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Ahora empiezan las vacaciones

de Paco Bezerra Versión de El pelícano de A. Strindberg

Personajes > Madre / Hijo / Axel / Hija

Salón comedor.

La Madre, que no va del todo vestida de negro, está sentada en un sillón a puerta
cerrada. Los muros de la casa amortiguan las primeras notas de The Impossible
Dream interpretada por Elvis Presley, que, a un alto volumen, retumba contra las
paredes del domicilio invadiendo, desde la habitación contigua, todos y cada uno de
los rincones de la casa. Colgado de la pared, un cuadro dado la vuelta, bajo el
cuadro, un taquillón, y, junto al taquillón, una estufa catalítica. The Impossible
Dream continúa sonando cada vez más y más fuerte, hasta que la Madre se levanta,
abre la puerta, sale del salón y la música desaparece. La Madre vuelve a entrar al
salón, cierra la puerta y se sienta otra vez. The Impossible Dream suena de nuevo.
Entonces, la Madre se levanta, pega fuerte con el puño contra la pared y la música,
de golpe, deja de sonar. La Madre se dirige de nuevo al sillón y vuelve a sentarse en
él.

Silencio.

La puerta del salón se abre y aparece el Hijo, un hombre adulto, de unos cuarenta
años, muy delgado y vestido de negro, con una bufanda al cuello y un atlas
geográfico en la mano.

Madre.- Haz el favor de cerrar la puerta.

El Hijo obedece y cierra la puerta.

Hijo.- Tú y tu manía con las puertas.


Madre.- No puedo soportar el olor que ha quedado a abeto y a alcohol. Deberíamos
haberlo velado en la capilla.

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Hijo.- ¿Han hecho ya el inventario?
Madre.- El inventario… Hablas como si no te afectara la muerte de tu padre.
Hijo.- Me preocupa mi situación personal, eso es todo.
Madre.- Sí, pero el dolor es primero. A qué has venido.
Hijo.- No sé si puedo quedarme a leer aquí en el salón.
Madre.- Qué pasa. ¿No estás a gusto en tu cuarto?
Hijo.- Es que mi cuarto está helado.
Madre.- Muévete. O haz ejercicio. Ya verás como se te pasa.
Hijo.- Preferiría llevarme la estufa a la habitación y encenderla, la verdad.
Madre.- Sí, pero no estamos para quemar el dinero.
Hijo.- Me paso el día tiritando, no hace falta que me lo recuerdes.
Madre.- Cuando se está sentado y sin moverse lo normal es tener frío. Tu hermana y
tu cuñado llegan en un rato a la estación. Ponte algo y sal a buscarlos.
Hijo.- No pienso moverme de aquí hasta que venga el abogado.
Madre.- Es una lástima que por tu boca no salgan más que tonterías.
Hijo.- No son tonterías, lo que pasa es que tú crees que me quejo por llamar la
atención.
Madre.- No habrás bebido otra vez, ¿verdad?
Hijo.- Beber me suaviza la tos y me sacia el apetito.
Madre.- No sé qué le encuentras a la comida.
Hijo.- Eso es lo malo, que no le encuentro nada y siempre me sabe a aire.
Madre.- Hablas como si tuvieras queja de lo que te doy. ¿Así es como lloras la muerte
de tu padre?
Hijo.- No te creas, hago lo que puedo.
Madre.- Estás borracho, eso es lo que te pasa.
Hijo.- Al menos me pasa algo.

Pausa.

Hijo.- Qué hay hoy para cenar.


Madre.- Nada.
Hijo.- ¿Nada?
Madre.- Bueno, gachas.
Hijo.- Y qué más.

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Madre.- Qué más quieres.
Hijo.- Algo que no sean gachas.
Madre.- Lo que deberías hacer es empezar a ganar un poco de dinero por tu cuenta y
dejar de pedir tanto.
Hijo.- Con la mala suerte que tengo, dudo que alguna vez lo consiga.
Madre.- Vamos, no seas pesimista.
Hijo.- Nací con el pesimismo pegado a la espalda, como si fuera una mochila que
llevo a cuestas. Ojalá llegue el día en que pueda desprenderme de él.
Madre.- Deja ya de hacerte la víctima. Das pena.
Hijo.- Cuando se ajusten las cuentas espero que al menos me llegue para comprarme
un jersey de lana.
Madre.- Tu padre lo único que ha dejado son deudas, así que dudo mucho que te
alcance para un jersey.
Hijo.- ¿Y el negocio?
Madre.- Qué pasa con el negocio.
Hijo.- Eso digo yo.
Madre.- Un negocio sin almacén y sin género no es negocio, es una habitación vacía.
Hijo.- Y a dónde se fueron los ahorros.
Madre.- Qué ahorros.
Hijo.- Hasta donde me alcanza la memoria, mi hermana, su marido y tú siempre
habéis salido a cenar a la calle, ¿no? ¿O eso también son imaginaciones mías?
Madre.- Los tiempos han cambiado y ya no son los de antes.
Hijo.- Vaya, qué casualidad.
Madre.- A veces hablas como si no escucharas las noticias.
Hijo.- Sí, sí que las escucho, lo que pasa es que me cuesta creérmelo.
Madre.- Creerte el qué.
Hijo.- Que haya desaparecido todo.
Madre.- ¿Y eso? ¿Te dijo, acaso, tu padre, algo de los ahorros?
Hijo.- Yo nunca le comenté a papá ese tipo de cosas.
Madre.- Sí, pero ahora bien que hablas de ellas.
Hijo.- Todo el mundo sabe que pagaba impuestos de rico y que invirtió grandes sumas
en la casa.

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Madre.- Por cierto, creo que aún no te lo he dicho, pero tu hermana y su marido se
vienen a vivir con nosotros. Se instalarán en tu cuarto. Así que vas a tener que
mudarte al salón.
Hijo.- ¿?
Madre.- He pensado que podríamos poner tu cama en aquella esquina y que duermas
ahí.
Hijo.- No hablas en serio, ¿verdad?
Madre.- Hasta que encuentras una mujer con la que casarte y crear tu propia familia.
Hijo.- ¿Un hombre sin dinero y sin salud?
Madre.- El dinero lo conseguirás trabajando, como todo el mundo.
Hijo.- Sí, pero te olvidas de que yo no soy como todo el mundo.
Madre.- Ah, ¿no?
Hijo.- No.
Madre.- ¿Y en qué te diferencias del resto de los mortales, si puede saberse?
Hijo.- En que hace más de quince años que terminé de estudiar derecho y aún nadie se
ha dignado a ofrecerme ni un miserable puesto de trabajo.
Madre.- Entonces tendrás que pedir prestado.
Hijo.- Y quién me va a prestar a mí.
Madre.- Los amigos de tu padre.
Hijo.- Mi padre era un hombre libre y los hombres libres no tienen amigos porque la
amistad es un intercambio de hipocresías.
Madre.- Eso seguro que lo aprendiste de él.
Hijo.- Papá era un hombre inteligente.
Madre.- Es una pena que no le hayas salido en nada.
Hijo.- Aunque, igual, aquí, el único responsable de lo que me pasa soy yo mismo, yo
y esa cosa que llevo dentro, que me quema y no me deja vivir tranquilo.
Madre.- Si quieres quedarte con su retrato, lo puedes coger.

El Hijo mira el cuadro por primera vez desde que entró.

Madre.- Es tuyo.

El Hijo retira la vista del cuadro y vuelve a mirar a su Madre.

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Hijo.- Qué hace el cuadro así.
Madre.- No me gustaban sus ojos y le di la vuelta.
Hijo.- Y eso por qué.
Madre.- Te lo acabo de decir.
Hijo.- ¿?
Madre.- Llévatelo, si quieres. Tú, que tanto lo aprecias.

El Hijo camina hasta el cuadro, lo descuelga de la pared y lo mira detenidamente.

Madre.- Y ahora, vete, anda. Apestas a alcohol.


Hijo.- Te equivocas si piensas que voy a quedarme a dormir en esa esquina, así que
vete buscando otra forma de humillarme porque no pienso pasar por el aro. Lo único
que tengo en esta vida son las cuatro paredes de mi dormitorio y no voy a consentir
que nadie me saque de él, aunque tenga que atarme al cabecero de la cama o clavarme
a la pared con una estaca. Y menos por ese donjuán de tres al cuarto.
Madre.- No hablarás de tu cuñado, ¿verdad?
Hijo.- Y de quién si no.
Madre.- Te recuerdo que acaba de casarse con tu hermana y que le debes un respeto.
Hijo.- Nunca me gustó cómo trató a papá, ni la prepotencia con la que entró en esta
casa.
Madre.- Pues ya te puedes ir acostumbrando porque se viene a vivir aquí y no quiero
tener problemas.
Hijo.- A veces te oigo y, ¿sabes lo que pienso?

La Madre no contesta.

Hijo.- Que hubiese sido mejor que, en vez de tenerme a mí, hubieses parido un
armario o una silla, algo que no hablara y que pudieras mover a tu antojo. Aunque,
igual, yo aún no me he dado cuenta, pero eso es precisamente lo que soy, un mueble
que no para de estorbar desde que lo compraste.
Madre.- Algún día te cansarás de buscar culpables por las esquinas y te acordarás de
mis palabras. Tú sigue así, pero con esa actitud no vas a llegar a ninguna parte.
Hijo.- En ninguna parte llevo desde que me trajiste al mundo.
Madre.- ¿No te ibas?

