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La Tentación de Un Highlander - Elisa Braden (MIS)
La Tentación de Un Highlander - Elisa Braden (MIS)
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
La Tentación de un
Highlander
Elisa Braden
Midnight in Scotland Series #3
Traducción: Manatí
Lectura Final: Amber
Una mujer perseguida
Una vez una florero sin esperanzas, Clarissa Meadows floreció hasta
convertirse en una belleza durante una única y espléndida temporada, sólo
para atraer la atención de un loco empeñado en poseerla. Ahora, ella debe huir
a donde él nunca la seguirá: la casa de una amiga en las Highlands Escocesas.
Pero él la descubre. Y a Clarissa no le queda ningún lugar al que huir.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
¡Para nuestros
lectores!
El libro que estás a punto de leer, llega a ti debido al trabajo desinteresado de lectoras
como tú. Gracias a la dedicación de los fans este libro logró ser traducido por
amantes de la novela romántica histórica—grupo del cual formamos parte—el cual se
encuentra en su idioma original y no se encuentra aún en la versión al español, por lo
que puede que la traducción no sea exacta y contenga errores. Pero igualmente
esperamos que puedan disfrutar de una lectura placentera. Es importante destacar que
este es un trabajo sin ánimos de lucro, es decir, no nos beneficiamos económicamente
por ello, ni pedimos nada a cambio más que la satisfacción de leerlo y disfrutarlo.
Lo mismo quiere decir que no pretendemos plagiar esta obra, y los presentes
involucrados en la elaboración de esta traducción quedan totalmente deslindados de
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autor, por lo cual se podrán tomar medidas legales contra el vendedor y comprador.
Atentamente
Equipo Book Lovers
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
Prólogo
14 de diciembre de 1826
Ellery Hall
Cambridgeshire, Inglaterra
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Apela a dash en inglés como alborotador
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
Tal vez era una perfecta tonta, gritando en un pasillo vacío y dejando que los
temores tontos la convirtieran en una loca sedienta de sangre.
—¿Hola?—, intentó de nuevo.
Nada.
Tragando con fuerza, retiró el lienzo sobre el escritorio, agarró el abrecartas
con una palma resbaladiza y levantó su linterna en alto. —Voy a salir de esta
habitación, ahora. Queda advertido de que si no abandona el pasillo, le
demostraré mi descontento con una franqueza punzante.
Tal vez debería aclararlo.
—Lo apuñalaré—. Se acercó lentamente al escritorio y a la puerta. —
¡Repetidamente!— Entrecerró los ojos cuando la luz no reveló más que paredes
blancas y suelos de roble más allá de la puerta. —¡En partes terriblemente
delicadas! No tendré piedad.
Desplazándose a lo largo de la pared, se armó de valor. No hay más opción que
enfrentarse a esto, pensó. No tienes elección. Debes irte. Respirando profundamente,
se lanzó al pasillo, mirando frenéticamente a derecha e izquierda.
Estaba vacío.
Por un momento, el aire salió y el alivio entró. Pero sus nervios seguían
cantando. Corrió hacia la parte principal de la casa, cerrando el conjunto de
puertas de conexión al final del pasillo.
Después de asegurarse de que su abuela estaba tomando su chocolate de la
tarde en el salón, preguntó a los lacayos y a las criadas. Ninguno de ellos sabía
nada del baúl recolocado y ninguno había visto nada sospechoso en el ala
noreste. Clarissa asignó a los dos lacayos la vigilancia de las puertas de conexión.
A pesar de todas sus precauciones, aquella noche no pudo dormir. En parte,
se trataba de sus nervios, que vibraban como una campana hasta que lo único
que conseguía era pasearse y preguntarse si su —intruso— había sido
imaginario. Pero su insomnio tenía otra causa.
No podía encontrar a Dash en ningún sitio.
Normalmente, el gato se acurrucaba en su cama después de cenar, esperando
a que ella le contara su día. A pesar de sus travesuras, Dash era un gran oyente
y, cuando le apetecía, un mimoso secreto. Había dormido a su lado todas las
noches desde que lo sacó del montón de leña de un vecino cuando era un gatito.
Pero esta noche no. No maulló en la puerta de la cocina. No dejó huellas en el
jardín. Buscó por todas partes y no encontró nada más que pavor, un pavor
enfermizo y frío. Su corazón gritaba que algo iba mal. ¿Había salido de cacería y
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Regresó una hora más tarde, la mayor parte de la cual ella pasó sollozando en
el hombro de su abuela. Sus ojos eran sombríos. —He vaciado el cubo, señorita
Meadows. Sé que le dio un susto terrible. Lo siento.
Ella se quitó las lágrimas y asintió. —¿Qué piensa hacer?— Su voz era un
graznido desgarrado.
Él frunció el ceño. —¿Hacer?
—Sobre el... sobre el hombre que... lo mató.
Su cabeza se echó hacia atrás. Lanzó una mirada nerviosa por la ventana. —
Me temo que no sé a qué se refiere.
La abuela respondió por ella. —Tuvimos un intruso anoche, alguacil. Mi nieta
lo oyó. Ella vio que un baúl en el estudio de mi difunto esposo había sido movido.
Le expliqué todo esto antes.
Asintió, jugueteando con el cuello de la camisa y enderezando su abrigo. —
Recuerdo lo que dijo, milady.
—¿Y? ¿Registraron toda la casa?
—Lo hicimos. No se encontraron señales de un intruso. Me han dicho que no
han notado que falte nada. Sería un tipo de ladrón extraño el que irrumpiera en
una casa tan bonita como ésta sin molestarse en robar nada—. Se frotó la nuca.
—Tal vez uno de sus sirvientes ha estado jugando al “señor de la casa” y no
quería que ustedes lo supieran.
La abuela se enderezó y apretó el brazo alrededor de los hombros de Clarissa.
—Joven, ¿está insinuando que estamos imaginando una amenaza donde no existe?
—Estaban asustadas. Es natural, ya que son damas y todo eso.
Clarissa se enfadó. Mantuvo la mirada en el alguacil mientras se dirigía a su
abuela. —¿Le enseñaste las cartas, abuela?
—Efectivamente.
—¿Y qué dijo?
—Pensó que debías de ser encantadora para que un pretendiente se fijara en
ti con tanta pasión.
Sacudiendo la cabeza, Clarissa miró al alguacil hasta que sus mejillas
adquirieron un tono oxidado. —Lady Darnham les ha explicado con precisión de
quién sospechamos que ha estado al acecho. Y ahora mi...— Perdió el aire por un
momento. —Mi gato ha sido...
—Lo siento mucho, señorita. Lo siento mucho—. El alguacil se encogió de
hombros. —Pero eso podría haberlo hecho un zorro.
El pecho de ella se apretó. Ardiendo. —Un zorro.
—He visto lo que les hacen a las gallinas.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
Capítulo Uno
16 de febrero de 1827
Rowan House
Glenscannadoo, Escocia
El hombre más guapo que había visto nunca hizo girar a Clarissa
Meadows por el salón como un diente de león en una elegante brisa.
El pelo dorado, los ojos azules risueños y los rasgos perfectos llenaban
su visión mientras un vals levantaba el aire a su alrededor.
¿Cuánto hacía que no era tan feliz? No desde hace meses. No desde
Londres.
—¿Nos atrevemos a involucrarnos en un movimiento escandaloso,
querida?— Francis movió las cejas doradas.
Ella se agarró a la parte superior de sus brazos de forma dramática.
Juntos, giraron y giraron, acercándose al pianoforte. Él la sujetó
firmemente por la cintura con un brazo. Enlazaron sus manos. El vals
alcanzó un crescendo. El rostro de Clarissa, caliente por la alegría y el
esfuerzo, se detuvo cerca de la mejilla de él. Él blandió una mano
mientras la presentaba con la otra. En un impulso, ella se levantó
sobre las puntas de los pies y giró, con los brazos extendidos y la
cabeza girando.
Las últimas notas del vals sonaron mientras ella terminaba su giro
con una profunda y amplia reverencia.
Francis cantó y aplaudió con fuerza. También lo hizo Kate, su
amiga más querida, que había estado tocando su nuevo pianoforte
para que Clarissa y Francis pudieran disfrutar de un baile.
Otras personas de la sala -la abuela de Clarissa y el ayuda de
cámara de Francis- se unieron a los aplausos. Las mejillas de Clarissa
ardieron más de lo habitual ante los elogios.
—¡Bien hecho, de verdad!— La sonrisa de Francis era cegadora. —
Veo que has estado practicando sin mí.
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—Oh, no—, respondió ella sin aliento. —Es decir, sí, lo he hecho.
Pero sólo porque tú no estabas disponible. Debes saber que eres mi
pareja favorita.
Clarissa sólo practicaba el ballet en solitario, ya que era un tipo de
baile extranjero inadecuado para los salones de baile de Londres. Pero
no estaban en Inglaterra. Estaban en Escocia.
Y Clarissa no se había sentido tan libre en mucho tiempo.
Kate se levantó del banco del piano y pasó el brazo por el de
Clarissa. —Ahora tienes que enseñarme.
La preocupación se apoderó del corazón de Clarissa. —¿Estás
segura? Estás más pálida de lo que deberías.
Era cierto. Antes de convertirse en Kate MacPherson, Lady
Katherine Huxley había sido la hija de un conde inglés y se había
criado en el calor de la casa de su familia en Nottinghamshire. El
otoño anterior había ido a Escocia a visitar a su hermano, John
Huxley, que se había casado con una divertida y fogosa muchacha de
las Highlands llamada Annie Tulloch MacPherson.
Por una serie de circunstancias inusuales, Kate pronto se encontró
casada con el hermanastro de Annie, un escocés marcado por
cicatrices y de gran altura llamado Broderick MacPherson. Y mientras
Kate se había enamorado perdidamente de Broderick, y él de ella, él
se había visto envuelto en una batalla con un peligroso enemigo. El
hombre que una vez había encarcelado y torturado falsamente a
Broderick había escapado de la cárcel, había huido a Edimburgo y,
finalmente, había intentado utilizar a Kate para seguir atormentando
a Broderick. El villano la había secuestrado y casi matado antes de
que Broderick y sus hermanos acudieran a rescatarla.
Habían pasado tres meses desde la horrible experiencia de Kate,
que ella le había contado a Clarissa a su llegada el día de Navidad. La
idea de la esbelta y encantadora Kate encerrada en un barril y
abandonada para que muriera sola en la oscuridad seguía
provocándole pesadillas a Clarissa. No podía imaginar lo que debía
sentir Kate.
Bueno, tal vez sí podía. El terror tenía un tinte familiar.
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Una voz profunda llegó desde la puerta detrás de ellas. —Ah, eres
un espectáculo hermoso con ese color en las mejillas, mo chridhe.
Esta vez, fue Clarissa quien tropezó. Juntas, se giraron para ver al
esposo de Kate entrar en la habitación.
—La señorita Meadows es una buena instructora—, continuó. —
Pero tal vez deberías dejar que yo te ayude a estabilizarte, ¿eh?
Broderick MacPherson era 30 centímetros más alto que la mayoría
de los hombres, tenía los hombros anchos y una gran musculatura. Y
tenía cicatrices. Muchas cicatrices. Un ojo estaba cubierto con un
parche de cuero. El resto de su cara tenía crestas y líneas dentadas.
Sin embargo, el ojo que le quedaba era tan oscuro y hermoso como su
pelo. La mirada marrón-negra brillaba con calor cada vez que se
posaba en Kate.
Sin embargo, Broderick no era el hombre que hacía que Clarissa se
quedara boquiabierta como una chica embobada. Broderick no hacía
que su corazón se detuviera y volviera a latir al doble de velocidad.
Broderick ni siquiera era el hombre más alto de la habitación.
No, ese hombre era su hermano mayor, Campbell, que entró detrás
de él como una gran sombra imponente.
Con los dedos agitados, Clarissa tiró de sus faldas para que
cayeran a su longitud original. Luego, se apartó un rizo rubio del ojo
y trató con todas sus fuerzas de no mirarlo.
Mirar a Campbell MacPherson, había aprendido, borraba su
sentido común.
Kate, por su parte, cruzó corriendo la habitación para saludar a su
esposo, dejando a Clarissa incómodamente abandonada.
La abuela acudió a rescatarla. —Clarissa, querida, ¿podrías
servirme otra taza de té? Me temo que tengo un poco de frío.
Apretando los labios, asintió con la cabeza y cruzó hasta donde la
abuela estaba sentada junto a una ventana. Por desgracia, pasó a
pocos metros de Campbell. Su proximidad hizo que sus entrañas se
calentaran y se estremecieran.
Era increíblemente enorme, con casi dos metros de altura y tan
musculoso como un purasangre entrenado para Ascot. Tenía el pelo
y los ojos castaño oscuros de su hermano, los huesos igual de pesados
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Directamente en su dirección.
Oh, cielos. Sus ojos se abrieron de par en par. Sus mejillas ardían.
Ella dejó caer su mirada a su taza.
—Lady Darnham—, saludó al pasar. —Señorita Meadows—. Su
bajo volumen de voz envió un fuerte calor a su cuerpo.
Por el amor de Dios, el hombre apenas sabía que ella estaba viva.
¿Por qué la ponía tan nerviosa? Ella se obligó a encontrar su mirada.
Era un camino largo hacia arriba.
—Señor MacPherson—, murmuró después de aclararse la
garganta. —Sólo estábamos admirando sus hábiles manos—. Oh,
Dios, ¿por qué había dicho eso? —Capaces de levantar un
instrumento enorme—. Le ardían las mejillas. —Es decir, un
instrumento tan grande debe ser un gran esfuerzo—. ¡Maldición!
Estaba ocurriendo de nuevo. Ella debía detenerse. Debía. Dejar. De
hablar. —Tanta madera—. Ella no podía parar. —Pero tiene manos
grandes y... las controla... bastante bien.
La boca de él se torció y una ceja se arrugó. Pero se limitó a asentir
como si ella no se hubiera humillado ante él una vez más.
Ella intentó por última vez salvar una pizca de dignidad. —
Ciertamente sabré a quién llamar, si necesito manos de tamaño
considerable para posicionarme adecuadamente para tocar mi propio
instrumento.
La abuela tosió con un sorbo de té.
Campbell parpadeó.
Clarissa tardó varios segundos en comprender lo que había dicho.
Sus ojos se abrieron de par en par. Todo su ser ardía: sus mejillas, su
garganta, su pecho, su alma. Maldita sea su estúpida boca.
La abuela intentó rescatarla. —¿Se queda a cenar, señor
MacPherson?
Él respondió, pero Clarissa no pudo digerir la respuesta. Sospechó
que su cerebro había sido dañado por el infierno de la vergüenza. Él
salió de la habitación. Pasaron varios momentos antes de que
consiguiera respirar.
—Bueno—, dijo la abuela con indiferencia. —Rara vez me he
encontrado con un hombre tan poco nervioso. Quizás el Duque de
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El macis es la especia que se prepara con la piel de la nuez moscada
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Capítulo Dos
Clarissa tenía la intención de contárselo todo a Kate y Broderick durante la cena,
pero la abuela se sentía mal y Clarissa pasó la noche atendiéndola. Al día
siguiente, lo intentó de nuevo durante el desayuno, pero Kate se quejó de
pesadillas y, a juzgar por su palidez de ojos vidriosos, una mayor angustia habría
sido una crueldad.
Dos veces más Clarissa intentó y no logró decirles la verdad de por qué había
venido a Escocia.
Y de por qué no se había ido después de dos meses.
Por qué la sola idea de volver a Ellery Hall le producía un nauseabundo
apretón de estómago.
Sin embargo, casi una semana después de la partida de Francis y George, el
destino la obligó a hacerlo.
—Aquí tiene, milady—, dijo la señora Grant mientras le servía a la abuela un
humeante plato de sopa en el acogedor salón que daba al lago detrás de la casa.
—Un poco de comida escocesa le hará sentirse bien en poco tiempo.
La abuela estornudó en su pañuelo e intentó mostrar una sonrisa valiente. —
Es usted un encanto, señora Grant.
La robusta ama de llaves de pelo rojizo sonrió. —Ese es el mejor skink3
McInnes. Sólo lo cocina para sus muchachas favoritas.
La abuela dio un mordisco con cuidado. —Ah, espléndido.
La señora Grant asintió con la cabeza y salió del salón a buscar más té.
Clarissa hizo una pausa en la apertura de su correspondencia para juguetear
con la manta del regazo de la abuela. —No puedes probarlo, ¿verdad?
La abuela olfateó y suspiró con fuerza. —Ni una pizca.
La preocupación le hundió las garras apretadas alrededor del corazón. —El
tónico del médico no parece ayudar. Tal vez deberíamos aceptar la ayuda de la
señora MacBean—. La anciana escocesa con el pelo enmarañado y el ojo
izquierdo lechoso decía ser —fabricante de pociones y curas para dolencias de
todo tipo—. A Clarissa le había parecido un poco tonta y posiblemente loca. Pero
era una amiga de los MacPherson y Kate le aseguró que la señora MacBean sabía
lo que hacía.
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Comida tradicional escocesa
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—Algunos hombres tienen hombros anchos. Tal vez un hombre así sólo
necesita un poco de estímulo.
—Tengo veintiocho años. No tengo dote alguna. No tengo conexiones
importantes. No tengo nada que ofrecer a un hombre, aparte de las cargas y el
riesgo—. Ella negó con la cabeza. —No, Francis es la opción más sensata.
—Sólo lo parece ahora por tus circunstancias. Quizá la respuesta esté en
cambiarlas.
—¿Cómo?
—El agente de Bow Street con el que hablaste en la fiesta de Lady Wallingham
el verano pasado. El Señor Hawthorn. Parecía un tipo capaz. ¿No podríamos
contratarlo?
—¿Con qué fondos?— Clarissa señaló la carta de Rupert. —Tal y como están
las cosas, seremos afortunadas si nos quedamos en Ellery. Para que un agente de
Bow Street haga lo que necesitamos, el costo sería muy elevado. El Señor
Hawthorn es un hombre encantador, pero dudo que pase meses lejos de su nueva
novia para ofrecerme protección gratuita—. Soltó una risita desesperada. —
Suponiendo que aceptara el encargo en lugar de sugerir que estoy imaginando
cosas.
La abuela suspiró y sus hombros se volvieron a curvar hacia adentro. Volvió
a comer su sopa.
Clarissa había ganado la discusión, pero deseaba no haberlo hecho. La abuela
tenía razón: casarse con Francis podría ser un terrible error. ¿Pero qué opción
tenía? No podían seguir siendo las invitadas de Kate para siempre. No podían
permitirse contratar a nadie. No podía pedirle a Francis que pagara un agente de
Bow Street cuando él ya había pagado todos sus vestidos nuevos, junto con la
doncella que se había visto obligada a despedir por la propia seguridad de la
niña. ¿Cuánto más podía pedirle que hiciera por ella? Él ya le había dado
demasiado.
Al menos, si estuvieran casados, se sentiría menos culpable por aceptar su
ayuda. Al fin y al cabo, los maridos mantenían a sus esposas.
Kate entró en el salón, con un aspecto fresco y con las mejillas rosadas tras su
paseo matutino. Tras preguntar por la salud de la abuela, la belleza morena
declaró: —Los inviernos escoceses son demasiado largos. Ya está. Ya lo he dicho.
Detrás de ella entró la señora MacBean, medio ciega, con una túnica tartán
verde bajo un chal de lana y una bolsa de cuero con cinturón. La anciana bajó la
envoltura de su salvaje mata de pelo y parpadeó, con los párpados fuera de ritmo.
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Clarissa casi se sintió aliviada de que la mujer fuera tonta. Por un momento,
ante la mención de un lobo cazando, había pensado que tal vez... pero no. La
Señora MacBean era sólo una anciana escocesa bondadosa con buenas
intenciones y un ingenio embrollado. La charla sobre vientres preparados y
hombres hambrientos debería haberle indicado eso.
En nueve temporadas en el mercado matrimonial, había tenido cinco
pretendientes serios y dos ofertas de matrimonio. Una de las ofertas había sido
de Francis. La otra había sido de un loco.
Sus perspectivas de un inminente embarazo eran bastante sombrías.
Kate le entregó una taza de té y se instaló junto a la señora MacBean. —No la
estará asustando, ¿verdad, señora MacBean?
—Och, no. No he dicho ni una palabra sobre lo que se siente cuando tu
hombre retrasa demasiado el acto sexual.
Los ojos de Kate se redondearon. Sus mejillas se sonrosaron. —Oh.— Lanzó
una mirada nerviosa a Clarissa. —Oh, cielos.
—Aunque, la mantequilla puede ser de ayuda.
—Dios mío.
—Sí, y un trago de whisky. Tú bebes el whisky, para ser claros. La mantequilla,
por otro lado...
Kate se puso de pie. —Señora MacBean, ¿le gustaría echar un vistazo a
nuestro nuevo piano? Broderick lo mandó traer desde Edimburgo.
—Ella descubrirá la verdad tarde o temprano, muchacha—. La anciana se
inclinó hacia Clarissa. —Un buen baño te curará. No te preocupes.
La señorita Cuthbert hizo una seña a la señora MacBean para que hablara con
la abuela, y Kate se disculpó con Clarissa.
—La primera vez que conocí a la señora MacBean fue igualmente
desconcertante—. Al hundirse en el sofá, Kate hizo una mueca de dolor y bebió
su té. —Esperaba que experimentaras un poco menos de su... excentricidad.
Clarissa trató de sonreír, pero su esfuerzo fue muy débil. —Si puede ayudar
a la abuela, puede darme todos los encantos y tónicos de fertilidad que quiera.
Kate se quedó helada, con la taza cerca de los labios y los ojos redondos sobre
el borde. —¿Te ha dado un amuleto?
Clarissa le tendió la mano.
Kate soltó un suspiro y dejó el té a un lado. Luego miró el amuleto como si
fuera a cobrar vida y morderle la nariz. —¿Dijo, por casualidad, con quién te
casarías?
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Cada músculo suyo se congeló. Sintió que sus ojos permanecían abiertos.
Miró fijamente la sencilla escritura en bucle. Las letras eran pequeñas. Estrechas.
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De vez en cuando, había una gruesa gota de tinta, como si hubiera hecho una
pausa mientras aumentaba la tensión de él.
En sus oídos, el silencio retumbaba como el viento en una caverna.
Se obligó a romper el sello. El lacre rojo estaba bien presionado. Papel fino,
crujiente y suave.
Se obligó a leer sus palabras. Sabiendo lo que iba a pasar. Sabiendo que este
era el final.
Mi querida Clarissa,
Tu vanidad debe necesitar alimentarse, lo entiendo. Cuando nos casemos, dejarás de
hacer estos juegos. Oh, el fuego que enciendes en mí. Cómo arde en desafío a todos los que
se interponen entre nosotros. Un día, ellos se irán. Un día, serás mía por completo.
En nombre. En carne y hueso. Por la ley.
Ese día, debes vestirte de rojo. Tu piel es -¿me atrevo a decirlo?- un esplendor en raso
rojo. El rojo sobre el blanco embriaga a un hombre. Deberías haberlo sabido.
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Kate la miraba con ojos muy abiertos y preocupados. —¿Estás enferma? Por
favor, di...
—Él me ha encontrado—. El susurro de Clarissa no tenía sonido en medio de
los ruidos de sus oídos.
La confusión de Kate arrugó su ceño.
—Él me ha encontrado—, repitió. —Dios, Kate. Yo... nunca debería haber
venido aquí.
—No seas tonta, querida. ¿Por qué dirías algo así?
—Después de todo lo que sufriste. El barril. Las pesadillas. Y te he traído más.
Broderick me odiará. Querrá que me vaya—. Un sollozo se acumuló en su
garganta. El terror hizo que su cabeza diera vueltas.
Los preciosos ojos marrones de Kate se redondearon con desconcierto. —Por
favor, dime qué ha pasado—, exigió, apretando la mano de Clarissa y arrugando
el papel.
Lentamente, Clarissa se echó hacia atrás. Enderezando la columna, aplastó la
carta contra su muslo. Luego, se la entregó a Kate.
Mientras su querida amiga leía las palabras de un loco, Clarissa se rodeó con
los brazos como si eso pudiera mantener las piezas unidas. Pero no fue así. Se
estaba desmoronando.
Kate levantó la vista, con la boca abierta y los ojos llenos de los primeros
síntomas de verdadero miedo. —No lo entiendo.
Las lágrimas se acumularon dentro de ella. La luz se licuó. Sintió el pecho
aplastado. —Lo siento mucho, Kate. He traído al lobo a tu puerta.
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Capítulo Tres
Campbell MacPherson bajó del lomo de su caballo y maldijo la maldita lluvia. El
agua helada se deslizaba por el cuello de su abrigo. El barro manchaba sus botas.
El clima escocés era pura miseria la mayor parte del año, pero este invierno
parecía empeñado en castigarlo. Había pasado el día anterior viajando a
Inverness para obtener suministros. La carreta se había empantanado varias
veces antes de que las aguas de la crecida casi se la llevaran a un barranco. Había
revertido el deslizamiento metiéndose entre la carreta y un tronco caído,
añadiendo su propio músculo al de los caballos.
Estuvo a punto de perder la carga. Su espalda estaba magullada por los raíles
del carro. Había dormido exactamente dos horas. Y sus pelotas aún no se habían
descongelado.
Su padre, Angus, tenía un término para este estado de ánimo: Negro
MacPherson. No era el tono habitual de Campbell. Angus y Alexander eran más
conocidos por sus temperamentos indómitos. Pero Dios, habían sido unos días
de mierda.
Entregando su caballo al mozo de cuadra de Broderick, miró la casa que había
ayudado a construir, una casa mucho más fina que la suya.
No es que importara. Broderick había sido durante mucho tiempo el hermano
más refinado. Debería tener la casa más refinada. Durante años, Broderick había
representado a la destilería MacPherson con la diplomacia de un mediador.
Había necesitado esta grandiosa y simétrica caja de piedra y cristal para
impresionar a los tipos más elevados. Enclavada en medio de las estribaciones
boscosas de la cañada, era una bonita casa digna de un caballero.
En cambio, Campbell era un bruto. Siempre lo había sido. El mayor y más
viejo de los cuatro hermanos MacPherson, nunca se había molestado en parecer
civilizado ante los hombres del gobierno. Demonios, apenas se molestaba en
sonreír para su pequeña hermanastra, Annie. Y ella era el corazón de todos ellos.
No, la tosca y vacía granja de Campbell le sentaba bien, aunque últimamente
el contraste entre su casa y Rowan House se agudizaba cada vez que Broderick
lo convocaba para una visita. Eso había ocurrido con mucha más frecuencia
desde que habían llegado los finos invitados de Kate.
Lord Teversham y Lady Darnham eran bastante agradables, como
aristócratas ingleses. Pero la Señorita Meadows era... desconcertante. Bonita, sin
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pretendientes, él fue con quien más bailó. Northfield podría considerarlo un rival
por sus afectos.
Campbell asintió. Los gustos de Teversham se inclinaban hacia los hombres,
pero era abiertamente afectuoso tanto con Kate como con la señorita Meadows.
Un hombre celoso que hubiera perdido la cabeza por una mujer podría confundir
su amistad con algo más de lo que era.
Kate continuó: —Northfield ha perseguido a Clarissa sin descanso durante
los últimos diez meses—. Lanzó una mirada de preocupación en dirección a su
amiga. —Ha llegado a grandes extremos para avanzar en su demanda. Algunos
de ellos han sido... angustiosos. Y las cartas que le envía son cada vez más
amenazantes. Temo mucho por su seguridad y la de Lady Darnham. Sospecho
que está... completamente loco.
Él miró a su hermano. La postura de Broderick se inclinó de forma protectora
hacia Kate.
—¿Qué necesitan de mí?— preguntó Campbell.
Extrañamente, Broderick dudó. —No te pediría esto, hermano. No después
de todo lo que hicisteis por mí en Edimburgo.
Campbell suspiró y se pasó una mano por la cara. Edimburgo había sido una
pesadilla. Necesaria, por supuesto. Pero casi habían perdido a Kate. Alexander
había estado a punto de morir. Había estado demasiado cerca.
Dios, estaba cansado. —Sólo dilo. ¿Quieres que lo mate?
—¡No!— El grito ronco vino de la señorita Meadows. Ella finalmente se había
dado vuelta, y ahora él podía ver las sombras negras debajo de sus ojos, la
blancura de sus labios carnosos. Pudo ver su miedo. —Me negué a dejar que
Francis hiciera... eso—. Una delicada barbilla se inclinó hacia arriba. —
Ciertamente nunca se lo pediría a usted, Señor MacPherson.
Algo en su expresión lo hizo querer matar al hombre a pesar de todo. Dentro
de esos enormes ojos azules había un terror que no había visto desde el campo
de batalla. Se le retorcieron las tripas en un duro nudo.
Sí, podía cazar a ese canalla de Northfield y acabar con él: los perros rabiosos
no se merecían nada mejor. Problema resuelto. No necesitaba su permiso.
Él se volvió hacia Broderick. —Sólo dilo.
La mandíbula de Broderick se flexionó mientras miraba a su esposa. —Kate y
yo te agradeceríamos que aceptaras custodiar a Clarissa.
—¿Custodiarla?— Campbell frunció el ceño.
—Sí.
—¿Aquí?
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Capítulo Cuatro
La primera visión de Clarissa de la casa de Campbell MacPherson llegó tras un
largo viaje en una carreta muy cargada. Primero descendieron por el camino de
Rowan House a través de las colinas boscosas, saliendo de los bosques de
abedules y pinos hacia la brumosa cañada. Luego, siguieron el río hacia el
suroeste, pasando por la encantadora granja de piedra de Angus MacPherson.
Bordearon el humilde pueblo de Glenscannadoo, que se extendía a lo largo de la
orilla de un acerado lago. Finalmente, tomaron un camino más accidentado hacia
el oeste, ascendiendo entre dos colinas desnudas para entrar en una serie de
valles ondulados. Cuando vio solo una bendita estructura, sintió que no volvería
a encontrar la civilización.
