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VER Y NO VER. VICTOR l.

STOICHITA
Introducción

Según los manuales al uso, la pintura moderna nació en 1863, cuando Èdouard Manet expuso
en el Salon des refusés su Déjeuner sur l’herbe, obra que sería pronto célebre.Según las
mismas fuentes, un segundo momento supuso su verdadera eclosión, fue en 1874 cuando un
grupo de jóvenes, reunidos en una “Sociedad anónima cooperativa de artistas pintores,
escultores y grabadores”, organizó una exposición colectiva en el estudio parisino del
fotógrafo Nadar, en el boulevard des Capucines, esquina rue Daunou. El cuadro de Claude
Monet titulado Impression. Soleil levant allí expuesto se convirtió en el blanco preferido de
los ataques de la crítica oficial, proporcionando involuntariamente el nombre a una corriente,
el impresionismo, considerada, de manera unánime, renovadora de los cimientos pictóricos
del arte occidental.

Se suele destacar como su rasgo principal la revuelta contra el arte académico, que provocó la
salida de los pintores del espacio cerrado del taller para plantar sus caballetes en plena
naturaleza,acción que se vio secundada, por una parte, por el estudio de las leyes de la
composición de la luz y el contraste óptico, y, por otra, por la adopción de la acusada
fragmentación de la pincelada como medio expansivo. Esta última característica, sembró la
idea entre el gran público de que el impresionismo era una revolución que consistía sobre
todo en la “factura pictórica”, idea que, si bien encierra una parte de verdad, es demasiado
simplista. Las páginas que siguen quieren proponer otra lectura de la emergencia de la pintura
moderna. Ellas intentan demostrar que en el impresionismo se produce un cambio más radical
y profundo, y que éste concierne a la “tematización de la mirada moderna”.

Se hace urgente y necesario, pues, dejar a un lado las ideas preconcebidas e interrogar
directamente a la imagen. Al hacerlo, la novedad de la mirada con la que los impresionistas
ven el mundo se revela en toda su amplitud. Considerar tal mirada como “fresca, libre
inmaculada” es querer crear un nuevo mito, allí donde se impone precisamente una acción
desmitificadora. La mirada impresionista es, como cualquier otro fenómeno cultural,
“construida”. Se deja influir por la fotografía, por la estampa japonesa, por la nueva
sensibilidad, en definitiva, frente a los tiempos modernos. Creo -y ésta es la tesis esencial de
los análisis que presento al lector- que si existe en verdad algo profundamente nuevo en la
pintura de Manet, Monet o Degas es el hecho de que sus obras hacen de la reflexión sobre la
visión uno de sus temas centrales. El impresionismo “piensa la mirada” con una voluntad de
innovación que no pretende ignorar necesariamente la tradición, sino dialogar con ella. Esta
“tematización de la mirada” es “moderna”, puesto que abarca los límites mismos de la visión
y los límites mismos de la pintura.

Mis reflexiones se inscriben en el contexto de un análisis histórico similar al que he


emprendido en otros estudios, dedicados precisamente a los orígenes del objeto visual central
de la tradición pictórica occidental, como es el caso del “cuadro”. Pero no es la “invención”
del cuadro lo que me interesa aquí, sino la “disolución” del cuadro. El tema es inmenso; este
libro, en cambio, muy breve. Sin embargo, es posible justificar el abordar semejante asunto
presentando un reducido muestrario de algunas obras célebres, abiertas todavía, a mi parecer,
a nuevos enfoques que permitan comprender mejor.

El hijo que cose los tres estudios reunidos guía y provoca una operación de desmontaje
interpretativo del cuadro impresionista, a fin de transparentar su dispositivo visual. Se trata
pues de analizar la “nueva pintura” como un hecho cultural, que destaca sobre todo por su
carácter reflexivo y dialogante. Tanto la reflexión del diálogo discurren en varios niveles:
sobre el plano de la relación con la tradición pictórica occiedental, sobre el de la competencia
y diálogo de los pintores impresionistas entre sí y, finalmente, sobre la convivencia con (los
que serán) grandes nombres de la literatura moderna, como Baudelaire, Zola o Maupassant.
Es decir, sobre el terreno en el que la imagen se confronta, ineludible, una vez más con el
texto.
1. Ver y no ver

1. Èdouart Manet, El ferrocarril, 1872-1873, óleo sobre lienzo, 93 x 114 cm, Washington,
National Gallery of Art.

En 1874, el año de la primera exposición de los impresionistas, Èduard Manet


presenta una de sus obras en el Salón parisino [1]. El impacto es, como siempre, grande.
Algunos años después se habla de ello todavía:

El ferrocarril. Este cuadro muestra una niñita que mira entre rejas. Su
hermana mayor está sentada a su lado. No hay ningún ferrocarril.

Lo que el título del cuadro anuncia no se muestra. No es que el ferrocarril no esté allí,
sino que su imagen queda velada, escondida, inaccesible. La tensión entre lo que el título
promete y lo que se ve en el cuadro impulsa al espectador a buscar una explicación.
Una mujer está sentada y mira de frente. Su mirada, aunque algo perdida y pensativa,
parece salir a nuestro encuentro. De pie junto a ella, una niña nos da la espalda y nos
introduce en el interior del cuadro. Una reja negra nos impide el acceso al fondo. La clara y
densa atmósfera de vapor de una locomotora lo invade todo. En el centro de la imagen las
rejas y el vapor forman un obstáculo que hay que interpretar como una censura. La pequeña
se agarra con su mano izquierda a la reja y parece esconder su cabeza entre dos barrotes. Su
curiosidad es evidente, su frustración también.
El espectador se ve arrastrado por estas dos maneras de mirar, hacia dentro y, a la vez,
hacia fuera de la imagen. El cuadro presenta un desdoblamiento, pero al mismo tiempo es
coherente consigo mismo.

Resulta curioso el hecho de que Manet, pese a reiteradas recomendaciones, no enviara


su obra a la exposición de los impresionistas, donde seguramente habría disfrutado de un
puesto de honor, sino al Salón, y este gesto simbólico no carece de importancia.

Esta obra está en abierto diálogo con la tradición europea de las pinturas que
tematizan la vista y, a la vez supone, creo, una confrontación con la poética impresionista que
estaba naciendo.

Las consideraciones que siguen tienden hacia un doble objetivo: mostrar cómo el
cuadro de Manet dialoga con la tradición y cómo fueron recibidas sus iniciativas entre sus
jóvenes colegas impresionistas.

La representación de la mirada en el arte pictórico es un tema que merecería una


investigación en profundidad. Pero la ausencia de estudios significativos sobre este asunto no
nos impide constatar que la tematización de la mirada en el interior del campo de la imagen
contiene siempre una alusión dirigida al espectador del cuadro. Descifrar dicha alusión
significa acercarnos a la concepción de la imagen e incluso llegar a captar la idea del cuadro.
La representación de “la mirada obstaculizada” es un caso límite entre tantos otros, pero no
es ninguna excepción en el transcurso de la historia de la pintura. Con algunos ejemplos lo
veremos mejor.
2. Anónimo (“maestro dell’Osservanza”), Vía crucis, circa 1440, témpera sobre tabla,
36,8 x 46,8 cm, Filadelfia, Museum of Art.

Podemos empezar esta inclusión en la temática de la mirada interrumpida con una


pintura del Quattrocento, el Vía crucis del sienés “maestro dell’Osservanza” (circa 1440) [2].
Esta escena forma parte de una predella que narra la Pasión de Cristo. Al fondo del Vía crucis
se alza un edificio en el que se ven tres figuras. Desde su posición, contemplan la escena que
para nosotros constituye el cuadro. Sin embargo, la experiencia visual de estas tres figuras no
coincide en absoluto con nuestra propia contemplación de la escena. Lo que marca la
diferencia son dos detalles: en primer lugar, los tres personajes están observando lo que
acontece “desde el fondo”; en segundo lugar, esta visión se ve impedida por una larga viga de
madera.
¿Cuál ha sido la intención del artista? Para poder responder a esta cuestión, debemos
plantearnos varias preguntas más, por ejemplo: ¿por qué el pintor ha representado
precisamente tres espectadores internos?

Al analizar la situación de estos anónimos personajes-espectadores entenderemos que


su mirada tiene por objeto centrar la atención sobre tres secuencias narrativas de este Vía
crucis. La mujer situada a la izquierda gira la cabeza hacia el grupo de María sobre las
curvadas puertas de Jerusalén. La figura de la derecha mira hacia el grupo de fariseos, que
está abandonado el campo de la imagen a la derecha, mientras que la única persona que se
concentra en la escena principal, es decir en la Pasión de Cristo, es el niño que mira desde la
ventana del centro. El trayecto narrativo continuo se descompone así en tres secuencias, que
se erigen a través del interior de la imagen en señales de recepción.

Este recurso puede seguirse hasta el último detalle. Tanto los postigos de la izquierda
como los de la derecha aparecen medio cerrados, lo que supone un indicio de la relativa
importancia de las secuencias periféricas. La gran viga de madera, que desde el interior de la
escena tematiza la mirada y la obstaculiza violentamente, frena de nuevo el paso de las
miradas laterales. Sólo el niño, gracias a su estatura, consigue eludir este elemento de
censura. Asimismo, en lugar de exhibir los postigos a medio cerrar, su ventana está abierta de
par en par, y un paño cuelga de otra viga que desde el interior parece acentuar la aparición de
su cabeza por debajo del primer obstáculo. Desde ese interior de la zona de las ventanas, esta
otra barra de madera es como la repetición ininterrumpida de la que se halla debajo de ella, y
en la que cuelga otra pieza de la tela bordada. De manera metonímica percibimos la idea de
“continuidad ̈ y de “discontinuidad”. Todo ello debe intuirlo el propio espectador, y otros
indicios van a ayudarle. en el centro del grupo de afiladas lanzas, una apunta al niño y las
otras se dividen en dos grupos en un intento quizá de subrayar las posiciones de los
espectadores laterales. Estos espectadores miran a la “muchedumbre”, mientras el niño, por el
contrario, se esfuerza en dirigir su mirada a lo único y más importante: Cristo.

Los tres personajes encarnan, en una situación-espeja, nuestra propia percepción del
cuadro. También nosotros debemos abordar la imagen tres veces. Al igual que la mujer en la
ventana, debemos compadecernos del dolor de María; como el joven de la izquierda,
debemos seguir acompañando a Cristo en el camino de la cruz; como el niño el niño del
centro, debemos concentrarnos en lo principal de cuanto ocurre.
Esta situación-espejo queda también sugerida por otras señales contenidas en el
cuadro. En una bandera roja se descubre que reza R. Q. P. S., siglas que corresponden a la
versión inversa de la conocida insignia romana S.P.Q.R. Este detalle nos indica que para
poder “leer” tanto el cuadro como la inscripción debemos situarnos en el interior de la escena
y, desde allí, aunque sólo sea en espíritu, ocupar el lugar de las figuras-eco.

Así, gracias a una muy elaborada retórica pictórica se nos indica cuál debe ser
nuestro comportamiento como espectadores.
3. Aelbert van Ouwater, La resurrección de Lázaro, circa 1450-1460, témpera sobre
tabla, 122 x 92 cm, Berlín, Gemälde Galerie.

Esta tematización del “mirar con atención” se convierte en la clave y al mismo tiempo
en su antítesis. La dificultad de la percepción y su fragmentación esclarecerá finalmente
nuestra manera de ver.

En definitiva, la percepción de una narración en el marco de una “pintura de historia”


es un privilegio y una prerrogativa que comparten una larga lista de pinturas del
Renacimiento León Battista Alberti comparó el cuadro moderno con una “ventana abierta”.
Las imágenes en perspectiva suponen la presencia del espectador, que queda implicado o
tematizado por el cuadro mismo, al tiempo que su figura acaba adquiriendo una función
centralizadora. En lugar de la combinación medieval de puntos de vista que se produce en la
Vía crucis del “maestro dell’Osservanza”, el albertiano “cuadro de historia” implica una
nueva concepción del tiempo y del espacio.

