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Bleichmar, Hugo La Esclavitud Afectiva
Bleichmar, Hugo La Esclavitud Afectiva
Estamos condicionados para creer que lo que el otro siente frente a nosotros –
su entusiasmo o su rechazo, su deseo de acariciarnos o la reticencia a
nuestras caricias- testimoniarían sobre lo que somos, si somos dignos de ser
queridos o no, sin darnos cuenta que, en verdad, lo único que indican es lo que
le pasa al otro. Como ilustración, una anécdota relatada por un paciente que no
por banal deja de ser enormemente esclarecedora. Una niñita, de corta edad,
por primera vez se acerca a su abuela y le da, sin que se lo pida, un beso.
Euforia de la abuela que dura justo el tiempo en que ve a la nieta dirigirse a la
pared y darle también un beso. ¿Es que quería a la pared tanto como a la
abuela? Sin lugar a dudas no, pero una vez que la necesidad y el placer de
besar de la pequeña se habían activado, entonces el besar respondía a algo
interior. Muchas veces las manos del adulto que acarician también testimonian
de una necesidad de éste y no sólo del deseo despertado por las cualidades
del otro/a. ¿Y si, en otro momento, o para siempre, no desea acariciar porque
no encajamos en los moldes de sus preferencias? ¿Una llave y una cerradura
que pertenecen a distintas puertas deberían sentirse mal porque no encajan la
una en la otra? ¿Debería la llave insistir ante la cerradura para que la acepte o,
para restituir su narcisismo lastimado, considerar que la cerradura es perversa,
inadecuada, y tratar de forzarla? ¿No debería buscar la cerradura en la que sí
encaje? Desgraciadamente, los seres humanos por crecer en un mundo en que
nos es vital que las pocas figuras que nos rodean nos acepten, nos quieran,
nos valoren –no puede ser de otro modo- arrastramos esa condición y no
llegamos a saber emocionalmente que el mundo que ahora nos rodea es más
amplio que el infantil, que si alguien no nos quiere siempre encontraremos a
alguien que sí goce estando con nosotros. Las necesidades/deseos que
tenemos de intimidad de distinto tipo -acariciar, besar, ser acariciados, ser
besados, dormir junto a alguien, tener relaciones sexuales, compartir estados
de ánimo, experiencias, etc.- hacen que la ausencia de la pareja, o la sola
anticipación de que ello pudiera suceder, desencadene un estado de necesidad
imperiosa semejante al provocado por la abstinencia en cualquier adicción. De
ahí lo difícil que resulta desprenderse de una pareja que junto al maltrato o a la
frustración que produce alterna éstos con momentos en que vuelve a
proporcionar satisfacción suficiente para mantener la adicción. No es una
cuestión en la que se pueda considerar que la persona niegue la patología del
otro/a sino que, aun sabiendo de ella, no puede resistir la presión de su propia
necesidad de contacto con el otro/droga.
La clínica
Hagamos ahora un recorrido por algunos ejemplos que permitan ubicar formas
de sumisión y sus causas para, después, encarar cómo ayudar a su
modificación. Comencemos por el caso de un hombre casado con una mujer
que a lo largo de muchas sesiones no me dejó ninguna duda de que se trataba
de una personalidad con una patología severa. Traigo intencionalmente este
caso en primer lugar porque si bien el sometimiento es mucho más frecuente
en las mujeres –el maltrato a la mujer lo prueba más allá de cualquier duda-,
nosotros, en tanto terapeutas, como no trabajamos con la estadística sino con
casos individuales debemos cuidarnos de no incurrir en ideología reduccionista
y tener en cuenta situaciones en los que la persona que somete es la mujer y el
sometido es el hombre. Efectivamente, ¿qué pasa si en una pareja ella sufre de
un trastorno, pongamos por caso borderline, con explosiones agresivas, con
furia narcisista, con formas de relación incorporadas a partir de un padre o de
una madre patológica, y él es un fóbico con tendencia al sometimiento? Esto
nos permite reflexionar sobre la diferencia entre la estadística y el caso
individual.
