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Cleopatra Selene, reina de

Mauritania
Tiene 15 años y está a punto de conocer a quien muy
pronto va a convertirse en su esposo, Juba II, el próximo
rey de Mauritania, un joven de 22 años. Ella es Cleopatra
Selene y es la única superviviente de la dinastía
ptolemaica que gobernó Egipto durante siglos. De
hecho, su madre, Cleopatra VII, prefirió suicidarse antes
que caer en manos de su conquistador, Octavio. Mientras
espera, Selene no puede evitar recordar algunos de los
amargos acontecimientos que marcaron su infancia, como
su llegada a Roma a los seis años acompañada de sus
hermanos, su mellizo Alejandro Helios y su hermano
menor, Ptolomeo Filadelfo. Los tres huérfanos, asustados,
desfilando junto al carro del vencedor, Octavio,
cargados de cadenas de oro, sin comprender nada de lo
que sucedía a su alrededor.

A la mente de Selene viene otro recuerdo. Este mucho


más agradable. Recuerda muy bien cómo los tres fueron
acogidos en casa de una cariñosa Octavia, la hermana
de Octavio, que había sido esposa de su padre Marco
Antonio, un ejemplo de matrona romana que supo
soportar con estoicismo la humillación de verse
desplazada en el corazón de su esposo por la reina de
Egipto. Pero eso no le importó, y con total dedicación crió
y educó, no solo a los hijos de Marco Antonio y Cleopatra,
sino a los que había tenido con Antonio y a los de los
anteriores matrimonios de ambos, todos juntos, como si
fueran una gran familia bien avenida. Ahora (estamos en
el año 25 a.C.) Octavia ha concertado su matrimonio
con quien será muy pronto el soberano del nuevo
reino de Mauritania. Una alianza que a Roma le viene
muy bien, pero ¿y a ella?

Selene está nerviosa, sentada en la sala de recepción de


la casa de Octavia, vestida con una sencilla túnica blanca
y con el cabello primorosamente recogido. No sabe nada
de Juba, excepto lo que le han contado de él. Que es un
joven brillante y con una gran cultura. De hecho, Juba
fue educado también en Roma. Su padre, Juba I, rey de
Numidia y un firme defensor de Pompeyo, murió en 46
a.C., y Julio César, vencedor de la guerra civil, se trajo al
pequeño príncipe númida a la Urbe. En realidad, Cleopatra
Selene y Juba tienen muchas cosas en común. Las
familias de ambos estuvieron relacionadas en el pasado
puesto que el abuelo del príncipe númida, Masinisa, que
tantos problemas causó a Roma, fue amigo íntimo del rey
egipcio Ptolomeo VIII.

Evidentemente, tras la conquista de Egipto, Octavio,


ahora ya emperador Augusto, tenía en mente una nueva
política exterior favorable a sus intereses. Y la cuestión
relativa al reino de Mauritania (una región que abarcaba
prácticamente los actuales Argelia y Marruecos) no era un
tema menor. Sus últimos gobernantes habían muerto sin
descendencia y Augusto consideraba que el territorio
debía ser gobernado por un monarca afín y leal a
Roma. Y quién mejor que Juba y Cleopatra Selene para
ser los nuevos soberanos de aquel territorio… El
secretario de Octavia anuncia por fin la llegada del joven
númida. Selene se pone en pie, expectante. Cuando Juba
hace su entrada en la estancia, con una amplia sonrisa en
su rostro bronceado, Selene suspira aliviada. No hay duda
de que es un joven atractivo, con cabellos ensortijados y
una dulce sonrisa. A Juba también le gusta lo que ve en
Selene. Se acerca a su futura esposa y ambos jóvenes se
dirigen al jardín de la casa para conocerse e intercambiar
confidencias. Octavia sonríe. Parece que el plan
finalmente tendrá éxito.