Esto se evidencia a través de muchas obras, que se revelan como fecundos eslabones
entre la concepción medieval y la concepción moderna de la imagen. La resurrección del
Lázaro de Aelbert van Ouwater (circa 1450-1460) [3] puede sernos un ejemplo muy útil. La
escena tiene lugar en un interior muy parecido a una iglesia romana. La figura del resucitado
se presenta al espectador en el centro de la composición. Dicha posición en el corazón de la
escena narrativa queda acentuada por la retórica de la imagen (en especial por la mímica y la
gestualidad). Representados también en el centro del cuadro, aunque retirados al último
plano, se ven algunos personajes que tras las rejas de una ventana contemplan la escena.
Estos personajes pertenecen a la escena, pero están claramente separados de ella. Por su
ubicación, estas “figuras de asistencia” responden, como un eco, al espectador del cuadro. Y
este último repite la forma de la ventana. La diagonal principal, formada por el brazo estirado
de Pedro, subraya esta relación metonímica entre “cuadro” y “ventana”. Al igual que las
“figuras de asistencia” del fondo del cuadro, nosotros también somos testigos de lo que
ocurre en la escena; del mismo modo que ellas, podemos ver, pero no actuar. El espacio del
cuadro es inviolable. El mismo fenómeno atañe a las “figuras-eco” que miran cuanto sucede
aunque permanezcan separadas de la escena principal. La superficie de la imagen funciona en
este caso como una pantalla transparente.

El privilegio del espectador de la escena respecto a las figuras-eco es evidente. La


escena entera se nos ofrece. Los testigos representados en el último término deben luchar
contra los obstáculos que les impiden ver. La función de estos espectadores internos sigue
siendo, pese a todo, esencial. Sus figuras tematizan, entre otras cosas, una contemplación
múltiple, la contemplación que corresponde al gentío. Esta obra de Van Ouwater es en este
punto una creación paradójica; por un lado, evidencia un nuevo hallazgo en la plasmación del
espacio en el que el punto de vista debe centralizarse en un espectador individual. Por otro,
consigue realizar un cuadro de historia religiosa, destinado efectivamente a una
contemplación pública.
4. Michelangelo Merisi da Caravaggio, Decolación (decapitación?) de San Juan Bautista,
1608, óleo sobre lienzo. La Valetta (Malta), catedral.

Las representación de las figuras de asistencia tiene como función minimizar esta
contradicción. La multitud es “disciplinada” y se manifiesta como un único pero pluricefálico
personaje. La razón iconográfica del tall artificio responde a la idea de que en el milagro de la
resurrección de Lázaro la muchedumbre, que simboliza a la humanidad entera, debería ver
allí la señal de su propia salvación

Aunque a lo largo del Renacimiento la mirada integrada suele encarnarse a menudo


en una o más figuras-eco, hay que subrayar que estas figuras tienen casi siempre el estatuto
de personaje secundario. Es en el siglo XVII cuando la tematización de la mirada se convierte
en un tema obsesivo para la pintura. Así, por ejemplo, la Decolación de San Juan Bautista
(1608) [4] perdería su sentido sin las dos cabezas de curiosos que se yerguen en el marco de
la ventana de la cárcel, ocupando casi la mitad del cuadro. La escena se construye a través de
una fuerte diagonal que tiene precisamente como único tema la percepción del dramático
suceso.
Lo que en las obras anteriores he llamado figuras-eco, con un papel secundario en el
desarrollo de la escena, se transforma aquí en parte indispensable de la representación. La
zona marginal cobra una fuerza inaudita y queda tan naturalmente integrada en la escena, que
puede incluso perder su carácter secundario.
5. Wolfgang Heimbach, Naturaleza muerta. Kassel, Staatliche Gemälgalerie.

Para valorar hasta dónde llegaron los pintores del siglo XVII, contemplemos ahora
una pintura de Wolfgang, Heimbach (1610-1678) [5]. Esta obra, que se expone actualmente
en Kassel es a primera vista una “naturaleza muerta”, pero esta naturaleza muerta es, a su
vez, un cuadro narrativo. Descripción y narración están aquí presentes en igual medida.

Aunque la naturaleza muerta de Heimbach contiene una “narración”, ésta debe verse
como la consecuencia de una estrategia de la representación. Una mujer mira a través de las
rejas de una ventana rica despensa en la que lucen sobre una mesa sabrosas vituallas. La
historia que este cuadro evoca es concisa pero muy expresiva. Es una historia con un única
figura, la mujer, capaz de virtual desdoblamiento en la figura del espectador del cuadro. La
contemplación de lo prohibido, el deseo y la frustración son las coordenadas en las que se
basa y se construye toda la imagen.
No es ocioso tratar de resumir aquí las experiencias de esta incursión en la historia de
la tematización de la mirada. La presencia en el interior de los cuadros de figuras de
asistencia constituye una señal de recepción de las imágenes. Cuando las figuras de asistencia
se hallan en el fondo de la escena, desempeñan con respecto al espectador el papel de
figuras-eco. A veces, el recorrido óptico de las figuras-eco está plagado de elementos
obstaculizantes (rejas, barras transversales, postigos, etc.) que suponen sin embargo para el
espectador nuevas pistas para acceder a la contemplación y comprensión de la imagen.
Mediante la antítesis se enfatiza lo excepcional de su posición que se percibe como un
privilegio.

Podemos concluir diciendo que la transformación del concepto de imagen que se


produce en el intervalo de tiempo que media entre el lejano Medioevo y el siglo XVII,
pasando por el Renacimiento, conlleva a su vez una transformación en la tematización de las
obstaculización de la mirada, puesto que desde los inicios de los siglos XVII su presentación
pasa de ser, marginal, a convertirse en el centro de la escena.
En el marco de la historia que aquí de manera muy sucinta he tratado de evocar, un
rasgo es innegable. Aunque el acceso del espectador al cuadro se dificulta siempre -incluso
cuando aquél se identifica con las figuras-eco cuya mirada es parcialmente obstaculizada-, la
percepción final resulta siempre completa y gratificante.
6. Adolph Menzel, Ciervos en el zoo, 1863, aguada, 21,1 x 36cm, Berlín,
Kupferstichkabinett.

Estos ejemplos escogidos entre muchos otros sirven para ilustrar nuestra tradición
pictórica a la que muy pronto se enfrenta Manet. Los experimentos de Adolph Menzel a
mediados del siglo XIX, en obras como Ciervos en el zoo [6] nos muestran que esta temática
estaba, por decirlo de algún modo, en el aire. Los ensayos de Menzel son los últimos y más
destacados hallazgos de la tematización de la mirada obstaculizada, cuya compresión
cristaliza lo elaborado en la tradición.

El ferrocarril de Manet [1] es, en este sentido, un hito. El espacio de la imagen se ve


interceptado por la presencia de las negras rejas de hierro que alzan en el centro de la misma.
Enfrente y a través de estas rejas una niña intenta inútilmente ver algo. Además, la blanca
humareda de la locomotora que se eleva invade las rejas provocando la censura del interior de
la imagen.

Al contrario de lo que ocurría tradicionalmente con las figuras-eco, la niña da aquí la


espalda al espectador. La identificación del espectador del cuadro no se realiza en la posición
de la figura-espejo sino en una figura-filtro. El contemplador sigue los pasos de esta figura,
que está en el cuadro de la representante del espectador externo. En realidad, este tipo de
figura no es tampoco un descubrimiento de Manet, pues a su vez se basa en una rica tradición
a la que apenas puedo aquí aludir. Entre los colegas de Manet fue Degas quien manifestó una
evidente debilidad por las figuras vistas de espaldas. Sin embargo, aunque sospecho que aquí
Manet toma este motivo de Degas (quizás por intermedio de Berthe Morisot), lo lleva más
adelante. Pese a este préstamo, hay algo novedoso que nos llama la atención en El ferrocarril.
En este cuadro, la figura-filtro es parte de un sistema de “filtros” más amplio al que
pertenecen tanto las rejas como la humareda. En la pintura de Manet la imagen se desdobla.
El primer plano es evidente, y el contemplador puede captarlo con facilidad. La mirada de la
joven que desde la imagen se dirige al espectador tiene una clara función apelativa, al igual
que la tiene, en sentido inverso, la espalda de la niña. Una vez “dentro” de la imagen, el
espectador se ve confrontado, aunque con mucha dificultad, a contemplar lo que el título del
cuadro pone. Las rejas y la humareda de la locomotora forman un obstáculo visual que nos
impide mirar hasta el fondo. El significado del sistema de filtros de Manet se aclara al
compararlo con la obra de otros colegas que reflexionan sobre análogas estructuras.
Sorprendente, la tematización -e incluso la problematización de la mirada- es mucho
más frecuente en la literatura que en la teoría del arte de la época. En el ensayo de L’écram
(La pantalla), de 1866, Émile Zola, el gran novelista y uno de los primeros en captar el
realismo en el arte de Manet dice:

Cualquier obra de arte es como una ventana abierta a la creación; existe en el


encuadre de la ventana una especie de pantalla transparente, a través de la cual se
perciben los objetos más o menos deformados, sufriendo cambios más o menos
sensibles en sus líneas y en su color. Estos cambios corresponden a la naturaleza de la
pantalla. No se tiene creación exacta y real, sino la creación modificada por el medio
a través del cual pasa la imagen. Vemos la creación en una obra a través de un
hombre, un temperamento, una personalidad. La imagen que se produce sobre esta
pantalla de nueva especie es la representación de las cosas y de las personas situadas
más allá, y esta producción no puede ser fiel, pues cambia cada vez que una nueva
pantalla viene a interponerse entre nuestro ojo y la creación.
La pantalla realista es un simple cristal, muy puro, muy claro, que tiene la
pretensión de ser tan perfectamente transparente en toda su realidad. Así, no hay
ningún cambio, ni en las líneas, ni los colores: una reproducción exacta, fresca e
inocente. La pantalla realista niega su propia existencia [...], Es seguramente difícil
de caracterizar una pantalla que tiene como cualidad principal la de no existir apenas;
sin embargo creo estar en lo cierto al decir que un fino polvo gris turba su limpidez.
Todo objeto, al atravesar este medio, pierde su brillo o, mejor, ennegrece
ligeramente.

Las reflexiones de Zola no se refieren a la pintura, sino a la representación artística


en general. Pero lo más significativo es que, al recurrir a la antigua metáfora del cuadro como
“ventana abierta”, se convierte en el Manifiesto fundamental de la pintura moderna.

La divergencia con la tradición se hace evidente en este ensayo. Para Zola lo más
importante no es la ventana, chino el pelo que ésta conlleva: la pantalla. Esta pantalla es una
metáfora de la personalidad artística. La noción de “transparencia velada” es en este contexto
muy expresiva: cada obra de arte, incluso la más “realística”, ofrece al espectador (o al
lector) un acceso a la realidad a través de una zona velada. Visto bajo el ángulo, El cuadro de
Manet expresa tanto lo que tienen en común, como lo que le parta de las consideraciones de
Zola. En este caso no es la totalidad del cuadro lo que queda velado, a lo sumo se podría
hablar de una fina capa de polvo que diferenciaría el cuadro de una simple toma fotográfica.
El tópico de “la mirada filtrada” se radicaliza y se presenta como tema central de la obra. El
hecho de que la figura-filtro de la muchacha logre atraer al espectador hasta el interior del
cuadro, mientras el título de la obra pone su acento sobre lo que no se ve (El ferrocarril),
muestra que Manet juega con la paradoja de “ver y no ver”. Estamos, por tanto, ante un caso
de retórica de la imagen, cuya presencia queda subrayada en la literatura coetánea.

