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PAPÁ GORIOT (Fragmento)

Honoré de Balzac (1835)


(…) - ¿Se han divertido ellas bastante? ̶ dijo papá Goriot, que había reconocido a Eugenio.
̶ !Oh, no piensa sino en sus hijas! ̶ dijo Bianchon ̶ . Me dijo más de cien veces anoche: ‘’¡ellas bailan! ¡Ella tiene su vestido!’’
Las llamaba por sus nombres. Me hacía llorar, ¡que , me lleve el diablo!, con sus exclamaciones: ‘’¡Delfina, mi pequeña
Delfina! ¡Nasie!’’ Por mi palabra de honor ̶ dijo el alumno de medicina ̶ , era para deshacerse en lágrimas.
̶ Delfina está aquí ̶ dijo Goriot ̶ , ¿no es verdad? Bien lo sabía ̶ y sus ojos recuperaron una agilidad loca para mirar los muros
y la puerta.
̶ Bajo para decirle a Silvia que prepare los sinapismos ̶ dijo Bianchon ̶ , el momento es propicio.
Rastignac permaneció solo al lado del viejo, sentado al pie de la cama, fijos los ojos en esta cabeza horrible, que producía
dolor al mirarla.
‘’Madame de Beauséant se fuga, éste se muere’’, dijo para sí. ‘’Las almas bellas no pueden permanecer por largo tiempo en
este mundo. En efecto ¿cómo podrían convivir los sentimientos nobles con una sociedad mezquina, pequeña, superficial?’’.
Las imágenes de la fiesta a la cual había asistido se representaban en su recuerdo y contrastaban con el espectáculo de esta
cama de muerte. Bianchon reapareció de repente.
̶ Mira, Eugenio, acabo de hablar con nuestro médico jefe y he venido a las carreras. Si manifiesta síntomas de razón, si habla,
acuéstalo sobre un sinapismo largo, de manera que quede envuelto en mostaza desde la nuca hasta la base de la espina
dorsal, y nos haces llamar.
̶ Querido Bianchon ̶ dijo Eugenio.
̶ ¡Oh, se trata de un hecho científico! ̶ repuso el estudiante de medicina con todo el ardor de un neófito.
̶ Vamos ̶ dijo Eugenio ̶ , seré entonces el único que cuida a este pobre viejo por afecto.
̶ Si me hubieras visto esta mañana, no dirías eso ̶ repuso Bianchon, sin ofenderse por la alusión ̶ . Los médicos que ya han
ejercido no ven sino la enfermedad; yo, por mi parte, aún veo el enfermo, mi querido muchacho.
Se marchó, dejando a Eugenio solo con el viejo, y en la aprensión de una crisis que no tardó en declararse.
̶ ¡Ah, es usted, querido hijo! ̶ dijo papá Goriot, reconociendo a Eugenio.
̶ ¿Se siente usted mejor? ̶ preguntó el estudiante, cogiéndole la mano.
̶ Sí, tenía la cabeza cerrada como si estuviera entre un estuche, pero se libera. ¿Vio a mis hijas? Vendrán pronto, cuando
sepan que estoy enfermo acudirán de inmediato, ¡tanto me cuidaron en la calle de la Jussienne! Dios mío, quisiera que mi
pieza estuviera limpia para recibirlas. Hay un joven que quemó todas mis briquetas.
Oigo que sube Cristóbal para traerle leña que ese joven nos envía.
̶ Bueno, ¿pero cómo pagar la leña? No tengo un céntimo, hijo mío. Todo lo he dado, todo. Estoy de limosna. ¿El vestido de
lamé era hermoso, al menos? (¡Ah, como sufro!) Gracias, Cristóbal. Dios lo recompensará, mi muchacho; nada tengo ya.
̶ Te pagaré bien, a ti y a Silvia ̶ dijo Eugenio al oído del muchacho.
̶ Mis hijas le dijeron que vendrían, ¿verdad, Cristóbal? Ve de nuevo a buscarlas, te daré cien centavos. Diles que no me siento
bien, que querría abrazarlas, verlas una vez más antes de morir. Diles eso, pero sin asustarlas demasiado.
A una seña de Rastignac, Cristóbal se marchó.
