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Buenos Aires (Télam) > La madrugada del viernes 16 de setiembre de 1976, ocho militantes

estudiantiles secundarios de La Plata fueron secuestrados de sus casas paternas por grupos de
tareas, lo que dio inicio a uno de los crímenes emblemáticos del terrorismo de Estado argentino:
«La Noche de los Lápices».
Torturados durante meses antes de hacer desaparecer a seis de ellos, el cruel episodio será
evocado en gran cantidad de actos, recordaciones escolares y manifestaciones.
El aniversario redondo encuentra al ex comisario Miguel Etchecolatz, principal responsable vivo de
esos crímenes, esperando sentencia tras un nuevo juicio y ya preso en una cárcel común, lo que
reabre -aunque tardía- la esperanza de justicia.
Arrancados de sus camas con la promesa de que serían devueltos en pocas horas, los chicos de La
Noche de los Lápices pasaron por un calvario antes de pasar a integrar la nómina de 232
adolescentes desaparecidos en el país.
Llevados al destacamento policial de Arana, convertido en un depósito de presos «por izquierda»,
fueron torturados de todas las maneras posibles durante días para sacarles nombres de otros
activistas.
Militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), la organización estudiantil de masas
creada por el peronismo revolucionario, para los represores no había demasiadas distinciones
entre ellos y guerrilleros.
Exponentes genuinos de una generación ansiosa de cambios sociales y políticos que irrumpió en la
política con el regreso de Perón al país, en 1972, todos hacían trabajos voluntarios de apoyo
escolar, sanitario y jurídico en barrios pobres y habían participado en 1975 de las movilizaciones
por el boleto estudiantil secundario (BES).
Acaso con los destinos marcados de antemano, siete de esos pibes fueron trasladados al Pozo de
Banfield, de donde sólo uno, Pablo Díaz, salió vivo para contarlo. El gobierno bonaerense dispuso
la transformación de esas antiguas instalaciones cercanas al Camino Negro en un museo de la
memoria.
Otros fueron a parar al Pozo de Quilmes, donde al cabo de varios meses fueron «blanqueados» y
permanecieron presos hasta cuatro años a disposición del Poder Ejecutivo sin que se les
sustanciara proceso ni acusación formal alguna.
Hubo que esperar la restauración democrática para que el impresionante caso se hiciera
universalmente conocido cuando los periodistas María Seoane y Héctor Ruiz Núñez
reconstruyeron paso a paso el testimonio de Díaz, que en el juicio a los comandantes de 1985 se
puso la historia al hombro.
Entonces militante guevarista, Díaz cree aún hoy que la razzia contra la izquierda peronista
correspondió a un plan perfectamente estructurado por el jefe de policía bonaerense, Ramón
Camps, para desarticular lo que en los documentos castrenses se había definido como «semillero
subversivo».
Hubo incluso especulaciones de que la fecha elegida correspondía al aniversario de la llamada
Revolución Libertadora, que 21 años antes había depuesto al gobierno constitucional peronista.
Por curioso que resulte, se trata de un tema controvertido ya que otros sobrevivientes, como
Gustavo Calotti y Emilce Moler -que militaban junto al grupo y compartieron jornadas de
cautiverio clandestino-, creen que la idea de una sola noche en vez de un largo operativo «es sólo
un recorte mediático de la realidad».
El espeluznante relato visual recorría con mirada naturalista la galería de tormentos que
atravesaron esos chicos hasta creer que la muerte era un final deseable: picana eléctrica, hambre,
desnudez, violaciones, capuchas, simulacros de fusilamientos, convivencia con moribundos,
obligación de atender a parturientas, incertidumbre ante cada traslado y certezas de adioses
definitivos.
«En Banfield ellos me gritaban que no los olvide, y que los recuerde siempre. Como sobreviviente,
yo respondo a eso», dijo Díaz, hoy un exitoso empresario energético.
Casi ceñida a la lucha por el boleto estudiantil, la historia de esos chicos castigados de manera
salvaje no tardó en instalarse como un símbolo de los crímenes de la dictadura, que en ese
entonces recién empezaban a destaparse.
«Fue una forma eficaz de enterarse, sobre todo en aquel momento de fuerte presión militar por
los juzgamientos», estimó el historiador Federico Lorenz, que durante una década organizó
exhibiciones y charlas en escuelas secundarias de todo el país. «Hoy sabemos que el relato de
pibes no subversivos fue una gran simplificación, pero en aquel momento ocupaba el espacio de lo
posible. La realidad es que los levantaban porque eran activistas que habían luchado por el boleto
y tras el golpe seguían militando», añadió.

"Vive tu vida, hermano mío, pero también vive la mía" es la frase que escribió Horacio Ungaro en
las paredes de su cuarto, el 12 de marzo de 1975, cuando asesinaron a Mirta Aguilar, oriunda de
Carlos Casares a quien le faltaban sólo 2 materias para recibirse de abogada. Horacio la admiraba y
la tenía como referente político ya que militaban en el mismo barrio.

DICTADURA

Poco antes de la una de la mañana del miércoles 24 de marzo de 1976, la presidenta de Argentina,
María Estela Martínez de Perón, subió a un helicóptero que la trasladaría a la Quinta de Olivos, la
residencia presidencial que se ubica en el norte de Buenos Aires.

Sin embargo, ya en pleno vuelo, el piloto de la nave tomó otra ruta y aterrizó en el Aeroparque
Jorge Newbery, donde Martínez de Perón fue recibida por un oficial del Ejército, otro de la Marina
y otro más de la Fuerza Aérea. De inmediato, éstos le comunicaron que las Fuerzas Armadas
habían tomado el poder político del país y que ella ya no ejercía el cargo de presidenta.

