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12 de noviembre de 2023

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Conjeturas sobre el narrar


Contratapa

Nuestra necesidad de
 Guillermo
Saccomanno

consuelo

Por Guillermo Saccomanno

12 de noviembre de
2023 - 01:22

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Una mañana de noviembre de 1954, en el otoño nórdico, Stig
Dagerman, a los treinta y uno, dos años después de escribir
Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, se encerró en el garaje de
su casa, encendió el motor del auto y esperó que las
emanaciones de gases tóxicos terminaran con él. Nuestra
necesidad... es uno de esos textos infrecuentes de la gran
literatura, ensayo confesional entre el autorretrato y la
declaración irrefutable de principios éticos. Si una
comparación vale, Nuestra necesidad… es una pócima amarga. Se
dirá que estas referencias (el texto, el suicidio) son excesivas y
sobredimensionan a un escritor que irrumpió en el marco de
las letras suecas como un rayo. Dagerman produjo una obra
caudalosa en pocos años y, a pesar de su juventud, su
literatura fue más allá de una promesa. Pero, la idea del
suicidio, desde el comienzo de Nuestra necesidad…, alertaba
prematuramente esa mañana del garaje: “El suicidio es la
única prueba de la libertad humana”, había escrito Dagerman
coincidiendo con Camus, en la apertura de El mito de Sísifo: el
único problema auténticamente serio en la filosofía es
justamente ese, el suicidio. En su artículo “Strindberg y yo”
Dagerman había escrito: “El Strindberg que yo amé era el
Strindberg adolescente, solitario, encogido, que tiritaba, el que
en las noches invernales de la vida llegaba a calentarse las
manos en el fuego de la esperanza de ser, un día, capaz de
prender un gigantesco fuego con todo lo que fuera feo, gris,
podrido y sucio. A ese adolescente yo lo comprendí y lo amé
de la forma en que sólo un adolescente puede comprender y
amar a otro adolescente”. Aquí puede leerse, mediante una
identificación clara, la reinvindicación de la juventud como
edad de resistencia a las concesiones que suele imponer la
edad de la razón. Y esta sería entonces una justificación del
suicidio y su reclamo. Aunque hay quienes aducen que en la
causa de su muerte está la culpa por no pasarle dinero
suficiente a su ex mujer, madre de sus hijos, Ana Götze,
mientras convivía con la segunda, Anita Björk, actriz de varios
de los primeros films de Bergman. Pero, vale preguntarse, no
es acaso esta una conjetura simplista.

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es acaso esta una conjetura simplista.

(Cabe aclararlo: escribí sobre Dagerman hace unos años. Y


ahora, en estos días, se me ocurre necesario, casi
impostergable, acercarlo al presente. Las razones están a la
vista.)

El suicidio no deviene anecdótico al leer hoy a Dagerman. De


hecho, las ediciones de sus libros (casi todos provenientes de
España en traducciones deficitarias) y que hoy llegan a las
librerías locales, suelen destacar su relación con la muerte a
una edad temprana. Cabe preguntarse hasta dónde el dato,
no dirige y tiñe la lectura en un sentido romántico, barniz que
Dagerman, impiadoso en sus relatos, habría deplorado. Como
directriz de lectura, el suicidio puede inclinar la lectura hacia
una comprensión sensiblera, a justificar desde ahí los abismos
de negrura que Dagerman plantea en su obra relegando otros
no menos relevantes que justifican una visión atormentada de
la realidad, sin ir muy lejos, la posguerra, el viaje de cronista
que Dagerman hizo por la Alemania bombardeada y los
campos de concentración. En su “Historia natural de la
destrucción” Winfried Sebald habrá de citar a Dagerman
cuando describe a los habitantes de una ciudad en ruinas en la
Cuenca del Rhur, las cavernas subterráneas, el humo, la
hediondez y la escasa comida, el hambre, el frío y el agua en
los zapatos. Los rostros de esa gente, según Dagerman,
parecían exactamente los de un pez cuando sube a la
superficie y toma aire.