Porque aquí no había nada. Simplemente nada. Sólo hierba ondulada, rocas
musgosas, brezo y viento. Con el tiempo, vislumbró algún que otro árbol solitario
aquí y allá. A lo largo de un lado del camino había un arroyo serpenteante.
Finalmente, éste se estrechaba y desaparecía entre la hierba.
El viento adormecía sus mejillas. Las pesadas nubes grises hacían juego con
su estado de ánimo. Al menos no llovía.
Una gota gorda salpicó su falda.
Maldición.
—¿Cuánto falta, Señor MacPherson?—, le dijo al gigantesco y silencioso
escocés que iba delante de la carreta.
Él no respondió.
A su lado, Stuart MacDonnell -un hombre de pocas palabras- dijo: —No está
lejos, señorita. Un cuarto de hora más o menos.
De hecho, parecieron siglos antes de que se viera alguna estructura. Incluso
entonces, pensó que eran dependencias. Seguramente, la casucha de poca altura
que se extendía desordenadamente en una elevación poco profunda no podía ser
su casa. La granja de Angus MacPherson era un palacio en comparación. Incluso
los establos de Rowan House eran más elegantes.
Stuart guió la carreta hacia el estrecho camino de tierra que se desprendía del
camino principal.
Su corazón se hundió. Efectivamente, la extraña cabaña de madera y piedra
era la casa de Campbell. Y ella viviría aquí durante al menos un mes, o el tiempo
que Francis tardara en regresar a Escocia.
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Su rostro estaba tan cerca de los labios de ella que podía sentir el calor de su
piel. Era... como un cosquilleo.
Ella cerró los ojos e inhaló. Aire frío. Lana húmeda. Piel cálida. Y el tenue
aroma a madera y especias. Algo en su olor hizo que su vientre se estremeciera.
—Está toda mojada—, murmuró él.
Sí. Sí, lo estaba.
Él la cargó hasta el interior de la casa de campo. Los olores que ella asociaba
con él eran más fuertes aquí, especialmente la madera y las especias.
Con cuidado, él bajó sus pies al suelo. Ella parpadeó y se aferró a sus brazos.
No quería soltarse.
—El fuego la calentará mientras los muchachos y yo preparamos su
dormitorio.
Ella asintió, aunque no sabía por qué. Nada tenía sentido. Todo lo que podía
ver eran sus labios mojados por la lluvia. El músculo que se flexionaba en su
mandíbula. Sus ojos profundos y oscuros ensombrecidos por un ceño fruncido.
—¿Está bien, muchacha?
Un pequeño gemido escapó de su garganta.
Él frunció el ceño. Se acercó más. —Está a salvo aquí, en verdad—. Su gran
mano se deslizó desde su hombro hasta su codo.
Ella sabía que sus caricias estaban destinadas a reconfortarla, nada más. Sabía
que sólo lo hacía como un favor a su hermano. Pero a su cuerpo no le importaban
sus razones. Deseaba su cercanía más de lo que su orgullo podía soportar.
Ella apretó los labios para evitar cualquier arrebato humillante.
—Deje que descargue y me ocupe de algunas tareas. Eche un vistazo, ¿eh?
Ella dio otro asentimiento. Los gestos eran mejores que las palabras. Era
menos probable que se descontrolara.
Él se retiró y se escabulló por la puerta principal, de vuelta a la lluvia
torrencial.
Ella respiró hondo, deseando que él la abrazara de nuevo. Tener la fuerza de
otra persona en la que confiar era celestial. Pero ahora sólo se tenía a sí misma.
Sólo a ella misma. Debía recordarlo.
Campbell era un buen hombre y, como Kate le había asegurado una docena
de veces mientras empacaban sus pertenencias, más capaz que cualquier agente
de Bow Street que ella hubiera contratado para el mismo propósito.
Había sido soldado en sus años de juventud, según Broderick, formando
parte de un regimiento de las Highlands. Campbell había visto la batalla. Sabía
mucho sobre rastreo, caza, armamento y guerra. Sabía de matar.
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lo que sabía era que el frío, la humedad y la soledad hacían que el calor familiar
de una cocina ocupada se sintiera como un paraíso.
—Sí—, espetó ella. —Abigail, ¿no es así?
Los ojos de la chica se iluminaron. —Sí, señorita.
Abigail y una segunda criada, Jean, habían sido enviadas antes que ellas para
preparar la casa y ayudar a cocinar. Clarissa se preguntó si Kate les había
informado de los riesgos.
—Está temblando, pobrecita—. Abigail se dirigió a la cocina y volvió con una
manta de lana que colocó sobre los hombros de Clarissa. —Ya está. El señor
MacPherson no tardará en amueblar su dormitorio. Hasta entonces, ¿dónde
quiere esperar...?
—Aquí—. Clarissa tragó saliva, atando las esquinas de la manta sobre su
pecho como una capa improvisada. —Ayudaré a preparar la cena, si quiere.
Las cejas canela de Abigail se arqueaban tanto que desaparecían bajo el
volante de su gorra. —Eso es muy amable, señorita. Pero no le pediría...
—Por favor—. Ella sostuvo la mirada de la doncella. —Por favor, no tengo
talento para la cocina, pero corto muy bien. En casa, en Ellery Hall, claro. Mi casa
en Inglaterra. Está en Cambridgeshire. ¿Sabes dónde está?
Abigail asintió y luego sacudió la cabeza.
—Oh, bueno, no importa, en realidad. Lo que quiero decir es que, en Ellery
Hall, me gusta ayudar con pequeñas tareas en la cocina. De vez en cuando,
incluso he ayudado a lavar la ropa. Sólo se pueden hacer algunos bordados en
una casa, ya sabe—. Respiró entrecortadamente. —Me gusta mantenerme
ocupada y... útil.
Ella estaba divagando. Esto sucedía cuando estaba nerviosa. O cuando estaba
cansada. O borracha. O emocionada. En realidad, sucedía mucho.
—Sí es así entonces—. La sonrisa de Abigail era amable. —Voy a buscarle un
delantal.
Media hora más tarde, se enteró de que Jean tenía un —muchacho fuerte—
esperando para casarse con ella cuando volviera de trabajar en la isla de Skye;
Abigail aspiraba a convertirse en cocinera algún día, aunque todavía sentía que
tenía —mucho que aprender sobre salsas y pasteles de avena—; y el hombre
delgado y con barba era un primo de los MacDonnell llamado Daniel que había
trabajado para Campbell durante seis años.
—Espera mucho de sus muchachos, es cierto—. El respeto brillaba en los ojos
del joven. —Pero nadie trabaja más duro que él. De eso puede estar segura.
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Sólo cuando se sentó al otro lado de la habitación se dio cuenta de que se había
retirado detrás de Daniel.
—Fergus es manso como un cordero, señorita—, le aseguró Daniel. —No
tiene nada que temer de él.
Ella tragó saliva, con el pecho apretado. Él estaba equivocado. Había todo que
temer.
—Me he asustado. Eso es todo.
Campbell frunció el ceño y murmuró otra orden incomprensible. El perro
retrocedió hasta el fregadero.
—Venga, muchacha—, dijo, señalando con la cabeza el pasillo hacia la casa
principal. —Le mostraré su dormitorio.
Ella tragó saliva. Asintió con la cabeza. Se recordó a sí misma que no debía
hablar. Sólo hacer gestos. Y por el amor de Dios, nada lascivo.
Campbell encendió un farol y la condujo al piso superior sin decir nada. No
sabía lo que esperaba, pero el piso superior de la casa principal sólo tenía dos
habitaciones y un único y estrecho pasillo. Al final del pasillo había una tercera
puerta que conducía a... otro pasillo.
Ella frunció el ceño. Tenía que ser el piso superior de la segunda ala, aunque
no se atrevió a preguntar. Preguntar significaba hablar. Y hablar con Campbell
MacPherson mientras el gigantesco escocés la conducía a un dormitorio
significaba un desastre.
De hecho, cuando lo siguió por la segunda puerta a la derecha y él comentó:
—La puerta que hemos pasado es la mía, así que, si algo la asusta, llame—, lo
primero que pensó fue en preguntarse qué usaba para dormir. ¿Una camisa?
¿Ropa interior? ¿Nada?
Miró la anchura de sus hombros y suspiró.
—¿Le sirve esto, señorita Meadows?
—¿Hmm?
—La cama.
¿Qué aspecto tendría sin ropa? Tantos músculos. Tantos huesos grandes y
manos sustanciales. Su curiosidad pedía ser satisfecha.
—Muchacha.
Su mirada voló para encontrarse con la de él. —¿Sí?
Las más tenues arrugas aparecieron en las esquinas de sus ojos. —La
mantendré a salvo.
El corazón de ella latió a un ritmo errático, ella apretó los labios y asintió.
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Capítulo Cinco
Clarissa había pasado demasiados años sentada. Se había sentado junto a la
abuela para ver a otras damas bailar el vals. Se había sentado con su té y sus
galletas escuchando a otras damas murmurar sobre sus pretendientes. Se había
sentado en salones demasiado elegantes para bordar patrones que había visto en
los dobladillos de otras damas. Se había sentado y sentado y sentado mientras
otras damas formaban afectos, luego matrimonios y luego familias. Hace dos
años, se obligó a cambiar. A moverse. A bailar. Y eso había cambiado todo.
Ahora, si no encontraba algo que hacer, se volvería loca.
Así que, al tercer día de estar atrapada en la casa de Campbell MacPherson,
que crujía y tenía corrientes de aire, se propuso una tarea: Le pagaría por las
molestias. Era justo. Él no la quería aquí. No podría haber dejado más claro que
vigilarla era un amargo deber.
En la cena, apenas miró en su dirección. Dos veces en dos días le había
ordenado que no se acercara a las ventanas. Esta mañana, ella le preguntó si había
tomado su café. Él gruñó y salió de la casa sin decir nada y sin su sombrero.
Estaba lloviendo a cántaros en ese momento.
Clarissa podía ser una solterona que ya había pasado la flor de la vida, pero
no era una inútil. Ahora, mientras se ponía un delantal y examinaba la habitación
delantera de la casa, surgió una nueva energía. —¿Hay algún mueble de sobra?—
, le preguntó a Daniel MacDonnell. —Cualquier cosa servirá.
El hombre delgado y con barba se levantó la gorra y se rascó la cabeza. —Sí.
Unas cuantas piezas viejas en el granero. Pero son para la leña.
Ella chasqueó la lengua. —Echemos un vistazo antes de echarlas al fuego,
¿eh? Necesitaremos más sillas. Mesas—. Miró hacia la silla cerca de la chimenea.
A su lado, el cajón volcado contenía los inicios de una escultura de un pájaro.
Había visto a Campbell esculpiendo el tronco agrietado y con forma de espiral la
noche anterior. Él se había detenido en el momento en que ella entró en la
habitación. Ella le había pedido permiso para hacer algunos cambios en la casa.
Él la miró con extrañeza y aceptó. Luego, le ladró que se fuera a la cama. Era
evidente que al hombre le molestaba su presencia, por lo que había evitado
pedirle ayuda y se había apoyado en el hombre más tranquilo, Daniel.
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No le cabía duda de que era obra de Campbell, aunque parecía mucho más
antigua que los pájaros. —¿Quién eres?—, susurró a la talla. La respuesta llegó
rápidamente: alguien a quien él amaba. Era evidente por la obra.
Se sintió como si la hubieran pateado. Le dolía el pecho y su estómago. Con
cuidado, volvió a colocar la talla en su nido.
Él amaba a otra persona. Al menos, una vez lo hizo.
Tal vez por eso estaba tan resentido con Clarissa, por eso había mostrado poca
respuesta a sus arrebatos de coqueteo involuntario. La mayoría de los hombres
los verían como una invitación. La mayoría de los hombres mostrarían interés.
Pero él no.
Ella sabía que la abuela preferiría que se casara con Campbell. Ayer mismo,
Stuart MacDonnell le había entregado una nota en la que la abuela alababa la
amabilidad de la señorita Cuthbert y el tónico pulmonar de la señora MacBean
antes de preguntar si Clarissa había reflexionado sobre las ventajas de los
vestidos escotados para seducir a los hombres difíciles.
Evidentemente, se sentía mejor, lo cual era positivo. Pero la abuela no lo
entendía. No era posible.
Campbell MacPherson no quería a Clarissa. Había tenido muchas
oportunidades de manifestar su interés, pero no lo había hecho. Ahora ella sabía
por qué. Esta talla lo explicaba todo.
El dolor de su pecho se convirtió en un nudo. Regresó la talla y volvió a
colocar la tapa de la caja. Una cálida presencia apareció cerca de su cadera. Sin
pensarlo, pasó la palma de la mano por el pelaje enjuto y el cuello largo. Un
cuerpo larguirucho y pesado se apoyó en ella.
Cerró los ojos, imaginando a la mujer que Campbell debía amar. Una belleza
de pelo negro con labios perfectos y largas pestañas. Una mujer que había
querido recordar, por lo que había esculpido su rostro en una obra de arte.
Maldita sea, esto no estaba ayudando. Debía concentrarse en pasar las
próximas semanas. Enamorarse de un hombre que no tenía ningún interés más
allá de mantenerla a salvo sólo le traería más dolor.
Sorbió y acarició a Fergus distraídamente, sintiéndose reconfortada por su
cálido peso. Entonces se dio cuenta de lo que había estado haciendo. De nuevo,
su corazón se retorció. Lo fulminó con la mirada. —Diablo astuto—, reprendió.
Sus ojos le regalaron una sonrisa tonta.
Se obligó a retirarse justo cuando Daniel regresó. Ella recogió el taburete
mientras él llevaba el banco, y salieron al patio. Fergus corrió tras ellos y luego
galopó hacia el ala de la cocina.
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Daniel explicó: —Ahora, ella lo verá como suyo, ¿entiende? Si todo va bien,
la pequeña bestia engordará tres veces su tamaño antes de que pase la primavera.
Campbell observó atentamente a la pareja mientras salía del establo. Se limpió
las manos en una manta colgada en la barandilla y finalmente miró en dirección
a Clarissa. Los ojos oscuros brillaban con algo parecido a la alegría. Alivio. Paz.
O una mezcla de los tres.
Ella se estremeció ante el impulso de acercarse, de tocarlo y sentir esos brazos
fuertes y capaces alrededor de ella. Gracias al cielo, la valla se interpuso entre
ellos.
—Señorita Meadows.
Ella se estremeció de placer ante el estruendo de su voz. ¿Por qué tenía que
afectarla así? Se tranquilizó y se llevó las manos a la cintura. —Señor
MacPherson—. Señaló con la cabeza al ternero y a su nueva madre sustituta. —
Muy bien hecho.
Él no respondió. En su lugar, examinó su pelo, su cara y su vestido con una
expresión oscura. —Tenga cuidado de no ensuciar su vestido. Una granja no es
siempre un lugar civilizado.
El temperamento de ella se enfureció. Fingió estar asombrada. —¿De verdad?
—Sí.
—Esto es chocante para una dama de mi delicada sensibilidad. Los inquilinos
de Ellery Hall hacían que la agricultura sonara idílica. Quizás las granjas de
ovejas inglesas se han librado de alguna manera de los caprichos de la naturaleza.
Debo informarles de su buena suerte a mi regreso.
Como si le molestara su sarcasmo, él cruzó los brazos sobre su enorme pecho.
—Hay una diferencia entre cobrar rentas y gestionar el ganado, muchacha. Los
alquileres no le ensucian las manos.
La verdadera irritación se apoderó de ella. ¿Acaso pensaba que ella no era
más que una tonta mimada? —Y aquí estoy yo sin mis guantes de seda. Qué tonta
soy.
La esquina de la boca de él se torció. —Tal vez debería volver a la casa. Hay
menos mierda de vaca allí.
—También menos patanes, ciertamente.
Él apoyó los codos en la barandilla superior y se acercó. —¿Se ha mantenido
alejada de las ventanas?
—No.
Él frunció el ceño. —¿Por qué no?
—Había que limpiarlas.
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—Daniel, tengo una lista de semillas que adquirir. Necesitaré tu ayuda para
ello.
—¿Cómo, señorita?
—Un hombre necesita un hogar apropiado. Y un hogar apropiado tiene un
jardín.
—No estoy seguro...
—Pues yo sí.— Ella levantó la barbilla y caminó más rápido. —El Señor
MacPherson puede objetar todo lo que quiera. Pero si todavía estoy aquí cuando
llegue la primavera, le dejaré algo para que me recuerde. Lo apruebe o no.
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Capítulo Seis
Campbell se despertó cubierto de sudor. El fuego se había apagado. La noche
seguía reinando más allá de su ventana. Cerca de la puerta, Fergus resopló y
gimió. El perro trotó hacia la cama, dando un empujón a la mano de Campbell.
Éste le dio una palmadita. —Todo está bien, muchacho. Sólo otro mal sueño.
Los sueños habían sido el tormento de su maldita existencia durante los
últimos tres meses, interrumpiendo su sueño en intervalos de dos o tres horas y
volviéndolo loco. Algunos atormentaban su cuerpo. Esos, los anhelaba más de lo
debido. Otros atormentaban su mente. Contra los que luchaba en vano.
Se pasó una mano por la cara y se obligó a salir de la cama para lavarse y
vestirse.
Los sueños más oscuros no eran nuevos, por supuesto, pero nunca habían
sido tan malos. De hecho, cuando la mujer que una vez había amado lo visitó por
primera vez de esta manera, las visiones habían sido un consuelo. Él e Isla habían
hablado de todo: la destilería, sus hermanos, su madre.
El deseo de morir de él.
Cuando él se había alistado en un regimiento de las Highlands con ese mismo
propósito, ella había expresado su descontento. Cuando lo enviaron a luchar al
continente, ella le advirtió de los peligros que lo acecharían. Con el tiempo, lo
convenció de que siguiera viviendo sin ella, de que luchara por su propia vida y
de que renunciara a su juramento de serle fiel.
—Llevo dos años muerta, Campbell—, lo había reprendido ella, con su pelo
negro brillando como el ala de un cuervo a la luz de la niebla. —No puedes serle
fiel a una muchacha muerta. No está bien—. Isla siempre había sido práctica. —
Además, nunca estuvimos juntos así. Sólo me besaste una vez.
En el sueño, él había respondido: —Estabas demasiado débil para algo más,
Isla.
Él casi sonrió, recordando su reacción. Ella se había erizado. —Así que me
estás culpando, ¿no? Esa es una buena manera de tratar a una muchacha que ha
cruzado todo tipo de límites místicos para tener una charla contigo—. Inclinó la
cabeza en un ángulo familiar. —No quiero que mueras virgen como yo. Tus
hermanos nunca dejarían de burlarse.
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El arisaid es un lanudo, de largo y ancho de la bufanda, que llega hasta el suelo y se ve como un manto.
Las mujeres usaban claro o plisado, o a través de una enagua durante los meses más fríos
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—Ah, muchacho—, susurró Campbell. —Me temo que ella no quiere saber
nada de ti. Ni de mí.
En la semana que llevaba aquí, de hecho, la encantadora muchacha inglesa
había ofrecido una palabra amable, una sonrisa dulce y una conversación
encantadora a todo el mundo con el que se había cruzado: las criadas, sus
hombres, los jóvenes que ayudaban a acarrear agua y atender el fuego.
A todos menos a Campbell. No, a él lo evitaba como si hubiera estado
revolcándose en mierda de caballo.
Cuando necesitaba un hombre que la acompañara fuera, buscaba a Daniel.
Cuando tenía una pregunta sobre la casa, le preguntaba a Daniel. Cuando
necesitaba mover un baúl o traer una jarra de un estante alto, le pedía ayuda a
Daniel.
El maldito y barbudo Daniel.
La semana pasada él quiso comenzar su entrenamiento, pero ella le pidió
permiso para hacer cambios en la casa.
—¿Qué tipo de cambios?—, le preguntó.
Ella miró a todas partes menos a él antes de responder: —Oh, esto y aquello.
Pequeñas cosas, en realidad. Cortinas. Tal vez añadir unas cuantas sillas aquí en
la sala de estar. Un poco de comodidad para agradecerle por... su hospitalidad—
. Se mordió el labio, como si no quisiera decir más.
Él accedió a su petición, pensando que las cortinas podrían añadir seguridad.
Al bastardo que la perseguía le gustaba espiarla a través de las ventanas, después
de todo.
La idea había reavivado su furia, así que la había dejado con sus “cambios” y
se había centrado en establecer patrullas, asegurar las vallas y poner trampas en
las colinas de los alrededores. Un buen rifle tenía un alcance de varios cientos de
metros, y la señorita Meadows había dicho que Northfield era un excelente
tirador.
Campbell pretendía tener la ventaja, pasara lo que pasara.
Por eso había querido entrenar a Clarissa en algunas habilidades básicas. Pero
ella siempre evitaba su compañía. La única criatura que evitaba más era a Fergus.
Y el perro suspiraba por ella.
—Ven aquí—. Campbell pronunció la orden dos veces más. La cabeza de
Fergus bajó como si comprendiera que estaba siendo desobediente, pero se negó
a moverse de su sitio. Campbell se acercó a la puerta, con la intención de moverlo
físicamente si era necesario, cuando escuchó el sonido.
Susurros, gemidos femeninos. Luego, un pequeño gemido.
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Capítulo Siete
Clarissa acababa de terminar de colgar la tercera cortina de la habitación
delantera cuando Campbell entró como una tormenta.
—¿Qué diablos estás haciendo?—, gruñó.
Ella parpadeó primero ante su rostro fruncido y luego ante Daniel, que
parecía no estar sorprendido. —¿Decorar ventanas?—, respondió ella.
—Tú no—. Campbell miró fijamente a Daniel. —¿No te he dicho que lleves el
carro a la destilería hoy?
—Sí, señor. Iba a salir. La señorita Meadows necesitaba ayuda con el...— La
prominente nuez de Adán de Daniel se balanceó al tragar. —Me voy, entonces—
. Se puso la gorra y saludó con la cabeza a Clarissa antes de salir por la puerta
principal.
Ella frunció el ceño y miró la cortina que aún tenía en la mano. Con un
chasquido de la lengua, pasó por delante del todavía temible Campbell
MacPherson para recuperar el taburete de cerca de la chimenea. Cuando lo colocó
frente a la cuarta ventana y levantó el dobladillo para subir, oyó un gruñido
detrás de ella.
Él no le dio ninguna otra advertencia.
Unas manos enormes la agarraron por los lados de la cintura. Ella gritó. Se
retorció al sentir el calor de las cosquillas. Luego, fue levantada y colocada
suavemente en el suelo, como si fuera un piano de cola que quisiera ser
reposicionado.
—¡Señor MacPherson!—, jadeó cuando recuperó el aliento.
Él la ignoró por completo, apartando el taburete y arrancándole la cortina de
los dedos. Rápidamente fijó la tela al marco con pequeños ganchos que ella había
escondido en los pliegues. Con dedos largos y sensibles, los ajustó en su sitio y
colocó la tela en su sitio.
—¿Dónde has encontrado esto, muchacha?— Agitó el dobladillo y arqueó
una ceja por encima del hombro.
—¿L-la tela?
—Sí.
—Me... sobró un poco.
Se volvió hacia ella y cruzó los brazos sobre el pecho. —Más que un poco. Has
cubierto todas las ventanas de la casa principal.
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A regañadientes, lo siguió.
La condujo más lejos de la casa de lo que había estado antes: más allá de las
dos siguientes elevaciones, pastos y vallas, más allá de las vacas lanudas que
comían perezosamente. Como de costumbre, sus zancadas eran extrañamente
largas. Tuvo que trotar para seguirle el ritmo.
—¡Señor MacPherson!
Él la ignoró.
Jadeó por el esfuerzo y esquivó un montón de desperdicios. —¡Campbell!
Él se detuvo. Miró por encima del hombro. —Tenemos una distancia que
recorrer todavía. Mejor guarda tu aliento para llegar allí.
Mientras lo seguía, ella resopló: —¿Adónde me llevas?
No hubo respuesta. Después de un largo paseo, su destino se hizo visible.
Superaron la última subida para entrar en un valle suave y ondulado. En su
centro, un arroyo de lecho pedregoso caía de entre dos colinas, ensanchándose
en un gran estanque antes de serpentear cuesta abajo en dirección sureste. Aquí
y allá, a lo largo de las orillas del arroyo, había grupos de abedules plateados, con
sus ramas hinchadas de hojas en ciernes. Y varios cientos de metros hacia el norte,
donde los campos de hierba y brezo ascendían suavemente hacia una meseta
natural, había una gran roca entre dos pinos y otro grupo de abedules. Campbell
se dirigió en esa dirección.
Ella se detuvo. El valle era impresionante. Hoy, el cielo brillaba con un azul
tenue. Una ligera brisa agitaba sus rizos, pero era más suave de lo que esperaba.
La luz del sol la calentaba a través de su capa. El aire olía a verde y brillante, tan
puro como el cielo. De hecho, se sentía como si estuviera en la cima del mundo.
Giró para ver su entorno: a su alrededor estaban las colinas de Escocia, que
parecían haber sido talladas por una mano gigante y pintadas con sombras y
luces. Su grandeza era descarnada. Salvaje. Sin embargo, en esta cañada oculta
con su arroyo salpicado de abedules, se sentía... protegida. No sabía por qué. Tal
vez fueran las lejanas montañas que montaban guardia alrededor de un terreno
suavemente ondulado. Tal vez el agua que corría y las hierbas que se agitaban
calmaban su espíritu.
Sus ojos se desviaron hacia los anchos hombros y el hombre imposiblemente
alto que tenía delante.
Tal vez era él.
Anoche había vuelto a soñar con él. Él la había abrazado después de una
pesadilla, susurrándole palabras tranquilizadoras y haciéndola sentir segura. La
había acunado, la había calentado. Tanta paciencia. Tan tierna solidez.
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Cómo deseaba que ese hombre fuera real. Pero no lo era. El hombre que la
miraba ahora mientras ella se dirigía a la roca apenas toleraba su presencia. No
la atraería a su regazo y la abrazaría como si fuera preciosa. Más bien pensó que
le ordenaría que volviera a dormir y lo dejara en paz.
—Quizá tengas todo el día para perderlo, pero yo no—, refunfuñó él cuando
ella se acercó.
Se dio cuenta de que había varias armas sobre la roca. —¿Te has olvidado de
desayunar esta mañana?
Él gruñó y tomó un mosquete largo. —No. ¿Qué tiene que ver eso con nada?
Ella arqueó una ceja. —Oh, nada. ¿Te has saltado el café?
Sacó un surtido de provisiones de una bolsa de cuero y las dispuso
ordenadamente en una fila. —Me desperté temprano. No había nada que
consumir.
—Hmm. Eso lo explica.
—¿Explica qué?
—Tu mal temperamento.
—Mi temperamento está bien.
—Entonces, ¿por qué gruñes?
La mirada oscura de él brilló, su mandíbula se flexionó. —No sabes nada de
mí, muchacha.
Ella se cruzó de brazos. —Sé que bebes café en lugar de té. Sé que prefieres el
pan de tu hermana al de Abigail y que lo acompañas con mermelada en el
desayuno y con salsa en la cena.
Él gruñó y negó con la cabeza. Mientras ella hablaba, él preparaba el mosquete
con movimientos ausentes y practicados.
—Sé que te gusta leer y que detestas la lluvia—, continuó ella, observando sus
manos con fascinación. —Sé que puedes convertir un poste de valla desechado
en una obra de arte con nada más que un cuchillo afilado. Sé que tratas a tus
hombres como si fueran de la familia y que hablan de ti como de un dios. Sé que
prefieres estar rodeado de vacas que de personas. Sé que tu estado de ánimo
decae cada vez que duermes poco o pasas demasiado tiempo sin comer. —Ella
hizo una pausa. Tragó un bulto repentino.
Él mantuvo los ojos en su tarea.
—Sé que no me quieres aquí—, terminó suavemente. —Siento que esta carga
haya recaído sobre ti, Campbell. Siento haber traído tantos problemas a tu puerta.
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La boca de él se tensó. Empujó la baqueta por el cañón con cierta fuerza. Sus
movimientos eran tensos. Enfadados. Finalmente, levantó la mirada. El fuego
oscuro de esos ojos la hizo retroceder un paso.
—¿Has terminado?—, le espetó.
Ella parpadeó. Parecía... furioso. ¿Por qué? ¿Qué había dicho ella?
Él le ofreció el mosquete.
—Sí. Sí. Ehrm, ¿no podemos empezar con las cuchillas?— Se aclaró la
garganta. —Kate y yo hemos tenido muchas conversaciones sobre el puñal.
Parece un arma admirable para la defensa personal.
—Si un hombre se acerca lo suficiente como para que uses un puñal contra él,
ya has perdido la pelea.
—Oh, pero seguramente...
Él levantó su mano y la envolvió alrededor de la culata. Ninguno de los dos
llevaba guantes, y el contacto le produjo un agradable escalofrío en el brazo. Ella
notó que sus dedos eran callosos. Le gustaba la aspereza contra su piel.
—Acostúmbrate al peso que tiene en tus manos—, dijo él. Su tono era más
severo que iracundo, pero su expresión seguía siendo atronadora. Se puso detrás
de ella y le colocó las manos donde quería que las pusiera sobre el arma.
Todo el aliento salió volando de su cuerpo. Él era puro calor y dureza
rodeándola. Sosteniéndola. Controlándola.
Él apoyó el mosquete en su hombro y luego le murmuró al oído: —Ahora,
escucha atentamente, Clarissa. ¿Estás escuchando?
Un poco. En realidad, apenas podía pensar. Cada parte de ella parecía haber
cobrado vida a la vez: sus pechos, sus caderas, sus muslos. Su cuello, sus mejillas
y sus labios. Todo hormigueaba. Chispeaba. Se calentaba y ardía.
Ella consiguió asentir.
—Un arma es una herramienta. Dilo.
—Un… arma es una herramienta.
—Y no vale nada si no sabes cómo usarla.
—Correcto.
—Ahora, eres una muchacha pequeña. No eres rival para la fuerza de un
hombre—. Una de sus hermosas y enormes manos se deslizó hacia su cuello. Los
dedos callosos ahuecaron su garganta con la más ligera presión.
