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JÉRÓME BASCHET

La civilización feudal
EUROPA DEL AÑO MIL
A LA COLONIZACIÓN DE AMÉRICA

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


Baschel, Jéróroe
La civilización feudal. Europa del año mil a la colonización de América / Jéróme B aschel; pról. de
Jacques Le Goff ; trad. de Arturo Vázquez Barrón, Mariano Sánchez Ventura ; rev. de la trad. de José
Luis Herrerón, Jéróme Baschet — México : FCE, Embajada de Francia en México, 2009
637 p : ilus. ; 23 x 17 cm — (Colee. Historia)
Título original: La civilisation féodale. De l'an mil á la eolonisation de l’Amérique
ISBN 978-607-16-0123-0

.1, Civilización medieval 2. H istoria — Edad Media I. Le Goff, Jacques, pról. II. Váquez Barrón,
Arturo, tr. III. Sánchez Ventura, Mariano, tr. IV. Herrerón, José Luis, rev. V. Baschet, Jéróme, rev. VI.
Ser. VIL t.

LC CB351 Dewey 940.1 B135n

Este libro fue publicado con el apoyo de la Embajada de Francia en México,


en el marco del Programa de Apoyo a la Publicación “Alfonso Reyes"
del Minisi.erio Francés de Relaciones Exteriores

Distribución m u n d ia l

Folo de portada: Capitel de Saint-Lazare de Autun, prim er cuarto del siglo xn.

Título original: La civilisation féodale. De l'an mil á la cclomsaíion de r.Arnáiqth


Flammarion, París, 2004

D. R. © 2009, Jcróme Baschet

D. R. © 2009, Fondo de Cultura Económica


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IS B N 978-007-10-0123-0

Impreso en M.éxico • Prinled in México


VIII. CUERPOS Y ALMAS
Persona h u m a n a y sociedad cristiana

La f o r m a en que u n a sociedad piensa a la persona h u m ana constituye miry

frecu en tem en te u n aspecto central de su sistem a de representación y una


revelación valiosa, de sus estru ctu ras fundam entales. El Occidente medieval
no es la excepción, de m odo que no se com prenderían sus principios funda­
m entales sin analizar las representaciones de la persona que en él predomi­
naban, y de m an era m ás precisa las form as que allí asum ía la dualidad del
cu erp o y del alm a. G en eralm en te se cree que el m o noteísm o cristiano se
caracteriza p o r la separación radical de lo corporal y lo espiritual. Sin em­
bargo, el cristianism o —del cual no buscam os identificar su esencia intem­
poral, sino solam ente conocer sus e n cam acio n es sociohistóricas sucesi­
vas— es u n m onoteísm o com plejo, p o r lo m enos en su fase medieval, de tal
suerte que el funcionam iento de la p areja alm a/cuerpo es algo m ás compli­
cado de lo que parece.
En consecuencia, distinguirem os entre la concepción dual de la cristian­
dad m edieval (la cual reconoce en efecto dos entidades fundam entales: el
alm a y el cuerpo) v el dualism o, con cuyos aspectos m aniqueos y posterior­
m ente cátaros tuvo que enfrentarse el cristianism o, y de los cuales siempre
buscó d iferenciarse (el dualism o po stula la incom patibilidad total entre lo
carnal y lo esp iritual, lo que conduce a la desvalorización total de lo mate­
rial y no o to rg a valor m ás que a lo espiritual enteram en te puro). Por lo
tan to es en un sitio in term edio donde hay que situ ar las concepciones me­
dievales de la persona: entre la separación absoluta del dualism o maniqueo
y la fluidez de las entidades m últiples de los politeísm os.
Así, será posible a n a liz ar la significación social del m odelo ideal de la
p erso na y de la relación alm a/cuerpo, y ver ah í u n a m atriz ideológica fun­
dam ental de la sociedad medieval occidental.
El h o m b r e , un ión d e alma y cu erpo

La persona, 'entre lo dual y lo ternario

La teología m edieval ofrece cientos de casos del siguiente enunciado: el ser


hum ano está form ado p o r la conjunción de la carne, que es m ortal, y de un
alma, en tid ad esp iritu al, que es incorpórea e inmortal. E sto es lo que aquí
denom inam os concepción dual de la perso na —au n que no necesariam ente
dualista— . E sta rep resen tació n no es u n a innovación del cristianism o pues
aparece en la tra d ició n p lató n ica que tan to influyó en la teología cristiana.
En el im perio ro m an o , en tre el alm a y el cuerp o re in a un "dualism o b e n é ­
volo", m ezcla de je ra rq u ía estric ta y solicitud: así es en aquel entonces el
"estilo de g o b iern o ” que prevalece en tre am bos, según la elegante expresión
de Peter B row n, quien invita a p re sta r atención a todos los m atices que ad ­
quiere la relación alm a/cuerpo.
Sin em bargo, hay diversos aspectos que parecen com plicar la an tro p o ­
logía dual del cristian ism o m edieval. E n efecto, éste en cu en tra en la Biblia
(en las co n cepciones ju d a ic a s y en san Pablo) u n a re p resen tació n te rn a ria
de la persona: "espíritu, alm a y cuerpo” (i Tesalon i censes 5, 23). El alm a (ani­
ma,-psique) es el prin cipio an im a d o r del cuerpo, que tam bién los anim ales
poseen, m ie n tra s que el esp íritu (spiritus, neum a) que sólo al h o m b re ha
sido dado, lo p o n e en co n tacto con Dios. Es p o r ello que san P ablo afirm a
que "el h o m b re esp iritu al” está m ás elevado que "el hom bre psíquico" (i Co­
rintios 2, 14-15). E sta trilogía, que retom a Agustín, recorre la teología hasta
el siglo XII. A sim ism o, A gustín y la trad ició n que en él se inspira distinguen
en el alm a tre s aspectos, que d a n lu g a r a tres géneros de visión: la “visión
corporal", que se form a en el alm a p o r m edio de los ojos del cuerpo y que
perm ite p erc ib ir los objetos m ateriales; la “visión espiritual”, que form a en
la im aginación im ágenes m entales y oníricas, las cuales poseen la ap a rie n ­
cia de las cosas corporales, pero carecen de cu alquier sustancia corporal; y,
finalm ente, la "visión in te le c tu al”, acto de la in teligencia que puede alcan ­
zar u n a co n tem p lació n p u ra , libre de cu alq u ier sem ejanza con las cosas
corporales. Aun cu an d o A gustín m ism o re c u rre con frecuencia a la o p osi­
ción dual de los "ojos del c u erp o ” y de los "ojos del alm a”, u n esquem a de
este tipo instituye u n aspecto interm edio entre la m ateria y el intelecto.
No o b stan te, los escolásticos del siglo XIII refu tan estas presentaciones
ternarias. Tomás de Aquino afirm a con toda claridad que el espíritu y el alm a
son u na sola cosa. Sin em bargo, la tripartición conserva un lugar limitado
pues la mayoría de los teólogos adm ite que el alm a posee tres potencias: ve­
getativa (forma de vida que com parten las plantas), anim al (que comparten
los anim ales) y racional (propia del hom bre). Adem ás, m uchos autores,
com o .Alberto Magno, aún insisten en la dualidad del alm a —por un lado,
principio anim ador del cuerpo, y por otro, entidad que tiene en sí m isma su
propio ím —. Es evidente entonces que la noción c ristia n a del alma abar­
ca p o r lo m enos dos elem entos: el p rincipio de fuerza vital que anim a al
cuerpo (el anim a según san Pablo, las poten cias sensitiva y animal según
los escolásticos) y el alm a racional que acerca al hom bre a Dios, O bien la
teología disocia es los dos aspectos y se inclina entonces hacia una antropo­
logía ternaria, o bien los reúne en la m ism a entidad, de tal suerte que el
alm a es un principio doble, asociado con el cuerpo carnal que anim a y que,
al m ism o tiem po, co m parte con Dios sus m ás altas cualidades. Es nue­
vamente la escolástica del siglo XIII, al concebir un alm a única dotada de
tres potencias, la que ofrece una de las soluciones m ás satisfactorias a esta
contradicción.
Si el alm a y el cuerpo constituyen dos principios cuya naturaleza es tan
diferente, ¿cómo puede existir contacto o in tercam bio entre las realidades
m ateriales y espirituales? La mayoría de los teólogos atribuyen por ello al
alma potencias sensibles, que le permiten alcanzar por sí m ism a e indepen­
dientemente del cuerpo un conocim iento del m undo sensible. Pero Tomás de
Aquino, con su rad icalid ad antropológica, niega la existencia de tales po­
tencias sensibles, lo que despoja al alm a de to d a capacidad de contacto di­
recto con el m undo m aterial y hace m ás necesaria aún su unión con el cuer­
po. O tra cuestión d elicada consiste en definir cuáles son las p artes del
cuerpo donde se en cuentra el alm a. La revolución que en el siglo xn condu­
ce al reconocim iento de que el alm a es localizable (véase el capítulo m) re­
futa severam ente la idea tradicional según la cual el alm a, que es espiritual
y p o r lo ta n to está desprovista de to d a dim ensión espacial, no puede estar
contenida en ninguna parte localizable del cuerpo. Aun así, no está contenida
de m an era sencilla en el cuerpo, y Tomás de Aquino afirm a que el alm a en­
vuelve al cuerpo en lu g a r de e sta r en él. Sin em bargo, surge u n a dualidad
de los centros aním icos. El corazón, que los erem itas del desierto egipcio
percib ían ya com o el cen tro de la persona, “el p u n to de en cuentro entre el
cuerpo y el alma, entre lo h u m ano y lo divino”, se beneficia en la E dad Media
de un fom ento cada vez m ayor que asegura su triunfo com o lugar en el que
se localiza el alm a. Pero la cabeza, com o sede del alm a, resiste de tal m odo
que la riv alid ad en tre estos dos centro s an ím icos p erm an e ce m uv activa.
Sea com o fuere, el alm a tam bién se en cu en tra re p a rtid a en todo el cuerpo.
In c lu so Tom ás de Aquino, pese a d espo jar al a lm a de sus poten cias sensi­
bles, in siste en ios esp íritu s anim ales, esos "vapores sutiles m ed ian te los
cuales las fuerzas del alm a se difunden p o r las p artes del cuerpo”. Así se ex­
plican tod as las in terferen cias en tre el alm a y el cuerpo. El alm a, en re su ­
midas cuentas, h ab ita el cuerpo en su totalidad y en algunos de sus centros
privilegiados, cabeza o corazón, aun cuando po r su naturaleza escape a los lí­
mites de tal localización.
Para te rm in a r este exam en de los elem entos constitutivos de la persona
hum ana conviene a ñ a d ir todavía dos entidades, que p o r lo m enos a p a rtir
del siglo xi se aso cian indefectib lem en te con to d a vida cristiana. Cada ser
recibe, desde el nacim iento hasta la m uerte, un ángel guardián que lo cuida,
y tam bién —se le m enciona con m en or frecuencia— un diablo personal que
se dedica de m a n e ra in cesante a ten tarlo . Sin d u d a estos dos esp íritu s se
encuentran fuera de la persona, pero están ta n estrecham ente unidos a ella
que ias acciones del individuo y su vida en tera serían incom prensibles si no
se to m ara en cu enta la acción de estos dos rep resen tan tes de las fuerzas di­
vinas y m alignas. Así, tan to el ángel g u ard ián com o el diablo p ersonal p u e ­
den co nsid erarse com o apéndices de la p e rso n a cristiana, cuyo papel en el
proceso de ind iv id u ació n c ristia n a m erece evaluarse en su ju sta m edida.