̶ Ellas vendrán ̶ añadió el viejo ̶ . Yo las conozco. A la buena de Delfina, si muero, le causaré una gran tristeza. También a
Nasie. No quisiera morir, para no hacerlas llorar. Morir, mi buen Eugenio, es no verlas más. Allí donde se va uno me aburriré
bastante. Para un padre el infierno es estar sin sus hijos, y ya he hecho mi aprendizaje desde que ellas se casaron. Mi paraíso
era la calle de la Jussienne. Sabe, si voy al paraíso podría regresar a la tierra en espíritu, para estar alrededor de ellas. He
oído hablar de estas cosas. ¿Son ciertas? Creo verlas en este momento tal como estaban en la calle de la Jussienne. Ellas
bajaban por la mañana. Buenos días, papá, decían. Las sentaba en mis rodillas, les hacía mil zalamerías, mil jugarretas. Me
acariciaban amorosamente. Almorzábamos juntos todas las mañanas cenábamos juntos, en fin, era padre, gozaba con mis
hijas. Cuando vivía en la calle de la Jussienne ellas no razonaban, no sabían nada del mundo, me querían mucho. ¡Dios míos,
por qué no permanecieron siempre pequeñas? (Oh, sufro, se me revienta la cabeza.) ¡Ah, ah, perdón, hijas mías!, sufro
horriblemente, tiene que ser un gran dolor, ustedes me volvieron duro para el mal. ¡Dios mío, si tuviese siquiera sus manos
en las mías, no me sentiría del todo mal. ¿Cree que vendrán? Cristóbal es tan tonto. He debido ir yo mismo. Él va a verlas.
Pero usted estuvo anoche en el baile. Dígame, ¿cómo estaban ellas? Nada sabían de mi enfermedad, ¿no es verdad? No
hubieran podido bailar, ¡mis pobres pequeñas! ¡Oh, no quiero estar enfermo por más tiempo! Ellas todavía me necesitan.
Sus fortunas están comprometidas. ¡Y mire que están en poder de qué clase de maridos! ¡Cúrenme, cúrenme! (¡Oh, cómo
sufro! ¡Ay, ay!) Vea usted, es preciso que me alivie, pues necesitan dinero y yo sé dónde ir a ganarlo. Iré a fabricar almidón
en cristales en Odessa. Soy muy hábil, ganaré millones. (¡Oh, sufro demasiado!).
Goriot guardó silencio durante un rato y era notorio que hacía un tremendo esfuerzo para acumular todas sus energías a
fin de soportar el dolor.
̶ Si ellas estuvieran aquí, no me quejaría ̶ dijo ̶ . Entonces, ¿por qué quejarme?
Sobrevino un leve adormecimiento, que duró largo rato. Cristóbal regresó. Rastignac, que creía dormido a papá Goriot, dejó
que el muchacho le diera cuenta en voz alta de su misión.
PAPÁ GORIOT (Fragmento)
Honoré de Balzac (1835)
̶ Monsieur ̶ le dijo ̶ , fui primero donde madame la condesa, con la cual me fue imposible hablar, pues estaba en grandes
asuntos con su marido. Como yo insistiera, vino el propio Monsieur de Restaud y me dijo así: ‘’Monsieur Goriot se muere,
¡y bien!, es lo mejor que puede hacer. Necesito a Madame de Restaud para terminar asuntos importantes; irá cuando todo
haya terminado’’. Ese señor estaba enojado. Iba a salir, cuando madame entró en el vestíbulo por una puerta que yo no veía
y me dijo: ‘’Cristóbal, dile a mi padre que estoy en discusiones con mi marido, no puedo dejarlo; se trata de la vida o de la
muerte de mis hijos; pero cuando todo haya terminado, iré’’. En cuanto a madame la baronesa, es otra historia: ni la pude
ver, ni le pude hablar. ‘’!Ah!’’, me dijo su doncella, ‘’madame regresó del baile a las cinco y cuarto, está durmiendo, si la
despertara antes del mediodía, me regañaría.
Cuando me llame le diré que su padre está grave. Siempre hay tiempo para dar una mala noticia’’. Fue inútil que le rogara.
Pedí hablar con el señor barón, pero había salido.
̶ Ninguna de sus hijas vendrá ̶ exclamó Rastignac ̶ . Les voy a escribir a las dos.
̶ Ninguna ̶ respondió el viejo, enderezándose en la cama ̶ . Tienen negocios, duermen, no vendrán. Yo lo sabía. Es preciso
morir para saber lo que son los hijos. ¡Ah, amigo mío, no se case, no tenga hijos! Usted les da la vida, ellos le dan la muerte.
Usted los hace entrar en el mundo, ellos lo arrojan del mundo. ¡No, ellas no vendrán! Sé eso desde hace diez años. Me lo
decía algunas veces, pero no me atrevía a creerlo.
Una lágrima rodó en cada uno de sus ojos, sobre su borde enrojecido, sin caer.
̶ ¡Ah, si yo fuese rico, si hubiera conservado mi fortuna, si no se las hubiera dado, ellas estarían aquí, ellas me enjugarían las
mejillas con sus besos!; viviría en una mansión, tendría bellas habitaciones, criados, fuego para mí; y ellas estarían llenas de
lágrimas, con sus maridos, con sus hijos. Tendría todo eso. Pero, nada. El dinero lo da todo, aun hijas. ¡Oh, mi dinero!,
¿dónde está? Si tuviera tesoros para dejar, ellas me aliviarían, me cuidarían; las escucharía, las vería. ¡Ah, mi querido hijo,
mi único hijo, ahora tolero mejor mi abandono y miseria! Al menos, cuando un infeliz es amado, puede estar seguro de ese
amor. No, no quisiera ser rico, pues entonces las vería. Aunque, ¿quién sabe? Las dos tienen corazones de roca. Tanto amor
les he brindado, que ellas no podrían devolverme amor. Un padre debe ser rico siempre, debe mantener a sus hijos bajo las
riendas, como a caballos díscolos. Y yo estaba de rodillas ante ellas. ¡Las miserables! Coronan dignamente la conducta que
han tenido hacía mí desde hace diez años. Si viera cómo eran de cariñosas conmigo en los primeros años de sus matrimonios.
