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STOICHITA
Introducción
Según los manuales al uso, la pintura moderna nació en 1863, cuando Èdouard Manet expuso
en el Salon des refusés su Déjeuner sur l’herbe, obra que sería pronto célebre.Según las
mismas fuentes, un segundo momento supuso su verdadera eclosión, fue en 1874 cuando un
grupo de jóvenes, reunidos en una “Sociedad anónima cooperativa de artistas pintores,
escultores y grabadores”, organizó una exposición colectiva en el estudio parisino del
fotógrafo Nadar, en el boulevard des Capucines, esquina rue Daunou. El cuadro de Claude
Monet titulado Impression. Soleil levant allí expuesto se convirtió en el blanco preferido de
los ataques de la crítica oficial, proporcionando involuntariamente el nombre a una corriente,
el impresionismo, considerada, de manera unánime, renovadora de los cimientos pictóricos
del arte occidental.
Se suele destacar como su rasgo principal la revuelta contra el arte académico, que provocó la
salida de los pintores del espacio cerrado del taller para plantar sus caballetes en plena
naturaleza,acción que se vio secundada, por una parte, por el estudio de las leyes de la
composición de la luz y el contraste óptico, y, por otra, por la adopción de la acusada
fragmentación de la pincelada como medio expansivo. Esta última característica, sembró la
idea entre el gran público de que el impresionismo era una revolución que consistía sobre
todo en la “factura pictórica”, idea que, si bien encierra una parte de verdad, es demasiado
simplista. Las páginas que siguen quieren proponer otra lectura de la emergencia de la pintura
moderna. Ellas intentan demostrar que en el impresionismo se produce un cambio más radical
y profundo, y que éste concierne a la “tematización de la mirada moderna”.
Se hace urgente y necesario, pues, dejar a un lado las ideas preconcebidas e interrogar
directamente a la imagen. Al hacerlo, la novedad de la mirada con la que los impresionistas
ven el mundo se revela en toda su amplitud. Considerar tal mirada como “fresca, libre
inmaculada” es querer crear un nuevo mito, allí donde se impone precisamente una acción
desmitificadora. La mirada impresionista es, como cualquier otro fenómeno cultural,
“construida”. Se deja influir por la fotografía, por la estampa japonesa, por la nueva
sensibilidad, en definitiva, frente a los tiempos modernos. Creo -y ésta es la tesis esencial de
los análisis que presento al lector- que si existe en verdad algo profundamente nuevo en la
pintura de Manet, Monet o Degas es el hecho de que sus obras hacen de la reflexión sobre la
visión uno de sus temas centrales. El impresionismo “piensa la mirada” con una voluntad de
innovación que no pretende ignorar necesariamente la tradición, sino dialogar con ella. Esta
“tematización de la mirada” es “moderna”, puesto que abarca los límites mismos de la visión
y los límites mismos de la pintura.
El hijo que cose los tres estudios reunidos guía y provoca una operación de desmontaje
interpretativo del cuadro impresionista, a fin de transparentar su dispositivo visual. Se trata
pues de analizar la “nueva pintura” como un hecho cultural, que destaca sobre todo por su
carácter reflexivo y dialogante. Tanto la reflexión del diálogo discurren en varios niveles:
sobre el plano de la relación con la tradición pictórica occiedental, sobre el de la competencia
y diálogo de los pintores impresionistas entre sí y, finalmente, sobre la convivencia con (los
que serán) grandes nombres de la literatura moderna, como Baudelaire, Zola o Maupassant.
Es decir, sobre el terreno en el que la imagen se confronta, ineludible, una vez más con el
texto.
1. Ver y no ver
1. Èdouart Manet, El ferrocarril, 1872-1873, óleo sobre lienzo, 93 x 114 cm, Washington,
National Gallery of Art.
El ferrocarril. Este cuadro muestra una niñita que mira entre rejas. Su
hermana mayor está sentada a su lado. No hay ningún ferrocarril.
Lo que el título del cuadro anuncia no se muestra. No es que el ferrocarril no esté allí,
sino que su imagen queda velada, escondida, inaccesible. La tensión entre lo que el título
promete y lo que se ve en el cuadro impulsa al espectador a buscar una explicación.
Una mujer está sentada y mira de frente. Su mirada, aunque algo perdida y pensativa,
parece salir a nuestro encuentro. De pie junto a ella, una niña nos da la espalda y nos
introduce en el interior del cuadro. Una reja negra nos impide el acceso al fondo. La clara y
densa atmósfera de vapor de una locomotora lo invade todo. En el centro de la imagen las
rejas y el vapor forman un obstáculo que hay que interpretar como una censura. La pequeña
se agarra con su mano izquierda a la reja y parece esconder su cabeza entre dos barrotes. Su
curiosidad es evidente, su frustración también.
El espectador se ve arrastrado por estas dos maneras de mirar, hacia dentro y, a la vez,
hacia fuera de la imagen. El cuadro presenta un desdoblamiento, pero al mismo tiempo es
coherente consigo mismo.
Esta obra está en abierto diálogo con la tradición europea de las pinturas que
tematizan la vista y, a la vez supone, creo, una confrontación con la poética impresionista que
estaba naciendo.
Las consideraciones que siguen tienden hacia un doble objetivo: mostrar cómo el
cuadro de Manet dialoga con la tradición y cómo fueron recibidas sus iniciativas entre sus
jóvenes colegas impresionistas.
Este recurso puede seguirse hasta el último detalle. Tanto los postigos de la izquierda
como los de la derecha aparecen medio cerrados, lo que supone un indicio de la relativa
importancia de las secuencias periféricas. La gran viga de madera, que desde el interior de la
escena tematiza la mirada y la obstaculiza violentamente, frena de nuevo el paso de las
miradas laterales. Sólo el niño, gracias a su estatura, consigue eludir este elemento de
censura. Asimismo, en lugar de exhibir los postigos a medio cerrar, su ventana está abierta de
par en par, y un paño cuelga de otra viga que desde el interior parece acentuar la aparición de
su cabeza por debajo del primer obstáculo. Desde ese interior de la zona de las ventanas, esta
otra barra de madera es como la repetición ininterrumpida de la que se halla debajo de ella, y
en la que cuelga otra pieza de la tela bordada. De manera metonímica percibimos la idea de
“continuidad ̈ y de “discontinuidad”. Todo ello debe intuirlo el propio espectador, y otros
indicios van a ayudarle. en el centro del grupo de afiladas lanzas, una apunta al niño y las
otras se dividen en dos grupos en un intento quizá de subrayar las posiciones de los
espectadores laterales. Estos espectadores miran a la “muchedumbre”, mientras el niño, por el
contrario, se esfuerza en dirigir su mirada a lo único y más importante: Cristo.
