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Índice

El desierto.................................................................................................................................. 2
El almohadón de plumas ........................................................................................................... 4
Dos números menos.................................................................................................................. 6
Esperanza subversiva ............................................................................................................... 8
A la deriva .................................................................................................................................10
Los titanes del tiempo ...............................................................................................................13
El buscador...............................................................................................................................15
Continuidad de los parques ......................................................................................................16
Eso sí........................................................................................................................................17
¿Limonada? No, gracias...........................................................................................................18
Mi gemela invisible ...................................................................................................................19
Chicles, la luz que ilumina el mar .............................................................................................20
El secreto del alebrije ...............................................................................................................21
El cumpleaños ..........................................................................................................................22
El árbol mágico .........................................................................................................................23
El conejito soñador ...................................................................................................................24
Blancanieves ............................................................................................................................25
Ana y las margaritas .................................................................................................................28
El dragón que escupía chocolate .............................................................................................30
El regalo de la princesa ............................................................................................................32
Tío Tigre y Tío Conejo ..............................................................................................................34
Las dos ranitas de Japón..........................................................................................................35
Uga la tortuga ...........................................................................................................................36
Margarita y los rayos de sol ......................................................................................................37
El tigre negro y el venado blanco .............................................................................................39
La invasión de las compus .......................................................................................................43
El tesoro al final del arcoiris ......................................................................................................45
El hormiguero más grande del mundo ......................................................................................47
Mariposita va a la escuela ........................................................................................................48
La expresión .............................................................................................................................49
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El desierto

Debía faltar poco para amanecer, hacía mucho frío en aquel desierto que por
vergüenza, no aparecía con su nombre en ningún mapa; Elena, tirada boca arriba en la
arena helada, miraba hacia el infinito, tratando (casi sin lograrlo), de mover sus dedos
entumidos para apartar el cabello que cubría sus ojos…quería poder ver las estrellas
que se desvanecían, el cielo completo, quería ver a Dios completo.

“¿Donde estás?”

Pensaba…

No podía hablar, tenia la garganta hinchada por haber llorado sin gritos.

“¿Me vas a dejar morir aquí? … Quiero ver a mis hijos otra vez…

Esto es un castigo?”...

El grupo de personas con el que salió de la frontera, se había desbaratado con la


persecución de la patrulla. Vio correr a hombres uniformados de rostros similares a los
perseguidos, golpeando e insultando a los que lograban alcanzar, ella y otro, habían
caído en un agujero tratando de ponerse a salvo.

Ahí estaba, inmóvil, casi sin respirar para no ser vista. Ya habían pasado muchas
horas y no escuchaba ni un solo ruido, trató de incorporarse, y al apoyar su mano sobre
la arena tocó otra mano fría, inmóvil, tiesa…era la del muchacho de catorce años que
había viajado desde el Ecuador para ver a su mamá, él quería llegar hasta Canadá.

Lo reconoció cuando los primeros rayos del sol comenzaron a iluminar aquel
desierto que siempre estaba triste…

Elena se arrodilló, y comenzó a hacer una oración por la mamá del muchacho, le
arrancó el rosario del cuello, se lo metió en la boca muerta y le cerró los ojos.

“En los primeros catorce años de vida, la palabra que más se pronuncia es: “Mamá”
debe ser horrible no estar ahí para escucharla”.

Era parte de aquella oración a Dios que se fue tornando en quejas al cielo abierto....

“¿Cómo se sobrevive con el alma dividida por fronteras?”

Susurraba Elena entre sollozos enojados, cortitos, que le cortaban el pecho como
pequeños cuchillos.
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“¿Como se sobrevive sin poder mirar todos los días a tus hijos? … ¿Por qué no se
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puede vivir cuando tus hijos lloran de hambre? ¿Cómo se vive en un país donde nunca
se puede encontrar empleo? ¿Cómo demonios se sobreviven en países donde el
secuestro, la corrupción, los asesinatos, las violaciones a los derechos humanos son el
pan nuestro de cada día?” ¡Contéstame! ...

El desierto conmovido, levantó un poco de polvo para acariciar la cara de Elena,


quería consolarla; Cuantas veces había escuchado esas oraciones- reclamos. Cuantos
cuerpos de madres, hijos, padres, hermanos…cuantos cristos guardaba en su vientre de
arena, ahí se habían deshecho, ahí conoció los anhelos de pretender comer todos los
días, ahí enterradas estaban las almas con conciencia que querían no solo sobrevivir
¡ellas querían vivir!, ahí estaban sepultados muchos últimos pensamientos, de vez en
cuando, el desierto los dejaba asomarse convertidos en diminutas florecillas blancas
debajo de los arbustos enanos.

“Por lo menos dame un poco de agua”

Gritaba Elena a Dios mientras escarbaba en la arena con sus manos para hacerle
sepultura a los anhelos sin cuerpo. El desierto se apresuró a dejar que brotara un
charquito de agua helada, fue lo bastante para beber y lavarse la cara, para retirar la
arena de la nariz y de entre sus dientes, suficiente para ponerse de pie y buscar un punto
que le indicara una dirección a seguir.

Un destello llamó su atención a una distancia que calculó, podía llegar antes de
que el sol quemara más, dio una última mirada al dolor de una mamá con hijo muerto, y
comenzó a caminar…acompañada sin notarlo, por el desierto.

“¿Y aquellos cuentos de que abriste el mar rojo, de que libraste de la esclavitud a
un pueblo, de que los alimentaste en el desierto?”

Elena pensaba que Dios era más bueno antes que ahora,

“A Abraham le diste descendencia tanta como las estrellas del cielo, a mi por lo
menos déjame ver a mis hijos otra vez… ya se que dicen que no soy una santa, pero
sigo creyendo en ti, lo sabes, ¿verdad?”

De pronto, el desierto la sacó de su particular oración hundiendo uno de sus pies,


al tratar de no perder el equilibrio, miró hacia el norte: un tráiler de compañía cervecera
se acercaba a gran velocidad, Elena impulsivamente sacó la fuerza que da el coraje y la
impotencia, apretó el estómago, y comenzó una loca carrera agitando las manos
levantadas al cielo para que el chofer pudiera mirarla, el hombre del tráiler la divisó al
pie de la autopista y comenzó a disminuir la velocidad, hasta parar frente a ella.

Una nube de polvo envolvió a la maltrecha Elena, el desierto quiso despedirse, la


abrazó en medio de un viento arenoso donde flotaban las almas y los anhelos que se
habían quedado a vivir con él.
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Yolanda CHÁVEZ
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El almohadón de plumas
SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un
ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada
a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda
hubiera ella deseada menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta
ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer
pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda
ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor
tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida
en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente
a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su
mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de
repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron
de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
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Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
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estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre
los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.
La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay
que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana
amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en
nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la
cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el
almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban
hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la
casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los
eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta
dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos:
—sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la
boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura
era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo,
pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco
noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable,
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y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.


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Horacio Quiroga
Dos números menos
Un hombre entra en una zapatería, y un amable vendedor se le acerca:

- ¿En qué puedo servirle, señor?


- Quisiera un par de zapatos negros como los del escaparate.
- Cómo no, señor. Veamos: el número que busca debe ser... el cuarenta y uno. ¿Verdad?
- No. Quiero un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, señor. Hace veinte años que trabajo en esto y su número debe ser un cuarenta y
uno. Quizás un cuarenta, pero no un treinta y nueve.
- Un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?
- Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos del treinta y nueve.

El vendedor saca del cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir
pies y, con satisfacción, proclama «¿Lo ve? Lo que yo decía: ¡un cuarenta y uno!».

- Dígame: ¿quién va a pagar los zapatos, usted o yo?


- Usted.
- Bien. Entonces, ¿me trae un treinta y nueve?

El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos del número treinta y
nueve. Por el camino se da cuenta de lo que ocurre: los zapatos no son para el hombre, sino
que seguramente son para hacer un regalo.

- Señor, aquí los tiene: del treinta y nueve, y negros.


- ¿Me da un calzador?
- ¿Se los va a poner?
- Sí, claro.
- ¿Son para usted?
- ¡Sí! ¿Me trae un calzador?

El calzador es imprescindible para conseguir que ese pie entre en ese zapato. Después de
varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato.

Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos sobre la alfombra, con creciente dificultad.

- Está bien. Me los llevo.

Al vendedor le duelen sus propios pies sólo de imaginar los dedos del cliente aplastados dentro
de los zapatos del treinta y nueve.

- ¿Se los envuelvo?


- No, gracias. Me los llevo puestos.
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El cliente sale de la tienda y camina, como puede, las tres manzanas que le separan de su
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trabajo. Trabaja como cajero en un banco.


A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas de pie dentro de esos
zapatos, su cara está desencajada, tiene los ojos enrojecidos y las lágrimas caen copiosamente
de sus ojos. Su compañero de la caja de al lado lo ha estado observando toda la tarde y está
preocupado por él.

- ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

- No. Son los zapatos.

- ¿Qué les pasa a los zapatos?

- Me aprietan.

- ¿Qué les ha pasado? ¿Se han mojado?

- No. Son dos números más pequeños que mi pie.

- ¿De quién son?

- Míos.

- No te entiendo. ¿No te duelen los pies?

- Me están matando, los pies.

- ¿Y entonces?

- Te explico -dice, tragando saliva-. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones. En


realidad, en los últimos tiempos, tengo muy pocos momentos agradables.

- ¿Y?

- Me estoy matando con estos zapatos. Sufro terriblemente, es cierto... Pero, dentro de unas
horas, cuando llegue a mi casa y me los quite, ¿imaginas el placer que sentiré? ¡Qué placer,
tío! ¡Qué placer!

Jorge Bucay

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Esperanza subversiva
“Hacía ya más de cien mil lunas, de la madre tierra le nacieron las primeras mujeres mayas,
semillas libres que les nacieron las mujeres y hombres que trabajaron nuestra tierra y ella los
alimentó. Ellas nunca poseyeron ni explotaron esta tierra, sino que por el contrario la
compartieron entre sus comunidades y cuidaron de ella. Fue hasta hace cincuenta mil lunas
que los otros mataron y robaron nuestra tierra, se apropiaron de ella y la explotaron. Desde
entonces, nosotras hemos resistido y defendido nuestro derecho a vivir a nuestro modo, nuestra
cultura, y hemos retomado nuestra tierra, ya desgastada, maltrecha, para cuidarla nuevamente
y pedirle que vuelva a alimentarnos y a nacernos. Hemos vuelto a acostar a nuestras hijas, al
cumplir sus cincuenta lunas, sobre un petate, para que aprendan a mirar las estrellas y
escuchen la voz de nuestras raíces, y su carne de maíz se nutra de esperanza”. Así hablaba la
comandanta Ramona a las mujeres de Acteal, antes del levantamiento.
Cuarenta lunas les habían pasado, cuando los árboles crujieron, los ríos crepitaron, la tierra
bramó, y las estrellas, al llegar la noche cayeron en llanto, inconsolables. Las mujeres madres,
las no nacidas y los hombres de Acteal, habían sido masacrados por las guardias blancas de
paramilitares, al servicio del corazón egoísta de los otros, siervos del capitalismo.
Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad del llamado “Caracol V”: “Se
alza la palabra de las mujeres y hombres indígenas que han logrado con su sudor la
proclamación de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”.
Eran las seis de la tarde, el sol se estaba ocultando detrás de las montañas de la región de San
Cristóbal de las Casas, Chiapaz.
La niña Quetzalli, con su cotona de lana, estaba acostada sobre un petate, panza arriba y
rascándose el ombligo, su mirada de mujer llegaba hasta la última estrella del cosmos, en sus
ojos, como hermosos espejos, se reflejaba la luna, mensajera de esperanza de un nuevo
amanecer. Esa noche escuchó en el rumor de las hojas de los frondosos árboles de mango,
una voz milenaria.
Le habían enseñado las ancianas de su pueblo, que la vida de cada una de las personas que
han sido enterradas está depositada en la sabia de los árboles, quienes por medio de sus raíces,
dan la mano a cada una para abrirles las puertas de los caminos que las llevarán hasta sus
hojas, que tocan las estrellas. Cuando caen las hojas nocturnas es que han tocado el haz de
una estrella, y ambas, hoja y estrella, se confabulan para que renazca una nueva indígena
forjadora de mujeres y hombres libres.

