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IMPORTANTE
En esta unidad se desarrollará la doctrina de conocimiento llamada Empirismo. A
partir de dicho desarrollo se verá la diferencia con el racionalismo, además de la
crítica que le realiza a esta corriente filosófica que quiere conocer absolutamente
todo desde la razón únicamente.
Veremos también en qué consiste para Hume el conocimiento. Dónde comienza y
cuáles son sus límites. En síntesis, veremos el otro extremo de la tensión:
racionalismo/empirismo.
reflexión. Las primeras provienen de los sentidos externos (tacto, oído, etc.) y están
referidas al mundo exterior. Un ejemplo de éstas sería un olor, un sabor, un ruido. En
cambio, las segundas, las impresiones de la reflexión, o capacidad de la mente para
percibirse a sí misma, hacen referencia a nuestro mundo interior. Una impresión de la
reflexión sería la situación de alegría que me embarga en este instante.
Ahora bien, en base a estas primeras descripciones parece sencillo percibir que
el recuerdo y la imaginación no son estados originarios sino derivados. Es decir,
recuerdo o imagino en base a una impresión que ya he tenido. No es lo mismo el placer
o el júbilo que experimenté en las vacaciones propiamente dichas, es decir en el
presente de dicha estadía, que el relato que haga luego, en un futuro, acerca de la
vivencia pasada de ese placer o júbilo. Como vemos, la idea (que sería lo derivado)
pierde intensidad, palidece frente a la impresión (que sería lo original). En cambio, las
impresiones, o podríamos decir el material primario de nuestro conocimiento
procedente de la sensibilidad, siempre son actuales, vivaces, directas. Las impresiones
tienen mayor fuerza, las ideas son más débiles.
Ideas compuestas y su formación.
Pasemos a hacer algunas precisiones a partir de la clasificación que realiza
Hume de las impresiones y de las ideas en simples o compuestas (complejas). La
diferencia radica en el hecho de que las primeras no pueden descomponerse en unidades
más simples, mientras que las segundas sí. Así, un color, tanto como impresión o idea,
es simple, mientras que una fruta como la naranja, tanto como impresión o idea, es
compuesta, pues es factible descomponerla en elementos más simples. En efecto, una
naranja posee olor, textura, sabor, color.
Ahora bien, cómo se formarían las ideas más complejas si a ello sumamos la
afirmación de Hume de que toda idea deriva de una impresión. Para Hume, las ideas
compuestas se forman por medio de agrupación o combinación de ideas simples, por
medio de la “asociación” de ideas simples. ¿Qué significa esto? Tomemos la idea de
centauro, idea cuyo alejamiento de una percepción originaria o impresión, es obvia. Sin
embargo, esta idea se formó de una combinación o asociación que realiza el espíritu. De
modo que el espíritu mezcla o compone, divide o une las ideas simples. Lo hace
mediante la asociación de ideas simples que sigue tres principios o reglas denominadas
leyes de asociación de las ideas: semejanza, contigüidad y causa y efecto. Hume las
explica de este modo:
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“Creo que nadie dudará de que estos principios sirven para conectar ideas. Un
cuadro conduce nuestros pensamientos hacia el original [semejanza]; cuando se
menciona un departamento de un edificio naturalmente se sugiere una conversación o
una pregunta acerca de los otros [contigüidad]; y si pensamos en una herida apenas
podemos evitar que nuestra reflexión se refiera al dolor consiguiente [causa y efecto]
(Hume, 1988, p. 58).
Una vez anunciadas dichas leyes de asociación o combinación, lo cual nos
permite comprender cómo se forma en nosotros, con la sola impresión, las ideas más
complejas, estamos en condiciones de presentar dos argumentos para dar razón de que
aún nuestras ideas más débiles copian a las percepciones más intensas. El caso de la
idea de Dios podría servir de ejemplo para observar que aún las ideas más compuestas
se apoyan en ideas débiles copiadas de una impresión anterior. Si bien nunca pudimos
haber tenido la impresión de Dios, sí es factible tener frente a nosotros la presencia de
un hombre bueno, sabio, bello, y elevadas esas cualidades al infinito se hace viable
representarnos la idea de Dios. El segundo argumento va a remitirse a asegurar que la
carencia de una impresión hace imposible la formación de una idea. Es decir, si alguien
de nacimiento nació sordo, no podrá formarse la idea del sonido agudo o grave. En
efecto, si la impresión falta, la idea también, pues, recordemos que toda idea deriva de
una impresión, pues la pregunta siempre vigente para Hume es “¿de qué impresión se
deriva la supuesta idea?” (Hume, 1988, p. 37).
En virtud de lo expuesto se abre la pregunta de ¿cuándo una idea tendría
validez? Se podría inferir que una idea tendrá realidad o, en otros términos, será válida
objetivamente cuando copie exactamente a la impresión, es decir, cuando concuerde con
la impresión. La idea de centauro no sería válida debido a que no hay impresión de
caballo y hombre a un mismo tiempo o a la vez. En este sentido, la ausencia de dicha
impresión indica que la idea carece de validez, no es objetiva. Aceptar estas aserciones
implica inmediatamente que nos preguntemos qué sucedería, para el empirismo que
representa Hume, con las ideas compuestas de causalidad, de substancia o cosa y de yo
o alma, ya que estas son ideas esenciales para la postura racionalista. Revisemos una de
ellas, tan atinente a estudiantes de Psicología.
