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La Novia Desafiante Del Highlan - Linda Wallace
La Novia Desafiante Del Highlan - Linda Wallace
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Notas
Prólogo
S
i había algo que Deacon MacGill detestaba por
encima de todo, era sentirse vulnerable. Quizá por ese
motivo se había convertido en un guerrero fiero, que
defendía a su clan y a su familia por encima de todo.
Pero en esta ocasión, era diferente.
Rhona, su esposa, llevaba sumida en los rigores del parto
cerca de treinta horas, y todo parecía indicar que no acabaría
bien. Deacon notaba el paso de cada minuto como una pesada
carga que se iba acumulando hasta hacerse insoportable. Pero,
aparte de pasearse de un lado a otro frente al hogar, no podía
hacer mucho más.
Nadie le decía nada, aunque la mirada de pesar de las
criadas y la falta de noticias de la comadrona, no presagiaban
nada bueno.
Mirando al hogar de piedra, Deacon recordó la felicidad
con que tanto él como su esposa habían esperado la llegada de
su primogénito. Como laird de los MacGill, Deacon sabía que
una de sus obligaciones era proporcionar un heredero, y
compartía la alegría del clan ante el nacimiento de su hijo.
Pero no podía evitar que la sombra del miedo lo acompañara.
—¿Por qué nadie me explica qué está pasando?
Su pregunta no iba destinada a ninguna persona en
particular, aunque a su lado estuviera su amigo y segundo al
mando, Ewan, así como los ancianos del consejo. En especial
Duncan, el hombre de confianza de su padre y que le llevaba
sirviendo de consejero desde que su padre murió y él se
convirtió en laird.
—Debes ser paciente, Deacon, ya te avisó la comadrona
que los partos primerizos suelen durar mucho tiempo.
La voz del anciano sonó detrás de él y, en breve, Deacon
sintió la mano de Duncan sobre su hombro. El anciano era un
hombre alto y moreno, como todos los MacGill, incluido su
laird, y de complexión robusta a pesar de su edad. Aun así, se
podía apreciar una gran diferencia con su laird, pues este le
sacaba una cabeza de altura y sus hombros eran de los más
anchos del clan.
Todo en Deacon indicaba su fuerza, aunque ahora en su
mirada se asomara la sombra del miedo, por primera vez en su
vida.
Los ojos verdes de Deacon se dirigieron a la escalera una
vez más, deseoso de alguna noticia. Solo quería que todo
acabara cuanto antes y sostener a su hijo junto a su esposa.
Quería ver el rostro cansado de Rhona y abrazarla mientras
celebraban que había traído una pequeña vida al mundo.
—Ojalá pudiera hacer algo —señaló en voz baja y suspiró.
Sin nada más por decir, Duncan volvió a su asiento en la
mesa, donde los demás ancianos del clan estaban reunidos.
Nadie quería perderse el feliz acontecimiento, aunque hacía
unas horas que las caras sonrientes habían sido sustituidas por
una expresión de desconcierto.
—¿Quieres que te traiga algo? —Ewan se aproximó,
deseoso de ayudar a Deacon.
—No, Ewan. —Él quería decirle que no le importaba su
cansancio, su sed o su hambre, solo quería tener a su mujer y
su hijo a salvo, pero Ewan solo se estaba preocupando por su
amigo, como había hecho desde que ambos eran niños.
Ewan asintió y se alejó unos pasos, siempre pendiente de
su laird y amigo. Ambos hombres eran muy parecidos, tanto
físicamente como en su forma de ser, aunque Ewan era más
reservado y no mostraba interés en el matrimonio.
El tiempo los iba consumiendo cada vez más, hasta que por
fin se escucharon los pasos de alguien bajando las escaleras.
Sin perder ni un segundo, Deacon se acercó a los pies de
dichas escaleras, ávido de noticias. En segundos, la comadrona
apareció ante él con un pequeño bulto en sus brazos.
—Mi laird… —lo llamó ella, con la voz sombría y el
rostro contraído.
—¿Es mi hijo? —La interrumpió Deacon cuando la mujer
se disponía a hablar.
Estaba emocionado al ver a su hijo en brazos de la mujer, y
solo deseaba cogerlo y subir con él las escaleras para
contemplarlo junto a su esposa.
Pero la seriedad en el semblante de la comadrona le hizo
observar el bulto y luego extender los brazos con cuidado,
exigiendo sostenerlo.
—Es vuestro hijo, mi laird, pero…
—Dámelo —la volvió a interrumpir, y cogió el bulto con
cuidado.
Deacon no se daba cuenta, pendiente del pequeño bulto
que ahora sostenía entre sus brazos, pero el gran salón estaba
completamente en silencio.
Al mirarlo con atención, Deacon se sorprendió que la cara
del bebé estuviera tapada con la propia manta que lo envolvía.
Estuvo a punto de regañar a la mujer, hasta que notó que el
pequeño todavía no se había movido ni había hecho ningún
ruido.
Trató de contenerse, ya que todo su cuerpo temblaba a
causa del terror. Temiendo saber qué vería al descubrir la cara
de su hijo, alzó una mano lentamente y, con cuidado, apartó la
manta.
Ante él vio la cara de un niño completamente blanco, con
los ojos cerrados y sin vida.
Deacon luchó para que no se le doblaran las rodillas. Su
hijo no había sobrevivido. Recorrió la suave mejilla de su hijo
muerto, esa que nunca más volvería a ver. Con lágrimas en los
ojos le besó la frente despidiéndose de él, segundos antes de
haberlo visto por primera vez.
—Mi pobre hijo… —consiguió decir, y sus palabras se
clavaron en los corazones de quienes le escucharon.
—Lo lamento —dijo la comadrona.
Deacon no entendía nada.
—¿Qué ha pasado?
—El parto fue demasiado difícil… Su esposa….
Al escuchar mencionar a su esposa, Deacon sintió un
estremecimiento y alzó la vista, observando cómo la
comadrona se retorcía las manos.
—¿Qué sucede con ella?
Pero la mujer no le contestó, y él no podía soportar por
más tiempo la agonía de no saber qué había ocurrido.
Sin querer perder ni un segundo más, devolvió el bebé
muerto a la comadrona y subió las escaleras lo más rápido que
pudo. Sin querer pensar qué encontraría al entrar en la
recámara que compartían, entró de golpe, quedándose
paralizado ante lo que vio.
Rhona, el amor de su vida, estaba tumbada en la cama,
igual de quieta y pálida que su hijo, solo que las criadas se
afanaban en ocultar las sábanas impregnadas de sangre.
Con piernas temblorosas acortó la distancia hasta la cama.
La cabeza de Rhona yacía sobre las almohadas, con el pelo
azabache extendido y su hermoso rostro inexpresivo. No había
ni rastro de vida ni de esa sonrisa que lo había enamorado
desde que la vio por primera vez, cuando tan solo era un
muchacho.
Despacio, se arrodilló junto a la cama y tomó su mano
entre las suyas. Estaba fría como el hielo, como también lo
estaría todo su cuerpo.
—No se pudo hacer nada. —Escuchó la voz de una mujer
tras él, pero ya no le importaba lo que le dijeran. Nada podría
traer de vuelta a su esposa y a su hijo, por lo que ninguna
palabra podría consolarle.
La garganta de Deacon se estrechó en agonía al darse
cuenta de que había perdido al amor de su vida.
—Marchaos todos.
—Pero, mi laird…
—¡Fuera! —gritó, llevado por la rabia y el dolor—. Quiero
estar a solas con mi esposa.
Sin oponer resistencia, las mujeres que estaban presentes
salieron corriendo de la habitación, dejando a Deacon solo con
su difunta esposa.
Deacon esperó a que la puerta se cerrara y luego se tumbó
junto a esposa. Después, con sumo cuidado, como si no
quisiera despertarla, la tomó entre sus brazos.
—Rhona —la llamó, a la vez que colocaba la cabeza de
ella en su pecho y apartaba los largos cabellos lacios de su
rostro.
La contempló en silencio, dejando fluir las lágrimas. Él
había vencido a algunos de los mejores guerreros de toda
Escocia, había luchado en infinidad de batallas y había
protegido a su clan.
Sin embargo, no pudo proteger a su esposa y a su hijo.
—Lo siento, amor mío —susurró, bañándola con sus
lágrimas—. Mi Rhona, te he fallado.
Había perdido todo lo que importaba.
—No me dejes, mi amor. Sin ti estoy perdido —dijo
mientras la mecía entre sus brazos.
Recordaba la alegría de Rhona cuando hablaba de su hijo.
De cómo crecería y lo orgullosos que estarían de él. Cómo
sería un buen hermano y, en el futuro, un excelente laird, al
igual que lo había sido su padre.
Y ahora no era nada.
Y su esposa, la mujer que lo era todo para él, se había ido,
dejándolo solo en su devastación.
Deacon gritó, expulsando todo el dolor que sentía en sus
entrañas, pero no le sirvió de nada, pues aún se escuchaba su
atroz grito cuando su pecho volvió a llenarse de dolor.
El tiempo volvió a pasar despacio, solo que esta vez,
Deacon ya no esperaba nada, a no ser que las sombras se lo
tragaran para poder reunirse con su esposa y su hijo.
—Deacon, debes permitir que las mujeres la preparen y la
gente del clan la vele. —Escuchó la voz de Duncan.
No se había percatado de su llegada, aunque no le
sobresaltó. Ya nada conseguiría hacerlo, pues su dolor era tan
intenso que no lograba sentir nada más.
—Me ha dejado, Duncan.
—Ella está con Dios y con tu hijo, y algún día los volverás
a ver.
Deacon apretó los labios contra la fría frente de su esposa,
antes de levantarse de la cama.
—Ojalá hubiera muerto yo con ellos.
—No digas eso, muchacho, o traerás la mala suerte sobre
tu persona.
Deacon lo miró con frialdad y se limpió el resto de las
lágrimas de los ojos.
—¿Qué más pueden hacerme para castigarme, si ya lo he
perdido todo?
Duncan calló, al saber que no era momento para decirle
que el tiempo pasaría y le curaría las heridas. Que le quedaba
toda una vida por delante. Pero sabía que, con su esposa
todavía de cuerpo presente, no era apropiado hablar del futuro.
—Vamos, Deacon, tu clan te necesita.
Deacon asintió. Conocía muy bien su deber y estaba
dispuesto a cumplir con este, solo que el recuerdo de Rhoda le
perseguía, rompiéndole el corazón.
—Duncan. —Deacon se giró antes de salir de la habitación
—. Asegúrate de que cierren esta alcoba y de que nunca más
se vuelva a entrar. Tampoco quiero que se vuelva a mencionar
el nombre de mi esposa tras el funeral.
Aunque extrañado, Duncan asintió y observó apenado
cómo su laird se marchaba encorvado, dejando atrás al hombre
enérgico y orgulloso que siempre había conocido.
—Espero que algún día sanes, muchacho, de lo contrario,
presagio años de dolor y sufrimiento.
Capítulo 1
T
ras las lluvias de los días anteriores, el día amaneció
soleado en el hogar de los MacTavish. Como hija
mayor del laird, Ishbell solía estar sobreprotegida y,
por ello, su máxima aspiración parecía ser escapar de
los muros del castillo.
Desde muy pequeña, su actitud desafiante, su vivacidad y
su semblante siempre alegre, le había hecho ganarse el cariño
de todos. Ishbell además era una mujer hermosa con dieciocho
años recién cumplidos, que se negaba a casarse y a estar atada
a un hombre, para desconcierto de Fiona, su madre.
Pero esa mañana Ishbell estaba especialmente contenta. Se
dirigía a pie al pueblo junto a su criada y un pequeño grupo de
muchachas y soldados, deseosos de celebrar el Ostara[1].
No le importaba la escolta que tanto su padre como su
madre se habían empeñado en que llevara, o que Willy, su
hermano pequeño, tras ella junto a su aya, se esforzara en
seguirla. Para Ishbell, el simple hecho de estar rodeada de
gente y bullicio era suficiente para olvidar todo lo demás.
—¿No te parece maravilloso respirar este aire fresco? —
preguntó mientras inspiraba una fuerte bocanada de aire y
extendía los brazos a Else, su criada y amiga, una joven viuda
que su madre había contratado para que le enseñara a su hija el
recato.
—Lo dices como si te mantuvieran encerrada —respondió
Else, risueña.
—A mí así me lo parece. Siempre me están recordando que
no debo salir sola del castillo ni hacer tareas impropias de la
hija del laird.
Else la miró y alzó una ceja.
—Lo único que te pide tu madre es que no te vuelvas a
meter en la porquera. No es apropiado que te reboces en…
—¿Mierda de cerdo?
—¡No debes decir eso! —la reprendió Else.
—No te enfades conmigo, Else —le dijo Ishbell, al mismo
tiempo que hacía un adorable puchero y la cogía del brazo—.
Sabes que me gusta ayudar a los demás, y no pensé que ayudar
a la dueña de los cerdos fuera tan malo.
—Lo sé, pero estarás de acuerdo conmigo en que no estuvo
bien que aparecieras en el salón cubierta de… excrementos de
puerco.
Durante unos segundos, las dos mujeres permanecieron en
silencio, hasta que no pudieron aguantar las carcajadas. A
nadie le extrañaba ver reír a Ishbell, por lo que sus
acompañantes simplemente las miraron y sonrieron.
—Debes reconocer, Else, que nunca podrás olvidar la cara
que puso mi madre al verme.
Else negó con la cabeza y ambas mujeres continuaron
caminando.
—Tu pobre madre no sabía qué castigo imponerte.
—Me mandó como siempre a reflexionar a mi cuarto —
señaló Ishbell, divertida.
—Algo que nunca haces —repuso Else.
—Es demasiado aburrido. —Ishbell le guiñó un ojo—. En
todo caso, ya veo el pueblo, y pienso pasarme toda la tarde
divirtiéndome. Luego, miró hacia atrás para comprobar cómo
estaba su hermano.
El niño, de apenas seis años, caminaba cogido de una mano
a su aya, mientras que, con la otra, empuñaba una espada
pequeña de madera, con la que iba golpeando las briznas de
hierba.
Ishbell sonrió y decidió que le compraría algún juguete
nuevo en algún puesto. Adoraba a su hermano, y le
impresionaba que fuera tan distinto a ella. Willy era tímido,
tranquilo y obediente, el hijo perfecto, según su madre. Algo
que ella nunca podría ser, si debía comportarse de manera
sosegada y mantenerse callada, como se le exigía.
Al volver a mirar al frente, Ishbell comprobó que ya se
podían ver los primeros tenderetes.
Como cada año, en las afueras del pueblo se alzaban las
tiendas de campaña y carromatos, donde los vendedores se
afanaban en exponer sus mercancías. Muchos de ellos venían
de otros clanes, así como de los lugares más lejanos del clan
MacTavish.
Tanto los vendedores locales como los extraños convivían
en armonía, aunque a última hora de la tarde, el licor ingerido
conseguía que los más alocados se metieran en problemas.
El viento traía las risas y la algarabía que se desarrollaba en
su interior, así como agitaba las cintas de colores que
decoraban cada puesto y carreta.
El grupo de Ishbell, con ella al frente, apresuró el paso,
animados, cuando comenzó a escucharse música.
Demasiado emocionada para esperar a su hermano, Ishbell
se adelantó junto a Else, y las dos se quedaron maravilladas
por la cantidad y variedad que se apelotonaban ante ellas.
Jóvenes, viejos, niños, mayores, hombres y mujeres. La
variedad era tan amplia como lo era el tamaño de los bolsillos
de los asistentes.
—¿No es grandioso? —dijo emocionada Ishbell, mientras
buscaba con ansias el primer puesto a donde acercarse. Quería
verlo todo, así como participar en los juegos y actividades.
—No te alejéis mucho, no es seguro —advirtió Else,
menos contenta al ver la gran cantidad de gente reunida—.
Además, debemos esperar a que llegue tu hermano.
Ishbell asintió, pero no dejó de observar todo a su
alrededor. Una vez todos juntos, se acercaron al puesto de las
marionetas, donde se estaba representando una función.
Willy se quedó muy quieto mirando los muñecos e insistió
en que su hermana le consiguiera uno. Cuando Ishbell no puso
objeción y se encaminó al titiritero, Else tuvo que agarrarla del
brazo y tirar de ella para que dejara en paz al pobre hombre.
Por suerte, Willy pronto perdió el interés e insistió en que
quería una manzana del barreño donde flotaban.
Ishbell no tardó en apuntarse al juego de la manzana junto
a Else, quien, roja de vergüenza, se negaba a participar.
Cuando uno de los muchachos del pueblo se ofreció para ser el
compañero de Ishbell, Else se subió las mangas del vestido y
participó a regañadientes en el juego.
Estuvieron a punto de ganar el premio, pero Ishbell
bizqueó a posta e hizo reír a Else.
—¿Por qué has hecho eso? Habríamos ganado —dijo esta,
con el agua goteando por su garganta.
Ishbell le sonrió y señaló a los hermanos ganadores. Un par
de adolescentes con las ropas medio raídas que sostenían su
pequeña copa de madera y su saco de manzanas, obsequio para
los ganadores, como si fuera un tesoro.
—Pensé que a ellos les haría más ilusión el premio —
respondió Ishbell—. Willy solo quería una manzana, y seguro
que se habría cansado de ella después de darle dos mordiscos.
Else asintió y sonrió ante el buen criterio y corazón de
Ishbell. Quería a la muchacha, y solo deseaba que nadie se
aprovechara de su buen carácter y su inocencia.
Pronto comenzaron a caminar en busca de otra diversión.
Los aldeanos las saludaban al reconocerlas. Ishbell, con su
inseparable Else y su madre Fiona, solían visitar el pueblo para
ocuparse de la necesidades de los más pobres y preocuparse
por el estado de las mujeres y los niños.
Por eso su familia era tan apreciada y no había mucho
riesgo en que anduvieran entre ellos. Excepto por el
inconveniente de los extraños.
—Creo que deberíamos descansar un poco antes de
continuar —dijo Else sin aliento y mirando a la aya de Willy,
que parecía que iba a caerse al suelo, desfallecida—.
Podríamos comprar algo para comer. El olor de la carne asada
es delicioso.
Para su tranquilidad y la de los guerreros asignados para
protegerlas, los cuales ahora cargaban sus compras, Ishbell
asintió y se dirigieron al puesto, donde consiguieron comida
para todos. Una vez sentados, comenzaron a degustar la
comida, acompañándola de una jarra de cerveza.