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Hijo.- Sí, no te preocupes. No te molesto más.
Madre.- Y todavía tendrás algo que decir.

El Hijo, con el cuadro de su padre bajo el brazo, se da la media vuelta, abre la puerta
y sale del salón. La Madre, entonces, se levanta, camina hasta la puerta y la cierra de
un portazo.

Silencio.

La Madre corre uno de los cerrojos, camina hasta la estufa catalítica, la abre,
levanta la bombona de butano y saca de debajo una llave con la que se va directa al
taquillón. Una vez allí, se agacha, mete la llave en una de las cerraduras, abre una
puerta y saca de dentro una caja de metal con flores estampadas, de esas de galletas
en donde suelen guardarse las fotos antiguas y los enseres para la costura. La Madre
abre la caja y saca una magdalena que, sin separarse del taquillón, comienza a
comerse de pie, pero sólo hasta la mitad, el resto lo envuelve en el propio envoltorio
y la guarda de nuevo dentro de la caja metálica. La Madre mete otra vez la caja
dentro del taquillón y cierra de nuevo la puerta con llave. La Madre camina de vuelta
a la catalítica y esconde la llave debajo la bombona, cierra la puerta de la estufa y,
mientras se limpia las comisuras de los labios y se sacude las pequeñas migas de
trigo que le han podido caer en el pecho, camina otra vez hasta la puerta. La Madre
descorre el cerrojo, vuelve al sillón y se sienta de nuevo en él.

Pausa.

Al otro lado de la puerta, tras el cristal biselado, aparece una sombra, que gira el
pomo y abre la puerta. Es Axel, que da un paso, entra en el salón y se apoya contra
la pared, desde donde observa a la Madre que, de espaldas, lo ha percibido y sabe
perfectamente que está ahí.

Silencio.

Axel.- ¿Se puede?

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La Madre se da la media vuelta y ve a su yerno apoyado contra la pared.

Axel.- Al final, cogimos el primer tren de la mañana. Un vecino del pueblo reconoció
a tu hija en la estación y nos subió en la camioneta. A ella la dejó en el cementerio y a
mí tuvo la amabilidad de acercarme hasta la casa. Este pueblo está lleno de gente
maravillosa.

Axel cierra la puerta del salón.

Axel.- No sabes lo impaciente que estaba por volver y las ganas que tenía de verte.

La Madre se levanta del sillón y Axel parece que se acerca a ella para saludarla,
pero al llegar, aprovecha y se sienta en el sillón.

Axel.- Estoy agotado del viaje.

La Madre, que ahora está de pie, continúa mirando a Axel.

Pausa.

Madre.- ¿Lo habéis pasado bien?


Axel.- Si obviamos que tu hija aún no ha entendido el arte de vivir, y que es imposible
mantener una conversación con ella porque cada día que pasa está más llena de
prejuicios: sí lo hemos pasado bien.

La Madre coloca un pequeño reposapiés frente al sillón para que Axel ponga las
piernas en alto.

Axel.- Aunque para lo que me ha servido es para otra cosa. Estoy tan acostumbrado a
verte a diario que los días se me han hecho insoportables.

La Madre, que sigue mirando a Axel, no sabe lo que decir.

Pausa.

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Axel.- Qué pasa, por qué me miras así.

Pausa.

Madre.- ¿Y la boda?
Axel.- ¿?
Madre.- Qué te pareció.

Axel no responde.

Madre.- Os marchasteis tan deprisa que no me dio tiempo a preguntártelo.


Axel.- La boda salió de maravilla. O, al menos, esa fue la impresión que me llevé. No
sé. ¿Por? Qué te pareció a ti.
Madre.- Soy de la misma opinión.
Axel.- ¿Y mi poema?

Pausa.

La Madre no responde.

Axel.- ¿Te gustaron los versos que te dediqué?

La Madre camina hacia la puerta y, una vez allí, cierra de nuevo el cerrojo.

Madre.- Estoy segura de que ninguna madre ha recibido un homenaje parecido el día
de la boda de su hija. En especial, me emocionó mucho más una parte que las otras.
Axel.- Sí, y me atrevería a decirte cuál sin riesgo a equivocarme.

Pausa.

Axel.- La del pelícano.

La Madre sonríe.

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Axel.- ¿Quieres que te la repita?
Madre.- “El pelícano, si es necesario, es capaz de rajarse el pecho para alimentar a sus
crías con su propia sangre.”
Axel.- Veo que te la sabes de memoria.
Madre.- Ni siquiera pude contener las lágrimas.
Axel.- Lo pasaste tan bien que hasta tu hija llegó a tener celos de ti.
Madre.- No digas eso.
Axel.- No sería la primera vez.

Pausa.

Mamá.- Una lástima que no hayáis podido llegar a tiempo para el funeral.
Axel.- Si te soy sincero, agradezco que se haya ido durante la luna de miel. Así, al
menos, hemos tenido un motivo para regresar. Cuando se ha dicho todo lo que se
tiene que decir, la convivencia acaba volviéndose insoportable.
Madre.- El uniforme lo tienes en el armario. Lo lavé y lo planché. Deberías ponértelo
más. Te sienta muy bien.
Axel.- Sí, pero las ordenanzas son las ordenanzas y sólo puedo llevarlo de servicio o
durante el desfile.
Madre.- Pues lo siento por mi hija, porque se prometió con un teniente y ahora resulta
que está casada con un contable.
Axel.- Graciosa.
Madre.- No era un chiste.
Axel.- Con ropa o sin ella, te aseguro que sigo siendo el mismo.

Pausa.

Madre.- Ya.

Axel le quita la mirada a su suegra, se agacha y se ata uno de los cordones de su


zapato. Luego, vuelve a la posición en la que estaba.

Axel.- Qué tal van los asuntos.

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Madre.- El abogado aún no ha dado señales de vida, pero mi hijo ya ha asomado las
orejas.
Axel.- Le ha faltado tiempo.
Madre.- Se pasó por aquí hace un rato a reclamar su parte.
Axel.- Y qué dijo.
Madre.- El pobre no tiene ni idea. En realidad, me habló de todo y de nada. Oye
campanas, pero no sabe de dónde vienen.
Axel.- ¿Le has comentado que nos venimos a vivir aquí?
Madre.- Sí, ya se lo he dicho.
Axel.- ¿Y que tendrá que mudarse al salón?
Madre.- También.
Axel.- ¿Y?
Madre.- Sin problema.
Axel.- Cómo se lo ha tomado.
Madre.- ¡Cómo se lo va a tomar! El pobre se ahoga en un vaso de agua.
Axel.- ¿Has seguido buscando?
Madre.- Por todas partes, pero es inútil.
Axel.- Y en su cuarto, ¿has mirado?
Madre.- Cada vez que sale a la calle. No me queda ni un solo cajón que revolver.
Axel.- ¿Estás segura?
Madre.- Bueno, aún me falta el escritorio.
Axel.- ¿El de tu hijo?
Madre.- No, el del muerto.

Pausa.

Madre.- Pero no encuentro la llave. Es como si se la hubiese tragado la tierra.


Axel.- Podríamos forzar la tapa.
Madre.- Sí, pero aún tienen que venir a hacer el inventario.
Axel.- Diremos que ya estaba así.

La puerta del salón se mueve. Parece que, desde fuera, alguien intenta abrirla sin
éxito. La Madre y Axel dejan de hablar, dirigen su vista hacia la puerta y, luego, se
miran entre ellos.

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Axel.- No habrás cerrado la puerta…
Madre.- ¿?

Axel se levanta del sillón.

Axel.- ¿Eres idiota?


Madre.- Pensé que así estaríamos más cómodos.
Axel.- Vamos, abre.

Vuelven a tocar a la puerta.

Madre.- No quería que nadie nos molestara.


Axel.- O abres tú o abro yo.

Vuelven a tocar a la puerta y la Madre quita el cerrojo y abre. Al otro lado aparece
la Hija, que mira a su Madre y a su marido sin entender nada.

Hija.- ¿Por qué os habéis encerrado?

Pausa.

Ni la Madre ni Axel dicen nada.

Hija.- ¿Por qué os habéis encerrado?


Madre.- Bueno, antes de todo se saluda. No te veo desde la boda.
Hija.- Sí, pero por qué os habéis encerrado.

Pausa.

Madre.- La puerta, con el viento, se abre sola. Estoy harta de levantarme todo el rato a
cerrarla. ¿Lo habéis pasado bien en el viaje?

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La Hija, que no contesta, sobrepasa el quicio de la puerta, entra en el salón, camina
hasta el sillón y se sienta en él.

Madre.- Ya le he dicho a tu hermano que tendrá que mudarse al salón. Y he estado


pensando en los cambios, cosas que podríamos hacer en vuestro dormitorio.
Hija.- Yo, con tener a mi marido para mí sola me conformo.
Madre.- Lo primero sería traer la cama de tu hermano hasta aquí, y así ya podemos ir
montando los trastos más grandes. No sé qué os parece la idea.
Hija.- Me gustaría quedarme un momento a solas con mi madre.
Axel.- ¿?
Hija.- ¿Puede ser?