La recopilación de esos relatos fueron reunidos en Otoño alemán


(1947), que le deparó el salto a una fama inesperada que
habría de afectarlo. En “El escritor y la conciencia" escribió:
“Cómo es posible por una parte, por ejemplo, comportarse
como si nada en la Tierra fuera más importante que la
literatura, y por otra parte darse cuenta de que la gente sólo
quiere vencer al hambre y que necesariamente consideraran
que la cosa más importante es lo que puedan conseguir al
final del mes. Debido a esto es que él (el escritor) se confronta
con una paradoja: mientras lo que él quiere es escribir para

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con una paradoja: mientras lo que él quiere es escribir para
aquellos que pasan hambre descubre que sólo aquellos que
tienen los recursos para comer son los que notarán la
existencia de su literatura”.

“Los suicidas son homicidas tímidos”, anotó Pavese antes de


envenenarse en un cuarto de hotel. Se quiera o no, se acepte o
se rechace, el suicidio es un acento en la lectura de los
escritores que lo asumieron. Y este es el caso de Dagerman,
solo que, a diferencia de Pavese, era joven, “tan joven”,
diríamos hoy. Es cierto, la mitología opina que los dioses
quieren que los héroes mueran jóvenes. Pero, qué significa ser
joven en aquel momento de su suicidio, casi fines de los ’50, y
qué significa hoy cuando la juventud es el valor de
rendimiento de la cultura capitalista.

También, en “Matar un niño”, Dagerman escribe: “Es la


mañana feliz de un mal día, porque este día un hombre feliz va
a matar un niño”. El cuento, encargo de una campaña de
vialidad, tiene una austera precisión formal. Desde el
comienzo se advierte que un automovilista atropellará un
niño. La tensión impregna este día soleado. Y, a su modo,
también deviene crónica de una muerte anunciada. Pero sería
torpe juzgar este cuento breve como su pieza maestra. Su
autor produjo en su vida corta una cantidad notable de
artículos periodísticos, relatos, piezas teatrales, novelas y
poemas. Dagerman, inagotable, llegó a escribir un poema
diario para un periódico anarquista. “El escritor anarquista (a
la fuerza pesimista al ser conciente de que su contribución no
puede ser más que simbólica) puede, por el momento,
atribuirse con buena conciencia el modesto papel de gusano
de tierra en el humus cultural que, sin él, quedaría estéril
causa de la sequía de las convenciones. Ser el político de lo
imposible en un mundo donde los políticos de lo posible son
muy numerosos es, a pesar de todo, un rol que me satisface a
la vez como ser social, como individuo y como autor”. Contra el
totalitarismo de cualquier signo, Dagerman tampoco perdona
la farsa del sistema parlamentario y califica al mismo como
dictador responsable de brutalidad psíquica. Desde esta

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dictador responsable de brutalidad psíquica. Desde esta
perspectiva es que reinvindica un primitivismo cultural cuyo
modelo se acerca al Thoreau de Walden.

Aquella mañana de otoño, antes de encerrarse en el garaje,


Stig Dagerman había entregado al periódico Arbetaren su último
poema: “¡Cuidado con el perro!”: “Es sin embargo lamentable
que/gente que vive de la ayuda social/tenga un perro / acaba
de declarar un concejal de Varmland.// La ley es ciertamente
imperfecta: / da a los pobres derecho a un perro./¿Por qué no
se procuran una rata?/ Es graciosa y no cuesta dinero.// He ahí
gente que en su casa/ cuida a un perro toda su vida./ ¿ Por qué
no jugar con moscas/ que son también excelente compañía?//
La comuna es la que paga,/Se ha de acabar esta ganga/ si no,
verán que pronto/ querrán tener una ballena.// Yo, de
proponer una medida, no veo más que una:/ matar todos los
perros. O, sin dudar, /para salvar a los últimos de la comuna/
será a los pobres a quienes se habrá de matar”.

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