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«La reina estaba desnuda.

Desde la
terraza de su palacio, Cleopatra
observaba, sin duda por última vez,
su querida capital, la deslumbrante
Alejandría. El viento suave de la
noche no calmaba su irritación. Ella,
la soberana de Egipto, tierra amada
por los dioses, la cual había creído
conquistar y la cual perdía, ella, la
dueña absoluta de un rico país,
¡reducida a la soledad y a la
impotencia!»
Así arranca una de las novelas más
anheladas por los lectores de
Christian Jacq tras largos años de
espera y numerosas peticiones para
qué abordara el personaje de
Cleopatra. Una novela en la que
cobra vida la hábil estratega que
liberó a Egipto del yugo romano. La
mujer cuya extraordinaria belleza,
envuelta en oro y piedras preciosas,
ocultaba una inteligencia y una
ambición únicas. La seductora
infatigable que enloquecía a los
hombres. El gran amor de César. La
leyenda personificada.
El último sueño de Cleopatra es un
retrato único de la majestuosa reina
del Nilo por el maestro del género,
el novelista y egiptólogo Christian
Jacq.
Christian Jacq

El último sueño
de Cleopatra
ePub r1.0
Titivillus 04.03.15
Título original: Le Dernier Rêve de
Cléopâtre
Christian Jacq, 2012
Traducción: Juan Camargo

Mapas del interior


Mapa 2. La antigua Alejandría: Realizado a
partir del mapa de Christian Jacob y
François de Polignac, Alexandrie IIIe
siècle av. J.-C
Mapa 3. Los puertos de la antigua
Alejandría: Realizado a partir del mapa de
Franck Goddio

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
EGIPTO EN LA ÉPOCA DE CLEOPATRA
LA ANTIGUA ALEJANDRÍA
LOS PUERTOS DE LA ANTIGUA
ALEJANDRÍA
Alza los ojos de tu corazón, atesora en ti
las
sensaciones de todo lo creado, del fuego
y
del agua, imagina que existes en todas
partes
a la vez, en la tierra, en el mar, en el
ciclo.

HERMES
1

La reina estaba desnuda.


Desde la terraza de su palacio,
Cleopatra observaba, sin duda por
última vez, su querida capital, la
deslumbrante Alejandría.
El viento suave de la noche no
calmaba su irritación. Ella, la soberana
de Egipto, tierra amada por los dioses,
la cual había creído conquistar y la cual
perdía, ella, la dueña absoluta de un rico
país, ¡reducida a la soledad y a la
impotencia!
La llama que brillaba en lo alto del
faro iluminaba el mar y atestiguaba la
gloria de la ciudad fundada por
Alejandro Magno[1] tras haber vencido a
los persas y liberado a la antigua tierra
de los faraones de una penosa
ocupación. La biblioteca, el museo, los
templos, el teatro, los palacios, el
puerto, el faro… ¡Se había convertido
en la dueña legítima de tantas maravillas
a la muerte de su padre durante el
eclipse de luna total del 7 de marzo de –
51![2]
Su padre, Ptolomeo XII, era un
cobarde, un corrupto, un obseso sexual
que había vendido Egipto a los romanos.
Apodado «el flautista»[3] por el pueblo,
disfrutaba tocando ese instrumento en
las orgías, donde se exhibía sin pudor y
perdía toda la dignidad. Tras ser
expulsado de Alejandría, había
recuperado el poder contratando
soldados romanos a precio de oro, lo
que había provocado una crisis
económica. En ese momento había una
gran cantidad de mercenarios, sobre
todo germanos y galos, engrosando las
filas del ejército egipcio, un ejército que
Cleopatra ya no controlaba.
Rabiosa, la joven de veinte años se
arrancó el collar de perlas, se quitó las
pulseras de plata y se lo arrojó todo a
esa desagradecida ciudad que quería
deshacerse de ella y entregarse a la
codicia de una pandilla de
conspiradores.
Cleopatra, que había nacido en
Alejandría en enero de –69, en los
aposentos de las concubinas de su
progenitor, había ascendido al trono de
Egipto a los dieciocho años. Un trono
que, según las costumbres de los
Ptolomeos, debería haber compartido
con su joven hermano de diez años. Sin
embargo, ¡la primera Cleopatra, nacida
en –180, había reinado completamente
sola tras la muerte de su marido!
Y la séptima Cleopatra, cuyo nombre
significaba «Orgullo de su padre», la
había imitado relegando a la sombra al
pequeño y desagradable Ptolomeo XIII,
al que odiaba. Al adoptar, no sin ironía,
el sobrenombre de «Aquella que ama a
su padre»,[4] prefería el título de
«Aquella que ama a su patria», ese
Egipto de pasado ilustre que constituía
la materia de todos sus sueños.
Y esos sueños se estaban
transformando en una pesadilla.
Indignada ante tanta injusticia, la
joven alzó las manos hacia la luna.
—Tú, que renaces y desapareces,
¡dame fuerzas!
¿Acaso no había demostrado su
madurez y su valentía al afrontar la
crisis financiera? Por culpa de las
deudas de su padre, se había visto
obligada a devaluar la moneda y a
mandar fabricar nuevas piezas de
bronce. Castigadas por períodos de
hambrunas, las aldeas clamaban contra
los insoportables impuestos. Por eso,
con el fin de mantener la riqueza de la
capital, la soberana había firmado un
decreto mediante el cual prohibía
transportar los cereales procedentes del
Egipto Medio a otro lugar salvo
Alejandría bajo pena de muerte. Los
graneros seguirían llenos, a los griegos
no les faltaría el alimento.
Y eso no había sido más que el
comienzo de un proceso de reformas que
pretendía luchar contra la corrupción y
con una burocracia omnipresente, de
modo que se restableciera la
prosperidad del país.
Pero Cleopatra se veía enfrentada a
la mediocridad de su corte y a la maldad
de su difunto padre. Le había solicitado
al Senado romano velar por el
cumplimiento de su voluntad
testamentaria, por la cual exigía que
compartieran el poder su hija mayor y su
hijo menor, Ptolomeo XIII, un crío
insufrible y presuntuoso que gozaba de
poderosos apoyos.
Había tres hombres que manipulaban
a esa marioneta y que habían decidido
acabar con Cleopatra: el eunuco Potino,
jefe de gobierno; Teódoto, el erudito
preceptor del reyezuelo, y Aquilas,
cabeza del ejército. Además, Arsínoe, la
hermana menor de Cleopatra, alentaba a
ese trío maléfico: artera, ambiciosa y
celosa, no aspiraba a otra cosa más que
a llegar al poder.
La joven reina había menospreciado
el peligro por falta de lucidez y de celo.
Se había dedicado en cuerpo y alma a
solucionar la crisis financiera y a
imponer sus opiniones sin reparar en
susceptibilidades. Se sentía capaz de
dirigir el Estado desentendiéndose del
testamento de su padre y de su sumisión
a los romanos.
¡Roma, la gran potencia, displicente
y altiva! Dos soldados, depredadores
temibles, se enfrentaban para obtener su
control: César y Pompeyo. Cleopatra
había apoyado a este último con la
esperanza de que se mantuviera lejos de
Egipto y no cuestionara su autoridad. En
–49 le había enviado víveres y
soldados, y las malas lenguas sostenían
que la reina se había convertido en
amante del hijo de Pompeyo, destinado a
Alejandría como embajador.
La joven de cuerpo perfecto adoraba
el aroma de los jazmines, pero este no
bastaba para eliminar el hedor de los
chismes esparcidos por sus enemigos y
por los miembros de su propia familia.
¡Ayer se encontraba en su apogeo y hoy
era calumniada! Engañarse era inútil: la
conspiración había triunfado,
despojaban a Cleopatra de sus derechos
en favor del cerdo de su hermano
pequeño.
Con la cabeza alta, bañada por la luz
de la luna, la reina sin trono se acercó al
borde de la terraza. Desde su
entronización, se había aficionado al
poder y se había sorprendido
olvidándose de sí misma: le daba igual
su propia reputación, solo la
obsesionaba el futuro de su reino. ¿No le
encomendaba el destino una misión, no
le exigía que sacrificara su existencia
por el nuevo Egipto?
En pocos meses, la soberana había
enterrado a la adolescente, y la
despreocupación había desaparecido
dando paso al sentido de Estado. La
habían educado para reinar; Cleopatra
no se arredraría. ¿Para qué seguir
viviendo si habían triunfado los
sublevados?
La luz que procedía del faro la
hipnotizaba y la tentaban las aguas del
puerto, que brillaban con una claridad
irreal. ¿Prisionera ella, sometida a un
crío con corona? ¡Ni pensarlo!
Transformarse en ave, sobrevolar la
bahía, llegar a alta mar y dejar tras de sí
un mundo de mediocres… Cleopatra
sonreía, abrió los brazos y se dispuso a
alzar el vuelo.
—Majestad, ¡no lo hagáis!
Carmión, una sirvienta fiel, corrió
hasta su señora y la cubrió con un velo
de lino real. Era bajita, morena, con
poca frente, nariz picuda y piernas
gruesas. Carmión estaba consagrada en
cuerpo y alma a Cleopatra. Con mano
férrea, la llevó al centro de la terraza.
—Majestad, ¡hay que marcharse!
Como si despertara de un sueño, a
Cleopatra le costó reconocer a su
sirvienta.
—Marcharse…
—He oído una conversación
aterradora por casualidad. Ya no estáis
segura en palacio.
—¡Lucharé!
—Es inútil, vuestros enemigos son
demasiado numerosos: vayámonos, ¡os
lo suplico!
—Qué mal me conoces, Carmión.
—No tenéis ninguna posibilidad de
ganar, eso creo yo.
Cleopatra titubeó.
Su sirvienta acababa de salvarla y la
muerte ya la estaba acechando de
nuevo… ¿Desfallecer una reina ante la
adversidad, dejarse llevar por el pánico,
comportarse como la mayor de las
cobardes?
—Sed razonable —insistió Carmión
—: si os marcháis, podréis seguir
luchando.
—Aplastaré a esa chusma en mi
propio palacio —decidió Cleopatra.
2

Desde la muerte de Alejandro Magno,


los Ptolomeos habían seguido
embelleciendo el barrio más importante
de Alejandría, el Bruchión. Este se
hallaba al noreste de la ciudad, en el
cabo Loquias, y se adentraba en el mar.
Allí se encontraban varios de los
palacios, entre ellos, la residencia real,
la sede del gobierno, los ministerios, las
residencias de los altos cargos, el
museo, la biblioteca, el teatro, el
gimnasio y el estadio. Los monumentos
más importantes de la extensa ciudad se
habían erigido en torno al sepulcro de
Alejandro y de los primeros Ptolomeos.
[5]
Conocer los laberintos de la
administración alejandrina, constituida
por miles de funcionarios que gozaban
de un número incalculable de
privilegios, requería de una vasta
experiencia, mucha habilidad y un
cinismo incombustible. Esas cualidades,
en su más alto grado, eran las que poseía
Potino, el eunuco.
De estatura media, casi calvo,
barrigudo, de rechonchos carrillos,
patoso, resultaba simpático e inofensivo,
pero aquellos que se habían fiado de esa
apariencia engañosa lo habían
lamentado profundamente. Despiadado y
artero, Potino se había desembarazado
de sus rivales con el fin de ocupar el
puesto más importante, el de ministro de
Economía y Hacienda. Controlaba la
agricultura y la producción artesana,
revisaba la entrada de numerosas tasas
en dinero y en especie, y había situado a
sus paniaguados al frente de la
cancillería, de la justicia y de los
aranceles, muy lucrativos.
No le había sido demasiado arduo
manipular a Ptolomeo XII, el flautista
libertino y corrupto. En cambio, el
ascenso al trono de la joven Cleopatra
se había convertido en poco tiempo en
un desastre. Culta, decidida, con dotes
de mando, la soberana había relegado a
su hermano pequeño, Ptolomeo XIII, y
había comenzado una serie de reformas,
en especial monetarias, que no eran del
gusto de los altos cargos ni del pueblo
de Alejandría. Si le permitían continuar,
¿no arremetería contra ciertos
privilegios en perjuicio del orden
establecido?
Preocupado, Potino había llevado a
cabo su mejor estrategia: actuar en la
sombra. Había urdido una eficaz red
decidida a apoyar al niño Ptolomeo XIII
y a destronar a Cleopatra. Arsínoe, su
hermana menor, envidiaba y detestaba a
aquella primogénita a la vez hermosa e
inteligente. Sin embargo, Potino
desconfiaba de esa mujer ambiciosa,
pues le parecía tan peligrosa como una
víbora. Su mayor aliado era Teódoto, el
erudito, especialista en retórica: sus
espléndidos discursos trataron de
persuadir al pequeño Ptolomeo de que
era el único rey legítimo y de que debía
deshacerse de la despreciable Cleopatra
antes de que esta lo asesinara.
Y llegó el gran día: el crío aceptó
pasar a la ofensiva final. Desde hacía
varias semanas, Potino había logrado
enfrentar a toda la administración contra
la reina, de manera que la había
arrinconado: ya no se cumplían sus
órdenes y sus últimos valedores la
abandonaban. Desde ese momento,
reinaba Ptolomeo XIII, y Potino a través
de este.
No obstante, no bastaba con derrotar
a Cleopatra; cuando la reina fuera por
fin consciente de la situación, no
tardaría en reaccionar.
Había que eliminarla, y el rey no se
oponía a ello.
El eunuco cruzó un pasillo largo y
angosto que conducía a los aposentos
del jefe del ejército. Aquilas era de
origen egipcio, pero se había convertido
en un perfecto griego de Alejandría.
Corto de alcances, aunque valiente y
respetado por las tropas, obedecía sin
rechistar a Potino, quien lo colmaba de
tesoros y mujeres. El general era un
hombre alto y fuerte, de cabello muy
negro, cabeza cuadrada, labios
voluptuosos y voz ronca. Apreciaba
cada día más su posición y disfrutaba
cuanto podía de los placeres que le
ofrecía la capital. Su criada hizo pasar a
Potino.
Aquilas cenaba en compañía de una
adolescente desnuda que ya estaba
borracha. Esta se rio por lo bajo al ver
el físico poco agraciado del eunuco, a
quien no favorecía la toga verde de
pliegues delicados.
El general abofeteó a la muchacha.
—Perdónala, Potino. Y tú, imbécil,
¡largo!
La adolescente huyó llorando ante la
mirada sombría del eunuco. Aquilas
llenó una copa de plata de vino tinto
especiado con canela y se la ofreció al
ministro.
—¡Por nosotros, mi querido amigo!
Potino apenas se humedeció los
labios.
—¿Algo urgente? —preguntó,
inquieto, el militar.
—Así es.
—Ajá… ¿Eso quiere decir ahora
mismo?
—Cuanto antes, mejor.
La voz levemente temblorosa del
eunuco sugería la gravedad de la
situación.
—Me juego lo que quieras a que hay
problemas en los suburbios. Voy a dejar
bien tranquilos a esos exaltados.
—No es eso, Aquilas.
El general frunció el ceño.
—¡Explícate, Potino!
—Te has comprometido a servir a
nuestro rey con lealtad, ¿no es cierto?
—¡Me reafirmo en ello!
—Ha llegado el momento de probar
hasta dónde llega ese juramento.
Ptolomeo necesita tu brazo y tu valor.
Aquilas se puso en pie.
—¡El ordena y yo obedezco!
—Tu acto alterará el destino de este
país y salvará el trono de nuestro
legítimo soberano. Amigo mío, te
convertirás en un héroe y se te honrará
como mereces.
El general empezó a preocuparse.
Esa promesa no carecía de atractivo,
pero ¿qué peligro encerraba?
—¿Te importaría ser más concreto,
Potino?
—Ptolomeo ha tomado una gran
decisión, digna de un monarca: desea
responsabilizarse a solas del poder.
—A solas quiere decir…
—Quiere decir acabar con la
traidora que conspira sin cesar para
desembarazarse del rey.
—La traidora…, ¿Cleopatra?
Potino asintió con la cabeza.
—Así pues, ¿me estás pidiendo
que…?
—Nuestro rey, Ptolomeo XIII, te
ordena que hagas desaparecer a
Cleopatra.
3

El general Aquilas se quedó mirando las


sobras de su cena con el ceño fruncido y
notó que se le cerraba el estómago.
—¡Yo soy un soldado, no un asesino!
—¿Quién ha hablado de asesinato?
—dijo Potino suavizando la voz—.
¡Cleopatra está a punto de convertirse en
una criminal y de condenar a nuestro
país a la bancarrota! ¿No deseas
salvarlo arrancando el mal de raíz?
Al jefe del ejército le daba vueltas
la cabeza. Para meditar mejor en ello, se
puso a caminar de un lado a otro.
—Esa mujer es una víbora —
aseguró el eunuco—. Según mis
confidentes, se dispone a actuar. Si no lo
impedimos, estamos todos condenados.
Se hará con las riendas de la policía y
del ejército, matará a su propio hermano
y a sus allegados. No nos queda más que
una esperanza si queremos sobrevivir:
tú, Aquilas.
El general sintió que le conferían
una enorme responsabilidad, y la misión
empezó a interesarle. ¡Él, el salvador de
Egipto! La gratitud de Ptolomeo sería
infinita; su riqueza, indudable; su
reputación, legendaria.
Cleopatra… Una mujer muy
atractiva, fascinante incluso, pero lo
trataba con desdén.
—Acepto —decidió.
Potino hizo una reverencia.
—Presento mis respetos a tu lealtad
y a tu valor, y nuestro rey te lo
agradecerá.
—¿Cuándo habré de actuar?
—Ahora.
Angustiado, el general se vistió con
una túnica anaranjada de cuello ancho y
mangas cortas. Luego se decidió por un
cuchillo de doble hoja.
—Puedo derrotar a varios
adversarios a un tiempo —le recordó al
eunuco—, pero a la guardia personal de
Cleopatra, formada por veinte hombres
armados con lanzas…
Potino sonrió.
—Ya he resuelto el problema. Esa
buena gente se ha pasado a nuestro
bando, al igual que la mayor parte de las
sirvientas de la reina. A estas horas, te
la encontrarás cenando sin ningún
acompañante.
El general sintió un sobresalto. Lo
esperaba una emocionante tarea.
Potino lo precedió con sus torpes
andares, y ambos siguieron un intrincado
recorrido que atravesaba unos jardines
iluminados por la luna llena y que los
condujo hasta el palacio de Cleopatra.
En la entrada no había ni un guardia.
Los alejandrinos eran unos
entusiastas del mármol de importación, y
el palacio de Cleopatra no era una
excepción a la regla. Aquilas subió el
tramo de escalones que llevaban al
acceso principal, pasó entre dos
columnas de exquisita elegancia y entró
en la recepción del palacio, decorada
con murales que mostraban paisajes del
Nilo y bustos de los Ptolomeos. Uno de
los pasillos comunicaba con los salones,
el comedor, la antesala… Lámparas
encendidas, ningún alboroto, ningún
sirviente. La puerta de los aposentos
privados de la reina se hallaba cerrada.
Al general lo asaltaron las
sospechas. No olvidaba que Cleopatra,
que era una excelente amazona, había
acudido con asiduidad al gimnasio y que
les había dado unas cuantas lecciones a
varios hombres. ¿No le estaría
tendiendo una trampa?
Abrió la puerta con estrépito y se
precipitó hacia el interior de una
estancia donde imperaban lujos y
fragancias. La inmensa sala, el baño, las
habitaciones destinadas a los masajes, al
maquillaje, a las joyas, al ropero… No
se veía a nadie.
Con cuidado y prudencia, Aquilas
registró sin éxito todos los escondites
posibles. Al cabo, regresó contrariado
junto a Potino.
—Cleopatra no está aquí.
El eunuco no pareció desanimarse.
—Seguro que se esconde en su
segundo palacio, en la isla de
Antirrodos.
El general fletó un bote grande. Una
veintena de soldados remaban a buen
ritmo con el fin de llegar lo más
rápidamente posible a la pequeña isla,
que se hallaba cerca del puerto del este.
Allí había una residencia real y un
pequeño santuario consagrado a Isis.
—El rey desea que le cortes la
cabeza a esa bruja y que se la muestres
al pueblo —susurró Potino al oído de
Aquilas—. Si lo haces, te aplaudirá por
ello y se te recompensará con
generosidad.
—¡Más energía! —exigió el general,
de pie en la proa del bote.
Cuando atracaron en el puerto
privado de la reina, el eunuco y el
militar constataron que estaba vacío.
—Ha huido —murmuró Potino con
rabia contenida.

El pequeño Ptolomeo XIII se había


atiborrado a pasteles y le habían entrado
náuseas. El erudito Teódoto, su flaco
preceptor, de frente despejada y nariz
fina y picuda, intentaba vencer la gula de
ese crío caprichoso, que no tardaría en
volverse obeso.
—Os recitaré los poemas de
Calimaco,[6] majestad, y disfrutaréis de
una noche tranquila.
—No tengo sueño, y quiero beber
vino.
—Lo lamento, majestad, pero creo
que aún sois demasiado joven.
—¡Los chicos de mi edad ya lo
beben!
—Río vos sois el rey.
—¡Precisamente por eso tengo
derecho a lo que se me antoje!
—Precisamente por eso no lo tenéis.
La inesperada llegada de Potino
terminó con la discusión. El jefe de
gobierno hizo una reverencia.
—Tú —dijo Ptolomeo
acaloradamente—, ¡dame la razón!
—Tengo una noticia buena y una
mala, majestad.
La mirada altiva de Teódoto se
ensombreció al oírlo.
—¡Odio las malas noticias! —
protestó el rey.
—Cleopatra ha abandonado
Alejandría en compañía de unos pocos
fíeles —le reveló el eunuco—, se nos ha
escapado por poco.
—Te ordeno que regrese, ¡exijo
verla muerta!
—¿Sabemos adónde ha ido? —
preguntó Teódoto.
—Todavía no, pero dejadme
recordaros la buena noticia: esa mujer
ambiciosa nos da vía libre. Hoy
comienza el reinado de Ptolomeo XIII.
Esas palabras calmaron al niño.
—Estupendo, he decidido irme a la
cama.
4

Un fuerte viento del norte ayudaba a que


los dos barcos avanzaran rápidamente
con Cleopatra y sus últimos adeptos a
bordo: un centenar de soldados,
Carmión, la sirvienta, y su chambelán, el
siciliano Apolodoro. Este había
respaldado el testimonio de Carmión y
persuadido a la reina, amenazada de
muerte, de abandonar Alejandría de
inmediato. Consciente del peligro, el
siciliano había ordenado disponer dos
naves cargadas de comida, joyas y sacos
llenos de monedas de oro, plata y
bronce en el puerto privado de
Antirrodos. Gracias a esa fortuna,
Cleopatra podría seguir combatiendo a
sus enemigos.
Ese argumento había convencido a la
joven, que, con el corazón roto, se había
marchado de la capital. Pero ¿dónde
podría refugiarse?, ¿qué dirección debía
tomar? Para estupefacción de todos, la
reina había optado por encaminarse al
canal que conducía al Nido y dirigirse
hacia el sur.
Los soldados que formaban parte de
la guardia personal de la reina no habían
viajado nunca fuera de Alejandría y no
tenían muchos deseos de conocer un
Egipto ignoto, poblado de campesinos
hostiles.
Al rayar el alba, Cleopatra se
encontraba de pie en la proa de la nave
más adelantada. Su chambelán le llevó
pan y leche.
—¿Por qué corremos un riesgo así?
—preguntó Apolodoro.
—Solo uno de los antiguos dioses
puede venir en mi ayuda. Le he rendido
homenaje desde el primer año de mi
reinado, y tengo intención de solicitar su
protección.
El siciliano era un hombre de gran
estatura y de unos treinta años de edad.
Tenía los ojos negros, la mandíbula
cuadrada, y lucía un cuidado bigote.
Infatigable, le profesaba una admiración
sincera a esa joven reina, por quien
estaba dispuesto a dar la vida.
—Alejandría me ha expulsado de
sus calles, pero regresaré a ella —
prometió Cleopatra—. Este día es el
primero de mi reconquista. Las
provincias del sur se reunirán bajo mi
mando, y mi nuevo ejército barrerá al de
ese malnacido de Ptolomeo.
—No comparto vuestro optimismo,
majestad.
La reina, ofendida, fulminó con la
mirada a su chambelán.
—¿Cómo te atreves a hablarme así?
—Me he jurado que os sería franco
y que me ahorraría las adulaciones.
Habéis estado ciega y no habéis
desconfiado lo suficiente del eunuco
Potino ni de Teódoto, el preceptor, los
dos conspiradores que han pergeñado el
asesinato de vuestra majestad con el
beneplácito de vuestro hermano. Ahora
mismo son los dueños de la capital y de
todo el país. Los alejandrinos os
detestan a causa de vuestras reformas
monetarias: recibirán a sus nuevos amos
entre aplausos, y estos se guardarán
mucho de mostrarles la realidad,
prometiéndoles un futuro maravilloso.
¿El sur? No saben nada de vuestra
majestad. Sus habitantes odian a los
griegos y sus costumbres, los consideran
invasores. Para ellos, Alejandría es una
ciudad extranjera, una mancha horrible
que esperan que desaparezca. ¿Por qué
iban a ayudaros cuando no sois más que
una griega?
—Debes seguir hablándome de esa
manera, Apolodoro, y no vaciles en
señalarme uno a uno mis errores.
Necesito un consejero como tú, que no
caiga en halagos. No cabe duda de que
estás en lo cierto. Sin embargo, no voy a
renunciar, porque no me queda otra
elección. ¿Puedes imaginarme escondida
en un pueblo perdido o huyendo
constantemente? Pelearé y, si me
derrotan, moriré con el arma en la mano.
—Y yo a vuestro lado, majestad.
A ratos fascinados y a ratos
intranquilos, los viajeros descubrieron
el valle del Nilo, sus riberas verdes
repletas de papiros, las aldeas en lo alto
de las colinas, las palmeras, el ir y venir
de los asnos con sus pesadas cargas.
Había grupos de niños que saludaban a
ambos barcos al pasar, de hombres
armados con horcas que proferían
insultos.
Por suerte, la reina disponía de
excelentes marineros. La navegación no
resultaba siempre fácil por culpa de los
bancos de arena y de las caprichosas
corrientes. Cleopatra se pasaba todo el
día contemplando la belleza de esa
región cautivadora. Descubría templos,
veía pirámides en la linde del desierto,
se embriagaba con los olores cálidos y
la belleza de los paisajes.
Las horas de navegación
transcurrieron como un sueño y
transformaron las ideas de la joven.
¿Era realmente griega todavía?
Egipto estaba empezando a moldear en
ella una nueva alma, capaz de reparar en
la grandeza y en el legado de sus
ancestros, más allá de la dinastía de los
Ptolomeos. ¿No le ofrecía su
derrocamiento la oportunidad de
barruntar su verdadera naturaleza,
enterrada bajo la ridícula herencia de
sus padres? Cleopatra dejaba de ser una
extranjera para ir convirtiéndose poco a
poco en una egipcia. Sí, ese era su país,
y no se reducía a los fastos de
Alejandría.
Al cabo de veinte días de viaje,
ambos barcos recalaron en la ciudad de
Hermontis, a una veintena de kilómetros
al sur de la prestigiosa «Tebas de las
cien puertas» que había alabado
Homero. Saqueada y arrasada por los
persas, la riquísima capital de los
faraones del Imperio Nuevo dormitaba
con nostalgia por su gloria pasada.
Cleopatra ordenó que atracaran; los
soldados tomaron sus armas. A
Apolodoro no le cabía duda de que
habían advertido su presencia y se temía
un primer choque con las autoridades
locales.
A pesar de las advertencias de
Carmión, su sirvienta, la reina quiso
bajar la primera por la pasarela al frente
de sus hombres. Estos miraban tensos en
torno a ellos y se temían un ataque con
arcos y flechas. Los lugareños acudieron
intrigados: ¿quién era esa espléndida
joven que iba ataviada con un vestido
blanco de lino real, acicalada con una
diadema, un collar y ajorcas de oro?
Unos policías se abrieron paso entre
la muchedumbre. Armados con garrotes
y espadas cortas, se detuvieron a pocos
pasos de la intrusa.
Un hombre de unos sesenta años y
cabello blanco apartó a sus
subordinados a empujones y apareció en
primera línea. Se quedó mirando a la
recién llegada con gesto arisco.
—Soy Cleopatra, soberana de las
Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, y
me debes obediencia.
El jefe de la policía local se quedó
pasmado.
—¿Habláis… habláis egipcio?
5

Cleopatra era la única en toda la


dinastía ptolemaica que hablaba egipcio.
También había aprendido hebreo, sirio,
persa, parto, etíope y varias lenguas
más, entre las que se encontraban las de
los «merodeadores de las arenas», las
tribus beduinas que atacaban a las
caravanas.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó la
reina.
—Pacomio, majestad… Soy el
estratego[7] de la provincia de Tebas,
comandante de las fuerzas de orden
público y responsable de la hacienda
local. No… no me habían advertido de
vuestra llegada y…
—Llévame a tu residencia y que den
de comer a mi séquito.
Apolodoro y dos soldados
acompañaron a la soberana. Pacomio,
impresionado, se apresuró por unas
callejuelas por las que atravesó hasta
llegar a un destartalado edificio de dos
plantas.
—Hermontis no es una ciudad rica
—aclaró el estratego, incómodo—, y el
gobernador de la provincia no le
concede mucha importancia. ¿De
verdad… de verdad sois la reina
Cleopatra?
La soberana se limitó a sonreír.
—Un momento, ¡os lo ruego!
El estratego se precipitó al interior
del edificio administrativo, despertó a
los funcionarios adormecidos, les
ordenó que limpiaran a toda velocidad
el salón de invitados y que fueran a
buscar provisiones para la comida. Esa
brusquedad repentina obtuvo resultados
positivos y Cleopatra no tuvo que
esperar demasiado.
En una mesa baja dispusieron un
puré de habas, ensalada, lentejas con
ajo, huevos, queso de cabra y dátiles.
—Es una comida humilde —se
lamentó Pacomio—, y estos platos son
indignos de vuestra majestad, pero por
aquí hay tanta miseria…
La reina se sentó en una estera.
—Háblame de las penas de los
campesinos.
El estratego agachó la cabeza.
—¡Me llevaría días y días!
—¿Tan grave es la situación?
—Casi desesperada —dijo Pacomio
cansado—. El gobierno de Alejandría
no tiene en cuenta las protestas del
pueblo y le obliga a pagar unos
impuestos asfixiantes. Mis superiores no
contestan a los informes alarmantes que
les dirijo, y su única respuesta es
enviarme policías que patrullan las
aldeas y apalean a los reincidentes.
Reconozco que se mantiene el orden,
pero ¿a qué precio? Por no hablar de
que los funcionarios se multiplican: se
propagan como langostas y se alimentan
del trabajo de los pobres. Se sofocaron
las últimas revueltas, se arrojó a
numerosas víctimas al Nilo… y los
ánimos están a punto de estallar de
nuevo.
Las herramientas agrícolas son
propiedad del Estado, a este le
corresponden casi la totalidad de las
cosechas, se grava la producción, se
sanciona a los malos campesinos. O
bien nos sometemos a las exigencias de
la administración, o bien renunciamos a
cultivar la parcela asignada por el
gobernador provincial y morimos de
hambre. Hasta el río nos niega su ayuda,
pues las últimas crecidas han sido
demasiado flojas.
Con el rostro demacrado, Pacomio
se sentó a su vez y volvió a levantarse
de inmediato.
—Perdón, majestad, no me habéis
autorizado, yo…
—Siéntate, por favor, y no me
ahorres nada.
Cleopatra escuchó atentamente las
quejas del estratego, aliviado de poder
abrir por fin su corazón y de poder
describir el sufrimiento diario de sus
compatriotas. Su largo discurso no
aburrió a la soberana ni un instante, que
le revelaba un mundo desconocido hasta
entonces.
Pacomio, que tenía ya la garganta
seca, se detuvo.
—¿Deseáis beber un poco de
cerveza, majestad?
Cleopatra asintió, y el estratego
llenó dos copas. Como no se atrevía a
sostener la mirada de su interlocutora,
temía que desaprobara lo dicho.
—Aquí, en Hermontis —declaró la
joven—, proclamo ante ti el inicio del
primer año de mi reinado. No tolero la
injusticia, y no repararé en medios para
ponerle fin. Alejandría se encuentra tan
alejada del país que tengo ante mí…
Gracias por haberme instruido sobre él.
El estratego no daba crédito a lo que
oía; ¿cómo podía estar interesada en la
situación del pueblo llano esa griega de
mala reputación?
—No me crees, Pacomio, y te
equivocas. Mi propio hermano,
Ptolomeo, me ha expulsado de la capital
con la complicidad de sus malas
influencias. Se han dado por satisfechos
con ese triunfo pasajero y subestiman mi
determinación.
Pese a su admiración por ella, el
estratego no disimuló su pesimismo.
—Majestad, no os imagináis el
poder de la policía. Los secuaces del
gobierno de Alejandría están por todas
partes, lo vigilan todo y a todo el
mundo. Si no la controláis, estáis
condenada.
—No la controlo —reconoció
Cleopatra.
—Entonces ¡huid lo más lejos
posible de este país y olvidaos de él!
—Eso sería lo razonable, pero me es
imposible renunciar.
—En ese caso, majestad, ¡moriréis!
—Y el dios de tu ciudad ¿no vendrá
en mi auxilio?
El estratego se quedó estupefacto.
—¿Nuestro toro sagrado?
—Al comienzo de lo que creía mi
reinado, celebré el advenimiento del
joven animal que los sacerdotes
eligieron para suceder a su venerable
precursor. Hoy querría encontrarme con
él a solas.
—¡Nuestro genio protector es
bastante irascible!
—Llévame junto a él.
A lo largo de su vida, el estratego se
había topado con gente testaruda, pero
nadie como esa joven de voz dulce y
mirada seductora. Tratar de resistirse a
ella era inútil.
Protegida por su pequeña escolta, la
reina salió del pueblo y tomó el sendero
que conducía al cercado del toro
sagrado de Hermontis.
Como surgido del mismo sol, un
halcón describió grandes círculos por
encima de la comitiva y luego voló tan
cerca de la reina que Pacomio,
Apolodoro y los soldados alzaron las
manos para protegerla. Cleopatra,
mientras tanto, permaneció
imperturbable.
Esa señal del cielo inquietó al
estratego; los dioses nunca aparecían
por casualidad, pero su lenguaje no
siempre era fácil de descifrar. ¿Acaso
Horus, el dios fundador de la monarquía
faraónica, encarnado en un halcón, no le
estaba concediendo sus favores a esa
joven?
6

Desde hacía varias generaciones, se


inhumaba a los toros sagrados del dios
Montu —señor de la guerra que
adoptaba como Horus la forma de un
halcón y permitía que el faraón triunfara
en sus batallas contra las tinieblas— en
unas catacumbas en compañía de sus
madres, representantes terrestres de la
inmensa vaca celeste cuya leche
alimentaba a los seres de luz.
Debidamente momificadas, las dinastías
de vacas y de toros moraban para toda
la eternidad en el seno del templo del
Principio creador.
El nombre del toro era Bukhis, «la
expresión de la luz divina». ¿Quién,
mejor que él, habría reflejado su poder?
—Dejadme sola —ordenó Cleopatra
a su escolta.
—Pero, sobre todo, no entréis en el
cercado —la exhortó Pacomio—.
Insisto, ¡el joven Bukhis es irascible!
Apolodoro sospechaba que la reina
haría lo que le viniera en gana, y el
chambelán no andaba desencaminado.
De cabeza negra y pelaje blanco, el
formidable cuadrúpedo disponía de un
extenso recinto y no carecía de nada.
Tras una vida apacible y unas fiestas en
las cuales lo adornarían con joyas y
flores, lo sustituirían por un sucesor
semejante a él en todos los detalles, y
honrarían del mismo modo a su madre.
Cuando la joven se acercó, los
ollares del toro se dilataron y sus ojos
negros se tornaron agresivos.
—Oh, tú, enviado de Ra, ¡dispensa
una cálida bienvenida a la soberana de
las Dos Tierras! —Rezó Cleopatra—.
Vengo a pedirte fuerzas, no para mí, sino
para mi país y para mi pueblo. Se está
gestando una guerra, mis enemigos son
temibles. Vuelve mi brazo invencible,
infunde en mí un valor imperturbable.
Bukhis escarbó el suelo con la
pezuña y meneó el rabo.
—Va a embestir —murmuró
alarmado el estratego.
Cleopatra se aproximó al animal y le
tendió los brazos en un gesto implorante.
—Sé mi intérprete ante la luz
creadora que concede la vida. Ojalá tu
alma fecunde la mía.
Entonces, el toro levantó de repente
la cabeza y miró fijamente a la
suplicante.
Apolodoro se disponía a intervenir,
pero Pacomio lo detuvo.
—Nadie debe impedir la acción del
toro sagrado. Si osas hacerlo, serías
ejecutado.
Los cuernos de Bukhis eran gruesos
y puntiagudos. Le habría bastado con
coger carrerilla y arremeter de frente
para atravesar a la joven inmóvil
mientras oraba.
Entonces, el dios se manifestó.
Apolodoro, Pacomio y los soldados
vieron cegados cómo brotaba un sol de
la frente del animal y conformaba un
disco que destacaba entre sus cuernos.
Un intenso resplandor envolvió a
Cleopatra en su luz y, durante un largo
instante, la hizo invisible a ojos
mortales.
Luego un viento del sur disipó el
velo irreal. Bukhis mugió y se dirigió
hacia su madre, que pacía hierba tierna.
Pacomio, entusiasmado, sabía ahora
que Cleopatra era la elegida de los
dioses.
La noticia del milagro se había
difundido rápidamente por toda
Hermontis y, para rendir homenaje a su
ilustre visitante, el estratego había
organizado un banquete al que se invitó
a todos sus habitantes. Aquella tarde el
vino y la cerveza corrieron a raudales, y
se olvidaron por unas horas los rigores
de lo cotidiano.
Sin embargo, aunque se mostraba
amable y escuchaba las quejas de los
funcionarios más importantes de la
ciudad, la reina parecía ausente, como si
su encuentro con el toro sagrado y la
comunión con el alma del sol perduraran
en el corazón de la noche.
La alegría de esos festejos
inesperados disipó las ganas de dormir,
y solo con los primeros rayos del
amanecer se puso fin al alcohol, las
canciones y los bailes. Los soldados de
Cleopatra regresaron a sus barcos, y ni
Carmión ni Apolodoro se negaron el
sueño, que se adueñó también del
estratego y de sus conciudadanos.
La reina, en cambio, completamente
despierta y espoleada por una energía
nueva y desconocida, cruzó la parte de
los cultivos y tomó por un sendero que
conducía al desierto. La tierra roja e
inhóspita la atraía de manera
irresistible. ¿No habían construido allí
los antiguos sus moradas de eternidad?
La joven pisó la arena fina con los
pies desnudos y saboreó el aire fresco
de las primeras horas del día. ¿Por qué
había perdido el poder? Porque se había
encerrado en la deslumbrante
Alejandría, lejos de la tierra de sus
ancestros, y se había privado así de su
sabiduría y de su fuerza.
Gracias a la intervención de Bukhis,
Cleopatra retomaba unos vínculos que
habían quedado rotos. Hacía falta
reforzarlos todavía más frente a la
adversidad y volverlos indestructibles.
Alejandría era una burbuja aislada del
auténtico Egipto, una ilusión que distraía
de la violencia de ese desierto, donde
los humanos no eran bien recibidos. La
reina deseaba ponerse a prueba y saber
si era digna de la luz otorgada por el
toro sagrado.
La soledad… Esa sería la condición
para vencer. Aun adulada, aclamada,
lisonjeada, la soberana permanecería
sola y no tendría otro recurso más que su
propia pasión, que esta vez nutriría su
lucidez.
De repente, la vio.
Erguida, con la lengua bífida
serpenteando sin cesar, la cobra real se
interponía en su camino. Absorta en sus
pensamientos, la reina se espabiló
bruscamente; estaba demasiado cerca
del reptil para salir huyendo.
El más mínimo movimiento
desencadenaría un ataque fulminante y
mortífero. Cleopatra dejó de respirar y
trató de ganarse sin éxito la mirada de la
depredadora, que estaba a punto de
atacar.
La cobra real… ¿no era un ornato de
la corona faraónica?, ¿no despedía una
llama que devoraba a sus enemigos?
Petrificada, con el corazón en un puño,
la reina se negó a creer que aquella
serpiente, llena de magia, se dispusiera
a poner fin a sus días.
—Vete en paz —exigió una voz
grave, cuyas inflexiones, de una extraña
intensidad, hicieron que Cleopatra se
estremeciera.
La cobra se volvió y vio a un
anciano de gran estatura con la cabeza
rapada que iba vestido con un hábito
ocre. La circunspección de su rostro,
surcado por profundas arrugas, resultaba
casi aterradora.
—Regresa a tu guarida —le ordenó
al reptil.
La cobra se alejó sumisa. Y el
hombre le dio la espalda a la reina.
—¡Espera! ¿Quién eres, bienhechor?
El encantador de serpientes se
detuvo.
—Me llamo Hermes.
7

Cleopatra llegó a la altura del


sorprendente personaje.
—¿Cómo dominas a semejante
monstruo? ¡Quiero saberlo!
El hombre se quedó mirando a la
joven.
—Y tú, ¿quién eres?
—La reina Cleopatra.
—Una griega de Alejandría…
—Tu soberana, ¡a la que le debes
respeto!
La mirada del mago reflejó tanto
desdén que la reina fue incapaz de
replicar.
—Vosotros, los griegos, sois unos
niños arrogantes sin tradición ni
espiritualidad. Vuestra filosofía se
reduce a un ruido de palabras carentes
de eficacia. Vuelve a tu casa, reina
Cleopatra, y no te adentres más en el
desierto.
—¡Podría hacer que te detengan!
—¿Y obligarme a confesar mis
secretos mediante la tortura? No
sobrevalores tus capacidades y regresa
a tu ciudad griega, vete de Egipto.
—¡Este es mi país!
Hermes se cruzó de brazos.
—Me parece que eso es un
descubrimiento reciente.
—¡Y aunque así fuera!
—¿Por qué ese interés repentino?
Frente a ese extraño individuo, de
intenso magnetismo, Cleopatra sintió
que no debía ocultar la verdad.
—Me he visto obligada a abandonar
Alejandría porque iban a matarme, y
espero incorporar las provincias a mi
causa para reconquistar el poder.
—El eunuco Potino y sus cómplices,
el preceptor Teódoto y el general
Aquilas no permanecerán de brazos
cruzados.
Cleopatra se quedó atónita.
—¿Los… los conoces?
—Están manipulando a tu hermano
pequeño, Ptolomeo, a quien el poder se
le ha subido a la cabeza, y no se sentirán
tranquilos hasta que tengan tu cadáver
ante sus ojos.
La joven apretó los puños.
—¿No serás tú aliado suyo?
—Si eso fuera así, ya estarías
muerta: la cobra real nunca deja escapar
a una presa.
—Entonces ¡accedes a ayudarme!
—Te he salvado la vida y regreso al
desierto.
—¿Voy a tener que suplicarte?
Cleopatra se arrodilló y abrió los
brazos, y después se atrevió a clavar la
mirada en la de Hermes.
—Este viaje me ha transformado, ¡he
descubierto mi auténtica patria! Mi
padre era un corrupto, un inútil y un
cobarde, y yo no tengo ninguna intención
de parecerme a él. La egipcia que hay en
mí ha derrocado a la griega. No dudes
de mi único deseo: devolverle su
esplendor y su prosperidad a la tierra de
los faraones. De ahora en adelante, mi
vida no tendrá sino ese sentido.
Por un instante interminable, Hermes
permaneció en silencio y se limitó a
observar a la soberana destronada.
Luego la cogió de la mano con
fuerza y la puso en pie.
—¿Eres consciente de las
adversidades que tendrás que superar?
—Probablemente no, pero ¿qué
importa eso?
—¿Sabes lo que es el miedo?
—Me corroe por dentro y no dejo
que me domine.
Hermes cambió de tema.
—¿Qué sentiste ante el toro
sagrado?
—El poder de la luz, el deseo
irresistible de deshacerme en ella. Y el
viento desvaneció mi sueño… ¡Necesito
la fuerza de Bukhis para ir a la guerra!
—¿Eres capaz de imaginar las
consecuencias?
—¿Acaso existe otro camino?
Hermes describió un óvalo en la
arena con el índice.
—He aquí el símbolo que contiene
el nombre de los faraones, nacidos del
cielo y destinados a regresar allí. El
cosmos ilumina su conciencia para que
la verdad ocupe el lugar de la mentira;
el orden, el del desorden; la rectitud, el
de la ignominia; la justicia, el de la
injusticia. Los Ptolomeos se han
olvidado de esos deberes, han pisoteado
la institución faraónica fundada por los
dioses y han profesado un culto a la gran
tarada, esa moneda cuyo uso rechazaron
los antiguos. Tu mundo es el de la
corrupción y el de la perversión, se
prefiere al criminal antes que al hombre
recto, las intrigas políticas relegan al
buen gobierno. Los poderosos no
piensan más que en su propio beneficio,
desprecian al pueblo y lo oprimen
aplastándolo con sus impuestos. Tal es
la desgracia que los griegos han
originado, porque son incapaces de
reparar en la armonía secreta del
universo, porque anteponen el saber al
conocimiento, porque se jactan de su
filosofía, que aniquila la intuición
creadora con sus discursos vacíos y sus
interminables debates que no conducen a
nada. Y esas falsas élites, esa auténtica
gangrena, han introducido la esclavitud
en Egipto al rebajar a la mujer a una
posición inferior, a depender de un
hombre.
—¡Yo soy la prueba de lo contrario!
—protestó Cleopatra.
—¿No te has visto forzada a casarte
con tu hermano?
—He reinado sola y…
—Y te han expulsado.
Las palabras de Hermes eran otros
tantos golpes violentos, pero le estaban
quitando una venda de los ojos.
—Creía que ya había aprendido
mucho —admitió la joven—, pero me
estoy dando cuenta de que ignoraba la
realidad de un país al que me siento
unida en lo más profundo de mi corazón.
¿Aceptas enseñarme tu ciencia, Hermes,
y seguir abriéndome la mente?
Aquel alto mago pareció aún más
alto.
—¿Qué deseas en realidad, joven
reina?
—Devolver a Egipto su antiguo
esplendor ejerciendo el poder con
justicia.
—Es una misión imposible…
—¡Por lo menos lo habré intentado!
—Te juegas la vida.
—No quiero jugar a otro juego, y es
la condición para participar en él.
Hermes miró a lo lejos como si
tratara de ver el porvenir.
8

El estratego Pacomio cedió ante la


insistencia del siciliano Apolodoro y de
Carmión, la sirvienta de Cleopatra. A
pesar de las malas noticias de las que
acababan de informarlo, al final decidió
enviar una patrulla en busca de la reina,
que había desaparecido hacía muchas
horas. ¿Adónde habría ido? ¿Habría
sido víctima de alguna mala compañía?
Los soldados se disponían a salir
cuando reapareció la joven acompañada
de un hombre de formidable altura cuya
mirada imponía respeto.
Carmión se precipitó hacia ella.
—¿Majestad? ¿Estáis ilesa?
—Tranquila.
—¿Quién es este hombre? —
preguntó, suspicaz, el siciliano.
—El mago Hermes, mi nuevo
consejero.
Pacomio consideró imprescindible
intervenir de inmediato.
—Majestad, ¡no podéis quedaros
aquí! Debéis marcharos enseguida.
—¿Por qué razón?
—Vuestra presencia no ha pasado
inadvertida, y uno de mis subordinados
ha alertado a la guarnición griega de
Tebas para que os arresten. Mañana
mismo irrumpirá aquí una tropa
numerosa.
—¿No me defenderéis Hermontis y
tú junto con mis soldados?
El estratego agachó la cabeza.
—Sería una locura. No tenemos
ninguna oportunidad de vencer y nos
masacrarían a todos. Si deseáis salvar
nuestras vidas, ¡huid, majestad!
—¿En qué dirección? —preguntó
Apolodoro.
—Evitad el Nilo —le aconsejó
Pacomio—. Al norte os interceptaría
una flota. Y lo mismo ocurriría al sur.
—Eso nos deja los desiertos del este
y del oeste —comentó el siciliano.
—¡Nos moriremos de calor, de sed y
de hambre! —exclamó Carmión,
aterrorizada ante la idea de perderse en
ese mundo hostil, lleno de maleficios y
poblado por criaturas peligrosas.
¡Cuánto echaba de menos la
sirvienta el lujo del palacio de
Alejandría! No obstante, permanecería
fiel a su reina.
—No existe más que una solución:
salir de Egipto y llegar al norte de
Palestina, donde es posible que la reina
Cleopatra encuentre algún aliado —
sentenció Hermes.
Pacomio se quedó boquiabierto.
—¡Eso es imposible, totalmente
imposible! Habría que atravesar el
desierto, tratar de convencer al
propietario de un barco, bordear la
costa del mar Rojo, llegar más allá del
delta y volver a subir hacia el norte
recorriendo regiones repletas de
salvajes y saqueadores.
—Exacto —admitió Hermes…
—¿Y tú harías de guía?
—Yo, no. Pero conozco a uno que sí.
—¿Aquí, en Hermontis?
—Que la reina me siga.
Cleopatra no titubeó. Apolodoro la
acompañó indeciso.
El trío recorrió una serie de
callejuelas que desembocaban en el
extremo sur de la ciudad.
Tenían ante sí una humilde casa
blanca de una planta, un huerto y un
campo de alfalfa donde se solazaba un
asno de pelo gris.
Un ronquido de una extraordinaria
potencia perturbó la paz de aquel final
de la tarde. Con la espalda apoyada en
un pozo, un viejo enclenque y mal
afeitado dormía con los puños
apretados.
Hermes se detuvo a dos pasos del
hombre escuálido.
—Despierta, Viejo.
El ceño se frunció, la barbilla
tembló, los labios resoplaron y los
párpados se levantaron pesadamente.
—¿Quién…? Ah, no, ¡tú, no! Déjame
descansar, estoy agotado.
—¿No le tienes respeto a la reina de
Egipto?
El Viejo la buscó con una mirada
inquieta a su alrededor. Al advertir la
presencia de Cleopatra, se apoyó en los
codos y se incorporó.
—¿Es ella?
—Es ella —le confirmó Hermes.
—¿Estás de broma?
—No lo estoy.
—Habría sido demasiado bonito…
¡Contigo uno nunca puede reírse un rato!
El Viejo se desperezó y, no sin
dificultades, se puso en pie.
—¡Pues es verdad que la reina es
guapa! Pero ¿qué tiene que ver todo esto
conmigo?
—Necesitamos tu colaboración.
El Viejo se rascó la cabeza.
—Ah, no, ¡yo solo quiero estar
tranquilo! Para mí se terminaron las
aventuras.
—¿Aunque se trate de salvar a tu
reina de unos criminales griegos?
Estupefacto, el Viejo masculló:
—Eso es otra cosa… ¿Va en serio?
—Muy en serio —corroboró
Cleopatra—. O eres mi guía, o muero.
—Me tenía que tocar a mí… ¡Parece
que los dioses no me dejan en paz!
—¿Me ayudarás? —le preguntó la
reina.
—¡Los griegos me ponen malo! Y,
además, vos parecéis sincera… Pero
esto no lo decido yo solo.
—¿Quién más?
—Mi asno, Viento del Norte. Si se
niega, me vuelvo a dormir. Ese no es de
los que se andan con tonterías.
El rucio tenía buen aspecto. Pesaba
cerca de trescientos kilos, medía casi un
metro y medio de altura y tenía el hocico
y el vientre blancos, la cola poco tupida
y unos grandes ojos marrones.
Descendía de un largo linaje de una
fortaleza excepcional.
El Viejo se acercó al asno y este
alzó la cabeza.
—Viento del Norte, he aquí la reina
de Egipto y seguramente también un
montón de problemas. No es que
estemos en el paraíso, cierto, pero
podría ser peor. Un periplo a través del
desierto, sin ir más lejos.
El cuadrúpedo escuchaba con
atención.
—Solo tengo una pregunta que
hacerte: ¿vamos?
Si la oreja derecha se levantaba, la
respuesta era «sí»; si lo hacía la
izquierda, «no».
El Viejo esperaba una actitud
sensata por parte de un asno
experimentado, y fue la oreja derecha la
que se alzó.
—¿Lo has pensado bien?
Viento del Norte se reafirmó en su
respuesta.
—Madre mía, madre mía, ¡no me
esperaba semejante locura! Pero ¿tú eres
consciente?
El cuadrúpedo no cambió de
opinión.
Malhumorado, el Viejo dio media
vuelta hacia su casa y se bebió una
vasija pequeña de vino blanco que
guardaba para una ocasión importante.
—¿Qué decides? —le preguntó
Cleopatra cuando saboreaba el último
trago.
—Por desgracia, no sé mentir, y
Viento del Norte ha perdido el juicio…
En fin, que vamos.
—Según Pacomio, tenemos las horas
contadas.
—¡No sé por qué pero no me
extraña! Bueno, yo me ocupo de todo.
Tendremos los asnos y los camellos
indispensables. Pero os lo advierto,
reina de Egipto: este viaje no será un
juego de niños.
9

El teatro de Alejandría estaba


abarrotado por una muchedumbre
ruidosa e impaciente: las autoridades
iban a terminar con los rumores que
corrían por la ciudad. La muerte de
Cleopatra o su victoria, el asesinato del
pequeño Ptolomeo, la dimisión de los
ministros… Ya no se sabía qué pensar
hasta que se anunció una declaración
oficial de Potino, el jefe de gobierno.
Educadas en el gimnasio y asiduas
de la biblioteca y el museo, las élites
aguardaban el discurso del hombre
fuerte de la capital.
La aparición del pequeño Ptolomeo
XIII, flanqueado por el eunuco Potino y
el preceptor Teódoto, sorprendió a los
asistentes. Vestido con una túnica
amarilla, el pequeño rey llevaba una
corona doble roja y blanca como tocado
que evocaba a los faraones. En la mano
sujetaba un cetro con forma de báculo de
pastor, símbolo de su autoridad, y su
rostro traslucía la gravedad de lo
sucedido.
Potino levantó una mano y las
conversaciones cesaron. Todos estaban
pendientes de sus palabras.
—Ciudadanos de Alejandría, ¡tengo
grandes noticias para vosotros! La reina
Cleopatra ha abandonado nuestra ciudad
con un pequeño número de rebeldes que
se han negado a reconocer la legitimidad
de nuestro soberano, Ptolomeo XIII. Esa
reina indigna ha intentado hacerlo
desaparecer, pero el general Aquilas ha
logrado salvarlo. Convencida de que
sería condenada por ello, Cleopatra ha
huido. ¡La encontraremos y la
castigaremos por sus crímenes! Así
acaba una época sombría y Alejandría
vuelve a estar en paz; el reinado de
nuestro monarca será memorable,
aumentará la prosperidad de nuestra
deslumbrante capital. ¡Aclamemos todos
juntos a Ptolomeo!
El breve discurso de Potino despertó
el entusiasmo general. Los alejandrinos,
al verse libres de la molesta Cleopatra,
celebraron el asalto al poder del niño
coronado, que se levantó para disfrutar
de ese fervor.

Ptolomeo temblaba de emoción.


—¡Soy el rey, soy el rey! ¡Que me
traigan pasteles!
—Serenaos, majestad —lo exhortó
Teódoto mientras le quitaba la doble
corona—. No perdáis la cabeza por esos
vítores.
El crío rodó por el suelo de mármol
de su palacio, volvió a levantarse y
empezó a dar brincos.
—¡Obedece mis órdenes!
El severo preceptor agarró a su
alumno por las muñecas.
—Os lo repito: calmaos.
—¿No has oído a la multitud? ¡Yo
soy quien manda!
—De momento, cenaréis y os iréis a
la cama.
El crío se enfurruñó:
—Solo comeré pasteles.
—¡Basta de caprichos! Vuestra
función exige un mínimo de dignidad.
Ofendido, el niño se soltó de sus
manos.
—Un día te mataré.
—Mientras tanto, a la mesa. La
música de las liras aplacará vuestros
nervios.
Ptolomeo se encogió de hombros.
Como se moría de hambre, cedió a las
condiciones de su preceptor.

Ninguno de los cortesanos se habría


perdido el consejo de regencia que
presidía Potino. Por supuesto, la capital
confiaba en las declaraciones oficiales,
pero ¿eran fieles a la verdad? El jefe de
gobierno no podía mentir a los altos
cargos encargados de llevar a cabo su
política.
Un sesentón de triple papada
formuló la pregunta que obsesionaba a
la corte:
—¿Dónde se encuentra Cleopatra?
—Nos han advertido de su presencia
en Hermontis, en el Alto Egipto —
contestó Potino.
—¿La han arrestado?
—Todavía no.
—Luego, ¡sigue siendo peligrosa!
—No es más que una fugitiva
acompañada por una patética hueste de
soldados despistados que no tardarán en
abandonarla. Podéis consideraría
muerta.
—Nos gustaría ver su cadáver en
Alejandría.
—La devorarán los buitres —
prometió Potino—. Olvidémonos de esa
bruja y preocupémonos de asentar el
poder de Ptolomeo. El general Aquilas
mantendrá el orden público. Teódoto y
yo mismo le devolveremos la
prosperidad a nuestra hermosa ciudad
sin tocar los privilegios de los notables
fieles al soberano y sostén entusiasta de
nuestra política.
La asamblea murmuró complacida.
—¿Y los romanos? —dijo un alto
funcionario con inquietud.
—Dos de sus generales, César y
Pompeyo, están enfrascados en una
lucha a muerte. Esperemos el resultado y
felicitemos al vencedor.
—¿Y si este trata de invadimos?
—Roma tiene problemas demasiado
graves para enviar a un ejército contra
nosotros: esa ciudad insolente debe
evitar primero una guerra civil y una
hambruna. Estad tranquilos, amigos
míos: con la desaparición de Cleopatra,
la vida vuelve a la normalidad.
A la salida de ese gran consejo,
Teódoto, que había permanecido en
silencio, mantuvo un encuentro privado
con el eunuco.
—A los idiotas les han encantado tus
declaraciones —admitió—, y ahora
tenemos las manos libres.
—Tú sigue controlando a ese crío
caprichoso y, sobre todo, ¡que no meta
las narices en nuestros asuntos!
—¿Cuáles son las verdaderas
noticias en lo que se refiere a
Cleopatra? —le preguntó el preceptor.
—Un regimiento tebano ha estado a
punto de interceptarla en Hermontis,
pero ella y un puñado de partidarios han
logrado escapar. El desierto no les
concederá la más mínima oportunidad
de sobrevivir.
—¿Estás convencido de ello?
—Nuestros soldados lo afirman con
rotundidad.
Teódoto pareció aliviado.
—Sin embargo, nos queda un peligro
nada desdeñable: Arsínoe, la hermana
pequeña de Cleopatra. Esa niña
ambiciosa tiene la fastidiosa costumbre
de hacer demasiadas preguntas.
—Yo me ocuparé de responderlas
—le aseguró Potino—. No la perdamos
de vista y mantengámosla al margen todo
lo posible. Si se vuelve incómoda, el
general Aquilas se encargará de cerrarle
el pico.
Pagados de sí mismos, los dos
amigos se regalaron una excelente
comida. Tenían un alegre futuro ante sí.
10

Sin Viento del Norte, que se había


puesto a la cabeza de la caravana, y el
Viejo, que decidía cuándo y cuánto
paraban a descansar, Cleopatra y sus
partidarios no habrían logrado salvar el
desierto que separaba la provincia de
Tebas de un pequeño puerto del mar
Rojo. Habían tenido que aguantar el
calor, las tempestades de arena, las
pulgas y otros insectos, y que esquivar a
varias patrullas de la policía encargadas
de localizar a los fugitivos. Por suerte,
nadie había sufrido ni una mordedura de
serpiente ni una picadura de escorpión,
y el mago Hermes no había tenido que
curar más que dolencias sin importancia.
Ese penoso viaje había reforzado los
vínculos del pequeño grupo, y todos
admiraban los ánimos de Cleopatra:
cercana con sus hombres, siempre con
una palabra de aliento y de buen humor.
La más afectada era Carmión, la
sirvienta, pero volvió a sentirse bien al
ver el mar. No dejaba de pensar en su
Alejandría natal y en las comodidades
del palacio. Apolodoro dudaba de que
aquella aventura de locos tuviera un
final feliz, pero no ponía en cuestión su
obediencia a la soberana, a la que
seguiría hasta el último confín de la
tierra.
Por la noche, mientras contemplaban
el cielo estrellado, Cleopatra le hacía
preguntas a Hermes, quien consentía en
enseñarle la astrología de los antiguos
egipcios, y así completaba y
profundizaba los conocimientos
adquiridos por la joven en sus
numerosas horas de estudio en la
biblioteca de Alejandría. Los eruditos
griegos no habían mentido al afirmar que
lo habían aprendido todo de los sabios
del Egipto faraónico, y la soberana
descubría una herencia extraordinaria de
la que se consideraba responsable.
—Lo esencial es que no tengamos
sed —afirmó el Viejo cuando se dirigían
hacia el puerto—. Este tinto algo joven
quita mejor la sed que el agua.
—Y tú te conoces todos los pozos
—le recordó Cleopatra.
—Ahora empieza lo más difícil:
convencer al propietario de un barco
para que lo venda.
En el puerto había dos navíos
fondeados; una treintena de carpinteros
estaban manos a la obra, unos marineros
jugaban a los dados. El patrón del
astillero, barbudo, rechoncho y con los
puños en jarras, vociferó a los recién
llegados:
—Vaya, vaya, ¡el Viejo! Hacía
mucho que no se te veía por aquí…
¿Quién es esa belleza?
—La reina de Egipto.
El barbudo se echó a reír.
—Y yo, ¡el último Ptolomeo!
—Lo que tú digas —replicó el Viejo
—, pero inclínate y muéstrale respeto a
tu reina.
El jefe del astillero perdió el buen
humor.
—¡No me hacen gracia tus bromas!
¿Qué quieres?
—Nuestra reina desea comprar un
barco.
—Lo siento, ¡eso es imposible!
Pertenecen a la armada y no están en
venta.
—Podríamos arreglarlo…
—No, no podemos. Yo no quiero
problemas.
—Pues no los querrás, pero te
arriesgas a tenerlos —se lamentó el
Viejo—. Ese barco. Lo necesitamos.
—Que no insistas, hombre, que, si
no, te va a ir mal.
—Sería una estupidez acabar
matándonos los unos a los otros. Pero ya
que no nos dejas más remedio…
Hermes se acercó a ellos y se quedó
mirando al barbudo.
—Estás mintiendo.
Impresionado, el hombrecito
retrocedió.
—No, he…
—Uno de los dos barcos fondeados
no pertenece a la armada. Tú y tu hatajo
de piratas os habéis apoderado de él en
alta mar y habéis matado a sus
ocupantes, unos mercaderes de madera
noble.
El barbudo sudaba a mares.
—Tendremos la delicadeza de
pagarte una indemnización y de no
denunciarte a las fuerzas del orden, aquí
presentes. Tienes suerte, mucha suerte, y
rendirás cuentas ante el tribunal de los
dioses.
—Los soldados os arrestarán, os…
—Seguirán a lo suyo si les haces
saber que somos unos compradores
excelentes y unos buenos comerciantes.
Date prisa, explícaselo a su jefe y sé
convincente.
Avasallado por el mago, el jefe del
astillero se dio prisa en obedecer.
Mientras este conversaba con el
suboficial, el Viejo y Apolodoro
aceleraron la artimaña: descargaron
asnos y camellos y subieron tesoros y
alimentos a bordo de la embarcación sin
perder un instante.
Cleopatra sabía juzgar la solidez de
un navío: ese navegaría bien.
La conversación entre el jefe del
destacamento y el barbudo estaba
exacerbando los ánimos. Las
explicaciones del artesano no dejaban
satisfecho a su interlocutor.
Hermes decidió intervenir.
—El contrato quedará regularizado,
el vendedor no tendrá de qué quejarse
—anunció.
—¿Y tú quién eres? —lo interrogó
irritado el militar—. Y ¿quién es esa
mujer que…?
—Cálmate, amigo —le ordenó el
mago—, y sueña con los fascinantes
jardines de Alejandría. Hay un aroma a
flores, tú dormitas a la sombra de un
sicómoro, una sirvienta te lleva cerveza
fría, otra te da un masaje en el cuello…
El sueño se va apoderando de ti, te
olvidas de tus preocupaciones, y
duermes, duermes…
El suboficial intentó resistirse, pero
se le cerraron los párpados, sus
músculos se relajaron y se tendió de
costado. El mago acabó de sumirlo en un
profundo sopor, mientras el minúsculo
ejército de Cleopatra terminaba de
cargar el barco ante la mirada
indiferente de los soldados enemigos,
que, como no habían recibido órdenes,
seguían bebiendo y jugando a los dados.
Entonces, izaron las velas y levaron
el ancla. El barco dejó atrás el puerto y
alcanzó alta mar, empujado por una
fuerte brisa. Viento del Norte disfrutó de
su lecho de paja y de un almuerzo
compuesto de frutas y pepinos. El Viejo,
más aliviado, abrió una vasija de vino
blanco.
En la proa, Cleopatra contemplaba
el horizonte.
En efecto, había escapado de los
asesinos de Ptolomeo y de su camarilla,
pero ¿qué le depararía ese viaje? El
minúsculo número de partidarios no le
permitía plantearse una contraofensiva,
y el saber de Hermes, por muy poderoso
que fuera, no le proporcionaría la
victoria.
A cada día, su afán; al día siguiente
renacería la esperanza.
11

Un cielo azul, vientos favorables, un mar


en calma… La travesía había sido
rápida y tranquila. En el momento de
atracar, el rostro del Viejo mostró su
inquietud.
—Este lugar[8] es peligroso —les
avisó—. Una vez me aventuré por allí
cuando era joven y pegaba con fuerza.
Trataremos de pasar al este de Pelusio,
para evitar tanto a las patrullas egipcias
como a los malditos merodeadores de
las arenas: atacan a las caravanas y no
dudan en matar a los mercaderes.
—¿Hay bastantes pozos? —dijo
Carmión, preocupada, abatida por tener
que abandonar el barco en el que había
disfrutado de un reparador descanso.
—Habrá que contenerse y no
desplazarse en las horas de más calor.
En caso de peligro, Viento del Norte nos
avisará.
El pequeño grupo abandonó el buque
y llegó a un campamento de camelleros.
Tras una larga discusión, el Viejo logró
comprar una docena de animales a un
precio razonable. Negoció también el
silencio de los vendedores, quienes no
deseaban despertar la curiosidad de las
autoridades egipcias.
—¿Adónde nos llevas? —le
preguntó Cleopatra.
—A los confines de Palestina. La
región está llena de desertores romanos
que odian el régimen de Alejandría. Si
no los reclutáis, os rebanarán la
garganta. Todavía estamos a tiempo de
renunciar y de buscar un refugio seguro.
—En marcha.

