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Ciudadanía y política: introducción a una identidad ciudadana

Sebastián Barros1

I.- Introducción

La idea de ciudadanía ha sido un concepto fundamental del pensamiento político


occidental, comenzando con las ciudades-estado de Grecia y Roma en el mundo
antiguo, pasando por las revoluciones burguesas liberales de los siglos diecisiete y
dieciocho, y llegando hasta nuestros días de capitalismo globalizado. La idea de
ciudadanía ha estado ligada a la configuración social y política de una comunidad y, a
través de las diferentes formas que ha asumido, ha expresado tanto las formas de
relacionarse entre los miembros de una comunidad como así también la relación
entre sus miembros y la autoridad.

Vamos a comenzar este trabajo con una afirmación que luego iremos desmenuzando
y que nos ayudará a introducirnos en la discusión del problema de la ciudadanía:

La idea de ciudadanía hace referencia al problema de cuál es la


comunidad relevante al momento de tomar una decisión en una
sociedad determinada.

Esta afirmación podría plantearse de diferentes formas, sobre todo en preguntas


tales como: ¿Quiénes pueden incidir sobre las decisiones que se toman en una
sociedad? ¿Qué criterios debemos pensar para saber quiénes pueden participar en
esas decisiones? ¿Qué debemos tener en común para participar? ¿Por qué
deberíamos participar de esas decisiones?

Una vez que comenzamos a hacernos preguntas como estas veremos que en esa
primera afirmación hay escondidos tres problemas que hacen a la discusión sobre la
ciudadanía y que, al mismo tiempo, nos darán el orden en el que expondremos
nuestro trabajo. Primero, la propia idea de comunidad; segundo, la idea de relevancia;
y tercero, la idea de autogobierno.

1
Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Patagonia, UNPSJB-CONICET-UNPA.
II.- La necesidad de la comunidad

Pensemos por un momento qué es una comunidad y cómo podríamos definirla. Uno
podría decir que una comunidad es simplemente un grupo de personas. Allí se
abrirían dos posibilidades de pensar a este grupo de personas.

Por un lado, podríamos suponer que un grupo de individuos se transforma en una


comunidad por la necesidad de actuar cooperativamente y así lograr una vida en
sociedad más ordenada y pacífica. De este modo, una comunidad sería el lugar donde
individuos previamente aislados convergerían para satisfacer ciertas necesidades que
no se pueden saldar de forma aislada, especialmente la provisión de bienes. En este
caso, estaríamos frente a un tipo de individuos que tienen intereses y que de estos
intereses se desprenden concepciones de la vida buena (por ejemplo, la cooperación
para proveernos de bienes para reproducir la vida, etc.). Es importante señalar que,
en este caso, los individuos adquieren esos intereses y pueden elegir entre distintas
ideas de la vida buena con anterioridad a la vida en comunidad. Es decir, esos
individuos se piensan y se representan a sí mismos con intereses y necesidades que
son anteriores a la vida comunitaria. Personas que saben quiénes son y qué tipo de
vida quieren vivir, antes de pertenecer a una comunidad.

Pero por otro lado, podríamos suponer que cuando un grupo de personas se
transforma en una comunidad sucede algo más. Podríamos pensar que es imposible
para una serie de individuos vivir aisladamente. Es decir, podríamos afirmar que los
individuos no pueden tener intereses y concepciones de la vida buena que no
dependan de la pertenencia a una determinada comunidad. Mi identidad personal,
quién soy, qué deseo, qué intereses puedo tener, dependerá en definitiva de mis
relaciones con otras personas. Mi idea de la vida buena, de la vida que merece ser
vivida, dependería así de la vida en comunidad. Mientras que en la perspectiva
anterior la identidad personal ya estaba presente antes de ingresar a la comunidad,
desde esta segunda perspectiva la identidad personal depende en gran medida de la
vida en una comunidad.

2
Estas dos maneras de entender a la comunidad dieron lugar a dos tradiciones
diferentes que han dado forma al concepto moderno de ciudadanía. La primera es la
tradición liberal anclada en pensadores políticos como Thomas Hobbes y John Locke.
Para las personas incluidas en esta tradición de pensamiento, los individuos son libres
e iguales y capaces de formar su propia concepción de lo bueno. Para el liberalismo la
ciudadanía tiene un estatuto legal, es una serie de derechos civiles y políticos con los
cuales los individuos protegen su libertad de perseguir sus propios intereses y formas
de vida individuales. Esta libertad es igual para todos porque todos tenemos un
derecho natural, por el hecho de haber nacido seres humanos, a la autopreservación.
Este derecho natural a la autopreservación es la fuente de toda justicia y moralidad
para el liberalismo. De este modo, el hecho moral fundamental no es un deber sino un
derecho. La autoridad no tendrá la función de producir o fomentar una vida virtuosa,
sino de salvaguardar el derecho natural de cada uno a elegirla. La ciudadanía aquí se
reduce a algo meramente legal, usamos nuestros derechos cómo nos place siempre y
cuando no infrinjamos la ley o interfiramos en los derechos de los demás. La actividad
cívica, el compromiso, la participación política no forman parte del lenguaje de este
liberalismo procedimentalista.