La teoría de la literatura ha demostrado lo importante que son “las figuras


intermedias” tanto para el arte narrativo de Zola (en Francia) como para el de Henry James (
en el círculo anglosajón). Estas figuras, a veces periféricas, a veces centrales, en función de
la importancia que el autor confiera a lo que desea describir, posibilitan eludir la descripción
directa o la instancia autorial. Mediante el uso de esta figura el lector participa de la
descripción realizándola, por decirlo así, “a través de los ojos” de un personaje de novela.
Wayne Booth emplea la noción de “figura-reflector” para referirse a lo que hemos estado
llamando “figura-filtro”, expresión esta última que quizá se adapta mejor al carácter
particular de la pintura. La figura-filtro es parte de un “sistema de tamices” a través del cual
la imagen se propone como una realidad de “ segundo grado”

Es la literatura, la figura-.filtro focaliza la descripción, traduce una mirada personal y


aumenta la tensión narrativa. Dos ejemplos contemporáneos a Manet pueden resultar muy
sugerentes al respecto. En la novela Nana de Zola (1879), leemos que un alegre grupo de
hermosas cortesanas hace una excursión. La antigua prostituta Gaga reconoce, ante la visión
de la propiedad de la vieja Irma, la suerte de una se sus colegas de profesión:

-¡Irma se ha colocado bien! -dijo Gaga preparándose ante una reja, en el


ángulo del parque, sobre la carretera.
Todos miraban en silencio en la espesura del bosque que obturaba la reja.
Después, en el caminito, sí quiero ver muro del parque, elevando la mirada hacia lo
alto para admirar los árboles, cuyas altas ramas se desbordaban en una bóveda espesa
de verdor. Al cabo de 3 minutos se hallaron nuevamente ante una reja; ésta permitía
ver un amplio césped en el que dos hayas seculares creaban sabanas de sombra, Y 3
minutos más tarde había otra reja, y tras ella se extendía aún ante sus ojos una
avenida inmensa, un pasillo de tiniebla, al fondo del cual el sol formaba una mancha
viva de una estrella. El asombro, en un primer momento silencioso, dejó paso poco a
poco a las exclamaciones. Habían intentado bromear, con un punto de envidia; pero
decididamente eso las tenía en un puño. “¡Qué fuerza la de esta Irma! Esto da una
pequeña idea de esta mujer”. Los árboles se sucedían, Y sin cesar volvían a aparecer
mantos de hiedra que rebasaban el muro, los techos del pabellón sobresaliendo, las
cortinas de álamos reemplazando las masas profundas de olmo y sauces. ¿Esto no se
acaba jamás? Las señoras deseaban con avidez ver la morada, cansadas ya de girar
siempre, sin percibir otra cosa en cada mirada más que las profundidades del follaje.
Se agarraban con sendas manos a los barrotes apoyando sus caras contra las rejas de
hierro. Una sensación de respeto las invadía. Al ser mantenidas a distancia de esta
manera, soñaban con el invisible castillo en medio de inmensidad. De repente dejaron
de caminar, sintiendo la fatiga. Y el muro no se acaba nunca, a cada recodo del
camino desierto, la misma línea de piedras grises se alargaba. Algunas, desesperando
de poder llegar al final, hablaban de volverse atrás. Pero cuando más las extenuaba la
caminata, más respetuosas se volvían, como imbuidas de antemano y a cada paso que
daban de la tranquilidad y la real majestad de la propiedad [...]. Bruscamente, en el
último recodo, que desembocaba en la plaza del pueblo, el muro se acabó, y apareció
el castillo, al fondo del patio de honor. Todas se detuvieron, sobrecogidas por la
grandeza altiva de las largas almenas y las veinte ventanas de la fachada. Nana,
sofocada, suspiró como un niño.

En este pasaje hay una forma de filtro colectivo: es el grupo que pasea. Lo primero
que, en definitiva, percibe el lector es la importancia de una búsqueda: la emprendida por la
heroína de la novela. Más aún, en el conjunto de la novela esta escena desempeña un papel
clave, puesto que en ella Nana se enfrenta a la incógnita de su propio destino.

La búsqueda que aludimos es exclusivamente de naturaleza óptica (todos miraban /


elevando la mirada hacia lo alto / se extendía aún ante sus ojos / deseaban con avidez ver la
morada), lo cual conlleva un acrecentamiento de la tensión narrativa ( al cabo de tres
minutos / 3 minutos más tarde / de repente / ya/). Un extraordinario sistema de filtros ( la
espesura del bosque / muro / nuevamente una reja / masas profundas de Olmos, etc.) se
instala tanto en el tiempo como en el espacio, con lo que el paseo cobra un sentido casi
alegórico.
Un segundo ejemplo procede de la novela del mismo autor, El vientre de París
(1873). Aquí es Mademoiselle Saget la típica figura intermedia. Ella es quién transporta las
noticias a todo el barrio de Les Halles. El pasaje a qué me refiero es el siguiente:

Un atardecer Madeoisielle Saget reconoció de su buhardilla la sombra de


Quenu sobre los cristales descuidados del ventanal del gabinete que daba a la calle
Pirouette. Mademoiselle había encontrado allí un excelente puesto de observación,
frente a esta especie de transparencia lechosa, en la que se dibujan las siluetas de los
caballeros y el intercambio repentino de las narices, los perfiles de las enormes,
sobresalientes mandíbulas, los brazos que se alargaban bruscamente, sin que se
percibieran los cuerpos. Esta dislocación sorprendente de los miembros, estos perfiles
mudos y furibundos que denunciaban al exterior las ardientes discusiones del
gabinete. Se mantenía tras los visillos de muselina hasta que su transparencia se
volvía negra. Ella sentía aquello como una canallada. Finalmente acabó por reconocer
las sombras en las manos, en los cabellos, en los trajes. En los agresivos puños
alzados, en las coléricas cabezas, en los hinchados hombros, que parecían dislocarse y
rodar unos sobre otros [...]. Después, cuando las siluetas se calentaban, y se volvían
absolutamente desordenadas, sentía una irresistible necesidad de bajar e ir a ver.

Tenemos aquí uno de los más importantes informes de “espionaje nocturno” de toda
la obra de Zola. La figura-filtro de Mademoiselle Saget se alinea en uno de los dos sistemas
filtro más importantes: “tras los visillos”, ella observa lo que ocurre a través de la
“transparencia lechosa” de la ventana de la casa de enfrente. Se trata -y aquí la maestría de
Zola es inigualable de una especie de lugar de pantomima, en el cual todo se deshace en
fragmentos o misteriosos efectos. El personaje-filtro (nosotros vemos únicamente lo que
puede ver Mademoiselle Saget) se confronta a una experiencia fantasmal. Su “cometido” es
el de descifrar el sistema de signos, y en parte lo logra. La dificultad de la tarea se vuelve sin
embargo insuperable cuando la “transparencia lechosa” vira a una transparencia negra, es
decir cuando la acción se anima tanto que se hace cada caótica, y es entonces cuando la
representación acaba. Tanto la ausencia como el exceso de acción determinan el fin de la
experiencia de observación.

Ambos paisajes muestran cómo la narrativa de los años 60 del siglo XIX tematizó la
dificultad del mirar. En Nana se sigue paso a paso la mirada ávida del que a través de la
dificultad consigue al fin satisfacer la curiosidad; en El vientre de París, por el contrario, se
representa el camino inverso, que va de la voluntad de ver desde una semi-satisfacción hasta
la constatación del fracaso final. En definitiva, lo importante es observar que para Zola, que
precisamente teorizó sobre el “velo” como metáfora del arte, el tema de la mirada
obstaculizada ocupa un lugar crucial.
Y ahora volvamos a Manet.

En El Ferrocarril [1], la dificultad del mirar es el tema del cuadro. Pero la narración
está ausente. Manet -los críticos contemporáneos lo han señalado muchas veces- manifestó
poco interés por la narración. Sin embargo, la puesta en escena del mirar inyecta tensión en
el cuadro, precisamente porque esta acción resulta abortada. Tensión y frustración se
transfieren al espectador del cuadro, en el que se nos invita a seguir el proceder de la niña,
hasta obligarnos a adoptar su postura. Con ellos surge una “moderna” magia, que alcanza en
esta imagen extremos insospechados.

Podríamos concluir afirmando que en este caso - al contrario de lo que ocurriría en la


tradición- la dificultad de la mirada adquiere un matiz poético gracias al intercambio de
papeles qué implícitamente correspondían al espectador: su “ derecho a ver claro” se
difumina.

Esto deriva principalmente de la especial temática de esta obra. Al contrario de lo que


sugería la teórica disertación de Zola, la pantalla, está aquí presente no solo como soporte
conceptual de la imagen, sino como sujeto del cuadro. Aquí intervienen los elementos del
lenguaje de la imagen que - si no me equivoco - impregnaban entonces la “ nueva pintura”.
Estamos en la época de la industrialización. Los nuevos conocimientos de percepción óptica
y una joven inocente, pero de mirada curiosa conforman el tema del cuadro. Además, es
precisamente este lienzo el que Manet envía a la exposición oficial del Salón parisino, en un
acto claramente provocativo, mientras sus jóvenes colegas forman un frente común y
organizan ese mismo año una muestra alternativa en el taller fotográfico Nadar, situado en el
Boutra des Capucines.

Llegados a este punto conviene recordar cuando se dijo acerca de esa célebre exposición de
1874 que ha pasado a la historia con el nombre de “primera exposición impresionista”:

Estos pintores son impresionistas en el sentido de que no pintan el paisaje, sino la


sensación producida por ese paisaje. Esta palabra ha pasado ahora a su lenguaje: no
es “ paisaje” sino “impresión'', cómo se titula en el catálogo de exposición la obra
Impresión. Soleil Levant de Monet.
Así, el cuadro impresionista es el resultado de lo individual, de la subjetiva recepción de la
realidad. La creación de Manet se aleja, sin embargo, voluntariamente de esa tendencia. Tal y
como Stéphane Mallarmé señala en un texto básico de 1876, el arte de Manet “muestra la
total ausencia de Yo en relación con la interpretación de la Naturaleza.

Si en cambio contemplamos los cuadros que se exhibieron en la primera exposición


de 1874, comprobaremos que en uno de ellos incluso la “impresión” se tematiza como el
resultado del “mirar a través”. Se trata de la obra titulada Boulevard des Capucines de Claude
Monet [7].
7. Claude Monet, Boulevard des Capucines, 1873, 80 x 60, colección particular.

Esta obra es una imagen clave para entender el conjunto de la exposición. Presenta
una vista de París a través de la humedad que resbala del cristal de una ventana. En la
imagen se cuela no sólo la subjetiva visión del artista, sino también la especial situación des
su enfoque. Zola hubiera, sin embargo, empleo de la palabra “pantalla”. En la obra de
Monet el contexto mismo de la percepción de la imagen ( el cristal mojado de la ventana ) se
presenta como tal, a la vez que se captura y dirige la mirada del espectador. Este cuadro es
además importante por otro motivo. Se titula Boulevard des Capucines y muestra una vista
que se pudo tomar a través de una de las ventanas del propio local donde tuvo lugar la
exposición ( 35, Boulevard des Capucines) en un día de lluvia. Este significativo
metadiscurso hace confluir “creación” y “exposición” en una sola imagen.

En 1874 la “mirada condicionada” constituye pues, por un lado, el tema de la imagen


de Manet y, por otro, aparece bajo otra forma en el cuadro de Monet y también en los de otros
pintores impresionistas.

La diferencia consiste en el hecho de que Manet prefiere el formato del gran lienzo
propio del Salón, para plantear un reto que lo enfrenta a la vez con la tradición y con el arte
contemporáneo. Su “nueva mirada” contiene, escondida en la poesía de la imagen, una
reflexión crucial: todo el cuadro está atravesado por un sistema de filtros (la verja/la
humareda), que se convierten en una infranqueable barrera visual.

Monet elige realizar una imagen alternativa que se exhibe en una exposición
alternativa: una imagen que se define a sí misma como una mirada velada que invita al
espectador a experimentar con su propia visión en la realidad de su experiencia.

Cuándo y cómo estas dos corrientes llegaron a dialogar, no es fácil decirlo. La


carencia de fuentes escritas se suple feliz y significativamente con una superabundancia de
fuentes plásticas. Estás testimonian que en los años inmediatamente siguientes los artistas
trabajaron muy activamente para llegar a un punto de encuentro entre ambas tendencias.
8. Berthe Moristot, El balcón, 1872, óleo sobre lienzo, 60 x 50 cm, colección particular.

Manet concibió El ferrocarril [1] en la estrecha colaboración con Morisot. El cuadro


de esta pintora titulado el balcón [8] evidencia cuán cerca estaban entonces maestro y
discípula; aunque es notoria la específica manera de Manet de abordar la misma estructura
figurativa en este cuadro de gran formato para el Salón, que le permite combinar el punto de
vista del espectador con el de figura-filtro, aumentando así el papel del obstáculo visual desde
el interior mismo de la imagen.
9. Édouard Manet, Berthe Morisot, 1872, óleo sobre lienzo, 60 x 45 cm, París, Musée
d’Osray.

Berthe Morisot se dejó tentar con frecuencia por el tema del “mirar a través”, lo que
para Manet debía de ser de sobra conocido, puesto que en 1872 pintó un retrato de su amiga y
cuñada en el que ésta presenta una insólita pose. Berthe sostiene frente a su rostro un abanico,
a través del cual su mirada filtrada enfoca el mundo de la realidad [9].

Y en efecto, pocos años después de este retrato “ emblemático” y tras la exposición de


El ferrocarril [1] en el Salón parisino, Berthe Morisot pinta un cuadro en 1875 [10] en el que
de nuevo la mirada obstaculizada es el tema principal.
10. Berthe Morisot, Eugéne Manet en la isla de Wight, 1875, 38 x 46 cm, colección
particular.

