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CASOS DEL

COMANDANTE EULOGIO ESPAÑA

LA MUÑECA ROTA

GERÓNIMO MARTÍNEZ GARCÍA


gmgcia@yahoo.com
1-15 de diciembre de 2019
Los crotos
San Pedro de Rosales, Navolato
Para Ana Cecilia Martínez Cairo

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Cuando el comandante Eulogio España llegó al domicilio lo
esperaban los miembros de un grupo de la corporación. Los había
citado en previsión de cualquier contingencia que se pudiera
presentar. A las seis de la mañana lo había despertado una llamada
telefónica informándole que en el número 1280 del Malecón, como
se conocía a una amplia avenida que transcurría a lo largo de la ribera
sur del río Tamazula, había un cadáver. Arrojó a un lado los tendidos,
se dio un regaderazo y tras vestirse apresuradamente abordó la
suburban oficial a su servicio y se lanzó al domicilio de marras.
Su prisa estaba ampliamente justificada.
El muerto era una persona muy significada en la sociedad
culiacanense y no transcurriría mucho tiempo antes de que el sucedido
llegara a conocimiento del gobernador y sin duda, como era su estilo,
con tono altisonante lo acribillaría a preguntas sobre el caso. Le urgía
pues conocer de inmediato los pormenores de lo que había pasado.

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Cuando llegó al punto, lo recibió el jefe del grupo.
―A sus órdenes, jefe ―se reportó al tiempo que se llevaba a la cabeza
una mano en un gesto que pretendía ser militar.
Eulogio España contestó el saludo y le ordenó:
―Espere aquí. Que nadie pase.
―Copiado.
Pulsó el timbre y un hombre de edad madura le franqueó el paso,
al tiempo que le daba la bienvenida.
―Dónde está.
―Sígame – le dijo por respuesta y emprendió el camino hacia la
puerta principal del inmueble.
Abrió la puerta. Con paso seguro se introdujo en la casa y se
enfiló hacia la escalera que conducía a las habitaciones. Se detuvo
ante lo que parecía la habitación principal, envolvió la mano en un
pañuelo de bolsillo, tomó la perilla de la puerta, se volvió al
comandante, lo miró por un instante, como advirtiéndole que iba a
presenciar un gran secreto, y abrió la hoja completamente.
A cierta distancia de la cama, sentado en una poltrona mecedora,
yacía un hombre de edad avanzada. Parecía mirar a los recién
llegados. Eulogio España buscó sus ojos y encontró una mirada opaca
entre los párpados entrecerrados. Paseó la vista y el recorrido visual
le regresó imágenes de una habitación en la que nada anormal parecía
haber sucedido. La cama estaba desecha, como muestra un lecho que

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ha sido ocupado; las cortinas lucían corridas como se hace cuando la
gente se dispone a dormir; en el buró había las cosas que una persona
común suele poner: un reloj de pulsera, una jarra de agua y un vaso
semivacío, un par de frascos de medicinas y un aparato telefónico fijo.
Observaba desde la puerta. Se había detenido en el umbral para
no alterar la escena. Pero desde ahí pudo advertir que sólo un lado de
la cama había sido ocupado. Y que en el regazo el hombre parecía
sostener una muñeca de trapo. Como se sostiene una mascota.
― ¿Quién descubrió el cuerpo?
―Yo, jefe.
― ¿A qué hora?
―A las seis. Cuando le hablé.
― ¿Quién más lo sabe?
―Nadie.
― ¿Hay alguien más en la casa?
―No, señor.
El hombre contestaba con aplomo, hecho que llamó la atención
del policía.
― ¿Qué hacías aquí a esa hora?
―Vine por el señor.
― ¿Trabajas para él?
―Sí, señor. Soy su chofer.
― ¿A dónde lo ibas a llevar?

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―A Altata.
― ¿A qué?
―A su casa. La casa del mar. Allá está la señora. Tienen invitados.
Iban a desayunar juntos. Seguido lo hacen.
― ¿Cuándo se fue la señora?
―Desde antier.
― ¿Por qué no salieron juntos?
―Lo ignoro.
― ¿Cómo te enteraste de que estaba muerto?
―Porque subí y entré a la habitación.
― ¿Tienes permiso?
―Soy de confianza. Pero lo hice porque el señor se levanta temprano
y a esa hora ya anda abajo, tomando café. Él se lo prepara. A veces
me convida. En ocasiones me espera afuera en el jardín. Íbamos a salir
a las cinco y media. Como no apareció, subí. Toqué a la puerta y como
no me respondió, abrí. Y ahí estaba, sentado. Le hablé y como no me
contestó lo moví. Estaba muerto.
― ¿Estaba enfermo? ¿Padecía del corazón?
―No, que yo sepa.
El hombre contestaba con el mismo aplomo. No mostraba
ningún signo de sorpresa.
― ¿Le avisaste? Quiero decir, ¿le avisaste a su mujer?
―No, jefe. Hasta que usted lo indique.

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― ¿Por qué?
―Porque luego se hace un desorden.
―Es verdad. Trabajas para la casa, ¿verdad?
―Sí. Desde hace nueve o diez años.
― ¿Qué hacías antes?
―Pertenecía a la corporación.
―Entiendo. ¿Por qué te saliste?
―La familia. Mi mujer. Los hijos. Siempre asustados por lo que
podría pasarme.
―Les doy la razón. Tendrás que ir a declarar.
―Cuando usted lo indique.
―Espérame un momento.
Marcó un número y dio una instrucción.
―Ya viene el forense.
Veinte minutos tardó el equipo en llegar. Pudo haber llamado a
un médico para que diera fe del cadáver, pero prefirió la otra vía. Algo
había notado que le sugería que las cosas podrían tener un cariz
distinto al de una simple defunción. “Total, había concluido en
silencio, llegaremos al mismo resultado: un certificado de defunción”.
―No tengo que advertirte de la importancia del caso ―le dijo al
forense en jefe―. Voy a informar al gobernador. Y ya lo conoces.
Exige resultados para ayer. Sin excusas ni pretextos.

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―Qué me va a contar, jefe ―le respondió con tono festivo―. A
trabajar, muchachos, ordenó con entusiasmo.
Eulogio España marcó el número privado del gobernador.
― ¿Qué haces tan temprano, Eulogio? ―le preguntó con su tono
áspero―. Espero que no me vayas a echar a perder el desayuno.
Le informó de un tirón.
― ¿Qué tienes que hacer tú ahí? ¿Por qué no le informaste a los hijos
para que sean ellos quienes se hagan cargo del caso? Estás
convirtiendo un asunto familiar en un caso oficial.
―Para qué le echo mentiras, señor. Ni yo sé por qué no hice eso que
usted dice. Pero ya está hecho. Y en caso de que haya que dar la cara,
me echaré toda la culpa. Descuide usted.
―Claro que tendrás que dar la cara. Sólo eso falta: que tenga que
cargar con sus babosadas. Mantenme informado. Y otra cosa. ¿Dónde
está su mujer?
―En Altata.
―Infórmale. Y a sus hijos también.
―Copiado ―dijo y se rio en su interior al darse cuenta de que había
usado una frase muy frecuente en el medio policíaco.
Sin embargo, decidió desobedecer en un punto al gobernador.
Sólo le avisaría a la mujer. Y que ella se encargara de los hijos. “Qué
necesidad tengo de lidiar con esos alacranes”, se dijo convencido.

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Para hacer tiempo, recorrió la casa. Desde la entrada. La recorrió
paso a paso. Quería saber cómo era una casa de ricos. Una curiosidad
malsana, aceptó allá muy en lo profundo de su conciencia.
La casa ocupaba el centro del predio; era de estilo californiano.
Los techos de dos aguas, entejados con teja roja, le daban un aspecto
amable y acogedor; muy familiar. Protegida por una pared de piedra
gris, no era posible desde fuera percibir el interior, sino sólo las
fachadas de las recámaras superiores y las copas de algunas palmeras
y de una mata de lichi. Traspuesta la puerta principal, la vista era
impresionante. Recibía al visitante una fuente de cantera rosa,
patinada, de altura intermedia que dejaba escapar unas lágrimas
apenas suficientes para abastecer una copa que servía de bebedero y
chapoteadero a las aves que pululaban por el jardín.
Una calzada que se abría para esquivar la fuente dirigía los pasos
hasta la puerta principal de madera de una hoja a la que se llegaba tras
subir dos escalones. A mano derecha, se observaba una sala de
amplios ventanales. A la izquierda, una biblioteca, con libreros de
piso a techo, repletos de volúmenes, según dejaba apreciar un par de
ventanales de grandes cristales, similares a los de la sala. Al entrar, la
sala mostraba su mueblaje: sillones de cuero color café, frente a una
chimenea que no parecía haber tenido mucho uso. Contiguo a la sala,
el comedor, para doce personas, de madera de caoba, conectado con
una cocina integral.

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Arriba, las recámaras. Desde la recámara principal ―lo constató
cuando los forenses terminaron su trabajo―, podía apreciarse un
panorama agradable y variado. Ahí abajo, muy cerca, el río Tamazula,
custodiado por sauces, álamos y uno que otro sabino; más allá, las
huertas de frutales y los campos de cultivo, y, más lejos todavía, como
un fondo, la serranía que enmarcaba al valle, dominada por el cerro
de la Chiva. Dos recámaras, una a cada lado de la principal,
disfrutando de la misma vista, completaban la estructura de la parte
superior.
La decoración fina y el mobiliario de excelente factura
denunciaban el buen gusto, refinado cabría decir, de los habitantes de
la casa. Un patio posterior, bellamente ajardinado, creaba una
atmósfera de gran intimidad. Muebles de metal y un asador empotrado
en una pared, ennegrecido y con restos de carbón quemado, sugerían
que la familia gustaba de disfrutar de dicho espacio.
Eulogio España había recorrido el inmueble despaciosamente.
Un sentimiento de admiración y, en el fondo, de reconocimiento y
envidia lo acompañaron en el recorrido. Volvió a la entrada y se
dirigió a la cochera. Había espacio para dos vehículos de buen
tamaño. Sólo había uno: un Mercedes Benz de modelo reciente. El
portón se accionaba mediante un sistema electrónico, aparentemente
muy seguro.

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La mujer llegó una hora y minutos después. “Han de haber
venido volando”, se dijo en silencio el jefe policíaco. Irrumpió en la
casa con un rictus de angustia y los ojos llenos de lágrimas. Como un
bólido entró en la recámara y a la vista del cadáver, que todavía estaba
en el lugar y como había sido encontrado, se detuvo en seco, tal si la
hubiera fulminado un rayo. Dio un alarido y se desplomó con el rostro
torcido, víctima de un ataque de apoplejía o de un derrame cerebral.
Nunca se enteró de lo que el forense le había confiado al jefe
policíaco tras las primeras pesquisas. Porque murió sólo un poco
después, cuando una ambulancia la llevaba al hospital.
―Creo que fue asesinado. Lo descerebraron con un estilete muy fino.
Un punto rojo y una mancha de sangre en la base del cráneo así lo
sugieren. Fue un pinchazo directo al bulbo raquídeo. Mortal por
necesidad. Una ejecución rápida e indolora. Habrá que esperar a que
el laboratorio forense lo confirme. Pero creo que será un mero trámite
para el informe final.
― ¿Mortal por necesidad?
―Definitivamente.
― ¿Por qué?
―El bulbo raquídeo controla cosas muy importantes. Como la
respiración y el ritmo cardíaco. No sería exagerado decir que es el
órgano de la vida.
―Ni idea.

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―Pocos lo saben.
Cuando el gobernador se enteró del dictamen del forense puso
el grito en el cielo.
―Nada más eso me faltaba ―gritó fuera de sí―. Me van a sacrificar
esos malditos.
Eulogio España comprendió cabalmente las palabras de su jefe.
―Resuelve el asunto ―le gritó otra vez―. Mueve mar y tierra, haz
todo lo que tengas que hacer, pero resuelve el caso. Encuentra al
asesino o a los asesinos. Y date prisa. Mañana la prensa y todos los
medios me van a pasar cuchillo. Tú sabes por qué.

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Patricio y Rodolfo fueron conocidos desde niños como los
gemelos. Eran cuates. Habían nacido uno tras otro.
Así se les conoció durante los años de la escuela básica, la
preparatoria y la universidad. De ese modo se les continuó llamando
aun cuando regresaron del extranjero con sus títulos doctorales bajo
el brazo. Y así se los conocía en el mundo laboral.
Patricio había optado por seguir los pasos del padre y se hizo
socio del despacho. Le gustaba el dinero y se dedicó a hacerlo. De
sólida formación académica y sin escrúpulos, se aplicó a hacer
fortuna. Sólo aceptaba casos que le significaran ganancias copiosas.
Se especializó en litigios que tenían enfrente oficinas de gobierno,

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defendidas por abogados desinteresados, impreparados y dispuestos a
vender los juicios a cambio de sobornos de poca monta.
Rodolfo prefirió la política. Muy sólido en cuestiones jurídicas
y sin escrúpulos, como su hermano, exhibía dos fortalezas nada
despreciables: arrojo y labia ciceroniana. En otras palabras: era
valiente y estupendo tribuno. Y sumamente ambicioso. Había
empezado muy joven y ya había sido diputado federal y alcalde, y a
la muerte de su padre, era diputado local y líder de la cámara de
diputados. Dueño del presupuesto, era sabido que compraba los votos
de sus compañeros en la dirección que abonara a sus intereses. Odiaba
al gobernador, a quien acusaba de haberle robado la candidatura a
dicho puesto. Decía a quien quisiera oírlo que no tenía credenciales
políticas, sino académicas, que sólo había ocupado puestos
administrativos, eso sí, de alto nivel, en las áreas económicas
federales, y que desde el “centro” lo habían impuesto. Aprovechaba
cualquier pretexto para atacarlo y decía que de llegar a gobernador lo
metería a la cárcel junto con sus colaboradores. Desde el congreso le
marcaba el paso, sobre todo en materia presupuestal. La unidad de
auditoría de la cámara tenía orden directa de fiscalizar el gasto.
Esta semblanza de los gemelos no estaría completa si no se
dijera que participaban de una creencia inconmovible: presumían ser
de elevada alcurnia, si se permite la expresión. Estaban convencidos
de que su madre procedía de una familia noble de la rusia zarista,

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destruida por los bolcheviques y el régimen estalinista. A sus espaldas
la gente se mofaba de ellos, pero era tal su convicción que no
prestaban ninguna atención a las descalificaciones. La belleza de su
madre daba verosimilitud a sus creencias, que eran fortalecidas por
narraciones fantásticas de Darýna, nombre al que respondía la mujer.
¿Cómo dudar de la palabra de tan distinguida dama?
Eran radicalmente elitistas. Y temibles. Pocos osaban hacerles
frente. Era mejor tenerlos como amigos que estar al otro lado de la
trinchera.

