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Los últimos de la lista:

Pacto

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Todos los derechos reservados.
ISBN: 9798392284382

Negar nuestros propios impulsos es negar lo mismísimo que nos convierte


en humanos.
MATT DORAN – Mouse (Matrix)
Contenido
1. Aún me cuesta recordar
2. Cómo fue que empezó todo
3. Cuando empecé a investigar
4. Contigo codo con codo
5. Y perdidos en la noche
6. Y durmiendo por el día
7. La confusión como broche
8. La frustración, nuestra guía
9. Tratando con la rutina
10. Burlando la soledad
11. Una amistad que germina
12. Escondiendo la verdad
13. Y nos unió una mentira
14. Generando nuestro trato
15. El que a mi lado respira
16. Cambia mi plan de inmediato
17. Bailando por los tejados
18. Jugando por la ciudad
19. Averiguando extrañados
20. Cuál es nuestra realidad
21. Pero no quiero enfrentarla
22. Llena de contradicciones
23. La pelea es nuestra charla
24. Tú y yo y nuestras discusiones
25. Lo que parece no es
26. Yo daría lo que fuera
27. Por no contarte al revés
28. Todo lo que yo quisiera
29. Y aunque nos acomodamos
30. Nos alcanzó la tormenta
31. Ante un rayo nos quemamos
32. El que la hoguera alimenta
33. El que provocó la chispa
34. Aquel que nos abrasó
35. Hasta que el cuerpo resista
36. En el abismo tú y yo
37. Sin encontrar la respuesta
38. Enfrentándonos los dos
39. Pero estar sin ti me cuesta
40. No quiero decirte adiós
41. El examen de la vida
42. Aquel que me regalaste
43. A tu manera querida
44. Con tu enigma me abrazaste
45. No podemos estar juntos
46. La distancia es necesaria
47. Aunque compartiendo asuntos
48. Y una planta imaginaria
49. Quizás fue la desconfianza
50. Lo que te trajo de vuelta
51. Nuestra relación no avanza
52. Nuestra tensión no resuelta
53. Dime qué es lo que deseas
54. Conmigo no juegues más
55. Puede que tú no lo veas
56. Por qué doy un paso atrás
57. Hoy es un día especial
58. Pero sólo es uno al mes
59. Con el siete, el temporal
60. Se cayó el alma a mis pies
61. Siguiendo una nueva pista
62. Por no confiar en mí
63. La última noche prevista
64. En el túnel te perdí
65. Me encontraste confundida
66. Me perdiste en Navidad
67. Y el fuego me dio la vida
68. Al descubrir la verdad
69. De lo que no ves te alejo
70. Te aparto del lado oscuro
71. Del peligro te protejo
72. Que continuará, seguro
Bibliografía
Creo que el tiempo es una espiral y, pese a que todo es cíclico, nunca
estamos en el mismo punto porque no se detiene, sólo sigue enroscándose
en la vuelta siguiente, que no será igual que la anterior. Por eso las
situaciones cambian de un año a otro, las personas cambian, incluso los
lugares cambian porque se van moviendo con nosotros.
Pero también pienso que esa espiral no es rígida y que, en ocasiones, y
por fuerzas incomprensibles para nuestra mente, se estira tanto que algunas
vivencias recientes parecen haber sucedido hace mucho. Y, en cambio, otras
veces se encoge hasta que unas vueltas quedan solapadas con otras de
manera desordenada, como si fuera un muelle deformado. Quizás por eso,
en algún momento nos acordamos de alguien con quien no tenemos
contacto desde hace años y, de repente, tenemos noticias suyas o nos lo
encontramos. Alguien con el que compartimos nuestro viaje hace unas
cuantas vueltas. Lo más probable es que días después la espiral retome otra
vez su forma y volvamos a perder la conexión con esa persona, o puede que
ese ser salte de nuevo a nuestro presente. Pero eso depende de nuestra
decisión.
De tu decisión, de mi decisión.
Y es que cuando se trata de ti y de mí esa decisión no es fácil porque
siempre existirá el miedo a que, de nuevo, dejes de caminar a mi lado, a que
vuelvas a ocupar una vuelta del pasado, llevándote un trozo de mí, ese que
me entregaste un día y que originalmente era una parte de ti, ese del que ya
no puedo prescindir.
1. Aún me cuesta recordar

Martes, 14 de abril de 1998

Aún recuerdo aquellas soporíferas tardes. A las cuatro en punto


esperábamos en la entrada del vetusto laboratorio a que nos nombraran por
orden de lista para asignarnos una mesa en la que realizaríamos nuestras
prácticas de Química Farmacéutica. La profesora iba estableciendo cada
sitio a un grupo de tres, pero yo no tuve tanta suerte.
—Lidia Zúñiga y Rafael Zurbano.
Era la penúltima de una tropa de treinta y dos personas, lo que
significaba tener que aguantar a Rafa en todo su esplendor y sin poder diluir
un poco su intensidad compartiendo su compañía con mi amiga Silvia Zea,
quien me miraba con cara de pena por no poder estar juntas en el mismo
equipo.
Caminaba hacia el lugar estipulado mientras sentía las maderas del
suelo crujir bajo mis pies y ese olor tan peculiar e indescriptible que
caracterizaba a aquella estancia. Cuando observaba esas mesas de trabajo de
tablones oscuros y desgastados me parecía que había montado en una
máquina del tiempo que me transportaba hasta principios del siglo XX.
Tenían una división en el centro que se alzaba en forma de pequeña
estantería repleta de botes de reactivos, cuya presencia impedía que
pudieras ver la cara a los compañeros que trabajaban enfrente de ti
compartiendo el mismo tablero. Cuando llegué a mi puesto, me di cuenta de
que nuestra mesa no tenía compañeros al otro lado, sino que éramos los
únicos a los que habían ubicado en aquel lugar tan recóndito de la sala. Es
lo que sucedía cuando te encontrabas entre los últimos de la lista, siempre te
tocaba lo peor, lo que quedaba libre, cuando quedaba…
Ya había ocupado uno de los incómodos taburetes, también de madera,
cuando Rafael apareció detrás de mí con su sonrisilla característica de chico
travieso. Rafa era como el café, a pequeñas dosis estaba bien, podía llegar a
ser incluso estimulante con sus constantes gracias y bromas, pero en
elevadas cantidades te sacaba de tus casillas. Ponía motes a todo el mundo y
eso a veces resultaba algo tedioso.
—¿Qué pasa, Yerbitas? Me echabas de menos, ¿verdad? —me saludó
clavándome sus risueños ojos de color castaño a juego con el tono de su
pelo moreno, que solía llevar corto y un poco alborotado, sospecho que
adrede.
Le miré de reojo mientras colocaba mis cosas sobre aquella superficie
de trabajo negra y rayada. Desde que fuimos a la excursión de botánica de
segundo, el año anterior, y se percató de que las plantas son mi pasión, me
llamaba Yerbas o alguno de sus múltiples diminutivos. Y aunque aquello no
me hacía gracia, tampoco le daba mucha importancia, él era así. Además,
en ese momento tenía demasiado sueño como para discutir tamaña
banalidad. Después de las clases de la mañana y una comida a base de
fritos, lo que me pedía el cuerpo a esas horas era una siesta y no una sesión
intensa de reacciones químicas. Pero era lo que había, así que me puse mi
bata blanca mientras Rafa sacaba la suya arrugada de su mochila.
—Te veo empanadilla —me dijo a la vez que se ponía su indumentaria
de prácticas. En el bolsillo superior se había escrito a boli: Dr. Zurbano.
—Qué pesadito eres, Rafa. —Bostecé.
—¡Uuufff! Empanadilla no, lo que estás es empanadísima. A ver… —
Cogió su bolígrafo característico con una pequeña luz integrada en la parte
superior a modo de linterna, y me apuntó con ella a un ojo y a otro de
manera alterna—. ¡Tierra llamando a Yerbas! ¡Tierra llamando a Yerbas!
—¿Quieres parar ya? —protesté.
—El señor Zurbano nos va a explicar la práctica de hoy —intervino la
profesora, molesta porque no encontraba el silencio necesario para
comenzar su clase.
—No, no, por favor, disculpe. Proceda, proceda —respondió él con ese
desparpajo que tanto le identificaba.
La maestra meneó la cabeza y nos pidió que abriéramos nuestros
cuadernillos por la primera página para mostrarnos la información relativa a
las actividades que íbamos a realizar durante las dos semanas que teníamos
por delante, así como para explicar los detalles de la primera práctica que
nos ocuparía ese día. Yo miraba la documentación sin mucho interés. Rafa
me daba codazos y me hacía gestos de manera jocosa para que prestase
atención. Suspiré. Vaya, la que me había caído. Sólo quería que terminase la
jornada para poder descansar y reponer fuerzas con el fin de afrontar
aquella larga semana.
Por suerte, esa clase pasó, aunque amenizada por las bromas, no
siempre bienvenidas, de Zurbano. Lo bueno fue que obtuvimos los
resultados de manera satisfactoria. Y es que Rafa, en el fondo, era un poco
empollón, aunque intuyo que mostrando ese carácter guasón no quería que
se le notase demasiado. Por lo que, pese a ser algo pelma, en realidad me
beneficiaba tener un compañero que me permitiera bajar la guardia en
momentos de siesta frustrada como aquel.
Cuando terminamos, Zurbano se quedó charlando con unos
compañeros, así que me zafé de él para salir del laboratorio, a la entrada del
cual me esperaba mi amiga Silvia.
—¿Qué tal? —me preguntaba.
—Vaya dos semanitas me esperan.
—¿Por? Si Rafa es muy majo —se rio.
—Bueno, cambiando de tema, ¿al final vas a venir a la fiesta de la
semana que viene? —indagué.
—¿La de la facul? Pues, aún no lo sé, a ver qué dice Rodri.
Rodri era su novio, ajeno completamente a nuestra facultad, y aquella
fiesta tan esperada por mí era la que organizaban los alumnos de quinto
para recaudar fondos, que serían destinados a su viaje de fin de carrera.
A mí no me importaban mucho los fondos a recaudar, ya que acababa
de ser nuestro viaje de paso de ecuador, al que yo no había acudido por
diversos motivos. Entre ellos se encontraban el coste del mismo y que
coincidía con Semana Santa, lo que era incompatible con poder ir a visitar a
mi familia, que vivía a cientos de kilómetros de mi lugar de estudio. Y aún
nos faltaban dos cursos para disfrutar de ese gran paseo por algún lugar del
mundo que indicaría la obtención de nuestro título universitario, como para
estar tan interesada en aquella fiesta.
Pero quien sí me interesaba era un alumno de quinto alto y guapo, que
se llamaba Fran. Coincidíamos a veces en la biblioteca y habíamos
mantenido alguna charla prometedora, especialmente durante el último mes.
Él parecía interesado en mí, con lo que aquel evento podría ser el lugar y el
momento perfecto para conocernos un poco más.
Hablando con Silvia de diversos temas variados, llegamos hasta la
entrada de la facultad, donde nuestros caminos se separarían hasta el día
siguiente. Ella vivía en Villalba y cuando teníamos prácticas solía llevarse
el coche para llegar un poco antes a casa de lo que supondría hacerlo en el
tren. Una vez que me despedí de Silvia, me puse los auriculares y conecté
mi walkman para escuchar las canciones de Ella Baila Sola mientras
caminaba hacia el metro, que me llevaría hasta el barrio donde residía, en la
zona de Moncloa. A veces, volvía a mi casa andando, dada la cercanía a la
que se encontraba de la universidad, pero aquel día estaba demasiado
cansada.
Acababa de entrar en el andén cuando mi tren apareció. A esa hora no
iba lleno, por lo que tomé asiento, a pesar de que que el viaje sería breve y
me bajaría en la estación siguiente. Pensaba relajarme durante esos dos
minutos, pero Rafa, que venía detrás, entró en el vagón y se sentó a mi lado.
Él no entendió al ver mi cara de hastío que, al igual que las que me
cantaban al oído, yo también quería bailar sola. Le vi mover los labios
mientras me miraba, así que me quité los auriculares por no hacerle el feo.
—¿A casa, Yerbitas?
—No, me voy a la disco ahora —le dije irónicamente.
—Cómo estamos hoy, ¿no? —respondió al escuchar mi tono un tanto
borde.
—Ay, es que estoy muy cansada, Rafa. Pero sí, claro, voy a casa,
¿adónde iba a ir un lunes a estas horas?
—Bueno, no es tan tarde y tú eres una privilegiada que vive aquí al
lado, hasta que llegue yo a la mía te da tiempo a hacer unas cuantas cosas.
—¿Cuánto tardas tú?
—Una hora, minuto arriba, minuto abajo.
—Madre mía, pues sí que está lejos Móstoles, ¿no?
—En el más allá, Zuñi.
Ya habíamos llegado a Moncloa, así que me dispuse a levantarme.
—Buen viaje, Zurbano.
Me hizo un gesto como si se quitara un sombrero y me sonrió, yo me
puse los auriculares de nuevo y retomé la marcha para salir a la superficie.
En la calle hacía una temperatura bastante agradable aquella tarde y el
cuerpo me pedía pasear un rato por el parque del Oeste, a veces lo
necesitaba para sentirme en contacto con la naturaleza. Me había criado en
un pequeño pueblo de montaña y, aunque había deseado irme a vivir a la
gran ciudad durante muchos años desde mi adolescencia, ahora que lo
hacía, echaba de menos estar cerca del campo. Pero a la vez, cada vez que
iba a casa de mis padres, echaba de menos la ciudad, lo cual me hacía vivir
sumida en una constante contradicción y con la sensación de no pertenecer
a ningún lugar.
Pese a verme tentada a dar aquel paseo entre los árboles, el cansancio
me pudo y finalmente decidí dirigirme hacia casa. Había vuelto del pueblo
tan sólo dos días antes, después de pasar allí la Semana Santa, y la jornada
previa había tenido un maratón bastante intenso de estudio. No es que fuera
una alumna especialmente aplicada, pero necesitaba aprobar todas las
asignaturas para no perder la beca, ya que la vida en la ciudad para una
estudiante como yo, resultaba bastante cara. En ese sentido tuve suerte de
poder vivir en aquel barrio compartiendo piso con otras dos chicas, con las
que tenía una convivencia muy llevadera, a pesar de ser muy dispares a mí.
Por otra parte, el dueño de aquella casa estaba contento porque después de
algunos disgustos con sus antiguos inquilinos estudiantes de años atrás, la
teníamos bastante cuidada, por lo que nos había ajustado el precio, lo cual
también nos contentaba a nosotras y a nuestras familias.
Subía por la calle Fernández de los Ríos cuando mi vista se posó en la
televisión del interior de uno de los bares de aquel trayecto. Estaban
echando el video de la canción Torn de Natalie Imbruglia en el canal de la
MTV. Entonces yo llevaba unas pintas parecidas a esta cantante, o al
menos, lo pretendía. Pelo corto con el flequillo hacia un lado, pantalones
anchos, camiseta estrecha y, por encima, una sudadera o abrigo,
dependiendo de la temperatura ambiental y la ocasión, que siempre me
tapaba las manos. Todo esto acompañado de unas botas militares que
trataban de contrarrestar un aspecto angelical e inocente que, sin quererlo,
me caracterizaba. Si bien, a diferencia de Natalie, mi pelo era algo más
claro, de un tono rubio ceniza. Y mis ojos, lejos de ser del bonito azul que
definía los suyos, tornaban a un color verde-miel.
Quedaban aún unos segundos para que concluyera la última canción de
la cinta que estaba escuchando cuando llegué al portal de mi casa en la calle
Hilarión Eslava, 31. Ralenticé mi paso para así poder terminar de disfrutarla
antes de entrar por la puerta con el fin de proceder con la rutina de una
noche poco interesante.
La jornada siguiente no varió mucho: por la mañana, las clases de
turno, y por la tarde, otra sesión de prácticas amenizada por las gracias de
Rafa. Lo bueno es que ese día me pilló algo más despierta que el anterior,
quizás fuese porque me había encontrado con Fran en el breve rato que
estuve en la biblioteca después de comer. Estuvimos hablando de la fiesta
de la semana siguiente y me insistió en que fuera, lo cual me llenó de gozo.
Su interés por mí parecía acrecentarse y eso dibujaba una sonrisa en mi
cara, aunque el dulce recuerdo de aquel momento se borró cuando vi
aparecer a Zurbano con un trozo de film en la mano y tronchado de risa.
—Tía, tía, el Gordopilo y el Manazas… ja, ja, ja, ja, ja… —Puso el
film sobre el vaso de precipitados que pretendía cubrir con él y se sentó en
su taburete tapándose la cara con las manos, totalmente sumido en su
carcajada hasta que esta le permitió hablar—. El Gordopilo y el Manazas
estaban ahí tirando del film en vez de cortarlo con las tijeras, con lo que
estira eso… ja, ja, ja, ja… Tenías que ver la cara de la profe al verlo todo
deformado y a los dos, tira que te tira.
Me dispuse a ajustar el film sobre el recipiente para que quedase bien
cerrado nuestro líquido reactivo, sin poder evitar sonreír. Aún se escuchaba
a la profesora de fondo echándoles la bronca. Me esperaba otra tarde de
reacciones químicas aderezada con bromas por doquier. Si hubiera sabido lo
que se me avecinaba no hubiese estado tan tranquila.
2. Cómo fue que empezó todo

Jueves, 23 de abril de 1998

De los siguientes días no recuerdo que ocurriera nada excepcional o


reseñable fuera de nuestras actividades rutinarias hasta llegar al jueves de la
segunda semana de prácticas. Estaba especialmente nerviosa, ya que
después de comer había coincidido con Fran en la biblioteca y me había
hecho prometer que iría al día siguiente a la fiesta. No pude evitar la sonrisa
durante toda la tarde, y supongo que por eso me lo pasé tan bien en aquella
jornada de prácticas amenizada por las gracias y las travesuras de Rafa.
Estábamos esperando la reacción de una molécula y él imitaba los andares
del chico al que había apodado el Manazas, cuando tropezó con una de las
maderas del suelo.
—Tío, deja de hacer el tonto, que mañana es el examen y la profe está
con la mosca detrás de la oreja —le decía mientras añadía el líquido que
contenía una probeta a nuestra mezcla, según las instrucciones de la
práctica.
Él estaba agachado.
—Yerbis, mira… Pero, ¿qué es esto? —Estaba sentado en el suelo
sosteniendo un trozo de madera en su mano.
—Rafa, ¿qué has hecho? ¿Te has cargado el suelo? Ya te vale, ¿no?
—Joer, tía, casi me mato y ¿eso es lo que te preocupas por mí? Pero,
mira lo que hay aquí, esto es del siglo pasado por lo menos. —Del hueco
que había dejado la madera sacó una especie de libreta antigua con las tapas
de color verde amarillento, que estaba envuelta en un plástico duro y opaco
bastante sucio.
—¿Qué es eso?
—Pues… —Comenzó a pasar las páginas escritas con una caligrafía
casi ilegible de color negro—. Aquí pone no sé qué de unas flores y sale el
dibujo de una planta… Esto te mola a ti, ¿no?
—A ver. —Se la quité para observar con atención un título subrayado
que había en la primera página y que traté de leer con bastante esfuerzo—.
Planetas predecesores… No, predictores… Se entiende fatal.
—Trae, anda… —Volvió a coger la libreta y la miró atentamente
durante unos segundos—. Plantas productoras de esencias, eso pone. —
Siguió pasando las páginas llenas de apuntes, tachones y dibujos muy
esquemáticos hasta llegar a una que había por la mitad—. Pero, huy, si esto
es un plano, y aquí en el lateral pone estación de metro.
—Entonces no es del siglo pasado.
—Pero, al menos, es de hace mucho tiempo. Mira el color de las hojas
y, además, ¿qué hace aquí escondido? Esto tiene que ser algo más que unas
plantitas, si no, ¿qué sentido tendría ocultarlo? ¿Y este plano? ¿Qué tiene
que ver esto con las plantas? ¿Adónde llevará?
—Buah, será una broma de algún gracioso. No lo habrás hecho tú,
¿no?
—¡Qué dices, tía! Mis bromas son más prácticas y elegantes. ¿Y si no
es una broma? ¿Y si es de alguien que lo ha escondido para que nadie lo
encuentre? Y luego se lo quitaron del medio y siguen buscando esto sin
saber que ha estado aquí todos estos años…
—Ves demasiadas películas, tío.
La profesora nos sacó de nuestras conjeturas cuando oímos su voz
acercándose, iba por las mesas comprobando los resultados de la fórmula
química del ejercicio en el que estábamos trabajando.
—¡La profe! ¡Qué viene la profe! Pon todo como estaba —le pedí.
Metió la libreta en el hueco del suelo y puso la tabla encima lo más
rápido posible, pero cuando llegó la profesora, aún estaba agachado.
—¿Qué hace en el suelo, señor Zurbano?
—Nada, que se me ha caído el boli, pero estamos bien los dos, no se
preocupe.
—A ver cómo va su fórmula.
La profesora examinó el color del líquido de nuestro vaso de
precipitados y Rafa y yo nos lanzamos una mirada de complicidad mientras
él hacía un gesto de alivio.
Esa anécdota quedó ahí y nuestras prácticas culminaron al día
siguiente con un examen cuya realización nos dejó libres a una hora lo
suficientemente temprana como para poder ir a casa y prepararnos para la
fiesta que se celebraría en el patio de la facultad un poco más tarde. Me fui
sola de camino a mi barrio en el metro, pensando, ya sin la presión del
examen recién concluido. Si bien es cierto que inicialmente no le di mucha
importancia y tampoco volvimos a comentar nada del asunto desde
entonces, aquel misterioso hallazgo me había intrigado. ¿Qué sería esa
libreta y quién la habría escondido allí?
3. Cuando empecé a investigar

Viernes, 24 de abril de 1998

Me pasé un buen rato decidiendo qué me pondría para esa gran noche
durante la cual Fran me había hecho prometer que le regalaría mi presencia.
Me costó decidirme porque quería deslumbrarle, pero tampoco me apetecía
que se percibiese mucho, así que, finalmente, elegí un vestido sencillo y
corto de color negro, que combiné con unos cómodos botines de piel del
mismo tono. Siguiendo con el estilismo del atuendo, elegí llevar mi
característico bolso negro de piel tipo mochila. Me encontraba poniéndome
la máscara de pestañas cuando Silvia me llamó deshaciéndose en disculpas
para confirmarme que no podría venir porque tenía un evento de última
hora ineludible con la familia de Rodri. Aquella noticia me sentó bastante
mal, ya que últimamente parecía estar absorbida por su novio y todo lo que
le rodeaba, y no era la primera vez que me dejaba plantada. Pero estaba tan
contenta y emocionada con mi futuro encuentro con Fran, que esa alegría
diluyó bastante mi reacción.
—Mañana quedamos a las seis en el Galaxia y así me cuentas qué tal
la fiesta, que estos días no hemos podido hablar mucho —afirmó.
—Eso, eso, mañana nos vemos y me cuentas tú también, que me tienes
abandonada.
—Ay, tía, perdona, es que se me junta todo —se excusó.
—Y que tu novio te acapara mucho y ya no tienes tiempo para las
amigas. Y eso tiene su precio, o sea, unas tortitas mañana —reí.
—Bueno, bueno, pero no te acostumbres —rio ella.
Después de aquello nos despedimos, cogí mi abrigo, también negro, y
salí por la puerta con la ilusión por bandera.
Cuando llegué al patio de la facultad donde se celebraba la fiesta, a eso
de las nueve, estaba todo bastante tranquilo, más bien aburrido. Eché un
vistazo y fui a saludar a unas compañeras de clase. Mi gesto cambió cuando
divisé a Fran sirviendo bebidas en una barra que habían montado en el
fondo. Me acerqué a saludarle.
—Hola, ¿cómo lo lleváis? —le pregunté intentando hacerme la
enrollada.
—Bien, ¿te pongo algo de beber? —me ofreció con una sonrisa.
—Una Coca Cola, porfa.
Me la sirvió mientras bromeaba con unos amigos y me informó del
importe a pagar.
—Hasta ahora —añadió justo antes de ir a atender con su encantadora
sonrisa a otra chica, quien se la devolvía encandilada por el atractivo de
aquel camarero de pelo rubio y ojos azules.
Me fui algo decepcionada, pero achaqué su desinterés a que debía estar
centrado en sus labores como uno de los organizadores de esa fiesta, al fin y
al cabo, tenían que recaudar dinero para su viaje. Al ver que no podía
avanzar mucho por allí, me aproximé a unos compañeros que comentaban
sus peripecias durante una de nuestras clases de prácticas. Un rato después,
alcé la vista para ver un poco el panorama. Si bien no había mejorado
mucho, se había unido alguna persona más a aquel evento. En un lateral del
patio, pude ver a Zurbano hablando con otros chicos de clase que no
pertenecían a su grupo habitual de amigos, y del resto, pocos rostros más
eran familiares para mí. De repente, vi que Fran salía de detrás de la barra,
así que decidí aproximarme para hablar con él.
—¿Qué tal? ¿Necesitas ayuda? —indagué al verle con unas cajas
vacías en las manos.
—Ah, pues si quieres… Voy a reponer bebida.
—Perfecto, te echo una mano.
Le acompañé hasta un cuartito que había cerca de una de las entradas
al edificio. Y después, recuerdo uno de los momentos más embarazosos de
mi vida, uno de esos en los que lo único que quieres es que te trague la
tierra. Fue entonces, mientras saludaba con un morreo a una rubia de bote
que se cruzó con él en aquel almacén, cuando lo comprendí todo. Su interés
por mí no era por mis encantos como mujer, sino por tratar de sumar
adeptos a su fiesta que invirtieran dinero en su viaje. Por eso me insistía en
que llevara a más gente, a más amigas, a más amigos. Por eso me
encandilaba con su sonrisa, se ve que era su arma infalible. Me sentí tan
fuera de lugar y tan estafada a la vez, que miré el reloj y añadí:
—Huy, que había quedado con una amiga y se me pasa la hora, voy a
buscarla.
—Ah, perfecto, cuanta más gente, mejor —dijo el muy caradura.
Me di media vuelta para irme de allí lo más aprisa posible mientras me
reprendía a mí misma por haber sido tan ilusa. Iba llena de rabia, con los
ojos acuosos, subiendo deprisa las escaleras que conducían desde la
entreplanta, donde se encontraba el patio, hasta la planta baja. Cuando ya
me dirigía a la salida por el silencioso y penumbroso vestíbulo de la
facultad, escuché a mis espaldas en un tono discreto:
—Psssst, psssst… ¡Eh, Yerbis!
Aunque nadie aparte de él me llamaba así, me costó reaccionar, dado
mi estado de ánimo en ese instante. Simplemente, me paré y me giré
lentamente para mirarle. Llevaba una camiseta negra de Michael Jackson,
su cantante favorito, un vaquero azul a juego con su cazadora y unas
deportivas. Me hizo un gesto para que me acercara, estaba junto a las
escaleras. Dudé un poco antes de aproximarme hasta él.
—Esta fiesta es un bodrio, tía.
—Pero muy gordo, yo me voy.
—No, espera, no estoy aquí por la fiesta, mira. —Bajó el tono de voz
mientras me mostraba una hoja amarillenta doblada, con un aspecto muy
similar al del cuadernillo misterioso que encontramos en el laboratorio.
—¿Y eso?
—Estaba suelta dentro de la libreta. Me la guardé antes de volver a
esconderla en su sitio, pero no te dije nada para no levantar más sospechas
delante de la profe ni de nadie de clase. He preferido esperar hasta ahora,
sabía que ibas a venir a la fiesta.
—Tío, de verdad, ¿no lees demasiadas novelas policiacas?
—En serio, ¿no tienes curiosidad?
Lo cierto es que sí la tenía y tampoco me esperaba ningún plan mejor
que inflarme a helado de chocolate en casa para paliar aquel amargo sabor
de boca que me había dejado la actuación de Fran. Y aunque la reacción de
Rafa por aquella vieja libreta olvidada me parecía un poco peliculera, le
seguí el rollo. Eso sí, haciéndome un poco la dura.
—Venga, va, a ver qué pone. Pero no estoy de humor para bromas, así
que más te vale que sea interesante.
Desdobló la hoja y me mostró su contenido. Era una especie de carta
breve dirigida a una profesora, presumiblemente de la facultad, con una
letra bastante incomprensible de leer. Rafa, al ver mi gesto, echó un vistazo
alrededor y la leyó en voz alta, pero intentando que su voz no transcendiera
más allá de nuestro espacio:

Estimada Dra. C.:


Como bien sabe, mi situación ahora es bastante comprometida, con lo
que no podré continuar con mis observaciones. Confío en usted y sé que
llegará hasta el final de este asunto con éxito.
Un cordial saludo,
Dr. H.

—Pero esto, ¿qué es? ¿Qué significa? —le pregunté.


—Pues ni idea, pero seguro que la respuesta está en la libreta, así que
habrá que ir a por ella. —Arqueó las cejas un par de veces y sonrió.
—Sí, claro, ahora subimos hasta el laboratorio, abrimos la puerta con
una horquilla, volvemos a romper el suelo y la cogemos. Espera, que saco
mi linterna del bolso —le dije irónicamente.
—Muy bien, Yerbis, veo que has pillado el plan. Ahora es buen
momento, no hay nadie. —Me agarró del brazo para dirigirme hacia las
escaleras.
—¿Qué? Ni de coña. No estás hablando en serio, ¿verdad?
Le miré fijamente y entonces comprendí que no mentía. Su semblante
discrepaba bastante de la sonrisa traviesa que reflejaba cada vez que gastaba
una broma. Justo en ese momento pasaron tres chicas, las observamos de
reojo hasta que bajaron los escalones en dirección al patio y volvimos a
mirarnos un instante en silencio.
—Es ahora o nunca, Lidia —me susurró.
Jamás me llamaba por mi nombre y el hecho de que lo hiciera activó
una especie de alarma en mi interior. Aquello parecía ser realmente
importante. Le miré fijamente durante tres segundos y, sin decir nada más,
corrimos escaleras arriba de manera sigilosa hasta la primera planta.
—No se ve nada —protesté en voz muy baja.
En ese momento se hizo la luz, la pequeña luz de su bolígrafo-linterna.
Me miró con un gesto pícaro y continuamos subiendo hasta la tercera planta
tratando de no hacernos notar. Una vez allí, nos dirigimos hasta la puerta
del departamento de Química Orgánica y Farmacéutica.
—Y ahora, ¿qué? —le cuestioné continuando nuestro diálogo en
susurros.
—Ahora tenemos que entrar.
—Muy bien, Sherlock, me refiero a cómo. Te recuerdo que tenemos
que abrir dos puertas, primero, la del departamento y después, la del
laboratorio.
Tiró del asidero de la que teníamos delante y esta se abrió fácilmente.
Nos miramos con gesto de estupor. Él sonrió.
Entramos y cerramos despacio con el fin de hacer el menor ruido
posible y avanzamos hasta la puerta del laboratorio. Agarró el pomo para
intentar abrirla, pero esta vez no hubo tanta suerte.
—¿Tienes una horquilla? —indagó.
—Pues no.
—Ya te vale, tía, hay que venir preparada.
Le miraba con cara de fastidio cuando sacó del bolsillo de su cazadora
lo que en la semioscuridad me pareció una especie de pequeño alambre.
—¿Y eso?
—Toma, sujeta la linterna y apunta a la cerradura.
Le hice caso mientras él utilizaba su sustituto de llave improvisado sin
mucho éxito. Habían pasado unos cinco minutos y yo empezaba a cansarme
de estar allí. Me parecía todo un poco teatrero y nosotros, al fin y al cabo,
sólo éramos dos estudiantes de veintiún años con poca experiencia en
cerrajería, cuya única hazaña reseñable era la de aguantar la clase de
Fisiopatología sin dormirnos.
—Vámonos ya y volvemos de día, cuando esté abierto el laboratorio.
Ya nos inventaremos alguna excusa para entrar en la clase de prácticas del
siguiente grupo.
No había terminado de pronunciar mi frase cuando la puerta se abrió
tras una de sus maniobras.
—Voilà, adelante, mademoiselle.
—¿Cómo lo has hecho?
No dijo nada, simplemente, me guiñó el ojo y yo le devolví el
bolígrafo-linterna. Accedimos a aquel recinto que había formado parte de
nuestras últimas tardes hasta llegar a nuestro sitio de prácticas para
agacharnos buscando la madera clave.
—¿Dónde era? Está muy oscuro. ¡Anda! ¡Veinte duros! —exclamé
antes de guardármelos en mi bolso.
—A ver si estamos a lo que estamos, Yerbis.
La luz de la pequeña linterna era bastante tenue por lo que teníamos
que ayudarnos de nuestras manos para palpar las imperfecciones del suelo.
En uno de sus movimientos de búsqueda, Rafa le dio accidentalmente a un
objeto hasta tirarlo al suelo, era un taburete que armó bastante estruendo al
caer.
—¡Ah! —Di un pequeño grito y un respingo del susto.
Nos quedamos inmóviles y en silencio durante unos segundos,
Zurbano me miraba con los ojos como platos y gesto de disculpa. Yo meneé
la cabeza como reprimenda. Él devolvió el taburete a su posición inicial,
muy despacio, después volvió a agacharse. Continuamos palpando el suelo,
tratando de que no sonara ni nuestra respiración tras aquel sobresalto. Tan
sólo se escuchaba el crujir de las maderas bajo nuestras rodillas.
—Aquí es, ¿no? —Descubrí una tabla que se movía más que el resto
que la rodeaban.
Rafa la iluminó con la linterna e intentó retirarla, pero se le resistía.
—¿Qué pasa?
—Ahora no soy capaz de moverla, está enganchada y no me caben los
dedos —se quejaba.
—Déjame, anda.
Deslicé mi dedo meñique, más fino que el suyo, por la hendidura de la
madera hasta que esta se levantó y él la retiró para poder acceder y hacerse
con aquel trozo sucio de plástico que contenía la libreta.
—Lo tenemos —me aseguró sonriendo.
Entonces se hizo la luz. Una bastante más intensa que la que nos
estaba iluminando hasta ese momento, acompañada del sonido de unos
pasos acercándose. Zurbano se movió de manera rápida y colocó la tabla en
su lugar de origen para abalanzarse sobre mí. Cuando me di cuenta, y sin
saber muy bien cómo, estábamos tumbados en el suelo el uno contra el otro
besándonos apasionadamente. Me mantuve con los ojos cerrados, pero no
porque estuviera disfrutando con aquello, sino, más bien, porque así me
parecía que, de alguna manera, podía escapar de la vergüenza que me
producía aquella embarazosa situación.
—¿Quién anda ahí? —nos sobresaltó una voz masculina que sonó a
unos dos metros de nosotros.
—¡Ay, ay, qué corte! Nos han pillado, churri —dijo Rafa una vez se
hubo separado de mis labios cuando aquel señor llegó hasta nuestro lado.
Debía de ser algún profesor del departamento, desconocido para nosotros.
—¿Se puede saber qué hacéis aquí? —nos preguntaba él muy
enfadado.
Yo no era capaz de pronunciar palabra. Nos levantamos del suelo,
lugar del que no podía despegar mi mirada.
—Usted perdone… Un calentón, ya sabe… —añadió Zurbano con su
desparpajo característico.
—Pero ¿cómo habéis entrado?
—Pues… la puerta estaba abierta —explicó Rafa.
El hombre nos miró un instante mientras se quedaba pensando,
supongo que en cómo podía haber pasado semejante cosa, en cómo podría
alguien haber tenido un despiste de tal calibre.
—¡Salid de mi vista ya y procurad que no os vuelva a pillar en otra! —
concluyó.
Yo permanecía inmóvil. Zurbano me cogió de la mano y tiró de mí.
—Perdone, no se volverá a repetir —se disculpó antes de que
abandonáramos aquella sala.
Salimos del departamento y corrimos escaleras abajo, entonces sí
estaban las luces encendidas, imagino que gracias al señor que nos había
descubierto. Habrían pasado unos quince segundos y ya estábamos llegando
al primer piso, donde comenzaba de nuevo la penumbra, cuando me paré en
seco y le di un manotazo a Rafa en el hombro.
—¡Pero ¿qué has hecho?! ¡Me has metido la lengua hasta la
campanilla!
—No es momento de discutir nimiedades.
—¿Qué?
Se abrió la cazadora para mostrarme la libreta que sobresalía de uno de
sus bolsillos interiores.
—¡Vamos, corre! ¡Tenemos que irnos ya! —añadió.
Y continuamos con nuestra carrera hasta salir del edificio, la fiesta
comenzaba para nosotros aquella noche.
4. Contigo codo con codo

Noche del viernes, 24 de abril de 1998

Hasta que no hubimos terminado de bajar las escaleras de entrada a la


facultad, no dejamos de correr. Creo que fue en ese momento cuando nos
dimos cuenta de que no tenía ningún sentido seguir huyendo de un hombre
que se quedó en el tercer piso pensando que éramos una pareja de
estudiantes buscando un lugar oscuro y recóndito donde poder
manifestarnos nuestro mutuo amor. Nada más lejos de la realidad.
Proseguimos caminando rápidamente en dirección al metro y cuando
estábamos a una distancia prudencial del edificio que acabábamos de
abandonar, nos detuvimos.
—Y ahora, ¿qué? —indagué.
—Yo creo que lo mejor es irnos a un sitio tranquilo donde poder echar
un vistazo a esto, ¿no?
—Vale, ¿adónde?
—¿Tienes hambre?
—Un poco. —Miré el reloj que llevaba en la muñeca, eran las diez y
media y tampoco había merendado mucho con los nervios de la fiesta—.
Pero mira qué pintas tengo. —Le señalé una de mis rodillas donde se
apreciaba una gran carrera en las medias negras, que culminaba en un
agujero justo en el centro del muslo, supongo que fruto de algún enganchón
con el suelo de madera.
—Podríamos ir por tu barrio a cenar algo y mientras lo vemos. Así
podrías cambiarte de ropa.
—Si estás pensando en ir a mi casa, ya puedes borrar esa idea de tu
cabeza, paso de seguir lo que querías empezar en el laboratorio.
Me miró largamente.
—No te hagas ilusiones, Yerbis, no eres mi tipo, sólo estaba
improvisando para que no nos pillaran.
—Pues, para no ser tu tipo, el beso ha sido un tanto intenso, ¿no?
—Era para darle más realismo. Además, tú me has seguido.
—¿Qué? ¡No! ¡Sólo estaba intentando sacar tu lengua de mi boca! —le
espeté.
Permanecimos unos instantes en silencio.
—Bueno, entonces, ¿dónde quieres ir? Has sido tú la que has dicho lo
de tus pintas, por eso decía de cenar por tu barrio y, además, porque está
cerca, pero vamos, que me da igual —me dijo.
—Vale, vamos por Moncloa y allí decidimos.
Me sonrió de manera traviesa y reanudamos nuestra marcha en
silencio para llegar a las escaleras que descendían al metro. Era una
situación extraña y no tenía muy claro sobre qué conversar con alguien
como Rafa. Pensándolo bien, tampoco sabía mucho sobre su vida y lo único
que habíamos compartido, aparte de varias conversaciones relacionadas con
las materias de nuestra carrera, era alguna charla banal a partir de la cual
había averiguado su ciudad de residencia, el nombre de su cantante favorito
y que los sábados trabajaba en una farmacia para sacarse unas pelas.
—¿Mañana trabajas? —le pregunté por romper un poco el hielo.
Él asintió.
—Na, pero un ratillo sólo —afirmó mientras bajábamos por las
escaleras mecánicas que descendían hasta el andén.
En ese momento escuchamos un tren entrando en la estación y
comenzamos a correr escaleras abajo. No queríamos esperar al siguiente,
teníamos prisa por salir de allí. No sé si por la curiosidad de saber qué era lo
que contenía esa libreta. No sé si por la emoción de vivir una aventura
nueva e inesperada, aunque fuera con alguien que nunca me había llamado
la atención, definitivamente, él tampoco era mi tipo. Pero el caso es que una
sonrisa interna comenzó a aflorar y asomó a la comisura de mis labios una
vez que hubimos entrado en el convoy. Estaba lleno, así que Rafa se agarró
de una de las barras del techo, uno de los pocos lugares disponibles para tal
fin. Yo buscaba espacio para asirme a una de las laterales, por comodidad.
No es que fuera baja, pero mi altura media distaba un poco del más de
metro ochenta de Zurbano y agarrarme a las barras de arriba me daba la
sensación de ir colgada como un jamón. Manías que tiene una. Él me
miraba sonriente mientras me veía buscar un hueco libre inexistente en
aquella superficie de metal y mis ojos risueños se encontraron con los
suyos. Presumo que con aquel lenguaje universal los dos estábamos
tratando de hallar las palabras más adecuadas que compartir. En ese
momento, y tras un intenso silbido, el tren arrancó de manera brusca y la
inercia me lanzó contra Rafa. Me agarré con una mano a su brazo libre y él,
a su vez, agarró mi brazo. Sólo fue un breve instante que supuso el segundo
momento en el que invadimos la burbuja del otro. Me separé de él
inmediatamente, apoyándome sobre una de las puertas.
—Qué llenazo, ¿eh? —comentó, supongo que por poner fin a aquel
incómodo momento.
—Un poco, sí —continué con aquella conversación de ascensor.
Había bastante jaleo en el vagón, por lo que no fue necesario buscar
más palabras para paliar un silencio inexistente.
Una vez que llegamos a Moncloa, salimos de la estación al son de la
multitud que seguía la misma dirección, sin cruzar ninguna frase entre
nosotros hasta que nos encontramos en la calle.
—Bueno, ¿dónde vamos? —se dirigió a mí.
—Vamos a echar un vistazo, a ver cómo está esto. Por aquí hay mucha
gente y tampoco nos conviene tanto barullo —le contesté mientras nos
dirigíamos hacia la calle Isaac Peral.
—Dabuti. —Permaneció unos instantes sin hablar—. Oye, ¿qué crees
que habrá aquí? —continuó diciendo.
—¿Aquí? ¿Dónde?
—En la libreta, ¿dónde va a ser, Yerbis? ¿No te intriga?
—¡Ah! Bueno, reconozco que sí, pero no me fio mucho, me parece
más bien una broma.
Estábamos esperando en el paso de cebra, en la acera de enfrente de la
cafetería Galaxia, a que el color verde de los peatones nos diera paso.
—Puede ser, pero para ser una broma está muy currado, ¿no? —me
respondió.
Cruzamos la calle cuando el semáforo nos dio permiso y seguimos por
Fernández de los Ríos, huyendo de la muchedumbre típica de un viernes
por la noche en aquel barrio universitario, mi barrio.
—¿Para qué tomarse tantas molestias? —continuó. Hizo el gesto de
sacar la libreta del bolsillo de su cazadora, pero no concluyó aquel
movimiento. Imagino que no se atrevió por miedo a que alguien más lo
descubriera. Y a mí me hizo gracia aquello. Como si a alguien más pudiera
importarle un cuaderno que no hubiera despertado nuestro interés de no
haber estado escondido en aquel extraño lugar. Sacado de su escondrijo
parecía ser un documento normal, algo viejo, sí, pero no lo suficiente como
para llamar la atención.
—Cuando lo veamos con un poco de calma y luz te lo diré. —Le
sonreí.
Seguimos avanzando mientras escrutábamos el interior de los bares de
esa calle. Sólo hacía falta una mirada y un gesto para hacernos saber
mutuamente que aquel sitio no era el adecuado. Demasiada gente, música
excesivamente alta, luz escasa o la inexistencia de mesas libres eran las
principales razones de nuestra negativa. Al fin, tras caminar unos cinco
minutos más, encontramos una pizzería que parecía reunir los requisitos que
andábamos buscando. Suficientes mesas vacías, un tipo de comida
apetecible y un sonido ambiental moderado que permitía charlar
escuchando la música de la MTV de fondo. Cuando entramos, Madonna
nos recibía vestida de negro, cantando tras la pantalla de un televisor.
«Si pudiera derretir tu corazón, nunca estaríamos separados», traduje
la letra en mi mente mientras una imagen fugaz de Fran se me apareció, y
con ella, el enfado que me producía la situación vivida con él. Pero ya no
estaba allí. Había salido de mi vida definitivamente, lo decidí en ese
momento.
«Entrégate a mí, eres la clave», seguí traduciendo mentalmente justo
antes de que Rafa me sonriera.
He de decir que con la música tengo una relación especial. En mi
cabeza siempre suena alguna canción, como si mi cerebro tuviera
incorporado su equipo de audio particular que no cesa de reproducir temas
ni de día, ni de noche. ¿Por qué me pasa? Pues ni idea, pero lo cierto es que
cuando escucho alguna melodía que me motiva lo suficiente, me siento
como si estuviera dentro de un videoclip. Es como si me hablara, como si
tuviese un significado especial para mí, como si me atrapase. Y aquella
canción con sus toques étnicos me producía esa sensación, como si nada
más importase en ese instante. Cuando me encontraba conversando con otra
persona en esas circunstancias, tenía que hacer un gran esfuerzo para
concentrarme y, a veces, me perdía algunas de las frases dirigidas a mí. Fue
lo que sucedió en ese momento.
—¿Qué? —le dije a Zurbano justo después de verle mover la mano de
un lado a otro delante de mis ojos con gesto de incredulidad.
—¡Hola! ¡Estoy aquí! ¡Tierra llamando a Yerbas!
—Perdona, es que…
Me observaba esperando que terminara mi frase.
—Bueno, da igual —concluí meneando la cabeza.
No me parecía el mejor momento para explicar aquella peculiaridad
tan incomprensible para el resto, que tanto me caracterizaba.
—Te decía que, si quieres, nos pedimos unas porciones y nos sentamos
allí arriba. —Señaló las mesas que había detrás de unos barrotes de madera
en la primera planta de aquel local diáfano en su parte central.
—Vale.
La mesa se encontraba en un rincón y parecía la más discreta del lugar.
Rafa puso la bandeja con nuestra cena encima y sacó la libreta de su
cazadora para ponerla justo al lado. Nos miramos un instante antes de tomar
asiento uno junto al otro. Agarré mi vaso de refresco para darle un trago y
después cogí mi porción de pizza, tenía hambre. Rafa me imitó. Una vez
hubimos tragado el primer bocado, me dirigí a él.
—¿Lo vemos? —Hice el ademán de coger el viejo cuadernillo.
—¡Eh! De eso nada. No te emociones, Yerbis —contestó apartando
mis manos mientras yo le miraba molesta—. ¿Y si la manchamos? —
añadió para explicar su comportamiento.
Puse los ojos en blanco.
—Tengo las manos limpias, ni siquiera he tocado la pizza, sólo el
cartón. —Le mostré mis palmas.
Él me observaba sin decir ni palabra, como si la frase que yo acababa
de pronunciar fuese una barbaridad. Me limpié las manos con una servilleta
de papel y volví a enseñarle las palmas con un gesto de fastidio.
—Mejor terminamos antes por si acaso —volvió a hablar después de
tragar otro bocado.
—¿Y para qué la pones en la mesa entonces? Se le puede caer encima
cualquier cosa —dije enfurruñada antes de volver a coger el cartón que
portaba mi cena para seguir degustándola.
Para diluir un poco mi frustración, puse la atención en la canción que
sonaba en la tele de la planta de abajo, Life de Des’ree. Zurbano debió de
darse cuenta de mi fastidio y de mi intención de querer volver a «escapar»
de la Tierra, como él decía, y habló antes de que eso sucediera.
—Va, Zuñi, cinco minutos y lo vemos. No te mosquees, tenemos toda
la noche por delante. —Me guiñó un ojo y luego tomó un trago de su
refresco.
Negué con la cabeza. Rafa tenía esa forma de ser tan fastidiosa cuando
quería controlar la situación y se ponía en plan simpático con su guiño de
ojo característico para llevarte a su terreno. Pero conmigo había pinchado
en hueso y ya empezaba a ponerme nerviosa aquello. Estaba cansada de que
esa noche nada me saliera como yo quería. Decididamente, no iba a
aguantar más tontunas, ya había tenido suficiente ración de ellas durante ese
día.
—En cinco minutos lo que va a pasar es que me acabo la cena y me
voy a casa. Ya te he dicho antes que hoy no estoy para bromas ni tonterías,
y lo único que he sacado en claro por ahora de todo esto es un morreo con
el chico equivocado y unas medias rotas —le contesté.
Resopló mientras pensaba en qué decirme. Supongo que no quería que
le dejase solo con aquello, pero de alguna forma, yo también le sacaba de
quicio, así que en su mente debía de estar contando hasta tres para relajarse
antes de responderme. Ya nos había pasado cuando hicimos las prácticas,
los dos éramos muy tozudos y ninguno queríamos dar nuestro brazo a torcer
cuando creíamos tener la razón. Pero allí no había ningún profesor que nos
cohibiese en nuestro comportamiento y por su respuesta siguiente parece
que su método de relajación no había funcionado lo suficiente, así que eso
podía ser una bomba de relojería si no poníamos de nuestra parte para
calmar un poco los humos, que estaban un poco alterados en ese momento.
—Mira, muñequita, no te tenía por una de esas pijiguays de clase, por
eso confié en ti para involucrarte en esto, pero si vamos a empezar ya con
los ataques de tontería transitoria, mejor lo dejamos.
Le miré en silencio durante cinco segundos antes de responderle. Se
había pasado de la raya. Podía tolerar sus gracias, sus bromas y sus
absurdos motes, pero lo que no le iba a consentir es que se dirigiese a mí en
esos términos.
—Mira, quinqui de extrarradio, dos cosas te voy a decir. Una: como
vuelvas a llamarme muñequita, te vas a ganar una hostia que vas a tener que
irte a recoger los dientes a la acera de enfrente. Y dos: te recuerdo que la
libreta la encontramos juntos, así que deja de hacerte el protagonista, que,
de no haber sido por mi colaboración, ahora mismo no la tendrías en tus
manos.
Me observó muy fijamente, sorprendido por mi intervención.
—Menos gritos, Milagritos. Tampoco hay que ponerse tan agresiva.
Entonces fui yo la que resopló.
—Cógela, si es lo que quieres —continuó—, pero si la manchas,
cargarás con ello en tu conciencia.
—¿Te han dicho alguna vez que eres un tocapelotas?
—¿Y a ti te han dicho alguna vez cómo se gestionan las negativas sin
usar la violencia? ¿O eso no te venía en la Súper Pop?
Así era el señor Rafael Zurbano, no sé cómo se las maravillaba, pero al
final siempre se salía con la suya con argumentos aplastantes o poniéndote
contra las cuerdas.
En los siguientes minutos decidí no hablar y aprovechar para
terminarme la cena, al fin y al cabo, cuanto más discutiera con él, más se
iba a demorar el momento de descubrir aquello que tan intrigados nos tenía.
—Voy al baño un momento —le informé cuando hube finalizado.
—Vete por la sombra —me dijo en tono burlón justo después de beber
un sorbo de refresco.
—Descuida.
—Descuido.
Siempre tenía que quedar por encima y yo no podía soportarlo. ¿Sería
porque yo también quería hacerlo a toda costa? Respiré profundamente y
seguí mi camino hasta el aseo.
Cuando volví del baño, Rafa había terminado su último bocado y
miraba de soslayo la libreta. Caminé hasta la mesa y me paré con las palmas
de las manos hacia arriba. Él volvió la vista hacia el lateral por el que yo me
acercaba, luego miró hacia el lado opuesto.
—¿Dónde está el de la pistola, Yerbis?
Puse un gesto de fastidio.
—Me he lavado las manos, ¿podemos ver ya la libreta?
—Eres como el plomo derretido, tía. Vamos.
Pasé por detrás de él para sentarme en mi sitio. Apartó la bandeja con
los cartones vacíos y los vasos de refresco y puso el cuaderno delante de
nuestros ojos.
—¿Preparada? —me dijo.
Asentí.
—Pues vamos allá.
Abrió la portada y empezó a hojear las primeras páginas. En ellas
aparecían unos textos con una caligrafía complicada de leer, que se
compaginaban con unos dibujos de vegetales. Los dos lo mirábamos en
silencio.
—¿Esto son monografías de plantas? —traté de deducir.
—Eso parece.
—Vaya letra más mala.
—Pffff… A ver. —Ladeó la cabeza mientras miraba con atención uno
de los primeros párrafos, que estaba justo debajo del título precedido del
número uno—. Bueno, con un poco de esfuerzo se entiende. Aquí está
hablando de la lavanda… Con paciencia se puede leer.
—¿Cómo puedes entender esta letruja, tío?
—Porque soy farmacéutico, Yerbis.
—¡Qué flipado! Anda que no nos queda.
—Bueno, estamos en ello. Pero, de momento, me paso los sábados
revisando recetas. La farmacia donde trabajo está en un barrio con mucho
trasiego de gente, no veas la cantidad de medicamentos que se pueden
dispensar al día. Y en el centro de salud de allí hay un médico que escribe
como el culo, así que tengo práctica. Pero vamos a lo que vamos, Zuñi.
Volví a posar mi vista en la libreta.
—Sí, ya por el dibujo se ve que está hablando de la lavanda. Y ¿qué
más hay?
Siguió pasando las hojas siguientes donde se mostraban otros bocetos
de plantas, numerados con un dígito dentro de un círculo.
—Esto parece un tomillo, esto, un romero —le iba explicando a lo
largo de nuestro paseo por aquellas páginas.
Él sonrió.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Que por eso te contraté —dijo en plan jocoso—, yo no sabría
distinguir unas de otras.
—Qué tonto eres. Ya será menos, son plantas muy comunes y la
mayoría estaban en el herbario que hicimos el año pasado. A ver, sigue
pasando.
Al llegar a la mitad del cuadernillo apareció otro apartado en el que
comenzaban a sucederse textos muy esquemáticos acompañados de lo que
se asemejaba al dibujo de varios planos.
—¿Y esto? Son calles de Madrid, ¿no? —aventuró observando el
primero de ellos, también numerado con el número uno dentro de un círculo
—. Y aquí está el metro, pero ¿qué estación? —intentó averiguar
acercándose un poco más al papel—. Atocha, parece.
Continuó pasando hojas similares, todas numeradas, hasta llegar al
último apartado, en el que aparecían siete círculos formados por un trazo de
color rojo, dispuestos consecutivamente. Cada uno de los redondeles tenía
dos pequeñas líneas, también rojas, una en la parte central superior y otra en
la inferior.
—¿Esto qué es? —Le miré tratando de encontrar una respuesta
mientras él seguía observando aquello con un gesto de extrañeza.
—Vale, ¿y las instrucciones de esto? —habló después de pasar a la
hoja siguiente de la libreta, que estaba en blanco.
—¿Pone algo en la carta? —cuestioné.
La sacó del bolsillo de su cazadora y la desdobló para dejarla al lado
de la libreta. Aparte del texto que habíamos leído antes de subir a buscarla,
no encontramos nada más.
—¿A ver? —Me dispuse a seguir pasando hojas del cuadernillo, pero
el resto estaban vacías.
Cuando creíamos que aquello era todo, encontramos un papel doblado
entre la última página y la contraportada de la libreta. Nos miramos
sorprendidos. Lo cogí para desdoblarlo y ponerlo también al lado de la
libreta con el fin de estudiar su contenido, estaba escrito con la misma
caligrafía, que Rafa leía con dificultad:

Estimada Dra. C.:


Con el fin de preservar la seguridad de mis observaciones, he
procedido a proteger el trabajo en un lugar donde se encuentra a su
disposición mediante una clave que sólo usted podrá descifrar, haciendo
uso de su consabida afición por los crucigramas. Creo que no tendrá
dificultad en averiguarla siguiendo las pistas de este cuaderno, con las que
se sentirá muy familiarizada, se lo aseguro.
Un cordial saludo,
Dr. H.
P.D.: Le deseo lo mejor y recuerde que la importancia de todo reside
en los detalles.

—Pero ¿esto qué es? ¿Una yincana? —traté de averiguar, sorprendida.


—Pues… no sé qué decirte, tía, al menos lo parece. A ver, por un lado,
tenemos lo de las plantas, por otro, lo de los planos, y luego, los círculos del
final, que deben de ser la clave que hay que descifrar.
—Pero ¿y cómo sacamos la clave con eso? Yo no veo nada claro. —Le
miré arrugando la nariz.
—Habrá que leer bien la libreta para ver si dice algo más. —Pasó de
nuevo las hojas hasta llegar a las primeras páginas—. Pero aquí no parece
poner nada que no sean datos de plantas.
—¿Y si vemos adónde nos llevan esos planos? A lo mejor eso nos
ayuda. —Le hice un gesto con la cabeza para que me cediera el turno de
pasar páginas, cosa que realicé hasta llegar a las que había en el centro de la
libreta—. A ver… —Continué hojeando hasta el último, que tenía el
número siete.
—Siete planos en total —concluyó.
—O sea, que tenemos siete planos ¿y cuántas plantas?
—Pues… —dijo mientras volvía a mover las páginas—. Siete también
—afirmó después de hojearlas y comprobar el número que mostraba la
última monografía.
—En la clave final también hay siete círculos —puse de manifiesto.
—Siete círculos, que podrían ser siete letras o siete números, o una
mezcla de ellos.
—Bueno, al menos tenemos claro que hay el mismo número de planos
que de plantas y de círculos de la clave. O sea, que, supuestamente, en cada
uno de esos lugares debe de haber algo relacionado con una de las plantas, y
de ello debemos sacar la letra o el número de la clave. Pero ¿dónde está la
relación para saber qué es lo que tenemos que buscar y dónde exactamente?
Se quedó un instante pensando mientras seguía revisando la libreta.
—Puede que, si leemos todo el contenido encontremos alguna pista
más, pero yo creo que lo más fácil es empezar por los lugares. Igual, si
vamos hasta ellos, vemos allí la posible relación, ¿no? Todos están en
Madrid, o eso parece —continuó diciendo mientras seguía estudiando
aquellos datos.
—Vale, pero deberíamos transcribir el contenido de la libreta para
enterarnos mejor, ¿no? Porque nos vamos a tirar tres horas cada vez que
queramos leer una página.
—Sí, sería buena idea —afirmó rascándose la barbilla sin despegar su
vista de aquel documento.
Después cogió una servilleta y sacó el bolígrafo-linterna del bolsillo de
su cazadora.
—A ver. Vamos por partes, como dijo Jack.
—¿Jack?
—El destripador, Yerbis, que estamos a por uvas.
Negué con la cabeza manifestando hastío.
—La planta que tiene el número uno es la lavanda —confirmaba
mirando la libreta—. Y la dirección con el número uno es esta que está
cerca de Atocha.
A continuación, apuntó en una servilleta el número uno junto a la
palabra lavanda, que unió con una flecha a la palabra Atocha.
—O sea, que tenemos que buscar por Atocha algún sitio con plantas en
el que pueda haber lavanda, ¿no? Por allí hay varios lugares que podrían
tener estas características. Tenemos el Jardín Botánico, el Retiro y, dentro
de la estación de Renfe, el jardín tropical, pero allí no creo que encontremos
lavanda —añadí.
Me miró de reojo y apuntó después de Atocha la frase: o un lugar de
sus alrededores con plantas.
—Pero puede que no se refiera a la planta en sí, sino que también
podría estar en un dibujo, un libro o, incluso, un cuadro. Por allí cerca está
el Museo del Prado —agregó después de haber escrito esa nota.
—A ver el plano —le pedí.
Me acercó la libreta para que pudiese observar aquella página con
mayor atención. Me fijé en una flecha que apuntaba hacia unas siglas.
—¿Aquí pone AIB? —continué.
—Pues… eso parece.
—Está señalado como si fuera clave.
—Y esto es… la Cuesta de Moyano, ¿no? Sí, porque esto que está a la
derecha parece el Retiro. Lo que te digo, la referencia a la planta podría
estar en un libro de los que venden en los puestos de allí.
—O sea, que hay algo llamado AIB que está por la Cuesta de Moyano,
que es lo que tenemos que buscar, ¿no? ¿Y qué será AIB?
—AIB. —Miró el plano—. Pues ni flowers, tía.
—¿Atocha International Business? —aventuré.
Me contempló fijamente con gesto de estupor.
—¿Atocha International Business? Pero ¿qué me estás container,
Yerbis? ¿Eres así normalmente o también le has dado a las hierbas en el
baño? —Se tocó los labios con los dedos índice y corazón un par de veces,
como si estuviera fumando.
—Yo qué sé, es lo primero que me ha venido a la mente. Por lo menos
aporto ideas, no como otros.
—Sí, porque Atocha International Business es una idea cojonuda.
Seguro que hay multitud de empresarios haciendo cola a ver quién registra
ese nombre el primero para su marca. —Empezó a carcajearse.
—Bueno, vale ya, ¿no? Deja de reírte y aporta algo tú también. —Le
di un manotazo en el hombro.
—¿Y qué tal si nos damos un garbeo hasta allí y lo vemos in situ?
—¿Ahora?
—Sí, ¿tienes algo mejor que hacer?
—Pues… no. ¿Qué hora es? —Me miré el reloj, pero él se adelantó.
—Las doce y cuarto —afirmó tras consultar el suyo.
—¿Ya?
—Es que el tiempo se pasa volando conmigo, ¿verdad, Yerbis?
Resoplé.
—Voy al baño y salimos —continuó.
—No te pierdas —le ataqué.
—No me eches mucho de menos.
En su ausencia hojeé de nuevo aquel documento. Pero ¿qué era
aquello? ¿Un juego? ¿Una prueba? ¿Quién sería el doctor H. y por qué lo
habría dejado escondido en el laboratorio de Química Farmacéutica?
Mientras cavilaba sobre la procedencia de ese cuadernillo de hojas
amarillentas, Rafa volvió a aparecer delante de mis ojos.
—Bueno, vamos saliendo, ¿no? —invitó.
—Sí. En metro, ¿verdad? —Saqué un plano de bolsillo del suburbano,
que llevaba en la cartera del abono transporte.
—Afirmativo, Yerbis.
5. Y perdidos en la noche

Madrugada del sábado, 25 de abril de 1998

Salimos de la pizzería para encaminarnos hasta la estación de metro de


Moncloa, sorteando la muchedumbre que se arremolinaba alrededor de los
bares. La mayoría eran estudiantes, como nosotros, pero con unos planes
diferentes a los nuestros, que distaban bastante de ponerse a beber alcohol
sin ton ni son aquella noche de viernes. Caminábamos a paso rápido hasta
que llegamos al andén de la línea tres, se acababa de ir nuestro tren.
—¿Quince minutos? ¡Venga ya, hombre! —se quejaba Zurbano al ver
el tiempo que quedaba para que llegara el siguiente metro.
—Como para unas prisas, ¿eh? Yo creo que llegamos antes andando.
—Y luego dicen que el transporte público va bien.
—Ya te digo, sobre todo el SubZurbano —me burlé de él.
—Ja. Ja. Ja. Eres graciosísima, Yerbis, ¿te lo han dicho alguna vez?
Con esa chispa que tanto te caracteriza.
Le sonreí maliciosamente mientras comenzaba a amontonarse la gente.
Unos minutos después de conversaciones intranscendentes cargadas de
pullas y bromas, llegó el tren y entramos a empujones al convoy. Íbamos
como sardinas en lata, escuchando los gritos de nuestros compañeros de
vagón, que voceaban tanto que no nos dejaban ni hablar. Pero aquello
también nos servía como excusa perfecta para no hacerlo, ya que estábamos
tan juntos que podía apreciar de cerca el aroma de la colonia de Zurbano
que aún permanecía en su camiseta, donde preferí posar mi vista, tratando
de reducir así la situación de incomodidad que me producía la cercanía de
nuestros rostros, de nuestros cuerpos. Nunca me había percatado de su olor,
era suave, agradable, un resquicio de Massimo Dutti que parecía resistirse a
abandonarle durante lo que quedaba de noche. Justo en ese momento,
recordé haber percibido el mismo aroma cuando se lanzó a besarme en el
laboratorio. Hacía como un par de años que no besaba a un chico, justo
desde que terminó la relación con mi exnovio, Ángel.
Fue poco después de empezar a estudiar en la universidad. Él tenía dos
años más que yo y se quedó en el pueblo, donde vivía y trabajaba. Supongo
que la distancia hizo el resto. Las cartas que nos escribíamos cada vez eran
menos frecuentes y más frías. Las conversaciones telefónicas, más cortas e
impersonales. Vino un par de veces a visitarme a Madrid, pero no se sentía
cómodo con la versión que la gran ciudad había generado de mí y yo ya no
me sentía cómoda con alguien con quien no podía compartir la emoción que
me producían las novedades que estaba descubriendo en esta urbe. Pero aún
le quería y tenía la esperanza de que todo volviese a ser como antes, de que
algún día decidiese compartir su vida conmigo en la gran ciudad o me
esperase hasta que yo regresara a casa. No sé cómo no me di cuenta de que
Ángel estaba haciendo esfuerzos para que me alejase de él porque ya se
había acostumbrado a vivir sin mí, aunque nunca tuvo el valor de
decírmelo. Supongo que no quería hacerme daño, pero lo único que
consiguió fue herirme de más.
Lo bueno de separarte de alguien a quien no ves a diario es que es más
fácil aceptarlo. Mi entorno había cambiado y Ángel ya no estaba en él. En
mi nuevo hábitat no había aparecido nadie que me llamase la atención como
para pensar en esa persona como pareja, hasta que irrumpió Fran en la
biblioteca una tarde insulsa. El mismo Fran que había desaparecido de mi
vida una noche que se podía calificar de todo menos insulsa.
Y ahí estaba yo, con Rafael Zurbano. ¡Con Rafael Zurbano! Que,
además, me había besado accidentalmente. Pero ¿qué hacía yo allí? ¿Qué
hacía con él? Si hubiese hecho una lista de veinte nombres con chicos de mi
facultad entre los que decidir un candidato con quien irme a una isla
desierta, el suyo ni siquiera hubiera aparecido. Como compañero era majo,
nos conocíamos desde primero y habíamos compartido clases, prácticas y
algunos amigos de la facultad, pero como posible pareja… No es que
estuviera mal, pero bien tampoco. Era muy del montón, al menos
comparado con mi exnovio. Pero es que Ángel era bastante guapo, de pelo
castaño claro y ojos azules, y a mí me gustaban mucho los chicos con los
ojos azules. Fran también los tenía azules, creo que fue lo primero que me
llamó la atención de él. Y Rafa… tenía unos ojos castaños normales, un
color de pelo moreno normal. Eso sí, era un poco más alto que Ángel, pero
no estaba tan fuerte como él. Rafa era delgado y de complexión atlética,
pero no tenía esos brazos robustos de trabajar en la obra, de cavar en la
tierra. No echaba de menos la relación con Ángel, pero a veces añoraba
acurrucarme entre sus brazos fuertes y morenos, allí me había sentido
protegida del mundo. De un mundo que al final se me quedó pequeño y que
dejé atrás para agrandarlo con un título universitario.
El gentío moviéndose en masa para salir del vagón me sacó de mis
enmarañados pensamientos. Habíamos llegado a Sol y teníamos que
caminar por los pasillos de aquella transitada estación buscando las señales
de color azul claro que nos conducirían hasta la línea uno. Por suerte,
aquella vez no tuvimos que esperar tanto al siguiente tren y, otra vez,
fuimos apretujados durante lo que quedaba de viaje. Mientras miraba de
frente a los ojos de Michael Jackson rodeados por una especie de antifaz
dorado donde se leía su nombre en la parte superior, me percaté de que mi
relación con Rafa sólo era circunstancial y que no pretendía ser romántica.
Respiré aliviada. Justo después de eso leí la palabra dangerous en mitad de
la camiseta. ¿Cómo iba a saber yo en ese momento que se trataba de un
mensaje profético?
Por fin, conseguimos llegar a Atocha y salir a la superficie. Inspiré el
fresquito de la calle que llenó mis pulmones de aire contaminado.
—Al lío, Yerbis —me dijo.
Y fue entonces cuando le planteé una duda sobre un detalle que me
había rondado por la cabeza unos instantes antes.
—Oye, Zurbano, si esto va de plantas, ¿qué hacía la libreta escondida
en el laboratorio de Química Farmacéutica? No tiene mucho sentido, ¿no?
Se quedó unos segundos pensando.
—O sí, si quieres jugar al despiste. Las personas que podrían estar más
interesadas, por lógica, están en el departamento de Farmacognosia. Igual,
por miedo a que lo encontraran allí, decidieron esconderlo en otro diferente
donde nadie lo buscaría.
Anduvimos unos minutos sin hablar mientras escuchábamos el tráfico
y el bullicio de fondo. Madrid era una ciudad que nunca dormía y eso fue a
lo que más me costó acostumbrarme cuando llegué. A veces añoraba el
silencio, el sonido del viento, el canto de los pájaros.
—Pues ya hemos llegado a la Cuesta de Moyano, Zuñi, ¿a qué altura
estaba tu empresa, esa tan guay?
—Ah, no sé, eres tú quien guarda el cuaderno.
Me miró con una sonrisa traviesa mientras sacaba la libreta de su
bolsillo, haciéndose el interesante, para hojearla a continuación.
—A ver…, parece que un poco más arriba.
Continuamos caminando durante un tramo más hasta llegar a la mitad
de aquella calle.
—Por aquí, diría yo —dedujo.
—Pero aquí sólo hay puestos de libros. A lo mejor en alguno pone lo
de AIB o tienen un libro que se llame así.
Permanecimos un buen rato dando vueltas, buscando aquellas siglas
sin tener mucho éxito. Escrutamos puesto por puesto, primero cuesta arriba
y después cuesta abajo, hasta que nos dimos por vencidos cincuenta
minutos más tarde.
—Aquí no hay nada, Rafa. Yo creo que tenemos que venir de día,
cuando los puestos estén abiertos.
—¿Y si está al otro lado de la verja que hay detrás de los puestos? —
Él seguía sin cesar en su empeño.
—Pero al otro lado de la verja lo que está es el Jardín Botánico.
Espera, vamos a subir otra vez, a ver si pone algo allí delante, donde acaban
los puestos. Parece que hay una puerta con un cartel a continuación de la
valla.
Nos dirigimos hasta ese lugar para verificar aquella información.
—¿Ves? Aquí lo pone: Real Jardín Botánico —confirmé leyéndolo.
—Espera, ¿cómo has dicho?
—Que en el cartel pone que esto ya es del Real Jardín Botánico.
—Eso. —Volvió a mirar el plano con atención durante varios
segundos, ayudándose esta vez de su bolígrafo-linterna para tener una mejor
iluminación—. ¿Y si aquí no pone AIB? ¿Y si pone RJB, de Real Jardín
Botánico?
—¿A ver? —Me asomé a aquella página para comprobarlo—. Oye,
pues sí, aunque, la verdad es que podría poner cualquier cosa con esta letra.
—Joder con el doctor de los huevos este, yo creo que por eso le llaman
doctor Hache. El tío nos tiene aquí tres horas dando vueltas para nada. Ya
podría darles un poco a los cuadernillos Rubio, también te digo. Pero ¿sabes
lo bueno de todo esto, Yerbis? —me dijo muy serio.
—¿El qué? —pregunté intrigada.
—Que por fin vas a poder poner ese nombre tan molón a tu empresa,
¡que no está pillado, tía! Atocha International Business, ya veo el eslogan:
allí donde tus hierbas se hacen realidad.
Me tapé la cara con la mano.
—¿Tú eres así de tonto o te entrenas por las noches? —le hablé sin
poder evitar la sonrisa.
—Me entreno por las noches y tengo una buena maestra, ¿no lo ves?
—Me señaló.
Resoplé.
—Y ahora, ¿qué? —continué.
Rafa volvió a consultar el plano.
—Aquí no parece poner mucho más. Sólo veo un punto muy pequeño
que estaría dentro del Jardín Botánico, pero también podría ser una mancha
de tinta.
—¿Por dónde está?
—Mira. —Me mostró el lugar de aquella marca sobre el papel.
—Buf, visto lo visto, ¿quién sabe? Pero si estuviera hecho adrede
parece que se ubica por la zona donde están las plantas de huerta y
medicinales.
—¿Te sabes las zonas del Jardín Botánico, Zuñi?
—A ver, que soy la Yerbas, ¿qué te esperabas? —le contesté
guiñándole un ojo, haciéndome la interesante.
Me miró un instante en silencio sonriendo y luego me hizo una
reverencia.
—A sus pies, señorita.
—Y ahora, ¿qué hacemos? Aquí no vamos a poder avanzar mucho ya.
—¿Y si bordeamos el Jardín Botánico hasta la puerta por si vemos
algo que nos dé alguna idea?
—Vale.
Bajamos por aquella calle hasta el paseo del Prado y continuamos
caminando junto a la verja del jardín. Cuando llegamos más o menos a la
altura donde se encontraba el punto señalado en el plano, nos paramos para
asomarnos entre los barrotes.
—Debe de ser por aquí —afirmé—. Pero, claro, ahora no se ve nada.
Hay que volver de día y entrar a visitarlo.
—¿Quieres que vengamos mañana por la tarde? Salgo de trabajar a las
tres —me propuso.
—Mañana no puedo, he quedado con Silvia. El domingo, mejor.
—Vale, ¿a qué hora puedes?
—Pues no lo sé, depende de cómo se me dé, tengo que estudiar.
—Si quieres, nos damos un telefonazo. ¿Me das tu número? No lo
tengo. Te apunto aquí el mío.
Me quedé parada durante un instante del que recuerdo el frescor del
aire con olor dulzón a flores recién abiertas por la primavera, que salía del
jardín.
—Bueno. —Y entonces fui consciente de lo mucho que había tardado
en responderle. Pareció extrañado por mi reacción y tentado a darme una
explicación, pero no dijo nada. Supongo que, finalmente, pensó que no era
necesario, ya que el intercambio de nuestros números estaba bastante
justificado por la situación.
Apuntó el teléfono de su casa en la servilleta en la que había hecho las
anotaciones en la pizzería y cortó ese trozo para dármelo. Yo lo cogí con el
fin de meterlo dentro de la cartera de mi abono transporte. Por aquella
época lo guardaba todo allí: el plano del metro, un calendario de bolsillo, un
billete de mil pesetas…
—¿Y el tuyo, Yerbis? —me pidió.
Se lo dicté sin hacer más pausas esta vez. Después retomamos nuestro
camino hasta llegar a la puerta del Jardín Botánico.
—¿Y ahora? ¿Hacia dónde vamos? Es tarde y ya habrá cerrado el
metro. —Me subí la solapa del abrigo para taparme el cuello.
—¿Tienes frío?
—No, no, estoy bien.
—¿Cogemos un búho o prefieres pasear?
—A saber cuándo va a pasar un bus a estas horas y van muy llenos.
Por mí, podemos pasear, ¿qué prefieres tú?
—Yo prefiero pasear. Vamos hasta Cibeles y luego por Gran Vía hasta
Plaza de España, ¿no? —Propuso.
—Vale. Tú tienes que ir hasta Príncipe Pío, ¿verdad?
—Efectiviwonder, Yerbis.
—¿Qué hora es?
—Las tres menos veinte —dijo comprobando su reloj mientras yo lo
corroboraba en el mío.
—Pues vamos, que es tarde y tú trabajas dentro de un rato, ¿no?
—Entro a las nueve.
—No vas a dormir nada.
Sonrió.
—Dormir está sobrevalorado. Además, nada que no se recupere con
una buena siesta, Zuñi.
—Las siestas están sobrevaloradas en este país, Zurbi.
Me miró divertido y sorprendido, estaba utilizando su misma táctica a
la hora de dirigirme a él y creo que le hacía gracia que empezase a coger
confianza de aquella manera.
Caminamos hasta cruzar al bulevar central que dividía en dos el paseo
del Prado, sin decir ninguna palabra más, bajo las luces de la noche
madrileña. Un paseo extraordinario con una compañía extraña. No sé si era
el cansancio o que uno y otro estábamos pensando la mejor manera de
iniciar una nueva conversación. O puede que fuera una mezcla de ambas
cosas lo que propiciaba aquel incómodo silencio.
—Oye, creo que el lunes después de clase podríamos hacer un par de
copias de la libreta para no estropear la original, así cada uno podría seguir
trabajando con ella para avanzar más, ¿no? —dije, por decir algo.
—Muy bien, Yerbis, te veo precavida. Pero no me atrevo a darle esto a
nadie y menos a los de reprografía de la facultad, que no me fío de ellos y,
además, podría verla alguien.
—Podemos hacerlas en las máquinas que funcionan con monedas o
fuera de la facultad —di como alternativa.
Asintió.
De nuevo silencio. Yo no sabía qué decir y aunque él también
permanecía callado, observé que me miraba de vez en cuando.
—Y tú, ¿cómo es que sabes tanto de plantas? —habló al fin—. Es que
me dejaste alucinado en la excursión de botánica del año pasado, tía. Qué
dominio. Si sabías casi más que el profe.
—Anda, anda, que no es para tanto. Eso es porque he crecido en el
campo, ya sabes que soy de un pueblo.
—Ya, y mis amigos del pueblo de mi padre, y no saben distinguir una
margarita de un cardo.
—¡Qué exagerado, tío! Ya será menos.
—Bueno, lo que quiero decir es que por ser de un pueblo no tienes por
qué saber tanto de plantas.
—Ahí mi abuela tiene algo de culpa. Es experta en hierbas medicinales
y siempre está haciendo mejunjes con ellas. Cuando alguien cae enfermo,
acude a ella para que le prepare algún remedio. Va al monte o a su huerta,
coge trozos de diferentes plantas y luego las trocea, las cuece, las infusiona
o las mete en un saquito de tela. A veces las pone en un alambique de cobre
que tiene y saca un poco de aceite esencial… En fin, depende de lo que sea,
hace con ellas una cosa u otra. Y a mí aquello siempre me ha fascinado, ha
curado a mucha gente.
—¿Es curandera?
—No sabría cómo definirlo. Pero no es curandera, más bien, ayuda a
los demás con dolencias cotidianas. Obviamente, cuando alguien enferma
de algo más grave, va al médico. Pero también es verdad que ha ayudado a
algunas personas que no mejoraban con las medicinas que les había
recetado el doctor.
—Ah, y tú has heredado eso, ¿no?
—Huy, ¡qué va! Ya quisiera. Pero sí la he acompañado muchas veces a
recoger plantas y me ha enseñado la diferencia entre unas y otras, sus
propiedades y cómo prepararlas. Así que, bueno, algo se queda, y el hecho
de haber vivido en un entorno con tanta vegetación, ayuda.
—Y por eso decidiste estudiar farmacia —aventuró.
—Sí, más o menos.
—Tu pueblo era de León, ¿no?
—Sí, del norte de León, del Bierzo. Es un pueblo muy pequeño, ni
siquiera sale en los mapas.
—Yo, al principio, pensé que eras gallega por el acento que tenías en
primero.
—Tú y mucha gente, pero es que estamos pegados a Galicia, así que es
normal que tengamos muchas cosas de allí.
—Vaya cambio venir aquí. ¿No lo echas de menos?
—Sí, a veces, sobre todo a mi familia, pero también me gusta la
ciudad. Hay más variedad de sitios a los que ir, aquí me siento más libre.
No sé, tengo el corazón partío, como dice la canción.
—¿Te gusta Alejandro Sanz?
—Calla, calla, es un moñas.
Empezó a reírse.
—Yerbis, Yerbis… No dejas de sorprenderme.
Me miraba sonriendo.
—Y tú, ¿eres de Madrid? —le pregunté.
—Sí, yo nací aquí, pero mi familia es del sur, mi madre es de Córdoba
y mi padre es de un pueblo de Cádiz. Mi padre estuvo trabajando en
Córdoba de joven, allí conoció a mi madre, luego encontró trabajo aquí y se
vinieron a vivir después de casarse.
Silencio, uno quebrantado por el sonido de nuestros pasos.
—Oye, ¿y tú por qué decidiste estudiar farmacia? No te pega nada —
cambié de tema para continuar con la conversación.
Se paró un instante y me miró con gesto de suma sorpresa, separando
los brazos del cuerpo.
—¿Que no me pega? ¿Y por qué?
—No sé decirte. Pero no te pega, no me pareces el típico farmacéutico.
—La verdad es que yo quería estudiar medicina, pero no me dio la
nota —confesó.
—Huy, eso te pega aún menos —le ataqué.
—Pero, tía, entonces, según tú, ¿qué es lo que me pega?
—No sé, pero teniendo en cuenta que vas con la linterna y la ganzúa a
cuestas, aparte de quinqui… ¡Cerrajero! No, con lo teatrero que eres, mejor
actor, pero con tus pintas, un actor de estos que hacen de poli chungo, o
mejor, poli chungo directamente. —Empecé a reírme.
—¿Poli chungo? Pero Yerbis, ¿por quién me tomas?
—Es que eres tan peliculero, que eso sí que te pegaría total —
continuaba sumida en mi carcajada.
—Peliculero… Poli chungo… Quinqui de extrarradio… Anda, que me
estás dejando a la altura del betún. Pero ¿qué concepto tienes de mí? —se
quejó y después meneó la cabeza mientras yo seguía riéndome.
—Oye, y con lo empollón que eres, ¿cómo es que no te dio la nota
para medicina?
—Porque el primer día de selectividad me puse malo y los exámenes
no me salieron muy bien, que digamos. Es que es injusto jugarse en tres
días el trabajo de cuatro años, tía, que yo tenía un nueve de media. Pero
vamos, que no soy ningún empollón, a ver qué te vas a pensar, sólo que
memorizo fácil.
—Ya… Eres un quinqui empollón que vas ahí de chungo poniendo
motes para disimular. —Permanecí con la sonrisa en el rostro mientras él
seguía negando con la cabeza.
Estábamos llegando a Cibeles y giramos a la izquierda para cruzar la
carretera y, así, encaminarnos hacia la Gran Vía. Yo empezaba a sentirme
cansada, quizás también porque notaba que las energías me bajaban,
necesitaba un poco de azúcar.
—Me apetece algo dulce —anuncié.
—Pues aquí estoy, tía, sólo tienes que desenvolverme.
Puse los ojos en blanco.
—Va, venga, más adelante, cuando lleguemos al centro, buscamos una
tienda abierta y compramos algo —continuó—. A mí también me está
empezando a entrar hambre.
—Vale.
Y otra vez la ausencia de palabras nos invadió. El sonido de la música
excesivamente alta saliendo de algún coche. El murmullo de la gente que se
empezaba a hacer más intenso según íbamos avanzando hacia la zona más
transitada de la ciudad. Habíamos borrado la sonrisa de nuestros rostros,
puede que dejándonos llevar por otros pensamientos más profundos que aún
no nos atrevíamos a compartir.
—Lidia —me dijo, y el hecho de que utilizara mi nombre propio, en
lugar de uno de sus característicos motes, activó una alarma en mi interior
que anunciaba la envergadura de lo que me iba a comunicar a continuación.
Quizás había estado en silencio porque buscaba la mejor manera de
lanzarme aquella cuestión.
—¿Sí?
—¿Te puedo hacer una pregunta sin que te enfades? —concluyó.
—Prueba.
—¿Por qué te has puesto así cuando te he llamado muñequita? Es
que… no sé, creo que tu reacción ha sido un poco desmesurada, ¿no?
Resoplé. O sea, que era eso lo que tanto le había intrigado.
—No me gusta que me llamen muñequita.
—Pero ¿por qué? Si es el mote más bonito por el que te he llamado
hasta ahora. Por los demás nunca te has mosqueado, ¿por qué por ese?
—Porque… Porque no me gusta y punto.
No quería decirle que aquello era porque tuve una infancia difícil.
Porque tras muchos años de espera, mis padres pensaban que no podrían
tener ningún hijo y entonces aparecí yo, como si fuera un milagro. Y a
partir de ese momento, y hasta bien avanzada mi niñez, mi madre me llevó
con vestiditos rosas rematados con cintas que me envolvían como si fuera
un regalo, el cual culminaba con un lazo enorme en la cabeza. Todo un
drama para una niña que quiere hacerse amigos en una zona rural. Pero el
que recuerdo especialmente era uno de color celeste. Cada vez que me lo
ponían me cantaban en el colegio aquella canción. Aún me resuena en la
cabeza: Tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú. Mi
pelo largo y rubio y mis rasgos claros tampoco ayudaban demasiado. En el
pueblo fui Lidia, la Repipi durante largos años y aún había algunas personas
que me lo llamaban en la actualidad, aunque hubiera dado un giro de ciento
ochenta grados a mi estilismo.
Otra vez silencio. Uno largo, muy largo. Uno en el que tuve tiempo de
regodearme en mi enfado al haber desenterrado aquellos recuerdos.
Definitivamente, si volvía a llamarme muñequita le daría una bofetada con
la mano abierta.
—Ven, vamos a comprar algo de comer —me planteó antes de girar
hacia la calle Fuencarral.
Callejeamos por la zona hasta encontrar un negocio abierto en el que
vendían comestibles, donde yo me compré unos Donettes y él un paquete de
dos dónuts de azúcar, que acompañamos con una botellita de agua por
barba. Después volvimos hasta la Gran Vía para retomar nuestro camino.
—Oye, ¿podríamos buscar un sitio para sentarnos? No me gusta comer
de pie y estoy cansada —le pedí.
—Hay que ver qué especialita eres, Yerbis. ¿Y dónde quieres que nos
sentemos aquí?
Me encogí de hombros.
—Ahí está la entrada al metro, ¿te valen los escalones? —Señaló el
acceso a la parada de Gran Vía, cerrado a esas horas.
—Sí, perfecto.
Nos acomodamos en un lateral del primer escalón que bajaba a aquella
estación y abrimos nuestros dulces sin hablar nada más que lo justo para
preguntarle al otro si quería un poco de nuestro manjar, por cortesía.
Comenzamos a comer y a beber. Un instante más tarde me miraba
sonriendo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Tenías hambre, ¿eh?
—Es que tampoco hemos cenado mucho.
Pero tras mi respuesta, su sonrisa comenzaba a transformarse en risa y
aquello ya empezaba a mosquearme.
—¿De qué te ríes?
—De nada. —Negaba con el gesto, pero sin cambiar la expresión de su
cara, de sus ojos.
—No, en serio, ¿qué te hace tanta gracia?
Dejó apoyado el dónut sobre el envase que lo contenía, el cual
reposaba sobre sus muslos, se sacudió una mano con la otra y se acercó a
mí.
—Que tienes algo aquí —afirmó para tratar de poner su dedo pulgar en
la comisura de mis labios. Pero mi mano intervino apartando la suya antes
de que pudiera hacerlo.
—Oye, Zurbano, no me vengas ahora con el truquito ese de: «Espera,
¿qué es lo que tienes aquí? Huy, si es un besito», que no cuela. Con el
morreo por accidente de antes ya vas más que sobrado.
Se quedó un instante parado, mirándome con la sonrisa aún dibujada
en el rostro.
—Pero, por el amor de Michael, Yerbis —según lo dijo, me vi
obligada a posar mis ojos sobre la imagen de su camiseta, que asomaba bajo
su cazadora abierta—. ¿Por quién me tomas? Mira. —Me cogió de la
muñeca para llevar mi propio dedo pulgar sobre esa zona de mi rostro, lo
arrastró contra mi piel y luego me lo enseñó—. Tienes chocolate en la cara.
—Ah —contesté un tanto cortada. Después saqué un pañuelo de papel
del bolso para limpiarme la mano y la boca.
—Ya te he dicho antes que no eras mi tipo —añadió.
—Ya, porque tu tipo son las chungas. Pero, bueno, ¿quién sabe? A
nadie le amarga un dulce y en tiempos de guerra cualquier agujero es
trinchera, ¿no?
—Pero ¿con qué tipo de personajes te juntas, tía? Además, ¿tú dulce?
Y no puedes estar más equivocada, si me gustaran las chungas, me gustarías
tú.
—¿Me estás llamando chunga?
—Te recuerdo que has empezado tú a llamarme por adjetivos poco
amigables. Y también has sido tú la que has amenazado con pegarme, si eso
no es ser chunga… A ti tampoco te pega ser farmacéutica.
—¡Anda éste! Entonces, según tú, ¿qué es lo que me pega?
—Pues… Traficante de hierbas o algo así. Pero con esas pintas,
traficante chunga, pero muy chunga.
—¿Cómo que con estas pintas? ¿Y qué pintas tengo? ¿Eh?
—Lo de tus pintas también lo has dicho tú antes. Pero vamos, que
vestida de cucaracha y con las medias rotas, tú me dirás…
Le escuchaba con la boca abierta.
—Mira, Zurbanito, me estás empezando a tocar las narices, ¿eh? Como
sigas por esos derroteros me voy a ir y ahí te quedas, no te aguanto.
Me miraba con un gesto de diversión.
—Pero aún no me quieres pegar. Prefieres que te llame chunga o
traficante, a muñequita. Qué interesante. Va, Yerbis, cuéntamelo, ¿qué te
pasó?
No podía creerlo, estaba provocándome para tirarme de la lengua y por
ahí no estaba dispuesta a pasar. Pero también pensé que si le seguía dando
tanta importancia a aquello, no dejaría de insistirme, así que decidí contarle
lo primero que se me ocurrió para desviar su atención del tema y volverlo,
de alguna manera, contra él.
—Es que no tengo nada que contarte, no seas plasta. Sólo que lo de
muñequita me suena a lo que le diría un poli chungo a su novia en una peli
mala.
Él sonreía.
—Ah, ¿y qué le diría, entonces, el poli chungo a su novia en una peli
buena? —me preguntó intrigado.
—Es que en una peli buena el poli chungo no tendría novia porque no
habría mujer cuerda que le aguantase.
—¿Ninguna? ¿Tú crees, Yerbis? ¿Ni siquiera la traficante chunga
podría enamorarse del poli chungo?
—Huy, esa menos. Esa se enamoraría de un cantante de rock buenorro
como Lenny Kravitz.
—Y yo soy el peliculero… —Meneó la cabeza sonriendo.
Metí el envoltorio de los Donettes, ya vacío, en la bolsa de plástico que
nos habían dado en la tienda y le di un trago a la botella de agua hasta
terminar su contenido para poner su envase también en la bolsa. Suspiré.
Y nos quedamos allí respirando calma durante unos minutos, aunque
fuera sentados en el suelo en medio de una noche y de una calle bulliciosa
en la que empezaba a levantarse algo de viento fresco. Me volví a subir el
cuello del abrigo y me crucé de brazos.
—¿Tienes frío? ¿Quieres que nos vayamos?
—Es que es tarde y tú, además, trabajas.
—Vamos, entonces, Zuñi.
Me levanté para tirar los plásticos a una papelera cercana y él me imitó
para retomar juntos el camino en dirección a Plaza de España. Ese trayecto
lo hicimos en un silencio sólo quebrantado por algún comentario sin
importancia sobre el entorno o las personas que nos íbamos cruzando. Por
fin, llegamos al principio de la calle Princesa, donde nos paramos.
—Bueno, Rafa, aquí se separan nuestros caminos.
—Pero, Yerbis, ¿qué concepto tienes de mí? ¿Crees que iba a dejar a
una dama sola en medio de la noche?
—Pero que no pasa nada, por aquí hay bastante ambiente y llego
enseguida o, si no, me cojo un taxi —afirmé ante su atenta mirada, aunque,
por su semblante, parecía denotar que no estaba muy convencido—. En
serio, vete, que yo estoy bien. Al menos que puedas dormir un par de horas.
¿A qué hora te sale el bus? Porque tienes búho a Móstoles, ¿no?
—Sí, tengo búho, pero no te voy a dejar sola. Si estás muy cansada,
cogemos un taxi, pero te acompaño a casa. ¿Qué clase de poli sería
entonces, por muy chungo que me hayas pintado en tu mente? Venga,
vamos, anda.
Continuamos nuestro paseo por la calle Princesa en dirección a
Argüelles.
Y otra vez la ausencia de palabras. ¿De qué íbamos a seguir hablando
dos personas tan dispares? Al menos, yo no encontraba tema de
conversación. Sin embargo, él fue más rápido en su mente y me sorprendió
con un comentario que no me resultó indiferente.
—Quién te lo iba a decir, ¿eh, Yerbis? Tú que ibas a la fiesta a ligarte
al Ken camarero y, al final, acabas la noche con el quinqui de extrarradio.
—Eeeeehhhh… ¿Perdón? —Me volví hacia él totalmente desubicada.
—¿Qué te tengo que perdonar exactamente?
—Que yo iba a la fiesta ¿a qué, según tú?
—¿Qué ibas a hacer allí si no? En las fiestas de farmacia nunca hay
tías, sólo hay tíos de las escuelas de ingenierías con la esperanza de ligarse
a alguna pibita de nuestra facultad. Pero en esta han puesto al rubiales este
de camarero, al Ken de quinto, que se ha pasado los días camelando a todas
las chorbas para que fuerais. Y muchas habéis picado.
Pero ¿a qué venía aquello? Con su gesto caballeroso empezaba a ganar
puntos hasta comenzar a parecerme un tío más majete de lo esperado, tanto
como para incluirlo en el último lugar de mi lista de posibles candidatos
acompañantes a la isla desierta. ¿Y me atacaba con eso para hacerse el
gracioso? Estaba a punto de mandarle a freír espárragos. Empezaba a
preferir el riesgo de ser asaltada en plena noche que soportar más sus
sornas. En ese momento me sentía aún más ridícula y enfadada que al
principio de la velada. Pero, realmente, ¿con quién me sentía más enfadada?
¿Con Rafa o conmigo misma? Porque tenía razón en lo que había dicho. En
todo. Ni siquiera sabía qué hacía allí con él a esas horas, ni cómo me había
visto envuelta sin quererlo en aquel misterio de la vieja libreta escondida
que nos unía. Pensé en defenderme, pero con el señor Zurbano eso no
funcionaba y sólo lo utilizaría como munición para volver a atacarme, así
que preferí no darle importancia y dejarle fuera de lugar con mi respuesta.
—Las traficantes chungas somos así, imprevisibles.
Y le dejé sin palabras. Y le saqué una sonrisa. Y, al verle sonreír, se
dibujó en mi cara su mismo gesto. Y luego me dijo algo que me dejó
descolocada el resto de la noche, el resto de la semana, el resto de mi vida.
Fue después de varios minutos de silencio, unos minutos en los que su
rostro había cambiado la sonrisa pícara por una expresión pensativa. Quizás
estaba cavilando sobre cómo decirme aquello o quizás sólo lo encadenó con
otro pensamiento y le salió de manera espontánea. Nunca lo sabré.
—Te recuerdo el primer día de clase en primero —comenzó—, cuando
estábamos en el turno de tarde.
Había captado totalmente mi atención. Le pedí que continuara
contándome esa historia solamente con mi mirada.
—Cuando entré en el aula me quedé atrás, justo al lado de la puerta,
para ver el percal antes de sentarme. En mi cabeza iba clasificando a la
gente por grupos, dependiendo del palo que iba cada uno. Por un lado,
estaban las pijiguays, las divinas, con su ropa de marca y sus bolsos caros,
mirando de arriba abajo a todos, pero, sobre todo, a todas. Seguramente, se
comparaban con el resto y estaban decidiendo en ese momento los
complementos que llevarían al día siguiente para destacar entre las demás.
»Por otro lado, estaban las chicas más convencionales, pero que iban
demasiado arregladas para ser un primer día de clase, quizás porque estaban
más nerviosas y querían causar una buena impresión. Esas que nunca se
saltan las reglas, las más inseguras, a mi parecer, a esas las llamé las
bienqueda.
»Después, las que iban demasiado poco arregladas para ser un primer
día de clase, vestidas a lo hippie y despeinadas, esas que van dándose aires
de que todo les importa un bledo, aunque creo que realmente es al contrario
y lo que sucedía es que estaban frustradas por estar en esa clase en contra de
su voluntad. Yo las bauticé como las hippiguays.
»Luego estaba el grupo estándar, chicas que habían llegado desde
diferentes procedencias y estaban allí expectantes, ilusionadas, con un
atuendo poco variado, en su mayoría compuesto de pantalón y camisa o
camiseta de vestir, a esas las denominé las neutronas.
»Y, aparte, nos encontrábamos los chicos, un poco variopintos, pero
como tampoco éramos muchos, estábamos más cortados, mirándonos unos
a otros buscando a los más afines para compartir las horas de clase que
teníamos por delante. A ese grupo no le puse mote de primeras, pero como
sabes, casi todos sus integrantes lo tienen de manera individual.
»Llevaba un rato mirando a todos, decidiendo hacia dónde dirigirme
cuando llegaste tú, pasaste a mi lado y te quedaste delante de mí, parada
mirando al resto, también desde la parte de atrás de la clase. No supe en qué
grupo encasillarte. No encajabas en ninguno. Llevabas un vestido de flores,
así pequeñas, y el pelo largo tapándote la mitad de una mochila de tela fina.
Observaste los laterales de clase y, después, te giraste hacia la puerta, donde
estaba yo. Me miraste un momento y me sonreíste de manera muy tímida,
ni siquiera pudiste mantenerme la mirada más de dos segundos, te dio
vergüenza. En ese momento me pareciste tan tierna que te apodé la
muñequita. Luego te diste media vuelta para avanzar y elegir el sitio en el
que sentarte. Querías pasar desapercibida, pero es difícil de conseguir
cuando no encajas en ningún grupo.
Me paré un instante en medio de la calle y le miré muy seria. No sabía
adónde quería llegar con aquello, ni tampoco qué debía responderle. Me
recoloqué el cuello del abrigo hacia arriba y me crucé de brazos en postura
defensiva. Él seguía con la cazadora desabrochada.
—Me viste como un bicho raro, eso no es una novedad, no eras el
único —le respondí al fin.
—Yo no he dicho eso. Sólo que parecer una muñequita no es malo, es,
en todo caso, tierno, entrañable —me explicaba con gesto serio.
—Es que no me gusta parecer tierna, no me gusta destacar, y menos
por eso.
Retomé el paso, él me acompañó.
—¿Por eso cambiaste tanto de aspecto? El corte de pelo, la ropa…
Querías integrarte en el grupo, ¿no?
—No sé, es que me gusta este estilo. ¿Qué tiene de malo? Antes me
veías como una muñequita y ahora como una chunga. La verdad es que me
da igual cómo me veas.
Seguí caminando mirando al suelo. No me apetecía recordar esa otra
época en la que sufría por ser juzgada sólo por mi apariencia angelical. Esa
época en la que me trataban de cursi o de tonta sin ni siquiera haber cruzado
una palabra conmigo. Esos tiempos quedaban ya muy lejanos o, al menos,
eso era lo que yo intentaba.
—Lidia, no te mosquees. No lo decía por nada, no te lo lleves al lado
malo.
Le observaba en silencio.
—Además —continuó—, ¿qué importa lo que piense el resto? Y,
pensándolo bien, a la hora de la verdad eres más peleona que tierna. Me
acuerdo de primero, cuando hacíamos las prácticas, que tú estabas con
Silvia y yo con Carlitos Zurbarán. Anda que no nos dabais caña, pero sobre
todo tú.
No me quedó más remedio que sonreír.
—Vaya dos, Zurbano y Zurbarán, Zipi y Zape. Me acuerdo de las de
Química Inorgánica, cuando casi quemáis el laboratorio en la práctica
aquella de la llama verde. —Comencé a carcajearme.
—¡Pero si fue la profe! Nos salió una llama muy pequeña y se puso a
echar agua oxigenada de manera salvaje.
—¿Y qué tal le va a Zurbarán? Desde que nos cambiamos al turno de
mañana, no he vuelto a verlo.
—Sigue ahí con asignaturas de primero y de segundo. La verdad es
que últimamente tampoco le veo mucho.
—Vaya personaje está hecho. ¿Te acuerdas de cuando se le perdió una
de las plantas del herbario y la dibujó con un boli Bic, ahí toda cutre…
Y a partir de ahí se nos fue el tiempo recordando momentos. Cuando
nos dimos cuenta, llevábamos un rato parados junto a la estación de metro
de Moncloa partidos de risa.
—Ay, ay. —Me limpié los lagrimones fruto de las carcajadas—. Debe
de ser tardísimo. —Consulté mi reloj—. ¡Pero si son las cinco y diez!
¡Tienes que irte ya! —le ordené.
—Pfffff… Ahora me da pereza bajarme andando hasta Príncipe Pío.
Casi que me espero a las seis a que abra el metro y empiecen los buses
normales, que el búho, además, me deja más lejos de casa.
—¿Estás seguro?
—Sí, sí. Total, para lo que voy a dormir, luego me va a sentar peor
despertarme.
—¿Y qué hacemos? Yo estoy cansada ya y me duelen los pies, me
quiero sentar.
—Te acompaño a casa entonces, Zuñi, no te preocupes.
—No, no, ya me quedo contigo un rato más, encima que me
acompañas.
—Si quieres, nos sentamos, pero ¿dónde?
—Podemos ir al parque. —Le señalé el parque del Oeste.
—¿Ahora me quieres llevar a lo oscuro, Yerbis?
—Sí, y meterte mano, no te digo —le respondí irónicamente—. Tú
tampoco eres mi tipo, así que no te hagas ilusiones.
Me sonrió con su gesto travieso característico.
—Venga, vamos —concluyó.
Cruzamos la carretera hasta llegar a la entrada del intercambiador de
metro y bus de Moncloa y giramos hacia la derecha para cruzar otra
calzada, al otro lado de la cual se encontraba nuestro destino. Cuando
llegamos, el frescor de los árboles nos invadió.
—Me encanta pasear de noche por aquí, me transmite mucha paz, pero
nunca me atrevo a venir sola —afirmé.
—Haces bien, a estas horas nunca sabes quién te puede salir.
Accedimos a la primera parte del parque, donde había una zona con
bancos y mesas con asientos. De fondo, y a lo lejos, se oían algunas voces
que debían de continuar celebrando aquella noche, que era ya el inicio del
sábado.
—¿Quieres que nos sentemos aquí? Tampoco me apetece que nos
alejemos mucho del metro, así disminuimos el riesgo de que nos salga
algún pirado —le propuse.
—Lo que tú mandes, Yerbis.
Nos sentamos en uno de los bancos y respiramos profundamente a la
vez. Aquello nos hizo gracia y nos miramos sonriendo en la penumbra.
Después dirigí la vista hacia el cielo, que asomaba sobre mí dentro de un
marco de ramas de pino.
—Aquí no hay muchas estrellas —afirmé.
—Haberlas, haylas, pero no se ven por la contaminación lumínica.
—En mi pueblo, el cielo está plagado y en verano todo el mundo se
junta para ver la lluvia de estrellas. Es una pasada. —Sonreí.
—Y alguna se escapa a veces desde allí y llega hasta Madrid, pero
luego se esconde debajo de ropa negra para pasar desapercibida —me soltó
sin previo aviso mientras miraba también al cielo.
Yo no supe cómo encajar aquello, ni cómo responderle. Me quedé
mirándole en la penumbra, intentando que la sonrisa de mi cara no fuera tan
desmesurada como para demostrar lo halagada que me estaba sintiendo.
Hacía mucho mucho tiempo que nadie me decía un piropo de semejante
calibre.
—Rafa… —le hablé, y fue entonces cuando él bajó la vista del cielo
para mirarme—, yo también me acordaba del chico de la puerta del primer
día de clase. Me caíste bien.
Me sonrió.
—Hasta que te llamé muñequita y entonces me quisiste pegar. Pero,
bueno, ya que veo que lo prefieres, puedo seguir llamándote la Yerbas.
Le señalé con el dedo, apoyándolo sobre su pecho, y sonreí.
—No te olvides de que aún te debo un guantazo por el beso del
laboratorio. Antes o después, me lo cobraré.
—Pero, Zuñi, que me vas a dejar tuerto a Michael —me habló
cogiéndome el índice.
Deslicé el dedo para que quedara liberado de entre los suyos.
—Y, por cierto, tampoco te pega que te guste Michael Jackson o, al
menos, que sea tu cantante favorito.
—Anda, tía, ¿y por qué? Si es el puto amo.
—Pues porque me esperaba que te gustase algún grupo roquero del
tipo Leño, Los Suaves y esas movidas.
—Bueno, también me gustan, que yo soy muy roquero. De hecho, en
el insti quería ser cantante de rock.
—¡Anda ya! —Empecé a carcajearme.
—Sí, sí, unos amigos y yo montamos un grupo y nos dejaron tocar en
el instituto unas canciones y todo, en la semana cultural.
—No te imagino —seguí sumida en mi risa—. ¿Y qué tal fue?
—Pues ese día, fatal, tía, se oía la guitarra tan alta, que no se me
escuchaba cantar. Se acoplaba el sonido y la gente se tapaba los oídos.
Aunque luego, cuando ensayábamos, tampoco lo hacíamos mal. Pero na,
eran unos impresentables con los ensayos y lo acabamos dejando.
—¿Y sabes tocar la guitarra?
—A veces mi colega me la dejaba para tocar unos acordes, pero yo
sólo cantaba. Nunca tuve dinero para comprarme una guitarra.
—Ay, me tienes que cantar algo de vuestro repertorio —le pedí aún
riendo.
—No creo que te gustase mucho. Además, hace tiempo que lo dejé.
—¿Y cómo os llamabais?
—Los Pancuáticos.
Empecé a llorar de la risa.
—Pero con ese nombre, ¿qué esperabas? —afirmé cuando pude hablar.
—Yerbis, tampoco hace falta que te recrees tanto, ¿no? —me dijo
ofendido.
Aquel tema de la música nos dio mucho de sí y aún hablábamos sobre
ello cuando nos percatamos de que ya había abierto el metro. Nos
levantamos del banco, y pese a que insistí en despedirnos en la entrada del
intercambiador, Rafa se empeñó en acompañarme hasta mi portal. Todavía
no había amanecido, pero el cielo empezaba a clarear y la luz que
sobrevolaba las calles era especialmente bonita.
—Bueno, Zurbano, ten cuidado ahora al volver y que se te pase pronto
la jornada de trabajo, que querrás dormir algo —le hablaba durante el
paseo.
—Estoy bien, ahora me echo una cabezadita en el bus y ya está. —Me
sonrió.
Rafa no era especialmente guapo, ni nunca me había parecido
atractivo, pero esa luz parecía destacar lo mejor de él. En ese instante me
acordé de una frase que leí en algún lugar, una que decía algo así como que
hasta un reloj parado da la hora dos veces al día. Sin duda, ese era su
momento.
—Gracias —le sonreí.
—¿Por qué?
—Por acompañarme.
—Gracias a ti.
—Hablamos entonces para el domingo —recordé. Estábamos llegando
al soportal bajo el cual se encontraba la entrada a mi edificio. Nos
detuvimos delante de la puerta del número treinta y uno—. Vivo aquí —le
informé.
Él asintió y llevó su vista hacia el interior del portal antes de volver a
posar sus ojos sobre mí.
—Hablamos. Me llevo la libreta y, si antes de que quedemos veo algo,
te voy contando —afirmó.
—Vale.
Me miró a los ojos muy fijamente sonriendo, sin hablar.
—Bueno, yo… voy a ir subiendo. —Aparté mi mirada de la suya para
coger las llaves del bolso. Reconozco que me ponía nerviosa esa situación,
ese diálogo de miradas en silencio porque no podía predecir cómo
reaccionaría él a continuación.
—Zuñi —habló al fin.
—¿Sí?
—Por mucho que cambies de aspecto nunca lo vas a conseguir.
—¿El qué?
Volvió a sonreír. Después me cogió la mano y me la besó como si
fuera un caballero de la Edad Media para soltármela suavemente a
continuación.
—Buenas noches, muñequita.
Y se dio media vuelta sin esperar a que le respondiera a aquello. Me
había dejado completamente descolocada. Le observé sólo un segundo más
viendo cómo se marchaba antes de girarme para abrir la puerta del portal.
No quise arriesgarme a que se volviese para mirarme y se encontrara con
mis ojos buscando más palabras dentro de los suyos. Palabras sin sonido
que yo no sabía cómo interpretar porque quizás tenía miedo de reconocer
que hablábamos el mismo idioma. Fue entonces, mientras subía en el
ascensor hasta mi piso, cuando me di cuenta de que aquella fue la primera
vez que alguien me había llamado muñequita y una sonrisa había aflorado
en mi rostro.
6. Y durmiendo por el día

Sábado, 25 de abril de 1998

Me despertaron unos golpes en la puerta de mi habitación.


