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5/6/2017 Dionisio de Lara Mínguez, El método científico y la filosofía, Revista Cubana de Filosofía 1956

Revista Cubana de Filosofía Vol. IV, número 14


La Habana, julio­septiembre de 1956 páginas 17­23

Dionisio de Lara Mínguez

El método científico y la filosofía{*}


Uno de los problemas más fascinantes, intrincados y peligrosos que se ofrece hoy día al
cultivador de las distintas disciplinas filosóficas es, sin duda alguna, el problema de las relaciones de
la filosofía con la ciencia, o, hablando más específicamente, el problema de las relaciones de aquélla
con el método científico. Este problema constituye la piedra de tropiezo, y hasta de escándalo, donde
a menudo chocan entre sí el científico y el filósofo en ardua polémica que acaba sin vencedor ni
vencido, pero que deja a cada uno de los contrincantes la convicción de que la propia causa es la que
exhibe, muestra lo verdadero, en tanto que se cree del contrario haber extraviado el camino... Así,
cierta cosa es, que los lazos de mutua consideración y respeto que unen al científico y al filósofo son
asaz débiles. En general puede decirse que el científico ve en el filósofo un caso lamentable de
quijotismo intelectual, que quisiera curar trayéndole piadosamente a la paz y cordura que otrora
reinara en el solar manchego. Por otro lado, en los filósofos está arraigada la convicción de que el
trajín científico es quehacer secundario, que no da ni puede dar respuesta última sobre nada, ya que
siempre está sujeto a la instabilidad del mundo sensible, argumento éste que fuera expuesto bella y
genialmente por Platón en su República. Es por todo ello que los científicos, en la opinión de la gran
mayoría de los filósofos, constituyen una suerte de ciudadanos de segunda categoría en la ilustre
república del pensamiento humano. Claro está que este mutuo menosprecio entre científicos y
filósofos no siempre resulta cosa confesa, pues muy a menudo, en aras de la convivencia civilizada,
las partes en contienda guardan para sí lo que piensan del contrario.

Ya en plena Edad Media, en lo más fructífero y brillante de aquella segunda etapa de la Historia,
en el siglo XIII, el monje franciscano Roger Bacon plantea, de manera lúcida y audaz, el problema
que estamos considerando, esto es, el método de la ciencia y el de la filosofía. Efectivamente, para
Roger Bacon, según sus propias palabras, «hay dos métodos por medio de los cuales adquirimos los
conocimientos: el argumento o razonamiento y el experimento».{1} Para este filósofo y científico
medieval, gran precursor de lo que hoy se entiende por método de las ciencias, uno de estos dos
métodos que menciona, el del razonamiento, nos permite sacar conclusiones que pueden ser
admitidas por nosotros, pero este método no nos da prueba alguna, ni quita la duda, y así no hace
que la mente descanse en lo que Roger Bacon llama «la posesión consciente de la verdad», [18] a no
ser que la verdad sea descubierta por el otro método que cita: el de la experimentación. Ilustrando su
tesis nos dice que si una persona que nunca haya visto el fuego se propusiese probar por medio de
un razonamiento satisfactorio que el fuego quema y destruye objetos, el intelecto del que le escucha
no quedaría satisfecho, ni evitaría el fuego, hasta que poniendo su mano o alguna otra cosa
combustible en él, probase por este experimento lo que el razonamiento sentó. Así, pues, Roger
Bacon concluye que sólo el intelecto recibe la certeza y descansa en la posesión de la verdad
después que se ha experimentado, ya que el razonamiento por sí solo no puede dar estas cosas, que
sólo se obtienen por la experiencia. Pero este sagaz hijo del Santo de Asís no se contenta con esto y
va mucho más lejos en su aplicación del método experimental. Exige la prueba de la experiencia
incluso a las matemáticas, donde, según él mismo admite, se da la más fuerte de las demostraciones
racionales. «Presentésele a cualquiera», –dice– «la demostración más clara acerca de un triángulo
equilátero sin la experiencia del mismo: su intelecto jamás se percatará del problema hasta que no
tenga realmente en su presencia los círculos de intersección y las líneas trazadas desde el punto de
sección a los extremos de una línea recta».{2} Como vemos Roger Bacon es claro, inequívoco sobre
esta materia: nos está diciendo, casi explícitamente, que el único conocimiento verdadero,
conocimiento que en verdad merece el nombre de tal, es el conocimiento que ha sido verificado por
medio de la experimentación. Este filósofo sienta, más que ningún otro, las bases mismas sobre las
que habría de descansar el edificio imponente del empirismo inglés, en cuyo frontispicio rezan los
nombres indelebles de la tríada que forman Locke, Berkeley y Hume. Además, no cabe duda de que
Roger Bacon ya en su tiempo tenía plena conciencia de la distinción que entonces comenzaba a
perfilarse entre el conocimiento científico y el filosófico, distinción ésta que habría de acentuarse en el
decurso de los siglos, hasta venir a parar en nuestros días en un problema insoluble según algunos: el
de las relaciones de la ciencia, mejor, del método científico con la filosofía.

