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Corrupción pública y ordenamiento jurídico

Chapter · January 2016

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Marcos Vaquer Caballería


University Carlos III de Madrid
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CORRUPCIÓN PúbLICA y
ORdENAmIENtO jURÍdICO
Marcos Vaquer Caballería
Catedrático de Derecho Administrativo
Universidad Carlos III de Madrid

RESuMEN
La ética pública puede normativizarse, pero no se reduce al ordenamiento jurídico. Por esta razón, la
legislación puede ser un instrumento eficaz para combatir la corrupción, pero no puede erradicarla
por sus solos medios. En este estudio se analiza primero la capacidad de las fuentes del Derecho para
luchar contra la corrupción pública y los medios de que puede servirse, para hacer después una valo-
ración crítica del ordenamiento jurídico español desde esta perspectiva, que permite concluir que
nuestro ordenamiento en su conjunto es más bien disruptivo y carente de toda coherencia sistemática,
que contiene todavía algún elemento corruptivo y que ha introducido reformas más discursivas que
eficaces, mientras evita otras que sí podrían serlo.
Palabras clave: Corrupción, ordenamiento jurídico
AbSTRACT
Public ethics can be enforced by law but cannot be reduced to rule of law. For this reason, legislation
can be an effective tool to combat corruption, but it cannot, by itself, eradicate it. This study first
analyzes the capacity, means, and reach of the law to combat public corruption, and follows with a
critical assessment on the Spanish legal system from this perspective. It reaches the conclusion that
this system —on the whole— is disruptive and lacking in any systematic coherence, still contains
some corruptive elements, and has introduced measures that have proven to be more discursive than
effective, even while simultaneously ignoring those that could prove to be effective.
Key words: Corruption, sources of law

1. InTRODuCCIón: LAS RELACIOnES EnTRE éTICA PúBLICA y


ORDEnAMIEnTO JuRíDICO En LA LuChA COnTRA LA
CORRuPCIón
Cada vez que un delito provoca un escándalo de envergadura, se nos anuncia un
endurecimiento del Código Penal. Cuando estalla un gran caso de corrupción, se impul-
sa un paquete de medidas legales regeneradoras. Poco importa que fuera el caso Roldán,

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Marcos Vaquer Caballería

cuando se acometió una severa Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, o la


trama Gürtel, cuyos efectos se han querido mitigar con un nuevo estatuto del alto cargo
estatal y la reforma de la ley de partidos políticos.
Pero la virtud o corrupción de un Estado no depende sólo ni principalmente de su
ordenamiento jurídico. Mal vamos cuando la ley debe suplir a la conciencia que reivindi-
cara MONTAIgNE (1580-2013: 151) con estas palabras: «En todo y en cualquier lugar bás-
tanme mis ojos para mantenerme en el deber; no hay otros que me vigilen tan de cerca
ni a los que respete yo más».
La manía de confiar evitar o corregir la corrupción pública1 a un paquete de medidas
legislativas, atribuyéndoles un efecto taumatúrgico, o es un error que expresa cierta nos-
talgia del absolutismo, o es puro cinismo. O quizás es utilizada cínicamente por unos
valiéndose del error de los otros.
Digo que puede ser un caso de nostalgia porque en el Estado absoluto es el sobera-
no quien establece la moral pública:

«Cuando los hombres se molestan con sus mutuas irregularidades, desean de


todo corazón acoplarse entre sí dentro de un firme y sólido edificio, tanto por
necesidad del arte de hacerse leyes útiles para regular, según ellas, sus acciones,
como por su humildad y paciencia para sufrir que sean eliminados los rudos y
ásperos puntos de su presente grandeza; ahora bien, sin la ayuda de un arqui-
tecto muy hábil, no lograrán verse reunidos sino en una edificación defectuosa,
que pesando considerablemente sobre su propia época, vendrá a caer sin remedio
sobre las cabezas de su posteridad. (…) Por consiguiente, si quien no está sujeto
a ninguna ley civil peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque no
tiene otra ley a la que seguir, sino su propia razón, no ocurre lo mismo con quien
vive en un Estado, puesto que la ley es la conciencia pública mediante la cual
se ha propuesto ser guiado» (hObbES, 1651-1992: 263, 265).

En un Estado democrático de Derecho, los ciudadanos no son súbditos quietos en


espera de un arquitecto hábil que ordene su conciencia pública, ni ésta está reducida a la
ley. El Derecho fija las reglas de su convivencia y les sujeta, sí, pero ellos —el pueblo sobe-
rano— son sujetos políticos activos con derecho a participar en los asuntos públicos —eli-
giendo, opinando, controlando y exigiendo—, a informarse de forma libre y plural, a expre-
sarse del mismo modo y a manifestarse por lo que demandan o lo que repudian, así como
a recabar la tutela judicial frente a los abusos y las desviaciones del poder público. El
ejercicio que hagan de estos derechos fundamentales —consagrados entre nosotros en los
artículos 20 a 24 de la Constitución española— determina la virtud o corrupción del Esta-
do y la calidad de su democracia. De ahí que las teorías contemporáneas de la democracia,
como la conocida concepción de la poliarquía de Robert Dahl, no sólo demanden un alto

1. El de corrupción no es un concepto jurídico (aunque ya tiene acogida en el Derecho penal)


ni tampoco unívoco. A los efectos de este estudio y sin ánimo definitorio, manejo una noción amplia
de corrupción pública entendida como toda desviación consciente y voluntaria, por parte de las auto-
ridades y empleados públicos, del cumplimiento imparcial de su función al servicio del interés gene-
ral. En esta acepción, corrupta es toda aquella conducta que antepone a sabiendas el interés particu-
lar al interés general en el ejercicio de funciones públicas. Incluyo, pues, la que se produzca tanto
por acción como por omisión y cualquiera que sea su móvil desviado —lucrativo, nepotista, amiguis-
ta, partidista o de otro tipo—, pero excluyo la corrupción entre particulares. No porque no sea
corrupción, sino porque tiene otros perfiles jurídicos y queda fuera de mi campo de especialidad.

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Corrupción pública y ordenamiento jurídico

nivel de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, sea directa o a través de
sus representantes, sino también un alto nivel de debate público (DAhL, 1971-2009: 17-18).

