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La esclavitud afectiva: clínica y tratamiento de la sumisión

Publicado en la revista nº028

Autor: Bleichmar, Hugo

Vivir para la realización de un


proyecto personal que incluya al
otro versus tener como proyecto
automático que el otro/a nos quiera o
no se enoje.

Ser definido por el otro en lo que


somos versus sentir la legitimidad de
nuestra subjetividad, de nuestros
deseos y opciones como diferentes
de la subjetividad, de los deseos, de
las opciones de cualquier otro/a, y
esto último sin fabricar una
moralidad moldeada a la medida de
nuestras conveniencias.

Este trabajo [1] es un intento de contribuir al tratamiento de una condición que


atraviesa nuestro ser desde la más temprana infancia hasta la muerte: el
sometimiento al otro producido por el miedo a su respuesta emocional, a que
no nos valide, a que frustre nuestros deseos de intimidad, a que nos castigue
con la pérdida de amor, con la descalificación brutal, con su furia, con el
abandono. Basta adentrarnos en la vida de pareja para comprobar el profundo
sufrimiento que se deriva de estar pendiente de la respuesta emocional del
otro/a. Es una continuación, a veces casi sin modificación alguna, del mundo
emocional del bebé, quien es moldeado por la mirada de sus otros
significativos dado que la única referencia que tiene sobre su ser es el estado
de ánimo de ese otro. No tiene forma de saber que el humor cambiante de los
que le rodean, el fastidio o el amor que experimentan hacia él, son más el
producto de necesidades y estados internos del otro que de su propia conducta
y valía. Esa es la marca que llevamos como núcleo duro de nuestro ser y que
determina nuestra reacción emocional ante el otro, nuestro continuo temor en
la pareja, en la amistad, incluso en el encuentro fugaz con alguien que no
volveremos a ver. Nuestra vida está marcada por la conflictiva del
sometimiento, por los intentos de lidiar con las angustias que nos produce la
dependencia emocional y con las angustias generadas al intentar
desprendernos de aquellos a los cuales nos sometemos. Es lo que explica por
qué hay sumisión a una pareja que no responde a legítimas necesidades
emocionales, o que tiene frecuentes estallidos de agresividad, o es infiel, o
llega a formas brutales de maltrato, sumisión que requiere del autoengaño para
poder continuar soportando esas condiciones, fabricándose, una y otra vez,
argumentos que hagan creer a la razón lo que profundamente se sabe que no
es cierto: que se sufre en esa relación, que el miedo a la separación –soledad,
indefensión, sentimientos acerca de la imposibilidad de conseguir otra pareja-
es capaz de imperar por encima de cualquier sufrimiento.

Cuando empleo el término sumisión me refiero a una gama muy amplia de


fenómenos, no sólo a los casos más extremos en que alguien es dominado
totalmente por el otro/a, aceptando sus deseos, sino a algo mucho más
frecuente, cotidiano: la angustia que experimentamos frente al otro/a, a la
inhibición en expresarnos, a la mirada atenta con temor a los gestos del otro/a,
a lo que dice, a su tono de voz, a su cara. El otro es escudriñado
inconscientemente de manera constante para ver si está conforme/satisfecho
con nosotros. Sumisión al otro/a es lo que impide dejar fluir lo que somos, lo
que deseamos, lo que pensamos, lo que sentimos. Es aquello que genera la
formación reactiva, el falso self del cual habló Winnicott (1965). Es lo que
vemos en pacientes inhibidos a los que solemos denominar fóbicos,
paralizados por las angustias persecutorias que forman el trasfondo de toda su
vida mental y de relaciones (Klein, 1946).

Como se desprende de esta simple descripción, la sumisión al otro/a es la más


universal de las condiciones. El gran desafío que todos debemos afrontar es
cómo seguir en relación, cómo mantener el vínculo, cómo escuchar al otro/a,
cómo tener en cuenta lo que el otro/a siente y piensa, y todo ello sin renunciar
a ser uno mismo, diferente de ese otro, con nuestras limitaciones pero con
nuestros valores.

Estamos condicionados para creer que lo que el otro siente frente a nosotros –
su entusiasmo o su rechazo, su deseo de acariciarnos o la reticencia a
nuestras caricias- testimoniarían sobre lo que somos, si somos dignos de ser
queridos o no, sin darnos cuenta que, en verdad, lo único que indican es lo que
le pasa al otro. Como ilustración, una anécdota relatada por un paciente que no
por banal deja de ser enormemente esclarecedora. Una niñita, de corta edad,
por primera vez se acerca a su abuela y le da, sin que se lo pida, un beso.
Euforia de la abuela que dura justo el tiempo en que ve a la nieta dirigirse a la
pared y darle también un beso. ¿Es que quería a la pared tanto como a la
abuela? Sin lugar a dudas no, pero una vez que la necesidad y el placer de
besar de la pequeña se habían activado, entonces el besar respondía a algo
interior. Muchas veces las manos del adulto que acarician también testimonian
de una necesidad de éste y no sólo del deseo despertado por las cualidades
del otro/a. ¿Y si, en otro momento, o para siempre, no desea acariciar porque
no encajamos en los moldes de sus preferencias? ¿Una llave y una cerradura
que pertenecen a distintas puertas deberían sentirse mal porque no encajan la
una en la otra? ¿Debería la llave insistir ante la cerradura para que la acepte o,
para restituir su narcisismo lastimado, considerar que la cerradura es perversa,
inadecuada, y tratar de forzarla? ¿No debería buscar la cerradura en la que sí
encaje? Desgraciadamente, los seres humanos por crecer en un mundo en que
nos es vital que las pocas figuras que nos rodean nos acepten, nos quieran,
nos valoren –no puede ser de otro modo- arrastramos esa condición y no
llegamos a saber emocionalmente que el mundo que ahora nos rodea es más
amplio que el infantil, que si alguien no nos quiere siempre encontraremos a
alguien que sí goce estando con nosotros. Las necesidades/deseos que
tenemos de intimidad de distinto tipo -acariciar, besar, ser acariciados, ser
besados, dormir junto a alguien, tener relaciones sexuales, compartir estados
de ánimo, experiencias, etc.- hacen que la ausencia de la pareja, o la sola
anticipación de que ello pudiera suceder, desencadene un estado de necesidad
imperiosa semejante al provocado por la abstinencia en cualquier adicción. De
ahí lo difícil que resulta desprenderse de una pareja que junto al maltrato o a la
frustración que produce alterna éstos con momentos en que vuelve a
proporcionar satisfacción suficiente para mantener la adicción. No es una
cuestión en la que se pueda considerar que la persona niegue la patología del
otro/a sino que, aun sabiendo de ella, no puede resistir la presión de su propia
necesidad de contacto con el otro/droga.

