos por Occidente. La reacción de autoafirmación nunca pensó en constituirse como escuela
específica (con la única excepcion de la fallida y reaccionaria “escuela de Kyoto” de los albores de la segunda guerra
mundial), aunque ha dejado sus huellas en diferentes momentos de la historia de Japón.
Uno de dichos momentos cubrió todo el periodo Meiji, época durante la cual el “shintoísmo” fue entronizado como
religión nacional, sacándolo del estatus secundario (por pobre, inculto y hasta rural) que había padecido desde que
Shotoku, cual nuevo Constantino, convirtió el imperio regido por él al budismo. El establecimiento del “shinto”
como religión del Estado japonés, con su propio sistema de santuarios y de sacerdocio, supervisado directamente
por el gobierno y financiado por el erario público, se planteó básicamente como una explicación “espiritual” del
Japón sumamente apta para ciudadanos ayunos de una ideología acorde con los tiempos: identificación del
Emperador, del territorio, de la raza y de la lengua como partes inseparables de un sistema de creencias. Según esta
ortodoxia, los japoneses son “hermanos”, por ser hijos de la misma estirpe imperial, y ciudadanos de la misma
nación. Ambas dimensiones (estirpe imperial y nación) son presentadas como idénticas entre sí y eternas, según
las acomodaticias cronologías de la época. Por otra parte, todos los japoneses son “iguales” por hablar la misma
lengua y pertenecer a la misma raza. Raza y lengua son “únicas”, ya que diferentes de cualquiera otra, operación
ésta que requirió algunos maquillajes y reinterpretaciones.
Ya estaban planteados los rasgos distintivos del “kokuminsei” (el carácter nacional), con una fundamental
diferenciación entre “uchi” (dentro) y “soto” (fuera) (60). Ambos no se refieren solamente a lo que la psicología
norteamericana en su momento tradujo, algo apresuradamente, como “in­group” y “out­group”. Designan, además,
la radical distinción, la tajante cisura que separa a los japoneses (“nihon­jin”, gentes de la nación imperial) de todo
el resto del mundo (“gaikoku­jin”, gentes del extranjero, o sea de todo el mundo exceptuado Japón) y que los hace
mutuamente inasimilables, como resultado de la definición dada de ellos y del resto (61).
La mesa estaba dispuesta para el banquete. Este consistió en la retraducción “política” de lo que el “shintoísmo”
sólo había planteado en el plano de las ideas y de los sentimientos. La traducción histórica y política del
nacionalismo japonés se llamó “nihon­jin­ron” (“japonesismo” o teorías DE japoneses, entendiendo el genitivo
como “por” y “para”) (62). Se trataba de explicaciones autocomplacientes sobre la superioridad del carácter nacional
japonés y la inferioridad de las demás naciones, especialmente de aquellas con las que Japón ya tenía trato y
querellas.
De allí a sentirse imbuidos del destino manifiesto de “influir” sobre las otras naciones no había más que un paso.
Este paso fueron las guerras y las anexiones. Contra Rusia en 1895, contra China en 1915, contra Corea desde 1876
y luego desde 1910, contra el mundo entero a partir de 1940. La derrota bélica de 1945 calmó los ánimos de muchos
y, sobre todo, condenó al ostracismo temporario a las teorías más ultranacionalistas. Con la bonanza social y los
éxitos económicos, los arrestos nacionalistas han resurgido, durante estos últimos años, en forma de posiciones
políticas formales (63), de hipernacionalismo empresarial (64) y de libros cuyo argumento central no es otro que
“decir no” a la agobiante influencia extranjera (65).
Durante todas las etapas mencionadas, algunas constantes llaman la atención entre tantas teorías nacionalistas.
­ Una, el uso y abuso del tradicionalismo (drásticamente redefinido y selectivamente reconsiderado, amputando
aspectos indeseables) de forma oportunista, como discurso legitimador de un nuevo régimen cuya continuidad es
necesario asegurar.
­ Otra constante es la tácita alianza que el discurso nacionalista japonés ha mantenido en muchos momentos con
el japonismo de estilo occidental, en sus retraducciones alemana, francesa e inglesa. Quien haya tenido
oportunidad de paladear la fascinación japonista que destilan las avanzadillas culturales de dichos países en Japón
(“Goethe Institut”, “Alliance Française” y “British Council”, respectivamente), sabrá que no se está hablando sólo
del pasado sino de una situación contemporánea.