«Hay naciones de Europa donde el habitante se considera como una especie


de colono indiferente al destino del país que habita. Los más grandes cambios
pueden acaecer en su país sin su concurso; no sabe con precisión lo que ha pasa-
do, sólo lo sospecha, ha oído contar el acontecimiento por casualidad. (…) A este
hombre, por lo demás, aunque haya hecho un sacrificio tan completo de su libre
albedrío, no le gusta la obediencia más que a los demás. Se somete, en verdad,
al capricho de un empleado; pero se complace en desafiar a la ley como un
enemigo vencido, en cuanto la fuerza se retira. Por eso se le ve oscilar entre la
servidumbre y el desenfreno.
Cuando las naciones han llegado a este punto, es necesario que modifiquen
sus leyes y sus costumbres o que perezcan, porque la fuente de las virtudes
públicas está en ellas como agotada, encontrándose todavía súbditos, pero sin
que se vean ya ciudadanos» (TOCquEvILLE, 1848-1994: 102).

Así que el Derecho no es tanto causa eficiente de la virtud pública, cuanto más bien
su codificación y resultado. Sin una conciencia pública digna, sin una cultura democrática
exigente poco podemos esperar del ordenamiento jurídico que aprueban nuestros repre-
sentantes en orden a la erradicación de la corrupción. En ese caso, el ordenamiento ya no
es una brújula ni tampoco una palanca, como quisiéramos, sino más bien un espejo. Y
entonces corremos el riesgo de que no sirva para combatir la corrupción y regenerar la
democracia, sino más bien para aplacar el debate público y degenerar la democracia.
Con esta introducción no pretendo arrastrar al lector a la melancolía, desautorizar al
Derecho público como instrumento de transformación social ni negarle toda eficacia para
combatir la corrupción, sino constatar:

1º) Que la legislación sólo es una herramienta, no la solución al problema que ocupa este
estudio. La solución implica al Derecho, ciertamente, pero también a la política y a la
ética pública: «Está claro que incluso en el mejor de los marcos institucionales pueden
darse comportamientos corruptos atribuibles al factor humano y de ahí la importancia
de la ética pública (política, empresarial, cívica y funcionarial). Pero esto no quita el
que en el diseño del marco legal, organizativo, procedimental y de gestión de recursos
se haya siempre de tener en cuenta como objetivo irrenunciable el prevenir y desin-
centivar la corrupción» (PRATS CATALà, 2007: 16-17).
2º) Que en el Estado democrático de Derecho, el servicio objetivo al interés general de las
Administraciones públicas, con eficacia y pleno sometimiento a la ley y el Derecho, y el
consecuente deber de imparcialidad de los empleados públicos en el ejercicio de sus fun-
ciones (art. 103 CE), no son sólo un deber del poder público y sus agentes sino también
un correlativo derecho de los ciudadanos, que forma parte de su status activae civitatis
al que antes aludía y quienes consecuentemente han de tener cierta capacidad para con-
tribuir a su cumplimiento y control (arts. 105 y 106 CE). Esta lógica es la que inspira, por
ejemplo, la introducción entre los derechos de ciudadanía del derecho a una buena admi-
nistración en el artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.2

2. Sobre el derecho ciudadano y deber administrativo de buena administración existe ya una


amplia bibliografía, desde PONCE SOLé (2001) a PAREJO ALFONSO (2015).

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De hecho, bien puede decirse que el servicio objetivo al interés general con plena
sujeción al Derecho (art. 103 CE) y el derecho de los ciudadanos a una buena admi-
nistración (art. 41 CDFuE) son expresión de un mismo mandato de optimización, sólo
que formulado en forma de principio del Derecho objetivo (es decir, desde la perspec-
tiva del estatuto de la Administración pública) en el primer caso y en forma de derecho
subjetivo (es decir, desde la perspectiva del estatuto de los ciudadanos) en el segundo.
Así pues, el Derecho administrativo debe emplearse a este fin con sus dos grandes
vocaciones, que a su vez se corresponden con dos grandes concepciones históricas
del mismo: como Derecho defensivo o garantista de los derechos del ciudadano y
también como Derecho directivo de la Administración, orientado a su eficacia. Porque
la corrupción es tan injusta como ineficaz. En consecuencia, valen tanto medidas
limitadoras del poder público y ordenadoras de su control como también orientado-
ras de su buen ejercicio.
De acuerdo con esta idea de síntesis, la lucha contra las inmunidades del poder nunca
debería habernos distraído a los juristas de la lucha por el interés general, ya que
ambas se complementan y retroalimentan en un Estado social y democrático de Dere-
cho (art. 1.1 CE) en el que todas las potestades y mandatos atribuidos al poder
público tienen como referente axiológico último la dignidad de la persona y los
derechos que le son inherentes (art. 10.1 CE).
Sin embargo, hemos descuidado durante décadas la organización y el funcionamien-
to internos de la Administración pública y, cuando nos ocupamos de ellos, desenfo-
camos con frecuencia el análisis.3
3º) Que la lucha contra la corrupción no es ni debería concebirse como una materia nor-
mativa ni un sector del ordenamiento jurídico, sino más bien como una perspectiva
final necesaria de todo él y, en particular, del Derecho público.
No vale con adoptar un paquete más o menos consistente de medidas cuando se
siente la pulsión —espontánea o inducida por algún escándalo reciente— de comba-
tir la corrupción, sino que este fin o —si se prefiere plantearlo más ampliamente y
de forma menos patológica— el derecho a una buena administración debería inspirar
todas las reformas administrativas.
4º) Que lo que deberíamos esperar del ordenamiento no es tanto que abunde en códigos
éticos o de conducta cuanto que favorezca su cumplimiento espontáneo y, subsidia-
riamente, reprima con eficacia y rigor su incumplimiento. En puridad, no debería ser
preciso normativizar más código de conducta de los empleados públicos que la pro-

3. En las últimas reformas del régimen jurídico de las Administraciones públicas (desde la Ley 27/2013,
de 27 de diciembre, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, pasando por la Ley
15/2014, de 16 de septiembre, de Racionalización del Sector Público y otras Medidas de Reforma Adminis-
trativa, hasta la Ley 40/2015, de 1 de octubre, del Régimen Jurídico del Sector Público) es fácil observar
un sesgo economicista o meramente hacendístico, que parece concebir a la Administración antes como
organización económica (y matriz de un holding llamado sector público) que como institución jurídica y
a la que, en consecuencia, se quiere ordenar según un canon de eficiencia. La eficiencia, orillada por
nuestro Derecho administrativo hasta hace poco, se invoca ahora obsesivamente como principio una doce-
na de veces en la Ley 40/2015 (arts. 3.1.j, 48.3, 73.1.2º, 81.1, 87.4.a), 95, 112, 140.1.f, 148.2.b, 154.1, 157.3
y d.a.5ª), olvidando que en el Derecho público —a diferencia de lo que ocurre en la economía— la efi-
ciencia no es un fin en sí mismo (ni un valor superior, ni un principio jurídico) sino un criterio (modal)
al servicio del principio (final) de la eficacia, como resulta de la interpretación conjunta de los artículos
31.2 y 103.1 de la Constitución (vAquER, 2011). Esta confusión entre medios y fines nos distrae, una vez
más, de la lucha contra la corrupción.

