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La noche estaba despejada, y los finos caballos tiraban de la carreta con

absoluta confianza. Al pequeño y encorvado cochero parecía no importarle pasar


por aquellas oscuras calles, las cuáles se habían llenado de rumores en tiempos
recientes. Más que rumores, eran hechos. La que alguna vez había sido una ruta
frecuente de comerciantes estaba ahora desierta, nadie quería arriesgarse. Pero la
gente del otro lado del puente comenzaba a sentir los estragos del hambre, aquella
carreta era su salvación. Pero al intentar cruzar, el pequeño y taciturno cochero se
encontró con cuatro hombres, todos de distintas razas, más eso no era lo
importante, todos ellos se veían hostiles.
—Ya nos temíamos que no vendrían más presas — Dijo el más grande de ellos —
Danos tu mercancía y no te mataremos, ¿o tu vida vale más que esa asquerosa
mercancía?
La respuesta del cochero, un insignificante gnomo, fueron solo murmullos.
—Parece estar demasiado asustado para hablar —y procedió a apuñarle sin
aviso alguno.
Más la mano del bandido se detuvo en seco, aquel hombrecillo poseía una
fuerza inesperada. De la carreta salieron cinco veloces sombras. Cada gnomo, vestidos
como espías, se movían entre los enormes bandidos con agilidad, sin necesidad de
intercambiar una sola palabra, tejieron una perfecta red que dejó a los hombres
indefensos. Eran como una mente colmena en absoluta sincronía.
Cuatro rufianes en una noche. La recompensa fue considerable, pero la familia
no celebró, aquella era solo un día más de trabajo para ellos. Eso no significa que no
estuvieran felices, y luego de un merecido descanso, fueron despertados por el
seductor aroma del guiso de Sadri Senter Ojos de Rana Pemmpetar, que había sido el
primero en levantarse. Vivían en un apartamento pequeño, pero era suficiente para los
cinco hermanos gnomo y su padre.
Sadri era el tercero de sus hermanos, y al igual que todos los susurrantes, era
pequeño para su edad, delgaducho y de piel ceniza clara, que junto a su desordenado
cabello negro le daba una apariencia de una cómica gárgola de iglesia.
El mayor de sus hermanos era Cordri Firstri Lengua de Pescado Pemmpetar, un
chico serio, incluso para el susurrante promedio, disciplinado y obediente.
Le seguía Bangyra Segyra Dientes de Arpía Pemmpetar, alegre y cariñosa como
un gatito casero. Gustaba mucho de los abrazos.
Después de Sadri estaba Quexys Quartys Nariz de Rata Pemmpetar, curiosa y
más dada al estudio que a la batalla, aunque eso no le restaba ferocidad a la hora de
actuar.
Por último estaba Farwin Quintin Manos de Araña Pemmpetar, que solía hacer
de ayudante de su hermana Quexys.
Su padre, Bilfros Bilfrixs Oídos de Murciélago Pemmpetar, un hombre taciturno
y estricto, pero que siempre expresaba amor a sus hijos a su manera, les había
entrenado a todos en su oficio. Después de todo, no era fácil ser padre soltero. Su
mujer le había abandonado cuándo Quexys y Farwin eran solo bebés. Bilfros nunca dio
explicación, y sus hijos tampoco la pidieron.
Era una vida peligrosa, pero era lo único que conocían, estaban bien con eso,
hasta que un día se encontraron con la presa más grande y jugosa hasta ahora. El
miedo se había apoderado de la enorme ciudad, pues sus habitantes comenzaron a
aparecer hechos masas de carne apenas con la forma suficiente para ser reconocidos,
unas abominaciones tan patéticas que lo único que podían hacer por aquellos
desgraciados era acabar con su sufrimiento. No sabían el origen de aquello, pero el
mismísimo terrateniente estaba dando una recompensa incalculable por aquel
detuviera al culpable.
Fueron semanas de investigación, sin fruto alguno, hasta que en una de sus