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Hay, ha habido desde hace tiempo, una segunda orientación auto­explicativa de Japón, que llamaré más
“cosmopolita”. De ninguna manera se intenta pintarla con los rasgos de la ingenua y acrítica imitación de todo lo
extranjero. Desde el siglo XVIII en adelante (nótese: en pleno periodo de aislacionismo Tokugawa), a los
pensadores y letrados japoneses se les planteó idéntica cuestión que durante el lejano siglo VI: ¿cómo compensar
las evidentes carencias del “shogunato” y el más que seguro retraso al que la autarquía condenaría a Japón, sobre
todo en tiempos de tanta fermentación cultural internacional y de tan decisivos progresos tecnológicos en
Occidente?
Para cierto sector de la intelectualidad y de la élite, la solución pasaba por un aprendizaje metódico del pensamiento
occidental. Conviene recordar los trabajos de Motoori Norinaga (1730­1801), crítico literario y filosófico de la época
Edo (1603­1868): ninguno hizo tanto como él para descabalgar a la tradición (literaria) japonesa del monocorde
neoconfucianismo reinante. Norinaga fue quien empezó a mostrar las analogías que el patrimonio literario japonés
mantenía con ciertos textos presocráticos y cristianos. Durante el siglo XIX, otras tradiciones occidentales
comenzaron a adherirse al corpus intelectual japonés. Volvió el cristianismo, esta vez en forma de misioneros
católicos y protestantes, de escuelas y publicaciones, de dimensiones inéditas en la vida civil japonesa, como las
cooperativas y las asociaciones de ayuda mutua. Las más importantes y variadas escuelas de pensamiento
occidental fueron penetrando a la intelligentsia japonesa: el evolucionismo darwiniano y su traducción
spenceriana, el nihilismo y la crítica social de Nietzsche, el ya mencionado marxismo, las corrientes políticas
inglesas, el utilitarismo norteamericano.
El móvil de tan heterogénea “pesca” no era solamente oponerse, punto por punto, a los excesos de tradiciones
consideradas nocivas y esterilizadoras. La intención era además incorporarse, integrarse, en la corriente principal
de la historia universal. Urgía dejar de ser una nación alejada, esquiva, situada en la banquina de la evolución
común. Se trataba, claro está, de algo más que de vociferar “asuntos de Occidente” (“Seiyo Jijo”: así se llamó un
libro de Yukichi Fukuzawa de 1870 que alcanzó popularidad y prestigio entre los letrados). Había que inyectarle a
Japón la savia de las ideas modernas, buenas para resolver los problemas domésticos planteados, sin distinción del
país, raza, religión o cultura de la que procedieran.
Tampoco los “cosmopolitas” pensaron en algún momento transformarse en un escuadrón doctrinario identificable.
Pero fueron muchos e influyeron a través de la literatura. Hubo una famosa generación que cultivó el “shishosetsu”
o “novela del yo” y que contó entre sus filas a escritores relevantes ­y muy conocidos en Occidente­ como Natsume
Soseki. Otros hicieron sentir su peso en la crítica social: Mori Ogai aplicó el criterio individualista a los estudios
históricos abriéndole la puerta a célebres novelistas como Akutagawa (66).
Más allá de peculiaridades y divergencias, también en el caso del pensamiento “cosmopolita” me parece oportuno
destacar algunas constantes.
­ La primera es la crítica del tradicionalismo como causa del retraso histórico japonés.
­ Otra es, de nuevo, la implícita aceptación, por parte de la postura cosmopolita, de las arremetidas que los Estados
Unidos nunca dejaron de lanzar contra Japón, para forzar la abertura de tan cerrado país y su rápida evolución en
la misma dirección en la se habían orientado las naciones occidentales desde el siglo XIX.
Formados a la europea, dotados de ideas e ideologías de estilo netamente europeo (incluyendo el marxismo), los
cosmopolitas se vieron impelidos a transformarse en filósofos evolucionistas, en políticos liberales y hasta en
economistas neoliberales. Paradoja similar a la que, ya en 1945, Douglas McArthur había encontrado delante suyo:
los más fervientes defensores de las reformas impulsadas por el SCAF (Comando Supremo de las Fuerzas Aliadas:
ejército de ocupación fundamentalmente norteamericano) eran los más progresistas y, por eso mismo, los más
antinorteamericanos (sindicatos, estudiantes, partidos de izquierda, movimiento cooperativo, pacifistas, etc) (67).