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Corrupción pública y ordenamiento jurídico

clamación ya mencionada según la cual «la Administración pública sirve con objetivi-
dad los intereses generales» contenida en el artículo 103.1 de la Constitución Espa-
ñola en unión, si se quiere, con la sujeción de todos a un ordenamiento jurídico (art.
9.1) fundamentado en la dignidad de la persona y sus derechos (art. 10), los criterios
de eficiencia y economía en el gasto público (art. 31) y el deber de imparcialidad en
el ejercicio de las funciones públicas (art. 103.3).

Dicho más llanamente, la Constitución española ya contiene un completo código de


conducta de los poderes públicos.4 A partir de ahí, nada aporta la progresiva inflación de
principios legales de buena conducta en la que han incurrido sucesivamente el Estatuto
Básico del Empleado Público, la Ley de Transparencia y Buen Gobierno o la Ley de Ejer-
cicio del Alto Cargo en la Administración General del Estado.
Conviene tener presente que el artículo 52 del EbEP proclama hasta 15 principios
distintos, 16 el artículo 26 de la LTbg y 5 el artículo 3.1 del EAC. Además del evidente
problema de su solapamiento y sus discordancias,5 su indeterminación hace que no cum-
plan con el principio de tipicidad para poder sancionar su incumplimiento, por lo que
su única virtualidad es la orientadora de la interpretación de estas leyes, como ellas mis-
mas afirman después de proclamarlos.
Así que no necesitamos seguir proclamando de forma abstracta las cualidades ideales
de los empleados públicos, sino más bien procurar concretamente que las cumplan o, lo
que es lo mismo, impedir que se distraigan de su deber. Y para ello, más interés que los
estatutos del alto cargo o del empleado público tiene la legislación sobre la organización
y el funcionamiento de las Administraciones públicas y, en general, del sector público: las
funciones directivas y de control sobre los órganos y los entes instrumentales, la trans-
parencia, las garantías de los procedimientos en general y, en particular, los relativos al
ejercicio de potestades discrecionales —aun a título de mera discrecionalidad técnica,
pues lo que importa es que la resolución no venga directamente predeterminada por la
norma y el órgano competente disponga de cierto margen de apreciación o de decisión—
cuya resolución adjudique recursos escasos,6 etc.
Esto supuesto, la capacidad ordenadora de las normas puede utilizarse de forma
preventiva o correctiva de la corrupción. El Derecho penal es directamente correctivo,

4. En este sentido, CARRO FERNÁNDEz-vALMAYOR, 2010.


5. Los principios de ejercicio del alto cargo del EAC se afirman como especiales y añadidos a
los de buen gobierno de la LTbg, pero sin alusión alguna a los del EbEP pese a que los altos car-
gos son también empleados públicos. Pues bien, tanto el EbEP para los empleados públicos en
general como el EAC para los altos cargos coinciden en prescribir la objetividad, la integridad, la
transparencia, la responsabilidad y la austeridad. Pero el EbEP añade también, entre otros muchos,
los principios confidencialidad, de ejemplaridad y de honradez, que el EAC omite respecto de los
altos cargos. La omisión de la confidencialidad se salva por el deber de reserva previsto en el art.
26.2.b).2º LTbg, pero no las demás. Así que una interpretación sistemática del ordenamiento abo-
caría a entender la omisión del EAC —ley posterior y especial— como una exoneración a los altos
cargos de ser ejemplares y honestos, por lo que será mejor hacer una interpretación finalista.
6. Esta doble condición (carácter discrecional y eficacia constitutiva de derechos con valor
económico) se da en diversos procedimientos en los que, en efecto, suele centrarse el debate: pla-
neamiento urbanístico, elección del sistema de ejecución de dicho planeamiento y adjudicación de
la misma, en su caso; preparación y adjudicación de contratos del sector público o de subvenciones;
oposiciones y otras formas de ingreso en el empleo público; permutas y otros negocios patrimonia-
les, etc. Así pues, aunque la corrupción no es predicable de las materias sino de las personas, estas
materias ofrecen contextos especialmente favorables para su desenvolvimiento.

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Marcos Vaquer Caballería

aunque también puede producir efectos preventivos disuasorios. El Derecho administra-


tivo, aunque menos aleccionador, tiene la ventaja de poder combinar de forma más amplia
y directa ambos tipos de instrumentos: preventivos y correctivos. Entre los primeros, el
fomento de las buenas prácticas, la limitación de las potestades públicas y las facultades
privadas, la regulación del procedimiento prescribiendo en su seno mecanismos de publi-
cidad y de participación, o la fiscalización previa sobre ciertos actos administrativos. Entre
los segundos, la intervención ex post (auditorías), los recursos administrativos y conten-
ciosos o las sanciones administrativas.
Pues bien, un examen crítico del ordenamiento jurídico español desde esta concreta
perspectiva arroja algunas conclusiones que vamos a analizar sucesivamente en los siguien-
tes apartados, como son: que nuestro ordenamiento afronta el fenómeno de la corrupción
de manera más bien disruptiva y asistemática; que sigue conteniendo algunas normas
corruptivas o tolerantes con usos y costumbres calificables como corruptelas; y que cier-
tas medidas adoptadas en los últimos tiempos son más discursivas que eficaces.

