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ISFD n° 39 - Profesorado de Historia - 2°año - 2023

Perspectiva Espacio-Temporal Mundial II


Profesora: Mariana Contreras.

Alumno: SILVANO GUERRA, Leonardo Daniel.

MARIO y SILA: el “liderazgo salvador”


“El punto donde termina la circunferencia es el comienzo”

(Euclides de Megara, 325-265 a. C.).

El “ciclo” de la Baja República romana


La Historia de Roma nos muestra juntos a dos líderes muy diferentes, aunque con ciertos rasgos en
común: Mario (157-86 a. C.) y Sila (138-78 a. C.), cuyas vidas y liderazgos se solapan y marcan el fin de
la República, culminando en el triunvirato de Julio César (100-44 a. C.), Pompeyo y Craso, que inicia
la era de los Césares. El concepto del “liderazgo salvador”, tantas veces repetido en la Historia y en las
organizaciones actuales, presenta, al menos, estas características clave:

● Brota como consecuencia de una crisis, emergencia o humillación de un pueblo o de una


institución.

● Surge un “líder salvador”, en quien la institución deposita desesperadamente el poder y sus


esperanzas.

● El líder salvador no solo “resuelve” el problema, sino que lo revienta y destruye, eliminando
sus causas y consecuencias mediante “soluciones definitorias”, arrasadoras, con efectos
colaterales imprevistos.

● Pasa de “salvador” a verdugo y víctima, a veces repitiendo curiosamente el ciclo. El remedio es


igual o peor que la enfermedad y se retorna siempre al punto de partida.

Mario (Cayo Mario el Viejo)


Hijo de un pobre bracero, Mario tuvo por universidad el cuartel, donde
ingresó muy joven. Se ganó galones, medallas y cicatrices en el sitio de
Numancia, a las órdenes de Escipión Emiliano (133 a. C.). Al volver hizo
un buen matrimonio con Julia, hermana de un tal Cayo Julio César, que
ya tenía por hijo al Cayo Julio César que cambiaría la historia de Roma.

Representando al partido popular, inició una carrera política frente a la


oligarquía nobiliaria romana. Por sus gestas militares, fue elegido
tribuno del pueblo en el 119 a. C. y pretor en el 116. Aprovechó sus gestas
militares para acceder al poder y demostrar así toda su incapacidad
política. Quiso acceder al Consulado, que daba largas a la guerra con
Yugurta (111-105 a. C.), rey númida. El Consulado estaba abierto a los
plebeyos, pero solo en teoría e inicialmente le opusieron resistencia.
Mario, susceptible y rencoroso, se ofendió, y, una vez elegido cónsul en 107 a. C., reclamó el mando del
ejército. La guerra tomó entonces otro curso y en pocos meses Yugurta se rindió a Roma.

El mérito no fue de Mario, sino de un cuestor suyo llamado Sila. Mario era el héroe y el líder
salvador que hacía falta, y fue ratificado como cónsul seis años seguidos.

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Mario realizó una importante reforma en el ejército. Este ya no podía contar con los ciudadanos que,
sujetos al servicio militar, no querían prestarlo. Se dirigió, pues, a los otros, a los pobres de
solemnidad, a los desesperados, atrayéndolos con una buena paga, promesas de botín y generosa
entrega de tierras después de la victoria. Era la sustitución del ejército nacional por un ejército
mercenario, operación arriesgada y catastrófica a la larga. Este fue un instrumento político que Mario
aprendería a utilizar. Combinando el golpe de estado militar con el apoyo de las masas populares,
Mario indicó a su sobrino político, Julio César, el camino para acabar con la República Romana.

El prestigio de Mario creció también al cortar el avance germánico hacia Italia venciendo a cimbrios
y teutones. Roma le acogió como héroe, regalándole todo el botín capturado al enemigo, así como
extensas tierras, con lo que se hizo riquísimo. Cuando la guerra de Yugurta acabó, Cayo Mario se
encontró ante la cuestión de cómo recompensar a los soldados veteranos por sus eficaces servicios en
el ejército. Parece que la solución la halló en el 104 a.C. cuando se alió con Apuleyo Saturnino para
beneficiarse mutuamente. Esta asociación estaba más que justificada si se tiene en cuenta que Cayo
Mario se encontraba ausente de Roma en esos años por sus luchas contra cimbrios y teutones. Este
político romano, tribuno de la plebe en los años 103 y 100 a.C., desarrolló una dura política anti-
senatorial dirigida a mejorar la situación de las capas sociales más empobrecidas de Roma y a limitar
los poderes del Senado. Debido a sus posiciones anti-oligárquicas y al uso planificado de la violencia
en su actividad política, Saturnino acabó siendo asesinado por orden del Senado Romano.