Pero éste no es un destino inexorable, se abre la posibilidad de una línea


terapéutica de superación de esta condición cuya aplicación da lugar a un
lento pero continuo proceso de elaboración que, tras un primer tiempo de
comprensión intelectual de las condiciones que nos empujan al sometimiento,
llega a ser verdad encarnada en la vivencia, verdad emocional, de que
podemos recuperar nuestro ser de la alienación en el otro. Por supuesto que
hay condiciones de la realidad que hacen que alguien no pueda separarse, o
que el balance entre sufrimiento y satisfacción con la pareja no sea tan
desequilibrado hacia el polo del primero como para impulsar una medida tan
drástica, dolorosa y traumática como es la separación, pero el llegar a sentir
que la persona que es nuestra pareja no es única, que sus respuestas afectivas
frustrantes no son por lo que uno es sino que dependen de características del
otro, contribuye –es lo que nos muestra el tratamiento de pacientes con esta
problemática- a disminuir el sufrimiento, la dependencia afectiva, el daño a la
autoestima, y a continuar con la pareja bajo otras condiciones. Como me dijo
una paciente: “Antes lo quería a él y no me quería a mí. Ahora lo quiero menos
pero me quiero a mí”. El estado afectivo con que expresaba estas palabras era
una mezcla de orgullo sobre sí misma y de dolor porque ya no quería como
antes, y eso era una pérdida, pero con el sentimiento de que por primera vez
era ella y no lo que él le hacía sentir que era.

La clínica

Hagamos ahora un recorrido por algunos ejemplos que permitan ubicar formas
de sumisión y sus causas para, después, encarar cómo ayudar a su
modificación. Comencemos por el caso de un hombre casado con una mujer
que a lo largo de muchas sesiones no me dejó ninguna duda de que se trataba
de una personalidad con una patología severa. Traigo intencionalmente este
caso en primer lugar porque si bien el sometimiento es mucho más frecuente
en las mujeres –el maltrato a la mujer lo prueba más allá de cualquier duda-,
nosotros, en tanto terapeutas, como no trabajamos con la estadística sino con
casos individuales debemos cuidarnos de no incurrir en ideología reduccionista
y tener en cuenta situaciones en los que la persona que somete es la mujer y el
sometido es el hombre. Efectivamente, ¿qué pasa si en una pareja ella sufre de
un trastorno, pongamos por caso borderline, con explosiones agresivas, con
furia narcisista, con formas de relación incorporadas a partir de un padre o de
una madre patológica, y él es un fóbico con tendencia al sometimiento? Esto
nos permite reflexionar sobre la diferencia entre la estadística y el caso
individual.

Volviendo al caso, mi paciente está casado con una mujer que lo maltrata, que
le grita, que lo descalifica delante de los hijos, que inventa supuestas
infidelidades. Él es muy trabajador, mientras que su mujer no trabaja pero dice
que no lo hace por culpa de él. Él intuye que la mujer tiene rasgos patológicos
pero el temor a ella le impide poder llegar a pensarlo con claridad. Condición
que no es efecto de la represión –algo se sabe pero es excluido de la
conciencia. En este caso, en cambio, el pensamiento es inhibido, abortado casi
en su origen, no llega a desarrollarse. Fenómeno de indudable interés para la
teoría de los mecanismos de defensa y para la terapia pues no es cuestión de
levantar la represión, de llevar a la conciencia algo constituido y sabido pero
rechazado, sino de eliminar la causa que impide que algo pueda ser pensado,
incluso inconscientemente.

Él no actúa bajo sentimientos de culpabilidad, no depende económicamente de


la mujer, no siente que ella valga más que él, pero la cara airada de ella lo
paraliza y le hace someterse. Lo mismo sucede en sesión, yo le atiendo frente
a frente, me escruta cuidadosamente para averiguar qué es lo que pienso, trata
de acomodarse. Hablarle solamente de la patología de la mujer es inútil, lo
central fue ayudarle a elaborar su miedo al enfrentamiento al otro/a como rasgo
central de su personalidad, que en la esfera de su vida matrimonial toma la
forma de tolerancia al maltrato. Tuvo que darse cuenta, y sentir profundamente,
que era ahora un adulto, no el chiquito que dependía del favor de los demás,
que el mundo es ancho y muy poblado, que el pequeño círculo familiar y de su
entorno eran cosa del pasado, que si su mujer se enoja, o a mí no me gusta
algo de él, lo central de su vida no está comprometido. Fue llegar a sentir “se
enojó, bien, pero ¿qué me va a cambiar mi vida hoy, mañana, dentro de un
mes, dentro de un año por este enojo?” Fue reemplazar la inmediatez del enojo
de su pareja por una vivencia de su vida como más allá de ese momento.

Es la fragmentación del tiempo -de un presente que no se integra en un pasado


y un futuro que le daría su verdadera proporción- lo que ocasiona que la
reacción del otro tenga tanto peso en nosotros. Es la herencia en nosotros del
cerebro y las reacciones de un animal para quien cada momento es decisivo –
consigue a la presa o se libra del predador, satisface en ese momento sus
necesidades o perece. Nuestras reacciones emocionales tienen esa marca de
la pérdida de la dimensión temporal. Cuando Freud se refirió a que el tiempo
del inconsciente era el presente, había captado algo de enorme trascendencia:
nuestro tiempo emocional es el del presente. Corresponde a la psicoterapia -es
uno de los focos explícitos que trabajo- hacer que nuestros pacientes puedan
ubicar el momento emocional del presente en el tiempo más amplio del pasado
y del futuro.

Causas de la sumisión

Veamos ahora otro ejemplo que nos permita trascender la mera descripción
fenoménica de la sumisión y entrar en los condicionamientos causados por una
biografía particular. Es una mujer casada con un hombre tiránico que
determina todo lo que se debe de hacer en casa. En una oportunidad, van al
teatro y ella en el intervalo le dice: “un poquito difícil la obra”. Es una mujer
inteligente pero asume ya el papel de inferior y le consulta a él diciéndole “un
poquito difícil”. El marido, en medio del patio de butacas, le grita: “esto es
cultura, no como lo que tú estás acostumbrada”, haciéndole pasar enorme
vergüenza. Es un hombre que la maltrata de múltiples manera sin llegar a la
agresión física. La historia de esta mujer permite entender las causas de su
sometimiento: es alguien que vivió la guerra civil española, quedó huérfana,
incluso no sabe si la madre se había casado o no con el padre, lo que le hizo
crecer bajo el dominio de un profundo sentimiento de inferioridad, de
vergüenza. Además, vio fusilamientos, murió la hermana y se aterrorizó ante
esa situación. Se sentía absolutamente desprotegida en el mundo,
especialmente cuando murió el abuelo de quien ella decía que era muy severo
pero que le daba seguridad. Relata que el abuelo la sentaba en el umbral de la
puerta y si ella se movía le daba unos “coscorrones”, pero ella se sentía bien
por hallarse protegida por esa figura autoritaria. Después de morir el abuelo,
fue a vivir a una de esas casas antiguas en las que había un patio común
donde conoció al que sería su marido. Ese hombre, con su carácter autoritario,
le creó el sentimiento de que era una figura fuerte; en él creyó encontrar
alguien como el abuelo. El futuro marido le decía que algún día, si ella llegase a
ser como la familia de ella, de baja moral, entonces la dejaría, lo que la tenía
aterrorizada.

En este caso el sometimiento no es sólo por el hecho de que él sea agresivo


sino porque hay una condición básica en ella que siente que sin alguien que la
proteja su vida corre peligro -autoconservación en el nivel más básico. Además,
sentimiento de ser indigna -falla narcisista- por su pertenencia a una familia “no
moral”. Es lo que trabajé con esta paciente (Ver más adelante el trabajo
realizado en la transferencia).