Entrada en la vida, entrada en la muerte

Hay dos m o m en to s que d a n to d a su fuerza a la concepción dual de la p er­


sona: el de la concepción, cuando se un en alm a y cuerpo; y el de la m uerte,
cuando se separan. El origen del alm a individual sigue siendo d u ran te m u ­
cho tiem p o u n a cu estió n delicada p a ra los au to res cristianos. Al d ecla ra r
que se tra ta de u n “m isterio insoluble", A gustín no logra elegir entre las di­
ferentes tesis que im p e ra b a n en aquel entonces: la teoría, a d o p ta d a p o r
Orígenes, de la preex isten cia de las alm as, cread as en conjunto d u ra n te la
Creación y que fo rm an u n a vasta "reserva de e x isten cias”, que esperan su
en carn ación con fo rm e se vayan concibiendo los individuos; el "traducia-
nism o”, que defiende Tertuliano, teoría según la cual los padres tran sm iten
el alm a q ue se form a a p a rtir de su sem en; y, finalm ente, el “creacionism o”,
que san Jeró n im o adm ite, según el cual Dios crea cad a alm a en el m o m en ­
to de la concepción del vástago y la in fun d e de in m ed iato en el em brión.
D urante los siglos de la E d ad M edia, esta últim a tesis se va im poniendo en
un proceso lento e indeciso, que finalm ente conduce, con los escolásticos
de los siglos xii y xiii, a una elección clara. Todavía se precisa, com o lo hace
Tomás de Aquino, que al em brión lo anim e p rim ero u n alm a vegetativa y
luego una sensitiva, las cuales proceden de un desarrollo propio del cuerpo
engendrado p o r el sem en p aterno, antes de que el alm a racional, creación
de Dios, se infu nd a en el em brión, donde rem plaza al alm a sensitiva (recu­
perando las potencias vegetativas y sensitivas de esta últim a). Por lo tanto, se
advierte un triple origen de la persona: el cuerpo, p ro d u cto de la procrea­
ción; el alm a anim al, pro d u cto de la fuerza patern a; y el alm a racional,
creación de Dios. Pero en el ser consum ado, este triple origen se funde en
u n a dualidad esencial. Sobre todo, es preciso re sa lta r que el alm a intelec­
tual, sustancia inm aterial e incorpórea, no se debe a la generación. Los pro­
genitores no en gend ran la p a rte su p e rio r de la persona. É sta sólo puede
p roceder de Dios, y los teólogos subrayan que nada del alm a de los padres
se tran sm ite a sus hijos. Así es cóm o se d escarta la idea m ism a del “tradu-
cianism o”, m ien tras que el “creacion ism o”, al c o n trario de la teoría de la
preexistencia del alm a, singulariza el destino de cada alm a, ligada a la con­
cepción del ser individual que acude a habitar. La decisión divina de crear
al hom bre a su im agen y sem ejanza, según el relato del Génesis, parece re­
novarse así cotidianam ente en la form ación de cada alm a individual (véase
la foto vni.1). La concepción del origen del alm a que se im pone durante la
E dad M edia contribuye po r ende a la individuación de la persona cristiana,
la cual se realiza m edian te u n a relación de estricta dependencia con res­
pecto a Dios.
Si la concepción une alm a y cuerpo, la m u erte cristian a los separa. La
iconografía m uestra profusam ente al alm a que, bajo la form a de una figura
desnuda, sale de la boca del m o ribu nd o (véase la foto vin.2). Lógicam ente
es u n a im agen tra n sp u e sta del parto, puesto que m o rir cristianam ente sig­
nifica nacer en la vida eterna. De hecho, las concepciones del alm a se ligan
íntim am ente a la im p ortan cia que el cristianism o m edieval confiere al más
allá. Desde el m om ento en que toda vida h u m an a se m ide con la vara de la
retrib u ció n tras la m uerte, el cristianism o no se satisface con la inm ortali­
dad im personal que caracteriza, p o r ejem plo, al m u n d o de los m uertos en
la G recia antigua, ni acepta que la m u erte disgrega, au n q u e fu era parcial­
m ente, las en tidades que com ponen a la persona, com o sucede a m enudo
en el caso de las religiones politeístas (e incluso, p o r ejem plo, en las concep^
ciones actuales de los pueblos m ayas). Las representaciones cristianas, por
F o t o vjji.1 . ¡i-rfiisió n d e l a lm a d i ir a n íc la c o n c e p c ió n c id n iñ n (1486-/493, M i r o i r d T m m i l i l é ;
París, B ib i Arsenal, rus. 5206, f 174).

Este m a n u s c r i t o , r e a l i z a d o p o r B a u d o i n d e L a n n o y s e g u n d o c a m a r l e n g o d e l d u q u e cíe B o r g o ñ n , c o n t i e n e
u íia de l a 5 r a r í s i m a s r e p r e s e n t a c i o n e s d e l a i n f u s i ó n d e l a l m a . E n u n a h a b i t a c i ó n d e s o n r i o m o b i l i a r i o , s e
destaca e l l e c h o d o n d e e s t á a c o s t a d o e l m a t r i m o n i o ; p e s e a s u p ú d i c a m e s u r a , l a d i s p o s i c i ó n e v o c a s i n e q u í ­
vocos p o s i b l e s la f u n c i ó n p r o c r e a d o r a d e la p a r e j a ( c u y a l e g i t i m i d a d s e r e p r e s e n t a d i s c r e t a m e n t e c o n l a s l a ­
bias cié la L e y ) . E n u n h a l o d e n u b e s , l a T r i n i d a d p a r e c e h a c e r s e p r e s e n t e e n k i i n t i m i d a d d e l d o r m i t o r i o
conyuga!, e n e l m o m e n t o d e e n v i a r a l a l m a d e s t i n a d a a i n f u n d i r s e e n el e m b r i ó n d e l n i ñ o q u e h a b r á d e n a ­
cer. E n e s ta T r i n i d a d d e l s a l t e r i o s e d i s t i n g u e c l a r a m e n t e a l P a d r e y a l H i j o , a u n q u e a m b o s s e e n c u e n t r a n e n
cí m ism o t r o n o y s o s t i e n e n c o n j u n t a m e n t e e l g l o b o , p u e s t o q u e D i o s P a d r e a p a r e c e v i c i o , c o m o s e a c o s t u m -
Dra en e s a é p o c a . E n l a f i l a c t e r i a q u e r o d e a a l a T r i n i d a d s e l e e u n v e r s í c u l o d e l G é n e s i s (1 2 6 : '“H a g a m o s al
nom bre a n u e s t r a i m a g e n y s e m e j a n z a " ) , l o c u a l s u g i e r e q u e la i n t e n c i ó n i n i c i a l d e la C r e a c i ó n d i v i n a s e r e ­
n u e v a c o t i d i a n a m e n t e d u r a n t e la i n f u s i ó n d e c a d a a l m a i n d i v i d u a l
F ü l'ü Viii.Z. S e p a r a c i ó n d d a l m a y a d cuei'pu e n d n¿órnenlo de la muerte (hacia 1i 6 5 ;
L íb e r sci\ las de U ild c ^ a rd a uc B in g c n , n ia u iió c r iío d e s tru id o ).