Esta obra muestra a un hombre (Eugéne Manet, hermano del pintor) que mira a través
de una ventana hacia el exterior. El paseo del puerto en la isla de Wight es su telón de fondo.
Un complicado sistema de filtros (los visillos entreabiertos, la maceta con flores, la reja, el
marco y el alféizar de la ventana) dificultan forzosamente la mirada del espectador. La figura
de una mujer queda descompuesta, la espalda de una jovencita también. Las jovencitas mira
la lejanía, y su mirada queda frenada por una barrera de mástiles que impiden la visión del
horizonte. Este sistema-filtro esta mujer se extiende mediante sucesivos telones hasta
alcanzar las profundidades de la imagen. A diferencia del cuadro enviado al Salón por Manet,
aquí todo el cuadro de Berthe Morisot se ha convertido en un sistema de filtros. La artista
consiguió hacer la tematización de la “mirada interrumpida” su propia pintura. En 1876 envió
a la segunda exposición de los impresionistas una serie de cuadros que surgieron igualmente
en la isla de Wight y que aportaban una nueva “impresión”, compendiada, velada y
mediatizada [11].
11. Berthe Morisot, Vista de la isla Wight, 1875, óleo sobre lienzo, 48 x 36 cm, colección
particular.

Entre los artistas pertenecientes al grupo de los “impresionistas”, el más fácil de


descifrar es Gustave Caillebotte (1848-1894). Su figura es conocida en la historia del arte
moderno sobre todo por su labor como coleccionista. Precisamente quisiera subrayar aquí
cuán importante fue su arte “coleccionar ideas”.
12. Gustave Caillebotte, El Puente de Europa, 1876, óleo sobre lienzo, 124 x 180 cm,
Ginebra, Musée du Petit Palais.

En la tercera exposición de los impresionistas, en 1877, Caillebotte presentó un


cuadro muy ambicioso: El puente de Europa [12]. Su tema es un día cualquiera en el París de
la modernidad. El armazón de hierro del puente se presenta con ayuda de la perspectiva en
una vertiginosa fuga que acentúa la profundidad de la toma. En el lado derecho de la imagen
un hombre pensativo observa a través de las barandillas del puente el extenso panorama de
los trabajos que realizan al otro lado. La herencia de Manet no se advierte a primera vista,
pero el préstamo de Caillebotte destaca súbitamente al observar la idea. primitiva. Ésta
aparece también en otro cuadro de 1876 [13], donde la deuda hacia Manet se descubre y
radicaliza. Caillebotte logra en esta pequeña versión de El Puente de Europa uno de sus más
originales cuadros. La “mirada obstaculizada” del hombre moderno alcanza aquí un
asombroso resultado.
13. Gustave Caillebotte, El Puente de Europa, variante, 1876-1877, óleo sobre lienzo, 105
x 131 cm, Fort Worth, Kimbell Art Museum.

14. Émile Zola, Vista a través de la torre Eiffel, 1900, fotografía.


Manet no se advierte a primera vista, pero el préstamo de Caillebotte destaca
súbitamente al observar la idea primitiva. Ésta aparece también en otro cuadro de 1876 [13],
donde la deuda hacia Manet se descubre y radicaliza. Caillebotte logra en esta pequeña
versión de El puente de Europa uno de sus más originales cuadros. La “mirada
obstaculizada” del hombre moderno alcanza aquí un asombroso resultado.

Conviene señalar que la pintura y la literatura fueron a la par en el tema de la


problematización de la mirada. Lo demuestra una vez más la obra de Émile Zola. En los
últimos años el escritor se dedicó siempre más intensamente a la fotografía. No pocos de sus
ensayos le presentan en estrecho contacto también con los pintores de su tiempo. Con
frecuencia sus imágenes están tomadas a través de un complicado “filtro” [14]. El espectador
adopta una posición idéntica a la de alguno de los anónimos caballeros con sombrero de copa
que pinta Caillebotte [13]. Caillebotte adopta la pose del espectador en el interior del sistema
de filtraje programado y seguido a veces lúdicamente. Es interesante contemplar la serie de
cuadros que se inicia con el Hombre asomado al balcón (1880) [15].

15. Gustave Caillebotte, Hombre asomado al balcón, 1880. óleo sobre lienzo, 117 x
90 cm, Suiza, colección particular.
Un hombre vestido con traje de ciudad se asoma a un balcón y mira hacia abajo, a la calle.
Nosotros contemplamos lo que él mira y algo más: la reja del balcón y el personaje, en parte,
oculta. El segundo cuadro de la serie, pintado un año más tarde [16], muestra una escena
similar. El espectador “interno”, antes presente, ha desaparecido; el espectador externo del
cuadro ocupa su puesto. Sin embargo, existe una diferencia respecto al primer cuadro. En
aquel, el espectador implícito y tematizado disfrutaba de la vista de la ciudad. Frente al
segundo lienzo en el que el personaje ha desaparecido, el espectador percibe algo más de lo
que habitualmente se veía, esto es, hace suya la mirada filtrada, se convierte en el filtro que la
llevaba. En un tercer cuadro [17], Caillebotte consigue finalmente un desconcertante logro.
La superficie del cuadro coincide totalmente con el sistema de filtros.

16. Gustave Caillebotte, Un balcón en París, 1880-1881, óleo sobre lienzo, 55,2 x 39 cm,
colección particular.
17. Gustave Caillebotte, Vista a través de las rejas de un balcón, 1880-1881, óleo sobre
lienzo, 64 x 54 cm, colección.

Con ello la idea de Monet [7] llega a su paroxismo.Es importante subrayar que en la
serie de cuadros de Caillebotte (como ocurría también en los repetidos ensayos de Berthe
Morisot) las soluciones se encadenan casi narrativamente, dejando al descubierto la misma
relación dialéctica entre el “ver” y “no ver” de la estética impresionista.

Naturalmente, también existen obras impresionistas en las que la coincidencia entre el


condicionamiento y la curiosidad de la mirada tienen su propio encanto, aunque sin haber
logrado llenar narrativamente el mismo camino. Recopilarlas todas puede resultar excesivo y
aún superfluo. Basten dos ejemplos, escogidos entre la obra de dos de los artistas más
significativos de la “ nueva pintura”, para hacernos una idea.
18. Edgar Degas, En el café des Ambassadeurs, 1885, pastel sobre agua fuerte , 26,5 x
29,5 cm , París, Musée d ’Orsay.

El pastel titulado En el café des Ambassadeurs (1885) [18] es un buen ejemplo del
arte de Degas.Contemplamos la cena de un concierto desde atrás lo que destaca de inmediato
en esta imagen es que la contemplación tiene lugar desde un punto determinado. La situación
de contemplación es identificable mediante algunos elementos existentes. Un parapeto de
madera, una pilastra y una rama de árbol permiten y obstaculizan al mismo tiempo el
ascensor a la imagen.

Lo más significativo, lo más importante es que estos elementos-filtro redoblan el


marco del cuadro desde su interior. El marco del cuadro (o el seudomarco) se ha convertido
aquí en un sistema-filtro. Lo que, por otra parte, supone un hallazgo muy interesante para el
modo hacer la “nueva pintura”, que precisamente en 1876 Edmond Dueanty (quizás bajo el
influjo del propio Degas) definía así:

Aspecto de las cosas y de la gente se ofrece de mil maneras imprevistas en la realidad.


Nuestro punto de vista no es siempre el centro de una habitación, con sus dos paredes
laterales que huyen hacia el fondo [...]. Nuestra mirada se detiene a un lado a cierta distancia
de nosotros, parece limitada por un marco, y no se ve de los objetos laterales más que el
borde de este marco.

En Degas [18], el sistema de encuadre del interior del campo de visión se corresponde
con este estar precisamente entre dos niveles. Se halla la imagen, pero es al mismo tiempo
perceptible como huella de su presencia el lugar de la toma.

Wolfgang Kemp ha señalado muy acertadamente que en Degas los elementos de


lproximidad (aquí el parapeto de madera, la rama de árbol, la pilastra) son muy
condicionantes y con frecuencia pintados de modo muy convencional.

Como último ejemplo aportaré una imagen de Claude Monet. Se trata de una obra de
1878 que desarrolla una idea de Corot, y tiene como título Primavera a través de las ramas
de los árboles [19].
19. Claude Monet, Primavera a través de las ramas de los árboles, 1878, óleo sobre
lienzo, 52 x 63 cm, París, Musée Marmottan.

La intendencia operante (sea ésta la del pintor o la del espectador) se halla frente a un
paisaje primaveral del que queda separado por una barrera natural. Nos preguntamos qué es
lo más importante en este cuadro, el escondido paisaje o las ramas presentes en el primer
plano de la imagen. No hay duda de que en este caso no solo se comparte una impresión, sino
además su efectivo condicionamiento, aunque es evidente que este primer plano está apunto
de pelar la imagen.
20. Charles Henry, Una mancha, caricatura para la revista La Vogue, 2 de mayo de 1886

Una mancha, caricatura de 1888 (Año de la última exposición impresionista), ilustra


admirablemente el modo en que la problemática de la mirada obstaculizada o condicionada
fue recibida por la parte más conservadora de la escena artística [20]. Los rasgos más
importantes de la “ nueva pintura” ( la renuncia a la narración, el predominio de la impresión
individual, el lugar de la toma y la dificultad de una obsesión directa) se tematizan aquí de
manera negativa. La caricatura -la impronta sucia de la base de una cacerola en una hoja en
blanco- se acompaña de una leyenda que dice así: “Detrás de las manchas que representan un
bosque con árboles y luces, el espectador debe esforzarse en ver la más bella escena de amor”
II. Caillebotte y la tramoya visual.

21. Gustave Caillebotte, Interior, 1880, óleo sobre lienzo, 116 x 89 cm,colección
particular.
Para Joris-Karl Huysmans, cronista de la Exposición de los artistas independientes de
1880, el cuadro titulado L’intérieur (Interior) [21]. de Gistave Caillebotte, “era pura y
simplemente una obra maestra”. Su descripción sigue siendo todavía hoy una de las mejores:

¿El tema?, ¡oh Dios mío!, es trivial. Una dama nos da la espalda, de pie frente a la
ventana, y un caballero, sentado en la poltrona, de perfil, lee el periódico junto a ella,
eso es todo [...]. Al fondo de la escena, a través de la ventana que se abre al día, el ojo
percibe la casa de enfrente, las grandes letras doradas que la industria hace campear
sobre las balaustradas de los balcones, sobre el antepecho de las ventanas, en esta
escapada sobre la ciudad [...]. La pareja se aburre, como en la vida suele suceder. Es
un rincón de la existencia cotidiana contemporánea, tomado tal cual [...]. En cuanto a
la realización del cuadro, es simple, sobria, diría incluso que es casi clásica. Ni
manchas temblorosas, ni fuegos de artificio, ni intenciones rebuscadas, ni
negligencias.

Está descripción no agota el cuadro. Pero, indirectamente abre la vía a la


interpretación. Si lo sé cushion del lienzo ( la factura) “ es casi clásica” (o sea, “no
impresionista” y su argumento es trivial, el “quid” de la obra no debe buscarse ni en la
factura ni en el argumento, sino en la puesta en escena de una intriga visual. Ahí
precisamente reside el núcleo de la representación. Conviene puntualizar que se suele
considerar a Caillebotte como un espíritu del movimiento impresionista. No es este el
momento de polemizar sobre lo justo o injusto de esta opinión. Resulta mucho más
gratificante tratar de entender su actividad de pintor en relación con la que fue su verdadera
vocación, la de coleccionista. Aquí radica el interés de su obra: su pintura es la de un
coleccionista del ideario impresionista.

En el cuadro Interior, Caillebotte se enfrenta a uno de los puntos candentes de la


nueva poética pictórica, precisamente a lo que hemos llamado la “ tematización de la
mirada”. Esta obra supone la realización o, mejor aún, la cúspide de una relación que contaba
ya (en el año 1880) con más de 10 años de existencia.

Contemplemos ahora el lienzo. Un hombre, sentado, lee el periódico; una mujer, de


pie, mira por la ventana.Ni él ni ella se ven íntegramente. El punto de vista del pintor ( y por
extensión del espectador) es muy cercano al de los personajes. El marco del cuadro corta
limpiamente el espacio de la vida cotidiana. Se ve solo parte de la habitación donde
transcurre la escena, y ni siquiera el propio cuerpo de los actores queda totalmente dentro del
marco. Lo quedemos es un fragmento, pero este fragmento es tan elocuentes que contiene ( y
ahora lo advertimos) el núcleo esencial de representación. Leer/mirar, mirar/leer son
actividades que se oponen e interfieren. Lo “legible” y lo “visible” forman el nudo de la
representación, o más exactamente su problemática. Tanto el periódico abierto como la
ventana con las cortinas corridas permiten solo un acceso parcial del espectador a los secretos
de la imagen. Pero las diferencias entre los objetos desplegados en el centro del cuadro son
importantes. Así, mientras la página impresa resulta inaccesible, la ventana plantea un
complicado juego entre lo “visible” y lo “invisible”.