La sumisión y los sistemas motivacionales

¿Qué es lo que vamos viendo con los ejemplos aportados? Que la conducta de
sumisión al otro resulta siempre de las necesidades y angustias de distintos
sistemas motivacionales. Hay sumisión por necesidades y angustias de
autoconservación: “sin el otro corro peligro” o “si me opongo me atacará, es
capaz de cualquier cosa”. Hay sumisión por heteroconservación, por un
superyó que hace sentir culpable si se produce el menor sufrimiento en el otro,
lo que conduce al autosacrificio. Hay sumisión por el placer sexual que el otro
ofrece, por angustias narcisistas, o por profundos sentimientos de inferioridad
en que la persona se deslegitima continuamente y ubica al otro como fuente de
la verdad. Hay sumisión por necesidades de apego o de intimidad (ver
Bleichmar, 1999), condición en que las diferencias de género son marcadas,
siendo causa importante de sufrimiento por parte de la mujer.
La consecuencia para el tratamiento resulta entonces clara: la superación
de las conductas de sumisión no puede derivar de una incitación al
paciente para que abandone su esclavitud ante el otro, es necesario
trabajar las angustias, las fantasías, las experiencias infantiles, las
identificaciones, los deseos que sostienen la sumisión.

Identidad relacional

Quiero introducir el concepto de “identidad relacional” para referirme a la


representación que alguien tiene de sí mismo en relación con la identidad, por
supuesto también imaginaria, que le atribuye al otro en la relación. Hay gente
que se ubica como inmediatamente superior y eso marca la confianza en los
propios juicios. Si alguien piensa que el otro es superior, va a desconfiar de sus
juicios y comenzará sus interacciones diciendo: “bueno, yo no sé si lo que voy
a decir es una tontería”; esa introducción tan frecuente a una intervención en
cualquier grupo. Es un estatus relacional en que alguien se ha ubicado
claramente como inferior, mientras que hay gente que se pronuncia con total
seguridad porque considera que con respecto al otro posee una verdad que
debe ser aceptada.

La identidad relacional es una categoría que merece ser incorporada a nuestro


concepto de identidad. Por supuesto, identidad relacional que en algunas
caracterologías puede ser independiente de con quién se esté relacionando,
independiente del contexto. Hay quienes se sienten superior a todos y quienes
se sienten inferiores. Pero, a su vez, la identidad relacional puede ir variando
de acuerdo al interlocutor. Si vemos al otro como capaz, poderoso, superior a
nosotros, desde esa identidad relacional no nos atreveremos ni siquiera a
iniciar el desarrollo de un pensamiento independiente.

El papel real del otro en la sumisión

Hasta aquí hemos visto causas internas, intrapsíquicas -miedo, culpa,


vergüenza, narcisismo- que determinan la sumisión. Pero la pregunta que nos
podemos plantear es si la sumisión es sólo una cuestión intrapsíquica o
interviene el tipo de vínculo y las características del sometedor/a, por ejemplo,
que tenga rasgos paranoides y autoritarios. La personalidad autoritaria fuerza a
que se acepte su posición: acusa a los demás y utiliza la acusación como una
forma de imponer su autoritarismo. El miembro de una pareja con rasgos
paranoides, autoritarios, con explosiones de violencia, y con insensibilidad
frente al sufrimiento del otro, es capaz de generar en el otro conductas de
sometimiento. El llamado síndrome de Estocolmo en que alguien, bajo el peso
del terror, adopta la concepción que el perseguidor le impone, ocurre también
en el marco de relaciones íntimas. Se puede vivir “secuestrado/a” mental/
emocionalmente en el ámbito de la pareja y tener que pagar continuamente el
rescate de la sumisión.

Quisiera detenerme ahora en cierto rasgo que presentan algunos sometedores,


la insensibilidad frente al sufrimiento del otro, la incapacidad para la
identificación con el sufrimiento de la persona que es objeto de su maltrato.
Hay gente en quienes las necesidades del otro no están en su horizonte
mental. No se trata de que detecten la necesidad del otro y que nieguen la
culpa por lo que hacen. Esa sería la concepción kleiniana: supuestamente
todos nos formaríamos de igual manera y cuando falta algo es por un
mecanismo de defensa; todos nos sentiríamos culpables cuando maltratamos y
si no hay sentimiento de culpa habría que buscarlo en el inconsciente,
simplemente se estaría negando el mismo. Esa es solamente una posibilidad,
pero hay gente para quienes el otro no ha entrado en el panorama mental
como alguien a cuidar. Hay quienes van directamente a su objetivo y sólo se
dan cuenta que han pasado por encima de los demás cuando éstos protestan.
Diferencio esto de la gente caradura que dice “por cinco minutos de tensión,
hago lo que quiero”. En cambio, me refiero a aquellos que, ante una necesidad
propia, el otro no existe; situación que va desde la experiencia banal del que se
sirve la mejor ración en la comida hasta los que en cada oportunidad hacen lo
que les conviene frente a la pareja, los hijos o los amigos, teniendo siempre un
argumento que los autojustificar cuando son cuestionados. Se trata de una falla
básica de la constitución de la intersubjetividad que tiene que ver con haber
sido criados por padres en que el otro no estaba en el horizonte
mental/emocional, que el hijo/a no era captado en sus deseos y sufrimientos.
Con un agregado, el uso de un particular proceso defensivo. Si se les reclama,
responden “No me hagas sentir culpable… Yo no me siento culpable… no me
voy a sentir culpable”. La defensa consiste en desplazar el problema de lo que
se hizo, que sólo puede ser juzgado por parámetros convalidados
intersubjetivamente, reemplazándolo, en cambio, por el hecho de que se sienta
culpable o no. Es una defensa porque se hace depender exclusivamente de un
superyó que crea una moralidad ad hoc, fabricada en cada momento a la
medida de las propias necesidades, el decidir que lo hecho sea inadecuado o
no. Que alguien se sienta culpable o no guarda escasa relación –a veces nula
relación- con lo que se está examinando de lo sucedido en el vínculo. Hay
quienes se sienten continuamente culpables por todo y otros que se sacuden el
sentimiento de culpabilidad con facilidad. Parafraseando lo que aparece en la
presentación de algunas películas: “Cualquier semejanza entre el sentimiento
de culpabilidad y la responsabilidad por las acciones es pura coincidencia”. Por
ello frente al argumento, escuchado tantas veces en la vida cotidiana o en la
terapia de parejas, de “No me siento culpable” la respuesta sería “No es
cuestión de lo que sientas, eso depende de lo que necesites sentir, sino de lo
que cualquier observador, cualquier persona, diría sobre eso”. Como sostiene
Friedman (1988), la realidad es siempre realidad humana, intersubjetiva, de
consenso, y la persona que apela a sus sentimientos como justificación coloca,
por conveniencia, su realidad psíquica por encima de la realidad
intersubjetivamente convalidada.

La insensibilidad, en sus tan diversos grados, se transmite generacionalmente


cuando uno de los progenitores ha tenido esa característica y no ha habido un
otro miembro de la pareja que la contrarrestre, o figuras sustitutivas que
hubieran aportado que en la mente exista como presencia constante la
representación de un otro con cuyas necesidades y sufrimiento se produzca la
identificación. Se puede desatender al otro para lograr satisfacer deseos de
autoconservación patológica, beneficios materiales, por ejemplo, o deseos
sexuales, de apego, de regulación psicobiológica, o por necesidades
narcisistas para engrandecer la propia imagen. Por supuesto que es dable una
coexistencia entre varias de estas motivaciones. De este modo vemos que el
tener en cuenta distintos sistemas motivacionales permite ir encontrando
subtipos de sometedores así como nos ha posibilitado ir describiendo subtipos
de situaciones de sometimiento.

