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Guitarreras cordobesas de tres siglos (1609-1864)

Las crónicas de los viajeros tienen un lugar especial entre los documentos de la historia. Son
valiosas sus miradas próximas a los hechos y marcadas por la curiosidad, por la sorpresa, e
invadidas muchas veces también por el prejuicio, por la superioridad de la propia cultura al
atravesar una tierra desconocida y sumida en cierta anarquía propia de la sudamericana historia
de estos pueblos. De la mano de los cronistas viajeros es posible avanzar desde finales del siglo
XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX con la mirada en las mujeres tocadas por la crónica,
ya sea como una persona determinada, ya como siluetas al fondo del relato.
En primer lugar, nos ayudarán a recuperar una tradición femenina que se remonta hasta el
siglo XVII en los documentos cordobeses, aunque deriva de una práctica bastante anterior:
invisibles, pero de carne y hueso, las mujeres cordobesas le confiaron su canto a la guitarra
durante la colonia y en la primera mitad del siglo XIX.
El canto femenino acompañado con guitarra fue una práctica difundida desde los tiempos
coloniales hasta inicios del siglo XX. Es notable que haya quedado tan poca huella en la
memoria cultural argentina de esa afinidad de las mujeres con el instrumento más popular de la
música criolla, cuando la misma está profusamente registrada por los documentos y las crónicas,
y se enlazaba a su vez con tradiciones de la América hispanizada.
Ese tipo de práctica musical es un eje del folklore musical argentino y latinoamericano, y
se remonta al proceso histórico de formación de las identidades culturales y de género en la
época colonial, continuando en la etapa criolla y, con altibajos, hasta la actualidad. La
“guitarreada” estuvo difundida en los usos tanto de varones como de mujeres. El arquetipo
masculino del guitarrero cantor ha llegado a nuestros días como una tradición entrañable y
prácticamente ininterrumpida desde los tiempos coloniales, en que diversos cronistas, entre ellos
Concoloncorvo, lo retrataron con nitidez. También existe una iconografía de su figura insistida
en la pintura, en la literatura y en la canción, vinculada a la esencia del gaucho que ha permeado
la tradición literaria y musical popular argentina, desde la colonia hasta entrado el siglo XX, de
norte a sur y de este a oeste del país. Las figuras de mujeres, en cambio, aparecen vinculadas a la
danza, o a parte del público del guitarrero.
Por su parte, la guitarrera rural fue relegada tanto en la iconografía como en los relatos
históricos, a pesar de que su presencia redunda en los documentos “de primera mano”, escritos
por viajeros de los siglos XVIII y XIX.
El canto femenino acompañado también conoció los salones de las mujeres de clase
acomodada argentinas del siglo XIX, pero hay que advertir que esa práctica estuvo ligada a
modos de reproducción diversos a la tradición oral, ya que hubo profesores de guitarra e incluso
se editaron cuadernos de guitarra destinados “al bello sexo”, como método de enseñanza.
Por eso es posible afirmar que las mujeres argentinas de los períodos colonial y criollo
tuvieron parte significativa en prácticas musicales vinculadas a la guitarra tradicionales y rurales,
y también burguesas y urbanas de nuevo cuño, esto último ya en el siglo XIX.
El canto femenino auto-acompañado con un instrumento de cuerda es una práctica con
antecedentes generalizados desde el Renacimiento en adelante, en diversas culturas de la
sociedad estamental. En el continente americano se remonta al proceso de transculturación
colonial y se acomoda a la nueva sociedad indiana en medio de nuevos grupos étnicos y sociales
en pugna.
Esta modalidad de canto acompañado provino de una corriente de intercambios culturales
que se activó a través del centro virreinal altoperuano, y que se arraigó en todos los estamentos y
espacios sociales a donde alcanzó su influjo, hasta ya entrado el siglo XIX. En términos
generales, se trata de una corriente que alimenta la cultura de la región de la actual Argentina
correspondiente al área donde el musicólogo Carlos Vega situó sus Cancioneros Ternario
Colonial y Criollo Occidental. Esto equivale aproximadamente a la extensión de la Gobernación
de Tucumán, que comprendía el territorio actual de Jujuy, Salta, Catamarca, La Rioja, Tucumán,
Santiago del Estero y Córdoba.