La charla pronto se hizo amena, aunque Ishbell parecía
más pendiente de un grupo de cinco hombres bien vestidos,
reunidos frente a ella. Por el color de sus ropas, era evidente
que provenían de otros clanes, y ella se sentía intrigada por
ellos.
Ishbell se levantó con una excusa y se acercó a los
desconocidos sin que estos pudieran verla. Sabía que estaba
mal espiarlos, pero no solía ver a gente de otros clanes y
quería escuchar lo que decían. Tal vez así se enterase de algún
secreto y podría comunicárselo a su padre.
Con sigilo, no tardó mucho en llegar al lugar propicio para
escucharlos, y se quedó en silencio.
—Te digo que es cierto. —Fue lo primero que escuchó de
uno de esos hombres—. La muchacha es salvaje y por eso
desean quitársela de encima lo antes posible.
—No creo que sea ese el motivo. Debe de ser que tiene
algún defecto. Si no, ¿porque todavía no la hemos visto?
—Eso no importa, estamos aquí para cerrar el trato. Da
igual si es fea, salvaje o porta algún defecto. Lo importante es
que es la hija del laird y ofrecen una buena dote.
Al escuchar al último hombre, Ishbell se estremeció. Solo
podían estar hablando de ella, al ser la hija del laird, aunque
no tenía sentido. Sabía que sus padres le estaban buscando
esposo, pues ella los rechazaba a todos, pero ¿hacer todo a
escondidas?
A su memoria le vino su último pretendiente y cómo ella lo
ridiculizó, causando el enfado de su madre. ¿Sería esa la razón
de que ahora no le consultaran?
Trató de estar más atenta para escuchar lo que decían.
—Tampoco importa cómo sea ella, nuestro laird ya tiene
experiencia con las mujeres y sabrá cómo tratarla. —Las risas
acompañaron esas palabras.
Ishbell estuvo tentada de salir de su escondite y darle un
buen puñetazo a ese hombre, pero una mano en su brazo se lo
impidió.
—Estaba segura que te encontraría a punto de meterte en
problemas —dijo Else mirando seria a Ishbell
—¿Los has escuchado? —preguntó esta indignada, y Else
tuvo que tirar de ella para alejarla y no ser descubierta por el
grupo de hombres.
Cuando Ishbell se percató de que su criada no la miraba,
supo que ella estaba al tanto de que la estaban prometiendo a
escondidas.
—Tú lo sabías… —dijo apenada.
—Sé que tus padres están cansados de buscarte un esposo
y de que tú te deshagas de ellos insultándolos. Los has metido
en apuros por ese motivo, y ahora les cuesta encontrar un buen
partido.
—Pero yo no necesito un esposo —soltó Ishbell, aún más
indignada.
Else no le contestó, no valía la pena molestarse en volver a
explicarle lo necesario que era que se casara, e Ishbell se dio
cuenta de la difícil situación en la que se encontraba.
—Van a casarme, quiera yo o no —dijo Ishbell, a lo que
Else asintió—. Y ahora ni siquiera me van a dejar elegir. —
Else volvió a asentir.
Ishbell suspiró y miró a su alrededor. Tenía dieciocho años.
Una edad en que la mayoría de las mujeres estaban casadas y
con hijos. Pensó en las veces que su madre le dijo que solo
estaba avergonzando a su clan, y en el silencio de su padre.
Ishbell sabía que ellos la querían y que deseaban lo mejor
para ella, pero se negaba a que le eligieran un esposo. Si debía
casarse, sería ella quien escogiera a su marido.
—Está bien, me casaré —afirmó, asombrando a Else—.
Pero será a mi manera.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Qué piensas hacer? —preguntó
Else, cada vez más preocupada.
—Mañana mismo conseguiré un esposo.
Y sin más, Ishbell volvió con su grupo, dejando a Else
perpleja y preguntándose si debía avisar a los padres de Ishbell
y a la guardia.
Capítulo 2
D
eacon detuvo su caballo en la cima de la colina y
miró hacia la torre del homenaje, con el pecho
subiendo y bajando, aliviado. Desde su punto de
vista, nada parecía estar mal: la aldea parecía
intacta, así como el castillo de Mhoil.
Cada vez que salía a patrullar por sus tierras, le preocupaba
que, a su vuelta, su hogar hubiera desaparecido. Pero sus ojos
le demostraban que solo era un mal presentimiento.
Negó con la cabeza y lamentó no ser el laird que su clan
necesitaba. No lo había sido durante los cuatro años
transcurridos desde la muerte de su esposa y su hijo, y estaba
seguro de que nunca volvería a serlo.
Su clan necesitaba un líder fuerte que pudiera darles un
futuro, pero él ya no era ese hombre.
Deacon oyó que el resto del grupo lo alcanzaba y espoleó a
su caballo. Sus hombres estaban ansiosos por regresar, la
mayoría con sus esposas e hijos, al haber estado ausentes
durante un mes. Era cierto que sus tierras eran extensas, por lo
que les llevaba bastante tiempo recorrerlas y visitar a todo su
clan, pero el regreso se había retrasado, al no tener Deacon
ninguna prisa por volver.
Por suerte, hacía años que solo debía preocuparse por las
bandas de renegados donde había ladrones, violadores y
asesinos, puesto que no había disputas con otros clanes. Los
MacGill eran un clan temido y de los más grandes de Escocia,
y todos se lo pensaban dos veces antes de ofenderlos o meterse
en problemas con ellos. Sobre todo, porque Deacon era
conocido como un laird sin corazón que castigaba a los
malhechores con la pena de muerte sin excusas ni alegaciones.
Cualquier intruso que pusiera un pie en sus tierras sabía que le
esperaba una dura sentencia, así que todos se lo pensaban bien
antes de ofender o causar algún mal a los MacGill.
Al llegar al castillo de Mhoil, Deacon fue derecho al
establo, ignorando los vítores de alegría por la llegada de los
guerreros. Él solo quería pasar desapercibido para poder
emborracharse.
Una vez en el establo, desmontó y entregó las riendas al
mozo de cuadra.
—Me alegro de veros en casa —dijo el muchacho, pero
Deacon no pudo contestarle, al no sentir que había llegado a su
hogar. Ahora que estaba solo, no lo sentía así.
—Asegúrate de que reciba un buen cepillado y algo de
heno extra —dijo cuando notó que el muchacho lo observaba,
a la espera de alguna palabra.
—S-sí, mi señor —balbució el mozo, moviendo la cabeza.
Deacon se alejó antes de que pudiera tener cualquier otra
interacción con el chico, y pronto llegó a la torre del
homenaje. Cuando empujó la pesada puerta del gran salón, el
olor a juncos recién puestos lo saludó. El cálido interior era un
alivio bienvenido después de soportar el clima borrascoso y
frío del invierno.
—Me alegro de que ya estés aquí. Esta noche se espera una
buena tormenta.
Deacon se giró para encontrar a Duncan sentado cerca del
fuego.
—Sí, nos hemos apresurado para llegar antes que ella —
respondió Deacon mientras se unía al anciano y se acomodaba
en la otra silla.
—Eso está bien. —Tras un breve silencio, el anciano
continuó hablando—. Es bueno que estés en casa. Te hemos
echado de menos.
Deacon estaba demasiado cansado para decirle que ya no
sentía ese castillo como su hogar o que le dolía que no tuviera
a nadie más que a un anciano para recibirle. En su lugar,
cambió a un tema más seguro.
—¿Ha pasado algo en mi ausencia?
—Nada notorio. Los problemas que suelen suceder en una
fortaleza —respondió Duncan mientras se levantaba de la silla
—. Necesitas un buen trago de whisky, muchacho.
—¿Por qué? ¿Qué vas a decirme? —preguntó Deacon, sin
perder de vista al anciano.
Duncan volvió con una jarra llena hasta el borde de
whisky.
—Toma —dijo, y se la acercó a su sobrino—. Bebe unos
tragos y luego hablamos.
Deacon cogió la jarra con gratitud y dejó que el ardiente
líquido se abriera paso hasta sus entrañas, adormeciéndolas.
—Has dicho que no había pasado nada grave en mi
ausencia.
—Y así es —respondió el anciano, mientras se acomodaba
en la silla.
Desconfiado, Deacon dio unos sorbos y luego miró
fijamente a su amigo. Este suspiró y continuó hablando.
—Sabes que ya soy demasiado viejo para ocuparme del
castillo en tu ausencia. Además, no se me dan nada bien las
tareas propias de una mujer. Las criadas me preguntan y no sé
qué decirles.
No era la primera vez que Deacon escuchaba esta
conversación, y sabía de antemano lo que Duncan iba a
proponerle.
—No sigas —se quejó Deacon—. Ya te he dicho muchas
veces que no pienso casarme de nuevo.
—Pero tienes que empezar a pensar en tu futuro, en el
futuro del clan.
Deacon suspiró y dio otro trago al whisky. Era la misma
discusión que tenían cada vez que él regresaba o las criadas
atosigaban al anciano. La verdad era que Deacon le estaba
agradecido a este por ocuparse de esas cuestiones, aunque
sabía de antemano que no le agradaban. Pero de solo pensar en
buscar otra esposa…, le dolía el pecho.
—Sé que, como laird, tengo obligaciones, pero no puedo
meter a otra mujer en el hogar de Rhona.
—Siento ser tan duro contigo, sobre todo, cuando acabas
de llegar y sé que estás cansado, pero este ya no es el hogar de
Rhona. Ella está muerta, y tú tienes obligaciones con tu clan.
Deacon se levantó furioso de la silla, llevando consigo su
jarra de Whisky.
—Ya sé que está muerta. Soy consciente de ello cada
minuto del día, pero no puedo olvidar sin más que ella lo era
todo… que… —No pudo continuar hablando.
—Ojalá pudiera hacer algo para mitigar tu dolor, pero
nadie puede hacerlo. Solo tú puedes comenzar a olvidar para
poder sanar.
—¿Y una nueva esposa me ayudaría? —preguntó Deacon,
incrédulo.
—Estoy seguro de ello. Además, podría ocuparse de los
asuntos de las mujeres y darnos un respiro.
Deacon asintió, un poco más calmado.
No podía reprocharle al anciano que le hablara de ese
asunto. Sabía que todo el clan estaba preocupado por él y por
la falta de un heredero. Incluso sus guerreros susurraban en la
oscuridad si su laird iba a tomar otra esposa para darle al clan
lo que le correspondía.
Todos habían sido testigos de su dolor, pero habían pasado
cuatro años, y eso les parecía suficiente tiempo para olvidar a
su esposa e hijo.
Era hora de seguir adelante. Lo sabía su mente, pero su
corazón se negaba a ello.
—Prométeme que por lo menos lo pensarás —le pidió
Duncan.
Deacon lo pensó en silencio durante unos segundos y luego
asintió. Se lo debía a ese hombre que se preocupaba tanto por
él.
E
sa mañana, en el campo de entrenamiento, algo
andaba mal. Deacon no sabía qué era exactamente,
pero tenía la sensación de que todo el mundo lo
miraba y rumoreaba a sus espaldas.
—Te veo distraído —le dijo Ewan a Deacon cuando
consiguió desarmarlo de un golpe. Algo impensable en su
laird.
Deacon gruñó y se agachó para coger su espada.
—Tengo la sensación de que todo el mundo me mira —
contestó Deacon entre susurros, consiguiendo que Ewan
sonriera.
Ewan sabía desde primeras horas de la mañana qué era lo
que sucedía, al no haber pasado ni dos minutos despierto desde
que el primer guerrero se le acercó a preguntar por la
muchacha.
Al parecer, al despuntar el alba, los rumores sobre la
extraña que se había presentado a pedir matrimonio a su laird
no habían hecho nada más que empezar y, unas horas más
tarde, hasta el sordo de la aldea estaba enterado de la noticia.
Todos menos su laird, al que nadie se atrevía a preguntar.
—No sé por qué será. Quizá hoy te has levantado con un
encanto especial. —Ewan no pudo aguantar mucho sin soltar
una carcajada, sobre todo, al ver la expresión de espanto e
incredulidad de su amigo.
Como respuesta, Deacon apuntó con su espada al pecho de
Ewan y le insistió con voz seria:
—Dímelo o no respondo de mis actos.
Tratando de contener la risa, Ewan alzó los brazos en señal
de rendición y miró divertido al grupo que se les acercaba.
Deacon no podía verlo, ya que estaba de espaldas, aunque
Ewan no dudaba que pronto se percataría de su llegada.
—En vez de decirte quién es el causante de todo esto,
prefiero señalártelo.
Y, con un movimiento de cabeza, le indicó que mirara tras
él.
Deacon le obedeció en el acto, y vio atónito cómo la
muchacha de la noche anterior se acercaba acompañada de
Duncan y seguida de medio clan.
Al parecer, todos sabían ya de su llegada y, cuando Deacon
se volvió hacia Ewan y vio la sonrisa pícara en sus ojos, supo
que además, a esas horas, todos sabrían lo sucedido en el gran
salón.
—Vas a pagar por esto —le aseguró Deacon a Ewan,
visiblemente enfadado.
Como respuesta, este alzó más los brazos y repuso:
—Te juro que yo no tengo nada que ver en esto.
Deacon gruñó y se giró justo a tiempo de recibir al grupo
de visitantes.
—Buenos días, milady, me alegra que ya estéis bien. Así
podréis partir esta misma tarde.
La sonrisa de la muchacha desapareció bajo un ceño
fruncido.
—Mi señor —intervino Duncan—. ¿Qué clase de
hospitalidad le estaremos ofreciendo a milady, si la
despedimos tan pronto?
—¿Una breve? —contestó Deacon sarcástico y alzando
una ceja.
Duncan lo ignoró y se volvió para mirar a Ishbel, que
observaba callada a Deacon.
Su mirada era tan intensa que por unos segundos Deacon
se sintió desnudo. Deacon trató de llamar la atención de
Ishbell con un carraspeo, pero la muchacha no le hacía caso al
haber detenido su mirada en una parte de su anotomía que
ninguna muchacha debería mirar.
Como castigo, él hizo lo mismo y se detuvo a
contemplarla.
Ella tenía la capucha quitada, por lo que podía ver su largo
cabello rubio moviéndose alrededor de su cara con el viento.
También podía ver el color miel de sus ojos, que ya había
podido observar la noche anterior cuando la tuvo ante él, justo
antes de que ella acabara entre sus brazos.
Por mucho que odiara admitirlo, su parte inferior se agitó
al recordar su tacto.
Asqueado de sí mismo, Deacon la miró, queriendo odiarla.
Había venido a su hogar con una estúpida propuesta de
matrimonio que no pensaba aceptar. No importaba lo que su
entrometido clan pensara, él no iba a aceptar a una completa
desconocida, aunque esta le estremeciera con su mirada.
—Si me permites —intervino Duncan, para consuelo de
Deacon—. Te presento a Ishbell MacTavish, hija del laird
MacTavish.
Se escuchó un rumor de aceptación y las sonrisas
comenzaron a extenderse entre los presentes. Sin duda, al
saberse que era la hija de un laird tan respetado, la muchacha
había conseguido la aprobación del clan.
Algo que no agradó a Deacon.
—Milady —continuó Duncan—. Frente a vos tenéis a
Deacon MacGill, laird del clan.
Los vítores comenzaron a escucharse cada vez más fuerte,
en apoyo al laird.
—Laird, encantada de conocerle —dijo ella, a la vez que
hacía una reverencia.
Deacon estuvo a punto de poner los ojos en blanco. Parecía
que estaban en un salón de la Corte, en vez de en el campo de
entrenamiento enfangado.
Y ahora, ¿qué debía hacer él? Deacon no estaba seguro de
si besar su mano, ofrecerle dar un paseo por el barro o una
alcachofa del huerto, al no disponer de una flor.
Estuvo a punto de sonreír por este pensamiento, hasta que
ella se interesó por su espada. La que sostenía en su mano.
—Si me permitís —comenzó a decir ella—. Tengo una
propuesta que creo que os gustaría escuchar.
Deacon miró fijamente a la muchacha y se preguntó,
después de su meticuloso escrutinio, qué clase de propuesta
sería esta. Estuvo a punto de sonreír, complacido, cuando
recordó que ella era la hija de un laird, no una tabernera, y las
hijas de un laird solo se ofrecían a cambio de un anillo en el
dedo.
Por su parte, Ishbell ya estaba cansada de ser el objeto de
interés de todo el clan. Solo quería un momento de privacidad
con el laird, pero parecía algo imposible cuando medio clan la
seguía.
Estaba segura que su propuesta sería aceptada, pero solo si
la exponía con la diplomacia adecuada.
Intentó pensar cómo hacerlo y analizó sus puntos fuertes.
Ella podría asumir las responsabilidades del clan que a él
no le importaban y, al mismo tiempo, ocuparse de las tareas
propias de las mujeres. Su madre la había enseñado bien y,
aunque ella no tenía mucha experiencia, sí podía ocuparse de
lo más básico e ir aprendiendo.
Aunque esto último no se lo diría al laird.
También debía demostrarle que era mucho más que una
esposa, una compañera que no se echaría atrás. Que era
valiente, inteligente y astuta. Alguien con quien hablar y en
quien confiar.
Una idea le pasó por la cabeza.
—Mi señor —comenzó a decir, eligiendo cuidadosamente
sus palabras—, sé que no os agrada la idea de casaros, pero ¿y
si pudiera haceros cambiar de opinión?
Incluso de cerca, el hombre era demasiado alto, ya que
Ishbell solo le llegaba al pecho, pero eso no le quitaba
atractivo. Sus ojos era lo que más le impactaba y lo que más le
hablaba de su soledad.
—Lamento ser tan duro con vos, pero no creo que haya
nada que podáis hacer para hacerme cambiar de opinión —dijo
él convencido.
Ishbell tomó aire, esperando no hacer la mayor tontería de
su vida.
—Lucharé con vos por una oportunidad.
Al escucharla, los ojos de Deacon se abrieron de par en
par, al mismo tiempo que el gentío se quedó en silencio.
—¡Ja! No puedo luchar contra vos, muchacha. Regresad a
casa con mis bendiciones.
—No —respondió ella, decidida, quitándose la capa y
sacando la daga que llevaba escondida en su pierna—. No
hasta que me deis una oportunidad.
Su padre le había dado algunos consejos sobre el manejo
de una daga a lo largo de los años, pues él quería que ella fuera
capaz de defenderse en caso de que la fortaleza fuera atacada.
Ahora, esas lecciones iban a ser útiles.
—¡No tengo que daros nada, muchacha! —gritó Deacon
exasperado, sin perder de vista la daga que ella sostenía en su
mano.