Ella casi gimió. Las puntas de sus pechos se endurecieron y palpitaron. ¿Él
estaba tratando de seducirla?
—Podría hacerte cualquier cosa—, le dijo al oído. —No tendrías nada que
decir al respecto—. Sus dedos apretaron, más como una caricia que como una
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
—Creo que acabo de cortar ese arbolito por la mitad, Señor MacPherson.
Esta vez, cuando él se movió a su lado, ella vio su sonrisa. Era débil, pero
estaba allí. —Campbell—, corrigió en voz baja. Le sostuvo la mirada por un
momento antes de continuar con su instrucción. —Trata siempre el arma como si
estuviera cargada. Practica esta posición una y otra vez cuando esté vacía—. Le
dio unos golpecitos en los nudillos donde ella agarraba la culata. —Así, tus
manos aprenderán a tener cuidado con tu entorno cuando tu mente esté ocupada
de otra manera.
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Siempre que él estaba cerca, su mente estaba ocupada. Ese era el eterno
problema. Ella había intentado mantener la distancia. Había intentado distraerse
con proyectos. Incluso había intentado imaginarse a algunos de sus pretendientes
más atractivos de la temporada pasada. Eso había ido mal. El Señor Osborne no
la hacía vibrar. Más bien había sido el tipo de hombre que pedía formalmente un
beso antes de disculparse formalmente por pedirlo.
Sospechaba que Campbell MacPherson -si estuviera mínimamente interesado
en besarla- no se lo pediría. No tendría que hacerlo. Él era su debilidad.
—... ¿lista para disparar, muchacha?
Ella parpadeó. Asintió con la cabeza.
—Bien. Apunta a ese tronco, entonces. ¿Lo ves?
Forzándose a prestar atención, vio el tronco que él había mencionado a lo
largo del cañón. —Sí.
—Usa el pulgar para levantar el mosquete.
El calor surgió, haciendo que sus mejillas se estremecieran. Maldición. Ahí
estaba de nuevo su peculiar problema. El hombre estaba tratando de instruirla,
no de seducirla, por el amor de Dios. Concéntrate, se reprendió a sí misma.
Concéntrate.
—Cuando estés lista, desliza tu dedo en el gatillo. Luego, apriétalo.
La punta del arma tembló.
—Firme, ahora—. Apoyó su codo. —Buena muchacha. Toma un respiro.
Era mejor terminar con esto. Ella respiró. Amartilló el mosquete. Movió su
dedo hacia el gatillo. Y disparó.
El chasquido de la ignición fue fuerte, el fuego intermitente demasiado cerca
de su cara. Se estremeció, lo que estropeó su puntería. No sabía dónde había
impactado su disparo, pero el tronco permanecía ileso. Además, había gritado
como una maldita tonta.
Él le quitó el arma de las manos. Su mirada brillaba con una extraña
expresión. ¿Era... aprobación?
—Bien hecho para una muchacha inglesa, diría yo.
—Pero no le di a mi objetivo.
—Ese no era el objetivo.
—¿No lo era?
—No.— Él se agachó para apoyar el mosquete contra la roca. —¿Cómo te
sientes?
Tenía los brazos agarrotados. Le pitaban los oídos. Sus hombros se sentían
rígidos por sostener el arma tanto tiempo. Pero lo había hecho. Había disparado.
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Al darse cuenta de que estaba sedienta, bebió con cautela al principio, pero
descubrió que era simplemente agua, así que se la tragó. Cuando terminó, él la
miraba fijamente.
Ella se frotó la mejilla y la barbilla con la muñeca. —Debo tener un aspecto
espantoso. ¿Tengo manchas...?
Él tomó la petaca y bebió, inclinándola hacia atrás sin dejar de mirarla.
Cuando la metió en la mochila, sus movimientos fueron enérgicos. —Te ves
bien—, espetó. —Bonita como un buen día de primavera.
Ella parpadeó. ¿La consideraba bonita?
Con el arma y la mochila en la mano, la condujo hacia el este a lo largo del
arroyo. Sus pasos eran ahora más cortos, más acomodados a los de ella.
—Háblame de Northfield—, dijo.
A ella se le revolvió el estómago. —¿Qué... qué quieres saber?
Él lanzó una mirada oscura e inescrutable por encima del hombro. —Todo.
Desde el principio. ¿Cómo se conocieron?
Ella exhaló un suspiro cuando llegaron a un recodo del arroyo y se detuvieron
bajo un grupo de abedules. Frotándose la frente, luchó contra la opresión en la
garganta. El olor acre y ligeramente sulfúrico de la pólvora permanecía en sus
manos.
¿Cuánto debía decir? —Me fijé en él por primera vez hace un año. Había
regresado a Londres de sus viajes por la India y África. Su padre y su abuelo son
cazadores de renombre. Stephen heredó su destreza.
—¿Stephen?
—Mmm. Stephen Northfield. Su abuelo es un vizconde, pero él es un segundo
hijo, así que no tiene título—. Ella hizo un gesto despectivo. —En cualquier caso,
había estado fuera de Londres durante muchos años, y cuando volvió, causó una
gran impresión en las jóvenes. Por desgracia, ninguna de ellas reclamó su
atención.
—¿Y qué hay de ti?
—¿Yo?— Sus mejillas se calentaron. Se apartó los rizos de la mandíbula. —Yo
era una florero. Nadie se fijó en mí esa temporada.
El surco entre sus cejas se hizo más profundo. —¿Estaban todos ciegos,
entonces?
Algo en su reacción la hizo sentir un cosquilleo de pies a cabeza. Para
distraerse, se dirigió al agua y se inclinó para lavarse las manos. —Yo era
diferente en aquella época—, respondió. —Más regordeta.
—¿Qué diferencia hay? ¿Los ingleses son tontos de remate?
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estado de ánimo. —Pero con mejores dientes. No sé cómo sucedió eso. Su padre
se parece a la descendencia entre una liebre y una cabra.
Le pareció ver que la comisura de la dura boca de Campbell se levantaba
ligeramente. ¿Una pequeña victoria?
Él le ofreció su mano para ayudarla a sortear una pendiente rocosa. Una vez
más, sus callos le provocaron un placentero escalofrío. —¿Cuándo supiste que
algo andaba mal?
—Estábamos paseando juntos cerca del Serpentine. Hyde Park. ¿Has estado
alguna vez allí?
—Una vez.
Ella asintió. —Mencioné una canción en particular que me gusta. Una melodía
francesa. Él comentó que me había oído tocarla en el pianoforte—. Tragó saliva,
recordando la cara de Stephen en ese momento: los ojos demasiado abiertos, la
inquietante inclinación de la cabeza. En sus momentos de locura, él a menudo
parecía estar escuchando sonidos que no existían. —Yo sólo había tocado la
canción por la noche, a solas en la casa de mi abuela.
—Entonces, sabías que te había estado observando.
—Sí. Lo encontré... angustiante.
—Maldito infierno—, escupió él. —¿Qué pasó después?
—Nos volvimos a ver en un baile la semana siguiente. Él montó una escena
cuando acepté bailar con otro pretendiente, el Señor Osborne. Discutimos.
Intentó besarme. Yo... lo golpeé—. Sacudió la cabeza y miró al horizonte. —
Después, me sentí horrible. Él se disculpó y parecía tan desconcertado como un
niño pequeño. Sin embargo, su persecución se había vuelto... inapropiada. A
partir de entonces, me esforcé por distanciarme. Rechacé todas las invitaciones
para excursiones. Devolví sus regalos.
—¿Él enviaba regalos?
—Todos los días, sí. Flores. Fruta. Guantes y joyas. Perfume—. Su estómago
se acalambró. Tranquila, pensó. No debes ponerte enferma. —Incluso medias de
seda, una vez. Estaban bordadas con rosas rojas—. Ella envolvió sus brazos
alrededor de su abdomen. —Sus cartas se volvieron cada vez más urgentes e...
íntimas. Parecía creer que yo había consentido en casarme con él, que estábamos
locamente enamorados, y que las objeciones de mi abuela a nuestra unión eran
la única barrera que se interponía entre nosotros. Se comportaba como si ya
hubiéramos...— No pudo decirlo. Leer sus palabras ya había sido bastante malo.
Repetirlas le revolvía el estómago.
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Capítulo Ocho
El sueño de ella comenzó de la manera habitual, como una pesadilla. La espesa
niebla escocesa le impedía ver más allá de la longitud de su brazo. Sabía que
estaba cerca del agua, porque la oía golpear contra las rocas. Se había puesto la
capucha de la capa alrededor de la cara. Temblando, notó que la punta de su
nariz estaba entumecida.
Él estaba aquí. Opresivo. Loco. Casi podía oírlo suspirar.
Clarissa.
Su nombre era un deslizamiento siniestro. Cercano.
Su corazón latía como un tambor ensordecedor. Ella lo esperó. ¿Por qué
estaba esperando? ¿Por qué se quedaba quieta y dejaba que él la encontrara?
Te vestiste de rojo para mí, hermosa. Querías ser vista.
El miedo helado la congeló. Ella se estremeció y tembló. Cada músculo quería
correr, pero debía quedarse quieta. ¿Por qué? ¿Por qué, por qué, por qué?
Cegada por la niebla y la noche, se atrevió a girar en su sitio. Bajo sus pies
había una hierba verde y esquilada. Cerca de su mano había un poste de la valla.
Había sido tallado en forma de búho. Con el corazón palpitante, pasó las yemas
de los dedos entumecidos por la madera húmeda. Las plumas se ablandaron. Se
volvieron reales. Le calentaron la mano. El pájaro levantó el vuelo y desapareció
en la oscuridad.
Al instante, el sueño cambió. La sensación de persecución desapareció. La
noche se convirtió en día. La niebla retrocedió. Su corazón se ralentizó. Su piel se
calentó como si el verano hubiera llegado de golpe. Se quitó la capa y la dejó caer
sobre la hierba.
La niebla se alejó, cada vez más lejos. Se encontraba junto a un espejo de agua
azul que lamía la orilla pedregosa. Por encima, la luz del sol atravesaba la niebla
en un barrido angular.
Alguien se acercó. No era siniestro. No era una amenaza. No. Lo contrario, de
hecho. Este hombre era seguridad. Este hombre era tierra firme bajo sus pies
después de eones en el mar.
Él se movió detrás de ella, una enorme sombra que se fundía con la suya. Ella
se apoyó en una pared dura e inflexible y suspiró su nombre. Campbell.
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Otro hombre había dicho una vez esas mismas palabras, y ella había sentido
terror. Campbell las dijo, y ella sintió un feliz anhelo.
Él la llevó más arriba. Rodeó su tierno capullo y pellizcó su tierno pezón. Ella
sintió el borde de sus dientes mordiendo su oreja. —¿Sabes cuánto me consumes,
amor?— Él enterró su cara en su pelo suelto. —Dios, mataría por estar dentro de
ti. Me arrastraría de rodillas para probar tu dulce sexo mientras acabas ¿Te
gustaría eso?
—Lo quiero—, jadeó ella. —Deseo que esto sea real.
—¿Me dejarías tocarte así, amor? Siente lo mojada que estás—. Su dedo más
largo se deslizó profundamente dentro de su vaina. —Como un guante de seda
caliente y empapado. Me quemas, dulce Clarissa. Me ahogas.
—Sí. Más profundo. Por favor.
—Si esto no fuera un sueño, ¿me dejarías tomarte así?— El brazo libre de él le
apretó la cintura, levantándola y bajándola hasta que ambos estuvieron de
rodillas entre los pliegues de su capa roja. La inclinó hacia delante y susurró: —
¿Me darías lo que te pidiera?
Ella gimió y empujó sus caderas hacia atrás, forzando el dedo de él a
profundizar. En su oído, la respiración de él sonaba áspera.
—Te daría cualquier cosa, Campbell. Todo. ¿No lo entiendes? Si me quisieras,
sería tuya.
Su cabeza bajó hasta el hombro de ella. Su pecho se agitó contra su espalda.
—Sólo dices eso porque esto no es real. Y porque no sabes la verdad.
—No, yo...
Él la levantó de un tirón y volvió a hundir su cara en su pelo antes de recoger
la masa en su mano libre.
Ella miró hacia abajo para ver el amuleto de fertilidad en forma de cabra que
la señora MacBean le había dado colgando entre sus pechos.
La mano de él siguió moviéndose entre sus piernas. El aliento de él calentaba
el hombro de ella. La hizo retroceder hasta que los muslos de ella se pusieron a
horcajadas sobre su regazo, lo que le permitió acceder perfectamente a sus
pliegues. Le soltó el pelo para acariciar suavemente su garganta. Abajo, seguía
profundizando con el dedo, presionando sus pliegues hinchados con la palma de
la mano.
Y volviéndola completamente loca.
—¿De dónde salió ese pequeño talismán, eh?
Ella no podía responder. La cabeza le temblaba de calor, su cuerpo se retorcía
al borde de la explosión. El placer se apretaba cada vez más.
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La vida, había decidido Clarissa, era un mosaico de tareas por hacer. En sus
días cosía una pequeña hora cada vez: un poco de costura por aquí, una tetera
por allá. Plantear el futuro jardín de Campbell le llevaba dos horas y formular la
lista de semillas, una tercera. Clasificar sus tallas almacenadas y colocarlas en la
casa de campo le llevaba una más.
Por desgracia, a las dos y media se le habían acabado las tareas. Campbell
había ido a la destilería por el día, lo que significaba una interrupción temporal
de su entrenamiento, gracias a Dios. Disciplinar su boca -o cualquier otra parte-
con él requería una fortaleza que ella no tenía, sobre todo después del sueño que
había tenido la noche anterior.
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Por eso, cuando Rannoch llegó con Stuart MacDonnell en una carreta cargada,
agradeció la distracción. Abrió la puerta principal, esperando sólo saludar a los
dos hombres. En lugar de ello, vio a Rannoch bajando una pequeña figura
encapuchada de la parte trasera de la carreta cubierta de lona. Colocó la figura
sobre sus pies, y el pelirrojo Stuart la ayudó a ir hacia la puerta.
A Clarissa se le cortó la respiración, sintiendo dolor. Una alegría repentina,
como la luz del sol atravesando el sombrío paisaje del miedo constante, la golpeó
de lleno. —¿Abuela?
Las arrugas en forma de sonrisa y los brillantes ojos azules se curvaron en una
sonrisa. —Querida—, susurró, extendiendo los brazos.
Clarissa se apresuró a abrazarla. Sostuvo a su frágil abuela mientras Rannoch
y Stuart murmuraban con alguien cercano. Clarissa no se molestó en preguntarse
quién era.
Se sentía como una niña de nuevo, una niña cuyo mundo se había vuelto
hostil, doloroso y oscuro.
La abuela le besó la mejilla y le acarició el pelo. —Ya, ya, mi querida niña.
Shh. Estoy aquí.
Le ardía la garganta. Las lágrimas se deslizaron por su cara. Un sollozo escapó
de ella. —Te he echado mucho de menos.
—Lo sé. Yo también te he echado de menos.
Debería ser más fuerte que esto. El dolor en su pecho se sentía como una pena.
Miedo, pena y un amor insoportable. Durante largos minutos, todo lo que pudo
hacer fue aferrarse a ella. Se había mantenido firme durante los últimos diez días.
No tenía ni idea de lo cerca que estaba de romperse. —Es ridículo...
—¿Qué, querida?
—Que te necesitara tanto—. Ella jadeó. Lloriqueó en el chal perfumado con
agua de rosas de su abuela. Recuperó el aliento. —No me di cuenta hasta que te
vi. Cielos, estoy más agujereada que una olla agrietada.
La abuela ahuecó las mejillas de Clarissa. Las dos estaban hechas un lío de
lágrimas. —Somos parte la una de la otra—, dijo, sonriendo como un amanecer.
—Soportar cargas pesadas requiere que todas las piezas estén bien ensambladas
y en buen estado de funcionamiento. Así que aquí estoy.
Soltando una risa acuosa mientras sacaba un pañuelo de la manga, Clarissa
miró a su abuela. —¿Estás en buen estado de funcionamiento?
La abuela le acarició los brazos. —Sí. Mucho mejor, ahora.
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Una fuerte brisa pasó por encima de su chal y onduló su falda. Una ráfaga
más fuerte la empujó, haciéndola retroceder hacia la cabaña. Miró al cielo que se
oscurecía. Las nubes bajas bajaban con sus dedos para rozar el musgo marrón y
la hierba recién germinada. El aire olía a lluvia. Frunciendo el ceño, se fijó en un
pájaro negro que se lanzaba desde el tejado antes de volar en lo alto. De repente,
bajó en picado, cruzó hacia la elevación oriental y rodeó tres veces un
afloramiento rocoso.
Un profundo escalofrío la sacudió. La inquietud le hizo sentir un pinchazo en
la nuca. Una sombra cerca de la roca más grande tenía forma de hombre. No se
movía.
Su respiración se cortó. Se le secó la boca. Retrocedió hacia la puerta de la
cabaña, con el temor bañando sus entrañas de hielo.
¿Estaba imaginando cosas? ¿Era esa su mano? ¿Una pistola?
¿Él estaba allí... observando?
Con el corazón palpitando, se recordó a sí misma que Campbell tenía
hombres apostados a ambos lados de la casa. Seguramente habrían visto a
alguien acercarse.
A menos que estuvieran en el baño. O que estuvieran orinando detrás del
granero, como los había visto hacer varias veces. O que se quedaran dormidos
con la gorra sobre los ojos, como también los había visto. Eran pastores, no
soldados.
El pájaro negro daba vueltas y vueltas. Otra ráfaga. La sombra se movió. El
metal brilló.
Se echó hacia atrás. Girando. Corriendo. Resbalando. Agarrando el pestillo de
la puerta. Empujando. Cerrando de golpe. Corriendo. Dentro, corrió hacia la
cocina. Las sirvientas se abalanzaron con el ceño fruncido de preocupación
mientras ella luchaba por recuperar el aliento. —D-Daniel. ¿Ha vuelto de su
patrulla?
Jean y Abigail negaron con la cabeza. —¿Qué ocurre?— preguntó Abigail. —
¿Qué ha pasado?
—Había alguien... en la colina... vigilando la casa. Creo. No sé...— Se frotó la
frente. ¿Se estaba volviendo loca? Tal vez. Pero su corazón seguía acelerado. Su
piel seguía erizándose en alarma.
¿Y si Northfield le había hecho algo a Daniel? ¿Y si le había hecho algo a...?
El pánico surgió. —Fergus—. Agarró el brazo de Abigail. Lo sacudió. —Oh,
Dios. ¿Dónde está Fergus?
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Ella miró su rostro duro y feroz, con el corazón palpitando. Doliéndole. —Por
favor. Ten cuidado.
Con una ternura asombrosa, le rozó la sien con los labios y la apartó. —
Daniel—, dijo sin apartar la vista de ella. —Llévala a ella y a Fergus a la casa. Me
reuniré con ustedes pronto.
Recogió el gastado rifle de su larguirucho peón y se alejó.
Ella quería llorar y gritar y exigirle que se quedara con ella. Pero no podía. Si
Northfield estaba vigilando la casa, si tenía su arma con él, todos estaban en
peligro.
Fergus le acarició la palma de la mano. Ella le acarició el cuello antes de poder
contenerse.
Volvieron a la cocina, donde las criadas interrumpieron su charla en el
momento en que Clarissa entró. Seguramente habían estado murmurando sobre
sus desvaríos. Evitando sus miradas cautelosas y comprensivas, ella se dedicó a
preparar trozos de carne y a servir agua a Fergus. Pasaron minutos tensos
mientras recuperaba la compostura.
Daniel se sentó a su lado en la mesa. —Siento no haber estado aquí cuando se
asustó—, le dijo suavemente. —Fergus estaba jugando al escondite con una
liebre. Retrasó un poco nuestro regreso.
Ella asintió con la cabeza, sintiéndose totalmente tonta por su pánico anterior.
Le temblaron las manos al colocar los cuencos de Fergus en el suelo. El perro
lamió con avidez el agua, resoplando con fuerza. La necesidad de rodearlo con
sus brazos y besarlo entre esos hermosos ojos la embargó hasta que tuvo que
aferrarse al borde de la mesa para no moverse.
La apretó con doble fuerza cuando Campbell regresó. —¿Has encontrado...
algo?
Él levantó una mochila de lona como la que había llevado anteayer, sólo que
ésta estaba más sucia. Luego, apoyó una pala contra la pared del fregadero. Por
último, sacó un sucio gorro de lana del bolsillo y colgó el sombrero en el mango
de la pala. Desde el interior de la puerta de la cocina, un granjero avergonzado
murmuró una disculpa.
Campbell miró fijamente al joven rubicundo. —Ella no puede oírte.
El granjero -Jamie era su nombre, según recordaba ella- se aclaró la garganta
con un chillido oxidado. —Lo siento mucho, señorita Meadows. Estaba cavando
en esa zona y dejé mis provisiones cerca de las rocas mientras iba a... mientras
yo... ejem... es decir…
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Ella se aclaró la garganta. —Tal vez tus paseos ofrezcan una diversión
estimulante. Me atrevería a decir que hoy me habría gustado una cabalgata
vigorosa.
Él la miró con extrañeza, con la mirada clavada en su escote. ¿Había dicho ella
algo extraño?
Ella sonrió. —Últimamente, mi agenda ha sido bastante escasa, y eso me ha
inquietado. Por suerte, Rannoch trajo a la abuela de visita.
Él se pasó una mano por la mandíbula. —Sí, yo se lo pedí.
—¿Lo hiciste?
Él asintió con la cabeza.
—Oh. Eso fue... amable de tu parte—. Amable e inesperadamente
considerado. ¿Había percibido lo mucho que ella lo necesitaba? —Antes, estaba
en el camino despidiendo a todos, pero no te vi llegar.
—No, no me habrías visto. La mayoría de los días, tomo un camino más corto
a lo largo de la arboleda.
—¿A través de la cañada donde tuvimos nuestra lección?
—Sí, el arroyo alimenta la destilería MacPherson. Mejor agua, mejor whisky.
—Me gustaría visitar la destilería un día. Kate dice...
—Cálmate, muchacha.
Ella hizo una pausa, notando que su respiración era rápida y superficial. —
Estoy perfectamente tranquila.
Lentamente, él se acercó. —No. Estás temblando.
Ella bajó la mirada. Sus manos se retorcían y temblaban con una fina tensión.
Se las sacudió y se rozó la falda. —Estoy perfectamente bien.
—Clarissa.
—Todo está perfectamente bien.
—No hace falta que mientas.
—No estoy mintiendo.
Él se acercó lo suficiente como para que ella pudiera sentir su calor. —Mírame.
Ella negó con la cabeza y se apartó, dirigiéndose a la chimenea. —Espero que
no te moleste demasiado que haya expuesto tus tallados—. Se arremangó la fina
lana azul de su falda y luego la soltó para quitarle las arrugas. Otra vez. Y otra
vez. —Son creaciones magníficas. Deberías hacer otras y venderlas.
—No me gusta que hayas salido sin guardia—. Su voz era más baja. Más
cercana. Un rugido áspero. —Pero cuando viste una amenaza, diste la alarma y
corriste hacia la casa. Eso es lo mejor que pudiste hacer.
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Esa misma noche, Campbell tuvo otro sueño. En primer lugar, vio a Isla,
aunque esta vez estaba oculta por la niebla, y no se sumergió bajo el agua como
había hecho antes. En su lugar, se encontraba junto a una orilla rocosa mientras
un búho ululaba cerca.
—¿Qué demonios estás intentando decir?—, dijo al otro lado del agua. Su voz
era un eco apagado. —Estoy harto de tu silencio. ¿Me oyes? Muéstrame algo o
déjame en paz.
El miedo lo inundó de un sudor pegajoso, helado y enfermizo. Por un
momento, se sintió más delgado. Más bajo. Confundido. Su mente parpadeaba
extrañamente de un pensamiento a otro: Un ciervo muerto. Una camisola blanca.
Un par de hermosos labios. Un viejo molino. Oscuridad. Sangre. Furia. El pelo de
Clarissa iluminado por el sol. Flores rojas. Una puerta rota. Una sábana en una
cuerda. Un par de cuervos. El olor de la muerte.
Negrura y dolor. Dolor y negrura. Miedo a perderla. Miedo a lo que él podría
hacerle.
No debo perderla. Debo tenerla. Poseerla. Castigarla.
Los sonidos del agua liberaron la mente de Campbell. Un búho se posó en
una valla cercana. La cabeza del ave pivotó para mirarlo con un sombrío silencio.
—Dulce y maldito Cristo—, espetó. —¿Era Northfield?
El pájaro no respondió. Se elevó hacia el cielo.
Volvió la luz del día. El sol le calentó la piel.
Desde detrás de él, una voz dulce y sin aliento atravesó la hierba verde y
esquilada. —Me preguntaba si te volvería a ver aquí.
Él cerró los ojos y saboreó el aroma de la lavanda. —No puedo evitarlo, amor.
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Ella se acercó. Él se giró, empapándose del puro placer de ver brillar sus rizos
dorados. Esos ojos brillaban como el cielo. Los labios exuberantes sonrieron. Se
separaron. Ella rió, el sonido de su felicidad era embriagador. Ella corrió a sus
brazos como lo había hecho antes ese día, a toda velocidad, sin contenerse. Sólo
que esta vez no fue por miedo.
En sus sueños, ella era libre de desearlo, y él era libre de tocarla.
Él la acercó, abrazándola tan fuerte como se atrevió.
—Campbell—, susurró ella, acariciando su pecho. —Si fueras mío, me pasaría
horas sólo besándote.
La risa de él se convirtió en un gemido cuando ella deslizó sus manos desde
su cintura hasta su vientre. —Tengo la sensación de que no duraría tanto,
muchacha. Uno de nosotros se quebraría en cuestión de minutos.
—Sí. No parece importar la frecuencia con la que me das placer; mi apetito
nunca se satisface del todo—. Un leve temblor en su labio inferior le causó una
punzada de preocupación.
—Quizá debería esforzarme más, ¿eh?
Ella negó con la cabeza y apoyó las palmas de las manos en el pecho de él.
Luego, trazó una cruz sobre su corazón. —No puedo seguir haciendo esto,
Campbell. Soñar con festines nunca llenará un estómago vacío. Sólo aumenta el
hambre.
Él frunció el ceño, extrañado por el giro melancólico. —Clarissa.
—El hambre me está devorando—. Ella se apartó, su voz se contorsionó. —
Me duele demasiado.
—¿Qué estás haciendo?
Ella se alejó, retrocediendo. Retrocediendo.
—No. No te vayas.— Él la alcanzó de nuevo, pero ella ya se había desvanecido
en la niebla. —¡Clarissa!—, gritó. —¡No te vayas!
Pero ella no lo escuchó. Y él no pudo verla.
Ella se había ido.
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Capítulo Nueve
—Voy a ir por él—. El bajo y resonante estruendo de la furia de Campbell hizo
que el mundo vibrara con un extraño tono rojo. Quince días después de que los
sueños cesaran, su impaciencia se había convertido en rabia.
Nunca había sentido nada parecido. Lo asustaba muchísimo.
Broderick frunció el ceño y terminó su trago de whisky. —Sé sensato. No
sabemos dónde está, y aunque lo supiéramos...
Campbell se apoyó en su vieja mesa de comedor llena de marcas, la que ella
había decorado con las primeras flores silvestres de la primavera. —Pienso
rastrearlo—, gruñó. —Y pienso matarlo.
A lo lejos, oyó las risas de Kate y Clarissa en la habitación contigua. Se le
revolvieron las tripas. No era el whisky.
Broderick le lanzó una mirada especulativa. —Teversham va a llegar pronto.
Tengo entendido que tiene la intención de casarse con ella.
La rabia se encendió en él. Campbell echó su silla hacia atrás y se levantó para
caminar.
—¿Por qué no esperar? Unos días y ella será responsabilidad de otro
hombre—. Broderick hizo una pausa. —La esposa de otro hombre.
¿Creía él que Campbell no lo sabía? ¿Creía que no había estado contando los
malditos días?
—Sí, ella regresará a Inglaterra, y no serás molestado por ella. No más flores
bonitas en tu mesa. No más de una bonita muchacha molestándote para que te
pongas un sombrero bajo la lluvia—. Broderick se encogió de hombros. —Para
mejor, probablemente. Ella será una espléndida condesa. Una mujer hermosa. Un
pequeño punto de gracia en la casa de un hombre—. Otra pausa. —Tal vez su
matrimonio hará que el loco reconsidere su obsesión.
Al borde de la locura, Campbell negó con la cabeza. —Tiene que morir.
—Deja que Teversham se encargue. Tiene fondos. Él contratará...
—No.
—Está casi hecho. Déjala ir a un hombre que la quiera.
—Él no la quiere—. La furia de Campbell lo llevó a apoyar las manos en la
mesa e inclinarse para mirar a un Broderick exasperantemente relajado. —No la
quiere—, gruñó. —No como debería. No como...
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
—Di que es por su protección. Di que es porque necesitas una esposa y ella
servirá. Demonios, hermano. Dile que te casarás con ella por sus habilidades en
la costura. Tengo el presentimiento de que te aceptará, sin importar las
condiciones.
Campbell resintió la comprensión que brotaba de ese ojo único y conocedor.
—Ella querrá hijos. No puedo darle ninguno—. Un dolor hueco -antiguo, pero
no más sordo por el paso del tiempo- lo retorció por dentro. —¿Crees que
aceptará esas condiciones?
—Sí—, respondió Broderick. —Lo creo.
Las profundas voces de los MacPherson resonaron desde la dirección de la
cocina. Momentos después, Rannoch, Alexander y Angus entraron en el
comedor, discutiendo sobre una nueva fuente de cebada en Ayrshire. Sus
discusiones se detuvieron cuando vieron el whisky.
Angus gruñó y se pasó una mano por el pelo grisáceo. —Bueno, esta es una
bienvenida adecuada, hijo—. El padre de Campbell le dio una palmada en el
hombro y acercó una silla.
Alexander, con un aspecto pálido, delgado y demacrado tras su recuperación
de meses, acercó su propia silla, haciendo una mueca de dolor cuando los
músculos alrededor de su herida protestaron.