E n e l m o m e n t o d e l a m u e r t e , e l a l m a ¿,e s e p a r a d e l c u e r p o . S a l e p o r l a b o c a , a l m i s m o t i e m p o q u e el últim o
s u s p i r o d e v i d a . L o s g e s i o s p a r í i c u l a r m e n t e d i n á m i c o s d e l a l m a e x p r e s a n a q u í l a i n t e n s i d a d d e l c o m b a te tic
q u e e s o b j e t o . P a r e c e J u c h a r h i e r a l r n e n t e c o n t r a e) d i a b l o q u e i n t e n t a a p o d e r a r s e d e e l l a , m i e n t r a s q u e los
á n g e l e s s e a p r e s t a n a r e c o g e r l a e n u n . I i e a / . o . E l r e s u l t a d o d e l c o m b a t e p a r e c e p a r t i c u l a r m e n t e in c ie rto ', m ia
c o h o r t e d e l o s á n g e l e s p a r e c e t o m a r y a e l a l m a b a j o s u a l a p r o t e c t o r a , l a s l l a m a s d e l i n f i e r n o h a c e n m á s que
a c a r i c i a r lo s p i e s d e la m o r i b u n d a , y l a t r o p a d e lo s d i a b l o s d e s d e a llí a l i e n t a a s u e n v ia d o .
el contrario, deben asegurar, m ás allá de la m uerte, la firm e continuidad de la
persona, de fo rm a que la retrib u ció n en el m ás allá se aplique efectivam en­
te al ser que, en el m u n d o terrenal, se ganó sus rigores o regocijos. Esto su ­
pone p o r lo m enos u n a u n id ad indefectible del alm a y sobre todo u n a id en ­
tificación lo m ás estre c h a posible en tre el alm a y el h o m b re a quien ésta
anim aba. De hecho, el cristian ism o m edieval lleva al extrem o esta asim ila­
ción —y no solam ente p o rq u e sigue la trad ició n n eo p lató nica según la cual
el hom b re es su alm a — . Sin em bargo, la in d iv id u alizació n del alm a tiene
sus lím ites y, en el siglo xii , el m onje G uiberto de N ogent explica que, en/el
otro m undo, n in g ú n alm a puede d esignarse p o r su n o m b re personal. Se le
reconoce, sin d u d a —pues no desaparece en el an o n im ato de los m u erto s—,
pero ha perdido u n aspecto fundam en tal de su id en tid ad singular; p erten e ­
ce desde en to nces a la c o m u n id a d am p liad a de los m u ertos, en cuyo seno
todos deben alcan zar un conocim iento m u tu o generalizado. Las concepcio­
nes m edievales oscilan p o r lo ta n to en tre dos polos: el alm a separada no es
ni u n vago esp ectro im p e rso n a l n i u n a p e rso n a en el sen tid o estricto del
término.
E n sum a, las concepciones m edievales de 1a. persona no se reducen a una
dualidad sim ple. E n ellas se advierte la ten sió n e n tre u n a rep rese n tació n
dual o m nipresente y u n a ten tació n te rn a ria que aflora en ciertas ocasiones.
Uno de los aspectos que e stá n en juego es el e sta tu to que se otorga al p rin ­
cipio de la fu erza vital (espiritu al, p ero ded icado a la a n im ació n del cuer­
po), así com o a la función de interfaz entre lo m aterial y lo espiritual (im á­
genes m entales de las cosas corporales, po tencias sensibles del alm a u otras
m odalidades de la percep ció n de las realid ad es m ateriales). Pero la evolu­
ción de las concepciones m edievales deja ver u n deslizam iento de lo te rn a ­
rio hacia fo rm u lacio n es m ás b in arias. P o r lo ta n to , h ay que su b ra y ar la
com plejidad de la p e rso n a c ristia n a y a la vez, reco n o cer que el proceso
histórico suele privilegiar la estru ctu ra dual. Si la du alidad alm a/cuerpo no
basta p ara explicar a la p erso n a cristiana, define p o r lo m enos su estructura
fundam ental, com o bien lo su b ray an las representacio nes de la concepción
y de la m uerte.

Las nupcias del alma y el cueij/o

Es insuficiente d efinir a la p e rso n a m e d ia n te la d u alid a d cuerpo y alm a,


pues un en un ciad o así no dice n a d a del "estilo de gobierno" que se estable­
ce entre am bos. A hora bien, esta relación es ta n im p o rtan te al m enos com o
los térm inos que la com ponen. La tra d ic ió n neoplatónica, que retom a san
Pablo y que se e n c u e n tra en la o b ra de nu m ero so s autores de 1a. alta Edad
Media, com o Boecio y G regorio M agno, identifica al hom bre con su alma y
considera que el cuerpo es u n vestido transitorio e innecesario, un instrum en­
to al servicio del alm a y ex terio r a ella, incluso u n a prisió n que impide el
libre desenvolvim iento del esp íritu. Pero, au n q u e con frecuencia se reto­
m en tales m etáforas, la dinám ica de las concepciones medievales debe ana­
lizarse sobre todo com o algo que re b a sa este dualism o neoplatónico. Re­
chazando la definición del alm a com o p risió n del cuerpo y subrayando la
un idad de la p ersona h u m an a, Agustín da u n im pulso decisivo a esta diná­
m ica, que florece p articu larm en te a p a rtir del siglo xn y da lugar entonces a
m agníficas form ulaciones. P ara la sabía ab ad esa H ildegarda de Bingen
(1098-1179), la infusión del alm a es el m om ento en que

el viento viviente que es el alma entra en el embrión, lo fortalece y se extiende


por todas sus partes, como el gusano que teje su seda: allí se instala y se encierra
como en una casa: Llena con su aliento todo ese conjunto de la misma manera
en que el fuego ilumina en su totalidad la casa donde se enciende; gracias al
flujo de la sangre, el alma mantiene húmeda permanentemente a la carne, de la
misma manera en que los alimentos, merced al fuego, se cuecen en la marmita;
el alma fortalece los huesos y los fija a las carnes para que éstas no se caigan: de
la misma manera en que un hombre construye su casa con maderos para que
ésta no se destruya.

P or consiguiente, el alm a no desciende a u n a siniestra prisión, sino a


u n a casa que h a b ita con regocijo, cu a n to m ás po rq u e la h a construido en
función de sus propias exigencias. La ab adesa concluye entonces que el lazo
del cuerpo y el alm a es u n hecho positivo, que Dios desea y Satanás detesta.
Los m aestros en teología de los siglos x n y x i i i tam bién expresan el c a ­
rác te r positivo de este vínculo, pues in d ican que Dios h a favorecido la ade­
cu ación del cuerpo y el alm a estab leciendo e n tre am bos u n a relación de
conm ensuración y d o tan d o al alm a de u n a a p titu d n atu ral p a ra unirse al
cuerpo (unibilitas). P ara el obispo de París, Pedro Lom bardo, el estatuto de
la p ersona h u m an a m u estra que “Dios tiene el p o d er de conjuntar las natu­
ralezas disp ares del alm a y el cuerpo p a ra re a liz a r un ensam ble unificado
p o r u n a p ro fu n d a am ista d ”. Lo que define al h o m b re no es pues ni el alma
ni el cuerpo, sino la existencia de u n conjunto unificado, form ado por estas
dos sustancias. En cu an to al te m a de la a m ista d entre el cuerpo y el alma,
éste no h ace m ás que extenderse, ta n to en la lite ra tu ra m oral, donde el gé­
nero de los Debates del cuerpo y el alma su b ray a la (listeza que sienten al
separarse, com o en la especulación teológica en la que, a m ediados del si­
glo xiil, san B uenaventura analiza la inclinación del alm a a unirse al cuerpo.
Tomás de Aquino lleva esta d in ám ica a su grado extrem o. De acuerdo
con el hilem orfism o de A ristóteles (doctrin a fu n d a d a en la articu lació n de
las nociones de m ateria 3' form a), el hom bre ya no se piensa com o la unión
de dos su stan cias. El alm a no es u n a .e n tid a d a u tó n o m a asociada con el
cuerpo, sino la "form a sustancial” del cuerpo. La interdependencia del alma-
forma y del cuerpo-m ateria es total:

Contra todo dualismo, el hombre está constituido por un solo ser, donde la ma­
teria .y el espíritu son los principios consustanciales de una letalidad determina­
da, sin solución de continuidad, por su mutua inherencia: no dos cosas, no un
alma que posee un cuerpo o que anima a un cuerpo, sino un alma encarnada y
un cuerpo animado, a tal grado de que, sin el cuerpo, al alma le sería imposible
tomar conciencia de sí misma [Marie-Dominique Chenu],

A Tomás no le basta afirm ar que la unión con el cuerpo es n atu ral y b e ­


néfica p a ra el alm a, sino que llega al extrem o de desvalorizar radicalm ente
el estado del alm a fu era del cuerpo, p u esto que éste es necesario no so la­
mente p a ra la p len itu d de la p erso n a h u m ana, sino tam b ién p a ra la perfec­
ción del alm a m ism a, que sin él es incap az de llevar a cabo to talm en te sus
facultades cognitivas. Juzga que el estado del alm a sep arad a es im perfecto
y contra natura, y afirm a p o r p rim era vez que el alm a es una im agen de Dios
más sem ejante cuando está u n id a al cuerpo que cuando está separada de él.
La em p resa to m ista se c a ra c teriz a así p o r un doble aspecto notable.
Formula de la m an e ra m ás tajan te posible la d ualidad del cuerpo y el alm a,
distinguiendo rad icalm en te sus respectivas n a tu rale zas y elim inando cual­
quier m ezcla o p u n to de con tacto entre am bos (com o, p o r ejem plo, las p o ­
tencias sensibles del alm a). P ero la acen tu ació n de esta dualidad no busca
más que d ejar a trá s el dualism o, reconociéndole al cuerpo y a su unión con
el alm a el m ás alto valor. E s así, en la m edida m ism a en que el cuerpo y el
alma se d istin g u en m ás c laram en te en térm in os de sus respectivas n a tu ra ­
lezas, que se a cre c ien ta su in terd ep en d en cia y su u n ió n se hace m ás nece­
saria. El p en sam ien to to m ista aparece, pues, com o el grado extrem o de u n a
dinám ica in te le c tu a l y social que atrav iesa los siglos centrales de la E d ad
Media. Sin d u d a, el to m ism o no es en ab so lu to la d o c trin a oficial de su
tiempo; y su co ndena en 1277, p ro clam ad a p o r el obispo de París, Esteban
Tempier, quien ataca varios de sus aspectos, m u estra que este pensamiento
rebasa en p arte la capacidad de recepción de la institución eclesial. Sin em­
bargo, es indudable que revela una profunda dinám ica histórica.