Axel mira a su suegra.

Pausa.

Axel vuelve a mirar a su esposa.

Axel.- Claro.

Axel camina hasta la puerta y abandona el salón.

Hija.- Espérame fuera, por favor, enseguida salgo.

Pausa.

Hija.- ¿No vas a cerrar la puerta?


Madre.- Ya no hay corriente.
Hija.- ¿?
Madre.- El viento se fue.

Pausa.

Hija.- ¿Tú crees que me quiere?

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Madre.- ¿? ¿Quién?
Hija.- Mi marido.
Madre.- Se casó contigo, ¿no?
Hija.- Durante el viaje… vi cómo lo miraban otras mujeres.
Madre.- Es guapo y atractivo. Lo extraño sería que nadie lo mirara.
Hija.- Sí, pero no me gustó la forma en que lo hacían.
Madre.- Tienes más de lo que cualquier mujer podría desear. Además, tú eres la que
va a su lado y ellas no. Piensa en eso.
Hija.- Lo intento, pero me miran como si no lo mereciera.
Madre.- Deberías echarte un rato a descansar. Entre la boda y la muerte de tu padre…
son demasiadas cosas las que tienes dentro de la cabeza.
Hija.- Yo, con tener a mi marido para mí sola, me conformo.
Madre.- Tranquila, que nadie te lo va a quitar.

Pausa.

Hija.- Estuve buscando la tumba, pero no la encontré y me di la vuelta.


Madre.- Te acompaño mañana, si quieres.
Hija.- No sé qué me pasa, pero me duele todo el cuerpo. Creo que voy a caer enferma.
Madre.- Enseguida te preparo una infusión y te la acerco a la cama.
Hija.- ¿Lo dices en serio?

Pausa.

Madre.- Qué pasa. ¿Tan raro te parece?

La Hija no responde.

Madre.- Anda, métete en la cama, te la llevo en un momento.

Pausa.

La Madre se acerca a su Hija y le acaricia la cabeza.

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Mamá.- Acuéstate y descansa.

La Hija se levanta del sillón, camina hasta la puerta y desaparece.

Silencio.

La Madre, de nuevo sola, camina hasta la puerta, agarra del pomo para cerrarla,
pero al otro lado aparece Axel, que se lo impide.

Madre.- Perdona, casi te pillo. No te había visto.

La Madre repara en un sobre que lleva su yerno en la mano. Axel entra hasta el
centro del salón.

Axel.- Fui al escritorio y forcé la tapa. La encontré en uno de los cajones.


Madre.- No será el testamento…
Axel.- No, es una carta.
Madre.- De quién.
Axel.- Del difunto.
Madre.- ¿?
Axel.- A medio escribir.

Pausa.

Madre.- ¿Y dónde dices que estaba?


Axel.- Escondida entre las páginas de un libro.
Madre.- De qué libro.
Axel.- Eso no importa. Lo que importa es lo que pone dentro.
Madre.- Por qué. ¿Qué pasa?
Axel.- Va dirigida a tu hijo.
Madre.- ¿?
Axel.- Creo que ahora sí que deberías cerrar la puerta.

Pausa.

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Axel.- Echa el cerrojo, he dicho.
Madre.- Axel, me estás asustando.

La Madre cierra la puerta, pero no echa el cerrojo.

Madre.- No son buenas noticias, ¿verdad?


Axel.- Dice que lo matamos nosotros.
Madre.- ¿?
Axel.- Tú y yo, que lo asesinamos.

La Madre agarra el cerrojo, lo cierra, y Axel eleva el brazo ofreciéndole a su suegra


el sobre con la carta. La Madre mira el sobre, pero no lo coje.

Madre.- Murió de una apoplejía, fue un derrame cerebral, lo dijeron los médicos.
Axel.- Hay muchas formas de matar a alguien, la tuya tenía la suerte de no constar en
el código penal.
Madre.- Querrás decir la nuestra.
Axel.- También pone que lo arruinaste.
Madre.- ¿?
Axel.- Que entre viajes y cenas acabaste con todo.

Pausa.

Axel.- Y que no hay herencia que valga.

Pausa.

Axel.- Ni ahorros.

Pausa.

Axel.- Sólo los muebles.


Madre.- De qué hablas.

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Axel.- De que, ahora, resulta que voy a ser el único que tiene dinero en esta casa.

Axel deja la carta sobre el sillón, se acerca a su suegra y la abraza.

Axel.- No sé si tienes una leve idea de lo que eso significa.


Madre.- Te juro no sabía nada.
Axel.- Ya, pero me lo prometiste.

Axel agarra del pelo a su suegra y tira de él.

Madre.- Qué haces.

Axel, que no contesta, sigue tirándole del pelo.

Madre.- Te he dicho que no sabía nada.


Axel.- Sí, pero de no ser por aquello de lo que hablamos… yo nunca me hubiese
casado con tu hija. No sé si lo recuerdas.
Madre.- No puedo seguir respirando este olor ni un segundo más. Vámonos de aquí.
Axel.- Creo que no te has enterado de nada.
Madre.- Me estás haciendo daño.
Axel.- Y no te digo que no, pero las cosas hay que pensarlas bien antes de hacerlas.
Madre.- Por favor, tranquilízate.
Axel.- Te sacaría ahora mismo a rastras por esa puerta.
Madre.- Axel…
Axel.- A partir de ahora ya puedes dejar de llamarme así… para empezar a tratarme
como lo que soy: un marido decepcionado y arruinado, porque en eso me has
convertido.
Madre.- No te consiento que me hables de esa manera.
Axel.- Esta noche dormirás arriba, en el desván, y mañana bajarás a primera hora…
¿Sabes a qué? A prepararme el desayuno.
Madre.- Te equivocas si piensas que voy convertirme en tu criada.
Axel.- Pues ya sabes lo que te queda, la parroquia o el asilo. Tú eliges.
Madre.- Te olvidas de mi renta.

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Axel.- No, no la olvido, de hecho es con lo que vamos a seguir pagando la hipoteca de
esta casa. Aunque, igual, prefieres buscarte una cama en un albergue y comer de la
beneficencia, porque con ese dinero no creo que te dé para más.
Madre.- Me subestimas.
Axel.- No te subestimo, lo que pasa es que no te veo capacitada, que es diferente.
Madre.- Capacitada para qué. ¿Para salir por esa puerta? Sólo hay que caminar hasta
ella y atravesarla. Yo no lo veo tan difícil.
Axel.- Yo sí.
Madre.- ¿Me lo vas a impedir tú?
Axel.- No, pero de sobra sabes que no lo vas a hacer.
Madre.- Y cómo estás tan seguro.
Axel.- Porque eres un vampiro.
Madre.- ¿?
Axel.- Y los vampiros nunca abandonan su castillo. Eso no hace falta que sea yo el
que te lo diga, eso lo sabes tú mejor que nadie.
Madre.- Qué insinúas.
Axel.- Que no hace falta tener colmillos para ir chupándole por ahí a la gente la
sangre.

Axel suelta a su suegra, se da la media vuelta y camina de nuevo en dirección a la


puerta, pero la Madre lo adelanta y se pone entre la puerta y él, obstaculizándole el
paso hacia la salida.

Madre.- No puedo seguir respirando este aire ni un segundo más. Vámonos tú y yo.
Axel.- Quítate de ahí.
Madre.- Podríamos intentarlo, ¿no?

Axel no hace ni dice nada.

Madre.- Volver a llevarnos bien.


Axel.- Tú y yo nunca nos hemos llevado bien.
Madre.- ¿Y todas las cosas que me has dicho?

Axel no responde.

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Madre.- ¿Eran mentira?

Axel no contesta.

Madre.- Nunca ha habido nada entre nosotros, quieres decir.

Axel mira la hora en su reloj.

Madre.- ¿Me has hipnotizado, entonces?

Axel sigue mirando su reloj.

Madre.- Te estoy hablando. ¡Qué miras!


Axel.- Déjame pasar.
Madre.- Por qué. ¿Tienes prisa?
Axel.- Eso a ti no te importa.
Madre.- Tengo que preparar la cena, sí que me importa.
Axel.- Gracias, pero no me apetece beber agua de té ni comer anchoas rancias.
Madre.- ¿Te vas, entonces?
Axel.- Sí, tengo una reunión. Comeré fuera.
Madre.- ¿Y vas a dejar sola a tu mujer la primera noche que pasáis en la casa?
Axel.- De qué hablas, ¿vas a empezar ahora a hacer de suegra conmigo?
Madre.- Hace una semana que no nos vemos.
Axel.- Apártate de ahí.
Madre.- Quédate a cenar.

Pausa.

Madre.- Tengo güisqui en el taquillón.

Pausa.

Madre.- Y un flan en la nevera.

18
Pausa.

Axel.- No te puedes hacer una idea del poco respeto que a veces me puedes llegar a
transmitir.

Axel, con la palma de su mano, desplaza a su suegra a un lado, descorre el cerrojo,


abre la puerta y se marcha del salón.

Silencio.