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El acompañamiento de los cuerpos tuvo lugar desde la tarde del
día de la muerte en la funeraria más cara de la ciudad. Como
correspondía a la categoría social y económica, y aun política, de la
familia, el evento congregó a la gente de más abolengo, esto es, a la
elite del estado.
Con prontitud digna de asombro, las gentes más prominentes
acudieron al velorio. Y como sucede en todos los velatorios, éste
devino en un acontecimiento social. Pronto se olvidaron de los
cuerpos y se ocuparon del cotilleo, hablillas, arreglos comerciales y,
no podía faltar, de la política local y nacional.

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Pasaron a cuchillo a la gente del poder. Y a sus familias. Y se
especuló sobre los individuos que podrían llegar. En voz baja y en
grupos pequeños los mentideros cocinaban las mismas cosas.
Hacia las once de la noche, se hizo presente el gobernador.
Fue recibido con las zalamerías que en todas partes se dispensa
a quien detenta la autoridad. Excepto por Rodolfo, que se mostró
cortés, pero sumamente frío, hecho que no pasó desapercibido por el
gobernante ni por los más conspicuos observadores de la escena
política. Estuvo sólo media hora, el tiempo necesario para hacer
constar su cortesía con la familia y la sociedad.
Cuando partió, las críticas contra su persona y su gobierno
adquirieron intensidad.
Los asistentes fueron notificados de que, por disposición escrita
de los difuntos, los cuerpos serían cremados por la mañana y que no
habría lo que se acostumbra en esos casos: misas, rosarios, cortejo
fúnebre, entierro. Las cenizas serían depositadas en un lugar privado
en una ceremonia igualmente privada.
Sin embargo, las cosas no terminarían ahí. La culminación de
los actos reseñados constituiría el comienzo de una guerra que
amenazaba con dejar una estela de cadáveres políticos.
A media mañana del siguiente día, Rodolfo citó a una
conferencia de prensa. Convocados por el jefe de comunicación social
de la cámara, asistieron representantes de los diarios, la radio y la

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televisión. Sutilmente, se les advirtió que la sesión sería breve pero
substanciosa. Para destacar el carácter privado de la conferencia,
Rodolfo había seleccionado un salón de un importante hotel de la
ciudad. Sin embargo, porque era bien conocido, nadie creía que no
había motivaciones políticas en aquel acto. Y acertaron.
Rodolfo atacó a la yugular.
Se lanzó contra el gobernador.
La muerte violenta de su padre le había caído del cielo. No tenía
escrúpulos; sus ambiciones no sabían de límites morales. Como
orador experimentado, sabía manipular a la gente; sabía cómo
hablarle para conseguir sus propósitos, que en esta ocasión eran tan
simples como obvios: exhibir al gobernador como un político incapaz.
Cuando le informaron que el salón se hallaba repleto de
periodistas, hizo su entrada.
Dramáticamente.
Entró con paso lento, cansado, acusando en el rostro un rictus
de dolor. Al llegar a la mesa desde donde hablaría, levantó la mirada
y con un movimiento de las manos les indicó que tomaran asiento. Lo
hicieron todos, excepto los que no tenían más opción que permanecer
de pie, como algunos camarógrafos. Los barrió con la vista y se sentó.
Empezó diciendo, con voz apagada:

Todos ustedes están enterados que ayer murieron mis


padres. Algunos de los presentes cubrieron los actos

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fúnebres. Recuerdo haberlos visto en la funeraria.
―Miró a los que sí habían estado. No los había visto,
pero sus ayudantes sí, y de lo que se trataba era de dar la
idea de que estaba atento a su trabajo―. De su interés
dan cuenta las notas que la sociedad conoció a través de
las estaciones de radio, la prensa y la televisión.
Excelente trabajo. Gracias por ello. Como ustedes
saben, la muerte de mi padre no se debió a fallas
cardiacas, como se rumoró ayer temprano por la
mañana, cuando la noticia empezó a circular. La
autopsia determinó que fue brutalmente asesinado. Puso
al descubierto que el homicidio fue cometido por manos
criminales de gran peligrosidad. Gente sin alma. Sin
piedad. Sin corazón. Espíritus desalmados. ¿Cómo
llamar a gente que es capaz de matar en la forma tan
brutal como asesinaron a mi padre? A mi padre, hombre
viejo, de gran corazón, a quienes todos recuerdan como
empresario, generador de empleos, benefactor social.
¿Quién lo mató? ¿Quiénes? No sabemos. La muerte de
ese hombre no puede sustraerse del clima de violencia
que se ha apoderado de la ciudad y del estado. Yo le pido
al gobernador que ponga todos los recursos del gobierno
para esclarecer este crimen tan doloroso que ha crispado
a todas las mujeres y a todos los hombres de buen
corazón. Les agradezco su apoyo generoso. Gracias de
nuevo.

Lentamente, con el mismo gesto dramático en el rostro que


había enseñado al llegar, se puso de pie y con paso lento abandonó el
lugar. De inmediato, el jefe de prensa salió al quite para proteger a su
superior de la avalancha de preguntas que los reporteros se disponían
a hacer.

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Esa declaración ante los medios fue sólo el principio.
En los días que siguieron, fue intensificando la presión sobre el
gobierno.
Así, ante el pleno de la cámara de los diputados, en ocasión de
haber sido incluida, a solicitud de un incondicional, en la agenda del
día, el tema de la seguridad y la violencia, y tras dolerse de la falta de
resultados en la investigación, habló de desinterés.
Días después, aprovecho una reunión del club de empresarios a
la que se había hecho invitar por mediación de su hermano para
lanzarse con mayor virulencia contra el gobernador. Dijo, con el
énfasis que sabía imprimir a sus palabras:

El signo de este gobierno es la incapacidad. Todos los


campos del quehacer gubernamental denuncian lo
mismo. Ineficiencia. Falta de pericia. Novatez.
Desinterés. Descuido. ¿Qué palabra les gusta? Y si hay
un campo donde la incapacidad es más dolorosa es la
seguridad. Todos la padecemos. Ricos y pobres.
Hombres y mujeres. Chicos y grandes. Obreros y
estudiantes. Empleados y empresarios. Hay un caso que
me duele, porque me es muy cercano: el asesinato de mi
padre. Pasan los días y no sabemos nada sobre autores
intelectuales, ni materiales, ni sobre los posibles
motivos. La incapacidad es absoluta. La investigación
policíaca no está en las mejores manos. Sólo al
gobernador, nuestro gobernador, se le ocurre poner al
frente de tarea tan importante a un profesor. No sé qué
méritos tiene este señor. Si ustedes lo saben, ilústrenme.
Si el titular del ejecutivo los conoce, que nos los

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comparta. Yo pienso que esa persona debería estar en
una escuela, en un aula, enseñando a leer y a escribir a
nuestros niños. No persiguiendo criminales ni
esclareciendo crímenes. ¿No piensan igual?

Días después, en una entrevista de televisión de nivel nacional,


después de hacer un recuento de los sucedidos a partir de la muerte de
Germán Lara Madrid, su padre, disparó el tiro final: “Si el gobernador
no puede con las responsabilidades del puesto, debe renunciar.”

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Mario Pérez Valdovinos era conocido como el filósofo de la
corporación. Acostumbraba a hablar reflexivamente. A veces usaba
parábolas y sentencias breves. Lo llamaban también el detective RS.
Había estudiado la carrera policíaca en la escuela por correspondencia
Roosevelt Schools, una legendaria institución que ofrecía cursos a
distancia casi sobre cualquier cosa. Mario había tomado muy en serio
los estudios: hizo todas las lecturas, realizó todas las prácticas y se
graduó con un estudio de caso que había sido tomado de la vida real;
la escuela lo había encontrado tan bueno que, con la autorización del
autor, había sido incluido en la bibliografía de la especialidad. Pérez
Valdovinos había recibido el reconocimiento debido y alguna
compensación en efectivo, en dólares americanos. Había tenido que
ceder los derechos de autor.

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En todo caso, los cursos le habían servido a Mario ya que en
algunas investigaciones criminales fue capaz de articular evidencias
dispersas que condujeron a su solución. Le valió el ascenso a jefe de
grupo. Hubo sin embargo que interrumpir su carrera detectivesca
porque un rozón de bala le rompió una rodilla y la prótesis que le
implantaron no fue suficientemente flexible por lo que no pudo
continuar haciendo trabajo de campo. Fue asignado a trabajos de
oficina, luego como portero encargado del tránsito de personas en
despachos de personajes importantes y, finalmente, al área de acceso
al estacionamiento de la corporación. Registrar la entrada y salida de
vehículos era su trabajo. Nada para llevar a casa.
Todo mundo le tenía consideraciones. Tenía buen carácter, era
amable, atento. Pero había otra razón muy poderosa: era prestamista.
Prestaba a la tasa bancaria, pero hacer negocios con él era más fácil
que con un banco porque prestaba a la palabra. Pero aparte de la tasa
oficial, cobraba un plus: información. Por eso estaba enterado de
tantas cosas. Los policías y el personal administrativo de la
corporación habían aprendido a confiar en él por su discreción. Y él
nunca había balconeado a nadie.
Había sido buen policía y pensaba como policía. Era confiable.
Por eso, Eulogio España solía consultarlo cuando necesitaba el
consejo de un experto. Y el caso que el gobernador le había exigido
resolver pedía a gritos la ayuda de un investigador como RS.

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Y a él acudió.
―Ahí hay mucha información, jefe ―le dijo― cuando conoció
las fotografías, los videos y el informe escrito del forense.
― ¿Qué quieres decir?
―Ahí hay dos cosas. Si no es que más.
―No entiendo. ¿Cuáles cosas?
―Al señor lo mataron. Hay un homicidio doloso. Es evidente.
¿Por qué? Puede tratarse de un ajuste de cuentas. Algo debía el
señor. Lo mataron limpiamente. No hay huellas, todo estaba en
orden. Eso fue planeado meticulosamente.
― ¿Cuál es la otra?
―La muñeca.
― ¿Qué tiene que ver?
―Es un mensaje.
― ¿Qué mensaje? ¿Para quién?
―Tal vez para la señora. No sé si para los hijos también.
Tampoco podría aventurar sobre el mensaje mismo. ¿Un
recordatorio? ¿Una amenaza?
―Parece enredado.
―Piense como policía. La respuesta no está aquí, en el presente.
Sino en el pasado. O en los pasados.
― ¿Pasados? ¿De quién? ¿o de quiénes?
―De los dos. Del señor y de la señora. Hay que ir para atrás.

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― ¿Qué tanto?
―No sé. Hasta donde se encuentre la raíz o las raíces de todo.
― ¿Qué hay que hacer?
―Hay que buscar en la prensa. En algún momento, algo pasó, y
si fue violento la prensa debió haberlo registrado. Y hay que
esculcarle a la señora. Ella no es de aquí. Apareció de pronto. Y
pronto se hizo de fortuna. Empresas, bienes raíces, tal vez
dinero.
― ¿Qué sugieres?
―Hay que poner gente a buscar en los periódicos. Y hay que ir
a Ucrania.
― ¿Por dónde empezar? Lo primero me queda claro. Pero ¿lo
segundo? ¿Qué buscar? ¿Por dónde empezar?
―Hay que escudriñar en los archivos de la señora. Algo habrá
de haber que sugiera los primeros pasos.
―De acuerdo. Hoy mismo gestionaré la orden de cateo. Tú irás
conmigo. ¿Quién podría hurgar en la prensa?
―Alguien que no despierte sospechas. Y que sepa hacerlo.
―Supongo que vas a proponer a alguien.
―Afirmativo.
― ¿Quién?
―Genoveva Rentería Ruiz. Mi mujer.
― ¿Es policía?

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―Fue policía. Hasta que llegaron los críos. Se retiró para
cuidarlos. También es una RS. Fuimos condiscípulos, si se vale
la expresión. Y, algunas veces, hicimos equipo. Valiente,
decidida y solidaria.
―Nunca dejas de sorprenderme. De acuerdo. Habla con ella. Si
acepta, me avisas.
Los archivos de la señora mostraron pocas cosas, pero
interesantes. El acta de matrimonio, en ruso, que un traductor
autorizado puso en blanco y negro. El lugar, la fecha, el nombre del
juez, los nombres de los testigos. Una fotografía que la mostraba en
un círculo de amigos jóvenes. Parecían hallarse en un patio, como el
de una escuela. Y una credencial con fotografía que la identificaba
como alumna de un instituto de idiomas.
―Esto es suficiente para empezar ―expresó con satisfacción Pérez
Valdovinos.
― ¿Sugerencia? ¿Sugerencias?
―El gobernador y el secretario de relaciones exteriores son amigos
muy cercanos. Estudiaron en la Universidad de Nueva York. Fueron
contemporáneos. Condiscípulos. Compartieron cuarto. Hay que
proponerle que le pida ayuda.
―Tendríamos que enviarle estos materiales. Vía mensajería. Para que
los envíe a Kiev1 y que alguien allá investigue por nosotros.

1
Capital de Ucrania.

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―No, jefe. Al secretario hay que pedirle que asigne gente discreta
que apoye a quien vaya de aquí.
― ¿Por qué tiene que ir de aquí?
―Porque sabría qué buscar. Y por discreción. Es mejor que nadie se
entere.
― ¿A quién podríamos mandar? ¿O te piensas proponer?
―Afirmativo.
―Pero tú no hablas ruso.
―Inglés.
― ¿Cómo?
―Roosevelt Schools. Estudié inglés por correspondencia. Mucha
gramática. Y redacción. Y luego adquirí práctica en Estados Unidos.
Pasé un año con familiares que vivían allá. Me la pasé platicando con
todo mundo. En los supermercados, con las señoras que iban de
compras. En los parques, con los jubilados. Conversaba con
cualquiera que se prestara. De esa manera, adquirí toda la soltura
necesaria para comunicarme en esa lengua.
― ¡Amazing! ―exclamó Eulogio España, usando una de las pocas
palabras del inglés que conocía―. ¿Tienes pasaporte? ¿Visa?
―Tengo pasaporte. Y visa para Estados Unidos, pero no para
Ucrania.
―Si el gobernador autoriza tu salida, habrá que gestionar esta última.

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El gobernador aceptó la propuesta y se comunicó con el
canciller. Éste lo saludó con un afecto especial. Se refirió al pasado
que habían compartido como estudiantes. Hizo remembranzas de las
muchas andanzas y aventuras que habían vivido en aquellos años.
Restaurantes, teatros, estadios de béisbol, cantinas; en fin, cosas que
los amigos de juventud suelen hacer juntos. Se dolió de los tragos
amargos que su amigo estaba apurando a raíz del asesinato del
abogado. “Te tienen contra la pared”, le dijo.
El gobernador no estaba de humor para entrar en recordaciones
e interrumpió la charla de su amigo, el secretario.
―Necesito tu ayuda.
―La que sea. Cuenta con ella.
―Quiero enviar a un investigador de todas mis confianzas a Ucrania.
Concretamente, a Kiev. Y me sería de enorme utilidad contar con
alguien de tu gente que lo apoye. Que lo reciba en el aeropuerto, que
lo acompañe y abra puertas. Debe ser alguien de confianza. Discreto
y eficiente.
―Cuenta con ello. Y con algo más.
― ¿Más?
―Te acuerdas del “ruso”. Nuestro compañero de cuarto en NYU.
― ¡Cómo no me voy a acordar! Excelente amigo, el “güero”. Muy
bueno para el vodka y para bailar danzas eslavas. ¡Qué bonitos
tiempos aquellos! ―El gobernador se había olvidado por un momento

25
de sus angustias y estaba eufórico―. ¿Qué ha sido de él? ―preguntó
con verdadero interés.
―Es nada más y nada menos que el secretario de hacienda de
Ucrania. Casi un vicepresidente. Un hombre poderoso “el güero”,
como solías llamarlo. Nos hemos encontrado en eventos
internacionales. El más reciente, el de Davos de este año. Nos dimos
tiempo para refrendar nuestra vieja amistad. Le pediré ayuda. Estoy
seguro de que obtendremos todo el apoyo necesario.
―Salúdalo de mi parte. Y dile que de antemano le agradezco todo el
apoyo que nos brinde.