—¿Mmmm? —respondí ante aquello.
El acceso se abrió y, detrás, se asomó mi compañera de piso, Laura.
—Te llaman por teléfono —me informó.
—Voy —dije con voz de sueño, haciendo un notable esfuerzo para
levantarme—. ¿Qué hora es?
—Las doce y diez.
—¿Las doce y diez ya?
—Una nochecita dura, ¿eh? —bromeó sonriéndome con sus ojos
grises.
—No lo sabes tú bien.
Me acerqué hasta el salón donde teníamos el teléfono. Seguramente, a
esas horas, serían mis padres para hacerme la llamada semanal de rigor.
Aquella en la que me preguntaban qué tal las clases, qué tal las prácticas,
qué tal comía, y todos los qué tales típicos que preguntan los padres que
tienen a una hija universitaria viviendo a cientos de kilómetros de su casa.
Después de mantener aquella conversación, me fui a desayunar.
Mientras trataba de deshacer los grumos del chocolate, en mi mente
aparecían, en forma de resaca, fragmentos de esa extraña noche con
Zurbano. Pensamientos que iban y venían sobre el misterio de la libreta,
pero, sobre todo, sobre aquella historia que rodeaba al mote que Rafa me
puso el primer día de clase.
Un instante más tarde, apareció Laura en la cocina, vestida de negro,
haciendo honor al estilo gótico que tanto la caracterizaba. Laura era una
chica grande, de pelo teñido de negro, muy negro, y piel muy clara, con
unos ojos grises pequeños y vivarachos. Si no la conocías lo suficiente, al
principio te impactaba cuando te la encontrabas de frente. Las dos teníamos
la misma edad y entramos a vivir en aquella casa el mismo curso, pero
reconozco que pasé el primer mes y medio evitándola todo lo que podía
porque sólo su presencia me intimidaba. Con esos rasgos tan marcados y su
atuendo tan tétrico, me parecía que detrás de la puerta de su habitación me
iba a encontrar un féretro por cama. Hasta una madrugada en la que me
levanté a beber un vaso de agua y nos cruzamos en la cocina. Llevaba un
pijama rosa de conejitos.
—Me lo ha regalado mi madre y voy mal de pasta, ¿vale? —me
contestó.
Yo, simplemente, afirmé con la cabeza y me fui con el vaso de agua
hasta mi habitación. Nunca volvimos a hablar del tema, pero desde entonces
nos convertimos en muy buenas compañeras de piso. Nos llevábamos
fenomenal, compatibilizábamos muy bien los turnos de limpieza de la casa
y nunca se metía en tus asuntos más de lo imprescindible. Era de Palencia y
estudiaba Magisterio Musical.
Aquel sábado, como acostumbraba, cogió una lista que había pegada
en la nevera con un imán y leyó su contenido. Apuntó algunas cosas y se la
guardó en el bolsillo.
—Me voy a la compra, ¿necesitas algo? —me preguntó.
—No, gracias, ahora bajaré. Pero antes tengo que ver qué me hace
falta.
—Sayonara, baby —se despidió.
Vaya personaje. Le tenía mucho cariño.
Después de desayunar y fregar los utensilios que había utilizado, salí
de la cocina para encontrarme a Mariola con la aspiradora en la mano,
dispuesta a hacer limpieza de las zonas comunes, ya que era su turno esa
semana. Mariola era una chica de pelo y ojos castaños y mirada muy
expresiva. Era muy menuda, así que resultaba muy gracioso verla de esa
guisa porque entre la aspiradora y ella, no sabías quién dominaba a quién.
—Buenos días, guapa. No he querido pasarla antes por si estabas
durmiendo —saludó con su acento andaluz característico, que no trataba de
disimular.
A diferencia de mí, que me pasé el primer año de universidad
escuchando y practicando para borrar el mío, haciendo que se pareciera lo
máximo posible al acento madrileño, con sus laísmos, sus leísmos y sus
ejques. Más o menos lo había conseguido, salvo cuando volvía al pueblo
donde retornaba a sus orígenes sin mucho esfuerzo.
—Tranquila, ya se han encargado de despertarme mis padres.
—Ay, quilla, qué pesaos, los míos me tienen hasta el papo.
Mariola tenía un año menos que nosotras, era de Málaga y estudiaba
Ciencias de la Información. La recuerdo el primer día que llegó al piso.
Laura y yo la invitamos a sentarse en el sofá y le hicimos el tercer grado. El
año anterior habíamos tenido una compañera que nos había dado muchos
dolores de cabeza y no queríamos que se repitiese la experiencia.
—Estas son las reglas: nada de fiestas, nada de escándalos y nada de
tíos en gayumbos en el salón. La limpieza te toca una de cada tres semanas
y la de abajo es tu balda de la nevera —le informaba Laura a modo de
bienvenida.
Pobrecilla, aún recuerdo su cara de estupor, quizás arrepintiéndose de
haber elegido aquel lugar. Por suerte, eso se le pasó a los pocos días cuando
tuvimos la oportunidad de conocernos mejor y contarle nuestras malas
experiencias previas con su predecesora.
Tras dejar a Mariola con sus tareas de limpieza y darme una buena
ducha, volví a mi habitación con la toalla enroscada para vestirme y
calzarme antes de salir a comprar. Abrí el armario para ver la exposición de
mi ropa allí guardada. Me senté en la cama y la observé un instante. Los
colores más atrevidos de mi atuendo eran el verde militar y el gris perla. Me
levanté para buscar una caja de almacenaje de plástico que contenía la ropa
de mi antigua vida. La abrí y, tras revolver dentro de su contenido, saqué de
ella aquel vestido de flores al que Rafa se había referido. Me lo puse delante
de la toalla, apoyándolo sobre mi cuerpo y me miré en el espejo que había
junto al escritorio. Después me atusé el pelo, aún mojado. Me veía rara con
esa tela de colores pastel y el pelo corto, me parecía que contrastaban
demasiado. Pero, de alguna manera, yo era una chica llena de contrastes y
aquello tampoco me desagradó del todo.
Guardé de nuevo la caja de plástico en su lugar, en el fondo olvidado
del armario, y colgué aquel vestido en una percha que coloqué en una
esquina de la barra, junto a una colección de prendas de color negro. No
tenía nada que ver con el resto de mi atuendo, pero por alguna misteriosa
razón, tenía la necesidad de verlo entre mis utensilios más cotidianos.
Y en ese momento pensé de nuevo en Rafa. Tampoco tenía nada que
ver conmigo y, sin embargo, había pasado una noche entera con él. Zurbano
no me atraía, pero me sentía extraña después de haber compartido tanto
tiempo en su compañía. Su beso en la mano y su despedida me habían
dejado una sensación difícil de archivar en mi cabeza. Pero no quería pensar
en nada más. Suspiré, me puse lo primero que saltó a mis manos y me fui a
comprar lo que necesitaba para reponer mi estante de la nevera.
Aquel día, después de comer, estaba en el salón viendo la tele cuando
sonó el teléfono.
—¿Quién es? —respondí.
—Hola, Lidia, ¿qué tal? ¿Cómo fue la fiesta de ayer? —me decía la
voz de Silvia al otro lado.
—Bueno, no tan bien como esperaba, pero luego te cuento.
—Verás, es que por eso te llamaba. Al final no voy a poder quedar.
Me quedé en silencio un instante. Últimamente esa era la frase más
recurrente de Silvia cada vez que hablaba conmigo y yo empezaba a
cansarme. Le daba más importancia a su novio para dejarme relegada. No
era la primera, ni sería la última vez que me plantaba en el último instante.
—Perdona —siguió hablando—. Es que no voy a poder bajar a Madrid
porque el coche no me arranca, creo que es la batería. Estoy aquí con Rodri
llamando a los de asistencia, pero me parece que esto va para rato.
—Pues nada, que se os dé bien —le deseé sin más.
—No te enfades, tía, esto ha sido un imprevisto. Si quieres, vente a
Villalba y estás aquí con nosotros.
—¿De carabina? No, gracias. Además, que si estáis liados con el tema
del coche…
—O, si quieres, podemos quedar mañana, supongo que ya lo tendré
solucionado para entonces —propuso.
—Mañana no puedo —le respondí de manera refleja porque estaba
enfadada.
Entonces me acordé de que realmente no podía porque tenía aquel plan
con Rafa, ese de ir a visitar el Jardín Botánico.
—¿Y eso? —me preguntó.
Y en ese instante pensé que tampoco podía darle más explicaciones
porque aquello era un secreto que sólo nosotros dos conocíamos.
—Tengo que hacer unas cosas aquí en casa —mentí.
—Bueno, pues el lunes nos vemos y me cuentas. No te enfades —
volvió a decirme—, a mí también me apetecía que nos tomáramos algo
juntas, hace días que no hablamos de nuestras cosas.
—Sí, unos cuantos. Pues que no sea nada lo del coche, ya me cuentas.
—Hasta luego, guapa. Perdona. Un beso.
—Hasta luego, Silvia. —Y colgué sin más.
Me fui a mi habitación y me tumbé encima de la cama resoplando.
Estaba cansada de estar siempre dependiendo de la decisión de otra
persona, de que mis planes se viesen truncados a última hora. De estar sola
porque últimamente mis amigas tenían algo mejor que hacer o estaban
emparejadas. Si, al menos, me hubiera quedado con la libreta misteriosa,
podría echarle un vistazo y estaría entretenida buena parte de la tarde.
Aunque tampoco entendía mucho la letra con la que estaba escrita.
Me acordé de que Rafa me había propuesto quedar ese día. ¿Y si le
llamaba? Quizás podríamos vernos un rato y avanzar algo con el tema. Eran
las cuatro y cuarto. Él me dijo que salía a las tres de trabajar, y aunque no
sabía la localización de la farmacia que le había contratado, me sonaba que
estaba en Madrid y pensé que podía utilizar como referencia el tiempo que
tardaba en su viaje desde la facultad, según él, aproximadamente una hora.
Probablemente, acabaría de llegar a casa y aún no le habría dado tiempo a
echarse la siesta. Salté de la cama para coger el papel con su número
apuntado, que tenía guardado en el abono transporte, y me fui al salón.
Cogí el teléfono y me quedé parada un instante. Respiré
profundamente y marqué su número. Un tono. Dos tonos. Tres tonos.
—¿Dígame? —me contestó una voz femenina un tanto aguda, la voz
de su madre, supuse.
—Hola, buenas tardes, ¿está Rafael, por favor?
—¿De parte de quién?
—Soy Lidia, una compañera de clase.
—Espera un momento, hija, que está durmiendo la siesta.
—No le moleste entonces, ya le llamaré en otro momento.
—Si es que, claro, viene de trabajar, pero ha estado toda la noche por
ahí y no se puede estar en misa y repicando. Le llamas por algo de estudios,
¿verdad?
—Sí, sí —mentí.
—Espera, que ahora se pone.
Soltó el teléfono sin dejar que le respondiera. Después escuché de
fondo cómo le llamaba.
—Es una chica de clase, Lidia, me parece que me ha dicho —le
informaba.
Segundos después, escuché ese sonido tan característico que llega
desde el otro lado del teléfono cuando alguien se pone al aparato.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me contestó con voz de sueño.
—Perdona, no te quería despertar. Le he dicho a tu madre que te
llamaba luego, pero…
—No pasa nada, dime.
—Es que, al final no voy a quedar con Silvia y, bueno, si no tienes
nada que hacer, podríamos vernos luego para revisar la libreta y así, a lo
mejor sacamos algo más en claro. Como ayer me dijiste lo de quedar hoy…
Silencio al otro lado de la línea. Y entonces me arrepentí de haberle
llamado. Igual estaba pensando que quería verle por otros motivos
diferentes a aquel vetusto documento.
—Pero si ya habías hecho planes, nada —continué.
Otra vez silencio.
—¿Rafa?
—Sí, sí —me dijo.
—Sí, ¿qué?
—Que vale, que luego nos vemos y nos ponemos con el trabajo —me
confirmó. Sospeché que dijo aquello del trabajo como justificación porque
su familia le estaría escuchando hablar.
—Vale.
Oí como respiraba fuerte, como si se estuviera desperezando.
—¿Te va bien a las siete? —me preguntó.
—Sí, ¿dónde?
—¿En el botánico?
—Pero a esa hora ya no nos da tiempo a verlo, cierran pronto.
Se quedó callado unos segundos, demasiados, como si le estuviera
costando pensar. Aunque teniendo en cuenta que no había dormido nada, no
me extrañó en absoluto.
—¿En Moncloa? —volvió a probar.
—Donde te venga bien, a mí me da igual.
—Vale, quedamos a la salida del intercambiador, enfrente del parque
del Oeste. Vemos lo que dice de la primera planta y mañana vamos al
botánico.
—Perfecto.
—Nos vemos entonces, Zuñi. Vete por la sombra.
—Hasta luego, Rafa.
Y colgué. Me había puesto un poco nerviosa, pero siempre me pasaba
cuando tenía que llamar por teléfono. Nunca sabías quién te podía contestar
y eso te daba la presión adicional de caer bien a los familiares de tus
amigos. Yo era muy tímida y lo pasaba regular con aquellas cosas.
Miré el reloj. Aún me daba tiempo a descansar para recuperarme del
sueño que me acuciaba por haberme acostado de madrugada. Me fui a mi
habitación y me recosté en la cama donde reposé un rato antes de mi no cita
con Rafa.
Llegué a las siete y dos minutos al intercambiador de Moncloa y
Zurbano aún no estaba allí. ¿Se habría quedado dormido? Le esperé
apoyada en la pared que había junto a la puerta, mientras me desenroscaba
el fular que me había puesto en el cuello, para meterlo en una mochila de
tela. El sol caía produciendo una sensación térmica mayor de la que había
estimado antes de salir de casa. Después cerré aquel pequeño macuto y me
lo volví a poner en la espalda. Era el mismo que había llevado mi primer
día de clase en la universidad al que se había referido Rafa la noche
anterior. De color verde oliva y de un estilo bastante neutro, fue uno de los
pocos complementos de mi antigua manera de vestir que no había
desterrado.
A las siete y diez, Zurbano salía por la puerta, le hice un gesto con la
mano y se acercó hasta mí.
—Hola —nos dijimos.
Nos quedamos parados un instante y después nos dimos dos besos. Me
parecía curioso saludar de manera distinta a alguien a quien veías todos los
días en clase sólo por estar en un entorno diferente. Olía a Massimo Dutti
mezclado con otro aroma que parecía de gel de baño.
—Perdona, Yerbis, es que el blasero venía pisando huevos.
—¿Quién? —le pregunté.
—El blasero, el conductor de la blasa.
Yo aún le miraba con gesto de extrañeza.
—Es que, a los autobuses de Móstoles, Alcorcón, etc. se les llama
blasas, por la empresa… Da igual —concluyó.
Le observé atentamente. Una barba morena de dos días comenzaba a
asomar en su cara de sueño.
—¿Dónde quieres que vayamos?—Me cuestionó.
—Me he traído un cuaderno para transcribir los textos de la libreta.
¿Quieres que vayamos al parque y lo hacemos allí? Lo de los textos, digo
—añadí antes de darle tiempo a generar algún chiste—. Hoy hace bueno.
—Vale —me contestó.
Cruzamos la carretera y comenzamos a pasear por el parque del Oeste
como la noche anterior, aunque esta vez tenía iluminación solar y estaba
bastante más concurrido.
—¿Qué tal? ¿Has podido dormir algo? —le pregunté.
—Algo. —Me sonrió.
—¿Pero no eras tú quien decía que dormir está sobrevalorado?
—Y lo está, Yerbis, y lo está.
—Pues nadie lo diría viendo tu cara de sueño. Si lo sé, no te llamo y te
hubieras quedado durmiendo en casa.
—Pero te apetecía verme, que lo sé, y no has podido resistirte. ¿Cómo
iba a dejarte con las ganas? —bromeó.
—¿Se puede ser más tonto? —Sonreí.
Seguimos caminando un poco más. Los bancos y mesas con asientos
donde habíamos estado sentados de madrugada, estaban ocupados, así que
continuamos avanzando por el parque.
—Además, así me da un poco el aire y avanzamos con la libreta. Si
mañana vamos al botánico, mejor llevarlo un poco mirado, será más fácil
—explicó.
Nos fuimos por un camino que se desviaba hacia la izquierda y
anduvimos hasta pasar un estanque con una fuente, que dejamos a la
derecha.
—¿Quieres que nos pongamos por ahí? —Le señalé una de las
múltiples praderas que se sucedían a continuación.
—Donde quieras.
Nos adentrarnos en ella y elegimos un lugar donde no había demasiada
gente alrededor para sentarnos sobre la hierba al lado de un árbol. Él sacó la
libreta de su cazadora y yo el cuaderno que me había llevado para tomar
notas, que guardaba dentro de la mochila.
—Empezamos entonces por la lavanda, ¿no? —me planteó.
—Sí, yo creo que es la que está relacionada con el plano del botánico.
—Pues vamos al lío, Yerbis. —Y casi inmediatamente volvió a
dirigirse a mí—. Oye, ayer no lo comentamos, pero que esto quede entre
nosotros, no podemos decir nada a nadie. Pero a nadie de nadie.
Yo le miraba con estupor.
—¿Por quién me tomas, Rafa? ¿A quién se lo iba a decir?
—A Silvia o a alguien de clase, yo qué sé.
—Sí, porque había pensado poner un cartel en la puerta de la facultad
el lunes —le dije irónicamente—. Aplícate el cuento porque entre tú y yo,
yo soy la tímida, la introvertida y tú, el notas al que todos conocen porque
va de gracioso poniendo motes a diestro y siniestro. Mira a ver quién tiene
más riesgo de irse de la lengua.
—Vale, tía, no te pongas así, sólo era para dejarlo claro. Puede que yo
sea un notas, un quinqui de extrarradio o un poli chungo, pero sé guardar un
secreto.
Me alargó la mano derecha como invitación a que yo hiciera lo mismo.
Le tendí la mía y él me la agarró en un apretón de manos.
—Pacto: esta libreta y todo lo que la rodea, sea lo que sea adonde nos
lleve, queda entre tú y yo —me dijo.
—Hecho.
—No, así no, Yerbis. Tienes que repetir lo que he dicho para que sea
válido.
Suspiré antes de hablar. En ese instante volví a arrepentirme de haberle
llamado.
—Pacto: esta libreta y lo que la rodea, nos lleve adonde nos lleve,
queda entre tú y yo. ¿Te vale así?
Me sonrió en respuesta y nos estrechamos la mano. Después abrió el
viejo cuadernillo para buscar la página donde se comenzaba a hablar de la
lavanda.
—¿Cómo hacemos? ¿Yo leo y tú copias? —propuso.
—Perfecto, Zurbi.
Me miró de reojo y meneó la cabeza sonriendo.
—Se conocen dos especies del género Lavandula con el nombre de
espliego o alhucema —comenzó a leer tras recostarse en la hierba con la
cabeza apoyada en el codo.
Siguió dictándome durante un rato, no sin antes tener que hacer un par
de paradas en las que tratábamos de averiguar juntos lo que podía poner.
Quedaban un par de líneas cuando noté que empezaba a disminuir su
velocidad de lectura. Estaba muy cansado, tanto, que cogió mi mochila y la
llevó hasta él.
—¿Puedo? —me pidió permiso antes de ponerla debajo de su cabeza a
modo de almohada.
—Eeehhh… Sí —le confirmé dudosa.
Se tumbó de lado mirando hacia mí mientras leía las últimas palabras
correspondientes a la lavanda, pero le costaba un mundo mantener los ojos
abiertos.
—Rafa, ¿estás bien?
—Uf, perdona, tía, es que se me cierran los ojos. Dame cinco minutos.
—Va, vámonos ya, estamos muy cansados, ayer fue una noche muy
larga. Yo tengo mucho sueño también.
Me miraba con dificultad mientras bostezaba porque le pesaban los
párpados.
—Sólo cinco minutos, Yerbis —me pidió—. Necesito estar despierto
para poder llegar a casa. —Soltó la libreta en la hierba junto a la mochila
donde apoyaba la cabeza, se puso boca arriba y cerró los ojos.
Yo también bostecé.
—¿Ves? Me lo estás pegando.
Volvió a abrir los ojos diez segundos para mirarme de reojo.
—Pues descansa tú también cinco minutos, después nos vamos —dijo
casi arrastrando las palabras.
—No tengo almohada —protesté porque se había apropiado de mi
mochila.
Pero luego me sentí un poco responsable de que no hubiera dormido
nada la noche anterior y decidí no decir nada más y dejarle descansar un
poco mientras yo apoyaba el codo sobre la hierba y dejaba caer la cabeza
sobre mi mano, mirándole. Suspiré. Entonces, puso en cruz su brazo,
apoyándolo sobre la pradera con la palma hacia arriba, entreabrió los ojos y
me hizo un gesto, tocándose el hombro con la mano del brazo contrario
para que apoyase mi cabeza sobre él.
—Ven —me habló.
Me quedé inmóvil un instante e hice un amago de hacerle caso, pero
no me atrevía a invadir su burbuja de nuevo de aquella manera.
—Tranquila, sigues sin ser mi tipo —añadió mientras volvía a cerrar
los ojos.
—Me empieza a intrigar quién es tu tipo, Rafa —afirmé sin pensar,
porque ese es el tipo de frase que jamás le hubiera dicho de no estar tan
dominada por el sueño como para dejar salir un resquicio de los
pensamientos que se paseaban por mi subconsciente, aquellos que ni sabía
que tenía.
Él no respondió, ni siquiera abrió los ojos, pero una sonrisa se dibujó
en su rostro.
Apoyé mi cara sobre su hombro sin saber muy bien como ponerme, me
sentía extraña y a la vez muy cansada. Escuchaba las voces de la gente que
transitaba el parque, el rumor del agua de la fuente, el tráfico de fondo, su
respiración. Inspiré profundamente y me sentí invadida por aquel aroma
compuesto por una mezcla de colonia masculina y gel de baño. Y fue
cuando me percaté de lo relajante que es escuchar un sonido rítmico,
uniforme, el sonido de su corazón moviéndose a un compás lento. Me dejé
atrapar por la tranquilidad que me producía aquella dulce percusión,
poniendo mi brazo sobre su pecho y cerré los ojos. Y como respuesta, su
brazo me rodeó la espalda para acogerme en ese instante onírico.
7. La confusión como broche

Noche del sábado, 25 de abril de 1998

Me despertó el murmullo de fondo, el aire fresco que se hacía más


presente por la ausencia del sol y que me hizo estremecer bajo su abrazo.
Rafa, al percibirlo, me apretó contra él aún inmerso en su sueño. Pero ¿qué
estaba haciendo allí, tumbada en medio del parque y abrazada a Rafael
Zurbano? Tardé unos segundos en volver a ser consciente de la realidad.
Estaba oscureciendo. Me enderecé y su brazo se deslizó desde mi espalda
hasta apoyarse en el suelo.
—Rafa —le susurré.
Pero él seguía sumido en su mundo soñador.
—Rafa —le repetí, esta vez tocando suavemente su mejilla, su
incipiente barba morena, no quería asustarle.
Abrió los ojos despacio y se encontró con los míos mirándole mientras
le acariciaba la cara. Me observó un par de segundos, en los que aparté mi
palma de su rostro, y luego se incorporó.
—Pfffff… Pero ¿qué hora es, Zuñi?
—Las nueve y diez —le confirmé tras ver la pantalla de mi reloj.
—¿Por qué susurras?
—Y yo qué sé. Estoy muy empanada. Nos hemos quedado sopa como
hora y cuarto.
—Pfffff… —volvió a resoplar antes de frotarse los ojos.
Me percaté de que la libreta y el cuaderno donde habíamos tomado las
notas permanecían en el suelo a su libre albedrío, estábamos tan cansados
que antes de nuestra siesta no nos dio tiempo a entretenernos para
guardarlos a buen recaudo. Los cogí y entregué a Rafa la libreta antes de
guardar el cuaderno en la mochila.
—Necesito una Coca Cola, si no, no voy a ser capaz de llegar
despierto —aseguró a la vez que se guardaba el documento en el bolsillo
interior de su cazadora.
—¿Quieres que te acompañé a casa? —le pregunté. Aunque
adormilada, yo parecía algo más espabilada que él.
—No, no, tranquila, con un poco de cafeína, solucionado. Ya te dije
ayer que no iba a dejar a una dama sola en medio de la noche.
—Bueno, tampoco es tan tarde.
Nos levantamos para caminar por el parque, donde aún se observaba
una luz anaranjada en el horizonte. Lo hacíamos sin hablar, resacosos por el
sueño y con aquella extraña sensación que nos había dejado esa siesta
aliñada con algún abrazo y alguna caricia inexplicables. Unos minutos
después, entrábamos en una tienda de golosinas.
—¿Quieres algo? —me preguntaba Zurbano mientras se disponía a
pagar su refresco.
—No, no, gracias —le respondí justo antes de bostezar.
Rafa abrió su lata.
—Toma, anda, bebe un poco, que veo que tú también necesitas una
pequeña dosis —me ofreció antes de probarla.
Cogí el bote de entre sus manos y bebí un poco para volver a
entregárselo. Reconozco que agradecí el frescor y el cosquilleo de las
burbujas en mi garganta.
—¿Quieres más? —me dijo tras haber bebido.
—No, tranquilo.
Pero su gesto insistente me invitó a dar otro trago. Y tras volver a
pasarle la bebida, me di cuenta de que aquel era el segundo día que
compartíamos saliva, así, sin venir a cuento.
—Bueno, Zuñi, ¿mañana a qué hora quedamos? —me preguntó una
vez delante de mi portal. Parecía algo más recuperado.
—Como el jardín cierra pronto, ¿sobre las cinco te va bien? Para que
nos dé tiempo a verlo tranquilamente.
—Vale. ¿Quedamos en la entrada del metro de Atocha por la que
salimos el otro día?
—Perfecto. ¿Tú cómo vienes?
—Voy en tren hasta allí.
Silencio. Y su mirada clavada en la mía otra vez, como el día anterior,
precediendo a la despedida. Me retiré el flequillo de los ojos y eso me dio la
excusa perfecta para apartarlos de los suyos.
—¿Estás bien? A ver si te vas a quedar dormido en el bus o ¿cómo
era? En la blasa, ¿no? —le hablé por romper aquel vacío de palabras.
—No, tranquila, ya me he espabilado.
—Bueno, ve con cuidado, Zurbano.
Y me quedé parada un instante, dudando, hasta que finalmente nos
acercamos para darnos dos besos.
—Buenas noches, Lidia.
—Buenas noches, Rafa.
Me sonrió y se dio media vuelta para marcharse. Y yo me puse otra
vez a buscar las llaves para entrar al portal, totalmente sumida en la
confusión. Subí en el ascensor preguntándome qué había significado
aquella tarde, aquella siesta con aquel abrazo, aquella despedida insulsa.
Pero, sobre todo, me preguntaba por qué me estaba cuestionando todo
aquello, por qué trataba de buscar un significado a algo que no lo tenía. «Ni
siquiera me gusta. Debe de ser el sueño», pensé. Entré a casa, tomé una
cena ligera y sin entretenerme mucho más, me fui a la cama a abrazarme,
esta vez a la almohada.
8. La frustración, nuestra guía

Domingo, 26 de abril de 1998

Me desperté a las diez. Había dormido bastantes horas, así que decidí
aprovechar ese tiempo para estudiar, ya que por la tarde no podría hacerlo
debido a nuestra visita al botánico. Preparé los apuntes encima de la mesa
del escritorio, pero no pude evitar echar un vistazo a las notas de la libreta
que había tomado el día anterior. Aparentemente, no había nada raro ni
ninguna conexión directa con el Jardín Botánico, salvo que esa planta se
encontraba allí. Quizás hallásemos la pista una vez que la tuviéramos
delante. Como no podía avanzar mucho con aquello, volví a guardar el
cuaderno en la mochila, pero cuando lo hice, algo me hizo detenerme.
Sostuve aquel pequeño macuto y lo acerqué hasta mi nariz. Olía a él. La
siesta del día anterior había sido la culpable de que la tela se quedara
impregnada con su aroma. Volví a olerla, esta vez cerrando los ojos. Y
cuando fui consciente de lo que estaba haciendo, la solté de golpe para
zambullirme de lleno en mis estudios.
Un rato después, algo me hizo desconcentrarme, el sonido salía de la
habitación de al lado:
De noche sueño nuestro ayer
Y cuando me llega el despertar
Yo te maldigo sin querer
Y es que te quiero a mi pesar
Me levanté, salí de mi habitación y toqué con los nudillos a su puerta,
a la de Laura.
—Pasa —me dijo.
Entré y la vi junto a un equipo de música, donde escuchaba una cinta
con la oreja pegada al altavoz. Le dio al botón de pausa.
—¿En serio? ¿Raphael? —le pregunté sorprendida.
—Es para un trabajo de fin de curso.
—Ya, pero, tía, ¿Raphael?
—Era la mejor opción.
—¿La mejor opción?
—Viste de negro —se justificó.
—Ah —asumí ante aquella lógica tan aplastante y cerré la puerta para
volver a mi cuarto.
Cuando lo hice, aún se escuchaba su música, así que decidí ponerme la
radio con el fin de concentrarme un poco. Sonaba el anuncio cantarín de
aquella emisora, que precedía al comentario correspondiente a la última
canción que había sonado: Top Radio Top. Y Rafa Sánchez de La Unión nos
da paso a nuestro siguiente éxito, decía el locutor.
—Pero, a ver… ¿Es que no hay más nombres en el mundo? —
pregunté retóricamente.
Después comenzó a sonar Michael Jackson. Apagué la radio y resoplé.
El destino me lo estaba poniendo difícil para concentrarme aquel día.
Horas más tarde, y tras haber comido, miraba con atención lo que
había dentro de mi armario. Mi mente se volvió a posar en aquel vestido de
florecitas para elegir una falda larga de color gris oscuro y una camiseta
beige con letras, que acompañaría con mis características botas militares.
A las cinco y cinco, salía por la puerta del metro de Atocha. Rafa ya
estaba allí esperándome. Tenía un aspecto diferente. Portaba un vaquero
negro, que parecía más nuevo que los de los días anteriores, y una camiseta
lisa de color blanco que cubría con una chupa de cuero. Aquel día calzaba
unos zapatos de tipo deportivo en lugar de las zapatillas de deporte.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me saludó. Se le veía mucho más despierto.
—Hola, Rafa. ¿Qué? ¿Ya has dormido?
Nos acercamos para darnos dos besos y, al hacerlo, me envolvió el
aroma de su característica colonia y la suavidad de su piel, se había
afeitado.
—¿Y tú? —me devolvió la pregunta.
Le sonreí en respuesta.
—¿Vamos? —le propuse sin más.
—¿Qué tal? ¿Te ha cundido el día?
—Bueno, algo, aunque no tanto como me hubiera gustado. ¿Y a ti?
—Algo también. He estado mirando otra vez las páginas de la lavanda,
pero no he encontrado nada que me dé una pista. Supongo que tendremos
que encontrar esta planta dentro del jardín y quizás allí lo veamos.
Nos fuimos caminando en dirección a la puerta del Jardín Botánico,
pero nos paramos al lado de la Cuesta de Moyano para echar un vistazo.
—Atocha International Business —me dijo y luego empezó a reírse.
Le di un manotazo en el hombro.
—¡Qué tonto! —protesté a continuación.
Seguimos con nuestro recorrido hasta llegar a las taquillas.
Nos pusimos a la cola para comprar la entrada y breves instantes
después estábamos en el interior del jardín mirando el plano que nos habían
facilitado.
—Yo creo que tenemos que irnos a la zona de las plantas medicinales,
que está por aquí —le señalé el punto en aquel mapa—, y buscar la lavanda.
—Detrás de usted, señorita.
Marchábamos en silencio, yo miraba embelesada las flores que
comenzaban a abrir por la primavera. Iba ralentizando el paso cada vez que
me encontraba alguna estampa floral que lo mereciera. No le decía nada,
pero él debía de ver en mi cara que aquello me fascinaba y eso parecía
divertirle.
—¿Qué pasa? —le pregunté al ver su gesto risueño.
—Nada, nada. Es que me hace gracia.
—¿El qué?
Me miró sonriendo, pero sin hablar, sólo negaba con la cabeza.
—Tus… contrastes —respondió finalmente.
—¿Mis…?
—Vamos, Yerbis, que se nos va la tarde.
Meneé la cabeza y retomamos el paso hasta llegar a la zona que nos
interesaba.
—Pues aquí la tenemos, la lavanda. Bueno, esta es una de sus especies.
—Sonreí.
—Venga, cuéntamelo, que lo estás deseando.
—¿El qué?
—Pues para lo que sirve. Para qué utiliza tu abuela la lavanda.
—Tampoco es ningún secreto, es una planta muy común. Yo he visto
utilizar su infusión para desinfectar quemaduras y con su aceite esencial se
curan antes porque cicatrizan mejor. En tisana se toma para ayudar a dormir
y como relajante. Pero eso ya lo sabías, ¿no?
Él me miraba sonriendo.
—No sé tanto como tú.
Estuvimos un rato dando vueltas estudiando las diferentes plantas de
lavanda que había, sus carteles y los alrededores sin obtener ningún
hallazgo.
Tras haber estado allí toda la tarde, salimos del jardín frustrados a la
hora del cierre.
—Es que no lo entiendo, tía, ¿qué se nos está escapando? —me
hablaba.
—Da igual, Rafa, igual esto es una tontería y estamos aquí
mareándonos cuando puede que sea la broma de algún gracioso. Yo creo
que lo podríamos dejar.
—Pero, Zuñi. —Se paró delante de mí para ponerme las manos sobre
los hombros—, no te vas a rajar tan pronto, ¿no?
—Es que no sé, Rafa. ¿Adónde nos lleva esto?
Él me miraba fijamente a los ojos, la luz del sol descendiendo se
reflejaba en los suyos, endulzaba su mirada.
—No sé —repetí bajando la vista.
—Apenas hemos empezado, vamos a seguir leyendo ¿no?, puede que
se nos escape algo.
—Pero si no sabemos ni lo que estamos buscando, Zurbi —ni siquiera
sé por qué le llamé así en ese momento. Sólo que, entonces, volví a levantar
la mirada para verle y aquella vez no sonrió.
—Va, Lidia, vamos a darle una oportunidad. No me dejes solo con
esto, por favor.
Y aquella vez me quedé más tiempo de lo normal observando sus ojos.
Demasiado. Tanto, que sentía que comenzaba a desconcentrarme y eso no
lo podía tolerar.
—Yo… es que estoy cansada, ha sido un fin de semana un poco
intenso —le confesé antes de retomar el paso, zafándome así de sus manos,
que aún permanecían apoyadas sobre mis hombros. Necesitaba poner un
poco de distancia entre él y yo—. ¿Vamos al metro? —añadí.
Él, simplemente, asintió antes de continuar caminando a mi vera.
Durante el viaje de vuelta fuimos en silencio, serios. Supongo que
Rafa estaría pensando en cómo convencerme para que siguiera con aquello
y yo sólo pensaba en que había pasado demasiadas horas a su lado y eso me
estaba provocando un desbarajuste de ideas que ni siquiera sabía cómo
gestionar. Cuando nos bajamos del tren que nos dejó en Moncloa, le hablé.
—No hace falta que me acompañes a casa, de verdad. Hoy es pronto.
—Ya te dije que no te dejaría sola —afirmó.
Y aquello me sonó como un reproche, como si yo fuera una
despiadada a la que no le importaba hacer lo mismo con él. Pero quizás
fuera mi imaginación la que supuso todas esas cosas.
Continuamos aquel paseo sin decirnos nada más y cuando ya
estábamos delante de mi portal volví a dirigirme a él.
—Ten cuidado, Zurbano, nos vemos mañana en clase.
—Que descanses.
Nos acercamos para darnos dos besos de despedida.
—Buenas noches, Rafa.
—Buenas noches —me deseó antes de mirarme otra vez fijamente.
Y así nos quedamos unos segundos, yo esperando a que continuara
hablando, como parecía que pretendía hacer. Cuando estaba a punto de
volver a apartar mis ojos de los suyos, me acarició la barbilla para que no lo
hiciera.
—Lidia…, no me dejes solo.
Y por primera vez fue él el que rompió aquella mirada para darse
media vuelta y dejarme allí con el alma confundida, tal y como había hecho
las dos noches anteriores.
9. Tratando con la rutina

Lunes, 27 de abril de 1998

A las nueve y veinte de la mañana estaba subiendo por las escaleras de


la facultad hasta la segunda planta, donde teníamos nuestra primera clase.
Entré en el aula y bajé hacia las gradas para dirigirme al lugar donde nos
solíamos sentar Silvia y yo. Ella ya estaba allí, quitándose el abrigo y
sacando una carpeta con folios de su bolso. Zurbano la llamaba Zea,
haciendo referencia a su apellido, o Fea, de manera aleatoria. Pero aquel
adjetivo no era nada realista, de hecho, ella era una de las mujeres más
atractivas que conocía. Tenía un cuerpo bonito y armonioso con unas curvas
que eran la envidia de muchas chicas y el deseo de muchos chicos. Era un
poco más alta que yo y tenía la tez clara, una media melena morena
ensortijada y unos ojos verde agua que en ese momento me miraban con
gesto de disculpa.
—Hola, guapa, ¿cómo estás? Tía, perdona por lo del otro día, me
siento fatal, pero es que parece que todo pasa a la vez —me habló de
manera atropellada.
—Hola —le respondí antes de emitir un bostezo y sentarme a su vera,
justo al lado del pasillo.
—¿Qué tal estás? Aparte de dormida.
—Es que ayer me acosté tarde pasando temas a limpio y estudiando.
Estas dos últimas semanas con las prácticas tampoco han dado para mucho
y llevo un poco de retraso —le mentí porque no quería que supiera que me
costó dormir debido a que cuando cerraba los ojos sólo podía escuchar la
voz de Rafa diciéndome que no le dejara solo, y me sentía muy culpable. Y
porque después de aquel fin de semana con él tampoco sabía cómo iba a
cambiar nuestra relación allí en clase.
—Ya, yo estoy igual. Pero, bueno, cuéntame, tía, ¿qué pasó en la
fiesta? ¿Por qué no fue como esperabas?
Era el último tema del que quería hablar, pero pensándolo mejor,
concentrar mi atención en Fran la alejaba de Zurbano y eso me aliviaba.
—Pues básicamente que le pillé dándose un morreo con otra —le
expliqué.
—¿Y qué hiciste?
—Pues me fui, ¿qué iba a hacer?
El resto de compañeros estaba entrando en clase comentando su fin de
semana. Juan Antonio Talavera, al que Zurbano llamaba Calavera, más
conocido por el resto como Juanan, pasó a nuestro lado saludándonos
medio adormilado para sentarse en la fila que teníamos delante, como solía
acostumbrar. Daniel Vázquez de la Torre lo hizo después para sentarse a su
lado. Rafa le llamaba Danny Boy por aquella canción de Chumbawamba, o
por su apellido simplificado, sin el «de la Torre», como hacíamos el resto a
petición de Daniel, que trataba así de disimular unos antepasados de origen
noble que ponían de manifiesto aquel sobrenombre compuesto. Dani y
Juanan eran los dos mejores amigos de Rafa de la facultad.
—A los buenos días —nos dijo Vázquez.
Dos minutos más tarde apareció Zurbano también somnoliento. Pasó
junto a nuestra fila en el momento en que yo bostezaba, mientras sacaba mi
cuaderno de tomar apuntes.
—Good morning, ladies —nos dijo, después se dirigió a mí para
comentar mi bostezo—. ¿Qué pasa, Yerbitas? ¿Un finde intenso?
Apoyé el cuaderno sobre la mesa.
—A juzgar por tu cara diría que bastante más aburrido que el tuyo —le
contesté.
Se sentó delante de mí sin decir nada más y saludó al resto de
compañeros de mesa. Aunque también nos relacionábamos con los demás
alumnos de la clase, ellos tres y nosotras dos solíamos estar juntos allí en la
facultad. Nos conocíamos desde primero y, a diferencia de los demás, los
cinco teníamos en común habernos cambiado del turno de tarde al de
mañana aquel curso.
—¿Quién da hoy la clase? ¿El Manolo de Manos a la obra? ¿Quién te
enseñó el gotelé? —Rafa empezó a bromear con los chicos imitando a los
personajes de aquella famosa serie de televisión.
—Pfffffff… —no pude evitar resoplar al recordar que con aquel tipo
había compartido una siesta en un parque.
Se dio media vuelta.
—Yerbis, que me vas a despeinar.
Meneé la cabeza. Y sólo era el principio de la mañana.
—¿Qué haces esta tarde? —me preguntó Silvia—. Como esta semana
no tenemos prácticas, si quieres nos podemos quedar a estudiar en la
biblioteca y así comemos juntas y hablamos un poco. Luego puedo esperar
a Rodri, que sale sobre las seis y media, y ya me voy con él a Villalba.
—Bueno, la verdad es que no había hecho planes.
Entonces pensé en que no había quedado en nada con Rafa. No
habíamos vuelto a hablar desde el día anterior cuando le manifesté mi deseo
de no seguir con aquel juego de la libreta. Y la verdad es que, viendo su
comportamiento, cada vez se me quitaban más las ganas. Me sorprendía el
contraste entre el Rafa que me abrazaba durante nuestra siesta en el parque,
el que me acompañaba a casa, ese que me pedía que no le dejase solo y el
que había aparecido aquella mañana haciendo el payaso, como de
costumbre. Y él me hablaba el día anterior de mis contrastes…
—Vale, me quedo contigo esta tarde —le confirmé a Silvia.
Zurbano se dio media vuelta de nuevo y me hizo una señal para que
me callara, poniendo el índice delante de sus labios. El profesor estaba
entrando en la clase.
—Y a éste, ¿qué le pasa hoy? —preguntaba mi amiga.
Negué con la cabeza. Aunque, en el fondo, pensaba que aquello era
una manera de llamar mi atención.
La clase pasó y después nos dirigimos hacia una de las aulas de la
planta baja, donde teníamos la asignatura siguiente. Aproveché para ir al
baño y, al salir, me encaminé hacia la zona del pasillo donde mis cuatro
compañeros esperaban a que salieran los alumnos de la clase anterior. Se
encontraban sentados en uno de los bancos de madera. Cuando me uní a
ellos, hablaban del evento del viernes.
—Menudo coñazo de fiesta, yo creo que no fue nadie, ¿no? —
comentaba Vázquez.
—Bueno, menos las churris que iban babeando por el Ken camarero,
¿verdad, Yerbis? ¿Qué tal te fue? ¿Te comiste algún colín? —intervino
Rafa.
Yo no daba crédito, ¿de verdad estaba diciendo eso? ¿De verdad me
estaba poniendo en evidencia delante del resto? No podía permitirlo.
—No sé, dímelo tú, que también estabas en la fiesta muy pegado a la
barra haciéndole pestañitas al camarero —respondí.
—¿Qué dices, Rafa? ¿También estuviste en la fiesta? —curioseó
Silvia.
—Sí, viendo como tu amiga, la cucaracha, le tiraba fichas al chorbo
ese.
Me percaté de que ese día iba vestida con un pantalón negro de
bolsillos laterales y una sudadera, también negra. Le miré de arriba abajo.
Él llevaba una camiseta de rayas, un vaquero medio desgastado y unas
zapatillas.
—¿Me estás llamando cucaracha, quinqui de pacotilla?
El resto de la panda estaba en silencio observándonos, sin saber qué
decir ni por qué nos atacábamos de aquella manera.
—¿Qué te pasa, Zuñi? ¿Por qué te pones así? ¿Estás con la regla?
—Mira, Rafa, vete a la mierda, no te aguanto. ¿Sabes qué? Te vas a
quedar solo.
Y me fui de allí para entrar en el aula, que comenzaba a ser desalojada
por los estudiantes que la habían ocupado la hora anterior. De repente, tuve
ganas de llorar, me sentía ridícula, fuera de lugar. Le detestaba. Silvia me
siguió hasta que consiguió alcanzarme para ponerme la mano sobre el
hombro.
—Pero tía, ¿qué te pasa con Rafa? —me preguntó.
—Es que no le aguanto, es un plasta. ¿Tú sabes lo que son dos
semanas de prácticas con él?
Ella me miraba sorprendida mientras nos sentábamos.
—Pero él siempre es así y tú nunca entras al trapo. Te pasa algo más,
¿a que sí? ¿Es por Fran?
¿Y yo qué podía decirle? ¿Que estaba llena de rabia porque me sentía
traicionada por él? ¿Que teníamos un secreto? ¿Que habíamos hecho un
pacto? ¿Que había pasado el fin de semana con él? ¿Que me había tratado
de manera caballerosa para después reírse de mí? Desde luego que no.
—Pues sí, tía, es por Fran. Menudo gilipollas, jugando con los
sentimientos de la gente.
—Ay, mi niña, cuánto siento haberte dejado sola este finde. Pero si
estabas tan mal, ¿por qué no me lo habías dicho? Y a Zurbano no le hagas
caso, si ya sabes cómo es —dijo antes de acogerme entre sus brazos.
Después pasamos una clase aburrida a la que no presté mucha atención
por estar más concentrada en poner en orden mis emociones. Perdí la
noción de dónde estaba sentado Rafa, no podía verle, así que supongo que
en una de las filas que había detrás de la nuestra. Lo agradecí.
Cuando terminamos aquella clase, tuvimos una hora libre de manera
excepcional aquel día, antes de la que sería la última asignatura de la
jornada. En ese lapso de tiempo, Silvia y yo decidimos ir a estudiar a la sala
de estudio de la planta baja para aprovechar esos minutos de regalo y
avanzar con alguna de las materias. Nos sentamos una al lado de la otra y
nos evadimos de lo que nos rodeaba para meter la cabeza en nuestros
apuntes.
Diez minutos después, otra mano tocó mi hombro.
—Lidia —me habló—, la profe de prácticas dice que hemos hecho mal
una cosa en la guía y quiere que vayamos a verla antes de corregirnos el
examen.
Era Rafa. Me susurraba, pero Silvia también le oyó. Ella me miró y me
hizo un gesto de calma.
—Ve —me dijo—. Yo me quedo con tus cosas.
Salí de aquella sala y subí con él hasta la tercera planta sin hablarnos,
sin mirarnos. Cuando estábamos delante de la puerta del departamento de
Química Farmacéutica, me cogió del brazo y me llevó junto a una ventana
que había en el lateral.
—¿Qué quieres ahora, Rafa? ¿Insultarme? ¿Ponerme en ridículo otra
vez delante del resto? —Me crucé de brazos esperando una explicación.
—Yerbis, estaba tratando de disimular, pero no te he insultado. Has
sido tú la que me ha llamado quinqui de pacotilla, si nos ponemos a
comparar, lo tuyo ha sido más ofensivo que lo mío. Siempre me meto
contigo y siempre pasas de mí, ¿por qué te has puesto así? Van a empezar a
sospechar.
—Estoy harta de esto, es que, de verdad que no te soporto, Rafa.
Vamos a parar o acabaremos mal.
—Es que creo que he encontrado algo, Zuñi —me susurró.
—¿Algo? ¿En la libreta? —le pregunté también en un tono de voz
bajo.
—Sí, pero aquí no te lo puedo enseñar, por si nos ven. Esta madrugada
no podía dormir y me puse a repasarla otra vez. En la carta, el doctor
Huevos decía que había que fijarse en los detalles y que, a la doctora Ce le
gustaban los crucigramas. Entonces volví a leer las frases de la lavanda y vi
que están puestas de manera muy extraña. Algunas líneas son más largas y
otras muy cortas. Ayer, cuando estábamos en el botánico, no nos dimos
cuenta porque lo que estábamos mirando era la copia de tu cuaderno y al
transcribirlo allí no tuvimos en cuenta ese detalle. No sé lo que es porque no
me ha dado tiempo a mirar mucho más, pero creo que deberíamos volver a
pasar los datos copiando las líneas exactamente igual que están en la libreta.
Quizás haya un juego de palabras oculto que dé una pista o algo así.
Yo estaba cerca de él para poder escucharle, podía percibir su perfume
característico, que cada vez me resultaba más familiar.
—¿Es verdad que no me aguantas, Yerbis? Me has mandado a la
mierda y me has dicho que me voy a quedar solo —continuó—. Eso me ha
dolido.
—Es que no aguanto que me ataques así. Que si estoy con la regla…
Pero ¿de qué vas? Te has pasado tres pueblos.
—Te estaba tomando el pelo, siempre lo hago. ¿Por qué te enfadas?
Hoy no te he llamado muñequita, muñequita.
—Ahora sí. Y antes me has llamado cucaracha.
—El otro día también y no te pusiste así. No te entiendo, Zuñi, de
verdad.
—Hoy me has pillado con el día sensible y me ha sentado mal.
—Pero ya sabes lo que pienso de ti realmente, no te enfades. No quiero
que el resto sospeche y tú no lo pones fácil.
—Que el resto no sospeche, ¿el qué? ¿Me tratas de forma diferente a
como piensas que soy de verdad para que el resto no sepa lo que sientes en
realidad? Eso es mentir, es ser hipócrita. Yo no lo hago contigo.
—¿En serio, Yerbis? ¿Le has contado a tu amiga que hemos pasado el
finde juntos? ¿Que, incluso, hemos dormido juntos? ¿Que nos besamos?
—Eso fue por accidente y ya ha quedado claro que ninguno somos el
tipo del otro.
—Sí, pero sea lo que sea, nuestra relación cambió el viernes porque
ahora compartimos un secreto y un pacto que dice, precisamente, que nadie
puede enterarse.
Suspiré.
—No me gusta fingir —dije al fin.
—Entonces, ¿por qué lo haces cada día escondiéndote debajo de ese
aspecto para ser aceptada por el grupo?
—Rafa, esto no va a funcionar. —Hice el ademán de irme.
Volvió a cogerme del brazo para que no lo hiciera y me miró muy
fijamente.
—Va, no te rindas tan pronto. Quizás yo sea de las pocas personas que
es capaz de ver cómo eres de verdad más allá de tu aspecto, delante de mí
no tienes que fingir, no te hace falta. ¿Estás conmigo, Lidia? No me dejes
solo, por favor. Estamos juntos en esto, nos necesitamos. Yo no entiendo
mucho de plantas.
Respiré muy profundamente.
—Vale, vamos a darle unos días más. Pero si te cebas conmigo delante
del resto o no encontramos nada, me plantearé dejarlo, los exámenes están
cerca y no quiero perder la beca —le respondí.
Me sonrió.
—Esa es mi Yerbis. ¿Y cómo hacemos? ¿Quedamos esta tarde? He
escuchado que te quedas a estudiar con Silvia.
—Sí, pero ella se va sobre las seis y media. Podemos quedar después,
ya veremos dónde. Y también deberíamos hacer copias de la libreta, creo
que si en algún momento nos pillan viéndola es más fácil camuflar unas
fotocopias, que podrían ser apuntes de clase, que el cuaderno en sí. Así
también la protegemos y cada uno podríamos tener nuestra propia copia.
—Hecho. Yo me quedo también a estudiar en la biblioteca o en la sala
de estudio y cuando Silvia se vaya, ¿nos vemos aquí?
—Vale.
—Y ahora deberíamos bajar, van a empezar a preguntarse por qué
tardamos tanto —propuso.
—¿Y qué decimos si nos preguntan? Para tener la misma versión.
—Pues que habíamos copiado mal la resolución de un ejercicio de la
guía y la profe quería asegurarse de que sabíamos hacerlo correctamente —
inventó.
—¿Y cuál, exactamente?
—Yo qué sé. La práctica del último día.
—Perfecto, vamos, entonces.
—Lidia…
—¿Sí?
—Confía en mí, yo nunca te pondría en ridículo.
Asentí y procedimos a bajar las escaleras rumbo a la planta baja. Rafa
se fue hacia la cafetería, donde estaba el resto de nuestros compañeros, y yo
entré a la sala de estudio.
— ¿Ya? —me preguntó mi amiga.
—Sí, teníamos un ejercicio mal copiado, pero ya está.
— ¿Y qué tal con Rafa? —se refirió a la bronca que habíamos tenido
un rato antes.
—Mejor, nos hemos disculpado y ya está. Él es como es y a mí me ha
pillado con el día cruzado.
—Sí, no la tomes con él por culpa de Fran, que es un imbécil y no
merece que te pongas así, hay muchos peces en el mar —me consolaba.
—Sí. —Sonreí.
—Por cierto, ¿desde cuándo Rafa te llama por tu nombre?
—Pues no sé, se sentiría mal por lo de antes —dije porque fue lo
primero que se me pasó por la cabeza.
Unos minutos más tarde salíamos de aquella sala de estudio para
acudir a nuestra última clase del día. En la entrada estaban Rafa, Juanan y
Vázquez hablando con un grupo de chicas de clase. Silvia y yo nos unimos
a ellos. Entonces apareció otra chica, que yo suponía que Rafa había
catalogado como pijiguay, irrumpiendo de manera brusca en aquel corrillo.
—¿A que no sabéis de lo que me acabo de enterar? —no dejó ni
respirar a nadie antes de resolver aquella duda—. El día de la fiesta pillaron
a dos liándose en el laboratorio de Química Farmacéutica. Me lo ha dicho
una amiga del turno de tarde, que ha empezado hoy las prácticas allí.
Rafa y yo nos miramos con los ojos como platos, pero enseguida
temimos que aquello nos delatara y apartamos la mirada uno del otro.
—¿Qué dices, tía? —se sorprendió otra de las compañeras.
—Pues sí que está mal la gente, ¿no? Vamos, sería el último lugar al
que yo iría —añadió Rafa.
—¿Y se sabe quiénes son? —indagaba otra.
—No sé más. Mi amiga se ha enterado porque un profesor de los de
allí estaba echando la bronca a los doctorandos por no cerrar bien la puerta.
—Pffffff… —resoplé espontáneamente.
Nadie podía imaginarse que los susodichos estábamos allí presentes.
Después de que terminara la última clase del día, Silvia y yo nos
despedíamos de los chicos, que se iban a comer por su cuenta.
—Empezáis las prácticas de Química Farmacéutica esta semana,
¿verdad? —les preguntaba mi amiga a Juanan y a Vázquez.
—Afirmativo, Zea —corroboraba Dani.
—Pero ¿y por qué no las habéis hecho en nuestro grupo? —seguía
interrogando ella.
—Eso me gustaría a mí saber, que así ya nos las habríamos quitado del
medio, pero no sé qué criterio están utilizando para hacer los grupos estos
del departamento de Química Orgánica. Se organizan de manera muy rara
—seguía hablando Vázquez.
—Lo que viene siendo como el culo —apuntó Juanan.
—Pues vaya plan. Yo pensaba que os habíais cambiado vosotros al
grupo siguiente —comenté.
—Qué va, Zuñi —me decía Dani.
—Bueno, bueno, pues que se os dé muy bien —les deseé.
Y mi amiga y yo nos despedimos de ellos para bajar hasta la cafetería,
ubicada en el sótano, a comer. Estuvimos charlando sobre temas livianos,
pero mi cabeza no paraba de dar vueltas acerca de lo que había cambiado
mi vida durante los últimos tres días, algo que no le podía comentar a ella.
Siguiendo nuestro plan, después de aquella comida nos subimos hasta
la segunda planta, donde estaba la biblioteca, a estudiar. Permanecimos allí
un buen rato en el que no vi aparecer a Rafa. Tenía sueño. Tenía mucho
sueño y tampoco me podía concentrar pensando en todo lo acontecido en
las últimas horas, así que decidí pasar a limpio los apuntes de aquel día para
aprovechar el tiempo. Me acerqué a las estanterías para coger un libro de
Fisiopatología que complementara la información impartida en la clase.
Estaba leyendo los lomos para seleccionar el que más me interesaba y
alguien me susurró al oído, así sin esperarlo.
—Yerbis.
—¡Ah! —di un pequeño grito.
—¡Sssshhhh! —se oyó de fondo.
Rafa me hacía gestos de calma. Por suerte estábamos frente a una de
las estanterías de la parte de atrás y no podían vernos desde las mesas.
—¡Joder, qué susto, tío! —le susurré.
—Ya sé que te emocionas al verme, pero contente un poco, Zuñi.
Puse los ojos en blanco.
—Estoy abajo, en la sala de estudio, cuando se vaya Silvia, avísame,
¿vale? —continuó diciéndome.
—Vale. —Hice una pausa para cambiar de tema—. Oye… ¿Y si
averiguan que fuimos nosotros los del laboratorio?
—¡Sssshhhh! —volvió a chistar alguien.
—Tranquila, no creo que ese tío vaya clase por clase buscando a quien
fue.
Asentí a modo de despedida y cogí el libro que había seleccionado
para volverme a mi sitio. Una vez sentada, me quedé mirando cómo Rafa se
acercaba al mostrador para coger el libro que llevaba en las manos en
préstamo, tras lo cual se fue de la biblioteca de manera discreta. Suspiré.
—¿Qué pasa? —musitó Silvia.
—Nada, nada.
—¿Quieres bajar a tomar algo? —propuso.
—Vale.
Eran las cinco menos diez.
Una hora y media después, mi amiga recogía sus cosas para irse.
—Yo me quedo un rato más, así termino esto —justifiqué.
—Mañana nos vemos entonces.
—Hasta mañana, guapa —me despedí.
Cronometré. Cinco minutos por si Silvia se entretenía en ir al baño o
algo similar. Y cuando el reloj marcaba las seis y veinticinco, recogí mis
cosas para bajar a la sala de estudio. Entré en silencio y eché un vistazo.
Rafa estaba en una de las mesas del fondo, de espaldas. Avancé un poco
para permanecer un instante observándole desde el lateral. Leía un folio
lleno de apuntes mientras jugueteaba con un bolígrafo entre sus dedos, no
era su característico boli-linterna, sino uno normal de color azul. Me
acerqué por detrás sigilosamente con el fin de asustarle de la misma manera
que él había hecho conmigo en la biblioteca.
—Rafa —le susurré al oído.
Pero no conseguí el mismo efecto. Él, simplemente, dejó de mover el
boli y se giró para mirarme. Yo tenía la cabeza inclinada y el flequillo se
había movido, tapándome un ojo. Zurbano dejó el bolígrafo en la mesa y
me apartó el pelo de la cara.
—¿Vamos? —me dijo.
Me di media vuelta y salí de allí mientras él recogía. ¿Por qué me tenía
que pillar por sorpresa siempre? ¿Por qué tenía que decir la última palabra
siempre? ¿Por qué me tenía que tocar el flequillo, que acariciar la barbilla,
que abrazar en el parque mientras dormíamos, que besarme de manera
inesperada en un laboratorio? Yo no quería nada de eso. ¿Por qué me
acababa de dar un cosquilleo cuando me había apartado el pelo?
Definitivamente, no quería nada de eso. No con Rafa. Él apareció por la
puerta y comencé a subir las escaleras sin mirarle.
—¿Dónde nos ponemos? ¿Quieres que nos quedemos donde los
bancos de la terraza del primer piso? —me planteó mientras transitábamos
por aquellos escalones.
—Mejor, a ver si vamos a subir hasta el tercero, aparece el tío que nos
vio el otro día en el laboratorio y nos conoce.
Él debió de darse cuenta de mi tono borde al contestarle. De mi gesto
serio cuando íbamos avanzando hacia aquellos bancos, desocupados a esas
horas, al igual que la mesa con sillas que había junto a ellos. De mi manera
brusca de dejar la mochila apoyada en el tablero.
—¿Qué te pasa, Yerbis?
—Nada —le respondí de manera tajante.
—¿Seguro?
Me miraba muy fijamente y cuanto más me miraba, más me molestaba
que lo hiciera, más nerviosa me ponía. Me senté en una de esas sillas negras
de mala manera.
—Que no me pasa nada, ¿podemos empezar ya? —le contesté sacando
el cuaderno de la mochila, el mismo donde había copiado el texto de la
lavanda dos tardes antes.
—Lidia. —Se sentó en otra de las sillas y apoyó su mano sobre la mía
—, nadie va a saber que fuimos nosotros. Estate tranquila, por favor.
Piénsalo, ¿quién iba a creer que tú y yo…?
Otra vez me había tocado. Asentí y deslicé mi mano para separarla del
tacto de la suya.
—Tienes razón, es ridículo —afirmé.
Sacó la libreta de dentro de su cazadora y yo abrí el cuaderno,
dispuesta a copiar la información de la primera planta de nuevo. Él hojeó la
libreta y se deslizó con la silla que ocupaba hasta sentarse a mi lado para
poner aquel documento delante de mis ojos.
—Mira —dijo señalando el primer texto—. ¿Ves? Esta línea, por
ejemplo, es normal, llega casi hasta el borde de la hoja. Pero mira la de
debajo, es muy corta. Y si te fijas, es toda la página así, unas líneas más
largas, otras más cortas, y es muy raro. Tampoco parece que haga ningún
dibujo esta manera de distribuirlas.
—Es verdad, es muy raro.
Nos quedamos callados un instante, mirando aquel papel.
—Vale, pues vamos a copiarlo tal cual está —continué diciendo.
Cogí un bolígrafo y trasladé a mi cuaderno las palabras que él me iba
leyendo, respetando la extensión de cada línea. Cuando todo el texto estaba
transcrito, se acercó más a mí para leerlo. Yo le sentía demasiado cerca,
hasta el punto de incomodarme, percibía su aroma, el calor que desprendía.
—Rafa, ¿podrías no pegarte tanto a mí? Estás empezando a agobiarme
—protesté.
Me miró muy molesto.
—Tía, no hay quien te aguante hoy, y mira que estoy intentando ir de
buen rollo, pero es que empiezas a hartarme. —Separó su silla de la mía
arrastrándola de manera brusca—. Si lo sé, no te digo nada y hubiera ido
solo a por la libreta.
—Pues haberlo hecho, me estás complicando demasiado la vida.
—Y tú a mí. Decías antes que no me soportabas, pero eres tú quien no
se soporta a sí misma.
—¿Es que siempre tienes que quedar por encima? Es que ya cansa, tío.
—¿Y tú siempre tienes que discutir por todo?
Silencio. Y yo fijé la vista en aquella hoja que acababa de copiar.
—No soporto que siempre tengas que tener la última palabra —le eché
en cara.
—Eso es porque tú siempre tienes la primera.
—¿La primera? La primera ¿qué?
—Siempre eres la que empieza a discutir.
Yo no podía apartar mis ojos del papel, perdiendo mi mirada entre
todas aquellas palabras, aquellas letras, sólo porque no quería cruzarme con
la suya. Parecía que en vez de con él, estaba discutiendo con aquel texto y
es que era realmente la aparición del mismo lo que me había complicado la
vida.
—¿La que empieza? Te recuerdo que todo esto lo empezaste tú. ¿Ves
cómo siempre tienes que quedar por encima? La que empieza, dice… La
que empieza… ¡La que empieza!
Y entonces aparté la vista de aquel documento para mirarle.
—¡Rafa!
—¿Qué? —contestó mosqueado.
—Mira la que empieza, la letra que empieza en cada línea y léelas
hacia abajo —le cogí del brazo para que volviese a acercarse a mí y le puse
el papel delante. Él lo observó un instante.
—Salvia officinalis… ¡Salvia officinalis!
—A lo mejor es que es esta, la salvia, la que tenemos que buscar en el
jardín.
—Oye, ¿y si miramos por si hay alguna más escondida en el texto, por
si acaso? Como si fuera una sopa de letras —propuso.
Volvimos a repasarlo de arriba abajo, en diagonal, con las últimas
letras de cada línea, pero no parecía haber nada más.
—Yerbis, mañana volvemos de excursión al botánico.
Sonreí. Él me miraba fijamente.
—Oye ¿y no será que discutes tanto conmigo porque te gusto? Te
pongo nerviosa, ¿verdad, Zuñi? Por eso no quieres que me pegue a ti.
Resoplé. No. No. No. Eso no era verdad. ¿No era verdad? No, ni de
coña, no era verdad. Pero ¿y si lo era? ¡Que no! Decidí responderle siendo
irónica, que es lo que mejor funcionaba con él.
—Sí, ardo en deseos de llevarte otra vez al laboratorio y abalanzarme
sobre ti.
Me miró y sonrió. Yo le imité.
—En el fondo, hacemos buena pareja —me dijo.
—Cállate, quinqui.
—Cállate tú, muñequita.
10. Burlando la soledad

Tarde del lunes, 27 de abril de 1998

Poco después de nuestro descubrimiento, estábamos haciendo una ruta


recorriendo las fotocopiadoras de la facultad que funcionaban con monedas,
hasta que elegimos la que tenía la localización más discreta y sin nadie a su
alrededor. Echamos la calderilla que llevábamos y colocamos la libreta
encima del cristal para bajar la tapa a continuación. Apretamos el botón de
puesta en marcha y salió un folio de color negro. Nos miramos con un gesto
de fastidio.
—Ya podían modernizar un poco estos cacharros —se quejó Rafa.
Ajustamos los parámetros de la máquina y volvimos a apretar el botón.
—Ahora sí —comprobé—. Hacemos dos copias por cada, ¿no?
—Es lo suyo, Zuñi. —La volvió a poner en funcionamiento para sacar
una segunda copia.
Luego retiró la libreta, pasó la página y la volvió a colocar en el mismo
lugar. Conseguimos fotocopiar las tres primeras plantas de esta manera,
pero cuando estábamos con la cuarta, la máquina se paró. Aún tenía
monedas, así que descartamos que fuera por falta de saldo.
—¡Ya estamos! —exclamé tras resoplar y darle al botón de inicio
repetidas veces sin obtener resultado.
Empecé a darle golpes a la máquina.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Yerbis! ¡Para! Pero ¿se puede saber qué te pasa? Tú no
eres así —me hablaba mientras apartaba mis manos de la fotocopiadora.
—¿Y tú qué sabrás como soy? —le espeté de manera rabiosa.
Me miraba sorprendido.
—Eres calmada, tímida, discreta. A veces, peleona, pero sólo cuando
estás con muy pocas personas de confianza y alguna te lleva la contraria.
No sueles participar en las conversaciones de grandes grupos porque te da
vergüenza llamar la atención o lo que pueda pensar el resto de lo que digas,
así que, si hay más de tres o cuatro individuos, prefieres quedarte callada.
Es más, nadie se da cuenta de cuando llegas o cuando te vas de este tipo de
reuniones porque te esfuerzas mucho en pasar desapercibida. Y si alguien
dice algo que no te gusta o que no te interesa, simplemente, te desconectas
y te vas a tu mundo particular, que sueles acompañar de unos auriculares.
Eres todo eso, pero lo que no eres es violenta ni agresiva, y ahora lo estás
siendo, así que no eres tú. Nos conocemos desde hace tres cursos y sé que
algo te pasa, Zuñi.
Me dejó boquiabierta, ¿tanto me conocía? Pero, ¿cómo podía ser? Si
en el fondo ni yo misma sabía lo que me pasaba, sólo que él de alguna
manera, me irritaba. Pero lo hacía sobremanera. No podía soportarlo. No
podía soportarle.
—Dímelo tú, si tanto me conoces, entonces sabrás qué es lo que me
pasa.
—A ver, Yerbis, ¿estás tan tensa porque hace mucho que no echas un
polvo? ¿Lo podemos arreglar?
—Pero ¿eres imbécil? Además, es que no echaría un polvo contigo ni
aunque fueses el último hombre de la Tierra.
—Yo no he dicho que fuera conmigo. Pero ya será menos, los habrá
peores que yo, ¿no?
Resoplé.
—¡No te aguanto, Rafa! ¡Me voy a casa! —Y al decir eso, y como por
arte de magia, la fotocopiadora volvió a reactivarse.
Un grupo de personas comenzó a bajar por la escalera que estaba a
unos metros de nosotros. Los miramos y nos dimos media vuelta para
ponernos de frente a la fotocopiadora y de espaldas a ellos, no queríamos
arriesgarnos a encontrarnos con nadie que nos preguntara por nuestra labor.
Pero era demasiado tarde.
—¿Qué hacéis por aquí a estas horas? —nos habló una voz familiar.
Era Quique, un compañero de años anteriores que aún permanecía en el
turno de tarde.
—Eh, ¿qué pasa, tío? Nada, es que le he pedido a Zuñi los apuntes de
Fisiopato, que los tiene muy bien, y estamos aquí fotocopiándolos —
inventó Rafa.
Empezaron a salir copias de la misma página del cuaderno sin medida,
supongo que por mi afán de apretar el botón repetidas veces cuando se
atascó. Me apresuré a cogerlas y las doblé por la mitad del revés para que él
no pudiera ver su contenido.
—Pues me los podías dejar a mí también, que no me entero de nada,
ya puestos.
—¡No! —exclamé. Y entonces me di cuenta de que mi respuesta había
quedado demasiado brusca, más bien, tirando a borde—. Es que nuestra
profesora es muy mala y por eso los he completado un poco con un libro,
pero la verdad es que nos vendría mucho mejor si nos los dejara alguien de
otro grupo. ¿Tú nos los pasarías? Es que estamos desesperados —expliqué.
—Si sois capaces de entender mi letra…
—Huy, entonces no, deja, deja. No te preocupes, ya se los pediremos a
otra persona —continué.
—Bueno, nos vemos —se despidió.
Y nos quedamos viendo cómo desaparecía de aquella planta por las
escaleras.
—Muy bien, Yerbis, ahí has estado rápida.
—No tuvimos en cuenta ese factor tan obvio, que nos conocen los del
turno de tarde —puse de manifiesto.
—Venga, va, vamos a seguir.
Tuvimos que echar más monedas y sufrir algún que otro parón, pero
por fin, media hora después, teníamos todas las copias hechas. Volvimos a
la mesa de la terraza del primer piso para organizarlas, a esas horas la
facultad ya estaba bastante silenciosa.
—Vale, ya está. Toma. Mira a ver si te falta alguna página y vámonos a
casa, ha sido un día muy largo —le hablé.
—Está todo —afirmó después de comprobarlo.
La tensión había crecido entre nosotros y sólo nos comunicábamos con
frases cortas. Se notaba que él estaba harto de mi trato impertinente, pero
permanecía allí aguantando el tirón para que pudiéramos acabar las
gestiones que rodeaban a aquella libreta sin más contratiempos. Así que, en
contra de como se solía comportar, había cambiado las bromas por las
palabras justas para dirigirse a mí. Unos minutos más tarde, caminábamos
hacia el metro.
—Y mañana, ¿cómo quedamos para ir al botánico? —no me planteó
aquello hasta que estuvimos en el andén esperando al tren.
—Yo qué sé, Rafa.
—A ver, Yerbis, colabora un poco. Vale que hoy tengas un mal día,
pero es que parece que soy yo el culpable de todos tus problemas.
Le miré de soslayo. Puede que no fuera el responsable de todas mis
contrariedades, pero me sentía especialmente irritada con él y no sabía muy
bien el motivo. Quizás porque me sacaba de quicio. Quizás porque quería
pasar un rato a solas para descansar un poco de su presencia. O quizás fuera
por todo lo contrario. Porque últimamente me sentía muy sola y mi única
compañía era la de alguien a quien no había elegido, él.
—No es que seas el culpable de mis problemas, pero es que mira cómo
estamos, discutiendo todo el rato —le expliqué.
Justo en ese momento llegó el metro.
—No sé si es buena idea —dije ya dentro del vagón. El tren había
arrancado.
—Que no es buena idea, ¿el qué? —me preguntó.
—Pues seguir con esto.
—Vale, tía, si tenías dudas ya me lo podías haber dicho antes y no
hubiéramos estado dos horas perdiendo el tiempo, si al final me ibas a dejar
solo.
Respiré profundamente, no podía soportar que volviese con ese tema.
—Rafa, por favor, ¿quieres parar de decir eso? Tú ahora llegas a tu
casa y tu familia te está esperando. Tu madre te dará un beso cuando llegues
y te tendrá la cenita hecha, seguro que hasta os sentáis todos después de
cenar a ver la serie de turno y la comentáis. Tú no tienes ni idea de lo que es
estar solo. ¡Ni idea!
Y al decir ese último «ni idea» la rabia me brotó, justo cuando
estábamos entrando en la estación de Moncloa, inundando mis ojos de
lágrimas. La puerta del vagón se abrió y yo salí del tren sin mirarle, sin
despedirme, no quería que me viera, no quería saber nada más de él, sólo
deseaba volver a esa soledad que tanto me dolía. Caminé rápido hacia las
escaleras mecánicas, sorteando a la gente, y comencé a subir los escalones
andando sin mirar atrás. Cuando estaba llegando a los tornos para salir,
alguien me cogió del brazo.
—Lidia, espera, por favor. Ya te he dicho antes que conmigo no tienes
que fingir. Sabía que te pasaba algo, tú no eres así. Me lo puedes contar.
La gente comenzaba a arrollarnos, así que Rafa me tomó del hombro
para que saliéramos al otro lado de los tornos y avanzáramos hacia las
escaleras que conducían hasta la salida del intercambiador. Me limpié las
lágrimas mientras nos dejábamos llevar hacia arriba montados en uno de los
escalones mecánicos.
—Suéltate ya y cuéntame, que aquí estamos para eso. Pa' lo bueno y
pa' lo malo. Llora ahora y ríe luego —me cantaba una de las estrofas de
aquella canción de Jarabe de Palo, la de Grita. Supongo que para tratar de
animarme.
—¿Qué quieres que te cuente, Rafa? ¿Que mi familia está a casi
cuatrocientos kilómetros? ¿Que las pocas amigas que tengo aquí prefieren a
sus novios? ¿Que estoy tan sola que ni siquiera puedo ir al cine a ver Mejor
imposible porque no tengo con quién?
Ya habíamos salido al exterior.
—Ven, vamos. —Me volvió a coger del hombro y me condujo al paso
de cebra para llegar hasta el principio del parque del Oeste, a la zona de los
bancos en la que habíamos estado sentados aquella madrugada del sábado.
Nos sentamos en el mismo donde vimos las estrellas.
—¿Y tus compañeras de piso? —indagaba.
—Sí, son majas, pero una tiene unos gustos tan dispares, que no
podemos compartir casi nada, y la otra tiene tanta vida social, que la vemos
poco por casa.
—Pero están los compañeros de clase o Silvia.
—Sí, una mujer a su novio pegada.
—Me tienes a mí —concluyó.
—¿A ti? ¿Hasta cuándo, Rafa? ¿Hasta que acabemos este jueguecito
de la libreta? ¿Hasta que te eches una novia poligonera de esas que les
gustan a los polis chungos actores? Hasta el viernes no habíamos
compartido mucho que no tuviera nada que ver con la carrera y ahora nos
hemos acercado un poco más por accidente. Me dejarás tirada como el
resto, sólo es cuestión de tiempo.
—¿Una poligonera? No das una, Zuñi. ¿Es por eso por lo que estás
así? ¿Discutes todo el rato conmigo para que me aleje de ti? Pero si no dejas
que la gente se acerque a ti seguirás estando sola.
—Bueno, ya estoy acostumbrada —le respondí tras limpiarme con un
pañuelo de papel que saqué de la mochila.
—Sí, claro, sólo hay que verte para darse cuenta de lo acostumbrada y
lo a gusto que estás sola. ¿No tienes familia en Madrid?
—Tengo dos tíos que viven en Alcalá de Henares, pero ya sabes lo que
dicen.
—¿Y qué dicen?
—Que el que tiene un tío en Alcalá, ni tiene tío, ni tiene ná.
Negó con la cabeza sonriendo.
—Yerbis, tienes que dejar de ver Cine de barrio.
—Bueno, lo que quiero decir es que casi no los veo.
—Oye, ¿y por qué viniste a estudiar aquí? ¿No se puede estudiar
farmacia en León? Allí hubieras estado más cerca de los tuyos, ¿no?
—Sí, pero me hacía mucha ilusión venir a Madrid. Yo soy de pueblo,
pero nací aquí, ¿sabes? Y lo pone en mi DNI. En la calle O'Donnell. Fue
por casualidad, mis padres vinieron a visitar a uno de mis tíos, que se puso
muy malo, y yo me adelanté. Siempre me he sentido atraída por Madrid,
toda la vida he querido conocerlo más a fondo. Luego, una de mis mejores
amigas también es de aquí y pensaba que eso sería una ventaja, que nos
podríamos ver más. Pero a la hora de la verdad, cuando llegué, no quiso
compartir sus amigos ni su vida conmigo. Yo era su mejor amiga allí en el
pueblo, supongo que porque era la mejor opción. No me di cuenta de que
aquí ella ya tenía una vida con muchas mejores opciones.
Me escuchaba atentamente sin decir ni palabra.
—Luego me hice amiga de Silvia y de María y Esther, de clase, te
acuerdas de ellas, ¿no? —proseguí.
—Sí, claro, María y Esther siguen en el turno de tarde, ¿no?
—Sí.
—¿Y qué ha pasado con ellas? ¿Ya no son tus amigas?
—Sí, Esther sí, pero lo mismo que Silvia, empezó a salir con un chico,
así que tiene los fines de semana muy ocupados y entre semana no la veo.
Hace mucho que no hablo con ella. Y María ahora se ha juntado con Paula
y Mónica.
—Ah, con las pijiguays. Bueno, María siempre fue un poco de ese
palo.
—Sí, y ahora no quiere saber nada del resto. Así que sólo me queda
Silvia y bueno, vosotros, los de clase. Pero amigos, lo que se dice amigos
que compartan la vida conmigo… Ha llegado un punto en que no tengo con
quien salir los fines de semana, con quien ver una película… Todo el
mundo me comenta lo bien que están las pelis que han visto y me apetece
mucho ver algunas, pero ir al cine sola me parece tan triste… —Empecé a
sollozar otra vez.
—No te pongas así, Zuñi, si te hace ilusión, yo puedo acompañarte al
cine.
—¿Has visto Mejor imposible?
—Sí, está muy bien.
—¿Lo ves? Seguro que fuiste con la poligonera. —Me puse a llorar
con más intensidad.
—No, fui con mis amigos del barrio.
—Qué suerte. Yo ya no tengo amigos, ni barrio, ni nada —le intentaba
decir tratando de vencer al hipo causado por el llanto.
Eché la cabeza hacia delante y el flequillo me tapaba los ojos, se me
estaba mojando con las lágrimas.
—Eh, eh, Zuñi, mírame, anda. —Me apartó el flequillo de los ojos y
ladeo la cabeza para ponerla delante de mi cara—. Estoy aquí ahora
contigo. Que tenga amigos en el barrio o en clase no quiere decir que te
deje de lado. Este finde he estado contigo y no con ellos.
—Ya, pero no por mí, sino por la libreta —le dije limpiándome la nariz
con el pañuelo—. Si no la hubiéramos encontrado, ahora no estarías aquí
conmigo.
Me observaba con un gesto de compasión. La luz del sol ocultándose
volvía a destacar lo mejor de él, o quizás fuera yo, que comenzaba a verle
de otra manera.
—Bueno, el sábado vine por ti, más que por la libreta. Si hubiera
querido verla lo hubiera podido hacer sin desplazarme, la tenía yo. Y
también podía haber seguido la siesta en mi cama en vez de en el césped
contigo. Estaba hecho polvo y, sin embargo, vine porque tú me lo pediste.
Le miraba atentamente sin hablar, no supe qué decir tras aquello.
—Si te apetece tanto, puedo acompañarte al cine y vemos Mejor
imposible, no me importa verla otra vez —me propuso.
—Ya, y cómo sé que no te vas a abalanzar otra vez sobre mí para
darme un morreo, como hiciste en el laboratorio.
—A ver, que eso fue para disimular.
—¿Con lengua y todo? Pues sí que disimulas tú bien.
—Aquello fueron los imprevistos del directo para darle más realismo.
Además, tú me seguiste. Pero esto no tendría ninguna emoción. No me
gusta aprovecharme de las compañeras desamparadas.
—Oye, que yo no estoy desamparada, sólo triste.
—Ya lo sé, Zuñi, era una broma, sólo quiero animarte.
Y consiguió que una sonrisa aflorase en mi rostro.
—Además, yo no te seguí —añadí.
Nos miramos unos instantes en silencio.
Sonrió. Y entonces volvió ese momento. Ese en el que el reloj parado
daba la hora, su momento. Ese instante de mirada dulce, como si ante ella el
mundo se detuviese a su alrededor irradiándole de una luz especial. Ese que
era efímero, ese que me podía meter en líos cuando unos segundos más
tarde desapareciera y todo volviera a la normalidad. Cuando volviera a ser
Rafa, ese chico tan normal, ese chico que me acompañaba cuando más sola
me encontraba, ese chico cuya compañía había elegido el destino por mí.
Allí estábamos él y yo, unidos por accidente, simplemente, porque éramos
los últimos de la lista.
—Perdona, me he pasado un poco contigo hoy —me disculpé.
—No pasa nada, Yerbis, todos tenemos días complicados y no tenía
que haberme metido tanto contigo, estando tú tan sensible.
—A veces eres un poco irritante, la verdad.
—Sí, pero en el fondo me quieres, ¿a que sí?
Meneé la cabeza sonriendo.
—Anda, vamos, es tarde y mañana nos espera un día intenso —afirmé.
Nos levantamos para acercarnos hasta el intercambiador. Yo me paré
en la puerta, pero él siguió caminando.
—No hace falta que me acompañes, si aún es de día —le dije.
—No voy a dejarte sola, Zuñi, y menos hoy.
Sabía que no iba a hacerle cambiar de opinión, así que no insistí,
simplemente, seguí paseando a su lado en dirección a mi casa.
—Entonces, ¿quieres que mañana vayamos al botánico? —me
preguntó unos minutos después.
—Sí, sí, es lo que habíamos dicho.
—¿Y cómo quedamos? ¿Vamos después de comer? Pero si ven que
nos quedamos los dos juntos a comer por la facultad nos van a preguntar, o
igual alguno de estos se apunta a quedarse a comer con nosotros, Vázquez y
Juanan van a estar deambulando por allí hasta las cuatro que entren a las
prácticas. Y si Silvia se queda, no se va a ir hasta que salga su novio.
—Pues… yo creo que, mejor, cuando acaben las clases hacemos como
que nos vamos a casa y nos quedamos a comer por aquí o cerca del jardín,
según veamos —propuse.
—Vale, es buena idea.
No comentamos mucho más antes de llegar a mi portal. Estaba otra
vez frente a mí para despedirse, pero, a diferencia de los días anteriores,
mostraba un gesto un poco más serio, quizás rozando la preocupación.
—¿Estás mejor? —indagó.
Asentí. Y de nuevo, esa luz tan bonita le iluminaba el rostro. Una luz
que parecía venir de todos lados y quizás no proviniera de ninguno. Me
acerqué para darle dos besos, pero, en lugar de eso, le acaricié la cara y su
barba morena naciente me hizo cosquillas en la palma de la mano.
—Gracias —le dije.
Y después me quedé parada porque él también se quedó parado. Me
imagino que no se esperaba aquella caricia. No sé por qué, pero mis ojos
comenzaron a humedecerse de nuevo. Ya no me sentía triste, me sentía
relajada, me sentía, incluso, afortunada de tenerle en ese momento, y
supongo que la emoción que me producía su gesto amable asomó sin que
pudiera impedirlo.
—Ven aquí, anda —me invitó abriendo los brazos para acogerme entre
ellos.
Puse la cabeza en su pecho y allí me quedé un instante, invadida por su
aroma característico, escuchando su corazón, que latía esta vez a un ritmo
algo más acelerado que aquel día que dormimos juntos. Suspiré y él me
abrazó más fuerte. Luego me besó en la frente, justo después de separarnos.
—Buenas noches, muñequita —y aquella era la tercera vez ese día que
me llamaba de esa manera.
—Buenas noches, Rafa —y aquella era la primera vez que me
despedía de él sin apartar mis ojos de los suyos.
11. Una amistad que germina