Volviendo al caso, mi paciente está casado con una mujer que lo maltrata, que
le grita, que lo descalifica delante de los hijos, que inventa supuestas
infidelidades. Él es muy trabajador, mientras que su mujer no trabaja pero dice
que no lo hace por culpa de él. Él intuye que la mujer tiene rasgos patológicos
pero el temor a ella le impide poder llegar a pensarlo con claridad. Condición
que no es efecto de la represión –algo se sabe pero es excluido de la
conciencia. En este caso, en cambio, el pensamiento es inhibido, abortado casi
en su origen, no llega a desarrollarse. Fenómeno de indudable interés para la
teoría de los mecanismos de defensa y para la terapia pues no es cuestión de
levantar la represión, de llevar a la conciencia algo constituido y sabido pero
rechazado, sino de eliminar la causa que impide que algo pueda ser pensado,
incluso inconscientemente.
Causas de la sumisión
Veamos ahora otro ejemplo que nos permita trascender la mera descripción
fenoménica de la sumisión y entrar en los condicionamientos causados por una
biografía particular. Es una mujer casada con un hombre tiránico que
determina todo lo que se debe de hacer en casa. En una oportunidad, van al
teatro y ella en el intervalo le dice: “un poquito difícil la obra”. Es una mujer
inteligente pero asume ya el papel de inferior y le consulta a él diciéndole “un
poquito difícil”. El marido, en medio del patio de butacas, le grita: “esto es
cultura, no como lo que tú estás acostumbrada”, haciéndole pasar enorme
vergüenza. Es un hombre que la maltrata de múltiples manera sin llegar a la
agresión física. La historia de esta mujer permite entender las causas de su
sometimiento: es alguien que vivió la guerra civil española, quedó huérfana,
incluso no sabe si la madre se había casado o no con el padre, lo que le hizo
crecer bajo el dominio de un profundo sentimiento de inferioridad, de
vergüenza. Además, vio fusilamientos, murió la hermana y se aterrorizó ante
esa situación. Se sentía absolutamente desprotegida en el mundo,
especialmente cuando murió el abuelo de quien ella decía que era muy severo
pero que le daba seguridad. Relata que el abuelo la sentaba en el umbral de la
puerta y si ella se movía le daba unos “coscorrones”, pero ella se sentía bien
por hallarse protegida por esa figura autoritaria. Después de morir el abuelo,
fue a vivir a una de esas casas antiguas en las que había un patio común
donde conoció al que sería su marido. Ese hombre, con su carácter autoritario,
le creó el sentimiento de que era una figura fuerte; en él creyó encontrar
alguien como el abuelo. El futuro marido le decía que algún día, si ella llegase a
ser como la familia de ella, de baja moral, entonces la dejaría, lo que la tenía
aterrorizada.
¿Qué es lo que vamos viendo con los ejemplos aportados? Que la conducta de
sumisión al otro resulta siempre de las necesidades y angustias de distintos
sistemas motivacionales. Hay sumisión por necesidades y angustias de
autoconservación: “sin el otro corro peligro” o “si me opongo me atacará, es
capaz de cualquier cosa”. Hay sumisión por heteroconservación, por un
superyó que hace sentir culpable si se produce el menor sufrimiento en el otro,
lo que conduce al autosacrificio. Hay sumisión por el placer sexual que el otro
ofrece, por angustias narcisistas, o por profundos sentimientos de inferioridad
en que la persona se deslegitima continuamente y ubica al otro como fuente de
la verdad. Hay sumisión por necesidades de apego o de intimidad (ver
Bleichmar, 1999), condición en que las diferencias de género son marcadas,
siendo causa importante de sufrimiento por parte de la mujer.
La consecuencia para el tratamiento resulta entonces clara: la superación
de las conductas de sumisión no puede derivar de una incitación al
paciente para que abandone su esclavitud ante el otro, es necesario
trabajar las angustias, las fantasías, las experiencias infantiles, las
identificaciones, los deseos que sostienen la sumisión.
