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Fste libro expone en qué consiste el racionalismo

filosófico, el cual —junto con ei empirismo— es uno


de los dos grandes pilares del pensamiento
occidental, Comienza por rastrear los orígenes del
racionalismo en las obras de Platón, y a continuación
analiza la obra de los grandes racionalistas del
siglo w i i : Descartes. Spino/a y l.eibniz, contrasta sus
ideas con el empirismo radical de l.ocke y llum e. y
descubre su influjo en la obra de kant y llegel. N o
obstante, la parte principal del libro está dedicada al
siglo \\. Examina los ataques del positivismo lógico
al racionalismo, el surgimiento de las ideas
neorracionalistas (por ejemplo en la lingüística de
Chomsk) >. y la función de la ra/ón dentro de la
teoría ética moderna. Finalmente, estudia el debate
contemporáneo entre los racionalistas y los
relativistas en el seno de la filosofía de la ciencia.
I.a esclarecedora introducción de John C'ottingham a
las concepciones racionalistas representa una
exposición general min necesaria acerca de una de
las corrientes más antiguas y más importantes de
nuestra cultura filosófica. 1
John (Nottingham estudió en la Merchant Taylors*
School y en el St. Johns College. Oxford, donde
obtuvo las máximas calificaciones en historia de la
filosofía moderna y de los grandes filósofos; a
continuación se doctoró en filosofía en Oxford. Fs
autor de Descartes' t'onivrsalion with tturman
<1976) y co-traductor de una nueva edición de los
Philosophical Writings de Descartes (1984). El
doctor Coftinghani ha enseñado en la Universidad de
Washington, Seattle, y en el Fxeter College, de
Oxford: en la actualidad es profesor de filosofía en la
Universidad de Reading.

Arif! r c D A i.
942075-5
S e rie Á p e ir o n
« In v it a c ió n a la filo s o fía »

Serle dedicada a la iniciación a distintas áreas de la filosofía.


Los títulos publicados interesarán a estudiantes y público en
general debido a que su enfoque y desarrollo quieren ser
una invitación amistosa v amena a descubrir y recorrer tanto
las avenidas como los senderos de la filosofía. Su lectura
representará también placer y descanso para los profesiona­
les de la filosofía, quienes encontrarán en esta serie libros
sencillos de alta calidad.

Asesores

Maríona Costa
... Eduard Gadea
Josep María Lozano
Ferran Requejo
John Cottingham

EL RACIONALISMO
Prólogo de
MAMONA COSTA y FERRAN REQUÍJO

EDITORIAL ARIEL, S. A.
BARCELONA
YA NO ES TAN RAZO NABLE SER RACIONAL

El hombre es un ser desencajado. Su capacidad de plan­


tearse cuestiones sobrepasa su posibilidad de responderlas.
Como dice Kant: «tiene la razón humana el singular destino,
en cierta especie de conocimiento, de verse agobiada por
cuestiones de índole tal que no puede evitarlas, porque su
propia naturaleza las impone, y que no puede resolver porque
no se encuentran a su alcance». Los problemas le duelen y los
medios de que dispone para curar sus dolencias no son quizás
los apropiados. Sin embargo, no sólo ansia aliviar sus males
sino que pretende que el remedio sea válido para el resto de
los humanos. Pocos medios y grandes aspiraciones.
Este desajuste se plantea ya de forma consciente desde el
principio de la filosofía. Platón formula una solución que
brinda al hombre la posibilidad de un conocimiento seguro y
universal, pero el precio de esta seguridad es la división del
mundo — incluido el ser humano— en dos partes irreconcilia­
bles: por un lado, un mundo cuasi real constituido por los
objetos que nos rodean y al cual accedemos por los sentidos.
Sentidos que nos proporcionan un conocimiento de segunda
categoría, mezquino y relativo. Por otra parte, el mundo real,
poblado de Ideas inmutables y frías, cuya perfección nos
atrae irremisiblemente pero que sólo podemos vislumbrar
por medio de la razón.
Esta escisión ha configurado todo el pensamiento poste­
rior. Ha abierto una brecha que nunca se ha vuelto a cerrar
del todo. Todo filósofo ha tenido que contestar, de una u otra
forma, al problema que Platón puso encima de la mesa y que,
muchos siglos más tarde, sigue apareciendo entre los papeles
del escritorio sin que nadie los haya podido archivar definiti­
vamente.
La pregunta sobre la ubicación de la razón en las diversas
actividades humanas, teóricas y prácticas, ha sido, pues, una
constante en la cultura occidental. Sin embargo, cada época
ya orienta las respuestas a partir de la misma resituación de
la pregunta. La filosofía del siglo actual no ha sido una
excepción en este proceso.
Pueden señalarse tres campos que, a pesar de no ser los
únicos, han incidido significativamente en el debate sobre las
posibilidades y límites de la razón contemporánea: la filoso­
fía de la ciencia, la filosofía del lenguaje y el debate en tom o al
papel de la racionalidad en la ética.
En primer lugar vemos cómo la reflexión sobre la ciencia
ha ocupado un lugar destacado en el pensamiento de las
últimas décadas. Hoy sabemos más sobre la ciencia que lo
que incluso supieron los principales científicos hasta 1930.
Además de la visión crítica que desde consideraciones éticas
o políticas ha merecido la actividad científica en nuestra
centuria, y que tiene en la escuela frankfurtiana algo más que
una parada obligada, el análisis filosófico se ha detenido
pormenorizadamente en el estudio de la misma racionalidad
teórica de la ciencia. El resultado más notorio ha sido
arrumbar las concepciones — extendidas todavía hoy en las
diversas comunidades científicas— que tienden a considerar
a aquélla como un conjunto «o b je tiv o » de conocimientos
probados, basados en la observación y en «hechos» experi­
mentales, avanzando gradualmente hacia la verdad, hacia
una descripción cada vez más exacta de la realidad. La
filosofía espontánea del científico, conformada generalmente
a base de difusas opiniones de realismo, materialismo y
objetivismo, ha sufrido una de las recomposiciones más
radicales de todo el pensamiento actual, viéndose afectadas
tanto la perspectiva racionalista como la empirista, hasta el
punto de que ha podido incluso defenderse por parte de
algunos la falta de vinculación entre racionalidad y actividad
científica. Sea como fuere, actualmente aparecen con mayor
nitidez las consideraciones sobre lo que ya no resulta defendi­
ble en tom o a la empresa científica. Así, aparecen racional­
mente hoy vedadas, la justificación del inductivismo clásico
(la ciencia empieza con la observación desde la cual se
formulan leyes generales), el verifícacionismo positivista (las
teorías se justifican en la medida en que pueden verificarse
empíricamente), la consideración de los hechos como algo
objetivo e independiente que puede decidir entre teorías
rivales, la posibilidad de falsar una teoría si no se muestra
conforme a la base experimental, la radical separación entre
ciencia y metafísica, la visión de un progreso científico
acumulativo, etc. Las relaciones entre racionalismo y em pi­
rismo tienden a fluidificarse en un nuevo «paradigm a» de lo
que haya que entender por racionalidad científica. Hemos
refinado nuestra visión de la racionalidad en la ciencia, y esto
ha conllevado una ampliación de los campos considerados,
asi como una aproximación más precisa a los límites de la
misma razón teórica.
En segundo lugar, la filosofía contemporánea se ha carac­
terizado por la fuerza de la irrupción de la reflexión sobre el
lenguaje. Recuperando el pluralismo semántico del logos
griego, pensar la racionalidad querrá decir hoy, en buena
medida, pensar el lenguaje. Grosso modo, podemos indicar
dos puntos de inflexión en este proceso. Por una parte el
cambio de «objeto y m étodo» que implica sustituir la aten­
ción hacia una filosofía de la conciencia por una filosofía del
lenguaje (giro lingüístico) conlleva el abandono de la intros­
pección o de la necesidad de postular la siempre escurridiza
noción de la «intuición», caracterizando a las condiciones
trascendentales del lenguaje como las condiciones de posibi­
lidad de los «hechos», diluyendo — podría decirse que demo-
cratizadoramente— el antiguo yo del racionalismo y em pi­
rismo clásicos en un yo trascendental que atiende al enun­
ciado público, comunicativo.
Por otra parte, sin embargo, las tendencias positivizantes
de aquel «g iro », basadas en la presunción representativa del
lenguaje del primer Wittgenstein (el lenguaje está dotado de
una estructura lógica que conduce la descriptibilidad ontoló-
gica del mundo) ha dado pie en la segunda mitad de siglo a lo
que podría llamarse '«giro pragm ático», el cual debe verse en
paralelo a la ampliación de perspectiva acaecida en el dom i­
nio de la filosofía de la ciencia (Popper, Kuhn, Lakatos, etc.)
anteriormente aludida.
La «form a lógica» del lenguaje anteriormente postulada y
no aprehendida por el positivismo da paso a la noción de
«juegos lingüísticos», un conjunto de usos y formas de vida
diferenciados con los que los individuos se «abren al mundo»,
haciendo especial hincapié en los aspectos pragmáticos, es
decir, en la relación de los signos lingüísticos con los indivi­
duos que los usan, consideración que corrige la unicidad
teórica de los análisis sintácticos y semánticos tradicionales.
El énfasis en la contextualización, el pluralismo y en la
relativización son ahora una consecuencia de cómo nos
relacionamos a través del lenguaje. La significación ya no
habrá de buscarse en verificaciones empíricas o semánticas,
sino en los usos, en las propias necesidades de los individuos.
Al ser estas últimas plurales, también lo serán las «lógicas
del lenguaje»; ya no valdrá pues apelar a una única lógica del
lenguaje, de la ciencia, etc. Se diluye, así, la noción de una
racionalidad pretendidamente fundamentadora, sea cientí­
fica o del tipo que sea. El pluralismo y la contextualización
estallan también en el interior del mismo discurso de las
disciplinas científicas: ni hay un único lenguaje, ni los len­
guajes que hay tienen una forma única. Desde el camino
iniciado por el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas.
Austin, Searle o Apel, entre otros, han mostrado las conse­
cuencias que conlleva para la racionalidad este «g iro prag­
m ático».
En tercer lugar, el ámbito de la racionalidad práctica, de
la ética, también ha visto subvertidas en los últimos tiempos
sus de por sí difíciles relaciones con la racionalidad teórica.
Y, naturalmente, los cambios acaecidos en el interior de esta
última no han dejado de afectarla. La crisis de una razón
fundamentadora que privilegiaba algunos determinados
«principios» — materiales o formales— desde los que poder
deducir comportamientos prácticos, cede el paso a posicio­
nes más racionalmente inseguras, más centradas en el caso
concreto que en la generalización o en los paraísos utópicos.
También en el universo de los valores tienden ahora a im ­
ponerse criterios o actitudes que acrecientan la importancia
del pluralismo y de la relativización. Las opciones prácticas
suelen adaptarse mal a un ideal que no acostumbra a con­
siderar las inevitables ambivalencias del mundo práctico,
o los conflictos entre los mismos valores teóricos que im pi­
den acercarnos sin tosquedades a lo universal y normativo.
Mantener esquemas de racionalidad teórica en el mundo
de la acción tiende a rigorizar, a «protestanizar», el discurso,
a maniqueizarlo y a propiciar, ya sean versiones autoritarias
y deductivistas de la autonomia moral humana, ya sean
filosofías que desvinculan totalmente la racionalidad del
mundo de la ética.
Buscar el «papel de la razón en la ética» deberá verse
como complemento que la ética juega en la racionalidad. La
dicotomía ser-deber ser pierde ahora la rigidez que tenía
cuando la racionalidad teórica pretendía el monopolio de lo
que por racionalidad o razón había que entender. La irreduc-
tibilidad del mundo del hacer al mundo del pensar, de la
racionalidad práctica a la teórica, tantas veces patente en el
ámbito político, aconseja a que lo razonable excluya usos
prepotentes de la razón tanto en la teoría (incluida la ciencia)
como sobre todo en la práctica. Pero también esta distinción
entre lo razonable y lo racional que debe salvaguardar una
inevitable y deseable tensión entre la racionalidad teórica y
práctica ha dado lugar en los últimos tiempos a que se intente
reinstaurar de nuevo el principio de la teoría como principio
rector (Es el caso de los intentos de Apel o Habermas de
pensar una normatividad lingüística o comunicativa a par­
tir de los mismos supuestos pragmáticos del lenguaje; o el
intento de J. Rawls de fundamentar, en parte sobre la
distinción racional-razonable, unos principios que tiendan
hacia una organización justa de la convivencia). Serían
intentos que tomados literalmente arrumbarían la distinción
entre las racionalidades teórica y práctica que, desde Aristó­
teles, destaca los peligros de la identificación entre bien y
conocimiento constante en occidente desde Platón. Clásicos
iconoclastas como Nietzsche, Feyerabend o Rorty pueden
ahora ser vistos como racionalistas r'efinados cuya preocupa­
ción consiste en situar a la razón en unas cotas mayores- de
razonabilidad, es decir, de humanidad.
A lo largo de la historia las respuestas a estas cuestiones
han sido múltiples. John Cottingham nos ofrece una visión de
la alternativa y evolución de dos de sus tendencias más
significativas: el racionalismo — el hombre puede alcanzar
un conocimiento universal y necesario a través de la razón
guiada por unas ideas innatas e independientes de toda
experiencia— , y el em pirism o— la mente es una tabula rasa y
sólo los datos de los sentidos, la experiencia, nos proporcionan
un conocimiento rico y a la vez libre de toda ficción. Parte de
una división algo esquemática para, luego, hacemos ver que
la frontera entre una y otra alternativa no es clara y tajante
sino que las confluencias son múltiples y enriquecedoras.
Su libro es un buen compromiso entre claridad expositiva
y fidelidad a los problemas presentados. Aunque el título es
Racionalismo, éste viene continuamente contestado por las
ideas empiristas y por la evaluación del propio autor. Y
aunque racionalismo y empirismo son respuestas al pro­
blema básico del origen del conocimiento, también van
surgiendo otras problemáticas que le son afines como los
distintos criterios de verdad, los distintos modelos lógicos y
los distintos planteamientos éticos que se siguen de una u
otra alternativa.
Debe finalmente señalarse otro rasgo fundamental de esta
obra: su autor muestra un sentimiento de afectuoso criti­
cismo hacia los autores y enfoques que expone. Su punto de
vista no solamente no es parcial y subjetivo, sino que ni
siquiera podemos decir que pretenda ser imparcial. No
quiere dar una visión objetiva del desarrollo de estos temas.
Se sabe fruto de empiristas y racionalistas y de sus controver­
sias. Por ello quiere ofrecer una interpretación dinámica y
comprensiva de su evolución. Más que favorecer a uno u otro
autor, Cottingham va a favor de la historia, del desarrollo del
pensamiento, de nuestra cultura.

M a r i o n a C o s t a i O r f il a
F e r r a n R e q u e jo i Co l l

S. Cugat del Vallés (Barcelona), primavera 1987


PRÓLOGO

Este libro se propone brindar una exposición crítica del


racionalismo filosófico desde Platón hasta nuestros días, y
quiere ser útil tanto al lector no especializado como al
estudioso que posea un interés más particular por la filosofía.
Una obra de este tipo tiene qu' sortear una difícil carrera de
obstáculos. Por un lado, no debe aburrir al especialista
apelando a una simplificación excesiva. Por el otro, no ha de
caer en tecnicismos innecesarios que no interesen al lector no
especializado. Para evitar ambos riesgos, he tratado de pro­
fundizar lo suficiente para llegar a captar la complejidad de
los temas tratados, eliminando al mismo tiempo las minucias
interpretativas y reduciendo al mínimo el vocabulario téc­
nico.
Como puede apreciarse en el pormenorizado índice, se ha
seguido una estrategia selectiva que no pretende abarcarlo
todo. N o he incluido todos aquellos pensadores que con
justicia podrían ser calificados de «racionalistas», ya que el
resultado habría sido una lista interminable de nombres y
fechas. Por el contrario, he seleccionado las figuras centrales,
los pensadores más creativos y estimulantes. A pesar de esta
reducción del campo de análisis, han tenido que omitirse
muchas cosas, ya que las ideas de los gigantes —justamente
por ser gigantes— se resisten vigorosamente a la comprensión.
Un rasgo negativo de muchos libros de texto y obras de
consulta es que a menudo se atribuye una tesis determinada a
un gran pensador, sin indicar en absoluto — o en muy escasa
medida— que se trata de una formulación original, una
paráfrasis, una reconstrucción o una reinterpretación. En el
presente volumen he tratado siempre de brindar citas exac­
tas y referencias completas a las obras originales siempre que
ha sido posible, de forma que el lector pueda llegar a las
fuentes. Cuando se menciona un autor o el título de una obra
en una nota seguida por un número entre corchetes (p. ej.
Aristóteles, Ética a N icóm aco [20]), en la Bibliografía que
aparece al final de la obra se encontrarán todos los detalles
pertinentes, en el número correspondiente. Dicha Bibliogra­
fía contiene también sugerencias sobre lecturas adicionales.
Agradezco a Oswald W o lff (Publishers) Ltd que me hayan
autorizado a utilizar, en el capítulo III, material procedente
de un ensayo sobre Leibniz que escribí originalmente para su
serie German Men o f Letters. También agradezco a Cambridge
University Press su autorización para utilizar, en el capítu­
lo V, material perteneciente a mi artículo « Neonaturalism and
its Pitfalls», que apareció originalmente en la revista Philo­
sophy. Quisiera asimismo dejar constancia de mi gratitud al
profesor Antony Flew, al profesor G.H.R. Parkinson y al
Dr. J.E. Tiles por sus numerosos y útiles comentarios y
sugerencias, y a Joan Morris, por su rápido y eficiente
mecanografiado.
TÉR M IN O S Y MÉTODOS

A menudo se supone que toda investigación debe comen­


zar «definiendo los términos» que se van a emplear. Sin
embargo, este antiguo prejuicio es poco recomendable. Si
uno desea saber qué es la democracia, la comprensión de este
concepto no se verá auxiliada en exceso por las definiciones
de diccionario como por ejem plo «gobierno del pueblo».
Sería mucho m ejor examinar de cerca cómo funcionaba la
asamblea de los ciudadanos en la antigua Atenas, o estudiar
en detalle el funcionamiento de la constitución y del sistema
electoral en un estado liberal moderno. Lo mismo ocurre con
el «racionalism o». La m ejor manera de entender este com­
plejo término no consiste en empezar con definiciones muy
exactas sino en contemplar con precisión las teorías y los
argumentos de loá principales pensadores que constituyen la
tradición racionalista. Si se desea comprender y evaluar la
visión racionalista del mundo, hemos de apelar al análisis de
las argumentaciones de los filósofos individuales. Antes de
entrar en el tema, sin embargo, es necesario aclarar unas
cuantas ambigüedades iniciales.

R a c io n a l is m o y a t e ís m o

En el pasado, sobre todo en los siglos XVU y x v m , se utilizó


con frecuencia el término «racionalista» para referirse a los
librepensadores que defendían opiniones anticlericales y
antirreligiosas, y durante un tiempo esta palabra adquirió un
m atiz claramente peyorativo (así, en 1670, Sanderson habló
con displicencia de «un simple racionalista, algo que equi­
vale en lenguaje llano a un Ateo de la última Edición...»).1El
uso de la etiqueta «racionalista» para describir una visión del
mundo en la cual no hay lugar para lo sobrenatural se está
volviendo cada vez menos popular en nuestros días. En la
mayoría de los casos, su lugar ha sido ocupado por términos
como «humanista» y «m aterialista». El uso antiguo, empero,
aún sobrevive: un ensayo reciente sobre John Stuart M ill
emplea los términos «racionalista» y «racionalism o» para
calificar la postura librepensadora y secularizante de M ili.2
Desde el primer momento hay que advertir al lector que el
racionalismo sobre el cual versará este libro — el «raciona­
lism o» en sentido filosófico— no debe identificarse con el
racionalismo en sentido secularizante. En prim er lugar, un
racionalista en sentido secularizante puede muy bien no ser
un racionalista en el sentido filosófico del término. J.S. M ili
es un ejemplo de ello: aunque M ili es el «santo patrono de los
librepensadores», su postura filosófica no es en absoluto
«racionalista» en sentido técnico (de hecho, pertenece inequí­
vocamente a la tradición «em pirista» de Locke y Hume, la
cual — como se explicará más adelante— se muestra profun­
damente escéptica con respecto a las afirmaciones del racio­
nalismo filosófico). A la inversa, y fenómeno igualmente
importante, ser racionalista en sentido filosófico no implica
para nada que uno haya de negar la existencia de Dios, y ni
siquiera mostrarse escéptico con respecto a ella. Por el
contrario, como se pondrá de manifiesto en los siguientes
capítulos, algunos de los filósofos racionalistas más famosos
colocaron a Dios en el centro mismo de sus sistemas de
pensamiento.

R a c io n a l is m o y r a z ó n

Si dejamos a un lado las cuestiones relacionadas con Dios,


la asociación obvia e inmediata que al lector no filósofo se le
plantea en relación con la palabra «racionalism o» es su
vinculación con el adjetivo afín «racional». Ambas palabras
derivan de una misma raíz etimológica: el substantivo latino
ratio, que significa «razón». En consecuencia, en su sentido
más amplio, se suele considerar que un «racionalista» es
alguien que concede un énfasis especial a las capacidades
racionales del hombre y que tiene una fe especial en el valor y
la importancia de la razón y de los argumentos racionales.
Aunque esta noción general de «racionalism o» todavía está
muy alejada del sentido técnico que posee el término, nos
aproxima un poco más a él, y por lo tanto merece un breve
comentario.
La creencia en el valor y la importancia de la argumenta­
ción racional es un requisito imprescindible para toda inves­
tigación intelectual seria. Su primer defensor, dentro de la
tradición occidental, fue Sócrates de Atenas, que con toda
justicia puede ser considerado como el fundador de la filoso­
fía. Sócrates insistió de forma constante en que no debemos
aceptar los prejuicios generalizados o las opiniones estableci­
das, sino «seguir la argumentación adonde nos lleve». Hay
que utilizar la razón para analizar nuestras creencias y
nociones, y para someterlas a un examen crítico: «una vida
sin examen no tiene objeto vivirla .»3 Este lema socrático no
fue una fórmula huera: Sócrates prefirió morir — en el 399
a.C.— antes que renunciar a su compromiso con la investiga­
ción critica y el ejercicio independiente de la actividad
racional. Más tarde, en el siglo IV a.C., Aristóteles propuso
una teoría de la naturaleza humana según la cual la racionali­
dad era el rasgo distintivo del hombre. Éste es un «anim al
racional». Entre sus capacidades no sólo se incluyen las
facultades nutritivas (que comparte con las plantas), motri­
ces y sensoriales (que comparte con los animales), sino
también la facultad racional. El hombre no se lim ita a
alimentarse, a moverse y a tener sensaciones que le permiten
ser consciente de su entorno, sino que también piensa y
razona. Nuestra capacidad de razonar— esto es, de organizar
nuestras ideas de acuerdo con un patrón lógico coherente—
es la capacidad humana más característica y decisiva, y
aquella que nos distingue de otras criaturas sensibles. En su
Ética, Aristóteles llega a sostener que la suprema felicidad del
hombre consiste en la « theoria », el ejercicio de las potencias
puramente teóricas de la razón.4
Los requisitos de la racionalidad — precisión lógica, cohe­
rencia, el compromiso de «seguir la argumentación adonde
nos lleve»— no siempre han recibido la aprobación de todos.
En la filosofía de Friedrich Nietzsche existe una paulatina
glorificación del elemento «dionisíaco» de la naturaleza
humana: el aspecto más obscuro y más emocional de nuestro
ser, que contrasta con el elemento «apolíneo», puramente
racional. Nietzsche critica la «decadencia» de Sócrates, una
decadencia que — según afirma— «h a sido provocada por la
hipertrofia de la capacidad lógica»: «Los filósofos son los
elementos decadentes de la cultura griega... El hecho básico
del instinto helénico expresa su "voluntad de v ivir" única­
mente a través de los misterios dionisíacos y de la psicología
del estado dionisíaco. » s
Este escepticismo con respecto al valor de la pura raciona­
lidad recibió el entusiasta apoyo de D.H. Lawrence: «E l
conocimiento real surge de la conciencia en su conjunto;
tanto del vientre y del pene como del cerebro y de la mente. La
mente sólo puede analizar y racionalizar. Si la mente y la
razón pretenden otra cosa, lo único que lograrán es criticar y
quedar en nada. » 6
Para muchos filósofos estos ataques a la racionalidad son
objeto de anatema. Bertrand Russell, comentando la noción
de Lawrence acerca de un tipo «re a l», no racional, de conoci­
miento (lo que Lawrence llam ó en otro pasaje «conocim iento
de sangre»), observa con sequedad: «esto me pareció simple
basura, y lo rechacé con vehemencia, aunque entonces no
sabía que conducía directamente a Auschwitz».7 Sin
embargo, aunque el ataque de Lawrence a la razón puede
resultar en parte confuso y peligroso, no lo es del todo. En
primer lugar, el menosprecio histórico de Russell no es justo:
no se puede acusar a Lawrence de las actividades de los nazis
(y tampoco es justo apelar a las ideas de Nietzsche para
justificar el fascismo, a pesar de que algunos propagandistas
nazis trataron de interpretarlas en este sentido). Además, en
defensa de Lawrence cabe afirmar que existen sin duda
muchas actividades humanas valiosas y dignas que no son
primariamente racionales o intelectuales. Pintar, bailar o
comer son elocuentes ejemplos de actividades llenas de valor
y que no requieren aptitudes analíticas estrictamente intelec­
tuales. Por supuesto, la mente queda implicada en este tipo
de actividades, pero no apelan a aquella parte nuestra que se
utiliza por ejem plo en la lógica o la matemática. En realidad,
el intento de evaluar o analizar tales actividades a través de
categorías estrictamente lógicas podría impedirnos apreciar
gran parte de su valor. Si la insistencia de Nietzsche y de
Lawrence en los límites de la razón se refiere a esto, se trata
de algo indiscutible y que hay que reconocer sin ambages. La
confusión aparece cuando nos tomamos en serio la preten­
sión de Lawrence según la cual existe un tipo «re a l» y no
racional de conocimiento que procede de «la sangre». El
conocimiento, el conocimiento proposicional o conocimiento
«que...», está relacionado necesariamente con lo que es
pertinente — con aquello que es verdad. Y si no queremos
limitarnos a actuar y a reaccionar de diversas maneras
interesantes — no limitamos a pintar y a bailar, sino a
formular aserciones consideradas como verdaderas— se
requerirán inevitablemente los criterios propios de la racio­
nalidad. Rechazar la racionalidad no equivale — ni puede
equivaler— a abrir el camino para que se desarrolle una
verdad «superior» o «m ás profunda». Por el contrario, no es
más que abandonar por completo toda pretensión de afirmar
verdades. Para que una aserción posea contenido, para que
sostenga algo que aspire a ser cierto, no puede dejar de
ajustarse a los cánones de la lógica y la racionalidad. Por
ejemplo, para que una aserción « P » tenga contenido, como
mínimo ha de oponerse a la aserción «n o P », ya que afirmar
« P » y «n o P » al mismo tiempo implica no afirmar absoluta­
mente nada. Como consecuencia, los criterios de la racionali­
dad no constituyen un lujo optativo o una obsesiva estrechez
propia de intelectuales. Son algo imprescindible para todo
aquel que se proponga decimos algo, lo que sea. Y esto se
aplica tanto a Nietzsche como a Sócrates, a D.H. Lawrence
como a Bertrand Russéll.

L O S DOS SEN TIDO S DEL « RACIONALISM O»

La noción general de «racionalism o», por lo tanto,


implica un compromiso con las exigencias de la racionalidad,
compromiso que es un requisito esencial para cualquier
sistema filosófico y, en realidad, para todo conjunto de
afirmaciones que aspiren a ser consideradas como verdade­
ras. En este sentido general, es evidente que todos los filósofos
sin excepción son racionalistas, o deberían serlo. Sin
embargo, cuando nos aproximamos al sentido más técnico de
la palabra «racionalista», las cosas son muy distintas, y se
requiere una gran cautela cuando pasamos de las connotacio­
nes generales del término a su significado filosófico especí­
fico. Por ejemplo, aunque Aristóteles hizo gran hincapié en la
razón y en la racionalidad, esto no le convierte en un «racio­
nalista» en el sentido técnico de la palabra. De igual modo,
los pensadores de la Ilustración europea del siglo xvill a
menudo son descritos vagamente como «racionalistas», lo
cual significa que defendían el uso de la razón y del raciocinio
para liberar a la filosofía de las cadenas de la superstición y
del dogmatismo. Sin embargo, un empleo generalizado de
esta etiqueta puede confundir con facilidad, porque sólo
algunos de los filósofos de la Ilustración son «racionalistas»
en sentido técnico. Leibniz, por ejemplo, pertenece clara­
mente a la corriente racionalista, cosa que sin duda no ocurre
con David Hume. La obra de Bertrand Russell nos propor­
ciona otro ejemplo de la ambigüedad de la etiqueta de
«racionalista». La defensa que hace Russell de la razón y del
raciocinio contra el irracionalismo de Lawrence nos lleva
lógicamente a calificarle de «racionalista» en sentido amplio.
No obstante, la mayoría de sus doctrinas y sus métodos
específicamente filosóficos pertenecen sin duda a la tradición
empirista y, por lo tanto, se oponen casi del todo a la postura
racionalista, en el sentido técnico de este término.

E l r a c io n a l is m o e n s e n t id o e s t r ic t o

El racionalismo, en su sentido restringido y técnico, se


opone invariablemente al empirismo, y aunque para evitar el
exceso de simplificación hay que efectuar esta distinción con
mucho cuidado, continúa siendo un punto de partida útil e
inevitable en todo análisis de la filosofía racionalista. El
empirismo — palabra cuya raíz viene del término griego
empeiria (experiencia)— es una tesis acerca de la naturaleza y
los orígenes del conocimiento humano. Existen al respecto
muchas variantes y distintas formulaciones, pero su afirma­
ción esencial sostiene que todo el conocimiento humano
procede en último término de la experiencia sensible. Los
racionalistas, en cambio, acentúan la función que desempeña
la razón como algo opuesto a los sentidos en la adquisición
del conocimiento. Algunos racionalistas condenan los senti­
dos al considerarlos como intrínsecamente sospechosos y
carentes de fiabilidad para basar en ellos el conocimiento.
Otros, sin embargo, aunque reconocen que en cierta forma la
experiencia sensible es necesaria para el desarrollo del
conocimiento humano, insisten en que jamás puede bastar
dicha experiencia por sí sola. Todos los racionalistas acos­
tumbran a defender la posibilidad de un conocimiento a
priori. Esta clase de conocimiento a veces se define como un
conocimiento poseído antes de la experiencia. Es mejor decir,
no obstante, que una proposición se conoce a priori si su
verdad puede establecerse con independencia de cualquier
observación mediante los sentidos. Los empiristas suelen
sostener que las únicas proposiciones que podemos conocer a
priori son aquellas de carácter no informativo: las tautologías
del tipo « todos los solteros no están casados», que no brindan
ninguna información acerca del mundo, sino que dependen
únicamente de las definiciones correspondientes a los térmi­
nos que las componen. La visión racionalista considera que el
conocimiento a priori no se lim ita exclusivamente a las
tautologías. Al contrario, los racionalistas formulan la cho­
cante afirmación según la cual nosotros podemos, con inde­
pendencia de la experiencia, llegar a conocer ciertas verdades
importantes y esenciales con respecto a la realidad, la natura­
leza de la mente humana y la naturaleza del universo y de lo
que éste contiene.

E l p r e j u ic io a n t i r r a c io n a u s t a

La pretensión del racionalismo de lograr un conocimiento


esencial a priori será examinada con detalle en los capítulos
siguientes. Antes de comenzar, empero, conviene señalar la
existencia de un prejuicio inicial que muchos lectores moder­
nos quizás tengan en contra del empeño racionalista, tal
como lo hemos bosquejado hasta ahora. Quizás cabe afirmar
que el «lego inteligente» promedio, sobre todo en el mundo
anglosajón, ha absorbido — de forma consciente o subcons­
ciente— una postura decididamente empirista en lo que
respecta al conocimiento humano, lo cual se aplica de
manera especial al mundo de las ciencias naturales. Existe la
impresión generalizada de que la tarea del científico es
esencialmente empírica. Los métodos científicos están — o
tendrían que estar— íntimamente ligados a la observación y
la experimentación efectivas, como algo opuesto a las teori­
zaciones abstractas. Quienes compartan esta concepción de
la metodología científica quizás se inclinen a desechar el
proyecto racionalista de investigación pura e independiente
de la experiencia sensible, como si se tratase de una especie
de juego autocomplaciente e individualista, carente de valor
práctico. El ultraempirista Francis Bacon fue quien confi­
guró hace tres siglos esta actitud, afirmando: «los empiristas
son como las hormigas; juntan y utilizan lo reunido; los
racionalistas, empero, como las arañas, emiten filamentos
que salen de ellos mismos.»'
Esta rígida dicotomía entre, por un lado, la plausible
ciencia empírica que avanza experimentalmente, y por el
otro, las fantasiosas construcciones a priori del racionalismo,
no sobrevivirán a un análisis serio de la forma en que trabaja
realmente la ciencia. La evolución reciente de la historia y la
filosofía de la ciencia vuelve cada vez más difícil el sostener
una simplista equivalencia entre la «ciencia plausible» y la
observación empírica. En el capítulo V tendremos ocasión de
contemplar más de cerca ciertos elementos actuales de dicha
evolución, pero por el momento es suficiente con advertir que
el planteamiento empirista de la ciencia está muy lejos de
carecer de problemas. A pesar del riesgo de resumir excesiva­
mente la cuestión, vamos a mencionar sólo tres de las
dificultades a las que se enfrenta el empirismo. Primero, la
senda que va desde los «hechos observados» hasta la «ley
científica» se ve asediada por espinosos problemas lógicos
relacionados con la confirmación y la solidez de la demostra­
ción; además, pocos de aquellos que consideramos «buenos»
científicos han seguido en realidad tal sendero, y ni siquiera
han pretendido recorrerlo; en tercer lugar, la noción misma
de «hechos em píricos» y de «datos observables» es algo
claramente problemático.9
Por lo tanto, en la batalla entre racionalistas y empiristas
no existe ningún m otivo para conceder por anticipado la
victoria a los empiristas. Uno de los rasgos más fascinantes de
la historia de la filosofía es la manera en que los debates
filosóficos se resisten a quedar definitivamente «zanjados».
La historia filosófica de nuestro propio siglo nos brinda un
llam ativo ejem plo de este hecho: el dominio aparentemente
inexpugnable de la postura empirista dentro de los círculos
científicos y filosóficos a lo largo de los años 30, 40 y 50 se
halla en la actualidad profundamente erosionado, y algunas
de las afirmaciones del racionalismo se han vuelto a valorar
desde una perspectiva más favorable. Estos avances recientes
se expondrán en el capitulo final. Nuestra primera tarea,
empero, consiste en rastrear los orígenes del racionalismo
durante el período clásico, y a continuación describir su
desarrollo y su florecimiento a través de los complejos
sistemas metafísicos del siglo XVII.

RACIO NALISM O : U N «CONCEPTO AGREGADO»

El contraste que se ha bosquejado entre racionalismo y


empirismo quizás dé la impresión de que los filósofos pueden
encasillarse con precisión en dos únicos apartados excluyen-
tes, cuyas etiquetas serían «racionalistas» y «em piristas»
respectivamente. Sin embargo, esto constituye una sim plifi­
cación excesiva y peligrosa. En primer lugar, no se puede
considerar el «racionalism o» como una simple doctrina «D »,
que nos permite definir a los racionalistas como todos aque­
llos filósofos — y únicamente aquellos— que comparten «D ».
Ni siquiera en el caso de nociones más concretas se logra una
definición tan exacta del problema. Por ejemplo, no podemos
decir que todos los gatos — y únicamente ellos— comparten
un rasgo « R » específico que les convierte en gatos. Existe por
el contrario un conjunto de rasgos: cuatro patas, pelaje,
bigotes, cola, domesticidad, etc. Existen casos paradigm áti­
cos de gatos que poseen todos los rasgos estándar, pero a otros
les pueden faltar uno o varios de tales rasgos (los gatos
salvajes, los gatos de la isla de Man), si bien comparten una
cantidad suficiente de los demás rasgos como para que se les
califique de gatos. En la historia del racionalismo nos encon­
tramos con un conjunto sim ilar de rasgos. Una de las tenden­
cias del racionalismo es el innalismo, que es por su parte un
com plejo conjunto de nociones según -el cual la mente está
equipada, desde el momento del nacimiento, con ciertos
conceptos fundamentales o con el conocimiento de determi­
nadas verdades fundamentales. Otra tendencia del raciona­
lismo consiste en el apriorismo, la creencia en la posibilidad
de llegar al conocimiento con independencia de los sentidos.
El necesitarianismo es otro de sus aspectos: según esta
corriente, la filosofía puede descubrir verdades necesarias
acerca de la realidad. Existen muchas otras tendencias que se
entrecruzan en lo que llamamos tradición «racionalista». El
énfasis que se les concede varía de uno a otro filósofo, y los
rasgos que nos llevan a clasificar a un pensador como
perteneciente a la tradición racionalista no siempre serán los
mismos en todos los casos.
Una segunda cautela es que las etiquetas «racionalism o»
y «em pirism o» no deben ser consideradas como algo que
delimite dos áreas exactas de territorio, mutuamente
excluyentes. A menudo se producirá un grado elevado de
solapamiento, y aunque un filósofo se ajuste en determinado
aspecto al paradigma del racionalismo, en su pensamiento
puede haber otras corrientes que revelen una postura más
empirista. Algunos comentaristas recientes han quedado tan
impresionados por el fenómeno del solapamiento que han
sugerido el abandono de las etiquetas «racionalism o» y
«em pirism o», por manifestar más inconvenientes que ven­
tajas. A pesar de todo, esto es una sugerencia errónea. Existen
muchas zonas de solapamiento entre las doctrinas de los
pensadores católicos y protestantes, pero ello no justifica un
intento de describir la historia de la religión sin referirse a
estas categorías fundamentales. De igual modo, para bien o
para mal, la etiqueta «racionalism o» es una herramienta
indispensable para entender la tradición filosófica de Occi­
dente. A pesar de los problemas de solapamiento y de mezcla
de rasgos, existe una tradición manifiesta de filosofía racio­
nalista, al igual que existe una tradición manifiesta de
teología católica o — si se nos permite la analogía— una clase
manifiesta constituida por gatos. N o necesariamente lograre­
mos una perspectiva filosófica limitándonos a rechazar m al­
humorados aquellas etiquetas que plantean problemas de
definición y de precisión terminológica. Las etiquetas pueden
ser útiles e informativas, siempre que recordemos que lo que
implican no es una única «esencia» fija, sino — como afirmó
Ludwig Wittgenstein— «una complicada red de semejanzas
que se solapan y se entrecruzan».10

L a f il o s o f ía c o m o d iá l o g o

Al desentrañar las diversas corrientes que se han dado en


el seno del pensamiento racionalista desde Platón hasta
nuestros días no nos anima un objetivo primordialmente
histórico. Es improbable que resulte fecundo un enfoque de la
filosofía que intente reducirla a una mera «historia de las
ideas», que saque a la luz antiguos fósiles para someterlos a
inspección. Esto no equivale a afirmar que haya que ignorar
la cronología. La tendencia que muestran ciertos autores
recientes, que extraen las ideas filosóficas de su contexto
propio y las utilizan como diana de tiro al blanco, provoca
graves distorsiones. Sea como fuere, para entender a un
filósofo — antiguo o moderno— necesitamos someter sus
ideas a un continuado examen crítico. Debemos discutir con
el filósofo, en vez de absorber sus doctrinas de un modo
pasivo. Aproximarse de este modo a la cuestión implica
tomar en serio la insistencia socrática en que el estudio de la
filosofía constituye esencialmente una labor dialéctica:
avanza mediante el diálogo, a través de argumentaciones y
réplicas, y no a través de una exposición lineal. Al principio
puede parecer un tanto fantástica la pretensión de entrar en
diálogo con los grandes racionalistas del pasado, con un
Descartes o un Leibniz. Sin embargo, tal empeño comienza a
resultar mucho más factible e interesante cuando uno
empieza a darse cuenta de que muchas de las cuestiones
tratadas por estos pensadores — los requisitos de un conoci­
miento adecuado, la naturaleza de la substancia, la estruc­
tura de la mente humana— en la actualidad continúan siendo
objeto de un intenso debate filosófico. Uno de los rasgos más
característicos — algunos dirían que constituye el rasgo ca­
racterístico— de los problemas filosóficos es que jamás
quedan superados, y poseen la capacidad de fascinar y
atormentar a las generaciones siguientes.
Al examinar los diversos elementos del pensamiento
racionalista y al evaluar las ideas implicadas en él, no es
posible dejar a un lado el ambiente cultural e histórico en el
que ahora nos encontramos. Sería demasiado temerario y
arrogante el suponer que nuestra propia generación ha lle­
gado a las soluciones definitivas para algunos de los proble­
mas más esenciales y perdurables de la filosofía. Sin
embargo, comparando el enfoque de los filósofos modernos
con el de sus predecesores, y viendo cómo se replantean y se
reinterpretan los problemas, quizás estemos en condiciones
de profundizar nuestro entendimiento a este respecto, y de
comenzar a distinguir entre lo importante y lo periférico,
entre las cuestiones de interés permanente y las que no son
más que obsesiones y aberraciones temporales. Quizás no sea
posible elaborar un conjunto de respuestas definitivas, y
quizás tampoco resulte deseable; lo importante es que el
diálogo continúe.

N otas

N.B. Los números entre corchetes [] se refieren a obras citadas en la


Bibliografía.

1. Robert Sanderson, Ussher's Power Princes (1670), citado por el


Oxford English D ictionary en la palabra «racionalista».
2. Bernard Crick, «John Stuart M ili» en Wintle [97].
3. Platón, Leyes [14] 667a; Protágoras [12] 333c; Apología [15] 38a5.
4. Aristóteles, Ética a N icóm a n o [24] Libro I, Cap. V il y Libro X.
5. Nietzsche [3], pp. 475,559, 561. Véase en Kaufmann [4] Cap. 4 una
visión más favorable de lo que Nietzsche queria dar a entender mediante su
glorificación de Dionisos.
6. D.H. Lawrence, E l amante de Lady Chatterley (1928), Cap. IV.
7. The Autobiography o f Bertrand Russell [5] Vol. II, p. 22.
8. En Cogitata et Visa (1607), en [6] p. 616. Oe hecho. Bacon habla a
continuación de una via media: la de la abeja, que recoge material pero a
continuación lo transforma.
9. Ver más adelante el Cap. V, sección F.
10. Philosophical Investigations [8] Parte I, sección 66.
II

LOS FUNDAM ENTOS CLÁSICOS

Los textos eruditos a menudo describen el racionalismo


como si fuese un fenómeno que comenzó y acabó en el si­
glo XVII. Esto constituye una gran equivocación. En primer
lugar, las ideas y las teorías racionalistas continúan ejer­
ciendo una considerable influencia en muchas áreas de la
filosofía actual. Y, además, la obra de los grandes racionalis­
tas del siglo XVII no brotó de la nada. Es cierto que, en
determinados aspectos, la obra de Descartes o de Leibniz
representó algo desconcertantemente nuevo y original. Sin
embargo, la configuración filosófica de muchos de los proble­
mas que les preocupaban resultaría irreconocible si no tuvié­
semos en cuenta la tradición clásica griega que habían
heredado.
Aristóteles, uno de los dos gigantes filosóficos griegos, no
suele ser calificado de racionalista, y como se verá, desem­
peñó un papel complicado dentro del desarrollo del pensa­
miento racionalista. La contribución de Platón, en cambio,
fue decisiva. En realidad, la explicación platónica de la
naturaleza y de los objetos de un conocimiento auténtica­
mente filosófico fue tan influyente que, desde muchos puntos
de vista, se le puede considerar el padre del racionalismo. Por
lo tanto, nuestra investigación tiene que comenzar por Platón
y, más en particular, por su teoría del conocimiento.

C o n o c im ie n t o y c r e e n c ia e n P l a t ó n

El prim er paso de cualquier explicación del conocimiento


consiste en distinguirlo de la creencia. A nivel intuitivo, es
obvio que existe una diferencia importante entre saber que
algo es así, y simplemente creer que lo es. Una diferencia
fundamental es que el conocimiento está vinculado con la
verdad: si alguien pretende conocer una proposición, esto
implica que dicha proposición es verdadera. Por otra parte,
las creencias pueden ser falsas, y a menudo lo son. Sin
embargo, incluso cuando una creencia es verdadera, esto no
la convierte necesariamente en un elemento de conoci­
miento. Puedo creer que hay vida en otros mundos, y quizás
tal creencia sea verdad; mi creencia, empero, no equivale a
un conocimiento. Al parecer, el conocimiento es algo que
representa una mejora sobre la creencia verdadera. Una
explicación plausible de tal mejoramiento consiste en afir­
mar que la persona que conoce no se lim ita a poseer una
creencia verdadera sino que puede brindar una explicación
que justifica o fundamenta la creencia, o argumenta por qué
es verdadera.
Platón llevó a cabo con claridad este prim er paso impor­
tante y adecuado para el análisis del conocimiento. En dos de
sus diálogos, el Teeteto y el Menón, se nos sugiere que el
conocimiento mejora la creencia verdadera ya que quien
conoce puede brindar determinada explicación de por qué es
verdadera su creencia. En el Teeteto Platón expone la opinión
de que el conocimiento es una «creencia verdadera con una
explicación» (en griego, logos); en el Menón, en cambio, se nos
dice que el conocimiento implica la capacidad de ofrecer un
razonamiento (logismos) explicativo.1 (La raíz griega logos,
presente en ambos pasajes, tiene un significado am plio e
indica, por un lado, nociones como «palabra», «lenguaje» y
«definición» y, por el otro, «pensam iento», «ra zó n » y «racio­
nalidad».)
Hasta ahora la explicación que da Platón sobre el conoci­
miento resulta bastante indiscutible, aunque harían falta
muchos más detalles para que adquiera una mayor precisión.
N o obstante, hay otros textos en los cuales Platón lucha con la
distinción entre conocimiento y creencia, y acaba por ofrecer
un análisis cuyas implicaciones son mucho más llamativas.
En la República (ca. 380 a.C.) se afirma que el conocimiento
no consiste únicamente en la creencia verdadera apoyada por
una explicación, sino que además es infalible.1 El conoci­
miento y la creencia son considerados como «potencias» o
«facultades» diferentes, de lo cual Platón extrae la (discuti­
ble) conclusión de que han de tener objetos diferentes. A
continuación, Platón explica esta supuesta diferencia entre
los objetos del conocimiento y de la creencia, diciendo que el
conocimiento está relacionado con lo que es, mientras que la
creencia se relaciona con lo que «es y no es».5
No se ha determinado con precisión a qué se refiere Platón
en este pasaje tan controvertido. Algunos comentadores han
considerado que Platón está hablando de los «grados de
realidad» o «grados de existencia». En este caso, sugeriría
que los objetos del conocimiento existen en un sentido
especial y privilegiado, mientras que los objetos de la creen­
cia flotan con incertidumbre en una zona crepuscular a
medio camino entre la existencia y la no existencia. Es muy
difícil saber a qué atenemos con respecto a esta curiosa
noción. Afortunadamente, lo que Platón dice más adelante
acerca de los objetos de creencia sugiere una interpretación
más sencilla y más plausible. Cuando tenemos una creencia
referente a un individuo bello o a una acción justa, según
Platón se plantea una dificultad, provocada por el siguiente
hecho: aquello que se supone bello o justo, puede resultar feo
o injusto desde otro punto de vista. Elena de Troya puede ser
bella este año, pero en un plazo de treinta años puede volverse
fea; una acción como por ejemplo devolver una propiedad
prestada puede ser justa en ciertos casos, pero en otros
(devolver un arma a un demente peligroso) puede ser injusta.
De igual modo, dice Platón, «las cosas que son grandes o
pesadas, desde otro punto de vista pueden muy bien ser
llamadas pequeñas o ligeras».4 Nuestras creencias conven­
cionales acerca del mundo, en opinión de Platón, padecen un
defecto básico: cuando asignamos determinada propiedad
« F » a un objeto del mundo, puede muy bien ocurrir que
— aunque desde determinado punto de vista tal objeto es
«F »— desde otra perspectiva sea «n o F ». Este argumento— el
«argumento de los opuestos», como a veces se le llama— se
propone mostrar que las propiedades adscritas a los objetos
de creencia están sujetas siempre a revisión y a reevaluación.
Tales objetos nunca poseen sus propiedades de un modo
absoluto e ilimitado.
Si de los objetos de creencia ordinarios sólo puede decirse
que son justos o bellos, grandes o pesados, de un modo
limitado o restringido, a continuación hay que plantearse si
es que existe algo que pueda considerarse como ilim itada­
mente bello o justo, grande o pesado. Platón responde a este
interrogante con un « s í» convencido. Su argumentación ha
allanado el camino para la introducción de las llamadas
«Form as», las «realidades eternas, inmutables, absolutas»,5
que en su opinión constituyen los verdaderos objetos del
conocimiento.

L A S FORMAS: REALIDAD IN M U TABLE


Y EN T E N D IM IEN TO PURO

Las referencias que Platón hace a las Formas — a lo largo


de la República y de otros diálogos— no siempre resultan
coherentes. A veces da a entender que siempre que aplicamos
un término « F » a un grupo o una clase de objetos, tiene que
haber una Forma de « F » de la cual los objetos derivan su F-
idad. Así, además de las diversas camas particulares que han
fabricado los carpinteros, existe una Forma absoluta de
Cama, que fue creada por Dios. La participación de un objeto
en esta Forma es lo que le otorga su carácter esencial de cama.
En otros lugares (p. ej. en el Parménides) Platón expresa
ciertas dudas sobre si existe una Forma que corresponda a
cada uno de los términos generales (por ejemplo, ¿existe una
Forma de «b a rro » o de «suciedad»?). La habitual denomina­
ción de «la teoría de las Formas» sugiere que Platón elabora
un conjunto de doctrinas perfectamente encadenado, y puede
ocurrir muy bien (como indican recientes estudios sobre
Platón) que sus opiniones estén menos sistematizadas y
menos elaboradas de lo que parece im plicar el nombre de «la
teoría de las Formas».6Sin embargo, existe un factor central
que resulta decisivo para nuestro objetivo: además de los
objetos de creencia — los objetos particulares que consti­
tuyen la materia de nuestros juicios habituales sobre el
mundo que nos rodea— en opinión de Platón existen también
objetos de conocimiento que poseen sus propiedades de un
modo absoluto y carente de limitaciones. Además y por
encima de las diversas cosas particulares que son p. ej. bellas,
existe lo que Platón denomina « lo bello en sí m ism o», lo que
es bello de una manera eterna, inmutable y absoluta. Y esto
— la Forma de lo bello, como opuesta a las cosas bellas
particulares— es el objeto del conocimiento filosófico.
Ahora se pone de manifiesto que un objeto como «lo bello
en sí m ism o» — la belleza absoluta— no es algo que encontre­
mos en nuestra vida corriente de todos los días. N o puede
observarse mediante los sentidos, sino que se trata de algo
cuya naturaleza es completamente abstracta o teórica, y que
por lo tanto hay que captar de un modo puramente intelec­
tual, y no de manera visible o tangible. Esto nos lleva al paso
decisivo del razonamiento de Platón, que justifica el que se le
llame padre del racionalismo. El auténtico conocimiento,
insiste Platón, exige apartarse del mundo sensible para pasar
al mundo de lo «in teligible». Aquí está presente un contraste
fundamental entre el mundo sensible — el mundo cotidiano
que nos revela los cinco sentidos— y un mundo separado
donde están los intelligibilia, un mundo en el cual los objetos
deben ser captados únicamente por el intelecto. Platón desa­
rrolla esta noción apelando a sus famosas analogías del sol, la
línea divisoria y la caverna. Estas analogías han dado origen
a una extensa bibliografía dedicada a la interpretación y a la
crítica de su pensamiento. Aquí nos bastará con un resumen
muy breve para poner de relieve el principal contraste que
Platón nos transmite. La analogía del sol sirve para contras­
tar el mundo visible con el mundo inteligible (el mundo de las
Formas): así como el sol concede visibilidad a los objetos
sensibles, la Forma suprema (que Platón identifica con la
Forma de lo Bueno) otorga inteligibilidad a los objetos del
conocimiento. El contraste crece y se agudiza a través de la
analogía de la «lin ea divisoria», cuyo elemento central
afirma que la relación entre un objeto físico y su sombra es
análoga a la relación que existe entre los objetos del intelecto
(las Formas) y los objetos de la creencia ordinaria. Así, la
persona que se preocupa por los juicios particulares acerca
del mundo físico en cierto sentido está enfrentándose con
meras sombras. Para lograr el conocimiento tiene que apar­
tarse de la percepción sensible ordinaria, y dirigir su mente
hacia arriba, a los objetos del entendimiento puro. Final­
mente, en la gráfica analogía de la caverna, Platón sostiene
que la vida del hombre corriente se asemeja a la de prisione­
ros encadenados que contemplen las temblorosas imágenes
que se proyectan contra el muro que hay al fondo de una
caverna subterránea. Primero que todo, dice Platón, los
prisioneros «tienen que ser liberados de sus ataduras y
desengañados de sus ilusiones» (presumiblemente esto
implica liberar la mente de la ceguera del prejuicio y cons­
truir un conjunto de creencias verdaderas acerca del mundo).
Esto, empero, no es más que el comienzo de la sabiduría. Para
pasar de la mera creencia al auténtico conocimiento, el
aspirante a filósofo tiene que abandonar por completo la
cueva. Tiene que elevarse sobre la lobreguez del mundo físico
y llegar hasta el mundo superior de la luz y del brillo del sol,
que representa el reino del conocimiento y de las Formas.
Una vez fuera de la caverna, podrá internarse por la senda
que conduce al conocimiento, y al final logrará contemplar
las Formas en toda su verdad y su belleza: «e l ascenso al
mundo superior y a la visión de los objetos que hay allí puede
compararse al avance ascendente de la mente hasta el mundo
inteligible».7
Detrás de estas analogías subyace un propósito que en
parte es político. El objetivo de la República de Platón
consiste en mostrar que el estado justo debe estar necesaria­
mente gobernado por aquellos que poseen el verdadero
conocimiento: los filósofos. «L a sociedad que hemos descrito
nunca se hará realidad... y no veremos el final de las penurias
de la humanidad hasta que los filósofos se conviertan en
reyes...»8 Muchos de los intérpretes de Platón, antiguos y
modernos, se han mostrado notablemente escépticos con
respecto a la practicabilidad e incluso la deseabilidad de
confiar el gobierno a una elite filosófica. Dejando de lado los
aspectos políticos de la teoría platónica, queda sin embargo
una imagen extraordinariamente atrayente del camino que
conduce al auténtico conocimiento, que ha ejercido un hondo
influjo sobre la filosofía en general, y sobre la tradición
racionalista en particular. La doctrina de Platón supone que
el logro del verdadero conocimiento exige un intento sistemá­
tico de liberar la mente del mundo cotidiano de los sentidos,
del mundo de la observación empírica y de las creencias del
sentido común.
E l a p r io r is m o d e p l a t ó n

El rechazo de Platón de los sentidos como origen del


conocimiento se pone de manifiesto con una claridad particu­
lar cuando describe su programa de educación destinado a
los futuros gobernantes-filósofos. El objetivo global del plan
de estudios platónico consiste en «apartar la mente de los
sentidos» llevándola hacia el puro ejercicio del raciocinio a
p rio ri: «L a aritmética es útil para nuestros propósitos. Eleva
la mente hacia lo alto y la obliga a argumentar sobre los
números puros, y no será perturbada por ningún intento de
lim itar la argumentación a determinados conjuntos de obje­
tos visibles o tangibles.»9 Después de la aritmética viene la
geometría, y luego — sorprendentemente— la astronomía.
Resulta, no obstante, que se trata de una «astronom ía» dé un
tipo extremadamente abstracto y no empírico: «Trataremos
la astronomía como si fuese geometría e ignoraremos los
cielos visibles si es que anhelamos dirigir la mente a un
propósito ú til.»10 En la concepción platónica, el comporta­
miento efectivo de los cuerpos celestes es irrelevante. El
conocimiento verdadero no procede de la observación del
mundo visible, sino del razonamiento matemático abstracto.
(Esta concepción no debe ser menospreciada como algo
completamente peregrino. Hay que recordar que los astróno­
mos modernos buscan y emplean leyes matemáticas notable­
mente abstractas que no son observables mediante los senti­
dos, aunque por supuesto se correlacionen con fenómenos
sensibles a través de un largo proceso de raciocinio.)
El sistema cognoscitivo de Platón no es completamente
matemático. Algunas Formas, por ejemplo la Forma de la
Justicia y la Forma de la Belleza, no son objetos matemáticos,
sin la menor duda. En otro lugar Platón declara que el
razonamiento matemático es un medio para llegar a un fin,
más que un fin en sí mismo. Sin embargo, los estudios
matemáticos se invocan de manera constante en tanto que
factor decisivo para lograr el tipo de razonamiento abstracto
al cual debe acostumbrarse un filósofo antes de lograr el
conocimiento. Platón sostiene que el conocimiento filosófico
no versa sobre aquello que es, sino sobre lo que no puede ser
de otra manera. En palabras suyas, versa sobre «la realidad
eterna, la realidad no afectada por el cambio y la descomposi­
ción »." Además, este conocimiento no es un conocimiento a
posteriori, no se deriva de la experiencia, sino que se trata de
un conocimiento a priori, derivado del razonamiento abs­
tracto e independiente de los sentidos. Platón afirma que
«hemos de esforzamos para alcanzar las realidades últimas
mediante el ejercicio de la pura razón, sin la menor ayuda de
los sentidos».12La imagen resultante es desconcertante y, en
cierto modo, seductora. Abriga la esperanza de que la filoso­
fía logre una perspectiva acerca de las verdades eternas y
absolutas que trascienden el mundo de lo contingente y lo
azaroso. Y es una concepción que, como veremos más ade­
lante, impulsó en gran medida el desarrollo de los sistemas
filosóficos de los grandes racionalistas europeos.