En lo que respecta a la zona de influencia cultural atlántica, por su lado, existe una vasta
iconografía costumbrista del siglo XIX, focalizada en la recreación de la vida rural del litoral
ganadero, en la cual no se aprecian mujeres tocando la guitarra. En crónicas referidas a la ciudad
de Buenos Aires, por otra parte, se toma nota de dicha práctica musical femenina en un escenario
diferente: el de los salones de las clases acomodadas porteñas.

Guitarreras coloniales de Córdoba


La relación entre la mujer e instrumentos del tipo de la guitarra era frecuente en la práctica
musical cotidiana española del Renacimiento de la conquista y del Barroco de la colonia. Vino a
las Indias como parte de los bienes simbólicos de las mujeres; así lo sugiere la historiadora Lucía
Gálvez, quien menciona entre los valores reivindicados por mujeres españolas desde la colonia
americana, en probanzas de méritos y servicios elevadas a su majestad, el haber transportado en
lo doméstico “todo el caudal cultural traído de España para hacer más cálida y hogareña la nueva
tierra: usos que perduraron desde el modo de cocinar y atender una casa, hasta recitar romances y
cantar con la vihuela.”1

El canto de mujeres acompañándose con la guitarra en el ámbito doméstico fue una escena
constante durante la colonia. Documentos referidos a Ecuador, Perú y Chile muestran la
extensión sudamericana de la práctica. Cuando ésta estuvo ligada al hogar (de hecho, hubo
también guitarreras en los conventos, en los burdeles y en los teatros, práctica presente en una
gama de roles sociales femeninos) se asocia directamente al conjunto de las virtudes que sellaron
las normas, los valores y los símbolos hispánicos. Y así ese complejo musical popular se
reprodujo en la nueva sociedad colonial.
Situados en la antigua Córdoba del Tucumán, una de las más añejas menciones halladas de la
relación femenina con la guitarra aparece al margen del ámbito y del recato hogareño, y es del
1
Gálvez, Lucía, Mujeres de la conquista, Planeta, 1990. En relación con el nombre “vihuela”, que designa a un
instrumento muy parecido a la guitarra y precursor de ésta en lo que respecta a la ejecución polifónica, que fue
desplazado tras medio siglo de convivencia de ambos instrumentos, durante el XVI español. Su nombre, no
obstante, continuó aplicándose por inercia al instrumento triunfante, es decir la guitarra, en el siglo XVII en las
colonias americanas.
siglo XVII. Figura en el trabajo del padre Grenón Nuestra primera música instrumental 2, y fue
transcripta de un documento del Archivo de Tribunales de Córdoba de 1686. Allí se expone que
un tal Pascuale Bazán pide indemnización ante la justicia por la deshonra de la que ha sido
víctima su hija Teresa. La reparación solicitada fue desatendida y negada porque ella misma y
otra niña desaconsejada se expusieron:
“pues estaban chacoteando y guitarreando y bailando sin guardar el velo de doncellas y que
andan las susodichas de noche, fuera de la compañía de su madre, en las fiestas que se hacen de
noche de fuegos, cohetes, bailes que suelen hacer al festejo de la Cruz”.

El citado trabajo de Grenón presta otras valiosas referencias cuando transcribe declaraciones de
bienes, testamentos o tasaciones tomadas de expedientes de Tribunales, en que aparece una
mujer como dueña de una guitarra. Las referencias cubren tres siglos en un mismo lugar: la
ciudad de Córdoba. Un recorte de ese listado deja ver menciones a guitarras que pertenecieron a
mujeres, lo que permite reconstruir algo sobre ese instrumento inscripto en ciertas prácticas
simbólicas de género. Aunque no hay prueba de que esas guitarras fueran efectivamente tocadas
por esas mujeres, al menos se puede tomar como indicio, ya que la propiedad del objeto
“guitarra” al menos sugiere alguna práctica del instrumento.
La primera cita se remonta a 1609 y consigna que Doña María de Tejeda posee “una
biguela buena”. Otra del año 1695, indica que “el Capitán Blas Ferreyra declara como propia una
guitarra de pino, de tres cuartas y geme.3 Su esposa Mariana López tiene una avaluada en 6
pesos”. En una siguiente de 1712 “en la carta dotal a favor de Rosa Pacheco, que se desposaba
con Juan Eusebio Pineiro, se apunta una guitarra, tasada en 10 pesos.” Las citas se completan
con menciones a la “bigüela”, el “tiple” y el “discante”, instrumentos de cuerda parientes
cercanos de la guitarra.
Completar esta serie de citas no agregaría demasiado, pero merece señalarse que en los
documentos transcriptos por Grenón se encuentran al menos cuatro, entre 1801 y 1826, en los
que igual número de mujeres se declaraban, cada una, dueña de dos guitarras.