Ishbell sonrió, al saber que, delante de su clan, él no podía
rechazar un desafío. Menos aún si ella lo increpaba hasta
hacerle perder la cordura.
—Pero yo os desafío, mi señor. Y sabéis muy bien que
como laird no podéis negaros.
Deacon abrió los ojos de par en par y luego miró a Duncan,
que asintió, y a Ewan, que se cruzó de brazos y luego se
encogió de hombros con gesto divertido.
El laird la estudió por un momento y una leve sonrisa se
formó en sus labios. La mujer era increíble y muy inteligente
al desafiarlo. Se preguntó qué podría perder, al estar
convencido de que esa MacTavish no podría vencerle. No era
ningún guerrero experimentado y no tenía ni la fuerza ni la
agilidad de él.
—Muy bien —dijo al fin, observándola—. Déjame elegir
mi arma.
Deacon escuchó el suspiro de Ishbell mientras se alejaba y
sonrió. Parecía muy segura de poder ganarle y solo esperaba
no humillarla demasiado.
En pocos pasos, él llegó hasta uno de sus guerreros y le
pidió su daga, para acto después regresar frente a ella, a cada
segundo más seguro de su victoria. Sobre todo, cuando se
percató de su delicadeza.
Tenía un bonito cuerpo, delgado, pero fuerte, y su estatura
era un poco por encima de la media para una mujer. Pero lo
que más le llamó la atención era que no parecía abrumada o
asustada, sino más bien encantada por haber conseguido el
combate.
Sonriendo, Deacon decidió que le bajaría un poco los
humos y le haría regresar a su clan ese mismo día.
—Si te supero, te irás —afirmó rotundo, al no querer
mostrar simpatía. No debía demostrar debilidad o, tras la
derrota, ella comenzaría a llorar para conseguir su propósito de
quedarse.
—Y si le supero, entonces me escuchará —respondió ella
con la misma determinación.
Cuando Deacon asintió, asombrado por la convicción de
Ishbell, ella se quitó la capa y respiró hondo. Esta era su
oportunidad de demostrarle que podía ser una aliada y una
compañera para este clan, y no estaba dispuesta a perder.
Deacon se alejó un poco y todo quedó en silencio. El
combate iba a comenzar y nadie se movía.
Ambos contrincantes se miraron mientras no se escuchaba
ni el ladrido de un perro. Parecía que hasta el viento se había
detenido, quizá para no perderse el increíble combate entre el
laird MacGill y la osada MacTavish.
Deacon le hizo una seña para que cargara contra él, con la
daga en la mano izquierda, y todo comenzó. Pero Ishbell no se
movió, estudiando su postura y el movimiento que quería
hacer primero. El laird había aprendido a bloquear su
debilidad, manteniendo los brazos sueltos y equilibrándose
con facilidad sobre las puntas de los pies, lo que facilitaba el
movimiento rápido cuando atacaba.
En lugar de moverse rápidamente, Ishbell se tomó su
tiempo, tal y como le había explicado su padre durante los
entrenamientos.
—¿Puedo haceros una pregunta? —dijo ella mientras se
acercaba a él.
Cuando Deacon asintió, ella continuó hablando.
—¿Qué arma prefiere?
Deacon resopló, como si la respuesta fuera más que
evidente.
—Cualquier escocés que se precie prefiere su espada a
cualquier otra arma.
Pero Ishbell no estaba escuchando. Ya se estaba
abalanzando sobre él, lanzando su hombro contra su estómago,
y haciéndole bajar la guardia.
Sabía que la forma de vencer a un oponente más fuerte era
conseguir un momento de distracción, y por eso le había
formulado su pregunta. Además, ella contaba con la ventaja de
que él la infravaloraría al ser mujer, por lo que no la
consideraba un oponente serio.
Como consecuencia de su golpe ambos cayeron al suelo,
pero Ishbell se recuperó primero, sosteniendo su daga en la
garganta de él.
—¡Le he ganado! —anunció ella feliz sobre el cuerpo de
su adversario.
Capítulo 5
D
eacon estaba paralizado. No solo no había esperado
el ataque de ella, sino tampoco la fuerza con que le
golpeó en el estómago. Pero además, se había
quedado inmóvil al notar el cuerpo de la joven
sobre el suyo. Más concretamente, sus muslos alrededor de sus
caderas y su vientre sobre su hombría. Esta no tardó en cobrar
vida mientras él se esforzaba por apartar la mirada de los ojos
de color miel de ella.
Solo el clamor que se levantó en el campo de
entrenamiento hizo que Deacon recordara dónde se
encontraba, e inclinó su cuerpo al apoyar los codos en el suelo.
—¡Has hecho trampa! —trató de parecer enfadado, pero lo
cierto era que no lo estaba. Menos aún cuando ella arqueó una
ceja a la vez que seguía manteniendo su daga en la garganta.
Eso sí, con cuidado de no dañarlo.
—No le he engañado. Un guerrero debe ser astuto y saber
aprovechar sus ventajas.
—Y cuando no las hay, ¿forzarlas?
—Así es —afirmó ella sonriendo.
Deacon también sonrió y se dijo que era demasiado lista
para discutir con ella, sobre todo, en su estado de excitación y
con el clan pendiente de sus palabras.
—En ese caso, no me queda otra opción que declarar
vuestra victoria.
Ishbell le sonrió satisfecha y retiró la daga de su cuello.
Solo cuando observó los ojos del laird ávidos por ella, fue
consciente de que estaba a horcajadas sobre el hombre. Su
mano se posó en el pecho de él, sintiendo el ritmo constante de
su corazón bajo su palma. Al estar tan cerca, podía ver la
barba incipiente de su fuerte barbilla y sentir el calor que
emanaba de él, aunque estuviera notando el frío en su cara.
Sin perder ni un segundo, Ishbell se apartó del laird y
observó cómo este se ponía en pie, guardando la daga en su
cinturón.
Solo entonces se percató de que todos la vitoreaban y de
que él había proclamado su victoria. Al darse cuenta que él no
se había enfadado ni negado a hacerlo, se sintió agradecida. A
pocos hombres les gustaba ser vencidos, menos aún por una
mujer, rodeados de testigos y siendo el laird del lugar.
Ishbell pensó que el MacGill debía de ser un hombre
formidable y poco común. El pensamiento la calentó, y trató
de formar las palabras que había ensayado repetidamente para
sí.
Debía centrarse en su misión y hablarle cuanto antes de su
plan, antes de que su mente se quedara en blanco y comenzara
a balbucear como una tonta.
—Veréis, mis padres se han empeñado en que contraiga
matrimonio, y me es imposible desobedecer esa orden. —
Deacon alzó una ceja al escucharla, al no estar muy seguro de
que no pudiera hacerlo—. Por ese motivo, he decidido ser yo
quien me busque un marido, en lugar de que mis padres me
impongan uno.
—Es un plan muy inteligente, aunque algo osado —
comenzó a decir Deacon—, pero no entiendo qué tengo que
ver yo en todo este asunto.
—Está claro, os he elegido a vos.
Ishbell lo dijo de una forma tan categórica que Deacon se
detuvo y se la quedó mirando.
—Me complace que me tengáis en tal alta estima, pero,
¿no creéis que sería mejor que escogierais a un hombre al que
conocierais?
Ella desechó la idea nada más escucharla, haciendo un
gesto con la mano.
—No tengo tiempo para conocer a todos los hombres
solteros de Escocia y elegir uno.
—Sí, pero…. —dijo Deacon.
—Dejadme continuar, os lo ruego.
A él no le quedó más remedio que aceptar.
—Ya sé que mi propuesta de matrimonio es algo inaudita.
—Deacon resopló al escucharla—. Pero no busco casarme por
afecto. Mi idea es casarme para tener un clan al que llamar
propio. Quiero ser una compañera, nada más.
Sus palabras parecieron tomar por sorpresa a Deacon.
—¿No deseáis un matrimonio por amor?
—No importa lo que desee, sino lo que pueda conseguir. Y
tanto si lo eligen mis padres o debo encontrarlo yo lo antes
posible, el amor resulta una cuestión inalcanzable.
Deacon se quedó pensativo por un momento. Lo cierto era
que le sorprendía que una mujer no deseara casarse por amor,
aunque la entendía. El amor era algo muy difícil de encontrar,
y un lujo cuando no se tenía tiempo apenas para hacer una
elección.
Él lo sabía muy bien, pues desde la muerte de su esposa,
supo que jamás volvería a encontrar el amor. No uno tan
intenso. Tal vez afecto o compañerismo, pero nada más.
Quizá por ese motivo la propuesta de la mujer no le
resultaba desechable.
—Entonces, ¿solo buscáis un compañero?
—Y un hogar —afirmó mientras asentía.
—¿Le contasteis a mi consejero Duncan vuestro plan?
—Sí —respondió Ishbell, sin dejar de mirarle a los ojos.
Quería que viera su seguridad en su plan y que estaba
dispuesta a discutirlo.
Deacon continuó caminando mientras pensaba en la
propuesta. Ishbell iba a su lado y no tardaron en entrar en la
torre del homenaje. Notó enseguida el calor procedente de la
chimenea encendida y miró a su alrededor. Los preciosos
tapices que colgaban de las paredes, los muebles de madera
bien cuidados, el fuego crepitante y el fresco olor de los juncos
le hacía sentir que ese lugar podía ser un buen hogar. Uno del
que poder sentirse orgullosa y que podría mejorar.
Una punzada de soledad la recorrió, pero Ishbell la apartó.
Ahora tenía otras cosas en las que centrarse, no en echar de
menos a sus padres o a Else.
El salón estaba solo ocupado por sirvientes que iban de un
lado a otro preparándolo todo para la cena, y ellos se sentaron
en unos cómodos sillones frente al hogar.
Tras unos minutos de silencio, Deacon comenzó a hablar.
—He de admitir que me interesa vuestra oferta. Yo mismo
deseaba encontrar una compañera, una mujer que no esperara
amor de nuestra unión, pero temo que, si acepto, me veré en
problemas con vuestro clan.
—No debéis preocuparos. Ya pensé en esa posibilidad, y
por eso os elegí.
Deacon se la quedó mirando, interesado.
—Vuestro clan es temido y respetado —explicó ella—. Es
uno de los más fuertes y poderosos de Escocia, y muy pocos
osarían desafiarlo. Pero además, vos tenéis una reputación de
hombre justo, aunque fiero, y sé que hicisteis feliz a vuestra
esposa. Eso hará que mis padres no se opongan al matrimonio.
Deacon comenzó a sentir un nudo en el estómago al
escucharla hablar de Rhona. No quería meterla en esto, aunque
entendía que esa mujer confiara en que sería un buen
compañero, al haber amado a su primera esposa.
Pero era más importante asegurarse de que su clan no se
metería en una disputa si se casaba con la muchacha.
—Estáis muy convencida de que vuestro padre consentirá
este matrimonio.
—Mis padres me quieren y no se opondrán a mi elección.
Deacon asintió, sin querer entrometerse en la relación que
ella mantenía con sus padres. Aunque debía reconocer que la
muchacha había conseguido llegar hasta el clan, y ya tenía una
edad por la que se la podría considerar una solterona. Eso le
indicó que era cierto que sus padres la consentían demasiado.
—Creo que podría funcionar —aseguró Deacon tras
pensarlo.
Como respuesta, Ishbell soltó un suspiro que no sabía que
había estado reteniendo. Él iba a aceptar su plan. Apenas podía
creerlo.
—En ese caso, ¿acepta? —le dijo ofreciéndole la mano
Deacon miró la mano y luego a ella.
—Acepto.
Capítulo 6
A
la mañana siguiente, Deacon se levantó y bajó al
gran salón. No se extrañó de no ver a nadie
ocupando los asientos de la gran mesa central, al
ser algo más tarde de lo normal. Lo cierto era que
se había quedado dormido, pues, por primera vez en años, sus
sueños habían sido tranquilos.
Ahora lo que deseaba era comer algo, entrenar como cada
día y hablar con Duncan sobre su deseo de casarse con Ishbell
MacTavish. Aunque utilizar la palabra deseo sonaba
demasiado personal y apasionado.
Con paso tranquilo, se sentó en la cabecera de la mesa y
pronto fue atendido con cerveza, frutas, queso, pan, panecillos
de mantequilla y mermeladas. Todo un festín que comenzó a
comer con voracidad hasta que su supuesta prometida
irrumpió de repente.
—Me alegra encontraros despierto —repuso ella feliz,
consiguiendo que él se sintiera como un niño al que reprendían
por haber dormido demasiado, descuidando sus tareas.
—He estado pensando —dijo él a modo de defensa,
aunque ella no parecía prestar atención a sus palabras.
Por el contrario, Ishbell se sentó a su lado, cogió un
panecillo de mantequilla y comenzó a pellizcarlo y meterse
pequeños trocitos en la boca.
—He visitado el huerto, la cocina y la despensa. También
he hablado con la cocinera y algunas doncellas, y después he
ido a ver los establos.
Deacon se quedó asombrado, con una rebanada de pan
cubierta de mermelada de fresa que comenzó a gotear. ¿A qué
hora se habría levantado para darle tiempo a hacer tantas
cosas? Aunque la pregunta más correcta sería si habría
conseguido dormir un par de horas.
—Si vos estáis de acuerdo, he pensado que podríais
mostrarme los alrededores. —Más que una sugerencia, parecía
una orden—. Tenéis una casa muy bonita y me muero de
ganas de ver el resto.
—¿No deseáis antes descansar? —dijo él irónico, aunque
ella no pareció darse cuenta.
—Oh, no. No estoy cansada. Además, si me quedo quieta
sin hacer nada, enseguida me aburro y acabo metida en líos.
—No tenéis que jurarlo para que os crea —dijo él en voz
baja mientras se limpiaba la mermelada de la mano con un
trapo.
Ella, por el contrario, seguía metiéndose pequeños trozos
del panecillo en la boca, sin perderse ninguno de sus
movimientos.
—En cuanto termine, no tendré ningún inconveniente en
enseñaros los alrededores.
Ishbell asintió, observando cómo Deacon daba un gran
bocado a otra rebanada de pan con mermelada, esta vez de
albaricoque, manchándose de nuevo las manos. Por supuesto,
la boca también quedó manchada en uno de sus laterales, e
Ishbell contempló cómo esta mancha comenzaba su lento
camino hacia abajo.
—¿No tenéis que cambiaros de ropa? —preguntó Deacon
incómodo, al percatarse de cómo le miraba ella.
Ishbell negó con la cabeza y prosiguió con su escrutinio,
con tan mala suerte que se le atragantó un pedacito de
panecillo y comenzó a toser.
Deacon la miró, ya con el trapo en la mano para limpiarse,
cuando se dio cuenta de que la tos no solo no cesaba, sino que
su invitada comenzaba a ponerse azul.
Desesperado, llamó a gritos a los criados, sin saber qué
hacer.
Mientras, Ishbell tosía cada vez con más insistencia, hasta
que comenzó a marearse. Un segundo después, notó un golpe
tan fuerte en la espalda que casi la tumbó sobre la mesa, y el
pedacito de panecillo salió disparado hacia afuera de su
garganta.
Había estado tan ensimismada en su ahogamiento, que no
advirtió la desesperación de Deacon, ni que este, al ver que
nadie acudía en su ayuda, hizo lo único que se le ocurrió.
Darle un fuerte golpe en la espalda y sujetarla para que no se
estrellara contra la mesa.
Después, la dejó despacio sobre el asiento y la miró
asustado.
—¿Estás bien?
Ishbell apenas podía hablar.
—Me has dado un susto de muerte —aseguró Deacon con
voz entrecortada, cuando ella al fin tomó una bocanada de
aire.
Tras dos fuertes inspiraciones más, Ishbell se repuso y lo
miró. Estaba junto a ella en cuclillas, visiblemente asustado, y
con la mancha de mermelada de albaricoque aún en su boca.
De pronto, ella empezó a reírse con ganas, dejándolo
paralizado.
—No sé a qué viene esa risa. La próxima vez te dejaré que
te pongas azul y te ahogues.
Su comentario solo consiguió que ella riera más y por fin
señalara su mancha.
Receloso, él se llevó una mano a la boca y tocó la mancha
de mermelada. Luego, la retiró y la miró sobre su mano, como
si fuera el bicho más inmundo.
La carcajada de Ishbell aumentó y dijo:
—Somos una pareja de impresentables. Cualquiera que nos
hubiera visto comer nos reprendería.
Deacon sonrió y, tras limpiarse la mancha en el trapo, le
contestó.
—El guarro y la tragona descuidada.
Ishbell volvió a romper en carcajadas y esta vez Deacon la
acompañó con ganas.
Lo que no vieron fue a los criados que habían llegado
cuando Ishbell reía y no habían querido intervenir, a petición
de Duncan, que había sido el primero en llegar, al ir en busca
del laird y al haberlos observado juntos hablando.
—Esa chica es un milagro —afirmó complacido y
sonriendo mientras los demás asentían.
C
on las primeras luces del sol, Ishbell se levantó de la
cama y se apresuró a acercarse a la ventana.
Esperaba un día soleado, ya que deseaba recoger
flores para el pelo y un ramo.
A pesar de que el matrimonio iba a ser precipitado y de
conveniencia, estaba emocionada ante la perspectiva de
casarse con Deacon. No solo era el hombre más guapo que
había conocido, sino el único que la alteraba cuando lo tenía
cerca.
Estaba segura de que sus besos debían de ser apasionados,
pero a pesar de que cada vez se sentían más a gusto el uno con
el otro, en ningún momento la había besado ni abrazado. Ni
siquiera cuando se habían quedado a solas o cuando ella vio el
deseo también en sus ojos.
Ishbell se dijo que no debía preocuparse, sino centrarse en
que él había aceptado ser su esposo, y que parecía complacido
con serlo.
La llegada de Else la sobresaltó.
—Me alegro de que estéis despierta —dijo su doncella, que
había llegado unos días atrás.
La familia de Ishbell había decidido no asistir a la
celebración, como muestra de su enfado. Aunque,
secretamente, ambos padres y por separado, se habían
asegurado de comunicarle a Else que le dijeran que la querían
y la entendían.
Ishbell comprendía que su padre, como laird, debía dar
ejemplo y castigar a una hija díscola que se había fugado para
casarse en secreto con un desconocido. Aun así, no se
arrepentía, pues estaba contenta con su destino.
Solo que, a veces, Deacon parecía taciturno y ausente,
como si sus pensamientos estuvieran en otro lugar.
—Else —la llamó y, al acercarse esta, Ishbell la cogió de
las manos—. Me alegro de que por lo menos tú estés conmigo.
