"SOBRE LA PRESENCIA DEL DERECHO PENAL EN LA ACTIVIDAD ECONÓMICA"
Juan Mª Terradillos Basoco
Catedrático de Derecho Penal Universidad de Cádiz
El modelo jurídico-penal español que, con fundamento en exigencias
constitucionales, se plasma en el Código Penal de 1995, se caracteriza, entre otras notas, por el importante protagonismo que se atribuye a la protección del denominado orden económico. Frente al papel preponderante que en los Códigos del XIX desempeñaban los tradicionales delitos contra la propiedad (hurtos, estafas, robos con fuerza en las cosas), hoy pasan a primer plano nuevas conductas delictivas imposibles en contextos económicos ya superados: abuso de información privilegiada, falsedad en balances sociales, publicidad engañosa, violación de secretos industriales, delitos contra derechos de los trabajadores, etc., etc. Se diría que el Derecho penal actual se vuelca sobre la misma realidad que reflejan diariamente los titulares periodísticos: Gestcartera, Enron, World.com, por citar sólo los ejemplos más relevantes. Lo que, a primera vista, no puede estimarse sino positivo: la economía globalizada de nuestros días genera nuevos bienes jurídicos, pero también innovadoras formas de ataque a los mismos; y un sistema penal que baje de las torres de marfil a la calle no puede dejar de lado la tutela de esos bienes jurídicos de naturaleza y titularidad frecuentemente colectiva. El Derecho penal, así, se ha democratizado en el sentido de acometer la tutela de intereses y derechos de innominados consumidores, pequeños accionistas e inversores, marginados, minorías o, simplemente, ciudadanos de a pie. Pero también en el sentido de aceptar que el catálogo de delincuentes no lo integran ya sólo los menesterosos y pícaros, sino también sujetos acomodados, con capacidad económica y conocimientos profesionales; en definitiva, delincuentes de cuello blanco. Esta profunda renovación, que cuenta con el aval de los ciudadanos y el respaldo del modelo político que hacen suyo tanto la Constitución como los principios en que se asienta la Unión Europea, ha sido, sin embargo, objeto de acerba crítica por ciertos sectores doctrinales minoritarios. Los argumentos empleados han sido de todo orden: la dinamicidad de la vida económica no tolera la intromisión de la jurisdicción penal, lenta, formalista, que puede provocar más problemas que soluciones; la amenaza de pena puede inhibir al empresario arriesgado; el mercado brinda mecanismos de eliminación del competidor desleal más eficientes que los penales, y de menor costo; en momentos de crisis la superprotección de los sujetos económicos más débiles (trabajadores, consumidores, inmigrantes) ralentiza el crecimiento global; la tutela penal de ciertos bienes, como pueden ser los ecológicos o los urbanísticos, es incompatible con la inversión y el pleno empleo, etc. Estas objeciones, que no superan el plano de la superficialidad, desconocen que no se preconiza la criminalización de la actividad económica, sino sólo la de sus manifestaciones más patológicas, tan patológicas que hacen imposible el propio juego económico. Pero se trata de objeciones exitosas, en cuanto coincidentes con una de las características definidoras de la omnipresente globalización económica: la desregulación. Que supone, lisa y llanamente inhibición de lo público frente a los requerimientos no de la producción –como perversamente se argumenta- sino de los intereses de quienes, desde posiciones de poder, tienen la capacidad fáctica de imponerlos. Y esto, tanto en el plano interno como en el internacional. La desregulación, que se propone frente a la actividad de ciertos sujetos económicos, es sustituida, frente a otros, por la férrea reivindicación de intervención punitiva. Asistimos así al incremento del control penal de los trabajadores inmigrantes, frente a los que nuestro sistema penal, al menos en las interpretaciones que se proponen desde la Fiscalía General del Estado, se decanta, como respuesta prácticamente única, por la expulsión. O a la pretensión de criminalizar ejercicio de derechos fundamentales, como el de huelga. Y no tan sólo porque se amenace directamente con penalizar manifestaciones naturales del mismo como son las actividades de difusión y defensa de la huelga (tal como han reconocido concordantes resoluciones de nuestro Tribunal Constitucional), sino porque el abaratamiento del despido lo constituye en una inhibidora espada de Damocles, permanente amenaza en situaciones de empleo precario. Simultáneamente, desmanes urbanísticos, ecológicos, o que, directamente, afectan a la salud de los consumidores, pretenden quedar al abrigo de la sanción penal, con el argumento de que ésta puede acabar con la actividad de emprendedores irregulares –pero nunca delincuentes- que, cual gallina de los huevos de oro serían, según se pretende, los únicos garantes de un nivel aceptable de empleo. Se avanza así a un sistema que minimiza el alcance de derechos individuales y colectivos, proclamándolos retóricamente como fundamentales, pero tratándolos como meras declaraciones pietistas que a nadie obligan. Un sistema que pregona como principio intangible la libre circulación de personas y mercancías, pero que sacrifica la de aquéllas para potenciar la de éstas. Un sistema en que todopoderosos "managers" de grandes corporaciones se permiten arruinar a pequeños ahorradores o mandar al paro a miles de trabajadores, de cuya entrega surgió "su" riqueza. Un sistema que exporta a países menos desarrollados la industria contaminante o peligrosa que no tolerarían en su vecindad los ciudadanos mejor instalados. O que opta por manejar –y lavar- sus riquezas en paraísos fiscales incompatibles con las reglas tributarias propias del "primer mundo". Frente a esa realidad, que no es la única, pero que está ahí, el Derecho penal del Estado democrático no puede permanecer inerme. Ni inhibirse sin traicionar sus propios principios legitimadores. De ahí la presencia, necesaria, de un Derecho penal económico. Que todavía tropieza con problemas de definición de ilícitos; de selección de técnicas incriminadoras –que han de superar el riesgo de expansionismo antigarantista-; de articulación de consecuencias sancionadoras, que no se pueden limitar a la pena carcelaria; de puesta en pie de tribunales bien dotados de especialistas, que hagan olvidar la consideración de la justicia penal como la "cenicienta" de la Administración Pública. Pero que, con todas las limitaciones que arrastra, se presenta como instrumento ineludible de intervención tutelar en un ámbito que, abandonado a las imposiciones de la lógica puramente mercantilista, se parecería demasiado a la selva en la que, fatalmente, se terminan imponiendo los más fuertes. Entendiendo por tales los más aptos para alcanzar el éxito económico fulgurante. Aunque sea a costa de los derechos fundamentales de los más. J.M. Terradillos Basoco Grupo de Investigación P.A.I., "Sistema Penal y derechos de los trabajadores"
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