La Madre se dirige al sillón, agarra el sobre, lo abre, saca la carta, la lee y, luego, la
rompe en cuatro pedazos. Camina hasta la estufa, abre la puerta, levanta la
bombona, saca la llave del taquillón, se dirige hasta el mueble, abre una de las
puertas, vuelve a coger la caja metálica de magdalenas, la abre y mete la carta
dentro hecha pedazos. La Madre anuda de nuevo la bolsa, la mete dentro del mueble
y cierra otra vez la puerta. Camina hacia la bombona, se agacha, mete la llave una
vez más debajo, cierra la puerta de la catalítica y ahí se queda de pie, quieta, como
una estatua. De repente, al otro lado de la puerta, aparece su Hija.

Hija.- Mamá, llevo un rato esperando en la cama.

La Madre, de golpe, mira en dirección a la puerta.

Hija.- No es por nada, pero, igual, se te olvidó prepararme la infusión.

La Madre camina hacia el taquillón, agarra una taza, eleva su brazo para coger
fuerza y lanza la taza en dirección a la cabeza de su Hija, que, del susto, grita, se
aparta y la taza estalla contra la pared.

Silencio.

19
La Hija, que se ha tirado al suelo, está hecha un ovillo con los brazos sobre la
cabeza. La Madre camina en dirección a la puerta y, como si no estuviera ahí, pasa
casi por encima de ella y abandona el salón. A los segundos se oye un portazo.

Silencio.

Aparece el Hijo, que pisa los pedazos de porcelana que hay en el suelo mientras se
acerca a su hermana.

Hijo.- Dame la mano.

La Hija se quita las manos de encima, ve a su hermano, pero no hace ni dice nada.

Hijo.- Se ha ido. Ya no está. Ven aquí, ponte de pie. Dame la mano.

La Hija le da la mano a su hermano y éste le ayuda a levantarse del suelo.

Hija.- ¿Por qué me la tiró, si no le hice nada?


Hijo.- Ya pasó.

El Hijo conduce a su hermana hasta el sillón.

Hijo.- Ven conmigo, siéntate aquí.

La Hija se sienta en el sillón.

Hija.- ¿Por qué me la tiró, si no le hice nada?

El Hijo no responde.

Hija.- No sabes lo cariñosa que estuvo conmigo. Tendrías que haberla visto.
Hijo.- Igual ha llegado el momento de que tú y yo hablemos de las cosas que pasan en
esta casa.
Hija.- No creo que sea muy diferente de lo que pasa en otras familias.

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Hijo.- No sé si te das cuenta, pero acaba de intentar abrirte la cabeza con una taza y ya
la estás justificando.
Hija.- Y qué quieres que haga.
Hijo.- Quejarte.
Hija.- Como si eso sirviese de algo.
Hijo.- No sé si a ti te parecerá normal, pero papá ha muerto y tú y yo ni siquiera nos
hemos dirigido la palabra.

Pausa.

Hija.- Estuve en el cementerio, pero no vi ningún nicho con flores frescas.


Hijo.- Es que no tenía.
Hija.- ¿?
Hijo.- Ni frescas ni secas. Recién enterrado y ya parecía que llevaba diez años muerto.

Pausa.

Hijo.- A él le hubiese encantado que estuvieras. Después de todo, eras su favorita.


Hija.- No lo creo. De ser así nunca hubiese puesto tantas pegas para que me casara
con Axel.
Hijo.- A lo mejor lo hacía porque pensaba que no era el apoyo que necesitabas.
Hija.- ¿Y por qué le castigó Dios de esa forma cuando mamá lo abandonó?
Hijo.- Más que Dios, fue tu marido quien la convenció para que lo dejara.
Hija.- Fuimos los dos, mi marido y yo.
Hijo.- Y por qué lo hicisteis.
Hija.- Porque su único interés era alejarnos al uno del otro y queríamos que se diera
cuenta de lo duro que es estar separado.
Hijo.- Mientras papá velaba por tu felicidad.
Hija.- Uno es feliz cuando tiene lo que quiere, ¿no?
Hijo.- Y, entonces, por qué te ha dejado sola.
Hija.- Quién.
Hijo.- Axel, la primera noche que pasáis en la casa.
Hija.- Tenía una reunión de trabajo.
Hijo.- ¿En un restaurante?

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Hija.- A veces, las reuniones se tienen en restaurantes.
Hijo.- Siempre habéis pensado mal de mí, de papá y de mí; tú y mamá, las dos.
Hija.- Y tú de Axel y de nuestra madre.
Hijo.- Mis motivos tendré.
Hija.- Y yo los míos. ¿O es que no tengo derecho?
Hijo.- Claro que tienes derecho, pero, entonces, cómo te explicas que, desde el día en
que nacimos, nos haya tenido con hambre y muertos de frío.
Hija.- Cada uno ama a su manera. No sé.
Hijo.- Ah, ¿no sabes?
Hija.- Las personas no somos todas iguales.
Hijo.- No me hagas reír.
Hija.- No creo que ella tenga la culpa de ser como es.
Hijo.- ¿Y quién la tiene? ¿Si no la tiene ella, quién la tiene?
Hija.- Nadie es perfecto.
Hijo.- En eso estamos de acuerdo.
Hija.- Le podrás reprochar lo que quieras, pero, de lo que ha tenido, siempre nos ha
dado lo mejor.
Hijo.- ¿Lo mejor? Y, entonces, por qué comes papel higiénico.

Pausa.

Hija.- Perdona, pero… ¿qué has dicho?


Hijo.- Que por qué comes papel higiénico.

Pausa.

Hija.- ¿De qué hablas?


Hijo.- De que siempre le pedíamos un yogur antes de acostarnos, pero ella nos decía
que no. Entonces, un día, agarraste un trozo de papel y lo guardaste en tu mesilla, para
cuando el dolor de tripa te despertara, abrir el cajón y comértelo a media noche.
Hija.- El papel lo cojo para sonarme los mocos.
Hijo.- Deja de disimular, a día de hoy aún lo sigues haciendo.
Hija.- Sinceramente, no creo que éste sea el mejor momento para hablar de eso.
Hijo.- Pues yo creo que sí, y que no hay otro mejor.

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Hija.- Estás realmente mal de la cabeza, necesitarías que te viera un médico.
Hijo.- Que yo sepa, aquí la estéril y la que no puede tener hijos eres tú. Así que, si
quieres que hablemos de médicos, hablamos.

La Hija se levanta del sillón y se pone de pie.

Hija.- Anémico de mierda.


Hijo.- Porque, corríjeme si me equivoco, te vino… una vez un verano y otra… en
Navidad, ¿no? Te vino dos veces y luego se te retiró para siempre.
Hija.- Eres un estúpido. No le veo la gracia.
Hijo.- Yo tampoco. Por eso te lo digo.

Pausa.

Hijo.- El otro día fui a agarrar un folio y me corté. Lo normal es que del dedo me
hubiese salido un líquido rojo. Pues no, lo que salió fue espuma, como si a través de
mis venas lo único que corriera fuese una especie de espuma blanca a la que le
costase avanzar y que no pudiera desplazarse.
Hija.- No me interesa nada de lo que dices.
Hijo.- Sordera psicológica, o un tapón entre el cerebro y el oído, eso es lo que tienes.
Hija.- ¿Has acabado ya o aún tienes algo que decir?
Hijo.- Está claro que no das para más.
Hija.- Y, entonces, por qué insistes.
Hijo.- Porque me cuesta entender que tengas esa falta de curiosidad sin límites.
Hija.- A mí curiosidad no me falta, todo lo contrario, curiosidad me sobra, lo que
ocurre es que lo que tú vayas a contarme yo ya lo sé desde hace tiempo, tanto que no
sé si me merece la pena volver a recordarlo, y por eso es por lo que casi siempre
pongo cara de idiota. Tú no tienes ni idea del trabajo que a mí me cuesta olvidarme de
las cosas. A mí lo que me falta no es curiosidad, es algo que se tiene o no se tiene.
Hijo.- El perro no ladra por valiente, sino por miedoso.
Hija.- Ya, pero yo no soy ningún perro.

El Hijo camina hasta la estufa catalítica, abre la puerta y agarra una caja de cerillas
que hay sobre la bombona de butano.

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Hijo.- Eso es lo que tú te crees.
Hija.- ¿Qué haces?
Hijo.- Encender la estufa.
Hija.- Ni se te ocurra.
Hijo.- Imagino que te dará un buen sueldo.
Hija.- He dicho que no lo hagas.
Hijo.- Como policía, quiero decir. Porque te pagará, ¿no?
Hija.- Te estoy hablando en serio.
Hijo.- O, a lo mejor, es vocacional y lo haces por amor al arte.
Hija.- Sabes que nos lo tiene prohibido.

El Hijo abre la caja y saca una cerilla.

Hijo.- ¿Y hasta cuándo vas a seguir obedeciendo?

La Hija no responde.