(¡Oh, sufro un cruel martirio!) Acababa de regalarle a cada una ochocientos mil francos, ellas no podían permitirse ser
desatentas conmigo, ni tampoco sus maridos. Me recibían en sus casas: ‘’Padre mío, por aquí; mi querido papá, por allá’’.
Allí tenía siempre un cubierto para mí. En fin, cenaba con sus maridos, que me trataban con consideración. Se suponía que
todavía me quedaba alguna fortuna. ¿Por qué eso? No había dicho nada sobre mis negocios. Había que cuidar con esmero
a un hombre que regala ochocientos mil francos a sus hijas. Así que eran muy atentas conmigo, pero se debía a mi dinero.
El mundo no es bello. Me he dado cuenta de eso. Me llevaban en coche al teatro y permanecía en sus fiestas todo el tiempo
que quería. En fin, ellas se proclamaban hijas mías y me reconocían como su padre. Todavía tengo mi astucia, claro, y nada
se me ha escapado. Todo eso lo hacían con un propósito egoísta y me partía el corazón. Veía bien que se trataba de argucias,
pero el mal ya no tenía remedio. En sus casas no estaba más a gusto que lo que me siento allí abajo. No me atrevía a decir
nada. Así, cuando algunas de esas gentes de la sociedad preguntaban al oído de mis yernos: ‘’ ¿Quién es ese señor?, ‘’es un
padre con dinero, es rico, ¡qué diablos!’’, decían, y me miraban con el respeto que se le tiene al dinero. ¡Pero si algunas
veces las avergonzaba un poco, redimía a buen precio mis defectos! Por lo demás, ¿quién es perfecto? (¡Mi cabeza es una
llaga!). Sufro en este momento lo que es preciso sufrir para que llegue la muerte, mi querido Monsieur Eugenio, ¡y bien!,
eso no es nada en comparación con el dolor que me causó la primera mirada con la cual Anastasia me hizo comprender que
yo acababa de decir una torpeza y que la humillaba: su mirada me abrió todas las venas. Hubiera querido saberlo todo, pero
lo que supe con certeza era que ya sobraba en esta tierra. Al día siguiente fui donde Delfina para que me consolara y sucede
que allí dije otra tontería que la enojó grandemente. Regresé como enloquecido. Estuve ocho días sin saber lo que debía
hacer. No me atrevía a ir a verlas, de miedo a sus reproches. Y de repente me vi expulsado de la casa de mis hijas. ¡Oh, Dios
mío, puesto que conoces las miserias y los sufrimientos que he padecido; puesto que has llevado la cuenta de las puñaladas
que he recibido a lo largo de estos años que me han envejecido, cambiado, encanecido, destrozado, ¿por qué me haces
sufrir ahora? Ya he expiado bastante el pecado de haberlas querido mucho. Ellas han tomado plena venganza de mi amor:
me han atenazado como verdugos. ¡Ah, son tan torpes los padres! Tanto las quería, que volvía a ellas como un jugador a la
ruleta. El único vicio mío eran mis hijas: ellas eran mis amantes, ¡en fin, lo eran todo! Ellas tenían, las dos, siempre, necesidad
de alguna cosa, de adornos; sus doncellas me lo decían y yo se los daba para ser bien recibido. Pero ellas me dieron sus
pequeñas lecciones sobre la manera de comportarme en sociedad. ¡Oh, pero nunca esperaron el resultado! Empezaron a
avergonzarse de mí. Vea el resultado de educar bien a sus hijas. Sin embargo, a mi edad ya no podía ir a la escuela. (¡Sufro
horriblemente, Dios mío! ¡Los médicos, los médicos! Si me abrieran la cabeza sufriría menos.) ¡Mis hijas, mis hijas, Anastasia,
Delfina, quiero verlas! ¡Envíe a la gendarmería por ellas y que las traigan a la fuerza! La justicia no me cae sino a mí, todo
está contra mí, la naturaleza, el código civil. Protesto. La patria perecerá si los padres son pisoteados. Eso es claro. La
sociedad, el mundo, giran sobre la paternidad, todo se deshace si los hijos no aman a sus padres. ¡Oh, verlas, escucharlas!,
no importa lo que me digan, con tal de que yo oiga su voz, eso calmará mis dolores (…)

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