—Yo siempre estaré contigo, ya lo sabes. Y no te
preocupes por tus padres, en menos de dos meses ya verás
cómo buscan una excusa para visitarte.
Ishbell asintió y sonrió.
—Sí, sé que lo harán, pero me hubiera gustado que
estuvieran presentes el día de mi boda.
Else la abrazó.
—Estarán contigo. Te he traído el vestido de novia de tu
madre, ¿no? Y el broche del clan que me dio tu padre, así que
estarán contigo cuando los lleves puestos en la iglesia.
—Y no olvides que debo ponerme los colores de mi nuevo
clan.
—Y las flores que quieres llevar —prosiguió Else.
—¡Dios santo! Si tengo que ponerme todas esas cosas,
apenas se me va a ver.
Las dos mujeres sonrieron y comenzaron con los
preparativos. Había mucho por hacer, y el novio no tardaría
mucho en estar esperándola en la capilla.
I
shbell nunca jamás había sentido tanto calor. No era por
el fuego que había detrás de ella, sino por la mirada
acalorada que le dirigía su marido en ese momento,
haciéndola temblar bajo su intensidad.
¿Era esto lo que se sentía cuando un hombre te deseaba?
Dada la forma en que él la miraba, ella creía que así era.
Pero Ishbell no se quedó atrás y también lo contempló a
conciencia. El pecho de su esposo tenía numerosas cicatrices
que fruncían su piel, pero de alguna manera eso lo hacía aún
más guapo.
Era grande, firme y musculoso, y su hombría la sorprendió
al alzarse aún más ante su mirada.
—No debes tener miedo —le dijo él con la respiración
entrecortada.
—No tengo miedo —aseguró ella, pero permaneció quieta,
desnuda ante el cuerpo de su esposo, que parecía reclamarla.
Deacon se acercó un paso, le puso el dedo bajo la barbilla
y la obligó a mirarlo. Como respuesta, las mejillas de Ishbell
se enrojecieron.
—Intentaré ser cuidadoso.
Ishbell asintió, tan nerviosa que solo se le ocurrió decirle:
—Yo también tendré cuidado.
Deacon no tardó en reír al darse cuenta de que esas
palabras le decían lo inocente que era su esposa en temas
amatorios. Algo que le agradó, al ser él el primero. Y el único.
—Te lo agradezco, esposa —le dijo, y la besó con dulzura
en los labios.
En un principio, el beso tenía la intención de ser breve e
inocente, pero pronto se intensificó, y Deacon se encontró
perdido en el sabor de su boca.
Por el contrario, Ishbell lo saboreaba con expectación,
como si fuera el inicio de una de sus muchas aventuras por el
bosque, en busca de una presa o de algo nuevo y emocionante.
Pero pronto descubrió que acababa de comenzar algo
completamente novedoso e inquietante por experimentar.
Deseaba saber más, probar más, hasta que Deacon tocó su
pecho y todo raciocinio desapareció de ella. En su lugar,
Ishbell gimió en voz baja en su garganta, sintiendo cómo
crecía la humedad entre sus piernas.
—Och, muchacha, —susurró él contra su piel mientras su
mano se deslizaba por el abdomen de Ishbell—. Jamás
imaginé que fueras tan perfecta. Me temo que nunca me
saciaré de ti.
—Espero que no —respondió ella con voz seria—. Acabo
de empezar a aprender, y debes enseñarme muchas cosas.
Él se rio, y a Ishbell se le puso la piel de gallina cuando su
dedo se hundió en ella. Ishbell alargó la mano a ciegas y se
agarró al brazo de Deacon mientras su cuerpo se acostumbraba
a la novedad del tacto de un hombre.
El toque de su marido.
—Eso es —le dijo él, con su boca contra la sien de ella y
sus dedos rozando su parte más sensible—. Puedo sentir tu
necesidad.
Ishbell se arqueó contra su contacto, logrando que la
presión de su cuerpo aumentara. Quería más, mucho más. Ella
luchó por permanecer quieta, al mismo tiempo que se mordía
el labio inferior para no hacer ningún ruido.
Y entonces sintió que su cuerpo se liberaba, un grito
desgarrando su garganta. No se parecía a nada que hubiera
sentido antes, el calor se extendió por sus extremidades
mientras su cuerpo se agitaba con la pulsante liberación.
Cuando Deacon la empujó hacia la cama, ella obedeció, y
su piel se deslizó por la fina ropa de cama.
—Pon tus brazos alrededor de mi cuello —le ordenó él.
Ella hizo lo que él le dijo, pero no pudo pensar más allá del
hecho de que él separó sus piernas y se instaló entre ellas.
Su respiración era áspera, y le recorría la cara mientras
Ishbell notaba el miembro de él entre sus piernas.
Entonces, Deacon empujó hacia dentro. A pesar de sus
lentos movimientos, fue incómodo y un poco doloroso cuando
entró en ella.
Él empujó una vez más y esta vez la llenó por completo.
Ishbell notó el pinchazo al romper su virginidad, pero no fue
terriblemente doloroso. Estaba demasiado distraída por estar
completamente unida a él.
Cuando Deacon se quedó quieto un momento, Ishbell abrió
los ojos y lo miró.
—¿Ya ha terminado? —preguntó ella, decepcionada.
Él dejó escapar un gemido torturado.
—No, muchacha, solo te estoy dando un momento.
Unos segundos después, Deacon comenzó a moverse de
nuevo, con sus caderas subiendo y bajando. Al principio el
ritmo era lento, pero pronto pareció perder el control.
Ishbell se aferró a su marido, y las olas de placer volvieron
a inundarla mientras él penetraba en ella, con movimientos
cada vez más bruscos. Cuando él soltó un fuerte grito, Ishbell
se dio cuenta de que Deacon había llegado a su propia
liberación.
Él rodó sobre su espalda y la atrajo contra su costado. Bajo
su oreja, su corazón latía frenético, y su pecho se expandía con
cada inhalación aguda.
—Ahora será mejor que descansemos —dijo Deacon para
después besarle en la sien.
—¿Esposo? —lo llamó ella en un susurró pocos minutos
después.
—Sí? —preguntó Deacon, medio adormilado y exhausto
tras un día tan intenso.
—¿Podremos hacer esto todas las noches?
La pregunta le sorprendió, pero él sonrió y abrazó a su
esposa con más fuerza.
—Sí, si tú lo deseas.
—Entonces, me gustará eso de estar casada.
Deacon rompió en una carcajada y decidió que a él
también le gustaría.
T
ras cinco días casados, Deacon se había vuelto un
experto en esconderse de su esposa. Aunque Ishbell
no parecía darse cuenta, ya que ella se había pasado
todo este tiempo contratando más sirvientes y
cambiando todo de su sitio.
Él recordaba el segundo día de su matrimonio. Después de
la noche de pasión que habían compartido, había necesitado
alejarse de ella. De todo lo que le hacía sentir y de las cosas
que ahora cambiarían con solo su presencia.
Por ese motivo, Deacon había buscado una excusa para
permanecer fuera del castillo todo el día, regresando con la
noche ya sobre ellos. Para su sorpresa, lo primero que
descubrió fue que su esposa no pareció echarlo de menos y
que, cansada, ya se había acostado.
Curioso, al no saber si eso era cierto o solo una mentira
para estar sola llorando por su abandono, Deacon se dirigió a
la recámara que compartían y cruzó el umbral del dormitorio
con sigilo.
La habitación estaba en penumbra, únicamente con la luz
de la chimenea encendida para guiarlo. Aun así, era bastante
evidente que su esposa estaba cobijada en la cama, hecha un
ovillo.
Al parecer, Ishbell se había quedado dormida nada más
tumbarse, y no había notado que por la noche, a pesar del calor
del exterior, el interior era frío.
Refunfuñando sobre mujeres impulsivas y catarros mal
curados, Deacon cubrió a su esposa con una fina manta y se la
quedó mirando.
No quería sentir compasión o apego por ella. Era
demasiado pronto, pero no pudo dejar de experimentar un
remolino de sensaciones en su estómago al verla dormir tan
plácidamente en su cama.
Quizá por eso a la mañana siguiente se levantó temprano y
volvió a pasar todo el día fuera del castillo y, cinco días
después, ya no sabía qué más excusas inventar para estar lo
más alejado posible de ella.
Durante estos cinco días se había sentido inseguro y
taciturno, y quizá por eso no se sorprendió cuando vio
acercarse a su amigo Ewan, serio y nervioso. Ewan lo conocía
muy bien, y Deacon estaba convencido de que él había notado
el cambio. Por lo que suponía que ahora le aguardaba una seria
conversación con su amigo, en la que tendría que convencerlo
de que estaba en la armería por un buen motivo.
—Me preguntaba dónde podría encontrarte hoy —
comenzó a decir Ewan cuando apenas estaba a unos pasos de
Deacon.
—Estoy revisando las armas —contestó este.
—No creo que sea algo que deba hacer el laird —continuó
Ewan, ya a su lado.
Deacon se dispuso a rebatirle, pero Ewan colocó una mano
en su brazo y lo miró serio, antes de que Deacon pudiera
pronunciar una sola palabra.
—¿Qué es lo que realmente te preocupa?
—Nada —no dudó en decir Deacon, al no querer tener esta
conversación.
—Somos amigos desde hace muchos años. Deberías saber
que puedes contar conmigo.
Deacon se volvió hacia él, manteniendo sus emociones
controladas frente a una de las pocas personas que
probablemente podía ver dentro de su alma. Pero no podía
contarle a Ewan lo que estaba pasando ahora. Pensaría que era
un estúpido por alejarse de su esposa por el simple motivo de
que esta le atrajera, y eso le hacía sentirse culpable e infiel
hacia su esposa fallecida.
—¿Se trata de tu esposa? —averiguó Ewan, consiguiendo
que Deacon lo mirara impresionado, al haber sabido tan bien
qué le pasaba.
Deacon suspiró y no tuvo más remedio que sincerarse con
él.
—Sí —respondió Deacon mientras pensaba en Ishbell.
Ella lo había hecho bien con el clan, su sonrisa amable y su
voz suave calmaron a los miembros del clan más escépticos
con su matrimonio. En unos pocos días, incluso él había caído
bajo su hechizo, motivo por el que se alejaba, incapaz de
manejar lo que sentía.
Su esposa le había hecho algo que Deacon no podía
explicar, pero que igualmente temía.
—Sabes que puedes ser feliz y seguir manteniendo el
recuerdo de Rhona —dijo Ewan después de un momento—.
Ella querría que fueras feliz.
Deacon dio un paso atrás, su garganta se cerró al oír el
nombre de su anterior esposa, al no estar preparado para
escucharlo.
—No quiero hablar de Rhona.
—Pero tienes que hablarle de ella con Ishbell, eso te
ayudará a sanar.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —Pero Deacon no dejó
que Ewan le contestara—. Además, no quiero hablar de ella
con nadie, y menos con Ishbell.
Tras sus palabras, Deacon se alejó a grandes zancadas
antes de que pudiera seguir escuchando. Rhona era su
recuerdo, su dolor, el de nadie más. Y ni Ewan ni Ishbell
debían interponerse entre sus recuerdos y sentimientos por
Rhona.
Deacon no se detuvo hasta que llegó al establo y ensilló su
caballo. El mozo de cuadra había echado un vistazo a su
expresión y salió corriendo de su puesto, asustado por la
mirada del laird. Deacon no culpó al joven. Él también habría
huido de él.
Después de ensillar a su caballo, Deacon se subió a su
lomo y lo guio fuera de los establos, a los páramos que se
extendían más allá del castillo.
Deacon cabalgó durante un rato hasta que vio otro caballo
a lo lejos, corriendo por los páramos a una velocidad que le
sorprendió. Deacon instó a su caballo a seguir adelante y,
pronto, su pecho se agarrotó al advertir el pelo rubio del jinete.
No, no podía ser. Pero todo indicaba que era Ishbell.
Deacon empujó su caballo más rápido, con el corazón
martilleando en su pecho. Ella estaba cabalgando a una
velocidad que probablemente le causaría la muerte si se caía.
¿En qué estaba pensando?
¿Estaba huyendo de él?
Deacon sintió que el viento desgarraba su ropa cuando
empezó a ganar terreno, con la boca seca. No podía permitir
que se hiciera daño porque ella quisiera alejarse de él. Quizá
debería haberle prestado más atención, pero sus pensamientos,
siempre que ella estaba cerca, hacían que Deacon deseara más
de lo que podía darle.
Más de lo que ella quería.
Observó cómo Ishbell reducía la velocidad del caballo, y él
impulsó el suyo hacia delante hasta alcanzarla.
—¿Qué estás haciendo, muchacha? —dijo, mirándola para
asegurarse de que no estaba herida.
No lo estaba. Sonreía de oreja a oreja entretanto ambos
desmontaban.
—Estoy ejercitando mi caballo —contestó Ishbell, ajena al
miedo que Deacon había sentido y apartando el pelo de su
cara.
Deacon observó casi sin aliento su rostro, comprobando
que tenía las mejillas rojas por el ejercicio. Al verla ilesa y
relajada se sintió aliviado, aunque no pudo evitar que el miedo
fuera sustituido por la furia.
—¡Eso no es ejercitar al caballo! —le espetó—. Eso es
desear la muerte.
Ishbell se rio al advertir el tono de enfado de su esposo.
—No en mi caso. Sé manejar a los caballos desde que era
muy pequeña.
Pero Deacon no solo había temido por ella. Había otra
cuestión que también lo había atormentado al verla correr de
esa manera y debía saber la verdad cuanto antes.
—¿Estabas huyendo? —No se atrevió a mirarla a los ojos
cuando se lo preguntó, por miedo a ver arrepentimiento en
ellos.
Como respuesta, Ishbell lo miró, con la sorpresa reflejada
en su rostro.
—¿De qué iba a huir? —Al comprobar que él seguía sin
mirarla, Ishbell pareció entenderlo—. ¿Creías que me
marchaba del castillo? —Deacon siguió callado—. ¿Por qué?
¿Por haberme ignorado durante días?
Ahora, Deacon lamentaba haberle hecho esa pregunta,
como lamentaba que ella se hubiera dado cuenta de su
alejamiento. No quería parecer ante su esposa como un
cobarde, ni quería estropear el pequeño acercamiento que
habían tenido en su noche de bodas.
—No debes preocuparte, Deacon. No soy ninguna cobarde
y no pienso huir.
—Bien. —Fue lo único capaz de responder. En su lugar,
Deacon la miró y, sin saber el motivo, sintió la extrema
necesidad de darle explicaciones—. Necesitaba unos días para
hacerme una idea de que estaba casado de nuevo.
Ishbell asintió, con sus ojos aún fijos en el páramo.
—Reconozco que yo también necesitaba unos días para
hacerme a la idea y conocer el castillo.
—Según he escuchado, y por lo que he visto con mis
propios ojos, ya sientes el castillo como tu propio hogar —dijo
ahora más relajado Deacon, dándose cuenta de que le gustaba
esta conversación con Ishbell.
La risa de ella volvió a sonar, y esta vez Ishbell se giró para
mirarlo.
—Temo preguntar qué es lo que has escuchado, pero sí,
ahora lo siento más mi hogar.
—Me complace saberlo. —Deacon se sorprendió al
percatarse de cuánto—. Y no debe preocuparte lo que los
demás opinen, eres la nueva señora y todos deben hacer tu
voluntad.
—¿Todos, mi señor? —preguntó ella sonriendo.
Deacon asintió con la boca seca para después negar con la
cabeza.
—El laird no cuenta.
—Pero sí debo preocuparme por vuestra opinión —afirmó
Ishbell más que preguntó, usando una voz melosa que
hipnotizó a Deacon.
Despacio, Ishbell se acercó a él, convencida de que se le
acababa de presentar una oportunidad única para romper de
una vez las barreras que su esposo se esforzaba en mantener.
Algo que no entendía, porque era más que evidente que él se
sentía atraído por ella y le complacía su compañía.
Recordando a las criadas que veía coquetear con los mozos
de cuadra, Ishbell se aproximó a Deacon y colocó un dedo
sobre el pecho de su esposo.
—¿Qué opináis de mi?
Los ojos de Deacon se abrieron de par en par y miró el
dedo juguetón que se movía siguiendo el juego de los cuadros
de su kilt.
—Pienso que eres un diablillo que está intentando
seducirme —le dijo él a la vez que le agarraba el dedo.
—¿Solo intentándolo? —dijo Ishbell.
Deacon se rio sorprendido y encantado con la mujer que
tenía ante él. Sin lugar a dudas, su esposa era toda una caja de
sorpresas, que tan pronto podía enfadarlo como excitarlo. Un
don que lo volvía loco y que, en ese momento a solas,
agradecía.
Deacon no perdió ni un segundo en responder y la rodeó
con sus brazos por la cintura.
—Cada vez estás más cerca de conseguirlo.
—Enséñame cómo se hace —susurró Ishbell en su boca, y
él estuvo tentado de decirle que lo hacía muy bien, que no
necesitaba que nadie le enseñara. En su lugar, la acercó más a
él, hasta notar cómo su propio pecho se agitaba con frenesí.
El recuerdo de cómo se sentía ella bajo su cuerpo lo excitó,
y Deacon estuvo a punto de perder la cabeza. ¿Cuántas veces
en estos cinco días había soñado con ella, imaginando en su
mente sus gemidos y jadeos? ¿Por qué se negaba a sí mismo lo
que realmente quería? ¿Lo que necesitaba?
La necesitaba. Aunque su corazón y su mente se oponían a
ello, Deacon sabía que necesitaba a Ishbell. Se sentía atraído
por ella como una polilla a la llama.
Cuando Ishbell se puso de puntillas y acercó sus labios a
los de él, Deacon no pudo resistirse. Olía como el viento de
primavera cargado de aromas de flores y brezo, sus labios
estaban cálidos y suaves y sus manos las sentía pequeñas y
curiosas al seguir jugueteando con su túnica. Él quería más.
Deacon dio un paso atrás y miró a su alrededor.
Estaban en medio de la nada, solos, y sentía la inmensa
necesidad de hacerla suya. Una parte de él sabía que no era el
lugar para hacerle el amor a su esposa, menos aún cuando
había rehusado su compañía durante cinco días, pero al mirarla
a la cara y ver en los ojos de Ishbell el mismo anhelo por
poseerle, supo que estaba perdido.
—Espero que no me culpes por lo que voy a hacer —
susurró, antes de volverla a estrechar entre sus brazos y besarla
con todo el anhelo que sentía.