2. LA LEGISLACIón DISRuPTIVA O LA FALTA


DE COnSISTEnCIA SISTEMÁTICA
La lucha contra la corrupción debería ser sistemática y sostenida. Entre nosotros, las
medidas para combatirla son parciales y disconexas, se adoptan a saltos y sin ningún tipo
ni de diagnóstico previo, ni de planificación cabal ni tampoco de seguimiento o evaluación
de sus efectos. Para comprobarlo, podemos tomar como referencia la evolución del Dere-
cho público estatal —un examen del autonómico y el local desbordaría las posibilidades
de este estudio— en la última década.
En el periodo, es cierto, se han aprobado diversas reformas legales conducentes a
impedir u obstaculizar las prácticas corruptas: desde la introducción de diversas reglas
de transparencia y participación en la gestión urbanística por la Ley de Suelo de 2007 y
el endurecimiento de los tipos de los delitos contra la ordenación del territorio y el
urbanismo —incluyendo la prevaricación especial— en la reforma del Código Penal de
2010, hasta la aprobación de la Ley de Transparencia y Buen Gobierno o la recuperación
de un mayor control de las escalas de funcionarios de habilitación nacional en la reforma
local de 2013 o, por último, la aprobación ya aludida del Estatuto del Alto Cargo y la
reforma de la legislación de partidos políticos en 2015.7
Pero entre medias se adoptaban otras reformas que desandaban el camino en sentido
contrario. Por ejemplo, cuando la Ley 10/2012, de 20 de noviembre, de Tasas en el ámbi-
to de la Administración de Justicia generalizó las tasas judiciales en el orden contencioso-
administrativo, sujetando a casi todas las personas, incluidas las personas físicas y las
jurídicas carentes de ánimo de lucro. Esta ley estaba inhibiendo drástica y manifiestamen-

7. Estas dos últimas reformas fueron simultáneamente impulsadas por el Gobierno como ele-
mentos de un Plan de regeneración democrática que incluía asimismo la tipificación penal de la
financiación ilegal de los partidos políticos, sobre el que la Vicepresidenta del Gobierno informó al
Consejo de Ministros en su sesión del 20 de septiembre de 2013. Puede consultarse la referencia
en http://www.lamoncloa.gob.es/consejodeministros/Paginas/enlaces/200913Enlace_RegeneracióNDe-
mocrática.aspx, de la que no se extrae otra cosa que un conjunto de medidas legislativas, sin men-
ción alguna de un diagnóstico previo, de otros tipos de acciones ni de un seguimiento de su
implantación, como cabría esperar de un plan.

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Corrupción pública y ordenamiento jurídico

te la iniciativa ciudadana de control de las Administraciones públicas y, si no llega a


corregirse parcialmente en 2015 introduciendo una exención subjetiva a favor de las
personas físicas, podría haber tenido efectos devastadores a largo plazo.
En tercer lugar, el régimen administrativo español ha sufrido en los últimos años algu-
nas transformaciones relevantes que inciden sobre el problema que nos ocupa, pero ni el
legislador las acometió ni la doctrina las estudió mayoritariamente desde esta óptica. Me
refiero, por ejemplo, a las reformas resultantes de la transposición de la Directiva Bolkestein
de Servicios y conducentes a generalizar el silencio administrativo positivo como efecto
jurídico del incumplimiento de la obligación legal de resolver y notificar en plazo en los
procedimientos iniciados a instancia de parte y a sustituir la intervención previa mediante
autorizaciones por declaraciones responsables y comunicaciones del interesado. Pues bien,
debiera quizás haberse tenido en cuenta que la prevaricación es mucho más fácil de probar
cuando se comete por acto que por omisión y, por tanto, la eficacia de su tipificación penal
disminuye allí donde la administración puede consentir callando (como ocurre en el silen-
cio positivo) o tolerar omitiendo toda actuación (como puede ocurrir si no ejerce sus
potestades de comprobación e inspección ante una declaración o comunicación). Esta con-
traindicación debería ser tenida en cuenta y ponderada con las ventajas de estas soluciones
legales, al menos en aquellos sectores más sensibles a la corrupción.
Y, por último, entre avances y retrocesos se omitían otras medidas en las materias
que son comúnmente señaladas en la literatura comparada e internacional como los
principales remedios o paliativos de la corrupción. Es el caso de la regulación del con-
flicto de intereses por ocupaciones previas y/o posteriores al empleo público (revolving
door), de las relaciones de los poderes públicos con los grupos de presión (lobbying) o
la protección jurídica de la figura del denunciante o delator (whistleblower).8
De estas tres materias, la primera ha merecido la atención del legislador —me refiero
a las incompatibilidades y las prohibiciones temporales para ejercer ciertas actividades al
cese de los altos cargos— pero ha sido de forma parcial —no se han introducido limitacio-
nes o prohibiciones para acceder al alto cargo preventivas del conflicto de intereses —y en
términos que no son pacíficos. De ello me ocuparé en el último apartado de este estudio.
Las relaciones de los grupos de presión con los poderes públicos, en segundo lugar,
siguen huérfanas de regulación en España, más allá de aspectos concretos como su con-
sideración como interesados en el procedimiento administrativo, la participación de las
organizaciones representativas de intereses legítimos en el procedimiento reglamentario
o el delito de tráfico de influencias.9 En aquellos países donde se ha regulado los grupos

8. Como recomienda la OCDE (2014: 13) en su valoración del Informe de la Comisión para la
Reforma de la Administración (CORA): «Otras áreas de alto riesgo en la intersección entre el ámbi-
to público y privado tendrán que ser abordadas para consolidar un marco integral y efectivo de
integridad en España, en particular los grupos de presión, la protección a los denunciantes y los
riesgos pre y post empleo público. Una serie de instrumentos de la OCDE y otras instancias pueden
orientar a quienes toman las decisiones para abordar estos asuntos críticos: la Recomendación de
2010 de la OCDE sobre Principios para la Transparencia y la Integridad de los Grupos de Presión
[2010 OECD Recommendation on Principles for Transparency and Integrity in Lobbying]; el infor-
me de 2010 de la OCDE sobre Post-Empleo Público: Buenas Prácticas para Prevenir Conflictos de
Interés [Post-Public Employment: Good Practices for Preventing Conflict of Interest], o el Plan de
Acción Anti-corrupción del G20: Protección de Denunciantes [G20 Anti-corruption Action Plan:
Protection of Whistleblowers]).»
9. Para un análisis histórico de la regulación de los grupos de interés en la Unión Europea y
en España, vid. ÁLvAREz véLEz, Mª Isabel, y DE MONTALvO JääSkELäINEN, Federico (2014).