En tensión con este concepto de ciudadanía se encuentra el enfoque cívico-


republicano. Esta tradición, retomada en estos días por las teorías democráticas
participativas en un intento por "revivir la vida política" 2, encuentra su expresión en
pensadores como Niccolo Maquiavelo y Jean-Jacques Rousseau. Esta corriente de
pensamiento enfatiza el valor de la participación política y concibe a la participación
principalmente como una práctica, como el compromiso activo del individuo con su
comunidad política. El individuo se transforma en un ciudadano y actor político
dentro de la participación en los asuntos públicos y en la persecución del bien común
de la comunidad.

La tensión crítica con el liberalismo se percibe claramente cuando el republicanismo-


cívico critica la forma liberal de entender la relación entre individuo y sociedad. Más
exactamente, esta corriente argumenta que el liberalismo ignora que la sociedad en
que vivimos moldea quiénes somos y qué valores tenemos. No se puede pensar que
los fines de las personas se forman independientemente o son previos a la vida en
sociedad. Es el tipo de sociedad en que vivimos lo que nos marca qué valores
2
Mercedes Barros, "The feminist critique of citizenship and its implications" Sociology
Department, University of Essex, 2000, mimeo.

3
tenemos y cómo debemos vivir nuestra vida. Además, el liberalismo promueve un
tipo específico de relación individuo-sociedad: el vínculo que describíamos por el cual
el individuo presupone que tiene intereses y valores definidos naturalmente antes de
ingresar a la vida social. Esto acarrea que la sociedad sea entendida nada más que
como una empresa cooperativa para perseguir ventajas individuales, es decir una
asociación privada definida independientemente de lo que podemos llamar
comunidad. Desde el punto de vista cívico-republicano las concepciones del bien
tienen un contenido comunal muy fuerte e insisten en que los lazos sociales son
buenos en si mismos y que la concepción individualista asocial los devalúa.

Ahora bien, resumiendo lo examinado hasta ahora tenemos dos posturas diferentes
frente a las formas de entender qué es una comunidad. Veamos cuáles pueden ser
los problemas que plantean estas dos posturas. Si bien hay autores y autoras
liberales que tendrán una visión más flexible de la idea de comunidad, como veremos
más adelante, podríamos decir que la crítica del republicanismo cívico es acertada y
que una comunidad no es simplemente una agregación de intereses individuales. Sin
embargo, cuando nos detenemos a pensar qué será ese algo más que implicaría una
comunidad surgen ciertas preguntas. ¿Puede ser una cultura común? ¿Valores
compartidos? ¿Compartir una misma lengua? ¿Una nacionalidad? Todas estas son
posibilidades que se podrían resumir en la idea de patriotismo.

Un autor canadiense, Charles Taylor, resume esta postura retomando esta noción de
patriotismo en el humanismo cívico. Taylor argumenta que la importancia del lazo
con otras personas pasa por nuestra participación en una entidad política común.
Esto no puede ser la suma de átomos. Por ejemplo, iniciar una conversación es iniciar
una acción común, no sirve sólo para coordinar instrumentalmente acciones
individuales, sino que es nuestra acción. No le decimos "Buen día" a una vecina para
coordinar en términos de medios y fines una acción posterior, sino que lo hacemos
porque consciente o inconscientemente sabemos que compartimos algo más con
ella, la vida en el barrio o la ciudad. Llevado a un plano más amplio, lo mismo sucede
en una comunidad política. El lazo de solidaridad se basa en el sentimiento de un
destino compartido, donde el hecho de compartir tiene valor por sí mismo. Esto
significa algo más que la simple provisión de bienes públicos como la policía o la
recolección de residuos, es la idea de comunidad, de la identidad de un nosotros, de
una acción común. Esto es una identidad patriótica.

4
Para Taylor, además, esta identidad patriótica es la condición para poder ser libres.
Pero la libertad no entendida de forma negativa, en términos de restricciones a la
conducta, sino la libertad positiva de participar activamente en los asuntos públicos,
es decir, y aquí llegamos a lo que nos interesa, la libertad ciudadana. Según esta
postura, si pensamos solamente en una sociedad próspera y segura (es decir, en el
óptimo del liberalismo) no podemos explicar respuestas indignadas como los
cacerolazos o las movilizaciones de Semana Santa de 1985 en defensa de la
democracia. Esto sólo puede suceder en caso de que exista una identificación
patriótica. Una respuesta indignada implica que una regla de justicia ha sido violada y
esa regla de justicia no puede ser entendida de forma atomista e individual. Para
comprenderla habrá que buscar su sentido en esos significados e interpretaciones
que hacen a la idea de patria como identificación con la república. Para Taylor, la
ciudadanía sólo puede ser comprendida en este marco comunitario y dentro de
criterios de identidad comunes muy fuertes.