Estaba desesperado por sentir su cuerpo contra el suyo, por
querer olvidar todo aquello que los separaba. Ahora solo tenía
una inmensa necesidad por ella y por el consuelo que le
ofrecían sus besos.
—Te necesito. ¿Puedo tenerte?
Los ojos de ella se redondearon hasta que logró entender lo
que él le pedía. Como respuesta, las manos de Ishbell tiraron
de la túnica de Deacon, dando de esa manera su aprobación.
Con determinación, Deacon la ayudó a deshacerse de la
túnica y sus labios se encontraron con los de ella con tal
ferocidad, que incluso le sorprendió. Ahora era él quien quería
desvestir a Ishbell y ella quien lo ayudaba.
Deacon no tardó mucho en dejar sobre el suelo la capa de
ella, que hizo de manta improvisada, así como en abrir los
cordones del vestido de Ishbell para dejar al descubierto sus
pechos.
Él no perdió ni un segundo para cubrirlos con sus manos,
separando su boca de la de ella para besar su cuello.
—¿Cómo puedes hacer que pierda la cabeza? —le dijo, sin
poder apartar sus manos de sus pechos ni sus labios de su piel.
—Deacon, te necesito —volvió a repetir Ishbell,
consiguiendo que Deacon perdiera el poco control que le
quedaba.
Él quería encontrar todos los lugares de su cuerpo que la
hicieran suspirar de placer. Quería tenerla en su habitación,
extendida ante él, en lugar de robarle caricias en medio del
páramo, pero no podía detenerse. Se sentía como un animal en
celo, incapaz de controlar sus impulsos.
La obligó a bajarse el vestido por las caderas y a tumbarse
desnuda sobre la capa. Después, se colocó sobre ella y empezó
a cubrirla de besos y caricias, hasta que la escuchó gemir y
decir en su oído.
—Deacon. Te necesito.
El momento que él había estado esperando por fin había
llegado. Sin perder ni un segundo más, Deacon se colocó entre
sus piernas, presionando su hombría en su entrada.
—Rodéame con tus piernas, Ishbell.
Ella hizo lo que le pidió, y él se deslizó dentro de ella.
Ishbell gritó cuando él se enterró en su calor, gimiendo contra
su cuello mientras ella se apretaba a su alrededor.
—Och, Ishbell.
Esto era tanto lo que necesitaba como lo que debía evitar, y
lo partía en dos.
Entretanto, Ishbell no quería pensar en nada que no fuera el
deseo que sentía en ese momento por él.
Era cierto que no entendía a su marido, que tan pronto la
rehuía como le hacía el amor de forma apasionada, pero por
mucho que intentara negarlo, ella sabía que deseaba a su
marido.
Quería un lugar en su cama y no solo a su lado.
Quería ser una esposa en todos los sentidos.
Sus dedos se clavaron en sus hombros, pero él no se quejó,
bombeando dentro de ella hasta llevarla al borde del placer
una vez más. Su cuerpo se agitó e Ishbell gritó su nombre,
preguntándose si alguien había muerto de placer.
Ella se sentía como si así fuera.
No hubo palabras, solo el sonido de sus cuerpos chocando
entre sí mientras él se movía a un ritmo rápido hasta que gimió
contra su piel, con la humedad de su liberación llenándola. Por
un momento, se quedaron allí, con las piernas de ella rodeando
la cintura de él, hasta que Ishbell no pudo sentirlas más y se
vio obligada a moverse.
Cuando lo hizo, él la miró con una expresión que ella no
supo distinguir.
—¿Estás bien? —preguntó Deacon, quizá algo
preocupado.
—Más que bien —respondió ella, con el corazón apretado
en el pecho y una sonrisa en sus labios para quitar esa posible
preocupación del rostro de su enigmático esposo.
Deacon pronto apartó la mirada y la ayudó a levantarse y
vestirse. A Ishbell le pareció extraño que después de haber
experimentado juntos una pasión tan intensa, ahora parecieran
cohibidos, incluso diría que Deacon parecía arrepentido.
Eso la enfadó y decidió seguir su juego.
Si tras hacerle el amor venían días de silencio y soledad,
entonces ella se ocuparía de cubrir esos días con otros asuntos
que sí la necesitaban.
—Será mejor que regresemos cuanto antes al castillo.
—Como desees —respondió Ishbell en tono frío.
Temblando por la indignación, ella se encaminó hacia el
caballo, deseando que hubiera algo cerca para tirarlo a la
cabeza de su marido. En lugar de eso, se recordó que debía ser
una dama y, sobre todo, no hacerle ver a su esposo el daño que
su distanciamiento le provocaba.
El viaje de vuelta fue tranquilo y ambos permanecieron
callados, cada uno sumergido en sus cavilaciones.
Deacon sintiéndose culpable por haberle hecho el amor en
medio del páramo, e Ishbell sintiéndose triste al creer que él
solo la buscaba para satisfacer sus deseos.
Ninguno miró al otro a la cara y, cuando ambos se
encontraron protegidos dentro del castillo, su marido volvió a
sorprenderla.
—Tengo que hacer un asunto urgente —le dijo sin
atreverse a mirarla y parando su montura frente a los establos.
—¿Como de urgente? —preguntó ella con enfado,
deteniendo también su caballo. Al ver que no tenía respuesta,
prosiguió su camino y le dijo—: Por mí, como si te vas al
infierno.
Deacon la miró, sabiendo que estaba haciendo mal, que
debía cercarse a ella y pedirle perdón por su comportamiento,
pero en lugar de ello, dio la vuelta a su caballo y volvió a salir
del castillo rumbo al pueblo.
Lo había vuelto a estropear todo, y solo había una cosa que
le apeteciera hacer en ese momento.
Capítulo 10
D
esde que Deacon la dejó en el castillo y se marchó,
las horas habían pasado demasiado despacio para
Ishbell. No podía dejar de pensar cuándo regresaría
su marido y, lo peor de todo, dónde y con quién
estaría.
Cuando todos se fueron a dormir y Deacon aún no había
regresado, el desconcierto de Ishbell se transformó en enfado.
¿Acaso ese hombre se creía que podía deshacerse de ella para
desaparecer cuando quisiera?
Paseándose de un lado a otro por la habitación, pensó en
qué lugares debía de estar, pero ninguno consiguió relajarla.
Solo había un sitio en las cercanías que pudiera estar abierto a
esas horas, y era la taberna.
No era tan tonta como para no saber que podía haber
mujeres de mala vida trabajando en su interior, ni que en el
pueblo pudiera haber una viuda en busca de los favores de un
hombre. Más aún si este era el laird. La cuestión era saber si
su esposo era de esa clase de hombres que dejan a su esposa en
el hogar para irse con otra.
Todo su ser le decía que no, al saber que Deacon era un
hombre de honor, pero cuando las horas fueron pasando y la
madrugada se hacía más presente, las dudas sobre la honradez
de su esposo se intensificaron.
Sentada en la cama, con la mirada fija en la puerta de la
habitación y tratando de contener los bostezos, Ishbell se
preguntó hasta qué hora pensaba esperarle despierta.
Unos segundos después sonaron pasos por el pasillo, y ella
se levantó para esperarlo. No sabía qué se iba a encontrar
cuando él entrara, pero no imaginaba ver allí a Deacon
tambaleándose.
Estaba borracho.
Solo hacía falta verlo caminar para darse cuenta, pero
cuando además lo vio tropezar con una silla y proferir toda
clase de insultos, no tuvo ninguna duda.
De hecho, estaba tan borracho que Ishbell dudaba que él la
hubiera visto, y eso que estaba a apenas unos metros.
Como si fuera un peso muerto, Deacon se dejó caer en la
silla con la que había tropezado e intentó quitarse la bota.
—Maldita cosa del infierno —farfulló para después caerse
de la silla.
Durante unos segundos se quedó estirado en el suelo, como
si pretendiera hacer un ángel de nieve, para después comenzar
a reír.
—Vas a despertar a todo el castillo —dijo Ishbell al fin.
Deacon alzó los brazos e intentó agarrar el aire con sus
manos.
—¿Ishbell, eres tú?
Resignada a lidiar con él en ese estado, se adelantó unos
pasos y se le quedó mirando con los brazos cruzados sobre su
pecho.
—¿Quién más iba a estar a estas horas esperándote en
nuestra recámara?
Deacon pareció que lo pensaba, pero cuando Ishbell se dio
cuenta de que él tardaba demasiado en darle una respuesta, se
le acercó unos pasos y vio que se había quedado dormido.
—¡Deacon! —gritó, y el brinco que dio este estuvo a punto
de hacerla reír.
Asustado, su esposo miró a su alrededor, ahora sentado en
el suelo, para después llevarse las manos a la cabeza.
—¿Por qué gritas, esposa? —apenas pudo pronunciar.
—¿No pensarás quedarte toda la noche en el suelo? —
continuó ella, en tono de censura.
—Me lo estoy pensando —fue la respuesta que él le dio.
Cuando Ishbell observó que Deacon pretendía volver a
tumbarse en el suelo, se le acercó para impedírselo.
—Será mejor que te ayude, si quiero dormir algo esta
noche.
A duras penas, Ishbell consiguió levantarle para después
guiarlo hasta la cama y dejarse caer ambos sobre ella.
—¡Dios Santísimo! Pesas más que un caballo —dijo ella
tratando de alejarse de él, pero Deacon se esforzaba en
retenerla entre sus brazos.
—A ti te gustan los caballos, ¿por eso te gusto? —preguntó
Deacon sonriendo, consiguiendo que Ishbell estuviera a punto
de borrarle la sonrisa de un puñetazo por la estúpida pregunta.
—Tú eres un jamelgo. Además, no me gusta la gente
borracha.
Pero Deacon ahora estaba más entretenido en retenerla
encima de él.
—He tenido que emborracharme para dejar de pensar en ti.
Pero ni así he podido conseguirlo. ¿Qué me has hecho,
esposa?
Ishbell se quedó paralizada al escucharlo. ¿Se había
emborrachado por ella? ¿Para olvidarla? ¿Pero por qué quería
olvidarla? Era su esposa, no había ningún motivo para que se
mantuviera alejado, como tampoco lo había para que quisiera
olvidarla.
Se quedó mirándolo por un instante, preguntándose si sería
cierto lo que se decía de los borrachos. ¿Le diría la verdad si
se lo preguntaba? Después de pensarlo brevemente, Ishbell
decidió que no pasaba nada por probar.
—¿Por qué querías olvidarme?
Por unos segundos, Ishbell creyó que Deacon no le
contestaría, pero este la sorprendió con su respuesta.
—Me haces sentir culpable —dijo sin más, como si con
ello no dejara a Ishbell más confusa.
Por su parte, esta se quedó pensativa mientras contemplaba
a su esposo. Sabía que se había casado con un extraño y que
apenas sabía nada de los hombres, pero su marido la confundía
cada vez más.
Ishbell iba a preguntarle el motivo de que lo hiciera
sentirse culpable, cuando Deacon continuó hablando.
—Le dije a Rhona que la amaría para siempre, y ahora
estás tú… Y yo… no debería sentir nada por ti, pero…
Ishbell se quedó quieta, asimilando lo que su esposo le
acababa de revelar. ¿Sentía algo por ella? ¿Pero el qué? Dentro
de ella surgió la necesidad de saber todo de él. De sus
verdaderos motivos para casarse con ella. De sus sentimientos.
De por qué se apartaba de ella y por qué tuvo que
emborracharse tras hacerle de nuevo el amor.
Había tantas cosas que desconocía… que le asustaba.
Antes de casarse con Deacon, Ishbell solo sabía que era un
fiero y temido guerrero, jefe de uno de los clanes más
poderosos de Escocia. Y desde su matrimonio, lo único que
había descubierto de él era que apenas sonreía, aunque con ella
lo había hecho un par de veces, y que cuando le hacía el amor
se entregaba a ella por entero y que era viudo.
De pronto, sintió la necesidad de saber todo sobre su
anterior matrimonio.
—¿Rhona fue tu primera esposa? Y, ¿qué sientes por mí?
—Pero como respuesta, solo consiguió los ronquidos de
Deacon.
Aprovechando que los brazos de su esposo habían perdido
fuerza, ella consiguió salir de su agarre y se puso de pie,
quedando al lado de la cama.
Su marido estaba tumbado boca arriba, con la cabeza en el
borde de la cama. Cada exhalación era un fuerte ronquido.
Olía a whisky, y mucho se temía que sería imposible
despertarle. Tendría que esperar hasta la mañana para obtener
una respuesta.
Molesta, decidió que lo mejor era intentar dormir. Tenía
planes para el día siguiente. Una vez que interrogara a
Duncan, quería arreglar la recámara que siempre permanecía
cerrada y comenzar a plantar en el huerto con la ayuda del
pequeño Bruce.
Por lo menos, esa noche no dormiría sola, aunque dormir al
lado de un hombre ebrio que ronca como un toro, no era lo que
ella se había imaginado cuando pensó en su matrimonio.
Dejó escapar un suspiro, rodeó la cama, se deslizó entre las
sábanas y enseguida cayó en un sueño profundo.
V
einte minutos después, ambas mujeres se
encontraban en la alcoba que ocupaba Ishbell con
Deacon. Desde que habían llegado, Maela se había
puesto a limpiar e Ishbell doblaba las prendas que a
su esposo le gustaba dejar por el suelo.
De vez en cuando, Ishbell miraba a Maela con disimulo,
pensando la manera de romper el hielo para preguntarle por la
primera esposa de Deacon. No quería parecer interesada o
preocupada por descubrir cosas de esa mujer, pero necesitaba
saber qué clase de matrimonio habían tenido Deacon y Rhona
y, sobre todo, si se habían amado.
—Señora, no hace falta que ayude. Solo dígame lo que
tengo que hacer y me ocuparé gustosa —dijo Maela, con la
cara enrojecida por el calor.
—Que esté casada con el laird no significa que no pueda
trabajar en mi propia casa —dijo Ishbell—. Además, debo
hacer algo para no aburrirme —respondió, recogiendo una
camisa.
La mujer mayor se rio.
—Me recuerda mucho a Rhona.
Al escucharla, Ishbell estuvo a punto de dejar caer la
camisa al suelo. Maela había sacado el tema que a ella tanto le
interesaba, y sin tener que hacerle ninguna pregunta incómoda.
Tratando de no demostrar su atención, Ishbell comenzó su
interrogatorio.
—¿Era la primera esposa de Deacon, verdad?
—Así es.
Por desgracia, Maela no siguió hablando, lo que obligó a
Ishbell a continuar con la charla.
—¿Y en qué me parezco a ella?
—Era muy alegre y amable con todos. Y, como usted, le
gustaba ayudar en las tareas de la casa.
La información que le dio no era nada especial, pero la
forma en que Maela susurró las palabras, como si temiera que
alguien la escuchara, hizo que a Ishbell se le erizaran los pelos
de la nuca así que dejó lo que estaba haciendo y miró a Maela.
—¿Por qué nadie habla de ella?
Durante un largo instante, Maela se mantuvo en silencio,
como si temiera ser ella la que revelara algún secreto.
—Su muerte causó mucho dolor y nadie quiere revivir ese
sufrimiento —señaló la mujer, e Ishbell asintió. No era la
primera vez que escuchaba que era mejor dejar a los muertos
tranquilos y no perturbarlos con los recuerdos. Pero ella
necesitaba saber más, mucho más.
—Murió en el parto, ¿verdad?
Maela la observó para después suspirar. La mujer era
demasiado mayor y sabia para ignorar que Ishbell quería saber
cosas sobre Rhona.
—No debería ser yo quien le hablara de ella, pero puedo
contarle algunas cosas.
Cuando Ishbell asintió, la mujer se dejó caer en una silla
para continuar hablando.
—Rhona y Deacon se conocieron cuando eran muy
jóvenes. Ella era la única hija de un guerrero que buscó cobijo
en el clan cuando gobernaba el padre de Deacon. Rhona y su
madre siempre estaban por el torreón, aunque ella solía
escaparse para ver entrenar a Deacon. Este ya era un
muchacho muy atractivo y musculoso, por lo que Rhona no
tardó en quedarse impresionada por él. Por aquel entonces las
risas eran frecuentes en todo el castillo, pero ella hizo que la
felicidad se hiciera más patente. Tenía algo especial que te
hacía quererla nada más conocerla, y Deacon no tardó en
enamorarse perdidamente de ella.
Ansiosa por saber más, Ishbell se le acercó y se sentó
frente a ella en la cama, sobre todo porque le temblaban las
piernas. De alguna manera, no creía que esta historia fuera a
ser sencilla de escuchar, y menos ahora que sabía que Rhona
fue el primer amor de Deacon.
—Cuando Rhona alcanzó la edad apropiada para casarse,
Deacon comenzó a cortejarla. Ella lo rehusó al principio y
todos pensamos que era porque ella no creía que fuera lo
bastante buena para ser su esposa. —Maela sonrió con cariño
—. Sin embargo, él no se rindió, y pronto fue evidente el
profundo amor que ambos se sentían. Tan intenso, que los
padres de Deacon no se opusieron al matrimonio.
Ishbell sintió que se le encogía el estómago. Su marido se
casó enamorado. Ahora entendía que el nombre de Rhona no
se mencionara en el castillo, pues su recuerdo debía de ser
doloroso para Deacon.
Ishbell se dio cuenta de que cuanto más sabía de Rhona,
más celos tenía de ella. Anhelaba la relación que Rhona había
tenido con Deacon, pero, en su lugar, ella tenía su recelo y
distanciamiento, así como su culpa.
Se preguntó si alguna vez conseguiría que Deacon la
amara, o si por el contrario su corazón estaba cerrado a ella al
pertenecerle para siempre a Rhona.
—¿Cómo murió ella? —Ishbell se obligó a preguntar, sin
estar segura de querer saberlo.
Sabía que la respuesta era dolorosa, pues la expresión de
Maela se volvió sombría.
—Se quedó embarazada de su primer hijo. Todos
estábamos muy contentos con la noticia, y Deacon parecía
sentirse pletórico de felicidad. Pero el bebé nació muerto tras
un parto tan duro, que minutos después Rhona murió
desangrada.
Ishbell jadeó, impresionada. Sabía sobre su muerte, pero
ahora que escuchaba a alguien que la conocía relatar la
historia, todo parecía diferente. Más macabro y doloroso.
Hasta este momento, no había pensado lo que significaría
perder a un hijo, y menos aún, perder después a la persona que
más amabas en el mundo. Alguien que lo significaba todo para
ti. Ishbell se percató de que debió ser terrible para Deacon, y
comenzó a entender su culpabilidad.
Si, como le decía Maela, él amaba tanto a su esposa y tan
dolorosa fue su pérdida, ¿cómo iba querer amar de nuevo?