Avanzaron lenta y trabajosamente. A


lo largo del día, el asno levantó ambas
orejas varias veces, negándose a
moverse. En cuanto lo hacía, el Viejo
ordenaba a los camellos que se
arrodillaran y los soldados de Cleopatra
se dividían para repeler a los agresores.
En muchas ocasiones, los centinelas
vieron policías del desierto y beduinos
merodeando a lo lejos. Gracias a los
escudos mágicos que desplegaba
Hermes, se ahorraron todo
enfrentamiento.
En las proximidades de la ciudad de
Ascalón, Carmión reparó en la extrema
fatiga de Cleopatra y alertó a Hermes,
que se encontraba atareado consultando
los astros. Se acercó a la reina, que
estaba tumbada en una estera al abrigo
de una tienda. Respiraba con dificultad.
—Has abusado de tus fuerzas —
opinó el mago—. ¿No ha llegado el
momento de dar media vuelta?
—¡No es más que un catarro por
culpa del frío de la noche! ¿Puedes
curarme?
—¿Todavía estás convencida de
alistar a nuevos partidarios y de batallar
contra tu propio hermano?
—Ese es mi destino.
Hermes sacó del bolsillo de su
túnica una piedra negra y la puso encima
del pecho de la reina.
—Este talismán procede de la
piedra divina, creada durante la
celebración de los misterios de Osiris
—le explicó—. Si consigues gobernar,
no te olvides de ellos. Todos los
faraones fueron iniciados en esos ritos,
puesto que es imposible reinar con
justicia sin conocer los secretos de la
vida y de la muerte. Pasarás una noche
tranquila y mañana habrás recuperado la
salud.

Un rayo de sol despertó a Cleopatra.


No sentía ningún dolor, y se levantó
animada. Apartó un faldón de la puerta
de su tienda y contempló el sol naciente.
Carmión acudió a su lado.
—¡Majestad! ¿Estáis curada?
—Este día empieza de manera
espléndida. Vamos a conquistar
Ascalón.
La sirvienta pensó que había llegado
su última hora. Con toda su
determinación y su valentía, su pequeña
tropa no podría apoderarse de esa
ciudad, en la que vivían duros guerreros.
—Majestad… ¿No sería mejor
afrontar la realidad?
—¡Por supuesto, Carmión! Observa
esa ciudad: la tendremos pronto a
nuestros pies.
Cleopatra llamó a sus soldados. En
cuanto estuvieron reunidos, los arengó.
—Me habéis seguido hasta aquí
arriesgando vuestras propias vidas, y
vuestra confianza en mí me honra.
Somos poco numerosos, pero estamos
tan unidos que ninguna prueba nos
resulta insuperable. Unos conspiradores
trataron de asesinarme, fracasaron; hoy
me creen derrotada, ¡se equivocan!
Gracias a vosotros, mis fieles
lugartenientes, recuperaré el trono que
me han robado. Juntos, ¡venceremos! Y
la primera etapa de nuestra reconquista
es Ascalón.
La voz de Cleopatra era cautivadora.
Aunque las promesas fuesen ilusorias,
aquellos valientes desearon creerlas, y
la aclamaron.

El coloso que salió de la ciudad era


un desertor romano que se había fugado
de la prisión de Alejandría. Se había
impuesto como jefe de una guarnición
constituida por antiguos combatientes de
orígenes muy diferentes y se
aprovechaba de la cobardía de los
civiles, que estaban dispuestos a
satisfacer sus más mínimos deseos.
El romano estaba borracho cuando
lo avisaron: ¡habían aparecido unos
extraños a las puertas de la ciudad! La
borrachera se le había pasado de golpe,
y se había vestido a toda prisa para
enfrentarse en persona al posible
enemigo.
Se quedó sorprendido ante la
patética tropa. Evidentemente, no había
ningún peligro.
—¡Vuestro comandante! —exigió.
Cleopatra dio un paso al frente.
—Una mujer —murmuró el romano,
estupefacto.
—Soy la reina de Egipto. Únete a mi
causa y serás recordado.
El coloso negó con la cabeza y
escupió.
—¡Tú deliras, mujer! Unos buenos
azotes te aclararán las ideas.
El perdonavidas amenazó a la
imprudente con él puño levantado, pero
Cleopatra no se echó atrás.
Un ibis negro de cabeza blanca
sobrevoló al agresor envolviéndolo en
una sombra helada. El romano se
retorció y trató inútilmente de escapar
de ese manto ante la mirada impasible
de Hermes. El ave de Thot, dios de la
palabra sagrada y del conocimiento,
había cumplido con su misión: había
despejado el camino de aquella que
aspiraba a restablecer la institución
faraónica.
De Ascalón salieron entonces
mercenarios y civiles que se inclinaron
ante Cleopatra pisoteando el cadáver de
su tirano.
12

Ese 9 de agosto de –48, los buitres


picoteaban los despojos y emanaba un
hedor repulsivo del campo de batalla de
Farsalia, al norte de Grecia. Había
cadáveres decapitados, destripados,
miembros desperdigados, el suelo
empapado en sangre, un calor
bochornoso… En lo más alto de un
montículo pedregoso, el imperator Julio
César contemplaba el aterrador
espectáculo de su victoria.
A pesar de su inferioridad numérica,
su décima legión, curtida y disciplinada,
había aplastado al abigarrado ejército
de Pompeyo. Esta vez, tras un combate
interminable, la victoria era total y
definitiva.
César tenía el rostro demacrado, la
frente surcada de arrugas, grandes
orejas, nariz rota, labios finos y bien
perfilados, y mentón recto y firme.
Había nacido el 12 de julio de –100, y
le gustaba presentarse a sí mismo como
descendiente de Venus y del héroe
Eneas. ¿No lo llamaban el nuevo
Rómulo, como al legendario fundador de
Roma?
Como había gozado de una excelente
educación como jurista y filósofo y
hablaba el griego con tanta corrección
como su esmerado latín, César había
tenido una extraordinaria carrera.
Tribuno militar, cónsul, procónsul e
incluso pontifex máximus, es decir,
suprema autoridad religiosa, se había
convertido en un general de excepcional
eficacia. Después de vencer en la guerra
contra los galos, había chocado con su
antiguo aliado, Pompeyo el Grande,
quien había conquistado el Imperio
oriental romano y a quien el Senado
había colmado de honores en –61.
El triunvirato constituido por César,
Pompeyo y Craso, que concentraba
todos los poderes, había saltado en
pedazos. La muerte de Craso había
enfrentado a César y a Pompeyo, que se
mostraban irreconciliables. Cuando este
último fue nombrado cónsul único en –
52, abrigó la esperanza de deshacerse
de su rival. Pero César, que se
encontraba lejos de Roma cuando
sucedió, había cruzado el Rubicón por
su cuenta y riesgo en junio de –49,
dispuesto a combatir contra las tropas
senatoriales dirigidas por Pompeyo.
Y era allí, en Farsalia, donde esa
lucha fratricida y despiadada llegaba a
su fin. Al trasladar el conflicto a oriente,
Pompeyo había creído que agotaría a
César. La trampa tendida en los
Balcanes había fracasado, y la ratonera
griega parecía mortal.
Las primeras horas de la batalla le
habían dado la razón a Pompeyo. Sin la
inteligencia táctica de César y la
valentía de sus hombres, habría sellado
la derrota.
Hijo de liberto, Rufino, lugarteniente
del general victorioso, se acercó al líder
al que había consagrado su vida. Tenía
el rostro lleno de arrugas, espaldas
anchas, el torso cubierto de cicatrices, y
el labio superior partido. Se hallaba
extenuado.
—Ha cesado toda resistencia —le
informó—. Nunca había visto tantos
muertos y heridos. La mayoría no
sobrevivirán.
—¿Nuestras pérdidas?
—Importantes, pero os queda un
ejército capaz de combatir. Sin vuestra
maniobra en el último momento, nos
habrían masacrado. Eran numerosos, tan
numerosos…
—¿Pompeyo?
—Estamos buscando el cuerpo.
—Estoy impaciente por verlo.
Ordena que recojan las armas.
Venciendo su cansancio, Rufino
ejecutó aquella orden.
Pompeyo había cometido un error
funesto: alistar a demasiados extranjeros
y mercenarios que conformaban una
muchedumbre difícil de dirigir. César,
por su parte, prefería la movilidad y el
rigor de los soldados avezados, rápidos
en reaccionar. Sus hombres le
profesaban un auténtico culto, puesto
que sabían que siempre los conducía a
la victoria.
¡Cuánto camino recorrido desde la
Galia, cuántas batallas, cuántas
conquistas! Qué dura era la senda que
llevaba al poder supremo: sembrada de
intrigas, de cadáveres y de sufrimiento;
requería tesón y lucidez. César había
dudado, titubeado incluso, pero nunca se
había arredrado. Más allá de sí mismo,
Roma debía seguir deslumbrando con su
gloria, que se veía amenazada por los
individuos decadentes como Pompeyo.
¿Por qué se había empecinado en luchar
en vez de reconocer la superioridad de
su adversario y evitar así un conflicto
largo y fratricida?
El calor del verano griego era
abrumador; sin embargo, César se
cubría con su manto púrpura de general
en jefe, visible a lo lejos y
tranquilizador. Los legionarios
respetaban su valor y sabían que él los
admiraba. Al contrario que la mayoría
de los nobles, el vencedor de Farsalia
no despreciaba a su pueblo, y a veces se
mostraba de una generosidad
sorprendente hacia la gente humilde.
Rufino se presentó allí de nuevo con
el rostro grave.
—¿Alguna mala noticia? —preguntó
César.
—Pompeyo ha huido.
—¿Cómo?
—A bordo de su último barco, con
la ayuda de un puñado de
supervivientes. Según varios testigos,
debe de haber salido indemne.
—En ese caso, la guerra no ha
terminado.
Rufino temía oír aquellas palabras.
—Nuestros hombres están agotados
—reconoció César—, pero no tengo
derecho a robarles la victoria.
—¿No se ha vuelto inofensivo
Pompeyo?
—Desengáñate, Rufino, en su cabeza
no cabe más que una idea: reclutar un
nuevo ejército y regresar a la lucha. Lo
perseguiremos, lo detendremos y le
impediremos que haga más daño. Lo
llevaré a Roma, donde será juzgado por
traición a la patria. Que nuestra flota se
prepare para zarpar.
—¿No es más urgente curar a los
heridos?
César miró a Rufino, que se
esperaba una dura reprimenda.
—Tienes razón. Pompeyo ha ganado
un poco de ventaja, pero lo atraparemos
de nuevo. En cuanto los médicos hayan
terminado con su trabajo, nos haremos a
la mar.
El lugarteniente corrió a comunicar
las instrucciones. César, por su parte, se
encerró en el camarote del buque
insignia para estudiar un mapa del
Mediterráneo y adivinar la dirección
que habría tomado Pompeyo. Este tenía
dos prioridades indisociables: ponerse a
salvo y encontrar un aliado que le
proporcionara un ejército.
Tras meditarlo mucho, se impuso un
destino: Egipto. ¿No era Pompeyo el
albacea del difunto Ptolomeo XII, a
quien habían sucedido un crío y una
jovencita? El ejército egipcio no era
desdeñable, impondría su mando con
facilidad.
No, la guerra no había terminado.
13

A pesar de que el vino de Ascalón no


fuera precisamente de los mejores, le
proporcionaba al Viejo la posibilidad
de hidratarse. Debido al calor
bochornoso que hacía, se pasaba el día a
la sombra, se regalaba largas siestas y
dormía en la azotea de la humilde
morada que le habían concedido. Cerca
de allí, Viento del Norte disfrutaba de
un establo con techo de palma y comida
decente.
El Viejo miraba con buenos ojos ese
período de descanso, si bien
desconfiaba de esa mezcla de gente y de
la gran cantidad de mercenarios de
dudosa moral. Allí se negociaba todo y
la vida no tenía un valor muy grande. La
aparente calma disimulaba una violencia
a punto de estallar.
El milagro del ibis había
impresionado a los distintos jefes de los
clanes, quienes, por el momento,
respetaban a Cleopatra y no se atrevían
a criticar a su guardia personal. La
presencia del mago Hermes, cuyos
poderes temían, era una ayuda que
debían tener en cuenta, pero ¿por cuánto
tiempo?
Algunos notables murmuraban contra
esa soberana venida a menos: ¿qué
intenciones tenía? ¿Cuánto tiempo
pensaba permanecer en Ascalón? ¿No se
arriesgaba a atraer la ira de Ptolomeo?
Aquella aventura insensata solo
podía acabar mal, y el Viejo se
preparaba para salir por piernas.

Bien fortificada, la ciudad marítima


de Ascalón gozaba de una incontestable
prosperidad y de una relativa
independencia. Su alcalde, un
comerciante de aceite, toleraba distintos
trapicheos con la condición de cobrar
alguna compensación. Pagaba
espléndidamente a su servicio de
seguridad y vivía en una lujosa mansión,
donde había acogido a Cleopatra, a su
chambelán y a su sirvienta.
En lugar de apoltronarse, la reina
recibía a los habitantes de Ascalón:
sirios, palestinos, desertores romanos,
esclavos fugados, y los sorprendía a
todos al hablarles en sus respectivas
lenguas. Con el paso de los días, su
popularidad no dejaba de aumentar, y el
alcalde empezaba a sentirse molesto.
La reina lo invitó a cenar junto a ella
y, con su seductora voz, le rogó que se
sentara frente al mar.
—Te noto algo molesto, ¿verdad?
—Majestad…
—Te agradezco tu acogida y deseo
que no haya ninguna sombra que enturbie
nuestras excelentes relaciones. Vamos,
sé sincero.
Acostumbrado a andarse con rodeos,
el señor de Ascalón no logró resistirse
al extraño encanto de la joven.
—Corremos el riesgo de que vuestra
presencia aquí se tome… peligrosa.
—Soy consciente de ello.
El alcalde no esperaba una respuesta
tan alentadora.
—¿Vais a concluir… vuestra
estancia entre nosotros?
—Eso sería una solución, qué duda
cabe, pero tengo otra idea en mente.
El edil frunció el ceño. Sospechando
que tendría la garganta seca, Apolodoro
le ofreció una copa de vino intenso.
—Tú odias a Ptolomeo y a su
camarilla —afirmó Cleopatra—.
Usurparon mi trono y, desde mañana
mismo, atacarán a las ciudades
autónomas como la tuya. Creerte a salvo
sería una ilusión letal para ti, ya que los
depredadores de Alejandría padecen
una insaciable sed de riquezas. Ascalón
resulta una presa tan tentadora que no
tardará mucho en despertar su codicia.
Los argumentos de la reina
angustiaron al alcalde: ¿todo lo que
había construido con tanta paciencia iba
a desmoronarse en un momento?
—¿Se os ocurre alguna solución
para evitar ese desastre, majestad?
Cleopatra probó unas uvas.
—Creo que sí, pero tu ayuda me
resulta indispensable.
—¿Qué esperáis de mí?
—Administras la ciudad de manera
notable. Evitas que los jefes de los
clanes se enfrenten los unos a los otros y
haces que impere el orden gracias a unas
milicias que se aprovechan de ello. Esas
fuerzas, sumadas a los mercenarios y a
los soldados que vagan sin rumbo por la
región, podrían constituir un ejército.
—Un ejército…, ¿con qué fin?
—Conquistar Alejandría.
—Y… ¿quién lo encabezaría?
—Cleopatra.
—Majestad, vos sois…
—Una mujer, y la reina de este país.
Convéncete, no existe otra solución. La
camarilla de Ptolomeo me cree muerta o
neutralizada. Ni siquiera se les pasa por
la cabeza que pueda regresar liderando
a unos valientes soldados capaces de
aplastar a las tropas de Aquilas.
La mirada del alcalde se
ensombreció.
—Aquilas… ¡Ya me gustaría ver
cómo arde el cadáver de ese! Y no soy
el único. Mentiroso, ladrón,
saqueador…, ¡no merece vivir!
—Pues a él le encargaron que me
asesinara —le desveló la reina—.
Ahora puede realizar el trabajo sucio
para Ptolomeo con toda tranquilidad. Si
dejamos que siga actuando, nos
condenará, a ti y a mí, a la desaparición.
El alcalde estaba casi convencido.
Sin embargo, quedaba un obstáculo
fundamental.
—Los soldados que formarían
vuestro ejército tendrían procedencias
muy diferentes, pero un solo objetivo:
ganar todo el dinero posible. ¿Poseéis el
capital necesario?
—No me he marchado de Alejandría
con las manos vacías, y les garantizaré
una soldada excelente.
—¿Durante cuánto tiempo,
majestad?
—El tiempo necesario. Será una
guerra imprevista y breve. Debemos
actuar rápido, antes de que Aquilas
lance un ataque contra tu ciudad.
—¿Cómo puedo ayudaros?
—Nos veremos con los jefes de los
clanes y con los oficiales; primero por
separado, luego con todos ellos juntos.
Tendremos que ganamos su adhesión,
exigir su obediencia e imponer nuestras
condiciones.
—¿Y si recibimos una negativa?
—Eso no sucederá —prometió
Cleopatra, sonriente—. Este ejército de
liberación saldrá adelante, recuperaré
mi trono y recompensaré por ello a mis
aliados. Tu riqueza de hoy no es nada
comparada con la de mañana.
14

Rodeado de notables, a los que


Cleopatra había cubierto de oro y joyas,
el alcalde de Ascalón había querido
rendir homenaje a su invitada acuñando
una moneda con su efigie. Oficialmente,
la antigua reina de Alejandría se
adaptaría a su destino y pasaría el resto
de su existencia en la pequeña ciudad
fortificada, languideciendo a orillas del
mar.
Carmión, la sirvienta, había vuelto a
sonreír. Tras ese terrible viaje a través
del desierto, podía prepararle
nuevamente baños perfumados a la
reina, peinarla, maquillarla y vestirla
con finos vestidos procedentes de
Alejandría. En cuanto al chambelán
Apolodoro, escogía los mejores
productos de la región y se aseguraba de
catar los platos que servía en la mesa de
Cleopatra, cuya inteligencia, ocurrencias
y sentido del humor conquistaban a los
más ariscos.
En unas semanas, la reina se había
ganado los corazones de todos, y, como
se contentaba con llevar esa vida de
ocio, no hacía cernerse ni el más mínimo
peligro sobre Ascalón. Gracias a la
ayuda del alcalde, la joven había
progresado a pasos agigantados. En el
corazón de aquella agradable noche
veraniega, se disponía a reunir al
conjunto de los futuros oficiales para
planear la ofensiva.
Algunas de las reuniones habían sido
agotadoras, y las discusiones tensas.
Para varios de los guerreros, aceptar a
una mujer al mando les parecía una
especie de menosprecio hacia sus
capacidades. Cleopatra había logrado
convencerlos sin levantar la voz, y
muchos empezaban a mencionar que
tenía el don de la hechicería.
Un rayo de luna iluminaba a Hermes,
que estaba sentado bajo una palmera y
redactaba un largo texto con mano
constante y ágil. La reina bajó de su
terraza y se reunió con él en el jardín.
—Espero no molestarte. Hace
demasiado tiempo que no mantenemos
una conversación.
—¿No tienes la mente ocupada en la
guerra?
—¿Me estaré equivocando?
—¿Estás preparada para ver correr
la sangre, oír los alaridos de los
combatientes y los estertores de los
heridos, para perseguir a los prófugos y
sufrir traiciones?
—Si ese es el precio por recuperar
mi trono y gobernar las Dos Tierras
siguiendo el camino de mis verdaderos
ancestros, los que las moldearon durante
milenios, estoy preparada.
—Todavía debes imponerte sobre tu
jauría de mercenarios.
—Esta noche resultará decisiva. ¿No
son favorables los astros?
Hermes observó el cielo estrellado.
—¿Sabrás mostrarte paciente y
aguardar a un acontecimiento que escapa
a tu voluntad?
La pregunta puso en un aprieto a la
joven.
—Tengo con qué pagar a mis tropas
durante unas semanas… Mi tiempo es
limitado, debo golpear deprisa y con
fuerza.
—Ningún humano es superior a la
ley celeste, Cleopatra. Si olvidas eso, te
estás condenando al fracaso.
—La paciencia, el azar…, ¡son lujos
que no puedo permitirme!
—¿Quién ha hablado de azar? Hay
fuerzas que se han puesto en marcha y
que se mueven sin que tú seas
consciente. Aprende a intuirlas para
evitar un desastre.
—¡Prefiero eso a no actuar!
—Cuando te enfrentes a tu primer
gran obstáculo, ten en cuenta mis
palabras.
La joven se mordió los labios.
—¿Qué estás escribiendo, Hermes?
—Amplío las enseñanzas de los
antiguos con el fin de conservar su
sabiduría. Nosotros no somos más que
arcilla y paja, el principio creador
construye y destruye a cada momento, y
solo importa su misteriosa obra.
¿Tendrás los ojos y los oídos bien
abiertos?, ¿sabrás verla y oírla?
Unos jefes de clanes y unos militares
llegaban a palacio.
—Si obtengo la victoria, ¿me
ayudarás?
Hermes se limitó a mirarla de
manera conciliadora. Con nuevos
ánimos, la reina se dirigió a la sala de
audiencias, donde Apolodoro llenaba de
vino las copas de la treintena de
hombres que habían acudido en
respuesta a la invitación de la soberana.
Su aparición impuso el silencio.
Hasta los más pendencieros y orgullosos
de su hombría reconocieron que aquella
Cleopatra poseía una autoridad natural.
Un pelirrojo de enormes bíceps
actuó como portavoz de sus compañeros
de armas.
—Antes de que estemos borrachos,
¡dejemos las cosas claras! Somos
guerreros, no diplomáticos. Y vos, una
reina, deseáis encabezar un ejército del
que seríamos oficiales.
—Así es.
—¿Y cuál será la finalidad de ese
ejército?
—Tomar Alejandría.
Esa breve afirmación provocó el
estupor general.
—Imposible —juzgó el pelirrojo—.
Las tropas egipcias nos masacrarán.
—¿Tan débil es tu brazo? Yo
conozco a sus tropas. Frente a unos
enemigos decididos, no resistirán mucho
tiempo.
Un barbudo gigantesco se puso en
pie.
—Mientras nosotros luchamos, vos
residiréis aquí, en Ascalón: ¿quién dará
las órdenes?
—No nos hemos entendido bien: yo
y nadie más que yo encabezará el
ataque. Los corruptos de Alejandría me
verán allí y mi presencia les helará la
sangre. No me asusta el peligro. Por
mucho que me aceche la muerte, no
saldré huyendo.
Los asistentes quedaron rendidos
ante la determinación de la reina. A la
promesa de una soldada inesperada se
añadía una verdadera admiración ante
una auténtica líder.
—No debemos engañarnos —añadió
Cleopatra—: nuestras pérdidas serán
importantes. A los vencedores, a los que
gocen del favor de los dioses, les
prometo deferencias y riqueza.
—Los riesgos son inmensos —
constató el pelirrojo.
—Si el miedo te corroe por dentro,
vete. Yo no te echaré de menos.
Ofendido, el crítico decidió callar.
—Se impone una pregunta esencial
—continuó la soberana—: ¿vuestros
hombres disponen de suficiente
armamento?
—No es inferior al del enemigo —
opinó el barbudo—. Me preocupan
mucho más los víveres.
—Mi chambelán se asegurará de la
intendencia, y mi ejército no tendrá de
qué quejarse. ¿Alguna exigencia más?
Nadie tomó la palabra.
—Con la próxima luna llena —
decidió Cleopatra— saldremos hacia
Alejandría.
15

A pesar de la falta de interés de


Ptolomeo, su discípulo real, el preceptor
Teódoto se sentía en la obligación de
insistir.
—Majestad, volved a leer estos
poemas de Calimaco y…
—Me aburren. Yo lo que quiero es
convertirme en un gran caudillo. Para
eso, hay que estar fuerte y comer muchos
pasteles. Después mataré a todos mis
enemigos y todos se postrarán ante mí.
—El respeto no debe ir acompañado
de servilismo, y la guerra es siempre la
peor de las soluciones. Alejandría es la
ciudad de los poetas, de los artistas y de
los eruditos. Si os educáis, seréis capaz
de dialogar con ellos.
—¿Como Cleopatra? ¡Pues no tengo
ningún interés! Mira adonde la ha
llevado eso… Yo seré el jefe del
ejército.
La interrupción de Potino llegó en
ayuda del preceptor, que a veces tenía
ganas de renunciar a sus difíciles
cometidos y hubiese preferido volver a
la biblioteca para disfrutar allí de las
obras de los grandes autores. Sin
embargo, Ptolomeo XIII se habría
ofendido y exigido su ejecución por alta
traición.
—¿Vuestra majestad goza de buena
salud? —preguntó Potino.
—¡Me muero de hambre! He tomado
una decisión: adelantar la hora de la
comida.
Dado el rostro grave de Potino,
probablemente llevaba noticias
preocupantes, así que Teódoto cedió y,
mientras acudían unos sirvientes, ambos
se encerraron en el despacho del jefe de
gobierno, desde cuyas ventanas se veía
el puerto. Había una mesa de colorido
mármol atestada de despachos.
—La décima legión de César ha
vencido a las tropas de Pompeyo en
Farsalia —le reveló.
—¡Increíble! —dijo, sorprendido,
Teódoto—. ¿No disponía este último de
una enorme superioridad numérica?
—Los testimonios coinciden; son
hechos probados.
—¿Han matado a Pompeyo?
—No, ha huido. ¡Y ese es nuestro
problema! César lo está persiguiendo,
Pompeyo busca refugio y unos aliados
capaces de proporcionarle soldados.
—En otras palabras, ¡Egipto!
Potino tomó asiento. Una butaca de
madera de ébano se quejó bajo su peso.
—Es mejor no cometer ningún error
con esto, amigo mío: o bien apoyamos a
Pompeyo o bien a César.
—¡Pompeyo ya no tiene ejército!
—En cuanto desembarque, exigirá
dirigir el nuestro, que es muy superior al
de César.
—En ese caso, ¡se convertirá en el
auténtico amo de Egipto!
—¿No es ese también el propósito
de César?
—Sin ninguna duda —repuso
Teódoto—, pero él, a diferencia de
Pompeyo, no concederá su confianza
más que a sus propios soldados.
—¿Cómo aprovechamos del
enfrentamiento final entre esos dos
carniceros y conservar nuestra
independencia sin airar a Roma? No nos
olvidemos de que Pompeyo es el
albacea testamentario del difunto
Ptolomeo XII y que, como tal, cree tener
prerrogativas sobre nosotros.
Los labios de Teódoto esbozaron una
leve sonrisa.
—Te propongo un plan.
El erudito habló en voz baja, y
Potino se quedó fascinado. Esa era la
razón por la que necesitaba a aquel
intelectual: era tan retorcido e intrigante
que siempre lograba encontrar una
salida a las situaciones más
comprometidas.
—Plan aceptado —zanjó el amo de
Alejandría en el mismo momento en que
llamaban a la puerta de su despacho con
insistentes golpes.
En ese instante entró en el despacho
el general Aquilas, acompañado por un
pelirrojo de desmesurados bíceps.
—Este buen mozo nos trae
increíbles noticias. Vamos, ¡habla!
Impresionado, al fortachón le costó
expresarse con claridad.
—Vengo de Ascalón… La reina
Cleopatra…
—¿Cómo? ¿Cleopatra? —Se
enfureció Potino.
—Está… ¡viva!
—Tú has perdido el juicio —afirmó
Teódoto.
—No, no, ha llegado a Ascalón con
su séquito y se ha instalado en casa del
alcalde. Tomad, incluso han acuñado una
moneda con su efigie.
El pelirrojo se la entregó al
preceptor, que la estudió intrigado.
—Voy a enviar un regimiento —
decidió Potino—, nos la traerá de vuelta
encadenada. Y si la ciudad trata de
resistirse, la arrasaremos.
—Demasiado tarde —aseguró el
pelirrojo, que dejó atónitos a sus
interlocutores.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
Teódoto.
—Cleopatra ha reclutado un
ejército. Se dispone a conquistar
Alejandría.
—¡Este hombre está loco! —
exclamó Potino volviendo a levantarse.
—Está viva y ha reclutado a unos
mercenarios —afirmó el pelirrojo—. Yo
me he negado a obedecerla y he
preferido advertiros. Esa mujer es
testaruda y temible. No subestiméis el
peligro.
—Su testimonio me parece de fiar
—juzgó el general Aquilas—. No tomar
las medidas necesarias sería una grave
imprudencia.
—¿Qué recomiendas? —preguntó
Teódoto.
—Hay que impedir que Cleopatra
llegue a Alejandría. Mis soldados
repelerán a ese hatajo de rebeldes.
Potino y Teódoto se pusieron de
acuerdo con una mirada.
—Está bien —asintió el jefe de
gobierno—. Coge el número de hombres
que necesites y detén a esa majadera.
Aquilas se alegraba solo de pensar
que iba a exterminar una tropa
heterogénea bajo el mando de una mujer.
Ebria de su ilusorio poder, Cleopatra no
se esperaría semejante recibimiento.
El pelirrojo no se había equivocado
al traicionar a la reina: el castigo que le
infligirían a esa mujer estaría a la altura
de su soberbia.
—Me merezco una recompensa, ¿no
os parece?
Los pequeños ojos de Potino se
clavaron en el delator.
—Sin tu intervención —reconoció
—, nos habría cogido desprevenidos, y
puede que nos hubiese derrotado. Nos
has salvado la vida.
Más relajado, el pelirrojo se
imaginaba un futuro en Alejandría,
ataviado con lujosas ropas entre dóciles
bellezas que le mostrarían
embriagadores vinos y refinados platos.
—Nos has salvado la vida —repitió
Potino—, pero quien es traidor siempre
traiciona. Mañana nos venderás al mejor
postor.
—No, ¡os equivocáis! Os juro
sumisión, vuestra ilustrísima.
—Llévate a este granuja, Aquilas, y
degüéllalo.
El general no se hizo de rogar. Las
muestras de crueldad no desagradaban a
los alejandrinos.
Resuelto ese detalle, Potino y
Teódoto se vieron frente a un grave
peligro: Cleopatra, todavía con vida,
pretendía reconquistar la capital. Ahora
su objetivo prioritario era desplegar las
fuerzas necesarias con el fin de
detenerla.
16

Los pesados buques de César se habían


hecho a la mar en busca del único navío
de Pompeyo. El vencido en la batalla de
Farsalia confiaba en escapar de su
despiadado perseguidor, que deseaba
hacerlo prisionero y exhibirlo en Roma.
¡Qué humillación para el cónsul caído,
qué triunfo para el vencedor de la guerra
de las Galias, cuyo poder, desde ese
momento, sería indiscutible!
César se imaginaba cómo todo el
Senado lo ovacionaba y condenaba a
Pompeyo a un exilio definitivo, y esa
fantasía le proporcionaba una fuerza
excepcional. Después de tantas
adversidades y combates, a veces
perdidos de antemano, César gozaba de
una segunda juventud. ¿Acaso no le
seguía siendo favorable el destino?
¿Acaso no se abría un horizonte inmenso
ante él?
Pronto podría llamar mare nostrum
a esa vasta extensión de agua; el
Mediterráneo, propiedad de Roma…,
siempre que sometieran Egipto, ese
vetusto imperio ahora en decadencia,
pero todavía en posesión de un ejército
nada desdeñable. La disciplina de los
soldados romanos atenuaría su
inferioridad numérica, y su líder los
conduciría de nuevo a la victoria.
—A vuestros puestos —ordenó
César.
En poco tiempo se redujo la
distancia, y el perseguido se rindió y
plegó velas.
No era Pompeyo.
De pie en la borda, los marineros
levantaron las manos. Desarmados, no
representaban ningún peligro. César,
desconfiado, inició una maniobra para
cercarlo con el fin de desbaratar una
posible trampa.
Aterrados, los cautivos se
arrodillaron y su capitán apareció en la
proa.
—No nos matéis —suplicó—, ¡no
somos más que unos humildes
pescadores!
El hombre, un tipo fuerte, bajito y
con bigote, temblaba como una hoja.
—¿De dónde vienes? —le preguntó
el general.
—De la isla de Chipre.
—¿Te has cruzado con algún barco
romano?
—Hacía escala cuando salí de allí.
—¿Sabes quién se encontraba a
bordo?
—Todo un héroe, ¡Pompeyo! Estaba
avituallándose y reclutando
mercenarios.
—¿En gran número?
—No, no resultaba muy convincente.
El registro del barco de pesca no dio
ningún fruto. El capitán no ocultaba ni a
un solo romano.

Cuando avistaron la flota de César,


las autoridades chipriotas temieron una
invasión, y no mostraron ni la más
mínima intención de resistirse. Rufino,
acompañado de unos cincuenta
legionarios, interrogó al señor de la isla
y este le proporcionó la información que
requerían: Pompeyo no tenía bajo su
mando más que a un pequeño número de
fieles, y había decidido dirigirse a
Egipto, donde estaba seguro de poder
encontrar auxilio y protección.
Así pues, César no se había
equivocado, y pusieron rumbo a
Alejandría. Necesitaba llegar cuanto
antes a la capital de los Ptolomeos para
no dejarle tiempo a Pompeyo de sumar a
los egipcios a su causa y hacerse con el
mando de un ejército lo bastante
poderoso como para repeler a los recién
llegados.
¿Cómo se regía el Imperio Antiguo
de los faraones? Cuando sus enemigos
lo expulsaron de Alejandría y luego
había regresado triunfante gracias a los
soldados romanos, Ptolomeo XII, el
flautista, juerguista venal y corrupto,
había nombrado a Pompeyo albacea
testamentario. La cláusula principal no
se prestaba a ambigüedad alguna: a su
muerte, su hijo menor, Ptolomeo XIII, y
su hermana mayor, Cleopatra, debían
compartir el poder. Los espías romanos
consideraban a la joven inteligente y
ambiciosa, y el conflicto no había
tardado en estallar, enfrentando entre sí
al «matrimonio».
Sise imponía, la joven se
desembarazaría más tarde o más
temprano de su rival.
Cleopatra se aliaría con Pompeyo y,
en cuanto llegara el ilustre guerrero,
doblaría la cerviz ante él. Volverían a
luchar unos romanos contra otros y, por
mucha experiencia que tuvieran, los
legionarios de César arriesgarían
mucho. A pesar de sus recientes errores,
Pompeyo seguía siendo un adversario
temible, y César tendría que actuar en
territorio desconocido y hostil.
Rufino se le acercó.
—Los hombres están preocupados
—murmuró—. Algunos creen que
seremos uno contra treinta en la batalla y
que nos aniquilarán.
—Cabe esa posibilidad —reconoció
César.
—En ese caso, ¿no sería mejor
analizar la situación en lugar de atacar?
—Nuestra única esperanza es
intervenir lo más rápidamente posible.
Debemos atrapar a Pompeyo antes de
que se adueñe de Alejandría y del
ejército egipcio.
—¿Y… si llegamos demasiado
tarde?
—Lo sabremos allí, Rufino. ¿No me
han protegido siempre los dioses?
—¿No son los dioses egipcios más
poderosos que los nuestros?
César miró al cielo, de un azul
cegador.
—No desembarcaremos en
Alejandría, sino en Pelusio. Sin duda,
Pompeyo habrá ordenado cerrar las
puertas de la capital, y la flota egipcia
tratará de hundir a la nuestra.
—Lanzar un ataque terrestre… ¡Eso
sí que es un efecto sorpresa!
—Anima a los hombres, Rufino.
Vencerán en esta nueva batalla y serán
vitoreados en Roma.
Con ánimos renovados, el
lugarteniente del imperator fue a
cumplir con su tarea.
César no se dejó llevar por su
propio discurso, ¿no sería Egipto su
tumba? La razón le dictaba dar media
vuelta, imponerse en Roma, reunir
algunas legiones y desencadenar una
guerra convencional en el oriente
conquistado por Pompeyo.
La tierra de los faraones lo atraía de
manera irresistible. Contra todo lo
razonable, desoyendo la prudencia y la
cordura estratégica, sentía la necesidad
de ir hasta el final en ese viaje
peligroso, así como de traspasar el
umbral de lo desconocido.
Un viento cálido hinchó las velas del
buque insignia y lo golpeó en el rostro.
¿Y si él, el extranjero, lograra obtener el
favor de las divinidades del Antiguo
Egipto?
17

La crecida había sido normal, y la


superiora de los sacerdotes y las
sacerdotisas del templo de Dandara, en
el Alto Egipto, se disponía a celebrar
uno de los ritos capitales de las
ceremonias del año nuevo. Llevaba el
mismo nombre, Hator, que la diosa a la
que estaba consagrado el antiquísimo
santuario, cuyas puertas se habían
abierto por primera vez en los remotos
tiempos de los faraones primigenios.
Ya en la sesentena, ni alta ni baja,
aguda y ágil de mente, la superiora
cuidaba hasta el más mínimo detalle e
insistía en la ejecución perfecta de los
ritos. ¿No eran estos la expresión del
pensamiento creador de los dioses y el
tesoro incalculable de los iniciados en
los misterios de la diosa celeste?
Hacía poco se había producido un
milagro. Los Ptolomeos, soberanos
griegos que reinaban en Alejandría, se
temían las revueltas del sur, al que
imponían unos impuestos asfixiantes.
Para evitarlas, les regalaban a los
egipcios, el pueblo más religioso de
todos, magníficos templos construidos
por cuadrillas de obreros a los que el
poder les garantizaba el sueldo.
Beneficiarios de esos regalos de
inestimable valor, los grandes
sacerdotes y las grandes sacerdotisas se
comprometían a apaciguar a la
población, a reconocer la legitimidad de
los soberanos y a pagar los impuestos
sin protestar.
Enormes edificios obsequiados a las
divinidades a cambio de la paz civil…
Se había logrado un frágil equilibrio, y
Hator no creía haberse beneficiado de
ello hasta el día en que la
administración alejandrina aceptó su
petición, extravagante a ojos de muchos:
construir un nuevo templo en su honor,
del mismo tamaño que el gigantesco
santuario erigido en Edfú en honor a
Horus, su esposo divino. Horus,
protector del rey; Hator, protectora de la
reina. Juntos formaban la pareja
sagrada, garante de la institución
faraónica que respetaban los Ptolomeos.
Violarla habría desatado una revuelta
popular.
Cuando vio que el maestro de obras,
los encargados, los picapedreros, los
delineantes y los escultores se
instalaban en Dandara, la superiora
sintió que su corazón latía como nunca.
Iba a presenciar en vida el renacimiento
de un recinto divino protegido por altos
muros, provisto de salas hipóstilas, de
un sanctasanctórum y de varios edificios
anexos.
Por supuesto, las obras durarían
largos años, pero el entusiasmo y la
pericia de los artesanos acortarían el
plazo. ¡Y qué alegría oír todas las
mañanas la música de las herramientas!
Aunque frágil de salud, la superiora
sentía unas intensas ganas de vivir y de
presenciar cómo crecía ese templo de
Hator, erigido en el mismo lugar del
antiguo santuario. Las sacerdotisas y los
sacerdotes les preparaban la comida a
los obreros, les llevaban de beber,
curaban sus heridas, y velaban por la
higiene y las viviendas provisionales.
La víspera de la celebración, la
superiora y el maestro de obras cenaron
bajo un cielo estrellado. Soplaba una
suave brisa que esparcía los aromas
embriagadores de las flores abiertas.
—No pareces muy contento —le
comentó la superiora.
—¿Deseáis conocer los últimos
acontecimientos?
La sacerdotisa miró hacia la
constelación de Orion, uno de los
destinos de las almas de los reyes.
Habría preferido olvidarse de las
inquietudes humanas y no preocuparse
más que del oficio divino, pero ¿no la
obligaba el destino de su futuro templo a
afrontar la realidad?
—¿Es que son preocupantes?
—Conforme a la voluntad de
Ptolomeo XII, su hijo y su hija Cleopatra
deberían haberse repartido el poder. La
joven reina trató de eliminar a su
hermano y de gobernar ella sola el país.
Sus reformas desagradaron al pueblo y
los consejeros de Ptolomeo XIII
lograron desterrar a Cleopatra.
—¿Esos desbarajustes comprometen
la construcción del templo?
—No, puesto que los notables de
Alejandría desean continuar con la
política que les permite evitar
insurrecciones en el sur. Ptolomeo XIII
no es más que un crío, una marioneta en
manos del eunuco Potino y de Teódoto,
su preceptor.
—¿Y qué ha sido de Cleopatra?
—Unos la creen muerta, otros
piensan que se va a vengar de ellos.
Pase lo que pase, el futuro de Dandara
no se ve amenazado. Me han
encomendado una misión oficial y
seguiré cumpliendo con ella.
—¿Y si se desata una guerra civil?
—No hemos llegado a ese extremo.
Según mis informadores, el entorno del
joven rey tiene la situación bajo control.
El gobernador provincial cumple las
instrucciones de la capital, paga a mis
artesanos y desea que nuestro proyecto
triunfe.
—Esta noche el cielo está
precioso… Ojalá Hator nos proteja.

La superiora dispuso en un altar


unos cetros, un codal, unas vasijas de
oro y plata, unas telas, unos tarros de
ungüento y unos ramos de flores.
Rodeada por adeptos de la diosa Hator,
contempló el nacimiento del sol,
vencedor de las tinieblas. Los primeros
rayos del astro iluminaron las ofrendas y
dieron nuevas fuerzas a los objetos
rituales, pues los proveyeron de la
energía necesaria para encarar el nuevo
año.
La superiora se imaginaba subiendo
por una escalera que conduciría a la
azotea del gran templo, donde, al abrigo
de una capilla consagrada a la unión del
disco solar, celebraría un rito milenario
relacionado con el nacimiento de
Egipto. Resucitar el espíritu de los
orígenes… ¿no sería más que un sueño?
Sin embargo, se estaban encajando
piedras animadas, se estaban levantando
muros, y el hálito de la diosa vivificaba
las manos y los corazones.
Y la superiora pronunció las
palabras ancestrales: «Pues tu recorrido
eterno es perfección, luz divina; Hator,
señora de Dandara, ojo creador, abre
nuestros ojos y nuestros oídos, traza
nuestro año, encamina nuestros pasos».
Del disco solar brotaron entonces
docenas de rayos, y aquella que oficiaba
el rito vio la obra consumada. Por unos
momentos sintió una felicidad
insoportable. El poder divino residía en
su morada, las celebraciones se
realizaban en su momento, los días se
sucedían sin sobresaltos.
No era nada más que un sueño…
Pero ¿y si la construcción de ese nuevo
templo guiaba el pensamiento del nuevo
soberano, y si inspiraba sus actos, y si
llevaba una nueva edad de oro? ¿No era
la superiora responsable de una absurda
esperanza? ¿No emanaría de su
santuario una energía capaz de
devolverle la dignidad al pueblo?
No era más que un sueño… Pero ¿y
si se volviera realidad?
18

Sirios, palestinos, desertores romanos,


esclavos prófugos… Al ver el ejército
de Cleopatra, ¿cómo se le podía
conceder la más mínima confianza?
Carmión, la sirvienta, odiaba a esa
panda de sinvergüenzas, y lamentaba
haberse detenido tan poco tiempo en
Ascalón. Había albergado la esperanza
de que Cleopatra renunciara a sus
absurdos proyectos y se contentara con
un confortable exilio a la espera de días
mejores. Pero la reina, en su
impaciencia, había decidido conducir a
esa peligrosa pandilla a asaltar
Alejandría. En otras palabras, los
llevaba a una muerte segura de la que no
se libraría nadie.
El chambelán Apolodoro no había
cambiado de discurso ante Cleopatra.
En efecto, había logrado reunir a esos
mercenarios y los había convencido de
que se apoderarían de la capital, de que,
en ella, los supervivientes, colmados de
honores y de riquezas, mantendrían una
vida fastuosa. Sin embargo, no podía ser
que la reina se engañara a sí misma, y
sabía que esa expedición terminaría en
una masacre. Superior en número y
mejor equipado, el ejército de Ptolomeo
arrasaría a aquellos atacantes
abigarrados de Cleopatra. Si sobrevivía,
sería condenada a los peores tormentos.
Sin embargo, esas sombrías
perspectivas no habían hecho mella en
la determinación de la joven, que se
consideraba capaz de vencer. Hermes,
por su parte, seguía sin decir nada. En
cuanto al Viejo y a su asno, Viento del
Norte, cargado de pequeñas ánforas que
contenían un tinto pasable, se quedaban
prudentemente en retaguardia para poder
replegarse en caso de un ataque
violento. «Esta juventud, esta juventud»,
mascullaba el Viejo al constatar el
entusiasmo de la reina, quien prefería la
muerte a la decadencia.
El avance de los conquistadores no
se había visto estorbado por ningún
obstáculo. A su paso, Cleopatra había
enrolado a aldeanos a quienes atraía la
paga. A los soldados les gustaba la
comida y acataban una relativa
disciplina, a pesar de quejarse de las
marchas forzadas y del poco tiempo
para descansar; sin embargo, la energía
de la reina, que se comportaba como un
auténtico caudillo, los alentaba a
continuar con su avance. Unos hombres
duros como ellos debían mostrarse a la
altura de esa mujer de apariencia frágil,
siempre aseada y elegante, de
persuasivas palabras.
—El pelirrojo que se negaba a
enrolarse ha desaparecido —le dijo
Apolodoro a la reina.
—A los cobardes no se los echa en
falta.
—¿Y si os ha traicionado y le ha
revelado vuestros proyectos a
Ptolomeo?
—¿Por qué iba a perjudicarme así?
—Por afán de lucro, majestad.
¿Desde cuándo sois tan ingenua?
Cleopatra reprimió la ira.
—¡Qué más da! Habrán ejecutado a
ese delator, y tendremos que
enfrentamos de todas formas a los
regimientos de Ptolomeo… ¡A menos
que consiga que cambien de bando!
—Los soldados de Aquilas respetan
a su general, la paga es buena.
—¿No crees en la magia,
Apolodoro?
—¿Empleará Hermes la suya,
majestad?
—¡Eres irritante, siciliano! Vete a
preparar mi comida.
Aquella última semana de
septiembre del año –48, el calor no
menguaba, y las paradas eran bien
recibidas. El Viejo se cuidaba de
quitarse la sed a intervalos regulares y,
al aproximarse a la ciudad fortificada de
Pelusio, al este de Alejandría, empezaba
a notar el nerviosismo de las tropas.
Hasta ese momento, el avance de ese
ejército de mercenarios había sido
milagroso. Tanta tranquilidad no podía
durar mucho.
Unos gritos sacaron al Viejo de su
somnolencia.
Un sirio y un palestino se estaban
peleando a puñetazos. El primero tenía
el rostro ensangrentado; el segundo se
daba por vencido. Se había formado un
corro a su alrededor y los animaban a
machacarse.
—Basta —ordenó Apolodoro.
—Déjanos en paz —protestó un
desertor romano—, queremos disfrutar
del espectáculo.
De un repentino puñetazo, el
chambelán levantó del suelo al desertor
y lo lanzó varios pasos más allá. Luego
se interpuso entre los contendientes.
—La reina necesita de todos sus
soldados.
Un esclavo prófugo dio un paso
adelante.
—Y tú, ¿quién te crees que eres?
—Un siciliano que transmite las
órdenes de nuestro general, la reina
Cleopatra, y cuida de que se ejecuten.
El esclavo percibió tanta violencia
en la mirada de Apolodoro que
retrocedió.
—Preparaos para volver a partir —
ordenó el chambelán—. Caminar
aplacará los nervios.

La intervención de Apolodoro había


sosegado los ánimos, y ya tenían en
mente protegerse de un viento de arena
que ralentizaba la marcha. Para gusto de
todos, Cleopatra decidió detenerse y se
montaron las tiendas.
—Un día de camino más y
tendremos Pelusio a la vista —le dijo
Apolodoro a la reina—. ¿No os asustan
sus fortificaciones?
—Mi difunto padre cometió el error
de concentrar sus fuerzas en Alejandría
y de reducir la guarnición de Pelusio.
No ofrecerá más que una débil
resistencia y se pasará a nuestro bando.
La facilidad de esa primera victoria
transformará a mis hombres en
auténticos guerreros y provocará el
pánico en el enemigo.
—Hasta entonces —intervino
Carmión—, debo peinaros y
perfumaros… ¡En qué estado os
encontráis!
La reina no discutió a la sirvienta y
fantaseó con la toma de Pelusio.
Construida junto al brazo más oriental
del Nilo, Pelusio era «la marisma», para
los griegos, o «la edificada por el dios
Amón», para los egipcios: el mundo
exterior, a un lado; la dimensión
sagrada, a otro. En la víspera de un
primer enfrentamiento con su pasado, el
simple nombre de una ciudad resaltaba
la contradicción que sufría Cleopatra.
—Antiguamente —le recordó
Hermes—, Amón, el «dios oculto»,
coronaba a los faraones, quienes
actuaban en su honor. Sin la protección
de su hálito, su reinado habría carecido
de sentido. Aquí, en Pelusio, el poder de
Amón te impondrá una prueba. Es el
momento de demostrar tu valor.
A la joven le habría gustado saber
más, pero Hermes volvía ya a su
escritura, indiferente a la algarabía del
campamento. Había conversaciones
animadas y los optimistas se mostraban
confiados.
Tomar Pelusio por asalto… El Viejo
lo veía con escepticismo; Viento del
Norte, con una tranquilidad
sorprendente. Al día siguiente sería un
asunto serio y no habría otra, se armaría
una buena. Con el fin de disfrutar de un
sueño reparador, el Viejo se regaló una
vasija entera de su mejor vino.
19

Cleopatra se levantó la primera y


contempló a su ejército. Sin duda
alguna, un militar de carrera habría
renunciado a dirigir a ese hatajo de
mercenarios, que podía romperse en
cualquier momento. ¿Se desperdigarían
al ver al enemigo? A ella le
correspondía garantizar la cohesión de
las tropas y, obviando la realidad,
mantener su esperanza en la victoria.
Poco después del amanecer, la reina
y sus hombres se dirigieron a Pelusio.
Iban callados, como si la cercanía del
combate los llevara a todos a
ensimismarse.
A mediodía, Cleopatra envió a sus
batidores.
Regresaron jadeantes y
descompuestos.
—Majestad, ¡hay que huir, y deprisa!
—¿Es que has visto un fantasma?
—Centenares de soldados, miles…
¡Pelusio es inaccesible! Y, como
ataquen, nos aniquilarán.
—Llévame.
—¡No quiero volver allí!
—Llévame —repitió Cleopatra.
El Viejo se sentía aliviado: o bien la
reina no había sido lo bastante rápida, o
bien la habían traicionado. Al
concentrarse en las proximidades de
Pelusio, el ejército de Ptolomeo le
cortaba el paso y la obligaba a
retroceder. En cuanto dejaran de
pagarles, los mercenarios se
dispersarían y no moriría nadie.
Cleopatra se refugiaría en una aldea de
Palestina o de Siria y se resignaría a ese
exilio definitivo. Al menos, su último
sueño se desvanecía de manera pacífica.
—Ven —le dijo un antiguo esclavo
—, la reina desea hablar con nosotros.
Con las articulaciones agarrotadas,
el Viejo se reunió con el resto de las
tropas para oír el último discurso de la
reina destronada.
Ataviada con un largo vestido verde,
con una diadema de oro en la cabeza y
pulseras en las muñecas, Cleopatra
resultaba de una belleza arrebatadora.
Todos estaban pendientes de sus labios.
—Vengo de las inmediaciones de
Pelusio. Ptolomeo, al que han advertido
de nuestra llegada, ha ordenado a sus
tropas que nos impidan el paso. ¡Ahí
tenemos la prueba de que nos teme! Su
demostración de fuerza no me
impresiona, y vamos a confirmarle que
tiene razón en tenemos miedo. He
inspeccionado el terreno: nos situaremos
en el promontorio de Kasion, frente al
enemigo.
La estrategia de la reina dejó
estupefacto al Viejo: ¡era un auténtico
suicidio! Ptolomeo lanzaría un ataque, y
su hermana mayor no resistiría mucho
tiempo.
—En marcha —ordenó Cleopatra.
Viento del Norte fue el primero en
obedecer, y al Viejo le costó seguir su
paso. Fascinados, los mercenarios
fueron tras ellos. La sirvienta Carmión
sollozó; el chambelán Apolodoro
caminó con la cabeza alta.

El general Aquilas se sentía bastante


satisfecho de su maniobra, y alardeaba
de ella ante sus regimientos en compañía
del regente Potino, que estaba
impresionado por ese despliegue de
fuerzas, que acabaría con las insensatas
ambiciones de Cleopatra.
—En cuanto se dé cuenta de nuestra
superioridad —vaticinó el general—,
saldrá huyendo y sus mercenarios se
desperdigarán como pajarillos
asustados. No nos costará nada
atraparla. Solo tengo una pregunta:
¿debemos llevarla viva a Alejandría?
—Prefiero exponer su cadáver y que
el pueblo beba a mi costa.
Potino fue junto a Ptolomeo XIII, que
estaba sentado en un trono de madera
bajo un dosel. Su preceptor, Teódoto, le
describía la organización del ejército
griego, del cual era, en teoría, el jefe
supremo.
—Quiero atacar ahora mismo —
ordenó el crío—, ¡yo mismo pisotearé a
Cleopatra!
—Un poco de paciencia —lo
exhortó Teódoto—. Primero
suprimiremos a sus partidarios. Luego
vos apareceréis como vencedor y
vuestros soldados os aclamarán.
El reyezuelo no cabía en sí de
alegría, por lo divertido que le parecía
ese juego. Potino, por su parte, no sentía
ninguna afición por las armas, y
aborrecía salir de su palacio.
Cuando el regente regresaba a
Pelusio, un oficial se le acercó
corriendo.
—Venid, deprisa, ¡ha llegado la
reina!
Ptolomeo, Potino y Teódoto, que se
encontraban a salvo detrás de la
infantería, asistieron atónitos a la
irrupción de una banda de rebeldes.
Llegaron corriendo y ocuparon el
promontorio de Kasion, fuera del
alcance de las flechas enemigas.
—¡Ataquemos! —exigió Ptolomeo.
—Seguiremos la estrategia del
general Aquilas —le recordó irritado
Potino.
El crío se enrabietó, porque se
esperaba un combate con mucha sangre.
Un centenar de mercenarios, luego
otro, y otros más aún cubrieron todo el
promontorio, y su número no dejaba de
aumentar.
Aquilas subió al montículo donde se
hallaban el rey, el eunuco y el preceptor.
—Son más numerosos de lo previsto
—se lamentó—, y se encuentran en una
posición excelente. Su armamento no es
nada desdeñable: si arremetemos contra
ellos, nos costaría muchas bajas y es
posible que no fuera decisivo.
—¡Estás diciendo tonterías! —Se
enfureció Ptolomeo—. ¡Ataca, mátalos y
tráeme a Cleopatra!
—La precipitación es mala
consejera —apuntó Potino—.
Estudiemos la situación y meditemos
sobre ella. Hay que aplicar la mejor
estrategia posible.
—Sin duda no es más que una
fanfarronada —afirmó Teódoto—. ¡Esa
panda de ladrones es incapaz de
vencemos! No tardarán en retroceder, y
entonces los perseguiremos.
De repente, los rebeldes se quedaron
quietos y se hizo un profundo silencio.
Los señores de Alejandría y sus
soldados mantuvieron los ojos clavados
en el promontorio.
Los partidarios de la reina abrieron
paso y apareció Cleopatra.
No era ni más ni menos que una
joven, tan frágil, tan elegante, y la
diadema de su cabeza centelleaba
reflejando los rayos del sol. La energía
de su voz actuó como un sortilegio.
—Vosotros, usurpadores, ¡muy
pronto lamentaréis vuestra traición! Yo
soy la reina de las Dos Tierras, os
echaré de mi capital y recuperaré mi
trono. ¡Vuestros propios soldados se
pondrán en vuestra contra y el pueblo
me recibirá entre aclamaciones!
Un inmenso clamor celebró la
declaración de Cleopatra: sus
partidarios ya no dudaban de la victoria.
Petrificados, sus adversarios
retrocedieron ligeramente. Ptolomeo
pataleaba, Teódoto temblaba, Potino
sudaba a mares y Aquilas agarró el
pomo de su espada.
20

La situación se había estancado: nadie


iniciaba la ofensiva ante el riesgo de ser
rechazado por el enemigo y sufrir
cuantiosas pérdidas. Las posiciones de
las tropas de Ptolomeo y de Cleopatra
parecían inexpugnables tanto una como
otra, y nadie percibía una debilidad de
la que aprovecharse.
No obstante, Cleopatra no se
engañaba: el tiempo jugaba en su contra.
Al ejército alejandrino no le faltaban
provisiones, mientras que la intendencia
de los libertadores sufriría dificultades
insalvables que ocasionarían la
dispersión de los mercenarios.
—Sígueme —ordenó Hermes.
Al anochecer, el mago se llevó a la
reina lejos del promontorio, a la entrada
de un oscuro desfiladero.
—Avanza.
La reina titubeó.
—¿Acaso tienes miedo?
Cleopatra avanzó.
—¿Qué ves?
Allí donde se estrechaba el
desfiladero había una luz. Atraída por
esta, la joven se adelantó y distinguió un
naos de granito. De él emanaba una luz
roja.
—Arrodíllate, descorre el cerrojo y
abre las puertas.
La reina hizo lentamente lo que el
mago le pedía, y sintió una profunda
emoción. ¿No estaba ejecutando los
movimientos rituales que permitía a los
faraones liberar la energía creadora?
¿No perpetuaba una de las tradiciones
más importantes del Antiguo Egipto?
Cleopatra contuvo un grito de
estupefacción.
En el interior del santuario, ¡había
un león de oro que fulguraba con un
intenso brillo!
—Contempla la encamación del dios
del aire luminoso —la exhortó Hermes
—. Separó el cielo de la tierra, creó las
estrellas y los decanos. Egipto está
constituido a imagen y semejanza del
cielo y es el templo del mundo donde
moran las divinidades. Un cuerpo
infinito envuelve el universo, y en él se
inscriben las treinta y seis formas de los
decanos que protegen todas las vidas y
lo rigen todo. Reina de Egipto, ¿todavía
deseas entrar en combate?
—Mi decisión es inamovible.
—¿Eres consciente del peligro?
—Venceré o moriré.
—Entonces, desencadenaremos la
violencia del noveno decano, el que
destruye a los enemigos… siempre que
se espere al momento apropiado.
Hermes cogió la muñeca de la reina
y puso su mano sobre la imagen del
genio celeste de poder aterrador.

Los mercenarios comían a placer,


pero su confianza minaba. ¿Por qué
Cleopatra, si confiaba tanto en su
destino, no daba la orden de atacar?
Discutían, se insultaban, empezaba a
haber disensiones.
Por fin, la reina volvió a hablar.
—El enemigo nos teme y no se
atreve a enfrentarse a nosotros. ¿No es
esa una prueba de nuestro valor?
Un sirio rompió la fila.
—¡Y nosotros nos quedamos aquí
parados!
—Con la ayuda de Hermes, he
solicitado la intervención de una
potencia divina. Un suceso imprevisto
alterará la situación de forma radical y
obtendremos una ventaja. Confiad en mí.
La promesa de la reina acabó con su
intranquilidad; las críticas se esfumaron.
La sirvienta Carmión se retiró
consternada a la tienda de la reina, a
quien Apolodoro ofreció una copa de
vino blanco.
—Tú, mi chambelán, ¿no me crees?
—Eso no importa, majestad. Vos
ordenáis y yo obedezco.
—¡No seas escéptico! El arte de
Hermes se mostrará eficaz y tendrá lugar
el acontecimiento anunciado.
—¿Nunca tenéis dudas?
—A cada momento, ¡y me río de
ellas! No tengo derecho a permitirme
ese lujo. Si este ejército de mercenarios
me abandona, estoy perdida.

A media mañana del 29 de


septiembre de –48, los centinelas de
Cleopatra observaron cierta agitación
entre los soldados de Ptolomeo. No les
inquietaban sus adversarios, que de
inmediato se pusieron en alerta, sino un
peligro procedente del mar.
Desde su promontorio, Cleopatra
vio cómo entraba un barco en el puerto
de Pelusio.
—Una nave extranjera —juzgó
Apolodoro—. El pequeño rey recibe
refuerzos.
—¡Un único buque! ¿Y si se tratara
de un enemigo?
—¿Por qué correría un riesgo así?
Intrigada, la reina recordó lo que
había predicho Hermes. ¿No era ese
barco una señal del destino?
El campamento enemigo volvió a la
calma.
—Preparémonos para un ataque —
advirtió Cleopatra, convencida de que el
enfrentamiento era inminente.
Transcurrieron interminables
minutos y luego una hora, seguida de
otras más… Y los soldados de Ptolomeo
permanecieron en sus posiciones.
La ofensiva no tendría lugar.
Cleopatra se relajó, se retiró a su
tienda y se puso en las manos expertas
de su sirvienta Carmión, que le dio un
masaje de los pies a la cabeza.
—¡Abandonad mientras todavía hay
tiempo, majestad! ¿No es sobrevivir lo
más importante?
La intervención de Apolodoro
impidió una respuesta hiriente.
—Majestad, un romano desea hablar
con vos.
Cleopatra se puso en pie y Carmión
volvió a vestirla.
—Que venga.
Desgreñado, lleno de cicatrices, el
mercenario no parecía muy cómodo.
—¿Qué tienes que decirme? —le
preguntó la reina.
—El hombre que había en la proa
del barco: lo he reconocido. No hace
mucho pertenecía a una de sus legiones.
Sus soldados lo respetan y creen que
llegará a ser el amo de Roma.
—Y ese hombre es…
—Pompeyo el Grande.
21

Cleopatra no lograba conciliar el sueño.


