Está en la página 1de 12

EL CIRIO

Autor: León Tolstói.

Con los grandes señores terratenientes de ayer ocurria lo mismo que con los de ahora: por temor a Dios
algunos llegaban a compadecerse de los siervos, pero los más eran hombres tan duros y encanallados
que parecían nacidos para ahondar la tortura de los desvalidos; tras sus huellas no quedaban sino
penosos recuerdos.

Pero todavía eran peor aquellos arribistas que la fortuna sacaba a veces de la chusma servil para
elevarlos por encima de sus iguales. El dominio señorial en que transcurre esta historia tenía por
mayordomo a Miguel Seminovich, uno de esos advenedizos.

La propiedad era vasta e interminable; el suelo fértil, rico en bosques y abundante en praderas bien
regadas; y los campesinos, que por tradición integraban los bienes de la hacienda, hubieran trabajado
adormilados y en buena armonía con sus amos, a no ser por la maldad de tal Miguel Seminóvich.
Tiempo atrás había sido simple siervo de otro dominio, pero apenas se elevó al rango de mayordomo la
faltó tiempo para pisotear a los pobres aldeanos. Su familia se componía de mujer y dos hijas, y quizá
hubiera podido llevar una vida tranquila, desahogada y exenta de preocupaciones si la codicia no lo
hubiese hecho rapaz y cruel.

Empezó por recortar los derechos y franquicias de los campesinos y a sobrecargarlos de tareas. Una de
sus primeras ocurrencias fue establecer un tejar, y por tal motivo impuso a hombre y mujeres trabajos
abrumadores; mientras tanto, vendiendo las tejas, obtuvo pingües beneficios. Los campesinos,
sublevados por esa explotación despiadada, resolvieron quejarse al amo e hicieron expresamente el
viaje a Moscú. Pero el señor no atendió sus quejas, y lejos de conseguir el alivio de sus cargas, sufrieron
la venganza del mayordomo, que no tardó en saber el paso que habían dado. Tuvieron que soportar un
aumento de exigencias y retenciones, de infinitas crueldades.

Para colmo de desdichas, no faltaron entre ellos falsos hermanos que delataban a sus compañeros de
servidumbre, de manera que nadie se atrevía ya a confiarse ni siquiera de una vieja amistad. Reinaba la
inquietud y el terror, y a todo eso la furia malsana del mayordomo se encrespaba en oleadas de
perversidad.

Lo temian como a una fiera; cuando aparecia en un pueblo, por igual hula criaturas y adultos, como si de
pronto hubiese surgido una manada de lobos hambrientos. Cada cual se ocultaba donde podia, afanado
por ponerse a salvo de las brutalidades de aquel hombre.
El miedo que inspiraba contribuia a agriarle más el torvo espiritu, avivaba su resentimiento y hacia
fermentar en su corazón un odio profundo. Entonces, inevitablemente, esta angustia se transformaba
en nuevas cargas o en un alud de golpes que caía sobre pobres siervos. A veces un homicidio libra al
mundo, en un instante, de la presencia de tales engendros, y poco a poco esa posibilidad se apoderó del
pensamiento de los aldeanos. Durante algunos encuentros furtivos que tenían lugar en parajes
desiertos, el más desesperado o quizá el más valiente se arriesgaba a decir.

-¿Vamos a seguir soportando el odio de ese impio? ¡Mejor acabemos con él de una vez! ¡No puede ser
pecado matar a un demonio asil Un dia de semana santa, el mayordomo ordenó a los siervos trabajar en
el bosque; a la hora de comida formaron un circulo alrededor del rescoldo de una hoguera, y la
conversación recayó en el tema consabido.

-¿Qué va a ser de nosotros, hermanos? -decía uno de ellos-. Así no podemos seguir viviendo. El infame
nos pisotea, nos succiona hasta el alma. Igual que a la hora del trabajo, su pezuña alcanza a la intimidad
de la familia. Las mujeres, lo mismo que nosotros, no descansan ni de dia ni de noche; nos riñe por todo,
y basta que la cosa más pequeña no encuadre con su humor, para que tengamos encima los latigazos
del Knut. ¡Lemm, el pobre idiota, ha muerto a causa de sus golpes! ¡Anisim todavía sigue preso! ¿Qué es
lo que nos detiene? ¿Por qué hemos de perdonar a ese demonio? Dentro de poco aparecerá a caballo, y
enseguida encontrará algún motivo para reñirnos.