Por lo explicado, Japón pareciera un país con el corazón dividido. Dos explicaciones básicas se han alternado
desde hace siglos, como se acaba de ver. A veces, las dos teorías se han opuesto, con argumentos amables o de
forma violenta. Pero lo más frecuente ha sido observar la indefinición que muchos japoneses han mantenido y
mantienen con respecto a su propia caracterización identitaria. En una nación que ha sido míticamente definida
como “patria del consenso” (68), lo que no aparece por ningún sitio es, precisamente, un vasto acuerdo nacional en
torno a ciertas definiciones vitales comunes.
Muchísimos japoneses parecen, actualmente, de a ratos nacionalistas y de a ratos cosmopolitas. El problema no es
que sinteticen dos dimensiones que son sin duda estimables y hasta indispensables para individuos y
colectividades, si se cumplen ciertas condiciones. El problema surge cuando en el interior de unas mismas
personas, de unos mismos partidos, de unas mismas asociaciones, de unos mismos pensadores, coexisten dos
visiones tan heterogéneas y divergentes, sin que medie el duro trabajo de la compatibilización. Entre ambas, una
gran mayoría oscila de forma algo esquizofrénica y en todo caso bastante paralizante, haciendo difícil la tarea de
pensar el mundo y de realizar la historia en términos propios.
Japón es un país perplejo. Epítome de dicha perplejidad es la polémica (tan agria en el tono como limitada en su
audiencia, acantonada en círculos japoneses especialmente occidentalizados) sobre la ambigüedad japonesa que se
desató en 1994, con motivo de la concesión del premio Nobel de literatura al novelista Kenzaburo Oe (69). Desde el
inicio de los años 70 hasta hoy mismo, un debate que debiera plantearse públicamente con urgencia no encuentra el
más mínimo lugar en los medios de comunicación de masas del Japón: ¿se puede ser japonés renegando de las
tradiciones ancestrales? Pero, si se las niega ¿qué queda de la identidad japonesa más que un puñado de rasgos
chinos y europeos?
Así: ¿es Japón un país tan único, homogéneo e inmutable como muchos acostumbraron a señalar? Y si Japón se
adentra de veras en la sociedad internacional, ¿qué quedará de específico en una era de tan fuerte interdependencia
y tan generalizada globalización? Conviene no confundirse con los términos. También en el caso de Japón, habría
que retraducir “interdependencia” como “relaciones de fuerte asimetría” entre naciones que no pueden alejarse las
unas de las otras. Y habría que acotar, repito, el término “globalización”, limitándolo al plano de los mercados del
capitalismo.
Todas esas preguntas siguen sin respuesta y sin apenas debate. Los japoneses no se atreven a decir quiénes o cómo

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son. Y, sobre todo, la reforma política, anunciada como inminente desde hace unos 10 años, duerme en los cajones
de los empresarios y de los burócratas.