El cuerpo espiritual de los elegidos resucitados

Así, el alm a separada, en su im perfección, desea su cuerpo y se impacienta


con los reencu en tro s que la escatología cristiana le prom ete, como preludio
del Juicio Final. La resu rrecció n del cuerpo es en efecto u n punto esencial
de la d o ctrin a cristiana, que sin d u d a se en cu en tra entre sus aspectos más
originales —y m ás difíciles de acep tar (véase la foto v il 3)—. B asada en el
Evangelio, m en cio n ad a en el Credo y defendida por todos los teólogos me­
dievales, la doctrin a de la resurrección general de los cuerpos, al final de los
tiem pos, no es objeto de ningún cuestionam iento (más que p ara los herejes,
entre otros los cátaros). Sin em bargo, tiene sus dificultades adm itir que los
cuerpos de todos los m u e rto s se fo rm a rán de nuevo y sald rán de sus tum­
bas p a ra reu n irse con sus alm as, y los cristianos de los prim eros siglos du­
daron entre u n a concepción esp iritual y una in terp retació n m aterial de los
cuerpos resu citad o s. V aliéndose de la au to rid a d de san Pablo, quien men­
ciona la re su rre c ció n de u n "cuerpo espiritual" y afirma que “la carne y la
sangre no p u ed en h e re d a r el reino de los cielos” (i C orintios 15, 50), auto­
res com o O rígenes o G regorio de N isa conciben p a ra los resucitados un
cuerpo etéreo, sem ejante al de los ángeles, sin edad ni sexo. P or el contra­
rio, siguiendo a A gustín, la tra d ic ió n m edieval occidental adm ite la plena
m aterialid ad de los cuerpos resucitados. La carne que resucita entonces es
realm ente la de los cuerpos terrestres individuales, recreados con todos sus
m iem bros, incluidos los órganos sexuales y digestivos de los que los espiri­
tualistas q uerían despojarlos. De allí se deriva u n a obsesión casi m aniática
p o r la in teg rid ad de los cu erpos resu citados, a los que no debe faltarles ni
un a m o ta de polvo y los cuales, incluso si sufrieron m utilaciones o fueron
devorados por anim ales, deberán reform arse p o r com pleto. E sta exigencia
h ace que u n p e n sa d o r ta n serio com o A gustín arg u m en te que el conjunto
m aterial de las uñas y los cabellos que se co rtaro n en el curso de la vida
tam b ién d eb erán re in c o rp o ra rse al cuerpo resu citad o (pero transform án­
dose, pues si no éste p ro d u c iría u n a fealdad espantosa). E sta concepción
puede p arecem o s extraña, pero no so rprendería a los tzotziles de C lienalh ó
(Chiapas), donde la costum bre exigía que cada quien conservara en u n a bol­
sa todas las u ñ as y los cabellos que se h u b iera corlado desde su nacim iento
(en este caso, no p a ra beneficio de u n im p ro b ab le cuerp o resu citad o , sino
para evitarle al alm a del m u e rto el penoso tra b a jo de re co lectar sus excre­
cencias corporales).
A d m itir la co n cep ció n m a te ria l de la re su rre c ció n obliga a co n sid e ra r
la expresión p a u lin a del “cuerpo espiritual" com o u n a v erdadera paradoja:
lejos de tra n sfo rm a rse en e sp íritu , el cuerp o resu c ita d o conserva la plena
m aterialidad de su carne; pero puede decirse, al m ism o tiempo, que es espi­
ritual, puesto que adquiere cualidades nuevas que n o rm alm ente pertenecen
al alm a. P o r lo ta n to , el cu erp o glorioso de los elegidos se vuelve, al igual
que el alm a, in m o rtal e im pasible, y así escapa a los efectos del tiem po y de
la corrupción. Los p la n te a m ie n to s teológicos d edicados a las b ie n a v e n tu ­
ranzas del cuerpo de los elegidos, sobre todo en la obra de Anselmo de Can-
torbery, su b ra y a n ig u alm en te su perfecta belleza, p u esto que se conserva
eternamente en la flor de la edad (la de Cristo en el m om ento de su m uerte) y
con p roporciones arm o n iosas (los defectos del cuerpo terrenal se elim inan).
La claridad (claritas) lo vuelve lum ino so com o el sol, incluso tra n sp a re n te
corno el cristal. A dem ás, el cuerp o glorioso, d o tado de lib ertad y agilidad,
tiene el p o d e r de h a cer to do lo que quiera y de desplazarse com,o desee, sin
el m en o r esfuerzo y ta n rá p id a m e n te com o los ángeles. El m u n d o celestial
no es pues ese o rd en inm óvil y hierático que uno se im aginaría fácilm ente,
puesto que el m ovim iento se considera u n a cualidad que conviene a la per­
fección del cuerpo. F in alm en te, el cuerp o glorioso ex p erim en ta cierta vo­
luptuosidad (voluptas), que re su lta del ejercicio de los cinco sentidos y se
manifiesta en cad a u n o de sus m iem bros. Son evidentes las lim itaciones
que los clérigos atrib u y e n a la sen su alid ad p arad isiaca, pero p o r lo m enos
el recon o cim ien to de cie rta actividad de los sentidos sub ray a su necesaria
participación en la perfecció n de la perso n a h u m an a. E n resum en, la doc­
trina m edieval lleva m uy lejos la redención del cuerpo, que se juzga necesa­
ria p a ra la p len a b ien av en tu ran za del p araíso (ese "lugar de deleite con los
santos”, com o d e c ían los dom inicos en el siglo XVI, a cuyo cargo quedó la
evangelización de los tzeltales de C hiapas). Con su m aterialidad en carnada
y con la to ta lid a d de sus m iem bro s, el cuerpo, con sus virtudes de belleza,
fuerza, m ovim ien to y sen sualidad, e n c u e n tra u n lu g ar legítim o en la so­
ciedad perfecta de Dios. E sta rehabilitación del cuerpo se basa, sin em bar­
go, en dos exclusiones: si b ien el cuerpo glorioso está com pleto (y p o r lo
tanto, sexuado), es u n cuerpo sin funciones sexuales ni alim entarias, lo cual
elim ina dos aspectos que rem iten al hom bre a su efím era condición mortal v
a su necesaria reproducción, y que los clérigos juzgan incom patibles con ]a
n atu raleza espiritual del cuerpo glorioso. La cocina y el sexo no tienen lu­
g ar m ás que en el infierno.
Para te rm in a r este análisis, conviene aún subrayar que la relación entre
cuerpo y alm a es equivalente a la que une al hom bre con Dios. Como lo in­
dica Hildegarda de Bingen, al final de los tiempos "Dios y el hom bre no harán
m ás que uno, com o el alm a y el cuerpo”. A im agen de la unidad gloriosa de
los cuerpos esp irituales, los elegidos ad m itidos en la sociedad celestial se
reúnen en Dios; son de nuevo plenam ente a su "imagen y sem ejanza”, según
la relación que se in sta u ró con la C reación, pero que en tu rb ió el pecado
original. Como hem os visto, la visión beatífica, com prensión perfecta de la
esencia divina, supone la u n ión total con Dios, la cual, según reconocen los
teólogos, tiende a la casi divinización del hom bre. Estas concepciones de la
b ea titu d celestial escan d alizaro n p a rtic u larm en te a los paganos del Impe­
rio rom ano: la asunción de lo h um an o h asta el m undo divino y la glorifica­
ción de los cuerpos de los elegidos, quienes com parten entonces el "super-
cuerpo” otrora privilegio de los señores del Olimpo (Jean-Pierre Vernant), les
p areciero n —al igual que la E n carn ació n de Dios— m ezcolanzas escanda­
losas de lo h um ano y lo divino. Sin em bargo, esto nos perm ite entender que
las relaciones entre el cuerpo y el alm a, por una parte, y entre lo hum ano y lo
divino, p o r otra, constituyen dos aspectos estrictam ente correlacionados de
la antropología cristiana.
En sum a, lejos de definir su separación com o un ideal, el cuerpo glorio­
so propone a la cristian dad medieval la perspectiva de una articulación del
cuerpo y e] alm a. Pero aún hay que precisar que esta relación es fundam en­
talm ente jerárquica, pues ei cuerpo glorioso se caracteriza p o r su obediencia
absoluta a los dictados del alm a. Si se dice que es espiritual es porque está
som etido co m p letam en te al alm a. San B uenaventura, al evocar el deseo
m u tu o de reu n irse que co m p arten alm a y cuerpo, d escarta la idea de una
unión igualitaria, precisando la existencia de un “orden de gobierno” según
el cual el cuerpo obedece enteram en te al alm a. La redención del cuerpo
sólo es posible a expensas de su total servidum bre, según la dialéctica muy
cristiana de la h u m illació n y la glorificación. P aradójicam ente, el cuerpo
glorioso es u n m odelo de la so beranía del alm a, de la dom inación del alma
sobre el cuerpo; y es solam ente en este m arco que cobra sentido la insisten­
cia en el aspecto corporal de la resurrección. El cuerpo de los elegidos' per­
m ite p en sar u n a relación de lo corporal y lo espiritual que no sea ni mezco­
lanza ni estad o in term ed io (¡nada de sincretism o aquí!) ni to tal disyuntiva
(que conduciría de nuevo al dualism o). El “cuerpo espiritual” se define como
la u n ió n de dos principios en el seno de u n a m ism a entidad —pero es una
unión jerárquica (el alm a dom ina al cuerpo) y dinám ica (m ediante tal su m i­
sión, el cu erp o se eleva y se vuelve copia del alm a)—. É sta es la im agen
ideal .a la que debe te n d e r el h om bre desde su vida terren al, a ctu an d o de
m anera que el alm a dom ine al cuerpo y lo ayude a p rogresar hacia las reali­
dades esp iritu ales, en lu g ar.d e que el cu erp o im po nga su ley y su peso al
alma y la envilezca con el deseo de las cosas m ateriales.