¿Qué podía significar la llegada del
ilustre Pompeyo, el romano que velaba
porque se cumpliera el testamento de su
padre, Ptolomeo XII, es decir, el reparto
de poder entre Ptolomeo XIII y su
hermana mayor?
Al recibirlo en Pelusio, ¡a la facción
contraria le sería fácil manipular a aquel
huésped inesperado! Pompeyo se
declararía hostil hacia Cleopatra y,
quién sabía, quizá tomara el mando de
las tropas destinadas a eliminarla.
Cuanto más lo pensaba, más
desastrosa le parecía la llegada del
soldado extranjero.
En cuanto se hizo de día, Cleopatra
se dedicó a observar el campamento
enemigo desde la cima del promontorio
de Kasion, pues esperaba ver los
preparativos de una ofensiva.
No obstante, reinaba la calma y no
había cambiado el dispositivo de
vigilancia.
—Debes tener paciencia —le
aconsejó la voz grave de Hermes—. El
decano todavía no ha generado la acción
decisiva.
—¿Cómo lo sabes?
—Aprende a descifrar las señales
del cielo. Pompeyo ha sufrido una dura
derrota y trata de reclutar un nuevo
ejército.
—Y yo seré su primera víctima.
—Insisto: ten paciencia y mantén
cohesionados a tus partidarios. El
acontecimiento capital no ha sucedido
todavía.
—¿Cuándo ocurrirá?
—Pronto.
Hermes se marchó. Cleopatra no
trató ni de retenerlo ni de interrogarlo;
estaba convencida de que no diría nada
más. O bien le concedía su confianza, o
bien tomaba la iniciativa y atacaba
primero.
Pasaron dos días.
La reina se había dirigido a sus
hombres y había logrado convencerlos
de que aguantaran sin obrar
irreflexivamente. Era evidente que
Pompeyo, a pesar de su reputación, no
poseía más que un único barco, ¡y no
había llegado con refuerzos destinados
al ejército de Ptolomeo! Y el enemigo
seguía inmóvil, como si los consejos del
estratega romano no bastaran para
iniciar un ataque.
La sirvienta Carmión se preparaba,
resignada. Obsesionada por la higiene y
la pulcritud, se pasaba el tiempo
limpiando la tienda de la reina y
lavando su ropa. En palacio, sus
subordinados se encargaban de esas
tareas ingratas, pero allí, en mitad de
aquel campamento lleno de individuos
groseros a los que aborrecía, no podía
dejar que la situación fuera a peor.
Se estaba agachando para recoger un
frasco de aceite perfumado cuando
alguien le puso una mano en el trasero.
—Oye, guapa, deberíamos
divertimos un poco tú y yo, ¿no crees?
Espantada, Carmión se apartó de un
respingo y vio a un sirio mal afeitado de
labios carnosos y mirada animal.
—¡Largo, pedazo de bestia!
—Entra en la tienda… Te vendrá
bien un poco de distracción para
relajarte.
En el mismo momento en que el sirio
agarraba a Carmión, un fuerte brazo lo
cogió del cuello.
—Cálmate, amigo —le aconsejó el
chambelán Apolodoro—. Nadie toca a
la sirvienta de la reina Cleopatra,
¿entendido?
—¡Entendido!
El siciliano aflojó la presa. Al sirio
le costó recobrar el aliento.
—¡Has estado a punto de
estrangularme!
—Así aprenderéis.
El tipo se alejó de allí de mal humor.
Carmión estaba al borde de las
lágrimas.
—Los hombres están empezando a
ponerse nerviosos —se lamentó
Apolodoro—. Nombraré a dos guardias
que garanticen tu seguridad.
—¿Cuándo acabará todo esto?
—Pronto, según Hermes.
—¿Y si se equivoca?
—Entonces moriremos.

El Viejo no estaba mano sobre mano.


Como tenía miedo de que se le acabara
el vino, había organizado una sección de
suministros que vigilaba un
destacamento de arqueros. De acuerdo
con las instrucciones de la reina, no
saqueaban las aldeas circundantes, sino
que pagaban el alimento y la bebida que
les compraban a los campesinos. Los
recursos del lugar no eran inagotables y,
si la situación se prolongaba, los
mercenarios de Cleopatra pasarían
hambre y sed. La revuelta no tardaría en
estallar y ese ejército heterogéneo se
disgregaría.
El Viejo se encargaba de comprar
ánforas del mediocre vino local y
regateaba airadamente los precios. La
cháchara de los viticultores no le hacía
bajar la guardia, y siempre quedaba
complacido.
Cuando se acercaba a la bodega,
sorprendió una extraña conversación. Un
sirio y un palestino insinuaban provocar
un levantamiento de los lugareños contra
Cleopatra. Si la sorprendían por la
retaguardia, se volvería una presa fácil
para Ptolomeo.
El sirio se quejaba de haber sido
rechazado por Carmión, la sirvienta de
la reina, a la que trataría lo peor que
pudiera cuando el ejército alejandrino
masacrara a los rebeldes. Él y los
palestinos iban a desertar, a unirse al
enemigo y a proporcionarle toda la
información útil relacionada con las
fuerzas de Cleopatra.
El Viejo carraspeó.
—Escuchad, chicos, ¡no es que sea
muy bonito eso que estáis tramando! Yo,
en vuestro lugar, renunciaría y le
suplicaría a la reina que me perdonara.
Ambos conspiradores esgrimieron
sus puñales.
—Esa no es la solución correcta —
se lamentó el Viejo.
—¿Te crees que nos vas a vencer?
—dijo el palestino con ironía.
—Yo solo, no, pero no estoy solo.
La coz de Viento del Norte le partió
la espalda al palestino y, de un violento
golpe con la testuz, el asno le destrozó
el pecho al sirio.
—Os he avisado —les recordó el
Viejo—. Qué manía tan rara tienen los
traidores de creerse superiores a los
demás.
E, indiferente a los estertores de los
moribundos, siguió a Viento del Norte,
que se encaminaba ya de regreso al
campamento de Cleopatra.
La situación se estaba poniendo fea.
Esas dos cucarachas hacían presagiar
que habría más.
22

—El puerto de Alejandría está cerrado


—constató Rufino—. Solo podremos
atracar en Pelusio, y no me gusta. Es
evidente que el enemigo nos espera allí.
¿Cuál es vuestra decisión?
Desde la proa del buque insignia,
César contemplaba Egipto, ese país
misterioso donde se arriesgaba a
perderlo todo. Así que Pompeyo había
conquistado la capital de los Ptolomeos
y deseaba librar un combate naval
encabezando a la marina egipcia, a la
que había adherido a su causa.
—Rumbo a Pelusio —decidió
César.
—Si sus barcos son lo bastante
numerosos, tratarán de rodeamos —
auguró Rufino.
—Nuestra velocidad nos permitirá
escapar de esa clase de trampas —
afirmó César.
Las órdenes del imperator no se
discutían, y sus hombres tenían una
confianza ciega en él. ¿Acaso no los
llevaba de victoria en victoria?
A pesar de su rostro impasible, Julio
César era presa de la duda y la
ansiedad. ¿Bastaría esa vez con la
protección de la diosa Venus?
Avanzaban por terreno desconocido sin
puntos de referencia, ignorando las
auténticas fuerzas del enemigo. Debería
haber dado media vuelta y tratar de
conseguir información antes de lanzar
ese ataque tan arriesgado.
No obstante, una extraña fuerza lo
atraía de forma irresistible hacia esa
tierra amada por los dioses, cuna de la
institución faraónica que tantas
invasiones había resistido y que seguía
subyugando a sus conquistadores
conforme a una ley misteriosa.
La flota romana se alejó de
Alejandría lista para el combate. El
viento soplaba con fuerza ese 2 de
octubre de –48 y la mar estaba agitada.
Una mar gruesa entorpecía la maniobra,
y los marineros se alegraban de su
pericia.
César descubrió una costa inhóspita
carente de golfo o de ensenadas. Hasta
donde alcanzaba la vista, había ciénagas
y dunas cambiantes. ¡El lugar ideal para
una emboscada! A lo lejos se encontraba
la ciudad costera de Pelusio, cuyas
fortificaciones eran temibles.
El mar seguía estando vacío.
—Es imposible atracar —juzgó
Rufino—. Pero ¿dónde se ocultan los
barcos de Pompeyo? No entiendo su
estrategia. ¿Pretende presentar batalla en
el corazón de las marismas?
—Allí, ¡una barca!
Su modesto tamaño no representaba
una amenaza. Sin embargo, Rufino no se
dejaba engañar.
—Arqueros en posición —ordenó.
No tardó en distinguir a los
ocupantes de la embarcación: un tipo
alto y flaco y ocho remeros.
—¡Venimos a rendir homenaje a
Julio César! —gritó el espárrago—, y
no llevamos armas.
A continuación se levantaron todos y
separaron los brazos del cuerpo.
Aquella pequeña delegación parecía
realmente inofensiva.
—Me llamo Teódoto —declaró su
jefe—. Pertenezco al consejo de
regencia y soy el preceptor de Ptolomeo
XIII. Doy la bienvenida en su nombre a
nuestros amigos romanos y a su ilustre
general.
El rostro demacrado de César no
mostró ninguna emoción. Teódoto se
quedó sorprendido de su altura.
—El rey de Egipto desea recibir con
un regalo a su huésped. ¿Puedo subir a
bordo?
Atónito, Rufino no dejaba de
observar el mar y la costa: no había ni
embarcación ni movimiento de tropas a
la vista.
A una señal de César, se desplegó
una escala de cuerda. Teódoto subió
dificultosamente por ella con un cesto en
la mano.
Cuando estuvo frente al conquistador
romano, hizo una reverencia.
—¿Dónde se encuentra Pompeyo?
—preguntó secamente César.
—Hace tres días, el derrotado en
Farsalia trató de desembarcar en
Pelusio. Esa intrusión inquietó al
general Aquilas y al regente Potino, los
otros dos consejeros de nuestro amado
soberano. Por esa razón, discutimos
durante largas horas sobre qué medidas
adoptar. Tanto nos preocupaba esa
visita.
—¿Os habéis negado a confiarle el
mando de vuestro ejército a Pompeyo?
—Así es.
César contuvo un suspiro de alivio.
Esa decisión reforzaba su victoria y le
abría las puertas de Egipto.
Aparentemente, se había consumado la
desgracia de su temible rival, hasta hada
no mucho amo de oriente.
En Roma nunca se olvidaría el
triunfo de César.
—¿Pompeyo reside en el palacio de
Ptolomeo?
Teódoto pareció incomodarse.
—Pues… Su llegada resultó
accidentada. El mar estaba mucho peor
que hoy, su barco no podía entrar en el
pequeño puerto de Pelusio. Por eso, el
general Aquilas le rogó que se acercara
en una barca ligera. En la orilla, el rey,
la corte y unos curiosos asistían a la
escena.
—Continúa —ordenó César, a quien
exasperaba el tono ampuloso del
preceptor.
—El general y su escolta cumplieron
con la decisión del consejo de regencia,
resumida en pocas palabras por Potino:
«Muerto el perro, se acabó la rabia».
Los ojos de César relampaguearon.
—¡Explícate!
—Cuando la barca llegó a la orilla,
Aquilas y tres de sus soldados
apuñalaron a Pompeyo, que no opuso
resistencia. El cadáver cayó al mar y
este se lo llevaba. Nuestro rey ordenó su
cremación.
—¿Cómo esperas que crea
semejante atrocidad?
—Aquí tenéis el regalo de
bienvenida de Ptolomeo a Julio César.
Teódoto destapó el cesto y sacó de
él la cabeza de Pompeyo. La sujetó con
el brazo estirado evitando mirarla.
A pesar de que estaban
acostumbrados a la violencia y a la
muerte, Rufino y los soldados romanos
retrocedieron.
César, por su parte, se quedó
mirando lo que quedaba del gran
Pompeyo, al que la suerte había
abandonado.
—Os hemos librado de vuestro peor
enemigo —murmuró Teódoto mientras
volvía a guardar la cabeza decapitada en
el cesto, que puso a los pies de César.
—Por haber aprobado ese asesinato
—declaró este—, Ptolomeo será
condenado a vagar en los infiernos y
será considerado un abominable traidor.
Teódoto se echó a temblar. ¿Iba el
romano a desenvainar la espada y a
degollarlo?
Pero César, obviando la presencia
del horrible heraldo, bajó la mirada y se
echó a llorar.
23

Cleopatra asistió desde su promontorio


a la llegada de la flota romana. Había
anticipado una reacción rápida por parte
de la armada egipcia, pero la reacción
de esta fue enviar una simple barca.
¿Qué significaba esa increíble
escena? La reina esperó impaciente y
preocupada el informe de su chambelán
Apolodoro, que estaba reuniendo los
testimonios de los observadores y de los
espías.
—¡Ya estás aquí! ¡Por fin!
—Esa flota es la de César, quien ha
vencido a Pompeyo en Farsalia y es el
general más poderoso de Roma.
—César persigue a Pompeyo… ¡No
se detendrá hasta que lo vea
encadenado!
—La caza ha concluido —desveló el
siciliano—. Pompeyo ha sido asesinado
y decapitado, y sus restos quemados.
La joven no disimuló su
estupefacción.
—¡Ptolomeo y su camarilla han
corrido un enorme riesgo!
—Al contrario —replicó el
chambelán—, es una estrategia hábil. Al
decidir la eliminación de Pompeyo, han
puesto fin a un conflicto interminable
entre romanos que podría haberse
prolongado en suelo egipcio. ¿Esa
ejecución? ¡Un magnífico regalo para
César! Es posible que haya fingido
indignación y tristeza pero, en realidad,
se alegra de la intervención radical de
Ptolomeo.
Perpleja, Cleopatra volvió a
contemplar el mar. La flota romana
había abandonado las inmediaciones de
Pelusio para dirigirse a Alejandría. ¿Y
si su chambelán se equivocaba? ¿Y si la
desaparición de Pompeyo y la llegada
de César eran útiles para su causa?
Un fuerte viento revolvía su cabello.
El sol tostaba su piel. La reina no se
sentía en peligro, ¡se había producido el
acontecimiento predicho por Hermes!
—¿Y si señalara el final de tu
revuelta? —Oyó que le preguntaba la
voz grave del mago—. Pompeyo era un
hombre solo, vencido, que buscaba
refugio, incapaz de regresar al combate.
César, por su parte, está en pleno
ascenso y derribará todos los obstáculos
con el fin de acceder al poder supremo.
—Y yo, Cleopatra, ¿acaso soy uno
de esos obstáculos?
Hermes guardó silencio.
—Me da igual César, Ptolomeo o
cualquier otro: ¡me niego a someterme!
—¿No temes a la muerte?
—Deseo vivir y reinar.
Desoyendo a Hermes, Cleopatra
ordenó a su chambelán que reuniese a
sus partidarios. Bajo la luz del
mediodía, la joven mostraba tanta
autoridad que no le costó lograr un
silencio que apenas turbó una bandada
de pelícanos.
—¡Tengo excelentes noticias!
Ptolomeo ha cometido un grave error al
asesinar a Pompeyo, el rival de César,
puesto que ha olvidado que ambos eran
romanos, César no tiene más que una
idea en mente: ¡la venganza! Al frente de
sus legionarios, sembrará el terror en
Alejandría, incluso a costa de cuantiosas
pérdidas. Y destrozará el ejército de
Ptolomeo. En ese momento,
intervendremos nosotros y aplastaremos
a los supervivientes de ambos bandos.
La magnífica visión de la reina
entusiasmó a los mercenarios. Cleopatra
tenía cabeza y sabría conducirlos a la
victoria.
—Nuestra mejor arma, la paciencia
—añadió—. Dejemos que Ptolomeo y
César se masacren el uno al otro.
Cuando llegue el momento lanzaremos
un ataque decisivo. Y, para entonces, no
careceréis de nada.
La promesa de Cleopatra fue
recibida entre vítores.

Carmión peinó a la reina antes de la


cena que esta ofrecía a sus oficiales, y la
vio tan guapa que no se lamentó de
haberla seguido.
—Vuestro discurso casi me ha
convencido, majestad. Disculpad mi
atrevimiento, pero ¿vuestros argumentos
tienen algún fundamento?
—El futuro dirá.
El optimismo de la sirvienta se vino
abajo.
—Esa victoria… ¿No es más que un
sueño?
—¿No sueñas con volver a
Alejandría?
—¡Sería mi mayor felicidad!
—Sobre todo, no dejes de creer en
ello, Carmión, y confía en mi
determinación.
La sirvienta maquilló a la reina,
esforzándose por realzar sus ojos
gracias a una sombra de un verde
profundo. Cuando terminó con su tarea,
sintió algo inquietante: ¿no sería la
encamación de una diosa de poderes
sobrenaturales?
Apolodoro interrumpió a sus
reflexiones.
—Majestad, se nos plantea un
delicado problema de suministro, y
vuestros soldados tienen buen apetito.
—¿Qué solución propones?
—Temo cometer un error. Un
hombre afirma poder garantizar la
intendencia, pero me remito a vuestro
juicio.
—En otras palabras, ¡no lo crees!
—¿Puedo traeros a ese personaje?
—Que venga.
Apolodoro hizo pasar al Viejo, al
que acompañaba Viento del Norte.
Sorprendida, Cleopatra sonrió.
—¿Soldado, tú?
—¡En absoluto! En cambio, con el
bebercio y la manduca me las apaño. Y
creo que una tripa bien llena sigue
siendo fiel al jefe. Viento del Norte y yo
hemos acabado con la conspiración de
dos malas personas. Pero eso volverá a
pasar si no dais de comer y de beber a
vuestros héroes como es conveniente.
—¿Y te ves capaz de asumir ese
cometido?
El Viejo y el asno irguieron la
cabeza.
—Majestad, tenéis ante vos al
descendiente de un largo linaje de
intendentes que han dejado satisfechas a
las familias más distinguidas. Y yo,
cuando me comprometo a algo, me
comprometo.
Viento del Norte asintió levantando
la oreja derecha.
Apolodoro miraba a otra parte.
—Con vuestro consentimiento —
añadió el Viejo—, mañana mismo
requisaré dos bodegas llenas de tinajas
de un vino decente y varios graneros y
huertos a cambio de una retribución
razonable. Después, organizaré las
cocinas y las comidas. ¡Un campamento
militar sin disciplina es una vergüenza!
El asno asintió de nuevo.
—A trabajar —decidió Cleopatra.
24

Teódoto se quedó inmóvil como una


estatua a la espera del fin del
recogimiento de Julio César. Se temía un
estallido de ira, incluso su condena a
muerte. Sin embargo, al regalarle la
cabeza de Pompeyo, el trío formado por
el eunuco Potino, el preceptor Teódoto y
el general Aquilas esperaba lograr el
reconocimiento del vencedor de
Farsalia. ¿No lo estaban librando de un
molesto adversario? ¿No le estaban
abriendo el camino a Roma y al poder
absoluto?
—Nos vamos de inmediato a
Alejandría —decidió César.
—Las puertas están cerradas, el rey
ausente…
—Tú harás que acceda al interior y
me llevarás a palacio.
Teódoto comprendió que ese era el
precio de su supervivencia y se abstuvo
de manifestar más reparos.
La flota romana, formada por treinta
y cuatro barcos, puso rumbo a
Alejandría. El viento favorable
reduciría el tiempo del trayecto.
César disponía de tres mil
doscientos legionarios procedentes de la
sexta legión, que había mandado en
Tesalia, y de la vigésimo séptima. A
esos valientes, de gran experiencia, se
les sumaban ochocientos soldados de
caballería, germanos y galos, que
poseían robustas monturas. No obstante,
el ejército de Ptolomeo contaba con no
menos de veinte mil hombres, en su gran
mayoría griegos, cuyas aptitudes para el
combate no conocían a ciencia cierta.
Como imperator, César tenía un
derecho sobre su vida y su muerte que
ninguno de sus hombres le discutía;
acostumbrados a los enfrentamientos
más encarnizados, a condiciones de vida
que iban más allá de los límites de lo
soportable y a una estricta disciplina,
los legionarios estaban dispuestos a
morir por su general en jefe. Su valentía
y su talento les hacía sentir orgullo por
servirlo, y su prestigio no dejaba de
aumentar.
Combatir uno contra cinco en
territorio desconocido… Parecía una
aventura peligrosa, y César tendría que
actuar con cautela antes de iniciar un
conflicto, aunque fuera parcial. Sin
embargo, bajo ningún concepto
mostraría el más mínimo signo de
debilidad que pudieran explotar sus
posibles adversarios. Si intuyeran miedo
o indecisión, ¿no le infligirían un destino
idéntico al de Pompeyo?
Y así llegaron al puerto de
Alejandría, dominado por el faro, que se
alzaba en un peñasco al que golpeaban
las olas en el extremo oriental de la isla
de Faros, frente a la ciudad de
Alejandro Magno. En lo alto de esa
maravilla se hallaba la estatua de Zeus
protector.
Los barcos de la armada egipcia
formaban una barrera impenetrable.
—Es tu turno —le dijo César a
Teódoto.
El preceptor volvió a su barca, que
había remolcado el buque almirante. A
bordo, los remeros, contentos de estar
todavía con vida, marcaron de inmediato
un buen ritmo.
—Ese griego es una auténtica
anguila, repulsiva y escurridiza —juzgó
Rufino—. Vuestra clemencia me ha
dejado estupefacto.
—Clemencia pasajera e interesada.
—¡Ese cerdo nos traicionará y
ordenará un ataque! Nuestros hombres
están listos. Abrirse paso no será fácil.
César contemplaba la «deslumbrante
Alejandría», cuya belleza habían
elogiado tantos visitantes. Tan cercanos
y tan alejados a un tiempo, unos
espléndidos monumentos se erguían a lo
largo de la rada.
La barca de Teódoto alcanzó la
formación egipcia, y el preceptor subió
a bordo de un buque provisto de un
número elevado de arqueros.
Se acercaba el momento de la
verdad.
Quizá, si actuaran deprisa, los
romanos lograrían traspasar las líneas
enemigas. Esperaban en tensión la señal
del imperator.
Los barcos de Ptolomeo no izaron
sus velas, sino que se apartaron unos de
otros y dejaron paso.
—¡Es una trampa! —opinó Rufino
—. No nos movamos.
—Tienen miedo y no se atreven a
combatir. Probemos nuestra
superioridad.
El buque almirante se puso en
marcha. La flota lo siguió.
Rufino se temía una andanada de
flechas y una maniobra brusca de los
egipcios que cerrara la boca de la
trampa. De pie, en la proa, César
presentaba un blanco perfecto. Si era
abatido, habría guerra.
Solo existían el soplo del viento, el
chapoteo del agua que hendía la quilla,
la caricia del sol poniente… La barca
de Teódoto guio el buque almirante hasta
el puerto.

Una muchedumbre de alejandrinos


se había congregado en los muelles y en
las calles que conducían al barrio de los
palacios. No había ninguna
manifestación de alegría, sino rostros
impenetrables, incluso hostiles, y un
sentimiento de indignación: ¿por qué no
había repelido la armada de Ptolomeo a
aquellos invasores? Contaba con más
barcos y, sin ninguna duda, habría
conseguido hundir la flotilla enemiga.
Después de haber eliminado a Pompeyo,
se le abrían las puertas a César, un
militar despiadado, gran carnicero de
pueblos, encarnación de la arrogancia
romana.
Y ¿cómo reaccionaría la guarnición
encargada de proteger Alejandría
mientras Aquilas se enfrentaba a
Cleopatra en Pelusio en presencia del
rey? Un romano, y menos aún César, no
le hacía una visita amistosa a un
soberano: ¡acudía para apoderarse de su
trono y reducir a su pueblo a la
esclavitud! Orgullosos de su opulenta
capital, los alejandrinos no tenían
ninguna gana de ser sometidos
militarmente por unos patanes.
—¡Dejad sitio al imperator! —
exigió Rufino en compañía de un
Teódoto incómodo que esperaba el
momento oportuno para esfumarse.
Aparecieron los lictores, soldados
que precedían a un alto cargo con las
fasces de varas de las que sobresalía un
hacha. Su presencia antecedía al poder
legislativo de César, el cual se
presentaba como nuevo amo de Egipto.
—¡Fuera la ley romana! —gritó un
descontento—. ¡Arrojemos a estos
bárbaros al mar!
Cientos de voces repitieron a coro la
amenaza, y la infantería de Ptolomeo
abandonó su pasividad y blandió las
lanzas.
La trampa que se temía Rufino se
cerraba sobre ellos: ese gentío que
gritaba desatado se disponía a aniquilar
a los lictores y luego a atacar a César.
Su lugarteniente cogió del brazo a
Teódoto.
—Serás el primero en morir —le
advirtió.
El espárrago no tenía autoridad
suficiente para calmar a sus
conciudadanos, y creyó que había
llegado su última hora.
La multitud formaba un muro
compacto que impedía el avance de los
lictores. Soldados y civiles
entremezclados se dispusieron de tal
manera que entorpecían toda tentativa de
huida. Atrapados en una ratonera, los
romanos no opondrían sino una
resistencia ridícula.
La punta de la espada corta de
Rufino pinchó el cuello de Teódoto.
—Retrocedamos —imploró el
preceptor.
—Imposible, y odio a los traidores.
—No es culpa mía, yo…
—¡Acuérdate de Pompeyo!
Cuando Rufino se disponía a
degollar al larguirucho, antes de acudir
en auxilio de César, un grito lo dejó
paralizado.
—¡Ahí lo tenemos!
El tumulto se calmó en un instante y
cesó el clamor. Los provocadores se
apartaron y dejaron paso al imperator,
que avanzó con paso tranquilo y la
cabeza alta. Vestido con una toga
púrpura, no llevaba más que una joya, un
anillo que le servía de sello con la
efigie de Venus, su diosa protectora.
La autoridad, el porte y la calma de
César dejaron atónitos a los
alejandrinos. Sus rasgos finos, su
atractivo y su elegancia se ganaron a una
gran cantidad de señoras, que perdieron
las ganas de despedazarlo. Era evidente
que el romano no era un bárbaro sin
sensibilidad para la belleza.
Rufino envainó la espada.
—Deja de lloriquear —le ordenó a
Teódoto.
Como por ensalmo, se despejó el
camino y el preceptor, al que le
flaqueaban las piernas, guio a los
lictores que precedían a César.
El conquistador había logrado una
nueva victoria, pero Rufino no dudaba
de su carácter pasajero. Aquella calma
aparente no duraría y, en cuanto llegaran
al palacio reíd, adoptaría las medidas
necesarias de modo que se garantizara la
seguridad de César.
Su lugarteniente no prestó ninguna
atención al esplendor de los edificios
porque una pregunta lo atormentaba:
¿sería Alejandría la tumba del
imperator?
25

El banquete que Cleopatra ofreció a sus


oficiales fue todo un éxito. Los
mercenarios se sintieron honrados de
manera inesperada y, vino mediante,
fantasearon con conquistar Alejandría
mientras se deshacían en elogios a la
reina.
La joven lograba así su objetivo:
ganar tiempo a la espera del resultado
del inevitable enfrentamiento entre
romanos y alejandrinos. Frente a ella, el
ejército de Aquilas permanecía inmóvil
y le impedía todo avance. ¿Sería fácil la
irrupción de César? La capital le tenía
aprecio a su relativa independencia, y
las fuerzas armadas que quedaban allí,
con el apoyo de la marina, serían
capaces de rechazar al invasor. Los
romanos sabían combatir, devolverían
golpe por golpe, las bajas serían
numerosas. Ptolomeo, obligado a
abandonar su posición, volvería a
Alejandría para participar en la batalla.
Luego intervendría Cleopatra.
Al menos, de eso era de lo que
quería convencerse, porque se negaba a
suponer que Ptolomeo y César podían
convertirse en aliados deseosos de
acabar con ella. Cuando vieran un
ejército imponente, semejante a una
inmensa ola, sus mercenarios huirían.
Ella lucharía hasta el final, pero
¿cómo evitar el desastre?
Carmión se había quedado
traspuesta de agotamiento. Cleopatra
salió de su tienda y contempló la luna
llena, el sol de la noche que se guardaba
para sí el secreto de las victorias. ¿Por
qué le negaba su ayuda?
Los mercenarios dormían, mientras
que algunos centinelas hacían guardia.
Atraída por el centelleo de las aguas de
destellos plateados, la reina llegó al
extremo del promontorio.
Descalza, con la mirada clavada en
la luna, siguió por un sendero que
bordeaba una duna y descendía hacia el
mar. A César lo precedía una reputación
inquietante: inteligente, astuto,
despiadado, venerado por sus
legionarios, no conocía la derrota.
Destruir la milicia de una joven carente
de experiencia militar sería para él un
juego de niños.
Sin embargo, Cleopatra no cejaba.
Conocía el destino de los enemigos de
Roma: atados al carro del vencedor, se
ofrecían como espectáculo a una
muchedumbre escandalosa antes de
acabar torturados en lo más hondo de
una mazmorra. Más valía morir en
combate.
De repente, sintió una quemazón
aguda en el talón. Al mirar abajo, la
reina vio cómo salía huyendo un
escorpión negro. Por el tamaño del
monstruo, la cantidad de veneno no le
daría muchas oportunidades de
sobrevivir. Pronto el dolor sería
insoportable, su cuerpo quedaría
cubierto de sudor, se le aceleraría el
corazón y le faltaría el aire.
A Cleopatra casi le entraron ganas
de reír. ¡Así que iba a morir lejos de
Alejandría y ni siquiera presentaría
batalla! Los dioses acababan de golpe
con su destino terrestre y no le
concedían la posibilidad de aventurarse
en lo desconocido.
Para ahorrarse insoportables dolores
solo había una solución: entregarse al
mar y fundirse con él. La mansedumbre
del agua la ayudaría a abandonar una
vida sin esperanza. Cleopatra se
acercaba a la orilla cuando una voz
grave frenó su impulso.
—¿Tan impaciente estás por
desaparecer? —inquirió Hermes.
—Me ha picado un escorpión.
—¿No sabes que hay remedios para
eso?
—No aquí, en este campamento…
—Sígueme.
Luchando contra el incipiente dolor,
la joven aceptó. ¿Lograría salvarla la
ciencia de Hermes?
Fueron por la orilla del mar y se
dirigieron hacia un pequeño templo cuya
fachada estaba adornada con dos
columnas. La puerta se encontraba
abierta. Hermes invitó a Cleopatra a
traspasar el umbral.
Al fondo había una estatua iluminada
por unas lámparas. Era una imagen de
Isis, vestida con una larga túnica y con
una corona en la cabeza compuesta por
dos cuernos de vaca que ceñían un sol.
Una serpiente se enroscaba alrededor
del brazo derecho de la diosa. Bajo el
pie de Isis había un cocodrilo. Ninguna
de las dos criaturas sometidas
representaba ya ningún peligro.
—Isis concede la vida en este
mundo y en el otro —le recordó Hermes
—. Prolonga la existencia de sus fieles y
lleva el timón del destino. Sin su ayuda
es imposible reinar con justicia. Gracias
a su palabra, un rey puede ocupar su
trono, combatir a sus enemigos y vencer
a las fuerzas de las tinieblas. Madre de
los dioses, es la única que no tiene igual
y que posee el secreto de la luz. ¿Será
Isis tu guía?
La belleza de la estatua dejó
fascinada a Cleopatra. Aunque estaba
acostumbrada a rendir culto a la gran
diosa, tuvo la impresión de descubrir
ahora su auténtico poder. Haciendo caso
omiso del malestar que empezaba a
apoderarse de su cuerpo, se arrodilló e
intercambió una mirada con Isis. Nunca
había vivido una comunión como
aquella, que transportaba su alma más
allá del mundo visible.
—Mira con los ojos del corazón —
le aconsejó Hermes—, atesora en ti las
sensaciones de toda la creación, del
fuego y el agua, de lo seco y de lo
húmedo, imagina que estás en todas
partes a la vez, en la tierra, en el mar y
en el cielo. Si aprehendes con el
pensamiento las fuerzas de la vida,
podrás percibir lo divino.
Las palabras del mago no eran ya
letra muerta. Cada una de ellas se hizo
realidad y la mente de Cleopatra viajó
en compañía de la de Isis.
Al constatar que la diosa recibía a
su sierva de forma favorable, Hermes
derramó agua sobre la estatua y luego
recogió de una pila, adornada con
jeroglíficos que constituían fórmulas de
curación, el líquido impregnado de
piedra sagrada.
—Cuando protegió a su hijo Horus,
que se escondía en el corazón de los
pantanos —explicó el mago—, Isis
domesticó a escorpiones, serpientes y
cocodrilos: con su fuego destructor
elaboró remedios capaces de salvar a
sus fieles, víctimas de heridas y de
ataques. Bebe este líquido mágico,
Cleopatra: hará ineficaz el veneno y
mañana mismo habrás recobrado las
fuerzas.
La reina no titubeó.
Y de inmediato sintió que el agua
curativa circulaba por sus venas y que el
peso que la oprimía desaparecía.
—Pase lo que pase —le aconsejó
Hermes—, no te apartes nunca de Isis.
Solo ella te permitirá llegar a buen
puerto sirviéndote de los mejores
vientos. Ignorarla te llevaría a tu ruina.
Ahora duerme. La diosa poblará tus
sueños, sus palabras librarán a tu cuerpo
del mal.
El mago se alejó, Cleopatra se
tendió a los pies de la estatua y no tardó
en quedarse dormida bajo la mirada
protectora de la que dispensa la vida.
Cuando oyó su voz, se volvió tan ligera
como una pluma de pájaro y vio un
paisaje encantado, lleno de árboles en
flor.
26

Arsínoe, la hermana pequeña de


Cleopatra, no dejaba de dar vueltas en
el interior de los aposentos privados que
Ptolomeo le había concedido en el
palacio real. Odiaba a ese crío
insoportable y pretencioso, que se las
daba de rey y que no pensaba en otra
cosa más que en satisfacer sus
caprichos. Asimismo, aborrecía a
Cleopatra. Demasiado inteligente,
demasiado decidida, demasiado
hermosa, demasiado seductora… ¡La
suma de esas cualidades le resultaba
exasperante! La joven, una adolescente
poco agraciada, soñaba con reinar, y se
veía condenada a morirse de
aburrimiento, rodeada de sirvientes que
temían sus rabietas y que no hacían más
que intentar tenerla contenta.
Peluqueras, manicuras, pedicuras,
perfumistas y sastras intentaban
proporcionarle un atractivo que nunca
tendría. Como los chicos no la atraían
mucho, Arsínoe se distraía con jóvenes
desenvueltas que echaba de su lado al
cabo de unas pocas noches de placer. El
amor la aburría pronto, y prefería las
intrigas y los entresijos del poder, al que
más tarde o más temprano accedería.
¿Le serían favorables las
circunstancias? La conjura contra
Cleopatra, su huida, su regreso
inesperado a la cabeza de un hatajo de
mercenarios, el enfrentamiento
inevitable entre sus granujas y el
ejército de Ptolomeo, el asesinato de
Pompeyo al pedir asilo… ¡Cuántos
acontecimientos en tan poco tiempo! La
calma de la rica Alejandría era cosa del
pasado, ahora debía enfrentarse a la
realidad impuesta por Roma.
Tenía la esperanza de que Cleopatra
muriera violentamente durante su
humillante y necesaria derrota. A pesar
de su obstinación, y según insistentes
rumores, la banda de rebeldes no
resistiría mucho tiempo ante las tropas
del general Aquilas. Entonces, Arsínoe
se mostraría abiertamente y demostraría
de lo que era capaz. ¡Y no sería el
pequeño Ptolomeo quien le impediría
imponerse!
Quedaban los romanos: ¿eran
aliados o enemigos? ¿Cómo
reaccionaría la primera potencia del
mundo a la eliminación de uno de sus
héroes, el gran Pompeyo? Arsínoe
estaba segura de una cosa: se podía
comprar a cualquiera, y eso incluía a los
romanos. Y en el arte del comercio, los
alejandrinos eran unos maestros.
La adolescente se sentía capaz de
aplicar una política con miras a
mantener la prosperidad de Egipto y de
su capital. Los patanes de los
legionarios desconocían las sutilezas de
oriente y serían víctimas de sus
artimañas. Arsínoe disfrutaría
manipulando a esas marionetas y sabría
afianzarse como una reina brillante.
Mientras soñaba con esa apoteosis,
se aburría mortalmente esperando las
noticias de Pelusio, donde las
hostilidades todavía no habían
comenzado. ¿Por qué el general Aquilas
dudaba en pisotear a Cleopatra?
Arsínoe estaba paladeando un
racimo de uvas rojas cuando el eunuco
Ganímedes, su consejero y confidente, le
llevó un mensaje.
Ganímedes era corpulento, de
mirada impenetrable y cabello moreno,
y hablaba siempre con voz de pecho.
Deseaba que cayera la camarilla de
Ptolomeo, la desaparición de la
ambiciosa Cleopatra y la entronización
de su joven señora, inexperta pero
apasionada.
El eunuco estaba urdiendo poco a
poco una red de apoyos compuesta por
altos funcionarios, militares y
comerciantes influyentes. El violento
regreso de la reina destronada lo había
sorprendido. Alterado, Ganímedes se
temía que fuera el caos.
—¿Ha muerto Cleopatra? —
preguntó Arsínoe con la mirada
brillante.
—Ese mensaje indica que ambos
ejércitos están todavía frente a frente.
Decepcionada, la adolescente tiró a
lo lejos el racimo de uvas.
—Acaba de producirse otro
acontecimiento —añadió el eunuco—.
La llegada de César, el rival de
Pompeyo. Aunque la población lo había
abucheado, los ha conquistado con su
encanto, y nuestra guarnición no se ha
atrevido a frenar a los romanos. Esa
anguila de Teódoto ha conducido al
imperator hasta palacio y vos sois la
representante del Estado en ausencia de
Ptolomeo y de Cleopatra. ¿Deseáis
veros con ese general?
—¡No me da miedo!
—Se dice que no muestra
compasión, y me parece que es
necesario ser prudentes. ¿No sería
preferible esconderse?
—¡Me encontraría y me castigaría!
Más vale plantarle cara.
La adolescente se puso en manos de
su sirvienta, quien le puso un vestido
verde de delicados pliegues y la cubrió
de joyas. Nerviosa, acompañada por
Ganímedes, Arsínoe acudió
apresuradamente a la sala de audiencias
reservada a los visitantes importantes.
Se topó con un individuo de rostro
arrugado y anchas espaldas.
—¿Adónde vas tan deprisa, chica?
—le preguntó Rufino.
—¡Soy la princesa Arsínoe y exijo
ver a Julio César!
—Antes tengo que cachearte.
La adolescente apartó al legionario.
—Como me toques, ¡te mato!
Ganímedes intervino.
—Yo respondo por la princesa, ¡no
lleva ninguna arma!
—Al primer contratiempo —le
interrumpió Rufino—, lo pagarás caro.
El lugarteniente del imperator llamó
a dos guardias.
—Vigilad a la princesa y que se
mantenga lejos de nuestro líder.
Rufino abrió a continuación la puerta
de la sala de audiencias, donde César
examinaba un mapa de Alejandría que
Teódoto acababa de llevarle.
Arsínoe, que iba dispuesta a desafiar
al conquistador, sintió su mirada y la
dejó paralizada en el sitio. El ilustre
romano era distinguido y guapo, muy
distinto del bárbaro que se había
imaginado la princesa. Atónita,
subyugada, la joven fue incapaz de
pronunciar la más mínima palabra.
—Ante vos se encuentra Arsínoe, la
hermana menor de Cleopatra —anunció
Ganímedes con voz temblorosa.
Cruzándose de brazos, César
observó a la adolescente del montón, de
rostro poco favorecido y cargada de
joyas.
—¿Cuál es tu lugar en la jerarquía,
Arsínoe?
—Al no encontrarse el rey Ptolomeo
ni la reina Cleopatra en Alejandría —
aclaró Teódoto—, yo represento al
Estado como miembro del consejo de
regencia.
—¿Y esta joven no?
—Pertenece a la familia real —le
recordó Ganímedes, enfadado por la
intervención del preceptor.
—¿Ocupa algún cargo? —preguntó
César.
—No, pero…
—En ese caso, que regrese a sus
aposentos.
El tono del romano no admitía
réplica, por lo que Arsínoe hizo una
reverencia y se retiró.
27

Mientras contemplaba desde la terraza


del palacio real el barrio más opulento
de Alejandría, César reparó en un
pabellón del jardín que poseía una
singular elegancia.
—Me instalaré ahí —informó a
Teódoto.
—El palacio se encuentra casi
vacío, estaríais mejor en él.
—Esa es mi decisión.
Era inútil aclararle a Teódoto que
sería fácil garantizar la seguridad del
pabellón, a diferencia de los aposentos
privados, plagados, probablemente, de
pasadizos secretos y puertas secretas.
—Tengo una misión para ti: traer a
Alejandría al rey Ptolomeo y a la reina
Cleopatra.
—Imposible, ¡sus ejércitos están a
punto de enfrentarse cerca de Pelusio!
—Se trata de una orden que debe
acatarse sin demora.
La firmeza del tono empleado
silenció toda posible protesta.
—Quiero ver de inmediato al
comandante de la guarnición de
Alejandría. Cuando nos hayas
presentado, saldrás hacia Pelusio. Trata
de mostrarte convincente, Teódoto. No
me gusta la incompetencia.
Al final del día, las investigaciones
y los interrogatorios que habían llevado
a cabo César, Rufino y los oficiales
superiores del ejército romano arrojaron
algunas conclusiones claras. Las tropas
de Aquilas[9] no parecían desdeñables ni
por su número, ni por su composición, ni
por sus conocimientos militares.
Disponía de un efectivo de veinte mil
hombres, constituido en su mayor parte
por soldados del romano Gabinio. Estos
se habían acostumbrado a la vida
disoluta de Alejandría, descuidando así
la disciplina del ejército romano.
Muchos se habían casado y tenían hijos.
A estos había que añadir algunos piratas
y granujas procedentes de Siria, Cilicia
y otras regiones vecinas. Además, se
concentraban en Alejandría una gran
cantidad de condenados a muerte y
desterrados, y a los esclavos fugados
también se les ofrecía refugio y trabajo
seguros. Si por casualidad uno de ellos
era atrapado por su amo, los soldados lo
liberaban. A los soldados de infantería
había que sumar dos mil de caballería.
Y esas tropas se habían curtido en
numerosos conflictos, habían
restablecido en el trono a Ptolomeo XII,
el flautista, y combatido contra los
egipcios.
—No es un auténtico ejército —
juzgó Rufino—, ¡son una panda de
forajidos!
—No son menos temibles por ello
—opinó César—, y su superioridad
numérica es una amenaza.
—Ya habéis vivido situaciones
parecidas.
—Un puerto, una ciudad grande, un
terreno desconocido… Maniobrar aquí
no será fácil.
—Hay una prioridad absoluta:
garantizar vuestra seguridad. He situado
a mis mejores hombres alrededor de
vuestro cuartel general. Desde esta
misma noche, habrá patrullas
recorriendo las calles y nos
proporcionarán valiosos informes.
El aire sombrío de César preocupó a
su leal lugarteniente. Nunca lo había
visto tan pesimista.
—Que vaya un mensajero a Asia
Menor y que conmine a nuestro aliado
Mitrídates a movilizar tropas que se
unan a mí en Alejandría.
Rufino frunció el ceño.
—¿Teméis que se produzca una
insurrección?
—Es poco probable, pero prefiero
ser precavido. La llegada de refuerzos
relajará el ambiente.

La primera patrulla romana, formada


por diez hombres, salió del barrio de los
palacios y los edificios administrativos
para internarse en una calle con
mansiones señoriales a los lados. El
oficial, un galo que veneraba a César,
descubría maravillado el esplendor de
la capital egipcia. Sus hombres también
se mostraban atónitos. Tras meses
interminables de combates y la victoria
de Farsalia, apreciaban el ambiente de
aquella ciudad orgullosa de su riqueza.
Sus barracones serían más cómodos que
las tiendas, y el abundante alimento
rebosaría en sus tripas. Y, según los
rumores, ¡no escaseaban las mujeres que
no se andaban con remilgos! En pocas
palabras, prometía ser una estancia
agradable.
El recibimiento de la población, en
cambio, no había tenido nada de
divertido. Al pasar la patrulla, se
cerraban puertas y ventanas. Las madres
les ordenaban a los niños que entraran
en casa y los curiosos se alejaban de
ellos.
—No les gustamos —comentó un
legionario barbudo de origen germano.
—Ya se acostumbrarán a nuestra
presencia —auguró el suboficial—. La
autoridad de Roma no se discute.
—Estos griegos son unos retorcidos,
siempre te la acaban jugando. Para ellos
mentir es tan natural como respirar.
—Tranquilo, César les enseñará el
camino recto.
A treinta pasos, un pelirrojo
empuñaba una pica.
—¡Muerte al invasor, muerte a los
romanos!
—A ese de ahí le vamos a hacer
tragarse sus palabras —prometió el
barbudo.
El pelirrojo arrojó el arma con
fuerza, pero sin precisión, y huyó a todo
correr introduciéndose por una
callejuela. Los miembros de la patrulla
se lanzaron todos a un tiempo a
perseguirlo.
Un callejón sin salida.
El fugitivo había hallado refugio en
una de las humildes moradas de dos
plantas.
—A registrarlo todo y a encontrarlo
—ordenó el oficial.
No habían llamado a la primera
puerta cuando se oyó un clamor
procedente de la entrada de la
callejuela. Unos hombres armados
cortaban el paso.
—Ya os lo había dicho —masculló
el germano—, estos griegos son unos
retorcidos.
Sin complicarse con estrategias, la
patrulla embistió, lanzas y espadas en
mano. El choque dispersó la barrera con
extremada violencia y varios insurrectos
no volvieron a levantarse. Sin embargo,
uno de ellos logró apuñalar al barbudo
en los riñones. Este, rabioso, logró
darse la vuelta y rajarle la garganta al
asesino.
—¡Retirada! —gritó el galo.
Dos legionarios transportaron al
germano, que no podía caminar.
—Saldrás de esta —le prometió su
jefe.
—A esos retorcidos… —murmuró
con su último aliento—, matadlos a
todos.
Un muerto y cinco heridos.
Indiferente a la sangre que manaba
de su hombro, el galo pensaba en el
desastroso informe que tendría que
presentarle a César.
28

Rufino interrumpió la cena de César,


quien seguía estudiando un plano de
Alejandría y se empapaba de ese
territorio nuevo, que intuía más
peligroso que un bosque de Germania.
—Tres patrullas atacadas, cuatro
muertos, ocho heridos graves. Está a
punto de estallar una revuelta, se
acercan al palacio unos sublevados.
—Que me traigan mi manto púrpura.
Vestido con su atuendo de
imperator, César le ordenó a su
lugarteniente que concentrara a las
tropas indispensables para atraer a la
multitud delante del palacio real. La
estrategia resultó eficaz. La chusma
airada coreó consignas hostiles al
invasor.
César apareció en lo alto de la
imponente escalera flanqueado por dos
portadores de antorchas. Hacía buena
noche, la luna argentaba las aguas del
puerto.
Enseguida se hizo el silencio. El
pueblo de Alejandría estaba impaciente
por oír lo que tenía que decir el líder de
los ocupantes.
—No vine aquí como conquistador
—aseguró César con voz pausada—,
sino para arrestar a Pompeyo y llevarlo
de vuelta a Roma. Su desaparición
acaba con el conflicto que nos
enfrentaba, y no tengo intención alguna
de apoderarme de Egipto. Por esa razón,
reconozco la soberanía de la pareja real
alejandrina, formada por Ptolomeo XIII
y Cleopatra.
Tras la sorpresa, llegó el alivio. E
incluso se oyeron algunos «¡Viva
César!».
—Debéis saber —prosiguió— que
Ptolomeo XII, padre de vuestros reyes,
le había confiado a Pompeyo la tarea de
que se respetara su última voluntad.
Hoy, como legítimo representante de
Roma, me incumbe a mí cumplir con ese
deber sagrado. Por ello, voy a recibir al
rey Ptolomeo y a la reina Cleopatra con
el fin de convencerlos de que obedezcan
al difunto y de que eviten una espantosa
guerra civil. Esta es la única razón de mi
presencia entre vosotros.
Ese compromiso desató una ovación
entre la gente. ¿Se podía dar una noticia
mejor? Se acalló a los escépticos y las
tabernas no se vaciaron hasta el
amanecer. Lejos de desencadenar una
guerra y de considerar Egipto una nueva
provincia romana, César respetaba sus
instituciones, e instauraría una paz que
parecía imposible.
La muchedumbre se dispersó. Y
Rufino no pudo sino admirar todavía
más la genialidad de César.
Teódoto estaba furioso.
—Tus arqueros han estado a punto
de abatirme —le reprochó a Potino,
quien se sorprendió de ver al preceptor,
normalmente tan calmado, presa de un
ataque de nervios.
—Tienen instrucciones estrictas:
impedir que nadie se acerque a su
majestad. Deberías asearte y cambiarte
la túnica antes de hablar con él.
—Traigo una orden de César.
—¿Cómo has dicho? ¿Una orden?
—De inmediato cumplimiento.
Preocupado, Potino llevó al
corregente a la tienda de Ptolomeo. El
pequeño rey dormitaba atiborrado de
pasteles.
El eunuco le tocó el brazo.
—Despertad, majestad. Vuestro
preceptor desea informaros de algo.
El crío se frotó los ojos.
—¡Conque César te ha dejado con
vida!
—Desea encontrarse con vuestra
majestad.
—Pues a mí no me apetece.
—Para ser exactos —insistió
Teódoto—, César os ordena que
regreséis a Alejandría, al igual que a
Cleopatra.
—¡¿Me ordena?! ¡¿A mí?! Yo soy el
rey, y soy yo quien da las órdenes. Que
ese César se vuelva a su casa y que me
deje tranquilo. Algunos tenemos una
guerra que ganar.
—A mi entender, desobedecerlo
sería un grave error. Cuando reconozca
la legitimidad de vuestra majestad,
César reforzará vuestro poder y Roma
no os molestará más.
El rey se levantó.
—Tengo hambre y sed.
—Pues tendréis que esperar —zanjó
Teódoto, irritado—. Lo primero es
resolver este trascendental problema.
—Soy de la misma opinión —
insistió Potino—. César es un caudillo
temible y podría asestamos un duro
golpe.
—¡Nuestro ejército es diez veces
superior!
—Puede ser, pero ¿cómo lograría
vencer en dos frentes? Por un lado,
tenemos a César; por el otro, ¡a
Cleopatra! Granjeémonos el favor de
ese conquistador, luego nos desharemos
de vuestra maldita hermana.
A Ptolomeo esa perspectiva le
resultó interesante.
—César no ha sido bien recibido —
revelo Teódoto—. El pueblo está
dispuesto a rebelarse si vuestro trono se
ve amenazado. Así que no tenéis nada
que temer. Será un regreso triunfal.
Potino, sin embargo, no compartía
ese optimismo.
—¿No exige César reunirse también
con Cleopatra?
—¡De ninguna manera la
alertaremos! Hay que continuar
reteniéndola aquí, y le explicaremos a
César que se niega a entrevistarse con él
y que no desea otra cosa más que
continuar con el conflicto. Así, los
romanos nos ayudarán a extirpar esa
verruga.
—¿Y si la atacáramos ahora? —dijo
el crío.
—El general Aquilas nos lo ha
desaconsejado —replicó Potino—. Las
tropas de esa bruja nos opondrían una
fuerte resistencia y la victoria no sería
segura. Aquilas prefiere esperar a que
sus mercenarios se impacienten y se
sientan divididos. Dada su falta de
experiencia, Cleopatra no logrará que
vuelvan a cerrar filas.
—César acaba de alterar las reglas
del juego anteriores —recordó Teódoto
—. Es indispensable persuadidlo.
—Estas discusiones me aburren —
soltó de repente Ptolomeo—, ¡y tengo
muchísima hambre!
Teódoto llamó a un sirviente, que se
apresuró en llevar pasteles. El preceptor
insistió:
—¿Habéis decidido reuniros con
César?
—¡Que sí! ¡Que sí!
—Os merecéis una recompensa,
majestad.
El crío se abalanzó sobre los dulces.
Teódoto y Potino se dirigieron adonde
se hallaba el general Aquilas para
explicarle la nueva situación y para que
tomara las medidas necesarias. Solo
quedaba esperar que César se mostrara
favorable al pequeño rey y a su consejo
de regencia.
29

Aquella mañana hacía un día


espléndido. Una suave brisa ondulaba
apenas el mar, el sol de otoño doraba el
paisaje, el horizonte parecía más
extenso. Al salir del pequeño templo de
Isis, Cleopatra se dejó embriagar por su
juventud y un futuro prometedor. La
magia de la diosa había eliminado el
veneno y no quedaba rastro siquiera de
la picadura del escorpión.
Por un instante, dejó de luchar. ¿Por
qué no paladear los placeres sencillos,
disfrutar de la pureza del amanecer y de
la delicadeza del ocaso y renunciar al
mando de un ejército de mercenarios y a
intentar lo imposible? Siendo tan joven,
Cleopatra había conocido ya varias
vidas: la de princesa mimada que
gozaba del lujo de un palacio, la de
reina que creía en el poder absoluto, la
de una reina destronada que recorría el
mar y el desierto, la de un caudillo
capaz de asustar al general Aquilas…
¿Había llegado el momento de detener
ese torbellino de acontecimientos y de
disfrutar de su auténtica vida, la de una
joven enamorada de la belleza que había
olvidado amar?
El amor o el poder… ¿No se habría
equivocado de camino al elegir este
último? ¿No bastaba con abandonar a
esos soldados condenados y forjarse una
nueva vida lejos de Egipto?
Al pensar en su país, se le encogió
el corazón. Nada la apasionaba más que
el destino de ese Imperio Antiguo cuyos
primeros reyes habían sido Isis y Osiris.
No podía apartarse de ese destino al que
ya estaba vinculada. Por insignificante
que fuera su posibilidad de gobernar, no
la desperdiciaría. El ataque del
escorpión era un presagio: había que
desencadenar la ofensiva, hacer pedazos
a las tropas de Aquilas y abrirse paso
hasta Alejandría.
Antes de la tormenta, la reina se
concedió un último placer: caminar
entre la espuma de las olas. A su gracia
se le añadía un poder perpetuamente
renovado. Patrona de los marineros,
garante de la navegación dichosa,
¿seguiría Isis protegiendo a aquella a la
que acababa de salvar?
Retomó el sendero que llevaba al
promontorio. Angustiada, la sirvienta
Carmión corrió a su encuentro.
—¡Os he estado buscando por todas
partes, majestad! Creía que os habían
secuestrado y que no volvería a veros…
¿Estáis bien?
—Tranquila.
Apolodoro se reunió con ellas.
—Majestad… ¡Qué alegría volver a
veros! Dejad que os vea el ejército, os
lo ruego. Corren los rumores más
absurdos, y el Viejo se ha visto obligado
a repartir tinajas de cerveza para calmar
los ánimos.
—¿No ha intervenido Hermes?
—Ha desaparecido.
Así pues, el mago dejaba que se
enfrentara sola a la prueba del combate
decisivo que la llevaría a la muerte o al
poder.
—La reina… ¡la reina está aquí! —
gritó un sirio al ver a Cleopatra.
Las conversaciones y los brindis
cesaron de inmediato. Se abucheó a los
pájaros de mal agüero y todos los
mercenarios quisieron ver con sus
propios ojos que la reina seguía viva y
coleando. El Viejo se relajó y se regaló
varios vasos llenos hasta arriba de un
vino blanco reparador. También más
tranquilo, Viento del Norte paladeó su
comida, compuesta de pan húmedo,
uvas, trozos de manzana y alfalfa.
—Se acerca el momento decisivo —
anunció Cleopatra—. ¡Intensificad la
instrucción y preparaos para derrotar al
enemigo!
Su declaración fue recibida entre
aclamaciones. Tras ese período de
ociosidad, muchos ya tenían ganas de
pelea.
—Majestad —le indicó Apolodoro
—, un centinela ha informado de que hay
movimiento en el campo enemigo.
—¿Preparan un ataque?
—No, más bien un repliegue. Se
están refugiando en la fortaleza
numerosos soldados y solo resta una
línea defensiva. Acaba de salir hacia
Alejandría una comitiva imponente.
En las inmediaciones del
campamento, un centinela dio la alarma.
Unos soldados de infantería acudieron
corriendo y no tuvieron dificultad alguna
en reducir a un palurdo desarmado, que
condujeron ante la reina.
Cleopatra, intrigada, reconoció a
uno de los criados de palacio. Este se
arrodilló visiblemente agotado.
—Soy partidario vuestro, majestad,
y he dejado la capital para informaros.
Acaban de producirse acontecimientos
muy importantes.
—Te escucho —dijo la reina con
escepticismo.
—César y sus legionarios han
entrado en Alejandría. Ante la hostilidad
de la población, que no duda en atacar a
sus patrullas, el general pronunció un
discurso para justificar su presencia.
Desaparecido Pompeyo, le corresponde
velar por el cumplimiento del testamento
de vuestro padre, por haber sido
confiado a Roma. Por esa razón, César
exige vuestro regreso y el de vuestro
hermano. Desea terminar con el
conflicto y restablecer la paz. El
emisario encargado de comunicároslo es
el preceptor Teódoto.
—Que le curen las heridas a este
hombre y que le den de comer —mandó
la reina—. Luego trabajará a las órdenes
del Viejo.
Dos soldados ayudaron al criado a
ponerse en pie de nuevo y a caminar.
—Es una burda trampa —opinó
Apolodoro—. César quiere conquistar
Egipto y no tiene otra idea en mente más
que sacar provecho del enfrentamiento
que mantenéis con Ptolomeo.
—Tienes razón, sin duda, pero es
posible que no se sienta fuerte y que
trate de ganar tiempo para evitar un
levantamiento popular. En cualquier
caso, Teódoto solo le habrá entregado su
invitación a Ptolomeo, y ese pequeño
tirano se ha apresurado a regresar a
Alejandría. Sus consejeros y él le
explicarán a César que son los legítimos
gobernantes y yo que he perdido la
autoridad para serlo puesto que me he
rebelado contra mi hermano. Confundido
por sus mentiras, César acabará
creyéndolos. Y, como yo no me
presentaré ante él, tendrá en ello la
prueba de sus afirmaciones. ¿Y el
respeto al testamento de mi lamentable
padre? ¡Casando al pequeño Ptolomeo
con mi hermana menor, Arsínoe, que me
odia y sueña con reinar! Esa leve
traición al documento no chocará mucho
tiempo y podrán eliminarme
definitivamente, pues seré incapaz de
vencer al ejército de esa nueva pareja
real, coaligado a los legionarios de
César.
Apolodoro no planteó ninguna
objeción. La lucidez de la reina le había
permitido trazar una descripción realista
de la situación y acabar con sus
esperanzas de recuperar el trono. Había
perdido la batalla antes de empezar.
Solo quedaba licenciar a los
mercenarios y encontrar un refugio lejos
de Alejandría donde Cleopatra pudiera
vivir de sus recuerdos.
30

La Alejandría de Cleopatra y de
Ptolomeo XIII contaba con cerca de
seiscientas mil almas, y un tercio de la
población era judía. La élite de la
comunidad judía disfrutaba de un
privilegio concedido por Alejandro
Magno por el que tenían sus residencias
en un espléndido barrio de la capital, el
Bruchión, cerca de los palacios. Sus
correligionarios ocupaban también el
límite noroeste de la ciudad, junto al
puerto, y había familias judías en todos
los distritos de la enorme urbe.
Desde su fundación, les habían
permitido vivir de acuerdo con su ley, la
Torá, y muchos habían adoptado
nombres griegos o habían helenizado sus
apellidos hebreos con el fin de
integrarse en la sociedad que dominaban
los descendientes de Alejandro. Todos
hablaban y escribían en griego, pero
practicaban su religión y seguían fieles a
sus costumbres.
Los judíos disponían de una lujosa
sinagoga, una basílica provista de
columnatas y de setenta cátedras de oro
y piedras preciosas donde se sentaban
otros tantos ancianos, guardianes de la
tradición. En el centro se encontraba la
tribuna de madera destinada al jazán,
quien se encargaba de leer la ley
sagrada. Las ceremonias congregaban a
adeptos fervientes y muy unidos, felices
por poder vivir en el seno de una ciudad
próspera.
Aquella noche del 3 de octubre de –
48, Antípatro caminaba apretando el
paso hacia otra sinagoga, la del arrabal
suroeste, que Cleopatra había autorizado
antes de verse obligada a abandonar
Alejandría. Dotado de una singular
energía y de una fuerza de convicción
poco común, Antípatro era uno de los
hombres más ricos e influyentes de la
capital. Comerciante extraordinario,
gestor de primera categoría y consejero
muy respetado por los miembros de su
comunidad, se mantenía alejado de las
maniobras políticas y de las
convulsiones de la corte. Sin embargo,
dados los recientes acontecimientos, era
imposible continuar actuando de esa
manera. Antípatro había considerado
necesario convocar al consejo de
ancianos con el fin de tomar decisiones
al respecto.
Los principales dirigentes de la
población judía se reunieron de urgencia
con el pretexto de una conmemoración
religiosa. En el exterior de la sinagoga,
una discreta vigilancia garantizaba su
seguridad. En esos tiempos turbulentos,
más les valía adoptar todas las
precauciones posibles.
A Antípatro le satisfizo constatar que
no había dejado de acudir ninguna
personalidad importante a la
convocatoria. Ningún comerciante
traicionaría el secreto de las
deliberaciones, y las directrices que se
aprobaran se impondrían a la totalidad
de los judíos de Alejandría.
La tensión era palpable, y Antípatro
se esperaba tensos debates. Hacía
mucho que el Anciano de los ancianos,
de noventa y seis años, se conformaba
con presidirlos con altiva autoridad y
delegaba su voz a un armador fracasado,
Aqaby, celoso de los éxitos y del
prestigio de Antípatro. Bajito, mofletudo
y rechoncho, solo tenía éxito con las
prostitutas.
—Nos ha sorprendido mucho esta
convocatoria —le criticó Aqaby—. El
consejo de ancianos no está a tu
disposición.
—¿Acaso ignoras que César y sus
legionarios se encuentran en Alejandría
y que nuestro futuro está en juego?
Dispongo de información confidencial
que permitirá a nuestra comunidad
decidir su destino. ¿El Anciano de los
ancianos me concede la oportunidad de
explicarme?
Normalmente sordo y casi ciego, el
viejo levantó una mano en señal de
aprobación. Aqaby refunfuñó,
decepcionado.
—Los soldados de César, de
infantería y caballería, se han
establecido en el barrio del Bruchión —
desveló Antípatro—. Han requisado
casas que pertenecían a unos judíos,
pero sin cometer ningún acto violento.
—¿Por qué no ha protestado
Ptolomeo? —dijo, sorprendido, un
anciano.
—Ptolomeo y su ejército habían
decidido enfrentarse a Cleopatra en
Pelusio para aniquilarla.
—Y ¿el rey lo ha conseguido?
—Hasta el momento, los ejércitos
enemigos se vigilan el uno al otro, nadie
se atreve a atacar primero. César se ha
encontrado un palacio vacío y, para
aplacar la indignación popular, ha
reconocido la legitimidad de la pareja
real, que hoy en día se halla enfrentada.
Exige el regreso de Ptolomeo y de
Cleopatra y desea evitar una guerra
civil.
—Todo eso no es de nuestra
incumbencia —opinó Aqaby.
—Al contrario —replicó Antípatro
—, la conquista del poder tendrá
consecuencias que redundarán en nuestra
comunidad.
—¿Qué es lo que temes?
—Si cometemos un error fatal,
desapareceremos.
Los murmullos recorrieron la
asamblea.
—¡Estás desvariando! —le espetó
Aqaby.
—Hay una novedad que debería
abriros los ojos: el aumento inexorable
de la potencia de Roma. La muerte de
Pompeyo no cambia nada, César me
parece todavía más temible.
—¡Somos súbditos de Ptolomeo, no
de César!
Antípatro se paseó por la sala,
observando de vez en cuando a los
miembros del consejo.
—Súbditos, ¡y tan despreciados! Los
griegos nos toleran, pero conservan
celosamente sus privilegios. Somos los
judíos de Alejandría, no ciudadanos de
nuestra ciudad, y no participaremos en
ninguna instancia del gobierno.
Ptolomeo y los suyos nos consideran
seres inferiores que apenas servimos
para asegurar su prosperidad gracias a
nuestro trabajo y a nuestros impuestos.
Esta injusticia es intolerable, ¡y el rey ni
siquiera nos garantiza la estabilidad!
Antípatro decía en voz alta lo que un
gran número de ancianos ni siquiera se
atrevían a pensar. La soberbia del
gobierno griego, a la que se sumaban su
corrupción e ineptitud, se estaba
volviendo insufrible.
—César representa una oportunidad
para nuestra comunidad —aseveró el
orador—. A pesar de sus
tranquilizadoras palabras, estoy
convencido de que desea deponer al
pequeño Ptolomeo y convertir Egipto en
una provincia romana. Cuando haya
completado su victoria, recompensará a
los que lo hayan ayudado a imponerse.
—Tomar partido por César…, ¿es
eso lo que propones? —preguntó Aqaby,
sorprendido.
—A mi juicio, no tenemos otra
opción, y solicito al consejo de ancianos
que emprendamos ese camino.
—¡Es una locura! ¡Yo solicito a esta
asamblea que permanezcamos neutrales!
La voz achacosa del Anciano de los
ancianos, que no se había dejado oír
desde hacía varios meses, retumbó en el
seno de la sinagoga:
—Antípatro nos está abriendo los
ojos. La época ptolemaica llega a su fin,
se vislumbra un nuevo reino. Nuestra
comunidad apoyará a César siempre que
respete nuestra fe y nos conceda más
responsabilidades.
31

A pesar de la imponente escolta que


garantizaba su seguridad, la de Ptolomeo
y su preceptor, el eunuco Potino no las
tenía todas consigo. La flotilla llegaría
aquella grata mañana del 4 de octubre
de –48 a Alejandría utilizando un canal
bordeado de palmeras, acacias y sauces.
El general Aquilas había aceptado
quedarse en Pelusio para impedir de esa
forma el avance de Cleopatra, cuyas
fuerzas no eran lo bastante poderosas
como para adueñarse de la fortaleza y
abrirse paso hacia Alejandría. Al menos
así lo esperaba Potino, del mismo modo
que tenía la esperanza de convencer a
César de que se convirtiera en su
principal aliado.
—Nos estamos arriesgando mucho
—se lamentó Teódoto—. César lloró
cuando le presenté la cabeza de
Pompeyo. Le hemos hecho un gran favor
al desembarazamos de su peor
adversario, pero temo que nos guarde
rencor.
El pequeño Ptolomeo daba brincos
en la proa del barco, lanzaba al agua
pelotas de trapo, tiraba de los cordajes y
pedía a los marineros que acelerasen el
paso.
—Es tan niño —le recordó Teódoto
—, ¡y tan incapaz de percibir la
gravedad de la situación!
—Eso quizá sea una ventaja —
afirmó Potino—. Puede que ese niño
enternezca al romano, y que su inocencia
diluya su irritación. Un militar capaz de
llorar por un enemigo tiene por fuerza
sus puntos flacos.
—Eso no fue más que un momento
de emoción. En ese general, la ambición
se antepone a todo.
—Y si esa ambición le lleva a
querer apoderarse de Alejandría…
—Él afirmó lo contrario —
puntualizó Teódoto—, y su discurso
aplacó las iras de una muchedumbre.
—¿Cómo creer a un romano?
—No conoce bien nuestra ciudad ni
nuestras costumbres. Convenzámoslo de
que nuestra ayuda es indispensable y que
solo Ptolomeo, el legítimo soberano, es
apto para reinar.