Los tres personajes encarnan, en una situación-espeja, nuestra propia percepción del
cuadro. También nosotros debemos abordar la imagen tres veces. Al igual que la mujer en la
ventana, debemos compadecernos del dolor de María; como el joven de la izquierda,
debemos seguir acompañando a Cristo en el camino de la cruz; como el niño el niño del
centro, debemos concentrarnos en lo principal de cuanto ocurre.
Esta situación-espejo queda también sugerida por otras señales contenidas en el
cuadro. En una bandera roja se descubre que reza R. Q. P. S., siglas que corresponden a la
versión inversa de la conocida insignia romana S.P.Q.R. Este detalle nos indica que para
poder “leer” tanto el cuadro como la inscripción debemos situarnos en el interior de la escena
y, desde allí, aunque sólo sea en espíritu, ocupar el lugar de las figuras-eco.
Así, gracias a una muy elaborada retórica pictórica se nos indica cuál debe ser
nuestro comportamiento como espectadores.
3. Aelbert van Ouwater, La resurrección de Lázaro, circa 1450-1460, témpera sobre
tabla, 122 x 92 cm, Berlín, Gemälde Galerie.
Esta tematización del “mirar con atención” se convierte en la clave y al mismo tiempo
en su antítesis. La dificultad de la percepción y su fragmentación esclarecerá finalmente
nuestra manera de ver.
Esto se evidencia a través de muchas obras, que se revelan como fecundos eslabones
entre la concepción medieval y la concepción moderna de la imagen. La resurrección del
Lázaro de Aelbert van Ouwater (circa 1450-1460) [3] puede sernos un ejemplo muy útil. La
escena tiene lugar en un interior muy parecido a una iglesia romana. La figura del resucitado
se presenta al espectador en el centro de la composición. Dicha posición en el corazón de la
escena narrativa queda acentuada por la retórica de la imagen (en especial por la mímica y la
gestualidad). Representados también en el centro del cuadro, aunque retirados al último
plano, se ven algunos personajes que tras las rejas de una ventana contemplan la escena.
Estos personajes pertenecen a la escena, pero están claramente separados de ella. Por su
ubicación, estas “figuras de asistencia” responden, como un eco, al espectador del cuadro. Y
este último repite la forma de la ventana. La diagonal principal, formada por el brazo estirado
de Pedro, subraya esta relación metonímica entre “cuadro” y “ventana”. Al igual que las
“figuras de asistencia” del fondo del cuadro, nosotros también somos testigos de lo que
ocurre en la escena; del mismo modo que ellas, podemos ver, pero no actuar. El espacio del
cuadro es inviolable. El mismo fenómeno atañe a las “figuras-eco” que miran cuanto sucede
aunque permanezcan separadas de la escena principal. La superficie de la imagen funciona en
este caso como una pantalla transparente.
Las representación de las figuras de asistencia tiene como función minimizar esta
contradicción. La multitud es “disciplinada” y se manifiesta como un único pero pluricefálico
personaje. La razón iconográfica del tall artificio responde a la idea de que en el milagro de la
resurrección de Lázaro la muchedumbre, que simboliza a la humanidad entera, debería ver
allí la señal de su propia salvación
Para valorar hasta dónde llegaron los pintores del siglo XVII, contemplemos ahora
una pintura de Wolfgang, Heimbach (1610-1678) [5]. Esta obra, que se expone actualmente
en Kassel es a primera vista una “naturaleza muerta”, pero esta naturaleza muerta es, a su
vez, un cuadro narrativo. Descripción y narración están aquí presentes en igual medida.
Aunque la naturaleza muerta de Heimbach contiene una “narración”, ésta debe verse
como la consecuencia de una estrategia de la representación. Una mujer mira a través de las
rejas de una ventana rica despensa en la que lucen sobre una mesa sabrosas vituallas. La
historia que este cuadro evoca es concisa pero muy expresiva. Es una historia con un única
figura, la mujer, capaz de virtual desdoblamiento en la figura del espectador del cuadro. La
contemplación de lo prohibido, el deseo y la frustración son las coordenadas en las que se
basa y se construye toda la imagen.
No es ocioso tratar de resumir aquí las experiencias de esta incursión en la historia de
la tematización de la mirada. La presencia en el interior de los cuadros de figuras de
asistencia constituye una señal de recepción de las imágenes. Cuando las figuras de asistencia
se hallan en el fondo de la escena, desempeñan con respecto al espectador el papel de
figuras-eco. A veces, el recorrido óptico de las figuras-eco está plagado de elementos
obstaculizantes (rejas, barras transversales, postigos, etc.) que suponen sin embargo para el
espectador nuevas pistas para acceder a la contemplación y comprensión de la imagen.
Mediante la antítesis se enfatiza lo excepcional de su posición que se percibe como un
privilegio.
Estos ejemplos escogidos entre muchos otros sirven para ilustrar nuestra tradición
pictórica a la que muy pronto se enfrenta Manet. Los experimentos de Adolph Menzel a
mediados del siglo XIX, en obras como Ciervos en el zoo [6] nos muestran que esta temática
estaba, por decirlo de algún modo, en el aire. Los ensayos de Menzel son los últimos y más
destacados hallazgos de la tematización de la mirada obstaculizada, cuya compresión
cristaliza lo elaborado en la tradición.
La divergencia con la tradición se hace evidente en este ensayo. Para Zola lo más
importante no es la ventana, chino el pelo que ésta conlleva: la pantalla. Esta pantalla es una
metáfora de la personalidad artística. La noción de “transparencia velada” es en este contexto
muy expresiva: cada obra de arte, incluso la más “realística”, ofrece al espectador (o al
lector) un acceso a la realidad a través de una zona velada. Visto bajo el ángulo, El cuadro de
Manet expresa tanto lo que tienen en común, como lo que le parta de las consideraciones de
Zola. En este caso no es la totalidad del cuadro lo que queda velado, a lo sumo se podría
hablar de una fina capa de polvo que diferenciaría el cuadro de una simple toma fotográfica.