Hijo.- ¿Eh?
Hija.- No te lo voy a repetir.
Hijo.- Sois como una mafia, como los masones. Siempre a la defensiva. No falla.
Cada día te pareces más a ella. No hay cosa que haga o diga que no te haga ponerte en
mi contra.
Hija.- Si cumplieses las normas, igual, la cosa cambiaría.
Hijo.- Cumpliéndolas es, precisamente, como nada va a cambiar. Cuando alguien del
que dependes y al que amas te maltrata y te engaña, la justicia sirve para muy poco,
entre otras razones porque las normas las escribe esa misma persona que en vez de
velar por ti lo que intenta es asfixiarte.
Hija.- Disparates y sandeces sin control, eso es lo único que se te ocurre. ¿No sabes
decir otra cosa?
Hijo.- En sus últimos días, cuando estuve cuidando de papá, a veces me miraba y es
como si quisiera decirme algo, como si necesitara confesarse, pero las palabras, de la
cabeza, se le quedaban en los ojos y nunca le bajaban a la boca. Y lo entiendo, ¿sabes
por qué?

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La Hija no responde.

Hijo.- Porque una persona sola no basta para luchar contra un país entero. Y menos
cuando ese país está gobernado por una panda de brutos y cobardes como vosotros.

El Hijo coloca la cerilla sobre la cajeta, raspa, la enciende y la Hija camina rápido
en dirección a la estufa, en donde agarra la bombona y la saca para quitarle la
alcachofa, pero su hermano se lo impide. En el forcejeo, la llave del taquillón cae al
suelo y los dos la miran.

Pausa.

El Hijo y la Hija quitan la vista de la llave y vuelven a mirarse el uno al otro.

Pausa.

El Hijo se agacha, la recoge del suelo y camina en dirección al taquillón.

Hija.- A dónde vas.


Hijo.- Ponte en la puerta y vigila.

El Hijo ya está arrodillado en el suelo metiendo la llave en la cerradura de una de las


puertas del taquillón.

Hija.- Deja eso. ¿Qué estás haciendo?


Hijo.- ¡Ponte en la puerta y vigila, he dicho!
Hija.- ¿Estás loco?

La Hija no sabe lo que hacer, pero, finalmente, se va corriendo a la puerta del salón
y se queda ahí parada.

Hija.- Por Dios, como nos pille mamá nos mata.

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El Hijo abre la puerta del taquillón, mira dentro, mete la mano y comienza a sacar
bolsas de croasanes, cajas de bombones, latas en conserva de confit de pato, botes de
crema de cacao, cajas de mantecados, botellas de licor de avellana, latas de piña en
almíbar, pan de molde, brazos de gitano, mermeladas, varios panettones y una caja
metálica estampada con flores, de esas de galletas. La Hija, poco a poco, va
abandonando la puerta y se dirige lentamente hacia la comida que acaba de sacar su
hermano del taquillón, y que ahora está esparcida por el suelo. Los dos hermanos
quitan la vista de la comida y se miran entre ellos.

Hija.- ¡Comida!

Los dos hermanos vuelven a mirar al suelo.

Hija.- ¿Qué hay ahí dentro?

El Hijo agarra la caja de metal, la abre y agarra unos trozos de papel. Los dos
hermanos vuelven a mirarse entre ellos.

Hijo.- Magdalenas.

El Hijo recompone en el suelo los trozos de papel.

Hijo.- Y una carta, parece.


Hija.- De quién.

El Hijo ha empezado a leer la carta.

Pausa.

Hijo.- De papá.

El Hijo quita la vista de la carta y vuelve a mirar a su hermana.

Pausa.

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Hijo.- Y va dirigida a mí.
Hija.- Vuelve a meter todo eso donde estaba y vámonos.

El Hijo continúa leyendo la carta.

Hija.- ¿Me has oído?

La luz de la bombilla del salón parpadea y el Hijo y la Hija dirigen la vista hacia la
bombilla. La luz vuelve y los dos se quedan mirándose entre ellos.

Hijo.- Dice que mamá, antes de darnos la leche, primero la hervía, ella se comía la
nata y con lo que sobraba nos hacía a nosotros los biberones.

Pausa.

Hijo.- Por eso es que siempre hemos estado raquíticos y muertos de frío.
Hija.- ¿?

El Hijo sigue leyendo la carta, y sin quitar la vista del papel, continúa hablando con
su hermana.

Hijo.- También que fue ella la que robó todo el dinero de la casa, comprándolo todo al
precio más bajo y falsificando luego las cuentas.

La Hija, sin dejar de mirar la carta y a su hermano fijamente, da un par de pasos


hacia atrás y retrocede.

Hijo.- De lo que sacaba, una parte se la quedaba ella y otra se la prestaba a Axel.
Hija.- ¿?
Hijo.- Hasta que un día papá se enteró, y Axel, para ocultarlo, se declaró a ti.
Hija.- ¿?
Hijo.- Por eso es por lo que se ha casado contigo.

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Pausa.

El Hijo levanta la vista de la carta y vuelve a mirar a su hermana.

Hijo.- Para quedarse con la herencia.

Pausa.

Hija.- ¿De qué hablas?


Hijo.- De que antes de que fueseis novios, Axel ya estaba liado con ella.

Pausa.

Hijo.- Con mamá.

Silencio.

La Hija, que no sabe qué pensar, lentamente, avanza hasta la carta, recoge del suelo
los pedazos uno a uno, los coloca sobre el taquillón y comienza a leerlos para sí
misma. Cuando termina, pálida e inerte, vuelve a mirar a su hermano.

Pausa.

Hija.- Luego, al final, también pone otra cosa.


Hijo.- Sí, pone otra cosa.

Pausa.

Hijo.- Que fueron ellos los que lo mataron.

La Hija y el Hijo se quedan los dos largo rato mirándose, hasta que la Hija camina
hasta el sillón y se sienta en él.

Silencio.

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El Hijo, de pie, contempla a su hermana y, luego, se sienta a su lado, sobre el brazo
del sillón, y dirige su vista al frente, hasta que ambos se quedan con la mirada
perdida en el horizonte.

Silencio.

Hijo.- En qué piensas.

Pausa.

Hija.- No sé, en lo de siempre, imagino.

Pausa.

Hija.- En la felicidad.

Pausa.

Hija.- Y en que las personas, en el fondo, somos como el resto de cosas que nos
rodean y existen en el mundo.
Hijo.- En qué sentido.
Hija.- En el de que si estamos aquí no es sino para ser útiles y hacer lo que tenemos
que hacer en cada momento.

Pausa.

Hija.- De poco sirve un cuchillo que no corta.


Hijo.- Un balón que no da vueltas.
Hija.- O una estrella que no brilla.

Pausa.

Hijo.- Sí, puede que, al final, la felicidad sea eso, es curioso.

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Hija.- Sí, es curioso.

Pausa.

Hija.- Es curioso.

De repente, la bombilla pega un chispazo, la luz se funde y todo se queda a oscuras.


Los dos hermanos se levantan del sillón y se ponen a recoger todo lo que hay tirado
por el suelo para volver a meterlo otra vez dentro del taquillón. En medio de la
oscuridad, la Madre entra con una bombilla en la mano, agarra una silla, se sube
encima, quita la bombilla, la cambia por la nueva y se hace la luz. Los dos hermanos,
que ya metieron todo dentro del taquillón, entran con una mesa, la colocan en el
centro del salón y comienzan a vestirla con un mantel y a organizarla para la cena
con servilletas, platos, cubiertos y una sopera. Los dos hermanos se sientan, uno en
frente del otro, y la Madre en un extremo, presidiendo la mesa.

Silencio.

Nadie hace ni dice nada, hasta que la Madre mira a su hija y ésta se levanta, abre la
sopera y comienza a servir las gachas. La Hija tapa la sopera y los tres se quedan sin
moverse delante del plato. La Madre los mira.

Silencio.

Madre.- Qué pasa, ¿no coméis?


Hijo.- ¿Y tú?
Madre.- Yo no tengo apetito.
Hijo.- Pues yo tampoco.
Madre.- ¿?
Hija.- Ni yo.
Madre.- ¿?
Hijo.- ¿Hay un segundo o esto es todo lo que has hecho para hoy?
Madre.- Creí que habíais dicho que no teníais hambre.
Hijo.- A lo mejor sí que tenemos, lo que pasa es que se nos quita nada más sentarnos

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a la mesa.
Madre.- ¿?
Hija.- Bueno, el problema no es ése, el problema es que las cosas hay que servirlas
recién hechas, porque, si no, luego hay que recalentarlas y ahí es cuando se estropean.
Madre.- No irás a darme tú ahora a mí clases de cocina, ¿verdad?
Hija.- No, sólo que estamos hartos de comer todos los días lo mismo.
Hijo.- A lo mejor tienes por ahí algo guardado.
Madre.- ¿?
Hijo.- No sé, un poco de carne, aunque sea en conserva.
Hija.- O un postre rico.
Madre.- ¿Queréis que nos levantemos y hagamos una excursión a la cocina?
Hija.- No, la cocina la tenemos más que vista.
Hijo.- Por eso te preguntamos, porque nos extraña que esté siempre tan vacía.

Pausa.

Madre.- No estaréis poniendo en duda mi palabra, ¿verdad?

El Hijo quita la vista de su Madre y comienza a hablar con su hermana.

Hijo.- ¿Recuerdas la primera vez que nos enseñó a mentir?


Hija.- Sí, todavía no sabíamos ni hablar.
Hijo.- Justo estábamos escondidos debajo de la mesa cuando llegó una amiga a
hacerle una visita.
Hija.- Y le estuvo contando una sarta de mentiras durante yo no sé cuántas horas sin
parar.
Hijo.- Que nos sacaba de paseo al parque todas las tardes…
Hija.- Que nos contaba siempre un cuento en la cama antes de dormir…
Hijo.- Que nos daba el pecho, lo menos, dos o tres veces al día…
Hija.- Cuando, en realidad, lo que nos daba era un biberón de leche que ella misma
desnataba.