Tenemos entonces que ese algo más que implica la idea de comunidad son los valores
compartidos que me da la pertenencia a una identidad común, una identidad
patriótica. Pero esto no nos dice mucho. También podríamos preguntarnos dónde se
encarna, dónde se realiza este algo más. Hubo autores, como el teórico político y
filósofo del derecho del nazismo Carl Schmitt, que pensaron ese algo más como la
pertenencia a un pueblo. Para él, los ciudadanos participan igualitariamente en la
formación de la voluntad política porque son miembros de un pueblo homogéneo, sin
fisuras. Es decir, la comunidad es una práctica que simplemente expresa la voluntad
de un pueblo constituido como una sustancia previa a la política. Los individuos son
una comunidad porque efectivamente comparten algo más, ser un pueblo constituido
políticamente. Esto significa que no hay una decisión de los individuos para ser parte,
sino que simplemente son parte. De esto se desprende que si no se es parte
naturalmente, no se podrá ser parte políticamente. Para Schmitt, ese pueblo se dará
una identidad diferenciándose de otros pueblos. Hay igualdad hacia adentro, pero
diferencia hacia fuera. Esa igualdad se da en términos de la homogeneidad sustancial
de un pueblo constituido pre-políticamente.

El problema es que se nos hace difícil pensar a este tipo de pueblo pre-político como
un pueblo de ciudadanos. ¿Quién decide cuál es el pueblo? ¿Qué características tiene

5
que tener un individuo para ser considerado miembro de ese pueblo? Evidentemente
nos enfrentamos a un problema. La pertenencia a una comunidad, al mismo tiempo
que incluye a todos aquellos que pertenecen, excluye a todos aquellos que no
pertenecen. Esto cobra suma importancia si pensamos que en las sociedades
contemporáneas encontramos personas de diferentes culturas y nacionalidad
viviendo en las mismas comunidades políticas. ¿Cómo decidimos quién si y quién no
pertenece a esta comunidad? Con esta pregunta podemos terminar esta primera
parte del trabajo y pasar a la segunda. Antes vamos a resumir lo que hicimos hasta
ahora.

Primero, esbozamos una afirmación que hace referencia a la necesidad de definir la


comunidad relevante para tomar las decisiones que afectan a todos sus miembros.
Luego, vimos que esa comunidad puede ser entendida principalmente de dos formas:
una, es la forma liberal que considera a la sociedad como la suma de individuos
aislados que se protegen mutuamente ingresando a la sociedad, y la otra, es la forma
cívico-republicana, que entiende que la comunidad es algo más que la suma de
intereses y que la pertenencia a la misma viene dada por compartir lazos comunes
que pueden expresarse en la idea de pueblo, identidad, cultura o nación. Esta
segunda postura critica a la postura liberal, pero también tiene sus problemas. El más
importante quedó representado en la pregunta con la que cerraremos esta primera
parte: ¿cómo decidimos quién pertenece a la comunidad que puede tomar decisiones
que afectan a todos sus miembros? O puesto en otras palabras, ¿cuáles son los
criterios relevantes a la hora de definir quiénes serán los miembros de la comunidad?

III.- ¿Quiénes pueden ser ciudadanos?

Se podría decir entonces que, en última instancia, lo que está en juego en la discusión
previa es el problema de la inclusión: ¿qué personas tienen el derecho de ser incluidas
en la comunidad política que se autogobierna? Si pensamos en la historia política
argentina este problema se observa en toda su dimensión. El problema de la política
argentina fue la manera en que se definiría quiénes tenían el derecho a participar de
las decisiones que afectaban a toda la comunidad. La apertura del sistema político a
las partes excluidas de la sociedad fue el gran clivaje que recorrió la política
argentina. Las características restrictivas de la república conservadora de fines de

6
siglo pasado, las revoluciones radicales de 1893, 1903 y 1905, y la Ley Sáenz Peña de
1912, pueden ser examinadas como diferentes síntomas de este dilema que atravesó
a la Argentina en esos momentos: ¿en qué circunstancias iban a ser incluidos los
sectores populares en la ciudadanía?

La victoria de la Unión Cívica Radical en 1916 pareció responder a esta pregunta. El


triunfo del partido opositor en 1916, 1922 y 1928 representó en su momento la
expansión de la ciudadanía a sectores previamente excluidos. Sin embargo, esta
expansión se frenó en 1930 cuando tuvo lugar el primer golpe de estado que
inauguró la, bien o mal, llamada "década infame". El fraude patriótico marcó el
retorno de la elite oligárquica al poder. Es en este contexto políticamente restrictivo
que debe examinarse la emergencia del Peronismo. La movilización popular del 17 de
octubre de 1945 parecía resumir y resolver, una vez más, el problema de cómo incluir
después de diez años de fraude. En este caso, la participación política popular se
desarrolló estrechamente relacionada al estado y al partido en el gobierno, por un
lado, y por el otro, se caracterizó por una intensa politización del conflicto social.