César no salía del pabellón del


palacio real. Allí recibía a notables, a
altos funcionarios y a responsables
administrativos con el fin de
comprender el funcionamiento del
gobierno. A sus concretas preguntas
exigía respuestas concretas. En ausencia
del rey y de los miembros del consejo
de regencia, los altos cargos,
incómodos, trataban de andarse con
rodeos, pero se veían obligados a
proporcionar un mínimo de información
ante el riesgo de desatar las iras del
imperator.
Y por fin llegó la buena noticia:
Ptolomeo, Potino y Teódoto habían
regresado. De inmediato, una multitud
de cortesanos se agolpó en el palacio y
proclamó su fidelidad al soberano.
Rufino interrumpió las felicitaciones y
rogó al trío que se dirigiera al pabellón
donde los esperaba César.
Sentado en una silla de respaldo
alto, se quedó mirando fijamente a sus
anfitriones con tal intensidad que estos
se sintieron confundidos. Desde la
primera mirada, Potino y Teódoto se
vieron sometidos al general, y
flanquearon al niño como si desearan
protegerlo.
César se levantó, se acercó y miró al
chiquillo con desdén.
—¡Así que este es Ptolomeo XIII!
Encantado de conoceros, majestad.
Por primera vez en su corta
existencia, el crío se sentía superado
hasta el punto de no poder decir ni una
palabra.
—En el nombre del rey de Egipto y
del consejo de regencia —dijo Potino
con voz temblorosa—, os deseo una
cordial bienvenida a Alejandría.
—No ha sido de las más agradables
—se lamentó César—, y me apenan los
muertos y los heridos. He adoptado las
medidas de seguridad necesarias, por lo
que me gustaría pensar que la presencia
del soberano mantendrá la calma.
—Su pueblo ama a su rey —afirmó
Teódoto.
—Has cumplido una parte de la
misión —observó el romano—; ¿se lo
has comunicado también a la reina
Cleopatra?
—Eso, desgraciadamente, es
imposible. No controlamos sus
movimientos, y esta revuelta no nos
permitiría acercarnos a ella. El grueso
de nuestro ejército, bajo el mando del
general Aquilas, permanece instalado en
Pelusio e impide que esa bruja ataque
Alejandría y extienda el caos.
—El pueblo la odia porque trató de
dar un golpe de Estado con el fin de
imponer su tiranía y sus desastrosas
reformas —añadió Potino—. Solo
Ptolomeo es digno de reinar y de
garantizar la prosperidad de nuestra
bella ciudad.
César volvió a sentarse sin invitar al
trío a que hiciera lo mismo. Él era el
juez. Ellos, los acusados.
—Ptolomeo XII confió su testamento
a Roma —recordó—, y tras la trágica
desaparición del gran Pompeyo, me
corresponde a mí velar por el estricto
cumplimiento de la última voluntad del
difunto monarca, nuestro aliado.
Infringir ese deber sagrado sería una
grave falta que no tolerarían ni los
dioses ni los hombres. Ahora bien, las
cláusulas de ese testamento son claras:
Ptolomeo XIII y Cleopatra deben
compartir el poder. Tengo intención de
reconciliar a los dos herederos
legítimos al trono y de restablecer así un
gobierno estable.
—Todos lo deseamos —afirmó
Potino—, pero la reina es peligrosa,
indómita y…
—Es imposible formarse un juicio
hasta que la haya visto e interrogado —
zanjó César—. Que un emisario vaya a
rogarle que venga a Alejandría con la
garantía de una total seguridad. Mientras
esperamos su llegada, el rey y sus dos
consejeros no abandonarán la ciudad.
La orden no admitía réplica.
—Por otro lado, hay un detalle
importante —añadió el imperator—.
Cuando Ptolomeo XII solicitó la ayuda
de Roma para ser reconocido rey,[10]
prometió treinta y seis millones de
denarios si esa alianza conducía al
resultado esperado. De hecho, al
concluir su exilio, y gracias a nuestra
intervención, ascendió al trono. Pues
bien, antes de morir, no había
reembolsado más que la mitad de la
suma. Es la nueva pareja real la que
debe pagarme lo que se le debe a Roma,
a la que yo represento.
Potino estuvo a punto de
desmayarse.
—¿Estáis… estáis hablando en
serio? ¡Es una suma gigantesca!
—Ese era el precio de recuperar el
poder. Y compete al gobierno actual
asumir la deuda. No saldarla sería un
delito de extrema gravedad, punible con
graves sanciones.
—Treinta y seis millones de
denarios… —balbuceó Potino,
conmocionado.
El pequeño rey, petrificado, ni
siquiera se atrevía a mirar a César; le
resultaba prodigiosa aquella autoridad
expresada con una forma de hablar tan
serena.
—Esta primera entrevista me ha
parecido constructiva —dijo el romano
dándola por terminada—. Ahora,
cumplid con vuestro deber.
32

Encantado de regresar a su palacio, sus


aposentos, sus juguetes y su cama, el
pequeño rey había cenado con excelente
apetito y se había dormido mientras
fantaseaba con el porte de César, quien
le había parecido un auténtico líder.
Potino trataba de recobrar la sangre
fría engullendo un guiso tras otro,
mientras Teódoto se permitía una copa
de un potente vino tinto.
—Ese romano se cree el amo de
Alejandría —dijo el eunuco echando
pestes—, ¡y quiere vaciar nuestras
arcas! ¿No deberíamos llamar a Aquilas
y mostrar nuestra capacidad militar? Si
lo asustamos, César se marchará de
Egipto.
—Ese hombre no retrocede ante
nada —discrepó el preceptor—. Su
pasado lo prueba. Si se siente
amenazado, reaccionará de manera
brutal y tal vez ocasione daños
irreparables. Aquilas impide que la
banda de palurdos de Cleopatra ataque
Alejandría. Debe quedarse en su puesto.
—Cleopatra… ¡Hay que eliminarla
lo antes posible! En cuanto desaparezca,
tendremos las manos libres.
—Obedezcamos a César y enviemos
a un emisario que le garantice total
inmunidad.
—¿Morderá el anzuelo?
—Nuestro hombre irá sin ningún
soldado. Cleopatra podrá disponer de su
guardia de corps. ¿Qué podría temer?
Estoy convencido de que desea
encontrarse con César, explicarse y
persuadirlo.
—¡Esa entrevista sería un desastre!
—Pero no tendrá lugar —predijo
Teódoto—. Atacaremos el barco de la
reina a mitad de camino entre Pelusio y
Alejandría, y lo hundiremos. No habrá
supervivientes. O bien esa bruja morirá
ahogada, o bien se quemará su cadáver.
Potino se relajó al imaginarse el
éxito de ese plan tan sencillo y
concluyente, y se zampó una docena de
higos.
—Treinta y seis millones de
denarios… ¡Ese romano es un ladrón!
—No exige más que la mitad —
señaló Teódoto.
—¡Es demasiado! Me niego a saldar
esa deuda.
—Utiliza tus dotes de negociador y
trata de alargar el asunto. Cuando
Cleopatra haya desaparecido, nuestras
tropas vuelvan a estar disponibles y el
pueblo se alce contra el invasor,
trataremos de expulsar a César de
Egipto. Ese estratega es un hombre
sensato y preferirá regresar a Roma
antes que sufrir una derrota que
mancharía su reputación y lo alejaría del
poder.
Los argumentos del perspicaz
Teódoto encantaron al eunuco, que se
alegró de haber incluido al erudito en el
consejo de regencia. Sus aptitudes como
preceptor y estudioso no le impedían
recomendar acciones radicales ni acudir
a primera línea de combate.
—Enviaré de inmediato un emisario
a Cleopatra —decidió Potino, más
animado.

Aunque todavía no poseía más que


un conocimiento superficial de la
ciudad, César consideraba justificada la
fama de Alejandría. Sí, la urbe
manejaba enormes recursos y merecía su
calificativo de «factoría del mundo». En
ella se vendía de todo, se compraba de
todo, y aquella tienda gigantesca
abrigaba un número impresionante de
graneros de trigo y de almacenes que
contenían tinajas de vino y aceite,
papiro, joyas, y cientos de mercancías
más. Sus fábricas producían cristal,
papel, telas, perfumes, cerámica y
objetos de lujo.
Por culpa de las guerras civiles,
Roma, la poderosa Roma, pasaba
hambre. ¿No era Egipto el granero
soñado donde César obtendría un trigo
abundante para obsequiar a sus
súbditos? Al anexionar aquel territorio a
la República, se presentaría como
benefactor y acabaría con los últimos
partidarios de Pompeyo, quienes todavía
poseían una capacidad bélica que no se
podía desdeñar. La gloria militar no
bastaba para seducir a la élite y al
pueblo de Roma. César necesitaba
dinero y éxitos económicos que lo
convirtieran en un jefe de Estado
indiscutido, y el antiguo país de los
faraones le concedía una oportunidad
inesperada.
—Un notable desea hablar con vos
—anunció Rufino.
—Las audiencias han acabado, que
vuelva mañana.
—Se cree mensajero de una
propuesta urgente.
—¿Lo has registrado?
—Por supuesto: parece serio.
Confiando en su instinto, César
aceptó verlo.
El hombre era decidido y directo.
—¿Cuál es tu nombre?
—Antípatro, representante de la
comunidad judía de Alejandría, es decir,
de un tercio de su población.
Sin alardear, pero con firmeza,
Antípatro le sostuvo la mirada a César,
quien esbozó una media sonrisa.
—Un argumento de peso, lo admito.
¿A qué se debe esta visita?
—Iré al grano: mi comunidad no
soporta más la soberbia de los griegos.
Trabajamos duro, garantizamos su
prosperidad y seguimos viéndonos
relegados a un segundo plano. Así que
deseamos ser respetados y adquirir más
derechos.
—Esa decisión le corresponde a
Ptolomeo.
—Ese pequeño rey no es más que
una marioneta en manos de unos antiguos
criados que se han convertido en
ministros. Cuando se vendió a Roma, su
padre, el flautista disoluto, acabó con la
dinastía que había fundado esta capital.
Y esa pandilla de mediocres está
arrastrando el país a la ruina. Su futuro
amo sois vos.
Se impuso un largo silencio. O bien
César echaba a ese insolente o bien
aceptaba hablar con él.
—¿Me estás proponiendo la ayuda
de la comunidad judía?
—Así es.
—¿Bajo qué condiciones?
—¿Respetaréis nuestra religión y
nuestras costumbres?
—Roma consiente todas las
creencias que no alteran el orden
público y que no ponen en peligro el
equilibrio de la sociedad.
—¿Nos concederéis la ciudadanía
de pleno derecho?
—¿Por qué iba a negárosla?
—¿Puedo creer en la palabra de un
romano?
—¿Te atreverías a dudar de ella?
—¿Merecería vuestra confianza un
ingenuo?
—Satisfaré tus exigencias,
Antípatro, con dos condiciones: no me
mientas y no me decepciones.
33

Aunque parecía sumido en un profundo


sueño, Viento del Norte se levantó
repentinamente de un salto y se dirigió
hacia los puestos de guardia, frente al
ejército enemigo. «Mal asunto»,
masculló el Viejo, también recién salido
de una siesta reparadora. Mientras
seguía a su asno, avisó a unos soldados
traspuestos y Apolodoro no tardó en
unirse a ellos.
—Algo pasa.
—No hay movimiento —constató el
siciliano.
—Viento del Norte no se equivoca
nunca. Es el primero en intuir el peligro.
—¡Allí! —gritó un centinela—, ¡un
tipo solo!
Los arqueros tensaron sus arcos.
El intruso, un hombre panzudo de
unos cincuenta años y andares
titubeantes, levantó las manos.
—Parece que está muerto de miedo,
y va desarmado —opinó el Viejo—. A
lo menor podríamos preguntarle qué
quiere antes de derribarlo.
Apolodoro asintió.
El pobre hombre estaba empapado
en sudor y le costaba hablar.
—Traigo un mensaje destinado a la
reina Cleopatra.
El Viejo registró él mismo al
enviado y Viento del Norte lo olisqueó
sin mostrarse hostil.
—Sígueme —ordenó el siciliano.

La reina estaba leyendo un extraño


texto que le había dejado Hermes.
Abordaba las transformaciones del
alma, capaz de convertirse en pájaro,
fuego, viento y estrella, y concluía así:
«El nacimiento no comienza con la vida,
sino con la conciencia». A Cleopatra le
habría gustado volver a ver al mago y
hacerle mil preguntas. Nadie sabía cómo
retener a aquel individuo, inasible como
el hálito creador. ¿Se cruzarían sus
caminos de nuevo?
—Majestad, os traigo a un
mensajero —le anunció Apolodoro, que
agarraba por la muñeca al emisario.
Este hizo una reverencia.
—¿Quién te envía?
—El regente Potino, por orden de
Julio César. El romano desea veros.
—¿Se ha reunido con Ptolomeo?
—Así es, majestad, y considera
indispensable escucharos a vos con el
fin de iniciar conversaciones de paz y
reconciliación. Me han encargado que
os proporcione un barco para que os
lleve de Pelusio a Alejandría. Vuestra
tripulación estaría formada por un grupo
reducido de marineros desarmados y os
acompañaría vuestra guardia de corps,
de tal manera que vuestra seguridad
quedaría absolutamente garantizada.
—Es una propuesta tentadora —
comentó Cleopatra—. ¿Cuándo estaría a
mi disposición ese barco?
—Mañana mismo: César está
impaciente por conoceros.
—Haz lo que sea necesario.
Apolodoro acompañó al emisario a
la salida del campamento. El buen
hombre se alejó a la carrera y el
siciliano regresó a la tienda de la reina.
—Majestad, ¡es una trampa! César y
Ptolomeo os están embaucando con un
acuerdo imposible.
—No lo he dudado ni por un
momento. Ese barco será atacado entre
Pelusio y Alejandría y los piratas
tendrán órdenes de ejecutarme.
El siciliano respiró aliviado.
—Lo esencial es proteger vuestra
vida, majestad. Os propongo que
disolváis este ejército de mercenarios y
que elijáis a un pequeño número de
hombres de confianza que os escolten
hacia el norte. Algún principado os
concederá derecho de asilo y así
estaréis fuera del alcance de vuestros
adversarios.
Era la mejor salida para aquella
guerra perdida, pero la reina parecía
indecisa.
—Necesito reflexionar un poco
todavía, Apolodoro.
—Se ha vuelto imposible atacar de
ninguna manera, majestad. Dado que no
subiréis a ese barco, César se pondrá
furioso y sus legionarios se unirán a las
tropas de Aquilas para aplastaros. ¿De
qué serviría esa masacre? Sed
razonable, os lo suplico, ¡el tiempo
apremia!
—Vete.
El siciliano no se quedó
completamente tranquilo. La joven era
rebelde y se aferraba a sus últimas e
ilusorias esperanzas. La tarea de su
chambelán consistía en acabar fon ellas.
La inteligencia de la reina la obligaría a
mirar la realidad de frente y a preservar
su futuro, por muy decepcionante que
este fuese. A su edad, no se tenían ganas
de morir.
El emisario se había echado diez
años encima y había perdido varios
kilos. Acostumbrado al lujo y al
ambiente silencioso del palacio real,
había creído que llegaba su última hora
cuando se acercaba al campamento de
Cleopatra Él, que no había manejado un
arma en su vida y al que le repugnaban
los militares, había vivido el peor
momento de su existencia Pero uno no
desobedecía al eunuco Potino, pues se
corría el riesgo de ser depuesto de sus
funciones, o incluso de desaparecer de
manera violenta.
El jefe de gobierno lo recibió en su
enorme despacho, lejos de oídos
indiscretos.
—¿Cuál es el resultado? —inquirió
Potino con agresividad.
—Excelente, señor, excelente. La
reina Cleopatra acepta vuestra
propuesta.
—Enhorabuena, amigo mío. ¿Has
visto el campamento?
—¡Realmente espantoso! Unas
tiendas de miseria, unos bellacos que
proceden de todas partes, olor a cocina,
hombres groseros con una forma
chabacana de hablar, un jaleo insufrible
por culpa de la instrucción de esos
patanes… Un montón de escoria.
—¿Te ha parecido que la reina
gozaba de buena salud?
—Tan hermosa y atractiva como
siempre.
—Descansa un poco, amigo mío,
luego prepara tu breve viaje a Pelusio y
tráenos a Cleopatra. Te habrás merecido
una buena recompensa.
El emisario no se atrevió a pedir
más detalles: ¿un ascenso, una suma de
dinero, o las dos cosas?
—¡No sé cómo agradecéroslo,
señor!
«Desapareciendo», pensó Potino,
que le había omitido a ese cretino que
moriría durante el abordaje al barco de
Cleopatra. No sobreviviría ni un solo
testigo del feliz acontecimiento que
pondría fin a la disidencia de la bruja.
Con ese problema zanjado, solo
quedaba la espinosa cuestión financiera
que les había expuesto César. El romano
daba órdenes, pero no conocía a Potino:
cuando le tocaban el bolsillo, se volvía
más fiero que una bestia salvaje.
34

Alejandría parecía en calma. No habían


atacado a ninguna patrulla romana en el
transcurso de la noche. Sin embargo,
César no se hacía ilusiones. Una buena
parte de la población le seguía siendo
hostil, y era gracias a la intervención del
judío Antípatro que reinaba la
tranquilidad en el barrio del Bruchión,
donde los legionarios se habían
instalado. Las tripulaciones de los
barcos seguían en alerta permanente,
porque se temían que los encerraran en
el puerto como en una ratonera.
El apoyo de la comunidad judía le
proporcionaba una ayuda imprevista,
pero ¿sería duradera? No había nada
que temer por parte del pequeño
Ptolomeo, puesto que era un niño
malcriado, incapaz de soportar el peso
de una corona. En cambio, sus dos
consejeros, Teódoto y Potino, eran unos
temibles manipuladores, apegados a su
poder y a sus privilegios. En Roma los
habría aplastado casi sin esfuerzo, pero,
en su tierra, tenían poder para acabar
con él.
En cualquier momento la situación
podía empeorar, y los legionarios, a
pesar de su valor, no podrían contener
una avalancha de gente furiosa. César
nunca se había sentido tan frágil, tan
expuesto a un destino que no controlaba.
Tanto camino recorrido, tantas pruebas
superadas para llegar a ese elegante
pabellón, una cárcel de oro, un
matadero… No, ¡los dioses no le
infligirían semejante humillación!
El imperator se quedó observando
su sello con la efigie de Venus, su
protectora celeste. Aunque había tenido
numerosas amantes y le gustaban mucho
las mujeres, no había conocido el amor
porque estaba demasiado ocupado en la
guerra y en conseguir el poder. En el
fondo, daba igual. Solo contaba la
grandeza de Roma, que la terquedad de
Pompeyo, con su falta de visión de
futuro, había puesto en peligro.
De sus viajes y sus guerras, César
había aprendido una lección: la
necesidad de fundar un imperio que
impusiera la paz en los países
conquistados y los hiciera prósperos. El
éxito de esa tarea colosal implicaba la
incorporación de un Egipto de
prodigiosa riqueza y tan mal gobernado.
Al atraerlo hacia allí, Pompeyo le había
abierto un horizonte que no sospechaba.
Rufino interrumpió sus reflexiones.
—Potino desea veros.
—Que pase.
El eunuco se mostraba cordial.
—Pronto quedarán satisfechos
vuestros deseos —afirmó con afectación
—, y me alegro de nuestro buen
entendimiento. Mi país aspira a la
tranquilidad, y os agradezco que
contribuyáis a restablecerla. Por
desgracia, la tarea no se anuncia fácil.
Cleopatra ha ordenado ejecutar a
nuestro emisario, lo que supone que se
niega a reunirse con vos y que desea
seguir combatiendo.
César no disimuló su mal humor.
—Esa joven reina se ha vuelto loca
—añadió Potino—. Quiere reinar sola y
sembrar el caos. Si no le doblamos el
espinazo, su banda de granujas
provocará graves perjuicios.
—¿Hemos agotado todos los
recursos diplomáticos?
—¡Ni se os ocurra enviar a un
embajador romano! El pobre sería
masacrado. El enfrentamiento me parece
inevitable, pero el general Aquilas,
militar valiente y eficaz, evitará un
desastre, y esta difícil época tendrá un
desenlace favorable. ¡Siempre que no se
hunda a Alejandría en la miseria, al
menos! Y vos seréis el causante de esa
catástrofe si mantenéis vuestras
exigencias financieras, tan sumamente
excesivas. Como ministro de Economía
y Hacienda, controlo la agricultura y la
artesanía, velo por el cobro de
impuestos y de tasas, y puedo presumir
de una gestión rigurosa, y ¡no creo que
os deba dieciocho millones de denarios!
—Pues ¡así es! —zanjó César—.
Egipto debe asumir los compromisos del
difunto rey, a riesgo de despertar la ira
romana.
Al eunuco se le encendió el rostro.
—Entre responsables, ¿no
podríamos buscar un arreglo?
—Te propongo uno: diez millones de
denarios en el acto y te perdono el resto.
El eunuco se tomó un tiempo para
reflexionar.
—Egipto es un reino antiguo, sus
tradiciones son complicadas. Con todos
los respetos, un romano no sería capaz
de comprender todos los detalles.
Pompeyo ha muerto, pero sus partidarios
son todavía numerosos y seguirán
interponiéndose. Permanecer demasiado
tiempo aquí os llevará a la ruina.
César no se inmutó.
—¿Posees información relacionada
con mis adversarios?
—En oriente, los rumores vuelan.
Vuestra victoria en Farsalia no era más
que una etapa. La última conquista de
Roma se encuentra mucho más lejos de
lo que imagináis. En Alejandría perdéis
el tiempo.
—¿Y mis diez millones de denarios?
Potino se mostró compungido.
—Os he regalado la cabeza de
Pompeyo… ¿No valía esa suma?
—Te he concedido una importante
rebaja, y es mi última palabra.
El eunuco se pasó el índice por los
labios.
—Este acuerdo resulta oneroso, muy
oneroso… Sin embargo, estoy dispuesto
a aceptarlo.
—¿Con qué condición?
—Con la condición de que
abandonéis Egipto de inmediato y de
que, cuando estéis de regreso en Roma,
yo os envíe esos denarios. Allí os serán
útiles para reforzar vuestra influencia.
El largo silencio de César consentía
en aquella condición, y el eunuco se
felicitó por su talento como negociador.
En resumen, el más glorioso de los
héroes tenía un precio.
El imperator se levantó lentamente.
Su mirada mostraba tal furia que
Potino dio un paso atrás. De repente, el
romano parecía un gigante.
—Tú, un criado, ¡¿osas dictarle su
conducta a César, decirle adonde debe ir
y comprarlo, además, como al más bajo
de los ladrones?! Tu desfachatez y tu
pusilanimidad no conocen límites, y te
has creído capaz de manipularme.
Los labios del eunuco temblaron.
—Yo… yo no quería…
—Al insultarme, también has
insultado a Roma, y no me olvidaré de
ello. Pagarás lo que es debido,
garantizarás la subsistencia de mis
legionarios y no adoptarás ninguna
decisión sin advertirme de ello. Ten por
seguro que te desprecio, y no me
incordies más con tus penosos consejos.
35

Lejos de Alejandría la Griega, Dandara


recibía el sol naciente de una hermosa
mañana de otoño. Hator, la gran
sacerdotisa de la diosa del mismo
nombre, se había levantado antes del
amanecer para celebrar en nombre de
Faraón el rito primigenio, el del
despertar en paz del poder divino en el
seno de su templo. Incensada, ungida,
ataviada y nutrida con la energía sutil de
los alimentos, la estatua divina difundía
la luz que vencía a las tinieblas.
aquella mañana, la superiora de los
sacerdotes y de las sacerdotisas de
Dandara sintió una extraña
emoción. Desde el comienzo de la
construcción del nuevo templo, que
sería de un tamaño excepcional, el
maestro de obras y sus cuadrillas
de artesanos habían trabajado con
ahínco, inspirados por Hator,
señora de las estrellas. El edificio
crecía mucho más deprisa de lo
previsto ante las miradas
asombradas de los habitantes de la
provincia, felices de ver cómo se
erigía una lujosa morada de piedra
donde residiría su diosa protectora.
Las responsabilidades de la
sexagenaria eran abrumadoras. Gracias
al gran número de salas terminadas,
podía organizar el día a día de un
personal abundante y cualificado, que
abarcaba desde las servidoras y los
servidores de la diosa, círculo
restringido que era merecedor de
contemplar sus misterios, hasta los
clérigos esporádicos encargados de
mantener el templo y de conservar los
objetos rituales. Todos tenían que saber
leer y escribir y juraban respetar la
regla de la diosa, lo que entrañaba una
vida de rectitud y devoción. Era tarea de
la superiora organizar la alternancia de
los equipos y procurar que las tareas se
realizaran de la mejor manera posible,
tanto las grandes como las pequeñas.
Las labores del templo no se
limitaban a sus funciones rituales y
sagradas. Este incluía en sí también una
escuela, un dispensario y un centro de
ayuda a los necesitados. Los sacerdotes
a menudo hacían las veces de escribanos
y redactaban contratos de venta, de
compra, de préstamo y de matrimonio
para personas analfabetas o gente
humilde. En torno al santuario se
efectuaba una intensa actividad
económica que creaba empleo.
Campesinos, carniceros, pescadores,
panaderos, cerveceros y artesanos se
alegraban de la presencia de ese centro
de la vida social que unía el cielo y la
tierra.
A la hora de comer, el maestro de
obras le propuso a la superiora
compartir mesa. El constructor no
hablaba por hablar: exigente, respetado
y admirado, plantaba cara a las
autoridades administrativas y daba
muestras de una capacidad de trabajo
fuera de lo común.
—Las noticias procedentes de
Alejandría no son buenas —le reveló—.
La capital se encuentra al borde de una
guerra civil, los ejércitos de Cleopatra y
de Ptolomeo están a punto de enfrentarse
cerca de Pelusio.
Ni uno ni otro parecen dispuestos a
compartir el poder, y no las tengo todas
conmigo de que la mediación romana
lleve a buen puerto esta vez. Los
próximos correos nos informarán de
más.
—¿Se vería amenazada la
financiación de las obras? —preguntó
Hator con inquietud.
—He tomado la precaución de
someter mi presupuesto a la
consideración del estratego del que
depende nuestra región y de
suministramos casi la totalidad de los
materiales. Sea cual sea el resultado del
conflicto entre Ptolomeo y Cleopatra,
acabaremos este templo. Solo hay una
dificultad en el horizonte: la
administración griega podría negarse a
pagar los salarios de mis artesanos.
—¡Eso sería una catástrofe!
—No os inquietéis: me las apañaré.
—El templo les proporcionará
comida y alojamiento —prometió la
superiora—, y el pueblo nos ayudará.
—Consultaré con las autoridades y
las convenceré de que no se cometa una
estupidez —puntualizó el maestro de
obras—. Como los griegos no dejan de
inventar tasas sobre tasas, el buen
funcionamiento de un templo de esta
envergadura es una fuente de beneficios.
Tienen todo el interés en que se acabe
Dandara, a la que abrumarán con
impuestos.
—La diosa nos ayudará a superar
esa prueba —sonrió la superiora—.
Entre Ptolomeo y Cleopatra, ¿quién
dirías que nos sería más favorable?
—Un griego y una griega… Se
recluyen en Alejandría, no saben nada
de Egipto, y no les interesa más que la
prosperidad de su lujosa capital. Algún
día, los campesinos se levantarán. Hay
demasiada pobreza, demasiada
injusticia, demasiado desprecio… La
edad de oro de nuestro país queda muy
lejos.
—Sin embargo, estás construyendo
un templo digno de tus antepasados, un
ser vivo que seguirá brillando más allá
de nuestras vidas.
Por un instante, el pesimismo del
maestro de obras se desvaneció.
—Vos nos hacéis creer que cualquier
cosa es posible, superiora, y que
volverán los tiempos en que las espinas
no pinchaban y la serpiente no mordía.
—¿No resucita diariamente el
templo la Primera Vez? La celebración
de los ritos, ¿no nos sitúa en el origen de
la creación? ¿No nos permite la práctica
de los misterios comunicamos con los
dioses?
El maestro de obras miró hacia el
cielo.
—Cuando haya que esculpir el
nombre de un faraón en las paredes de
este templo, ¿no tendremos que dejar un
hueco?
—Tenemos la suerte de vivir la
Regla transmitida de manera inalterable
desde la primera dinastía —le recordó
la superiora—. La institución faraónica
sigue intacta, aunque su representante
terrestre sea indigno. Al construir este
templo con ayuda de piedras vivas,
actúas a imagen y semejanza de tus
padres, y las revestirás con los signos
sagrados que revelan nuestros ritos y
mitos, esas palabras de los dioses que
transmiten el auténtico conocimiento.
Cuando desaparezcamos, ellas seguirán
difundiendo su mensaje.
Al regresar a su tarea, el maestro de
obras tuvo la sensación de salir de su
época y de seguir los pasos de los
antiguos constructores. Dandara le
pareció la colina primordial, surgida del
océano de energía en el que la vida
había tomado forma. No estaba
construyendo un simple monumento, sino
el receptáculo de la fuerza luminosa que
volvía a crear el mundo a cada instante.
La música de las herramientas lo
llenó de ánimo. Sus artesanos eran
conscientes de estar librando un
combate esencial, destinado a conservar
el tesoro legado por los sabios antiguos.
Sus manos eran la expresión cabal de
una espiritualidad que se remontaba a la
edad de oro de las pirámides, todavía
podían transformar la materia en
claridad.
Aquella superiora de frágil
apariencia era una mujer excepcional a
la que los constructores debían ese
milagro. Su inquebrantable
determinación había suscitado la
intervención de la diosa, y nadie pondría
trabas a la edificación del templo.
36

Por fin Potino dejaba de echar las tripas,


aunque le estaba costando recuperar el
aliento. Sus sirvientes se apresuraron a
quitar las sábanas manchadas y a
perfumar la habitación, mientras el
eunuco se sumergía en un baño de agua
hirviendo.
Teódoto se acercó a él.
—¿Te ha puesto enfermo César?
—¡Nunca me habían tratado de esa
manera! Un minuto más y habría
vomitado sobre su toga de lo mucho que
me ha revuelto el estómago… Ese
romano es una bestia de la peor calaña,
¡una fiera sedienta de poder y de dinero!
—Pero ¿has sacado algo en claro
por lo menos?
—No bajará de los diez millones de
denarios, y exige que se los paguemos
en el acto.
La garganta del preceptor tembló.
—¡Eso es extorsión!
—Me niego a ceder ante un ladrón
como ese —afirmó Potino.
—Dispone de un documento
oficial… Al comprometerse a ello, ¡el
flautista de Ptolomeo nos condenó a la
ruina!
—César se cree que nos ha
conquistado, pero se equivoca. Entre
nosotros y él ha estallado la guerra. Y
poseemos dos ventajas capitales: el
número y el terreno.
—Desconfiemos de ese general —
aconsejó Teódoto—; me parece un
hombre especialmente retorcido, y el
asunto de Cleopatra no se ha resuelto
todavía.
—¡Mañana estará cerrado! Luego
nos ocuparemos de César.
—¿Qué piensas hacer?
—Hacerles la vida imposible a él y
a sus legionarios, hasta el punto de que
se vean obligados a abandonar Egipto.
No tiene bastantes soldados ni
marineros para apoderarse de
Alejandría, y tarde o temprano tendrá
que aceptar la evidencia. Le
proporcionaremos una retirada
honorable y nos comprometeremos a un
pago fraccionado. Si se obstina, le
depararemos algunas sorpresas
desagradables y, por muy imperator que
sea, ¡lograremos debilitarlo!
A Teódoto no le desagradó aquella
estrategia. Al patoso de Potino no le
faltaba inteligencia, y quizá sus
artimañas traspasaran la coraza de un
militar que confiaba demasiado en su
fuerza.

Hecha una furia, la joven Arsínoe


forzó su entrada en los aposentos del
pequeño Ptolomeo, que se dedicaba a
jugar a los dados con uno de sus
criados. Este tenía cuidado de dejar
ganar al crío, colérico por naturaleza.
—¡Tengo que hablar contigo!
—Me aburres.
—¡Es serio, muy serio!
Ptolomeo tiró los dados.
—Has vuelto a perder —le dijo a su
adversario en tono de reproche—, ¡qué
mal juegas! Vete, y tú también, Arsínoe.
—Yo me quedo.
—¡Soy el rey y mis deseos son
órdenes!
El criado se esfumó.
La adolescente se cruzó de brazos y
miró a su hermano con ironía.
—Mientras Cleopatra viva, no serás
más que su lacayo.
El crío se sobresaltó.
—Cállate, ¡eres una fea y una tonta!
—Pero te digo la verdad. ¿Cuándo
vais a decidiros tú y tus consejeros a
eliminarla?
Ptolomeo adoptó un gesto de
gravedad.
—Lo que se ha decidido se ha
decidido.
Una gran sonrisa iluminó el rostro
poco agraciado de la joven.
—Fantástico… ¡Eso es fantástico!
Entonces ¡yo seré tu reina!
—Pero ¿qué dices?
—Solo puede reinar una pareja, y te
casarás conmigo.
—No, no… ¡No quiero!
—Te casarás conmigo y reinaremos
juntos.

Con unos insoportables ardores de


estómago y los nervios a flor de piel,
Aqaby se había precipitado en brazos de
su prostituta preferida, que oficiaba en
una casa de lenocinio de las afueras, al
norte de Alejandría. Una alcahueta
dirigía la empresa con mano de hierro y
se quejaba amargamente del importe de
las tasas que le imponía el Estado. Le
tenía aprecio al judío Aqaby, cliente
regular y buen pagador. Nervioso por
naturaleza, cuando cruzó el umbral del
establecimiento parecía más alterado
que de costumbre.
—Pero cálmate, chico. Tómate una
copa de vino, que voy a buscarte a tu
amiga del alma. Ah…, primero, el
dinero.
Aqaby pagó lo que debía y se dejó
de prolegómenos. Después de la
humillación que le había infligido
Antípatro, necesitaba descargar el
exceso de rabia para recobrar el juicio.
La experta se lo devolvió, y el
viento fresco de la noche terminó de
reanimar al bajito y mofletudo Aqaby.
¿Cómo podría haber supuesto que el
ambicioso de Antípatro trataría de dar
un golpe de Estado como ese y que el
Anciano de los ancianos saldría de su
estupor para concederle su
asentimiento?
La palabra del líder de la comunidad
no era discutible, y los judíos de
Alejandría iban a cometer un error fatal
al ponerse al servicio de César. El
pueblo aborrecía a ese invasor, y
aquellos que lo apoyaran sufrirían su
ira. Contrario a esa locura, Aqaby debía
intentar salvar a los suyos, debía
advertir a las autoridades griegas.
Denunciar a Antípatro, su
correligionario… Era un acto
despreciable, un riesgo enorme que le
costaría la desaprobación del Anciano.
¿Matar al insensato con sus propias
manos? No tendría valor para ello, y
temía la fuerza física de su adversario.
Pero ¿quedarse rumiando su rencor y
asistir impasible a los manejos de
Antípatro mientras este arrastraba a los
judíos al abismo? No, eso sería un error
imperdonable.
Tenía que advertir al gobierno
griego, pero ¿de qué forma?
Cuando se aproximaba a la sinagoga
donde había tenido lugar el gran
consejo, a Aqaby se le ocurrió una idea.
Como portavoz del Anciano de los
ancianos, tenía autorización para
servirse del sello del viejo, cuya
correspondencia oficial, sometida al
control de su secretario, redactaba. Y
ese sello era guardado en un cofre de la
sinagoga al que Aqaby tenía acceso.
37

Circulaban rumores contradictorios.


Unos hablaban de un ataque inminente;
otros, de la dispersión de los efectivos
por culpa de una ofensiva conjunta de
los soldados de Ptolomeo y César. ¿Por
qué no se manifestaba Cleopatra? Como
nadie carecía de nada y la cerveza
corría a raudales gracias a la excelente
gestión del Viejo, reinaba el optimismo.
¿No había renunciado Aquilas a atacar?
Ahí estaba la prueba de que al general le
daba miedo el ejército de Cleopatra,
formado por tipos duros y valientes.
Un antiguo esclavo achispado entonó
una canción algo picante sobre su lejana
provincia, la Galia Cisalpina, y sus
compañeros la repetían a coro. «Por lo
menos —pensó el Viejo—, ¡el enemigo
estará al tanto de la moral de las
tropas!»
—La reina desea verte —dijo
Apolodoro dándole una palmada en el
hombro.
—¿A mí? ¿A estas horas? ¡Tengo
sueño!
—Sígueme, Viejo.
Los dos hombres pasaron por
encima de los dormidos y de los beodos
para llegar a la tienda de Cleopatra,
donde flotaba un intenso aroma a jazmín.
Como anhelaba una limpieza absoluta,
Carmión limpiaba incansable día y
noche.
Al Viejo le gustaba el carácter
indómito de esa joven reina, pero no
dudaba de su derrota. Aquella loca
aventura llegaba a su fin, el ejército se
disolvería y volvería la calma a
Alejandría.
—Tengo una nueva tarea que
encomendarte —anunció la reina.
—¿A mí? ¿Estáis segura?
—Tras una profunda reflexión, te
considero el hombre idóneo.
El Viejo se temió lo peor, y no se
equivocaba.
—En mi ausencia, que tengo la
esperanza de que sea breve, serás mi
representante entre los soldados.
—¡Yo no estoy capacitado,
majestad!
—Al contrario: con el paso de los
días te has ido imponiendo, y esos
mercenarios te respetan. En caso de que
sea necesario, tranquilízalos y anuncia
mi regreso inminente con excelentes
noticias y un aumento de la soldada.
El Viejo bajó la cabeza.
—¿Y si… no volvéis?
—No tendrás que aguantar más que
uno o dos días. Luego será imposible
evitar la desbandada.
—Eso significará…
—Mi muerte.
—No sé lo que pensáis hacer,
majestad, pero ¿no existe una solución
menos peligrosa?
—Desgraciadamente, no.
—¿No sería el siciliano más capaz
que yo para esto?
—Necesito a Apolodoro y, aparte de
él y de mi sirvienta, Carmión, tú eres el
único en el que confío.
«Otra vez me toca a mí —pensó el
Viejo—. No debería haberme marchado
nunca de mi pueblo.»
—Lo haré lo mejor que pueda —
prometió, antes de retirarse y de avisar a
Viento del Norte.
Las próximas horas amenazaban con
ser tensas.
Con los brazos cruzados, atento,
Apolodoro no había osado intervenir
durante esa sorprendente entrevista.
Ahora deseaba comprenderla. Carmión
estaba muda de preocupación.
—¿Puedo conocer vuestra nueva
estrategia, majestad?
—Encontrarme con César, decirle la
verdad y convencerlo de la justicia de
mi causa.
Apolodoro y Carmión se quedaron
con la boca abierta.
—Ese general romano se ha
convertido en aliado de Ptolomeo —le
recordó el siciliano—, y ¡no llegaréis
hasta él! Los secuaces de Potino esperan
que lo hagáis para asesinaros.
—En efecto —admitió Cleopatra.
—Pues si lo reconocéis —intervino
Carmión—, ¡es inútil intentar esa
locura!
—He descubierto una manera de
evitar a los asesinos y presentarme ante
César. Me bastarán una barca y tus
brazos, Apolodoro. Si aceptas,
llegaremos a Alejandría esta misma
noche.
El siciliano creyó haber oído mal.
—Nos detendrán, nos…
—Hay poca luz en el cielo,
numerosas nubes, conoces el camino a la
perfección y sabemos cómo entrar en
palacio.
—Con todos los respetos, majestad,
¡ese proyecto me parece una locura!
—¿Nos vamos?
Carmión se deshizo en lágrimas,
Apolodoro se sirvió una copa de licor
de dátiles.

Aqaby se adentró en la sinagoga


aletargada y, a pasos quedos, se dirigió
hacia el local donde se conservaban los
duplicados de la correspondencia del
Anciano de los ancianos y su precioso
sello. Abrió la caja, nervioso. Redactar
una misiva imitando la escritura del
viejo sería un juego de niños, y la
presencia del sello le conferiría un valor
oficial. Arrestarían y ejecutarían a
Antípatro, acusado de conspiración
contra el consejo de regencia, y la
comunidad judía quedaría a salvo.
La luz de una lámpara alertó a
Aqaby, quien se volvió y descubrió al
Anciano de los ancianos, que se tenía en
pie gracias a que se apoyaba en un
bastón.
Petrificado, apretando el sello entre
las manos, el hombre bajito y mofletudo
no se atrevía a mirar a su líder a la cara.
—¿A qué viene este robo, Aqaby?
—Debo… debo impedir un desastre.
—¿No habrás decidido suplantarme?
—No… ¡no comprendéis la
situación!
—Ibas a sustituirme y a abusar de mi
nombre porque te dispones a denunciar a
Antípatro al gobierno griego. ¿Eres
consciente de que lo envías a la muerte?
—¡No hay otro modo!
—¿Quién podrá perdonarte un
crimen como ese?
Las mejillas de Aqaby temblaban.
Nunca se había imaginado que se vería
obligado a eliminar al Anciano de los
ancianos. Desgraciadamente, el viejo, al
sorprenderlo allí, ¡no le dejaba
elección! Había que hacerlo callar.
—Lo siento, yo…
—¿Quieres matarme a mí también?
—¿Me juráis que callaréis?
—Sería una cobardía que no
alteraría tu decisión.
Aqaby soltó el sello y se acercó al
viejo, dispuesto a estrangularlo.
—Será rápido, no intentéis
resistiros.
—No tendría fuerza para hacerlo.
—Perdonadme…
—El Mal se ha adueñado de ti, y no
escaparás al castigo.
Aqaby titubeó.
—Lo siento, de verdad que lo
siento…
—¿Qué demonio te consume el
alma? Ya no te mereces vivir.
Incapaz de huir, el Anciano de los
ancianos mostraba una serenidad
sorprendente. La palabra «castigo»
retumbó en la cabeza de su atacante y lo
obligó a retroceder.
—¡No sois más que un viejo!
—Él, no.
—¿Él?…
Una segunda lámpara cegó entonces
la mirada de Aqaby.
A su izquierda había un hombre muy
alto con la cabeza rapada, el rostro
circunspecto surcado de profundas
arrugas y vestido con un hábito ocre.
—¿Quién eres?
—Vete de esta comunidad, a la que
has traicionado —ordenó Hermes—,
aléjate de Alejandría y no regreses.
Aqaby sintió cómo le ardía el
vientre y fue incapaz de reflexionar. Si
eliminaba a sus dos enemigos, saldría de
ese atolladero. Así pues, se abalanzó
sobre su principal adversario. Si
acababa con él, el viejo sería una presa
fácil.
De las palmas de Hermes brotó
entonces un rayo de luz.
Alcanzado en pleno corazón, el
traidor abrió los brazos, se tambaleó por
un momento y cayó al suelo fulminado.
38

Aquella noche del 7 de octubre de –48,


el viento les era favorable, y el siciliano
Apolodoro supo servirse de él para
acortar la duración del trayecto que
separaba Pelusio de Alejandría. Marino
excelente, disfrutó manejando la vela de
una sólida barca con la que Cleopatra,
inmutable, se disponía a afrontar su
destino. ¿Habría desaprobado Hermes
aquella decisión? Su ausencia
demostraba lo contrario. Si hubiera
considerado que ese acto era una locura,
habría intervenido.
A un lado, el mar, inmenso,
indescifrable, de ininterrumpidos
latidos, ofreciendo la libertad. Al otro,
la costa egipcia, la de un país que la
reina deseaba conquistar. Ella sola,
frente al más poderoso de los romanos,
aliado de Ptolomeo y de su camarilla,
cuyo objetivo prioritario no era otro que
destruirla.
Todo debería haber sido tan
sencillo… Ella, la séptima Cleopatra,
casada de manera simbólica con el
decimotercer Ptolomeo con el fin de
formar una pareja real que reinara sobre
una ciudad opulenta, de riqueza superior
a la de Roma. La joven podría haberse
conformado con una vida de fastos, una
muchedumbre de servidores que habrían
satisfecho su más mínimo deseo.
Rodeada de amantes que la colmaran de
elogios sobre sus encantos, la reina
habría gozado de mil y un placeres,
habría repartido su tiempo entre
relaciones breves, agradables paseos y
la lectura de obras literarias y
científicas, sin olvidar los banquetes y
las largas noches animadas por
bailarines y cantantes.
Los años habrían pasado en calma
entre lujos. ¿Por qué había deseado
ejercer el poder? Se había lanzado
instintivamente a aquella aventura sin
hacer caso del futuro feliz que estaba
destruyendo. Sin embargo, no se
lamentaba de nada, ya que había
descubierto otra realidad que
enmascaraban las farsas de Alejandría.
Se había despertado en ella el recuerdo
de un Egipto milenario, de tesoros
insospechados. Descubrirlos entrañaba
cumplir con sus funciones como reina,
fueran cuales fuesen sus circunstancias.
Conocía la debilidad del pequeño
Ptolomeo, la apatía de su preceptor
Teódoto y la perversidad del eunuco
Potino, pero ¿quién era Julio César? ¿Un
general ebrio de batallas, un
conquistador despiadado, un ambicioso
carente de escrúpulos? Le sería
desvelado si lograba hablar con él.
—Barco a la vista, majestad:
¡escondeos!
Reacia a aquella expedición
insensata, la sirvienta Carmión había
extendido una alfombra en el fondo de la
barca y colocado gran cantidad de telas
para asegurarle a su señora un mínimo
de comodidad para ese último viaje.
Convencida de que no volvería a ver a
Cleopatra, Carmión le había besado
largo rato las manos. Cuando se enterara
de la muerte de su señora, la sirvienta
pondría fin a sus días.
La reina se tumbó y se ocultó con
varias de las telas mientras el siciliano,
que fingió ser un simple pescador,
trataba de navegar frente a un navío
anclado. ¿Barco de guerra o carguero?
No había arqueros, sino solo un simple
vigía que se limitaba a observar el
desplazamiento nocturno de aquella
barca. El capitán del buque tendría la
prudencia, a pesar de la presencia del
faro, de no entrar en el puerto hasta que
hubiera salido el sol.
—Ya no hay peligro —afirmó el
siciliano.
La reina apartó las telas y contempló
de nuevo el mar, de una calma
tranquilizadora. ¿Cuántos momentos
como ese se producirían? Solo una
embarcación de pequeño tamaño, que
bordeara la costa de cerca, podía pasar
desapercibida y deslizarse hasta el
muelle del palacio real. No obstante, era
necesario no cometer ningún error en la
navegación, sortear a los posibles
vigilantes y atracar en un lugar discreto
para zafarse de los guardias. En otras
palabras, una serie de favores que ni
siquiera los dioses benévolos solían
concederles a los mortales.
—Majestad, ¿deseáis continuar?
—¿Lo dudabas?
Al siciliano le gustaba navegar.
Había dado sus primeros pasos en un
barco y no temía ni a las olas ni a los
temporales. Un hombre normal se habría
angustiado; él disfrutaba con esa
escapada nocturna, la voz del viento y
los aromas del mar. Cleopatra lo
fascinaba: las adversidades no hacían
mella en su determinación, y su juventud
no la privaba de madurez. Aunque
hubiera nacido en un establo, habría
sido reina. Cruzarse en el camino de un
ser excepcional era un privilegio que no
quería desperdiciar. Mejor morir al
servicio de una mujer de ese temple que
morir de mediocridad.
Las horas pasaron insensiblemente y
fueron desvaneciendo sus temores.
¿Acaso la reina destronada y su
chambelán no controlaban el mundo?
A lo lejos se veían unas luces.
—Nos acercamos a Alejandría,
majestad.
—Ya veo…
—Arriaré la vela y utilizaré los
remos.
Los dioses les sonreían. Cuando
bordearon el cabo Loquias, la barca
penetró entre una escollera y unos
arrecifes para arribar al puerto de las
galeras reales. Con los cinco sentidos en
alerta, Apolodoro se temía una
intervención de la policía marítima.
Sin embargo, no tuvieron ningún
percance, y el siciliano atracó en el
extremo del muelle, desierto y oscuro.
Sorprendido por ese éxito, tuvo la
impresión de despertarse de un sueño.
—Los guardias de palacio nos
detendrán, majestad. No tentemos a la
suerte.
—¡No hemos venido aquí para
escondemos!
De repente, Apolodoro soltó los
remos, desconcertado.
—Entonces ¿qué deseáis hacer?
—Envuélveme en las telas y la
alfombra. Me llevarás al hombro y
explicarás que el fardo es un regalo para
César.
—Majestad…, ¡eso no puede
funcionar!
—Date prisa.
Cleopatra se tendió sobre las telas,
el siciliano la tapó con ellas y luego
enrolló la alfombra a su alrededor y ató
el valioso bulto con una correa.
Convencido de que en el mejor de
los casos le impedirían entrar y de que
en el peor lo arrestarían, se dirigió de
forma vacilante hacia el primer puesto
de guardia que cerraba el paso al barrio
de los palacios.
Dos soldados dormitaban, el tercero
le dio el alto.
—¿Adónde vas, hombre?
—Traigo un regalo para César.
—Ah, para el romano… Seguro que
necesita una alfombra. Pasa y espera.
Una criada te dirá adonde ir.
Estupefacto por haber eludido el
obstáculo, Apolodoro entraba en un
edificio que conocía bien, pero donde el
peligro podía resultar letal. El lugar
estaba plagado de esbirros que habían
claudicado ante el consejo de regencia,
y uno de ellos podría denunciar al
chambelán de la odiada reina.
Un personaje barrigudo lo
reconoció.
—¡Apolodoro! ¿Qué haces tú aquí?
Por suerte, el cocinero preferido de
Cleopatra era un viejo amigo.
—Le traigo un regalo a César.
—Te llevaré al pabellón donde vive,
está en el jardín de palacio. ¡Démonos
prisa! Si uno de los paniaguados de
Potino se da cuenta de quién eres, estás
perdido. ¿Quieres que te eche una mano?
—No, puedo solo.
Ambos hombres apretaron el paso.
—¿Por qué corres tantos riesgos? —
Se sorprendió el cocinero.
—Es una promesa.
—Pues ahí es… Luego, reúnete
conmigo, te esconderé y te ayudaré a
escapar.
Dos legionarios que hacían guardia a
la entrada del pabellón cruzaron sus
lanzas al ver a Apolodoro.
—Un regalo para César —aseguró
él.
Los soldados se quedaron mirando
la alfombra.
—¡Así estará más cómodo! Sígueme.
César seguía trabajando en mitad de
la noche. Gracias a las informaciones de
su aliado judío, Antípatro, empezaba a
conocer Alejandría, y había garantizado
la seguridad de su pequeño ejército.
El imperator levantó la mirada
mientras el siciliano dejaba la alfombra
en el suelo.
—¿Quién me envía ese obsequio?
Apolodoro desanudó la correa,
desenrolló la alfombra y quitó las telas.
Pasmado, César vio cómo una joven
se incorporaba con gracia del atado. En
cuanto estuvo de pie, observó al
imperator con una mirada firme y
seductora a un tiempo.
—Soy la reina Cleopatra —declaró
con una voz fascinante—, y me alegro de
poder aceptar tu invitación.
39

Cleopatra había elegido un vestido largo


de lino real excepcionalmente fino, casi
transparente, que apenas disimulaba un
cuerpo magnífico.
—Dejadnos —les ordenó César a
Apolodoro y al legionario.
Este último protestó:
—Esta mujer podría ser peligrosa
y…
—¿Tengo que repetir mis órdenes?
El soldado y el siciliano
desaparecieron.
Era evidente que Cleopatra no
ocultaba ninguna arma. Maravillado,
César no le quitaba ojo a esa reina de
formas perfectas y expresión de inusual
determinación.
—¿En qué lengua hablaremos? —le
preguntó en griego, lengua que
practicaba desde la infancia.
—Esa me viene bien.
—Hablas unas diez lenguas, según
parece.
—Unas veinte.
César se levantó.
—Yo también me alegro de
conocerte, pero no me esperaba…
—Ptolomeo y su camarilla habían
decidido asesinarme para impedir esta
entrevista.
El romano asintió con la cabeza.
—¡Las costumbres de la corte de
Alejandría son bastante violentas!
—¿Acaso las de la conquistadora
Roma lo son menos?
César se sonrió. Muy aficionado a
las mujeres, creía haberse cruzado con
todos los tipos y descifrado todas las
sutilezas de las hijas de Venus. Sin
embargo, aquella joven reina, que reunía
agudeza intelectual, belleza y cultura, lo
sorprendía. El atractivo de su voz era
tan arrebatador que tenía ganas de oír
sus explicaciones, por muy discutibles
que estas fueran. Además, Cleopatra se
atrevía a hacerle frente sin miedo y a
dirigirse a él como a un igual.
Desagradable desde cierto punto de
vista, su actitud merecía atención y
respeto. Aquella adversaria estaría a su
altura. El romano comprendía por qué la
reina, intransigente y seductora,
suscitaba los odios del mediocre clan de
los Ptolomeos.
—¿Deseas un poco de vino después
de tu incómodo viaje?
—Con mucho gusto.
César llenó dos copas y le ofreció
una a su invitada. Al acercarse a
Cleopatra, contuvo un leve temblor y
temió que la joven se hubiera dado
cuenta.
—Seamos francos: los vinos
egipcios son de una excelente calidad, y
pienso importarlos.
—Egipto te depara otras muchas
sorpresas.
—¡Espero que agradables!
Sentémonos, ¿quieres?
Cleopatra decidió hacerlo en unos
cojines colocados encima del catre del
general. Este último, en una sencilla
silla con respaldo de entramado.
La reina no se imaginaba así al más
temible de los guerreros romanos. En
efecto, tenía el rostro demacrado, la
nariz partida, arrugas en la frente y en la
barbilla. Sin embargo, sus rasgos no
eran los de un tosco militar. A pesar de
su complexión fuerte, César parecía un
hombre elegante, de elocución cuidada y
de innegable porte. Aristócrata
orgulloso de su linaje, poseía una
dignidad natural unida a sus dotes de
mando. Era la primera vez que
Cleopatra conocía a esa clase de
hombre, y sentía algo extraño.
¿Peligroso, despiadado, ambicioso? Sin
ninguna duda, pero ¡tan atractivo!
«Deslumbrante a la vista, dulce al
oído», pensó César, que decidió
serenarse abordando lo esencial.
—El testamento de tu padre,
Ptolomeo XII, debe ser respetado, y
estoy aquí para velar por él. Por
consiguiente, ¡tú y tu hermano Ptolomeo
XIII debéis compartir el trono de
Egipto!
El romano se esperaba una reacción
violenta; Cleopatra bebió un poco de
vino.
—No pido nada más que eso.
—¿No trataste de deshacerte del
pequeño Ptolomeo?
—¡Al contrario! Me estuve
ocupando de los asuntos del reino,
puesto que había que realizar reformas
urgentes. Al hacerlo, desaté el odio de
los tres ayudas de cámara encantados de
ejercer como ministros: el eunuco
Potino, el preceptor Teódoto y el general
Aquilas. Esperaban someterme
constituyendo un consejo de regencia.
Furiosos por mi oposición, me forzaron
a exiliarme y hoy solo tienen un
objetivo: mi desaparición. Soy siete
años mayor que el pequeño Ptolomeo:
tengo veintiuno; él, catorce. He probado
mi capacidad para el mando y para
superar las dificultades. Reunir un
ejército de mercenarios no fue plato de
gusto. Sin embargo, he sobrevivido, y
las tropas de Ptolomeo tienen miedo de
enfrentarse a las mías.
—Una guerra civil es siempre
desoladora —opinó César—. Si logro
reconciliaros, ¿renunciarás a la lucha?
—Renunciaría. Y tú, ¿renunciarás a
apropiarte de mi país?
—Roma necesita de los recursos
egipcios, en especial, de los cereales, y
tengo pensado mantener intensas
relaciones comerciales con un poder
fuerte y estable.
—En otras palabras, con Ptolomeo y
conmigo.
—Esas son las exigencias de tu
difunto padre, así es vuestra ley. De que
sean respetadas dependerá que haya una
paz provechosa para todos.
—Me encanta la sensatez de lo que
dices. Tengo la copa vacía…
Celebremos nuestro pacto.
César abrió un ánfora de panza
redondeada y cuello cilíndrico. Contenía
un vino tinto del delta de excepcional
aroma.
—Según Potino, hiciste ejecutar a su
emisario.
—Miente —replicó la reina—. Si
hubiese aceptado subir al barco que me
envió, me habrían asesinado.
—Como se ha evitado ese desastre,
¡bebamos por las bodas de Roma y
Egipto!
El imperator se sentó a la derecha
de la reina, a una distancia razonable.
—Cleopatra, ¿querías a tu padre?
—¡Lo odiaba! Por culpa de sus
vicios, Egipto se debilitó, y Roma
ambiciona gobernamos.
—Yo soy Roma, y tus palabras
podrían costarte la vida.
—¿Tú también deseas mi muerte?
—¡Por supuesto que no!
—Tu conducta demuestra lo
contrario… Conque ¡no dudes más,
utiliza tu espada y acaba de una vez!
César se enderezó.
—No me tomarás por un bárbaro,
¿verdad?
—¿No eres aliado de Ptolomeo?
—¡Te equivocas, Cleopatra! He
recibido a Ptolomeo y a sus sombras,
Potino y Teódoto.
—Y…
—Y me parecen despreciables. Son
gentuza. Tú eres una reina.
Le cogió la mano. Ella no la apartó.
—A ojos de tu pueblo, serás la
esposa de tu hermano Ptolomeo. Tu
inteligencia te permitirá controlar a ese
crío y volver a reinar. Y yo no me
opondré a ello.
—El apoyo de Roma… ¿No es una
trampa mortal?
—¿Tienes en tu mano una solución
mejor?
—¡Yo quiero restaurar la grandeza
de Egipto, y tú, asfixiarlo!
Furioso, César se apartó de ella y le
volvió la espalda.
—Regresa a tus aposentos,
Cleopatra.
—Allí no estaría segura. Pasaré aquí
la noche.
—Como quieras.
El imperator consultó los informes
de sus patrullas recogidos por Rufino.
Debía olvidarse de esa mujer y ceñirse
solo al equilibrio político de Egipto.
—No me abandones, César.
Cuando se volvió, la reina estaba
desnuda, y la belleza luminosa de la
joven mujer de corazón ardiente
despertó en él un deseo cuya intensidad
le resultó abrumadora.
—No conocía el ascendiente del
amor —le confesó ella—, pero tú me lo
impones.
—Tengo cincuenta y dos años,
Cleopatra.
—¿La pasión depende de la edad?
—Aléjate de mí, te lo ruego.
La reina se acercó lentamente a
César, le cogió la mano y la puso en sus
pechos. Una mano suave, febril,
amorosa.
40

Aquella mañana del 8 de octubre de –


48, el eunuco Potino estaba de un humor
excelente. En primer lugar, había
recuperado el apetito y había devorado
un abundante desayuno compuesto de
cereales, lácteos y fruta. Además, se
imaginaba las últimas horas de
Cleopatra, su pánico cuando viera que
unos piratas atacaban su nave. La bruja
desaparecería pronto de escena de
manera definitiva, y el consejo de
regencia lamentaría la brutal muerte de
la reina, debida a elementos
incontrolados que la policía buscaría
activamente. Luego se mostraría su
cadáver a César con el fin de
demostrarle el buen funcionamiento de
la justicia.
Ya solo quedaba formar una falsa
pareja real e, incluso en eso, la suerte
favorecía al jefe de gobierno, ya que
contaba con la princesa Arsínoe. El
pequeño Ptolomeo lo había informado
de que la adolescente deseaba reinar y
convertirse en su esposa tras la
eliminación de Cleopatra. Se podía
aprovechar de esa oportunidad siempre
que se anduvieran con ojo con ese bicho
de físico poco agraciado y que se le
impidiera cualquier desmadre. Con
catorce años, Ptolomeo empezaba a
apuntar maneras de hombre que
mantendrían a Arsínoe con la boca
cerrada. Se las daría de rey y no
permitiría que su hermana se expresara,
y seguiría siendo una marioneta entre las
manos hábiles de Potino, poseedor de la
llave del auténtico poder: la gestión de
la hacienda.
El eunuco fue a buscar al crío, al que
sus criados peinaban, perfumaban y
vestían. Impaciente, le daba vueltas a la
miniatura de un carro.
—¿Habéis dormido bien, majestad?
—¿Ha muerto Cleopatra?
—No tardará en anunciarse
oficialmente; ese triste desenlace es
ineludible.
Ptolomeo desarmó su carro y pisoteó
los fragmentos.
—Ahora, ¡desembaracémonos de
César y cortémosle la cabeza, como a
Pompeyo!
—Se requiere una estrategia más
sutil —opinó Potino—. Ese tirano goza
de protección personal y desconfía de
nosotros.
—Odio a ese romano, ¡quiero que se
vaya!
—Tranquilo, se marchará. Teódoto y
yo estamos creando las condiciones
necesarias para ello.
Con unos textos poéticos que
alababan los encantos de Alejandría
bajo el brazo, el preceptor Teódoto se
reunió con el eunuco y el rey.
—Se aplaza el estudio hasta esta
tarde —indicó Potino—, una tarea
urgente nos reclama: informar a César
del fallecimiento de Cleopatra y del
matrimonio del rey con Arsínoe.
El niño daba saltitos de felicidad, y
a su preceptor le costó ceñirle la
diadema.
Entusiasmado, el trío se encaminó
hacia el pabellón del jardín real. En la
entrada, los guardias cruzaron sus
lanzas.
—¿Es que no sabéis quiénes somos?
—se indignó Potino.
—Dejadlos pasar —ordenó Rufino
—. El imperator espera al rey Ptolomeo
y a sus consejeros.
En cuanto traspasaron el umbral, el
pequeño monarca, el eunuco y el
preceptor se quedaron petrificados,
atónitos.
Vestido con una elegante túnica roja,
sentado a su escritorio, César consultaba
unos documentos. A su izquierda, la
mujer que quitaba el cordel que cerraba
los rollos de papiro no era otra sino…
¡Cleopatra!
Cleopatra, viva, de nuevo con ese
brillo en la mirada, ¡al lado del invasor!
—¿Cómo… cómo ha llegado aquí?
—dijo sorprendido Potino, cuyos
gruesos labios habían palidecido.
—Eso da igual —opinó César, quien
levantó la cabeza y se quedó mirando
fríamente a sus interlocutores—.
Cleopatra acepta acatar la legalidad que
encarno, como me exigen tanto Egipto
como Roma. E invito a Ptolomeo a
comportarse de igual manera.
Con un estallido de rabia, el crío se
arrancó su diadema y la arrojó al suelo.
—¡Es una traición! Apelo a mi
pueblo, ¡os masacrará!
Escabulléndose de sus dos
consejeros, Ptolomeo salió
precipitadamente fuera el pabellón y
corrió en dirección a palacio sin dejar
de gritar: «Traición, traición, ¡a mí el
pueblo!».
—Deberíais tranquilizarlo —les
aconsejó César—. La situación podría
degenerar.
—Él es el rey —le recordó Teódoto
—. Nosotros no somos más que sus
humildes servidores.
El romano se puso en pie,
apabullando a los dos hipócritas con su
desprecio.
—En ese caso, haremos frente al
pueblo.