Una superficial apreciación de este problema puede llevarnos a pretender resolverlo ignorándolo,
diciendo, por ejemplo, que la filosofía nada tiene que ver con el método científico de observación y
experimentación y que, por ende, no existe en realidad tal problema. Esta actitud equivaldría a ignorar

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voluntariamente las dificultades y sería cosa equivalente también a derrotismo intelectual. Voces
aisladas en la Edad Media como la que acabamos de oír de Roger Bacon, clamores éstos que siglos
después fueran recogidos y dándoles sistematización e impulso extraordinario por hombres
profundamente interesados en la Naturaleza como Francis Bacon y Newton, son cosas que en verdad
están constituyendo un reto abierto a la Filosofía para que presente sus credenciales ante el intelecto
de los hombres, para que, más concretamente hablando, diga ella qué papel le toca representar
después que las ciencias y su método han invadido prácticamente todos los campos de interés
humano, obteniendo evidentes victorias que no por parciales dejan de ser victorias [19] y que
constituyen augurio de más resonantes triunfos y quizá estén alentando esperanzas de completa
victoria.

El problema del método para llegar a la obtención de un conocimiento seguro comienza, como
todos sabemos, con Aristóteles. Precisamente el gran mérito del Estagirita reside en el hecho
histórico de haber sido el primero en construir un método para la obtención de un conocimiento seguro
y en el que podamos depositar nuestra confianza, tomando como base los resultados de la
observación. Es así que Aristóteles escribe una serie de tratados sobre la cuestión metodológica que
los primeros en publicar sus obras reunieron bajo el título común de Organon, palabra cuyo significado
es «instrumento», haciendo así alusión al medio por el cual se conseguía un conocimiento verdadero.
Este «instrumento» del conocimiento verdadero creado por Aristóteles es la Lógica, siendo, por
consiguiente, el inventor de ésta. La «observación», según ya hemos señalado, forma parte de este
método como su base. De este modo el preceptor de Alejandro reunía en su sistema los dos factores
determinantes en la especulación filosófica de Occidente en la Edad Moderna, esto es, lo racional y lo
empírico, que crean los grandes sistemas racionalistas y del empirismo en el Continente e Inglaterra,
respectivamente. El racionalismo habría de culminar tardíamente en el idealismo alemán, en tanto que
la corriente empírica estaba llamada a cuajar tempranamente en la primera formulación moderna del
método científico con Francis Bacon en la primera mitad del siglo XVII.