El tópico de “la mirada filtrada” se radicaliza y se presenta como tema central de la obra. El
hecho de que la figura-filtro de la muchacha logre atraer al espectador hasta el interior del
cuadro, mientras el título de la obra pone su acento sobre lo que no se ve (El ferrocarril),
muestra que Manet juega con la paradoja de “ver y no ver”. Estamos, por tanto, ante un caso
de retórica de la imagen, cuya presencia queda subrayada en la literatura coetánea.
En este pasaje hay una forma de filtro colectivo: es el grupo que pasea. Lo primero
que, en definitiva, percibe el lector es la importancia de una búsqueda: la emprendida por la
heroína de la novela. Más aún, en el conjunto de la novela esta escena desempeña un papel
clave, puesto que en ella Nana se enfrenta a la incógnita de su propio destino.
Tenemos aquí uno de los más importantes informes de “espionaje nocturno” de toda
la obra de Zola. La figura-filtro de Mademoiselle Saget se alinea en uno de los dos sistemas
filtro más importantes: “tras los visillos”, ella observa lo que ocurre a través de la
“transparencia lechosa” de la ventana de la casa de enfrente. Se trata -y aquí la maestría de
Zola es inigualable de una especie de lugar de pantomima, en el cual todo se deshace en
fragmentos o misteriosos efectos. El personaje-filtro (nosotros vemos únicamente lo que
puede ver Mademoiselle Saget) se confronta a una experiencia fantasmal. Su “cometido” es
el de descifrar el sistema de signos, y en parte lo logra. La dificultad de la tarea se vuelve sin
embargo insuperable cuando la “transparencia lechosa” vira a una transparencia negra, es
decir cuando la acción se anima tanto que se hace cada caótica, y es entonces cuando la
representación acaba. Tanto la ausencia como el exceso de acción determinan el fin de la
experiencia de observación.
Ambos paisajes muestran cómo la narrativa de los años 60 del siglo XIX tematizó la
dificultad del mirar. En Nana se sigue paso a paso la mirada ávida del que a través de la
dificultad consigue al fin satisfacer la curiosidad; en El vientre de París, por el contrario, se
representa el camino inverso, que va de la voluntad de ver desde una semi-satisfacción hasta
la constatación del fracaso final. En definitiva, lo importante es observar que para Zola, que
precisamente teorizó sobre el “velo” como metáfora del arte, el tema de la mirada
obstaculizada ocupa un lugar crucial.
Y ahora volvamos a Manet.
En El Ferrocarril [1], la dificultad del mirar es el tema del cuadro. Pero la narración
está ausente. Manet -los críticos contemporáneos lo han señalado muchas veces- manifestó
poco interés por la narración. Sin embargo, la puesta en escena del mirar inyecta tensión en
el cuadro, precisamente porque esta acción resulta abortada. Tensión y frustración se
transfieren al espectador del cuadro, en el que se nos invita a seguir el proceder de la niña,
hasta obligarnos a adoptar su postura. Con ellos surge una “moderna” magia, que alcanza en
esta imagen extremos insospechados.
Llegados a este punto conviene recordar cuando se dijo acerca de esa célebre exposición de
1874 que ha pasado a la historia con el nombre de “primera exposición impresionista”:
Esta obra es una imagen clave para entender el conjunto de la exposición. Presenta
una vista de París a través de la humedad que resbala del cristal de una ventana. En la
imagen se cuela no sólo la subjetiva visión del artista, sino también la especial situación des
su enfoque. Zola hubiera, sin embargo, empleo de la palabra “pantalla”. En la obra de
Monet el contexto mismo de la percepción de la imagen ( el cristal mojado de la ventana ) se
presenta como tal, a la vez que se captura y dirige la mirada del espectador. Este cuadro es
además importante por otro motivo. Se titula Boulevard des Capucines y muestra una vista
que se pudo tomar a través de una de las ventanas del propio local donde tuvo lugar la
exposición ( 35, Boulevard des Capucines) en un día de lluvia. Este significativo
metadiscurso hace confluir “creación” y “exposición” en una sola imagen.
La diferencia consiste en el hecho de que Manet prefiere el formato del gran lienzo
propio del Salón, para plantear un reto que lo enfrenta a la vez con la tradición y con el arte
contemporáneo. Su “nueva mirada” contiene, escondida en la poesía de la imagen, una
reflexión crucial: todo el cuadro está atravesado por un sistema de filtros (la verja/la
humareda), que se convierten en una infranqueable barrera visual.
Monet elige realizar una imagen alternativa que se exhibe en una exposición
alternativa: una imagen que se define a sí misma como una mirada velada que invita al
espectador a experimentar con su propia visión en la realidad de su experiencia.
Berthe Morisot se dejó tentar con frecuencia por el tema del “mirar a través”, lo que
para Manet debía de ser de sobra conocido, puesto que en 1872 pintó un retrato de su amiga y
cuñada en el que ésta presenta una insólita pose. Berthe sostiene frente a su rostro un abanico,
a través del cual su mirada filtrada enfoca el mundo de la realidad [9].
Esta obra muestra a un hombre (Eugéne Manet, hermano del pintor) que mira a través
de una ventana hacia el exterior. El paseo del puerto en la isla de Wight es su telón de fondo.
Un complicado sistema de filtros (los visillos entreabiertos, la maceta con flores, la reja, el
marco y el alféizar de la ventana) dificultan forzosamente la mirada del espectador. La figura
de una mujer queda descompuesta, la espalda de una jovencita también. Las jovencitas mira
la lejanía, y su mirada queda frenada por una barrera de mástiles que impiden la visión del
horizonte. Este sistema-filtro esta mujer se extiende mediante sucesivos telones hasta
alcanzar las profundidades de la imagen. A diferencia del cuadro enviado al Salón por Manet,
aquí todo el cuadro de Berthe Morisot se ha convertido en un sistema de filtros. La artista
consiguió hacer la tematización de la “mirada interrumpida” su propia pintura. En 1876 envió
a la segunda exposición de los impresionistas una serie de cuadros que surgieron igualmente
en la isla de Wight y que aportaban una nueva “impresión”, compendiada, velada y
mediatizada [11].