El griterío del pequeño rey resultó


de una extraordinaria eficacia. En menos
de una hora, se había reunido delante de
palacio una numerosa muchedumbre que
exigía explicaciones.
—¡Voy a hablarles! —decidió
Ptolomeo.
—Ya basta —intervino César.
Potino y Teódoto flanquearon al
niño.
—No hagáis nada —murmuró el
eunuco al oído de su protegido.
Ptolomeo apretó los puños lleno de
ira. Sus consejeros tenían la esperanza
de que una avalancha de gente
vociferante forzara a los romanos a
subirse de nuevo a sus barcos y a
hacerse a la mar.
César apareció en una de las
ventanas del edificio en compañía de
Cleopatra.
—Vuestra reina está viva —
proclamó—. Se ha evitado la guerra
civil. Según vuestras tradiciones, está
casada con Ptolomeo XIII y, de acuerdo
con el testamento de su padre, reinarán
juntos bajo la protección de Roma.
Ahora mismo, vuestros dos soberanos
están reconciliados, se celebrará la paz
restablecida con una fiesta y un
banquete. Y regalo a Egipto la isla de
Chipre con el fin de celebrar este feliz
acontecimiento.
—¡Queremos ver a Ptolomeo! —
chilló un manifestante.
—Venid conmigo, majestad —le
rogó César.
Potino empujó a su señor. Renuente,
este se dejó ver, a pesar de todo, a la
izquierda de César, quien se apartó para
permitir que la pareja real compareciera
ante el pueblo de Alejandría.
Tras un primer momento de
vacilación, se apoderó de este el alivio
y la alegría. Gracias a un gobierno
estable, la factoría del mundo iba a
retomar sus actividades comerciales y a
beneficiarse, asimismo, de los favores
de Roma.
Con una sola voz, la muchedumbre
aclamó a Ptolomeo y a Cleopatra.
César no manifestó emoción alguna,
Potino sentía terribles ardores de
estómago, y Teódoto se mordió los
labios hasta hacerse sangre.
41

Las bóvedas artesonadas del palacio


real de Alejandría[11] estaban repletas
de adornos. Había láminas de oro que
disimulaban el enmaderado, mármoles
en abundancia que iluminaban las salas,
y a ello se añadían impresionantes
cantidades de ágata y de pórfido, sin
olvidar los exuberantes suelos de ónice.
Nada de vulgar roble para las puertas y
sus jambas, sino ébano y revestimientos
de escamas coloreadas de tortuga india,
esmeraldas engastadas en el centro de
sus manchas. El marfil revestía los
pasillos, el jaspe daba a los muebles un
reflejo rojizo, los divanes destellaban
gracias a las gemas, y las alfombras
resplandecían a causa de un largo baño
de púrpura.
Aunque capaz de afrontar las
condiciones extremas de una guerra,
César era sensible al lujo, y el de la
residencia de los Ptolomeos parecía
innegable. Los invitados al banquete de
Estado, que haría época, se habían
ataviado con sus mejores galas, y las
mujeres, empezando por la reina
Cleopatra y la princesa Arsínoe,
competían en elegancia con sus mejores
joyas. Todos los cortesanos distinguidos
asistían a esa fiesta de reconciliación,
que iniciaba una nueva era y garantizaba
largos años de prosperidad para
Alejandría. Como César no se
presentaba como dominador sino como
conciliador, no acechaba ningún
conflicto y podrían volver a dedicarse al
comercio aunque tuvieran que negociar
duro con los romanos.
Los cocineros de palacio habían
hecho gala de todo su talento para
deleitar a los ilustres comensales.
Pasteles, guisos de carne, pescado del
mar y del Nilo, verduras variadas
condimentadas con especias, quesos,
multitud de postres, todo ello
acompañado por grandes caldos
procedentes del delta y con la marca de
«triple calidad».
A la derecha de César, Ptolomeo se
atiborraba; a su izquierda, Cleopatra
comía con la punta de los dedos. El
chiquillo de catorce años había
cambiado; como había comprendido que
sus consejeros no lograrían eliminar a su
hermana mayor sin desatar las iras del
imperator, empezaba a dudar de su
capacidad. ¿Y si hacía realidad el título
de rey que le había concedido el
destino? ¿Y si ejercía un poder que se
vería obligado a compartir, al menos
durante cierto tiempo? La personalidad
de Julio César lo impresionaba y lo
alejaba de su yugo protector. Era a él y
no a Teódoto ni a Potino a quien debía
parecerse un monarca. En cuanto a
Cleopatra, además del hecho abrumador
de ser una mujer, albergaba una
ambición injustificada, condenada al
fracaso.
—¿La cena resulta de vuestro
agrado? —le preguntó el pequeño rey a
César.
—Vuestros cocineros son grandes
artistas.
—Esta reconciliación…, ¿es
realmente vuestro deseo que se
produzca?
—¿Acaso lo dudáis, majestad?
—Necesitaría una prueba, más allá
de unas bonitas palabras.
La repentina madurez de Ptolomeo
sorprendió al romano.
—¿Cuál?
—¿Ha dado mi hermana y esposa,
Cleopatra, orden de dispersarse a su
banda de mercenarios?
—Esta misma mañana —respondió
la reina—. Han recibido su soldada y
han abandonado la región de Pelusio.
El adolescente asintió con la cabeza.
—Entonces, no habrá guerra civil…
Quizá debería agradecértelo de alguna
manera.
—No te pido tanto. Restaurada la
calma, conviene proceder a reformas
administrativas y a garantizar la fuerza
de nuestra moneda.
—Esos temas me interesan tanto
como a ti, mi querida hermana, y
tendremos que hablar de ello.
—¿Te enfrentarías a la opinión del
consejo de regencia?
—Que existiera se justificaba dada
mi edad y mi falta de experiencia.
Pronto desaparecerán esas taras.
Conocer la poesía no basta para
gobernar, y he empezado ya a estudiar el
mundo de la economía.
—Desconfía de Potino —le
aconsejó Cleopatra—. No piensa más
que en los intereses de una pequeña
casta.
—Aprenderé a forjarme mi propia
opinión, y tu presencia me ayudará
mucho a ello.
Una orquesta formada por flautistas,
oboístas y arpistas inició una
cancioncilla alegre, y unas bailarinas,
ligeras de ropa, realizaron arabescos
que entusiasmaron a los participantes
del banquete. Los coperos llenaban las
copas con un vino suave y afrutado, y las
cabezas empezaban a dar vueltas. Se
bromeó, se contaron chistes subidos de
tono, se recordaron las orgías de
Ptolomeo, el flautista… Cleopatra se
levantó.
—Si nuestro invitado no se ofende
—le dijo a César—, me gustaría
retirarme. El día ha sido largo y voy a
volver a mis aposentos.
Como había abusado de la comida y
de los grandes vinos, a Ptolomeo le
costaba mantener los ojos abiertos.
Teódoto lo acompañó a sus
habitaciones.
Potino había observado con
suspicacia al romano y a la bruja, pues
sospechaba que se habían convertido en
amantes. Sin embargo, su frialdad
recíproca a lo largo de la comida le
había parecido más bien tranquilizadora.
Otro motivo de inquietud era el
comportamiento del pequeño Ptolomeo.
Aquel crío daba muestras de estar
demasiado seguro de sí mismo. ¿No iría
a considerarse un rey?
Carmión besó las manos de la reina.
—Soy feliz, majestad, ¡tan feliz! Por
fin hemos vuelto a palacio… Había
perdido la esperanza de volver a veros
viva, y no podía creerme la paz.
Vuestros aposentos están en orden,
espero no haberme olvidado de nada…
¡Perdonadme si ha sido así!
—Tengo una misión importante que
confiarte: recibir con todo el secreto a
un visitante eminente. Apolodoro te lo
traerá, habrá que evitar a los curiosos.
Carmión se entusiasmó.
—¿Un hombre?
—Julio César. Tengo que reunirme
con él.
—¿No corréis un gran riesgo?
Cleopatra sonrió.
—Tranquila, ese romano sabe ser
diplomático.
La reina se retiró a una enorme y
fragante habitación con aroma a jazmín.
Cubierta con un brocado dorado, su
cama era un paisaje en el que su amante
disfrutaría perdiéndose. Carmión había
colocado ramos de lirios en las esquinas
de la habitación. Encima de una mesa
baja había dos copas de plata y una
pequeña ánfora de vino blanco decorada
con lides de amor.
¿Cómo lo había adivinado la
sirvienta? Desde siempre se anticipaba
a los deseos de su señora y encontraba
la manera de satisfacerlos. Cleopatra se
quitó su pesado vestido ceremonial,
deshizo su moño y se vistió con un
simple velo, ondeante y diáfano.
¿No era víctima de un espejismo?
No, César, el hombre más poderoso del
mundo, se encontraría muy pronto junto
ella, atento y apasionado. Su primera
noche de amor había hecho que su
diferencia de edad se desvaneciera,
pero Cleopatra debía rendirse a la
evidencia: la tarea de César había
concluido, se estaba preparando para
volver a Roma, luchar allí con sus
testarudos rivales y conquistar el poder
supremo. Antes de perderlo, deseaba
compartir con él unos últimos instantes
de pasión.
—Ya está aquí —anunció Carmión,
muy emocionada.
El imperator no se había resistido a
la invitación, y el chambelán Apolodoro
había sabido llevarlo hasta allí con total
discreción.
Al volver a ver a Cleopatra, sintió
de nuevo una atracción irresistible.
Cuando la estrechó entre sus brazos lo
invadió un intenso sentimiento de
felicidad. Nunca habría imaginado que
viviría un amor tan exaltado, hasta el
punto de que desapareciera su
moderación natural y el control de sí
mismo. Él, que creía conocer a las
mujeres, estaba fascinado por los
misterios de aquella reina, y se moría de
ganas de explorarlos.
La llevó hasta la inmensa cama, le
quitó el velo y se la quedó mirando.
—Esta será nuestra última noche,
¿verdad? —inquirió ella con la voz
velada por una sombra de tristeza.
—No irás a cerrarme tu puerta…
—No, ¡por supuesto que no! Pero tú
tienes que marcharte y…
—El cielo me retiene aquí. Es la
estación de los vientos etesios, los aires
del norte que hacen la navegación
demasiado peligrosa.
Eufórica, la joven desvistió a su
amante y se entregó a sus caricias,
mientras le rogaba en silencio a la diosa
del cielo que hiciera soplar esos vientos
milagrosos durante largas semanas.
42

Acompañados por unos legionarios


romanos, los emisarios de Cleopatra
habían pagado a los mercenarios y los
habían conminado a dispersarse y a
alejarse de Pelusio. Como les habían
permitido llevarse las provisiones
reunidas por el Viejo, los mercenarios
estaban bastante satisfechos de haber
salido tan bien parados. Esa aventura
podría haber acabado mal.
—¿Qué pasa en Alejandría? —
preguntó el Viejo.
—Se ha reinstaurado la calma —le
contestó uno de los delegados de la
reina—. Gracias a la intervención de
César, ha terminado la disputa entre
Ptolomeo y Cleopatra, y ambos
soberanos, aliados de Roma, han
celebrado un soberbio banquete por su
reconciliación. La reina ha quedado muy
satisfecha de tus servicios y desea
emplearte como adjunto de su
chambelán: excelente salario,
alojamiento y alimento incluidos. ¿Qué
decides?
—A mí, la ciudad…
Viento del Norte levantó la oreja
derecha.
—¿Tú quieres conocer la ciudad?
El asno lo confirmó.
—¡Lo que me faltaba! Bueno, pues
vayamos.
El delegado se quedó atónito.
—¿Este animal dicta tu conducta?
—Mi asno sabe por dónde se anda.
Los viajeros subieron a bordo de un
barco de la reina. En la proa, Viento del
Norte disfrutó del espectáculo del mar.

El general Aquilas se quitó de


encima a la jovencita, pues sus encantos
lo aburrían. Había llegado el momento
de utilizar a otra menos torpe.
El edecán del brusco jefe del
ejército de cabeza cuadrada y pelo
moreno irrumpió en sus habitaciones de
la fortaleza de Pelusio.
—Se marchan, ¡se marchan!
—¿Los mercenarios de Cleopatra?
—Abandonan sus posiciones,
¡comprobadlo vos mismo!
Aquilas se vistió a toda prisa con
una basta túnica y se encaramó a lo alto
de las murallas.
Los mercenarios recogían las
tiendas, dos columnas de infantería
salían ya hacia el norte, algunos grupos
pequeños se dispersaban.
—Es sospechoso —opinó Aquilas
—. Creo que no es más que una
maniobra de distracción. Han planeado
atacamos por varios flancos a la vez y
tratan de engañamos. Que se queden
todos en sus puestos.
No obstante, los mercenarios
levantaron el campamento lentamente
ante la mirada del general. Al llegar la
puesta de sol, no cabía duda de que el
ejército se dispersaba. ¿Pretenderían
esos granujas reunirse a buena distancia
de Pelusio con el fin de preparar una
importante ofensiva? Era poco probable.
Aquilas, desconfiado, ordenó a sus
batidores que les siguieran la pista y se
aseguraran de que aquellos canallas no
estaban preparando una encerrona.
Aquilas se engulló furioso un pato
asado y se bebió un ánfora de un vino
exquisito. ¿A quién le estaban tomando
el pelo en Alejandría?, y ¿por qué
Potino no le enviaba instrucciones
concretas? El eunuco dominaba la
hacienda, pero él, Aquilas, ¡era quien
contaba con el ejército! Sus dos
compinches, el eunuco y el preceptor, se
olvidaban de que era el tercer miembro
del consejo de regencia, el único capaz
de mantener el orden. Que lo dejaran de
lado de esa manera empezaba a
resultarle insultante.
Al día siguiente por la mañana, los
batidores confirmaron la disolución del
ejército de mercenarios, y el general
recibió por fin una misiva oficial con el
sello de Potino. Las noticias eran
asombrosas: Ptolomeo y Cleopatra se
habían reconciliado, habían aceptado
reinar juntos, y César se alegraba de esa
armonía.
«Esto no durará mucho», consideró
Aquilas, convencido de que la reina se
apresuraría a relegar a su hermano
pequeño a un segundo plano y a retomar
ella sola las riendas del poder. Las
órdenes eran claras: hasta la partida de
los romanos, el ejército permanecería
acantonado en Pelusio con el fin de
evitar cualquier incidente que
cuestionara el acuerdo alcanzado.
Aquilas descifraba la hábil
estrategia de Potino: sin el apoyo de
César, Cleopatra se quedaría aislada y
se convertiría en una presa fácil.
Entonces, el ejército regresaría a
Alejandría, eliminarían a la bruja y
Ptolomeo reinaría adoptando otra
esposa, sumisa y muda.
Descartado el peligro, con un futuro
prometedor, Aquilas y sus hombres
podían dedicarse a descansar, a la buena
mesa y a las chicas. Y, en cuanto Potino
le diera la orden, le cortaría con mucho
gusto la cabeza a Cleopatra.

Uno de los lacayos del eunuco era


categórico: César y Cleopatra habían
pasado la noche juntos en la habitación
de la reina. A pesar de las precauciones
del chambelán Apolodoro, uno de los
criados había reconocido al romano.
Al principio enfadado, Potino le
quitó importancia al asunto: aquel tirano
de cincuenta y dos años le había
reclamado su recompensa a una joven
guapa, que estaba encantada de
recuperar gracias a él una parte de su
trono y que creía que lograría deponer a
Ptolomeo. ¡Ingenuidades de una mujer
ambiciosa!
Afeitado, acicalado y vestido con
una deslumbrante túnica anaranjada cuya
amplitud disimulaba sus redondeces,
Potino se apresuró a dirigirse al puerto.
A su paso, apartó a algunos cortesanos
inquietos por la conservación de sus
privilegios y salió del palacio rodeado
de una pequeña corte.
Un viento ligero barría los muelles
reservados a los barcos de la marina
real. Cerca de allí, habían amarrado los
de César. Al eunuco le sorprendió
verlos en lugar de aquellos.
—Que me traigan al vigilante
encargado —ordenó.
El responsable llegó con paso
tranquilo.
—¿César no se ha llevado más que
un barco?
—¿El romano? No ha zarpado.
Todos sus barcos están ahí.
—¿Estás seguro?
—Estoy en mi puesto desde el
amanecer. Solo han salido de Alejandría
tres barcos mercantes.
Enfadado, Potino llamó a uno de los
capitanes de la flota de César. El
marinero de rostro arrugado no parecía
muy complaciente.
—¿Cuándo os vais?
—No hay fecha prevista. ¿No lo
notáis?
—No…
—¡Los vientos etesios! Es imposible
navegar con ellos. Debemos esperar a
que se moderen.
43

César se estaba arriesgando de una


manera insensata. Con el asunto egipcio
solucionado, debería haberse alejado de
Alejandría y haberse ocupado de los
partidarios de Pompeyo, quienes,
deseando vengarse, se desvivirían por
cerrarle el paso hasta Roma y el poder
absoluto. Soñaba con aquel poder no
para su gloria personal, ya muy
consolidada, sino para ofrecerle a su
país el dominio mundial. Había que
acabar con los conflictos internos, con
las disputas personales y con las crisis
económicas: una tarea enorme,
extraordinariamente estimulante, y un
camino ya trazado.
Un camino en el que se interponía
Cleopatra.
Acostumbrado a los combates y a las
adversidades, César había
menospreciado una de ellas: el amor. Él,
el imperator; que no había temido ni a
los germanos ni a los íberos ni a los
galos ni a las legiones de Pompeyo,
sucumbía ante una frágil joven. No
podía alejarse de ella y no había
aducido más que una miserable excusa,
los vientos del norte, capaz de justificar
su incomprensible estancia en
Alejandría.
Una estancia peligrosa… El
pequeño ejército de César no aguantaría
mucho frente a las tropas de Ptolomeo si
el rey niño le declaraba la guerra. Pero,
tras su flamante reconciliación con
Cleopatra, ¿por qué iba a mostrarse
agresivo?
Cuando la mano de la reina le
acarició la mejilla, César se olvidó de
sus temores. Al atractivo de su voz, se le
sumaba la magia de sus gestos, tan
suaves que hacían que se olvidara de
todo.
—Ya que te quedas —murmuró—,
es inútil que nos escondamos.
—¿No eres la esposa de Ptolomeo?
—¡No es más que apariencia! Nada
me prohíbe amarte.
—¿No se sentirán molestos los
alejandrinos?
—¡Las locuras de mi padre les
hacían gracia! Aquí la moral no es muy
estricta, a nadie le incomodará nuestra
relación. La alianza de Egipto y Roma…
¿No es una noticia fabulosa?
—¿No serás tú la felicidad,
Cleopatra?
—Eso te corresponde a ti decidirlo.
La reina se colgó de su cuello.
—¡Voy a hacer que descubras mi
ciudad! A su lado, Roma no es más que
una triste aldea.
César se retiró durante largo rato en
el mausoleo que albergaba el sepulcro
de Alejandro Magno, luego Cleopatra lo
llevó al museo, el corazón cultural de la
capital. Consagrado a las musas,
garantes de las actividades artísticas e
intelectuales, ocupaba un vasto espacio
donde se habían edificado un santuario,
una inmensa biblioteca, un comedor,
viviendas y sidas de estudio, dedicadas,
sobre todo, a la astronomía y a la
medicina. Allí, los especialistas en
anatomía disecaban los cadáveres y los
farmacéuticos preparaban las pócimas.
Y es que el museo era el templo de la
investigación científica, pues permitía a
sus pensionarios profundizar en sus
conocimientos y realizar numerosos
descubrimientos.
Vivir en el museo era una situación
envidiada y envidiable. Además de tener
pensión completa y colada a expensas
del Estado, los eruditos no pagaban
impuestos y se dedicaban por entero a
sus disciplinas, a salvo de las
convulsiones del mundo exterior.
Disfrutaban de aposentos espaciosos, un
agradable comedor, un jardín, un paseo
bajo unas arcadas y una sala de
conferencias provista de cómodos
asientos. Astrónomos, cirujanos,
médicos, filósofos, retóricos,
especialistas en hidrostática y demás
investigadores tenían trato diario y se
enriquecían unos a otros con sus
respectivos saberes.
Cleopatra le presentó a César al
gran sacerdote de las musas, director de
la institución y uno de los altos cargos
de la corte. Acceder a ese puesto exigía
una capacidad contrastada, y la buena
marcha del museo era una tarea
agotadora y estimulante a la vez.
El romano sintió un vivo interés por
conversar con los internos del museo, y
la amplitud de sus conocimientos, tanto
en astrología como en filosofía,
sorprendió a más de uno. Él, que era uno
de los mejores escritores en latín, les
dio útiles consejos a unos prosistas.
Deseoso de aprender, César asistió
luego a varias conferencias y se pasó
largas horas en el jardín en compañía de
su amante y de los eruditos, encantados
de mostrarle los resultados de sus
incesantes estudios.
Y Cleopatra le abrió a César las
puertas de la biblioteca, fundada por el
primero de los Ptolomeos, a quien el
primer bibliotecario, Demetrio de
Falero, no dudaba en decir: «Los libros
tienen más valor que los cortesanos a la
hora de exponerles la verdad a los
reyes». Cuidadosamente ordenados en
las estanterías, los volumina estaban
formados por hojas de papiro unidas y
enrolladas alrededor de una vara.
Catalogados y debidamente clasificados,
los setecientos mil volúmenes de la
biblioteca de Alejandría atendían
múltiples temas: historia, geografía,
etnografía, mitología, astrología,
astronomía, ornitología, maravillas del
mundo, medicina, magia, literatura e
incluso juegos y recetas de cocina.
Aquella aspiración al saber universal
deslumbró al imperator, que cruzó las
salas donde escribas y filólogos
copiaban los textos una y otra vez,
infatigablemente, al tiempo que los
revisaban, y donde los bibliotecarios
hacían inventario de las adquisiciones
recientes, pues el Estado compraba
manuscritos a soberanos extranjeros, a
ciudades y a particulares. Los estantes
estaban repletos de gran cantidad de
traducciones del egipcio, del caldeo, del
persa, del latín y otras lenguas. César se
interesó por la traducción griega de la
Torá de la que se servían su amigo el
judío Antípatro y sus correligionarios, y
por la obra del sacerdote Manetón,
redactada a petición del primer
Ptolomeo, donde incluía la lista de las
treinta dinastías del Egipto faraónico.
Ningún imperio había sido tan estable y
tan próspero a través de los siglos sin
renegar nunca de sus instituciones.
Lo deslumbró un libro en especial:
el Tratado de Hermes el Tres Veces
Grande, heredero del dios egipcio Thot,
señor de las palabras sagradas. Nadie
había escrito preceptos más profundos
acerca del nacimiento en espíritu, de la
obra divina y de las leyes eternas de la
creación.
—Ahora ya conoces los lugares
donde pasé mi infancia y mi
adolescencia —le dijo Cleopatra.
Trayéndole sin cuidado las miradas
de soslayo de los eruditos, César la
estrechó entre sus brazos.
—Ahora comprendo mejor la magia
de tus palabras, nutridas por toda esta
ciencia.
—¿Habrías preferido a una idiota
encantadora?
—Eres una reina, Cleopatra, y te
mereces reinar.
44

Los informes de los espías de Potino


concordaban: César pasaba los días en
el museo y la biblioteca, y las noches en
la cama de Cleopatra. El romano
escuchaba a conferenciantes, conversaba
con filósofos, leía textos de magia y
astrología, participaba en debates
literarios y científicos y no se cansaba
de los encantos de su joven amante.
César el guerrero, el conquistador, el
futuro amo de Roma, ¡transformado en
un estudiante enamorado!
Potino, desconcertado, no sabía qué
pensar. Los vientos del norte habían
amainado, el hombre que había vencido
a Pompeyo se estaba aposentando en
Alejandría. Como se comportaba sin
agresividad alguna, la población se
mantenía tranquila, pero ¿cómo
evolucionaría esa extravagante
situación?
—El rey te convoca —le anunció
Teódoto, cuya frente lucía una nueva
arruga.
—Más tarde, estoy ocupado.
—Es una orden, Potino.
—¿Perdón?
—Ptolomeo ha cambiado mucho, se
está endureciendo y se considera capaz
de gobernar.
—¡Pues vuelve a poner a ese crío
insolente en su sitio!
—Se resiste. Finjamos que lo
obedecemos.
Ptolomeo XIII, Cleopatra, Arsínoe…
En algunos momentos habría mandado
gustosamente a esa familia inaguantable
al infierno, y manipulado al último de
sus miembros, un niño muy pequeño,
pero la reconciliación del rey y de la
reina, sumada a la bendición de César,
lo obligaba a hacer malabarismos para
encarar esa realidad.
—Nuestro soberano ha dejado de
atiborrarse a pasteles —observó
Teódoto—, y va todos los días al
gimnasio a fortalecerse para perder
grasa y lograr las confidencias de los
altos cargos.
Potino puso mala cara; esos antojos
de independencia le disgustaban. Con
sus torpes andares, llegó hasta la sala de
audiencia donde el joven monarca había
decidido instalarse. Un alto funcionario
acababa de entregarle en mano un
expediente.
—Has tardado, Potino. En el futuro,
date prisa en responder a mi llamada.
—Entendido, majestad.
—Los poetas me aburren —le
confesó el rey—; prefiero las cuentas
del Estado. Aunque las reformas de
Cleopatra habrían estado a punto de
arruinamos, la gestión actual no es
satisfactoria. Y tú eres el principal
responsable.
El eunuco tragó saliva.
—Es una materia complicada y…
—¡Y yo soy demasiado joven para
dominarla! No soy de la misma opinión.
Dejadez, corrupción, privilegios
inadmisibles… ¿No eres consciente de
esos extravíos?
—Me preocupan, majestad.
—¡Eso no basta, Potino! Vamos a
extirpar esas manchas, pero hay algo
más urgente.
El eunuco no reconocía al niñito
caprichoso indiferente a los asuntos de
Estado.
—Según mis informadores del
gimnasio, César es el amante de mi
hermana.
—Exacto, majestad.
—¡Ese romano pisotea mi dignidad!
¿Por qué no ha abandonado Alejandría?
—Por culpa de los vientos del norte.
—¡Se mofa de nosotros y se
comporta como un tirano en un país
conquistado!
—A decir verdad —objetó Potino
—, se conforma con visitar la ciudad,
asistir a las lecciones de los sabios del
museo y frecuentar la biblioteca.
—¡Artimañas! César está estudiando
el terreno y se está preparando para
derrocarme. Pon todos los medios para
forzarlo a zarpar. Si fracasas, convocaré
al ejército de Aquilas y emplearé la
fuerza.
Potino palideció.
—Majestad, los legionarios romanos
son soldados excepcionales y…
—Los nuestros no son unos
cobardes, y gozamos de una enorme
superioridad numérica. Ejecuta mis
órdenes, Potino, y muéstrate eficaz.

«Impresionante, lo que se dice


impresionante, es», reconoció el Viejo,
y Viento del Norte compartía su opinión
cuando desembarcaron en el gran puerto
de Alejandría, abrigado al este por el
cabo Loquias; al oeste, el puerto del
Buen Regreso recibía los pesados
barcos mercantes. Al asno le había
asombrado el faro que dominaba
aquellas dos dársenas principales, que
separaba el dique que unía la isla de
Faros con la orilla. Un puerto interior,
«la caja», se comunicaba con un canal
que conducía al lago Mareotis y el brazo
canópico del Nilo.
Si bien los templos y los edificios
oficiales no llegaban a la altura de las
construcciones de los antiguos egipcios,
no carecían de elegancia, y al Viejo le
sorprendió la anchura de las avenidas,
en especial los treinta metros de la
arteria principal, la vía canópica, que
cruzaba del este al oeste y que tenía
cinco kilómetros de largo. Las calles
estaban dispuestas en forma de
cuadrícula. Esta dividía la ciudad en
cinco barrios a los que la administración
les había dado el nombre de las cinco
primeras letras del alfabeto griego.
El ajetreo parecía incesante.
Egipcios, griegos, judíos, chipriotas,
asiáticos y demás personas
pertenecientes a países próximos o
alejados corrían en todas direcciones.
Marineros, estibadores, repartidores,
mercaderes, pequeños comerciantes o
artesanos se dedicaban a sus actividades
ante la mirada de los ciudadanos que se
incluían en las cinco tribus poseedoras
de la cultura griega y que dominaban al
resto de la población.
—Bueno, pues ya lo has visto —le
dijo el Viejo a Viento del Norte—. Aquí
están todos muy nerviosos y deberíamos
volvernos al pueblo.
El asno, al que los transeúntes
miraban admirados por su corpulencia y
el bonito pelaje gris claro, no lo veía de
la misma manera. Siguió al delegado,
quien se encaminó hacia el barrio de los
palacios.
«Me huele a problemas», presintió
el Viejo, que siempre había sido incapaz
de barruntar el porvenir.
Sin embargo, la acogida fue cordial,
y el chambelán Apolodoro recibió en
persona a los recién llegados.
—¡Encantado de volver a verte!
¿Qué te parece la capital?
—Magnífica, magnífica… El viaje
me ha resecado la garganta.
—¡Eso es fácil de solucionar! La
bodega del palacio no te decepcionará.
Te he reservado un alojamiento
agradable y a tu asno no le faltará de
nada. ¿Aceptará llevar el correo privado
de la reina?
—Privado…, ¿eso significa
confidencial?
—En cierto modo.
«Ahí lo tenemos, ya empiezan los
problemas», confirmó el Viejo.
—¿Está a salvo la reina Cleopatra?
—Entre nosotros: no estoy seguro.
Su relación con César es públicamente
conocida, y me temo que tiene
descontento al pueblo de Alejandría.
Pero no seamos pesimistas: ese romano
acabará abandonando nuestra ciudad y
volveremos a nuestra vida de siempre.
Mientras tanto, tu ayuda me será muy
valiosa. Organizaste tan bien la
intendencia de nuestra banda de
mercenarios que tu trabajo en palacio te
resultará un juego de niños.
—¿En qué consistirá?
—Vigilar los alimentos destinados a
Cleopatra y a César.
—¿Eso significa… catarlos?
—¡No, no! Habrá unos sirvientes a
tu disposición. Tú te preocuparás por la
calidad de los productos y escogerás a
los mejores proveedores. ¿Te parece
bien esa noble tarea, espléndidamente
pagada?
El Viejo se rascó el mentón.
Evidentemente, era demasiado bonito.
—Bueno, por probar…
El siciliano le dio una palmada en el
hombro.
—¡Bienvenido a palacio! Juntos,
haremos un buen trabajo.
«¿Dónde me han metido los
dioses?», se preguntó el Viejo.
45

Guiado por Cleopatra, César disfrutó


descubriendo los talleres de Alejandría,
que producían artículos de lujo que se
exportaban a numerosos países, sobre
todo ropa de lana y de lino. El romano
reparó en que los telares estaban
precintados y los obreros controlados
con el fin de evitar falsificaciones
clandestinas que se libraran de los
impuestos. Se actuaba con la misma
rigurosidad con perfumistas y vidrieros,
quienes tenían una habilidad asombrosa
y cuyo trabajo le procuraba una
auténtica fortuna al Estado. Por todas
partes había policía con el fin de evitar
una economía paralela. Las tasas,
elevadas, aseguraban el nivel de vida de
los aristócratas griegos, los únicos con
derecho a recibir el tratamiento de
«ciudadanos de Alejandría», según los
principios de una democracia que les
garantizaba la conservación de los
privilegios. Por supuesto, las mujeres
eran consideradas menores de edad. Al
tomar el poder, los griegos habían
acabado con la situación de las egipcias,
iguales a los hombres, y no habían
conservado más que la imagen de la
reina, presente al lado del rey. Como en
la época faraónica, los maridos eran
llamados hermanos y las esposas
hermanas, los Ptolomeos habían llegado
a la conclusión de la necesidad de una
pareja real que uniera a un hermano y a
una hermana de sangre.
César se entusiasmó con las joyas de
oro adornadas con piedras preciosas y
no se resistió a regalarle a Cleopatra un
magnífico collar que lució de inmediato
en el cuello. Se divirtieron juntos
examinando las célebres figuritas de
terracota de repertorio ilimitado. Eran
representaciones del faro, los templos,
las divinidades, actores, músicos,
bailarines, portadores de lámparas,
animales, personajes grotescos, machos
de sexo aventajado y amantes que se
entregaban a alegres retozos.
El imperator, cuando se adentraba
en el corazón de la vida alejandrina, se
olvidaba de Roma y pasaba días
estimulantes y noches mágicas, cada vez
más enamorado de su joven amante. Él,
el nuevo Rómulo, hijo de Venus y
descendiente del héroe Eneas, le habló
de su larga carrera: tribuno militar,
cuestor, edil, cónsul, procónsul, general
laureado, pero también gran pontífice, es
decir, líder religioso.
—Te invito a una ceremonia
celebrada en el gran templo de Serapis
—anunció Cleopatra.
Cien escalones llevaban al
santuario, que estaba construido sobre
una colina que dominaba el barrio de
Rhakotis, nombre de una antigua aldea
egipcia. Ante el edificio con techo
revestido de oro había una inmensa
explanada. Al amparo de un pórtico, una
biblioteca contaba con miles de obras.
Cleopatra y César traspasaron el
umbral del templo con paredes
adornadas por láminas de oro, de plata y
de bronce. Procedente de una ventana
hacia oriente, la luz iluminaba la boca
de la estatua gigantesca de Serapis,
anciano barbudo y melenudo que estaba
sentado en un trono y sujetaba un cetro.
Cerca de él se hallaba Cerbero, el perro
de los infiernos. Coronado con un
cestillo adornado con espigas de trigo y
ramas de olivo, el dios poseía unos ojos
formados por piedras preciosas que
brillaban en la oscuridad.
—Serapis se le apareció en sueños
al primer Ptolomeo y le pidió al rey que
le ofreciera una morada en Alejandría
—le reveló Cleopatra—. En su ser se
combinan el antiquísimo dios de la
resurrección, Osiris, y el toro Apis,
símbolo de la potencia vital. Tras hacer
fecunda la tierra, Serapis se unió a Isis,
la soberana de los grandes misterios, y
protege a la pareja real.
Apareció una procesión de
sacerdotes inmaculados, vestidos de
lino blanco, que se dispusieron
alrededor de la estatua. César y
Cleopatra se acercaron a ellos.
—¿Consientes en vivir este rito? —
le preguntó la reina en voz baja.
—¿Es peligroso acaso?
—Serapis vuelve la tierra fértil —le
recordó ella, emocionada—, y temo
que…
—Dejémosle hacer al dios —
decidió César.
Cuando salieron de la penumbra, el
superior de los sacerdotes inmaculados
llevaba en una mano un vaso de agua
lustral y, en la otra, un pebetero del que
brotaba una llama.
Cuando reconoció en él a Hermes,
Cleopatra contuvo un grito. Feliz de
llevar a su amante al templo y de hacerle
dar un paso decisivo, fue más consciente
aún de la importancia de ese momento.
César, aun acostumbrado a
intercambiar la mirada con hombres de
fuerte carácter, se quedó impresionado
por la del gran sacerdote, y se sentía
incapaz de someterlo con la suya.
De manera instintiva, la reina y el
imperator se arrodillaron.
Hermes derramó el agua
purificadora en sus frentes y pasó la
llama creadora por delante de su rostro.
Al utilizar dos elementos capitales que
habían permitido a los dioses moldear el
universo, despertó el alma de los
amantes a realidades invisibles.
Desde la explanada del templo,
César y Cleopatra contemplaron durante
largo rato Alejandría, el puerto y el faro.
El sol de otoño bañaba la ciudad con
una luz suave, y el azul del mar se aliaba
con el del cielo para dar forma a un
paisaje paradisíaco, como si nada
pudiera perturbar la paz de aquel día
perfecto.
Cleopatra le ofrecía a César un
mundo insospechado, el del amor, el de
una capital de sorprendentes tesoros, el
de un Oriente que era fuente de
abundancia. Vivir allí lo exaltaba,
descubría un nuevo horizonte. Y ¡qué
felicidad poder frecuentar el museo y la
biblioteca, escuchar a los filósofos y a
los eruditos, estudiar textos que
transmitían la sabiduría de los
antepasados!
Sin importarle los
convencionalismos, César cenaba con
Cleopatra, cuyas palabras lo fascinaban.
Cuando gozaba de su erudición y de su
sentido del humor, habría deseado que
se detuviera el tiempo y disfrutar para
siempre del milagro de aquella
comunión. Esos días felices en
Alejandría, ¿eran el desenlace de los
duros conflictos que había vivido? ¿Era
Cleopatra su verdadero destino?
César se hacía preguntas, y la reina
le respondía mediante la pasión de sus
sentimientos. Prisionero de los deseos y
de los placeres, no sentía ganas de huir,
y se convencía a sí mismo de haber
alcanzado por fin la tierra de sus sueños.
Cleopatra recreaba la edad de oro
de la escuela de Alejandría, el siglo[12]
del matemático Calimaco, cuando la
sirvienta Carmión, con cara de
circunstancias, se decidió a importunar a
los amantes.
—Un oficial pregunta por vos.
—¿Su nombre? —inquirió César.
—Rufino. Asegura que es grave.
El lugarteniente del imperator no se
andaba con bromas, por lo que la
interrupción debía de estar justificada.
—Que venga.
46

Incapaz de controlar sus emociones,


Rufino llegó echando pestes.
—¡Es intolerable! Se están riendo de
nosotros, la situación no puede seguir
así. Ese Potino, esa serpiente…
—¿Qué falta ha cometido? —
preguntó César.
—Ha repartido entre nuestros
soldados trigo pasado y mohoso, ¡y
cerveza que no se puede beber! Eso crea
disensiones en nuestras filas y a nuestros
hombres los sorprende que no
intervengáis.
—Tranquilízalos, Rufino. Arreglaré
ese problema mañana mismo.
Aquella noche, César durmió poco.
Cleopatra se valió de todos los recursos
de la seducción para retenerlo junto a
ella e impedir que fuera a despertar al
eunuco. Como las siguientes horas se
auguraban difíciles, lo arrastró a un
torbellino de placeres.

Potino contaba con que César lo


convocara, pero no el lugar escogido: el
pequeño palacio de Cleopatra en la isla
de Antirrodos, junto a un templo de Isis.
La vista era magnífica. A lo lejos, el mar
centelleaba.
Con las manos cruzadas detrás de la
espalda, movido por una cólera larvada,
el imperator no se anduvo con fórmulas
de cortesía.
—¿Qué significa esto, Potino?
—¿De qué queréis que hablemos?
—De los alimentos podridos
repartidos entre mis soldados.
—Les entrego las existencias
disponibles y siento oír esa falta de
gratitud por su parte. ¿No deberían
conformarse los romanos con ser
alimentados a expensas del prójimo?
—¡No me hacen ninguna gracia tus
ironías!
El eunuco adoptó un tono servil.
—Los alejandrinos os agradecen que
les hayáis ahorrado un conflicto
sangriento al reconciliar a Ptolomeo y a
Cleopatra. Sin embargo, prolongar
vuestra presencia aquí podría
convertirse en una fuente de discordia, y
resultaría sabio por vuestra parte pensar
en volver a Roma. Nuestras respectivas
administraciones rematarán algunos
contratos comerciales y reinará entre
nosotros la mejor de las armonías. Los
vientos del norte han amainado, el viaje
no presenta ningún riesgo.
El breve silencio de César permitió
esperar a Potino una respuesta
razonable. Los argumentos tenían su
peso, y aquel general no pensaba más
que en su carrera. El entreacto
Cleopatra, por muy agradable que fuera,
tenía que terminar.
—De nuevo, despreciable cortesano,
¡te atreves a dictarme lo que debo hacer!
No tengo intención de abandonar
Alejandría, lugar en el que todavía me
queda mucho por descubrir, y mis únicos
interlocutores serán el rey Ptolomeo y la
reina Cleopatra. Tú reúne rápidamente
los diez millones de denarios que se le
adeudan a Roma y alimenta a mis
soldados como es debido, si no, pediré
tu cabeza y la obtendré.
Lívido, Potino estaba casi muerto de
miedo, y se alegró de salir indemne de
aquel maldito palacio.
El eunuco siguió varias horas
indignado después de lo ocurrido, y su
personal padeció su mal humor y sus
rabietas. La llegada del preceptor
Teódoto le permitió relatar con detalle
la humillación que le había infligido el
bestia del romano.
—Ese asesino me ha amenazado, a
mí, ¡a Potino! Quiere cortarme el cuello,
apoderarse de Alejandría, deponer a
Ptolomeo ¡y sentar a su puta en el trono!
Pagarle el dinero que reclama no servirá
de nada. ¡Ahora veo claro a qué juega!
—Así pues, compartes mi opinión y
la de nuestro rey: hay que
desembarazarse de César y de
Cleopatra. ¿Sabes que estuvieron en el
templo de Serapis y que fueron
iluminados por el agua y el fuego como
una futura pareja real?
—Eso es demasiado, ¡actuemos
cuanto antes!
—Sirvámonos de los antiguos
métodos —recomendó Teódoto—. Por
muy desconfiado que sea, ese romano
caerá.

Isis, poseedora de los secretos de la


resurrección y de las fórmulas mágicas;
Isis, madre de Horus, encarnación
humana del halcón celeste y protector de
la realeza. Al venerar a la diosa en su
pequeño santuario de la isla de
Antirrodos, Cleopatra tenía la sensación
de remontarse en el tiempo y de unirse
al espíritu de la gran Isis, cuyo nombre,
en escritura jeroglífica, se representaba
mediante un trono. Era ella su guía y su
inspiradora, quien la apremiaba a
traspasar las fronteras de Grecia y
Alejandría para reencontrarse con las
raíces del Egipto faraónico y hacer que
renaciera el árbol de la vida.
Amar a César, ser amada por él…
Ese milagro no le bastaba a la joven
reina. Al concederle aquella felicidad
inesperada, ¿no la estaba incitando a
cumplir plenamente con su función de
reinar en todo Egipto y no solo en
Alejandría? Si dejara de ser una
extranjera, Cleopatra se incorporaría al
linaje de las dinastías y recogería la
herencia de los faraones y la
prolongaría.
—Si ese es tu deseo —dijo la voz
grave de Hermes—, no se lo ocultes a
César y convéncelo para que te ayude a
realizar tu sueño.
El mago ocupaba con su gran altura
todo el pequeño templo.
—Tus grandes proyectos no se
podrán concretar en Alejandría —
añadió—. Lejos de aquí, al sur, en
Dandara, unos constructores erigen un
inmenso santuario consagrado a las
diosas Hator e Isis. Será uno de los más
suntuosos del país, y allí vivirás los
grandes misterios, siempre que no
olvides la llamada de Isis, ni siquiera
durante las peores adversidades.
Hermes abrió entonces la mano
derecha. Contenía una piedra negra que
emitía una luz anaranjada.
—Cuando los oficiantes de los ritos
reúnen las partes dispersas del cuerpo
de Osiris y lo restauran, modelan la
piedra divina de la que Isis se sirve para
insuflarle el aliento vital a su difunto
esposo. Todos los años, durante la
celebración, la piedra muere y renace.
Aquí está la última hasta la fecha,
Cleopatra, no te separes de ella y
utilízala con criterio.
—¡Cuéntame más! ¿Cómo…?
—Gobernar implica saber
enfrentarse a los embates del destino.
Cuando la situación lo exija, da muestra
de tu carácter.
Hermes dejó la piedra en manos de
Cleopatra y salió del santuario.
47

La reina dormía desnuda y César la


contemplaba. Las noches eran tan
hermosas como los días, y la pasión que
sentía por Cleopatra no dejaba de
renacer. A sus dotes como amante había
que sumar el atractivo de una
conversación constantemente renovada,
unas veces frívola, otras profunda.
Ardiente y tierna, apasionada y
delicada, aquella mujer era un ser
excepcional cuyos misterios César
estaba lejos de descubrir
completamente.
Abrió los ojos, sus miradas se
encontraron.
—He de decirte la verdad —
murmuró ella.
—¿Qué me has ocultado?
—Lo esencial.
Intrigado, César se sentó al borde de
la cama y le cogió dulcemente las
manos.
—¿No estarás conspirando contra
Roma?
—Te amo, Julio César, y amo mi
país, que no se reduce a Alejandría. Se
ha abierto un camino, conduce al Egipto
de los faraones, presente en lo más
hondo de mi alma. Deseo resucitar aquel
Egipto y devolverle su grandeza del
pasado.
—Ese imperio desapareció, su edad
de oro acabó.
—Alejandría es una estafa. Por
primera vez, la capital de Egipto es un
puerto porque los griegos eligieron
situarse en los límites del país real,
entre el mar y un lago, ¡olvidando así la
gloria pasada de las Dos Tierras!
Y ese pasado no ha muerto. Al
contrario, renace en forma de templos
inmensos donde el pensamiento de los
antiguos continúa siendo enseñado y
transmitido. Me he convertido en una
egipcia, y esa transformación orienta mi
vida.
—¿No desearás ser… faraón?
—Algunas mujeres cumplieron con
la función suprema y esa institución ha
seguido vigente. ¡Incluso Alejandro
Magno tuvo que hacerse coronar faraón
para que su poder fuera reconocido por
el pueblo egipcio! Sus sucesores
respetaron esa costumbre, pero se
equivocaron al encerrarse en sus
palacios y su mentalidad griega. Tú has
salido de las fronteras de tu país y has
recorrido el mundo. El día de mañana
elevarás a Roma a la categoría de
imperio y puedes entender mis
ambiciones, que no serán contrarias a
las tuyas.
El discurso de Cleopatra era el de
un jefe de Estado, y César no se lo tomó
a la ligera. En efecto, aquella visión
absurda no tenía ninguna posibilidad de
materializarse. Sin embargo, la reina le
dedicaría su energía y su talento y
trataría de darle una apariencia de
realidad. Un Egipto ligado a su
espiritualidad y a sus tradiciones, un
Egipto fuerte y orgulloso de su
prestigio… César no tenía nada que
temer de un socio así. La mujer a la que
amaba gobernaría las Dos Tierras con
intención de restaurar su prosperidad y,
en gran parte, se exportarían a Roma las
riquezas producidas. Aliados, Egipto y
Roma dominarían Oriente y Occidente.
Ansiosa, la reina esperaba el juicio
del imperator. Sin su apoyo, su sueño
seguiría siendo letra muerta.
—Tengo grandes proyectos para
Roma, tú los tienes para Egipto, y nos
amamos tanto como amamos nuestros
respectivos países. Una mujer corta de
miras e ideas pacatas me habría
decepcionado. ¡Y tú aspiras a invertir el
curso del tiempo reconstruyendo las Dos
Tierras a imagen y semejanza de tus
ancestros! Es imposible, Cleopatra, pero
a mí solo me interesa lo imposible, y no
he dejado de enfrentarme a ello.
Muéstrate a la altura de tu ideal y
seguiremos unidos para siempre.
Mientras le daba gracias a Isis, la
joven abrazó a su amante. Pronto se
dirigirían a Dandara para prosternarse
ante la gran diosa e impregnarse de su
poder.

Encantado de recorrer las avenidas y


las calles de Alejandría, Viento del
Norte cumplía a la perfección su trabajo
de cartero y les llevaba a los
interesados el correo personal de la
reina. Artesanos y comerciantes recibían
pedidos que se apresuraban a entregar;
de ellos, el último hasta la fecha era
para el mejor perfumista de la capital,
que le reservaba a su ilustre cliente una
insuperable fragancia a base de jazmín.
El asno transportaba también breves
informes para el judío Antípatro,
favorable a César, donde lo informaba
de la situación en palacio. Como el
imperator alargaba su estancia y se
dejaba ver con Cleopatra, eran de temer
inquietantes reacciones por parte del
clan de Ptolomeo. Aquellos
acontecimientos reforzaban la opinión
de Antípatro y de su comunidad: Roma
estaba llamada a desempeñar un papel
determinante en el porvenir de la
deslumbrante Alejandría, y oponerse a
César sería un error fatal.
En cuanto al Viejo, cumplía con su
tarea dejando satisfecho al chambelán
Apolodoro. El Viejo elegía carnes,
verduras y frutas que agradaran a César
y a Cleopatra, y exploraba la bodega del
palacio y se obligaba a catar el
contenido de cada ánfora para
proporcionarle a la pareja vinos de
primera calidad.
Aquella mañana, cuando se marchó
Viento del Norte, recibió a los
proveedores y, tras un minucioso
examen, decidió los ingredientes de la
comida: filetes de perca, pierna de
cordero, habas con comino, queso
fresco, uvas y tarta de manzana. Un
almuerzo ligero que había que
acompañar con un vino blanco joven y
fresco, y luego con un tinto con cuerpo
procedente de los viñedos reales del
delta.
En la entrada de la bodega había dos
desconocidos. De escasa frente y mal
afeitados, no pertenecían al personal de
la reina.
—¿Quiénes sois y qué hacéis aquí?
Los dos tipos sacaron sendos
cuchillos y pincharon la tripa del Viejo.
—¿Tienes las llaves de la bodega?
—Sí, pero…
—¡Abre la puerta o te rajamos!
Obligado a hacerlo, el Viejo usó dos
gruesas llaves de hierro. Los
desconocidos lo empujaron a la
escalera.
—El vino para la comida de César
—le ordenó uno de ellos.
El Viejo señaló dos tinajas. No
había terminado ese gesto cuando el
segundo ladrón le rompió la nuca de un
golpe de porra. Su víctima se desplomó
inconsciente.
—¿Lo remato con el cuchillo? —le
preguntó su compinche.
—No vale la pena el esfuerzo: ya
está muerto.
Ambos esbirros volvieron a subir
por la escalera, cerraron con llave la
puerta de la bodega y dejaron en manos
del ayudante del jefe de cocina, su
cómplice, las dos tinajas. El trío había
percibido una suma considerable y, para
cuando encontraran el cadáver del
Viejo, la situación habría cambiado
radicalmente, pues Potino y su clan
tendrían de nuevo vía libre.
48

Después de una mañana pasada en


compañía de Cleopatra leyendo la
historia de las dinastías del Antiguo
Egipto escrita por el sacerdote Manetón,
César tenía hambre y sed. El copero le
sirvió una copa de vino blanco fresco
que paladeó a pequeños sorbos.
Cleopatra sentía una nueva alegría,
la de la esperanza. En adelante, sus
sueños más absurdos no quedarían
reducidos a simples espejismos. La
experiencia y el genio político del
imperator eran dos de sus mayores
bazas, y su pareja iría reforzándose e
imponiéndose a sus pueblos. La reina
estaba ansiosa por embarcarse con
destino a Dandara y recibir allí la
unción de Isis: solo entonces comenzaría
su reinado.
De pronto, César se llevó la mano a
la frente.
—Una migraña súbita… Me ha
quitado el apetito.
Unas gotas de sudor cubrieron la
raíz de su cabello, el rostro le palideció
de manera inquietante y se le entrecortó
la respiración.
Cleopatra no tardó en entenderlo: en
los últimos tiempos, la corte ptolemaica
a menudo utilizaba veneno. Corrió hasta
su aseo, abrió el cofre que contenía la
piedra negra de Hermes y regresó junto
a César, quien estaba a punto de
desmayarse con la mirada perdida.
Confiando en su instinto, le pasó
lentamente la piedra por los labios
exangües. La falta de efecto no la
desanimó, e insistió. Cuando
enrojecieron un poco, supo que la
perseverancia salvaría a su amante.
Poco a poco, la respiración de César
volvió a la normalidad, desapareció el
sudor, la mirada dejó de vagar. Se
incorporó agotado.
—Este dolor, este terrible dolor…
Se está mitigando. Y tú, tú… no me has
abandonado.
—¿Envenenar a César? —Se
sorprendió Ptolomeo—. Mi querida
hermana, ¿quién estaría lo bastante loco
como para cometer un crimen así?
—¿Acaso tu entorno no odia al
imperator, mi querido hermano? No
quiero imaginar que hayas dado la orden
de asesinar al enviado de Roma y
albacea de nuestro padre.
—¡Estás divagando! No tengo más
que un único reproche que hacerle: ¿por
qué no se marcha de Alejandría?
—Porque me ama y lo amo.
—¡Una relación pasajera sin futuro
alguno! Convence a ese romano para que
abandone Alejandría y viviremos en
paz.
—¿Quién ha tratado de envenenar a
César?
—¡No lo sé, mi querida hermana!
—Potino debe de saberlo.
El pequeño rey apretó los dientes.
—¿Acaso desconfías del jefe de mi
gobierno?
—De nuestro gobierno, mi querido
hermano. Le corresponde a Potino
identificar cuanto antes al culpable, a
riesgo de desatar la ira legítima de
César.

Viento del Norte continuaba sentado


sobre los cuartos traseros a la cabecera
del Viejo, quien tenía la nuca vendada, y
le lamía las manos para transmitirle su
fuerza. El herido, que había sido
atendido por los mejores especialistas
del museo, había estado a punto de pasar
a mejor vida. En cuanto abrió los ojos,
exigió un vaso lleno de algún vino con
cuerpo y describió de manera precisa a
sus dos agresores.
La investigación de Potino no había
durado más de un día. Le había
presentado a César, que estaba
completamente restablecido, los
cadáveres de los dos criminales y de su
cómplice, un mozo de cocina de
Cleopatra. El copero de esta se hallaba
libre de toda sospecha. Los tres canallas
se habían matado entre sí, y nada
permitía suponer que dependían de
alguien que los financiara. Aquellos tres
insensatos, a los que había movido su
rechazo a los romanos, habían expiado
su crimen y el asunto había quedado
cerrado.
El mutismo de César y de Cleopatra
no engañaba al eunuco. Ni él ni ella se
habían creído aquella farsa, estaban
convencidos de que él era el
organizador de la conspiración
desbaratada. Entre esa pareja
inaguantable y Ptolomeo no reinaba más
que una paz aparente, y Potino se
encontraba en medio del campo de
batalla.
—Esos tres imbéciles fallaron —se
lamentó Teódoto, quien les había
proporcionado el veneno—. César
adoptará mil precauciones y no
lograremos llegar hasta él.
—Desengáñate —objetó Potino—.
Arruinaremos su reputación y
avivaremos el odio de la población.

El encargado del tesoro del templo


de Serapis no daba crédito a lo que oía:
¡los funcionarios del Ministerio de
Hacienda le estaban tomando el pelo!
—¿Devolveros los vasos de oro y
de plata? ¡Menuda broma de mal gusto!
—Es una orden de César. Está
requisando los tesoros de nuestros
lugares sagrados.
—¡Que yo sepa, no es ese romano
quien gobierna! —Nuestros soberanos
se ven obligados a someterse a sus
exigencias. Es inútil protestar.
—¿Y si me niego?
—Serás condenado y los legionarios
saquearán el templo. La mejor opción es
obedecer.
Con una inmensa pena, el encargado
abrió la puerta del tesoro a los
funcionarios, que llenaron sus sacos con
los objetos rituales.
Una vez finalizada su triste tarea, se
lo comunicó a sus colegas que se
encargaban de administrar los bienes de
los templos de Isis, de Cronos, de
Poseidón, de Pan y de otras divinidades
presentes en Alejandría.
Por todas partes, el testimonio era
idéntico: el general romano saqueaba
los tesoros de los lugares sacros de la
capital con el fin de enriquecer a Roma.
Con aquel comportamiento de ladrón, se
convertía en un profanador y en enemigo
de los dioses griegos. Los sacerdotes se
reunieron con carácter urgente y
condenaron la actitud del extranjero.
Una delegación se dirigió al palacio
con la exigencia de ser atendida. Potino
recibió a las principales autoridades
religiosas de la ciudad y las escuchó
atentamente. Como lo presionaban para
que interviniera, no les ocultó su
confusión y les confesó la verdad:
César, como amante de Cleopatra,
estaba maquinando la evicción de
Ptolomeo, y no tardaría en instalar a su
amiguita en el trono para proclamar así
su omnipotencia. Entonces, Cleopatra,
aliada de Roma, ejercería su tiranía,
eliminaría a los sacerdotes y a los
antiguos altos cargos, pondría
mercenarios en su lugar y extorsionaría
a los ricos. Prisionero de los
legionarios, Ptolomeo se encontraba
maniatado.
La única solución que veía era un
levantamiento popular acordado con el
consejo de regencia y el ejército.
Exasperados como estaban, los
sacerdotes aprobaron aquella estrategia
y prometieron correr la voz.
49

El pequeño Ptolomeo mantuvo una


actitud muy digna y miró fijamente a los
dos consejeros con altivez.
—Se murmura que César saquea los
tesoros de los templos de Alejandría.
¿Se ha confirmado ese rumor?
—Por desgracia, sí —respondió
Teódoto, aterrado—, y los sacerdotes se
sienten abatidos.
—Los he recibido y he intentado
mitigar sus iras en vano —añadió
Potino.
—¡Esas exacciones son un insulto
intolerable a nuestra soberanía! —
sentenció el rey—. ¿Sois conscientes de
que debemos expulsar a ese romano?
—Tenéis razón —reconoció el
eunuco—, pero se niega a abandonar la
ciudad, pues se ha encariñado mucho
con vuestra hermana. En mi opinión, esa
pareja maléfica ha decidido derrocaros
y tomar el poder. Vuestra vida corre
peligro, majestad.
—¡Actuemos, entonces!
—La diplomacia se ha vuelto inútil,
César y Cleopatra no darán ni un paso
atrás. Por esa razón, parece
indispensable una intervención militar.
El adolescente no pareció muy
satisfecho.
—La guerra contra Roma…
—Roma está lejos —apuntó Teódoto
—. Se tratará de una guerra contra
César, en Alejandría, en nuestro
territorio, y ni siquiera un imperator
será capaz de vencemos, pues nuestra
superioridad es aplastante. Acallaremos
a ese conquistador y lo decapitaremos,
como a Pompeyo. Roma elegirá a un
nuevo líder y se olvidará de Egipto.
—César no dispone más que de un
pequeño número de barcos y de
legionarios —le recordó Potino—.
Cuando lo ataque el general Aquilas y el
pueblo de Alejandría se alce contra él,
se verá desbordado.
El pequeño rey levantó la cabeza.
—Yo, Ptolomeo, ¡venciendo al gran
César! Qué victoria tan magnífica…
¡Pisotearé su cadáver y mataré a
Cleopatra con mis propias manos!
—Los siglos futuros celebrarán
vuestra gloria y los poetas cantarán
vuestras hazañas —le aseguró Teódoto.
El monarca sintió una desenfrenada
alegría ante la idea: por fin vencería a
Cleopatra.