Si hay distintos grados de insensibilidad frente al otro, también ésta varía de


acuerdo a distintos momentos en función de dos parámetros: la intensidad de
la necesidad que impulsa a desatender al otro para satisfacerla, y las
tendencias del psiquismo a la disociación, a poder desconectarse de otros
sentimientos, a ser movidos por el placer a hacer lo que desean y después a
modificar los criterios de su superyó hasta acomodarlos a su deseo. Hay
superyós tan “oscilantes” que en los momentos de gratificación funcionan de
una manera y en aquellos en que las necesidades se intensifican ceden a las
mismas modificándose las normas, los ideales y la instancia crítica. Los
argumentos se barajan hasta encontrar el naipe que convenga. Esta es una
condición humana, todos tenemos en alguna medida un superyó oscilante pero
hay algunos que son eximios trapecistas. Como psicoanalistas sabemos que
éste no es un problema de orden moral sino motivado por una debilidad en la
constitución del sentimiento de valía, por la intolerancia a experimentar
genuinos sentimientos de culpa sin que éstos tiñan toda la representación de sí
mismo, por el sentimiento de que si aceptan la responsabilidad por lo que
hacen, entonces es como si no valieran nada y estuvieran expuestos a grandes
peligros. Lo que permite aceptar la responsabilidad por las acciones que
realizamos es que éstas, cuando son inadecuadas, queden enmarcadas,
formando parte de un sentimiento global de que lo inadecuado es sólo parte de
lo que somos. Por ello, las distorsiones, las mentiras, son el producto de un
self no integrado, disociado, que fuerza a la persona a una defensa a ultranza
de todas sus conductas. Los sentimientos de persecución y de culpa,
consecuencia de haber tenido padres que castigaban/criticaban/descalificaban
a la menor falla -o lo hacían aun sin que ésta ocurriera- es lo que impide
colocar a la realidad por encima de las propias acciones, aceptando la
responsabilidad que de ellas deriven. Generalmente, complica más la situación
la defensa empleada –distorsión en la reconstrucción de lo sucedido, saltos de
tema, proyecciones, etc.-, que provoca rechazo y hasta ira en el interlocutor,
que la acción en sí misma que es objeto de examen.

Basta pensar en cómo ciertos niños se defienden negando la evidencia para


comprender cómo el adulto, bajo iguales temores, acomoda la realidad a sus
necesidades y angustias. ¿Se trataría de una regresión a cierta etapa infantil
normal? Creemos que no, que el niño asustado será un adulto asustado, pero
que un niño cuyos padres apoyan, toleran en sus errores y limitaciones, no las
niegan pero tampoco alteran ante ellos la imagen global del hijo/a, tendrá de
niño una mayor tolerancia para exponerse a la mirada del los otros y de adulto
la fuerza para encarar la realidad de sus fallas y limitaciones sin apelar a
defensas extremas. Esa tolerancia a las fallas, a los sentimientos de culpa, de
persecución, es un objetivo privilegiado a alcanzar en la terapia psicoanalítica.
No se trata tanto de la modificación del superyó sino del objeto interno
persecutorio –verdadero resto arcaico generado en la biografía de la persona-
que es proyectado en el objeto externo actual.
La sumisión en la situación terapéutica

Ferenczi hizo notar, para desazón de muchos de sus colegas, que el paciente
puede repetir en el tratamiento la situación de sometimiento. Fairbairn aportó
a la comprensión de la tendencia la autoinculpación defensiva: “Resulta obvio,
por tanto, que el niño preferiría ser malo que tener objetos malos; y, de acuerdo
con esto, tenemos alguna justificación para conjeturar que una de sus
motivaciones al ser malo es hacer “buenos” a sus objetos” (Fairbairn se refería
a creerse malo, a construir una imagen de sí como malo, no a la conducta de
portarse inadecuadamente). “Al volverse malo realmente está asumiendo la
carga de maldad que parece residir en sus objetos. Por este medio, busca
liberarlos de su maldad; y, en la medida en que consiga esto, se verá
recompensado por ese sentimiento de seguridad que característicamente
confiere un entorno de objetos buenos”. (1952, p. 65). “Enmarcada en esos
términos, la respuesta es que es mejor ser un pecador en un mundo regido por
Dios que vivir en un mundo regido por el Diablo. Un pecador en un mundo
regido por Dios puede ser malo, pero siempre existe un cierto sentimiento de
seguridad derivado del hecho de que el mundo de alrededor es bueno... En un
mundo regido por el Diablo, el individuo puede escapar de la maldad de ser un
pecador pero es malo porque el mundo que lo rodea es malo. Más aún, no
puede tener sentimiento de seguridad ni esperanza de redención. La única
perspectiva es la muerte y la destrucción” (p. 67).

La idea que transmite Fairbairn permite la comprensión de la articulación entre


lo intrapsíquico y lo personal, la creación de una figura idealizada por
necesidad de protección. Lo que está describiendo es la imperiosa necesidad
de adquirir un sentimiento de seguridad -“prefiero creerme malo, pero estar
cuidado”. La persona que se somete prefiere pensar que está equivocada, que
es pecadora. En cambio, llegar a la comprensión de que un progenitor, la
pareja o el terapeuta son inadecuados es enormemente intranquilizante. Una
de las dificultades que tenemos con algunos pacientes sometidos es que no
pueden tolerar pensar que la otra persona es mala, insensible, egoísta, etc.,
porque eso les haría sentir que están en un mundo peligroso. De modo que hay
diferentes estratos a trabajar. Uno, es el de la culpa; otro, es el del terror a vivir
en un mundo que nos pueda atacar, que no nos permita sobrevivir. Kohut
(1971) habló de la necesidad de tener figuras idealizadas; lo que describió muy
bien es la dificultad de ciertos pacientes de criticar a los padres, pero lo que
está por detrás de eso es que criticar es colocarse en la situación tan terrorífica
que Fairbairn describe.

Es relativamente fácil trabajar el tema del sometimiento con los pacientes que
se someten a sus parejas u otras personas con las que se relacionan. Uno se
convierte en un salvador, es una alianza terapéutica fácil. Pero, ¿trabajamos el
sometimiento en el vínculo terapéutico? ¿Toleramos el enfrentamiento por
parte del paciente, la defensa de su autonomía? Eso es más difícil porque
hace que nos cuestionemos o que permitamos que el paciente lo haga. Por
ello, el sometimiento en la transferencia tiene que convertirse en un foco
importante del tratamiento, para lo cual es necesario que, como terapeutas,
hagamos un trabajo con nosotros mismos superando distintos tipos de
angustias. No es una tarea fácil, tememos perder estatus frente al paciente,
necesitamos sentirnos en situación de ejercer el poder, nuestras angustias de
autoconservación y narcisistas nos acechan. Sólo si nos sentimos seguros –
internamente seguros- podremos aceptar la existencia en nosotros de fuertes
tendencias a funcionar como sometedores e intentar no actuarlas dando
libertad al otro; lo que no significa renunciar a lo que somos, a lo que
preferimos. Lo que está en juego es la integridad con nosotros mismos, la
necesidad de no defender nuestra posición con racionalizaciones, de no
apuntalar nuestro narcisismo, nuestro sentimiento de seguridad, en base a
someter al paciente. Cuando más insegura internamente sea una persona,
tanto más necesitará que el otro/a lo convalide a través del sometimiento.
La sumisión del terapeuta