<<<<<>>>>>
El mismo día de la muerte de Germán Lara Madrid, por la tarde,
el médico forense le había hablado a Eulogio España por teléfono.
―Jefe ―le había dicho―, hay algo que debe saber.
―Escucho.
―Esta madrugada murió el cura de la iglesia de Nuestra Señora de la
Soledad.
― ¿Qué tiene de especial?
―Aparentemente, había muerto por un ataque al corazón.
― ¿No fue así?
―No, señor. Fue descerebrado.
Hizo una pausa, tras lo cual agregó:

26
―Como el abogado. Hay otras circunstancias que llaman la atención.
―Dime ―lo urgió.
―El cura estaba sentado en una poltrona y tenía en las manos una
custodia.2 Creí que debía saberlo.
―Hiciste bien. No divulgues la historia, sobre todo la causa la muerte.
―Copiado.
De inmediato, llamó a RS y lo puso al tanto.
―Las cosas están relacionadas. No tengo ninguna duda. Y si están
ligadas, hay que irse para atrás. Con su permiso, le indicaré a mi mujer
que incluya en su búsqueda esta nueva información.
Cuando RS se retiró, Eulogio España se preguntó en voz baja:
“¿Qué puede ligar a un hombre prominente con un cura de barrio?”
Calificó de esa manera al cura porque sabía que el templo estaba
en construcción en una colonia de nueva creación formada por
migrantes procedentes de diversas regiones del país que se habían
apoderado de tierras que habían sido adquiridas por el gobierno
municipal como reserva para absorber la expansión de la ciudad,
intención que fue truncada por la avalancha humana conducida
perversamente por líderes de partidos autodenominados progresistas.
Las autoridades quisieron enfrentar la invasión con el uso de
granaderos. Los encuentros derivaron en choques violentos ―golpes

2
“Vaso litúrgico destinado a exponer el Santísimo Sacramento a la adoración de los fieles (…); consta
fundamentalmente de un depósito de forma circular en que se coloca la hostia consagrada, sostenido sobre
un pie y rodeado de rayos y, a veces, de una construcción semejante a un templo, de oro, plata y piedras
preciosas.”
27
y un par de muertos― que obligó al gobierno del estado a intervenir
para prevenir males mayores.
La autoridad municipal cedió y los terrenos fueron escriturados
en favor de los invasores, a los que además debieron proporcionar
varios servicios, como educación y salud, que aquéllos pusieron como
demanda inmediata, más el compromiso de más adelante
proporcionarles agua potable entubada ―que en lo inmediato sería
proporcionada por medio de pipas―, alcantarillado y energía
eléctrica.
Entre los líderes figuraba el cura de marras. Respondía al
nombre de Jacinto Cuadras y tenía fama de levantar iglesias en las
colonias populares de nueva creación.

<<<<<>>>>>
El gobernador había pedido al secretario de relaciones exteriores
que en forma expedita se tramitara visa a Ucrania para Mario Pérez
Valdovinos. Como sucede cuando se hacen arreglos a muy alto nivel,
el trámite se realizó prácticamente en el tiempo que implicó hacer
llegar el pasaporte de Culiacán a la ciudad capital y el regreso de dicho
documento al punto de partida.
El trámite lo había realizado la empleada de la oficina del
gobernador encargada de organizar los viajes de dicho funcionario.
Había llamado a su despacho a Mario y le había informado:

28
―El gobernador ha dispuesto que viajes en primera clase, ya que vas
en misión muy especial y el viaje es largo.
Pérez Valdovinos le dijo que le parecía excesivo. Que en clase
turista estaría bien. La chica le dijo salomónicamente:
―Pongámonos a la mitad. Ni clase turista ni primera clase. Business
class. ¿Estás de acuerdo?
―No tengo objeción.
―Greit ―dijo la empleada―. Hay varias rutas para llegar a Kiev. He
seleccionado la que hace escala en Nueva York. Volarás por
Aeroméxico de Culiacán al aeropuerto Benito Juárez y de ahí por la
misma línea al John F. Kennedy, donde tomarás el vuelo de Ukraine
International Airlines hasta el aeropuerto internacional de Borsýspil,
terminal D. El aeropuerto está a treinta y cinco kilómetros de Kiev y
toma 30 minutos. Tengo instrucciones de proporcionarte viáticos de
nivel superior para 15 días. En dólares. Si llegaras a necesitar más, me
envías una notificación y vía bancaria te depositaré los recursos
necesarios. Con un mensajero te haré llegar la documentación y el
dinero. Buen viaje y buena suerte.
El viaje tuvo lugar sin contratiempos. Cuando el avión paró en
plataforma, una voz femenina se dirigió a los pasajeros sucesivamente
en ruso e inglés pidiéndoles que permanecieran sentados. Luego, en
español, le solicitó al pasajero Pérez Valdovinos que con el equipaje
de mano que llevara acudiera a la cabina del capitán.

29
Mario obedeció mansamente.
Pensó lo peor.
¿No iba acaso a un país de la Cortina de Hierro donde cualquier
cosa podía pasar? Pero nada pasó. Nada desagradable. A la puerta del
avión lo esperaba una hermosa chica de cabellera rubia que en un
español perfecto le dio la bienvenida y le pidió que lo acompañara. La
siguió dócilmente. La chica caminaba a buen paso, con un contoneo
femenino que sin embargo denunciaba algún entrenamiento militar.
La lesión en la rodilla le dificultaba seguirle el paso por lo que pronto
acusó un retraso. La chica tomó nota y ajustó su ritmo al del visitante.
Mario agradeció el gesto en silencio. Lo llevó hasta una sala especial
en la que el gobierno acostumbraba a recibir a personas de otros países
a las que hacía objeto de tratamiento exclusivo. Ahí lo recibieron con
estudiada cortesía un diplomático del consulado de México en Kiev y
un funcionario del ministerio de hacienda. Le dieron la bienvenida y
le expresaron que habían sido comisionados para atenderlo durante el
tiempo que estuviera en la ciudad. A una señal, un empleado recogió
el pasaporte para cubrir los trámites de migración y el cupón de
equipaje para recoger las maletas y realizar el correspondiente trámite
aduanal. Caminaron a la salida del aeropuerto donde un vehículo
oficial los esperaba. A orilla de la banqueta.
Muy alejado de vanidades, Mario se sentía a disgusto por ser
objeto de atenciones que pensaba correspondían a personajes de

30
mayor relevancia. La conversación durante el trayecto fue de
circunstancias. Se redujo a informarle de las cosas que aparecían a
uno y a otro lado de la carretera. En el hotel todo estaba arreglado. Le
habían asignado una habitación y el equipaje ya había sido puesto en
ella. El funcionario ucraniano le informó:
―Lo vamos a dejar para que descanse. Mañana, a las ocho, estaremos
a su espera en el comedor del hotel. Durante el desayuno nos platicará
del encargo que lo ha traído aquí y nos organizaremos para que pueda
cumplir con su encomienda satisfactoriamente. Hasta mañana.
El tiempo se le fue en un suspiro. El agotamiento por el
prolongadísimo viaje (casi 24 horas) y el jet lag lo sumieron en un
sueño largo y reparador. Había pedido a la administración del hotel
que lo despertaron a las 6:30 AM, tiempo que él calculaba estaba más
que sobrado para poder estar a la hora indicada en el desayunador del
hotel.
Desayunó con buen apetito. Cualquier cosa era mejor que los
infumables alimentos que le habían sido servidos en los aviones que
lo habían llevado a la ciudad europea. Los anfitriones emplearon el
tiempo para preguntarle sobre su tierra natal. Mario comprendía que
eran meros tratamientos preliminares mientras llegaba el momento de
entrar en materia. Éste llegó con los cafés que cerraron el desayuno.
Decidió tomar la iniciativa y plantear directamente el asunto que lo
había llevado a Kiev.

31
―He sido comisionado ―explicó al tiempo que ponía sobre la mesa
los escasos materiales que llevaba con él― para indagar sobre esta
persona. ―Señaló con la punta de la pluma que sostenía en las manos
el rostro de la mujer―. El funcionario ucraniano observó
detenidamente las fotografías, echó la vista sobre el acta de
matrimonio, escribió algo en una libreta que sacó del bolsillo de la
camisa y dijo con sorprendente seguridad:
―Hoy mismo tendrá lo que busca.
Se incorporó y se retiró con paso firme y decidido. Mario quedó
en manos del funcionario consular. Le dijo:
―Creo que no habrá ningún problema. Éstas son personas menores
que no merecen ningún interés para el gobierno. No sería lo mismo si
se tratara de individuos de alto nivel de la política, la cultura o los
negocios. Además, según he entendido, la instrucción superior es que
se le preste un servicio efectivo. Mientras nuestro amigo se pone en
contacto con nosotros, lo invitó a que hagamos un paseo por los
alrededores del hotel.
Antes de una hora el funcionario ucraniano les indicó
telefónicamente que los esperaría en cierta dirección donde los
aguardaba la información solicitada.
―Ministerio del interior ―le informó el diplomático consular―. No
podía ser otro lugar ―agregó―. La matriz del espionaje nacional.
Ahí está depositada la información de cada una de las personas que

32
habitan esta ciudad, nacionales y extranjeros. Típico de los estados
totalitarios.
Ahí acudieron. Se anunciaron en un escritorio de atención a
visitantes y fueron conducidos a un despacho donde los esperaba el
funcionario de marras. Los invitó a que lo acompañaran. Tomaron un
ascensor que a gran velocidad lo llevó seis pisos abajo. Al salir del
montacargas se encontraron ante una gran sala amueblada con mesas
y sillones como las que algunas universidades reservan para sus
estudiantes avanzados. El anfitrión los condujo a una mesa cercana
servida por una única silla. Sobre la mesa había un expediente, una
ristra de hojas blancas, un lápiz, una goma de borrar y una pluma. Les
informó. Más bien, le informó a Mario:
―En este expediente encontrará usted toda la información que ha
venido a buscar. Siéntase con libertad de anotar cualquier cosa de su
interés. Si requiere fotocopiar algún documento, sólo tiene que
hacérselo saber a la persona que ocupa ese despacho ―con un
movimiento de cabeza y apuntando con el dedo índice de la mano
derecha le señaló el punto―. Cuando haya terminado, deje el
expediente sobre la mesa e infórmele a dicha persona que desea salir.
Ella se ocupará de hacerlo llegar al primer piso donde lo voy a estar
esperando. Con su permiso ―dijo― y salió acompañado del
funcionario mexicano.

33
El expediente consignaba la vida de la señora ucranio―
mexicana. Su nombre: Darýna Kaminsky. El pueblo de origen.
Pormenores de los padres. Número de identificación personal. Datos
del pasaporte. Vida escolar. Aquí se precisaba que el último escalón
escolar la situaba como estudiante de idiomas y consignaba la escuela
donde estudiaba. Relacionaba sus amistades y contenía una buena
colección de fotografías que ilustraban distintos momentos de su vida.
La sección de ocupación heló la sangre de Mario Pérez Valdovinos.
Señalaba claramente que su fuente de ingresos era la prostitución y
consignaba fotografías en las que aparecía con hombres diversos y en
lugares diferentes, a saber, bares, restaurantes, cafés, teatros y aun
calles y parques. Las últimas fotografías la mostraban acompañada
con un turista mexicano de nombre Germán Lara Madrid. Mario
aprovechó la oferta del funcionario ucraniano y solicitó cuanto
documento creyó que le podría ser de utilidad para realizar su informe
y aun fotografías cuando había más de una. Cuando volvió a la
superficie, le dijo al ucraniano:
― En el expediente y en las fotos que traigo conmigo aparece una
persona, una mujer, que fungía como la amistad más cercana de la
señorita Kaminsky. ―Mario se sorprendió de la formalidad con que
se había referido a Darýna―. Me gustaría conversar con ella. Si es
que vive y está localizable.
El ucraniano se sumergió en su memoria y repuso:

34
―Creo que sí. Los pondré en contacto. Tal vez hoy o mañana en el
transcurso del día.

<<<<<>>>>>
Germán Lara Madrid había sido abogado. Originario de
Mocorito, de una familia de agricultores acomodados, había sido
enviado por sus padres a estudiar, primero a Culiacán y después a la
ciudad de México, donde se graduó en leyes en la Universidad
Nacional Autónoma de México, la famosa UNAM.
Era esbelto, de buena figura, aficionado al canto y a las mujeres,
entre más jóvenes, mejor. Era también blanco y racista. Presumía un
criollismo puro que según él remontaba sus raíces hasta los mismos
conquistadores que habían acompañado a Cortez. Había tenido novias
y amantes, pero ninguna lo había podido enganchar; era Germán un
ser reacio al matrimonio.
Amaba al dinero. Gusto que inculcó conscientemente a sus hijos
desde pequeños. Él mismo era una máquina para hacer caudales. Los
escrúpulos no entraban en juego. “Estorban”, afirmaba. Tenía el don
de la oportunidad. Uno de sus campos preferidos era los bienes raíces.
Justificaba dicha inclinación por su origen rural. “Mis raíces están en
la tierra; como las de mis ancestros.” Tal era su karma. Y acumuló
propiedades. Fincas urbanas. Y, sobre todo, tierras en greña.
Compraba terrenos que en algún momento futuro podrían devenir en

35
veneros de dinero. Tierras para absorber el imaginado crecimiento de
la población, tierras por donde podría pasar alguna carretera, tierras
que podrían verse beneficiadas por alguna obra hidráulica, terrenos
aledaños al mar, indispensables para acunar la expansión del turismo
de gran nivel. Compraba barato a propietarios sin visión del porvenir
de sus bienes o sin recursos para operar. Eso, además de los asuntos
que hacen la vida de un despacho contable servido por abogados
sólidamente preparados y dispuestos a sacar partido de cualquier
coyuntura.