11. Berthe Morisot, Vista de la isla Wight, 1875, óleo sobre lienzo, 48 x 36 cm, colección
particular.
15. Gustave Caillebotte, Hombre asomado al balcón, 1880. óleo sobre lienzo, 117 x
90 cm, Suiza, colección particular.
Un hombre vestido con traje de ciudad se asoma a un balcón y mira hacia abajo, a la calle.
Nosotros contemplamos lo que él mira y algo más: la reja del balcón y el personaje, en parte,
oculta. El segundo cuadro de la serie, pintado un año más tarde [16], muestra una escena
similar. El espectador “interno”, antes presente, ha desaparecido; el espectador externo del
cuadro ocupa su puesto. Sin embargo, existe una diferencia respecto al primer cuadro. En
aquel, el espectador implícito y tematizado disfrutaba de la vista de la ciudad. Frente al
segundo lienzo en el que el personaje ha desaparecido, el espectador percibe algo más de lo
que habitualmente se veía, esto es, hace suya la mirada filtrada, se convierte en el filtro que la
llevaba. En un tercer cuadro [17], Caillebotte consigue finalmente un desconcertante logro.
La superficie del cuadro coincide totalmente con el sistema de filtros.
16. Gustave Caillebotte, Un balcón en París, 1880-1881, óleo sobre lienzo, 55,2 x 39 cm,
colección particular.
17. Gustave Caillebotte, Vista a través de las rejas de un balcón, 1880-1881, óleo sobre
lienzo, 64 x 54 cm, colección.
Con ello la idea de Monet [7] llega a su paroxismo.Es importante subrayar que en la
serie de cuadros de Caillebotte (como ocurría también en los repetidos ensayos de Berthe
Morisot) las soluciones se encadenan casi narrativamente, dejando al descubierto la misma
relación dialéctica entre el “ver” y “no ver” de la estética impresionista.
El pastel titulado En el café des Ambassadeurs (1885) [18] es un buen ejemplo del
arte de Degas.Contemplamos la cena de un concierto desde atrás lo que destaca de inmediato
en esta imagen es que la contemplación tiene lugar desde un punto determinado. La situación
de contemplación es identificable mediante algunos elementos existentes. Un parapeto de
madera, una pilastra y una rama de árbol permiten y obstaculizan al mismo tiempo el
ascensor a la imagen.
En Degas [18], el sistema de encuadre del interior del campo de visión se corresponde
con este estar precisamente entre dos niveles. Se halla la imagen, pero es al mismo tiempo
perceptible como huella de su presencia el lugar de la toma.
Como último ejemplo aportaré una imagen de Claude Monet. Se trata de una obra de
1878 que desarrolla una idea de Corot, y tiene como título Primavera a través de las ramas
de los árboles [19].
19. Claude Monet, Primavera a través de las ramas de los árboles, 1878, óleo sobre
lienzo, 52 x 63 cm, París, Musée Marmottan.
La intendencia operante (sea ésta la del pintor o la del espectador) se halla frente a un
paisaje primaveral del que queda separado por una barrera natural. Nos preguntamos qué es
lo más importante en este cuadro, el escondido paisaje o las ramas presentes en el primer
plano de la imagen. No hay duda de que en este caso no solo se comparte una impresión, sino
además su efectivo condicionamiento, aunque es evidente que este primer plano está apunto
de pelar la imagen.
20. Charles Henry, Una mancha, caricatura para la revista La Vogue, 2 de mayo de 1886
21. Gustave Caillebotte, Interior, 1880, óleo sobre lienzo, 116 x 89 cm,colección
particular.
Para Joris-Karl Huysmans, cronista de la Exposición de los artistas independientes de
1880, el cuadro titulado L’intérieur (Interior) [21]. de Gistave Caillebotte, “era pura y
simplemente una obra maestra”. Su descripción sigue siendo todavía hoy una de las mejores:
¿El tema?, ¡oh Dios mío!, es trivial. Una dama nos da la espalda, de pie frente a la
ventana, y un caballero, sentado en la poltrona, de perfil, lee el periódico junto a ella,
eso es todo [...]. Al fondo de la escena, a través de la ventana que se abre al día, el ojo
percibe la casa de enfrente, las grandes letras doradas que la industria hace campear
sobre las balaustradas de los balcones, sobre el antepecho de las ventanas, en esta
escapada sobre la ciudad [...]. La pareja se aburre, como en la vida suele suceder. Es
un rincón de la existencia cotidiana contemporánea, tomado tal cual [...]. En cuanto a
la realización del cuadro, es simple, sobria, diría incluso que es casi clásica. Ni
manchas temblorosas, ni fuegos de artificio, ni intenciones rebuscadas, ni
negligencias.
Nuestra mirada se detiene a una distancia muy próxima a nosotros, se diría limitada
por un marco, y tan solo ve los objetos laterales que el marco permite ver. Desde el
interior, es la ventana la que nos comunica con el exterior; la ventana es un marco que
nos acompaña todo el tiempo que pasamos en la habitación, y ese tiempo es
considerable. El marco de la ventana, según estemos cerca o lejos, sentados o en pie,
corta el espectáculo exterior de manera inesperada, cambiante, ofreciéndonos una
variedad inaudita; esta improvisación es uno de los más grandes encantos de la
realidad.
El segundo texto no tiene una relación directa con la poética pictórica, pero se refiere
a la representación artística llamada “realista”. Se trata de un breve ensayo de Zola titulado
L'écran (La pantalla):
Cualquier obra de arte es como una ventana abierta a la creación; ella contiene,
encajada en el vano de la ventana, una especie de pantalla transparente, a través de la
cual se perciben los objetos más o menos deformados, que sufren cambios más o
menos sensibles en sus contornos y en su colorido.