Las primeras medidas que tomó la junta militar golpista, integrada por los tres comandantes en
jefe de las Fuerzas Armadas (Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón
Agosti), fueron la instauración del estado de sitio y la ley marcial, el establecimiento de la pena de
muerte para los opositores, la clausura del Congreso Nacional, la sustitución de todos los
miembros de la Corte de Justicia por jueces incondicionales al nuevo régimen, el allanamiento y la
intervención de los sindicatos, la prohibición de toda actividad política y la imposición de una
tenaz y minuciosa censura en todos los medios de comunicación.

Esta oscura y tenebrosa noche que cayó sobre el país sudamericano se prolongaría hasta el 10 de
diciembre de 1983, cuando la democracia regresó de su exilio con la asunción al poder del
presidente Raúl Alfonsín.
“El 24 de marzo de 1976 es una fecha trágica para los argentinos; representa el comienzo de una
de las épocas más violentas y terribles que hemos vivido. A partir de ese día, la dictadura militar
puso en marcha una política de eliminación de la oposición de izquierda. Así, quienes se
autodenominaron ‘Proceso de Reorganización Nacional’ recurrieron a la desaparición como el
principal mecanismo para eliminar a los individuos y grupos que consideraban subversivos”, dice
Karina Ansolabehere Sesti, investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y
especialista en derechos humanos.

Los opositores eran desaparecidos por el Estado y llevados a centros clandestinos de detención, el
más famoso de los cuales fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde sufrían todo
tipo de torturas para que dieran información que permitiera capturar a más opositores y
eliminarlos.

bajo el término “subversivo” se englobaba a todos aquellos que se organizaban, participaban en


un sindicato, militaban en política, decían lo que pensaban, cultivaban el arte, la dictadura
utilizaba esta palabra para denominar a todas aquellas personas que se oponían al terrorismo de
Estado

“Es más, la dictadura militar llegó a desaparecer a mujeres embarazadas, las cuales permanecían
en cautiverio hasta que daban a luz. Entonces, sus bebés eran entregados ‘en adopción’ para que
sus nuevas familias les dieran una educación cristiana y no ‘subversiva’, como la que sin duda les
hubieran dado sus auténticos padres”

LOS DESAPARECIDOS En 1979, en una entrevista periodística, el dictador Jorge Rafael Videla dijo
una frase que con el tiempo se volvió tristemente célebre: «Le diré que frente al desaparecido en
tanto este como tal, es una incógnita, mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento
especial, porque no tiene entidad. No está muerto ni vivo… Está desaparecido».

La palabra «desaparecido», tanto en Argentina como en el exterior, se asocia directamente con la


dictadura de 1976, ya que lo que distinguió a esta dictadura fue algo que ninguno de los regímenes
previos practicó: la desaparición sistemática de personas. Otras dictaduras de Latinoamérica y el
mundo también secuestraron, torturaron y asesinaron por razones políticas, pero no todas ellas
produjeron un dispositivo como la desaparición de personas.

Lo específico del terrorismo estatal argentino residió en que la secuencia sistematizada que
consistía en secuestrar-torturar-asesinar descansaba sobre una matriz cuya finalidad era la
sustracción de la identidad de la víctima. Como la identidad de una persona es lo que define su
humanidad, se puede afirmar que la consecuencia radical que tuvo el terrorismo de Estado a
través de los centros clandestinos de detención fue la sustracción de la identidad de los detenidos,
es decir, de aquello que los definía como humanos.

Los captores no sólo se apropiaban de la decisión de acabar con la vida de los cautivos, sino que, al
privarlos de la posibilidad del entierro, los estaban privando de la posibilidad de inscribir la muerte
dentro de una historia más global que incluyera la historia misma de la persona asesinada, la de
sus familiares y la de la comunidad a la que pertenecía. Por esta última razón, podemos decir que
la figura del desaparecido encierra la pretensión más radical de la última dictadura: adueñarse de
la vida de las personas a partir de la sustracción de sus muertes.

DIÁLOGO ENTRE JACOBO TIMERMAN Y EL REPRESOR RAMÓN CAMPS El periodista y empresario


Jacobo Timerman fue secuestrado en abril de 1977. Fue torturado en un centro clandestino de
detención y liberado, luego de 30 meses de reclusión, gracias a los fuertes reclamos
internacionales. Una vez en libertad, escribió sobre su experiencia. Aquí citamos un fragmento de
uno de esos libros, donde se reproduce el diálogo que mantuvo en cautiverio con uno de sus
torturadores.

«CAMPS: Si exterminamos a todos, habría miedo por varias generaciones. TIMERMAN: ¿Qué
quiere decir todos? CAMPS: Todos… unos 20.000. Y además sus familiares. Hay que borrarlos a
ellos y a quienes puedan llegar a acordarse de sus nombres.

TIMERMAN: ¿Y por qué cree que el Papa no protestará ante esta represión? Ya lo están haciendo
muchos gobernantes mundiales, líderes políticos, dirigentes gremiales, científicos...

CAMPS: No quedará vestigio ni testimonio.

TIMERMAN: Es lo que intentó Hitler con su política de Noche y Niebla. Enviar a la muerte,
convertir en ceniza y humo a aquellos a quienes ya había quitado todo rastro humano, toda
identidad. Y, sin embargo, quedaron en algún lugar, en alguna memoria, registrados sus nombres,
sus imágenes, sus ideas. Por todos ellos, y cada uno, pagó Alemania. Y aún está pagando, con un
país que quedó dividido. 21

CAMPS: Hitler perdió la guerra. Nosotros ganaremos»

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