L O S PROBLEMAS Q U E PLANTEA LA CONCEPCIÓN


PLATÓNICA D E L CONOCIMIENTO

1. Infalibilidad y necesidad. Hemos señalado antes qu


Platón considera que el conocimiento es (a) infalible y (b)
versa sobre la «realidad eterna». La aceptación de estas
afirmaciones por los filósofos posteriores perm itió el surgi­
miento de uno de los principios generales del racionalismo: el
conocimiento no puede referirse a verdades contingentes
(proposiciones que sean verdaderas de forma accidental) sino
que debe tratar exclusivamente de verdades necesarias (pro­
posiciones que deben ser verdaderas). N o está del todo claro
que esta distinción se remonte hasta Platón. Él no la expone
de forma explícita (más adelante se mencionará una interpre­
tación alternativa de la explicación que Platón ofrece con
respecto al conocimiento). Sin embargo, es útil recordar aquí
las dificultades que provoca confinar el conocimiento al reino
de las verdades necesarias.
Muchos filósofos que han insistido en que el conocimiento
tiene que versar sobre las verdades necesarias son autores de
un despropósito desde el punto de vista lógico. Una cosa es
afirmar que existe una conexión necesaria entre el conoci­
miento y la verdad, y otra muy distinta es pretender que el
conocimiento tenga que referirse a la verdad necesaria.
Suponer que la primera aserción da pie a la segunda consti­
tuye una falacia, y tal falacia (que podría calificarse de falacia
del «cam bio m odal») puede explicarse del siguiente modo. Es
una verdad necesaria el que, si Gómez conoce P (siendo « P » la
proposición que uno quiera), entonces P es verdadera. Afir­
mar que se conoce algo equivaldría automáticamente a
afirmar la verdad de aquello que se conoce. Esto es muy
simple: no es más que una consecuencia del modo en que
funciona el verbo «conocer». Podemos expresarlo en estos
términos:
(1) «Necesariamente [si S conoce que P, entonces P es
verdadero].» Pero es una falacia variar el operador modal
«necesariamente» e inferir que:
(2) «S i S conoce que P, entonces P es necesariamente
verdadero.» El error que aquí se produce puede ilustrarse
mediante una analogía. Si una serie de tratamientos médicos
es considerada como una cura, entonces será un requisito
imprescindible que tenga éxito. Esto es muy sencillo: no es
más que una consecuencia del modo en que funciona la
palabra «cura». Podemos expresarlo en estos términos:
(la ) «Necesariamente [si X es una cura, entonces X tiene
éxito].» Pero es una falacia variar el operador m o d a l« necesa­
riamente» e inferir que:
(2 a )« Si X es una cura, entonces X es un tratamiento que ne­
cesariamente tendrá éxito.* La sentencia (2a) implica que
un tratamiento sólo puede considerarse como cura si su éxito
se halla garantizado desde el punto de vista lógico, y esto
sugiere algo muy discutible: que debamos restringir la eti­
queta «cu ra» a aquellos tratamientos que sean infalibles, que
no-puedan-menos-que-tener-éxito. Sin embargo, este requi­
sito es de imposible cumplimiento. Lo único que afirmaba la
proposición (la ) original era que una cura es un tratamiento
que tiene éxito en la realidad. Lo cual no equivale a decir que
sólo se puede considerar que un tratamiento es una cura en el
caso de que comporte una infalible garantía lógica de éxito.
Hay que señalar que Platón mismo no incurre en el tipo de
falacia que acabamos de describir. N o obstante, como dice
que el conocimiento es «in fa lib le» y que su objeto es la
«realidad eterna», con intención o sin ella preparó el camino
para restringir los objetos del conocimiento a aquellos obje­
tos que posean sus propiedades con una necesidad estricta. Y
como pone de manifiesto la exposición anterior, tal restric­
ción implica redefinir el verbo «conocer». Se nos pide que
aceptemos una versión revisada del conocimiento, de modo
que sólo resulten cognoscibles las proposiciones necesaria­
mente verdaderas, por ejemplo «dos más dos son cuatro» o
«la Forma de la Justicia es absolutamente justa». El concepto
corriente de conocimiento, empero, permite conocer las
proposiciones en el caso de que sean verdaderas de hecho,
aunque su verdad no sea algo necesario. Las observaciones
empíricas, por ejemplo «el sol b rilla» o «e l gato se acostó
sobre la esterilla», no son verdades necesarias. Son asercio­
nes contingentes que pueden ser verdaderas o no, según las
circunstancias. El platónico, empero, no dispone de argu­
mentos convincentes para excluir de la esfera del conoci­
miento estas proposiciones contingentes y empíricas. Ade­
más, el sentido común nos indica que a menudo poseemos
razones perfectamente fundamentadas para afirmar que
tales proposiciones son verdaderas, y en consecuencia se
justifica por completo nuestra pretensión de conocerlas.
Una interpretación alternativa. Algunos comentadores han
defendido a Platón contra este tipo de críticas, diciendo que él
no desea excluir las proposiciones empíricas de su concep­
ción de conocimiento, sino más bien indicar que hemos de ir
más allá de ellas, o trascenderlas, para logar una auténtica
comprensión. Desde esta perspectiva, a Platón le preocupa
mostrar que la verdadera sabiduría filosófica no sólo debe
implicar un conocimiento de lo que es verdad, sino una
comprensión de por qué es verdad (hay muchos lugares en los
que el verbo griego epistasthai que utiliza Platón parece más
próximo a nuestro concepto de «com prensión» que a un
simple «conocer»). En la República, Platón describe un
método especial para llegar a entender la realidad, al cual
bautiza con el nombre de «dialéctica». La dialéctica implica
un «m ovim iento ascendente» de la mente en dirección a los
primeros principios. Una vez que ha subido lo suficiente
como para captar el primer principio, Platón afirma que la
mente «puede volver hacia atrás y, ajustándose a las conse­
cuencias que dependen de aquel prim er principio, bajar
hacia una conclusión».11 Este pasaje es de difícil interpreta­
ción, pero al menos una parte de lo que dice Platón es que la
comprensión debe ser sistemática: para que nos demos
cuenta de por qué es verdadera una proposición, tiene que
integrarse en el seno de una estructura teórica general. En
este terreno hay que absolver a Platón de la acusación de
restringir y redefinir arbitrariamente el concepto de conoci­
miento. Por el contrario, ofrece una noción dinámica y
dialéctica del entendimiento humano, que contiene ciertos
elementos de lo que ha llegado a considerarse como una
justificación «h olista» de la explicación, tipo de justificación
que más adelante fue desarrollada a lo largo de la obra de
racionalistas como Spinoza.14La realidad no puede aprehen­
derse a trozos: el filósofo tiene que disponer de una visión
unificada de cómo se ajusta cada una de las partes dentro del
conjunto, para entender por qué las cosas son como son, y
lograr así una auténtica comprensión. Como veremos en los
dos capítulos siguientes, muchos de los debates que tuvieron
lugar entre racionalistas y empiristas durante los siglos XVII
y xvrn se centran alrededor de la posibilidad de tal compren­
sión unitaria de la realidad.

2. E l nivel de la matemática. Otro de los problemas del


enfoque del conocimiento que defendía Platón surge con
respecto a su entusiasmo ante el razonamiento matemático.
Las proposiciones matemáticas son necesariamente verdade­
ras en todo momento, pero de esto no se deduce que posean el
nivel de verdades categóricas o «absolutas». La necesidad de
los teoremas de la geometría euclidiana, por ejemplo,
depende simplemente del hecho de que mediante un razona­
miento estrictamente lógico se deduzcan de los axiomas de
Euclides. ¿Qué ocurre, empero, con los axiomas mismos?
Los axiomas son los postulados iniciales (o premisas
básicas) del sistema: no pueden demostrarse por sí mismos,
so pena de incurrir en un retroceso infinito (habría que
mostrar que son consecuencia de axiomas anteriores y así
sucesivamente, ad infinitum ).'6El resultado es que el nivel de
las verdades matemáticas parece más hipotético que categó­
rico. Son necesariamente verdaderas si los axiomas son
verdaderos; pero no son verdaderas en un sentido «absoluto».
(De hecho, la adecuada formulación de los teoremas de
Euclides es de carácter hipotético: « si se construye una figura
con tales y tales características, entonces se obtendrán las
siguientes propiedades...») Por lo tanto, es posible demostrar
teoremas muy distintos basándose en definiciones y postula­
dos iniciales que difieren entre sí. Este elemento resulta
especialmente evidente en nuestros días debido al desarrollo
de sistemas geométricos alternativos, no euclidianos, que son
tan válidos como el sistema de Euclides, pero que se cons­
truyen partiendo de conjuntos diferentes de axiomas ini­
ciales.
Es interesante comprobar que el propio Platón concede
un carácter hipotético al razonamiento matemático: «los
estudiosos de la geometría y de formas semejantes de razona­
miento comienzan dando por sentadas ciertas cosas... y las
consideran como supuestos básicos».16N o obstante, lejos de
replantear sus afirmaciones acerca de la posibilidad de un
conocimiento absoluto y no hipotético, Platón extrae en
cambio la conclusión de que el tipo de conocimiento que
ofrecen los matemáticos se halla lim itado por su nivel hipoté­
tico: «Aunque los asuntos como la geometría se preocupan de
la realidad, sólo la contemplan en una especie de sueño y
jamás con claridad, en la medida en que no ponen en tela de
juicio sus supuestos.»17Platón insiste en que el filósofo debe
trascender los procedimientos condicionales e hipotéticos
del matemático. Debe ejercer una clase especial de actividad
racional, que denomina noesis o «pensamiento puro»: «E l
pensamiento puro no trata a sus supuestos como algo dado
sino como ... puntos de partida y pasos en el ascenso hacia el
primer principio universal y autosuficiente.»"
Este movimiento ascendente del pensamiento puro que
sube hasta la verdad última y absoluta — lo que Platón
califica de primer principio autosuficiente o «n o hipoté­
tico»— es un elemento central para la visión racionalista.
Implica asimismo una afirmación desconcertante: el racioci­
nio a priori no sólo puede proporcionamos verdades concep­
tuales que se derivan de determinados postulados y definicio­
nes, sino también verdades esenciales con respecto a la
realidad. Ésta es una de las afirmaciones más controvertidas
en la historia de la filosofía, y aplazaremos su análisis hasta
que veamos cómo se desarrolló dentro de los sistemas pro­
puestos por los racionalistas posteriores. Lo que hay que
notar aquí es que el ambicioso proyecto de utilizar el racioci­
nio a priori para descubrir la estructura de la realidad
absoluta fue la elaboración teórica culminante del genio
platónico. Platón fue quien ideó aquel grandioso diseño: el
ascenso del pensamiento puro hasta que — en palabras
suyas— logra finalmente «llegar a la definición de la natura­
leza esencial de la realidad».”

P l a t ó n y l a d o c t r in a d e l c o n o c im ie n t o in n a t o

Antes de abandonar a Platón, hay que señalar otro ele­


mento de su enfoque del conocimiento. Si el conocimiento
filosófico surge «sin la ayuda de los sentidos», en tal caso es
lógico preguntarse de dónde viene tal conocimiento. ¿Cuál es
el origen de nuestro conocimiento de la realidad última, si
es que no lo es la observación del mundo que nos rodea? Decir
que su maestro o su mentor tiene que enseñarle tales verda­
des al estudioso de la filosofía no sirve demasiado como
respuesta, ya que sólo serviría para rem itir el interrogante
a la generación anterior. En cualquier caso, además, Platón
manifiesta una concepción dinámica o «dialéctica» de la
investigación filosófica, que rechaza por completo la idea de
que el conocimiento puede pasar de este modo a un receptor
pasivo: «hemos de rechazar la concepción de educación
profesada por aquellos que dicen que pueden introducir en la
mente un conocimiento que antes no estaba a llí». En cambio,
afirma Platón, «nuestra argumentación indica que esta capa­
cidad [de llegar a las verdades últimas] es innata en la mente
de todos los hombres».”
En el Menón y en otros textos, esta doctrina de las
potencias innatas de la mente se explica apelando al mito de
la anamnesis o «recuerdo». El alma es inmortal y ha visto
todas las cosas en las fases anteriores de su trayecto. Por eso,
lo que nosotros llamamos «aprendizaje» no es más que un
.recuerdo o una reminiscencia: la recuperación de aquel
conocimiento perdido, que el alma recuerda de sus encarna­
ciones previas.21Esta extraña doctrina es probablemente una
de las ideas más conocidas de Platón, y su influjo puede
apreciarse con claridad — entre otros lugares— en la famosa
Oda de Wordsworth:

Nuestro nacimiento sólo es un sueño y un olvidar:


E l Alma que se levanta con nosotros, la Estrella de nuestra vida
Había tenido en otro lugar su morada,
Y viene de muy lejos:
N o del olvido total,
Y tampoco de la desnudez profunda,
Venimos de las flotantes nubes de la gloria...22

Por evocadora que resulte para los poetas, el valor expli­


cativo de la doctrina de la anamnesis es muy escaso desde el
punto de vista filosófico. Rem itir la adquisición del conoci­
miento a una existencia previa no es más que dejar a un lado
el problema acerca de cómo llegamos a conocer a priori las
verdades, pero no soluciona la dificultad.
Sin embargo, la doctrina platónica del conocimiento
innato posee ciertos argumentos plausibles que la respaldan.
Un factor importante es la dificultad de explicar nuestra
captación de las verdades matemáticas, por ejemplo, basán­
dose en la observación sensible. En el Fedón, por ejemplo,
Platón señala que tenemos un concepto de la perfecta igual­
dad matemática, aunque ningún par de cosas que observe­
mos en nuestra experiencia corriente sean jamás perfecta­
mente iguales.2* En el Menón Platón intenta demostrar que un
joven esclavo puede ser inducido a contemplar una verdad de
la geometría (el ejemplo versa sobre las propiedades del
cuadrado) basándose en su innata aprehensión de ciertas
nociones básicas de la matemática. Según Platón, el esclavo
— aunque no había sido enseñado— poseía ya en su interior
todas las intuiciones correctas. El maestro, como una
comadrona, se limitaba a «extraer el conocimiento» formu­
lando las oportunas preguntas.24
Es posible que el crítico empirista se muestre aquí muy
escéptico, y quizás sospeche que en la «extracción» del
conocimiento el maestro ha empleado de hecho preguntas
que sirven como guía para la obtención de la respuesta que
deseaba. De un modo general, el empirista insistirá en que los
conceptos matemáticos se adquieren en la infancia mediante
los estímulos sensoriales adecuados. A esto el racionalista
replica que por más hábil que se muestre en el manejo de los
ladrillos y las fichas, un maestro será incapaz de conseguir
que un niño aprenda la más sencilla de las verdades matemá­
ticas a menos que el niño esté previamente en posesión de una
captación innata de los principios subyacentes y de las
conexiones implicadas en la cuestión. Más tarde volveremos
sobre este tema, sin pretender dejarlo resuelto aquí.25 Este
bosquejo preliminar, empero, es suficiente para señalar la
importancia del papel desempeñado por la doctrina plató­
nica del innatismo dentro de la explicación racionalista del
conocimiento.

L A CRÍTICA ARISTOTÉLICA DE PLATÓN

El papel de Platón como fundador del racionalismo puede


demostrarse con claridad, pero la contribución de Aristóteles
es mucho más ambigua. A menudo se afirma que Aristóte­
les es el fundador del empirismo, lo cual nos brinda una
imagen perfectamente dibujada de ambos gigantes filosófi­
cos griegos frente a frente, encabezando cada uno de ellos los
grandes ejércitos rivales del empirismo y el racionalismo. Sin
embargo, en filosofía las cosas rara vez son tan sencillas.
Es verdad, sin la menor duda, que Aristóteles poseía un
interés decididamente no platónico por la conducta y la
estructura detalladas de los objetos corrientes que hay en el
mundo observable. El vasto conjunto de obras científicas de
Aristóteles, sobre todo en el terreno de la historia natural,
contiene una gran abundancia de datos basados en la obser­
vación empírica. Y si se mira de forma global el enfoque que
dio Aristóteles a la ontología — la cuestión acerca de qué hay
en el mundo— se pone enseguida de manifiesto que se halla
mucho más cerca de la tierra que Platón. Para Aristóteles,
una substancia (el último portador de las cualidades) no es
una Forma abstracta sino un individuo concreto, por ejem­
plo, un hombre o un caballo en particular. En su Metafísica
Aristóteles niega de manera explícita que un universal (p. ej.
la belleza) pueda ser una substancia. En otro lugar habla con
menosprecio de la concepción según la cual existen cosas
tales como la «Form a de lo Bueno» o la «bondad absoluta».24
La bondad, según Aristóteles, no es algo trascendente; es algo
que debe encamarse en las cosas buenas particulares o
incorporarse a ellas. Este enfoque nos indica que para
muchas áreas de la investigación filosófica un punto de
partida obvio consiste en contemplar los objetos cotidianos
que hay en el mundo que nos rodea. A menudo comproba­
mos que Aristóteles (por ejemplo en sus tratados de ética) sos­
tiene que la investigación acerca de un tema determinado debe
comenzar con un examen de las «opiniones recibidas»: las
opiniones habituales y las creencias del sentido común que
tengan las personas con respecto a una cuestión específica.27
A primera vista todo esto parece muy alejado del intelec-
tualismo abstracto de Platón y de su desdén por los sentidos.
Sin embargo, un interés general por la observación empírica
no es por sí mismo suficiente para adjudicar a Aristóteles el
calificativo de empirista. Hemos de planteamos interrogan­
tes mucho más específicos y detallados. ¿Consideró acaso
Aristóteles que los sentidos eran la base última de todo el
conocimiento humano? ¿Cuál fue su actitud con respecto a la
posibilidad de un conocimiento a priori?
Con respecto a la primera pregunta, a menudo se atribuye
a Aristóteles el haber formulado la doctrina empirista según
la cual «nada hay en el intelecto que antes no haya estado en
los sentidos». Este principio — que suele enunciarse en latín,
nihil in intellectu quod non prius fuerit in sensu— niega la
posibilidad del conocimiento innato e insiste en que todos
nuestros conceptos proceden en último término de la expe­
riencia sensible. Esta máxima latina se encuentra en los
escritos de santo Tomás de Aquino, y éste creía sin duda que
al defender la teoría empirista estaba siendo fiel a la autori­
dad de Aristóteles, pero el examen del corpus aristotélico no
revela ningún equivalente griego idéntico a la frase latina
utilizada por Tomás. N o obstante, en el De Anima Aristóteles
señala que la capacidad de entender exige la capacidad de
formarse imágenes mentales; a su vez, esto exige la facultad
de percibir mediante los sentidos («a menos que las cosas se
perciban, no aprenderíamos ni entenderíamos nada»).2* Por
lo tanto, Aristóteles da con respecto á las funciones de la
mente una explicación empirista en la medida en que cree
que todo conocimiento presupone en último término la
capacidad de percibir a través de los sentidos el mundo que
nos rodea.

E l c o n o c im ie n t o d e m o s t r a t iv o
según A r is t ó t e l e s

Con respecto al conocimiento a priori, empero, no puede


afirmarse con certidumbre que Aristóteles rechace la opinión
platónica según la cual la razón nos proporciona las verdades
necesarias y esenciales acerca del mundo. Si tenemos en
cuenta la justificación general que Aristóteles formula sobre
el razonamiento científico (en los Analíticos Posteriores),
vemos que se encuentra muy influida por una concepción
axiomática o deductiva del conocimiento. En vez de insistir
sobre los procedimientos inductivos basados en observacio­
nes sensibles — como hacen los empiristas posteriores, p. ej.
Francis Bacon— , Aristóteles sostiene que el verdadero
conocimiento científico debe im plicar demostraciones lógi­
cas estrictas, que se deriven de los primeros principios:
«Puesto que es imposible que aquello de lo cual tenemos
conocimiento [científico] sea distinto de lo que es, lo que se
conoce en virtud de un conocimiento demostrativo tiene que
ser necesario. En consecuencia, una demostración es una
deducción [syllogismos] que se deriva de premisas necesa­
rias.»”
Esto parece constituir una sólida adhesión a la tesis
platónica según la cual el conocimiento de la realidad es un
conocimiento de verdades necesarias. Algunos comentadores
han intentado resistirse a este sesgo aparentemente raciona­
lista en la explicación aristotélica del razonamiento cientí­
fico, arguyendo que lo único que Aristóteles pretendía decir
era que las conclusiones de una argumentación científica
surgen necesariamente de sus premisas (como ocurre en
cualquier argumento válido), y que tal necesidad no implica
que las premisas sean ellas mismas necesarias. Ahora bien, no
cabe la menor duda de que una explicación deductiva del
razonamiento científico (que afirme que las conclusiones
tienen que deducirse lógicamente de las premisas) no implica
necesariamente el com partir la controvertida opinión según
la cual las premisas mismas son necesarias. El propio Aristó­
teles, no obstante, comparte con toda seguridad esta opinión.
Afirma de manera explícita que la ciencia versa sobre «lo que
no puede ser de otra manera». En otras palabras, defiende
una visión sólidamente necesitarista de la verdad científica.
Para Aristóteles los principios últimos de la ciencia no son,
como en la opinión empirista habitual, «hechos en bruto»
— simples aserciones contingentes que podrían ser de otra
manera. Por el contrario, la ciencia no versa sobre lo que es
verdad por azar sino sobre lo que tiene que ser cierto: «el
conocimiento científico procede de puntos de partida necesa­
rios, porque lo que es conocido no puede ser de otra ma­
nera».30
Aristóteles admite sin ambages que estos puntos de par­
tida últimos no pueden ser demostrados ellos mismos
mediante una deducción lógica (si así fuese, no serían los
principios últimos del sistema: toda demostración tiene que
detenerse en algún sitio). ¿Cómo pueden entonces llegar a
conocerse? En los Analíticos Posteriores Aristóteles declara
que los primeros principios de la ciencia son conocidos
mediante un proceso llamado epagoge. A menudo afirma que
la epagoge —junto con el razonamiento deductivo (syllogis-
mos)— es una de las dos formas en que aprendemos.31Epagoge
suele traducirse habitualmente como «inducción», pero hay
que tener cuidado para no incurrir en una equivocación y
achacarle a Aristóteles la opinión de Francis Bacon según la
cual la ciencia establece sus resultados «induciendo» leyes
generales a partir de cuidadosas observaciones y experimen­
tos que tienen lugar en casos particulares. De hecho, en
Aristóteles no encontramos nada que corresponda al
«m étodo experim ental» sistemático de la ciencia. El término
griego epagoge se deriva del verbo epagogein, que en su uso
corriente y no especializado significa «conducir»; por lo
tanto, la noción fundamental de la epagoge aristotélica es que
la mente nos «conduce» de una a otra verdad.32 Aparente­
mente, Aristóteles considera que los sentidos sólo poseen una
función heurística en el establecimiento de los primeros
principios. Los sentidos pueden guiamos en la dirección
correcta, o estimulamos hacia líneas fecundas de pensa­
miento. Sin embargo, por sí mismos no pueden establecer la
verdad de las proposiciones necesarias. N o nos proporcionan
el conocimiento de «lo que no puede ser de otra manera» (la
epagoge, insiste Aristóteles, no puede conducimos por sí sola
al conocimiento verdadero o episteme). ¿Cómo podremos
entonces adquirir el conocimiento de estas necesidades últi­
mas? La solución aristotélica consiste en afirmar que conoce­
mos los principios científicos mediante la intuición racional,
aquella facultad que denomina nous, y que está íntimamente
vinculada con el término noesis, que Platón aplica a la
aprehensión racional pura.13A pesar de la imagen convencio­
nal de Aristóteles como defensor del empirismo en contra del
racionalismo platónico, el modelo de conocimiento científico
que elabora parece estar en estricta dependencia del modelo
a priori y necesitarista de Platón.

L a s in t e r p r e t a c io n e s r e c ie n t e s
de A r is t ó t e l e s

Conviene señalar que ciertos estudios recientes han indi­


cado la posibilidad de interpretar a una luz muy diferente la
teoría aristotélica del conocimiento científico deductivo. En
opinión de un especialista moderno, en realidad a Aristóteles
no le interesa brindar una explicación de la lógica del
descubrimiento científico. En los Analíticos Posteriores no se
propone explicar cómo deben avanzar los científicos en su
búsqueda de la verdad, sino describir el método correcto para
enseñar o impartir conocimiento: «... la teoría de la ciencia
demostrativa jamás aspiró a guiar o a form alizar la investiga­
ción; versa exclusivamente sobre las enseñanzas que ya se
hayan obtenido acerca de los hechos; no describe cómo
adquieren el conocimiento los científicos, o cómo deberían
adquirirlo: brinda un modelo formalizado sobre cómo los
maestros deben presentare impartir conocimiento».14
En otro estudio reciente se emplea el modelo aristotélico
para formular las condiciones necesarias para la explicación
científica. Explicar un fenómeno equivale a entender por qué
ocurre, y a su vez esto implica mostrar que se puede deducir
de los primeros principios autoexplicativos: «Cuando Aristó­
teles afirma que la episteme [término que habitualmente se
traduce por "conocimiento”] versa sobre lo que no puede ser
de otra manera, tal afirmación no debe interpretarse... como
una herencia no inventariada de Platón, sino como una tesis
esencial que aspira a poner en evidencia una noción contem­
poránea de entendimiento. Tal entendimiento está consti­
tuido por el conocimiento de la explicación de las conexiones
necesarias que existen en la naturaleza. » 35
Examinar estas reelaboraciones de la filosofía aristotélica
de la ciencia es algo que supera el alcance de este libro. Sin
embargo, sea cual fuere nuestra interpretación de Aristóteles,
no puede negarse que él sostiene que la ciencia — hasta cierto
punto— implica la aprehensión de verdades necesarias
acerca de la realidad o de conexiones necesarias en el mundo
de la naturaleza. Este elemento del pensamiento aristotélico
es el que en cierto modo permite calificar de « racionalista» su
enfoque doctrinal (como veremos, la noción de verdad nece­
saria y de conexiones necesarias ocupa un lugar muy desta­
cado en el pensamiento de los grandes racionalistas del si­
glo XVII).
Como este enfoque necesitarista de la ciencia puede ser
interpretado como paradójico y obviamente erróneo por
muchos lectores, quizás valga la pena señalar que los filóso­
fos actuales no consideran en absoluto que se trate de algo
completamente insostenible. En los años 30 y 40 de nuestro
siglo, cuando predominaba una filosofía de la ciencia radical­
mente empirista, la mayoría de los filósofos insistían en que
la ciencia sólo podía ocuparse de los hechos contingentes, y
condenaban explícitamente la noción aristotélica según la
cual el conocimiento científico consiste en lo que «n o puede
ser de otra manera». Los avances filosóficos recientes,
empero, han hecho que el modelo aristotélico parezca más
plausible. Primero, han surgido dudas considerables acerca
de si se puede trazar una divisoria tajante e instantánea entre
las proposiciones «analíticas» (necesariamente verdaderas y
no rectificables) y los juicios «sintéticos» (los que versan
sobre hechos contingentes de la experiencia). En segundo
lugar, se ha vuelto a examinar en su integridad la noción de
«necesidad» en la ciencia, y ciertos filósofos creen ahora que
los científicos pueden descubrir necesidades «reales». En
otras palabras, se admite que la ciencia puede ir más allá de
las meras correlaciones contingentes e investigar las propie­
dades esenciales de las cosas — aquellas propiedades que «no
pueden ser de otra manera». En el último capítulo vamos a
examinar estos desarrollos.34

R a c io n a l is m o y é t ic a e n P l a t ó n y A r is t ó t e l e s

Nos parece útil concluir esta exposición de los anteceden­


tes clásicos del racionalismo con una breve mención de cómo
se aplica esta doctrina a las cuestiones de orden práctico que
plantea la ética (como algo diferente a las cuestiones teóricas
de la verdad filosófica o científica). Según Platón, nosotros
captamos a priori las nociones éticas como por ejemplo la
justicia y la bondad, en tanto que Formas últimas. En
consecuencia, para dicho autor no existe una diferencia
esencial entre la forma en que estudiamos la bondad y la
forma en que estudiamos las verdades abstractas de la lógica
o la matemática; en último término, la verdad y la bondad
están enlazadas entre sí, como aspectos de la Forma Suprema
que es fuente de toda la realidad.
Una de las críticas que tradicionalmente ha formulado el
empirismo a la teoría racionalista de la verdad última es la
siguiente: lo único que puede indicamos la razón es qué se
sigue de qué, pero no nos puede decir qué es lo «absoluta­
mente» verdadero. En la esfera de los asuntos prácticos, la
correspondiente crítica empirista afirma que la razón sólo
nos puede hablar de mediós, pero no de fines. Puede decimos
qué hemos de hacer si deseamos este fin o aquel otro, pero por
sí misma no nos puede indicar qué fines debemos desear. «L a
razón por su cuenta», sostiene sucintamente Hume, «jamás
puede producir una acción o hacer que brote una volición...
La razón es y debe ser únicamente la esclava de las pasio­
nes».37Esta crítica empirista de la razón y de sus limitaciones
en la esfera práctica se resume de forma concisa en el antiguo
adagio latino « intellectus n ih il m ovet», que podemos traducir
libremente como «e l intelecto, por sí solo, no da inicio a
nada». La razón puede indicamos cómo llegar a nuestro
destino, pero no adónde debemos ir.
El principio « intellectus nihil movet» constituye de hecho
la traducción directa de un texto aristotélico. Sin embargo,
quienes citan esta frase como una demostración del enfoque
«em pirista» que Aristóteles da a la ética no tienen en cuenta
que sólo es parte de una sentencia más compleja. El pasaje en
cuestión dice lo siguiente:« El intelecto por sí solo no da inicio
a nada, salvo cuando se trata del intelecto práctico, que se
dirige hacia un fin. » MAristóteles sostiene a continuación que,
al mismo tiempo que establece cuáles son los medios necesa­
rios para llegar hasta los fines deseados, el intelecto o la razón
interviene en la determinación de los fines en sí mismos.
Aristóteles no aceptaría la opinión de Hume según la cual la
razón no es más que la alcahueta o la sirvienta de las
pasiones. El elemento decisivo — que ignoran quienes echan
en el mismo saco a Aristóteles y a Hume— es que el hombre
virtuoso, dentro del planteamiento aristotélico, no da por
sentados sus fines o sus metas: al contrario, tiene que com­
probar su propia conducta para ver si está de acuerdo con
lo correcto (el orthos logos). Al parecer, la determinación de lo
correcto hay que efectuarla a la luz de una concepción global
y racionalmente estructurada de aquello que es la vida
buena. La persona que Aristóteles llama phronimos — el
hombre con sabiduría práctica— debe utilizar sus potencias
racionales para elaborar esta concepción global de la vida
buena.39
Nos apartaría demasiado del objeto de este libro el
brindar una explicación detallada de la sutil y compleja
concepción que Aristóteles posee con respecto al razona­
miento ético. Sin embargo, el breve resumen que acabamos
de hacer deja en claro que calificar a Aristóteles de «antirra-
cionalista» resulta tan erróneo en la esfera ética como en la
esfera del conocimiento científico. Por supuesto, esto no
equivale a decir que Aristóteles sea un mero discípulo de
Platón. Desde muchos puntos de vista, aquél se aparta del
racionalismo radical de su maestro. Citemos sólo dos ejem­
plos: Aristóteles, como ya señalamos, rechaza con firmeza la
teoría de los absolutos trascendentales o Formas; y en
segundo lugar, no acepta la opinión platónica según la cual
todo el conocimiento se halla interconectado (insistiendo,
por ejemplo, en que la ética y la ciencia poseen métodos
diferentes y aspiran a diferentes niveles de precisión).40 A
pesar de todo, es instructivo comprobar que Aristóteles — a
pesar de que indudablemente se trataba de un genio original
y creativo— recae con frecuencia y a pesar suyo en la
seductora visión platónica de la filosofía como sistema jerár­
quico cuyos primeros principios han sido establecidos
mediante la luz de la razón. En los capítulos siguientes
veremos cuán duradera ha resultado esta visión platónica.

N otas

1. Teeteto 200/1 (ver Comford [10]); Menón 97/8 (ver Sesonske [131]).
2. República 477e (ver Lee [11]). Cf. Teeteto 152c.
3. República 479.
4. ¡bid.
5. Ibid.
6. Ver Annas, An Introduction to Plato's Republic [ 16] Cap. VIII.
7. República 517.
8. Ibid. 473.
9. Ibid. 525.
10. Ibid. 530.
11. Ibid. 485.
12. Ibid. 532.
13. Ibid. 511.
14. Ver más adelante el Cap. III. Con respecto a esta interpretación más
favorable de la opinión de Platón cf. Annas [16] Caps. VIII y IX.
15. Hay que advertir que la formalización euclidiana de la geometría no
tuvo lugar hasta que transcurrieron varías generaciones posteriores a
Platón; la noción según la cual la geometría reposa sobre postulados no
apareció ni en Platón ni en Aristóteles.
16. República 510.
17. Ibid. 533.
18. Ibid. 511.
19. Ibid. 511.
20. Ibid. 518.
21. Menón 18.
22. William Wordsworth, «Ode, Intimations of Immortality from
Recollections of Early Childhood» (1807).
23. Fedón 72/7 (ver Tredennick [ 15]).
24. Menón 82bss.
25. Ver más adelante. Cap. IV, sección A, y Cap. V, sección D.
26. M etafisica Z 13(1036b6)(verSmithy R o s s Í H ] ; Ética a N icó m a co L .
I, Cap. VI (ver Thompson [24]).
27. Ética a N icóm a co L. I, Cap. VII.
28. De Anima III, 8 (ver Hamlyn [23a]).
29. Analíticos Posteriores 1,4 (73a21) (ver Barnes [23b]).
30. Ibid., 6 (74b5).
31. Ibid.. 12 (78a34) y 1,18 (81a40). Cf. Ética a N icó m a co L. VI, 3 (1 139b-
26/8).
32. Si se desean más detalles sobre la noción aristotélica de epagoge ver
Ross [27] 38ss; y Bames, «Aristotle’s Theory of Demonstration», en Articles
on Aristotle [28] Vol. I, pp. 77ss.
33. Analíticos Posteriores II, 19 (ÍOObS); cf. Platón, República 511. Ver
Acluill [25] Cap. VII para más detalles sobre la filosofía aristotélica de la
ciencia.
34. Bames [28] p. 77.
35. M.F. Bumyeat, «Aristotle on Understanding Knowledge», en Aristo­
tle on Science: The Posterior Analytics [29].
36. Ver más adelante, Cap. V, sección C.
37. Hume, A Treatise o f Hum an Nature (1739-40), [72] L. II, Parte 3,
sección 3.
38. Ética a N icóm a co, L. VI (1139a36). Ver también Bambrough, M ora l
Scepticism and M oral Knowledge [134] Cap. IX.
39. É tica a N icóm a co, L. VI y L. II, Cap. VI. Ver también Richard
Sorabji, «Aristotle on the role of Intellect in Virtue» en Rorty [30].
40. É tica a N icóm a co, L. I, Cap. U.
I ll

A. René Descartes (1596-1650)

L a DUDA CARTESIANA Y LA FORMA DE SOLUCIONARLA

Por lo general, y con toda justicia, se considera que


Descartes es la figura esencial de la transición entre la
filosofía clásica y la moderna. N o se trata tanto de las
doctrinas que haya formulado —en la actualidad se han
puesto en tela de juicio buena parte de ellas— sino de cómo
concibe la indagación filosófica. Descartes inventó por su
cuenta una imagen sorprendente y muy atractiva del método
al que debía ajustarse el filósofo en su búsqueda de la verdad:

Hace ya mucho tiempo que me he dado cuenta de que,


desde mi niñez, he adm itido como verdaderas una porción de
opiniones falsas, y que todo lo que después he ido edificando
sobre tan endebles principios no puede ser sino muy dudoso e
incierto; desde entonces he juzgado que era preciso acom eter
seriamente, una vez en mi vida, la empresa de deshacerm e de
todas las opiniones a que había dado crédito, y em pezar de
nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y
constante en las ciencias.'

Ésta es la frase inicial de uno de los libros más famosos en


la historia de la filosofía, las Meditaciones metafísicas, publi­
cadas en latín en 1641. Dentro de la concepción cartesiana, el
filósofo debe partir de cero: tiene que liberarse a sí mismo, de
manera sistemática, de las proposiciones que han sido acu­
muladas en el pasado y de las opiniones preconcebidas que ha
adquirido a través de sus padres y maestros.
El instrumento utilizado para esta operación de limpieza
es la famosa «duda metódica»: «D ecidí rechazar como abso­
lutamente falso todo aquello de lo cual pudiese imaginar la
más mínima duda, para comprobar si al final me quedaría
alguna creencia que fuese absolutamente indubitable.»2 La
duda de Descartes se presenta en tres fases. Primero, se
rechaza el testimonio de los sentidos: «d e vez en cuando he
descubierto que los sentidos me engañan, y es prudente no
confiar jamás del todo en aquellos que nos han engañado,
aunque sólo sea una vez». Luego, se rechazan también los
juicios acerca de la experiencia actual. La creencia en que
«estoy sentado junto al fuego, sosteniendo este trozo de
papel» parece — a primera vista— un tipo de juicio tan
certero que sólo un loco lo pondría en duda; no obstante, es
posible que yo esté soñando, en cuyo caso mi juicio es falso. El
alcance de este argumento (se le ha llamado posteriormente
el «argumento del sueño») se amplía con objeto de suscitar la
duda sobre cualquier juicio que yo efectúe con respecto al
mundo externo; sin embargo, no impugna las verdades de la
lógica y la matemática, porque «esté yo dormido o despierto,
dos más tres son cinco y un cuadrado sólo tiene cuatro lados».
En este momento surge la tercera clase de duda, la más
devastadora. Supongamos que existe una deidad engañadora
que me hace equivocar cada vez que sumo dos más tres o que
cuento los lados que tiene un cuadrado. Si existiese esta
especie de «genio m aligno» — y hasta el momento me es
imposible desechar tal posibilidad— no hay absolutamente
nada que quede exento de duda.1
Una vez que se ha llevado hasta el último extremo esta
duda metódica, Descartes comprueba que existe al menos
una verdad — un «punto firm e e inam ovible»— que ni
siquiera el escepticismo más exagerado está en condiciones
de afectar. Si existe un genio engañador, «indudablemente
también yo existo, si es que él me está engañando. Por más
que él me engañe lo más que pueda, nunca hará que yo sea
nada, en la medida en que pienso que soy algo». Por lo tanto,
« pienso, existo es, por necesidad, verdadero siempre que yo lo
afirme o sea concebido por mi m ente».4
Hemos llegado así al punto de arranque del sistema
filosófico de Descartes: el conocimiento que tiene el indivi-
duo acerca de su propia existencia. En otro pasaje este
principio asume la célebre formulación «pienso, luego
existo» (je pense, done je suis, o en latín, cogito ergo su m )} Una
vez establecida su propia existencia. Descartes se dedica
ahora a investigar cuál es su naturaleza o esencia. ¿Qué clase
de cosa soy yo? No soy, esencialmente, un ser físico, ya que
— aplicando el método de la duda— puedo dudar de que
posea un cuerpo, o de que existan siquiera los objetos exter­
nos. Los únicos atributos que no puedo negar de mí mismo
son los mentales, y por lo tanto he de inferir que «soy una
substancia cuya naturaleza o esencia completa consiste en
pensar, y cuyo ser no requiere ningún lugar ni depende de
nada m aterial».6
La descripción del conocimiento que lleva a cabo Descar­
tes comienza ahora a adquirir forma. Él sabe que existe; sabe
que es esencialmente una cosa pensante. Además, es cons­
ciente de sus propias imperfecciones, y también es consciente
de que tiene en su interior la noción de un ser supremamente
perfecto. Mediante una complicada argumentación cuyos
detalles podemos om itir aquí, Descartes explica que dicha
noción tiene que haber sido colocada en él por un ser perfecto
realmente existente: Dios. Y dada la existencia de un Dios
perfecto y benévolo que no le engañará siempre que utilice el
poder de la razón de forma cuidadosa y metódica, queda
abierto el camino para desarrollar un análisis sistemático del
funcionamiento del mundo físico.

La d e s c r ip c ió n CARTESIANA DE CONOCIMIENTO;
E L RECHAZO DE LOS SENTIDOS

Lo primero que llama la atención del lector en el método


filosófico de Descartes es su actitud notablemente individua­
lista. El sujeto que medita, en soledad junto a la chimenea de
su hogar, trata de desembarazarse de los prejuicios del
pasado y reflexiona sobre su propia naturaleza y existencia. A
primera vista, todo esto parece muy alejado del gran
proyecto racionalista de Platón: el rechazo de la particulari­
dad, la afirmación de un re\no de realidades impersonales y
objetivas que existen independientemente. Sin embargo,
cuanto mayor sea el detalle con que contemplemos la filoso­
fía cartesiana, con más claridad se hace evidente su tendencia
profundamente racionalista. Para empezar, Descartes — al
igual que Platón— insiste de forma constante en que la mente
debe «apartarse de los sentidos» para lograr un conocimiento
verdadero. Ello se debe, en parte, a que — como ya hemos
visto— nuestros juicios corrientes acerca del mundo externo
son susceptibles de error; las percepciones sensibles pueden
estar sujetas al error y a la ilusión; en realidad, todas nuestras
supuestas observaciones pueden consistir en engaños o sue­
ños. Sin embargo, esto constituye sólo la mitad de la historia,
y los comentadores que estudian los argumentos de Descartes
limitándose a seguir la senda propia del escepticismo con­
vencional olvidan un factor decisivo. Aunque ya se haya
dejado atrás la duda metódica, Descartes continúa insis­
tiendo en que nuestros sentidos, incluso cuando funcionan a
la perfección, nos informan de un modo intrínsecamente
poco fiable acerca de la verdadera naturaleza de la realidad.
Esto se comprueba con claridad en la exposición que Descar­
tes realiza acerca de nuestro conocimiento del mundo físico;
el filósofo utiliza como ejemplo un trozo de cera.

Tomemos, por ejem plo, este pedazo de cera; acaba de salir


de la colmena; no ha perdido aún la dulzura de la miel que
contenía; conserva algo del olor de las flores, de que ha sido
hecho; su color, su figura, su tamaño son aparentes; es duro,
frío, m anejable y, si se le golpea, producirá un sonido... Mas he
aquí que, mientras estoy hablando, lo acercan al fuego; lo que
quedaba de sabor se exhala, el olor se evapora, el color
cam bia, la figura se pierde, el tam año aumenta, se hace
líquido, se calienta, apenas si puede ya manejarse y si lo
golpeo ya no dará sonido alguno... ¿Qué es, pues, lo que en este
trozo de cera se conocía con tanta distinción? Ciertam ente no
puede ser nada de lo que he notado por medio de los sentidos.7

Las propiedades sensoriales que posee normalmente la


cera, afirma Descartes, no nos indican nada acerca de su
naturaleza esencial. Cabe deducir que la única propiedad
esencial de la cera consiste en la extensión: no es más que una
res extensa, una cosa con extensión, que posee longitud,
anchura y profundidad, y que es capaz de asumir una
cantidad infinita de formas geométricas. Sin embargo, esto
no es lo que percibimos a través de los sentidos o de la
imaginación, porque sabemos que la cera es capaz de adoptar
muchas más formas de las que podamos observar en la
realidad o de las que podamos imaginamos. Por lo tanto
«sabemos que los cuerpos no se perciben estrictamente
mediante los sentidos o por la facultad de la imaginación,
sino únicamente por el intelecto».*
La clave de este conocimiento puramente intelectual es la
lux naturae o «lu z natural»: la capacidad innata que Dios
otorgó a nuestro intelecto con objeto de llegar a la verdad por
medio de « ideas claras y distintas ». Estas percepciones claras
y distintas no tienen nada que ver con las percepciones de los
sentidos; al contrario, se trata de aquellas percepciones
puramente intelectuales que aparecen en nosotros cuando
contemplamos las proposiciones matemáticas, elementales y
evidentes por sí mismas. En realidad, las propiedades de la
cera que percibimos clara y distintamente son propiedades
matemáticas, y más en particular, propiedades geométricas:
la cera es, por esencia, algo que puede extenderse en tres
dimensiones.

La f u n c ió n d e l a m a t e m á t ic a

Este factor que acabamos de mencionar posee una impor­


tancia fundamental para la comprensión de la física carte­
siana. Descartes concibe el conjunto del conocimiento como
una unidad sistematizada: «la filosofía es como un árbol
cuyas raíces están formadas por la metafísica, el tronco es la
física, y las demás ciencias constituyen las ramas».9 Esto
significa que las intuiciones filosóficas formuladas en las
Meditaciones tienen que aplicarse asimismo al detallado
análisis que efectúa Descartes con respecto al universo físico.
Nuestra visión del mundo basada en el sentido común
depende en gran medida de que atribuyamos a los objetos
determinadas cualidades sensibles, por ejemplo la dureza, el
color, el peso, etc. Sin embargo, Descartes insiste en que no
hay lugar en la ciencia para estas propiedades no esenciales:
Supongamos que nos dedicam os a exam inar la noción que
tengamos acerca d e ... una piedra, y que dejemos fuera todo lo
que sabemos que no resulta esencial para la naturaleza de un
cuerpo. Antes que nada, excluirem os la dureza porque si la
piedra se funde o se pulveriza perderá su dureza aunque no
por ello deje de ser un cuerpo. A continuación, excluirem os el
color, porque a menudo hemos visto piedras tan transparen­
tes que parecen no tener color. Más tarde excluirem os el peso,
porque aunque el fuego sea extrem adam ente ligero sigue
siendo considerado com o un cuerpo; y finalm ente excluire­
mos el frío, el calor y todas las cualidades de este tipo, porque
no se las considera presentes en la piedra, o porque, si
cam bian, no por ello se piensa que la piedra ha perdido su
naturaleza corpórea. Después de todo esto, veremos que en la
idea de piedra no queda nada salvo que se trata de algo
extendido en longitud, anchura y profundidad.10

Este razonamiento no es del todo claro. Si se considera


que la forma (una longitud, una anchura y una profundidad
determinadas) constituye una modalidad de la extensión
¿por qué no podría considerarse que también lo es el color? Si
un objeto puede extenderse adoptando una forma determ i­
nada (y constituir p. ej. un cuadrado) ¿por qué no podría
extenderse asimismo con un determinado color (y constituir
p. ej. una zona amarilla)? Descartes responde que toda
modalidad de la extensión debe ser cuantificable, porque sólo
las propiedades rigurosamente exactas — determinadas por
el razonamiento matemático— pueden percibirse de forma
tan clara y distinta como para que excluyan toda posibilidad
de error. Esto se pone de manifiesto en el gigantesco tratado
científico-filosófico que Descartes publicó en latín en 1644,
los Principios de la filosofía:

Acepto sin inconveniente que no reconozco en las cosas


corpóreas ninguna materia que no sea aquello que los geóm e­
tras denominan cantidad y que toman com o objeto de sus
demostraciones, es decir, aquello que es aplicable a cualquier
clase de división, figura y movimiento. Además, considero que
en la m ateria no existe nada aparte de estas divisiones, figuras
y movimientos; e incluso con respecto a estos elementos
adm itiré como verdadero sólo lo que proceda de nociones
comunes e indudables [axiomas] cuya evidencia por sí m ism a
sea tal que pueda considerarse como una demostración m ate­
mática. Y como se pueden explicar de este modo todos los
fenómenos naturales, no creo que en la física sean adm isibles
o deseables ninguna otra clase de principios."

El programa cartesiano de las ciencias físicas, por lo


tanto, consiste en «m atem atizarlas». Descartes propone la
eliminación sistemática de las cualidades sensibles —junto
con las obscuras fuerzas ocultas como por ejemplo las
«potencias» o «virtudes» simpáticas y antipáticas de la
ciencia medieval— substituyéndolas por las propiedades del
razonamiento matemático, estrictamente cuantificables.
En la práctica, Descartes no logró elaborar un modelo
matemático satisfactorio con respecto al universo físico. Los
detalles de sus teorías acerca de la gravitación, la naturaleza
del fuego, la luz, el magnetismo, etc., en la actualidad sólo
poseen un interés histórico. Le correspondió a Newton, más
adelante en ese mismo siglo,12formular las ecuaciones mate­
máticas que brindarían por primera vez a la humanidad un
instrumento efectivo para predecir el curso de la naturaleza.
Sin embargo, todo esto sirvió para demostrar qué la insisten­
cia de Descartes en que la ruta del progreso debía plantearse
en una dirección racionalista, a través de las percepciones
claras y distintas del razonamiento matemático, era algo
básicamente acertado. Y el programa de eliminación de los
qualia en favor de los quanta — la búsqueda de explicaciones
que eviten referirse a las cualidades sensibles y empleen sólo
las descripciones cuantitativamente exactas que efectúa la
matemática— sigue constituyendo uno de los hitos de la
ciencia moderna.

LOS PROBLEMAS DEL RACIONALISMO CARTESIANO

1. E l « círculo cartesiano». Quedan pendientes ciertas


cuestiones importantes y espinosas que hay que plantearse
con respecto a la concepción racionalista del conocimiento
que defiende Descartes. En primer lugar,, la viabilidad del
esfuerzo cartesiano — en realidad, toda su razón de ser—
depende de que los cimientos hayan sido correctamente
colocados. Partiendo de cero, y dejando a un lado todas las
opiniones preconcebidas, el filósofo cartesiano tiene que ser
capaz de edificar un conjunto sistemático e indubitable de
percepciones claras y distintas. ¿Cómo puede conseguirse tal
cosa? El método de Descartes, como ya hemos comprobado,
avanza desde el conocimiento de la existencia del sujeto
mismo hasta el conocimiento de la existencia de un Dios que
no nos engaña. Por lo tanto, si las pruebas de Descartes sobre
la existencia de Dios no son válidas — cosa en la cual coinci­
den actualmente la mayoría de los especialistas— todo su
esfuerzo cae por tierra. Sin embargo, el problema no se
reduce a que las pruebas que aduce Descartes para demostrar
la existencia de Dios sean de dudosa validez: en toda esta
cuestión subyace una dificultad estructural más grave. Para
demostrar la existencia de Dios hemos de partir de ciertos
axiomas o premisas. ¿Cómo sabemos que estos axiomas son
correctos? Descartes responde que nosotros percibimos clara
y distintamente su verdad. Sin embargo, surge la siguiente
pregunta: ¿cómo podemos confiar en nuestras percepciones
claras y distintas? Una vez demostrada la existencia de Dios,
esto no constituye ningún problema. Descartes puede soste­
ner que Dios, al ser perfecto y por lo tanto bueno, no puede
habernos dado una mente sujeta a error acerca de materias
que cree percibir con la máxima claridad. N o obstante, has­
ta que no sepamos que Dios existe, no tenemos ninguna garan­
tía de la fiabilidad de la mente, ni siquiera en las cosas más
sencillas. Así, desde el comienzo mismo la empresa carte­
siana se encuentra amenazada por un siniestro círculo
vicioso: no podemos confiar en nuestras percepciones claras
y distintas hasta saber que Dios existe; pero no podemos
demostrar la existencia de Dios si no nos fiamos de nuestras
percepciones claras y distintas.
La respuesta de Descartes a este considerable problema
(conocido por el nombre de «círculo cartesiano») parece
consistir en que existen algunas proposiciones tan claras y
tan sencillas que, incluso sin disponer de una garantía divina
de la fiabilidad de la mente, se garantizan a sí mismas.« Dos y
dos suman cuatro» o asi pienso, existo» son ejemplos de
proposiciones tan sencillas y directas que, al analizar aquello
que afirman, no tengo la menor posibilidad de equivocarme
con respecto a su verdad.11Entre los filósofos hay división de
opiniones en lo referente a la coherencia de esta noción de
proposición verdadera de modo indubitable y que se garan­
tiza a sí misma; al autor de este libro, empero, le parece
coherente. En realidad, las proposiciones del tipo de las que
acabamos de citar son aserciones que, si tenemos en cuenta el
significado propio de los símbolos implicados, podemos
aceptar de forma infalible como verdaderas. La dificultad
que se le plantea a Descartes, sin embargo, consiste en que
estas proposiciones tautológicas o cuasi-tautológicas nos
proporcionan una información muy escasa: no son más que
aserciones relativamente no informativas acerca del signifi­
cado de nuestros símbolos o del contenido de nuestra propia
mente. Si deseamos avanzar más allá — y establecer afirma­
ciones más esenciales acerca de la existencia de Dios o de la
naturaleza del universo— estamos obligados a abandonar el
reino de las proposiciones elementales y que se confirman a sí
misma y, por consiguiente, se desvanecerá la garantía infali­
ble de verdad.
El proyecto racionalista de investigación filosófica pura
— el objetivo que persigue Descartes— se enfrenta a un
dilema fatal. Comienza y acaba con proposiciones limitadas
y nada estimulantes, como por ejemplo «dos y dos suman
cuatro» o «si pienso, existo», cuya verdad tiene que pagar el
precio de no informar acerca de demasiadas cosas. O, por el
contrario, avanza hacia verdades más importantes y esencia­
les al precio de perder la clase de certidumbre y de necesidad
que se exigía originariamente como requisito absoluto de un
sistema de conocimiento bien fundamentado.