“NACION­VENTANA”

Hubo una época en que varios países de América Latina (recordemos, por ejemplo, el caso uruguayo) hablaban de sí
mismos en términos de ”país­ventana”. Al parecer, la nación latinoamericana contiene en su conjunto los
ingredientes necesarios como para ser en plenitud una enorme ventana. Nación­ventana es aquella que se
especializa en vivir fisgoneando hacia afuera. Aquella que no encuentra las coordenadas para comprender el mundo
en sus propias características, posibilidades y proyectos, sino en los argumentos y explicaciones que, asomada a la
ventana, consigue distinguir entre todos los ruidos callejeros, curiosa y “voyeurista” como sin duda ha resultado.
Sutil manera de la colonización mental es la que practican algunas naciones­ventana como, sin ir más lejos, la
Argentina: el retrato del colonizado repite los rasgos, los detalles, los tics del rostro del colonizador, como
explicaron hace tantos años Albert Memmi y Franz Fanon.
En lo que se refiere a Japón y al mundo asiático en general, tan módico es lo que ha sido dicho y pensado desde
América Latina como escaso lo que se puede referir en esta reflexión (70). Salvo una cosa, previsible pero que
conviene recordar: América Latina fue plenamente “amaestrada” por aquella visión dualista expresada en las
teorías de “los dos japones”.
Al cabo de los años, uno va conociendo especímenes puros de ambas especies, agrupados en dos bandos que se
ignoran mutuamente.

Está el bando que podríamos llamar de los “estetas”. Aquellos que tienen del Japón una visión pasatista muy
vinculada al hecho artístico. También para ellos Japón es un estilo, aunque dicho estilo no es considerado tanto un
arma del pensamiento cuanto principalmente un puro (y delicioso) efecto visual. No existiendo en América Latina
una tradición de estudios japoneses propiamente tal (salvo en núcleos restringidos del distrito federal mexicano,
Sao Paulo y acaso Buenos Aires), la vitrina estética de jardines y muñecos, de techumbres y escenografías teatrales
no permite el acceso al espesor de tradición y pensamiento que se esconde detrás.
El Japón de los estetas queda registrado en la cámara fotográfica del turista accidental, aunque raras veces en el
código interno con que un observador manufactura la experiencia global. El esteta se limita a relatar su módico
turismo al país del sol naciente. Tiene, es cierto, una visión museística de un “perdurable Japón”, pero carece del
“background” (histórico y lingüístico) que como un mapa esquemático permitió a los europeos por lo menos guiarse
entre las intrincadas galerías.
Es cierto que el interés por la literatura japonesa es, en América Latina, tan intenso como en Europa (por lo que he
visto, en países como México, Brasil o Argentina, por citar algunos, resulta incluso superior al de países europeos
como España o Italia, sumamente carentes a este respecto). Pero los textos llegan vertidos del inglés y del francés y
traducidos a la rápida cuando alguna ocasión comercial da alas a los editores. Así, la concesión del premio Nobel
de literatura a Kenzaburo Oe pilló despistada a casi toda la maquinaria editorial europea (¡pilló despistados a todos,
incluyendo a los japoneses!), con el consiguiente retraso latinoamericano. Por todo esto, el Japón de los estetas no
consigue ser una categoría (que ayude a pensarnos y a pensar otros mundos). Es tan sólo un caso del que, hay que
reconocerlo, no se hace mucho caso.