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de presión, no es desde luego para prohibirlos —ya que son una manifestación de las
libertades de expresión y de asociación— sino más bien para encauzar su relación con
los poderes públicos y hacerla más transparente, ya sea exigiendo su inscripción en regis-
tros públicos, ya dejando constancia de su «huella», es decir, de su intervención en los
procedimientos de toma de decisiones.
La actividad de los grupos de presión puede ser una forma lícita de participación en
los asuntos públicos, pero no debiera inhibir, suplir ni enervar la de los ciudadanos o de
otras organizaciones representativas de intereses colectivos diversos,10 porque ese des-
equilibrio puede sesgar el procedimiento de toma de decisiones normativas o ejecutivas,
es decir, desviarlo de la ponderación objetiva de los intereses en juego. Sin embargo, el
Consejo de Europa ha advertido que el decreciente nivel de interés e involucramiento en
la política de la población en los Estados miembros ha coincidido con el aumento de la
actividad de diferentes grupos de presión (COMISIóN DE vENECIA, 2013: 3). Cuál sea la
causa y cuál el efecto no importa tanto como la coincidencia entre ambos fenómenos,
que es un síntoma de degeneración democrática11 y debiera empujarnos a limitar la
influencia de los grupos de interés y fomentar la participación de otras organizaciones
con menor capacidad de presión y la directa de los ciudadanos.12
Y la delación, en tercer y último lugar, carecía también hasta ahora de un régimen
administrativo común, existiendo diversos tratamientos sectoriales y parciales que contras-
tan entre sí y con el régimen que la denuncia recibe en el Derecho de la competencia, en
el tributario y en el penal, por lo que «la regulación de la delación en el ordenamiento
jurídico español vigente está lejos de ser óptima» (DOMéNECh, 2013: 184). La nueva regu-
lación del inicio del procedimiento administrativo por denuncia introducida en el artículo
62 de la nueva Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de
las Administraciones Públicas ha uniformado algunos aspectos (como el contenido precep-
tivo de la denuncia —que incluye la identidad del denunciante, lo que es lo mismo que
decir que excluye la denuncia anónima— o los supuestos en que le da derecho a la exen-
ción o reducción de la sanción que le corresponda por los hechos denunciados), pero sigue
omitiendo otros (como el problema del acceso de los interesados a la identidad del

10. La libertad es un valor superior del ordenamiento de nuestro Estado de Derecho, que sin
embargo es un Estado social y democrático de Derecho inspirado asimismo en la igualdad y el
pluralismo político (art. 1.1 CE), de modo que la libertad de los grupos de presión no puede ser
reprimida, pero tampoco obstruir la igualdad efectiva de los demás ciudadanos ni la expresión
cívica del pluralismo.
11. FERRAJOLI (2011: 73-77) ha advertido justamente contra la «disolución» o «desertificación»
de la opinión pública entendida como la opinión que se forma sobre las cuestiones que son de
interés público porque tienen que ver con el interés de todos. En su opinión, ese fenómeno tiene
como causa a la «despolitización masiva» de la población y como efecto «la primacía de los intere-
ses privados».
12. Los instrumentos para ello pueden ser tanto orgánicos (constitución de órganos colegiados
y plurales de participación) como funcionales (desde el trámite de información pública o la cele-
bración de asambleas vecinales o cívicas para presentar y debatir una iniciativa, la celebración de
consultas públicas, etc.). Recientemente, la legislación empieza a hacer un uso algo más intensivo
de estos últimos instrumentos: puede verse, por ejemplo, la regulación de los trámites de consulta,
audiencia e información públicas normalmente preceptivos en los procedimientos de elaboración
de leyes y reglamentos previstos en el art. 133 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimien-
to Administrativo Común de las Administraciones Públicas.

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Corrupción pública y ordenamiento jurídico

denunciante)13 y además lo hace defraudando su función de legislación común, habida


cuenta de las limitaciones propias de su ámbito subjetivo de aplicación (art. 2, que la
declara meramente supletoria para las universidades públicas y corporaciones de Dere-
cho público) y el amplio margen que deja para su desplazamiento por legislación espe-
cial (art. 1.2 y disp. adicional 1ª).

3. LA LEGISLACIón CORRuPTIVA O LA
InSTITuCIOnALIzACIón DE LAS MALAS COSTuMBRES
Mientras el legislador proclama combatir la corrupción y perseguir la regeneración
democrática de nuestras instituciones, el ordenamiento mantiene algunas normas que
contradicen tales objetivos o, cuando menos, dificultan su consecución. Lo constataremos
aquí con dos ejemplos sintomáticos.
La contratación del sector público, en primer lugar, reúne discrecionalidad (para la
redacción de las condiciones administrativas y las prescripciones técnicas, para la adjudi-
cación de los concursos) y adjudicación de recursos escasos, que ya se ha comentado más
atrás que son dos condiciones para que un campo sea especialmente sensible a la corrup-
ción. Como es bien sabido, las principales herramientas arbitradas por el ordenamiento
europeo y, en su seno, el español para prevenir aquí la corrupción son los principios de
publicidad y concurrencia, a los que hemos añadido recientemente el reforzamiento del
control mediante una vía especial de recurso previo con carácter suspensivo de la eficacia
de la adjudicación, en su caso. Y sin embargo, subsiste en el ordenamiento español un
procedimiento de adjudicación, el negociado sin publicidad, que excluye los dos principios
mencionados14 y que sin embargo la ley acoge con sorprendente normalidad, por encima
del contrato menor, hasta umbrales económicos no desdeñables (art. 169.2, en relación
con el 177, ambos del TRLCSP). Cuando la lógica más elemental parecería aconsejar que,
en los supuestos en los que se estime oportuno o incluso necesario admitir la negociación
directa del contrato con una o varias empresas interesadas, ello sea siempre bajo la con-
dición de la previa publicidad.15
En segundo lugar, podemos traer aquí a colación el problema de los límites de la
cortesía en las relaciones personales entre los altos cargos y empleados de la Administra-