Si somos hombres, debemos derribarlo de la cabalgadura, y luego bastará un hachazo para darle su
merecido y conseguir nuestro reposo. Lo enterraremos en este mismo bosque igual que un perro, no
dejaremos rastro alguno. Nuestra consigna debe ser ante todo: "Unidos como un solo hombre y muerte
a los traidores".

Así fue como habló Vasili Minaggev. Tenía más de qué lamentarse, pues probada la mordedura del Knut
por lo menos semanalmente; además, el mayordomo le había quitado la mujer para que le sirviera de
cocinera y fregona.

Como había pronosticado, hacia el atardecer apareció el mayordomo; paseó en torno su mirada
malévola, y no tardó en hallar el motivo de ira que ansiaba: contra sus indicaciones, entre arboles
derribados había un tilo joven.

¡Les repeti que no habia que cortar ningún tilo! ¿Quién ha sido el canalla? Pronto, su nombre, o todos
probarán el Knut!
Al mismo tiempo que vociferaba, sus ojillos venenosos saltaban de uno a otro de los grupos
trabajadores, tratando de descubrir al culpable. De pronto, uno de los aldeanos le señaló a su
compañero, llamado Lidor. El mayordomo se aproximó sin decir una palabra y de un golpe ensangrentó
la cara del infeliz, y acto seguido, no queriendo despreciar la ocasión de desahogar su rabia sobre Vasili,
le cruzó el rostro varias veces con el zurriago, acusandolo de haber hecho el corte de menor extensión.

Masculló algunas imprecaciones más. Lanzó crueles amenazas, y luego, sin que ninguno se atreviese a
levantarle la mano, se marchó tranquilamente.

Hallándose reunidos por la noche, Vasili les echó en cara su flaqueza:

(Peores que ovejas! - Les dijo. ¡No, no son hombres!

"Unidos como uno solo, ¿se acuerdan?. y cuando aparece el miserable...jzas!, todos se hunden en el
fondo de su alma cobarde.

Lo mismo hicieron los gorriones cuando se trató de conspirar contra el buitre: "¡Todos por unol Muerte
al que traiciones!", pisaban a cuál más. De pronto se cierne sobre ellos la sobra detestada, y todos se
acurrucan bajo las ortigas.

Pero la carnicera, veloz como el rayo, echa la garra a uno y remonta el vuelo; los restantes gorriones,
que habían salido con bien, revolotean aturdidos, preguntándose: "¿A quién ha cogido, a quién? ¡Oh,
Vantka! ¡Si, fue el pobre de Vantka! Pero, ¡bien hecho! ¡El tal Vantka se lo tenia merecido por esto y por
aquello!" ¡Así, igual, proceden ustedes!

Cuando el mayordomo está a varias verstas de distancia, todos corean "¡muerte a los traidores!", pero al
pie de su caballo todos se apresuran a bajar la cabeza, como si tuvieran alma de gallina.

Cuando nuestro verdugo golpeó a Lidor en la cara, todos juntos debieron acometer contra él, y ahora
nuestras penurias habrian acabado.

El viernes santo el mayordomo anunció que se iba a sembrar avena en los campos señoriales, y que
había que ponerse a roturar la tierra de inmediato. Esta orden ocasionó un hondo malestar entre los
siervos, y reunidos en casa de Vasili, hablaban de su conjuración más excitados y decidido que otras
veces.

Puesto que ultraja el dia de la crucifixión, queriéndonos hacer cometer pecado tan grande-decían, ya
nada puede detenernos.

Acabemos con él de un golpe.

Entonces, Pedro Mishayev tomó la palabra. Era un hombre de espíritu sosegado, que creía ver detrás de
cualquier suceso, noble o infame, un designio sobrenatural. De acuerdo a esta manera de ser, reprobaba
los planes de sus hermanos, y cada vez que escuchaba sus feroces proyectos de venganza no hacia otra
cosa que menear tristemente la cabeza.

Es un gran pecado -les dijo- hablar con semejante rencor, con tanta sed de muerte. ¡Ay del que causa la
pérdida de un alma! Es uno de los mayores crimenes...Enviar una alma a la condenación eterna, claro
que va a ser empresa sencilla, pero pregúntense cada uno, ¿qué no tendrá que sufrir la vuestra en
castigo de tal crimen? Si el mayordomo ofende al cielo con sus malas acciones, lo único que cabe es
aguardar y seguir aguardando: tarde o temprano encontrará su castigo. En tanto esa hora llega, lo que
tenemos que hacer es sufrir resignadamente.