Ahora, a Ishbell le quedaba claro por qué Deacon había
aceptado su propuesta de matrimonio al asegurarle que solo
serían compañeros. Él no podía ofrecerle amor, al pertenecer
su corazón a otra, pero debía contraer matrimonio por su clan.
Necesitaba un heredero, y ella le había ofrecido la solución
perfecta para tenerlo y no renunciar al recuerdo de su esposa.
El problema era que ella ahora quería más. No quería ser
solo su compañera, quería ser su esposa y disfrutar de la clase
de amor que Rhona había tenido.
Quería serlo todo para Deacon, pero ¿cómo conseguirlo, si
cada vez que intimaban él se sentía culpable y se alejaba de
ella?
El dolor de saber que nunca tendría a Deacon se volvió
insoportable.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida de enamorarse de
Deacon en tan poco tiempo? Solo había hecho falta estar entre
sus brazos una sola vez para olvidarlo todo y desear su amor.
Qué tonta había sido.
—Cuando Rhona murió, todo el clan se hundió en el dolor,
pero Deacon… El laird no volvió a ser el mismo. Todos
pensamos que se reuniría con su mujer y su hijo en poco
tiempo, pero el tiempo fue pasando y…
—Llegué yo —terminó por decir Ishbell, sintiendo el
corazón destrozado.
—Oh, señora, no debería habérselo dicho, como tampoco
debí tomarme tantas confianzas al relatarle la historia. Pero
conozco a Deacon… es decir, al señor desde que era un bebé,
y suelo olvidar que debo referirme a él como al laird —
confesó apenada, pero también asustada por si se había metido
en un problema.
—Tranquila, Maela. Comprendo que me has hablado desde
el cariño que sientes por Deacon y con el fin de ayudarlo.
—Así es señora —asintió Maela con ojos llorosos—.
Creímos que nunca más volvería la felicidad al castillo, hasta
que usted llegó.
Ishbell sonrió y agarró la mano de la mujer.
—Me alegro de que me lo hayas dicho y de ser útil al clan.
Maela le devolvió la sonrisa y dieron por terminada la
conversación al levantarse y seguir con sus tareas. Pero nada
parecía igual para Ishbell.
Echaba en falta más que nunca a su madre para poder
hablar con ella de todo este asunto. Sabía que podía escribirle
una misiva para consultarle, pero no quería preocuparla y,
además, cabía la posibilidad de que le replicara que ella misma
se había buscado su destino y ahora tenía que vivirlo.
T
ras pasar uno de los peores días de su vida, Ishbell se
encontraba sentada en el gran salón, tras lo que le
parecía una larga cena. Tanto ella como Deacon
permanecieron callados y distantes, como si sus
mentes estuvieran a millas de ellos.
Pero ahora que la hora de dormir estaba próxima, Ishbell
no soportaba la idea de que su esposo se volviera a marchar y
dejarla sola.
Esa noche no lo soportaría, pues estaba convencida de que
se pasaría toda la noche pensando en Rhona, en Deacon y en
ella.
Sin nada que perder, Ishbell deslizó su mano alrededor del
brazo derecho de Deacon para llamar su atención.
—Esposo, quiero hacerte una petición. —Su mirada de
color miel se encontró con los ojos verdes de él, que la
miraron curiosos—. ¿Considerarías quedarte en mi alcoba esta
noche?
Parecía una petición extraña para una pareja de recién
casados, pero nada era normal en su matrimonio.
—¿Ocurre algo? —preguntó Deacon, no porque no deseara
estar con ella, pues desde su matrimonio se había despertado
varias veces duro como una piedra y había considerado ir a su
cama, sino por temor a volver a sentirse tan bien entre sus
brazos.
—En realidad no pasa nada —mintió Ishbell, al no querer
revelar la necesidad de su amor y, esa noche, de su compañía
—. Esta noche me siento sola, quizá porque echo de menos a
mi familia.
En el último instante, Ishbell decidió que utilizaría esa
mentira para contestarle, aunque, al decirlo, descubrió que en
realidad era cierto.
Por su parte, Deacon se quedó pensativo, debatiéndose por
su deseo de quedarse con su esposa o su resolución de
mantenerse apartado de ella y ser solo un compañero sin
pretensiones.
Pero al volver a mirar los ojos suplicantes de Ishbell, él
supo que estaba perdido. No sabía qué le hacía esa mujer, pero
si no estaba atento, acabaría como arcilla en sus manos.
—Está bien, en cuanto terminemos de cenar te acompañaré
a tu alcoba.
La luz que apareció en los ojos de Ishbell estuvo a punto de
dejarlo sin aliento, hasta que Effie llegó con más comida y
rompió el embrujo.
Deacon pensó que, sin duda, esa noche sería muy larga y,
por cómo se había endurecido su miembro, también muy
dolorosa.
I
shbell se levantó sobresaltada y se incorporó en la cama.
Lo primero que notó es que su marido había abandonado
su lecho y el sol llevaba tiempo asomando. Se llevó la
mano al estómago cuando este comenzó a removerse y se
preguntó si estaría enferma.
El ruido en el exterior era más intenso de lo normal y se
imaginó que su marido estaría fuera, ayudando al clan a tener
preparado todo para cuando llegara la noche.
Ese día parecía que el viento se había calmado y que el sol
hacía acto de presencia para favorecer la festividad del fuego
de Beltane[2]. Ishbell recordaba las hogueras y las comilonas en
su clan, por lo que estaba entusiasmada con vivirlo con los
MacGill.
Recordar su casa ya no la entristecía, pues en la última
misiva de sus padres, estos le aseguraban que se verían pronto
y que esperaban con ilusión volver a verla.
Saber que los problemas con su familia pronto se
solucionarían le alegraba y le hacía sentirse contenta con su
decisión de casarse con el laird de los MacGill.
Especialmente, desde que Deacon ya no se distanciaba de ella
y pasaba la noche a su lado.
Él no le había dicho que la amaba, y no estaba segura de si
algún día lo haría, pero ahora se le veía contento con su
destino.
«Será mejor que me levante antes de que se haga más
tarde», se dijo, y estiró los brazos, notando que las náuseas
regresaban de nuevo.
Con toda la rapidez que pudo, Ishbell se levantó de la
cama, aliviando su estómago del contenido de la cena. Se
sentía como si estuviera a punto de ponerse enferma.
«No tengo tiempo para esto», pensó al recordar todo lo que
tenía que hacer y, por la luz que entraba por la ventana, ya
había perdido demasiado tiempo durmiendo.
Esta noche la fiesta se extendería desde el pueblo hasta el
torreón, donde centenares de hogueras le darían la bienvenida
tanto a las gentes del clan como a los visitantes.
Desde la muerte de Rhona no se había vuelto a celebrar
esta festividad, por lo que todo el mundo estaba entusiasmado
con volver a revivirla.
Sin poder esperar a que Else fuera a despertarla, Ishbell se
vistió y dejó la recámara para dirigirse a las cocinas.
—¡Quiero esos pollos bien pelados! —gritó una
desesperada Aila, que iba de un lado a otro sin cesar.
—¿Cómo va todo, Aila? —dijo Ishbell al entrar en la
cocina.
—¡Oh! Señora. ¿No la habremos despertado con el ruido?
El laird nos ordenó que la dejáramos dormir —señaló Aila
acercándose a ella.
Ishbell se percató de cómo algunas de las sirvientas
sonreían y se sonrojaban, al entender que esa noche el laird no
la habría dejado dormir mucho. Ahora, Ishbell entendía que
Else no hubiera ido a despertarla.
—No se preocupe, Aila, ha sido la falta de sueño la causa
de que me despertara.
Aila le sonrió y dejó que Ishbell inspeccionara lo que ya
estaba preparado para cocinar en las hogueras que se
encenderían en el exterior.
—Tenemos un par de cerdos ya preparados y me disponía a
preparar el relleno de las entrañas.
Al escucharlo, Ishbell sintió cómo la bilis se le subía a la
garganta y solo tuvo tiempo para coger una olla vacía para
echar lo poco que le quedaba en el estómago.
Al darse cuenta de lo que acababa de hacer, Ishbell se
sintió mortificada, pero al levantar la vista y ver cómo Aila le
sonreía, se sintió confusa. ¿Se alegraba de que hubiera
vomitado en una de sus ollas?
—Lo siento —dijo Ishbell, aún con la cacerola en la mano.
—Me parece que esta noche vamos a tener mucho que
celebrar —afirmó Aila, cogiendo la cazuela de manos de
Ishbell sin perder la sonrisa.
Entonces, esta se quedó paralizada.
—No puede ser… —susurró Ishbell mientras pensaba en la
última vez que había tenido su sangrado.
¡Oh, Dios!
Aila debió de percatarse de su turbación, pues cogió a
Ishbell del brazo y la sacó de la cocina.
—Será mejor que se siente.
Para alivio de Ishbell, Aila la llevó al gran salón, donde
Else estaba supervisando que todo estuviera perfecto.
—¿Qué sucede? —se apresuró a decir Else al ver la cara
pálida de Ishbell y la sonrisa de Aila—. ¿Se encuentra bien?
Los ojos de Else pasaron de una mujer a otra, hasta que
Ishbell pudo por fin articular palabra.
—Creo que estoy embarazada.
El grito de Else fue tan inesperado que Ishbell no pudo
evitar dar un brinco en la silla donde Aila la había dejado.
—¡Por Dios, Else, no le dé esos sustos a la señora! —le
gritó Aila a Else, y ambas mujeres comenzaron a hablar de lo
que era más conveniente para Ishbell.
Pero ella estaba más interesada en asumir su embarazo y
poco a poco comenzó a sonreír.
—Estoy embarazada… —susurró, y se llevó una mano
temblorosa a su vientre.
No había planeado tener un hijo. Por supuesto, era de
esperar, dada la cantidad de tiempo que pasaban en la cama
explorando sus cuerpos y satisfaciendo sus necesidades, pero
no habían hablado de tener descendencia.
Sobre todo, desde que Ishbell se enteró de la angustia de su
marido por la pérdida de su mujer y su hijo. ¿Deseaba él tener
más hijos?
Ishbell había notado un cambio en su marido durante este
último mes, pero ¿estaría preparado para un hijo de ella?
Al pensar en Deacon, su pecho se hinchó como hacía cada
vez que le recordaba. Se daba cuenta de que sus sentimientos
por Deacon eran más fuertes de lo que hubiera podido
imaginar, y que estos crecían día a día.
Había llegado a un punto de estar segura que no podría
vivir sin él, aunque él nunca consiguiera amarla.
Ishbell respiró hondo y una nueva pregunta le sacudió la
cabeza. ¿Se lo diría a su marido? Tendría que hacerlo, pero
¿cuándo sería el momento adecuado? ¿Qué haría él?
Mordiéndose el labio, Ishbell miró la puerta de salida del
torreón desde donde se escuchaba un gran alboroto. De
momento, guardaría su secreto, aunque no podía callárselo
mucho al saberlo buena parte de los sirvientes.
—Tenéis que prometerme que no se lo contaréis a nadie y,
menos aún a mi marido. —La petición de Ishbell dejó mudas a
las dos mujeres.
—Pero todos en la cocina… —comenzó a decir Aila.
—Decidles que guarden silencio. Que debo ser yo quien se
lo diga. No sería apropiado que se enterara por un rumor de la
servidumbre.
Aila asintió, al comprender que su señora tenía razón.
Por su parte, Else la miró con un profundo cariño en sus
ojos y le sonrió.
—Por mí no se preocupe, seré como una tumba.
Las tres mujeres se miraron, sellando el acuerdo para
después soltar una carcajada y comenzar a hablar de lo
contentos que estarían todos de que volviera a haber un bebé
en el torreón.
D
eacon apoyó las manos en los muslos mientras
contemplaba la aldea y la torre de vigilancia del
pueblo, con el corazón henchido de orgullo. La
última vez que se había detenido a admirar la vista,
no era más que un laird hundido en el dolor.
Ahora, tenía una esposa que esperaba en casa el día de su
regreso, y si lo que se murmuraba en el clan era cierto, en unos
meses le daría un hijo.
Al escuchar por primera vez los rumores de su embarazo,
se había asustado. No podía soportar la idea de que a Ishbell le
ocurriera lo mismo que a Rhona, y la idea casi le hace perder
la cabeza.
Su primera intención había sido exigirle a Ishbell que le
dijera si era cierto, pero gracias a la intervención de Duncan y
Ewan se contuvo, y decidió esperar a que ella misma se lo
comunicara.
Ahora que habían pasado unos días y había digerido la
noticia, Deacon seguía teniendo miedo, pero confiaba en que
Ishbell fuera más fuerte que Rhona y tuviese un buen parto.
—Señor —lo llamó Seamus, uno de los guerreros que
siempre lo acompañaba en las rondas que cada pocas semanas
hacían por las cercanías del castillo, el bosque y las aldeas más
alejadas—. ¿Continuamos por el bosque o regresamos?
Duncan observó el bosque que se extendía ante ellos.
Normalmente se adentrarían en él, alejándose aún más del
castillo, pero no creía necesario prolongar su partida cuando
no habían encontrado ningún indicio de peligro. Además, tanto
él como los seis guerreros con los que había salido estaban
deseosos de regresar a sus hogares.
—Volvemos a casa —ordenó, sintiendo que, en efecto,
quería estar junto a la esposa que tanto había echado de
menos.
En las largas caminatas había pensado mucho, dándose
cuenta de que el afecto que había empezado a sentir por
Ishbell poco a poco se había convertido en amor. Todo ello a
pesar de haber jurado tras la muerte de Rhona que no volvería
a enamorarse de nuevo, y de que su esposa era una mujer que
había llegado a él de improviso y sin la que ahora no podía
vivir.
Espoleó a su caballo, seguido por sus guerreros, y se
dirigieron hacia el castillo. No tardó mucho en llegar y en
escuchar los gritos de bienvenida de los aldeanos que se
encontraban en el interior.
Sonriendo, entregó sus riendas en el establo y caminó el
resto del camino hasta el torreón, donde Duncan ya lo
esperaba de pie en la puerta, con una amplia sonrisa en el
rostro.
—Me alegra que ya estés aquí —dijo Duncan.
—He decidido regresar, no había nada extraño en las
cercanías.
Mientras hablaba entraron en el torreón, sin que Deacon
dejara de mirar a su alrededor.
—Me imagino que estás buscando a tu esposa —adivinó
Duncan, sin ninguna duda al respecto.
Deacon respiró el olor de los juncos frescos en el suelo y el
alegre fuego que ardía en la chimenea, a pesar de hacer una
agradable temperatura en el exterior. Se podía percibir el
cambio en cada lugar donde miraba, ya que Ishbell había
quitado o añadido cosas a su gusto y se notaba su toque
femenino.
—Me ha extrañado que no viniera a saludarme —repuso
Deacon un poco decepcionado de que solo lo recibiera
Duncan. De pronto, le vino una idea a la cabeza que lo tensó
—. ¿No estará enferma?
—No. Todo lo contrario. No ha parado de hacer cosas
durante toda la mañana. Es imposible seguirle el ritmo a esa
muchacha.
Deacon sonrió, orgulloso de su esposa. Su mujer podía ser
como un huracán que vuelve tu mundo del revés, y a la vez
una suave brisa que te acaricia con amor el rostro haciéndote
sonreír de felicidad.
—Eres un escocés afortunado por tener una esposa como
ella —aseguró Duncan—. Sentémonos a hablar antes de que
se dé cuenta de tu regreso y te acapare.
Ambos hombres se sentaron y pidieron que les trajeran
whisky.
—Me he dado cuenta de que tus rondas son ahora menos
largas —dijo Duncan.
—Me gusta estar en casa. —Fue la única respuesta que
Deacon pudo darle.
Él esperaba que Duncan, como anciano del consejo, no
quisiera tener esta conversación en privado para reprocharle
que ahora pasara menos tiempo vigilando los límites de las
fronteras.
—No debes preocuparte por la seguridad del clan. Aunque
yo regreso antes de las rondas, las fronteras y los caminos
siguen vigilados.
—Lo sé. No estoy aquí para reprocharte nada. —La voz de
Duncan era serena y no había signo de enfado o queja en su
rostro—. Solo quería decirte, en nombre mío y en el del
consejo, que estamos contentos con el resultado de tu
matrimonio y que te seguiremos apoyando en tus decisiones.
—¿Habéis escuchado los rumores, verdad?
Duncan asintió y miró a su alrededor para asegurarse de
que nadie los oyera.
—Nadie quiere confirmar lo del embarazo y el consejo me
ha pedido que te pregunte, pero… con sutileza.
Deacon soltó una carcajada.
—Mucho me temo que tampoco puedo afirmar o negar
nada. Pero te aseguro que serás de los primeros en saberlo
cuando por fin mi esposa me lo cuente.
Duncan negó con la cabeza y puso una mueca en su boca.
—Estas muchachas de hoy en día… ¿Qué esperan
conseguir teniendo a todo el mundo en vilo? —acusó Duncan.
—No creo que se dé cuenta de la expectación que está
levantando. Además, me imagino que tendrá un buen motivo
para mantenerlo en secreto —dijo Deacon para excusarla.
—Deberías hablar con ella.
—¿Para decirle qué? ¿Que en el clan se hacen las cosas de
forma diferente? —preguntó Deacon.
—Dile que no puede tener a todos a la espera, hasta que
ella se decida a hablar.
—No puedo hacer eso —aseguró Deacon, sin darle mucha
importancia a la indignación de Duncan—. Además, recuerda
que ella es diferente a las demás. No podemos exigirle que se
comporte como las otras mujeres.
Duncan tomó un largo trago de su jarra de whisky y
frunció el ceño.
—Ya sabía yo cuando ella te pidió tu mano, que este
matrimonio no iba a ser como los demás.
Deacon se quedó serio al recordar el día en que ella
apareció y se presentó como su esposa. Era cierto que en la
intimidad de su cuarto más de una vez él y Ishbell se habían
reído al recordarlo, pero no le gustaba tanto a Deacon
recordarlo junto a otros.
Se sentía extraño al ser el único hombre en Escocia al que
su esposa le había pedido su mano, y no soportaba pensar en
las burlas que vendrían después si todo el mundo se enteraba.
—No debemos pensar en eso ahora. Lo hecho, hecho está.
Ahora tenemos que centrarnos en conseguir que las cosas
funcionen como lo hacían antes.
Al escucharle, Duncan recordó a Rhona y no pudo
preguntar por ella. Para ello suavizó su gesto y su voz.
