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En la casa que ha quedado vacía de la madre, el niño recorre con suavidad habitación tras
habitación. Las mira pausadamente, como si descubriera Su contenido o la altura de las
paredes.
La tía, en las pocas horas que permanece para ocuparse de la cocina o de la batea, le resulta
indiferente. Entre los dos median silencios que parecen olvidos.
Sólo se confía al padre, se recoge en él, durante los descansos del trabajo, a mediodía y en la
noche, que siempre ilusiona con que será muy larga.
El padre, contra la costumbre, se queda una tarde de semana. El niño está contento. Pero
llegan unos hombres que retiran los muebles del comedor y los sacan a la calle. El padre los
dirige. El, niño se va a la cocina y el padre lo considera, sin decirle nada, porque puede ser
timidez natural acentuada por los acontecimientos. Los hombres caminan después hacia la
cocina y la nombran, porque deben llevarse el armario y la mesa. El niño lo advierte y se
desliza al patio solitario, donde no hay más que unos cajones de basura, y se esconde detrás
de los cajones. El padre lo observa y lo compara, apenado, con una lauchita asustada.
Las deudas, por esa enfermedad tan larga y sin remedio de la mujer, la cifra del alquiler, que
en su nuevo estado económico se vuelve inmoderada, lo constriñen a ese cuarto de pensión.
Pero íntimamente se halla complacido, porque el hogar quebrado no se arregla con la
presencia de la cuñada. No se arregla; se afea; Y él presiente que debe darle a ella la
oportunidad de terminar con un trato y una responsabilidad que ya no se ven favorecidos por
ningún afecto.
Queda solo, con su pequeñito hijo. Quizás para siempre, se dice.
Despacha en una chatita las valijas con la ropa, la camita del chico y la silla a la que está
acostumbrado su cuerpo.
Cierra la puerta y pasa la calle para tomar el tranvía. Mientras lo espera, contempla las
ventanas clausuradas, sin visillos. Se acuerda de los visillos que colgó la esposa. ¿Quién los
habrá sacado?
Por la otra cuadra viene el tranvía. Es preciso despedirse. Despedirse de la casa. En los días
anteriores, cuando imaginaba ese momento lo suponía solemne. Sin embargo... Suspira. Siente
cobijada en su mano la manecita del niño. Hurga en el bolsillo del saco, retira unas monedas y
extiende el brazo para prevenir al motorman.
Entrega la llave al dueño de la casa, toma otro tranvía y desciende a dos cuadras de la
pensión.
Camina, el hombre solo, con una figurita muda tomada de la mano, y tampoco él pronuncia
una palabra. ¿A quién contar, a quién explicar nada?
Cuando llegan, antes de entrar, juzga necesario decirle:
-Bertito, aquí vamos a vivir.
El niño lo mira. Mira la casa. Vuelve a mirar al padre. Y esta última mirada es una pregunta.
El padre no puede contestarla. Quiere terminar esa situación. Dice: “Entremos”, toma en
brazos a la criatura, sube el escalón y toca el timbre.
Ha dispuesto, para completar el traslado, de la tarde del sábado. Puede guardar y ordenar la
ropa sin apurarse, tanto que le sobra tiempo y así repara en que son muy pocas las cosas que
le quedan. El chico lo mira hacer. Está sentado en la cama, donde el padre lo ha puesto una
hora antes.
-Papá, tengo sueño.
El padre se sorprende:
-Cómo, hijito. Son las seis de la tarde...
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Lo observa, buscando esas sombras de cansando que el niño declara. No son visibles, no.
Pero le admira hallar, en los ojos, un destello de inquietud. Sí, hasta se desvían hacia
determinado lugar, esos ojitos. Parecen desear que algo no esté donde está. Presta atención,
Viene una voz, una voz de mujer. Una mujer canta. Conjetura que es una, que ambula en salida
de baño, como esperando turno para el agua.
Intenta comprender a la criatura. Deduce que lo intimida esa voz tan libre, en chocante
contraste con el silencio de hogar propio recién abandonado. El niño percibe una presencia
extraña, en ese lugar donde tienen que vivir, y no le agrada, pero se da cuenta de que le falta
derecho para redamar.
-Está bien, Bertito. Vas a dormir. Te preparó tu camita ahora mismo.
El niño asiente con el gesto. Con el gesto, no más, dice: “Está bien. Es lo que necesito”.