Cantoras criollas de las postas


El panorama se completa con la lectura de crónicas de viajeros que ilustran cuadros desde el
segundo cuarto del siglo XIX. Indica la historiadora cordobesa Marcela Aspell (en su texto sobre
el trabajo femenino en la primera mitad del Siglo XIX: Las ilusiones invisibles) que “la extensa
literatura de viajeros que produjo el siglo XIX, se detuvo una y otra vez en la estampa de la
mujer americana. La mirada de los viajeros al asomarse al universo femenino de las criollas del
siglo XIX es, sin duda, una mirada cargada de ‘ambivalencia y dudas, atracción y rechazo’.”
También sugiere que ‘los viajeros se enfrentan, tal vez por vez primera, en los ambientes rurales
con un mundo impredecible e insólito, quizá inquieto y provocativo, donde las mujeres escapan
con extrema facilidad a los patrones de la educación europea. En la inmensidad de las pampas,
las criollas montan a horcajadas como los hombres, manejan con igual habilidad y destreza el

2
P. Pedro Grenón, nuestra primera música instrumental. En:Revista de Estudios Musicales / Universidad Nacional
de Cuyo, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Estudios Musicales, Departamento de Musicología. N° 5-6
(1950-1951).
3
Geme era la distancia entre el dedo pulgar y el dedo índice, en el siglo XVII.
cuchillo, y hasta las tacuaras y las boleadoras, arrean el ganado, fuman rústicos puros de hoja,
amamantan a sus niños libremente, se quitan las liendres y los piojos de sus cabellos a la vista de
quienes se tropiecen con ellas, zambulléndose en cursos de agua, ligeras o desprovistas de ropa y
mantienen con el sexo opuesto relaciones juzgadas inmoderadas e impropias para los
estereotipos de la conducta femenina de la época.”
En roles menos hábiles para otras tareas de la vida rural, aparecen en este sesgo de lectura
de las crónicas referidas al territorio cordobés la frecuente aparición de señoritas o señoras que
tomaban el instrumento para entretener a viajeros o visitantes, o para animar un baile con sus
rasgueos y sus cantos, a lo largo de las siguientes cuatro décadas del siglo en diversos puntos del
camino hacia -o desde- Chile y Perú. A partir de estos documentos es posible establecer un papel
significativo de la mujer en las prácticas musicales populares, en especial las que se
desarrollaron en la zona rural durante el último período de la transmisión oral de la música
argentina. En su mayoría, las citas fueron extraídas de la compilación publicada por el maestro
de historiadores cordobeses, Carlos S. A. Segreti4.
La mujer cantora y guitarrera se hace presente en los relatos referidos al camino de las
postas, internándose en el centro hacia el noroeste del país. A lo largo del trazado de lo que
constituía el camino oficial de la diligencia de correos, al viajero que se desplazaba en coche o a
caballo se le presentaban bajo el nombre de posta, al cabo de muchas leguas, miserables
poblaciones, pulperías solitarias, pequeños establecimientos rurales o meros ranchos
desprovistos de techo que a veces invitaban a hacer noche sin descender del carruaje. Otras
veces, hallaba el visitante los rastros o la experiencia directa del asedio aborigen contra esas
meras “islas de civilización”. En ocasiones, su valoración europea del refinamiento femenino
encontraba alguna recompensa en medio de la rala civilización sudamericana. Hemos escogido
ejemplos tomados de las crónicas, para esta síntesis.
El capitán Andrews publicó en 1827, en Londres, el relato de su permanencia de dos años
en Sudamérica, de donde acababa de regresar. Viajando hacia Potosí, en 1826, Andrews y su
acompañante, Rizzo, hacen un alto en una posta situada cerca de la frontera de Córdoba con
Santiago del Estero. La parada está a cargo de la señora Carmela Achával, sobre cuyos encantos
el capitán inglés derrama párrafos a solas.
“En su persona y forma, esta dama aparecía a mi fantasía de sorprendente semejanza con los
retratos más hermosos que han quedado de María Estuardo. No podía menos de desear que algún
artista que hubiese trazado de mano maestra el retrato de aquella reina infortunada, como lo he
visto (tenga o no semejanza con la desgraciada María), con Rizzo sentado oyendo su música,
hubiera dibujado la dama que tocaba la guitarra ante nosotros.”
Al proseguir su viaje Andrews, vuelve a hacer alto varias postas y días más adelante, en
Lagunilla, y allí agrega esta breve anotación:
“Encontramos aquí buen acomodo, visitándonos por la noche un grupo de mujeres que nos
entretuvieron con cantos y música de guitarras.”
En 1828, otro viajero llamado Samuel Haigh, que regresa de Chile, se detiene en Achiras,
provincia de Córdoba. En ese pueblo su descripción aporta ricos detalles sobre la escena musical
y dancística a la que asiste, dejando, de paso, constancia de su perspectiva etnocéntrica:
4
Carlos S. A. Segreti, Córdoba, ciudad y provincia - Siglos XVI-XX. (Según relatos de viajeros y otros
testimonios). Junta Provincial de Historia de Córdoba, 1973.
“En este lugar vi un baile gauchesco; los bailarines estaban endomingados y desplegaban grande
agilidad y gracia natural si se considera que nunca habían visto bailar a la Noblet. Eran gentes
joviales; todas las jóvenes tocaban la guitarra y la acompañaban con canciones, algunas de amor,
pero no puedo decir gran cosa de su ejecución. Sin embargo, reproduciré, verbatim, las palabras
de una canción entonada con aire lastimero. ‘Ven, amor mío, y déjame contemplar esos grandes
ojos negros; tan hermosos, tan ardientes y brillantes, que solamente se burlan de mí, y sin
embargo sus rayos me asesinan.’”

