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Con este panorama nos situamos en el 31 de diciembre del año 406, cuando un
grupo compuesto por suevos, alanos y vándalos asdingos y silingos
penetraron en el Imperio a través del río Rin, en las proximidades de la ciudad
de Maguncia (D. Álvarez, 2016: 27). Como ya sabemos, posteriormente se irán
abriendo paso una mayor cantidad de pueblos germánicos que se diseminarán
por el resto de los territorios de Europa occidental, creando sus propias
entidades políticas sobre los restos de un moribundo Imperio Romano de
Occidente, desparecido ya a partir del año 476.
La Renovatio Imperii
Dentro del factor ideológico, cabe mencionar el peso que tiene la concepción
justinianea de una monarquía universal. Justiniano entiende que su poder, lejos
de ser únicamente terrenal, lo es también divino. El propio emperador hace
hincapié en la divinidad de la monarquía (J. Vizcaíno, 2007: 38), presentándose a
sí mismo como una especie de nuevo líder de la cristiandad. De hecho, el factor
religioso adquirió un gran protagonismo durante la renovatio imperii, puesto que
las campañas estuvieron envueltas en un aire sacro de recuperación y
restauración de la fe, arrebatada por los bárbaros. Esta política de propaganda
fue más fuerte durante el comienzo de las hostilidades contra los vándalos,
relajándose con el paso del tiempo cuando las campañas se dirigieron contra
ostrogodos y visigodos. Añadido a esto, no es nada desdeñable la idea
de restauración del Imperio Romano, de renacimiento de lo antiguo (J. Vizcaíno,
2007: 43).
En lo referido al apartado económico, hay que tener muy presente cuáles eran
los territorios que habían caído bajo el “yugo bárbaro”. Tanto la Galia, como
Hispania e Italia, y en especial el norte de África ya no estaban sometidas a la
autoridad imperial. Todos estos territorios suponían una gran fuente de ingresos,
pues si bien no estaban tan poblados como las provincias orientales, sí eran
fuentes no solo de tributos, sino de ricos cultivos que llenarían las arcas y
despensas del Imperio. Asimismo, el Mediterráneo se encontraba cortado a
causa de la piratería vándala, ejercida por estos desde la antigua Cartago y que
azotaba en especial al Mediterráneo occidental, pero también cada vez más al
oriental. Si Constantinopla lograba hacerse de nuevo con el control de los mares,
podría restaurar el comercio a lo largo del Mare Nostrum, lo que se traduciría
en una bendición para las arcas.
Este proyecto también ha de ser enfocado desde la perspectiva de una, cada vez
más, patente debilidad del emperador. Es por eso por lo que el peso que tiene
el factor de recobrar popularidad es para J. Vizcaíno (2007: 43) tan importante.
Teniendo en cuenta que la renovatio imperii se enmarca en los años posteriores
a la rebelión de Nika, en la que gran parte de Constantinopla se alzó contra el
emperador, y solo una durísima actuación de los milites imperiales logró impedir
el derrocamiento y linchamiento de Justiniano, no es descabellado pensar que
esta política de hostilidad hacia afuera de las fronteras obedezca a un intento
de devolver el prestigio a una institución muy deteriorada. Esa empresa común
para todos los Rhomaioi sería una válvula de escape que serviría a la vez que,
para recuperar territorios, para calmar los ánimos de los opositores a
Justiniano. No obstante, este enfoque acabaría teniendo poco seguimiento,
especialmente cuando las campañas fueron ampliándose y haciéndose cada vez
más largas, acabando por asumir la oikoumene bizantina que podían vivir sin
los latinos (J. Vizcaíno, 2007: 44).
Conquistas de Justiniano (J. Vizcaíno, 2007: 34)
La expedición a Spania
“Por este motivo (la guerra gótica de Italia) precisamente nos hemos visto
obligados a emprender la guerra contra ellos, y nos parece razonable que vosotros
nos ayudéis a llevar adelante dicha guerra, la cual se convierte para vosotros en
nuestra causa común debido a la fe ortodoxa, que rechaza las creencias de los
arrianos, así como también por la hostilidad que ambos pueblos sentimos hacia
los godos”.
Este relato apoya la idea de que los bizantinos instigaron y apoyaron los
ataques francos al reino visigodo. Uno de esos ataques, acaecido
en 541, arrebató a los visigodos la Provenza y acabó con las tropas francas
frente a los muros de Zaragoza (P. Fuentes, 1996: 29), pero gracias a la
habilidad militar de Teudiselo (sucesor de Teudis en el trono godo) la ciudad logró
salvarse y los francos emprendieron la retirada. Así pues, vemos que
Justiniano utilizaba hábilmente la enemistad que había entre los propios pueblos
germánicos, que en el caso de los visigodos y los francos no se remontaba mucho
tiempo atrás, ya que los primeros perdieron a uno de sus reyes en batalla contra
los francos a principios del mismo siglo.