La ARTICULACIÓN! DF LO CARNAL Y LO ESPIRITUAL: UN MODELO SOCIAL

Más allá de la dualidad de cuerpo y alm a, el debate sobre la definición de la


persona h u m a n a conlleva dos categorías m ás am plias —lo corporal y lo es­
p iritual— que contribuyen a o rd en ar la concepción de todas las realidades
del m.undo terrenal y del m ás allá. Todo lo que existe en el universo puede
rep artirse e n tre estos dos polos, o m ás bien se caracteriza p o r u n a form a
particular, positiva o negativa, de la articu lació n de lo corporal y lo esp iri­
tual. Es decir que esta p areja conlleva la concepción general de la sociedad
y del universo, y que el estatu to del alm a y del cuerpo en la p erso n a h u m a ­
na co n stitu j'e u n a ocasión privilegiada p a ra a b o rd ar cuestiones de alcance
muy general.

La Iglesia, cuerpo espiritual

Definir la im ag en ideal de la p erso n a h u m a n a com o la articu lació n je rá r­


quica y d in ám ica del alm a y de) cuerpo constituye un poderoso in stru m en ­
to de re p re se n tació n social, en u n m und o donde el clero, que se distingue
justam ente p o r su carácter espiritual, asum e una posición dom inante. Es sig­
nificativo que la noción de "hom bre espiritu al”, con la que designa san Pa­
blo a to d o c ristian o in sp irad o p o r Dios (i C orintios 2, 15), term in a, en la
época carolingia y sobre todo en los escritos de Alcuino, por designar espe­
cíficam ente a los clérigos. E n cu an to a los refo rm ad o res de los siglos xi y
xn, éstos h acen del versículo de san Pablo u n prin cipio jurídico que justifi­
ca la su p rem acía del papa, y p recisan que son los hom bres espirituales (ho-
m ines espirituales) los que constitu yen al co nju nto del clero, en co n traste
con los laicos, a quienes se les califica com o hom bres seculares (saeatlares
¡lamines) (Yves Congar). E n la sociedad m edieval es im posible, en conse­
cuencia, analizar la relación espiritual/corporal sin ver que es la imagen de
la distinción entre clérigos y laicos: Hugo de san Víctor, com o m uchos otros
autores, justifica de m an era explícita la su p erio rid a d de los clérigos sobre
los laicos, co m parán do la con la del alm a sobre el cuerpo (la dualidad del
alm a y del cuerpo, hom ologa a la del hom bre y la mujer, legitim a igualmen­
te la relación social de dom inación entre los sexos, no sin prom over su ne­
cesaria colaboración y la arm o nía que debe in sta u ra r el dom inio benévolo
—e inspirado en el am or a Dios— del h o m bre sobre la m ujer). Como vere­
m os en el próxim o capítulo, el sistem a de rep resentación al que la reforma
de los siglos xi y xn da su m ás extremo rigor define la condición de los clé­
rigos p o r su rechazo al p aren tesco carn al y p o r p ro c la m a r su renuncia a
cu alquier fo rm a de sexualidad. D ejando a los laicos la ta re a de reproducir
corpo ralm en te a la sociedad, los clérigos se con sag ran a la reproducción
espiritual de la sociedad m ediante la aplicación de los sacramentos. La repar­
tición de las tareas es clarísim a, de m odo que el gobierno del espíritu sobre
el cuerpo aparece com o el m odelo de la au to rid a d de los clérigos sobre los
laicos y el m edio de redención p a ra todos. E n efecto, la sociedad en su con­
junto sólo puede alcanzar la salvación si se deja g u ia r p o r su lado más es­
piritual, a saber, u n clero sacralizado p o r h a b e r re n u n cia d o a los lazos de
la carne.
P ara que el cuerpo glorioso funcione com o m odelo social, no solamen­
te hace falta que haya jerarquía, sino tam bién unidad. É sta se asegura con
la existencia de otro m odelo, que conviene relacionar con el del cuerpo glo­
rioso: la m etáfora de origen paulino, que concibe a la Iglesia com o un cuerpo
c u n o s m iem bros son los fieles y cuya cabeza es C risto (i C orintios 11). En
la época carolingia, con base en esto se designa a la Iglesia com o corpas
Christi, m ientras que la expresión corpas inysíicw n aparece, por ejemplo, en
la obra de Rabano M auro, para designar a la hostia. Luego, h acia mediados
del siglo xii, cuando la doctrina de la presencia real ya h a quedado bien esta­
blecida, u n “curioso cruzam iento" sem ántico m odifica el sentido de estas
formulaciones, de m odo que Corpus Christi se refiere en adelante a la euca­
ristía y corpus m ysticuin a la Iglesia (Henri de Lubac). La im agen del "cuer­
po m ístico” alude así a la Iglesia com o com u n id ad y le confiere una fuerte
cohesión, cualesquiera que sean las variantes a que se recurra. Así, Hugo de
san Víctor hace de los laicos el lado izquierdo de este cuerpo, y de los cléri­
gos el lado derecho (el m ás valorado), m ien tras que G regorio M agno com­
p a ra ya a los diferen tes grupos sociales con los m iem b ro s y los órganos
corporales, cuya co lab o ració n es indispensable. Ju a n de S alisbury (p o ste­
riormente o bispo de C h artres) da, en su Policraticus (1159), u n a versión
célebre de la m etáfo ra organicista de la sociedad, que p o r lo general se con­
sidera u n a teo ría del cuerpo político. Sin duda, el cuerpo que él describe es
el reino, cuya cab eza es el rey, pero su p ro p ó sito es ta n to m ás com patible
con las concepciones tradicionales de la Iglesia cuanto que el clero es el alm a
de ese cuerpo. Así, au n cuando dich a m etáfora puede aplicarse a entidades
más restrin g id as, la im agen de la Iglesia com o cu erp o expresa la so lid ari­
dad que unifica a la co m u n id ad de los cristianos, sin d eja r de afirm ar las
jerarquías que la com ponen, y m uy especialm ente la su p re m acía del clero.
Esto se hace m uy evidente cuando Bonifacio VIII fun d a las exigencias teocrá­
ticas del pap ad o en la noción del cuerpo m ístico, al decretar: “P o r aprem io
de la fe, estam os obligados a creer y m a n te n e r que hay tin a sola y S anta
Iglesia Católica y la m ism a Apostólica, y noso tros firm em ente lo creem os y
sim plem ente lo confesam os, y fu era de ella no hay salvación ni p erd ó n de
los pecados. Ella representa u n solo cuerpo m ístico, cuya cabeza es Cristo, y
la cabeza de Cristo, Dios” (bula Llnam sanctam de 1302).
La m e tá fo ra de la Iglesia com o cuerp o m ístico, donde e n tra en juego
una vez m ás la am b ig ü ed ad en tre in stitu ció n y co m u n id ad , ap a re ce así
corno uno de los m odelos que p erm iten p en sar la un id ad de la sociedad m e­
dieval bajo la conducción del clero. Se tra ta con toda evidencia de un cuerpo
cuya naturaleza es m uy singular, a 1a. vez colectivo y espiritual (esto es lo que
señala con su m a c larid ad S im ón de T ournai, m ae stro en teología en París
durante la segunda m itad del siglo xiii, cu ando afirm a, al a b o rd a r u n a cues­
tión que p reo cu p a a todos los teólogos de su tiem po, que "C risto tiene dos
cuerpos: el cuerpo m aterial h u m an o , que recibió de la Virgen, y el colegial
espiritual, el colegio eclesiástico”). No está prohibido c o n sid erar que este
cuerpo espiritual es hom ólogo a los cuerpos gloriosos, sin olvidar su equi­
valencia con figuras tan singulares com o la Virgen y Cristo. Así, la relación
bien o rd enada del cuerpo y el alm a que prod u ce el cuerpo glorioso no defi­
ne solam ente la co rrecta je ra rq u ía de clérigos y laicos, sino tam b ién su in­
clusión en el cuerpo colectivo que form a la cristiandad. C orresponde igual­
mente al estatu to m ism o de la Iglesia, institució n e n c a m a d a en la tie rra de
sus inm en sas p ro p ied ad es, co m p ro m etid a to talm en te con la organización
de la sociedad de los h om bres y provista de u n a m aterialidad o rn am en taria
cuya riqueza resplandece a la vista de todos, pero que no alcanza la legitim i­
dad salvo p o r el principio esp iritual que la anim a y en cuyo n om bre gobier­
na las alm as y los cuerpos. La Iglesia, en su u n id ad institucional, ideológica
y litúrgica, pued e definirse p o r lo ta n to com o u n cu erpo espiritual que or­
dena el m undo m aterial conform e a fines espirituales y celestiales.
La Iglesia tam b ién se pien sa com o im agen del cuerpo de la Virgen, El
paralelism o tiene u n a gran eficacia, pues M aría es u n cuerpo que engendra
a otro cuerpo sin m a n ch arse con el pecado y que, p o r m edio de la carne
sirve a los m ás altos fines espirituales de la divinidad. P or ello Ambrosio de
M ilán y otros clérigos m edievales que le siguen p resen tan el cuerpo virginal
de M aría com o la im agen de la pureza de la Iglesia, pureza que debe defen­
derse y m an ten erse in m acu lad a en m edio de las bajezas del m undo. Y así
como M aría procrea virginalm ente el cuerpo de Jesús, la Iglesia es la madre
que reproduce el cuerpo social p o r la virtud del E spíritu. Pero si bien la co­
rresp o n d en cia en tre el cuerpo eclesial y el cuerpo virginal de M aría es de
u n a eficacia ex tra o rd in a ria, la equivalencia en tre la Iglesia, com o cuerpo,
y Cristo es m ás im p o rta n te aún. De hecho, la E n ca rn ació n p o r la cual el
Hijo divino asum e u n cuerpo h um an o constituye otro m odelo esencial para
la Iglesia que, así com o lo hace el cuerpo glorioso, perm ite articular lo
corporal y lo espiritual.

