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Desde la
terraza de su palacio, Cleopatra
observaba, sin duda por última vez,
su querida capital, la deslumbrante
Alejandría. El viento suave de la
noche no calmaba su irritación. Ella,
la soberana de Egipto, tierra amada
por los dioses, la cual había creído
conquistar y la cual perdía, ella, la
dueña absoluta de un rico país,
¡reducida a la soledad y a la
impotencia!»
Así arranca una de las novelas más
anheladas por los lectores de
Christian Jacq tras largos años de
espera y numerosas peticiones para
qué abordara el personaje de
Cleopatra. Una novela en la que
cobra vida la hábil estratega que
liberó a Egipto del yugo romano. La
mujer cuya extraordinaria belleza,
envuelta en oro y piedras preciosas,
ocultaba una inteligencia y una
ambición únicas. La seductora
infatigable que enloquecía a los
hombres. El gran amor de César. La
leyenda personificada.
El último sueño de Cleopatra es un
retrato único de la majestuosa reina
del Nilo por el maestro del género,
el novelista y egiptólogo Christian
Jacq.
Christian Jacq
El último sueño
de Cleopatra
ePub r1.0
Titivillus 04.03.15
Título original: Le Dernier Rêve de
Cléopâtre
Christian Jacq, 2012
Traducción: Juan Camargo
HERMES
1
La Alejandría de Cleopatra y de
Ptolomeo XIII contaba con cerca de
seiscientas mil almas, y un tercio de la
población era judía. La élite de la
comunidad judía disfrutaba de un
privilegio concedido por Alejandro
Magno por el que tenían sus residencias
en un espléndido barrio de la capital, el
Bruchión, cerca de los palacios. Sus
correligionarios ocupaban también el
límite noroeste de la ciudad, junto al
puerto, y había familias judías en todos
los distritos de la enorme urbe.
Desde su fundación, les habían
permitido vivir de acuerdo con su ley, la
Torá, y muchos habían adoptado
nombres griegos o habían helenizado sus
apellidos hebreos con el fin de
integrarse en la sociedad que dominaban
los descendientes de Alejandro. Todos
hablaban y escribían en griego, pero
practicaban su religión y seguían fieles a
sus costumbres.
Los judíos disponían de una lujosa
sinagoga, una basílica provista de
columnatas y de setenta cátedras de oro
y piedras preciosas donde se sentaban
otros tantos ancianos, guardianes de la
tradición. En el centro se encontraba la
tribuna de madera destinada al jazán,
quien se encargaba de leer la ley
sagrada. Las ceremonias congregaban a
adeptos fervientes y muy unidos, felices
por poder vivir en el seno de una ciudad
próspera.
Aquella noche del 3 de octubre de –
48, Antípatro caminaba apretando el
paso hacia otra sinagoga, la del arrabal
suroeste, que Cleopatra había autorizado
antes de verse obligada a abandonar
Alejandría. Dotado de una singular
energía y de una fuerza de convicción
poco común, Antípatro era uno de los
hombres más ricos e influyentes de la
capital. Comerciante extraordinario,
gestor de primera categoría y consejero
muy respetado por los miembros de su
comunidad, se mantenía alejado de las
maniobras políticas y de las
convulsiones de la corte. Sin embargo,
dados los recientes acontecimientos, era
imposible continuar actuando de esa
manera. Antípatro había considerado
necesario convocar al consejo de
ancianos con el fin de tomar decisiones
al respecto.
Los principales dirigentes de la
población judía se reunieron de urgencia
con el pretexto de una conmemoración
religiosa. En el exterior de la sinagoga,
una discreta vigilancia garantizaba su
seguridad. En esos tiempos turbulentos,
más les valía adoptar todas las
precauciones posibles.
A Antípatro le satisfizo constatar que
no había dejado de acudir ninguna
personalidad importante a la
convocatoria. Ningún comerciante
traicionaría el secreto de las
deliberaciones, y las directrices que se
aprobaran se impondrían a la totalidad
de los judíos de Alejandría.