Tal mansedumbre provocó una furiosa irritación en Vasili.

¿Qué letanía nos reza ahora? -exclamó-, Siempre con su inútil cantaleta. Ya sabemos que es un pecado
grandísimo matar a un hombre, ya lo sabemos sin que tú nos to digas, hasta las criaturas lo saben. Pero
no hay que confundir a hombre con fieras. ¿Acaso Dios quiere que siga vivo ese impio, ese asesino de
tus hermanos, ese perro maldito? A los perros rabiosos se les mata para evitar sus mordeduras. Si
dejamos vivir a ése, podemos contarnos entre los muertos. ¿No ven como trama nuestra perdición?. Si
cometemos un crimen, será por salvar a nuestros hermanos, y todos pedirán a Dios que no nos lo tome
en cuenta. ¿De que nos sirve que prosigamos discutiendo? ¿Quieren esperar a que acabe con nosotros?
¿Qué chocheces son ésas con que nuevamente nos vienes, Mishayev? ¿Crees que pecaremos menos si
vamos a trabajar hoy que es viernes santo?.

Pedro Mishayev replicó con voz apacible y dulce:

¿Y por qué no hemos de ir? Yo por mi parte estoy dispuesto a obedecer: no será para mi para quién
trabaje, y Dios sabrá a quién cargar la culpa. Comprendan, hermanos mios, que yo no trato de darles
consejos por cuenta propia, y que si la ley de Dios nos enseñase que un mal puede destruirse con otro,
me uniría a ustedes, pero ocurre que Dios manda una cosa muy distinta. Mientras sueñan con extirpar el
mal de la tierra, éste conserva sus raíces en los corazones de cada uno de ustedes. No es sensato matar
a un semejante; la sangre de la victima cae sobre el victimario, y le deja una señal imborrable. Se hacen
ta ilusión de alejar el mal, pero no reparan que es el propio mal el que los impulsa a obrar asi.

Este sermón quebrantó la cohesión de los siervos. Unos se inclinaron a seguir los consejos del piadoso
Mishayev, y querían armarse de paciencia antes de cometer pecado tan grande, mientras otros
escuchaban las incitaciones de Vasili.

Cuando llegó el domingo de resurrección los siervos celebraron la festividad conforme a sus antiguas
costumbres

Pero hacia el mediodía se les reunió el starozta o decano de la aldea, que venía acompañado del notario
al servicio de los señores terratenientes.

Prescindiendo de los saludos tradicionales, tomó la palabra de inmediato:

Miguel Seminovich, nuestro mayordomo, ordena y hace saber a todos bajo su autoridad, que sin
tardanza deben partir a sembrar avena en los campos que ayer terminaron de arar. Han tenido toda la
mañana para sus cánticos, pero ahora hay que trabajar.

En presencia del notario, el starozta señaló a cada uno la faena que tenía que cumplir, y luego se retiró.
Los pobres siervos devoraron sus lágrimas en silencio, pero no osaron

rebelarse. Empuñaron los arados y las bolsas de semilla, y partieron hacia los campos.

Aquel día, el infame despertó bastante tarde, y apenas saltó de la cama su única preocupación fue
encontrar a quien reñir. Su mujer estaba con sus hijas en la pieza de la casa que hacia de tocador:
acababan de regresar de la iglesia. Una criada ingresó para anunciar que el samovar estaba a punto, y
entonces marcharon hacia la mesa. Miguel Seminóvich bebió varias tazas de té, encendió su pipa, y
luego mandó llamar al starozta.

-¿Y qué ¿ ¿Cómo andan las cosas? -Le preguntó- ¿Cumpliste mis órdenes de anoche? ¿Están
sembrando?

-Hice lo que me mandaste, Miguel Seminóvich.


-Está bien. Pero dime, ¿te han obedecido?

-Todos. Cada uno de los siervos está sembrando en el trozo de tierra que se le fijó.

¿Pero trabajan esos canallas? Vuelve a vigilarlos, y diles que dentro de poco irė yo mismo a ver lo que
han hecho. ¡Y cuidado con que encuentre alguna deficiencia! ¡Ni la santidad del día librará al que halle
culpable!