Martes, 28 de abril de 1998

Bajaba a la misma hora por las mismas gradas de la misma aula para
comenzar con nuestra rutina universitaria, pero esta vez iba acompañada de
Silvia, ya que nos habíamos encontrado en el metro. Tomamos asiento en el
mismo sitio que el día anterior y comenzábamos a sacar nuestras cosas
cuando apareció Zurbano.
—Zea, Zuñi —saludó mirando a una y a otra haciendo un gesto como
si se quitara un sombrero.
—Zurbi —le contesté.
Se sentó delante, como acostumbraba, e inmediatamente aparecieron
Vázquez y Juanan, que nos saludaron de manera breve para hablar con él
mientras nosotras continuábamos a nuestras cosas.
—¿Te quedas hoy a estudiar? —me preguntó Silvia.
—No, me voy a casa y ya sigo allí, al final estar aquí todo el día es una
paliza, así me echo una siesta —argumenté.
—Sí, la verdad es que yo también estoy cansada hoy.
Y no nos dio tiempo a comentar mucho más antes de que comenzara la
clase.
Cincuenta minutos después estábamos saliendo de manera ordenada
para acudir a la asignatura siguiente, en la planta baja. Juanan y Vázquez
iban delante de nosotras por las escaleras y Rafa se quedó un poco
rezagado. A la vez que Dani se giraba para hacerle un comentario a Silvia,
Zurbano pasó a mi lado y me tocó discretamente por la cintura.
—¿Mejor? —me dijo en tono bajo.
Asentí. Me guiñó un ojo sonriendo y me adelantó para ponerse al lado
de los chicos. Lo hizo muy rápido, pero creo que no lo suficiente como para
que Silvia no se diese cuenta del gesto que me había dedicado, aunque ella
en ese momento no manifestase nada.
Las charlas entre clase y clase de aquel día fueron bastante livianas y
Rafa estaba muy comedido con sus bromas, al menos, con las referidas a
nosotras. Tres horas después, Silvia y yo nos despedíamos de los chicos
para irnos hasta el día siguiente.
—¿Te vienes al metro, Zurbano? —le cuestionó mi amiga.
—No —le respondió, supongo que porque quería tomar distancia de
nosotras para poder bajarse en Moncloa sin ser visto por ella, ya que, de lo
contrario, tendría que seguir el camino dos paradas más, hasta Príncipe Pío,
donde ella tomaba el tren y él, el autobús, aquel al que llamaba la blasa.
—¿Te quedas entonces a comer con nosotros? —le preguntó Juanan.
—No. O sea, que sí me voy. —Se estaba dando cuenta de que el día
anterior no habíamos tratado este punto y creo que en su mente estaba
haciendo encaje de bolillos para quedar conmigo en algún sitio. Para ello,
tendría que ir a Príncipe Pío con el fin de hacer el paripé y coger
posteriormente el tren en sentido contrario para volver hasta Moncloa.
Me miró un segundo casi imperceptible para el resto. Y yo decidí
echarle una mano, utilizando la broma como herramienta, para que nuestros
amigos no descubrieran que estábamos intentando quedar a sus espaldas.
—¿Qué pasa, Rafita? ¿Estamos empanados hoy? —le hablé.
—¿Qué pasa, Yerbitas? ¿Estamos tocapelotas hoy? —me siguió el
rollo.
—Bueno, ¿te vienes o no? Que no te vamos a estar toda la tarde
esperando —añadí.
—Voy, voy, que sé que no podéis vivir sin mí —concluyó—. Mañana
más —se dirigió a los otros dos.
—Y mejor —contestó uno de ellos mientras el otro levantó la palma a
modo de despedida.
De camino al metro íbamos hablando sobre apuntes, exámenes y temas
diversos relacionados con nuestros estudios, tratando de normalizar la
situación para que Silvia no sospechara nada. Ya en el tren y camino de
Moncloa, Rafa se dirigió a mí:
—Bueno, Yerbis, échate una siesta a nuestra salud, que te da tiempo
hasta que nosotros lleguemos a casa, qué privilegiada.
No sabía si con aquello quería hacer referencia al lugar donde nos
quedamos dormidos el sábado en el parque del Oeste, y como me quedé con
dudas, y tampoco me parecía el mejor sitio para quedar, le respondí.
—Yo creo que el que se la tiene que echar eres tú, que últimamente
estás muy empanado. Claro, te quedas ahí con los colegas a litronas en el
banco del parque y te dan las tantas —le dije esperando que me cogiera el
testigo.
—Ja. Ja. Ja. Qué chispa la tuya, Zuñi. Mira a ver si te llaman de la tele
para reponer Genio y figura.
Silvia meneaba la cabeza sonriendo.
—Hasta mañana, guapa —se despidió ella cuando las puertas del tren
se abrieron en mi estación.
—Vete por la sombra, Yerbis —lo hizo Zurbano.
—Chao, chicos, tened cuidado —les respondí.
Y salí de la estación. Y crucé la carretera hasta el parque del Oeste. Y
me senté en el mismo banco donde Rafa me consolaba el día anterior,
poniéndome los auriculares donde sonaba la cinta de Achtung baby de U2.
Y esperé.
Y esperé.
Y esperé.
Y veinticinco minutos después apareció Rafa.
—Joer, tío, pensé que no venías. Digo, este no se ha enterado del
mensaje —me dirigí a él levantándome del banco, tras quitarme los
auriculares.
—Calla, calla, qué pesada la Zea, que no me dejaba irme. Como le
quedaban veinte minutos para su tren y no tenía prisa, me ha hecho un
interrogatorio que flipas. Yo creo que se piensa que me gustas y no paraba
de preguntarme.
—¿Qué dices? A mí no me ha dicho nada. ¿Y qué te preguntaba?
—Que si qué tal las prácticas, que si tú y yo nos estamos todo el rato
picando, que si ayer me pasé contigo…
—Pues estamos apañaos.
—Mira, yo qué sé, pero tenemos que buscar algún sistema para quedar
que no vuelva a hacerme pasar por el tercer grado. ¡Qué tía más plasta! —se
quejaba.
Me reí.
—Y eso que te gustaba en primero, reconócelo.
—¿A mí? ¿Silvia? Pero, por el amor de Michael, Yerbis, ¿qué dices?
—¡Venga ya! Menudos repasos le dabais con la mirada tú y Zurbarán.
Bueno, y casi todos los tíos de clase. Se os caía la baba. Si la miran hasta
las tías.
—Porque está buena, pero cuando se pasa la primera impresión de
verla, a mí ni fu, ni fa.
—¿Tampoco es tu tipo?
—Pues no. Pero ahora entiendo por qué la elegiste como amiga. Como
todo el mundo la mira, ella es el centro de atención y así nadie te mira a ti,
¿no?
—Pero ¡qué dices!, ni que hubiera hecho un casting. Silvia me cae
bien, por eso es mi amiga.
—Ya, pero lo otro te ayuda a pasar desapercibida, que es lo que
quieres, y siento decirte que no te funciona.
—Que no me funciona, ¿el qué? —le pregunté intrigada.
—Bueno, Yerbis, vamos a comer, ¿o qué? Que nos van a dar las tantas.
Salimos del parque y tras determinar el mejor sitio para quitarnos el
hambre, nos encaminamos hacia el burger más cercano.
Una hora y media después estábamos saliendo de la estación de metro
de Atocha en dirección al Jardín Botánico.
—Bueno, entonces el plan es buscar el lugar donde está la Salvia
officinalis e indagar alrededor, ¿no? —constató.
—No tenemos mucho más, así que empezamos por ahí y vamos
improvisando.
—Pues al lío, Yerbis.
Sacamos la entrada y nos metimos en el jardín para dirigirnos
directamente al lugar donde se encontraban las plantas medicinales. Cuando
estuvimos allí, hicimos un recorrido rápido de la zona buscando la salvia.
De repente, Rafa me cogió del brazo.
—Aquí, Zuñi. —Me señaló el lugar donde estaba aquella planta—.
Ahora viene cuando me cuentas para qué sirve.
Sonreí mientras nos acercábamos hasta ella.
—Con salvia en el huerto no hay niño muerto. Eso es lo que siempre
dice mi abuela porque vale para casi todo. Para la anemia, para los nervios,
es digestiva, diurética, antiséptica, estimulante, baja la fiebre…
—O sea, con una plantita tienes todo solucionado.
—Bueno, depende, para algunas de estas cosas se utilizan otras plantas
que parecen ser más efectivas. Yo he visto usar la salvia, sobre todo, para
regular la menstruación y aliviar los sudores de la fiebre.
—¿Hay algo que no sepas?
—Anda, anda, vamos a seguir.
Nos agachamos para ver más de cerca, tanto aquella parte donde se
observaban varias plantas de salvia, como todo lo que la rodeaba. Nos
fijamos atentamente en el cartel, pero tampoco encontramos nada.
—Estas no son las únicas —le dije a Zurbano cuando vi su gesto de
desánimo—. Vamos a ver el resto.
Continuamos nuestro paseo parándonos delante de las demás plantas
iguales que hallamos, pero no tuvimos mucho éxito. Ya comenzábamos a
desesperarnos cuando saqué la copia que había hecho del texto en mi
cuaderno, junto con la fotocopia de la página relacionada de la libreta.
—¿Qué se nos escapa, tía? —cuestionó poniéndose a mi lado para leer
aquel papel.
Después se colocó enfrente de mí, al otro lado del parterre. Cuando
levanté la cabeza del papel, él miraba fijamente hacia mis pies. A
continuación, rodeó el plantío hasta ponerse en mi diagonal.
—Yerbis, no nos hemos fijado en los carteles por detrás porque
estábamos mirando las plantas o las letras del nombre en su letrero, pero…
—Pero ¿qué?
—En el resto no parece haber nada o, al menos, no se ve, pero aquí, en
este, veo algo como de otro color, aunque no sé si es una sombra y con este
ángulo no llego porque lo tapa la planta. Igual no es nada y para verlo bien
tendríamos que meternos dentro, pero no se puede porque no para de pasar
gente.
—¿En cuál?
—En el que tienes enfrente.
—¿En este? —Le señalé un cartel que estaba un poco torcido.
—Sí.
Me intenté asomar para ver si era capaz de ver la parte de atrás de
aquel letrero, pero estaba demasiado lejos del borde del camino donde yo
me encontraba, que era justo el límite de aquella zona ajardinada. Después
lo rodeé por donde me permitía su delimitación para intentar observarlo
desde otros ángulos, hasta que me puse junto a Rafa.
—No veo nada —confirmé.
—Mira, aquí. —Me cogió por los hombros buscando la posición
necesaria para que yo pudiese ver lo que me indicaba.
—Ah, sí, algo se ve o, al menos, eso parece.
—¿Y si alargamos la mano para alcanzarlo y lo giramos? —propuso.
—Hay gente pasando alrededor cada dos por tres, podrían echarnos la
bronca y no estamos como para llamar la atención o que nos arriesguemos a
que nos veten la entrada, no sabemos si vamos a tener que volver otro día.
—Pero si nos agachamos no se nos ve tanto. Va, ponte detrás de mí y,
así, me tapas y me avisas si alguien se acerca hasta aquí para que haga
como que me estoy atando los cordones.
—Venga, date prisa.
Se agachó y alargó el brazo intentando alcanzar el cartel, pero estaba
algo lejos como para que lo pudiera agarrar sin caer hacia delante.
—No llego, necesito sujetarme a algo.
Miré a mi alrededor, estaban pasando algunas personas por los
caminos principales que nos quedaban al fondo, pero ninguna se había
desviado hacia nuestro emplazamiento. Adelanté un pie.
—¿Te vale mi pierna? —le pregunté.
Me miró con gesto de duda.
—Va, Rafa, agárrate a mi pierna, pero no te pases tirando o nos
caeremos los dos dentro.
Vaciló unos instantes sobre a qué altura de mi pantalón apoyar su
mano, hasta que decidió hacerlo justo en la corva. Se echó hacia delante y
consiguió tocar un poco el cartel con la punta de los dedos, pero no lo
suficiente como para girarlo. Intentó cambiar de postura, pero no tenía
éxito.
—No llego, tía.
En ese momento, vi a uno de los trabajadores pasando con
herramientas para adecentar las plantas, hasta pararse en uno de los
parterres cercanos.
—Espera —le pedí a Rafa. Después abrí mi mochila, cogí una pequeña
libreta que me servía como agenda y la lancé disimuladamente dentro de
ese trozo de jardín—. Sígueme el rollo —le continué diciendo en voz baja.
Zurbano me miraba con una mueca entre la sorpresa y la desconfianza
mientras volvía a ponerse de pie.
—Pero ¿eres tonto? —le grité—. ¿Es que siempre me tienes que dejar
en ridículo?
Rafa no daba crédito a mi reacción.
—Perdone —me dirigí hacia donde estaba el trabajador—, es que
estamos haciendo un trabajo de la facultad y mi novio, de inteligencia
cuestionable, me ha asustado, así que el bloc de notas se me ha caído por
accidente dentro de ese jardín, ¿le importa que lo coja? Lo haré con mucho
cuidado, sin pisar ninguna planta. Somos estudiantes de farmacia. —Señalé
donde estaba el objeto al que hacía referencia, rezando para que aceptase mi
proposición de rescatarlo sin su colaboración.
Aquel empleado debía de tener pocas ganas de complicarse la vida
desviándose de sus tareas habituales y, simplemente, miró a Zurbano, me
miró a mí y asintió con la cabeza.
—Gracias —le respondí.
Me acerqué de nuevo donde estaba Rafa.
—¿Pero tú no eras tímida? —me susurró.
Le sonreí en respuesta.
—Y a ver si te estás quietecito ya —le hablé en voz alta para que me
escuchara el trabajador mientras Zurbano, que estaba de espaldas a él, me
guiñaba un ojo.
Me metí lentamente en aquel lugar ocupado por plantas para no dañar
ninguna de ellas, y cuando tuve en la mano la agenda, giré un poco el cartel
disimuladamente. Entonces lo vi.
—¿Lo ves? —le susurré mientras hacía el paripé de meter la agenda en
la mochila.
—¿Qué es eso?
Salí de aquel recinto para acercarme a Rafa.
—Es un número dentro de un círculo de color rojo, el número cinco.
Se asomó un poco y giró la cabeza para ponerse en el mejor ángulo.
—Es verdad, Zuñi, aunque cuesta un poco verlo desde aquí. Pero ¿no
tiene la misma apariencia que los círculos que aparecen al final de la libreta
formando la clave? ¿O es mi imaginación?
—La tiene, es la misma apariencia con las dos pequeñas líneas en la
parte central superior e inferior. ¡Tenemos el primer dígito!
Rafa me sonrió e, inmediatamente, procedimos a apuntar el número en
la primera casilla en blanco del apartado final de cada una de nuestras
copias.
—Y ahora, a por la siguiente, ¿no? —animó.
—Sí. ¿Adónde nos lleva el segundo plano?
—A ver… —Hojeó los folios que formaban parte de su copia hasta
llegar al mapa por el que le había preguntado—. Pues esto parece Ciudad
Universitaria. Tenemos que irnos —afirmó con una sonrisa.
Y mi cara reflejó ese mismo gesto mientras procedimos a
encaminarnos hacia la salida del jardín. Una vez fuera, nos dirigimos hacia
el metro.
—Oye, y llegados a este punto, ¿no crees que deberíamos hacer una
vista rápida de la libreta para tener una visión general de todas las plantas y
los lugares asociados a ellas, a modo de resumen? —le propuse.
—Es buena idea. Pero antes de hacer eso, podríamos ver con
detenimiento el segundo plano, a ver hacia qué lugar de Ciudad
Universitaria tenemos que ir, y ya mañana después de clase, como
estaremos por allí, lo buscamos.
Permanecimos unos instantes en silencio, seguramente pensando en un
sinfín de cosas a la vez como adónde nos llevaría aquella libreta, si
seríamos capaces de encontrar las siguientes pistas, si el número que
habíamos visto formaría parte de ese juego, y no una simple coincidencia.
Y entre aquellos pensamientos, de pronto, se me coló uno que adelantó al
resto y que se hizo tan intenso, que no me quedó más remedio que sacarlo a
la superficie:
—Oye, ¿por qué me has dicho antes que no me funciona lo de pasar
desapercibida?
Sonrió.
—Porque no te funciona.
—Es que no sé a qué te refieres.
—Pues a que para algunas personas no pasas desapercibida y se fijan
en ti.
Me paré en seco. ¿Lo estaría diciendo por él? Pero si yo no era su tipo.
—¿Cómo? ¿Para qué personas?
—Mira la Yerbis cómo quiere tirarme de la lengua.
Me observó un momento haciéndose el interesante.
—Buah, ya me estás vacilando, como siempre —le reproché.
—No, no. Sólo que, en cierta ocasión de estas en la que nos hemos
puesto a comentar las bondades de las chicas de clase, he escuchado a
alguno de nuestro entorno hablar de ti.
—¿De mí? ¿Y de qué?
—Pues de qué va a ser, tía. De tu cara, de tus ojos, del culo que se te
marca cuando te agachas a recoger el boli.
—¿Perdón?
—Has sido tú la que has preguntado.
—Pero ¿en qué os fijáis? A mí no se me marca nada.
—Que sí, Yerbis, que da igual que teniendo una talla ¿treinta y seis?
¿treinta y ocho? lleves un pantalón de la cuarenta y cuatro. Que hay cosas
que no se pueden esconder.
Le miraba completamente desconcertada.
—¿Y se puede saber quién dice eso? —intenté averiguar.
—No te lo voy a decir, pero vamos, que tampoco somos tantos en
clase, así que alguno de ellos, o varios.
Dijo «ellos», por lo que descarté que estuviera hablando de él, lo cual
me alivió.
Ya habíamos llegado al metro, con lo que descendimos por las
escaleras de bajada a la estación y viajamos hasta la estación de Moncloa de
manera refleja sin hacer muchos más comentarios después de aquella
conversación.
Salimos por el acceso del intercambiador y nos paramos una vez que
hubimos pasado la puerta.
—¿Vamos al parque? —me preguntó—. Podemos ponernos en las
mesas que hay donde los bancos, si hay alguna libre. ¿O quieres ir a otro
sitio?
Se notaba más fresco que los días anteriores, pero el sol lo hacía
soportable, así que aquella opción no me pareció del todo mal.
—Vale.
Cruzamos la calle y, al llegar al parque, comprobamos que la primera
de aquellas mesas tipo merendero estaba libre, con lo que nos sentamos allí,
uno al lado del otro. Él sacó su copia de la libreta y yo, el cuaderno con las
notas. Buscamos la página del plano que estaba numerado con un dos para
mirarlo atentamente. En él se representaba el metro de Ciudad Universitaria
y unos rectángulos que parecían los edificios de las diferentes facultades
que lo rodeaban. Lo observamos durante unos momentos en silencio.
—Esto debe de ser Odontología, esto, Medicina y esto de aquí,
Farmacia —supuso Rafa mientras indicaba con el dedo en el mapa los
lugares que iba mencionando.
—Sí, parece —corroboré.
—Pues si es así, la flecha está en Farmacia.
—¿Y este punto? —Señalé una marca insignificante que había en el
supuesto edificio que dedujimos que era el de la Facultad de Farmacia—.
Se parece al del primer plano, ¿te acuerdas? Que no sabíamos si era un
borrón.
—Sí… ¿Y aquí qué hay? Esto está por donde el vestíbulo de la
entrada, ¿no?
—O en el mismo lugar que el vestíbulo, pero en otro piso, ¿qué hay
ahí en los demás? —Hice una breve pausa para continuar—. En el primer
piso, está la terraza de los bancos, donde ayer copiamos el texto en el
cuaderno.
—Y en el segundo, la biblioteca —continuó.
—Y en el tercero, un departamento, ¿no? —concluí.
—Pues aquí no parece poner nada más, vamos a tener que leer lo que
dice el texto de esta planta, a ver si así sacamos alguna pista adicional.
¿Quieres que lo copiemos?
—Perfecto.
Saqué un bolígrafo de la mochila y él buscó en la copia el folio
correspondiente a la información que iba a proceder a leerme. Se quedó
mirando el papel un instante antes de hacerlo.
—Esta vez las líneas no tienen una extensión tan diferente como en la
anterior, o, al menos no lo parece, ¿a ver? —Leyó el comienzo de cada línea
hacia abajo, pero aquello no mostraba ningún nombre ni dato congruente—.
Las primeras letras esta vez no dicen nada.
—Hombre, es que no va a poner todos los enigmas iguales, no tendría
gracia —le espeté.
—Bueno, tampoco hay que ponerse tan exquisita, Yerbis, hubiera
ayudado.
—Venga, vamos a copiarlo, díctame, please.
—Dos. El Thymus vulgaris, más conocido como tomillo común… —
leía.
Unos treinta minutos más tarde habíamos concluido de transcribir el
texto y lo revisábamos atentamente.
—Pfffff… —resoplé.
Rafa lo miraba en silencio.
—No veo nada raro —dijo al fin.
—Es que, aparentemente, no lo hay. Sólo veo datos lógicos y muy
básicos del tomillo.
—¿Datos lógicos y muy básicos? A ver, Yerbis, deléitame con tu
sabiduría. ¿Para qué usas tú el tomillo?
—Aparte de lo que pone aquí, para la tos y como repelente de
mosquitos. Pero vamos a lo que vamos. ¿No te parece muy simple esta
información?
—La verdad es que sí. Aunque, pensándolo bien, precisamente eso es
lo raro. Esta información es demasiado general como para que alguien con
la categoría de doctor haga referencia a ella. Me esperaba algo más
científico y elaborado.
—Eso es porque el texto en sí no tiene importancia, sino algo que se
esconde dentro de él —deduje.
—¿Y qué podría esconderse aquí? He intentado combinar las letras en
todas las direcciones y no hay nada.
—Es lo que te decía antes, no va a ser igual que el anterior.
—Oye, ¿y si vemos la diferencia con el anterior? Me refiero a que el
primer texto también era información muy general de la lavanda, pero
vimos que las líneas no estaban distribuidas de la misma manera, que fue lo
que nos dio la pista. Tiene que haber algo que esté en la estructura de este
texto, que en el otro no, y ahí es donde debe de estar la clave.
—Pues lo único que veo diferente es que aquí viene al final la
bibliografía y en el otro no, pero eso es una…
—¿Y si es eso? —me interrumpió.
—¿Tú crees? No me parece relevante.
—Puede que no lo sea, pero sí es diferente. Y, si lo piensas bien, es
hasta lógico si lo relacionamos con la zona donde aparece la marca. Es
posible que sea algún libro de los que están en la biblioteca de la facultad.
Podríamos buscar esos títulos, a ver si encontramos algo.
—¿Pero eso no sería demasiado obvio y fácil?
—¿Se te ocurre algo más? —me preguntó.
Me quedé pensando a la vez que observaba el texto que acababa de
copiar y, mientras lo hacía, me dio un escalofrío. Me subí la solapa del
abrigo para taparme el cuello, el sol comenzaba a bajar, ocultándose detrás
de los árboles del parque, y el fresco se hacía más intenso.
—La verdad es que no —le respondí al fin.
Me pegué más a Rafa para mirar el plano que se mostraba en su copia
de la libreta, aunque aquello fue una excusa para obtener un poco de calor.
Él se dio cuenta.
—¿Qué pasa, Yerbis? ¿Tienes frío o es que, de repente, me quieres
mucho?
Le devolví la mirada haciéndome la sorprendida. Me ponía muy
nerviosa que actuase de esa manera y no podía soportarlo. No podía
soportar que fuese tan directo. No podía soportar que me estuviese
examinando y cuestionando a cada cosa que hacía todo el tiempo. No podía
soportar no saber cómo iba a reaccionar. No podía soportar sus bromas. Y el
hecho de que nos hubiéramos acercado durante los últimos días y de
haberle confesado que me sentía sola, me dejaba en una posición de
vulnerabilidad delante de él. Si le confirmaba que tenía frío, Rafa podría
pensar que era un pretexto para estar más cerca de él. Pero si le decía que le
quería, en plan irónico, podría creer que era verdad por el mismo motivo.
¿Por qué le estaba dando tanta importancia a aquello? Definitivamente,
haberme pegado a él para cobijarme del frío había sido una mala idea.
—¿Qué dices, Zurbano? ¿Puedes dejar ya de decir chorradas? Sólo
miraba el plano. —Me separé de él y saqué mi copia de la mochila,
buscando ese mismo mapa para ponerlo delante de mí.
Me dio otro escalofrío que traté de disimular sin mucho éxito. Él no
paraba de mirarme atentamente. Yo seguía observando un papel al que
realmente no estaba prestando ninguna atención.
—¿Quieres que nos vayamos? —me propuso.
Negué con la cabeza.
—¿Tú quieres que nos vayamos? —le devolví aquella cuestión
mientras me estiraba las mangas del jersey, sacándolas por debajo del
abrigo para taparme las manos.
Como no me respondía, le miré a los ojos y allí me encontré con su
cara risueña.
—¿Qué pasa? ¿Te hago gracia? —le pregunté molesta.
—La verdad es que sí.
—¿Y por qué? A ver, ¿qué pasa ahora? —Me crucé de brazos.
—Quiero ver hasta dónde llegas.
—Hasta dónde llego, ¿de qué?
—Hasta que me pidas que nos vayamos o vuelvas a pegarte a mí con
alguna otra excusa. Pero no lo vas a hacer, ¿verdad?
No podía soportar aquello. No podía soportarle.
—A ver, Rafa, si te pones en plan inaguantable, me voy a casa y
mañana, cuando se te haya pasado la tontería, seguimos. —Me dio otro
escalofrío.
—Pero ¿por qué eres tan complicada? —Cogió mi copia con el plano
para llevarla a su lado, poniéndola encima de la suya, después hizo lo
mismo con mi cuaderno.
—¿Qué haces, tío?
—Lo que tú no te atreves. ¿Lo ves conmigo o no? —Me hizo un gesto
con la mano para que me acercara a él.
Me quedé un instante inmóvil sin saber muy bien cómo reaccionar.
¿Me estaba invitando a pegarme a él? ¿Qué era aquello? ¿Una trampa?
Finalmente, me acerqué para poder ver los documentos, pero intentando
evitar tocarle. Él me observaba sorprendido.
—Complicada es poco —dijo meneando la cabeza.
Cogió los documentos para acercarlos a mí, poniéndolos justo enfrente
de mis ojos, y se deslizó en el banco hasta pegar su cuerpo al mío. A
continuación, me pasó el brazo por encima de los hombros y lo cruzó con el
otro para apretarme contra él, abrazándome. Acercó su cabeza a la mía.
—Mejor ahora, ¿no? —me susurró al oído y sentí el contraste entre mi
oreja fría y su aliento caliente.
Asentí. Y entonces temblé entre sus brazos, pero aquella vez no era
por el frío.
12. Escondiendo la verdad

Miércoles, 29 de abril de 1998

Dicen que los del norte somos más fríos que los del sur, pero yo no
estoy de acuerdo. Puede que los sureños tengan un carácter más
extrovertido, más desenfadado, eso no lo negaré, pero en el norte hay gente
muy cariñosa y cercana. Aunque yo no haya tenido la suerte de rodearme de
este tipo de personas mucho más allá de algunos miembros de mi familia.
Ángel no es que fuera frío, pero tampoco demasiado cariñoso. Jamás
manifestaba su afecto por mí en público y en la intimidad, aunque sí lo
hacía, nunca fue de una manera excesivamente pasional.
Yo no me considero despegada, aunque sí tímida. Y el hecho de serlo
te hace parecer fría en los primeros estadios de una relación o cuando no
tienes la suficiente confianza con una persona como para mostrarte tal y
como eres por miedo a que se haga una idea equivocada de ti, a que te haga
daño. Por eso utilizas la timidez como coraza, es tu protección.
Quizás por estas cosas no sabía muy bien cómo reaccionar ante el
comportamiento de Rafa. Nunca nos habíamos atraído el uno al otro y, sin
embargo, en cuatro días me había dado más abrazos de los que podía
recordar en mis primeras dos semanas de relación romántica con Ángel.
Zurbano era muy cercano y yo no sabía cómo gestionarlo en ningún
sentido, no estaba preparada. Puede que ese fuera el motivo por el que había
dormido tan poco aquella noche. Intenté avanzar algo con la libreta para
entretenerme y tratar de olvidar la emoción que me producía la situación
vivida con Rafa, leyendo de nuevo la información que habíamos transcrito
del tomillo, pero no me concentraba y decidí meterme en la cama.
En la oscuridad de mi dormitorio no podía dejar de pensar en lo
acontecido aquella tarde, de escuchar su susurro en mi oído mientras me
abrazaba para transmitirme el calor de su cuerpo. Estuvimos unos minutos
sin hablar en aquella posición. Unos minutos que a mí se me hicieron
eternos porque no sabía lo que hacer, no sabía lo que decir. Unos minutos
en los que sentía el movimiento de su pecho respirando en mi espalda, las
cosquillas de su cortísima barba afeitada dos días antes en mi mejilla.
Aquella situación me ponía muy nerviosa y no quería que él lo notase.
Supuestamente, estábamos así para seguir mirando los documentos que
teníamos delante, pero ninguno de los dos lo hacía. Respiré profundamente
antes de girar la cara para hablarle, pero sólo un poco, no quería mirarle a
los ojos porque no hubiera soportado tenerlos tan cerca de los míos.
—Rafa —le dije en un tono de voz muy bajo.
—Dime —me contestó en el mismo tono.
—Creo que deberíamos irnos, hace fresco y está oscureciendo, no creo
que podamos avanzar mucho más.
—Sí, mañana seguimos.
Se apartó de mí y fue entonces cuando me sentí invadida por el frío,
por ese frío que ponía de manifiesto su ausencia.
Recogimos nuestras cosas y retomamos el camino hasta el
intercambiador, pero él no se paró para entrar, sino que siguió para
acompañarme hasta mi casa como los días anteriores.
—¿Y si vamos una hora antes de clase para poder avanzar un poco sin
que nos vean los demás? —le propuse.
—Vale, me parece buena idea.
—¿Quieres que nos veamos en la tercera planta? Allí no creo que nos
crucemos con mucha gente tan pronto. ¿A qué hora quieres quedar?
—Venga, nos vemos a las ocho y media.
Me recoloqué de nuevo la solapa del abrigo para taparme el cuello
mientras subíamos por Fernández de los Ríos.
—¿Sigues teniendo frío? —me preguntó.
—No, ahora caminando, ya no —le mentí.
Y una vez delante de mi portal, nos esperaba una despedida insípida.
—Bueno, Zurbano, mañana nos vemos.
—Buenas noches, Zuñi.
Nos acercamos para darnos dos besos protocolarios que contrastaban
demasiado con nuestro abrazo del parque.
A las ocho y veinticinco de aquel miércoles estaba sentada en uno de
los bancos de madera de la tercera planta de la facultad, con los ojos
acuosos por el sueño y dando vueltas a todo aquello. A esos contrastes que
a mí se me antojaban sin sentido, pero que quizás fueran muy normales
entre amigos muy cercanos. ¿Pero acaso eso significaba que estábamos
empezando a ser amigos muy cercanos?
A las ocho y veintiocho apareció Rafael Zurbano enfrente de mí tras
subir las escaleras a paso ligero. Con unos vaqueros azules, su cazadora
vaquera del mismo tono, una camiseta negra de AC/DC y unas deportivas.
—Buenos días, Yerbis. ¿Qué tal has dormido? ¿Me has echado mucho
de menos?
—Buenos días, Rafa. ¿Y tú a mí? —le devolví la pelota.
Y mientras me sonreía, me levanté del banco dudando de si la
situación requería que nos diésemos otros dos besos protocolarios como los
de la noche anterior. Él me vio titubear y reaccionó enseguida sacando
partido de la situación para hacerse el gracioso.
—Ven, Zuñi, no te quedes con las ganas. —Se acercó para besarme
una mejilla y luego la otra, después de mirarme de arriba abajo, supongo
que fijándose en mis pantalones anchos grises de cuadros, que acompañaba
de un jersey negro y las botas militares.
¿Pero de verdad me había costado dormir aquella noche pensando en
ese personaje? ¿En su barba naciente haciéndome cosquillas en la cara? ¿En
su aroma característico que estaba de nuevo envolviéndome en aquel
momento? Mi vida comenzaba a hacer aguas. Simplemente, meneé la
cabeza.
—¿Nos sentamos? —me propuso.
Nos dirigimos a la mesa redonda que había en el lateral, junto a la
ventana. Mientras comenzábamos a sacar los documentos de nuestras
mochilas, él me hablaba.
—Ayer empecé a revisar las demás plantas y he hecho una lista con
todas.
Me acercó un papel en el que se leía:
1. Lavanda
2. Tomillo
3. Romero
4. Menta
5. Melisa
6. Rosa
7. ¿?
—No he podido avanzar más porque me tiré tres horas intentando
averiguar cuál era la séptima, sin conseguirlo. Igual tú la reconoces por el
dibujo. ¿Has mirado algo? —indagaba.
—Lo que miré fue lo relacionado con el tomillo. Del resto no he visto
mucho porque, aparte de que no entiendo la letra, prefería concentrarme en
lo que transcribimos ayer. Pero, por lo que recuerdo de cuando eché un
vistazo general, eran plantas muy conocidas. A ver la imagen de la séptima.
—Hice un gesto con la mano para que me lo mostrara de su copia, que
sostenía exponiendo aquella ilustración.
Me puso delante el papel, que yo miré atentamente.
—Ostras, pues no me acuerdo de ver este dibujo, y mira que revisé
todas las páginas de la libreta —le respondí.
—¿Sabes cuál es?
Era una planta muy extraña, no recordaba haber visto nunca un vegetal
de tales características. Tenía una flor en forma de paraguas, que parecía
estar invertida y sujeta al tallo por el estigma.
—Pues no, es la primera vez que veo algo así. ¿Y el texto? —le pedí.
Seleccionó la página y la puso frente a mí para que lo pudiera leer,
pero tan sólo vi una línea con multitud de curvas detrás de un número siete,
escrito de manera muy descuidada.
—No tengo ni flowers de lo que pone, tía, esta nos va a dar
quebraderos de cabeza —afirmó.
—Bueno, vamos por partes, de momento seguimos con el tomillo y a
lo mejor con el paso de los días lo vemos más claro, ¿no?
—Eso espero —me dijo antes de bostezar.
—¿Has dormido poco?
—Es que me haces madrugar mucho, Yerbis.
—Bueno. —Miré el reloj—. Aún quedan quince minutos antes de que
abran la biblioteca para echar un vistazo a los títulos de la bibliografía.
¿Has visto alguna otra cosa que te llame la atención?
Negó con la cabeza.
—Nada nuevo.
Permanecimos unos minutos observando de nuevo aquel texto, tras los
cuales apareció un chico de clase por las escaleras, nos saludó y se dirigió
hacia el departamento de Química Farmacéutica.
—¿Adónde irá el Ace a estas horas? —preguntó Rafa.
—¿El Ace? ¿Por qué le llamas así?
—Tía, porque es igual que Ace Ventura, con esas camisas abiertas y
esos pantalones de rayas que me lleva, y luego ese pelo…
Meneé la cabeza.
—Pobre Manuel, si es muy majo.
—Si yo no lo niego, pero es un notas, unos tanto y otras tan poco. —
Me señaló.
—Ya empezamos… ¿Podrías dejar de meterte con mi ropa? Es que ya
cansas.
—Cuando me cuentes lo que te pasó, Yerbis. Porque para dar ese
cambio tan radical tuvo que ser algo gordo. Yo creo que debías de ser la
típica niña mona a la que todos los chicos miraban y a la que las chicas
odiaban porque te tenían envidia. Puede que alguno intentara aprovecharse
de ti. Te tuvieron que hacer daño y por eso ahora vas así.
Otra vez con ese tema, no. Empezaba a fastidiarme su insistencia en
ahondar en ello, así que decidí volverlo en su contra jugando también a
aquel juego de adivinar su pasado.
—Bueno, vale ya, ¿no? ¿Y tú? Porque no paras de hablar de los
demás, pero lo de poner motes sin medida también tuvo que ser de algún
trauma. Seguro que te pusieron algún apodo con el que te hicieron la vida
imposible y por eso ahora tú lo haces con el resto. ¿Qué era, Rafa? ¿Tus
orejas? ¿Tu pelo? ¿Tu nariz?
Se le borró la sonrisa, sin duda no le hacía gracia que estuviera
hablando sobre ese asunto, pero como me tenía harta y no paraba de
meterse con mi aspecto, decidí seguir presionándole con aquello.
—No… Tienes todo demasiado normal. ¡Ya está! Eras gordo, ¿verdad?
—insistí.
—Pues no, Yerbitas, te estás colando de lleno.
—No, no, por tu cara es algo de eso, te ha cambiado el gesto.
Se quedó un instante en silencio.
—A ver, mi apellido no me ha ayudado nunca. Ya sabes, tenía que
escuchar cosas como: Zurbano, me la tocas con la mano.
—No, no es eso. Porque ahora no te importa que te llamen por tu
apellido y si hubiera sido así harías por evitarlo.
Nos quedamos mirando atentamente el uno al otro. Sin querer, había
tocado una de sus heridas y estaba viendo como comenzaba a supurar
delante de mí. Así que Rafa tenía puntos débiles que trataba de esconder
debajo de ese talante gracioso y ese desparpajo que le caracterizaba,
usándolos como escudo, igual que yo hacía con mi timidez.
—Conmigo no tienes que fingir, Rafa —le dije aquella frase que él
había utilizado hacia mí un par de días antes. Y, al hacerlo y en contra de lo
que pretendía, me puse seria, supongo que por empatizar con lo que
demostraba su gesto en ese instante.
Apartó los ojos de mí para mirar su reloj.
—Van a abrir la biblioteca, ¿vamos? —me planteó.
—Vamos.
Bajamos las escaleras hasta el segundo piso, donde la responsable de
la biblioteca abría las puertas de la misma. Había cinco personas esperando,
así que entramos detrás de ellas. Nos fuimos directamente a la sección de
Farmacognosia buscando aquellos cuatro títulos que estaban anotados en la
bibliografía de la documentación relacionada con el tomillo, hasta que
conseguimos localizar dos.
—Estos libros no son de préstamo, sólo de consulta, los tenemos que
ver aquí —le susurré tras comprobar el color del código de su lomo.
—Pues qué bien, a ver cómo hacemos porque va a ser un canteo
consultar estos libros delante del resto cuando lo que hemos dado sobre
plantas en Farmacognosia es muy general —puso de manifiesto en el
mismo tono.
—Bueno, dos de ellos están en el programa de este año.
—Pero los otros dos, no.
Me quedé pensando unos momentos.
—Podemos hacer que nos vamos, comemos fuera y venimos a la
biblioteca por la tarde —le propuse.
—Vale, pero paso de irme con vosotras en el metro como ayer y
aguantar otro interrogatorio, ya me inventaré algo.
Seguimos buscando los otros dos títulos que faltaban hasta que dimos
con el tercero.
—Este le podemos sacar —evidencié—. Algo es algo.
—Sí, pero hay dos ejemplares ¿Y si lo que sea que estamos buscando
está en uno, pero en el otro no? Además, pensándolo bien, igual levantamos
sospechas, hay registros de quién saca los libros. Yo creo que es mejor si los
vemos todos aquí.
Le di vueltas a aquello.
—Vale, pero vamos a tardar un montón si tenemos que revisar todos
los libros aquí sin que nuestros compañeros se den cuenta, y más si existe el
riesgo de que alguien se pueda llevar alguno —aseveré.
—¿Y si escondemos estos dos, que son de préstamo, en otra sección
que no suela consultar mucha gente? Los dejamos detrás de otros o en la
esquina de una de las estanterías de abajo, por ejemplo. Luego venimos y
los miramos los primeros por si alguien se los lleva. Y los que son de
consulta los revisamos después, total, esos van a estar aquí siempre.
—Me parece buena idea.
Cogimos un ejemplar cada uno y nos fuimos a las estanterías que
estaban más al fondo para esconderlos detrás de algunos tomos que nos
parecían poco consultados.
—Nos tenemos que ir a clase, tía, ¿cómo hacemos? ¿Sales tú y
después yo?
Miré el reloj, eran las nueve y veinticinco pasadas.
—Venga, voy yendo —corroboré.
Asintió con la cabeza.
Me dirigí hacia la entrada para salir por la puerta sin mirar atrás y
directa a la clase que había justo enfrente, la nuestra. Cuando bajé por las
gradas, Silvia ya estaba allí hablando con Juanan y Vázquez, que estaban
sentados una fila delante de ella, como de costumbre.
—Buenos días, chicos —saludé.
—Hola —me dijeron.
—¿Qué tal, guapa? Tienes cara de sueño —me habló ella.
—Sí, es que me estoy quedando hasta tarde estudiando —mentí.
Me senté junto a mi amiga y comenzaba a sacar mi cuaderno de
apuntes cuando apareció Zurbano.
—Buenos días, señoritas —nos dijo.
—Buenos días, Rafa —le contestó Silvia.
—Buenos días, Zurbano —le respondí yo.
Después se sentó justo delante de mí, junto a los chicos y al lado del
pasillo.
—¿Qué haces después de clase? Hoy me quedo en la biblioteca hasta
que salga Rodri —me preguntaba Silvia.
—Pues… —me quedé en blanco cavilando cómo podíamos hacer Rafa
y yo con nuestro plan de quedarnos en la biblioteca, ya que, si también lo
hacía mi amiga, nos complicaría bastante la operación que teníamos en
mente sin que levantáramos sospechas—. Pensaba irme a casa, pero no sé,
ahora me lo pienso.
—¿El qué te tienes que pensar? ¿Tenías planes?
—No, pero quería echarme una siesta —mentí de nuevo.
—Tía, estás muy rara, ¿estás bien?
—Sí, sí, es que tengo mucho sueño. —Forcé un bostezo mientras
pensaba sobre cómo comunicarme con Rafa para rehacer nuestro plan. Lo
primero que se me ocurrió fue pasarle una nota, pero iba a ser muy
descarado, Silvia se daría cuenta de que la estaba escribiendo. Algo tenía
que hacer, pero ¿qué?
El profesor llegó a clase y, sin entretenerse demasiado, comenzó a
proyectar unas transparencias mientras explicaba una serie de datos
relacionados con ellas. La mirada y la posición del cuerpo de Silvia se
dirigían hacia el lugar donde estaba la pantalla, que era la diagonal opuesta
a mí, con lo que podría aprovechar ese momento para escribir algo breve
sin ser descubierta. Abrí la pequeña libreta que utilizaba a modo de agenda
y arranqué una hoja de manera discreta, después puse la tapa hacia arriba
para que Silvia no pudiera ver el contenido de lo que escribía, en caso de
que desviara la vista hacia mí, y redacté:
Después de clase en 3ª planta, donde antes.
Doblé la nota y me la puse dentro de la palma de la mano derecha, con
la que sujetaba a la vez el bolígrafo con el que estaba escribiendo.
Seguidamente, continué tomando apuntes en mi cuaderno para disimular y
un par de minutos más tarde, dejé caer el boli hacia el pasillo con la inercia
justa para que se parara un escalón más abajo de la grada en la que estaba
sentada. Toqué a Rafa en el hombro. Él se dio media vuelta.
—Zurbano, ¿me coges el boli? —le susurré, señalándole el pasillo.
—¿Y por qué no lo coges tú? —me contestó con otro susurro.
—Porque está a tu lado. —Y puse un gesto de fastidio, que trataba de
hacerle saber que aquello no era casual.
Ladeo su cuerpo, alargó el brazo hasta alcanzarlo y una vez lo tuvo en
su poder, yo también incliné mi cuerpo hacia el pasillo. Cuando puso el
bolígrafo en mi mano, traté de darle el mensaje, pero a él le pilló por
sorpresa mi movimiento de intercambio de objetos y se nos volvió a caer el
boli al suelo.
—Pfffff… —resoplé.
—¿Qué hacéis? —preguntó Silvia.
Negué con la cabeza. Me levanté del sitio a coger el bolígrafo y
mientras lo hacía, con la otra mano tocaba la pierna de Rafa con la nota
entre los dedos, sin mirarle. En esta ocasión, él se dio cuenta y la cogió. Yo
volví a mi sitio y continué tomando apuntes intentando normalizar aquella
situación lo máximo posible.
Cuando acabó la clase, recogí todo de manera rápida y me dirigí a
Silvia.
—Tengo que ir al baño urgentemente, si tardo, píllame sitio en clase —
le pedí.
—Vale, ahora nos vemos, pero ¿estás bien?
Afirmé con la cabeza. Rafa se puso de pie mientras recogía y se dio
media vuelta, nos miramos un segundo y, justo después, salí rápido de la
clase. Subí un piso más para dirigirme hacia la mesa donde habíamos estado
por la mañana que, por suerte, seguía estando libre. Al cabo de un minuto
apareció por allí.
—¿Qué pasa, Yerbis?
—Vamos, que estás que las coges al vuelo —ironicé, refiriéndome al
numerito del boli—. Resulta que Silvia se queda a estudiar esta tarde en la
biblioteca, así que no sé cómo vamos a hacer para revisar los libros sin que
sospeche. No nos podemos ir a comer fuera y luego volver a aparecer
porque ella nos va a ver y no lo entendería.
—Qué oportuna, tía. Pues… no tengo ni idea. Bueno, nos podemos
quedar a comer aquí y tú te pones con ella a estudiar, yo me puedo sentar
lejos de vosotras y, al menos, podré ir viendo algo. Después, cuando ella se
vaya, te unes a verlo conmigo.
—Y si tenemos que volver a cambiar el plan sobre la marcha, ¿cómo
nos comunicamos? Oye, vamos a tener que inventar unas claves o algo así
por si necesitamos quedar un momento en algún sitio, como hemos hecho
ahora, o para que no nos pase lo de ayer con Silvia.
Se quedó un instante pensando.
—Vale, podemos decir la palabra «urgente» si tenemos que vernos el
mismo día, y la hora camuflada. Por ejemplo, si digo que necesito un café
urgente, es que nos vemos ese día a la una.
—Y si nos tenemos que ver a las once y media, ¿qué digo? ¿Que
necesito once cafés y medio de manera urgente? Es que yo soy más de Cola
Cao —le puse pegas.
—Bueno, puede ser café u otra cosa. También podrías decir que tienes
mucho sueño y que necesitas dormir, por lo menos, once horas y media de
manera urgente.
—Vale, lo pillo.
—Y si es de quedar al día siguiente, podemos decir una palabra con la
letra eme, de mañana. Por ejemplo, mucho —continuó.
—O sea que, si quiero quedar contigo mañana a las once y media,
podría decir que necesito dormir mucho, por lo menos, once horas y media.
—Eso es, Zuñi.
—¿Y si es para quedar otro día?
—Pues di el día que sea, por ejemplo, que dormirías hasta el viernes,
yo qué sé. Pero vamos, tampoco hay que hilar tan fino, tía, eso es menos
probable que nos pase porque si no es para el mismo día, o al siguiente con
pocas horas de por medio, siempre nos podemos llamar a casa cuando
lleguemos para quedar, si fuera necesario.
—¿Y cómo decimos el lugar?
—Pues… es más fácil quedando siempre en el mismo. Si es fuera de la
facultad, en el banco del parque de enfrente del intercambiador. Con decir
la palabra banco, como hiciste ayer, ya es suficiente. Y si es aquí…
—Podríamos quedar siempre aquí, en esta mesa. Decimos la palabra
mesa y ya está. Pero, claro, ¿si tuviéramos que quedar en otro lado?
Imagínate cuando tengamos clase en esta planta.
—Pues podríamos ir a la terraza de la primera planta, por ejemplo,
decimos terraza y ya está. Bueno, eso sería muy obvio, mejor decimos la
palabra primera. O, si es en la biblioteca, decimos libro.
—Vaya follón, Rafa.
—No, ya verás, no es tanto. De todas formas, vamos improvisando.
—Entonces, ¿luego nos quedamos a comer con estos y por la tarde
vamos a estudiar a la biblioteca? —le pregunté.
—Efectiviwonder, Yerbis. Yo avanzo lo que pueda y tú te unes cuando
se vaya Silvia.
—Vale, pues vamos bajando, ¿no? ¿Vamos cada uno por una escalera?
—Buena idea.
Me fui hasta el fondo del pasillo para bajar por aquellos escalones y
cuando llegué al final del tramo que daba a la planta baja, me crucé con
Rafa.
—Pero, tío, ve más despacio, hacemos esto para evitarnos… —le
bronqueé.
—Bueno, y si nos hemos encontrado aquí por casualidad desde el sitio
desde donde viniera cada uno, ¿qué pasa? Tampoco nos vamos a volver
locos, sé natural, tía.
Meneé la cabeza mientras iba hacia la clase caminando junto a él.
—Oye, no hemos mirado si han salido las notas de prácticas —
evidencié en una perfecta conversación normal entre compañeros de clase.
—Si hubieran salido ya nos lo habría dicho alguien.
—O no, a lo mejor nadie ha subido. ¿Y si es lo que ha ido a mirar el
Ace?
Empezó a reírse.
—¿El Ace? Mira, Yerbis, ya se te está pegando lo bueno, no le has
llamado Manuel.
—¡Pero serás tonto! —Le di un manotazo mientras él no paraba de
reírse justo cuando vimos al resto de nuestro grupo de compañeros.
—Y vosotros, ¿de dónde venís? —preguntó Silvia.
—Yo, del baño, éste, no sé —respondí refiriéndome a Rafa.
—Di la verdad, Yerbis, que te habías perdido dentro de tus pantalones
y me has llamado para que te ayudara a encontrar la salida —bromeó
Zurbano.
—Mira, Rafa, es que eres insoportable, déjame un ratito tranquila,
anda.
Él no paraba de reírse. Yo negaba con la cabeza. Y entonces se abrió la
puerta del aula para permitirnos la entrada. Aquella mañana no hubo nada
más reseñable. Según habíamos acordado Rafa y yo, al final de las clases
les dijimos a nuestros compañeros, de la manera más casual que pudimos,
que comeríamos con ellos con la excusa de quedarnos después un rato
estudiando. Así que nos fuimos a la biblioteca a coger sitio antes de bajar a
la cafetería.
Cuando hubimos comido, regresamos a nuestros respectivos sitios a
estudiar, Silvia y yo nos encontrábamos en dos sitios contiguos y los chicos
se hallaban en otra mesa, ya que no había cinco asientos libres en la misma.
Así estuvimos hasta que nuestros dos compañeros se fueron a las cuatro, y
alguien, que también se iba a realizar esas prácticas, dejó una silla libre
enfrente de donde yo me ubicaba.
—Voy a decirle a Rafa que se venga para que esté con nosotras —me
susurró Silvia.
—¿A Rafa? Pero si estará bien ahí donde está, ¿no? —intenté
disuadirla porque si se situaba en nuestra mesa perdería la oportunidad de
revisar los libros, tal y como había planeado.
—Pero ¿qué te pasa con él?
—No, nada, sólo que está un poco pesado —dije aquello por
improvisar algo que excusase mi comentario.
—Yo creo que le gustas, por eso está así.
—¿A Rafa? No digas chorradas, no soy su tipo. Además, creo que le
gusta una de su barrio, una poligonera —inventé.
—¿Una poligonera?
—Ya, yo qué sé.
—Bueno, le voy a avisar.
Silvia se levantó para acercarse a su mesa y desde la otra punta de la
sala vi como hablaba con él para convencerle de que viniera a estudiar junto
a nosotras. A los pocos segundos, ponía sus cosas sobre nuestra mesa y se
sentaba enfrente de mí, mirándome con cara de fastidio. Silvia retomó su
sitio y continuamos posando la vista sobre unos apuntes que, en realidad, no
nos motivaban demasiado en aquellos momentos.
Yo observaba disimuladamente a Rafa, que hacía girar un bolígrafo
entre sus dedos a la vez que leía unos papeles llenos de textos y notas
mientras mascaba un chicle. Su gesto serio de concentración contrastaba
bastante con su carácter bromista, dándole un toque interesante. Entonces
recordé esos instantes de reloj parado funcionando, esa mirada dulce, su
susurro en el oído mientras me abrazaba para protegerme del frío. Respiré
profundamente y me miró a los ojos para encontrarme contemplándole.
Dejó de mascar el chicle un breve lapso de tiempo y yo bajé la vista
rápidamente porque me daba vergüenza que pudiera darse cuenta de que en
ese momento le estaba mirando con otros ojos, con unos que no
corresponden con los de una compañera que, simplemente, quería compartir
con él las horas de estudio. Cuando segundos después volví a observarle, vi
que sus pupilas estaban de nuevo clavadas en los apuntes, pero esta vez
sonreía.
Un rato más tarde, dejó el bolígrafo sobre la mesa, se levantó y se
dirigió hacia las estanterías del fondo como si fuera a consultar algún libro.
Silvia aprovechó su ausencia para acercarse a mí.
—Tía, Rafa no para de mirarte, en serio —me dijo.
—A ver, es que, si estoy enfrente de él, ¿dónde quieres que mire? Deja
de montarte películas ya y vamos a estudiar.
—Vale, vale, pero no es ninguna película —me contestó.
Al cabo de unos veinte minutos, apareció Zurbano para sentarse en su
sitio de nuevo. Estuvo otros cinco leyendo el papel, moviendo el bolígrafo
entre sus dedos, no podía dejar las manos quietas mientras trataba de
memorizar. Luego miró el reloj y se levantó para venir hacia donde
estábamos nosotras.
—Voy un momento a la cafetería, tengo tanto sueño que necesitaría
cinco cafés y medio de manera urgente, pero voy a ver si uno me hace
efecto, si no, acabaré dormido encima de la mesa. ¿Queréis algo? —nos
preguntó en susurros. Unos susurros con olor a menta.
Negué con la cabeza y Silvia hizo lo mismo. E inmediatamente salió
de la sala, eran las cinco y diez. Acababa de citarme a las cinco y media en
la mesa de la tercera planta.
Cuando llegó aquella hora, le dije a mi amiga que me iba al baño,
rezando para que no me acompañase. Por suerte, no lo hizo. Y,
seguidamente, estaba saliendo de la sala para subir un piso más, donde me
esperaba Rafa sentado en el mismo lugar que por la mañana.
—Hola, Yerbis, veo que nuestro método en clave funciona.
Le sonreí en respuesta.
—Creo que el cuarto libro que nos faltaba lo tiene una chica que está
en la mesa donde estaba sentado antes de que la Fea fuera a buscarme. Así
que tendremos que estar pendientes de esa chica para poder cogerlo en
cuanto se vaya. Además, he podido mirar por encima los dos libros que
habíamos escondido esta mañana, pero no he visto nada, ni en la sección en
la que se habla del tomillo, ni en ningún otro sitio. Pero es verdad que lo he
mirado muy rápido y a lo mejor se me está pasando algo. Tú entiendes más
de plantas que yo, así que, si puedes, pásate por las estanterías y les echas
un vistazo, los he vuelto a esconder donde antes. También tu amiga, qué
oportuna, ya me podía haber dejado donde estaba, que lo hubiera tenido
más fácil para seguir revisando.
—Ya, y eso que he intentado disuadirla. Encima piensa que te gusto,
que me lo ha dicho.
—¿En serio, tía? ¿Sigue con eso?
—Pues sí, pero le he contado que te gustaba otra, una poligonera.
—Y dale con la poligonera… Muy bien, Yerbis, muy creíble todo.
Podías haberle dicho que me gustan las morenas y hubieras acabado antes.
—¿Te gustan las morenas?
—¡Y qué más da! ¿Podemos centrarnos, Zuñi? —Hizo una pausa y
cuando vio que no le contestaba, continuó—. ¿Qué pasa? ¿Hubieras
preferido que me gustasen las rubias, rubita?
Resoplé.
—¿Podemos centrarnos, Zurbi?
Nos miramos un instante en silencio.
—A ver —continué—. Silvia se va sobre las seis y media, o poco
antes, así que yo creo que es mejor que hagas como que te vas antes que
ella porque si no, se va a pensar que te quedas para esperarme porque te
gusto.
—Me tenéis mareado, tía. Esto parece el patio del cole. —Hizo una
pausa y respiró profundamente—. Venga, vale, me voy sobre las seis y me
quedo en la sala de estudio, no creo que Silvia vaya hasta allí, ¿no?
—No, no, su novio sale a las seis y media y de aquí se va directa a
buscarle.
—Vale, o sea, que sobre las seis y media me vuelvo a subir, o mejor,
cinco minutos más tarde, por si acaso, y ya vemos los libros que nos
quedan. Los otros dos que eran de consulta seguían en su sitio, nadie los ha
cogido y veo poco probable que nadie los coja ya a estas horas, así que sólo
hay que estar pendiente de no perder de vista el cuarto.
—Perfecto, ¿y qué chica es la que lo tiene?
—Una que llevaba un jersey rosa y un moño.
—Captado. Me bajo, que, si no, esta es capaz de ir a buscarme al baño.
—Vete por la sombra, Yerbis. En cinco minutos voy yo.
Levanté el dedo pulgar en señal de aprobación y me levanté de allí
para volver a la biblioteca. Me senté en mi sitio y volví a fijar la vista en el
papel. Unos minutos más tarde volvió Zurbano y se sentó en el suyo para
retomar su rutina de estudio. Dejé pasar un breve instante antes de
levantarme para visitar las estanterías del fondo, donde estaban los dos
tomos que habíamos escondido y que Rafa me había pedido que mirara.
Primero, cogí uno de ellos y empecé a pasar sus hojas, pero no encontré
nada raro. Lo mismo hice con el otro, sin éxito. Volví a dejarlos en su
escondite por si más tarde volvíamos a revisarlos con más calma y, de
vuelta a mi sitio, me llevé un libro de Parasitología, que era la materia que
estaba estudiando, para disimular.
A las seis y cinco, Rafa recogió sus cosas y vino a despedirse de
nosotras.
—Yo sé de uno que se va. Mañana más, chicas.
—Hasta mañana —le respondimos.
Le observé de manera disimulada mientras salía de la sala. Me daba un
poco de pena que tuviese que estar mudándose de un sitio a otro, pero lo
más raro es que sentía un vacío cada vez que se alejaba de mí. Ese vacío
que me producía su ausencia, aun sabiendo que nos volveríamos a ver en un
rato. Me estaba acostumbrando a él, a tenerle cerca, y eso me dejaba en una
posición de vulnerabilidad que no me agradaba demasiado, y más, teniendo
en cuenta que era un chico que no me atraía. Aquel era un sentimiento que
no sabía cómo clasificar. Mientras estaba digiriendo esos pensamientos,
busqué con la mirada a la chica con las características que había descrito
Rafa. Vi a una con un jersey fucsia y el pelo recogido encima de la cabeza y
deduje que, según su descripción, debía de tratarse de ella.
Unos veinte minutos después, Silvia recogía sus cosas y se dirigía a mí
en voz muy baja.
—Mañana no voy a poder venir a la primera clase, me tengo que hacer
mi analítica anual de rutina.
—Perfecto, no te preocupes, yo te paso los apuntes —le ofrecí.
—¿Te quedas?
—Sí, voy a aprovechar un rato más.
—Bueno, guapa, mañana nos vemos, entonces.
—Ten cuidado. Hasta mañana.
Y se marchó. Una vez que hubo salido de la sala cogí el libro de
Parasitología y lo dejé en el lugar que había dejado libre junto a mí para
reservárselo a Rafa. Luego me levanté y me acerqué a la mesa donde estaba
la chica del jersey rosa para comprobar que tenía el libro que nos interesaba
enfrente de ella, pero cerrado, mientras tomaba apuntes de otro que estaba
consultando.
—Perdona, ¿has terminado con el libro? —le pregunté señalándolo.
—No —me dijo de manera seca.
—Vale —respondí.
Y me volví a mi sitio.
Diez minutos más tarde, apareció Rafa. Le hice una seña con la mano
para que se sentase a mi lado.
—Le acabo de preguntar a la chica esa del moño si ha terminado con
el libro porque parece que no lo está usando, pero me ha dicho que no —le
susurré cuando ya estaba junto a mí.
—Bueno, luego lo cogemos, digo yo que lo dejará en algún momento.
—¿Qué tal? ¿Has podido estudiar algo con tanto trasiego?
—Sí, más o menos.
Tenía cara de cansado, ojos de sueño. No sé por qué, pero tuve ganas
de acariciarle la mejilla como para darle ánimo. No lo hice, sino que
simplemente me le quedé mirando.
—¿Qué pasa, Zuñi? —me preguntó cuando vio que le observaba de
aquella manera.
—No, nada, nada —le contesté intentando averiguar por qué me
transmitía aquella extraña sensación.
Cuando le miraba tenía muy claro que no me atraía, pero despertaba en
mí un sentimiento de ternura que no podía explicar, supongo que era por
como se había comportado conmigo los últimos días.
—¿Estás cansada? —Y fue él quien me hizo aquella pregunta, quien
me acarició el pelo para retirármelo de los ojos.
—Un poco. —Le aparté la vista porque aquella caricia me aceleró el
corazón y no quería que se diera cuenta, o quizás, la realidad era que la que
no quería darse cuenta, era yo.
—¿Quieres que nos vayamos?
—No, no, llevamos todo el día aquí esperando este momento, así que
vamos a aprovechar. Encima, este viernes es fiesta, por lo que sólo vamos a
poder revisar la bibliografía hoy y mañana y ya hasta la semana que viene,
nada.
—Vamos, entonces. —Me sonrió.
—Oye, a estos no les dará por aparecer por aquí cuando acaben las
prácticas, ¿no?
—¿A quién? ¿A Calavera y a Vázquez? Es más probable que caigan
sapos del cielo.
Nos levantamos para acercarnos a la estantería correspondiente a por
los otros dos libros que aparecían en la libreta, aquellos que eran de
consulta y que permanecían en su lugar.
—¿Qué hacemos? ¿Los revisamos aquí o nos los llevamos a la mesa?
Igual es un canteo, ¿no? —dudé.
—Sí, mejor verlos aquí, es un poco incómodo, pero en las mesas nos
puede ver cualquiera. De hecho, mejor si nos vamos a la estantería del
fondo, donde hemos escondido los otros.
—Vale.
Cogimos un libro cada uno y nos apoyamos sobre uno de los estantes
del final de la sala para pasar las páginas sin ver nada reseñable.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —le cuestioné.
—Pues ni idea, Yerbis. Yo creo que una marca o algo que sea un
número o una letra, pero no sé muy bien cómo aparecerá, si es que está
aquí.
—Pues tenemos para rato.
Cuarenta minutos después habíamos hecho una primera revisión de las
páginas de ambos libros sin encontrar ningún hallazgo.
—Yo no sé si será por el cansancio, pero no veo nada —manifesté.
—Yo tampoco he visto nada raro.
—¿Se habrá ido ya la del moño?
Se asomó para ver la mesa desde allí, yo le copié.
—Yo creo que no, espera —me pidió.
Dejó el libro que estaba revisando apoyado sobre aquel estante y se fue
caminando hasta acercarse a ella. Yo le seguía dos metros por detrás.
—Perdona, ¿has terminado con el libro? —le preguntó señalándolo.
Permanecía cerrado en un lateral de su sitio, mientras ella continuaba
tomando notas de otro.
—Aún no —respondió con el mismo tono borde que había utilizado
conmigo.
—Pues llevas toda la tarde con él y no eres la única que lo necesita, así
que como ahora no lo estás mirando, si no te importa… —Le hizo una seña
para que se lo diese.
Ella se quedó dubitativa un instante para finalmente entregárselo a
Rafa con cara de pocos amigos, tras su gesto de insistencia. Él lo cogió y se
dio media vuelta para volver conmigo. Yo le sonreía.
—Por eso te contraté —le dije bromeando, igual que él hizo conmigo
el primer día que encontramos la libreta.
Sonrió y volvimos a la estantería del fondo a revisarlo, esta vez juntos.
Un poco más tarde, a las ocho menos diez, aún seguíamos con aquel
tomo sin haber encontrado nada que nos llamase la atención. Cada vez
quedaba menos gente en la biblioteca. Teníamos el libro abierto apoyado en
un estante y pasábamos sus páginas de un lado a otro buscando alguna
pequeña pista. Resoplamos a la par.
—Yo creo que mejor guardamos los libros y volvemos mañana, ¿no?
—le propuse.
—Sí, sí, mejor —corroboró él.
Colocamos aquellos tomos en su lugar respectivo y después nos
fuimos a la mesa para recoger nuestras cosas antes de salir de allí.
Caminamos en silencio hasta que estuvimos dentro del vagón del
metro, donde tomamos asiento.
—Bueno, mañana seguimos, Zuñi. ¿Quieres que quedemos antes,
como hoy? —me planteó.
—No hace falta, que tienes que madrugar mucho y estás cansado.
Luego lo vemos por la tarde, si quieres. Silvia no va a quedarse porque se
va este puente a la casa de los padres de Rodri en la sierra, así que, en
cuanto termine la última clase, se irá porque él mañana sale pronto.
—Vale. Entonces, si quieres, nos vamos después de las clases,
comemos por ahí y a las cuatro volvemos, que estos ya estarán en las
prácticas —me propuso.
—Me parece bien.
La megafonía del metro anunció la siguiente estación, Moncloa, y él
hizo el gesto de levantarse para acompañarme.
—No, Rafa, por favor, hoy no hace falta que vengas, de verdad, estás
cansado y aún es de día.
—Pero no me importa, si vives aquí al lado.
—Por eso mismo, no tardo nada en llegar.
—No quiero que te sientas sola.
Le sonreí.
—Estoy bien.
Me puse de pie y él hizo lo mismo.
—Por favor, ve a descansar, mañana va a ser un día intenso —le pedí
antes de acercarme a él para darle dos besos.
Pero, cuando le estaba dando el segundo, el vagón se balanceó por su
entrada brusca a la estación y Zurbano me agarró por la cintura a la vez que
se asía a la barra lateral para sujetarse y no dejarme caer. Yo me agarré a sus
brazos, instintivamente, y nos quedamos juntos, muy juntos. Y en ese
momento sí que le acaricié la mejilla. El tren ya se había parado.
—Buenas noches, Rafa —le susurré.
Y él puso su mano sobre la mía cerrando los ojos un instante, como si
quisiese retener ese momento, como si estuviera saboreando el tacto de esa
caricia por encima de los demás sentidos.
—Buenas noches, muñequita —me susurró tras abrir los ojos, tras
acariciarme aquella mano que se separó de la suya suavemente, aunque se
resistiera a hacerlo.
Entonces se abrieron las puertas y yo salí de allí a paso acelerado con
el corazón retumbándome en los oídos. No quería mirar atrás, pero tuve que
hacerlo porque no entendía lo que acababa de pasar y mi mente necesitaba
una explicación. Las puertas del tren se cerraron y la gente me esquivaba
mientras yo miraba a través del cristal unos ojos que se quedaron con ganas
de seguir conversando sin palabras. Unos ojos que me sonreían al mirarme
mientras se marchaban. Unos ojos que se encontraron con la sonrisa de los
míos despidiéndose hasta el día siguiente.
13. Y nos unió una mentira

Mañana del jueves, 30 de abril de 1998

La vida es caprichosa. Y cuando parece que te está dirigiendo hacia un


lugar, de repente, ocurre algo que no te esperas. Algo que te hace tomar una
decisión en un segundo. Algo que lo cambia todo.
Aquella noche dormí envuelta en una sensación muy agradable, como
si estuviera flotando en la cama. Ni siquiera sabía por qué sentía aquello,
pero ya había dejado de hacerme preguntas. Yo no le gustaba a Rafa y él a
mí tampoco, pero comenzaba a nacer entre nosotros algo que no sabía cómo
denominar, algo que nunca había sentido con nadie. Una cercanía extraña,
diferente, que hacía que, por primera vez en mucho tiempo, no me sintiera
sola. Recordaba el momento en que me enamoré de Ángel, tratando de
encontrar alguna similitud, por si aquel sentimiento fuese la explicación de
lo que me estaba sucediendo, pero no tenía nada que ver. Era otra cosa. Y
yo no era capaz de ponerle nombre.
Ángel me producía un cosquilleo cuando aparecía delante de mí, ese
mismo cosquilleo que Fran me había generado tan sólo unos días antes.
Rafa no me enamoraba la vista, ni me producía ese cosquilleo sólo con su
presencia, nada de eso. Él era como ese jersey viejo con el que te encanta
vestirte porque es muy suave y te acaricia la piel como ningún otro, ese que
estás deseando ponerte porque con él te sientes muy cómoda. Ese del que
no quieres deshacerte nunca por muchos trajes nuevos preciosos que puedas
comprarte. Podía estar todo el día mirando a Rafa sin sentir nada, pero
cuando, de repente y sin esperarlo, me susurraba algo o me rozaba el pelo
con sus dedos, el pulso se me aceleraba. Como cuando era pequeña y
esperaba a que vinieran los Reyes Magos. Como cuando estás a punto de
lanzarte por la montaña rusa.
Yo sabía que no le atraía a Rafa porque me había fijado en cómo
observaba a las chicas atractivas con las que se cruzaba y a algunas
compañeras de clase con un toque de exuberancia por encima de la media.
Esa mirada de deseo, esa sed de querer ir más allá, de arrancar algún botón,
de bajar alguna cremallera, de satisfacer ese apetito carnal, de darle rienda
suelta a las hormonas revolucionadas sin que nada más importe. Y a mí
nunca me había mirado de esa forma, sino que era algo más fraternal. Como
si yo fuese un cachorrito al que tenía que cuidar. Quizás mi amiga había
confundido aquello con atracción porque lo que ella había percibido era un
acercamiento que nosotros tratábamos de esconder. Un acercamiento que
explicaba lo especial que había sido nuestra despedida del día anterior.
Porque hay momentos en los que uno sólo necesita que le acepten tal y
como es. Porque, a veces, uno, simplemente, anhela una caricia que ponga
de manifiesto lo especial que resulta por encima de todos sus defectos. Una
caricia en la piel. Una caricia en el oído. Una caricia en el alma. Y eso es lo
que nos dábamos el uno al otro.
Nunca sabré adónde hubiera llegado esa relación si hubiese seguido su
curso natural, si no hubiera sucedido lo que sucedió aquel jueves treinta de
abril. Quizás nos hubiéramos convertido en los mejores amigos. Quizás nos
hubiésemos contado nuestros secretos más íntimos, hubiésemos llorado en
el hombro del otro nuestros fracasos amorosos o hubiéramos compartido
más momentos de carcajadas tomando algún refresco. Rafa era esa persona
que no querías que se fuese de tu vida, pero tampoco que entrase demasiado
porque, al final, no puedes ir con ese jersey viejo a una fiesta o al trabajo.
Lo cierto es que las parejas pueden romperse, pero los amigos, si son
de verdad, se quedan para siempre. Y él se estaba convirtiendo en ese
amigo que yo tanto necesitaba, aquel que empezaba a ser imprescindible en
mi vida, aquel al que nunca me hubiese acercado tanto de no haber sido por
esa libreta. Como uno nunca se sentiría tentado a ponerse un jersey viejo si
no tuviera frío y fuera lo único que encontrara a mano.
Esa mañana comenzó como otra cualquiera. Yo bajaba por las gradas
de la clase, donde se encontraba Vázquez sacando sus cosas. Me senté
detrás de él y le saludé. Aquel día estábamos solos, así que nos pusimos a
charlar de temas. Vázquez era un chico que me parecía que tenía un toque
atractivo. Una persona de conversaciones interesantes, que físicamente,
debía de estar un poco por debajo del metro ochenta y era de complexión
atlética, quizás un punto más fuerte que Rafa. De pelo castaño y ojos de un
tono claro que resultaba ser la mezcla entre azul y color miel. Si hubiese
tenido que elegir con cuál de los tres amigos tener una relación romántica,
sin duda hubiera sido Vázquez. Y creo que aquello era mutuo porque
alguna vez lo sorprendí mirándome más de la cuenta y no de manera
fraternal, precisamente. Pero supongo que le pasaba como a mí,
simplemente, éramos amigos y jamás nos planteamos acercarnos más de lo
estipulado como compañeros de clase.
Unos minutos después, apareció Juanan, nos saludó brevemente y se
sentó en la fila de delante, al lado de Vázquez, quien seguía hablando
conmigo animadamente. Juanan era el más pasota de los tres, era gracioso,
irreverente, pero no poseía el desparpajo de Zurbano. También transparente
y sincero, hasta el punto de decirte las verdades sin importar sus
consecuencias o si te sentaban bien o mal. Físicamente, tenía el pelo
castaño oscuro y los ojos marrón claro y era algo más bajo y rollizo que sus
otros dos amigos. Juanan era de pocas palabras, pero cada vez que hablaba
soltaba alguna perla con la que era capaz de envolverte en una carcajada
durante media mañana. Un buen tío, un buen compañero.
Y finalmente, apareció Rafa, al que no vi hasta que se puso al lado de
Vázquez. A diferencia de Juanan, él nos interrumpió en nuestra
conversación, saludándonos, como queriendo acaparar nuestra atención.
—Buenos días, Yerbitas, Danny Boy.
—Zurbano —le dijo Daniel imitando un saludo militar.
—Buenos días, Rafa —le saludé.
Se sentó en la fila de delante y se giró para seguir hablando conmigo.
—¿Y la Zea? —preguntó ante la ausencia de mi amiga.
—Hoy no viene a esta clase —le aclaré.
Se quedó un instante pensando y luego miró hacia la fila de sillas
donde estaban sentados.
—Ven, Zuñi, siéntate con nosotros, no te quedes ahí sola —me ofreció
—. Echaos hacia allá, vamos a dejarle un sitio a la Yerbis —les ordenó a sus
amigos.
Ellos le obedecieron con poco brío. Yo cogí mis cosas y me senté al
lado de Rafa, junto al pasillo. Acomodaba todos mis bártulos en el nuevo
asiento mientras ellos bromeaban sobre el profesor que daría la clase ese
día, cuando éste apareció sobre el estrado.
—¿Cómo estás? —Volvió la cabeza para dirigirse a mí, bajando un
poco el tono de voz.
—Bien, ¿y tú? ¿Has dormido bien?
—Muy bien —me sonrió. Nos sonreímos—. Necesitaba dormir
urgentemente unas diez horas y media.
—¿En serio?
—Sí. Hoy no me voy a quedar dormido encima de la mesa.
—Vale —le susurré.
Me sorprendía que me hubiese citado justo después de aquella clase,
ya que no creía que desde el día anterior tuviese mucho más que
comentarme, pero quizás hubiera encontrado alguna pista revisando la
libreta en su casa.
El profesor comenzó a hablar y cada uno fijó su atención en el folio
que tenía delante para copiar sus palabras, sin perder el hilo de la asignatura
que iba a impartir de aquella forma tan veloz.
Una vez acabada la clase, recogí para salir del aula en dirección a la
tercera planta.
—Voy al baño y ahora os veo —les informé a los chicos como excusa.
Vázquez asintió con una sonrisa. Juanan ni siquiera me contestó
—Hasta ahora, Yerbis —me dijo Rafa.
Subí por las escaleras y me senté en la mesa de la tercera planta para
esperar a Zurbano, que subió unos instantes después.
—Madre mía, no puedo con la clase de Parasitología, este hombre va
tan rápido que luego no entiendo ni mis propios apuntes —le comenté una
vez que se hubo sentado a mi lado.
—Si quieres, yo te los traduzco, Zuñi, tengo práctica últimamente. —
Me guiñó un ojo y sin más pausas, añadió—: Yerbis, he encontrado algo.
—¿En serio? ¿El qué?
—Tenemos que bajar a la biblioteca y te lo enseño… y lo que he
encontrado también —bromeó.
Le miré con gesto de fastidio por aquella broma.
—¿A la biblioteca? —le pregunté.
—Sí, esta mañana he venido a las nueve para echar un vistazo y
cuando he revisado los libros de préstamo me he dado cuenta de una cosa
en la que ayer no nos fijamos.
—¿Y por qué no me has citado directamente en la biblioteca?
—Porque nos hubieran visto entrar, la clase está justo enfrente. Había
que hacer tiempo a que bajasen.
—Pues yo creo que ya les habrá dado tiempo, ¿no?
—Sí, vamos.
Volvimos de nuevo al segundo piso y tras entrar en la biblioteca, Rafa
me condujo a la estantería del fondo, donde el día anterior habíamos
escondido los libros que eran de préstamo. Abrió uno de los dos ejemplares
y me mostró la primera hoja.
—Mira —comenzó aquella conversación en susurros señalando el
nombre de los autores.
—Doctor Francisco José Hernández López y doctora Elena Camino
Pacheco—leí.
—El doctor Hache y la doctora Ce. Y los dos son de esta facultad.
Podría ser una coincidencia, pero…
—¡Ostras! Es verdad —Me quedé un instante pensando—. La doctora
Camino es del departamento de Farmacognosia, fue una de las profesoras
que nos dio las prácticas. Que te llamó un día a su despacho, ¿te acuerdas?
Yo creo que le molabas.
—Sí, hombre, sí, Yerbis. Me llamó para darme la chapa porque se
sintió ofendida por uno de mis chistes, cosa que no entiendo porque son
elegantes a la par que mordaces. Pero sí, claro que sé quién es.
—El caso es que un día, antes de empezar el curso, le fui a preguntar
por la asignatura optativa de Fitoterapia porque yo la quería haber elegido
este año y ella es una de las profesoras que la imparte. Pero me dijo que era
mejor que la cogiera en cuarto porque es de segundo ciclo y era preferible
que tuviese algo más de conocimiento en Farmacognosia. Aunque, como
me vio tan interesada, me recomendó un libro, del cual ella era una de las
autoras, para que me fuera familiarizando con el tema. Lo compré y lo
tengo en casa, pero no es este. Se llama Fundamentos de la Fitoterapia y
este es Fitoterapia Básica.
—Lidia…
—¡Ssssshhh! —protestó alguien.
Rafa me hizo una seña para salir de la biblioteca.
—Tía, tenemos que ver ese libro que te ha recomendado la doctora
Camino —continuó hablándome una vez fuera de la sala—. ¿Te suena si
sale el doctor Hernández en él?
—No me acuerdo, la verdad. Pero, de todas formas, no es ninguno de
la bibliografía de la libreta. Y tampoco estamos cien por cien seguros de
que ellos sean la doctora Ce y el doctor Hache.
—Pero a lo mejor nos da una pista.
—Puede ser, por revisarlo no perdemos nada. —Me quedé un instante
en silencio y miré el reloj—. ¡Rafa! ¡La clase! Son menos veinte.
Me observó con los ojos muy abiertos y sin decir nada más, bajamos
deprisa por las escaleras hacia el aula donde se impartía la siguiente
asignatura que teníamos aquella mañana en la planta baja. Corrimos hasta la
puerta por la que los compañeros comenzaban a entrar de manera ordenada,
entre ellos, nuestros amigos, a los que ya se había unido Silvia.
—Pero vosotros, ¿de dónde venís? —nos preguntó Vázquez mientras
recuperábamos el aliento, captando la total atención de Juanan y Silvia.
Nos miramos como tratando de idear una excusa.
—¿Eh? —traté de hacer tiempo—. No, yo, del baño. A Rafa me lo he
encontrado por las escaleras y hemos ido a ver si habían salido las notas de
las prácticas.
—Di la verdad, Yerbis, que venimos de montárnoslo en el servicio de
señoras —apuntó Rafa bromeando, supongo que para despistar cualquier
sospecha.
Le miré con cara de fastidio mientras le daba un manotazo en el
hombro.
—¿Y han salido ya las notas? —preguntó Silvia.
—No, no —contesté mientras entrábamos en la clase rezando para que
aquello fuera verdad.
Nos sentamos delante de los chicos y, poco después, la profesora de
Microbiología entró en el aula y se acercó al estrado para comenzar la clase.
Nos dispusimos a tomar apuntes hasta diez minutos después, cuando
su presentación se vio interrumpida:
Mocita dame el clavel
Dame el clavel de tu boca
Que pa' eso no hay que tener
Mucha vergüenza ni poca…
—Ehhhh… ¿En serio? ¿Los de la tuna ahora? ¿Pero no venían sólo a
principio de curso? —protestaba Vázquez.
—No jodas —decía Rafa.
Me giré para responderles.
—Di la verdad, Zurbano, que antes me estabas preguntando qué había
que hacer para ser tuno —le devolví la broma que me había hecho en el
pasillo.
—¿Yo? ¿Vestido de sota de bastos siniestra? ¿Y encima con capa? Es
que no hay nada más ridículo. Ni de coña, vamos.
—¿Y por qué no? Si dicen que se liga mucho y estarías muy mono. —
Empecé a carcajearme.
—Pero ¿qué dices, Yerbis? Yo sé que te pongo muy cachonda y que te
emocionaría que fuese a tu balcón a cantarte, pero eso pasará cuando los
cerdos vuelen, así que contente un poco, tía.
Meneé la cabeza mientras los tunos seguían con su música. Una vez
que terminaron de interpretar esa canción y sonaron los aplausos de la clase,
se dirigieron a nosotros para intentar captar nuevos integrantes que
formaran parte de aquel grupo musical, entre los chicos.
—¡Ellos! ¡Ellos! —Exclamé señalando a nuestros tres compañeros
mientras Silvia se partía de risa.
—¡Sssshhhh! ¡Zuñi, cállate! —decía Vázquez intentando cogerme las
manos para que las bajara.
—No, si al final va a subir el Enantiómero y Vázquez no va a tener
clase para correr —comentó Juanan.
—¿El Enantiómero? ¿Y ese quién es? —preguntó Silvia.
—El cabecilla de la tuna, que está detrás de Vázquez porque cada vez
que nos lo cruzamos le pone ojitos y le dice que a ver si se une a ellos —
siguió explicando Talavera entre risas.
—¿Y por qué le llamáis así? —indagué.
—Porque siempre va con ese otro que parece su gemelo y que lleva las
mismas pintas: gafitas, camisa y chaleco de punto, es su imagen especular
no superponible. Mira, mira, el que está a su lado —aclaró Rafa riéndose.
Los miembros de la tuna empezaron a subir por las escaleras de las
gradas para ir tanteando a los chicos. Yo señalé a Vázquez para que fueran a
preguntarle y momentos después Silvia y yo llorábamos de la risa cuando
vimos a Daniel declinar la invitación de aquel tuno, ante su atenta mirada.
—¡La madre que te parió, Zuñi! —me bronqueaba Vázquez.
—Ay, es que ¿quién te manda ser tan irresistible? —le dije riendo
mientras le acariciaba la cara.
Aquello no le hizo gracia a Zurbano, aunque no lo manifestó
abiertamente, sino con un gesto muy breve, muy imperceptible, que casi
ninguno captó. Supongo que él tampoco quería prestarle su jersey viejo a
nadie.
Continué hablando con Silvia al tiempo que los tunos recorrían
lentamente la clase para marcharse al son de otro de sus grandes éxitos.
—Rafa se ha celado de Vázquez, ¿lo has visto? —me informaba mi
amiga en voz baja.
—Tía, ¿ya estamos otra vez? Deja de decir chorradas, que parece esto
el cole.
Ella se reía y asentía. Yo meneaba la cabeza.
—Míralo, míralo. Gírate y dile algo a Zurbano, ya verás —continuaba.
—Pero, ¿estás tonta? ¿Qué quieres que le diga? ¿Qué tengo que ver?
Silvia no paraba de darme codazos para que hiciera lo que me estaba
proponiendo. Yo resoplé. Simplemente, me di media vuelta para observarle
y él me miró a los ojos, pero no tenía manera de decirle que aquello era una
encerrona de mi amiga, así que, no sé por qué, le sonreí. Supongo que me
salió así al ver su mirada dulce, con la que él me sonrió en respuesta. Volví
a ponerme de frente a mi mesa y cogí el bolígrafo para apuntar algo en el
papel que tenía delante.
—¿Lo ves? —volvía a insistir Silvia.
—¡Que no! Que no veo nada.
—No te enfades, tía, si ya sé que Rafa no es precisamente tu tipo y no
pegáis nada, pero eso no quita para que a él le gustes. De hecho, te pegaría
más Vázquez, es más mono y tenéis ahí una chispilla.
Miré a mi amiga y negué con la cabeza antes de sonreír y volver a
pegar la vista al papel. Quizás la maniobra de jugar al despiste con Dani no
era una opción tan mala. Mientras pensaba en ello, por fin, la tuna se
terminó de ir y la profesora pudo continuar con la clase.
Cuando concluyó la impartición de aquella asignatura, los alumnos nos
fuimos levantando y vi que el delegado se aproximaba a hablar con la
profesora. Cogí el abrigo y la mochila y subí por la grada hasta pasar al lado
de Rafa, quien se puso a mi lado para caminar escaleras arriba con el fin de
salir del aula. Miré hacia atrás y vi que Silvia venía charlando con Vázquez
y Juanan, con lo que nosotros continuamos en dirección a la siguiente clase,
que era en el segundo piso.
—Silvia está muy plasta con que te gusto y ya no sé qué hacer. Menos
mal que piensa que no pegamos y que hago mejor pareja con Vázquez, así
que creo que con eso la he despistado un poco.
—¿Te gusta Danny Boy, Yerbis? —me preguntó.
—Yo no he dicho eso. Sólo que… ¡Mira! —Le agarré del brazo para
sacarle del tramo de escalera, estábamos en el primer piso—. La doctora
Camino.
Le señalé a aquella profesora de pelo corto y castaño, que iba con la
bata puesta hacia el extremo opuesto de aquella planta, mientras se iba
quitando sus gafas para restregarse los ojos, también de color castaño.
—¿Qué miráis? —decían los otros.
Me quedé en blanco, tenía a Rafa cogido por el brazo y estábamos
hablando muy cerca, muy juntos.
—Nada, que la Yerbis quería entrar a la clase por la parte de abajo. —
Zurbano afirmó eso porque aquella aula tenía el acceso por dos pisos. Por el
primero, cuya entrada desembocaba junto a la tarima del profesor y por el
segundo, donde se entraba por la grada desde arriba, que era el lugar por el
que los alumnos solíamos acceder. —Vamos, tía, que por aquí no es.
Entonces fue él quien me cogió del brazo.
—Vosotros estáis muy raros últimamente —evidenció Juanan, y el
hecho de que soltara aquello fue preocupante porque Talavera no solía ser
muy hablador y, aunque pasota, era muy observador, así que sólo se
expresaba sobre algo cuando le parecía relevante.
Eso despertó el interés de los otros dos.
—¿Eh? Nosotros no, ¿qué dices? —contesté tratando de disimular.
Retomamos el paso hasta la escalera para seguir ascendiendo.
—Sí, sí. Que si bromitas, que si no te aguanto, que si cuchicheos, que
si risitas, que si miraditas… Cuando no desaparecéis y luego volvéis a
aparecer juntos —continuó Juanan.
—¿Qué pasa, Calavera? ¿Estás celoso de la Yerbis? Si yo no te voy a
dejar de querer —le respondió Rafa.
Ya habíamos llegado al segundo piso.
—A mí no me la dais con queso. A ver, ¿qué tenéis entre manos? ¿Os
habéis liado?
—¿Qué? —me sorprendí.
—Si no, ¿a cuento de qué tanta tontuna? No os vais a hacer tan
amiguitos así, de repente. La semana pasada no cruzabais más de dos o tres
frases al día. O estáis saliendo o algo escondéis. Venga, va, nos lo podéis
contar, ¿qué es? —seguía insistiendo Juanan.
—Es verdad, estáis muy raros. Venga, contádnoslo, algo tramáis —
apoyaba Vázquez.
Silvia no decía nada, sólo nos contemplaba. Nosotros permanecíamos
callados. Nos miramos un instante, nos sentíamos como en una encerrona y
se nos acababan las excusas.
—Va, ¿qué es? Contadnos ese secreto. ¿Qué estáis maquinando que no
queréis que sepamos? —proseguía Juanan—. Sabéis que, al final, nos
vamos a enterar y, antes o después, os cazaremos en algún renuncio.
Rafa y yo nos observamos con gesto de resignación. Ya no lo
podíamos ocultar más, nos habían descubierto.
—Vale, nos habéis pillado —afirmó Zurbano. Yo negaba con la
cabeza, mirándole. Él afirmaba guiñándome un ojo. Después me cogió por
la cintura—. Zuñi y yo estamos saliendo.
—¡¿Qué?! —exclamé abriendo los ojos como platos.
—Ya, churri, quedamos en que no lo íbamos a decir todavía, pero nos
han descubierto y, antes o después, se iban a enterar.
Silvia me miraba con los ojos desorbitados. Yo no sabía dónde
meterme.
—Pero, ¿desde cuándo? —preguntó ella.
—Desde el viernes pasado, en la fiesta —confirmó Rafa.
—¿Fuisteis vosotros los que se liaron en el laboratorio? —cuestionó
Vázquez.
—¡No! —negamos contundentemente a la vez con el fin de
desvincularnos totalmente de nada que estuviera relacionado con ese
emplazamiento.
—Sólo salimos de la fiesta y nos fuimos a dar una vuelta por ahí, y una
cosa llevó a la otra —contaba Zurbano.
—Por eso estabais tan raros —deducía Juanan.
—No me lo creo, nos están vacilando —intervino Silvia.
Los otros dos se quedaron callados analizando aquello.
—Es que no me cuadra que estéis juntos y, además, Lidia me lo habría
dicho, ¿verdad? —continuó mi amiga dirigiéndose a mí.
—Yo… —intenté hablar.
—¿Qué pasa, Zea? ¿Crees que no soy digno de tu amiga? —me
interrumpió Rafa.
—Yo tampoco me lo creo —aseveró Vázquez.
Zurbano, que aún seguía agarrándome por la cintura, respiró
profundamente acercó su rostro a mi cara, me cogió del cuello con la otra
mano y puso sus labios sobre los míos para darme un beso breve.
—Pues haceos a la idea —les dijo antes de soltarme para cogerme de
la mano y dirigirnos hacia la entrada de la clase, donde el resto de alumnos
se iba arremolinando para acceder.
—Rafa, ¿se puede saber qué acabas de hacer? —le susurré.
Nos sentamos en dos asientos de la parte central del aula, mientras
nuestros tres amigos se sentaban tres filas más arriba en nuestra diagonal,
sin parar de escrutarnos.
—¿Y qué querías que les dijéramos, tía? ¿Que estamos detrás del
misterio de una libreta vieja que nos encontramos debajo del suelo del
laboratorio? Algo les teníamos que contar y, si te pones a pensar, esto es
perfecto. Ya no van a extrañarse de que pasemos tiempo juntos, incluso, si
nos ven fuera de aquí. Imagina que nos hubieran pillado uno de estos días
paseando por Madrid, ¿qué les hubiéramos dicho? Así estamos tranquilos
—me hablaba muy cerca, también susurrando.
—Pero esto no se lo va a creer nadie, Rafa. Tú y yo somos como los de
la peli de Titanic, no pegamos como pareja. Al final, nos va a pasar como a
ellos, se nos hundirá el barco, ya verás.
—Que no, Yerbis, sólo hay que disimular un poco aquí en clase. Yo te
cojo un poquito de la cintura, tú me haces algún cariñito, y cuando
salgamos, volvemos a estar como siempre tú y yo. —Me apartó el flequillo
de los ojos con una caricia—. No paran de mirarnos —me confirmó.
—Pffffff… —resoplé—. Silvia se va a enfadar conmigo por no
habérselo contado.
—Pues que no te hubiera dejado sola el finde, ¿no?
Le miré un instante a los ojos y, en ese momento, empezó a hablar el
profesor en lo que comenzaba a ser una clase que resultaría muy larga y con
tres pares de ojos clavados en nuestros cogotes.
Cuando terminó aquella asignatura, salimos al pasillo, donde nos
esperaban nuestros amigos.
—Lidia, ¿vamos un momento al baño? —me propuso Silvia.
Miré un instante a Zurbano y luego a ella para asentir con la cabeza.
—Vamos yendo a la tercera —afirmó Vázquez, ya que en esa planta se
encontraba el aula donde aquel día teníamos la última clase.
Caminamos a paso ligero hasta el aseo y, una vez que entramos, la
puerta se cerró y Silvia se volvió hacia mí.
—¡Tía! ¿Rafa?
—Eeehhh… Sí —afirmé no muy convencida.
—O sea… ¿Rafa?
—Sí, tía, Rafa.
—Pero… ¿Y por qué no me lo habías dicho?
—Es que era muy reciente y me daba corte, yo qué sé.
—Pero si decías que no te gustaba nada. Además, el lunes estabas muy
cabreada con él, no sé, es muy raro todo, ¿no?
—Es que el lunes se puso muy tonto, estábamos nerviosos, no
sabíamos cómo ibais a reaccionar y dijimos que no diríamos nada, se juntó
todo.
—Por eso no paraba de mirarte y por eso se ha puesto celoso de
Vázquez.
—Sí, supongo.
—Pero, ¿y cómo fue? Me tienes que contar un montón de cosas.
—Pues eso, salimos de la fiesta, nos fuimos a cenar por ahí, luego
paseamos, nos contamos cosas, no sé, lo típico.
—¿Lo típico? ¿Con Rafa? No te habrás liado con él porque estabas
despechada con Fran, ¿no?
—No, no.
—Tía, no lo entiendo, pero si tú estás bien… Porque estás bien, ¿no?
—Sí, sí, estoy bien. Ya te contaré con más detalle, que ahora tenemos
clase.
—Jo, y yo este finde me voy, pero el lunes sin falta nos tenemos que
ver un rato y me cuentas todo.
—Que sí, no te preocupes.
Salimos del baño para dirigirnos al tercer piso, donde estaban los tres
esperando a que terminaran de abandonar el aula los alumnos de la clase
anterior para entrar.
—¡Fistro! ¡Pecador! ¡No puedor! ¡Jaaaarrrrl! —bromeaba Zurbano
imitando a Chiquito de la Calzada con los otros dos.
Nos paramos una vez que terminó el tramo de escalones y como a
cinco metros de ellos.
—¿En serio? ¿Rafa? —me volvió a preguntar mi amiga.
—Bueno… Es que luego en privado cambia mucho. —Y aquello era
lo primero que le decía de verdad desde que les habíamos contado que
éramos pareja.
—Hola, churri, ya te echaba de menos —manifestó Rafa,
abrazándome.
Yo estaba allí sin saber cómo reaccionar, simplemente, me dejé acoger
por sus brazos y sonreí. Nuestros amigos nos miraban sin perderse detalle.
Afortunadamente, el aula se quedó vacía enseguida y procedimos a acceder
a ella. En aquella ocasión nos sentamos los cinco juntos, yo, entre Rafa y
Silvia, en la incomodidad que suponía estar entre una amiga escrutando
todos tus gestos y un pseudonovio que la vida había puesto en mi camino
tan sólo una hora antes y sin que yo pudiera evitarlo. Lo único que quería es
que aquella jornada terminara para que todos se fueran y poder regresar a
mi casa a vivir mi verdadera soledad.
Cincuenta minutos más tarde, salíamos por la puerta de la clase y nos
quedamos parados en un lateral del pasillo de aquella planta. Rafa me
volvió a agarrar por la cintura para seguir con aquel embolado.
—Bueno, ¿qué vais a hacer? —indagó Juanan.
—Nosotros iremos a comer por ahí y luego ya veremos, ¿no, Yerbis?
—planteó Zurbano.
—¿En serio, la sigues llamando Yerbis? —se sorprendía Vázquez.
—Es cariñoso —confirmaba Rafa.
—Lo siento, pero yo sigo sin verlo —afirmaba Daniel—. Aún creo que
nos tomáis el pelo. Hasta ahora sólo he visto una actuación bastante
mediocre por parte de Zurbano y a Zuñi como si la historia no fuera con
ella.
—Pero ¿qué quieres, tío? ¿Que nos lo montemos ahí en el banco para
que te lo creas? Eso no sería muy elegante —se defendía Rafa señalando
aquel asiento de madera que estaba a nuestro lado.
—Hombre, tampoco es eso, pero un poco de pasión, ¿no? Ni siquiera
os habéis dado un beso —argumentaba Vázquez.
—Eso es verdad —decía Silvia.
—Y lo de antes, ¿qué ha sido? —les decía Zurbano.
—Buah, ¿eso? Un quiero y no puedo —afirmaba Daniel.
Yo estaba cansada de todo y de todos y no soportaba más su presencia,
quería que se fueran y que nos dejaran en paz. Quería dejar de oír sus voces
y sus opiniones, quería dejar de ser juzgada. Es verdad que no éramos
pareja, pero ellos no estaban presentes en nuestros momentos de caricias, en
los instantes de jersey viejo para el otro. ¿Qué sabrían ellos de nosotros?
¿Qué sabrían de nuestra relación, de nuestras siestas, de nuestros abrazos?
Dejé el abrigo y la mochila de mala manera sobre el banco.
—Me tenéis hasta el papo —me limité a decir, imitando aquella
expresión tan característica de mi compañera de piso—. Juanan, Vázquez,
Silvia, hasta el lunes, me da igual lo que penséis. Rafa…
Puse la mano sobre la mochila de Zurbano invitándole a que me la
entregara para dejarla sobre el banco, le agarré de las solapas de su
cazadora vaquera, le puse contra la pared y acerqué mi rostro al suyo hasta
que nuestros labios se pegaron. Y vino un segundo largo, muy largo, un
segundo que nuestros compañeros no fueron capaces de captar pero que
puso de manifiesto entre nosotros dos que aquel no era el momento natural
que debía seguir aquella conexión tan especial que habíamos generado.
Porque me había atrevido a ponerme aquel jersey viejo para ir a una fiesta
de alto copete y sabía que no aguantaría ese tipo de eventos. Porque sentí
como si su tela fina se quebrara por la mitad. Porque me acababa de dar
cuenta de que desde ese segundo nada volvería a ser igual. Rafa empotrado
contra la pared con gesto de sorpresa, con los ojos abiertos, mirándome
mientras mis labios se pegaban a los suyos, descubriendo enfrente de él
otros ojos abiertos, los míos, que se preguntaban a su vez qué demonios
estaban haciendo invadiendo aquel espacio con un momento lujurioso que
no se correspondía con la realidad. Entonces inspiré profundamente, como
si me fuera a zambullir en una piscina muy honda de la cual no podría salir
a respirar en mucho tiempo. Cerré los ojos. Me dejé llevar. Y él hizo lo
mismo porque sentí como se relajaba abrazándose a mi cintura con un brazo
y sujetándome por la nuca con la mano del otro mientras yo lo hacía
cruzando mis manos por detrás de su cuello. No tengo muy claro lo que se
escuchaba al fondo, no lo recuerdo bien. Creo que nuestros amigos nos
jalearon unos segundos y después, al ver que aquel beso se alargaba más de
lo estipulado, se escucharon sus voces alejándose. Cuando, por fin, detecté
un silencio a nuestro alrededor, separé mi boca de la suya, pero aún me
quedé cerca de él, mirando de frente sus labios entreabiertos.
—¿Ya se han ido? —le susurré.
—¿Eh?
—Que si ya se han ido —le volví a decir, esta vez mirándole a los ojos,
había separado mis manos de su cuello y las tenía apoyadas sobre su pecho.
Rafa me seguía asiendo por la cintura, pero ya con los dos brazos.
—Sí, ya se han ido.
—Vale —afirmé separándome de él.
—Yerbis… Pero… Y el beso este… ¿qué…?
—¿Qué le pasa?
—¿Pero no decías que…?
—¿Tú sabes dar un beso de mentira? Porque yo no, ¿vale? Y, por lo
que veo, tú tampoco. Pero no te hagas ilusiones, sólo quería que se callaran.
—Vale, vale. Pero y ahora, ¿qué hacemos? —me preguntó.
—Pues pensar en dónde vamos a comer y planear cómo nos vamos a
organizar esta tarde para seguir revisando la bibliografía, ¿no?
Se quedó un instante en silencio mirándome.
—¡Rafa! —exclamé.
—¿Qué? Sí, sí.
Me senté en el banco, al lado de donde había dejado nuestras cosas. Él
se sentó a mi vera.
—Venga, ¿cómo hacemos entonces? ¿Dónde comemos? —le
cuestioné.
—Mejor salir de aquí y comer fuera, ¿no? Y luego volvemos sobre las
cuatro, como habíamos dicho. Esta tarde seguimos revisando los libros de la
biblioteca y luego, o mañana, podemos revisar el tuyo, por si nos da una
pista.
—Perfecto.
En ese momento, vimos a Silvia, que se acercaba desde el fondo del
pasillo. Me levanté del banco cuando estaba llegando a nuestro lado.
—Me acaba de decir una chica de clase que iban a sacar ahora las
notas de prácticas, pero aún no están. He preguntado en el departamento y
me han confirmado que las pondrán entre esta tarde y el lunes, así que ya
las veo el lunes, que me tengo que ir —nos explicó.
Y mientras ella nos hablaba, Rafa se levantó del banco para ponerse
detrás de mí, cruzando sus brazos por delante de mi cintura, abrazándome
contra él. Yo también crucé los brazos para ponerlos sobre los suyos con el
fin de seguirle el rollo.
—Okey, luego lo miramos antes de irnos, por si acaso.
—Por cierto, enhorabuena, chicos —nos sonrió con poco brío.
—Gracias —le respondimos.
Y al tiempo que yo trataba de sonreír a mi amiga de manera que
pareciera sincera, Zurbano seguía apretándome contra él.
—Pásalo bien, guapa —le deseé.
—Gracias, vosotros también. Hasta el lunes —nos contestó.
—Chao, Zea —se despidió él.
Cuando mi amiga ya se había esfumado escaleras abajo y hube
comprobado que no pasaba nadie por aquel lugar, volví la cara para mirarle.
—Rafa, por favor, ¿podrías dejar de restregarme el paquete?
—¿Cómo? Pero ¿qué dices, tía? —Se separó de mí.
—Que una cosa es actuar y otra, sacar provecho de la situación.
—Pero ¿por quién me tomas, Yerbis? A ver si ahora va a ser culpa mía
que tengas ese culo.
—¿Perdón? ¿Y cómo tengo el culo?
—Pues respingón, así que, si tengo que abrazarte por detrás, ¿cómo lo
esquivo? ¿Cómo me pongo? ¿Así? —imitó aquella posición, pero sin mí y
poniendo el trasero en pompa—. Es que eso no sería creíble, Zuñi.
Resoplé.
—Zurbano, ¿te acuerdas de aquella hostia que te debía? Porque me
están entrando ganas de soltártela con intereses.
—Tampoco hay que ponerse así, tía. Además, ese culo levanta
pasiones entre alguno que yo me sé.
—¿Podemos dejar de hablar de mi culo?
—Tú has sacado el tema —me echó en cara.
—Yo sólo he dicho que…
Me cogió por la cintura y me besó otra vez en los labios. Fue un beso
francés, como el anterior, aunque esta vez, más breve.
—Pero ¿qué…? —le espeté.
—Venga, hasta luego —le dijo a Manuel, que accedía hasta esa planta
por las escaleras con otras chicas de clase. Luego se dirigió a mí en susurros
—. ¿Pero no había que disimular?
—Vale, nos vamos de aquí ¡pero ya! —le ordené.
—¿Vamos a comer?
—Sí, y a añadir algunos términos en el pacto ese que tenemos tú y yo.
14. Generando nuestro trato

Primera hora de la tarde del jueves, 30 de abril de 1998

Nos fuimos hacia mi barrio para buscar un sitio donde comer y


acabamos de nuevo en el burger. Por el camino hicimos pocos comentarios,
ya que aquella situación había creado una tensión entre nosotros que podía
cortarse con cuchillo y tenedor. Una vez que terminamos de comer, saqué
un cuaderno de la mochila y me dirigí a Zurbano.
—Vale, Rafa, si queremos que esto salga bien, tenemos que poner unas
normas, así que vamos a añadirlas al pacto ese que hicimos y lo dejamos
por escrito para que no haya confusiones ni malentendidos.
Él me miraba sin decir nada.
—¿Te parece bien? —concluí.
Zurbano suspiró, se dejó caer sobre el respaldo de su silla y se cruzó de
brazos antes de responder con resignación.
—Lo que tú mandes, Yerbis.
Le observé atentamente antes de continuar con aquello.
—Te recuerdo que esto lo has empezado tú, así que te agradecería que
colaborases un poco porque, si no, vamos a acabar como el Rosario de la
Aurora —añadí.
—Que sí, tía, que sí. Yo creo que es sentido común, pero si así vas a
ser más feliz…
Puse un gesto de fastidio. Y al verme, abrió su mochila y sacó un folio
y un bolígrafo de ella.
—Venga, va, ¿qué quieres poner? —me preguntó.
—Lo primero: aparentaremos ser una pareja ante los demás sólo hasta
que hayamos concluido nuestras indagaciones relacionadas con la libreta.
Una vez terminada esa labor, simularemos una ruptura y dejaremos de
fingir. —Lo copié en el cuaderno mientras él me miraba. Después, se puso
a escribir en su folio.
—¿Qué más? —inquirió sin levantar la vista del papel.
—Lo segundo: Nos daremos besos franceses sólo si son
imprescindibles y la situación lo requiere —continué.
—¿Besos franceses? —se extrañó, levantando la mirada de la hoja.
—Un beso con lengua, Zurbano.
—Sé lo que es un beso francés, tía, sólo que… Da igual. —Meneó la
cabeza—. ¿Algo más? —volvió a decir con la vista en el folio.
—Tercero: Nada de sexo —finalicé.
Apartó los ojos para mirarme, pero no dijo nada. Luego, siguió
copiando.
—¿Más? —indagó con el bolígrafo preparado para seguir escribiendo.
—Creo que no. ¿Tú quieres añadir algo?
Negó con la cabeza leyendo su folio.
—Me parece que está todo muy claro —afirmó finalmente mirándome
a los ojos.
Arranqué aquella hoja del cuaderno y saqué dos folios en blanco de mi
carpeta para copiar su contenido en cada uno de ellos, añadiendo la frase
con la que iniciamos nuestro trato el día de la siesta en el parque:
Pactamos de mutuo acuerdo que todo lo que rodea al hallazgo de la
libreta que encontramos juntos, nos lleve adonde nos lleve, queda entre
nosotros dos. Y con el fin de proteger el secreto de su contenido nos
comprometemos a cumplir lo siguiente:
1. Aparentaremos ser una pareja ante los demás sólo hasta que
concluyamos con nuestras indagaciones relacionadas con este
documento. Una vez que hayamos terminado esa labor,
simularemos una ruptura y dejaremos de fingir.
2. Nos daremos besos franceses sólo si son imprescindibles y la
situación lo requiere.
3. No habrá nada de sexo entre nosotros.
Y para sellar este pacto, ambos lo firmamos a jueves, 30 de abril de
1998.