Esa noche las hojas hablaban con el conejo de la luna: “Han pasado ya ciento cuarenta lunas
y tu has sido testigo de que nuestros pueblos indígenas de Chiapaz han alzado sus voces para
resistir al sistema injusto y defender con sus vidas los derechos de los pueblos indios”.
El conejo, se hospedó esa noche en la frente de la niña y susurró a sus oídos: “He visto como
caminaban tu madre, tu padre y tus hermanas con la Junta de Buen Gobierno, esa que llaman
“nueva semilla que va a producir”. Los vi caminar junto con los otros pueblos, construyendo
autonomía en su territorio”.
Un pequeño temblor sacudió el petate y el ligero cuerpo de la niña. “Ejem, ejem”. Nuestra madre
tierra intervino, comenzó a hablar al corazón de Quetzalli: “Yo te he nacido, te he alimentado,
te he dado la vida, he guardado tu historia, soy la misma tierra de tus abuelas. De mis entrañas,
aires y aguas, salen todas las riquezas para tu pueblo”. La pequeña escuchaba atenta y sentía
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como la cálida tierra la acariciaba. Seguía observando a la luna, y el conejo continuaba su


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diálogo: “Por eso tu madre, tu padre, tus hermanas y todas las que en ella trabajan, se han
ganado el derecho de vivir en ella”.
“Santita, recibe paz”. Dijo la tortuga. Había llegado con su andar paciente a la mano izquierda
de la niña y posó la base de su verde caparazón sobre la palma de su mano. Su madre le había
dicho sobre la tortuga, que era un animal muy sabio, que la había escogido a ella de entre
muchas niñas, para hacerse su compañera y ayudarla con su tenacidad a que se reconocieran
sus derechos, a ser tomada en cuenta y ser verdaderamente respetada en nuestro modo, para
con su paciencia no desfallecer en tu rebeldía y resistencia”.
La tortuga como fiel nahual, con su voz grabe y ronca habló con ternura a los sentimientos de
la pequeña: “Sigue caminando en la esperanza subversiva, de tu sangre indígena, de tus
mártires, que viven en los árboles de raíces tan profundas jamás cortadas. Tu madre, tu padre
y tus hermanas, están aquí, en las hojas de estos mangos”.
“¡Quetzalli, linda, despierta!” Dijo su abuela. La tomó de la mano con el amor intenso de la
trascendencia, la llevó consigo hasta la carreta donde había un balde con agua, la ayudó a
enjuagarse, mojó su cara, para encontrarse con esos hermosos ojos negros, brillantes, como
las obsidianas. Quetzalli la miró hasta la raíz de su sentido de vida, buscando en sus ojos, los
de su madre. La abuela hablaba casi como el susurro de los árboles: “Tenemos que seguir
caminando, vamos a denunciar la incursión de la organización paramilitar “Paz y Justicia”, que
armados mataron a tu familia y a otras hermanas más de nuestro pueblo, invadiendo y
despojándonos de nuestras tierras. Porque ellos obedecen al corazón egoísta del capitalismo”.
La pequeña, era ya una mujer indígena, a su corta edad, alzaba su palabra para denunciar los
ataques del mal gobierno. La tortuga durante el camino le contó, que su tía, apenas alcanzada
la edad de procrear, había decidido tener una hija para contribuir a la multiplicación de las
mujeres y hombres de maíz, para seguir cuidando de nuestra madre tierra. “Una radio
encendida en una empobrecida y autónoma comunidad informaba hacía ya setenta lunas antes:
“Fueron encontradas 4 mujeres embarazadas, en la masacre de las 21 mujeres, 15 niñas y
niños y 9 hombres, indígenas simpatizantes del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN) en la empobrecida comunidad de Acteal, en el norteño municipio de Chenalhó”.

La tortuga, que seguía el camino de la esperanza subversiva en un nuevo amanecer, se


mantenía al lado de Quetzalli, esa pequeña que el corazón egoísta del capitalismo le negó
nacer. Pero que gracias a nuestra madre tierra, los árboles y las estrellas, la habían renacido.

Extendió su petate, entre la petatera de los marchistas, se acomodó su cotona y se tendió boca
arriba, para alimentar su mirada con esperanza de hojas y estrellas.

Han pasado cien lunas, en una pequeña casa de palma y estuco hecho de barro, la pequeña,
hecha mujer, estaba por opción siendo madre al parir una hermosa niña, morena, cabello negro.
La arropó con sus brazos y la amamantó con su amor y deseo de justicia.

Ya pasadas 50 lunas, como es la costumbre, le vistió su cotona de lana y la acostó panza arriba,
ha aprender a mirar con esperanza subversiva.
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Marco Antonio Cortés


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A la deriva
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al
volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro
ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la
cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante
contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el
pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre


sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida
hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de
garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos
violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía
adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido
gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos,
pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso.
Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La


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atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando
pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada
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en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en
la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las
inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus
manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez-
dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la
ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó
hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no
podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves,
aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente
atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó
tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En
el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su
canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto,
asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre,
en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El
paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza
sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento
escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La
pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas
para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes
de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en


la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera
también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había
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coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el
río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de
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guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.


Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma
ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba
entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal
vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí,
seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración…

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto


Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves…

Y cesó de respirar.

FIN

Horacio Quiroga

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Los titanes del tiempo
Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas luces que con las primeras
lluvias dan la idea de ser chispas de fuego al extinguirse el incendio que quemaba la tierra en
el verano.

La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de tierra, de piedra, de
polvo, de lodo. En el lento vaivén del alarido de un viento quejumbroso flotaba la frescura de un
cielo estrellado, sin nubes, sin sombras. Cuando pasaba por el camino de pedregales el sonido
se hizo grande, que cubría todo, que lo envolvía todo y el firmamento se movía como si viajara
en barco. De pronto se sintió caer en un profundo abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas
por un segundo sin fin.

El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a despertar, era como alma de
diablo que mostraba sus dientes blancos mientras pasaban Lila, una vieja mula acanelada, y él
montado sobre ella casi dormido en el sueño del amanecer eterno.

¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto corría y regresaba como
queriendo jugar a espaldas de la bestia, Lila seguía con su andar tranquilo como si también
durmiera de tanto caminar. Don Encarnación se tocó la cintura para revisar si seguía ahí el
machete que colocó con mucho cuidado al salir de su casa. Y tubo que sostenerse también el
sombrero ancho para no caerse porque la mula despertó asustada, ya que se sintió caer de
espaldas frente a la fuerza del ladrido de un lebrel pinto que se oponía a su camino.

-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-. Silencio. Atrás quedó la granja de
los frailes y sus fieros guardianes caninos.

-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces
sonaban las bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con plumas,
frutos, verduras y hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo la luz
de las estrellas y luceros pálidos florecía un verdadero mercado terrestre, casi acuoso por el
vapor de las tazas de café que servían unas mujeres prietas a los camioneros rechonchos y
malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón, toronja, chile, tomate, cebolla;
calabazas, porotos y maíz.

En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como hombre que
se asusta y que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás
de cerros con dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre con su mula
llegaba al monte, para trabajar la tierra sagrada y benévola, que generosa da a su tiempo la
espiga que es la madre del pan, y el maíz, padre del hombre americano. El sol pintaba el
horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como sombras en ese paisaje de oro. Los
brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra comenzaron su larga faena. Olía a tierra
seca.
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Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates verdes,
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gallinas amarillas y conejos blancos a la plaza de la ciudad.


-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes. Y hubo que correr para
salvar la vida, y dejar la venta para no ir al calabozo, y llorar para destruir el badajo de plomo
en la garganta. Los miserables no tienen derecho a ganarse la vida honradamente porque
causan desorden y afean las horribles ciudades. Y causan enojos a los grandes estadistas
idiotas, burgueses que creen ver todo y no ven nada.

Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don Encarnación regresó a
casa y se quitó las botas de hule, ahora llenas de agua limpia y llovida. Entró a la cocina y vio
a su esposa con las pupilas llenas de granizos calientes, tan calientes como lágrimas. Doña
Candelaria narró con la voz quebrada cómo perdió todo y quedó ella sola, sin dinero, sin
gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos brazos envolvieron a su esposa, los dos viejos lloraban.
Menos mal que a ella no le había pasado nada. El agua sonaba como piedras en la lámina roja
de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como diamantes, gotas de esperanza. Un colibrí
hecho con cabellos de luna volaba entre las gotas de lluvia y de sus alas se desprendían
fracciones de tiempo color del arco iris en el crisol de la tierra seca y sedienta. Los trabajadores
con su trabajo honrado y noble son los verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta
tierra milagrosa y legendaria.