patrullas nocturnas un grito de ayuda llega a los Pemmpetar. Un grito silencioso
transmitido por el pensamiento. Era Farwyn. Toda la familia acudió tan pronto como
pudo, pero era tarde, solo quedaba una masa amorfa que balbuceaba sonidos
incoherentes. Lo normal hubiera sido acabar con su sufrimiento, sin embargo, la
familia no se rendiría tan fácil. Ahora no solo era el dinero, era la esperanza de
recuperar al benjamín de la familia. Todos se fueron a buscar al responsable, menos
Sadri, que en su bondad se quedó para cuidar de su hermanito. Cocinaba su comida
favorita para alimentarle y limpiarlo. Mientras limpiaba, se cortó la mano con un clavo
sobresaliente, cosa que hubiera ignorado, sino fuera porque cuando fue a atender a su
hermano, la sangre de su mano parecía curar a su hermano. Sin pensarlo dos veces,
tomó un cuchillo y vertió su sangre sobre la abominación. Se sentía débil, pero aquello
estaba funcionando, poco a poco el niño recuperaba su forma original. Absorto en su
tarea, no se dio cuenta cuando llegaron sus hermanos, que se horrorizaron con aquella
escena. Su padre, sin pensarlo, los separó. Sadri se quejó de aquello, pues poco faltaba
para que su hermanito sanara. Pero él no se había percatado en que no le estaba
curando, estaba traspasando la maldición a su cuerpo. Su rostro se había desfigurado a
un punto vomitivo, y todo el lado derecho de su torso estaba deformado, como si de
un cadáver se tratara. Aun así, no le importaba hacer aquel sacrificio. Fue tal el
alboroto, que Farwyn regresó a la conciencia, horrorizado por el estado de su
hermano, y del propio, pues si bien su condición mejoró, igual estaba a medias entre
su apariencia normal y una sacada de su peor pesadilla. Sadri insistió en que había que
repetir el proceso, pero Bilfros se lo impidió. No dejaría que la situación empeorara.
Habían logrado dar con el causante de aquella maldición y acabar con él, por lo que
sabían que cualquier intento de remover la maldición significaría la muerte del
afectado. Y lo que había hecho Sadri solo significaba que no era uno sino dos
miembros de la familia maldecidos. No querían tentar más a su suerte, y si bien su
apariencia era grotesca, sus cuerpos y mentes parecían estar intactos.
Pero eso no significaba que la familia Pemmpetar estuviera tranquila. Farwyn
se volvió huraño, debido a su condición no podía salir a la calle sin producir asco, lo
mismo para Sadri, que vivía el desprecio de su amado hermanito. Lo mejor era alejarse
de él, pues cada día era más doloroso, ¿pero a dónde ir con aquel rostro que causaba
pavor a cualquiera que lo viera? Solo le quedaba el enclaustro de las montañas. Lejos
de toda civilización, pasó los años sobreviviendo, entrenando y meditando, esto último
le abrió una forma de ver el mundo. De esa manera, pasaron trece años, y Sadri
hubiera seguido su aislamiento de no ser por un llamado lejano de Bilfros. Era tan débil
que no sabía lo que quería, pero solo por la familia volvería, aunque no sabía cómo
vería a la cara a su hermanito Farwyn.
Tardó unos meses en llegar a su antiguo hogar, para encontrarlo vacío, salvo
por una nota de su padre explicando la situación: Farwyn había huído, pero las noticias
de otras ciudades indicaban que las abominaciones habían vuelto. Alguien estaba
propagando de nuevo la maldición, y todos sabían que había sido Farwyn, y
necesitaban de toda la familia unida para detenerle.
Había pasado largo tiempo desde que su padre le dejó aquella carta, ¿dónde
podrían estar? No tenía tiempo que perder. Aun con todo lo sucedido, él seguía siendo
un cazador, y no descansaría hasta encontrar a su hermanito.

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