13. Dicho acceso formaría parte del derecho de acceso de los interesados al expediente (art.
53.1.a), pero a él se opone el derecho del denunciante a la protección de sus datos de carácter
personal (art. 13 h) y, de hecho, la identidad del denunciante no aparece entre las que tienen
derecho a conocer los presuntos responsables en los procedimientos sancionadores (art. 53.4), pero
habría sido deseable una regla expresa al respecto que evite estas dificultades interpretativas.
14. Sostener —como hace la Ley— que se asegura la concurrencia en ausencia de un anuncio
de licitación (art. 169.2) mediante la obligación impuesta a la administración de solicitar ofertas, al
menos, a tres empresas capacitadas para la realización del objeto del contrato, siempre que ello sea
posible (art. 178.1) es, en el mejor de los casos, muy voluntarista si no se establece ningún criterio
legal de objetividad para la selección de dichas tres empresas. En efecto, «es la publicación del
anuncio de licitación la que viene a preservar el respeto al principio de la concurrencia necesaria
al no condicionarse la posibilidad de presentar ofertas (funcionando en fase de selección como un
procedimiento restringido)» (gIMENO FELIu, en ObSERvATORIO DE LOS CONTRATOS PúbLICOS,
2015: 57).
15. Como de hecho ocurre en el otro procedimiento en el que la Administración negocia
directamente con un mínimo de tres empresas, el de diálogo competitivo (art. 181 TRLCSP).

135
Marcos Vaquer Caballería

ción y los ciudadanos. Los ciudadanos no sólo tienen derecho a ser tratados por los
empleados públicos con respeto, sino también con deferencia y a que les faciliten el
ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones [arts. 35 i) LRJPAC y 13
e) LPAC]. Según la Real Academia Española, lo que la deferencia añade al respeto no es
sino la cortesía y ésta —que también admite varias acepciones pero, en este contexto, no
puede quedarse en la manifestación de respeto, ni tampoco alcanzar al regalo o la dádi-
va— consiste en la obsequiosidad, esto es, en la cuidada atención y urbanidad de una
relación. Cualidades que un día fueron cortesanas y hoy se afirman burocráticas sin solu-
ción de continuidad.
La Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Públi-
ca y Buen Gobierno abunda en la misma idea cuando manda a los altos cargos tratar a
los ciudadanos «con esmerada corrección» [art. 26.2.a)6º]. O sea, que los empleados
públicos en general les deben un trato deferente a los ciudadanos, pero los altos cargos
deben además esmerarse. Sin embargo, no hacerlo o incluso tratar de forma incorrecta a
los ciudadanos no les acarrea ninguna sanción, porque la ley sólo tipifica como infracción
leve «la incorrección con los superiores, compañeros o subordinados» [art. 29.3.a)], por
la que pueden ser amonestados. En este punto, el compañerismo sigue aventajando al
civismo en la estima del legislador.
El equilibrio entre los deberes derivados del principio de imparcialidad y de la buena
educación no siempre deja al empleado público en una posición cómoda: según la ley,
debe abstenerse de hacer merced o favor y debe rechazar a su vez todo trato de favor y
cualquier regalo, favor o servicio en condiciones ventajosas, pero sólo si va «más allá de
los usos habituales, sociales y de cortesía» (arts. 53.7 y 54.5 EbEP, en términos similares
se expresa el art. 26.2.6º LTbg). Es decir, que el mandato de guardar la apariencia de
imparcialidad cede ante el riesgo de parecer descortés. Este es además uno de los raros
supuestos en los que la ley administrativa remite a la costumbre como fuente del Derecho.
Desde luego, no contribuye a la seguridad jurídica que algo tan lábil e impreciso como
los usos fije la frontera entre cortesía y cohecho.16
En esto se ve que la tópica España está muy lejos de la Bensalém utópica imaginada
por Francis Bacon, cuyos visitantes se maravillaron de que un funcionario a quien le
habían ofrecido unas monedas de agradecimiento por sus amables gestiones las rechaza-
ra riendo, porque «al funcionario que acepta gratificaciones le llaman “pagado dos
veces”». Aquí, entre nosotros, a la persona caracterizadamente cortés la llamamos también
obsequiosa. Y aceptamos con agrado la dádiva, a condición de que sea discreta y no
pecuniaria. Cuando lo cierto es que todo favor o regalo al empleado público en recono-
cimiento a su servicio o en espera del mismo debería ser tenido por descortés y estar
prohibido.
Así que no es del todo cierto que no hayamos regulado el lobbying, como he afirma-
do más atrás. Le hemos dado cobertura legal expresa a una de sus prácticas más discuti-
bles, ya que a nadie se le oculta que los regalos a las autoridades y empleados públicos
no los suelen hacer los ciudadanos comunes y sí las empresas y los grupos de presión o

16. Es usual regalar una o dos botellas de vino, pero no es fácil determinar hasta dónde llega
la licitud de esta costumbre: ¿una caja de 12 botellas de un exclusivo gran reserva es admisible? Es
común invitar a almorzar en un buen restaurante: ¿también invitar a un fin de semana con gastos
pagados en un hotel o balneario? ¿o a una cacería? Es habitual regalar algún complemento de escri-
torio o de moda: ¿es aceptable un bolso o una cartera de piel de una marca de lujo? Algunos de
estos falsos dilemas se inspiran en noticias aparecidas en la prensa en los últimos años. Y podrían
ponerse otros más, por desgracia.

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Corrupción pública y ordenamiento jurídico

de interés que se relacionan habitualmente con los poderes públicos. Pero tienen cober-
tura legal: en primer lugar, porque lo amparan los preceptos legales citados más atrás y,
en segundo lugar, porque la jurisprudencia del Tribunal Supremo tiene establecido que
una relación puramente profesional —por más que pueda ser fluida, cortés, amistosa e
incluso generosa— nunca constituye un supuesto de amistad íntima a los efectos de
quedar incursa en el deber de abstenerse de intervenir en los asuntos públicos del art.
28 LRJPAC.
En efecto, para la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, «el
motivo de abstención del artículo 28.2.c) de la Ley 30/1992 no lo constituye la simple
amistad sino la «amistad íntima», lo cual significa que no basta cualquier relación de
conocimiento sino que es necesario que concurran (y se acrediten) unas circunstancias
de hecho que revelen en el ámbito de la vida personal, ajeno al de la profesión, la
proximidad y la estrecha vinculación que las actuales pautas sociales exigen para apre-
ciar ese elevado nivel de amistad que resulta necesario para merecer la calificación de
«íntima» (circunstancias como pueden ser, entre otras, la coincidencia de manera repe-
tida o habitual en los tiempos y actividades de ocio, en celebraciones familiares, etc.).»
(SSTS de 4 de octubre de 2010, RJ 2010\3572, y de 1 de diciembre de 2011, RJ 2012\3572).
De modo que la aceptación de regalos de cortesía profesional no sólo no está prohibida,
sino que tampoco es causa de abstención para dictar resoluciones favorables al obsequio-
so interesado.