2. Los límites de los sentidos. Una segunda dificultad del


método cartesiano hace referencia al rechazo de los sentidos
como fuente fiable de información acerca del mundo. Es
cierto, como Descartes señala con frecuencia, que la verdad
de muchas de las proposiciones establecidas mediante la
observación sensible no es inmutable y perpetua: a veces la
cera es dura, y a veces es blanda. ¿Por qué demuestra este
hecho que la observación empírica no es una base fiable del
conocimiento? El que una propiedad sea un fenómeno contin­
gente, presente o ausente según las diversas condiciones y
circunstancias que se den en cada caso ¿por qué tiene que
convertir en menos verdadera y menos genuina una de las
propiedades del objeto en cuestión? Esto sería consecuencia
del prejuicio platónico según el cual el material del verda­
dero conocimiento sólo consiste en propiedades eternas e
inmutables. N o obstante, aun aceptando la opinión plató­
nica, sigue sin estar claro que haya que elim inar por com ­
pleto la información procedente de los sentidos. En realidad,
la propiedad de la «du reza» es una huidiza y transitoria
propiedad de la cera; pero la propiedad «dureza a una
temperatura de 10 °C» es una propiedad eterna e inmodifica-
ble. En otras palabras, no parece haber ningún m otivo por el
cual los sentidos no puedan brindamos información dotada
de fiabilidad y de estabilidad acerca de la naturaleza de las
cosas, siempre que especifiquemos con cuidado las condicio­
nes en que es válida dicha información.

3. Matemática y ciencia positiva. En tercer y último


lugar, la concepción apriorística del método científico carte­
siano también es causa de problemas. Como Platón (y Aristó­
teles), Descartes desea que su filosofía revele verdades inmu­
tables y eternas acerca del universo. Sin embargo, no es
seguro que las certidumbres deductivas de las matemáticas
estén en condiciones de llevar a cabo el trabajo que se espera
de ellas aquí. Descartes formula sólidamente sus aspiracio­
nes deductivistas en su célebre Discurso (Discurso sobre el
Método de conducir correctamente la propia Razón y buscar la
Verdad en las Ciencias, publicado en francés en 1637 y que
tiene el carácter de introducción a su obra, destinada al gran
público). Encontramos allí una declaración que desde
muchos puntos de vista constituye un paradigma de la
actitud racionalista:

Esas largas cadenas de trabadas razones muy sim ples y


fáciles, que los geómetras acostum bran a em plear para llegar
a sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión
para im aginar que todas las cosas que entran en la esfera del
conocim iento humano se encadenan de la misma manera; de
suerte que, con sólo abstenerse de adm itir com o verdadera
ninguna que no lo fuera y de guardar siem pre el orden
necesario para deducir las unas de las otras, no puede haber
ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté,
que no se llegue a alcanzar y descubrir.14

El paralelismo con la geometría ha provocado un repro­


che frecuente: el racionalista está tratando de hacer ciencia
de salón. La deducción paso a paso a partir de los primeros
principios puede resultar espectacularmente satisfactoria en
geometría, disciplina que se propone desarrollar las conse­
cuencias de un conjunto seleccionado de axiomas, pero la
física tiene que actuar de un modo muy diferente. N o sólo nos
debe indicar qué se sigue de qué, sino cómo es en realidad el
mundo. Dicho de otra manera, los principios de la física
tienen que describir — o por lo menos indicar de algún
modo— qué es lo que ocurre en realidad. Y para ello no puede
fiarse simplemente de nuestras intuiciones a p rio ri: ¿por qué
hemos de suponer que nuestras intuiciones reflejan la estruc­
tura real del universo?
Una parte de la respuesta de Descartes consiste en apelar
a la noción de conocimiento innato. Cuando se la utiliza de
manera cuidadosa y reflexiva, la lux naturae— la divina luz de
la razón que Dios nos ha otorgado a cada uno de nosotros— es
una guía infalible con respecto a la naturaleza de la realidad.
Una dificultad que surge en este ámbito es el problema de la
circularidad que antes hemos mencionado: si las pruebas
acerca de la existencia de Dios presuponen la fiabilidad de la
luz natural, recurrir a la existencia de un Dios no engañador
— para establecer que la mente humana es un instrumento
fiable para descubrir la verdad— im plica un círculo vicioso.
Aunque concedamos a pesar de todo a Descartes su «lu z
natural», sería excesivamente optimista esperar que los tipos
de proposiciones simples y evidentes por sí mismas que
conocemos a priori son lo bastante ricos y detallados como
para describir la com plejidad del universo real. El filósofo
racionalista comienza a parecerse a la araña de Bacon15:
elabora complicadas telarañas metafísicas que quizás
posean una cierta fascinación interna, pero que no implican
ninguna relación útil con el mundo real.
L A NOCIÓN CARTESIANA DE INDAGACIÓN CIENTÍFICA

Una parte de la labor científica de Descartes (p. ej. sus


intentos de extraer de la naturaleza de Dios las leyes del
movimiento a p riori) constituye sin duda una argumentación
aprovechable por aquellos que califican de « ciencia de salón »
a la actitud racionalista. Sin embargo, Descartes también
propone un modelo mucho menos rígido. Incluso en una de
sus primeras obras, las Reglas para la dirección del entendi­
miento, que conceden gran énfasis a la intuición matemática,
Descartes ataca frontalmente a los filósofos escolásticos por
menospreciar los experimentos y «esperar que la verdad
germine en sus cabezas como Minerva surgiendo de la cabeza
de Júpiter».16Y en su Discurso, Descartes afirma con rotundi­
dad que «el progreso de la ciencia hace cada vez más
necesario el experimento». Añade a continuación:

el poder de la naturaleza es tan am plio y tan vasto, y esos


principios tan sencillos y generales, que no descubro casi
ningún efecto particular que no sepa de antem ano que puede
deducirse de muchos modos, y mi m ayor dificultad es, por lo
común, encontrar por cuál de esos modos depende de dichos
principios; para lo cual no tengo otro recurso que buscar otra
vez experiencias tales que su resultado varíe según que se lo
explique por una u otra de esas m aneras.'7

Sin duda alguna, esto no constituye un apriorismo rígido.


Y si uno examina los minuciosos resultados científicos obte­
nidos por Descartes, se aprecia que sólo se afirma la demos­
trabilidad a priori de muy pocos principios generales. Por lo
demás, afirma Descartes, «somos libres de formular cual­
quier suposición coherente con nuestros principios, siempre
que todas las consecuencias que se sigan de dicha suposición
concuerden con la experiencia».1* En vez de «ciencia de
salón», esto se parece mucho más a la moderna y generali­
zada concepción «hipotético-deductiva» de la ciencia: se
emite una teoría, y las consecuencias que se deducen de ésta
se comprueban experimentalmente.
En definitiva, la ciencia constituye para Descartes un
proceso en dos niveles. En el prim er nivel, nuestras intuicio­
nes a priori deben utilizarse para construir un conjunto de
primeros principios fundamentales que proporcionan la base
para una descripción matemática exacta de las leyes de la
naturaleza. Sin embargo, a este nivel de generalización hay
que añadir casi todos los detalles específicos. Para llegar al
detalle hemos de bajar a un nivel inferior, donde se trabaja
con algo mucho más cercano a un enfoque hipotético-deduc-
tivo. Aquí el objetivo consiste en diseñar hipótesis de la
máxima sencillez, que serán juzgadas con relación al ámbito
y la diversidad de los actuales resultados empíricos que tales
hipótesis logren explicar. Se trata de un com plejo y sofisti­
cado modelo de teoría científica, y si esto es «racionalism o»,
entonces el racionalismo puede convertirse en algo impres­
cindible para la ciencia.

B. Benito de Spinoza (1632-77)

E L MÉTODO DEDUCTIVO

Hemos comprobado que el modelo deductivo del conoci­


miento desempeñaba un papel decisivo en el pensamiento de
Descartes. Sin embargo, resulta curioso advertir que en
realidad Descartes no expuso de forma deductiva las grandes
líneas de su sistema filosófico. Él creía sin duda que su
metafísica se ajustaba a los criterios propios de la certeza
deductiva, y su carácter verdadero e indubitable dependía
precisamente de ello. N o obstante, para que sus lectores
siguiesen la argumentación que efectuaba, Descartes evitó el
estilo axiomático de exposición y prefirió en cambio emplear
lo que denominó el «orden del descubrimiento».19Así, en las
Meditaciones no deduce determinadas conclusiones de un
conjunto de axiomas iniciales sino que describe con viveza la
senda recorrida por un pensador individual en su huida de la
duda y su avance gradual hacia la verdad. Sólo en una
ocasión, para complacer a su am igo y crítico Mersenne,
Descartes intentó exponer su sistema « more geométrico » — de
manera geométrica— partiendo de un conjunto de definicio­
nes, axiomas y postulados, y deduciendo teoremas en calidad
de resultados. Sin embargo, esta exposición resulta breve y
esquemática, y el propio Descartes no parece demasiado
complacido con ella.20
Spinoza, en cambio, es un deductivista integral. La for­
mulación definitiva de su filosofía se titula Ethica ordine
geométrico demonstrata («L a ética demostrada en un orden
geom étrico»), escrita en latín en la década de 1660, pero no
editada hasta 1677, inmediatamente después de su muerte.
En dicha obra Spinoza expone todo un sistema filosófico de
un modo estrictamente deductivo, siguiendo los principios
de la Geometría de Euclides. Se hacen listas de definiciones,
se establecen axiomas, y a continuación se demuestra gran
número de «proposiciones» y «corolarios». Se justifica cada
fase del razonamiento demostrando que constituye una con­
secuencia exacta y paso a paso de las definiciones y los
axiomas.
Como indica el título de su obra, Spinoza se propone
señalar qué es lo bueno para el hombre, y en la parte final de
la obra encontramos una detallada descripción de las pasio­
nes y emociones humanas, y de la naturaleza de la libertad.
Sin embargo, en la primera parte de su obra — la más
conocida— se construye una teoría metafísica del universo
partiendo desde los primeros principios, comenzando por la
noción más fundamental de todas: la substancia.

La t e o r ía m o n is t a d e l a s u b s t a n c ia

La noción filosófica de substancia se remonta hasta Aris­


tóteles, donde se aplica primordialmente a aquello de lo cual
se predica algo, pero que no puede predicarse de otras cosas.
Por ejemplo, la blancura no es una substancia sino un
predicado que se aplica a otras cosas; en cambio, un caballo o
un hombre individuales sí son una substancia.21 La filosofía
escolástica medieval sigue a Aristóteles al considerar al
mundo como una pluralidad de substancias que pueden ser
de diversas «clases naturales»; en Descartes, empero, sólo
hay dos clases de substancia: la mente (o substancia pen­
sante) y la materia (o substancia extensa). Spinoza simplifica
las cosas todavía más, y sostiene que existe necesariamente
una única substancia. En la definición III de la Ética se afirma
que «una substancia es aquello que es en sí mismo y se
concibe a través de sí mismo; en otras palabras, aquello de lo
cual puede formarse una concepción, con independencia de
cualquier otra concepción». De esto se sigue que una substan­
cia es una entidad autosuficiente e independiente que es
causa sui, causa de su propia existencia. Si estuviese causada
por alguna otra cosa, no podría concebirse enteramente «a
través de sí m ism a» y por lo tanto no se ajustaría a la
definición originaria de substancia. (Aunque Spinoza se
aparta radicalmente de la postura aristotélica, su definición
toma un elemento de la noción originaria de substancia que
propone Aristóteles: éste había indicado que una substancia,
al ser sujeto último de predicación, es algo que posee una
existencia independiente.22) Según Spinoza, explicar o enten­
der una substancia consiste en concebirla desde el punto de
vista de sus propiedades esenciales o necesarias. A este
respecto puede apreciarse una notable afinidad con el racio­
nalismo de Platón y Descartes: las explicaciones verdaderas
no deben referirse a propiedades accidentales o contingentes,
sino a propiedades necesarias e inmutables. Supongamos,
pues, que existen dos substancias. Si así fuese, para explicar
cuál es su naturaleza esencial tendríamos que explicar cómo
se relacionan — o no se relacionan— entre sí. Esta clase de
explicación, no obstante, significaría necesariamente que
hemos de ir más allá de las propiedades esenciales de cada
substancia; y en ese caso, los objetos en cuestión no podrían
ser substancias (porque, de acuerdo con la definición inicial,
para que un objeto sea substancia tiene que ser autosufi­
ciente, concebido «en sí mismo y a través de sí mismo»). Si
nos atenemos a las premisas básicas de Spinoza, sólo puede
existir una única substancia, que es independiente, inmuta­
ble, infinita, causa de sí misma, y que existe de modo
necesario y eterno.
El «m onism o» metafísico de Spinoza, como acertada­
mente se le denomina, nos brinda un sistema cerrado y
unificado en el cual el universo en su conjunto — con toda su
complejidad— se convierte en manifestación de una única
realidad. Esta unidad posee un infinito número de atributos,
y Spinoza nos dice que éstos a veces pueden concebirse como
modalidades de la extensión o modalidades físicas, y a veces
como modalidades del pensamiento o modalidades menta­
les. Sin embargo, estos fenómenos aparentemente diversos
en realidad no son otra cosa que una única substancia
autodeterminante y omniabarcadora, que Spinoza deno­
mina Deus sive Natura, «Dios o Naturaleza».13

La v e r d a d c o m o c o h e r e n c ia

Aquí no disponemos de espacio suficiente para dejar


constancia de la complejidad y el detalle que caracterizan la
reflexión de Spinoza. No obstante, nuestra anterior exposi­
ción sobre Descartes pone de manifiesto algunos de los
problemas que surgen en este sistema filosófico tan apriorís-
tico. Spinoza, siguiendo las huellas de Descartes, insiste en
un tipo de certidumbre rigurosa que le conduce inexorable­
mente a una concepción deductiva del conocimiento, donde
se demuestre que todos los resultados son consecuencia
inevitable y lógica de los primeros principios del sistema.
Como ocurre en todos los sistemas racionalistas, empero,
sería apropiado preguntarse qué nos garantiza que el sis­
tema, a pesar de todo su rigor y claridad interna, corresponde
a lo que es en realidad el universo. Algunos críticos han
acusado a Spinoza de perpetrar una especie de gigantesco
juego de manos: su mecanismo deductivo origina proposi­
ción tras proposición, pero si los supuestos iniciales se ponen
en tela de juicio, todo el sistema se derrumba como un castillo
de naipes. Este reproche se justifica en parte, pero puede
argüirse en defensa de Spinoza que su planteamiento no debe
juzgarse exclusivamente desde el punto de vista de la plausi-
bilidad de sus postulados iniciales. Su reflexión filosófica
funciona como lo que actualmente se denomina sistema
holista: los axiomas y las definiciones originales sólo pueden
entenderse desde la perspectiva de las proposiciones que se
deducen a continuación, y viceversa, las deducciones poste­
riores tienen que estar en relación con los axiomas y las
definiciones. Hay que valorar este sistema en su integridad, y
no a trozos.
Esta defensa de Spinoza posee consecuencias muy com­
plejas, que en parte dependen de nuestra concepción de
verdad. La tradición empirista tiende a analizar la verdad
como una correspondencia con la realidad: el universo con­
siste en entidades de diversos tipos, o funciona de este o de
aquel modo, y una afirmación sólo es verdad si se corres­
ponde con los hechos, con las cosas tal como son realmente.
Desde esta perspectiva, el sistema de Spinoza no parece
haber descubierto las verdaderas características del uni­
verso. Sin embargo, existe una concepción alternativa de la
verdad, que en nuestro siglo ha experimentado un poderoso
resurgimiento, y según la cual no hay que analizar la verdad
de una proposición con base en su correspondencia con los
hechos, sino recurriendo a su coherencia con el sistema
completo de aserciones al que pertenece. Estas teorías de la
coherencia consideran que nosotros no podemos determinar
si una proposición en particular se corresponde o no con los
«hechos» extra-lingüísticos. La razón es que quizás no pueda
especificarse cuál es el significado de una proposición ais­
lada; dicha significación sólo puede entenderse desde el
punto de vista de su función dentro del lenguaje y de la forma
en que se ajusta a los demás elementos del sistema. Y, en
segundo lugar, si reflexionamos sobre la posibilidad de
escapamos de algún modo de nuestro esquema conceptual y
comparar nuestras afirmaciones con la «realid ad » para ver si
se «ajustan» a ella, nos damos cuenta de las dificultades que
plantea tal eventualidad.
Evaluar las complejas cuestiones implicadas en el debate
aíerca de las teorías de la verdad basadas en la corresponden­
cia y en la coherencia es algo que supera el objeto del presente
volumen. Sin embargo, es interesante advertir que el propio
Spinoza desarrolla en su Ética las bases para una teoría de la
verdad basada en la coherencia. La noción de verdad que
defiende Spinoza radica en lo que él denomina una «idea
adecuada». Decir de una idea que es adecuada equivale a
decir que se halla en determinada relación lógica con otras
ideas, lo cual — en definitiva— significa que puede demos­
trarse su conexión necesaria con el sistema en conjunto. Por
lo tanto, la verdad es lo que Spinoza denomina una propiedad
«intrínseca», y no «extrínseca». Spinoza rechaza de modo
específico el análisis de la verdad de una idea basado en su
correspondencia con un objeto extemo. «M e refiero al signo
intrínseco de una idea adecuada para excluir aquello que es
extrínseco, es decir, el acuerdo o correspondencia (convenien-
tia) entre la idea y su objeto.»24

La t e o r ía h o l is t a d e l a e x p l ic a c ió n

La teoría spinoziana de la verdad como coherencia está


ligada con su planteamiento holista de la explicación. En una
carta dirigida a Henry Oldenburg, Spinoza afirma que «cada
parte de la naturaleza concuerda con el conjunto». Ilustra
esta aserción a través del ejemplo imaginario de «un pequeño
gusano que viva en la sangre y sea capaz de distinguir a
simple vista las partículas de sangre, linfa, etc.», y observe la
forma en que cada partícula reacciona ante cualquier otra
partícula. Tal gusano, sostiene Spinoza, «viv iría en la sangre
del mismo modo en que nosotros vivimos en una parte del
universo». Pero si dicho gusano se limitase a efectuar un
examen individual y segmentario de su entorno, «sería inca­
paz de determinar cómo la naturaleza general de la sangre
modifica todas las partes y las obliga a adaptarse de forma
que guarden una relación fija entre s í».“ En resumen, debe­
mos captar el sistema como un todo antes de poder explicar
de manera satisfactoria el comportamiento de sus partes.
Este pasaje nos revela una diferencia importante entre el
racionalismo de Spinoza y el de Descartes. Para Descartes la
explicación científica es esencialmente reduccionista: los
diversos fenómenos que constituyen el universo se reducen en
todos los casos a la interacción mecánica entre partículas de
materia cuya figura, tamaño y movimiento pueden cuantifi-
carse matemáticamente, o explicarse con base en tal interac­
ción. Para Spinoza, en cambio, la explicación se invierte: una
acción o reacción dadas, por más precisa y matemática que
resulte su descripción, sólo puede explicarse de manera plena
si se tiene en cuenta su relación con la estructura del universo
en conjunto.

La m e n te y el cuerpo

La relación entre cuerpo y mente es una cuestión que


somete al holismo spinoziano a una prueba decisiva. En
primer lugar, veamos cuál es el trasfondo que subyace en la
posición de Spinoza. Para Platón el alma humana es inmortal
y esencialmente separable del reino físico donde aparecen el
cambio y la corrupción; no puede verse afectada por la ruina
o la destrucción del cuerpo.* Descartes comparte esta doc­
trina platónica pero la desarrolla y la perfecciona, introdu­
ciendo una «distinción real» entre dos clases radicalmente
diferentes de substancia: la mente y la materia. La mente es
una res cogitans, una substancia pensante, esencialmente
indivisible e inextensa; no ocupa espacio y no depende de
ninguna cosa material. La materia, en cambio, se define
apelando a rasgos esenciales exactamente contradictorios a
los de la mente: es una res extensa, posee extensión, y por lo
tanto es una substancia esencialmente divisible, que por su
naturaleza debe siempre ocupar un espacio. Por lo tanto, la
mente y el cuerpo no sólo son diferentes sino que constituyen
clases de substancia opuestas e incompatibles.” Ahora bien, a
causa de esta incompatibilidad, a Descartes se le plantea un
serio problema, con el cual se enfrentó a menudo, pero que
nunca logró integrar satisfactoriamente dentro de su sis­
tema. El problema consiste en que, como todos sabemos
gracias a nuestra experiencia cotidiana, existen frecuentes
interacciones entre la mente y el cuerpo. Cuando en el cuerpo
se produce un cambio físico (p. ej. me he hecho daño en una
pierna), aparece el correspondiente cambio mental (me
duele). Y a la inversa, cuando se produce un cambio mental
(p. ej. decido levantar la mano), se sigue un cambio físico (m i
brazo se mueve hacia arriba). Más adelante Hume se pre­
guntó con ironía: «¿existe acaso en toda la naturaleza algún
principio que resulte más misterioso que la unión entre alma
y cuerpo, por la cual una supuesta substancia espiritual
adquiere tanto influjo sobre una substancia material, que
hace que el pensamiento más elevado sea capaz de actualizar
la materia más tosca? Si tuviésemos el poder, mediante un
deseo secreto, de m over montañas o de controlar la órbita de
los planetas, esta considerable autoridad no sería algo más
extraordinario, ni escaparía más de nuestra comprensión».2*
Por supuesto, podríamos lim itam os a adm itir esta interac­
ción como un simple hecho de experiencia: resulta que
disponemos de este poder sobre nuestros cuerpos, y nuestros
cuerpos a su vez afectan nuestros estados mentales. Sin
embargo, esto no le sirve al racionalista, porque aspira a que
todo lo que ocurra sea inteligible de forma clara y distinta, de
acuerdo con conexiones estrictaménte necesarias. El propio
Descartes se vio obligado a reconocer que esta claridad y
distinción resultan inalcanzables en lo que respecta a la
relación entre mente y cuerpo: en nuestras sensaciones coti­
dianas (p. ej. el hambre y la sed) experimentamos una especie
de «unión substancial» entre materia y mente; sin embargo,
tenemos una percepción obscura y confusa acerca de tal
unión.29
Los discípulos racionalistas de Descartes tuvieron que
apelar a ciertos expedientes desesperados en su intento de
solucionar este problema. Nicolás Malebranche (1638-1715),
admitiendo que según la lógica de la postura cartesiana no
puede existir interacción entre la mente y el cuerpo — que son
dos substancias distintas desde el punto de vista lógico— ,
desarrolló la curiosa teoría denominada «ocasionalism o»,
que supone que Dios interviene milagrosamente para que mi
brazo se mueva hacia arriba siempre que yo decido levan­
tarlo." Esto no constituye tanto una explicación como un
reconocimiento de que la relación entre mente y cuerpo es un
misterio inexplicable. Spinoza, sin embargo, elige una
opción original y que llama la atención: comparte el raciona­
lismo de Descartes pero rechaza su dualismo. En realidad,
según Spinoza el racionalismo im plica la falsedad del dua­
lismo: si éste fuera verdadero, existiría una relación arbitra­
ria e inexplicada entre cuerpo y mente, y esto sería incompa­
tible con la pretensión racionalista de que todos los fenóme­
nos están conectados por vínculos claros y racionalmente
inteligibles. La solución de Spinoza consiste en afirm ar que
«e l orden y la conexión entre las ideas son lo mismo que el
orden y la conexión entre las coséis». O dicho más sencilla­
mente, «m ente y cuerpo son una y la misma cosa».31Spinoza
afirma que la única substancia existente, Dios o la Natura­
leza, podemos concebirla de uno de estos dos modos; como
substancia «bajo el atributo del pensamiento» (com o una
mente), o «bajo el atributo de la extensión» (como materia).
Sin embargo, «y a sea que concibamos la naturaleza bajo el
atributo del pensamiento o bajo el atributo de la extensión,
encontraremos el mismo orden o una y la misma cadena de
causas, es decir, las mismas cosas en cualquiera de los dos
casos».32 A continuación, Spinoza desarrolla esta noción
apelando a su doctrina sobre los «infinitos atributos» de Dios.
Al igual que la infinita modalidad de la extensión abarca to­
do lo físico, la infinita modalidad del intelecto abarca todo
aquello que puede ser pensado.

L a RELACIÓN ENTRE PSICOLOGÍA Y FISIOLOGÍA

Algunos críticos han calificado de radicalmente enigmá­


tica la explicación spinoziana acerca de la mente y el cuerpo.
¿Logró realmente Spinoza sortear los escollos del dualismo
cartesiano, o acaso al hablar de los atributos infinitos se están
reintroduciendo bajo otro aspecto los dos reinos cartesianos
de la mente y la materia? Si los «atributos» son en realidad
fundamentalmente diferentes (y en la práctica constatamos
que implican clases de propiedades radicalmente diferentes)
¿cómo es que Spinoza afirma de manera tan peregrina que
están relacionados con la única substancia?
En una carta dirigida a Simon de Vries en 1663, Spinoza
afrontó esta cuestión. El destinatario de su carta le había
pedido «que le ilustrase mediante un ejemplo cómo a una y la
misma cosa se le podían atribuir dos nombres distintos».
Spinoza apela a un ejemplo procedente del Antiguo Testa­
mento. El nombre «Israel» se utiliza para referirse a un
individuo; pero en otros textos a este individuo se le llama
con un nombre diferente, «Jacob». Y, sin embargo, los dos
nombres designan a la misma persona: el tercero de los
Patriarcas.33 Lo que Spinoza parece afirmar aquí es lo
siguiente: el hecho de que existan dos denominaciones no nos
obliga a suponer que hay dos substancias separadas, miste­
riosamente unidas. Al contrario, existe un único sujeto del
cual se predican verdaderamente atributos diferentes, de
m a n e r a que — en el ejemplo mencionado— todo lo que es
verdadero de Jacob es verdadero de Israel, y viceversa. El
ejemplo es demasiado sumario como para resultar filosófica­
mente satisfactorio. Sin embargo, es interesante comprobar
cuántos filósofos modernos han comenzado su análisis de la
mente apelando al modelo spinoziano de entidad única, que
se puede describir de diferentes modos. Las actuales teorías
«atributivas» de la mente afirman que, cuando digo «S
experimenta d olor», me estoy refiriendo — por medio de una
descripción «m entalista» o psicológica— a los mismos acon­
tecimientos a los cuales también podía referirme utilizando
una descripción fisiológica del funcionamiento del cerebro de
S. Hay dos conjuntos de descripciones, pero sólo un conjunto
de hechos. Debe afirmarse, sin embargo, que los partidarios
de esta teoría se encuentran muy lejos de explicar con
exactitud cómo es que una serie de impulsos eléctricos y
químicos del cerebro puede constituir de algún modo una
experiencia psicológica de dolor o de color, o actuar como
descripción alternativa de dicha experiencia. Estas experien­
cias poseen una cualidad específica que sólo es accesible al
sujeto en el cual surgen, y esto hace difícil que veamos cómo
el lenguaje mentalista se convierte en simple modo alterna­
tivo de describir unos acontecimientos neurofisiológicos.34
Así, aun en el caso de que fuese cierto que los fenómenos
mentales son simples fenómenos físicos que se describen de
una manera diferente, sigue sin cumplirse en gran medida el
programa racionalista que pretende explicar con exactitud
cómo se relacionan las descripciones mentales con las des­
cripciones físicas.

E l n e c e s it a r ia n is m o d e S p in o z a

Al exponer el sistema de Spinoza nos hemos centrado


hasta el momento en tres grandes líneas: su deductivismo, su
planteamiento holista de la verdad y la explicación, y su
monismo metafísico. Antes de finalizar esta exposición
hemos de mencionar otro elemento, estrechamente vincu­
lado en la práctica con todos los demás. Es lo que se suele
denominar el «necesitarianismo» de Spinoza. Uno de los
axiomas iniciales de la Ética afirma que «de toda causa
definida se sigue necesariamente un efecto ».3S Esta preten­
sión, como veremos, se convirtió en blanco primordial de la
crítica que Hume dirige al racionalismo. Sin embargo, Spi­
noza no se lim ita a afirmar que las causas poseen efectos
necesarios: además, niega que el universo contenga ningún
acontecimiento contingente (no necesario). «E n el universo
nada hay contingente, sino que todas las cosas están condi­
cionadas a existir y a obrar de una manera particular, por la
necesidad de la naturaleza d iv in a .»" Esto es una consecuen­
cia directa del monismo de Spinoza. Todo lo que existe es un
aspecto de la única substancia, que es Dios. Y como dicha
substancia es necesariamente causa y determinante de sí
misma, todos sus atributos deben proceder necesariamente
de su esencia o naturaleza. Por lo tanto, «la necesidad de la
naturaleza divina condiciona a todas las cosas no sólo a
existir sino también a existir y a obrar de un modo particular,
y no existe nada que sea contingente».”
Afirmar que un acontecimiento « A » es necesario equivale
a excluir la posibilidad de «n o A »; en otras palabras, equiva­
le a decir que « A » no puede ser de otra manera. Obviamente,
esto tiene importantes implicaciones para la noción de liber­
tad humana, ya que existe la creencia generalizada (compar­
tida por muchos filósofos) de que actuamos libremente si — y
únicamente si— podríamos haber actuado de otra manera.
Spinoza ataca esta creencia, y afirma que es falsa nuestra
concepción de nosotros mismos como agentes no condicio­
nados.

Así, un niño pequeño cree apetecer libremente la leche, un


joven encolerizado la venganza... la experiencia, pues, hace
ver tan claram ente como la razón que los hombres se creen
libres sólo porque tienen conciencia de sus acciones e ignoran
las causas que los determinan; y, además, que los decretos del
alm a no son otra cosa que los apetitos mismos y varían, por
consiguiente, según la disposición variable del cuerpo."

Una vez más se vuelve evidente la conexión que existe con


el monismo de Spinoza. Todos los acontecimientos, descritos
como algo mental o como algo físico, no son más que aspectos
de una y la misma totalidad universalmente determinada. En
palabras de Spinoza: «Una decisión mental y un estado
corporalmente determ inado... son una sola y la misma cosa;
la llamamos decisión cuando la consideramos bajo el atri­
buto del pensamiento, y estado condicionado, cuando la
consideramos bajo el atributo de la extensión y la deducimos
de las leyes del movimiento y el reposo. » w
A pesar de este acusado determinismo, Spinoza intentó
mostrar que por lo menos algunos seres humanos disfrutan
de cierta libertad individual. Según él, cada individuo posee
un principio interno o un poder de esfuerzo, lo que Spinoza
llama conatus: «el poder o el propósito mediante el cual todas
las cosas tratan de perdurar en su propio ser».40Expresando
nuestra propia naturaleza y resistiéndonos ante las fuerzas
externas, nos hacemos libres. Esta autoexpresión implica,
desde el punto de vista de Spinoza, un proceso de adaptación
racional a través del cual — mediante el ejercicio de la
razón— podemos controlar y dominar nuestras pasiones, y
encontrar nuestro propio yo. Sin embargo, fue Leibniz quien
intentó llevar a cabo con meticulosidad una conciliación
entre la creencia en la libertad humana y un marco raciona­
lista en sentido estricto, formado por causas universalmente
determinadas.

C. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716)

Leibniz, al igual que Descartes y Spinoza, se propuso


construir un análisis filosófico coherente y omniabarcador
del universo. Y al igual que en sus predecesores, en el centro
de su sistema hallamos la noción de substancia. Para Descar­
tes, empero, sólo hay dos categorías de substancia, y para
Spinoza, sólo una. Leibniz, en cambio, vuelve a la antigua
postura aristotélica, más acorde con el sentido común, según
la cual existe una pluralidad de substancias. La indagación
leibniciana toma como punto de partida un análisis de la
forma corriente en que hablamos acerca del mundo. Siempre
que hacemos una afirmación acerca del mundo, nuestra
expresión adopta la forma «esto es así»; en otras palabras,
adscribimos un atributo o propiedad a un sujeto determi­
nado. Con respecto a la naturaleza de estos sujetos se plantea
una pregunta: ¿cuáles son las entidades o substancias subya­
centes a las cuales se dice que «pertenecen» los diversos
atributos? En palabras de Leibniz, «com o las acciones y
pasiones pertenecen en sentido propio a las substancias
individuales, será necesario explicar qué es una substancia
de esta clase».41
En consecuencia, la indagación está estrechamente ligada
con la estructura lógica de los enunciados corrientes (o
proposiciones). De hecho, para Bertrand Russell (uno de
cuyos primeros trabajos fue una crítica de la filosofía leibni-
ciana) la metafísica de Leibniz «procede casi en su totalidad
de su lógica».42(En este contexto, al hablar de lógica Russell
se refería al análisis de la proposición y de su verdad.) La
interpretación formulada por Russell, como se verá, no
concede la importancia necesaria al lugar que ocupa Dios en
el sistema de Leibniz. Sin embargo, al examinar la metafísica
leibniciana, es útil comenzar por analizar sus doctrinas
concernientes a la proposición.

V erdades de razón y verdades de hecho

Leibniz dividió todas las proposiciones verdaderas en dos


clases: verdades de razón (vérités de raison) y verdades de
hecho (vérités de fait). Las define en estos términos: «Las
verdades de razón son aquellas que son necesarias y cuyo
opuesto es imposible, y las verdades de hecho son aquellas
que son contingentes y cuyo opuesto es posible.»41
Esta distinción básica entre aquellas proposiciones que
tienen que ser necesariamente, y aquellas que sólo son por
accidente, ha ejercido un papel preponderante en la filosofía
moderna. Sin embargo, desde el punto de vista histórico fue
la obra de Kant (con su doble distinción entre lo analítico y lo
sintético por un lado, y lo a priori y lo a posteriori por otro) la
que históricamente ejerció un influjo mayor. A pesar de todo,
el método leibniciano de distinguir entre dos tipos de proposi­
ciones evoca numerosos aspectos de la posterior reflexión de
Kant acerca de la analiticidad (que se expondrá en el capítulo
siguiente), aunque ambos filósofos difieren en gran medida
con respecto a dónde hay que trazar la frontera entre ambas
clases de proposición. N o obstante, el sistema de Lebniz
plantea determinados problemas específicos.
La explicación referente a las verdades de razón es muy
sencilla. Leibniz afirma que proceden de su «Principio de
Contradicción», que es uno de los dos grandes principios en
que según él se basa nuestro raciocinio.44 Este principio
afirma simplemente que una proposición es verdadera si su
opuesta (es decir, su negación o su contradicción) implica una
contradicción. Llam ar «triángulo» a algo, pero negar que
tenga tres lados, sería una contradicción; por lo tanto, «todos
los triángulos tienen tres lados» es una verdad de razón.
Dicho de otro modo, Leibniz afirma que los motivos de la
verdad de tales proposiciones pueden encontrarse a través
del análisis, ya que son «proposiciones idénticas», o pueden
reducirse a tales mediante el análisis. Estas proposicio­
nes idénticas son lo que denominamos tautologías, proposi­
ciones que adoptan la forma «A es A ». Volviendo al ejemplo
del triángulo, nuestra proposición «todos los triángulos tie­
nen tres lados» puede convertirse por medio de la equivalen­
cia definitoria «triángulo = figura de tres lados» en la
proposición « todas las figuras de tres lados tienen tres lados».
Es decir, mediante el análisis puede reducirse a una tautolo­
gía. De paso, es interesante señalar a este respecto que
Leibniz consideraba que las proposiciones matemáticas eran
esencialmente tautológicas,45a diferencia del posterior análi­
sis efectuado por Kant, pero anticipándose a la opinión de
muchos pensadores modernos.
La postura de Leibniz acerca de las proposiciones contin­
gentes resulta más peculiar y compleja. Leibniz se propuso
evitar el necesitarianismo universal de Spinoza, y encontrar
dentro de su propio sistema un lugar para las verdades
contingentes. Sin embargo, surge un problema de gran
importancia cuando Leibniz formula su famosa doctrina
según la cual en todas las proposiciones verdaderas el predi­
cado está contenido dentro del sujeto {praedicatum inest
subiecto).** Leibniz lo expresó así (en una carta dirigida a
Antoine Amauld): «Siem pre, en todas las proposiciones afir­
mativas verdaderas, ya sean necesarias o contingentes, uni­
versales o particulares, el concepto del predicado está abar­
cado de algún modo por el del sujeto, praedicatum inest
subiecto; en caso contrario, no sé qué es la verdad. » 47
Esto es algo muy curioso. La noción del sujeto que
«abarca» o «contiene» el predicado— si bien resulta un tanto
metafórica— quizás sea inteligible, y fue adoptada por Kant.
Para Kant, empero, el rasgo consistente en que el sujeto
contuviese al predicado se limitaba a la proposición analí­
tica, y en realidad constituía su signo distintivo. Esto es lo que
cabe esperar. Volviendo a nuestro ejemplo anterior— «Todos
los triángulos tienen tres lados»— es plausible decir que la
verdad necesaria de esta proposición se deriva de que el
concepto de tres lados está contenido dentro del concepto de
triangularidad; ambas nociones están recíprocamente enla­
zadas desde el punto de vista lógico. ¿Qué ocurre, en cambio,
con una proposición contingente particular, por ejemplo
«Ronald Reagan fue elegido Presidente de los EE. UU. en
1980»? Afirmar que el concepto de ganar las elecciones
de 1980 está contenido aquí dentro del sujeto parece implicar
que existe un vínculo inevitable entre ser Ronald Reagan y
ganar aquella elección. Sin embargo, esto es precisamente lo
que uno quiere negar: Reagan venció de hecho en las eleccio­
nes, pero podría no haberlas ganado. En la actualidad, la
doctrina según la cual, en todas las proposiciones verdaderas,
el predicado está contenido dentro del sujeto no sólo se nos
presenta como intuitivamente extravagante sino que, peor
aún, amenaza con desdibujar la auténtica distinción entre
verdades de razón y verdades de hecho, que Leibniz está tan
interesado en establecer.

Las m ónadas

Antes de estudiar si Leibniz logró o no superar esta


dificultad, volvamos hacia atrás y veamos cómo se entronca
la doctrina del predicado contenido en el sujeto, que acaba­
mos de describir, con las indagaciones de Leibniz acerca de la
substancia y con su teoría de las mónadas. Es el propio
Leibniz quien afirma explícitamente tal conexión. En el
Discurso de metafísica (escrito en francés en 1686), después de
referirse a la doctrina según la cual el sujeto debe contener
siempre el predicado, Leibniz añade: «P o r lo tanto, podemos
decir que la naturaleza de una substancia individual o de un
ser completo consiste en poseer de ellos una noción tan
completa que alcance para comprenderlos, y que permita
deducir de ella todos los predicados del sujeto...»48
A continuación Leibniz cita el ejemplo de Alejandro
Magno, y dice que si fuéramos capaces de percibir la «haec-
ceidad» de Alejandro — su carácter individual e intransferi­
ble— lograríamos ver el fundamento y la razón de todo
aquello que puede afirmarse verdaderamente de él (p. ej. que
venció a Darío). Cada substancia individual tiene «dentro de
ella » — por así decirlo— todo aquello que ha hecho o hará en
determinado momento. Llegamos así al equivalente metafí-
sico de la doctrina según la cu a l« praedicatum inesí subiecto»,
es decir, la doctrina de la mónada. Ésta es una unidad
individual de substancia, «cargada de su pasado y encinta de
su futuro», que contiene de una vez y para siempre todo lo que
le ha sucedido alguna vez antes, y lo que le sucederá poste­
riormente.
La teoría de las mónadas henchidas de propiedades inter­
nas puede resultar un tanto fantástica al lector moderno, y
quizás parezca poseer únicamente un interés histórico. Sin
embargo, es posible que en la actualidad dicha teoría tenga
algo pertinente que decir con respecto a la naturaleza de la
explicación científica. La postura empirista con respecto a la
ciencia está basada en la noción de correlaciones observadas
(lo que Hume denominó «conjunciones constantes») entre
fenómenos distintos. En cambio, el racionalismo insiste en
que estas correlaciones en bruto nunca proporcionan una
explicación satisfactoria acerca de lo que ocurre: pueden
describir lo que observamos, pero nunca pueden explicar por
qué los objetos que nos rodean se comportan como lo hacen.
Para llegar a una explicación más satisfactoria el racionalista
aduce que en las correlaciones observadas debemos investi­
gar las propiedades estructurales internas de la materia.
Dichas propiedades no sólo nos indicarán que la materia se
comporta efectivamente de una forma o de otra, sino que
también nos explicarán por qué se comporta así. En conse­
cuencia, la tesis según la cual la explicación científica debe
formularse a través de propiedades esenciales o estructuras
internas básicas debe ciertos elementos por lo menos a la
teoría leibniciana de la substancia. Este punto se compren­
derá con más claridad cuando volvamos al Principio de
Razón Suficiente de Leibniz, íntimamente conectado con
esta cuestión.
Después de sostener que sus mónadas son «com pletas»
(contienen dentro de sí todos sus predicados), Leibniz
demuestra que deben estar «contenidas en sí mismas» o ser
«inm odificables», en el sentido de no necesitar que se actúe
sobre ellas desde fuera para cambiar. En la famosa metáfora
leibniciana, «n o tienen ventanas»; funcionan en completa
independencia unas de otras.49
La teoría de las substancias individuales completas y
contenidas en sí mismas le plantea a Leibniz dos serios
problemas. Primero, si las mónadas están realmente conteni­
das en sí mismas ¿cómo explicará Leibniz las conexiones
causales que observamos a nuestro alrededor: el hecho de que
las cosas que hay en el mundo parecen actuar y reaccionar
recíprocamente de un modo regular? El segundo problema
consiste en la dificultad ya mencionada: si las mónadas están
verdaderamente completas (contienen de una vez para siem­
pre todo lo que les ocurrirá en el futuro), ¿cómo conservará
Leibniz el carácter contingente de las verdades de hecho?
Resulta muy significativo que la solución de estos dos proble­
mas nos exija introducimos en la teología leibniciana, y
dependa en gran medida de la existencia de la Mónada
Suprema: Dios.

La in t e r a c c ió n c a u s a l

Leibniz soluciona el problema de la interacción causal


por medio de su teoría de la armonía preestablecida. Al crear
el universo, Dios hizo que todas las mónadas funcionen
juntas con independencia, con objeto de formar el conjunto
más perfecto. Aunque las mónadas carezcan de ventanas,
cada mónada es una especie de espejo del universo. Leibniz
escribe: «Esta conexión entre todas las cosas creadas y cada
una de éstas, y su adaptación a cada una de ellas, provoca
como consecuencia que cada substancia individual esta­
blezca relaciones que sirven para expresar a todas las demás.
Por lo tanto, cada substancia aislada es un espejo viviente y
perpetuo del universo.» ”
El problema de la relación entre mente y cuerpo es un caso
especial del problema de la interacción entre substancias, y
permite a Leibniz utilizar en todo su alcance el principio de la
armonía preestablecida. El sistema leibniciano suele recha­
zar la distinción absoluta entre mente y materia formulada
por Descartes; en cierto sentido, todas las mónadas poseen un
germen de conciencia, en la medida en que constituyen un
reflejo individual del universo en conjunto. En otro sentido,
no obstante, la mónada que constituye un alma humana
determinada es muy distinta — desde el punto de vista
lógico— e independiente del conjunto de mónadas que for­
man el cuerpo correspondiente. Para salir de este complejo
laberinto Leibniz considera al cuerpo como una especie de
autómata, que Dios (con una perfecta presciencia de nuestras
intenciones) ha programado con antelación, de acuerdo con
el sistema de la armonía preestablecida, para llevar a cabo
los actos queridos por el alma.51 Quizás esta «solución» no
resulte demasiado satisfactoria al moderno filósofo del espí­
ritu, pero Leibniz la consideraba sin duda un avance en
comparación con el «ocasionalism o» de sus predecesores,
aún más fantasioso.52

El PROBLEMA DE LA CONTINGENCIA
Y EL PRINCIPIO DE RAZÓN SUFICIENTE

Leibniz intenta esclarecer dentro de su sistema la situa­


ción propia de la verdad contingente, apelando a su famoso
principio de razón suficiente. Hemos visto que las verdades
necesarias son verdaderas en virtud del principio de contra­
dicción. Existe también, según Leibniz, un principio de razón
suficiente «... en virtud del cual sostenemos que ningún hecho
puede ser verdadero o existente... sin que exista una razón
suficiente para que sea así y no de otra manera; estas razones,
empero, en la mayoría de los casos son desconocidas para
nosotros».51
Esta matización final ha llevado a algunos intérpretes
a considerar el principio de razón suficiente como un postu­
lado metodológico: en tanto que científicos, hemos de supo­
ner que existe una explicación en algún lugar para todo lo que
sucede. Esta interpretación concuerda a la perfección con la
afirmación leibniciana de un principio de continuidad, aquel
principio según el cu a l« la naturaleza nunca avanza a saltos ».
Sin embargo, con su principio de razón suficiente Leibniz
quiere decir algo más. Para él, todo lo que ocurre en el mundo
se origina gracias al acto creador de la Mónada Suprema. La
verdad contingente, pues, es tomada en consideración a la luz
de la elección originaria efectuada por Dios al crear el
universo: «Com o en las ideas divinas existe una infinidad de
universos posibles de los cuales sólo existe uno, la elección
hecha por Dios debe tener una razón suficiente para determi­
nar que El hiciese este universo y no otro. Esta razón sólo
puede consistir en la conveniencia, es decir, en el grado de
perfección contenido en dichos mundos.»54
Puesto que Dios eligió nuestro mundo como el más per­
fecto de los mundos posibles, de ello se deduce que recu­
rriendo a los términos de la elección original hecha por Dios
encontraremos una «ra zó n » de cualquier acontecimiento en
el mundo. Cada substancia particular funciona de esta forma
y no de otra debido al lugar que ocupa como miembro del
conjunto total de substancias necesarias para edificar el
universo más perfecto. En palabras de Leibniz: «Dios, al
legislar para todos, ha tomado en consideración todas las
partes, y en particular, todas las mónadas.»55
Como es evidente, de esto no se deduce que los científicos
estén o puedan estar en algún momento en condiciones de
descubrir la razón suficiente de una verdad contingente en
particular. Leibniz sostiene que una indagación acerca de la
razón de un acontecimiento en particular haría que nos
viésemos implicados en una cadena de causas compleja e
infinita.54Percibir la razón suficiente que hay detrás de cada
acontecimiento es algo que sólo le corresponde a Dios. Lo que
Leibniz sí desea afirm ar es que detrás de cada aconteci­
miento — lo podamos descubrir o .no— existe un motivo
racionalmente inteligible por el cual aquello ocurre de un
modo determinado, y no de otra manera. En este ám bito nos
encontramos con uno de los principios más fundamentales y
más importantes del racionalismo, la afirmación según la
cual en el universo no se dan «hechos en bruto», correlaciones
arbitrarias que sucedan de forma accidental.
Sin embargo, cabe preguntarse si es que el principio de
razón suficiente de Leibniz sirve en realidad para esclarecer
la dudosa posición en que se encuentra la verdad contingente
dentro de su sistema. Surge ante nosotros una imagen del
universo en la que toda afirmación verdadera podría ser
deducida a priori (al menos por una inteligencia infinita)* y en
la que cada substancia particular contiene dentro de sí
misma, de una vez y para siempre, el germen de todo lo que
hará. ¿No se sigue de esto que, en cierto sentido, todas las
proposiciones verdaderas son necesarias? El propio Leibniz
experimentó la agudeza de esta dificultad, especialmente en
el área de las acciones humanas, donde su esquema metafí-
sico suscitó el espinoso problema del libre albedrío. En
relación con su teoría de la substancia, Leibniz escribió lo
siguiente: «Parece que esto destruirá la diferencia existente
entre las verdades contingentes y las necesarias, y que la
libertad humana ya no tendrá lugar, y que un destino
absoluto reinará sobre todas nuestras acciones al igual que
sobre todos los demás acontecimientos del mundo.»57
Aunque Leibniz escribió este texto ya en 1686, con el
transcurso del tiempo fue prestando cada vez más atención a
los problemas morales y teológicos que surgen de su sistema.

L ib e r t a d y n e c e s id a d

Como defensor del teísmo cristiano, Leibniz compartía la


doctrina de la responsabilidad y del mérito personal, y por lo
tanto, buscó un lugar apropiado para la libertad humana
dentro de su sistema filosófico. Sin embargo, justamente a
causa del carácter del resto de su sistema, esto se convirtió en
una tarea de primera magnitud. El problema es el siguiente:
si la mónada consistente por ejemplo en Julio César, ha
«integrado dentro de ella» — de una vez y para siempre— el
atributo «cruzador del Rubicón» (ya que este predicado,
como todos los demás, se halla contenido dentro del sujeto),
¿cómo puede decirse de Julio César que eligió libremente
cruzar el Rubicón? Dentro del esquema de Leibniz, tal
decisión formaba necesariamente «parte de él». La respuesta
que da Leibniz (en este ejemplo presentado por él mismo)
es que era posible, desde el punto de vista lógico, que César no
hubiese cruzado el Rubicón. Por lo tanto, su decisión de
cruzar el río no estaba dotada de necesidad: «no es necesario
nada de lo cual sea posible su opuesto».5* Aquí se indica con
claridad que «César cruzó el Rubicón» es una «verdad de
hecho», no una «verdad de razón»: decir «César no cruzó el
Rubicón» no representa contradecirse uno mismo. Lamenta­
blemente, esta respuesta sólo sirve para paliar en parte la
dificultad. Si Dios eligió el mejor y el más perfecto de todos
los universos posibles, y Julio César (junto con todos sus
atributos) es un componente del universo que Dios seleccionó
de hecho como el más perfecto, resulta difícil considerar de
manera fundada que la decisión de César era algo abierto, o
que «dependía de é l». La mera posibilidad de que Dios
hubiese seleccionado otro universo, donde un segundo César
no cruzase el Rubicón, no es suficiente para otorgar una
auténtica libertad o evitabilidad a la decisión efectiva de
Julio César.
Leibniz volvió a tratar estos problemas con gran detalle
en la obra más extensa que salió de su pluma, la Teodicea,
subtitulada «Ensayos sobre la Bondad de Dios, la Libertad
del Hombre y el Origen del M al». El interés de lo que en ella se
dice acerca del problema de la libertad consiste en antici­
parse a la reflexión de muchos modernos «conciliacionistas»,
aquellos filósofos que tratan de introducir la noción de
libertad humana dentro del marco de un acusado determi-
nismo científico. El propio Leibniz, como resultado lógico de
su sistema de mónadas y de armonía preestablecida, es — al
igual que Spinoza— un determinista convencido: «En el
hombre, como en cualquier otra cosa, todo es cierto y está
determinado de antemano, y el alma humana es una especie
de autómata espiritual»,59 escribe. Sostener que la libertad
era posible dentro de este universo completamente determi­
nado representó una clara ruptura con la insistencia carte­
siana acerca del poder ilim itado e indeterminado de la
elección humana. « El señor Descartes exige una libertad que
no es necesaria, con su insistencia en que las acciones de la
voluntad del hombre se hallan por completo indeterminadas,
cosa que nunca o cu rre»," escribe Leibniz.
La defensa conciliacionista de la libertad, tal como la
formula Leibniz, toma pie en la noción de espontaneidad:
«existe una maravillosa espontaneidad que, en cierto sen-
tido, convierte las decisiones del alma en algo independiente
de la influencia física de cualquier otra criatura».61 Aquí
Leibniz piensa sin duda en que las mónadas están contenidas
en sí mismas, no se encuentran sometidas a constricciones
externas, y funcionan en completa independencia— si bien de
una manera concertada— a través del sistema de la armonía
preestablecida. Leibniz señala que, si mis elecciones son
independientes y no están determinadas por fuerzas exter­
nas, como consecuencia mis acciones serán libres. Si elijo
algo porque lo quiero de forma espontánea ¿qué más liber­
tad puede pedirse? Posteriormente, este análisis de la libertad
como ausencia de constricción externa ha ejercido una gran
influencia, pero en definitiva no sirve para reconciliar el
determinismo de Leibniz con la existencia del libre albedrío.
Para ser libre en el sentido exigido por una plena autonomía y
responsabilidad humanas, no es suficiente que mis decisio­
nes consistan en mis propias elecciones espontáneas, no
coaccionadas por una fuerza externa. Además, se necesita de
manera imprescindible que yo disponga de opciones auténti­
camente alternativas, por las que pueda decidirme; y el
sistema de Leibniz, como hemos visto en el caso de César y su
decisión de cruzar el Rubicón, no permite tal cosa. En otro
texto Leibniz admite que estamos obligados a actuar como lo
hacemos, ya que una motivación que posea una fuerza
peculiar es algo que forma parte de nuestro carácter, pero
después añade que las motivaciones «inclinan sin impo­
ner».62 Sin embargo, todo esto supone la existencia de un
mundo posible desde el punto de vista lógico, en el que de
hecho yo no he tomado ninguna decisión. Esto nos lleva de
nuevo al insatisfactorio planteamiento efectuado por Leibniz
en el caso de César y el Rubicón. La posibilidad meramente
lógica de una decisión alternativa en un universo alternativo
no demuestra que una persona dada en una ocasión determ i­
nada haya podido tomar una decisión distinta. Como conse­
cuencia, a pesar de su valiente intento de defender las
nociones de contingencia y de libertad humana, Leibniz
siempre se halla en peligro de perm itir que su sistema se
deslice por el sendero spinoziano hacia el necesitarianismo
universal.
Los tres grandes racionalistas del siglo x vil destacan por
la potencia y el alcance de su visión de la filosofía, como
disciplina capacitada para descubrir verdades necesarias
acerca del universo. No obstante, la noción misma de necesi­
dad que tan a menudo surge de estos sistemas se convertirá
muy pronto en el núcleo del análisis emprendido por David
Hume, que amenazó con socavar todo el edificio racionalista.
Hume argumentó que nosotros no poseemos ningún concepto
significativo de necesidad, que no sea la noción de necesidad
puramente formal que se utiliza en lógica, y por lo tanto
carece de sentido pretender que podemos descubrir conexio­
nes supuestamente necesarias que funcionen dentro del
mundo real. La crítica del racionalismo efectuado por Hume,
y los avances filosóficos que condujeron a ella, constituirán
uno de los temas principales del siguiente capítulo.