<<<<<>>>>>
A Germán Lara Madrid le gustaba viajar.
Y en el viajar encontró su destino.
En sus últimos veintes realizó un viaje a Europa que sería
definitivo en su vida. Sucedió en Kiev. A esa ciudad lo había
empujado la curiosidad por conocer las beldades eslavas de las que
tanto se hablaba. Y lo comprobó punto por punto. En dicha ciudad
conoció a una beldad que lo conquistó en un abrir y cerrar de ojos.
En cuanto la conoció, supo que dicha mujer era la mujer de sus
sueños y se empeñó en hacer cuanto estuviera en sus manos para
llevarla con él a su tierra natal. Logró su propósito como todo mundo
lo supo en su tiempo. Aunque nadie llegó a conocer la forma como se
habían dado las cosas. Ni el mismo Germán que los había vivido había

36
sabido cómo ocurrieron los hechos que convirtieron a la hermosa
ucraniana en su compañera de vida.
La depositaria de la historia completa respondía al nombre de
Tatiana Krouchenko. Había sido su amiga, su confidente, su
cómplice.
Al día siguiente, el ucraniano lo sentó con ella.
Era una mujer regordeta que aún conservaba rastros de la belleza
que en su juventud la había hecho sentirse orgullosa. Pidieron café y
pastas y entraron de inmediato en materia. Muy pronto Pérez
Valdovinos comprendió que la mujer estaba dispuesta a hablar y
decidió sacar raja. “Algún brazo le ha de haber torcido este ucraniano
para que se muestre tan accesible ―se dijo para sí―; pero ése no es
mi problema”.
― ¿Qué quieres saber? ―preguntó la mujer dando a entender que en
el menú no había restricciones.
―Todo lo que puedas decirme sobre Darýna Kaminsky. Y de su
relación con Germán Lara Madrid, un mexicano a quien tengo
entendido conociste y trataste.
Tatiana tenía una excelente memoria e hizo gala de ella. Habló
por un largo rato y contestó todas las preguntas que el policía quiso
plantearle. Disertó sobre cosas que le constaban y sobre otras que
imaginaba. Aunque tuvo cuidado de fijar fronteras.

37
Cuando se despidieron, Mario estaba seguro de que había
logrado cerrar su misión. Y en un tiempo récord. Puesto que llevaba
boletos abiertos, solicitó que le arreglaran el regreso. Hubo de esperar
dos días.
Tiempo que aprovechó para asomarse por la ciudad.
Quería transitar los puentes y las riberas del Dniéper.3 Le
recordaban su tierra natal. Su Culiacán, Sinaloa. Los había divisado
desde el aire cuando el avión que lo había llevado a Kiev hizo las
maniobras protocolarias para aterrizar. Y quería verlos de cerca. Y
caminarlos.
Lo dejaron libre.
Cosa que agradeció.
Tomó un taxi y le ordenó que lo llevara a recorrer los puentes.
Recorrieron dos veces el Puente Norte o Puente Moscú, estructura
atirantada fijada a un pilón de 119 metros de altura, y el Puente del
Metro de Kiev, que también recorrió un par de veces. Quería grabar
en la mente sus detalles, porque pensaba que nunca los volvería a ver.
Sabía de la existencia de otros puentes que, sin embargo, no iba a
conocer. El tiempo. Tan escaso.
Había pensado caminar la ciudad y las riberas del rio, pero hubo
de desistir, no sólo por la falta de tiempo, sino por las molestias en la

3
“El río Dniéper es uno de los más grandes de Europa, (atraviesa) territorios de Rusia, Bielorrusia y Ucrania y
(crea) algunos de los escenarios más maravillosos de dichas naciones. Desde la ciudad de Kiev, en Ucrania, se
pueden observar majestuosas curvas del río, ciudades de fondo y la profundidad de sus aguas que invitan al
viajero a relajarse y descansar.”
38
rodilla. Sufría dolores cuando caminaba en exceso. Y eso había hecho
desde que dejara Culiacán. Sustituyó tales deseos por un paseo en
funicular que lo recompensó con las maravillosas vistas de la ciudad
observada desde arriba. ¡Qué esplendidez! ¡Las catedrales
majestuosas, sus cúpulas coloridas y brillantes, sus edificios sobrios
y solemnes, sus parques densamente arbolados y bellamente
ajardinados! Y por un paseo en barco que le permitió admirar la
grandiosidad del río y la belleza de los paisajes que ofrecían las
riberas.
Sin embargo, no tuvo que valerse de sus propios medios cuando
salió del hotel rumbo al aeropuerto. Fue acompañado hasta que dejó
el área común de movimiento de gente y se internó en las entrañas del
puerto aéreo. Sus anfitriones cumplieron hasta el momento final con
el encargo que habían recibido.

<<<<>>>>>
Mario Pérez Valdovinos sabía hacer su trabajo. Y sabía que la
memoria es una aliada muy buena pero inconstante. Por eso, tras su
larga entrevista con Tatiana, se había encerrado en su habitación y
había escrito la historia de Darýna y Germán. Que en su momento
entregaría en mano a quienes le habían encargado trabajo tan especial.
Escribir era su afición; le encantaba soltar la pluma, como era sabido

39
en la corporación. Cada informe era una novela. Que daba gusto leer.
Consignaba los hechos, pero no podía evitar adornarlos con florituras.
El informe consignaba la historia en un puñado de páginas.
Decía así:

Germán Lara Madrid había ido a Kiev entusiasmado por


la fama que el país tenía por la belleza de sus mujeres.
En parte, quería anotar en su carné de hombre mujeriego
una chica hermosa de ese país, y qué mejor que la ciudad
capital. Fue solo, pero bien abastecido de dólares
americanos. Llegó en un vuelo mañanero, tomó una
habitación en un hotel céntrico de 5 estrellas, una suite,
para ser precisos, y durmió por varias horas. En la noche
temprana, dejó el hotel y tomó un taxi que servía a los
huéspedes y, sin rodeos, le pidió al chofer que lo llevara
a un lugar donde pudiera contactar mujeres guapas. Se
lo pidió en inglés, lengua que había estudiado y conocía
bastante bien, tanto como para moverse con soltura por
el mundo.
El chofer asintió y le explicó que lo llevaría a un lugar
donde encontraría lo que buscaba: mujeres dispuestas a
compartir la mesa y la copa. Si se limitaba a eso, le
cobrarían por la compañía una cuota fija, establecida por
el establecimiento, y que, si llegaban a más, tendría que
pagar a la gerencia una cantidad por el permiso para salir
y la cuota que conviniera con la chica.
Germán asintió y lo contrató por las horas que fueran
necesarias. Vestía de traje, lucía bien afeitado y peinado
y se había aplicado en el rostro una abundante cantidad
de loción de muy buena calidad. Iba bien armado para
conquistar.
Le pidió al portero que regulaba el acceso que lo
condujera a la barra. Ocupó un lugar desde el cual podía

40
otear. Pidió una copa de Moët & Chandon y le dio un
sorbo. Paseó la mirada lentamente, como estudiando el
terreno. Era evidente que era un club exclusivo para
hombres, algo así como una casa de citas de excelente
factura. Mujeres solas en la barra o acompañando a
hombres, bien vestidas y de diferentes edades, pero
predominantemente jóvenes. Algunas tan jóvenes que
parecían estudiantes de nivel medio. Por doquier,
juventud y belleza, ojos brillantes, sonrisas amables.
Escudriñaba. Se detenía en cada rostro. Y las que
estaban solas le devolvían una mirada y una sonrisa que
convidaban al encuentro.
No se decidía. Una a una las mujeres fueron
abandonando la barra, convidadas por algún hombre,
como hacen las golondrinas cuando abandonan el
alambre donde han estado posadas. La familiaridad en
el trato sugería que en algunos casos mediaba algún
antecedente.
De súbito, arribó al lugar una chica que le congeló el
aliento. Nunca en la vida había visto una mujer como la
que veían sus ojos. Indescriptiblemente bella. Caminaba
con un caminar seguro. Contoneándose con un
movimiento suave, rítmico; provocador, pero de buen
gusto, como estudiado. Lo miró por un instante, le
sonrió y ocupó un banco en la barra. No tuvo que
ordenar. De inmediato le fue servida una copa de
champagne.
Miró al frente, a un gran espejo que servía de fondo; se
acomodó algún hilillo de la cabellera rubio-plateada.
Bebió un sorbo tan breve que más parecía que se hubiera
humedecido los labios. Permaneció inmóvil por unos
segundos, como para dar tiempo a que Germán admirara
su perfil de líneas perfectas. Apenas unos momentos.
Luego se volvió a verlo y le ofreció una sonrisa, tan
plena de promesas que lo sacó de balance. Se compuso.

41
Se levantó y se sentó a su lado. Mirándola a los ojos, le
extendió la mano y le dio su nombre. Ella le
correspondió.
― ¿Italiano? ―le preguntó en voz baja.
― No. Mexicano ―le contestó con un tono de voz
igualmente bajo, como de conspirador.
― Ah ―exclamó, como sorprendida―. ¿Qué andas
haciendo tan lejos de tu patria?
― He venido a conocer mujeres hermosas. Como tú –le
contestó con un tono que a él le pareció lleno de encanto.
La chica le preguntó si había tenido suerte.
― Absolutamente ―repuso con seguridad y agregó―:
Tú. La más bella.
La chica sonrió divertida. La sonrisa le pareció a
Germán la sonrisa de una diosa, más porque la
acompaño con una calculada caída de ojos y un
movimiento de cabeza que hizo ondular su cabellera
rubio-plateada. Ah. Y esos ojos tan brillantes, tan
intensos. Germán sintió que aquellos ojos no miraban,
sino que penetraba hasta muy adentro.
Luego la chica congeló la sonrisa y lo miró como
preguntando: ¿y ahora qué?
Él entendió.
― Vayamos a otro lugar. A cenar ―agregó
inmediatamente, no supo por qué.
― ¿Tienes algún lugar en mente?
― El que tú escojas.
― No me puedo ir así. Hay reglas. ¿Las conoces?
― Sí. ¿Con quién debo hablar?
Ella dirigió la mirada hacia una mesa donde un hombre
conversaba con dos mujeres. Le pareció impropio
preguntar la cuota. La chica lo siguió con la mirada y vio
que, tras intercambiar unas palabras, el mexicano sacó
una cartera y puso en la mano del sujeto unos billetes.
Luego, el individuo miró significativamente a otro

42
hombre situado cerca de la puerta de acceso que se
limitó a asentir.
― Hay otra cosa.
― ¿Sí?
― Mis servicios.
― Lo sé. ¿Cuánto?
Ella garabateó un número en la barra y agregó:
― Por hora. Sólo compañía ―agregó, para que no
hubiera dudas.
― De acuerdo.
Salieron y abordaron el taxi. Ella le dijo algo en ruso.
Veinte minutos después, estaban a la puerta de un
restaurante muy bien parado. Pero dentro estaba lo
mejor. Iluminado con intensidad baja, entre claro y
oscuro, ofrecía un ambiente acogedor, casi íntimo.
Había varias mesas ocupadas por parejas y grupos de
personas de diferentes edades. No había niños, tal vez
por la hora. O por el tipo de restaurant, más propio para
personas adultas que para familias con chicos.
Pidieron champagne. Ella bebió un sorbo; él, un trago.
― ¿A qué te dedicas?
― A viajar.
― En tu país.
― Soy abogado. Tengo un despacho. Llevo asuntos
empresariales ―dijo de un tirón.
― ¿Y qué te ha traído por acá? Ah, ya sé: conocer
mujeres bellas ―bebió un sorbo―, como yo ―agregó
con coquetería. Bajó los párpados y luego lo miró con
intensidad.
― Sí.
― ¿Y las has encontrado?
― Tú. La más bella ―dijo con aire de hombre de
mundo.
Ella sonrió.
― Eso cuesta.

43
― ¿Qué?
― Viajar.
― Gano bien. Estoy de vacaciones. Dejé el despacho en
manos de mis socios.
El mesero ofreció la carta. Tras un escrutinio, ella se
inclinó por una ensalada y un medallón de atún asado.
El pidió un bistec.
― Prácticamente, no he comido en todo el día ―se
justificó―. Llegué esta mañana y me metí en la cama.
Pidió vino rosado, a petición de ella. Habían hablado en
inglés. En su turno, Germán le preguntó:
― ¿A qué te dedicas?
Echó el cuerpo adelante y le preguntó:
― ¿Qué crees?
― Dama de compañía.
― Dices bien. Aunque en realidad soy estudiante.
― ¿Qué estudias?
― Idiomas ―le contestó en español, y rio divertida, con
una risilla baja, como riendo sólo para ellos dos.
― ¿Hablas español?
― También inglés, ruso y francés. Y entiendo alemán.
― Estoy sorprendido. Pero tu ocupación principal,
digamos, es ser escort.
― Muchos jóvenes lo hacen. Chicas y chicos. Es una
forma de obtener recursos para pagar los estudios,
hospedaje y otros gastos.
― ¿Ganas suficiente?
― No siempre ―dijo enigmáticamente.
― ¿Qué haces si no te alcanza? ¿Qué haces cuando no
cierras el mes?
― Doy un paso más ―le dijo mirándolo fijamente.
― Sé explícita.
― Un caballero inteligente no pregunta, lo deduce.
― ¿Y este mes te va a alcanzar?
―Todavía no sé.

44
― ¿Cuándo lo vas a saber? ―preguntó, animado.
― En cualquier momento.
― ¿De qué depende?
― De que me sienta a gusto.
― ¿Con el compañero?
Ella asintió con un movimiento de cabeza que hizo
ondular la cabellera rubio-plateada que usaba como
instrumento de seducción, aunque Germán no lo sabía.
Llegó la ensalada.
Germán cambió de tema para darse tiempo antes de
continuar el plan que había pensado.
― ¿Por qué idiomas?
― Es una inversión.
― ¿Sí? Cuéntame. Platícame.
― Quiero radicar en Occidente, tal vez en España,
trabajar en turismo y después poner una agencia de
viajes.
― ¿Por qué España? ¿Por qué no aquí?
― A nadie le interesa el paraíso comunista ―le dijo con
voz calculadamente baja, como complotando. Se rio―.
A Ucrania casi nadie viene. En cambio, todos quieren
visitar España, y de ahí, Europa.
― ¿No has pensado en América? Colombia, México,
Argentina.
― No. Por aquí los sentimos como nombres y lugares
exóticos. Esos países no existen para nosotros. Como
nosotros no hemos de significar gran cosa para ustedes.
Excepto para hombres que viajan para conocer mujeres
bellas ―le dijo con coquetería.
Les habían servido el vino y brindaron chocando las
copas que sonaron con un sonido agudo y sostenido que
denunció la buena calidad del cristal.
La cena estuvo excelente y durante la velada él le habló
de México. Con intención. Quería interesarla. No sabía
todavía por qué. La conversación iba del inglés al

45
español, y a veces ella le hablaba en alemán o ruso, pero
luego corregía, cuando se percataba de que él no la
seguía.
En los postres, él se atrevió a preguntar, con cierto
nerviosismo, que denunciaba que no era tan
conquistador como creía.
― ¿Darías conmigo ese paso?
― No ―le contestó de inmediato, adustando el rostro
por un instante.
― ¿Por qué no? ―se atrevió a preguntar.
― Pocas veces llegó hasta allá.
― Pero has llegado ―repuso en apoyo de su intención.
― Sí. Pero no esta noche.
― ¿Cuándo?
― No sé. Eso no se planea. ¿Podríamos retirarnos? ―le
preguntó, como si una urgencia la hubiera reclamado.
― Sí ―contestó obedientemente.
Le trajeron la cuenta y extendió una tarjeta American
Express.
Cuando el mesero se retiró, le preguntó:
― ¿Te veré mañana?
― No sé ―le contestó sonriendo con una sonrisa que
oscilaba entre una negación y una promesa―. Voy al
tocador. ¿Me disculpas?
Cuando regresó se veía radiante. Más bella aún que
durante toda la velada. Había pagado la cuenta y en un
sobrecito que le había proporcionado el mesero había
depositado algunos billetes que excedían los honorarios
de la chica. Deslizó el sobre; la chica lo tomó y lo guardó
sin verificar el contenido.
― ¿No cuentas?
― Confío en ti.
Afuera del restaurante se ofreció a llevarla a su casa,
pero la chica no aceptó.