La Encam ación, paradoja inestable y dinámica.

La E ncarnación se h a convertido, ju n to con la Trinidad, en uno de los pun­


tos centrales de la d o c trin a cristiana. Se le atribuye a O rígenes ( t 254) ser
uno de los p rim ero s en h a c e r hin capié en la divinidad de Jesucristo que
posteriorm ente prom ulgó com o dogm a el concilio de Nicea, en el año 325.
No obstante, en el im perio de C onstantino, la victoria del cristianism o pa­
rece ser la de u n m onoteísm o estricto, que rinde culto a un Dios Excelso que
se m anifiesta a través de diversos representantes terrenales, entre los cuales
Cristo es el m ás em inente (Eusebio de C esárea ve a Cristo com o “u n a espe­
cie de prefecto del soberano sup rem o” [Peter B row n]). U na vez que se pro­
clam a el carácter p lenam en te divino de Jesús, las dificultades inherentes a
la paradoja del dios-hom bre generan m uchos debates y condenas por herejía.
¿Cómo co m p ren d er la doble n a tu rale z a de C risto, quien debe ser a la vez
plenam ente Dios y totalm en te hom bre? ¿Cómo a d m itir que Cristo haya es­
tado som etido p o r com pleto a la finitud de la especie h u m ana y en particular
a la m uerte, sin a te n ta r contra la plen itu d infinita y eterna de su ser divino?
Aquí, el riesgo no es a trib u irle a Jesús m ás que u n a n a tu ra le z a h u m a n a y
volverse culpable así de n estorianism o, do ctrin a co ndenada p o r el concilio
de Efesio en el año 431 (Nestorio, patriarca de C onstantinopla de 428 a 431,
juzga rep u g n a n te so m e te r a Dios al d e sh o n o r de la co n dición h u m a n a y
deshace la lógica de la E ncarn ació n, sep arand o rad icalm en te las dos n a tu ­
ralezas, divina y h u m an a, de Cristo: según N estorio, es sólo el h om bre que
nace de M aría y m u ere crucificado, de m odo que el d estino terrenal de Je­
sús no afecta su n atu raleza divina), Pero, p o r el contrario, ¿cómo afirm ar la
plena divinidad de Cristo sin d ejar de p o n e r de m anifiesto que sufrió todos
los aspectos de Ja m iseria h u m a n a y que m u rió ig n o m in io sam en te en la
cruz? Aquí, el riesgo es priv ileg iar la n a tu ra lez a divina de Cristo, incluso
reducir su d estin o terren al a u n juego de ap arien cias, y c ae r así en el m o-
nofisismo, que el concilio de C alcedonia cond en ará com o herejía en 451 (es
la doctrina que se desarrolló en el seno de la escuela de A lejandría y la cual
afirma que la natu raleza de Cristo es una, a la vez divina y h u m ana, inclusi­
ve m ás divina que hum ana).
Sin em bargo, el debate resu rg e in cesantem ente, pues la ortodoxia cris-
tológica no solam ente im p o n e que deben ad m itirse las dos n atu ralez as de
Cristo, sino tam b ién reco n o cer entre am bas u n a u n id ad esencial y no sólo
accidental. Todavía en el siglo XII, las m o d alidades de a rticu la ció n de las
dos n atu ralezas de Cristo su scitan m uch as divergencias entre los teólogos.
Con diversos episodios y debates se tra ta de fortalecer el equilibrio p a ra d ó ­
jico que supone la noción de la E n carnación . P o r lo tanto, hay que descar­
tar cu alquier in sisten cia dem asiado u n ilateral en la d ivinidad de Cristo, lo
cual m in im izaría su h u m a n id a d , y cu alq u ier acento d em asiado hum ano,
que ocultaría, p o r lo m enos en parte, sn naturaleza divina, sin dejar de tra b ar
lo m ás estrecham ente posible am bas naturalezas. La m eta fundam ental de la
ortodoxia cristológica consiste pues en articu lar de la m a n era m ás estrecha
posible esos dos polos separados que son lo hu m an o y lo divino, de acuerdo
con u n a lógica que recuerda la del alm a y el cuerpo en la persona hum ana.
La E n ca rn a ció n h ac e que se u n a n lo h u m a n o y lo divino, im ágenes de lo
corporal y lo espiritual, y constituye así u n m odelo privilegiado p ara p ensar
la Iglesia.
Con todo y la prolijidad de las arg u m en tacio nes teológicas, la cristolo-
gía es pues uno de los m edios que la sociedad cristiana em plea para elaborar
las grandes cuestiones relacio n ad as con su fu n cio n am ien to y sus tran sfo r­
m aciones. La evolución de la figura de Cristo, d u ran te la E dad Media, p u e ­
de considerarse p o r lo ta n to u n b u e n in d icad o r de la dinám ica del feudalis­
mo. Sin salirse del cam po de la ortodoxia, que im pone p e n sar que Cristo es
a la vez ho m bre y dios, estos dos aspectos pueden asociarse de acuerdo con
diferentes equilibrios, com o lo m uestra, en tre otros ejem plos, la iconogra­
fía. Así, la im agen in tem p o ral de Cristo que rein a con toda m ajestad en su
trono, dentro de su m and o rla dorada, evidencia sobre todo su aspecto divi­
no (representa adem ás tan to al Padre, bajo la apariencia de Cristo, como al
Hijo m ism o [véase la foto IX.6]). Es de esta form a que se le representa parti­
cularmente durante la alta Edad Media. Sin embargo, no se olvida a la Encar­
nación, puesto que la figura de la Virgen con el Niño se difunde cada vez
m ás desde el siglo vi; pero los episodios de la vida h u m an a de Cristo y, en
particular, los de su infancia, se rep resentan poco. La iconografía de la cru­
cifixión, que d u ran te los siglos \'I y vil sigue siendo aún incierta y en ocasio­
nes es causa de escándalo, se im pone poco a poco com o tem a capital, pero
se d uda todavía en m o stra r a Cristo m uerto. Muy a m enudo se le represen­
ta con los ojos abiertos, y au n cuando puede ap arecer excepcionalmente, a
partir de la época carolingia, con los ojos cerrados, siem pre conserva los
pies bien p lan tad o s en su so p o rte y parece estar p arado firm em ente (véase
la foto \ i11.3 ). El c a rá c ter h u m illan te del suplicio de la cruz se soslaya y la
reticencia de mostrar a Cristo som etido p o r la m uerte sigue siendo grande.
Inclusive en la cruz debe prevalecer la gloria divina de Cristo, y su postura
evoca sobre Lodo la victoria de Dios sobre la m u erte y su triunfo salvador.
El acento se pone en la potencia gloriosa de Cristo m ás que en las peripecias
h u m an as de su destino terrenal. P robablem ente, es la señal de que la Igle­
sia, pese a estar co m p rom etid a con su tiem po, todavía funda esencialm en­
te sus valores en el desprecio del m u ndo y la fuga m onástica.
P osteriorm en te, a p a rtir del siglo XI, se pro d u ce un giro cuyas m ani­
festaciones se dejan sentir cada vez m ás durante los siglos XII y xiii. Este mo­
lim ie n to es inseparable de la elaboración de la d o ctrina de la presencia real
(véase el capítulo II de la segu n da p arte). E fectivam ente, la eucaristía es
entonces otro m odelo de articulación de lo corporal y lo espiritual, que hace
presente el verdadero cuerpo de C risto en todos los lugares donde los cris­
tianos celebran m isa. Se llega a concebir de hecho la celebración eucarística
com o la reiteración de la E n carn ació n m ism a, pues Cristo asum e un cuer­
po en la h o stia com o an tes en el seno de M aría. San Francisco afirm a con
toda claridad: "Cada día [el Hijo de Dios] se humilla com o cuando llegó de
los tronos reales al vientre de la Virgen; cada día viene a nosotros con hu­
m ilde apariencia; cada día desciende al a ltar desde el seno del Padre, en las
m anos del sacerd o te”. P aralelam ente, los tem as asociados con la E ncarna­
ción se am p lían de m a n e ra considerable. El aspecto hum an o de Cristo se
exalta p o r la m u ltip licació n de relatos sobre su infancia (num erosas tradi-
F o t o v h i .3 . Cristo en la cruz, triunfa sobra la m uerte (hacia 1020-1030 ; Evangeliario de le. abadesa
Uta, M unich, Siaatsbibliothek, Clm. 13601, f 3 v.).