Crítica de la idea de yo o alma
De las tres ideas, vamos a hacer el recorrido analítico de una de ellas: la idea de
yo o alma. Para ello, a continuación, iremos transcribiendo un extenso párrafo que se
encuentra en el Tratado de la naturaleza humana, más precisamente en el libro I, parte
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IV, sección VI, titulado De la identidad personal. En él Hume examina la idea del yo,
llevándonos a distintos tipos de controversias:
“Algunos filósofos se figuran que lo que llamamos nuestro YO es algo de lo que
en todo momento somos íntimamente conscientes; que sentimos su existencia y su
continuidad en la existencia, y que, más allá, de la evidencia de una demostración,
sabemos con certeza de su perfecta identidad y simplicidad. La sensación más intensa,
la más violenta pasión, en vez de distraernos de esa contemplación –dicen– lo único que
hacen es inculcarla con mayor intensidad, y llevarnos a advertir la influencia que tienen
sobre el yo, sea por dolor o por placer. Querer aducir más pruebas sería debilitar su
evidencia, pues no existe prueba derivable de un hecho de la que podamos ser tan
íntimamente conscientes, ni queda nada de que podamos estar seguros si dudamos de
nuestro propio yo” (Hume, 1984, p. 397).
Quizá la certeza de Descartes del yo como intuición que tengo de mí mismo –de
un yo que existe realmente como cosa pensante, que se mantiene como una cosa o
substancia permanente e idéntica a sí misma a través de todos los cambios– pareciera
caer desplomada frente a la argumentación expresada por Hume. Es decir, no habría
evidencia alguna de nuestro yo, carecería de realidad, pues para él no parece haber
ninguna impresión del yo, o de esa substancia psíquica, más si recordamos que en Hume
realidad es sinónimo de impresión. Hay impresiones de los “accidentes” del yo,
(tristeza, alegría, angustia), pero no del yo. Continuando su examen agrega:
“¿de qué impresión podría derivarse esta idea [de yo]? Es imposible contestar a
esto sin llegar a una contradicción y a un absurdo manifiesto. Y, sin embargo, esta es
una pregunta que habría necesariamente que contestar si lo que queremos es que la idea
del yo sea clara e inteligible. Tiene que haber una impresión que dé origen a cada idea
real. Pero el yo o persona no es ninguna impresión, sino aquello a que se supone que
nuestras distintas impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que
origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica
durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe
ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría,
pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo.
Luego la de idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco
de ninguna otra. Y en consecuencia no existe tal idea” (Hume, 1984, p. 397).
El yo o alma en este sentido no sería un soporte de los estados psíquicos o
accidentes del alma. Es decir, estos estados psíquicos (la angustia, la tristeza, la alegría)
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no se “apoyarían” en algo llamado yo, como si éste permaneciese estable e idéntico con
los cambios de los estados anímicos, como si debajo de dichos estados de ánimos habría
un “algo” simple y siempre idéntico a sí mismo que nombramos con el término yo.
Término que haría referencia a una entidad existente, un yo como garantía ontológica.
Es decir, mientras que la tristeza, la alegría y las diferentes pasiones y sensaciones se
sucederían discrecionalmente habría un ser que estaría siempre garantizando el asiento
estable de aquellos estados. Sigue Hume:
En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo
mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o
frío, de luz o sombra, de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí
mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la
percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un
sueño profundo, por ejemplo, durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y
puede decirse que verdaderamente no existo. Y si todas mis percepciones fueran
suprimidas por la mente y ya no pudiera pensar, sentir, ver, amar u odiar tras la
descomposición de mi cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado, de modo que
no puedo concebir qué más haga falta para convertirme en una perfecta nada. Si tras una
reflexión seria y libre de prejuicios hay alguien que piense que él tiene una noción
diferente de sí mismo, tengo que confesar que ya no puedo seguirle en sus
razonamientos. Todo lo que puedo concederle es que él puede estar tan en su derecho
como yo, y que ambos somos esencialmente diferentes en este particular. Es posible que
él pueda percibir algo simple y continuo a lo que llama su yo, pero yo sé con certeza que
en mí no existe tal principio” (Hume, 1984, p. 397).
Recordemos que una idea tendrá validez cuando le corresponda una impresión
semejante, si ésta faltase, la idea carecía de objetividad. A raíz de esto podríamos
preguntar: ¿qué impresión tenemos de nuestro yo?, o, ¿cómo es ese yo? Inmediatamente
caeríamos en la cuenta de que si bien tenemos impresión de nuestra tristeza o de la
alegría que estoy viviendo en este preciso instante como percepciones discontinuas y
perecederas, no tenemos ninguna impresión de nuestro yo, el cual sólo parece
presentarse “disfrazado” de alguno de los estados psíquicos. Pensemos un segundo, y
reflexionemos acerca de qué pasaría si nuestros estados psíquicos desapareciesen en su
totalidad (la angustia, la alegría, el aburrimiento, la tristeza): ¿seríamos capaces de
asegurar la existencia de un yo? Es decir, quedaría “en pie” una cosa o substancia
llamada “yo”, sostén de los diferentes accidentes. ¿Tengo impresión de esa cosa llamada
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PREGUNTAS:
Indicar si las siguientes afirmaciones son Verdaderas o Falsas
1) Hume en sus análisis va a proponer, para ser más preciso, la hipótesis del Genio
Maligno
2) La corriente filosófica empirista afirma que todo nuestro conocimiento proviene de la
experiencia sensible
3) Hume era racionalista
4) Hume piensa que desde nuestro nacimiento venimos con algunos conocimientos
previos
5) Dentro del planteamiento de la filosofía de Hume se denomina percepción a toda
actividad conciente
6) Para ciertos empiristas no habría otra realidad más allá de aquella de la que
accedemos mediante los sentidos
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