Para asegurar el control del territorio conquistado y aumentar aún más los
dominios del imperio constantinopolitano, sabemos que refuerzos bizantinos
desembarcaron en Cartagena y se dispersaron por las actuales provincias
de Murcia, Alicante, Almería y Málaga hacia el año 555. Tras el final de la guerra
entre Atanagildo y Ágila y el establecimiento bizantino, sabemos que
las autoridades bizantinas gobernaban desde Denia hasta Ossonoba, y que
su área de poder incluía ciudades de la talla de Carthago
Nova, Ilici (Elche), Sagontia (Gigonza) o Asidonia (Medina Sidonia) (R. Barroso,
J. Morín e I. Sánchez, 2018: 19).
Extensión de la Spania bizantina (J. Vizcaíno, 2007: 48)
Atanagildo murió en 567 y fue sucedido por un interregno de cinco meses en los
que las diferentes familias de notables godos discutieron sobre quién debía
ocupar el trono visigodo, pues el monarca había fallecido sin heredero varón y
sus dos hijas, Brunegilda y Galsuinda, habían casado respectivamente con
Sigeberto I de Austrasia y Chilperico I de Neustria (R. Barroso, J. Morín e I.
Sánchez, 2018: 21). Los bizantinos fueron incapaces de aprovechar esa
situación de vulnerabilidad del reino godo para intentar ampliar sus dominios,
pues el Imperio lastraba una economía desgarrada por numerosos años de
campañas militares, tanto en Hispania como en África e Italia.
Este periodo coincidió además con la época dorada del reino visigodo, ya que
es en estos momentos cuando Leovigildo sube al trono de Toledo y comienza
su proyecto de unificar la Península Ibérica bajo un mismo poder político. Los
bizantinos no pudieron impedir los movimientos del monarca visigodo, conocedor
de la penosa situación que atravesaba el emperador bizantino, quien durante sus
primeros años de reinado tuvo que enfrentar diferentes conflictos con los
persas sasánidas, la invasión lombarda del norte de la recién tomada Italia y
al acoso de las tribus norteafricanas como los mauri, que de hecho mataron
al prefecto de África en el año 569 (Chr, 3, 2).
Cuando los bizantinos se apoderaron del sureste peninsular fundaron una nueva
provincia conocida como Spania. No obstante, ha habido varios debates en torno
al estatus que adquirieron dichos dominios en el mapa territorial romano-oriental.
Esto nos lo ha aclarado una inscripción procedente de la ciudad de Cartagena y
fechada hacia 589 o 590, durante el reinado del emperador Mauricio (582-602),
en la que se nos dice que el patricio Comenciolo era magister militum
Spaniae (P. Fuentes, 1998: 307).
La división del ejército bizantino durante este periodo pasó de las antiguas
divisiones romanas, legio o cohors, a una nueva denominación como eran
los numerus (P. Fuentes, 1998: 325). Estos se componían de 500 hombres,
nominalmente, ya que en la práctica podían ser entre 200 y 400 soldados (P.
Fuentes, 1998: 325). Estos numerus se subdividirían a su vez en centurias y
decurias, cada una al mando de sus respectivos oficiales.
Los ejércitos provinciales, como era el caso del acantonado en Spania, estaban
bajo las órdenes de un dux. Estos comandarían toda clase de tropas,
desde comitateneses, pasando por bucellarii, y llegando incluso a comandar sobre
todas las personas que fuesen armadas (hoplitai) (P. Fuentes, 1998: 326).
En lo que se refiere al ejército del reino visigodo de Toledo, podemos decir que
para los siglos VI-VIII estaríamos ante un ejército protofeudal, en palabras de J.
Arce (2011: 128). Esto se debe a que los aristócratas que ostentaban una tierra
dada por la monarquía debían responder proporcionando al ejército real sus
mesnadas de siervos para las campañas militares.
Al igual que el ejército del reino de Tolosa, el ejército visigodo del siglo VI y VII era
un ejército compuesto fundamentalmente por dos clases de tropas: la thiufa -
unidades de 1.000 hombres- y las guarniciones de las ciudades y plazas
fuertes. Debemos entender que la mayoría de las tropas del ejército visigodo las
compondrían mesnadas reclutadas a la fuerza de entre los siervos de los
aristócratas y magnates cuando el rey llamaba a las armas. Así, las únicas tropas
profesionales serían la propia aristocracia, los primates, fideles, y
los gardingos, o guardia personal (J. Arce, 2011: 124).
El rey convocaba a las tropas mediante la regalis ordinatio por la cual se fijaba
el momento en que debía reunirse el ejército (F. Gallegos, 2011: 52). Esta
movilización se llevaba a cabo mediante los servici dominici del monarca,
quienes llevaban la orden a los diversos thiufadi, al mando de mil hombres. Sus
subordinados eran los quinquegentanii, centenarii y decani (J. Arce, 2011: 124).