La noche ha sido muy tranquila. El padre recibe el día. con esa confusión que provoca d
cambio de cama y de ambiente. Cuando se despeja se siente fortalecido y equilibrado.
Despierta al niño:
-Bertito, arriba. Van a limpiar la pieza.
Lo lleva al baño. Le hace beber d café con leche. El niño hace todo, prudente y pasivamente.
Pero no habla, no muestra alegría, ni satisfacción, ni siquiera curiosidad.
El padre piensa: “Es el cambio. Ya se le pasará”.
Piensa que al niño, y a él también, les sería saludable ir al cine, a la matinée. No se puede,
tan pronto, después de lo que ha ocurrido.
Opta por el parque. El niño se deja llevar.
Vuelven anochecido. El aire fresco convidaba a demorarse y después era difícil conseguir
ómnibus. El padre se apura. No sabe a qué hora servirán la cena los domingos.
La casa es como si fuera otra. Desde la vereda, a través de la cancel abierta, descubre que el
patio está endiablado de bailarines y de música.
El padre siente algo en la garganta. Un mal tragó. No por él -¿qué puede importarle?-sino
por el niño. Intuye que ahí abajo, a su lado, tiembla un desconcierto, tal vez un pequeño
espanto. No se atreve a mirar al niño. Antes de enfrentarlo procura encontrar una solución.
Sospecha que el error ha sido detenerse. Debió entrar sin titubeos. Mira al niño. El niño está
mirando hacia adentro, como encogido, como replegada su alma. El padre quiere creer que no
pasará nada. Por fortuna, su habitación es la primera de la izquierda y tiene puerta al zaguán.
No será necesario llegar al patio.
Entonces se decide. Primero intenta animar al niño:
-Mirá, Bertito. Una fiesta. Qué lindo, ¿cierto?
El niño niega con la cabeza.
-Qué, ¿no te gusta la fiesta?
El niño sacude la cabeza, obstinadamente.
El padre juzga que debe actuar con energía.
-Bueno, vamos.
No ha contado con la voluntad del niño. Tira de la manecita, y ese cuerpo, tan pequeño, se
resiste. Si se empeña, puede arrastrarlo. Pero...
Lo alza en brazos. El niño agita piernas y brazos, en franca rebeldía.
-Vamos a tomar chocolate.
El niño intenta desasirse, arrojarse al suelo.
-Chocolate con churros, con tortitas. Lo que quieras.
Aclara:
-Aquí no, en otra parte.
El niño se calma y se entrega.
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Toman el chocolate en un bar con billares, donde sólo van los hombres. El niño observa
deslumbrado el juego cercano. Pero al terminar la raza inclina la cabecita sobre la mesa y el
padre sabe que ya no ofrecerá resistencia.
No ha cesado el baile. Son las once.
Acuesta a Roberto.
Desearía pasar al fondo, donde está el baño; sé abstiene, tendría que mezclarse con los
bailarines u orillarlos sin saber cómo. Son tan desconocidos para él...
Lee títulos, mira fotografías del diario de la tarde que compró en él bar. Bosteza. Se desviste.
Antes de apagar la luz, acude a controlar el sueño del niño. Levanta la sábana. Está con los ojos
desesperadamente abiertos.
El padre quiere decirle: “Duerma, hijito: duérmase”. Quiere decirlo con su voz más tierna y
protectora, pero la voz no Je sale de la garganta.
La reiteración del episodio, al día siguiente, obliga a combinar un sistema. La mucama llega a
las siete. Antes de limpiar la vereda, apenas sacados los tachos de residuos, hace la pieza de
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Ortega, es decir, mientras éste puede ocuparse del niño. Diez minutos están salvados por-la
visita al baño.
Pero, ¿el resto del día?
-Benito, yo no puedo quedarme acá. Si quisieras salir de la pieza mientras no estoy... Al
fondo, en el último patio, hay pollitos.
Una luz de interés se enciende en los ojos de la criatura. Es fugaz. El padre se afiuia por
hacerla renacer:
-Pollitos amarillos. Chiquititos, Así de chiquitos. Caben en tu mano. Así, hacé un hueco con la
mano.
El niño admite que el padre haga combar su manecita.
-¿Querés verlos? Te llevo.
El niño cierra la mano. El padre ve que se ha transformado en un puño y le duele que la
mano del hijo ya anticipe las durezas de la vida.