La tensión era palpable, y Antípatro
se esperaba tensos debates. Hacía
mucho que el Anciano de los ancianos,
de noventa y seis años, se conformaba
con presidirlos con altiva autoridad y
delegaba su voz a un armador fracasado,
Aqaby, celoso de los éxitos y del
prestigio de Antípatro. Bajito, mofletudo
y rechoncho, solo tenía éxito con las
prostitutas.
—Nos ha sorprendido mucho esta
convocatoria —le criticó Aqaby—. El
consejo de ancianos no está a tu
disposición.
—¿Acaso ignoras que César y sus
legionarios se encuentran en Alejandría
y que nuestro futuro está en juego?
Dispongo de información confidencial
que permitirá a nuestra comunidad
decidir su destino. ¿El Anciano de los
ancianos me concede la oportunidad de
explicarme?
Normalmente sordo y casi ciego, el
viejo levantó una mano en señal de
aprobación. Aqaby refunfuñó,
decepcionado.
—Los soldados de César, de
infantería y caballería, se han
establecido en el barrio del Bruchión —
desveló Antípatro—. Han requisado
casas que pertenecían a unos judíos,
pero sin cometer ningún acto violento.
—¿Por qué no ha protestado
Ptolomeo? —dijo, sorprendido, un
anciano.
—Ptolomeo y su ejército habían
decidido enfrentarse a Cleopatra en
Pelusio para aniquilarla.
—Y ¿el rey lo ha conseguido?
—Hasta el momento, los ejércitos
enemigos se vigilan el uno al otro, nadie
se atreve a atacar primero. César se ha
encontrado un palacio vacío y, para
aplacar la indignación popular, ha
reconocido la legitimidad de la pareja
real, que hoy en día se halla enfrentada.
Exige el regreso de Ptolomeo y de
Cleopatra y desea evitar una guerra
civil.
—Todo eso no es de nuestra
incumbencia —opinó Aqaby.
—Al contrario —replicó Antípatro
—, la conquista del poder tendrá
consecuencias que redundarán en nuestra
comunidad.
—¿Qué es lo que temes?
—Si cometemos un error fatal,
desapareceremos.
Los murmullos recorrieron la
asamblea.
—¡Estás desvariando! —le espetó
Aqaby.
—Hay una novedad que debería
abriros los ojos: el aumento inexorable
de la potencia de Roma. La muerte de
Pompeyo no cambia nada, César me
parece todavía más temible.
—¡Somos súbditos de Ptolomeo, no
de César!
Antípatro se paseó por la sala,
observando de vez en cuando a los
miembros del consejo.
—Súbditos, ¡y tan despreciados! Los
griegos nos toleran, pero conservan
celosamente sus privilegios. Somos los
judíos de Alejandría, no ciudadanos de
nuestra ciudad, y no participaremos en
ninguna instancia del gobierno.
Ptolomeo y los suyos nos consideran
seres inferiores que apenas servimos
para asegurar su prosperidad gracias a
nuestro trabajo y a nuestros impuestos.
Esta injusticia es intolerable, ¡y el rey ni
siquiera nos garantiza la estabilidad!
Antípatro decía en voz alta lo que un
gran número de ancianos ni siquiera se
atrevían a pensar. La soberbia del
gobierno griego, a la que se sumaban su
corrupción e ineptitud, se estaba
volviendo insufrible.
—César representa una oportunidad
para nuestra comunidad —aseveró el
orador—. A pesar de sus
tranquilizadoras palabras, estoy
convencido de que desea deponer al
pequeño Ptolomeo y convertir Egipto en
una provincia romana. Cuando haya
completado su victoria, recompensará a
los que lo hayan ayudado a imponerse.
—Tomar partido por César…, ¿es
eso lo que propones? —preguntó Aqaby,
sorprendido.
—A mi juicio, no tenemos otra
opción, y solicito al consejo de ancianos
que emprendamos ese camino.
—¡Es una locura! ¡Yo solicito a esta
asamblea que permanezcamos neutrales!
La voz achacosa del Anciano de los
ancianos, que no se había dejado oír
desde hacía varios meses, retumbó en el
seno de la sinagoga:
—Antípatro nos está abriendo los
ojos. La época ptolemaica llega a su fin,
se vislumbra un nuevo reino. Nuestra
comunidad apoyará a César siempre que
respete nuestra fe y nos conceda más
responsabilidades.
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