Pero aunque Aristóteles inicia la cuestión del método científico, la crítica moderna y
contemporánea llega a la conclusión de que él «no logró nunca estructurar su método de la ciencia».
{3} Aristóteles estuvo bajo el influjo de las demostraciones geométricas y tal fue la impresión que en
él causaron estas demostraciones, que el silogismo no es más que el primer intento conocido de
trasladar la seguridad del razonamiento geométrico a los procesos del pensar corriente. Así, creyó
que el conocimiento podía demostrarse por medio de la imitación de los métodos de la geometría.
Mas el tiempo se encargó de hacer patente lo inadecuado del razonamiento silogístico para crear el
método científico. La dificultad principal reside en que el descubrimiento de los términos medios, que
es el sine qua non de la demostración aristotélica, no es obvia en todos los casos. Además, es
importantísimo tener a mano definiciones correctas para poder demostrar los conocimientos. Pero es
el caso que Aristóteles es oscuro en su explicación de los procesos para arribar a definiciones
correctas. Así, el Filósofo, como rendidamente le llamaban los escolásticos, a menudo no hacía más
que confiar en definiciones falsas o en suposiciones para sus demostraciones. Por ejemplo,
Aristóteles, para demostrar su aserto de que «la naturaleza de la cosa y la razón del hecho son
idénticas» cita el caso del trueno que lo explica como el ruido que se produce al apagar el agua de las
nubes al «fuego». Este «fuego» es, desde luego, el relámpago. Pues bien, su razonamiento es el
siguiente: ¿qué es el trueno?» ­El apagarse el fuego en las nubes» [20] y: «¿Por qué truena?»
«Porque se apaga el fuego en las nubes». La primera pregunta con su respuesta, nos está enseñando
la naturaleza de la cosa, en este caso la naturaleza del trueno, y la segunda pregunta con su
respuesta nos enseña la razón del hecho, que aquí es la causa del trueno: ambas cosas para
Aristóteles son idénticas.{4} En este ejemplo resalta elocuentemente lo inadecuado del silogismo
como instrumento de investigación científica. Por eso ya desde 1864 el inglés G. H. Lewes en su
obra titulada Aristotle, publicada en Londres, podía confiadamente expresar el siguiente juicio sobre el
Estagirita que a mí me parece definitivo: «Es difícil», dice Lewes, «hablar de Aristóteles sin
exageración. ¡Se siente que es tan poderoso, y se sabe que está tan equivocado! La Historia, ante el
conjunto de sus propósitos, lo contempla con admiración. La ciencia, aquilatando separadamente sus
pretensiones y comprobando sus resultados, los mira con indiferencia ... Su intelecto era agudo y
comprensivo; sus resultados sobrepasaron los de todos los filósofos conocidos entonces; su
influencia ha sido tan sólo superada por la de los grandes fundadores de religiones; sin embargo, si
ahora aquilatamos el resultado de su esfuerzo por descubrir verdades positivas, nos parece
insignificante cuando no erróneo. Ninguno de los grandes descubrimientos cruciales de la ciencia se
deben a él o a sus discípulos. Su intelecto vasto y activo dio un impulso a la filosofía, y el mundo
durante veinte siglos estuvo pendiente de él».{5}

El hombre destinado a propinar el primer golpe maestro a Aristóteles fue, sin duda, Francis
Bacon (1561­1626). Para esto planeó una obra monumental a la que dio el título de Magna Instauratio
(la Gran Instauración) de la cual «The Advancement of Learning» (El Progreso de la cultura) publicada

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en 1605 y el Novum Organum, esto es, el instrumento nuevo, aparecida en 1620, constituían la
primera y segunda parte, respectivamente, de su ambicioso proyecto. Bacon no terminó su obra.
Estas dos primeras partes fueron las únicas que completó del todo. Pero pueden citarse también su
Sylva Sylvarum, la cual, junto con algunos trabajos menores, representa el esfuerzo del autor de
presentar los fenómenos del universo como datos para la inducción, y corresponde, en general, a la
tercera parte de la «Gran Instauración».