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Deshace el paquete. Al niño le resulta un objeto familiar. No hace mucho que cesó de usarla.
Se desabrocha.
El padre se toma la cara con la mano derecha. “Para no pegarle”, piensa, sintiendo que tiene
la mano ocupada en algo.
Lo ataja:
-Pero hijo, si estoy yo aquí te puedo llevar al baño.
Es tarde. Ante el reproche, el niño procura reprimirse; no obstante, las cosas ya estaban en
curso y como consecuencia .mancha el piso.
El padre sonríe, con resignación.
-Bueno, alguna vez había que estrenarla. Que sea ahora.
El cambio de pensión está decidido. Roberto no acepta vivir en ésta, la rechaza, tal vez
porque representa su primera morada en territorio ajeno. Roberto se siente rodeado de
enemigos y la hostilidad se ha declarado contra su padre, no ya con formas meramente
ilusorias.
Demora unos días en encontrar lo que busca, no por exigente, sino porque precisa una
habitación que tenga muy cerca el baño. Esto se lo ha prescripto la experiencia y no es difícil
de lograr. Además necesita -o desea- que esté junto a la calle, con salida directa o siquiera
como la otra, con puerta al zaguán. Esto se lo ha sugerido cierta idea, que fue súbita, que él no
quiere admitir y que ya, presumiblemente, pasó, aunque le ha dejado el mandato de hallar la
pieza con esa ubicación y no una diferente.
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-¿Y si estuviera enfermo...? —sugiere esta dueña, que es menos discreta o menos egoísta
que la otra, y ha tratado de entrar en el problema del padre y d hijo.
-Come, ¿no? -replica con violencia d padre. -Sí, eso sí.
-Hace todo lo que tiene que hacer, ¿no?
-Sí... Todo, lo que se dice todo... Hace ciertas cosas. Pero no hace lo que hacen los demás
niños.
-Ni lo que hace la demás gente, chicos o grandes. Es el carácter, señora. El carácter. Eso no lo
arreglan los médicos.
La mujer carece de mayores argumentos. Queda en silencio, concentrada. Después aventura
esta opinión:
-El carácter... puede ser. O la pena.
La pena.
Estas palabras se prenden del corazón del padre. La pena.
Recuerda que ha olvidado la pena. Él.
Íntimamente, ya desligado del diálogo con la dueña, procura justificarse. Enumera: una, dos
mudanzas, las contrariedades con el niño, las deudas, la crueldad de los acreedores.
No obstante, a pesar de los motivos que pueden disculparlo, he aquí que... la pena, tan
lejana, tan apagada en tan pocas semanas.
Pero no en el niño, no puede haberse disipado en el niño. Y él, que nunca le habla de la
madre... Para no hacerlo sufrir, ha creído hasta ahora. Y es que su pecho, como aquella caía
qué dejaron, se ha vaciado de ella.
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El padre está mortificado. Masculla la sospecha de que el hijo es idiota. Lo que ha hecho en
las pensiones... La falta de reacción ante el retrato de la madre...
Ha dejado la fotografía en el portarretrato. En la mañana y a mediodía continuaba ahí. En la
noche no. El niño la ha recortado con tijeras y su falta de destreza para manejarlas ha, causado
una decapitación de la imagen.
-¿Qué has hecho?
El tono es tan duro, ya castiga tanto la pregunta, que el niño suelta el llanto. Sin embargo,
entre sollozos hace escuchar sus cuestiones:
-Quiero más, quiero otra para jugar.
El padre se enfurece y golpea al niño.
Cuando lo tiene entre las manos cómo una cosa vencida, lo lleva a la cama. No a la camita
propia del niño, sino a la que usa él, la que estaba ya en la habitación, que es grande, antigua,
de matrimonio. Se acurruca junto al niño. Mientras mide! la disminución de los sollozos, como
si al decrecer mermara el mal causado a la criatura, le surge un presentimiento y se excita por
el deseo vehemente de comprobar si está o no en lo cierto.
La oportunidad se produce más tarde, después que ha convencido al niño de que abandone
la cama y tome la sopa.
Con gran ansiedad por la respuesta, pregunta:
-Berto, Bertito, hijo, ¿qué le ha pasado a mamá?
De los ojos del niño desciende una agüita fina. El padre teme lastimar y lastimarse si averigua
más el pensamiento del niño. Se arriesga, con una voz cautelosa dispuesta a retirarse en
cuanto vea que hiere:
-Berto, Bertito, ¿dónde está mamá?