La Madre se pone de pie.

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Madre.- ¿Se puede saber de qué estáis hablando?

El Hijo y la Hija dejan de hablar entre ellos y miran de golpe a su madre.

Hijo.- Sí, claro que se puede. Hablamos de cuando nos enseñabas a insultar a papá
con frases que ni nosotros mismos entendíamos.
Hija.- O nos obligabas a decirle que nos hacían falta más libros para el colegio y
cuando le sacábamos el dinero, nos dabas a nosotros una moneda y tú te quedabas
todo lo demás.

La Madre pega un fuerte manotazo sobre la mesa.

Madre.- ¡Se acabó la cena!


Hijo.- No, no se acabó, al contrario, acaba de empezar.
Madre.- ¿Cómo te atreves?
Hijo.- La vida es demasiado dura para que sea uno mismo quien la termine de echar a
perder.
Madre.- ¿?
Hija.- No sé si lo recuerdas, pero es lo último que dijiste aquel verano antes de irnos
juntas a derrochar el dinero de papá por los restaurantes de Roma.
Hijo.- Sí, mientras a mí me tuviste encerrado en casa no sé cuántos días seguidos sin
salir.

La Madre rodea la mesa, recoge los platos de sus dos hijos, abre la sopera y, de
forma violenta, vuelve a verter su contenido en el interior del recipiente.

Hijo.- Dinos, ¿qué vamos a hacer para olvidar todas estas cosas?

La Madre no hace ni dice nada.

Hijo.- Ni poniéndola en un potro de tortura, ya lo decía papá.


Madre.- Resulta cómico que habléis de vuestro padre como si él nunca hubiese tenido
faltas.
Hijo.- Sinceramente, no creo que papá estuviera de acuerdo con ni con la educación

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que hemos recibido, ni con la alimentación que nos has dado.
Madre.- ¿Y por qué no hizo nada para evitarlo?

No hay réplica.

Madre.- Si tanto os quería, ¿por qué no movió ni un solo dedo?


Hijo.- Tú sabrás.
Madre.- Yo, lo único que sé es que, antes de morir, vuestro padre siempre tuvo una
boca, unas piernas y unas manos como las de todo el mundo. Otra cosa es que sólo las
utilizara para emborracharse en vez de hacer algo útil con ellas. Es muy fácil mirar
desde la barrera y criticar todo lo que los demás hacen sin decir esta boca es mía. Aún
así, entiendo que la imagen que os haya quedado de él sea la de un hombre bueno y
débil, cuando, en realidad, lo que era es el ser más pusilánime y cobarde que haya
pisado jamás la faz de la tierra. Lo que pasa es que parece menos culpable el que todo
lo sabe, pero no se moja y mantiene siempre el pico cerrado.
Hija.- ¿Y Axel?
Madre.- ¿?
Hija.- Mírame bien, pelícano. ¿Qué pasa con Axel?
Madre.- ¿Cómo me has llamado?
Hija.- Pelícano.
Madre.- ¿?
Hija.- Lo que eres.
Madre.- Pelícano, dice. No puedes estar más celosa, eso es lo que te pasa.
Hija.- ¿Y por qué iba a tener yo celos de ti?
Madre.- Fácil: porque Axel es más amable conmigo que contigo y eso es algo que no
puedes soportar.
Hija.- ¿Hasta cuando te amenazó aquel día con el bastón? ¿Ahí también fue amable
contigo? ¿Qué entiendes tú por amabilidad?
Madre.- Pero si a la que amenazó fue a ti.
Hija.- ¿A mí?
Madre.- Es increíble la forma que tienes de engañarte a ti misma y de manipular la
realidad a tu antojo.
Hija.- Sigues como una sonámbula, pero eso nos ha pasado a todos. La diferencia es
que tú estás tan dormida que hasta que no te mueras no vas a despertar.

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Madre.- O, a lo mejor, la que está dormida aquí eres tú y yo lo que estoy es más
despierta que nunca.
Hija.- Y no te digo que no, pero te advierto que ya he empezado a abrir los ojos y no
los voy a volver a cerrar.
Madre.- Pues, entonces, te diré que es el único que me entiende, y yo la única que lo
entiende a él.
Hija.- ¿Por qué has tenido que hacerme esto?
Madre.- ¿?
Hija.- ¿No te das cuenta que Axel lo único que hace es utilizarte y reírse de ti?
Madre.- Eso lo dirás tú.
Hija.- Entonces, lo que pasó, es que te encontró a ti más agradable que a mí, ¿no?
Madre.- Desde luego, tenía mejor gusto que tu padre, que nunca supo apreciarme
hasta que tuvo rivales.
Hija.- Eres una mierda de madre.

Pausa.

Madre.- Perdona, pero ¿qué has dicho?

La Hija no dice nada y la Madre sonríe.

Madre.- ¿Me insultas porque en tu boda bailamos juntos un vals, me dedicó un poema
y me regaló las mejores flores?
Hija.- Basta ya.
Madre.- Lo siento, pero yo no tengo la culpa de que me prefiera a mí en vez de a ti.
Hija.- Eres una hija de puta.
Madre.- Es increíble que tengas la poca vergüenza de hablarle de esa forma a tu
madre.

La Madre los mira de arriba abajo a los dos.

Madre.- ¿Y estos son los hijos por los que me he sacrificado?


Hija.- No vuelvas a pronunciar esa palabra.
Madre.- Qué palabra.

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La Hija deja de hablar con su Madre y se dirige a su hermano.

Hija.- ¿Tienes la llave?


Hijo.- Sí.
Hija.- Dámela.

El Hijo se saca una llave del bolsillo y se la lanza a su hermana, que la agarra y
camina hasta el taquillón.

Madre.- ¿?
Hija.- Se acabó.

La Madre camina hasta la estufa y se dispone a abrirla.

Hijo.- No te molestes. Aprovechamos que te habías ido para poner la estufa y dimos
con la llave.

La Madre mira a la Hija, que se arrodilla, mete la llave dentro de una de las
cerraduras de las múltiples puertas del taquillón, y se abalanza sobre ella, pero antes
de llegar, su Hijo la agarra por un brazo y la detiene.

Madre.- Qué haces.

La Hija, que ya ha abierto el taquillón, comienza a sacar las cajas de bombones, las
latas de confit de pato, los botes de crema de cacao, las mermeladas, el pan de
molde, la piña en almíbar, los brazos de gitano, las botellas de licor de avellana, los
mantecados, el panettone y la caja de magdalenas que, como granadas de mano,
comienza a arrojarlas sobre la mesa hasta que, como una especie de alfombra
navideña, ésta se queda cubierta por los productos.

Madre.- ¡Volved a meter todo eso en donde estaba inmediatamente!


Hijo.- De eso ni hablar, porque nos lo vamos a comer.
Hija.- Siéntala.

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El Hijo fuerza a su Madre a sentarse de nuevo en la silla mientras la Hija rodea la
mesa, abre la sopera, y comienza a verter en un plato su contenido.

Madre.- ¡Quítame ahora mismo las manos de encima!


Hija.- No te va a soltar, ¿me oyes? Así que deja de gritar, pelícano, y abre bien los
ojos porque, ahora, nos vamos a zampar todo esto que ves aquí encima, ¡todo! y tú te
vas a comer las gachas.
Madre.- ¡Que me sueltes, he dicho!
Hija.- Aquí tú ya no mandas. Te las vas a comer enteras, hasta que no quede ni una
sola gota, y nosotros lo vamos a ver con nuestros ojos.

La Hija continúa echando gachas en el plato hasta que rebosa.

Hija.- Para todo hay una explicación. Ahora comprendo el por qué de tu empeño en
atrancar siempre la puerta.

La Hija, con el plato de gachas en la mano, camina hasta donde está su Madre, y se
lo tira contra la mesa.

Hija.- ¡Vamos, come!


Madre.- Quita eso de mi vista.
Hija.- Tú nunca te has sacrificado por nadie. ¿Me oyes? Por nadie.
Madre.- ¿De verdad pensáis que me voy a comer esas gachas?
Hija.- Sacrificio… Tú no sabes lo que es eso.

La Hija agarra la cuchara y la mete dentro de las gachas.

Hija.- Abre la boca.


Hijo.- Eso, come, que te queremos ver.
Madre.- Os vais a arrepentir, pero mucho, de lo que estáis haciendo.

La Hija lleva la cuchara llena de gachas hasta la boca de la Madre, que aprieta
fuerte los labios y los dientes.

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Hijo.- Qué pasa. ¿Es que te da asco la leche?

La Madre no contesta.

Hija.- ¡Responde!
Madre.- Sí, me da asco, tanto o más que vosotros.

La Hija, agarra un cuchillo de la mesa y se lo pone a la Madre en el cuello.

Silencio.

La Madre deja de forcejear y el Hijo mira alarmado y sorprendido a su hermana.

Hija.- He dicho que aquí tú ya no mandas. Abre la boca.