Ahora bien, este tipo de lectura de la historia política implica que la presencia de los
nuevos sectores actuaba como el problema principal. La irrupción de aquellos que no
formaban parte y su pretensión igualitaria de ser parte, de ser ciudadanos, fue el
problema al que la lógica política tuvo que dar respuesta. Lo que estuvo en juego
desde los orígenes de la formación política argentina fue la existencia de una
comunidad política y la pregunta sobre quiénes eran capaces de ejercer la ciudadanía.
Es decir, lo que parecía no tener respuesta era la pregunta que nos planteábamos al
principio.

Veamos cómo ha respondido a esta pregunta la ciencia política. Según el politólogo


norteamericano Robert Dahl, las formas en que se ha pensado a la ciudadanía son
básicamente tres.3 En primer lugar, se la puede pensar como algo totalmente
contingente. Es decir, los presupuestos para decidir quienes deben ser incluidos en la
comunidad política son relativos al espacio y el tiempo, por lo tanto no se pueden
pensar principios generales y universales de ciudadanía. El problema es que esto no
nos permitiría evaluar el carácter democrático de una determinada sociedad. La polis
griega, excluyendo a esclavos y mujeres por ejemplo, podría ser considerada

3
Robert Dahl, Democracy and its Critics, New Haven, Yale University Press, 1989.

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democrática y no podríamos distinguirla de las democracias contemporáneas, en las
que casi no hay esclavos y en las que en su mayoría, las mujeres tienen participación
plena. En definitiva, tomar a la democracia como algo totalmente contingente no nos
permitiría distinguir entre un demos en el que hay democracia entre sus integrantes
plenos (como la polis griega), y otra comunidad política donde hay democracia en
relación a todo aquel que esté sujeto a sus normas y reglas.

En segundo lugar, la ciudadanía puede ser entendida como un principio categórico.


Esto quiere decir que se debe insistir categóricamente en que nadie que esté sujeto a
las reglas de la comunidad política debe estar excluido del demos. El argumento es
que no se pueden tomar decisiones que afectan a todos los miembros de la
comunidad mientras algunos de esos miembros estén excluidos de la posibilidad de
participar en la decisión: ninguna persona debe ser gobernada sin su consentimiento.
De cualquier modo, seguimos sin responder adecuadamente la pregunta que nos
planteamos. La pregunta sigue siendo sobre a qué colección de personas estamos
haciendo referencia. El ejemplo de esto es que, al mismo tiempo, puede haber un
principio contingente en esta perspectiva, no todos pueden estar calificados para
gobernar, hubo momentos en la historia en que las mujeres, los esclavos y artesanos,
y los niños quedaban fuera de la comunidad política relevante.

Por último, y en relación a este problema de la calificación para gobernar, la


ciudadanía puede se entendida como un problema de competencia: ¿quiénes son
competentes para gobernar? se podría pensar en una situación en la que todos
podrían ser parte del demos, pero sólo algunos tendrían la suficiente calificación para
gobernar. Esto está presente en teorías políticas del siglo XVIII y XIX, como la del
inglés John Stuart Mill, pero se repite en las concepciones contemporáneas más
tecnocráticas de ciudadanía, especialmente asociadas a las teorías de la elección
pública. El ciudadano es un consumidor y los que proveen los bienes son quienes
poseen el conocimiento técnico suficiente para dirigir la comunidad política.

Dahl, basándose en un principio fuerte de igualdad, se inclina por una inclusión de


todos los adultos sujetos a la regla de la comunidad. La experiencia histórica muestra
que cuando un grupo grande de personas adultas es excluido de la ciudadanía, sus
intereses no son tenidos en cuenta. La segregación racial en el sur de EEUU hasta
1960 sería para este autor una buena muestra de su argumento, lo mismo que el

8
ejemplo de la inclusión de los sectores populares en la Argentina de mediados del
siglo XX. Con esto el criterio final de inclusión sería incluir a todos los miembros
adultos de una asociación política en la ciudadanía completa de la misma, a excepción
de los transeúntes y de las personas no autónomas mentalmente. Aquí si entonces
estaríamos respondiendo a la pregunta planteada, todos los adultos que se ven
afectados por las decisiones de una comunidad política deben ser ciudadanos de esa
comunidad.

Pero, ¿qué sucede si los ciudadanos políticamente iguales son altamente desiguales
en los recursos que tienen para participar de las decisiones de esa comunidad
política? Pensemos en la Argentina contemporánea y las desigualdades en el ingreso,
la concentración de la riqueza, etc. ¿No serían en este caso desiguales políticamente?
¿No pondríamos en duda este criterio de ciudadanía inclusiva en términos de
igualdad? Dahl dirá que no, este principio es procedimental, es decir que no tiene un
contenido específico en referencia a la forma en que se expresaría la igualdad, pero
cuando la diferencia en recursos políticos causa que los ciudadanos sean
políticamente desiguales, esa desigualdad se revela como violación al criterio. Por lo
tanto, el criterio no debe desecharse por esta razón.

