La cosmología de Aristóteles, descrita en su tratado Sobre el cielo, parte de concebir
el universo como una sucesión de esferas homocéntricas, con la Tierra esférica en su centro (Universo geocéntrico). Alrededor de la Tierra se sitúan sucesivamente las regiones del agua, del aire y del fuego. En conjunto, estas regiones asociadas a los cuatro elementos forman el mundo sublunar o terrestre. Más allá, está la esfera de la Luna, a la que siguen las esferas celestes, portadoras del Sol y los planetas, y, así, hasta la esfera más exterior, la de las estrellas fijas. En conjunto, forman la región celeste. Todas las esferas giran en torno a la Tierra, que está inmóvil; justifica Aristóteles esta inmovilidad (si lanzamos un cuerpo al aire verticalmente caerá en el mismo sitio del que ha partido). Lo más importante, sin embargo, es que hay una serie de diferencias radicales entre el mundo sublunar y el mundo celeste. El mundo sublunar está compuesto por los cuatro elementos. Es el ámbito de la generación y de la corrupción, de la caducidad, del nacimiento y la muerte, de lo transitorio. Los movimientos que acontecen en el mundo sublunar son rectilíneos, en primera instancia. Esto es así por la naturaleza de los cuatro elementos. En efecto, el fuego, el elemento más ligero, tiene un movimiento natural ascendente, mientras que la tierra, el más pesado, lo tiene descendente. El aire es más pesado que el fuego y más ligero que el agua, que a su vez es más ligera que la tierra. Cada elemento tiende a moverse hacia su región respectiva (“lugar natural”) con un movimiento rectilíneo. Esta tendencia natural es la causa del movimiento de los elementos en la región sublunar; cuando el elemento ha alcanzado su lugar natural, el movimiento cesa. (Ejemplo, las piedras, constituidas básicamente por el elemento tierra, tienden precisamente a caer hacia su lugar natural, cerca del centro de la Tierra; una vez en su lugar natural, cesa el movimiento y quedan en reposo). Para Aristóteles es inconcebible un movimiento rectilíneo infinito, pues siempre se ha de llegar a un lugar. Cada elemento se caracteriza por un conjunto de cualidades. Estas se muestran como pares de contrarios; uno ya lo hemos apuntado, pesadez-ligereza. Los dos más definidores, sin embargo, son caliente-frío y húmedo-seco. El fuego es caliente y seco, el aire es caliente y húmedo, el agua es fría y húmeda y la tierra es fría y seca. El cambio de un elemento en otro es posible por el cambio en una cualidad. Si calentamos el agua, por ejemplo, podemos llegar a obtener aire. Esto lleva a Aristóteles a concebir la materia como un continuo. No hay vacío4. La región celeste o supralunar, por su parte, es una región de ciclos eternamente inmutables, en donde el único movimiento es el circular uniforme continuo, según el cual giran los cuerpos celestes; un movimiento que no va hacia ninguna parte. Los astros, pues, no pueden estar formados por los cuatro elementos del mundo sublunar; de ser así, se moverían rectilíneamente, en caída o ascenso. Por ello, están constituidos por un quinto elemento, el éter incorruptible e inmutable, llamado también “quintaesencia”. En la región celestial, desde luego, tampoco hay vacío. Todo está repletado por el éter. Aristóteles no concibe el movimiento sin una causa, sin un motor. En el mundo sublunar, la causa –lo hemos visto– es la tendencia natural de los elementos a moverse hacia su lugar natural. En la región celeste, por su parte, el movimiento está causado por el primer motor, que mueve la esfera de las estrellas fijas, la cual transmite el movimiento al resto de esferas. Este primer motor debe ser inmóvil, pues si fuera móvil, necesitaría otro motor, y así sucesivamente. El motor inmóvil no está en contacto con la esfera que mueve. ¿Cómo es, entonces, causa de movimiento? Pues lo es en razón de que las esferas celestes tienden a imitar su perfección, lo cual se manifiesta en sus movimientos uniformes, circulares y eternos. El motor inmóvil es una causa primera que mueve el Universo en razón de su perfección. Posteriormente, un autor también alejandrino, Claudio Ptolomeo, del siglo II de nuestra era, marcó, junto a la cosmología aristotélica, el modo en el que la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna (hasta el siglo XVI) contemplaron el Universo. Ptolomeo desarrolló un modelo matemático para calcular con gran precisión el movimiento retrógrado de los planetas. Se basaba en la combinación de movimientos circulares. Disponiendo un planeta girando en la trayectoria de un pequeño círculo, llamado epiciclo, cuyo centro a su vez gira sobre un círculo mayor, o deferente, lograba, sin abandonar el dogma de la circularidad, describir el movimiento retrógrado de los planetas. La obra donde daba cuenta de todo esto, llamada en griego Syntaxis, pero más conocida por el nombre que recibió tras ser traducida siglos después al árabe (Almagesto), se cuenta entre las más divulgadas en la historia de la ciencia.