—¿Has dejado atrás ya a Rhona?
La cara de Deacon se volvió un rictus serio y su mirada
distante y triste.
—Jamás podré olvidarla. La quería como a nadie. —
Deacon no le dijo que recordarla ya no le dolía tanto y que
estaba convencido de que amaba a Ishbell. Ella le había
devuelto la alegría a su vida y le había dado esperanza para el
futuro por primera vez en años—. Quizá, con un poco más de
tiempo, solo recordaré a Rhona con alegría.
—Es bueno escuchar eso —dijo Duncan—. Ella fue una
buena esposa, pero debes ocuparte del presente. Te lo dice un
anciano que sabe sobre el paso del tiempo y lo necesario que
es centrarse en lo esencial en la vida.
Deacon asintió, al reconocer que era cierto. Rhona era su
pasado e Ishbell su presente. Y en su presente no había espacio
para el amor de Rhona.
—Bueno —dijo el anciano, dándole una palmada en el
muslo—, estoy seguro de que tu esposa sabrá de tu regreso y
querrá verte. Búscala y dale una bienvenida escocesa.
Deacon sonrió mientras se ponía de pie, agarrando el
antebrazo del otro hombre.
—Gracias.
—Te considero como mi propio hijo —afirmó Duncan con
los ojos empañados por la emoción—. Y estoy orgulloso de ti,
Deacon. Espero que lo sepas.
La conversación le acompañó mientras subía las escaleras
que conducían a los aposentos que compartía con su esposa, y
los encontró vacíos. Parecía que Ishbell aún no se había
enterado de que había vuelto.
Sin darle importancia, Deacon decidió limpiarse mientras
tanto el polvo del camino con un baño y ponerse ropa limpia.
Aun así, se extrañó de que Ishbell tardara tanto en saber de su
regreso y que no fuera a saludarlo.
Sonriendo, se dijo que con un poco de suerte lo
sorprendería dándose su baño y así él haría que ella lo
compartiera. Quería demostrarle que era suya y que lo sería
para siempre.
U
na vez que Deacon terminó su baño, y extrañado
porque su esposa todavía no había acudido a su
encuentro, decidió que iría en su búsqueda. No
estaba preocupado, al conocerla lo suficiente como
para saber que ella estaría en el bosque y no se habría enterado
de su llegada. Aun así, quedaba poco más de una hora de sol y
no quería arriesgarse a que ella llegara con la noche ya
encima.
Decidido, bajó al gran salón, donde encontró a una
preocupada Else que hablaba con Duncan.
—¿Qué sucede? —se apresuró a decir Deacon, temiendo
que tuviera que ver con Ishbell.
—Es la señora —intervino Else, visiblemente alterada—.
La estoy buscando desde hace un buen rato, pero nadie la ha
visto.
En el acto, el rostro de Deacon se tensó y se acercó un paso
más a Else.
—¿Qué es eso de que nadie la ha visto? —El bramido que
dio Deacon solo consiguió que Else agachara la cabeza y
comenzara a frotarse las manos.
Duncan colocó una mano en el brazo de Deacon para
advertirle que se calmara.
—Tranquilo, Deacon. Le he pedido a Ewan que se
encargue de organizar a los hombres para que pregunten en el
castillo y en el pueblo.
—Y el bosque, que también busquen allí —ordenó
categórico Deacon—. Y, Duncan, la próxima vez avísame de
inmediato.
El anciano asintió mientras Deacon se dirigía a la puerta.
Necesitaban moverse con rapidez si no querían que la noche
les alcanzara.
Sin ni siquiera detenerse, Deacon le habló a Duncan, que
iba a su lado.
—Infórmate de en qué lugar la vieron por última vez.
—¿Yo qué hago, señor? —preguntó Else, que quería
participar en la búsqueda, aunque estaba demasiado nerviosa
para pensar con claridad.
Pero Deacon no tuvo tiempo para responder, pues, en ese
instante, la puerta se abrió y entró Ewan. La mirada de sus
ojos no presagiaba nada bueno, como tampoco lo hacía el
mozo de cuadras que lo seguía visiblemente nervioso.
—Tienes que escuchar al muchacho —dijo Ewan
deteniéndose frente a Deacon y empujando al mozo hacia
adelante—. Tiene algo que contarte.
Deacon arqueó una ceja y se quedó mirando al chico, que
no se atrevía a mirarle.
—Adelante, habla.
El muchacho se mordió el labio, con la cara y las manos
sucias de trabajar en el establo.
—Es la señora. Cogió su caballo poco después de que
usted regresara y no ha vuelto.
La respiración de Deacon se aceleró y se acercó al
muchacho agarrándolo de la túnica.
—¿Estás seguro de que era ella?
El muchacho asintió y Deacon apretó la mandíbula. Ahora
entendía por qué no la localizaban y no había ido a su
encuentro. Pero había otra pregunta que le inquietaba. ¿Por
qué se había marchado sin decir nada a nadie, y justo poco
después de que él volviera?
No podía pensar ahora en eso, debía centrarse en
encontrarla y una vez en sus brazos hablaría con ella.
—Reúne a algunos guerreros —ordenó a Ewan, con el
corazón latiéndole en el pecho al temer que algo malo la había
alterado y ahora estaba en peligro. Ella podría estar en
cualquier parte. Quizá herida.
—Estaremos listos para partir en cinco minutos —aseguró
Ewan, que salió al exterior con premura.
—Ensilla mi caballo —le dijo Deacon al muchacho,
tratando de mantener la voz uniforme. No era culpa del mozo
que Ishbell se hubiera marchado.
El niño asintió y salió del torreón mientras Else se acercaba
a él, retorciéndose las manos.
—Señor, ella está embarazada. —Else no quería romper su
promesa, pero creyó que era necesario que Deacon lo supiera
para que tratara a Ishbell con cuidado cuando la encontrara.
—Sí, lo sé —dijo él, consiguiendo con su afirmación que
Else lo mirara fijamente. Pero Deacon no podía detenerse para
darle explicaciones, menos aún cuando cada segundo era de
suma importancia.
Pero Else temía demasiado por la seguridad de su señora
para mantenerse sin hacer o decir nada.
—Encuéntrela. Ella parece muy fuerte y decidida, pero se
sentirá asustada cuando caiga la noche.
Deacon conocía lo suficiente a su esposa como para saber
que lo que decía Else era cierto, por lo que la agarró de los
brazos y, mirándola a los ojos, afirmó:
—La encontraré. Lo juro.
—Gracias —repuso Else con lágrimas en los ojos—. No
podría soportar perderla.
«Y yo tampoco», pensó Deacon.
—Trae mantas y prepara una cena caliente. Volveremos
antes de que puedas parpadear y las necesitaremos.
—Así lo haré —aseguró Else mientras él se separaba de
ella y se dirigía a la puerta. Al ver como un sirviente le ofrecía
su capa, se preguntó por primera vez qué llevaría Ishbell.
Estaban en junio, por lo que los días tenían una temperatura
agradable, pero por las noches en el páramo, el viento
dominaba y el frio seguía estremeciendo.
Tenía que encontrarla.
Si como él creía Ishbell había salido de forma apresurada,
estaba seguro de que no se habría puesto una capa ni nada que
la resguardara del frío.
Con paso decidido, Deacon salió del torreón, notando
cómo el pecho le dolía cada vez más. No había protegido a
Ishbell y había fracasado como su marido y su laird. Se
reprochaba no haberle dicho muchas cosas, como que la
amaba o que sabía de su embarazo. Solo esperaba que no fuera
tarde cuando la encontrara para abrirse a ella, como debía
haberlo hecho hacía tiempo.
En el establo, el mozo de cuadra esperaba con su caballo.
Deacon aprovechó para colocarse frente a él y hablarle, al
darse cuenta de que si él mismo tenía remordimientos, el
muchacho también los tendría.
—No es culpa tuya, muchacho —aseguró—. Mi esposa es
impulsiva y tú no eres responsable de sus decisiones.
—Ella estaba llorando —tartamudeó el muchacho,
haciendo que Deacon se estremeciera—. Pensé que parecía
demasiado triste para salir a cabalgar, pero no le dije nada.
¿Llorando? Deacon asintió con fuerza y montó en su
caballo. ¿Qué había ocurrido para que Ishbell llorase? ¿Estaba
descontenta con algo que había sucedido en su ausencia?
—Estamos listos —indicó Ewan, ya montado y
colocándose a su lado—. ¿Por dónde quieres que empecemos?
—Por los páramos, —no dudó en afirmar Deacon—. Le
encanta cabalgar por allí y suele ser el primer lugar al que
suele ir.
—¡Los páramos! —gritó Ewan al grupo de hombres que
les acompañarían, y todos se pusieron en marcha.
Deacon se colocó el primero instando a su caballo a correr,
con el corazón martilleándole en el pecho. No solo su esposa
estaba ahí fuera, a la intemperie, sino que también lo estaba su
hijo nonato. Ishbell estaba alterada y la noche estaba a punto
de caer sobre ellos, con el viento azotando cada vez con más
intensidad.
Muy pocas veces había sentido miedo en su vida, y solo
una vez lo había experimentado con tanta fuerza como ahora.
Cuando murió Rhona.
Pero hoy no perdería a nadie. Ishbell era su vida, su futuro,
y la encontraría viva aunque tuviera que arrancarla de las
garras de la muerte.
No podían ir muy rápido para no dejar atrás ningún detalle,
y pronto el grupo se dispersó para ampliar el perímetro de
búsqueda.
Cabalgaron lo que le pareció horas, antes de divisar algo en
la distancia. Cuando al acercarse comprobó que era el caballo
de su esposa, su corazón estuvo a punto de detenerse.
Su caballo sin jinete.
Cuando Deacon llegó hasta el caballo, lo agarró de las
crines y observó que cojeaba.
—¿Dónde está tu ama…? —susurró para sí mirando a su
alrededor.
Si ella se había caído, podía estar herida a unos pocos
metros de él, o quizá a millas.
Y el niño. No podía pensar en el niño ahora mismo.
—Debe de estar cerca —dijo Ewan tras bajarse y examinar
las huellas—. Nosotros miraremos más al sur.
—Yo revisaré esta zona por si está cerca e inconsciente. —
Ewan le dedicó una fuerte inclinación de cabeza y luego gritó
las órdenes a los hombres antes de marcharse.
Deacon recordó que su esposa era muy inteligente y
buscaría algún refugio. Solo tenía que mantener los ojos
abiertos y a raya su temor.
Tragándose la emoción en la garganta, Deacon comenzó a
gritar su nombre, con la esperanza de que este se oyera a
través del viento. Ella tenía que estar ahí fuera, en algún lugar.
Siguió avanzando, con cuidado de no ir más allá de un
trote rápido para poder detenerse si lo necesitaba con urgencia.
Finalmente, tras unos minutos de búsqueda, divisó algo en la
distancia. Era una especie de bulto en el suelo. Inmóvil.
—¡Oh, Dios mío! —Deacon puso su caballo al galope al
ver el cuerpo de Ishbell yaciendo a unos metros. Tenía que ser
ella—. ¡Ishbel! —gritó, cuando al acercarse comprobó que era
el cuerpo de una mujer.
Sin perder ni un segundo, Deacon bajó de su caballo y
cayó de rodillas, sin aire en los pulmones, con un grito
atravesado en la garganta y el gesto desencajado de dolor.
Con cuidado, la giró, encontrando el rostro de su esposa
completamente pálido. Su cuerpo estaba helado y manaba
sangre de su cabeza. La sangre le bajaba por el cuello
manchando su vestido, anunciando que la herida debía de ser
grave.
—Ishbell —volvió a llamarla, mientras estiraba su mano
para buscarle el pulso. El miedo que sintió al no notarlo lo
dejó paralizado, hasta que pudo percibir un leve palpitar en su
garganta—. Gracias a Dios.
Sin poder contener las lágrimas, Deacon tocó sus dedos
helados y comprobó con cuidado que no tuviera otra herida en
su cuerpo. No podía estar seguro, pero todo indicaba que su
única herida estaba en la cabeza.
Improvisó un vendaje para tratar de parar el flujo de sangre
y la cargó en brazos. No podía perder más tiempo, debía
llevarla cuanto antes al castillo y llamar a la sanadora.
Su experiencia con esta clase de heridas en la cabeza le
decía que estaba muy grave y que cada minuto contaba.
—Te pondrás bien, muchacha —dijo para darse ánimos a sí
mismo, pues ella no podría escucharlo.
Con cuidado y mucha pericia, la subió a su caballo junto a
él y se puso en marcha.
—Te pondrás bien —repetía una y otra vez, con la noche
ya sobre él y a lo lejos las luces de las hogueras y las antorchas
del torreón.
Capítulo 16
E
l caos y el dolor se impusieron en el interior del
torreón cuando Deacon apareció cargando el cuerpo
inerte y ensangrentado de Ishbell. La llevaba entre
sus brazos, con una expresión en su rostro de puro
dolor y terror y una súplica de ayuda en sus ojos.
Sus brazos le dolían de apretarla con fuerza contra él, pero
nadie podría arrancarla de su lado. Sentía que, si la apartaba de
sus brazos, ella ya nunca más volvería a él, por lo que se negó
a que otro de sus guerreros la cargara cuando, exhausto, entró
en el gran salón.
—¡Virgen Santísima! —gritó Else al verla, sin poder
contener sus lágrimas—. ¿Ella está… está…viva?
Todos los presentes quedaron en silencio, a la espera de las
palabras de Deacon.
—Sí, pero está muy grave y no sé cuánto aguantará.
Su voz se escuchó tan rota y devastada, que nadie quiso
acercarse para comprobar por ellos mismos la gravedad de la
señora de los MacGill.
—Llamen a la curandera. —La voz enérgica de Duncan
hizo que todos volvieran en sí, y sirvientes, guerreros y
espectadores se pusieron en movimiento.
Deacon, sin querer perder más tiempo y con el cuerpo de
su esposa aún en brazos, se dirigió a las escaleras, sabiendo
que tanto Else como Duncan se ocuparían de todo lo necesario
para atender a Ishbell.
Por su parte, Deacon se sentía devastado y con la mente
saturada. Le costaba serenarse, aunque lo agradecía al no
querer pensar que había llegado demasiado tarde e Ishbell
estaba a las puertas de la muerte.
En cuanto entró en la recámara que ambos compartían,
Else se puso al mando, dando órdenes a las criadas. Había
corrido tras Deacon mientras este conducía a su señora a la
planta de arriba, preguntándose que se encontraría cuando por
fin pudiera examinarla.
—Hay que quitarle la ropa manchada y, en cuanto traigan
el agua, limpiaremos toda la suciedad —ordenó nerviosa a
nadie en concreto.
Deacon permaneció en silencio mientras depositaba a su
esposa en la cama y se sentaba a su lado.
—Cariño, abre los ojos. Mírame, muchacha —comenzó a
decir, cada vez más asustado.
Parecía más pálida que cuando la encontró, lo que
significaba que la pérdida de sangre había continuado durante
el viaje a caballo. Su rostro ahora estaba también manchado de
sangre y todo su cuerpo parecía sin vida.
Else se negó a mirarla, al no poder soportar ver la sangre
en su rostro, y se centró en quitarle la ropa. No quería que
ninguna sirvienta lo hiciera, y sabía que su señor estaba
absorto acariciando y observando a su esposa. Como a la
espera de que, en cualquier instante, ella abriera los ojos y le
sonriera.
Con las mejillas bañadas en lágrimas, Else miró a Deacon,
que ahora besaba la cara de su esposa.
—Creo que se le ha cortado la hemorragia.
Como respuesta, Deacon simplemente asintió. Una de las
criadas llegó con agua caliente y tras ella no tardó en aparecer
la curandera.
—Debe dejarle espacio —avisó Else a Deacon, que parecía
reacio a apartarse de Ishbell.
Deacon miró a su alrededor, siendo consciente por primera
vez de las mujeres que lo rodeaban, antes de contemplar de
nuevo a su esposa.
—Prométeme que harás todo lo que esté en tus manos para
salvarla.
No hizo falta que dijera a quién iban dirigidas sus palabras,
al ser evidente que eran para la curandera.
—Le juro que haré lo que pueda.
Solo entonces Deacon se apartó del lado de Ishbell, aunque
se resistió a salir de la recámara hasta que la curandera le
informara de cuál era su estado.
Mientras esperaba a que a Ishbell le limpiaran la sangre a
Ishbell y la mujer la examinara, Deacon miró hacia la puerta y
vio que acababa de llegar Ewan. Al lado de este, Duncan
observaba preocupado, sin que ninguno de los dos quisiera
entrometerse.
Media hora después, la curandera ya había revisado la
herida de Ishbell en la cabeza y algunas de las magulladuras
producidas por la caída. Ninguna de ellas era importante,
aunque sí lo era la herida en la cabeza, que no presagiaba nada
bueno.
—La pérdida de sangre no ha sido tan grave como
pensaba, pero el golpe en la cabeza… Debió de darse con una
piedra al caer del caballo, y no sé cuál será el daño hasta que
despierte. Si es que logra despertar…
—¡No! —gritó Deacon, encogiendo a los presentes—. Ella
vivirá. No puede morir. Me prometiste que no la dejarías
morir.
La curandera agachó la cabeza, al no querer enfrentarse a
la mirada acusatoria de su laird.
—Le prometí que haría todo lo que pudiera, pero no puedo
hacer nada más por ella.
—¡Fuera! —gritó Deacon, quedando a solas en la recámara
con Else.
—Vivirá —le aseguró esta mientras colocaba su mano
sobre el brazo de él para consolarlo.
—¿Cómo estás tan segura? —Quiso saber Deacon, sin
apartar la mirada del cuerpo inerte de su esposa sobre la cama.
—Porque es una auténtica cabezota y por eso nunca se
rinde.
Deacon asintió y, en silencio, se acercó a la cama y se puso
de rodillas, rezando por que Else tuviera razón.
—No te rindas, muchacha —susurró mientras besaba su
mano pálida y fría.
Cuando una hora después la fiebre calentó el cuerpo de
Ishbell y su debilidad se hizo palpable, ya nadie estaba tan
seguro de que sobreviviera.
La infección se había apoderado de su cuerpo y la
inconsciencia dificultaba que ingiriera la infusión para
combatirla.
Durante toda la noche nadie fue capaz de apartar a Deacon
de su esposa, ni consiguieron que comiera o bebiera algo. Era
como si se preparara para irse con Ishbell, en caso de que esta
falleciera.
A la mañana del segundo día, tras revisarla la sanadora,
esta concluyó que si Ishbell no mejoraba en las horas
siguientes, no habría esperanzas.