Aroldo Moises Pescado Tomás

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El buscador
Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como buscador. Un buscador es alguien que
busca. No necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco es alguien que sabe lo que está
buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda. Un día nuestro
Buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso
riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó
todo y partió. Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó Kammir a lo
lejos, pero un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la
atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y
flores encantadoras. Estaba rodeaba por completo por una especie de valla pequeña de madera
lustrada, y una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto sintió que olvidaba el pueblo
y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El Buscador traspasó
el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas
como por azar entre los árboles. ¿Dejó que sus ojos, que eran los de un buscador, pasearan
por el lugar… y quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción? Abedul
Tare, vivió 8 años, ¿6 meses, 2 semanas y 3 días? Se sobrecogió un poco al darse cuenta de
que esa piedra no era simplemente una piedra. ¿Era una lápida, y sintió pena al pensar que un
niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar? Mirando a su alrededor, el hombre se
dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Al acercarse a leerla,
descifró: Lamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas. El buscador se sintió terriblemente
conmocionado. Este hermoso lugar era un cementerio y cada piedra una lápida. Todas tenían
inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo contactó
con el espanto, fue comprobar que, el que más tiempo había vivido, apenas sobrepasaba 11
años. Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio
pasaba por ahí y se acercó, lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba
por algún familiar. –¿No, ningún familiar? –dijo el buscador–. Pero… ¿qué pasa con este
pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados
en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a
construir un cementerio de niños? El anciano cuidador sonrió y dijo: “Puede usted serenarse,
no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré…
Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta, como ésta que tengo
aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de entonces, cada vez que
uno disfruta intensamente de algo, abra la libreta y anote en ella: a la izquierda, qué fue lo
disfrutado, a la derecha, cuánto tiempo duró ese gozo. ¿Conoció a su novia y se enamoró de
ella? ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana, dos?
¿Tres semanas y media? ¿Y después?, la emoción del primer beso, ¿cuánto duró? ¿El minuto
y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana? ¿Y el embarazo o el nacimiento del primer hijo?
¿Y el casamiento de los amigos? ¿Y el viaje más deseado? ¿Y el encuentro con el hermano
que vuelve de un país lejano? ¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?, ¿horas?, ¿días?
Así vamos anotando en la libreta cada momento, cada gozo, cada sentimiento pleno e intenso…
Y cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo
disfrutado, para escribirlo sobre su tumba. Porque ése es, para nosotros, el único y verdadero
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tiempo vivido.”
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(un cuento de Jorge Bucay)


Continuidad de los parques
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió
a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por
el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir
con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión
novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a
línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de
hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles
errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble
repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba
a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los
setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los
perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió
los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las
palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En
lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y
entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

FIN
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Julio Cortázar
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Eso sí

El Cholito se muere. El Cholito se va. La enfermedad lo atraviesa de lado a lado. Cinco años
tiene. Cinco escasos años y la vida ya lo quiere dejar. Ahora no sufre. Ahora no. Está medio
dormido, eso sí. Es por la medicación que le dan los doctores para sacarle el dolor. Junto a la
cama del Cholito están los padres derramando lágrimas que se abrazan y corren juntas. El
Cholito tiene la panza hinchada y le cuesta respirar. Cuando el Cholito empezó con el dolor en
la pierna les dijeron que no era nada. Varios médicos lo miraron. Lo miraron un poco por encima,
eso sí. Pero qué puede uno hacer, si los hospitales están sin recursos y el papá del Cholito
perdió la seguridad social cuando se quedó sin trabajo. Lo llevaron a un médico privado, que
sólo lo atendió cuando reunieron el dinero para pagar la consulta por adelantado. El médico
privado tampoco lo examinó demasiado. Diagnosticó “dolores del crecimiento”, eso sí. Todo
crecimiento va acompañado de dolor, todos menos justamente el que aludía el facultativo. El
crecimiento de los huesos no duele. Pero qué puede saber un padre que apenas completó tres
años de la enseñanza primaria. Qué le puede exigir a un médico que pasó por una universidad
y salió de ella más miope y egoísta que cuando entró. Nada, sólo agacha la cabeza y acepta.
Aunque el Cholo se haya seguido quejando, sin poder dormir a la noche, eso sí. El tiempo fue
pasando y el dolor en aumento, acompañado por hinchazón en la rodilla. Artritis, les dijeron. El
“güesero” del pueblo le quiso acomodar la rodilla, pero se le fracturó el fémur en el intento.
Entonces llegó el momento de viajar a la gran ciudad. El Cholito en un grito con cada cimbronazo
del autobús. El viaje largo. La llegada a Buenos Aires, con su multitud anónima hirviendo en la
Terminal de Ómnibus. Finalmente llevaron al Cholo al Hospital grande. Los médicos estaban
serios, mirando placas radiográficas de la rodilla y del tórax. Le practicaron una biopsia.
Después vino un médico a hablarles de la enfermedad, que era maligna y se había
desparramado por los pulmones. No respondió al tratamiento de quimioterapia y el Cholo
empeoró. La pierna se hinchó como un zapallo.

Cholo, Cholito, no te morís solamente de cáncer, también te morís de analfabetismo, de miseria,


de desnutrición, de marginalidad. Te morís de injusticia. Te morís de deuda externa. Te morís
de anonimato. Te morís de tan pequeño. Te morís aplastado en las vías del desarrollo. Te morís
de intereses ajenos. Te morís de extremo sur. Te morís, eso sí.

Pedro Alberto Zubizarreta


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¿Limonada? No, gracias

Había un niño llamado Sebastián. Era un niño común a quien le gustaba jugar futbol por las
tardes. Cierto día estaba leyendo una historieta, pero decidió tomar un descanso, fue por algo
de beber. Como las tragedias están a la orden del día, resbaló en el piso mojado, chocó contra
la mesa y uno de sus ojos salió volando por la ventana.

Sebastián, desesperado, abrió su refrigerador y tomó lo primero que encontró. Un limón, parecía
un limón normal, pero él no sabía que era un limón mágico. Se lo puso en la cavidad vacía.

Sus padres estaban asustados, querían arreglar el problema con ese ojo pero Sebastián quería
conservar el limón.

Tuvieron una plática y al cabo de unos minutos convenció a sus padres; le dijeron que si se
llegaba a sentir mal les dijese para ir con el médico. Con el paso del tiempo su organismo se
había adaptado perfectamente al extraño fruto.

Él había crecido mucho en poco tiempo, tanto que en sólo unos días fue tan fuerte que tenía la
habilidad de poder cargar cosas pesadas, además también podía predecir el futuro. Con su
verde ojo podía hacer cosas increíbles, como mirar fijamente al gato y hacer que se le erizaran
los pelos.

Pero un día despertó…

Sebastián estaba confundido. Gracias a Dios todo había sido un sueño. ¿Limonada? “No
gracias”, solía contestar

desde entonces.

Víctor Gael Vásquez Barajas


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Mi gemela invisible

Una mañana, mientras me encontraba desayunando, escuché un ruido

extraño que provenía de mi cuarto. Me levanté y fui a asomarme. Ahí,

justo al otro lado de la puerta, estaba yo. ¿Cómo podría ser eso posible?

Sólo me quedé viéndome y asustada salí inmediatamente hacia la habitación de mis padres.
Les conté lo sucedido, pero ellos no me creyeron.

Me fui al colegio como de costumbre, todo parecía estar bien hasta

que... ¡Me topé con ella! Nuevamente se me quedó viendo, yo cerré y

abrí mis ojos pero ella aún seguía ahí. Entonces, me armé de valor y le

pregunté, ¿quién eres?, ¿y por qué me sigues? Ella me contestó con delicadeza: “Soy tu
gemela, se cómo te sientes, nuestra abuela que ahora

está en el cielo, de donde yo vengo, me mandó; mi deber es acompañarte por determinado


tiempo”. Quedé impactada, pero aun así, me di

la media vuelta y con lágrimas en los ojos me retiré. No pasaron más de

cinco minutos cuando estaba al lado de mí. Le pregunté a una de mis compañeras si veía a
alguien, pero no, ella no

la veía. En ese instante me di cuenta de que era mi gemela invisible. Así transcurrieron los días,
era como mi sombra.

Esta mañana me levanté, escuché ruidos, los vi a todos desayunando con ella, pero nadie me
pudo ver. Mi gemela

me ignoró cuando quise hablarle, la miro callada desde esta pared en que me encuentro. Me
mira y sale corriendo del

cuarto, la sigo hasta su colegio, intento hablar con ella, se detiene y replica: “¿Quién eres? ¿Por
qué me sigues? Yo no

tengo la culpa de que seas invisible”.

Karina Rivera
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Chicles, la luz que ilumina el mar

El 5 de mayo nació Sebastián, un niño sordo al que le decían Chicles, pero su mamá ignoraba
que era sordo profundo. A los 5 años Sebastián empezó a medio hablar o mejor dicho a
balbucear. Su mamá le hablaba y Sebastián no le hacía caso, todo lo decía con señas. Su
mamá y papá empezaron a discutir por el dinero y se divorciaron. Su mamá se fue a vivir a la
casa de sus papás. Un día su mamá les dice: “Los voy a llevar a la escuela”. Cuando lo llevaron,
la maestra le preguntó por su nombre, pero no dijo nada, sólo se sonrió, pensó que estaban
jugando adivinanzas. Lo castigó sin recreo. Los niños se burlaban de él porque no entendía y
se sintió muy mal. Lloró porque todos se reían de él. La maestra le manda hablar a su mamá y
se lo lleva a la casa. Sebastián dormía mucho. Una vez, en su sueño mira una luz en el mar y
se quedó pensando qué era eso… se miraba un sendero de luz sobre el agua y se metió al mar.
Se estaba ahogando, pero lo rescató su abuelo. Despertó con mucha temperatura, su abuelo
lo llevó al doctor porque le dio gripa. El doctor revisó sus oídos, fue entonces que le dijeron que
su nieto era sordo. El abuelo discutió con la mamá, que cómo no sabía que era sordo. Pero sí
sabía, sólo que ella tenía vergüenza de decírselos.

Antonio Benjamín Martínez Retana


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El secreto del alebrije

Cierta vez una abeja se encontró con un dragón. Entonces pensó: como quisiera convertirme
en dragón para que todos me respeten y me tengan miedo. Siguió volando y se encontró con
un gato tan blanco como la nieve, entonces dijo: “Quisiera ser tan bella y elegante como un
gato”. Continuó su camino y vio una mariposa, entonces pensó: quisiera tener unas alas tan
grandes como un ángel y verme como él. Continuó su camino y se topó con un hada muy
preocupada y le preguntó por todos esos animales que la abeja se había encontrado. Ella le dio
señas de donde los había visto, entonces le concedió todo lo deseado en su camino. Era grande
como un dragón, con la elegancia del gato y unas hermosas alas azules color cielo. Se miró
con asombró y le dijo: “¿Pero en qué me has convertido?”. “Ahora eres un alebrije”.

Gisel Mendoza Pérez

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El cumpleaños

El líder dice salud. La novia del líder dice salud. El hombre de la pala y el pico dice salud. El
hombre del sombrero y el mal aliento dice salud. El muchacho flaco de la otra pala dice salud.
La mujer tímida no dice salud, pero alza su copa como todos. El muerto no dice salud, ni alza
su copa, más bien se ve muy desmejorado, pero aún conserva su anillo de oro. Hoy es el
cumpleaños del muerto. La fiesta acaba de comenzar. La mujer tímida piensa que ésta es la
última vez que acepta salir con los amigos del hombre de la pala y el pico, y finge dar un sorbo
al vino. El muchacho flaco piensa que tal vez fue más difícil sacar el féretro y llevarlo a cuestas
que cavar el hoyo, mientras de un solo trago se acaba el vino de su copa. El hombre del
sombrero y el mal aliento piensa que la mujer tímida seguramente es virgen, y la ve con lujuria
mientras se lleva lentamente la copa a los labios. El hombre de la pala y el pico piensa que el
muerto ya no podrá aguantar al cumpleaños del próximo año por el grado de descomposición
que presenta, y toma un pequeño sorbo al vino para paladearlo lentamente. La novia del líder
piensa que sería divertido bailar con el muerto y que aún no está borracha, solamente un poco
mareada. El líder toma la copa de su novia antes de que ella la tire por accidente y piensa que
lo mejor sería no celebrar más cumpleaños, porque esta vez estuvieron a punto de ser
descubiertos por los veladores del panteón, mientras el vino pasa por su garganta. El muerto
no piensa nada, sólo está ahí, acostado en el féretro y con la osamenta casi completa. Le falta
el peroné de la pierna izquierda, pero nadie se ha percatado.