Gracias al apoyo de un personaje público tan influyente como Cayo Mario, Apuleyo Saturnino fue
elegido tribuno de la plebe para el año 103 a.C. y más tarde también para el 100 a.C. Además, obtuvo
su apoyo para realizar diversas reformas sociales y para limitar el poder del Senado. A cambio, Cayo
Mario logró el apoyo del tribuno para sacar adelante una ley agraria según la cual había que asignar en
el norte de África una parcela de tierra propiedad del Estado (unas 25 hectáreas) a cada soldado una
vez se licenciara. Este importante cambio se considera un agravante dentro de la crisis de la República
Romana, puesto que fomenta las clientelas militares. De esta manera, las legiones sentían más
fidelidad a sus respectivos generales —puesto que de ellos dependía su futuro— que al Estado por el
que en realidad luchaban, lo que derivaría en las décadas siguientes en numerosas guerras civiles.

Mario se mostró menos hábil en política que en el manejo de las legiones. Había hecho promesas a
sus soldados que ahora había que mantener. Tuvo que aliarse con los jefes del partido popular,
corruptos y expertos canallas, con ansias de enriquecimiento muy superiores al espíritu mercenario de
los soldados. El liderazgo de Mario genera unos subordinados que reproducen con creces las ansias de
botín y rapiña. Ante los desmanes de sus partidarios, el Senado ordenó a Mario que hiciera justicia y
estableciera el orden. Mario titubeó. Su liderazgo era solo táctico y reactivo ante acontecimientos.

Para agravar aún más la situación, durante las elecciones para el tribunado de la plebe del año 100
a.C., Apuleyo Saturnino ordenó asesinar a uno de sus rivales políticos, Aulo Nonio. Mientras
Saturnino ganaba su segundo tribunado de esta manera, Cayo Mario, en calidad de cónsul, hacía la
vista gorda porque necesitaba ampliar la ley agraria para conceder más tierras a sus legionarios en la
Galia. En consecuencia, se aprobó un senatus consultum ultimum. Al mando de un gran número de
hombres, Cayo Mario se enfrentó a los de Saturnino, obligando a éste al final a retirarse y ocupar el
Capitolio. Después de asediarlos, se rindieron y fueron entregados al cónsul, quien les garantizó que
salvarían la vida y tendrían un juicio justo. A pesar de ello, un grupo de hombres se infiltró en el
edificio en el que se encontraban y lanzaron piedras a Apuleyo Saturnino y sus partidarios hasta
matarlos.

Entre una rebelión abierta o eliminar a sus secuaces, eligió lo segundo. Estos fueron lapidados por
los conservadores, a quienes el mismo Mario capitaneó para la ejecución. Al final, la aristocracia le
veía como un aliado infiel, y la plebe como un traidor.

Resumiendo, el liderazgo de Mario, tosco y pasional, solo servía para la guerra. En política,
reproducía, sin quererlo, su modelo personalista: mala selección del equipo, argucias, falta de visión a
largo plazo y errores no reconocidos, lleno de ambiciones insatisfechas: complejo de superioridad

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consciente y de inferioridad inconsciente. Con profundo rencor y resentimiento ante el Senado, Mario
se retiró a Oriente.

Hacia 90-88 a. C. y ante nuevas revueltas sociales de esclavos, desheredados y proletarios, Mario fue
nuevamente llamado por el Senado como líder salvador. Improvisó un ejército con su sistema habitual
y, sin reparar en gastos, lo condujo de victoria en victoria, devastando toda la península itálica. Tras
una guerra de desgaste por ambas partes, se alcanzó una paz de compromiso, la paz de un cementerio.

Al año siguiente se reanudó la guerra, una guerra civil provocada por el mismo Mario, convencido de
ser el líder que hacía falta. En este caso, “el hombre que hacía falta” ya no era él, sino el que ahora
habían encontrado los conservadores: el antiguo subalterno de Mario: Sila.

Sila (Lucio Cornelio Sila Félix)


Sila fue elegido cónsul en el año 88 a. C., tras la revolución social que Mario
había reprimido tan sanguinariamente. De familia patricia y aristocrática, pero
pobre, siempre se había mostrado reacio al uniforme militar y a la política. Su
juventud fue disoluta, la de “un niño malo de familia bien”. No cursó estudios
regulares, pero había leído mucho, conocía la lengua y literatura griegas, y
tenía un gusto refinado en arte.