Cristo en la cru z está to ta lm e n te vestid o y se m a n tie n e co n firm eza so b re su s pies, p o sad o s


uno ju n to a o tro , so b re su so p o rte . S us b ra z o s e stá n ex ten d id o s h o riz o n ta lm e n te ; su cabeza
está inclinada, pero sus ojos están bien abiertos. Se e n c u e n tra d en tro de u n a m an d o rla de fondo
durado que su b ray a la g lo ria divina. E ste tip o de rep re sen tació n de la crucifixión m anifiesta la
victoria del R ed en to r so b re la m u erte, lo q u e se ex p resa a q u í con sin g u la r claridad: en la p a rte
inferior de la m in iatu ra, la alegoría de la Vida co n tem p la al crucificado, m ien tra s que la p erso n i­
ficación de la M u e rte cae d e rrib a d a , co m o si u n a ex crecen cia a m e n a z a d o ra de la cru z la h u ­
biera golpeado (el eco d e esta d u a lid a d rea p a re c e p o r la o p o sic ió n de la Iglesia y la Sinagoga,
en los sem im ed allo n es laterales).
ciones apócrifas en cuentran u n lugar entre las concepciones aceptadas pol­
los clérigos). Se am plifican considerablem ente los ciclos iconográficos déla
infancia y en ellos se advierte u n a in sisten cia en la relación sensible entre
Cristo y su m adre. La representación de la Virgen am am antando al niño apa­
rece en el siglo x i i , m ien tras que la evidenciación de la desnudez del niño
—particularm en te su sexo— atestigua la plenitud de la E ncarnación.
Los ciclos de la Pasión ta m b ié n se enriquecen al detallar las pruebas
que pasó Cristo (coron ació n de espinas, flagelación, escenas de escarnio,
ascenso con la cruz a cuestas al calvario) y al m ultiplicar las im ágenes de su
m u erte (adem ás de la crucifixión, las escenas del descenso de la cruz y la
sepultura se vuelven m ás frecuentes). Al p a sar del siglo xn al x i i i se produce
u n a innovación que m u e stra los pies del crucificado fijados uno sobre otro
p o r u n solo clavo (en lu g ar de dos com o antes): la nueva iconografía, al re­
n u n c ia r a la p o stu ra re c ta y digna que h ab ía prevalecido anteriorm ente
obliga a rep resen tar las p iernas de Cristo flexiónadas y le inflige una torsión
incóm oda que, al irse acen tu an d o progresivam ente, hace que su cuerpo se
doble bajo su pro p io peso. En resum en, a p a rtir del siglo x t ii , a Cristo se le
o b lig a de m a n e ra ca d a vez m ás o ste n sib le a p a d e c e r las consecuencias
de su E ncam ación: la m uerte y la decadencia de un cuerpo que sufre y san­
gra. Sin em bargo, n u n ca se olvida su c a rác ter divino. La iconografía conti­
n ú a celebrando con profusión la gloria intem poral y la m ajestad de Cristo.
E incluso cuando es el Juez del últim o día, al m o strar su herida para indicar
que es p o r su E n carn ació n y su Pasión que puede otorgar la salvación y la
condenación, no se eclipsa en absoluto la referencia a su gloria divina. De
hecho, au n en el caso de las representaciones de la Crucifixión, la oposición
en tre el C risto que p adece y el Cristo que triu n fa no es u n a alternativa ta­
jan te. Siem pre se aso cian estos dos aspectos, aunque en proporciones va­
riables, y la in sisten cia en el su frim iento de la Pasión debe considerarse
com o u n a expresión del triunfo del Verbo encarnado.
La evolución que hem os observado indica solam ente que, sin exceso ni
ru p tu ra, la divinidad de Cristo se da a conocer m ás que antes en su dim en­
sión h u m a n a y e n c a m a d a, m u e stra de u n a nueva actitud de la Iglesia res­
pecto al m undo. Aquí po d ría h ablarse de un "cristianism o de encarnación”
(André Vauchez), a condición de aclarar que esta expresión designaría sólo
u n cristian ism o que acentúa fu ertem en te los aspectos relacionados con la
encarnación, pues del m ism o m odo que Cristo no podría ser hom bre si ol­
vidara que es Dios, el m und o terren al no puede en ningún caso ser un valor
en sí en la cristian d ad m edieval. Lo que se advierte es la capacidad crecien­
te para a su m ir la dim en sión h u m a n a de Cristo, con todo lo que eso supone
de abatim iento, p ad ecim iento y hum illación. A hora bien, esta aptitu d p a ra
pen sarla p resen cia de Cristo entre los ho m b res tam b ién significa la capaci­
dad p ara v alo rar la dim ensión m aterial del m undo terrenal e incluirla ente­
ram ente en la lógica e n c a rn a cio n a l que a rtic u la lo divino y lo h u m ano, lo
corporal y lo esp iritu al. D icho de otro m odo, la acen tuación de la h u m a n i­
dad de Cristo no supo ne en absoluto u n m enoscabo de su divinidad. C ontri­
buye, p o r el co ntrario , a exaltar u n a naturaleza divina que se ha m antenido
intacta pese a todas las hum illaciones y contingencias h u m an as a las que se
expuso. E n este p ro ceso no hay m ás que u n solo ganador: la dinám ica en ­
carnacional m ism a, que m anifiesta su p o d er con m ayor'esplendor que n u n ­
ca, desde el m om ento en que el peso acentuado de la h um anidad logra fijarse
sin ru p tu ra a la divinidad to d o p o d ero sa. E n eso pu ede verse u n a im agen
ideal del triu n fo de la Iglesia, un a iglesia situ ad a en el m undo y, sin em bar­
go, sacralizada, u n a iglesia e n cam ad a y, no obstante, esencialm ente unida a
la divinidad. Y m ie n tra s que la alta E d a d M edia no veía la salvación m ás
que en la h u id a y el desprecio del m undo, la institución eclesial, una vez que
llega a la cim a de su poder, m anifiesta su capacidad p a ra asu m ir el m undo
m aterial, p a ra h acerse cargo de él con el fin de tra n sfo rm arlo en una reali­
dad espiritual y co nducirlo hacia su destino celestial.
E n los siglos xiv y xv, la d in ám ica en carn acio n al se am plifica a ú n m ás
y asum e entonces u n a fuerte connotación de sufrim iento. La insistencia en
el Cristo m u erto se a ce n tú a al grado de b u sc a r p o stu ras cada vez m ás con­
torsionadas, que m u e stra n la cabeza del crucificado cayendo hacia adelan ­
te y sus rasgos d efo rm ad o s p o r el dolor, así com o h e rid a s ab iertas de las
que fluye san g re en fo rm a cada vez m ás copiosa (véase la foto a to .4). Me­
diante la a c u m u lació n de tan to s signos de u n a m u erte ato rm en tad a, lo que
se bu sca su b ra y a r e in cluso d ra m a tiz a r es la in te n sid a d del sacrificio al
que co n sin tió D ios. E s ta evolución de la figura de C risto p ro fu n d iza aún
más la lógica de la E n c a m a c ió n y p o r lo ta n to p arece acorde a las necesi­
dades de la in stitu ció n eclesial, m ás a u n si co n sideram os que estos Lemas
hacen eco del crecim ien to que conoce entonces la devoción eucarística (la
sangre del crucificado es tam b ién la que b ro ta de la h o stia p ro fan a d a p o r
los judíos, p ru e b a de la presencia real que exalta la fiesta de Corpus Christi,
que se h a vuelto tan im p o rtan te). No obstante, h ay que preg u n tarse si esta
evolución, en u n p erío d o m arcad o p o r la o m n ip resen cia de la m uerte m a ­
siva, no se aleja del triu n fo m ás equ ilib rad o de los siglos xii y xm . La Igle­
sia sin d uda conserva su posición dom inante, pero parecería que el dom inio
E ste g ran crucifijo ele m a d e ra m u e s tra al S alv ad o r so m e tid o a u n a m u e rte d o lorosa, p ara su
m ay o r gloria. Su cabeza cae hacia ad elan te, con los rasgos tensos y los ojos c e n a d o s . Un solo
clavo fija su s pies, un o so b re o tro , y el cu erp o se desp lo m a p o r efecto de su p ro p io peso, los
b ra z o s en d iag o n al y las ro d illas d o b lad as. R e saltan las costillas, así com o las venas de sus
m iem b ro s d escarn ad o s. El su frim ie n to de C risto su b ray a la in te n sid a d de su sacrificio reden­
to r y, p o r lo lam o, el p o d e r de u n a div in id ad cap az de a s u m ir se m ejan te hu m illació n . Es un
llam ad o u rg en te a am arlo y a so m e te rse a u n D ios que se h a en treg ad o v o lu n taria m e n te a los
u ltrajes del destino hum ano.
del juego en ad e la n te se h a b rá de m a n te n e r a expensas del a u m en to del
suplicio, la inflación de la sangre vertida y la cuenta obsesiva de los sufrim ien­
tos padecidos.