El viaje de la joven pareja hasta su nuevo hogar, en la


lejana Mauritania, es largo y peligroso. Por otra parte algo
habitual en las travesías marítimas de la época. Juba se
encuentra bajo el entoldado, hablando con el capitán,
mientras que Cleopatra Selene se aposta en la barandilla
del navío para observar a los delfines que nadan junto al
barco, saltando entre las olas. Ese momento de
tranquilidad le sirve para dedicar un pensamiento a sus
padres, de los que guarda una impresión borrosa.
Recuerda que su padre era un hombre fuerte y con una
voz atronadora. De ello fue testigo en la ceremonia que se
celebró en el Gimnasio de Alejandría, donde Cleopatra y
Marco Antonio, sentados en tronos de oro, tenían a sus
tres hijos a sus pies, en tronos más pequeños. Allí, todos
recibieron títulos y prebendas. Ella misma, Selene, una
niña pequeña, fue nombrada reina de Creta y de
Cirene. Parece otra vida. De hecho, lo es. Sus
protagonistas ya no están. Antonio y Cleopatra se
suicidaron en Alejandría tras el triunfo de Octavio, y sus
dos hermanos murieron en Roma. La mortalidad infantil
era muy alta en aquellos tiempos.

La joven reina se gira para observar a Nicolás de


Damasco, su viejo tutor y antiguo director de la Biblioteca
de Alejandría. El anciano erudito está sentado a la sombra,
rodeado de papiros que lee con fruición, aunque su vista
ya no es tan aguda como antes. En Roma, Nicolás había
sido embajador de Herodes el Grande, el rey de Judea, en
cuya corte recaló tras la caída de Cleopatra VII, y trabó
una profunda amistad con Augusto. Pero no se lo pensó
dos veces cuando Selene le propuso acompañarla a
Mauritania en esta nueva etapa de su vida. De hecho,
sería una pieza decisiva en la reedición de un nuevo
gobierno ptolemaico en el país africano.

Veinte años después de que Cleopatra Selene y Juba II se


hicieran cargo del gobierno de Mauritania, la reina yace
enferma en su lecho. Recuerda con cariño aquellos
tiempos. Con la ayuda inestimable de Nicolás de
Damasco, Selene logró reunir en su corte en la flamante
capital, Cesarea (Cherchell, en la actual Argelia), a los
últimos miembros del círculo íntimo de su madre para
crear su propio séquito. Muchos artistas alejandrinos
también se mudaron a la nueva corte mauritana, y en
torno a los jóvenes monarcas se creó un importante
círculo de intelectuales, muchos de ellos procedentes
también de la capital egipcia. Entre todos estos
intelectuales destacó el rey Juba, autor de un tratado
acerca del norte de África, Líbica, y de otra obra titulada
Sobre Arabia. Todo ello con la ayuda imprescindible de
Cleopatra Selene.

La reina sabe que su final está cerca. Los dioses la


llaman a su lado demasiado pronto. Tan solo tiene 35
años y no podrá ver cómo su hijo Ptolomeo, que tuvo con
su amado esposo (que la sobrevivirá 30 años), alcanza el
trono mauritano. Junto a ella, un abatido Juba sostiene su
mano inerte. Selene ya no tiene fuerzas ni para apretarla,
ni apenas para despedirse de él. Pero está satisfecha.
Han logrado crear un reino floreciente, con una sólida
relación con Roma, que lo considera un aliado preferente
entre los reinos vasallos.

La amada reina de los mauritanos ha muerto. En una


sentida ceremonia, Cleopatra Selene será enterrada en
el mausoleo real que Juba y ella hicieron construir
hace tiempo en Tipasa (Argelia), basándose, según dicen,
en la fastuosa tumba de Cleopatra VII en Alejandría. De la
estirpe de los ptolomeos solo queda vivo su hijo, que tras
la muerte de Juba II gobernará durante veinte años, hasta
que, en un viaje a Roma, Calígula lo mandará ejecutar.
Muy posiblemente porque, entre otras cosas, el
emperador no podía tolerar que Ptolomeo acuñara
monedas de oro (algo que estaba prohibido a los reyes
aliados de Roma).
Se dice que Cleopatra Selene murió durante un eclipse
lunar, lo que sería muy adecuado teniendo en cuenta que
la soberana llevaba el nombre de la diosa de la Luna.
Queda para el recuerdo el panegírico que de ella hizo el
poeta Crinágoras de Mitilene: “La Luna misma se
oscureció y salió al atardecer, cubriendo su sufrimiento en
la noche, porque vio a su bella tocaya, Selene, sin aliento,
descendiendo al Hades. Con ella había tenido en común la
belleza de su luz, y mezcló su propia oscuridad con su
muerte”.

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