Rannoch miró la botella medio vacía y sacudió la cabeza. —Un lote
lamentable. Necesitaremos al menos dos más—. Se dirigió a la cocina para
reponer el suministro.
Angus bebió un trago y empujó la silla de Campbell con su bota. —Siéntate,
muchacho. Eres demasiado grande para estar inclinado sobre tu viejo padre de
esa manera—. Su padre le llenó el vaso. —Vamos, ahora. Bebe.
De mala gana, Campbell se sentó y bebió.
Angus miró a Broderick. —¿Se lo has dicho?
—¿Decirme qué?— Preguntó Campbell.
Broderick se frotó la nuca. —Encontramos un campamento de cazadores a
una milla al norte de la cantera.
Eso era menos de un cuarto de milla de Rowan House. Mirando fijamente
entre su padre y su hermano, Campbell ladró: —¿Northfield?
Alexander gruñó mientras se sentaba para servir. —Ya sabes la respuesta. El
desgraciado está aquí.
—¿Quién lo rastreó?
—Yo lo hice.
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—Entonces, ¿por qué no está él aquí, donde puedo hacer lo que hay que
hacer?
Alexander tomó la botella y la inclinó hacia atrás para dar un largo trago. —
El campamento tiene una semana. Ya fue abandonado.
Campbell resopló su incredulidad. —Podrías rastrear la flatulencia de un
fantasma en una noche de niebla después de un mes de tormentas de viento.
Su hermano gruñó. Resopló.
—¿Qué pasó?
—Lo perdí. Eso es lo que pasó.
—¿Cómo?
Alexander le lanzó una mirada ácida. —Déjalo, hermano.
Angus intervino. —No importa cómo. Sabemos que Northfield está cerca. No
sabemos dónde. Mejor que estés atento, Campbell.
—Debería estar presentándole a ese rabioso canalla a mi puñal ahora
mismo—. Miró más allá de su padre a un Alexander desaliñado y ojeroso. —
¿Dónde está?
Unos ojos aún más negros que los suyos lanzaron una advertencia. —No lo
sé.
—Tengo la intención de acabar con él. No me detendré hasta hacerlo.
—Entonces hazlo—, rugió Alexander. —¡Persíguelo tú mismo, maldita sea!
—¡Suficiente!— Su papá sujetó los cuellos de ambos y los sacudió como lo
había hecho cuando eran muchachos.
Rannoch regresó con dos botellas más y un ceño sorprendido. —¿Qué es lo
que tiene las pelotas de todos retorcidas?
Campbell luchó contra el impulso de desatar su rabia contra sus hermanos.
Controlar su temperamento nunca había sido tan difícil. Era ella. Broderick no se
había equivocado en eso.
La mirada de Rannoch se desplazó por encima del hombro de Campbell, y su
ceño se transformó en una amplia sonrisa. Campbell se giró para encontrar a
Magdalene Cuthbert entrando desde la habitación delantera. Rannoch se burló:
—Ahí estás, Ratón. Ni me imaginaba que estuvieras por aquí, eres tan silenciosa.
Una leve curva tocó sus labios, aunque tuvo cuidado de no exponer sus
dientes. Se alisó el sencillo vestido de lana y se llevó las manos a la cintura. —
Señor MacPherson. He acompañado a Lady Darnham. Ella ha sido muy amable.
—Ya te lo he dicho, todos somos el señor MacPherson—, replicó Rannoch. —
Tendrás que ser vulgar y llamarnos por nuestros nombres de pila, o nunca
sabremos quién de nosotros te ha disgustado más.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
—Es muy sencillo. Todos ustedes me agradan mucho—. Les dirigió a todos
una cálida mirada antes de acercarse al lado de Alexander y apoyarle la mano en
el hombro. —Aunque esperaba que cuando dejara de estar a mi cargo, Señor
MacPherson, no volviera a oír ese grito de dolor—. Se inclinó más cerca para
murmurar a Alexander con su suave voz de las Highlands: —Se ha esforzado
demasiado, ¿no es así?
—Basta, Magdalene—, gruñó él. —No necesito una madre.
Angus gruñó. —El muchacho se desmayó. Así es como perdió el olor de
Northfield. Siete horas seguidas, calado hasta los huesos, sin descanso. Encontró
el campamento. Entonces, la linterna se apagó.
Alexander murmuró una maldición fulminante.
—Ah, no me vengas con tonterías, hijo. Deberías haber pedido ayuda. Eres
un tonto, arriesgándote de esa manera.
—¿Se ha reabierto la herida?— Ella se movió para examinar la parte superior
de su pecho. —Tal vez debería echarle un vistazo.
Él apartó su mano. —¡Por última vez, no necesito tu ayuda!
Rannoch dejó las dos botellas sobre la mesa con un fuerte golpe. —Ten
cuidado, hermano. Vuelve a hablarle así y tendrás que extraer tus dientes de mis
nudillos.
—Está bien, Rannoch—, dijo ella suavemente.
—No. No lo está, Ratón—. Rannoch mantuvo su mirada fija en Alexander. —
Eres un bastardo malhumorado. Siempre lo has sido. Pero ella se merece algo
mejor, sobre todo del hombre al que ha mantenido con vida los últimos tres
meses.
Alexander se pasó una mano por la cara y suspiró. —Tienes razón. Disculpa,
muchacha.
Magdalene lo convenció de que la acompañara al piso de arriba, donde podría
examinar su herida, dejando al resto para discutir el problema de encontrar a
Northfield. Debatieron estrategias mientras bebían whisky. Las sugerencias iban
desde organizar una cacería total hasta tender una trampa con Clarissa como
cebo, una idea que Campbell vetó rápidamente.
—Ella no estaría en peligro, hombre—, suspiró Rannoch. —Sé razonable.
Demasiados hermanos suyos le habían dicho que fuera razonable hoy. Bebió
más whisky y mantuvo su silencio. En lo que a ella se refería, lo razonable no se
aplicaba.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
—Sigo diciendo que sería mejor esperar hasta que se case—, dijo Broderick.
—Existe la posibilidad de que se lo provoque para que se muestre. O se dará
cuenta de que ella nunca fue suya en primer lugar y abandonará su campaña.
Rannoch asintió. —Tal vez eso lo despierte de su locura.
—Teversham espera eso—, respondió Broderick, mirando a Campbell con
recelo. —Un hombre valiente, arriesgándose por ella. Northfield ya ha
demostrado lo que hará a un rival. Yo diría que lo más probable es que considere
su matrimonio como una provocación y busque hacerla viuda.
Su papá gruñó de acuerdo. —Teversham es un buen tipo, sí, pero este tipo
Northfield es un bastardo astuto. Es un asunto peligroso, ponerse entre un loco
y su obsesión—. Dirigió una estrecha mirada a Campbell. —No es un buen
augurio para su supervivencia. O la de ella.
Campbell rechinó los dientes. —Por eso debemos cazar a Northfield primero.
—O utilizarlo en nuestro beneficio—, replicó Angus. —¿Has considerado...?
—No empieces, papá.
—Ella sería una buena esposa, hijo.
—Maldito infierno.
—¿Casarse con Teversham? Maldito desperdicio—. Angus bebió lo último de
su whisky. —¿Casarse contigo? Será mejor que Northfield se mida para un ataúd.
Campbell estaba a punto de responder cuando entró Clarissa, sonrojada y
chispeante. Él se puso en pie junto con todos los demás hombres de la sala.
Hoy vestía de azul, lana azul marino con adornos de color azul más oscuro
en las muñecas y el escote. El chal que le rodeaba los hombros lo había
confeccionado con uno de sus plaids. El suave tartán gris le había gustado tanto
que él la había sorprendido frotándolo contra su mejilla. ¿Cómo podía no
ofrecérselo?
A lo lejos, notó que Fergus aún la seguía, aunque ella seguía ignorándolo.
Pobre bestia enamorada.
Kate y la señora MacBean entraron detrás de ella, pero él no podía apartar los
ojos de Clarissa. Últimamente, ella parecía... más ligera. Sus ojos brillaban de
emoción al saludar a su padre y a Rannoch. Luego, se centró en él, y toda la
habitación se desvaneció en el silencio y el estruendo. Sólo estaba ella, profunda
como el agua azul, suave como el vellón de un cordero, bonita como la bruma en
una rosa recién florecida.
Así de fácil, el nudo venenoso y rabioso de su pecho se disolvió. El whisky no
lo había hecho. Ver a sus hermanos no lo había hecho. Pero una mirada a ella, y
su mundo se arregló.
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Los puños de Campbell se cerraron con fuerza. Sus tripas se apretaron más.
Ella se precipitó hacia delante y se lanzó a los brazos del otro hombre.
Teversham la levantó, y la hizo girar.
Un rojo tan oscuro que era negro se entrometió en la visión de Campbell. Unos
violentos impulsos se astillaron en él. Sus músculos se contrajeron. Ardieron.
Debes controlarlo, pensó. No debes dejar que la rabia gane.
Rápidamente, se excusó y escapó al exterior. Fergus lo siguió, abandonando
por fin su desesperada obsesión.
Ojalá Campbell pudiera hacer lo mismo.
Salió al patio más allá del granero, sin importarle el aguacero. Respirar lo
ayudaba, pero sólo al principio. Apoyó una mano en la pared del granero. Esperó
hasta que el rojo desapareció. Hasta que pudo pensar.
Sólo entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Bajo un pino solitario,
encontró a Alexander con el ceño fruncido hacia las colinas del oeste. Su hermano
se llevó una botella a los labios y bebió profundamente.
—Ten cuidado de no embriagarte—, murmuró Campbell, uniéndose a él bajo
las ramas goteantes.
Alexander gruñó y se pasó una mano por el pelo negro y demasiado largo. —
Hay pocas posibilidades de que eso ocurra.
Normalmente, se necesitaba una gran cantidad de whisky para que
cualquiera de los MacPherson cayera en la embriaguez. Su tamaño se encargaba
de ello. Pero Alexander había perdido mucho músculo durante su recuperación.
También había perdido la apariencia civilizada que había tenido antes, que para
empezar había sido escasa.
—No quise insultarte antes—, dijo Campbell. —Eres el mejor rastreador de
todos nosotros, y te lo agradezco. Pero no deberías haberte esforzado tanto.
Él dio otro trago y una mirada oblicua. —Tenía una buena razón.
Campbell frunció el ceño en forma de pregunta.
Alexander suspiró. —Ha estado matando ganado, Cam.
La alarma se deslizó por su columna. —¿Dónde?
—Al norte de la cantera. Dos de las vacas de Broderick. Unas cuantas ovejas
de Jamie MacDonnell.
—Estás seguro.
La mirada de Alexander era sombría. —Sí. Les dispararon a distancia y luego
las descuartizaron en el lugar. Las dejaron para que las encontráramos.
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has hecho el santo sacrificio y ella sigue siendo tuya, de alguna manera. ¿Cuándo
lucharás por lo que es tuyo, hermano?— Él señaló hacia la casa. —¿Crees que Isla
querría que vivieras así? Solo en una casa vacía. Sin más compañía que la de
Fergus. Es una maldita desgracia.
Esto era un tormento. Quería golpear a su propio hermano hasta que dejara
de hablar. Hasta que el maldito mundo dejara de arder como los fuegos del
infierno.
La mirada negra de Alexander lo abrasó. —Papá insiste en que debemos ser
pacientes. Dice que el duelo lleva más tiempo para algunos. Pero han pasado
dieciséis años. Ya te has castigado a ti mismo sin una buena razón durante mucho
tiempo.
—No se trata de eso.
—¿No? ¿Cuánto tiempo se resistió Broderick a Kate cuando ella exigió que se
casaran?
Él apretó los dientes. Broderick había quedado marcado, dañado y vengativo
cuando conoció a Kate el otoño pasado. Aun así, se había resistido a ella durante
diez minutos antes de aceptar la boda. Él había estaba furioso. Le preocupaba
que su enemigo la tuviera como objetivo, y tenía razón en preocuparse. Pero eso
no le había impedido reclamar su derecho.
—Bien—, murmuró Alexander. —Ahora, toma tus ideas estúpidas y
pretenciosas sobre lo que Clarissa se merece y lo que no, y añádelas al montón
de mierda que hay en el retrete. Porque ahí es donde deben estar.
—No soy Broderick.
—No. Broderick tiene más sentido común.
—No sabes...
La risa de Alexander era amarga. —Sé que, si la muchacha que quiero más
que el aire y el whisky estuviera durmiendo bajo mi techo, haría lo que fuera para
mantenerla allí, sin importar el honor—. Terminó la botella y se alejó del árbol.
—Te sugiero que hagas lo mismo antes de que sea demasiado tarde.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
Capítulo Diez
Clarissa había calculado mal la enormidad de planificar esta cena. Por un lado,
cinco hombres MacPherson, junto con John Huxley, de uno ochenta, no cabrían
cómodamente en el pequeño comedor de Campbell, al menos no sin sentar a las
mujeres en su regazo.
Entonces, Francis regresó y aumentó su número.
Oh, cómo se alegró de volver a ver su bello rostro. Ella le habló durante largos
minutos, acribillándolo a preguntas.
—Cuéntamelo todo—, le pidió sin aliento. —¿Cómo has llegado tan rápido?
¿Cómo fue tu viaje desde Yorkshire? ¿Cómo está George? ¿Lo has traído contigo?
¡Oh! Y tu madre. ¿Ella... por qué te ríes?
Él se rió y le besó la frente. —Veamos. Esta vez he optado por un carruaje más
ligero. Acorté mi viaje considerablemente. Lo dejé en Rowan House y vine aquí
a caballo, una elección de la que me arrepiento profundamente. Puede que me
hayan salido branquias. George está bastante bien. Se quedó para cuidar a mamá,
que ha mejorado notablemente desde que enviudó—. Sonrió con afecto. —Como
habías previsto.
Kate interrumpió para abrazar a Francis, y los tres charlaron largamente.
Luego, mientras Kate lo obsequiaba con informes sobre la novela que estaba
escribiendo, Clarissa echó un vistazo a la habitación, buscando a Campbell.
Siempre lo buscaba. Siempre ansiaba ver su rostro entrañablemente feroz. A
veces, sospechaba que le había tomado un poco de cariño. Pero nunca podría
igualar el cariño que ella sentía por él.
El hombre era como el licor en sus venas. Caliente. Intoxicante. Ahora, ella
deseaba otro trago, pero él había desaparecido.
Cuando miró a su alrededor, pudo adivinar por qué. El pequeño comedor
estaba lleno de demasiada gente. Rápidamente, reclutó a los hombres para que
llevaran la mesa del comedor a la sala principal. Ella y las otras mujeres vistieron
la mesa y luego acomodaron las sillas.
Un rato después, por fin estaba satisfecha y, a instancias de la abuela, se sentó
unos minutos para tomar un poco de sidra y charlar con sus invitados. A su
derecha estaban sentadas la abuela, Magdalene, Kate y Annie, que discutían
sobre el mejor remedio para la mala digestión durante el final del embarazo.
Según decían, menos salsa y más raíz de jengibre eran —medidas que sólo una
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—Sí. Conmigo.
Su pecho se agarrotó cuando la pena que creía haber manejado se hinchó. —
Pronto, no lo estaré. Te sentirás aliviado, estoy seguro.
Hubo un largo silencio. —Teversham es un hombre afortunado—. Sus
palabras no coincidían con su tono. De hecho, ella apostaría a que las piedras de
molino molían la grava con menos resentimiento.
De nuevo, ella se enfureció. La expresión de él era torturada. ¿Era ella un
guijarro en su bota? ¿Estaba tan ansioso por entregarla a otro hombre? Tal vez lo
estaba. Y quizás ella debía dejarlo seguir creyendo que eso era lo que estaba
haciendo. Campbell no la quería; la compadecía. Ella debía cortar los lazos y
mantener su dignidad. Dejar que él se enterara de la verdad cuando ella se
hubiera ido.
Sus dedos ajustaron su capucha para proteger mejor su rostro. Su cuerpo
rodeó el de ella con calor. Pero él estaba empapado, sus cejas goteaban, sus labios
estaban cubiertos de agua de lluvia. Y la miró como si la odiara con la más negra
pasión.
—Francis y yo nos iremos en una semana—, dijo ella con firmeza. —Sus tareas
de guardián están llegando a su fin. Gracias por su hospitalidad, Señor
MacPherson. Si consigo fondos suficientes, intentaré reembolsarle los gastos.
Un sonido bajo y ominoso retumbó en su pecho. —No te atrevas a enviarme
el dinero de Teversham.
Ella frunció el ceño. —No pretendo...
—Él no puede protegerte como yo. No hay ninguna maldita comparación.
—No, yo...
—Es rico, sí. Tiene un título. Pero nunca te deseará.
Ella no entendía lo que estaba pasando. Ella había pensado que al menos
habían establecido una especie de amistad. ¿Estaba tratando de herirla? —Lo sé.
—¿Estás dispuesta a acostarte con él? Es la única manera de darle un
heredero.
Su cabeza se tambaleó hacia atrás. —¿Qué te importa? Tú tampoco me deseas.
—Contéstame—, gruñó él. —¿Te acostarás con él?
—¡No!— Ella le empujó el pecho, pero el maldito gigante no se movió ni un
centímetro. —He decidido no casarme, así que no será necesario.
Los ojos de él ardieron. Su ceño se frunció. —¿Qué demonios estás diciendo?
—Él ha venido a escoltarnos a mí y a la abuela de vuelta a Inglaterra.
Contratará hombres para nuestra protección. Nos ayudará a lidiar con
Northfield. Pero no vamos a casarnos—. Respiró entrecortadamente. —Después
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Un gruñido retumbante se liberó. Sus ojos brillaron con una intención feroz.
Su boca descendió para golpear la de ella.
Una sensación chisporroteó en sus labios, enfriada por la lluvia y calentada
por su beso.
Ella jadeó. Sus dedos se aferraron a la lana de su abrigo. Una ardiente lujuria
se apoderó de su vientre y endureció la punta de sus pechos. —¿Qué estás
haciendo?
—Tentándote.
Él volvió a inclinar la cabeza, tomando su boca con la suya. Los labios fríos se
deslizaron. Se inclinaron. Encajaron y acariciaron.
Oh, cielos. Había soñado con besarlo tantas veces, cientos de veces. Pero
nunca había imaginado esto. La combustión instantánea. Las rodillas gelificadas
y los pechos doloridos y el deseo absoluto de explorar su boca con la lengua.
Entonces, él abrió su boca con la suya. Y todo desapareció. La lluvia. El frío.
Los pensamientos de la cena o la pena o el orgullo.
Todo menos él.
El brazo de él se deslizó alrededor de su cintura, apretándola cada vez más
hasta que la enorme prueba de su lujuria se encajó entre ellos, presionando con
fuerza contra su vientre. Su lengua se deslizó hacia el interior para acariciar la de
ella. Su calor era un horno que la encendía aún más.
Ella se aferró a él para atraerlo más cerca. Levantando instintivamente su
muslo a lo largo del de él, se retorció para frotar las partes de él que más podían
aliviarla.
Los músculos de él se flexionaron y endurecieron. Él gimió y empujó sus
caderas hacia las de ella. El brazo de él la rodeó por la cintura, levantándola y
encajándola más contra el árbol.
Sus pies abandonaron el suelo. Ella se aferró y lo besó, devorando su boca con
un hambre insaciable. Su mano libre se deslizó desde su nuca hasta su pecho.
Ella gimió cuando la palma de su mano rozó su pezón. Un jadeo áspero y
brutal le agitó el pecho. Él separó su boca de la de ella para seguir besos
desesperados a lo largo de su cuello, hasta el borde de su vestido.
—Maldito infierno, mujer—, jadeó. —Me vuelves loco.
Tomando su poderosa mandíbula, ella tiró de su cabeza hasta que volvió a su
boca. Su piel estaba húmeda, su barba picaba contra sus dedos. —Más—, jadeó.
—Necesito más.
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Significa cariño en gaélico.
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—Sí, seré tuya—. Sus ojos se cerraron. Ella se tragó todo, su orgullo, su
dignidad, su honor. Lo abandonó todo por su debilidad.
Sus ojos se abrieron.
Él era la cosa más hermosa que jamás había visto. Húmedo y salvaje. Un
hombre duro en un mundo duro que la miraba como si ella importara.
—Y tú serás mío—, susurró ella. —Mientras pueda mantenerte. Serás mío.
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Capítulo Once
La jovialidad de las gaitas de Stuart MacDonnell y el violín de Broderick alteraron
hasta los últimos nervios de Campbell. Angus le agarró la nuca con una mano
firme y paternal.
—Paciencia, hijo—. Su padre levantó la voz para que se oyera por encima de
la música. —Disfruta de la oportunidad de admirar tu buena suerte.
En el centro del salón de Rowan House, la novia de Campbell bailaba con
Rannoch, Kate y Teversham. Sus mejillas estaban sonrojadas, a juego con la seda
rosa de su vestido de baile cubierto de pedrería. Él se alegró de verlo. Había
estado pálida como el hielo durante la silenciosa ceremonia de una hora antes. El
sacerdote no había ayudado a la situación, cuestionando su forma de vida y
hablando de las costumbres pecaminosas de Eva. Campbell casi había arrojado
al sudoroso párroco al diluvio.
—¿Recuerdas cuando me casé con la madre de Annie?— Preguntó su padre.
—Sí.
Lillias Tulloch había sido una joven viuda con una hija pequeña y
circunstancias desesperadas. Su padre le había propuesto matrimonio a la hora
de conocerla.
—Ella necesitaba un marido. Annie necesitaba una familia—. El gruñido de
Angus fue divertido. —Ustedes necesitaban una madre que los civilizara.
Campbell sonrió al recordar cómo habían sido él y sus hermanos: rudos y
revoltosos, sin modales y malhablados. Para ser justos, sólo habían tenido a
Lillias durante un año antes de que muriera, así que no habían mejorado mucho
con el tiempo. Pero al cuidar de Annie, todos se habían suavizado. Tener una
hermana pequeña había sido una alegría.
—Sí, el matrimonio fue sensato—, continuó su padre antes de inclinarse más
cerca. Señaló con la cabeza en dirección a Clarissa. —Pero la sensatez no es la
razón por la que no podemos mirar hacia otro lado, ¿verdad?
No. No podía apartar la mirada porque ella era finalmente suya. Habían
pasado tres días, no uno, desde la cena en su casa de campo. Desde que la besó
por primera vez. Desde que abandonó el honor y reclamó su derecho.
Él se había endurecido contra su belleza después de que ella consintiera en
casarse con él. La metió en la casa antes de que pudiera cambiar de opinión y
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pérdida. Ella ha perdido demasiado. Y sin embargo, sigue luchando. Por mi bien.
Por sus amigos y, sí, por ella misma. Esa es la mujer con la que busca casarse,
Señor MacPherson. Esa es la mujer que se convertirá en su esposa—. Le dio una
última palmadita con lágrimas en los ojos. —Confío en que la amará en
consecuencia.
Ahora, mientras observaba a su esposa -la mujer que había perdido
demasiado, que había luchado por vivir y había aceptado ser suya-, su
sentimiento de culpa se desvanecía bajo una marea de triunfante satisfacción. Él
no se había comportado de forma honorable. Algunos dirían que había sido
despiadado como el diablo, y tendrían razón. Pero algo en esa mujer había
desmenuzado lentamente al hombre que había sido, revelando lo que había
debajo: el hombre que la deseaba más que el aire y el whisky. El hombre que
haría cualquier cosa para retenerla, incluso mentirle y usar su deseo en su contra.
Él no tenía excusas. Y no tenía remordimientos.
—Sí—, dijo su padre, lanzando una mirada oscura y familiar a otra mujer
rubia sentada en el extremo opuesto del salón, charlando con Lady Darnham y
Magdalene Cuthbert. —A veces, la honestidad no hace más que ahuyentar a una
muchacha nerviosa. Así que usamos cualquier excusa que sirva.
La elegante mujer a la que Angus miraba como si fuera un plato de venado y
salsa era Eleanora Baird, una viuda de Inverness y modista de Annie. Había
venido a petición de Annie para ayudar a Clarissa con su conjunto del día de la
boda. Campbell sospechaba que las frecuentes visitas de Nora a la cañada tenían
menos que ver con la confección que con su afecto por ciertos miembros del clan
MacPherson.
—¿Cuándo crees que la convertirás en una honrada mujer, papá?
El viejo soltó un gruñido. —Nunca venderá su tienda de ropa. Maldito
infierno, incluso se niega a vender esa baratija desvencijada que conduce. ¿Es
útil? No. Es una invitación a ser robada; eso es lo que es. Mujer imposible. No sé
por qué me molesto con ella.
—Sí, lo sabes.
Su padre suspiró y bebió su sidra. —Sí, lo sé.
Campbell sonrió a pesar de su negro humor. Había dormido cuatro horas en
las últimas dos noches. Su cuerpo estaba en constante tormento,
implacablemente duro y necesitado. Sólo esperaba que Clarissa no se resistiera a
su tamaño. Y que fuera capaz de controlarse con ella. Y que ella dejara de bailar
haciendo que sus pechos se sacudieran y temblaran.
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Se pasó una mano por la cara. Se puso de pie y abandonó el salón para buscar
a Alexander. Su hermano estaba discutiendo con la señora MacBean en el
vestíbulo.
—...paciencia, muchacho. Aprovecha la espera—. La anciana acarició las
costillas de Alexander. —Contrata a un cocinero para que te alimente bien. Más
carne y menos whisky. Reconstruye esa fuerza bruta. Sí, eso le gustará a ella.
—Por última vez, vieja mujer—, refunfuñó. —Te pido que me hagas un poco
del linimento de Broderick. Nunca dije nada sobre una novia, demorada o no.
—Tu casa es muy bonita. Pero ella debe tener un jardín—. La anciana
entrecerró los ojos y le dio otra palmada. —Concéntrate en construirle uno con
paredes. Los ciervos son plagas antes de ser la cena. Te traeré algunos robles. Tal
vez un sauce o dos. Oh, y no construyas la puerta todavía. Tengo algo en mente.
¿Te gustan las cabras?
Alexander puso los ojos en blanco y suspiró.
—¿No? Tal vez un tejón, entonces. Se adapta a tu temperamento.
—Linimento. Me gusta el linimento. ¿Hay alguna posibilidad de que me
prepares un poco?
—Por supuesto. ¿Por qué no lo dijiste?
Campbell se acercó a la pareja. El kilt de Alexander -el tartán rojo de los
MacPherson- hacía juego con el de Campbell. Pero notó lo flojo que quedaba en
la cintura de su hermano. La señora MacBean tenía razón. Alexander necesitaba
concentrarse en recuperar sus fuerzas. En cambio, había estado haciendo
incursiones diarias en las colinas del este para seguir a Northfield.
Eso estaba a punto de terminar. —¿Has visto algo?—, preguntó.
Alexander levantó la vista y negó con la cabeza. —No está en ninguna parte.
La señora MacBean dirigió su mirada medio ciega hacia Campbell. —Sabrías
dónde está si te molestaras en escuchar, muchacho.
Campbell frunció el ceño. —¿Qué significa eso?
—Tu abuelo no está contento contigo.
Él se puso rígido. —Nuestro abuelo ha estado muerto desde que yo era
pequeño.
—Sí. Está muerto. No es ciego.
Las tonterías de la anciana empezaban a irritarlo. Se volvió hacia Alexander.
—Comenzaremos la cacería mañana. ¿Tienes el nuevo rifle que compraste en
Edimburgo?
—Sí.
—Bien. Reúnete conmigo en la casa. Una hora después del amanecer.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
oruga en esta época del año. Y no preguntes cómo conseguí la leche—. Exhaló un
suspiro. —Esa cabra nunca me perdonará.
~*~
A lo largo de tres bailes, Clarissa había sentido la mirada de él sobre ella como
un peso cálido y hormigueante. Sin embargo, a mitad del cuarto baile, la
sensación desapareció. Cuando Broderick y Stuart tocaron las últimas notas del
baile, ella buscó en el salón.
Él no estaba. La decepción se le atascó en la garganta como si fuera ceniza fría.
Kate la agarró del brazo. —Te das cuenta de que ahora somos hermanas,
¿verdad? Esto significa que se me permite tomar prestadas tus zapatillas de
armiño verdes.
Clarissa se quedó mirando la silla vacía junto a Angus. —Supongo que sí—,
respondió. —Pero no las botas de media caña. Arruinaste mi último par.
—¿Quién pone un forro de seda roja en unas botas blancas de algodón?
Seguramente se volverían rosas algún día.
Clarissa tarareó una respuesta tímida.
Kate le dio un apretón. —No parezcas tan desconsolada, querida. Es probable
que él esté preparando el carruaje para llevarte a casa.
Miró a su amiga, cuya expresión brillaba con suave simpatía. —A casa—,
respiró Clarissa. —Claro.
—Debemos ponerle nombre a tu casa. Uno bonito y extravagante, creo—.
Kate chasqueó la lengua. —Granja de Piedra, quizás. ¿Granja Colina Soleada?
Francis se les unió con una sonrisa irónica. —¿Y qué tal Vaca Lanuda?—. Los
ojos azules bailaron con humor. —Apropiadamente escocés.
Kate se rió. —¡Ya sé! Cálido Cuadrillé. Por las cortinas. ¿No? Oh, bueno. Ya
se nos ocurrirá algo.
La señora Grant se acercó para informar a Kate de que había recibido un
paquete. Clarissa aprovechó para buscar a su nuevo esposo.
Esposo. Todavía no se lo podía creer.
Las últimas semanas la habían zarandeado hasta no saber si el cielo estaba
arriba o de lado. En primer lugar, había tomado la desgarradora decisión de
rechazar la propuesta de Francis, lo cual sólo había sido posible porque la abuela
había sugerido que vendieran todos los cuadros, sillas y mesas de té de mármol
que quedaban en Ellery Hall para contratar a hombres que se ocuparan de
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Gràidheag : Amor
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Capítulo Doce
Sentada en el borde de su cama -que pronto dejaría de ser suya si su esposo se
salía con la suya-, Clarissa se echó más aceite en la mano izquierda. —Maldito
anillo—. Lo hizo girar una y otra vez alrededor de su dedo, pero se negó a pasar
del nudillo. —¿Por qué no quieres salir?