N otas

1. Meditaciones (1641) [31], VII, 17; [33] I, 144 (vers. cast. Austral,
Madrid. 1968, p. 83).
2. Del Discurso del método (1637) [31] VI, 34; [33] I, 101.
3. Primera Meditación [31] VII, 21 [II] 1 ,147.
4. Segunda Meditación [31] VII, 25; [33] 1 ,150.
5. Discurso [31] VI, 33; [33] I, 102.
6. Ibid.
7. Segunda Meditación [31] VII, 30; [33] l, 154. (ídem, pp. 102-103).
8. Ibid. VII, 34; [33] I, 155.
9. Principios de Filosofía. Prefacio a la primera edición en francés
(1647); [31] IXb, 14; [33] 1,211.
10. Principios de Filosofía (1644), Parte II, Art. 11 [31] VIII, 46; [33] I,
259.
11. Ibid. Parte II, art. 64 [31 ] VIII, 79.
12. Los Principios !Philosophiae Naturalis Principia Mathematica), de
Newton, fueron publicados en 1687.
13. Conversation with Burman (1648) [35] pp. XXIX ss. y p. 6.
14. Discurso [31] VI, 19; [33] I, 15 (vers. cast. Revista de Occidente,
Madrid, 1974, p. 84; Alianza Editorial, Madrid, 19836, p. 83).
15. Ver anteriormente. Cap. I, p. 7.
16. Reglas [31] X, 380; [33] I, 15.
17. Discurso [31] VI, 64/5; [33] 1 ,121 (ídem, p. 129; Idem, p. 119).
18. Principios, Parte III, Art. 46 [31] VIII, 101. Ver en Clarke, Descartes'
Philosophy o f Science [39], más elementos acerca de la concepción cartesiana
de la investigación científica.
19. Conversation with Burman [35] p. 69; [31] V, 152-3.
20. Segundas réplicas (1641) [31] VII, 160 ss; sobre la actitud de Descar­
tes ver VII, 159; cf. [33] II, 51 ss.
21. Categorías 2 a 12 [22] [23].
22. Ibid. 1 a 24/5 y 2 a 13.
23. Ética Parte I, Prop. 29; Parte II, Props. 1, 2,7 [43] [44],
24. Ibid. Parte II. Def. IV.
25. Carta 32 en Elwes, The C h ief Works o f Benedict o f Spinoza [44], Vol.
II, p. 291.
26. Cf. República, libro X.
27. Cf. Sexta Meditación.
28. Investigación sobre el entendimiento humano (1748) [73] Sección VII,
Parte I.
29. Cf. Sexta Meditación [31] VII 81; y carta a Elizabeth del 28 de junio
de 1643 [31] III, 690 ss.
30. Recherche de la Vérité (1674), Prefacio.
31. Ética, Parte n, Prop. 7.
32. Ibid.
33. Carta DC (Elwes [44] p. 316).
34. Cf. Nagel, «W hat is it like to be a bat?» en Mortal Questions [51],
35. Ética, Parte I, Axioma III.
36. Ibid. Prop. 29.
37. Ibid.
38. Ibid., Parte III, Prop. 2 (vers. cast. Aguilar, Buenos Aires, 1973,
pp. 167-168).
39. Ibid.
40. Ibid., Prop. 7.
41. Discurso de metafísica (1686) VII [56].
42. Russell, A Critical Exposition o f the Philosophy o f Leibniz [64], Ver
Prefacio a la segunda edición.
43. Monadología (1714) [57] par. 33.
44. Ibid., par. 31.
45. Ibid., pars. 34/5.
46. Hay que efectuar una matización: Leibniz sostenía que la idea de
existencia (a la cual considera como predicado) normalmente no está
contenida en el sujeto. La única excepción corresponde al concepto de Dios,
que para Leibniz (al igual que para Descartes y Spinoza) implica necesaria­
mente el concepto de existencia.
47. Carta de julio de 1686 en The Leibniz-Am auld Correspondence [59]
p. 63.
48. Discurso de metafísica, VID [56].
49. Monadología, par. 7.
50. Ibid. par. 56.
51. Teodicea (1710) [58] Parte I, par. 66.
52. Ver más arriba p. 54.
53. Monadología, par. 32.
54. Ibid., 53,4.
55. Ibid., 60.
56. Ibid., 36.
57. Discurso de metafísica, XIII.
58. Ibid.
59. Teodicea, Parte I, par. 59.
60. Ibid.; Disertación preliminar sobre la conformidad entre fe y razón,
par. 69. Sin embargo, en Descartes hay pasajes cuyo enfoque de la libertad
parece más cercano al de Leibniz; cf. Cuarta Meditación [31] VII, 59.
61. Teodicea, Parte I, par. 59.
62. Ibid., 43. Cf. Parkinson, Leibniz on Hum an Freedom [66].
LA CO NTRARREVO LUCIÓ N EM PIRISTA
Y LA SÍN TESIS K AN TIAN A

A. La crítica de Locke a las ideas innatas

Una de las piedras angulares del planteamiento raciona­


lista del conocimiento a priori es la noción según la cual la
mente, desde el momento del nacimiento, está dotada de
ciertos principios o ideas fundamentales. Estas « ideas inna­
tas» constituyen la base sobre la cual los racionalistas aspira­
ban a construir sus sistemas metafísicos, independiente­
mente — en mayor o menor grado— de los sentidos. Como
hemos visto, la teoría del innatismo desempeña una función
importante en el pensamiento de Platón, y en Descartes la
investigación filosófica depende en su integridad de la lux
naturae innata, aquella «lu z natural» que nos permite recha­
zar los equívocos datos de los sentidos y descubrir cuál es la
estructura esencial de la realidad. Descartes no negó que
algunas de nuestras ideas (que calificó de ideas «adventi­
cias») provienen de los sentidos. La idea que tenemos del Sol
como cuerpo am arillo y luminoso de tamaño aproximada­
mente igual al de la luna, afirma Descartes, procede en su
mayor parte de la observación sensible. Sin embargo, estas
ideas nos brindan una información escasa o nula acerca de la
verdadera naturaleza de las cosas. Si queremos conocer cómo
son realmente las cosas, no debemos concentramos en las
impresiones sensibles sino en nociones más fundamentales,
por ejemplo la extensión y la cantidad, que sirven de base a
nuestras «percepciones claras y distintas», y tales nociones
son innatas. Entre ellas se incluyen «la idea de Dios, de
mente, de cuerpo, un triángulo y, en general, todas las ideas
que representan esencias verdaderas e inmutables».1
A finales del siglo xvil la teoría de las ideas innatas fue
sometida a la más escrupulosa de las investigaciones por el
filósofo inglés John Locke (1632-1704), cuyo Ensayo sobre el
entendimiento humano (1690) es uno de los textos que más
han influido en la historia de la filosofía. El objetivo del
Ensayo consiste en « investigar en la certidumbre y el alcance
originales del conocimiento humano»/ y la conclusión cen­
tral a la que llega es que todo conocimiento surge de la
experiencia. Ya en las primeras páginas del Libro I del
Ensayo Locke inicia su ataque sin cuartel a la doctrina
innatista:

Es opinión establecida entre algunos hombres que en el


entendimiento hay ciertos principios innatos; ciertas nocio­
nes prim arias ... caracteres como impresos en la mente del
hombre, que el alm a recibe en su prim er ser y que trae al
mundo con ella. Para convencer a un lector sin prejuicios de la
falsedad de tal suposición, me bastaría con m ostrar (como
espero hacer en las siguientes partes de esta obra) de qué
modo los hombres pueden alcanzar ... todo el conocim iento
que poseen sin la ayuda de ninguna impresión innata...1

Con sen so u n iv e r s a l y c o n c ie n c ia

La estrategia adoptada por Locke para rechazar la teoría


de las ideas innatas posee un lado negativo y otro positivo.
Desde un punto de vista negativo, aduce que no resulta
adecuado ninguno de los argumentos que se suelen emplear
en favor de esta teoría. El argumento que utilizan más a
menudo los defensores del innatismo es el «argumento del
consenso universal»: existen determinados principios funda­
mentales que toda la humanidad acepta como verdaderos.
Sin embargo, afirma Locke, el consenso universal no demues­
tra nada. Si el consenso universal fuese el carácter distintivo
del innatismo, habría que considerar como innata, por ejem ­
plo, la proposición «lo blanco no es negro». Sin embargo,
«ninguna proposición puede ser innata a menos que sean
innatas las ideas a las cuales se refiere»; y sería absurdo decir
que nuestras ideas de «blan co» y «n egro» son innatas, ya que
obviamente surgen después de haber visto objetos blancos y
negros.4 En cualquier caso, continúa argumentando Locke,
tampoco es verdadera la premisa según la cual los principios
supuestamente innatos exigen el asentimiento universal:
«tales proposiciones se hallan tan lejos de provocar un
consenso universal, que gran parte de la humanidad ni
siquiera las conoce».5 Algunas personas (Locke cita el ejem ­
plo de «los idiotas y los niños») no son conscientes ni del más
sencillo de estos principios: no poseen «la menor captación o
pensamiento al respecto». Y si tomamos en consideración
algunos de los principios más abstractos de la lógica y de la
matemática, a lo largo de toda su vida la mayoría de los seres
humanos no se muestran conscientes de ellos en lo más
mínimo. Quizás el innatista replique entonces que si bien «la
masa de la humanidad» jamás formula explícitamente estos
principios, se muestra al menos implícitamente consciente de
ellos. Sin embargo, ahora Locke se pregunta con toda razón
qué quiere decir en realidad esa «conciencia im plícita». El
innatismo supone que tales verdades están impresas en la
mente desde el nacimiento; pero ¿qué significa que una
verdad está «im presa» si la mente no es consciente de ella en
la práctica? Naturalmente, es cierto que todos los seres
humanos de capacidad normal — después de la conveniente
preparación— llegan a reconocer la verdad de principios
como la ley de no contradicción, o las proposiciones matemá­
ticas relativas a los cuadriláteros, por ejemplo aquella que
Sócrates logró que comprendiese un esclavo en el Menón.6No
obstante, el hecho de que los seres humanos tengan la
capacidad de hacerse conscientes de tales verdades no
prueba la hipótesis del innatismo, señala Locke con todo
vigor:

De tal suerte que si la capacidad de conocer es el argu­


mento en favor de la impresión natural, según eso, todas las
verdades que un hom bre llegue a conocer han de ser innatas; y
esta gran afirm ación no pasa de ser un modo im propio de
hablar; el cual, mientras pretende afirm ar lo contrario nada
dice diferente de quienes niegan los principios innatos. Por­
que, creo, jam ás nadie negó que la mente sea capaz de conocer
varias verdades.7
El aspecto positivo de la estrategia de Locke consiste en
mostrar que pueden adquirirse mediante la experiencia
todas aquellas categorías cognoscitivas que el racionalismo
atribuye a las ideas innatas. En el momento de nacer, la men­
te es una tabula rasa: un «papel en blanco, vacío de todo
carácter»:

¿De dónde se hace la mente con esa prodigiosa cantidad


que la im aginación lim itada y activa del hombre ha grabado
en ella, con una variedad casi infinita? ¿De dónde extrae todo
ese m aterial de la razón y del conocim iento? A estas preguntas
contesto con una sola palabra: de la experiencia; he aquí el
fundamento de todo nuestro saber, y de donde en últim a
instancia se deriva.*

Ésta es la declaración de empirismo más tajante que


podamos encontrar. En definitiva, todo conocimiento pro­
viene de la experiencia; y para Locke, la experiencia consiste
primordialmente en la sensación: aquella conciencia directa
del mundo que nos rodea, y que la mente posee gracias a los
cinco sentidos. Además de las ideas procedentes de la sensa­
ción, Locke admite la existencia de ideas de la «reflexión »,
ideas que aparecen cuando la mente reflexiona sobre su
propio funcionamiento, y compara y organiza sus impresio­
nes sensoriales;9sin embargo, las impresiones son los elemen­
tos últimos que sirven para edificar todo el conocimiento.
Esta interpretación desecha de un plumazo la doctrina del
innatismo, y también todo el programa racionalista que
aspira a trascender el mundo de los sentidos y establecer cuál
es la naturaleza de la realidad apelando exclusivamente a la
razón. David Hume, unos cincuenta años después que Locke,
insistió con gran fuerza en este aspecto. Cualquier idea
humana auténtica y con significado debe basarse en último
término en una impresión procedente de los sentidos:
«cuando se nos presente... la sospecha de que un término
filosófico se emplea sin significado o sin idea (como ocurre
con demasiada frecuencia) lo único que necesitamos es averi­
guar ¿de qué impresión se deriva esta supuesta idea? Y si
resultase imposible asignarle una, esto servirá para confir­
mar nuestra sospecha».10
Tanto para Locke como para Hume el hecho de que sin el
estímulo de los sentidos la mente está ciega — desprovista de
todo concepto— era algo tan obvio que no valía la pena ni
siquiera argumentar a este respecto. «S e admitirá con facili­
dad — dice Locke— que si se mantiene a un niño en un lugar
donde jamás vea nada que no sea blanco o negro, hasta que se
convierta en un hombre, carecerá de la idea del escarlata y
del verde, al igual que quien desde su niñez no haya probado
nunca una ostra, o una piña, no tendrá la menor idea del
sabor de estos alim entos.»" Quizás Locke no esté del todo
acertado al emplear como ejemplos ideas tan explícitamente
sensoriales como las que corresponden a colores y gustos; sin
embargo, la argumentación puede extenderse hasta abarcar
todas las ideas, incluso las nociones lógicas y matemáticas en
las que confían los defensores del innatismo. En cualquier
materia, la mente debe poseer inicialmente alguna clase de
sensación, con objeto de «ponerse en funcionamiento»; en
caso contrario, permanecería siempre completamente vacía
y no desarrollada.
Los contemporáneos de Descartes ya habían planteado
este tipo de objeción a la doctrina cartesiana del innatismo.
¿Podría en realidad funcionar la mente, careciendo de todo
estímulo sensible? Por ejemplo, ¿la mente del niño medita
acerca de cuestiones metafísicas mientras está en el vientre
de su madre? Es preciso señalar que Descartes recoge el
guante y acepta esta consecuencia provocada por su teoría.
Se justifica en parte, señalando que quizás el niño no tenga
tiempo para concentrarse en la metafísica debido a que está
sometido a un constante bombardeo de estímulos corporales.
Sin embargo, insiste en que «a pesar de todo posee en sí
mismo las ideas de Dios y de todas aquellas verdades que son
denominadas evidentes por sí mismas...; no adquiere estas
ideas más adelante, cuando va creciendo. N o tengo la menor
duda de que, si el niño saliese de la prisión del cuerpo, las
encontraría dentro de sí m ism o».12
La r é p l ic a d e L e ib n iz a Locke

La respuesta de Descartes parece demasiado fantástica, y


constituye un quebrantamiento demasiado notorio dei sen­
tido común, como para que resulte plausible. No obstante,
algunos racionalistas posteriores propusieron una versión
menos extrema de la teoría del innatismo, en la que se evitan
algunas de las dificultades que plantea. Leibniz, cuya obra
Nouveaux Essais sur Ventendement humain (ca. 1704) se
presentó como una réplica al Ensayo de Locke, reconoce que
para que la mente se desarrolle es necesario el estímulo
sensorial. Sin embargo, defiende Leibniz, dicha estimulación
no es suficiente para adquirir el conocimiento. La percepción
sensible da pie al conocimiento, pero únicamente en la
medida en que nos permite ver aquello que está «oculto en
nuestro interior, y aparece a instancias de los sentidos como
las chispas que surgen del acero cuando éste golpea el
pedernal».,J En defensa de este principio, Leibniz cita las
proposiciones de la lógica y de la matemática. Estas discipli­
n a s versan sobre verdades necesarias y eternas, es decir,
sobre proposiciones cuya verificación es completamente
independiente de la experiencia. Por ejemplo, la verdad de un
teorema euclidiano no puede ser establecida ni siquiera por
la mayor cantidad imaginable de casos o de experimentos
particulares: las pruebas del teorema son puramente deduc­
tivas y a priori.
A la objeción de Locke según la cual tales verdades no
pueden estar «im plantadas» o «im presas» en la mente desde
el nacimiento, porque los niños pequeños se muestran del
todo inconscientes con respecto a su verdad, Leibniz replica
que «n o debemos imaginar que podemos leer las leyes eter­
nas de la razón en el alma como si se tratase de un libro
abierto».14Las verdades eternas no están en la mente de una
forma plenamente desarrollada, sino en tanto que disposicio­
nes o «virtualités». Para aclarar la cuestión, de una manera
muy sugerente Leibniz compara la mente humana con el
bloque de mármol de un escultor. N o se trata de un bloque
uniforme, que se ajuste indistintamente a recibir cualquier
figura que le imponga el escultor, sino de un bloque que ya
está veteado de un modo determinado, de modo que lo único
que tiene que hacer el escultor es dar unos cuantos golpes y
descubrir la vena, con objeto de revelar la forma que hay
debajo.15 Leibniz afirma que así surge el conocimiento, gra­
cias a una combinación de estímulos sensoriales (los golpes
que da el escultor) y un conjunto innato de «inclinaciones,
disposiciones, hábitos o potencias naturales» de la mente.
Recapitula su postura añadiendo al lema empirista « nihil est
in intellectus quod non prius fuerit in sensu» («en el intelecto
no hay nada que antes no haya estado en los sentidos») una
matización decisiva: « excipe: nisi ipse intellectus» («excepto
la propia m ente»).16
Leibniz está señalando aquí uno de los principales defec­
tos de la concepción empirista del conocimiento. Para Locke
la mente es esencialmente un receptor pasivo: «en la recep­
ción de Ideas simples el Entendimiento se muestra pasivo en
la mayoría de los casos».17Sin embargo, como señala Leibniz,
esto no hace justicia a la activa función que desempeña la
mente en su percepción del entorno. Ninguna teoría del
conocimiento puede ser correcta si no reconoce la aportación
efectuada por la mente misma ( « ipse intellectus») en la
organización y el procesamiento de las sensaciones. Como
veremos enseguida, esta idea estaba destinada a desempeñar
un papel decisivo en la síntesis entre empirismo y raciona­
lismo que lleva a cabo Kant. En nuestros días, el prestigioso
filósofo y lingüista Noam Chomsky ha seguido a Leibniz en su
rechazo de la pasiva concepción empirista de la mente, y en
su defensa de la importancia de las estructuras mentales
preexistentes (en el caso de Chomsky se invocan estas estruc­
turas innatas para explicar ciertos hechos relativos a la forma
en que se adquiere el lenguaje)."

B. David Hume y la idea de conexión necesaria

El empirismo británico de los siglos XVII y XVIII halla su


expresión más elaborada, y el ataque a las aspiraciones
racionalistas alcanza su punto culminante, en el pensa­
miento del filósofo escocés David Hume (1711-1776). En Un
Tratado sobre la Naturaleza Humana (1739-1740) Hume
comienza sus investigaciones llevando a cabo un análisis del
origen de nuestras ideas (los empiristas seguían a Descartes
en su utilización del término «id e a » para referirse a cualquier
contenido mental del que seamos conscientes directamente).
Hume acepta la tesis de Locke según la cual todas nuestras
ideas proceden en definitiva de la experiencia; el contenido
de la mente consiste en los datos sensibles aprehendidos
directamente (lo que Hume denomina «im presiones»), o en
ideas derivadas como las que hay en la memoria, copias de
impresiones originarias («todas nuestras ideas simples, en su
primera aparición, se derivan de impresiones simples que...
representan con exactitud»).19

L a r e l a c i ó n e n t r e l a s id e a s y l o s h e c h o s

La Investigación sobre el Entendimiento Humano (1748) se


propuso ser una reformulación más clara y accesible de las
principales doctrinas del Tratado. Hume, en su Investigación,
divide los objetos de la razón humana en dos categorías
básicas: «relaciones de ideas» y «hechos reales». Las relacio­
nes ideales — Hume cita como ejemplos las proposiciones
aritméticas del tipo «dos veces quince son treinta»— son
verdades «que se pueden descubrir mediante la sola acción
del pensamiento». Sin embargo, como implica su nombre, se
limitan a expresar relaciones internas entre nuestros concep­
tos («dos veces quince son treinta» no expresa otra cosa que la
relación de equivalencia que se da entre el concepto de «dos
veces quince» y el concepto de «trein ta»). Negar tales propo­
siciones sería contradictorio en sí mismo; se trata de « tauto­
logías», como se dice en la jerga filosófica moderna. Y las
tautologías — aunque posean el máximo grado de certidum­
bre— no dependen de nada que exista realmente en el
universo, ni tampoco nos proporcionan información acerca
de ello. Los hechos reales, en cambio, sí están relacionados
con lo que existe efectivamente en el mundo. Puesto que se
trata de referencias esenciales dentro de dicho mundo, siem­
pre pueden desmentirse: « que el sol no saldrá mañana consti­
tuye una proposición no menos inteligible y no implica una
contradicción mayor que la afirmación de que saldrá».10 En
consecuencia, la mera lógica no sirve para establecer la
verdad de los hechos reales; y a continuación Hume formula
su inequívoca postura contraria al racionalismo: «M e aven­
turaré a afirmar, como proposición general que no admite
ninguna excepción, que el conocimiento [de las verdades de
hecho] no se alcanza en ningún caso a través de razonamien­
tos a priori, sino que surge íntegramente de la experiencia».21
El resultado consiste en que el entendimiento humano — por
una parte— nunca nos perm itirá ir más allá de las tautologías
no informativas que son propias de la lógica y la matemática,
y, por otro lado, las afirmaciones acerca de la experiencia
tienen que basarse en la observación empírica:

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de


estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si cogemos
cualquier volumen de teología o de m etafísica escolástica, por
ejem plo, preguntemos: ¿ C o n tie n e algú n ra z o n a m ie n to a b s­
tracto so b re la can tid ad y el n ú m ero ? No. ¿ C o n tie n e algún
ra zo n a m ien to experitnental acerca de cu e stio n e s de h e c h o o
No. Tírese entonces a las llam as, pues no puede
existencia?
contener más que sofistería e ilusión.22

Esta célebre conclusión, con su tajante negación de las


aspiraciones del racionalismo a trascender el reino de la
experiencia sensible, encierra el núcleo de la filosofía em pi­
rista. Como se verá en el último capítulo, se convirtió en el
grito de combate del positivismo lógico de mediados del si­
glo XX, que rechazó como carente de significado toda aser-
•ción que no fuese tautológica, o que no resultase empírica­
mente verificable.

La c a u s a l id a d

Una gran parte del Tratado y de la Investigación sobre el


Entendimiento Humano está dedicada a un detallado análisis
de lo que Hume considera como tipo central y básico de
inferencia, que emplean los seres humanos para referirse a
las verdades de hecho, es decir, la inferencia causal: «todos
los razonamientos que versan sobre cuestiones de hecho
parecen estar fundados en la relación de Causa y E fecto ».11
¿Qué significa en realidad esta relación? ¿Qué queremos
decir cuando afirmamos que el calor hace que hierva el agua,
o que la aplicación de una mezcla de ácido nítrico y ácido
clorhídrico causa la disolución del oro? En el Tratado, Hume
sostiene que, cuando decimos que A es causa de B, la relación
entre A y B se divide en tres elementos: prioridad, contigüidad
y conexión necesaria. En primer lugar, si A es causa de B, A
tiene que ser anterior en el tiempo a B (porque ningún efecto
puede preceder a su causa). En segundo lugar, A tiene que
estar en contacto con B (sin embargo, no se aprecia con
claridad que esta segunda condición se requiera en la prác­
tica: la luna, por ejemplo, puede causar cambios en las
mareas sin estar en contacto con ellas; y las causas mentales,
p. ej. los deseos, no parecen estar contiguos a sus consecuen­
cias, p. ej. las decisiones, consideración que más adelante
hizo que Hume abandonase el requisito de la contigüidad).
En tercer lugar, y lo más importante de todo, las personas
creen que existe una conexión necesaria entre causa y efecto:
si creemos que A es causa de B, creeremos que en cierto modo
A «hace que» ocurra B, o que, dado A, B está «ob liga d o» a
suceder, o que, dado A, «d e b e» seguirse B.
A continuación Hume aplica su formidable poder de
análisis a esta noción de necesidad. ¿Qué significa que un
trozo de carbón debe arder cuando se le coloca en un fuego
encendido? Tal «deb er», afirma Hume con toda corrección,
no puede ser un «d eb er» lógico. N o existe una necesidad
lógica acerca del encendido del carbón: no constituye una
contradicción lógica el afirmar que no arderá (en el sentido
en que sí es una contradicción lógica el decir por ejemplo que
dos veces quince no son treinta, o que un soltero está casado).
Si no surge de la lógica, no obstante, ¿de dónde sale nuestra
noción de necesidad causal? No nace de la observación,
insiste Hume. En lo que observamos realmente no hay nada
que se corresponda con la idea de necesidad; no tenemos una
impresión sensible de la supuesta «fu erza», «eficacia » o
«poder productivo» de las causas. Lo único que observamos
efectivamente, y en esto consiste la clave de la postura de
Hume, es una determinada repetición o regularidad de acon­
tecimientos. Siempre que se coloca el trozo de carbón en el
fuego, observamos que arde. Todo se reduce a esto. No existe
ninguna justificación o garantía empírica que sirva de base a
otra noción de «necesidad»: no se deriva de ninguna impre­
sión sensible.
Después de llegar a este inquietante resultado, Hume
desencadena su aniquiladora ofensiva final. La idea de «nece­
sidad causal», lejos de corresponder a algo que exista efecti­
vamente en el mundo, sólo es algo que surge en la mente como
consecuencia de las habituales expectativas creadas por la
reiteración de observaciones en el pasado. En realidad, lo
único que observamos es una serie de correlaciones entre
acontecimientos de tipo A y acontecimientos de tipo B. Esta
conjunción permanente entre hechos A y hechos B es lo que
nos lleva a imponer una necesidad real a los acontecimientos,
cuando en realidad no existe nada de ello.

Pero cuando determ inada clase de acontecim ientos ha


estado siempre, en todos los casos, unida a otra... llam am os a
uno de los objetos-causa y al otro efecto. Suponemos que hay
alguna conexión entre ellos, algún poder en la una por el que
indefectiblem ente produce el otro ... esta idea de conexión
necesaria entre sucesos surge del acaecim iento de varios casos
sim ilares de constante conjunción de dichos sucesos.... Tras la
repetición de casos sim ilares, la mente es conducida por
hábito a tener la expectativa, al aparecer un suceso, de su
acompañante usual, y a creer que existirá. Por tanto, esta
conexión que s e n tim o s en la mente es el sentimiento o im pre­
sión a partir del cual formamos la idea de poder o de conexión
necesaria. No hay más en esta cuestión.”

Hume extrae la revolucionaria conclusión de que en el


mundo no hay conexiones causales necesarias. Lo único que
existe son simples repeticiones de acontecimientos que pro­
vocan en la mente la aparición de ciertas expectativas habi­
tuales, produciendo así en nosotros una sensación de inevita-
bilidad que achacamos erróneamente al mundo real.

L O S PROBLEM AS DE LA POSTURA DE H U M E

La explicación que Hume propone acerca de la causalidad


plantea bastantes dificultades. Cabe poner en tela de juicio la
tesis psicológica que utiliza como soporte de su ataque a la
noción de necesidad real. Si la tesis de Hume fuese correcta,
siempre que observásemos una reiterada conjunción entre
hechos A y hechos B, no tendríamos ningún reparo en llam ar
causa a A y efecto a B. Sin embargo, las inferencias causales
son algo más que las expectativas inducidas automática­
mente en los perros de Pavlov (condicionados, mediante una
constante repetición, a esperar comida cada vez que suena un
timbre). Independientemente de la frecuencia con que los
hechos A estén seguidos por los hechos B, no siempre afirma­
mos automáticamente que A causa a B; apelando a un célebre
ejemplo/5 si dos relojes marchan siempre al unísono, de
modo que cada vez que el reloj A hace tic, el reloj B también
hace tic, ni siquiera después de un billón de repeticiones de
este hecho estaríamos en condiciones de afirmar que el tic del
reloj A causa el tic del reloj B. Para que se infiera un nexo
causal, normalmente se requiere que los acontecimientos en
cuestión se ajusten a un patrón global que sea coherente con
el resto de nuestra teoría científica. Por ejemplo, el hecho de
que mi coche no arranque puede deberse a que el motor esté
frío, porque tal explicación se ajusta a las leyes teóricas de la
física y de la química. Sin embargo, el canto de un ruiseñor
— por muchas veces que haya precedido a la negativa de mi
coche a arrancar— jamás se aceptará como causa de ese
fenómeno.
También es discutible la afirmación de Hume según la
cual las relaciones causales no son más que conjunciones
permanentes. El propio Hume, después de definir la causa
como « un objeto seguido p or otro, y en la cual todos los objetos
semejantes al primero están seguidos p or objetos semejantes al
segundo», añade «o en otras palabras, si no existiese el objeto,
el segundo jamás e x i s t i r í a » Sin embargo, la frase añadida
está muy lejos de ser una simple reformulación («en otras
palabras») de la definición inicial referente a la conjunción
constante. La definición inicial se lim ita a afirm ar que todos
los casos reales de A están seguidos por B (p. ej. «siem pre que
desciende la temperatura, el agua se convierte en h ielo»). La
frase que se añade, en cambio, implica un condicional
opuesto al hecho, expresado en modo subjuntivo. Es decir,
afirma que B no habría sucedido si (contrariamente al hecho
constatado) A no hubiese sucedido (no se hubiese formado
hielo si la temperatura no hubiera bajado). Estos condiciona­
les que contradicen un hecho nos llevan, por su propia
naturaleza, fuera del ám bito de lo que es o lo que fue la
cuestión en realidad. Esto no quiere decir que Hume se
equivoque al añadir la frase que agregó. Una afirmación
contraria al hecho no constituye un elemento decisivo de lo
que afirmamos al sostener que A es causa de B (la razón que
tenemos para no adm itir que el reloj A causa que el reloj B
haga tic, en el ejemplo anterior, consiste precisamente en que
nosotros suponemos que el reloj B hubiese continuado
haciendo tic aunque el reloj A no hubiera existido). Sin
embargo, el problema de Hume es que, si las declaraciones
causales implican declaraciones contrarias a un hecho (cosa
que sin duda es así), dichas declaraciones causales no son
meras declaraciones acerca de la conjunción entre aconteci­
mientos reales.
A pesar de estas dificultades, Hume ha ejercido una
enorme influencia sobre el pensamiento filosófico posterior,
y muchos filósofos actuales creen que su explicación puede
rescatarse, y que considerar la causación como una regulari­
dad constituye un principio esencialmente correcto.27 Para
nuestro actual propósito, sin embargo, la importancia deci­
siva de la explicación causal que ofrece Hume reside en el
desafío escéptico que plantea a las pretensiones del raciona­
lismo. La teoría de las ideas claras y distintas de Descartes, y
el principio de razón suficiente de Leibniz, manifestaban la
esperanza en que la razón filosófica podría descubrir las
conexiones eternas y necesarias que subyacen a toda reali­
dad. Hume desafía a los racionalistas a que expliquen con
precisión en qué consiste esta pretendida «necesidad». Si se
afirma que las supuestas conexiones necesarias tienen que
establecerse a priori, la objeción de Hume será que las únicas
verdades que pueden establecerse de este modo son las
tautologías de la lógica y la matemática, que en esencia no
aumentan nuestro conocimiento. Y si se supone que las
conexiones necesarias tienen que confirmarse a posteriori,
mediante la experiencia, la crítica de Hume objetará que lo
único que puede establecer una observación empírica se
reduce a una regularidad contingente. Este desafío fue lo que
despertó a Immanuel Kant (1724-1804) de su «sueño dogmá­
tico», y le llevó a construir su original y enormemente
compleja explicación acerca de la naturaleza y los límites de
la razón humana.

C. La síntesis kantiana

Cuando Kant empezó a enseñar en 1755 en la Universidad


de Kónigsberg, la filosofía predominante en la «Ilustración»
alemana tenía un carácter marcadamente racionalista.
Christian W olff (1679-1754) había transformado el pensa­
miento de Leibniz en un elaborado sistema metafísico,
ampliado y desarrollado más tarde por Alexander Baumgar-
ten (1714-1762), discípulo de Wolff. La obra cumbre de Kant,
su Crítica de la Razón Pura (Kritik der reinen Vemunft, 1781),
surgió gracias a las tensiones existentes entre la ortodoxia
racionalista y el escepticismo empirista de Hume con res­
pecto a la necesidad causal y al conocimiento a priori. En
palabras del propio Kant, fue la explicación de Hume acerca
de la causalidad lo que «prim ero interrumpió mi sueño
dogmático y dio una dirección completamente diferente a
mis indagaciones en el campo de la teoría especulativa».2'

A n á l is is y s ín t e s is :

l o s j u ic io s s in t é t ic o s «a p r io r i»

En primer lugar, hemos de efectuar ciertas precisiones


terminológicas, y referimos también a la clasificación de los
juicios que propone Kant, distinción que en la actualidad
sigue siendo una herramienta normal de la reflexión filosó­
fica. Antes que nada, Kant distingue entre juicios a priori y
juicios a posteriori (tal distinción posee una larga historia
filosófica y en última instancia procede de Aristóteles). Un
juicio a posteriori (basado en la observación ordinaria) versa
sobre verdades contingentes y rutinarias, del tipo «e l gato
está sentado en el felpudo». En cambio, los juicios a priori (p.
ej. los juicios matemáticos) son al mismo tiempo necesarios y
universales («poseen una universalidad en sentido estricto, de
un modo que impide la menor excepción»29). Además de esta
distinción, Kant crea otra para distinguir entre juicios analí­
ticos y juicios sintéticos. Los juicios analíticos (tales como
«los solteros no están casados») son juicios en los que, co­
mo dice Kant, el predicado está contenido dentro del sujeto (el
concepto de no estar casado está contenido dentro del con­
cepto de ser soltero). Por otra parte, un juicio sintético nos
lleva más allá del reino de las tautologías y nos concede
información esencial acerca del mundo. Así, «todos los solte­
ros tienen una estatura inferior a 2,40 m » es un juicio sintéti­
co (la propiedad de tener menos de 2,40 m de altura no está
contenida dentro del concepto de soltería).
Si la postura empirista se expone apelando a estas dos
distinciones, no existe el menor problema: ambas coinciden
exactamente. Todas las verdades a priori son analíticas:
representan simplemente aquello que Hume había denomi­
nado «relaciones entre ideas»; su universalidad y necesidad
surgen exclusivamente del hecho de ser tautologías. De igual
modo, todas las verdades sintéticas — todas las proposiciones
que nos brindan una información real acerca del mundo—
son algo a lo cual se llega, según el empirismo, a posteriori:
mediante la observación. Y tales verdades nunca son necesa­
rias, sino puramente contingentes en todos los casos (podrían
ser de otro modo, y en un momento determinado quizás dejen
de ser verdad). Sin embargo, Kant toma un principio em pi­
rista como punto de partida decisivo, cuando afirma que
existen juicios a priori que son auténticamente sintéticos. Es
decir, existen proposiciones que nos brindan información
acerca del mundo pero cuya verdad es — a pesar de todo— a
priori, universal y necesaria. En la práctica, Kant sostiene I \ \
que las proposiciones matemáticas son de este tipo (afirma- L í
ción que más adelante provocará la encarnizada oposición de
los positivistas lógicos, que insistían en que las verdades
aritméticas y geométricas no son más que complicadas
tautologías). Para nuestros actuales propósitos, el ejemplo
más importante de juicio sintético a priori que nos ofrece
Kant consiste en la ley de la causación: «todo acontecimiento
tiene una causa », o en palabras de K an t,« todo cambio ocurre
de acuerdo con la ley de la conexión entre causa y efecto».”
Esta proposición, según Kant, no es analítica, ya que el
concepto de cambio no implica desde el punto de vista lógico
la noción de algo que sea causado. A pesar de todo, se trata de
una proposición universal y necesariamente verdadera, que
puede demostrarse mediante la razón humana. Uno de los
propósitos fundamentales de la Crítica de la Razón Pura
consiste en demostrar la posibilidad de los juicios «sintéticos
a p rio ri».

LOS LÍMITES DE LA RAZÓN

El título « Crítica de la Razón P ura» sugiere a primera vista


una actitud antirracionalista, y es cierto que en la segunda
parte del libro (la llamada «D ialéctica») Kant se propone
desarbolar las pretensiones de la metafísica racionalista que
aspiran a concedernos el conocimiento acerca de la realidad
última. Kant afirma que los únicos objetos posibles de
conocimiento son los fenómenos: los objetos del mundo físico,
empíricamente observables. «En realidad nada nos es dado
excepto la percepción y el avance em pírico a través de ésta,
hacia otras percepciones posibles. » JI N o estamos en condicio­
nes de llegar al conocimiento de un mundo último consti­
tuido por nóumenos: las cosas tal como son «en sí mismas», y
no desde la perspectiva del sujeto cognoscente. Cualquier
intento de trascender los límites de la experiencia sensible
nos conduce inevitablemente a «antinom ias», paradojas y
contradicciones. Por lo tanto, Kant se opone firmemente al
proyecto racionalista de la «pura indagación», que consiste
en el intento de ascender más allá de la experiencia a un
supuesto mundo «absoluto» donde se dé un conocimiento
incondicionado. Kant condena tales pretensiones racionalis­
tas apelando a una célebre metáfora: «la ligera paloma,
cuando atraviesa el aire al volaren libertad, podría imaginar
que el vuelo sería aún más fácil en el espacio vacío».12Dichas
aspiraciones no son fructíferas; no cabe efectuar ninguna
descripción del mundo que de algún modo no se refiera a la
experiencia.
La e x p e r ie n c ia

Y LOS «CONCEPTOS DEL E N T E N D IM IE N T O »

Escéptico con respecto a la empresa racionalista, Kant se


muestra igualmente crítico de la postura empirista defen­
dida por Locke y por Hume, según la cual las impresiones
sensibles constituyen en sí mismas la base del conocimiento.
Kant desecha como algo absurdo la idea de que la mente
posee una experiencia de lo que le rodea mediante una pasiva
recepción de impresiones procedentes de los sentidos. Las
sensaciones puras no pueden servir de base para entender
algo; siguiendo a Leibniz,31Kant insiste en que el poder activo
de la mente tiene que intervenir para procesar y entender
hasta la más sencilla de las sensaciones. Al experimentar el
mundo, la mente lo interpreta necesariamente en términos
de una estructura en particular; contempla el mundo pro­
vista de lo que Kant denomina «conceptos del entendi­
m iento» ( Verstandesbegriffe). Contemplar el mundo sin tales
conceptos no constituiría en absoluto una experiencia, sino
que equivaldría exclusivamente a poseer una concien­
cia sensible inmediata, que Kant llama «intuición» (An-
schauung). Esto no significa que las impresiones sensibles no
sean necesarias para dar contenido a nuestra experiencia,
cosa en la cual los empiristas tenían razón. Una mente sin da­
tos sensibles sería una mente sin contenidos: una mente sin
nada en que pensar. Kant afirma que en la postura raciona­
lista con respecto al conocimiento, y también en la postura
empirista, existe un importante elemento de verdad, que él
resume en el famoso dicho: «los pensamientos sin contenido
están vacíos; las intuiciones sin conceptos están ciegas».34
Tanto la postura de Locke como la de Leibniz son erróneas:
« Leibniz intelectualizó las apariencias al igual que Locke ...
sensualizó todos los conceptos del entendimiento.» En reali­
dad, nuestras facultades intelectuales y sensoriales «sólo
pueden suministrar juicios objetivamente válidos acerca de
las cosas cuando están en conjunción entre s í».3S
Si la mente, para tener una experiencia del mundo, debe
estar provista de «conceptos», ¿de dónde vienen estos con­
ceptos y, lo que es más importante aún, cómo podemos
determinar que poseen la validez objetiva necesaria para
constituir el conocimiento? Éste es el problema central de la
Crítica. La respuesta de Kant es que todos los conceptos del
entendimiento proceden de determinadas «categorías» fun­
damentales (término tomado de la metafísica de Aristóteles).
Estas categorías del entendimiento, por ejemplo las catego­
rías de la substancia o de la causalidad, son nociones a priori,
afirma Kant. En este sentido, la teoría kantiana de las
categorías puede considerarse como coincidente con la tradi­
cional doctrina racionalista de las ideas innatas. Sin
embargo, en contraste con la opinión cartesiana según la cual
estas ideas son completamente independientes de la expe­
riencia sensible, Kant sostiene que la experiencia las presu­
pone, y esta afirmación representa su contribución más
importante y más original a la teoría del conocimiento. Las
categorías de substancias o de causalidad, por ejemplo, son
condiciones previas y necesarias para que seamos capaces de
tener la más mínima experiencia del mundo. Nuestra
aprehensión del mundo tiene que ajustarse a tales categorías,
para que ese mundo se nos aparezca tal como lo hace, o para
que dispongamos de dicha aprehensión:

La validez objetiva de las categorías como conceptos a


residirá, pues, en el hecho de que sólo gracias a ella sea
p rio ri
posible la experiencia (por lo que hace a la forma de pensar).
En efecto, en tal caso se refieren de modo necesario y a p rio ri a
objetos de la experiencia porque sólo a través de ellas es
posible pensar algún objeto de la experiencia.M

Kant denominó «revolución copem icana» a este enfoque


del conocimiento. Al igual que Copém ico había explicado el
movimiento cotidiano del Sol y las estrellas afirmando que
era el espectador situado en la Tierra el que giraba, y no el Sol
ni las estrellas, Kant sostiene que en nuestro conocimiento
del mundo no debemos tomar como punto de partida las
supuestas propiedades de las «cosas en sí mismas», sino la
estructura que les impone el propio entendimiento. Sin
embargo, aunque Kant se mostró extremadamente satisfe­
cho de su «revo lu ció n », a primera vista no está claro que sea
una innovación tan notable como él pensaba. Como ya se ha
dicho, Hume efectuó justamente este giro «copem icano» al
analizar el concepto de necesidad causal desde el punto de
vista de la propensión de la mente a imponer sobre la realidad
sus propios sentimientos subjetivos de inevitablidad, y no
desde el punto de vista de la existencia de una conexión real
entre los objetos del mundo. Además, la comparación con la
estrategia de Hume suscita una duda decisiva con respecto a
la validez del procedimiento adoptado por Kant. La estrate­
gia de Hume es profundamente escéptica y destructiva: en el
mundo no se da una necesidad real; sólo hay correlaciones
puramente contingentes. La mente manifiesta una tendencia
automática a «difundirse sobre objetos externos»37, pero el
sentimiento de necesidad brota exclusivamente de los dicta­
dos de la mente: «tod o se reduce a ello».

L A DEDUCCIÓN TRASCENDENTAL; LA CAUSALIDAD SE G Ú N K A N T

Kant rechazó inequívocamente lo que denominaba expli­


cación «meramente subjetiva» ( « bloss-subjektiv») de la nece­
sidad. Nuestros juicios causales, según él, son «juicios a priori
necesarios y, en el sentido más fuerte del término, universa­
les».3* Sin embargo, para demostrar la verdad de tal afirma­
ción, se dedica a establecer que las «categorías» no son
simples aspectos subjetivos de nuestro pensamiento, sino que
poseen una «validez objetiva».39Para hacerlo, Kant desarro­
lló una complicada argumentación que bautizó con el nom­
bre de «deducción trascendental» de las categorías. Con
respecto a la causación, Kant desea demostrar — en calidad
de verdad necesaria a priori y universal— que «todos los
cambios suceden de acuerdo con la ley de causa y efecto». Se
trata de una prueba larga y detallada, cuya estructura es la
siguiente. Cuando percibo un objeto (p. ej. una casa), el orden
de mis percepciones puede invertirse: primero observo el
techo, y luego la base, pero también puedo observar estos
elementos en un orden distinto. Sin embargo, cuando percibo
un acontecimiento (p. ej. una barca que navega por un río), las
apariencias externas no se pueden invertir de este modo:
tengo que experimentar los diversos elementos en un orden
determinado. Ahora bien, este orden no es subjetivo: le
pertenece a las propias apariencias, y no a mi forma de
aprehenderlas. Por lo tanto, al percibir un acontecimiento,
existe siempre una regla que convierte en necesario el orden
de las percepciones («diese Regel ist bei der Wahmehmung von
dem was geschiet jederzeit anzutreffen, und sie macht die
Ordnung der einander folgenden Wahmefimungen notwen-
d ig »).M Según Kant, esto implica que hay algún error en la
explicación causal que formula Hume. Desde el punto de
vista de Hume, a través de una reiterada observación de B a
continuación de A, descubrimos una regularidad que da
origen a nuestra noción de causalidad. Sin embargo, de
acuerdo con el argumento de Kant ni siquiera estamos en
condiciones de reconocer que el conjunto «A , entonces B » es,
antes que nada, un acontecimiento, a no ser que exista una
regla que convierta en necesario un determinado orden — no
modificable— de nuestras percepciones. En resumen, la
experiencia misma de un acontecimiento externo ya está
presuponiendo una comprensión de la necesidad causal.
Si el argumento de Kant es correcto (los detalles de su
demostración continúan siendo materia de debate filosófico)
podemos superar el escepticismo de los empiristas y lograr
un conocimiento a priori y necesario de la estructura del
mundo. Sin embargo, la ley «sintética a p rio ri» según la cual
todos los acontecimientos están determinados por una causa
sólo es verdadera en la medida en que esté relacionada con el
mundo empírico de los fenómenos: el mundo de las «aparien­
cias». Ésta es la esencia de la notable síntesis kantiana entre
empirismo y racionalismo. Por una parte, tenemos la posibi­
lidad de un conocimiento objetivo y a p riori; es incorrecta la
postura empirista que nos obliga a una recepción pasiva de
datos y no permite la existencia de la necesidad real más allá
de nuestras tendencias mentales puramente subjetivas. Por
otro lado, empero, la validez objetiva de las categorías no nos
conduce a un reino de puras realidades inteligibles, más allá
del mundo de los fenómenos sensibles. Las categorías sólo
son válidas en la medida en que establezcan las condiciones
que deben darse para que nosotros podamos tener una
experiencia del mundo tal como ocurre de hecho.
Este resumen, obviamente, no hace justicia a la amplia
diversidad de complejas argumentaciones que constituyen la
Crítica.41 Sin embargo, cabe decir que muchos autores que
han ahondado más en estos razonamientos han descubierto
que, cuanto m ayor es la profundidad de análisis, más difícil y
huidiza se muestra la postura de Kant. Aunque el estilo de
Kant es extremadamente diáfano en comparación con el
de los idealistas alemanes (por ejemplo Fichte y Hegel) que
vinieron después de él, con frecuencia sus escritos resultan
densos y pesados, y emplean un lenguaje excesivamente
abstracto, con escasos ejemplos concretos que orienten al
lector a través del lenguaje técnico. Esto ocurre sobre todo en
los decisivos razonamientos que hacen referencia a la
«deducción trascendental», donde Kant a menudo deja sin
aclarar con exactitud en qué sentido se supone que las
categorías poseen una validez objetiva. A pesar de ello, la
Crítica de la Razón Pura continúa siendo la obra filosófica más
importante de la época moderna, y sin duda alguna los
avances que se produzcan en el perenne debate entre raciona­
listas y empiristas tendrán que tomar como punto de partida
el análisis kantiano del conocimiento humano.

N otas

1. Carta a Mersenne, 16 de junio de 1641, en Kenny (trad.), Descartes'


Philosophical Letters [34], p. 104.
2. Ensayo acerca del Entendimiento Hum ano (1690) [67] Libro I, Cap. I,
sección 2.
3. Ibid., I, 2,1 (vers. cast. Editora Nacional, Madrid, 1980, pp. 79-80).
4. Ibid., 1,2,18.
5. Ibid., 1,2,4.
6. Ver más arriba, Cap. II, pp. 24-26.
7. Ensayo, 1,1,5 (ídem, pp. 82-83).
8. Ibid., II, 1,2 (ídem, p. 164).
9. Ibid.
10. Investigación acerca del Entendim iento Hum ano (1748) [73] Sec­
ción II.
11. Ensayo, II, 1,6.
12. Carta a «Hyperaspistes», agosto de 1641, en Kenny [34] p. 111.
13. Nouveaux Essais surl'Entendement H um ain (Nuevos Ensayos sobre el
Entendimiento H um ano) (primera edición póstuma en 1765), trad, en Parkin­
son [55] p. 150.
14. Ibid., p. 151.
15. Ibid., p. 153.
16. Nuevos Ensayos, Libro I, Cap. I, sección 2; cf. pp. 44-45.
17. Ensayo, II, 1, 25.
18. Ver más abajo, Cap. V, sección D.
19. Tratado sobre la Naturaleza Humana ( 1739-1740) [72], Libro I, Parte
1, sección 1.
20. Investigación acerca del Entendimiento Hum ano [73] Sección IV,
Parte 1, sección 1 (vers. cast. Alianza Editorial, Madrid 1980; vers. catal.
Laia, Barcelona, 1982).
21. Ibid.
22. Ibid., Sección XII, parte 3 (vers. cast. p. 192).
23. Ibid., Sección IV, parte 1.
24. Ibid., Sección VII, parte 2 (fdem, pp. 99-100).
25. Este ejemplo imaginario, que en la actualidad se suele utilizar
como objeción a la explicación que da Hume acerca de la causación, fue
originariamente empleado en un contexto muy distinto por el filósofo
neerlandés Arnold Geulincx (1624-1669). Con respecto a los patrones de
explicación cf. G.J. Wamock, «Hum e on Causation» en Pears [77].
26. Primera Investigación, Sección VII, parte 2 [73].
27. Cf. Mackie, The Cement o f the Universe [79].
28. Prolegómenos a toda Metafísica futura (1783), trad. Lucas [83] p. 9.
29. K ritik der reinen V e r n u n f t ( m i); 2 ed. 1787, B 3, 4, [82],
30. Ibid., B 232.
31. Ibid., A 493, B 52.
32. Ibid., A 5, B 8.
33. Ver pp. 95-96.
34. Kritik, A 51, B 75.
35. Ibid., A 271, B 327.
36. Ibid., A 93, B 126 (vers. cast. Alfaguara, Madrid, 1978, p. 126).
37. Tratado [72] I, 14.
38. Kritik, B 5.
39. Ibid., A 89, B 122.
40. Ibid., A 193, B 238.
41. Ver un análisis detallado de la C ritica de la Razón Pura en Scruton
[84], Walker [85] y Bennett [86].
A. La herencia de Hegel

H E G E L VISTO DESD E EL SIGLO XX

En la reflexión filosófica del siglo actual aparece un hecho


destacado: la forma en que, hasta hace muy poco, los filósofos
pertenecientes a la tradición anglosajona ignoraban las obras
de Hegel (1770-1831). Hubo una época en la que lo normal en
los cursos universitarios de historia de la filosofía consistía en
llegar hasta Hume y Kant, y luego dar un salto de cien años,
pasando al «m ovim iento analítico» de Bertrand Russell y
G.E. Moore. Al estudiar el siglo XIX, la atención se centraba en
autores como Jeremy Bentham y J.S. M ili, que habían conser­
vado con gran vigor la tradición empirista, sirviendo de nexo
entre Hume y Russell. Si en algún momento se llegaba a
mencionar el «idealism o hegeliano», se le consideraba un
ejemplo de cómo la filosofía había errado el camino. Se
trataba de un caso paradigmático de «telaraña» racionalista
que había perdido el norte, y de un intento equivocado de
eludir los métodos rigurosos y exactos de la ciencia experi­
mental, llegando a formular juicios sobre la «realidad
últim a» apelando a la pura razón especulativa.
En la actualidad ha surgido una reacción en contra de esta
postura, y durante las dos últimas décadas muchos filósofos
han comenzado a darse cuenta de que Hegel, a pesar de su
estilo lleno de prosopopeya y altisonante, ofrecía perspecti­
vas originales y esclarecedoras acerca de la naturaleza del
conocimiento humano. No obstante, a las antiguas concep­
ciones les cuesta desaparecer: todavía en 1982 un autor
condena a Hegel por haberse «apropiado de la función del
científico, tratando de establecer a priori cuáles han de ser las
cuestiones sobre las que tienen que versar las investigaciones
prácticas».' Por lo tanto, será útil comenzar examinando
cómo surgió esta interpretación hostil a Hegel.

L a CARICATURA TRADICIONAL:
H egel com o «soñador perfum ado »

La persistente tendencia a menospreciar a Hegel (en


muchos casos sin molestarse en leerlo) se debe en gran parte a
la valoración de su pensamiento que hizo Bertrand Russell.
Russell, aunque en su juventud coqueteó con las ideas hege-
lianas, pronto llegó a considerar que las opiniones de Hegel
constituían una insensatez superficial y engreída.