Les he hablado de sumisión del paciente pero también los terapeutas nos
sometemos (Racker, 1960). No basta que sepamos que debemos respetar la
visión del paciente y sus tiempos. Ello es obvio, pero muchas veces el
concepto de empatía se usa como coartada y tras el supuesto de darle tiempo
al paciente subyacen profundos temores de autoconservación –no perder una
fuente de ingresos-, o temores narcisistas de que el paciente nos descalifique,
o ruptura del apego, etc. Todos los analistas tenemos esos temores, la cuestión
es cómo darles una solución, cómo elaborar esas angustias en el trabajo con
nuestros pacientes a través de intervenciones que ayuden a salir de esa
situación de sometimiento. Nuestro sometimiento como terapeutas -piensen
que somos prestadores de servicio- a veces nos convierte en gerentes de
hotel que no quieren perder al pasajero. La excusa es la apelación a una
presunta empatía: “el paciente no está preparado para profundizar, para
enfrentar sus fantasmas, es vulnerable”. En verdad, los pacientes están
preparados para ir encarando aspectos cuyo reconocimiento provoca dolor,
angustia, si sabemos hacerlo con delicadeza, con cuidado, con respeto. Si le
hacemos sentir que entendemos lo doloroso que es enfrentar ciertos rasgos, si
le planteamos que hemos dudado en abordar ciertos aspectos de sus
sentimientos, de sus conductas, pero que pensamos que es la forma en que
podemos ayudarles, que esos aspectos son una parte de ellos, que no los
descalifican globalmente, que son rasgos que no pudo impedir que se
desarrollasen, que las circunstancias que vivió determinaron que surgieran y se
desplegaran pero que ahora pueden tener la libertad, de la que nunca gozaron
antes, de “recriarse” a sí mismo. Se trata de tener lealtad con el paciente y
lealtad con uno mismo en el sentido de aceptar la angustia que nos produce
que el otro se angustie, o que se irrite, o que nos haga sentir que nos
abandonará. Muchas terapias en que no pasa nada, en que no hay
elaboración, tienen que ver con una actitud evitativa del analista. Pero para que
no se malentienda, hay dos riesgos: el del terapeuta defensivamente pasivo y
el del defensivamente hiperactivo que desatiende los tiempos del paciente. Lo
que puede ayudarnos a encontrar un punto de equilibrio entre esas dos
actitudes no es solamente la evaluación del paciente, de igual importancia es
preguntarnos ¿qué de mí, de mis rasgos caracterológicos, de mis temores, de
mis necesidades, me hacen actuar de una manera u otra? Resulta
imprescindible reflexionar sobre las razones que determinan que, como
terapeutas, tendamos a adscribamos a modalidades técnicas que son
adaptaciones a nuestras necesidades personales, y que luego las defendamos
con racionalizaciones.

Compartir con el paciente la “cocina” de nuestras intervenciones para


favorecer el desarrollo de su autonomía

Les traigo un ejemplo de una paciente que me cuenta con enorme intensidad
afectiva que el ex marido deja todo sucio en la cocina. A mí lo que me llama la
atención es la intensidad del rechazo y le recuerdo que ella tuvo el mismo
rechazo con respecto a una escultura en la que trabajó mucho tiempo y que
luego destruyó. Le digo que aquello que no le gusta lo rechaza con intensidad.
Es una mujer apasionada, la forma en que se expresa, todo el cuerpo está
comprometido, y esto lo asocio con la forma en que ella rechazó su obra. Me
dice que su obra la sentía como un “engaño”, como un “usurpar” lo genuino,
que pensaba que no la representaba. Le digo que utiliza palabras muy duras
como usurpación o engaño, dichas con enorme carga de odio. Me responde
que sí, que es cierto pero que, al mismo tiempo, esa es la fuerza la que le ha
permitido salir adelante desde una condición muy precaria en su infancia y
adolescencia que me describe. Le digo que su rechazo a la suciedad que deja
el marido en su casa tiene que ver con el rechazo que sintió respecto a las
condiciones de pobreza y suciedad en que vivía con sus padres, que reacciona
como si fuera una persona alérgica dado que la suciedad actual le evoca la
suciedad de la infancia pero que hay algo más importante: así como quiso
expulsar, erradicar, eliminar todo lo relacionado con la suciedad, cuando
encuentra un rasgo de sí misma, o de los demás, que no le gusta, lo quiere
eliminar con esa intensidad. Yo no me quedo en la temática -la humillación por
la suciedad vivida en la casa de la infancia. Ese es el nivel temático, porque
ella podría sentir ese rechazo pero sin esa intensidad afectiva. En ella lo
significativo es más estructural: lo desagradable es rechazado con enorme
violencia, como si lo quisiera arrancar. Esto nos muestra, una vez más, que
nosotros tenemos que diferenciar entre temática y algo que es transtemático,
estructural, por ejemplo, el tipo de reacción agresiva frente a lo que no gusta.

Le dije, además, que estoy en una situación que no es fácil: por un lado, no
quisiera modificar un ápice su pasión porque tiene que ver con su fuerza
creadora, con su compromiso con lo que hace pero, por otro lado, me doy
cuenta que esa misma pasión la lleva a estar continuamente en conflicto
consigo misma rechazando aspectos de sí misma, que esos rechazos que
realiza de sí misma es algo que me preocupa, que estoy en un dilema de cómo
conservar su pasión y, al mismo tiempo, cómo modificar esos niveles de
rechazo que tiene con ciertos aspectos de ella. Le digo que iremos viendo
cómo conciliamos esos dos criterios. Entonces, me contesta con ironía, y una
sonrisa, que yo “voy a tener que ganarme esforzadamente mi sueldo”. Ahí
terminó la sesión, pero es un tema que retomo en el tratamiento porque podría
haber dicho “vas a tener que trabajar mucho, etc.”, pero que me voy a tener
que ganar mi sueldo esforzadamente constituye un indicador de que ella siente
que lo que me paga se lo gana esforzadamente. Lo voy a retomar, no
inmediatamente en la próxima sesión porque tengo que ver cómo viene, pero
es algo que no puede dejarse de lado porque es un punto de conflicto real
entre nosotros, porque a ella le cuesta mucho más que a mí ganar ese dinero.
El abordar los conflictos de necesidades, deseos, concepciones que surgen
entre paciente y terapeuta ayuda a que uno y otro legitimen su propia
subjetividad, conozcan la del otro, acepten la del otro, y sepan que hay que
“negociar” los inevitables conflictos entre subjetividades (Slavin, 1998). Cuando
el paciente capta la subjetividad del analista -esto es sólo posible si el analista
se presta a ello (Aron, 1991) y no le señala que sólo fantasea, distorsiona- se
incrementa la capacidad de mentalización, de captar estados mentales del otro
(Fonagy, 2000, 2002). En no pocas oportunidades se usa el trabajar sobre los
conflictos intrapsíquicos del paciente para evadir el examen de los conflictos
que inevitablemente existen entre las necesidades de paciente y terapeuta.
Ambos niveles de conflicto requieren ser examinados.