En un estudio clásico de los años 1970, otro autor T.H. Marshall definió los derechos
de ciudadanía en un sentido más amplio que Dahl. Marshall distingue entre tres tipos
de derechos asociados a la expansión de la ciudadanía. Los derechos civiles, que son
derechos individuales como la libertad para elegir la forma de vida buena que mejor
les place, la libertad religiosa, la libertad de opinión, el derecho a la propiedad y el
derecho a un trato igualitario ante la ley. Los derechos políticos, especialmente el
derecho a participar en elecciones y poder ser candidato/a. Por último, los derechos
sociales que son las prerrogativas de cada individuo de disfrutar un mínimo grado de
bienestar y seguridad económica. Son los derechos a la seguridad social, a la
existencia de un salario mínimo, etc. Marshall se encarga muy bien de resaltar que
estos derechos sociales generalmente se consiguieron después de largas luchas
políticas de los sectores pobres. Aquí entonces tendríamos que darle la razón a Dahl
y privilegiar quizás la idea fuerte de igualdad que funciona como presupuesto de la
idea de ciudadanía. Sin lucha política difícilmente se consigan los derechos sociales
que hacen a una idea más acabada de ciudadanía.4
4
Véase también T. H. Marshall: Class, Citizeship and Social Development, Westport, Greenwood
Press, 1973; y T. H. Marshall y T. Bottomore: Citizenship and Social Class, Londres, Pluto, 1992,

9
Los problemas de la igualdad

La respuesta entonces a quiénes serían los miembros de la comunidad políticamente


relevantes, es decir que participan en la toma de decisiones de esa comunidad, es que
serían todos los adultos. Este principio fuerte de igualdad haría que todas las
demandas de una sociedad fuesen escuchadas y por lo tanto se lograría que sean
atendidas de la forma en que se merecen. Sin embargo, podríamos preguntarnos si
esto es verdaderamente así. El hecho de que estemos todos incluidos formalmente
como iguales no quiere decir que esa inclusión se de en términos reales o que todos
tengamos las mismas oportunidades de participación. En este sentido hubo dos
críticas fuertes al principio de inclusión ciudadana en los términos en que los
veníamos discutiendo. Estas críticas fueron las de las teorías multiculturales y las
teorías feministas.

En el caso del multiculturalismo, el argumento presentado implica que este principio


fuerte de igualdad supone que los ciudadanos deben incorporarse en el estado de
una manera universal. Esto generaría el mismo problema que veíamos cuando
definíamos a la comunidad relevante en términos de un pueblo pre-político. La
inclusión universal produce una tendencia a la homogeneidad que va en contra de las
particularidades culturales y étnicas encontradas en las sociedades contemporáneas.
Para el multiculturalismo hay que distinguir entre los diferentes aspectos de una
comunidad. La distinción importante en esta discusión es aquella entre comunidad
política y comunidad cultural. El problema es que las dos formas pueden no coincidir
y una sola comunidad política puede contener dos o más grupos de personas con
tradiciones culturales diferentes. El principio fuerte de igualdad tiende a
homogeneizar sociedades que pueden componerse de una pluralidad de grupos bien
diferenciados. La existencia de comunidades culturalmente plurales que viven bajo
una sola comunidad política es hoy en día una experiencia común - por ejemplo, las
poblaciones originarias en Canadá y los Estados Unidos, las comunidades
musulmanas en Francia e Inglaterra, las comunidades mapuches en la Patagonia
Argentina y Chilena, etc.

p. 18 y ss.

10
Esta crítica sostiene que cuando no hay coincidencia entre la comunidad cultural y la
comunidad política, habrá conflicto entre la homogeneidad política y la diversidad
cultural. La existencia reconocida de sociedades culturalmente plurales pero
políticamente singulares da como resultado el eje de las demandas multiculturales:
siempre que no se reconozca culturalmente a las personas que viven en una
comunidad política, estas pierden su identidad. De esta manera, una comunidad que
incorpora a los ciudadanos universalmente niega la singularidad cultural. Si cada
ciudadano individual está en la misma relación directa al estado, su individualidad
cultural se debilita hasta que desaparece por completo. Así, para ciertas culturas, el
hecho de que sus integrantes viven en una comunidad política que no los reconoce
como una particularidad cultural puede significar su muerte. Desde un punto de vista
multicultural, el principio fuerte de igualdad mientras intenta evitar la discriminación
("cegando" al Estado respecto de la diferencia) está asimilando ciertas culturas y, por
consiguiente, está forzando su desaparición. Es una discriminación inversa: las
culturas que merecen protección son "segregadas" porque no pueden conservar sus
identidades particulares. Para solucionar esto, la autoridad debería diferenciar entre
los diversos grupos dentro de una misma comunidad política y legislar
adecuadamente. Por ejemplo, en algunas provincias argentinas las comunidades
aborígenes tienen la posibilidad de pasar por una primera instancia comunitaria en la
resolución de ciertos conflictos, sin obligatoriedad de recurrir a la justicia ordinaria.

Los reclamos de las teorías feministas también están relacionados con este mismo
tema. Parte del ímpetu en torno al debate sobre la ciudadanía durante la década
pasada, se debió a la crítica feminista. Para el feminismo, la categoría de ciudadano es
universal en teoría, pero está basada en una esfera de lo público estructurada
alrededor de valores y consignas masculinas.