Lo que nosotros vemos a través del filtro de la ventana es una parte de la fachada de la
casa de enfrente. La mirada se ve aspirada —Huysmans lo había señalado ya— por las cinco
letras doradas de un anuncio. Resulta muy significativo que en el marco de la ventana, lo
legible (oculto en el primer plano de la representación entre los pliegues del periódico)
reaparezca sobredimensionado y con un aspecto hiperbólico. Se trata, efectivamente, de algo
«legible» transformado exclusivamente en «visible», puesto que la sucesión entrecortada de
las letras enmascara el sentido de la inscripción, dejando vía libre a una especie de veneración
por el poder de la letra en cuanto letra, una veneración no tanto por el valor semántico del
signo (la sucesión «NT... RBU» permite pocas posibilidades de éxito al intentar descifrarla)
como por su propio impacto visual.
Philippe Hamon ha demostrado, en sus estudios sobre la obra de Zola, que este autor,
suele hallarse ante un esbozo de puesta en escena de la mirada, que va del espacio cerrado de
la habitación o del salón hacia el espacio abierto que se extiende más allá del marco de la
ventana. En la economía del relato de Zola el motivo de la ventana es el medio predilecto
para introducir una descripción en el flujo narrativo.
De este modo nos vemos confrontados a una situación especular ineludible, a una
«puesta en espejo» del conjunto de la representación. En este punto se hace indispensable
realizar un esfuerzo de interpretación. Al igual que el intento de descifrar la escritura («NT...
RBU») tropieza con dificultades insuperables, el intento de descifrar por completo lo visible
encuadrado tiene pocos visos de llegar a buen término.
Curiosamente, este tema tuvo en la literatura sus manifestaciones más elocuentes. El breve
poema en prosa de Baudelaire titulado «Les fenétres» (Las ventanas), de 1863, marca su
punto culminante:
El que desde afuera mira por una ventana abierta nunca ve tantas cosas como el que
mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo,
más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela. Lo que se
puede ver al sol siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En
aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida.
Más allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre,
inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro, con su vestido, con su
gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o mejor, su leyenda,
y a veces me la cuento a mí mismo llorando.
Lo que para nosotros tiene más interés en este poema en prosa de Baudelaire es la relación
que introduce entre «visión» e «historia». La visión de la figura en el alféizar de la ventana se
convierte en argumento de la narración. El rectángulo transparente es una superficie de signos
mudos («vestido», «gesto», «casi nada») que se pueden moldear en una historia. La historia
(la leyenda) no pertenece realmente al personaje, sino al espectador. Este esfuerzo de la
imaginación narrativa proporciona a Caillebotte una ayuda importante. Frente al cuadro el
espectador dispone, es verdad, de mil maneras de reconstruir el relato (si éste existe). Lo que
no puede olvidar es precisamente la situación especular de puesta en escena mediante esta
escena muda: en el alféizar de otra ventana, hay quizás otra mujer que se yergue en la misma
actitud, y detrás de ella se halla quizás también otro hombre disfrutando del reposo
dominical. El cuadro de Caillebotte se refleja a sí mismo.
Hagamos ahora una nueva incursión en el campo de la literatura. Una lectura paralela
del cuadro de Caillebotte y un relato de Maupassant resulta esclarecedora al evidenciar no
sólo la convergencia, sino también la divergencia entre discurso literario y discurso pictórico:
Esto me ocurrió ayer durante el día... hacia las cuatro... o las cuatro y media. No lo sé
con seguridad. Conoces bien mi apartamento; sabes que mi saloncito, donde me
encuentro casi siempre, da a la rué Saint-Lazare, en el primer piso, y que tengo la
manía de ponerme en la ventana para mirar pasar a la gente [...]. Bien, pues ayer
estaba sentada sobre una silla baja que me había hecho instalar en el alféizar de la
ventana; ésta estaba abierta, y no pensaba en nada; respiraba tan sólo el aire azul.
¿Recuerdas aún qué buen día hacía?
De repente, advertí que, al otro lado de la calle, había también una mujer en la
ventana, una mujer vestida de rojo; yo iba de malva, ya sabes mi bonito traje malva.
Yo no conocía a esa mujer, una nueva inquilina, instalada hacía un mes, y como llueve
desde hace un mes, no la he podido ver aún. Enseguida advertí que se trataba de una
mala mujer; por de pronto me disgustó y contrarió mucho que estuviera en la ventana
de enfrente; después, poco a poco me divirtió examinarla. Estaba apoyada y acechaba
a los hombres y los hombres la miraban, todos o casi todos [...]. No te puedes figurar
lo curioso que era verla hacer sus «tejemanejes», o mejor dicho su oficio [...].Yo me
preguntaba cómo hacía para hacerse entender tan bien, tan deprisa, tan perfectamente.
¿Añadía a su mirada un gesto con la cabeza o un movimiento de la mano?
Tomé mis prismáticos para estudiar su proceder. ¡Oh!, era muy simple: al principio
una ojeada, después una sonrisa, después un pequeño gesto que quería decir:
«¿Subís?», pero tan ligero, tan vago, tan discreto, que se precisaba de veras mucho
talento para ejecutarlo como ella.
Y yo me preguntaba: ¿podría hacer tan bien este pequeño golpe de abajo arriba, tan
atrevido y simpático? Pues era muy simpático su gesto.
Y me puse a ensayarlo ante el espejo. Ah, querida, yo lo hacía mejor que ella, ¡mucho
mejor! Estaba encantada; volví a ponerme en la ventana.
El cuento de Maupassant (1886) se titula elocuentemente «Le signe» (La señal), y se
basa en una semiología de lo mímético que explota a su más alto nivel la intriga visual. La
situación especular no dista demasiado de la representada por Caillebotte (1880) [21], y la
referencia al espejo en la última fase del pasaje citado aclara las cosas. Existe en la obra de
Maupassant un continuo vaivén implícito entre la ventana y el espejo, y otro semejante, pero
explícito. Existe además el recurso al instrumento óptico de aumento, los prismáticos de
teatro que focalizan y hacen inteligible «el signo». Estos dos instrumentos (cristal,
prismáticos) están ausentes en la pintura de Caillebotte, o, más exactamente, no están
presentes de manera explícita.Y ello por la simple razón de que el pintor trata la intriga visual
de un modo que podríamos calificar de «paranarrativo».