Identidad relacional
Ferenczi hizo notar, para desazón de muchos de sus colegas, que el paciente
puede repetir en el tratamiento la situación de sometimiento. Fairbairn aportó
a la comprensión de la tendencia la autoinculpación defensiva: “Resulta obvio,
por tanto, que el niño preferiría ser malo que tener objetos malos; y, de acuerdo
con esto, tenemos alguna justificación para conjeturar que una de sus
motivaciones al ser malo es hacer “buenos” a sus objetos” (Fairbairn se refería
a creerse malo, a construir una imagen de sí como malo, no a la conducta de
portarse inadecuadamente). “Al volverse malo realmente está asumiendo la
carga de maldad que parece residir en sus objetos. Por este medio, busca
liberarlos de su maldad; y, en la medida en que consiga esto, se verá
recompensado por ese sentimiento de seguridad que característicamente
confiere un entorno de objetos buenos”. (1952, p. 65). “Enmarcada en esos
términos, la respuesta es que es mejor ser un pecador en un mundo regido por
Dios que vivir en un mundo regido por el Diablo. Un pecador en un mundo
regido por Dios puede ser malo, pero siempre existe un cierto sentimiento de
seguridad derivado del hecho de que el mundo de alrededor es bueno... En un
mundo regido por el Diablo, el individuo puede escapar de la maldad de ser un
pecador pero es malo porque el mundo que lo rodea es malo. Más aún, no
puede tener sentimiento de seguridad ni esperanza de redención. La única
perspectiva es la muerte y la destrucción” (p. 67).
Es relativamente fácil trabajar el tema del sometimiento con los pacientes que
se someten a sus parejas u otras personas con las que se relacionan. Uno se
convierte en un salvador, es una alianza terapéutica fácil. Pero, ¿trabajamos el
sometimiento en el vínculo terapéutico? ¿Toleramos el enfrentamiento por
parte del paciente, la defensa de su autonomía? Eso es más difícil porque
hace que nos cuestionemos o que permitamos que el paciente lo haga. Por
ello, el sometimiento en la transferencia tiene que convertirse en un foco
importante del tratamiento, para lo cual es necesario que, como terapeutas,
hagamos un trabajo con nosotros mismos superando distintos tipos de
angustias. No es una tarea fácil, tememos perder estatus frente al paciente,
necesitamos sentirnos en situación de ejercer el poder, nuestras angustias de
autoconservación y narcisistas nos acechan. Sólo si nos sentimos seguros –
internamente seguros- podremos aceptar la existencia en nosotros de fuertes
tendencias a funcionar como sometedores e intentar no actuarlas dando
libertad al otro; lo que no significa renunciar a lo que somos, a lo que
preferimos. Lo que está en juego es la integridad con nosotros mismos, la
necesidad de no defender nuestra posición con racionalizaciones, de no
apuntalar nuestro narcisismo, nuestro sentimiento de seguridad, en base a
someter al paciente. Cuando más insegura internamente sea una persona,
tanto más necesitará que el otro/a lo convalide a través del sometimiento.
La sumisión del terapeuta
Les he hablado de sumisión del paciente pero también los terapeutas nos
sometemos (Racker, 1960). No basta que sepamos que debemos respetar la
visión del paciente y sus tiempos. Ello es obvio, pero muchas veces el
concepto de empatía se usa como coartada y tras el supuesto de darle tiempo
al paciente subyacen profundos temores de autoconservación –no perder una
fuente de ingresos-, o temores narcisistas de que el paciente nos descalifique,
o ruptura del apego, etc. Todos los analistas tenemos esos temores, la cuestión
es cómo darles una solución, cómo elaborar esas angustias en el trabajo con
nuestros pacientes a través de intervenciones que ayuden a salir de esa
situación de sometimiento. Nuestro sometimiento como terapeutas -piensen
que somos prestadores de servicio- a veces nos convierte en gerentes de
hotel que no quieren perder al pasajero. La excusa es la apelación a una
presunta empatía: “el paciente no está preparado para profundizar, para
enfrentar sus fantasmas, es vulnerable”. En verdad, los pacientes están
preparados para ir encarando aspectos cuyo reconocimiento provoca dolor,
angustia, si sabemos hacerlo con delicadeza, con cuidado, con respeto. Si le
hacemos sentir que entendemos lo doloroso que es enfrentar ciertos rasgos, si
le planteamos que hemos dudado en abordar ciertos aspectos de sus
sentimientos, de sus conductas, pero que pensamos que es la forma en que
podemos ayudarles, que esos aspectos son una parte de ellos, que no los
descalifican globalmente, que son rasgos que no pudo impedir que se
desarrollasen, que las circunstancias que vivió determinaron que surgieran y se
desplegaran pero que ahora pueden tener la libertad, de la que nunca gozaron
antes, de “recriarse” a sí mismo. Se trata de tener lealtad con el paciente y
lealtad con uno mismo en el sentido de aceptar la angustia que nos produce
que el otro se angustie, o que se irrite, o que nos haga sentir que nos
abandonará. Muchas terapias en que no pasa nada, en que no hay
elaboración, tienen que ver con una actitud evitativa del analista. Pero para que
no se malentienda, hay dos riesgos: el del terapeuta defensivamente pasivo y
el del defensivamente hiperactivo que desatiende los tiempos del paciente. Lo
que puede ayudarnos a encontrar un punto de equilibrio entre esas dos
actitudes no es solamente la evaluación del paciente, de igual importancia es
preguntarnos ¿qué de mí, de mis rasgos caracterológicos, de mis temores, de
mis necesidades, me hacen actuar de una manera u otra? Resulta
imprescindible reflexionar sobre las razones que determinan que, como
terapeutas, tendamos a adscribamos a modalidades técnicas que son
adaptaciones a nuestras necesidades personales, y que luego las defendamos
con racionalizaciones.