46
― ¿Te veré mañana? ―le preguntó cuando se disponía
a bordar el taxi que había pedido.
― No sé ―le dijo con coquetería y partió con rumbo
desconocido.
Siguió con la vista al vehículo hasta que se perdió en la
oscuridad de la noche.
En el hotel se sentía feliz. Muy feliz. No le cabía en la
cabeza que pudiera haber en el mundo una mujer tan
bella. La recordó punto por punto hasta que grabó en su
mente cada uno y todos sus rasgos. No se percataba de
que también en el corazón. Porque ignoraba que se había
enamorado. Como nunca anteriormente. La recordó en
cada instante de los muchos que había convivido con
ella esa noche. Hasta el momento que la vio abordar el
taxi y ver que desaparecía hundida en las sombras de la
noche.
No sabía que no sabía nada de la muchacha. Imposible
que pudiera saber gran cosa. La chica le había confiado
algunas verdades. En realidad, muy pocas. Que
estudiaba idiomas. Que hablaba tres o cuatro lenguas.
Que anhelaba salir del país y establecerse en uno menos
opresivo que el propio. Como España. Pero no le dijo
otras verdades. No le confió que era una meretriz. Que
la prostitución era su oficio. Que era una prostituta cara.
Que esa noche, hacia la media noche, se encontraría con
un empresario alemán. Que cuando fue al tocador, lo
hizo para confirmar telefónicamente la cita. Que no
contó el dinero que la había puesto en el sobre porque
consideraba que era una bicoca. Que aquella tarde-
noche había acudido a la casa de citas a hacer tiempo.
Que él, Germán, había sido un mero instrumento para
esperar a la media noche. Que como fue él pudo haber
sido cualquier otro. Que el encargado de la casa de citas
era su conseguidor. Que la supuesta cuota para que
pudiera salir era la comisión que le correspondía por el

47
cliente que le había conseguido esa noche. No le dijo
algo muy especial: que para ella el cuerpo y el sexo no
eran instrumentos de placer, sino de trabajo, simples
medios para conseguir dinero, y que la belleza de su
rostro era un mero anzuelo para cazar buscadores de
sexo sin compromiso. Tampoco sabía que entre los
clientes figuraba un funcionario de gobierno de alto
nivel al que satisfacía gratuitamente cuando la
solicitaba, lo mismo que hacían otras chicas y chicos,
que así pagaban porque los dejaran trabajar en paz. Y
finalmente, que estaba a la caza de un hombre pudiente
que la sacara de Kiev, no importaba en qué calidad.
Se despertó temprano poseído por un sentimiento
extraño. Se sentía fuerte. Positivo. Su primer
pensamiento fue para la chica. Y eso le inyectó vitalidad.
No entendía que aquel estado de ánimo era el del
enamoramiento. Pensó que la podría encontrar en la casa
de citas donde la había conocido. Pero había que esperar
hasta la noche. Y mientras tanto, habría que ocuparse del
día. Diez horas, cuando menos. Se arregló y desayunó
en el restaurante del hotel. Un desayuno clásico de esos
lugares.
Salió a la calle y abordó el taxi de la víspera. Le pidió al
chofer que le mostrara la ciudad. Dejó en sus manos la
selección de lugares. Fueron primero al Monasterio de
las Cuevas. Famoso a nivel mundial por sus cúpulas
doradas ― le explicó el guía improvisado ―, el
conjunto arquitectónico data del siglo XI y alberga a
varios edificios de primera importancia para la Iglesia
Ortodoxa. Concentraron la visita ―imposible visitar
todo el conjunto en tiempo tan reducido― en las cuevas
que dan el nombre al conjunto. A vuelo de pájaro vieron
los pasillos y claustros, excavados en la roca misma, que
dieron cobijo a los monjes pioneros en el siglo XI. Con
la misma prisa y de pasada visitaron el Museo de las

48
Microminiaturas que alberga al libro más pequeño del
mundo: ¡0.6 mm! y la caravana de camellos en el ojo de
una aguja. Más tarde, y con la misma rapidez, hicieron
escala en el Parque de la Gloria Eterna, sede del
monumento al soldado desconocido, que recuerda a los
luchadores caídos durante la segunda gran guerra
mundial y el Monumento dedicado a la Gran Hambruna.
Dedicaron algunos minutos a disfrutar las maravillosas
vistas de la ciudad que es posible disfrutar desde el
parque. Finalmente, y como de pasada, hicieron una
parada breve en la sin exageración impresionante
Estatua de la Madre Patria.
Hacia la media tarde volvió al hotel. Se fue directo a la
habitación y ordenó una merienda ligera. Lo animaba
pensar que tendría una buena cena como la de la noche
anterior y con la misma compañía. Durmió un par de
horas y se arregló: baño completo y ropa limpia. Se echó
loción en abundancia y se miró al espejo: le devolvió la
imagen de un hombre en sus últimos veintes, de buen
físico y bien vestido. Acomodó el nudo de la corbata. Se
miró de nuevo y se aprobó. Le pidió al taxista, el ya
conocido, que lo llevara a la casa de citas. Le ordenó que
esperara. Entró al local y echó una mirada en redondo.
No encontró lo que buscaba. Tomó un lugar en la barra;
uno que le permitiera mirar la entrada. Pidió champagne,
dio un sorbo, y esperó. Gente entraba y salía. Mujeres
jóvenes, sobre todo. Y hombres de diversas edades.
Todos acusaban buen nivel económico. Al menos el
vestuario así lo permitía deducir.
A cada momento miraba el reloj. Con esperanza y
desesperación. Hasta que la impaciencia le llevó a
preguntar al cantinero sobre la chica.
― No viene seguido ―le informó―. Podría estar en
algún lugar parecido a este, en un club o en un cine.

49
A pesar de su insistencia no consiguió más información.
El cantinero no quería comprometerse. Hacia media
noche, desistió. Y regresó al hotel. Se sentía desolado.
Pero había urdido un plan. Que llevaría a cabo al día
siguiente. Como lo hizo.
La chica le había confiado que estudiaba idiomas. En las
escuelas de idiomas la buscaría.
Le dio instrucciones al taxista, su taxista, quien lo llevó
al centro de idiomas de la universidad de Kiev. Tuvo
éxito al primer intento. Porque ahí estaba la chica. En un
patio, al lado de una fuente, en medio de un corro de
muchachas y muchachos. Posiblemente estudiantes
todos. Compañeros de cursos, tal vez. Conversaban,
reían, se acercaban y separaban según marcaba el ritmo
de la conversación. Como en cualquier escuela de
cualquier lugar del mundo. Así era la juventud. Se medio
escondió tras una columna de cantera gris para
observarla sin ser visto. Para admirarla a plenitud. ¡Vaya
que era bella! Lucía fresca. Descansada. El cabello
recogido. Ligeramente maquillada. Blanca como el
mármol. Rosa coma el nácar. Brillantes los ojos verdes.
Despejada la frente. Fina como un impala joven. Sensual
en sus jeans que parecían contener su cuerpo
apretadamente, como la cáscara al fruto, y una blusa
blanca que dejaba sus encantos a la imaginación. Algo
se le revolvió en el cuerpo. Parecido a la lujuria. Cuando
se serenó, se hizo el aparecido. Disimuladamente se
acercó al grupo. Cuando lo miró, la chica se le acercó.
Lo saludó con un beso en la mejilla. Lo incorporó a la
pandilla y lo presentó.
― Un amigo mexicano ―les dijo.
Los muchachos reaccionaron con la típica reacción de
circunstancias. Una de las jóvenes intercambió con la
muchacha una mirada de inteligencia. Germán no se
enteró, ocupado como estaba en saludar y estrechar

50
manos con los varones y besos en las mejillas con las
chicas. No sabía que había sido objeto de conversación.
No sabía por qué ni para qué. Con la intuición propia de
la gente que ve interrumpido el cotilleo por una
presencia extraña, se despidieron casi al unísono y
dejaron solos a Germán y a la muchacha.
― Fui a buscarte anoche ―dijo con un tono que
pretendía se desenfadado.
― Ah, sí. Decidí quedarme en casa ―repuso con
naturalidad.
― Estuve hasta media noche ―le confió en el colmo de
la ingenuidad.
― Qué pena.
― ¿Qué piensas hacer hoy?
―Tengo clases hasta después de mediodía. Después, no
sé.
― ¿Podríamos vernos? A cenar quizá. ¿Cómo te queda?
Como si tuviera que pensarlo mucho, se detuvo unos
segundos, como si escudriñara en su interior, pasando
revista a compromisos contraídos. Luego asintió, para
regocijo del joven mexicano.
― ¿Dónde te recojo?
― No hay necesidad. Yo te alcanzo. ¿Dónde?
― No conozco. Pon el lugar.
La chica le dio un nombre y le fijó la hora.
― Las ocho ―confirmó Germán.
Se despidió y abandonó el lugar. En cuanto se alejó,
volvió la chica de la mirada inteligente. Algo platicaron,
casi en cuchicheo y se rieron como si compartieran
secretos exclusivos.
Le pidió al taxista que continuaran el periplo por la
ciudad.
El tour no tuvo ahora para Germán el mismo interés que
el de la víspera. Su motivación turística había sido
desplazada por cosas nuevas. Por cosas del corazón. Se

51
dejó llevar. Conocieron sucesivamente la Puerta Dorada
de Kiev, la estatua de Yaroslav I el Sabio, el Gran
Príncipe de Kiev, considerado el fundador de la ciudad,
la Plaza Bohdán Jmelnytsky, sede de la famosísima
catedral de Santa Sofía, que junto con la de Vladimir,
son consideradas las construcciones más emblemáticas
de Kiev, y concluyeron el periplo en la Plaza de la
Independencia, que simboliza la libertad de Ucrania,
conseguida en 1991.
A media tarde volvió a su habitación. Pidió una
merienda y durmió un rato. Se vistió con lo mejor que
llevaba en el equipaje y a las ocho esperaba en el lugar
escogido por la chica. La chica llegó a las 8:10 y
acompaño su retraso con un simple “perdón, se me hizo
tarde”.
― ¿Champagne?
― Champagne.
Bebieron un sorbo. La chica dejó la copa y descansó la
mano sobre la mesa. Él extendió la suya para tomarla,
pero discretamente la retiró. No parecía estar dispuesta
a concederle ninguna familiaridad. Cenaron y bebieron.
Con ingenuidad aparente, la chica hizo que le platicara
más de él. Para impresionarla, le habló de su bufete, de
los buenos negocios que cerraba, de sus propiedades, de
la fortuna de la familia. Ella le contó muy poco. Sus
estudios. Sus planes. Nada nuevo. Agregó que era de un
poblado de las cercanías de Kiev. Que la familia se
dedicaba a la agricultura y la ganadería.
Cuando salieron del restaurante, la chica no concedió
que la acompañara. Pero aceptó servirle de cicerone al
día siguiente.
El taxista los llevó por la ciudad. Se veía bellísima.
Portaba un vestido típico de alguna región del país.
Guardaba distancia. De vez en cuando le permitía que la
tomara por los dedos. Cuando era el caso,

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involuntariamente Germán se llevaba lo suyos a la nariz
para aspirar el Chanel fino que la chica llevaba en todo
el cuerpo. Nada más. La desesperación se apoderaba de
él y trataba de tomarla por el brazo o el talle. Ágilmente
y con buen tacto lo esquivaba. Comieron en un lugar
típico. Pretextó algún compromiso previo y lo dejó en el
lugar.
― ¿Te veré en la noche?
― No.
― ¿Mañana?
― Tal vez. Yo te hablo al hotel. Es el Kiev Emperador,
¿verdad?
― Sí.
― ¿Habitación?
― 1015.
Fue hasta en la tarde cuando le habló. Había pasado todo
el día en la habitación. Rabiando de desesperación. Y de
deseo. No sabía que la chica lo había conducido al punto
de sus intereses.
― Ahora me toca invitarte a cenar ―le dijo―. Paso por
ti a las 8. Te quiero muy guapo ―le dijo con un tono
sentencioso.
No pudo dormir esa tarde como sí lo había hecho en las
anteriores.
La chica llegó en un taxi privado, si se vale la expresión;
un servicio especial. Se asomó por la ventanilla y lo
miró. Estaba en la entrada principal, como habían
convenido. Con una señal lo invitó a subir al carro. Lo
besó en la mejilla y lo encendió con el perfume de
excelente factura que había decidido usar esa noche.
Fueron a un lugar exclusivo. Un salón comedor de lujo,
con una cuidada iluminación y una estupenda música de
fondo. En el centro, una pista de baile.
Los condujeron a una mesa que había reservado. Bebían
champagne. Conversaban viéndose a los ojos. Los de

53
ella, brillaban prometedoramente. Los de él también,
pero por otra razón.
Ordenaron la cena, y mientras esperaban, le pidió:
― Llévame a bailar.
Se incorporó y le ofreció la mano. Ella le permitió los
dedos. La tomo del brazo y caminaron a la pista. Otras
parejas hacían lo mismo. La enlazó, pero la chica le puso
suavemente la mano en el pecho. Tomó la solapa del
saco y la recorrió con los dedos. Como si quisiera
examinar la calidad de la tela. Lo miraba a los ojos
mientras le hablaba en voz baja quién sabe de qué.
Luego comprendió que susurraba una canción. La que
estaban interpretando los músicos y que las parejas
bailaban. Lo mismo que ellos. Estaba aturdido. Sin
embargo, tuvo arrestos suficientes para tomarle la mano,
separarla del pecho y atraerla suavemente hacia él.
Cuando terminó la pieza, la muchacha le dijo:
― Volvamos a la mesa. Creo que nuestra orden está
lista.
Así lo hicieron. Platicaron de todos los temas que ella
quiso poner en la mesa. Habló otra vez de sus planes y
de las dificultades que implicaba llevarlos a cabo. La
situación del país, el capital requerido.
Una idea había germinado en la mente de Germán Lara
Madrid.
― De eso quiero que hablemos. Tengo cosas que
proponerte.
No lo dejó continuar. Lo atajó con elegancia:
― Bien. Pero no ahora. No echemos a perder la velada.
― ¿Cuándo?
― Mañana.
― ¿A qué hora? ¿Dónde?
― Paso por ti a las 9. Desayunamos por ahí. Y
conversamos.