Inició su carrera militar al servicio de Mario. Combatió en Numidia,


mostrándose como un magnífico comandante, sereno, sagaz, valeroso y con
gran ascendiente sobre sus soldados. Se había tomado interés por la guerra y
se divertía en ella, porque entrañaba juego y riesgo, dos cosas que siempre le
habían agradado. Siguió también a Mario en la Galia, en las campañas contra
teutones y cimbrios, contribuyendo poderosamente a las victorias. Sila destacó rápido por sus
servicios a la República cuando trabó amistad con el rey Boco I de Mauritania, familiar de Yugurta, y
consiguió que entregase al escurridizo rey africano a Roma. El prestigio militar de Sila creció de cero a
cien, pero en vez de ganarse la admiración de Mario, generó la primera fricción política entre ambos,
puesto que aquél se volvió envidioso del éxito de su subordinado y éste no hacía sino echar leña al
fuego con una actitud arrogante.

Vuelto a Roma, se sumió en su vida bohemia anterior, entre prostitutas, gladiadores, actores y
poetas. Derrotado como pretor y elegido como edil, encantó a los romanos con el primer espectáculo
de lucha entre leones. Nombrado pretor, mandó una División en Capadocia contra Mitrídates, donde
obtuvo victorias y fama. Volvió a Roma con un enorme botín, sin contar lo que él mismo se había
embolsado. Habiendo nacido aristócrata, pero pobre, sentía la misma indiferencia y desprecio por la
aristocracia que le había apoyado que por la plebe que le consideraba de los suyos.

Sila se presentó al Consulado en el 88 a. C., no para hacer política, sino para tener el mando del
ejército que nuevamente se estaba preparando contra Mitrídates. La aristocracia comenzó a ver en él a
su líder y favoreció su elección. Los populares trataron de invalidar el nombramiento proponiendo a
Mario, quien, pese a sus 70 años, todavía solicitaba puestos, cargos y honores. Pero Sila no era un
hombre dispuesto a renunciar. En vez de embarcar el ejército hacia Asia Menor, lo condujo sobre
Roma, contra el ejército que Mario había improvisado. Lo venció fácilmente y Mario huyó a África.

Sila inició la primera restauración conservadora en Roma, con mando sobre el ejército, y bajo él, un
cónsul aristócrata y otro plebeyo. Pero habiendo marchado con el ejército hacia Grecia, que era lo que
le atraía, se reinició el conflicto entre ambos bandos, culminando en guerra civil. Aunque vencieron
los patricios de Sila, Mario regresó de África, invitando nuevamente a la sublevación y marchando
sobre la capital, que estaba desguarnecida. Tras una enorme matanza, se estableció el nuevo y último
Consulado popular de Mario y Cinna, su aliado político (Mario y Cinna se declararon cónsules para

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maquillar el hecho de que habían asumido el poder a la fuerza). Mario murió en el año 86 a. C., tras
carnicerías y represalias, roído por el alcohol, sus rencores, complejo de inferioridad y ambiciones
defraudadas. Gran general; populista y pésimo político. Cinna, quien quedó como líder del bando de
los Populares, fue finalmente derrotado por Sila tras una campaña brillante y victoriosa: era
simplemente un formidable general, que conocía perfectamente a los hombres y los medios para
explotarlos, con frío y lúcido cálculo de fuerzas y debilidades. La victoria de Lucio Cornelio Sila fue
seguida de una dictadura ilimitada, un sistema que siempre había estado limitado en el tiempo a un
máximo de seis meses.

En las primeras semanas tras su toma de poder en Roma, Sila tomaba las decisiones en calidad de
procónsul. Sin embargo, sabía que necesitaba concentrar aún más poder para llevar a cabo su deseada
reorganización del Estado. Por este motivo hizo que se aprobara una ley que proponía el
establecimiento en su persona de la dictadura, una magistratura extraordinaria que no se usaba
desde los tiempos de la Segunda Guerra Púnica (218–202 a.C.).

En Roma, el hijo de Mario, Mario el Joven, se rindió finalmente a Sila, que a partir de entonces tuvo
el poder absoluto y fue el verdadero inventor del “Culto a la Personalidad”. Trató a Roma como
cualquier ciudad conquistada, sometiendo ésta a una feroz represión. Senadores y caballeros que se
habían situado al lado de Mario fueron condenados y ajusticiados. Sila necesitaba sus patrimonios
para pagar a sus soldados. Uno de los sospechosos, Cayo Julio César, sobrino político de Mario, tuvo
el valor de no renegar de él, y la condena que le cayó solo quedó en un confinamiento. Al firmar, Sila
dijo, como para sus adentros: “Cometo una tontería, porque en este chico hay muchos Marios”.

Tal y como había sucedido tras su primera marcha sobre la ciudad, el final de la guerra civil no trajo
consigo la paz, sino la represión de un bando sobre el otro. Sila pensaba que la estabilidad y la
prosperidad de antaño no habrían de regresar a Roma hasta que lograse extirpar todos los elementos
dañinos que a su juicio la estaban matando. En otras palabras, tenía que eliminar sistemáticamente a
todos sus enemigos políticos y reformar las instituciones si quería consolidarse en el poder.