4. LA LEGISLACIón DISCuRSIVA O LA DuDOSA EFICACIA


DE ALGunAS REFORMAS LEGALES. En PARTICuLAR,
EL PROBLEMA DE LA IDOnEIDAD y LOS COnFLICTOS
DE InTERESES DE LOS ALTOS CARGOS.
Incluso las reformas legales que han sido impulsadas expresa y específicamente para
combatir la corrupción plantean serias dudas de eficacia.
El caso del nuevo estatuto del alto cargo puede ser ilustrativo. La ley 3/2015, de 30
de marzo, reguladora del Ejercicio del Alto Cargo de la Administración General del Esta-
do ha codificado varias normas antes dispersas en relación con la materia y también ha
introducido algunas novedades positivas que aumentan las exigencias y los controles para
favorecer la idoneidad de los candidatos para dichos cargos y evitar sus conflictos de
interés una vez nombrados. Sus avances no precisan ser glosados aquí, puesto que ya
lucen en el preámbulo de la ley.
Pero las dudas empiezan por su ámbito de aplicación, ya que se ciñe a los altos car-
gos del Estado, cuando la gran mayoría de los afectados por escándalos de corrupción
en los últimos años han sido autonómicos y locales.17 Y dentro del sector público estatal,

17. En efecto, podrhaber sp. adic. 1ª debería dejadotatales o los patronos de las fundaciones
del sector pra, ya sujetos a un estatuto juruccimientía haberse considerado atribuir alcance bhaber
sp. adic. 1ª debería dejadotatales o los patronos de las fundaciones del sector pra, ya sujetos a un
estatuto juruccimientásico a algunos preceptos de la Ley. Si el título estatal del art. 149.1.18ª CE da
cobertura a un estatuto básico del empleado público y a reglas básicas de la organización del gobier-
no local, por ejemplo, también puede amparar un régimen básico del status de alto cargo de las
administraciones públicas, como confirma el precedente del artículo 25.2 de la Ley 19/2013, de 9

137
Marcos Vaquer Caballería

es positivo que no sólo se consideren los altos cargos de la Administración General del
Estado, sino de casi todo el sector público estatal (administrativo, empresarial y
fundacional),18 sin embargo su acotación deja fuera a los que podríamos llamar «no tan
altos cargos» pero que ejercen asimismo funciones directivas en el seno de sus respectivas
organizaciones, en virtud de nombramientos o contratos que, aunque no se acuerden en
Consejo de Ministros, son igualmente discrecionales y basados en la confianza política.19
Esta exclusión de plano es particularmente discutible en el sector empresarial y fun-
dacional, porque en el sector administrativo los directivos de nivel inferior —los subdi-
rectores generales de los ministerios— son funcionarios de carrera, ya sujetos a un esta-
tuto jurídico bastante aquilatado, empezando por la acreditación de su mérito y capacidad
y siguiendo por sus retribuciones y demás derechos. Pero ese no es el caso de los con-
sejeros, subdirectores generales o directos generales adjuntos, secretarios generales y del
consejo de las entidades públicas empresariales y las sociedades mercantiles estatales o
los patronos de las fundaciones del sector público estatal. Puede comprenderse que se
les hubiera adaptado o modulado alguna de las exigencias de la ley por razones de espe-
cialidad y de proporcionalidad, respectivamente, pero no su exclusión de plano. En este
sentido, la disp. adicional 1ª debería haber dejado claro que le son aplicables, al menos,
las reglas contenidas en los artículos 2 (requisitos de idoneidad), 5 (protección social; en
particular, pensiones), 6 (compensaciones por cese), 7 (incompatibilidad de retribuciones)20
y 8 (recursos humanos y materiales) para que no sean de mejor condición que sus jefes.
También es difícil no sucumbir al escepticismo cuando constatamos que la verificación
de la idoneidad del candidato a alto cargo se confía a una declaración responsable de los
interesados (art. 2.6). Esta declaración deberá versar sobre su honorabilidad, formación
y experiencia, que son los componentes de la idoneidad según la ley (art. 2.1). Pero como
la persona poco honorable puede sentirse inclinada a exagerar sus cualidades y suele
tender a ocultar ese defecto —salvo que sea además un cínico descarado— y como la ley
en puridad no evalúa la honorabilidad —afortunadamente— sino tan sólo requiere no
estar incurso en ninguna causa tasada de prohibición para ejercer el alto cargo (art. 2.2),
habría sido más eficaz exigir la aportación de los certificados correspondientes o enco-
mendar a la Oficina de Conflictos de Intereses la comprobación de oficio de dichos
requisitos.21
La regulación por ley del uso del vehículo oficial, de los gastos de representación o
de las tarjetas de crédito (art. 8) es otro ejemplo de legislación discursiva y más sintomá-

de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno (que dispone la


aplicación de sus normas sobre buen gobierno en los ámbitos autonómico y local).
18. Incluidas las llamadas Administraciones independientes. Por el contrario, quedan fuera de
su ámbito subjetivo de aplicación, según su artículo 1º, la organización de los poderes legislativo y
judicial, los órganos constitucionales o de relevancia constitucional y la casa del Rey.
19. Debe tenerse presente que, por el momento y pese al tiempo ya transcurrido, apenas se
ha hecho uso de la habilitación del art. 13 EbEP para establecer el régimen jurídico específico del
personal directivo.
20. Sólo el de patrono fundacional es un cargo no remunerado.
21. De hecho, la comprobación de oficio por la Oficina dentro de un plazo máximo de tres
meses es la solución adoptada al cese del alto cargo, para verificar la situación patrimonial del
cesante y, en particular, que no se ha beneficiado de un «enriquecimiento injustificado» (arts. 23 y
24). Es cierto que los nombramientos no podrían demorarse tanto tiempo, pero también parece
que la comprobación del cumplimiento de los requisitos de idoneidad es mucho más sencilla que
la de la situación patrimonial, por lo que tampoco debiera exigirlo.