La Madre, lentamente, abre la boca y la Hija le mete la cuchara hasta el fondo de la


garganta.

Hija.- Come.

La Hija agarra la caja de magdalenas y la vuelca sobre la mesa.

Hija.- ¿Te suena esta carta?

La Madre, que tenía en la boca la cucharada de gachas, y aún no se la había


tragado, la escupe con toda su fuerza sobre su Hija.

Silencio.

Hija.- Fíjate que el pelícano, al contrario de lo que dice la leyenda, no es verdad que
derrame su sangre sobre sus hijos cuando estos la necesitan, lo que ocurre es otra
cosa: cuando los pelícanos jóvenes crecen y se hacen mayores, un día, de repente, y
sin que nadie se lo espere, empiezan a atacar con sus picos a sus padres.

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Madre.- ¿?
Hija.- Aunque a ti te lo pueda parecer, un hijo no es cualquier cosa, un hijo es una
pregunta que se le hace al destino y creo que acabas de toparte con la respuesta.

La Madre, de un codazo, consigue deshacerse de su Hijo, se levanta de la silla y sale


corriendo del salón. Los dos hermanos se miran en silencio, hasta que el Hijo agarra
la botella de licor de avellana y mira a su hermana, que, tras observarlo a él y a la
botella, le retira la mirada girando su cara hacia la pared. Entonces, el hermano sale
del salón y la Hija se queda sola.

Silencio.

De repente, fuera se oye un grito de la Madre, un golpe metálico, y luego, a los dos
segundos, otro ruido, más áspero y seco que el anterior. La Hija corre hacia la
puerta del salón, la cierra y se queda allí unos segundos; luego, camina otra vez
hacia la mesa, se queda quieta junto a ella y espera en silencio. A través del cristal
biselado de la puerta que da al salón, aparece una sombra, que gira el pomo y abre
la puerta. Es Axel, que entra y se queda mirando a su esposa, que parece que no lo
ha advertido.

Axel.- Qué haces aquí.

La Hija, que está de espaldas, lentamente, agarra la carta de encima de la mesa, se la


guarda, se da la media vuelta y se encuentra de frente a su marido, que mira la blusa
manchada de gachas de su esposa. Tras ella, el taquillón abierto y la mesa repleta de
comida desparramada.

Axel.- He mirado por toda la casa y no hay nadie.

La Hija no contesta.

Axel.- ¿Estás sola? A dónde han ido los demás.

La Hija no responde.

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Axel.- Qué pasa. ¿Te comió la lengua el gato o es que no quieres hablar conmigo?
Hija.- Salieron a dar un paseo.
Axel.- ¿Tu madre y tu hermano?
Hija.- Sí, estuvieron hablando y parece que hicieron las paces.

Axel entra en la habitación y se aproxima hasta la mesa mirándolo todo.

Axel.- ¿Y eso?
Hija.- Las personas se van haciendo cada vez más discretas y sencillas con la edad.
Los años también pasan por ella. Mi madre no es una excepción.
Axel.- Y qué hace toda esta comida encima de la mesa. Por lo que veo, me he perdido
algo.
Hija.- Hemos estado celebrando.
Axel.- Y qué celebrabais.
Hija.- Que nos hayamos venido a vivir aquí.
Axel.- Quién.
Hija.- Tú y yo, quién va a ser.
Axel.- ¿Con magdalenas?

Axel agarra un bombón, le quita el envoltorio y se lo mete en la boca de golpe.

Hija.- Nosotros tampoco nos lo esperábamos, pero cuando mamá abrió la puerta del
taquillón y empezó a sacar paquetes y cosas, nos llevamos tal sorpresa que mira, hasta
me tiré las gachas encima de la emoción.
Axel.- ¿?
Hija.- Tendrías que haber visto lo feliz que estaba. Por sus formas puede parecer un
poco dura, pero en el fondo es una mujer maravillosa, ¿no te parece?

Axel no contesta.

Hija.- A ti, por ejemplo, te adora. No he visto a una suegra decir cosas más bonitas de
su yerno que cuando escucho a mamá hablar de ti. Somos muy afortunados, Axel.
Axel.- ¿Tú crees?

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Hija.- Sí, y ahora entiendo que durante el viaje la gente sintiera envidia de nosotros.
La felicidad es algo que no se encuentra todos los días. A mí me pasaría lo mismo.
¿Salió todo bien?
Axel.- ¿?
Hija.- En la reunión.

Axel no responde.

Hija.- ¿Se dieron bien los negocios?


Axel.- Se pospuso.
Hija.- Vaya, estaba cerrado el restaurante.
Axel.- No, no estaba cerrado, pero se aplazó.
Hija.- Entonces, vendrás con hambre.

Axel no responde.

Hija.- Hay gachas. ¿Te apetecen unas gachas?

Axel no responde.

Hija.- ¿O prefieres otra cosa?

Axel no responde.

Hija.- Hoy hay donde elegir.


Axel.- Sí, ya veo.
Hija.- Es una pena que no te hayas podido quedar con nosotros. Ha sido una velada
fantástica y te hemos echado mucho de menos… sobre todo yo, que me pasaría el día
entero pegada a ti.

Axel mira a su esposa sin inmutarse.

Axel.- Entonces, habéis estado hablando con tu madre.


Hija.- Sí, y hemos hablado de todo.

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Axel.- Os habrá puesto al corriente de los cambios, ¿no?
Hija.- ¿?
Axel.- De la reorganización de la casa.
Hija.- ¿?
Axel.- Tu madre dice que no quiere molestar y que prefiere irse arriba. Así que a
partir de esta noche dormirá en el desván.
Hija.- ¿?
Axel.- Lo decidió ella misma. Bajará a hacernos el desayuno y volverá a subirse a su
habitación, pero tu hermano, no, tu hermano tendrá que marcharse.
Hija.- A dónde.
Axel.- Eso a nosotros no nos importa, no es asunto nuestro. Lo que está claro es que
es una boca más que alimentar y que yo no me voy a hacer cargo de ella. La paga de
tu madre apenas llega para la hipoteca de la casa y la herencia de tu padre no ha sido
más que una mentira. ¿Sabes qué? Que me repugnáis todos tanto, que os miro a los
ojos y me dais ganas de vomitar. Así que, a partir de ahora, agacháis todos la cabeza
cuando paséis a mi lado y os quedáis calladitos. Sobre todo tú. A ti no quiero ni oírte
decir esta boca es mía, ni una palabra, hasta que se me ocurra algún invento.

Pausa.

Hija.- Perdona, pero a qué te refieres con algún invento.


Axel.- Algo, cualquier cosa, para lo que puedas servir.

Pausa.

Axel.- Así, al menos, dejarás de ser un estorbo.

Pausa.

Axel.- Yo ahora voy a salir un rato, tú recoge todo esto y prepárame las cosas para
mañana. Cuando vuelva, no quiero ver a tu hermano, ni a ti tampoco, te metes en la
cama y a descansar. Mañana te espera un día duro, así que será mejor que te pille con
energía.

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Axel se da la media vuelta y comienza a retirarse.

Hija.- Gracias, Axel.

Pausa.

Axel se da la media vuelta y mira a su esposa, que está con la cabeza agachada y
mirando al suelo.

Hija.- Por hablarme a las claras, ponerme en mi sitio y ayudarme a encontrarle un


sentido a mi vida.

Pausa.

Hija.- Estoy convencida de que, gracias a ti, a partir de esta noche, se va a respirar un
aire diferente en esta casa. Recojo todo esto y enseguida me meto en la cama.

La Hija, que ha dicho todo esto mirando al suelo, se dirige hacia la mesa y comienza
a recoger.

Axel.- Hasta mañana, entonces.

Axel desaparece y la Hija se queda quieta y sola en el salón.

Pausa.

Hija.- Hasta mañana.

La Hija continúa ordenando y recogiendo las cosas, agarra los paquetes, los lleva de
vuelta al taquillón y los guarda de nuevo. En un momento, de repente, la Hija se
queda mirando uno de los botes de mermelada que está a punto de meter dentro del
mueble, lo abre, mete el dedo, se lo lleva a la boca y vuelve de nuevo con el bote a la
mesa, en donde continúa introduciendo el dedo, hasta que agarra una cuchara, saca
un pan de molde, y empieza a untar mermelada en el pan. Tras la mermelada, abre la

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crema de cacao, y, al igual que hizo con la mermelada, mete primero el dedo, se lo
lleva a la boca y luego lo unta sobre otra rebanada de pan de molde, que se mete en
la boca y empieza a comer. Su hermano aparece y se queda en la puerta, mirándola,
mientras la Hija sigue comiendo cada vez con más ansia. Entonces, de repente, la
Hija advierte a su hermano, que se acerca hasta la mesa, se sienta frente a ella y, sin
mediar palabra, la acompaña en su actividad. Ambos van abriendo los paquetes, van
vaciando su contenido sobre la mesa y engullendo la comida de forma vertiginosa. La
Hija abre la caja de surtido de chocolate, deslía uno de los bombones, se lo mete en
la boca, lo saborea y deja el envoltorio sobre la mesa. Su hermano, imita a la
hermana en su acción y también agarra otro chocolate, que deslía y se lleva a la
boca. Ambos, mientras saborean el bombón, se miran en silencio durante un largo
rato.