—¿Te parece bien así? —Le entregué las dos copias para que las
leyera.
Las miró atentamente y después asintió.
—Vale, pues vamos a firmarlo y cada uno nos quedamos con una
copia. Pero, espera, hay que añadir antes nuestros nombres y el DNI —
comencé a redactar a la par que leía en voz alta—. Yo, Lidia Zúñiga
Álvarez, con DNI…
—¿El DNI también, tía?
—Sí, vamos a hacerlo bien, ¿no?
Y sin decir nada más, sacó su cartera, extrajo de ella el carné de
identidad y lo puso sobre la mesa, haciendo un gesto con la mano, dándome
a entender que podía hacer con él lo que quisiera.
—No me hace falta tu DNI, sólo que copies el número después de
poner tu nombre, como he hecho yo —le dije entregándole ambas copias,
junto con su documento identificativo, para que completara aquella
información.
Respiró profundamente antes de poner esos datos y firmar en la parte
de abajo de cada una de las copias.
—Ya está. —Me entregó los dos papeles.
—Toma, una para ti y otra para mí. Guarda bien tu copia, no puede
verla nadie.
—Tranquila —aseguró doblándola y guardándola dentro de su cartera,
donde también metió su DNI.
Nos quedamos mirando un instante en silencio después de aquello. No
sabíamos muy bien qué decir, ni cómo darle normalidad a la situación. Era
todo muy artificial, muy mecánico.
—Cuando quieras nos vamos —propuso.
Miré el reloj y asentí, eran las cuatro menos cuarto.
Salimos de allí caminando hacia el metro. Aquella situación cada vez
era más incómoda, más insostenible. Él se mostraba irritado, enfadado,
nunca le había visto así, ni siquiera hablaba. Sin duda, de esa manera no
podríamos seguir trabajando juntos.
—Rafa… ¿Te pasa algo? —Me paré.
Se volvió hacia mí.
—No me pasa nada, mi vida es maravillosa, ahora tengo una novia que
me quiere, un sueño hecho realidad, vamos.
—Pero no podemos seguir así. Ven, por favor. —Le cogí del brazo
conduciéndole hasta el paso de cebra de la carretera en dirección a aquel
banco donde nos habíamos reunido los últimos días. Nos sentamos allí, él
miraba al infinito.
—¿Te has enfadado? —indagué. Rafa permanecía con la vista en el
horizonte—. Oye, no te gusto, ¿verdad? —Silencio—. Por favor,
contéstame. —Le puse la mano sobre el hombro.
Volvió su mirada hacia mí muy despacio, la luz se reflejaba en sus ojos
haciendo que aquel color castaño que me parecía tan normal se llenase de
un sinfín de tonalidades dentro de esa gama, que se me antojaron
fascinantes. Me quedé perdida allí observando los matices de su iris.
—De pequeño me llamaban el Piñata —me dijo así, sin venir a cuento.
—Pero, ¿por qué? —le respondí un poco descolocada por aquello.
—Por mis dientes, los tenía grandes, hacia fuera y los niños se reían de
mí, me hacían putadas. Me perseguían hasta casa gritándome: «¡Eh!, a ver
cuánto corres, Piñata», mientras me tiraban piedras. Una vez me dieron de
lleno con una y tuvieron que darme puntos en la cabeza. Odiaba a Bugs
Bunny con toda mi alma y mi madre no entendía por qué. Se pensaba que
aquello eran cosas de niños, pero me jodieron la vida y recuerdo el colegio
como un infierno. Y yo no lo comprendía porque era un buen chaval y
nunca me metía con nadie. En mi barrio sí que tenía algún amigo, pero en el
cole me hacían la vida imposible.
—¡Qué hijos de puta! Pero ahora tus dientes están bien.
—Cuando crecí llevé aparato y luego todo se corrigió, pero no tuve
amigos hasta el instituto porque si alguna vez creí tener alguno en el
colegio, me acababa dejando de lado para unirse a aquellos que se burlaban
de mí. Recuerdo a un chico que era mi supuesto amigo, que me hizo una
encerrona porque entonces coleccionábamos cromos de fútbol y a mí me
salió el de Butragueño, que era muy difícil de conseguir y nadie lo tenía. Se
compinchó con otros y entre todos me lo quitaron. Y yo que pensé, cuando
vi ese cromo, que aquel había sido mi día de suerte. Qué iluso. En esa época
me sentía un mierda que no merecía nada bueno. Y hoy he tenido esa
misma sensación —concluyó.
Le contemplaba totalmente sobrecogida mientras me contaba aquello.
¿Cómo podía ser alguien tan cruel a tan corta edad? No encontraba
explicación, a pesar de llevar muchos años tratando de buscarla.
—¿Hoy? ¿Por qué dices eso? —traté de averiguar.
—De repente, mis amigos atacándome por salir con alguien que ni
siquiera creen que me merezco. Es que no es cuestión de que me gustes o
no, es la situación. Luego, tú desconfiando de mí todo el tiempo,
rechazándome como si fuera un apestado. Que si no hacemos buena pareja.
Que si no te roce, que si no te bese.
—Yo no… Perdona, es que no sé cómo llevar esto. No desconfío de ti,
ni pretendo rechazarte, sólo es que no quiero que acabemos mal por algún
malentendido.
—Ya, pero si en vez de yo, hubiera sido Vázquez, seguro que no le
hubieras puesto tantas pegas y todo el mundo se lo hubiera creído a la
primera.
—¿A qué viene esto ahora? ¿Estás celoso de Vázquez? Yo no quiero
estar con Daniel, es que si hubiera sido así, no te hubiera plantado un beso
delante de él.
—No estoy celoso de él, pero es que hay personas que lo tienen todo
muy fácil en la vida y otras que tenemos que estar constantemente luchando
y no es justo. No lo digo sólo por Vázquez, mira a tu amiga Silvia. Incluso
Juanan, lo que pasa es que es más discreto, pero su padre es un médico
prestigioso, el doctor Talavera. Ellos lo tienen todo. Han tenido una niñez
perfecta con todo tipo de caprichos. Viven en sitios bonitos, en casas
grandes, en urbanizaciones con piscina, conducen su propio coche. Sus
padres tienen trabajos guays de esos en los que se va de traje y corbata y se
cobra un dineral y pueden pagarles todo lo que se les antoje. Pero si
Vázquez suspendió COU y sus padres ese año le regalaron un coche por los
dieciocho. Y al año siguiente, cuando repitió, le pagaron un profesor
particular y ahí le tienes. Sin embargo, mi padre es albañil y mi madre no ha
trabajado nunca porque siempre ha estado cuidándonos. Y yo tengo que
currar los findes para sacarme unas pelas, si quiero ahorrar para poder
sacarme el carné de conducir algún día y para mis gastos, porque en casa
somos cinco y vamos justos. Lo más lujoso que tengo es una chupa de
cuero, que fue lo que me regalaron mis padres a los dieciocho, y con mucho
esfuerzo. Y luego estos te miran por encima del hombro, por muy amigos
que sean. Qué hipócritas, preguntando: «¿Y por qué no vas al viaje de paso
de ecuador? Pero si trabajas, ¿no?». Es que me jode, tía.
—Bueno, no eres el único, yo tampoco fui a ese viaje y no es que ande
muy sobrada precisamente, ¿sabes? Es verdad que en mi casa nunca ha
faltado el dinero y que yo soy hija única, pero mis padres siempre han
tenido que trabajar de sol a sol. Mi padre fue minero de joven, pero tuvo un
accidente que le impidió seguir siéndolo, y después ha tenido que dedicarse
al campo. Yo también trabajo cuando me llaman para hacer alguna
promoción en El Corte Inglés porque me apunté para poder ganar algo.
Vivir aquí es muy caro. Además, el cambio ha sido muy grande. Al menos,
tú eres de Madrid, tienes cerca a los tuyos y la gente no te está preguntando
todo el rato que de dónde es ese acento que tienes.
—Pero, Zuñi, si ya no se te nota el acento. En primero sí tenías un
poco, pero no sé, a mí me parecía entrañable.
—A ti, a otros les parecía una pueblerina, una paleta. Bueno, nunca
nadie me lo ha dicho así, pero eso se nota. Es lo que dices, que te miran por
encima del hombro. Aunque es verdad que no todo el mundo es así y la
mayoría de la gente aquí es bastante tolerante.
Estuvimos un instante en silencio, mirando al frente con la espalda
apoyada en el respaldo del banco, pensando en todo lo que habíamos dejado
atrás.
—A mí me llamaban la Repipi —le confesé.
—¿Cómo? —dijo volviéndose hacia mí—. ¿Quién?
—Pues los niños cuando era pequeña, bueno, y no tan pequeña.
—¿Repipi? ¿Tú? —me preguntaba sorprendido.
—Sí.
—Pero ¿por qué?
—Porque mi madre me llevaba llena de lazos y con estas facciones
que tengo, pues eso, que tenía pinta de cursi. Los niños me quitaban las
cintas en el recreo, me las lanzaban al barro, me las rompían. Me tiraban del
pelo, una vez hasta me pegaron un chicle en la melena y tuvieron que
cortarme un mechón para poder quitarlo. Me llamaban la tonta, la cursi, y ni
siquiera me conocían. Las niñas se juntaban en corrillo para reírse de mí y
no tenía amigas, sólo tuve un amigo, que era mi vecino, pero acabó pasando
de mí también. Aunque, bueno, tenía a mis primos, con los que siempre me
he llevado bien, pero los que tienen una edad similar a la mía no viven allí y
sólo los veía a temporadas, algunos fines de semana o cuando iban por
vacaciones. El hecho de ser tan tímida tampoco me ayudó. Se supone que la
niñez debería ser la época más feliz y yo la recuerdo como una pesadilla.
Me cantaban aquella canción de la muñeca vestida de azul y todavía, a
veces, hay gente que me llama la Repipi allí en el pueblo. Fue un poco
mejor en el instituto, pero aún algunos se sorprendieron cuando tuvieron el
valor de acercarse a mí para conocerme. Hasta a mi exnovio le pasó.
Siempre juzgada por mi apariencia.
Yo tenía la vista en el frente, pero notaba sus ojos clavados en mi
rostro mientras le narraba todo aquello. Giré la cara para mirarle y allí me
encontré con su mirada dulce, compasiva, un reloj funcionando en su mayor
esplendor.
—Por eso cambiaste de aspecto. Por eso te pusiste así la primera vez
que te llamé muñequita —dedujo.
Asentí.
—Ahora ya lo sabes —dije mientras me cruzaba de brazos.
—¡Qué hijos de puta! —exclamó—. Pero era porque te tenían envidia
y, al final, has hecho lo que ellos querían, eclipsarte. Y lo has hecho tú sola,
escondiéndote detrás de ese disfraz. Pero nadie puede apagar tu luz, Lidia.
Me encogí de hombros.
—Tú también te escondes detrás de una coraza esforzándote por ser
siempre el gracioso, poniendo motes a todo el mundo para defenderte, para
ser tú el que los ponga y no la víctima que los recibe, te has pasado al otro
lado. Tú también has hecho lo que ellos querían porque los que te acosaban
eran unos acomplejados y tú te has convertido en otro de ellos —aseveré
mirando al frente de nuevo, luego volví la vista hacia él—. Pero tú no eres
así, sólo que tienes miedo de que la gente vea como eres en realidad,
sensible y vulnerable. Y serlo tampoco es malo, sino todo lo contrario.
Hacen falta más personas sensibles para que el mundo sea mejor.
Le seguí observando tras su silencio. Él también seguía con la vista fija
en el frente con un gesto de dolor, de tristeza. Cogí su mano para acabar
entrelazando mis dedos con los suyos y entonces me miró.
—Es curioso que alguien de quien se reían por sus dientes tenga la
sonrisa más bonita de clase —afirmé.
Un gesto de felicidad se dibujó en sus labios y yo le correspondí en
respuesta.
—Ojalá te hubiera conocido cuando era pequeño, nos hubiéramos
hecho amigos porque yo no hubiera sido tan tonto de no ver lo preciosa que
es esa muñequita vestida de azul por dentro y por fuera —me habló.
Y allí nos quedamos un instante, agarrados de la mano, pareciendo ser
una pareja convencional para los viandantes, cuando, en realidad, en ese
momento éramos dos niños apaleados por la vida, que estaban felices y
aliviados de haber encontrado, por fin, un amigo de verdad entre tanta
crueldad. Alguien que era capaz de ver más allá de su aspecto, de su
situación, de su caparazón. Alguien con el que no tenían que esconderse ni
fingir, aunque juntos sí lo hicieran de cara al resto del mundo.
—Tenemos mucha suerte de haber pasado por todo aquello porque así
podemos valorar lo bueno que tenemos. La gente que lo tiene todo nunca
lucha por nada, y quien no lucha, no gana, sino que se acomoda, y así no se
triunfa en la vida —concluí.
—Es cierto, tenemos suerte. Y no sé si llamarlo también suerte, pero,
de alguna forma, hemos sido los elegidos, aunque sea por la casualidad,
para desvelar este misterio que nos ha unido.
—¿Quieres que volvamos a la biblioteca y seguimos? —le propuse.
—Vamos, Yerbis.
Nos soltamos de la mano para levantarnos y caminar juntos hacia el
metro con incertidumbre, con miedo, con un sinfín de dudas porque
habíamos desnudado nuestra alma delante del otro y en ese momento no
nos podíamos imaginar las consecuencias que aquello podría acarrear.
15. El que a mi lado respira

Tarde del jueves, 30 de abril de 1998

Antes de salir del tren en Ciudad Universitaria y justo cuando se


abrieron las puertas del vagón, me cogió de la mano.
—Es mejor que vayamos así por si nos cruzamos con alguien, ¿te
molesta? —me preguntó.
—No, no, tranquilo.
Caminamos hasta las escaleras mecánicas, momento en el que me soltó
la mano para cederme el paso con el fin de dejar avanzar a las personas que
querían subir más deprisa. Me giré para ir de frente a él. Nos quedamos
mirando sin tocarnos, uno delante del otro, mientras esos escalones
mecánicos nos desplazaban hacia arriba.
—Lo siento, esto es muy raro —afirmé y después puse las manos
sobre sus hombros, apoyando los brazos en su pecho.
Él me sonrió mientras cruzaba sus brazos por detrás de mi cintura.
—Un poco sí, nunca he tenido una novia falsa —me respondió.
—¿Y una de verdad?
—¿Me estás preguntando por mis exnovias, Yerbis?
Estábamos llegando al final de las escaleras. Me volvió a coger de la
mano, había bastante gente transitando por la estación en aquel momento.
—Un poco.
Sonrió.
—Nunca te he escuchado comentar nada —proseguí.
—Porque soy un tío discreto.
Le miré con gesto de fastidio.
—Es verdad —se defendía—. Pero bueno, tampoco he tenido tantas, lo
normal, yo que sé.
—¿Y qué es lo normal para ti?
Él me miraba y no paraba de sonreír.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te hago tanta gracia? —le cuestioné al ver su
reacción.
Me dio un beso en los labios sin borrar la sonrisa de su rostro tras
hacerlo.
—¿Qué haces? —le dije.
—Meterme en el papel, esto no está prohibido ni limitado en el pacto,
¿no? No es francés.
Meneé la cabeza.
—Va, deja de burlarte de mí, ¿no? —empecé a mosquearme.
Habíamos llegado al final de las escaleras y me bajé de ellas, andando
delante de él. Rafa me cogió de la mano, y de esa manera hizo que le
esperara para que caminara a su lado.
—No lo hago —me contestó.
—Entonces, ¿por qué te ríes?
—Por tu interés en mis exnovias.
—Bah, mira, déjalo, seguro que no has tenido ninguna y estás ahí
haciéndote el interesante.
—Tampoco muchas, es verdad. Tres en total, pero nada serio.
—¿Morenas?
—Pues sí, rubita —volvió a sonreír.
—Ah. ¿Y cuánto hace?
—La última fue a finales del año pasado, pero sólo duramos dos
meses.
—¿Y eso? ¿Te dejó o la dejaste?
—Buf, pues no sabría decirte. Yo creo que fue una falta de interés
mutuo. Al principio, muy bien, pero luego, no sé, le iba más quedar con las
amigas, yo creo que se aburrió.
—¿Tan aburrido eres? —Y entonces fui yo quien sonrió. Estábamos
saliendo al exterior.
—¿Crees que soy aburrido, Yerbis? Mira todas las cosas que te pasan
conmigo. No te podrás quejar.
Yo le miraba sin hablar, como esperando a que continuase contándome
aquella historia de su exnovia.
—Era algo más joven y no teníamos muchas cosas de las que hablar,
así que cuando no tienes cosas en común, al final te aburres —concluyó.
Entonces volví a sonreír, igual que él había hecho antes.
—¿Qué pasa? ¿Te hace gracia? —preguntó.
—Me haces gracia.
—¿Ves como no soy aburrido?
Negué con la cabeza mientras seguíamos caminando por el parque que
rodeaba al metro, camino de la facultad.
—¿Y tú? —continuó hablando—. ¿Qué pasa con tus exnovios?
—De mí ya lo sabes, después de Ángel no he tenido más novios.
—¿Ninguno?
—No, ¿por?
—No sé, me sorprende, cortasteis en primero, ¿no? —se aseguraba.
—Sí.
—Y en estos dos años, ¿nada? ¿Ni un rollete? —insistía.
—Pues no, ¿por qué te extraña tanto? No me voy a liar con el primero
que pase, soy selectiva.
—Ya veo, ya.
Estábamos llegando a la facultad. Había un grupo de chavales sentados
en los escalones de la entrada, pero no los conocíamos, debían de ser de
otro curso. Me agarró de la cintura para cederme el paso por la puerta y
volvió a cogerme de la mano para dirigirnos a las escaleras en dirección a la
biblioteca. Cuando entramos a ella dimos un vistazo general para descubrir
que había menos gente que los días anteriores, supuse que por ser la víspera
de los días festivos de primeros de mayo.
—¿Nos ponemos por allí? —Rafa me señaló una mesa al fondo, quizás
el lugar más discreto de aquella sala.
—Perfecto —le susurré.
Una vez ubicados, nos fuimos a las estanterías correspondientes para
repartirnos los libros que nos interesaban, y que, por suerte, estaban todos
disponibles, más uno de Microbiología y otro de Parasitología, que Zurbano
y yo cogimos, respectivamente, para poner encima del resto con el fin de
que pasaran desapercibidos. Nos fuimos a nuestro sitio para revisar todos,
comenzando por los dos ejemplares de préstamo del libro que habían escrito
el doctor Hernández y la doctora Camino.
—Rafa, no nos hemos fijado en la fecha de edición de estos libros. En
la bibliografía de esta planta no lo pone y esto nos puede dar una pista.
Aunque tampoco tengamos muy claro de qué fecha es la libreta —le dije en
un cuchicheo.
Se quedó pensando asintiendo y volvió a pasar las páginas del libro
que tenía en sus manos hasta el inicio.
—Este es de 1977, primera edición, ¿y el otro? —se refirió a la copia
que era igual y que yo tenía delante.
—También —corroboré.
Él sonrió.
—Es curioso que sea del mismo año de nuestro nacimiento, ¿no? —
comentó.
—La verdad es que sí, aunque tampoco sabemos si es este el libro al
que se refiere el doctor Hache. Por ahora no aparece ninguna pista aquí.
—Ya, pero lo que sí sabemos en que en esa época, el doctor Hernández
y la doctora Camino estaban trabajando juntos, si es que son ellos, que todo
apunta a que sí. Y lo que también podemos deducir, es que el cuaderno es
posterior a la fecha más moderna de todas en las que se escribieron estos
libros.
—Cierto. Pero también hay que tener en cuenta que en el mapa
aparece la estación de metro de Ciudad Universitaria, o sea, que la libreta
debe de ser posterior a su construcción, eso también deberíamos mirarlo.
Afirmó pensativo. Estábamos hablando en un tono de voz muy bajo y
muy juntos, tanto, que mi nariz estaba muy cerca de su cuello y respiraba su
agradable aroma característico, sus feromonas aderezadas por el olor de su
colonia, con un toque de suavizante de ropa y chicle de menta. Él volvió la
vista hacia el libro que tenía enfrente mientras pasaba sus páginas.
—Se nos vuelve a escapar algo. Se supone que debería aparecer una
marca, ¿no? Algún número señalado.
Respiré de manera profunda.
—A lo mejor es muy sutil esa marca y no la hemos visto, hemos
revisado todo muy rápido. O puede que no esté en el ejemplar que tienes tú
—comenté antes de pasar las páginas del que tenía yo entre las manos. Él se
me acercó aún más para verlo conmigo.
—Qué bien hueles, Yerbis —me susurró.
Y aquello me desconcentró.
—Rafa… ¿Ahora te vas a poner en plan novio? —le pregunté para
disimular que me había puesto nerviosa.
—¿Y qué tiene que ver? Antes de que fuéramos novios también olías
bien.
—Sólo que no somos novios.
—Bueno, pero tenemos que actuar como tal, tú me entiendes, no seas
tan rebuscada, tía. Sólo te he dicho que hueles bien, ¿también te molesta?
¿Quieres que lo añadamos al pacto? Nada de olernos…
—Pffffffff… ¿Podemos centrarnos, Zurbano?
—Yo estoy muy centrado, ¿y tú?
—No, si cuando te pones en plan insoportable, no hay quien te
aguante.
—Venga, al lío, Yerbis. —Me señaló el libro que yo tenía para que lo
siguiéramos revisando.
Pasamos todas las páginas de una en una, pero no parecía tener nada.
—Oye, ¿y si miramos las fechas de edición de los otros tres libros? —
propuse.
—Vale.
Los abrimos uno por uno para constatar ese dato y, tras aquello, saqué
el cuaderno donde copiaba los textos de la libreta para apuntar esa
información.
—Oye, ¿y si hubiera otro, pero lo tuviera alguien en préstamo? No
hemos valorado esa opción. Los otros libros son de consulta y no pueden
salir de la sala, pero de este podría haber una tercera copia —dilucidó.
Miré en la primera página las fechas de los sellos del préstamo en
ambos, pero la fecha más reciente en la que alguno de ellos se había
prestado era del año anterior.
—Pues no parece que saquen mucho este libro —puse de manifiesto.
—Puede que no, pero la opción está ahí.
—¿Y si lo preguntamos?
—¿No va a ser un canteo?
—O no, la bibliotecaria no nos conoce y no vamos a sacarlos, sólo a
preguntar. Espera, voy yo. Esconde el que tienes debajo de los otros libros,
no vaya a ser que le dé por darse un paseo por las mesas para buscarlo.
Tomé el otro y me acerqué con él al mostrador.
—Perdone, ¿de este libro sólo hay un ejemplar? Es que queremos
sacarlo, pero somos dos personas. —Se lo mostré a aquella empleada.
—A ver… Pues en total hay dos y ninguno está prestado, así que el
otro debe de estar en la sala también —dijo tras consultar su base de datos.
—Vale, ya lo buscamos, muchas gracias.
Volví de nuevo junto a Zurbano.
—Sólo hay estos —corroboré.
Él miraba atentamente los sellos de préstamo.
—Aquí hay algo raro, pero no sé qué es —escrutaba.
Y tras un largo rato de volver a revisar todos los libros con la mayor
atención que pudimos, los cerramos y los dejamos sobre la mesa con un
gesto de frustración. Miré el reloj, eran las nueve menos veinte.
—Yo aquí no veo nada y ya estamos cansados, ¿y si seguimos el
lunes? Ya queda poco para que cierren.
Él se quedó en silencio con la mirada perdida, después asintió.
—Vale, pero entonces, ¿qué vamos a hacer estos días? Con esta planta
no podemos seguir trabajando hasta entonces —manifestó al fin.
—Pero sí con la siguiente, vemos adónde nos lleva y vamos
avanzando, y el lunes lo retomamos con el tomillo.
—Me parece bien.
Recogimos nuestras cosas, dejamos los libros en sus estanterías
respectivas y salimos de la biblioteca a un pasillo que estaba vacío a esas
horas.
—¿Y si subimos a ver si han salido las notas de prácticas? —le
pregunté.
—Vamos, Yerbis.
Nos encaminamos al departamento de Química Orgánica y
Farmacéutica y en el tablón de su entrada vimos una lista nueva.
—Mira, ya han salido —corroboré.
Buscamos nuestros nombres al final de aquel documento:
Lidia Zúñiga Álvarez: Apto
Rafael Zurbano Álvarez: Apto
—Hemos aprobado —confirmé.
—¿Te has fijado en que nuestro segundo apellido es el mismo? Si los
tuviéramos en orden inverso seríamos los Álvarez y estaríamos de los
primeros de la lista.
—¿Los Álvarez? Muy bien, Rafa, de repente parecemos los
protagonistas de una peli mala, una españolada setentera.
—¡Anda! Y, ¿por qué, tía? Además, si fuera el título de una peli, iría
más bien de un matrimonio de superhéroes o de espías.
—Sí, claro, tipo Súper López o Anacleto Agente Secreto.
—No, hombre, no, Yerbis. Más bien de una pareja de farmacéuticos
que tienen el superpoder de haber descubierto una pócima secreta con la
que salvar el mundo y que, además, la tuvieran que proteger de los malos
que se la quieren robar.
Me tapé la cara con las manos.
—¿Tú te has planteado apuntarte a la Escuela Superior de Arte
Dramático? Porque te cogen fijo y te echan por abusón —le dije a
continuación.
Sonrió.
—Hala, vamos, churri.
—¿Podrías dejar de llamarme así? —me quejé.
—Pero si eres mi churri, ¿cómo quieres que te llame?
—¿Por mi nombre? Además, que no soy tu churri.
—Bueno, pero eres mi muñequita. Eso sí, ¿no?
Yo le miraba sin decir nada mientras bajábamos por las escaleras.
—¿No? —insistió.
—¿Puedes parar?
—Si en el fondo te gusta, Yerbis, reconócelo.
Y resoplé por enésima vez desde que él se había cruzado en mi
camino.
Anduvimos hacia el metro sin ir cogidos de la mano, ni tocarnos. Ya
no teníamos excusa para hacerlo, ya que no había casi gente en aquel lugar.
—¿Qué quieres hacer ahora? ¿Te vas a casa o miramos algo más? ¿O
tienes plan? —indagó.
No sabía muy bien qué decirle. El día siguiente era fiesta y él me
preguntaba por los planes de una noche de jueves, que para la mayoría
suponía el inicio de un fin de semana largo y ocioso y para mí,
simplemente, un día más en el que no tenía nada motivador que hacer.
—No tengo ningún plan, Rafa, ya lo sabes. ¿Y tú? ¿Has quedado con
tus amigos?
—Quedar, quedar, nunca quedamos, pero vamos siempre al mismo bar
y ahí se va uniendo quien le apetezca o pueda salir, y después hacemos una
ronda por otros bares de la zona —me contó. Yo le miraba mientras me lo
explicaba—. ¿Y te apetece hacer algo? Como el otro día decías…
No hizo falta que concluyera aquella frase para averiguar a qué se
estaba refiriendo.
—Rafa, no te sientas con la obligación de nada por lo que dije el otro
día, es que me pillaste en un mal momento, pero estoy bien. —Le sonreí—.
Tú ve con tus amigos, como sueles hacer. Además, estoy cansada, no me
vendrá mal dormir un poco.
Él me miraba sin decir nada.
—Este finde es largo, ya quedamos mañana o pasado para seguir con
esto, si quieres —añadí.
Habíamos entrado en el metro y bajábamos por el primer tramo de
escaleras mecánicas.
—No me has respondido a la pregunta —afirmó.
—¿Cómo? Pero si te acabo de contestar.
—No, aún no te he escuchado decir qué es lo que te apetecería, que es
lo que yo te he preguntado. Sólo lo que deberías hacer, teniendo en cuenta
que has deducido que me siento en la obligación de acompañarte —
argumentó.
Entonces fui yo quien se quedó callada. Él me observaba esperando
una respuesta.
—Yo… no lo sé —le respondí al fin.
—¿No sabes lo que te apetecería hacer? No me lo creo. Sí lo sabes,
pero no quieres decírmelo.
Seguí caminando en silencio, esta vez mirando al suelo, lo hice durante
el lapso de tiempo que transcurrió hasta llegar al último tramo de escaleras
mecánicas que nos llevarían hasta el andén. Nos montamos juntos, pero él
se adelantó un escalón para que la diferencia de altura hiciera que su cabeza
quedase delante de la mía, sus ojos frente a los míos.
—Va, tía, dímelo, ¿qué te apetecería hacer? Aunque sea lo más loco
del mundo. —Y me sonrió con los ojos, como si él se estuviera imaginando
haciendo ese algo muy loco, ese algo que de verdad le llenara de felicidad.
—¿Y a ti? —le devolví la pelota.
—Para ser de León eres muy gallega, con razón decías que los
bercianos tenéis mucho de allí, yo he preguntado primero.
Permanecí mirándole sin hablar. Estaba tan acostumbrada a no tener
opciones que cuando me vi con la posibilidad de hacer realidad alguna, me
quedé en blanco. ¿Realmente sabía lo que quería? O, mejor dicho,
¿realmente creía que me merecía alguna de esas opciones?
—Vale, no sé si es porque estás tan cansada o porque aún te puede
tanto la timidez que no te atreves a decírmelo, así que te propongo una cosa,
y así nos despejamos un poco de las clases y del tema de la libreta. Vamos a
ir a cenar algo y, mientras, pensamos en lo que nos apetecería hacer, sea lo
que sea. Lo apuntamos en un papel y nos los cambiamos, pero no podremos
ver lo que pone hasta que nos hayamos despedido e ido. Y mañana, cada
uno de nosotros intentará hacer ese deseo realidad al otro en la medida en
que esté en nuestra mano.
Una sonrisa se dibujó en mis labios, parecía divertido.
—Pero, no se te ocurrirá poner alguna burrada o algún deseo erótico
festivo, ¿no? —me aseguré.
—Yerbis, por favor, que me has hecho firmar un pacto hace unas
horas. Va, tía, fíate de mí, esto puede molar.
—Venga, vale. —Y empecé a pensar en lo que podría escribir en ese
papel, al tiempo que él me sonreía con cara traviesa. Me temí lo peor, ¿qué
se le ocurriría poner?
16. Cambia mi plan de inmediato

Noche del jueves, 30 de abril de 1998

Nos bajamos en Moncloa, como era ya costumbre entre nosotros, y


después de barajar varias opciones, fuimos a la pizzería donde habíamos
cenado el primer día que encontramos la libreta. Pedimos las porciones que
nos apetecían y nos fuimos a la planta de arriba a disfrutarlas. Cenábamos
en silencio, cada uno elucubrando el deseo que pedir al otro. Él no dejaba
de sonreírme.
—Yerbis, Yerbis, ¿qué se te estará pasando por la mente? —me
preguntó risueño.
—¿Y a ti? Te temo más que a un nublao.
—Qué mala fama me pones, con lo que yo te quiero —bromeaba.
—Sí, mira en qué líos me metes.
—Reconoce que te lo estás pasando bien. A ver cuándo has tenido tú
la oportunidad de estar con un tío tan apuesto como yo, aunque sea un
novio de pega.
Meneé la cabeza sonriendo.
—Vaya día, ¿eh? Y nos lo queríamos perder… ¿Nos podrían haber
pasado más cosas?
—No tientes a la suerte, Zuñi.
Terminamos de cenar casi sin hablar, sólo cruzando alguna mirada.
Los dos estábamos cansados, aunque la intriga de lo que pondría el otro en
aquel papel nos mantenía en alerta.
—¿Estás cansado? —le pregunté al ver sus ojos ligeramente
enrojecidos.
—Ha sido un día intenso.
—Bueno, si quieres nos vamos a casa ya y así descansamos. —Miré el
reloj, eran las diez y cuarto.
—Tú lo que quieres es ver lo que pone en el papelito —se metía
conmigo.
—Jo, dicho así, parece un chiste de Jaimito.
Sonrió.
—Venga va, vamos a escribirlo, Yerbis.
Arrancó una hoja de una libreta que tenía guardada en su mochila y
sacó un bolígrafo azul.
—¿Y tu boli-linterna?
—Está en el taller después de la noche del viernes.
—¿Y eso?
—Se quedó sin pilas, pero no te preocupes por él, se recupera
satisfactoriamente —aseguró.
Sonreí mientras sacaba papel y bolígrafo de mi mochila. Él me
observó un instante, sonrió hasta escapársele un amago de carcajada y
comenzó a escribir. Yo ni siquiera sabía qué poner. Rafa no paraba de
redactar y empecé a mirarle con un gesto de interrogación.
—Oye, que sólo era una cosa, ¿no? —le recordé.
—Sí, sí —confirmó sin parar de sonreír.
Y entonces me quedé con la mirada perdida escuchando la canción que
sonaba de fondo en el canal de la MTV, Raincloud de Lighthouse Family:
«No tiene sentido reprimir el deseo, aun así te atrapará». Y en ese
instante decidí dejar de traducir lo que estaba escuchando. Miré a Zurbano,
que me observaba atentamente con el bolígrafo en la mano con aquel gesto
pícaro y aquello comenzaba a mosquearme. Agarré mi boli con firmeza y
comencé a escribir, iba a ponérselo difícil. Entonces fui yo quien comenzó a
sonreír.
Un rato después salíamos de la pizzería y nos dirigíamos hacia mi
portal sin hacer muchos comentarios. Cuando llegamos a él nos paramos
delante de la puerta.
—Bueno, Yerbis, ha llegado el momento. —Me enseñó el papel
doblado que sujetaba entre sus dedos.
Asentí mostrándole el mío y, sin decir nada más, nos los
intercambiamos. Él metió mi papel en su cartera, donde también llevaba la
copia del pacto, y yo guardé el suyo en el bolsillo de mi pantalón.
—Vale, pues ya está —le dije.
—Ya está.
Nos quedamos unos segundos parados y me acerqué a él.
—Pues, hasta mañana, Rafa.
Nos dimos dos besos.
—Hasta mañana, muñequita.
Me miraba sonriendo de manera traviesa mientras permanecía parado
delante de mí.
—Venga, que yo te vea entrar —añadió.
Puse un gesto de sorpresa ante tal solicitud.
—¿Y a cuento de qué?
—Soy tu novio, tengo que asegurarme de que llegas sana y salva a
casa.
Negué con la cabeza antes de buscar las llaves en el bolso.
—Ten cuidado, anda —le pedí cuando hube abierto la puerta del
portal.
—Lo tendré.
Cerré el acceso y me di media vuelta para subir a casa. Aún me miraba
cuando transitaba por el interior de mi portal. Le saludé con la mano y él
me devolvió el mismo gesto antes de girarse para marcharse. Me lo
imaginaba caminando a paso rápido para pararse en la siguiente esquina con
el propósito de averiguar el contenido de mi papel. Me hubiera encantado
ver su cara cuando leyera lo que había escrito en él, sin duda, aquello no le
dejaría indiferente:
Me gustaría bailar en una azotea de Madrid con vistas a la ciudad,
acompañada de un chico elegante vestido con traje y corbata.
No pude evitar sonreír. Estaba subiendo en el ascensor cuando me
dispuse a leer el suyo. Otra sonrisa afloró en mi cara… hasta que leí la
totalidad de su contenido.
—Ah —aspiré—. ¡Será…! ¿Por qué siempre tiene que quedar por
encima?
17. Bailando por los tejados

Viernes, 1 de mayo de 1998

Abrí los ojos con la resaca de todo lo que había sucedido durante la
jornada anterior, había resultado demasiado intensa y con muchos cambios
por digerir. Rememoraba el beso que nos habíamos dado Rafa y yo delante
del resto de los compañeros con el fin de hacer más creíble aquella patraña,
el pacto que firmamos unos instantes después, y me preguntaba cómo iba a
hacer frente a esa nueva situación cuando volviéramos a clase el lunes. Me
sentí aliviada por disponer de tres días tranquilos sin tener que estar
fingiendo una situación que me inquietaba ante los demás. Pero la canción
que estaba resonando en mi cabeza ponía de manifiesto lo sucedido después
de aquello durante la noche anterior y ese alivio se disipó, era Innuendo de
Queen.
Me deslicé por las sábanas para acercarme a subir la persiana y así
dejar entrar la luz, que esperaba me iluminase un poco la habitación y la
vida. Cogí aquel papel que el día anterior me había entregado Zurbano y me
senté en la cama a leer su contenido de nuevo:
Te imagino leyendo esto, seguramente no habrás aguantado la
curiosidad hasta casa y lo estarás mirando en el ascensor. Y seguro que
ahora estarás sonriendo mientras subes a tu piso preguntándote si acaso te
estoy viendo por un agujerito. No lo hago, pero me gustaría, solamente por
ver tu cara.
Mi deseo es tan simple, que sé que te va a costar hacerlo realidad,
pero tú aceptaste participar en esto…
Quiero quedar contigo mañana a las seis en la puerta del
intercambiador de Moncloa, pero quiero quedar con tu yo genuina, sin
disfraces, sin máscaras, sin ropa oscura que no sea de tu talla y tape tu luz.
Quiero verte tal y como apareciste el primer día de clase, sin filtros, y
pasar la tarde con tu versión más auténtica. ¿Crees que podrás? No es tan
difícil.
Dulces sueños, muñequita.
P.D.: Show yourself, destroy our fears, release your mask…
Y releí la postdata, cuya frase reconocí enseguida cuando la vi. Era de
esa canción que no paraba de sonar en mi mente, una de las que estuvimos
comentando la noche del viernes anterior, cuando hablábamos de música en
el banco del parque. Su letra ponía de manifiesto lo que me pedía en ese
documento: «Muéstrate, destruye nuestros miedos, libérate de tu máscara».
Aún con el papel en la mano abrí el armario para ver entre toda la ropa
actual ese vestido de flores colgado en la esquina. Suspiré. No me veía
capaz de hacer aquello.
Me acerqué hasta la estantería donde se ubicaba el libro que había
comprado según las recomendaciones de la doctora Camino y lo observé
para descubrir a sus autores: ella y el doctor Hernández. Quizás nos pudiera
dar una pista sobre nuestras averiguaciones. Lo abrí por la primera página
para comprobar la fecha de edición: 1981, y después buceé entre sus
páginas, que hacían un recorrido por las propiedades fitoterapéuticas de
diversas plantas: lavanda, tomillo, romero, menta, melisa, rosa, salvia…
Me percaté de que aparecían en el mismo orden en el que estaban
colocadas en la libreta, excepto la salvia, que ocupaba el séptimo lugar en
vez de aquella que no sabíamos identificar, y de la cual no parecía haber ni
rastro en el libro. ¿Sería una casualidad? Por otro lado, aparecían especies
diferentes a las siete que formaban parte de aquel viejo cuaderno: anís,
eucalipto, geranio, naranja dulce y amarga, manzanilla… En cada una de
ellas había una sección que trataba sobre su aceite esencial con menciones
sobre experimentos que habían hecho estos dos doctores utilizando aquellas
sustancias. Quizás eso fuese alguna clave. Me pareció interesante la idea de
que investigáramos si existían más libros que hubiesen escrito ellos dos en
común. Tenía que contarle todo eso a Zurbano.
Ay, Zurbano. Quién me iba a decir que me iba a involucrar en ese lío
con él. Quién me iba a decir que algún día le besaría, que iba a pasarme por
su novia, que íbamos a compartir tanto. Cuántas cosas nos perdemos por no
conocer a fondo a las personas. Cuántas cosas nos perdemos por llevar una
máscara o un escudo que impide que los demás nos conozcan a nosotros.
Sin embargo, él fue capaz de verme detrás de todo aquello, supongo que
porque, de algún modo, supo detectar aquel sufrimiento del pasado que nos
unía.
Volví a abrir el armario para sacar la caja de plástico que contenía las
prendas de mi vida anterior con la esperanza de encontrar algo que no
supusiese tanto contraste con mi yo actual.
A las seis menos dos minutos, estaba llegando al intercambiador de
Moncloa. Me acercaba hasta la puerta cuando vi a Rafa apoyado en la pared
de la entrada esperándome, vestido con un traje de color negro, una camisa
blanca cuyo cuello adornaba una corbata negra, unos zapatos de vestir,
también negros, y unas gafas de sol. Me quedé parada delante de él.
—Cuando escribí mi deseo no me imaginaba haciéndolo realidad con
uno de los reporteros de Caiga quien caiga —le espeté a modo de saludo.
—Ni yo que el mío ni siquiera se cumpliría, aunque fuese un poco.
—Es que hace frío —me excusé.
—Estamos a dieciséis grados, Yerbis, no es que haga calor, pero
tampoco es para tanto —puso de manifiesto al verme esforzándome por ir
tapada hasta la barbilla.
—Bueno, pues yo tengo frío —dije no muy convencida.
No volvió a responderme y no podía verle los ojos tras aquellas gafas
de cristales oscuros, pero parecía defraudado. Respiré profundamente antes
de desabrocharme los botones de mi característico abrigo negro. Rafa se
quitó las gafas de sol para guardárselas en un bolsillo y sonrió cuando vio
que debajo de la tela oscura que me cubría, asomaba aquel vestido de
florecitas.
—Hola, muñequita —me saludó antes de acercarse a darme dos besos
tras mirarme de arriba abajo. Se fijó en mis pies calzados con unas
zapatillas blancas de lona con tacón y plataforma, las mismas que llevaba el
primer día de clase, en lugar de las botas militares o los botines negros que
acompañaban a mi nuevo estilo; en la mochila verde de tela que llevaba a la
espalda y que hacía seis días había utilizado como almohada.
—Hola, Rafael —respondí invadida por su perfume característico, por
su presencia. El aire que le daba estar así vestido y recién afeitado
destacaba una versión de él que normalmente permanecía oculta tras el
atuendo desenfadado que mostraba en su día a día.
Se quedó extrañado porque me dirigiera a él de aquella manera.
—¿Qué pasa? —le pregunté al ver su gesto de sorpresa.
—No, nada, es que me suena raro que me llames así, Zuñi, de repente
parezco un señor.
—¿Por? Es que te veo así vestido y no sé… Rafa me suena a chico
travieso, el gracioso, el bromista de la clase, pero Rafael es un nombre más
serio, elegante, más…
Él me miraba esperando a que terminara aquella frase.
—Más ¿qué? —indagó al ver que yo no continuaba hablando.
—Más… de hombre —concluí porque no se me ocurría un calificativo
mejor para definir aquello. Y lo cierto es que Zurbano, a diferencia de otros
compañeros, no tenía un aspecto precisamente aniñado, sino unas facciones
bastante masculinas y un cuerpo que había llegado al final de su desarrollo
hacía ya algunos años.
Rafa me observaba fijamente intentando averiguar qué más palabras
escondía detrás de aquella que pareció desconcertarle. Unos segundos
después me tendió la mano.
—Sway with me —me habló como si fuera Fred Astaire invitando a
bailar a Rita Hayworth esa canción allí mismo.
Le sonreí antes de poner mis dedos sobre su palma y él los agarró
antes de bajar hacia el metro.
—¿Adónde me llevas? —intenté averiguar una vez que estuvimos
montados en el vagón de la línea tres.
—Ahora lo verás. —Puso cara de niño travieso.
Y unos veinte minutos más tarde, estábamos entrando en el Círculo de
Bellas Artes. Me detuve cuando cruzamos la puerta.
—Nunca había venido —manifesté ilusionada.
Y él pareció contento de que jamás lo hubiera hecho, como si
descubrirme aquel lugar despertase una magia adicional, el efecto sorpresa
de no saber qué te espera, de ver la cara del otro cuando lo descubra.
—Espera un momento, Yerbis —me dijo antes de acercarse a un señor
que parecía que le estaba esperando.
Estuvieron hablando unos segundos y después Rafa se volvió hacia mí
para hacerme un gesto con la mano. Me acerqué hacia ellos.
—Venid conmigo —nos dijo aquel hombre.
Nos condujo hasta la última planta para salir a la azotea que coronaba
esa construcción. A continuación, se fue de nuestro lado para comentar algo
con un par de personas que nos miraron y asintieron para seguir a lo suyo
después.
—Sólo tenéis diez minutos y no podéis moveros de esta esquina,
¿vale? —habló dirigiéndose a nosotros.
El resto del espacio estaba tomado por focos, cámaras, una especie de
ventiladores gigantes y otros utensilios que parecían formar parte de un set
de rodaje.
—Sí, no se preocupe, diez minutos, muchas gracias por todo —le
respondió Zurbano y aquel hombre desapareció detrás de la puerta por la
que habíamos entrado a ese lugar.
—¿Qué es esto, Rafa? ¿Vamos a salir en la tele o algo? ¿O me has
traído a tu trabajo de actor clandestino?
—Ja. Ja. Ja. Muy graciosa, Yerbis. Pero no tenemos tiempo para
bromas, que sólo nos han dado diez minutos, así que aprovecha, que aquí
no puede subir cualquiera.
Observé todo lo que me rodeaba y allí me sentí enamorada de lo que se
mostraba ante mis ojos, de esas vistas de la ciudad, de esos edificios que
parecían brillar bajo la luz del sol de aquella tarde del primer día de mayo.
Me quedé mirando una estatua portando una lanza que decoraba uno de los
laterales.
—Es la diosa Minerva, casi tan guerrera como tú —me aclaró.
Contemplé el panorama, hipnotizada por todo lo que percibían mis
sentidos, por la majestuosidad de la urbe, por el sonido del barullo de la
gente. Y entre ese bullicio se escuchaba una canción, aunque no supe
determinar exactamente la procedencia de su sonido, puede que del equipo
de música de alguna de las personas que estaban trabajando en aquel lugar.
Era de Jarabe de Palo. Comencé a marcar el ritmo de aquella melodía con
mis dedos en la barandilla mientras sentía el calor de Rafa junto a mí. Puso
su mano sobre la mía y, sin decir nada más, metió la otra debajo de mi
abrigo desabrochado para agarrarme por la cintura y así danzar juntos en la
esquina que ocupábamos de esa terraza al son tranquilo de la música.
—Hay mucha gente, Rafa —afirmé azorada.
—¿Y qué más te da? No estamos molestando a nadie.
—No sabía que supieras bailar. —Le sonreí.
—Ni yo tampoco, Yerbis.
—¿Nunca has bailado? Pues no lo haces mal.
Me sonrió.
—A mí nadie me sacaba a bailar en las fiestas del cole cuando sonaba
alguna lenta —continué diciendo.
—Ni nadie quería bailar conmigo. Pero eso ya pasó.
Y deslizó su brazo por detrás de mi cintura para acercarse un poco más
a mí mientras se escuchaba:
Habías sido sin dudarlo la más bella
De entre todas las estrellas
Que yo vi en el firmamento
Subí mis manos hasta pasarlas por detrás de su cuello y apoyé la
cabeza en su hombro recordando aquello que siempre quise vivir en mi
adolescencia y nunca se hizo realidad porque quien me gustaba siempre
elegía a otra, ningún chico quería bailar con la Repipi. Pero llegó un
momento en el que decidí dejar de rememorar, fue cuando sentí sus brazos
rodeando mi talle. Preferí disfrutar en ese presente de la sensación tan
agradable que suponía compartir aquel paseo acompañada por su presencia
al son de la melodía de las notas que acariciaban nuestros oídos. Dicen que
todos tenemos dentro a nuestro niño o niña interior y en ese instante la mía
estaba feliz de que alguien la hubiera ayudado, por fin, a recoger sus lazos
del barro.
Estuvimos así hasta que esa canción se acabó para dar paso a otra de
ritmo mucho más rápido, entonces nos separamos. Su aroma aún se quedó
conmigo varios segundos después de hacerlo.
—Gracias —le dije. Pero esta vez sin poner mi mano sobre su mejilla.
Tras firmar aquel pacto me costaba bastante manifestar alguna actitud
cariñosa hacia él, como si aquel documento se hubiese llevado por delante
nuestras caricias verdaderas para sustituirlas por otros gestos estipulados
exclusivamente por guion.
—No hay de qué. Aunque tengo la sensación de que esto no es lo
primero que se te pasó por la cabeza cuando pensaste un deseo, sino que lo
rebuscaste un poco para complicarme la vida, ¿verdad? El hacerme vestir
así, bailar en un sitio poco convencional, yo creo que querías ponerme a
prueba. Y lo has conseguido, no conozco muchas azoteas y no veas la
milonga que he tenido que contar para que nos dejaran subir a esta. No
paraban de decirme que no se podía, pero no van a rodar hasta esta noche y,
después de insistir mucho, han accedido a dejarnos diez minutos.
No supe qué decir. Sólo sonreí, asentí y me apoyé en la barandilla para
contemplar otra vez el atardecer de la capital con la excusa de apartar mis
ojos de los suyos. Él se puso al lado.
—Bueno, tú también has buscado algo que me complica la vida, no
parabas de reírte y yo no sabía qué era, pero sí que querías ponerme al
límite y ver si sería capaz de hacerlo. Verme otra vez así vestida no es fácil.
—Reconozco que un poco sí. —Hizo una pausa—. Pero, dime, ¿qué
hubieras elegido de verdad si no hubieras estado motivada a retarme? ¿Qué
te hubiese gustado hacer?
—Eso ya te lo dije el otro día. Ir al cine, sólo eso.
Me miró un instante.
—Pues, vamos.
—¿Al cine? ¿Ahora?
—Sí.
—¿Con estas pintas? —Me señalé.
—Pintas son las que llevas todos los días, hoy estás preciosa. Además,
vas con un tío con traje y eso te aporta una elegancia adicional. —Me miró
arqueando las cejas un par de veces, yo meneé la cabeza—. Y, por otra
parte, ¿qué más da las pintas que se lleven para ir al cine? Allí está oscuro,
nadie te va a ver a ti, sino a la película.
—Vale, vamos al cine, pero sólo si tú me dices qué hubieras elegido
hacer si no hubieras estado motivado a retarme.
Le dejé sin palabras, creo que no se esperaba que esa pregunta volviera
hacia él como si fuera un bumerán.
—Supongo que lo mismo —concluyó al fin—. Yo sólo quería
acompañarte.
Volvimos la mirada al frente para disfrutar de aquella panorámica
durante un minuto más.
—Se ha acabado el tiempo, tenemos que irnos —se dirigió a mí tras
mirar su reloj.
Asentí. Y salimos de aquel encantador edificio después de que Rafa
volviera a darle las gracias al hombre que nos había dejado pasar.
—¿Mejor imposible? —propuso.
—Pero tú ya la has visto, no me importa ver otra.
—Pero la vi con mis amigos y estaban de cachondeo, así que me perdí
muchos detalles. —Me sonrió, supuse que aquello era una mentira piadosa
para que no me sintiera culpable por hacerle ver la misma película dos
veces.
—Vale, pero si hay en la cartelera otra que te apetezca más, me da
igual, ¿eh?
Según caminábamos en dirección hacia la Puerta del Sol recordé mis
hallazgos relacionados con el misterio que nos había unido.
—Oye, esta mañana he estado revisando el libro que compré por
recomendación de la doctora Camino y he visto que, aparte de que también
lo escribió el doctor Hernández con ella, aparecen las plantas de la libreta
en el mismo orden, menos la séptima, que está sustituida por la salvia. Es
verdad que también salen otras plantas, pero me parece mucha casualidad,
¿no?
Me miraba mientras se lo explicaba.
—Tenemos que ver con detalle ese libro, Yerbis, no creo que eso sea
casual.
—Sí, podíamos mirar eso y también hacer una lista con todos los
lugares que aparecen relacionados con todas las plantas para terminar de
tener una visión general de todo. Aparte de comenzar a revisar la tercera.
—Tenemos trabajo por delante —afirmó.
—Un poco.
—Sí, pero eso será después, ahora el misterio que nos ocupa es ver en
qué cine echan la peli.
Estuvimos pateando las calles del centro oteando las carteleras hasta
que encontramos una en la que se mostraba aquella película que tanto
anhelaba ver.
—Aquí, Yerbis, empieza a las siete y media.
—Pues son y veinticinco —le informé mirando el reloj.
—Vamos, entonces.
Nos acercamos a la taquilla a comprar las entradas, pero no me dejo
pagar.
—Jo, Zurbi, va, coge el dinero.
—¿Quieres palomitas? —me preguntaba sin hacerme caso.
—No, no tengo hambre. Venga, toma el dinero —insistí.
—Pero deja que invite a mi novia al cine, ¿no?
—Y dale… Ahora no hace falta fingir que soy tu novia, así que venga.
—Le tendí la mano con seiscientas pesetas.
Me miró largamente antes de coger las monedas y, una vez que estuve
conforme por ver mi deuda saldada, entramos a la sala donde iban a
proyectar la película. Me quité el abrigo. Él me observaba y sonreía.
—¿Qué pasa?
—Nada, nada —decía sin quitarme ojo.
—No te acostumbres, ¿eh?
—¿A qué?
—A verme así.
—Por eso te miro. Esta noche, después del baile con el príncipe, la
carroza se transformará en calabaza y mañana el traje de princesa se habrá
convertido en el de Cenicienta, así que me tendré que quedar con uno de tus
zapatitos de cristal para buscarte cuando todo eso haya desaparecido.
—No, si cuando te pones en plan cargante, no tienes rival, Rafa.
Además, ¿a ti no te gustaban las morenas?
—Pues sí, pero si Cenicienta es rubia, ¿qué quieres que le haga,
Yerbis?
—Estamos apañaos. —Me puse la mano sobre la frente y negué con la
cabeza.
Empezaron los anuncios en la pantalla y, tras ellos, apagaron las luces
para dar comienzo a aquel film.
Uno de los motivos por los que tenía ganas de mudarme a Madrid era
para poder ir a menudo a ver películas a la gran pantalla sin tener que
depender de alguien que tuviera coche para llevarme a la ciudad más
cercana con cine. La gran variedad en la cartelera era otro aliciente, junto
con la posibilidad de poder ver las cintas en versión original en algunas
salas. Sin embargo, en aquel plan lleno de ilusión no había contado con el
factor más importante, el de poder compartir las películas con alguien. Y
como no me motivaba mucho entrar sola a una sala a ver una proyección,
rodeada de parejas felices y amigos risueños, llevaba un año sin disfrutar de
esa afición que tanto me gustaba.
Pero, al fin, allí estaba, con una sonrisa en el rostro y cruzada de
brazos en un gesto de protección frente a mis propios pensamientos
confundidos por la situación. Miré de reojo a Rafa, que estaba en la misma
postura, con aquel traje negro que yo le había pedido ponerse y un gesto
serio que cambió cuando me descubrió mirándole. No volvió la cabeza
hacia mí, pero esbozó una sonrisa por haberme delatado, que hizo que yo
volviera la vista al frente inmediatamente. Estuve un buen rato así, sin
despegar los ojos de la pantalla.
—¿Qué tal? ¿Bien, Zuñi? —me susurró, así sin esperarlo, haciéndome
cosquillas en la oreja, en el cuello, en todo el cuerpo. Tenía que dejar de
hacer eso.
Asentí cruzándome aún más fuerte de brazos. Él sonrió y volvió a
retomar su posición. Y ya no volvimos a comunicarnos hasta el final de la
película, en el que estaba totalmente inmersa, viendo como Jack Nicholson
le decía a Helen Hunt lo maravillosa que era. Fue en aquel momento
cuando los ojos se me aguaron y se me escapó una lágrima. Y pocos
segundos después sentí su mano sobre la mía. Descrucé los brazos para
corresponderle agarrando sus dedos sin quitar la mirada de aquella escena
mientras él me apretaba como haciéndome saber que estaría allí en los
momentos más amargos. Entonces sonreí, le miré y él me besó la mano de
la misma manera que el primer día que me acompañó a casa. Estuvimos
agarrados hasta que se acabaron los créditos, tras lo cual, nos levantamos
para salir de la sala. Eran las diez menos cinco y nos esperaba un misterio:
el que rodeaba a lo que nos depararía aquella noche.
18. Jugando por la ciudad

Noche del viernes, 1 de mayo de 1998

No hablamos hasta que estuvimos en la calle.


—¿Qué tal? ¿Te ha gustado? —me dijo.
—Sí, está muy bien. Gracias por acompañarme.
—Gracias a ti, Yerbis.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—¿Tienes hambre?
—Un poco.
—Pues vamos a cenar algo, ¿no? —me propuso.
—Vale.
Nos decidimos por un restaurante italiano que encontramos durante
nuestro paseo, situado en una de las calles que desembocaban en la Gran
Vía, casi a la altura de Plaza de España. Me hacía gracia cómo le observaba
la gente cuando entramos a aquel lugar a cenar, supongo que por su
indumentaria tan trajeada en un entorno tan casual. Él me vio sonreír
cuando nos sentamos.
—¿Qué pasa, Zuñi?
—Nada, nada. Es que todo el mundo te mira.
—Porque soy un gentleman, tía. Y porque me dijiste que viniera con
corbata, que, si no, me hubiera puesto una pajarita y clavadito a James
Bond.
—Igualito —reí.
La verdad es que no le quedaba mal el traje, Zurbano tenía buen porte,
aunque yo nunca me hubiese fijado en eso antes de aquel día.
Un rato después, salíamos del restaurante, en el que prescindimos de
tomar postre para evitar que la cuenta subiera demasiado. Continuamos
andando hacia Moncloa por la calle Princesa de manera automática, sin
pensar en lo que haríamos después. De camino, encontramos una tienda de
golosinas y productos variados, que yo me quedé mirando atentamente.
—¿Quieres que compremos algo? —le pregunté.
—¿Qué te apetece?
—No sé, a ver qué hay.
Accedimos al interior para acabar pidiendo un surtido de golosinas
variado que compartimos durante nuestra caminata a continuación.
—Nunca he probado esto —afirmé cogiendo una especie de bola de
color rosa que parecía estar rellena de algo.
—¿A ver? Yo tampoco —aseguró haciéndose con otra igual.
—Espera, los dos a la vez.
—Vale. Una, dos…
—¡Tres!
Y nos lo metimos a la boca al mismo tiempo para, segundos después,
poner cara de satisfacción.
—Mmmmm… Esto está muy bueno —opiné mientras le veía a él con
aquel gesto de gozo.
—Mmm… Sí, ¿no hay más?
—No, de estas no, pero podemos probar otras, mira estas amarillas.
Las cogió para ofrecerme una.
—¿A la de tres? —me decía.
Yo asentí. Y tras aquella cuenta, volvimos a degustarlas a la vez, pero
en esa ocasión yo sacudí la cabeza, estaba muy ácido por el picapica que
contenía en su interior. Él achinaba los ojos por el sabor y se reía al verme.
—¿No hay otra? Quiero verte poner la misma cara —se carcajeaba—.
Por cierto, ¿esa es tu cara de sexo o la de la primera gominola? Tengo que
documentarme, que ahora soy tu novio —seguía riéndose.
—¡Qué tonto! —Le di un manotazo en el brazo.
Y así nos aproximábamos a mi casa, jugando como dos niños a los que
habían dejado a su libre albedrío en una tienda de juguetes tan grande como
lo era aquella ciudad.
—Y ahora, ¿qué quieres hacer? —me preguntaba.
—No sé, es tarde y tú trabajas mañana, ¿no?
—Mañana no trabajo, es fiesta y la farmacia no abre.
—Ay, es verdad, no me acordaba. Pero, aun así, es tarde y hace fresco,
este vestido es un poco fino. —Me subí el cuello del abrigo que ya llevaba
abrochado a esas alturas de la noche.
—Vamos entonces, Yerbis —aquella vez no se ofreció a darme calor,
supongo que el pacto que habíamos firmado le afectaba de la misma manera
que a mí.
Seguimos bromeando hasta llegar a mi portal, ya nos habíamos tomado
media bolsa de gominolas y estábamos saturados de tanta azúcar.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —indagué—. Aún es pronto y puedes
aprovechar para ver a tus amigos, ¿no?
—¿Así vestido? ¿Qué quieres, tía? ¿Que me corran a gorrazos por
todo Móstoles?
—Yo qué sé.
—No, de aquí ya para casa. Ya los veo otro día, se las apañarán sin mí.
Silencio.
—Oye, ¿cómo quedamos para mañana? Tenemos mucho trabajo que
hacer con la libreta —continuó diciendo.
—Como quieras, lo que a ti te venga mejor. Yo no tengo planes, salvo
estudiar un poco por la mañana.
—Pues, si quieres, nos vemos a las seis en la puerta del intercambiador
y ya vemos.
—Me parece bien —afirmé.
Y nos quedamos callados unos segundos que a mí me pareció que
duraban mucho tiempo, demasiado.
—Si no hubiera estado motivado a retarte… —me habló al fin, pero el
silencio que se produjo después de que dejara esa frase a medias se me hizo
aún más largo que el anterior. Infinito. Eterno.
—¿Qué? —Me acerqué a él, aun llevando la bolsa de las chucherías en
la mano.
Respiró profundamente.
—Es que es muy raro, Lidia. No sé cómo explicártelo sin que me
malinterpretes. Y no tiene nada que ver con cualquier cosa que tengamos
vetada por pacto.
—Pues vas a tener que hacerlo porque no pienso irme hasta entonces.
Se quedó callado, supongo que tomando carrerilla para soltar lo que
me dijo a continuación.
—¿Te acuerdas del sábado pasado?
—Sí, claro, cuando estábamos muertos de sueño.
—Pues eso, lo primero que se me pasó por la mente cuando iba a
escribir mi deseo fue volver a dormir una siesta contigo, oliéndote el pelo,
abrazados como el otro día, pero no sé por qué.
Me quedé muda delante de él mirándole atentamente. Por su gesto
supe que se arrepintió en aquel mismo momento de haberme dicho algo así.
—Y te juro que no es nada sexual ni ninguna movida parecida —
siguió justificándose.
—Ehh… —intenté decir, pero no fui capaz de emitir ninguna palabra.
—Déjalo, olvídalo, por favor, es una tontería. No te rayes con eso,
¿vale? —añadió.
Ni siquiera podía hablar. Ni siquiera podía decirle que yo también
sentía cosas parecidas por él y que sus caricias y susurros me hacían
cosquillas, pero que nada de eso tenía que ver con atracción, ni sexo, ni le
encontraba explicación alguna. En el fondo le entendía y, al menos, sabía
que estábamos en el mismo punto, pero me sentía incapaz de decírselo, me
daba tanta vergüenza…
—Bueno, me voy, mañana nos vemos —anunció al ver mi reacción.
—Sí, aún tenemos mucho que avanzar —me limité a decir.
—Mañana vemos tu libro y, bueno, las direcciones que nos quedan, la
tercera planta… Como hoy no saldré, igual, cuando llegue a casa intento
mirar algo, aún no tengo sueño.
—Vale, como quieras.
Silencio.
—Gracias por esta tarde, me lo he pasado muy bien —continué
hablando.
Y me acerqué a darle dos besos.
—Gracias a ti, sé que no te ha resultado fácil volver a verte como antes
—me respondió.
Silencio.
—¿Puedo verte una última vez? Mañana todo habrá desaparecido —
me pidió.
—Es que… hace frío —me excusé tapada con el abrigo hasta el cuello.
—Vale. Entonces…, buenas noches, Lidia. —Y me miró un instante
más antes de darse media vuelta para marcharse.
—Pero… en casa no hace frío y yo tampoco tengo sueño. ¿Quieres
subir un rato… y vemos el libro?
Se giró de nuevo para verme y se quedó parado, sorprendido, le costó
reaccionar.
—¿Estás segura?
—Hemos firmado un pacto y eso, ¿no?
19. Averiguando extrañados

Madrugada del sábado, 2 de mayo de 1998

Busqué las llaves en la mochila y abrí el portal para ceder el paso a


Rafa. Caminamos juntos hasta llegar al ascensor y subimos en él sin cruzar
ninguna palabra, ni siquiera ninguna mirada.
—Pasa —le invité una vez que hube abierto la puerta del piso.
—¡Qué grande! —exclamó cuando entró al salón, que yo había
limpiado por la mañana, cumpliendo mi turno de limpieza esa semana.
—Sí, está bien. Mira, ven, este es el baño, por si necesitas entrar. —Y,
tras señalarle la puerta del aseo, le dirigí hacia mi habitación—. Bueno, aquí
vivo.
Él observaba con atención todos los detalles. La cama nido con cojines
a modo de sofá. El escritorio, donde había dejado desplegado el papel con
su nota del día anterior. La estantería con varios libros de la universidad y
otras tantas novelas. El equipo de música junto a una balda con multitud de
CDs y cintas, ordenados alfabéticamente. Un cuadro que enmarcaba un
poster de Audrey Hepburn… Pero lo que más le llamó la atención fue un
corcho que había a la entrada donde tenía varias fotos en las que aparecía
acompañada de algunos de mis amigos del pueblo y mi familia.
—Vaya, te quejas de estar sola, pero tienes un montón de amigos, ¿eh?
—evidenció señalando una de ellas.
—Bueno, esos son mis primos, es que somos muchos en la familia —
le expliqué.
—¿Todos estos son tus primos?
—Sí.
—Ya decía yo que había gente de todas las edades. —Se acercó un
poco más a la imagen—. Madre mía, ¿y cuántos sois?
—Unos diecisiete.
—No está mal.
—Sí, es que mi madre tiene muchos hermanos. Pero ahora, estando
aquí, no los veo mucho, ninguno de los que son de mi edad vive en Madrid.
—Aaahhh.
Miraba con atención otra de las fotos en las que aparecía con el pelo
largo y después desvió su vista hacia mí sin decir nada. Yo me estaba
quitando el abrigo para colgarlo en el armario.
—¿Quieres tomar algo? —le ofrecí.
—No, no. —Hizo una pausa—. Eres muy ordenada.
—No soporto el desorden —afirmé, aunque en realidad mis
pensamientos estaban muy pero que muy desordenados en aquel instante—.
Mira, este es el libro. —Le mostré aquel volumen escrito por la doctora
Camino y el doctor Hernández.
—Ah —respondió tomándolo entre sus manos.
—Siéntate, si quieres —le señalé la cama nido.
Después cerré la puerta, por si en algún momento volvían mis
compañeras, y me senté a su lado para ver aquel texto con él.
—Este es de 1981 y, si te fijas en las plantas, están en el mismo orden
en el que aparecen en la libreta —continué diciéndole mientras le mostraba
el índice de aquel libro.
Él asentía sin hablar pasando sus páginas.
—Estaría bien saber si tienen más libros o más trabajos juntos, eso nos
puede dar una pista de lo que estaban investigando. Seguro que está
relacionado con la documentación que se esconde bajo la clave —dedujo al
fin.
—Puede, o a lo mejor es algo que consideraban secreto y no aparece
en sus libros. De momento no hay ni rastro de la planta número siete por
ninguna parte.
—Sí… Así de primeras no parece haber nada raro en este libro, aunque
el hecho de que las plantas que aparezcan aquí sean las mismas que las
primeras seis de la libreta y en el mismo orden podría no ser casual.
—No sé. Es que, por una parte, es posible que el contenido en sí no
tenga nada que ver con lo que estamos investigando, mira lo que pasó con
la primera planta. Y, por otra, he pensado que a lo mejor la doctora Camino
está buscando la libreta sin encontrarla y ahora nosotros nos hemos
interpuesto. ¿Y si se la damos?
Volvió la cabeza hacia mí de manera brusca.
—Pero, Yerbis… Eso es muy precipitado. En primer lugar, no estamos
seguros de si la doctora Ce es la doctora Camino, aunque todo indique que
sí. Y, por otro lado, tampoco sabemos cómo nos podría afectar el hecho de
que ella supiera que hemos descubierto esto. Que estuviera escondido
parece revelar que podría haber un peligro asociado a su descubrimiento, si
no ¿qué sentido tendría? Además, protegerlo con juegos de lógica y una
clave. Yo creo que deberíamos ahondar más en este asunto para ver
realmente qué es lo que nos traemos entre manos antes de hacer algo así. Y
en nuestro pacto hemos dicho que no lo compartiríamos con nadie.
—Ya… Tienes razón, tendremos que indagar en esto un poco más.
Silencio. Él seguía hojeando el libro hasta que pareció desmotivado
por no encontrar nada más dentro de él y lo cerró para ver con detenimiento
su portada.
—Oye, ¿quieres que avancemos un poco más? ¿Que hagamos una lista
de los sitios donde están todas las plantas o copiemos el texto de la tercera?
—me propuso—. ¿O estás cansada? Me voy cuando quieras.
—No, no, estoy bien. Vale. ¿Copiamos la tercera planta? Así, mañana
podremos ir directamente al lugar asociado a ella.
Me levanté para coger la fotocopia de la libreta y se la entregué.
—¿Tú me dictas y yo copio? —le sugerí.
—Sí. —Se quitó la chaqueta para estar más a gusto.
—Trae, si quieres. —Le hice un gesto para que me la entregara, la
doblé del revés y la puse encima de la cómoda, junto a mi mochila, con
cuidado para no romper sus gafas de sol, que aún permanecían en el
bolsillo.
—Gracias —me dijo mientras se aflojaba un poco la corbata.
—¿Te molesta si pongo un poco de música? Me ayuda a pensar. —En
realidad se lo dije porque me incomodaban nuestros silencios sin ningún
tipo de sonido ambiental que los amainase un poco.
—No, no, a mí también me ayuda. Fue mi refugio muchos años. Ya
sabes, cuando era más pequeño. —Me sonrió.
—Sí, y el mío. Cuando me tenían que hacer un regalo, siempre pedía
discos o cintas para poder ver las letras y si no eran en español, me pasaba
las tardes con el diccionario de inglés traduciéndolas para ver lo que decían.
Luego me imaginaba historias relacionadas con ellas. En fin…
Puse la emisora que solía escuchar, pero a esas horas estaban
pinchando música discotequera, así que decidí buscar otra con canciones
algo más tranquilas, donde sonaban temas de los años ochenta. Bajé el
volumen para que nos permitiera hablar sin molestarnos. Después me senté
delante del escritorio, de lado para no darle la espalda y poder verle
mientras me dictaba. Crucé las piernas y el vestido se subió un poco
dejando ver parte del muslo, cubierto por unas medias transparentes
diferentes de las de color negro que solía llevar. Él no apartaba la vista de
mi rostro con una mirada fraternal y una sonrisa por bandera.
—¿Y qué lugar está asociado con esta planta? —intenté averiguar una
vez hube abierto el cuaderno que estábamos utilizando para tal menester.
Pasó las hojas hasta que encontró la que contenía la información de lo
que le estaba preguntando.
—Ibiza —dijo.
—¿Cómo? ¿Ibiza?
—Sí, metro Ibiza.
—¡Ah!
—A ver, Yerbis, no iba a ser la isla. Hubiéramos estado jodidos.
—Vale, vale. Pues cuando quieras. —Me dispuse a copiar.
—Aquí tampoco se ve la diferencia de longitud entre unas líneas y
otras, que se veía en la primera planta, y no parece que haya juegos de
palabras, así que te lo dicto tal cual —aclaró antes de comenzar a
transcribirme el texto—. El romero es el Rosmarinus officinalis L., llamado
también romaní, rosmarino, rosa marina, hierba de las coronas, etc.;
frecuente en toda la Península, especialmente en los montes y aún entre los
peñascos —empezó a leer.
Tardé unos quince minutos en copiar todo, según me iba indicando,
hasta que dejó de hablar.
—Ya está, no hay nada más —me confirmó cuando le miré para
averiguar el motivo de su silencio.
—Es como en las anteriores, información muy general —afirmé
mientras me ponía de pie para acercarme hasta él con el cuaderno.
—¿Algo más que aportar, Yerbis? Va, que me gusta escucharte hablar
de tus plantas.
Me senté a su lado.
—No mucho más. Yo he visto usar sobre todo el alcohol de romero
para el dolor de articulaciones, cuando te haces un esguince y esas cosas.
Mi abuela lo prepara mucho y en casa siempre hay. Aparte de que el romero
también se usa para cocinar.
Rafa me contemplaba muy atentamente mientras se lo contaba.
—¿Qué pasa? —le pregunté al ver que no me quitaba ojo.
—No, nada, nada.
Le miré poco convencida.
—Que aún sigues sin ser Cenicienta y son más de las doce —
concluyó.
Meneé la cabeza.
—A ver si nos centramos, Zurbano.
—Vale, vale, sólo era un comentario, no haber preguntado. —Y sin
hacer pausa, continuó hablando de aquello que revisábamos—. Sí, es
información general y aquí no hay bibliografía. Y hasta que no vayamos a
Ibiza no vamos a poder ubicar exactamente este emplazamiento.
—Ya, pero podríamos intentar ver qué hay de diferente en el texto
respecto a los anteriores.
—Pffff… ¿La cantidad de nombres comunes por el que llaman al
romero? En las anteriores no hay tantos —aventuró.
—No creo que sea eso —deduje observando las primeras líneas
durante un instante.
—Tampoco hay juegos de letras, o no lo parece, es lo que te decía
antes.
—¿Y qué más podría ser?
Estuvimos varios minutos intentando averiguarlo en silencio sin
encontrar nada. Iba a preguntarle si él estaba visualizando algo, pero en la
radio comenzó a sonar I want to know what love is de Foreigner y no quise
interrumpir su preciosa melodía con aquello.
—Me encanta esta canción —me limité a susurrar.
Y seguimos leyendo sin que él comentara nada, dudé incluso de que
hubiera escuchado mis palabras.
—I want to know what love is. I want you to show me —empezó a
cantar en un tono de voz bajo cuando llegó al estribillo.
—I want to see what love is. I know you can show me —me uní a él
cantando en el mismo tono.
Nos miramos sonriendo para volver a poner la vista en el papel sin
decir nada más. Después de eso estábamos aún más juntos, o esa fue mi
sensación. En el siguiente estribillo ya no cantamos y, puede que fueran
imaginaciones mías, pero me pareció sentir como si me estuviera oliendo el
pelo. Quizás fuese porque era lo que me hubiera gustado que pasara y la
realidad era que no sabía por qué.
Ninguno pronunció palabra hasta que terminó aquella canción.
—Yo no veo nada más, pero puede que sea porque estoy cansado —
afirmó mientras seguía sujetando la copia de la libreta.
Le quité esos documentos de las manos, suavemente, y me levanté
para ponerlos sobre el escritorio, junto con el cuaderno donde había copiado
la información de la tercera planta. Después volví a sentarme a su lado.
—Vale, sí —le dije mirándole a los ojos.
—Sí ¿a qué, Zuñi? Me he perdido —me preguntó cuando vio que le
había arrebatado aquellos papeles y le observaba de una manera rara,
afirmando algo que él desconocía.
—A lo de la siesta.
Se mantuvo quieto, sin decir nada, con un gesto extraño.
—Tú has cumplido dos de mis deseos y yo sólo uno de los tuyos, es lo
justo —argumenté—. Y la carroza aún no se ha convertido en calabaza —
añadí.
—Pero… es que es raro, ¿no? —dudaba.
—Sí, es muy raro… Pero hay muchas cosas que no tienen explicación
en esta vida, ¿no? Como que a ti te tiraran piedras o que a mí me pegaran
chicles en el pelo sólo porque no les gustara nuestro aspecto. Esto, al
menos, es… Bueno, no hace daño a nadie.
Él no hablaba, no se movía, sólo me miraba. Quizás había cambiado de
opinión o se había arrepentido de aquello en cuanto salió de su boca en la
puerta de mi portal, qué sé yo. Y entonces sentí un bochorno causado por la
vergüenza por haber recuperado esa propuesta que Rafa me había pedido
que olvidara antes de subir a casa.
—Vale, olvídalo, ni siquiera sé por qué te lo he dicho. Sólo quería que
tú… No importa —volví a hablar antes de levantarme para dejar de mirarle
con la intención de regresar al escritorio, pero sólo por tener la excusa de
dirigirme a algún lugar que me separara un poco de él.
—No, espera. —Me agarró de la mano para que me diera media vuelta
—. Sí que quiero —aseguró cuando estuve de frente a él.
—Vale. —Y no supe qué hacer, pero mis manos parecían tenerlo más
claro que yo y se posaron en su corbata para aflojarla aún más de lo que
Rafa lo había hecho—. Ponte cómodo —le pedí como para justificar
aquello, pero me salió en un susurro y no porque pretendiera ser sensual,
sino más bien por la timidez que me causaba aquel momento, aquella
situación.
Él se dejó despojar de la corbata por mí y yo la puse sobre su chaqueta.
—Perdona, necesito que te levantes para poder coger el almohadón,
que está aquí debajo. —Señalé uno de los cajones que había en la parte
inferior de la cama, en el lugar donde Zurbano estaba sentado.
Él me obedeció sin decir nada, sin apartar los ojos de mí mientras yo
sacaba la almohada y la colocaba en la cama. A continuación, retiré los
cojines de ella para ponerlos en una esquina de la habitación y me quité
aquellas zapatillas de lona de tacón y plataforma. Rafa me imitó,
descalzándose, para después quitarse el cinturón, que también dejó sobre la
chaqueta.
—Ven —le invité a tumbarse en la cama y le tapé con una mantita que
tenía doblada en un lateral—. ¿Estás cómodo?
—Sí, mucho —me respondió al tiempo que se desabrochaba los dos
botones de arriba de la camisa.
Quité la música y apagué la luz para meterme debajo de aquella manta
junto a Rafa, a quien veía al trasluz de la iluminación de la calle. Entraba en
la habitación a través de los visillos, ya que había olvidado bajar la
persiana. Él estiró el brazo para acogerme, igual que hizo el día del parque.
Puse la cabeza en su hombro y la mano sobre su torso, inspirando su aroma
agradable, que me envolvía. Me abrazó. Yo temblaba.
—¿Tienes frío? —me susurró.
—Un poco —mentí.
Y me rodeó con ambos brazos.
—Gracias —me dijo acariciando mi oído.
—Gracias a ti. —Y entonces, sí le acaricié la cara.
Él respiró profundamente antes de abrazarme más fuerte mientras yo
escuchaba su corazón animado. Estoy segura de que aquella vez sí me
estaba oliendo el pelo.
20. Cuál es nuestra realidad

Sábado, 2 de mayo de 1998

Me desperté a las nueve de la mañana debido a la luz que entraba por


la ventana. Chasqueé la lengua antes de levantarme a bajar la persiana,
había olvidado cerrarla y aquella claridad impedía que pudiera seguir
durmiendo. Cuando lo hice, el frío me invadió, estaba semidesnuda y el
vestido de florecitas descansaba de aquella noche tan intensa sobre el suelo
de la habitación. Volví a meterme en la cama y mientras entraba otra vez en
calor, recordaba los últimos acontecimientos de la madrugada. Los primeros
rayos de luz del día invadiendo mi dormitorio mientras un susurro me
decía:
—Dulces sueños, muñequita. Luego nos vemos.
Y a continuación, el dueño de aquella voz me tapaba de manera
amorosa con esa mantita, que normalmente tenía encima de la cama, justo
antes de acariciarme el pelo. Seguidamente, me sintió removerme bajo
aquella manta por el cosquilleo que me produjo aquel gesto.
Instantes después, escuché dos gritos contenidos al otro lado de la
puerta de mi habitación. Uno, el emitido por alguien al descubrir a un
hombre extraño vestido con un traje merodeando por su hogar a esas horas,
y el otro, pronunciado por una voz masculina impresionada por encontrarse
a una chica de aspecto siniestro cuando intentaba salir de forma sigilosa de
una casa cuya distribución aún no conocía bien. Aquello me sobresaltó.
Pero no quise aparecer en ese pasillo para evitar tener que dar unas
explicaciones para las cuales no estaba preparada en ese instante.
Simplemente, me levanté de una cama aún hecha, me quité el vestido, que
puse sobre la alfombra, y me metí debajo de las sábanas para arroparme
hasta la cabeza.
Tras rememorar aquello, y ya con una oscuridad aceptable, continué
durmiendo un rato más hasta que me desperté a eso de las once, momento
en que me desplacé envuelta en una toalla en dirección al baño. Una vez
hube salido de una ducha que me devolvía a la realidad, me vestí con las
prendas oscuras que me caracterizaban desde hacía dos años para echar a
lavar aquel vestido que aún yacía sobre mi alfombra.
Estaba desayunando cuando Laura entró en la cocina con cara de
sueño.
—Interesante fantasma el que salía de tu habitación de madrugada —
afirmó.
—¿Qué? —intenté hacerme la despistada.
—Buen culo.
—¿Buen…? —Y salió de la cocina sin que yo pudiera concluir aquella
frase.
La verdad es que nunca me había fijado en el trasero de Rafa, así que
esa pregunta inconclusa pretendía ser más bien una solicitud de
confirmación. ¿En serio Zurbano tenía buen culo? No estaba para hacer esa
clase de dilucidaciones, y menos, cuando sólo faltaban unos minutos para
hablar con mis padres.
Unas horas más tarde, y tras una mañana poco productiva a nivel de
estudio, seguida de una sobremesa más bien aburrida, me puse el abrigo con
el fin de salir de casa para encontrarme con Rafa. Cogí la bolsa con las
gominolas que nos quedaron de la noche anterior para metérmela en el
bolsillo, y fue entonces cuando me di cuenta de que allí dentro tenía dos
monedas, una de quinientas pesetas y otra de veinte duros, las mismas que
le había entregado a Zurbano para pagarle el cine. Sonreí mientras intentaba
averiguar en qué momento de la noche me las había puesto ahí, y al fin
supuse que cuando fui al baño en el restaurante donde cenamos. Las cogí
para devolverlas al monedero, sabía que él no me las aceptaría.
Llegué a la puerta del intercambiador a las seis y tres minutos, justo en
el momento en que salía Rafa.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me saludó.
Iba vestido con una camiseta negra, un pantalón vaquero, deportivas y
su característica cazadora vaquera.
—Hola, Zurbano.
Nos dimos dos besos, como si fuéramos dos conocidos que jamás se
hubiesen echado una siesta de cinco horas y media, abrazados.
Definitivamente, la carroza se había convertido en calabaza y yo
comenzaba a cuestionarme si alguna vez existió o lo hizo sólo en mi
imaginación. Lo que no me planteaba en ese instante, es que quizás nuestro
comportamiento frío con el otro no era más que una manera de demostrar
que cada uno se había vuelto a poner su disfraz por miedo a exponer
demasiado lo que había debajo, esa alma tan llena de cicatrices.
—¿Vamos a Ibiza, entonces? —me preguntó aquello sin ni siquiera
manifestar su preocupación por cómo había dormido o qué tal me había ido
la mañana, como había sucedido otras veces.
—Vamos.
No volvimos a hablar hasta que estuvimos montados en el vagón del
tren de la línea tres, en esa ocasión había sitios libres y nos sentamos uno al
lado del otro. Yo le miraba y él me correspondía con su mirada.
—¿Qué tal llegaste ayer a casa? Bueno, esta mañana —le cuestioné
para romper el hielo.
—Bien, bien.
Silencio. Y ante su ausencia de palabras recosté la espalda en el
asiento con la vista al frente, intentando mirar a través de la ventana un
túnel oscuro imposible de percibir debido al reflejo de las luces que
iluminaban el vagón. Me sentía un poco defraudada, fría. No entendía cómo
después de una tarde y una noche tan especial como la que habíamos vivido
el día anterior, podía dirigirse a mí de aquella forma tan impersonal. Pero
¿acaso no estaba haciendo yo lo mismo con él? Me crucé de brazos.
—Casi me dio un infarto cuando me encontré con tu compañera de
piso esta mañana —me habló así, sin esperarlo.
—¿Con Laura? Sí, a mí me pasaba al principio. Tiene un aspecto
bastante inquietante, pero es maja.
Y otra vez silencio. Mirada al frente. Espalda apoyada en el respaldo.
Brazos cruzados.
—Mientras venía, estuve mirando un poco el plano este de Ibiza —me
comentó.
Imagino que se dio cuenta de que cuando él retrocedía un paso, yo lo
hacía tres, y aunque se esforzaba por parecer que lo que había pasado el día
anterior no le afectaba emocionalmente, no quería llegar a ese punto en el
que yo me evadiera, de la manera que tan bien se me daba, de aquella
realidad en la que sólo estábamos él y yo.
—¿Y qué tal? ¿Has encontrado algo? —le respondí mirándole, pero
sin descruzar los brazos.
—Bueno, sabes que la estación de Ibiza está en el centro de la calle del
mismo nombre en una especie de bulevar, ¿no? Pues en esta ocasión el
punto ese que parece un borrón, que también está en los planos anteriores,
aparece en uno de los lados de esa misma calle y más o menos a la misma
altura donde está la estación del metro.
—Ah.
Me observaba como esperando a que dijese algo más.
—Pues a ver qué nos encontramos cuando lleguemos, ¿no? —añadí.
El resto del viaje sucedió de la misma manera, con conversaciones
cortas, forzadas. Sin duda, aquel escudo que nos habíamos construido para
protegernos el uno del otro, parecía ser mucho más reforzado que
cualquiera que hubiéramos mostrado anteriormente. No mantuvo ningún
tipo de contacto físico conmigo hasta que estuvimos fuera del metro,
cuando me tocó el brazo para que me dirigiera junto a él hacia el lado de
aquella vía donde parecía estar el punto en el plano.
—Yo creo que es por aquí —aseguró mirando el mapa para observar
posteriormente el edificio que se encontraba en el lugar que parecía estar
marcado con un punto.
—¿Eso es una ese? —Señalé una especie de letra que aparecía en el
papel.
—Pues… Podría ser una ese o un cinco.
—Bueno, mira, el portal y la farmacia están en el número cinco de la
calle, así que lo que estamos buscando podría encontrarse en alguno de
estos dos sitios.
Levantó la mirada del plano para posar su vista sobre aquellos lugares
a los que yo me estaba refiriendo.
—Es verdad. Pero ¿qué es lo que estamos buscando exactamente? —
dudaba.
—Y yo qué sé. ¿Un romero?
Me observó con gesto de fastidio y después se aproximó hasta la
puerta del portal, yo le seguía. Deslicé mi mirada hacia su trasero, que se
marcaba bajo la tela de sus vaqueros. No parecía estar mal, pero necesitaba
verlo mejor, con más perspectiva. Él se dio media vuelta.
—¿Qué haces, Zuñi? —me preguntó al descubrirme con la cabeza
ladeada mirando a un punto cercano al centro de su cuerpo.
—¿Yo? Nada, ¿qué voy a hacer? Sólo te seguía —intenté justificarme
—. ¿Y si entramos a la farmacia y mientras uno pide algo, el otro mira por
el local, a ver si ve alguna pista? —continué.
Su cara reflejó entonces un gesto de estupor y me contempló durante
varios segundos sin hablar.
—Eso estaría muy bien, Yerbis, si la farmacia estuviese abierta —puso
énfasis en la última parte de la frase.
—A ver, es que desde esta diagonal no se ve bien.
—¿En serio? ¿No ves que hay un cierre delante de la puerta y del
escaparate y que la cruz no luce? O mejor, ¿no ves que hoy es fiesta y que
los sitios no abren?
—Oye, Zurbano, si me vas a estar poniendo pegas todo el rato…
Además, podría estar de guardia, yo qué sé.
—Pero, tía, ¿qué te pasa hoy? ¿Me estás vacilando?
—¿Que qué me pasa a mí? No, ¿qué te pasa a ti? —le devolví la
pregunta como solía hacer.
—¿A mí? ¿Por qué?
—No sé, mira a ver…
—¿Y qué es lo que tengo que mirar, Zuñi? Es que no te entiendo.
Resoplé. Y nada más hacerlo, la puerta del portal se abrió y uno de los
vecinos de ese bloque salió. Rafa se aproximó para impedir que se cerrara,
haciéndole saber así a ese hombre nuestra intención de entrar.
—Gracias —le dijo Zurbano a aquel señor, que le sujetó la puerta hasta
que él pudo agarrarla para abrirla y cederme el paso—. ¿Entramos? —me
preguntó a mí una vez que aquel hombre se había alejado unos metros.
Pasé al interior de ese lugar sin decirle nada. Rafa entró detrás de mí
para quedarse parado en el centro del portal, observando las paredes de
alrededor.
—Vale, ¿y qué tenemos que mirar aquí? —traté de averiguar.
—¿Acaso yo lo sé? —me contestó de manera borde.
—Bueno, ya está bien, ¿no? Para de tratarme así.
—¿Así? ¿Y cómo te estoy tratando, Lidia? Eres tú la que me haces
preguntas absurdas, lo único que puedes obtener son respuestas absurdas.
—¿Me estás llamando absurda?
—¿Puedes parar ya? ¿Otra vez me estás provocando porque tienes
ganas de discutir? Ya estás como el día de las fotocopias. Eres tú la que está
muy rara y por primera vez podrías decirme lo que se te está pasando por la
cabeza antes de esperar a que yo lo averigüe. No tengo una bola de cristal y
contigo me harían falta, no una, sino tres.
—No, si resulta que ahora soy yo la que está rara.
—Mucho. Desde que nos hemos visto hoy estás fría, distante, como si
no estuvieses aquí, o más bien como si no quisieses estar. Y si es así, sólo
tienes que decirlo, esto no es obligatorio.
Le miré fijamente mientras él observaba los buzones. Pero ¿cómo
podía decirme que era yo la que estaba fría y distante cuando era él quien se
comportaba conmigo de tal forma? Eso me enfadó aún más.
—¿Qué? ¿Que yo estoy fría y distante? Pero ¿cómo tienes el morro de
decirme eso cuando eres tú el que estás así conmigo? Y después de lo de
ayer…
—Ah, es por eso —dedujo.
Silencio.
—Es que lo de ayer fue muy raro, tía —continuó—, y no es que esté
distante, es que no quiero que te sientas incómoda por lo que pasó.
—Pues siento decirte que no te está funcionando —le copié aquella
frase que él me dijo unos días antes refiriéndose a mi supuesto intento de
pasar desapercibida al lado de Silvia.
—¿Estás incómoda? ¿Te arrepientes?
—Yo no he dicho eso… ¿Y tú?
Silencio.
—No te habrás quedado colgada después de eso, ¿no?
—¡No! Por Dios, Rafa, ¿qué dices?
Me miró muy serio, diría que un punto defraudado, quizás fui
demasiado efusiva con mi respuesta negativa.
—Tú… tampoco, ¿no? —le cuestioné al ver su gesto.
—¡No! Nada de eso, Yerbis.
Continuó revisando los buzones.
—Vale, pues entonces, ¿podrías dejar de estar así conmigo? Ayer sólo
querías agradarme y hoy casi ni me diriges la palabra —le pedí, pero él no
me hacía caso—. ¿Podrías, por lo menos, mirarme cuando te hablo? —
Seguía ignorándome—. ¡Rafa! —Le tiré de la solapa de su cazadora
vaquera para que se girara para verme.
—Rosmarino —me habló mirándome a los ojos.
—¿Qué?
—Era uno de los nombres por los que se conoce al romero según la
libreta, ¿no?
—Pues… sí. —Y después de afirmarlo, comprobé aquella información
que había transcrito en el cuaderno el día anterior tras sacarlo de mi
mochila.
—Mira —me dijo en tono de voz bajo, poniéndome delante de él
mientras señalaba el nombre escrito a bolígrafo que se leía en uno de los
buzones—. Antonio Jesús Rosmarino. Y fíjate en el número del piso.
—Es un dos rodeado de color rojo y con las pequeñas líneas arriba y
abajo —evidencié en un susurro—. ¿Tenemos el tercer dígito?
Asintió.
—Lo tenemos —confirmó sonriendo.
Y en ese momento dudamos de si darnos un abrazo para celebrar ese
pequeño logro, pero ninguno de los dos lo hizo. Simplemente, apuntamos el
número en el lugar de las copias de la libreta destinado a ello y salimos de
aquel portal en dirección a la parada del metro.
—Oye, ¿esto no ha sido demasiado fácil? —manifesté con sorpresa.
—Puede, pero a cambio, otros nos parecerán más difíciles y nos
llevarán más tiempo. Aún no hemos averiguado el dígito de la segunda
planta.
—Ya…
Dejamos de hablar durante unos segundos.
—Yerbis, ¿te has dado cuenta de que la otra vez que averiguamos la
pista clave también estábamos discutiendo?
—Es verdad. Pero yo creo que ha sido pura casualidad. Además, es
agotador, así que ¿podemos volver a la normalidad, por favor? Al menos, a
nuestra normalidad anormal, esa en la que fingimos que somos pareja
delante de los demás, pero en la que, en realidad, somos amigos sin derecho
a roce.
—¿Esa en la que bailamos en azoteas y nos echamos siestas?
—Sí, supongo —le contesté.
Y sonreí. Y él me sonrió. Simplemente. Sin abrazos. Sin caricias. Sin
susurros. Aunque puede que alguno de nosotros, o quizás los dos, lo
estuviera echando de menos.
—Oye, Zuñi, antes de que entráramos al portal, ¿me estabas mirando
el culo? —me preguntó cuando bajábamos las escaleras del metro.
—¿Qué? ¡Ya quisieras!
Y volvió a sonreír mientras nos disponíamos a pasar el tique del abono
por los tornos. Eran las ocho menos cinco.
—Por cierto, hoy me gustaría quedar con mis colegas, hace días que
no los veo y están preguntando por mí —me informó.
—Rafa, no tienes que darme explicaciones de nada. Queda con quien
tengas que quedar.
—Vale, es que me da cosa dejarte sola.
—Pero ¿por qué? No seas tonto. Haz tu vida normal, como antes. Yo
estoy bien. Además, creo que nos vendrá bien separarnos un poco.
—¿Quieres perderme de vista, Yerbis?
—Es que no te soporto, Zurbano. —Le regalé una sonrisa.
—Yo a ti tampoco, menos cuando estás dormida. —Y él me regaló
otra en respuesta.
Unos treinta minutos más tarde de conversaciones poco profundas,
pero algo más relajadas que las que mantuvimos a la ida, volvíamos a estar
en la estación de Moncloa.
—Bueno, pásalo bien con tus amigos —le decía justo cuando
aparecimos en el vestíbulo que dirigía, por un lado, hacia el andén de la
línea seis que le llevaría a Príncipe Pío, y por otro, a la salida.
—No, Yerbis, que te acompaño a casa.
—Que no, de verdad.
—Sí, que así me quedo tranquilo de que has llegado bien.
—Pero si es muy pronto.
Pero ninguna excusa me iba a hacer quitarle esa idea. Pocos minutos
después estábamos en mi portal.
—Venga, ten cuidado a la vuelta —le pedí.
—Sí, tranquila.
Y nos dimos dos besos muy descafeinados.
—Buenas noches, Rafa.
—Buenas noches, Yerbis.
Pero no se movía, seguía allí mirándome.
—Venga, que yo te vea entrar —me dijo.
—Por Dios, qué presión, ¿puedes irte ya?
—Encima de que me preocupo.
—Eres un plasta, Rafa.
—Y tú cuando te pones insoportable, pero aun así… no me arrepiento.
—¿De qué? ¿De ser un plasta?
—No, de lo de ayer.
Y me quedé unos segundos mirándole mientras sujetaba la puerta del
portal, hasta que reaccioné.
—Adiós, Zurbano.
—Dulces sueños, muñequita.
Y solté el portón para entrar rápido. Él estaba aún allí mientras yo
avanzaba por el interior, observándome a través del cristal. No quise
mirarle. No pude evitarlo.
21. Pero no quiero enfrentarla