El espíritu de la filosofía científica de Francis Bacon, y, por ende, del método que siguió se
encuentra condensado en los dos primeros Aforismos, como los llama, con que inicia su memorable
ensayo Novum Organum, al que diera el título alternativo de True Suggestions for the Interpretation of
Nature (Sugestiones Verdaderas para la Interpretación de la Naturaleza). El primer aforismo dice: «El
hombre, como ministro e intérprete de la Naturaleza, hace y comprende tanto como se lo permiten
sus observaciones sobre el orden de la Naturaleza, ya con respecto a las cosas, ya con respecto al
intelecto; y ni sabe más, ni puede hacer más». El segundo aforismo reza: «Ni la mano por sí sola, ni
el intelecto por sí mismo, tienen mucho poder; los resultados se obtienen con instrumentos y ayuda,
que son tan necesarios para el entendimiento como para la mano; [21] y como los instrumentos o bien
estimulan o regulan el movimiento de la mano, así aquéllos que se aplican a la mente impulsan o
protegen el entendimiento».{6} Así, Francis Bacon, bajo nuevos auspicios por él establecidos, inicia
su revolución metodológica que hace a un lado al silogismo, ya que éste, dice Lord Verulam, «no está
a la altura de la sutileza de la Naturaleza» (as being very unequal to the subtilty of nature). Y añade
que el silogismo «obliga a aceptar la proposición, pero no capta la cosa». En el Aforismo 14 del libro I
del Novum Organum, muestra este avisado Lord inglés lo que pudiera calificarse como el defecto
congénito del razonamiento silogístico y propone el remedio que, en su concepto, habría de colocar
en una recta senda metodológica al investigador científico. Oigámosle: «El silogismo consiste en
proposiciones, las proposiciones consisten en palabras, las palabras son símbolos de nociones. Por
consiguiente, si las nociones, (que forman el fundamento del todo) son confusas y descuidadamente
deducidas de las cosas, no hay solidez en la superestructura. Nuestra única esperanza la ponemos,
por tanto, en una genuina inducción».{7}

Sin embargo, al método inductivo de Francis Bacon le faltó el uso de las hipótesis, y esto le robó
el triunfo a su sistema. Es el caso que Lord Verulam no le concedió a las hipótesis el valor que
realmente tienen en la investigación científica. Sólo parece haber aceptado la hipótesis atómica de
Demócrito (470­400 a. de C.). De este modo el método baconiano de la inducción se limitó
grandemente a sí mismo. El valor de las hipótesis, consideradas éstas como hipótesis de trabajo,
cuyo reconocimiento y aplicación en la ciencia más tarde habría de rendir óptimos frutos, fue algo que
jamás cristalizó como concepto aceptado en la mente de Francis Bacon.

Ni Aristóteles ni Lord Verulam fueron capaces nunca de dar un ejemplo satisfactorio del uso de
sus respectivos métodos. No obstante ello, es cosa de aceptación universal por parte de los
científicos que el método baconiano es superior al peripatético: basta con considerar el hecho del
énfasis que el filósofo anglosajón pone en que a la observación se le añada el experimento. Sabido es
cómo Aristóteles casi no pone atención en el experimento, el cual está constituyendo la piedra
angular sobre la que descansa el colosal edificio de la ciencia moderna. Así puede afirmarse sin
titubeo que de Francis Bacon parte, en los tiempos modernos, esa manera de pensar que hoy se
conoce como científica, la cual ha creado el método de las ciencias, y que tan fuerte impacto ha
hecho en el pensar filosófico (pensemos tan sólo en el positivismo del pasado siglo y en el neo­
positivismo del presente) que los mismos filósofos han quedado escindidos en dos bandos
antagónicos: los científicos y los anticientíficos, o, lo que equivale a lo mismo, en metafísicos y
antimetafísicos.