La crítica feminista pone en cuestión la distinción entre público y privado. Desde su


punto de vista, la mujer fue siempre relegada a la esfera de lo privado (la crianza y
cuidado de los niños, la familia, el hogar, etc.). La vida familiar y la relación entre los
sexos no podían ser considerados en la esfera pública, no podían ser objeto de una
discusión política. De este modo, la inclusión puede ser universal, pero si hay
diferencia de recursos, de posibilidades, culturales, etc., las leyes tendrán resultados
diferentes para hombres y para mujeres. En una sociedad en la que el género marca
diferencias, una inclusión universal en términos de género es una falacia, puesto que

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se naturaliza la relación sexual hombre-mujer y se la cambia por la relación marido-
esposa. La sujeción de lo femenino a lo masculino y su estigmatización a la esfera de
lo privado (la familia, los niños, las tareas domésticas) queda plasmada en una
sociedad en la que los recursos, la disponibilidad y las normas sociales que permiten
la participación en lo público quedan en poder de los hombres.

Hasta aquí vimos entonces, en la primera sección, que el primer problema que nos
encontrábamos al examinar el problema de la ciudadanía era definir la comunidad a
la que hacíamos referencia. Allí pudimos ver que al mismo tiempo que incluíamos a
determinadas personas, excluíamos a otras. Vimos el extremo de la posición de Carl
Schmitt respecto a la pertenencia y una idea mucho más moderada en Charles Taylor.
En la primera sección concluimos que el problema era la definición de quiénes serían
las personas incluidas en esa idea de comunidad. Respondimos esto en la segunda
parte, diciendo que deberíamos tener un criterio fuerte de igualdad para que todos
los adultos que vivan en la comunidad política sean ciudadanos de la misma. Pero
esto también suscitaba inconvenientes porque la idea de igualdad podía esconder
ciertas diferencias que provocaban que algunas personas no pudieran disfrutar
plenamente de esa igualdad. En la parte que sigue, tercera y última, veremos qué
tipo de respuesta se puede dar a estos problemas.

IV.- Autogobierno e identidad ciudadana

Pasemos entonces a buscar una respuesta un poco más firme a la pregunta inicial. En
esta última parte del trabajo veremos qué una posibilidad de salvar los problemas
presentados puede encontrarse en una suerte de combinación entre el principio de
autogobierno y la noción de identidad ciudadana. Para esto nos basaremos
principalmente en dos autores, Jürgen Habermas y Chantal Mouffe. Veamos qué nos
dice el primero de ellos.

Habermas comienza una discusión sobre la noción de ciudadanía criticando la postura


que nosotros presentamos en el primer apartado, según la cual, existía un vínculo
fuerte entre los miembros de una comunidad que podían ser ciudadanos. La idea de
ciudadanía que se desprendería de este etno-nacionalismo (que sería parecido a la
idea de patriotismo de la que hablábamos más arriba) combinaría un imaginario

12
parentesco racial o una identidad cultural común, con el ser miembros de una
comunidad política. Para Habermas pensar en estos términos es peligroso porque se
corre el riesgo de caer en defensas autoritarias de ese nacionalismo, tal como sucedió
en Europa entre las guerras mundiales. Para este autor, debemos tener en cuenta
que este concepto de ciudadanía homogénea compite con otro concepto que hace
referencia al "orden jurídico positivo del Estado democrático de derecho".5

Es decir, la progresiva inclusión de miembros de la comunidad en términos de


ciudadanos abre al Estado una nueva fuente secular de legitimación y, además,
genera un nuevo plano de integración social mediada por el derecho y no ya por la
pertenencia natural a un cuerpo pre-político. En esta otra tradición hay una decisión
de vivir en libertad política, se formar una asociación voluntaria de miembros libres e
iguales. Por lo tanto, para esta otra tradición será muy importante el concepto de
autolegislación. En esta idea de autogobierno se conjugan el principio fuerte de
igualdad del que hablábamos antes y la noción de libertad; seremos ciudadanos
cuando seamos iguales y elijamos pertenecer a una comunidad política.

La legitimidad de la legislación que emane de esa decisión tomada en un plano de


igualdad y libertad no viene dada por responder a principios sustantivos originados
en un consenso pre-político en términos de la idea de pueblo. La legitimidad del
derecho se originará porque fue dictado en procedimientos que son democráticos, es
decir, procedimientos definidos por la autolegislación de sus miembros. 6 Entonces, la
formación de la comunidad relevante para tomar una decisión que afectará a todos
los miembros no depende de una homogeneidad sustancial o de la homogeneidad
cultural, sino de la fuerza procedimental de un acuerdo normativo racional que se
puede dar entre extraños.7

Así se podría decir que los problemas que generaba el hablar de un principio fuerte
de igualdad, con la consecuente exclusión de ciertos grupos, quedarías superados por
esta inclusividad que provoca la práctica del autogobierno en una asociación
voluntaria de sus miembros. Sin embargo, según lo que dijimos anteriormente
cuando veíamos la crítica a la posición liberal, podemos pensar que aquí caemos en el
mismo error. Estaríamos suponiendo individuos atomizados que se reúnen
5
Jürgen Habermas, La inclusión del otro, Barcelona, Paidós, 1998, p. 108.
6
Un argumento similar se encuentra en Hannah Arendt, para quien la legitimidad de origen
hace que debamos obediencia a la ley, no por ser ley sino por su origen democrático.
7
Habermas, La inclusión del otro, op. cit., p. 116.