Iba a alejarse el starozta, pero Miguel Seminóvich lo retuvo. En medio de todo, no estaba tranquilo; se
agitaba como si infinidad de espinas diminutas se hubieran clavado en la palma de sus manos; tenía algo
que decir, algo que le costaba trabajo aclarar o exponer, y no hacia más que mover la lengua entre los
dientes, hasta que por fin se destrabó: -¡Ah si! Otra cosa más. Atiende con cuidado a las conversaciones
de esos haraganes, y

procura averiguar lo que dicen de mí.

Si aquellos tunantes hablan las ruindades que imagino, vienes a contármelo en seguida. ¡Los conozco
demasiado bien! Comer bien, beber a todo pasto, y tumbarse a hipar sobre las pieles de carnero, esa es
la clase de vida que quisieran. En cambio, le importa un rábano que las faenas de la hacienda se
pospongan de un día, para otro. De manera que escuchas bien, como quien estuviera distraído, y
vuelven a enterarme de lo que dice cada uno de ellos.

Es necesario que lo sepa todo, hasta la menor de sus palabras. Anda, pues, y mucho oído. ¡Ah, y por tu
parte, cuidado con ocultarme alguna cosa!

El starozta giró sobre sus talones y una vez afuera de la casa, sin entretenerse con la servidumbre,
montó a caballo para dirigirse hacia donde los siervos sembraban la semilla de avena.

La mujer del mayordomo, que había escuchado la petición hecha por su esposo, sé próximo a él con
ademán cariñoso y suplicante. Era mujer de carácter dulce, y en su intimidad sufria por todas las
crueldades que caían sobre los pobres aldeanos; a veces los tomaba bajo su protección, y en ocasiones
más raras todavía lograba aplacar la furia insana de su marido. Le dirigió pues, la súplica que le inspiraba
su corazón condolido.

-Miguel de mi alma- le dijo con el tono respetuoso y tierno que siempre empleaba-, no olvides que hoy
es el día de la resurrección, que es un día santo consagrado a Dios. No sigas cometiendo un pecado tan
enorme. Ahora que has visto cómo los siervos han obedecido tus órdenes de trabajar la tierra, mándalos
volver a sus casas. Te lo ruego por amor a Jesús, deja ya libre a los aldeanos. Mañana podrán concluir lo
que no terminen hoy.

Pero Miguel Seminóvich, lejos de ablandarse por las palabras y el tono de voz de su mujer, respondió
con una risa perversa, y luego la amenazó con el dedo:

Ya estoy viendo que hace mucho que no pruebas un poco de knut. Si quieres enervarme de veras, sigue
metiéndote en los asuntos de la hacienda.

Miguel, querido mio, no desatiendas mis consejos. Si supieras las cosas horribles que he soñado! ¡ Tú
eres tan cruel, tan... sin entrañas! ¡Por favor, no sigas forzando a los campesinos en este dia santo!.

¿Me dejarás tranquilo, necia de los mil diablos? ¡Cállate, y no colmes mi paciencia, o tu panza cochina va
saber lo que es el knut ¡ ¡Verás entonces cómo cambias de tema!.

Diciendo así, el mayodormo se abalanzó como un loco sobre su mujer, y la golpeć violentamente en la
boca; después la echó, mandándole con tono brutal que hiciera llevar la comida.

Le sirvieron una sopa fria, piroggis, col sancochada con asado de puerco, y pudin de miga; se regodeó
como principe, y a cada dos bocados bebía un sorbo de kirsch. Finalmente mandó llamar a la más joven
de las dos cocineras que le servian, y le hizo entonar una canción de doble sentido, que acompañó él
mismo, rasgueando la guitarra. Asi hacia aquel ente la digestión, sin preocuparse de Dios ni de los
hombres. Poco a poco fueron quedando inmóviles los dedos sobre las cuerdas, y el mayodormo empezó
a gastar bromas y a lanzar indirectas ala cocinera. Pero la vuelta del starozta puso término a ese dúo. El
recién llegado, después de hacer la reverencia usual, guardó silencio hasta recibir la orden de hablar.

- Bien, ¿y cómo trabajan los bribones? ¿Adelantan acaso? ¡No los ganará la noche? Ya han hecho
bastante más de la mitad.