Demian Marín
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El árbol mágico

Hace mucho mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en cuyo centro encontró un árbol
con un cartel que decía: soy un árbol encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás. El niño
trató de acertar el hechizo, y probó con abracadabra, super califragilistico espialidoso, tan-ta-ta-
chán, y muchas otras, pero nada. Rendido, se tiró suplicante, diciendo: "¡¡por favor, arbolito!!",
y entonces, se abrió una gran puerta en el árbol. Todo estaba oscuro, menos un cartel que
decía: "sigue haciendo magia". Entonces el niño dijo "¡¡Gracias, arbolito!!", y se encendió dentro
del árbol una luz que alumbraba un camino hacia una gran montaña de juguetes y chocolate.
El niño pudo llevar a todos sus amigos a aquel árbol y tener la mejor fiesta del mundo, y por eso
se dice siempre que "por favor" y "gracias", son las palabras mágicas

Pedro Pablo Sacristán 23


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El conejito soñador
El conejito soñadorHabía una vez un conejito soñador que vivía en una casita en medio del
bosque, rodeado de libros y fantasía, pero no tenía amigos. Todos le habían dado de lado
porque se pasaba el día contando historias imaginarias sobre hazañas caballerescas, aventuras
submarinas y expediciones extraterrestres. Siempre estaba inventando aventuras como si las
hubiera vivido de verdad, hasta que sus amigos se cansaron de escucharle y acabó quedándose
solo.

Al principio el conejito se sintió muy triste y empezó a pensar que sus historias eran muy
aburridas y por eso nadie las quería escuchar. Pero pese a eso continuó escribiendo.

Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de aventuras. Se imaginaba
vestido de caballero salvando a inocentes princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de
buzo mientras exploraba las profundidades del océano.

Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que imaginaba. De vez en
cuando, salía al bosque a leer en voz alta, por si alguien estaba interesado en compartir sus
relatos.

Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato, apareció por allí una
hermosa conejita que parecía perdida. Pero nuestro amigo estaba tan entregado a la
interpretación de sus propios cuentos que ni se enteró de que alguien lo escuchaba. Cuando
acabó, la conejita le aplaudió con entusiasmo.

-Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién llegada -. ¿Te ha gustado
mi historia?
-Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
-¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
- ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿Tu crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mi me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber escribir historias
como la tuya pero no se...

El conejito soñadorl conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente muy
triste así que se acercó y, pasándole la patita por encima del hombro, le dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y conocer a todos esos
villanos y malandrines -dijo la conejita-

Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron cientos de libros que
leyeron a niños de todo el mundo.
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Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el conejito no volvió jamás
a sentirse solo ni tampoco a dudar de sus historias.
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Eva María Rodríguez


Blancanieves
Un día de invierno la Reina miraba cómo caían los copos de nieve mientras cosía. Le cautivaron
de tal forma que se despistó y se pinchó en un dedo dejando caer tres gotas de la sangre más
roja sobre la nieve. En ese momento pensó:

- Cómo desearía tener una hija así, blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de
cabellos negros como el ébano.

Al cabo de un tiempo su deseo se cumplió y dio a luz a una niña bellísima, blanca como la nieve,
sonrosada como la sangre y con los cabellos como el ébano. De nombre le pusieron
Blancanieves, aunque su nacimiento supuso la muerte de su madre.

Pasados los años el rey viudo decidió casarse con otra mujer. Una mujer tan bella como
envidiosa y orgullosa. Tenía ésta un espejo mágico al que cada día preguntaba:

- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?

Y el espejo siempre contestaba:

- Sí, mi Reina. Vos sois la más hermosa.

Pero el día en que Blancanieves cumplió siete años el espejo cambió su respuesta:

- No, mi Reina. La más hermosa es ahora Blancanieves.

Al oír esto la Reina montó en cólera. La envidia la comía por dentro y tal era el odio que sentía
por ella que acabó por ordenar a un cazador que la llevara al bosque, la matara y volviese con
su corazón para saber que había cumplido con sus órdenes.

Pero una vez en el bosque el cazador miró a la joven y dulce Blancanieves y no fue capaz de
hacerlo. En su lugar, mató a un pequeño jabalí que pasaba por allí para poder entregar su
corazón a la Reina.

Blancanieves se quedó entonces sola en el bosque, asustada y sin saber dónde ir. Comenzó a
correr hasta que cayó la noche. Entonces vio luz en una casita y entró en ella.

Era una casita particular. Todo era muy pequeño allí. En la mesa había colocados siete platitos,
siete tenedores, siete cucharas, siete cuchillos y siete vasitos. Blancanieves estaba tan
hambrienta que probó un bocado de cada plato y se sentó como pudo en una de las sillitas.

Estaba tan agotada que le entró sueño, entonces encontró una habitación con siete camitas y
se acurrucó en una de ellas.
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Bien entrada la noche regresaron los enanitos de la mina, donde trabajaban excavando piedras
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preciosas. Al llegar se dieron cuenta rápidamente de que alguien había estado allí.
- ¡Alguien ha comido de mi plato!, dijo el primero
- ¡Alguien ha usado mi tenedor!, dijo el segundo
- ¡Alguien ha bebido de mi vaso!, dijo el tercero
- ¡Alguien ha cortado con mi cuchillo!, dijo el cuarto
- ¡Alguien se ha limpiado con mi servilleta!, dijo el quinto
- ¡Alguien ha comido de mi pan!, dijo el sexto
- ¡Alguien se ha sentado en mi silla!, dijo el séptimo

Cuando entraron en la habitación desvelaron el misterio sobre lo ocurrido y se quedaron con la


boca abierta al ver a una muchacha tan bella. Tanto les gustó que decidieron dejar que
durmiera.

Al día siguiente Blancanieves les contó a los enanitos la historia de cómo había llegado hasta
allí. Los enanitos sintieron mucha lástima por ella y le ofrecieron quedarse en su casa. Pero eso
sí, le advirtieron de que tuviera mucho cuidado y no abriese la puerta a nadie cuando ellos no
estuvieran.

La madrastra mientras tanto, convencida de que Blancanieves estaba muerta, se puso ante su
espejo y volvió a preguntarle:

- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?


- Mi Reina, vos sois una estrella pero siento deciros que Blancanieves, sigue siendo la más
bella.

La reina se puso furiosa y utilizó sus poderes para saber dónde se escondía la muchacha.
Cuando supo que se encontraba en casa de los enanitos, preparó una manzana envenenada,
se vistió de campesina y se encaminó hacia montaña.

Cuando llegó llamó a la puerta. Blancanieves se asomó por la ventana y contestó:

- No puedo abrir a nadie, me lo han prohibido los enanitos.


- No temas hija mía, sólo vengo a traerte manzanas. Tengo muchas y no sé qué hacer con ellas.
Te dejaré aquí una, por si te apetece más tarde.

Blancanieves se fió de ella, mordió la manzana y… cayó al suelo de repente.

La malvada Reina que la vio, se marchó riéndose por haberse salido con la suya. Sólo deseaba
llegar a palacio y preguntar a su espejo mágico quién era la más bella ahora.

Blancanieves
- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?
- Sí, mi Reina. De nuevo vos sois la más hermosa.

Cuando los enanitos llegaron a casa y se la encontraron muerta en el suelo a Blancanieves


trataron de ver si aún podían hacer algo, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Blancanieves
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estaba muerta.
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De modo que puesto que no podían hacer otra cosa, mandaron fabricar una caja de cristal, la
colocaron en ella y la llevaron hasta la cumpre de la montaña donde estuvieron velándola por
mucho tiempo. Junto a ellos se unieron muchos animales del bosque que lloraban la pérdida de
la muchacha. Pero un día apareció por allí un príncipe que al verla, se enamoró de inmediato
de ella, y le preguntó a los enanitos si podía llevársela con él.

A los enanitos no les convencía la idea, pero el príncipe prometió cuidarla y venerarla, así que
accedieron.

Cuando los hombres del príncipe transportaban a Blancanieves tropezaron con una piedra y del
golpe, salió disparado el bocado de manzana envenenada de la garganta de Blancanieves. En
ese momento, Blancanieves abrió los ojos de nuevo.

- ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?, preguntó desorientada Blancanieves

- Tranquila, estáis sana y salva por fin y me habéis hecho con eso el hombre más afortunado
del mundo.

Blancanieves y el Príncipe se convirtieron en marido y mujer y vivieron felices en su castillo.

Hermanos Grimm

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Ana y las margaritas
Ana y las margaritasEn una ciudad lejana pero muy parecida a la nuestra vivía una niña de
nombre Anita. Tenía el cabello rizado y castaño y sus ojos eran celestes como el mar. A la
pequeña le gustaba mucho cantar y observar las flores de los jardines.

Pero lo que más le gustaba y hacía además con mucho cariño y dedicación era plantar
margaritas en el jardín de la casa de su abuelo. Juntos las regaban y cuidaban hasta que
estaban lo suficientemente grandes como para venderlas en el mercado de flores. Con el dinero
que sacaban ayudaban juntos a los niños más necesitados.

Una mañana de verano, estaba Anita en casa de su abuelo de regando las margaritas cuando
una señora con un sombrero marrón y un niño en los brazos se acercó y le dijo:

-Pequeña, ¿podrías darme algo de comer o algún dinero? No tengo trabajo y mi esposo está
muy enfermo.

- Un momento señora, voy a entrar dentro a hablar con mi abuelo. Seguro que él puede ayudarle

Pero el abuelo de Anita se había quedado dormido mientras veía la tele y la niña no quiso
despertarlo. Así que en ese momento tuvo una gran idea:
- Ya sé lo que haremos. Iremos juntas al mercado a vender las flores como cada miércoles y le
daré todo el dinero que ganemos.

- Gracias pequeña, me parece una idea estupenda.


La niña cortó un enorme ramo de flores del jardín y lo adornó con unas ramitas verdes de
helechos plumosos, con él partieron hacia el mercado para vender las flores.

Anita ofrecía sus margaritas a todos los que pasaban a su lado cantando una pequeña canción
que ella misma se había inventado:
-¡Señora, señorita, por favor cómpreme usted estas margaritas para darme una ayudita!

Todo el mundo se paraba para escuchar su voz angelical y le compraba un ramito de flores tan
bellas y sencillas como ella.
Cuando todos los ramos de margaritas estuvieron vendidos, le pidió a la señora con el niño que
la acompañara hasta una tienda cercana. Allí compró tres panes, un trozo de queso y una
botella de leche y se los dio a la señora del niño junto al dinero que había sobrado.
- Gracias pequeña, eres muy buena. Me gustaría darte algo a cambio, pero ya ves que no tengo
mucho… ¡Espera! Tal vez sí tenga algo que pueda darte.
La señora sacó del bolsillo de su viejo abrigo una bolsita de tela azul y se la entregó a la niña.