13
simplemente para solucionar cooperativamente ciertos inconvenientes que genera la
vida en sociedad. Pero, esta crítica olvidaría un detalle que para Habermas será
fundamental para la idea de ciudadanía: la práctica de la deliberación.

Esta versión de la soberanía popular combina las dos formas de entender la


comunidad que describíamos al principio. Por un lado, tenemos esta noción de
autogobierno que coincide en general con la idea liberal de individuos aislados que
concurren a la sociedad simplemente para que se facilite la vida en comunidad. Por el
otro, tenemos la práctica deliberativa que coincide con la postura cívico-republicana
que dice que la comprensión intersubjetiva entre los ciudadanos hace que los
compromisos a los que se llega no puedan ser considerados solamente como
acuerdos entre individuos atomizados. Esa comprensión intersubjetiva sería ese algo
más del que hablábamos al comenzar nuestro trabajo.

Para Habermas entonces, la formación política de la opinión y la voluntad apunta a la


aceptación racional de las regulaciones emanadas de la práctica de autogobierno. En
la deliberación que esto supone se pondrían en juego los intereses generalizados, las
orientaciones valorativas comunes, etc. La ciudadanía para Habermas sería esa
posibilidad de participación en la formación discursiva de la opinión y la voluntad que
llevaría finalmente a la autolegislación. Esto es muy importante porque supone que
la persona no solamente debe ser protegida en su libertad individual, sino que
también debe ser protegida en el contexto de formación de la voluntad
autolegislativa. Para esto se le debe garantizar el acceso a las relaciones
interpersonales, el acceso a las redes de sociabilidad y el acceso a las formas de vida
culturales. La inclusión que genera esta idea de ciudadanía significa "que dicho orden
político se mantiene abierto a la igualación de los discriminados y a la incorporación
de los marginados sin integrarlos en la uniformidad de una comunidad
homogeneizada".8 Esta noción de acceso es importante en contextos de pobreza y
exclusión social como el de la Argentina. ¿Cómo se puede hablar de formación de la
voluntad autolegislativa si estos tres accesos que nombramos no se producen?

Una visión un tanto ingenua de la política se daría por satisfecha en este preciso
instante. Tendríamos un ideal de ciudadanía que combinaría un principio fuerte de
igualdad, el principio de autogobierno que evitaría los problemas de anulación de la

8
Habermas, La inclusión del otro, op. cit., p. 118.

14
diferencia que puede generar la igualdad, y la deliberación que nos daría esa
comprensión intersubjetiva necesaria en toda comunidad y garantizaría el acceso de
todos esos iguales al autogobierno.

Pero podríamos preguntar qué implica hablar de deliberación y acceso. Habermas


supone que en esa deliberación las personas deben orientarse al entendimiento. Para
él toda comunicación supone un trasfondo ideal que hace que las personas deban
cumplir con ciertos presupuestos para dar validez a lo que intentan decir. Estos
presupuestos son el de inteligibilidad, debemos compartir el mismo lenguaje para
entendernos; el de validez objetiva, debemos coincidir en la descripción del objetos
al que hacemos referencia; el de validez normativa, debemos acatar las normas que
se ponen en juego en una relación social; y finalmente, el de validez subjetiva,
debemos asumir que cuando nos comunicamos somos sinceros. Cumplir con estos
presupuestos llevaría a que nadie quede excluido del acceso a la ciudadanía.

El problema es que es un tanto ingenuo pensar que la política se desenvuelve de esa


forma. En la práctica deliberativa tal como la describe Habermas tiende a perderse de
vista que el conflicto es muchas veces más importante y primordial en política que
llegar deliberativamente a un acuerdo. Habermas no parece prever que las relaciones
de poder dentro de una sociedad pueden llevar al fracaso de la deliberación o que
incluso la misma práctica deliberativa no garantiza necesariamente el acceso al
autogobierno. Puede garantizarla en algunos casos y no en otros. El problema con la
definición deliberativa de la ciudadanía es doble. Por un lado, las relaciones de poder
se diluyen en ese acceso igualitario que supone (erróneamente) la deliberación. Por
el otro, no percibe que no hay una sola visión de la ciudadanía, sino muchas
definiciones en competencia. Entonces para lograr defender el principio fuerte de
igualdad y para lograr de la forma más acabada posible el principio de autogobierno
deberíamos agregar algo más a los argumentos presentados hasta ahora. Una forma
de entender la política que nos permita defender los valores de la igualdad y el
autogobierno, por un lado, pero sin caer en visiones ingenuas de la política, por el
otro.