Domingo, 3 de mayo de 1998

Necesitaba un respiro, evadirme durante un rato de los últimos


acontecimientos de mi vida, cosa que no había podido lograr durante
aquella noche. Mi almohada aún olía a él. Después de algunos sueños
impregnados con su perfume, me desperté a eso de las siete y media de la
mañana, y tras vestirme y desayunar, decidí irme a dar un paseo al rastro.
Deseaba perderme por esas calles que, cuando llegué, aún comenzaban a
llenarse de objetos curiosos, antiguos, en ocasiones, únicos. Objetos que te
transportaban a otros lugares, a otras épocas. Recorrí aquella zona y algunos
de sus puestos buscando algo especial para decorar una vida que había
perdido su brillo hacía algunos años y que en la actualidad luchaba por que
nadie apagara lo que le quedaba de él, aunque fuera a costa de ponerse un
disfraz que no le ajustaba muy bien al cuerpo.
Continué paseando por aquellos lares hasta que la multitud de
transeúntes comenzó a dificultar que mis pies pudieran pisar el asfalto al
ritmo de la música que amenizaba mis oídos. En ese instante, me fui a casa.
Cuando entraba por la puerta, a eso de las doce menos cuarto, Mariola me
abordó.
—Te ha llamado tu novio.
—¡¿Qué?! ¡¿Quién?! —exclamé.
—Pues… tu novio. Eso me ha dicho.
—Será el fantasma del culo bonito —apuntó Laura mientras salía de la
cocina para desplazarse hacia su habitación sin pararse a hacer más
observaciones.
Puse un gesto de extrañeza y negué con la cabeza ante el comentario
de Laura. Mariola no paraba de mirarme con una sonrisa, supongo que para
que le aportara algún tipo de información que calmara su curiosidad.
—Pues no sé, no tengo novio, así que ha debido de ser una broma —
afirmé.
—Bueno, bueno, yo sólo te digo lo que me ha dicho.
—Vale. —Y tras decir aquello me metí en mi habitación.
No sé qué querría Rafa, pero en ese instante no iba a invertir mi tiempo
en averiguarlo. Me despojé del abrigo y saqué unos apuntes de clase con la
intención de avanzar un poco con mis estudios, a los que no les había
prestado la atención que se merecían durante los últimos días. Así que, sin
más, me senté en el escritorio y comencé a leer muy centrada. Conseguí
avanzar un par de páginas hasta que el sonido que salía de la habitación de
al lado rompió esa concentración que a esas alturas me parecía casi mágica:
Hablemos de mi amor y de tu amor
De la primera vez que nos miramos…
—Pfffffff… ¿En serio? ¿Otra vez Raphael?
Intenté no atender a aquel sonido y centrarme en el folio que tenía
delante, pero no lo conseguía.
¿Qué nos importa? ¿Qué nos importa?
Aquella gente que mira la tierra y no ve más que tierra
¿Qué nos importa? ¿Qué nos importa?
Toda esa gente que viene y que va por el mundo sin ver… la realidad
—Vale, o sea, que esto es una conspiración del universo.
Dejé el portaminas de mala manera sobre el folio y busqué un papelito
ubicado en la cartera del abono transporte para salir instantes después a
paso rápido y mosqueada hacia el salón. No había nadie en ese momento.
Cogí el teléfono y marqué ese número. Un tono. Dos tonos. Tres tonos.
Cuatro tonos.
—¿Quién es? —contestó la voz desganada de un chico muy joven, yo
diría de un adolescente al que le acababa de cambiar la voz.
—Hola, ¿está Rafael?
—¿De parte de quién? —me preguntó sin mucho entusiasmo.
—Soy Lidia, una comp…
—¡Rafa! ¡Tu novia! —gritó separándose del aparato sin dejar que le
terminara de contestar.
—¿Qué? —respondí estupefacta sin que nadie pudiera escucharme.
A los pocos segundos se oyó otra voz, esta vez más familiar para mí.
—Hola, churri.
—Zurbano, por favor, ¿podrías dejar de llamarme así? Y, además, ¿qué
es eso de decirles a todos que soy tu novia?
—Pues ¿no es en lo que habíamos quedado? —Hizo una pausa—.
Echaba de menos escuchar tu voz.
—¿Puedes parar ya? Al final voy a colgar.
—No te enfades, churri. Espera. —Se separó del teléfono para dirigirse
a los integrantes de su familia que, supongo, le estaban escuchando hablar
—. ¿Es que no se puede tener un poquito de intimidad en esta casa? Venga,
largo de aquí los dos. ¡Fuera! —Escuché una risa adolescente de fondo—.
Jaime, te voy a dar para el pelo yo a ti. —Segundos después volvió a
ponerse al teléfono—. Ya está, Yerbis. Dime.
—Dime tú, que eres el que me ha llamado. O eso, o hay otro hombre
en el mundo que se piensa que es mi novio.
—No, tía, no me pongas los cuernos tan pronto.
—Pfffffff…
—Sí, te he llamado porque ayer no quedamos. ¿Qué tal has dormido?
¿Me has echado de menos?
—Yo duermo muy bien todos los días, gracias. ¿Y tú? Hoy habrás
dormido poco, ¿no?
—¿Qué te pasa? ¿Te has mosqueado porque ayer me fui con mis
colegas? Pero, entiéndelo, Yerbis, tenía que verlos para darles una
explicación de por qué ahora no salgo tanto con ellos, estaban preocupados
por mí.
—Esto es como hablar con la pared, tío. Ya te dije ayer que me da
igual con quién quedes. Pero, mira, déjalo, mejor nos vemos mañana en
clase, cuando se te haya pasado la tajada.
—Pero, tía, que yo no bebo. Nunca más de una copa de alcohol, ese es
mi lema. Estoy más fresco que una lechuga. Y, de hecho, hoy he dormido
más que ayer. No me cuelgues, Zuñi.
—Pues, venga, di lo que me tengas que decir, que tengo cosas que
hacer.
—No, que anoche nos fuimos sin quedar, ¿qué quieres hacer?
¿Seguimos con la siguiente planta? Ayer no se nos dio mal, ¿no?
—No sé, Rafa, es que tengo que estudiar. Con esto de la libreta voy
muy retrasada con los apuntes. Además, voy fatal con Microbiología
porque no entiendo muy bien las características de algunos tipos de
bacterias. Tenemos los exámenes en un mes y no sé cómo voy a hacer, me
estoy agobiando un poco.
—Vale, ¿quieres que te lo explique? Si quieres hoy podemos estudiar
en vez de ver lo de la libreta.
—¿Tú lo entiendes?
—Sí, más o menos.
—Vale, olvidaba que eres un chico sobresaliente, pero ya sabes que yo
soy más de aprobado.
—Menos en las asignaturas de plantas, donde te marcas matrículas de
honor.
—Sí, ya.
—Bueno, entonces, ¿qué quieres hacer? ¿Quedamos?
—No, Rafa, por favor, hoy necesito estudiar. Puede que saque buenas
notas con las asignaturas de plantas, pero para las demás necesito un poco
más de tiempo, al menos, para leerlo e intentar entenderlo antes de que
nadie me lo explique. Además, así tomamos un poco de distancia, llevamos
muchos días juntos. Han pasado muchas cosas y no quiero que acabemos
tirándonos los trastos a la cabeza.
Silencio al otro lado de la línea.
—¿Zurbano?
—Perdona, entonces, no quería molestarte. Mañana nos vemos, Lidia
—había cambiado su tono alegre y bromista por otro más serio y frío.
—Rafa, espera, ¿te has enfadado?
—No, me has pedido espacio y te lo estoy dando. ¿No es eso lo que
quieres?
Silencio en mi lado de la línea.
—¿Lidia?
—Sí, sí.
Le escuché respirar profundamente.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana, Rafa.
Pero él no colgaba. Yo tampoco.
—Va, cuelga tú —me dijo.
—¿En serio? Chao, Zurbano.
Y colgué.
Aquella tarde, por fin, tuve la oportunidad de aprovechar el tiempo
para recuperar todo el retraso de estudio que llevaba. No lo hice. Y lo único
en lo que podía pensar era en que sólo quería que él me explicara todo
aquello que no entendía. Pero no tenía el valor de pedírselo porque nada de
eso tenía que ver con las materias de nuestra carrera.
22. Llena de contradicciones

Lunes, 4 de mayo de 1998

Iba camino de clase, respirando tranquilidad antes de tener que


zambullirme en aquella patraña que Zurbano y yo habíamos creado para
proteger el secreto de la libreta. Cuando pasaba al lado del aparcamiento de
la facultad, me encontré con Vázquez cerrando su coche.
—Buenos días, Lidia —me saludó.
—Buenos días, Dani —le respondí mientras me quitaba los auriculares
y desconectaba el walkman para poner mi atención en él.
Iba vestido de arriba abajo con ropa nueva de marca, que no tendría
mucho más de un par de puestas, y oliendo a un agradable perfume
masculino que, seguramente, triplicaba el precio al de Zurbano.
—¿Qué tal el finde? —trató de averiguar clavando sus ojos claros en
los míos.
—Bien, ¿y el tuyo? —Le sonreí.
—Bien, tranquilo.
Caminamos unos pasos más en silencio, en mi caso porque no sabía
muy bien qué decirle, en el suyo, porque estaría pensando la mejor manera
de transmitirme lo que le rondaba por la mente.
—Así que Zurbano, ¿eh? No me lo esperaba, la verdad.
Era inevitable que me abordase con aquello.
—Sí… Pero ¿por qué os cuesta tanto creerlo?
—Es que… no sé, sois muy diferentes y nunca me ha parecido que os
gustaseis el uno al otro. Rafa es más de morenas, y así más… —Hizo un
gesto con las dos manos como si estuviese agarrando un par de naranjas
muy grandes—. Ya sabes… Y tú…
—Yo ¿qué? ¿No las tengo lo suficientemente grandes para él?
—¡No! O sea, que no me refiero a eso, Zuñi. Sólo que no me esperaba
que te gustase alguien como él.
—¿Y quién te esperabas que me gustase?
Me miró un instante en silencio.
—Alguien… diferente —detuvo su paso y yo lo hice a la par que él
para escucharle—. Alguien que pudiese darte todo lo que necesitas. Alguien
dulce y cariñoso que te haga reír, que te trate como a una princesa, como tú
te mereces. —Me miraba con ojos tiernos y había suavizado su tono de voz,
como si él quisiese ser ese alguien del que me hablaba.
Y durante unos segundos me sentí triste. Si la noche de la fiesta, me
hubiera encontrado con él, en lugar de con Rafa, para decirme aquello
mismo, refiriéndose a Fran, yo hubiera firmado un pacto para ser su
compañera de vida y la relación que mantendríamos en ese instante no sería
una farsa. Cuando le escuchaba, me daba la sensación de que quizás él
fuese el chico (o uno de los chicos) que Zurbano me había asegurado que se
había fijado en mí. Y seguramente, se estaría preguntando qué es lo que
había pasado para que, de repente, su amigo, el quinqui de Móstoles, aquel
que ponía de manifiesto que le gustaban las morenas de pechos grandes,
posiblemente de una forma no demasiado delicada, se hubiese llevado de
premio a la chica que él se había imaginado varias veces de copiloto en su
flamante coche.
—¿Y qué te hace creer que él no puede? —le pregunté, en vez de lo
que pensaba hacer el viernes por la noche—. Es que, escuchando la manera
en la que hablas de Rafa, parece que no sea tu amigo.
Retomé el paso para continuar avanzando hacia las escaleras de
entrada, porque si seguía observándole, podría darse cuenta de que su
mirada me cautivaba más que la de mi supuesto novio.
—No, no, perdona, sólo era una sensación. Y sí, Zurbano es mi amigo,
y yo me alegro por él y por vosotros, de verdad. —Intentó hacer una mueca
para sonreír que puso de manifiesto que lo que estaba diciendo no era
sincero, a la que yo correspondí con otra parecida.
Entrábamos al edificio cuando cambió de tema.
—Bueno, y el viernes de cumpleaños, ¿no?
—¿Cómo?
—Sí, como el cumpleaños de Pedro fue la semana pasada, el mío es el
jueves, el de Carmen es el sábado y el de Zurbano, el domingo, lo vamos a
celebrar juntos este viernes en el parque del Oeste, como el año pasado.
¿No te ha dicho nada Rafa? Bueno, pero si lo comentamos la semana
pasada cuando comimos todos juntos aquí.
—Sí, sí —le contesté intentando hacerme una composición de lugar,
tratando de rememorar el momento en que ese tema se había tratado en mi
presencia.
Pedro y Carmen eran unos compañeros del turno de tarde que no nos
habían acompañado en nuestro cambio de horario, y no recordaba haber
oído hablar últimamente ni de ellos, ni de ningún cumpleaños. Seguramente
porque mi mente estaría más ocupada en ese rato en solucionar otros temas
con mayor transcendencia que aquel.
Pocos minutos después, entrábamos en clase tratando otros asuntos de
índole más formativa y relacionada con nuestra carrera. Me resultaba
agradable hablar con Vázquez, me parecía un tipo bastante maduro y
seguro, pese a su pasado rebelde y a que, tal y como decía Rafa, parecía
tener todo en la vida.
Unos instantes más tarde, entró Juanan medio adormilado, como
acostumbraba, para saludar brevemente y sentarse al lado de Dani, con
quien yo seguía conversando ubicada en su diagonal, una fila más atrás. A
continuación, apareció Zurbano para quedarse parado en el pasillo junto a
mí.
—Buenos días, churri.
Le miré. A diferencia de su amigo, iba con aquellos pantalones de
marca demasiado desgastados de tanto uso y una camiseta de otra
temporada, que cubría con su característica cazadora vaquera. Entonces me
percaté de que tenía que levantarme para saludarle como un novio se
merecía, delante de la mirada de aquel chico que despertaba cierto interés
en mí. Me puse de pie y me acerqué a él para darle un beso en los labios,
que quedó muy, pero que muy poco creíble. Tras aquello, él me abrazó
amorosamente hasta que aspiré el aroma de su Massimo Dutti mezclado con
suavizante y noté su nariz en mi cabeza tratando de obtener un poco de la
mía. Acercó sus labios a mi oreja hasta rozarla y me susurró sin que nadie
más pudiera escucharlo:
—Ayer te eché de menos, muñequita.
Y entonces, juro que no sé cómo pasó porque los fotogramas
intermedios se borraron de mi cabeza, pero, de repente, estábamos
dándonos un beso de esos que teníamos limitados por pacto. Cuando
separamos nuestros labios, Silvia nos miraba fijamente. Estaba de pie en el
pasillo observando nuestra manifestación de amor, esperando a que la
dejáramos paso para sentarse.
—¡Madre mía! ¡Qué pasión para ser lunes! —saludó ella.
—Mejor ponte aquí, Zea —le ofreció Vázquez señalando el sitio libre
que había junto al pasillo en su fila—. Y deja a estos que se sienten juntos,
que parece que tienen muchas ganas de sobarse.
Ella se pasó a la fila de delante y yo me aparté para dejar pasar a Rafa
permitiendo que se sentase a mi lado.
—Muy bien, Zurbano, muy creíble todo —le dije al oído.
—Pero si has sido tú —contestó él, siguiendo nuestra conversación en
voz baja.
—¿Yo?
—Bueno, ¿qué más da? ¿Qué tal ayer? ¿Pudiste estudiar? Por cierto,
me tienes que dar una foto tuya para llevarla en la cartera.
—¿Qué? ¿Y para qué quieres una foto mía en la cartera?
—Porque mis amigos quieren ver la cara de mi novia.
—¿También les has dicho a tus amigos que soy tu novia?
Entonces Silvia miró hacia atrás y nos sonrió. Nosotros la sonreímos
en respuesta y tras eso volvió a mirar hacia delante.
—Pues claro, tía, ¿qué querías que les dijera si, de repente, dejo de
salir con ellos? Esta es la coartada oficial por pacto, ¿no?
—Ya, pero ¿es necesario que todo el mundo lo sepa? Tu familia, mis
compañeras de piso…
En ese momento entró el profesor en clase.
—A ver, mi hermano sale de marcha por el mismo sitio que nosotros y
mis amigos no paraban de preguntarle. Y tu compañera, la siniestra, me vio
salir de madrugada de tu habitación. Yo qué sé, pensaba que lo daría por
hecho —aclaró.
Resoplé.
—Vale, vale —acepté—. ¿Tu hermano, el que sale de marcha contigo,
es el que me cogió el teléfono?
—No, ese era el pequeño.
—¿Y por qué lo sabía también?
—Porque mi hermano, el mediano, se lo dijo a todos en casa, Yerbis.
No veas el cachondeo que hay.
El profesor comenzó a hablar.
—Pues vaya plan —comenté antes de ponernos a tomar apuntes.
Cincuenta minutos después recogíamos para ir a la clase de la planta
baja.
—¿Cómo vamos a hacer luego, Yerbis? ¿O quieres seguir manteniendo
las distancias?
Le miré con cara de fastidio.
—¿Qué? ¿No es lo que me pediste ayer? —añadió.
—Si quieres, nos quedamos esta tarde en la biblioteca —propuse tras
unos instantes en silencio.
—Vamos bajando —nos informó Silvia mientras subía por las gradas
para salir de la clase.
—Vale —le respondí.
Cuando ella y los chicos se habían alejado lo suficiente, Zurbano me
continuó hablando a la vez que emprendíamos la marcha hacia nuestra
siguiente asignatura.
—He hecho una lista con todos los lugares asociados a las plantas.
—Ah, ¿y dónde están ubicadas las pistas de las siguientes? —le
pregunté mientras nos disponíamos a salir de la clase y él me cogía de la
mano.
—Luego te enseño el papel, pero, creo recordar que la cuarta era por
Lago, en la Casa de Campo, la quinta, en Norte…
—¿Norte?
—Sí, Príncipe Pío. Es que esa estación de metro antes se llamaba
Norte. La libreta será de antes de que le cambiaran el nombre, creo que eso
fue el año que entramos en la universidad, en 1995. Supongo que cuando tú
llegaste ya se llamaba así.
—¿Y la sexta y la séptima?
—La sexta, en Atocha otra vez, y la séptima, en la estación de metro
de Chamberí —afirmó.
—¿Chamberí?
—Sí, la estación fantasma de la línea uno.
—¿Hay una estación fantasma en la línea uno? —me sorprendí.
—Sí, entre las estaciones de Iglesia y Bilbao, ¿nunca la has visto?
—No, pero, ¿qué guay? ¿Se puede ver?
—Si pegas la cabeza al cristal durante el trayecto entre esas dos
estaciones y pones las manos a los lados para evitar el reflejo de la luz, se
puede ver.
—¿Y por qué la cerraron?
—Creo que en los años sesenta tuvieron que alargar los andenes para
que cupieran trenes más largos y no se pudo o no interesó mantenerla
abierta porque estaba demasiado cerca de las estaciones aledañas.
Le miraba embelesada escuchando aquella historia cuando estábamos
llegando a la entrada de la otra clase.
—Lo que no entiendo muy bien —dijo bajando el tono de voz en los
últimos metros que nos quedaban para encontrarnos con nuestros amigos,
que esperaban a la entrada de la siguiente clase—, es por qué aparece la
estación de metro de Ciudad Universitaria que, por lo que he podido
averiguar, se abrió a finales de los años ochenta, y también la estación de
Chamberí, si la cerraron por los años sesenta. Las dos nunca coincidieron
en el tiempo.
—No tiene ningún sentido.
Y, aprovechando que nuestras caras estaban tan cerca, me dio otro
beso, esta vez de los permitidos sin limitaciones, justo antes de volver a
saludar a nuestros amigos. Después, me rodeo con el brazo por la cintura
hasta posar la mano en un lateral de mi trasero.
—Bueno, separaos un poquito, ¿no? —nos hablaba Silvia.
—El otro día, que si no me creo que estéis juntos, y hoy, que si os
separéis. A ver si nos ponemos un poco de acuerdo, Zea —le contestó Rafa.
—Ni tanto, ni tan calvo —se defendía ella.
Abrieron la puerta para que entráramos a la clase.
—Zurbano —le susurré—, ¿podrías dejar de tocarme el culo? Córtate
un cacho, tío.
Me miró ofendido antes de soltarme y quedarse parado para que yo
pasara delante de él al aula.
Me senté junto a Silvia y él, al lado de los chicos en la fila de detrás.
—¿Qué tal el finde? —indagaba ella.
—Bien, bien —respondí.
—Ya veo, ya. —Y me miró con una sonrisa pícara—. A ver si me
cuentas cosas, que me tienes desinformada.
—¿Hoy te quedas en la biblioteca?
—No, hoy no. Este finde no he hecho nada y como tampoco he estado
en casa, prefiero volverme antes, a ver si avanzo. ¿Y tú?
—Ya veremos, igual luego me quedo con Zurbano.
—¿Aún le llamas Zurbano?
—Bueno, con Rafa. Es la costumbre, tú me entiendes.
Ella posó sus ojos en la fila de detrás.
—Te está echando de menos, mira —decía.
Entonces no me quedó más remedio que girarme y allí me encontré
con los ojos de Rafa y también con los de Vázquez, mirándome fijamente.
No supe a cuál de los dos sonreír primero.
Por suerte, la clase comenzó y tuve la excusa perfecta para no despegar
la vista del papel que tenía delante.
Cuando terminó aquella asignatura, salimos de manera ordenada.
Silvia se adelantó y Rafa recogía sus cosas, quedándose un poco rezagado
para esperarme. Me paré a su lado y él me miraba a la vez que se ponía la
mochila sobre los hombros. Cuando acabó, se quedó enfrente de mí cruzado
de brazos mientras el resto de compañeros salían del aula, ajenos a nuestro
comportamiento.
—¿Qué pasa? —le pregunté al ver que no se movía.
—No sé, dímelo tú. No vaya a ser que ponga una mano donde no deba.
—Es que creo que tampoco es necesario excederse, ¿no? Ni estar
dándose besos todo el rato. Que hasta Silvia ha dicho que a ver si nos
separamos un poco.
—¿Excederse? Intento ser natural, tía, pero es que contigo estoy más
cortao que la farlopa de Chueca. Que ya no sé cómo actuar. Que, si te cojo
de la cintura, es normal que la mano te caiga un poco en la cacha, vamos,
digo yo, igual es que soy raro por rozarle un poco el culo a mi novia. Pero
que, si quieres, vamos de la manita todo el tiempo como los adolescentes.
Ah, y te agradecería si también me puedes decir la posología de besos que
nos podemos dar al día.
—¿La posología?
—¿No estamos en farmacia?
Resoplé y le agarré del brazo, tirando de él gradas arriba para salir de
la clase.
—Va, venga, Rafa no lo pongas difícil, es que yo tampoco sé cómo
actuar.
—¿Que yo lo pongo difícil? No me hagas reír, Yerbis.
Me cogió de la mano y salimos del aula para ir hacia la siguiente clase.
—¿Así te gusta? ¿O me estoy excediendo? —me consultó
mostrándome la mano con la que me tenía agarrada, sin soltarme, mientras
avanzábamos.
Le observé en silencio sin decir nada. Después se paró en seco y se
acercó aún más a mí.
—Pero vamos, que no te entiendo —continuó—. Esta mañana me das
un morreo que flipas y ahora…
—Has sido tú.
—¿Tú crees? —Me acarició la cara mientras sonreía de manera
forzada, como si siguiese actuando para el resto—. Vamos, anda —
concluyó para retomar el paso agarrados de la mano.
—Oye, no hemos dicho qué vamos a hacer luego —evidencié
cambiando de tema.
—¿Quieres que comamos por aquí, por ejemplo, en Odontología, para
que estemos un poco más tranquilos, y luego venimos a revisar los libros?
—Me parece bien, pero deberíamos coger sitio antes en la biblioteca
porque ahora se llena enseguida.
Asintió cuando ya estábamos llegando a la puerta del aula. Entonces
me soltó y no volvió a agarrarme más hasta que concluyó aquella jornada.
Tras la última clase y después de despedir a nuestros compañeros, nos
fuimos a comer según nuestro plan. Durante aquella comida me mostró la
lista de los lugares asociados con las plantas y estuvimos repasando otra vez
el texto del tomillo para ver si encontrábamos una pista adicional. No lo
logramos, así que más tarde nos encontrábamos en la sección de
Farmacognosia de la biblioteca con los libros que nos interesaban delante,
mientras Rafa sostenía en sus manos una copia de la libreta y yo en las
mías, el cuaderno con las notas. Ya habíamos vuelto a hojear aquellos textos
sin ver nada nuevo y estábamos frustrados por no dar con la clave adecuada
para encontrar lo que buscábamos.
—Igual es que tenemos que discutir para averiguar lo que no vemos,
como las otras veces —susurraba él.
—Y luego soy yo a la que le gusta discutir…
—Tú eres la que siempre empieza.
—No voy a discutir, Zurbano, es que me agotas.
Cogí uno de los tomos al azar para volver a revisarlo.
—Si fuera Danny Boy no me dirías nada —afirmó.
Yo seguía sin contestarle.
—Seguro que no hubiera habido pacto y no pararías de sobarle todo el
rato —continuaba.
Giré la cabeza para echarle una mirada de reproche, pero no abrí la
boca.
—¿Quién sería él en tu película, Yerbis? Seguro que el héroe guapo
que viene a salvarte del poli chungo. He visto como le miras, que ya podías
disimular un poco, también te digo.
Quizás estaba comentando aquello para provocarme, pero si algo tenía
claro es que no quería hablar de ese tema.
—Cállate, Zurbano. Ya te dije que no me gusta —le respondí antes de
cerrar el libro que estaba oteando para comenzar a pasear mis ojos por la
estantería de aquella sección, mirando otros títulos.
—Que no, dice. Te lo comes con los ojos.
—Cállate.
—Si hubiera sido Vázquez en vez de yo, ayer no hubieras pasado de
quedar, te hubieras puesto el traje de princesita y en lugar de una siesta
hubieras echado un polvo con él en los asientos de cuero de su coche.
—Cállate. Cállate. ¡Cállate! —Y en ese último cállate elevé la voz
más de lo deseable.
—¡Sssssshhhhh! —se escuchó de fondo.
Sumida en mi indignación, cogí un libro que se titulaba El tomillo, el
cual llevaba observando un rato, y lo apreté entre mis manos.
—Ese no está en la bibliografía —evidenció Rafa.
—¡Olvídame, quinqui de mierda! —grité en susurros.
Lancé el libro encima de la estantería y salí de la biblioteca enfurecida.
Me faltaba el aire, me sobraban las lágrimas. Bajé corriendo por las
escaleras hasta salir a la calle y caminé unos metros hacia la izquierda sin
rumbo fijo. Intenté respirar de manera profunda para tranquilizarme. ¿Cómo
podía haber confiado en ese ser tan despreciable? Empezaba a comprender
a Vázquez cuando me daba a entender que merecía a alguien mejor. Pero
¿acaso lo que había vivido con Rafa era mentira? Lo de no dejarme sola,
ese baile en la azotea, nuestras siestas, los abrazos, los susurros, las
caricias… Las ideas se me amontonaban en la mente y yo no podía
comprender nada de nada. Sólo quería irme de allí, aunque antes tenía que
calmarme para subir a por mis cosas. Decidí seguir andando hasta doblar la
esquina del edificio, pero no pude hacerlo sola, alguien me tocó el hombro.
Aparté su tacto de mí con una mano, mientras en la otra aún sostenía el
cuaderno de las notas, sin girarme para ver quién se ubicaba a mi espalda,
lo sabía de sobra.
—Lidia, por favor.
—No me toques. No me sigas.
—Lidia, yo no quería…
—¡Déjame en paz! ¿En qué idioma tengo que decírtelo? ¿En quinqui?
¡Que te abras! ¡Que te pires! —le hablaba sin girarme hacia él.
—Por favor, muñequita.
—¡Que no me llames así! —Me di media vuelta para verle—. Tu
amigo tenía razón cuando me ha dicho esta mañana que yo merecía a
alguien mejor que me dé lo que necesito y que me trate como una princesa
y no un tío al que sólo le interesan las mujeres por sus tetas grandes, ah, y
mejor si son morenas, claro.
Suspiró.
—¿Eso te ha dicho Vázquez? Y, claro, tú te lo has creído a pies
juntillas cuando te ha mirado con sus ojos claros, su sonrisa perfecta. Pero
¿te has parado a pensar cómo me siento yo? Por favor, ponte un momento
en mi lugar.
Yo le miraba de manera desconfiada, cruzada de brazos. Él sujetaba la
copia de la libreta en su mano, al igual que yo, había salido rápidamente de
la biblioteca con lo puesto.
—Imagina que hoy llegas a clase y me ves hablando con tu amiga Zea
—continuó—, que está toda buena, que tiene una vida perfecta, una cara
bonita. Y estamos los dos de risitas, de buen rollo, de miraditas. Y que paso
un poco de ti porque no quiero estar fingiendo una relación que no me
interesa y que me corta de estar con ella, es más, que no quiero ni que me
toques un pelo. Imagina que ella me ha dicho que merezco a alguien mejor
que tú, alguien que me dé lo que yo necesito, alguien como ella porque,
claro, tú, que eres una muerta de hambre a su lado, no puedes. ¿Cómo te
sentirías?
—Ya, pero no puedes comparar porque en este caso puede que esa
persona, tu amigo, sea el chico que se había fijado en mí antes, según me
dijiste un día, y que, de repente, tú te hayas metido en medio de manera
desleal. Un amigo no le quita a otro la chica que le gusta. Es normal que
intente hacer algo, ¿no?
—¿Esa es la película que te has montado en tu mente, Yerbis? ¿Y has
llamado ya a los de Disney para que empiecen el rodaje? —Contuvo una
risa irónica—. Mira, yo no voy por ahí contando lo que hablamos entre los
amigos, pero este tío me tiene ya hasta los huevos. Cuando te hablaba el
otro día de que alguien se había fijado en ti, no me refería a Vázquez. De
hecho, mira, ese día, que fue a principios del curso pasado, aparte de él y
yo, estaban Juanan, Zurbarán y Pedro. Y no hablábamos de la chica que nos
gustaba, sino de las chicas de clase, de si tuviéramos que elegir a una, con
cuál nos quedaríamos. Y alguien dijo: Lidia, ese fue Zurbarán. Y cuando los
otros le preguntamos por qué, su frase exacta fue: «es que tiene esa cara tan
bonita, tan dulce, tío, que cuando te mira con esos ojos verdes te dan ganas
de llevártela al fin del mundo y quedarte allí a vivir con ella». Y a
continuación, tu amigo Vázquez, añadió: «y luego, ese culo que tiene, que
yo me la follaba por detrás varias veces, pero si tengo que elegir, prefiero a
Silvia, que, con esa delantera, me la follaba también por delante». Ese es tu
querido Dani, ese que viene todos los lunes fardando de a cuántas se ha
tirado el fin de semana en su coche, diciendo que el secreto es tratarlas
como si fueran princesas hasta que se la cuelas hasta dentro.
Yo seguía observándole sin hablar, con una lágrima rodándome por la
cara.
—Pero si no te crees lo que te digo, puedes ir a la puerta del
laboratorio de Química Farmacéutica hasta que salgan de prácticas, te llevas
a un lado a Juanan y le preguntas. Sabes que él te dice las verdades sin filtro
—concluyó.
—¿Y a quién elegiste tú?
—Yo no elegí a nadie, de aquella estaba con una chica y conté que no
me quedaría con ninguna de las de clase. Pero si hubiera tenido a alguna
candidata, alguien que me gustase de verdad, nunca lo hubiera dicho, soy
un tío discreto, ya te lo dije. No me gusta compartir esas cosas, no quiero
que nadie vuelva a robarme mis cromos. Por ejemplo, nadie sabe que te
llamo muñequita, eso es sólo mío.
—Ya, y tu fama de que te gustan las morenas de tetas gordas es ficticia
también, ¿no?
—Eso no lo voy a negar, pero nunca le he faltado el respeto a nadie, ni
he dicho nada desagradable, simplemente, ves a alguien así y lo comentas o
das un codazo al de al lado, somos tíos, Yerbis.
Le miré en silencio unos instantes.
—Me has hecho daño, Rafa, me has dado a entender que me lo hubiese
montado con Vázquez a la primera de cambio. Me has hecho sentir como si
fuera una fresca y ya te dije que soy selectiva. Es que, si hubiese querido
estar con él, ya lo hubiera hecho, ¿no?
—Pues perdóname, no lo pretendía. Es que me parece muy rastrero
que intente tirarte fichas cuando cree que estoy contigo, y tú pareces estar
tan a gusto con él, que eso me duele. Sólo quería cabrearte, y está claro que
he aprovechado una situación equivocada.
—Pero no entiendo cómo sigues siendo amigo de alguien así, me lo
acabas de pintar bastante repugnante.
—A ver, es que luego es un buen tío. Yo me hice amigo de Vázquez
porque en primero perdí la cartera y él me ayudó en todo. Me quedé sin
dinero, sin DNI, sin abono transporte, y no podía llamar a nadie, ni volver a
casa. Y él me acompañó a la comisaria, me invitó a comer y me prestó
dinero para que pudiera volver. Esas cosas no se olvidan. Aunque en otros
temas se le vaya un poco la pinza.
Nos quedamos un instante en silencio mirándonos.
—¿Te duele que yo esté a gusto con otro? —le pregunté.
—Pues… no lo sé, al menos con él, sí. No quiero que te hagan daño.
Tirité de frío. Me había dejado arriba el abrigo y soplaba viento fresco.
—Vamos dentro, Yerbis. A ver si te me vas a resfriar.
Subimos por las escaleras hasta la segunda planta, pero en lugar de
entrar a la biblioteca, me senté en el banco que había fuera. Él me
acompañó.
—Me siento tan tonta… —le dije.
—Pero ¿por qué?
—Por pensar que Vázquez era un tío decente y no un asqueroso
intentando camelar a toda la que se le pone por delante para… ¡Aggg, qué
asco, tío!
Él me miraba.
—Bueno, ese es su problema. Los que van de ese palo siempre acaban
solos. Es más, yo creo que la mitad de las cosas que cuenta son mentira, es
como el parchís, que se come una y cuenta veinte. Y, ¿sabes qué creo? Que
en el fondo él utiliza eso para esconder su lado más vulnerable y que puede
que lo que más anhele es alguien que le quiera tal y como es. Por eso se
pone ese escudo como justificación por si le rechazan, como tú esa ropa o
esas botas que llevas.
—O tú con tus motes, ¿no?
—Sí, puede… —dejó de hablar durante unos segundos—. Oye, Yerbis,
pero no vayas contando por ahí esto, a ver si me vas a dejar vendido ahora.
—¿Pero no has dicho que le podía preguntar a Juanan?
—Sí, por si tenías dudas y porque él es un tío discreto, pero tampoco
es para airearlo mucho, que son mis colegas, tía.
—No, tranquilo.
Suspiré y volví a mirar el cuaderno donde se mostraba la información
copiada del tomillo.
—No sé ya dónde mirar, estoy muy perdida con esta planta —cambié
de tema—. No nos habrá pasado como con la lavanda, que no lo habíamos
copiado bien, ¿no?
—Pues… yo creo que no. O sea, que sí que lo hemos copiado bien —
confirmó poniendo la fotocopia de la libreta que hablaba sobre el tomillo
delante.
Me acerqué a él para observar ese documento.
—Es que lo único que parece diferente es lo de la bibliografía —
afirmé y entonces leí en la letra del supuesto doctor Hernández la parte que
correspondía a esa sección—. Bibliografía de el tomillo. Oye, pero esto está
mal escrito, ¿no? ¿Cómo puede cometer esta falta un señor con la categoría
de doctor? Tendría que poner del tomillo, que es como yo lo copié, en lugar
de de el tomillo —deduje.
—Pues será muy doctor, pero esa se le ha colado —evidenció
comprobando aquella frase, tal y como aparecía en la libreta.
—¡O no! ¿Y si…? Ay, necesito ver una cosa.
Salí corriendo para entrar en la biblioteca. Rafa me siguió sin entender
nada. Volví a coger el libro que había dejado tirado de mala manera antes de
salir, aquel que se titulaba El tomillo, y pasé muy rápidamente las páginas
hasta llegar al final, donde se encontraba la bibliografía. Zurbano estaba
junto a mí observando como yo pasaba el dedo por todas las líneas que
componían aquel texto, utilizándolo como guía para revisarlo. De repente,
los dos nos miramos.
—¿Esto es…? —me preguntaba.
—¡Es! —confirmé sonriendo.
Un círculo rojo muy pequeño, casi imperceptible si se leía aquel
apartado sin mucho detalle, aparecía rodeando uno de los dígitos que había
entre los números que se mostraban en el texto que componía la bibliografía
de ese libro llamado El tomillo, el número cuatro. Y aún más imperceptibles
eran las pequeñas líneas que aparecían en la parte central superior e inferior
de ese redondel.
—Con razón decía que había que fijarse en los detalles. Mira qué
chorrada y resulta que era la clave, lo teníamos delante desde el principio:
Bibliografía de el tomillo. Claro, se refería a este libro. —Hizo una pausa y
sonrió—. Tengo la novia más lista del mundo —añadió continuando con
nuestra conversación en susurros—.
—Que no se hubiera percatado si no hubiera cogido este libro porque
su novio la había cabreado más de la cuenta.
—Hacemos buen equipo.
—Sí, pero sobre todo cuando discutimos y eso me preocupa, Rafa.
¿Vamos a tener que seguir tirándonos los trastos a la cabeza?
—Sólo cuatro veces más. Si, al menos, luego pudiéramos
reconciliarnos como hacen las parejas de verdad, igual merecía la pena,
¿no?
—¡Zurbano, tío!
—Sólo era una broma, ¿vale?
Meneé la cabeza.
—¿Lo copiamos? —propuse.
—Al lío, Yerbis.
Unos minutos más tarde habíamos recogido nuestras cosas y salíamos
de la biblioteca en dirección al metro.
—¿Qué quieres hacer ahora, Zuñi? Aún es pronto. ¿Avanzamos algo
más con la libreta? ¿Quieres que te explique lo de micro?
Miré el reloj, eran las cinco y diez.
—¿Quieres tomar algo? —le propuse—. Me apetece un Cola Cao y un
bollito.
Él sonrió.
—El bollito ya lo llevas al lado, aunque no me dejes ni rozarte, ya es
que ni de la mano.
Negué con la cabeza sonriendo.
—Es verdad, tía, ¿quién se va a creer que estamos saliendo? Y esto
está lleno de gente que podría conocernos. Pero yo no digo nada, que luego
te mosqueas —continuó.
Respiré profundamente.
—Vale. Ven, anda —le dije antes de pasarle el brazo alrededor de la
cintura, por debajo de su mochila.
Él me observó unos segundos y también negó con la cabeza antes de
pasarme su brazo por encima de los hombros.
—¡Qué efusividad, Yerbis! ¡Por favor, controla esta expresión de
afecto desmedido hacia tu hombre, que estamos en público! —exclamó
irónicamente.
Resoplé.
—Madre mía, lo que tengo que aguantar contigo. Venga, que te invito
a algo. —Bajé la mano un poco más de lo que él se esperaba.
—Ehhhh… ¿Me estás tocando el culo, Zuñi?
—¿Acaso tienes dudas? —Y le apreté en la cacha.
—Pero, tía…
—Era para que lo tuvieras más claro. Pero no te emociones, esta te la
debía de antes.
Volví a subir la mano a su cintura cuando bajábamos por las escaleras
al metro, tras confirmar las sospechas de Laura.
—Ah —añadí—. Y ahora, que ya estamos en paz, como se te ocurra
volver a tocarme el culo, te cruzo la cara. Queda claro, ¿no?
—Bueno, en paz, en paz… Que yo sólo te he rozado y tú te has
recreado, tía.
Yo le miraba con gesto serio.
—Como el agua, Yerbis —prosiguió.
Seguíamos bajando hacia el andén, camino de mi barrio, en busca de
alguna cafetería donde disfrutar de una merecida merienda.
Minutos más tarde, callejeábamos por Moncloa intentando hallar algún
establecimiento que nos llamara la atención. Al fin, encontramos una
pastelería cuyo olor a bollo recién hecho nos atrajo. Nos sentamos en una
mesa del local para debatir acerca del bollo con el que acompañar nuestra
bebida caliente.
—No sé si elegir un cruasán o una palmera, aunque todo tiene una
pinta…
—Para palmeras, las que hacen en El Horno de Santa María, una
pastelería de Príncipe Pío, sobre todo cuando te las dan calentitas… Un día
de estos te traeré una para desayunar.
—¿Calentitas? Mmmm…
Él me guiñó un ojo.
Poco después nos servían lo que habíamos pedido.
—Bueno, ya llevamos tres, vamos a por la cuarta. En nada ya iremos
por más de la mitad. No se nos está dando tan mal, ¿no? —comentó
refiriéndose a nuestros hallazgos relacionados con la libreta.
—La verdad es que no. Si quieres, mañana después de clase, comemos
y nos ponemos con la siguiente.
—Yo tengo un plan mejor.
—¿Mejor? —le pregunté mientras disolvía el polvo del Cola Cao en la
leche, tratando de deshacer los grumos.
—Sí. Después de comer, podemos ver lo de micro, lo estudiamos un
poco y luego nos ponemos con la planta, ¿te parece?
Me quedé unos segundos pensando.
—Vale.
—No quiero que luego te me agobies porque se acercan los exámenes
y lo hemos dejado de lado.
—Me parece fenomenal —opiné mientras le observaba sorprendida.
Aquella versión responsable de Rafa distaba bastante de la faceta bromista
que mostraba a diario. Pero, pensándolo bien, alguien cuya nota media era
un sobresaliente en una carrera como la nuestra, no podía hacerlo de otra
manera.
—Bueno, Yerbis, ¿qué pasa con mi foto? —me cuestionó mientras
cortaba un trozo del cruasán con tenedor y cuchillo.
—¿Tu foto?
—Sí, la que me tienes que dar para llevar en la cartera.
—¡Ah! Bueno, es que tengo que buscar alguna que esté un poco bien.
—¡Venga ya! Seguro que llevas alguna por ahí.
—Pues… no lo sé. —Pero sí lo sabía. En un bolsillo de la mochila
había metido hacía unos meses un sobrecito con varias fotos de carné para
irlas entregando junto a la ficha de todas las asignaturas y estaba segura de
que aún llevaba encima las que me habían sobrado.
—Es buen momento para mirarlo.
—Oye, y digo yo, que tú también me tendrás que dar una, ¿no? —Se
lo pedí para devolverle la pelota, más que nada—. Pero no me des la misma
que llevas en el DNI, que te falta al lado otra de perfil y el numerito debajo.
—Yo también te quiero, Zuñi.
Le sonreí de manera burlona y dejamos de hablar durante unos
momentos para degustar nuestra merienda. Ya había acabado de tomarse lo
suyo cuando cogió su mochila, la abrió y, tras rebuscar dentro de una funda
de plástico, puso un pequeño cuadrado sobre la mesa.
—Toma —me dijo mientras me entregaba una foto de tamaño carné.
Me quedé parada antes de cogerla y la miré atentamente. No era como
la del DNI. Tenía aquella sonrisa que le achinaba un poco los ojos,
haciéndole la mirada más traviesa, delante de un fondo azul que contrastaba
con su camiseta blanca.
—Qué moreno estás aquí —comenté.
—Es de después del verano. Estoy guapete, ¿eh, Yerbis?
Meneé la cabeza sonriendo.
—Bueno, y la mía, ¿qué? —me pidió.
—Vale, vale, déjame mirar a ver si llevo algo aquí.
Revisé el bolsillo de la mochila para rescatar aquel sobre blanco
olvidado allí desde el momento en que entregué en la facultad la última foto
requerida de ese cuatrimestre. Saqué una de las imágenes, la revisé unos
instantes y se la entregué. Él la miró con detenimiento. Primero sonrió y
después puso un gesto más serio sin quitarle ojo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—No, nada, nada. —Hizo una pausa—. ¿No tienes una con el pelo
largo?
—Pues no, pero si no te gusta, trae, y mejor me describes a tus amigos.
—Hice el ademán de quitársela, pero él lo impidió.
—Era una broma, muñequita. Estás muy guapa.
La miró durante unos segundos más y se la guardó en la cartera. Yo
hice lo mismo con la suya, metiéndola en mi monedero. Ya lo que me
faltaba, llevar una foto de Zurbano. ¿Qué sería lo siguiente? Estuvimos
unos momentos en silencio mientras me terminaba mi merienda.
—Así que este finde tenemos cumpleaños. No me acordaba. Porque lo
ha dicho Vázquez esta mañana, que si no… —cambié de tema.
—O sea, es el cumpleaños de tu churri este domingo, ¿y no te
acuerdas, tía? Pues sí que estamos bien. Yo, que pensaba: estará
preparándome un regalito especial.
—Especial es el lío en que me has metido con la libreta esta.
—Reconoce que te lo estás pasando bien, ¿eh? Di la verdad, Zuñi. Lo
que pasa es que quieres ir ahí de dura, pero en el fondo te mola.
—No, si para aburrirme no me da, la verdad. —Sonreí—. Oye, y
entonces, ¿qué es lo que vais a hacer con el cumpleaños? —proseguí.
—Pues nada, iremos a comprar unas cosas el viernes al mediodía, y
por la noche, nos juntaremos aquí en el parque del Oeste con nuestra panda
del turno de tarde. Calavera se traerá la guitarra para cantar odas a todos,
como el año pasado, ¿te acuerdas? Lo pasamos bien.
—Huy, ¿y me vas a cantar algo?
—¿Que cante yo? ¿Y qué quieres que te cante, Yerbis?
—Pero ¿tú no cantabas?
—Aba, en pasado.
—Va, tío, que soy tu novia. —De repente caí en la cuenta—. Madre
mía…, que ahora soy tu novia. O sea, que este año tendremos que hacer el
numerito de que estamos juntos delante de todos, ¿no?
—Efectiviwonder, Zuñi, así que tendremos que practicar un poco
antes, ¿no?
—¿Practicar? ¿El qué?
—Pues ¿qué va a ser? Es que con tus contrastes de: ahora te doy un
morreo, ahora no me toques y vamos a limitar los besos, pero luego te
magreo el culo, me tienes despistadísimo, tía. Tendremos que ensayar para
no levantar sospechas, ¿no?
—Es que esto es un poco complicado para mí, no sé cómo actuar —me
justificaba—. De todas formas, lo del morreo de esta mañana no ha sido
cosa mía.
—No, apenas…
Nos miramos unos instantes hasta que desvié mi vista de la suya para
pedirle la cuenta al camarero.
—Bueno, entonces, ¿cuántos besos nos podemos dar? —continuó.
—Yo qué sé, ¿cómo vamos a valorar eso?
—Pues de ninguna manera, Yerbis. Sé natural, es que estás midiendo
todo y no se puede, porque entonces es cuando queda falso y nadie se lo va
a creer. Pero, si quieres, practicamos, mira —acercó su silla a la mía—,
podemos hacernos algún cariñito. —Me apartó el flequillo de la cara y
empezó a acariciarme la mejilla, acercando su rostro al mío. Me miraba a
los ojos, después a los labios—. Cualquiera que nos esté observando estará
pensando que somos una pareja y que estoy a punto de besarte. No es tan
difícil, ¿no? —dijo en un susurro. Después se separó de mí—. ¿Quieres
probar tú?
Me quedé unos segundos en silencio. De repente, sentía calor en la
cara, en todo el cuerpo.
—Es que no sé si me va a salir, Rafa —le contesté, no me atrevía ni a
mirarle.
—Va, Zuñi, no sean tan tímida conmigo, los dos sabemos lo que es
esto, ¿no? Sólo tienes que hacerme alguna caricia, decirme alguna cosa en
voz baja, un cariño, mirarme como si te murieses de ganas por besarme.
Venga, prueba.
Respiré profundamente antes de acercarme a él. Le toqué la mejilla y
aproximé mi cara a la suya, pero no sabía qué decirle ni cómo acariciarle,
aquello era muy mecánico y yo no era capaz de generar movimientos
fluidos, ni realistas.
—Dime que te mueres por besarme, Zuñi —me susurraba.
—No sé… Yo…
—Inténtalo, al menos.
—Me muero por besarte…, Rafa…
—No me creo nada, tía —manifestó separándose de mí.
—Es que tú serás muy buen actor, pero yo no, ¿vale? —me defendí.
—No es eso. Mírate, estás hecha un flan, ¿por qué? —Me cogió de la
mano—. ¿Por qué estás tan rígida? ¿Te pongo nerviosa?
—Es esta situación, es que…
—Relájate, tienes que dejar de preocuparte por lo que van a pensar los
demás de ti —me interrumpió—. ¿Y qué más te da? Esta mañana me has
dado un beso de película, luego me has tocado el culo, y no te ha temblado
nada ninguna de las dos veces, ¿por qué estás ahora así? Respira hondo,
tranquila. Soy yo, Zuñi.
Quizás en eso residía el problema, en que era él y en que estábamos
intentando traspasar límites que no nos hubiéramos planteado en la vida de
no haber sido por esa situación.
—Déjate llevar —me susurró cogiéndome la mano y llevándola a su
mejilla—. No tengas miedo, confía en mí.
Y entonces, llegó aquella hora en la que el reloj parado comenzaba a
funcionar. Esa en la que se endulzaba su mirada de un millar de variaciones
de tonos castaños brillantes. Esa que le iluminaba con una luz especial sólo
existente en mi cabeza. Y como si ese reloj que comenzaba a tener cuerda
hiciese que yo también funcionase a la par que él, deslicé mi mano derecha
desde la mejilla hasta detrás de la oreja, acariciándole el pelo, mientras
ponía la otra mano en su carrillo contrario, dejándola resbalar hasta el
cuello. Después bajé la vista de sus ojos a sus labios para volver a subirla de
nuevo.
—Necesito que me beses, Rafa —le susurré y volví a mirarle los labios
a la vez que entrelazaba mis dedos con el pelo de su nuca.
—Lidia…
—No era así. Espera, sé que puedo —le interrumpí siguiendo el
diálogo en susurros. Y entonces volví a mirarle a los ojos—. Me muero por
besarte, Rafa.
Y nuestras cabezas comenzaron a juntarse hasta que el movimiento del
camarero dejando la cuenta sobre la mesa hizo que nos sobresaltáramos y
nos separáramos justo en el momento en que nuestros labios se rozaron.
—Gracias —me dirigí a ese empleado y me dispuse a sacar el
monedero de mi mochila para pagar aquella merienda intentando que me
bajaran las pulsaciones.
Zurbano le miraba cuando se volvía a ir hacia la barra. Yo respiraba de
manera profunda.
—¿Mejor ahora? —le pregunté a Rafa mientras dejaba las monedas
oportunas sobre el platillo con el tique.
—¿Eh? Sí, sí —me respondió.
Tras aquello, estuvimos unos momentos en silencio.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —le cuestioné.
—No sé, ¿salimos a que nos dé un poco el aire? —me planteó.
—Sí, sí, mejor.
Abandonamos el local para caminar durante unos momentos sin hacer
muchos comentarios y sin rumbo fijo, aquel acercamiento nos había dejado
totalmente desubicados. Finalmente, nuestros pasos nos llevaron de manera
automática a mi portal.
—Bueno, ¿y mañana cómo quedamos? Creo que si llegamos juntos a
clase nos ahorramos que nos inflen a preguntas y también el primer beso de
saludo, ¿no? —le planteé.
—Vale, quedamos en Moncloa, si quieres, ¿entre las nueve y diez y
nueve y cuarto? ¿En el último vagón? —me propuso.
—Perfecto.
Silencio.
—Lidia…
—¿Sí?
—No, nada, nada.
Silencio.
—Rafa…
—Dime.
—No, que…
—¿Qué?
—No, da igual —concluí.
Y nos quedamos mirando como dos tontos que no sabían qué decirse,
como dos actores que tienen que grabar una escena sin tener ni idea de lo
que está escrito en el guion.
—Vale, pues… —intentó decir.
—Hasta mañana, ¿no? —continué.
Nos acercamos para darnos dos besos.
—Hasta mañana, Lidia.
Aún nos miramos unos segundos más antes de que se diera media
vuelta para marcharse.
—Rafa…
Se giró para verme.
—¿Y si…? —intenté preguntarle.
—¿Qué? —me dijo acercándose a mí.
—¿Y si no hubiera venido el camarero?
Respiró profundamente.
—Supongo que hubiéramos seguido practicando.
—Pero ¿tú te lo estabas creyendo? Es que no me has comentado nada.
—Dímelo otra vez —me pidió.
—¿El qué?
—Eso de que te mueres por besarme.
—¿Ahora? Vale, pero espera que me concentre un poco…
Inspiré profundamente y me acerqué a él para acariciarle la cara, esta
vez con las dos manos, una en cada mejilla. Muy despacio, como a cámara
lenta, mientras clavaba mis ojos en los suyos buscando aquella mirada
dulce que parecía estar esperándome. Le acaricié el pelo y acerqué mis
labios a una de sus orejas.
—Rafa, es que me estoy muriendo por besarte —le susurré.
Noté su respiración antes de que cogiera mi mano derecha para llevarla
desde su mejilla hasta apoyarla en el lado izquierdo de su pecho. Separé mi
cabeza de la suya, él me miraba fijamente.
—¿Qué haces? —intenté averiguar siguiendo con mi susurro sin
entender nada.
—Responderte —me contestó en el mismo tono mientras su corazón
retumbaba con mucha intensidad y a toda velocidad debajo de mi palma.
Después tomó mi mano y la separó de su pecho para llevarla a sus
labios y besarla.
—Hasta mañana, muñequita.
Y se giró, esta vez para marcharse sin volver la vista atrás, mientras yo
me quedaba allí preguntándome por qué siempre me tenía que dejar
descolocada. Por qué yo también tenía el corazón con ganas de salírseme
del pecho, si aquello era una mera actuación. Por qué a partir de aquella
noche tendría que ver la imagen de su cara, que desde ese día llevaba en el
monedero, antes de irme a dormir. Y, como siempre, no sólo no hallé
respuestas, sino que las preguntas seguían multiplicándose
exponencialmente en mi mente.
23. La pelea es nuestra charla

Martes, 5 de mayo de 1998

A las nueve y doce minutos bajaba por las escaleras mecánicas al


andén de Moncloa de la línea seis, adelantando a la gente por la izquierda.
Allí me estaba esperando Rafa con una pequeña bolsa blanca de papel en la
mano.
—Buenos días, churri.
—Buenos días, Rafa.
—¿No me vas a dar un besito? Te he traído el desayuno.
Me acerqué para besarle brevemente en los labios y le sonreí.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Cierra los ojos.
—¿Cómo?
—Fíate de mí, cierra los ojos.
Le hice caso para sentir cómo mi nariz se calentaba con algo recién
hecho que olía a hojaldre almibarado. Entonces, abrí los ojos.
—Esto es… ¡una palmera recién hecha!
—Recién salida del horno para mi novia.
—Oh, ¡Dios, Rafa! ¡Ahora tengo ganas de besarte de verdad! —La
probé—. Mmmm…
—Pues no te cortes, churri, que todo el mundo se entere de que soy el
mejor novio del mundo. —Y bajó el tono de voz—. ¿O vamos a empezar a
dosificar besos ya desde por la mañana temprano?
—Cállate. —Le sonreí.
—Cállame.
Le di otro beso en los labios que me supo casi tan dulce como el
mordisco a la palmera.
—Mmmmm… ¡Está tan blandita! —exclamé justo cuando el tren
entraba al andén.
Él me sonreía como si yo fuera una niña pequeña haciendo monerías.
—¿No quieres? —le invité.
—Yo ya he desayunado —me respondió con su mirada dulce justo
antes de entrar en el vagón.
Cinco minutos más tarde, subíamos por uno de los tramos de las
escaleras mecánicas de la estación de Ciudad Universitaria. Yo seguía
comiéndome la palmera de frente a Rafa mientras él me observaba un
escalón por debajo con la sonrisa puesta. Me acarició la comisura de los
labios para quitarme un poco de azúcar.
—Si pones esta cara al comerte una palmera, cuando tengas un
orgasmo debes de ser un espectáculo. —Me sonrió de manera traviesa.
—¡Zurbano, tío! —Le di un manotazo—. No seas guarro.
Seguí disfrutando de aquel dulce y él siguió riéndose al ver mi gesto.
Cuando entramos por la puerta de la facultad, ya había terminado de
comerme mi bollo. Tiré el papel a la papelera y le agarré de la mano.
—Hola, parejita feliz —nos habló una voz femenina, la de Silvia.
—Buenos días —saludamos.
—¿Cómo estáis? Aunque, ya veo que muy bien.
—Bien, bien, ¿y tú? —le pregunté.
—Bien, aunque con ganas de que acaben ya las clases para tener un
poco más de tiempo para estudiar.
Y seguimos manteniendo una conversación de tipo universitario hasta
que llegamos al aula.
—Buenos días —nos dirigimos a Juanan y a Vázquez, que ya estaban
ocupando sus correspondientes asientos, tal y como hacían cada mañana.
—¿Os queréis sentar juntos? —nos cuestionó Silvia.
Rafa y yo nos miramos.
—Qué asco dais —afirmó sin dar tiempo a que la respondiésemos, y
puso sus cosas al lado de los dos chicos.
—¿Por? —indagué.
—Porque estáis tan enchochados…
Volvimos a mirarnos el uno al otro y sonreímos.
—Bueno, Zurbano, me conformo con que luego me la prestes un rato
para comer o tomar un café —le pidió a Rafa.
—A mí no tienes que decirme nada, eso háblalo con ella, ¿verdad,
churri?
—Sin problema, guapa —le dije yo.
Me senté con Rafa en la fila de detrás.
—Me parto, tío. No lo estamos haciendo tan mal para que esta diga
que estamos enchochados, ¿no? —le susurré.
—Lo que hace una palmera —rio.
—Oye, ¿y cómo hacemos? ¿Te importa que yo coma con Silvia y tú
con los chicos, que aún están de prácticas esta semana, y nos vemos luego?
Si no, esta no va a parar hasta que quede con ella, me imagino que quiere
que le cuente los detalles de nuestra bonita historia de amor.
—Me parece bien, después de comer quedamos y ya vemos dónde
seguimos luego con nuestros temas.
—Oye, y yo ¿qué le cuento a esta mujer?
—Pues yo qué sé, tía, di cosas lógicas. Que te conquisté con mi belleza
y simpatía, con mi caballerosidad, y que luego en la cama soy increíble.
—¿Perdona? ¿Eso son cosas lógicas? Tengo imaginación, pero no
tanta.
El profesor comenzó a dar su clase y ya no pudimos hacer más
comentarios hasta más avanzada la mañana.
Las siguientes asignaturas sucedieron de manera más tranquila que los
días anteriores, parecía que los chicos comenzaban a acostumbrarse a la
idea de que Zurbano y yo estuviéramos juntos. Al menos, ellos lo hicieron
antes que nosotros. Me costaba mucho forzar aquella relación con Rafa, y
más, delante del resto. No sabía cómo agarrarle, si tenía o no que hacerle
algún cariño o darle un beso. Si Zurbano se acercaba a mí más de lo normal,
me sentía incómoda, tratando de zafarme de su tacto a la menor
oportunidad, y él se daba cuenta, aunque trataba de disimular delante de los
demás. Cuando nos acercamos antes de separarnos para comer cada uno
con nuestros respectivos amigos, según habíamos acordado, se puso de
manifiesto la tensión que había entre nosotros.
—¿Qué pasa, tía? ¿Ya estamos otra vez? Que parezco un apestado —
musitó mientras los otros tres hablaban ajenos a nuestra conversación.
—Es que tampoco hace falta estar todo el rato tocándose, ¿no?
—¿Todo el rato tocándose? Pero si no me dejas ni respirarte encima,
sólo ir de la manita y poco más, y eso no es creíble.
—Pues mira Silvia, que dice que si estamos enchochados.
—Si, a primera hora cuando estabas cariñosa por lo de la palmera, si lo
sé, te traigo diez para que el efecto te hubiera durado toda la mañana.
—Pero ¿eres tonto?
—¿Bajamos ya? —me preguntaba Silvia alzando la voz a tres metros
de nosotros mientras Juanan y Vázquez seguían hablando junto a ella.
—Sí, sí, un segundo —respondí mientras intentaba sonreír. Después
me dirigí a Rafa—. Bueno, ¿cómo quedamos luego?
—Estaré en la biblioteca con los chicos hasta las cuatro.
—Vale.
Estaba muy enfadado, pero lo disimulaba muy bien delante del resto,
aunque no de mí. Dudé un segundo en cómo despedirme de él, pero sólo
uno. Un segundo en el que tuve miedo de que se marchase a casa, de que no
soportase más mis desdenes involuntarios y me dejase allí tirada. Un
segundo tras el cual le agarré del cuello y le besé en los labios. Un beso
permitido, pero intenso. Un beso de «espérame, por favor». Un beso de «no
te vayas sin mí». Pero no sé si él lo supo interpretar porque me agarró de la
cintura de manera descafeinada. Y, tras aquello, nos miramos unos
segundos más y nos fuimos a comer con nuestros acompañantes de manera
separada.
Aquella comida con Silvia sucedió de forma tranquila, aunque la parte
de preguntas en cuanto al inicio de mi relación romántica con Rafa fue
inevitable. Sin embargo, creo que lo salvé bien. Le comenté lo caballeroso
que había sido conmigo acompañándome a casa y lo dulce que era en
privado, a pesar de que en público mostrase aquel comportamiento
bromista. Y, al contrario de lo que había previsto, no me costó convencerla.
—Al principio no me lo creía, pero os veo muy bien. Sólo hay que
fijarse en cómo te mira —me comentaba.
—¿Y cómo me mira?
—Pues… no sé, pero nunca le había visto mirar así a nadie. Como si
no le importase nada más en el mundo.
—¿Sí?
—Que sí, tonta, está coladísimo. Pero no es el único, tú también le
miras de una manera… Y la cara que pones cuando hablas de él, que se te
cae la baba.
—¿A mí? ¡Qué dices! —Entonces me percaté de que aquella respuesta
encajaba mejor con la realidad que con el teatrillo de ser una pareja.
—Que sí, tía. Pero ¿qué tiene de malo? ¿No es tu novio?
—Sí, sí, es que aún no me acostumbro.
Habíamos terminado de comer y Silvia se iba a por un café mientras
yo la esperaba en la mesa. Un instante de soledad en el que me decía a mí
misma que tampoco lo había hecho tan mal delante de mi amiga, pero sí
delante de Rafa. No pude evitar sacar el monedero para ver su foto. Respiré
profundamente. No sabía qué hacer, no sabía cómo comportarme y no sabía
lo que él aguantaría en esa situación. Estaba jugándome mi relación real con
él por una falsa y aquello no tenía pinta de acabar muy bien. Silvia volvió a
aparecer con su café y me pilló mirando su foto.
—Y luego lo duda… Mira como le mira. A ver la foto —me pidió.
Se la mostré.
—Huy, pero aquí sale muy bien, está guapo.
—Sí, ¿no? —Y aquello se lo estaba preguntando en serio.
Ella se rio.
—Te voy a comprar un babero.
Tras esa comida, mi amiga se marchó a casa y yo subí a la biblioteca
para buscar a Rafa, pero no me hizo falta entrar. Cuando llegué al segundo
piso y me acerqué a la puerta de la misma, vi que él estaba junto a las
escaleras del fondo hablando con una chica que parecía algo mayor que
nosotros. Una chica morena muy guapa que se daba un aire a Marilia de
Ella Baila Sola y le miraba con cara sonriente y ojos dulces. Él también
sonreía con ella, demasiado, y se tocaban al hablar, también demasiado.
Pero ¿de verdad estaba allí ligando con otra? No lo podía creer. Empecé a
sentir cómo me hervía la sangre y tuve que acercarme más para ponerme a
su lado.
—¿Podemos hablar un momentito…, churri? —me dirigí a Rafa
interrumpiendo su conversación para agarrarle yo también del otro brazo.
Ella me miró, luego le miró a él y sonrió.
—Bueno, nos vemos, Rafa —se despidió antes de marcharse escaleras
abajo.
Yo le observaba fijamente, Zurbano me devolvía la mirada como si
nada.
—¿De verdad te pones aquí en medio a ligar, tío? Y anda que eres
discreto, que te la estabas comiendo con los ojos. Que si ji, ji, que si ja, ja.
¡Venga ya! Luego soy yo la que no se mete en el papel, pero resulta que me
doy media vuelta y me la das con otra. ¡Pero ¿de qué vas?! —le dije muy
enfadada. Mucho. Muchísimo. Y el hecho de que él se mostrara indiferente
aún me enfadaba más, según pasaban los segundos me sentía más llena de
rabia.
—¿En serio, Yerbis? ¿Ahora me vas a montar una escenita? Que no me
dejas ni rozarte cuando me hago pasar por tu novio, ¿y ahora te pones así?
No te entiendo, tía, no pones nada de tu parte y estoy ya un poco cansado de
tus tonterías. Es que eres la persona más fría del planeta.
—Oye, que para mí tampoco está siendo una fiesta, ¿eh? Tú tampoco
es que pongas mucho de tu parte y, encima, me siento atada a ti. Es que, si
fuéramos una pareja de verdad, al menos, podría romper contigo.
—¿Quieres romper conmigo? Quiero decir, ¿quieres que rompamos
con esto? Porque nada nos impide hacerlo. Nadie nos obliga a seguir con
ello —me planteó.
No supe qué decir. Le miré a los ojos y allí me quedé, atada también a
su mirada. No le aguantaba. No aguantaba esa situación. Pero, de alguna
manera, me parecía que era la única persona del mundo que me entendía en
esos instantes, la única que compartía conmigo aquello que tanto me
motivaba. Definitivamente, no quería perder lo que teníamos, pero no quise
decírselo abiertamente.
—¿Tú quieres romper conmigo? Con esto, quiero decir —lancé la
pelota a su tejado.
Rafa siempre tenía una respuesta para todo, pero en aquel momento
también se quedó en silencio. Y yo me sorprendí a mí misma pasándolo
peor de lo que podía haberme imaginado porque en mi cabeza sólo podía
ver la imagen de él bromeando con aquella chica y eso me escocía en el
alma. ¿De verdad estaba sintiendo eso? Noté que los ojos comenzaban a
humedecérseme y aunque quise disimular, creo que no lo conseguí del todo.
—Es mi vecina —habló al fin—, mi vecina de toda la vida. Está
haciendo el doctorado en el departamento de Farmacognosia y le estaba
preguntando para ver si podía sonsacarle algo de información, por si
conocía al tal doctor Hernández. Y, por cierto, tiene novio, uno de verdad.
—Yo no soy fría.
Me acarició la mejilla y después me besó en los labios, así, sin ningún
motivo, sin ninguna excusa. Estábamos solos en aquel rincón del pasillo.
—No te me pongas celosona, ya sabes que eres mi muñequita.
Y yo no supe qué responder a aquello porque aún estaba
conmocionada por lo que había pasado, por mi reacción, pero, sobre todo,
porque pensaba que, antes o después, él encontraría a otra muñequita, a una
morena de pelo largo más exuberante que la que tenía delante. Aunque no
me atrevía a decírselo porque aquello no era coherente con la relación que
manteníamos, con la de verdad.
—Puede, pero sabes que eso no va a ser para siempre —le respondí, en
lugar de todo lo que estaba pensando.
Yo tampoco sabía lo que estaba pasando por su cabeza, pero según
pronuncié aquellas palabras él cambió su gesto sonriente por otro más serio.
Hubiera dado cualquier cosa por saberlo.
—¿Quieres que nos vayamos? —me preguntó.
Asentí.
—Voy a coger las cosas y a despedirme de estos, espérame aquí,
¿vale? —me proponía según caminábamos hacia la biblioteca.
—Vale —le contesté antes de verle desaparecer detrás de la puerta.
Me senté dejándome caer en el banco de madera que había junto a la
entrada de aquella sala, mientras pensaba en lo que nos acababa de pasar.
Respiré profundamente. Sabía que toda aquella patraña que estábamos
construyendo, al final, me caería encima como una losa porque se sostenía
sobre unos muros de corcho que no aguantarían su peso. Me encontraba allí
con la mirada perdida cuando apareció Zurbano delante de mí.
—¿Estás bien? —intentó averiguar.
Le iba a contestar con la respuesta automática, esa que decía que sí,
esa que tan acostumbrados estamos a responder ante aquella pregunta. Esa
que nunca es sincera. Pero me había pillado con el pie cambiado y yo
comenzaba a no resistir tener que cargar con tantas mentiras sobre mis
hombros.
—La verdad es que no —manifesté.
Rafa se sentó a mi lado, dejando su mochila junto a él.
—¿Qué pasa, Lidia?
—Es que esto no va a salir bien, lo sé.
—Pero ¿por qué? Si ya llevamos casi la mitad.
—Pues por todo. Porque no paramos de enfadarnos, de discutir, porque
yo no sé hacer de novia falsa, porque no entiendo muchas cosas que nos
están pasando. Porque ni siquiera sé qué es lo que yo… —Y le miré, pero
no me atreví a terminar aquella frase.
—Ya. Yo tampoco comprendo muchas cosas, pero me da igual —
afirmó sin dejar muy claro a lo que se estaba refiriendo, aunque muy
probablemente fuera a lo mismo que yo, a nuestros sentimientos, a nuestras
emociones verdaderas enmarañadas dentro de aquella farsa.
—Tengo muchas razones para querer dejar esto porque siento que,
antes o después, nos llevará por delante a alguno de los dos, o quizás a
ambos.
—¿Quieres que lo dejemos?
—Dame una sola razón por la que no deberíamos hacerlo. Sólo una,
Rafa.
Y tras unos segundos interminables de silencio, me agarró de la mano
y me observó unos instantes.
—Porque ya no me imagino mi vida sin ello, ¿y tú? —me respondió.
Negué con la cabeza.
—Yo tampoco.
Respiró profundamente.
—Pues entonces no tenemos otra opción. Vamos a salir de aquí y
hacemos lo que habíamos dicho ayer, ¿te parece bien? —me propuso.
Asentí. Nos levantamos para continuar nuestro camino hacia el metro
cogidos de la mano.
—¿Dónde quieres que vayamos? —no me preguntó aquello hasta que
no estuvimos ya fuera de la facultad.
—¿Quieres venir a mi casa? Allí estaremos más tranquilos.
Lo pensó unos instantes antes de responder.
—Vale —concluyó al fin.
Seguimos andando en silencio.
—Oye, ¿y qué te ha dicho tu vecina? No habrás sido muy descarado
preguntando, ¿no? —le cuestioné tras pensar varias veces de qué manera
hacerlo.
—No, no. Le he dicho que mi novia quería cursar la asignatura de
Fitoterapia y que yo me estaba pensando hacerla, pero que no lo tenía muy
claro. Le he hablado del libro que te recomendó la doctora Camino y le he
preguntado si el tal doctor Hernández es bueno y que si también imparte la
asignatura.
—¿Le has hablado de mí?
—Sí, así que ha sido muy divertido cuando has aparecido toda celosa.
—Eh, que yo no he ido toda celosa. Bueno, un poco sí, pero estaba
interpretando el papel de novia.
—Ya, ya, pues has estado de Óscar, Yerbis.
—Bueno, ¿y qué te dijo del doctor Hernández?
—Pues que ya estaba jubilado, pero que había trabajado muchos años
con la doctora Camino. Y que ella tiene una doble especialidad porque hizo
el doctorado en Farmacognosia y también en Química Orgánica.
—Aaahhh, ahora cuadra todo. Por eso la libreta apareció en el
laboratorio del departamento de Química Orgánica y Farmacéutica, para
que ella la encontrara allí sin levantar sospechas de nadie del departamento
de Farmacognosia.
—Sí, supongo, pero ahora es cuando llega lo mejor, tía. Resulta que el
doctor Hernández fue profesor de la doctora Camino y, por lo visto, se
liaron. Pero él tenía mujer, hijos y todo, y los dejó por ella.
—Pero no me cuadra, Rafa. Si estaban juntos, ¿por qué la llama de
usted?
—Pues a lo mejor para despistar. O puede que estuvieran fingiendo
tener una relación, como nosotros, para tapar un secreto mucho más
importante sobre el que estaban investigando —dedujo.
—No lo creo, no va a dejar el hombre a su familia por eso. Yo me
inclino más por la opción de que al pasar tanto tiempo juntos, al final se
acabaron liando.
—¿Tú crees, Yerbis? Pero también podría ser que el hombre este
dejara a su familia porque estaban involucrados en un secreto que les ponía
en peligro y no quiso arriesgarse a que les alcanzara a sus allegados.
—Muy peliculero, Rafa, di que sí, tú, en tu salsa.
—Sí, sí, todo lo que quieras, pero aquí hay algo raro y tú y yo lo
vamos a averiguar.
Le sonreí negando con la cabeza para seguir bromeando sobre otros
temas ajenos a aquello que nos traíamos entre manos.
Minutos más tarde caminábamos por las calles de mi barrio. Ya no
hablábamos. Al menos, no lo hicimos hasta que estuvimos delante de la
puerta de mi portal.
—¿Estarán tus compañeras? —me preguntó.
—Pues no lo sé, pero a estas horas no lo creo.
Y poco después entrábamos en una vivienda silenciosa para acabar en
la habitación donde cuatro días antes dormíamos abrazados.
Nos quitamos los abrigos mientras él miraba aquella foto en la que yo
aparecía con el pelo largo.
—¿Nos ponemos? —le propuse.
—Sí, sí.
Y cuando él esclarecía mis dudas de Microbiología, por un momento,
me sentí como si fuera la doctora Camino atendiendo a las explicaciones de
su profesor, el doctor Hernández, totalmente obnubilada por su manera de
hablar, por su seguridad, por su sabiduría sobre aquella materia. Él me hacía
preguntas constantemente para asegurarse de que estaba entendiendo lo que
me estaba explicando y yo me sorprendí manejando aquella información
con una familiaridad que me pareció totalmente inusual.
—¿Lo entiendes mejor ahora?
—Sí, muchas gracias. —Le dediqué la sonrisa más grande del día
después de la de la palmera de la mañana.
Él me correspondió.
—¿Quieres que sigamos con esto o…? —me preguntó.
—No, ya lo tengo claro, vamos con la planta número cuatro.
Guardamos todo lo relacionado con aquella asignatura y saqué la copia
de la libreta junto con el cuaderno para repetir la misma escena del viernes
anterior. Encendí la radio, donde aún permanecía aquella emisora en la que
ponían música de los años ochenta, antes de entregarle la fotocopia del
documento en el que estábamos trabajando.
—Esta está en el metro Lago, en la Casa de Campo, ¿quieres que
vayamos mañana después de clase? —me planteaba leyendo el documento.
—Perfecto, podemos hacer como el otro día, ahora la copiamos y
mañana vamos, ya con la información clara.
—Muy bien, pues te dicto. Esta vez, todo literalmente, que no nos pase
lo de saltarnos el detalle clave como la vez anterior —aclaró.
—Soy toda oídos.
—Menta. De todas las especies del género Mentha, sin duda alguna es
la Mentha piperita la más importante de todas ellas, por su típica esencia
puesto que la de las otras especies no son iguales —continuó leyendo el
texto tal y como aparecía en la libreta, línea por línea, frase por frase.
Aquella vez tardamos un poco más que otras en copiar todo, unos
cuarenta y cinco minutos, tras los cuales mirábamos esa información
atentamente.
—Vale, ¿qué hay aquí de diferente? —le pregunté, sentándome sobre
la cama junto a él.
—Pues…, así, a simple vista, no veo nada. Ni en las líneas, ni ninguna
palabra mal escrita.
Estuve unos minutos mirando el papel, al principio leyendo, pero
instantes después sin hacer mucho caso al texto y fijándome más en él,
sintiendo su calor, su olor y preguntándome por qué me costaba tanto fingir
ser su novia delante del resto. Por qué me incomodaba que me tocase si en
el fondo lo que me apetecía en ese momento era todo lo contrario. ¿Pero
acaso yo sabía lo que quería de él?
—Entonces, ¿nada? —volví a hablar.
—No.
—Vale —acerqué mi cabeza a su hombro con la vista fija en el papel,
pero sin mirarlo realmente.
Él me olió el pelo, me besó en la cabeza y yo me puse nerviosa. Tenía
que vencer aquello.
—Rafa…
—¿Sí?
—Necesito hacer esto bien, pero no sé cómo. —Me separé un poco de
él.
—¿El qué?
—Lo de que parezca que seamos una pareja. Es que no nos ponemos
de acuerdo y luego discutimos y estamos de mal rollo y no es creíble y…
—¿Quieres hacerlo ahora? —dijo sin dejarme terminar mi frase.
Me quedé unos segundos pensando aquello.
—Vale —concluí.
Dejó la fotocopia de la libreta y el cuaderno en un lateral de la cama y
se giró para estar de frente a mí.
—Pero tienes que confiar en mí, no entiendo por qué te pones así cada
vez que te toco.
—No lo sé, es que no estoy acostumbrada.
—Pero ¿y con tu novio cómo lo hacías?
—Bueno, es que él no era mucho de manifestar su amor en público.
Me miraba en silencio esperando a que continuase hablando, pero
como no lo hice, intervino.
—A ver, si tú y yo somos pareja, se supone que hemos compartido
cosas, nos hemos visto desnudos…
—No pienso desnudarme delante de ti, Rafa —le interrumpí
levantándome de la cama cruzada de brazos.
—Yerbis, por favor, ¿me puedes dejar hablar? Ya estás a la defensiva,
como siempre. No me refería a eso, sino a que se supone que nos hemos
visto en situaciones muy íntimas y nos hemos tocado todo lo que nos
teníamos que tocar, así que lo que los demás esperan ver de nosotros es que
no nos cuesta tener contacto o besarnos en público porque es algo natural.
O, al menos, tendríamos que hacer que lo pareciera.
—Vale, ¿y cómo vamos a hacer eso sin que se note que no lo es y sin
que nos sintamos incómodos ninguno de los dos?
—Pues, quizás podríamos ensayar, practicar algunas maneras de
agarrarnos o de tocarnos para que nos sintamos familiarizados con ellas.
—¿Y por dónde empezamos?
—Estaría bien que pudiese agarrarte de la cintura sin que te escabullas
o me quites las manos, porque eso sólo lo haría una novia que quisiera
cortar con su novio y no estamos en ese punto, ¿no? Aún nos queda relación
por delante, al menos hasta que resolvamos las cuatro plantas que tenemos
pendientes.
—Sí, sí. Pero es que te pegas mucho a mí, o sea, algunas partes de tu
cuerpo que no quiero que… Cuando me agarras por detrás…
—Pues tendrás que acostumbrarte, Yerbis. Eso es algo natural en las
parejas, al menos en las relaciones que he vivido yo, no sé en las tuyas.
Además, puedes estar tranquila, yo nunca he tenido las mismas ideas que tu
amigo Vázquez…
—Recordarme eso no me ayuda.
—Vale —dijo con resignación. Podemos empezar por otra cosa. —Se
puso de pie—. Vamos a acercarnos primero de frente, ¿quieres? Como si
bailáramos una lenta.
Asentí.
—Ven.
Me hizo un gesto con la mano para que me acercase a él y, cuando lo
hice, puso mis manos detrás de su cuello y deslizó las suyas hasta mi
cintura. En la radio sonaba Talk Talk interpretando Such a shame. Aquella
canción no me resultaba muy apropiada para bailar una lenta, pero lo que
transmitía parecía muy acorde con la situación. Rafa me miraba a los ojos,
yo lo hice al principio para después mirarle a la barbilla.
—Ahora tenemos que juntarnos un poco más porque así es como
bailarían una lenta dos amigos y nosotros somos algo más, ¿vale? —me
indicó.
Asentí. Y según lo hice, el cruzó sus brazos por detrás de mi cintura,
apretándome contra él. Yo cruce los míos por detrás de su cuello hasta que
sus labios quedaron justo delante de mi frente.
—¿Estás incómoda, Zuñi?
—No mucho.
Me apretó aún más, estábamos muy juntos.
—¿Y ahora? —me susurraba.
—Pues… Me siento rara. —Intenté separar un poco de él las partes del
cuerpo que quedaban por debajo de mi ombligo.
—No puedes hacer eso, no puedes huir de mí, se supone que yo te
gusto, que deberías estar deseando estar conmigo. ¿Hubieras hecho lo
mismo si yo hubiese sido el Ken camarero?
—Rafa, por favor… ¿podrías no hablarme de ese tío?
Suspiró. Supongo que empezaba a perder la paciencia.
—Vale, ¿pero podrías hacer un esfuerzo, por favor? —me pidió.
Asentí. Y él volvió a apretarme contra él, bajando las manos un poco
desde mi cintura hasta mis caderas. Yo tenía la cabeza sobre su hombro
derecho y pegada a su cuello. Sentía su aroma, su torso contra el mío, pero,
sobre todo, cómo sus manos no dejaban que me separase de él.
—Estás muy cerca —le susurré.
—Tienes que acostumbrarte, para mí también es raro estar así contigo.
Tenemos que hacerlo juntos.
Suspiré.
—Pero a ti no te cuesta —le respondí.
—¿Tú crees? Porque no me lo estás poniendo nada fácil.
—Lo intento —me justifiqué.
—Pues vamos a ver si es verdad. Ahora voy a mover las manos, pero
no puedes separarte, ¿vale?
Subió ambas manos a mi cintura sin dejar de apretarme contra él. Yo
no pude evitarlo y me solté para alejarme de su cuerpo.
—No puedo, Rafa, es que no dejas de restregarte.
Me miró un par de segundos en los cuales su semblante pasó de ser
serio a ofendido, hasta terminar mostrándose enfadado.
—Adiós, Lidia.
Pasó por delante de mí para coger la cazadora y la mochila con mucha
energía, tanta, que sentí el aire que generó su movimiento en mi cara.
Después se dirigió hacia la puerta para salir de allí lo antes posible.
—¡Rafa!
No me contestó.
—Espera un momento —le solicité.
—¿Para qué? —Se dio media vuelta para hablarme—. Paso de estar
así, tía, ya no lo aguanto más. Tenías razón, es que esto no funciona. No sé
quién te has pensado que soy. ¿O quieres que me restriegue de verdad para
que veas la diferencia?
—¡No! ¡Claro que no! Sé cuál es la diferencia.
—No lo parece. Hasta mañana, Lidia.
Y se giró de nuevo para agarrar el pomo de la puerta.
—Rafael, por favor, no te vayas. Lo estoy intentando.
—Ah, ¿sí? Demuéstramelo porque yo no veo ninguna colaboración
por tu parte y, claro, luego parezco yo el salido —me hablaba sin volverse.
—¿Y cómo quieres que te lo demuestre?
—No dejes que me vaya —seguía dirigiéndose a mí de espaldas con el
pomo de la puerta bajo su mano.
—Por favor, quédate —le pedí.
—Pero tienes que hacerlo sin hablar.
—¿Y cómo quieres que…?
—No lo sé, eso es cosa tuya. Voy a contar del diez al cero, si después
de eso no lo has conseguido, saldré de aquí y no volveré nunca más.
Mañana le puedes contar a tu amiga que hemos cortado o lo que te dé la
gana. Y lo de la libreta…, pues ya veremos, lo dejamos o seguimos por
separado.
—Pero Rafa… ¿Hablas en serio?
—Diez… Nueve… Ocho…
Le agarré del brazo.
—Siete… Seis…
No sabía qué hacer y él seguía contando más deprisa que la velocidad
de crucero a la que yo podía pensar.
—Cinco… Cuatro…
Se me acababa el tiempo y no quería que se fuera, pero estaba
bloqueada y mi cabeza no paraba de dar vueltas en vano.
—Tres… Dos…
Y, entonces, una parte de mí, supongo que la inconsciente, decidió
actuar sin hacer caso al ruido mental.
—Uno… —Y paró de contar cuando sintió mis brazos rodeándole por
la cintura, mi pecho pegado a su espalda.
—Por favor, no te vayas —le susurré antes de abrazarle aún más
fuerte.
Respiró profundamente y soltó el pomo de la puerta.
—Yerbis, por favor, ¿podrías dejar de restregarme tus pechos por la
espalda?
—¡¿Qué?! —exclamé soltándole.
Él se giró para verme.
—¿No es lo que estabas haciendo? —me preguntó.
—¡No! ¡Claro que no! Pero ¿de qué vas? Sólo te abrazaba. ¿Cómo
puedes tener la mente tan retorcida?
—¿Yo? ¿O tú? Porque eso es, exactamente, lo que me has dicho antes,
¿o acaso no es igual en una dirección que en otra?
Me miraba muy fijamente con un gesto serio, pero con un toque de
satisfacción, ese que se tiene cuando sabes que has quedado por encima,
como él solía acostumbrar a hacer. No sabía cómo se las maravillaba para
salirse siempre con la suya, pero era un artista haciéndolo. Me crucé de
brazos.
—Entonces, ¿qué, Lidia? ¿Me voy o me quedo? ¿Seguimos o lo
dejamos aquí? ¿Qué quieres hacer?
Yo le observaba fijamente sin hablar.
—¿O ni siquiera sabes lo que quieres? —continuaba.
—¿Y tú?
—Yo, ya te lo he dicho antes, pero no pienso seguir en estas
condiciones. No voy a dejar que nadie me haga sentir otra vez como si fuera
una basura y tú has hecho que parezca un depravado.
—¿Yo te he hecho sentir así?
—¿Cómo te has sentido tú cuando te he dicho que pararas de
restregarte? ¿De verdad piensas que me estaba propasando? Porque casi no
me atrevía ni a respirar.
—Vale, vale. Lo siento. No pretendía que te sintieras así, y tampoco es
que te propasaras, sólo es que… cuando te acercas tanto me pones nerviosa
y no sé cómo actuar. Hace tanto que no estoy con nadie, que me cuesta
hasta acordarme y, encima, esto ni siquiera es de verdad.
Dejó sus cosas de nuevo sobre la cómoda y se acercó hasta mí.
—¿Te pongo nerviosa, Lidia? Pero ¿por qué? ¿Sientes algo por mí?
—No. Bueno, a veces. Es que no sé cómo explicártelo. Nunca me has
atraído, no eres mi tipo, a mí me gustan los chicos con los ojos claros y así
más… como mi exnovio.
—¿Y cómo era?
—Pues con el pelo castaño claro, los ojos azules, y muy guapo. Y así,
con los brazos fuertes porque tenía un trabajo muy físico.
—O sea, un Madelman guaperas de rasgos claros, y yo, al lado, soy el
quinqui moreno feo, ¿eso es lo que quieres decir?
—Yo no he dicho eso. Pero vamos, que a ti te gustan las morenas
guapas y pechugonas, y yo, al lado…, pues eso, que sólo soy la Cenicienta
rubia que te encontraste por casualidad porque soy la penúltima de la lista.
Y, sin embargo, ayer se te salía el corazón del pecho cuando te dije en
nuestra actuación de simular una pareja que me moría por besarte, ¿no?
—A ver, Yerbis, es que no soy de piedra.
—Ya, pues a mí me pasa lo mismo, pero es como una contradicción.
Por una parte, a veces también me aceleras el corazón, pero luego, por otra,
no me siento cómoda cuando estamos tan cerca, es como si estuviésemos
rozando una línea que no quiero pasar y que podría confundirnos, no sé. ¿Y
si en algún momento uno de nosotros se pilla del otro por pasar esa línea?
—Eso sería una putada, tía.
—¿Y cómo lo evitamos? Yo no quiero perder la relación que tenemos,
la de verdad —evidencié.
—Pues si lo tenemos tan claro, ya partimos de una buena base.
Además, hemos firmado un pacto que delimita muy bien qué línea es la que
no debemos pasar. Y para el resto, sólo tenemos que familiarizarnos con los
gestos, con los movimientos. Cuando empiezas a salir con alguien te
tiembla todo la primera vez que te toca, pero luego te acostumbras.
Nosotros tenemos que hacer eso, acostumbrarnos a tocarnos, una vez
superado eso, creo que será fácil. —Hizo una pausa—. Yo tampoco quiero
perder a mi muñequita.
—Vale, pero no sé ni por dónde empezar.
Se acercó hasta mí.
—Ven —me dijo, haciéndome una invitación con la mano para que yo
también me aproximara a él—. No tengas miedo, confía en mí —añadió al
ver mi gesto dudoso.
Me cogió la mano y la puso sobre su pecho.
—Cierra los ojos —me susurró—. Tienes que familiarizarte con mi
cuerpo. Piensa en los bailarines, ellos se tocan, pero sólo es su manera de
actuar. Conocen el cuerpo de su compañero, por dónde le tienen que sujetar
para apoyarse en él, para no dejarse caer mutuamente, y ello no implica que
tengan que sentir atracción el uno por el otro, sólo que están muy
compenetrados. Y nosotros tenemos que conseguir lo mismo.
Cerré los ojos y después empezó a pasar mi mano sobre su camiseta
por su torso, pecho, abdominales, hasta llegar a la cintura del pantalón,
donde se paró.
—Relájate, Lidia, relaja tu mano, déjate llevar. Tócame actuando,
como si esto fuera una película, como si yo fuera el hombre que más deseas
del mundo, eso es lo que tiene que parecer desde fuera —me pedía.
Pero no podía concentrarme.
—¿Y si no puedo? —le preguntaba.
—Sí que puedes, imagina que yo soy él.
Intenté pensar en mi exnovio, pero no funcionaba, después de nuestra
ruptura no tenía muchas ganas de volver a estar con él. Lo intenté con Fran,
pero me ocurría igual, tras su comportamiento del día de la fiesta sólo me
causaba rechazo. Luego me imaginé a Vázquez, pero sucedió lo mismo, me
parecía tan asqueroso lo que había dicho sobre mí, que se me habían
quitado las ganas de llegar más allá con él. Sentía la mano agarrotada, no
me apetecía tocar ninguno de esos cuerpos.
—Relájate, muñequita —me susurró—. Piensa que yo soy él.
Y fue exactamente lo que hice, pensar en él, en Rafa. Sentir que, tal y
como estaba sucediendo, era su cuerpo, y no el de ningún otro, el que estaba
tocando. Relajé la mano y apoyé también la otra sobre su pecho para
acariciarle, y desde ahí, continué el recorrido con las dos manos por el resto
de su torso. Después las llevé a su espalda, acercando mi cuerpo al suyo
para apoyar la cabeza en su pecho mientras le abrazaba, moviendo las
manos de arriba abajo, lentamente. Entonces él me pasó sus manos por
detrás de la cintura para hacer aquel acercamiento más natural. Escuchaba
su corazón bombeando a tope de fuerza, a tope de velocidad, como el día
anterior. Le sentí respirar profundamente y moví una de mis manos para
apoyarla encima de su pecho, después abrí los ojos para mirarle.
—¿Quieres que pare? —le cuestioné al notar su corazón acelerado.
—No, quiero que sigas. Yo también tengo que acostumbrarme a que
me toques.
—Vale. —Y seguí subiendo mi mano muy lentamente hacia su cara, su
mejilla, sus labios, su barbilla, su cuello. Él me contemplaba mientras lo
hacía.
—¿Puedo tocarte yo? —indagó.
Afirmé con la cabeza. Y comenzó acariciándome la cara para apoyar
su mano en la parte izquierda de mi pecho, justo debajo de la clavícula.
—No tengas miedo, no voy a tocarte nada que te incomode.
—¿No cierras los ojos?
—No me hace falta. Pero tú los puedes cerrar, si quieres, e imaginarte
que te está tocando él.
—Tampoco me hace falta. No tengo ningún «él» y lo de que me toque
Lenny Kravitz lo veo muy poco probable, así que…
—Pero ¿Lenny Kravitz es tu tipo? Si no tiene el pelo claro, ni los ojos
azules.
—Ya, bueno, pero es muy guapo y es roquero…
Me acarició el costado con la otra mano para sortear el pecho, hasta
bajar al ombligo, sin mover la primera de mi corazón.
—A ti también se te va a salir del pecho —evidenció.
—Será porque he pensado en Lenny Kravitz.
—Será. ¿Quieres que paré? —me susurró mientras con una de sus
manos me acariciaba el cuello y con la otra, la espalda.
—No.
—¿Estás incómoda?
—No. ¿Y tú? —le pregunté aquello por primera vez y él sonrió.
—No.
—¿Y qué es lo siguiente que tenemos que hacer?
—Pues…
Empezó a sonar música a todo volumen en la habitación de al lado.
—¿Ese es Raphael? —se sorprendió.
—Sí.
—Muy… motivador todo.
Comencé a reírme.
—Perdona, es que es de coña lo de esta chica. Estudia Magisterio
Musical y está haciendo un trabajo para fin de curso. Dice que lo eligió
porque viste de negro —musité.
—¿Es la siniestra?
—Sí, sí.
Meneó la cabeza.
—Es muy peculiar, sí —concluyó.
—Quiero que me abraces por la espalda —le dije. Así, sin venir a
cuento.
—¿Estás segura? ¿No te vas a sentir incómoda?
—Puede, pero quiero probar. Parece algo normal entre las parejas
abrazarse así cuando están con un grupo de amigos, ¿no?
—Lo dices como si nunca lo hubieras vivido. —Y según terminó de
pronunciar esa frase se dio cuenta de que aquello era justamente lo que
pasaba—. Lo hago poco a poco, ¿vale? —añadió después, y me acarició la
mejilla.
Asentí para mirarle unos segundos más antes de darme media vuelta.
Entonces, sus brazos me rodearon la cintura muy despacio, como si
estuviese hecha de un material muy frágil y no quisiera romperme, aún no
sentía el resto de su cuerpo.
—Voy a acercarme, ¿vale? —me anunció.
Volví a asentir.
Y en ese momento sí lo noté. Su pecho en mi espalda, su respiración
en mi oreja, pero percibía que su postura era forzada.
—Acércate más —le pedí.
—Es que no quiero… —intentó decirme.
—Sé natural, por favor —le hablé mientras apoyaba mis brazos sobre
los suyos para cruzarlos aún más alrededor de mí.
En ese instante también sentí su cuerpo pegado a mi trasero. Cerré un
momento los ojos, tenía que acostumbrarme. Pero pensé que no había
motivo para inquietarse ni incomodarse, todo parecía relajado.
—¿Estás incómoda? —me preguntó haciéndome cosquillas en el oído.
Eso me aceleró el corazón, pero tenía que familiarizarme. Negué con
la cabeza, quería llegar más allá, salir de mi zona de confort.
—Sigue hablándome, por favor.
—Vale, pero ¿de qué…?
—Dime lo que me dirías si fuese tu novia.
Respiró profundamente.
—Qué bien hueles, Lidia —me susurró.
—Sigue, por favor.
—Hueles tan bien que no quiero soltarte nunca.
—No pares, Rafa.
—Soy tan adicto a tu olor que estaría toda la noche besándote.
Comencé a acariciarle la parte desnuda de sus brazos que no cubría su
camiseta de manga corta.
—¿Y dónde me besarías?
—En el cuello, en los labios, por todas partes.
Tenía el corazón a mil por hora y a él se le había erizado la piel.
Quizás era el momento de parar. Pero quise llegar un poco más allá, en el
resto de su cuerpo no había nada fuera de su lugar.
—Un poco más —le dije.
—Me muero de ganas por besarte, Lidia.
—Hazlo —le susurré.
—¿Quieres hacerlo de verdad?
—¿Y tú?
—Responde tú primero —me pidió.
Cogí su mano y la llevé sobre mi pecho, donde mi corazón retumbaba
con mucha potencia.
—Ahora tú —le solicité.
Me soltó poco a poco y después me cogió de la mano, invitándome a
darme media vuelta para mirarle. Me puso la mano en su pecho, donde su
corazón me golpeaba fuertemente.
Le miré a los ojos y respiré profundamente.
—¿Nos acostumbraremos a esto? —le pregunté.
Él asintió.
—Has aguantado mucho, gracias por confiar en mí —añadió.
Le abracé poniendo mi cara sobre su pecho porque si hubiera
permanecido unos segundos más con sus labios enfrente de los míos, quizás
mi corazón desbocado hubiera querido seguir sabiendo hasta dónde podía
llegar, y yo no quería cruzar esa línea. Y él me apretó contra su cuerpo,
quién sabe por qué razón. Quizás por lo mismo que yo, o quizás no, pero
eso siempre sería un misterio sin resolver.
—Tengo que irme, se hace tarde —afirmó unos minutos después tras
separarse de mí para coger la cazadora y la mochila.
—Te acompaño a la puerta.
Y unos segundos más tarde estábamos allí despidiéndonos.
—¿Nos vemos mañana a las nueve y diez en el último vagón de
Moncloa? —me propuso.
—Perfecto, mañana nos vemos.
Nos acercamos para darnos dos besos, el segundo de ellos demasiado
cerca de nuestros labios.
—Buenas noches, Lidia.
—Buenas noches, Rafa.
Nos dijimos, quizás para desviar la atención de aquel último beso de
amigos, que quiso dejar de serlo.
—Muñequita… —me llamó justo después de montarse en el ascensor
mientras sostenía la puerta del mismo.
—¿Sí?
Sonrió cuando vio que respondía a aquello.
—Dulces sueños —me dijo, en lugar de lo que estuviese pasando por
su cabeza.
—Dulces sueños, morenito —le contesté, en vez de todo lo que estaba
pasando por la mía.
Y nos sonreímos antes de que desapareciese detrás de aquella puerta.
24. Tú y yo y nuestras discusiones