Basta leer un único pasaje del cuento para poder imaginar la totalidad del relato (la
joven baronesa interpretará durante media hora el papel de una mujer de vida alegre), en
cambio precisamos todo el poder de la imaginación de un Baudelaire para reinventar «la
historia» recogida en el cuadro titulado Interior. La ventana de Caillebotte no es la escena de
un relato, sino el lugar de la espera, la vigilia sobre el vacío desde donde puede surgir el
evento. Pero este último no se produce o no puede producirse. El cuadro es una
representación que roza la no significación. Reconstruir su «significado» sería una operación
tan temeraria como la de intentar descifrar el jeroglífico dorado inscrito en su mismo centro.
III. Vaporización y/o centralización sobre los (auto) retratos de Manet y Degas)
Los biógrafos sitúan en 1862 el primer encuentro entre Manet y Degas. Al parecer
tuvo lugar en el museo del Louvre, donde Manet sorprendió al joven Degas realizando
directamente sobre una placa de cobre una copia de la Infanta Margarita de Velázquez. Esta
anécdota tiene visos de ser un episodio más de la «leyenda del artista», puesto que presenta
curiosas semejanzas con otras situaciones que envuelven en un aire mítico el cruce entre dos
grandes pintores (Giotto y Cimabue, Perugino y Rafael). Existe sin embargo una importante
diferencia, pues entre Manet, nacido en 1832, y Degas, nacido en 1834, el episodio no acaba
en el estereotipo de la relación maestro/discípulo, sino que se transforma muy pronto en un
complicado y sinuoso diálogo, del que difícilmente se puede hablar de manera puntual. En él
coinciden la recíproca admiración, la rivalidad o la incompatibilidad de caracteres. Además,
hay que señalar la presencia de dos posiciones inconciliables, tanto con respecto al arte en
general como al «arte moderno» en particular. Las fuentes escritas son escasas en datos sobre
este asunto y será preciso investigar las obras de ambos maestros para tratar de descubrir las
razones de esta incompatibilidad. Las páginas que siguen tienen ese propósito, y para ello
parten del análisis de sus autorretratos y de los raros retratos que hicieron el uno del otro.
22. Édpuard Manet, Autorretrato, circa 1879, óleo sobre lienzo, 83 x 67 cm, Nueva York,
colección particular.
Vestido de traje de calle y con sombrero, Manet se representa como “el pintor de la
vida moderna» por excelencia. Si recoje en la pose del artista un hallazgo de la pintura clásica
presente en Las meninas (1656) [23] de Velázquez («cuadro extraordinario» que, según su
propia opinión, «marcaba un hito»), lo hace prescindiendo de los numerosos personajes y del
vasto espacio del taller en penumbra, limitándose a focalizar una única figura, la suya. Paleta,
pincel y mirada del pintor son los términos del encuentro a partir del cual nace la pintura. El
escenario de producción, que en Las meninas es muy complejo e intrincado, se evoca en
Manet de modo elíptico y, por decirlo en términos actuales, «deconstruido». La tarea de
completarlo incumbe al espectador y supone un esfuerzo de integración: la confluencia de la
mirada del pintor con el pincel y la paleta se encuentra en el «aquí», la escueta y concreta
realidad está precisamente a punto de hacerse cuadro.
En primer lugar, resulta curioso que las tres obras hayan permanecido tanto tiempo en
posesión de su autor. Además, el hecho de que Manet las guardase en su estudio deja suponer
que confería a esta serie un carácter privado y fuertemente auto denotativo. El retrato de
Faure refleja con claridad sus antecedentes españoles [26]. Se trata de un tipo de retrato de
actor que Manet pudo haber visto durante su viaje a España en 1865. No me parece
desacertado afirmar que la serie que forman estos tres cuadros, en la que dos autorretratos
enmarcan un cuadro de un comediante al estilo español, alberga un doble mensaje: por un
lado, el pintor declara abiertamente el hispanismo de la serie entera; por otro, destaca el
hecho de que los propios autorretratos son representaciones de una representación o, para ser
más claros, dos obras que representan a Manet en el papel de Manet.
Uno de los primeros biógrafos del pintor nos ha dejado un testimonio importante
sobre su método de trabajo:
A Manet le gustaba que se le viese inclinarse ante el caballete, girando la cabeza hacia
el modelo, después hacia la imagen invertida con el espejo en la mano.
El constante uso del espejo por parte del artista da que pensar. Muchas fuentes lo mencionan.
El método es antiguo, y si existe algo realmente significativo en el pasaje anteriormente
citado es el vaivén del pintor entre tres polos, caballete/modelo/espejo, y el detalle de que
durante ese vaivén a Manet le gustara «que se le viese». Nos hallamos ante una situación de
producción convertida en espectáculo, que escenifica el cuadro, la inversión (espejo) y el
artífice, atrapándolos en su más genuino dinamismo.
27. Édouard Manet, La pesca, 1861, 1862, óleo sobre lienzo, 76,8 x 123,2 cm, Nueva
York, Metropolitan Museum of Arte.
Dado su carácter privado, la obra salió de la casa de Manet en una única ocasión, con
motivo de la exposición personal del’Avenue de l’Alma en 1867, una muestra importante,
puesto que fue concebida, como en el caso de Courbet muchos años antes, como polémica
alternativa a la Exposición Universal que se desarrollaba al mismo tiempo en París. Hasta
hoy la investigación histórico-artística ha dado muy poca importancia al modo en que esta
exposición personal de Manet se organizó. Gracias al catálogo conservado, puedo avanzar la
hipótesis de que la exposición de l’Avenue de l’AIma fue una antológica en la que la
cronología no contaba demasiado, pero otros criterios estructuraban cuidadosamente su
mensaje.
El cuadro número 1 era Déjeuner sur l’herbe, de 1863, mientras que el número 50 (el
último del catálogo) designaba la obra antes comentada, que entonces se tituló Paysage
(Paisaje) [271 l)e este modo Manet subrayaba el valor inaugural del Déjeuner y daba a La
pesca el lugar y la función significativa de un cuadro que debía interpretarse como la firma de
todo el conjunto de la exposición. En realidad esta muestra tenía como tema los últimos siete
años (1860-1867) de la actividad de Manet, es decir, evocaba su paso entre los maestros en
busca de la modernidad.
28. Édouard Manet, Música en las Tullerías, 1862, óleo sobre lienzo, 76 x 118 c m ,
Londres, National Gallery.
