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Luz de plata

La luz del sol se esparcía sobre el agua creando reflejos interminables entre la espuma. Los

ojos dolían al otear el horizonte, deslumbrados por el sol y abarrotados de sudor y salitre. En

aquellos días de verano, el pincel trabajaba el óleo mientras las retinas se inundaban de

imágenes de figuras anónimas a las orillas del mar. Envueltas en telas que se perdían con la

brisa marina que susurraba las historias de aquellas gentes.

Bajo un sombrero y tras un caballete improvisado, su mirada se perdía entre los azules

del mar intentando descifrar la tonalidad perfecta. Ya había pintado numerosas escenas de la

pesca del bou años atrás durante los meses de octubre. La furia animal guiada por el abrazo

humano había quedado plasmado sobre el lienzo y se había ganado la admiración profunda

del círculo más especializado.

Aquel verano de 1915, su pincel quería plasmar las escenas más sencillas, íntimas y

humanas. La infancia, los juegos y el mar inundaban sus cuadros.

—Usted debería estar en un museo del mar.

María se inclinaba sobre sus obras y las analizaba con ojo experto.

—O tal vez en un museo de la luz.

María, bajo un nombre tan común se escondía la vida de todas aquellas mujeres que

tenían en el mar su rutina. Tras unas breves palabras, cada mañana se encaminaba hacia la

orilla donde su niño disfrutaba del frescor de las olas. Con los pies en la tierra y en el mar, su

madre esperaba a recibirlo y abrazarlo a través de la tela de un paño.

Siempre denegaba con amabilidad y timidez las proposiciones del pintor de ser

retratada. Respondía con turbación, incrédula al pensar que algún día podría estar colgada en

las paredes de un museo, del mar o de la luz.

—Usted es un hombre que se mueve en otros círculos y tal vez no lo entiende, señor.

Pero nosotros… Nosotros somos gente de mar.

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Antes de que pudiera decir algo más, María siempre describía el mar para desviar su

atención.

—Mire, en días soleados como el de hoy, la luz del sol parece crear perlas de plata en

la superficie.

Cuando decía cosas como aquella, la mirada se le perdía en el mar. Tal vez buscaba

entre las olas su complicidad. Suavemente acunaba a su hijo en brazos mientras el viento

hacía de las suyas, jugando a alborotarles las ropas. El pintor se dejaba extasiar ante aquellas

observaciones pero en silencio decidió secretamente plasmar su dulzura maternal.

María era de rasgos duros y robustos, curtida por el mar, el sol y el trabajo. Disfrutaba

de la brisa y de sentir volar sus faldas. Cada mañana acompañaba a su hijo en sus baños.

Aquellos niños crecían bajo el amparo del mar, asumiendo el destino de sus padres y de sus

abuelos. Aquella escena era una comunión secreta, el nacimiento de un vínculo vital. Y María

era partícipe de ese misticismo. Al final del ritual, era ella quien daba su cuerpo y recibía al

niño en paños, acurrucándolo en sus brazos fuertes.

—¿Cómo debería titularlo? —preguntó el día en el que ella descubrió el cuadro en el

que trabajaba y que recibió con cierto pudor—. Había pensado en aquello que dijo: a veces la

luz se filtra de tal manera en los días soleados que el mar parece tener pequeñas perlas de

plata en su superficie. «¿Luz de plata?»

María soltó una carcajada. Ella veía solo el amor a su hijo y el tierno abrazo que su

padre ya no le podía dar.

—Nosotros somos gente sencilla, señor. Somos gente de mar. Llámelo simplemente

«Saliendo del baño».

Tras aquella forma de retratar la luz, el mar y la infancia también se escondía tras

pinceladas azules las historias sencillas, los secretos que susurraba el mar. La luz de plata no

solo brillaba en la superficie de aquel mar de la playa del Cabanyal.

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