El niño levanta una mano, con el ademán dél asombro, el desconsuelo y la total ignorancia, y
dice:
-No sé, no sé, papá. Me ha dejado solo. Me ha abandonado, papá.
Puede verse que un sollozo le nace muy adentro, y hasta que sale a la boca y a los ojos le
sacude el pecho varias veces.
Y el padre no puede consolarlo porque a él se le ha caído la cabeza sobre el mantel y
también está llorando.
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La dueña no puede saber qué sucede. No es mujer lo que le falta. Precisamente, una causa
de su trastorno es el desorden con las desconocidas mujeres de medianoche, cuando se
desliza a la calle dejando el hijo al cuidado de su único guardián infalible: el sueño. Con la
mayor tajada de su tiempo otorgada a la oficina y la espuma de sus minutos cernida para su
niño, ¿cómo establecer relación regular con una mujer? ¿Cómo encontrar mujer respetable
que se avenga a su situación, a su chico, a sus deudas inagotables? No, mujer no le falta;
pero... qué mujeres. Dé otras habla la dueña, él lo comprende, pero su impaciencia de hombre
no le permite elegir.
Es la hora en que el domingo declina. Ortega está sentado, con su niño, cerca del lago. El
niño lame un helado.
Pasan muchas mujeres y el hombre las considera, con gustó de verlas, nada más, sin darse a
las ilusiones ni establecer ninguna especie de provocación sentimental.
Pero ésa, esa que viene allí, con un vestido que manifiesta y vela su cuerpo inquieto, le pone,
adentro como un presagio. Ella viene como llegando a reunirse con alguien. Se nota, porque va
sola, si bien no parece sentirse sola. El hombre sé reduce a mirarla a los ojos y ella se reduce a
mirarlo. Pero a los ojos.
Es suficiente. Está penetrado, está herido de deseo. Debe seguirla, debe darse con ella. Incita
al niño a caminar. Le ordena que lo haga. Allá va ella, con paso rápido. Él detrás. Se retrasa,
porque el niño sólo logra, dar pasitos cortos, perdiéndose entre las piernas de la gente que
camina despacio porque pasea. El padre lo toma de una mano y tironea. Lo alza. Le hace caer
el helado. Se salva de unos lagrimones de protesta sólo porque la criatura está ejercitada en la
resignación silenciosa.
La mujer ya no se encuentra donde pueda verla Ortega. El hombre deja al niño en el suelo.
Recupera la compostura exterior. No obstante, se halla convulsionado de anhelos. ¿Por qué
tanto? No lo sabe. Lo piensa un instante. Porque cuando él la descubrió, ella a su vez lo
descubrió a él. Porque no es una mujer de la calle y él no está acostumbrado, hace tiempo, a
las sugestiones que contiene la mirada de una mujer que se posa en los ojos de un hombre.
Debe encontrarla.
Ella, era evidente, iba al encuentro de alguien. ¿De quién? ¿De quién? Ahí está la respuesta:
iba al encuentro de unas amigas. Están reunidas, tomadas del brazo, festivas, como
muchachas, aunque ninguna lo sea. Ahora tendrá que pasar él delante de ella. De ellas. Tendrá
que conformarse con verla al pasar. ¿Cómo abordar a una mujer tomada del brazo de otras?
El hombre espera recoger otra mirada íntima. Recoge en cambio las miradas de tres, cuatro
mujeres. No quiere verlas, ya no quiere no verlas, porque son de ojos de confabulación y de
malicia y, para que las entienda mejor, están, subrayadas sus expresiones por unas risitas de
burla.
Súbitamente, el hombre toma conciencia de la imagen que calan las mujeres: un hombre
que intenta el asedio romántico, que sigue a una mujer por el paseo de los enamorados, y que
de la mano lleva colgado a un hijo, del que no puede desprenderse y que lo sigue con la
consternación de sentirse forzoso testigo de algo secreto que está ocurriendo entre los
mayores.
Le surge, al padre, una reflexión: le ha perdido el respeto al hijo. Él mismo se dice que es una
extraña idea. Pero la tiene.
El lunes, el padre lleva una revista para que el niño corte las fotografías y los dibujos.