Les traigo un ejemplo de una paciente que me cuenta con enorme intensidad
afectiva que el ex marido deja todo sucio en la cocina. A mí lo que me llama la
atención es la intensidad del rechazo y le recuerdo que ella tuvo el mismo
rechazo con respecto a una escultura en la que trabajó mucho tiempo y que
luego destruyó. Le digo que aquello que no le gusta lo rechaza con intensidad.
Es una mujer apasionada, la forma en que se expresa, todo el cuerpo está
comprometido, y esto lo asocio con la forma en que ella rechazó su obra. Me
dice que su obra la sentía como un “engaño”, como un “usurpar” lo genuino,
que pensaba que no la representaba. Le digo que utiliza palabras muy duras
como usurpación o engaño, dichas con enorme carga de odio. Me responde
que sí, que es cierto pero que, al mismo tiempo, esa es la fuerza la que le ha
permitido salir adelante desde una condición muy precaria en su infancia y
adolescencia que me describe. Le digo que su rechazo a la suciedad que deja
el marido en su casa tiene que ver con el rechazo que sintió respecto a las
condiciones de pobreza y suciedad en que vivía con sus padres, que reacciona
como si fuera una persona alérgica dado que la suciedad actual le evoca la
suciedad de la infancia pero que hay algo más importante: así como quiso
expulsar, erradicar, eliminar todo lo relacionado con la suciedad, cuando
encuentra un rasgo de sí misma, o de los demás, que no le gusta, lo quiere
eliminar con esa intensidad. Yo no me quedo en la temática -la humillación por
la suciedad vivida en la casa de la infancia. Ese es el nivel temático, porque
ella podría sentir ese rechazo pero sin esa intensidad afectiva. En ella lo
significativo es más estructural: lo desagradable es rechazado con enorme
violencia, como si lo quisiera arrancar. Esto nos muestra, una vez más, que
nosotros tenemos que diferenciar entre temática y algo que es transtemático,
estructural, por ejemplo, el tipo de reacción agresiva frente a lo que no gusta.
Le dije, además, que estoy en una situación que no es fácil: por un lado, no
quisiera modificar un ápice su pasión porque tiene que ver con su fuerza
creadora, con su compromiso con lo que hace pero, por otro lado, me doy
cuenta que esa misma pasión la lleva a estar continuamente en conflicto
consigo misma rechazando aspectos de sí misma, que esos rechazos que
realiza de sí misma es algo que me preocupa, que estoy en un dilema de cómo
conservar su pasión y, al mismo tiempo, cómo modificar esos niveles de
rechazo que tiene con ciertos aspectos de ella. Le digo que iremos viendo
cómo conciliamos esos dos criterios. Entonces, me contesta con ironía, y una
sonrisa, que yo “voy a tener que ganarme esforzadamente mi sueldo”. Ahí
terminó la sesión, pero es un tema que retomo en el tratamiento porque podría
haber dicho “vas a tener que trabajar mucho, etc.”, pero que me voy a tener
que ganar mi sueldo esforzadamente constituye un indicador de que ella siente
que lo que me paga se lo gana esforzadamente. Lo voy a retomar, no
inmediatamente en la próxima sesión porque tengo que ver cómo viene, pero
es algo que no puede dejarse de lado porque es un punto de conflicto real
entre nosotros, porque a ella le cuesta mucho más que a mí ganar ese dinero.