Diálogo interior entre múltiples perspectivas

Resulta importante mostrarle al paciente las razones de nuestras


intervenciones, incluso, en algunos casos, las dudas que tenemos, porque eso
brinda un modelo: uno tiene un pensamiento y, simultáneamente, objeciones a
ese pensamiento. Diálogo en el interior de uno que se puede desarrollar sin
acritud, no desde un superyó que critica sino desde la perspectiva de saber y
sentir que la realidad y nosotros somos complejos. Una modalidad que posee
una virtud nada despreciable: ayuda a superar el dogmatismo de las visiones
monocordes mediante un diálogo interior entre múltiples perspectivas. Si
queremos que el paciente pueda hacer que sus múltiples selfs dialoguen, que
capte las contradicciones, que rectifique, es necesario que el analista lo haga y
que, de alguna manera, implícita o explícitamente dependiendo de las
circunstancias, se lo transmita al paciente.

Fijación afectiva

¿Por qué alguien queda fijado a otra persona y busca desesperadamente su


amor, observa los más mínimos movimientos de su amado/a para detectar,
minuto a minuto, el “parte meteorológico” del estado del otro, se llena de dolor
si el otro/a no busca el contacto emocional o físico con la misma asiduidad que
él o ella lo hace? Se suele apelar al apego como si la invocación a éste fuera
explicación suficiente cuando, en realidad, es la causa de ese apego lo que
requiere ser aclarado. El riesgo es convertir un término que simplemente
describe una conducta en explicación del fenómeno –“tiene necesidades de
apego… es por apego...”, es como decir “dado que observamos que alguien no
puede dejar de buscar el contacto de otro, que privilegia a éste por encima de
cualquier otro vínculo, a esa conducta la denominamos apego” y, luego, para
explicar las razones, causas, de esa conducta concluyéramos que ésta “es por
apego”. Por tanto, resulta necesario reformular la cuestión preguntándonos
¿por qué alguien tiene intensas necesidades de apego? Dejo de lado el nivel
biológico –circuitos y receptores para vasopresina y oxitocina- cuyo papel en el
apego diferencial está suficientemente documentado (ver Panksepp, 1998), o
las experiencias infantiles que crearon intensas necesidades de contacto
físico/emocional, para detenerme sólo en una de las varias condiciones
psicológicas que en el presente, en la interacción, hacen que una persona no
pueda tomar distancia con respecto al amado: las oscilaciones entre momentos
de gratificación y de frustración narcisista. El trauma narcisista por el rechazo
real, o por lo que se siente como rechazo al codificarse como tal, crean la
necesidad compulsiva, como en el ludópata, de volver una y otra vez para ver
si en la nueva oportunidad el resultado es por fin favorable. Nada fija tanto al
objeto como la necesidad de que se deshaga la afrenta narcisista, el deseo de
que el otro/a sea como deseamos. El trauma narcisista no reside únicamente
en que el otro no lo desee a uno sino, y especialmente, en el sentimiento de
impotencia para hacer que el otro sea conforme a nuestro deseo, que sienta lo
que deseamos que sienta, que sienta la necesidad de contacto con igual
intensidad, y bajo la misma forma, que nosotros.

Si he hablado de rechazo real y de otro tipo de rechazo -el sentimiento de


rechazo por la codificación que se hace de la respuesta del otro- es porque en
este segundo caso se trata de la dificultad para captar que el otro no rechaza
sino que hay necesidades diferentes en el contacto, que los seres humanos
nos distribuimos en un amplio espectro que va desde un extremo “cocker
spaniel”, siempre dispuestos a ser acariciados y a lamer, hasta otro extremo
“gato” que circula en el hogar, se deja tocar poco, es intermitente, y requiere
mucha autonomía. El ayudar a un/una paciente a saber vivencialmente que es
“cocker spaniel” y que su pareja es “gato” no le quita el hambre de contacto
emocional pero, por lo menos, le saca de la situación de dolor narcisista.

Condición totalmente diferente en terapia cuando llegamos a la convicción de


que la pareja de nuestro/a paciente es realmente frustrante, convicción que
sólo debemos aceptar en nosotros una vez que superemos tres cautelas
metodológicas que el psicoanálisis ha descrito: a) la ingenuidad de tomar el
relato del paciente como descripción objetiva de la realidad sin reparar que es
un relato –riesgo con pacientes paranoides que ofrecen narrativa sistemática,
tendenciosa; b) la identificación contratransferencial por problemas con la
propia pareja actual o pasada; c) un mundo/prejuicio sobre el hombre o la
mujer producto de fantasías inconscientes y de ideologías adoptadas en
función de experiencias infantiles y sentimientos profundamente arraigados que
le dan forma de expresión, con raíces inconscientes que se desconocen.

En este tipo de fijación a una pareja frustrante, que puede llegar al nivel del
maltrato, la ayuda al/la paciente consiste en que pueda recuperar para sí la
función de autoevaluación que le ha cedido al otro/a, el mirarse desde la
mirada este otro. Es aquí donde la elección de línea terapéutica resulta
esencial, no consistiendo sólo en la narcisización del paciente, en que
reconozca sus aspectos valiosos, sino, esencialmente, en hacer explícito,
compartido con el paciente, el objetivo de dejar de seguir entregando a alguien
en particular, o los demás en general, la decisión de quién se es. Formulado al
paciente este objetivo con todas las palabras, una vez que esto se convierte en
temática a trabajar, lo que se requiere es un proceso minucioso, lento, de
elaboración analítica de las condiciones infantiles que generaron esa tendencia
a entregar al otro la decisión sobre lo que es adecuado/inadecuado, sobre la
identidad, sobre las angustias que provoca el enfrentar al otro y autoafirmarse
en los propios juicios y sentimientos. Pero explicitar el paciente el objetivo de
reapropiación de la identidad es sólo un andamiaje -aunque esencial dado que
orientará el tratamiento- que requiere ser rellenado con experiencias concretas
que le den sentido vivencial: recuerdo de experiencias del pasado que
condicionaron la entrega de la función de autoevaluación, y nuevas
experiencias en el presente en las que pueda ir quitando peso a lo que el otro/a
opina, con palabras o con hechos. El recorrer estas experiencias es esencial,
pues nadie cambia por una idea transmitida al paciente, o encontrada con éste,
o descubierta por éste, sino porque inicia el desarrollo de experiencias
emocionales que se inscriben como memoria procedimental.

Para ello es indispensable que se pase de interpretaciones de tipo general “le


tiene miedo…, o por miedo a…” –la palabra miedo es siempre una
abstracción- a la descripción de una escena concreta en que el paciente se
conecte con las sentimientos y las sensaciones corporales que experimenta
ante el tono de voz de la figura amenazante, a la cara que éste muestra –furor
en los ojos, apertura o cierre de éstos, movimientos de la mandíbula, etc. El
miedo del niño, y del adulto, tiene su base en imágenes concretas de la cara,
del cuerpo, de la voz, de la figura amenazante. Es ante esas representaciones
a las que se responde con lo que llamamos miedo, y que determina la
sumisión. El paciente tiene necesidad, para que haya transformación, de
recrear en el tratamiento de manera vivencial, en forma de representaciones
específicas, las respuestas tanto de las figuras de la infancia como de las
presentes en el nivel concreto que acabo de mencionar. Ayuda que el
terapeuta le proponga “vea en este momento la cara de… cuando no le gusta
algo de Ud.. Recree -imagine, vea- en su mente el gesto con que él/ella
reacciona, el tono de voz con que le habla, las palabras que le dice, cómo
él/ella pone el cuerpo, la cara…, etc.”. Cuando el paciente logra recrear esas
imágenes, entonces sí se le puede conectar con sus sentimientos ante esa
reacción del otro: “¿qué siente/es en esos momentos?” Es a partir de ahí que la
elaboración del miedo al otro puede progresar.
Líneas generales del tratamiento