Y luego está el Japón de los “realistas”, quienes miran con irónico desdén a los que levitan a medio metro del suelo
tras la simple mención de algún hecho ocurrido en “su” Japón. Según los prácticos realistas, aquellos otros estetas
hacen figura de ingenuos, lastrados por una militante predisposición favorable e incapaces de distinguir el grano de
la paja. Porque en Japón, dicen, hay mucha paja: el grano con el que conviene quedarse (ese que a muchos parece
apetecible) se refiere a las proezas económicas y tecnológicas del país nipón.
Según ellos, Japón no es un país que esté un paso detrás nuestro (sea porque constituye una inagotable reserva de
“orientalismo” clásico, sea porque se muestre renuente a tomar un ritmo más intenso en su marcha hacia la
modernización). Japón está un paso por delante nuestro. Y en consecuencia, más tarde o más temprano
acabaremos haciendo lo que ellos hacen ahora: en lógica productiva, en comercio exterior, en seguridad social, en
educación funcional, etcétera (71).
A muchos de estos realistas también les falta el “background” necesario: para ellos, el milagro japonés ya ni
siquiera es insular (separado de influencias extrañas como de lejanas riberas). Es directamente celestial, ajeno a
las posibilidades terrenas y, por tal razón, inimitable en el fondo porque, ¿cómo un simple mortal va a imitar a todo
un superhombre?
No es que los japoneses sean de otra cultura. Parece como si estuvieran dotados de una humanidad distinta de la
nuestra. Su etiqueta es enigmática. Su manera de fijar objetivos estratégicos necesita de toda una hermeneútica
como apoyo. Su manera de negociar es tan abstrusa que necesita de una legión de publicaciones (revise el lector el
catálogo de ciertas editoriales) para que los todavía escasos comerciantes o industriales latinoamericanos que
visitan Japón puedan manejar algunas claves que en ese dichoso país serían diferentes de las nuestras (parece que
ajenas a la ambición, la codicia o la “libido facendi”).

Por dos vías aparentemente muy diferentes, los latinoamericanos a menudo nos imaginamos a Japón igual que el
reino de Cristo, un imperio que “no es de este mundo”. La puerta está ampliamente abierta a la “zoncera” y a veces
dan ganas de repetir, en el caso de Japón, el “manual” que Arturo Jauretche dedicó a los lugares comunes que se
repiten en Argentina y sobre Argentina (aunque es de temer que muchas de las mismas zonceras que en su momento
seleccionó el recordado autor podrían aplicarse a otros países latinoamericanos).
Japón se convierte en un país de ficción poblado de apacibles jardineros rastrillando sus senderos de guijarros y,
seguramente, también de elfos, diligentes productores durante la noche, de los milagros productivos que con
sorpresa encontramos a la mañana siguiente. De esta forma se hace realidad la broma con la que más de una vez he

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iniciado mis clases o conferencias sobre Japón: si alinéaramos a los países del mundo como estaciones
ferroviarias, Japón vendría a ser la estación inmediatamente anterior a la luna, ya directamente fuera del territorio
de nuestro planeta. ¿O somos tal vez nosotros los que estamos en la luna?

HACIA UN JAPON REAL

El japonismo convirtió al espíritu nacional japonés en una cuasi­religión y a sus componentes concretos (la
institucion imperial, sus espiritualidades, su sistema empresarial, su burocracia...) en objetos incomparables. Los
miraba como partes de un todo que sólo se trata de aceptar o rechazar en su conjunto, sin minuciosos e
impertinentes análisis. Europa le devolvió a Japón el negativo de su esquema etnocéntrico, en forma de aceptación
indivisa del sistema japonés, intocable e intocado, considerado y explicado como una unidad indestructible.
La forma en que se reflexiona en los restantes capítulos implica, en cambio, una crítica frontal, un cuestionamiento
de esos dispositivos analíticos. Japón es una sociedad humana perteneciente al planeta Tierra. Aunque sea una
“boutade” afirmar tamaña obviedad, enfatizar el carácter social y terrenal de Japón significa una posibilidad de
aplicarle a fondo los utillajes teóricos y metodológicos propios de la ciencia del hombre. De la misma forma que
pueden aplicárseles al resto de las sociedades humanas, históricas o prehistóricas, con todas las adaptaciones del
caso.