Ella tiró. Lo retorció. Tiró un poco más.
Era inútil. La banda estaba demasiado apretada.
Todo el viaje en carruaje hasta la casa de Campbell había sido una batalla
campal. Sospechaba que Campbell pensaba que había ganado después de
llevarla en brazos a su dormitorio y gritarle para que se quedara quieta hasta que
él volviera.
Ella no se quedaría quieta. No se quedaría en esta casa ni en este matrimonio.
No arriesgaría su vida para poder tener lo que quería.
Se oyó un resoplido por debajo de la puerta. Exhaló un suspiro y se limpió las
manos en una toalla. —Ahora no, Fergus.
Hubo más resoplidos. Luego, el chirrido del pestillo.
Ella cerró los ojos y soltó un suspiro. Tap, tap, tap, tap, tap. Sintió un peso cálido
en su muslo. Abrió los ojos.
Allí estaba él, apoyando tranquilamente su desaliñada cabeza gris en su
regazo. Su cola se movía. Él suspiró.
Su corazón se agitó dolorosamente, retorciéndose y exigiendo hasta que no
pudo soportar el dolor. —¿Por qué tienes que hacer esto?—, susurró. —¿Por qué?
Dio otro suspiro. Su cálido aliento recorrió su mano.
No podía librar una guerra en dos frentes. Ya no podía resistirse a él y a
Campbell. Lentamente, movió su mano para acariciar su cabeza. El pelaje gris y
flexible era más suave de lo que parecía. Deslizó la palma de la mano por su
cuello, tamizando el pelaje entre sus dedos.
—Tú y tu amo son iguales en un aspecto—, murmuró mientras el perro seguía
calentando sus piernas con su barbilla y su larga y pesada estructura. —Igual de
testarudos—. Le ardía la garganta. —¿Cómo voy a amarte cuando estoy segura
de que te perderé al final?
Fergus levantó su hermoso rostro y le lamió la mejilla. Así de fácil, su corazón
resbaló. Apretó los dientes, le tomó la cara y se inclinó hacia delante para apoyar
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Y ardieron.
—N-no podemos seguir casados—. Dios, tenía la garganta seca. Y el vestido
le apretaba, sobre todo en el pecho. Y su vientre estaba efervescente, su piel
terriblemente caliente. —El riesgo es demasiado...
—Has dejado que Fergus te ensucie el vestido.
Ella miró hacia abajo. Varias manchas débiles y embarradas estropeaban la
seda rosa. —Se lavará. De verdad, Campbell, por tu bien, debemos...— Sintió su
calor un instante antes de levantar la cabeza. Él se había acercado a pocos
centímetros. Su pulso se aceleró. Sus ojos se clavaron en el centro del pecho de él,
justo donde la V de su camisa dejaba ver el pelo negro sobre la cálida piel
masculina.
—Tal vez pueda ayudarte—, dijo él, en voz baja y ronca. Levantó las manos y
movió los dedos. Con una sonrisa que hizo que sus rodillas se volvieran
gelatinosas, le dirigió una mirada de consideración. —Soy bueno con las manos.
Todo su cuerpo palpitó como si le hubiera caído un rayo de placer. Ella soltó
un suspiro, retrocediendo hasta que el marco de la cama rozó la parte posterior
de sus muslos. Se agarró a la barandilla de los pies. —Oh, Dios. No hagas esto.
Él arqueó una ceja. —¿Hacer qué?
—Tentarme. Sabes... sabes lo mucho que...
Él se acercó a ella.
Ella negó con la cabeza. —Por favor, Campbell.
—¿Se sujeta con ganchos, entonces?— Él extendió esos largos y gruesos
brazos alrededor de ella. Un dedo largo trazó una caricia suave por su nuca.
Ella se estremeció. Tembló. Gimió.
—Permíteme.
Sintió esos ágiles dedos haciéndole cosquillas en la columna. Un desfile de
chispas hormigueantes onduló por su espalda, alcanzando su cuero cabelludo y
endureciendo sus pezones hasta que le dolieron.
—Mejor, ¿eh?
Tenía los ojos cerrados y los labios apretados. Todo en su interior era un
estanque caliente. Y el olor de él la volvía loca, como el aire fresco, la piel limpia
y las sutiles especias. Olía como el mismísimo cielo.
—Ahora, sigues hablando de terminar este matrimonio cuando no le has dado
la oportunidad adecuada, gràidheag. Tal vez te alegrarás de haberte casado con
una bestia tan grande—. Le acarició la mejilla con el nudillo. —Soy más difícil de
matar de lo que supones.
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Él había aflojado las cintas de su vestido antes, así que el corpiño se deslizó
cuando ella empezó a avanzar. Se recogió la falda y resopló de frustración cuando
una de las mangas se deslizó por su hombro.
La mirada encendida de Campbell siguió el movimiento, desplazándose entre
su hombro, sus senos y sus labios.
Ella se subió a la cama, arrastrándose para llegar a su lado. Los ojos de
Campbell se fijaron en sus senos, que empujaban y se exhibían antes de que ella
se sentara de nuevo sobre sus talones. —¿Te molesta que te bese?—, le preguntó
mirando a sus labios.
—En absoluto, gràidheag—, respondió. —Pero será más fácil si te sientas a
horcajadas sobre mí.
Era un punto justo. Ella se movió las faldas, subiéndoselas por los muslos para
poder subirse a su regazo. Luego, apoyó las manos en sus hombros, saboreando
el calor de su piel. Siempre había adorado su cuello, tan fuerte y grueso. Sus
dedos se deslizaron hasta allí, explorando los tendones de sus hombros.
—Acércate, muchacha—, murmuró él en voz baja. —No temas. Me sentirás
entre tus piernas. Pero se sentirá bien.
Su respiración se aceleró mientras se aferraba a su cuello. Con movimientos
de contoneo, se desplazó hacia delante hasta que sus muslos se pusieron a
horcajadas sobre las caderas de él. La cresta imposiblemente grande de su vara
masculina presionaba con fuerza contra sus pliegues. No había nada que los
separara, excepto sus pantalones. Se sentía como si él siempre hubiera
pertenecido allí, como si estuvieran adaptados el uno al otro.
Los pechos de ella, doloridos, se apretaban contra los duros contornos del
pecho de él. Y ahora, sus rostros casi se tocaban. Incluso con ella sentada a
horcajadas, él sobresalía por encima de ella. Sus ojos ardían como carbones. —Ya
está. Ahora, bésame.
Ella se hundió en su boca, casi rozando sus labios. Él se abrió para ella,
acariciando su lengua con la suya. Los dedos de ella se clavaron en su pelo,
grueso y ligeramente húmedo. El olor a lluvia, a fuego y a hombre inundó sus
sentidos. Se encontró gimiendo de placer, frotando sus pechos contra el duro
pecho de él. Sus deseos se multiplicaron a la vez.
Apretó sus caderas contra las de él. Sus manos se aferraron a la dura
mandíbula de él para retenerlo por el placer que le proporcionaba su boca. Jugó
con su lengua, se agarró a sus hombros y lo cabalgó con fuerza. Una y otra vez.
Era una cresta gruesa que se adaptaba perfectamente a ella. Era calor y músculo,
especias y fuerza. Dejó que ella lo tocara por todas partes: los pezones planos y
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masculinos, los huesos de la base de la garganta, el pelo crujiente que bajaba por
su vientre. Él no dijo nada, sólo respiró con dureza y la quemó con su mirada.
Se ofreció sin exigir nada. Si ella no lo deseara ya con cada centímetro de su
cuerpo, esto habría bastado.
Sus manos se deleitaron con él. Su boca lo devoraba. Sus pezones le exigían
más. Más y más y más.
Había mucho más que podía tener, susurraba su deseo. Tanto.
Sus caderas se movieron con más fuerza cuando el pensamiento tomó vuelo.
Oh, cuán gloriosamente ese enorme miembro presionaba hacia arriba contra ella.
Qué suave, caliente y sensible se sentía en todas partes. Especialmente allí. En ese
centro dulce, resbaladizo e hinchado. El placer ondulante comenzó en oleadas.
Ella estaba mojando sus pantalones. Utilizaba su imposible dureza para apagar
el implacable dolor de su centro. Sin embargo, el fuego no se apagó. Se expandió.
El calor entre ellos ardía demasiado para ser real.
Un profundo y agónico gemido retumbó en su oído. La madera emitió un
siniestro crujido cuando él se aferró a la cama. Ella apenas lo oyó.
Ella estaba perdida. —Campbell—, sollozó ella, besando frenéticamente su
mandíbula y luego su cuello, saboreando la sal de su sudor mientras el cuerpo
de él se agitaba y se estremecía bajo la embestida del suyo. Nada de eso era
suficiente. Ella lo necesitaba... a él. —Me estoy muriendo.
—Dime lo que necesitas, gràidheag—. Su voz parecía desgarrada.
—Más. A ti.
La madera volvió a crujir mientras las manos se flexionaban y sujetaban. —Sé
específica. ¿Necesitas mi pene?
Ella asintió, su cara ardiendo mientras se aferraba más.
—Debes sacarlo, entonces.
—No puedo. No soporto moverme—. Ella se retorció contra él, su cabeza cayó
hacia atrás mientras el placer estallaba con un calor explosivo. No era suficiente.
Su cuerpo no era suficiente. —Oh, Dios. Por favor.
—¿Quieres mis manos?
—Sí. Por favor. Por favoooooor.
—¿Quieres que te toque?
—Sí.— Ella jadeó como un caballo que ha corrido demasiado. —Tócame. Te
lo ruego.
—Si lo hago, entonces debes tomarme dentro de ti. Y una vez que eso ocurra,
serás mía para siempre. ¿Lo entiendes, Clarissa? Asiente con la cabeza si lo
entiendes.
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—Pero estás apretada aquí—. Los dedos largos se deslizaron hacia abajo.
Luego, uno se deslizó dentro.
Ella se estremeció. Sus muslos se tensaron automáticamente, impidiendo que
se cerraran por las caderas de él.
Él introdujo un segundo dedo.
Ella sintió un apretón de estiramiento, breve pero claro. Sus dedos eran
gruesos. Incluso uno parecía grande. Dos eran incómodos, casi dolorosos. De
repente, comprendió por qué tardaba tanto en prepararla. Sus ojos se dirigieron
a su ingle. A su grueso y enorme miembro elevándose sobre sus pantalones.
Dios mío. Nunca cabría. Su vara era enorme.
Su pulgar danzó sobre el pequeño nódulo en el centro de su sexo mientras la
palma de la mano opuesta se deslizaba por su vientre y subía hasta el plexo solar.
Por último, acarició y tomó su pecho.
Ella gimió.
—Tranquila—, le dijo él. —No temas. Siempre cuidaré de ti, muchacha.
Siempre.
Pronto, el placer acalorado la sacudió en oleadas. Las sensaciones se
intensificaron cuando sus dedos empezaron a presionar y pulsar dentro de ella.
La otra mano de él empezó a acariciar sus pezones, a rozarlos y a apretarlos en
rítmica armonía.
Como si ella fuera un instrumento y él un maestro de la música.
Entre sus muslos, la incomodidad se disolvió en un calor doloroso. Se enroscó
en cuerdas envolventes. En un nudo de fuego.
—Oh, Dios—, jadeó ella, arqueándose en su contacto. —Campbell. Voy a...
—Sí. Acaba para mí.
Ella agarró la manta de lana debajo de ella. Se retorció para forzar a sus dedos
a penetrarla más profundamente. Echó la cabeza hacia atrás y jadeó cuando él los
pasó por un centro de placer oculto. Su cuerpo se tensó. Más fuerte. Estallando.
La luz explotó detrás de sus ojos cuando todo su ser voló hacia arriba y hacia
afuera, rompiéndose en pedazos.
Ella oyó sus propias súplicas de piedad, mientras conjuraba repetidamente el
nombre de Campbell. Poco a poco, mientras descendía flotando en una nube
brillante, su cuerpo se fue debilitando, saboreando la visión de las manos de él
sobre ella, entre sus muslos y sobre su pecho. Se dejó llevar por la conexión con
él mientras la miraba fijamente.
—Dios, eres malditamente gloriosa, gràidheag. Algún día sabrás cómo te veo.
Algún día entenderás lo que me costó...— Sacudió la cabeza.
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Ella se dio cuenta de que él tenía las mejillas sonrosadas y los labios hinchados
por los besos anteriores. Siguió metiendo los dedos dentro de ella, acariciando,
aunque ahora sus movimientos eran más suaves. No podía apartar los ojos de
sus pechos y su sexo.
La mano que tenía libre desabrochó sus pantalones. Entonces, sacó su pene.
Era más oscuro que el resto de él, fuertemente venoso y ferozmente rojo, duro e
hinchado. Se arqueaba desde un nido de pelo negro y un conjunto de testículos
proporcionales.
El cuerpo de ella se había saciado temporalmente, pero la espiral de la lujuria
ya se estaba tensando de nuevo. Se lamió los labios, preguntándose a qué sabría
la perla translúcida que brotaba de la cabeza de su verga.
Él retiró sus dedos y untó la cabeza de su verga con los jugos de ella. Luego,
forzó el enorme tallo hacia abajo para acariciar su hinchada protuberancia.
Ella gimió su nombre. Incluso la visión de ese contacto la llevó a otro pico.
—Shh, tranquila—, dijo él. —Tu cuerpo es pequeño, pero estás hecha para mí.
Relaja tus muslos. Deja que se abran. Bien.
La cabeza grande y redondeada recorrió y acarició sus pliegues durante
largos momentos antes de hacer una muesca en la abertura que pretendía
invadir.
El corazón de ella palpitó con fuerza. Sus muslos se endurecieron. —
Campbell.
Él estaba concentrado en su unión, pero cuando ella dijo su nombre, levantó
la vista. Sus ojos eran puramente negros. Puramente salvajes. —Tómame
dentro—, ordenó, sujetando sus rodillas y empujándolas hacia sus hombros.
Luego, se colocó encima de ella y le metió la verga un par de centímetros dentro
de su cuerpo.
Los ojos de ella se abrieron de par en par. Sacudió la cabeza. Estaba
resbaladiza y húmeda donde habían empezado a unirse, pero todos sus temores
sobre el tamaño de él tenían fundamento. Era enorme. El estiramiento parecía
imposible.
—Quédate conmigo, muchacha—, susurró él, jugando con el pelo de las
sienes de ella mientras su parte inferior seguía presionando. Más profundo. Más
profundo.
Ella jadeó mientras el doloroso estiramiento continuaba. —Dios mío. No estoy
segura de que... Campbell. No encajamos.
—Encajamos—. Él le dio más. —Estás tan mojada para mí, que es casi
imposible resistirse a penetrarte. Pero lo haré—. Le agarró la barbilla
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suavemente. La besó con fuerza y le dio una pequeña embestida. —Lo haré.
Ahora, deja que tus músculos se relajen. Sí. Así se hace—. Hubo más penetración,
más de ese dolor agudo y punzante y una plenitud más profunda y dolorosa. —
Toma más.
Ella jadeó, retorciéndose para ajustar el ángulo. —Lo estoy intentando.
—Sí, te siento—. Él le subió las piernas alrededor de la cintura. Yendo más
profundamente, continuó besándola con movimientos lentos y sensuales.
Ella se arqueó hacia él y le apretó la mandíbula. Le sostuvo la mirada, cayendo
en un negro abismo de necesidad. El calor de su pene era increíble. Ella se sintió
escaldada. Invadida. Reclamada.
Cuando él estuvo completamente asentado, alojado en lo más profundo de
ella, sus ojos ardieron y brillaron. —¿Me sientes ahí?
Ella asintió. Se tensó.
Él comenzó a empujar. Fuera y dentro. Dentro y fuera. Lentamente al
principio. Luego, con firmeza. Constantemente. Meciéndose más
profundamente. Más fuerte.
Ella apenas sabía qué hacer. Era incómodo y angustioso a la vez. Caliente y
provocador. Demasiado y no lo suficiente.
—Tu cuerpo necesita el mío—, espetó él, con los ojos encendidos. —No el de
otro hombre. El mío—. Sus caderas empujaban con movimientos profundos,
impulsando más alto y más fuerte dentro de ella. Parecía empeñado en probar su
punto.
Ella se agarró a su cuello y se arqueó para acomodarse a él. —Campbell.
Él ajustó su ángulo, forzando al largo y resbaladizo tallo a arrastrarse a través
de su hinchado capullo con la siguiente embestida. Eso hizo que su vaina se
aferrara, apretara y ondulara con la fuerza de un rayo. Ella soltó un largo gemido.
El placer se tragó cualquier atisbo de incomodidad, estallando hacia fuera y
chisporroteando en el éter.
Él gruñó. Gimió. Aceleró su ritmo mientras ella le rogaba que lo hiciera de
nuevo. Cualquier cosa. Ella haría cualquier cosa si él lo hiciera más profundo.
Más fuerte.
—Por favor, Campbell. Por favor. Oh, cómo te necesito.
—Sí, así es—, gruñó él, tan ronco que su voz sonó doblada. En capas, de
alguna manera. —Tómame. Tómame dentro de tu cuerpo. Hasta la raíz. Toma tu
placer, esposa.
Como el chasquido de un gatillo, las palabras “placer” y “esposa” la
dispararon hacia el cielo. Ella arañó y sollozó mientras su cuerpo se apoderaba
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del de él. Se agarró a él con tanta furia que lo oyó maldecir. Gruñendo el nombre
de ella en su oído. Entonces, él la tomó con embestidas ásperas y fuertes. Su mano
agarró su pelo. Sus labios se enterraron en su garganta. Su cuerpo se tensó
mientras la montaba.
Él la montó.
La montó con fuerza y profundidad.
Cada vez más y más rápido.
Hasta el galopante final, cuando él soltó un largo y fuerte bramido contra su
piel y entró en erupción dentro de ella en una marea abrasadora. De alguna
manera, su placer se convirtió en el de ella, y se fusionaron. Un cuerpo. Una piel.
Un alma.
Tal vez porque él la abrazaba tan fuerte.
Tal vez porque ella lo amaba tanto.
Tal vez porque lo necesitaba como los peces necesitaban el agua y los pájaros
el cielo.
Ella no sabía por qué, sólo que esto era real. Estaban unidos. Y, mientras
acunaba la cabeza de él contra ella y sentía cómo sus duros músculos se relajaban
hacia el sueño, rezó para que el precio de tener el deseo de su corazón no fuera
la vida de su amor.
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Capítulo Trece
Con cada fibra de su ser, Clarissa deseaba castigar a su esposo hasta que pidiera
clemencia. Desde luego, él no le había mostrado ninguna.
Su cuerpo nunca había estado tan dolorido. Apenas podía sentarse. Pero eso
era una irritación menor, el costo de una noche de placer trascendental. Un costo
que pagó con gusto.
No, su ira se debía a su ausencia. La había dejado poco después del amanecer.
Ella se había despertado brevemente, sin fuerzas y somnolienta, cuando sintió
que él abandonaba la cama. Todo lo que recordaba era un beso feroz, un —
Vuelve a dormir, gràidheag— susurrado, y una sensación de feliz satisfacción.
Hombre arrogante y temerario.
Ella dejó un vaso de sidra sobre la mesa de la cocina y lanzó una mirada
mordaz a su cuñado. —Esto es una gran idiotez, Alexander. Tu hermano es el
más grande, obstinado e insufrible asno de toda Escocia. De todo el mundo.
Él limpió la sidra derramada de la mesa y bebió un trago. —Ya, ya. Rannoch
no es tan malo. He conocido a algunos franceses que son peores.
—Me refería a Campbell, como bien sabes—. Intentó sentarse y tuvo que
hacer una mueca de dolor antes de acomodarse con más cuidado.
—Sí, lo sé—. Él esbozó una pequeña sonrisa. —Él es difícil de controlar
cuando se le mete algo en la cabeza.
—¿Difícil de controlar? Es imposible—. Exhaló un suspiro y acarició a Fergus
distraídamente. El perro siempre parecía sentir cuando ella necesitaba consuelo.
—Como he explicado, Stephen Northfield es el nieto del Vizconde Northfield.
Que es el amigo íntimo de tres ministros del gobierno actual. Que colgará
felizmente a cualquier escocés tonto, intratable y exasperante que se atreva a
tocar un pelo de la cabeza de Stephen.
Alexander le lanzó una oscura mirada por encima del borde de su vaso. —
Estás suponiendo que quedará algo de Northfield para que sus parientes
guarden luto.
Ella se burló. —Las exageraciones no son útiles.
Él no respondió, sólo levantó una ceja y bebió.
—¿Qué estás diciendo?
Él miró dentro de su taza. —¿Tienes algo más fuerte? El whisky no estaría de
más.
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esa ranura, allí—. Señaló con la cabeza una ranura de latón para cartas en la
puerta de la tienda. —Algunos caballeros prefieren este método a visitar la tienda
en persona. Es más privado.
Campbell había exigido ver la nota. Ella se la entregó con el ceño fruncido.
Había reconocido la escritura de Northfield por la carta de Clarissa, pero ésta no
tenía marcas postales. Había sido entregada en mano, probablemente por el
propio Northfield. Lo que significaba que el hombre estaba lo suficientemente
cerca de Inverness como para entregar mensajes y lo suficientemente cerca de la
cañada como para sacrificar el ganado en las tierras MacPherson. Sin embargo,
nadie había visto a ningún extraño, y menos a un inglés alto.
—¿Está segura de que no recuerda nada más?— le preguntó él a la Señora
Kennedy. —¿Dónde se ha alojado o dónde ha ido a tomar una cerveza? ¿Algo?
—Todo lo que sé es que paga en monedas y paga puntualmente, Señor
MacPherson. Ojalá todos mis clientes hicieran lo mismo.
Pasaron el resto del día revisando todos los pueblos en un radio de diez millas
de Glenscannadoo. El cuarto pueblo que buscaron no fue más útil que los tres
anteriores.
Ahora, el sol casi se había puesto. Y su humor se había vuelto negro hacía
horas. Se ajustó el sombrero y montó en su caballo en cuanto él y Rannoch
salieron de la única taberna del pueblo.
—¿Crees que ha acampado todo este tiempo?— preguntó Rannoch mientras
se dirigían al suroeste, hacia el quinto pueblo.
—No—, respondió Campbell. —Alexander lo habría encontrado, si ese fuera
el caso. Además, necesitaría suministros. Municiones. Comida. Papel para sus
malditas notas.
Rannoch gruñó y se movió en su silla de montar, entrecerrando los ojos
mientras cabalgaban a través de los últimos rayos de sol rojos. —Maldito loco.
Imagina estar así de obsesionado con una muchacha.
Campbell no respondió.
Rannoch miró en su dirección mientras tomaban el camino hacia Dalgrudie.
—No quiero decir que no sea bonita. Porque lo es. Una belleza con un buen
corazón. Siempre lo he pensado.
Él se concentró en el camino por delante. Era poco más que un camino áspero
a través de un terreno rocoso rodeado de pinos cortos y grupos de cardos.
—¿Te he dicho alguna vez que bordó mi manta con una pequeña bellota?—
continuó Rannoch. —Una noche la olvidé después de la cena, y cuando la
recuperé unos días después, el trabajo estaba hecho. Le pregunté por qué se había
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molestado. Me dijo: “Oh, pensé que te sentaría bien”. Luego, se pasó un buen
rato explicando que yo era similar a una bellota, ya que contenía un “inmenso
potencial”—. Se rió y sacudió la cabeza. —Sí, es un encanto, tu pequeña novia.
Una verdadera dama—. Resopló. —Pronto querrá un lugar mejor que ese viejo
montón de paja y piedra que llamas casa. Está claro que ella ha hecho todo lo
posible para mejorarla, pero maldita sea, hombre. Una esposa necesita más que
los desechos de Rob Robertson para tener un hogar apropiado.
Él apretó los dientes y miró al frente.
—Preveo que pronto estarás gastando todo el dinero que has estado
almacenando. ¿Sabe ella el tamaño de tu fortuna...?
—Cierra la boca, Rannoch.
—No, entonces.
El silencio que siguió fue desafortunadamente breve.
—A ella le gusta bailar, ¿verdad? Tal vez le enseñe unos cuantos bailes más
de las Highlands antes de los Juegos de Glenscannadoo este verano. Ella podría
participar en la competición de muchachas. Sí, entonces será una verdadera
MacPherson. Por supuesto, tendré que tomarme mi tiempo con ella. El
entrenamiento requiere muchas horas y una mano firme.
—No. Mantendrás tus malditas manos para ti mismo si pretendes
conservarlas.
Rannoch sonrió ampliamente y luego rompió a reír. —Broderick dijo que
estabas perdido. No pensé que fuera tan malo.
No era tan malo. Era peor. Hacía doce horas que la había dejado durmiendo
en el cálido nido de su cama y no podía respirar con claridad. Había tenido
heridas en el pecho que eran menos dolorosas.
—Ah, hermano. Deberías estar en casa con ella.
—No hasta que encuentre a Northfield.
—¿Has considerado que eso es lo que él busca? ¿Dispararte a ti?
Por supuesto que lo había considerado. No era un idiota. —No importa. El
bastardo tiene que morir.
Rannoch miró a su alrededor la luz menguante y las sombras que se
alargaban. Rodando los hombros, por fin guardó silencio.
Media hora más tarde, Campbell agradeció el asombroso talento de su
hermano menor para la seducción. La pechugona camarera de la posada de los
Tres Cisnes parecía igualmente agradecida, ya que empezó a soltar secretos en
cuanto Rannoch sonrió en su dirección.
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—Oh, no. No he visto a ningún inglés—, dijo, pasando un dedo por el bíceps
de Rannoch. —Aunque me parece un poco extraño que preguntes.
Rannoch jugó con un mechón de pelo de la muchacha. —¿Y eso por qué?
Ella sonrió y se inclinó sobre Rannoch para colocar la cerveza de Campbell en
la mesa, empujando sus pechos bajo la barbilla de Rannoch. —El mes pasado, Ed
Ramsay dijo que su sobrino estaba de visita desde Inglaterra para una cacería.
Entonces, preguntó por ti.
—¿Por mí?
—Bueno, los MacPhersons, en todo caso. No creí que se conocieran. Una
semana después, Ramsay vino a comprar más mantas, y cuando pregunté por su
sobrino, negó haberlo mencionado—. Ella resopló. —Qué cosa más rara. Ese
viejo, tonto—. Entrecerró los ojos. —Además, es algo peculiar para Ed Ramsay
dejar su casa, el pobre hombre viejo. No ha venido mucho desde que su esposa
enfermó.
A Campbell se le erizó la piel. —¿Dónde vive?
La camarera resopló y levantó la barbilla. —Bueno, ¿por qué debería
decírtelo?
Él se inclinó hacia delante, mirándola con furia.
Rannoch sonrió con calma y le dijo a la camarera: —Mejor que respondas,
muchacha. Él ha tenido un largo día.
Ella tragó saliva. Observó los hombros de Campbell y su expresión. —Tomen
el camino principal hacia el norte. Giren en el molino. Es la granja justo después
del puente.
Campbell terminó su cerveza, arrojó una moneda sobre la mesa y se puso de
pie. La camarera retrocedió varios pasos.
—Tu cerveza es una mierda—, dijo antes de salir al patio de la posada.
Rannoch lo siguió, pero esperó a que ambos montaran y empezaran a recorrer
el camino principal antes de comentar: —No tenías que insultar su cerveza.
—¿Estaba equivocado?
Su hermano suspiró. —No.
No tardaron en encontrar el lugar. La granja de piedra se encontraba al final
de un camino cubierto de maleza, aislada entre un grupo de pinos y fresnos. La
estructura de dos pisos estaba flanqueada por vallas de piedra y un establo de
madera en mal estado. Una cabra pastaba en el jardín. Una pareja de cuervos
graznaba desde el tejado. Por lo demás, no había señales de vida, ni humo en las
chimeneas ni luz en las ventanas.
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la que le hizo Northfield. La advertencia había sido emitida. Northfield iba por
ella.
Rannoch guardó silencio durante un largo rato. Luego, dijo: —La
mantendremos a salvo, Cam. Cueste lo que cueste. Los MacPherson protegen a
los suyos.
Campbell asintió con agradecimiento. Pero, en su interior, sus instintos
aullaban que incluso un ejército de MacPhersons podría no ser suficiente.
Dos horas más tarde, entró en su casa a través del fregadero, después de
asegurarse de que los hombres de guardia no habían visto nada extraño. El
agotamiento hacía que le dolieran todos los músculos. El olor de la muerte
todavía lo perseguía. Y la miserable cerveza de horas antes seguía siendo un
recuerdo amargo en el fondo de su garganta.
Pero Dios, era bueno estar en casa.
Suspiró cuando vio a Alexander bebiendo whisky en la cocina.
—Llegas tarde, hermano—. A la luz de la linterna, los ojos de Alexander
estaban enrojecidos pero afilados. Parecía tan demacrado como se sentía
Campbell. —¿Tardaste todo el día en enterrar al hombre?
—No lo encontré.
Alexander le sirvió una copa y la deslizó por la mesa. —Sí, es un pez
escurridizo.
Campbell borró el recuerdo de la amarga y rancia cerveza con el fuego dorado
del whisky MacPherson. —He descubierto dónde se ha estado escondiendo.
Alexander levantó una ceja. —¿Dónde?
Describió sin rodeos lo que él y Rannoch habían encontrado.
Alexander se pasó una mano por la mandíbula sin afeitar y maldijo. —
Tendremos que informar al alguacil.
—Rannoch lo hará por la mañana—. Campbell hizo una pausa, su cabeza
daba vueltas al único pensamiento que nunca abandonaba su mente. —¿Cómo
está ella?
Él le dio una débil sonrisa. —Molesta contigo. Preocupada por tu seguridad.
Él apretó los dientes. La necesidad de verla era un dolor intenso.
—Vamos—, dijo Alexander en voz baja. —Está durmiendo, así que
probablemente no le molestará que la mires como un auténtico idiota.