Con respecto al tratamiento, no basta, como dijimos antes, con denunciar el


sometimiento, es indispensable elaborar las causas. Por supuesto que cuando
uno como terapeuta empieza a hablarle al paciente de su sometimiento en
cierto vínculo, en su relación de pareja o en cualquier circunstancia, nuestra
palabra tiene peso, el de la transferencia, y el paciente puede iniciar el proceso
hacia la autonomía. En el trabajo Hacer consciente lo inconsciente (Aperturas
Psicoanalíticas,. 22) en que planteo la modificación en base a un referente
externo, el terapeuta se convierte en un referente externo y aparece así una
cierta propuesta para el paciente de “no te sometas”. Hay una paradoja en
esto: “no te sometas a algo o alguien pero sí acepta lo que te estoy diciendo”.
Los que vieron el video de la paciente que estaba sometida a un marido tan
tiránico recordarán que los primeros 10´ del video son notables porque ella
dice, mirándome a mí como esperando una aprobación, “porque yo me
estoy rebelando ante Juan. El otro día, cuando Juan me dijo algo, yo le dije que
no”, etc. Enfatiza que se está rebelando ante el marido. Recordarán que le dije
que aprecio lo que ella estaba haciendo. Comencé por una valorización porque
se trataba de un logro, pero mi preocupación era, así se lo manifesté, que se
revelase ante Juan porque era lo que yo quería y que eso, al mismo tiempo,
implicase un sometimiento a mí, y que lo que ella tenía que plantearse es qué
es lo que quiere ante Juan y ante mí. Recordarán que ella me respondió “y si
algún día lo necesito a Vd.”. Frase escalofriante que mostraba el terror de no
ser protegida, de ser abandonada.

Esto nos indica la necesidad de plantear al paciente no sólo el sometimiento


ante otras figuras sino en la relación terapéutica y, sobre todo, las causas del
mismo, el tipo de angustias que lo determinan. Tenemos que ayudar a que
nuestros pacientes se den cuenta de que sus deseos son diferentes de
nuestras preferencias. Muchas veces les explicito a mis pacientes que cierta
opción es una preferencia mía en función de mis características, de mi historia,
pero no tiene porqué ser una preferencia suya.

El someterse no corresponde en general a un ideal del yo, salvo en las novelas


de caballería, en las que el sometimiento del vasallo al señor es presentado
como virtud. El lavado de cerebro, la gran inteligencia de los grupos dirigentes
es convertir el sometimiento en virtud. En general, todos los grupos –políticos,
religiosos, profesionales- convierten en una virtud el no cuestionar, el
someterse. El lavado de cabeza toma la forma de una ideología. Pero,
simultáneamente, en otras condiciones, la palabra sometimiento tiene una
connotación negativa. Por lo tanto, nuestros pacientes tocados en su
narcisismo podrán tratar de no someterse pero si no se trabajan las angustias
que les subyacen nos quedamos en mera modificación de conducta, no hay
cambio profundo, la ansiedad se mantiene y se la intenta vencer mediante el
voluntarismo. En cambio, a lo que aspiramos es a una transformación más
profunda. Se requiere una modificación de las condiciones intrapsíquicas, una
modificación del poder atribuido al otro. Para ello podemos trabajar en tres
dimensiones: a) modificación de la representación de sí mismo; b) modificación
de la representación de los demás; c) modificación de las fantasías sobre las
consecuencias supuestamente siniestras de la confrontación con el otro.

En relación a la modificación de la representación de sí mismo, la gente que se


ha sometido o se somete tiende, a lo largo del tiempo, a una
autodescalificación creciente. Se ven como débiles, incapaces o defectuosos.
Lo que trabajamos con esos pacientes es que, por supuesto, tienen
limitaciones, como las tenemos todos, pero que como personas no son
solamente esas limitaciones, son algo más que la suma de esas limitaciones.
Esto requiere que el analista le reconozca y acepte en su especificidad como
persona, lo que no resulta fácil porque tenemos nuestros valores y
preferencias, nuestros gustos de cómo el otro debe de hablar, moverse, comer,
etc. No hay ninguno de nosotros que no sienta irritación frente a ciertos
comportamientos del otro. Ese es un problema en terapia. Nos obliga a estar
enormemente alerta frente a las alergias personales ante las conductas de los
demás. No son de fácil modificación pero una cierta cautela ayuda si uno se
dice “éstas son mis preferencias”. Es la elección narcisista de que habla Freud.
En Introducción al narcisismo, Freud da como formas de elección narcisista de
objeto a lo que uno es, a lo que uno fue, a lo que uno quiere ser. Por ello, los
pacientes que son similares a nosotros son más aceptados. Debemos saber
esto y estar continuamente alerta para valorar en nuestros pacientes aquellos
rasgos que son diferentes, y superiores, a los nuestros. Con mucha frecuencia
encuentro en mis pacientes rasgos que me gustan más que los míos. Si bien
hay dimensiones en las que siento que poseo rasgos que para mi escala de
valores podrían ser mejores, sin embargo, siempre encuentro rasgos en que a
mí me gustaría ser como ellos. Busquen en los pacientes rasgos en que ellos
son mejores. Al principio es una búsqueda intencional, pero después se
convierte en un automatismo. Hay pacientes que, junto a sus limitaciones, son
más simpáticos que uno, o más inteligentes, o más hábiles socialmente, o más
diversificados en sus intereses, o más hedónicos, etc. Preguntémonos en qué
es mejor nuestro paciente con respecto a nosotros. Eso va a permitir una
conexión y una aceptación del paciente totalmente diferente.

La autodescalificación defensiva

Vale la pena transmitir explícitamente al paciente el conocimiento sobre el


mecanismo intrapsíquico de la autodescalificación defensiva estudiada por
Fairbairn. Tiene gran valor terapéutico porque cuando es entendida permite
que vea que por miedo al enfrentamiento se autodescalifica y que eso le va
construyendo determinada imagen. Se trata de examinar cómo se formó cierta
representación de sí, cómo se estructuró cierto estatus relacional en su
desarrollo. Ayuda al proceso de superación de las tendencias al sometimiento
el vivenciar que en la infancia fue obligado porque no se tenía otro remedio
pero que ahora sí tiene existen opciones.

Esto tiene que ver con las fantasías acerca de las consecuencias de romper el
vínculo. Hay pacientes que no se pueden separar por el sentimiento de que se
van a quedar solos y librados a consecuencias funestas, o el temor de qué les
va a pasar a los hijos, cómo van éstos a sufrir daño irreparable. En el caso del
paciente al que me referí antes, sometido a una mujer borderline, una de sus
preocupaciones principales estaba relacionada con sus hijos. Tenía razón, pero
no solamente por el sufrimiento de ellos sino porque esta mujer se había
apoderado del cerebro de uno de los hijos, le había mentido sobre él, le decía
que él tenía amantes, que se gastaba el dinero con ellas. El hijo no hablaba
desde sí mismo, pensaba desde la madre. Ayudé a este paciente a tener
confianza en la evolución de las cosas en el medio y largo plazo. A mí no me
cabía ninguna duda que cuando esos hijos llegasen a la adolescencia, no tan
lejana, iban a padecer conflictos con la madre y en ese momento podrían ver
quién era quién en la pareja de los padres.