Los hegelianos disponían de toda clase de argumentos


para probar que esto o aquello no era «real». El número, el
espacio, el tiempo, la m ateria... todos eran convictos y confe­
sos de haber incurrido en una contradicción consigo mismos.
Nada era real, se nos aseguraba, excepto el Absoluto, que sólo
podía pensar acerca de sí mismo, ya que no había nada más en
que pensar, y que pensaba eternamente la clase de cosas que
los filósofos idealistas pensaban en sus libros.2

La teoría que aquí se caricaturiza y se desecha es el


llamado «idealism o absoluto» de Hegel. Desde su punto de
vista, todos los acontecimientos reales del mundo deben
considerarse como etapas hacia la racionalidad consciente de
sí misma, la «M en te» absoluta o el «espíritu que se pone a sí
mismos, al cual Hegel llama Geist. En este contexto hay que
explicar el término «idealism o», que posee numerosos signi­
ficados diferentes en filosofía. Los hegelianos se veían a sí
mismo como los encargados de desarrollar y perfeccionar la
teoría kantiana del conocimiento. Kant, como ya hemos
comprobado, acentuó el papel activo del entendimiento en la
experiencia del mundo. El raciocinio que Kant calificó de
«deducción trascendental» se propuso establecer que, en su
experiencia del mundo fenoménico, la mente presupone
ciertos conceptos fundamentales, o «categorías» del entendí-
miento. Aunque Kant describió esta postura filosófica como
« idealismo trascendental», se cuidó mucho de afirmar que
sólo lo mental es real. Kant opina que, a pesar de que puede
existir un mundo de «cosas en sí mismas» independiente déla
mente, los seres humanos jamás logran conocerlo de manera
significativa; necesariamente, todo conocimiento debe estar
relacionado con lo que se da en la experiencia, y la mente
interpreta de un modo determinado. Los hegelianos fueron
más allá, sin embargo, y rechazaron en su integridad la
noción de «cosas en sí mismas», considerándola como algo
ininteligible. Sólo lo ideal es real; todo lo que existe tiene que
ser mental.
Las doctrinas del «idealism o hegeliano» adquirieron gra­
dualmente una extraordinaria popularidad dentro del
mundo anglosajón a través de la obra de autores como T.H.
Green (1836-82) y F.H. Bradley (1846-1924), profesores
ambos de Oxford, y John McTaggart (1866-1925), filósofo de
Cambridge. De hecho, a comienzos del siglo actual el idea­
lismo en su versión hegcliana o cuasi-hegeliana era la filoso­
fía predominante en Inglaterra y — en un grado menor— en
los Estados Unidos.3 Cuando Russell ataca la metafísica
hegeliana, se dirige primordialmente contra la doctrina de
estos hegelianos de lengua inglesa. Como señala un crítico,
«en el Hegel de Russell se reconoce confusamente a M cTag­
gart. visto a través de un cristal obscuro».4 McTaggart pro­
puso una versión extrema de idealismo, en la cual se conside­
raba que toda realidad era esencialmente espiritual. La
materia, el espacio y el tiempo se veían relegados al mundo de
las meras apariencias subjetivas. Para los filósofos pertene­
cientes a la escuela analítica y matemática fundada por
Russell y Frege, tales doctrinas parecían pretenciosas y en
definitiva carentes de valor. Les parecía que esta clase de
filosofías sólo podía servir para obscurecer la verdad dentro
de «sueños perfumados», en palabras de un contemporáneo
de Russell.5
La n o c ió n h e g e l ia n a d e «G e i s t »

Acabamos de ver la caricatura. Ahora hay que examinar la


verdadera doctrina de Hegel, y comprobar si realmente
consiste en la desbocada autocomplacencia de un «m etafí-
sico racionalista» enajenado. Antes que nada ha de recono­
cerse que, si se toma al pie de la letra la afirmación ontológica
central de Hegel acerca del espíritu cósmico o Geist, existen
pocas motivos para aceptarla. El intérprete de Hegel que más
sintoniza con su pensamiento en nuestros días, el profesor
Charles Taylor, admite con facilidad que tal doctrina está hoy
«muerta. En realidad no hay nadie que crea en la tesis
ontológica central [de H egel] según la cual un espíritu cuya
esencia consista en la necesidad racional es el que pone el
universo».6Actualmente los teístas que creen en un Creador
trascendente, y las diversas variedades de materialistas que
rechazan la noción de Dios, se unen para rechazar como
noción falsa (y algunos añadirían también ininteligible) el
Geist hegeliano que se pone a sí mismo. Sin embargo, es
posible interpretar la teoría del Geist de Hegel de un modo
más favorable. A pesar de las complicadas fórmulas — que a
veces adquieren un tono casi místico— utilizadas por Hegel
para referirse a su espíritu que se pone a sí mismo, la
perspectiva de la filosofía hegeliana no apela a verdades a
priori e intemporales, o a certidumbres eternas. Lo que a
Hegel le preocupa sobre todas las cosas es descubrir y
explicar los procesos dinámicos del mundo histórico real.
Visto desde esta perspectiva, el Geist se convierte en una
etapa final de desarrollo hacia la cual avanza la historia,
dejando de ser un misterioso «Absoluto» espiritual del cual
forman parte todas las cosas. Hegel insiste una y otra vez en
que el Geist se ejemplifica a través del arte, la religión y la
filosofía. N o es un primer motor aristotélico ni un eterno ser
perfecto cartesiano. Surge de la paulatina lucha de la huma­
nidad para autorrealizarse y entender el mundo. En palabras
de J.N. Findlay,

Que el G e ist sea la verdad de todo no significa que haya


organizado el mundo o que constituya su responsable causal.
El G e ist hace su aparición en una etapa com parativam ente
tardía de la historia del mundo, y se llega a afirm ar que su fase
suprema, la filosofía, llega al mundo en el momento en que
están cayendo las sombras de la noche... [El Geist] representa
una perspectiva peculiar de los hechos de experiencia... no es
algo subyacente en el universo o causalm ente responsable
de él.7

Si esta interpretación es correcta, el núcleo ontológico del


«racionalism o» hegeliano comienza a parecer menos sospe­
choso. Lejos de ser un trozo de metafísica a priori, puede
presentarse como ensayo de interpretación de los hechos
históricos reales que se dan en la experiencia humana.

La d ia l é c t ic a h e g e l ia n a

Sea cual fuere el verdadero sentido de la doctrina de Hegel


acerca del Geist, su teoría de la dialéctica fue lo que suminis­
tró el impulso principal al actual renacimiento del interés
por la filosofía hegeliana. Dicha teoría ocupa un lugar predo­
minante en la obra más famosa de Hegel: la Fenomenología
del Espíritu (Phünomenologie des Geistes, 1807), y también en
la Enciclopedia (Encyclopádie der philosophischen Wissen
schaften im Grundrisse, 1817; ediciones profundamente revi­
sadas en 1827 y 1830). El término «dialéctica» procede del
verbo griego dialegein, «conversar», y Platón es el primero
que lo emplea en el ámbito filosófico. En los diálogos socráti­
cos se suele avanzar a través de un proceso dinámico de
argumentos y réplicas: se afirma algo, se aducen ejemplos en
contrario y objeciones, y luego se modifica la postura original
teniendo en cuenta dichas objeciones. A continuación se
repite el proceso, y se efectúan nuevos ajustes. En la Repú­
blica de Platón el término «dialéctica» se utiliza de un modo
más técnico para describir la forma superior de razona­
miento filosófico, mediante la cual la mente asciende gra­
dualmente hacia los primeros principios, empleando el pro­
ceso de argumentos y réplicas.' En Hegel esta noción plató­
nica se desarrolla y se perfecciona de un modo muy peculiar,
y surge una estructura esencialmente triádica del razona­
miento filosófico. Cada tríada (si bien el propio Hegel no
utilizó efectivamente las palabras de este modo) consta de
una tesis, una antítesis y una síntesis. En la tesis, se realiza
una afirmación inicial, pero el análisis demuestra que con­
duce a paradojas y contradicciones. Estas dificultades llevan
a que aparezca la antítesis: lo opuesto a la tesis original. Sin
embargo, más tarde se demuestra que la antítesis es inade­
cuada, y las contradicciones de la tesis y de la antítesis se
solucionan mediante una nueva postura: la síntesis. Ésta es lo
que Hegel denomina Aufhebung de la tesis y de la antítesis. El
término Aufhebung suele traducirse como « superación », pero
esta misteriosa palabra no explica nada; en realidad, la
noción hegeliana es relativamente directa. El frecuente verbo
alemán « aufheben» posee un doble significado: por un lado,
quiere decir «levan tar» o «eleva r»; por el otro, significa
«cancelar», «anular» o «destruir». Una síntesis hegeliana
anula o cancela lo irracional y equivocado que hay tanto en la
tesis como en la antítesis, pero también «e le v a » y preserva lo
que en ellas hay de racional y verdadero, incorporando estos
elementos a una verdad superior. (Por cierto, el doble signifi­
cado de « aufheben» no constituye algo exclusivo de la lengua
alemana: el verbo latino « tollere» también significa levantar
y destruir.)
La estructura triádica de Hegel no se detiene en la síntesis,
sino que se repite a sí misma y continúa su ascenso. Una vez
que hemos llegado a la síntesis, podemos considerarla como
una nueva tesis, que al ser analizada muestra ulteriores
contradicciones y dificultades. De este modo la mente afirma
una nueva antítesis, y ésta a su vez genera una nueva síntesis,
y así sucesivamente, hasta que finalmente llegamos a una
perspectiva final, o Ansicht, que revele la verdad última.

C erteza s e n s ib l e , p e r c e p c ió n y a u t o c o n c ie n c ia

Un ejemplo tomado de la Fenomenología puede servir


para ilustrar el avance dialéctico del pensamiento de Hegel.
Inicialmente, cabe considerar que los seres humanos se
relacionan con el mundo recibiendo de un modo pasivo los
datos que les revelan los cinco sentidos. Hegel denomina
«certeza sensible» o «conciencia natural» (natürliches Be-
wusstsein) esta conciencia corriente acerca de las cosas. En
algunos aspectos Hegel describe la certeza sensible como
algo que evoca ciertos aspectos de la noción empirista de
mente como receptor pasivo de ideas sensibles o « impresio­
nes», tal como la habían desarrollado Locke y Hume.’ ¿Cómo
puede esta conciencia servir de base al conocimiento
humano? Según Hegel, no lo logra, porque si la mente
quedase limitada a las impresiones particulares aisladas,
sería incapaz de efectuar el más mínimo juicio coherente.
Todo intento de llevar a cabo un juicio implica describir
nuestra experiencia, y toda descripción debe ir necesaria­
mente más allá de lo «d a d o » particular y apelar a términos
generales o universales. Sin conceptos universales como
«ro jo », «redondo», «grande», etc., no es posible ningún
conocimiento consciente. Se pone así en evidencia que la
noción inicial de «certeza sensible» es contradictoria y se
anula a sí misma; su hipotético objeto, una impresión senso­
rial sin intermediarios, se reduce a algo «n o verdadero,
irracional y simplemente apuntado» (das Urtwahre, Unver-
nunftige, bloss Gemeinte).'0
De este modo pasamos de la tesis a la antítesis: desde la
mera conciencia sensible, avanzamos hasta la aprehensión
de las cosas en tanto que objetos poseedores de propiedades
universales. Esta aprehensión de las cosas como vehículos de
propiedades generales es lo que Hegel denomina « percepción »
(Wahmehmung). Sin embargo, esta noción de percep­
ción puede a su vez resultar inadecuada y contradictoria, dice
Hegel. Percibir una cosa como objeto particular es concebirla
como unidad singular (ausschliessertdes Eins); no obstante,
describir algo en tanto que poseedor de un grupo de propieda­
des equivale automáticamente a pasar a una dimensión
diferente, la dimensión de la generalidad y la diversidad. La
«contradicción» que Hegel trata de descubrir aquí no resulta
fácil de captar a primera vista: el hecho de que un objeto
único (p. ej. una taza) sea percibido como poseyendo propie­
dades generales (p. ej. forma) nos parece algo intrínseca­
mente paradójico o problemático. Un ejemplo (que no es de
Hegel) quizás nos ayude a comprender lo que intenta comuni­
camos este filósofo. Si a una taza le atribuimos la propiedad
de la fragilidad, por ejemplo, automáticamente nos situamos
más allá de una descripción de la taza tal como ésta es en el
momento en que la percibimos. Vamos más alia de sus
propiedades directamente observables, y la concebimos
como algo que posee disposiciones causales o potencialida­
des permanentes. Nuestra concepción de la taza implica la
comprensión de un grupo de propiedades y relaciones causa­
les; y este análisis nos lleva al concepto de un objeto en tanto
que cosa poseedora de fuerza o poder (Kraft)."
Hasta ahora, pues, hemos partido de un análisis de la falta
de adecuación de la conciencia sensible de los rasgos particu­
lares, y hemos llegado a la antítesis: la percepción de una cosa
que tiene propiedades generales. Sin embargo, este tipo de
aprehensión de las cosas ha demostrado a su vez sus lim ita­
ciones y su falta de adecuación. El paso final de la dialéctica
consiste en llegar a la síntesis, aquella clase superior de
conciencia que Hegel califica de «autoconciencia» (Selbst-
bewusstsein). Para entender los objetos como poseedores de
poderes causales no podemos lim itam os a «percibirlos»;
debemos establecer una interacción con ellos, porque somos
seres que actuamos con un propósito y que tenemos autocon­
ciencia. Por lo tanto, sólo los individuos conscientes de sí
mismos y de su propia participación activa y causal en el
mundo que les rodea están en condiciones de captar verdade­
ramente qué es ese mundo. Nuestro conocimiento acerca del
mundo presupone nuestro compromiso con el mundo, en
calidad de seres conscientes de sí mismos.
Este resumen (obligadamente breve) constituye un bos­
quejo de sólo una de las áreas en que actúa la dialéctica
hegeliana, pero quizás sea suficiente para indicar la sutileza y
la fuerza de su enfoque. Sin embargo, existe un aspecto en el
cual la exposición que hemos realizado hasta ahora puede
inducir a confusión. Es posible que el lector suponga que la
dialéctica hegeliana es una herramienta exclusivamente abs­
tracta que sirve para el análisis filosófico (los comentadores a
menudo hablan erróneamente del « método» dialéctico de
Hegel, como si fuese un instrumento filosófico semejante al
método cartesiano de la duda). Para Hegel, en cambio, la
dialéctica no es un simple dispositivo teórico; es una descrip­
ción dinámica de la forma en que la historia se despliega
realmente en sí misma, a medida que la humanidad asciende
gradualmente hasta una plena autoconciencia. En un famoso
texto de la Fenomenología el proceso dialéctico se aplica a la
relación entre amo y esclavo, que Hegel emplea para descri­
bir la liberación progresiva del espíritu humano con respecto
a la dominación externa, hasta que finalmente logra la plena
autorrealización y la autonomía. En la Naturrecht und
Staatswissenschfat im Grundrisse, 1821 (obra conocida con el
título de Filosofía del derecho) Hegel presenta asimismo una
triada dialéctica según la cual la tesis está constituida por la
obediencia a una ley moral abstracta, la antítesis la repre­
senta el subjetivismo ético del individuo, y la síntesis última
consiste en un sistema racional de ética social (que todavía ha
de llevarse a la práctica en su plenitud).

H e g e l y e l r a c io n a l is m o

La explicación dialéctica que Hegel da con respecto al


surgimiento de la autoconciencia en la Fenomenología consti­
tuye un importante hito en el desarrollo del pensamiento
racionalista. Por supuesto, no soluciona todos los problemas
inherentes al planteamiento racionalista, pero indica una
senda que puede tomar el filósofo racionalista para escapar
del callejón sin salida al que se enfrentaban los grandes
metafísicos del siglo xvil. Como hemos visto anteriormente,
uno de los rasgos centrales del racionalismo del siglo xvil
consistió en su apriorismo. Se consideraba que el razona­
miento deductivo, basado en «ideas claras y distintas» de
carácter innato, era la herramienta que liberaría al filósofo
del equívoco mundo de los sentidos, y le perm itiría describir
la naturaleza de la realidad última. Ño obstante, esta noción
de comprensión racional «p u ra» hace surgir un embarazoso
interrogante: ¿cómo garantizar la verdad de las premisas
iniciales del sistema? En los sistemas metafísicos del si­
glo xvil siempre existe el peligro de que el filósofo sea
considerado como un «tejedor de telarañas» autocompla-
ciente, que construye complicados sistemas que en realidad no
son nada. A la razón se le pide que logre lo imposible y que se
desprenda ella sola de sus propios lazos; sin embargo, ¿cómo
podrá la razón garantizar la verdad de sus propios procedi­
mientos? (Al hablar antes del «círculo cartesiano» en el Ca­
pítulo III se mencionó esta dificultad.)12A estas dudas acerca
de la viabilidad de la empresa racionalista se añaden las crí­
ticas formuladas por Kant: la razón nunca puede trascender el
mundo fenoménico de las apariencias porque toda compren­
sión tiene que apelar necesariamente a conceptos que se
presuponen en la experiencia sensible, y que se aplican a ella.11
La noción hegeliana de razonamiento dialéctico le pre­
senta ahora al racionalista una posible huida de tales dificul­
tades. En primer lugar, desde el punto de vista de Hegel el
filósofo no rechaza la experiencia sensible. La marcha del
proceso dialéctico revela las deficiencias de la confianza
empirista en la aprehensión pasiva de los datos particulares;
sin embargo, esta etapa de la conciencia sensible no se deja
simplemente a un lado en la búsqueda de un tipo de percep­
ción incontaminada y supuestamente «pu ra». La conciencia
sensible ordinaria es aufgehoben: se eliminan sus contradic­
ciones pero sus elementos valiosos se conservan y se «e le ­
van», reintegrándose a un tipo superior de conocimiento,
más sistemático.
En segundo lugar, la concepción hegeliana muestra cómo
el racionalismo podría evadirse de la acusación de tratar de
desprenderse sólo de los lazos que le aferran. Para substituir
un modelo deductivo de conocimiento, cuyas premisas ini­
ciales surgen de la nada gracias al pensamiento puro, y sus
consecuencias se despliegan a través de una serie descen­
dente de demostraciones, Hegel nos ofrece un modelo de
combate mental ascendente y dinámico. En vez de ir hacia
abajo, garantizando las verdades que Dios implantó en la
mente (como sucede en el pensamiento cartesiano), para
Hegel el filósofo arranca desde nuestra conciencia ordinaria,
y trata de solucionar sus limitaciones y de integrarla en una
perspectiva de nivel superior.
Aunque el estilo y el método filosófico de Hegel son muy
originales, no desarrolló sus planteamientos partiendo de
cero, y cabe afirmar que su sistema extrae de los grandes
racionalistas que le precedieron algunos de sus elementos
fundamentales. Hegel toma de Platón la noción de razona­
miento dialéctico concebido como lucha ascendente de la
mente, en sus intentos progresivos de lograr la definitiva
comprensión filosófica. De la concepción «h olista» del
conocimiento, formulada por Spinoza, Hegel toma la noción
según la cual, para comprender los acontecimientos y los
objetos particulares, necesitamos en último término inte­
grarlos en un todo único, sistemático y omnicomprensivo. Y
de la brillante y sutil filosofía de Kant (de la cual es deudor
evidente y directo) Hegel toma la idea de «argumentación
trascendental», es decir, una argumentación filosófica que no
se inicia a priori desde la experiencia exterior, sino que
descubre las estructuras del entendimiento que se presupo­
nen en la experiencia.

N o t a s o b r e l a l ó g ic a e n H egel

A veces Hegel se presenta a sí mismo como defensor de -


una nueva clase de razonamiento que, en contraste con la
lógica tradicional, está dispuesto a abarcar la contradicción y
la paradoja en su intento de desarrollar nuevas y fecundas
perspectivas. Esto ha llevado a algunos comentadores a
acusar a Hegel de abandonar por completo principios tan
fundamentales como la ley de no contradicción (que afirma
que una proposición « P » y su negación «n o P » no pueden ser
verdad al mismo tiempo). Ha habido sin duda «posthegelia-
nos», sobre todo de la corriente marxista, que han creído
abandonar la ley de no contradicción, y han apelado a la
autoridad de Hegel para abandonar la antigua lógica «bu r­
guesa». Sin embargo, no hay razón alguna para convertir a
Hegel en reo de este disparate, cuyo único resultado consisti­
ría en crear una filosofía incapaz de formular la más mínima
afirmación dotada de sentido.14 De hecho, Hegel jamás se
limita a enlazar sin más dos proposiciones incompatibles
como si fuesen simultáneamente verdaderas. El proceso de
Aufhebung siempre nos exige trascender la contradicción,
desechando lo falso e integrando lo verdadero en una nueva
síntesis. Además, no parece haber razón por la cual los
tradicionales métodos deductivos de la lógica y el sistema
dialéctico hegeliano hayan de ser considerados como incom­
patibles. La dialéctica intenta describir los esfuerzos ascen­
dentes de la mente hacia la autoconciencia, pero no hay nada
que impida la posterior utilización de un esquema deductivo
«descendente» para desplegar las consecuencias de aquello
que ha logrado la dialéctica. Como Descartes observó en
cierta ocasión (en un contexto muy distinto), el método de
descubrimiento es una cosa, y el método de exposición, otra
distinta;15no hay razón alguna para pensar que se hallan en
conflicto, puesto que sus respectivos propósitos son básica­
mente diferentes.

B. Ascenso y caída del empirismo moderno

LOS ATAQUES AL RACIONALISMO

A pesar del gran aprecio experimentado a principios de


siglo por las ideas hegelianas, éstas se vieron amenazadas
muy pronto por una nueva y vigorosa oleada de filosofía
empirista. El positivismo lógico, que representaba una forma
de empirismo especialmente radical e intransigente, dirigió
sus primeras andanadas contra aquellos hegelianos que
habían hecho referencias a la «realidad últim a» y al «Abso­
luto». En 1936 A.J. Ayer desecha con desdén la afirmación de
Bradley según la cual «e l Absoluto entra en escena pero es en
sí mismo incapaz de evolución y de progreso», calificándola
de «pseudo-proposición» disparatada y carente de signifi­
cado fáctico.16 Sin embargo, los positivistas no atacaron
exclusivamente al idealismo hegeliano. Se consideraba sos­
pechosa la metafísica en conjunto, y se puso en tela de juicio
la base misma de la pretensión racionalista de lograr un
conocimiento a priori acerca de la naturaleza de las cosas. En
palabras de Ayer, el programa positivista consistía nada
menos que en «destruir los cimientos del racionalismo»:

Porque el principio fundam ental del racionalism o es que


el pensamiento es una fuente independiente de conocim iento,
y que constituye, además, una fuente de conocim iento más
fidedigna que la experiencia; en realidad, algunos racionalis­
tas han llegado incluso a decir que el pensam iento es la única
fuente de conocimiento. Y esta noción se basa, simplemente,
en que las únicas verdades necesarias acerca del mundo
conocidas para nosotros son conocidas a través del pensa­
miento y no a través de la experiencia. De modo que si
nosotros podemos dem ostrar que las verdades en cuestión no
son necesarias o que no son «verdades acerca del mundo»,
habremos dejado al racionalism o sin la base en que des­
cansa."

La estrategia que aquí se proyecta consiste en segar la


hierba bajo los pies del racionalista, demostrando que su
intento de descubrir «verdades necesarias» acerca del mundo
es algo radicalmente equivocado. Sin embargo, antes de
examinar con detalle esta crítica positivista del raciona­
lismo, hay que referirse brevemente a la evolución filosófica
que la precedió.

R ussell y W it t g e n s t e in

Aunque ni Russell ni Wittgenstein pueden ser calificados


de positivistas lógicos, las doctrinas que elaboraron durante
la primera parte del siglo actual sirvieron en cierto modo
para preparar el camino al surgimiento del positivismo. En
su artículo «Lógica y m isticism o» (1914), Bertrand Russell
(1872-1970) defendió de modo inflexible la postura de Hume
según la cual nuestro conocimiento del mundo debe estar
basado en la experiencia sensible. «Toda proposición que
podamos entender tiene que estar formada íntegramente por
elementos constituyentes a los que estemos habituados»,
sostiene Russell. Los «elementos constituyentes» son, en
opinión de Russell, los elementos que aparecen en la expe­
riencia sensible: los «datos de los sentidos externos con los
que nos familiarizamos en la sensación». Estos «datos de los
sentidos», para emplear el calificativo preferido de Russell
(que a partir de entonces se convirtió en término corriente
dentro de la filosofía), incluyen «cosas como los colores, los
aromas, las durezas, las asperezas, etc.»'*
Los datos de los sentidos son para Russell los componen­
tes fundamentales que sirven para configurar nuestro conoci­
miento acerca del mundo. Por supuesto, muchas de las
entidades sobre las que versa la ciencia no son dadas directa­
mente en la experiencia; los puntos, los instantes y los átomos
(o las partículas de la moderna teoría cuántica) no son cosas
con las que podamos fam iliarizam os directamente. De
hecho, ni siquiera la noción de un objeto físico corriente
— una mesa o una silla, p. ej.— parece llevamos más allá del
ámbito de los datos sensibles inmediatos. Sin embargo,
Russell aduce (en O ur Knowledge o f the External World, 1914)
que todas estas hipotéticas «entidades inferidas» pueden
considerarse en la práctica como lo que él denomina cons­
trucciones lógicas de datos de los sentidos.19Hay que interpre­
tar los objetos físicos como estructuras compuestas por
elementos que se experimentan realmente; o en otras pala­
bras, las proposiciones acerca de los objetos físicos tienen que
reducirse a conjuntos de proposiciones referentes a datos
sensibles. La noción de conocimiento científico que surge de
esta teoría es notablemente empirista. Cualquier descripción
del mundo externo — en realidad, la estructura íntegra de la
física— tiene que ser analizada en tanto que complicado
conjunto construido con los datos que nos ofrece la experien­
cia: «L a comprobación de la física sólo es posible si pueden
manifestarse objetos físicos que sean funciones de los datos
de los sentidos. Hemos de resolver las ecuaciones ... que nos
brinden objetos físicos en términos de datos de los sen­
tidos. » "
Como señala el texto que acabamos de citar, el empirismo
de Russell tiene un impulso primordialmente epistemoló­
gico: brota de su interés por establecer cómo es posible el
conocimiento humano, y cómo pueden verificarse nuestras
aspiraciones al conocimiento. En cambio, la doctrina de
Ludwig Wittgenstein (1899-1951) en el célebre Tractatus
Logico-Philosophicus (1921) surge de problemas más abstrac­
tos referentes a la estructurá de las proposiciones y a su
significado. Wittgenstein divide las proposiciones en dos
clases: simples y complejas, y utilizando una técnica
conocida con el nombre de «tabla de verdad» (que actual­
mente se ha convertido en algo habitual dentro de la lógica)
muestra que el valor de verdad (verdad o falsedad) de una
proposición compuesta depende (o es una «fu n ción ») del
valor de verdad de las proposiciones elementales que la
compongan (« La proposición es una función de verdad de las
proposiciones elementales»).21¿Qué ocurrirá con las proposi­
ciones elementales? Aquí Wittgenstein introduce su teoría de
las representaciones del significado. El mundo está compuesto
de «estados de cosas» (Sachverhalten), y la proposición (Sach)
adquiere significado por ser una especie de representación
(Bild) de un estado de cosas. Wittgenstein admite que «a
primera vista una proposición — que aparezca por ejemplo en
una página impresa— no parece una imagen de la realidad
con la que está relacionada. Pero tampoco la notación musi­
cal parece a primera vista una imagen de la música, ni
nuestra notación fonética (el alfabeto) parece una imagen
de nuestra habla. Sin embargo, estos lenguajes de signos
demuestran ser imágenes de aquello que representan, incluso
en el sentido más corriente de todos».22
Esta teoría general del significado, tal como ha sido
formulada, no toma partido en la disputa entre racionalistas
y empiristas. De hecho, Wittgenstein apenas explica en qué
consiste la naturaleza exacta de sus estados de cosas, o cuál es
el modo en que éstos deben ser captados. Sin embargo, la
teoría de Wittgenstein influye en los empiristas posteriores a
través de su concepción austera y restringida de los límites de
la filosofía. En la teoría de las representaciones de Wittgens­
tein no hay lugar, por ejemplo, para los juicios éticos o
estéticos: éstos no pueden constituir auténticas proposicio­
nes porque no son representaciones de hechos que se den en el
mundo. Si es que existen «valores», afirma Wittgenstein,
tienen que hallarse fuera del mundo, en el exterior de la
situación concreta;21y, por lo tanto, más allá de lo expresable
con palabras. N i siquiera la lógica puede afirm ar nada
significativo más allá de las tautologías vacías, que «n o dicen
nada», al estar garantizada su verdad por su mera estructura
interna.24 Ahora, la filosofía en su conjunto se convierte
estrictamente en algo que no se puede expresar mediante
palabras:

El verdadero método de la filosofía sería propiamente


éste: no decir nada, sino aquello que se puede decir; es decir,
las proposiciones de la ciencia natural — algo, pues, que no
tiene nada que ver con la filosofía— ; y siempre que alguien
quisiera decir algo de carácter m etafísico, dem ostrarle que no
ha dado significado a ciertos signos en sus proposiciones.25
Aquí no se efectúa referencia alguna al conocimiento, la
la comprobación o los datos de los sentidos. Sin embargo,
Wittgenstein considera que la proposición científica es el
paradigma de lo dotado de sentido; y en segundo lugar,
desecha las afirmaciones «m etafísicas» que carezcan de
sentido por no ajustarse a dicho paradigma. Ambas doctri­
nas, como veremos, iban a ocupar un lugar central en la obra
de los positivistas lógicos. Wittgenstein no ofrece ningún
ejem plo de las expresiones «m etafísicas» que de acuerdo con
su teoría no resultarían significativas. No obstante, es evi­
dente que desde la perspectiva de Wittgenstein muchas de las
afirmaciones de los grandes racionalistas del siglo XVII ten­
drían que considerarse como algo que supera lo expresable
mediante el lenguaje. En realidad, cualquier sistema filosó­
fico que vaya más allá de una estricta descripción científica
de lo «pertinente» violaría la tajante advertencia con la que
Wittgenstein concluye el Tractatus: « Wovon man nicht spre-
chen kann, darüber muss man schweigen» («D e aquello de lo
cual no se puede hablar, hay que guardar silencio»).

E l p o s it iv is m o l ó g ic o y l a s u p r e s ió n
DE LA METAFÍSICA

El término «positivism o lógico» se ha convertido en


denominación generalizada de aquellas doctrinas que origi­
nariamente había propuesto el llamado «Círculo de Viena»,
formado por filósofos, científicos y matemáticos, que floreció
en las décadas de 1920 y 1930. M oritz Schlick, Rudolf Carnap
y Otto Neurath fueron los principales miembros del grupo, y
su exponente más notable dentro del mundo anglosajón fue
A.J. Ayer, que publicó su célebre obra Lenguaje, verdad y
lógica después de visitar Viena en 1933, como joven estu­
diante de doctorado. Ya se ha señalado con anterioridad que
el programa positivista se proponía socavar las bases del
racionalismo; en realidad, había que elim inar todas las
declaraciones «m etafísicas»: «ninguna afirmación que se
refiera a una “ realidad" que trascienda los límites de cual­
quier experiencia sensible puede tener el menor significado
literal; de ello se sigue que los esfuerzos de quienes han
luchado por describir tal realidad han estado dedicados en su
integridad a la producción de lo carente de sentido». El
famoso principio de verificación era la herramienta para la
eliminación de la metafísica: «una frase es significativa desde
el punto de vista fáctico para una persona determinada si, y
sólo si, ésta sabe cómo verificar la proposición que aquélla
aspira a expresar».26
El positivismo lógico planteaba así al racionalismo un
ambicioso reto: ¿podrían verificarse las afirmaciones efec­
tuadas por Spinoza acerca de la substancia, lo que Leibniz
había dicho sobre las mónadas, o la doctrina de Hegel en
tom o al Absoluto? Hay que señalar que en un primer
momento los positivistas elaboraron la «verificación » de un
modo muy estricto: se consideraba que una proposición era
verificable únicamente en el caso de que existiesen afirmacio­
nes procedentes de la observación cuya verdad o falsedad
pudiese establecerse directamente. Esta prueba decisiva — la
capacidad de contrastarse directamente con afirmaciones -
observables— era algo que evidentemente las teorías racio­
nalistas tradicionales no estaban en condiciones de satisfa­
cer. En realidad, lejos de respaldar sus declaraciones
mediante hechos observables, algunos racionalistas habían
mostrado un explícito desdén con respecto a la observación
empírica, insistiendo en que la investigación filosófica podía
avanzar con independencia de los sentidos.27
A primera vista da la impresión de que el racionalismo
dispone de un poderoso argumento en respaldo de su afirma­
ción referente a la existencia de verdades de razón que
pueden establecerse con independencia de la experiencia. Sin
la menor duda las proposiciones lógicas y matemáticas — por
lo menos— son perfectamente significativas, y sin embargo
no requieren ser verificadas mediante la experimentación o
la observación. Y si, a pesar de ser a priori, las verdades
lógicas y matemáticas representan auténticas aportaciones
al conocimiento humano ¿qué justificación tiene el positi­
vismo para desechar las demás afirmaciones de los raciona­
listas, con la mera excusa de que no le han llegado a través de
la observación?
Los positivistas replicaron a esto del modo siguiente:
concedían que las proposiciones lógicas y matemáticas eran
independientes de la experiencia, pero afirmaban que tales
proposiciones eran verdaderas por definición, es decir, verda­
deras pura y exclusivamente en virtud del significado de los
simbolos que formaban parte de ellas. Por ejemplo, «las
hamburguesas son nutritivas o no son nutritivas» es algo
necesariamente verdadero, con independencia de la expe­
riencia; pero su verdad depende exclusivamente de la forma
en en que se definan los operadores « o » y «n o ». (Del mismo
modo, la verdad de «2 + 2 = 4 » depende exclusivamente del
significado de los símbolos que intervienen en dicha fór­
mula.) De esto se sigue que las proposiciones de la lógica y la
matemática no realizan ninguna afirmación fáctica acerca
del mundo. La proposición antes mencionada no nos brinda
la menor información acerca de las hamburguesas; es una
tautología, compatible con cualquier posible estado de la
cuestión, y seguirá siendo verdadera cualesquiera que sean
los términos que puedan reemplazar a «hamburguesas» y
«nutritivas». Por lo tanto, a pesar de resultar innegable
y necesariamente verdaderas, las tautologías «n o dicen
nada», como afirm ó Wittgenstein en forma de oráculo.2'
En consecuencia, las proposiciones de la lógica y la
matemática no sólo no ofrecen ninguna vía de huida al
racionalista, sino que sirven para que el positivista estreche
aún más su cerco. Toda proposición significativa tendrá que
pertenecer a una de estas dos categorías: o bien (1) será
verdadera por definición — mera tautología— , en cuyo caso
adquiere certeza y necesidad a costa de no efectuar ninguna
afirmación real acerca del mundo; o (2) se propondrá llevar a
cabo una auténtica afirmación acerca del mundo, pero en ese
caso siempre se requerirá una observación para establecer su
verdad o su falsedad. Y si una proposición no es tautológica ni
tampoco resulta verificable a través de la observación, el
positivista insistirá en que hay que desecharla como algo
carente de sentido.

No puede haber un conocim iento a p rio ri de la realidad.


Porque... las verdades de la pura razón, las proposiciones cuya
validez conocemos con independencia de toda experiencia,
sólo son así en virtud de su carencia de contenido fáctico... [En
cam bio] las proposiciones em píricas son en todos los casos
hipótesis que pueden ser confirm adas o desm entidas a través
de la experiencia sensible real.”

Es importante darse cuenta del carácter global del ataque


positivista a la filosofía tradicional. Todas las afirmaciones
filosóficas que se proponían ser algo más que meras tautolo­
gías tenían que superar la prueba de la verificación empírica
para que se les reconociese su significación. Por lo tanto,
quienes deseaban continuar las grandes investigaciones
racionalistas acerca del ser, la substancia, la necesidad, Dios,
la causalidad y la libertad, tenían que hacer frente al desafío
de especificar— si podían— la forma en que los interrogantes
planteados se relacionaban con la realidad observable. Los
positivistas no tenían la más mínima duda de que como
consecuencia de este desafío la filosofía racionalista tradicio­
nal iría desvaneciéndose gradualmente. En palabras de
M oritz Schlick: «L o s autores de filosofía continuarán deba­
tiendo las antiguas pseudo-preguntas. Pero al final ya no se
les escuchará: se parecerán a aquellos actores que siguen
representando una obra durante un tiempo, antes de caer en
la cuenta de que el público se ha ido marchando lenta­
mente. » ”

La d e f u n c ió n d e l p o s it iv is m o

Durante un tiempo el programa del positivismo lógico


para la supresión de la metafísica dio la impresión de ser
imparable. Su hundimiento final no se debió a un contraata­
que racionalista sino a tensiones y dificultades internas. Un
tema muy debatido consistió en la situación del principio
mismo de verificación. ¿Era este principio algo verificable en
sí mismo, y en caso afirmativo, cóm o había que verificarlo?
Si se suponía que el principio constituía una hipótesis em pí­
rica acerca del empleo normal del término «significativo», su
falsedad se hacía evidente; el uso lingüístico corriente no
restringe el término «significativo» a aquellas proposiciones
que resulten verificables mediante la observación. La solu­
ción finalmente adoptada por la mayoría de los positivistas
consistió en decir que el principio no era en absoluto una
afirmación fáctica, sino una especie de recomendación;31sin
embargo, esta salida admite que pueden existir tipos de
razonamiento útiles e importantes aunque su función no sea
la de declarar hechos empíricos. H oy en día muchos filósofos
argumentarían que en el centro de cualquier sistema de
pensamiento deben existir determinados principios o su­
puestos que no son directamente comprobables a través de la
experiencia; todo sistema debe poseer su propia «m etafí­
sica». A pesar de su pública eliminación de cualquier preten­
sión metafísica, da la sensación de que los positivistas se
apoyaron de hecho en una única doctrina metafísica central:
el principio mismo de verificabilidad.
La dificultad que más preocupaba a los positivistas, sin
embargo, hacía referencia a las proposiciones teóricas de las
ciencias naturales. Los positivistas consideraban que lascien-
cias positivas constituían el paradigma del razonamien­
to significativo. Ayer — en los párrafos finales de Lengua­
je, verdad y lógica— había llegado incluso a sostener que
«la filosofía está virtualmente vacía sin la ciencia;... la
filosofía tiene que desarrollarse de acuerdo con la lógica de la
ciencia». ¿Cómo se verifican las proposiciones científicas?
Las declaraciones observables de carácter singular («este
líquido, en este tubo, se vuelve ro jo ») parecen poseer una
verificabilidad suficiente (aunque una comprobación con­
cluyente, incluso en este tipo de afirmaciones, plantee proble­
mas que aquí pasaremos por alto). Sin embargo, ¿qué ocurre
en el caso de una afirmación como «el agua, a determinada
presión atmosférica, hierve a la temperatura de 100 grados
centígrados»? Esta afirmación adopta la forma de una gene­
ralización universal no restringida, y por lo tanto ninguna
cantidad finita de observaciones puede establecer su verdad
de un modo concluyente. Un problema adicional y quizás
más preocupante sea el siguiente: al llegar a los niveles
superiores de la ciencia — los niveles propios de la explica­
ción teórica— solemos encontrar estructuras y entidades no
observables directamente. Los átomos, las moléculas, los
electrones, los fotones y otros elementos semejantes son
constructos teóricos de elevada complejidad, cuyas propie­
dades a menudo se especifican apelando a modelos matemá­
ticos abstractos; a este respecto nos hallamos muy lejos del
mundo de la «observación em pírica» directa. Da la impre­
sión de que el empirismo no logra que su propio ideal — la
ciencia positiva— se ajuste al principio de verificabilidad.
Los positivistas solían responder a esta dificultad a través
de un debilitamiento del criterio de significación. La verifica­
bilidad concluyente era una prueba demasiado exigente para
que se ajustasen a ella las entidades de la física teórica, y en
consecuencia se formuló el principio según el cual una
afirmación es significativa si la experiencia sensible está en
condiciones de confirmarla o respaldarla.12Sin embargo, este
criterio debilitado resulta embarazosamente vago, y ninguno
de los numerosos intentos de efectuar una formulación más
precisa y vigorosa se ha mostrado satisfactorio del todo. Aquí,
empero, lo decisivo para nuestro objetivo es que un estándar
más débil de verificabilidad será lo bastante generoso como
para adm itir la significación de aquellas afirmaciones meta­
físicas que a los positivistas tanto les preocupaba excluir. Las
declaraciones referentes a Dios o a la libertad, a la naturaleza
de la substancia o al Absoluto, quizás no sean comprobables
directamente a través de la experiencia, pero es plausible
afirmar que al menos algunas observaciones — en algún
momento— están en relación con su verdad o falsedad. Por lo
tanto, el positivista ha de enfrentarse con un dilema fatídico:
tendrá que adoptar un criterio lo bastante restrictivo como
para excluir las generalizaciones y las afirmaciones teóricas
de la ciencia, o por el contrario tendrá que debilitar su
criterio hasta el punto de abrir la puerta a las especulaciones
del metafísico. Hasta el momento actual este dilema no ha
sido solucionado, y muchos ex positivistas han llegado a
adm itir que es insoluble.

Despu és d e l p o s it iv is m o

Como los positivistas no lograron formular un principio


de verificación satisfactorio, entre los filósofos surgió un
consenso generalizado: es insostenible el tipo de empirismo
extremado y riguroso que defendía el positivismo. El len­
guaje — incluido el lenguaje científico— no puede compro­
barse de manera observable, estableciendo una correspon­
dencia directa y biunívoca. N o es factible el llevar a cabo una
observación o un conjunto de observaciones pulcras y nítidas
para todas y cada una de las afirmaciones, lo cual permitiría
establecer de modo concluyente la verdad o falsedad de éstas.
Por consiguiente, si todo lo que se aparta del ámbito de la
observación directa ha de calificarse de «m etafísica», en el
lenguaje del científico positivo existe un gran porcentaje de
metafísica. El científico no analiza el mundo comparando
cada proposición individual con unos resultados observa­
bles; lo que hace es desplegar un complejo y elaborado
sistema de proposiciones, algunas de las cuales pueden ser
objeto de observaciones directas. Otras, en cambio, son
demasiado abstractas o demasiado generales — o ambas
cosas al mismo tiempo— para que sea factible una verifica­
ción.
Cabía suponer que el hundimiento del positivismo iba a
dejar el camino abierto al resurgimiento de las ideas raciona­
listas. Evidentemente, «m etafísica» ya no es una palabra soez
entre los filósofos contemporáneos; en todo caso, son muy
pocos los que desechan por anticipado una teoría filosófica,
por el simple hecho de que supere los límites de lo estricta­
mente observable. A pesar de todo, no se ha producido una
abierta resurrección del racionalismo. Hay dos razones que
justifican este fenómeno. Primero, incluso después del
derrumbamiento del positivismo, muchos filósofos continua­
ron insistiendo en que cualquier teoría que aspire a brindar
información acerca de la realidad tiene que dar pie a conse­
cuencias experimentales u observables. El principal defensor
de esta postura es Karl Popper, cuyo influyente principio de
falsabilidad exige que una teoría científica pueda ser refu­
tada por la experiencia, aunque no pueda verificarse. En
segundo lugar, y en época más reciente, la viabilidad global
de la empresa racionalista ha recibido ataques procedentes
de lo que en sentido amplio podría denominarse movimiento
«relativista» dentro de la filosofía de la ciencia y la teoría del
conocimiento. Estos dos hechos importantes se examinarán
en la sección final (F) de este capítulo.
C. El racionalismo y la filosofía analítica

Gran parte de la corriente central de la filosofía analítica,


a partir de la defunción del positivismo, se ha dedicado a
examinar la naturaleza del significado y de la verdad. Supera
el ámbito propio de este volumen el rastrear los ricos y
complejos avances que se han dado recientemente en este
sector. Sin embargo, nuestra exposición acerca del raciona­
lismo en el siglo XX no estaría completa si no hiciésemos una
breve referencia a la forma en que dos filósofos estadouniden­
ses, W.V.O. Quine (nacido en 1908) y Saul Kripke (nacido en
1941), han modificado algunas de las fronteras dentro de las
cuales se había llevado a cabo hasta ahora el debate entre
racionalistas y empiristas.

E l a t a q u e d e Q u in e al «d o g m a »
DE LA ANALITICIDAD

Ya hemos visto que el ataque positivista contra el raciona­


lismo estaba basado en una distinción fundamental entre dos
tipos de proposición: por un lado, la proposición verdadera
únicamente en virtud del significado de los símbolos que
intervienen en ella y, por el otro, la proposición que posee un
componente fáctico-esencial, y cuya verdad defiende de la
forma en que es de hecho el mundo. Siguiendo la terminolo­
gía inaugurada por Kant,13las proposiciones del primer tipo
han sido denominadas analíticas, y las del segundo, sintéti­
cas. La tesis positivista, expresada en los términos propios de
tal distinción, afirma que las únicas proposiciones cuya
verdad podemos conocer a p riori (con independencia de la ex­
periencia) son las verdades analíticas: las tautologías de la
lógica y de la matemática cuya verdad es consecuencia del
modo en que se definen sus símbolos constitutivos. E igual­
mente, todas las proposiciones sintéticas— aquellas proposi­
ciones que desean expresar algo esencial y no superficial
sobre algún hecho— tienen que verificarse a posteriori,
mediante la observación empírica. Asi, los positivistas han
dividido todas las proposiciones significativas en dos únicas
categorías, mutuamente excluyentes:
a pnori a posteriori
& &
analíticas sintéticas
FlG. 1

Como consecuencia de esta clasificación, fueron elim ina­


das de raíz muchas de las pretensiones tradicionales del
racionalismo. Muchos racionalistas habían intentado atrave­
sar la barrera construida en el diagrama de la Fig. 1, soste­
niendo que las verdades filosóficas podían conocerse a priori,
con independencia de la experiencia, y al mismo tiempo ser
sintéticas, es decir, suministrar una información esencial
acerca de la realidad.
En un notable artículo titulado «Dos dogmas del em pi­
rism o» (1951), Quine desarrolló un ataque radical contra el
«dogm a de la analiticidad», aquella idea según la cual existe
un abismo entre las proposiciones analíticas y las sintéticas.
Su estrategia consiste, primero, en mostrar que no se puede
especificar con propiedad la noción de lo analítico: todos los
intentos de definir qué es una proposición analítica caen
inevitablemente en un círculo vicioso. A continuación, Quine
pasa a señalar que es insostenible la doctrina predominante
según la cual existen dos clases de verdad, la verdad-en-
virtud-del-significado y la verdad-en-virtud-del-hecho.

Por eso se presenta la tentación de Suponer que la verdad


de un enunciado es algo analizable en una componente
lingüística y una componente fáctica. Dada esa suposición,
parece a continuación razonable que en algunos enunciados
la componente fáctica se considere nula; y éstos son los
enunciados analíticos. Pero, por razonable que sea todo eso a
priori, sigue sin trazarse una linea separatoria entre enuncia­
dos analíticos y enunciados sintéticos. La convicción de que
esa linea debe ser trazada es un dogma nada empírico de los
empiristas, un metafísico artículo de fe.M

La segunda parte de la estrategia de Quine consiste en


atacar «el dogma del reduccionismo», la idea según la cual la
significación de una proposición puede entenderse — y esta-
blecerse su verdad o falsedad— de manera aislada. Para
Quine lo que hay que comparar con el mundo no es la
proposición individual, sino un sistema global de creencias y
teorías. «L a totalidad de lo que llamamos conocimiento...
desde las cuestiones más superficiales de la geografía y la
historia hasta las leyes más profundas de la física atómica o
incluso de la matemática y la lógica, es un tejido fabricado
por el hombre, cuyos bordes son lo único que incide en la
experiencia. O empleando otra imagen, la ciencia total es
como un campo de fuerzas cuyas condiciones de lím ite están
constituidas por la experiencia.»35 En lugar de la nítida
separación expresada en nuestro anterior diagrama, ahora
tendremos algo más parecido a esto:

Experiencia

FlG. 2

Algunas de nuestras creencias, las que se encuentran


cercanas a la periferia (en la zona B), son más susceptibles de
modificarse a la luz de la experiencia, y por lo tanto corres­
ponden a lo que tradicionalmente se ha calificado de «sinté­
tico», mientras que es menos probable que se abandonen las
creencias pertenecientes a la zona A, más cerca del centro.
Sin embargo, esto es sólo una cuestión de grado; aquí no
existe una línea clara y tajante entre ambos tipos de verdad. Y
si bien las verdades «interiores» pueden incluir muchas de
aquellas que tradicionalmente se consideraban como analíti­
cas, no disfrutan de un estatuto privilegiado; no son verdades
«puramente lingüísticas», inmunes a la revisión.
Un conflicto con la experiencia en la periferia da lugar a
reajustes en el interior del cam po ... Una vez redistribuidos
valores entre algunos enunciados, hay que redistribuir tam ­
bién los de otros que pueden ser enunciados lógicamente
conectados con los primeros o incluso enunciados de conexio­
nes ló g ica s... Que hay mucho margen de elección en cuanto a
los enunciados que deben recibir valores nuevos a la luz de
cada experiencia contraria al anterior estado del sistema.1*

Los argumentos de Quine, sin la menor duda, no consti­


tuyen una defensa del racionalismo. El talante de la mayor
parte de su filosofía es claramente empirista: «com o empi-
rista, sigo pensando que el esquema conceptual de la ciencia
es una herramienta, en último término, para predecir la
experiencia futura a la luz de la experiencia pasada».37 No
obstante, sus argumentos sí demuestran que un desprecio
intransigente hacia el racionalismo — como el que se da en
Hume y en los positivistas— seria algo excesivamente preci­
pitado. Enarbolando la «horca de Hum e» — denominación
que se ha dado al esquema que aparece en la Fig. 1— , los
positivistas han tratado de ensartar a los racionalistas en una
de estas dos púas: sus afirmaciones tienen que ser analíticas,
en cuyo caso, aunque sean cognoscibles a priori, acabarán
convirtiéndose en tautologías vacías; o bien han de ser
sintéticas, en cuyo caso hay que desafiar a los racionalistas a
que demuestren cómo se confirma su verdad a posteriori
mediante la observación. La imagen que nos brinda Quine,
eliminando los dogmas de la analiticidad y del reduccio-
nismo, vuelve a abrir la posibilidad de que una proposición
filosófica que no se ajuste a la perfección a ninguna de las dos
púas de la horca de Hume aporte efectivamente algo a
nuestro conocimiento. Podría integrarse, junto a las proposi­
ciones lógicas y científicas, en un sistema global de creencias
que examine el mundo en su conjunto, y no a trozos. El
resultado es una perspectiva del conocimiento que no se
muestra automáticamente hostil al tipo de sistema filosófico
holista que habían defendido un Spinoza o un Hegel, por
ejemplo. Esto no equivale a decir que Quine defienda tales
empresas: nada estaría más lejos de la verdad. Sin embargo,
los argumentos que él expone sirven para lanzar un reto al
empirismo dogmático que condenaría a aquéllos sin oírlos
siquiera.

K r ip k e y e l r e s u r g im ie n t o d e l e s e n c ia l is m o

En el planteamiento racionalista aparece un factor recu­


rrente: el intento de descubrir verdades necesarias acerca de
la naturaleza esencial de la realidad. Los modelos platónico y
aristotélico del conocimiento implican en ambos casos la
idea de que la comprensión filosófica (y científica) versa
sobre aquello que en cierto sentido «tien e» que ser así, o con
lo que «n o puede ser de otro m odo». Descartes, Spinoza y
Leibniz, en todos los casos si bien en grados distintos, tratan
de construir sistemas filosóficos cuyos principios fundamen­
tales no se limiten a indicamos qué es verdad de hecho, sino
qué es lo que tiene que ser verdad.
Al empirista esto le parece básicamente erróneo. De
acuerdo con la poderosa argumentación de Hume, la necesi­
dad es algo que actúa dentro de los limites del reino de las
ideas o los conceptos. Una afirmación como «todos los
triángulos tienen tres lados» es necesaria desde el punto de
vista lógico; pero su necesidad procede simplemente de las
definiciones de los términos implicados en tal proposición, y
por lo tanto no nos brinda ninguna información acerca del
mundo. En cambio, una proposición que posea un contenido
fáctico y aspire a describir la realidad, en el caso de que sea
verdad tiene que serlo de manera contingente. En palabras de
Hume: «que el sol no salga mañana es una proposición no
menos inteligible que la afirmación de que mañana saldrá el
sol, y no implica una contradicción m ayor».1* Basándonos en
este argumento, debemos desconfiar de un filósofo que sos­
tenga, al mismo tiempo, que sus proposiciones son necesarias
y nos proporcionan información acerca de la realidad. Una
proposición sólo puede ser necesaria a expensas de no ser, en
último término, informativa; y al revés, si una proposición es
informativa, si nos indica cómo es algo en realidad, posee el
estatuto de proposición contingente: nos dice algo que podría
ser de otra manera.
Una premisa decisiva en este razonamiento antirraciona-
lista es que sólo existe una clase de necesidad: aquella
necesidad que está en función de las convenciones lingüísti­
cas y de las reglas de la lógica. Sin embargo, aquellos
racionalistas que suponían descubrir verdades necesarias
acerca del mundo evidentemente no creían limitarse a inves­
tigar las convenciones lógicas y lingüísticas. La clase de
necesidad que atribuían a sus proposiciones no era mera­
mente verbal — una necesidad «de dicto»— sino real, una
necesidad «de re». En otras palabras, suponían no limitarse a
describir propiedades necesariamente vinculadas con nues­
tras ideas o nuestros conceptos, sino propiedades necesaria­
mente conectadas con las cosas reales que hay en el mundo.
¿Tiene sentido esta noción de necesidad «re a l»? Se nos
plantea la tentación de pensar que no. Examinemos por
ejemplo la proposición «e l plomo es maleable». ¿Se trata de
una verdad necesaria acerca del mundo? No, sin duda, aduce
el partidario de Hume. Que el material que denominamos
plomo sea maleable constituye un hecho puramente contin­
gente: el plomo podría convertirse en no maleable, y no hay
ninguna contradicción en suponer que tal cosa ocurra. Por
supuesto, podemos estipular que no vamos a considerar
como plomo a nada que no posea la propiedad de la maleabi­
lidad, y esto convertirá en verdad necesaria a la frase «el
plomo es maleable». Esta salida, empero, impone la necesi­
dad a costa de transformar la proposición en una tautología
carente de contenido fáctico. Conocer la verdad por defini­
ción «el plomo es maleable» no nos dice nada acerca del
mundo, nada acerca de si un trozo determinado de metal gris
azulado posee la propiedad de la maleabilidad. La verdad de
esta última cuestión continúa siendo algo desconocido, hasta
que llevemos a cabo las investigaciones requeridas. Y éstas
versarán sobre lo que ocurra de hecho en la realidad: nos
apartarán del ámbito de la necesidad para introducimos en
el mundo de los hechos contingentes.
En una serie muy influyente de conferencias publicadas
en 1972 con el título de Nam ing and Necessity, Saul Kripke
pone en tela de juicio el tipo de argumento que acabamos de
bosquejar, y trata de mostrar que pueden existir proposicio­
nes necesariamente verdaderas que describan las propieda­
des esenciales de las cosas que hay en el mundo. Según
Kripke, la ciencia «intenta— mediante la investigación de los
rasgos estructurales básicos— hallar la naturaleza y, por lo
tanto, la esencia (en el sentido filosófico) de las clases natura­
les».19(Se entiende por «clases naturales» el tipo de cosas que
aparecen naturalmente en el mundo, p. ej. las substancias
animales, vegetales y químicas como la sangre, la celulosa o
el plomo.) Esta noción de ciencia como investigación de la
«esencia» de las clases naturales es muy antigua, y se
remonta hasta Aristóteles. Además, se trata de una noción
que tradicionalmente ha sido asociada con la postura racio­
nalista; los empiristas radicales como Hume se negaban a
conceder ningún significado a la noción de características
«esenciales» de las cosas. (Según Hume el mundo consiste en
correlaciones puramente contingentes entre los fenómenos;
desde su punto de vista carece de sentido suponer que pueden
descubrirse nexos «esenciales».) Ahora bien, recuérdese que
Aristóteles afirma que las verdades científicas son necesa­
rias: las proposiciones acerca de las esencias de las cosas
expresan verdades que no pueden ser de otro modo.40 Y
Kripke coincide con él de modo rotundo: «las identidades
teóricas como "el calor es energía molecular" son necesa­
rias».*'
A prim era vista esto resulta desconcertante, porque lo que
los científicos descubren al investigar las propiedades de las
cosas son sin duda hechos nuevos y contingentes acerca de la
forma en que es el mundo, hechos que podrían ser distintos.
El calor podría no ser un movimiento molecular; el oro
podría no ser un elemento (por ejemplo, podría ser un
compuesto o una mezcla). Sin embargo, esto es precisamente
lo que niega Kripke. El razonamiento se apoya en la muy
controvertida teoría del significado de Kripke (cuya justifica­
ción tendremos que om itir aquí), según la cual el significado
de los términos correspondientes a las clases naturales se
determina haciendo referencia a una muestra dada. «L a
referencia de los términos empleados para denominar las
clases naturales (por ejemplo las clases animal, vegetal o
química) se establece de este modo; se define la substancia
como la clase constituida por (casi toda) una muestra dada.»42
Así, los términos como «o ro » son lo que Kripke llama «desig-
nadores rígidos»; se limitan a nombrar o señalar determi­
nada substancia de un modo similar a la forma en que un
nombre propio como «Aristóteles» señala únicamente a un
solo individuo. «O ro », pues, designa rígidamente una subs­
tancia real en particular, que posee determinadas propieda­
des; indica dicha substancia no sólo en nuestro mundo real,
sino — como dice Kripke— «en todos los mundos posibles».
La referencia a «mundos posibles» ha desconcertado a algu­
nos lectores, que han considerado tal mención como un
exótico trozo de metafísica. Sin embargo, la noción de mun­
dos posibles que sean diferentes de nuestro mundo real no es
nueva (aparece en la filosofía de Leibniz), y dentro de la
argumentación de Kripke adquiere un valor en efectivo y
bastante directo. Cuando se fija el significado del término
«o ro » aplicándolo a una muestra determinada, dicho tér­
mino conserva su capacidad de referencia en todas las situa­
ciones imaginables (entre las que se incluyen los escenarios
«n o fácticos»raquellos que podrían existir, pero que de hecho
no existen). La teoría del significado de Kripke no nos
permite decir que el oro, de hecho, podría ser un compuesto
en vez de un elemento. El oro, aquella substancia designada
rígidamente por el término «o ro », tiene que ser necesaria­
mente un elemento. En palabras de Kripke:

No puede ocurrir que el oro no sea un elemento. Si el oro es


este elemento, cualquier otra substancia, aunque sea igual al
oro, no será oro. Será otra substancia que imite al oro. En una
situación no real en la que las m ism as regiones geográficas
estuviesen repletas de tal substancia, no estarían repletas de
oro. Estarían repletas de otra cosa.43

Como consecuencia, en el análisis de Kripke las proposi­


ciones acerca de las propiedades estructurales de las clases
naturales se convierten en verdades necesarias, no contin­
gentes.
La validez de la filosofía neoesencialista de Kripke
depende de que sea correcta su teoría del significado. Aquí no
disponemos de espacio suficiente para comentar los com­
plejos razonamientos que la constituyen, y que son materia
de un encarnizado debate entre los filósofos.44N o obstante, si
lograsen la aceptación general, las ideas de Kripke represen­
tarían un llam ativo resurgimiento de una de las doctrinas
racionalistas: la concepción de la ciencia como intento de
descubrir verdades necesarias sobre la realidad. Si la postura
de Kripke es correcta, servirá para suprimir una habitual
objeción al racionalismo, socavando la tesis de Hume según
la cual no pueden existir verdades necesarias que nos propor­
cionen información acerca del mundo real. Sin embargo, es
preciso insistir en que los razonamientos de Kripke no
pueden interpretarse — cosa que tampoco podía hacerse en el
caso de Quine— como una reivindicación generalizada del
racionalismo. Aunque se le puede considerar como defensor
de una noción aristotélica o «esencialista» del conocimiento
científico, Kripke no defiende para nada la idea de ciertos
racionalistas según la cual se puede llegar a p r i o r i — con
independencia de la experiencia— a ese conocimiento de la
realidad. En Kripke no aparece ningún indicio del tipo de
apriorismo que se encuentra por ejemplo en Platón; y el
análisis de Kripke tampoco defiende la noción kantiana de
conocimiento «sintético a p r i o r i » . Por el contrario, Kripke
insiste con frecuencia en que las verdades necesarias acerca
de las esencias de las clases naturales tienen que descubrirse
a p o s t e r i o r i , mediante la investigación científica. «E l tipo de
identidad de propiedades que se utiliza en las ciencias parece
estar vinculado con la n e c e s id a d , y no con una prioridad o una
analiticidad. Por ejemplo, la coextensión de los predicados
"más caliente" y "poseedor de un promedio más elevado de
energía cinética molecular" es n e c e s a r i a pero no a p r i o r i .» * *
Kripke, por lo tanto, no concede esperanzas al tipo de
racionalismo extremo que se propone trascender por com­
pleto los límites de la experiencia sensible en su búsqueda de
la «realidad esencial».