Campbell gruñó mientras el anhelo le atravesaba el pecho. Se dirigió hacia el
pasillo, ansioso por encontrar a su esposa. En la entrada, una punzada de
preocupación lo hizo voltear. A la luz del fuego, los rasgos de Alexander eran
más marcados que de costumbre. Parecía un hombre que había visto el cielo, pero
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manos y muslos, y ella se había sonrojado del más bonito color rosa. Él había sido
un hombre muerto desde hacía mucho tiempo que anhelaba respirar de repente.
Cuanto más la veía, más profunda era su necesidad. Se había convertido en un
anhelo. Luego en un deseo insaciable. Había intentado satisfacerlo en sus sueños,
pero eso nunca había sido suficiente. Su desesperación había sido evidente para
sus hermanos, aunque él mismo sólo había empezado a reconocerla cuando supo
que ella estaba en peligro.
—Eres mi Edén, amor—, le confesó ahora, con voz áspera. —Tal vez sea un
ladrón por reclamarte cuando no tengo ningún derecho terrenal, pero ¿qué puede
hacer un hombre cuando se le entrega un milagro? Guardarlo, eso es lo que hace.
Protegerlo con su vida. Apreciarlo con todo lo que tiene.
Ella no respondió. Con la cabeza metida entre el hombro y el cuello de él, se
limitó a murmurar y a relajarse en el sueño.
Sólo cuando se rindió al cansancio se dio cuenta de que por fin había dicho la
verdad de su corazón -en voz alta- a su bella esposa. Pero había hablado en
gaélico.
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Capítulo Catorce
—No puedes hablar en serio—. Campbell se recostó en su silla con el ceño
fruncido. —El hombre ha matado a dos personas. Dos desconocidos. Hay que
detenerlo.
Clarissa sirvió la segunda taza de café de su esposo y se ajustó el plaid gris -
ahora su plaid- alrededor de los hombros. —Estoy de acuerdo.
—Me refiero a matarlo. Me importa un bledo lo que piense su familia.
—Por eso debo preocuparme por esas cosas—. Se sentó frente a la mesa de la
cocina de su marido y se sirvió un poco de té. Señalando el aparador, explicó: —
Como las servilletas.
—¿Servilletas?
—Piensa en lo vacías y desorganizadas que parecerían las cestas sin servilletas
a juego.
Él miró por encima del hombro.
—Una mujer advierte cosas que un hombre no nota—, aclaró ella. —La
necesidad de un rotulado adecuado, por ejemplo.
Sus ojos se posaron en ella y se estrecharon.
—Hay una fina línea entre lo austero y lo barbárico, ya sabes. Los corchos en
una lata oxidada son decididamente lo segundo.
En lugar de responder, él resopló y bebió su café.
—No me estoy quejando.
—No, claro que no.
—Lo que quiero decir es que no deberías desestimar mis preocupaciones.
—No las he desestimado—. Señaló hacia las cestas. —Te he dejado hacer los
cambios que querías, ¿no?
—Bueno, no todos.
—¿Qué más te gustaría?
—Ventanas que no chirríen, para empezar.
Él rodó los hombros. —Nuevas ventanas. Bien.
—Una chimenea que no se apague sola.
—¿Te refieres a la de tu antigua habitación? Ahora duermes en mi cama. No
te sirve de nada.
Ella golpeó el borde astillado de su taza de té y arqueó una ceja. —Un servicio
de té adecuado no estaría de más.
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—Bien.
—Una valla para el jardín. Una cama nueva para Fergus. Manzanos. ¡Oh! Y
un búho. Me gustaría que me tallaras un búho.
—Suficiente, muchacha. Una vez que Northfield esté muerto, cambiaré todo
el maldito lugar, si te apetece. Por ahora, él es mi principal preocupación.
—No puedes matarlo. Su familia vendrá por ti. Querrán verte colgado.
—Lo sé.
—No, no creo que lo sepas. Los Northfields se han hecho amigos por todas
partes en la sociedad aristocrática. Todas las familias nobles tienen al menos una
novia Northfield o una prima Northfield o un pariente Northfield. El hijo de mi
primo Rupert se casó con una. También la hermana de Kate, Annabelle—. Dio un
sorbo a su té distraídamente. —Aunque, Robert es un Northfield de sangre, no
de nombre. Su abuela, creo—. Dio otro sorbo. —Lo que sólo prueba mi punto.
Están en todas partes.
Al percatarse de que se había olvidado de la miel, empezó a levantarse, pero
Campbell tomó el tarro del aparador con su brazo increíblemente largo. Lo puso
junto a su taza.
Ella parpadeó. —Gracias.
Él gruñó.
Ella echó la miel en su taza y removió. Su período menstrual casi había
terminado, pero cuando llegaba, ella prefería las cosas más dulces. —Ahora bien,
¿dónde me quedé?
—Querrán verme colgado.
—Bien. A Lord Northfield le importarán un bledo las fechorías de Stephen o
si fue asesinado en defensa de mi seguridad. Quien mate a su nieto...
—Seré yo.
—Campbell—, reprendió ella.
—El asunto está resuelto.
Su cuchara tintineó en su platillo desparejado. —El alguacil estaba
convenientemente indignado por los asesinatos del pobre Señor Ramsay y su
esposa. Reconoce la amenaza que supone Stephen—. Cuando Rannoch había
denunciado sus muertes hacía unos días, el joven y avispado alguacil de
Inverness se había pasado por la casa para interrogarla a ella y a Campbell. Se
había marchado poco después, prometiendo reclutar a sus “mejores hombres”
para que se unieran a la búsqueda de Northfield. —La determinación del señor
Gillespie me pareció alentadora. Quizás la pomada que llevaba era un poco
exagerada, pero parecía serio.
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—¡Campbell!
La puerta del fregadero se abrió y se cerró.
Ella soltó un suspiro. Maldita sea, el hombre era exasperante. Y tentador. Y
un besador magistral.
Y exasperante.
Las criadas tenían el día libre, así que por una vez, la casa estaba tranquila.
Demasiado tranquila. Golpeó una uña contra su taza de té. El fuego crepitaba en
la chimenea. El viento silbaba más allá de la ventana. El té empezó a enfriarse,
aunque su anillo de boda seguía caliente.
Aquí estaba, sentada de nuevo, esperando de nuevo, escondiéndose de
nuevo. Se sentía completamente inútil.
Ella se retorcía el anillo en el dedo, una y otra vez.
No podía persuadir a Campbell de que se protegiera, no importaba el
argumento. Estaba decidido a matar a Northfield y a atenerse a las consecuencias.
Hombre exasperante.
Una y otra vez.
Claramente, ella no podía hacer nada para detenerlo.
Giró el anillo una y otra vez.
Pero, ¿podría protegerlo?
Entrecerró los ojos hacia la ventana de la cocina y volvió a golpear su taza de
té con un ritmo cada vez más rápido.
Tal vez. Pero necesitaría una contramedida. Y una gran ayuda con mucha
influencia.
Minutos después, se puso la capa y se dirigió al establo. —Deseo visitar
Rowan House—, anunció a su esposo, que se detuvo mientras vertía un cubo de
agua en un abrevadero. Una vaca gigante bajó la cabeza para beber.
—¿Para qué?—, refunfuñó él.
—Para una visita—. Apoyó los codos en una de las barandillas e ignoró al
ternero que trotaba hacia ella. Su esponjosa cara no era lo más bonito que había
visto nunca. No lo era. No lo era. —Deseo ir, y quiero que me lleves.
Él murmuró algo en voz baja. Sonaba como —Me muero por llevarte—, pero
él se pasaba una mano por la boca, así que ella no podía asegurarlo.
El ternero le mordisqueó la capa. Ella trató de ignorarlo, pero él se alejó
alegremente y luego volvió a mordisquearla. Ella se negó a enfrentarse a sus ojos
que derretían el corazón, a su cara dulce y lanosa y a su lengua rosada.
Otro tirón.
—Mantequilla—, siseó ella. —Basta.
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Él le acarició la mano.
Ella suspiró y le dio el dedo. —Sólo esta vez—. Él se prendió para lamer y
mamar. —Tu madre está ahí, sabes.
Campbell arqueó una ceja en su dirección. —Creo que te prefiere a ti,
muchacha.
Ella chasqueó la lengua. —Niño tonto—. Le rascó la cabeza y se retiró para
acariciar su cara. —Un día, serás demasiado grande para esto.
Acariciando los cuartos traseros de la vaca, Campbell salió por la puerta para
situarse junto a Clarissa. —Algunas criaturas nunca son demasiado grandes para
ser acariciadas.
Ella dirigió una mirada a su enorme marido. —Entonces, ¿me acompañarás a
Rowan House?
—Dime por qué.
—Debo hablar con Francis antes de que se vaya.
Un músculo de su mandíbula palpitó. —No puedo perder el tiempo. La
temporada de partos me mantiene ocupado...
—No importa, entonces. Se lo pediré a Daniel.
Él desvió la mirada, maldiciendo en voz baja. —No, yo te llevaré. Papá quiere
que le devuelva su carruaje de todos modos.
Dos horas más tarde, su esposo, poco dispuesto, la levantó del carruaje y la
llevó al vestíbulo de Rowan House.
Aferrada a su musculoso cuello, le aseguró: —Puedo caminar, sabes—.
Mientras tanto, ella saboreaba en secreto la fuerza de sus brazos, la absoluta
seguridad que le ofrecían.
Con cuidado, él bajó sus pies al suelo, pero mantuvo una mano en su cintura.
—Tienes una hora. No salgas de la casa sin que yo esté a tu lado. ¿Entiendes?
Ella le acarició el pecho, tratando de no notar lo bien que olía. —Una hora es
insuficiente. Necesito al menos dos.
—Una.
—Creo que dos. Los shortbread7 de McInnes deben saborearse lentamente.
—Dios, pones a prueba la paciencia de un hombre.
—No seas tonto. Esta será tu oportunidad de consultar con Broderick.
Compadecerse de tener esposas inglesas. Comparar notas sobre técnicas de
gruñido.
—Yo no gruño.
7
Comida típica, definida como polvorones o galletitas de mantequilla
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Ella le alisó la lana con repetidas caricias. —Por supuesto que sí. Ahora, dame
dos horas, ¿sí? Muestra paciencia ahora, y no me opondré a un poco de
impaciencia más tarde.
La nariz de él se ensanchó. Los ojos negros se fundieron una fracción de
segundos antes de que desviara la mirada. —Mujer, me vuelves loco.
Ella arqueó una ceja. —¿Oh? ¿Me encuentras exasperante?
—Frustrante, sí.
—Bien. El sentimiento es mutuo.
Poco después, Campbell desapareció en el estudio de Broderick mientras
Clarissa se sentaba en el salón mordisqueando el tierno y mantecoso shortbread
del señor McInnes y explicando el propósito de su visita a Francis. Kate y la
abuela escuchaban con expresiones fascinadas.
—Es una ayuda considerable, lo reconozco—, reconoció Clarissa a su querido
amigo, barriendo nerviosamente las migas de su falda de lana marrón.
Francis apoyó un codo en el pianoforte y resopló. —¿Chantajear a un amigo
del Primer Ministro? No, no. No pienses en ello.
—No te lo pediría si no estuviera desesperada. Sé cómo detestas hablar de
las... indiscreciones de tu padre.
—Detesto discutir cualquier cosa de mi padre. ¿Su aventura con Kitty
Northfield y la posibilidad de que el heredero de Northfield no sea de sus
entrañas? Preferiría asistir sobrio a una sesión del Parlamento. O ir desnudo por
Rotten Row durante el horario concurrido. O asistir al Parlamento desnudo y
sobrio. En febrero.
Kate se sentó hacia delante y levantó una mano. —Perdona mi ignorancia,
pero ¿cómo sabes que Silas Northfield fue engendrado por Lord Medford?
La abuela palmeó la mano de Kate. —¿A quién se parece más, querida? ¿A
Stephen?— Señaló con la cabeza a Francis. —¿O a Teversham?
Kate parpadeó. Volvió a sentarse. —Ah, sí, ya veo—. Silas Northfield era
rubio, de ojos azules y guapo como la obra maestra de un escultor. No parecía un
Northfield. Se parecía al padre de Francis. Y a Francis. —Pero, ¿estamos seguros
de que la Señora Northfield mantuvo una relación con Lord Medford? Ella no
parece de esa clase.
Con una leve sonrisa, la abuela respondió: —Estamos seguros, querida.
—¿Cómo podemos...?
—Kitty Northfield dio a luz a Silas ocho meses después de una visita con su
amiga íntima en Yorkshire. El señor Northfield no la acompañó.
Los ojos de Kate se abrieron de par en par. —Amiga íntima. ¿Quién?
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tallada por las manos de su esposo. Hacer el amor con él en las noches de
tormenta después de que los niños estuvieran dormidos.
Ella quería los hijos de él. Su corazón.
Quería que la amara tan ferozmente como ella lo amaba a él.
Esa misma tarde, mientras él la subía a su enorme caballo bayo y montaba
detrás de ella, apenas podía respirar por el anhelo. No había hablado mucho
después de reunirse con Broderick, que le había prometido devolver el carruaje
a Angus. Ahora, con los brazos de Campbell rodeándola y su pecho a su espalda,
Clarissa contemplaba las aguas plateadas de Loch Carrich y los pastos brumosos
que flanqueaban el camino. Las nubes colgaban bajas, pero la lluvia había cesado
por un momento. Se estremeció.
—¿Estás bien abrigada, gràidheag?
—Sí—. Miró el cuello del caballo, acariciando su larga y negra crin. —¿Cómo
se llama?
—Dunmore.
Pasó las largas hebras por sus dedos y le dio al semental una palmadita de
aprobación. —Es muy grande.
—Yo también lo soy.
—Claro.
El silencio se alargó. Guió a Dunmore más allá de un matorral de pinos hacia
un nuevo camino que se adentraba en las colinas del oeste. —Este es el camino a
la destilería—, retumbó. —Te enseñaré cómo voy a casa la mayoría de los días.
Ella asintió, pero su mente estaba en otra parte, dando vueltas a la pregunta
que más le preocupaba: ¿Cómo se atraía a un hombre para que se enamorara?
En el pasado, ella había asumido que se trataba de la belleza. Un poco de
encanto. Unas pestañas que aletearan y un buen despliegue de pechos. Pero ella
había empleado todas esas tácticas durante su última temporada, y los resultados
habían sido tristes, por decir algo.
—¿Tuviste una visita agradable, entonces?
Ella hizo una pausa en sus cavilaciones para responder: —Mmm. Los
shortbread estaban exquisitos.
Campbell parecía desearla, un punto a su favor, sin duda. ¿Debería lanzar
una campaña de seducción? ¿Podría hacerlo olvidar a la misteriosa mujer de su
pasado y hacerlo sentir un mayor afecto por su esposa?
Una ardilla atravesó el camino. —Ya no está lejos—, murmuró, girando hacia
otro camino que se bifurcaba hacia el suroeste a lo largo de un pequeño arroyo.
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La seducción no podía hacer daño, decidió. Hasta donde ella sabía, los
hombres disfrutaban mucho haciendo el amor, y su noche de bodas había
demostrado que Campbell no era una excepción. Ella frunció el ceño. ¿Disfrutaba
ella demasiado? Tal vez él preferiría una esposa más decorosa, una que no rogara
ni gritara su nombre a tal volumen.
—¿Muchacha?
Ella se mordió el labio. ¿Y si la razón por la que había sido tan paciente con
ella -durmiendo castamente, esperando a que pasara su período, limitando los
besos a una o dos veces al día- era porque no la encontraba más deseable que a
cualquier otra mujer? Tal vez prefería una esposa más delgada y con un pecho
más pequeño. Una que no tuviera signos de su lucha contra la gordura. Una con
el pelo negro y salvaje.
—Clarissa.
Si hacer el amor no era su mejor estrategia, debía pensar en otra forma de
abrir su corazón. ¿Pero qué? En realidad, había pasado demasiados años siendo
ignorada por los hombres. Una temporada de éxito no era suficiente
entrenamiento. Sus esfuerzos por encantarlo con su ingenio habían fracasado. El
coqueteo había fracasado. Cualquiera que fuera su pretensión de belleza, había
fracasado. Durante el primer mes de su relación, ella había dirigido todo su
arsenal en su dirección, y todo el arsenal había fracasado.
No había ayudado cuando los sueños eróticos habían comenzado, dando
lugar a su pequeño problema de vulgaridad. Sospechaba que a él le divertía, pero
¿le habían dado sus arrebatos una idea equivocada? ¿Y si la consideraba una
ramera? Tal vez debería decirle la verdad.
Maldición. Estaba pensando demasiado los detalles. Él no parecía reacio a
cumplir con su deber de esposo. En realidad, cuanto más lo hiciera, más
probabilidades tendría ella de concebir. Y pensó que a él le gustaba verla
desnuda.
Detrás de ella, él se movió en la silla de montar como si estuviera
profundamente incómodo. —Maldito infierno.
Ella se inclinó hacia delante y luego movió las caderas para reequilibrar su
asiento.
El brazo de él le apretó la cintura como un torniquete. —Quédate quieta—,
gruñó él.
Ella resopló. —Cielos, tu temperamento ha sido muy desagradable
últimamente.
—Si estás enfadada conmigo, dilo.
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Él la abrazó con más fuerza y guió a Dunmore alrededor de una rama caída
antes de dejar el camino y cortar cuesta arriba por un camino de tierra. Notó que
los árboles que los rodeaban se volvían más escasos cuanto más avanzaban. Los
bosques se mezclaban ahora con praderas abiertas y terreno rocoso. Pronto oyó
el goteo y luego el chorro de agua. Él aminoró la marcha del caballo cuando se
acercaron a un grupo de rocas junto a un pino solitario. —Vamos a caminar un
poco, ¿eh?— Desmontó y la bajó. Ella se deslizó a lo largo de su cuerpo, hasta el
suelo.
Ella notó que las manos de él permanecían más tiempo de lo normal alrededor
de sus costillas, y que su cuello se había enrojecido. Cuando se encontró con sus
ojos, éstos ardían como carbones.
Su respiración se aceleró. El cuerpo de él se sentía enorme y duro contra ella.
Bruscamente, dio un paso atrás para alejar a Dunmore. La frialdad se filtró
para sustituirlo.
Sacudiendo su extraña sensación de pérdida, apoyó una mano en el pino. La
corteza era torcida y áspera. Miró más de cerca y vio un rostro. Unos escalofríos
le recorrieron la columna vertebral.
—Campbell—, dijo.
—Sí.
—Hay un búho en este árbol.
Él se rió. —Sí. Hay otro igual en las tierras de Broderick.
Examinó la extraña configuración: los cuernos formando la cabeza, una
pequeña protuberancia formando el pico, remolinos de corteza más largos
formando las alas. Pasó un dedo por encima de los ojos. Las yemas de sus dedos
brillaron, incluso dentro de sus guantes. —Parece mágico.
—No—, dijo él. —Sospecho que un ciervo lo golpeó una o dos veces. Los
parásitos entraron, como suele ocurrir. Los pinos escoceses son resistentes.
Tienen mucha savia. Se reparó a sí mismo, pero esas batallas dejan cicatrices.
—¿Por qué un búho, supones?
—Creo que vemos lo que nos interesa ver. Es sólo un conjunto de formas al
azar, ¿sabes?
Ella chasqueó la lengua. —Estás arruinando mi sentido de asombro.
—Mis disculpas, muchacha.
Ella se giró para ir en su dirección, hacia una pequeña elevación. Sólo entonces
se dio cuenta de dónde estaban: en la cima del mundo. En ese momento, perdió
el aliento. Estaba en una loma de tres metros sobre su pequeña cañada de
abedules. No se había dado cuenta de que había llegado allí desde otra dirección.
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El largo silencio se hizo más profundo. Parecía estar luchando con algo.
Entonces llegó su respuesta, baja y dolorosa. —No habrá ningún niño, gràidheag.
La conmoción la invadió. ¿Por qué iba a decir él algo así? —Bueno, tal vez no
de inmediato, pero...
—Nunca.
Ella trató de girar para mirarlo, pero él la sujetó. —Eso es imposible de saber—
. Ella tiró de sus brazos, que se habían flexionado hasta quedar casi
dolorosamente apretados. Como si temiera que ella pudiera huir.
—Es cierto.
—No seas tonto. Puede que tenga veintiocho años, pero con persistencia,
debería pensar...
—No por ti, Clarissa. Es por mí. No puedo darte hijos.
—Estás siendo ridículo—. Ella tiró de sus brazos. —Y me estás sujetando
demasiado fuerte.
Sus brazos se aflojaron, pero no la soltó.
Ella soltó un suspiro. —¿Qué te hace pensar que no puedes tener hijos?
Pasó un momento en el que sólo se escuchaba el ruido del agua, la respiración
de él y el corazón de ella. —Es una larga historia. ¿Estás segura de que quieres
escucharla?
—Estoy segura de que me gustaría una respuesta.
—Muy bien—. Su pecho se hinchó. —Cuando tenía diecinueve años, caí
enfermo. Comenzó como una fiebre. Luego aparecieron inflamaciones. No podía
hacer mi trabajo. No podía dejar mi cama. Llamé a una curandera de Dingwall.
Marion Cormick. Ella trajo a su hija para ayudar a cuidar de mí.
—Debes haber estado muy enfermo. Nunca te he visto decaído.
Él gruñó. —Estaba fuera de mí. Tenía sueños febriles. Dolor.
—¿Cuál era la enfermedad?
—Paperas. Alexander la tuvo primero. No le afectó demasiado. Broderick y
Rannoch salieron adelante sin más que una o dos quejas. Pero mi caso fue grave.
Marion no pudo hacer mucho más que alimentarme con caldo y hierbas, así que
le pidió a su hija que me hiciera compañía durante lo peor.
Un pinchazo de inquietud recorrió su piel. Era la segunda vez que
mencionaba a la hija. —¿Qué edad tenía ella? ¿Cómo se llamaba?
Pasaron varios latidos antes de que él respondiera: —Tenía mi edad. Se
llamaba Isla. Isla Cormick. Era la cosa más bonita que jamás había visto.
El malestar apretó su puño hasta que su corazón se sintió atravesado.
Aplastado.
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—Isla se sentó conmigo durante muchas horas. Cuidó de mí. Habló conmigo.
Cuando la fiebre se desvaneció, me debilité. Pasamos quince días juntos mientras
su madre atendía a otros en el pueblo. Ella tenía una chispa, sabes. Una lengua
afilada pero un corazón bondadoso.
Y el pelo negro. Clarissa pudo ver su rostro: rasgos perfectos con una marca
de belleza perfecta y cabello negro salvaje. Él la había amado. Podía oírlo en su
voz. La forma en que decía su nombre, con suave reverencia.
—Su fiebre comenzó poco después de que la mía terminara. Ella no dijo nada
al respecto. Luego, su cara se hinchó. No podía comer. Estaba demasiado
debilitada. Demasiado malditamente enferma. Para cuando quedó inconsciente,
supe que no viviría. Traté de salvarla. Pero no pude—. Su voz se redujo a un hilo.
—Convocamos al médico de Inverness. Dijo que la fiebre había llegado a su
cerebro, a su sangre. Raro, pero lo había visto dos veces antes.
Esta era la mujer que había amado. Isla Cormick. Una chica que había
ayudado a curarlo y había muerto por sus esfuerzos. Clarissa no quería odiarla.
La chica no había hecho nada malo. Pero los celos enfermizos y punzantes bien
podrían ser una cuchilla atravesándole el cuerpo. Apenas podía respirar.
—¿Ha muerto, entonces?
—Sí—. Los brazos de él volvieron a rodearla y la apretaron contra su pecho.
Su mandíbula le acarició la oreja.
—¿Te habrías casado con ella si hubiera vivido?
Hubo un largo silencio. —Sí.
Ella lo había sabido. En el momento en que él pronunció el nombre de Isla,
ella supo la verdad. Y la verdad le aplastaba, el corazón y los huesos.
—Compartíamos una... conexión—, dijo él. —Ella tenía la visión. Dijo que era
más fuerte aquí en la cañada. Muchos otros han dicho lo mismo. La Señora
MacBean. Mi madre. Durante mi fiebre, Isla me visitaba en ese lugar.
Clarissa intentó tragar, pero se sintió ahogada. Rota. —¿Dónde? ¿En la
cañada?
—No. Hay un lugar intermedio al que vas cuando sueñas. Ahí es donde ella
se encontraba conmigo. Ahí es donde nosotros...
Nos enamoramos. No tuvo que decirlo. Clarissa también se había enamorado
de Campbell en sus sueños, aunque éstos eran totalmente inventados por ella.
Una lamentable y necesitada invención de un corazón desesperado por tenerlo.
—Kate dice que tu madre y tu abuelo tenían la visión.
—Sí.
—¿La tienes tú?
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Hubo más silencio. Luego, —La tuve. Una vez. Después de la muerte de Isla,
ella siguió visitándome de esa manera—, explicó. —Me regañó por mis
intenciones de unirme a un regimiento. Dijo que no se quedaría de brazos
cruzados viendo cómo arriesgaba mi cuello por razones estúpidas—. Su pecho
se hinchó con un suspiro. —Yo la había matado, y aún así ella buscaba
protegerme.
—Tú no la mataste. Eso es absurdo.
—Bien podría haberlo hecho. Murió de la enfermedad que yo le causé.
Ella sacudió la cabeza. —Intentaste salvarla.
—Sí. Y fallé. Todo fracasó. Los tallados. Los sueños. No pude retenerla aquí—
. Su voz se volvió áspera. —¿De qué sirve la maldita visión si no puedo salvar a
la gente que amo? Inútiles y malditas visiones. Así que dejé que me visitara
durante un tiempo. Luego, dejé de escuchar. Fue entonces cuando me dijo cuál
sería mi castigo.
La sangre de Clarissa se enfrió. —¿Castigo?
—Sí. La fiebre le había quitado la vida—. Su mandíbula se apretó contra su
mejilla. —La fiebre se había llevado a mis hijos. Todos los niños que podría haber
tenido. Para siempre.
Las lágrimas brotaron, convirtiendo las hojas de abedul, las piedras de musgo
y el agua en una mancha de verdes, marrones y grises. —No. Tú soñaste todo
esto. Tal vez la parte de tu infertilidad no era real.
—Clarissa.
Ella se aferró a sus brazos, el dolor en su pecho agitado en pánico. —La culpa
por su muerte te ha hecho ver las cosas bajo una luz peculiar. Ella ayudaba a su
madre a atender a los enfermos, ¿sí?
—Sí.
—Al igual que Magdalene o la Señora MacBean, habría estado expuesta a la
enfermedad de forma rutinaria. Ese es el riesgo que se corre al cuidar a otros. La
enfermedad de mi abuela podría haberme matado. Eso ciertamente no habría
sido culpa de la abuela.
—Bien. Tal vez fue simplemente una consecuencia de la fiebre, no un
castigo—. Sus brazos se tensaron. —Pero es real, gràidheag. He tenido dieciséis
años de pruebas.
Ella no quería escuchar esto. Sólo había una forma de probar que era infértil,
y tenía que ver con otras mujeres. Los celos eran amargos, agrios, dolorosos y
feos a la vez. Se agazapaba en su interior como un demonio. Quemaba todo lo
que tocaba. —¿Por qué estás tan seguro?—, se atragantó.
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su vientre. Miró hacia abajo. Vio las imperfecciones. Recordó las batallas que ya
había ganado.
—Estoy viva—, susurró a nadie en particular. —Todavía estoy aquí.
Y, mientras fuera su esposa, tenía algo por lo que valía la pena luchar.
Se lavó el pelo, lo enjuagó con jarras de agua fresca y se secó la cara con una
toalla. Luego, tomó un pequeño frasco marrón del taburete junto a la bañera, lo
descorchó y bebió el contenido, con una mueca de disgusto por su sabor amargo.
—Oh, esto es asqueroso—, murmuró. Tendría que preguntarle a la señora
MacBean qué contenía exactamente un tónico de fertilidad. O tal vez no quería
saberlo.
Después de su baño, se puso su camisola y un vestido nuevo. Luego se secó
el pelo mojado, respiró hondo y se colgó el amuleto de marfil en el cuello. Estaba
junto a la cruz de su madre.
Puede que él amara a Isla. Pero no pertenecía a Isla.
Campbell MacPherson pertenecía a Clarissa. Y, le gustara o no, ella tenía la
intención de reclamarlo, mantenerse firme y luchar con todo lo que tenía.
Con la mente resuelta, dispuso unos cuantos objetos sobre la mesa de la cocina
y escribió una nota que él no podía dejar pasar. Cuando terminó su trabajo, se
detuvo para darle a Fergus una caricia. Aquí estaba su inspiración: un corazón
cariñoso que no había renunciado a ella.
—No hay vuelta atrás—, murmuró. —Tienes lo que querías. Ahora, eres mío
para siempre.
Felizmente, Fergus parecía satisfecho con los términos de su rendición.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
Capítulo Quince
Lo primero que notó Campbell al entrar en la casa fue el olor a lavanda. Lo
segundo fue su nota. Se quedó en la puerta del fregadero, mirando la pequeña
hoja de papel blanco con su nombre en letra de imprenta.
La sangre le retumbaba en los oídos. El deseo que había controlado durante
los últimos cinco días se estrelló contra su control. Se formaron grietas en él. Él
las alejó, tensándose contra el dolor. Sin duda, ella querría dormir lejos suyo.
Seguramente todavía estaba herida y furiosa. Su dolor lo había hecho pedazos
antes. No había sabido qué hacer, aparte de concederle la distancia que había
exigido. En realidad, cualquier distancia con su esposa era demasiado.
Pasando una mano por su mandíbula, recogió la nota de ella y examinó lo que
le había dejado en la mesa: un tazón de estofado caliente, una jarra de sidra y
media hogaza de pan de Annie. Incluso cuando estaba furiosa con él, su bella
esposa se aseguraba de que estuviera alimentado.
Él desplegó el papel.
Esposo,
Aprovecha la tina en el fregadero. Come bien. Luego, ven a nuestra cama. Tengo
mucho que decir, y espero tu completa atención.