Una institución encarnada,


fundada en valores espirituales

La rep resen tació n de Cristo, p o r lo tanto, hace eco de la posición de la Igle­


sia en la sociedad. Se trate de Cristo o de la Iglesia, la cuestión central consis­
te en definir las m odalidades precisas de articu lación de lo h u m an o y lo di­
vino, de lo espiritual y lo corporal, en el seno de u n sistem a que, cualquiera
que sea el eq u ilib rio que ad o p te, se fu n d a n ece sa riam e n te en su c o n ju n ­
ción. El p ro b lem a que p la n te a esta articu lació n tiene dos sentidos: ¿cóm o
justificar la situ ació n m aterial de u n a in stitu ció n cuya vocación es fu n d a ­
m entalm en te esp iritu al?, y, p o r el contrario, ¿cóm o h a ce r p a ra que lo car­
nal se vuelva espiritual?, es decir, ¿cóm o espiritualizar lo corporal? Es sola­
mente en la m ed id a en que- hace prevalecer su capacidad p a ra espiritualizar
lo corporal y pa ra prom over la ascensión de lo hum ano h asta lo divino que la
Iglesia, in stitu ció n e n c a rn a d a y b asa d a en los valores esp irituales, puede
ser legítim a. Los sacram en to s que están en el núcleo de la m isión de la Igle­
sia no tien en otro p ropósito que aseg urar esta espiritualización de las reali­
dades corpo rales. Así, el b a u tiz o sup erp o ne u n ren a c im ien to espiritual al
nacim iento cam al; ofrece al h o m b re de carne y hueso, que h a nacido con la
m a n c h a d el pecado, la grácia divina y la p ro m esa del p araíso celestial. Asi­
mismo, la eucaristía, que desde entonces se concibe com o el verdadero cuer­
po y la verd ad era sangre de Cristo, alim enta el alm a de los fieles y funda r i­
tualm ente su p erte n e n c ia al cuerpo espiritual que con form a la cristiandad.
Finalm ente, la evolución del m atrim onio, que se convierte precisam ente en
el siglo x n 'e n sacram en to, m u e stra que no se tra ta en absoluto de ab an d o ­
nar a los laicos a la carn e y al pecado: el m atrim onio , sacralizado y poco a
poco clericalizado, define el m arco legítim o de la actividad re p ro d u c to ra y
la integra en el seno de u n a alianza de tipo espiritual, que se concibe a im a­
gen y -sem ejanza de la u n ió n de Cristo y la Iglesia. Lejos de a b a n d o n a r al
m atrim onio al escarn io y al d esprecio que su scitan las cosas cam ales, el
proceso que conduce a su rehabilitación como sacram ento pretende asum ir
positivam ente la reprod ucció n sexual esp iritualizando la alianza cam al.
Insistam os aú n en u n rasgo o m nipresente del pensam iento clerical, que
consiste en h a c e r de lo m a te ria l la im agen de lo e sp iritu al. Son in c o n ta ­
bles los textos que se esfuerzan en aso ciar estos dos planos, en hacer que se
correspondan. Así sucede, p o r ejemplo, cuando el desplazam iento físico que
supone u n a p ereg rin ació n se concibe al m ism o tiem po com o un progreso
m oral y espiritual hacia Dios (de igual m odo, todos los gestos y rituales que
prom ueve la Iglesia tienen validez en cu an to signos visibles de realidades
invisibles y espirituales). E sta asociación de planos diferentes, susceptibles
de pensarse el uno m ediante el otro, podría parecer como un degradante con­
tagio del espíritu p o r la m ateria. Pero, p ara los clérigos, la dinám ica funcio­
n a en sentido contrario: se tra ta de d escifrar la significación sim bólica ele
las realidades terrenales, de alcanzar el sentido alegórico de los textos bíbli­
cos tras su sentido literal; en sum a, de elevarse de lo m aterial a lo espiritual.
Las im ágenes de culto que se m ultiplican entonces en Occidente no se justi­
fican de otro m odo: u n pedazo de m a d e ra o de p ied ra no tiene en sí virtud
alguna, pero la im agen es legítim a, p u esto que su contem plación permite
que el alm a se eleve h asta las p ersonas santas o divinas que representa (véa­
se el capítulo vi). E ste fenóm eno de elevación indica que la asociación cons­
ta n te de lo esp iritu al y lo m aterial que pro d u ce el p ensam iento clerical no
es p ertinente salvo si la dinám ica está o rientada correctam ente.
Es in útil m u ltip licar los ejemplos: ya se tra te de la condición del clero,
del m atrim onio o de las imágenes, el esquem a es el m ismo, siem pre fundado
en la doble relación de distinción je rá rq u ic a y articulación dinám ica de lo
m aterial y lo espiritual. É ste es u n aspecto fu n d am en tal de la lógica de las
rep resen tacio n es en el seno de la Iglesia m edieval. Las nociones opuestas
de lo carnal y lo espiritual, lo divino y lo hu m an o (y quizás tam b ién de lo
sagrado y lo profano) no deben ni confundirse ni separarse (en el sentido de
que se m antengan sin relación). Deben distinguirse estrictam ente (en cuanto
a sus naturalezas respectivas), jerarquizarse (a fin de que el m ás digno m an­
de al m enos digno) y articularse (es decir, ponerse en relación en el seno de
u n a en tid ad unificada). Se tra ta de producir, en todas las ocasiones, una
articulación jerárquica en tre entidades que a la vez son d istin tas y se con­
ju n ta n en u n a u n id a d fuerte (véase las gráficas vni.l y vm . 2 ). É ste es el es­
quem a de la p ersona h u m an a que ya analizam os. Y ésta es tam bién la im a­
gen de la cristiandad, que se funda en u n a separación cada vez m ás estricta
en tre clérigos y laicos, pero que ab arca sin em bargo a estos dos grupos en
u n solo cuerpo, d estinado a u n fin único. E n am bos casos, la articulación
de las entidades contrarias debe ser estrictam ente jerárq u ica y dinám ica. Si
b ien la E n carn ació n es un descenso del p rincipio divino, que se aloja en lo
hum ano, tam b ién es la g aran tía de u n a ascensión que perm ite la redención
G r á f ic a v n i . l . a )el cuerpo glorioso, modelo ideal de ¡a persona cristiana;
b) la cnnccjH'ion dnalisia de la jiersona.

G r á f ic a v m .2 .
t _ __■
H om ologías entre el cueipo glorioso, la E nca m a ció n de Cristo y la Iglesia.
de la humanidad y eleva la materia de los cuerpos hasta las virtudes del alrna
Asimismo, la Iglesia es una encam ación institucional de valores espirituales
y p o r ello es el agente de una espiritualización de las realidades mundanas v
el in strum ento indispensable del avance de los hombres hacia su salvación.

U na MÁQUINA PARA ESPIRITUALIZAR,


ENTRE DESVIACIONES Y AFIRMACIONES

Peligros en los extremos:


separación dualista y mezclas inapropiadas

E sta articulación je rá rq u ic a de entid ad es d istintas, que se advierte en el


núcleo de la lógica eclesial, no se im pone sin cuestionam ientos ni resisten­
cias. Se m antiene efectivam ente en un equilibrio inestable, que puede rom­
perse de dos form as opuestas: sea porque prevalezca una com pleta separa­
ción en tre en tidades c o n tra lla s, sea p o rq u e éstas se m ezclen dem asiado a
riesgo de confundirse y, sobre todo, de provocar una contam inación del prin­
cipio m ás em inente. Como liem os visto, m uchas herejías atacan en el prime­
ro de estos frentes: el dualism o cátaro rech aza to d a asociación entre lo es­
piritual y lo m aterial, pretendiendo separarlos absolutam ente y cuestionando
así de la m an era m ás radical la lógica eclesial. Los cátaros la to m an contra
un clero desvirtuado por sus riquezas materiales y que transige con el mun­
do, con denando n u m ero sas prácticas com o el m a trim o n io y el culto a las
imágenes, negando igualmente la presencia real y la resurrección de los cuer­
pos. Afirm ar que el esp íritu sólo p u ede salvarse si se sep ara del cuerpo y
que cualquier alianza con la m ateria es necesariam ente u n a corrupción sig­
nifica m in ar los fundam entos de la in stitución eclesial y de la sociedad me­
dieval en su conjunto. Por ei contrario, al reforzar su propia lógica a través de
su lucha victoriosa co ntra las herejías, la Iglesia aparece cada vez m ás como
una inmensa m áquina para espiritualizar lo corporal, para conducir al mun­
do terrena.1 h acia su fin celestial. Y la h o m ología de estas e stru ctu ras —la
E ncarn ació n , la posición del clero, los sacram en to s, las im ágenes, la con­
cepción de la p e rso n a— qued a confirm ada p erfectam en te p o r el hecho de
que las cuestionen co n ju n tam en te las herejías que, entre los siglos XI y XIII,
atacan el dom inio de la Iglesia católica.
E n el otro frente, toda confusión dem asiado p ro n u n ciad a entre lo m a­
terial y lo espiritual corre el riesgo de p o n er en peligro la posición de la Igie-

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