El motivo de la ventana es importante en la medida que propicia un desdoblamiento


de la imagen en el interior del mismo cuadro. El marco de la ventana corre paralelo al del
lienzo. El rectángulo vidriado del segundo plano queda encajado en la superficie enmarcada
de la pintura. Sus márgenes, en el ángulo izquierdo de la representación, coinciden en parte.
La ventana es “ una imagen en la imagen”, y parte integrante de una tradición que remonta al
Renacimiento, es una metáfora de la pintura. Pero es bueno matizar esta idea. Si las teorías de
León Battista Alberti comparaban la puesta en perspectiva de la realidad con una “ vista a
través de la ventana abierta”, en el Impresionismo la vista a través de la ventana, aún
conservando el papel de metáfora de la representación pictórica, cambio de sentido, y
continúa siendo un emblema de la “nueva pintura” por dos razones. La primera, por el
arbitrario corte que el marco de la ventana efectúa; la segunda, por la graduación de la
visibilidad que ofrece su superficie acristalada.

Dos célebres textos constituyen el sustrato teórico del cuadro de Caillebotte. El


primero lo debemos a Edmond Duranty, y apareció en 1876 con ocasión de la segunda
exposición impresionista:

Nuestra mirada se detiene a una distancia muy próxima a nosotros, se diría limitada
por un marco, y tan solo ve los objetos laterales que el marco permite ver. Desde el
interior, es la ventana la que nos comunica con el exterior; la ventana es un marco que
nos acompaña todo el tiempo que pasamos en la habitación, y ese tiempo es
considerable. El marco de la ventana, según estemos cerca o lejos, sentados o en pie,
corta el espectáculo exterior de manera inesperada, cambiante, ofreciéndonos una
variedad inaudita; esta improvisación es uno de los más grandes encantos de la
realidad.

El segundo texto no tiene una relación directa con la poética pictórica, pero se refiere
a la representación artística llamada “realista”. Se trata de un breve ensayo de Zola titulado
L'écran (La pantalla):

Cualquier obra de arte es como una ventana abierta a la creación; ella contiene,
encajada en el vano de la ventana, una especie de pantalla transparente, a través de la
cual se perciben los objetos más o menos deformados, que sufren cambios más o
menos sensibles en sus contornos y en su colorido.

No podemos afirmar sí el pintor tuvo en su mente las consideraciones de Duranty y


Zola al componer el cuadro. Sin embargo, éste se presenta como el correspondiente plástico
de las ideas expuestas en dichos textos. El personaje central del cuadro —la mujer que nos
vuelve la espalda— desempeña el papel de filtro. Ella nos invita a aceptar a pie juntillas su
perspectiva, a adoptar su limitado ángulo de visión. Este personaje tiene además la fuerza de
un imán, pues consigue atraer nuestra mirada hacia las profundidades del espacio
representado, haciéndonos olvidar, casi por completo, el «primer plano», formado por el
hombre absorto en la lectura del periódico.
21a- Gustave Caillebote, Interior, detalle.

Al personaje-filtro de la mujer se añade el objeto-filtro: la ventana. El pintor no deja


ningún resquicio de duda al insistir con evidente placer en el carácter estratificado de este
diafragma transparente: los pesados terciopelos drapeados se abren, los visillos también
[21a], Sin embargo, la presencia de este doble cortinaje es elocuente, en la medida en que
significa la dificultad de acceso a lo visible. Existe una tercera capa: la propia ventana, el
cristal. Se trata de una superficie transparente que deja pasar la mirada, aunque a riesgo de
empañarla, al modo de la pantalla que nos describe Zola. Y finalmente, más allá de este
vidrio lechoso se alza una última barrera, la reja del balconcillo que viene a censurar la parte
inferior de la visión. Todo este mecanismo de filtros —resulta casi inútil precisarlo— se
dirige más hacia la mirada del espectador y menos hacia la del personaje representado. A los
ojos del espectador la mujer de espaldas forma parte del sistema de capas (superficies). Se
nos invita a mirar «a través de sus ojos» mientras su silueta frena o interrumpe la circulación
de nuestra mirada. Con la frente apoyada en el cristal, la dama de Caillebotte ve seguramente
mucho más de lo que nosotros alcanzamos a ver. Su silueta repite el marco de la ventana y su
gran vertical se entrecruza con la balaustrada del balcón. De este modo la visión del
espectador a través de este sistema de alternancias no sólo se encuadra, sino que se parcela, se
divide.
Podemos acercarnos ahora sin dificultad a considerar el papel de la mujer en la
economía de la representación de los «personajes reflector» o los «personajes de arranque»8
de los que la literatura de la época, desde Henry James a Zola, supo aprovecharse, con la
diferencia de que en la literatura los personajes focalizadores no son forzosamente los
personajes más focalizados del relato. La pintura, por su parte, y especialmente a partir de
Degas, sintió debilidad por estas apariciones que, al margen de la representación, introducen
al espectador en la imagen. En la obra de Caillebotte, que sigue muy de cerca la idea de
Manet plasmada en El ferrocarril [1] (1872-1873), el «personaje portador de la mirada»
conquista el centro del cuadro. El espectador, tras haber sucumbido a su llamada, abandona al
caballero del primer plano y se ve arrastrado por la fuerza de su mirada; por último abandona,
a su vez, al personaje femenino para acabar fijándose en el objeto de su atención. Al mismo
tiempo Caillebotte introduce una sutil pero muy importante disyunción. Existe, hay que
subrayarlo, un desfase entre lo que nosotros vemos y lo que la mujer contempla.

Lo que nosotros vemos a través del filtro de la ventana es una parte de la fachada de la
casa de enfrente. La mirada se ve aspirada —Huysmans lo había señalado ya— por las cinco
letras doradas de un anuncio. Resulta muy significativo que en el marco de la ventana, lo
legible (oculto en el primer plano de la representación entre los pliegues del periódico)
reaparezca sobredimensionado y con un aspecto hiperbólico. Se trata, efectivamente, de algo
«legible» transformado exclusivamente en «visible», puesto que la sucesión entrecortada de
las letras enmascara el sentido de la inscripción, dejando vía libre a una especie de veneración
por el poder de la letra en cuanto letra, una veneración no tanto por el valor semántico del
signo (la sucesión «NT... RBU» permite pocas posibilidades de éxito al intentar descifrarla)
como por su propio impacto visual.

En el piso inmediatamente inferior al que ostenta la inscripción se despliega una línea


de ventanas, en su mayoría ciegas. Las dos primeras, a la izquierda, tienen las cortinas
corridas, la última a la derecha aparece incluso tapiada. Una única ventana deja entrever en su
marco una silueta. Este es un descubrimiento tardío del espectador una vez que su mirada ha
recorrido ya toda la superficie legible/visible de la fachada. Sólo entonces advierte que es
hacia esta ventana, y únicamente hacia ella, adonde parece dirigirse la mirada del
personaje-filtro.
El motivo de la mirada (y sobre todo de la mirada femenina) a través de la ventana ha
gozado de la atención competente de los historiadores de la literatura del siglo XIX, pero
inexplicablemente ha sido olvidada por los historiadores del arte de la pintura. Desde Flaubert
y Zola” a Proust, pasando por Henry James o Conan Doyle, la ventana se ha considerado casi
siempre como una apertura del interior hacia el mundo exterior, como una pequeña escena en
la que se produce un encuentro, tanto en el orden visual como en el lugar de la
representación.

Philippe Hamon ha demostrado, en sus estudios sobre la obra de Zola, que este autor,
suele hallarse ante un esbozo de puesta en escena de la mirada, que va del espacio cerrado de
la habitación o del salón hacia el espacio abierto que se extiende más allá del marco de la
ventana. En la economía del relato de Zola el motivo de la ventana es el medio predilecto
para introducir una descripción en el flujo narrativo.

Si intentamos leer el cuadro de Caillebotte poniendo como tela de fondo la literatura


de su tiempo, posiblemente entenderemos mejor su obra. Es obvio que podemos hablar de
una atmósfera «flaubertiana» o «zoliana» en este cuadro, y es muy posible que recordemos
también el «gran crucifijo aburrido de la pared vacía» de Mallarmé sin agotar en estas
secuencias recreadas el papel que la ventana desempeña en esta obra.

Lo que en mi opinión marca la diferencia es el hecho de que a través de esta ventana


el espectador no se ve conducido hacia un espacio abierto, sino que es detenido bruscamente
por la pared de enfrente. La propia calle es sólo un espacio intermedio y apenas perceptible.
El personaje-filtro canaliza nuestra mirada hacia el rectángulo semitransparente de la ventana
de enfrente, lo que repite en miniatura y a la inversa el sistema de filtros que se superponen:
marco/cristal/cortina/personaje.

De este modo nos vemos confrontados a una situación especular ineludible, a una
«puesta en espejo» del conjunto de la representación. En este punto se hace indispensable
realizar un esfuerzo de interpretación. Al igual que el intento de descifrar la escritura («NT...
RBU») tropieza con dificultades insuperables, el intento de descifrar por completo lo visible
encuadrado tiene pocos visos de llegar a buen término.
Curiosamente, este tema tuvo en la literatura sus manifestaciones más elocuentes. El breve
poema en prosa de Baudelaire titulado «Les fenétres» (Las ventanas), de 1863, marca su
punto culminante:

El que desde afuera mira por una ventana abierta nunca ve tantas cosas como el que
mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo,
más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela. Lo que se
puede ver al sol siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En
aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida.
Más allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre,
inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro, con su vestido, con su
gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o mejor, su leyenda,
y a veces me la cuento a mí mismo llorando.

Lo que para nosotros tiene más interés en este poema en prosa de Baudelaire es la relación
que introduce entre «visión» e «historia». La visión de la figura en el alféizar de la ventana se
convierte en argumento de la narración. El rectángulo transparente es una superficie de signos
mudos («vestido», «gesto», «casi nada») que se pueden moldear en una historia. La historia
(la leyenda) no pertenece realmente al personaje, sino al espectador. Este esfuerzo de la
imaginación narrativa proporciona a Caillebotte una ayuda importante. Frente al cuadro el
espectador dispone, es verdad, de mil maneras de reconstruir el relato (si éste existe). Lo que
no puede olvidar es precisamente la situación especular de puesta en escena mediante esta
escena muda: en el alféizar de otra ventana, hay quizás otra mujer que se yergue en la misma
actitud, y detrás de ella se halla quizás también otro hombre disfrutando del reposo
dominical. El cuadro de Caillebotte se refleja a sí mismo.

De nuevo hemos de hacer una matización. La novedad de Caillebotte consiste en


haber trabajado al mismo tiempo sobre el registro de la transparencia y sobre el del reflejo.
Este doble juego tiene un precedente en otro cuadro del mismo pintor, Jeune homme á sa
fenétre (Hombre asomado al balcón) [15]. El cristal de la ventana abierta era el que en la gran
tradición de la pintura holandesa del siglo XVII hacía la función de superficie reflejante. En
Interior (1880) no hay espejo, aunque sí una situación especular, sugerida por el sucesivo
encajarse de transparencias que se corresponden. Y es precisamente este sistema de
inversiones funcionales lo que configura el «relato».