Isaac Newton (1642­1727) impulsa grandemente la construcción del método científico. Basta
parar mientes en el hecho de que fue él, Newton, el primero en dar el verdadero sentido del uso de las
hipótesis en la investigación de las ciencias. [22] En Aristóteles la hipótesis montaba a muy poco en
verdad: era una suposición cualquiera en pro del razonamiento silogístico y frecuentemente se
suponía que habría de resultar falsa. Bacon no usó de hipótesis porque creía no necesitarlas, ya que
para él los secretos de la Naturaleza podían ir descubriéndose a medida que se iban arrancando, uno
a uno, los velos exteriores que los cubren. En cambio Newton descubrió la importancia de la hipótesis
en la integración del método científico. En carta al Padre Ignacio Pardies, notable profesor de filosofía
natural en el Colegio de Clermont, de París, dice Newton: «...el método mejor y más seguro de
filosofar, parece ser inquirir primero diligentemente las propiedades de las cosas, estableciendo estas
propiedades mediante experimentos, y después proceder más despacio a buscar hipótesis para su
explicación. Las hipótesis deben servirnos tan sólo para explicarnos las propiedades de las cosas,
pero no deben pretender determinarlas, a no ser que nos conduzcan a nuevos experimentos. Pues si
las hipótesis presentan la posibilidad de ejercer un control sobre la verdad y realidad de las cosas, no
veo cómo se puede obtener la certeza en ninguna ciencia ya que es posible establecer numerosas
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hipótesis, que parezcan solventar nuevas dificultades».{8} De esta manera Newton estaba fijando el
justo papel de la hipótesis en la ciencia, el cual vino a ser universalmente reconocido por los
científicos que le siguieron, hasta nuestros días. Como es sabido, Newton más tarde habría de
repudiar el uso de hipótesis cuando presenta sus obras al mundo; este repudio suyo es más aparente
que real, ya que conserva las hipótesis bajo un nuevo nombre que les da: queris, esto es, cuestiones,
preguntas. Esta actitud posterior de Newton sobre lo hipotético, no fue más que una concesión
desganadamente otorgada por él ante las duras controversias y obstinada oposición del ambiente
científico de su tiempo que, aun bajo el influjo de Francis Bacon, era en sumo grado anti­hipotético.
Pero en definitiva ya Newton había dejado firmemente establecido la necesidad del método de las
hipótesis para la ciencia.

Los Principia de Newton, publicados en 1687, constituyen, quizá, el más grande libro científico
que jamás haya sido escrito. Su autor recogía en esta obra los frutos de su trabajo, los cuales, nada
menos que eran los siguientes: la fundación de la dinámica y la teoría de la gravitación; el
descubrimiento del cálculo diferencial e integral; y la creación de la óptica como ciencia experimental.
Todo ello es prueba del poderoso instrumento del conocer que es el método científico.

Otros investigadores habrían de seguir a Newton en el perfeccionamiento del método de las


ciencias, hasta entrar éste en su plenitud en el pasado siglo.

Nuestra presentación parcial y a grandes trazos, de las vicisitudes del método científico, su
origen y desarrollo, es capaz de suscitar, creo, consideraciones que atañen a las relaciones entre
este método y la filosofía, relaciones éstas que, en mi opinión, son de gran interés, no sólo teórico y
abstracto, sino también humano. Al enfrentarnos con estas relaciones, la cuestión de mayor
envergadura que, a mi juicio, enseguida salta a la vista es la del papel que juega la filosofía en este
fatigoso trajín del conocer. [23] Ya a esto nos hemos referido aquí, al constatar, de pasada, la
invasión de la ciencia con su método a todos los campos de interés para el hombre. Un ejemplo
conspicuo y reciente lo tenemos en el caso de la Psicología abandonando los diversos métodos de
investigación filosófica, para instalarse, más segura de sí, a través del método científico en el cuadro
de las ciencias experimentales. Así, hoy es posible percatarse sin gran trabajo del hecho cierto de
que el método de las ciencias se está aplicando, con más o menos éxito, según los casos, a
prácticamente todas las zonas de los conocimientos humanos. Algunos dirán: «bien, que siga la
ciencia con su método invadiéndolo todo; la filosofía, no obstante ello, continuará con sus propios
recursos metodológicos en pos de lo que ella siempre ha buscado: las verdades últimas». Esto
representa la actitud seguida por gran número de filósofos y es, en efecto, una actitud práctica y
consoladora, pero una actitud que, a mi entender, después de haberse examinado atentamente no
puede ser seguida sin escrúpulos. Tratemos de concretar un poco más las cosas a ver si nos
entendemos.