Sin quererlo, sin apenas pensarlo, esta reflexión pasa a formar parte de lo que, con iguales cuotas de temor y
fascinación, los japoneses denominan desde hace unos diez años “la escuela crítica” (1). Empiezan a publicarse (en
inglés) libros y artículos en los que se trabaja con el objetivo de “desconstruir” (analíticamente hablando) el bloque
granítico del holismo japonés. Significativamente, los autores de esos textos son holandeses, italianos,
australianos, chinos o coreanos...y hasta algún latinoamericano que se les ha colado. Todos ellos ajenos a la
formidable onda expansiva producida por las reseñadas teorías de “los dos japones”. Estos nuevos observadores
parecen saber de qué hablan: han vivido en Japón, lo conocen bien, sienten ante este país una compleja mezcla de
atracción y rechazo, buenos materiales (irónicamente) con los que principiar la elaboración de la mirada
antropológica habitual, que no deja de ser crítica.
Porque se trata de aplicarle a Japón el método crítico. Sin ninguna suficiencia. Tan sólo como una espontánea
manera de conocer mejor la sociedad en que se vive. Muchos japoneses, obviamente, están igualmente aplicados a
la tarea de desconstruir el Japón mitológico de las tradiciones (2). A ellos se unen algunos indagadores extranjeros,
con la ventaja adicional para éstos, si es que viven en el archipiélago, de poder transformar en práctica cotidiana el
método que Claude Lévi­Strauss enseñaba en clase como definitorio de todo buen antropólogo: penetrar el código de
la sociedad estudiada sin perder un ápice del código propio. Claro que él lo expresaba con su inimitable estilo: “con
un ojo mirar hacia afuera, con el otro mirarse al espejo”. El analista crítico extranjero goza de la misma
independencia de juicio que sus colegas japoneses, quienes lo nutren de nuevas informaciones de primera mano.
Pero agrega su propia y meteca percepción de la relación que Japón establece con el mundo occidental ya que, como
fue dicho, acaso no exista ningún aspecto de la definición nacional japonesa que no acabe incluyendo elementos
occidentales.

Esto lleva a mencionar la segunda condición de la atrayente tarea de construir un Japón real. Una vez abierto el
tabernáculo del cuestionamiento de lo incuestionable, una vez aceptado que el sociólogo o el antropólogo es un
fisgón, un detective, un intruso, en buenas cuentas un molesto que se atreve a preguntar si es cierto que el rey (o el
Emperador) anda desnudo por ahí, una vez abiertas las compuertas de la crítica, de lo que se trata es de intentar
hacerlo decentemente.
La crítica no se limita a señalar con el dedo los aspectos fallidos. Cuando el observador proyecta su segundo ojo
hacia el espejo, ve deformidades similares a las que el primer ojo, el que espía, ya le había revelado. Con estilos
diferentes, todos cojeamos por algún sitio. La crítica ha de centrarse en otro terreno y hacerse capaz de crear
instrumentos de análisis adecuados al objeto de observación. “Crítica” pasa a significar conocimiento real,
teóricamente fundado y empíricamente establecido.
Este asunto, la japonología en su conjunto no parece capaz de reconocerlo, tan centrada como sigue en la
contemplación de un Japón cada día más inverosímil aunque, poco a poco y con dificultades según ellos, el
archipiélago se estaría acercando a la madre de todos los modelos, los Estados Unidos de Norteamérica. Si un
criterio puramente culturalista se mostraba fallido para descubrir un Japón real (por falta de actualidad), otro tanto
le ocurre a los criterios puramente evolucionistas (esta vez por falta de especificidad nacional). Japón va lanzado
como una flecha, pero no es nada seguro que sea cruzando el Pacífico oriental con destino a Oregón o California.
Tampoco interesa la previsión futurológica de un Alain Minc o un Alvin Toffler (3) aplicadas al caso japonés.
¿Quién conoce el futuro?, preguntó aquel sabio...
Lo que interesa, más bien, es entender los mecanismos actuales y previsibles de funcionamiento de una sociedad
capitalista específica.
­ Un país cuya forma contiene alternadamente elementos orientales y occidentales. Japón no será analizado como
un país ”oriental”; tan sólo como un país “asiático”.
­ Una nación algunas de cuyas tradiciones están siendo sistemáticamente reutilizadas para elaborar el mito
nacional moderno. Japón no será analizado solamente luchando entre lo tradicional y lo moderno. Será visto sobre
todo como un país que se ha esforzado por desarrollar mecanismos de integración o “mestizaje” socio­cultural,
aleando lo autóctono con lo extranjero.
­ Una organización capitalista capaz de encontrar sus propios argumentos de consolidación. Japón no será
estudiado como un simple campo de batalla entre empresarios y trabajadores; más bien como una síntesis adaptada
a las condiciones locales, entre estrategias de clase planteadas de forma no incompatible.
­ Un sistema político montado sobre consensos (o al menos continuidades) durables. No entenderemos a Japón en
términos exclusivos de “comunidad” o “sociedad”. Lo miraremos en tanto que retraducción de corte “corporatista­