Miércoles, 6 de mayo de 1998

A las nueve y ocho minutos estaba bajando por las escaleras mecánicas
hacia el andén buscando a Rafa con la mirada, pero no le veía. Pensaba que
quizás no habría llegado. Me fui hasta el final de aquella parada para
esperarle mientras observaba los carteles indicadores buscando información
de lo que tardaría en llegar el próximo tren. Tres minutos.
A las nueve y once minutos llegó un metro demasiado lleno como para
poder ver con precisión a todas las personas que se encontraban dentro del
vagón. Y, de entre una maraña de individuos que peleaban por salir o entrar
en él, apareció Rafa. Sacudió la mano como gesto de hastío por el ansia de
la gente que empujaba en varias direcciones sin ningún orden, sin ningún
respeto, con el único fin de pasar del exterior al interior, o viceversa, como
si se fuera a acabar el mundo.
—Buenos días, churri —me saludó cuando me vio a un lado
intentando permanecer al margen de tal tumulto—. Mejor esperamos al
siguiente, ¿no?
—Mejor.
Me acerqué hasta él.
—Por cierto, buenos días —añadí antes de ponerme de puntillas para
rodearle el cuello con mis brazos y darle un beso en los labios de los
permitidos por pacto.
Él me cogió por la cintura acompañándome en aquel beso.
—¿Cómo ha dormido mi muñequita?
—Bien. —Le sonreí—. ¿Y tú?
—Muy bien.
Y le abracé, no sé por qué. Olía a su perfume característico mezclado
con suavizante. A paraguas bajo la lluvia. A mantita y chocolate caliente en
un día de invierno. A sol en una mañana fría de febrero. Rafa me besó en la
cabeza. Y tras aquello, la apoyé en su pecho, como si fuera una almohada,
mientras él intentaba sortear mi mochila en su intento de aferrarse más a mí.
Estuvimos así hasta que nos sorprendió el sonido de un tren entrando en la
estación, no había pasado mucho más de un minuto desde que al anterior se
había ido. Nos separamos para mirarnos sorprendidos. El último vagón, que
teníamos justo delante de nosotros, estaba medio vacío.
—Esto no hay quien lo entienda —afirmó señalando la puerta del tren.
Le sonreí con cara de sueño antes de subirnos y dejarnos llevar hasta
nuestro destino.
—¿Qué vamos a hacer después de clase? —no le pregunté aquello
hasta que estuvimos subiendo el primer tramo de escaleras mecánicas de
Ciudad Universitaria.
Zurbano me miraba con ojos somnolientos, quizás también le había
costado dormir tratando de encajar en su vida aquellas tardes de ensayos
donde intentábamos familiarizarnos con el cuerpo del otro, con las caricias
del otro, con los susurros del otro, verbalizando un guion que incluía unos
deseos de besos. Unos besos que siempre se quedaban en el tintero por estar
peligrosamente cerca de la línea que habíamos trazado y rubricado unos
días antes en forma de pacto.
—Pues podemos ir a la estación de Lago después de comer y ver lo
que hay por allí, ¿no?
Aquella mañana pasó sin muchos sobresaltos, sin muchas variaciones,
salvo que, a diferencia de los días anteriores, nuestras interacciones eran
mucho más relajadas y yo había dejado de intentar rehuirle. Eso había
rebajado la tensión entre ambos, lo cual hacía mucho más creíble aquel
teatrillo que nos habíamos montado frente al resto del mundo.
Cuando terminó la última clase, Juanan me abordó para llevarme a un
lado. Rafa le miró extrañado, pero sólo un segundo, supongo que luego ató
cabos y dedujo para lo que me estaba requiriendo sin hacer ningún tipo de
intervención.
—¿Quieres participar también en el regalo de Zurbano o prefieres ir
por tu cuenta y sólo participar en el resto? —me preguntó.
—No, no, participo en todos, lo que haga por mi cuenta va aparte —le
respondí mientras me percataba de que era algo que no había tenido en
consideración como supuesta novia de Rafa—. Si queréis que os acompañe
a comprarlos…
—No hace falta, tú preocúpate por hacer feliz a mi amigo. —Le hizo
un gesto a Zurbano, que él le devolvía mientras conversaba con el resto de
compañeros cinco metros más allá. Un gesto de colegas, de «tranquilo, todo
va bien».
Tras aquello, le entregué la cantidad convenida y volví hacia el grupo
en el que Rafa charlaba con Silvia y Vázquez. Mi amiga se dirigió hacia mí
para dejar a los dos chicos inmersos en una conversación.
—Oye, he pensado que una tarde de estas podemos quedar los cuatro:
Rafa, tú, Rodri y yo, y tomamos algo, ¿qué te parece? Así hablamos un
poco, que últimamente no lo hacemos mucho —me propuso.
—Vale, luego se lo comento a Rafa. ¿Qué vas a hacer? ¿Comes aquí y
te quedas a esperar a Rodri?
—No, hoy no. Si no te quedas tú, prefiero irme a casa, ya le veré
luego.
—Lo siento, es que últimamente como estoy más con Rafa… Pero ya
sabes… —Reconozco que cuando le dije aquello, sentí una pequeña
satisfacción al pagarle con la misma moneda.
—No te preocupes, es normal. Además, se os ve muy bien. —Me
sonrió.
Yo miré a Rafa y él me devolvió la mirada sonriéndome. Le sonreí.
—Sí —le contesté a mi amiga.
—Pero, ¿se puede estar más enchochados? —Silvia me abrazó.
«Si ella supiera», pensé. Aunque, más bien, hubiera tenido que pensar:
«si yo supiera».
Minutos después, Rafa y yo bajábamos por las escaleras de la facultad
amarraditos los dos, como decía María Dolores Pradera.
—¿Quieres que comamos donde el lago de la Casa de Campo? Es un
poco caro, pero un día es un día y así ya estamos en el sitio. Yo te invito. —
Me guiñó un ojo.
—Vale, churri, pero pagamos a medias —le respondí.
Él meneó la cabeza y sonrió.
En el trayecto del metro hasta llegar a la estación de Lago estuvimos
mirando el plano que mostraba la copia de la libreta.
—Pfffff… Yo no veo nada claro aquí, Rafa. Si esta esquinita de la
izquierda es el metro, y esto otro grande del centro, se supone que es el
lago, el plano ocupa un espacio demasiado extenso. ¿Cómo vamos a buscar
aquí y el qué? ¿Una planta de menta? ¿Un dibujo de menta?
—A ver, Yerbis, es verdad que el espacio es grande, pero no creo que
lo que sea que tengamos que buscar esté en medio del agua, que es lo que
más ocupa, ¿no? Así que supongo que tendremos que mirar en los
alrededores de la estación o del lago. A lo mejor en alguno de los bares o en
el embarcadero, no sé…
—¿Y dónde está el borrón en este mapa? Yo no lo veo.
Nos acercamos al papel a la vez hasta poner mejilla contra mejilla.
—Pues… —intentó decir.
—Me haces cosquillas con la barba —le interrumpí.
—Perdona. —Se apartó de mí.
—No, no, si me gusta, son cosquillas agradables. —Le toqué la mejilla
con la mano.
—Pues debes de ser la única, mis exnovias siempre se han quejado de
que les pinchaba, pero es que la tengo dura… La barba, digo.
—Zurbano, tío… —le reprendí por aquella explicación que pretendía
ser una broma salida de tono.
—Bueno, el caso es que me crece muy rápido, pero no me puedo
afeitar todos los días porque se me irrita la piel.
—Ah, muy interesante todo, aunque tampoco hace falta que me
cuentes toda la historia de tu barba. Sólo era un comentario, ¿podemos
seguir con lo del borrón?
—Vale, tía, tampoco hace falta ponerse tan borde. —Me miró durante
un segundo, antes de volver la vista al papel.
Le di un beso en la mejilla.
—No te enfades, morenito, si me gusta mucho tu barba —le dije al
oído.
—A ver, Yerbis, ¿podemos centrarnos? —Intentó ponerse serio, pero
se le escapó una sonrisa al ver mi cara risueña.
—Venga, a ver…
—Aquí se ven como dos puntos, o sea, no sé si uno es un borrón y el
otro un punto o al revés.
—O sea, que no sabes si uno es un borrón y el otro un punto, o si uno
es un punto y el otro un borrón —me burlé—. Pero ¿y eso no es lo mismo?
Meneó la cabeza.
—Como te iba diciendo… —Me contempló con gesto de fastidio
mientras yo aún sonreía por el comentario anterior—. Uno de los puntos
parece estar en el centro del lago y el otro, en una de las orillas. Yo diría que
es más probable que el correcto sea el que está en el lateral porque como
tengamos que buscar en el lago estamos jodidos, tía.
—Pues… —Le eché un vistazo al papel—. Es verdad, se ven dos
puntos muy pequeñitos y aparentemente no hay diferencia entre uno y otro,
son los dos igual de sutiles.
—Algo tiene que haber.
Ya habíamos llegado a Príncipe Pío, donde haríamos el transbordo a la
línea diez.
—Yo no sé qué puede ser, por más que miro no veo nada raro en el
texto —afirmé mientras esperábamos al convoy que nos llevaría hasta la
estación de Lago.
—Yo lo único que veo es una eme que no me cuadra.
—¿Una eme? ¿Cuál?
—Es que en el cuaderno donde lo copiamos no sé si estará porque,
aunque intenté leer todos los detalles tal cual se mostraban, puede que no
me diera cuenta de este, mira. —Me enseñaba la página de la copia donde
se encontraba aquello—. Se supone que, al escribir el nombre en latín,
Mentha piperita, la primera letra del género, en este caso Mentha, va en
mayúscula, y todas las del segundo nombre, que corresponde a la especie,
piperita, van en minúsculas, ¿no?
—Y luego no sabe de plantas…
—A ver, tía, que también estudié botánica el año pasado, igual que tú,
aunque no sacara matrícula.
—Sólo sacarías un sobresaliente, por lo menos.
—Por lo menos. El caso es que aquí la letra eme de mentha va en
minúscula. O sea, que está escrito incorrectamente.
—A ver. —Fijé la vista en el papel de la fotocopia del original para ver
el texto plasmado por el doctor Hernández. Costaba leer la información,
pero quedaba muy claro que aquella letra eme era una minúscula—. Pues
esto debe de ser una pista, y más teniendo en cuenta que la primera vez que
escribe la palabra Mentha, pone la eme mayúscula, ya sabes que aquí lo
importante son estos detalles tan chorras.
—Puede ser, pero habrá que seguir mirando —afirmó.
Poco después, estábamos llegando a nuestro destino. Salimos del
metro y nos dirigimos hasta el borde del lago hacia el lugar donde se
localizaba uno de los pequeños puntos en aquel mapa.
—Oye, Zurbano, he estado pensando que la libreta no debe de ser de
hace mucho tiempo porque, de lo contrario, algunos de los números o de las
pistas podrían haber desaparecido o haberse borrado o…
—Bueno, ¿y quién nos dice que alguna de ellas no ha podido
desaparecer? Sólo hemos podido mirar tres.
—Ya, bueno…
—O puede que alguien se esté esforzando porque no desaparezcan —
caviló.
—Es posible, pero puestos a deducir, podríamos estar toda la tarde sin
encontrar respuesta.
Silencio.
—Oye, Yerbis, no me has contado nada de la menta.
—¿Y qué quieres que te cuente? Ya viene en la libreta para lo que
sirve.
—Bueno, tú siempre tienes algo nuevo que aportar.
—Pues… Yo la he visto utilizar para evitar las náuseas y los mareos. Y
en mi casa se usa mucho para cocinar, a veces le echan unas hojitas de
menta a la sopa para darle sabor.
—¿Ves como siempre tienes algo que añadir?
Sonreí y seguimos avanzando sin pronunciar más palabras hasta pasar
la zona donde se encontraban los restaurantes para seguir bordeando la
orilla.
—Por cierto, Silvia me ha dicho que si queremos ir una tarde de estas a
tomar algo con ella y con Rodri —le informé.
—Pfff… Como quieras, Yerbis. No conozco a su novio, sólo le he
visto una vez, pero no me parece que tenga que ver mucho con nosotros.
—Bueno, yo tampoco le conozco mucho, y es verdad que no es que
sea santo de mi devoción, pero ella es mi amiga y tampoco le iba a decir
que no.
—Vale, pues vamos cuando quieras, churri —asintió con la cabeza.
Le sonreí mientras andábamos unos metros más comprobando el
mapa.
—Aquí es donde parece estar uno de los puntos —afirmó.
—¿Aquí? ¿Estás seguro? Pero si aquí sólo hay césped y árboles.
Me asomé a aquel papel para corroborar la información.
—Sí, pero es lo que está marcado —confirmó.
Nos quedamos en silencio observando aquel espacio donde no parecía
haber rastro de nada relacionado con ninguna planta de menta, ni con
ningún dígito, ni círculo rojo con pequeñas líneas en la parte superior e
inferior de su centro. Pero, quizás, es que a esas horas nos acechaba el
hambre y con esos niveles de azúcar tan bajos en el cerebro nos costaba un
poco pensar.
—¿Quieres que comamos y venimos luego? —me propuso.
—Me parece bien.
Volvimos sobre nuestros pasos para llegar a la zona de los restaurantes.
Observamos todos y nos decantamos por el que nos pareció más atractivo,
según los platos que ofrecía, y con los precios más asequibles para nuestros
bolsillos. Como hacía bueno, nos sentamos en una mesa del exterior.
Estábamos tomando las bebidas que nos acababa de servir el camarero y
esperando nuestra comida, cuando me quedé mirando hacia el lago,
observando las barcas de remos en las que diversas personas se paseaban a
lo largo y ancho del agua.
—Nunca he montado en una —le dije a Rafa.
—¿En las barcas, dices?
—Sí
—¿Nunca?
—Pues no, no he tenido la oportunidad.
Me sonrió.
—Menos mal que has tenido la suerte de tener un novio como yo,
Yerbis, que te trae a estos sitios, ¿eh? —Me guiñó un ojo.
—¿Me vas a invitar a una vuelta en barca?
—¿Lo dudabas? Además, uno de los puntos está dentro del lago, así
que no nos va a quedar más remedio.
Le sonreí. Y pocos segundos después nos servían la comida, que
acompañamos de conversaciones relacionadas con nuestra carrera, con los
futuros exámenes que tendrían lugar en pocas semanas.
—Bueno, Yerbis, ¿vamos o qué? —me preguntó una vez hubimos
pagado la cuenta.
—Vamos.
Volvimos otra vez al supuesto lugar relacionado con la marca del mapa
para mirarlo con detenimiento, observando el césped, el tronco de los
árboles. Me agaché para ver las plantas que crecían entre la hierba, donde
había algunas florecitas, pero ni rastro de menta ni de ninguna pista
relacionada con la libreta. Llevábamos unos veinte minutos en ese lugar,
cuando me senté en aquel manto verde mientras Zurbano oteaba el tronco
del árbol más cercano.
—Yo no veo nada, ¿y si vuelve a escapársenos algo? —decía.
—Yo tampoco veo nada y ya no sé dónde mirar, ni lo que tendrá que
ver esa supuesta letra eme minúscula.
—¿Y si vamos a montar en una barca y nos acercamos hasta el punto
de dentro del agua que se indica en el plano? Igual vemos algo, ¿no?
—Lo veo poco probable, pero vale.
Me levanté para iniciar nuestro paseo hacia el embarcadero.
—¿Y qué tal se te da remar, churri? —continué preguntándole con un
tono de sorna.
—Pues, a ver, no soy como tu Madelman, Yerbis, pero tampoco hace
falta mucho para llevarte, pesas poco.
—¿Y tú qué sabes lo que peso?
—Pues hombre, así, viéndote, no creo que mucho más de cincuenta
kilos.
Yo le miraba sin responder.
—¿No? —insistía.
—Bueno, pero cincuenta kilos son cincuenta kilos. Además, son
cincuenta y tres, mira a ver.
—¿Tan endeble me ves? ¿Qué crees? ¿Que no puedo contigo? Que
aquí donde me ves, yo estoy fuerte, tía, que me ha curtido la calle.
—Anda ya, flipado. —Meneé la cabeza.
Estábamos llegando al embarcadero, Rafa me miraba con una sonrisa
de fastidio. Saqué el dinero para pagar el alquiler de la barca, pero él no me
dejó.
—He dicho que te invitaba yo —insistió.
Nos subimos a aquella embarcación, dejando las mochilas sobre el
suelo de la misma. Zurbano empezó a remar para alejarnos del
embarcadero, y a los pocos segundos paró para quitarse la cazadora, hacía
más de veinte grados y se notaba el calor.
—Luego remo yo —me ofrecí.
—¿Vas a poder conmigo?
—A ver, que aquí donde me ves, yo estoy fuerte, tío, que me he
curtido en el campo.
—Anda ya, flipada.
—Además, tampoco pesarás tanto, ¿no? Poco más de setenta kilos.
—Setenta y cinco —me corregía a la vez que seguía remando hacia el
lugar señalado en el plano con el punto.
Le sonreí.
—¿Qué pasa? —me preguntó al ver que no borraba la sonrisa de mi
cara al mirarle.
—Que se te marcan las bolas, ¿a ver? —Me eché hacia delante para
acercarme a él.
—¿Qué dices, tía? —Paró de remar.
—Sí, en los brazos. —Hice el ademán de tocarle.
—Eh, que tocando es más caro. —Me cogió de las manos para impedir
que le agarrase.
—Va, Rafa, déjame que te toque las bolas.
En ese momento pasó una barca cerca de nosotros, cuya pareja de
ocupantes se nos quedó mirando con un gesto extraño.
—Así es mi novia, insaciable —les habló Zurbano mientras ellos se
alejaban, uno sonriendo y la otra meneando la cabeza en señal de
desaprobación.
—Pero, tío, córtate un cacho…
—¿Yo? Has empezado tú con eso de tocarme las bolas.
—Pero ¿qué te cuesta? ¿No decías ayer que tenía que familiarizarme
con tu cuerpo?
—Vale, yo te dejo que me toques las bolas si luego tú me dejas que te
toque las tuyas.
—Pero si yo casi no tengo bolas en los brazos.
—Yo no he dicho que sea en los brazos.
—Pero… ¡Serás salido!
—Yo no he dicho nada, es tu mente calenturienta.
Negué con la cabeza y me quedé en silencio contemplando el color
verde del agua, el entorno rodeado de árboles que se observaba en las
orillas desde esa perspectiva. Rafa seguía remando, mirando también a su
alrededor. Paró un instante para revisar el mapa y volvió a coger los remos
para rectificar el rumbo y así llegar hasta aquel lugar marcado. Cuando
llegamos, se paró, soltando las palas.
—Es por aquí —confirmó.
—Vale, y… ¿adónde miramos? Aquí sólo hay agua. No creo que se
vea nada por el fondo, ¿no? —Me asomé para observar la superficie del
lago, pero no estaba lo suficientemente clara como para que se vislumbrase
nada a través de ella—. ¿Y si miramos desde aquí al otro punto marcado en
el mapa, que está en la orilla? —propuse mientras lo señalaba.
Los dos dirigimos nuestra vista hacia aquel lugar y estuvimos unos
segundos observándolo.
—¿Tú ves algo? —le cuestioné.
Negó con la cabeza.
—Entonces, ¿dónde tenemos que buscar? —inquirí.
—Yo qué sé, tía.
Nos quedamos en silencio.
—A lo mejor es que tenemos que discutir, otras veces nos ha
funcionado, ¿no? —prosiguió.
Le miré con gesto de fastidio.
—Es que no quiero discutir contigo, Rafa, me cansa mucho.
—Ya, y a mí discutir contigo, pero…
—Ya lo que me faltaba, fingir también una discusión —me quejé.
—¿Tú crees que hace falta fingirla?
Le observé con hastío.
—Vale, vale, pues si no quieres discutir, a ver qué otra cosa se te
ocurre —añadió.
Respiré intensamente. No tenía ni idea. De todas las plantas que
habíamos visto hasta ese momento, aquella era la que más despistada me
tenía. No veía ni rastro de ninguna eme, ni mayúscula, ni minúscula, ni de
ningún número dentro de un círculo, ni en las barcas, ni en el agua, ni en la
orilla, y ya no sabía dónde mirar. Rafa no me quitaba ojo.
—Vale, ¿quieres discutir? —le dije dejando deslizar las mangas del
abrigo hasta que tocaron el suelo de la barca y eché el cuerpo hacia delante
para acercarme a él—. Pues vamos a discutir, Zurbanito. Que vas de flipado
con que te has curtido en la calle, pero luego eres un mindundi que remas
tres metros y ya estás que te caes de cansancio. Mírate, si estás agotado.
—¿Yo? ¿Agotado? ¿Y lo dice la señorita Pepis que se las da de
haberse criado en el campo y se viste de negro para hacerse la dura, pero en
realidad es una floja? Que mucho, «luego remo yo», pero no te he visto ni
rozar una pala, no vaya a ser que se te rompa una uña. —Se acercó también
a mí mientras asentía, como si con ese gesto me diese a entender que le
diese más caña a aquella discusión.
—¿Floja yo? ¡Quinqui de tres al cuarto!
—¡Cucaracha tocapelotas!
—Te voy a tocar las bolas, ratero chatarrero.
—No tienes lo que hay que tener. Eres una estrecha a la que no han
echado un buen polvo en su vida, así estás.
Según íbamos avanzando en aquella discusión, que comenzó como una
pantomima, nos íbamos acercando más.
—Y tú, ¿qué? Que estás desesperado porque tus exnovias no querían
tocarte ni con un palo y por eso ponían la excusa esa de que les pinchabas
con la barba.
—Al menos, a mí me abrazaban en público.
—Al menos, a mí no me dejaron a los dos meses por aburrida.
—Lo estás deseando, pero no te atreves.
—¿De qué hablas, flipado? Que no me atrevo ¿a qué? —Alargué la
mano para tocarle el bíceps, que él apretaba para que lo sintiese aún más
abultado de lo que era en reposo—. Buah, ¿ves? No es para tanto —mentí,
lo cierto es que era más fuerte de lo que me esperaba.
—Como vuelvas a tocarme te vas a arrepentir, niñata.
—Ah, ¿sí? —Y entonces le toqué con las dos manos, una en cada
bíceps, recreándome mientras él los apretaba adrede, mirándonos a los ojos.
—Lo estás deseando, pero no te atreves —me repitió, esta vez en voz
baja.
Y antes de que pudiera contestarle, me cogió de ambas mejillas y me
besó en los labios.
—Como vuelvas a hacer eso te cruzo la cara, actorucho de segunda —
le amenacé cuando se separó de mí.
—Lo estás pidiendo a gritos, muñequita —me susurró.
Entonces me agarró de una mejilla con una mano y por detrás del
cuello con la otra para besarme de nuevo, pero esta vez fue un beso más
largo, más intenso, más profundo, de esos que teníamos limitados por pacto.
Cuando segundos más tarde separamos nuestros labios, nos miramos un
instante en silencio. Aún teníamos nuestros rostros muy cerca.
—Rafa, esto no era lo que habíamos dicho.
—No… O sí, yo qué sé.
—Oye, y digo yo que lo de la eme, ¿no será por el metro? —deduje.
Así, sin venir al caso.
—Pero la eme del logo del metro es en mayúscula, no minúscula, ¿no?
—Sí, pero a lo mejor lo de ponerla en minúscula es, simplemente, para
llamar la atención sobre la letra. Aunque, pensándolo bien, no tendría
mucho sentido porque, entonces, ¿para qué señalar los puntos sobre el plano
si ninguno de ellos está en la estación del metro?
—No, Yerbis, podría tener todo el sentido. Dentro de la parada del
metro hay un plano de la zona, ¿y si los puntos se refirieran a ese plano y no
a la superficie real? Deberíamos buscar ahí, ¿no?
—Vale, pero aún nos quedan quince minutos de la barca.
Y siguió remando bordeando el lago, esta vez con el único objetivo de
disfrutar del paseo.
—Entonces, ¿qué, Zuñi? ¿Te gustan mis bolas o no? —me preguntaba
con una sonrisa.
—Bueno…, no están mal, pero las he visto mejores.
Él me sonrió.
—Oye, lo del beso este… —intenté decir.
—Era imprescindible y la situación lo requería —argumentó.
—Ah, ¿sí? ¿Y en qué te basas?
—En que lo de relacionar la eme con el metro se te ha ocurrido en ese
momento, ¿verdad?
—Eehh… Bueno, ¿y qué? Puede ser una idea malísima y entonces
quedaría demostrado que ni era imprescindible, ni la situación lo requería.
Sólo era una excusa para darme un morreo, así, gratuitamente. Te has
pasado de la raya, Zurbano.
—Ah, ¿sí? Y, entonces, ¿por qué no me has cruzado la cara?
—Porque si lo hubiera hecho nos habríamos caído al agua.
Me miraba con una sonrisa pícara en el rostro.
—Lo estabas deseando, reconócelo —afirmó.
—¿Quieres caerte de la barca? Porque te juro que no me va a temblar
el pulso. —Incliné mi cuerpo hacia delante para acercarme a él con un gesto
amenazante, haciendo que nos moviésemos demasiado hacia los lados.
Rafa paró de remar y se me quedó mirando fijamente sin inmutarse y
con la sonrisa aún dibujada.
—Vamos a hacer una cosa, Yerbis. Si cuando bajemos de aquí, vamos
al metro y no encontramos nada, tu idea habrá sido malísima y dejaré que
me abofetees lo que quieras sin oponerme. Pero si, por el contrario,
encontramos allí el dígito, significará que el beso habrá funcionado y
entonces tendrás que darme otro en agradecimiento.
—¿Qué?
—Es un buen trato, tía.
—¿Por qué querría darte otro beso? O, mejor, ¿por qué quieres darme
tú otro beso? ¿Acaso te gusto y te aprovechas de la situación?
—¿Gustarme tú? Si no hay quien te aguante, tía. Sólo quiero
comprobar una cosa.
—¡Venga ya!
—Bueno, ¿hay trato o no? —insistía.
—Ni de coña. Además, que seguro que el dígito no está ahí.
—Pues si estás tan segura, ¿qué problema tienes?
—Vale, lo acepto, pero con una modificación: si no encontramos nada
en el metro no volverás a besarme así en la vida, ¿vale? Sólo besos castos,
sin lengua.
—¿Y si alguna vez la situación lo requiere?
—En ese caso no serás tú quien podrá decidirlo.
—Acepto el trato. —Me tendió la mano.
Le tendí la mía y nos dimos un apretón de manos.
—Pues vamos yendo a comprobarlo, ¿no? —me propuso.
Continuamos el paseo hasta llegar al embarcadero sin decirnos ni una
palabra más.
Pocos minutos más tarde, nos bajamos de la barca para acercarnos
hacia el metro en silencio, yo miraba al suelo, Rafa me miraba a mí.
—¿Qué pasa, Zuñi? ¿Estás triste, enfadada o nerviosa? —me habló.
—¿Yo? Nada de eso. No sé por qué lo dices.
—No, por nada.
Una vez en la estación, buscamos el mapa que mostraba aquella zona y
nos dirigimos hacia él para mirarlo detenidamente durante un minuto.
—¿Ves? Aquí no hay nada —afirmé.
—¿Estás segura?
—¿Acaso tú ves algo?
Zurbano me miraba sonriendo.
—¿Qué? —Volví la vista hacia aquel plano—. No hay nada en
ninguno de los dos puntos —confirmé.
—¿Quieres que te compre unas gafas, Yerbis?
—¡Venga ya! ¿Me estás vacilando?
—Pero ¿dónde estás mirando, tía?
—Pues…
—Déjame tu dedo, anda.
Le di mi mano, confundida, para que él cogiera mi índice y lo pusiera
justo al lado de una señal que se indicaba como Fuente de la Piña.
—No puede ser… Esto es coña, ¿no? —Me acerqué más para
comprobar cómo delante de mí se mostraba un número uno rodeado de
manera muy sutil con un tono rojo de color claro, que se acompañaba de
una pequeña línea en la parte superior e inferior de su centro.
—No lo es. Me debes un beso —me dijo, como si fuéramos Pepe
Blanco y Carmen Morell en plena interpretación de nuestra zarzuela
particular.
—Pero… —Y volví a comprobar otra vez el mapa para revisar que
aquel dígito que buscábamos no se había esfumado en los últimos
segundos.
—Bueno, ¿qué? ¿Lo escribimos?
—Sí, sí —le respondí todavía sorprendida por comprobar que aquella
idea que se me había pasado de manera fugaz por la mente en el momento
en que mi lengua jugaba con la de Rafa, y que me había parecido alocada,
incluso absurda, nos había llevado a la pista verdadera.
Sacamos un bolígrafo para copiar aquel dígito en el cuarto círculo
correspondiente. Después, nos dirigimos al andén para coger el tren de
vuelta. Zurbano andaba a mi lado.
—Yerbis —me habló—. Y el beso, ¿qué?
—Vale, vale. —Le hice un gesto de calma con las manos—. Te lo daré,
pero no ahora.
—Y entonces, ¿cuándo?
—Pues… cuando tenga más ganas de dártelo.
—Pero ¿y eso cuándo va a ser, tía?
—No lo sé. Eso es cosa tuya. Haz que tenga ganas —le solicité sin
más.
Nos montamos en el convoy que acababa de entrar en la estación para
sentarnos en un par de asientos libres.
—Pero eso es injusto, Zuñi, tienes que cumplir el trato.
—Y lo voy a cumplir, de hecho, si quieres un beso insulso te lo doy
ahora mismo, me da igual, no voy a sentir nada. Pero si quieres algo con un
poco más de sentimiento, pues eso.
—Pues eso, ¿qué?
—Haz que me muera de ganas por besarte —le susurré y le sonreí
burlonamente.
—Y luego pregunta que si me gusta… ¿Cómo se puede ser tan fría,
tía?
Nos cruzamos de brazos mientras avanzábamos hacia Príncipe Pío,
donde nos bajaríamos para continuar con nuestro rumbo. Una vez allí,
salimos del tren sin hablar y nos quedamos frente a frente. Miré el reloj,
eran las seis y media de la tarde.
—Y ahora, ¿qué? —le pregunté.
—Y yo qué sé, por lo visto, eres tú la de la batuta aquí, ¿no?
—¿Yo?
—No, Luis Cobos —me contestó irónicamente.
—Vale, si vas a estar en este plan, mejor nos vamos y hasta mañana, ya
he cubierto el cupo de discusión contigo hoy —le contesté de manera borde.
—Muy bien. Mañana a las nueve y diez donde siempre —me dijo
enfadado.
—No llegues tarde.
—No llegues borde —me contestó y se giró para irse.
—Zurbano…
Se dio media vuelta sin pronunciar palabra.
—¿No te despides de tu novia? —le pregunté.
—Sí, pero no ahora, mejor cuando tenga más ganas.
Y se fue escaleras mecánicas arriba sin mirar atrás. Yo le observaba
desde el andén llena de contradicciones, preguntándome por qué le estaba
dejando ir, por qué había reaccionado así con él. Tan seria. Tan distante. Tan
cortante. Cuando, en realidad, me encontraba aliviada porque tan sólo hacía
un rato había sentido miedo. Miedo de que la pista no hubiese sido la
correcta. Miedo de no haber encontrado ese dígito dentro de la estación de
metro. Miedo de haber ganado ese trato. Porque eso hubiera significado que
él no volvería a besarme así nunca más.
25. Lo que parece no es

Jueves, 7 de mayo de 1998

Aquella mañana me desperté tarde, así que tuve que darme mucha
prisa para llegar al metro a tiempo y salir de casa sin desayunar. Por el
camino iba deseando que Zurbano me llevase otra de esas palmeras tan
deliciosas que me regaló aquella misma semana, pero, teniendo en cuenta el
enfado del día anterior, aquello no ocurriría. Pensándolo bien, ese mosqueo
también había sido el culpable de que yo no hubiese podido descansar
mucho aquella noche. No paraba de dar vueltas en la cama pensando en él,
en aquella situación, en aquel beso que me dio en la barca y en por qué
querría darme otro. «Lo estás deseando, pero no te atreves», sonaba en mi
mente con su susurro, «Lo estás pidiendo a gritos, muñequita». Aquello no
me dejaba dormir. Respiré hondo y me levanté de la cama de madrugada
para encender la luz y sacar el monedero con el fin de ver su foto.
—¿Qué hago contigo, Zurbano? —le susurré a su imagen—. Con lo
bien que estábamos tú y yo cuando, simplemente, eras el compañero
bromista.
Me quedé mirando aquel retrato como si en algún momento me fuese a
hablar para ofrecerme una solución satisfactoria que resolviese todas las
incertidumbres que rodeaban mi vida en aquellos instantes. Suspiré. Y unos
segundos después, me di cuenta de que estaba acariciando una foto de su
cara.
Volví a meterme en la cama y entonces me imaginé con él allí
durmiendo, como la semana anterior, escuchando su corazón, con la mano
sobre su pecho mientras me abrazaba muy fuerte. Y fue así cuando
conseguí relajarme y dormir hasta que la claridad que se colaba entre las
rendijas de la persiana me indicó, a modo de bronca, que ya era hora de
abandonar el lecho para empezar con la rutina diaria. Y más rápido de lo
habitual porque no había escuchado el despertador. Cuando me percaté de
la hora, abrí la ventana para ventilar y después, la puerta del armario para
coger lo primero que me pareció apropiado, teniendo en cuenta que la
temperatura era algo más cálida ese día. Luego, entré en el baño para
intentar despertarme con una ducha exprés.
Poco más tarde, a las nueve y doce minutos, bajaba las escaleras
mecánicas del metro con el pelo mojado y un vestido largo de canalé. Era
sin mangas, de color verde militar y se me ajustaba al cuerpo más de lo que
solía hacer mi ropa habitual. Pero, para disimularlo, lo había cubierto con
una chaqueta negra de mangas larguísimas que me llegaba hasta los muslos,
que acompañaba con mis características botas militares. Cuando llegué
hasta el final del andén, Rafa estaba ya allí esperándome. Me miró de arriba
abajo.
—Buenos días, churri —me saludó con un gesto bastante neutro.
—Buenos días, Rafa —le respondí para acercarme a darle el beso de
rigor, aquel descafeinado que no tenía nada que ver con ese otro que le
debía.
Él me agarró de la cintura, pero no con demasiado ímpetu, se notaba
que aún estaba molesto por lo del día anterior. Le acaricié la mejilla, esta
vez suave, recién afeitada.
—¿Estás enfadado? —le pregunté.
—No —me contestó, sin más adornos.
—No te creo.
—Es tu problema.
Me separé de él molesta por su tono seco.
—Así no vamos a parecer una pareja —evidencié.
—Pero ¿alguna vez lo hemos parecido?
—Vale, Zurbano, ya está bien. ¿Es por lo del beso? Te lo doy ahora
mismo y terminamos con esto.
Respiré profundamente y me acerqué hasta él con resignación.
—No. —Me puso las manos sobre los hombros—. No quiero que
hagas algo que no quieres hacer.
—No te entiendo, Rafa. Pero ¿por qué tanto empeño en besarme?
Pensaba que no te gustaba.
—No es eso.
—Entonces, ¿qué es? Explícamelo porque, de verdad, no entiendo
nada. Ayer descubrimos el dígito de la cuarta planta. Deberíamos estar
contentos y, sin embargo, nos fuimos los dos a casa mosqueados. Es que no
tiene sentido.
—Es que nada entre tú y yo tiene sentido —afirmó muy serio.
En ese momento entró un tren en el andén, pero ninguno de los dos nos
movimos.
—¿Y qué hacemos, Rafael? ¿Cómo le damos sentido a esto?
Nos mirábamos a los ojos sin decir nada mientras la gente se
apelotonaba para entrar en un vagón que dejamos marchar.
—No podemos, Lidia.
—¿Podrías, al menos, decirme qué es lo que te ha molestado tanto, por
favor?
Él no hablaba. Yo suspiré.
—Mira, Rafa, yo no puedo estar así, es que no lo soporto más.
Además, he dormido poco y no he desayunado porque me he despertado
tarde del cansancio que tengo. Si no quieres contestarme, me voy a casa a
comer y a descansar y ya le pediré los apuntes a Silvia mañana.
Le miré dos segundos más y me di media vuelta para marcharme, pero
él me sujetó de la mano. Yo no quise girarme. No, hasta que él se
manifestase de alguna otra forma.
—Es que no lo sé —me dijo.
Me giré despacio para verle.
—¿Qué es lo que no sabes? —le cuestioné.
—Por qué estoy así. Ayer, cuando empezamos a discutir en la barca era
como un juego, pero estábamos tan metidos en nuestra película, que creo
que me dejé llevar demasiado. Y al final, cuando descubrimos el dígito y te
negaste a cumplir con aquel trato era como si, de repente, quisieses dejar de
jugar conmigo. No te cuesta nada entrar y salir del papel y supongo que eso
me molesta. Contigo me resulta muy difícil saber qué es realidad y qué es
ficción.
Me quedé muda ante aquello. Simplemente, permanecí de frente a él
mirándole a los ojos durante unos segundos que se me antojaron eternos.
—¿En serio crees que no me cuesta nada entrar y salir del papel
cuando hace un par de días me costaba hasta que me tocases? Cuando no
puedo dormir por las noches dando vueltas a esta situación. Me estoy
volviendo loca, Rafa. Y, además, eras tú al que le resultaba fácil actuar.
Siempre me has dicho que tengo que ser más natural, pero a ti te sale solo.
Mira estos días cuando hemos ensayado, cuando me decías que teníamos
que ser como actores, como bailarines.
—Sí, y así debe ser. Sólo que ayer no lo fue o, al menos, a veces sentía
que no lo era. Por eso quería darte otro beso, para demostrarme que no era
real porque el que nos dimos en la barca me pareció que sí lo fue —
confesó.
—¿Por mi parte o por la tuya?
—No lo sé, quizás por ambas.
—Pero sólo estábamos actuando, ¿no?
Otra vez silencio.
—No vamos a llegar a clase, ¿quieres que salgamos y demos un
paseo? Además, tienes que desayunar —me propuso.
Asentí. Y poco después subíamos por las escaleras mecánicas en
dirección hacia el parque.
—¿Y qué vamos a hacer? Mañana tenemos que actuar delante de
quince personas aquí mismo, en vuestra fiesta de cumpleaños —le
cuestioné una vez sentados en nuestro banco.
—Pues seguir como hasta ahora.
—¿Discutiendo cada dos por tres? Me dijiste que nos
acostumbraríamos, pero no está siendo así —le eché en cara.
—El problema es que cuando discutimos es cuando somos capaces de
averiguar las pistas clave.
—No, el problema es que cuando descubrimos la clave de ayer no
estábamos discutiendo, sino todo lo contrario, porque habíamos pasado de
nivel. Discutir no lo tenemos vetado por pacto, pero esto sí, o, al menos,
limitado.
Respiró profundamente.
—Puede que tengamos que seguir practicando para que lo de actuar
nos resulte natural —afirmó.
—Pero eso no nos va a servir de nada. Quizás sí para parecer una
pareja de cara al resto, pero si pensamos en este enigma de la libreta,
cuando somos más brillantes es cuando saltan chispas entre nosotros, de
una manera o de otra.
—¿Y qué vamos a hacer para no quemarnos con ellas?
—No lo sé. ¿Un cortafuegos?
—¿Un cortafuegos, tía?
—¡Y yo qué sé! Estamos jodidos, Zurbano.
Me dio la mano y se giró para ponerse de frente a mí.
—Tengo miedo de perderte, Lidia. Ayer lo tuve. No quiero que dejes
de caminar a mi lado. Tengo miedo de que uno cruce la línea y el otro se
quede al otro lado.
—Yo también lo tengo, pero al menos ya sabemos dónde estamos y el
riesgo que corremos, trataremos de no soltarnos de la mano. —Le acaricié
la mejilla para besarla después —. Hoy estás suave.
Él sonrió y yo le miraba pensando que quizás uno de los dos ya había
cruzado esa línea, o puede que ni siquiera supiéramos en qué lado de ella
estábamos. Pero eso es algo que nunca nos diríamos, precisamente por eso,
porque ambos teníamos miedo de que el otro supiera que no estaba en el
mismo punto y se soltara de la mano. Puede que, después de todo, ese beso
que me pedía Rafa el día anterior fuese necesario para saber en qué lugar
nos encontrábamos cada uno.
—Entonces, ¿no quieres desayunar? —me preguntaba.
—Sólo si es una de esas palmeras del otro día.
—Eso está hecho, Yerbis.
Cincuenta minutos más tarde, y después de habernos tomado dos
palmeras calientes, estábamos entrando en la facultad para acudir a la
siguiente clase. Nuestros amigos esperaban en la puerta del aula de la planta
baja y nos observaron sorprendidos cuando nos vieron aparecer.
—Pero, y vosotros, ¿dónde estabais? —indagaba Silvia.
—Tu amiga, que se ha levantado cariñosa hoy y, claro, no iba a dejarla
con las ganas.
—Rafa, tío. —Le di un manotazo.
—¿Qué? ¿Acaso no es verdad, churri? —decía Zurbano mientras me
cogía de la cintura para darme un beso breve en el cuello, sospecho que
utilizando aquella alternativa como opción para evitar mis labios—.
Además, se ha puesto hoy ese vestidito marcando curvas y no me ha dejado
otra opción. Que para disimular lleva esa chaqueta encima, pero lo que hay
debajo… Pffff… —Y esto último lo dijo mirando de soslayo a Vázquez,
como si estuviera alardeando de haber conseguido un pequeño triunfo que
su amigo deseaba, a pesar de que no era real—. Por cierto, felicidades,
Danny Boy. —Le dio una palmada en el hombro.
—Ay, sí, felicidades, Dani —me acerqué a darle dos besos.
—Gracias —nos contestó con un gesto un tanto confuso.
—Luego echamos otro a tu salud, ¿verdad, churri? —afirmó Rafa
disfrutando con aquello.
Pero a Dani no parecía haberle hecho mucha gracia el comentario,
aunque sonreía de manera forzada tratando de disimular. Yo meneaba la
cabeza sonriendo, pero por motivos distintos a los que se imaginaban
nuestros compañeros.
En las siguientes asignaturas, Rafa y yo nos sentamos separados para
darnos un poco de espacio que pusiera a cada uno en su lugar, tratando de
enfriar una relación que no sabíamos por dónde agarrar para no quemarnos.
Tras la última lección del día, me fui con Silvia a hacer una copia de
los apuntes de la asignatura a la que no habíamos acudido, mientras Rafa
hablaba con Vázquez y Juanan. Cuando volvimos, Zurbano se dirigió a mí.
—¿Quieres que nos quedemos a comer con ellos, que aún están de
prácticas, y después nos vamos a estudiar a la biblio un rato? —me propuso.
—Por mí, vale. ¿Te quedas tú? —le pregunté a Silvia.
—Pues hoy me iba a ir a casa, pero vale, me quedo y luego me voy
con Rodri —respondió ella.
Rafa me sonrió y yo le devolví aquel gesto, supongo que aquella
decisión de pasar más tiempo con nuestros amigos nos daría un respiro y
eso nos aliviaba, aunque Silvia lo interpretó de otra manera.
—Chica, ¿cómo lo hacéis? —me habló en voz baja cuando íbamos
hacia la cafetería—. Porque no paran de saltar chispas entre vosotros, tiene
que ser un máquina en la cama, bueno o tú.
—Tía… —La miré con gesto de reprobación, como si se hubiera
pasado de la raya al hacer ese comentario.
—Es una auténtica fiera, Zea —intervino Zurbano en voz baja
acercándose a nosotras mientras nos adelantaba.
Puse los ojos como platos. Pero ¿de dónde había salido y cómo la
había escuchado?
—¡Rafa! —le eché la bronca.
Él me sonrió, contagiándome con aquel gesto.
Tras una comida distendida, nos dispusimos a estudiar un rato. Silvia y
yo nos habíamos sentado al lado y, enfrente, teníamos a Vázquez, Juanan y
Zurbano. Rafa estaba justo delante de mí, copiando los apuntes de la
primera clase del día que nos había fotocopiado Silvia, con ese gesto serio y
responsable que ponía cuando estaba concentrado, haciendo girar el
bolígrafo entre sus dedos mientras se quedaba leyendo algún párrafo.
De repente, levantó la vista para mirarme. Yo estaba copiando lo
mismo que él, pero me había detenido para observarle mientras jugueteaba
con el capuchón del bolígrafo, que había apoyado en mis labios. En aquella
ocasión no aparté la vista, sino que dejé de mover el bolígrafo cuando se
cruzaron nuestras miradas, como si así esperase iniciar una conversación
que no sabía muy bien de qué trataba. Y se me aceleró el corazón cuando vi
que él no apartaba sus ojos de los míos.
Bajé la mirada al papel de nuevo y dejé caer los hombros de la
chaqueta dejando los míos al descubierto, tenía calor. Un calor que provenía
de aquella relación que empezaba a abrasarnos. Notaba que Rafa volvía a
mirarme, pero esa vez no le correspondí, simplemente, me deslicé en la silla
hacia abajo para estirar las piernas al frente, como si de esa manera pudiese
estar más cerca de él. Segundos más tarde, algo me volvió a acelerar el
corazón, eran sus piernas tocando las mías, abrazándolas, quedando así
entre las suyas. Yo sonreí cuando noté su tacto y él también lo hizo porque
cuando volví a mirar al frente, le vi escribiendo con ese gesto dulce en el
rostro.
Poco después, algo nos hizo desviar la atención de aquello. Fue la
despedida de la bibliotecaria a una persona que no podía pasarnos
desapercibida.
—Por aquí estaremos, doctor Hernández —le decía a un señor
sexagenario.
Rafa y yo nos miramos al escucharlo. Es cierto que aquel era un
apellido común y podía referirse a otra persona, pero no podíamos
quedarnos allí sin averiguarlo. Me recoloqué la chaqueta y nos levantamos
deprisa para salir de aquella sala ante la atenta mirada de nuestros
compañeros, que nos observaban extrañados sin poder imaginarse que nos
disponíamos a seguir a un profesor jubilado.
Una vez en el pasillo, Zurbano me cogía del brazo para que fuéramos
detrás de él con disimulo por las escaleras, por las que se dirigía hacia
abajo. Le seguimos hasta el departamento de Farmacognosia, donde le
vimos entrar tras girarse para ver quién andaba a sus espaldas. Por suerte,
actuamos rápido y Rafa y yo nos paramos delante de las listas de alumnos
que había en el tablón de su entrada para disimular.
—Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Le esperamos para decirle algo? —le
pregunté a Rafa en voz baja cuando el profesor ya estaba dentro del
departamento.
—¿Y qué le quieres decir? Eso sería un canteo, Zuñi.
—¿Tú crees que habrá venido por algo relacionado con la libreta?
—Pues, teniendo en cuenta que no la encontramos en este
departamento, no lo creo.
—¿Y qué hacemos aquí?
—Y yo qué sé, al menos ya le hemos visto la cara.
—Sí, y él a nosotros —evidencié.
—¿Y qué? No sabe que tenemos la libreta. Para él sólo somos unos
alumnos viendo sus notas —me calmaba.
—Pues quizás deberíamos irnos antes de que vuelva a salir, ¿no? Para
no levantar sospechas. Total, ¿qué más podemos hacer? Imagina que se da
cuenta de que estamos detrás de esto y se pone a borrar las pistas que nos
quedan.
—No jodas, tía.
—Y yo qué sé.
—Bueno, vamos a tranquilizarnos. Seguro que no se ha dado cuenta de
nada.
—Pero podría percatarse de que la libreta ha desaparecido de su
escondite, ¿no? —continué con mis cábalas.
—O, a lo mejor, no. En primer lugar, no sabemos si él la escondió allí,
teniendo en cuenta que no es el departamento al que pertenece. Y, en caso
de ser así, no se va a arriesgar a subir al laboratorio de Química
Farmacéutica a comprobarlo ahora, que esto está lleno de gente. Piénsalo.
Si yo hubiese creado algo así, sería más fácil y discreto intentar averiguar si
alguien está detrás de las pistas de la libreta, simplemente, acudiendo a los
lugares que aparecen en el mapa o esperando a esa persona en el sitio final.
Todo está protegido con una clave, pero esa clave debe de estar en algún
emplazamiento que aún no conocemos. Quizás él esté allí esperando a ver
quién aparece.
—Puede ser, pero mejor vámonos por si acaso, que no nos vuelva a
ver.
—Vamos.
Volvimos a subir a la segunda planta.
—Tranquila. Vamos a seguir, pero no te rayes con este hombre, ¿vale?
—me decía—. Seguro que no se ha dado cuenta de nada. Además, tampoco
sabemos si ha sido él quien lo escondió ahí.
—Ya, tienes razón. Es que tengo mucho sueño y hoy no puedo pensar
con mucha claridad.
—¿Quieres ir a dormir, Yerbis?
—Es que Silvia se ha quedado por mí y ahora me parece feo que nos
vayamos tan pronto, son las cuatro menos veinte.
—Vale, sí, quedaría un poco mal.
—Si quieres, nos quedamos hasta las seis o así y luego nos vamos —le
propuse.
—Me parece bien, pero espera, ¿quieres que nos riamos un rato?
—Miedo me das, ¿qué se te está ocurriendo?
—Ven, déjame. —Empezó a revolverme el pelo.
—¿Qué haces, Rafa?
—Ya verás, ya. Bájate un poco la chaqueta de un hombro y
despéiname tú a mí.
—¿Qué?
—Sí, tía, espera.
Se descolocó la camiseta para que le quedase desigual, metiendo un
lado por la cintura de su pantalón para dejarla por fuera por el otro.
—Nos hemos ido de repente y corriendo y nos van a preguntar. Vamos
a evitarlo y, de paso, a echarnos unas risas —explicó.
—¿Quieres que parezca que venimos de…?
—Si esa frase termina con montárnoslo en el baño, la respuesta es sí,
Yerbis.
Sonreí meneando la cabeza y empecé a despeinarle.
—Ahora tenemos que entrar colocándonos la ropa y peinándonos —
añadió.
—Espera, espera —le pedí para desabrocharle los botones que ese día
llevaba en el cuello de su camiseta—. Aunque quedaría mejor si te
arrancara alguno.
—Oye, Zuñi, a ver si al final va a resultar que eres una fiera de verdad.
—Lástima que no puedas averiguarlo, ¿eh?
—Eh, eh, ¿adónde vas? —me preguntó cuando vio que me disponía a
darme media vuelta para entrar—. Un poco más de realismo, ¿no? —Me
retorció el vestido para que las costuras quedaran descolocadas, bajando
aún más uno de los hombros de la chaqueta, junto con uno de los tirantes
hasta dejar a la vista el del sujetador—. Ahora, sí, vamos.
Entramos a la biblioteca colocándonos el pelo, que tan sólo segundos
antes nos habíamos despeinado adrede. La cara de nuestros compañeros al
vernos era un poema. Yo miraba a Rafa cuando nos sentamos, sin poder
parar de sonreír. Después, a Silvia, que tenía la vista clavada en mí con los
ojos como platos.
—¿Qué pasa? —le dije mientras me peinaba el flequillo con las
manos.
—Nada, nada —respondía para después mirar a Rafa, que se
abrochaba los botones de la camiseta.
Al dirigir mi vista al frente, vi en mi diagonal a Vázquez
observándome el hombro semi desnudo y el escote del vestido torcido con
cara de estupor. Juanan, en mi otra diagonal, simplemente, meneó la cabeza
y siguió leyendo el papel que tenía delante con una sonrisa en el rostro. Me
coloqué bien la ropa y volví a mirar a Rafa. Cuando me encontré con sus
ojos no pudimos evitar una sonrisa que intentaba esconder una carcajada. Él
fue más allá y me sacó la lengua guiñándome un ojo con mirada lasciva. Yo
le sonreía pasándome la parte de arriba del bolígrafo por los labios,
siguiendo con nuestra actuación. Y, después de aquello, clavamos la vista en
los apuntes que teníamos delante mientras sentíamos la mirada de nuestros
compañeros, que no daban crédito a lo que acababan de ver.
Diez minutos más tarde, Juanan y Vázquez se despedían para irse a
realizar sus prácticas. Silvia seguía a mi lado con ganas de preguntarme
algo relacionado con nuestra repentina ausencia, pero no se atrevió hasta
que Zurbano se levantó para ir al baño.
—Pero, tía, ¿qué os pasa? Estoy flipando —me soltó de manera
atropellada.
—¿Por? —me hice la despistada.
—Por esos arrebatos de pasión, que parecéis animales en celo.
—Ah, bueno, ¿a vosotros no os pasa? —me referí a ella con Rodri.
Y allí dejé a la pobre pensando, quizás, en por qué en su relación no
existían esos momentos de ardor desmedido que Silvia desconocía que
fingíamos.
A eso de las seis, Rafa y yo nos despedimos de ella para salir de la
facultad en dirección a Moncloa. Yo creo que mi amiga lo agradeció
porque, aunque después de ese supuesto momento apasionado, Zurbano y
yo estuvimos muy concentrados estudiando, ella nos observaba de vez en
cuando para descubrir alguna mirada o alguna sonrisa de complicidad entre
nosotros que, a diferencia de lo anterior, no eran fingidas.
—¿Te apetece caminar? —le propuse.
—Sí, así nos da un poco el aire.
Nos cogimos de la mano siguiendo con nuestro teatrillo, que cada vez
lo era menos, para pasar de largo la boca del metro y continuar por la
Avenida Complutense en dirección a Moncloa.
—¡Ay, qué risa, tía!, las caras de Danny Boy y de Zea eran todo un
poema cuando nos han visto entrar así —me decía.
—Sí. Y lo mejor es que cuando has ido al baño, Silvia ha querido
curiosear, sorprendida por nuestros arrebatos de pasión.
Suspiramos después de aquellas risas.
—Y ahora, ¿qué quieres hacer? —me preguntaba.
—Podríamos pasar el texto de la quinta planta. ¿Vamos a mi casa?
—Vale.
Continuamos con el paseo aderezado por la temperatura templada de
aquella tarde hasta llegar a las calles aledañas a mi morada.
Pocos minutos después, estábamos accediendo al portal que conducía
hasta mi piso. Cuando entramos, se escuchaba música dentro de la
habitación de Laura, seguramente estaría allí avanzando con su trabajo de
fin de curso.
—¿Quieres tomar algo? —le ofrecí.
—No, no, gracias. Bueno, un vaso de agua.
—Hay que ver qué barato me sales, Zurbano.
—Para que luego te quejes de novio.
Le sonreí antes de entregarle la bebida que me había pedido.
—Bueno, ¿y de qué va la quinta? —traté de averiguar.
Delante de nosotros teníamos toda la documentación necesaria para
trabajar en el misterio que nos envolvía. De fondo, nos acompañaba aquella
emisora de radio con canciones de los años ochenta, que yo acababa de
conectar.
—Pues es la melisa y está ubicada en Norte, o sea, en Príncipe Pío —
habló él.
—Pues, cuando quieras, estoy lista para copiar.
Rafa comenzó a dictarme aquella información, tratando de decirme
todos los detalles para que quedaran reflejados de la mejor manera.
Unos treinta minutos después, me senté junto a él en la cama para leer
aquel papel, tratando de obtener alguna pista sobre esa quinta planta.
Bostecé.
—¿Tienes sueño, Yerbis?
—Un poco, ya te lo dije antes.
—¿Quieres que me vaya?
—No, no, quédate y seguimos un poco con esto.
Pero los minutos pasaban y tampoco veíamos nada especial en aquella
información. Sólo eran datos generales de esa planta, cuyo texto no tenía
líneas de diferente extensión, ni bibliografía, ni parecía albergar ninguna
falta de ortografía, por muy pequeña que fuese. Rafa bostezó.
—¿Tienes sueño? —indagué.
—Estoy cansado. Es que el día ha sido muy largo.
—Sí. —Permanecí unos instantes en silencio—. ¿Quieres que
paremos?
—No. Bueno sí, un rato.
—Vale —le dije y me levanté para dejar el cuaderno que tenía delante
en el escritorio.
Cuando me giré, él me miraba fijamente.
—¿Qué pasa? —le cuestioné cuando vi su gesto.
Me cogió de las manos.
—Quiero dormir un poco… contigo…
Yo suspiré y me senté junto a él.
—Yo… no puedo, Rafa. Es que… ya sabes que esto es raro y… no
podría soportar que mañana estemos otra vez distantes y discutiendo por
haberlo hecho. Mira lo que nos pasó ayer.
—Pero esto no es lo mismo, ayer igual nos pasamos un poco cruzando
la línea con algunos de los puntos del pacto, pero sabes que… es diferente.
—Ya, pero prefiero no hacerlo.
—¿No quieres?
—No es eso. —Le acaricié la cara, un poco menos suave que como se
había mostrado durante la mañana de aquel mismo día, por su barba
incipiente—. Me encantaría, pero no me lo pidas, por favor. Acuérdate de lo
que nos pasó la semana pasada, el día que fuimos a Ibiza, que acabamos
discutiendo, de mal rollo. No quiero que nos vuelva a suceder —le
expliqué.
—Esto es el cortafuegos del que hablabas esta mañana, ¿no?
Asentí. Él se levantó.
—¿Te has enfadado? —le pregunté poniéndome de pie para estar junto
a él.
—No, tranquila, lo entiendo —afirmó y después me besó en la frente.
Yo le abracé y él me correspondió hasta que respiró profundamente
encima de mi cabeza.
—Será mejor que me vaya —me dijo—. Así podremos descansar los
dos. Mañana va a ser un día muy largo también.
Lo decía por el cumpleaños que íbamos a celebrar a partir de las nueve
de la noche.
Le acompañé hasta la puerta de casa para despedirnos.
—Ten cuidado, ¿vale? —le pedí.
—Sí, tranquila. Mañana nos vemos a las nueve y diez donde siempre,
¿no?
—Sí.
Nos acercamos para darnos dos besos, pero el segundo fue como a
cámara lenta, como si no quisiésemos que acabara nunca.
—No quiero perderte —le susurré mientras le acariciaba la mejilla,
como justificación a mi negativa a haber dormido con él.
Rafa cerró los ojos mientras ponía su mano sobre la mía para disfrutar
del tacto de aquella caricia sobre su rostro, como si tratara de que se
alargase, de que sucediera muy despacio, deseando que durase toda la
noche. Después, me besó la palma.
—Ni yo a ti, muñequita —dijo al fin.
Y, tras aquello, desapareció detrás de la puerta del ascensor con una
sonrisa en los labios y los ojos tristes, reflejando así el gesto de mi rostro, al
menos, hasta que pudiera volver a verle al día siguiente. Otra noche sin
estrellas, sin sueños, sin sus abrazos reales, que serían sustituidos por el
recuerdo de los que aún conservaba en mi memoria. Todo era justificable
con tal de no pasar la línea que podría separarnos. Aquella línea que
comenzaba a mostrarse confusa delante de nuestros ojos. Aquella línea que
ya nos separaba aún sin haberla cruzado.
26. Yo daría lo que fuera

Viernes, 8 de mayo de 1998

Aquel día me encontré con Rafa a las nueve y ocho minutos, ya me


estaba esperando en el andén.
—Buenos días, ¿cómo ha dormido mi churri hoy? —me saludó nada
más verme.
—Bien, ¿y tú? —le respondí justo antes de acercarme a darle el beso
de rigor, ese que nos dábamos todas las mañanas por pacto.
—Bien.
Estaba guapo, no sé por qué. Iba en vaqueros, como cada día, pero
llevaba una camiseta de color azul oscuro con un cuello blanco que
simulaba el de una camisa, que le daba un toque serio, interesante. O a lo
mejor era yo que cada vez veía el reloj funcionando durante más tiempo. El
caso es que se lo dije, sin más.
—Estás guapo.
Él sonrió.
—No tanto como tú.
Yo también sonreí. Y entonces llegó el tren.
—Pero si voy como siempre —le contesté.
Aquel día había vuelto a ponerme mi atuendo habitual de pantalón
ancho y camiseta, aunque había cambiado el abrigo por una chaqueta larga
porque los días comenzaban a ser más cálidos según avanzaba el mes.
—Pero tú siempre vas guapa, aunque trates de disimularlo. —Me besó
en la frente.
Desde que habíamos tenido aquel rifirrafe con el beso del trato que
hicimos en la barca del lago, ese que yo no había cumplido, él no se había
atrevido a posar sus labios sobre los míos. Tan sólo lo había hecho yo como
primer saludo en aquel par de mañanas que habían pasado desde entonces, y
el cual Rafa se había limitado a recibir. Supongo que no quería
incomodarme, que no diera un paso atrás en aquella relación que se
deslizaba debajo de nuestros pies como si fueran arenas movedizas.
Cuando llegamos a Ciudad Universitaria, nos agarramos de la mano y
fuimos caminando tranquilamente hacia nuestra facultad sin hacer muchos
comentarios.
—¿Cómo hacemos esta noche? —le pregunté cuando estábamos
llegando al aparcamiento que había cerca de la entrada.
—¿A qué te refieres, Yerbis?
—A que tenemos que hacer que somos pareja delante de todos.
—Pues como estamos haciendo hasta ahora, no se nos está dando tan
mal, ¿no?
—Por ahora, no.
—Por eso, tampoco tenemos que estar pegados todo el rato, vamos a
estar con nuestros amigos que hace un tiempo que no vemos, por lo que se
espera que estemos prestándoles atención. Sólo tenemos que ser naturales y
estar un poco pendientes el uno del otro, como si fuéramos novios, y ya
está. Estos van a estar a la fiesta.
—Vale.
Y allí comenzó una jornada de clases bastante monótona en la que
Rafa y yo nos sentamos por separado, y cada uno al lado de nuestros
respectivos amigos para calmar un poco la supuesta pasión vivida el día
anterior.
Al final de la jornada matutina, me despedía de Zurbano, que esperaba
al resto de los cumpleañeros para ir a comprar los aperitivos y bebidas
apropiados para aquella fiesta. Nos apartamos a un lado.
—Bueno, churri, luego nos vemos. ¿A qué hora quedamos? —me
consultaba.
—Cuando a ti te venga bien, tienes que descansar que, además,
mañana trabajas.
—Y doble turno.
—¿Doble turno?
—Sí, hago también el turno de tarde porque necesitaban que cubriese a
una compañera que se va de boda y me viene bien la pasta, así recupero lo
de la semana pasada, que como fue fiesta y no curré…
—Ah. ¿Y de qué hora a qué hora trabajas?
—De nueve a nueve —me confirmó—. Aunque, no te preocupes, que
quedaremos después para…, ya sabes.
—Pero vas a acabar agotado, no hace falta, podemos quedar el
domingo y así descansas.
—No, estaré bien. Así avanzamos, que hoy no nos va a dar tiempo a
ver nada —me dijo en voz baja.
—Bueno, como quieras. Pero descansa luego, por lo menos. Échate
una siesta y ya nos vemos a las nueve en la entrada del metro del
intercambiador, hemos quedado allí con todos, ¿no?
—Sí, sí. Allí hemos quedado.
Permanecimos unos instantes en silencio.
—No te esmeres mucho en esconder tu belleza —me pidió, como
dándome a entender que le gustaría que esa noche me pareciese más a la
chica que conoció el primer día de clase.
—Vale, pero sólo si te pones guapo para mí.
—¿Quieres que vuelva a ponerme el traje, Yerbis?
—No, hombre, no pegaría mucho en un parque. Pero te dejo que me
sorprendas.
—Vale, pero sólo si tú me sorprendes a mí.
—Hecho.
Y allí nos quedamos mirando, como dos tontos que parecían
enamorados, cuando la realidad era que nos estábamos retando. O, al
menos, eso era lo que queríamos creer. Entonces nuestros compañeros
llamaron a Rafa para anunciar su partida hacia un gran supermercado. Él
dudó de cómo despedirse de mí, creo que no se atrevía a poner su boca
sobre la mía y, en lugar de eso, me dio un abrazo y un beso en la mejilla
muy cerca de los labios.
—Hasta luego, muñequita —me dijo al oído.
—Hasta luego, morenito.
Y me sonrió cuando escuchó que le llamaba así.
Un rato después de comer, estaba enfrente de mi armario con las
puertas abiertas buceando entre mi ropa, decidiendo qué ponerme para no
esconder mucho mi belleza, tal y como me había solicitado Zurbano. No
sabía por qué decantarme. Mi ropa pasaba de un extremo a otro y tampoco
quería repetir el vestido de florecitas porque, al fin y al cabo, lo que
habíamos pactado era sorprender al otro. ¿Cómo podría sorprenderle?
Segundos más tarde estaba llamando a la puerta de la habitación de
Mariola.
—Pasa —me habló con su acento característico.
Cuando entré, la encontré haciendo una composición de fotos de
amigos, supongo que estaba preparando un regalo para alguien.
—Necesito tu ayuda —confesé.
—Dime —me contestó sin despegar los ojos de la barra de pegamento
que estaba utilizando para fijar aquellas imágenes sobre una cartulina.
—Tengo que arreglarme para sorprender a alguien y no sé qué
ponerme.
En ese momento soltó lo que tenía en la mano y levantó la vista para
mirarme con una sonrisa.
—¿Es para tu novio? —trató de cotillear.
—Eh… Bueno… Sí —afirmé. Total, era lo que pensaba todo el
mundo, así que de perdidos al río.
Ella sonrió levantándose de un salto de la silla, como si aquello la
hubiera motivado de verdad.
—Vamos, eso está hecho, ¿a qué hora has quedado?
—A las nueve.
—Vale, yo también he quedado a las nueve. —Consultó su reloj—.
Son las seis y cuarto, así que tenemos tiempo de sobra. Ya verás, le vas a
dejar sentado de culo —decía mientras daba unas palmadas al estilo
flamenco.
El armario de Mariola era como la sección de moda joven de cualquier
gran cadena de tiendas de ropa, variaba de estación a estación. Salía mucho
y se arreglaba con tanta frecuencia que tenía un sinfín de prendas que
raramente repetía.
—¿Adónde vais? —me preguntaba.
—Al parque del Oeste a celebrar un cumpleaños.
—¿De botellón?
—Bueno, tampoco lo definiría así, pero…
—Vale, tiene que ser algo con lo que te puedas sentar en el suelo. —Y
casi sin terminar aquella frase se puso a rebuscar en su armario lo más
apropiado que prestarme.
Unas dos horas y media más tarde, me miraba al espejo antes de salir
de casa no muy convencida con mi aspecto, me veía extraña. Dudaba de si
Rafa conseguiría sorprenderme más que yo a él después de ver mi reflejo.
Con el pelo lleno de gel fijador y los ojos maquillados más de lo normal,
aunque conseguí, tras pelear mucho con Mariola, que fuera la única parte de
mi cara que recibiera algo de maquillaje y en tonos discretos, junto con mis
labios, adornados con un brillo de color coral. Pero lo más llamativo para
mí era la ropa, consistente en una falda pantalón corta, también en rojo
coral, con un cinturón de tela del mismo tono y una blusa blanca de punto.
Como Mariola era más baja que yo, aquella falda pantalón me quedaba un
poco más corta que a ella, pero era lo suficientemente larga como para estar
cómoda. Como calzado, volví a elegir aquellas zapatillas de lona con tacón
y plataforma, ya que no me valía nada de mi compañera de piso, que
calzaba dos números menos que yo.
—Estás espectacular, niña —opinó ella antes de salir por la puerta a
disfrutar de su noche.
Me puse una chaqueta vaquera, que recuperé de mi época anterior, y
salí de esa guisa hacia el lugar pactado. Cuando llegué, todos se volvieron
hacia mí.
—¿Zuñi? —me preguntaban.
—Hola —dije tímidamente.
Y mientras saludaba y escuchaba a algunos de mis compañeros
hacerme elogios por llevar aquel atuendo, yo buscaba con la mirada a Rafa
sin mucho éxito. Hasta que acabé la ronda de saludos y me lo encontré de
frente, recién salido del metro. Sin palabras. Sin pestañear, como lo estaba
yo cuando le vi aparecer. Recién afeitado, con el pelo peinado de manera
desenfadada, también con gel. Llevaba un pantalón de vestir de color azul
marino, una camisa blanca de rayas azules, que resaltaba su moreno, y una
cazadora fina de color tostado, acompañados de unos zapatos marrones de
piel vuelta con cordones, conjunto que sospechaba que hubiera utilizado en
una boda de verano, pero con el que, sin duda, había conseguido lo que se
proponía, sorprenderme.
—Pero ¿vosotros os habéis enterado de que la celebración es en un
parque? —escuchamos decir a alguno de la panda.
Entonces todos empezaron a saludar a Rafa de manera cariñosa sin
dejar que nos acercáramos el uno al otro, sin poder besarnos, sin poder
hablarnos.
—Eh, que ya nos han contado que Zuñi y tú estáis saliendo. Quién lo
iba a decir, ¿eh? —le comentaban para luego mirarme a mí.
Y entre el barullo de gente, de repente, apareció Vázquez a mi lado.
—¿Lidia? —Me miraba sorprendido—. No te conocía. —Se acercó
para darme dos besos, agarrándome de la cintura con el fin de quedarse más
cerca de mí de la cuenta.
Por suerte, el resto de la panda empezó a saludar a Dani y una mano
me rescató de aquel tumulto, aunque sospecho que su intención era
rescatarme de Vázquez.
—Lidia —me acarició la cara—, ¿quieres hacerme sufrir?
—Yo nunca haría sufrir a mi novio —le respondí.
—Pero sí al que se hace pasar por él, ¿no? —me dijo al oído mientras
me invadía su aroma, quizás un poco más intensa que en otras ocasiones.
—¿Te hago sufrir? ¿Por qué dices eso, Rafa? —le susurré embriagada
por su perfume.
—Porque me estoy muriendo de ganas por besarte —afirmó
haciéndome cosquillas en la oreja.
—Es buen momento para decir esa frase, sí, todos esperan ver que
estamos locos el uno por el otro —le contesté, puede que para que no se
diera cuenta de que sus palabras me habían dado un vuelco al estómago.
Era el cortafuegos. La manera que tuve de decirme a mí misma que aquello
que me estaba diciendo no era cierto, sino que formaba parte de un guion—.
Por cierto, estás muy guapo. —Le acaricié la mejilla—. ¿Quieres que te
diga yo a ti que me muero de ganas por besarte?
—Eso sólo me haría sufrir más.
Llegó Silvia a nuestra vera.
—Qué guapos estáis, ¿no? Pero, a ver, separaos un poquito, que sois
capaces de desaparecer en medio de la fiesta —intervino ella, tras lo cual,
otros integrantes de la panda se rieron.
A partir de entonces, no nos dejaron acercarnos mucho. Rafa fue
requerido por el resto de cumpleañeros para llevar las cosas que había
traído Vázquez en su coche, hasta el sitio elegido para celebrar la fiesta, y
después, estuvo rodeado por los antiguos compañeros masculinos del turno
de tarde, que echaban de menos sus bromas. Por mi parte, estuve casi todo
el rato pegada a Silvia y rodeada por algunas de las chicas, que no paraban
de preguntarme acerca del inicio de la relación con Rafa y de lo cambiado
que le veían así vestido. No eran las únicas. Más tarde, Juanan comenzó a
tocar la guitarra para acompañar a Vázquez y a Raúl, que nos cantaban odas
dedicadas a todos los presentes. Sólo cuando hubo finalizado aquello, Rafa
y yo pudimos aproximarnos el uno al otro.
—Nosotros preocupados por aparentar ser una pareja y no nos dejan ni
estar juntos —le comenté.
—¿Me echas de menos, Yerbis?
—Oye, ¿no iba a venir Zurbarán a la fiesta? —le pregunté para no
tener que responder a su cuestión.
—Al final no ha podido porque tenía hoy otra movida con su churri,
pero me ha dicho que podíamos quedar con ellos el próximo viernes, que
tiene ganas de vernos a los de la panda de clase. Además, se ha alegrado
mucho de que estemos juntos.
—¿Zurbarán se ha echado novia? —Sonreí.
—Eso parece.
—A ver, que llenemos un poco los vasos por aquí —nos decía Pedro,
interrumpiendo nuestra conversación mientras agarraba una botella de
whisky.
—No, no, yo no bebo —rehusé su invitación.
—Pero Zurbano sí, ¿no?
—Yo no quiero más, sólo Coca Cola —le decía Rafa.
—Pero, venga, tío. —Volcó la botella para rellenar con aquella bebida
alcohólica el recipiente de plástico que sostenía Zurbano, pese a su
negativa.
—¡Que te he dicho que no! ¿O es que estás sordo? —le respondió en
tono borde apartando el vaso, con lo que el whisky cayó en el suelo.
—Vale, vale, tampoco hay que ponerse así. —Se fue con el licor para
ofrecérselo a otros integrantes de la panda.
Yo miraba a Zurbano atentamente.
—Rafa, ¿estás bien? —intenté averiguar.
—Sí, sí, es que no sé en qué idioma hay que hablarles para que lo
entiendan —explicó mientras se sacudía la mano mojada con el whisky
derramado.
Yo aún le observaba sorprendida cuando vinieron a buscarle para
entregarles los regalos, a la vez que Silvia vino a requerir mi atención.
Volvieron a separarnos.
Más tarde, contaban peripecias de clase y reían las gracias relacionadas
con los profesores y sus motes, fue entonces cuando mi amiga se despidió
de mí para marcharse de la fiesta, eran las once y media, hora a la que había
quedado con su novio, que la venía a recoger.
Me quedé sentada en el suelo al lado de las chicas, pero sin participar
en su conversación. Miraba a mi alrededor viendo a Rafa hablando con sus
amigos y a Juanan tocando unos acordes solo, sin nadie que le prestase
atención. Me acerqué hasta él para sentarme a su vera.
—¿Qué tocas?
—¿No la conoces? —me contestó y empezó a cantar en voz baja—. En
la vida conocí mujer igual a la flaca, coral negro de la Habana,
tremendísima mulata…
Le escuchaba fascinada por aquella melodía hasta que la voz de otra
persona, que acababa de sentarse junto a él, se unió cantando aquella
canción de Jarabe de Palo. Lo hizo con más potencia y entonación que
Juanan, clavando su mirada en la mía:
—Y en la cara dos soles que sin palabras hablan. Que sin palabras
hablan…
Continuaron cantando juntos hasta que el segundo integrante le hizo
una señal a Juanan para que le dejara seguir sólo con la voz mientras
Talavera tocaba la guitarra.
—Mojé mis sábanas blancas como dice la canción, recordando las
caricias que me brindó el primer día y enloquezco de ganas de dormir a su
ladito ¡porque Dios que esta flaca a mí me tiene loquito! A mí me tiene
loquito —cantaba sin apartar sus ojos de los míos—. Por un beso de la
flaca yo daría lo que fuera, por un beso de ella, aunque sólo uno fuera. —
Y fue en esa parte cuando más emoción puso. Su voz sonaba realmente
bien, acompañada por la guitarra de Juanan. Tan bien, que consiguió
traspasarme, emocionarme. Todos los del grupo enmudecieron para
escucharlos sin percatarse de que me estaba lanzando aquella última frase
como una flecha directa al corazón. Como una súplica de un calibre que
pareció aún mayor al sonar sin ser acompañada de la guitarra—. Aunque
sólo uno fuera.
Y todos aplaudieron. Todos, menos yo, que me quedé inmóvil sin
poder apartar mis ojos de la mirada de Rafa, quien me imploraba en forma
de canción aquel beso que le debía. Simplemente, me levanté para
aproximarme hasta él, que hizo lo mismo para estar de frente a mí, ajeno a
todo lo que le rodeaba. Le puse las manos detrás del cuello y acerqué mi
cabeza a la suya.
—Rafa…
Él me miraba en silencio. Yo le acaricié la cara. No podía hablar, no
podía decirle que me estaba muriendo de ganas por besarle.
—Aunque sólo uno fuera —me dijo—. Necesito saberlo.
Alguien volvió a separarnos, alguien que nos pidió que dejáramos esos
momentos para la intimidad y que, entonces, nos tocaba prestar atención a
los amigos, a los que últimamente no veíamos muy a menudo por estar en
un turno de clases diferente. Y mientras Rafa estaba rodeado por nuestros
compañeros que le pedían a él y a Juanan que interpretasen juntos otra
canción, yo me alejé de aquel meollo para servirme un poco de refresco,
algo que me dejara pasar el nudo que tenía en la garganta. Cuando lo hice,
Vázquez se acercó a mí. Él también se había arreglado para la ocasión,
aunque de manera más informal que Rafa. Llevaba un vaquero azul oscuro
que parecía nuevo y una camisa blanca con los dos botones de arriba
desabrochados. Un atuendo que, seguramente, hubiera captado mi atención
un mes antes, pero que en ese instante me parecía más bien del montón,
como me lo parecería cualquier atuendo que no estuviera sobre el cuerpo de
Zurbano.
—Espera, yo te echo —me decía sujetando una botella de limón.
—Gracias.
—Hace buena noche, ¿verdad? —afirmó mientras sonaban las
burbujas de mi refresco al caer al vaso, y aquella absurda conversación de
ascensor consiguió diluir un poco la emoción que comenzaba a
sobrepasarme.
—Sí, hace bueno, se está muy bien aquí, aunque hay mucho jaleo —le
decía porque realmente lo que quería era escapar de ese lugar, de esa
situación, de él.
—Sí, estos dan muchas voces.
—Demasiadas.
Silencio. Tampoco sabía muy bien de qué hablar con Vázquez, y desde
que Rafa me había contado sus comentarios desagradables, me dirigía a él
de manera un poco más seca, no podía evitarlo.
—Zurbano está muy solicitado hoy, ¿eh? —continuó. No sé adónde
quería llegar con aquella frase, pero quizás pretendía darme a entender que
me estaba dejando sola para atender al resto.
—Ya sabes cómo es, muy extrovertido.
—Y tú eres lo contrario.
—Dani, ¿vas a empezar otra vez con lo de que somos muy diferentes?
—No, no. Perdona. Sólo era un comentario. Es que me parece que no
estás muy cómoda aquí.
—No es eso. Es que la mitad están ya un poco tostados por el alcohol
y, como yo no bebo, no estamos en la misma onda. Empiezan a hablar a
gritos y la verdad es que me agobian un poco. Prefiero charlar con alguien
que esté sereno. Soy rara, ¿qué le voy a hacer?
—¿Rara? ¿Por qué?
—Por no beber.
—Bueno, eso no es ser rara, es ser diferente y eso no es malo. Rafa
tampoco bebe o, al menos, no mucho.
—Ya.
—Y yo también estoy sereno.
Otra vez silencio. Supongo que no podía decirle «adiós, me voy a
casa», que era lo que me hubiera gustado, y lo que hubiese sucedido en
condiciones normales. Pero marcharme sin mi supuesto novio era algo que
no podía o no debía hacer si quería ser consecuente con la pantomima que
nos habíamos montado Zurbano y yo. Y Dani no podía o no debía invitarme
a salir de allí por la misma razón, fuesen cuales fuesen sus intenciones.
Aunque puede que él no estuviera dispuesto a rendirse tan pronto y
continuó hablando.
—Lidia… ¿Quieres…? —no pudo terminar aquella pregunta porque
alguien le interrumpió.
—Lidia —me dijo esa segunda voz, la misma que me había estado
cantando unos momentos antes—, ¿estás bien?
—Sí, sí, sólo que…
—¿Quieres que nos vayamos? —me preguntó.
—Es que tú te lo estás pasando bien, no quiero estropearte la fiesta,
estoy bien —le sonreí mientras Vázquez era testigo de aquella
conversación, puede que esperando a que Rafa volviese a dejarme sola para
continuar con esa cuestión que quería plantearme.
—No, yo también quiero que nos vayamos —me habló en voz baja,
pero no tanto como para que Dani no pudiera escucharle. Después me
sonrió. Creo que todo aquello lo hizo aposta para que quedara bien claro
que no le iba a dejar ni la más mínima oportunidad a su amigo, quien se fue
cuando entendió que sobraba—. Danny Boy no para de tirarte fichas,
Yerbis, y eso que se supone que es mi amigo. Al menos, ya sabes quién te
estará esperando cuando todo esto acabe —me susurró, esta vez de manera
que nadie pudiera oírle.
Aquello me sentó fatal.
—¿En serio, Rafa?
—Eh, no te enfades, muñequita, era una broma.
Respiré profundamente.
—Si estás deseando que esto acabe sólo tienes que decirlo —le espeté.
—¿Tú crees que estoy deseando que esto acabe, Lidia? ¿O más bien
eres tú?
Nos quedamos mirando fijamente mientras nuestros compañeros
comenzaban a gritar de fondo, cantando de manera bastante desagradable.
Le di un trago a mi refresco para acabar el contenido del vaso como excusa
para apartar mis ojos de los suyos.
—¿Nos vamos? —me propuso.
Yo asentí y tiré aquel vaso de plástico vacío en una bolsa que
estábamos usando como papelera. A continuación, nos despedimos del resto
para ir caminando hacia el portal de mi casa.
—Oye, ¿por qué te has puesto tan borde con Pedro con lo de la
bebida? Tampoco ha sido para tanto, ¿no? —le pregunté aquello para paliar
el silencio que había entre nosotros.
—Porque se ponen muy tontos. Que parece que si no te emborrachas
como ellos no eres tan guay.
No le dije nada, pero creo que percibió que su respuesta no me había
convencido demasiado. Aún tardó unos segundos más en explicarse.
—En mi casa el tema del alcohol es un poco tabú —añadió.
Le miraba sin hablar esperando a que desarrollase más aquella frase,
cosa que no hizo hasta que respiró de manera profunda, como si estuviera
cogiendo fuerzas para hacerlo.
—El marido de mi tía, la hermana de mi madre, era alcohólico.
Cuando yo tenía siete años, un día iba conduciendo borracho. Llevaba con
él a mi tía y a mi prima, que de aquella tendría unos cinco años, y se
estampó contra un camión. Murieron los tres y el conductor del camión se
salvó de milagro. Por suerte, mi primo, que entonces era un bebé, no iba
con ellos, pero, ya ves, con sólo un añito se quedó huérfano y sin hermana
por culpa de un impresentable. Cuando pasó esto, mis padres se hicieron
cargo de él. Es mi hermano Jaime, que, aunque para mí es mi hermano, en
realidad es mi primo. Así que si me apetece tomarme una segunda copa, me
acuerdo de él y se me quitan las ganas, muchas veces hasta de tomarme una
primera, que es mi tope. Es que, cuando me pide que le cuente cosas de su
madre o de su hermana, se me cae el alma a los pies, Yerbis. El alcohol te
puede volver un hijo de puta, y si no hubiera sido por eso, yo ahora tendría
una tía y una prima de diecinueve años, de la misma edad que mi hermano
Miguel, y él, a su familia.
—Vaya, lo siento, no sabía nada —le dije conmocionada tras escuchar
su historia.
—Ni casi nadie, no es algo que vaya contando por ahí.
Y nos quedamos otra vez sin palabras. Viendo su cara, supongo que
estaba recreándose en la tristeza que le provocaba aquella situación. Quise
sacarle de ahí.
—Oye, no te he dicho nada, pero cantas muy bien. Los Pancuáticos se
han perdido a una gran estrella.
—¿Tú crees, Yerbis? —Sonrió con media sonrisa, creo que se dio
cuenta de que mencioné aquello para que se olvidara por un momento de la
desgracia familiar que acababa de transmitirme.
—Lo digo en serio, me has emocionado.
Ya estábamos llegando a mi bloque.
—¿Pero por mi manera de cantar o por lo que te estaba diciendo en la
canción? Porque te la estaba cantando a ti. Como el día que estuvimos en la
cafetería me pediste que te cantara algo en la fiesta…
—Por todo.
Silencio. Y los dos quietos mirándonos a la entrada de mi portal.
—Hoy estás muy guapa, realmente te has superado cuando te pedí que
me sorprendieras.
—Tú también. No esperaba que aparecieras de esta forma. Nunca te
había visto así vestido tan… elegante sin que pareciera un disfraz, como el
día que fuimos al Círculo de Bellas Artes.
—Es que yo soy un tío elegante, Zuñi, lo que pasa es que no me gusta
llamar la atención.
—Apenas —dije irónicamente antes de sonreírle.
—Bueno, ¿mañana cómo hacemos? ¿Quieres que venga a buscarte
cuando salga de trabajar?
—¿No vas a estar muy cansado?
—No, tranquila, estaré bien. Salgo a las nueve, así que nos dará tiempo
a ver alguna cosa de la quinta planta. Y el domingo podemos ir al sitio a ver
qué encontramos.
—Perfecto. Puedes venir a casa, si quieres, ¿sobre qué hora llegarías?
—A ver, si vengo directamente desde la farmacia, tardaría una media
hora, pero si voy a casa para ducharme y cambiarme, una hora más, sobre
las diez y media. Yo prefiero la segunda opción, voy a estar más cómodo si
me ducho y me cambio después de todo el día trabajando.
—¿Y por qué no te duchas aquí? Puedes usar mi baño y mañana a esas
horas no habrá nadie en el piso, así te ahorras tener que volver a tu casa
antes de venir.
—Es que no te quiero molestar.
—Es que no me vas a molestar. ¿Dónde está la farmacia?
—En Aluche.
—Pues hazlo así. Tráete ropa para cambiarte y vente directamente, te
das una ducha y te quedas a gusto. Mientras, preparo algo de cena y luego
seguimos un rato con la libreta, ¿te parece? Si no, se nos va a hacer muy
tarde —intenté convencerle.
Otra vez silencio. Le sonreí, él continuaba serio.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, Yerbis, ha sido un día largo.
Yo sabía que aquello era una excusa para quitar hierro a las emociones
que pasaban por su mente, quizás por su situación familiar, quizás por
nuestra situación, quizás por una mezcla de todo. Creo que necesitaba un
abrazo.
—Ven aquí, anda —abrí los brazos para acurrucarle entre ellos.
Rafa se acercó hasta mí para dejarse caer sobre mis hombros,
apretándome fuerte contra él, juntando su cabeza con la mía. Le acaricié la
cara y le besé en la mejilla varias veces y luego un poco más abajo, en la
comisura de los labios. Él se dejó besar hasta que se encontró con mis
labios a escasos centímetros de los suyos.
—Hoy no es un buen día para ensayar —me dijo.
—No es un ensayo. Quiero cumplir con el trato. Aunque sólo uno
fuera —le repetí la frase de la canción que me había dedicado—. Yo
también necesito saberlo.
Acerqué mis labios a los suyos y le di un beso breve, que él me
correspondió mientras le acariciaba la mejilla. Volví a separarlos para seguir
hablándole.
—Sólo quiero que me prometas una cosa, por favor: que mañana
estarás conmigo como siempre. No quiero que estés distante, ni pensando
en las consecuencias que pueda tener esto porque no las habrá —le rogué.
—¿Me estás pidiendo que después de esto esté contigo como si nada?
¿Sienta lo que sienta?
—Es que, si no, no podré hacerlo. No podría volver a soportar que
estemos discutiendo o tensos porque, entonces, no sería capaz de seguir con
esto. Si tienes dudas, mejor no hacerlo. Esto ya lo hemos hablado, Rafa, si
sólo uno de los dos cruza la línea, tendremos que dejarlo.
—Vale. —Me acarició la cara.
—Por favor, prométemelo —insistí.
—Te lo prometo.
Casi no había acabado de pronunciar aquella frase cuando nuestros
labios se juntaron, mis brazos se cruzaron detrás de su cuello mientras los
suyos lo hacían para amarrarse a mi cintura. Un beso largo. Un beso intenso
de aquellos limitados por pacto que parecía que no quisiéramos que acabara
nunca. Cuando nuestras bocas se separaron ambos contuvimos un jadeo.
—¿Lo ves? No he sentido nada —aseguró.
—Yo tampoco.
Y nuestros labios se unieron de nuevo para fundirse en un beso de un
calibre superior al anterior, culminado con caricias en el rostro del otro.
—Vale, nada —me susurró.
—No, nada.
—Pues… hasta mañana, Zuñi.
—Hasta mañana, Zurbano.
Se dio media vuelta para marcharse. Pero justo después de hacerlo, se
paró y se giró para verme otra vez, encontrándose con mis ojos que le
miraban fijamente.
—Una última comprobación —dijo.
—Sí, mejor.
Volvimos a acercarnos para darnos un tercer beso, el más largo de los
tres, el más intenso. Aquel que cruzaba la línea para encontrarnos a los dos
al otro lado. Aquel del que nos costaría volver al punto de partida. Aquel
que recordaríamos en nuestra intimidad sin decir nada al otro. Y, al
separarnos, un silencio que dijo más que si hubiéramos pronunciado mil
palabras. Un silencio que duró varios segundos.
—Dulces sueños, muñequita —se despidió, rompiéndolo.
—Dulces sueños, morenito.
Y nos dimos media vuelta para caminar rápido hacia nuestras
respectivas casas antes de haber dado pie a un cuarto beso, porque si eso
hubiera sucedido, no hubiera habido vuelta atrás.
27. Por no contarte al revés