A nivel institucional, el objetivo de la dictadura de Sila era fortalecer el Senado y debilitar aquellas
instituciones que habían eclipsado su preeminencia en las últimas décadas. Entre otras cosas, se
limitó todavía más el papel político de los tribunos de la plebe. A partir de ahora no podrían proponer
ley alguna sin la aprobación previa del Senado, su poder de veto quedaba restringido y al ser elegidos
quedaban inhabilitados para ejercer cualquier otro cargo público.

Durante la dictadura de Sila también se reguló el acceso al conjunto de las magistraturas,


recuperando las normas y criterios de edad que tanto se habían roto desde hacía décadas. Asimismo,
el número de pretores aumentó a ocho y el número de cuestores se incrementó a veinte. En este
sentido también se aprobó una ley que buscaba limitar la autonomía de los gobernadores provinciales,
de modo que sus decisiones estuvieran más controladas por el Senado. Precisamente en la Cámara se
sentaron 300 nuevos miembros escogidos previamente por Sila, con lo que el número total pasó a ser
600. No obstante, la dictadura de Sila fue muy particular puesto que, además de que desaparecía el
límite temporal de seis meses, se le concedió expresamente el poder para “redactar leyes y organizar
el Estado” (dictator legibus scribundis et rei publicae constituendae). En consonancia, cualquier
decreto propuesto por él se convertía automáticamente en una ley, sin necesidad de
consultar al pueblo.

De inmediato se redactaron las proscripciones, unos largos listados de acceso público que contenían
los nombres de cientos de ciudadanos que a partir de ese momento pasaron a ser enemigos públicos
de Roma. No solo se puso precio a sus vidas y se ofreció impunidad a sus asesinos, sino que se
prohibió expresamente prestarles cualquier tipo de ayuda. Además, todos sus descendientes perdieron
sus derechos como ciudadanos y sus propiedades y bienes (incluidos los esclavos) fueron confiscados
por el Estado. Entre los proscritos figuraban antiguos cónsules, pretores, tribunos de la plebe, cargos
militares, senadores y demás figuras de la élite social romana que en algún momento del pasado
habían demostrado no ser partidarios del bando silano. Sila gobernó como autócrata dos años más,

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antes de retirarse. A finales del 81 a.C., cuando consideró que su tarea de reconstrucción institucional,
social, económica y religiosa del Estado había terminado, Sila renunció voluntariamente a la
dictadura. Aun así, se mantuvo activo, puesto que fue elegido cónsul para el año 80 a.C., junto a
Metelo Pío. Para colmar los vacíos provocados por la guerra civil en la ciudadanía, concedió ese
derecho a extranjeros, sobre todo a españoles y galos. Dio sangre nueva al Senado, vaciado por las
matanzas, con miembros de la burguesía leales a él, y le restituyó a los Optimates (sobre todo) todos
los derechos y privilegios de que había gozado antes de los Gracos. Era, pues, una verdadera
restauración aristocrática. Volvió a poner los poderes en manos del Senado, restableciendo el gobierno
consular.

Finalmente abdicó y se retiró a su villa de Cumas. Poco antes de su abdicación, ya en sus 60, Sila
había conocido a Valeria, una hermosa y joven muchacha, con quien se casó y vivió feliz, hasta su
muerte. Su orgullo y prepotencia no menguaron hasta su último día en que dictó su epitafio: “Ningún
amigo me ha hecho favores, ningún enemigo me ha inferido ofensa que yo no haya devuelto con
creces”. Era verdad.

La restauración de Sila terminó por desactivar la revolución popular iniciada por los Gracos, desde la
aristocracia; y la populista de Mario, desde el proletariado. Sila no creía en nada, y menos en mejorar
a sus semejantes. Su amor por sí mismo era tan grande que no le quedaba para los demás. Les
despreciaba y estaba convencido de que lo único adecuado era mantener el orden. Creó un aparato
político y lo dejó a la aristocracia, no porque la estimase, sino porque estaba convencido de que los
populares eran aún más despreciables, y sus reformas, peores.

Diez años después de su muerte, su obra política se había derrumbado. Los patricios en el poder lo
usaron no para poner orden en el Gobierno, sino para enriquecerse, robar, corromper y matar. Todo
empezó a centrarse entonces en el dinero. En manos de una clase dirigente tan corrupta, Roma se
convirtió en una bomba que aspiraba dinero de todo el imperio, hasta la llegada del
triunvirato que formaron Julio César, Pompeyo y Craso.

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