Potino era un ministro minucioso y


no tenía costumbre de comprometerse a
la ligera con algo. Eliminar a César
exigía adoptar todas las precauciones
posibles. No había que actuar sino sobre
seguro, y aplastar al adversario al
primer ataque. Ahora bien, se planteaba
un problema delicado. Como el
excelente estratega que era, el imperator
por fuerza era consciente de la debilidad
de sus tropas y, por tanto, había pedido
refuerzos. Estos últimos evitarían el
puerto de Alejandría, fácil de cerrar, y
pasarían por Pelusio, donde el general
Aquilas esperaba órdenes. Suponiendo
que hubiera un regimiento en camino, lo
interceptaría cortándole la ruta de
Alejandría. Por tanto, Aquilas debía
dividir sus tropas dejando una
guarnición suficiente allí.
Sin embargo, aquel imperativo
entrañaba un ataque procedente del
interior de la capital, y este no era fácil
de organizar. Ayudado por Teódoto,
Potino preparó un plan sin fisuras. Los
sacerdotes recibirían instrucciones y
servirían de enlaces, y los legionarios
acantonados en el barrio del Bruchión
no se darían cuenta de nada.
Las fuerzas de seguridad pondrían
armas en manos de los esclavos de los
aristócratas griegos, a quienes se
prometería buenas recompensas una vez
obtenida la victoria. Dado el apego que
sentían por sus amos, esas criaturas se
alegrarían de combatir a los romanos y
de probar su valor. Hasta que se
desencadenara el conflicto, estarían
mucho mejor alimentados que de
costumbre y exentos de ciertas tareas
ingratas. Los soldados de César
diezmarían a esa turba de gente, pero les
ocasionarían pérdidas y no harían sino
debilitar al imperator.
Potino formaría varias huestes de
veteranos que se reunirían en lugares
estratégicos de la capital. Eran soldados
experimentados que sabrían librar los
sangrientos combates callejeros contra
los romanos, que conocían mal la ciudad
y no estaban acostumbrados a esa clase
de enfrentamientos. A esos veteranos se
les pediría que cortaran las calles y las
callejuelas levantando barreras, de
modo que les bloquearan la retirada a
los grupos de legionarios, quienes
quedarían atrapados. Utilizarían
máquinas de guerra que empezaban a
sacar del arsenal con toda la discreción.
A ellas se añadirían torretas con ruedas
tiradas por caballos. Destinadas a los
arqueros, les permitirían abatir a un
número considerable de legionarios.
Satisfecho con ese dispositivo, que
César, a pesar de su capacidad, no
sabría contrarrestar, el eunuco lo
sometió a la aprobación de Ptolomeo,
orgulloso al hacerlo.
—Queda un punto esencial,
majestad.
—¿Cuál, Potino?
—Le corresponde al rey dar la
orden al general Aquilas de encaminarse
a Alejandría con una parte de sus tropas.
He preparado el mensaje, falta vuestro
sello.
El adolescente quiso leer el
documento.
—Excelente… Apruebo este
mensaje y lo firmaré.
Sin embargo, de repente, Ptolomeo
titubeó.
—¿Has dispuesto las medidas
necesarias que nos garanticen una
victoria total y definitiva?
—Respondo de ellas, majestad.
César se ha equivocado al prolongar su
estancia en Alejandría, al elegir a
Cleopatra como amante y al fomentar
una conspiración que pretendía
eliminarnos y confiar plenos poderes a
esa bruja. Nos cree acabados, incapaces
de reaccionar. Cuando lo fulmine este
rayo, será consciente de su vanidad y su
ceguera.
La mirada del pequeño rey se
endureció.
—Me menospreciaron, a mí, ¡al
descendiente de Alejandro Magno! Ni
César ni Cleopatra deben sobrevivir.
—Tened por seguro que será así,
majestad.
Ptolomeo imprimió su sello; Potino
enrolló el papiro, lo ató e impuso el
suyo. De este modo, el general Aquilas
no dudaría de la autenticidad de aquel
mensaje que cambiaría el curso de la
historia.
La guerra de Alejandría acababa de
empezar, y César lo ignoraba.
50

Antípatro tenía intención de regalarse


una copiosa comida. Tras duros debates,
el hombre de negocios judío le había
vendido a un homólogo chipriota un
centenar de tinajas de primera calidad
decoradas, fuentes de plata y una
colección de joyas que volvería locas a
las mujeres elegantes. Aquella pequeña
fortuna le permitiría adquirir un nuevo
almacén, cercano al gran puerto, y
contratar nuevo personal.
Viento del Norte apareció en su
despacho a la hora habitual. De su
cartera de cuero, Antípatro sacó la carta
que le estaba dirigida. Ningún otro
podría haber hecho ese gesto, a menos
que hubiera querido llevarse una coz por
parte del poderoso rucio.
Remitida por el chambelán
Apolodoro, la misiva mencionaba el
intento de asesinato del que César había
escapado por los pelos.
—Esto es malo —murmuró—, muy
malo.
Uno de sus empleados lo puso sobre
aviso.
—Está pasando algo raro, jefe.
Deberíais venir a verlo.
Antípatro le hizo una caricia a
Viento del Norte.
—Aguarda aquí, es posible que
tenga algún correo que confiarte.
Mientras esperas puedes saborear unas
golosinas.
El asno no le hizo ascos al pan
crujiente relleno de dátiles, mientras el
comerciante seguía a su guía.
Este se quedó inmóvil.
—Cuidado, jefe, ¡no os dejéis ver!
El edificio de allí, el del cruce… Está
lleno de tipos armados. ¡Cualquiera
diría que es un cuartel!
A Antípatro le bastó un rápido
vistazo: los recién llegados eran
veteranos que seguían las órdenes de un
oficial superior.
—Eso no es todo —añadió el
empleado.
Se encaminaron por otra dirección y
el hombre condujo a Antípatro a la
intersección de tina avenida y una calle
que normalmente estaba concurrida:
unos militares levantaban un murete que
pronto impediría el acceso.
—Lo nunca visto, jefe… ¿Qué se
nos avecina?
—Una guerra civil.
Al hombre de negocios se le había
quitado el apetito. Regresó a su
despacho, redactó un informe dirigido a
Cleopatra y lo metió en la cartera de
Viento del Norte.
—Misión urgente y peligrosa —le
aclaró—. Te arriesgas a toparte con
graves obstáculos antes de llegar a
palacio. ¿Te sientes capaz?
El asno levantó la oreja derecha y se
alejó al trote. Si las milicias de Potino
habían aislado ya a César y a Cleopatra,
no existía mejor mensajero. Antípatro,
por su parte, se encargaría de informar a
los miembros de su comunidad y de
pensar en las medidas que habría que
adoptar.

El general Aquilas estaba de un


humor de perros. Abusar del vino y de
las niñas lo aburría; la inactividad le
resultaba pesada. Para calmarse,
inspeccionaba la fortaleza de Pelusio,
organizaba torneos de lucha de los que
siempre salía vencedor, tiraba con arco
e iba y venía por las fortificaciones
mientras observaba el mar.
Cuando su edecán le llevó un
mensaje oficial, tuvo la esperanza de
que aquella situación insoportable fuera
a evolucionar por fin. La lectura del
texto no lo decepcionó. Ptolomeo,
prisionero de César en Alejandría,
exigía la intervención de Aquilas,
mientras le recomendaba mantener en
Pelusio fuerzas suficientes como para
bloquear un posible ejército de socorro
enviado al imperator.
En definitiva, ¡era la guerra! Al
instante, el fortachón de cabeza
cuadrada y pelo negro recobró su
energía y sus ganas de combatir.
Aplastar al romano y demostrar su
superioridad lo llenaban de entusiasmo.
Julio César se había equivocado al
infravalorarlo.
Sin ninguna duda, el vencedor de la
guerra de los galos había enviado
emisarios para reclutar un ejército de
rescate y reforzar el exiguo contingente
de legionarios que permanecía en
Alejandría. Inútil precaución, puesto que
la marina egipcia y los valientes de
Aquilas detendrían en Pelusio a esos
posibles participantes de última hora.
Por lo demás, nada garantizaba que los
ruegos de César fueran atendidos.
El general reunió a su estado mayor
y solicitó consejo a sus principales
compañeros de armas, que estaban
inquietos ante la idea de luchar contra
César.
Aquilas los tranquilizó y acordaron
los efectivos necesarios con esa
finalidad: dos mil soldados a caballo y
veinte mil de infantería. Después de una
fiesta para emborracharse y una noche
de descanso, aquel ejército saldría para
liberar a Ptolomeo y aniquilar a sus
enemigos.
—Amigos míos —proclamó Aquilas
—, celebremos nuestro próximo triunfo.
¡Que nos traigan bebida!
El general no prestó la menor
atención a los que llevaron las tinajas de
cerveza fuerte reservadas para los
oficiales, pero entre ellos había un
rubito reclutado a la fuerza a pesar de
ser partidario de Cleopatra. Al oír que
Aquilas y su estado mayor se felicitaban
por la partida inminente del ejército con
destino a Alejandría, el joven
comprendió que le habían declarado la
guerra y que la reina corría un gran
peligro si aquel ataque la cogía
desprevenida.
Cuando terminó de servir, el rubito
regresó arrastrando los pies a las
cocinas de la fortaleza.
—Tienes mala cara —le comentó su
superior.
—Tengo fiebre… Un golpe de frío.
—Vete a la cama. Mañana estarás
mejor.
En lugar de ir al dormitorio común,
el joven salió del edificio. Como
conocía la ubicación de los centinelas,
aprovechó el crepúsculo para
escabullirse hasta la orilla, donde
rompían violentas olas.
Era un buen marinero, por lo que no
les tenía miedo a los temporales ni a las
iras del mar siempre que no se alejara
de la costa y dispusiera de una
embarcación sólida. Y el único lugar
donde podía encontrar una no era otro
que el astillero de Pelusio.
Al anochecer, había dos guardias
vigilando los barcos que se estaban
reparando. Pero el rubito tuvo suerte: en
el embarcadero había una barca
amarrada en perfecto estado. Miró a su
alrededor con prudencia, ya que se
temía que pasara una ronda.
El viento, la oscuridad… El joven
sacaría partido a aquellos elementos,
consciente del carácter azaroso de su
decisión. En caso de tormenta, no podría
evitar que zozobrase. Sin embargo, solo
tenía un deseo en mente: advertir a
Cleopatra.
Haber llegado hasta ahí sin ser visto
era una buena señal. Dado que se
encontraba bajo la protección de los
dioses, el rubito no debía dudar de que
lo conseguiría. Los monstruos de las
profundidades le perdonarían la vida,
lograría llegar a Alejandría y le
impediría al general Aquilas cometer un
crimen.
Esperanzado hasta la médula,
empuñó los remos.
51

A pesar de la cabeza vendada y las


jaquecas, el Viejo había retomado su
trabajo ayudado por un guardia que
garantizaba su protección. Después de
someterse a unos exhaustivos
interrogatorios, el personal de las
cocinas había sido absuelto y continuaba
con su trabajo. En adelante, tres
catadores comprobarían la inocuidad de
los alimentos y de las bebidas.
—Tu asno. ¡Ven, deprisa! —Lo
avisó el chambelán Apolodoro.
Preocupado, el Viejo subió saltando
los escalones de la bodega de cuatro en
cuatro y llegó junto a Viento del Norte,
que tenía el costado izquierdo
ensangrentado.
—Lo han atacado —comentó el
siciliano—. Tranquilo, el veterinario del
palacio lo curará.
El rucio jadeante había escapado
por poco de la muerte. El Viejo leyó en
sus ojos que debía abrir la cartera, y allí
encontró la misiva de Antípatro.
—Llévasela a Cleopatra —le dijo el
Viejo al siciliano—. Viento del Norte ha
arriesgado su vida por hacérnosla llegar.
Desde la terraza del palacio de
Cleopatra, en la isla de Antirrodos,
César contemplaba el mar, el camino
que conducía a Roma y su flotilla en
calma. Hacía tiempo que ya debería
haber aparejado y olvidado ese país…
Pero estaba Cleopatra, su visión del
porvenir, su mente abierta a lo
imposible y el poder de sus encantos.
¿La intensidad de aquel amor? César no
la rechazaba, pero más allá de ello
intuía la resurrección del imperio de los
faraones, fuente de inspiración para la
futura Roma.
Esa estancia en Alejandría y ese
reencuentro con una reina excepcional
estaban alterando su destino. El
imperator había sido consciente en
varias ocasiones de que estaba
trastocando el curso inexorable del
tiempo y que estaba imponiendo su
voluntad a unos pueblos en un comienzo
hostiles y luego agradecidos. Aquella
mujer lo cautivaba y, por medio de ella,
milenios de grandeza lo incitaban a
superar su estrechez de miras para
fundar su propio reino.
Esa ambición conllevaba riesgos
considerables, y al intento de
envenenamiento le seguirían por fuerza
otras agresiones. Aunque era consciente
del peligro, César no se arredraría. No
probar fortuna sería una cobardía por su
parte.
Cuando Cleopatra llegó a su lado y
le cogió el brazo, sintió que le transmitía
nuevas fuerzas.
—¿Estás soñando con Roma? —le
preguntó.
—Con una Roma inmensa que
espero ver nacer.
Apolodoro tosió y la pareja se
volvió hacia el chambelán.
—Mensaje urgente para la reina.
Al leerlo, Cleopatra se mostró
afligida.
—Nuestro aliado Antípatro, el
comerciante judío, está muy preocupado.
Hay huestes de veteranos agrupándose
en diversos barrios de Alejandría,
algunos soldados están colocando
máquinas de guerra en las calles y
empiezan a cortarse algunas de ellas.
César leyó a su vez el alarmante
informe.
—Ptolomeo se dispone a atacarme, y
piensa aprovecharse de que mis
guerreros no están acostumbrados a
luchar contra una guerrilla urbana.
—Allí —exclamó de pronto el
siciliano—, ¡se acerca una barca!
Al único hombre a bordo le estaba
costando enormemente dar las últimas
paladas con los remos. Dos soldados de
la guardia personal de César lo
ayudaron a atracar. Aunque había
burlado las trampas del mar, el rubito no
se había librado de los arqueros de un
barco de guerra apostado a la entrada
del puerto. A pesar de estar gravemente
herido, logró hablar con los romanos
antes de expirar, y uno de los soldados
corrió a informar de sus palabras al
imperator.
—El general Aquilas ha recibido
orden de marchar hacia Alejandría con
miles de soldados de caballería e
infantería. Parece ser que el ataque será
inminente.
César convocó a Rufino y lo
informó.
—Todos vuestros hombres están
listos para luchar hasta la muerte —
aseguró el duro lugarteniente—, pero el
combate se presenta demasiado
desigual. Es imposible pacificar la
ciudad y rechazar a un ejército así al
mismo tiempo.
—¿No hay ninguna noticia de
posibles refuerzos?
—Ni la más mínima.
—¿Qué opinas tú, Rufino?
—Vos sois el comandante supremo y
me someteré a vuestras decisiones.
—¡Tu opinión!
—Embarquemos mientras todavía
haya tiempo y lleguemos a alta mar
cuanto antes.
—Ptolomeo mandará cerrar el
puerto —dijo Cleopatra.
—Tenemos una posibilidad de
traspasar el cordón. Si nos quedamos
aquí, estamos condenados a la muerte.
—Esta guerra no es inevitable —
consideró César—. Utilizaré un arma
secreta.
—¿Cuál? —dijo Rufino,
sorprendido.
—Ptolomeo XIII.

—Salid —ordenó el imperator al


eunuco Potino y al preceptor Teódoto—,
el rey y yo tenemos que conversar a
solas.
Como el tono no admitía réplica,
ambos consejeros obedecieron. Con una
tensión extrema, el pequeño soberano se
aferró a los apoyabrazos de su trono
mientras trataba de evitar la mirada del
romano.
—Una guerra civil es la peor de las
calamidades —afirmó César con voz
sosegada, carente de agresividad—. Al
atacar a Cleopatra, estás atacando
también a Roma, y desencadenarás un
segundo conflicto tan grave que todo
Egipto sufrirá por él. Tu superioridad
estratégica y numérica parece
garantizarte una victoria aplastante, pero
¿no te estás olvidando de las aptitudes
de mis legionarios y de la llegada
inminente de un ejército de refuerzo? He
visto morir a muchos hombres y nunca
he disfrutado con ese espectáculo. Tú,
tras las paredes de este palacio, te crees
que es un simple juego. Y no lo es,
majestad.
El discurso hizo mella en el pequeño
rey, halagado de que le hablara de esa
manera.
—¡Ya no tengo edad para jugar! —
protestó, dividido entre el temor de un
niño ante un padre autoritario y la
voluntad de reafirmarse.
—Centenares de cadáveres
cubriendo las calles de Alejandría, ¿es
eso lo que desea realmente el
decimotercer representante de la ilustre
dinastía ptolemaica? Su fundador,
Alejandro Magno, había restaurado la
paz, y Roma no tiene ninguna intención
en absoluto de destruirla.
—¿Qué propone César?
—Dado que no se ha cometido
ningún acto irreparable, negociar sería
una magnífica solución. Lo más urgente
es detener la ofensiva del general
Aquilas.
—¿De qué manera?
—Si unos enviados de su rey le
transmiten una orden clara, Aquilas
obedecerá. Luego, buscaremos juntos un
acuerdo satisfactorio.
—¿Incluiría eso la partida de todos
los romanos?
—Lo discutiremos.
Ptolomeo se irguió en su asiento.
—Seguiré tu consejo y trataremos de
evitar la guerra.
En cuanto César abandonó la sala de
audiencias, Potino y Teódoto corrieron a
entrar en ella, impacientes por conocer
el contenido de la conversación.
—¿El romano ha osado amenazaros?
—le preguntó el eunuco.
—César empieza a respetarnos y
teme la ofensiva de Aquilas. Me ha
rogado que la interrumpa.
—Y, por supuesto, ¡os habéis
negado!
El pequeño monarca se dio aires de
superioridad.
—Nombraremos a dos emisarios
encargados de revelarle nuestras
intenciones a Aquilas, sin dejar de
añadir que todavía sufrimos el yugo del
tirano de Roma.
Potino y Teódoto sonrieron. A pesar
de su juventud, a Ptolomeo no le faltaba
hipocresía.
—Elegid a personalidades creíbles
y presentadlas ante Cleopatra antes de
su partida.
Sin embargo, el eunuco tenía una
duda:
—¿Creéis posible un acuerdo,
majestad?
La expresión de Ptolomeo lo dejó
tranquilo.
52

Dos juristas educados en el museo y


pertenecientes a la corte de Ptolomeo
hicieron sendas reverencias ante César y
Cleopatra, quien había tenido ocasión de
asistir a sus clases. Influyentes y
respetados, no apreciaban las
agitaciones de los políticos, y preferían
consagrarse a la enseñanza. Dioscórides
y Serapión eran viejos amigos, y
pasaban la mayor parte del día en la
biblioteca, tratando de olvidar las
infamias del mundo exterior.
—Seamos sinceros —dijo
Dioscórides, un hombre afectado de
unos cincuenta años—, mi colega y yo
no hemos aprobado vuestras reformas y
hemos luchado contra ellas. Demasiadas
imprecisiones y precipitación… No
obstante, bien miradas, no os
equivocabais con ellas. Nuestra moneda
es un arma decisiva, y su fuerza
garantiza nuestra prosperidad.
Promulgar nuevas leyes, sin embargo,
exige respetar las formas.
Serapión, sosias de Dioscórides,
aprobó sus palabras asintiendo con la
cabeza. Odiaba las prisas de la reina,
poco favorables al ejercicio riguroso
del derecho.
—¿Os ha explicado el rey vuestra
misión? —inquirió César.
—No nos gusta excedemos en
nuestras funciones —le confesó
Dioscórides—, pero nuestro soberano
desea que intimemos al general Aquilas
la orden de establecer su campamento a
buena distancia de Alejandría. Parece
ser que es la única manera de evitar una
guerra civil. Por los dioses, ¡los
militares y las armas son abominables!
¿Opinas lo mismo, Serapión?
El interpelado lo confirmó con una
mirada firme.
—Sin embargo —prosiguió
Dioscórides—, cumpliremos con esa
tarea con el fin de impedir lamentables
disturbios. La violencia no conduce a
nada.
Ambos diplomáticos se retiraron.
—¿Crees que esos ingenuos tendrán
éxito? —le preguntó la reina a César.
—¿Por qué iba Aquilas a
contravenir las directrices de su
soberano? Con su ejército detenido,
tendremos tiempo para organizar nuestra
defensa.
Cleopatra se quedó mirando a su
amante con singular intensidad.
—¿No te estás engañando? Quizá tu
lugarteniente, Rufino, tenga razón: vete,
¡sálvate!
—¿Abandonándote y huyendo como
un cobarde? Mancillaría mi honor para
siempre y tu sueño quedaría hecho
trizas. Es aquí y ahora donde forjaremos
el futuro.
Loca de amor, la joven se abandonó
al deseo del hombre que, a costa de un
valor insensato, le ofrecía la esperanza.

Ese último día del mes de octubre de


–48» el tiempo se había estropeado. La
temperatura había bajado y un fuerte
viento del oeste llevaba nubes sobre la
ciudad. Habían cubierto de cojines el
carro que transportaba a Dioscórides y a
Serapión, pero esa comodidad
rudimentaria no animaba a los dos
juristas, quienes odiaban alejarse de
Alejandría. No les hacía gracia el
campo, los caminos tortuosos ni los
viajes, por muy cortos que estos fuesen.
Su mundo era el museo y la biblioteca,
donde preparaban textos legales que
sometían a la consideración del
gobierno. Desde la riña entre Ptolomeo
y Cleopatra, se habían bloqueado gran
cantidad de proyectos, y había reformas
indispensables que se estaban haciendo
esperar. Por lo menos, aquel penoso
desplazamiento conduciría a la paz. La
capital volvería a retomar su existencia
habitual.
Las ruedas del carro y los cascos de
los caballos armaban un escándalo
espantoso. ¡Cuánto echaban de menos
ambos eruditos el silencio de las salas
de lectura! Su mayor placer consistía en
desenrollar lentamente un papiro que
contuviera valiosas informaciones,
leerlo con atención, y luego ordenarlo en
el lugar correcto. Cuando terminara
aquella misión, Dioscórides y Serapión
se apresurarían por regresar a
Alejandría.
Su escolta estaba formada por diez
soldados de caballería experimentados
que estaban al mando de un veterano.
Entre ellos había un partidario de
Cleopatra cuyo oficial desconocía sus
opiniones. La reina le había encargado
que observara el desarrollo de la
negociación y que le proporcionara un
informe detallado.
—¡Qué horror! —exclamó
Dioscórides al ver la vanguardia del
ejército de Aquilas—. Estas maniobras
militares me parecen aborrecibles.
Serapión asintió.
Los jinetes y el carro se detuvieron
bruscamente, y los juristas salieron
disparados uno contra otro.
—¡Esos imbéciles nos han hecho
daño! —protestó Dioscórides.
El jefe de la escolta se había apeado
del caballo con los brazos separados.
Los arqueros del general estaban listos
para lanzar sus flechas, sorprendidos de
encontrarse con aquel destacamento,
posiblemente hostil.
—¡Misión real! —gritó.
Flanqueado por soldados atentos, se
les acercó un oficial.
—Traigo a dos embajadores ante el
general Aquilas —le explicó el
veterano.
—Entregadme vuestras armas.
Ante la mirada inquieta de los
juristas, los miembros de la escolta
obedecieron. Luego el carro llegó a la
altura de una columna de infantería.
A caballo, Aquilas estaba de pie en
medio de sus tropas con un casco en la
cabeza.
—Qué individuo más ordinario —le
murmuró Serapión a Dioscórides al oído
—. Me pregunto si sabe leer y escribir.
—Bajad —exigió el edecán del
general.
Doloridos, los embajadores se
tomaron su tiempo.
—¿Quiénes sois? —los interrogó
Aquilas.
—Dioscórides y Serapión, enviados
de su majestad Ptolomeo XIII. Nos han
encargado transmitiros un mensaje
urgente y confidencial.
—He oído hablar de vosotros —
reconoció el general—. Por lo que
dicen, sois los mejores juristas de la
corte.
Aquella afirmación inesperada
cambió la opinión desfavorable de los
embajadores. ¿Y si el militar escondía
una mente aguda bajo su brutal
apariencia?
—Seguidme.
Dioscórides y Serapión caminaron a
buena distancia del caballo. Tenían
miedo a los animales y, en particular, a
esos enormes cuadrúpedos de repentinas
coces. El general los llevó bajo una
añosa higuera y los tranquilizó saltando
de su montura.
—¿Y bien?, ¿cuál es ese mensaje?
—Ptolomeo desea que detengáis
vuestro avance hacia Alejandría y que
instaléis el campamento lejos de la
ciudad.
Aquilas creyó haber entendido mal.
—¿Es una broma?
—El cese de las hostilidades
facilitará las negociaciones con César y
Cleopatra.
—Las negociaciones —repitió
Aquilas, escéptico—. ¡Las
negociaciones ya están fuera de lugar!
—Esa es la voluntad del rey —
insistió Serapión—, y todos sus fieles
súbditos deben someterse a ella.
—La voluntad del rey…, ¿es eso
cierto?
—Habló con nosotros —apuntó
Dioscórides—, y no dudamos de ella.
—¿Os habló… libremente?
—En cierta forma.
—¡Sé claro! —le exigió Aquilas.
—Ptolomeo mencionó que sufría el
yugo del tirano de Roma y…
—¡Ahí está la verdad! —zanjó
Aquilas—. El infeliz se vio obligado a
repetir las instrucciones de César, quien
desea retener como prisionero a nuestro
soberano, retrasar mi ofensiva y lanzar
un contraataque.
Desconcertados, los embajadores se
miraban confusos.
—¿A qué amo servís? —los
interrogó Aquilas.
—¡A Ptolomeo XIII! —exclamaron a
la par los dos juristas.
—En mi opinión, más bien a esa
cerda de Cleopatra, la criada de César.
—No, no, ¡os equivocáis!
La espada del general surgió de su
vaina y degolló a Dioscórides.
Aterrorizado, Serapión miró cómo su
compañero moría sin esbozar el más
mínimo movimiento de huida.
Calmado y preciso, el general le
infligió la misma suerte a él.
Después de haber enjugado la hoja
en la túnica de Dioscórides, Aquilas
volvió a montar en su caballo y llegó
junto a su ejército.
—¡En marcha! Vamos a liberar a
nuestro rey y nuestra capital.
53

La relación de los hechos que hacía el


comerciante judío Antípatro era tan
detallada como estremecedora, y cada
una de sus descripciones se clavaba en
César y en Cleopatra como una
puñalada. Se habían colocado docenas
de máquinas de guerra en los cruces
principales de Alejandría, veteranos y
soldados de provincias invadían la
ciudad, esclavos armados constituían las
primeras líneas y numerosas calles
estaban cortadas por medio de tapias
construidas con sillares. Toda la ciudad
se estaba convirtiendo en una fortaleza
poblada de enemigos dispuestos a
combatir contra los romanos.
En lugar de detener el desarrollo de
aquel dispositivo militar, Ptolomeo lo
había acelerado, lo que demostraba su
voluntad de iniciar un conflicto de gran
envergadura.
—Todavía se puede acceder al
puerto —añadió Antípatro—, y vuestras
naves pueden salir de él. Daos prisa
antes de que la marina de guerra egipcia
os lo impida.
El chambelán Apolodoro hizo pasar
al soldado perteneciente a la escolta de
Dioscórides y Serapión.
—El general Aquilas ha matado con
sus propias manos a ambos embajadores
—les reveló—. Su ejército llegará a
Alejandría mañana mismo.
—El pequeño Ptolomeo es más
astuto de lo que me imaginaba —
comentó César—. Ha enviado
deliberadamente a la muerte a sus
dignatarios. Aquilas cree que es
prisionero romano y quiere liberarlo,
aunque sea a costa de una carnicería.
Esta vez, era inevitable un
enfrentamiento sangriento, y la situación
estaba clara. Las fuerzas de César
contaban con tres mil doscientos
soldados de infantería, ochocientos de
caballería y treinta y Cuatro barcos; las
de Ptolomeo, con los veinte mil
soldados de infantería y los dos mil de
caballería de Aquilas, los acuartelados
en Pelusio y las tropas de Alejandría.
Por mucho valor y experiencia que
tuvieran los romanos, era una batalla
urbana perdida de antemano.
—Dirijámonos de inmediato al
puerto —propuso el siciliano—: es una
zona segura, y el trayecto, corto. Si
salimos a la hora del crepúsculo,
nuestros barcos evitarán una maniobra
enemiga.
—Me quedo en Alejandría —
decidió Cleopatra—. Si huyera,
Ptolomeo tomaría el poder y no volvería
a ver nunca mi país.
—Majestad, ¡es un suicidio!
Vuestros partidarios no son lo bastante
numerosos, los aniquilarán en pocas
horas, ¡y el rey no os perdonará la vida!
—Te olvidas de mis soldados —
intervino César.
El chambelán se quedó estupefacto.
—Entonces ¿vos también os
quedáis?
—Siempre le he plantado cara a la
adversidad, y tengo intención de vencer
en este nuevo enfrentamiento.
De pronto, César se demudó.
Sobrecogidos, el chambelán Apolodoro
y el comerciante Antípatro contemplaron
el semblante de ave rapaz de ojos
ardientes y fríos a un tiempo. El
seductor de palabras amables daba paso
al imperator, señor de la guerra. Y
aquella metamorfosis alentó a
Cleopatra, movida por unas feroces
ganas de luchar.
—El general Aquilas parece
convencido de que retenemos al
pequeño monarca como prisionero —les
recordó César—. Bien, pues
¡confirmémoselo!

En el palacio real había un ambiente


tranquilo. El plan de Potino y de
Teódoto se había llevado a cabo sin
errores con ayuda de su protegido, el
astuto Ptolomeo, y les proporcionaba
una victoria total. Pronto matarían a
César y a Cleopatra, y el decimotercer
Ptolomeo asentaría su fama de gran
estratega, ¡sería el vencedor del más
célebre de los generales romanos!
Impaciente por casarse con su
hermano y ser coronada reina en lugar
de Cleopatra, la princesa Arsínoe no
dejaba de interrogar a su fiel eunuco,
Ganímedes, para obtener información.
El alzamiento de la capital contra el
romano y su amante auguraba horas
magníficas, y la avalancha de las tropas
de Aquilas resultaría un magnífico
espectáculo.
La puerta del despacho de Potino se
abrió de golpe. Aparecieron César,
Rufino y unos legionarios.
El eunuco y Teódoto se levantaron.
—¿Qué significa…?
—Estáis arrestados —declaró César
—. Todo intento de evasión o de
comunicación con el enemigo será
castigado con la muerte. Hasta nueva
orden, os permito vivir.
Estupefactos, el eunuco y el
preceptor vieron cómo la puerta volvía
a cerrarse, y se ponía desde ese
momento bajo la vigilancia de dos
soldados que no dudarían en matar a
cualquiera que tratara de escapar.
A paso rápido, César y sus hombres
llegaron hasta los aposentos de
Ptolomeo. Al comprender lo que se les
avecinaba, sus guardias soltaron las
armas, y fueron maniatados de
inmediato.
Un peluquero alisaba los mechones
del adolescente. Cuando vio a César,
interrumpió su tarea y se encogió en un
rincón de la habitación.
Ptolomeo abrió los ojos con
asombro.
—El pequeño manipulador ha
demostrado una singular crueldad al
condenar a sus dos diplomáticos —
declaró César—. He conocido a muchas
personas pusilánimes, pero tú las
superas.
El acusado se sublevó.
—¡Te he aplastado, César! ¡Mi
pueblo y mis soldados te pisotearán!
—Eres mi prisionero, Ptolomeo, y
este palacio se ha convertido en tu
cárcel. No creo que la posible victoria
de Aquilas, que todavía no ha sucedido
ni mucho menos, te salve.
—Para salvarte tú, intercambiarás
mi vida por la tuya. Ahora soy tu tesoro
más preciado.
La mirada de desprecio del
imperator cerró la boca del
adolescente.
De pronto se oyeron unos gritos
agudos. Dos legionarios llevaron a una
Arsínoe enloquecida que los insultaba
con voces poco dignas de una princesa.
La aparición de Cleopatra dejó
muda de indignación a su hermana.
Ptolomeo trató de agredir a la reina,
pero el brazo de César lo frenó.
—Sois enemigos de Roma y de
Egipto. Desde hoy dejaréis de hacer
daño.
—¡Pienso descuartizarte viva,
Cleopatra! —prometió el pequeño rey,
temblando de odio.
54

Con una parte del palacio real


transformada en prisión, la otra se
convirtió en el cuartel general de César.
Sobre una gran mesa de mármol se
desplegó un plano de Alejandría.
—¿Sois consciente de que os
arriesgáis a perder lo ganado con
vuestras victorias? —le inquirió Rufino.
—¿Acaso no sucede eso mismo
antes de cada batalla? Esta será la más
difícil, eso te lo concedo, pero también
la más excitante.
El lugarteniente sacó pecho.
—Decidido, venceremos.
Cleopatra señaló a un punto concreto
del plano.
—No podemos defender más que un
único barrio, el del Bruchión. El palacio
real, el museo y la biblioteca son fáciles
de defender. Desde ahí se puede acceder
fácilmente al puerto del este y a los
astilleros.
—Excelente análisis —reconoció
César—. Sobre todo, no hay que
dispersar nuestras fuerzas. Si las
concentramos en los lugares indicados,
opondremos al atacante una línea
defensiva difícil de romper.
—Puede servir —opinó Rufino.
—Advierte de inmediato a todos
nuestros hombres, que estén todos
preparados para soportar un ataque
desde mañana mismo al amanecer.
Cleopatra seguía mirando fijamente
aquella imagen de su capital. César la
estrechó entre sus brazos.
—Morirán muchos hombres y la
ciudad quedará deformada, sea cual sea
el resultado de esta guerra.
—Una pesadilla… ¿Acabará algún
día?
—Ojalá los dioses guíen nuestros
actos.
—Quizá esta sea nuestra última
noche…
—¿Te arrepientes, reina de Egipto?
—¿Y por qué iba a hacerlo si vamos
a vencer? Transmíteles las fuerzas
necesarias a tus hombres. Yo debo
dirigir mis súplicas a Isis. Nos
reuniremos luego.

Habían recurrido al Viejo y a Viento


del Norte, que cumplieron lo mejor
posible con su tarea: corrieron de casa
en casa para alertar a los soldados y
agruparlos. El comerciante Antípatro y
numerosos judíos echaron una mano,
conscientes de que cada minuto contaba.
La disciplina de los legionarios fue de
valiosa ayuda y, poco después de
anochecer, escucharon un breve discurso
del imperator, quien les habló desde el
escenario del teatro.
César no les ocultó la gravedad de
la situación y la dificultad de su tarea.
Dada la agresividad y la superioridad
del adversario, se auguraban
despiadados combates, y varios
valientes no volverían a ver Roma. Solo
el valor y la cohesión les permitirían
resistir a la espera de refuerzos.
Cerca del puerto real había un
santuario de Isis consagrado a la
protectora de los marineros. La estatua
que la representaba era una mezcla de
los estilos griego y egipcio. La diosa
estaba coronada con un disco solar
rodeado por cuernos de vaca y ataviada
con un collar de oro. En la mano tenía un
sistro, el instrumento de música
compuesto por varillas metálicas cuyas
vibraciones desvanecían las ondas
maléficas. A sus pies había unas espigas
de trigo y una cornucopia.
La sonrisa de la diosa sosegó a
Cleopatra. El miedo al desastre se
mitigó, y se impuso la visión de un mar
en calma bañado por el sol. La reina
cogió la mano que Isis le tendía y, en su
compañía, tuvo la sensación de caminar
sobre el agua, mientras contemplaba con
admiración una Alejandría intacta con
monumentos de cegadora blancura.
Cuando se disipaba la visión, la estatua
giró sobre su eje y mostró una escalera.
La reina se dirigió a ella para llegar
hasta una cripta donde brillaba una
suave luz que procedía de unas lámparas
de aceite. La luz iluminaba una estatua
del dios Thot, hombre con cabeza de
ibis al que Hermes, cubierto con un
hábito dorado, le ofrecía incienso.
—Así como tú no has olvidado a
Isis, ella no te abandonará —afirmó la
voz grave del mago.
—Ha empezado la guerra de
Alejandría y no tenemos muchas
posibilidades de sobrevivir. Sin
embargo, César aceptaba encaminarse a
Dandara, y le envié un mensaje a la gran
sacerdotisa para confirmarle que,
sucediera lo que sucediese, las obras
continuarían y el templo sería acabado.
—Honra a Thot, el señor de la
lengua sagrada grabada en las paredes
de los santuarios. El tiempo, la
destrucción y la locura de los humanos
no le afectan. Inspira el pensamiento de
sus fieles, abre su mente, les
proporciona la savia de un gran árbol de
follaje frondoso que arroja una sombra
benéfica. Cuando la barbarie y el
fanatismo lo talen, toda la naturaleza
perecerá y no quedarán más que
humanos que se enfrentarán a otros
humanos. Aquella batalla es la tuya,
Cleopatra, y este es tu camino hacia los
misterios de Isis, y qué peligroso
resulta. Si la ciencia y la habilidad de
Thot guían tus actos, tal vez el horizonte
quede despejado.

Con los huesos doloridos y los


músculos exhaustos, el Viejo se terminó
un ánfora de tinto: un caldo potente y
reparador con sabores de una sutileza
extraordinaria. Acarició el pescuezo de
su asno, que estaba sentado junto a él
sobre sus cuartos traseros con los ojos
entornados.
—Esta vez, chaval, ¡estamos
metidos hasta el cuello en un apuro!
Querías ver Alejandría y vamos a ver
una guerra, ¡y no de las pequeñas! En
fin…, que ha llegado el momento de
volver a la aldea, ¿no crees?
La oreja izquierda del asno se
levantó.
—¿Cómo que no? Estamos
bloqueados entre toda una ciudad que se
rebela contra nosotros y un ejército
enorme deseoso de aniquilamos, ¡y tú
quieres quedarte aquí!
Muy tiesa, la oreja derecha lo
confirmó.
—Sin ti, ¡nunca encontraré mi
camino! Por los benditos dioses, quieres
seguir jugando a los héroes…
¡Pero qué manía más infernal que les
entra a ciertos burros por conquistar el
mundo!
Viento del Norte cerró los ojos, con
lo que quería decir que necesitaban
dormir antes de la dura jornada que se
presentaba. Desanimado, el Viejo lo
imitó.
Los centinelas romanos estaban en
su puesto, esperando con impaciencia la
menor señal de animosidad por parte de
los alejandrinos. Atrincherados en el
barrio del Bruchión, los hombres del
imperator estaban convencidos de
poder rechazar un ataque masivo. ¿No
había salido invicto su líder de las
peores emboscadas?
En palacio, Cleopatra le describía
su visión a César. La noche estaba en
calma, el viento suave, el mar apacible,
las estrellas brillaban, y Alejandría
contenía el aliento.
55

A media mañana, el ejército de Aquilas


cruzó la puerta canópica, al oeste de la
capital. Al ver al general, veteranos,
soldados y refuerzos llamados por
Ptolomeo rompieron en aclamaciones.
La confluencia de fuerzas hostiles a
César formaría una oleada tan poderosa
que nada podría resistirse.
Al general le costó un poco instaurar
un orden militar en el seno del tumulto
que invadió la vía canópica, que por
suerte tenía una treintena de metros de
ancho. Esta conducía al barrio del
Bruchión y a los palacios donde el
enemigo se había refugiado manteniendo
apresados al rey y a sus consejeros.
Aquilas atravesaría las pobres defensas
del imperator y le infligiría una
humillante derrota de la que se hablaría
en los siglos por llegar.
Sin embargo, corría un riesgo. ¿No
eliminaría César a Ptolomeo, a Arsínoe
y a sus otros rehenes antes de
suicidarse? A pesar de las declaraciones
tranquilizadoras, Aquilas esperaba que
aquel conquistador venido a menos
ejerciera esa venganza radical, con lo
que le otorgaría todo el poder. El
general se vería obligado a derramar
lágrimas sobre los cadáveres e
instauraría un régimen fuerte cuando
ocupara el trono.
Unos caballos tiraban de unas torres
altas llenas de arqueros, provistas de
ruedas y fáciles de desplazar. Los
seguían la infantería y la caballería,
acompañadas de los especialistas
encargados de transportar las máquinas
de guerra. La gente se agolpaba,
cantaba, se embriagaba ante un rápido
triunfo con una única consigna: sin
cuartel. Al anochecer no quedaría ni un
solo soldado vivo en Alejandría, y se
blandirían en la punta de una pica las
cabezas cortadas de César y de
Cleopatra.
De repente, el avance se
interrumpió.
—¡Seguid! —ordenó Aquilas.
—¡Es imposible! —gritó un oficial
desde lo alto de una torre—, ¡los
romanos han cortado el paso!
El general lo comprobó por sí
mismo. A imitación del enemigo, los
legionarios habían obstruido calles y
callejuelas y se habían atrincherado en
el interior de la improvisada fortaleza.
Y entonces salió la primera flecha
de un arco romano, que traspasó la
garganta del oficial que estaba de pie a
la izquierda de Aquilas.
La respuesta fue inmediata: las
máquinas de guerra acribillaron las
posiciones del enemigo. Las ráfagas de
flechas y de piedras deberían haber
causado estragos, pero los legionarios,
que se resguardaban en los edificios
oficiales y las casas, no sufrieron más
que ligeras pérdidas.
Aquilas, furioso, repitió sus ataques
durante horas sin lograr romper las
defensas de César, cuyos arqueros de
élite hacían maravillas. Por culpa de una
mala maniobra, una torre de ruedas se
desplomó y aplastó a numerosos
soldados de infantería, lo que provocó
un pánico incipiente.
El general se dio cuenta de que
necesitaba reflexionar, así que ordenó
que se detuvieran las hostilidades. Se
enfrentaba a una oposición más fuerte de
la prevista y debía cambiar de táctica.

En cuanto regresó la calma, Viento


del Norte, el Viejo y unos enfermeros
socorrieron a los heridos. Como llevaba
tinajas de agua, el asno recibió una
cálida acogida, mientras que el Viejo
soportaba las quejas de los legionarios.
Rufino acudió a informar:
—Treinta muertos, veinte heridos
graves, cincuenta leves que pueden
combatir, una única barricada derribada.
De momento, el enemigo se ha
estrellado contra nosotros y ha perdido
muchos hombres. Sus ataques son
desordenados e ineficaces.
—¿La moral? —pregunté César.
—Alta.
—No aflojemos la vigilancia. Este
fracaso duplicará la furia de Aquilas.
—He reclutado al personal médico
de palacio —anunció Cleopatra—.
Varias salas acogerán a los heridos, que
se beneficiarán de excelentes cuidados.
—He aquí a la aliada de Roma —
comentó el imperator.
Cleopatra sonrió.
—¿No es al revés?
César no dejaba de descubrir una y
otra vez a esa joven mujer de constantes
decisiones. En pleno conflicto, aun
cuando su existencia se veía amenazada,
conservaba su sangre fría y parecía
inquebrantable, al tiempo que
desplegaba el encanto de una hechicera.
—¿Qué te parece Aquilas? —le
preguntó César.
—Es un auténtico caudillo, brutal y
despiadado. No cejará hasta que nos
destruya, porque le trae sin cuidado el
futuro de la familia real y ya se imagina
amo absoluto de Alejandría.
—Una lucha a muerte…, y corre el
riesgo de que lo ciegue. ¿Se empeñará
en derribar nuestras barricadas?
—Aquilas está muy resabiado. En
caso de fracasar repetidas veces,
buscará una solución mejor.
La reina y el imperator se inclinaron
sobre el mapa de la ciudad, tratando de
imaginar un nuevo ángulo de ataque por
parte de su adversario.

Consternado como estaba, Teódoto


no lograba ni siquiera releer a los
poetas alejandrinos. Potino,
desquiciado, no dejaba de dar vueltas.
—Nuestra reclusión durará poco —
opinó—. El ejército de Aquilas no
tardará en liberarnos.
—No comparto tu optimismo —
afirmó el erudito—. César es un
estratega temible.
—¡No es experto en guerrilla
urbana, y sucumbirá ante la nuestra!
De pronto se abrió la puerta de su
prisión. El siciliano Apolodoro
precedía a dos jóvenes sirvientes que
les llevaban alimento.
—El ataque del general Aquilas ha
fracasado —les reveló—, y el ejército
de César permanece intacto. Como
prisioneros, y hasta vuestro juicio,
comeréis lo mismo que los soldados.
Cuando el chambelán le volvía la
espalda, Potino deslizó en el bolsillo de
la túnica de uno de los criados dos
monedas de bronce y un breve mensaje
dirigido a Aquilas en el que lo intimaba
a continuar combatiendo y liberar a
Ptolomeo.
El eunuco olisqueó un plato de habas
hervidas mezcladas con trozos de carne
sospechosa y, asqueado, prefirió ayunar.

La sirvienta Carmión aprovechó la


tregua para peinar a la reina, perfumarla
y obligarla a cambiarse de vestido.
—Con guerra o sin ella, debéis
seguir estando guapa y elegante. El amor
de César excluye toda dejadez. ¡Qué
compostura tiene el general! Su manto
rojo permanece impecable, lleva las
manos cuidadas y no se permite ni una
falta de gusto. En el fondo, os
comprendo. A pesar de su edad, ¡es mil
veces más atractivo que los jóvenes
presumidos de la corte! De tanto
entrenarse en el gimnasio, tienen la
cabeza vacía y la cosa flácida.
—¡Carmión!
—Los rechazabais porque
esperabais a un hombre de la talla de
César, y teníais razón. Conociendo
vuestro carácter, os hacía falta un
amante de esa altura. Tratad de ganar
esta guerra y de casaros con ese general.
Os toca a ambos volver a enderezar
nuestro país, al que tanto daño han hecho
Ptolomeo y su camarilla, y el pueblo os
amará. Yo también peleo a mi manera, y
he hecho desaparecer todos los pasteles
a los que tan aficionado era ese pequeño
monstruo. Por lo menos, ¡adelgazará! Ay,
no os mováis… Ya está, estáis
magnífica.
Carmión le mostró un gran espejo a
la reina. Este reflejó los rayos dorados
de un suave sol de otoño que comenzaba
a ponerse. Ansiosa, Cleopatra presentía
que sería una noche trágica, y fue junto a
César.
Él también le pareció preocupado.
—Hemos reforzado nuestra línea
defensiva —comentó—, y resistiremos.
Aquilas lo sabe. No insistirá.
Cleopatra contempló la rada, los
muelles, la isla de Antirrodos, el paso
principal, el faro… Y llegó a una
convicción.
—El puerto real… ¡Aquilas va a
apoderarse de él!
56

Tras escuchar los informes de los


oficiales, el general Aquilas había
llegado a una conclusión: las barreras
de los romanos serían difíciles de
traspasar. Además, habían aprovechado
la tregua para reforzarlas, y las oleadas
de asalto se arriesgaban a romperse unas
encima de otras.
Así pues, debía hallar un punto débil
en el sistema defensivo de César, y
Aquilas acabó encontrando un ángulo de
ataque: el puerto del este, donde estaban
amarrados los setenta y dos barcos de
guerra alejandrinos y la flotilla romana,
que se creía protegida. Ptolomeo no
había tenido tiempo de darle a su marina
la orden de bloquear la salida de la
rada, y César, aun cuando se había
negado a abandonar la ciudad, se
reservaba sus navíos.
Había un objetivo concreto:
apoderarse de los barcos de Ptolomeo,
cortarle a César toda posibilidad de
huida y atacar el palacio desde el mar.
Los legionarios no lograrían defender
los muelles por mucho tiempo.
Para evitar el barrio del Bruchión,
los soldados de Aquilas lo bordearon
por la orilla a la carrera. Era imposible
utilizar las torres y las máquinas de
guerra, pero los soldados de infantería
no las necesitarían. Los romanos, que
serían cogidos desprevenidos, no
opondrían más que una resistencia
desesperada.

César había tenido en cuenta la


advertencia de Cleopatra y desplazado a
un centenar de legionarios que se habían
concentrado a la altura del puerto real
con el fin de defender los trirremes
romanos.
Como no se esperaban la avalancha
de una multitud compacta y estruendosa,
retrocedieron tratando de protegerse y
un oficial exigió refuerzos de inmediato.
Apostados en las azoteas de los
palacios, unos arqueros redujeron el
avance del enemigo.
Rufino alertó a César:
—¡Hay que ordenar la retirada! De
lo contrario, masacrarán a nuestros
hombres.
—¿Y nuestros barcos?
—Perdidos.
—Si están perdidos, nosotros
también.
—Imposible defenderlos —afirmó
Rufino—; ¿tocamos la retreta?
El imperator no podía aplazar su
decisión.
—Quemémoslo todo.
—¿Todo?…
—Quememos nuestros navíos y los
de Ptolomeo.
—¿Estáis seguro de que…?
—Es la única salida. Démonos
prisa.
Cleopatra no intervino. Al actuar
así, César se privaba definitivamente de
una posible huida y demostraba su
voluntad de vencer.
Al mando de una escuadra decidida,
Rufino obedeció a su líder. Lanzaron
antorchas empapadas en pez líquida e
incendiaron los cordajes de cáñamo y
las tablas de los barcos, que rezumaban
cera. Pronto se abrasaron los bancos de
los remeros y las cuerdas que sujetaban
las vergas en lo alto de los mástiles. Los
navíos se hundieron a medio consumir.
[13]
Aquel horrible espectáculo petrificó
a los combatientes. ¿Cómo podría
haberse imaginado Aquilas semejante
destrucción? Se había levantado un
viento violento, y el fuego se propagó de
un barco a otro con una rapidez
inconcebible, alcanzó los graneros de
trigo y un almacén de madera que
lindaba con la gran biblioteca.
Los guardias, aterrados, eran
incapaces de impedir el avance de las
llamas. Los sabios salieron corriendo de
sus alojamientos sin saber qué llevarse.
Las ventanas estallaron, y el fuego
encontró unos ayudantes de excepción:
papiros y estanterías. Un viejo erudito
quiso salvar algunos volúmenes, pero su
túnica se incendió y se desplomó en el
seno de un brasero de proporciones
gigantescas que dejó petrificados a
César, a Cleopatra, a los legionarios y a
sus adversarios.
En menos de una hora, a causa de las
ráfagas de viento que avivaban el
incendio, el museo, la biblioteca y
varios edificios más quedaron
completamente destruidos. El barrio del
Bruchión ya no era más que un magma
humeante, y solo los palacios, con las
fachadas ennegrecidas, habían escapado
en parte al desastre.
César fue el primero en salir del
embotamiento general.
—Todavía se puede pasar entre el
teatro y el puerto —le dijo a Rufino—.
Vayamos por ahí.
El pequeño número de soldados que
Aquilas había apostado en ese lugar no
resistió la irrupción en tromba de los
romanos, y el imperator condujo él
mismo a todo un destacamento hasta su
objetivo: el faro. No podía adueñarse
por completo de la isla de Faros, pero la
conquista del famoso monumento,
situado en su punta, le aseguraba la
vigilancia del puerto y el control de las
cadenas que se tensaban para cerrar su
acceso.
De nuevo, Rufino apreció el genio
estratégico de César y su sentido de la
improvisación en circunstancias
trágicas. Su instinto le permitía sacar
provecho de cualquier incidente, aunque
fuera una catástrofe como ese incendio
gigante. Solo tenía en mente un
imperativo: recuperar la iniciativa.
Los vigías encargados del
mantenimiento del faro fueron
aniquilados rápidamente, y César se
precipitó al interior del faro por la
escalera en espiral que conducía a los
pisos superiores. De forma cuadrada, el
primero llegaba a los sesenta metros de
altura; el segundo, octogonal, añadía
veintiséis metros más, y el tercero,
diecinueve. El haz de la llama, que
brillaba constantemente en lo alto de la
torre de piedra de ciento cinco metros
de altura, tenía un alcance de cincuenta
kilómetros. Como incluía numerosas
habitaciones, el faro proporcionaba a
los romanos un perfecto puesto de
observación que dominaba la ciudad y
el mar.
—Hemos asegurado el lugar —
informó Rufino—, y será fácil de
mantener. No tenemos más que dos
heridos leves.
César contempló cómo ardía
Alejandría. Al atacar a Roma, el
pequeño Ptolomeo había causado la
destrucción de su capital y de sus
mayores joyas, la biblioteca y el museo,
que encarnaban el deseo de un saber
universal. Miles de libros y de informes
científicos estaban acabando de
consumirse, innumerables días de
investigación habían quedado reducidos
a nada.
El imperator, acostumbrado a las
atrocidades de las batallas, veía
desaparecer por primera vez un mundo
de eruditos, de ingenieros, de personas
ilustradas y de poetas por culpa de la
vanidad y la locura de una dinastía
decadente. Si se hubiera dejado llevar
por la furia, habría estrangulado al
decimotercer Ptolomeo, lamentable
heredero de un hombre cobarde, obseso
sexual y corrupto. Pero habían llegado a
un punto sin retorno. Y ahora solo había
un objetivo: ganar la guerra de
Alejandría.
57

La mirada de Cleopatra estaba en


llamas.
—La biblioteca, el museo, los
tesoros de Alejandría… ¿Cómo te
atreves?
—No soy responsable de ese
desastre —repuso César—. Cuando
quemé mis barcos y los de Ptolomeo, no
imaginaba que el fuego se propagaría de
esa manera. La tempestad se ha desatado
en un instante, y el viento, de una
extraordinaria violencia, ha reflejado la
ira de los dioses.
La reina apretó los puños.
—¡Y ahora acusas a los dioses!
—¿Quién más habría decidido
duplicar la potencia de ese incendio? La
estupidez de tu hermano, indigno de su
trono, ha provocado el castigo del cielo.
Mis intenciones estaban claras: eliminar
la flota enemiga y sacrificar la mía para
dar a entender que no huiría. Ahora
controlo el faro y nuestro sistema de
defensa se halla intacto. Las ofensivas
de Aquilas han fracasado, su
superioridad numérica no le ha
proporcionado la victoria rápida que
esperaba. Olvida el pasado, Cleopatra,
y no pienses más que en la lucha.
—El museo, la biblioteca…
—Si reinas, los reconstruirás.
La reina pareció dudar.
—¿Sigues siendo mi aliada o
condenas mi acción?
Los ojos verdes de Cleopatra, de
una profundidad insondable, se clavaron
en el emperador.
—Te amo, César, y creo en nosotros.
El vencedor de la guerra de las
Galias nunca había recibido semejantes
ánimos. En el corazón de aquella noche,
que oscurecían las columnas de humo, se
sentía indestructible.

—Vaya, vaya… —masculló el


Viejo.
Hasta Viento del Norte, normalmente
imperturbable, parecía sorprendido por
la magnitud de las ruinas, donde las
brasas seguían rojas. Muchos
compartían la opinión de César: de
origen humano, el incendio debía su
intensidad anormal a la intervención de
los dioses. ¿A quién deseaban castigar:
al pequeño Ptolomeo o a la pareja
formada por el conquistador romano y la
reina de Egipto? Las próximas horas
proporcionarían la respuesta.
Como se temían un nuevo ataque, los
romanos no se habían relajado. En
cuanto amaneció, Rufino procedió al
relevo y comprobó que no existía
ninguna brecha que permitiera infiltrarse
al enemigo. Al frente de la intendencia,
el Viejo y Viento del Norte repartían
raciones de agua y comida mientras los
zapadores, con ayuda de diversos
cascotes y escombros, reforzaban las
barricadas. A pesar de su triste aspecto,
el barrio del Bruchión seguía siendo un
sólido baluarte.
Los legionarios, indiferentes a los
estragos causados por el incendio,
celebraban la estrategia de su líder: sin
caer en la desesperación, había
invertido una situación comprometida
tomando decisiones increíbles. Ese
triunfo inesperado hacía desaparecer la
fatiga y todos ocupaban sus puestos tan
decididos como antes.
Desde lo alto del faro, Rufino
comprobó la magnitud de los daños. Los
infantes de Aquilas recogían a sus
muertos, que eran innumerables. Habían
ardido gran cantidad de torres de asalto
y de máquinas de guerra, y la pérdida de
ese material minaba las capacidades
ofensivas del ejército favorable a
Ptolomeo.
Sin embargo, nadie subestimaba al
adversario. Herido en su orgullo,
Aquilas no renunciaría a aplastar a los
romanos.

El médico militar auscultó al general


Aquilas, quien había sufrido un desmayo
cuando el incendio había obligado a sus
soldados a retroceder. Muchos habían
fallecido envueltos en llamas.
—Tenéis un corazón de hierro —
consideró el facultativo.
El guerrero de cabeza cuadrada se
incorporó.
—Algo de beber —exigió.
Su edecán se apresuró a llevarle
cerveza. El general tenía la garganta
seca y bebió con avidez, apartó al
médico y salió de la lujosa mansión a la
que había sido transportado.
La luz lo deslumbró, vaciló y se
apoyó en la pared. Sus lugartenientes
más importantes lo rodearon.
—Estoy bien, muy bien… ¡Informes!
—No son muy buenos —reconoció
un oficial de caballería—, no hemos
logrado derribar las defensas de los
romanos. Todos sus barcos han quedado
destruidos, al igual que los nuestros. Y
César se ha apoderado del faro.
—Del faro…, ¿estáis seguros?
—Es imposible acercarse, sus
arqueros tienen una puntería temible y su
infantería ha fortificado el acceso, pero
nosotros controlamos la isla de Faros.
—¿Cuáles son nuestras pérdidas?
Los miembros del estado mayor
formularon sus cálculos y el elevado
resultado no alivió a Aquilas
precisamente, aunque su superioridad
seguía siendo aplastante. No obstante,
había que servirse de ella de forma
eficaz.
Agotado, al rudo general le costaba
comprenderlas auténticas razones de su
fracaso. Su invasión debería haber
desbordado a los romanos,
desorientados en aquel terreno
desconocido, pero estos últimos, por el
contrario, habían maniobrado de la
mejor manera posible. Con la flota de
Ptolomeo hundida, el barrio de la ciudad
más hermoso devastado por el fuego, la
familia real y sus consejeros
aprisionados en palacio, César y
Cleopatra indemnes…, el comienzo de
aquella guerra, que Aquilas había
imaginado breve, era deplorable.
Su edecán le entregó el mensaje de
Potino, quien lo informaba de que el rey
y los suyos estaban vivos y esperaban su
liberación. Así pues, el eunuco tenía
cómplices que le permitían comunicarse
con el exterior. ¿Bastarían para
provocar un levantamiento en el interior
de su residencia forzosa?
Nada había sucedido como estaba
previsto. Aquilas habría necesitado los
consejos de Potino para planear una
nueva estrategia capaz de sorprender a
los romanos. Algo confuso, el general se
tranquilizó pensando en el pequeño
número de legionarios que se le
resistían. A la larga, obtendrían la
victoria… A menos que un ejército
llegara en auxilio de César y le
proporcionara los refuerzos necesarios.
Y Aquilas no podía impedir el acceso al
puerto.
—¿Vuestras órdenes? —preguntó un
oficial.
—Quemar a los muertos, curar a los
heridos, vigilar al enemigo. Esta noche,
reunión del estado mayor con el fin de
planear las siguientes operaciones.
Aquilas se retiró con la cabeza
gacha.
58

Durante la noche, Potino y Teódoto


habían observado el avance del incendio
desde la ventana enrejada de su prisión
dorada. Al amanecer, cuando el viento
por fin había amainado, constataron la
magnitud del desastre.
—No —murmuró Teódoto—, no es
posible… ¡El museo y la biblioteca, no!
—Escombros humeantes… ¡Ese
maldito César ha destruido nuestra
capital!
—El museo, no; la biblioteca, no…
—repetía el preceptor, vacilante.
El eunuco impidió que se
desplomara y lo ayudó a sentarse.
—Las obras de nuestros poetas y de
nuestros eruditos, los miles de
volúmenes pacientemente acumulados,
textos incomparables, de valor
incalculable…
Teódoto se llevó la mano al corazón,
le costaba respirar.
—Voy a pedir ayuda —decidió
Potino.
—El museo, no; la biblioteca, no…
El eunuco golpeó con fuerza la
puerta. El guardia abrió con
desconfianza.
—El preceptor Teódoto se halla
indispuesto, ¡que venga un médico!
El médico de la familia real acudió
en cuanto lo alertaron.
Pero el preceptor de Ptolomeo XIII
ya tenía la cabeza inclinada sobre el
hombro izquierdo: había dejado de
vivir.
Cuando se dio autorización a unos
criados para trasladar el cadáver, Potino
le pasó una carta a su cómplice habitual.
El eunuco le sugería a Aquilas que
lanzara un nuevo asalto masivo para
desgastar así la resistencia de los
romanos.

—Está todo listo, majestad —


declaró el eunuco Ganímedes—, pero
los riesgos son considerables. ¿De
verdad deseáis probar suerte?
La princesa Arsínoe alzó la barbilla.
—Salgamos de esta cárcel —
decidió.
La joven tenía total confianza en
Ganímedes, su padre adoptivo, enemigo
acérrimo de Cleopatra. Astuto y
violento, soñaba con un gran destino
para su protegida.
—He comprado a uno de nuestros
guardias, un galo. Se encargará de
dejamos paso de un momento a otro.
La princesa y el eunuco se quedaron
mirando la pesada puerta de madera de
ébano que cerraba los aposentos de
Arsínoe, y su espera les pareció
interminable. Como ya no aguantaban
más aquella reclusión ni la pasividad de
Ptolomeo, la joven se había convencido
a sí misma de que podía desempeñar un
papel decisivo en la lucha contra los
romanos. Amante de César, Cleopatra
había traicionado al pueblo de
Alejandría, al que Arsínoe devolvería
su orgullo.
Se entreabrió la puerta.
El guardia era un patán de unos
cincuenta años encantado de embolsarse
una bonita suma. Como aquella cría y su
eunuco no representaban ningún peligro,
dejar que se largaran no comprometería
la victoria final del imperator.
—A estas horas —les explicó el
galo—, las cocinas están vacías.
Cruzadlas, bajad la escalera que lleva al
muelle y allí encontraréis una barca.
Con un poco de suerte puede que
escapéis de los arqueros.
—Buen trabajo —le reconoció
Ganímedes.
—¿No se merecería un pequeño
suplemento?
—Concedido.
Las poderosas manos del eunuco
apretaron el cuello del galo, tan
sorprendido que apenas tuvo fuerzas
para resistirse. Rápidamente asfixiado,
con la lengua fuera, se desmoronó en el
suelo. Ganímedes le quitó el puñal,
reconoció el pasillo y le hizo una seña a
la princesa para que lo siguiera.

Las sombras se habían disipado,


Cleopatra mantendría su promesa y no le
reprocharía nunca a César el incendio
de la gran biblioteca. Al quedarse en
Alejandría, consciente de la fragilidad
de su posición, el imperator había
probado la fuerza de su compromiso y el
alcance de su valor. La reina se había
convencido de ello: sin duda los dioses
lo coronarían.
El día transcurrió sin incidentes
notables. Durante aquel respiro, Aquilas
debía reconsiderar su estrategia antes de
regresar al combate. Era probable que
efectuara un asalto masivo, y rechazarlo
costaría muchos hombres. Si se abría
una brecha, el palacio se hallaría al
alcance del enemigo.
—No ha sido nuestra última noche
—dijo Cleopatra—, y el general
Aquilas ha retrocedido.
—Una vez pasado el efecto
sorpresa, actuará de manera todavía más
encarnizada. De nada sirve mentirnos:
nuestra situación es desesperada, reina
de Egipto.
El chambelán Apolodoro
interrumpió a César acompañado por un
legionario que tiraba del cuello de su
túnica a un chico con cadenas.
—Arsínoe y Ganímedes han logrado
escapar —se lamentó el siciliano—. El
eunuco ha estrangulado a un guardia y
han cogido una barca que no hemos
logrado interceptar. Por lo menos,
¡hemos identificado a este traidor!
El legionario obligó a su prisionero
a arrodillarse.
—Escondía esta carta —explicó
Apolodoro.
César estudió el documento.
—¿Quién te lo ha dado? —le
preguntó al sirviente.
—El señor Potino… Tenía que
entregárselo a un cocinero.
—Que lo arresten y que hable —
ordenó el imperator—. Apolodoro, te
dejo a cargo de la erradicación de esa
red. El palacio debe contar solo con
hombres de confianza.

Potino se sobresaltó, se levantó y se


apoyó contra la pared.
—Vos…
—¿Reconoces ser el autor de esta
carta? —inquirió César.
El eunuco le echó una mirada.
—Me la han robado…
—A pesar de mi advertencia,
estabas en contacto con tu cómplice,
Aquilas, enemigo de Roma. Estabas
avisado de las consecuencias de un acto
así.
Potino se arrojó a los pies del
imperator.
—Perdonadme la vida, ¡os lo
suplico!
—Estamos en guerra: alimentar a
una serpiente de tu calaña sería una falta
imperdonable.
Dos legionarios se llevaron entonces
a un Potino lloroso, cuya muerte no
lloraría nadie.
Nadie, salvo su cocinero, quien juró
vengarlo.
59

Unos gritos de júbilo despertaron a


Aquilas, que se había adormecido antes
de la reunión de su estado mayor y al
que su edecán no se atrevía a molestar.
Salió del edificio que le servía de
cuartel general y vio a una muchedumbre
alborotada que celebraba la llegada de
la princesa Arsínoe y de su padre
adoptivo, el eunuco Ganímedes, un tipo
corpulento de la altura del general.
«¡Arsínoe es nuestra reina!», gritó un
oficial, y todos se hicieron eco de sus
palabras.
Finalmente, la princesa y su
protector llegaron hasta Aquilas, a quien
le estaba dando un mareo y tenía el
estómago en la boca.
—¿Habéis… habéis escapado?
La joven de rostro poco agraciado le
lanzó una mirada de desdén al jefe del
ejército.
—Ptolomeo se somete a su
reclusión, ¡yo tomo las medidas
necesarias! ¿Oyes a mi pueblo? ¡Me
reconocen como su soberana! Desde
ahora, me obedecerás.
—Perdonadme, majestad, pero no
tenéis ninguna experiencia en el arte
militar y…
—¡La tuya no te ha proporcionado la
victoria que deberías haber conseguido!
Tu estrategia ha sido un lamentable
fracaso, y no te juzgo digno del mando.
Ganímedes te reemplazará desde este
mismo momento.
—Ese eunuco es…
El padre adoptivo clavó su puñal en
el vientre de Aquilas.
—Discutir las órdenes de la reina es
un crimen de lesa majestad. En tiempos
de guerra, está castigado con la muerte.
Ganímedes disfrutó hurgando en las
carnes del condenado. De la boca de
Aquilas brotó un chorro de sangre, se le
pusieron los ojos en blanco y cayó al
suelo.
El nuevo general en jefe se volvió
hacia la muchedumbre, compuesta de
militares y de civiles.
—¡Larga vida a nuestra reina
Arsínoe IV, quien nos llevará hasta la
victoria!
Aquella promesa fue recibida entre
vítores, y la nueva dueña de Alejandría,
ebria de ese poder que tanto deseaba,
pronunció sus primeras palabras
oficiales.
—Aquilas es el responsable de la
pérdida de muchos de nuestros
soldados, se ha merecido su castigo.
Acabaremos con el tirano romano y su
amante, la bruja Cleopatra, ¡y
restauraremos a Ptolomeo en su trono!
El programa entusiasmó a los
asistentes.
—Sería inútil atacar frontalmente —
declaró Arsínoe—. El general
Ganímedes me ha sugerido una manera
mucho mejor de derrotar al enemigo, y
ese procedimiento no nos costará ni una
sola vida.