Tu esposa,
Clarissa
En el baño del fregadero, descubrió una tina llena de agua fresca y humeante,
una pila de ropa limpia y una pastilla de jabón. Se bañó lo más rápido posible,
comió lo justo de estofado y pan para calmar lo suficiente su apetito, y subió las
escaleras al ritmo de su mayor anhelo.
Fuera de la puerta de la habitación, respiró para disipar la necesidad. Su piel
palpitaba con ella. Sus músculos vibraban.
Ella estaba sentada en su cama, con un plaid gris que le rodeaba los hombros.
El pelo rubio pálido le caía sobre un hombro, secándose en preciosos rizos. Unos
profundos ojos azules lo miraban, suaves, solemnes y decididos.
La respiración de él quedó atrapada en su pecho. Sus manos se curvaron
contra el deseo de tocarla. Cerró la puerta. Se cruzó de brazos. Esperó su condena.
—¿Has comido lo suficiente?—, dijo ella en voz baja.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
—Sí. ¿Y tú?
Ella asintió. —Comí un poco.
La visión de ella hizo que sus rodillas se convirtieran en agua y su verga en
piedra. La lujuria era un monstruo que había mantenido bien enjaulado hasta
ahora, pero la maldita bestia le golpeaba las entrañas. —No deberías haber
transportado esa agua tú misma—, dijo. —Para eso están los muchachos.
—Quería un baño de verdad—. Ella se encogió de hombros. —No me
importaba hacer lo necesario.
—A mí me importa—. Sintió que un gruñido se acumulaba en su pecho y se
esforzó por mantener un tono suave. —Eres demasiado delicada para ese trabajo.
Las mejillas de ella se sonrojaron. Su boca se tensó. —¿Es eso lo que piensas?
¿Que soy “demasiado delicada”?
—Sí.— Él se acercó, pasándose una mano por el pelo. —Demasiado fina para
este lugar. Demasiado buena para mí.
Los ojos de ella brillaron con fuego. —Así que, a tus ojos, siempre tendré
carencias. ¿Es eso?
¿Qué había provocado una idea tan estúpida? —No.
Pero ella no estaba escuchando. Se levantó de la cama y lo atacó, dándole un
fuerte empujón. Era pequeña, así que no fué muy fuerte. Pero lo sorprendió.
Clarissa era, por lo general, de temperamento tranquilo. En este momento, sin
embargo, era una tetera a punto de hervir.
—Demasiado fina, ¿verdad?— Se deshizo de su plaid, dejando ver una
camisola transparente y poco más. Luego le dio otro empujón. —¡Bueno, qué
pena, gran tonto escocés!
La lujuria hundió nuevas garras en sus pelotas mientras sus pechos se
agitaban bajo la ropa. Los pezones duros y enrojecidos confundieron su mente.
Supuso que ella estaba jadeando por su temperamento, pero no importaba. La
visión de esos redondos, suaves y gloriosos montículos y de esos pezones
maduros y rebordeados era pura brujería.
—¡Yo soy tu esposa!
Él sacudió la cabeza para despejarla. ¿De qué estaban discutiendo? —
Muchacha.
—No me digas “muchacha”—. Ella le dio un tirón a la camisa y lo acercó, o
mejor dicho, se acercó ella misma. Era demasiado pequeña para hacerle perder
el equilibrio. —Estamos casados. Por tu insistencia.
¿Qué era esta tontería? Por supuesto que estaban casados. Él había roto cada
una de sus propias reglas para hacerlo. —Sí—, aceptó.
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Las hermosas facciones de ella se tensaron con irritación. Los ojos azules
brillaron con fuego. —¿Qué te pasa? Estoy desahogando mi corazón, y tú te
comportas como si estuviéramos discutiendo qué desayunar.
Él se frotó la nuca y suspiró. —¿Cómo prefieres que responda?
—Indicando que me has oído.
—Te oigo bien.
—¿Y?
Levantándose, obligó a sus músculos a relajarse antes de asustarla. Con una
muchacha asustadiza, era mejor parecer tranquilo incluso cuando ardía en vida.
—Y me gustaría verte desnuda, ahora.
—Campbell. Te acabo de decir que te amo.
—Bien.
Ella resopló y lanzó sus manos a los lados. —Increíble.
—Sé que debería haberte dicho que no podía tener hijos antes de casarnos.
—Sí. Deberías haberlo hecho.
Se acercó a ella lentamente, de la forma en que se acercaría a una yegua difícil,
con un tono suave y respetando su temperamento. —Pero si lo hubiera hecho, te
habrías negado. No podía arriesgarme.
Ella puso los ojos en blanco y se cubrió el corazón con un gesto burlón. —
Todo por mi seguridad. Es un honor. Gracias, amable señor, por el noble sacrificio.
Él se rió, el sonido sonó seco y oxidado. Para ser justos, nunca había estado
tan cerca de romperse. Era la cosa más desesperante estar casado con la propia
perdición. —Ah, me has entendido mal, gràidheag. Cuando te tomé como mía, la
nobleza fue lo primero en desaparecer.
Antes de que ella entendiera por qué se había acercado tanto, él se inclinó,
deslizó un brazo por debajo de sus nalgas y la levantó contra él hasta que sus
narices se tocaron. Ella chilló y se aferró a su cuello. Los ojos sorprendidos y los
labios exuberantes se redondearon en un jadeo.
Él vio su oportunidad y la aprovechó al máximo. Deslizando su boca contra
la de ella, la invadió con su lengua, acariciando y machacando, adentrándose
profundamente. Esperó a que ella restregara deliberadamente los pezones contra
su pecho antes de darle la oportunidad de respirar.
—Ahora, tú pediste que te hiciera el amor—, raspó. —No te quejes si te
complazco—. La arrastró a la cama y la puso de espaldas. Luego, rompió su
camisola desde el cuello hasta el dobladillo. Y allí yacía ella, su mujer, sonrojada
por la excitación en medio de los jirones de lino. Entre sus pechos descansaba un
colgante familiar. Había sospechado que la señora MacBean le había hecho uno.
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—Otra vez no—, sollozó ella. —No puedo. Por favor, Campbell. Es
demasiado.
Como un hombre poseído, le agarró la rodilla y la atrajo con más fuerza. —
Te lo dije, gràidheag. Me arrastraría de rodillas para probarte aquí—. Le lamió el
capullo hinchado, dándole una pequeña chupada. —Ahora, todo lo que quiero
hacer es darme un festín.
—Ven dentro de mí. Te necesito.
Él le acarició el muslo, cerrando los ojos y respirando el deseo con aroma a
lavanda. —¿Más que mis dedos?
—Sí—, jadeó ella.
—¿Qué necesitas?— Él miró a lo largo de su cuerpo y sonrió. —Di la palabra,
ahora.
—Tu v-verga.
—Sí—. Él la recompensó con un empujón de sus dedos y más presión. Ella se
arqueó, con los pechos enrojecidos y lustrosos por sus esfuerzos. —Te encantan
esas palabras rudas, ¿verdad? ¿Debo llenar tu dulce sexo con mi verga, gràidheag?
Aquellos ojos maravillosamente azules, ardientes y oscuros, le suplicaron
antes de que sus labios se abrieran para susurrar: —Lo deseo tanto, mi amor.
Ahí estaba ella. Sí, la tenía. El cazador que había en él se fijó en ella. —Eres
una cosita muy pequeña—, espetó, moviendo los dedos con más fuerza,
estirándola un poco. —Puede que aún parezca demasiado grande para ti, soy una
gran bestia. Sólo hemos tenido una noche. ¿Estás segura de que puedes
soportarme?
—Sí. Por favor, Campbell.
—Me gusta cuando me llamas tu amor.
Ella se acercó a él, acariciando su pelo. —Lo eres. Mi único amor. Cuánto
tiempo te he esperado.
Él la recompensó con otro toque, observando con salvaje satisfacción cómo su
mujer volvía a acabar por él, empapando su mano, apretando sus dedos, y
aliviando algo crudo en su interior. Dominar el placer de ella era lo más parecido
al paraíso que había experimentado. Los gritos agitados, la belleza de sus pálidos
rizos deslizándose por los rosados pezones, las descontroladas ondulaciones de
su vientre mientras se entregaba.
Lentamente, deslizó la palma de la mano a lo largo de su muslo, bajando las
piernas mientras retiraba los dedos. Le besó la rodilla. Luego la cadera. Se puso
en pie, consciente de que se alzaba sobre ella y de que ese nivel de excitación lo
hacía monstruosamente enorme. —Mírame, gràidheag—, le ordenó.
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Ella abrió los ojos, sus labios se separaron en un pequeño jadeo, su lengua
rosada se deslizó mientras lo observaba. Tenía las manos extendidas junto a la
cabeza. Sus pezones estaban duros y enrojecidos. Se endurecían aún más cuanto
ella más miraba. Empezó a jadear. Luego se mordió el labio.
—Esto es para ti, mi malvada muchacha. Todo este deseo. Toda esta
necesidad.
Ella gimió. —Te deseo tanto.
—¿Lo suficiente como para dejarme tomarte como quiera?
Hubo un asentimiento frenético.
—Podría ser un poco duro. ¿Estás segura?
Otro asentimiento.
—Muy bien. Siéntate.
Hubo una pequeña mueca de confusión, y luego ella se puso en posición
sentada, doblando las piernas hacia un lado en una pose dulcemente femenina.
Él sonrió. —Ahora, no quiero que te sorprendas, así que te pediré que repitas
lo que voy a hacerte.
Los ojos de ella se abrieron de par en par y se dirigieron a la verga de él. Los
pequeños dientes mordisquearon el regordete labio inferior. —S-supongo que es
aceptable.
Era más que aceptable. Esta era la clave para su muchacha. Desde el principio,
ella había respondido a la charla sucia y erótica de la misma manera que la
mayoría de las mujeres responderían a una caricia o a un beso: con un deseo que
derretía los huesos. Lo descubrió primero en sus sueños, lo sospechó por sus
deslices conversacionales y confirmó sus sospechas en su noche de bodas. Ahora
lo aprovecharía al máximo.
Se sentó junto a ella en la cama. —Primero, te pondrás de manos y rodillas.
—Yo... ¿qué?
—Dilo, ahora.
Ella parpadeó y jugó nerviosamente con su colgante. —Primero, me pondré
de manos y rodillas.
—Entonces, te prepararás para que pueda montarte como es debido.
Ella se lamió los labios. Miró su pecho, sus hombros y su verga. Sus dedos se
deslizaron hacia la hinchazón de su pecho. —Me prepararé...
—Para que pueda montarte.
—Para que puedas montarme—. Su respiración se aceleró.
—Cuando esté seguro de que puedes tomarme bien y profundamente, te
levantaré para que estés a horcajadas sobre mí.
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—No sé si es posible. Pero por ti, haré cualquier cosa. Es un lugar frío por el
que he vagado sin ti. Oscuro y frío. Tú eres el sol en mi cielo, gràidheag. Cambiaría
todo el maldito mundo si eso te hiciera brillar.
Ella gimió entre dientes apretados, profunda y largamente. Las dulces y
fuertes pulsaciones de su vaina lo estrujaron con fuerza. La liberación de ella se
produjo y se desató en un instante. Ella se arqueó. Se agarrotó a su alrededor.
Sollozó su placer al ritmo de sus embestidas. Sus gritos quejumbrosos y dichosos
provocaron su excitación.
Su excitación escaló. Se acumuló. Le exigió su rendición.
Y él cedió con gusto. La explosión lo sacudió hasta la raíz y lo hizo volar. Con
gritos profundos y bramidos y embestidas largas y contundentes, llenó a su
mujer con todo lo que tenía, dejó que el cuerpo de ella tuviera lo que quería. No
tenía sentido luchar. Había perdido su corazón desde el principio. Reclamarla
como propia lo había restituido un pedazo a la vez.
Cuando se desplomaron juntos en la cama, él abrazó a su muchacha con sus
manos unidas sobre su corazón, sus cuerpos unidos llevándolos al sueño. Y
finalmente, después de un largo invierno solo, sintió que el sol en su cielo derretía
lo último del frío.
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Capítulo Dieciséis
Algo había cambiado. Clarissa se detuvo al final del nuevo parterre y apoyó una
mano en la azada. Con los ojos tapados, miró a través del soleado patio hacia
donde Campbell descargaba un carro lleno de paja y suministros. Él le sonreía a
Alexander. Entonces, se rió, con una pequeña risa, pero aun así. Era inusual.
—¿Te parece que el señor MacPherson está diferente?—, preguntó.
Daniel se enderezó de plantar semillas y se levantó la gorra para rascarse la
cabeza. —Sí—, dijo con cautela.
Ella frunció el ceño mirando a su amigo. —¿Qué supones que es?
Él se aclaró la garganta. Se pasó una mano por la barba. Se aclaró la garganta
de nuevo.
—¿Daniel?
—Er, algunos hombres encuentran a sus esposas... placenteras. Especialmente
después de ser solteros durante mucho tiempo.
Oh. Sus mejillas se calentaron. Eso no era lo que quería decir, pero supuso que
sus frecuentes encuentros sexuales habían aligerado el humor de Campbell.
Durante los últimos diez días, había fruncido el ceño con menos frecuencia e
incluso había revelado un lado juguetón de vez en cuando.
Mientras Daniel seguía sembrando coliflor, ella se mordía el labio y
contemplaba los enormes hombros flexionados de su esposo. Levantó un barril
de sidra que normalmente necesitaría de dos hombres para levantarlo.
Casualmente, charlaba con Alexander como si no pesara nada. El hombre era
incansable.
En más de un sentido.
Después de que ella le exigiera que intentara sembrar algunas semillas en su
jardín, como diría la abuela, no le había dado la más mínima tregua.
Se despertaba cada mañana con él deslizándose dentro de ella. Se dormía cada
noche con él agotado, pero todavía medio duro dentro de ella. Durante los días
que estaba en casa, él aprovechaba cualquier oportunidad para “encontrarla” en
lugares extraños y realizar sus “deberes”.
Hace dos días, ella estaba buscando otro taburete en el granero cuando él se
acercó por detrás y deslizó una mano por su trasero. Ella resopló diciendo que
ése no era el lugar adecuado y le apartó la mano, pero él gruñó por lo bajo, cosas
sucias acerca de las muchachas malvadas que debían permanecer mojadas para
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Clarissa examinó la nota. Luego, la leyó de nuevo. Y otra vez. Seguía sin tener
sentido.
Dile a Campbell que el ancla está en la sangre. Hueso de tus huesos. Carne de tu carne.
Cuando vuelvas por tu bolso, olvida el cañón largo. Dos son mejor que uno.
Las casas son cajas. Algunas están vacías. Otras están llenas.
Dile a Angus que deje de alimentar a Bill con nabos. Le dan gases.
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cantera. Ya había acampado allí antes, pero ahora ha vuelto. Saldremos antes del
amanecer. Rannoch se quedará contigo.
Esta era la diferencia que ella había notado antes en él: propósito y
anticipación. Campbell tenía su objetivo en la mira por fin. Las horas de
Northfield estaban probablemente contadas. —Me gustaría poder ayudar a
protegerte. Algo más que enviar a Francis a intentar hacer un chantaje.
—No debes preocuparte por mí. Estaré bien.
Ella deslizó sus brazos alrededor de la cintura de él y puso su mejilla sobre su
corazón. El latido rítmico era tranquilizador. —Por favor, vuelve conmigo a
salvo—. Se aferró con más fuerza, sus dedos se clavaron en su musculosa espalda.
—No puedo soportar la idea de...
Él la envolvió con fuerza, con una enorme mano acunando su cabeza contra
él mientras la otra se deslizaba hacia la parte baja de su espalda. Su pulgar trazó
pequeños círculos en su columna. —Suceda lo que suceda, debes saber esto,
gràidheag. Antes de ti, yo estaba muerto. Verte fue como respirar por primera vez.
Un poco doloroso, al principio. Luego... pura alegría—. Besó la parte superior de
su cabeza y la apretó más. —Un hombre luchará hasta el último suspiro para
mantener a salvo un milagro así. Porque sin ti, estoy muerto de todos modos.
Con el corazón palpitante, ella volvió su boca para encontrar la de él. Él la
besó con fuerza, como había hecho en la cocina, deslizando su lengua hasta el
fondo y controlándola con su mano en la nuca. Pronto, su beso se volvió
desesperado, dos bocas que intentaban fusionarse, dar placer y saciar, todo a la
vez. Consciente de la excitación desnuda de él, ella se aferró a su pelo y casi se
subió a él para acercarse. Él le levantó las faldas y la apoyó contra la puerta.
Ella gimió. Rodeó su cintura con las piernas. Sintió que la urgencia
aumentaba. Demasiado rápido. Demasiado rápido. Tan rápido que no pudo
recuperar el aliento. —Te necesito. Dios, Campbell. Me duele.
La boca de él se deslizó hasta su garganta, mordisqueó su cuello. El aliento
caliente y el hombre más caliente la hicieron arder. —¿Estás mojada para mí?—,
susurró. —¿Puedes tomar lo que te doy?
—Sí—, jadeó ella. —Dame todo.
Él dobló las rodillas y deslizó la longitud de su verga a lo largo de sus
pliegues. Ella jadeó. Se arqueó. Cuidadosamente, él clavó la cabeza en su
abertura. —Ah, estás ardiendo, mi bonita Clarissa. ¿Has estado pensando en
cosas perversas hoy?
El estiramiento inicial provocó su deseo. Le arañó el cuello y le besó los labios,
retorciéndose por más. —Te necesito. Dentro de mí. Hasta el fondo. Por favor.
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Capítulo Diecisiete
El sueño de él era más claro que cualquier otro que hubiera tenido desde que era
un chiquillo. El sol brillaba como el oro. El suelo estaba húmedo después de una
lluvia. Los olores terrosos del barro y la hierba llenaban sus sentidos. El sonido
del metal golpeando metal llenaba sus oídos.
Estaba en el pueblo, frente a la vieja herrería de su abuelo. Hacía años que no
la veía. Se había quemado mientras él estaba en la guerra. Pero tenía el mismo
aspecto que cuando Seanair vivía: era alargada y baja, de piedra gris y techo de
pizarra. Las amplias puertas permanecían abiertas la mayor parte del día para
dejar escapar el calor de las hogueras.
Su abuelo se paseaba fuera, charlando con la madre de Campbell como si
fuera cualquier otro día. La luz del sol brillaba en los reflejos rojizos del cabello
de su madre. Era una mujer alta, esbelta y delgada, con una risa gutural y ojos
generosos. Llevaba un fardo de mantas en los brazos.
Cuando lo vio acercarse, su sonrisa se amplió hasta convertirse en una sonrisa
gloriosa. Ella se apresuró a rodearle el cuello con un brazo y a besarle la mejilla
con tres besos, como siempre había hecho. —¡Campbell!— Lo abrazó más fuerte
y lo besó de nuevo: uno, dos, tres besos y una carcajada. —¡Ah, hijo mío, cómo
me alegro de verte!
El pecho de él se apretó mientras abrazaba a su madre. —Mamá, te he echado
de menos.
—Och, siempre estoy por aquí. Sólo tienes que venir a visitarme de vez en
cuando.
Una voz áspera llegó desde las puertas de la herrería. —¿Es ese mi pequeño
muchacho? Ah, ya no eres tan pequeño, ¿eh?
Se echó hacia atrás para saludar a su abuelo, que ahora era quince centímetros
más bajo y más delgado que Campbell. —Seanair. Por Dios, es bueno verte de
nuevo.
El anciano sonrió y golpeó la barbilla de Campbell con el dedo. —Ha pasado
demasiado tiempo. Pensé que habías olvidado el camino.
No lo había olvidado. Se había perdido. Exiliado. Pero Clarissa le había dado
la luz que necesitaba. Ella lo había guiado a casa, paso a paso. —Estoy casado
ahora—, dijo con orgullo. —Deberían verla. Una chica muy bonita. Sus ojos son
como el azul de Loch Carrich en un día de verano.
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~*~
Con la mañana llegó la niebla. Una niebla densa y cegadora. Campbell maldijo
mientras se agachaba junto a Alexander, tratando de ver el campamento de abajo.
No podían ver mucho. Unas cuantas rocas. Un pino nudoso. Pero, sobre todo, un
manto de niebla gris blanquecina tan espesa como el viejo skink8 McInnes.
8
Comida tradicional escocesa
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Ella estaba en peligro. Ese ciervo había sido un señuelo, amarrado y enredado,
probablemente atado lo suficientemente flojo como para que pudiera escapar si
se agitaba lo suficientemente fuerte. Lo que ocurriría si le disparaban. Pero el
bastardo no se había contentado con sacrificar al animal. Le había cortado la
cornamenta que acababa de brotar y le habían atado el hocico con alambre para
que no pudiera gritar.
Northfield debía saber que iban por él. Y la única manera de que lo supiera es
que hubiera oído a Campbell y Alexander haciendo planes en el patio. Lo que
significaba que había estado lo suficientemente cerca como para escuchar sus
voces. Lo que significaba que había estado cerca de ella. Observando.
Cristo en la cruz, ¿había estado allí todo el tiempo? ¿Cómo? Campbell había
establecido patrullas regulares. Había rodeado la granja con trampas y hombres.
Había enviado a Fergus a explorar con Daniel dos veces al día. Había tomado
todas las precauciones imaginables, y no había sido suficiente.
Su caballo comenzó a flaquear. El de Alexander se quedó atrás. Campbell se
inclinó hacia delante, murmurando palabras tranquilizadoras al exhausto
animal. Prometió avena y descanso. Prometió yeguas en abundancia y un pasto
para él solo si Dunmore lo llevaba a casa a tiempo.
—Mi hembra está ahí, viejo amigo—, dijo en gaélico. —Necesito que me
ayudes a salvarla—. El gran semental se puso en marcha y dio un nuevo golpe
de velocidad.
No se molestaron en tomar el camino del norte, sino que viraron hacia el sur
a través de la espesa maleza y los bosques. La niebla era más densa alrededor del
lago, limitando la visibilidad a unos tres metros, pero él y Alexander habían
explorado cada centímetro de la cañada antes de que les creciera la barba.
Condujeron sus monturas a un ritmo temerario, saltando sobre troncos caídos y
antiguos muros de piedra. Siguieron corriendo hacia las colinas del oeste,
tomando el camino cuando era más rápido y atravesando brezales cuando su
paciencia perdía la batalla con la urgencia. Cuando llegaron a la cima y vieron la
granja, el humo fue un mal presagio.
Y la nebulosa extraña y brillante de abajo era la llegada del infierno.
El humo negro llenaba el cielo en un penacho imponente, pero la granja
seguía envuelta en niebla, creando una enorme esfera vibrante de color naranja
rodeada de blanco.
Dunmore se estremeció. Campbell se deslizó desde su espalda, agarró su rifle
y corrió hacia los gritos de sus hombres y el devorador rugido del fuego. A lo
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lejos, oyó que Alexander gritaba algo detrás de él, pero lo ignoró. En su lugar,
corrió, impulsado por el temor que lo envolvía.
El tiempo es corto, pensó. La anciana le había dicho que el tiempo era corto.
Acababa de respirar por primera vez después de una larga muerte. Clarissa
no podía haberse ido. No podía. Lo sentiría.
Sí. Él lo sentiría si así hubiera sido. Hueso de mis huesos. Carne de mi carne.
Palabras pronunciadas por Adán sobre su Eva. El ancla está en la sangre. Su hijo,
tal vez. Dentro de su vientre. Seguro, deseado y amado. Su esperanza, dada por
su esposa.
Había heredado su visión a través de los lazos de sangre, su abuelo y su
madre. Tal vez un vínculo similar con su hijo sería lo suficientemente fuerte para
encontrarla. Salvarla.
Corrió hacia el incendio más grande: el granero. El fuego lo había convertido
en un infierno. El techo se había derrumbado. Se desvió entre las vacas que
escapaban y los hombres manchados de hollín, gritando por Rannoch. Se quedó
sin aire, sus pulmones ardían tanto por el humo como por el esfuerzo. —
¡Rannoch!—, gritó.
Uno de sus hombres lo encontró. Llevaba dos cubos y le ofreció uno a
Campbell. Al ver el pañuelo mojado sobre la cara de su hombre, se arrancó la
manga de la camisa y la empapó en el cubo antes de atárselo sobre la boca y la
nariz.
—¡Rannoch está con Daniel, señor! Están en la carreta justo después del
establo. Le dispararon a Daniel.
Ah, Dios. ¿Cuántos habían sido heridos? ¿Cuántos habían muerto?
Maldito infierno, no podía pensar en eso ahora. Debía encontrar a su esposa.
Clarissa era el premio del bastardo. Ella sería su verdadero objetivo.
Entró tambaleándose en el patio rodeado de llamas, humo y caos. Sus
hombres luchaban contra las llamas lo mejor que podían, pero los cubos de agua
bien podrían ser un poco de orina de perro por todo lo que hicieron. El tejado de
paja de la cabaña levantó llamas de tres metros de altura. Un estruendoso crujido
señaló el derrumbe del establo. Finalmente, en medio de la locura, vio a su
hermano de pie junto a una carreta unos metros más allá de la cabaña en llamas.
El establo cercano fue el único edificio que se salvó.
—¡Rannoch!
Su hermano se giró. Su rostro estaba ennegrecido por el hollín, su mano
derecha toscamente vendada con una tira de lana. —Cam—, gritó con la voz
enronquecida.
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Capítulo Dieciocho
El día que lo cambió todo, Clarissa se despertó con ganas de comer tortas de
avena y miel con una fuerte taza de té. Fuera, los cuervos creaban una cacofonía
salvaje. Eso debió de ser lo que perturbó su sueño, pensó, porque podría haber
seguido durmiendo una hora más. Se estiró en la cama, sintiendo los vestigios de
su noche con Campbell, una noche mágica llena de baile, placer y amor. Suspiró
felizmente ante los recuerdos.
Luego, se rió cuando Fergus se acercó trotando a lavarle la cara con su lengua.
—¡Eww, Fergus!— Lo apartó de un empujón y se puso de pie. Envolviéndose
en su plaid gris, abrió la puerta para dejarlo salir. —Ve a buscar a Daniel, ¿eh?
El perro trotó alegremente hacia el pasillo antes de correr hacia las escaleras.
Ella cerró la puerta y comenzó a lavarse y vestirse. Notó que la niebla aún no
se había disipado. Cuando Campbell se despidió de ella antes del amanecer,
maldijo las molestias del tiempo, pero dijo que debería desaparecer al mediodía.
Miró el pequeño reloj de su tocador. Las once y media.
Después de atar un chal sobre su vestido de día de algodón con ramitas -el
azul con rosas blancas- se sentó en la cama para ponerse las medias de lana tejidas
en lugar de las de seda que había elegido en un principio. Si el tiempo era frío,
ella quería estar cómoda.
Por supuesto, “cómoda” era una cuestión de matices. Le dolía el interior de
los muslos por el sobreesfuerzo de los músculos y la piel raspada por la barba;
sus pechos ardían con cada roce de la tela; y sus partes femeninas habían sido
saqueadas por un despiadado merodeador.
Campbell “El Merodeador” MacPherson.
El hombre era implacable. Y magnífico.
Ella sonrió y tocó su collar de búho. Gracias al cielo que él era suyo.
Poco después, entró en la cocina y encontró a Rannoch comiendo pan con
mantequilla y charlando con una Abigail de mejillas sonrosadas. Hizo una pausa
para dedicarle a Clarissa una sonrisa perversamente encantadora mientras
deslizaba un plato de tortas de avena por la mesa. —Buenos días, hermana. Te
prometí tortas de avena y té—. Vertió agua humeante de la tetera y la colocó
sobre una bandeja. —Y aquí tienes. Tortas de avena y té.
Ella se rió. —En efecto, eres un hombre de palabra—. Señaló con la cabeza el
aparador. —Tráeme ese tarro de miel, ¿quieres? Estoy antojada.
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Esto era su culpa. Todo. Ella había atraído al loco hasta aquí. Ella los había
puesto a todos en peligro. ¿Para qué? Ella quería ser más que una florero. Quería
ser hermosa por una temporada, estar en la luz y ser notada.
Bueno, lo había sido. Fue notada por Stephen Northfield. Y él había
convertido todo a su alrededor en sangre y muerte. ¿Había valido la pena su
vanidad?
Ella se balanceó sobre las puntas de los pies, con un miedo machacante que la
engullía por completo. ¿Estaba Campbell a salvo? Si no estaba a salvo, no podía
imaginar lo que haría. Acostarse y no volver a levantarse, probablemente.
Casi podía oír a su abuela amonestándola. —No es momento de derrumbarse,
querida. Cuando mi querido y dulce Alfie murió, estuve en cama durante tres
meses y nada mejoró. Bueno, tal vez el clima. Murió en invierno, lo sabes.
Se secó los ojos y se enjuagó la boca. Buscó el collar de cuero de Fergus en el
pequeño cofre que había al final de la cama. Estaba al lado de su retículo de cuero.
En él guardaba su pistola con dos cañones. Miró hacia la pared, donde el
mosquete de Campbell descansaba en un estante de madera.
Cuando vuelvas por tu bolso, olvida el cañón largo. Dos son mejor que uno.
La nota de la señora MacBean. ¿Había querido decir dos pistolas? ¿O dos
cañones?
Clarissa decidió que, si una pistola era buena, dos eran mejor. Comenzó a
cargar la pistola con manos temblorosas. La deslizó dentro del bolso y lo colocó
junto al cuello de Fergus sobre su muñeca. Se preparaba para cargar el mosquete
cuando Rannoch irrumpió en la sala.
—Es hora de irse.
—¿Irnos? ¿Adónde?
Él la agarró por el brazo y la puso en pie. —Fuera. La casa está en llamas—.
Prácticamente la arrojó hacia la puerta, pero sólo se detuvo el tiempo suficiente
para tomar su capa roja de su gancho y ponérsela sobre los hombros antes de
alzarla y llevarla escaleras abajo a un ritmo impresionante. Al pasar por el salón
delantero, ella miró por encima del hombro de él y vio una pared de fuego que
devoraba sus cortinas de cuadrillé amarillas.
Él no la bajó hasta que llegaron al establo. Sólo entonces se dio cuenta de que
la cara de Rannoch estaba manchada de hollín.