Del mismo modo, si tenemos en cuenta la génesis de esta obra entenderemos que
autorretrato y firma son aquí elementos «paratextuales». El más completo de los esbozos para
Música en las Tullerías es una aguada a lápiz que se conserva en una colección privada [31].
En él se distinguen ya varios personajes que aparecen en el centro de la composición final. Se
vislumbra también la presencia del célebre tronco de árbol curvo, pero se advierte igualmente
que las dos damas del primer plano a la izquierda no han encontrado todavía su lugar entre
las sillas del jardín.
Tal vez lo más importante en este dibujo sea el hecho de que en él no se recoge la
parte central del futuro cuadro. Precisamente faltan sus extremos, que se añadieron a la obra
final: la silueta de Manet a la izquierda y su firma a la derecha. Debemos preguntarnos por
qué razón Manet, que solía trabajar cortando sus obras terminadas, prefirió esta vez actuar
inversamente, es decir, introduciendo «añadidos». Probablemente, la respuesta reside en el
carácter paratextual de la inserción autorial bajo la forma del autorretrato y la firma. Si
observamos atentamente esta última [30], comprobaremos que la idea de autoinserción es
bien precisa: el trazo de la firma se realiza en una pasta oscura que se sitúa efectivamente en
la imagen y no sobre ella. La novedad de Manet salta a la vista.
La firma es una marca del autor que se añade de manera facultativa a la obra una vez
terminada. En principio, la firma no forma parte de la obra: su presencia o su ausencia pueden
influir sobre su valor de mercado, pero no sobre su valor (pictórico) intrínseco. La puesta en
escena de la firma equivale a una puesta en escena simbólica del acto de producción en el que
se realiza. Baudelaire, en sus Curiosités esthétiques, se preguntaba: «¿Qué es el arte puro en
la concepción moderna?». Y respondía: «Es crear una magia sugestiva que contiene a la vez
el objeto y el sujeto, el mundo exterior al artista y al propio artista».
La integración del nombre del pintor en el espacio de la obra es un detalle más de esta
magia. Así pues, creo que la modalidad que adopta Manet al abordar el problema de la
inserción autorial nominal debe considerarse un rasgo característico de su cualidad de «pintor
de la vida moderna».
33. Franz von Lenbach, La familia Lenbach, 1903, óleo sobre cartón, 96,5 cm x 122 cm,
Munich, Lenbachhaus.
Su realización es emblemáticamente moderna, y un ejemplo puede ayudarnos a
entenderla mejor. Franz von Lenbach realizó en 1903 la fotografía de su familia [32].
Podemos reconstruir sus pasos desde el punto de vista de la técnica de representación: en un
primer momento, el autor calculó la puesta a punto, las distancias y el enfoque; después, tras
haber apoyado el disparador, se dirigió rápidamente al otro lado de la cámara, para unirse al
grupo de su esposa e hijas. El resultado fue en primera instancia una foto, para convertirse
más tarde en un cuadro [33] del que tendríamos mucha dificultad en adivinar sus orígenes si
no dispusiéramos afortunadamente de la foto que desvela su secreto. Al hacer esta
comparación, de ningún modo quiero sugerir que Manet se sirviera en este caso concreto de
una fotografía". Sin embargo, creo que su modo de inserción en el margen del cuadro, sin
ayuda del mecánico procedimiento de la cámara fotográfica, como un añadido o un
«accidente», es esencial y programáticamente moderno. El paso del autor del más acá del
lienzo al interior de la imagen se efectúa de una manera mucho más sutil, más elocuente e,
incluso, más poética que en el pintor/fotógrafo Lenbach.
A diferencia de La pesca [27], obra, como ya hemos visto, todavía clásica, Música en
las Tullerías [28] es una obra que se abre hacia la instancia operante y/o contemplante: varios
personajes la sujetan al más acá del cuadro. La propia representación da por supuesto un
«Manet exotópico», instancia productiva de la representación de la que forma parte.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos si el título del cuadro contiene o no una
contradicción significativa. Lo que el título anuncia (un concierto de música, un espectáculo)
no se hace visible. El público forma el objeto de la representación pictórica, al tiempo que la
«escena» se concibe como espacio de la producción de esta representación. Atrapado en este
juego de espacios, el pintor es una presencia oscilante. Aquí es oportuno releer a Baudelaire,
él mismo personaje del cuadro, para comprender la importancia del mensaje escondido en
esta obra:
Todos los fenómenos artísticos[...] denotan en el ser humano la existencia de una
dualidad permanente, la potencia de ser a la vez otro y uno mismo [...]. El artista lo es
sólo a condición de ser doble y de no ignorar ningún fenómeno de su doble
naturaleza.
34. Édouard Manet, La amante de Baudelaire, 1862, óleo sobre lienzo, 90 x 113 cm,
Budapest, Szépművészeti Múzeum.
35. Édouard Manet, La amante de Baudelaire, 1862, acuarela, 16,7 x 23,8 cm, Bremen
Kunsthalle.
Con estas palabras de su amigo Baudelaire, captaremos mucho mejor la obra de
Manet. Así entendemos por qué el pintor de la vida moderna dio tanta importancia a la
delicada zona de los márgenes del cuadro. Es ahí precisamente donde se produce la escisión,
que permite al artista desdoblarse en presencia «endotópica» e instancia productiva
«exotópica». Me limitaré a recordar un caso más: La maítresse de Baudelaire (La amante de
Baudelaire), obra pintada en 1862 y realizada en el espíritu del poeta [34]. Este cuadro
representa a Jeanne Duval como una «vieja infanta» o, más exactamente como una «vieja
menina». Dejando a un lado la escasa calidad de esta obra de Manet, podemos observar que
el recuerdo del cuadro de Velázquez persiste: en el ángulo izquierdo del lienzo se ven el
bastidor y los bordes del lienzo; frente a ellos hay que imaginar a Manet a punto de pintar el
retrato. Resulta muy significativo que esta idea velazqueña no aparezca en los preliminares
del cuadro. En la acuarela conservada en la Kúmsthalle de Bremen [35] no figura esta
evocación del autor al trabajo. La representación de los bordes de la tela como huella o
recuerdo del artista elaborando el retrato en el lienzo que nos ocupa fue seguramente una idea
tardía. Pero esta idea viene a añadirse a un elemento del lenguaje figurativo que preocupó
mucho antes a Manet. La definición del punto de vista personal, del lugar desde el que se
toma la imagen, es una constante de la «nueva pintura» de la que el artista fue un abanderado.