En cuanto a la modificación de las fantasías sobre las consecuencias siniestras


de romper el vínculo, la mujer a la que me referí sometida al marido, estaba
convencida que sin el marido ella no podría sobrevivir. Cuando ella empezó a
mostrar su disconformidad, a no temer a la reacción de él, el marido empezó a
darse cuenta que era él quien la necesitaba.

Modificación de la representación del otro

La otra condición a tener en cuenta es la modificación de la representación de


los demás. Ni tan poderosos ni tan perfectos, no dejar que se conviertan en
árbitros de nosotros. Siempre estuvimos preocupados en psicoanálisis por no
favorecer la proyección pero, al mismo tiempo, hay un riesgo en que nuestros
pacientes no vean los defectos de la pareja, de la gente que los rodea, de
nosotros como analistas.

Por tanto, modificación de la representación de sí, modificación de la


representación del otro y modificación de las fantasías acerca de las
consecuencias siniestras de romper el vínculo. Todo esto debe ser explicitado,
y éste es otro de los principios que quiero reiterar: compartir con el paciente la
línea terapéutica, explicación de lo que uno está queriendo, hacia dónde tiende
el tratamiento. Les suelo plantear a mis pacientes cuál sería un objetivo a largo
plazo, que esto no significa que se lo vaya a conseguir ahora, ni que piense
que está obligado hacer actos heroicos, pero que cuando se visualiza el
objetivo se puede entrever el camino y los medios para alcanzarlo. Si uno le
aclara al paciente qué es lo que uno quiere, la ventaja es que le otorga
autonomía al permitirle saber cuál es la agenda del psicoanalista, con lo cual le
ayuda a que se pregunte ¿cuál es la agenda, el deseo, las preferencias del
otro? El paciente, a través de estas situaciones, que son simplemente de un
vínculo particular, en este caso referido a compartir un proyecto y los objetivos
del tratamiento, aprende a diferenciar entre su deseo y el del otro, entre las
preferencias del otro y las suyas, a decirse: “ésta es la propuesta de él/ella, yo
la puedo o no aceptar”. Permite que la gente reconozca las agendas, las
propuestas, los objetivos de la otra persona. Con lo cual lo que hacemos con
este trabajo, llamémoslo en la transferencia -sería más adecuado en el vínculo
porque transferencia parecería que se refiere a las distorsiones del paciente-,
con este trabajo en el vínculo, entonces, es ir creando estructuras que permiten
al paciente reconocer qué es lo de él, qué es lo del otro, cuáles son sus
valores, cuáles son sus preferencias y limitaciones, cuáles son las preferencias
y limitaciones del otro. Es decir, que el paciente logre incorporar un tercero que
observe a esos dos en interacción que son él y el terapeuta. Trabajo sobre el
superyó, trabajo sobre la ideología inconsciente, los mandatos, el sometimiento
a los padres internalizados como mandatos del propio superyó. Aquí resulta
pertinente recordar el caso de Mitchell (2000), el paciente Will, que se había
separado de la mujer y se sentía culpable debido a un mandato internalizado
que le hacía sentir que traicionaba ciertos ideales del padre. En el superyó
siempre hay reglas que se han perdido en su génesis, hay que retrotraerse a
las condiciones específicas en que se formaron para mostrar que son el
producto de creencias/preferencias del otro. El contextualizar su origen les
quita el carácter de verdades eternas. Nada enseña tanto como el revisar la
historia de las costumbres que una vez que se establecen parecen ser
verdades eternas. Tarea nada fácil pues está sujeta a las narrativas desde las
que se construye la historia (para una discusión del tema, véase Friedman, el
apartado “Problems of history”, 1988, p. 454).

Para terminar, quiero leerles una cita de Freud y el contexto intersubjetivo en el


que transcurre lo intrapsíquico, porque se suele oponer Freud a una
perspectiva intersubjetiva. No cabe duda que la perspectiva intersubjetiva, la
perspectiva relacional, es un avance sobre algo que Freud no desarrolló nunca.
Cuando planteamos la importancia de la intersubjetividad hay quienes dicen
que eso no es psicoanálisis, que el psicoanálisis sería solamente lo
intrapsíquico.

En Psicología de las masas y análisis del yo Freud escribió lo siguiente:

“La oposición entre psicología individual y psicología social o de las


masas, que a primera vista quizá nos parezca muy sustancial, pierde
buena parte de su nitidez si se la considera más a fondo. Es verdad que
la psicología individual se ciñe al ser humano singular y estudia los
caminos por los cuales busca alcanzar la satisfacción de sus mociones
pulsionales. Pero sólo rara vez, bajo determinadas condiciones de
excepción, puede prescindir de los vínculos de este individuo con otros.
En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad,
como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso
desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente
psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo”.

La cita es notable, el psicoanálisis no es sociología, estudiamos lo


intrapsíquico, pero lo intrapsíquico en un contexto, en la relación con los
demás, y esto no sólo en su origen sino en su funcionamiento a lo largo de toda
la vida. De ahí que el estudio de los mutuos sometimientos entre paciente y
analista, aunque tomen distintas formas y niveles de asimetría, es campo fértil
para aclarar esa particular articulación entre lo intrapsíquico y lo intersubjetivo,
en cómo las tendencias sometedoras o al sometimiento de alguien se
encuentran con las tendencias del otro, esa dialéctica del someter/ ser
sometido que viene desde Hegel y que Jessica Benjamin (1998) ha encarado
productivamente en psicoanálisis. Es lo que ha trabajado fructíferamente la
corriente relacional en psicoanálisis, me refiero al sector que señala cómo a
partir del encuentro entre dos subjetividades se construye lo que cada uno
siente y hace. Posicionamiento teórico que no descarta la importancia de lo
intrapsíquico, que busca entender la complejidad entre aspectos
caracterológicos más o menos estables y el contexto intersubjetivo que hace
que alguna de las configuraciones afectivas/cognitivas/ de acción de una
persona se activen/generen en el encuentro con el otro. Superación de dos
radicalismos: el de una psicología que estudia mentes aisladas, creyendo que
se las puede entender fuera del contexto intersubjetivo en que existen y
manifiestan, y el de una concepción que hace desaparecer los rasgos de
carácter, las fuertes tendencias afectivas/cognitivas/ de acción que dominan a
una persona en múltiples contextos y consideran que todo se co-construye en
la interacción como si la persona fuera un fluido, sin rigidez interna, que se
moldea en el encuentro con el otro.

El gran conflicto intersubjetivo –y moral- es si escuchar más las necesidades


del otro o las propias, cómo encontrar un balance entre ambas, cómo decidir
cuándo ese balance no es posible y hay que optar, a veces tajantemente, por
uno o por el otro. Los automatismos llevan a algunas personas a ceder en sus
necesidades y satisfacer siempre las de los demás. Hay quienes, de manera
también automática, siempre se colocan primero y son ciegos a lo que los otros
puedan necesitar, desear, sufrir. Nuestra labor como psicoanalistas es que
nuestros pacientes puedan plantearse la existencia de ese conflicto, verlo como
parte ineludible de la intersubjetividad, y hacer sus opciones en cada momento,
superando sus automatismos inconscientes y las fuerzas que los sostienen,
venciendo las tendencias a la sumisión o al egocentrismo que, hasta el
momento en que son abordadas psicoanalíticamente, gobiernan sus vidas.

Bibliografía

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[1][Versión ampliada de la presentación hecha en la reunión de la Sociedad


Forum de psicoterapia psicoanalítica, Madrid, noviembre 2006]

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