La furia de Cleopatra no era fingida.


—Esto es grotesco… ¡Arsínoe, reina
de Egipto!
—Según nuestro aliado Antípatro —
informó César—, fue coronada por
aclamación popular y su primera
decisión fue ejecutar al general Aquilas
y nombrar en su lugar a Ganímedes.
¿Conoces a ese hombre?
—Siente adoración por mi hermana
pequeña y veló por su educación. Es un
hipócrita de mirada huidiza que no deja
de maquinar para dar puñaladas por la
espalda.
—¿Ha desempeñado cargos
militares?
—No, pero tiene dotes de mando. En
palacio tenía su red de servidores, y los
demás lo temían.
César dudaba. Un asalto masivo
habría roto las líneas romanas, y el
nuevo comandante en jefe parecía
renunciar a él. Sin embargo, dada su sed
de poder, Arsínoe no buscaría la paz.
Solo le interesaba aniquilar al
adversario.
Así pues, era una artimaña. ¿Qué
clase de daño trataría de infligir el
agresor?
Al ver que Cleopatra estaba
indignada, la abrazó.
—Tú eres la única reina de Egipto, y
la usurpadora pagará cara su vanidad.

César ocupaba el faro y el barrio de


los palacios. El puerto oeste, el
Heptastadion y la calzada que unía tierra
firme con la isla de Faros seguían en
manos de Arsínoe y de su fiel
Ganímedes.
Nadie cuestionaba su toma del
poder, y ese éxito sorprendía al eunuco,
quien se temía la ira de los oficiales de
Aquilas. Pero estos últimos,
decepcionados por el comportamiento
de su líder, habían engrosado las filas
del nuevo general, y se sentían contentos
de recibir instrucciones ingeniosas que
se apresuraban a ejecutar. Desconfiado,
Ganímedes había exigido un juramento
de obediencia y había advertido de que
sancionaría la más mínima disensión. La
violencia con la que había matado a
Aquilas demostraba su crueldad, y ni
siquiera los veteranos tenían ganas de
meterse con aquel robusto guerrero, que
prometía masacrar a los romanos y
liberar Alejandría.
Orgullosa de su inesperado triunfo,
Arsínoe organizaba su corte y no
toleraba ni la sombra de una
desobediencia. El placer de gobernar no
admitía comparación alguna. Y no se
trataba más que de un comienzo.
—¿Avanza nuestra ofensiva? —le
preguntó a Ganímedes.
—Ni el gran César en persona podrá
resistirla.
—¿Cuándo veremos los resultados?
—Pronto, tranquila. Deseo
mostraros un arma de la que ese
estúpido de Aquilas se había olvidado.
Intrigada, Arsínoe fue tras el eunuco
hasta los arsenales del puerto del oeste,
[14] donde los carpinteros trabajaban sin
descanso siguiendo las directrices de
Ganímedes.
La reina se quedó atónita.
—Barcos… ¡Son barcos!
—César cree haber hundido toda
nuestra flota de guerra, pero se
equivoca. Sin duda estas naves son más
ligeras que las destruidas durante el
incendio, pero nos ofrecen la
posibilidad de atacar los palacios.
Arsínoe acarició deslumbrada
varios de los cascos.
—¿Están listos para navegar?
—Los artesanos disponibles están
redoblando sus esfuerzos y se están
turnando. César no piensa en otra cosa
más que en reforzar sus barricadas, ya
que ignora que se han convertido en algo
inútil.
Los ojos de la joven brillaban de
entusiasmo.
—Ridiculizar al imperator…
Nuestra gloria se extenderá por todo el
mundo y reconstruiremos una Alejandría
que dejaría muerto de envidia a su
fundador. En cuanto a ti, mi fiel general,
se te honrará en proporción a tus
méritos.
60

Cuando fue a beber, Viento del Norte


apartó el hocico y escarbó el suelo con
el casco de su pata delantera izquierda,
señal indudable de irritación.
—El agua no está muy allá —
reconoció el Viejo—, pero ¡es vital!
Vamos, no seas cabezota.
El asno siguió negándose.
—Esto es lo que hay… Mira, ¡yo
bebo de esta agua!
Pero el Viejo la escupió
inmediatamente.
—Puaj, ¡qué espanto! Es agua de
mar, esto no hay quien lo beba…
Tenemos la cisterna podrida, tienes
razón. Venga, vayamos a buscar una
mejor.
El asno y el Viejo se dirigieron a la
cisterna vecina. Cerca de esta, la gente
discutía exaltadamente y se quejaba del
sabor inmundo del valioso líquido. Y
por todas partes se constataba lo mismo.
La angustia cundió rápidamente y un
oficial corrió a informar a César, quien,
en compañía de Cleopatra, se
sorprendía de la pasividad del
adversario.
—Imperator, ¡ha ocurrido una
catástrofe! Ya no nos queda agua
potable.
—Esa cerda de Arsínoe quiere que
salgamos de la ciudad —opinó la reina
—. Ha hecho que obstruyan los
conductos y que taponen el canal
subterráneo que pasa por debajo de la
vía canópica.
Transportada a los palacios, a los
edificios y a las casas gracias a
canalizaciones que acababan en unos
pozos, el agua dulce se repartía
cuidadosamente entre los habitantes de
la capital, y había filtros en varias de las
cisternas.
—Arsínoe ha ordenado bombear
agua de mar para contaminar los
estanques de los que depende nuestro
barrio —explicó Cleopatra—. Ha
inutilizado nuestras reservas.
—Hay que abandonar Alejandría —
concluyó de ello el oficial.
—No está todo perdido —objetó la
reina—, podemos excavar pozos en la
orilla para buscar agua dulce.
—¿Tan cerca del mar?
—Démonos prisa —decidió César.
Ese 12 de noviembre se reunieron
varias cuadrillas pequeñas y se pusieron
manos a la obra. En pleno verano, el
hábil movimiento de Arsínoe y de
Ganímedes habría tenido un efecto
rápido, pero como el calor era
soportable, los soldados aguantaron la
sed. El Viejo se la aliviaba repartiendo
con parsimonia sus reservas de tinajas
de cerveza.
César y Cleopatra iban de grupo en
grupo para mantener la moral de los
excavadores, al tiempo que los
convencían para que no se deslomaran
inútilmente. Se comían uvas, y Viento
del Norte daba ejemplo de estoicismo a
sus congéneres, a los perros y a otros
animales, que también estaban
impacientes por aplacar la sed.
Y las horas fueron pasando,
inquietantes.
Arsínoe daba rienda suelta a su
alegría al tiempo que un baile de
sirvientes le llevaba platos refinados y
vinos de lujo de muy alta graduación. La
soberana comía y bebía demasiado para
celebrar su acceso al trono, mientras que
el ejército romano se estaba muriendo
de sed. Como se preveía, César se
negaba a aceptar la evidencia y daba de
beber a sus hombres vino y cerveza
hasta agotar las reservas.
El general Ganímedes se presentó
ante su soberana.
—El trabajo avanza muy deprisa —
anunció—. Nuestra flota de guerra
estará operativa mañana mismo. Cuando
la situación de los romanos se vuelva
insostenible, tendrán que salir de su
guarida. Nuestras máquinas de guerra y
nuestros arqueros abatirán a los que se
dirijan hacia el oeste de la ciudad, y
nuestros marineros hundirán las pocas
barcas a las que se suban César,
Cleopatra y sus últimos partidarios.
Arsínoe se tumbó boca arriba, casi
en éxtasis.
—¡Qué visión más maravillosa!
Ayer era una chica despreciada y
enclaustrada y mi hermana se pavoneaba
por ahí, ¡y hoy los habitantes de
Alejandría me adoran!
A Ganímedes le encantaban los
desvaríos de su protegida. Había dejado
atrás su infancia, pero seguía siendo
caprichosa a pesar de aspirar a ejercer
el poder supremo. La ayudaría a
formarse y a resistir los malos tiempos,
y aquella reina borraría los errores de la
dinastía de los Ptolomeos. Después de
tantos años de extravíos y perversiones,
Arsínoe IV, vencedora del ilustre César,
estaría a la altura de Alejandro Magno.
¿No creéis que ha llegado la hora de
descansar, majestad?
—¡Esta noche, no! Deseo saborear
estos momentos y grabarlos en mi
memoria.
El nuevo jefe del ejército
alejandrino no insistió. Mientras
Arsínoe se embriagaba, incitaría a los
empleados del astillero a que
redoblaran sus esfuerzos. Cuando se
desplegara la flota de guerra, César se
quedaría petrificado al darse cuenta de
la magnitud de su derrota.
La noche no había interrumpido la
búsqueda, pero ni una sola cuadrilla
había encontrado agua dulce, y el
desánimo pesaba en los brazos. César
fingía creer aún en la victoria, y
Cleopatra, que no dudaba del feliz
desenlace, le impedía que renunciara.
La luna llena permitía a una docena
de perseverantes seguir con su labor.
Con un casco insistente, Viento del
Norte cavó un agujero a un centenar de
pasos de la orilla, enfrente del palacio
real. El Viejo les pidió a dos muchachos
fuertes que lo agrandaran y ahondaran en
él. Aceptaron esa última tarea antes de
irse a dormir.
En el fondo del rudimentario pozo
había agua.
¡Agua clara, dulce y potable!
Al amanecer, y en los alrededores,
nuevas cuadrillas lograron dar con
nuevas vetas de agua dulce, y se
propagó el rumor: protegida de Isis,
Cleopatra era una maga que velaba por
el ejército romano.

sus milagros no se detenían ahí.

Con los ojos abiertos por el primer


trago de blanco seco del día, el Viejo
observaba el horizonte marino mientras
saboreaba el aire fresco de la
madrugada.
De repente tuvo una extraña visión,
hasta tal punto sorprendente que se frotó
los párpados, dio un trago más y volvió
a mirar.
En lo alto del faro se veía alterados
a los vigilantes.
—Increíble —masculló el Viejo—,
¡una treintena de barcos! ¿Y si fueran
refuerzos?
Para asentir, Viento del Norte
levantó la oreja derecha.
61

Rufino despertó a César muy nervioso.


—¡Llegan los refuerzos!
Cleopatra, a la que Carmión había
vestido y acicalado a la carrera, se
reunió con su amante en la terraza del
palacio.
Según las informaciones
comunicadas por los vigilantes del faro,
las noticias eran buenas y malas a la
vez. Buenas, porque aquellos treinta y
cuatro barcos, cargados con aparatos de
guerra, armas y trigo, pertenecían a la
trigésimo séptima legión; malas, porque
el violento viento del este estorbaría las
maniobras de esa flota y la obligaría a
pasar de largo el puerto de Alejandría.
—Utilizaremos todas las barcas
disponibles y los remolcaremos —
decidió César—: que se les hagan
señales de que se pongan al pairo.
Rufino, mi coraza.
El lugarteniente del imperator no
ocultó su sorpresa.
—No estaréis pensando en ir vos
mismo… ¡Es demasiado peligroso!
—No tenemos ni un segundo que
perder.
César miró a Cleopatra.
—En mi ausencia, toma las
decisiones que hagan falta. En caso de
ataque terrestre, anima a mis hombres
para que resistan.

Arsínoe, con la cabeza cargada, se


conformó con un poco de agua fresca,
aquella agua cuya ausencia conduciría a
Julio César a la derrota. Ese día ventoso
resecaría la garganta a los romanos,
quienes se verían obligados a huir a
bordo de sus miserables barcas, que
hundirían fácilmente las naves de guerra
alejandrinas.
El general Ganímedes entró en el
dormitorio de su soberana apartando a
los sirvientes a empujones.
—¡Cómo te atreves!
—Viene por mar un ejército en
auxilio de César.
Arsínoe se levantó de un salto.
—¿Un contingente numeroso?
—Al menos treinta barcos pesados.
—¡Ataquémoslos de inmediato!
—La suerte está de nuestra parte —
reveló el eunuco—. Por culpa del
violento viento del este, los barcos de
los romanos no han logrado llegar hasta
el puerto de Alejandría. Solo les queda
una única solución: remolcarlos. Los
remeros de César han salido ya en su
ayuda, y disponemos de una información
increíble. Nuestra caballería ha
capturado a unos soldados de infantería
imprudentes que realizaban tareas de
avituallamiento más allá de una
barricada y les han informado de que
César en persona se encontraba en la
barca de cabeza.
Arsínoe esbozó una torva sonrisa.
—¡El imperator se ha vuelto loco!
Esta vez ha firmado su sentencia de
muerte.
—Asimismo, los prisioneros nos han
revelado que, gracias a Cleopatra, los
romanos han encontrado agua potable.
Un rictus de odio deformó el rostro
poco agraciado de la chica.
—¡Le arrancaré los ojos y le cortaré
la lengua! Ve a matar a César, mi fiel
general, y tráeme su cadáver.
Animados por la presencia de su
líder supremo, los remeros habían
recorrido en un tiempo asombroso la
distancia que los separaba de la flota de
socorro, que se había desviado a diez
kilómetros de Alejandría, hasta el cabo
Quersoneso.
A unos breves saludos de alegría les
sucedieron de inmediato las maniobras
de remolque, ante la mirada atenta de
César y de Rufino, cuya potente voz
incitaba a los marineros a darse prisa.
No se produjo ningún incidente, y el
convoy se encaminó hacia Alejandría.
El imperator se esperaba otros
refuerzos, más importantes, pero
aquellos le permitían consolidar sus
posiciones y reafirmar la confianza en la
victoria. Semejante aportación de
hombres y de material aliviaría a los
valientes que habían aguantado a pesar
de las espantosas condiciones.
En la proa del buque insignia, César
volvía a despertar la admiración de sus
legionarios, quienes apreciaban su
lucidez, su determinación y sus energías.
Sin un líder de esa talla, la guerra de
Alejandría habría acabado en desastre.
No obstante, ese período de relativa
calma duró poco.
A la altura del puerto principal, en
pleno mar, había numerosos barcos de
guerra enemigos.
—Creía que habíamos destruido su
flota —murmuró Rufino, descompuesto.
—El puerto y los arsenales del oeste
se libraron del incendio —le recordó
César.
—¿Somos capaces de plantarles
cara?
—Nuestra marina ha demostrado su
capacidad.
Comunicándose mediante señales,
los capitanes tomaron nota de las
órdenes de César: formar un frente
alargado que dejara expuesto en el
centro al buque insignia. Si los
alejandrinos no tenían otro objetivo que
eliminar al imperator, advertirían su
manto rojo y arremeterían contra él.
El más mínimo error en la maniobra
volvería la trampa contra sí mismos.
Rufino se preparó para el impacto.
Con una espada en cada mano, impediría
que los asaltantes llegaran hasta el héroe
al que había consagrado su existencia.
¡El cebo resultó irresistible!
Ganímedes, exaltado, envió diez de sus
barcos contra el buque insignia. Las
tenazas del cerco se cerraron,
arremetieron con los espolones de proa
los flancos de los alejandrinos y se
precipitaron al abordaje.
Cuando el viento se calmó y se
ponía el sol, la victoria de César era de
una magnitud inesperada. Hecho una
furia, Ganímedes se vio obligado a
batirse en retirada para salvar sus
últimos barcos. A César le bastaba con
impedir aquella huida para destruir a su
adversario, pero habían rodeado a un
navío rodio como consecuencia de un
error de trayectoria. El imperator corrió
en su auxilio con la totalidad de sus
fuerzas y protegió a toda la tripulación.
Aunque apreciaba la intervención de
su líder, Rufino lamentó quedarse allí.
—¡Acabemos con ellos!
—Navegar se vuelve arriesgado por
la noche —opinó César.
—¡El faro nos iluminará!
—La irrupción de su flota nos ha
sorprendido. Sin duda, Arsínoe quiere
atraemos a una emboscada. Del puerto
del oeste, que no controlamos, pueden
aparecer nuevos barcos.
Rufino asintió con la cabeza. Estaba
claro que César no había robado su
título de imperator.
62

Cleopatra podía mostrarse afectuosa,


pero prefería ocultar sus sentimientos
profundos. No obstante, frente a César
no lo lograba, puesto que la pasión de su
amor se lo impedía.
—¡Has corrido un riesgo insensato!
—Este conflicto lo exigía.
—¿Has pensado en mí?
—He tenido miedo de hacerlo.
—¿Miedo… de amarme?
—Parece ser que el amor y la guerra
no se llevan bien. Contigo, todo es
diferente, tan diferente…
La fogosidad de su beso los
transportó a un reino donde solo
imperaba la ebriedad de la pasión.
Cleopatra fue la primera en volver a
abrir los ojos.
—Todavía no ha acabado esta
guerra, ¿verdad?
—Arsínoe nos ha reservado una
desagradable sorpresa y, probablemente,
no es la última. La mejor solución
consiste en atacar de inmediato el puerto
del oeste.
—Deberías asegurarte el control del
Heptastadion, que divide la bahía, pero
los baluartes no cederán fácilmente.
—¿Qué estrategia aconsejas?
—No dejar respirar a Arsínoe.
El capitán Eufránor, originario de la
isla de Rodas, había pasado más tiempo
en su barco que en tierra firme. Moreno,
de anchas espaldas y piernas cortas, era
un marinero excepcional y veneraba a
César. Combatir por él lo entusiasmaba,
y ninguna acción le parecía insensata si
la dictaba el imperator. César le mostró
un plano de la bahía, sobre el que
Cleopatra indicó el peligro principal.
—Entre nuestras dos flotas, una al
este y otra al oeste, hay un banco de
arena que protege las naves de Arsínoe,
y el paso es muy estrecho.
—Me las arreglaré. Con cuatro
barcos tendré suficiente. Mientras
bloqueo al enemigo, el resto de nuestra
marina invadirá su parte.
—Es posible que te topes con una
fuerte resistencia —objetó la reina.
—Me espero lo peor y lo mejor.
Maniobrar en un espacio angosto
requiere de singulares habilidades, ¡y
vuestros griegos se atascarán!
—Destinaremos la totalidad de
nuestra flota —decidió César.

Ganímedes no le ocultó la realidad a


su reina.
—César posee treinta y cuatro
naves; nosotros, veintisiete. Esa ligera
superioridad no debe preocupamos.
Esos barcos son pesados y encallarán en
el banco de arena que protege nuestro
puerto.
—¿Por qué no has conseguido matar
a ese romano?
—¡Nos ha tendido una trampa
diabólica! Por suerte, nos hemos
replegado a tiempo, y nuestra capacidad
para vencer sigue intacta.
Arsínoe toqueteó las perlas de su
collar con nerviosismo.
—¿Estás seguro de ello?
—He dejado creer a César que no le
costaría nada aplastamos. Cuando
intente conquistar el puerto, se dará de
bruces contra nosotros. La población
está de parte de vuestra majestad, y le
tengo preparado un bonito recibimiento
al imperator.
El aplomo de su general tranquilizó
a la joven. Atacaran con la intensidad
que atacasen, los romanos fracasarían.

El Viejo y Viento del Norte


asistieron al embarque de los soldados
experimentados que formaban la élite de
las tropas a disposición de César. Los
treinta y cuatro barcos salieron del
puerto del este, bordearon la isla de
Faros y se situaron a la entrada del
puerto del oeste, dispuestos a
enfrentarse a la flota enemiga, que se
consideraba amparada por el banco de
arena que volvía el acceso estrecho y
difícil.
En ese momento, el capitán Eufránor
y sus cuatro barcos ejecutaron una
maniobra suicida en apariencia. Por una
parte, no estaba seguro de poder salvar
el obstáculo sin golpearse; por otra, en
caso de éxito, no resistiría un ataque de
los alejandrinos y sus hombres serían
rápidamente masacrados.
Eufránor no menospreciaba los
riesgos, pero confiaba en sus aptitudes
como marinero y sabía que aquella
estrategia era la buena. Los cuatro
navíos cumplieron con sus
instrucciones: evitaron el banco de
arena y se reagruparon a escasa
distancia del enemigo contra el que se
desencadenaba la ofensiva.
Contra todo pronóstico, marineros y
arqueros lograron contener a los
alejandrinos, mientras el resto de la
flota romana, tras los pasos del rodio,
penetraba en el puerto del oeste. Desde
ese momento, la falta de espacio
impidió que los barcos maniobraran.
Chocaron, se entremezclaron y comenzó
un cuerpo a cuerpo de una extremada
violencia. Los legionarios, que estaban
acostumbrados a esa clase de combate y
tenían un adiestramiento perfecto,
dominaron a los alejandrinos, quienes se
batieron en retirada y abandonaron sus
barcos para refugiarse en el corazón de
los barrios vecinos donde se
concentraban los soldados de infantería.
Esperaban atraer a los romanos hasta
allí, pero una vez obtenida la victoria y
conquistado el puerto del oeste, César
no se aventuró a ir más lejos.
—Mañana —le anunció a Rufino—,
sorprenderemos al adversario
adueñándonos de la isla de Faros y
luego del Heptastadion, el dique que la
une a Alejandría. Cuando nos
apoderemos de él, la conquista de la
ciudad será más fácil. Y no pierdo la
esperanza de ver llegar nuevos refuerzos
si nuestros mensajes han logrado
alcanzar las guarniciones de Asia
Menor. De momento solo contamos con
nosotros mismos. ¿Crees que nos bastará
con una noche de descanso?
—Nuestros hombres se habrán
recuperado —afirmó el lugarteniente del
imperator—. Este éxito les da nuevas
fuerzas.
El sol se ponía, y César pensó en
Cleopatra, que estaba al frente de un
destacamento encargado de proteger el
palacio. Sabría rechazar una incursión
enemiga y no cedería ni un palmo de
terreno. ¿Una simple amante, una
conquista más que se añadía a la lista de
las mujeres seducidas por César? No,
una auténtica reina cuyo sueño le abría
un nuevo horizonte.
Cleopatra, hechicera de Isis… Lo
había retenido en Alejandría, lo había
obligado a librar una guerra que deseaba
evitar. Una guerra de incierto desenlace
que lo forzaba a adaptarse una y otra vez
en función de condiciones inesperadas.
Cleopatra era la primera mujer que
lo obligaba a superarse.
63

La maniobra de César dejó estupefactos


a los soldados alejandrinos que
ocupaban la isla de Faros. Los navíos de
guerra romanos atacaron por mar
mientras que unos legionarios
aparecieron por la parte del puerto tras
servirse de unas barcas.
Desconcertados, sin un líder capaz de
organizar la defensa, los alejandrinos se
vieron dominados por el pánico,
abandonaron sus posiciones y se
lanzaron al agua con la esperanza de
alcanzar a nado el muelle del barrio de
Rhakotis.
Aquella desafortunada decisión se
saldó con una escabechina. Los romanos
mataron a muchos de los soldados a la
fuga e hicieron seiscientos prisioneros.
Ahora, César era amo del faro y de la
isla de Faros. Solo le quedaba
apoderarse del bajío que la unía a la
ciudad.
El objetivo principal de la
operación era impedir toda
comunicación entre los puertos del oeste
y del este, y así arrinconar a las tropas
de Arsínoe.
El gran malecón tenía dos puentes.
César conquistó el primero con
facilidad y ordenó a sus hombres que
llenaran de piedras el pasaje dispuesto
bajo el arco: bastaban tres cohortes para
la tarea.
—Una catástrofe —declaró un
superviviente al general Ganímedes y a
la reina Arsínoe—: los romanos han
masacrado la mayor parte de la
guarnición de la isla de Faros, han
ejecutado a los últimos que se resistían
y han saqueado las casas. ¡Ese César es
invencible!
El herido recibió una bofetada del
eunuco.
—¡Y tú eres un inútil y un cobarde!
Que aparten de mi vista a esta escoria.
Arsínoe estaba perdiendo los
estribos.
—¿No habría que alejarse de
Alejandría?
—Esos reveses no son decisivos,
majestad. Nuestros efectivos siguen
siendo superiores a los de los romanos,
y somos capaces de asestarles un golpe
mortal.
Un oficial se presentó ante ellos.
—General, ¡César se ha apoderado
del primer puente del gran dique y está
llenando de piedras el pasaje!
—Quiere cortamos todos los
accesos al mar y asediarnos… ¿Cuántos
legionarios se ocupan de ello?
—Por lo menos tres cohortes que
han abandonado sus barcos.
—¡Han abandonado sus barcos! —
exclamó Ganímedes—. Y César, ¿se
encuentra entre sus legionarios?
—Se ha visto su manto rojo.
—¡Esta vez ha cometido un
tremendo error!

El primer pasaje estaba bloqueado y


los legionarios se felicitaban por su
trabajo cuando se produjo una ofensiva
doble en el mismo momento en que
César terminaba de trazar un plano
detallado de la bahía y de las
instalaciones enemigas.
Ganímedes había enviado todos sus
barcos, que no encontraron resistencia,
ya que los de César estaban
prácticamente vacíos. Sus arqueros
lanzaron una lluvia de flechas sobre los
romanos, que no lograron llegar hasta
sus naves. Y el dique, la única salida
para escapar a los mortíferos
proyectiles, fue invadido por soldados
de infantería que frenaron esa retirada y
masacraron a un buen número de
legionarios, de modo que los obligaron
a retroceder.
Mientras veía cómo sus hombres
caían a su alrededor, César se hallaba
asimismo atrapado. Sus soldados lo
protegían lo mejor que podían, Rufino
trataba en vano de lanzar un
contraataque. Los marineros que seguían
ilesos escalaron el dique, decididos a
liberar al imperator; pero se toparon
con unos alejandrinos desenfrenados que
se aproximaban a la victoria total.
—¡A las barcas! —ordenó César.
Eran la única esperanza de escapar
de la muerte. Abrirse paso requería un
valor y una voluntad poco comunes por
parte de los legionarios, puesto que sus
adversarios formaban una masa
impenetrable. A pesar de la gravedad de
sus pérdidas, abrieron una brecha entre
ellos por donde se introdujo César.
Los supervivientes saltaron a los
botes y agarraron los remos. En pocos
momentos, estuvieron sobrecargados y
se apartaron tan lentamente del dique
que ofrecían un blanco perfecto para los
arqueros y los honderos alejandrinos.
La barca de César no se libró de
aquella lluvia, y zozobró abarrotada de
cadáveres y heridos. Quitándose el
manto, que apretó entre los dientes para
no abandonar ese símbolo al enemigo, el
imperator mantuvo levantada la mano
izquierda, que sujetaba el plano
dibujado poco antes, y nadó con una
fuerza sorprendente.
—¡Abatidlo! —chilló Ganímedes al
ver que el atleta de cincuenta y dos años
se dirigía hacia uno de los barcos cuya
tripulación seguía indemne. Dada la
distancia que debía recorrer, su huida
estaba condenada al fracaso. Flechas y
bolas de plomo rozaron al nadador, que
se veía forzado a zigzaguear. No
obstante, aquella última exhibición
irrisoria no le permitiría escapar. El
ilustre conquistador perecería
miserablemente de un golpe letal en el
puerto de Alejandría.

Apolodoro no sabía cómo informar a


Cleopatra de la terrible noticia, pero era
vital que estuviera al tanto. Tras la
derrota de los romanos, llegaría el alud
de tropas de Arsínoe, que exterminarían
a los últimos legionarios. Los sueños de
poder se desmoronaban, había que
marcharse al exilio.
La reina regresaba de una inspección
de las barricadas que mantenían la
seguridad del barrio de los palacios.
¿Qué significaban esos gritos que
llegaban del puerto del oeste? ¿César se
había hecho con él?
El rostro impenetrable del siciliano
preocupó a Cleopatra.
—¿Qué sucede?
—El capitán de uno de los barcos
romanos acaba de contarme los últimos
acontecimientos —dijo el chambelán
con voz quebrada.
—¿Y bien? ¡Habla!
—César ha conquistado la isla de
Faros, luego ha pretendido cerrar el
acceso entre las dos partes del puerto.
La victoria parecía segura, pero…
—¿No era más que aparente?
—Los fieles de Arsínoe han
aprovechado un momento de distensión
de sus enemigos y los han rodeado. El
dique se ha convertido en un auténtico
cementerio. Nos han vencido, majestad,
hay que abandonar Alejandría.
—¿Y César?
Apolodoro bajó la cabeza.
—¿Dónde está?
—César se ha ahogado, majestad.
Cleopatra se mantuvo imperturbable.
—No, está vivo.
64

Cleopatra observó el puerto con los


brazos cruzados. Al oeste, ardía un
barco romano.
—César ha muerto, majestad, y vos
os encontráis en un grave peligro —
insistió su chambelán.
—Te equivocas. Si el destino me
hubiera arrebatado a mi amante, lo
sabría.
—¡Ganímedes ha levantado su manto
púrpura!
—Eso no ha sido más que una farsa
mediocre, ¡no era el suyo! Nadie captura
a César, nadie le roba el emblema de su
poder.
—Majestad…
—Voy a su encuentro.
Sin perder el tiempo en cambiarse
de ropa, Cleopatra salió del palacio y se
encaminó hacia el puerto real, en el que
estaba entrando una nave en penoso
estado.
Unos marineros hacían grandes
aspavientos. Fue un atraque violento,
colocaron una pasarela y entonces
apareció.
Agotado pero con la cabeza alta,
cubierto por su manto de imperator y el
documento protegido en la mano, César
había salido indemne.
Ver a la reina, abrazar a la mujer que
amaba, le devolvió todas sus fuerzas.
—Da orden de repliegue general —
le dijo a Rufino, quien también había
conseguido escapar del sangriento
combate.

Gracias a la habilidad del capitán


Eufránor, la flota romana no había sido
destruida por completo, pero el
resultado de la derrota del Heptastadion
era abrumador. Ochocientos legionarios
muertos, numerosos marineros
desaparecidos, miles de heridos y la
pérdida del puerto del oeste y del
control del mar. Cuando estaban tan
cerca de la victoria, César y los suyos
habían estado a punto de perecer.
Cleopatra no mostró la más mínima
señal de pesimismo y contagió su
energía a los demás. Sin bajar los
brazos, los romanos afianzaron sus
posiciones, se sintieron seguros y
retomaron el aliento. Aunque
debilitados, todavía eran capaces de
defenderse, y el adversario, contrariado
por no haber asestado el golpe de
gracia, se temía uno de esos planes
insensatos que solo César lograba idear.
Alejandrinos y romanos enterraron a
sus muertos y el frente permaneció
estable. La gran ciudad se encontraba
dividida en dos, ambos ejércitos
acampaban en sus posiciones. Los
partidarios de Arsínoe vendaban sus
heridas, reconstruían su flota y
preparaban un ataque decisivo.
Hábiles constructores, los romanos
habían erigido auténticos bastiones que
ni siquiera unas tropas bien adiestradas
podrían demoler, al menos sin sufrir
graves pérdidas, y César esperaba la
llegada de nuevos refuerzos. Alertado el
mismo octubre del año –48, a su aliado
Mitrídates de Pérgamo le estaba
costando reclutar un ejército, pero lo
ayudaría. Solo había un imperativo:
aguantar. Cleopatra expresó otro deseo.
A pesar de su médico personal y de sus
ayudantes, menguaban las fuerzas de
gran cantidad de heridos, por lo que
convenció a César de ir a Canopo para
solicitar la ayuda de Isis, la gran
sanadora.

Alejandría estaba comunicada con


Canopo por medio de un canal. Hasta no
hacía mucho, era una ciudad de recreo
donde los alejandrinos celebraban
fiestas en las que corría el vino y la
cerveza. La pequeña localidad, que se
hallaba situada al borde de una franja
arenosa y estaba protegida de los malos
vientos gracias al cabo Cefirión, se
enorgullecía de la presencia de dos
santuarios dedicados a Serapis y a Isis.
Antes de la guerra, atraían a una gran
cantidad de peregrinos, y los enfermos
vivían en cámaras oscuras. Allí, durante
el sueño, eran curados por las
divinidades.
En el umbral del templo de Isis,
Hermes le mostró a Cleopatra una gran
vasija con un tapón con la forma de la
cabeza de Osiris resucitado durante la
crecida.
—Has tardado —declaró con voz
grave—, pero, como la reina de Egipto
no la ha olvidado, la diosa no le negará
su ayuda. Esta agua salvífica nacida de
las lágrimas del sol hará olvidar los
sufrimientos. Cuando haya cumplido su
cometido, la vasija se quedará vacía.
Hermes la dejó en manos de
Cleopatra, le volvió la espalda a la
pareja y regresó al santuario.
—Con esta agua consagrada les
devolveremos la salud a los heridos —
afirmó la reina.
—¿Acaso ese sacerdote se niega a
venir a la corte?
—Hermes es inescrutable. Solo él
decide cuándo interviene.
César recordó haber leído sus
escritos en la biblioteca de Alejandría.
Como afirmaban los antiguos, Egipto era
la tierra amada por los dioses y la patria
de sus secretos.
El general Ganímedes estaba
furioso. Fracasar de esa manera, ¡con la
victoria al alcance de la mano! Sin
embargo, el ataque sorpresa al dique era
una idea digna de un genio, y el eunuco
no comprendía cómo César había
logrado escapar de esa trampa. ¿Acaso
un poder sobrenatural animaba a ese
demonio de hombre? Su hazaña como
nadador había impresionado tanto a los
alejandrinos que algunos temían regresar
al combate.
Ganímedes, que era respetado y lo
consideraban capaz, se había esforzado
por volver a subir la moral de sus
soldados, así como la de una población
a la que afligía el número de muertos y
de heridos. Una parte de los cadáveres
habían sido enterrados en el cementerio
del oeste; la Otra, quemada. Arsínoe,
demasiado maquillada y acicalada con
joyas chillonas, dio muestras de su ira.
—¿Por qué no lanzas el ataque
definitivo?
—¡Porque no lo sería, majestad!
Nos expondríamos a un amargo fracaso.
—¿No te estará paralizando el
miedo?
—César no es un enemigo común, y
sus defensas no serán fáciles de romper.
No se dejará coger por sorpresa una
segunda vez. Vencerlo pasa por
recomponer nuestras fuerzas y
aumentarlas. Dado que los romanos han
perdido el control del puerto y del mar,
construiremos barcos ligeros y rápidos.
—¿No estás desperdiciando un
tiempo precioso?
—Todo lo contrario, os lo aseguro.
—¿Y si cambiara de general?…
La voz de Ganímedes se tornó más
profunda:
—Como queráis, majestad.
Arsínoe se arregló un mechón
rebelde y se quedó observando al
eunuco con una mirada de desdén.
—Depositar en ti mi confianza es un
privilegio enorme. No me decepciones.
Que mi ejército y mi armada aplasten a
los romanos y a la infame Cleopatra.
65

El invierno alejandrino no carecía de


inclemencias. El sol faltaba raras veces,
pero los vientos del norte y del oeste
soplaban a menudo con fuerza y
enfriaban la atmósfera. Contra los
diques y los islotes rompían grandes
olas que volvían la navegación
imposible.
No obstante, ni siquiera los días
malos frenaban el celo de lo romanos,
que seguían fortificando sin tregua el
barrio de los palacios y cerraban cada
uno de sus accesos. Habían apostado en
lo alto de los edificios y de las casas a
centinelas que darían la voz de alerta en
caso de ataque.
Para estupefacción del Viejo, el agua
de Isis había curado las heridas de los
soldados de César, los cuales habían
atribuido ese milagro a Cleopatra,
puesto que la consideraban una
hechicera con poder para rechazar al
enemigo.
Y una extraña calma se impuso.
Todas las mañanas, los legionarios se
esperaban un ataque que no se producía.
Y el tiempo, según decía César, estaba
de su parte, ya que las tropas de auxilio
acabarían liberándolos.
Los romanos no carecían de nada. El
chambelán Apolodoro y el Viejo
aseguraban, gracias a una perfecta
colaboración, la entrega de los
productos procedentes del interior del
país, sin olvidarse de las tinajas de un
vino excelente. Y Cleopatra organizaba
magníficos banquetes en los que se
servían una docena de platos con una
lujosa vajilla de tonos azules y verdes.
Jarrones, fuentes y platos estaban
decorados con escenas de melopeas,
imágenes de hiedras, laureles, de rosetas
de animales retozando en paisajes
verdeantes, y de antiguas divinidades
como Bes, el enano barbudo protector
de los nacimientos.
Amante de la buena mesa, César
disfrutaba además de otro placer:
cuando acababa la comida, Cleopatra
tocaba un instrumento, la flauta, la cítara
o el arpa, con el talento de una música
profesional. Los asistentes callaban,
cautivados, y disfrutaban de las
melodías, unas veces enérgicas, otras
lánguidas.
La reina sabía hacer que el
imperator olvidara la angustia del día
siguiente. La belleza del palacio, la
elegancia de las esculturas, de las
pinturas y de sus mosaicos, creaban un
marco engañoso, un mundo artificial
protegido de las turbulencias del
exterior.
Artificial…, a excepción de
Cleopatra.
A César le gustaba mirarla dormir.
Tan bella, tan relajada, tan alejada de
las atrocidades de una guerra que esa
pareja improbable tanto quería ganar.
Por las noches, las pesadillas
acosaban al imperator.
Cuerpos mutilados, soldados que
chillaban de dolor, interminables
agonías… Cleopatra era la juventud y la
esperanza. No negaba aquella realidad,
pero tenía la certeza de que podía nacer
otro mundo, un mundo surgido de ese
Egipto ancestral y luminoso que en esos
días alimentaba su espíritu.
Cuando se despertaba, su primera
mirada era para su amante, y esa ofrenda
llenaba su corazón. Él nunca se había
imaginado vivir un amor tan apasionado,
y aquella joven reina de fina inteligencia
le concedía ese milagro.
Tantos combates, tantos sufrimientos,
tantos cadáveres y, pasados ya los
cincuenta, ese era el presente
inestimable que su protectora, la diosa
Venus, reina del amor celeste y terrestre
encamada en Cleopatra, le había
otorgado.
Al negarse a abandonar Alejandría,
César había estado a punto de perderlo
todo, y no se lamentaba de su decisión.
Ser amado, más allá de la pasión,
confiar el uno en el otro, compartir
momentos inolvidables… ¿Cuántos
humanos tenían esa oportunidad?
Lo acosaba una pesadilla: la
biblioteca de Alejandría ardiendo, miles
de libros pasto de las llamas, los
legionarios traspasados por las flechas,
el palacio real invadido, Cleopatra
arrojada a unos patanes…
César se incorporó empapado en
sudor.
Ella seguía indemne y los
maravillosos ojos verdes lo
contemplaban.
Cleopatra se acurrucó contra él, y
las curvas de sus cuerpos encajaron a la
perfección.
—El mal sueño se ha desvanecido
—murmuró con una voz de musicalidad
fascinante—. ¿Recuerdas el mío?
—Revivir la edad de oro…
—Venceremos, amor mío, y nos
iremos a Dandara.

La construcción del templo de


Dandara avanzaba a pasos agigantados.
Bajo la dirección de un maestro de
obras concienzudo, atento al más
mínimo detalle, los constructores sentían
una profunda alegría al levantar las
paredes del santuario, cuya extensión y
belleza seducían incluso a los
inspectores de la administración
alejandrina.
Toda la provincia se alegraba de
poseer semejante maravilla, fuente de
prosperidad. A medida que se iban
levantando e instalando los edificios
anejos que incluían tanto unos talleres
como una cervecería y una panadería,
Dandara se convertía en un centro
económico que atraía a una población
trabajadora.
No obstante, la superiora no se
dejaba embriagar por ello, y se
preocupaba por la correcta realización
de los ritos. El sanctasanctórum y el
templo cubierto le ofrecían un marco
excepcional para celebrar la presencia
divina y mantener su influencia en la
tierra. Los escultores transformaban los
techos en cielos de piedra por donde
surcaban las barcas del día y de la
noche, que se entregaban al sol nocturno
para resucitar por la mañana. Aquellos
techos desvelaban a los astrólogos el
mensaje de las estrellas imperecederas e
infatigables, y transportaban la mirada
de los oficiantes de los ritos más allá de
los horizontes humanos.
Con motivo de las fiestas que
celebraban el nacimiento de Osiris, la
anciana organizó un banquete en honor a
los artesanos.
La aparente serenidad del maestro
de obras no engañó a la superiora.
—¿Cuál es el motivo de tu
inquietud?
—Las noticias procedentes de
Alejandría son malas, muy malas.
—¡Pero si he recibido una carta
oficial de la reina Cleopatra! No solo
confirma su voluntad inflexible de
financiar la finalización de nuestro
templo, sino que incluso desea verlo con
sus propios ojos en cuanto sea posible.
—Ese sueño no se realizará, y esa
carta solo es ilusoria. Cleopatra, amante
del general romano Julio César, se
enfrenta al ejército de su hermana
Arsínoe. La guerra civil está en su punto
culminante, los romanos se oponen a los
alejandrinos, la capital se encuentra
dividida en dos y nadie sabrá predecir
el desenlace de este conflicto,
responsable ya de miles de muertos. Sea
como sea, el vencedor reinará sobre
unas ruinas, ya que la biblioteca y el
museo han quedado destruidos por un
incendio y se han deteriorado otros
barrios. Que no os quepa duda, se
olvidarán de Dandara.
—¿Todavía contamos con el salario
de tus cuadrillas?
—El gobernador provincial cumple
con sus obligaciones conforme a las
instrucciones del palacio real.
—¡Entonces, Cleopatra gobierna y
mantiene sus compromisos! —apuntó la
superiora.
—Creyó vencer, pero Ganímedes, el
general al mando de las tropas de
Arsínoe, ha dado un giro a la situación
en favor de la reina de Alejandría.
César y Cleopatra se encuentran
sitiados. Sed prudente y destruid esa
carta, porque podría comprometeros.
—Nuestro templo se ve…
¿amenazado?
El maestro de obras no ocultó su
pesimismo.
—Arsínoe odia a su hermana mayor
y arrasará todo lo que ella ha
construido. Dandara, símbolo en el sur
del reinado de Cleopatra, no se librará
de esa tormenta. Pronto aparecerán
milicias de Alejandría en el muelle.
La consternada superiora no se tomó
a la ligera las palabras del constructor.
—Gracias a unos confidentes, podré
avisaros el día anterior. Tanto vos como
vuestro colegio sacerdotal debéis huir.
—¿Y tú?
—No veré mi obra destruida sin
luchar. Mis artesanos podrán elegir: o
marcharse o quedarse a mi lado.
La anciana contempló entonces el
santuario de la diosa Hator.
—¿De verdad crees que abandonaría
mi templo?
66

Invitados por el judío Antípatro, los


comerciantes más destacados de
Alejandría se reunieron con gran secreto
en una mansión situada bajo la
protección de unos guardias que no
pertenecían al ejército de Ganímedes.
Los participantes hablaron libremente, y
el principal exportador de trigo fue el
primero en tomar la palabra.
—Esta guerra nos está arruinando:
Alejandría ha sufrido daños
catastróficos, han muerto demasiados
hombres y tenemos las arcas vacías.
Este despropósito tiene que acabar.
—Algunos de vosotros apoyáis a
César y a Cleopatra, otros a Arsínoe —
le recordó Antípatro.
—Salgamos de este atolladero —
propuso un fabricante de ánforas—. Si
el conflicto continúa, será el fin de
nuestra ciudad. Dejemos a un lado
nuestras opiniones partidistas y tratemos
de obtener la paz.
—¡Arsínoe y Ganímedes no
aceptarán la más mínima negociación!
—objetó el patrón de los perfumistas—.
Quieren la muerte de Cleopatra y la
derrota de César.
—Entonces ¡prescindamos de ellos!
Que nuestro decano se encuentre con el
romano y le pida que libere a Ptolomeo.
Así se respetará la última voluntad del
rey difunto. Volverá a reinar la pareja
real legítima, formada por Cleopatra y
Ptolomeo XIII, y se restablecerá el
orden.
—César se reirá de esa propuesta —
afirmó el propietario de una gran fábrica
de objetos de cristal.
—¡Ese romano no es un fanático y
teme morir en tierra extranjera! Al
contrario, valorará nuestra moderación y
actuará como mediador.
Se inició una discusión animada.
Antípatro solo tenía un objetivo: que la
asamblea no se declarara hostil a César.
Se cumplió lo que deseaba en secreto y
los comerciantes nombraron embajador
por unanimidad a su decano, un armador
muy acaudalado al que confiaron una
misión precisa: obtener la liberación de
Ptolomeo, símbolo de vuelta a la paz y a
la prosperidad.

Hacer que el anciano pasara de la


zona que controlaban los fieles de
Arsínoe a la fortificada por César y
Cleopatra era bastante arriesgado. Como
Antípatro disponía de la red necesaria
para informar a sus aliados, dirigió
aquella delicada operación.
Debidamente escoltado, el
diplomático ocasional fue conducido
ante César y Cleopatra, a quienes
expresó con voz trémula la inquietud de
los comerciantes de Alejandría y su
oposición a que prosiguieran las
hostilidades.
—Bonitas palabras —juzgó la reina
—, pero ¿cómo piensas aplacar a esa
histérica de Arsínoe?
El anciano se envalentonó.
—La solución está en vuestras
manos, en las de la esposa oficial de
nuestro rey Ptolomeo. Devolvedle, vos y
César, su poder legítimo y la
insurrección de la princesa Arsínoe
acabará.
—¿Eso significaría… liberar a
Ptolomeo?
—Exactamente, majestad.
César puso la mano sobre la de
Cleopatra, quien temblaba de
indignación.
—¿Por qué correr un riesgo así? —
interrogó el imperator.
—El comercio necesita estabilidad.
Nuestro rey obligará a Arsínoe a
deponer las armas y la vida retomará su
curso normal.
—La reina y yo estudiaremos tu
propuesta.
La pareja se retiró y el chambelán
Apolodoro le sirvió cerveza al anciano,
que estaba feliz de no haber despertado
la ira de César.
—Es una burda trampa —exclamó
Cleopatra—. Ese ancianito es un
enviado de Arsínoe, que se siente
incapaz de quebrar nuestras defensas.
—Te equivocas. Nos lo ha mandado
nuestro aliado Antípatro.
El argumento desarmó a la joven.
—Los comerciantes tienen miedo a
empobrecerse —opinó César—, y su
falta de carácter no me sorprende. ¿No
son así los alejandrinos? ¿No piensan de
una manera y después se comportan de
otra? ¡Tú estás bien situada para
conocer la hipocresía de los habitantes
de tu capital!
La reina recuperó la calma.
—Ese pequeño rey encerrado en el
palacio no es más que un lastre. Si lo
liberas, demostrarás tu magnanimidad y
el respeto por nuestras leyes. Además,
su reaparición sembrará la discordia en
el bando enemigo y pondrá a la
insoportable de Arsínoe en la cuerda
floja.
César sonrió.
—No me esperaba menos de tu
ingenio.
—Servirse del pequeño Ptolomeo
como un arma… ¿No es una estrategia
de gran riesgo?
—¿Acaso hay una mejor?
Demacrado, cansado, Ptolomeo XIII
había dejado atrás su infancia y parecía
confuso. ¿No lo llevaban a la muerte
aquellos dos legionarios que lo sacaban
de su prisión dorada? ¿No le cortaría
César la cabeza, deseoso de vengar el
asesinato de Pompeyo? ¡Cleopatra, llena
de odio, había exigido que su hermano
desapareciera! El adolescente cruzó
temeroso el umbral de la gran sala de
recepciones del país. Sentados uno junto
a otro en cómodos cojines, Cleopatra
vestida con un elegante vestido azul, y
César, con una túnica roja, disfrutaban
de unos pasteles acompañados de vino
blanco.
No había ni soldados ni amenazas
aparentes.
—Acercaos, majestad —lo exhortó
César con amabilidad.
Ptolomeo se acercó vacilante.
Cleopatra, que parecía relajada, no
mostró ninguna animadversión.
—Esta guerra ha durado demasiado
—declaró el imperator—, y no es bueno
tomar a un rey como rehén. Ese
desafortunado acontecimiento ha
perturbado la mente de Arsínoe y de
numerosos habitantes de Alejandría. Ha
llegado la hora de devolveros vuestra
libertad y vuestras prerrogativas.
—¿Os… os estáis burlando de mí?
—De ninguna manera —aseguró
Cleopatra—. ¿No es esa la única manera
de restablecer la paz?
—Sí, sí, estoy convencido de ello…
—Bueno, pues ¡proclamémosla! —
decidió César.
César y Cleopatra, flanqueando al
pequeño y atónito Ptolomeo, lo
condujeron a la sala del trono, donde se
habían reunido los guardias romanos y
el personal del palacio.
Con la mano derecha del joven rey
ostensiblemente cogida de la suya a la
manera de un padre, el imperator hizo
una declaración oficial:
—Exhorto a Ptolomeo XIII a velar
por el reino de sus ancestros, a
devolverle la prosperidad a su país, al
que ha castigado con tanta dureza este
penoso conflicto, y a hacer que entren en
razón sus leales súbditos. De este modo,
podrá protegerlos de la infelicidad y
reforzar su amistad con Roma.
Al adolescente lo traicionaron los
nervios y derramó unas lágrimas, y el
propio César pareció conmovido.
—Preferiría quedarme aquí, junto a
vos, para disfrutar de vuestra sabiduría
y vuestra protección —le dijo Ptolomeo
al romano—, ¡me queda tanto por
aprender!
—Vuestra humildad os honra,
majestad, y sentiré una gran alegría
cuando vuelva a veros después de que
haya convencido a Arsínoe y a su
general de deponer las armas. Esta
misión sagrada hará que os ganéis el
aprecio de vuestro pueblo.
Tras enjugarse las lágrimas, el
pequeño rey asumió una actitud digna, y
César le soltó la mano.
—Cumpliré esa misión, imperator, y
estaréis orgulloso de mí.
El soberano abandonó el palacio
acompañado de una escolta. Unos
heraldos anunciaron su liberación, y la
noticia llegó rápidamente a oídos de
Arsínoe y de sus tropas.
Desde la terraza del palacio, César y
Cleopatra observaron cómo la comitiva
se dirigía hacia el campamento enemigo.
—Nuestra decisión ha emocionado a
tu hermano pequeño —opinó César.
—No seas ingenuo —le aconsejó la
reina—. Esa serpiente solo tiene una
idea en la cabeza: destruimos.
—¿No ha llorado acaso?
—¡Eran lágrimas de alegría! Por fin
en libertad, emprenderá un combate a
muerte.
67

Cuando Ptolomeo llegó lo recibió una


enorme muchedumbre, y al decano de
los comerciantes, acompañado por sus
colegas más destacados, le rindieron un
emotivo homenaje. El pueblo de
Alejandría aclamó entusiasta a su
soberano, quien disfrutó durante largo
rato de su prestigio recuperado antes de
entrar en la lujosa vivienda, donde se
ocultaban Arsínoe y el general
Ganímedes.
Maquillada, enjoyada y lujosamente
vestida, ella hizo una reverencia.
—He aquí mi querida esposa, ¡la
reina de Egipto! —exclamó el pequeño
rey—. Desde ahora, me obedecerá y se
mantendrá en su sitio.
Aunque estaba furiosa, Arsínoe no
se atrevió a protestar. La voz de
Ptolomeo había cambiado, su sarcasmo
resultaba extremadamente amenazador.
Más le valía no llevarle la contraria.
—Mi espada está a vuestra
disposición —declaró Ganímedes—, y
espero vuestras órdenes.
El adolescente le dirigió al eunuco
una mirada de desdén.
—No existe más que un único
general en jefe: yo, tu soberano, y
deberías haberme servido antes. Por
culpa de tu incompetencia, el enemigo
sigue indemne.
—Majestad, yo…
—Matad a este inútil —ordenó
Ptolomeo a sus oficiales.
Ante la mirada aterrada de Arsínoe,
asesinaron a Ganímedes, y luego el rey
obligó a su esposa a mirar el cadáver
ensangrentado.
—Ese es el destino que les reservo a
mis adversarios, querida: acuérdate de
ello.
La joven corrió a refugiarse en sus
aposentos.
—¿Proseguimos con el combate,
majestad? —le preguntó el jefe de un
regimiento de infantería.
—¿Acaso lo dudabas? Al liberarme,
ese romano cándido y pretencioso ha
cometido un error fatal. Durante mi
largo cautiverio he tenido tiempo para
reflexionar. No vamos a derribar sus
líneas defensivas, sino a evitarlas.
¿Disponemos de suficientes naves?
—Hemos reconstruido una buena
flota de guerra —aseguró un almirante.
—Atacaremos Canopo —dijo
Ptolomeo—, hundiremos los barcos
romanos y atraparemos a César por
detrás. Una bonita sorpresa… Si se
niega a rendirse, que le corten la cabeza,
¡se la mostraré al pueblo y Roma se
echará a temblar! No nos incordiarán
más en el futuro. A Cleopatra, sin
embargo, ¡la quiero viva! Ha osado
traicionarme, a mí, a su rey, y le reservo
las peores torturas existentes. Morirá
despacio, muy despacio.

Al capitán Eufránor le caían en


gracia las alejandrinas. Nada ariscas,
despiertas por naturaleza, se prestaban
de buen grado a sus múltiples fantasías y
disfrutaban con la virilidad inagotable
de aquel guerrero moreno de anchas
espaldas. No obstante, a pesar de verse
arrastrado por un torbellino de placeres,
el nativo de la isla de Rodas conservaba
la lucidez. Estaba convencido de que la
liberación del pequeño Ptolomeo no
conduciría a la paz, pues sospechaba
que la flota enemiga intervendría.
¿El puerto de Alejandría? Por ahí
era posible, pero era un terreno
complicado. El punto débil, según
Eufránor, era Canopo. Una costa llana,
una extensión muy despejada que
permitiría desplegar los barcos y un
objetivo: adueñarse del brazo canópico
del Nilo e irrumpir en Alejandría.
Era posible que César se encontrara
en grave peligro, por lo que, con su
consentimiento, el capitán había
decidido destinar una parte de sus
barcos ante Canopo.
En cuanto concluyeron con aquella
maniobra, ese 10 de marzo de –47, el
vigía dio un grito de alerta.
La marina de Ptolomeo se disponía a
atacar.
—Necesitamos refuerzos —opinó el
segundo de Eufránor.
—Mándale un mensaje a César, pero
¡no podemos esperarlo! Desde que
empecé mi carrera, siempre he sido el
primero en entablar combate.
La reacción de Eufránor sorprendió
al adversario.
Su barco arremetió rápidamente
contra una nave enemiga con el espolón
de proa y lo hundió. Los alejandrinos se
batieron en retirada presas del pánico.
Eufránor, entusiasmado, quiso
afianzar esa victoria inicial y persiguió
a los que huían sin esperar a los
refuerzos, que tardaban en reunirse con
él. Pero su velocidad, fuente de tantas
victorias, se volvió esta vez contra él.
El rodio adelantó a tres barcos enemigos
y atrapó a un cuarto al que pretendía
clavarle el espolón, pero se vio
prisionero de una malla.
Y se desató la arrebatiña contra su
barco.
A pesar de su valor y de la
resistencia encarnizada de sus hombres,
Eufránor sucumbió ante sus numerosos
asaltantes. Cuando los refuerzos los
dispersaron, el pecho del valiente
capitán, atravesado por una pica, había
dejado de respirar.
—Eufránor nos ha salvado la vida
—declaró César cuando celebraban los
funerales de aquel leal servidor—. Si no
hubiera reparado en la grieta de nuestro
sistema defensivo, Ptolomeo podría
haber obtenido la victoria.
El imperator había sacado las
conclusiones necesarias de ese drama y
había reforzado el acceso al brazo
canópico para impedir toda tentativa de
incursión. Y su lugarteniente, Rufino,
examinaba día tras día barricadas y
fortificaciones.
—Gracias por habérmelo advertido
—le dijo César a Cleopatra—. Estuve a
punto de dejarme engañar por las
lágrimas de ese pequeño escorpión.
—El encierro lo ha hecho madurar y
lo ha transformado en un caudillo. Gran
cantidad de alejandrinos lo seguirán
hasta la muerte.
Aquella perspectiva no era
precisamente una alegría para César,
cuyos efectivos seguían siendo muy
inferiores a los de un pequeño rey que
se había transformado en una fiera
salvaje y que era capaz de ponerse al
frente de un ejército. Con el eunuco
Ganímedes eliminado y la princesa
Arsínoe relegada a un papel de
sirvienta, Ptolomeo se imponía a la
cabeza de la infantería y la armada, a las
que convencería para luchar.
A corto plazo, el joven guerrero,
seguro de su poder, concebiría una
estrategia: atacar por todas partes
lanzando al conjunto de sus tropas en
una batalla postrera. Ni los legionarios
ni los barcos romanos podrían
interponerse ante una avalancha así.
—¿Adivinas lo que estoy pensando?
—le preguntó César a Cleopatra, quien
lo miraba de manera penetrante.
—¿Acaso temes que sea el final del
camino?
Él la llevó al borde de la terraza.
Aquella tarde el viento era ligero y el
mar estaba en calma. Los rayos del
crepúsculo doraban la espuma de las
olas.
—Tu capital parece aletargada,
reina de Egipto; sin embargo, se prepara
para devorarnos.
—Isis me guía, Venus me protege, y
mi sueño se realizará.
68

La angustia se había apoderado del


campamento de César. A pesar de sus
cualidades como estratega, el imperator
no disponía de los efectivos necesarios
para cortar una ofensiva general de
Ptolomeo, cuya rabia servía de acicate a
los alejandrinos. En cualquier momento
se desataría la tormenta, y el pequeño
rey ordenaría una masacre.
—Esta vez ha llegado la hora de
partir —le dijo el Viejo a Viento del
Norte.
El asno comunicó su rechazo
levantando la oreja izquierda.
—¡No entiendo tanta cabezonería!
No tenemos ninguna posibilidad de salir
de esta: los enemigos son demasiado
poderosos y demasiado numerosos.
Negándose a discutir, Viento del
Norte les llevó el correo a los oficiales
superiores distribuidos a lo largo de la
línea defensiva. El Viejo se disponía a
bajar con resignación a la bodega,
donde escogería los caldos para la mesa
de Cleopatra, cuando vio a un mensajero
que corría en dirección al palacio real,
residencia de César.
Al Viejo no le cupo la menor duda:
acababa de producirse un
acontecimiento importante. Dio un trago
a un vino blanco y se apresuró a su vez.
No tardaría en difundirse un anuncio
oficial.
De hecho, el palacio se convirtió en
un hormiguero de gente, animado por
diferentes rumores. Apareció César,
acompañado de Cleopatra.
—Mensaje de mi amigo Mitrídates
de Pérgamo: pronto podremos ver a su
ejército de socorro en Alejandría.

El pequeño Ptolomeo había crecido


y engordado. El mando le confería unas
fuerzas insospechadas, y ningún oficial
contestaba su autoridad. Aunque su
primer ataque naval había fracasado en
parte, el famoso capitán Eufránor había
perdido la vida en el transcurso de la
batalla, y César se veía privado de su
mejor marino.
Se imponía una estrategia: un ataque
masivo por tierra y por mar a un tiempo.
La inferioridad numérica del
imperatorio condenaba a la derrota.
—Mensaje urgente —aseguró un
edecán al dejar en manos del rey un
pequeño papiro enrollado y sellado.
Procedía de un puesto de vigilancia
del delta, y a Ptolomeo le hirvió la
sangre con su contenido: ¡el ejército
reclutado por Mitrídates de Pérgamo
corría en auxilio de César!
Destruir a aquel maldito extranjero
que comprometía la victoria del
heredero legítimo de la dinastía
ptolemaica era un imperativo esencial.

Las últimas noticias eran


alentadoras: Mitrídates de Pérgamo se
había zafado de un regimiento de
Ptolomeo y se acercaba a Alejandría.
Sin embargo, el pequeño rey enviaría a
todas sus fuerzas a la batalla con el fin
de impedir que las tropas de aquel
confluyeran con las de César, dado que
este se vería obligado a arriesgar su
ejército. El vencedor surgiría de aquel
último enfrentamiento.
—Evita combatir en el agua —le
aconsejó Cleopatra—, los alejandrinos
son demasiado hábiles en ella.
—Los soldados de Mitrídates
acampan a orillas del lago Mareotis.
¿Cómo te reunirías tú con ellos?
—Ptolomeo cruzará por un canal y te
tenderá una trampa allí. Escoge la vía
terrestre. Yendo a marchas forzadas
durante ocho horas alcanzarás tu
objetivo.
Gracias a su disciplina de
costumbre, los legionarios enseguida
estuvieron listos para partir. Caía la
noche, la oscuridad los protegería.
César no le ocultó la verdad a
Cleopatra:
—Ambos nos encontramos en grave
peligro. Yo dirijo a mis hombres hacia
un combate difícil, frente a un
adversario temible, y quizá no regrese
de ese campo de batalla. Tú tendrás que
defender nuestras posiciones con un
puñado de valientes a los que un asalto
desbordaría.
—Ni Venus ni Isis nos abandonarán,
volveremos a vernos y mi sueño se
realizará.
César quiso creer en las palabras de
esa hechicera, pero su abrazo se pareció
al de los jóvenes amantes forzados a
separarse para siempre.
A la cabeza de la vanguardia, Rufino
dio orden de detenerse. Había divisado
un campamento al amanecer.
¿Amigos o enemigos?
Cuando avisaron al imperator, este
se dirigió junto a su lugarteniente
vestido con su manto púrpura.
—Enviemos a un batidor —propuso
Rufino.
—Es inútil —afirmó César—, quien
no avanza de manera continua ofrece un
blanco perfecto.
Un centinela dio un grito y el
campamento se desperezó.
De él salió un gigante barbudo con
el cabello desgreñado.
—¡César! —exclamó.
Ambos hombres corrieron al
encuentro del otro y se dieron un abrazo.
—¡No has cambiado nada,
imperator!
—Ni tú, Mitrídates, y me parece que
tienes una salud excelente.
—Me ha costado reunir un hatajo de
soldaduchos, y hay que encuadrarlos a
zapatazos. Pero, si se les da bien de
comer, son bastante eficaces. Ptolomeo
esperaba bloquearlos ¡y se tiró de los
pelos! Tu mando nos proporcionará una
victoria apoteósica.
—¿El enemigo?
—Las tropas de Ptolomeo llegaron
ayer por la tarde y se han instalado en un
alto flanqueado a un lado por una
ciénaga y por el otro por un canal.
Buena posición estratégica, ¡de las de
pinta inexpugnable! En mi opinión, el
pequeño rey debería haber seguido
atacándome, pero ha preferido levantar
un campamento. ¡La confluencia de
nuestras tropas y tu presencia alteran la
relación de fuerzas! Ahora podemos
pasar a la ofensiva.
El sol iluminó un paisaje donde
dominaba el agua. Ptolomeo había
elegido un emplazamiento excelente, y
expulsarlo de allí no sería fácil.
—Cruzamos el río, trepamos a esa
colina y arrasamos ese nido de víboras
—propuso Mitrídates.
Como los métodos expeditivos a
veces tenían sus ventajas, César aprobó
su propuesta. Unos soldados de
caballería germanos encontraron unos
vados, unos legionarios cortaron unos
árboles y construyeron unos puentes
rudimentarios. Tomó forma un primer
asalto, que Ptolomeo rechazó fácilmente.
Decepcionado, Mitrídates admitió su
fracaso.
—Nuestros hombres necesitan
descansar —dijo César—. Que unos
batidores examinen el lugar desde todos
los ángulos. Si detectan un punto débil,
lo explotaremos mañana.
69

Carmión estaba aterrorizada. Sufría


violentos temblores, y le costaba peinar
a la reina.
—¡Una bandada de buitres irrumpirá
en el palacio, violará a las mujeres e
infligirá un trato espantoso a vuestra
majestad!
—Por supuesto que no —replicó
Cleopatra con voz tranquila.
—Majestad, ¡estamos casi solas!
—El pueblo de Alejandría nunca
agredirá a su soberana.
Aquella seguridad tranquilizó a la
sirvienta. Cleopatra, por su parte, no se
paraba a lamentarse de la escasez de sus
fuerzas: su fiel chambelán Apolodoro y
menos de un centenar de legionarios. Si
esa serpiente de Ptolomeo ordenaba un
ataque, la resistencia sería insignificante
y abandonarían a la reina a la venganza
de su hermano pequeño.
No, ¡no sucedería de ese modo!
Cleopatra pensó en Hermes, al cual no
había visto desde hacía mucho tiempo.
Como no descuidaba a Isis, no le faltaría
la protección del mago.
Apolodoro le entregó un mensaje de
César.
La reina desenrolló el papiro con
nerviosismo.
—¿Buenas noticias, majestad?
—¡El imperator se ha reunido con el
ejército de refuerzo! Sus fuerzas bastan
para enfrentarse a las de Ptolomeo.
—Es la batalla final —opinó el
siciliano—. Confiemos en César,
majestad, ¡ha conseguido ya tantas
victorias!
—Solo importa esta —murmuró la
joven.