- Esta bolsita contiene unas semillas. Debes plantarlas en tu jardín esta misma noche. No lo
olvides.
Después la mujer y el niño le dieron un fuerte abrazo a Anita y ésta se lo devolvió con afecto.
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Mientras los veía perdiéndose al final de la calle del mercado, se quedó pensando en las
palabras de la señora.
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Cuando Anita llegó a su casa ya era mediodía y su madre la esperaba para comer.
en cuanto terminó y sin contarle lo sucedido a su madre, Anita le pidió permiso para plantar las
semillas en el jardín de su casa.
Esperó a que se hiciera de noche y las plantó con esmero una por una para luego regar la tierra
donde descansaban. Después estuvo jugando a las muñecas y se fue a dormir.
Ana y las margaritasAl día siguiente cuando Anita despertó, fue corriendo al jardín y se llevó
una gran sorpresa: de las semillas que le había dado la mujer del sombrero marrón habían
brotado unas hermosas rosas blancas, más hermosas incluso que las margaritas que plantaba
en el jardín de su abuelo.
La niña vendió las rosas blancas en el mercado, y también las margaritas del abuelo y cuando
acabó el verano juntó todo el dinero que había ahorrado.
- He oído que van a construir una escuela para los niños que más lo necesitan y me gustaría
ayudarles con esto - dijo la pequeña entregando a su abuelo todo el dinero
- ¡Pero qué buena eres Anita! Estoy muy orgulloso de tener una nieta como tú.
Anita nunca olvidó a la señora del sombrero marrón y a pesar de no volverla a ver nunca más,
no pasó ni un sólo día sin que en silencio le diera las gracias por su regalo pues gracias a ella
comprendió que ser generoso con quienes lo necesitan tiene maravillosas recompensas.
Autor: Luciana Guerra

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El dragón que escupía chocolate
Piensas que todos los dragones son malos y que echan fuego por la boca, te equivocas. Hace
tiempo existió uno muy especial. No escupía fuego y apenas podía volar. La verdad es que no
escupía nada. Todo el mundo en su pueblo se burlaba de él llamándole Llama seca.
Aunque un día la historia cambió. Cuando se hizo mayor decidió armarse de valor y salir a
explorar el mundo. Puede que no pudiera ni tostar unas simples almendras, ni elevarse dos
palmos del suelo con sus débiles alas. Pero estaba tan harto de tantas burlas que lo que no
podía era aguantar ni un minuto más a aquella pandilla de maleducados. Y se fue.
Caminó y caminó sin mirar atrás durante varios días por el Bosque Negro que rodeaba la Tierra
de los Dragones hasta que llegó a un claro donde no había nada más que hierba verde. El
dragón se quedó asombrado mirando aquella hierba. Jamás se había imaginado que de la
naturaleza pudieran brotar colores tan hermosos. Era lógico que nuestro amigo no hubiera visto
nunca algo así, ya que sus vecinos incendiarios lo arrasaban todo en sus prácticas de vuelo.
Mientras miraba embelesado aquel milagro de la vida apareció una viejecita que parecía salir
de la nada. Sí, la típica viejecita de los cuentos, esa que nunca sabes si va a ser buena o va a
ser mala, y que siempre imaginamos con pinta de bruja.
- Amigo dragón, ¿qué miras con esa cara de asombrado? - preguntó la vieja.
- Miro los colores del campo- respondió el dragón-. Nunca los había visto.
- Y, ¿por qué no los quemas? - insistió la buena señora, a ver si lo provocaba.
- Porque no puedo -dijo el pobre dragoncito, con cara de pena-. No tengo fuego en mi garganta,
ni fuerza para volar, ni nada que merezca la pena.
Entonces, la vieja bruja le miró a los ojos fijamente, estudiando la profundidad de su mirada.
Después de un rato observando a aquel dragón le dijo, muy seria:
- A ti lo que te pasa es que te falta valor para intentarlo. ¿Hace cuánto tiempo que no das un
salto e intentas volar?
El dragón la miró sorprendido. Descubrió que jamás había intentado volar alto, que sólo agitaba
las alas un poquito, pero sin ponerle empeño ninguno. ¿Para qué iba a intentarlo, si ya sabía él
que no podía? Toda la vida se había pasado el pobre escuchando que no podía volar. ¿Cómo
iba a saber él más que el resto de dragones?
- Muy bien, amigo dragón -dijo la anciana. Te propongo un trato. Si tú consigues volar hasta lo
alto de aquella montaña y me traes un huevo del águila calva que allí vive yo te devolveré el
don de escupir fuego, un fuego voraz que arrasará con todo lo que se encuentre a tu paso.
El dragón no podía creer lo que oía. Sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo y podría ser tan
malvado como los demás. Cogió carrerilla y, cuando iba a dar el salto…
- Espera un momento -dijo el dragón parando en seco-. ¿Para qué quieres tú ese huevo?
- ¡Y a ti que te importa, dragón entrometido! -respondió la vieja, furiosa -. Vete volando a por
ese huevo o jamás recuperarás tu dichoso fuego.
- ¿Sabes qué te digo bruja? -dijo el dragón, con cara de pocos amigos-. Que no quiero tu fuego.
Yo no quiero arrasar los campos ni quemar los bosques. No quiero que la gente me odie por
destruir lo que más aman. Sólo quiero disfrutar de la belleza de la vida y encontrar gente que
me quiera y no gente que me quiera ayudar por interés como tú.
El dragón que escupía chocolate, tras oír estas palabras, entró en cólera. Empezó a conjurar
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un hechizo que hizo que se oscureciera el sol y que se apagara el color de las flores.
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El dragón, asustado, echó a correr tan rápido que cuando se quiso dar cuenta estaba volando.
- ¡Puedo volar! -gritó a los cuatro vientos.

Después de varias horas de vuelo, el dragón estaba agotado. Cuando aterrizó pensó que, si
había podido volar, también podría hacer otras cosas. Pero no quería echar fuego por la boca,
así que deseó muy fuerte hacer algo que pudiera hacer al mundo más feliz. Entonces abrió la
boca para escupir, a ver qué salía. ¡Y salió chocolate! ¡Chorros de chocolate calentito, listo para
tomar con unos buenos churros!
Unos niños que pasaban por allí lo vieron, y corrieron a ver a aquel milagroso dragón.
- Ven con nosotros a nuestro pueblo
- Podrás vivir con nosotros y seremos todos muy felices.
Y así fue. El dragón se fue con los niños y fue recibido con los brazos abiertos. Y como todos
los días el dragón les daba chocolate calentito para desayunar, ahora todo el mundo lo conoce
como llama dulce.

Eva María Rodríguez

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El regalo de la princesa
Érase una vez una pequeña princesa que al cumplir los diez años tuvo una fantástica fiesta.
Había músicos, flores, helado de fresa y pasteles con glaseado rosa. Los invitados trajeron los
más maravillosos regalos.

El rey, su padre, le regaló un poni blanco con una cola larga y un arnés azul plateado. La reina,
su madre, la sorprendió con una vajilla de oro para sus muñecas. Había muchos regalos
hermosos: un anillo de piedras preciosas, una docena de vestidos de seda, un ruiseñor en una
jaula de oro; pero todos esperaban saber cuál sería el regalo del hada madrina de la pequeña
princesa.

Igualmente, especulaban cómo llegaría a la fiesta, pues el hada era impredecible. Algunos
decían que llegaría volando con sus alas doradas, otros, la imaginaban sobre el palo de una
escoba. Pero para la fiesta de la princesa, el hada llegó a pie, con un vestido rojo y delantal
blanco. Sus ojos brillaron cuando le entregó su regalo a la princesa. El regalo era muy extraño:
¡solo una pequeña llave negra!

—Esta llave abrirá una pequeña casa al final del jardín, ese es mi regalo de cumpleaños— dijo
el hada madrina—. En la casita encontrarás un tesoro.

Entonces, tan repentinamente como había llegado, el hada madrina se había marchado con
una sonrisa entre los labios.

Los invitados se preguntaban acerca de la casita, algunos de ellos fueron al final del jardín para
verla. Sin embargo, lo que encontraron fue una pequeña cabaña con techo de paja, limpia y
ordenada, pero ordinaria. Así que alzaron la nariz y regresaron al castillo.

—¡Qué regalo tan corriente y pobre! —dijeron.

La pequeña princesa puso la llave en su bolso de seda y se olvidó de ella por el resto de la
fiesta. Al final, decidió visitarla.

La casita despertaba su curiosidad, porque era muy diferente a su castillo. El castillo tenía
grandes ventanas de colores, pero la casita tenía geranios carmesíes que colgaban de las
ventanas y cortinas blancas.

Entonces, abrió la puerta y entró. El castillo tenía muchas habitaciones, grandes y solitarias,
pero la casita tenía una habitación, pequeña y muy acogedora. Allí encontró una chimenea cuyo
fuego parecía bailar al son del agua que burbujeaba en un pequeño fogón.

La mesa estaba puesta para el té. Era un té común, acompañado de pan blanco, mantequilla,
miel y leche. La princesa se sentó a tomar el té.
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—Qué agradable era la casita— pensó—. ¡Qué inusualmente hambrienta estaba!


Aunque podía degustar los más exquisitos manjares en su castillo; en su propia casita descubrió
que nada era tan delicioso como el pan con mantequilla, y que su leche sabía tan dulce como
la miel.

Después del té, la princesa notó en un rincón de la casita, una máquina de coser con tela de
lino y se puso a coser. El fuego de la chimenea bailó, el agua del fogón cantó y la máquina de
coser zumbó alegremente. Fue tan maravilloso ese momento en la casita, que la princesa
también comenzó a cantar. Ella cantaba como un pajarito, sin embargo, nunca antes lo había
intentado.

—Te escuché cantar y me detuve—dijo una voz muy suave.

La princesa vio a un niño de su misma edad. Su cara era muy agradable, pero estaba vestido
con ropa harapienta. Su camisa estaba tan llena de agujeros que apenas cubría su espalda.

—¿Qué estás cosiendo? — le preguntó.

La princesa no sabía hasta ese momento qué estaba cosiendo, pero lo comprendió de
inmediato.

—Estoy cosiendo una camisa nueva para ti — respondió.

—¡Oh, gracias! — dijo el niño sonriendo.

Entonces, la pequeña princesa pensó en lo que había dicho su madrina:

—En la casita encontrarás un tesoro.

En la casita no había oro, ni nada de lo que ella consideraba un tesoro. Pero su corazón también
cantaba. Eso lo era todo; su hada madrina le había dado el regalo de un corazón contento.

Carolyn Sherwin Bailey

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Tío Tigre y Tío Conejo

Una calurosa mañana, se encontraba Tío Conejo recolectando zanahorias para el almuerzo.
De repente, escuchó un rugido aterrador: ¡era Tío Tigre!

—¡Ajá, Tío Conejo! —dijo el felino—. No tienes escapatoria, pronto te convertirás en un delicioso
bocadillo.

En ese instante, Tío Conejo notó unas piedras muy grandes en lo alto de la colina e ideó un
plan.

—Puede que yo sea un delicioso bocadillo, pero estoy muy flaquito —dijo Tío Conejo—. Mira
hacia la cima de la colina, ahí tengo mis vacas y te puedo traer una. ¿Por qué conformarte con
un pequeño bocadillo, cuando puedes darte un gran banquete?

Como Tío Tigre se encontraba de cara al sol, no podía ver con claridad y aceptó la propuesta.
Entonces le permitió a Tío Conejo ir colina arriba mientras él esperaba abajo.