138
Corrupción pública y ordenamiento jurídico

tica que curativa: hasta donde se me alcanza, los vehículos oficiales nunca han podido
ser utilizados más que para usos oficiales, salvo necesidades de seguridad, y los gastos
de representación nunca han podido destinarse a otra cosa.
Por fin, llegamos a las incompatibilidades durante el ejercicio del cargo público y las
limitaciones temporales tras su cese, que algunas voces reclaman aumentar o incluso hacer
permanentes para impedir el fenómeno conocido como «puerta giratoria» o revolving
door. Sin embargo, no es nada fácil encontrar el equilibrio, porque una aproximación
demasiado estricta podría desincentivar la captación de los candidatos más cualificados y
competentes para ocupar puestos directivos, cuyo eficaz desempeño puede requerir unos
méritos sólo adquiribles por la experiencia especializada en el concreto sector de que se
trate.22 En efecto, el establecimiento de prohibiciones muy prolongadas o incluso perma-
nentes para volver a ejercer la profesión u ocupar un empleo en el sector empresarial al
que uno ha dedicado toda su formación y experiencia previas inhibiría a los profesionales
y directivos privados más cualificados de aceptar nombramientos, salvo que estuvieran
jubilados o próximos a jubilarse. La función directiva se coparía entonces por altos fun-
cionarios —lo que plantea, a su vez, el problema del corporativismo en la dirección de
los asuntos públicos—23 y por prejubilados.
Más útil que extender las limitaciones ex post me parecería procurar que se cumplan
las existentes de forma efectiva y rigurosa, e introducir por otra parte limitaciones ex
ante, siempre con carácter temporal y relativo.
Para favorecer el cumplimiento efectivo de las incompatibilidades del cargo y de sus
limitaciones ex post, convendría garantizar la autonomía funcional de la Oficina de Con-
flictos de Intereses, a la que la ley atribuye las funciones informativas, de vigilancia y de
control de su cumplimiento (arts. 12.2, 19.4 y 22 a 24), incluida la instrucción de los
procedimientos sancionadores que se incoen (art. 27.2). Pues bien, la Ley proclama dicha
autonomía en el artículo 19, pero simultáneamente dota al órgano del rango de dirección
general, lo adscribe al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas y no rodea a
su titular de especiales garantías ni limita la potestad del gobierno de cesarlo libremente
en cualquier momento.24 No parece que la inserción de la oficina en la estructura jerár-
quica departamental sea una solución idónea para salvaguardar su independencia de
criterio en la vigilancia y el control de sus colegas de igual o superior rango, incluidos
los miembros del gobierno que ha nombrado al director y, por tanto, también el titular
del ministerio que le ha propuesto para el cargo y al que está adscrita la oficina. En
palabras de la Comisión Europea (2014: 10), «como parte de un Ministerio, la Oficina no

22. «An excessively strict approach could result not only in bureaucratic inefficiency but also
in dis-couraging the employment of potential skilled and competent workers in the public sector»
(OCDE, 2015: 114).
23. En algunos casos muy singulares como los del servicio jurídico y la función interventora,
nuestro ordenamiento llega a reservar la dirección de las respectivas funciones públicas a un miem-
bro del cuerpo funcionarial respectivo (el abogado general y el interventor general del Estado,
respectivamente), pero la generalización de esta solución no parece plausible, por las dificultades
que puede conllevar para ejercer con eficacia y objetividad las funciones directivas —incluidas las
disciplinarias, de ser necesario— sobre los compañeros del cuerpo.
24. Podría haberse adscrito a las Cortes Generales (directamente o a través del Defensor del
Pueblo) como instrumento de su función de control sobre el ejecutivo o, al menos, al Consejo de
Transparencia y Buen Gobierno regulado en los artículos 33 y ss. LTgb, con el que tiene evidentes
sinergias, ya que la imparcialidad y la evitación de conflictos de intereses son principios de buen
gobierno cuya observancia debe garantizar el Consejo.

139
Marcos Vaquer Caballería

es independiente y no tiene autonomía presupuestaria. La independencia constituye un


elemento clave a la hora de garantizar las salvaguardias necesarias para una verificación
imparcial de los bienes e intereses de los cargos públicos».
Y respecto de las limitaciones ex ante, cabría plantear que quien en los años inme-
diatamente anteriores haya ocupado puestos en corporaciones, asociaciones u otras orga-
nizaciones representativas de intereses privados (lobbies) o en empresas contratistas del
sector público o subvencionadas, fueran considerados por la ley inidóneos para ocupar
altos cargos con competencias específicas sobre dicho sector.
Actualmente, tal eventualidad no está prohibida; bien al contrario, la experiencia
previa en el sector se considera un mérito de idoneidad sin ninguna excepción (art. 2.4).
Para evitar que esto pudiera empañar la imparcialidad del alto cargo y la objetividad de
la Administración, el Estatuto del Alto Cargo incluye entre los «intereses personales» sus-
ceptibles de plantear un conflicto de intereses a «los de personas jurídicas o entidades
privadas a las que el alto cargo haya estado vinculado por una relación laboral o profe-
sional de cualquier tipo en los dos años anteriores a su nombramiento» y, en consecuen-
cia, se le obliga a abstenerse (art. 12.2 EAC en relación con el art. 28 LRJPAC, que se
corresponde con el 23 de la nueva LRJSP).25 Ahora bien, la abstención del alto cargo y
su suplencia por otro individuo en la adopción de las resoluciones no debería bastar para
tranquilizarnos cuando todo el procedimiento de la subvención, la contratación, la norma
o el acto de que se trate ha sido instruido por empleados públicos en situación de depen-
dencia jerárquica del primero.
La mayoría de estos defectos y carencias de la ley fueron advertidos en las compare-
cencias acordadas por los grupos parlamentarios para analizar su proyecto en la Comisión
Constitucional del Congreso de los Diputados, en las que me honré en participar (vid.
bETANCOR, vAquER y CERRILLO, 2014). Sin embargo, ni uno solo fue corregido.

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25. Un ejemplo notorio y reciente lo encontramos en el Real Decreto 865/2015, de 30 de


septiembre, por el que se dispone que el Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas sustitu-
ya al Ministro de Defensa en la propuesta al Consejo de Ministros del Acuerdo por el que se auto-
riza la celebración del contrato de orden de ejecución: «Fase de definición de la Fragata F-110» (bOE
nº 235, de 1 de octubre).

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