Últimamente lo hace siempre; aunque esta vez ha elegido una con figuras de mujeres
llamativas. En el quiosco le pareció que el tamaño, los volúmenes contrastados, el fondo claro
que destaca, las siluetas, harían más fácil el recorte a. las tijeras del niño. Mientras espera el
almuerzo la abre; observa algunas páginas y la revista cambia de destinatario.
Al llegar, el niño le ha preguntado: “¿Para mí?”, y él ha asentido.
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Pero antes de irse la guarda en un cajón que el niño no puede alcanzar. El niño considera,
con tristeza, cómo se desbarata su juego.
-Ésta no se puede romper. En la noche te traeré otra, con gatitos y patitos en colores.
La trae, en la noche. Pero el niño quería llenar sus horas de la tarde: el cojín que se pone
sobre la silla para que él alcance la mesa es de cretona floreada; las tijeras han andado por ahí,
dando independencia a las flores estampadas, y la libertad ha sido aprovechada por la pobre
mezcla de paja y lana sucia que constituía el relleno.
El padre quiere ocultar los restos del devastado cojín, que no es de ellos, sino del limitado
ajuar de la pensión. En la silla pondrá una almohada. Mañana comprará otro cojín. Pero la
muchacha entra sin llamar y ve al hombre en el suelo, recogiendo paja.
La señora se entera por la muchacha. Acude como si la hubieran convocado.
Se detiene en el umbral. El niño se retrae detrás del hombre, que se ha puesto de pie. No
huye porque está el padre.
-Era tan bonito, el cojín... No debí dárselo. Son cosas que deben traer los pensionistas.
-Se lo pagaré, señora. No es tan valioso.
-No, si no es por el valor, después de todo. Es... usted sabe, para qué decirlo. Me da lástima.
Tiene razón la tía. Es un animalito.
-¡Señora! ¡Qué barbaridad está diciendo! Y el chico oyendo todo. ¿No tiene compasión? Si no
fuera por...
La mujer comprende que ha ofendido demasiado. Se arrepiente, porque no se proponía
hacerlo. Dijo todo eso por disimular la molestia que le causa perder el cojín.
-Está bien. Tiene razón. Disculpe. Buenas noches.
Quiere sofocar, con muchas palabras, el incendio. Quiere huir del fuego.
Pero al padre le sigile quemando, horas más tarde, y necesita escapar adonde haya aire
fresco.
Cuando el niño duerme, se va.
Es medianoche.
En la calle recoge a una mujer.
Su entendimiento está turbado por la rabia. Da con el medio de vengarse de la ofensa que le
ha hecho la dueña: le ofenderá la casa a ella. Recuerda que por algo buscó habitación cercana
a la calle; aunque nunca creyó posible que se animara a sacar provecho de la ubicación. ¿Y si lo
descubren? Bueno, en eso estará la satisfacción. Cambiará de casa y quedará, para la dueña, el
agravio. ¿Y el niño? Duerme, duerme. Tiene que seguir dormido. Por otra parte, tanto le hace
el niño a él que algo puede hacerle él al niño. Y no se dará cuenta, aunque oiga, aunque vea.
Lleva a la mujer. El niño reposa. La mujer, al descubrir el cuerpo en la camita, se rebela. El
hombre se pone imperativo y ella cede.
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Luego apela a un segundo tono:
-Berto, Berto, que viene el cuco de los rincones.
Hace una voz de meter miedo,-se echa el faldón de la camisa sobre la cabeza y avanza bajo la
cama.
El niño grita.
No es posible dejarlo gritar a esta hora.
El padre se retira.
Ejecuta un plan elemental: correr la cama. Empieza a arrastrarla, cuidando de no
escandalizar con el ruido y que la pata no atropelle al chico. El niño se solevanta prendido de
los hierros que tiene el elástico al costado. Nada podría contra la fuerza del padre, pero el
padre no quiere esa lucha.
Enardecido dice: “Estarás ahí hasta..-.”, apaga la luz, se desviste y se acuesta.
Permanece un rato conteniendo la respiración para espiar, por el ruido, los posibles
movimientos del hijo. Nada se le alcanza.
Se duerme con la hondura de las noches de amor.
Despierta como amenazado, como si un peligro lo hubiera sorprendido indefenso. Golpean a
la puerta. Mira la camita: sigue vacía. Grita: “Espere”.
Se viste someramente.
Entreabre. Es la muchacha,
-No limpie. Hoy no limpie. No es necesario que limpie. Yo le avisaré, más tarde.