Al llegar a la cima de la colina, Tío Conejo gritó:

—Abre bien los brazos Tío Tigre, estoy arreando la vaca más gordita.

Entonces, Tío Conejo se acercó a la piedra más grande y la empujó con todas sus fuerzas. La
piedra rodó rápidamente.

Tío Tigre estaba tan emocionado que no vio la enorme piedra que lo aplastó, dejándolo
adolorido por meses.

Tío Conejo huyó saltando de alegría.

Paola Artmann
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Las dos ranitas de Japón
Esta es la historia de dos ranitas. Ambas vivían muy felices en Japón, pero en diferentes
ciudades; una vivía en Kioto y la otra en Osaka.

Una mañana, las dos ranitas se despertaron muy aburridas y decidieron que era hora de
explorar otros lugares:
—Hoy partiré hacia Osaka —se dijo la ranita de Kioto.
—Hoy viajaré a Kioto —se dijo la ranita de Osaka.
Sin saberlo, las ranitas empacaron sus cosas al mismo tiempo y salieron saltando hasta el
camino de la montaña que unía las dos ciudades.
El viaje resultó ser más largo de lo planeado y por esas cosas del destino; las dos ranitas, muy
agotadas, se detuvieron en la cima de la montaña.
Al encontrarse, las dos ranitas se observaron con emoción. Luego, se saludaron y entablaron
conversación. Fue así como supieron hacia donde se dirigían.
—¡Voy a Osaka! — dijo la ranita de Kioto—. Escuché que es una ciudad esplendorosa.
—¡Y yo voy a Kioto! — respondió la ranita de Osaka—. Todos dicen que es una ciudad
espléndida.
—Es una pena que no seamos más altas— dijo la ranita de Kioto—. Si lo fuéramos, podríamos
ver desde lo alto de esta montaña la ciudad que queremos visitar.
—¡Tengo una idea! — exclamó la ranita de Osaka—. Parémonos de puntitas con nuestras patas
traseras y apoyémonos una a la otra. Así podemos echarle un vistazo a la ciudad a donde
vamos.
Entonces, las dos ranitas se pararon de puntitas y se tomaron de las patas delanteras para no
caerse.
La rana de Kioto alzó la cabeza y miró hacia Osaka. La rana de Osaka también alzó la cabeza
y miró hacia Kioto
—¡Qué decepción! — dijo la ranita de Kioto—. Osaka es igual a Kioto.
—¡Qué desilusión! — dijo la ranita de Osaka—. Kioto es igual a Osaka.
En ese momento, la ranita de Kioto dijo:
—Me alegra que hayamos descubierto esto, ahora podemos ahorrarnos el largo viaje y regresar
a casa.
Las dos se despidieron y comenzaron a saltar muy felices de vuelta a sus ciudades.
Sin embargo, las dos ranitas olvidaron que todas las ranitas del mundo tienen los ojos en la
parte de arriba de la cabeza. En realidad, veían lo que estaba atrás y no adelante. ¡La ranita de
Kioto estaba mirando hacia Kioto y la de Osaka estaba mirando hacia Osaka!

Paola Artmann
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Uga la tortuga
- ¡Caramba, todo me sale mal!, se lamenta constantemente Uga, la tortuga.
Y es que no es para menos: siempre llega tarde, es la última en acabar sus tareas, casi nunca
consigue premios a la rapidez y, para colmo es una dormilona.
- ¡Esto tiene que cambiar!,- se propuso un buen día, harta de que sus compañeros del bosque
le recriminaran por su poco esfuerzo al realizar sus tareas.
Y es que había optado por no intentar siquiera realizar actividades tan sencillas como amontonar
hojitas secas caídas de los árboles en otoño, o quitar piedrecitas de camino hacia la charca
donde chapoteaban los calurosos días de verano.
- ¿Para qué preocuparme en hacer un trabajo que luego acaban haciendo mis compañeros?
Mejor es dedicarme a jugar y a descansar.
- No es una gran idea - dijo una hormiguita - Lo que verdaderamente cuenta no es hacer el
trabajo en un tiempo récord; lo importante es acabarlo realizándolo lo mejor que sabes, pues
siempre te quedará la recompensa de haberlo conseguido.
No todos los trabajos necesitan de obreros rápidos. Hay labores que requieren tiempo y
esfuerzo. Si no lo intentas nunca sabrás lo que eres capaz de hacer, y siempre te quedarás con
la duda de si lo hubieras logrado alguna vez.
Por ello, es mejor intentarlo y no conseguirlo que no probar y vivir con la duda. La constancia y
la perseverancia son buenas aliadas para conseguir lo que nos proponemos; por ello yo te
aconsejo que lo intentes. Hasta te puede sorprender de lo que eres capaz.
- ¡Caramba, hormiguita, me has tocado las fibras! Esto es lo que yo necesitaba: alguien que me
ayudara a comprender el valor del esfuerzo; te prometo que lo intentaré.
Pasaron unos días y Uga la tortuga se esforzaba en sus quehaceres.
Se sentía feliz consigo misma pues cada día conseguía lo poquito que se proponía porque era
consciente de que había hecho todo lo posible por lograrlo.
- He encontrado mi felicidad: lo que importa no es marcarse grandes e imposibles metas, sino
acabar todas las pequeñas tareas que contribuyen a lograr grandes fines.

FIN
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Margarita y los rayos de sol
En la naturaleza existen toda clase de flores maravillosas que extienden sus pétalos hacia el
sol. Las hay que tienen formas curiosas o colores muy brillantes, y también están esas que se
confunden con la vegetación y solo te sorprenden con su belleza cuando las miras más de
cerca.

Las flores muchas veces nacen en los lugares más curiosos y llaman la atención de cualquiera
que las mire. Eso es exactamente lo que sucedió con Margarita, una linda y blanca flor que
nació en el borde de una acera en una calle cualquiera de una ciudad. Al principio, cuando era
un capullo, nadie se dio cuenta de su existencia, pero un día los rayos del sol hicieron que
abriera sus pétalos… y así fue cómo las personas la vieron y pudieron contemplar su belleza.

Margarita, a pesar de sus circunstancias, era una flor muy alegre y cariñosa, y procuraba animar
a todas aquellas personas que la miraban. Así, una mañana pasó por su lado una mujer muy
ocupada que al ver a Margarita pensó en su mamá, a la que no había llamado en mucho
tiempo…

—Oh, esa flor blanca me ha recordado al pelo rizado de mi querida mamá… —dijo la mujer
deteniéndose junto a Margarita— Hace mucho que no la llamo con tanto trabajo y tantas
preocupaciones, ¿cómo va a saber cuánto la quiero y cuánto me acuerdo de ella cada día?

Ante los ojos de aquella mujer Margarita se estremeció, y envió un poco de brisa llena de alegría
hasta sus mejillas, que se enrojecieron de nostalgia. Entonces la mujer vio a Margarita todavía
más bonita, y de inmediato tuvo una idea estupenda:

—El amor hay que demostrarlo, a veces con acciones y a veces con palabras —dijo sacando
su teléfono—, así que llamaré a mi mamá para decirle cuánto la quiero.

Y así la mujer se alejó caminando, hablando animadamente con su mamá, que se puso muy
feliz de escuchar la voz de su hija.

Un rato después un hombre muy pensativo pasó por el mismo lugar, suspirando con pesar
mientras pensaba en su hijo, que vivía muy lejos. Entonces, al ver a Margarita emergiendo entre
el asfalto y elevando sus pétalos hacia el sol con alegría, sintió que su corazón latía más fuerte
en su pecho y que no debía quejarse tanto.

—El amor de la familia es como esa flor, que nace y se mantiene vivo a pesar de las
dificultades—Exclamó el hombre acercándose todavía más a Margarita.

Entonces pensó en arrancar la flor y llevársela para casa, para animarse un poco, pero recordó
que las flores arrancadas tienen una vida muy corta y no quería eso. Entonces, pensándolo
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mejor, el hombre decidió llevarse a Margarita de aquel lugar tan peligroso y lleno de coches, y
la plantó de nuevo en el jardín de su casa en una maceta de color violeta, donde la cuidó con
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mimo día tras día.


El hombre, cada vez que veía a Margarita se sentía más valiente y fuerte, sabiendo que pronto
volvería a ver a su querido hijo. Finalmente, un 14 de Febrero, el hijo se presentó en casa
ansioso por dar una sorpresa a su padre:

—¡Estoy aquí! ¡Cuánto te he echado de menos papá!

Y el hombre, que no lo esperaba, no pudo aguantarse las lágrimas, que brotaban por sus
mejillas sin parar de pura felicidad. Aquel mismo día la maceta cambió y ya no contenía solo a
Margarita. Las flores blancas se habían triplicado, y la maceta se veía hermosa y rebosante de
vida. Margarita, a pesar del lugar en el que había nacido, siempre había estado feliz y positiva,
y la vida se lo devolvió con creces, igual que devolvió a aquellos transeúntes el tiempo perdido.

Sin duda los preciosos y brillantes rayos del sol no solo inspiran y alimentan a las flores, sino
que también ayudan a las personas dándoles esperanza, felicidad y amor…¡y San Valentín era
una fecha estupenda para celebrarlo!.

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El tigre negro y el venado blanco
Hace muchísimos años vivían en la selva del Amazonas un hermoso tigre negro y un primoroso
venado blanco.

Ninguno de los dos tenía hogar así que hacían su vida al aire libre y dormían amparados por el
manto de estrellas durante la noche.

Con el paso del tiempo el venado empezó a echar de menos cobijarse bajo techo y decidió
construir una cabaña. Muy ilusionado con el proyecto, eligió un claro del bosque y planificó bien
el trabajo.

– Mi primer objetivo será mordisquear la hierba hasta dejar el terreno bien liso ¡Sin unos buenos
cimientos no hay casa que resista!

Trabajó duramente toda la jornada, y cuando vio que había cumplido su propósito, se tumbó a
dormir sobre un lecho de flores.

No podía imaginar que el tigre negro, también harto de vivir a la intemperie, había tenido ese
día la misma idea ¡y casualmente había escogido el mismo lugar para construir su hogar!

– ¡Estoy hasta las narices de mojarme cuando llueve y de achicharrarme bajo el sol los meses
de verano! Fabricaré una cabaña pequeña pero muy confortable para mi uso y disfrute ¡Va a
quedar estupenda!

Llegó al claro del bosque al tiempo que salía la luna y se sorprendió al ver que en el terreno no
había hierbajos.

– ¡Uy, qué raro!… Conozco bien este sitio y siempre ha estado cubierto de malas hierbas… Ha
debido ser el dios Tulpa que ha querido ayudarme y lo ha alisado para mí ¡Bueno, así lo tendré
más fácil! ¡Me pondré a construir ahora mismo!

Sin perder tiempo se puso manos a la obra; cogió palos y piedras y los colocó sobre la tierra
para montar un suelo firme y resistente. Cuando acabó, se dirigió al rio para darse un baño
refrescante.

Por la mañana, el venado volvió para continuar la tarea y ¡se quedó alucinado!