Hagamos ahora una nueva incursión en el campo de la literatura. Una lectura paralela
del cuadro de Caillebotte y un relato de Maupassant resulta esclarecedora al evidenciar no
sólo la convergencia, sino también la divergencia entre discurso literario y discurso pictórico:

Esto me ocurrió ayer durante el día... hacia las cuatro... o las cuatro y media. No lo sé
con seguridad. Conoces bien mi apartamento; sabes que mi saloncito, donde me
encuentro casi siempre, da a la rué Saint-Lazare, en el primer piso, y que tengo la
manía de ponerme en la ventana para mirar pasar a la gente [...]. Bien, pues ayer
estaba sentada sobre una silla baja que me había hecho instalar en el alféizar de la
ventana; ésta estaba abierta, y no pensaba en nada; respiraba tan sólo el aire azul.
¿Recuerdas aún qué buen día hacía?
De repente, advertí que, al otro lado de la calle, había también una mujer en la
ventana, una mujer vestida de rojo; yo iba de malva, ya sabes mi bonito traje malva.
Yo no conocía a esa mujer, una nueva inquilina, instalada hacía un mes, y como llueve
desde hace un mes, no la he podido ver aún. Enseguida advertí que se trataba de una
mala mujer; por de pronto me disgustó y contrarió mucho que estuviera en la ventana
de enfrente; después, poco a poco me divirtió examinarla. Estaba apoyada y acechaba
a los hombres y los hombres la miraban, todos o casi todos [...]. No te puedes figurar
lo curioso que era verla hacer sus «tejemanejes», o mejor dicho su oficio [...].Yo me
preguntaba cómo hacía para hacerse entender tan bien, tan deprisa, tan perfectamente.
¿Añadía a su mirada un gesto con la cabeza o un movimiento de la mano?
Tomé mis prismáticos para estudiar su proceder. ¡Oh!, era muy simple: al principio
una ojeada, después una sonrisa, después un pequeño gesto que quería decir:
«¿Subís?», pero tan ligero, tan vago, tan discreto, que se precisaba de veras mucho
talento para ejecutarlo como ella.
Y yo me preguntaba: ¿podría hacer tan bien este pequeño golpe de abajo arriba, tan
atrevido y simpático? Pues era muy simpático su gesto.
Y me puse a ensayarlo ante el espejo. Ah, querida, yo lo hacía mejor que ella, ¡mucho
mejor! Estaba encantada; volví a ponerme en la ventana.
El cuento de Maupassant (1886) se titula elocuentemente «Le signe» (La señal), y se
basa en una semiología de lo mímético que explota a su más alto nivel la intriga visual. La
situación especular no dista demasiado de la representada por Caillebotte (1880) [21], y la
referencia al espejo en la última fase del pasaje citado aclara las cosas. Existe en la obra de
Maupassant un continuo vaivén implícito entre la ventana y el espejo, y otro semejante, pero
explícito. Existe además el recurso al instrumento óptico de aumento, los prismáticos de
teatro que focalizan y hacen inteligible «el signo». Estos dos instrumentos (cristal,
prismáticos) están ausentes en la pintura de Caillebotte, o, más exactamente, no están
presentes de manera explícita.Y ello por la simple razón de que el pintor trata la intriga visual
de un modo que podríamos calificar de «paranarrativo».

Basta leer un único pasaje del cuento para poder imaginar la totalidad del relato (la
joven baronesa interpretará durante media hora el papel de una mujer de vida alegre), en
cambio precisamos todo el poder de la imaginación de un Baudelaire para reinventar «la
historia» recogida en el cuadro titulado Interior. La ventana de Caillebotte no es la escena de
un relato, sino el lugar de la espera, la vigilia sobre el vacío desde donde puede surgir el
evento. Pero este último no se produce o no puede producirse. El cuadro es una
representación que roza la no significación. Reconstruir su «significado» sería una operación
tan temeraria como la de intentar descifrar el jeroglífico dorado inscrito en su mismo centro.
III. Vaporización y/o centralización sobre los (auto) retratos de Manet y Degas)

Los biógrafos sitúan en 1862 el primer encuentro entre Manet y Degas. Al parecer
tuvo lugar en el museo del Louvre, donde Manet sorprendió al joven Degas realizando
directamente sobre una placa de cobre una copia de la Infanta Margarita de Velázquez. Esta
anécdota tiene visos de ser un episodio más de la «leyenda del artista», puesto que presenta
curiosas semejanzas con otras situaciones que envuelven en un aire mítico el cruce entre dos
grandes pintores (Giotto y Cimabue, Perugino y Rafael). Existe sin embargo una importante
diferencia, pues entre Manet, nacido en 1832, y Degas, nacido en 1834, el episodio no acaba
en el estereotipo de la relación maestro/discípulo, sino que se transforma muy pronto en un
complicado y sinuoso diálogo, del que difícilmente se puede hablar de manera puntual. En él
coinciden la recíproca admiración, la rivalidad o la incompatibilidad de caracteres. Además,
hay que señalar la presencia de dos posiciones inconciliables, tanto con respecto al arte en
general como al «arte moderno» en particular. Las fuentes escritas son escasas en datos sobre
este asunto y será preciso investigar las obras de ambos maestros para tratar de descubrir las
razones de esta incompatibilidad. Las páginas que siguen tienen ese propósito, y para ello
parten del análisis de sus autorretratos y de los raros retratos que hicieron el uno del otro.
22. Édpuard Manet, Autorretrato, circa 1879, óleo sobre lienzo, 83 x 67 cm, Nueva York,
colección particular.

Disponemos de un único autorretrato independiente que nos presenta a Manet


pintando (1879) [22], Como todo autorretrato, el de Manet es un objeto paradójico. En esta
obra se advierte la superposición de varias capas de una retórica de la representación. La
primera apunta a la relación que esta imagen mantiene con el resto de su obra. Manet pintó
muchísimos cuadros, aunque se conserva un único autorretrato, «como pintor». Éste tiene la
virtud de escenificar una situación original.
El hecho de que Manet se represente no tanto «como es»sino «como quiere
mostrarse» lo revela la propia pintura. Con la paleta en la mano derecha y el pincel en la
izquierda, lo que vemos no es Manet sino su imagen invertida en un espejo. Ninguna fuente
menciona el detalle de que fuese zurdo, cosa muy poco probable, dado el tipo de formación
que se impartía a los pintores en el siglo XIX. La inversión derecha-izquierda, notoria en el
Autorretrato, debe pues tenerse por significativa. Michael Fried ha destacado recientemente
que también otros artistas contemporáneos de Manet la practicaron, y sus conclusiones son un
excelente punto de partida para nuestra investigación.

En cualquier autorretrato suele emplearse un espejo. Pero cualquier autorretrato aspira


también a reflejar, mediante el espejo, la imagen del pintor. Manet, por el contrario, renuncia
a representarse a «sí mismo» y se representa en el espejo. La inversión izquierda-derecha nos
indica que cuanto vemos es la imagen de una imagen, dicho de otro modo, es el pintor «en
figura».
23. Diego de Salvia y Velázquez, Las Meninas, 1656, óleo sobre lienzo, 318 x 276 cm,
Madrid, Museo del Prado.

Vestido de traje de calle y con sombrero, Manet se representa como “el pintor de la
vida moderna» por excelencia. Si recoje en la pose del artista un hallazgo de la pintura clásica
presente en Las meninas (1656) [23] de Velázquez («cuadro extraordinario» que, según su
propia opinión, «marcaba un hito»), lo hace prescindiendo de los numerosos personajes y del
vasto espacio del taller en penumbra, limitándose a focalizar una única figura, la suya. Paleta,
pincel y mirada del pintor son los términos del encuentro a partir del cual nace la pintura. El
escenario de producción, que en Las meninas es muy complejo e intrincado, se evoca en
Manet de modo elíptico y, por decirlo en términos actuales, «deconstruido». La tarea de
completarlo incumbe al espectador y supone un esfuerzo de integración: la confluencia de la
mirada del pintor con el pincel y la paleta se encuentra en el «aquí», la escueta y concreta
realidad está precisamente a punto de hacerse cuadro.

Un último detalle viene a completar la retórica de este autorretrato. Me refiero a su


carácter de non finito, o más exactamente, de esbozo. Dudo que este detalle sea imputable al
azar. La única parte no acabada de la imagen es la mano que sostiene el pincel. Esta se
representa como un caos de materia pictórica. Parece que el pintor, al llegar al extremo de su
mano en movimiento, hubiera sucumbido frente a la tarea de autorrepresentarse en su
actividad. Dado que es el acto mismo de la pintura lo que aquí se representa, la pintura vuelve
una y otra vez sobre sí misma, como un torbellino.
24. Édouard -manet, Autorretrato, circa 1878-1879, Tokio, Bridgestone Gallery.
Existe un segundo autorretrato de Manet de la misma época [24] que se encuentra
actualmente en una galería privada de Tokio y suele considerarse como un esbozo. Al
comentarlo en su monografía sobre Manet, Eric Darragon apunta que «el artista se representa
de pie como si pretendiese retroceder para juzgar su pintura». En los dos únicos autorretratos
independientes de Manet conocidos, se representan estos dos tiempos del oficio de pintor: la
realización de la obra y el retroceder dos pasos para juzgarla críticamente. Si esta
constatación de E. Darragon es exacta, esto significa que los dos autorretratos son el resultado
de un profundo análisis de la conocida y crucial postura velazqueña hasta llegar a escindirla
en dos cuadros distintos.

En Las meninas el pintor se representa en un momento plurivalente en cuanto a su


significación: retroceso e interrupción voluntaria del hacer están presentes a partes iguales.
En Manet estas dos hipótesis del pintor se focalizan de manera diferente. Por un lado, el
Autorretrato en busto, en el que coinciden el tema de la mirada con el tema de la realización
y, por otro, el autorretrato de cuerpo entero, realmente mucho menos conseguido (da la
impresión de que el artista lo abandonó a mitad de camino) y cuyo verdadero tema parece ser
el de la distancia crítica.
25. Édouard Manet, Jean-Baptiste Faure en el papel de Hamlet, 1877, óleo sobre
lienzo, 196 x 130 cm, Essen, Folkwang Museum.

En el caso de Manet, existe la posibilidad de descubrir la clave de lectura de sus obras


al consultar los testimonios de la época sobre su peculiar forma de exponer sus cuadros. Se
sabe que en su estudio estos autorretratos colgaban a ambos lados del retrato de Jean-Baptiste
Faure en el papel de Hamlet (1877) [25], Me parece oportuno tratar de averiguar las razones,
hasta el momento inexploradas, que llevaron a Manet a formar esta serie.
26. Diego de Silva y Velázquez, Pueblo de Valladolid, 209 x 123 cm, Madrid, Museo del
Prado.

En primer lugar, resulta curioso que las tres obras hayan permanecido tanto tiempo en
posesión de su autor. Además, el hecho de que Manet las guardase en su estudio deja suponer
que confería a esta serie un carácter privado y fuertemente auto denotativo. El retrato de
Faure refleja con claridad sus antecedentes españoles [26]. Se trata de un tipo de retrato de
actor que Manet pudo haber visto durante su viaje a España en 1865. No me parece
desacertado afirmar que la serie que forman estos tres cuadros, en la que dos autorretratos
enmarcan un cuadro de un comediante al estilo español, alberga un doble mensaje: por un
lado, el pintor declara abiertamente el hispanismo de la serie entera; por otro, destaca el
hecho de que los propios autorretratos son representaciones de una representación o, para ser
más claros, dos obras que representan a Manet en el papel de Manet.

Uno de los primeros biógrafos del pintor nos ha dejado un testimonio importante
sobre su método de trabajo:

A Manet le gustaba que se le viese inclinarse ante el caballete, girando la cabeza hacia
el modelo, después hacia la imagen invertida con el espejo en la mano.

El constante uso del espejo por parte del artista da que pensar. Muchas fuentes lo mencionan.
El método es antiguo, y si existe algo realmente significativo en el pasaje anteriormente
citado es el vaivén del pintor entre tres polos, caballete/modelo/espejo, y el detalle de que
durante ese vaivén a Manet le gustara «que se le viese». Nos hallamos ante una situación de
producción convertida en espectáculo, que escenifica el cuadro, la inversión (espejo) y el
artífice, atrapándolos en su más genuino dinamismo.
27. Édouard Manet, La pesca, 1861, 1862, óleo sobre lienzo, 76,8 x 123,2 cm, Nueva
York, Metropolitan Museum of Arte.

Sin embargo, el autorretrato más antiguo de Manet no muestra al pintor en su estudio,


sino que forma parte de un cuadro alegórico cuyo significado se esconde. Me refiero a la obra
que se conoce con el nombre.de La pesca (área 1861-1862) [27].

No pretendo emprender aquí la lectura exhaustiva de este cuadro". Me limitaré a


recordar que el pintor se presenta bajo el aspecto de Rubens y coloca a Suzanne Leenhoff el
tocado de Héléne Fourment. La composición se inspira en el maestro flamenco. Su sentido
alegórico se oculta, pero el significado global del lienzo es claro. Manet se representa como
el Rubens de los «tiempos modernos», y no deja de ser interesante que esta primera
«auto-proyección endotópica» equivalga a una autoproyección en la historia del arte. Manet
es aquí un «personaje», pero este personaje es (otro) pintor.