Ptolomeo estaba emocionado. Al


escoger aquel alto donde había instalado
su campamento, ocupaba una posición
inexpugnable. Como conocían mal el
terreno, los romanos y sus aliados se
agotarían tratando de escalar por sus
abruptas pendientes. Por otra parte, ¡su
primer asalto había sido un amargo
fracaso! Los soldar dos se reían de las
intenciones de sus adversarios, cuya
obstinación ocasionaría su pérdida.
Algunos oficiales, sin embargo, no
estaban de acuerdo con la estrategia del
monarca. ¿No debería haber atacado a
Mitrídates antes de la llegada de César y
luego aplastar a este último? Levantar el
campamento era una lamentable pérdida
de tiempo y ya no tenían a su favor el
número.
El adolescente de catorce años
convocó a su estado mayor, compuesto
de soldados experimentados. Percibió
sus dudas, incluso su hostilidad.
—¡Mi decisión es la buena! Los
romanos perderán centenares de
hombres tratando de expulsamos.
Cuando se batan en retirada, los
perseguiremos y los exterminaremos.
La fuerza con la que el adolescente
expresaba esa convicción sorprendió a
sus oficiales, disipó sus reticencias y
terminaron aprobando su estrategia.

Tras disfrutar de una larga mañana


de descanso, los soldados de César y
Mitrídates habían recuperado sus
energías y muchos estaban ya
impacientes por volver a la batalla. La
presencia del imperator, de una calma
tranquilizadora, ¿no les garantizaba
acaso la victoria?
El jefe de batidores reunió los
informes de sus hombres y le presentó a
César el resultado.
—Hemos descubierto el punto débil
del enemigo —afirmó—. Tendremos que
bordear el pantano y atacar el
campamento por detrás. Allí la
pendiente es escasa y las defensas
insuficientes.
César organizó una maniobra de
distracción que le haría creer a
Ptolomeo que los romanos se
empecinaban inútilmente en trepar por la
colina. El grueso de las tropas, por su
parte, seguiría al jefe de batidores, y
trataría de no ser descubierto por los
centinelas.
—¡Vamos por buen camino! —
exclamó Mitrídates, que se alegraba ante
la idea de una buena masacre—. Este
maldito país celebrará la gloria del
imperator.
César pensaba en Cleopatra. ¿La
protegería Isis de una revuelta de los
alejandrinos?

Ptolomeo se impacientaba. ¿Por qué


los romanos no lanzaban un nuevo
asalto?
—¡Ahí están! —Avisó un centinela.
—Qué idiotas —murmuró el
adolescente—, reaccionan como había
previsto.
Los soldados de infantería no tenían
ninguna posibilidad de alcanzar la cima
del cerro, ni siquiera bajo la protección
de sus arqueros y de sus honderos;
caerían todos.
Ptolomeo se felicitaba ya de su
victoria cuando lo sobresaltaron unos
alaridos procedentes de su propio
campamento.
Un oficial se presentó ante él.
—Majestad, ¡nos han sorprendido
por la retaguardia!
—¡Repeledlos!
—Imposible, todos corren ya a la
desbandada: hay que huir.
Incapaz de dar crédito a lo que oía,
el pequeño rey vio cómo sus hombres
dejaban de combatir y corrían colina
abajo con la esperanza de llegar hasta el
río. La mayor parte cayeron víctimas de
las flechas romanas.
—Hay que huir —insistió el oficial.
Como no se toparon sino con una
mediocre resistencia, los legionarios y
sus aliados exterminaron al ejército
enemigo. Azorado, Ptolomeo se dejó
convencer: su coraza dorada era pesada
de llevar, pero le resultaría eficaz como
protección.
A pesar de que era un duro guerrero,
a Mitrídates se le subió el estómago a la
boca al ver el exagerado número de
cadáveres mutilados. Los vencedores,
conscientes de asestar el golpe
definitivo, se habían entregado a una
auténtica carnicería.
Y los que huían no tenían mejor
suerte. Al abalanzarse sobre unas barcas
demasiado cargadas, se habían ahogado
cuando estas zozobraban. Los escasos
buenos nadadores que podrían haber
cruzado el río a nado habían sido
abatidos al alcanzar la orilla.
Del ejército de Ptolomeo ya no
quedaba nada.
—Quiero su cadáver —exigió
César.
La búsqueda se anunciaba difícil,
pero un extraño resplandor atrajo la
atención de un soldado.
—Allí, ¡una coraza dorada!
Ayudado por un compañero, extrajo
un cuerpo del cieno y ambos soldados lo
depositaron a los pies de César.
Sin duda se trataba de Ptolomeo
XIII, muerto por culpa del odio y de la
vanidad. Y el imperator no lloró por él.
70

El comandante de la milicia al que


Ptolomeo había encargado mantener el
orden en Alejandría reunió a sus
colaboradores.
—Podríamos realizar una hazaña —
propuso—. El palacio real está,
defendido por unos pocos guardias.
Saltemos una de las barreras,
matémoslos y capturemos a Cleopatra.
Cuando regrese, el rey nos felicitará por
ello y nos recompensará.
—Demasiado riesgo —objetó un
barbudo.
—Enviamos primero a los esclavos
con la promesa de una buena
gratificación. Morirán, pero acabarán
con el grueso de los romanos y nosotros
remataremos el trabajo. Luego, le
echamos mano a Cleopatra y nos la
llevamos encadenada. ¿Os imagináis la
alegría de Ptolomeo? ¡Y nosotros nos
convertiremos en héroes!
Aquellos argumentos se ganaron la
adhesión de los milicianos, y la
expedición se preparó con gran
exaltación. Ante la idea de humillar a la
indómita reina, varios patanes sentían
una intensa excitación.
Cuando el hatajo de milicianos se
dirigía hacia el barrio de los palacios,
chocó con una muchedumbre de civiles
armados con garrotes y lanzas.
—¡Los judíos! —dijo atónito el
comandante de la milicia.
Antípatro salió de entre sus filas.
—¿Adónde vais? —les preguntó.
—Dejadnos pasar o…
—¿O qué? No solo sois cobardes,
sino encima, también imbéciles. ¡Así
que pensabais capturar a Cleopatra y
atentar contra ella! La ira de César
habría sido tal que habría arrasado toda
la ciudad.
—César está muerto, ¡Ptolomeo ha
vencido! Y tú serás acusado de traición.
—Ptolomeo vencer a César… Ni
siquiera el mar es tan profundo como tu
estupidez.
—Quítate de mi camino, Antípatro.
—Ni hablar.
—Vas a morir, como tu amigo César.
Como ni unos ni otros aceptaban
retroceder, se corría el riesgo de que el
enfrentamiento fuera grave. Antípatro
temía que sus partidarios no fueran
capaces de resistir a los milicianos,
pero los había convencido de que el
futuro de su comunidad dependía de
ello.
—¡Que viene, que viene! —gritó un
miliciano.
—¿César o Ptolomeo?… —murmuró
Antípatro con un nudo en la garganta.
Paralizados, con los brazos caídos,
los milicianos y los judíos miraron
todos a la vez hacia la vía canópica.
Al frente de sus soldados, el
imperator a caballo exhibía la coraza
dorada del difunto Ptolomeo.
Miles de alejandrinos salieron de
sus casas. Hombres, mujeres y niños se
agolparon para contemplar al hombre
que estaba conquistando su capital.
César se detuvo a la espera de que
una inmensa muchedumbre atendiera sus
palabras. Cuando levantó la coraza, se
hizo el silencio.
—Vuestro rey se ha opuesto a Roma
y ha muerto tras haber causado la
destrucción de su ejército. La guerra de
Alejandría ha terminado. ¿Deseáis
celebrar el restablecimiento de la paz?
Los judíos fueron los primeros en
soltar sus armas, los milicianos los
imitaron, y el gran sacerdote de Serapis,
abriéndose paso entre la masa de sus
conciudadanos, le ofreció un vaso de
plata al vencedor.
—He aquí el homenaje de los dioses
de nuestra ciudad —proclamó con voz
potente—. Nos sometemos a tu voluntad
e imploramos tu clemencia.
Ni siquiera se los oía respirar.
¿Cuántas ejecuciones decidiría el
romano?, ¿hasta dónde llegaría su
venganza?
—Os concedo mi perdón con dos
condiciones: entregadme a la princesa
Arsínoe y reconoced a la reina
Cleopatra. Ella, y solo ella, reinará en
Egipto.
—Si aceptamos —preguntó el gran
sacerdote—, ¿nos perdonarás la vida y a
nuestra ciudad?
—Ha habido demasiados muertos,
solo la paz devolverá la prosperidad a
Alejandría, y César es un hombre de
palabra.
—Reuniré de inmediato a las
autoridades de la ciudad.
—Espero vuestra respuesta en el
palacio real.

El Viejo fue el primero en ver al


imperator a la cabeza de sus tropas, que
se deshacían en elogios hacia él.
—Por todos los dioses, ¡el romano
ha ganado y ha terminado esta maldita
guerra!
Viento del Norte levantó la oreja
derecha.
—Para una vez que me anuncias una
buena noticia… ¡habrá que celebrarlo!
El Viejo se precipitó hacia la
bodega y escogió un tinto con la marca
de «triple calidad». Dotado de una
extraordinaria ética, renunció a probarlo
antes que César y Cleopatra. Apenas
volvía a subir por la escalera cuando
unos clamores rindieron homenaje al
imperator; que bajó de su caballo y se
quedó mirando a Cleopatra. La reina iba
vestida con un largo vestido rojo y
ataviada con lujosas joyas.
Durante largo rato, sus miradas se
encontraron y la misma sonrisa iluminó
sus rostros.
—Ptolomeo ha muerto —le explicó
César—, y su ejército ha sido
aniquilado.
—Entonces ¡la victoria es total!
—Todavía no.
—¿Qué temes?
—La decisión de los notables de
Alejandría. Si apoyan a Arsínoe y no te
reconocen como reina, se lo impondré
por la fuerza.
—¡No! Ya se ha derramado
demasiada sangre.
—Ya no tienes elección, Cleopatra.
Si muestras el más mínimo signo de
debilidad, tu querida hermana levantará
al pueblo y te destruirá. Ese sueño… ese
sueño que te obsesiona, ¿de verdad
deseas realizarlo?
—Tienes razón, no me queda otra
opción.
Los romanos celebraron su victoria
cantando, bebiendo y felicitándose unos
a otros, ya que ignoraban que aquella
celebración podía ser el preludio de un
nuevo enfrentamiento cuya magnitud
haría olvidar los anteriores.
Cuando el Viejo llevó su tinaja, el
salón comedor del palacio estaba vacío.
¡Era evidente que allí no había ni
banquete ni fiesta alguna!
«Esto no me huele bien —pensó—,
creíamos haber ganado y la tormenta
vuelve a estallar.»
71

El día 27 de marzo de –47, que había


comenzado tan bien, ¿terminaría en
desastre? Cleopatra sentía una profunda
tristeza, cercana a la desesperación, ante
la idea de que se produjera una revuelta
de la población de Alejandría que los
legionarios reprimieran de forma brutal.
¿Sabría Arsínoe avivar el odio contra su
hermana y los romanos hasta el punto de
prolongar aquel horrible sufrimiento?
Preparado para lo peor, César
permanecía silencioso. Tras un largo y
duro conflicto en el transcurso del cual
había perdido a muchos hombres, no
dejaría que la anarquía arraigara en
Alejandría. Y solo una mujer poseía
capacidad para reinar: Cleopatra.
En las filas del ejército victorioso se
percibía la tensión. Gracias a la
diligencia del Viejo, a nadie le faltaba
cerveza fresca, pero nadie se engañaba
por ello: César solo había mandado
despejar una única vía de acceso al
palacio, así que la paz seguía siendo
frágil. ¿Era una simple tregua antes de
reiniciar el conflicto?
Una impresionante comitiva se
acercaba, y Rufino avisó de inmediato al
imperator. Con ropas de duelo, los
notables portaban las estatuas de algunas
divinidades.
Se arrodillaron al pie de la
gigantesca escalera del palacio y el gran
sacerdote de Serapis se dirigió a
Cleopatra y a César.
—Lamentamos nuestro
comportamiento y suplicamos vuestro
perdón. El pueblo reconoce a la reina y
condena la revuelta de Arsínoe.
Dos soldados condujeron a la
princesa, a quien habían atado las
manos. Con el cabello alborotado y el
rostro demacrado, no se atrevía a
sostenerle la mirada a su hermana
mayor.
Le correspondía a César pronunciar
la pena.
—Arsínoe será llevada a Roma y
encadenada a mi carro durante las
ceremonias de mi triunfo.
La prisionera, destrozada, no alzó la
voz para protestar, y sus carceleros se la
llevaron de allí.
—Habéis elegido a vuestra reina y
os felicito por ello —dijo el imperator
—. Con una gran alegría y una profunda
satisfacción os concedo el perdón y la
protección de Roma. Recordemos todos
al fundador de esta brillante ciudad,
Alejandro Magno, así como su
prodigiosa visión de futuro. Esta guerra
ha golpeado violentamente a vuestra
capital, pero volverá a levantarse y
mañana será todavía más hermosa. Ha
llegado la hora de coronar a Cleopatra.

Alejandría celebró un festín. Por fin,


la guerra había terminado. Acabada la
pena, la angustia y el peligro, sus
habitantes no contestaban la autoridad
de Cleopatra, a la cual sostenía César a
la cabeza de un ejército victorioso.
Odiada ayer, hoy agasajada, la reina de
veintidós años encamaba el futuro del
país.
Al mismo tiempo que saboreaba su
triunfo, la joven rememoraba también su
exilio, su travesía por el desierto, sus
dudas, sus momentos de desesperación,
sus fracasos… Y cómo había cruzado la
frontera de lo imposible.
Gobernar las Dos Tierras, el Alto y
el Bajo Egipto, ya no era una ilusión. El
amor de César le proporcionaba un don
de valor incalculable del que tendría
que mostrarse digna.
—¿Acaso lo dudas? —preguntó una
voz grave.
—¡Hermes!
—¿Acaso lo dudas?
Cleopatra se atrevió a plantarle cara
al mago.
—¡He forjado mi destino y deseo
reinar!
—¿No es el destino obra de los
dioses?
—Si yo no interviniera en él, ¿me
prestarías la más mínima atención?
—Los límites de Alejandría son
demasiado estrechos. Acuérdate de que
incluso a Alejandro Magno se lo coronó
únicamente gracias al consentimiento
del dios Amón. Busca su protección.
—¿Dónde podré encontrarlo?
—En el templo de Heraclión.

Los notables habían aclamado a su


reina cuando apareció en el gimnasio
antes de dirigirse al santuario de la
ciudad costera de Heraclión, al este de
Canopo. Allí reinaba Amón, el dios
oculto, reverenciado por ilustres
faraones del Imperio Nuevo como
Ramsés el Grande.
César había tranquilizado a las
autoridades de Alejandría, puesto que
les había prometido que su reina,
conforme a la tradición, compartiría el
trono con un nuevo Ptolomeo, su
hermano pequeño, decimocuarto de
nombre, y que se preservarían las
instituciones.
En una corona de bronce se había
grabado una carta de ciudadanía que
garantizaba el derecho a esta de los
judíos. César agradecía así a Antípatro y
a sus correligionarios que le hubieran
ofrecido su valioso apoyo incluso en los
peores momentos.
Acompañada por el imperator, la
reina traspasó el umbral del templo de
Amón.[15] Dos oficiantes purificaron a la
pareja con el agua del Nilo, que
procedía de la crecida anterior y
simbolizaba el poder de regeneración en
acción durante la resurrección de Osiris.
Entonces apareció Hermes de la
penumbra del santuario con un estuche
de cuero en la mano que contenía un
papiro enrollado y sellado.
—Aquí se encuentra el testamento de
los dioses, que legan al faraón toda la
tierra de Egipto y lo hacen responsable
de su prosperidad. Para cumplir con esa
abrumadora función, hay que observar la
regla eterna de Maat: precisión de
pensamiento, rectitud en el acto, armonía
del universo. ¿Aceptas este testamento,
Cleopatra, y las obligaciones que
implica?
—Me comprometo a asumirlas.
—Este juramento se presta en
presencia del dios Amón, el principio
oculto que otorga el aliento vital a todos
los seres. De ahora en adelante, eres la
servidora de Egipto y de su pueblo, la
guardiana del doble reino, celeste y
terrestre.
Al recibir el documento transmitido
de generación en generación, las manos
de Cleopatra temblaron. Se vinculaba a
la tradición de sus ancestros
espirituales, revivía el impulso de las
primeras dinastías y su deseo creador.
El santuario era considerado una
«morada de la alegría», y la que sentía
Cleopatra equivalía a un milagro. Se
estaba realizando una parte de su sueño
insensato, la esperanza se encarnaba.
Ella, la griega, se convertía en faraón de
Egipto, enlazando así con el linaje de
sus legendarios predecesores.
Sin embargo, no se dejó llevar por
la euforia, ya que la tarea que se
imponía parecía irrealizable: restaurar
la grandeza del imperio desaparecido,
hacer de su país un igual a Roma.
Roma, el futuro reino de César.
72

Durante aquella deliciosa primavera del


año –47, la corte se había trasladado
hasta el palacio construido a orillas del
lago Mareotis, al sur de Alejandría. El
lugar estaba repleto de lujosas
mansiones, levantadas en el corazón de
enormes jardines arbolados. En verano,
las aguas frescas de la crecida del Nilo
llenaban el lago, de donde salían
numerosos canales. Un puerto recibía
una gran cantidad de mercancías y los
viñedos que se extendían a sus orillas
proporcionaban un vino de guarda de
una calidad excepcional.
Por mera prudencia, el Viejo había
querido comprobar por sí mismo esa
reputación, y no consideró que estuviera
injustificada. Serviría con satisfacción
en la mesa real un tinto con cuerpo de
diez años de edad. El gran banquete
ofrecido por Cleopatra en honor a César
se merecía todos los detalles posibles.
A Rufino, el leal lugarteniente del
imperator, no le alegró el anuncio de
aquellos festejos. Las noticias
relacionadas con Roma eran
inquietantes, los más pesimistas
hablaban de una inexorable guerra civil.
¿Por qué se demoraba César allí, en
lugar de regresar rápidamente a su país
y restablecer el orden en él? ¡El amor no
era justificación para esa actitud! El
vencedor de Farsalia y de Alejandría
era un mujeriego, y Cleopatra, por muy
reina que fuera, no sería más que otra
aventura. El sentido de Estado debía
dictarle a César sus acciones y alejarlo
de los sortilegios de Egipto. Aun a
riesgo de recibir duros reproches,
Rufino osaría hablar con César para
darle su opinión.

El chambelán Apolodoro, ayudado


por el Viejo y un enjambre de sirvientes,
había organizado el banquete más
suntuoso posible. Y Carmión se sentía
orgullosa de su trabajo: Cleopatra nunca
había estado tan elegante ni tan bella.
Cuando apareció, con una diadema de
oro y guirnaldas de rosas como tocado,
ataviada con un vestido de tela de Sidón
que dejaba adivinar la blancura de sus
senos, los invitados se quedaron
deslumbrados, y César sintió una
profunda atracción por aquella mujer a
cuya inteligencia solo igualaba su
atractivo.
Cleopatra había invitado a los
filósofos y a los eruditos supervivientes
de la guerra de Alejandría para
recomponer el ambiente del museo,
donde las mentes brillantes
intercambiaban descubrimientos e
hipótesis. Uno de ellos, Acoreo,
astrónomo e hidrólogo, llamó la
atención de César.
Le estuvo hablando de una invención
esencial, que se había heredado de las
antiguas dinastías y regía las vidas de
los egipcios desde hacía milenios: el
calendario. El año de doce meses de
treinta días nacía cuando brillaba Sirio,
la estrella del Perro, que hacía subir las
aguas del Nilo y daba lugar a la crecida.
Entre los dos años había un período de
cinco días temibles, que, sin embargo,
conocían el nacimiento de divinidades
como Isis y Osiris. Aquel calendario era
una obra sagrada ideada por los sabios
de la edad de oro, y no podía ser
alterado. César les pidió a los eruditos
alejandrinos que lo adaptaran para uso
romano.[16]
Había un segundo tema que intrigaba
al imperator, las fuentes del Nilo.
Acoreo, hombre prolijo, desarrolló
durante horas las múltiples teorías
existentes con citas de exploradores y de
geógrafos. Como no se imponía ninguna
conclusión definitiva, no quedaba más
que una solución: emprender un viaje
para resolver ese enigma. Y ¿quién lo
lograría sino César?
Se volvió hacia Cleopatra.
—¿Te gustaría intentar esa locura?
—Pensaba invitarte a descubrir mi
país por el curso del Nilo. ¿Dispones
del tiempo necesario?
—¿Cómo podría resistirme a una
invitación así?
La reina puso con ternura las manos
sobre las de su amante.
—Espero un hijo, nuestro hijo.
¿Aceptas que nuestro hijo lleve tu
nombre?
—Un hijo…
—Los médicos de la corte son
rotundos, sus pruebas coinciden,
Cesarión nacerá a finales del mes de
junio.
—Cesarión…
—Tu hijo, el futuro faraón, al que
legaré el testamento de los dioses para
que gobierne un Egipto rico y poderoso.
César se había encontrado con una
realidad que no se le había pasado por
la cabeza: él, el romano, ¡padre de un
egipcio destinado al poder supremo! Se
mezclaban en él una felicidad
desconocida y una sensación de vértigo,
mientras la sonrisa de Cleopatra seguía
cautivándolo.

En Dandara, la primavera era una


maravilla. En los alrededores del
templo en construcción, tarayes,
sicómoros, perseas y árboles frutales
expresaban la vida nueva al aliarse con
el florecimiento de las flores de los
parterres. A pesar de su dolorida
espalda, Hator, la superiora de los
sacerdotes y las sacerdotisas, disfrutaba
de aquella dicha, y se permitía un paseo
tras una comida frugal. Esos momentos
de soledad y de meditación le devolvían
la energía necesaria para afrontar sus
largas jornadas de trabajo y resolver
cientos de problemas. Fuera cual fuese
la dificultad, aunque fuera mínima,
llegaba hasta la superiora, cuyo consejo
resultaba indispensable.
Como prefería ser optimista, Hator
le agradecía a su diosa protectora que le
hubiese concedido una existencia
privilegiada. ¿No era una de sus
mayores alegrías oficiar todas las
mañanas un ritual destinado a mantener
la presencia divina en la tierra?
Los artesanos seguían trabajando
con el mismo entusiasmo. Bajo la atenta
dirección de su maestro de obras,
estaban reuniendo las piedras que
conformarían el recinto de la diosa del
amor, ese amor celeste que dibujaba el
mapa del cielo.
De regreso al templo, la superiora
caminó a paso lento para saborear su
belleza. La estaba esperando el maestro
de obras. Por su actitud, comprendió que
llevaba consigo una información vital.
¿Ponía fin a las obras del templo la
administración alejandrina?
Hator se acercó, inquieta.
—Noticias de la capital —le
anunció el maestro de obras—.
Ptolomeo XIII ha muerto, César ha
vencido, Cleopatra reina.
—Esa espantosa guerra ha
terminado… ¿La administración
provincial no ha recibido instrucciones
preocupantes?
—La paga de mis cuadrillas sigue
estando asegurada y podemos seguir con
la construcción del templo.
—¡Cleopatra reina! Así pues,
cumplirá sus compromisos.
—¿De verdad creéis que le
preocupa Dandara? Los Ptolomeos solo
se sienten unidos a Alejandría.
La superiora se quedó mirando el
edificio, bañado por el sol.
—Vendrá aquí… Estoy segura de
que Cleopatra vendrá a contemplar la
morada de la diosa.
73

—¿Habéis leído las cartas que nos


envían nuestros amigos? —le preguntó
Rufino a César.
—Por supuesto.
—Se cierne un guerra civil… ¡Solo
vuestro regreso impedirá ese desastre!
—Eres demasiado pesimista.
—Los partidarios de Pompeyo se
agitan en la sombra. Demorarnos será
nefasto para vos.
—Tranquilo, intervendré en el
momento oportuno. Antes de volver a
Roma, deseo contemplar las fuentes del
Nilo.
Rufino se quedó boquiabierto.
—¿No estaréis pensando en… pasar
varias semanas de navegación?
—La reina de Egipto me mostrará
las maravillas de su país.
—Pero… ¡pensadlo bien!
—Mi decisión es irrevocable,
Rufino.
—¡Es imposible garantizar vuestra
seguridad! Los alejandrinos son unos
hipócritas, fingen que se someten, ¡pero
solo piensan en eliminaros! Este viaje
les ofrecerá una ocasión inesperada.
—No me preocupa, pues sé que
adoptarás las medidas necesarias.
Mitrídates de Pérgamo había
abandonado Egipto, pero allí seguía
habiendo bastantes legionarios,
marineros y mercenarios como para
componer un impresionante cuerpo
expedicionario. Rufino dejaría en
Alejandría fuerzas policiales aliadas a
las milicias judías. La ciudad había
recuperado la calma, las actividades
comerciales estaban en su punto
culminante y, esta vez, las reformas
monetarias y administrativas de
Cleopatra no habían suscitado ninguna
oposición.
Los notables aprobaban ese viaje,
que, conforme a las antiguas tradiciones,
permitía al nuevo faraón que se
reconociera su soberanía en todas las
capitales de provincia y en cada gran
templo. De este modo, se creaban los
vínculos profundos entre el monarca,
todo el país y sus súbditos.
No obstante, seguía existiendo el
problema de la seguridad de César,
dado el número de barcos equipados
para acompañarlo. Cuando consultaron
al Viejo, ya que conocía todos los
detalles del trayecto, este se había
dirigido a Viento del Norte. Y el asno
había sido rotundo: ¡no menos de
cuatrocientos!
Una escolta como aquella resultaría
disuasoria, ¡siempre que pudieran
reuniría! Gracias a la buena voluntad de
los alejandrinos y a la eficacia de los
astilleros, Rufino dispuso en poco
tiempo de esa flota, que quedaría en la
memoria de los egipcios a su paso.
Llegó el momento en que Cleopatra,
la víspera de que zarparan, le presentó a
César el buque insignia: trescientos
metros de largo, cuarenta y cinco de
ancho, sesenta de alto. Como los demás
espectadores, el imperator se dejó
llevar por la admiración. La pareja
disfrutaría de lujosos aposentos, el
chambelán Apolodoro y la sirvienta
Carmión de cómodas habitaciones, el
Viejo de una bodega digna del palacio
real. Soldados, criados, médicos,
filósofos y eruditos completarían la
tripulación.
Y se botó el navío entre las
aclamaciones del pueblo de Alejandría.

Sin bajar la guardia ni un momento,


Rufino no disfrutaba mucho ni de los
paisajes ni de los breves altos durante
los cuales César y Cleopatra se
encontraban con los notables locales,
escuchaban sus quejas y visitaban los
templos para rendir homenaje a las
divinidades. El leal lugarteniente del
imperator desconfiaba de todo y de
todos, porque se temía o bien un
atentado masivo o bien a un asesino
solitario; por eso, la guardia personal
del soberano estaba compuesta por
legionarios experimentados dispuestos a
sacrificarse para salvar a su líder. Por
desgracia, la pareja iba al encuentro de
la población con demasiada frecuencia,
incluso hablaban con algunos
campesinos que se veían sometidos a
unos impuestos insoportables y que
sufrían el peso de la administración.
Rufino solo se relajaba a bordo de la
nave ceremonial, ¡y ni siquiera eso!
Debía velar por los tumos de guardia y
asegurarse de que no se había infiltrado
ningún intruso. ¡Y aquel largo viaje se le
hacía interminable! En sus pesadillas,
Rufino veía cómo apuñalaban a César.
No lograba doblegar el brazo del
asesino y su rostro se le escapaba. Al
menos, aquel aviso le servía de acicate
para mantener un estado de alerta
constante y no aflojar la vigilancia.
César, en cambio, estaba disfrutando
de las mejores horas de su vida. Amaba
y era amado lejos de la guerra y de los
tormentos del poder, contemplaba las
palmeras, las orillas del Nilo, bebía
caldos incomparables, degustaba
comidas deliciosas, debatía en
compañía de filósofos y eruditos,
estudiaba las fuerzas y las debilidades
de la política de los Ptolomeos, prestaba
oídos a una población despreciada y,
sobre todo, descubría la obra
arquitectónica de los faraones. Grandes
templos, capillas, oratorios
campestres… La tierra predilecta de los
dioses estaba sembrada de edificios de
diferente tamaño que acogían a los
poderes creadores que sacralizaban la
actividad humana. Un aliento particular
animaba aquellos monumentos, que
tenían en sí la marca de una serena
eternidad. Junto a Cleopatra, que se
sentía imbuida de su función, César
aprendía a percibir el alma de los
antiguos reyes y se nutría de su ejemplo.
El día de mañana, si Roma le otorgaba
su confianza, pondría fin a sus querellas
internas, pisotearía a los mediocres y
crearía un imperio.
Cleopatra estaba radiante. ¿Acaso
no se estaba realizando su sueño más
allá de todas sus esperanzas? Al mismo
tiempo que se formaba una idea cabal de
su país y de su herencia, compartía esa
experiencia incomparable con un
hombre excepcional, padre del futuro
faraón. Isis le concedía una felicidad
inmensa como el cielo y la tierra, una
felicidad que irrigaría Egipto y a su
pueblo.

—Correo real —anunció el cartero


al entregarle a la superiora de Dandara
un papiro sellado.
¿Era aquel el final de las obras?
¿Quedaría inacabado el templo?
La anciana rompió el sello y
consultó el documento. Escéptica, releyó
varias veces el texto y buscó al maestro
de obras con el fin de comunicarle su
contenido. Este se encontraba
estudiando su plano y se disponía a
darles instrucciones a los escultores.
Los textos debían ser grabados con
escrupulosidad, pues las palabras de los
dioses sobrevivirían a las de los
humanos. Cuando estos últimos hubiesen
desaparecido, los jeroglíficos seguirían
celebrando los ritos.
—Un mensaje de la reina Cleopatra,
de su propia mano —le anunció la
superiora.
—¿Buena o mala noticia?
—Léela.
El maestro de obras ojeó el texto.
—¡O sea, que nuestra soberana y
César van a hacer escala en Dandara! Es
un inmenso honor.
—Y nosotros tenemos muy poco
tiempo para preparar su recibimiento.
74

Antiguo servidor del eunuco Potino, el


cocinero había logrado que lo
contrataran en uno de los cuatrocientos
buques escolta, en donde asaba pollos
para los legionarios. Desde la trágica
desaparición de su jefe, solo tenía una
idea en mente: vengarse de Cleopatra.
Pero ¿cómo podría acercarse a ella?
Aprovechando unas horas de permiso en
la escala de Dandara, bajó a tierra con
un cuchillo bien afilado escondido y se
mezcló entre la multitud exultante por
saludar a la reina y al imperator. Si se
presentaba la ocasión, el cocinero
apuñalaría a aquella hechicera y a su
amante.
Situada a sesenta kilómetros al norte
de Tebas, Dandara veía pasar el Nilo de
forma excepcional, de este a oeste y no
de sur a norte. En cuanto al templo, cuya
fachada geográficamente daba al norte,
estaba orientado de manera simbólica
hacia oriente. Ya en el reinado de
Keops, constructor de la Gran Pirámide
de Gizeh, se había erigido un santuario
en honor a la diosa Hator. Cuidado a lo
largo de las dinastías, celebraba la
realeza femenina. Y el 16 de julio de –
54, según le había contado a César
Cleopatra, Ptolomeo XII había
autorizado la construcción de un nuevo
templo de dimensiones gigantescas.
Allí, la diosa del cielo engendraba
la luz, encamada en el disco solar cuyo
resplandor animaba todas las formas de
vida. Hator les mostraba el camino
correcto a sus fieles regulando el curso
de los astros y velando por la armonía
del cosmos.
Entre el embarcadero y el templo se
había formado un pasillo ruidoso y
alegre de hombres, mujeres y niños que
encantaban a César y a Cleopatra y
desesperaban a Rufino, ya que en tales
circunstancias era imposible garantizar
una seguridad perfecta. Un asesino
podía ocultarse, golpear, y aprovechar
la confusión para desaparecer.
Ajena a los riesgos a los que se
exponía, la pareja gozaba de su
popularidad y avanzaba con irritante
lentitud. Rufino trataba de controlarlo
todo, listo para reaccionar, y esa actitud
desanimó al cocinero, que temía fallar.
Los sacerdotes se encontraban
reunidos en la explanada junto a su
superiora, que iba vestida con un hábito
holgado de lino blanco. A su derecha
tenía al maestro de obras. Hicieron una
reverencia ante el imperator y la reina,
quien levantó de inmediato a la
superiora.
—¿No se dice que eres la mujer más
sabia de Egipto? Debo presentarte mis
respetos y rogarte que me acojas en tu
templo.
—Es vuestro, majestad. El maestro
de obras lo ha construido gracias a vos,
de manera que pudiésemos celebrar en
él los ritos que motivan el amor de la
diosa.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó
Cleopatra al artesano.
—Imhotep, soy descendiente de un
antiguo linaje de constructores.
—Finaliza la obra, Imhotep: ojalá
Dandara haga brillar para siempre el
amor creador de la diosa Hator.
Acto seguido, la superiora condujo a
la reina y al imperator hacia el templo.
«En el interior se hallarán seguros»,
pensó Rufino.
Y el cocinero consideró que la
ocasión era excelente. La guardia
personal de la reina se quedaba en el
exterior del edificio, así que era el
momento de actuar. Colándose como una
serpiente, se metió por una pequeña
puerta lateral que daba acceso a la
primera gran sala.
César y Cleopatra se quedaron
deslumbrados al descubrir el templo,
lugar de nacimiento diario de la
divinidad cuyos múltiples nombres eran
revelados en las paredes, cubiertas de
jeroglíficos. Unas escenas narraban los
ritos de fundación y de ofrenda a las
divinidades acogidas en el recinto
sagrado de la diosa.
—Aquí se revelan los secretos del
cielo —les enseñó la superiora—. Hator
es el amor que rige el movimiento de las
estrellas y de los planetas y mantiene sus
vínculos de armonía. Desde los orígenes
del santuario, registramos los ciclos del
cosmos, como el de Sothis,[17] de una
duración de 1.460 años, y hemos hallado
el fenómeno de la precesión de los
equinoccios. Los libros de astronomía
son uno de nuestros tesoros más
preciados.
César comprendió hasta qué punto
los griegos y los romanos no eran más
que unos niños frente a la sabiduría y la
ciencia de los antiguos egipcios. Y,
cuando la superiora guio al imperator
hasta el sanctasanctórum, que estaba
rodeado por once capillas donde se
desvelaban, sobre todo, los misterios
del fuego y del agua primordial, el
visitante fue consciente de la magnitud
de su visión.
—Honremos a Hator —rogó la
superiora—, la diosa de oro, el ojo de
la luz divina, la señora del océano
primigenio y de los cielos, la que
controla la vida y la muerte, la que
concede el pensamiento justo a sus
fieles.
Mientras los huéspedes de Hator
tenían un momento de recogimiento, el
cocinero se disponía a atacar
empuñando el mango de su cuchillo.
Oculto detrás de la puerta de una de las
capillas consagrada al dios de las
profundidades, Sokaris de cabeza de
halcón, sacaría provecho de aquellas
condiciones idóneas. César moriría el
primero y ambas mujeres serían
incapaces de defenderse del agresor, al
que movía una rabia vengativa.
No obstante, el cocinero le daba la
espalda a la estatua del halcón, y no vio
cómo cobraba vida. Cuando el asesino
entreabría la puerta, el pico del ave
rapaz se precipitó a una velocidad
fulgurante y atravesó la nuca del
profanador. Las garras apresaron su
cadáver y lo arrojaron al abismo, fuera
del alcance de la luz.

Unos oficiantes habían ataviado a


Cleopatra con un hábito dorado cubierto
con un manto que tenía flecos en el
borde y cuyos faldones se ataban encima
del pecho. Apareció así como la nueva
Isis al surgir de la colina sagrada de
Dandara. Encamación de la madre
universal, dispensadora de innumerables
beneficios, daría a luz a un nuevo Horus,
protector de la monarquía faraónica, y
resucitaría el antiguo poder de los
faraones.
Aunque no había bajado la guardia,
Rufino respiraba ya más tranquilo.
Durante el banquete que reunía a los
notables de la provincia, la guardia
personal de César impidió con facilidad
un intento de agresión.
Cleopatra sintió la turbación de su
amante. Inmerso repentinamente en una
tradición milenaria, había perdido sus
puntos de referencia y se preguntaba si
Roma, a pesar de su grandeza, no era un
pueblo pequeño comparado con una
civilización de incomparable
trascendencia.
El sueño de Cleopatra, el niño que
llevaba en su seno, el porvenir de un
país que resurgía de su pasado y de sus
templos… ¿No formaba parte el
imperator de un milagro que debía
incrementar?
La sonrisa de la reina terminó de
seducirlo. Explorar ese universo se
convertía en su prioridad.
75

Tebas la de las cien puertas había


soportado destrucciones y saqueos bajo
la ocupación persa. El libertador de
Egipto, Alejandro Magno, a quien el
dios Amón reconoció como faraón, se
había entregado a restaurar una parte de
su inmenso patrimonio al resucitar los
santuarios de Karnak y Luxor.
Los pilones, las columnatas, los
patios a cielo abierto, las gigantescas
salas hipóstilas decoradas, los
innumerables bajorrelieves de vivos
colores, la multiplicidad y la variedad
de los santuarios… César se dejaba
conquistar maravillado por todo
aquello.
Él, el imperator; se sintió
insignificante ante aquellos colosos de
piedra cuyo rostro había perdurado a
través de los siglos. ¿Por qué no tratar
de elevarse a su altura casándose con
Cleopatra y resucitando junto a ella la
función faraónica?
El destino lo había encaminado hasta
Egipto, donde se había visto obligado a
correr riesgos insensatos. ¿No había
estado a punto de perder la vida en el
transcurso de la guerra de Alejandría,
que había ganado in extremis? Era allí,
en esa tierra, donde un jefe de Estado
podía tomar conciencia del auténtico
poder, y quizá fuera allí donde César se
realizara al ejercerlo.

Carmión apreciaba la grandeza del


palacio de Karnak, lugar en que habían
residido tantos ilustres monarcas. La
sirvienta lo había acondicionado con
algunos detalles con el fin de mejorar su
comodidad y se acordaba muchas veces
de su Alejandría natal, pero le gustaba
aquel viaje realizado bajo el signo del
amor. A pesar de la diferencia de edad,
César y Cleopatra formaban una pareja
magnífica, y su mutua pasión, todavía tan
ardiente, emocionaba a la sirvienta, que
estaba acostumbrada a la apatía de los
hombres. Sin ser en absoluto un
corderito, el dictador romano estaba
sinceramente enamorado y admiraba a la
joven reina. ¿Conseguiría esta
convencerlo para que se quedara
abriéndole las puertas de Egipto?
La pareja se pasaba largas horas en
Karnak, el templo de los templos. El
chambelán Apolodoro velaba por la
calidad de los platos servidos en la
mesa real; el Viejo, por la de los vinos.
Viento del Norte y él estaban encantados
de regresar al sur, y se permitían largas
siestas, mientras Rufino seguía
angustiado, obsesionado ante el temor
de un atentado.
La llegada de un barco desconocido
desencadenó una violenta reacción.
Cumpliendo con las medidas de
seguridad, los marineros romanos lo
inspeccionaron y condujeron a su
capitán ante Rufino, quien reconoció de
inmediato a un veterano digno de
confianza.
—Traigo el correo llegado a
Alejandría —explicó—. Misivas
oficiales destinadas al imperator.

El sol brillaba en lo alto del cielo,


el calor se hacía más intenso. Cleopatra
descansaba y, desde una ventana de
palacio, César contemplaba el recinto
sagrado de Karnak.
Su lugarteniente le presentó los
documentos.
—No pareces muy contento, Rufino.
—¿Me dais vuestra autorización
para ser franco?
—Te exhorto a ello.
—¿Aunque os hiera?
—Habla, te lo ruego.
—¡Desde hace tres meses, parece
que os hayáis olvidado de Roma!
Nuestros hombres están inquietos y se
preguntan cuándo regresarán a su patria.
Esperan vuestra decisión.
—¿Resulta tan urgente acaso?
—Así lo creo.
—Veamos esas cartas.
Los apoyos de César no disimulaban
sus preocupaciones, las noticias eran
alarmantes. Al Senado no le hada mucha
gracia la relación del imperator con una
extranjera, y deseaba que terminara
cuanto antes. Habituada a una dosis
masiva de hipocresía, la moral pública
seguía siendo un criterio que dominaba
en la política romana. Y César, por
poderosa que fuera su influencia, no
podría pasar por alto la opinión de los
senadores.
Los partidarios de Pompeyo no se
rendían. A pesar de la desaparición de
su líder, se estaban reagrupando en
Numidia[18] y se estaban adhiriendo a su
causa legionarios descontentos con su
paga. Con un profundo odio hacia César,
trataban de recomponer un ejército
capaz de marchar sobre Roma.
En Asia Menor, la situación se
deterioraba. Unos rebeldes habían
masacrado un regimiento romano y las
autoridades se quejaban de la falta de
instrucciones por parte de César, quien
habría cedido a los encantos de una
hechicera que lo hacía descuidar su
deber.
La última carta era la peor. Según
Antonio, representante de César en
Roma, a la policía le costaba reprimir
las peleas callejeras y, dentro de los
cuarteles, se relajaba la disciplina. Sin
una cabeza pensante, ¿no eran esos
disturbios el prolegómeno de la
anarquía?

Aquella tarde primaveral tan


espléndida alegraba los corazones y los
cuerpos, y la gente, al igual que el Viejo
y Viento del Norte, se entregaba con
gusto a un delicioso letargo. Únicamente
Rufino echaba pestes lamentándose de
que César y Cleopatra, indiferentes a sus
advertencias, siguieran paseándose a
orillas del Nilo. Unos legionarios los
vigilaban de lejos, pero el peligro podía
aparecer en cualquier parte.
En el rostro impenetrable de su
amante, la joven vio la gravedad de la
situación.
—¿Noticias preocupantes?
—Roma, África del Norte y Asia
Menor requieren mi presencia.
—¿No te gustaría descubrir las
fuentes del Nilo?
—El destino no nos permite
satisfacer todos nuestros deseos.
—¿No deseas estar junto a mí
cuando nazca tu hijo?
—Si no intervengo rápidamente para
apagar los fuegos de la destrucción, la
guerra de Alejandría habrá sido en vano,
mis numerosos combates no habrán
servido para nada y tu sueño se
esfumará. Escabullirme sería un error
imperdonable, y perdería toda mi
dignidad a tus ojos.
El hábil discurso de César no mitigó
la tristeza de Cleopatra, que se veía
obligada a reconocer la evidencia de los
argumentos de su amante.
—Regreso a Alejandría, desde
donde embarcaré con mi ejército.
Dejaré allí tres legiones bajo el mando
de Rufino. Mantendrán el orden y
reforzarán tu autoridad.
El imperator estrechó a la reina
entre sus brazos.
—Cuando haya vencido, vendrás a
Roma y le presentarás a nuestro hijo a
mi pueblo.
76

La mañana del 23 de junio del año –47


ya no cabía la menor duda: eran dolores
de parto. Cleopatra se encontraba en
Hermontis, cerca de Tebas, y trató de
mostrar un rostro sereno.
—No temáis, majestad —le
aconsejó la sirvienta Carmión—.
Disponéis de las mejores comadronas.
Al entrar en la sala de partos,
adornada con flores y perfumada, la
reina se acordó de César, quien estaba
haciendo la guerra en África. Le rogó a
la diosa Hator que lo protegiera y le
concediera un hijo en perfecta salud.
Las dos comadronas estaban un poco
entradas en carnes y tenían un rostro
tranquilizador. Como todas las egipcias
de la primera dinastía, Cleopatra daría a
luz de pie, ayudada por las asistentes de
dos especialistas que le dictarían los
actos apropiados y le aplicarían
constantemente aceites esenciales y
anestesiantes.

Apolodoro caminaba de un lado a


otro, muy nervioso.
—Esto no se termina nunca —se
lamentó.
—No temas —objetó Carmión,
confiada—. El dios Bes y la diosa
Tueris velan por nuestra soberana. El
torno del alfarero divino moldea al niño
y las siete hadas de Hator le están
tejiendo un gran destino.
—Pero nunca… —repitió el
siciliano.
Finalmente se abrió la puerta de la
sala de partos y de ella salió una
comadrona sonriente.
—Es un niño —anunció—. La reina
y él se encuentran de maravilla.
Carmión y Apolodoro constataron
con sus propios ojos que Cleopatra,
exhausta, pero feliz y relajada, había
dado a luz a un bebé que sería confiado
a un ama de cría con abundante leche.
Aunque estaba gozando de esa gran
felicidad, la reina sabía que iba a tener
que librar de inmediato una difícil
batalla. Y perderla reduciría ese
nacimiento a la nada.

En Hermontis, se reunió un colegio


en el cual se incluía a los oficiantes
locales, a las autoridades religiosas y a
los interlocutores de la administración
alejandrina.
Le habían encargado encauzarlo a la
superiora de Dandara, Hator, y esta
concluiría los debates.
La petición de la reina era sencilla:
su hijo se llamaría Ptolomeo César, ya
que, cuando ejerciera la función
faraónica, vincularía en él el poder
reunido de Egipto y de Roma.
Consciente de que los políticos
alejandrinos negarían la paternidad del
imperator; Cleopatra expresaba así que
él reconocía a su hijo, el futuro soberano
de las Dos Tierras.
Era necesaria una pretensión
adicional: el pleno acuerdo de las
divinidades. Ptolomeo César no era un
niño como los demás, y tenía que ser
favorecido por su apoyo.
Al término de sus discusiones, el
colegio llegó a una conclusión que
cobró fuerza de verdad simbólica e
incontestable: Ra, el señor de la luz
divina, había adoptado la forma de
César para unirse a Cleopatra,
encamación de Isis, madre divina que
había dado a luz a un nuevo Horus,
llamado a poner orden en el caos como
gobernante de Egipto.
Con el fin de concederle un carácter
oficial y sagrado a aquel acontecimiento
capital, se esculpirían en las paredes de
los templos de Dandara y de Hermontis
escenas y jeroglíficos que relataran la
llegada al mundo de Ptolomeo César y
su advenimiento. En Alejandría se
acuñarían monedas en las que
aparecería Cleopatra como Isis, con su
hijo Horus entre los brazos. Cuando se
realizara la más mínima transacción
comercial, la gente recordaría que
Ptolomeo César era el auténtico
descendiente de los faraones y heredero
del testamento de los dioses.
En cuanto al 23 de junio, se fijaría
como día festivo y ocasión para festejar
tanto a Isis como el cumpleaños del rey
César.

Cleopatra deseaba mostrarle su hijo


al toro Bukhis, aquel que, en los
comienzos de su aventura, le había
ofrecido su fuerza. El poderoso animal
se acercó a sus invitados muy despacio,
y su mirada amenazante se encontró con
la de la reina.
Reconoció a su protegida, olisqueó
al bebé y alzó sus cuernos hacia el cielo.
—Eres el alma de la realeza —
declaró Cleopatra—, y haré erigir en tu
honor un santuario del nacimiento cuyo
nombre será «la capilla de la luz».
El toro volvió a su pesebre
satisfecho.
La endeble silueta de Hator, la
superiora de Dandara, surgió entonces
de un rayo de luz.
—En la desgracia, majestad, todo el
mundo se acuerda; en la felicidad, nadie
lo hace. Si en la felicidad uno se
acordara, ¿qué necesidad habría de
hacerlo en la desgracia?
Cleopatra se grabó esas palabras en
el corazón. Sucediera lo que sucediese a
partir de entonces, guardaría en sí ese
momento de gracia en que su sueño
había tomado cuerpo.
—Echo en falta a dos personas —le
confesó la reina—: a César, que está
arriesgando la vida por conquistar el
poder supremo, y a Hermes, sin el cual
no habría superado el desierto.
—No abandonéis nunca sus
enseñanzas.
—¡Seguir fiel a Isis! Me comprometí
a hacerlo y no renegaré de mi juramento.
—En diciembre se acabarán las
salas consagradas a los grandes
misterios —le reveló la superiora—.
Isis os esperará allí.
El pequeño Ptolomeo César crecía
de manera palpable. Le gustaba la leche
de su ama de cría y la ternura de su
madre. Le sonreía a un mundo luminoso.
No obstante, muchos seguían dudando de
la capacidad de Cleopatra para reinar, y
no confiaban más que en una señal: la
altura de la crecida.
En caso de que las aguas subieran de
manera insuficiente, lo que era sinónimo
de hambruna y pobreza, todos
constatarían la ineptitud de la
ambiciosa. Humillada y desautorizada
por los dioses, tendría que renunciar, y
el país elegiría a un nuevo líder. Las
estatuas griegas del Nilo lo
representaban como a un anciano
barbudo coronado de cañas en posesión
de una cornucopia, alrededor del cual
jugaban dieciséis niños. Dieciséis
codos,[19] esa era la altura ideal de la
crecida.
Angustiados, el chambelán
Apolodoro y la sirvienta Carmión
estaban sorprendidos ante la calma de la
soberana. A su niño le hablaba del amor
que le profesaba a César y de los días
felices que se presentaban ante ellos.
La tierra se agrietó, el calor se
volvió agobiante, y el mensaje que
transmitieron los especialistas
encargados en el nilómetro de
Elefantina, en el extremo sur de Egipto,
llegó hasta Tebas: la crecida sería de
dieciséis codos.
77

Cuando Cleopatra desembarcó en


Dandara, el 28 de diciembre de –47,
acababa de recibir excelentes noticias
de César. Su campaña africana era un
claro éxito, los últimos partidarios de
Pompeyo habían caído y la mayoría del
Senado se sumaba a las filas del
imperator. En breve celebraría un
triunfo inolvidable en Roma, un
espectáculo grandioso al que asistirían
Cleopatra y su hijo, Ptolomeo César.
La reina no había olvidado su
promesa. Solo Isis, a quien representaba
en la tierra, podía permitirle vencer la
adversidad y despejar su camino.
Y su sueño se materializó ante sí: el
templo de la diosa Hator estaba casi
terminado y conmemoraría su reinado.
Las hermosas piedras de eternidad,
dotadas de una vida inmutable,
perdurarían a través de los siglos.
La superiora acudió al encuentro de
la soberana.
—Los faraones y las grandes
esposas reales eran iniciadas en los
misterios de Isis y Osiris —le recordó
—. Si traspasáis indemne las puertas de
la muerte, comenzaréis vuestro auténtico
reinado.
Ayudada por dos oficiantes, la
superiora guio a Cleopatra a la entrada
de la primera de las criptas, cámaras
secretas repartidas bajo el suelo, al
mismo nivel y por encima, en el interior
de la mampostería. Estas contenían los
archivos, «el poder de la formulación de
la luz», objetos rituales, estatuas de
divinidades y de reyes, y reliquias de un
valor incalculable, como un sistro,
instrumento de música con el nombre de
Pepi I, faraón del Imperio Antiguo.
Cleopatra descubrió sorprendida su
imagen esculpida como «señora de las
Dos Tierras», y se le invitó a orar frente
a una Hator de cuatro rostros, el amor de
la diosa que se prodigaba a los cuatro
puntos cardinales. Luego la superiora la
condujo hasta la azotea del templo,
donde se habían construido pequeñas
capillas reservadas a la celebración de
los misterios.
Un hombre de gran altura vigilaba el
acceso.
—Mermes…
—Este día es excepcional —le
reveló el mago—. El renacimiento de
Osiris coincide con la llegada de la luna
llena a su cénit, y un fenómeno así no se
produce más que cada mil quinientos
años. Contempla los secretos del cielo,
reina de Egipto.
Hermes condujo a Cleopatra debajo
de un zodíaco circular[20] que ensalzaba
la resurrección estelar de Osiris, que
pasaba de las tinieblas de la muerte a la
luz de las estrellas. El cielo, la Osa
Mayor, la constelación de Orion, los
doce signos del zodíaco, los decanos y
los planetas le devolvían la vida al dios
asesinado y resucitado, ejemplo para los
«justos de voz» que asociaría a su
inmortalidad.
Se invitó a Cleopatra a vivir la
pasión de Osiris, sus adversidades, su
tránsito por la muerte, la dispersión de
los elementos de su ser y su
recomposición gracias a la magia de
Isis. Rodeada de oficiantes que llevaban
máscaras de divinidades, la reina se
tendió en el sarcófago osiriano, al que
se comparaba con un barco navegando
en el corazón de los cielos, y su
pensamiento se alimentó de las fuerzas
creadoras.
Para renacer en Osiris había que
enfrentarse a un ejército de demonios al
servicio de Set el destructor. Rodar ron
múltiples muertos y solo las fórmulas de
los conjuros que pronunciaron Hermes y
la superiora los disiparon.
Cuando surgió de la nada, la nueva
iniciada aprendió a transformar la
cebada en oro y a modelar la piedra
filosofal, encamación de Osiris
transmutado y del Egipto regenerado.
—Tu madre Cielo estuvo encinta de
ti —le dijo la superiora a Cleopatra—,
hizo crecer tus huesos, fortalecerse tus
carnes, reunirse tus miembros. Y aquí
estás, vuelta a nacer de un rayo de luz.
Se secan las lágrimas, el oro y las
piedras preciosas garantizan tu
protección.
Después del ritual, ante Osiris
Cleopatra se presentaron las vasijas que
contenían las partes del cuerpo del dios
y que simbolizaban las provincias de
Egipto que todo faraón debía reunir. La
joven tomó entonces conciencia de la
inmensidad de la tarea, espiritual y
material a un tiempo.
Desde ese momento, el templo de
Dandara, su sueño de piedra realizado,
viviría en lo más profundo de su
corazón.
La noche era de una belleza singular,
el brillo de las estrellas resultaba
fascinante. Sentada en la azotea del
templo, Cleopatra honraba a su madre
Cielo mientras hacía memoria de las
etapas del largo camino que la había
conducido a aquella iniciación a los
grandes misterios.
Las maravillas del universo llevaban
su espíritu más allá del tiempo y el
espacio. Lo que había aprendido y
experimentado, el amor de César, el
nacimiento de su hijo y su deseo de
reinar no eran nada comparados con la
inmensidad revelada por las capillas
osirianas de Dandara.
¿No era ese templo el feliz término
de su itinerario, el lugar soñado que no
debería abandonar? Pero Alejandría no
se gobernaría sola, y su pueblo requería
su presencia y la de Ptolomeo César,
futuro de Egipto.
—Ese futuro está escrito en las
estrellas —afirmó Hermes—; ¿deseas
conocerlo?
Cleopatra se levantó.
—¿Me prohibiría eso construirlo?
—Los astros inclinan pero no
determinan. Sé constructora y aprende a
utilizar los materiales con los que
cuentas.
—¿Qué habría de temer? Al
colmarme de favores, el destino me ha
librado de la angustia. ¿Puedo elegir
otra cosa más que mis deberes como
reina?
—Nuestro país está formado a
imagen y semejanza del cielo, y esta
noche has comprendido que era el
templo de todos los dioses.
Al amanecer, el mago había
desaparecido. Cleopatra se dejó bañar
por los rayos del joven sol, portador de
una esperanza extraordinaria, capaz de
vencer a las tinieblas. Como ya no se
pertenecía a sí misma, trataría de
prolongarla y de ser su instrumento tras
haber escuchado las palabras de los
ancestros transmitidas por los misterios
de Isis y de Osiris.
Daba igual el mañana, ya que la
joven había alcanzado una especie de
plenitud. Pero ¿estaría a la altura de su
destino?
Solo había una única respuesta: ser.
Ser Cleopatra.
EPÍLOGO

La tarde del 16 de noviembre de 1828


llegamos por fin a Dandara. Había una
luz de luna realmente espléndida y nos
encontrábamos a tan solo una hora de
distancia de los templos. ¿Cómo podía
resistirme a la tentación?
—Eso no es muy prudente, señor
Champollion —me advirtió mi guía—.
Sería mejor que nos fuéramos a dormir.
—Lo siento, pero prefiero continuar.
No me lamentaría de mi decisión. El
gran templo encamaba la gracia y la
majestad reunidas en su más alto grado.
Nos quedamos allí extasiados dos
horas, recorriendo las grandes salas con
nuestro pobre farol y tratando de leer las
inscripciones del exterior a la luz de la
luna. No regresamos al campamento sino
a las tres de la mañana y volvimos al
templo a las siete. Y allí nos pasamos
todo el día 17. Lo que nos resultó
maravilloso a la luz de la luna lo fue
todavía más cuando los rayos del sol
nos permitieron distinguir los detalles.
El santuario de Dandara se ha
enfrentado victoriosamente al tiempo y a
los estragos causados por los hombres, y
se puede ver que su inmortalidad no ha
dejado de renovarse.[21]
Se me acercó un anciano
acompañado por su asno, un magnífico
rucio de ojos profundos e inteligentes.
—¿Acaso sabe usted leer los signos
sagrados? —preguntó con escepticismo.
—He dedicado toda mi vida a
encontrar la clave de su lectura.
—¿Y lo ha logrado?
—En 1822. Este viaje confirma mi
descubrimiento. Descifro los
jeroglíficos y el inmenso libro del
Antiguo Egipto se abre de nuevo.
—¿Me haría un favor?
Me quedé intrigado. ¿Qué podía
querer aquel anciano?
El asno nos condujo hasta la pared
del fondo del gran templo de Dandara y
se detuvo ante un bajorrelieve que
representaba a una reina y a un rey. Ella
tocaba el sistro, instrumento musical de
los iniciados a los misterios de Isis, y
llevaba un collar que simbolizaba la
resurrección;[22] él portaba un
incensario. Entre ellos, la pequeña
figura del Ka real, el poder inmortal
transmitido de faraón en faraón.
—Esa mujer es tan hermosa —dijo
el Viejo—; ¿no revelarán los signos
sagrados su nombre?
No me costó nada descifrarlos.
—Se trata de Cleopatra y de su hijo
Ptolomeo César, al que llamaban
Cesarión.
Cleopatra… Al pronunciar aquel
nombre legendario sentí una especie de
mareo y recordé los momentos
culminantes de su extraordinario
destino. Algunos afirmaban que no era
griega ni hija de Ptolomeo XII, sino de
un sacerdote egipcio. Esa ascendencia
explicaba su voluntad por devolverle a
Egipto su esplendor pasado; ¿no se la
consideraba con toda la razón el último
de los faraones?
Al darle un hijo a César, su gran
amor, había creado un nuevo linaje y,
durante el espectacular triunfo del
imperator en –46, la reina y su hijo
habían sido recibidos en Roma con los
honores debidos a su rango. Tenían ante
ellos un alegre porvenir, las ambiciones
de Cleopatra se realizaban. El asesinato
de César, en marzo de –44, lo había
cuestionado todo. Obligada a seguir
siendo aliada de Roma, la reina había
cometido el error de concederle su amor
y su confianza a Marco Antonio, un
hombre débil comparado con César.
Tras la derrota de Accio, el 2 de
septiembre de –31, Cleopatra había
decidido suicidarse con el fin de no caer
en manos del vencedor, el despiadado
Augusto, asesino de su hijo Cesarión.
El sueño se había roto de la manera
más violenta, pero, durante algunos
años, el faraón Cleopatra había
reanimado por completo la gloria de
Egipto. Y yo, al descifrar su nombre,
hacía que viera la luz de nuevo, en aquel
templo maravilloso donde vivía para
siempre.
—Parece usted emocionado —me
dijo uno de mis ayudantes.
—¡Mira ese bajorrelieve! Como
iniciada en los misterios de Isis,
Cleopatra protege mágicamente a su
hijo, el faraón, por toda la eternidad.
Los jeroglíficos han vencido el tiempo y
el olvido y siguen llenos de poder.
Mi ayudante también fue consciente
de la importancia del descubrimiento, y
se dejó fascinar por aquella reina cuya
silueta conservaban las piedras
esculpidas que iluminaba un sol suave.
—Y a usted, ¿qué le parece? —le
pregunté al viejo que me había guiado
allí.
Como no obtenía respuesta, me volví
y no lo vi.
—Qué extraño, se han ido…
—¿De quién habla?
—De un anciano y de su asno.
Creyéndome víctima de un golpe de
calor o del agotamiento, mi ayudante se
mostró cordial y tranquilizador:
—No había nadie, señor
Champollion. Debe de haberlo soñado.
Notas
[1] En –331. Hemos adoptado la
convención relacionada con las fechas
de la mayor parte de las obras de
historia actuales, es decir, –51 y no 51 a.
J. C. como hacíamos hasta hace no
mucho. <<
[2]Para las fechas, véase S. Cauville,
L’Œil de Rê. Histoire de la
construction de Dendara, Pygmalion,
París. 1999. <<
[3] En griego, «el auletes». <<
[4] Filopátor <<
[5] Este emplazamiento, aunque
probable, sigue siendo hipotético, ya
que todavía no se ha encontrado la
tumba de Alejandro Magno <<
[6]Calimaco (–300 - –240) fue uno de
los poetas alejandrinos más importantes,
y elaboró un catálogo de obras de la
biblioteca de Alejandría. <<
[7] Título otorgado por la dinastía
ptolemaica a altos funcionarios
provinciales. <<
[8] El golfo de Suez. <<
[9]Las líneas siguientes están extraídas
de La guerra civil, del propio César. <<
[10] En el año-59. <<
[11] Seguimos la descripción de Lucano.
<<
[12] El siglo III a. J. C. <<
[13] Descripción de Lucano. <<
[14] El Eunostos <<
[15]Se trata del templo de «Amón de
Gereb», es decir, del documento que
establece el inventario divino que se le
hacía entrega al faraón. F. Goddio
encontró hace poco los vestigios de
Heraclión, ciudad desaparecida bajo las
aguas. <<
[16] Este calendario, llamado juliano,
será el utilizado en Europa hasta finales
del siglo XVI, momento en que lo
reformó el papa Gregorio XIII. <<
[17] Sirio. <<
[18] La Argelia actual. <<
[19] 8,32 metros. <<
[20]
El zodíaco de Dandara se encuentra
hoy en el museo del Louvre. <<
[21]Texto adaptado de las notas tomadas
por Jean-François Champollion durante
su único viaje a Egipto. <<
[22] El collar menat. <<

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