– ¡Uy! ¡¿Cómo es posible que ya esté colocado el suelo de la cabaña?!… Supongo que el dios
Tulpa lo ha hecho para echarme un cable ¡Es fantástico!

Muy contento, se dedicó a arrastrar troncos para levantar las paredes de las habitaciones.
Trabajó sin descanso y cuando empezó a oscurecer se fue a buscar algo para cenar ¡Quería
acostarse pronto para poder madrugar!
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Ya entrada la noche, llegó el tigre negro. Como todos los felinos, veía muy bien en la oscuridad
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y para él no suponía un problema trabajar sin luz.


¡Se quedó con la boca abierta cuando vio las paredes perfectamente erguidas sobre el suelo
formando un cuadrado perfecto!

– ¡Pero qué maravilla!… ¡El dios Tulpa ha vuelto a ayudarme y ha construido las paredes por
mí! En cuanto monte el tejado, la daré por terminada.

Colocó grandes ramas de lado a lado sobre las paredes y luego las cubrió con hojas.

– ¡El tejado ya está listo y la cabaña ha quedado perfecta! En fin, creo que me he ganado un
buen descanso… ¡Voy a estrenar mi nueva habitación!

Bostezando, entró en una de las dos estancias y se tumbó cómodamente hasta que le venció
el sueño. Era un animal muy dormilón, así que no se enteró de la llegada del ciervo al amanecer
ni pudo ver su cara de asombro cuando este vio la obra totalmente terminada.

– ¡Oh, dios Tulpa! ¡Pero qué generoso eres! ¡Has colocado el tejado durante la noche! ¡Muchas
gracias, me encanta mi nueva cabaña!

Feliz como una perdiz entró en la habitación vacía y también se quedó dormido.

Al mediodía el sol subió a lo más alto del cielo y despertó con sus intensos rayos de luz a los
dos animales; ambos se desperezaron, salieron de su cuarto al mismo tiempo y … ¡se
encontraron frente a frente!

¡El susto que se llevaron fue morrocotudo! Uno y otro se quedaron como congelados, mirándose
con la cara desencajada y los pelos tiesos como escarpias ¡Al fin y al cabo eran enemigos
naturales y estaban bajo el mismo techo!

Ninguno atacó al otro; simplemente permanecieron un largo rato observándose hasta que
cayeron en la cuenta de lo que había sucedido ¡Sin saberlo habían hecho la cabaña entre los
dos!

El venado, intentando mantener la tranquilidad, dijo al tigre negro:

– Veo que estás tan sorprendido como yo, pero ya que tenemos el mismo derecho sobre este
hogar ¿qué te parece si lo compartimos?

– ¡Me parece justo y muy práctico! Si quieres cada día uno de nosotros saldrá a cazar para traer
comida a casa ¿Te parece bien?

– ¡Me parece una idea fantástica! Mientras tanto, el otro puede ocuparse de hacer las faenas
diarias como limpiar el polvo y barrer.

Chocaron sus patas para sellar el acuerdo y empezaron a convivir entusiasmados y llenos de
buenas intenciones.
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Lo primero que había que hacer era conseguir comida y por sorteo le tocó salir a cazar al tigre.
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Regresó una hora después con una presa que al venado no le hizo nada de gracia porque era
un ciervo… ¡un ciervo blanco como él!
– ¡Qué situación más desagradable, amigo tigre! Este animal es de mi misma especie y como
comprenderás, no pienso probarlo.

Se fue a su habitación disgustado y no pudo pegar ojo.

– “¡Ay, qué intranquilo me siento! El tigre negro ha cazado un venado como yo… ¡Es terrible!
¿Y si un día le da por atacarme a mí?”

El pobre no consiguió conciliar el sueño en toda la noche pero se levantó al alba porque le
tocaba a él salir a buscar alimento.

Paseó un rato por los alrededores y se encontró con unos amigos que le ayudaron a montar
una trampa para atrapar un tigre. Cuando llegó a casa con el trofeo, su compañero se quedó
sin habla y por supuesto se negó a hincarle el diente.

– ¿Pretendes que yo, que soy un tigre, me coma a otro tigre? ¡Ni en broma, soy incapaz!

Según dijo esto se fue a su cuarto con un nerviosismo que no podía controlar.

– “Este venado parece frágil pero ha sido capaz de cazar un tigre de mi tamaño ¿Y si se lanza
sobre mí mientras duermo? No debo confiarme que las apariencias engañan y yo de tonto no
tengo nada.”

El silencio y la oscuridad se apoderaron del bosque. Todos los animales dormían plácidamente
menos el venado y el tigre que se pasaron la noche en vela y en estado de alerta porque
ninguno se fiaba del otro.

Cuando nadie lo esperaba, en torno a las cinco de la madrugada, se oyó un ruido ensordecedor:

¡BOOOOOOOM!

Los dos estaban tan asustados y en tensión que al escuchar el estruendo salieron huyendo en
direcciones opuestas, sin pararse a comprobar de dónde provenía el sonido. Tanto uno como
otro pusieron pies en polvorosa pensando que su amigo quería atacarlo.

El hermoso tigre negro y el primoroso venado blanco nunca más volvieron a encontrarse porque
los dos se aseguraron de irse bien lejos de su posible enemigo.

El tigre trató de rehacer su vida en la zona norte, pero siempre se sentía más triste de lo normal
porque echaba de menos al ciervo.

– ¡Qué pena acabar así! Lo cierto es que nos llevábamos muy bien y yo jamás le habría hecho
daño pero claro… ¡no puedo decir lo mismo de él!
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Por su parte, en la otra punta del bosque, en la zona sur, el venado se lamentaba sin cesar:
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– ¡Qué simpático era el tigre negro! Formábamos un gran equipo y podríamos haber sido
grandes amigos… Nunca le habría lastimado pero a lo mejor él a mí sí y más vale prevenir.
Y así fue cómo cada uno tuvo que volver a buscar un claro en el bosque para hacerse una
nueva cabaña, eso sí, esta vez de una sola habitación.

Moraleja: Si el tigre y el venado hubieran hablado en vez de desconfiar el uno del otro, habrían
descubierto que ninguno de los dos tenía nada que temer porque ambos eran de fiar y se
apreciaban mutuamente.

Este cuento nos enseña que nuestra mejor arma es la palabra. Decir lo que sentimos o lo que
nos preocupa a nuestros amigos es lo mejor para vivir tranquilos y en confianza.

Adaptación de la fábula popular de Brasil.

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La invasión de las compus

Hace no mucho tiempo, existìa un pueblo donde todos eran felices. Un dìa, un viajero venido
de la capital, llegò con un montòn de cajas, anunciando que traìa una gran ganga para los
moradores del poblado.

"Computadoras nuevas" dijo el hombre, " Si no tienen computadoras, entonces estàn en la edad
de piedra."

Pronto, las abuelitas, niños, adultos, y jòvenes, estaban conectados a la red las 24 horas del
dìa, los 365 dìas del año.

Hasta ahì todo estaba bien. Pero, como suele pasar cuando algo se vuelve una obsesiòn, pronto
la vida pacìfica y risueña de los pobladores se transformò radicalmente.

La gente ya no le importaba salir de la casa, platicar con los vecinos, o pasear al chucho, porque
lo ùnico que querìan era estar frente a la compu todo el tiempo posible. Ahì podìan ver sus
programas favoritos, bajar canciones y archivos, platicar con el novio, o pagar las cuentas y
consultar el pronòstico del clima.
Pronto, el pueblo pareciò volverse fantasma. Sus calles estaban vacìas la mayor parte del
tiempo, y los màs afectados fueron los niños. De pronto, de tanto tiempo de estar encerrados,
y sentados sin parpadear, sus ojos se volvieron opacos y rojos, sus cuerpos fofos, como
gelatina, y sus caras pàlidas por falta de la luz del sol.

Los doctores, alarmados, pensaron en una epidemia, y recetaron vitaminas, jarabes y comidas
especiales para los niños del pueblo. Luego se culpò a la contaminaciòn ambiental, y, como
suele pasar, al gobierno. Pero los niños no mejoraban.

Un mañana de primavera, llegò al lugar una familia que venìa del campo, con su hijo Esteban.
Era un niño muy diferente a ellos, con la piel bronceada, los ojos brillantes, y la sonrisa en el
rostro. Los niños de la escuela lo rodearon, preguntàndole:

- ¿ Tienes tu compu portàtil, o en casa?

- No sè de què me hablan- dijo el niño- De donde vengo, no tenìamos eso.

" Què raro es" pensaron todos, vièndolo como si fuera un extraterrestre con siete patas y cinco
ojos morados. Lo dejaron solo, mientras se iban a sus casas a seguir conectados a sus
màquinas. Uno de ellos, Andrès, se sintiò curioso por ver lo que hacìa el nuevo para divertirse,
y lo siguiò a escondidas.

Esteban caminò hacia el jardìn, y adentràndose entre los arbustos, se puso a platicar con
alguien. Cuando Andrès intentò mirar, Esteban lo cachò, y le dijo,
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amablemente:
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- Estoy platicando con los grillos. Dicen que han tenido una noche magnìfica, de concierto.
¿Quieres venir a echarte el chal con ellos?
- Pero yo no sè còmo hablar su lenguaje- dijo Andrès.

- ! Todos sabemos còmo hablar con los animales, nada màs que se nos olvida! - le dijo Esteban.

Pasaron una tarde deliciosa, brincando charcos, platicando con las ranas y animales de los
alrededores, y trepando a los àrboles. Cuando llegò la hora de la cena, y Andrès entrò corriendo
a su casa, su mamà pegò un grito:

" !! Dios Santo, este niño està enfermo!!"

Sus cachetes estaban colorados, sus ojos ya no estaban hundidos y su piel habìa dejado de
ser pàlida. Cuando el doctor lo vio, dijo, muy asombrado:

- Este niño està completamente sano, y muy recuperado.

Andrès les confesò su pequeña aventura de la tarde, y pronto la voz se corriò de lo que habìa
sanado a este pequeño. Esteban y su familia fueron abordados por cientos de papàs y sus hijos,
y el papà de Esteban sòlo atinò a decirles:

- Yo creo que si los niños de este pueblo vuelven a ser niños, a brincar, a jugar, y a volar cometas
por los parques, ahì està la soluciòn.

Desde entonces, las compus dejaron de ser las reinas del poblado, y se volvieron lo que estaban
destinadas a ser de entrada, una herramienta para la vida, pero no màs importante que los
mismos seres humanos. Y los bosques, y los parques, y las calles del pueblo, volvieron a
llenarse de vida, de risas y de gente, como antes de la invasiòn de las compus...

Y COLORÌN, COLORADO, ESTE CUENTO SE HA ACABADO...

María del Rocío Acosta Rodriguez de Zupanc

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El tesoro al final del arcoiris

Había una vez, en un pueblo rodeado de montañas azules y desiertos, tres amigas que se
querían mucho: se llamaban Rosy, Regina y Sofía ¡ Eran las mejores amigas del Mundo! Por
las tardes, al salir de la escuela, se iban caminando juntas a sus casas.Un día, luego de salir
de clases, se dieron cuenta que Sofía estaba llorando. De inmediato le preguntaron qué le
pasaba.

• Es que estoy muy triste porque mi papá no podrá venir para mi cumpleaños.-respondió ella.