D. Conocimiento y lenguaje: El resurgimiento


del innatismo

En un conjunto de ensayos filosóficos publicados en 1969


con el título de L e n g u a je y f i l o s o f í a , el editor del volumen
habla de una «reciente contrarrevolución en filosofía, que
sostiene que es falsa la tradición empirista en el conoci­
miento a partir de Locke, y que la tradición racionalista de
Leibniz es la correcta».4* Ya hemos examinado los orígenes de
ese debate, contrastando la visión de Locke acerca de la
mente como si se tratase de una hoja en blanco, o tabula rasa,
a la espera de que la experiencia escriba en ella, con la
postura leibniciana que afirma que la mente ya está estructu­
rada (como un bloque de mármol con un determinado patrón
interno) de un modo que la predispone a interpretar de
determinada manera la experiencia.47 El filósofo y lingüista
estadounidense Noam Chomsky (nacido en 1928) es la figura
central en la moderna reaparición de esta disputa.

La t e o r ía d e la a d q u is ic ió n d e l l e n g u a j e d e C h o m sk y

El problema principal al que se dedica Chomsky es la


adquisición del lenguaje. ¿Cómo es que los bebés humanos
— que vienen al mundo con una manifiesta falta de fluidez en
castellano, inglés, japonés o cualquier otra lengua— logran
adquirir en un lapso relativamente tan corto una eficiencia
lingüística tan notable? ¿Cómo consiguen, hacia los tres años
de edad, entender y formular una variedad tan grande de
frases en castellano, inglés, japonés o cualquier otra lengua?
El punto de arranque de Chomsky consiste en un ataque al
modelo empirista predominante con respecto a la adquisi­
ción del lenguaje, entre cuyos adalides se cuenta el conduc-
tista B.F. Skinner (nacido en 1904).4* Los empiristas habían
propuesto una especie de teoría de estímulo-respuesta para la
adquisición del lenguaje: por medio de la constante repeti­
ción de una palabra cada vez que se presentaba el adecuado
estímulo sensible, y, acompañándola con las técnicas adecua­
das de «refu erzo», los padres y maestros podían establecer
una «estructura de hábitos» en el niño, a través de la cual éste
asociaba la palabra con el estímulo correspondiente, y con el
tiempo se hallaba en disposición de responder de forma
apropiada cada vez que aparecía el estímulo en cuestión. Un
rasgo clave de este modelo empirista consiste en el énfasis
que concede a los datos sensibles; en último término, la
adquisición del lenguaje es considerada como algo que está
en función de la presentación de los adecuados estímulos
sensibles en el momento adecuado y en las combinaciones
adecuadas, por medio de los cinco sentidos.
En su crítica a esta postura, Chomsky acentúa la notable
escasez de datos que se le presentan al joven aprendiz del
lenguaje, en comparación con el grado de competencia lin­
güística que adquiere en un período muy breve:

La com petencia de un adulto, o incluso de un niño


pequeño, es tan elevada que debemos atribuirle un conoci­
miento dei lenguaje que se extiende mucho más allá de lo que
él haya aprendido. En com paración con el número de frases
que un niño puede pronunciar o interpretar con facilidad, ei
número de segundos que hay a lo largo de una vida es
ridiculam ente pequeño. Por lo tanto, los datos disponibles
como estím ulo de entrada representan apenas una dim inuta
m uestra del m aterial lingüístico que ha sido dom inado a la
perfección, como lo indica el rendimiento efectivo.49

Estrechamente vinculado con la diferencia abismal entre


los datos y el conocimiento, encontramos el fenómeno que
Chomsky denomina creatividad en la utilización del lenguaje.
Llama la atención el que, una vez lograda una relativa
competencia en el uso por ejemplo de la lengua castellana,
estemos siempre en condiciones de interpretar — y producir
personalmente— nuevas frases que jamás hemos oído antes.
Según Chomsky esto constituye una distinción fundamental
entre el auténtico lenguaje y los sonidos emitidos por los
animales (p. ej. el ladrido de los perros o el canto de los
pájaros). Estos sonidos se hallan inevitablemente ligados a la
aparición de determinado tipo de estímulos, mientras que el
lenguaje humano está «libre de estímulos». El usuario crea­
tivo e innovador del lenguaje no se limita a responder a
determinado estímulo ambiental, o a un estado interno (p. ej.
la contracción de su estómago). Chomsky declara:

Cuando hablo del aspecto creativo del uso del lenguaje me


estoy refiriendo a la capacidad de producir e interpretar
nuevas frases con independencia del «estímulo-control», es
decir, los estím ulos externos o los estados internos identifica-
bles por separado. En este sentido el uso normal del lenguaje
es «creativo», como fue señalado am pliam ente por la tradicio­
nal teoría lingüística racional. Las frases utilizadas en el
habla cotidiana no son «frases familiares» o «generalizacio­
nes de frases fam iliares», desde el punto de vista de cualquier
proceso generalizador que se conozca.50

Para explicar estos hechos acerca del lenguaje humano y


de su adquisición, Chomsky formula la siguiente hipótesis:
todos los seres humanos han nacido con un conocimiento
innato de los principios de lo que él llama «gramática
universal». Esta gramática universal innata no se refiere a los
rasgos gramaticales superficiales del lenguaje, que por
supuesto difieren mucho entre un idioma y otro (la gramática
superficial del castellano, por ejemplo, es muy distinta a la
del japonés). A pesar de estas diferencias superficiales, según
Chomsky existe una «estructura profunda» muy específica y
compartida por todos los idiomas humanos (esta estructura
profunda es un «sistema de categorías abstractas y de fra­
ses», por ejemplo «sujeto lógico», «frase nom inal», «frase
verbal», etc.51). Como el niño posee un conocimiento innato de
los principios de la gramática universal, está capacitado para
aprender cualquier lengua humana. Es corriente que, p. ej.,
un niño anglosajón nacido en Inglaterra y que a continuación
se traslade al Japón esté en condiciones de aprender el
japonés con la misma facilidad con que hubiese dominado el
inglés. Lo que ocurre, en opinión de Chomsky, es que el niño
— cuando recibe los datos de un idioma en particular—
«sitúa» los rasgos superficiales sobre la gramática profunda
de la cual posee un conocimiento innato, y de este modo logra
elaborar un modelo gramatical coherente, que le permite
interpretar y crear nuevas frases pertenecientes al lenguaje
en cuestión.

E l « r a c io n a l is m o » de Chom sky

Chomsky emplea específicamente la palabra «raciona­


lista» para referirse a su teoría:

Sería históricam ente acertado describir [mis] opiniones


sobre la estructura del lenguaje... como una concepción racio­
nalista de la estructura del lenguaje. Además [dichas opinio-
nes respaldan] lo que podría llam arse con justicia una concep­
ción racionalista de la adquisición del conocim iento, si tene­
mos en cuenta que la esencia de esta perspectiva consiste en
que el carácter general del conocim iento, las categorías
mediante las cuales se expresa y los principios básicos que
subyacen en ella están determ inados por la naturaleza de la
mente. En nuestro caso, la esquem atización atribuida como
propiedad innata al dispositivo de adquisición del lenguaje
determina la forma del conocimiento... El papel de la expe­
riencia consiste únicam ente en poner en funcionam iento la
esquem atización innata...”

Para Leibniz los estímulos experimentales son como los


golpes de martillo que se limitan a descubrir una forma
preexistente en la estructura del mármol. De igual modo,
Chomsky sostiene que los datos a los que se ciñe el aprendiz
del lenguaje no hacen otra cosa que «poner en funciona­
m iento» las estructuras lingüísticas abstractas que están
programadas genéticamente en el cerebro de los miembros
de nuestra especie.
En los primeros pensadores racionalistas podemos hallar
la noción según la cual los datos sensibles determinan en
profundidad nuestro conocimiento, elemento central dentro
del razonamiento de Chomsky. Dejando a un lado el caso de
Leibniz, hemos visto que Platón sostiene en el Menón que el
esclavo llega a captar la verdad de una proposición geomé­
trica sin recurrir a observación o experimento alguno, lim i­
tándose a consultar sus intuiciones (aparentemente) innatas
acerca de las propiedades geométricas.53Asimismo, Descar­
tes niega que las ideas de las nociones geométricas lleguen a
nuestra mente a través de los sentidos. «En nuestro entorno
no existen figuras como éstas, excepto algunas que son tan
pequeñas que no pueden de ningún modo incidir sobre
nuestros sentidos... Por lo tanto, cuando en nuestra niñez
vimos por primera vez una figura triangular dibujada sobre
un papel, ésta no puede habernos mostrado cómo debíamos
concebir el verdadero triángulo... la idea del triángulo verda­
dero ya estaba en nosotros.»54
A pesar de todo, la utilización que hace Chomsky de
la noción de conocimiento innato es notablemente distinta
de la de Platón, Descartes o Leibniz. Estos filósofos entendían
por «conocim iento innato» una conciencia explícita de deter­
minados conceptos y verdades (p. ej. verdades y conceptos
geométricos), o al menos la capacidad de lograr esta concien­
cia, si se daban los estímulos sensibles adecuados. Es evi­
dente que un niño no posee una conciencia de esta clase con
respecto a los principios de la gramática universal. Dichos
principios implican categorías abstractas y reglas de trans­
formación muy complejas, que en el mejor de los casos sólo
podrían ser formuladas por grandes expertos en teoría lin­
güística. Como réplica a tal objeción, Chomsky cita a aquellos
racionalistas — sobre todo Leibniz— que han indicado que
nuestro «conocim iento innato» no requiere una conciencia
explícita, sino que consiste en «inclinaciones, disposiciones,
hábitos o potencialidades».55 Esto no es suficiente, sin
embargo. Aunque la concepción leibniciana no exija una
conciencia explícita de los principios innatos, sí requiere que
el niño sea capaz de reconocer que tales principios son algo
obvio, una vez que han sido suscitados por los estímulos
apropiados. (De igual manera, en el modelo de Platón pode­
mos reconocer que estos principios innatos son evidentes por
sí mismos y obvios, después que un hábil «partero» socrático
los ha extraído de nosotros formulando las preguntas correc­
tas.) No obstante, los principios de Chomsky no son innatos
en el sentido de que nosotros seamos explícitamente cons­
cientes de ellos, ni tampoco en el sentido de que tengamos
una disposición para reconocer que son obviamente verdade­
ros dentro de las circunstancias oportunas. En consecuencia,
es discutible que Chomsky esté en lo cierto al considerar que
su teoría se ajusta a la tradicional explicación racionalista
acerca de la adquisición del conocimiento.
Lo que puede haber causado confusión en este caso no es
la noción de innatismo, sino la de conocimiento. Sin la menor
duda, ni siquiera un empirista sensato negaría que los seres
humanos poseen la capacidad de hacer muchas cosas que
otros seres — los renacuajos, por ejemplo— no puede llevar a
cabo. Por lo tanto, decir que nuestras capacidades y nuestro
rendimiento están «determinados en profundidad» por los
datos sensibles es en cierto sentido una verdad de sentido
común. Por más estimulación sensible a la que se le someta,
ningún renacuajo aprenderá a hablar o a jugar al ajedrez. En
consecuencia, cualquier filósofo en su sano juicio — raciona­
lista o empirista— debe adm itir que existen ciertas diferen­
cias estructurales innatas, o genéticamente determinadas,
entre los seres humanos y los renacuajos. Sin embargo, el
hecho de que existan propiedades estructurales innatas, o
incluso «capacidades y disposiciones», está muy lejos toda­
vía de justificar el que se hable de conocimiento. Todos
tenemos la capacidad innata de digerir la comida, pero sería
erróneo y equívoco referirse a ello diciendo que tenemos un
conocimiento innato de los principios de la digestión. La
mayoría de nosotros no sabemos nada en absoluto acerca de
los principios de la digestión: nos limitamos a digerir la
comida, una vez recibidos los estímulos apropiados. El hecho
de que actuemos así no sólo está en función del entorno, sino
también de las propiedades innatas y genéticamente deter­
minadas que poseen el estómago y otros órganos. Poca gente,
si exceptuamos a los especialistas en fisiología, conocen tales
principios. El paralelismo con la adquisición del lenguaje
resulta obvio. N o cabe duda de que están implicados princi­
pios muy complejos, pero nadie — salvo unos cuantos espe­
cialistas en lingüística— posee una conciencia explícita de
estos principios, o la disposición para reconocer que son
verdaderos. Nosotros nos limitamos a adquirir el lenguaje,
sin la menor reflexión consciente acerca de los principios
implicados en dicha adquisición.
El paralelismo que el propio Chomsky advierte entre sus
teorías y la doctrina racionalista tradicional de las ideas
innatas parece, por lo tanto, más engañoso que útil. Existe
además otra perspectiva desde la cual puede resultar falaz el
calificar como «racionalistas» las opiniones de Chomsky. La
mayoría de los defensores del innatismo eran acérrimos
partidarios de la noción de un conocimiento a priori, lo cual
constituía un poderoso motivo para afirm ar que algunas de
nuestras ideas son innatas. Chomsky sigue esta tradición en
un aspecto: en su opinión, el conocimiento que tiene el niño
acerca de los principios de la gramática universal es a priori y
no adquirido a través de la experiencia. Sin embargo, en lo
que respecta al estatuto filosófico de sus propias teorías
lingüísticas, Chomsky no es apriorista. Al contrario, pone de
manifiesto que su teoría de la gramática universal innata es
una hipótesis empírica que hay que comprobar con relación a
los hechos psicológicos (es decir, los datos acerca de la
manera en que los niños aprenden a hablar) y fisiológicos (es
decir, los datos acerca de la estructura y las conexiones
propias de nuestros cerebros).
A pesar de todo, podemos considerar sin equivocamos que
Chomsky pertenece al numeroso grupo de pensadores recien­
tes que han reaccionado en contra del exagerado y dogmático
empirismo que predominó en la filosofía y la ciencia durante
buena parte de este siglo. Rechaza el modelo psicológico
mecanicista, que intenta explicar la conducta humana ape­
lando exclusivamente a las correlaciones observadas entre
estímulos y comportamientos, y se muestra partidario de una
investigación sobre las estructuras y los mecanismos que
explican cómo aparece dicha conducta. En un sentido gene­
ral, cabe afirmar que Chomsky sintoniza con la tradición
aristotélica y leibniciana, que considera la ciencia como algo
que versa sobre la estructura interna esencial de las substan­
cias, a diferencia de la opinión de Hume, que reduce el
conocimiento científico a una serie de correlaciones obser­
vables.

C h o m sk y y l a l in g ü ís t ic a c a r t e s ia n a

Existe otra importante razón por la cual Chomsky a


menudo es interpretado como revitalizador de la tradición
racionalista: su fidelidad a la opinión cartesiana que afirma
que el lenguaje es una capacidad exclusivamente humana.
Los lingüistas empiristas contra los que reaccionaba
Chomsky acostumbraban a subrayar las semejanzas entre las
«respuestas lingüísticas» humanas y los tipos de respuesta
aparentemente similares que se encuentran en otros seres
animados. Sin embargo, Chomsky insiste en que el auténtico
uso del lenguaje es «específico de la especie», para citar
textualmente sus palabras: una propiedad exclusiva del
homo sapiens. Su postura a este respecto es muy semejante a
la de Descartes, quien — tres siglos antes— había insistido en
proclamar la' existencia de una división básica entre la
conducta animal y el lenguaje humano:
Si se le enseña a una urraca a decir buenos días a su señora,
cuando la ve aproximarse, esto sólo se puede conseguir
convirtiendo la emisión de la palabra en expresión de alguna
de sus pasiones [del ave]. Por ejemplo, constituirá una expre­
sión de la esperanza de comer, si siempre se le ha dado una
golosina cuando pronuncia la palabra. De igual modo, todas
las cosas que se enseña a llevar a cabo a los perros, caballos y
monos sólo son expresiones de su temor, su esperanza o su
alegría... Pero el uso de las palabras, así definido, es una
peculiaridad de los seres humanos.9*

C h o m s k y se a lin e a e x p líc ita m e n te co n lo s c a r te s ia n o s


cu a n d o so stie n e q u e «un a n im a l p u e d e a c tu a r sig u ie n d o el
p r in c ip io d el v e lo c ím e tr o , p ro d u cie n d o ... u n c o n tin u o
c o n ju n to d e se ñ a le s co m o r e sp u e s ta a u n a c o n tin u a g a m a de
estím u lo s» . N o o b sta n te , el le n g u a je h u m a n o es un fen ó m en o
c o m p le ta m e n te d istin to :

Una persona que conoce una lengua ha dominado una


serie de reglas y de principios que determinan un conjunto
discreto e infinito de frases, cada una de las cuales posee una
forma fija y un significado o un potencial de significado
también fijo. Hasta en el nivel más bajo de inteligencia, la
utilización característica de este conocimiento es libre y
creativa, en el sentido que acabamos de describir, y en el de
que se puede interpretar de manera instantánea una gama
indefinidamente grande de expresiones, sin el menor senti­
miento de desacostumbramiento o extrañeza... Si esto es así,
resulta bastante insubstancial especular acerca de la «evolu ­
ció n » del lenguaje humano a partir de los sistemas de comuni­
cación animales.”

L a id e a — c o m p a r tid a p o r D e sca rte s y C h o m sk y — se gú n


la c u a l n u e s tra s c a p a c id a d e s lin g ü ís tic a s in d ic a n un tip o d e
lib e r ta d e s p e c ia l c o n re sp e c to a lo s c o n d ic io n a n te s a m b ie n ta ­
les d e la c o n d u c ta es im p o r ta n te y a le n ta d o ra . S in e m b a rg o ,
no h a y q u e lle v a r d e m a s ia d o le jo s e l p a ra le lis m o e n tre la
lin g ü ís tic a c a r te s ia n a y la d e C h o m sk y . P a ra D e sca rte s las
c a p a c id a d e s lin g ü ís tic a s c o n s titu y e n u n a fu n ció n d el a lm a
e s p ir itu a l, in e x te n sa e in d iv is ib le q u e D io s h a u n id o a n u es­
tros cu e rp o s. P a ra C h o m s k y la e x p lic a c ió n d e e sta s c a p a c id a ­
d es h a y q u e b u s c a r la en ú ltim o té r m in o en la e s tr u c tu r a fís ic a
d e n u e stro s c e re b ro s (y el a b is m o fu n d a m e n ta l q u e e x iste
e n tre los seres h u m a n o s y los a n im a le s n os su g ie re q u e la
a p a r ic ió n d el le n g u a je tien e q u e h a b e r sid o c a u s a d a p o r un
s a lto e s p e c ífic o q u e se h a y a d a d o en la e v o lu c ió n , v in c u la d o
co n a lg u n a m u ta c ió n p r o d u c id a en la e s tr u c tu r a c e r e b r a l de
n u estro s a n tep a sa d o s).
Q u iz á s la a p o r ta c ió n m ás im p o rta n te e fe c tu a d a p o r
C h o m sk y en el á m b ito filo s ó fic o h a y a sid o a tr a e r n u e stra
a te n ció n so b re el c a r á c te r e s p e c ia l y n o ta b le q u e p o see la
c a p a c id a d d e a p re n d e r a h a b la r , p rese n te en to d o n iñ o
n o rm a l. Al in s is tir en q u e un fen ó m en o a p a re n te m e n te tan
s e n c illo y o b v io r e q u ie re a n á lis is y e x p lic a c ió n , C h o m sk y
r e a liz a u n a c o n tr ib u c ió n o rig in a l q u e no se a ju s ta d el to d o a
la tra d ic ió n r a c io n a lis ta ni ta m p o c o a la e m p iris ta . L a
filo so fía c lá s ic a d e la m en te, ta n to r a c io n a lis ta co m o e m p i­
r is ta , h a b ía d efe n d id o el « su p u esto in d is c u tid o d e q u e la s
p ro p ie d a d e s y e l c o n te n id o d e la m e n te son a c c e s ib le s a la
in tu ició n » .58 P en sad o res ta n a p a r ta d o s e n tre sí co m o D e sca r­
tes y H u m e h a b ía n c o m p a r tid o la te o ría d e la « p e rfecta
tra n s p a re n c ia d e la m en te» . S e g ú n e s ta tesis, la m en te es
c o m o u n r e c ip ie n te tra n s p a re n te d e n tro d el c u a l p u ed en
lo c a liz a r s e co n r a p id e z to d o s lo s c o n te n id o s m e n ta le s o
« ideas», d e m a n e ra q u e p a r a ten er c o n c ie n c ia d e u n a id ea
d e te rm in a d a lo ú n ic o q u e h em o s d e h a c e r es c e n tr a r en e lla
n u e stra a te n ció n . S e g ú n C h o m s k y n o d isp o n e m o s d e un
a c c e s o p r iv ile g ia d o a l co n te n id o y a l fu n c io n a m ie n to d e la
m en te, m á s a llá d el a c c e s o q u e p o d a m o s te n e r a c u a lq u ie r
o tro fen ó m en o e s tu d ia d o p o r la c ie n c ia . L os «datos» — n u es­
tro re n d im ie n to lin g ü ís tic o y la s in tu ic io n e s lin g ü ís tic a s q u e
ten em o s a c e r c a d e d ic h o r e n d im ie n to — e stá n d ad o s; p ero
q u e d a n p o r d e s c u b r ir lo s p r in c ip io s d e o rg a n iz a c ió n y los
m e ca n ism o s su b y a ce n te s . E l lo g ro d e C h o m s k y co n s iste en
h a b e r e s tim u la d o en g ra n m e d id a la in v e s tig a c ió n e m p ír ic a y
la re fle x ió n filo s ó fic a a c e r c a d e la n a tu r a le z a e x a c ta d e esto s
p r in c ip io s y m e ca n ism o s.”
El racionalismo en la ética

E l t r a s f o n d o d e l s ig l o x v h i

E n n u e stro s d ía s e l té rm in o « ra cio n a lism o » se su ele


v in c u la r a lo s te m a s d e filo s o fía te ó ric a (p o r e je m p lo la
n a tu ra le z a y los o ríg e n e s d el c o n o c im ie n to h u m a n o ) c o n m ás
fre c u e n c ia q u e a lo s in te re se s p r á c tic o s d e la m o r a lid a d . S in
e m b a rg o , en el s ig lo XVUI e r a m u y c o rr ie n te q u e lo s filó so fo s
u n ifica se n lo s p r in c ip io s te ó ric o s y los p r á c tic o s , o fre cie n d o
un m ism o tip o d e e x p lic a c ió n — q u e con ju s t ic ia p o d ía
c a lific a r s e d e r a c io n a lis ta — a c e r c a d el co n o c im ie n to
«m oral» y d e l c o n o c im ie n to « n a tu ra l» . S a m u e l C l a r k e (16 75 -
1729) e s c rib e lo sig u ie n te :

Una observación muy sabia de Platón... decía que si se


toma a un joven... que jamás haya aprendido nada acerca del
mundo ni haya tenido ninguna experiencia de éste, y le
examinamos sobre las rela ciones y las p ro p o rc io n e s naturales
de las cosas o sobre las d iferencias m orales entre el b ie n y el
m al, por el mero hecho de interrogarle, sin enseñarle nada
directamente, hacemos que exprese en sus respuestas nocio­
nes precisas y adecuadas acerca de verdades g eom étrica s, y
verdaderas y exactas determinaciones con respecto a a su n tos
so b re lo correcto y lo in correcto... Esto demuestra inevitable­
mente ... que las diferencias, relaciones y proporciones de las
cosas, tanto naturales como morales... son ciertas, inaltera­
bles y reales en las cosas mismas, y no dependen para nada de
las opiniones, fantasías o imaginaciones variables de los
hombres...; y también que la mente del hombre natural e
inevitablemente da su asentimiento, al igual que a una verdad
natural y geométrica, a las diferencias morales entre las cosas
y a la adecuación y a la razonabilidad de la obligación de la
perdurable ley de la justicia..."

E n este te x to se a d v ie rte n tre s fa c to re s im p o rta n te s. U no


d e e llo s es lo q u e p o d ría c a lific a r s e d e « o b j e t i v i s m o é tico » ,
a q u e lla tesis se g ú n la c u a l la s p r o p ie d a d e s m o ra le s (es d e cir,
la b o n d a d o la m a ld a d d e u n a a c c ió n ) e s tá n o b je tiv a m e n te
« allí» , o en p a la b r a s d e C la rk e , so n « re ales en la s co sa s
m ism as» . E l se g u n d o e le m e n to q u e h a y q u e n o ta r es u n a
p e r s p e c tiv a n e c e s it a r is ta d e la v e rd a d é tica : la p e rsp e c tiv a
se gú n la c u a l lo s p rin c ip io s m o ra le s son « in a lte ra b le s» y
« p e rd u ra b les» , y p o seen e l m ism o tip o d e n e cesid a d in e v ita ­
ble q u e lo s p r in c ip io s d e la g e o m e tría . Y el te r c e r fa c to r
co n siste en el lla m a d o a p r i o r i s n t o é tico : la p o stu ra q u e a firm a
q u e se lle g a a lo s p r in c ip io s é tic o s co n in d e p e n d e n cia de
c u a lq u ie r a p re n d iz a je o e x p e r ie n c ia so b re el m u n d o , co m o
d ic e C la rk e . E n o tr a s p a la b r a s , n o se a d q u ie re n m e d ia n te u n a
in v e s tig a c ió n e m p ír ic a sin o só lo a tra v é s d e la razó n ; y «to d a s
la s c r ia tu r a s ra cio n a les» tien en q u e a s e n tir a e llo s , co m o nos
d ic e C la rk e en o tro lu g a r.61

L a c r ít ic a d e H u m e a l r a c io n a l is m o é t ic o

S i ju n ta m o s esto s tre s ele m e n to s, o b je tiv is m o , n e cesita -


n a n is m o y a p rio ris m o , te n d re m o s u n c la r o p a r a d ig m a del
r a c io n a lis m o é tic o ta l co m o se p la n te a b a e n el s ig lo x v m . U na
v e z m á s, es D a v id H u m e q u ien p la n te a el m á s fo r m id a b le de
los d e sa fío s a la p o stu ra r a c io n a lis ta . E n p r im e r lu g a r, m ira
co n d esd én al o b je tiv is m o : a fir m a q u e, p o r e je m p lo , la
m a ld a d d el a se s in a to no p u ed e c o n s titu ir un ra s g o o b je tiv o
d e la a c c ió n en sí m ism a ( « e x a m in a d la d esd e tod o s los p u n to s
d e v is ta , y m ira d si p o d é is e n c o n tra r e l h ech o o la e x is te n c ia
r e a l q u e lla m á is v i c i o . . . E l v ic io se os e s c a p a r á p o r co m p le to ,
m ie n tra s esté is c o n te m p la n d o al o bjeto » ). A c o n tin u a c ió n ,
H u m e p a sa a d e fe n d e r u n a fo rm a d e s u b je tiv is m o é tic o ,
in d ic a n d o q u e la m a ld a d (o el «vicio») d el a se s in a to só lo es
cu e s tió n d e u n a e m o ció n o u n «se n tim ie n to d e d e sa p ro b a c ió n
en v u e s tro p ro p io p ech o » .62 E n se g u n d o lu g a r. H u m e a ta c a al
n e c e sita ria n ism o : la s p ro p o sic io n e s m o ra le s no p u e d e n e s ta r
b a sa d a s en re la c io n e s e n tre co n ce p to s , n e c e sa ria s d esd e el
p u n to d e v is ta ló g ic o , ta l co m o o c u rre en la m a te m á tic a .
« C u an d o se a firm a q u e dos y tre s e q u iv a le n a la m ita d d e d ie z,
e n tie n d o p e rfe c ta m e n te e s ta r e la c ió n d e ig u a ld a d ... P ero
c u a n d o a c o n tin u a c ió n se c o m p a r a e s to c o n la s r e la cio n e s
m o ra le s, m e c u e s ta u n a g ra n d ific u lta d en ten d e ro s. U na
a c c ió n m o r a l, u n c rim e n co m o la in g ra titu d , es un o b je to
c o m p lic a d o . ¿C o n siste a c a s o la m o r a lid a d en la r e la c ió n
re c íp r o c a e x iste n te e n tre su s p a rte s ? ¿C ó m o ? ¿D e qu é
m a n era ? » 65 Y , p o r ú ltim o . H u m e a ta c a la tesis a p r io r is ta de
q u e lo s p r in c ip io s m o ra le s p u ed en s e r d e sc u b ie rto s m e d ia n te
la so la razó n . L a m o r a lid a d , en o p in ió n d e H u m e, es u n a
cu e stió n q u e p erten ec e a l á m b ito d e la s p a sio n e s, el se n ti­
m ie n to o la em o ció n . C o n sid e ra m o s q u e u n a a c c ió n es
c o rr e c ta si e x p e r im e n ta m o s un se n tim ie n to d e a p ro b a c ió n
h a c ia e lla . E n c a m b io , la r a z ó n p o r sí s o la n o n os p u ed e d e c ir
q u e a p ro b e m o s o d e sa p ro b e m o s a lg o . « L a ra z ó n es y d e b e se r
ú n ica m e n te la e s c la v a d e la s p a sio n e s, y n o p re te n d e r ja m á s
lle g a r a n in gú n o tro ca r g o q u e no c o n s ista en s e rv irla s y
o b ed ecerla s.» P od em os c o m p a r tir o a b o rr e c e r la s p re fe re n ­
c ia s é tic a s d e a lg u ie n , p ero no h a y m a n e ra d e q u e p o d a m o s
d e m o s tr a r q u e son « ra cio n a les» o « irra cio n a les» : «no es
c o n tr a r io a la ra zó n el p r e fe r ir la d e stru c c ió n to ta l d el m u n d o
a su frir un a ra ñ a z o en u n o d e m is d ed o s.» 64
S i b ie n n o tod o s los a rg u m e n to s d e H u m e o b tu v ie ro n u n a
a c e p ta c ió n u n iv e rs a l, h a y q u e re c o n o c e r q u e su c r ític a d el
ra c io n a lism o é tic o h a sid o u n a fu e rza h e g e m ó n ic a en la
filo so fía m o ra l d e n u estro p ro p io sig lo . A lg u n a s te o ría s — p o r
e je m p lo la te o ría e m o c io n a l d e la é tic a , p ro p u e s ta p o r A.J.
A y er y C h a rle s S te v e n so n en la s d é c a d a s d e 1930 y 1940— 65
sig u e n m u y d e c e r c a la tra d ic ió n d e H u m e al a fir m a r q u e lo s
e n u n cia d o s é tico s son e x p re sio n e s d e se n tim ie n to s y no
p ro p o sic io n e s q u e ex p rese n cu e s tio n e s q u e p u e d a n d e c id irse
a tra v é s d e la ra zó n . S in e m b a rg o , los se g u id o re s d e H u m e no
han d o m in a d o p o r c o m p le to la situ a c ió n , y la ra zó n d e e llo h a
sid o en g ra n p a rte la d u ra d e ra v ita lid a d d e o tr a tra d ic ió n
é tic a q u e su rg e de la o b ra d e Im m a n u e l K a n t.

E l « im p e r a t iv o c a t e g ó r ic o » d e K a n t

E n to ta l c o n tr a s te c o n la p o sició n d e H u m e a n tes
e x p u e s ta , K a n t in te n ta d e fe n d e r u n a m o r a lid a d r a c io n a lis ta
y o b je tiv is ta . E n su Fundamento de la Metafísica de las
Costumbres (Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, 1785),
K a n t a firm a q u e « tod os d eb en a c e p ta r q u e u n a le y tie n e q u e
im p lic a r u n a n e ce sid a d a b s o lu ta p a ra q u e sea m o ra lm e n te
vá lid a » . U na le y m o ra l h a d e e s ta r v ig e n te « p a ra to d o s los
se res ra cio n a les» ; y h a y q u e b u s c a r el fu n d a m e n to d e la
o b lig a c ió n «no en la n a tu ra le z a d el h o m b re ni en la s c ir c u n s ­
ta n c ia s d el m u n d o en q u e a q u é l e s tá c o lo c a d o , sin o ú n ic a ­
m en te a p r i o r i , en los co n ce p to s d e la ra zó n pura».**
L a m o r a lid a d está re la c io n a d a co n los im p e ra tiv o s o
m a n d a to s , y K a n t d efien d e un su p re m o p r in c ip io m o ra l al
c u a l d e n o m in a i m p e r a t i v o c a t e g ó r ic o . L a m a y o ría d e los
m a n d a to s (« a d ela n ta u n a c a s illa este peón d e a je d re z» , o
« llev e a r e v is a r su a u to c a d a se is m eses» ) son h ip o té tic o s -, es
d e c ir, in d ica n lo q u e h a y q u e h a c e r s i se d esea lo g r a r d e te rm i­
n a d o o b je tiv o (g a n a r a l a je d re z ; e v it a r u n a a v e r ía d el m otor).
E sto s m a n d a to s h ip o té tic o s se lim ita n a d e c im o s q u é a c c io ­
nes son n e ce sa ria s p a ra c o n s e g u ir un p ro p ó s ito en p a rtic u la r ,
«y sie m p re p o d e m o s e v a d im o s d el p re ce p to s si d e ja m o s de
b u s c a r el o b je tiv o » .67 En c a m b io , el im p e ra tiv o c a te g ó r ic o es
«una e x ig e n c ia in c o n d ic io n a d a q u e no p e rm ite a la v o lu n ta d
h a c e r lo co n tr a r io segú n su p ro p io a rb itrio » ; n u estro d e b e r es
o b e d e c e rlo en to d o s los ca so s. E l ú n ico im p e ra tiv o c a te g ó r ic o
q u e, se gú n K a n t, o rig in a to d a la m o ra l está fo r m u la d o en
esto s térm in o s: « a ctú a só lo d e a c u e rd o co n a q u e lla m á x im a
q u e p u e d a s d e se a r q u e s ir v a al m ism o tie m p o co m o ley
u n iv e rsa l» , o « actú a co m o si la m á x im a d e tu a cció n fu era a
c o n v e rtirse en ley u n iv e rs a l d e la n a tu ra le za » .6*
K a n t o fre ce v a rio s e je m p lo s a c e r c a d el fu n cio n a m ie n to
del im p e ra tiv o ca te g ó ric o . A un h o m b re en ferm o , d o m in a d o
p o r la d e se sp e ra ció n , q u iz á s se le p la n te e la te n ta ció n de
q u ita r s e la v id a , p o n ien d o en p r á c tic a la m á x im a se g ú n la
c u a l « p o r a m o r a m í m ism o a d o p to el p r in c ip io d e a c o r ta r m i
v id a si su co n tin u a c ió n m e p ro m e te m ás m al q u e p la cer» . De
a c u e rd o con K a n t, sin e m b a rg o , u n o no p u ed e d e se a r r a c io ­
n a lm e n te q u e el p r in c ip io d el a m o r p ro p io se c o n v ie rta en ley
u n iv e rs a l d e la n a tu ra le z a , p o rq u e «un sis te m a de la n a tu ra ­
le za de a c u e rd o co n c u y a ley el se n tim ie n to m ism o c u y a
fu n ció n co n s iste en e s tim u la r la p e rd u ra c ió n d e la v id a ten g a
q u e d e s tr u ir e sta v id a , se ría u n a c o n tr a d ic c ió n en sí m ism o» .
A sim ism o , q u e b r a n ta r v o lu n ta r ia m e n te u n a p ro m e sa (p. ej. a
u n a p erso n a le h a ce fa lta d in ero , s o lic ita un p ré sta m o , y
p ro m e te d e v o lv e r lo a sa b ie n d a s d e q u e le se rá im p o s ib le
h a cerlo ) no p u ed e co n v e r tir se en ley u n iv e rs a l. S i q u ie n está
n e ce sita d o cre e q u e p u ed e fo r m u la r c u a lq u ie r p ro m e sa sin la
m en o r in ten ció n d e p o n e rla en p r á c tic a , «se c o n v e r tir ía en
im p o sib le la p ro m esa y el p ro p ó s ito m ism o d e p ro m e te r» .M
S in e m b a rg o , esto s e je m p lo s n o p oseen u n a c a p a c id a d de
c o n v ic c ió n e q u iv a le n te . Es c ie r to q u e no se p u ed e u n lv e r s a li­
z a r la m á x im a « ro m p eré las p ro m e sa s sie m p re q u e m e
co n v en g a » , p o rq u e si tod o e l m u n d o a c tu a s e d e a c u e rd o con
d ic h a m á x im a la in s titu ció n d e la p ro m e s a se d e sm o ro n a ría .
P or lo ta n to , el su je to « lib era d o » q u e d e c id e a p ro v e c h a r s e d e
la in stitu ció n d e la p ro m e sa sie m p re q u e le c o n v e n g a , no
p u ed e d e se a r ra c io n a lm e n te q u e su m á x im a se c o n v ie rta en
ley u n iv e rsa l. S in e m b a rg o , n o es tan fá cil a d m itir q u e la
d ecisió n d e c o m e te r s u ic id io , en el ca so d e sc rito p o r K a n t,
im p lic a u n a « co n tra d icció n » . A u n q u e la d e cisió n se to m e por
m o tiv o s p u ra m e n te e g o ís ta s, no se a p re c ia d e fo rm a in m e ­
d ia ta q u e u n a é tic a b a sa d a en el e g o ís m o se a a lg o in tr ín se c a ­
m en te irr a c io n a l, o q u e se a in co h eren te el u n lv e r s a liz a r la
m á x im a «qu e c a d a h o m b re v e le p o r sí m ism o » .70
U no d e los filó so fo s m o ra le s m ás in flu y e n te s en ép o ca
recie n te , R .M . H are, ha a firm a d o q u e los ju ic io s m o ra le s
resu lta n u n iv e r s a liz a b le s en un se n tid o p a re c id o a l q u e
e s ta b le c e K a n t. H are se ñ a la q u e la fu e rza d el r e q u isito d e la
u n iv e rs a liz a c ió n p u ed e a p re c ia r s e — c u a n d o v e m o s q u e a
a lg u ie n se le tra ta d e una m a n e ra e g o ís ta o b a sa d a en el a m o r
p ro p io — si n os p re g u n ta m o s a n o so tro s m ism o s: « ¿esta ría y o
p re p a ra d o p a ra s e r tra ta d o d e este m od o , en c ir c u n s ta n c ia s
sim ila res? » E s ev id e n te q u e la a c titu d d e « ponerse en la p iel
de los d em ás» (o a d o p ta r la « regla d e oro»: « m id e a los d e m á s
con la m ism a v a r a co n q u e d esees se r m ed id o » ) s im b o liz a
g ra n p a rte d e lo q u e la m a y o ría d e la g e n te e n tie n d e co m o
p o stu ra m o ra l. S in e m b a rg o , sig u e e x istie n d o el p ro b le m a de
q u e un e g o ís ta lo su fic ie n te m e n te d e c id id o e stá lo b a sta n te
b ien p re p a ra d o co m o p a ra u n lv e r s a liz a r su s p r in c ip io s sin
se n tirse c u lp a b le d e la m ás m ín im a irr a c io n a lid a d o in co h e ­
ren cia . E n r e a lid a d , e sto es c ie r to n o só lo en el ca so d el
e g o ísm o sin o ta m b ié n d e m u ch o s sis te m a s d e co n d u c ta q u e la
m a y o ría d e n o so tro s co n s id e r a ría rep e le n te s. Un r a c is ta
fa n á tic o q u e d e fie n d a q u e a lg u ie n tien e q u e s e r e s c la v iz a d o
d e b id o al c o lo r d e su p iel p o d r ía m u y b ien u n iv e r s a liz a r esta
m á x im a y p ro p o n e r co m o « ley u n iv e rs a l d e la n a tu ra le za »
q u e tod o s lo s n e gro s d e b e ría n s e r e s c la v iz a d o s . Y si se le
p re g u n ta : « ¿qu é o c u r r ir ía si u ste d fu ese n egro?» , q u iz á s
p o d r ía co n te s ta r: «en tal ca so , ta m b ié n y o te n d ría q u e e s ta r
su je to a la e s c la v itu d » .71 E l c a r á c te r d e la u n iv e rs a liz a c ió n
c o n s titu y e un a rm a v a lio s a d el ju ic io m o ra l, en la m e d id a en
q u e o b lig a a la s p erso n a s a se r co n s c ie n te s d e q u é es lo qu e
im p lic a r ía la c o h e re n te p u e s ta en p r á c tic a de su s p rin cip io s.
S in e m b a rg o , p o r sí m ism o re su lta in su ficie n te p a ra e s ta b le ­
c e r q u e la s m á x im a s « in m o ra les» (p o r e je m p lo , la s del
e g o ís ta o el r a c is ta ) son a q u e lla s q u e no p u ed e a c e p ta r un
su je to ra c io n a l.
C o n s id e ra r la u n iv e rs a liz a c ió n co m o fu en te d e m o r a lid a d
p la n te a u n a d ific u lta d fu n d a m e n ta l: es un r e q u isito p u r a ­
m en te f o r m a l. P uede p o n e r d e m a n ifie sto la s im p lic a c io n e s de
u n a m á x im a , o la s co n s e c u e n c ia s d e a p lic a r la d e m od o
co h eren te, p ero no p u ed e d e m o s tr a r q u e u n a m á x im a c u a l­
q u ie r a re su lte v á lid a «en sí m ism a» d e m od o ese n cia l. El
r a c io c in io tien e q u e a r r a n c a r d e a lg ú n sitio ; d eb e tr a b a ja r a
p a r t i r d e c ie rto s su p u esto s o p re m isa s; y a p e s a r d e los
esfu erzo s d e K a n t n o p a re c e h a b e r fo rm a a lg u n a de m o s tra r
q u e p o d e m o s e x tr a e r le y e s m o ra le s e se n cia le s a p a r tir de
p r in c ip io s o b je tiv a m e n te v á lid o s q u e e x ija n s e r a c a ta d o s p o r
un se r ra c io n a l. E n p a la b r a s de J.L . M a ck ie , re c ie n te d efen so r
de u n a p o stu ra é tic a s u b je tiv is ta , c o n tr a r ia a l p la n te a m ie n to
k a n tia n o :

Entre los elementos que integran una argumentación


[m oral] — quizás en una de sus premisas o en varias de ellas, o
en una parte de la forma adoptada por la argumentación—
puede haber algo que no posea validez objetiva, una premisa
que no resulte cierta, una forma de argumentación que no sea
válida como cuestión perteneciente a la lógica general, cuya
autoridad o fuerza moral no es objetiva sino que está consti­
tuida por elegir o decidir pensar de determinado modo .72

E l n a t u r a l is m o é t ic o

A u n q u e los p r in c ip io s m o ra le s no p u e d a n se r d e sc u b ie rto s
p o r la « pu ra ra zó n » , es p o sib le e m p e ro q u e p ro c e d a n
a p r io r i,
de u n a in v e s tig a c ió n a c e r c a d e d e te rm in a d o s.h e ch o s re fe re n ­
tes a la n a t u r a le z a h u m a n a o la s itu a c ió n h u m a n a . E ste
en fo q u e , q u e p u ed e se r c a lific a d o en se n tid o a m p lio c o m o un
« n a tu ra lis m o ético » , es el q u e A ristó te le s a d o p ta en su Ética a
Nicóm aco, d o n d e se nos o fre ce u n a e x p lic a c ió n so b re lo q u e es
b u en o p a ra el h o m b re , b a sa d a en u n a n á lis is d e la n a tu ra le z a
e s e n cia l d e éste y d e su fu n ció n o « ergon» c a r a c te r ís tic o .”
D u ran te la m a y o r p a rte d e n u estro sig lo , sin e m b a rg o , las
p e r sp e c tiv a s d el n a tu ra lis m o é tic o no h a n sid o d e m a s ia d o
b rilla n te s. E l d efen so r d e e s ta d o c tr in a h a te n id o q u e e n fre n ­
ta rse co n d os d esa fío s p rin c ip a le s:

1. La falacia naturalista y la dicotomía entre hechos y


valores. E l p r im e r d e sa fío lo p la n te a la lla m a d a d o c tr in a d e la
« fa la cia n a tu ra lis ta » .74 E sta d o c tr in a a firm a q u e es ile g ítim o
c u a lq u ie r in te n to d e e x tr a e r co n clu sio n e s m o ra le s o e v a lu a -
tiv a s a p a r tir d e p re m is a s « n a tu ra les» (fá c tic a s o n o e v a lu a ti-
vas). T a m b ié n en este terren o la la b o r d e H u m e h a e je r c id o un
p o d e ro so in flu jo . H u m e fue el p rim e ro q u e c a y ó en la c u e n ta
d e la d ific u lta d q u e h a b ía — d esd e el p u n to d e v is ta ló g ico —
p a ra e x tr a e r u n a p ro p o s ic ió n q u e co n te n g a un «debe» a
p a r tir d e u n a p ro p o sic ió n o c o n ju n to d e p ro p o sic io n e s qu e
c o n te n g a n a firm a c io n e s m e ra m e n te d e sc r ip tiv a s. « R esu lta
a b so lu ta m e n te in c o n c e b ib le q u e e sta n u e v a re la c ió n [la qu e
se e x p re sa m e d ia n te un "d e b e "] p u e d a d e d u c irse d e o tra s
q u e sean c o m p le ta m e n te d ife re n te s d e e lla .» ”
A p e s a r d e c ie r to s in g e n io so s in ten to s d e lle n a r este h u eco
e n tre e l «es» y el « debe ser» , so b re to d o d u ra n te la d é c a d a de
I960,76 la d o c tr in a d e la fa la c ia n a tu r a lis ta h a co n tin u a d o
sien d o u n g ra v e o b s tá c u lo a la s p reten sio n es d el n a tu ra lis m o
é tico . En é p o c a r e cie n te , sin e m b a rg o , un c r e c ie n te n ú m e ro
de filó so fo s ha c o m e n z a d o a a ta c a r d ic h a d o c trin a , n o
m ed ia n te un in te n to de s a lv a r la d is ta n c ia e n tre el «ser» y el
« d eb er ser» , sin o se ñ a la n d o a n te to d o q u e la d ic o to m ía e n tre
p ro p o sic io n e s fá c tic a s y p ro p o sic io n e s e v a lu a tiv a s es in s o s te ­
n ib le. T a le s filó so fo s e stá n m u y in flu id o s p o r los r e cie n te s
d e sa rro llo s de la filo s o fía d e la c ie n c ia ,77 q u e h an p u e s to en
te la d e ju ic io la p la u s ib ilid a d d e la c r e e n c ia — a p a r e n te ­
m en te, de se n tid o co m ú n — se gú n la c u a l el m u n d o co n siste
en «datos» o «hechos» n e u tra le s q u e se h a}lan a la e sp e ra d e
se r p e rcib id o s . L a v e rd a d d e la cu e s tió n , se gú n u n c r ític o d e la
p o stu ra d el se n tid o co m ú n , es q u e « ja m ás so m o s n e u tra le s , ni
siq u ie r a e n a q u e llo q u e " v e m o s ” : sie m p r e ten em o s q u e se le c ­
c io n a r, in te r p r e ta r y c la s ific a r . E sto es c ie r to en los o b s e r v a ­
d o re s c ie n tífic o s y en los o b se rv a d o re s co rrien te s» . C o m o
c o n clu sió n , «los h ech o s n u n ca e stá n e x e n to s, d esd e el p u n to
de v is ta ló g ic o , d e a lg u n a c la s e d e e v a lu a c ió n » .78
N o o b sta n te , a q u í p u e d e d a rse c ie r ta co n fu sió n . L a p re ­
m isa a c e r c a d e la n e ce sid a d d e se le c c io n a r , in te r p r e ta r y
c la s ific a r no se lim ita a d e fe n d e r la c o n c lu sió n se g ú n la cu a l
los h ech o s en cu e s tió n ja m á s e s tá n e x e n to s, d esd e el p u n to de
v is ta ló g ico , d e a lg u n a c la s e d e e v a lu a c ió n . E s v e rd a d , sin la
m en o r d u d a , q u e la re c o g id a d e d a to s — en la a c tiv id a d
c ie n tífic a o en c u a lq u ie r o tro terren o — e s tá d e te rm in a d a en
p a rte p o r los o b je tiv o s , los in terese s y la s p r io r id a d e s — en
u n a p a la b r a , lo s v a lo re s— p ro p io s d el o b se rv a d o r. L o s e s q u i­
m a le s (a p e la n d o a un e je m p lo m u y m an id o ) p o seen n u m e ro ­
sos té rm in o s p a ra referirse a la n iev e; c a p ta n d ife r e n c ia s q u e
un h a b ita n te de lo s d e sie rto s se ría in c a p a z d e a p re c ia r . L a
su tile z a d e ta le s d is c r im in a c io n e s re fle ja , p o r su p u e sto , los
v a lo re s p ro p io s d e la s o c ie d a d e s q u im a l: co m o es n a tu ra l,
p a ra e llo s la n iev e es a lg o m u y im p o rta n te . S in e m b a rg o , de
e sto no se d e d u ce q u e la s p ro p o sic io n e s a firm a d a s p o r los
e s q u im a le s se a n en sí m ism a s e v a lu a tiv a s , o p o sea n un
e le m e n to e v a lu a tiv o . E s un e r ro r su p o n e r q u e los v a lo r e s y
o b je tiv o s q u e lle v a n a la s p erso n a s a in v e s tig a r c ie r ta c la s e de
fen ó m en o s «se tra sla d e n » a l c o n te n id o d e la s p ro p o sic io n e s
q u e u tiliz a n p a ra d e s c r ib ir esto s fen ó m en o s. U n a in v e s tig a ­
ció n so b re el c o m p o r ta m ie n to d e la s m a re a s p u ed e e s ta r
m o tiv a d a p o r in terese s c o m e rc ia le s , o p o r u n a a p a s io n a d a
c r e e n c ia en la im p o r ta n c ia d e la s u p r e m a c ía n a v a l. S in
e m b a rg o , es e v id e n te q u e e s to n o im p lic a q u e la p ro p o s ic ió n
a c e r c a d e q u e la m a re a a lta en u n a p la y a d e te rm in a d a se
p ro d u ce en un m o m e n to d e te rm in a d o sea u n a p ro p o sic ió n
e v a lu a tiv a , e n c u b ie rta o no.
A q u í c a b e a r g ü ir q u e, si b ie n e x iste n c ie rto s c a so s en los
q u e el h ech o c ie n tífic o p u ed e so m e te rse a u n a m e d ició n
d ir e c ta , en la in m en sa m a y o ría d e los ca so s lo s «hechos»
se rá n o b je to d e in te rp re ta c ió n m á s o m en o s c o m p le ja (« siem ­
p re se le c c io n a m o s, in te rp re ta m o s y cla sifica m o s» ); y e s a q u í
d o n d e in e v ita b le m e n te se c u e la n los fa c to re s e v a lu a tiv o s . S in
e m b a rg o , la in s iste n c ia en q u e tod o s los h ech o s c ie n tífic o s — o
la m a y o ría d e ello s— son a lg o q u e se « in terp reta » y n o a lg o
«en b ru to » , tie n e u n a co n s e cu e n cia : los h e ch o s se h a lla n
n e c e sa ria m e n te c a r g a d o s d e te o r ía , p ro p o sic ió n m u y d ifere n te
a la q u e so stie n e q u e e stá n c a r g a d o s d e v a lo re s. S u p o n g a m o s
p o r un in s ta n te 79 q u e no e x is te u n le n g u a je p ro p io d e la
o b se rv a c ió n n e u tra l; no h a y « h ech o s en bru to » q u e nos
p e rm ita n d e c id ir en tre d os teo ría s c ie n tífic a s d iferen tes.
¿Q u é o c u rr iría ? E s p r e su m ib le q u e la s p ro p o sic io n e s o r ig in a ­
d as m e d ia n te la o b se r v a c ió n , y q u e re sp a ld e n u n a u o tra
te o ría , no p o sea n e l e s ta tu to d e h ech o s « o b je tivo s» , e im p li­
q u en en c a m b io un e le m e n to in te r p r e ta tiv o , e v a lu a d o r o
sim ila r . S in e m b a rg o , ¿ p o r q u é e sto c o n v ie rte d ic h a s p ro p o s i­
cio n e s en e v a lu a tiv a s ? A lg u n o s filó so fo s h an in d ic a d o q u e la
a d o p ció n d e un co n ju n to d e e x p re sio n e s d e s c r ip tiv a s «ya
im p lic a e le g ir u n a a c titu d » .80 S in e m b a rg o , e sto es a lg o
a m b ig u o . S in la m en o r d u d a , in te r p r e ta r d e te rm in a d a p la c a
fo to g rá fica c o m o d e m o s tra ció n d e un d e s p la z a m ie n to e s te la r
h a c ia el ro jo e q u iv a le a a d o p ta r u n a c ie r ta « actitu d » a n te ta l
d e sp la z a m ie n to , en el se n tid o d e q u e in te rv ie n e u n c o m p le jo
p ro ceso d e v a lo r a c ió n , e n ju ic ia m ie n to , c á lc u lo , c o m p a r a ­
c ió n , e tc., y m u ch a s a c tiv id a d e s d e e s ta c la s e só lo p u e d en
lle v a rs e a c a b o en el c o n te x to d e un s o fis tic a d o m o d e lo
teó rico . N o o b sta n te , a d m itir q u e el c ie n tífic o tie n e q u e
to m a r p o stu ra en este se n tid o in te re sa n te p ero r e la tiv a m e n te
in o cen te n o es lo m ism o q u e d e c ir q u e h a y a d e to m a r u n a
a c titu d e v a lu a d o ra , si p o r e sto se e n tien d e q u e d e b e e x is tir un
e le m e n to d e a p ro b a c ió n o d e sa p ro b a c ió n , un ju ic io fa v o r a b le
o d e sfa v o r a b le d e n tro d el c o n te n id o d e su s a sercio n es.
C o m o c o n s e cu e n cia , las r e cie n te s a firm a c io n e s d e la filo ­
so fía de la c ie n c ia a c e r c a d e la d ific u lta d d e a is la r los h ech o s
« n eu trales» no son p o r sí m ism a s su fic ie n te s p a ra s o c a v a r la
d is tin ció n d e H u m e e n tre el «ser» y el « d eb er ser» , en tre la
d e sc rip c ió n y la e v a lu a c ió n . Y , p o r lo ta n to , e s ta d is tin c ió n
c o n tin ú a sie n d o un g ra v e o b s tá c u lo en el in te n to d e fu n d a ­
m e n ta r un sis te m a é tic o so b re u n a e x p lic a c ió n d e s c r ip tiv a
a c e r c a de la n a tu ra le z a h u m a n a .