Dado su carácter privado, la obra salió de la casa de Manet en una única ocasión, con
motivo de la exposición personal del’Avenue de l’Alma en 1867, una muestra importante,
puesto que fue concebida, como en el caso de Courbet muchos años antes, como polémica
alternativa a la Exposición Universal que se desarrollaba al mismo tiempo en París. Hasta
hoy la investigación histórico-artística ha dado muy poca importancia al modo en que esta
exposición personal de Manet se organizó. Gracias al catálogo conservado, puedo avanzar la
hipótesis de que la exposición de l’Avenue de l’AIma fue una antológica en la que la
cronología no contaba demasiado, pero otros criterios estructuraban cuidadosamente su
mensaje.

El cuadro número 1 era Déjeuner sur l’herbe, de 1863, mientras que el número 50 (el
último del catálogo) designaba la obra antes comentada, que entonces se tituló Paysage
(Paisaje) [271 l)e este modo Manet subrayaba el valor inaugural del Déjeuner y daba a La
pesca el lugar y la función significativa de un cuadro que debía interpretarse como la firma de
todo el conjunto de la exposición. En realidad esta muestra tenía como tema los últimos siete
años (1860-1867) de la actividad de Manet, es decir, evocaba su paso entre los maestros en
busca de la modernidad.
28. Édouard Manet, Música en las Tullerías, 1862, óleo sobre lienzo, 76 x 118 c m ,
Londres, National Gallery.

En el centro de la exposición y con el número 24 del catálogo se hallaba otro


cuadro-manifiesto, La musique aux Tuileries (Música en las Tullerías) (1862) [28]”. Esta
composición es en realidad el gran retrato de grupo de la sociedad elegante del Segundo
Imperio. Contrariamente a la encubierta presencia de Manet en La Peche (La pesca), en
Música en las Tullerías se presenta «como él mismo». Junto a Baudelaire, Fantin-Latour,
Champfleury o Jacques OfFenbach, él también se cuenta entre los representantes de la
intelligentsia parisina del momento. Dos elementos indican que Manet consideró su
auto-proyección como una aporía.
29. Édouard Manet, Música en las Tullerías, detalle.

La primera es la posición marginal del pintor, quien aparece en el ángulo izquierdo


del cuadro, es decir, siguiendo el orden de lectura codificado desde varios siglos antes, «en
apertura» de la representación, pero cortado en parte por el marco del cuadro [29], Se sitúa a
la vez «en» y «fuera» del cuadro, como dejando entrever que podría estar ausente pero que
está presente.
30. Édouard Manet, Música en las Tullerías, detalle.

La inscripción de su persona en la imagen se complementa, al otro extremo del lienzo,


con la inscripción de su nombre, su firma [30] . Toda la representación se despliega entre
estos dos «Manet», «figura» y «nombre» del pintor-autor.

Si consideramos así este cuadro, es decir, como pieza crucial de la exposición de


l’Avenue d'Alma, constatamos que la posición marginal del autor y de su firma (en el cuadro)
se transforma en verdadera centralidad de la «instancia autorial», Manet, en la puesta en
escena de la exposición y en la estructura del texto-catálogo.
31. Édouard Manet. Estudio para la Música en las Tullerías, 1862, 18,5 x 22,2 cm,
colección particular.

Del mismo modo, si tenemos en cuenta la génesis de esta obra entenderemos que
autorretrato y firma son aquí elementos «paratextuales». El más completo de los esbozos para
Música en las Tullerías es una aguada a lápiz que se conserva en una colección privada [31].
En él se distinguen ya varios personajes que aparecen en el centro de la composición final. Se
vislumbra también la presencia del célebre tronco de árbol curvo, pero se advierte igualmente
que las dos damas del primer plano a la izquierda no han encontrado todavía su lugar entre
las sillas del jardín.

Tal vez lo más importante en este dibujo sea el hecho de que en él no se recoge la
parte central del futuro cuadro. Precisamente faltan sus extremos, que se añadieron a la obra
final: la silueta de Manet a la izquierda y su firma a la derecha. Debemos preguntarnos por
qué razón Manet, que solía trabajar cortando sus obras terminadas, prefirió esta vez actuar
inversamente, es decir, introduciendo «añadidos». Probablemente, la respuesta reside en el
carácter paratextual de la inserción autorial bajo la forma del autorretrato y la firma. Si
observamos atentamente esta última [30], comprobaremos que la idea de autoinserción es
bien precisa: el trazo de la firma se realiza en una pasta oscura que se sitúa efectivamente en
la imagen y no sobre ella. La novedad de Manet salta a la vista.

La firma es una marca del autor que se añade de manera facultativa a la obra una vez
terminada. En principio, la firma no forma parte de la obra: su presencia o su ausencia pueden
influir sobre su valor de mercado, pero no sobre su valor (pictórico) intrínseco. La puesta en
escena de la firma equivale a una puesta en escena simbólica del acto de producción en el que
se realiza. Baudelaire, en sus Curiosités esthétiques, se preguntaba: «¿Qué es el arte puro en
la concepción moderna?». Y respondía: «Es crear una magia sugestiva que contiene a la vez
el objeto y el sujeto, el mundo exterior al artista y al propio artista».

La integración del nombre del pintor en el espacio de la obra es un detalle más de esta
magia. Así pues, creo que la modalidad que adopta Manet al abordar el problema de la
inserción autorial nominal debe considerarse un rasgo característico de su cualidad de «pintor
de la vida moderna».

Si examinamos ahora la manera de introducir su autorretrato [29], concluiremos


diciendo que la intrusión del autor parece perseguir un objetivo preciso. Sin embargo, la
posición de la imagen del pintor es tan marginal que más de una vez las reproducciones de
Música en las Tullerías no la recogen. Incluso podemos señalar que su presencia en el cuadro
parece casi fortuita. Por otro lado, la firma se ubica entre el mundo de la imagen y el espacio
exterior del cuadro. Se trata, creemos, de una marginalidad programática. Ello se justifica por
la doble naturaleza del pintor, que se escinde aquí en personaje y firma. Es interesante
imaginar a Manet ante su cuadro, pintando, y contemplarlo una segunda vez en la imagen,
como objeto paradójico de su pintura.
32. Franz von Lenbach, La familia Lenbach, fotografía, 1903, Munich, Lenbachhaus.

33. Franz von Lenbach, La familia Lenbach, 1903, óleo sobre cartón, 96,5 cm x 122 cm,
Munich, Lenbachhaus.
Su realización es emblemáticamente moderna, y un ejemplo puede ayudarnos a
entenderla mejor. Franz von Lenbach realizó en 1903 la fotografía de su familia [32].
Podemos reconstruir sus pasos desde el punto de vista de la técnica de representación: en un
primer momento, el autor calculó la puesta a punto, las distancias y el enfoque; después, tras
haber apoyado el disparador, se dirigió rápidamente al otro lado de la cámara, para unirse al
grupo de su esposa e hijas. El resultado fue en primera instancia una foto, para convertirse
más tarde en un cuadro [33] del que tendríamos mucha dificultad en adivinar sus orígenes si
no dispusiéramos afortunadamente de la foto que desvela su secreto. Al hacer esta
comparación, de ningún modo quiero sugerir que Manet se sirviera en este caso concreto de
una fotografía". Sin embargo, creo que su modo de inserción en el margen del cuadro, sin
ayuda del mecánico procedimiento de la cámara fotográfica, como un añadido o un
«accidente», es esencial y programáticamente moderno. El paso del autor del más acá del
lienzo al interior de la imagen se efectúa de una manera mucho más sutil, más elocuente e,
incluso, más poética que en el pintor/fotógrafo Lenbach.

Y aquí aparece el segundo elemento aporético del cuadro.

A diferencia de La pesca [27], obra, como ya hemos visto, todavía clásica, Música en
las Tullerías [28] es una obra que se abre hacia la instancia operante y/o contemplante: varios
personajes la sujetan al más acá del cuadro. La propia representación da por supuesto un
«Manet exotópico», instancia productiva de la representación de la que forma parte.

Llegados a este punto, debemos preguntarnos si el título del cuadro contiene o no una
contradicción significativa. Lo que el título anuncia (un concierto de música, un espectáculo)
no se hace visible. El público forma el objeto de la representación pictórica, al tiempo que la
«escena» se concibe como espacio de la producción de esta representación. Atrapado en este
juego de espacios, el pintor es una presencia oscilante. Aquí es oportuno releer a Baudelaire,
él mismo personaje del cuadro, para comprender la importancia del mensaje escondido en
esta obra:
Todos los fenómenos artísticos[...] denotan en el ser humano la existencia de una
dualidad permanente, la potencia de ser a la vez otro y uno mismo [...]. El artista lo es
sólo a condición de ser doble y de no ignorar ningún fenómeno de su doble
naturaleza.
34. Édouard Manet, La amante de Baudelaire, 1862, óleo sobre lienzo, 90 x 113 cm,
Budapest, Szépművészeti Múzeum.

35. Édouard Manet, La amante de Baudelaire, 1862, acuarela, 16,7 x 23,8 cm, Bremen
Kunsthalle.
Con estas palabras de su amigo Baudelaire, captaremos mucho mejor la obra de
Manet. Así entendemos por qué el pintor de la vida moderna dio tanta importancia a la
delicada zona de los márgenes del cuadro. Es ahí precisamente donde se produce la escisión,
que permite al artista desdoblarse en presencia «endotópica» e instancia productiva
«exotópica». Me limitaré a recordar un caso más: La maítresse de Baudelaire (La amante de
Baudelaire), obra pintada en 1862 y realizada en el espíritu del poeta [34]. Este cuadro
representa a Jeanne Duval como una «vieja infanta» o, más exactamente como una «vieja
menina». Dejando a un lado la escasa calidad de esta obra de Manet, podemos observar que
el recuerdo del cuadro de Velázquez persiste: en el ángulo izquierdo del lienzo se ven el
bastidor y los bordes del lienzo; frente a ellos hay que imaginar a Manet a punto de pintar el
retrato. Resulta muy significativo que esta idea velazqueña no aparezca en los preliminares
del cuadro. En la acuarela conservada en la Kúmsthalle de Bremen [35] no figura esta
evocación del autor al trabajo. La representación de los bordes de la tela como huella o
recuerdo del artista elaborando el retrato en el lienzo que nos ocupa fue seguramente una idea
tardía. Pero esta idea viene a añadirse a un elemento del lenguaje figurativo que preocupó
mucho antes a Manet. La definición del punto de vista personal, del lugar desde el que se
toma la imagen, es una constante de la «nueva pintura» de la que el artista fue un abanderado.
El ensayo ya citado de Duranty, que precisamente recoge esa expresión en el título (La
Nouvelle Peinture, 1876), destacaba este aspecto. Me limitaré a resumir su idea central: frente
a la «objetividad», la «omnisciencia» o la «omnivisibilidad» del pintor clásico, la «nueva
pintura» parte de un punto de vista personal y ocasional, casi accidental.
36. Édouard Manet, La servidora de cerveza, 1879, óleo sobre lienzo, 77,5 x 65 cm, París,
Musée d’Orsay.

Manet realizó con frecuencia «sus tomas de imagen» de modo aparentemente


tradicional. Pero este tradicionalismo (engañoso) se manifiesta sobre todo en el enfoque
central al que somete sus primeras composiciones. Únicamente los café-concerts de los años
1878-1879 se construyen desde un punto de vista muy cercano, en un primer plano muy
acentuado. El carácter de «fragmento» de estas imágenes (ver La servidora de cerveza [36])
da pie a hablar de cierta «pérdida del centro». Si existe una característica de la «toma de
imagen» constante en su obra, ésta se sitúa en un nivel diferente de lo que podría considerarse
«meta-representativo». La mayoría de los cuadros de Manet contienen señales que integran la
imagen en un fluido de comunicación con el espectador. La señal más importante es la
mirada, que desde el espacio del cuadro se dirige hacia el espacio que se halla más allá de la
superficie de la imagen. En todas sus grandes obras, desde Déjeuner sur l’herbe a la
Olympia, Nana o el Bar aux Folies-Bergére, el Blick aus dem Bilde para emplear una
expresión de Alfred Neumayer que viene a significar «la mirada desde la imagen», está
siempre presente. ¿Cuál es su significación?

La primera significación acabó apenas de mencionarla: la obra se considera como un


objeto que forma parte de un fluido de comunicación. Ante una tela de Manet el espectador
se siente observado. Ya no es él únicamente quien mira el cuadro, sino el cuadro el que lo
mira a él. Esta curiosa situación de recepción de la obra es un reflejo de la situación de
producción. La posición del espectador ante la obra acabada es la repetición de la posición
del pintor ante la obra que está haciendo. Al tiempo que él realiza una inscripción del
espectador en el espacio de la obra, el Blick aus dem Bilde revela la presencia invisible de la
instancia creadora.

