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Sean cuales sean los límites personales que cruzan estas conductas tóxicas
escolares, tienen siempre en común la crueldad y el sometimiento implacable de
los débiles y la erradicación de las nociones de solidaridad, de tolerancia y
de respeto que, en teoría, la escuela se esfuerza por promover.
Las cuotas de rabia y frustración que estas situaciones instalan en sus víctimas
buscan eventualmente algún tipo de salida, y sirven normalmente de combustible
a nuevos ciclos de agresión: contra terceros (pasando de víctima a victimario) o
contra uno mismo.
Pero no son solamente las víctimas directas las afectadas por el acoso escolar. La
impunidad con que estas conductas se llevan a cabo refuerzan en el grupo la idea
de que la violencia es un mecanismo válido para lidiar con los demás, así como la
inoperancia e inutilidad de la ley, de las instituciones y de la solidaridad.
Envenenan, en fin, contra los fundamentos mismos de la democracia y la paz
social.
Esto significa que no es fácil atajar de raíz las causas del bullying, ya que el propio
abusivo requiere de atención psicológica y orientación social. Pero si algo está
claro, es que una institucionalidad escolar presente (o sea, autoridades
involucradas en el proceso educativo, y no simples “cuidadores” del edificio) y
unas correctas dinámicas de comunicación entre el alumnado y los adultos, son
clave para detectar estas conductas y enfrentarlas prontamente, sin darles chance
de convertirse en problemas más graves. Bajo ningún caso se las debe normalizar
o asumir a la ligera.