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La chica llegó con una puntualidad tal que honró su
compromiso: a las nueve en punto. En un taxi. Tal vez
el mismo que había utilizado la noche anterior. Él ya la
esperaba en el escalón superior de la escalinata de la
entrada principal del hotel. Le sonrió por la ventana y lo
invitó a entrar al vehículo. Conversaron sobre temas
intrascendentes. Como para matar el tiempo del camino.
Cosas del tipo ¿descansaste?, ¿dormiste bien?, sí, ¿y tú?
La chica vestía un traje típico, quizá de una región
diferente al de la ocasión anterior, que lucía como una
modelo entrenada. Fueron a un restaurante
representativo de la cocina ucraniana, según le explicó,
situado en la Riviera de Dniéper. Tomaron una mesa
aledaña a un ventanal desde donde se podía ver a las
embarcaciones turísticas y deportivas que se
desplazaban a favor y en contra de la corriente sin
aparente concierto. Algunas aves acuáticas nadaban
displicentemente al parecer acostumbradas a aquel
ajetreo diario y competían por capturar las chucherías
que la gente arrojaba al agua, como ser galletas, fruta,
palomitas de maíz y pedazos de pan.
Pidieron café y ordenaron el desayuno. Ella ordenó por
los dos, cosas de la cocina local. La chica lucía fresca,
rozagante, joven y de los ojos brotaban destellos como
los de una mujer en la antesala de un buen romance.
Comieron bien; ella mejor que él, lo que no pasó
desapercibido para ella.
― ¿No te gustó? ―preguntó con fingida atribulación.
Casi con un puchero de frustración.
― Desayuno poco ―mintió.
Cuando el servicio fue retirado, Germán tomó la
iniciativa. Como lo había planeado.
― Tenemos una conversación pendiente.
― ¿Sí? ―dijo haciéndose la ignorante y desaprensiva.
― ¿No recuerdas?

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Hizo como si tratara de recordar.
― Es verdad ―aceptó con una amplia sonrisa, como si
las cosas hubieran regresado de repente a su memoria―.
Te escucho ―agregó―. Echó el cuerpo para adelante y
descansó los brazos sobre la mesa, con las manos al
alcance de las de él.
Las tomó suavemente y ella, por primera vez, aceptó.
Las sintió tibias. Las de él estaban frías y húmedas.
― Quiero llevarte conmigo a México.
Echó el cuerpo para atrás muy sorprendida. Casi
indignada. Se puso una mano en el pecho y le preguntó
entre incrédula y ofendida:
― ¿Quieres llevarme? ¿Quieres que me vaya contigo a
México? ¿Así nada más? ¿En calidad de qué?
¿Concubina? ¿Amante?
Su reacción y las preguntas hechas de un tirón lo
sorprendieron y sólo acató a responder:
― Como mi esposa.
Ella fingió una risa, una risita nerviosa.
― Me estás proponiendo matrimonio ―dijo,
poniéndose seria, pero dudosa.
― Eso, exactamente.
Guardó silencio por un momento.
― ¿Qué significa? Casarse no es un asunto sencillo. Es
muy complicado. Implica casa, muebles, manutención,
hijos. Muchos gastos.
Germán aceptó el reto y perfiló su oferta.
― Soy hombre pudiente. Tengo propiedades y recursos
financieros. Podemos vivir en mi casa, donde vivo
actualmente, pero luego construiríamos otra en el lugar
y como tú lo determines. Contarías con servicio
doméstico, coche y chofer, tu agencia de viajes y un
nivel de vida a la altura de lo mejor que una esposa
puede tener en la ciudad donde vivo. Serás reina y
soberana de tu casa. Sólo tienes que decir: Sí.

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Lo miró a los ojos. Profundamente. Con semblante
serio. Como si de verdad estuviera sorprendida por su
propuesta.
― Me has sorprendido; estoy gratamente sorprendida,
debo admitir. No es cosa fácil decir que sí. Porque el
matrimonio es cosa muy seria, más en este país tan
profundamente tradicional, conservador y religioso.
Déjame que lo piense. Por unas horas, al menos. Esta
noche conocerás mi respuesta. Iremos a cenar al mismo
lugar de anoche.
Y así fue.
Tras la primera copa y mirándolo a los ojos, le dijo:
― Acepto.
Cenaron y bailaron. Muy juntos. Despacio. Como hacen
los enamorados. En una forma que enloqueció al joven
mexicano. Dos días después, un juez los declaró marido
y mujer. Sin más documento probatorio que el pasaporte
y sin más testigos que los que la joven proporcionó para
los dos. Ningún familiar de ningún lado. Un empleado
del juzgado tramitó la visa mexicana para la ahora
señora Lara. Y, tras una semana de luna de miel en
Madrid, partieron para México.
Una amiga de la novia, amante del juez, estuvo a cargo
de todos los arreglos. La chica habló de un plan que
habían formulado. Buscarían a un hombre pudiente que
las sacara del país y las estableciera en alguna ciudad de
Occidente en condiciones tales que pudieran emprender
una nueva vida sobre sus propios medios.
La nueva mexicana tuvo éxito, más allá de lo que había
imaginado. Pero se olvidó de cumplir con el
compromiso que había contraído con su amiga.

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Genoveva Rentería Ruiz había escogido para seguir la
trayectoria de Germán Lara Madrid al periódico El Norteño, uno de
los tres diarios más importantes, por su tiraje y subscriptores, de la
ciudad. El criterio principal de búsqueda era encontrar algún elemento
que pudiera dar pistas sobre las posibles razones que pudieran
explicar su muerte. Aunque en algún momento se pensó en utilizar la
palabra ajusticiamiento, se desechó, ante la posibilidad de que, si bien
era innegable que había sido asesinado, por lo que se estaba ante un
homicidio, no era descartable que lo hubieran matado por otra razón,
como encubrir un robo, aunque no había indicios de que hubiera
desaparecido algo.
Otro criterio de búsqueda fue ir hacia atrás, es decir, a
contracorriente de la historia porque no había nada que aconsejara
determinar una fecha y empezar el examen desde ahí.
Lo primero que encontró fue que, sistemáticamente, el nombre
de Germán aparecía unido al de su esposa, Darýna. Era “la” pareja.
Figuraban, sobre todo, en las páginas de sociales. Se les veía en fiestas
de todo tipo: bodas, recepciones, colectas, festivales cívicos y
artísticos, inauguraciones, noticias de viajes, acontecimientos
familiares, como la boda de los hijos, el bautizo de los nietos,
apadrinamientos.
También se les mencionaba por separado, es verdad, como en
los casos en que el despacho enderezaba acciones legales en nombre

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de los clientes y los resultados obtenidos. O bien operaciones de
compraventa de inmuebles realizadas por Germán. En el caso de
Darýna, destacaban sus actividades empresariales al frente de una
acreditada y próspera agencia de viajes, con sucursales en las
principales ciudades de la identidad, una escuela de yoga, con
ramificaciones, y una cadena de gimnasios para señoras, igualmente
boyantes.
La señora Lara figuraba como entusiasta promotora del fitness
femenil.
Parecía estar interesada en que todas las mujeres lucieran
hermosas y juveniles.
Algunas notas destacaban que ella misma era fanática de su
propia figura y que pasaba largas jornadas abonando a mantenerla en
línea.
Una anotación perdida por ahí afirmaba que para no ver su
cuerpo deteriorado no había amamantado ningún día a sus gemelos,
los cuales, durante los primeros días de vida, habían estado a cargo de
nodrizas, y después habían sido alimentados con fórmulas especiales
para niños.
La página de sociales del diario consignaba el arribo de la señora
Lara a tierras sinaloenses. Describía el azoro de la gente de la alta
sociedad cuando conoció a la belleza eslava. Sin rubor, los
especialistas del género hablaban de la distancia entre la belleza de la

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joven europea y la de las más bellas mujeres de la aristocracia local.
En el extremo, se decía que procedía de una familia noble del este
europeo, y se hacían cruces sobre cómo el joven Germán la había
conquistado.
Un capítulo especial ocupaba la fiesta que el matrimonio había
ofrecido con motivo de la inauguración de la casa que había
construido dos años después de establecidos. Otra vez los
especialistas del género destinaron lo mejor de sus palabras para
describir los detalles de la celebración, a saber, los asistentes, los
vestidos de las damas, la comida, la bebida y la música, pero muy
especialmente los detalles del inmueble, como el mobiliario, el jardín,
la iluminación exterior, la escalera interior, la sala, la biblioteca, y
todo lo que la familia les permitió ver.
Genoveva no encontró en las páginas de sociales nada diferente
de lo que en una capital de provincias se narra de una familia rica y
de abolengo. La sección de negocios no narraba nada diferente. Las
noticias de las actividades empresariales de Germán Lara eran copy
paste de las que consignaban las páginas de sociales.
Así las cosas, decidió Genoveva revisar la página roja. No había
ninguna razón para realizar tal cosa, ya que no había encontrado
ningún indicio que apuntara hacia allá. Pero la investigación obligaba
a la exhaustividad, es decir, a no dejar nada sin examinar. No encontró
gran cosa.

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Apenas una nota perdida entre la descripción de asesinatos,
secuestros, robos, asaltos, desfalcos; lo típico. Un escrito que podría
haber sido redactado por un reportero que daba sus primeros pasos en
el género, al que se le había hecho el favor de publicar el reportaje, si
se le podía llamar de esa manera.
Describía el escrito que en las afueras de un templo en
construcción había aparecido el cuerpo de una chica víctima de
“muerte autoinfligida” por ingesta de alguna substancia venenosa.
Según la imaginación del escritor, en los estertores de la muerte, la
muchacha, de aproximadamente “16 abriles”, había ejecutado con la
parca una danza mortal tan violenta que al finalizar dicho engendro la
había botado al suelo como se arroja a una muñeca rota.
Cerraba su descripción diciendo que el cuerpo había quedado en
decúbito lateral, abiertos los brazos hacia atrás, las piernas separadas
y un gesto de terror en el rostro.
La detective sonrió con sorna por la grandilocuencia de la prosa,
pero se tornó en rictus serio cuando leyó que la chica muerta había
pertenecido al renombrado despacho de don Germán Lara Madrid.
No había más. Acudió a otro impreso que, con un tono directo y
de circunstancias, describía el hecho y proporcionaba un dato más: en
un acto de generosidad con la familia de la muerta, el despacho se
había hecho cargo de los gastos funerarios de su antigua empleada.

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El gobernador había citado a su oficina a Eulogio España para
analizar el avance de la investigación del asesinato de Germán Lara
Madrid.
― No le encontramos la punta a la hebra ―contestó el policía usando
un plural intencionado para subrayar que nadie en la corporación
había encontrado algo que señalara el rumbo―. Sin embargo,
tenemos una pista de último momento.
― Te escucho.
― Es un nombre, o dos.
― Continúa ―le urgió con impaciencia―. Ya estoy hasta el gorro.
Y no era para menos. Los gemelos habían puesto en juego diversas
medidas y acciones que estaba haciendo mella en la paciencia de la
gente, en su confianza en el aparato de gobierno, y en la cabeza, que
era él mismo. Gacetilleros a sueldo le atizaban un día sí y otro
también. Otro tanto hacían comentócratas que disfrutaban de
cómodos espacios en programas de radio y televisión. Figuraban
también manifestaciones tumultuarias ante el palacio de gobierno y
por las principales avenidas exigiendo el cese de la violencia criminal.
Todo orquestado con la complicidad de empresarios, políticos,
dirigentes estudiantiles y de diversas organizaciones urbanas y de
trabajadores.

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― Hay un apellido que une a las dos líneas de investigación. Me
refiero a la muerte de Germán Lara y del padre Jacinto. Hace años una
joven que había trabajado para Germán se suicidó en las afueras de la
iglesia del padre Jacinto. Y sólo unos meses atrás, un hermano de la
muchacha había sido acusado de robo por el cura a resultas de lo cual
el chico terminó en prisión. Repentinamente el cura retiró la demanda
y el muchacho recobró la libertad. Pensamos que algo relacionaba los
hechos y nos pusimos a buscar al hermano de la muerta. Indagamos
en los registros del IMSS, del ISSSTE, en el directorio telefónico, en
las nóminas de trabajadores eventuales del gobierno municipal y
estatal, en los registros del pequeño comercio. En todos los lugares
donde pensamos que podríamos encontrar a dicha persona.
― ¿La encontraste o no? ―estalló el gobernador, famoso por ser de
mecha corta.
Eulogio no se inmutó; había aprendido a conocerlo y a lidiarlo.
― Se nos ocurrió indagar en los registros de hoteles y restaurantes.
El gobernador casi bufaba de desesperación.
― Ya. Aterriza. ¿La hallaste?
― Hallamos a dos ―le soltó el policía.
Sumamente interesado, el funcionario echó el cuerpo para
adelante y se dispuso en posición del que está dispuesto a escuchar.
― ¿Dijiste dos?

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― Sí. Dos hermanos varones, hermanos de la chica muerta.
Verificamos el parentesco por entrevistas levantadas entre los viejos
del barrio donde la familia vivía. Recordaron la muerte de la
muchacha e informaron que los jóvenes habían emigrado al norte y
que algunos años después habían venido por sus padres. Según ellos,
los vecinos, viven todos en Estados Unidos.
El gobernador había instalado en el rostro un gesto de esperanza.
― ¿Ya los buscaste?
― No. Todavía, no. Eso le toca a usted. ―Y antes de que pudiera
respingar, agregó―: Lo que hicimos fue recabar información del
hotel donde se hospedaron. Sabemos fechas de llegada y salida. Y
tenemos copia de los pasaportes. Ya deben de estar de regreso en su
casa.
― Es fundamental dar con ellos. Si participaron, hay que hacerlos
hablar.
― Si están en Estados Unidos, que es lo más probable, no hay manera
de ponerlos aquí. Al menos no de una manera legal y cualquier modo
ilegal está fuera de toda consideración. Entonces, sólo se me ocurre
una última posibilidad.
― Te escucho.
― Hay que acudir al secretario de relaciones exteriores para que a
través de la red de consulados localicen a estas personas, que las

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contacten y que les pregunten si estarían dispuestas a conversar con
nosotros.
― De inmediato. Dame lo que tengas. Se lo haremos llegar. ¿Quién
iría?
― Ordene.
― ¿Tienes pasaporte?
― Positivo. Y visa vigente.
― Pero no hablas inglés. ¿O sí?
― No. Pero ellos hablan español.
― Prepárate.
El canciller puso a trabajar de inmediato a su servicio consular.
Y en un tiempo inesperadamente breve se localizó a los hermanos en
Madison, capital del estado de Wisconsin. Y lo más sorprendente fue
que habían aceptado conversar con “el paisano que nos venga a
visitar”.