—Quédate aquí—, le advirtió. —Fergus te protegerá. Yo estoy afuera. Daniel
está despierto—. Le sujetó la cabeza entre las manos y le besó la frente. —Todo
está bien. Nadie ha muerto. Incluso las vacas están a salvo.
El corazón de ella dio un vuelco. —¿Mantequilla?
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—Y le disparó a Daniel.
—Rozó a Daniel. Él está despierto. Un poco desorientado. Pero despierto.
Las lágrimas se arremolinaron en sus ojos. Ella asintió. —Bien.
—Debo hablar con él un poco. ¿Estarás bien, aquí?
—Sí.
Le dio un último beso en la frente y salió.
Ella se dirigió a la puerta, ajustando su capa a su alrededor. La bolsa de cuero
se balanceaba contra su muslo, recordándole el arma que llevaba dentro. La
aseguró con más fuerza para evitar cualquier disparo accidental.
Más allá de las puertas del establo, vio a Rannoch hablando con Daniel, cuya
cabeza había sido vendada. Su mirada se desvió por el patio hacia el extraño
espectáculo de su casa en llamas. El tejado de paja era un fuego ardiente. Las
ventanas con corrientes de aire se astillaban bajo el calor. Las cortinas habían
desaparecido. El techo del granero se había derrumbado. Las esculturas de
Campbell sin duda ya serían cenizas. Incluso el retrete se había incendiado. Todo
estaba siendo devorado por una fuerza hambrienta y gruñona.
—Todo—, susurró ella. —Todo. Desapareció.
Apoyó la mano en la pared de tablones. ¿Cómo había llegado a esto?
Un estruendo estremecedor sacudió el patio. Salió corriendo para ver qué
había pasado y vio cómo se derrumbaba el ala de la cocina de la casa. Su cocina.
La mesa donde Campbell bebía su café y le traía la miel. El fregadero donde había
preparado sus baños y había decidido tener esperanza. Todo ello había
desaparecido.
¿Por qué? ¿Por su vanidad?
La rabia, que no había reconocido, crecía como el fuego ante ella. Se
profundizó y creció. Echó raíces dentro de su culpa y rompió los cimientos.
No. Por Dios, no. Esto no era su culpa. Era una locura. Las llamas rugientes,
los animales sacrificados y el terror que estremecía los huesos no eran
consecuencia de la vanidad. Eran la consecuencia de una mente trastornada, una
mente que no podía distinguir entre el coqueteo casual y la posesión por
completo.
—¡Clarissa!— Rannoch gritó. —Vuelve al interior del establo, muchacha. No
es seguro aquí afuera. La ceniza está cayendo e incendiando cosas.
Ella miró hacia arriba. Las chispas y la ceniza se elevaban con el humo,
cayendo aquí y allá como la nieve. Retrocedió hacia el establo.
No se merecía esto. Nunca lo había merecido.
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graznó y aleteó justo por encima de su cabeza. Un pájaro más grande se lanzó en
picado. De color marrón. La envergadura de las alas era la de un ave rapaz.
Ella se quedó sin aliento. Un búho. Parpadeó al verlo. El búho voló en tándem
con los cuervos, desviándose hacia su izquierda. Unas punzadas ardientes
recorrieron su columna. Se dirigió en esa dirección, notando que el agua se volvía
más ruidosa. Entonces, oyó el ladrido. Corto. Agudo.
Le siguieron gruñidos profundos y amenazantes. Feroces. Fuertes.
Fergus estaba atacando.
Su corazón dio un salto. Corrió hacia los sonidos, recogiendo su bolso de
armas y abriéndolo de par en par para alcanzar su pistola, tomando el peso
familiar de la misma en su mano. No podía ver mucho, pero si Fergus estaba
atacando a Northfield, ella ayudaría donde pudiera. Ese perro era suyo. Lucharía
por él y por ella misma y por todo lo que el demonio rabioso le había quitado.
Avanzando a ciegas por una elevación, miró más allá de la niebla cambiante
y vislumbró una figura oscura que se agitaba cerca del tronco caído. El gruñido
apretado de Fergus sonaba prometedor, como si hubiera hincado los dientes
profundamente. La niebla le bloqueaba la vista, pero los roncos gritos de dolor
masculinos lo delataban igualmente. Oh, sí. Fergus era un cazador nato.
Con su familia, era manso como un cordero. Suave. Incluso perezoso. ¿Pero
en la caza? Fergus era una fuerza de la naturaleza de más de cien kilos.
El orgullo por su perro le apretó la garganta. Corrió a lo largo del borde del
arroyo, buscando su punto de cruce habitual. La roca musgosa, sí. El trío de
abedules, sí. Allí. Empezó a cruzar, piedra a piedra. Con cuidado de no resbalar,
pensó. El agua está fría.
Justo cuando su bota mojada tocó la orilla fangosa, escuchó otro grito roto de
Northfield. Luego, escuchó un sonido que había estado temiendo.
Un fuerte y doloroso aullido de su sabueso.
—¡Nooooo!— El grito fue arrancado de lo más profundo de su alma.
El golpe de un cuerpo de más de cien kilos contra el suelo.
Un débil gemido. Silencio.
Un cuervo graznó lastimosamente. Su corazón gritó más fuerte que su voz,
aunque eso era ensordecedor en la tranquila cañada. —¡Fergus! ¡Fergus! ¡Nooooo!
Tropezó con las rocas y la hierba cortada. Cayó de rodillas junto a su sabueso.
Fergus yacía de lado, con su cuerpo larguirucho luchando con cada jadeo. La
sangre le cubría el hocico y el pelaje gris sobre el hombro. Su herida parecía el
corte de una cuchilla.
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cubierta con una capucha de hierba tejida. Olía como las vacas. Parecía un
demonio del bosque, ataviado con una túnica de hierba, hojas y ramitas.
Alrededor de la cintura llevaba un cinturón con una vaina para un cuchillo. El
cuchillo goteaba. Inclinó la cabeza con curiosidad. —¿Estamos bailando,
Clarissa? Sabes que no lo apruebo.
No debía perder el tiempo. La astucia era su mejor oportunidad. Escuchó la
voz de Campbell en su cabeza: Ve por las pelotas, muchacha. Son más fáciles de
alcanzar que los ojos de un hombre alto. Agárralas, retuércelas, y no tengas piedad cuando
empiece el llanto. Una vez que estés libre, corre.
El problema era que su extraña túnica hacía que localizar sus testículos con
alguna precisión fuera una tarea difícil. Así que improvisó. —Sí, estamos
bailando—, carraspeó. —Mira. Deja que te enseñe mi arabesco—. Levantó la
rodilla con la fuerza de una bailarina y, al mismo tiempo, extendió los brazos en
un arco que chocó con el brazo herido de él. La rodilla de ella le asestó un golpe
fulminante en su excitada virilidad. El otro golpe lo hizo perder el control sobre
ella. El duro bramido fue una delicia para sus oídos, pero no esperó a escuchar
más. Se alejó bailando, agachándose para recuperar su arma.
Luego, corrió. Pero lo sintió detrás de ella. Ella giró. Apuntó. Disparó.
Él ni siquiera se inmutó.
Ah, Dios. Había fallado.
Tropezando hacia atrás mientras él avanzaba hacia ella con la respiración
agitada y la furia enloquecida, ella amartilló su segundo disparo. Su pie resbaló
en un trozo de barro. Se tambaleó. Justo cuando recuperó el equilibrio, él la
alcanzó. Recuperó su agarre. Gruñó como una bestia rabiosa furiosa. La levantó
y la estampó contra un árbol con una fuerza que hacía temblar los huesos. El
dolor estalló en su columna y en su pecho. El aire la abandonó en un instante.
Su mano le agarró la garganta y su cara se acercó a la de ella. Mostró los
dientes y sus ojos se abrieron de par en par. Luego, rugió incoherentemente antes
de gruñir: —¡Eres mía! ¿Por qué tienes que dejar que otros se interpongan entre
nosotros? ¿No entiendes lo que voy a hacer? El gigante construyó una maldita
fortaleza a tu alrededor—. Su cabeza se agitó de forma extraña, sus ojos se
cerraban y se abrían, se cerraban y se abrían. —No pude penetrarla. Tuve que
disparar a ciegas. Tuve que quemar el mundo para sacarte. Tuve que planear.
Planear y planear. Paciencia, hijo. Padre siempre advirtió de la paciencia. Estabas
allí en el establo, y yo estaba cerca. Casi podía oler tu pelo.
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hombre de noventa kilos sin más esfuerzo que el que supone levantar un barril
de sidra. Luego, lo golpeó contra el suelo con tanta fuerza, que ella oyó el crujido
de los huesos.
No esperó a ver el resto. Su esposo había venido por ella. Él se encargaría de
Northfield. Eso era todo lo que necesitaba saber.
En lugar de eso, corrió hacia donde Fergus yacía, quieto y sangrando. De
rodillas, acarició su dulce rostro y le susurró su amor. Las lágrimas fluyeron
libremente. Enterró su cara en su pelaje, agradecida de que al menos estaría allí
para consolarlo en sus últimos momentos. Suavemente, apoyó su mejilla en su
costado. Escuchó el débil latido del corazón.
Mientras un corazón lata, hay esperanza.
La esperanza surgió. Se quitó una de sus medias de lana y la enrolló en una
almohadilla. Luego, arrancó dos tiras de su dobladillo y las ató juntas. Puso la
almohadilla de lana sobre la herida de Fergus. Quiso atar las tiras alrededor del
cuerpo del perro para asegurar el vendaje improvisado, pero cuando deslizó sus
brazos por debajo de él, tuvo que luchar con su peso. Consiguió atarlo, pero
estaba claro que no podría cargarlo ella misma.
Detrás de ella, los sonidos de la venganza de Campbell -golpes castigadores,
fuertes crujidos y gorjeos- alcanzaron un crescendo. Un último crack. Un último
rugido. Luego, silencio.
Ella se atrevió a echar un vistazo detrás de ella. Lo que vio no dejaba lugar a
dudas sobre el destino de Stephen Northfield: el loco yacía en pedazos. Su esposo
se enderezó con calma, escupió sobre los restos y dijo algo en gaélico. Luego, se
dirigió hacia ella con el tormento, la preocupación y el amor brillando en sus ojos.
Ella sollozó de alivio. —Campbell. Oh, mi amor. Me has encontrado.
—Siempre—, dijo su hombre de pocas palabras.
—Fergus... Es demasiado pesado. Debemos llevarlo de vuelta a la granja.
Debemos suturar su herida. Por favor. ¿Puedes cargarlo?
Se agachó junto a ella, acercándola y besando su pelo. —Sí, gràidheag. ¿Puedes
caminar?
Ella asintió. Se apoyó en el corazón de él durante un breve respiro. Luego, se
puso de pie.
Él levantó a su perro en sus poderosos brazos. —Sígueme, entonces.
Llevémoslo a casa.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
Capítulo Diecinueve
Clarissa permaneció junto a Fergus durante diecisiete días. Ese fue el tiempo que
él tardó en recuperar el apetito y mover la cola cuando ella le rascaba la barbilla.
Al principio, insistió en que debía acostarse junto a ella en la cama que compartía
con Campbell. Su esposo la abrazó, y ella a Fergus, durante los dos primeros días
y noches.
Más tarde, ella aceptó acercarlo a la ventana para que estuviera más cómodo.
Habían subido un sofá de la biblioteca de Rowan House y lo habían cubierto con
suaves mantas. Ella había permitido que lo colocaran a un metro y medio de su
cama, pero no más.
A lo largo de cada día, Campbell, Broderick o Angus venían a levantar a
Fergus para que Clarissa, Magdalene, Kate y la señora MacBean pudieran
alimentarlo y atenderlo. Nunca había visto un perro tan querido, pero entonces,
Fergus era un sabueso poco común.
Su propia salud mejoró lentamente. Una garganta y unas costillas magulladas
se curaron lo suficiente como para dejar de causarle dolor. La abuela le daba sopa
y le tomaba la mano y compartía anécdotas sobre la lesión de espalda del abuelo
tras un peculiar percance en una escalera de la biblioteca. Clarissa sospechaba
que había habido algo más en la historia. La abuela rara vez se sonrojaba.
A la tercera mañana en Rowan House, Kate entró en su dormitorio con un par
de tijeras. —Buenos días, querida—, dijo con una sonrisa cariñosa. —He pensado
que te gustaría que te hiciera un corte—. Con delicadeza, Kate recortó su pelo
para igualar la parte que Northfield había cercenado. Cuando terminó, rodeó los
hombros de Clarissa con sus delgados brazos y la abrazó con fuerza. —Me alegro
mucho de que estés a salvo—, susurró. —Gracias al cielo que has venido a
Escocia. Este es tu lugar.
Clarissa estuvo muy de acuerdo. A su vez, abrazó a su amiga, y las lágrimas
fluyeron libremente como lo habían hecho desde el día en que su casa se había
incendiado. Kate y Broderick habían acogido a todos los refugiados de la granja
de Campbell. Daniel aún llevaba una venda debajo de la gorra y Magdalene
seguía aplicando ungüento a las quemaduras de Rannoch dos veces al día, pero
nadie había muerto, aparte de Northfield. Muchas manos hacían un trabajo
ligero, pero Rowan House estaba llena a rebosar.
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Ahora daba las gracias a la mujer que había ayudado a Clarissa a encontrar
un terreno firme después de veintiocho años a la deriva. —Nunca podré pagarte,
mi querida Kate. Por decirme que baile. Por ofrecerme un refugio. Por insistir en
que Campbell me visitara con más frecuencia de lo que era razonable. Por ver lo
mucho que lo necesitaba. Por proteger a la abuela. Por ser mi amiga cuando tenía
tan pocos. No te cambiaría por cien más.
—¿Aunque mi canto sea abominable?
Ella se había reído. —Incluso así.
Al séptimo día de su estancia, llegó la noticia del nacimiento del primer bebé
de John y Annie Huxley, un hijo al que habían llamado Finlay, o Fin, para
abreviar. Angus, Alexander, Broderick, Rannoch y Campbell lo habían celebrado
con abundantes rondas de whisky y brindis borrachos por la fertilidad Huxley y
el venado con salsa de cebolla de Annie.
Clarissa no había entendido del todo la conexión, pero Campbell le había
asegurado que había bastado una sola degustación de la comida de Annie para
que John Huxley volviera por más. —Después de eso, el negocio estaba listo. El
pobre hombre no podía mantenerse alejado.
La décima noche en Rowan House, Clarissa yacía enredada con Campbell en
su cama. Una suave brisa procedente de la ventana bañaba su piel desnuda
mientras un búho ululaba en la distancia. Con ternura, Campbell le besó los
moratones sobre el esternón dejados por la fuerza de la ira de un loco. Aunque
los tres collares la habían protegido, Cernunnos se había llevado la peor parte de
la cuchilla de Northfield, partiendo el amuleto por la mitad y salvando al búho
de Campbell de un daño similar.
Ahora, mientras acariciaba el musculoso cuello de su esposo, su corazón
estaba por fin lo suficientemente en paz como para preguntar: —¿Cómo me
encontraste?
Él le acarició el pecho y deslizó la palma de la mano sobre su vientre. Habían
hecho el amor durante la última hora, pero ella sintió que él se endurecía contra
su cadera.
Ella sonrió. Su marido era incansable. —¿Campbell?
—Me estoy concentrando, muchacha.
—¿En qué, precisamente?
Él gruñó. —Creo que tus pezones están un poco más oscuros que antes.
Ella puso los ojos en blanco. —Estás obsesionado.
—Sí.
—Sé que las explicaciones sobre tus visiones te resultan difíciles.
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—Desapareció.
Indignada, miró a su esposo, que parecía estar luchando contra una sonrisa.
—No veo nada divertido en esto. Has cortado los pinos. Me encantaban esos
pinos—. Se dirigió a donde el suelo yacía revuelto y desnudo como un campo a
punto de ser plantado. —Incluso has quitado los tocones. ¿En qué estabas
pensando?
—Que tal vez no querrías rocas o tocones en tu sala de dibujo.
—Mi...— Ella se quedó sin aliento. Entonces, giró en su lugar, mirando la
pequeña cañada con nuevos ojos. —Oh.
Él cruzó hacia ella, sacando un sobre de cuero de su bolsillo. Desatando el
cordón, se lo ofreció sin dar explicaciones.
Ardiendo de curiosidad, ella abrió la solapa y sacó los papeles doblados que
había dentro. Cuando vio los bocetos, disimuló un grito. —Es una casa.
Él murmuró en acuerdo.
—Tiene ventanas, Campbell. Muchas.
—Sí—. Se rió. —Estas no van a silbar.
—Necesitaremos muchas cortinas—. Ella revolvió los papeles, su excitación
aumentó al ver la disposición del tercer y segundo piso. —¿Doce dormitorios?
Oh, cielos. Una guardería, los cuartos de las criadas. Nuestro dormitorio. Vaya,
es muy grande. ¿Tendrá vistas al arroyo?
—'Tendrá vistas a toda la cañada y a Loch Carrich además—. Señaló el
promontorio con el búho. —Así de alto será el primer piso. El segundo será
mucho más alto.
Sacudiendo la cabeza con asombro, ella miró hacia abajo. —Y un cuarto de
baño con chimenea. Oh, vaya. Los muchachos de la cocina tendrán que subir
todas esas escaleras.
—No. Hay manantiales por todas partes en estas colinas. Tendremos cisternas
y tuberías como en la destilería. El mejor agua de las Highlands. No es necesario
transportarla.
Ella se dirigió al primer piso y jadeó. —¡Oh, Campbell! ¿Una sala de música y
un salón de baile?
—Para bailar. Debes tener un gran lugar para bailar, gràidheag.
—Una sala de estar. Una biblioteca. Un estudio. Eso será tuyo, por supuesto.
Un lugar tranquilo para leer y trabajar en tus tallados. No te preocupes. Insistiré
en que los muebles tengan el tamaño adecuado.
Finalmente, pasó a la última página. Sus ojos se llenaron de lágrimas. —
Campbell—, susurró. —Ah, mi amor. Es perfecto—. La planta baja tenía todo lo
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que ella podría haber soñado: una cocina que necesitaría tres mesas para llenarse,
un comedor que ocupaba la mitad de la casa, un salón del tamaño de Rowan
House, una cocina y una despensa y unas dependencias para el servicio que
rivalizaban con las de Ellery Hall. Y, hacia la parte delantera de la casa, en el lado
más tranquilo, entre un pequeño salón y una habitación etiquetada simplemente
como “Cuartel de los Perros”, había un conjunto de habitaciones para la abuela.
Tendría su propia sala de estar, cuarto de baño y dormitorio con una puerta que
daba a una pequeña terraza privada.
—Has pensado en todo. Es bastante grande—. Ella miró hacia arriba. —
Costosa.
—No te preocupes. He ahorrado un poco.
Ella esbozó una sonrisa irónica ante su tono. Conociendo a su esposo como lo
conocía, probablemente tenía más que un “poquito”.
—¿Cuándo hiciste esto?—, preguntó ella.
—Empecé a dibujar después de tu primera lección.
Ella resopló, apartando con los nudillos las lágrimas de alegría. —Pero eso
fue... eso fue antes de que nosotros...
—Sí—. Su sonrisa era lenta, sus ojos brillaban. —¿Qué puedo decir,
muchacha? Me hiciste soñar.
Ella se abalanzó sobre él con toda su fuerza, rodeándolo con sus brazos con
un amor desesperado, apasionado, que lo consumía todo. Él le tomó la cara y la
mantuvo firme para darle un beso profundo y tierno, que se intensificó mucho
más rápido de lo que ella había planeado. Cuando oyó el tintineo de los caballos
y el traqueteo de las ruedas de los carros, ya estaba pensando en los méritos de
la hierba cortada como cojín para sus rodillas.
—Mmmph. Maldición. Creo que hay alguien aquí—. Sacó la mano de
Campbell de su escote y giró para colocarse de espaldas a él justo cuando Kate y
Broderick pasaban por delante del búho en uno de los carros de la destilería. —
¿Eh, Campbell?
—¿Sí?
—¿Hay un camino allí, ahora?
—Sí. La lluvia hizo que tardara un poco más de lo que esperaba. Diez días
para rebajarlo. Cuatro para hacerlo transitable. Los hombres de Broderick
ayudaron. Facilitaron el trabajo.
Santo cielo. —Una hazaña notable.
—Necesitaremos un camino adecuado. Así pasaré menos tiempo viajando a
la destilería y más tiempo contigo.
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—¿Y la granja?
—Los graneros se pueden construir en cualquier lugar. Los establos y las
caballerizas también. Utilizaremos lo que queda de la piedra de la antigua granja
para construir alojamientos para los hombres. Huxley tiene algo de pizarra de las
reformas de su castillo.
—Necesitaremos un lugar para Mantequilla.
Él suspiró. —Estás malcriando a ese ternero, Clarissa. Será inmanejable una
vez que crezca.
—Mmm. Si lo alimentamos con heno extra en invierno, ¿crees que le crecerán
cuernos más grandes? Creo que unos cuernos muy grandes serían muy elegantes.
Él suspiró. —Muchacha.
—Quiero un jardín de buen tamaño.
—Claro.
—Y gallinas.
Él gruñó. —Bien. Pero sin gallos. Son una pura molestia. Te despiertan al
amanecer, se pavonean actuando territorialmente, y se vuelven agresivos si te
acercas demasiado.
—Hmm. Me gusta bastante un buen gallo, en realidad.
—Cristo en la cruz, muchacha. Te estás buscando problemas.
Ella sonrió. —Más tarde, tal vez. Tenemos compañía.
Kate chilló, saludando con entusiasmo. Cuando Broderick bajó a su esposa y
le puso en los brazos lo que parecía ser una cesta de picnic, ella apenas podía
contenerse. Bajó corriendo la pendiente para saludarlos.
—¿Vamos a hacer un picnic?— Clarissa se rió. —No he traído una manta.
—Me temo que no habrá picnic—. Kate lanzó una sonrisa a Campbell. —
¿Puedo?
—Sí, Katie-muchacha. Enséñale lo que hay dentro.
Con un brillo de placer anticipado, Kate abrió la tapa con bisagras de la cesta.
Algo dentro se movía. Algo blanco. Peludo. Algo que gruñía y soltaba un
pequeño gemido. Una nariz negra asomaba por encima del borde tejido. Le
siguieron unos ojos redondos y negros y una cara dulce y desaliñada.
Su corazón se aceleró. Campbell pasó por delante de ella para sacar al
pequeño cachorro. Cabía en su mano con espacio de sobra. Ella es un terrier. Un
hombre que conozco en Argyle me la consiguió—. Le rascó las orejas y la acercó
lo suficiente para que Clarissa la acariciara. —¿Te gusta?
Ella no podía hablar, así que se conformó con asentir.
—¿Quieres quedarte con ella?
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Epílogo
28 de junio de 1827
Ellery Hall
Cambridgeshire, Inglaterra
—Ella estaba borracha como una cuba cuando llegué. Me ofreció pasteles helados
y ginebra—. El apuesto nuevo Conde de Medford se apoyó en la estantería del
estudio del abuelo, con una expresión a la vez indignada e incrédula. —Ella
quiere que vaya a cabalgar con Silas. A caballo. Como si fuéramos dos jóvenes
bribones con caballos nuevos—. Sacudió la cabeza. —Ridículo. Bien podría
haberme pellizcado la mejilla.
Clarissa tosió mientras el polvo se desprendía del lienzo que estaba
deslizando de una de las cajas de pinturas del abuelo. —¿Qué decías en tu carta
de antemano?
—¡Nada! Fui bastante críptico—. Francis se movió para ayudarla, arrancando
una telaraña de su pelo antes de empujarla hacia una silla. —Simplemente
mencioné que me gustaría hablar con ella sobre su hijo. Ni siquiera especifiqué
cuál.
—¿No mencionaste a Stephen en absoluto?
—No tuve la oportunidad. Manchó mi corbata con sus lágrimas. Insistió en
contarme todo. Positivamente todo. Ahora conozco los detalles más íntimos de
los pecadillos de mi padre. Fue espantoso.
Ella se encontró con los ojos de George y compartieron una sonrisa divertida.
—Bueno, debes haberla alertado de alguna manera. Una mujer no confiesa un
secreto de esta magnitud sin que la inciten.
Francis terminó de doblar el lienzo y lo añadió a la pila de la esquina. —Tal
vez ver mi nuevo título despertó sus remordimientos por el pasado. En cualquier
caso, desde el momento en que entré en el salón de la señora Northfield hasta el
momento en que me mostró los bocetos de Silas cuando era un bebé, el chantaje
estaba descartado.
—Sí, un pronunciamiento público hace que el chantaje sea ligeramente menos
efectivo.
Francis resopló. —Ligeramente.
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—Quizá sea lo mejor—. Clarissa tomó una caja de plata con bisagras de la
estantería que tenía cerca del codo. El abuelo había guardado todo tipo de cosas
en todo tipo de cajas por toda la casa, pero aún no habían encontrado lo que
buscaban. Habían dejado su estudio para el final. —Me he sentido incómoda al
involucrarte en un plan así, de verdad.
—Ahora, ¿estás incómoda? La mujer describió la concepción de Silas con cierto
detalle. Luego describió su noche de pasión con su esposo dos meses después.
Dijo que el Señor Northfield sabía la verdad desde el principio y que el
nacimiento de Silas los acercó. Habló y habló sin parar de su amor por el hombre.
Un tipo bastante indulgente, me atrevo a decir—. Él exhaló un suspiro y recuperó
una palanca del suelo antes de aplicarla a una caja cercana. —No puedo dejar de
escuchar esas cosas, Clarissa. Ahora no puedo borrarlas de mi mente.
—Lo siento, Francis.
—Ella quiere que coordine una reconciliación con mi Madre. Dijo que su
mayor deseo es que su hijo y su más antigua amiga la perdonen. Evidentemente,
su marido no tiene planes de renunciar a su heredero, así que espero que Silas
acabe por entrar en razón.
Ella hizo una mueca. —Sé que no querías angustiar más a tu madre. ¿Dijo la
señora Northfield algo sobre Stephen?
—No. Los Northfield creen ahora que está viajando al extranjero. A América,
creo. O Canadá. George, ¿por cuál nos decidimos al final?
George levantó la vista de una caja de joyas de pasta. Le entregó a Clarissa un
broche. —Terranova. Tú pensaste que era un lugar adecuadamente remoto, y el
Señor MacPherson estuvo de acuerdo.
—Ah, sí. Ahora lo recuerdo. El barco partió de Liverpool la semana pasada.
Los restos de Stephen serán descubiertos en algún momento cerca del final del
verano. Un terrible ataque de oso. O lobos. ¿George?
—Lobos—. Los ojos de George centellearon con afectuosa exasperación. —
¿Cuánto whisky bebiste esa noche?
Francis arqueó una ceja. —MacPherson me retó. Rechazar la invitación habría
sido el colmo de la descortesía. Además, mi premio eran cinco botellas del mejor
whisky de Escocia. Bendito sea el humo de la turba. Él dice que la cosecha del
próximo año será aún mejor. Me gustaría probarlo por mí mismo.
Clarissa sonrió y deslizó una mano sobre su vientre, que empezaba a mostrar
signos de abultamiento. —Lo harás. Para entonces, la casa estará completa y
nuestra guardería estará a punto de llenarse. Esperaré tus visitas regulares y las
de George, y mis hijos esperarán los regalos anuales de su tío Francis.
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La Tentación de un Highlander - Midnight in Scotland #3
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Se tapó el corazón, que parecía que iba a estallar. Desde el ala principal, oyó
el parloteo de una de las criadas. La muchacha se escabulló por el pasillo con
aspecto de estar atormentada. —Lo siento mucho, señora MacPherson. No quise
dejarlos entrar. Los hemos estado alimentando frente a la puerta del jardín, así
que ahí es donde vienen la mayoría de las mañanas. Cuando volvimos del
mercado, se colaron bajo nuestros pies.
Interrogó a la chica sobre los gatitos, que parecían tener varios meses. La
criada dijo que los había encontrado en el establo seis semanas después de la
partida de Clarissa a Escocia y que los había estado alimentando desde entonces.
Algo debió de alertar a Campbell de su turbación, porque de repente, estaba
allí. —¿Qué ocurre?
Ella se secó una lágrima. —Nada—. Le dirigió una mirada acuosa. —Todo es
maravilloso.
El ceño de él se frunció. Miró a la criada y observó al trío de gatos que jugaba
en el pasillo. Luego, suspiró. —¿Vamos a añadir tres más a la casa, gràidheag?
Ella resopló. —Tal vez.
Un cuarto gato salió de las sombras para chocar con sus hermanos antes de
lanzarse hacia la sala de billar.
Dio una palmadita en el brazo de su esposo. —Tres o cuatro.
Detrás de ellos, la abuela le advirtió a Francis que tuviera cuidado con el
abrecartas del abuelo, ya que no había sido afilado en algunos años y podría
lastimarlo si intentaba forzarlo por debajo del marco.
Finalmente, Francis cantó triunfante y le entregó el abrecartas a George con
una elegante floritura y una brillante sonrisa. —Mis habilidades con el estoque
son bastante superiores, debo decir.
Todos se reunieron alrededor mientras la abuela separaba el lienzo del
soporte del marco y recuperaba el sobre asegurado en su interior. Juntos, leyeron
la carta firmada por el abuelo, Rupert Stimson, varios abogados y varios testigos.
La carta especificaba que todos los ingresos de la finca Ellery debían
reservarse para el uso exclusivo de Rosamond Brightwell Stimson, la Condesa
viuda de Darnham, y su nieta, la señorita Clarissa Meadows. Decía que Rupert
Stimson, como heredero del título de Darnham, recibiría el cinco por ciento de
dichos ingresos por su amable servicio como asesor de Lady Darnham en asuntos
de la finca. Estipulaba que, si alguna vez Rupert Stimson incumplía sus
obligaciones, el patrimonio en su totalidad sería retirado de su actual fideicomiso
y transferido a un nuevo fideicomiso bajo el control total de Lady Darnham y de
cualquier agente de su elección. Todos los fondos que se entregaran
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Fin.-
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