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Para que sirven (o deberían servir) los bancos centrales

Martín Lagos
En un reciente artículo publicado en “La Nación” por Alberto Benegas Lynch, el
autor sostiene, ya desde el título, que “la banca central necesariamente se
equivoca”. Sabemos que hace miles de años los hombres inventaron el dinero
como un utilísimo medio para superar el trueque y que, conocido el valor del
medio elegido (especies, en el pasado; dólares o euros, ahora) y estabilizada la
confianza en el mismo, se lo utilizó y se lo utiliza ampliamente como medida de
valor y de denominación de préstamos y deudas.
No se pasó del oro o la plata al Dólar o al Euro en el siglo XX por la angurria de
los gobiernos o de sus bancos centrales. Fue un proceso gradual que comenzó
hace muchos siglos con la aparición de unos señores llamados banqueros que
lograron que muchas personas fueran aceptando los certificados, pagarés o
“billetes” por ellos “emitidos” (o las “cuentas” abiertas en sus instituciones) con
al menos tanta confianza como la que suscitaban los metales preciosos.
Fueron esos innovadores los que impulsaron la gradual sustitución del dinero-
especie por el dinero-crédito y el crecimiento de un negocio de altísimo riesgo
(por sus inusualmente altas ratios de deuda a capital y la grandes diferencias
entre los plazos de sus activos y de sus pasivos), crecimiento solo posibilitado
por la confianza inspirada por la “institución banco” (ya que el público nada sabe
de lo que hay en el activo de cada banco) y la aceptación generalizada de los
pasivos por ellos “emitidos” como medios de pago y reservas de valor, lo que
suele redundar en una altísima tasa de renovación o permanencia por parte de
tenedores y cuentahabientes.
Este modelo de banca (llamada “de reserva fraccionaria”) probó ser, a través de
la expansión de su crédito, un gran impulsor del crecimiento económico. Cuando
le presto plata a mi vecino, él gastará lo que yo deje de gastar, pero cuando es
un banco quien le acredita plata en cuenta a mi vecino (a cambio de la firma de
los correspondientes pagarés), él podrá gastar sin que nadie deba dejar de
hacerlo. Y llevado adelante con la prudencia necesaria como para que el público
no tema la desvalorización de billetes o sus tenencias en cuentas, atraerá buena
parte del ahorro y será un gran proveedor de crédito a largo plazo.
Ahora, claro, son estructuras no apoyadas en acero o concreto, sino en delicadas
redes de confianza. Basta que la confianza en un banco se debilite para que el
mismo se vea obligado a contraer sus préstamos y si por contagio la desconfianza
se extiende a otras instituciones, la contracción será del conjunto. La angurria, la
corrupción, la ignorancia, la falta de experiencia y/o el error de cálculo están
presentes en todas las actividades, pero en ninguna tienen consecuencias más
graves que en la banca. Así se originan quiebras individuales, pero que afectan
a cantidades importantes de personas, hasta crisis nacionales o globales.

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Tenemos memorias vívidas de las globales de 1929/33 o 2007/2009, pero hay
decenas de casos nacionales o globales de menor entidad o repercusión.
¿Y los bancos centrales? Algunas crisis bancarias pudieron detenerse o
contenerse mediante la intervención de un banco con prestigio bien ganado y/o
con algún privilegio estatal. Como ejemplo del primer caso se puede mencionar
a J.P Morgan conteniendo en 1907 una crisis bancaria en los EE.UU. que amagaba
convertirse en sistémica. Pero en otros casos han actuado bancos de alguna
manera especializados en la materia o con ciertos privilegios que devinieron, con
el tiempo, en los actuales bancos centrales.
Suecia e Inglaterra fueron pioneros, ya en el siglo XVII, en tener bancos de esta
naturaleza, con facilidades para asistir a bancos transitoriamente ilíquidos. ¿Por
qué los depositantes de estos bancos aceptarían billetes (o cuentas) del Sveriges
Riksbank (1668) o del Bank of England (1694) en vez de exigir oro? Porque – y
más allá del prestigio acumulado – los pasivos (o sea, el dinero) emitidos por
estos últimos tenían “curso legal”, un privilegio legislado y otorgado por el
Príncipe por el cual los pagos realizados con este dinero cancelan definitivamente
la obligación de un deudor con un acreedor, sin que el acreedor pueda exigir
metal.
Aquí sí aparecen el Príncipe o el Estado y su eventual angurria. ¿Podría ser que
por otorgarle a las emisiones de un banco el privilegio del curso legal le exija
cambio préstamos en cantidades imprudentes? Obviamente que sí, siendo este
el caso en muchas latitudes, empezando en Francia por el Banque Royale (1716),
cuyas emisiones fracasaron abrumado por los préstamos que exigidos por Luis
XIV. Fracasos como este explican por qué la Constitución de los EE.UU. prohibió
a los gobiernos federales (hasta 1863) dar curso legal a nada que no fuera metal.
No es este el lugar para para recorrer en detalle la rica y compleja historia
bancaria y monetaria del mundo. Pero para ir llegando a algunas conclusiones
debe señalarse que los bancos centrales no solo tienen que ser muy prudentes
con su emisión, sino que, contra la posibilidad de prestar dinero a bancos
comerciales, deben ser implacable en exigirles a estos una muy elevada calidad
de sus carteras. En los cursos de dinero me enseñaban que los bancos centrales
debían cuidar el ritmo al cual debía crecer la cantidad de dinero emitido (el propio
y el emitido por la banca comercial). La experiencia de tantas crisis me hace
enseñar a los alumnos que tan importante como la cantidad es la calidad de los
activos que subyacen al dinero.
No creo que “la banca central necesariamente se equivoca”. En sus 300 años de
vida y en los cerca de 200 países en los cuales existen hay decenas o centenas
de casos de aciertos y otros tantos de errores. El desempeño depende
crucialmente de la integridad, el carácter y la independencia de su conducción.
Si están liderados por profesionales calificados y experimentados, con los poderes
adecuados, libres de presiones políticas, de los lobbies sectoriales, así como de
rígidas ideologías, entonces habrá lugar para la oportuna toma de decisiones. Por

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el contrario, si sus autoridades están sujetas a presiones y/o carecen de la
calificación adecuada, de la independencia y de los poderes necesarios, entonces
fracasarán sin atenuantes. Y no hace falta repasar el triste caso de nuestro país.
La crisis bancaria desatada en los EE.UU. a fines de 2007 (y que se extendió por
el mundo) es un caso flagrante de fracaso de la supervisión por razones
ideológicas y políticas.
¿Por qué no estudiar y copiar las experiencias exitosas? Al pronunciarme de esta
manera corro con la desventaja de defender una institución que, por los 300 años
que lleva de existencia y los horribles casos particulares como el de nuestro país,
ofrece muchos flancos débiles para ser atacada. Quienes proponen alternativas
tienen la ventaja de que sus ideas no han sido probadas.

El autor ha sido economista jefe de FIEL y de BankBoston, vicepresidente del Banco Central y
presidente del Consejo Superior de la Universidad del CEMA. Actualmente es miembro del Consejo
Académico de la Fundación Libertad y Progreso.

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