El ensayo ya citado de Duranty, que precisamente recoge esa expresión en el título (La
Nouvelle Peinture, 1876), destacaba este aspecto. Me limitaré a resumir su idea central: frente
a la «objetividad», la «omnisciencia» o la «omnivisibilidad» del pintor clásico, la «nueva
pintura» parte de un punto de vista personal y ocasional, casi accidental.
36. Édouard Manet, La servidora de cerveza, 1879, óleo sobre lienzo, 77,5 x 65 cm, París,
Musée d’Orsay.
En este sentido, las obras de Manet no están nunca «acabadas», ya que su finalización
se manifiesta tan sólo en el acto de la recepción que repite el de la creación. La invocación de
Baudelaire, «hipócrita lector, mi semejante, mi hermano», podría haber salido también de la
boca del mismo Manet.
Y es ahí donde las diferencias estructurales entre Manet y Degas se destacan más
netamente. Si en la pintura de Manet existe casi siempre un contacto óptico entre uno de los
personajes del cuadro y el espectador (es decir, el autor), en las obras de Degas la instancia
autorial y la del espectador quedan casi siempre matizadas como exotópicas. En otras
palabras, la puesta en página, el punto de vista extremadamente personal y los dispositivos
ópticos de la imagen hacen que la instancia autorial permanezca siempre «escondida»,
aunque se sugiera su presencia invisible más allá de los límites de la imagen [18 y 37], La
posición de Degas es, como se ha recordado repetidamente, la de un voyeur. El es quien ve
sin ser visto, quien observa sin ser observado, pinta o dibuja sin implicarse en el espacio de la
imagen.
37. Edgar Degas, Desnudo femenino enjugándose un pie, circa 1885-1886, pastel sobre
cartón, 54,3 x 52,4 cm, París, Musée d’Orsay.
38. Édouard Manet, Mujer lavándose, 1878-1879, pastel sobre cartón, 55 x 45 cm, París,
Musée d’Orsay.
En este contexto, no existe nada más trascendente que el lugar de la firma. Degas
firma sobre los bordes interiores de sus imágenes, sobre los umbrales imaginarios o los
marcos de las puertas que repiten los márgenes de la imagen; se queda siempre «en el
umbral», sin franquear jamás el paso decisivo de la integración autorial que efectúa Manet.
Cuando este último, inspirado por Degas, retoma el tema de la mujer lavándose [38], aporta
pocas variaciones, pero éstas son muy significativas. Por ejemplo, gira la cabeza de la modelo
hacia quien la contempla (cosa impensable en Degas) y estampa su firma en el centro mismo
de la representación.
41. Édouard Manet, Carreras en Longchamp, 1867-(?), 43,9 x 84,5 cm , Chicago, The
Art Institute.
42. Edgar Degas, La pista de carreras, jockeys aficionados, 1876-1887, óleo sobre lienzo,
66 x 81 c m , París, Musée d’Orsay.
43. Édouard Manet , Las carreras en el Bois de Boulogne, 1872, óleo sobre lienzo , 73 x
92 c m , colección Mrs. John Hay Whitney.
Creo que Degas, a su vez, captó la glosa lúdica de Manet sobre su problemática de la
visión y su relación con la pintura, puesto que en estos mismos años realizó varias versiones
de un extraño retrato [44]. Es ésta una de las raras ocasiones en que el pintor representa a una
mujer que desde el interior del cuadro mira directamente hacia el espacio del espectador,
enfatizando además su mirada con unos formidables prismáticos que ocultan parte del rostro.
Es muy posible que esta obra tematice, de forma también irónica, la mirada de Manet. Esta
suposición puede parecer gratuita, pero no lo es.
45. Edgar Degas, Manet en las carreras con mujer con prismáticos, circa 1865, dibujos
sobre papel, 38 x 24,4 c m , N u e v a York, Metropolitan Museum of Art.
Otro retrato de Manet realizado por Degas contiene también los elementos de un
diálogo no exento de problemas entre los dos pintores. La historia de esta obra [46] es
conocida, no así todas sus implicaciones. Se sabe que Degas regaló un doble retrato, Madame
et Monsieur Édouard Manet, a Manet, quien, descontento de la forma en que se había
representado a su mujer, la suprimió de la tela cortando ésta sin ningún reparo. Degas,
furioso, recuperó el lienzo. Una fotografía contemporánea de Degas acompañado de
Bartholomé nos muestra el doble retrato tal y como fue rescatado por su autor [48], o sea,
mutilado y sin la banda de tela que el pintor, soñando seguramente en «restablecen a la señora
Manet, hizo añadir poco más tarde. Por su parte, Manet remedió su brutal acto (la eliminación
de su mujer del cuadro de Degas) dedicándole una obra que la representa sola, La señora
Manet al piano [47].
47. Édouard Manet, La señora Manet en el piano, 1867-1868, óleo sobre lienzo , 38 x 46
cm , París, Musée d ’Orsay.
Estoy convencido de que, con la inserción de esta firma, Degas concibe el añadido
como un elemento de cesura (y censura) fortuita del cuadro. Es decir, con ayuda de este
parche y de la firma, se confiere a la intervención de Manet un carácter degasiano. Con ello
se subraya, una vez más, su «exotopía autoría]», su estar en el umbral de la imagen, y no en
su interior.
50. Edgar Degas, Renoir y Mallarmé, circa 1895, prueba gelatina y suspensión de
argento, 17,8 x 12,7 c m , París, Bibliotheque Doucet .
Conozco un solo ejemplo en el que Degas juega con la idea de «endotopía» del
creador. Se trata de la célebre fotografía que representa a Renoir y Mallarmé (circa 1895)
[50], y cuya primera descripción procede de la pluma de Paul Valéry, su primer propietario:
Esta fotografía me fue regalada por Degas, del que se ve su aparato y su fantasma en
el espejo. Mallarmé de pie junto a Renoir sentado en el diván. Degas le infligió una
pose de quince minutos a la luz de nueve lámparas de petróleo [...].En el espejo se ven
las sombras de la señora Mallarmé y su hija.