2. E l d e s a f í o d e l e x i s t e n c i a l i s m o . V e a m o s a h o ra el s u r g i­
m ie n to d e l se g u n d o g ra n d e sa fío a l n a tu ra lis m o . P a ra q u e un
s is te m a é tic o p u e d a b a sa rse en un a n á lis is d e la n a tu r a le z a
h u m a n a , tien e q u e e x is tir u n a n a tu ra le z a o e se n cia h u m a n a
id e n tific a b le . T ien e q u e e x is tir un c o n ju n to c a r a c te r ís tic o d e
p ro p ie d a d e s q u e d efin a n u e stra n a tu ra le z a ese n cia l co m o
seres h u m a n o s. A sí, se g ú n A ristó te le s, el ra sg o típ ic o del
h o m b re es su r a c io n a lid a d , y en co n s e c u e n c ia la re a liz a c ió n
d el h o m b re d eb e im p lic a r el e je r c ic io d e este a tr ib u to y su
d e sa rro llo . U n a « n eo -n a tu ra lista » re c ie n te , M a ry M id g le y ,
a d o p ta u n a e s tr a te g ia se m e ja n te , y a firm a q u e e x iste n d e te r­
m in a d a s c a r a c te r ís tic a s fu n d a m e n ta le s q u e se nos a p lic a n a
n o so tro s q u a seres h u m a n o s. S e tra ta d e c ie rto s « elem en tos
e s tr u c tu r a le s p ro fu n d o s, q u e c o n s titu y e n n u estro s p ro p io s
ca ra cte re s» : « n u estro re p e rto rio b á sic o d e d eseo s es a lg o
d ad o. N o so m o s lib re s d e c r e a r o d e a n iq u ila r deseos...
N in g ú n se r h u m a n o p u ed e s a lir en p rim e ra in s ta n c ia a la
b ú sq u e d a d e v a lo re s» ."
E s ta n o ció n d e u n a e se n cia h u m a n a fu n d a m e n ta l qu e
co n d icio n a n u e stra e le c c ió n é tic a es ju s ta m e n te lo q u e h a
sid o p u esto en te la d e ju ic io p o r la filo so fía e x is te n c ia lis ta ,
q u e h a lo g ra d o u n a a m p lia d ifu sió n en la s ú ltim a s d é ca d a s,
g ra c ia s so b re tod o a los tra b a jo s d e Jean -P au l S a r tr e . El
p r in c ip io s a r tr ia n o «la e x is te n c ia p re ce d e a la esen cia » s ig n i­
fica q u e en los se res h u m a n o s no h a y u n a « esencia» o u n a
« n a tu ra leza » fija y d e te rm in a d a q u e lim ite n u e stra lib e rta d .
U na m era co sa , o é tre e n s o i , só lo p u ed e h a c e r lo q u e e s tá en su
n a tu ra le z a h a cer; u n a m á q u in a , o in c lu so un a n im a l, e s tá en
p o sició n d e e x is tir d e n tro d el m a r c o d e un c o n ju n to p re d e te r­
m in a d o d e d isp o sicio n e s y re sp u e sta s e s e n cia le s. P or el c o n ­
tra rio , en un se r h u m a n o , un é tre p o u r s o i , la e x is te n c ia vien e
p rim ero ; en o tra s p a la b r a s , a q u í en el m u n d o d eb em o s e le g ir
có m o v iv ir : no e x iste n fa c to re s «dados». L a c re e n c ia en la
« n a tu ra le z a h u m a n a» co m o e le m e n to lim ita d o r q u e e x iste
con a n te r io r id a d a n u e stra e le c c ió n es un ca so d e « m a la fe».
N u e s tra o p ció n es a b so lu ta m e n te lib re y no se h a lla re s tr in ­
g id a p o r n in g ú n c o n d ic io n a n te p r e v io .'2
S i se p la n te a d e un m o d o tan ta ja n te el c o n tr a s te e n tre
é tic a n a tu r a lis ta y é tic a e x is te n c ia lis ta , a p r im e r a v is ta p u ed e
p a re c e r q u e la p o stu ra n a tu r a lis ta se m u e stra p ro fu n d a ­
m en te r e a lis ta y e stá re s p a ld a d a p o r el se n tid o co m ú n ,
m ie n tra s q u e la p re te n sió n e x is te n c ia lis ta p e rte n e c e al
m u n d o d e la fa n ta sía . E l e x is te n c ia lis ta p a re c e c o n s id e ra r
q u e el s e r h u m a n o es u n a m e n te p u ra q u e c re a su fu tu ro e x
rtih ilo . N o o b sta n te , es in n e g a b le q u e — a n tes q u e n a d a — el
h o m b re es un se r físic o , trid im e n sio n a l, so m e tid o a l ig u a l q u e
c u a lq u ie r o tro s e r a in n u m e ra b le s co n d ic io n a m ie n to s físic o s,
co m o p o r e je m p lo la ley d e la g ra v e d a d . E n se g u n d o lu g a r, y
aú n m ás im p o r ta n te , es u n a n i m a l , un a n im a l d e sa n g re
c a lie n te co n u n a h e re n c ia g e n é tic a e sp e c ífic a . T o d o e sto
re su lta tan m a n ifie sto y ta n o b v io q u e el r e c h a z o s a r tr ia n o a
r e co n o ce r n in g u n a lim ita c ió n a n u e stra lib e r ta d p a re c e u n a
fa la c ia o u n a fa tu id a d .
S in e m b a rg o , d e ja r la s c o sa s a sí e q u iv a ld r ía a n o c a p t a r el
s ig n ific a d o re a l d el re c h a z o e x is te n c ia lis ta a n te la n o ció n d e
n a tu ra le z a o e se n cia h u m a n a . L a s p ro p o s ic io n e s a c e r c a d e la s
ese n cia s su p o n e n v e rd a d e s n e c e sa ria s y u n iv e r s a le s .'3E l a g u a
tien e q u e e v a p o ra rse cu a n d o se la c a lie n ta a m ás d e 100
g ra d o s c e n tíg r a d o s a u n a p resió n d e te rm in a d a : e sto es lo q u e
co rre sp o n d e a la n a tu ra le z a o e se n cia d el a g u a . De ig u a l
m od o , to d a s las v a c a s — c o lo c a d a s en un c a m p o d e n tro d e la s
co n d ic io n e s a p ro p ia d a s— c o m e rá n h ie rb a , p o rq u e tal es su
n a tu ra le z a . S in e m b a rg o — y e s to es lo q u e a firm a n los
e x is te n c ia lis ta s — co n r e sp e c to a los se res h u m a n o s n o p u e ­
d en e fe c tu a rse p re d ic c io n e s u n iv e rs a le s d e este tip o , d o ta d a s
d e v a lid e z . P or su p u e sto , si se e m p u ja a u n a p erso n a a l b o rd e
d e un a c a n tila d o , d ic h a p erso n a ca e rá ; p ero e sto o c u r r ir á co n
e lla q u a o b je to fís ic o , no q u a p erso n a . P o r su p u e sto , si se le
p r iv a de c o m id a o d e a ir e , ese su je to m o rirá , p e ro tal co sa
o c u rr irá co n él q u a a n im a l. En la m e d id a en q u e es u n ser
h u m a n o , e m p e ro , n o c a b e p r e d e c ir n a d a c o n se g u rid a d . E n el
c a so d e los se res h u m a n o s n o se p u ed en fo r m u la r p r o p o s ic io ­
nes u n iv e rs a le s q u e sean c o m p a r a b le s a a firm a c io n e s d el tip o
« to d as la s v a c a s co m e n h ierb a» . A n te c u a lq u ie r ra s g o q u e
su p u e s ta m e n te s ir v a p a ra d e fin ir la e s e n cia d el h o m b re
p u ed en a d u c ir s e e je m p lo s en c o n tra rio . « E l h o m b re e s un
a n im a l so cia l» : p ero h a y e r m ita ñ o s q u e v iv e n en to ta l a is la ­
m ien to . «El h o m b re d esea p e r p e tu a r la esp ecie» : p e ro h a y
m u ch o s in d iv id u o s q u e d e cid e n no te n e r h ijo s. « E l h o m b re es
r a c io n a l» : p ero D .H . L a w re n c e n os d ic e q u e la v id a d e la
ra zó n está « m u erta» , c a r e c e d e v ig o r o d e sig n ific a d o . E n
resu m en , to d o ra sg o o a c tiv id a d q u e se p ro p o n g a co m o
e le m e n to d e fin id o r d e la n a tu r a le z a o e s e n c ia d el h o m b re
p u e d e se r n e g a d o p o r un a g e n te h u m a n o , en e l se n tid o d e q u e
tie n e la p o sib ilid a d d e o rie n ta r su v id a sin a p e la r a ese ra s g o o
a c tiv id a d . E sto c o n s titu y e el n ú cle o d e v e rd a d q u e fo rm a
p a rte d el p r in c ip io e x is te n c ia lis ta se g ú n el c u a l «la e x iste n c ia
p re ced e a la esen cia » , y la v e rd a d q u e h a y d e trá s d e la
(eq u ív o ca ) in s iste n c ia en la « lib e rta d total» .
S i e sto es a sí, se tra ta d e a lg o q u e p o see im p o rta n te s
im p lic a c io n e s co n r e sp e cto al p r o g r a m a n a tu ra lis ta . C o m e n ­
za n d o p o r un a n á lis is d e la n a tu r a le z a e s e n cia l d e la s v a c a s,
p o d e m o s e x tra e r c o n c lu sio n e s a c e r c a d e lo q u e es b u en o p a ra
e lla s . T o d a s las v a c a s co m e n h ie rb a ; y p erten e c e a la n a tu ra ­
le za v a c u n a el flo re c e r y p r o s p e r a r c u a n d o esto s a n im a le s
d isp o n en d e p ra d o s lo z a n o s, co n a b u n d a n c ia d e e s p a c io , so l,
a ir e fresco , etc. S in e m b a rg o , no e x iste u n a a rg u m e n ta c ió n
p a r a le la q u e n o s p e r m ita lle g a r a co n clu sio n e s v á lid a s a c e r c a
de la e u d a i m o n i a o r e a liz a c ió n d el s e r h u m a n o . E n o tra s
p a la b r a s , no e x is te un co n ju n to d e h ech o s físic o s, p s ic o ló g i­
co s o so c io ló g ic o s q u e lle v e n a q u e u n a p erso n a r a c io n a l q u e
los a d m ita esté o b lig a d a d esd e el p u n to d e v is ta ló g ic o a
lle g a r a d e te rm in a d a s v a lo r a c io n e s a c e r c a d e c u á l es el m e jo r
m o d o d e v iv ir . E llo se d eb e en p a rte a q u e el flo re c im ie n to o
«lo bu en o» p a ra la s p la n ta s o los a n im a le s se d efin e de
m a n era d ir e c ta en té rm in o s d e s u p e rv iv e n c ia fís ic a , c r e c i­
m ien to , s a lu d y p ro c re a c ió n . E n c o n s e cu e n cia , es o b v io qu e la
v id a en c a u tiv id a d no es b u e n a p a ra un o so p a n d a : los
d e sd ich a d o s a n im a le s se n ie g a n a co m e r, p a d e ce n d e sa r re ­
g lo s fis io ló g ic o s o p ierd e n e l d eseo se x u a l. E n c a m b io , un
h o m b re en c a u tiv e r io p u ed e c o n tin u a r p r a c tic a n d o la m ás
e le v a d a d e la s v irtu d e s a ris to té lic a s : la th e o r ia . S e g ú n los
b u d is ta s , un h o m b re en el lím ite d e la in a n ic ió n p u ed e lo g r a r
el n i r v a n a . Y co m o en señ a Jesú s, s e r « h u m illa d o y p erse­
g u id o» p u ed e se r c a u sa d e « b ie n a v e n tu ra n z a » . R e fe rirse a
e sta s e x tra ñ a s p ero a p e s a r d e to d o m u y re sp e ta d a s c o n c e p ­
cio n e s a c e r c a d e la e u d a i m o n i a h u m a n a n o tie n e el p ro p ó s ito
d e ro m p e r u n a la n z a en su fa v o r, sin o sim p le m e n te ilu s t r a r la
v a r ie d a d en o rm e q u e e x is te e n tre la s p o sib le s c o n ce p cio n e s
refe re n te s a lo q u e es b u en o p a ra el h o m b re , co n c e p c io n e s to­
d a s e lla s m u y re sp e ta b le s. L a e u d a i m o n i a h u m a n a , a d ife ­
re n c ia de lo q u e o c u rre en la s d e m á s e sp e cie s a n im a le s , es un
co n c e p to in d e te rm in a d o q u e p u ed e p la s m a rse m e d ia n te un
n ú m e ro in d e fin id o d e p o s ib ilid a d e s d is tin ta s y q u e d iv e rg e n
a m p lia m e n te e n tre sí.84 Y si e s to es a sí, e s tá co n d e n a d o al
fra c a s o c u a lq u ie r in te n to d e e x tr a e r un sis te m a é tic o d o ta d o
d e v a lid e z o b je tiv a a p a r t ir d e un a n á lis is d e la « n a tu ra le z a
h u m a n a» .

L a r a z ó n e n l a é t ic a

S i son c o rr e c to s los d iv e rso s a rg u m e n to s a n te s e x p u e sto s,


h a b re m o s d e m o s tra m o s m u y p e s im is ta s s o b re la s p e r s p e c ti­
v a s d el r a c io n a lis m o d e n tro d e la é tic a , es d e c ir, so b re el
in te n to d e e la b o r a r u n co n ju n to r a c io n a l y o b je tiv a m e n te
v á lid o d e p r in c ip io s é tic o s a p r i o r i o so b re la b a se d e h ech o s
v in c u la d o s a la n a tu ra le z a h u m a n a . S in e m b a rg o , h a y q u e
a d v e r tir a l le c to r q u e e sto n o s ig n ific a q u e e n la é tic a no h a y a
lu g a r p a ra la r a z ó n . A u n q u e no e x is ta u n m o d o o b je tiv o d e
e s ta b le c e r lo s p ro p ó sito s o fin es d e la v id a q u e a s p ir a a o b ra r
el b ie n , la ra z ó n sie m p re d e se m p e ñ a rá u n a fu n ció n v ita l p a ra
a y u d a m o s a e s ta b le c e r c u á le s son los m e jo re s m ed io s p a ra lo ­
g r a r la s m e ta s q u e se le c cio n e m o s. U n a se g u n d a c o n s id e r a ­
ció n im p o r ta n te es q u e lo s r e q u isito s d e la ló g ic a y d e la
co h e re n c ia se a p lic a n a l le n g u a je é tic o d e la m ism a m a n e ra
q u e a c u a lq u ie r o tro terren o. L la m a r c o r r e c t a a u n a a c c ió n
«X» es a lg o q u e, d esd e e l p u n to d e v is ta ló g ic o , e x ig e c o n s id e ­
r a r c o rr e c ta c u a lq u ie r o tra a c c ió n «Y», si se p a re ce a X en
to d o s los a sp e c to s p ertin en tes. C o m o h em o s v is to a l e x p o n e r
el p e n sa m ie n to d e H a re, e s ta n o ció n d e c o h e r e n c ia no p u ed e
e s ta b le c e r q u e el ra c is m o , p o r e je m p lo , es a lg o in tr ín se c a ­
m e n te irr a c io n a l. N o o b sta n te , un e m p le o h á b il d el re q u isito
d e la c o h e r e n c ia p u e d e s e rv ir p a ra c o n v e n c e r a la s p e rso n a s de
la im p o s ib ilid a d d e a d u c ir ra z o n e s ló g ic a m e n te co rr e c ta s
q u e ju s tifiq u e n tr a t a r a g ru p o s s o c ia le s co m o lo s n e g ro s o las
m u je re s d e u n m o d o d ife re n te a los o tro s m ie m b ro s d e la
so cied a d .
A d em á s, la ra z ó n d e se m p e ñ a u n a fu n ció n d e c is iv a en la
é tic a , ta n to a l p e r m itim o s r e fle x io n a r a c e r c a d e l m o d o de
lle v a r a c a b o n u e stro s o b je tiv o s , co m o a l e lim in a r in co h e re n ­
c ia s y c o n fu sio n e s d e n u e stro p a n o r a m a m o ra l. A p e s a r d e
to d o , p e r s is tir á u n a lim ita c ió n fu n d a m e n ta l a c e r c a d el
a lc a n c e d e la ra z ó n d e n tro d el á m b ito d e la é tic a , a d ife re n c ia
de lo q u e o c u rr e en la s c ie n c ia s n a tu ra le s. E n el terren o
c ie n tífic o a sp ir a m o s a e x p lic a r c a d a v e z co n m á s c la r id a d
có m o es r e a lm e n te el m u n d o .'5 E n é tic a no ex iste este o b je tiv o
u n ifica d o r; y a u n q u e la ra z ó n h a y a d is e ñ a d o la s e s tr a te g ia s
ó p tim a s p a ra lo g r a r n u estro s o b je tiv o s y e lim in a r in co h e re n ­
c ia s , p e rsiste u n a d iv e r s id a d d e in te rp re ta c io n e s v ia b le s e
ig u a lm e n te c o h e re n te s a c e r c a d e lo q u e c o n s titu y e u n a v id a
a co rd e co n la b o n d a d , y n o h a y ra z ó n p a ra p e n sa r (co m o
su ce d e en el c a m p o c ie n tífic o ) q u e u n o s d a to s e m p íric o s
p o sterio res o u n a u lte r io r reflex ió n ra c io n a l n os p e r m itir á n
e fe c tu a r u n a d ecisió n o b je tiv a a c e r c a d e c u á l h a d e s e r la
in te rp re ta ció n p referib le.

F. R a c io n a lis m o , e m p iris m o y m é to d o c ie n tífic o

K a r l P o p p e r y l a f a l s a b il id a d

E n c a p ítu lo s a n te rio re s h em o s v is to q u e e l p e n sa m ie n to
d e m u ch o s r a c io n a lis ta s (S p in o z a c o n s titu y e un e je m p lo
c lá sic o ) h a e s ta d o in flu id o p o r un m o d e lo d e d u c t i v o d el
c o n o cim ie n to . L a s p ro p o sic io n e s se d e d u ce n p a so a p a so y
co n p re cisió n a p a r tir d e u n o s p r im e r o s p r in c ip io s, y su
v e rd a d q u e d a g a r a n tiz a d a p o r el h ech o d e q u e se an u n a
co n s e c u e n c ia n e ce sa ria d e ta les p rin c ip io s. L a h a b itu a l c r í­
tic a e m p iris ta a este m o d e lo a fir m a q u e la d e d u cc ió n ló g ic a
só lo nos in d ic a q u é es lo q u e su rg e d e q u é. S i q u e re m o s
a v e r ig u a r en q u é co n s iste la r e a lid a d , n e c e sita m o s e m p le a r la
o b se r v a c ió n y n o la d e d u cc ió n . E l e m p iris ta , p o r lo tan to ,
su e le a r g ü ir q u e la s leye s c ie n tífic a s n o d eb en e s ta b le c e r s e d e
m o d o d e d u c tiv o sin o i n d u c t i v o : el c ie n tífic o in fie re v e rd a d e s
g e n e ra le s a p a r tir d e o b se r v a c io n e s y e x p e rim e n to s p a r tic u ­
la re s. S in e m b a rg o , co m o se p u so d e m a n ifie sto en n u estra
e x p o sició n a c e r c a d el p o sitivism o ,*6e x is te un se rio p ro b le m a
co n re sp e cto a la e x p lic a c ió n in d u c tiv is ta d e las c ie n c ia s : las
o b se rv a c io n e s y los e x p e rim e n to s c ie n tífic o s d e b e n lim ita r s e
n e ce sa ria m e n te a un n ú m e ro fin ito d e ca so s. N o o b sta n te ,
¿ c ó m o es p o sib le q u e un n ú m e ro fin ito d e o b se r v a c io n e s
lle g u e a e s ta b le c e r la v e rd a d d e u n a le y g e n e ra l q u e se a de
a p lic a c ió n u n iv e rs a l, a tod o s los c a so s p a sa d o s , p rese n te s y
fu tu ro s? J u sta m e n te e s ta d ific u lta d es la q u e se p ro p u so
s o lu c io n a r la teo ría d e la ló g ic a d e la c ie n c ia p ro p u e sta p o r
K a rl P opp er.
A u n q u e en los a ñ o s 20 K a r l P o p p e r (n a cid o en 1902)
e s tu v o v in c u la d o a los m ie m b ro s d el C ír c u lo de V ie n a , a d o p tó
m ás a d e la n te un p o stu ra m u y c r ític a a c e rc a d e b u e n a p a rte
d e su s d o c trin a s, y su Lógica de la investigación científica
(Logik der Forschung, 1934) se ñ a la u n a r u p tu r a d e c is iv a con
re sp e cto al v e rific a c io n is m o de lo s p o sitiv ista s. P o p p er
a firm ó en u n a e ta p a in ic ia l d e su p e n sa m ie n to q u e el p ro ­
b le m a d e la in d u cció n era in so lu b le; la v e rd a d d e las le y e s
c ie n tífic a s ja m á s p o d ría d e te rm in a rse m e d ia n te un n ú m ero
fin ito d e o b se rv a cio n e s . S in e m b a rg o , la re v o lu c io n a r ia p ro ­
p u e sta d e P o p p e r c o n s istió en co n s id e r a r q u e el irre su e lto
« p ro b le m a de la in d u cció n » re su lta b a irre le v a n te en lo c o n ­
c e rn ie n te al c o n o c im ie n to c ie n tífic o . P o p p e r d u d a b a d e q u e
lo s cie n tífic o s h u b iese n lle g a d o ja m á s d e h e ch o a u n a teo ría
m e d ia n te la « in d u cción » d e le y e s g e n e ra le s a p a r tir d e
o b se rv a c io n e s p a rtic u la r e s. S in e m b a rg o , a d u jo q u e — en
c u a lq u ie r c a so — el tem a referen te a có m o lo s cie n tífic o s
fo rm u la b a n su s teo ría s e ra un a su n to p e rte n e c ie n te a la
p s ic o lo g ía , y n o a la ló g ica . N o e x iste un c a m in o ló g ico qu e
lle v e d esd e la o b se r v a c ió n h a sta la s le y e s c ie n tífic a s . L os
c ie n tífic o s p u ed en lle g a r a su s teo ría s p o r d iv e rso s ca m in o s , y
co m o se ñ a ló E in ste in , m e d ia n te un s a lto d e in tu ic ió n c r e a ­
tiv a q u e no p u ed e se r p la s m a d o d e fo rm a ló g ic a .87 L o im p o r ­
ta n te , e m p e ro , no es có m o lle g a r a las teo ría s, sin o el p ro ­
b le m a d e có m o se c o m p ru e b a n las teo ría s, u n a v e z p ro p u e s­
tas. A este re sp e cto P o p p er a firm a q u e c a b e a p lic a r un
ra z o n a m ie n to d e d u c tiv o y e s tr ic ta m e n te ló g ico . N o se p u ed e
g a r a n tiz a r ló g ic a m e n te q u e la s teo ría s c ie n tífic a s se a n v e rd a ­
d e ra s , p ero su fa lse d a d sí se p u ed e p r o b a r d e sd e e l p u n to de
v is ta lóg ico . A tra v é s d el p r in c ip io ló g ico d e n o m in a d o modus
tollens, si la te o ría T im p lic a — en ta n to q u e c o n s e cu e n cia
d e d u c tiv a — la p ro p o sic ió n o b s e r v a b le O , si O es fa lsa , e n to n ­
ce s T tien e q u e ser fa lsa . E n p a la b r a s d e P opp er: « La fa lsa ció n
o r e fu ta ció n d e teo ría s, a tra v é s d e la fa lsa c ió n o r e fu ta ció n de
su s co n s e c u e n c ia s d e d u c tiv a s , es sin d u d a u n a in fe re n cia
d e d u c tiv a (modus tollens).»M S e g ú n P o p p e r el p r in c ip io de
fa ls a b ilid a d c o n s titu y e la e s e n c ia d e la ló g ic a de la cie n c ia . L a
c ie n c ia a v a n z a (en p a la b r a s u tiliz a d a s p o r el títu lo d e una
o b ra p o ste rio r d e P op p er) m e d ia n te « co n jetu ra s y r e fu ta c io ­
nes». S e fo rm u la u n a te o ría en c a lid a d d e h ip ó te sis p o sib le;
la s co n s e cu e n cia s q u e se d e d u ce n d e e lla se c o m p ru e b a n en
r e la c ió n co n la e x p e rie n c ia ; si las o b se rv a c io n e s e fe c tiv a ­
m en te r e a liz a d a s n o son c o h e re n te s co n la s p ro n o s tic a d a s p o r
la teo ría , é s ta q u e d a r e fu ta d a y se a b r e la p o s ib ilid a d a u n a
n u ev a co n je tu ra .
De este m o d o P o p p er re c h a z ó el p re d o m in a n te d o g m a
e m p iris ta d e l v e rific a c io n ism o , y en su lu g a r p ro p u so el
p r in c ip io d e la fa ls a b ilid a d , si b ien n o lo co n sid e ró co m o
c r ite r io d e s ig n ific a c ió n sin o c o m o p r in c ip io d e d e m a rc a c ió n
q u e se p a ra las teo ría s a u té n tic a m e n te c ie n tífic a s d e la s q u e
só lo son p se u d o cie n c ia . L a ló g ic a d e la fa lsa c ió n fu e d e sc rita
a p e la n d o a un ra z o n a m ie n to e s tr ic ta m e n te d e d u ctiv o .
S i este « d e d u ctivism o » (c a lific a tiv o e le g id o p o r el p ro p io
Popper*9) se c o m p a r a co n el e n fo q u e in d u c tiv is ta d e un
F ra n cis B a co n o un J .S . M ili, p a re c e r ía a p ro p ia d o c o lo c a r a
P o p p er en el c a m p o ra c io n a lis ta y n o e n tre lo s e m p iris ta s . S in
e m b a rg o , ta l c la s ific a c ió n r e s u lta r ía e q u ív o c a en un a sp e c to
d e im p o rta n c ia . C o m o y a h em o s v is to , u n o de los ele m e n to s
d el r a c io n a lis m o es la cre e n c ia en la p o s ib ilid a d d e un
c o n o c im ie n to a p r i o r i ; no o b sta n te , P o p p er in siste en o to r g a r
u n a d e sta c a d a fu n ció n a la o b se rv a c ió n e m p íric a a p o s t e r i o r i
en la c o m p ro b a c ió n d e las te o ría s cie n tífic a s . S e g ú n P o p p er,
p a ra q u e u n a te o ría sea u n a g e n u in a c o n tr ib u c ió n a l c o n o c i­
m ien to c ie n tífic o , tien e q u e « a so m a r la c a b e z a » y e x p o n e rse
a l rie sg o d e la fa lsa c ió n e m p íric a . N u e stra s o b se r v a c io n e s no
p u ed en g a r a n tiz a r la v e rd a d d e las teo ría s c ie n tífic a s , p ero
sí p u ed en r e fu ta rla s , y c u a lq u ie r te o ría q u e n o se e x p o n g a a
sí m ism a al rie sg o d e la r e fu ta c ió n e m p ír ic a no m e rece se r
c a lific a d a d e a p o r ta c ió n a la c ie n cia .
E sto nos in d ic a q u e P o p p e r n o p u ed e s e r s itu a d o d e
m an era ta ja n te en n in g u n o d e los d os b a n d o s d e n tro d e la
d ic o to m ía r a c io n a lista / e m p iris ta . E n r e a lid a d , a e sta a ltu ra
y a te n d ría q u e h a b e rse p u esto en c la r o q u e ta l d ic o to m ía
ja m á s se d eb e a p lic a r co n u n a r ig id e z e x c e s iv a . D iv id ir a los
filó so fo s en d os m o n to n es d e este tip o , se p a ra d o s y m u tu a ­
m en te e x c lu y e n te s, im p lic a r ía un ex ce so d e c e lo d isto rsio n a -
d o r d e la v e rd a d en fa v o r d e la n itid e z c la s ific a to r ia . E n la
e x p o sició n y a r e a liz a d a a c e r c a d e A r istó te le s, D e sca rte s y
K a n t y a se h a n h e ch o c o n s ta r e je m p lo s d e p en sa d o re s c u y a s
id e a s no p o d ría n c o lo c a r se — sin se r d is to rsio n a d a s— b a jo la
e tiq u e ta d e « em p irism o » o la d e « ra cio n a lism o » .90 E n p a rte ,
la ra zó n de e llo es q u e n o e x iste u n a d o c tr in a s e n c illa y o fic ia l
q u e d efin a el « ra cio n a lism o » ; p o r el c o n tr a r io , h a y n u m e ro ­
sa s te n d e n cia s q u e se su p e rp o n e n y se r e fu e rza n m u tu a ­
m en te, q u e c o n s titu y e n lo q u e su e le d e n o m in a rs e la tra d ic ió n
ra c io n a lista . P o p p er p erten ec e a d ic h a tra d ic ió n en la m e d id a
en q u e c re e q u e el p o d e r c r e a tiv o d e la m en te en c ie r to se n tid o
« a v a n za m ás a llá » de la o b se rv a c ió n d ir e c ta , en su s in te n to s
p o r a lc a n z a r la v e rd a d . N o o b sta n te , es un e m p iris ta en la
m e d id a en q u e cre e q u e los s a lto s d e « in tu ició n c re a tiv a » só lo
p u ed en c a lific a r s e d e a p o r ta c io n e s g e n u in a s a la c ie n c ia en el
ca so d e q u e su s co n s e c u e n c ia s p u ed a n so m e te rse a o b s e r v a ­
ció n e m p íric a y c o m p ro b a rse d e m a n era e x p e rim e n ta l.

L a r e c ie n t e r e v o l u c ió n e n l a f il o s o f ía d e l a c ie n c ia

P o p p er co n s id e ra q u e la s e s tr u c tu r a s d e d u c tiv a s d e la
ló g ic a son las q u e o to rg a n su r a c io n a lid a d a la c ie n c ia , y q u e
la c a p a c id a d d e d a r o rig en a co n s e cu e n cia s q u e e n tre n en
c o n flic to con la e x p e r ie n c ia rea l es lo q u e co n ce d e a la c ie n c ia
su e s ta tu to o b je tiv o . A lo la r g o d e los dos ú ltim o s d e cen io s, sin
e m b a rg o , se h a p ro d u c id o en la filo so fía d e la c ie n c ia u n a
r e v o lu c ió n q u e h a p u esto se ria m e n te en d u d a la r a c io n a lid a d
d e la c ie n c ia y su s p reten sio n es d e o b je tiv id a d . L os p e n sa d o ­
res q u e h a sta a h o ra se h an e x p u e s to en este lib ro no sie m p re
se p u ed en c la s ific a r d e m o d o ta ja n te en lo q u e r e sp e c ta a la
d is tin c ió n e n tre r a c io n a lis m o y e m p iris m o , p ero a l m en os
c a b e p e n sa r q u e h a n c o n tr ib u id o a un d iá lo g o co n tin u a d o
cu y o s d os e x tre m o s p o d ría n s e r p o r e je m p lo la e x p lic a c ió n
d e d u c tiv a y a p r i o r i q u e d a S p in o z a a c e r c a d e la s u b s ta n c ia , y
la re d u cc ió n d e la c a u s a lid a d a m era s r e g u la r id a d e s o b s e r v a ­
b le s, p ro p u e s ta p o r H um e. S in e m b a rg o , la re c ie n te r e v o lu ­
ció n en el á m b ito d e la filo so fía d e la c ie n c ia n o es un u lte r io r
a v a n c e d e d ic h o d iá lo g o sin o u n a ru p tu ra a b r u p ta : en su
fo rm a e x tre m a , r e c h a z a al m ism o tie m p o el m o d e lo r a c io n a ­
lis ta d el co n o c im ie n to y el m o d e lo e m p iris ta , co m o b á s ic a ­
m en te erró n eos.
L a s d os fig u ra s c e n tra le s d e este n u ev o en fo q u e son
T h o m a s K u h n y P au l F e y e ra b e n d , c u y a s o b ra s m ás d e s ta c a ­
d as a l r e sp e c to (el lib ro de K u h n T h e S t r u c t u r e o f S c i e n t i f i c
R e v o l u t i o n s y el a r tíc u lo « E x p la n a tio n , R e d u c tio n an d E m p i­
ricism » d e F ey era b e n d ) a p a re c ie ro n en 1962. A m b o s a u to re s
sig u ie ro n a P o p p er en su r e c h a zo d el m o d e lo e m p ir is ta del
c ie n tífic o co m o a lg u ie n q u e se d e d ic a a « co le c c io n a r h echos»
o a a c u m u la r g ra d u a lm e n te c o n o c im ie n to s a tra v é s d e la
o b se rv a c ió n y la e x p e rim e n ta c ió n . S in e m b a rg o , r e ch a za ro n
la n o ció n p o p p e ria n a se g ú n la c u a l las te o ría s p u ed en fa lsa rs e
c o m p ro b a n d o su s c o n s e c u e n c ia s a n te la e x p e rie n c ia . K u h n
s o s tu v o q u e, u n a v e z q u e u n a te o ría o un m o d e lo e x p lic a tiv o
d e te rm in a d o ha c o n q u is ta d o la h eg e m o n ía d e n tro d e una
c o m u n id a d c ie n tífic a , los cie n tífic o s n o p e r m itir á n q u e sea
fa lsa d o p o r u n o s re su lta d o s a n ó m a lo s . L os m o d e lo s h egem ó-
n ico s o « p a ra d ig m a s» q u e d o m in a n el p e n sa m ie n to d e u n a
c o m u n id a d c ie n tífic a d is fr u ta n d e u n a p ro te cc ió n e s p e c ia l:
«una v e z q u e h a lo g ra d o el e s ta tu to d e p a ra d ig m a , u n a te o ría
c ie n tífic a só lo se d e c la r a rá no v á lid a si se d isp o n e d e u n a
a lte r n a tiv a q u e la s u b s titu y a » .91 L a c ie n c ia n o rm a l es u n a ru ­
tin a ria so lu ció n d e ro m p e c a b e z a s, q u e h a y q u e e fe c tu a r
d e n tro de lo s lím ite s d el p a ra d ig m a p r e d o m in a n te . S ó lo en
p e río d o s d e c r is is c ie n tífic a , c u a n d o los r e su lta d o s a n ó m a lo s
se v u e lv e n im p o s ib le s d e m a n e ja r y se p re se n ta p o r sí m ism o
un p a r a d ig m a a lte r n a tiv o , se rá c u a n d o se m o d ifiq u e u n
p a ra d ig m a fu n d a m e n ta l o c u a n d o se p r o d u z c a u n a r e v o lu ­
ció n en el p e n sa m ie n to cie n tífic o .
Un p o p p e ria n o p o d r ía r e p lic a r a e sto q u e e l p r in c ip io de
fa lsa c ió n a s p ir a a se r u n a n o rm a o c r ite r io ló g ic o co n e l c u a l
d e b e co n tr a s ta r se u n a te o ría c ie n tífic a ; la te o ría d e P o p p e r no
p reten d e a fir m a r — y ta m p o c o n e c e sita h a c e rlo — q u e los
c ie n tífic o s sie m p re a c tú e n d e un m o d o q u e se a ju s te d e h e ch o
a ese c rite rio . S in e m b a rg o , lo s a rg u m e n to s d e K u h n y
F e y e ra b e n d n o se lim ita n a e x a m in a r có m o tra b a ja n d e h ech o
los cie n tífic o s. En p r im e r lu g a r, p o n en en d u d a la n o ció n
se g ú n la c u a l u n a te o ría p u ed e c o m p ro b a r se e n r e la c ió n con
d e te rm in a d o s h ech o s. S e g ú n d ic h o s a u to re s, n o e x iste u n a
d is tin c ió n ta ja n te e n tre la s p ro p o sic io n e s te ó ric a s y lo s d a to s
p ro c e d e n te s d e la o b se rv a ció n . Un « in fo rm e d e o b se rv a ció n »
p u e d e e s ta r re p le to d e te o ría (co m o o c u rre c u a n d o la in te r ­
p r e ta c ió n d e u n a le c tu r a d e te rm in a d a im p lic a la re a liz a c ió n
d e c o m p lic a d o s c á lc u lo s y/o la fo rm u la c ió n d e h ip ó te sis
teó rica s). P o r c o n s ig u ie n te , h a y q u e s o s p e c h a r d e la id e a d e
q u e u n a te o ría sie m p r e p u ed e p ro b a rse c o m p a r á n d o la co n un
c o n ju n to n e u tra lm e n te d e sc rito d e « hechos e m p íric o s » , y
d e se c h a rse cu a n d o no se a ju s ta a ésto s. E n se g u n d o lu g a r,
c u a n d o la s te o ría s c a e n , p a ra K u h n e sto no s ig n ific a q u e la
n u ev a te o ría sea m e jo r q u e la a n te r io r p o rq u e e x p liq u e m e jo r
d a to s e m p íric o s q u e h a sta a h o ra n o p o d ía n in te rp re ta rse . L o
q u e o c u rre es un « ca m b io d e G e s t a l t »: d e fo rm a sú b ita , el
m u n d o se c o n te m p la a tra v é s d e u n a n u ev a p e r s p e c tiv a
co n c e p tu a l. El n u e v o p a ra d ig m a y la te o ría a s o c ia d a a él g e ­
n e ra n n u ev o s « datos» : nos p ro p o rcio n a n un m o d o r a d ic a l­
m en te d is tin to d e v e r la s co sa s. P o r e je m p lo , d esp u és d e la
r e v o lu c ió n c o p e rn ic a n a lo s a stró n o m o s « v iv ie ro n en un
m u n d o d iferen te» .92E n te rc e r lu g a r, y lo m ás d e c is iv o de tod o,
ta n to K u h n co m o F e y e ra b e n d lle g a ro n d e fo rm a in d e p e n ­
d ie n te a la co n c lu sió n d e q u e la s d ife re n te s te o ría s c ie n tífic a s
son « in co n m en su rab les» . S i las o b se r v a c io n e s d ep e n d e n de
la te o ría , y en c ie r to se n tid o la teo ría d e te rm in a có m o
in te rp re ta m o s «el m u n d o» , no h a y u n a fo rm a ra c io n a l y
o b je tiv a d e d e c id ir e n tre d os te o ría s c ie n tífic a s d is tin ta s . N o
e x iste u n a b a se co m ú n q u e n os p e r m ita e fe c tu a r u n a e v a lu a ­
ció n n e u tra l y o b je tiv a a c e r c a d e c u á l es la te o ría p re fe rib le . A
e sto se le h a c a lific a d o d e « tesis d e la in c o m e n s u ra b ilid a d » .
E n p a la b r a s de K u h n , « la c o m p e te n c ia e n tre p a ra d ig m a s no
es un tip o d e b a ta lla qu e p u e d a so lu c io n a rse m e d ia n te
c o m p ro b a c io n e s ».9J
L os tres e le m e n to s p r in c ip a le s d e la p e r s p e c tiv a d e
la c ie n c ia q u e a c a b a m o s d e b o s q u e ja r — (1) la d e p e n d e n cia
d e la o b se rv a ció n co n re sp e cto a la te o ría , (2) la n o ció n d e
c a m b io c ie n tífic o c o m o « m o d ifica ció n d e p a ra d ig m a » q u e
im p lic a u n a n u e v a G e s t a l t , y (3) la tesis de la in c o n m e n su r a b i­
lid a d e n tre d ife re n te s teo ría s— to m a d o s en co n ju n to nos
p re se n ta n un p o d e ro so d e sa fío a la s p reten sio n es d e o b je tiv i­
d a d d e c u a lq u ie r co sm o v isió n c ie n tífic a o filo s ó fica . Y su rg e
un in te rro g a n te : ¿ c a b e a fir m a r d e m a n e ra fia b le q u e n u e stra
p ro p ia c u ltu r a c ie n tífic a co n te m p o rá n e a re p re se n ta un
a v a n c e co n re sp e c to a los e sfu e rzo s r e a liz a d o s p o r los a n te r io ­
res sis te m a s de p e n sa m ie n to ? E l c u rso d e la c ie n c ia p u ed e
re p re se n ta rse y d e sc rib irse d esd e un p u n to d e v is ta h istó ric o
o so c io ló g ic o , p ero no p a re ce e x is tir n in g u n a ra z ó n o b je tiv a
p a ra d e c ir q u e — en d e te rm in a d a e ta p a d e la h isto ria — la
c ie n c ia e s tá m á s c e r c a d e «la ve rd a d » en c o m p a r a c ió n con
o tra fa se c u a lq u ie r a . E n F e y e ra b e n d este p e n sa m ie n to lle g a
h a sta su s ú ltim a s co n s e cu e n cia s : la m o d e rn a c ie n c ia o c c id e n ­
tal no es m á s q u e u n a « id e o lo g ía d o m in a n te» ; es u n a tr a d i­
ció n e n tre m u c h a s o tra s, q u e c a r e c e d e u n a e sp e cia l ju s t if i­
ca c ió n p a ra o b lig a rn o s a c o m p a r t ir la .« L a s id e o lo g ía s h a y qu e
in te r p r e ta r la s co m o si fu esen cu e n to s d e h a d a s q u e ... tie n en
co sa s in te re sa n te s q u e d e c ir p ero q u e ta m b ié n tra n sm ite n
e n g a ñ o sa s m e n tira s... L os "h e ch o s" c ie n tífic o s se e n señ an a
m u y te m p ra n a e d a d , a l ig u a l q u e, h a ce a p e n a s c ie n a ñ o s, se
en señ aro n los "h e ch o s" relig io so s.» L a co n s e c u e n c ia d e tod o
e llo (si b ien m u ch o s filó so fo s, in c lu y e n d o a l p r o p io K u h n en
su s e s c rito s p o ste rio re s, se h a n m a n ife s ta d o re a c io s a a c e p ta r
tod o lo a firm a d o p o r F e y e ra b e n d ) es u n a fo rm a e x tre m a de
r e la tiv is m o (a lg u n o s h a b la r ía n d e « an a rq u ism o » ) e p is te m o ­
ló g ic o en la q u e ta n to la s te o ría s en sí m ism a s co m o los
c r ite rio s m e to d o ló g ic o s q u e se e m p le a n p a ra e v a lu a r la s p ie r ­
d en tod a a s p ir a c ió n p la u s ib le a la c o rr e c c ió n o b je tiv a .94

R a c io n a l is m o y r e l a t iv is m o

¿D e q u é m o d o in flu y e n esto s a v a n c e s en el r a c io n a lis m o ?


S e p o n e en e v id e n c ia un fa c to r im p o r ta n te y p e rtu rb a d o r. S i
la n o ció n d e « re a lid a d o b je tiv a » se c o lo c a en te la d e ju ic io , si
la « verd ad » só lo es a p lic a b le d e n tro d e u n a co sm o v isió n
d e te rm in a d a , y n o e x iste u n a fo rm a n e u tra d e c o m p a r a r
co sm o v isio n e s , e n to n ces la co n c e p c ió n d e filo s o fía q u e se
su ele h a lla r en los g ra n d e s p e n sa d o re s r a c io n a lis ta s q u ed a
d e fin itiv a m e n te so c a v a d a . D e a c u e rd o c o n P la tó n , la ta re a
d el filó s o fo co n s iste en r e v e la r e l m u n d o d e la s r e a lid a d e s
ete rn a s, la s F o rm a s q u e e x iste n co n in d e p e n d e n c ia d e los
se res h u m a n o s. S e g ú n D e sca rte s, la m e n te h u m a n a tie n e el
p o d e r de fo rm a rse id e a s « c la ra s y d is tin ta s » , q u e rep resen ta n
lo q u e e s o b je tiv a m e n te rea l y v e rd a d e ro . E n e sta s co n ce p cio -
nes d e la filo so fía re su lta c e n tra l e l h ech o d e q u e la m en te
h u m a n a sea c a p a z d e d e s c u b r ir la v e rd a d e r a e s tr u c tu r a d e la
re a lid a d (en p a la b r a s d e D e sca rte s, « D ios m e h iz o el d on de
u n a m en te fia b le» ), y a q u e c o n s titu y e un in s tr u m e n to en el
q u e se p u ed e c o n fia r.’ 5 N o o b sta n te , si la tesis d e la in co n m e n ­
s u r a b ilid a d es co rr e c ta , ten d rem o s q u e a b a n d o n a r e s ta c o n ­
ce p c ió n d e la in v e s tig a c ió n filo s ó fic a co m o in te n to d e d e sc u ­
b r ir la « verd ad o b je tiv a » .
S e g ú n la co n c lu sió n a la q u e lle g a R ic h a r d R o r ty en su
ce le b r a d a o b ra P h i l o s o p h y a n d th e M i r r o r o f N a t u r e (1980),
esto es p re c isa m e n te lo q u e d e b e m o s h a cer. S e g ú n R o rty ,
h em o s d e a b a n d o n a r la c o n c e p c ió n d el c o n o c im ie n to filo só ­
fico q u e c o m p a r tía n P la tó n y D e sca rtes, e n tre o tro s, y qu e
co n s id e ra «qu e el u n iv e rs o es tá fo r m a d o ... p o r c o sa s sim p le s,
c la r a y d is tin ta m e n te c o g n o s c ib le s, y q u e el co n o c im ie n to de
la e s e n c ia d e é sta s nos p ro p o rc io n a e l v o c a b u la r io c la v e qu e
nos p e r m ite c o n m e n su r a r to d o s los ra z o n a m ie n to s» .9* L a
tesis d e R o r ty es q u e h a y a lg o erró n e o en la o p in ió n se gú n la
c u a l la filo so fía p u ed e e la b o r a r un le n g u a je n o r m a tiv o qu e
« d ib u je la e s tr u c tu r a a u té n tic a y ú ltim a d e la re a lid a d » . L a
« e p iste m o lo g ía b á sica » tr a d ic io n a l, en o p in ió n d e R o r ty ,
«está fu n d a d a en el su p u e sto d e q u e so n c o n m e n su ra b le s
to d a s las a p o rta c io n e s e fe c tu a d a s a un r a z o n a m ie n to d a d o , es
d e c ir, p u ed en a ju s ta rse a un c o n ju n to d e r e g la s q u e nos
in d ic a rá n có m o se lle g a a un a c u e rd o ra c io n a l o q u é es lo q u e
s ir v e p a ra s o lu c io n a r los a p a re n te s c o n flic to s e n tre p ro p o s i­
ciones» .
Al r e c h a z a r e s ta su p o sició n , R o r ty r e c h a z a ta m b ié n la
visió n d el filó so fo co m o u n a e s p e cie d e « su p e rv iso r c u ltu r a l
q u e co n o ce el terren o co m ú n a tod o s» .97 E n lu g a r d e la
e p is te m o lo g ía tra d ic io n a l, R o r ty p ro p o n e q u e la filo s o fía
d e b e tra n sfo rm a rse en « h erm en éu tica» . E n o tr a s p a la b r a s ,
en lu g a r d e tr a ta r d e e s ta b le c e r lo s « fu n d a m en to s d e to d o
co n o cim ie n to » , te n d ría q u e re c o n o c e r q u e tod a co m p re n sió n
h a d e fu n cio n a r d e n t r o d e un d e te rm in a d o m a rc o c o n c e p tu a l.
E l filó so fo h e rm e n e u ta o frece in te rp re ta c io n e s y a n á lis is
a d o p ta n d o u n a d e te rm in a d a co sm o v isió n , p e ro no p u ed e
tr a n s m itir un ju ic io « ob jetivo » so b re é sta , co m o si se e n co n ­
tra s e en el e x te r io r d e e lla . «La a p lic a c ió n d e títu lo s h o n o rífi­
c o s ta le s co m o " o b je tiv o ” n u n ca es m á s q u e la e x p re sió n d e la
e x iste n c ia d e u n a c u e rd o e n tre los q u e in d a g a n , o d e la
e s p e ra n za d e lle g a r a ta l a c u e r d o .» E s p re c iso q u e r e n u n c ie ­
m os a la id e a d e q u e « n u estro s c r ite rio s so b re lo q u e es u n a
in v e s tig a c ió n co n é x ito no son só lo n u e s t r o s cr ite rio s, sin o
ta m b ié n los c r ite rio s c o r r e c t o s , lo s c r ite rio s d e la n a tu ra le z a ,
los c r ite rio s q u e nos lle v a rá n a la v e r d a d » . 9*

L O S PROBLEMAS DEL RELATIVISMO

P or su p u e sto , la s e s tr u c tu r a s q u e d efien d e R o r ty , co m o las


d e F ey era b e n d , no se a p lic a n só lo a a q u e llo s filó so fo s q u e
n o rm a lm e n te son c a lific a d o s d e « ra cio n a lista s» . S i es
co rr e c ta la tesis d e la in c o n m e n su r a b ilid a d , no e x iste un
le n g u a je d e o b se rv a c ió n n e u tra l q u e sea c a p a z d e r e g is tr a r
«los hech o s» , y co m o co n s e c u e n c ia los en fo q u e s e m p iris ta s
d el c o n o c im ie n to ta m b ié n se rá n s u s c e p tib le s d e a ta q u e . N i la
h a b itu a l n o ció n e m p iris ta d e v e rific a c ió n a tra v é s d e los
se n tid o s, n i la m ás s o fis tic a d a n o ció n p o p p e ria n a d e la
fa lsa c ió n e m p íric a , e s ta rá n en co n d ic io n e s de ju s t ific a r la
m ás m ín im a p reten sió n d e o b je tiv id a d ú ltim a . N o só lo q u e d a
a m e n a z a d o el ra c io n a lism o en se n tid o té c n ic o (el se n tid o en
el c u a l S p in o z a y L e ib n iz son ra c io n a lista s ), sin o ta m b ié n en
el se n tid o m á s a m p lio d e un c o m p ro m iso co n la r a c io n a lid a d
en ta n to q u e c r ite rio u n iv e rs a l en c u a lq u ie r d is c u rso h u ­
m a n o .” E l r e la tiv is ta so stien e q u e no e x iste n c r ite rio s v á li­
d os e in d e p e n d ie n te s q u e d e te rm in e n q u é es lo q u e c o n ­
v ie r te en ra c io n a l a u n a c r e e n cia . A q u e llo q u e se c o n sid e ra
'c o m o « razón p la u sib le » p a ra c o m p a r tir u n a c r e e n c ia es a lg o
q u e v a r ía en tre las d is tin ta s c u ltu r a s , y no h a y n in g u n a ra zó n
o b je tiv a p a ra p re fe rir u n d e te rm in a d o c o n ju n to de
crite rio s.
A su v e z, e s to nos in d ic a q u e q u iz á s el r e la tiv is m o se h a y a
fexcedid o a sí m ism o. S i la s n o cio n es d e s ig n ific a d o y d e
v e rd a d só lo p u ed en en te n d e rse d esd e d e n tro d e d e te rm in a d o
m a rco c o n c e p tu a l, es im p o s ib le q u e el r e la tiv is ta a d u z c a q u e
su s c r ític a s a la e p is te m o lo g ía tr a d ic io n a l e s tá n ju s t i f i c a d a s o
son c o r r e c t a s en se n tid o fu erte. Al p a re c e r, n os e n c o n tra m o s
a n te d os c o n ce p cio n e s d e la in v e stig a c ió n filo s ó fic a q u e
r iv a liz a n en tre s í : e l en fo q u e tr a d ic io n a l, q u e c o n s id e ra q u e la
filo so fía « d ib u ja la e s tr u c tu r a d e la re a lid a d » , y la p e rsp e c­
tiv a r e la tiv is ta , q u e in siste en q u e el s ig n ific a d o y la v e rd a d
son a lg o r e la c io n a d o co n un e s q u e m a c o n c e p tu a l e s p e cífico .
A h o ra , sin e m b a rg o , so pen a d e c o n tr a d e c ir su te sis r e la tiv i-
z a d o r a , el r e la tiv is ta no p u ed e a r g ü ir q u e la p e r sp e c tiv a
tra d ic io n a l es o b je tiv a m e n te e r r ó n e a . '00 A d em á s, si no ex iste n
m o tiv o s r a c io n a le s o b je tiv o s p a ra a d o p ta r u n a te o ría en
p a r tic u la r , e sto se a p lic a r á a s im is m o al p ro p io r e la tiv is m o .
¿ S ig n ific a e sto q u e el r e la tiv is m o se re fu ta a sí m ism o ?
A q u í c a b e r e c o rd a r la p reten sió n e s p e c ta c u la rm e n te au to d e s-
tru c tiv a de un d e sta c a d o fre u d ia n o b r itá n ic o , se gú n e l cu a l
«tod os los ju ic io s h u m a n o s, e in c lu so la p ro p ia r a z ó n , n o son
m ás q u e h e r ra m ie n ta s d el in co n scie n te ; y a q u e lla s c o n v ic c io ­
nes a p a re n te m e n te s a g a c e s q u e p o see u n a p e rso n a in te li­
g e n te no son m ás q u e los e fe cto s in e v ita b le s d e la s c a u sa s q u e
y a c e n e n te rra d a s en los n iv e le s in co n scie n te s d e su p s iq u e » .101
E s ta a firm a c ió n , o b v ia m e n te , se d e stru y e a sí m ism a , p o rq u e
si t o d o s los ju ic io s e s tá n d e te rm in a d o s p o r fu e rza s in co n s­
cie n te s , y e s to en c ie r to se n tid o los c o n v ie rte en so sp ech o so s,
a c o n tin u a c ió n h a y q u e a p lic a r el m ism o p r in c ip io a los
ju ic io s e m itid o s p o r d ic h o freu d ia n o . D e ig u a l m o d o , en el
c a s o q u e nos o c u p a a h o ra , si t o d a v e rd a d e s tá c o n d ic io n a d a
p o r d e te rm in a d a c o sm o v isió n , y n o p u ed e lo g r a r u n a « co rre c­
ció n » o b je tiv a , e sto d eb e a p lic a r s e a a q u e lla s « verd ad es» q u e
el r e la tiv is ta m ism o a s p ir a a p ro p o n er. S in e m b a rg o , c ie rto s
r e la tiv is ta s e stá n d isp u esto s a a c e p ta r e s ta co n se cu e n cia ;
R o rty a d m ite sin r e tic e n c ia s q u e no h a y fo rm a d e « a rg u m e n ­
tar» el q u e la r a c io n a lid a d o b je tiv a te n g a o n o un lu g a r en la
cie n c ia . «Si no e x is te un te rre n o c o m p a r tid o , lo ú n ic o q u e
p o d e m o s h a c e r es m o s tra r q u é a sp e c to tien e e l o tro la d o
d esd e n u estro p u n to d e v is ta .» 102 E s ta m a n io b ra s a lv a a l
r e la tiv is m o d e su o b v ia a u to n e g a c ió n , p ero o b lig a a l r e la ti­
v is ta a e fe c tu a r u n a co n ce sió n in q u ie ta n te : é l no p u ed e
b r in d a r ra zo n es d e c is iv a s q u e a b o n e n su p o stu ra , o u n a ra z ó n
q u e un no r e la tiv is ta h a y a d e c o n s id e r a r c o n v in c e n te .101
A p e s a r d e e s ta d ific u lta d , h a y q u e re c o n o c e r q u e el
r e la tiv is ta le p la n te a a l r a c io n a lis m o u n se rio d e sa fío : d e m o s­
tr a r q u e la filo s o fía p u ed e re m o n ta rse p o r e n c im a d e las
lim ita c io n e s d el a p a r a to c o n c e p tu a l d e u n a c u ltu r a d e te rm i­
n a d a , y lle g a r a u n a v e rd a d « ab so lu ta » . ¿ N o e s é s ta u n a
a sp ir a c ió n a b s u r d a m e n te a m b ic io s a , y h a sta in co h e re n te ?
E n c ie r to se n tid o , este p r o b le m a no es n u ev o . H em o s
co m p ro b a d o q u e su rg ía un tip o a n á lo g o d e d ific u lta d co n
re sp e cto a la c r e e n c ia c a r te s ia n a en la fia b ilid a d d e la m en te
co m o in s tru m e n to p a ra d e s c u b r ir la re a lid a d . M i m en te es
fia b le , d ic e D e sca rte s, p o rq u e D io s m e la h a c o n ce d id o ; sin
e m b a rg o , d e b o su p o n e r p o r a n tic ip a d o q u e es fia b le si d eseo
e s ta b le c e r u n a p r u e b a v á lid a d e la e x is te n c ia de D io s.104 N o
p a re c e h a b e r m a n e ra d e e v a d irs e d e este c ír c u lo vicio so . L a
ra z ó n , e v id e n te m e n te , n o p u e d e a c tu a r co m o g a r a n te d e sí
m ism a ; y si no p u ed e se r su p ro p ia g a ra n te , no p u ed e
g a r a n tiz a r la o b je tiv id a d d e su s resu lta d o s.