- ¿Y han regado la semilla de manera uniforme? ¿No se les habrá pasado la mano, con la idea de
burlarse de mi?

Que yo haya visto. no realmente. La labor es buena, ellos parecen tener miedo.

El mayordomo calló un momento, preparándose para hurgar en lo que más le preocupaba.


Está bien continuó, pero eso no es todo. Tienes que decirme cómo se expresan sobre mí los canallas.
Estoy seguro que no me pintan de color rosa. A ver, cuéntame alguno de sus insultos. El starozts vacilaba
antes de animarse a responder, pero el mayordomo lo sacudió tomándolo de la camisa.

- ¡Quiero que me cuentes todo! ¡Y no quiero oir tus palabras, sino las de ellos! Si me cuentas todo,
tendrás alguna recompensa; pero como ocultes el comentario más tivial, la murmuración más
insignificante, probarás también el knut. ¿Te figuras que voy a tener más contemplaciones contigo que
con los otros? Vamos, Kajuscha, ponle un vaso de kirsch para desatarle la lengua.

La cocinera obedeció sin dilaciones, y el starozta luego de mascullar un brindis de bebió el licor de un
solo trago. "Como él quiera", pensó para sus adentros. "Tampoco es culpa mía si no cantan sus
alabanzas; puesto que tanto lo desea, tendrá la verdad".

Después de justificarse así, empezó:

Miguel Seminovich, los siervos murmuran, se quejan amargamente.

¡Pero habla de una vez! ¿Qué dicen?

-Algunos afirman que no crees en Dios.

El mayordomo rompió a reir.

-¿Cuál de los cerdos dice eso?

- Todos los están diciendo. Según ellos, te has entregado al demonio.

El mayordomo volvió a soltar la carcajada.

-Es lo más gracioso y estúpido que he oido en mucho tiempo -exclamó-. Pero citarme las palabras de
cada uno, individualmente. ¿qué decia Vasili, por ejemplo? El starozta tenia parientes, amigos y hasta
protegidos entre los siervos, y siempre procuraba dejarlos en buen pie ante el mayordomo; pero con
Vasili estaba ala guerra sorda desde hacia años.

-Vasili- respondió sin vacilaciones, y a medidas satisfecho por no faltar a la estricta

verdad, jura y blasfema más que todos.

Eso ya me lo suponía, pero lo que ahora quiero es conocer sus palabras una por una.

Son horribles: tiemblo sólo de pensar en ellas. Te amenaza y los incita contra ti, y anda proclamando que
un hombre tan cruel como tú no puede menos que encontrar una muerte violenta.

-¡Atiza! ¡Qué de prisa va! Es todo un héroe ese Vasili dijo el mayordomo, cada vez más alborozado con
las confidencias del starozta. Pero ¿a qué diablos aguarda? ¿Qué hace allí papando moscas y sembrando
avena, en vez de venir a romperme la crisma? Por lo visto, ese tarado no encuentra tan fácil la cosa.
Pero no tendrá que esperar mucho para que le ajuste cuentas, definitivamente. Ahora vayamos con los
otros. Por ejemplo, el asno de Tiska, ¿qué rebuzna?

-Todos hablan mal.

-¡Acabemos de una vez. o de lo contrario! Ya sabes que quiero estar al tanto de lo que habla cada uno!

-Me repugna repetir sus expresiones.

¡Vean al puntillosos! ¡Eal ¿Acabarás de hablar?

-Tiska quisiera que se te reventase la panza y se te desparramasen las tripas

Esta ocurrencia redobló la alegria y la risa del mayordomo a punto que empezó a doblarse en dos

-Ya veremos quien enseña primero las tripas, si yo o ese canallal Pero date prisa, citame
a cada uno de ellos.

-Nadie ha dicho cosa buena. Todos, a cual más, tienen la boca repleta de amenazas e Injurias.

-Te creo, to creo. ¿Y Pedro Misshayev, el hipócrita, el de las palabritas melosas? Supongo que me
insultará como los demás.

-No, Miguel Seminóvich, no ha salido nada malo de sus labios.

-Entonces, ¿qué decía?

Era el único que guardaba silencio, en cuanto a lo de imprecar y maldecir. ¡Un tipo de lo más original!
No te figurarás nunca lo que he visto, no, jsi apenas yo mismo puedo dar crédito a mis ojos!