Para lograr esto deberíamos ir más allá de la concepción de ciudadanía de las


tradiciones liberal y cívico-republicana, y de la variante deliberativa habermasiana. Ir
más allá, sin embargo, no significa negar estas tradiciones sino comenzar a construir

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una nueva concepción de ciudadanía a partir de las fortalezas de los dos modelos.
Veamos cómo se puede lograr este doble objetivo, primero, construir una nueva
concepción, segundo, rescatar las fortalezas de los dos modelos e ir más allá. En este
caso seguiremos de cerca los argumentos de Chantal Mouffe.

Construir una nueva concepción de ciudadanía no significa buscar principios o


procedimientos que sirvan en todo tiempo y espacio para incluir cada vez a más
miembros a la comunidad política. Para entender el problema de la ciudadanía es
crucial la cuestión de las identidades políticas. Debemos pensar a la ciudadanía en
términos de una identidad ciudadana. Ahora bien, como dijimos antes, no hay una
sola visión de ciudadanía, sino muchas visiones en competencia que dependen de qué
tipo de sociedad y de comunidad política queremos. ¿Cómo construir esa identidad
ciudadana a partir de la situación de pluralismo de las sociedades contemporáneas?
Para Mouffe este proyecto, que ella llama de democracia radical y plural, requiere la
formación de una cadena de equivalencias entre demandas y luchas democráticas, es
decir, la creación de una identidad política entre sujetos democráticos. Una cadena
de equivalencias es una articulación política que reúne a varias demandas diferentes
que se hacen equivalentes en relación a ciertas cuestiones. Por ejemplo, en la
Argentina contemporánea las demandas de desempleados, piqueteros, trabajadores
que pierden calidad de vida, asambleístas populares, etc., son demandas diferentes
pero que son equivalentes en relación a la crítica al modelo neoliberal de país. En
relación a lo que ellos llaman el "modelo agotado de país" ellas mantienen su
diferencia, pero comparten esa postura crítica que las hace equivalentes.

Esto mismo debería suceder con la cuestión de la ciudadanía. Hay que pensar a la
ciudadanía como una identidad política más entre otras. La construcción de una
ciudadana o ciudadano es un proceso, una creación, no es algo que ya venga dado por
un desarrollo procedimental de la deliberación o por la pertenencia a una
determinada comunidad político-cultural. De este modo, la ciudadanía deja de tener
un mero status legal y pasa a ser una forma de identificación más entre otras, un tipo
específico de identidad política, algo a ser construido. Como siempre habrá distintas
interpretaciones de los principios de igualdad y libertad, siempre habrá
interpretaciones conflictivas sobre la ciudadanía democrática, entonces, la idea de
ciudadanía será el principio articulador de la pluralidad de demandas que hay en una
democracia contemporánea. Este principio implicaría la exigencia de tratar a los

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demás como personas libres e iguales. Obviamente que esto está sujeto a diferentes
interpretaciones, pero para el proyecto de democracia radical y plural de Mouffe, el
tratar a todos como libres e iguales implica resaltar las numerosas relaciones sociales
en las que existen relaciones de dominación y que deben ser desafiadas si los
principios de libertad e igualdad van a ser aplicados. Este debería ser el principio
articulador de aquellas demandas que tienen preocupaciones similares (en la
Argentina serían las asambleas populares, los movimientos de desocupados, los
piqueteros, los deudores, los trabajadores pobres, etc.) Estas demandas formarían
una cadena de equivalencia que daría lugar a una nueva identidad, a un nuevo
nosotros, que iría más allá de una mera alianza de intereses sino que modificaría
nuestra propia identidad. Dejaríamos de vernos a nosotros mismos como un
piquetero, como una asambleísta o como un desocupado, para pasar a verme como
un ciudadano que lucha por la igualdad y la libertad allí donde se encuentran
relaciones de dominación.

De esta forma además rescataríamos lo mejor de los dos modelos. Del modelo
liberal, tomaríamos la formulación de una idea de ciudadanía universal a partir del
principio fuerte de igualdad: todos nacemos libres e iguales. Pero al mismo tiempo,
enfatizaríamos el valor de la participación en lo público y la importancia de
insertarnos en la comunidad política que nos brinda el republicanismo cívico. No
caeríamos en los problemas descriptos anteriormente en relación a estas dos
tradiciones porque estamos pensando en una nueva forma de entender la
ciudadanía.

Esta nueva forma es pensar en una identidad ciudadana que no implica que lo que
nosotros compartimos es una idea del bien común a todos que dificulta acomodar la
pluralidad de diferencias del mundo contemporáneo (como los republicanos), ni que
simplemente la ciudadanía trata de la protección de derechos individuales sin ningún
tipo de compromiso comunitario (como los liberales), sino una serie de principios
políticos específicos a la tradición democrática que hacen que podamos vernos como
ciudadanos y ciudadanas que luchan por la igualdad y la libertad allí donde se
encuentran relaciones de dominación. Ser un ciudadano implica reconocer la
autoridad de esos principios y las reglas que de ellos emanan, y que ellos guíen
nuestros juicios y acciones políticos.

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