Sábado, 9 de mayo de 1998

Creo que podría describir la sensación que te invade cuando se está


enamorada. Esas mariposas en el estómago. Esa impresión de estar
flotando. Esa sonrisa bobalicona fruto de la mezcla de dopamina, serotonina
y endorfinas, que hace que te sientas bien sin necesitar nada más. Ni comer.
Ni dormir. Cuando parece que lo único que te alimenta es verle a él. Pero
¿cómo podría describir la sensación que te embarga cuando estás viviendo
una relación y un sentimiento que no tiene nombre? La respuesta es que no
puedo, nunca pude y nunca podré. Es algo para lo que no hay palabras
porque no existen. Aquello no era amor, ni era amistad, ni siquiera sé lo que
era porque tendrían que haber inventado un término para definir algo tan
único. Es como si ese sentimiento sólo existiese para nosotros y no pudiese
comprenderlo nadie más. Y era mejor que no intentásemos encajarlo dentro
de la definición de cualquier otro porque eso sólo nos haría sufrir. Yo había
dejado de tratar de entender lo que habían significado los besos de la noche
anterior porque si lo descubría, quizás nunca podrían volver a suceder. Lo
cierto es que sentía que necesitaba experimentarlos de nuevo para saber
dónde poder encajarlos, pero, al igual que ese sentimiento, es probable que
no existiese ningún lugar en el que ubicarlos.
Sólo sé que, fuese lo que fuese, aquello me había atrapado y ya no me
imaginaba mi vida sin ello, tal y como había manifestado Rafa aquella
misma semana. Estábamos los dos enmarañados dentro de aquel sinfín de
emociones mezcladas con un misterio, de los cuales no sabíamos cómo
salir, ni queríamos hacerlo. Y el único camino posible era seguir hacia
delante. Sin hacernos más preguntas. Simplemente, esperando a que llegara
el final para ver hacia dónde nos conduciría aquel sendero.
—¿Qué tal te fue ayer? —me preguntaba Mariola.
—Muy bien —le respondí con una sonrisa.
—Seguro que le quitaste el hipo y lo que no es el hipo. —Me guiñó un
ojo.
Aquella mañana pasó muy despacio, igual que lo hizo el resto del día.
Aproveché para comprar lo que faltaba en mi despensa y estudiar,
intentando así avanzar un poco con las materias de mi carrera, lo cual me
resultó más fácil que en otras ocasiones porque me sentía más relajada y
concentrada. Puede que fuera porque comenzaba a familiarizarme con
aquella situación tan particular que estábamos viviendo. Pero cuando se
acercaban las ocho y media de la tarde empecé a desconcentrarme y a
ponerme nerviosa porque tan sólo unos minutos después, él aparecería
delante de mí y no sabía qué sentimientos despertaría. Buceé entre mi ropa
para decidir qué ponerme. No saldría de casa, así que pensé en algo
cómodo, pero que a la vez pudiera sorprenderle, que me relacionase más
con aquella muñequita con la que él me asociaba en su cabeza, pero sin
parecer que lo hacía. Encontré un vestido de algodón elástico algo viejo,
pero perfecto para estar por casa. Era de un color azul claro que ya no era
tan vivo como cuando lo compré, pero que resultaba bonito, quizás tirando
un poco a esos tonos pastel de los que yo me alejaba, pero que a él tanto le
gustaban, y con unos botones pequeños en el escote de color blanco. Como
era de tirantes lo cubrí con una chaqueta fina que me llegaba hasta la
cintura.
A las nueve y veinticinco sonaba el timbre de la puerta, sin haberlo
hecho previamente el del portero. Miré por la mirilla y abrí enseguida.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me saludó.
—¿Qué pasa, Rafa?
Y titubeamos un instante hasta que nos acercamos para darnos dos
besos.
—Llegas pronto —afirmé mientras le invitaba a pasar.
—Es que me han dejado salir diez minutos antes, como esta mañana
también llegué un poco antes y han sido muchas horas… —Me miraba el
vestido, pero de manera disimulada, intentando que yo no me percatara de
que lo estaba haciendo.
—¿Estás cansado?
—Estoy bien.
Le acompañé hasta la habitación, donde dejó la mochila sobre la
cómoda.
—Dúchate si quieres, toma —abrí la puerta del armario para darle una
toalla limpia—. Tienes todo en el baño.
—¿Y hay algo que no pueda coger porque sea de tus compañeras?
—No, tranquilo, ese baño sólo lo uso yo. Ellas comparten el otro, que
es más grande.
Él me oteaba sin moverse con la toalla en la mano.
—¿Qué quieres cenar? Puedo hacer sopa o ensalada y luego una
tortilla rellena de algo, o un sándwich de jamón y queso calentito. O, bueno,
si quieres otra cosa… Creo que tengo pizza en el congelador —le ofrecí.
—Lo del sándwich mixto con el queso así, fundido, no es mala idea.
Le sonreí.
—Vale. Te dejo aquí, para cualquier cosa, estaré en la cocina.
—Lidia…
—¿Sí?
—Gracias.
Y le volví a sonreír.
—Gracias a ti por venir.
Pasaron tres segundos en los que nos observábamos fijamente antes de
que yo saliera de aquel cuarto.
Diez minutos más tarde, apareció con el pelo mojado, un pantalón de
chándal y una camiseta de manga corta, ambos de color negro.
—¿Te importa que esté así vestido? Es para estar más cómodo —se
excusó por haberse cambiado el vaquero y el suéter con los que había
llegado por aquella vestimenta más informal.
—A ver, Rafa, que no vamos de boda, ponte lo que quieras. Mira yo lo
que llevo.
—Tú vas muy guapa, más que en clase.
—Pero si es un vestido viejo.
—Pero es de muñequita y vestida de azul —afirmó y me acarició la
mejilla para que aquel comentario no me sentara mal por asociarlo a uno de
mis traumas de niñez.
—Va, siéntate si quieres, que ya está esto y si se enfría no está bueno
—le dije mientras ponía los sándwiches en nuestros respectivos platos.
Después, puse la tele para que nos hiciera compañía al cenar.
—Hoy echan Eurovisión, ¿quieres verlo? —le propuse.
—No especialmente, pero pon lo que quieras.
—Buah, es que siempre se votan los mismos países unos a otros, así
que no tiene gracia.
—Por eso.
Puse otro canal donde estaban echando el final de unos informativos y
me senté enfrente de Rafa, él me miraba con ojos de cansancio.
—¿Qué tal tu día? —indagué.
—Ajetreado, pero bien —me contestaba mientras se servía ensalada en
su plato.
Cenamos casi sin hablar, viendo la tele y, de vez en cuando,
observándonos el uno al otro.
—¿Quieres algo de postre? ¿Un Cola Cao? —le pregunté cuando
hubimos acabado.
—¿Con galletas?
—Vale.
Me puse a recoger la mesa con su ayuda y poco después nos
acomodábamos en el sofá para tomarnos la leche de frente a la tele, donde
comenzaba una película.
—¡Ah! ¡El Guardaespaldas! —exclamé—. ¿Te importa si vemos un
poquito?
—¿En serio me vas a hacer ver El Guardaespaldas, Yerbis?
—Es que es una de mis películas favoritas y, encima, sale Kevin
Costner, que es tan guapo…
—Claro, claro, ¿cómo no iba a serlo? Pelo claro, ojos azules…
—No te me pongas celosón, si sabes que eres mi morenito.
Me miraba fijamente con un gesto de estupor, yo sonreía.
—Va, Rafa, vela conmigo… Que eres mi novio —proseguí pidiéndole.
—Ya, ya, cuando te interesa.
—Porfa —le rogué poniendo cara de pena.
—Pero, tía, ¿me haces venir después de doce horas de trabajo para
seguir avanzando con la libreta y ahora me vienes con que veamos El
Guardaespaldas?
Me quedé un instante meditando aquello. Tenía razón, no era justo
para él.
—Vale, es verdad. Nos tomamos esto y seguimos con la quinta planta
—afirmé.
Me contemplaba mientras yo mojaba las galletas en mi bebida a la vez
que veía aquella película embelesada.
Cuando acabé, dejé la taza sobre la mesa, él acababa de terminar
también.
—Sólo esta escena, ¿vale? —le solicité y el asintió sin decir nada,
aunque noté como contenía una risa irónica.
Pero, ajena a todo eso, apoyé la cabeza en su hombro, recogí las
piernas hacia el lado contrario al que estaba Zurbano y me abracé a él. Y
Rafa me acogió entre sus brazos mientras respiraba profundamente
resignado porque sabía que aquello sería una escena detrás de otra.
—Es que esta canción es tan bonita —afirmé mirándole minutos
después para darle una explicación.
Y, como no me decía nada, volví a abrazarme a él pensando en
terminar con eso cuando acabara aquella canción porque Zurbano tenía
razón y no era plan haberle hecho ir hasta allí para nada. Suspiré. En ese
momento me besó en la cabeza y me abrazó más fuerte, mientras yo olía su
aroma mezclado con mi gel de baño. Estuvimos así hasta que llegó la
publicidad.
—Perdona —me disculpé incorporándome—. Es que me quedo
embobada con esta película. Vamos, si quieres.
—No. No quiero —me habló muy serio.
—¿Por? ¿Te has enfadado? Lo siento. Si es que no teníamos que haber
quedado hoy, que ya te lo dije ayer, y te hubieras ido a casa para descansar
después de estar las doce horas trabajando sin parar, que, seguro que hoy
tampoco has dormido mucho porque ayer era muy tarde, y así luego
mañana estarías…
Me apartó el flequillo de la cara y me besó brevemente en los labios.
—Si hablas tanto, no vamos a escuchar la película —me interrumpió.
—Pero si ahora hay anuncios —le respondí tras unos segundos de
confusión por su reacción.
—Pero a mí me gustan los anuncios, Yerbis, ¿no quieres verlos
conmigo? —Extendió su brazo invitándome a que volviera a acurrucarme
con él.
—¿De verdad te gustan los anuncios de detergente? —le cuestioné
mientras apoyaba mi mejilla en su pecho.
—Se ve que sí —me respondió tras unos segundos de silencio en los
que se acomodó conmigo, cruzando sus brazos para envolverme con ellos.
Volvimos a permanecer sin hablar mientras observábamos la
publicidad para luego continuar viendo la película. Supongo que porque, en
realidad, estábamos prestando más atención a otras cosas como al tacto del
otro, a su respiración, a su olor, a la manera en que nos sentíamos
abrazados. Hasta la última escena de aquel film no volvimos a utilizar las
palabras, en mi caso para transformarlas en canción, la que estaba sonando,
aunque lo hice en voz baja:
—And I will always love you. I will always love you.
—¿Hoy me vas a cantar tú a mí, Yerbis? —me decía.
—¿Eh? —Me incorporé para separarme de él—. Yo… no. No soy
cantante como tú.
—Vaya, qué pena, yo que me había hecho ilusiones. —Me sonrió de
manera pícara para soltar una pequeña risa al final.
—Qué tonto eres, no te rías de mí.
—No lo hago. —Pero seguía con aquel gesto risueño.
—Apenas.
Me crucé de brazos a su lado mientras terminaba de ver el final de la
película. Cuando concluyó esa canción, se dirigió a mí.
—I will always love youuuuuuuuuuuuuuuuu —me cantó clavándome
sus ojos risueños, alargando esa última frase de la misma manera que lo
hacía Whitney Houston.
Yo estaba allí, mirándole con los ojos enrojecidos.
—Ya vale, ¿no? —protesté.
—Pero, muñequita, ¿te canto cosas bonitas y te pones así?
—Es que este final es muy triste, tendrían que acabar juntos, ¿no?
—Pues, sería lo suyo…, pero es a ti a la que le gusta esta película.
—Bueno, ¿vamos a ver la quinta planta? —le planteé cambiando de
tema.
—Vamos.
Nos levantamos para ir hacia mi habitación, tras apagar la tele y
recoger las tazas. Él se volvió a quedar mirando el corcho donde tenía las
fotos de mi familia y amigos.
—¿Estos son tus padres? —indagaba viendo una de ellas.
—Sí.
—Te pareces a tu madre.
—Sí, aunque, bueno, ella es más rubia y con los ojos azules, pero sí.
La verdad es que físicamente soy más Álvarez que Zúñiga. No he sacado
mucho los rasgos navarros de la familia de mi padre. Si hubiera sido así,
sería más tu tipo.
Me observó en silencio.
—¿Tu padre es de Navarra? —dijo al fin.
—Sí, se fue a vivir a León de joven para trabajar en la mina, luego
conoció a mi madre y por allí se quedó.
Rafa me miraba atentamente mientras se lo contaba.
—Oye, ¿qué hora es? —le pregunté porque yo no llevaba puesto el
reloj.
—Las doce y cuarto —me informó consultando el suyo.
—¡Ah! ¡Ya son más de las doce! Entonces, ya puedo… —Me acerqué
a él para darle un beso en la mejilla—. ¡Felicidades!
—Te has acordado. —Me sonrió.
—Soy la primera que te felicita. Para que luego te quejes de novia.
—Bueno, me quejo de novia cuando me hace ver películas con las que
luego se enfada porque no le gusta el final, encima que le canto.
—Toma, para que no te quejes tanto. —Le entregué un sobrecito de
papel colorido.
—¿Y esto?
—Un regalo. Bueno, en realidad es una tontería.
—Pero… Esto sí que no me lo esperaba —comentaba mientras lo abría
despacio.
—No, si es una chorrada, no te pienses que…
Y borró la sonrisa del rostro cuando vio aquello. Se quedó inmóvil
contemplando muy atentamente lo que tenía entre las manos hasta que los
ojos comenzaron a enrojecérsele. Yo no supe qué decir cuando vi su cara.
Quizás había sido una malísima idea sorprenderle con eso.
—Rafa… ¿Estás…? Perdona, yo creía que te haría ilusión. —Me
acerqué hasta él y le toqué el brazo, sin embargo, Zurbano no separaba su
mirada de aquella imagen—. Perdóname, por favor. No tenía que haber…
No pude continuar, de repente clavó sus ojos llorosos en los míos y, sin
soltar esa pequeña cartulina, me besó en los labios de manera intensa.
—Es… Bueno, no sé si es de la misma colección y me ha costado un
poco encontrarlo, pero… —le expliqué porque en realidad no sabía cómo
reaccionar.
Él me observaba con los ojos llenos de agua y yo no sabía qué hacer,
ni qué decir, no atinaba a acertar si lo que estaba sintiendo era bueno o
malo. Sólo pude limpiarle las lágrimas que le rodaban por las mejillas,
como si así pudiera hacerle desaparecer aquella emoción de la que me
sentía responsable en esos momentos.
—Gracias, gracias. —Me abrazó con mucha fuerza—. Gracias,
muñequita. Es perfecto.
Se separó de mí para volver a ver su cromo de Butragueño, uno
parecido al que le arrebataron de manera injusta cuando era niño en el
recreo. Y entonces vi a aquel crío desvalido, llorando por aquella injusticia,
y se me cayó el mundo encima. Sentía como aquel gesto triste que él me
transmitía, me calaba hasta los huesos. Cuando consiguió dominar su
emoción desbordada, Rafa se dio cuenta de que yo esperaba encontrar una
sonrisa en su rostro en lugar de un montón de lágrimas. Guardó su cromo
seminuevo en la cartera, se limpió la cara y volvió a acercarse a mí.
—Sabes que esto es imprescindible y la situación lo requiere, ¿verdad?
—afirmó.
Y sin darme tiempo ni siquiera a procesar lo que estaba diciendo, me
agarró de la misma manera que el día anterior para darme uno de esos besos
que nos llevaba al otro lado de la línea. Pero aquella vez, cuando terminó,
continuó besándome la frente, la mejilla, las manos, y después me acarició
la cara mientras la suya reflejaba una amplia sonrisa, como si fuera un
arcoíris en un día lluvioso.
—¿Quieres que veamos la quinta planta, entonces? —me propuso
cambiando de tema.
—Vale —le contesté aún un poco sobrecogida por aquella situación.
—Voy un momento al baño.
—Sí, sí.
Salió de mi dormitorio, creo que aprovechó esos dos minutos para
refrescarse la cara y respirar tras aquel emotivo momento. Pero agradecí
que lo hiciera porque a mí me vino bien ese respiro para intentar digerir su
reacción, para la cual no había estado preparada. Cuando volvió, me
encontró sentada sobre la cama mirando al infinito, ni siquiera volví la vista
hacia él cuando se puso delante de mí.
—Yerbis…
—¿Sí? —Fue entonces cuando reaccioné.
—¿Estás bien? —me preguntó pareciendo totalmente recuperado.
—Sí —afirmé no muy convencida.
—¿Seguro? —Se sentó a mi lado.
—¿Tú estás bien?
—Muy bien. —Me sonrió después de besarme la mano.
—Entonces, yo también lo estoy. —Le devolví esa sonrisa.
—Pues vamos al lío, ¿no?
Me levanté para coger la copia de la libreta y el cuaderno donde
pasábamos los textos, poniendo aquella emisora de música ochentera por el
camino. Volví a sentarme a su vera y nos pusimos a leer. Y seguimos
leyendo. Pero no encontrábamos nada raro.
—Este texto no tiene líneas diferentes, ni faltas de ortografía, ni
añadidos, ni bibliografía. ¿Tendrán que ver los diferentes nombres como en
el romero? Porque yo no veo nada más —puse de manifiesto.
—Yo tampoco, además, no creo que repita pista. —Bostezó.
—Estás cansado, ¿verdad?
—Estoy bien. —Sonrió.
Pero no lo estaba. Según iban avanzando los minutos parecía que los
párpados le pesaban más y más.
—Rafa…, ven, anda. —Le invité a que se recostara en la cama,
poniendo su cabeza sobre un cojín.
—Sólo cinco minutos, Zuñi —afirmó descalzándose antes de apoyar
su espalda sobre el colchón.
Y cerró los ojos para dejarse llevar por el agotamiento. Le tapé con
aquella mantita que tenía sobre la cama y me senté en la silla del escritorio
para verle dormir, sin saber muy bien qué hacer. Le observé hasta que, por
fin, lo tuve claro. Me fui al baño para lavarme los dientes y ver si así
cambiaba de idea, pero mi estrategia no tuvo mucho éxito. Volví tres
minutos más tarde y me senté en la cama junto a Rafa para acariciarle el
pelo. Cuando me sintió a su lado y tocándole de esa manera, abrió los ojos y
me encontró mirándole fijamente.
—Perdona, que no quiero molestarte —se disculpó incorporándose
mientras se frotaba los párpados—. ¿Quieres que me vaya?
—No. Quiero que me hagas un sitio —le pedí mientras le cambiaba el
cojín por la almohada, tras sacarla de su respectivo cajón.
Él me miraba somnoliento, como si le estuviese costando entender lo
que le estaba solicitando, para desplazarse hacia la pared con el fin de
dejarme un hueco.
—Pero… mañana como siempre, ¿vale? —aclaré.
—Te lo prometo —me respondió.
Me quité la chaqueta, desconecté la radio, apagué la luz y me deslicé
debajo de la manta para tumbarme a su lado.
—Pero eso será mañana —añadió al sentir mi calor junto a él,
entonces, me acarició la cara.
—Sí, mañana.
Y casi no pude acabar esa frase cuando me besó en los labios antes de
acogerme entre sus brazos, como las anteriores veces en las que habíamos
dormido juntos, pero con la diferencia de que, en aquella ocasión, tras
rozarme la cara con sus dedos, continuó esa caricia por el cuello, el hombro
y el brazo desnudo, en el que se entretuvo tocándome muy suavemente de
arriba abajo.
—Mi muñequita… Dulces sueños —me susurró cuando sintió la piel
de mi brazo erizada.
—Dulces sueños, morenito —le deseé antes de darle un beso en el
cuello.
Respiró profundamente y, a los pocos segundos, noté cómo se quedaba
dormido porque dejó de mover sus dedos por mi brazo. Y, justo después, yo
también me dejé llevar por aquel instante onírico escuchando la percusión
de su corazón.
28. Todo lo que yo quisiera

Domingo, 10 de mayo de 1998

Me despertaron unos besos muy tempraneros. Por la frente, por las


mejillas. Y las cosquillitas que me producían me hicieron abrir los ojos para
ver a Rafa sentado en la cama mientras me observaba dormir.
—Hasta que no te levantes no se considera que es mañana, ¿verdad?
—No —le respondí con una sonrisa somnolienta.
Me besó en los labios.
—Esto sería más fácil si no fueses tan bonita —afirmó acariciándome
la cara.
—Si mi físico fuese más Zúñiga que Álvarez quizás podrías quejarte
—le hablé arrastrando las palabras.
—Yo no estaba hablando de tu físico, rubita.
En ese momento no tenía la suficiente lucidez como para responder a
aquello, pero creo que mi gran sonrisa lo hizo por mí.
—Lidia… Me tengo que ir, pero nos vemos luego, ¿vale?
Asentí y él me tocó el pelo para apartarlo de mi cara. Cerré los ojos
para sentir esa caricia con más intensidad.
—¿Te va bien a las seis? —me preguntó.
—Sí. Pero quedamos en Príncipe Pío, que es donde está el plano de la
quinta planta, ¿no? —le propuse haciendo un esfuerzo, tratando de pensar a
pesar de mi estado aletargado.
—Vale. ¿A la salida del metro?
—Sí.
Le cogí de la mano porque no quería que se fuera, pero en lugar de
decírselo, le di un beso en la palma.
—Ten cuidado, ¿vale? —le pedí.
Él asintió.
—Gracias —me dijo.
—¿Por qué?
—Por esta noche. Por todo. —Volvió a besarme en los labios antes de
levantarse y arroparme hasta el cuello con la manta—. Hasta luego,
muñequita.
—Hasta luego, morenito.
Y tras dedicarme otra sonrisa, aquella vez pudo salir de la casa sin
tropezarse con nadie que le sobresaltara.
Un par de horas después, me levanté para hacer frente a un domingo
tranquilo en el que mi único objetivo sería estudiar sin pensar en nada más
hasta las cinco de la tarde, momento en el que me preparé para ir hacia el
metro camino de Príncipe Pío.
A las seis menos cinco estaba esperando a Zurbano, mirando el plano
de la copia de la libreta que correspondía a aquella zona sin llegar a ninguna
conclusión.
—Hola, Zuñi —me habló Rafa cuando apareció unos tres minutos más
tarde.
—Hola, Zurbi.
Nos acercamos para darnos dos besos, como si tan sólo hace unas
horas no hubiésemos estado durmiendo juntos abrazados, como si entre
nosotros no hubiesen existido los besos, ni las caricias, ni las palabras
bonitas. Como si todo se hubiera borrado. Pero, al fin y al cabo, es lo que le
había pedido. Ahora no sólo teníamos que fingir ante los demás que éramos
una pareja, sino que también debíamos simular delante del otro que no
sentíamos nada al hacerlo. Sin embargo, la calma que nos transmitíamos
mutuamente al actuar de aquella forma nos hacía esa situación más
llevadera. Una calma que en cualquier momento precedería a la tempestad,
sólo era cuestión de tiempo, cuestión de que aquel cortafuegos que
habíamos elegido dejase de funcionar. Un cortafuegos que, por otra parte,
era el más efectivo que se nos había podido ocurrir, el cortafuegos del
miedo. El miedo a que todo eso que nos daba la vida terminase. Y se ve que
estábamos dispuestos a pagar cualquier precio para conseguirlo, aunque eso
supusiera perder la conexión con lo que nos hacía discernir entre lo que era
realidad y lo que era ficción. Aunque, por el momento, yo creía saber cuál
era la diferencia entre ambas, y para ello me basaba en que su mirada hacia
mí seguía siendo fraternal, lo cual me tranquilizaba, me indicaba que aún no
había cruzado la línea.
—¿Qué tal tu día? —me preguntó.
—Bien, he conseguido avanzar un poco estudiando. ¿Y tú?
—Bien también. —Me sonrió—. Hoy no he podido estudiar mucho,
pero he estado mirando el plano de esta zona y cada vez nos lo ponen más
difícil.
—Sí, yo también he mirado el plano y no he conseguido sacar nada en
claro —añadí mostrándoselo.
—Es que, si esto es el río y esta la estación de metro, esto de aquí
marcado con una eme debe de ser el mirador del Templo de Debod. Esto
otro, donde está la te, parece la estación del teleférico. Y lo que aparece con
forma ovalada señalado con una erre, el parque de la rosaleda. Es una zona
muy extensa, como tengamos que buscar por todo este espacio, estamos
jodidos, tía —me hablaba señalando aquellos puntos en el mapa según me
los iba comentando.
—Yo es que, en este mapa, no logro ver bien los puntos que parecen
borrones.
—Ya, a mí me parece que hay tres o cuatro. En el anterior había dos
puntos y aquí ya nos mete más para despistar.
—¿Y dónde los has visto tú? Porque yo he encontrado sólo dos, pero
no me parece que estén muy claros. Uno de ellos está en el mirador y el
otro, en el teleférico.
—Yo he visto también uno por donde la rosaleda, y mira —me enseñó
el plano—, aquí hay otro, en esta zona donde está la cruz, que debe ser la
ermita de San Antonio de la Florida.
—Pero eso no tengo muy claro que sea otro punto, más bien parece la
continuación del trazo de la cruz.
—Ya, no sé.
—¿Y cómo hacemos? —le cuestioné.
—Pues… como no vayamos zona por zona a ver si se nos ocurre
algo… Podemos ir primero al mirador, luego al teleférico y después a la
rosaleda, que está al lado. Y también acercarnos a la ermita si no vemos
nada en estos puntos.
—A ver, lo más lógico sería la rosaleda, pero esta planta es la melisa,
¿no? Así que no veo la relación. La verdad es que ya no sé, estoy muy
despistada.
—Pues, entonces, vamos, ¿no? Será más fácil ver algo sobre la
marcha. —Me tocó el brazo para que nos moviéramos de ese lugar.
Subimos por la Cuesta de San Vicente hacia Plaza de España para
desviarnos a la izquierda por la calle Bailén, caminando así hacia la zona
del parque donde estaba el Templo de Debod.
—No he venido mucho por aquí —afirmé.
—¿No lo conoces?
—Sólo de pasada. Normalmente paseo por la zona del parque que está
más próxima a mi casa.
—Pues es una zona muy chula, desde el mirador se ve una vista muy
bonita de la zona sur de Madrid. Un sitio muy de parejas.
—¿Has traído a alguna novia tuya por aquí?
—Ahora sí —dijo agarrándome de la mano.
Y mientras íbamos así, no nos atrevíamos a hablar mucho porque
supongo que no sabíamos qué decir. Por el camino, yo iba mirando los
árboles y la vegetación del parque, las personas que nos rodeaban,
escuchaba el bullir del gentío que transitaba por aquel lugar. Él miraba a su
alrededor, pero no paraba de observarme de manera intermitente.
—¿Y por dónde está el punto en esta zona? —le pregunté para paliar
aquella sensación de ser observada.
—Pues como en medio del parque, o sea, más o menos en la zona
donde está el templo —afirmó.
—Vale.
Minutos más tarde habíamos llegado a aquel lugar y dábamos la vuelta
alrededor de ese monumento.
—¿Y qué deberíamos buscar? —traté de averiguar.
—Pues no lo sé, Yerbis. —Volvió a mirar el plano—. Aquí no veo
mucho más. No hay más números, ni letras, ni señales por esta zona.
—¿Y en el texto de la planta?
—Yo, por más que miro, no veo nada extraño.
—¿Y qué hacemos?
—Ya sabes lo que nos suele funcionar. —Se paró al decirme aquello.
—¿Quieres que vuelvan a saltar chispas entre nosotros? Ya sabes cómo
acaba eso, Rafa.
—Ya, pero es lo más efectivo.
—Bueno, vamos a intentarlo sin recurrir a ello primero, ¿no? —Yo no
paraba de volver la vista hacia la zona de la barandilla.
—¿Quieres que vayamos? —me planteó.
—¿Adónde?
—Al mirador. —Lo señaló—. Lo estás deseando.
—Es que nunca me he asomado.
—Vamos. —Me sonrió.
Nos acercamos hasta esa especie de terraza desde donde se observaba
el inmenso verdor de la Casa de Campo. Me apoyé en aquella reja metálica
observando otro atardecer con él, ese que aquel día se mostraba desde un
lugar que se me antojaba tan mágico.
—¿Te gusta? —indagaba.
Afirmé sin poder parar de mirar aquellas vistas sin pronunciar palabra.
Por un momento, me olvidé de lo que estábamos haciendo allí, como si
nada más importase, como si estar contemplando semejante panorama fuese
un remanso de paz en nuestra situación, la cual cada vez se complicaba
más.
Me parecía que llevábamos demasiado tiempo en silencio. Creo que
empezaba a preguntarse por qué no decía nada, por qué ni siquiera le
miraba, y si quería averiguarlo sólo tenía dos opciones: preguntármelo
directamente o acercarse a mí de alguna manera para ver cómo reaccionaba.
Supongo que estaba pensando en realizar la primera, pero lo que más le
apetecía era la segunda y estaba allí, debatiendo en su foro interno cuál de
las dos sería la mejor opción para él. Aunque parece que no se ponía de
acuerdo y terminó respirando profundamente con resignación.
De esa manera consiguió que le mirara, a lo cual me correspondió
clavando sus ojos en los míos. Y aquella visión era aún más bonita que la
que había detrás de la barandilla. Me quedé atrapada en ellos, en su millar
de tonalidades de color castaño brillando con la luz de aquel atardecer. Rafa
nunca me había parecido especialmente guapo, pero aquella fue la primera
vez que sentí que estaba delante del hombre más bello de mi mundo.
Entreabrí la boca para decir algo, pero no pude, estaba paralizada. Sentía
algo que nunca antes había experimentado, y no tenía nada que ver con
mariposas en el estómago, ni sensación de estar flotando, ni me hacía brotar
una sonrisa bobalicona. Era como una especie de emoción, como cuando
escuchas un concierto de música clásica en directo y sientes todo tu cuerpo
vibrando al son de la melodía que emana de la combinación de sonidos de
todos los instrumentos que tienes delante. Esa que te envuelve, te atraviesa,
te sobrecoge, te eriza la piel, te hace llorar porque lo que estás percibiendo
es tan hermoso y de tal envergadura que no cabe dentro de tu cuerpo. Sólo
pude suspirar. Y aquello pareció ser la señal que le dio la respuesta a cómo
reaccionar.
—Podría estar toda la tarde perdido dentro de tus ojos —me dijo,
como si estuviese leyendo mi mente y supiera exactamente las palabras que
deseaba manifestarle yo a él.
Me quedé aún más muda después de escuchar aquello, pero tampoco
hacía falta añadir más de lo que le respondió mi mirada. Un «yo también
estoy perdida dentro de tus ojos y no deseo encontrarme». Un «te besaría,
pero si lo hiciera tendría que dejar de mirarte y no quiero». Un «tantas cosas
que me gustaría decirte y no puedo, porque entonces derribaría de manera
fulminante el cortafuegos para irme a vivir al otro lado de la línea sin saber
dónde estás tú. Pero ¿cómo iba a tener idea de eso si ni siquiera sé dónde
estoy yo? Porque cuando creía que lo tenía claro, me he perdido dentro de
tus ojos».
Por suerte, Rafa se percató de que aquello comenzaba a desbordarme y
se acercó a mí para darme un beso en la frente, poniendo entre ambos aquel
cortafuegos que yo estaba a punto de destruir, haciéndome retroceder hasta
el lugar de partida justo en el momento en que estaba con mi pie levantado
para apoyarlo en el otro lado de la línea.
—Gracias —pude hablar al fin. No hacía falta explicar por qué se las
estaba dando, él lo sabía.
—¿Quieres que sigamos buscando pistas? —me cuestionó.
—Sí.
Nos alejamos de la barandilla del mirador para ir a buscar un banco
libre donde sentarnos. Cuando lo encontramos, pusimos delante de nosotros
la copia de la libreta y el cuaderno con el texto copiado.
—La melisa, llamada también toronjil y cidronela es la Melissa
officinalis L., planta de nuestra flora, que se conoce en otros países con los
nombres de hierba limón, té de Francia, pimienta de abejas, etc. —leí—.
¿Tú crees que tendrá que ver con alguno de estos nombres? Ya sé que este
hombre no es dado a repetir pistas, pero es que ya no sé dónde buscar.
—Pues no tengo ni idea, tía. —Se quedó unos momentos en silencio
—. Oye, ¿y no estará relacionado con el dibujo de la planta? Si te das
cuenta, en ninguna de las anteriores se ha utilizado y podría ser también una
pista válida.
—¿Te refieres a buscar algún sitio por aquí donde pueda estar ese
dibujo?
—Sí, o quizás buscar la pista dentro de él, algo que pueda no estar bien
en la imagen, un error, como el que había en el nombre de la planta anterior
o el detalle de la bibliografía del tomillo, por ejemplo —argumentó.
—Pues… no sé, podría ser, ¿a ver? —Me acerqué a mirarlo
atentamente en aquella copia del documento original—. Pero, así de
primeras, no veo nada raro. Pffff… Es que la zona donde tenemos que
buscar es tan grande que ni siquiera me puedo focalizar en algo.
—Vale, vamos por partes. Aquí la marca está en lo que parece que
corresponde con el monumento del templo, ¿no? Pues acerquémonos otra
vez a ver qué podemos encontrar y qué nos puede sugerir. Es verdad que la
zona es muy grande, pero las marcas están en sitios muy concretos. Es más,
parece que esta está en la parte final del monumento, en el muro que está
más próximo al mirador, justo delante de la fuente —sugirió.
Respiré profundamente.
—Vale —respondí.
Nos levantamos para aproximarnos hasta ese lugar y, mientras
mirábamos las piedras del muro, las personas que estaban sentadas en
aquella zona nos observaban extrañadas.
—Es increíble pensar que trajeron este monumento piedra a piedra
desde Egipto —afirmó Rafa, supongo que para desviar la atención de esas
personas.
—¿Y por qué lo trajeron aquí? —seguí con aquella conversación
porque, en realidad, aquello también me intrigaba.
—Fue un regalo a España por la ayuda prestada para salvar el templo
de Abu Simbel, que estuvo a punto de desaparecer por la construcción de
una presa —me explicó.
—Oye, ¿y tú cómo sabes tanto de historia?
—Porque lo he mirado para impresionar a mi novia. ¿Ha funcionado?
Le sonreí meneando la cabeza.
—Eso es que sí, ¿verdad, Yerbis? —insistía—. Te has quedado
alucinada con mi sabiduría, reconócelo.
—¡Para ya! —Le di con la mano en el brazo mientras sonreía aliviada
porque había conseguido ser el de siempre, a pesar de esa situación, y eso
me tranquilizaba.
Poco después estábamos aburridos porque no encontrábamos nada en
aquel lugar.
—Cuéntame algo de la melisa, a ver si nos da una pista. De esta planta
no me has dicho nada.
—A ver… Mi abuela la prepara cuando alguien está muy nervioso
para ayudarle a dormir, a que se relaje, para tratar las taquicardias o cuando
se te hace un nudo en el estómago por los nervios. También para los cólicos
menstruales porque es antiespasmódica, pero que lo es ya lo pone en la
libreta.
Me observaba sonriendo.
—¿Ves? Tú sí que me dejas alucinado con tu sabiduría.
—¡Anda ya! —Meneé la cabeza.
—¿Quieres que sigamos hacia el teleférico y la rosaleda? —cambió de
tema.
—Sí, a ver si allí tenemos más suerte.
Salimos de aquel parque para dirigirnos hacia el Paseo del Pintor
Rosales en busca de la estación del teleférico.
—Pues por aquí he estado alguna vez, pero nunca he montado en el
teleférico —afirmé.
—¿Tampoco?
—No.
—Pero, Zuñi, eso no puede ser. Menos mal que he aparecido yo en tu
vida. Hoy es un poco tarde, pero otro día venimos, que las vistas de la Casa
de Campo desde arriba molan. Además, no sé por qué tengo la sensación de
que vamos a tener que volver por aquí estos días. El doctor Huevos no nos
lo está poniendo nada fácil.
—Vale, pero a esto te invito yo, que tú me invitaste a la barca.
Él sonreía sin decir nada. Seguimos andando sin hablar.
—Viva la vida, Viva Victoria, Afrodita —empecé a canturrear el
estribillo de la canción ganadora de Eurovisión, que se habían hartado de
poner en la tele y en la radio aquel día.
Rafa soltó una carcajada que intentó contener.
—¿Qué pasa? Es pegadiza —le dije.
—Sí, sí, pero no estoy muy seguro de que diga eso la letra.
—Ah, ¿no? ¿Y qué dice? A ver, listillo.
—Yo creo que es viva la diva, en vez de viva la vida, pero si tú eres
más feliz así, Yerbis, yo no te voy a quitar la ilusión.
Le miré de reojo con gesto de fastidio.
—No, si además de quinqui, poli chungo y actor de serie B, también
vas de crítico musical y cantante sabihondo, avísame para revisarme las
letras de las canciones antes de cantarlas delante de ti.
—No, no, si a mí me gustan más tus versiones. Además, no soy
cantante, lo fui, pero ahora sólo canto para ti.
—Ya —le contesté sin poder evitar la sonrisa, aunque lo intenté.
—Y también soy bailarín sólo para ti —añadió al verme sonreír.
—Pues nada, ponlo en tu currículum. Y pon que también eres novio de
pega por horas.
—Eso también lo soy sólo para ti. Y, por cierto, que ahora no parece
que seamos novios, ¿y si nos cruzamos con alguien de clase? Imagina que
nos encontramos con Vázquez y nos ve caminando uno a un metro del otro,
se te tiraría a la yugular, tía.
—¿Puedes dejar ya el temita de Vázquez? Es que me toca la moral.
—Es que es un descarado, ¿tú le viste en la fiesta, Yerbis? Si en cuanto
te veía un momento sola se te pegaba como una lapa.
—Bueno, ya vale, ¿no? Que a mí no me gusta Vázquez, y más,
después de lo que me dijiste. Además, si tanto te molesta que me tire los
trastos, según tú, plántale cara, tío. Vamos, es que, si yo veo a una tía que
me intenta quitar a mi novio, la arrastro de los pelos.
Zurbano me miraba con un gesto entre sorpresa y diversión.
—Esa es mi leona —afirmó.
—¿Leona? Sólo te digo una cosa, que ya estoy un poco quemada con
el asunto. Como Vázquez se vuelva a acercar a mí a tirarme fichas os vais a
llevar una hostia cada uno, él por baboso y tú por pasota. Que me voy a
buscar un novio al que le importe un poco más, aunque sea de pega,
¡hombre ya! El que quiere que sea creíble…
—Eh, eh, Yerbis, tranquila, que tampoco es para tanto. A ver si ahora
me vas a decir que si se me acerca una tía a tirarme fichas a mí, a tu novio
de pega, tú le vas a hacer algo. Que no creo que yo te importe tanto, ¿no?
Me quedé unos instantes en silencio mirándole fijamente.
—¿No? —insistió.
Y seguí caminando sin contestarle.
—¿No? —volvió a preguntarme cogiéndome del brazo para que me
parase delante de él.
Le miré sin pronunciar palabra y le di la mano.
—Por si nos encontramos con Vázquez —añadí para justificarme.
Poco después, estábamos llegando a la entrada del teleférico, que es
donde parecía estar uno de los puntos en el mapa. Revisamos aquella zona
durante media hora sin mucho éxito.
—¿Vamos a la rosaleda a ver si allí encontramos algo? —propuso.
—Vamos.
Continuamos nuestro recorrido por aquellos paseos llenos de rosales
que yo miraba embobada. No podía avanzar más de dos metros sin oler las
flores que allí se encontraban.
—Va, Zuñi, que la marca está por allí —me decía para que siguiera
caminando hacia el lugar indicado sin detenerme.
—Es que huelen tan bien… Mira. —Señalé una rosa roja que parecía
de terciopelo para que se acercarse a ella a percibir su aroma.
Lo hizo dos veces, la primera, con gesto de fastidio para agradarme, la
segunda, con gesto de sorpresa.
—Huele muy bien, sí —afirmó, y se acercó una tercera vez a aquella
rosa. Después se arrimó a mi cuello—. Pero tú hueles mejor. —Y volvió a
aproximarse a mí, esta vez rozando su nariz y sus labios con mi piel.
—Rafa, ¿podrías centrarte un poco y dejar de olerme? —me quejé
porque empezaba a ponerme nerviosa tenerle tan cerca.
—Has sido tú, que me has incitado.
—Ahora yo le he incitado… Venga, vamos al punto, anda.
Nos acercamos al emplazamiento indicado, que estaba en un pasillo
delimitado por unas columnas coronadas por arcos metálicos en los que
aquellas plantas se enroscaban de manera aleatoria. Estuvimos dando
vueltas por aquel lugar sin encontrar nada.
—Esto podría tener lógica si estas plantas fueran melisas en vez de
rosas, pero es que no veo la relación. ¿No estará escondida en el texto la
palabra «rosa», como sucedió con la lavanda y la salvia? —le pregunté.
—No lo parece. Además, es que la rosa es la sexta planta, así que
tampoco tendría mucho sentido.
—Pues no entiendo nada.
Más tarde, volvíamos a la estación de metro de Príncipe Pío frustrados
y casi sin hablar.
—No hace falta que me acompañes a casa —me dirigí a él cuando vi
que se aproximaba hacia el metro—. Hoy te acompaño yo a tu autobús.
—Es que quiero asegurarme de que llegas bien.
—Yo también quiero saber que llegas bien y me haces quedarme todos
los días con la duda.
—¿Tanto te preocupas por mí, Yerbis?
—¿Tú qué crees? —Le dejé en silencio—. Va, vamos. —Le hice una
señal con la mano para que fuéramos hacia su transporte.
Me dejé guiar por él para aproximarnos hasta la marquesina de su
autobús y nos pusimos al final de la fila de personas que le esperaban.
—Bueno, mañana a las nueve y diez donde siempre, ¿no? —me
planteaba.
—Sí, como siempre.
En ese momento llegó el bus y la gente empezó a subir. Yo caminaba a
su lado mientras avanzaba la fila.
—¿Puedo llamarte cuando llegue? Para ver si has llegado bien —se
justificó.
—Voy a llegar bien, tranquilo.
—Pero si no es así, ¿cómo voy a saberlo?
Suspiré. Él me miraba fijamente.
—Vale, como quieras —respondí.
Y llegamos a la puerta del bus.
—Bueno, hasta luego —se despidió dándome dos besos.
—Hasta luego.
Aún me miró unos segundos más antes de disponerse a subir.
—Rafa…
—¿Sí? —Se volvió hacia mí, apartándose hacia un lado para que las
personas que estaban detrás de nosotros en la fila pudieran pasar. Yo le
observaba sin hablar.
—No, no, nada. Que… bueno, mañana seguimos —afirmé aquello en
lugar de lo que quería decirle y no me atrevía.
—Sí, a ver si tenemos más suerte.
—Ten cuidado.
—Tú también, muñequita.
Se dio media vuelta para montarse en el bus, pero en el último
momento volvió a girarse hacia mí.
—No, que… —me habló y después de dudarlo unos segundos me besó
en los labios, yo le correspondí—. Es por si nos ven, ya sabes —me
susurró.
—Sí, vale.
Y entonces sí que subió a aquel autobús verde que estaba a punto de
salir, mientras yo me quedaba esperando a que arrancara para despedirme
de él con la mano y una sonrisa.
Unos cincuenta minutos más tarde sonaba el teléfono de mi casa.
—Hola, churri —me saludó cuando contesté.
—Hola, morenito.
—¿Llegaste bien?
—Sí, perfectamente. ¿Y tú?
—Sí, también.
Silencio.
—Bueno, dulces sueños, muñequita —musitó, supongo que había
alguien cerca y no quería que le escuchasen.
Silencio.
—Rafa…
—¿Sí?
Suspiré como para coger fuerzas, aunque en realidad decirle aquello
sin ver su rostro enfrente era más fácil.
—La abofetearía, la pondría un ojo morado, la… es que no sé, podría
hacerle cualquier cosa, no respondería.
—¿Cómo? —preguntó sorprendido.
—Si… alguna se acercase a ti a tirarte los trastos.
Le escuché respirar al otro lado del teléfono.
—¿Lo dices en serio? —me habló incrédulo.
—Sí, pero si vuelves a preguntármelo, lo negaré.
Silencio.
—Pero si tú no eres violenta —afirmó, aunque yo creo que por no
quedarse callado mientras digería mis palabras.
—No, pero… soy tu leona.
Le escuché reír.
—Sólo dime una cosa —siguió hablándome en aquel susurro—. ¿De
verdad que no te gustaría estar con Vázquez?
—¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Ni con Vázquez, ni con
ninguno. Y como me lo vuelvas a preguntar al que abofetearé será a ti.
—Vale, vale.
Silencio.
—Y… ¿a ti? ¿Te gustaría estar con alguien? —le devolví la pregunta.
—No. No hay nadie más, muñequita.
—Vale… Y no te hagas ilusiones por lo que te he dicho, ¿eh? Sólo es
que me gusta defender lo mío, aunque sea de pega.
—Entendido, rubita.
—Bueno, pues… dulces sueños, churri —me despedí en tono
bromista.
—Dulces sueños, mi leona.
Y colgué el teléfono porque no tenía ganas de empezar con aquello de
«cuelga tú…».
29. Y aunque nos acomodamos

Lunes, 11 de mayo de 1998

Nueve y nueve minutos. Yo bajaba rápido por las escaleras mecánicas


porque estaba entrando un tren en la estación. Llegué hasta el final del
andén, donde estaba Rafa, justo cuando el convoy abrió sus puertas.
—Buenos días, churri —me saludo.
—Buenos días, Rafi —le saludé yo a él.
Y el beso mañanero de rigor nos lo dimos dentro del vagón poco antes
de que arrancara hasta Ciudad Universitaria.
Así comenzó una semana en la que nuestra interpretación comenzaba a
ser una rutina que variaba poco de un día a otro. Por la mañana, las clases.
Por las tardes, un rato de estudio para después acercarnos hasta la zona de
Príncipe Pío con el fin de descubrir algo nuevo relacionado con aquel
misterio de la libreta. Pero con ese tema no éramos capaces de avanzar.
Como si ese cortafuegos al que nos agarrábamos ambos, estuviese también
soplando la llama que impedía que fuésemos capaces de encender la
bombilla que daba lugar a las buenas ideas. A aquel instante de brillantez
que otras veces nos había conducido a averiguar las pistas correctas.
Rafa había mencionado un par de veces aquello de llevarnos al límite,
de intentar que saltasen las chispas entre nosotros para tratar de resolver la
clave de aquella planta que nos traíamos entre manos. Pero yo me había
negado y él no había insistido. Supongo que prefería que nos quedásemos
como estábamos a jugarse una relación que no quería perder, aunque fuese
fingida buena parte del tiempo. Y aquel deseo era mutuo.
Pasamos un día tras otro de una semana monótona en la que sólo
teníamos dos planes que nos sacaban de nuestras actividades diarias de la
segunda parte del día. El jueves al atardecer, momento en que habíamos
quedado con Silvia y Rodri a tomar un café, y el viernes por la noche,
cuando saldríamos con Zurbarán, su novia y algunas personas del turno de
tarde que también estuvieron en la fiesta de cumpleaños de la semana
anterior.
Pensábamos que, quizás, aquellos dos planes iban a servirnos para
desconectar un poco de la libreta, para evadir nuestras mentes dentro de
nuestra acomodada relación, que parecía estar estabilizada en esa zona de
confort que nos habíamos creado. Una zona de confort en la que sabíamos
el lugar que ocupaba cada uno. Un lugar inamovible. Un lugar bajo control.
No podíamos estar más equivocados.
30. Nos alcanzó la tormenta

Jueves, 14 de mayo de 1998

Tras las clases de ese día nos habíamos quedado a comer en la facultad
para estudiar un rato en la biblioteca hasta que Rodri saliera de sus clases de
ingeniería. Aquel jueves no se impartieron todas sus asignaturas y ella
pensó que sería perfecto aprovechar la ocasión para quedar con nosotros.
Decidimos ir a esa cafetería de mi barrio donde Rafa y yo compartimos una
de nuestras tardes de ensayos como pareja. Cuando entramos al local,
elegimos una de las mesas del fondo, acomodamos nuestras cosas y Silvia y
yo fuimos al baño mientras ellos se quedaron leyendo la carta de las
meriendas.
—Te he pedido un Cola Cao y un cruasán, pero si quieres otra cosa,
voy a que lo cambien —me dijo Rafa guiñándome un ojo.
—Gracias, morenito, está perfecto —le confirmé acariciándole la cara
mientras me sentaba.
—Yo te he pedido un café y un donut —le informaba Rodri a Silvia.
—¿Descafeinado? —le preguntaba ella.
—No, normal —corroboraba él.
—Pero ¿para qué me pides eso? Si sabes que, si tomo cafeína por la
tarde, luego no puedo dormir.
—¿Voy a que lo cambien?
—No, ya voy yo. —Mi amiga se levantó con gesto de fastidio hacia la
barra.
Zurbano y yo nos mirábamos ante la compañía de Rodri, con quien no
teníamos mucho en común. Era un pijo y no podía evitarlo y, aunque no
parecía mal chaval, tampoco compartíamos demasiado. Nada más aparecer,
nos miró a Rafa y a mí de arriba abajo, supongo que deduciendo de nuestra
apariencia que no vivíamos en un lugar tan privilegiado como el suyo, que
no pertenecíamos a su mismo grupo. Y, aunque luego se esmeró bastante en
ser cordial, existía una brecha entre nosotros difícil de salvar.
—Estamos un poco nerviosos porque tenemos los exámenes encima —
le habló Zurbano intentando justificar la actitud un tanto seca de Silvia
hacia él por haber elegido una bebida incorrecta.
Rodri no dijo nada, sólo le miró, asintió y luego volvió la vista hacia el
lugar donde se encontraba su novia, quien regresó minutos después.
—Vale, ya está —aseguró ella al resto a la vez que se sentaba.
Y mientras cruzábamos unas palabras insustanciales, nos traían lo que
habíamos pedido, entre lo cual no se encontraba ningún donut.
—¿Y cuánto tiempo lleváis ya saliendo? —indagaba Silvia.
Rafa y yo nos miramos.
—Pues… unas tres semanas —afirmé y él sonrió—. Poco comparado
con vosotros, ¿cuánto lleváis ya? —añadí.
—Un año y dos meses —aseveraba ella mientras Rodri permanecía
mudo dando vueltas a su café.
—No está mal —opiné, por decir algo porque tampoco se me ocurría
qué comentar ante aquella situación en la que Zurbano y Rodri se habían
visto envueltos por obligación.
—Oye, ¿y cómo os enamorasteis? —nos preguntó de repente Silvia.
Casi me ahogo con el cruasán. Rafa volvió la vista hacia mí.
—Eh… ¿Cómo? Bueno, eso ya te lo conté, ¿no? —le respondí.
—No, no. Me refiero al momento justo. Lo que yo sé es que fuisteis a
la fiesta de farmacia, salisteis de allí y así surgió todo, pero no sé detalles —
insistía ella.
—¿Pero qué detalles quieres saber, tía? —le cuestionaba yo ante la
atenta mirada de Rafa, que hacía cábalas sobre lo que poder contar y la de
Rodri, cuya atención parecía haber captado aquel tema.
—Pues no sé, lo normal. Qué os llamó la atención del otro, qué fue lo
que os hizo daros cuenta de que queríais estar juntos —concretaba Silvia.
—Vosotros primero, Zea, que lleváis más tiempo, y luego te contamos
lo que quieras —intervino Rafa, supongo que para que nos diera unos
instantes para pensar, cosa que agradecí y le hice saber con un gesto muy
sutil. Él volvió a guiñarme un ojo.
Silvia y Rodri se miraron.
—Nosotros nos conocimos en el tren, en la estación de Villalba.
Coincidíamos por las mañanas para venir a clase y él me llamó la atención,
le veía tan mono, tan responsable. Me miraba y me sonreía con cara de
sueño, hasta que un día nos sentamos en el mismo grupo de asientos en el
tren y empezamos a hablar —narraba Silvia.
—¿Y a ti de ella? —me dirigí a Rodri para involucrarle en la
conversación, en la que parecía estar interesado.
—Pues fue casi un flechazo a primera vista, me pareció tan guapa…
—contaba, y ella le miró de manera dulce, como si con ese comentario
hubiese hecho que olvidara que le había pedido el café y el bollo
equivocados hacía tan sólo unos minutos.
—Os toca —intervino Zea.
Zurbano y yo nos observamos y después bajé la vista hasta mi vaso.
Silencio.
—No sabría decir en qué momento exacto fue, quizás desde la primera
vez que la vi. No pensé que se iba a fijar en alguien como yo y por eso no
quise acercarme mucho, era demasiado bonita para ser verdad. Bonita por
dentro y por fuera —comentó Rafa para salvar la situación, y yo clavé mis
ojos en los suyos mientras él me miraba. Creo que no iba a añadir nada más,
pero continuó hablando cuando vio mi gesto—. Supongo que me unió a ella
la casualidad y el misterio de averiguar qué había más allá de lo que tenía
delante. La primera vez que nos besamos ya no hubo marcha atrás, me
quedé enganchado a aquello tan especial que nos rodeaba, a su dulzura, a
sus caricias. Cuando me mira se me olvida el mundo.
Le contemplaba totalmente sobrecogida por sus palabras, fuesen reales
o no, lo cierto es que sonaron como tal y yo quise aferrarme a la idea de que
lo eran. La cara de Silvia era un poema, nos miraba como si fuéramos un
par de cachorros en el escaparate de una tienda de animales.
—¿Y a ti de él? —Rodri me lanzó la misma pregunta que le había
formulado yo tan sólo unos instantes antes.
Zurbano me observaba expectante por lo que diría. Los otros dos
tampoco me quitaban ojo.
—Yo… Él… —Entonces Rafa me agarró de la mano para darme
apoyo, calma, porque sabía que mi manera de ser, introvertida, me
dificultaba manejarme en ese tipo de situaciones. Entrecrucé mis dedos con
los suyos—. Porque la primera vez que me abrazó supe que no iba a pasar
frío jamás, que no volvería a estar sola. Porque tiene la sonrisa más bonita
del mundo, la mirada más dulce —él me apretó la mano y cuando eso
sucedió tuve que mirarle—. Porque podría perderme dentro de sus ojos toda
la tarde. Porque sólo quiero dormirme escuchando su corazón y
despertarme con sus besos. Porque cuando me acaricia yo…
No pude seguir hablando porque me percaté de que había seis pares de
ojos mirándome y estaba dando demasiada información, más de la que yo
misma podía manejar. En ese momento Rafa se acercó a mí, me apartó el
flequillo de la frente y comenzó a besarme, supongo que para darme una
tregua, para que acabara ese interrogatorio. Y yo le seguí, llevando ese beso
más allá, en parte porque quería que aquella reunión terminara.
Cuando separamos nuestros labios, y tras acariciarnos la cara para
regalarnos mutuamente una mirada de dulzura, observamos al frente para
percibir que el rostro de Silvia había cambiado su gesto entrañable por otro
serio. Como si algo de lo que hubiera visto en nosotros le hubiese llevado a
una posición incómoda. Quizás a comparar cómo una relación de escasas
tres semanas era capaz de transmitir ante sus ojos que existía entre nosotros
una complicidad, un cariño y una pasión desmedida que no había visto en
su propia relación de pareja, cuya duración multiplicaba por veinte a
aquella que tenía delante.
Después, no sé muy bien lo que pasó, pero comenzó a surgir una
tensión entre ella y Rodri que se hacía más ardua por segundos, y que
pareció llegar a su límite cuando a él comenzó a sonarle en el bolsillo de su
cazadora un pitido con una melodía repetitiva, que resultó ser de un
teléfono portátil. De aquellos que se empezaban a ver en algunas personas
por la calle y con los que aún no estábamos muy familiarizados. Rodri se
levantó para irse a hablar con aquel dispositivo a la calle, mientras Silvia se
quedaba delante de nosotros sin saber muy bien qué excusa darnos por el
abandono repentino de su novio.
Habían pasado veinte minutos de charlas intrascendentes cuando ella
salió de la cafetería a averiguar el motivo de la tardanza de su pareja para
volver poco después con él, con quien parecía mostrarse muy enfadada, a
despedirse de nosotros. Abandonaron los dos rápidamente el local, esta vez
de manera definitiva. Rafa y yo nos miramos.
—Eeehhh… ¿Me explicas lo que acaba de pasar, tía? —me preguntó
Zurbano.
—Pues no tengo ni idea, pero este chico es un poco…
—Tonto del culo es la palabra que estás buscando, Yerbis. Y, encima,
un chulito, ahí con el teléfono móvil, qué ridículo.
—Oye, pues dicen que algún día todos tendremos uno.
—¿Tú crees? ¿Nos volveremos todos así de tontos? Vamos, no me
jodas, Zuñi. Si fuera que lo necesita para trabajar… Pero este tío, ¿para qué
lo quiere si no es para fardar?
Le miré unos instantes en silencio.
—¿Cómo puede ser que nosotros con una falsa relación de noviazgo
de menos de tres semanas estemos más compenetrados que ellos llevando
más de un año juntos? —le cuestioné.
—Pues…, a lo mejor porque nuestra relación, la de verdad, es bastante
más sólida que la suya, porque nos preocupamos por mirarnos más adentro
que ellos. Si te das cuenta, lo que a los dos les llamó la atención del otro fue
el físico, y no digo que no sea importante, pero si te quedas sólo ahí puedes
perderte muchas cosas, a muchas personas.
Se oyó un trueno en la calle que nos evadió de aquella conversación.
—¿Nos vamos? —me propuso.
—Sí porque a este paso nos va a pillar la tormenta.
—Vale, pero tendremos que pagar, ¿no? Porque, aquí, mucho dinero
para ropita de marca, coches y teléfonos móviles, pero son más agarraos
que un chotis, tía. Y luego te miran de arriba abajo… Así también me hago
yo rico, a costa de que me inviten los amigos pringaos.
Me miró con gesto serio, pero a mí se me escapó una carcajada y se la
contagié.
—¿A pachas?
—Vale.
Y pocos minutos más tarde salíamos de aquel local hacia mi portal,
aligerando el paso cada vez más porque comenzaba a llover.
—Vamos, Zuñi, que nos pilla. —Me agarró de la mano para que
corriéramos juntos.
Cuando llegamos al soportal de mi bloque íbamos empapados y casi
sin aliento.
—Vaya tarde, ¿eh? —Empecé a reírme de nuevo.
—Y nos la queríamos perder —respondió para acabar envueltos en
una carcajada.
Nos contemplábamos mientras las gotas de agua nos resbalaban por la
cara.
—Rafa… —me puse seria al decirle aquello.
—Dime —me hablaba limpiándome las gotas de agua que se
deslizaban por mi pelo hasta la cara.
—Eso que has dicho de mí… ¿Alguna cosa era verdad?
—Te lo diré cuando tú me digas qué es lo que sientes cuando te
acaricio.
—Pero yo he preguntado primero.
Me sonrió.
—¿Hay algo de nuestra relación que sea verdad? —me cuestionó.
—No vale contestar con otra pregunta.
—Tengo buena maestra.
—Ya…
Rafa continuaba oteándome, como esperando a que le respondiera.
—Las siestas… —afirmé, entonces era yo la que le limpiaba las gotas
de agua que le caían por la frente —. No me vas a responder, ¿verdad?
—No hace falta, ya lo sabes. —Me acarició el cuello—. Y tú, ¿me vas
a responder a mí?
—¿A qué?
—No te hagas la despistada. Antes dejaste la frase a medias, dijiste
que cuando te acaricio tú… Tú ¿qué?
—No hace falta que te responda, ya lo sabes —le devolví la misma
respuesta que él me había dado a mi pregunta.
—No lo sé.
—Pues sólo tienes una manera de averiguarlo.
—¿Me estás pidiendo que te acaricie, Yerbis?
—Yo no, eres tú quien tiene la duda. —Me dio un escalofrío porque el
agua me traspasaba la ropa.
—Ojalá pudiera.
—¿El qué?
—Resolver mis dudas.
—¿Y qué te lo impide?
—Dímelo tú —me inquirió.
Otro escalofrío.
—Yo también tengo muchas dudas y tú tampoco las respondes —
evidencié.
—Vale, vamos a hacer una cosa: tú me resuelves una duda a mí y yo
otra a ti, pero no vale escaquearse, hay que responderla de verdad.
—Perfecto, pero si no nos gusta la pregunta tenemos un comodín para
cambiarla.
—Hecho.
—¿Quién empieza?
—Las señoritas primero.
—¿Qué sientes tú cuando te acarició?
—Acaríciame y te lo digo —me respondió.
Y tras titubear un instante, empecé a pasarle la mano suavemente por
las mejillas, por el pelo mojado, por el cuello. Sus ojos parecían decirme
que no parase, por lo que decidí acompañar a una gota de lluvia que trataba
de sortear su barba incipiente deslizando mis dedos hasta sus labios, donde
los detuve. Él me besó el índice y me cogió la mano para llevarla a su pecho
sobre una camiseta húmeda por el agua de la tormenta. Allí, bajo mi palma,
sentí su corazón retumbando con mucha fuerza y, justo en ese instante, sonó
un trueno. Otro escalofrío me invadió.
—Ahí tienes tu respuesta —aclaró—. Ahora yo. —Hizo una pausa
antes de lanzarme su pregunta en un susurro, acercándose a mi oreja—. ¿Te
gustaría que te quitase el frío?
—Eehh… comodín.
Él sonrió.
—Eso es que sí, pero como has pedido comodín, te haré otra pregunta.
—Yo no he dicho que…
—¿Qué parte del cuerpo que aún no te he acariciado quieres que te
acaricie? —me interrumpió mientras de fondo se escuchaba el agua
cayendo de manera intensa.
—Eehh… Rafa…
—Tú has aceptado este juego y has gastado tu comodín, tienes que
responder.
—¿Si te lo digo lo harías?
Sonrió.
—Sí, si me dejas.
—La espalda.
—Pero para que pudiera hacer eso tendrías que quitarte la ropa —
afirmó mientras metía sus dedos debajo del cuello de mi camiseta para tocar
mis hombros con dificultad porque las correas de la mochila le impedían
llegar hasta ellos.
—Ya… pero eso no podemos hacerlo.
—Lo sé. —Sacó su mano de debajo de mi camiseta.
—Rafa…
—Dime.
Y suspiré antes de hacerle esa pregunta.
—¿Qué somos?
Él me miró extrañado.
—¿A qué te refieres?
—A que, si no somos novios, pero tampoco amigos porque los amigos
no se acarician, ni duermen siestas abrazados, ni se les acelera el corazón al
acercarse, como a nosotros, ni se perderían toda la tarde en los ojos del otro.
Entonces…, tú y yo ¿qué somos? Es que no encuentro ninguna palabra para
definirlo.
—Porque no la hay.
—Pero yo necesito saberlo.
—Pues yo no puedo decírtelo porque no sé cómo explicar algo para lo
que no hay palabras.
—Vale —contesté algo defraudada.
Nos quedamos en silencio escuchando el sonido de la tormenta que
amainaba.
—Bueno, me voy a ir, aprovechando que la lluvia flojea, que se hace
tarde y estoy empapado —afirmó.
Silencio.
—¿Quieres subir… y secarte un poco? —le propuse.
—No… Bueno, sí…, pero sabes que es mejor que no lo haga.
—Vale.
Silencio
—Bueno, mañana ¿cómo hacemos? —cambió de tema—. ¿Quieres
que quedemos antes para ver algo de la libreta o directamente quedamos
para ir con Zurbarán y estos, que han dicho a las nueve en Tribunal?
—Pues… si quieres quedamos directamente para ir con ellos y así
podemos estudiar y descansamos un poco de la libreta, que estamos
bloqueados. Ya el sábado nos vemos para ver si avanzamos con la quinta
planta, o si quieres pasamos a la sexta, a ver si con ella tenemos más suerte
—le planteé.
—Vale, ¿nos vemos en Príncipe Pío al final del andén de la línea diez a
las ocho y media?
—Perfecto.
—Entonces…, hasta mañana, Zuñi.
—Hasta mañana, Rafa.
Y nos acercamos para darnos dos besos, pero, en lugar de eso, me
abrazó. Yo le correspondí. Un abrazo diferente en el que nuestras camisetas
se pegaban por la humedad, en el que las gotas de agua caían desde su pelo
para resbalar por mi cara. Segundos después me cantaba al oído por
Depeche Mode.
—All I ever wanted, all I ever needed is here in my arms. Words are
very unnecessary. They can only do harm.
Me separé de él traduciendo y analizando en mi mente lo que acababa
de decirme.
—Lidia…, no todo en esta vida se puede explicar con palabras —me
susurró antes de darme un beso en los labios—. O puede que tú y yo
hablemos en otro idioma que no las utiliza.
Asentí y él se dio media vuelta para marcharse.
—Rafa… Pero yo hoy necesito esas palabras… para saber si has
llegado bien. Hay tormenta y…
Se giró para verme y me sonrió.
—Te llamo cuando llegue.
31. Ante un rayo nos quemamos

Viernes, 15 de mayo de 1998

¿Cómo iba a saberlo? ¿Cómo iba a ser consciente cuando me desperté


aquella mañana rememorando la conversación telefónica del día anterior
con Zurbano, aquella en la que me decía que había llegado bien, aquella en
la que me regalaba algunas palabras para poder pasar mejor la noche,
aquella que me había puesto una sonrisa en el rostro, de que el suelo
comenzaba a resquebrajarse bajo mis pies? Como si fuera una placa de
hielo a la que le empezaba a pegar el astro rey de pleno. Sólo que yo no fui
capaz de ver el sol, pese a que ya llevaba muchos días achicharrándome la
piel. Pero ¿cómo iba a ver el sol si este me había cegado desde hacía un
tiempo? Pero ¿cómo iba a sentir las quemaduras en mi cuerpo si no percibía
el malestar que me producían porque me estaba tomando el mejor calmante
que existía? Aquel que anulaba cualquier dolor por muy fuerte y persistente
que fuera. El calmante de sus caricias, de sus palabras, de sus abrazos, de
sus besos, aunque la dosis de estos últimos estuviera limitada por riesgo a
sufrir intoxicación aguda.
—Hola, churri —me saludó cuando descolgué.
—Hola, morenito. ¿Llegaste bien?
—Sí, ¿y tú?
—Pero si me has dejado en el portal, sólo tenía que subir en el
ascensor.
—¿Y lo has hecho?
—¿Subir en el ascensor? Pues…, claro.
—Pero te podías haber quedado dentro con la tormenta si se va la luz
—me echaba la bronca.
—Si ya estaba amainando.
—El próximo día voy contigo hasta arriba.
—Y ya, si quieres, me metes en la ducha y me frotas la espalda.
Silencio. Y un suspiro.
—Pero si no me dejas —dijo al fin.
—¿Lo harías si te dejara?
—Si me dejaras, te acariciaría la espalda —me susurró.
Silencio. Y otro suspiro, esta vez mío.
—Rafa…
—Es lo que me has pedido antes —se excusó—. ¿O no te gustaría?
—Eso no va a pasar.
—Yo no te he preguntado si va a pasar, sólo si te gustaría que pasase.
Silencio. Suspiro.
—Bueno, Rafa, mañana nos vemos.
—Eso es que sí, ¿verdad, mi leona?
—Como no pares voy a colgar el teléfono —le amenacé.
—Vas a colgar el teléfono y luego vas a irte a tu habitación a
imaginártelo, ¿a que sí?
¿Por qué siempre tenía que quedar por encima? Empezaba a cansarme
de aquella situación.
—No, cuando cuelgue voy a imaginar que te desnudo y que soy yo la
que te acaricia la espalda, y no con las manos precisamente —le susurré, y
después me reí en silencio cuando le escuché resoplar al otro lado de la
línea.
—Buena jugada, muñequita.
—Dulces sueños, morenito.
—Dulces sueños, amorcito —me susurró.
Y colgué. Después de hacerlo me di cuenta de que al final había vuelto
a ser él el que quedó por encima. Sabía que yo ahora estaría dando vueltas a
si aquella última palabra que me había dedicado era de verdad o de pega.
Aquella jornada pasó entre apuntes y varias visitas a mi armario con el
fin de determinar qué me pondría aquella noche para la quedada con
nuestros compañeros, que incluiría una cena informal y una visita a un pub
o discoteca. No me apetecía llevar lo de siempre, y aunque en esa ocasión
Rafa y yo no nos habíamos retado a sorprendernos, lo cierto es que tenía
ganas de hacerlo, aunque, esta vez sin recurrir a ropa prestada. Quería que,
me pusiera lo que me pusiera, tuviese mi esencia. Mi objetivo era que fuera
él y no yo, quien se imaginara acariciándome la espalda. Quería quedar por
encima, pero sin que Zurbano se diera cuenta de que lo estaba haciendo. Me
senté en la cama con las puertas del ropero abiertas, observando todas las
prendas que allí se encontraban. ¿En serio quería dar un paso más sólo para
hacer otra jugada en aquella partida de ajedrez que nos habíamos montado
sin habernos dado cuenta? ¿En serio estaba dispuesta a arriesgarme a sufrir
un jaque mate por una jugada osada? ¿Y qué quería conseguir con eso?
¿Quizás obtener respuestas que me ayudasen a determinar dónde estaba él
exactamente? ¿A qué distancia de la línea?
Me acerqué al armario y abrí la caja de mi ropa antigua, era el único
lugar donde podría encontrar algo que me sirviera para alcanzar mi fin. Y, al
final, me encontré sosteniendo aquel vestido entre las manos. Era de color
verde agua, con tirantes muy finos y corte asimétrico y lo había utilizado en
la comunión de uno de mis primos hacía unos tres años. Pero ¿de verdad
que iba a ponerme eso? Me lo probé. Me vi en el espejo. Y sin darle más
vueltas, lo dejé fuera de aquella caja de plástico para colgarlo en una percha
junto a toda la ropa negra y el vestido de florecitas que, a su lado, resultaba
un poco más informal. Aquel día hacía unos veinticinco grados, así que
volví a elegir la chaqueta vaquera de tela fina que una semana antes vestía
para ir al cumpleaños del parque. Como calzado, escogí unos zapatos
negros de salón que formaban parte, exclusivamente, de la indumentaria
que utilizaba cuando trabajaba de promotora. Cuando me vi con todo
puesto, me di cuenta de que aquel día no podía llevar esa pequeña mochila
de tela que siempre me acompañaba, con lo que buceé de nuevo en mi
armario para rescatar un bolso pequeño de ante negro que tenía unos flecos
de adorno.
—Pffffff…, ¿en serio, Lidia? —me pregunté a mí misma cuando vi mi
imagen reflejada—. En serio —me respondí segundos después para
proceder a aplicarme una segunda capa de máscara de pestañas y brillo de
labios.
Y salí por la puerta de mi habitación a las ocho y diez sin mirar atrás.
A las ocho y veintiocho me bajé del tren de la línea seis que acababa
de llegar a Príncipe Pío. Subí hasta el vestíbulo de la estación con el fin de
bajar hasta el andén de la línea diez, donde había quedado con Rafa. Para
ello, utilicé las escaleras normales en lugar de las mecánicas, ya que había
mucha gente deslizándose hacia abajo en ellas y, al hacerlo, me tropecé con
un chico que subía. Un chico de unos veinticinco años. Un chico monísimo,
rubio de ojos azules. Un chico que me sujetó de los antebrazos para que no
cayera, que me sonrió, que me miró de arriba abajo antes de apartarse de mi
camino. Un chico que aún continuaba sin quitarme ojo desde arriba cuando
yo ya había llegado a la parte de abajo del andén. Pero de lo que no me di
cuenta, fue que Rafa estaba observando aquella escena mientras bajaba por
las escaleras mecánicas, aunque no me dijo nada. Simplemente, llegó a mi
lado cuando yo aún estaba mirando hacia arriba, me cogió por la cintura y
me dio un beso en los labios. Aquello hizo que aquel chico y yo dejáramos
de mirarnos. El chaval, al darse cuenta de que no tenía nada que hacer, ya
que yo estaba (supuestamente) emparejada. Yo, al darme cuenta de que no
había sido la única que se había parado delante del espejo a resoplar antes
de salir de casa por verse con una indumentaria con la que no se sentía muy
identificada. Al percatarme de que en mi movimiento había sacado una
torre y Rafa, un caballo que había pasado por encima de los peones que
había en el tablero para quitarse del medio a uno de ellos, como era aquel
rubio de ojos claros que me había topado por las escaleras. Zurbano llevaba
un vaquero azul oscuro nuevo y una camisa negra con un logo rojo que le
quedaba ajustada, ambos de marca, y unos zapatos negros perfectamente
lustrados. Un atuendo que parecía más propio de Vázquez que de él.
Mientras le contemplaba, me preguntaba cómo podía haber ese contraste de
prendas en su armario.
—Hola, churri —me saludó.
—Hola, ¿Rafa?
—¿Sorprendida?
—Sí, de que ayer estuvieras criticando la ropita de marca y hoy vayas
vestido como el primo pijo de Rodri.
—A ver, Yerbis, yo no critiqué la ropa de marca, sólo a los que te
miran por encima del hombro por creerse más guays sólo por tener pasta.
Yo no puedo vestir con esto todos los días, ya me gustaría, esta ropa es sólo
para momentos puntuales, y tú nunca habías salido conmigo así, en este
plan, que es cuando me la suelo poner. ¿No te gusta?
Le miraba sabiendo que eso no era del todo cierto y que, lejos de
utilizar aquellas prendas para salir de fiesta, lo que hacía era guardarlas en
su armario como oro en paño sólo para eventos muy únicos. Sospechaba
que se las había puesto ese día porque, quizás, quería quemar uno de sus
últimos cartuchos conmigo. Estaba apostando todo lo que le quedaba con
tal de hacer una jugada que le hiciera ganar aquella partida. Quería
arrinconar a mi rey.
—No, si estás muy guapo —afirmé.
Se me quedó mirando fijamente.
—¿Y tú? —me dijo.
—Yo, ¿qué?
—Pues que tampoco vistes así para ir a clase.
—Bueno, tú tampoco habías salido conmigo en este plan —le
expliqué, queriendo hacerle creer algo que tampoco era cierto, ya que, ni
utilizaba esa ropa para salir, ni tampoco salía de fiesta desde hacía varios
meses antes de involucrarme con él en ese misterio.
—Ya… —comentó no muy convencido.
El sonido del tren entrando en la estación interrumpió nuestra charla.
—¿No te gusta? —continué ya dentro del vagón.
Me miró unos segundos sin responder.
—¿De verdad que no sabes la respuesta? —habló al fin.
Y como no supe qué responder a aquello, me quedé en silencio con
gesto defraudado hasta que él me agarró por la cintura para que apoyase la
cabeza en su pecho, donde me sentí invadida por su aroma.
—Estás preciosa, muñequita —me susurró.
Le abracé para que no viera el rubor de mi rostro, y así estuvimos hasta
que llegamos a la estación de Tribunal, cinco minutos más tarde.
Poco después saludábamos a Carlos Zurbarán, ya en el exterior.
—¡Zurbano, hermano! —Abrazó a Rafa—. ¡Cuánto me alegro de
verte, tío, y tan bien! —Me miró a mí y sonrió—. Te llevas a la mejor, y eso
que decías que no te gustaba ninguna de clase, ¡qué cabrón! Como nos la
colaste a todos.
—¡Lidia! —Me dio un abrazo—. Tú sí que te llevas al mejor,
cuídamelo, ¿eh?
Tras aquello nos presentó a su novia, una chica de nuestra facultad que
había conocido en su nueva clase de segundo, en la que estaba repitiendo
algunas asignaturas. Zurbarán era rubio de ojos castaños y muy alto, un
poco más que Rafa, así que era muy entrañable verle con aquella chica que
no pasaba del metro y medio y a la que trataba con un cariño desmedido
que contrastaba enormemente con la fama de chico travieso que se había
labrado en clase.
A continuación, se fueron uniendo al grupo algunos de los chicos del
turno de tarde que también nos acompañaron una semana antes en el parque
del Oeste, entre los cuales no se encontraban ni Juanan, ni Vázquez, ni
Silvia, de la que no había vuelto a tener noticias desde la merienda del día
anterior, pese a haberse ido de aquella manera tan poco elegante.
Cuando terminaron de llegar los que faltaban, nos fuimos a cenar de
tapeo a un bar cercano. Aquella vez, y a diferencia del día de la fiesta, Rafa
no se separó de mí, supongo que porque no quería que me sintiera
incómoda estando sola, o puede que también porque no deseaba que ningún
otro se me acercase o, al menos, esto es lo que más me gustaba pensar.
Una vez que acabamos de cenar y de compartir charlas, recuerdos y
peripecias vividas durante el curso actual, nos fuimos hasta un garito donde
ponían música discotequera con un volumen demasiado elevado como para
que nos pudiéramos escuchar. Rafa y yo nos pedimos un refresco mientras
el resto se tomaba la primera de las copas de la noche. Nos habíamos
terminado aquella ronda y Zurbarán y su novia se estaban besando
apasionadamente mientras el resto charlaba y bromeaba hablándose a
gritos.
Zurbano y yo estábamos abrazados, disimulando en nuestro papel de
novios mientras nos hablábamos al oído.
—Mira a estos, no paran de darse el lote —dijo Rafa señalando con la
cabeza a Carlos y a su novia.
Los miré de soslayo.
—Tenemos que irnos de aquí. Zurbarán y su chica están a lo suyo y los
demás en breve estarán tostados. Así podríamos avanzar con el texto de la
sexta planta, ¿no? —le propuse poniendo mis manos sobre su pecho y mi
boca a tres centímetros de su oreja.
—¿Y qué hacemos? Si nos vamos, así por las buenas, va a quedar feo,
¿no?
—Sígueme el rollo, vamos a hacer que nos damos el lote nosotros
también.
—¿Cómo? Vale. —Se encogió de hombros.
Acerqué mi cabeza a la suya, le cogí del cuello y empecé a besarle. Él
me siguió, pero algo cohibido, sin involucrarse demasiado. Yo le tocaba la
espalda deslizando mis manos de arriba abajo, pero él no movía las suyas
de mi cintura. Aproximé mis labios a su oído.
—¿Nos están mirando?
—No mucho, y los otros dos siguen a lo suyo.
—Tócame el culo.
—¿Qué?
—Esto no es creíble, Rafa, míralos a ellos.
Los miró un instante y después a mí.
—Es que es muy difícil acertar contigo, Yerbis, te mosqueas por nada.
El otro día me montaste un pollo porque decías que me acercaba a ti
demasiado, que me está costando un montón que me cojas confianza, ¿y
ahora me vienes con que te toque el culo? ¿Y cómo sé que luego no vas a
querer abofetearme? —me dijo a la oreja.
—Pero estuvimos practicando y ahora estamos actuando, ¿no? Va,
magréame un poco.
Suspiró y volvió a besarme, bajando los brazos desde mi cintura hasta
mi trasero. Cuando lo hizo, yo le agarré fuerte del suyo con una mano para
mover la otra por su espalda de manera desesperada. Pero él no entraba
mucho en el juego, así que abrí los ojos y decidí aprovechar la columna que
había en nuestra diagonal. Le empujé suavemente hasta apoyar su espalda
contra ella y continué besándole por el cuello, lentamente, recreándome,
sintiendo mis labios y mi lengua en contacto con su piel caliente, a la vez
que jugueteaba enroscando los dedos de una de mis manos con el pelo de su
nuca y amasaba con los de la otra la parte baja de su espalda. Lo hice hasta
que le sentí estremecerse, aunque sin atreverse a involucrarse en la
situación.
—Ohhh… Lidia, tía…
—Rafa, por favor, métete en el papel.
Me separé un instante de él para mirarnos a los ojos durante cinco
segundos, era como si con aquella mirada me estuviera pidiendo permiso
para acercarse a mí de una manera a la que no estábamos acostumbrados.
Le hice un gesto muy sutil de afirmación con la cabeza, que le sirvió como
aprobación para comenzar a pasar sus dedos por mi cuello, hasta la
clavícula y el hombro desnudo, en el que únicamente descansaba aquel
finísimo tirante del vestido. Y a continuación, empezó a besarme en los
labios con mucha intensidad. Deslizó sus manos descendiendo por mi
espalda para rodearme con uno de sus brazos, mientras bajaba el otro hasta
apoyar la mano sobre el trasero, que me amasaba, apretándome fuerte
contra él. Estuvimos así una canción entera, Freed from Desire de Gala.
Rafa no paraba de besarme apasionadamente mientras me tenía agarrada
por la cintura y por la cacha, estrechándome fuertemente como si quisiera
que me fundiera con él. La cosa se estaba poniendo intensa, lo justo para
que fuera creíble.
Me separé de sus labios y me acerqué a su oído:
—Ahora mírame como si te hubiera dicho algo guarro y diles que nos
vamos.
—¿Cómo? —me respondió tomando aire y sin entender a qué venía
aquello.
—Que me mires como si te hubiera dicho algo guarro y les decimos
que nos vamos.
—Pero ¿cómo de guarro? —Me observaba sin dar crédito.
Suspiré.
—Que te la voy a chupar, Rafael Zurbano —le susurré.
Resopló mirando hacia el techo y se dirigió a ellos.
—Bueno, chavales, que nos tenemos que ir —les habló alzando la voz
para que pudieran escucharle por encima de la música.
Miré a Rafa con una sonrisa lujuriosa y después al resto del grupo,
saludando con la mano a modo de despedida. Ellos nos escudriñaban con un
gesto travieso, les había quedado bien claro el motivo de nuestra marcha, el
cual no les daría pie a retenernos allí por más tiempo.
Salimos deprisa del local agarrados de la mano y nos alejamos un poco
de la puerta esquivando a la gente. Le solté cuando estuvimos a una
distancia prudencial de aquel lugar.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —indagó.
—Pues salir de este barullo, vamos al metro —le respondí mientras me
ponía la chaqueta.
—Ya, pero que qué vamos a hacer.
—Que qué vamos a hacer, ¿de qué?
—Que yo no puedo ir así por la vida, tía.
—¿Así? ¿Cómo?
En ese momento me fijé en que con las manos trataba de taparse el
bulto que estaba inflamado entre sus piernas mientras seguía caminando a
paso lento.
—¡Ah! —concluí—. Pues piensa en algo que te baje el tema. En tu
madre, yo qué sé.
Me miraba con gesto de estupor.
—Pero, Zuñi, que no me puedes poner a mil y decir que me la vas a
chupar, así con ese tonito, y después que piense en mi madre, es que eso es
muy cruel, tía. Más que cruel, es que creo que es ilegal, yo diría que hasta
anticonstitucional, un delito, vamos.
—A ver si nos centramos un poco, Zurbano.
—Pero… Yerbis… —me pedía en tono suplicante.
—¡Que no te la voy a chupar, Rafa! Además, te recuerdo que hemos
hecho un pacto que dice muy claro que nada de sexo.
—Pero dice que el francés se puede hacer en caso justificado y esto
está muy, pero que muy justificado, créeme.
Le miré con gesto de fastidio.
—Eso no es un beso francés, Rafa.
—Pero eso es sólo un tecnicismo. —Me observaba con cara de pena
—. Va, sólo un poquito, igual así no cuenta, ¿no?… Aunque sea de
refilón…
—¡Que no!
—Luego dice que no es fría… ¡Un témpano es lo que eres!
—Rafa, creía que estaba claro que… —Le fui a tocar el brazo.
—Sí, sí, como el agua… —dijo muy enfadado mientras me hacía un
gesto para impedir que le tocara—. ¿Me puedes dar cinco minutos al
menos?
—Eh… Sí, claro.
Se alejó para apoyar el trasero en la barandilla de la entrada del metro,
mirando hacia el suelo, yo permanecía a cinco metros de él sin saber qué
hacer. Al final, decidí ponerme también junto a esa barandilla, pero sin
atreverme a rozarle, ni siquiera a hablarle, mirando al frente para observar
el entorno. Y, a la vez que lo hacía, me estaba dando cuenta de que le había
puesto en jaque, acorralándole con aquella torre que había anulado el poder
del resto de las piezas que aún tenía en el tablero. Me percaté de que lo que
estaba haciendo en ese instante era poner a salvo a su rey para seguir
jugando esa partida, que cada vez se estaba complicando más. Entonces era
yo quien miraba al suelo cuando sentí sus ojos clavados en mí.
—¿Nos vamos? —me propuso.
—Sí.
Me alejé de aquel lugar para bajar por las escaleras del metro a su vera.
No me hablaba, no me tocaba, ni siquiera me miraba.
—¿Vamos hasta mi casa y vemos la sexta planta? —le pregunté
cuando ya estábamos dentro del vagón del tren de la línea diez. Eran las
once y media.
Me miró de reojo sin contestarme.
—¿Eh? —insistí.
—Lo que tú mandes, como siempre, Yerbis.
—Es que no te entiendo, Rafa.
—¿Y qué es lo que no entiendes exactamente?
—Por qué te has puesto así, si estábamos actuando. Hace unos días te
enfadabas porque no quería acercarme a ti, y ahora que lo hago…
No me respondió, sólo me miró con un gesto sumamente serio
mientras el tren abría sus puertas en la estación de Plaza de España, donde
nos bajamos para hacer el transbordo a la línea tres en dirección Moncloa.
—Rafa… ¿Vas a estar así todo el rato? —le cuestioné mientras
esperábamos aquel segundo tren—. Aún no me has respondido.
—¿En serio, tía? ¿No lo ves? Pero ahora ya empiezo a entender
muchas cosas, no te preocupes.
—Pues yo estoy cada vez más perdida, ¿me lo puedes explicar, por
favor?
—Luego dice que es mala actriz.
El sonido del tren entrando a la estación interrumpió la conversación.
—Zurbano, por favor, ¿me podrías responder?
Él resopló sin decir nada más. Y así, callados y con la cara larga,
estuvimos todo el camino que restaba hasta poco antes de llegar a mi calle.
—¿No me vas a hablar? Pues muy bien, así seguro que podremos
resolver todos nuestros problemas. Es que me encantaría que me dijeras qué
cosas son las que empiezas a entender porque yo no entiendo nada —me
dirigí a él al fin.
Se paró de repente para quedarse de frente a mí, mirándome. Estuvo
unos segundos en silencio antes de manifestarse.
—Es que no me puedo creer que no sientas nada después de todo el
magreo —me echó en cara.
—Ah, era eso. A ver, que estábamos actuando, Rafa. Y te recuerdo que
fuiste tú quien me pediste y me enseñaste a que lo hiciera.
Seguimos caminando los pocos metros que nos quedaban hasta mi
portal.
—Ya, ya, pero ¿qué eres?, ¿de piedra? O sea, a ti te tocan, te besan y
¿no sientes nada? No me lo creo, tía. Por mucho que lo quieras controlar, es
que eso no era un besito como los que nos hemos dado otras veces. Te
estabas pasando de la raya y mucho.
—Pues no, no soy de piedra, sólo que estaba metida en el papel.
—No, el problema es que no lo estabas y te lo voy a demostrar. — Se
acercó a mí y empezó a susurrarme—: ¿Eres así de fría, Lidia? No me lo
creo —me dijo rozándome la oreja con sus labios.
Me cogió de la cintura e hizo que retrocediera un par de pasos hasta
que apoyé la espalda en la columna que había junto al portal. Me rozó la
cara con los dedos, deslizando su mano hasta mi nuca para alargar así
aquella caricia. Después me besó el cuello, muy suave, muy despacio,
poniendo toda su atención y su alma en ello, palpando mi piel con sus
labios y su lengua caliente.
—Rafa, ¿qué…?
—Ssssshhhhh… —Puso su índice sobre mi boca—. Lidia, por favor,
métete en el papel —me pidió en tono de voz muy bajo, utilizando aquella
misma frase que yo había empleado con él en la discoteca—. Cierra los ojos
—me solicitó de nuevo, como si esas palabras abrazaran mi oído de una
manera que no me dieron otra alternativa diferente a hacerle caso.
Bajó su dedo lentamente desde mis labios por la barbilla hasta el
cuello, para continuar besándome aquella zona como si quisiese abrazar mi
piel con su aliento, con sus labios suaves, acariciándome con su lengua
húmeda. Y con eso consiguió acelerarme el pulso y la respiración. Entonces
ascendió con aquellos besos hasta mi oreja y empezó a susurrarme al oído
explayándose con detalles, con muchos detalles, con demasiados detalles, la
descripción de todas las cosas que iba a hacerme por todo el cuerpo,
utilizando sólo la parte de arriba del suyo y sin emplear las manos, hasta
dejarme sin respiración. Cosas que no conocía. Cosas que nunca había
experimentado. Y empecé a imaginarme todas ellas, una por una, según me
las iba narrando, hasta que se me escapó un jadeo. En ese instante, se separó
de mí para dejar sus labios a cinco centímetros de los míos, besándome
después con un beso corto, intenso, de esos que sí nos permitía nuestro
pacto en todas las circunstancias.
—Buenas noches, Lidia —se despidió con otro susurro para darse
media vuelta y marcharse.
—Pero… Rafa… ¿En serio? ¿Te vas y me dejas… así…?
Se giró para verme un segundo.
—Piensa en tu madre. —Y dobló la esquina de manera rápida.
—Ah… ¡Serás…! ¡¡Serás…!!
No podía dar crédito, ¿siempre tenía que quedar por encima? Lo peor
es que en mi foro interno sabía que aquella vez me lo había merecido.
Saqué las llaves del bolso muy enfadada, quizás también conmigo misma.
—¡¡¡Será…!!! —no podía parar de decirlo, estaba empezando a
odiarle por lo que me había hecho.
Entré en el ascensor y allí me di cuenta de que aquella había sido la
primera vez que me había mirado de esa manera, esa con la que otras veces
había observado a mis compañeras más exuberantes. Esa mirada de lujuria,
de deseo. El hecho de que siempre se esforzase por quedar por encima de
mí no le impedía sentir lo que sentía, haberse quedado con ganas de más,
irse cabreado y excitado a su casa, tal y como me había sucedido a mí.
—¡Te vas a enterar, Rafael Zurbano! —exclamé en voz alta antes de
salir del ascensor.
Me había puesto en jaque y yo estaba dispuesta a mover a la reina para
salvar la partida.
32. El que la hoguera alimenta

Sábado, 16 de mayo de 1998

Aquella mañana me desperté pronto y, tras desayunar y llamar a mis


padres antes de la hora a la que lo solían hacer ellos, abrí una cajita que
tenía en mi armario para coger unos ahorros que había metido ahí,
provenientes de varios regalos de cumpleaños. Suspiré, cogí aquellos
billetes y me fui a dar un paseo. Quería encontrar algunas prendas y calzado
con los que dar un toque de feminidad a mi vestuario oscuro, algo
intermedio entre la indumentaria de mi antigua vida y la de la nueva. Y
cuando después de entrar en varios negocios obtuve la vestimenta que me
resultó apropiada, me pasé por el Madrid Rock de Gran Vía para darme una
vuelta con el fin de ver las novedades.
Mientras estaba inmersa en aquellas actividades, pensaba en que no
había quedado con Rafa en nada, ni había vuelto a tener noticias de él desde
el día anterior. Supuse que estaría trabajando a esas horas, con lo que
tampoco me planteaba comunicarme con él, ni tenía ganas de pasar aquel
trago en ese instante. No sabía lo que haríamos, o si querría que nos
viéramos para continuar con nuestras averiguaciones, pero, pasara lo que
pasara, tenía muy claro que los siguientes movimientos que realizaría serían
de simples peones para despistar, y que no sacaría a paseo a mi reina hasta
que no fuese el momento perfecto.
Fue justo después de comer cuando sonó el teléfono de mi casa para
preguntar por mí.
—Hola, churri —se escuchó al otro lado con un tono de voz bastante
más tranquilo y alegre que el que había manifestado tan sólo hacía unas
horas.
—Hola, amorcito —le saludé moviendo un peón—. ¿Qué tal has
dormido?
—Muy bien gracias a ti. ¿Y tú?
Me le imaginaba llegando a su casa la noche anterior para meterse
debajo de una ducha templada y relajante en la que aliviar sus tensiones
causadas por la excitación que le había tenido preso hasta ese instante. No
fue el único.
—Muy bien también —le susurré—. ¿Qué tal el trabajo?
—Bien, mucho jaleo.
Silencio.
—¿Y qué quiere hacer esta tarde mi princesa? —Y así movió otro
peón.
—Pues, quizás deberíamos ver el texto de la sexta planta, ¿no? ¿O
quieres hacer otra cosa?
—No, no, eso me parece perfecto. ¿Te veo sobre las seis? ¿En tu casa?
—Vale, aquí te espero.
Silencio.
—Te echaré de menos hasta entonces —me dijo.
—No, yo te echaré de menos más.
Silencio.
—Pues, hasta luego, amor mío —se despidió.
—Hasta luego, cariño.
—Va, cuelga tú —me pidió.
—No, mejor cuelga tú.
—Los dos a la vez, a la de tres. Una, dos, tres… —empezó a contar.
Silencio.
—No has colgado, muñequita —puso de manifiesto.
—Tú tampoco, morenito.
—Va, otra vez. Una, dos…
Y colgué antes de que terminara su cuenta, ya no podía aguantar más
aquella tontería, aquel intercambio de peones.
—¡¡¡Será!!! —dije en voz alta antes de irme a mi habitación.
Mientras me preguntaba cómo habíamos llegado a esa situación, a esa
en la que el cortafuegos se había ido a pique y estábamos caminando sobre
la cuerda floja, abrí el armario para decidir qué ponerme aquella tarde. Tras
mirar las prendas nuevas, volví a coger algunas de mi vestuario
convencional, aún no era el momento.
A las seis y diez sonaba el telefonillo de mi casa y dos minutos más
tarde le recibí en la puerta.
—Hola, muñequita —me saludó.
—Hola, morenito.
Y nos acercamos. Yo le iba a dar dos besos, pero él lo transformó en
uno sólo en los labios. Me invadió su aroma característico, con el que aquel
día se había bañado.
—¿Estás sola?
—No, pero mis compañeras están cada una en su habitación.
Entró acompañándome a mi cuarto. Aquella vez no se quedó mirando
las fotos de mi familia, sino que dejó la mochila que llevaba sobre la
cómoda mientras me observaba sin quitarme ojo.
—Bueno, entonces ¿vamos con la sexta? —le planteé.
—Vamos.
—¿Tú dictas y yo copio?
—Como siempre, Yerbis.
Encendí la radio con aquella emisora ochentera y me senté en el
escritorio tras haberle entregado la copia de la libreta, que él sostenía en sus
manos sentado sobre mi cama. Rafa me contemplaba, pero de distinta
manera a como lo había hecho siempre, ya no era fraternal, ni dulce, era
como si me estuviera echando un pulso que yo no deseaba mantener, así
que desvié la vista hacia abajo, hacia el papel.
—Cuando quieras —le dije.
Se mantuvo en silencio unos segundos, supongo que para crear
expectación o para que volviese a mirarle, pero yo no entré en ese juego y
seguí observando el cuaderno que tenía delante hasta que empezó a hablar y
yo a copiar sus palabras.
—Con el nombre de rosas se conocen prácticamente varias especies
pertenecientes al género Rosa, de la familia de las Rosáceas, las que, aparte
de la belleza que presentan… —En ese momento se quedó callado.
Entonces sí que le miré y me encontré con ese gesto tierno de sus ojos,
ese que hacía unos instantes se había borrado.
—¿Qué pasa? —le cuestioné al verle contemplarme de esa forma.
—No, nada, nada.
Silencio. Y respiró profundamente.
—…la belleza que presentan desde luego sus flores, como puede
observarse en la conocida parte del Retiro, llamada Rosaleda —continuaba
leyendo.
—Espera, ¿dice eso? —le pregunté extrañada—. Pero ¿el plano de la
sexta planta no estaba en Atocha?
—Pues… la estación que sale es otra vez Atocha, sí, pero lo he estado
revisando y da la sensación de que la zona representada está por el Retiro,
aunque la marca no aparece en la rosaleda, sino en lo que correspondería a
la plaza donde está la fuente del Ángel Caído —afirmó.
—¿Cómo? ¿A ver? —Me levanté para sentarme a su lado.
—Mira —me indicaba—. La rosaleda está por aquí, es esto que tiene
forma ovalada, y el punto está en este otro lado, en esta plaza donde se sitúa
el Ángel Caído. Lo he estado comparando con un plano.
—O sea, que lo de la rosaleda lo dice para despistar —deduje.
—Eso parece.
Nos miramos unos segundos y parece que eso hizo que olvidáramos
por un momento aquella partida que teníamos entre manos.
—Okey, pues vamos a copiar lo que queda y después lo miramos, a ver
si le encontramos el sentido —comenté.
—Vale.
Volví a ocupar el asiento del escritorio para redactar lo que él me iba
leyendo hasta que completamos todo el texto. Luego regresé a su vera,
poniendo el cuaderno delante de ambos.
—Pues, aquí, ni líneas extrañas, ni nombres, ni parece que haya
faltas… —comentaba.
—Pero lo de que se mencione la rosaleda del Retiro es muy raro —le
interrumpí—. ¿Hay alguna marca en el plano en ese lugar?
Pasó las hojas de la copia hasta localizarlo de nuevo.
—Aparte del óvalo que delimita la zona…, esto que parece una ese o
un número cinco.
—¿A ver? —Me acerqué para verlo, quedando así más cerca de él—.
Entonces habrá que ir hasta esa zona y buscar el número cinco o la ese, algo
debe de significar, ¿no?
Pero él no contestaba, manteniendo la atención de sus ojos en el papel.
—¿No? —Aquello lo dije más bajo, mirando hacia él para
encontrarme con su cuello de frente. Quise besarlo. No lo hice.
—Sí —me respondió también mirándome.
Estábamos muy cerca, demasiado.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —le consulté.
—¿Qué quieres hacer ahora?
Sólo se me ocurrían dos opciones. La primera, la más lógica:
levantarme de allí y proponer que nos fuéramos al Retiro. La segunda, la
más irracional, la que más me apetecía desde que el día anterior me había
dejado en mi portal con ganas de más: besarle. Pero no deseaba ser yo la
que tuviera la responsabilidad de elegir aquello.
—¿Y tú? —le devolví la pregunta—. No quiero ser yo quien siempre
lleve la batuta, como dices.
—Pues… —Me acarició el pelo para apartarlo de mi frente—. Vamos,
¿no?
—Vamos. —Me levanté.
Rafa aún permaneció sentado, observándome algunos segundos más,
hasta que al final también se levantó. Y sin hacer más comentarios u
objeciones, salimos de mi casa en dirección al metro para ir hasta la
estación de Atocha. Aquel trayecto lo hicimos casi sin hablar, tan sólo
compartiendo algunos comentarios banales o relacionados con nuestras
materias de clase. Era como si no quisiéramos tocar aquel tema en el que
los dos estábamos pensando, aquella partida que parecía que habíamos
dejado aparcada durante unos instantes con el fin de centrarnos en nuestras
averiguaciones, en aquel misterio, aunque por nuestras mentes estaba
pasando otro, ese que rodeaba a nuestra relación. Cuando entramos dentro
del recinto del Retiro, me agarró de la mano. Yo le miré.
—Por si vemos a Vázquez —explicó.
Sonreí. Y seguimos caminando sin hablar, escuchando de fondo las
voces de las personas que paseaban por el parque, el sonido de nuestras
pisadas sobre la arena de aquel camino. Un niño pequeño, que iba de la
mano de su madre en sentido opuesto al nuestro, nos decía hola y nosotros
le saludamos con una sonrisa.
—Qué bonito, por favor —opiné mientras me giraba para seguir
saludándole y después observé a Rafa con aquel gesto.
Él dejó de caminar.
—Yerbis…
—¿Sí?
—Ya habías estado aquí, ¿no?
—Sí. —Puse un gesto de extrañeza por aquella pregunta.
—Ah, vale. —Reanudó el paso.
—Rafa…
—Dime.
Me paré para contemplarle.
—No era eso lo que querías decirme, ¿verdad?
Se quedó en silencio.
—No —dijo al fin.
—¿Y qué era?
—No, no era nada.
—¿Entonces?
Volvió a detenerse, me observó y respiró profundamente. Después se
acercó a mí y me besó en los labios.
—Esto era —explicó.
—Ah.
Continuamos andando sin soltar palabra hasta que llegamos a la
glorieta de la fuente del Ángel Caído.
—Dicen que está a seiscientos sesenta y seis metros sobre el nivel del
mar —afirmó.
—Sera casualidad, ¿no?
—O no. —Me sonrió con un gesto travieso.
—Es chula, ¿verdad?
—Tiene un rollo que mola.
La contemplamos durante unos instantes en silencio.
—¿Y qué deberíamos buscar aquí? Porque lo único extraño es el cinco
o la ese que está en la rosaleda —recordé.
—Sí, vamos a mirar, a ver si vemos algo.
Estuvimos un rato dando vueltas alrededor de aquella escultura
rodeando su fuente, intentando fijarnos en todos los detalles, sin éxito.
—¿Vamos a la rosaleda? —me propuso.
—Vale.
Nos acercamos hasta ese lugar en el que yo iba pasando de un pasillo a
otro observando y oliendo los diferentes tipos de rosas, disfrutando como
una niña.
—Zurbi, mira cómo huelen estas —le comentaba.
Él no me decía nada, sólo me sonreía y olía cada una de las flores que
le pedía, sin rechistar, porque sabía que eso me estaba haciendo muy feliz.
—Si lo sé, te traigo antes —manifestó al verme disfrutar de aquella
manera.
—Perdona, ya paro y vamos a lo que vamos.
—No, no, lo que sea para que mi princesa sea feliz.
Le miré y meneé la cabeza sonriendo mientras él no paraba de
observarme divertido.
—¿Y para qué utilizas tú las rosas?
—¿Yo? Bueno, en casa, mi abuela prepara agua de rosas o hace
colonia con ellas, o las ponen en un jarrón para adornar. Nada
extraordinario, ya ves.
—¿Y qué se hace con el agua de rosas?
—Yo lo utilizo como tónico para limpiar la piel y porque es
astringente, o sea, que cierra los poros. Además, huele muy bien. Lo tengo
en un espray y me lo echo por todo el cuerpo.
—Ahora lo entiendo todo, por eso hueles así.
Sonreí.
—Venga, vamos a buscar ese cinco —le propuse.
—O esa ese.
—¿Por dónde se supone que está?
—Aparece en uno de los laterales del recinto, mira. —Me lo señaló.
—Sí, por allí parece, ¿no? —Le indiqué con mi índice.
—Efectiviwonder, Zuñi.
Fuimos hasta ese lugar, pero no éramos capaces de ver nada.
—Pero, tía, ¿qué se nos escapa? No puede ser que no veamos nada ni
en la quinta ni en la sexta, algo tiene que haber, ¿no? Teníamos que haber
venido ayer —planteaba.
—¿Ayer?
—Sí, por la noche después de… ya sabes, las chispas.
—Sí, claro, cuando estaba cerrado y no se veía nada. Además, que no,
otra vez con eso no —negué de manera muy rotunda.
—Pues ya me explicarás, porque estamos bloqueados.
—Alguna manera habrá, ¿no?
—Pero esa es la que nos funciona —afirmaba.
Yo negaba con la cabeza.
—Va, tía, ¿qué más te da? Si ya lo hemos hecho otras veces, con estar
luego igual, ya vale, ¿no?
—Sí, pero cada vez llegamos más lejos y si tensamos tanto la cuerda,
alguna vez se romperá y entonces no volveremos a estar igual.
—Vamos a hacer una cosa. Lo intentamos sin llegar a eso, pero si
dentro de una semana no hemos avanzado nada, nos lo plantearemos, ¿vale?
Le miraba no muy convencida.
—¿Vale? —insistía.
Respiré profundamente.
—Vale —acepté con resignación.
Si hubiese sospechado que nuestras chispas ya habían saltado y que
sólo hacía falta una brizna minúscula de aire para provocar un incendio que
ya no podríamos controlar, hubiese firmado aquello de forzarnos para poder
llegar a ese punto dentro de tanto tiempo, como lo era esa semana que
teníamos por delante.
—¿Y qué hacemos ahora? —le pregunté.
—¿Quieres tomar algo?
—Vale, ya va siendo la hora de cenar.
Salimos de aquel gran parque para tomar la última comida del día en
un restaurante sencillo de la zona de Atocha.
Un par de horas más tarde regresábamos a mi portal, donde nos
paramos.
—¿Quieres subir? —le invité.
—Tengo que subir, tengo arriba la mochila.
—Ah, es verdad.
Hasta entonces no me había percatado de que, exceptuando el día que
vino directamente de trabajar, nunca llevaba la mochila consigo, a no ser
que volviéramos de clase. Aquello me extrañó, pero no le dije nada.
—¿Quieres que sigamos un rato con la libreta o descansamos? —le
tanteé cuando ya estábamos en mi habitación.
—Yo prefiero descansar, ¿no?
—¿Quieres ver la tele? ¿O…?
—Quiero dormir contigo —me dijo así, sin más adornos ni florituras.
—Pero…, Rafa, mira lo que pasó ayer, que por más esfuerzos que
hacemos hoy, estamos más incómodos que Espinete en un sofá de velcro.
—Justo por eso. Tú misma lo dijiste hace un par de días, lo de dormir
nuestras siestas es una de las pocas cosas que sabemos que son de verdad
entre nosotros.
—Es mejor que no —concluí mirando al suelo.
—Lidia…, mírame a los ojos, por favor. Sólo dime que no quieres y
me voy y te dejo tranquila, te lo juro. —Me acariciaba la mejilla, la barbilla
—. ¿No quieres de verdad?
Yo negué con la cabeza y bajé la mirada.
Zurbano respiró profundamente.
—Vale. —Me besó la frente—. Entonces mañana hablamos,
muñequita, y ya vemos qué hacemos o cómo quedamos. —Cogió su
mochila—. No hace falta que me acompañes, de hecho, prefiero que no lo
hagas.
—Rafa, espera —le pedí ante su atenta mirada—. Es que no quiero
querer, pero sí que quiero.
—¿Cómo? —me preguntó mientras dejaba otra vez la mochila en la
cómoda y sonreía divertido.
—Pues eso, que no quiero querer dormir contigo, pero sí que quiero.
No te vayas. —Le cogí de la mano.
Él me sonrió. Mucho.
—¿Te… importa que vaya al baño a ponerme el pijama? —me
cuestionó.
—Pero… ¿te has traído el pijama? —En ese momento comprendí lo de
la mochila.
—Es que tenía la esperanza de que me dijeras que sí y el vaquero es
muy incómodo para dormir y… ¿te ha molestado? No has cambiado de
idea, ¿no? —Se acercó hasta mí.
—No, no. Sólo es que me sorprende.
—Vale, pues… ahora vengo —dijo tras sacar el pijama de la mochila
junto con una pequeña bolsa de aseo.
Meneé la cabeza sonriendo. De repente, y sin saber cómo, iba a pasar
la noche con Rafa. Pero ¿cómo había llegado hasta esa situación? El caso es
que lo estaba deseando y lo que más me preocupaba en ese instante es que
no sabía qué ponerme para dormir porque mi pijama tradicional de pantalón
de cuadros y camiseta XL era muy poco femenino. Buceé en el cajón de mi
cómoda para recuperar una especie de vestido lencero azul oscuro de
tirantes finos, que me llegaba por la rodilla y utilizaba para dormir en
verano, lo que me pareció lo más adecuado para esa situación. Esperé a que
apareciera Rafa, cosa que hizo como un minuto después.
—Ya está, churri —aseguró mientras dejaba la ropa que se había
quitado doblada sobre la cómoda.
Llevaba un pijama de algodón con un pantalón de rayas y una camiseta
de manga corta con unos botones en el pecho, que sospecho que había
elegido cuidadosamente para esa situación. Puede que fuera el más nuevo
que encontrara entre sus cajones.
—Vale, voy yo ahora. —Le hice una seña con la mano indicando el
baño y fui a cambiarme y asearme para volver tres minutos más tarde.
Cuando entré en la habitación él seguía mirando aquellas fotos del
corcho.
—Aún no he visto a tu familia —afirmé—. En foto, quiero decir.
Rafa me miraba de arriba abajo con el mismo gesto que el día anterior,
y eso me halagó y a la vez me asustó. Sus ojos ya no se quedaban anclados
en mi cara con un gesto fraternal, o, al menos, no todo el tiempo, sino que
se paseaban por el resto del cuerpo con aquella expresión de querer
terminar lo que había dejado a medias en mi portal la jornada previa,
aunque trataba de disimularlo.
—Sí, un día te traeré una foto —habló cuando vio mi gesto de
reproche por estar callado mirándome de aquella manera.
Supongo que hizo un gran esfuerzo por volver a poner su mente en un
estado anterior y me miró de manera dulce al rostro, como había
acostumbrado hasta hacía tan sólo un día. Puede que porque temiera que yo
cambiara de opinión sobre aquella siesta que seguíamos llamando así sólo
por el hecho de que ese término sonaba más liviano que el de pasar la noche
juntos. Saqué la almohada del cajón y esa vez abrí la cama para tumbarnos
bajo las sábanas en lugar de sobre ellas, como habíamos hecho las veces
anteriores.
—Va, métete dentro —le invité.
Me hizo caso sin dejar de mirarme. Después apagué la luz y me deslicé
bajo las sábanas para acostarme a su lado, poniendo la cabeza sobre su
pecho y el brazo sobre su torso. Él me rodeo con los suyos para cobijarme
entre ellos.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Muy bien, muñequita.
Me besó en la frente para quedarnos en silencio. Él movía el brazo que
tenía más próximo a la pared para acomodarse dentro de la sábana.
—Lidia… —me susurró.
—¿Sí?
—Es que la sábana está muy remetida y si tengo que ir por la noche al
baño no voy a poder salir.
—Pues sácala un poco.
Tiró de ella para liberarla de debajo del colchón y poder moverse con
más soltura.
—Ya está —me confirmó.
—Vale.
—Buenas noches, Zuñi.
—Buenas noches, Rafa.
Y me dio otro beso en la frente.
Silencio.
—Lidia…
—Dime.
—Si tengo que levantarme por la noche al baño, ¿cómo voy a hacer?
Voy a tener que desarroparte.
—Pero si acabas de sacar la sábana, apártala de tu lado y ya está.
—Vale.
Silencio.
—Pero y para salir, ¿qué hago? ¿Te salto por encima?
—Y yo qué sé, Rafa. ¿Cómo has hecho otras veces?
—Pero otras veces no estábamos dentro de la cama y han sido menos
horas.
—Bueno, pues pasa con cuidado por encima o por los pies de la cama,
mientras que no me aplastes…
—Okey.
—Buenas noches, Rafa.
—Buenas noches, Yerbis.
Silencio.
—Lidia…
—Y ahora, ¿qué pasa?
—¿No entra mucha luz por la ventana?
—Ay, sí, es que se me ha olvidado cerrar la persiana. Espera que voy.
Me deslicé fuera de las sábanas y me acerqué a la ventana para bajar
aquella pantalla, dejándola un poco abierta para que no estuviera oscuro del
todo.
—Ya está, ¿te molesta que deje un poco abierto por abajo? Es que no
aguanto la oscuridad completa —le consulté.
—No, no, así está perfecto. Gracias.
Me volví a meter en la cama a su lado, ocupando el mismo sitio sobre
su pecho. Él me abrazó de nuevo y me besó en la cabeza.
Silencio.
—Lidia…
—Rafa, ¿podrías callarte ya? Es que parecemos Epi y Blas, tío.
—Vale, vale, perdona.
—¿Qué pasa? ¿Que no tienes sueño?
—Sí tenía, pero me he espabilado.
—Pues cuenta ovejitas —le propuse.
Silencio.
—Oye, si tuvieses que elegir ser uno, ¿a quién te pedirías? ¿A Epi o a
Blas? —volvió a hablar.
—Pfffffff… Buenas noches, Rafa.
—Yo creo que elegiría a Blas, que es más alto, pero es unicejo, así que
no sé qué decirte.
Me incorporé.
—Vale, hasta aquí llegué. Una palabra más y te arrepentirás toda la
noche —le amenacé.
—¿Por qué? ¿Qué vas a hacerme?
—Tú lo has querido.
Y empecé a atacarle con cosquillas por la tripa, por el costado.
—¡Vale, tía! ¡Para! ¡Para, por favor!
—No quiero, es que eres un plasta —le decía mientras seguía
cosquilleándole.
Pero él era más grande que yo, así que consiguió pararme en mi
acción, agarrándome las manos para volver a dejarme tumbada.
—Y ahora, ¿qué? —me susurró al oído—. ¿Quieres cosquillas tú
también?
No le contesté porque aquel susurro me produjo cosquillas, sí, pero de
otro tipo, de las que te aceleran la respiración y te hacen suspirar. Él se
percató, pero no dijo nada, sólo me miró en silencio en aquella penumbra,
manteniendo sus labios a escasos centímetros de los míos hasta que estos se
vieron atraídos irremediablemente, como si fueran dos imanes.
Comenzamos a besarnos muy apasionadamente durante unos segundos.
Unos segundos que concluyeron cuando uno de nosotros, o quizás los dos,
sentimos el crujir de aquel suelo hecho de hielo bajo nuestros pies.
Entonces nos percatamos de que ese beso podría generar el final de nuestras
siestas, podría hacer tambalearse a nuestra relación verdadera. Aquello dio
lugar a que nos separáramos para emitir un jadeo profundo. Rafa me
acarició la cara volviendo a poner la espalda sobre el colchón, atrayéndome
hacia él para que pusiera mi mejilla sobre su pecho y cobijarme entre sus
brazos. Ninguno de los dos hablaba, sólo se escuchaban nuestras
respiraciones agitadas volviendo a la calma y yo el ritmo de un corazón que
trataba de regresar a un compás tranquilo sin tener demasiado éxito.
Estuvimos así unos instantes.
—Dulces sueños, mi muñequita —me deseó al fin, y me besó en la
frente.
—Mi morenito… —Le acaricié la mejilla para besarle el cuello de
manera breve—. Dulces sueños.
Me apretó contra él.
33. El que provocó la chispa