En este sentido, las obras de Manet no están nunca «acabadas», ya que su finalización
se manifiesta tan sólo en el acto de la recepción que repite el de la creación. La invocación de
Baudelaire, «hipócrita lector, mi semejante, mi hermano», podría haber salido también de la
boca del mismo Manet.

Y es ahí donde las diferencias estructurales entre Manet y Degas se destacan más
netamente. Si en la pintura de Manet existe casi siempre un contacto óptico entre uno de los
personajes del cuadro y el espectador (es decir, el autor), en las obras de Degas la instancia
autorial y la del espectador quedan casi siempre matizadas como exotópicas. En otras
palabras, la puesta en página, el punto de vista extremadamente personal y los dispositivos
ópticos de la imagen hacen que la instancia autorial permanezca siempre «escondida»,
aunque se sugiera su presencia invisible más allá de los límites de la imagen [18 y 37], La
posición de Degas es, como se ha recordado repetidamente, la de un voyeur. El es quien ve
sin ser visto, quien observa sin ser observado, pinta o dibuja sin implicarse en el espacio de la
imagen.
37. Edgar Degas, Desnudo femenino enjugándose un pie, circa 1885-1886, pastel sobre
cartón, 54,3 x 52,4 cm, París, Musée d’Orsay.

38. Édouard Manet, Mujer lavándose, 1878-1879, pastel sobre cartón, 55 x 45 cm, París,
Musée d’Orsay.
En este contexto, no existe nada más trascendente que el lugar de la firma. Degas
firma sobre los bordes interiores de sus imágenes, sobre los umbrales imaginarios o los
marcos de las puertas que repiten los márgenes de la imagen; se queda siempre «en el
umbral», sin franquear jamás el paso decisivo de la integración autorial que efectúa Manet.
Cuando este último, inspirado por Degas, retoma el tema de la mujer lavándose [38], aporta
pocas variaciones, pero éstas son muy significativas. Por ejemplo, gira la cabeza de la modelo
hacia quien la contempla (cosa impensable en Degas) y estampa su firma en el centro mismo
de la representación.

La opción de Degas de quedarse esencialmente como presencia exotópica explica,


creo, la total ausencia de autorretratos integrados por los que, en cambio, Manet sentía
verdadera predilección. Conocemos un número importante de autorretratos independientes de
Degas. En su mayoría son dibujos o fotografías que --y éste es un detalle significativo—
están datadas en fechas muy distantes entre sí, esto es, corresponden a su juventud o a su
vejez [39 y 40], En relación con su corpus artístico, estos autorretratos son también
exotópicos. Forman, en sentido metafórico, el «marco» de la obra degasiana, mientras que el
centro de su creación excluye la representación directa de la instancia operante
39. Edgar Degas, Autorretrato, 1854-1856, sanguina sobre papel , 26 x 20,5 c m,
colección particular.

40. Edgar Degas, Autorretrato, circa 1890-1900, París, Bibliothéque Nationale.


La opción de Degas de quedarse esencialmente como presencia exotópica explica,
creo, la total ausencia de autorretratos integrados por los que, en cambio, Manet sentía
verdadera predilección. Conocemos un número importante de autorretratos independientes de
Degas. En su mayoría son dibujos o fotografías que -y éste es un detalle significativo— están
datadas en fechas muy distantes entre sí, esto es, corresponden a su juventud o a su vejez [39
y 40], En relación con su corpus artístico, estos autorretratos son también exotópicos.
Forman, en sentido metafórico, el «marco» de la obra degasiana, mientras que el centro de su
creación excluye la representación directa de la instancia operante.
.

41. Édouard Manet, Carreras en Longchamp, 1867-(?), 43,9 x 84,5 cm , Chicago, The
Art Institute.

42. Edgar Degas, La pista de carreras, jockeys aficionados, 1876-1887, óleo sobre lienzo,
66 x 81 c m , París, Musée d’Orsay.
43. Édouard Manet , Las carreras en el Bois de Boulogne, 1872, óleo sobre lienzo , 73 x
92 c m , colección Mrs. John Hay Whitney.

Las consideraciones que acabo de esbozar hallan su confirmación en un grupo de


obras en las que Manet y Degas dialogan directamente. Ambos artistas se acusaron de robarse
a propósito el tema de las carreras de caballos [41-43]. Pero es fácil advertir que, si bien el
motivo es similar, la forma de afrontarlo es diametralmente opuesta. Si Manet sitúa su cámara
en el centro de la pista de carreras para conseguir (de manera casi inverosímil) una toma en la
que se implica peligrosamente a sí mismo [41], Degas [42] prefiere ocultarse o, en todo caso,
pasar desapercibido tras los jockeys en descanso. A veces el pintor delega esta función en un
personaje emperifollado que pasea sobre el césped del hipódromo, en la posición de un
observador integrado, pero no suele representarse jamás a sí mismo en ese papel.

Manet comprendió perfectamente la significación de este procedimiento. Según


Moreau-Nélanton, Manet testimonia en Las carreras en el Bois de Boulogne, de 1872 [43], su
deuda con Degas al representarlo en su cuadro, abajo a la derecha, acompañado de Mary
Cassat. Sin embargo este detalle rezuma ironía: Manet hace «una carrera a la Degas», una
carrera que observa lateralmente y a cierta distancia. Pero franquea un paso que Degas jamás
hubiera osado franquear por sí solo, integrándose en el cuadro, en la posición de un
personaje-filtro, como observador interno que se ve cortado por el marco (idea típica de
Manet). Degas atrapado en el umbral de la imagen, vacila aún entre una posición endotópica
y una actitud exotópica.
44. Édouard Manet, Mujer mirando con prismáticos, circa 1866, aguada sobre papel
rosado, 28 x 22,7 c m , Londres , British Museum.

Creo que Degas, a su vez, captó la glosa lúdica de Manet sobre su problemática de la
visión y su relación con la pintura, puesto que en estos mismos años realizó varias versiones
de un extraño retrato [44]. Es ésta una de las raras ocasiones en que el pintor representa a una
mujer que desde el interior del cuadro mira directamente hacia el espacio del espectador,
enfatizando además su mirada con unos formidables prismáticos que ocultan parte del rostro.
Es muy posible que esta obra tematice, de forma también irónica, la mirada de Manet. Esta
suposición puede parecer gratuita, pero no lo es.
45. Edgar Degas, Manet en las carreras con mujer con prismáticos, circa 1865, dibujos
sobre papel, 38 x 24,4 c m , N u e v a York, Metropolitan Museum of Art.

Un dibujo conservado en el Metropolitan Museum de Nueva York desvela la primera


intención de Degas [45]. Se trata de un breve apunte sobre la compleja composición del tema
de las carreras de caballos. El personaje de la mujer con prismáticos se encuentra, apenas
visible, en el último plano de la composición, mientras que el primer plano está ocupado por
Manet, en una actitud despreocupada. Pero lo más interesante es que al mismo tiempo que
ella mira probablemente a los caballos, está siendo, a su vez, objeto de la mirada de Manet.
En un segundo momento, Degas renunció al retrato de Manet para concentrarse en la
realización de la mujer, que por la puesta en escena de la mirada directa se constituye en un
eco de la visión manetiana. .
46. Edgar Degas , Monsieur et Madame Édouard Manet, circa 1865, 65 x 71 cm,
Kitakyushu, Municipal Museum of Art.

Otro retrato de Manet realizado por Degas contiene también los elementos de un
diálogo no exento de problemas entre los dos pintores. La historia de esta obra [46] es
conocida, no así todas sus implicaciones. Se sabe que Degas regaló un doble retrato, Madame
et Monsieur Édouard Manet, a Manet, quien, descontento de la forma en que se había
representado a su mujer, la suprimió de la tela cortando ésta sin ningún reparo. Degas,
furioso, recuperó el lienzo. Una fotografía contemporánea de Degas acompañado de
Bartholomé nos muestra el doble retrato tal y como fue rescatado por su autor [48], o sea,
mutilado y sin la banda de tela que el pintor, soñando seguramente en «restablecen a la señora
Manet, hizo añadir poco más tarde. Por su parte, Manet remedió su brutal acto (la eliminación
de su mujer del cuadro de Degas) dedicándole una obra que la representa sola, La señora
Manet al piano [47].
47. Édouard Manet, La señora Manet en el piano, 1867-1868, óleo sobre lienzo , 38 x 46
cm , París, Musée d ’Orsay.

48. Degas y Bartholomé, circa 1895, fotografía, París , Bibliothéque Nationale.


49. Édouard Manet, Nana, 1877, óleo sobre lienzo, 150 x 116 cm, Hamburgo,
Kunsthalle.
Si comparamos ambos lienzos [46 y 47] advertiremos que, pese a las diferencias
estilísticas, el cuadro de Manet fue pintado en el mismo interior: vemos los mismos sillones
recubiertos de fundas blancas, las mismas doradas marqueterías, la misma posición del piano
alineado junto a la pared y la misma silla sobre la que se sentaba de igual modo la señora
Manet.

¿Qué sentido tiene este episodio?


Podemos intentar explicarlo mediante una lectura de segundo grado.

El cuadro de Degas es una puesta en escena profundamente personal de la relación


hombre/mujer. Degas confería a Manet, al contemplar a su mujer desde el lugar en el que se
encontraba, una pose degasiana de contemplador no observado por el objeto de su
contemplación. Seguramente, Manet no apreció esta puesta en escena, aunque años más tarde
la recordará en una obra célebre, Nana, que supuso un verdadero escándalo por su crudo
erotismo [49] . Es preciso señalar que, al recortar el cuadro de Degas [46], Manet seccionó en
parte a la mujer observada (procedimiento frecuente en el repertorio estilístico de su rival),
aunque dejó visible al observador interno. Resulta curioso advertir que en Nana el personaje
seccionado es el observador interno, mientras que la modelo parece percatarse de nuestra
presencia y nos mira fijamente. En cambio en La señora Manet al piano [47] Manet borró
por completo toda huella de contemplación endotópica.

La ulterior actuación de Degas al intentar acabar el lienzo mutilado quedó a medio


camino. El artista añadió parte de la tela que faltaba [46], pero no llegó a pintarla jamás. Y
aquí quisiera llamar la atención sobre un detalle que hasta hoy ha pasado desapercibido y
merece tenerse en cuenta. La franja de tela que se incorporó lleva, abajo a la derecha, la firma
de su autor. Pero es bien sabido que habitualmente se firma una obra de arte sólo cuando ésta
está terminada. ¿Qué significa entonces esa firma, colocada precisamente en la pieza añadida
y sin pintar del lienzo?

Estoy convencido de que, con la inserción de esta firma, Degas concibe el añadido
como un elemento de cesura (y censura) fortuita del cuadro. Es decir, con ayuda de este
parche y de la firma, se confiere a la intervención de Manet un carácter degasiano. Con ello
se subraya, una vez más, su «exotopía autoría]», su estar en el umbral de la imagen, y no en
su interior.
50. Edgar Degas, Renoir y Mallarmé, circa 1895, prueba gelatina y suspensión de
argento, 17,8 x 12,7 c m , París, Bibliotheque Doucet .
Conozco un solo ejemplo en el que Degas juega con la idea de «endotopía» del
creador. Se trata de la célebre fotografía que representa a Renoir y Mallarmé (circa 1895)
[50], y cuya primera descripción procede de la pluma de Paul Valéry, su primer propietario:

Esta fotografía me fue regalada por Degas, del que se ve su aparato y su fantasma en
el espejo. Mallarmé de pie junto a Renoir sentado en el diván. Degas le infligió una
pose de quince minutos a la luz de nueve lámparas de petróleo [...].En el espejo se ven
las sombras de la señora Mallarmé y su hija.

Esta fotografía ha sido muy comentada, a veces de manera admirable, y se ha


coincidido en considerarla una especie de manifiesto de Degas sobre la típica
intrusión/exclusión de su propia imagen en sus obras. En el espejo, se ve efectivamente el ojo
negro de la cámara que oculta el rostro de quien la manipula. Las nueve lámparas de petróleo
de las que Valéry nos habla tienen un efecto doble: es su luminosidad la que, por un lado,
hace emerger los modelos del primer plano y, por otro, reduce a un «fantasma borroso» a
quien «toma la foto».

La distancia que separa la manera de autorrepresentarse de Degas de la usada por


Manet no puede ser mayor. Para Manet el espejo es el lugar de una presentación; para Degas,
es el espacio de una desaparición. Sin embargo, ambos no hacen, al parecer, sino aportar la
confirmación de las palabras premonitorias de Baudelaire, profeta de la modernidad:

La vaporización y la centralización del yo. Todo está aquí.

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