Era una luz, en efecto. A medida que me acercaba, la vela brillar más, hasta que distingui. jun cirñol Uno
de esos crios que venden por cinco kopecs a la puerta de las iglesias. Estaba asegurado en el palo del
arado, y la llama, en vez de apagarse, retozaba alegremente con los soplos del viento. Pedro Mishayev,
con su capote dominguero, marchaba delante del arado sosegadamente, regando la semilla y sin
interrumpir para nada el santo cántico del día de la resurrección. Delante de mi sacudió el arado, volvió
la reja y empezó un nuevo surco; y a todo esto, la llanita seguia ardiendo siempre, tan clara, tan
imperdurable.

-Anda, cuenta qué te dijo el hipócrita.

-Apenas si dijo media docena de palabras y ninguna de las que te interesa conocer, Miguel Seminóvich.
Al verme, se mostró alborozado por la resurrección de Cristo, y luego reanudó su canto.

-¿Y no hubo más palabras entre ustedes dos?

-No, porque la verdad es que yo no sabia qué decirle. Pero los otros siervos se reian y se burlaban de él,
diciéndole: "¡Pobre loco, por más que salmodies tus rezos no te evitan trabajar hoy! Y ya necesitarás
oraciones y penitencias para lavarme de este pecado". -¿Y qué respondia Mishayev?
-Interrumpia su canto, y citaba las palabras del evangelio: "Bienaventurados los mansos, por que ellos
heredarán la tierra".

Y luego arreaba a los caballos y volvía a regar la semilla, mientras el crió prosegula Ilameando, sin cesar
de oscilar alegremente a merced del viento.

Con la cabeza gacha, el mayordomo ahora ya no reía. La guitarra se había resbalado de entre sus dedos,
y un pensamiento sombrio se apoderaba de él. Todavía permaneció algunos instantes sumido en un
tétrico silencio, pero en seguida despidió al starozta y a la cocinera, y se apresuro a meterse a la cama.
Desde la pieza contigua, su mujer y sus hijas lo escucharon exhalar gemidos y agitarse como si estuviera
pujando por extraer un carromato de heno hundido en el fango primaveral. Alarmada, su mujer se
acercó a preguntarle si padecia algún malestar, pero por más que rogó y suplicó, no pudo sacarle más
que estas palabras, que repetia constantemente:

¡Me ha vencido ¡¡ Me ha vencido

Su mujer le dirigia cariñosas exhortaciones.

Ten ánimo, querido- le pedia-. Levántate y ordena a los pobres siervos que dejen de afanarse en este
dia. ¿Cómo puedes abatirte por una nada, tú que has cometido tantas acciones espantosas.

¡Estoy Perdido Me ha vencido ¡- continuaba entre sus gimoteos-. Procura salir sana y salva de ésta... Mi
pena es demasiado grande para que puedas comprenderla...

Y el infeliz se revolvía en la cama entre las peores ansias y congojas.

Al día siguiente reanudó el curso de sus ocupaciones ordinarias, pero, ¡ qué cambiado estaba el antes
fiero Miguel Seminovich La pena y el remordimiento devoraban su corazón. A partir de entonces
arrastró una existencia menguada, dejando marchar las cosas a la ventura, y permaneciendo las más de
las veces metido en casa, sin atar ni desatar.

Algunos meses más tarde, el señor terrateniente visitó la propiedad. Naturalmente, pidió la presencia
del mayordomo, pero le respondieron que estaba enfermo. Varias veces más lo mandó llamar pero
siempre obtuvo la misma respuesta. Sin embargo, le informaron que se habia vuelto un ebrio
empedernido, así que decidió retirarle la mayordomía.
A partir de ese momento Miguel Seminovich cayó en una vida ociosa y desperdiciada, volviéndose cada
vez más taciturno. Sus pocos ahorros se dilapidaron en aguardiente, y el infeliz tocó fondo cuando hurtó
a su mujer ropa vieja para dársela al tabernero a cambio de un vaso de vodka.

Los siervos, con quienes tanto de habia enseñado, llegaron a sentir lástima por su miseria y
desvalimiento; en alguna ocasión le dieron algunos kopecs para que bebiese y ahogase sus penas. No
duró mucho esa vida de embrutecimiento, pues al cabo de un año escaso, el aguardiente le dio el golpe
mortal.

También podría gustarte