Desconocemos si se llevaba a cabo un llamamiento automático todos los años,
aunque es de suponer que, durante los periodos de mayor actividad bélica, como
fueron sin duda las campañas contra los soldados imperiales, se emitiría
una regalis ordinatio prácticamente de forma anual. No obstante, y en caso de
ataque enemigo, los dux de cada provincia podían reunir ejércitos sin ser
necesaria la acción del monarca, tal y como se plasma en la ley emitida por
Wamba en 673 por la cual, y en caso de necesidad, todos los hombres, ya sean
clérigos o laicos, que se encuentren en un radio de menos de cien millas del lugar
donde se haya producido o bien la rebelión o bien cualquier ataque, deberán
alistarse para el combate de forma rauda (J. Arce, 2011: 125-126).
La Oróspeda se ha visto como una especie de estado tapón, una tierra de nadie
o “tierra de todos” como señala J. Vizcaíno (2007: 121), que haría de marca entre
el reino godo y los dominios bizantinos. Esta zona no sería tanto como un estado
cliente dependiente de Bizancio, sino como un conjunto de ciudades a cuya
cabeza habría unos nobles levantiscos decididos a oponerse al dominio visigodo.
Sin embargo, Recaredo pronto reparó que la diplomacia no surtía efecto con
Bizancio, que estaba decidida a mantener su presencia en Hispania. Por
ende, a partir de 595 el monarca godo se volcó más en fortalecer la presencia
militar en zonas como Valencia y Minateda (Albacete), lugar este último donde
se crea un nuevo obispado, la sede episcopal de Eio, a fin de reemplazar la
perdida sede de Cartagena. A esta sede se unió la fundación de la sede
de Begastri (Cehegín) en 610 tras la conquista de la ciudad por Gundemaro.
Ambas con el objetivo de cortar las posibles comunicaciones de Cartagena con el
interior de la provincia de la Oróspeda.
Los frutos de más conquistas para los godos se hicieron esperar, pues a pesar de
que Witerico (603-610) acometió en numerosas ocasiones contra las
posesiones bizantinas en la costa levantina, no consiguió expulsar a los
soldados imperiales (HG, 58). Muy probablemente esto se debió a las excelentes
defensas bizantinas, que se centraron fundamentalmente en aguantar en las
plazas fuertes y los recintos amurallados, y a la actuación de la flota bizantina, que
sin problema podía traer refuerzos de África e Italia.
Para paliar este último asunto, los visigodos decidieron que había que crear
una marina de guerra lo suficientemente potente como para enfrentarse a
Bizancio. Así, durante el reinado de Sisebuto (HG, 70) se creó ese
primer germen de flota visigoda. Lo que desconocemos es el lugar donde estaría
estacionada dicha flota. Para la lucha contra los bizantinos debemos suponer que
se encontraría en el Mediterráneo, pero se han propuesto dos lugares: o
bien Santa Pola, la antigua Portus Ilicinatus o bien la ciudad de Valencia (R.
Barroso, J. Morín e I. Sánchez, 2018: 75).
Tremís del tipo “cruz sobre gradas” acuñado en Toledo durante el reinado de Leovigildo.
A pesar de que la expulsión ha sido algo apoyado por la práctica totalidad de los
historiadores, hay voces discordantes en este asunto. Es algo comúnmente
aceptado que la última ciudad en caer fue Cartagena, mientras que las Baleares
se mantuvieron bajo control griego hasta su conquista por los musulmanes.
Tras este hecho, Bizancio no volvió a posar sus ojos sobre la Península
Ibérica, pues poco tiempo después serán los musulmanes quienes
desembarcarán en las costas hispanas, conformando una realidad política
nueva que terminó desplazando al reino visigodo.
Conclusiones
El paso del Imperio Bizantino por Hispania condicionó en gran medida el desarrollo
del reino visigodo de Toledo. A la propia amenaza militar que supuso la presencia
de contingentes griegos en un primer momento hay que sumar la política
diplomática de desestabilización que promovió Constantinopla entre la población
católica hispanorromana y para con los monarcas francos. Unido a esto, el
comercio marítimo se cerró prácticamente por completo para los godos hasta
mediados del siglo VII, y duramente pudo ser retomado por la inestabilidad
creciente al otro lado del Mediterráneo debido a la expansión musulmana. No
obstante, esa rivalidad constante entre ambos reinos propició a su vez una mayor
independencia y fortalecimiento de la monarquía visigoda, así como la
configuración de la ciudad de Toledo como urbs regia y sede metropolitana con el
objetivo de asemejarse a la Constantinopla imperial en esa pugna entre el rex
gothorum y el basileus bizantino.
Bibliografía citada
Fuentes
Jordanes. Sánchez Martín, J.M. (2001). Origen y gestas de los godos. Madrid:
Cátedra.
Bibliografía
López Sánchez, F. (2009). La moneda del reino visigodo de Toledo: ¿por qué?
¿para quién? En Mainake, 31, pp. 175-186.
Orlandis, J. (1988). Historia del reino visigodo español. Madrid: Ediciones Rialp.