Hacía tres años que su papá se había tenido que ir a trabajar en la pizca, al otro lado de la
frontera. Cada cumpleaños de su hijita, el señor volvía sin falta para festejarla, y era la época
más feliz para la niña. Pero una noche antes, había escuchado sin querer una conversación en
la cual su mamá le decía a su abuelita que la cosecha de tomate se había arruinado con las
nevadas, y por tanto, su papá no tenía dinero para regresar al pueblo. Desafortunadamente, la
familia tampoco tenía dinero para mandarle.

• ¡ Tengo una idea! - exclamó Rosy:- Mi abuelita Cuquita, que está en el cielo, me platicó una
vez que al final del arcoiris hay

un tesoro de monedas de oro. Si lo encontramos, ese tesoro será suficiente para traer a tu papá
de vuelta. Iremos juntas a buscarlo.

Los días pasaron, sin rastro del arcoiris. Una tarde al finalizar las clases, luego de la lluvia
cantarina, el sol asomó su carita entre las nubes, y un arcoiris precioso apareció .Las niñas
estaban emocionadas. ¡ Ahora, tenían que emprender el camino para hallar el tesoro!

Por primera vez en su vida, en lugar marcharse hacia sus hogares, se dirigieron hacia el Cerro
de las Noas, detrás del cual estaba la Gran Ciudad. Ahí parecía estar el final del arcoiris. Las
niñas iban admirando las florecillas que la lluvia había adornado con gotitas de
diamantes.Caminaron por mucho tiempo, y Regina preguntó:

• ¿Cuánto falta para llegar? Me duelen los pies, y ya me está dando hambre.

• Hay que preguntarle a la señora ardilla.- sugirió Rosy, divisando a uno de estos animalitos,
que observaba curioso al trío de chiquitas :- Hola,

• señora ardilla...¿Falta mucho para llegar al final del arcoiris?

La ardilla sacudió la cabeza como diciendo " NO".

• Ya ven - dijo Rosy :- Al ratito llegamos


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Siguieron, ahora de subida, llenas de esperanza. Avanzaron entre los cactus y los conejitos que
se asomaban a verlas, y ayudándose las unas a las otras cuando era necesario. De repente, el
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sol y el arcoiris se esfumaron, y se hizo de noche.


- ¡ Ya se fue el arcoiris! - dijo muy decepcionada Sofía. Fue cuando se dieron cuenta que no
podrían regresar a casa, ya que la oscuridad se los impedía, y Rosy, que era la más decidida,
determinó:

• Ya casi llegamos a la cima. Pasaremos ahí la noche, y mañana, encontraremos el tesoro. No


te apures, Sofía

• Sí - afirmó Regina:- No te apures, Sofis, que vamos a encontrar ese tesoro para tu papá.

A pesar de los ruidos del viento y los aullidos de los coyotes, las niñas trataron de ser valientes,
y tomándose de la mano, llegaron a lo más alto del Cerro. Ahí, la imagen enorme y silenciosa
de un Cristo con los brazos abiertos las esperaba.

• Él nos cuidará. ¡ Qué altote está! - dijo Sofía, muy animada. Bajo sus pies, la Gran Ciudad se
desplegaba llena de luces de colores. Las niñas se sentaron al pie de la imagen, y abrazándose
trataron de darse calor. De pronto, unos gritos las asustaron. ¿Quién sería, en medio de la
noche? Unos hombres se acercaron a las pequeñas, con linternas en la mano.

• ¡ Niñas! - les dijo uno de ellos, bigotón y de cara bondadosa:- ¡ Mucha gente las ha estado
buscando, gracias a Dios que las encontramos!

Las llevaron en un automóvil a la Gran Ciudad, para que pasaran la noche bajo techo. Mientras
les daban de cenar, las niñas explicaron a sus salvadores su odisea, y el motivo que las había
llevado a emprender la excursión tan lejos de casa. La noticia del salvamento de las pequeñas
y su historia se regó hasta en los programas de radio y televisión de la localidad. Al día siguiente,
cuando las llevaron de vuelta a casa, las niñas pidieron perdón a sus familias por haberse ido
sin permiso, y el señor bigotón las había encontrado expresó:

• Ahora que están todos reunidos, y que ya pidieron perdón a sus papás, ¡les tenemos una
sorpresa!

La historia de amistad de las pequeñas habían conmovido tanto a los habitantes de la ciudad,
que habían organizado una colecta para traer de vuelta al papá de Sofía. ¡ Qué alegría! Había
dinero más que suficiente para ello, y las niñas brincaban de contento.

Después de todo, la abuelita Cuquita había tenido razón. Al final del arcoiris, estaba el tesoro
más maravilloso que cualquier ser humano pudiera desear: ¡ El tesoro de la verdadera
AMISTAD!

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.

María del Rocío Acosta Rodriguez de Zupanc


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El hormiguero más grande del mundo

Debajo de una encina, justo en medio del prado más hermoso que existe en primavera, está el
hormiguero más grande del mundo.
Hace mucho tiempo en otro prado parecido a este había muchos hormigueros diferentes. Unos
más grandes que otros pero todos llenos de hormigas. Todas querían tener el mejor hormiguero
de la comarca.pero la lluvia no se dio cuenta de eso y empezó a caer y caer hasta que los
hormigueros desaparecieron.
Imagina cuántas hormigas sin casa. En aquél prado inundado no podían volver a vivir y
decidieron buscar un lugar mejor.
Lo encontraron y llegaron a un bello prado soleado, lleno de mariposas, escarabajos, flores y
hierba fresca.
Algunas hormigas, las más trabajadoras, se pusieron manos a la obra, hasta que una hormiga
les dijo:
-¿Porqué no unimos nuestras patas y hacemos un solo hormiguero?. Grande, pero donde
podamos vivir todas juntas. Si hacemos eso, viviremos mejor y acabaremos el trabajo antes.
Todas las demás hormigas se miraron: ¿colaborar todas juntas?, decían.pero si somos
diferentes.
-¿En qué? preguntó la hormiga..Y no sabían la respuesta.
¡Colaborar todas juntas!, qué idea tan fantàstica. Trabajaban de dia con la luz del sol y de noche
con la de la luna y la compañía de los búhos. Enviaban exploradores a buscar la mejor cosecha
de cereales, las mejores casas del pueblo para encontrar el pan recién hecho.
Al cabo de unas semanas tenían el mejor hormiguero. Nunca una hormiga había visto algo así.
Era tan grande que había más habitaciones y galerías que hormigas. Pero disfrutaban tanto de
colaborar juntas que siempre tenían un lugar para hormigas viajeras que estaban de paso.
Por eso, m ira bien donde pisas cuando paseas. Puede ser que pienses que estás encima de
un montón de tierra y sea el hormiguero más grande del mundo.

Susanna Arjona Borrego


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Mariposita va a la escuela
Había una vez una mariposita que vivía con su mamá y su papá en una casa bonita.

Un día, la mamá la peinó con hebillas de colores, le puso perfume y le dijo que sería su primer
día de clases.

Mariposita se puso contenta y revoloteaba algo nerviosa de un lado a otro. Ella todavía no había
ido nunca a la escuela, porque aún era chiquita. Así que se fue esa tarde llena de ilusiones.

Al principio estaba toda entusiasmada. Le gustaron los lunares de la señorita Vaquita de San
Antonio, las clases de música del profesor Grillo y dar vueltas carnero con el profesor
Saltamontes. En el arenero se encontró con su amigo Bichito de luz y con todos sus hermanitos.
Todo estuvo muy bien hasta que un día, la mariposita se despertó más remolona que de
costumbre y le dijo a su mamá: - Me parece que no voy a ir más a la escuela. Mejor me quedo
en casa jugando con las muñecas.

La mamá no lo podía creer: - Pero si hasta ayer te encantaba... ¿Cómo puede ser qué hoy no
quieras ir?

-Bueno, la escuela es linda pero me cansé -dijo la mariposita empezando a hacer pucherito
mientras que con un palito dibujaba en la tierra.

En eso llegó papá, se sentó a su lado y le preguntó: -Dime guapa, ¿Qué te gustaría hacer
cuando seas grande?

Entonces, mariposita se olvidó del pucherito y toda entusiasmada le empezó a contar: -Me
gustaría pintar cuadros como la madrina de bichito, cocinar medialunas como mamá y tener un
tutú rosa lleno de lentejuelas fucsias y un bonete con tul, para poder bailar "la danza del hada
Confite".

-Y todas esas cosas tan interesantes, ¿Dónde las vas a aprender?- preguntó el papá.

La mariposita le brillaron los ojitos y dijo sonriendo: -¡Ah!... Ya entendí. Me parece... que voy a
ir a la escuela, todos los días.- Y se preparó para salir.

Entonces la mamá le puso en la bolsita unas galletitas bañadas en chocolate y un vasito de


agua con tapa.

A la semana siguiente, fue su cumpleaños. En la escuela, la sorprendieron con una gran fiesta
con globos y guirnaldas. La mamá le preparó la torta y la vistió con el tutú y el bonete que ella
soñaba. El profesor Grillo le tocó en su violín la música de Tschaikowsky y Mariposita pudo
bailar "la danza del hada Confite".

Cuando terminó, todos aplaudieron, la abrazaron y le dieron un montón de besos. Y fue que
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desde ese día Mariposita no quiso faltar ni un solo día a la escuela.


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María Mercedes Córdoba


La expresión

Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete años ya tocaba la Sonata Nº 3 Op. 5, de
Brahms, y a los once, el unánime aplauso de la crítica y del público acompañó su serie de
conciertos en las principales capitales de América y Europa.
Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse en el joven pianista una evidente
transformación. Había empezado a preocuparse desmesuradamente por el gesto ampuloso,
por la afectación del rostro, por el ceño fruncido, por los ojos en éxtasis, y otros tantos efectos
afines. Él llamaba a todo ello «su expresión».
Poco a poco, Estomba se fue especializando en «expresiones». Tenía una para tocar la
Patética, otra para Niñas en el jardín, otra para la Polonesa. Antes de cada concierto ensayaba
frente al espejo, pero el público frenéticamente adicto tomaba esas expresiones por
espontáneas y las acogía con ruidosos aplausos, bravos y pataleos.
El primer síntoma inquietante apareció en un recital de sábado. El público advirtió que algo raro
pasaba, y en su aplauso llegó a filtrarse un incipiente estupor. La verdad era que Estomba había
tocado la Catedral Sumergida con la expresión de la Marcha Turca.
Pero la catástrofe sobrevino seis meses más tarde y fue calificada por los médicos de amnesia
lagunar. La laguna en cuestión correspondía a las partituras. En un lapso de veinticuatro horas,
Milton Estomba se olvidó para siempre de todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían
figurado en su amplio repertorio.
Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara ninguno de los gestos ampulosos
y afectados que acompañaban cada una de sus interpretaciones. Nunca más pudo dar un
concierto de piano, pero hay algo que le sirve de consuelo. Todavía hoy, en las noches de los
sábados, los amigos más fieles concurren a su casa para asistir a un mudo recital de sus
«expresiones». Entre ellos es unánime la opinión de que su capolavoro es la Appasionata.

Mario Benedetti

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