El problema de la hipótesis, de tanta trascendencia para la ciencia como acabamos de ver, está
insertando, en mi opinión, la investigación filosófica en el método científico. El elemento hipotético
incluso en el método de las ciencias es un posible refugio del filosofar. El avance del movimiento
científico ha ido ensanchando a su paso el campo de lo hipotético, y tal situación ha ido acercando
más y más a la ciencia y a la filosofía, cuyo mutuo extrañamiento ha venido a ser visto como no
teniendo razón de ser. Hoy, por ejemplo, a hombres como Eddington, Jeans y Einstein, pongamos por
caso, sería difícil encasillarlos por separado como científicos a secas o como filósofos, pues la
verdad es que t son las dos cosas al mismo tiempo. La ciencia novísima que ellos representan está
unificando aun más lo científico con lo filosófico en una tarea común. Creo que hemos llegado a un
punto donde cada vez se hace más inadecuado pretender mantener separadas entre sí ciencia y
filosofía. Ni la ciencia sola, ni la filosofía sola son capaces de guiarnos a lugar seguro, pero
trabajando juntas, amparándose mutuamente rinden y rendirán siempre frutos óptimos. Ahora, eso sí,
para sellar su fructífero consorcio la una no debe regatear jamás a la otra sus legítimos derechos. El
llamado método científico que, no lo olvidemos, es obra tanto de filósofos como de hombres de
ciencia, es capaz de albergar tanto a unos como a otros. Bajo los fecundos auspicios de este método
se suscita una división del trabajo científico: por un lado, el hombre de ciencias se mueve aquí dentro
de los límites de la observación y la experimentación con sus hipótesis y teorías científicas; por otro
lado, el filósofo tiene ante sí tres tareas importantísimas que rendir, a saber, examinar y descubrir los
presupuestos de la investigación científica, combinar los resultados de las distintas ciencias en una
«teoría general del mundo» y, compartiendo en esto su tarea con el hombre de ciencias, formular
hipótesis y teorías. Es, pues, en el campo hipotético y teórico donde se confunden ciencia y filosofía.
Lo típicamente científico está en la observación y la experimentación. Vistas así las cosas creo que
la marcha del hombre hacia el dominio absoluto de la Naturaleza y de sí mismo proseguirá segura.

——

{*} Conferencia en la Sociedad Cubana de Filosofía, el 10 de marzo de 1955.


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{1} Vea: «A Treasury of science». Edited by Harlow Shapley (y otros). Pp. 42 y 43. New York, Harper,
1943.
{2} Loc. cit.
{3} Vea: La Ciencia. Su Método y Su Filosofía, por G. Burniston Brown. Cap. III. Aristóteles.
Barcelona. Ediciones Destino. 1954.
{4} Vid. loc. cit.
{5} Vid. loc. cit.
{6} Vid.: Advancement of learning and Novum Organum, by Francis Bacon (Lord Verulam). Revised
Edition. P. 315. New York, Willey Book Co., 1944. (La traducción al español de estos dos
Aforismos ha sido hecha por el autor de esta conferencia).
{7} Vid.: Op. cit. p. 316. La traducción española aquí dada ha sido hecha por el autor de esta
conferencia.
{8} G. Burniston Brown, op. cit. p. 121.

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