Hijo.- ¿De qué es el tuyo?

La Hija cierra los ojos, se concentra y saborea.

Hija.- Ni idea, pero es increíble lo bueno que está.


Hijo.- Sí, la fortuna es como la policía, siempre llega tarde.
Hija.- Éste lleva frutos secos, como escamas.
Hijo.- Son almendras, el mío también lleva.
Hija.- Y café.
Hijo.- Sí, éste también sabe a café.

La Hija saborea con empeño.

Hijo.- Y a licor.
Hija.- No, el mío licor, no, sólo café, licor no lleva. ¿El tuyo lleva licor?
Hijo.- Sí, creo que sí.

La Hija agarra otro bombón.

Hija.- Voy a probar este verde.


Hijo.- ¿Sabes? Estoy leyendo un libro que habla de un país en donde ninguno de sus

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habitantes ha conocido nunca el hambre.
Hija.- Eso no puede ser.
Hijo.- Una isla, creo.
Hija.- Y dónde está.
Hijo.- En Oceanía, me parece.
Hija.- ¿En Oceanía? Y cómo se llama.
Hijo.- ¿El libro o el país?
Hija.- El país.
Hijo.- Ahora no lo recuerdo, pero dicen que ningún pintor en toda la historia del arte
de ese sitio ha pintado jamás ni un solo alimento.
Hija.- Y eso cómo va a ser. ¿Nadie ha pintado nunca un conejo?
Hijo.- No.
Hija.- ¿Ni una seta?
Hijo.- No.
Hija.- ¿Ni una sandía?
Hijo.- Parece que no.
Hija.- Y eso por qué.
Hijo.- Porque allí el apetito no existe, te lo acabo de decir.
Hija.- Qué raro.
Hijo.- No es raro. El apetito no existe porque nadie ha pasado nunca hambre. Por eso
no pintan alimentos, porque nadie sueña con ellos.
Hija.- Y qué pasa, ¿que allí no hay gente pobre?
Hijo.- No, porque alargas un brazo y te cae un coco, extiendes una mano y agarras
una fresa, vas andando por el bosque y te encuentras un nido con huevos, las vacas te
gritan para que las ordeñes y el mar está lleno de peces.
Hija.- ¿Y por qué no hemos hecho ya las maletas?
Hijo.- Nosotros no tenemos nada que ver con esa gente.
Hija.- Nada que ver en qué sentido.
Hijo.- En el sentido de que tú y yo, por mucho que comamos, nunca vamos a dejar de
tener hambre.

Pausa.

La Hija vuelve a mirar la mesa repleta de comida.

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Hija.- En eso llevas razón.

Pausa.

Hija.- Ahora, sin ir más lejos, podría comer hasta explotar.


Hijo.- Sí.

Pausa.

Hijo.- De hecho eso lo que tendríamos que hacer.

El Hijo quita la vista de su hermana y mira en dirección a la estufa. La Hija engulle


lo que tiene en la boca y para de comer.

Silencio.

Hijo.- Ahora ya sé por qué en todos estos años no he logrado conseguir ni un solo
puesto como abogado ni lo conseguiré.

Pausa.

Hijo.- Porque no tengo fe en la justicia.

Pausa.

Hijo.- Por eso y porque las leyes parecen escritas para dejar el campo libre a los
criminales, que dicen no tener nada y luego es mentira, luego lo tienen todo, lo que
pasa es que lo tienen guardado para ellos y no quieren que nadie se lo quite.

Pausa.

Hijo.- No sé tú qué piensas, pero te mentiría si te digo que me quedan fuerzas para
seguir teniendo esperanza en este mundo.

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Pausa.

La Hija, que tenía la mirada perdida en la mesa, agarra el envoltorio del bombón que
recién se acaba de comer y rompe a llorar desconsoladamente.

Hija.- “Hay días muy extraños, como si uno se despertara después de haber dormido
durante décadas.”

Pausa.

Hija.- Ugo Betti.


Hijo.- ¿?
Hija.- Juez y dramaturgo italiano.

Pausa.

Hija.- Detrás, en el envoltorio.


Hijo.- ¿?
Hija.- De los bombones.

Pausa.

Hija.- Hay citas.

El Hijo agarra el envoltorio del bombón que se acaba de comer y lee lo que hay
escrito en su reverso.

Hijo.- “Si alguna vez has sido pobre de verdad, en lo íntimo de tu corazón seguirás
siéndolo durante el resto de tu vida.”

Pausa.

Hijo.- Arnold Bennett. Novelista británico.

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El Hijo rompe a llorar y la Hija agarra el envoltorio del segundo bombón que se ha
comido y lee lo que hay escrito en el reverso.

Hija.- “Haz lo que tengas que hacer y te conocerás.”

Pausa.

Hija.- Moliere. Dramaturgo y actor francés.

El Hijo se levanta y se dirige hacia la puerta.

Hija.- A dónde vas.


Hijo.- A la habitación.
Hija.- A qué.
Hijo.- A por una cosa. Vuelvo enseguida.

El Hijo se va y la Hija se queda sola en el salón, leyendo para sí misma las citas de
los reversos de los envoltorios de los bombones. Hasta que aparece de nuevo su
hermano, con el atlas geográfico debajo del brazo y un radiocasete que posa sobre la
mesa. El Hijo coloca el atlas frente a su hermana, lo abre, le enseña una página, le
da a un botón del radiocasete y la cinta comienza a rebobinarse. El Hijo coloca el
dedo sobre un lugar exacto en la página del libro y se pronuncia.

Hijo.- Mira, se llama Vanuatu.

La Hija mira el lugar en donde su hermano ha colocado el dedo.

Hijo.- El país del que acabamos de hablar.

La Hija sigue mirando el atlas y la cinta rebobinándose.

Hijo.- Va-nu-a-tu. En el Pacífico Sur.


Hija.- Vaya, qué lejos.

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Hijo.- Sí, es el último país del mundo, o el primero, según se mire.

La Hija mira de nuevo a su hermano.

Hijo.- El refugio de la felicidad, lo llaman, o El mundo de Oz.


Hija.- ¿?
Hijo.- Dicen que allí es donde nace el arco iris.

La Hija quita la vista de su hermano y vuelve a mirar el atlas.

Hijo.- ¿Recuerdas cuando el tornado arranca la casa de la chica y ella y su perro


llegan volando hasta el reino de Oz?
Hija.- Sí, la casa aplasta a la bruja del Este y Dorothy descubre un país repleto de
gente que rebosa felicidad.
Hijo.- Vanuatu tiene que ser algo así.

Pausa.

Hijo.- Un sitio que todos conocen, pero que muy pocos consiguen llegar hasta él.
Hija.- Insisto en que deberíamos intentarlo.
Hijo.- Sí, yo también, por eso he traído la radio.
Hija.- Me alegro de que hayas cambiado de idea.
Hijo.- Con música los viajes son más agradables, y siempre se hacen mucho más
cortos.

Pausa.

Hija.- Sí, con música se llega enseguida a cualquier parte.

El Hijo le da al play y comienzan a sonar las primeras notas de The Impossible


Dream, interpretada por Elvis Presley. Los dos hermanos se siguen mirando, hasta
que se ponen a recoger la mesa. Juntos meten todos los alimentos de nuevo en el
taquillón, abren la estufa, cierran bien de nuevo la puerta del taquillón, sacan de la
estufa catalítica la bombona de butano, recogen los platos y demás cubiertos que hay

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sobre la mesa, sacan la goma de la estufa…

Pausa.

Los dos hermanos se vuelven a mirar. La Hija lleva una caja de cerillas en la mano.

Hijo.- ¿Ves ya la isla?

La hermana quita la vista de su hermano y ambos miran al frente.

Hija.- Sí, la veo.


Hijo.- ¿Y las palmeras?
Hija.- También.
Hijo.- Desde aquí se ve la orilla. ¿Te gusta?
Hija.- Sí. Es tal y como la había imaginado.
Hijo.- La vela ya no ondea.
Hija.- No, no es la vela, es el barco, que se ha parado. Desde aquí hay que tirarse.
Hijo.- A dónde.
Hija.- Al agua. Y llegar a nado.
Hijo.- Quién baja primero.
Hija.- Tú.
Hijo.- No, yo no.
Hija.- Los dos, entonces.

Pausa.

Hija.- ¿Te da miedo?


Hijo.- Un poco. ¿Y a ti?
Hija.- Dame la mano.

Los hermanos, que no se dan la mano ni se mueven del sitio, siguen hablando entre
ellos.

Hijo.- Aquello de allí son cocos.

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Hija.- Sí, y lo de al lado, plátanos. Todos para ti y para mí.
Hijo.- ¿Preparada?
Hija.- ¿Preparado?

La Hija saca una cerilla y la coloca en el lateral de la caja.

Hijo.- Se acabaron las prohibiciones.


Hija.- Todo el año arena, sol y verano.
Hijo.- Adiós al hambre y al frío.

Pausa.

Hija.- Sí.

Pausa.

Hija.- Ahora empiezan las vacaciones.

La Hija raspa la cerilla contra la caja, la enciende, la luz se va, la música desaparece
y todo se queda a oscuras, todo excepto la cerilla, que se va apagando lentamente
hasta que se consume por completo y la casa explota por los aires.

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