Al escucharla, Deacon no dudó en echarla, esta vez del
torreón, e incluso impedirle el paso. No quería creerla, aunque
podía ver por sí mismo que su esposa no mejoraba.
Ewan se vio forzado a intervenir y se acercó a Deacon para
colocarse a su lado. Parecía cansado y con el semblante pálido,
como todos en el castillo, pero no dudó en actuar, pues temía
por la salud física y mental de su amigo y laird.
—Si no comes algo, no estarás en condiciones de atender a
tu esposa cuando despierte.
Al escuchar a su amigo, Deacon alzó la cabeza y le miró
como si le costara reconocerlo.
—Ven, comeremos algo, dormirás un rato y pensaremos en
la forma de solucionar esto.
—¿Crees que ella pueda salvarse?
Ewan lo ayudó a incorporarse y lo acompañó hasta la
puerta.
—Es fuerte —contestó, pero fue suficiente para Deacon, al
darle algo de esperanza.
Tras hacer caso a Ewan y comer y beber algo, Deacon
regresó junto al lecho de su esposa y se volvió a arrodillar
junto a su cabecera. Después, tras comprobar que todo seguía
igual, besó sus labios ardientes por la fiebre y le tomó la mano.
Un sonido a sus espaldas hizo que Deacon volviera la
cabeza y se encontrara a una muchacha muy joven y asustada
que había entrado en el cuarto. Tras ella se encontraba
Duncan, que parecía animarla a que hablara.
—Mi laird, yo… no soy curandera pero… a mi padre le
pasó lo mismo que a vuestra esposa cuando se cayó del caballo
y… y….
—Adelante, muchacha. Cuéntaselo —la animó Duncan.
—Y… mi abuela, que sí era una curandera, le dio un
brebaje y… y una cataplasma que lo sanó.
Al escucharla, Deacon se incorporó y agradeció haber
descansado para entender con claridad lo que la muchacha le
decía.
—¿Me estás diciendo que tu padre también estuvo a punto
de morir por unas fiebres tras un golpe en la cabeza y que tu
abuela lo salvó?
La muchacha asintió, y Deacon se giró hacia Duncan.
—Es de una aldea cercana —explicó este—. Ha corrido la
voz de lo que le ha sucedido a la señora y ha venido a ayudar.
Sin poder contenerse, Deacon se abalanzó sobre la
muchacha y la abrazó con fuerza. Se había pasado días
rezando por una señal, y Dios le había traído un ángel con las
ropas algo raídas y el rostro asustado.
—Si la salvas, te daré todo lo que me pidas —le aseguró
tras soltarla y ver el rostro sorprendido de la muchacha.
—Solo quiero ayudar. —Fue la respuesta de ella, sin que
ahora Deacon dudara que la habían enviado del Cielo.
—La dejo en tus manos —declaró, al albergar una pequeña
esperanza tras días sumido en el desconsuelo—. Y… está
embarazada. —Por fin se atrevió a decir, al no haberlo querido
asumir hasta el momento.
No había podido pensar en ello desde que supo la
posibilidad de que muriera, puesto que ya era demasiado
doloroso asumir su muerte. No se sentía preparado para
aceptar que además perdería a su hijo nonato. Por ese motivo,
se había centrado solo en Ishbell y en rezar por su
recuperación.
Pero ahora, esa muchacha le decía que había una
posibilidad, y se iba a aferrar a ella, ya que era todo lo que le
quedaba.
Capítulo 17
L
a llegada de la muchacha lo cambió todo. Se llamaba
Callie, y era la hija mediana de un granjero del clan.
Era evidente que era humilde, pero, sobre todo,
enseguida destacó su buen corazón y sus deseos de
ayudar.
Aunque había más. El cuidado y cariño con que trataba a
Ishbell al ponerle la cataplasma o la paciencia para hacerla
beber el brebaje, le aseguraron a Deacon que su esposa tendría
una posibilidad gracias a Callie.
Aun así, esta le había avisado a Deacon de que estuviera
preparado, por si sus cuidados habían llegado demasiado tarde.
La noche volvía a caer sobre ellos, solo que, esta vez, cada
hora sería decisiva para saber si Ishbell iba a vivir.
Horas después, Ishbell comenzó a delirar, pero Callie no
pudo decir si eso era algo bueno o malo. Sus delirios eran
débiles, y Deacon quiso pensar que era una mejoría. Por lo
menos hablaba y movía la cabeza, lo que indicaba que sus
lesiones en la cabeza no eran tan graves. Aunque se negó a
admitir que el delirio significaba que su fiebre había
empeorado.
Agotado y queriendo quedarse a solas con su esposa,
Deacon ordenó a todos que salieran del cuarto. Cuando le
obedecieron, se arrodilló ante ella, le cogió la mano y se la
besó.
—Perdona que te quiera solo para mí, pero hay algo
importante que debo decirte y siento que el tiempo se me
acaba. —Se quedó callado por unos segundos mientras la
observaba—. He sido un tonto y un cobarde al no decírtelo
antes, pero no quería asumir que era cierto.
Se levantó y se sentó a su lado en la cama para estar más
cerca de ella. Luego se inclinó, como si fuera a contarle un
secreto que solo ella pudiera oír.
—Te amo. Lo he sabido desde hace tiempo, pero no quería
reconocerlo. Sentía que, si te amaba, estaba despreciando el
amor que había tenido con Rhona, como si le quitara valor a
los años que había compartido con ella. Me costó entender que
mi amor por ti nada tiene que ver con ella. Tú eres mi presente
y mi futuro y ella mi pasado.
Deacon rozó sus labios con los de ella, dejando que las
lágrimas recorrieran sus mejillas.
—Jamás olvidaré la primera vez que te vi ni lo que me
hiciste sentir en nuestra noche de bodas. Fue tan maravilloso y
rotundo que me asustó. Por eso me alejaba de ti. No puedes
hacerte una idea de todo lo que tuve que contenerme para
mantenerte fuera de mi alcance. Pero nunca pude apartarte de
mis pensamientos. Te amo.
La volvió a besar y estuvo tentado a abrazarla, pero sabía
que no debía moverla, pues ignoraba si eso podría dañarla.
—Te amo —volvió a decir apenas sin voz—. Te amo y
pienso decírtelo cada día que me quede de vida. Pero tienes
que despertar para que te lo pueda decir. No puedes morir sin
saber lo mucho que representas para mí. Lo mucho que te
amo.
Con cuidado, acarició su rostro y le volvió a coger la
mano.
—Ishbell, te lo suplico, no me dejes. Si lo haces… ya no
me quedará nada por lo que merezca la pena vivir. Si no
despiertas… te seguiré.
En ese instante, Duncan entró y no supo si retirarse, pero lo
que tenía que decir era importante, aunque doloroso.
—Mi señor, acaba de llegar el sacerdote y pide permiso
para administrarle el sacramento de la extremaunción a la
señora.
—¡No! —gritó Deacon colérico, negándose a mirar a
Duncan y mucho menos a apartarse de Ishbell—. Ella vivirá.
—Pero, Deacon —prosiguió Duncan con voz cálida,
acercándose a él—. Sabes que existe la posibilidad de que no
pase de esta noche. No puedes negarle ir al Cielo.
—¡Maldito seas, Duncan! ¿Por qué te empeñas en
atormentarme? Ella vivirá, no puede morir. Y si lo hiciera, te
puedo asegurar que ninguna otra persona sobre la tierra se
merece el Cielo más que ella.
Cabizbajo, Duncan retrocedió, apenado por no haber
conseguido el consuelo del alma de su señora y destrozado por
el dolor que veía en Deacon.
—Si me necesitas, muchacho, estaré ahí fuera con los
demás —dijo, sintiendo que era lo único que podía hacer por
él.
A punto de cerrar la puerta de la recámara para darle
intimidad a su laird, Duncan escuchó la voz de Deacon. Le
habló tan bajo y con un tono tan lastimero que no estaba
seguro de que se hubiera dirigido a él.
—Deja pasar al sacerdote.
Duncan asintió y salió de la alcoba santiguándose. Unos
pocos minutos después, el sacerdote entró y no se escuchó
ningún grito por parte de Deacon.
—¿Cómo está él? —preguntó Else a Duncan cuando este
llegó al gran salón.
—Está destrozado. No quiere que Ishbell muera, pero eso
es algo que no está en sus manos.
Todos los presentes asintieron al escucharlo y continuaron
con sus plegarias.
La madrugada llegó y con ella los primeros rayos de luz. La
tensa espera, así como el cansancio acumulado de los días
anteriores, habían hecho mella en Deacon, por lo que no pudo
resistirse a dejarse vencer por el sueño.
Cuando por fin despertó se sentía mareado y con el cuello
dolorido. Había permanecido dormido en una silla con la
cabeza inclinada hacia adelante y ahora se resentía por ello.
Al otro lado del lecho de Ishbell se encontraba Else, que
conversaba entre susurros con Callie. No podía oír con
claridad lo que decía, pero se intranquilizó al creer que el
estado de Ishbell había empeorado.
Sin pensarlo un segundo se puso en pie, asustando a las dos
mujeres.
—¡Shhh! —soltó Else en el acto, llevándose un dedo a los
labios—. No la despierte.
Deacon se tensó ante lo que eso significaba, y miró a
Ishbell de inmediato. Dormía plácidamente, y su palidez ya no
era tan acentuada. Paralizado, al creer que sus ojos le estaban
jugando una mala pasada, volvió a mirar a Else, que ahora le
mostraba una leve sonrisa.
—¡Dios Santo! —susurró Deacon, y cayó de rodillas al
suelo llorando.
Solo Duncan y Ewan lo habían visto llorar una vez en toda
su vida, y fue cuando Rhona y su hijo nonato fallecieron.
Ahora, preso de sus emociones, a Deacon no le importaba si el
clan entero lo veía llorar.
—Hace una hora comenzó a tranquilizarse y a tener más
color —le dijo Else tras acercarse a él, arrodillándose a su lado
y poniéndole la mano sobre su hombro. Le conmovió el
desmoronamiento del laird, al tratarse de un hombre fuerte e
inquebrantable. Alguien acostumbrado a dominar y no a ser
dominado.
Como respuesta, Deacon la abrazó, ya que necesitaba
desahogarse. Había estado tan asustado por la idea de perderla,
tan desamparado, que el consuelo de un abrazo era para él más
necesario que incluso alimentarse.
Cuando por fin logró serenarse, Deacon levantó la cabeza y
miró a Callie, como si le pidiera que verificara las palabras de
Else. Esta asintió, causando un júbilo tan grande a Deacon que
este estuvo a punto de gritar.
Había esperanza.
Existía una posibilidad y, en ese instante, eso era para él
algo inmenso.
—Iremos a preparar otra cataplasma y más brebaje. Ahora
que sabemos que funciona… conseguiremos que salga de esta
—logró decir Else, ante la emoción que sentía.
En realidad, su idea de Else era salir un rato fuera junto
con Callie para darle así intimidad a Deacon. Este lo había
pasado muy mal y, ahora que la esperanza se hacía más
presente, Else intuía que él necesitaba un momento de
intimidad para asimilarlo. Y especialmente para estar a solas
con Ishbell.
Cuando ambas mujeres le dejaron solo, Deacon rompió a
llorar de nuevo, aunque esta vez sobre el pecho de su esposa.
Ella permanecía tumbada e inmóvil sobre la cama, pero el
sonido de sus latidos, ahora más fuertes, tranquilizaban a
Deacon.
—Estoy aquí, amor mío —le susurró—. Estaré aquí,
siempre.
Meses después
T
ras una noche sin apenas poder dormir por el dolor
de su espalda, Ishbell se vistió, deseosa de reunirse
con sus padres en el gran salón. Estos llevaban unas
semanas en el castillo de Mhoil junto al clan
MacGill, no solo para hacer las paces con su hija y conocer a
su marido, sino también para asistir al parto de Ishbell.
Frotándose la espalda ante el continuo y molesto dolor,
Ishbell bajó despacio las escaleras para no tropezar. Desde que
su vientre empezó a crecer, Deacon insistía en que tuviera
cuidado, volviéndose un hábito en él ir a verla a cada hora para
comprobar que todo estaba bien.
Ishbell no quería decirle que la estaba sobreprotegiendo y
que eso la asfixiaba, pues sabía que para Deacon era
importante asegurarse de que no le pasaba nada malo. Por la
forma en que él la abrazaba por las noches y la besaba, Ishbell
estaba convencida de que Deacon temía perderla en el parto,
como había perdido a su primera esposa. Pero ella no era
Rhona, y estaba segura de que su parto sería diferente.
Al llegar al rellano, Ishbell se dirigió a la mesa y sonrió a
su familia.
—Siéntate, cariño —dijo nada más verla Fiona, su madre,
ofreciéndole además una radiante sonrisa.
Ishbell le devolvió la sonrisa, aunque su madre no tardó en
percibir algo extraño en ella, y frunció el ceño. Por suerte,
Deacon no se dio cuenta, al estar ocupado colocándole la silla
para que Ishbell se sentara entre él y su madre.
—¿Qué tal has dormido? —preguntó Deacon mientras
regresaba a su asiento.
—Bien, esposo. —Ishbell trató de sonar convincente.
Fiona le cogió la mano y la miró a la cara, disimulando su
escrutinio. Nada más ver la cara cansada de su hija, supo que
no había dormido mucho, pero fue su forma de moverse y su
mueca antes de sentarse lo que le indicó que algo le ocurría.
Aun así, si su hija había decidido no decir nada a su marido,
ella lo respetaría, aunque quería hacerle entender a Ishbell que
ella sabía que algo no iba bien.
—Pareces cansada —intervino su padre que, sentado frente
a Ishbell, alternaba su mirada entre esta y su esposa.
—Eso mismo pienso yo —indicó Deacon con el ceño
fruncido, al notar que le ocultaban algo.
—Dejemos de atosigarla —se apresuró a terciar Fiona—.
En cuanto coma algo, me ocuparé de que descanse.
Eso pareció tranquilizar a todos, por lo que continuaron
con su almuerzo.
Discretamente, mientras Ishbell dejaba su jarra de leche
sobre la mesa, Fiona se inclinó para que nadie más las oyera.
—¿Te duele?
Su hija asintió, ya que no pudo hablar debido al dolor que
volvió a atravesar su espalda, esta vez de forma más intensa.
No era tonta, y sabía que los dolores del parto ya habían
comenzado, pero no quería que su marido se preocupara por
ella, cuando sabía por su madre que todos los partos duraban
horas.
Fiona no pareció muy convencida, pero se acomodó en su
silla, mirándola por el rabillo del ojo.
No pasó mucho tiempo hasta que otro dolor le recorriera la
espalda, pero en esta ocasión lo notó con más fuerza en el
estómago. Intentando ignorar el dolor, miró a sus padres,
encantada de poder tenerlos con ella.
—¿Dónde está Willy? —preguntó Ishbell mientras miraba
a su alrededor en busca de su hermano pequeño.
—Está con Effie en la cocina. Se ha enterado de que la
cocinera va a hacer una tarta, y ahora se niega a salir de la
cocina.
Después de una carcajada general, Ishbell se imaginó que,
en menos de una hora, todos en la cocina rezarían para que el
niño se fuera y los dejara trabajar. Aunque debía admitir que
Willy era un niño encantador y que, con tal de no perderse la
tarta, se comportaría como un auténtico ángel.
—Espero que nos deje algo para nosotros —declaró
Ishbell.
—No te preocupes. Me ocuparé personalmente de que te
guarden el trozo más grande —le aseguró su marido
sonriéndole.
—Gracias, cariño —le dijo Ishbell con una sonrisa.
Esta notó que sus padres estaban tensos y callados, y temió
que estuvieran preocupados. Desde el fatídico día del
accidente, cuando el caballo se asustó, se desbocó y la tiró al
suelo, con la mala suerte de que se golpeara la cabeza con una
piedra en la caída, todos temían por el bebé.
Ella se había recuperado con el paso de las semanas, y su
bebé seguía moviéndose en su vientre, pero nadie, ni siguiera
Callie, podría asegurarle que el niño estaba bien.
Podría haber sufrido alguna fractura o dañado la cabeza y
nacer demente. Podrían haberle afectado las fiebres, la falta de
alimento o algún otro sustento que necesitara para su
desarrollo.
Había tantas cosas que podrían complicarlo todo, que nadie
quería hablar del asunto. Se temían, como buenos escoceses,
que si hablaban de ello podrían atraer la mala suerte, por lo
que simplemente rezaban en silencio para que todo saliera
bien. Tanto para el niño, como para la madre.
Ishbell dedicó a sus padres una cálida sonrisa para darles
confianza, pero solo consiguió que se preocuparan más. Para
tratar de apartar la inquietud de ellos y especialmente para que
Deacon no lo notara, decidió actuar rápido.
—Padre, ¿te contó Deacon como gané su mano en una
pelea?
Angus MacTavish levantó una ceja y miró extrañado a
Deacon.
—Así es —afirmó este con orgullo, como si fuera todo un
honor que una mujer le ganara en una pelea, pues ya no le
importaba que todo el mundo lo supiera—. Vuestra hija me
venció, aunque debo aclarar que con trampas. —Alzó la mano
para detener las palabras de enojo de su esposa—. Pero tengo
que admitir que me dejaría vencer mil veces siempre y cuando
el premio fuera mi maravillosa esposa.
Tanto Fiona como Angus volvieron sus rostros sonrientes,
consiguiendo que Ishbell suspirara con alivio.
—Sabía que esas lecciones se convertirían en algo bueno
algún día —dijo satisfecho Angus, ufano por su hija rebelde e
impulsiva.
—¿Quién iba a pensar que conseguiría al mismísimo laird
MacGill? —continuó diciendo Fiona, emocionada al ver a su
hija tan feliz con su esposo.
—Soy yo el que más ganó con el matrimonio —afirmó
Deacon—. Conseguí a la más feroz de los MacTavish.
Todos rieron, aunque Ishbell no tenía muchas ganas de
sonreír.
—Por suerte, también es la más generosa, amable, tierna y
preciosa mujer que haya conocido —añadió Deacon, con una
tierna sonrisa en el rostro.
Conmovida por sus palabras, Ishbell le dio una palmadita
en el brazo y luego se agarró a él cuando un dolor agudo la
atravesó, mucho más intenso que cualquiera de los anteriores.
—¿Qué te pasa? —preguntó Deacon de inmediato—.
¿Estás bien?
Ishbell sintió una humedad en su región inferior y se
mordió el labio, mirando primero a su madre y luego a su
marido.
—Ha llegado el momento.