Toma conciencia de la contradicción y procura aliviar su efecto:
-Mejor enseguida me trae el desayunó. Estoy apurado.
Hasta que ella vuelve, respecto al niño afecta olvido o despreocupación.
Recibe la bandeja en la puerta y la coloca en la mesa.
Llama:
-Berto.
Llama de nuevo:
-Bertito,
Deja caer la tentación:
-La leche, Bertito, con medias lunas y mermelada.
Se inclina a ver, por si el niño está dormido. No está dormido, ¡y esos ojos, que parece que
no fueran a cerrarse nunca…!
Al irse, dice en voz alta, con la seguridad del que sabe más:
-Ya saldrás por tu propia cuenta.
Entrega la bandeja en la cocina. No precisa pedir qué las mujeres no entren durante su
ausencia.
A las doce y diez regresa con la intensísima esperanza dé que el niño haya reaccionado como
él desea. Que la actitud esté depuesta, que no sean necesarias las reconvenciones, las
amenazas, el castigo o el ruego. Que no haga falta explicar ni recordar nada.
En el cuarto todo se halla tan contrario a sus deseos que hace lo que hizo su propio padre
cuando él era niño, y que él como padre había jurado no hacer nunca: afloja el cuero de la
hebilla y tira de la correa. Ahora está armado:
-¿Vas a salir o…?
Permanece de pie. Tiene el cinturón por la hebilla y lo deja caer a lo largo para que el niño
vea la lonja de cuero que llega al suelo.
-¿Vas a salir...?
El niño sólo le devuelve silencio.
Por tercera vez:
-¿Vas a salir?, te he dicho.
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Y se hinca, como para un sacrificio, y tira golpes de cuero a lo ciego, hacia aquel rincón. Uno,
dos, tres golpes que se pierden en la blandura del aire, hasta que sabe que acierta, porque lo
siente en la mano y en el choque del látigo.
Entonces se encoge. La correa queda lacia, debajo de la cama, porque el hombre la ha
soltado. Las dos manos cerradas, el hombre se afirma en el piso, porque le está pesando
brutalmente la cabeza, cargada de sangre. Teme haber dado en la cara, teme haberlo
desmayado: del niño no ha salido una queja, no ha salido un ay, no ha salido el miedo.
Mira con terror de haber estropeado demasiado.
Ahí está: vivo, terco, jadeante, acosado, convirtiéndose en un gatito despavorido, en un
cachorro de tigre con el espanto de que, en el último refugio, lo despedacen los perros.
Recibir el almuerzo es más complejo que recibir el desayuno. Son tantos los viajes de la
muchacha... Sin embargo, consigue que no entre, y más luego consigue que no pregunte por
qué quiere dejar en la habitación un plato con alimentos.
Antes de irse, consiente en humillarse. Ha elaborado las palabras durante toda la comida,
durante toda la siesta, que no durmió.
-Berto, Bertito. Perdóname por haberte hecho daño. Perdóname por haberte pegado. Berto,
Bertito, ¿saldrás a decirle a papá que lo has perdonado? ¿Saldrás? ¿Saldrás, Berto?
Espera.
Pero tiene que seguir:
-Bueno, no importa. Yo te perdono. No estoy enojado. Ya no me enojo más.
Hace otra pausa. Otra pausa que pide respuesta. No la obtiene.
-Bueno, Bertito, chau. Hasta la noche. Tendrás hambre. Sobre la mesa te dejo comida. Estará
fría, pero no importa, te gustará lo mismo. Podés comer cuando yo no esté.
Camina todos los pasos que debe dar hasta la puerta. Son tan pocos, pero le duelen, porque
no quería darlos.
Abre la puerta, y no se resigna a irse, a abandonarlo así.
Le dice, muy quedo:
-Hasta la noche. Hasta la noche, hijito.
Suspira y cierra.
Sale a la calle. La claridad radiante le choca: “Cómo puede haber tanto sol, hoy”.
A las ocho y diez extiende el brazo, casi desde la puerta, y enciende la lámpara.
Ya no habla, no llama, no pregunta con palabras. Interroga con un examen visual: la camita
está desarreglada, con el mismo desarreglo que le conoce desde anoche; el plato que tuvo la
comida, ya no la tiene; el utensilio, que había caído en desuso, ha salido de la mesita del
velador, y habrá que cubrirlo con una revista.
El padre comprende que ahora las cosas serán más difíciles.
FIN
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