Por su parte, el también viajero Arnold Samuel Greene relata en su libro Viaje por
América del Sur el siguiente cuadro, situado en la misma población de Achiras, veinte años más
tarde que Haigh. Greene da un pantallazo e incluye una referencia útil a nuestro objeto:
“De las dos entradas que tiene, una está medio cerrada por estacas y la otra por una carreta; esto
es para defenderse de los indios, de quienes se espera todas las noches que ataquen la población.
Nuestro coche está afuera del muro. La posta es muy confortable. Dimos la vuelta y paramos en
la mejor choza, donde una joven sencilla y de buenas maneras tocó la guitarra y cantó para
nosotros; se organizó un baile para la noche adonde han ido los demás compañeros mientras yo
escribo. El baile era en casa de la joven que tocó la guitarra. Unas 20 personas llenaron el
cuarto.”

Para concluir, atraviesa la provincia de Córdoba en 1864 el Cónsul inglés Thomas


Hutchinson, quien hace un alto en la casa de don Teodoro Pucheta, en los Tajamares. Tras
hospedarse en una casa y después de cenar, es invitado a asistir a un baile, que se celebra en una
casa con motivo de que “un niño de sólo tres meses de edad había muerto el día anterior”.
Y allí marcha junto a los dueños de casa el viajero, con su acompañante, el español
Esteban Rams. Transitan una legua hasta el lugar en una noche “enteramente oscura” para asistir
al “velorio del angelito”. Omitiendo la descripción, en sí misma interesante, de la escena
mortuoria y del lugar, hacemos un atajo hasta la siguiente referencia:
“La música, al principio, parecía la de un arpa india, hasta que al fin vi una mujer sentada en un
rincón raspando una guitarra. (…) Lo que aquí se bailó fue ‘el gato’, que se ejecuta haciendo
sonar los dedos en imitación a las castañuelas españolas. ‘El escondido’, ‘los aires’ y ‘el triunfo’,
que se baila lo mismo que la ‘mariquita’, y se acompaña haciendo flamear el pañuelo. La guitarra
la tocaban dos mujeres que se relevaban cada media hora.”

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