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2017­4­28 Traducir Japón: Blog de Alberto Silva: Primera parte: Fábulas
estatista” de un genérico proyecto democrático que nunca acaba completamente de cuajar.
La japonología no entra en tantos bemoles. En cambio, sí, pequeños sectores originales y creativos de la
intelectualidad japonesa (todavía no representados políticamente), que centran sus afanes en la elaboración de
instrumentos conceptuales propios, retraduciendo, aclimatando, modificando cuando precisa, “herramientas”
diseñadas originalmente para manipular otros mecanismos cognoscitivos, pero potencialmente reutilizables si se
aprende cómo (4).

Fuera del japonismo y de la japonología (aunque apoyándose en ellos y reorientándolos cuando parece oportuno),
este texto se incluye en la corriente que intenta dibujar otro mapa: con los mismos parajes, aunque localizados en
un orden diferente. Intenta plantear una visión diferente: los objetos, con sus nombres, son en buena medida los
mismos, aunque procurando (con la ayuda de expertos oculistas japoneses) corregir en lo posible algunas miopías y
astigmatismos si está al alcance lograrlo. El desafío que plantea consiste en mirar a Japón fuera de las coordenadas
del “occicentrismo”, europeo o americano. Si aplicamos el símil gastronómico, podría decirse que no promete
ningún banquete: con los mismos ingredientes ya conocidos, sólo procura poner a punto una buena receta casera,
sustanciosa y que aleje de los empalagosos sabores de la “nouvelle cuisine” neoliberal.
En la introducción se decía algo sobre la fundamentación del punto de vista utilizado. Lo que aquí se intenta es
comprender la lógica del discurso japonés sin dejar de apoyarse en un código más cercano a nosotros. De todas
maneras, no olvidemos que la eventualidad de un discurso latinoamericano plantea hondos enigmas de definición,
por culpa de la dependencia cultural.
Tampoco se dejarán de lado algunos consejos de los maestros sociólogos, en el sentido de aplicar teorías al mismo
tiempo “comprensivas” (capaces de dar cuenta de situaciones complejas) e “integrativas” (capaces de aceptar que,
sin que existan factores determinantes en última instancia, el conocimiento consiste en descubrir la siempre inédita
repartición del naipe entre lo económico, lo político y lo cultural).
Por encima de todo, interesa manejar el tema sin manosearlo, respetándolo y aceptándolo en su plenitud, dejándolo
libre para ser y existir como mejor le parezca. En lo posible, se trata de hacer carne propia el difícil proverbio “zen”:
“Si entiendes, las cosas son como son. Y si no entiendes, las cosas siguen siendo como son”.

P U B LI CA DO P O R A LB ERTO S I LVA

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