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― ¿Listo para viajar, profe? ―le preguntó ofreciéndole la sonrisa que
tenía para todo mundo la asistente del gobernador a cargo de la
organización de los viajes de dicho funcionario―. No hay vuelos
directos de ningún lugar de México a Madison, así que te voy a
mandar vía Atlanta. Aquí tendrás que hacer una escala. ―La
empleada hablaba como si estuviera haciendo arreglos para un

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empleado propio, cuyo viaje financiaría con sus recursos―. Vas a
llegar al Madison Dane County Regional Airport. Te hice reservación
en el Hilton Madison Monona Terrace. Un buen hotel, a tiro de piedra
del downtown. Regresarás por la misma ruta: Madison – Atlanta –
ciudad de México – Culiacán. Aquí están los boletos, tu pasaporte y
los viáticos. Sólo necesito tu firma. Que tengas buen viaje y mejor
regreso. Ah. Lo olvidaba. Alguien del consulado te esperará en el
aeropuerto y te llevará al hotel. Es todo lo que sé.
El viaje se realizó sin contratiempos. Salidas y llegadas a punto.
Eulogio pasó migración y aduana en Atlanta por lo que hizo el
desembarque en el aeropuerto de destino como un vuelo interno. Sólo
recoger maletas y salir a la sala de recepción de pasajeros.
Ahí lo esperaba un funcionario del consulado.
Una cartulina con su nombre le indicó a quién debía dirigirse.
El empleado del consulado conducía su vehículo personal lo que
indicaba algo que no todo mundo suele saber: las oficinas
diplomáticas no están sobradas de recursos y a veces sobreviven con
las mismas limitaciones de medios que las oficinas que operan en el
territorio nacional. Eulogio España bien sabía de eso. Lo llevó al hotel
y una vez que se hubo registrado, le dijo:
― Me voy a retirar. Le dejo mi número telefónico por si se le ofrece
algo y los del consulado. El señor cónsul se disculpa por no haber
venido a recibirlo en persona, porque está atendiendo a una misión de

66
empresarios mexicanos que visitan la ciudad. Mañana, después del
desayuno, como a eso de las 10:00, vendrá a recogerlo la persona con
la que se viene a entrevistar. Espérela en el vestíbulo. Él lo localizará.
En la habitación, y como pudo, dadas las limitaciones que le
imponía el desconocimiento de la lengua, se comunicó por teléfono
con su mujer. “Todo en orden”, le había dicho. Bajó al restaurante del
hotel y fue atendido por un mesero de origen peruano que le facilitó
las cosas. Después de cenar regresó a la habitación. Se duchó y se
metió en la cama. A las ocho de la mañana tomaba café. De lejos
miraba el buffet al que acudían los comensales de la hora, quizá todos
huéspedes del hotel.
― ¿No va a desayunar?
Volteó a ver quién le había preguntado en un español hablado
con acento conocido. Una mujer de mediana edad le ofrecía una
sonrisa amplia que dejaba ver una dentadura muy blanca y pareja.
― Soy la gerenta del restaurante. En este turno ―aclaró―. Hasta
mediodía. Luego me releva otra persona. ¿Mexicano? ―preguntó.
― Sí. De Sinaloa ―contestó de buen grado.
― Yo soy de Sonora. Somos casi paisanos de estado. ¿De paseo o de
negocios?
A Eulogio no se le había ocurrido pensar esa pregunta. Y se
decidió por la ambigüedad.
― Mitad y mitad.

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― Muy bien. Que tenga suerte. Desayune. Si me necesita, hábleme
con confianza. Me llamó Nora. ―Se retiró y se dirigió a otra mesa.
Eulogio pensó que dicha actitud formaba parte de su rutina
diaria. Pero atendió a su sugerencia y se despachó un bien surtido de
frutas y luego un clásico desayuno gringo: huevos, salchichas, papas.
Y más café. Con un plato de wafles.
Antes de la hora fijada esperaba sentado en un sillón de los
varios que el hotel ponía al servicio de los clientes en el vestíbulo
principal. Aunque aparentaba tranquilidad no podía negar que un
venerillo nervioso le alteraba el sosiego. Desde su asiento dominaba
el acceso principal. Sin embargo, el saludo le llegó desde atrás. Una
voz firme le habló en español con acento familiar.
― Hola. Soy Roberto Venegas. Si tú eres Eulogio España, tenemos
una cita. ―Eulogio se puso de pie como si una grúa lo hubiera
levantado. La dirección de la voz lo puso frente a un sesentón
chaparrón y macizo que le ofrecía una mano extendida y una sonrisa.
El apretón fue fuerte. Muy fuerte ―. Bienvenido a Madison. Vamos
abajo. Ahí tengo el carro.
Tomaron un ascensor que pronto los puso en el nivel donde
Roberto había dejado el vehículo. Una camioneta Ford rotulada con
los datos de la empresa a la que pertenecía. Y el giro: construcción y
mantenimiento de casas.

68
― ¿Qué te ha traído hasta acá, profesor? Creo que ésa es tu ocupación
original, aunque ahora te ocupes de asuntos criminales.
Eulogio sabía que Roberto había sido ampliamente informado
del tema que había llevado a su vecino de asiento a esa ciudad. Sin
embargo, sabía que tenía que ponerlo sobre la mesa.
― Estamos investigando la muerte de dos personas. El abogado
Germán Lara Madrid y el cura Jacinto Cuadras.
― El sentido común me dice que la investigación debería tener lugar
donde sucedieron los hechos. ―Repuso Roberto con la naturalidad de
la persona ajena al caso, como lo haría una persona que hubiera
tomado conocimiento de él por un periódico o un programa noticioso
televisivo―. ¿Qué te hace pensar que yo tengo algún conocimiento
de ese asunto?
El hombre parecía divertido. Había conducido hasta un parque
ricamente arbolado y ajardinado. Se detuvo en un estacionamiento
para visitantes.
― Vamos a caminar ―lo invitó al tiempo que descendía del vehículo.
― ¿Qué sabes que te hace creer que aquí vas a encontrar información
útil para aclarar la investigación que traes entre manos? ¿Qué
información no tienes que crees que yo sí tengo? Háblame claro.
Eulogio España le contó lo que sabía.
― Las dos muertes ocurrieron de la misma manera: descerebración
causada por un cuerpo largo, delgado y agudo.

69
― Interesante. ¿Qué más?
― Dos nombres que vinculan a las víctimas. Rocío Venegas Aispuro
y Jaime Venegas Aispuro. Hermanos ellos. Hermanos tuyos. Ella
muerta por suicidio. Él desaparecido. Al menos por aquellas tierras.
Roberto endureció el rostro. Su sonrisa desapareció en un
momento. Señaló una banca sombreada por las ramas de un sicomoro.
Una ligera humedad en los ojos denunció los sentimientos que bullían
en su interior. Clavó los codos en los muslos. Luego se enderezó y
miró a lo lejos. Más que mirar parecía concentrarse en algo que
dudaba en decir.
― Creo que tú sabes qué ocurrió y cómo. Y he venido a preguntarte.
A pedirte que, si sabes algo, me lo cuentes.
― ¿Estás limpio?
Eulogio comprendió la pregunta.
― Completamente. No pretendo sorprenderte. Sólo quiero saber la
verdad.
Roberto lo miró a los ojos. Profundamente. Como si indagara.
Como si advirtiera. Bajó lo mirada al suelo. Suspiró lentamente. Muy
hondo. Y habló. Con naturalidad. Sin presión ninguna. Como el actor
que está esperando a salir a escena para decir su parlamento.
― No hay mucho que platicar. Fue un ajuste de cuentas. Fuimos tres
hijos de una pareja modesta. Él vendía aguas frescas y fruta que
transportaba en una carreta montada en cuatro llantas de bicicleta.

70
Muy temprano por la mañana, compraba la fruta en el mercado
Garmendia, a donde iba y regresaba en un camión urbano. Las aguas
frescas ―limón, horchata, tamarindo― las preparaba mi mamá en
casa. El hielo lo compraba directamente en la planta. Nos mandaron
a la escuela. Mi hermana, la mayor de los hermanos, al término de la
primaria estudió durante dos años para secretaria en una escuela del
gobierno del estado que admitía a jóvenes urgidos de aprender un
oficio para trabajar y ganarse la vida. Mi hermana era bonita y de buen
ver. No como las actrices de cine o modelos de revistas, pero lucía
bien. Era agradable. Caía bien. Con el título bajo el brazo buscó
empleo y lo encontró en el despacho del Lic. Germán Lara Madrid.
Simple mecanógrafa. El escalón más bajo de cualquier despacho,
apenas por encima del conserje. Escribir oficios, transcribir
documentos legales, como demandas, básicamente; nada complicado.
Mera rutina. Y servir café al jefe y a sus visitantes: clientes, amigos.
Por un sueldo de miseria. Al terminar la escuela primaria, seguí los
pasos de mi padre. Tuve mi propia carreta y hube de construir mis
propias rutas para no hacernos competencia. Mi hermano menor
consiguió emplearse como sacristán en la iglesia del barrio, de nueva
creación, impulsada por un cura, el padre Jacinto. Hasta aquí, nada
extraordinario. Un día, mi hermano menor fue detenido por la policía,
acusado de haber robado una custodia del templo. Lo denunció el
padre Jacinto. Mi hermano negó todo y en privado nos reveló la

71
terrible verdad. El cura lo había ultrajado y cuando ya no aguantó,
amenazó con denunciarlo. El cura repuso: “Atente a las
consecuencias. Tu palabra contra la mía. Mi fuerza contra la tuya.” Y
actuó. Lo demandó por robo. Imagínate el cuadro: mi hermano menor,
casi un niño, abusado y encarcelado. En un reclusorio para
delincuentes juveniles. Algunos, y pese a su corta edad, de gran
peligrosidad. Solo. Sin recursos para defenderse. Y nosotros sin la
posibilidad de ayudarle porque éramos igualmente pobres. Lloraba de
miedo y desesperación. Mi hermana ofreció pedirle ayuda a su jefe.
La obtuvo, condicionada a acostarse con él. Terrible decisión. Ante el
dolor de la familia y la angustia del hermano encarcelado, accedió. El
cura retiró la acusación y mi hermano recobró la libertad. Tres meses
después, mi hermana se percató de que estaba embarazada. El
abogado negó cualquier responsabilidad y la abandonó a su suerte. La
despidió. Mi hermana me lo confió. Que quería matarse, me dijo. Y
se mató. Mi hermano y yo nos fuimos al norte, a la frontera con
Estados Unidos. En Tijuana, un maestro de obras nos aceptó como
peones. Nos enseñó muchas cosas. Era un buen hombre. Luego, nos
emigramos. Obtuvimos la nacionalidad norteamericana. Nos
inscribimos en una escuela de oficios que sostenía una organización
caritativa de ayuda a migrantes. Trabajamos duro y creamos una
empresa que hicimos crecer. Construcción y mantenimiento de casas
es nuestra especialidad. Nos casamos, tuvimos hijos y los enviamos

72
al College. Hoy trabajan en nuestra empresa. Pero nosotros nunca
olvidamos el daño y volvimos para vengarnos. Lo hicimos matando
al abusivo abogado que no tuvo la generosidad de ayudar a un
empleado, sino que se aprovechó de su debilidad para saciar sus
instintos.
― ¿Y el padre Jacinto? ¿Lo ejecutaron también?
― Sí. Empezamos con él. Él provocó la muerte de mi hermana. Lo
matamos por eso, pero también por lo que le hizo a mi hermano. No
tenía derecho a vivir. A pesar de que suplicó que le perdonáramos la
vida.
― ¿Quién lo mató?
― Yo. A los dos. No sufrieron. No somos sádicos. Simplemente
queríamos tomar sus vidas.
― No es usual por aquí ver que a la gente la maten así.
― ¿Cómo?
― Descerebrándola. Se requiere una habilidad especial.
― Tienes razón. Y te evito preguntas. Aprendí a matar en un grupo
de fuerzas especiales del ejército norteamericano al que pertenecí. Mi
hermano y yo nos enrolamos en el ejército porque el gobierno ofrecía
conceder la nacionalidad americana a quien lo hiciera y cumpliera
cierto tiempo. No te imaginas lo que aprende uno a hacer. Lo que te
enseñan. La descerebración es rápida y no es fácil descubrir de
inmediato. Aparentemente la muerte ocurre por un ataque cardiaco.

73
Sólo cuando se hace la autopsia, y siempre que se haga con cuidado,
descubres la verdad. Eso te da tiempo de huir. El instrumento es
amable.
― ¿Qué significa?
― Fácil de hacer, de transportar, de usar, y de desechar si fuera
necesario.
― Lo hicieron aquí o lo traían.
― Lo llevamos con nosotros. Es un estilete de bambú extraduro. No
lo detecta ningún aparato. Y lo puedes disimular en cualquier maleta.
Sólo hay que saber hacerlo. Usamos una versión armable. El mango,
por un lado, el estilete por otro.
― ¿Cómo llegaron a ellos?
― Llegar al cura fue fácil. Acostumbraba a dormir en el templo. Sin
ninguna protección. Lo encontramos en su cuarto. Leía una novela;
no recuerdo de quién. ¿A quién podía importar eso? Le caímos y nos
identificamos. Antes de que se los dijéramos, adivinó nuestras
intenciones. Le dijimos que lo íbamos a matar y por qué. Pidió
clemencia. No la tuvimos. Hoy está bajo tierra.
― ¿Cómo llegaron a Germán? Su casa es una fortaleza. Bardas altas.
Puertas controladas electrónicamente.
― Sus sistemas de protección son muy elementales, aunque se los
hayan cobrado caros. Usamos un decodificador. Obtuvimos el código,

74
lo aplicamos y entramos. Íbamos por los dos. Pero ella no estaba.
Germán nos informó que se hallaba en Altata.
― ¿Por qué a ella también?
― Era cómplice. Ella lo convenció de que la tomara a cambio de lo
que ustedes ya saben. Era una mujer perversa. Gozaba ver a su marido
fornicar. Vio cuando violentó a mi hermana. Y si lo hizo con ella,
cabe pensar que lo hizo en otros casos. La idea era matarla a ella y
luego a él.
― ¿A qué hora lo mataron?
― Después de medianoche. Se había quedado solo. Esperamos a que
el tráfico disminuyera. Aparcamos a varias cuadras y llegamos
caminando. Traspusimos la puerta y luego abrimos el portón
principal. Guardado por una simple chapa. Estaba dormido. Lo
despertamos y lo hicimos sentar en la poltrona. Nos identificamos y
le leímos la cartilla. Suplicó. Ofreció dinero. Lloró. No hubo vuelta
atrás.
― Dejaron muchas huellas.
― Dímelas.
― Cuentas de hotel, …
― Y de avión, del auto rentado, de uso de tarjetas de crédito. De lo
que quieras. Tenemos una coartada muy sólida. Una vez al año, en el
aniversario de su muerte, vamos a Culiacán a visitar la tumba de mi
hermana. Es una cripta que le mandamos hacer en cuanto tuvimos con