El abordar los conflictos de necesidades, deseos, concepciones que surgen
entre paciente y terapeuta ayuda a que uno y otro legitimen su propia
subjetividad, conozcan la del otro, acepten la del otro, y sepan que hay que
“negociar” los inevitables conflictos entre subjetividades (Slavin, 1998). Cuando
el paciente capta la subjetividad del analista -esto es sólo posible si el analista
se presta a ello (Aron, 1991) y no le señala que sólo fantasea, distorsiona- se
incrementa la capacidad de mentalización, de captar estados mentales del otro
(Fonagy, 2000, 2002). En no pocas oportunidades se usa el trabajar sobre los
conflictos intrapsíquicos del paciente para evadir el examen de los conflictos
que inevitablemente existen entre las necesidades de paciente y terapeuta.
Ambos niveles de conflicto requieren ser examinados.
Fijación afectiva
En este tipo de fijación a una pareja frustrante, que puede llegar al nivel del
maltrato, la ayuda al/la paciente consiste en que pueda recuperar para sí la
función de autoevaluación que le ha cedido al otro/a, el mirarse desde la
mirada este otro. Es aquí donde la elección de línea terapéutica resulta
esencial, no consistiendo sólo en la narcisización del paciente, en que
reconozca sus aspectos valiosos, sino, esencialmente, en hacer explícito,
compartido con el paciente, el objetivo de dejar de seguir entregando a alguien
en particular, o los demás en general, la decisión de quién se es. Formulado al
paciente este objetivo con todas las palabras, una vez que esto se convierte en
temática a trabajar, lo que se requiere es un proceso minucioso, lento, de
elaboración analítica de las condiciones infantiles que generaron esa tendencia
a entregar al otro la decisión sobre lo que es adecuado/inadecuado, sobre la
identidad, sobre las angustias que provoca el enfrentar al otro y autoafirmarse
en los propios juicios y sentimientos. Pero explicitar el paciente el objetivo de
reapropiación de la identidad es sólo un andamiaje -aunque esencial dado que
orientará el tratamiento- que requiere ser rellenado con experiencias concretas
que le den sentido vivencial: recuerdo de experiencias del pasado que
condicionaron la entrega de la función de autoevaluación, y nuevas
experiencias en el presente en las que pueda ir quitando peso a lo que el otro/a
opina, con palabras o con hechos. El recorrer estas experiencias es esencial,
pues nadie cambia por una idea transmitida al paciente, o encontrada con éste,
o descubierta por éste, sino porque inicia el desarrollo de experiencias
emocionales que se inscriben como memoria procedimental.
La autodescalificación defensiva
Esto tiene que ver con las fantasías acerca de las consecuencias de romper el
vínculo. Hay pacientes que no se pueden separar por el sentimiento de que se
van a quedar solos y librados a consecuencias funestas, o el temor de qué les
va a pasar a los hijos, cómo van éstos a sufrir daño irreparable. En el caso del
paciente al que me referí antes, sometido a una mujer borderline, una de sus
preocupaciones principales estaba relacionada con sus hijos. Tenía razón, pero
no solamente por el sufrimiento de ellos sino porque esta mujer se había
apoderado del cerebro de uno de los hijos, le había mentido sobre él, le decía
que él tenía amantes, que se gastaba el dinero con ellas. El hijo no hablaba
desde sí mismo, pensaba desde la madre. Ayudé a este paciente a tener
confianza en la evolución de las cosas en el medio y largo plazo. A mí no me
cabía ninguna duda que cuando esos hijos llegasen a la adolescencia, no tan
lejana, iban a padecer conflictos con la madre y en ese momento podrían ver
quién era quién en la pareja de los padres.
Bibliografía
Fonagy, P., Gergely, G., Jurist, E. & Target, M. (2002). Affect regulation,
mentalization, and the development of the self. New York: Other Press.
Freud, S. (1919). Psicología de las masas y análisis del yo. Vol. XVII, p. 67.
Buenos Aires: Amorrortu.
Kohut, H. (1971). The analysis of the self. New York: Int. Univ. Press.
Mitchell, S. (2000). Relationality. From attachment to intersubjectivity. Hillsdale,
New Jersey: The Analytic Press (p.116-123).
Slavin, M. O., Kriegman, D. (1998). Why the analyst needs to change: Toward a
theory of conflict, negotiation, and mutual influence in the therapeutic process.
Psychoanalytic Dialogues, 8: 247-284.