L a s p e r s p e c t iv a s d e l r a c io n a l is m o

U na p o sib le v ía d e h u id a p a ra el r a c io n a lis ta c o n s is tir ía


en a rg u m e n ta r q u e e x iste n c ie r to s p r in c ip io s r a c io n a le s de
c a r á c te r u n iv e rs a l, q u e no son a lg o r e la tiv o a u n a d e te r m i­
n a d a c o sm o v isió n , sin o q u e se p resu p o n e n en c u a lq u ie r tip o
d e d iscu rso . U no d e esto s p r in c ip io s (c u y o e x a m e n lo s r e la ti­
v is ta s a m en u d o d esea n e v it a r a n sio sa m e n te ) es e l d e no
c o n tr a d ic c ió n , p r in c ip io se g ú n e l cu a l u n a p ro p o s ic ió n d a d a y
su n e g a ció n no p u ed en s e r v e rd a d sim u ltá n e a m e n te . (S e
rep resen ta m e d ia n te el te o re m a «— (P & — P)», e q u iv a le n te a
« P y no P no son v e rd a d a l m ism o tie m p o » .) A lg u n o s r e la tiv is ­
ta s e x tre m o s h a n in d ic a d o q u e la te o ría ló g ic a , a l ig u a l q u e
c u a lq u ie r o tr a te o ría , a c tú a d e n tro d e la id e o lo g ía d o m in a n te
d e n tro d e una c u ltu r a d e te rm in a d a , y fo rm a p a rte d e ella .
P eter W in ch , p o r e je m p lo , en su c e le b r a d a o b ra T h e I d e a o f a
S o c i a l S c i e n c e , d e c la r a q u e « los c r ite rio s d e la ló g ic a no
c o n s titu y e n un don d ir e c to d e D ios sin o q u e su rg e n d el
co n te x to p ro p io d e las fo rm a s d e v id a y la s m o d a lid a d e s de
v id a so c ia l, y só lo son in te lig ib le s en su in te r io r » .105 S in
e m b a rg o , el p r in c ip io d e n o c o n tr a d ic c ió n tra sc ie n d e c la r a ­
m en te lo s lím ite s d e c u a lq u ie r sis te m a c u ltu r a l o c ie n tífic o ;
m ás aú n , es el p r im e r p a so p a ra d e fin ir lo q u e c a b e co n s id e r a r
co m o sis te m a d e p en sa m ie n to . U n sis te m a q u e p re sc in d a d el
p r in c ip io d e no c o n tr a d ic c ió n p e r m itir ía q u e se a firm a s e
a b s o lu ta m e n te c u a lq u ie r co sa ; y e sto s ig n ific a q u e n o s e ría u n
« sistem a a lte r n a tiv o » : ni s iq u ie r a se ría un siste m a .
E l p r in c ip io d e no c o n tr a d ic c ió n , p o r lo ta n to , b rin d a al
m en o s un e je m p lo d e p ro p o sic ió n « n e u tr a l»; n os p ro p o rcio n a
u n p u n to d e v is ta in te r c u ltu r a l referen te a l tip o d e e v a lu a c ió n
o b je tiv a q u e p u ed e ir m á s a llá d e la s p a rtic u la r id a d e s d e la
h isto ria y la g e o g ra fía . M ás a ú n , es u n p r in c ip io q u e p o see
a p lic a c io n e s p r á c tic a s . S i es n e c e sa r ia m e n te c ie r to q u e
«— (P & — P)», u n a p ro p o s ic ió n in co h e re n te q u e a d o p te la
fo rm a «P & — P» se rá n e c e sa ria m e n te fa lsa . Y d e e llo se sig u e
q u e u n sis te m a cie n tífic o o filo s ó fic o q u e c o n te n g a in co h e re n ­
c ia s , p o r m u y a c e p ta d o q u e e sté , o b lig a d a m e n te h a d e c o n te ­
n er e le m e n to s d e fa lse d a d .
T a m b ié n pu ed en e x is tir o tr a s c la se s d e d is c u r so (ad e m á s
d e la s leye s ló g ica s) q u e lo g ren la c la s e d e n e u tr a lid a d q u e el
r e la tiv is ta co n s id e r a im p o sib le . « E l m a te r ia l q u e h a y d e n tro
d e e s ta p r o b e ta se e s tá v o lv ie n d o a h o ra d e c o lo r rojo» es sin
d u d a el tip o de p ro p o sic ió n c u y a v e rd a d n o se h a lla te ñ id a p o r
n in g ú n su p u e sto te ó ric o , a c titu d id e o ló g ic a o p a ra d ig m a
h eg e m ó n ico en p a rtic u la r . Y e sto in d ic a la c la s e d e e s tr a te g ia
q u e p o d ría e m p le a rs e p a ra d e fe n d e r las n o cio n e s d e r a c io n a ­
lid a d y o b je tiv id a d c o n tr a lo s a ta q u e s del r e la tiv is m o . Q u iz á s
se p u e d a e s ta b le c e r u n n ú cle o in te r c u ltu ra l d e v e rd a d e s
o b je tiv a s b a sa d a s en los c o n d ic io n a n te s u n iv e rs a le s d e la
ló g ic a , u n id o a la s c r e e n c ia s sim p le s y n o te ó ric a s q u e se
b a sa n en n u e s tra e x p e rie n c ia p e r c e p tiv a co rrie n te . (N u m e ro ­
so s r e la tiv is ta s d is c u tir ía n la n o ció n d e « e x p e rie n cia p e r c e p ­
tiv a co rrien te» o d e « creen cia s sim p le s no te ó rica s» . N o
o b s ta n te , la lin e a m á s p r o m e te d o ra q u e p u e d e a d o p ta r el
r a c io n a lis ta en e s te c a s o es c o n c e n tra rse en c a so s p a r a d ig m á ­
tic o s co m o « esto se v u e lv e rojo» o « esta a g u ja se m u e v e h a c ia
la iz q u ie r d a » .106)
A u n q u e e l r a c io n a lis ta lo g re e s ta b le c e r e s ta « c a b e za d e
p u en te» c o n s titu id a p o r c r e e n c ia s ló g ic a s s u m a d a s a cr e e n ­
c ia s p e r c e p tiv a s d e b a jo n iv e l, p e r sis te el p r o b le m a — d e g ra n
e n v e r g a d u r a — c o n s iste n te en m o s tra r có m o la s lim ita c io n e s
q u e h a s ta a h o ra se h a n e s ta b le c id o so n lo b a s ta n te fu e rte s y
p r e c is a s co m o p a ra p e r m itim o s d e te rm in a r q u e u n a te o ría
d a d a es «un a v a n c e so bre» o « está m á s c e r c a d e la v e rd a d
qu e» su p re d e ce so ra . P o r fo r m id a b le q u e r e su lte la ta re a ,
em p e ro , no h a y q u e p e rd e r la s e s p e ra n z a s a l resp e cto . N os
lle v a rá a r e c o rd a r c ie rto s h e ch o s re co n fo rta n te s y p ro sa ic o s,
a u n q u e p o r su p u e sto el r e la tiv is ta co n d e n e d ic h o re c o rd a to ­
rio co m o a lg o q u e su p o n e p r e c is a m e n te a q u e llo q u e in te n ta
d e m o s tra r. E n r e a lid a d e x is t e un m u n d o o b je tiv o « ah í fu era»;
lo s cu e rp o s q u e lla m a m o s S o l y p la n e ta s re a lm e n te g ir a n , co n
to ta l in d e p e n d e n cia d e c u a lq u ie r co sa q u e n o so tro s p en se ­
m os o cre a m o s , y co n tin u a rá n h a c ié n d o lo d u ra n te m u ch o
tie m p o d e sp u és q u e n o so tro s h a y a m o s d e sa p a re cid o ; y en
r e a lid a d , a c e r c a d e e llo s h o y sa b e m o s m á s — m u ch o m ás—
q u e h a ce 500 años.
Y , en d e fin itiv a , ¿q u é h a y d e m o n stru o so en la id e a d e q u e
el filó so fo o e l c ie n tífic o p u e d a n c o n s tr u ir un sis te m a q u e
r e fle je d e a lg ú n m od o la r e a lid a d ? ¿ A c a so no fo rm a m o s p a rte
d el u n iv e rs o ? ¿D ó n d e e s tá lo e x tra ñ o , p o r lo ta n to , en la id e a
d e q u e n u e stra s m en tes sean in stru m e n to s a d e c u a d a m e n te
e s tr u c tu r a d o s p a ra c o m p re n d e r d ic h o u n iv e rso ? P or
su p u e sto , es e rró n e a la n o ció n d e q u e p o d a m o s a lc a n z a r u n a
e s p e cie d e v e rd a d « ab so lu ta » : so m o s se res fin ito s y la r e a li­
d a d , si b ien n o es in fin ita , es sin d u d a in d e fin id a m e n te m a y o r
q u e to d o lo q u e n u e stra s m e n te s fin ita s p u e d a n c a p ta r . Y
a u n q u e n o p o d a m o s c o n s tr u ir un e s p e jo q u e re fle je a la
p e rfe c ció n la v a s ta y c o m p le ja e s tr u c tu r a d e la r e a lid a d , al
m en o s nos h a lla m o s en c o n d ic io n e s d e d is c e r n ir u n a p a rte d e
su e s tr u c tu r a , a u n q u e se a a tra v é s d e un c r is ta l o b lig a d a ­
m en te o b sc u ro y d isto rsio n a d o . L a p e rfe c ta a d e c u a c ió n q u e
p o s tu la b a n las « id ea s c la r a s y d is tin ta s » d e D e sca rte s q u iz á s
re su lte e x c e s iv a m e n te o p tim is ta . S in e m b a rg o , no h a y ra z ó n
p a ra a b a n d o n a r la n o ció n d e r e a lid a d o b je tiv a , o p a ra re n u n ­
c ia r a la lu c h a q u e in te n ta a c la r a r p a u la tin a m e n te n u e stra
p e r s p e c tiv a a l re sp e cto , h a c ié n d o la c a d a v e z m á s a b a rc a d o r a
y m ás p re cisa .

N otas

1. Michael Rosen, «H egel» en Wintle [97].


2. M y Philosophical Development [101] p. 62.
3. El principal hegeliano estadounidense de dicho periodo fue Josiah
Royce (1855-1916), filósofo que trabajó en Harvard.
4. Ver MacIntyre, Hegel: A Collection o f C ritical Essays [96], p. 7.
5. «N o os volváis hegelianos ni os perdáis entre perfumados sueños.
El mundo jamás irá bien si no hay por lo menos unas cuaruas personas que se
limiten a creer en lo que ha sido demostrado y que conserven clara la
distinción entre lo que conocemos realmente y lo que no conocemos» (Logan
Pearsall Smith, citado en Russell [5] Vol. I, p. 94.
6. [94] p. 538.
7. J.N. Findlay, «The Contemporary Relevance of Hegel» en MacIn­
tyre [96] p. 16.
8. Ver Cap. II, p. 29.
9. Ver Cap. IV, pp. 93-95.
10. Phfnomenologie des Geistes [89] sección 110 (citado en MacIntyre
[96] p. 166). Mediante la expresión *bloss Gem einte» (literalmente, «m era­
mente significado») Hegel indica que podemos pensar que «significamos
algo» cuando señalamos un dato de los sentidos, pero no existe nada que
pueda expresarse con coherencia mediante el lenguaje.
11. Charles Taylor, «The Opening Arguments of the Phenomenology»
en MacIntyre [96] pp. 174-175. En este punto mi exégesis de Hegel debe
mucho a la lúcida reconstrucción efectuada por Taylor con respecto al
razonamiento hegeliano, que a menudo resulta tortuoso y obscuro.
12. Ver Cap. Ill, pp. 60-61.
13. Ver Cap. IV, pp. 105-107.
14. Ver Cap. I, pp. 20-21.
15. Conversation with Barman [35], pp. 12, 68. Ver las opiniones de
Hegel sobre el lugar de los principios «tradicionales» de la lógica en los
añadidos a la Encyclopaedia, Sección 80 [88] [90].
16. Language, Truth and Logic [107] p. 36. Con respecto a Bradley ver
p. 114.
17. Ayer [107], p. 73 (vers. cast. Ed. Martínez Roca, Barcelona, 1971;
vers. catal. Ed. 62, Barcelona, 1983).
18. The Problems o f Philosophy (1912) [9 9 ], pp. 12,51.
19. Según Russell, «siempre que sea posible, las construcciones lógicas
tienen que ser substituidas por entidades inferidas». Russell dijo que esto era
la «m áxim a suprema del filosofar científico». M vsticism and L o gic [100]
p. 155.
20. « The Relation of Sense-Data to Physics »(1914), rei mpreso en [ 101 ]
p. 105. Hay que advertir que Russell más tarde abandonó su teoría de los
datos de los sentidos. Ver [101] Cap. IX; también Pears [102] Cap. III.
21. Tractatus [ 104] Prop. 5.
22. Ibid., 4.001.
23. lb id .,6 A \ .
24. Ibid., 6.1.
25. Ibid., 6.53 (vers. cast. Alianza Editorial, Madrid, 1973, p. 203; vers,
catal. Ed. Laia, Barcelona, 1981).
26. Ayer [ 107] pp. 34-35.
27. Ver Cap. II, pp. 32-34, Cap. Ill, pp. 55ss.
28. Tractatus, 4.461.
29. Ayer [107] pp. 87, 92 (véase nota 17).
30. De •D ie Wende der Ph ilosoph ie», trad, en Logical Positivism [108]
p. 59.
31. Algunos positivistas señalaron que el principio era una «explica­
ción» de todo lo que podía significarse de manera plausible mediante el
término «significativo». Ver G. Hempel, «The Empiricist Criterion of Mea­
ning» en [108].
32. Cf. Ayer, Language, Truth and Logic [107], Introducción a la
segunda edición.
33. Kant define la proposición analítica en una forma ligeramente
distinta, refiriéndose a que el predicado se halla «contenido» dentro del
sujeto. Ver p. 103.
34. «T w o dogmas of empiricism» (1951); reimpr. en [110] (vers. cast.
Ed. Ariel, Barcelona, 1962, p. 70).
35. Ibid., p. 42.
36. Ibid. (Idem, p. 77).
37. Ibid., p. 44. Ver en [111] y [112] las obras posteriores de Quine,
donde fueron sometidas a una revisión substancial algunas de las afirmacio­
nes formuladas en «T w o dogmas».
38. First Enquiry [73] Sección IV, parte (1). Ver Cap. IV, p. 105.
39. [114] p. 138 (ligeramente modificado).
40. Ver Cap. II, pp. 45-48.
41. [114] p. 138 (cursiva en el original).
42. Ib id .,p . 136.
43. Ibid., p. 125.
44. Ver una enumeración de algunos problemas en Platts [115] Cap.
VI, Schwartz [116] y Putnam [117],
45. [114] p. 138 (ligeramente modificado; cursiva en el original).
46. Hook [122] p. 10.
47. Ver Cap. IV. pp. 90-96.
48. Verbal Behaviour [121], de Skinner, sirve de tema a una corrosiva
revisión efectuada por Chomsky en Language, Vol. 35 (1959).
49. «Recent Contributions to the Theory of Innate Ideas» (1967)
reimpr. en [120] p. 123.
50. Ibid., p. 124.
51. Cf. Language and M in d [118] p. 25 (vers. cast. Ed. Seix Barral,
Barcelona, 1971).
52. [120] p. 129.
53. Ver Cap. II, p. 42.
54. F ifth Objections and Replies (1641); [31 ] VII, 382; [33] II, 227.
55. Sobre Leibniz ver más arriba. Cap. IV, p. 76. Chomsky cita a
Leibniz en [120] p. 130.
56. Carta a Newcastle, 23 de noviembre de 1646, en Descartes’Philoso­
phical Letters [34] p. 207.
57. «Knowledge of Language» (1969), [119].
58. [118] p. 22.
59. Ver en Lyons [ 124] una breve enumeración de parte de la investiga­
ción empírica; ver en Hook [122] y Hacking [123], p. 57ss, un debate
filosófico más amplio. Con respecto al tema del carácter «exclusivo de la
especie» del lenguaje, es preciso advertir que las recientes investigaciones
han señalado que al menos los chimpancés pueden adquirir cierto grado de
competencia lingüistica.
60. A Discourse concerning the Unchangeable Obligations o f Natural
Religion (1706) reimpr. en Raphael [126] par. 235.
61. Ibid., par. 233.
62. David Hume, A Treatise o f Human Nature (1739-1740) [72], Libro
III, Parte I, sección 1.
63. Enquiry concerning the Principles o f Morals (1751) [ 127] Apéndice 1.
64. Treatise [72], Libro II, Parte 3, sección 2.
65. Ver Ayer [107] Cap. 6; Ethics and Language [129], de Charles
Stevenson, y Urmson [130].
66. P. 6 de la segunda edición; traducido en Patón [128], p. 55.
67. Ibid., p. 55.
68. Ibid., p. 84.
69. Ibid., p. 85.
70. Sin embargo, Kant sostiene que el egoísta racional debe admitir
que quizás necesite algún día la ayuda de los demás, de modo que no puede
racionalmente desear que el egoísmo se convierta en ley universal [128]
p. 86. Ver una exposición más amplia de los ejemplos de Kant en Walker [85]
Cap. XI.
71. Las opiniones de R.M. Hare sobre la universalización aparecen en
[131] y [132]. Sobre «fanatismo» ver [131] Cap. IX y [132] Cap. X.
72. Ethics [133] p. 30. Ver una perspectiva diferente en M ora l Scepti­
cism and M ora l Knowledge [134], de Bambrough.
73. Nicom achean Ethics [24] Libro I, Cap. VII.
74. G.E. Moore, en Principia Ethica [135], fue el primero que utilizó
este término; sin embargo, existen ciertas complicaciones en la exposición
de Moore, de las cuales está exento el tratamiento del lema que hace Hume (y
que antes se comentó).
75. Treatise [72] Libro III, Parte 1, sección 1.
76. Cf. J. Searle, «H o w to derive "ought" from “is”», Phil. Review
(1964).
En Hudson [136] se reimprimen el artículo de Searle y ciertas criticas
formuladas con respecto a él.
77. Estos desarrollos se examinarán con más detalle en la sección F.
78. Midgley, Beast and M an [137] p. 178.
79. Según la argumentación de Thomas Kuhn; ver p. 169ss.
80. Cf. Rorty, Philosophy and the M irro r o f Nature [151] 364.
81. Midgley [ 137] pp. 182-183.
82. Cf. L ’É treet le N é a n t( 1943) [139], Parte I, Cap. II y Parte IV, Cap. I.
83. Acerca de si esta necesidad es «re al» osólo «verbal», ver sección C,
pp. 139-142.
84. Este aspecto está desarrollado con más amplitud en mi «Neonatu-
ralism and its pitfalls» [138].
85. Sobre esta perspectiva (un poco tosca) de lasciencias naturales, ver
sección F, pp. 171-177.
86. Verpp. 131ss.
87. Popper [143], p. 32.
88. Popper [143] p. 79.
89. [143] p. 30.
90. Ver Cap. I, pp. 26ss; Cap. II, pp. 43-48; Cap. HI, pp. 62-65; Cap. IV,
pp. 104-107.
91. Kuhn [145] p. 77. Cf. Feyerabend [146].
92. Kuhn [145] p. 117.
93. Ibid., p. 148.
94. Cita de Paul Feyerabend, «H o w to defend society against science».
Radical Philosophy Vol. 2 (1975), reimpr. en Hacking [147], Feyerabend
prefiere calificarse a si mismo de «realista» (aunque escéptico) y no de
relativista, pero muchos comentadores dudan acerca de la existencia de
alguna versión plausible de realismo que pueda coincidir con el pensamiento
de Feyerabend. Ver Papineau [ 150]. Con respecto a los escri tos posteriores de
Kuhn, ver [148],
95. Conversation with Burman [35] p. 5.
96. Rorty [151], p. 357.
97. Ibid., pp. 300-316, 317.
98. Ibid., pp. 355, 299.
99. Ver Cap. I, pp. 18-23.
100. Sin embargo, el relativista podría argumentar que el programa
tradicional es incoherente o inviable, desde los propios criterios que éste
mismo establece con respecto al éxito. Ver Hollis & Lukes [156],
101. Berg, Deep Analysis [152] p. 190, citado por Flew [153].
102. Rorty [ 151 ], pp. 364-365.
103. Ver en Hesse [154] y Hollis & Lukes [156] más elementos sobre el
argumento de la autorrefutación.
104. Ver Cap. Ill, pp. 59-61.
105. [155] p. 100.
106. Ver una exposición más amplia sobre los complejos problemas
aquf involucrados en Hollis & Lukes [156] y Newton-Smith [157].
N o t a : Las citas correspondientes a las traducciones inglesas de
las obras filosóficas escritas originalm ente en griego, latín, francés o t
alem án aparecen aquí para com odidad del lector, pero al citar
pasajes dentro del texto a veces he realizado m odificaciones o he
substituido la traducción por mi propia versión.

Capítulo I

Exposiciones concisas sobre algunos de los conceptos ( « a p r io r i »,


«empírico», etc.) empleados en este capítulo pueden hallarse en:

[1] Flew, A. (ed.), A D ic tio n a r y o f P h ilo s o p h y (Londres: Pan Books,


1979).

Una obra de consulta mucho más detallada y extensa es:


[2] Edwards, P. (ed.), E n c y c lo p a e d ia o f P h ilo so p h y (Nueva York:
M acm illan, 1967).

Sobre las teorías de Nietzsche ver:


[3] Nietzsche, F.t D i e G d tterd & m m em n g ( E l cre p ú sc u lo de los d io se s),
1889, traducido en Kaufm ann, W., Th e P o rta ble N ietzs ch e
(Nueva York: Viking, 1954).

Ver una perspectiva más favorable a la glorificación nietz-


scheana de Dionisos en:

[4] Kaufm ann, W., N ietzsch e, P h ilo so p h er, P sy ch o logist, A n tich rist
(Princeton: Princeton University Press, 1950), Cap. IV.

La cita de Russell procede de:


[5] Russell, B., T h e A u to b io g ra p h y o f B ertra n d R u sse ll (Londres:
Allen & Unwin, 1968), Vol. II, p. 22.
C ogita ta et V isa , de Bacon, aparece en:

[6] Spedding, J. & Ellis, R.E. (eds.), T h e W ork s o f F ra n c is B a c o n


(Londres: Longmans, 1887), Vol. 111.

Puede encontrarse un conciso resumen de las ideas de Francis


Bacon en:

[7] Quinton, A., B a c o n (Oxford: Oxford University Press, 1980).

La exposición de W ittgenstein sobre «el solapam iento y el entre-


cruzamiento» aparece en:

[8] W ittgenstein, L., P h ilo so p h ic a l In ve stig a tio n s ( P h ilo so p h is ch e


U n te rsu c h u n g en ) 1953, trad. Anscombe, G.E.M. (Nueva York:
M acm illan, 1958), Parte I, secciones 60ss.

Ver también la noción de «textura abierta» en:

[9] W aismann, F., P h ilo so p h ic a l Pa pers, ed. McGuinness, B. (Dor­


drecht: Reidel, 1977).

C a p itu lo II

N o ta : Las obras de Platón y Aristóteles se citan mediante las


referencias m arginales estándar, presentes en todas las ediciones.

Pla tón

Existen muchas buenas traducciones inglesas de Platón, y entre


ellas:

[10] Com ford, F.M., P la to 's T h eory o f K n o w led g e (Londres: Rout-


ledge, 1960), donde se encuentra el Teeteto.

[11] Lee, H.P.D., Plato ‘s R e p u b lic (Harmondsworth: Penguin, 1955).

Otra traducción de la R e p ú b lic a , efectuada por F.M. Com ford,


fue editada por Oxford University Press (1941).

[12] Vlastos, G., P la to : Protá gora s (Nueva York: Bobbs Merrill,


1956).

[13] Sesonske, A. & Fleming, N., P la to 's M enú (Belmont:


Wadsworth, 1965).
[14] Taylor, A.E., P la to : T h e L a w s (Londres: Dent, 1960).
[15] Tredennick, H. (trad.), Plato, T h e L a st D a y s o f S ocra tes (Har-
mondsworth: Penguin, rev. 1969). Este volumen contiene el
E u tifr ó n , la A p o lo g ía , el C ritó n y el F ed ó n .

Una excelente introducción a la R e p ú b lic a puede verse en:

[16] Annas, J., An In tr o d u c tio n to P la to 's R e p u b lic (Oxford:


OUP.1980).

Ver también:

[17] Cross, R.C. & W oozley, A. D ., P la to 's R e p u b lic (Londres: M acm i­


llan, 1966).

Útiles lecturas adicionales acerca de los temas expuestos en este


capítulo pueden encontrarse en:

[18] Crombie, I.M., A n E x a m in a tio n o f P la to 's D o c trin es . V o l. I I :


K n o w le d g e a n d Rea lity (Londres: Routledge, 1963).
[19] Gosling, J., Pla to (Londres: Routledge, 1973).
[20] Bambrough, R. (ed.), N e w E s s a y s o n P la to a n d A ristotle (Lon­
dres: Routledge, 1965).
[21] Allen, R . E . { e d . ), S tu dies in P la to 's M e ta p h y sic s (Londres: Rout­
ledge, 1965).

Aristóteles

La versión inglesa estándar de las obras de Aristóteles es:

[22] Sm ith, J.A. & Ross, W.D. (eds.), T h e W ork s o f A ristotle (Oxford:
OUP, 1910, rev. 1952).

Pueden encontrarse versiones inglesas fieles al griego en:

[23] Ackrill, J. (ed.), Th e C la ren d o n A ristotle (Oxford: OUP, 1961-


1973).

Forman parte de esta serie:

[23a] Hamlyn, D.W. (trad.), D e A n im a de Aristóteles (Oxford: OUP,


1968) y
[23b] Barnes, J. (trad.), A risto tle 's P o s te r io r A n a ly tic s (Oxford: OUP,
1975).
La E tic a a N i c ó m a c o ha sido traducida en:

[24] Thompson, J.A.K., The E th ic s o f Aristotle, ed. rev. por Bam es,
J. (Harmondsworth: Penguin, 1976).

Ver una excelente introducción general a Aristóteles en:

[25] Ackrill, J., A ristotle the P h ilo s o p h e r (O x f o r d : OUP, 1981).

Ver también:

[26] Allan, D.J., T h e P h ilo so p h y o f A ristotle (Oxford: OUP, 1952).

O la obra más antigua pero que sigue siendo de utilidad:

[27] Ross, D., Aristotle (Londres: Methuen, rev. 1949).


Hay un valioso conjunto de artículos sobre la filosofía de la
ciencia de Aristóteles en:

[28] Bam es, J., Schofield, M. & Sorabji, R. (eds.). A rticles o n


A ristotle: Vol. I : S c ie n c e (Londres: Duckworth, 1975). Los
demás volúmenes versan sobre ética y política (II), m etafísica
(III), y psicología y estética (IV).

Con respecto a la teoría aristótelica del conocim iento científico,


ver:

[29] Berti, E. (ed.), A ristotle o n S c ie n c e : T h e P o sterio r A n a lytics


(Padua: Antenore, 1981).

Un excelente conjunto reciente de artículos sobre las teorías


éticas de Aristóteles aparece en:

[30] Rorty, A.O. (ed.). E s s a y s o n A risto tle's E th ic s (Los Angeles:


University of California Press, 1980).

C a p ítu lo III

D escartes

La versión estándar de las obras de Descartes es:

[31] Adam, C. & Tannerty, P. (eds.), O e u v re s de D escartes


(París: Cerf, 1897-1913; reimpr. París: Vrin, 1957-1976),
doce vols. (Abreviada «AT»). Las citas se refieren al
volumen y al número de página (p. ej. «VI, 25»).
Una edición en tres volúmenes, útil y de calidad, es:

[32] Alquié, F. (ed.). D escartes, O e u v r e s P h ijo s o p h iq u e s (París: Gar-


nier, 1967).

La traducción inglesa estándar (que no es del todo satisfactoria,


y que pronto se verá reem plazada) es la obra en dos volúmenes:

[33] Haldane, E.S. & Ross, G.T.R., Th e P h ilo so p h ica l W orks o f D e s ­


cartes (Cambridge: Cam bridge University Press, 1911). (Abre­
viada «HR»). Las citas se refieren al volumen y al número de
página (p. ej. «II, 205»). En HR no se incluyen:

[34] D esca rtes' P h ilo s o p h ic a l Letters, trad. Kenny, A. (Oxford: OUP,


1970).

[35] D e sc a rte s' C o n v ers a tio n w ith B u r m a n , trad. Cottingham , J.


(Oxford: OUP, 1976).

Ver una excelente introducción general a la filosofía de Descartes


en:

[36] Kenny, A., D escartes, A S tu d y o f h is P h ilo s o p h y (Nueva York:


Random House, L968).

Pueden encontrarse muchas perspectivas de gran interés en:

[37] W illiam s, B., Descartes, T h e P ro je ct o f P u re In q u ir y (Har-


mondsworth: Penguin, 1978).

La mejor exposición sobre la m etafísica de Descartes en las


es:
M e d ita c io n e s

[38] Wilson, M., D esca rtes (Londres: Routledge, 1980).

Ver una cuidada y sensata exposición de la noción cartesiana de


investigación científica en:

[39] Clarke, D.M., D e sc a rte s ' P h ilo so p h y o f S c ie n c e (Manchester:


Manchester University Press, 1982).

Existen diversos conjuntos de ensayos críticos sobre la filosofía


cartesiana:

[40] Doney, W. (ed-). D escartes (Londres: M acm illan, 1968).

[41] Butler, R.J. (ed.), Cartesian S tu d ies (Oxford: Blackw ell, 1972) y
[42] Hooker, M. (ed.), D escartes, C ritic a l a n d Interpretative E ssa y s
(Baltimore: Johns Hopkins, 1978).

S p in o za

La edición estándar es:


[43] Gebhardt, C. (ed.), S p in oza , O p era (Heidelberg: Carl Winters
U niversitátsbuchhandlung, 1925), cuatro vols.

La edición en inglés más m anejable de Spinoza es:

[44] Elwes, R.H.M., T h e C h ie f W ork s o f B en e d ic t de S p in o za (Nueva


York: Dover, 1955), dos vols.

Una posible alternativa es:

[45] Boyle, A., S p in o z a 's E th ic s a n d D e In tellectu s E m e n d a tio n e


(Londres: Dent, 1910). [162]

Ver una introducción general a Spinoza, muy clara e inform a­


tiva, en:
[46] Parkinson, G.H.R., S p in o za (Milton Keynes: Open University
Press, 1983).

Ver también:
[47] Hampshire, S., S p in o za (Harmondsworth: Penguin, 1951).

Un útil conjunto de ensayos críticos puede encontrarse en:

[48] Kashap, S.P. (ed.), S tu dies in S p in o za (Berkeley: University of


California Press, 1972).

Como lectura adicional:

[49] Parkinson, G.H.R., S p in o z a 's T h eory o f K n o w le d g e (Oxford:


OUP, 1954).

[50] Wolfson, H.A., T h e P h ilo s o p h y o f S p in o za (1934; reimpr. Nueva


York: Schocken, 1969).

Sobre la conciencia y su relación con la fisiología, ver:

[51] Nagel, T., M o r t a l Q u e s tio n s (Cambridge: CUP, 1980), Cap. 13


(«What is like to be a bat?»).
Para una introducción general a las concepciones filosóficas del
siglo XVII, ver:

[52] Von Leyden, W., S e ven teen th -C en tu ry M e ta p h y sic s (Londres:


Duckworth, 1968).

L e ib n iz

La edición estándar es:

[53] Gerhardt, C.I. (ed.), D ie P h ilo so p h is c h e S ch riften v o n G .W .


L e ib n iz (Berlín: Weidman, 1875-90).

La edición com pleta, que aún no se ha terminado, es:

[54] L e ib n iz : S& m tliche S ch riften u n d B r ie fe , editada


por la Deutsche
Akademie der Wissenschaften (Darmstadt & Berlin, 1923-).

La versión inglesa más m anejable es:

[55] Parkinson, G.H.R. (ed.), L e ib n iz : P h ilo so p h ic a l W ritin g s (Lon­


dres: Dent, rev. 1973).

Ver también:

[56] Lucas, P. & Grint, L., L eib n iz , D is c o u r s e o n M e ta p h y sic s (Man­


chester: MUP, 1952).

[57] Schrecker, P. & A.M., L e ib n iz M o n a d o lo g y a n d O th e r P h ilo s o ­


p h ic a l E ssa y s (Nueva York: Bobbs Merrill, 1965).

[58] Huggard, E.M., L e ib n iz ' T h e o d icy (Londres: Routledge, 1952).


[59] Matson, H.T. (trad.), T h e L e ib n iz -A m a u ld C o rre sp on d e n c e
(Manchester: MUP, 1967).

Ver una breve introducción que abarca numerosos aspectos de la


ñlosofía de Leibniz en:
[60] Rescher, N., T h e P h ilo s o p h y o f L e ib n iz (Englewood Cliffs:
Prentice Hall, 1967).

Ver también:

[61] Van-Pearsen, C.A., L e ib n iz (Londres: Faber, 1969)


y
[62] Broad, C.D., L e ib n iz , A n In tr o d u c tio n (Cambridge: CUP, rev.
1975).

Una exposición más profunda de la m etafísica leibniciana apa­


rece en:

[63] Parkinson, G.H.R., L o g ic a n d R ea lity in L e ib n iz M e ta p h y is ic s


(Oxford: OUP, 1965).

Las opiniones de Bertrand Russell sobre Leibniz aparecieron en:

[64] Russell, B „ A C ritic a l E x p o s itio n o f the P h ilo so p h y o f L e ib n iz


(Cambridge: CUP, 1900; 2 ed., Londres: Allen & Unwin, 1937).

Ver un valioso grupo de ensayos críticos en:

[65] Frankfurt, H.G. (ed.), L e ib n iz (Nueva York: Doubleday, 1972).

Ver las opiniones de Leibniz sobre el libre albedrío y el determi-


nismo en:

[66] Parkinson, G.H.R., L e ib n iz o n H u m a n F re ed o m (Wiesbaden:


Steiner, 1970).

Capitulo IV

Lock e

[67] Locke, John, E s s a y C o n c e r n in g H u m a n U n d ersta n d in g (1690);


ed. Nidditch, P.M. (Oxford: Clarendon, 1975).

Existen diversas ediciones abreviadas, algunas de ellas en rús­


tica (p. ej. la edición Fontana editada por Woozley, A.D., Londres:
Collins, 1964). La numeración de Libros, Capítulos y secciones es
común a todas las ediciones.

Ver una valoración crítica de Locke en:

[68] Mabbott, J.D., J o h n Lock e (Londres: M acm illan, 1973).

[69] Yolton, J.W. .J o h n L o c k e a n d the W a y o f Id ea s (Oxford: Claren­


don, 1968).

[70] Bennett, J., Lock e, Berkeley, H u m e (Oxford: OUP, 1971).


La critica efectuada por Leibniz con respecto a Locke fue publi­
cada por primera vez con carácter póstum oen 1785 con el titulo de:

[71] Leibniz, G.W., N o u v e a u x E s s a is s u r l'en ten d em en t h u m a in ,


traducido en [55], más arriba.

Hum e

[72] Hume, David, A Treatise o f H u m a n N a tu re ( 1739-40).

La edición estándar es de Selby-Bigge, L.A. (Oxford: OUP, 3 ed.


rev. Oxford: OUP, 1975). Las citas por libro, parte y sección son
comunes a todas las ediciones.

[73] Hume, David, E n q u ir y c o n c e r n in g H u m a n U n dersta n d in g (la


«Primera Investigación»), 1748, ed. Selby-Bigge, L.A. (3 ed.
Oxford: OUP, 1975). Las citas por números de sección y partes
de sección son comunes a todas las ediciones.

Ver distintas valoraciones criticas de Hume en:

[74] Macnabb, D., D a v id H u m e (Oxford: Blackwell, 2 ed., 1966),

[75] Flew, A., H u m e 's P h ilo so p h y o f B e lie f (Londres: Routledge,


1961),

[76] Kemp Sm ith, N., T h e P h ilo so p h y o f D a v id H u m e (Londres,


1941).

Ver también Bennett [70].


Hay un útil conjunto de ensayos introductorios en:

[77] Pears, D.F. (ed.), D a v id H u m e , A S y m p o s iu m (Londres: M acmi­


llan, 1966).

Un conjunto de nivel más avanzado es:

[78] Chappell, V.C. (ed.), Hum e (Londres: M acm illan, 1968).

Ver una defensa de la noción de causación propuesta por Hume


en:

[79] Mackie, J., T h e C e m en t o f the U n ive rse (Oxford: OUP, 1980) y


una perspectiva muy critica en:
[80] Harré, R. & Madden, E.H., C a u sa l P o w e rs (Oxford:
B lackw ell,1975).
Kant

La edición estándar de las obras de Kant es:

[81] K a n t's G e sa m m e lte S ch riften (Berlín: Reim er de Gruyter,


1902-).
La versión inglesa estándar de la K r itik d e r reinen V em u n ft (1781;
2 ed. 1787) es:
[82] Kemp Sm ith, N., Im m a n u e l K a n t's C ritiq u e o f P u re R e a s o n
(Londres: M acm illan, 1929). El sistema de citas m arginales a
la primera edición (A) y a la segunda edición (B) se utiliza en
todas las ediciones y traducciones de la C rítica.
Los P ro le g ó m e n o s (1783) de Kant han sido traducidos en:
[83] Lucas, P.G., K a n t's Pro leg o m en a to E v e r y F u tu re M e ta p h y sics
(Manchester: MUP, 1953).

Ver un adecuado resumen de la argumentación kantiana en:

[84] Scruton, R., K a n t (Oxford: OUP, 1982).


Más detalles sobre el análisis y el criticism o pueden encontrarse
en:
[85] Walker, R.C.S., Kant (Londres: Routledge, 1978) y
[86] Bennett, J.F., K a n t's A n a ly tic (Cambridge: CUP, 1966).

C a p it u l o V

H egel

Las ediciones estándar son:

[87] S á m tlich e W erke, eds. Lasson, G. & Hoffmeister, J. (Leipzig:


Meiner, 1928-) y

[88] S á m tlich e W erke, ed. Glockner, H. (Stuttgart: Jubiláum ausga


be, 1972-).

La P h & n om en olo gie des G eistes ha sido traducida en:

[89] M iller, A.V., H e g e l's P h e n o m e n o lo g y o f S p irit (Oxford: OUP,


1977). [166]

Ha sido publicada la versión inglesa de diversas partes de la


E n c y c lo p á e d ie :
[90] W allace, W. (trad.). The L o g ic o f H e g e l (Oxford: OUP, 1892).
[91] M iller, A.V. (trad.), H e g e l's P h ilo s o p h y o f N a tu r e (Oxford: OUP,
1970).
[92] W allace, W. (trad.), H e g e l's P h ilo s o p h y o f M i n d (Oxford: OUP,
1894).

N a tu rre c h l u n d S ta atsw issensch a ft im G ru n d ris se y G ru n d lin ien


d er P h ilo so p h ie des R e c h ts aparecen en:

[93] Knox, T.M., H e g e l's P h ilo s o p h y o f R ig h t (Oxford: OUP, 1952).

Una valiosa exposición del pensamiento de Hegel es:

[94] Taylor, C., H egel (Cambridge: CUP, 1975).

Ver también:

[95] Norman, R., H e g e l's P h e n o m e n o lo g y (Londres: Sussex Univer­


sity Press, 1976).

Un conjunto excelente de obras criticas aparece en:

[96] MacIntyre, A. (ed.), H e g e l: A C o lle ctio n o f C ritica l E s s a y s (Nueva


York: Doubleday, 1972).

Una útil obra de consulta sobre la filosofía del siglo x ix es:

[97] Wintle, J. (ed.), M a k e rs o f N in e te e n th C e n tu ry C u ltu re (Londres:


Routledge, 1982), y sobre el siglo xx:

[98] W intle, J. (ed.), M a k e rs o f M o d e m C u ltu re (Londres: Routledge,


1981).

R u sse ll y W ittgenstein

[99] Russell, B., T h e P ro b le m s o f P h ilo s o p h y (1912; reimpr. Oxford:


OUP, 1967). Tam bién son de interés:

[100] R ussell,B., Mysricism and Logic (Londres: Longmans, 1917)y

[101] Russell, B., M y P h ilo so p h ic a l D e ve lo p m e n t (Londres: Allen &


Unwin, 1959).

Una útil exégesis de las opiniones de Russell puede hallarse en:

[102] Pears, D.F., B ertra n d R u sse ll a n d the B ritish T rad ition in


P h ilo so p h y (Londres: Fontana, 1967) y en:
[103] Sainsbury, R.M., R u sse ll (Londres: Routledge, 1979).

El Tractatus de W ittgenstein (L o g is c h -P h ilo s o p h is c h e Abhand-


lu n g ), 1921, ha sido publicado con el titulo de:

[104] W ittgenstein, L., Tractatus L o g ic o -P h ilo s o p h ic u s , trad. Pears,


D.F. & McGuinness, B.F. (Londres: Routledge, 1961). Cada
proposición del Tractatus fue num erada por W ittgen­
stein de acuerdo con un código decim al.

Ver también:

[105] Copi, F.M. & Beard, R.N., E s s a y s o n W ittg e n ste in 's Tractatus.

(Londres: Routledge, 1961) y una atractiva introducción general


a Wittgenstein en:

[106] Kenny, A., W ittgenstein (Harmondsworth: Penguin, 1975).

P o s itiv is m o ló g ico

[107] Ayer, A.J., La n g u a ge, Truth a n d L o g ic (Londres: Gollancz,


1936; 2 ed. 1946).

Un excelente conjunto de fuentes está constituido por:

[108] Ayer, A.J. (ed.), L o g ic a l P o s itiv is m (Nueva York: Free Press,


1959).

Puede encontrarse m aterial adicional en:

[109] Hanfling, O. (ed.), E sse n tia l R e a d in g s in L o g ic a l P o s itiv is m


(Oxford: Blackw ell, 1981).

Q u in e y Kripke

«Two dogmas of em piricism» (1951), de Quine, aparece en:

[110] Quine, W.V.O., F r o m a L o g ic a l P o in t o f V ie w (Cambridge,


Mass.: Harvard University Press, 1951; ed. rev. Nueva York:
Harper & Row, 1963).

En la obra posterior de Quine (donde se m odifican determ inadas


opiniones manifestadas en «Two dogmas») se incluyen:

[111] Quine, W.V.O., W o r d a n d O b je c t (Cambridge: MIT Press, 1960)


y
[112] Quine, W.V.O., The W ays o f P a ra d ox (Cambridge, Mass.:
Harvard UP, 2 ed., 1976).

Ver una critica a la postura de Quine en:

[113] Davidson, D. & Hintikka, J. (eds.), W ord s a n d O b je c tio n s :


(Dordrecht: Reidel, 1969).
E ssa y s o n the W o r k o f W .V .O . Q u in e

Las celebradas conferencias de Kripke fueron publicadas con el


título de:

[114] Kripke, S., N a m in g a n d N e c e ssity (1972; ed. rev. Oxford:


Blackwell, 1980).

Véase un debate acerca de la teoría del significado de Kripke en:

[115] Platts, M., W a y s o f M e a n in g (Londres: Routledge, 1979) y un


conjunto de ensayos críticos en:

[116] Schw artz, S.P. (ed.). N a m in g , N e c e ssity a n d N a tu ra l K in d s


(Ithaca: Cornell University Press, 1976).

Ver también:

[117] Putnam, H., M in d , La n g u a ge a n d R eality (Cambridge: CUP,


1975).

C h o m sk y

El texto más accesible es:

[118] Chomsky, N., La n g u a ge and M in d (Nueva York: Harcourt,


Brace & World, 1968).

Ver también:

[119] Chomsky, N., «Knowledge of Language», T im es Lit. S u p ., 15


de m ayo de 1969.

Con respecto al innatism o de Chomsky ver:

[120] Chomsky, N., «Recent Contributions to the Theory of Innate


Ideas», reimpr. en Stitch, S.P. (ed.), In n a te Id e a s (Berkeley:
University o f California Press, 1975).

Con respecto al enfoque em pirista contra el cual reaccionaba


Chomsky, ver:
[121] Skin ner, B .F ..V e r b a l B e h a v i o u r (b i u e v a York:Appleton. 1957).
Un útil conjunto de ensayos críticos sobre el trabajo de Chomsky
aparece en:
[122] Hook, S. (ed.), L a n g u a g e an d P h ilo s o p h y (Nueva York: NYUP,
1969).
Ver en especial Nagel, T. «Linguistics and Epistemology», que
desarrolla el paralelism o entre la lingüística y la función digestiva.
Ver también:
[123] Hacking, I., W h v D o e s L a n g u a g e M a tte r to P h ilo so p h y ? (Cam­
bridge: CUP, 1975), pp. 57ss.
Y una breve introducción general a Chomsky en:

[124] Lyons, J., C h o m sk y (Londres: Collins/Fontana, 1970).

R a c io n a lis m o y ética

Sobre el trasfondo del siglo xviu, ver las siguientes obras:


[125] Clarke, Sam uel, A D is c o u r s e c o n c e r n in g the U n ch a n g ea ble
O b lig a tio n s o f N a tu ra l R e lig io n (1706), reimpr. en
[126] Raphael, D.D. (ed.), B ritish M o r a lis ts (Oxford: Clarendon,
1969).
[127] Hume, David, E n q u ir y C o n c e r n in g the Prin cip les o f M o ra ls
(1751), editado en Selby-Bigge, L.A., D a v id H u m e , E n q u irie s
(3 ed., Oxford: OUP, 1974).
[128] Kant, Immanuel, G ru n d le g u n g z u r M e ta p h y s ik d e r S itte n , trad,
en Patón, H.J., T h e M o r a l L a w (Londres: Hutchinson, 1948).

Ver en Walker [85], anteriormente, una discusión más detenida


sobre los ejem plos de Kant.
Con respecto a la teoría de las emociones, ver:

[129] Stevenson, C., E th ic s a n d La n g u a g e (New Haven: Y ale Univ.


Press, 1944) y
[130] Urmson, J., T h e E m o t iv e T h eory o f E th ic s (Londres: Hutchin­
son, 1968).
Las opiniones de R.M. Hare sobre la universalización aparecen
en:
[131] Hare, R.M., F re ed o m a n d R e a s o n (Oxford: OUP, 1962) y
[132] Hare, R.M., M o r a l T h in k in g (Oxford: OUP, 1981). La postura
subjetivista se expone de modo atractivo en:
[133] Mackie, J.L., E th ic s (Harmondsworth: Penguin, 1977).

Ver un enfoque diferente en:

[134] Bambrough, R., M o r a l S c e p tic ism a n d M o r a l K n o w le d g e (Lon­


dres: Routledge, 1979).

El término «falacia naturalista» apareció por primera vez en:

[135] Moore, G . E P rin c ip ia E th ic a (Cambridge: CUP, 1903).

Con respecto al artículo «How to derive “ought" from “is"»


(1964), de Searle, y ciertas críticas sobre él, ver:

[136] Hudson, W. (ed.), The Is /O u g h t Q u e s tio n (Londres: M acm i­


llan, 1979).

Una postura «neonaturalista» se expone en:

[137] M idgley, M., B ea st a n d M a n (Sussex: Harvester, 1978) y se


formula la crítica correspondiente en:

[138] Cottingham, J., «Neonaturalism and its pitfalls», en P h ilo ­


so p h y (1983).

Las opiniones de Sartre aparecen en:

[139] Sartre, J.-P., L 'É t r e et le N é a n t (1943), trad. Barnes, H. (Lon­


dres: Methuen, 1957).

Una m ayor profundización en la filosofía de Sartre puede


hallarse en:

[140] Murdoch, I., Sartre (Londres: Bowes: 1953).

[141] W am ock, M . , T h e P h ilo s o p h y o f Sartre (Londres: Hutchinson,


1965) y
[142] Manser, A., Sartre (Londres: Athlone, 1966).

R a c io n a lis m o y m é to d o c ien tífico

[143] Popper, K., (1934), ed. inglesa The L o g ic


L o g ik der F o r s c h u n g
o f S cie n tific D is c o v e r y (Londres: Hutchinson, 1959; reimpr.
1968).
Ver también la excelente introducción que hace el mismo Popper
a sus ideas:

[144] Popper, K., A u to b io g ra p h y o f K a rl P o p p e r (Illinois: Open


Court, 1974); ed. rev. titulada T h e U n en d e d Q u e st (Londres:
Fontana, 1976).

Las dos fuentes más importantes de la reciente «revolución» en


filosofía de la ciencia son:

[145] Kuhn, T., Th e S tru cture o f S c ie n tific R e v o lu tio n s (Chicago:


Chicago University Press, 1962; 2 ed. 1970) y
[146] Feyerabend, P., «Explanation, Reduction and Em piricism»,
en Feigl, H. & M axwell, G. (eds.), M in n e s o ta S tu dies in the
P h ilo s o p h y o f S c ie n c e (Minneapolis: University of Minnesota
Press, 1962).

Otras fuentes, junto con una útil introducción, aparecen en:

[147] Hacking, I. (ed.), S c ie n tific R e v o lu tio n s (Oxford: OUP, 1981).

Entre las obras posteriores de Kuhn se encuentran:

[148] Kuhn, T., The E sse n tia l T e n s io n : Selected Stu dies in S c ie n tific
T rad ition a n d C h a n g e (Chicago: Chicago UP, 1977).

[149] Lakatos, I. & Musgrave, A., C ritic ism a n d the G ro w th o f


K n o w le d g e (Cambridge: CUP, 1970).

Ver también:

[150] Papineau, D., «Thinking up reality», T im es L it. S u p ., 29 de


octubre de 1982.

Con respecto al enfoque «hermenéutico» de la filosofía, ver:

[151] Rorty, R., P h ilo s o p h y a n d the M ir r o r o f N a tu re (Oxford:


Blackwell, 1980). La cita del argumento de la autorrefutación
procede de:
[152] Berg, C., D e e p A n a ly sis (Londres: Allen & Unwin, 1946) y se
com enta en:
[153] Flew, A., «A Strong Programme for the Sociology o f Belief»,
In q u ir y , Vol. 25.
Si se desea am pliar la información sobre la autorrefutación y los
demás temas tratados en esta sección, ver:

[154] Hesse, M., R e v o lu tio n s a n d R e c o n s tr u c tio n s in the P h ilo so p h y


o f S c ie n c e (Brighton: Harvester, 1980).

La «base social» de la lógica se com enta en:

[155] Winch, P., T h e Id e a o f a S o c ia l S c ie n c e (Londres: Routledge,


1958).

Ver otra exposición sobre las aspiraciones del relativism o en:

[156] Hollis, M. & Lukes, S., R a tio n a lity a n d R e la tiv ism (Oxford:
Blackw ell, 1982) y

[157] Newton-Smith, W.H., T h e R a tio n a lity o f S c ie n c e (Londres:


Routledge, 1981).
Y a n o e s ta n r a z o n a b l e s e r r a c i o n a l ................................. 9
P ró lo g o ....................................................................................... 15

I. T é rm in o s y m é to d o s ................................................... 17
N o ta s .............................................................................. 28
II. L os fu n d a m e n to s c lá s ic o s ......................................... 29
N o tas .............................................................................. 51
III. La e d a d d e o ro d el ra c io n a lis m o ............................. 53
N o ta s .............................................................................. 87
IV. L a c o n t r a r r e v o lu c ió n e m p ir is ta y la s ín te s is
k a n tia n a .............................................................................. 90
N o tas .............................................................................. 110
V . El ra c io n a lis m o en el s ig lo x x ................................. 112
N o ta s .............................................................................. 177

B ib lio g r a fía .............................................................................. 183

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