75
qué. Le llevamos flores y le ponemos velas y veladoras. Y rezandera
también. Puedo darte su nombre, dirección y teléfono; siempre la
misma. Para tu conocimiento, cada uno de los últimos diez años
hemos hecho lo mismo. Conservamos constancia de todos los gastos
que hemos hecho. ¿Qué otras huellas dejamos? Ninguna. ¿En la
escena del crimen, como se diría en una novela policíaca? Menos.
Recuerda: fuimos entrenados para matar. Y para evitarte la pregunta,
me adelanto. No tengo remordimientos. Porque hicimos justicia.
Hizo una pausa. Como si pensara lo que iba a decir. Suspiró
profundamente. Expiró lentamente. Se sentía que había disfrutado la
bocanada de aire. Luego continuó:
― Voy a ayudar a tu jefe, el gobernador. ―Antes de que preguntara
cómo, explicó―: Voy a darte para que las pongas en sus manos las
grabaciones de las cosas que dijeron antes de morir. Confesaron
creyendo que así obtendrían nuestro perdón. Espero que las utilice
para acabar con esas porquerías que son Patricio y Rodolfo. Sé que
no tienen ningún valor legal; pero si las usa con inteligencia les podrá
cerrar la boca para siempre. Desde luego te voy a proporcionar copias
editadas. Me reservo las grabaciones originales. Las conservaré por
algún tiempo. Luego las destruiré. Son basura ―exclamó con asco y
desprecio. Y rencor.
Eulogio había escuchado en silencio. Con suma atención. No había
hecho ninguna pregunta. Para no interferir. Para no desviar la

76
dirección de la narración que Roberto había armado en su mente.
Seguramente había construido la historia muchas veces. Y muchas
veces se la había dicho a sí mismo. Tal vez para afinarla. Para cuando
tuviera que contarla. Como lo acababa de hacer.
― ¿Puedo hacerte una pregunta?
― La que quieras ―repuso con buena disposición. Aparentemente se
había relajado después de la confesión. Después de soltar lo que había
llevado con mortificación en el pensamiento y el corazón. Y tal vez
en el alma también.
― ¿Por qué la muñeca? Una muñeca rota.
Después de unos segundos contestó:
― A la vista del cadáver de mi hermana, un periodista había
comparado el cuerpo con una muñeca. Con una muñeca a la que, por
cualquier razón que hubiera sido, la hubieran desmembrado. Si has
visto la fotografía, y no tengo razones para pensar que no la conoces,
ésa era la apariencia que daba el cuerpo de Rocío. Un cuerpo
desarticulado. Desmembrado. Creo que Darýna conoció esa
fotografía. Lo creo porque la muerte de mi hermana los asustó tanto
que leyeron todo cuanto se dijo. Y sabemos que, en algunos círculos,
al menos en nuestro barrio, se hablaba del tema. Poner la muñeca en
el regazo de Germán equivalía a un mensaje. Un mensaje para ella.
Que supiera quién o quiénes habían matado a su marido. Y para que
tomara nota de que volveríamos por ella. Creo que entendió y que su

77
cuerpo no pudo soportar la impresión. De ahí el ataque que la llevó a
la muerte.
― ¿De dónde tomaron la muñeca? ¿La llevaban con ustedes?
― No estaba planeado. Estaba en su cama. Muchas mujeres
acostumbran a colocar en la cama, después de tenderlas, un muñeco
o un juguete. Un conejo, un oso. Ella tenía una muñeca de trapo. La
tomamos y desmembramos. No completamente. Sólo lo necesario
para que transmitiera el mensaje: “En el pasado, en nuestro pasado
común, hay una muñeca rota”. ¿Satisfecho?

<<<<<>>>>>
El gobernador llamó a Rodolfo Lara por el teléfono rojo que
comunicaba la oficina del titular de ejecutivo estatal con el presidente
del congreso.
― ¿Puedes venir a mi despacho? – le preguntó cuando el diputado,
después de hacerlo esperar más tiempo de lo debido, le contestó.
― ¿De qué quieres hablar? ―le preguntó con aspereza―. No
recuerdo que tengamos asuntos oficiales pendientes.
― Tienes razón. No es por razones oficiales que te invito. Es personal.
Es más, quiero que te hagas acompañar con Patricio, tu hermano. ―
No había necesidad de hacer esta precisión, porque el único Patricio
al que podrían referirse era el hermano.

78
― Si es personal, no veo por qué tenemos que ir a tu despacho.
Igualmente podría pedirte que vinieras a mi oficina o al bufete Lara y
Asociados. O encontrarnos en el Country Club, o en otro lugar
público, donde todos pudieran vernos. ―Hablaba con la arrogancia
del soberbio que considera tener el control y el dominio de las cosas.
― Prefiero que vengan.
― Me niego. Vayamos a un lugar público. Si acudo a tu oficina, la
gente va a especular que me compraste y obedezco tus órdenes. Y tú
sabes que soy completamente independiente.
El gobernador comprendía lo que alentaba al coordinador de la
diputación estatal. Lejos de lo que su temperamento haría esperar,
estaba relajado. Complaciente. Porque estaba seguro de tener los hilos
de la madeja y la madeja misma en las manos.
― Es mejor que vengan. Les conviene.
― ¿Nos conviene? ¿Qué nos vas a dar? ¿Tu renuncia? ―Dijo esto
último con un tono que pretendió ser divertido.
― Me da gusto que estés contento. Pero lo que les quiero decir no es
nada agradable. ―Endureció un poco el tono de la voz y le dijo―:
Quiero ser cortés con ustedes, aunque no lo merecen. Tengo en mi
escritorio varias carpetas, listas para ser despachadas. No quiero
soltarlas. Al menos, no antes de que las conozcan.
Rodolfo acusó el golpe. La idea de que había carpetas que
podrían se despachadas sólo tenía un significado: información que iría

79
a los medios y que no le era favorable. ¿Sin embargo, quiso aparentar
que no entendía?
― ¿De qué hablas?
― Entre gitanos no acostumbramos a leernos la mano. Tengo
información que haría la delicia de la prensa. Tú decides si conocerla
en mi oficina, en una reunión completamente privada, solamente
nosotros tres, sin testigos, o si prefieres enterarte mañana por los
medios desde muy temprano.
― ¿A qué hora? ―capituló. El instinto le decía que el gobernador
parecía muy seguro. Y no había necesidad de exponerse. Total: si le
proponía algo indebido, tendría material para seguirlo hostilizando.
De ser así, tendría de testigo a su hermano.
Convinieron que a la cinco de la tarde del siguiente día.
Llegaron puntuales y fueron conducidos a un cuarto privado
insonorizado que el político gustaba utilizar cuando quería asegurar
que nadie escucharía lo que se dijera entre la gente que participara en
la conversación que fuera. El privado estaba servido con cosas
necesarias para una charla, a saber, café, azúcar, galletas, dulces,
agua, chocolates, vasos, cucharas, tazas, refrescos.
― Les agradezco que hayan venido. Así podremos ponernos de
acuerdo sobre cómo arreglar las cosas que nos han enfrentado.
El gobernador hablaba con una suavidad inusual en él, ya que
era famoso por su carácter impulsivo. Dicha actitud no pasó

80
desapercibida por los hermanos, provocándoles cierta inquietud y
encendiendo sus alertas. Los convidó a sentarse; él lo hizo frente a
ellos. Había cuatro sillones frente a una mesa circular. Frente al lugar
que había tomado había dos pares de fólders y un USB sobre cada
montón. Primero uno, luego el otro, los empujó y los puso al alcance
de los hermanos. Los atrajeron, pero no intentaron abrirlos. Algo les
decía que no encontrarían en ellos cosas buenas. Vieron al gobernador
a los ojos, como preguntando. Con un movimiento de la cara los
animó a abrirlos.
― Ábranlos. Entérense. ―Les dijo, ensayando un gesto entre amable
y burlón.
Como quien teme descubrir una amenaza, cada uno levantó la
tapa de la primera carpeta. Patricio lanzó una exclamación de sorpresa
e incredulidad. Y fueron pasando hoja por hoja. La boca abierta, los
labios secos, la garganta cerrada, los ojos desorbitados. Cuando
Rodolfo terminó con la primera carpeta, el gobernador le dijo:
― Sigue con la otra.
Cuando terminaron, fijaron los ojos en los ojos del gobernador.
― ¿Qué significa esto? ―preguntó Rodolfo, con voz temblorosa.
― Significa lo que viste. Lo que tú también viste, Patricio. ―Hizo
una pausa, muy breve, sólo por el tiempo necesario para afinar la mira.
Enseguida remató con un tono duro―: Significa que su madre, sin
duda una belleza como nunca se había visto por estas tierras, esa

81
mujer de la que se habían sentido orgullosos y cuyo pedigrí
acostumbraban a presumir, fue en su juventud ucraniana una vulgar
meretriz. Una prostituta. No una dama de noble cuna, sino una simple
ramera. ―Pareció regocijarse con estos calificativos. Como si al
usarlos cobrara venganza por las afrentas que había debido soportar
de parte de los hermanos―. Y que su padre era un fornicador, un
pederasta, y causante del suicidio de una joven menor de edad a la que
embarazó y echó a la calle. Esas carpetas, como han podido constarlo,
comprueban lo que les estoy diciendo. Los documentos y fotografías
son copias auténticas. Sacados de las fuentes originales. Pero por si
no bastara, ese USB contiene la confesión que su padre hizo antes de
morir. Esos materiales son para ustedes. Guardo conmigo, en una caja
fuerte de una institución bancaria de la ciudad de México, los
originales. Hay otras copias, como las que les he entregado, listas para
inundar a los medios. No saldrán de aquí a menos que me obliguen a
ello. Ustedes saben, sobre todo tú, Rodolfo, con qué facilidad puede
hacerse llegar esta clase de material a donde uno quiere. Sin dejar
huella. Y que comodinamente los medios se niegan a revelar las
fuentes, aduciendo el derecho sagrado a proteger su identidad. Así que
nos vamos a callar la boca todos. La Omertá será a partir de este
momento nuestra regla. Ni una palabra más. Y que el tiempo haga su
trabajo.

82
<<<<<>>>>>
― ¿Cómo le fue? ―preguntó Eulogio España, una vez ocupado el
asiento donde había estado Rodolfo. Había aguardado en un salón
contiguo y el gobernador había pedido que lo hicieran pasar tras la
salida de los hermanos.
― Creo que bien. El golpe fue contundente. Serían sumamente
estúpidos si continuaran con el pleito que traen conmigo. Pueden
seguir con sus actividades cotidianas. Haciendo dinero, cosa que tanto
les gusta. Pero creo que la carrera política de Rodolfo no tiene futuro.
Cuando menos, y por lo que hace a mi sucesión, no lo voy a dejar
llegar. Con lo que tenemos es suficiente para pararlo. Te agradezco el
trabajo que hiciste para esclarecer el caso. Exprésales a tus
colaboradores mi agradecimiento. Ya veré la forma de hacerles llegar
una compensación especial. Se la merecen.
Se detuvo como pensando qué otra cosa podría decir. Eulogio
sabía que su jefe había dicho más de lo que acostumbraba. No era
afecto a reconocer el trabajo de la “tropa”, como llamaba a los
trabajadores al servicio del gobierno, independientemente de su nivel,
ya que pensaba que no había por qué agradecer el trabajo realizado si
te pagaban por ello.
También creía que la gente no tenía que agradecer al
gobernante por las obras materiales que el gobierno llevaba a cabo ya
que, aparte de que era su obligación, no las hacía con recursos

83
personales, sino fiscales. Tampoco le parecía que hubiera que
obligarla a asistir a los actos de entrega, disfrazada de gente feliz con
una camiseta y una cachucha pagada con fondos del erario.
Abominaba participar en entrevistas de radio y televisión en las que
entrevistadores a modo hacían preguntas que le permitían al
funcionario auto ponderar su trabajo.
Tomó una fotografía del expediente que yacía al frente.
― ¡Qué hermosa mujer! ―exclamó, poniendo sobre la mesa una
fotografía de Darýna que la mostraba alrededor de sus 17 o 18 años.
― Eso la perdió ―repuso España.
― ¿Por qué?
― Darýna se enamoró de su belleza y se dedicó a cultivarla y
admirarla. Gente que la conoció de cerca nos lo ha contado. El yoga
y el fitness fueron medios puestos al servicio de ese culto. Completaba
el cuadro con una dieta especial que excluía cualquier cosa que
alterara a su figura. Por eso no quiso tener más hijos. Porque la
desfigurarían.
― Pero tuvo dos.
― Fue la cuota. Más aun, no los amamantó. Para conservar la firmeza
de los pechos. Y eliminó al sexo.
El gobernador lo miró con extrañeza.
― Sí. Creía ―y actuaba en consecuencia―, que era preferible
conservarse bella que disfrutar los placeres de la cama.

84
― ¿Y el marido?
― Le ofreció libertad absoluta para encamarse con cuanta mujer
quisiera. Y le ayudaba a conseguirlas. Hasta eso, eran sumamente
discretos. Y escogían señoras que tenían una reputación que cuidar.
La casa de Altata sirvió a sus propósitos. Como la de Mazatlán.
Eulogio retomó el hilo de su exposición―: Se amaba sí misma. Se
admiraba.
― Como Narciso.
― Eso fue toda su vida. Narciso renacido en un cuerpo de mujer.
Hizo un alto. Y agregó:
― Fue también sumamente ingrata. No cumplió con la parte del plan
que había convenido con Tatiana Kourchenko. Cuando se vio
favorecida por la fortuna, le dio la espalda. Se olvidó de ella. No
contestó las cartas ni tomó las llamadas telefónicas. Tal vez por eso
Tatiana se decidió a contar todo lo que dijo. Aunque no dejo de pensar
que Darýna no quería testigos de su pasado. No hay que olvidar que
el pasado suele guardar cosas que es mejor enterrar. Y qué mejor
enterrador que la distancia y el rompimiento con amistades que saben
cosas que no queremos recordar.
―Ingrata, egoísta y narcisista. ¡Vaya personalidad!
Eulogio España guardó silencio, como si tuviera algo que
agregar, pero dudaba de hacerlo. El gobernador lo notó y lo empujó:
―Suéltalo.

85
Tomó aire y lo soltó:
―Hay rumores de que Darýna era voyerista.
― Eso ya lo sabemos. Te lo dijo Roberto en Wisconsin.
―Es otra cosa. Practicaba un voyerismo extraño. Lo suyo no
sólo era ver, como corresponde al voyerista clásico.
― ¿No? ¿Qué entonces?
―Escuchar. A veces, cuando Germán se encerraba en la
recámara con alguna dama, ella hacía lo mismo, es decir, se encerraba
en un cuarto contiguo, corría cortinas y escuchaba los sonidos que
emitían su marido y su pareja. Repito: son rumores.
Cuando Eulogio dejó el privado, el gobernador permaneció en
el lugar que había ocupado. Tomó la fotografía de la ucraniana, la
miró por un segundo y la botó despectivamente sobre la mesa, como
se hace con un objeto sin valor. Luego se incorporó y se dirigió al
despacho para dar salida a los últimos asuntos del día. GMG.

86

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