Domingo, 17 de mayo de 1998

Me despertaron unos besos. Unos pequeños en el cuello acompañados


de mil millones de cosquillas producidas por una barba de dos días.
—Mmmm… —me estremecí aún medio adormilada.
Y eso le dio pie a continuar besándome con suavidad, realizando una
ruta que bajaba desde el cuello hasta el hombro, junto con unas caricias por
el brazo que yo recibía con mucho agrado.
—Ohhhhhh… Rafa…
Entonces me abrazó por la cintura desde la espalda para proseguir con
esos besos y sentí el fuego, un fuego que me quemó, que me hizo saltar
como un resorte para separarme de él.
—Pero… ¿qué…? ¿Qué haces?
—Abrazarte.
—¿Tú crees? —Señalé justo debajo de su cintura.
—Ah, bueno, Yerbis, ya sabes…, te estaba deseando los buenos días.
No lo puede evitar, no te enfades —se excusó hablando de su miembro viril
en tercera persona.
—No, los buenos días y las buenas tardes también. ¿Y cómo que no lo
puede evitar? Serás tú, ¿no?
—¿Yo? Pero si has sido tú la que lo ha provocado —me echaba en
cara.
—Pero ¿cómo que yo?
—Sí, con esos gemiditos y llamándome así, con ese tono. Me estabas
pidiendo más.
—¡¿Qué?! Mira, Zurbano, creo que te estás confundiendo conmigo, así
que haz el favor de envainar tu espada y separarte de mí. ¿Se te ha olvidado
que tenemos un pacto? ¡Que corra el aire!
—¿Que yo me estoy confundiendo contigo? Eres tú la que no sabe ni
lo que quiere, tía, así que cuando lo averigües me avisas.
Se levantó con mucha energía, cogió su ropa de encima de la cómoda y
salió de la habitación, supongo que camino del baño, para volver a abrir la
puerta unos segundos más tarde.
—Pero, vamos, que me estabas pidiendo más. —Y la cerró otra vez.
Me tumbé de nuevo en la cama resoplando, intentando calmarme.
Respiré profundamente para bajar los latidos, el calor, pero no podía
conseguirlo porque no podía evitar pensar en sus besos. ¡Había empezado
él!
La puerta se abrió minutos más tarde y apareció ya vestido y peinado.
No me dirigió la palabra mientras guardaba el pijama en la mochila, que
cogió para ponérsela en la espalda. Cuando se giró, me vio mirándole
sentada en la cama con aquel camisón de tirantes finos, uno de los cuales
había resbalado cayendo del hombro. Se detuvo unos segundos para volver
a dejar la mochila sobre la cómoda de manera brusca y acercarse a mí. Me
cogió por la barbilla con un gesto extraño, tras sentarse a mi lado, y
comenzó a besarme de manera muy enérgica, primero en los labios y luego
descendiendo por el cuello hasta el hombro desnudo para volver a subir a la
oreja. Yo me dejé besar, cerrando los ojos para percibir aquello con más
intensidad.
—Ohhhhh… Lidia… —me susurró, y se separó de mí dejando su boca
a escasos centímetros de la mía mientras me miraba con gesto de deseo.
Y a mí me estaba poniendo a mil, no lo pude evitar, lo juro. Esa
manera de susurrarme hizo que me lanzara a sus labios como una
desesperada, como si estuviera muerta de sed en medio del desierto y
aquella fuera la única fuente de agua en cientos de kilómetros. Pero no pude
apagar mis ganas de beber porque se separó de mí de repente.
—¿Qué haces? —me preguntó.
No sé cómo no lo vi. No sé cómo no me di cuenta de que haría
aquello, de que intentaría quedar por encima, de que no iba a dejar las
piezas quietas en el tablero y me atacaría con una jugada tan previsible.
—¿Qué? —le respondí.
—Creo que te estás confundiendo conmigo, Lidia.
Y se levantó para marcharse.
—Pero… ¿cómo puedes ser tan retorcido? ¡Te odio, Rafa! —Me
levanté mientras agarraba fuertemente un cojín para decirle aquello con más
énfasis.
Se aproximó a mí.
—¿Me odias porque no te doy lo que me estás pidiendo a gritos? Pues
lo siento mucho, cariño, no puedo porque lo tengo vetado por pacto —me
dijo con una sonrisa maliciosa. Después se acercó a mi oreja—. Recuerda
que todo esto lo empezaste tú —me susurró.
Y salió de la estancia mientras yo le lanzaba aquel cojín, que rebotó
contra la puerta ya cerrada.
—¡¡¡Serás…!!!
Desde mi habitación se oyó el portazo de la entrada de casa. Y poco
después, a una de mis compañeras saliendo al pasillo sobresaltada por ese
golpe. Resopló protestando porque aquello había interrumpido su sueño y
volvió a meterse en su cuarto. Pero, en ese instante, sólo podía pensar en
cuánto le odiaba, en que había vuelto a ponerme contra las cuerdas. En que
me había hecho un jaque que yo le había puesto en bandeja.
—¡Ahora sí que te vas a enterar, Rafa! Porque te juro que esta partida
la voy a ganar yo, me cueste lo que me cueste, y no lo vas ni a ver venir.
A las nueve y diez de esa mañana de domingo, y con la rabia por
bandera, decidí que había llegado el momento de sacar a pasear a la reina
por el tablero, mientras me sentaba delante de la copia de la libreta y el
cuaderno. Quería aprovechar las chispas para buscar pistas nuevas y, de
paso, intentar diluir aquel sentimiento de frustración.
Una hora y tres cuartos más tarde, sonaba el teléfono, interrumpiendo
mi desayuno.
—¿Quién es? —contesté.
—He descubierto algo —habló la voz de Rafa en tono seco y sin más
saludos al escuchar mi voz.
—Yo también —le respondí.
—¿El qué?
—Tú primero.
—Un seis en la rosaleda del quinto plano —afirmó.
—¿En serio?
Empecé a pasar las hojas de la copia de la libreta hasta encontrar aquel
mapa, mientras escuchaba música de fondo y a continuación, a él.
—A ver, mama, que veo a Rocío Jurado un poco alterada, ¿podrías
bajarle el volumen, por favor? —protestaba—. ¿Que no está alto? —
continuó—. Pues, nada, súbelo un poco más, que creo que los del séptimo
aún no lo han escuchado —añadió de manera irónica, resoplando.
—Lo tengo —le dije.
—¿Lo ves? —me preguntó, y mientras lo hacía se oyó cómo se bajaba
el volumen de la música que sonaba en su casa.
—Sí, es verdad, está cerca del centro de la zona del plano
correspondiente a la rosaleda —confirmé mientras miraba aquel mapa—.
¿Cómo no lo hemos visto antes?
—Porque se confunde con los dibujos del plano y porque tú no querías
que saltaran las chispas.
—Pues ahora ya han saltado, estarás contento, ¿no? —le eché en cara.
—Bueno, ¿y tú qué has visto? —cambió de tema.
—El dibujo de la melisa tiene algo raro en la zona de arriba, pero no sé
qué es. La forma del conjunto de hojas que aparecen en la parte superior es
extraña y diferente a las del resto de la planta.
—¿A ver? —dijo y escuché el sonido de pasar unas páginas, supuse
que para llegar a esa parte de la copia de la libreta. Después estuvo unos
segundos en silencio—. Es verdad, sólo una de las hojas de ese conjunto
tiene forma de hoja y el resto… Pfffff… No parecen hojas, es muy raro.
—Sí, desde luego.
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Vamos luego a verlo? —me propuso.
—No.
—¿Por qué? Deberíamos ir, las chispas funcionan, estamos
encontrando pistas nuevas.
—Porque no quiero verte, Rafa, y, además, porque tengo que estudiar
mucho —me excusé.
—Dabuti, tía. Pues estudiamos —afirmó de modo borde.
—Pues eso.
—Mañana, donde siempre.
—Qué remedio…
—Oye, que, si no quieres, me puedes esperar en clase hablando con tu
amigo Vázquez.
—Pues a lo mejor lo hago, total, a ti te da igual. Además, seguro que él
no deja las conversaciones y lo que no son las conversaciones a medias.
—Ten cuidado, a ver si vas a decir mi nombre entre gemidos cuando
estés con él.
Colgué de forma brusca.
—¡Te odio! ¡¡Te odio!! ¡¡¡Te odio!!! ¡Te vas a cagar, Zurbanito! —
exclamé enfadada en voz alta.
Cuando me disponía a volver a mi habitación, sonó el teléfono de
nuevo.
—¿Sí? —contesté de manera seca.
—Pero, al final, quedamos en el metro, ¿no, muñequita?
—¡Sólo si dejas de llamarme, quinqui de pacotilla!
Volví a colgar.
Y el resto del domingo lo pasé planeando mi siguiente jugada, un
jaque que seguramente daría lugar al final de la partida.
34. Aquel que nos abrasó

Lunes, 18 de mayo de 1998

Recuerdo el inicio de aquel día. Cuando los ojos se volvían hacia mí


mientras caminaba por la calle, bajando por las escaleras del metro… Me
sentía muy incómoda y no apartaba la vista del suelo porque no quería
toparme con aquellas miradas extrañas. No me gustaba llamar la atención
de esa manera, pero estaba dispuesta a pasar por ello sólo para conseguir la
victoria que me haría quedar por una vez por encima de Rafa. Cuando
llegué al final del andén, él ya me estaba esperando.
—¿Y ese modelito, Yerbis? —me preguntó nada más verme, a la par
que me observaba de arriba abajo.
—Hace calor —me justifiqué dentro de una camiseta asimétrica de
color azul cobalto que se pegaba a mi cuerpo, dejando uno de los hombros
al descubierto para cubrir el otro con un tirante ancho. Pero eso no era todo,
una minifalda ajustada de color negro que me quedaba unos cinco dedos
por encima de las rodillas culminaba aquel estilismo, que portaba montada
en unas sandalias negras de plataforma.
—Ya… —Me miraba a los ojos, que llevaba un poco maquillados y
con doble capa de máscara de pestañas.
Le observé de reojo antes de subir al tren que acababa de parar en el
andén.
—Del besito de buenos días ya ni hablamos, ¿no, churri? —me dijo.
Me acerqué para dárselo de manera un poco seca, pero él me agarró
por la cintura y después no me dejó separarme.
—¿Y no serás tú la que va subiendo la temperatura? —me susurró—.
Que yo no sabía que dentro de ese cuerpecito cabían tantas curvas y a
alguno del vagón se le van a salir los ojos.
—¿Te molesta? —le cuestioné muy seria.
—¿A mí? Pero por el amor de Michael, Yerbis, ¿cómo iba a
molestarme semejante espectá… culo?
—Rafa, ¿quieres llegar calentito a clase? —le amenacé molesta por su
comentario, sólo tenía ganas de abofetearle allí en público.
—¿Más? Pero, tía, ¿me quieres matar? —Hizo una pausa—. Te lo has
puesto por mí, ¿a que sí?
—¿Tanto te crees que me importas?
—Lo justo como para que te esfuerces tanto por dejar de pasar
desapercibida sólo para que te mire.
Le observé frunciendo el ceño, negando con la cabeza y no volvimos a
hablar hasta que salimos del tren en Ciudad Universitaria.
—¿Viste algo más ayer? —me preguntó cambiando de tema cuando
subíamos por las escaleras mecánicas.
—No, nada más, luego me puse a estudiar.
—¿Y qué tal lo llevas?
—Pues como el culo, Rafa.
—Ah, entonces lo llevarás muy bien, ¿no? —Sonrió.
—Tú eres tonto, ¿verdad? —le dije muy seria.
—A veces me vuelves tonto, bollito —afirmó acariciándome la
barbilla.
—Pfffffff… —resoplé dándole la espalda, aún no habíamos llegado a
la parte superior de las escaleras.
—Eso, eso, pónmelo aún más delante por si no lo hubiera visto bien.
Cerré los ojos meneando la cabeza, igual vestirme de aquella forma no
había sido tan buena idea.
Llegamos a la facultad y subimos hasta el segundo piso para entrar en
el aula, pero no había llegado ninguno de nuestros compañeros, así que
dejamos las mochilas sobre el tablón de la mesa de la fila de asientos donde
nos solíamos ubicar y él se volvió hacia mí antes de sentarnos.
—Ya me podías dar algún cariñito, tía, que me tienes abandonado. —
Me cogió de la cintura para acercarme hasta él—. Ayer te eché de menos,
muñequita —me susurró adrede porque sabía que la última vez que hizo eso
consiguió un beso limitado por pacto. Pero en aquella ocasión sólo pudo
obtener uno de los que sí teníamos permitidos—. ¿Tú no? —continuó.
—Sólo cuando me metí en la ducha —le susurré yo a él.
Y aquello sí que no se lo esperaba porque le dejé sin palabras y lo
único que pudo hacer es besarme apasionadamente, buscando motu proprio
ese beso que no había conseguido que yo le diera como premio a su susurro.
Creo que en ese instante se olvidó de la partida y del mundo, pero he de
reconocer que a mí me pasó lo mismo. Cuando acabó ese beso, había puesto
sus manos sobre mi trasero y me sujetaba de esa manera.
—¿Me estás tocando el culo, Rafa? —le pregunté en susurros.
—Es que tal y como vienes hoy, si no te lo tocara no sería creíble, tía,
¿tú te has visto? ¿Tú has visto cómo te miran los tíos de clase? Si tienes a
todos revolucionados —me respondió él.
Entonces llegó Juanan y detrás Silvia.
—Hola —saludó Talavera.
—Buenos días, chicos —habló Silvia.
Y tras responderles, se pusieron en la fila de delante sin preguntar
siquiera si Rafa y yo nos íbamos a sentar juntos. Viendo lo acaramelados
que nos mostrábamos, no les dimos opción a albergar ninguna duda sobre
aquello.
Entró el profesor en clase y Zurbano y yo nos sentamos, en mi caso,
junto al pasillo. Mientras preparábamos nuestro material de clase, vio que
bajaba Vázquez por la parte de arriba de la grada y me quitó el boli que yo
sostenía en la mano para tirarlo a la escalera de manera disimulada.
—¿Qué haces? ¿Eres idiota? —le reprendí.
—Ups, perdón.
Me levanté de mala gana a cogerlo. Cuando lo tenía en la mano y me
enderecé para volver a mi sitio, unas manos me agarraban de la cintura,
pero no eran las de Zurbano. Volví la vista para descubrir los ojos de
Vázquez, que me miraban sorprendido, mientras me apartaba suavemente
para poder pasar a sentarse al lado de Silvia.
—Buenos días, Lidia —me susurró con una sonrisa.
—Buenos días, Dani.
Y nos sentamos porque el profesor comenzó a hablar. Rafa se
carcajeaba en silencio.
—Me sé de uno al que le acabas de joder el día —me habló Zurbano
en voz baja señalando con la cabeza a Vázquez.
—¿Tú crees?
—Sí, tía, ¿no lo has visto?
—Rafa, como me vuelvas a hacer algo así, te cruzo la cara, ¿me has
entendido?
Aquello último lo dije tan enfadada, que elevé un poco el tono y
nuestros tres compañeros se dieron la vuelta para mirarnos.
—Está tensa —les habló a ellos—. Luego lo arreglamos, churri —
continuó diciéndome delante de los tres.
Volvieron la cara hacia delante, menos Vázquez, que continuó
contemplándome unos segundos más al ver mi semblante de mosqueo,
hasta dedicarme un gesto de complicidad justo antes de girarse. Le sonreí
en respuesta y aquello no le hizo mucha gracia a Rafa. Supongo que a
ninguno de los dos nos estaban saliendo las cosas según habíamos
planeado.
Cuando terminó la clase, me volví hacia Zurbano para susurrarle.
—Vale, Rafa, tenemos que hablar, pero hasta entonces, vamos a
disimular que seguimos siendo una pareja bien avenida, te lo pido por favor.
—¿A qué te refieres con «tenemos que hablar»? ¿Me vas a dejar, tía?
Vázquez miró hacia atrás mientras recogía sus cosas.
—¿Cómo voy a dejar a alguien con quien ni siquiera estoy saliendo?
—le susurré a Rafa cuando Dani volvió su vista al frente—. Pero es que
estoy muy cansada, ¿sabes? Me rindo contigo, no puedo más.
—¿Por qué dices eso, muñequita?
Nuestros tres amigos comenzaron a salir en orden, nosotros aún no
habíamos terminado de recoger. Vázquez volvió a observarme antes de
seguir subiendo por la grada. Yo le entregué mi bolígrafo a Rafa.
—Toma, para que me lo vuelvas a tirar en la siguiente clase, así te
puedes seguir riendo de mí y de mi culo cuando me agache a cogerlo
delante de tu amigo. Nunca pensé que tendría que seguir aguantando burlas
de adulta, y mucho menos que vendrían de ti. No soy un mono de feria. Yo
pensaba que… Pero está claro que te importo una mierda.
Recogí las cosas metiéndolas en la mochila de cualquier manera para
subir por la grada deprisa, dejándole atrás con mi bolígrafo en la mano.
Cuando llegué hasta el resto de mis compañeros, fue Vázquez el que se
puso a mi lado para seguir caminando junto a mí.
—¿Todo bien? —me preguntó Dani.
—Sí, todo muy bien. —Le sonreí—. ¿Y tú? ¿Qué tal tu finde?
—Bien, estudiando un poco, que ya no queda nada para los exámenes.
—Los tenemos ya encima —evidenció Rafa uniéndose a la
conversación mientras me cogía por la cintura—. Churri, te has dejado el
boli.
—No lo quiero, no pinta bien, voy a cambiarlo por otro. ¿Tienes un
boli de sobra, Dani?
—Sí, tengo por aquí alguno, ahora te lo doy —respondió Vázquez.
—Gracias.
Y el rostro de Rafa ensombreció cuando presenció aquello.
Un minuto más tarde, esperábamos delante de la puerta del aula de la
planta baja donde tendríamos la siguiente clase. Me acerqué hasta mi
amiga, separándome de Rafa para dejarle al lado de Vázquez.
—¿Qué tal, tía?
—Bien, bien, ¿y tú? —lo dijo como distraída.
—¿Estás bien?
—Sí, es que hoy me he levantado un poco revuelta, son las hormonas
—me contestó.
—Ah, como el otro día os fuisteis así de repente y, además, sin pagar,
pensé que estabas enfadada. Aunque no sé por qué, la verdad, creo que no
os hicimos nada, ¿no? —le eché en cara.
—¿Qué? ¿Rodri no había pagado?
—Pues no. Que ya no es por el dinero, pero quedó muy feo y a
nosotros tampoco es que nos sobre, ¿sabes?
—Ay, qué vergüenza, tía, perdona. Pero ¿cómo me voy a ir sin pagar?
¿Alguna vez lo he hecho? No lo sabía, no me di cuenta y estaba muy
enfadada también con Rodri por… ya sabes, cosas nuestras. Además, os
veía a vosotros tan acaramelados y a él tan ausente.
Resoplé.
—¿Me perdonas? —insistió.
Tras observarla un instante, le di un abrazo, que no fue sólo por la
situación que estábamos tratando, sino porque necesitaba un hombro donde
llorar todo lo que me estaba pasando con Rafa y no lo tenía. Porque hubiera
deseado contarle la verdad de cómo me sentía y no podía. Porque aquel
secreto y todo lo que lo rodeaba empezaba a llevarme por delante y yo
comenzaba a derrumbarme.
—Pues claro, tonta. Pero me debes una invitación doble —le dije con
una sonrisa que intentó enmascarar mi tristeza—. ¿Y al final os
arreglasteis?
—Sí, luego me pidió perdón, pero le echaré la bronca por no
preocuparse por pagar y tampoco decirme nada.
En ese momento se abrieron las puertas del aula, los alumnos que la
ocupaban salieron y nos dispusimos a entrar seguidas de los tres chicos.
Estábamos las dos charlando, dispuestas a sentarnos cuando alguien me
tocó el hombro desde uno de los asientos de la fila de detrás.
—Lidia, toma —me habló Vázquez entregándome un bolígrafo, sin
poder evitar echar un vistazo a mi hombro desnudo.
—Gracias, luego te lo devuelvo. —Le sonreí.
—No hace falta, puedes quedártelo. Si necesitas algo más, me dices.
Y asentí para volver mi vista hacia delante porque no quería seguir
mirando hacia atrás para no encontrarme con los ojos de Rafa, que estaba
sentado a su lado.
Cuando acabó la clase, me adelanté con Silvia hasta que llegamos otra
vez a la segunda planta, donde tendría lugar la siguiente asignatura. Apoyé
la mochila en la mesa de madera que había junto a la ventana de ese pasillo,
cuando llegaron ellos para ubicarse también en ese lugar.
—¿Vienes al baño? —me cuestionaba Silvia.
—Sí —le respondí, más bien porque tenía ganas de estar sola, aunque
sólo fuera durante dos minutos y en un pequeño cubículo.
Dudé un instante sobre si llevarme conmigo la mochila, pero Rafa
intervino al verme titubear.
—Yo te la vigilo, churri.
Asentí justo antes de que él se acercara a darme un beso breve en los
labios, interpretando nuestro papel de pareja bien avenida que yo le había
pedido una hora antes. Seguidamente, me metí en el baño sin decirle nada
más.
—Lidia, ¿tienes un Tampax? —me preguntó Silvia segundos después
de entrar al aseo mientras yo la esperaba fuera, junto al lavabo.
—Sí, pero espera, que lo tengo en la mochila. Ahora vengo. —Y salí
otra vez al pasillo para buscarlo.
Entonces lo vi, y no daba crédito porque hacía menos de un minuto
que había abandonado ese lugar.
—Mira, tío, sé que eres mi amigo y que me has ayudado muchas
veces, y te estoy agradecido, pero como te vuelva a ver mirar a mi novia
como si te la quisieses follar, te voy a poner esa cara de niño bonito que
tienes como un mapa. Que una cosa es prestar un boli y otra es tirarle fichas
delante de mi jeta. Y a veces tengo la sensación, aunque seguro que estoy
equivocado, de que te piensas que soy tolay porque no es la primera vez que
lo haces. Pero sólo es una sensación, ¿verdad? —Rafa le preguntaba aquello
a Vázquez mientras lo tenía arrinconado contra la pared, sujetándole con
una mano por la pechera de la camisa y dándole cachetes en la mejilla con
la otra, a lo que Dani asentía con la cabeza, totalmente acobardado—. Ah, y
como te vuelvas a acercar a mi princesa con el absurdo propósito de
levantármela, van a tener que llamar a los de la policía científica y al
mismísimo Indiana Jones para que reconstruyan los millones de trocitos que
van a quedar de ti. Pero te lo digo de buen rollo, ¿eh?, que somos colegas.
Y también para que no hagas el ridículo porque, por si no te ha quedado
claro, aquí el que la hace feliz soy yo. ¿Lo pillas? ¿O quieres que te haga un
croquis?
Juanan observaba aquella situación sin atreverse ni a respirar más alto
de lo normal al ver como a Rafa le salía aquella vena de quinqui de
extrarradio que acojonaba hasta al más pintado. Y aunque amenazaba a
Vázquez de esa manera, lo hacía sin levantar un ápice su tono de voz. No le
hacía falta. Ser un barriobajero con formación universitaria era todo lo que
necesitaba para tenerle totalmente amedrentado a él y a cualquiera que se le
pusiera por delante poniendo en jaque sus intereses. Una auténtica bomba
de relojería. Una mezcla que causa bastante desasosiego entre cierto sector
de la población al que, indudablemente, pertenecía Daniel Vázquez de la
Torre. De repente, Rafa parecía más grande, más corpulento y se le
marcaban más los bíceps, o esa fue mi percepción.
—¿Qué hacéis? —me dirigí a ellos cuando llegué a su lado.
Ambos se sobresaltaron porque no me habían visto aparecer ni se lo
esperaban. Creo que Rafa había aprovechado mi ausencia para actuar de esa
manera, intentando así evitar que yo presenciara aquella escena.
—Nada, aquí Danny Boy y yo que estábamos charlando, ¿verdad? —
dijo Rafa pasándole el brazo por encima del hombro para darle unas
palmadas en la espalda.
—Sí, sí —afirmó Dani sin atreverse a mirarme.
—Vale —cogí el tampón de la mochila de manera discreta para
llevárselo a mi amiga sin poder despegar la mirada de los ojos de Rafa.
—Lidia… —me llamó Zurbano soltando a su amigo.
Se acercó a mí para abrazarme.
—Lo reventaría, lo mataría… —me susurró. Yo le miré extrañada—.
Si alguno se acercase a tirarte los trastos —aclaró.
—Pero si tú tampoco eres violento, ¿no?
—No, pero nunca nadie va a volver a quitarme mis cromos, y menos a
mi muñequita.
—¿Y por qué no le habías dicho nada a Vázquez hasta ahora?
—Porque… pensaba que él te hacía más feliz que yo. Y yo quería que
fueses feliz, Yerbis.
—¿Y ya no lo quieres?
—Es lo que más deseo en el mundo, sólo que ahora me he dado cuenta
de que quiero ser el único que te lo haga.
Silencio. Y los dos mirándonos fijamente.
—Tengo que entrar un momento al baño —le comuniqué haciéndole
un gesto de espera porque Silvia requería mi ayuda, pero también porque
necesitaba procesar aquello, que no sabía a esas alturas si era real o ficción.
Medio minuto después, volví a salir al pasillo y allí me encontré un
cuadro peculiar. A Juanan hablando con Vázquez, como si le estuviera
reprendiendo por su actuación, justificando así el comportamiento de
Zurbano. Y a Rafa, solo en la misma esquina donde le había dejado, quizás
preguntándose por qué me había ido de aquella manera tras decirme algo
tan emotivo. Estaba serio, incluso cuando me vio acercarme a él, supongo
que le tenía descolocado porque no sabía cuál iba a ser el resultado de mi
reacción tras la suma de acontecimientos de las últimas dos horas. Él
desconocía que en mi mente volvió a aparecer la escena que había sucedido
hacía tan sólo unos instantes, aquella en la que tenía acorralado a Vázquez,
aquella en la que defendía lo que le importaba: a mí, aquella en la que se le
marcaban los bíceps.
—¿Lo que me has dicho es de verdad o mera actuación? —no le di
tiempo a responder antes de ponerle mi índice sobre sus labios—. ¿Sabes
qué? No quiero saberlo. —Y sin añadir nada más, le besé muy
intensamente. Y Rafa me siguió en aquel beso, apretándome muy fuerte
contra él, primero cogiéndome por la cintura, después, agarrándome por
ambas cachas, porque yo también lo hacía con él.
Y de fondo, un Vázquez de espectador, que comenzó a darse cuenta de
que no tenía nada que hacer porque aquel quinqui de extrarradio le había
pasado por encima a él también. Una Silvia que acababa de salir del baño y
empezaba a hartarse de tener que ver cómo otra pareja, por la que no habría
dado ni un duro, tenía una relación mucho más intensa que la que ella
hubiese deseado con su querido novio, el chico guapo y perfecto que
empezó a salir con ella principalmente por su físico. Aquel que estaba
mucho tiempo a su lado sin estar realmente presente. Y, para culminar, un
Juanan, que, tratando de disimular la sonrisa, alejó a su amigo, al que
reprendía, llevándoselo hasta la puerta de la clase porque, aunque se lo
había buscado, en el fondo le dio lástima que le siguiesen apaleando con
aquella imagen. Una imagen que, en realidad, era una auténtica
representación, aunque ya no sabíamos muy bien dónde empezaba y dónde
acababa nuestro público. Quizás comenzásemos a ser nosotros mismos.
Quizás estuviésemos tan inmersos en el papel que empezásemos a
creérnoslo. Quizás porque quisiésemos que aquella película se hiciese
realidad, aunque sólo fuese por un momento.
—Mi león —le susurré cuando separamos nuestros labios—. Me has
puesto tan a tope que por un momento se me ha olvidado el pacto. ¿Nos
escapamos de todo y nos lo montamos en el baño?
—¿Qué? ¿Lo dices de verdad o es pura actuación?
No le respondí. Sólo asentí mirándole con gesto felino. Él se quedó
analizando aquello unos segundos. Por su cara, era probable que su mente
comenzara a cortocircuitar.
—Tira para clase, anda —habló, supongo que porque tampoco se
atrevió a saber la verdad.
Y nos fuimos caminando de la mano, intentando así bajar un calor que
no era fingido.
Las dos clases siguientes fueron más extrañas de lo normal. Parecía
que nuestros compañeros estuvieran un poco distantes, no sólo de nosotros,
sino del mundo en general, así que Rafa y yo nos sentamos juntos.
—Toma —me dijo Zurbano entregándome su bolígrafo-linterna nada
más sentarnos dentro del aula—. Te lo regalo, pero tienes que devolverme
el que te ha dado Vázquez.
—¿Cómo? No puedo aceptarlo, Rafa —lo rechacé.
—¿Por qué?
—Porque sé lo mucho que te gusta.
—Sí, pero es que no quiero que vuelvas a decir que me importas una
mierda, así que tienes que aceptarlo para hacerle sentir bien a tu novio. —
Clavó su mirada en la mía y yo cogí su boli con luz para entregarle el de
Dani junto con mi sonrisa.
Rafa le tocó el hombro a Vázquez, que se había sentado una fila
delante de nosotros, junto a Silvia y Juanan.
—Toma, ya no lo vamos a necesitar, muchas gracias —le explicó.
—Nada, nada —le respondió Dani casi sin mirarnos mientras cogía su
bolígrafo.
Tras aquello, estuvimos envueltos en las asignaturas que nos restaban
hasta el fin de la jornada, dos horas más tarde. Nuestros compañeros se
fueron después de una despedida breve y Zurbano y yo nos quedamos solos.
—¿Qué quieres hacer? —indagaba él—. ¿Estudiamos? ¿Vemos algo
de la libreta?
—Estoy muy agobiada, Rafa, sólo quedan dos semanas para los
exámenes y no lo llevo nada bien, necesito estudiar, por favor.
—Vale, ¿quieres que nos quedemos aquí o nos vamos a otro sitio?
—Mejor aquí, ¿no? Y así aprovechamos más el tiempo —le propuse.
Él asintió y entramos a la biblioteca para reservar un par de sitios,
aunque ese día estaba muy llena y tuvimos que ponernos separados en dos
asientos que estaban en la misma mesa, pero uno en la diagonal del otro.
Unos asientos que habían quedado libres porque estaban justo al lado de la
ventana, donde estaba pegando el sol, y aunque las persianas evitaban que
entrase de lleno, lo cierto es que no podían impedir que la temperatura fuese
más elevada de lo normal en aquel lugar. Pusimos un par de libros en
nuestros emplazamientos antes de bajarnos a comer algo rápido a la
cafetería, para volver a subir al cabo del rato.
Ese día hacía calor, mucho calor. Yo no paraba de abanicarme con un
folio doblado en dos y Rafa no dejaba de ahuecarse el cuello de la camiseta
para que le entrase el aire, permitiendo así dejar ver un poco el vello
moreno de su pecho. No tenía mucho, pero tampoco poco, la cantidad
perfecta para que a mí me entrase aún más calor del que hacía. Y como
aquello no me dejaba concentrarme, me fui al aseo a echarme un poco de
agua fresca en la cara y en el pelo hasta peinarme el flequillo hacia atrás.
Quizás me eché demasiada porque cuando me senté en la silla las gotas me
caían por la frente, resbalando por las mejillas y el cuello hasta perderse
dentro del escote. Rafa me miraba y yo le miraba a él, y todavía nos entraba
más calor. Poco después, él hizo lo mismo que yo, por necesidad. Se fue al
baño y volvió con el pelo mojado, la camiseta llena de marcas de agua y las
gotas cayéndole por la cara. Y otra vez nos miramos. Así era imposible
estudiar, pero ¿qué otra opción teníamos? Porque aquella que se nos estaba
pasando por la mente no era viable, teniendo en cuenta nuestro pacto.
A eso de las seis, decidí volver a ir al baño para aliviarme así el calor,
saliendo de aquel horno en el que se había convertido la biblioteca. Elegí el
peor día para llevar ropa tan ajustada. Por suerte, en el pasillo y en el aseo
hacía más fresco y aquello me alivió, como también el agua que me había
vuelto a echar por la cara y la cabeza. Me quedé un rato respirando a la
salida del baño, en el mismo lugar en el que tan sólo hacía unas horas, Rafa
había acorralado a Vázquez contra la pared. Caminé un poco por allí para
asomarme a la ventana del final del pasillo, por la que entraba un poco de
aire y nada de sol. Aquello hizo que recobrara un poco la paz mental,
parecía que ese soplo se llevaba la multitud de pensamientos que la
situación que estaba viviendo estaba generando en mi cabeza. Sentí calma
respirando profundamente, como si de esa forma pudiera entrar dentro de
mí ese sosiego que tanto anhelaba aquellos días.
—Pareces un cuadro de Dalí —me dijo una voz detrás de mí.
Y se fue la calma de golpe cuando me giré para verle otra vez con el
pelo mojado y las gotas de agua recién echada cayéndole por la cara.
—Es que aquí corre un poco de viento, me estoy muriendo allí dentro.
Volví a girarme para que me diera el aire en la cara, un aire que de vez
en cuando traía olores de algún reactivo químico de los muchos que se
estarían utilizando en los laboratorios cuyas ventanas desembocaban en el
mismo lugar. Rafa se puso a mi lado para respirarlo.
—La verdad es que se agradece —afirmó.
—Sí. —Le miré para quitarle una gota de agua que le resbalaba por la
frente.
Después volví a apoyar los brazos sobre el alfeizar de la ventana. Y a
él ese gesto le bastó para ponerse detrás de mí y rodearme con los suyos por
la cintura.
—¿Quieres que nos vayamos? —me propuso.
—Sí, por favor. Necesito quitarme este calor.
Nunca debí decir aquella frase. Y juro que no me di cuenta de que él
no lo relacionaría con la climatología o con la ropa pegada al cuerpo por el
sudor, tal y como lo hice yo, sino que, en su lugar, estaba pensando en otro
tipo de calor, aquel que llevaba días rondándonos y aún no habíamos tenido
el valor de quitarnos porque realmente no podíamos hacerlo. ¿No
podíamos? Al menos, no debíamos.
Recogimos nuestras cosas de la biblioteca para dirigirnos hacia el
metro, camino de mi casa. Un viaje de pocas palabras, muchas miradas,
varios contactos, algún beso breve y un puñado de caricias en la cara, que
yo achaqué a nuestra actuación como pareja. Cuando llegamos a mi portal
fue el momento en el que me percaté de que los dos no estábamos pensando
en lo mismo. Me paré delante de la puerta y le miré a los ojos para después
meter los dedos por el cuello de su camiseta con el fin de colocárselo, ya
que se le había quedado arrugado de tanto ahuecarlo.
—Bueno, pues… —Iba a continuar diciendo que mañana más y mejor,
que ya era tarde y había sido un día intenso, pero que al día siguiente le
daríamos un repaso a la libreta o, que, incluso, podríamos ir a alguno de los
lugares de los planos para revisar aquello que habíamos averiguado el día
anterior, pero no me dio tiempo. Él se lanzó a mis labios poniéndome contra
la misma columna del pasado viernes mientras me besaba de manera
salvaje, sólo que aquella vez, la mochila evitó que mi espalda se pegara a la
pared.
—Ohhhh… Lidia, vamos a acabar con esto ya, por favor —me rogó
para seguir besándome el cuello.
—¿Qué? Rafa, para, por favor, ¿Qué estás haciendo? ¿De qué hablas?
—Le separé de mí.
—De quitarnos el calor, lo has dicho antes.
—Pero me refería a… Zurbano, perdona, pero creo que me has
malinterpretado.
—¿Qué? ¿Que yo te he malinterpretado? ¿Y cómo debería interpretar
que vengas así vestida y que estés todo el día insinuándote? ¿Que me digas
que si nos lo montamos en el baño? ¿Que lleves desde el viernes
poniéndome a mil para luego decirme que no podemos hacer nada por el
pacto de los cojones?
—Pero es que no podemos, Rafa.
—Y, si no podemos, ¿porque me haces esto, tía? ¿Por qué no paras de
empujarme al otro lado de la línea? ¿Quieres hacerme daño? ¿Te quieres
vengar por algo?
—¿Vengarme? ¿Por qué? Yo no tengo la mente tan retorcida como tú,
que me calientas adrede para quedar por encima. Sólo estaba actuando
como habíamos hablado, siguiendo un guion. —Lo cierto es que le mentí
un poco porque cuando empezó la jornada sí tenía ganas de vengarme por
lo que me había hecho el fin de semana.
—¿Siguiendo un guion? Que yo sepa, nuestro guion era parecer una
pareja delante del resto. Así que dime, Lidia, ¿exactamente, en qué
momento has dejado de ser una muñequita para convertirte en una
calientabraguetas? ¿O ya eras así de antes?
—¿Qué me has llamado, quinqui de mierda?
—Igual no lo has entendido porque lo he dicho en plan refinado, pero
en mi barrio lo llaman calientapo…
Y no pudo seguir hablando porque en ese momento mi cuerpo había
reconcentrado todo el calor, toda la emoción contenida y lo había
transformado en rabia, mucha rabia, tanta, que sentía cómo se esparcía por
todo mi organismo. Cómo mis uñas se clavaban en mis palmas. Cómo mi
corazón y mi respiración se aceleraban. Cómo las lágrimas retenidas
querían transformarse y liberarse en forma de gritos, que se habían quedado
atascados en un enorme nudo en la garganta que me ahogaba. Pero ¿cómo
se atrevía a decirme algo así? A insultarme. Después de haber aparecido en
mi vida para desmantelármela por completo sin pedir permiso. Después de
haberle dejado entrar en mi casa, en mi cama. Después de todas las caricias,
los besos, los abrazos. Después de haberle cedido un lugar en mi mente, en
mis sueños, en mi corazón, ¿en mi corazón? ¡Sí, en mi corazón! Pero
¿cómo se atrevía? ¡¿Cómo se atrevía?! Aquel sentimiento me había
invadido tanto, que me sobrepasó hasta el punto de escapar de golpe
reconcentrándose en la palma de mi mano para estrellarse en su cara.
Y después, sólo se oyó un jadeo contenido.
Parece que el tiempo se paró durante un instante en el que se me cortó
la respiración y yo me preguntaba cómo podían caber tantas sensaciones en
tan pocos segundos. Los dos mirándonos fijamente a los ojos. Su cara de
sorpresa. El ardor saliendo de mi mano dolorida. El arrepentimiento que
comenzaba a aflorar en mi interior al ver su mejilla enrojecida. Un
arrepentimiento que se diluyó cuando, sin saber cómo, me agarró por la
cintura y por el cuello y empezó a besarme muy apasionadamente. Y yo le
seguí mientras trataba de poner en orden tantas emociones contradictorias
que se arremolinaban en mi interior. El calor que, de nuevo, se había
instalado dentro del cuerpo. El pulso acelerado. Mis dedos entrelazados con
el pelo de su nuca. Sus brazos asiéndome como si quisieran que
formáramos parte del mismo ser. Mis pensamientos rondándome en una
mezcla de tristeza y felicidad al mismo tiempo. Aquella bofetada me estaba
doliendo más que a él, aquello que estaba sintiendo me traspasaba.
Entonces se separó de mí de la misma manera brusca con la que había
iniciado todo.
—¡Y ahora, si te atreves, me das otra! —exclamó justo antes de darse
media vuelta y dejarme allí plantada con el fervor de sus labios aún en mi
boca.
Estuve unos segundos sin reaccionar, sin saber qué hacer justo después
de verle doblar la esquina sin volver la vista atrás. Al fin, saqué las llaves de
la mochila torpemente y subí hasta casa. Cuando entré, me encontré con
Laura, que llevaba una bolsa de patatas fritas en la mano.
—¿Qué te pasa? —me preguntó al ver mi gesto confundido.
—¡Le odio! ¡¡Le odio!! ¡¡¡Le odio!!! —Y sin dar más explicaciones,
me fui a mi habitación para encerrarme en ella dando un portazo.
Puse la mochila en la cómoda y me dejé caer sobre la cama. Y allí, con
la espalda contra el colchón y las lágrimas rodando por las mejillas veía a
mi reina fuera del tablero diciéndome que ya no había marcha atrás, que por
más que lo había luchado no había podido evitarlo. Que ya nunca podría
huir de aquello. Que la partida se había acabado porque mi rey, al igual que
yo, yacía encima del tablero con una espada clavada en el corazón.
Jaque mate.
35. Hasta que el cuerpo resista

Martes, 19 de mayo de 1998

Aquella noche no pude dormir, me encontraba fatal. Tenía todo el


cuerpo revuelto y no paraba de dar vueltas en la cama. Supongo que era por
el calor, o por el frío, porque pasaba de uno a otro de manera continua.
Ya por la mañana, me fui hacia el metro arrastrando los pies y con
menos de medio vaso de leche en el estómago. No sabía si él estaría
esperándome, pero ni siquiera me importaba. No me importaba nada, tan
sólo me rodeaba un malestar tan grande que me hacía desear morir en ese
instante.
—Buenos días, churri —me habló su voz. Rafa estaba en aquel lugar,
tal vez, de manera mecánica, como yo.
—Hola… —no pude decir nada más.
—Lidia, ¿estás bien? —me dijo sorprendido, supongo que le extrañó
mi apariencia totalmente opuesta a la del día anterior. Mi cara pálida con
unas marcadas ojeras. Mi cuerpo temblando debajo de un jersey de lana
gruesa cuando la temperatura en el exterior era de dieciocho grados.
—No, me encuentro fatal.
Y fui a caer entre sus brazos porque si no hubiera sido de esa forma,
quizás me hubiera desplomado en el suelo. Rafa me agarró por la cintura
para poner sus labios sobre mi frente.
—Pero si estás ardiendo de fiebre, pequeña. Tienes que meterte en la
cama.
—Sí, creo que me voy a casa, ya os pediré los apuntes. —Me separé de
él tambaleándome con el propósito de irme de allí.
—Tú no vas sola a ninguna parte, ¿quién te va a cuidar?
Me encogí de hombros. Total, ya todo me daba igual.
—No voy a dejarte sola, ¿aún lo dudas?
Y sin contestarle, dejé que me acompañara hasta casa.
De aquel camino recuerdo poco, sólo entrar en la habitación y que él
me ayudaba a quitarme la mochila para luego derrumbarme sobre la cama.
—Lidia, va, tienes que ponerte el pijama. ¿Te has tomado algo?
Yo negaba con la cabeza.
—¿Dónde tienes las medicinas? —me cuestionó.
—En la cocina, en una cajita que hay en el armario de las galletas —le
respondí a duras penas.
—¿Eres alérgica a algo?
Volví a negar.
—Venga, ponte el pijama mientras que voy a buscar algo para que te
baje la fiebre, ¿dónde lo tienes?
Le señalé la mesa de estudio, donde lo había dejado doblado de mala
manera debido a mi malestar. Rafa me lo acercó
—¿Crees que te lo puedes poner sola?
Me incorporé con mucho esfuerzo para asentir con la cabeza.
—Ahora vuelvo, muñequita.
Y desapareció detrás de la puerta para dejarme peleándome con mi
ropa antes de acabar tumbada en la cama con aquel pijama ancho y agarrada
al jersey de lana con el que trataba de taparme para aliviar mis escalofríos.
Se oyeron unos golpes en la puerta.
—Lidia, ¿ya estás? —me preguntaba Rafa desde fuera.
Pero yo no contestaba.
—¿Lidia? —insistió.
Se asomó al ver que no respondía.
—Pero, Lidia… —me dijo en tono muy dulce cuando me vio
temblando de esa guisa sobre la cama. Me dio un beso en la frente—.
Tómate esto, anda.
Me entregó una pastilla y un vaso de agua, que ingerí sin preguntar. Y
abrió la cama, que yo había hecho con mucho esfuerzo antes de salir de
casa, para poner el almohadón que sacó del cajón de debajo. Me ayudó a
meterme dentro de las sábanas. Yo no paraba de temblar.
—Rafa… tengo mucho frío, ¿me abrazas? —le pedí.
Se tumbó a mi lado para acogerme entre sus brazos mientras frotaba
los míos con sus manos, tratando así de hacerme entrar en calor.
—Tienes que irte a clase, vas a llegar tarde por mi culpa —evidencié.
—Ya nos dejarán los apuntes, tranquila, me quedo aquí contigo.
—Necesito aire, por favor, ¿puedes abrir la ventana?
—Claro que sí. —Se levantó para cumplir mis deseos antes de volver a
acostarse junto a mí.
—Gracias. Pensaba que no ibas a venir hoy… Tengo frío… No me
dejes sola.
—Estoy aquí contigo, no voy a dejarte sola.
—No… Estoy en la línea, crúzala conmigo, no quiero que me dejes.
—Tienes mucha fiebre, intenta descansar —trataba de convencerme,
quizás porque no quería creerse lo que estaba diciendo, o más bien, porque
quería creérselo, pero no se atrevía.
—Pero no vas a cruzar conmigo. Me vas a dejar, ¿verdad?
Él respiró profundamente.
—No voy a dejarte nunca, muñequita.
—Yo tampoco. No quiero este pacto, no puedo quererte.
—Pero ¿tú me quieres, Lidia? —me preguntaba, supongo que porque
trataba de aprovechar mi estado febril para obtener respuestas.
—Estoy atrapada, no puedo quererte. Quiero cruzar la línea contigo.
No quiero este pacto porque no tiene fin. Él no quiere que lo averigüemos,
las plantas están al revés.
—Ssshhh… intenta descansar, preciosa —me decía al tiempo que me
abrazaba y yo temblaba entre sus brazos.
—No puedo, estoy atrapada. Quiero que esto se acabe, Rafa, porque
así podría quererte de verdad. ¿Tú me quieres o es de mentira?
—Claro que te quiero, pequeña.
—Entonces, ¿vas a cruzar la línea conmigo? Quiero que esto acabe.
Las plantas están al revés. La melisa tiene encima el Ángel Caído, ahí no
hay rosas.
—¿Cómo has dicho?
—Ahí no hay rosas, están en el otro plano. Las plantas están al revés,
él nos quiere confundir, no quiere que lo averigüemos.
—Lidia, ¿dónde está el cuaderno?
—En la mochila. Las plantas están al revés.
Rafa se apartó de mí para revisar mi mochila.
—No te vayas, no me dejes sola, por favor —le rogaba.
—No me voy, Zuñi, estoy aquí, espera —dijo mientras sacaba aquellos
papeles para volver a mi lado con ellos en la mano. Estuvo unos momentos
en silencio observándolos—. ¡Dios! ¡Tengo la novia más lista del mundo!
Tienes razón, están al revés, por eso hay un cinco en el sexto plano y un seis
en el quinto. Las hojas de la parte superior de la melisa parecen la silueta de
la estatua del Ángel Caído. Hemos estado buscando al revés, por eso no
encontrábamos nada. El doctor Hache ha querido despistarnos con sus
detalles.
—Sí… ¿Estás enfadado? Ayer me llamaste cosas feas.
—No, no… Sólo me enfadé porque pensé que no me querías —siguió
con ese tema para ver si le decía algo.
—¿Por qué piensas eso? Eres mi guardaespaldas. Abrázame, por favor.
No me dejes nunca.
Rafa dejó los documentos sobre la mesa de estudio y se tumbó a mi
lado para hacer lo que le pedía.
—No te voy a dejar, Lidia.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Me gusta cuando me besas y me haces cosquillas con tu barba. —Le
sonreí y se me fueron cerrando los ojos mientras el medicamento hacía
efecto.
Unas tres horas más tarde, me desperté. Lo primero que vi fue a Rafa
enfrente de mí leyendo unos apuntes. Dejó los papeles sobre la mesa de
estudio y se acercó a la cama cuando me vio con los ojos abiertos.
—¿Cómo estás? —indagó tocándome la frente—. Parece que te ha
bajado algo la temperatura.
—Sí, un poco mejor. Gracias por cuidarme, me encontraba fatal.
—¿Tienes un termómetro? Antes no he encontrado ninguno.
—Tengo uno en el primer cajón de la cómoda. —Me incorporé para
salir de la cama e ir a por él.
—No te muevas, yo lo cojo, tranquila.
Lo sacó de su funda y lo miró para agitarlo antes de entregármelo. Yo
me lo puse en la axila y me deslicé en las sábanas para volver a tumbarme.
Él se sentó en la cama a mi lado.
—Vete, si quieres, ya me encuentro mejor —le propuse.
—No voy a irme a ningún lado.
—Pero necesitamos los apuntes de hoy, ya vamos muy atrasados.
—Vamos a hacer una cosa: si no tienes fiebre, me acercó un momento
a la facultad para que estos me dejen fotocopiarlos y me vuelvo, ¿vale?
Silencio.
—Oye, he dicho muchas tonterías antes, ¿verdad? —le pregunté.
—¿Tonterías? Has descubierto la pista clave de la quinta y sexta
planta, si eso te parecen tonterías… —me respondió mientras me acariciaba
el pelo.
—Pero hemos tenido que llegar muy lejos para averiguarlo.
Los dos permanecimos sin hablar.
—Perdóname —se disculpó.
—¿Por qué?
—Por lo de ayer.
Silencio.
—Me hiciste daño, primero con lo del boli y Vázquez y luego con lo
de… ¿De verdad piensas que soy una calienta…?
—¡No! —no me dejó ni terminar aquella pregunta—. Es que no sé lo
que me pasó, yo sólo quería llevarte al límite, igual que tú estabas haciendo
conmigo, pero me dejé llevar demasiado.
Silencio.
—Esto se nos está yendo de las manos, Rafa. Está sacando lo peor de
nosotros —afirmé.
Él me miraba muy fijamente con un gesto serio.
—¿Y cómo podemos solucionarlo? —intentaba averiguar.
—No lo sé, ni siquiera puedo pensar.
Me acarició la cara para terminar besándome la frente.
—Es que ahora tienes que descansar. A ver, déjame el termómetro.
Me lo quité para mirarlo y se lo entregué a él.
—Treinta y siete con seis, todavía tienes unas décimas —puso de
manifiesto antes de meterlo en su funda para dejarlo sobre la mesa de
estudio y volver a mi lado.
—Ya estoy mejor.
—Bueno, pero aún tienes que recuperarte.
—Pero tienes que ir a por los apuntes, yo ya me las apaño sola, de
verdad, no quiero que pierdas más tiempo.
—¿Quieres que me vaya para que te deje tranquila?
Le miraba en silencio.
—No quiero que te vayas. —Le agarré de la mano—, pero nuestra
historia no va de lo que nosotros queremos, ¿no?
Él no supo qué decir ante aquello.
—Vale, voy a ir a la facultad a por los apuntes y ahora vuelvo y te
preparo algo de comer —habló al fin.
—No tengo hambre.
—Pero tienes que comer algo, aunque sea una sopa, un puré o una
tortilla, ¿qué tienes? ¿Te compro algo?
—Tengo caldo en el congelador y huevos en la nevera, y más cosas. El
que tienes que comer eres tú.
—No te preocupes por mí, yo estoy bien.
—Rafa, no pienso comer si tú no comes conmigo. Así que dime qué
quieres y lo voy preparando mientras tú vas a por los apuntes. —Hice el
ademán de salir de la cama.
—¿Qué haces? ¿Dónde vas? Tú no te mueves de aquí, aún tienes
fiebre. Cuando vuelva preparo algo y comemos los dos, ¿vale?
—Pero ¿tú sabes cocinar?
—Lo justo, pero me apaño. Entonces, ¿qué? ¿Saco el caldo del
congelador?
—Lo que más te apetezca, mi balda de la nevera es la del medio y el
segundo cajón del congelador, puedes coger lo que quieras de ahí.
Me sonrió y salió un momento con el vaso que me había traído con
agua junto a la pastilla, supongo que a la cocina. A los dos minutos volvió
con ese vaso lleno.
—Toma, también tienes que beber líquido —dijo entregándomelo—.
Me voy a la facultad, no te muevas de aquí, ¿me lo prometes?
Me quedé mirándole fijamente y al final asentí tras haberme
incorporado para beber un poco del agua.
—Me llevo tus llaves, no sea que te suba la fiebre o te sientas peor y
no me puedas abrir, ¿vale? —Las cogió de encima de la mesa de estudio,
donde yo las había dejado de manera descuidada cuando entramos.
Volví a asentir y él se sentó en la cama a mi lado.
—Ahora vuelvo, muñequita.
—Gracias. —Le acaricié la cara y le entregué el vaso de agua medio
lleno.
Respiró profundamente y se acercó para darme un beso, esta vez en los
labios. Después me sonrió, dejó el vaso sobre la mesa de estudio y salió de
allí. Y como no podía hacer otra cosa, estiré mi cuerpo apaleado por todo el
colchón y cerré los ojos.
Había perdido la noción del tiempo cuando escuché un sonido que
quería pasar desapercibido en la habitación, era Rafa dejando unas
fotocopias sobre el escritorio. Cuando abrí los ojos, me miraba atentamente.
—¿Cómo estás? He venido lo más rápido que he podido. —Se acercó
a mí para tocarme el pelo—. Silvia me ha dejado fotocopiar todo lo de hoy,
me ha preguntado cómo estabas y que te diga que te mejores.
—Mañana le daré las gracias. Estoy más o menos bien, tranquilo.
—Vale, voy a preparar algo, sigue descansando.
Volvió a salir de aquella estancia y yo cerré los ojos, haciéndole caso.
Al cabo del rato, entró con una bandeja que dejó sobre la mesa de
estudio, tras apartar todo lo que había en ella. Me miró y yo le sonreí. Y él
me sonrió. Y me sentí muy bien cuando me ayudo a incorporarme y me
acercó aquella sopa con más fideos de los que debería, que yo comí sin
hambre. Y me sentí muy bien cuando me tomé aquella tortilla rota y
deformada, mientras le miraba tomarse la suya, aún más rota y deformada
que la mía. Y cada vez que me acercaba el vaso de agua para que pudiera
beber. Y también en el momento en que me trajo un yogur, que removía
amorosamente para que el azúcar se mezclara con él. Y cuando, después de
todo aquello, me ayudó a poner el almohadón en la posición correcta para
que pudiese tumbarme otra vez en la cama. Y luego, en el instante en que
me dio un abrazo y un beso para irse a recoger todo lo que había generado
aquella comida. Pero unos veinte minutos después, cuando volvió a la
habitación, ya no me sentía tan bien porque los temblores volvieron.
—Tengo frío —le dije.
—¿Quieres que cierre la ventana?
Negué con la cabeza.
—Necesito aire —expliqué.
—Toma, ponte el termómetro. —Lo agitaba para volver a bajar el
mercurio.
Y tras pasar cinco minutos con aquel medidor bajo mi axila, se lo volví
a entregar para que él lo mirara.
—Treinta y nueve con dos, está subiendo otra vez. Te vuelvo a traer
otra pastilla, espera.
Salió para regresar segundos después con aquella medicina, la que
acompañaba a ese comprimido, la que a mí me parecía la más efectiva
contra mis tiritones, la de su calor.
—Rafa, abrázame, por favor. Tengo mucho frío.
Se tumbó a mi lado para arroparme con sus brazos.
—Ya está, muñequita.
—Mi guardaespaldas… ¿Lo de ayer lo dijiste de verdad?
—¿El qué, pequeña?
—Lo de que querías ser el único… que me hiciera feliz.
—Pero ayer dijiste que no lo querías saber —me respondió intentando
evitar aquella pregunta.
—Pero ahora sí quiero.
—Y… ¿tú quieres que sea verdad?
—Yo quiero que… Tengo mucho frío. —No podía parar de temblar.
—¿Qué quieres, Lidia? Dímelo. —Me frotaba los brazos con sus
manos.
—Quiero que me quites el frío y el calor. Hoy tengo mucho frío
porque ayer tenía mucho calor.
—Para eso estoy aquí. No hables, intenta descansar —me pedía.
—Lo siento…
—No tienes nada que sentir.
—Sí… Porque te estoy molestando y yo quiero hacerte feliz… No te
hago feliz…
—Lidia… Ssshhh… No intentes hablar, tienes que descansar. —Me
acariciaba la cara.
—No te hago feliz… —Me empezaron a caer algunas lágrimas de los
ojos.
—No… No llores, preciosa, me haces muy feliz.
—Sabes que no es verdad… porque estamos atrapados. Yo no quiero
esto…
—Dime qué quieres, Lidia, por favor. Necesito saberlo —me rogaba,
pese a que sabía que mi estado febril me hacía delirar, pero supongo que
estaba tan desesperado como yo por obtener respuestas.
—A ti… —dije en un susurro.
Cerré los ojos agotada, derrotada por aquello que me había enfermado
el cuerpo, mientras sentía cómo me abrazaba.
Cómo me apretaba contra sí.
Cómo me besaba la frente.
Cómo suspiraba frente a mí.
Abatida por él.
Revivida por él.
Qué ironía.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando volví a abrir los ojos, sólo
que Rafa estaba tumbado junto a mí, mirándome.
—Hola…
—Hola, muñequita.
—¿Qué hora es?
—Las siete y media —afirmó mirando su reloj.
—Uf, pero es muy tarde —evidencié mientras me incorporaba.
—Necesitabas descansar, ¿cómo estás? —Se incorporó conmigo.
—Mejor, bastante mejor.
Me tocó la frente.
—Parece que ya no tienes fiebre, espera, que te doy el termómetro.
Se levantó para alcanzármelo, lo sacudió para bajar el mercurio y me
lo entregó. Yo volví a ponérmelo en la axila y me deslicé en las sábanas
para tumbarme mientras aquel utensilio medía.
—Has perdido todo el día aquí conmigo —le hablé.
Él me sonrió.
—La saqué a paseo, se me constipó. La tengo en la cama con mucho
dolor —me cantaba en voz baja, bromeando.
—¡Rafa! —me quejé de que hiciera mención a aquella canción que me
había amargado la niñez.
Me acarició la cara y me besó la frente para que no me enfadara con
eso que él trataba de que me tomara de manera entrañable.
—Contigo nunca pierdo el tiempo, Yerbis. Además, he estado pasando
los apuntes y estudiando un poco, así que he aprovechado la tarde.
Tenía cara de cansado.
—Vete a casa, Rafa, tienes que descansar tú también. Seguro que
alguna de mis compañeras ya está por aquí.
—Sí, he oído ruido fuera, así que creo que sí —me confirmó.
Me escrutaba atentamente, sonriendo a la vez que me acariciaba el
pelo para apartármelo de la frente.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada. —Negó con la cabeza sin borrar aquel gesto de su cara—.
Dices cosas muy interesantes cuando tienes fiebre.
—¡Ay, Dios!, ¿qué he dicho?
—¿No te acuerdas?
—Sólo de una parte: que tenía frío y quería que me abrazaras. Espero
que no me malinterpretases por ello, que últimamente…
—¡No! ¡No! Vamos a olvidarnos ya de eso, por favor.
—Pues olvida también lo que te haya dicho, seguro que son sólo
tonterías.
Silencio. Y una mirada muy larga, ahora más seria que la anterior.
—Has descubierto una pista clave, así que lo que dices no pueden ser
tonterías —intentaba convencerme, intentaba convencerse a sí mismo.
—Dime qué te ronda por la mente, Rafa, que ya nos conocemos. ¿Qué
he dicho que es tan interesante para ti?
—No importa, pero sé qué no es una tontería —me respondió con una
sonrisa aflorando en la comisura de sus labios.
—Vale, pues nada, esperaré a que te dé fiebre para que me digas otra
tontería que me haga tan feliz como la que te he dicho yo a ti.
—Si supiera qué tontería podría causarte eso, te la diría ahora mismo.
—Y ¿qué importa? Si sabes que en nuestro mundo cualquier parecido
con la realidad es pura ficción.
Silencio.
—¿Vemos el termómetro? —me pidió.
—Sí. —Me lo quité para mirar la temperatura, después se lo entregué a
él—. Treinta y siete, ya no tengo fiebre.
—No. —Me sonrió con ojos tiernos, después me besó en la frente.

—Gracias por preocuparte por mí, por cuidarme —le dije.


—Soy tu chico, tengo que cuidarte.
—Hablo en serio, Rafa.
—Yo también.
Y como no quise entrar en discusión por aquello, simplemente, le
abracé sin ninguna otra pretensión. Algo que deseaba hacer desde hacía un
par de días y no había podido por nuestra lucha absurda para llevarnos
mutuamente hasta el otro lado de la línea, sacrificando el cariño por la
ilusión de tener sexo. Otra ironía. Lo echaba de menos, lo echaba tanto de
menos… Creo que a él le pasaba lo mismo.
—Rafa, por favor, vete a casa. Tienes que descansar, yo ya estoy mejor
—le pedí después de soltarnos.
—¿Estás segura?
—Sí, de verdad. Vete ya.
Se me quedó un momento mirando.
—Vale, pero sólo porque me lo pides —concluyó.
—Te acompaño hasta la puerta, ¿quieres?
—Como quieras.
Y poco después nos despedíamos.
—Ahora, antes de irte a dormir, tómate otro comprimido, por si acaso,
para evitar que vuelva a subirte la fiebre —me aconsejaba.
—Sí, lo haré, gracias.
—Mañana, ¿nos vemos donde siempre?
—Sí, donde siempre.
—Si no estás bien, llámame, ¿vale? A la hora que sea. Yo estaré en
casa hasta mañana a las ocho y cuarto.
—Estaré bien, tranquilo. Ten cuidado, por favor.
—Lo tendré.
Silencio
—Rafa…
—Dime
—No, que… —Hice un amago de acercarme hasta él, pero en el
último instante no me atreví y me quedé en el mismo sitio.
—Lidia…
—¿Sí?
Y él sí se acercó para darme un beso en los labios.
—¿Era esto? —me preguntó.
—Sí, era eso.
—Vale, pues… Hasta mañana, muñequita.
—Hasta mañana, morenito.
Me sonrió antes de desaparecer detrás de la puerta del ascensor.
Una vez se hubo ido, volví a la habitación y cogí la carpeta de papel
donde se ubicaban las fotocopias de los apuntes. Abrí su tapa para ver el
contenido de las clases y en la primera página, aparte de la letra de Silvia
fotocopiada, encontré una nota a bolígrafo en la parte superior con la
caligrafía de Rafa:
Lo dije de verdad.
Sonreí. Aquella noche dormí tranquila, dormí bien, dormí feliz debido
a que aquella pequeña tirita contendría la hemorragia, al menos, durante
unas horas.
36. En el abismo tú y yo

Mañana del miércoles, 20 de mayo de 1998

Cuando salí por la puerta del portal a las nueve y tres minutos, me
encontré algo que no esperaba.
—Buenos días, churri.
—Rafa… ¿Qué haces aquí?
—Venir a buscarte por si me necesitabas como ayer, quería asegurarme
de que estás bien.
—Ya estoy bien, muchas gracias.
Se lo dije vestida con mi atuendo habitual, que en aquella ocasión
constaba de pantalón oscuro y camiseta verde militar de tirantes anchos,
que cubría con una chaqueta fina.
—¿Vamos, entonces? —me propuso.
—Sí.
Me dio la mano para pasear juntos como la pareja que simulábamos.
Aquel día no hubo beso de rigor.
—Oye, ¿te apetece que hoy vayamos caminando? Después de ayer,
necesito que me dé un poco el aire —le pedí.
—Sí, sin problema, Yerbis.
Silencio mientras nos aproximábamos hacia el faro de Moncloa para
continuar nuestro camino hasta la facultad. No podía parar de dar vueltas a
ese tema que tanto me desasosegaba tras la felicidad ilusoria de aquella
noche, causada por su nota en los apuntes: a nuestra situación incierta. A
que yo era vulnerable delante de él después de ese jaque mate que me
produjo una herida en el corazón. Una herida que me había dejado tumbada
el día anterior. Aquella que aún continuaba sangrando y que no podría
curarse hasta que él retirase el frío acero de su espada, le diese unos puntos
y dejase que el tiempo la cicatrizase, o hasta que me entregase su corazón
como moneda de cambio para reparar el mío y que ambos latieran a la par.
—Rafa… Ayer no te dije nada porque no estaba en condiciones y no
era el mejor día, pero tenemos que hablar de lo que pasó.
—Lidia, eso ya está olvidado, ¿vale?
—No, no está olvidado. No podemos hacer como si no hubiera
ocurrido nada porque no es cierto. Si lo dejamos correr, antes o después
volveremos a llegar a la misma situación o a otra peor porque hemos pasado
de nivel y lo sabes.
Me contemplaba atentamente con un gesto serio.
—¿Has… cruzado la línea? —me preguntó.
—Creo que lo hemos hecho los dos, ¿no? Y, aunque hayamos querido
volver atrás, ya hemos estado allí. O, si no, dime, y respóndeme
sinceramente, por favor: si yo no te hubiese parado anteayer por la tarde,
cuando estábamos en mi portal, ¿hubieses seguido hasta el final?
—No lo sé.
—¿En serio no lo sabes? Me pediste acabar con esto de una vez, me
pediste que nos quitáramos el calor, ¿a qué te referías entonces? Rafael,
dime la verdad. —Me paré para mirarle a los ojos y él me imitó.
Se manifestó tras estar un rato pensando en cómo responder a aquello.
—Me dejé llevar demasiado. —Se quedó en silencio, pero continuó
hablando al ver que yo no apartaba mis pupilas de las suyas, esperando una
respuesta—. Sí, quería llegar más allá, pero tú también, ¿no? Hubo un
momento en el que me dijiste que te habías olvidado del pacto y querías que
nos lo montáramos en el baño…
—Sí, a eso me refiero, y no lo hicimos porque actuamos como
cortafuegos el uno del otro en diferentes momentos. Pero eso sólo nos
generó más malestar, más crispación, más tensión entre nosotros.
Respiré profundamente y retomamos el paso para estar sin hablar
durante unos metros.
—Sólo dime una cosa, ¿me ves diferente? Porque cuando empezó todo
esto yo no te atraía. Nunca me habías mirado con ojos de deseo —le
cuestioné intentando averiguar en qué punto se encontraba él.
—Lo nuestro nunca fue un rollo sexual, era otra cosa, algo que ni
siquiera puedo explicar.
—Hablas en pasado y yo te estoy preguntando por el presente.
—El viernes en la discoteca me llevaste al límite, no tenías que haberlo
hecho.
—¿Me culpas? Tú también me llevaste al límite a mí y no sólo ese día.
—No quería cruzarlo solo.
—Rafa, es que no me estás respondiendo y la pregunta es muy fácil,
¿me ves diferente?
Respiró profundamente y se paró para mirarme.
—Claro que te veo diferente. Ahora que ya he estado allí y sé lo que
sentí, es que no lo puedo evitar. Pero nunca había sentido esto con nadie, así
que tampoco sé qué decirte. —Dejó de hablar unos segundos—. Y tú, ¿me
ves diferente a mí?
—Ese es el problema, que me gustaría verte como antes, pero ya no
puedo. —Entonces fui yo quien hizo una pausa—. ¿Y qué es lo que sientes?
—¿Lo que siento? —se aseguraba.
—Sí, me acabas de decir que nunca habías sentido esto con nadie.
¿Qué es lo que sientes?
—Es que no puedo explicártelo. No puedo, literalmente. Sólo que te
veo y… quiero más.
—¿Más? —me sorprendí—. ¿Más de qué?
—Más de todo. Más de lo que descubro de ti. Por eso no tenía que
haber pasado lo del viernes. Si no hubiera averiguado lo que sentí cuando
me pusiste tan caliente, no tendría este deseo. Eres como una droga, no
tenía que haberte probado.
Silencio. Y los dos parados en medio del camino examinándonos,
tratando de entender una situación que nos superaba.
—¿Y tú? —continuó hablando—. ¿Qué es lo que sientes?
—¿Yo? —pregunté para ganar tiempo porque tampoco quería enseñar
todas mis cartas si él no lo hacía primero. Él asentía—. Pues… puede que
alguna de esas tonterías que te dije ayer, ¿no?
Me observaba atentamente, diría que sonreía, pero no se atrevía a
mostrar que lo hacía. Retomamos el paso.
—¿Y qué vamos a hacer? —intentó averiguar.
—¿Qué quieres hacer?
—Yo quiero más.
—¿Más?
—Más de ti.
—¿Quieres decir que tengamos sexo?
—No. Bueno, sí, pero no sólo. No sé, quiero más, aunque no sepa
adónde va a llevarme eso.
Contuve la respiración durante unos segundos.
—Pero eso es incompatible con que sigamos nuestra investigación de
la libreta, tendríamos que romper nuestro pacto —puse de manifiesto.
—Sí, aunque sólo tendríamos que modificar los vetos acerca de
nuestra relación. Sería más fácil que ahora, no tendríamos que fingir, no
tendríamos que poner límites. Podríamos ser libres, no estaríamos atados a
nada, no nos sentiríamos atrapados, como me decías ayer.
—Seguiríamos atados a la libreta y al secreto que la rodea. Y acabas
de decir que no sabes adónde va a llevarte el hecho de que nos acerquemos
aún más. Ni siquiera sabes lo que sientes por mí. Si decidimos cruzar la
línea, pero al final nuestra relación termina porque no funciona o porque no
sentimos por el otro lo que deberíamos, tendríamos que dejar también de
investigar juntos. Para mí ambas cosas son incompatibles. O bien, seguimos
con la libreta, pero continuamos manteniendo una relación estrictamente de
compañeros, o damos un paso más y averiguamos lo que hay al otro lado de
la línea, pero entonces rompemos el pacto y nos olvidamos de este enigma.
Tenemos que tomar una decisión, Rafa.
—Pero yo no puedo decidir algo así. Y sí que sé lo que siento, sólo que
no lo puedo explicar con palabras. Yo no quiero perderte, Lidia, es que no
puedo. No quiero perder lo que tenemos. Pero tampoco quiero abandonar
este misterio. Hemos avanzado mucho, sé que estamos cerca y creo que
detrás hay algo que merece la pena que descubramos, algo importante. No
podemos dejarlo. No sé por qué no podemos seguir como hasta ahora.
—Porque nos está haciendo daño. Si seguimos forzando esta situación,
me perderás, nos perderemos el uno al otro. Para continuar con la libreta,
tenemos que dar un paso atrás y no hacer nada que no harían dos amigos.
Nada de besos, ni de caricias, ni de siestas…
—Pero las siestas eran nuestras antes de que cruzáramos la línea, no
quiero perder eso.
—Pero eso era antes de que quisiéramos más el uno del otro. Ahora
todo ha cambiado, ¿no lo ves?
Suspiró soltándome de la mano.
—Es que para dar un paso atrás yo tendría que desintoxicarme… de ti,
Lidia. Y no quiero pasar por eso.
—¿Quieres darlo hacia delante, entonces? ¿Cruzamos la línea los dos y
nos olvidamos de la libreta y de todo? —intenté averiguar—. Porque
estamos atravesando un abismo sobre un puente que empieza a destruirse
bajo nuestros pies y caerá de un momento a otro. Debemos ir hacia un lado
o hacia el otro y tenemos que ir juntos hacia el mismo, o si no, sí que
caeremos al vacío y lo perderemos todo.
—Yo… no puedo pensarlo ahora. —Le tenía entre la espada y la pared
y lo peor es que no había solventado mis dudas.
Aún continuaba sin saber qué es lo que sentía por mí realmente o, al
menos, si eso que sentía y que no sabía explicar era lo suficientemente
importante como para que apostase por ello por encima de todo.
—Ahora tenemos que ir a clase, podemos seguir hablando de esto
después, ¿no? —decidí darle una tregua—. Por cierto —miré el reloj—, son
y veinticinco, ¡vamos a llegar tarde!
Rafa miró su reloj, me miró a mí y me cogió de la mano para salir
corriendo. Por suerte, estábamos llegando a la Avenida Complutense y, tras
aquella carrera, conseguimos entrar en el aula justo cuando el profesor daba
los buenos días.
—¿Cómo estás? —me preguntó Silvia girándose para saludarnos.
Nos habíamos sentado detrás de nuestros compañeros en los mismos
sitios que de costumbre.
—Mejor, gracias —le contesté sonriendo.
Y ahí comenzó un maratón de tomar apuntes que se estaba haciendo
más intenso según se aproximaban los exámenes.
Fue una mañana rara. Se notaba que estábamos todos cada vez más
nerviosos por aquella época de evaluaciones que se acercaba y nuestra
rutina y conversaciones habían variado un poco. Supongo que la situación
que nos envolvía a Rafa y a mí y cómo estaba afectando al resto, también
influía. Estábamos como distraídos, quizás porque en nuestro foro interno
dábamos vueltas a aquella decisión que nos costaba tanto tomar. Me
atemorizaba la idea de ir más allá con Zurbano, y más si desaparecía el
motivo que nos había unido, pero me aterraba aún más la alternativa de
tener que dar un paso atrás porque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Rafa se
había metido tanto en mi vida que no la concebía sin él. Sin duda, yo
también tendría que desintoxicarme.
—¿Qué tal? Como ayer no veníais pensé que igual estaríais haciendo
otras cosas, ya sabes. Pero cuando vi que faltabais a todas las clases y
apareció Rafa a última hora con esa cara, me asusté, la verdad —me
comentaba Silvia en uno de nuestros cambios de clase.
—Bueno, sólo tuve un poco de fiebre, no era para tanto.
—A veces te envidio.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Por tener a alguien que te quiera tanto como te quiere Rafa, ayer
estaba preocupadísimo por ti. Cuando me pidió los apuntes y tuvimos que
esperar en la fila de reprografía, estaba muy nervioso, no paraba de mirar el
reloj porque no quería que estuvieses sola más tiempo. Por cómo habla de
ti, por cómo te mira. Por las cosas que dijo de ti el otro día cuando
merendamos en la cafetería. Porque se preocupa por saber exactamente
cómo te gusta la leche y con qué. No he visto a nadie tan enamorado en mi
vida y eso me da envidia.
—¿Enamorado? —Y al decirlo me di cuenta de que esa pregunta, que
en realidad me reconcomía por dentro, no sería la duda más adecuada que
plantearía alguien sobre su pareja, con la que estaba tan compenetrada de
cara a la galería, a una espectadora de aquella actuación. Así que intenté
arreglarlo—. Quiero decir… ¿tan enamorado le ves?
—Mucho. Pero vamos, que tú estás igual. Enamorada hasta las trancas.
Entonces le miré mientras hablaba con Juanan y Vázquez, quien ahora
le trataba con un poco más de distancia y respeto. Rafa, con ese halo de luz
que hacía que ese reloj funcionase veinticuatro horas al día con la precisión
de la maquinaria más perfecta y mejor engrasada del mundo.
—¿Lo ves? Hasta las trancas —confirmó Silvia cuando vio que le
contemplaba de aquella manera.
—Pero, igual que vosotros, ¿no? Lo que pasa es que desde dentro, no
lo ves de la misma forma que como puedas ver tú desde fuera a otra pareja
—argumenté tratando de convencerla de algo que no era muy creíble.
—No, Lidia. Yo quiero mucho a Rodri, y creo que él a mí, pero lo
vuestro es… de otra dimensión.
Ahí no le faltaba razón, de otra dimensión desde luego que era. De una
quizás tan lejana que no la alcanzábamos a comprender ni nosotros.
Tras aquella conversación, la acompañé para asistir a la siguiente
clase, aún con más dudas e inquietudes de las que ya tenía.
Cuando terminó la última asignatura, nuestros compañeros se fueron y
Rafa y yo nos quedamos solos. Sin embargo, en aquella ocasión parece que
temíamos estarlo porque preferíamos alargar más la incertidumbre que
descubrir que el otro no se encontraba en nuestro mismo punto.
Aquel día comimos un menú en la facultad de odontología y, después,
regresamos caminando hasta Moncloa para acabar sentados en el banco del
parque del Oeste, que parecía ser ya un lugar icónico en nuestra relación.
—¿Qué hacemos, Rafa? —le pregunté sosteniendo en la mano aquella
hoja con multitud de dobleces que habíamos firmado veinte días antes.
Él inspiró profundamente, mucho, para soltar el aire de golpe.
—No paras de preguntarme, pero aún no sé lo que quieres hacer tú —
me habló.
—Sí lo sabes, podría jurar que te lo dije ayer, aunque tenga algunas
lagunas —intenté zafarme de responder a aquello.
—Pero quiero que me lo digas ahora que estás bien, no sé si ayer
hablabas tú o era un delirio por la fiebre.
Y en ese instante se me vino a la mente la imagen de Silvia diciendo
que me envidiaba por nuestra relación, ¿por qué ella la percibía de aquella
manera? ¿Realmente éramos tan buenos actores? Como eso último no me
parecía muy factible, le pregunté directamente. Necesitaba saberlo.
—¿Estás enamorado de mí?
Silencio.
—Lidia…
Le observaba fijamente pidiéndole una respuesta con la mirada y, al
ver que no me respondía, bajé la vista al suelo.
—No lo sé. Es que… esto ya lo hemos hablado, no sé definirlo. Tú no
eres el tipo de mujer del que yo me enamoraría. Pero… no puedo vivir sin
ti, muñequita —concluyó.
Silencio. Y yo volví a mirarle a los ojos pensando en que quizás me
veía como aquella persona que le entendía porque también había sufrido de
la misma manera en su niñez. En que puede que conmigo se sintiera como
si fuese otra vez pequeño y yo ocupase el papel de esa mejor amiga que
nunca tuvo, aquella que le abrazaba, que jugaba con él. Es probable que, de
alguna manera, me quisiera, pero eso no era amor, porque si lo fuera, no
tendría ninguna duda o, al menos, es como yo lo entendía.
—¿Y tú? ¿Estás enamorada de mí? —me devolvió la pregunta.
Y entonces, la que suspiró fui yo. No podía decirle la verdad. No
después de aquello, de su respuesta. Intenté volver a un estado anterior al de
aquel jaque mate para responderle sembrando dudas, de la misma manera
que había hecho él.
—Rafa, es que… No siento lo que dicen que se siente cuando alguien
está enamorado, no siento lo que he sentido otras veces, ni con mi expareja.
A veces no te soporto. Algunas, creo que te quiero, otras, siento que te odio.
Tú tampoco eres el tipo de hombre del que me enamoraría, pero yo también
tengo muchas dudas porque me cuesta estar sin ti.
Silencio, esta vez uno muy largo.
—Y entonces, ¿qué hacemos? —me cuestionó rompiéndolo, y el tono
de su pregunta hizo que por mi mente se paseara una duda: ¿estaría
ocultando la verdad él también? ¿Estaría escondiendo sus cartas detrás de
una duda hasta que yo no descubriese las mías por miedo a las
consecuencias de no ser correspondido de la misma manera? Pensar de esa
forma comenzaba a hacerme daño y yo no podía aguantar más dolor, no
quería hacerlo en esas circunstancias.
—Entonces sólo nos queda una opción. Si no podemos avanzar hacia
delante, únicamente podemos ir hacia atrás —le contesté—. Ahora vienen
los exámenes y tengo que aprobarlos porque de lo contrario, perdería la
beca y no podría costearme los gastos derivados de mi estudio, más lo que
implica vivir aquí. Tendría que buscarme un trabajo de manera regular y
compaginarlo con una carrera con tantas prácticas, como lo es la nuestra, es
muy complicado. Tardaría el doble en acabarla. Es un riesgo que no quiero
asumir. Creo que podríamos seguir investigando con la libreta, pero después
de que pasen los exámenes, así podemos concentrarnos en ellos. Si estamos
todo ese mes sin vernos, eso podría ayudar a que nos desintoxiquemos el
uno del otro y que después retomemos esta relación como amigos, como
compañeros, que es lo que parece que tenemos claro que somos.
Rafa no hablaba, simplemente, me observaba estupefacto por lo que le
acababa de decir.
—¿Estás diciendo que dejemos de vernos? —se aseguraba.
—Sí, al menos mientras que duren los exámenes.
—Pero, Lidia, nos vamos a ver cada vez que tengamos un examen. ¿Y
cómo vamos a hacer de cara al resto de compañeros? Si vamos a seguir
investigando la libreta tendremos que seguir fingiendo que somos una
pareja, ¿no?
—Sí, pero no será difícil, a nuestros compañeros ya les ha quedado
claro que lo somos. En los exámenes está todo el mundo tan nervioso que
nadie va a estar pendiente de nosotros, no vamos a tener que hacer grandes
cosas para convencerlos. Quizás, que lleguemos y nos vayamos juntos y
algún pequeño contacto o gesto de cariño. Después, cada uno se va a su
casa y así hasta el siguiente examen —le proponía.
—¿Y con las pistas que acabamos de descubrir? ¿Las dejamos así?
Puede que un mes sea demasiado tiempo para volver sobre ellas. ¿No
deberíamos, al menos, intentar resolver la quinta y la sexta planta? —
trataba de convencerme.
Silencio.
—Vale, podemos hacer una cosa —planteé—. Como esta es la última
semana de clases, si quieres, las tardes que nos quedan hasta el viernes,
podríamos ir otra vez a los lugares del mapa a ver si vemos algo.
Intentamos descubrir todo lo que podamos y ya, a partir del sábado,
empezaría nuestro periodo de concentración en los exámenes.
—¿A partir del sábado ya no nos veríamos hasta el primer examen,
que es el dos de junio? —intentaba confirmar.
Yo asentía.
—Creo que es lo mejor.
Me miraba muy serio sin ser capaz de pronunciar ningún sonido.
Seguramente le estarían pasando multitud de pensamientos por la mente a
una velocidad tan vertiginosa que no podía transformarlos en palabras.
—¿Tú no lo crees? —continué hablando.
Pero Zurbano seguía sin decir nada.
—Rafa…
—No —dijo finalmente.
Entonces fui yo la que le miró con gesto de sorpresa.
—Yo no quiero dejar de verte y no creo que vayamos a resolver nada
con ello —explicó.
—Entonces, ¿qué es lo que propones?
—Seguir como hasta ahora, ya te lo he dicho. Ya hemos hablado de lo
del otro día, así que, por mi parte, no volveré a ponerte en ninguna situación
que pueda llevarte al otro lado de la línea, si tú haces lo mismo, no
volveremos a sentirnos incómodos. Si quieres, podemos hacer un paréntesis
con el tema de la libreta hasta que pasen los exámenes y seguir después,
pero no quiero dejar de verte. Podríamos estudiar juntos, ayudarnos, como
hemos estado haciendo hasta ahora. —Me acarició la mejilla y la barbilla
muy suavemente—. No me apartes de tu vida, muñequita.
Aquella era una de las cosas que me desconcentraba, que me hacía
querer más de él, y no poder obtenerlo sólo iba a hacerme sufrir.
—No. Sabes que no podemos seguir como hasta ahora.
—Pero ¿por qué?
—¡Porque yo no puedo! —Hice una pausa para acariciarle la mejilla,
aquella barba morena de dos días que me hacía cosquillas en la piel, porque,
simplemente, quería más—. Y creo que tú tampoco. —Y aquello lo dije
susurrando mientras acercaba mis labios a los suyos.
Cuando lo hice, le demostré el poder de mis argumentos porque él no
me paró cuando le besé, ni cuando le rodeé con mis brazos por detrás de su
cuello, sino que hizo todo lo contrario, me agarró de la cintura y me aupó
para que me sentara sobre él de frente, rodeándole con mis piernas, que
sacaba por el hueco que quedaba bajo el respaldo del banco. Y, así, un beso
muy intenso que deseaba atravesarnos como aquel abrazo que lo
acompañaba, apretándonos al uno contra el otro de manera desmedida.
—¿Lo ves? —le dije cuando despegamos nuestros labios por un
instante mientras yo sostenía el papel del pacto, arrugándolo entre mis
dedos.
—No quiero —respondió y volvió a besarme de la misma manera, a lo
que yo le acompañé porque no podía hacer otra cosa.
—Rafa… Tenemos que desintoxicarnos —hablé para volver a besarle,
como si al decir aquello estuviera cogiendo aire para sumergirme de nuevo
dentro de aquel mar que nos había engullido—. Nos estamos saltando el
pacto, estos besos no son imprescindibles.
—Pero la situación los requiere.
Y al continuar con aquel diálogo entre nuestros labios, entre nuestras
lenguas, empezamos a notar el calor, la excitación que daría lugar a aquello
que teníamos prohibido, si no lo evitábamos.
—Rafa… No. Vamos a parar, por favor. ¿Cuántas veces tenemos que
pasar por esto? Yo no lo aguanto más. —Me quité de encima de él para
sentarme a su lado—. Dijiste que querías hacerme feliz.
Él respiraba profundamente, supongo que intentando bajar las
pulsaciones y lo que no eran las pulsaciones.
—Y quiero hacerte feliz, muñequita —afirmó unos segundos después.
—Pues ahora no lo soy, esto me hace sufrir y hará que ponga en riesgo
mi carrera y nuestra relación, así que, si de verdad quieres hacerme feliz,
tienes que elegir —abrí la mochila para sacar el cuaderno y la copia de la
libreta y se las entregué junto con mi copia del pacto—. O te quedas con
esto y seguimos con ello en las condiciones que hemos dicho antes, o lo
rompes y continuamos con lo que hemos empezado hace un momento, nos
lleve adonde nos lleve.
—Lidia… Pero no puedo. No puedo ser yo quien decida eso. No
quiero hacerlo. Tenemos que caminar hacia el mismo lado, tú lo has dicho
antes.
—Pero no lo hacemos, y si no podemos llegar a un acuerdo, entonces
tendremos que dejarlo todo aquí y ahora y seguir cada uno por nuestro lado.
Me puse de pie mientras él me observaba con aquellos documentos en
las manos, con el gesto desencajado, sin hablar. Como no respondía tras un
largo silencio, cogí la mochila para ponérmela sobre la espalda.
—Creo que acabas de elegir, Rafa, así que aquí se acaba esto. Por
favor, no me sigas, no me llames, porque eso sólo lo va a hacer todo más
difícil.
Me di media vuelta para marcharme, pero él no me dejó avanzar ni un
paso.
—Lidia, espera, por favor. —Se había puesto de pie y me agarraba de
la mano—. Dime cuál de las dos opciones debo elegir para que seas feliz.
Me giré para verle.
—Creo que antes ya nos ha quedado claro que sólo hay una de ellas
que podemos elegir.
—¿Esa opción te haría feliz?
—No, pero creo que a la larga será la que nos hará menos infelices a
los dos.
Él asintió y me entregó los documentos, que yo guardé en la mochila.
—Entonces, tenemos hasta el viernes para poder seguir averiguando
algo con las nuevas pistas, ¿no?
Yo asentí.
—¿Y quieres que lo intentemos ahora? No nos queda mucho tiempo.
Volví a asentir con los ojos acuosos. Él me abrazó, quizás para que no
viera que también los tenía de la misma manera. Después me besó en la
frente.
—Deberíamos irnos para aprovechar el tiempo —afirmé haciendo un
esfuerzo para serenarme.
Él afirmó para coger su mochila, que había dejado sobre el banco,
antes de caminar a mi lado hacia el metro. Caminar a mi lado para dejar de
hacerlo dos días después, algo que ni siquiera me atrevía a asimilar, una
decisión que ya estaba tomada sin vuelta atrás.
37. Sin encontrar la respuesta

Tarde del miércoles, 20 de mayo de 1998

Habíamos cruzado los tornos del metro y aún no sabíamos a cuál de


los dos emplazamientos nos íbamos a dirigir, si a Príncipe Pío para revisar
la información correspondiente a la sexta planta, o al Retiro para hacerlo
con la de la quinta.
—Quizás deberíamos ir al Retiro a buscar algo relacionado con la
melisa en la fuente del Ángel Caído, parece que es la pista más clara que
tenemos, ¿no? —proponía Rafa.
—Vale, pues vamos entonces.
Y unos treinta minutos después de un viaje extraño con escasas
conversaciones entrábamos en aquel gran parque para aproximarnos a la
estatua en cuestión.
—Pffffff… ¿Y qué se supone que deberíamos mirar aquí? —le
pregunté al tiempo que observaba el dibujo de la quinta planta—. Parece
bastante claro que la silueta de las hojas de arriba de la melisa corresponde
con la de esta estatua, pero…
—¿Y si repasamos el texto otra vez? Quizás eso nos dé una pista, no lo
hemos hecho nunca relacionándolo con este lugar —argumentó.
—Vale, me parece perfecto.
Nos sentamos en la misma acera de la fuente, donde también dejamos
apoyadas nuestras mochilas, para releer aquellas líneas, pero cada vez me
costaba más concentrarme teniéndole tan cerca.
—Yo no veo ningún detalle extraño, ¿y tú? —ponía de manifiesto
Rafa.
—Tampoco, pero algo debe de haber, ¿no? —Le miré y él me miró.
Error. Estábamos demasiado juntos.
Y empezó a acariciarme la mejilla con sus labios, supongo que por
evitar darme un beso en los míos.
—Esto empieza a ser demasiado difícil —susurraba.
—Sí…
—Pero hasta el viernes podemos seguir como hasta ahora, ¿no?
—Sí, pero ¿para qué sufrir, Rafa? ¿Qué vamos a ganar con eso?
—Un instante de felicidad que recordar cuando no pueda verte.
¿Podía haber una lógica más aplastante que aquella? Desde luego que
no. Así que hicimos lo único que podíamos, comenzar a besarnos, pero esta
vez de manera más dulce, más tierna, intentando evitar la excitación para no
sufrir más de lo necesario. Después me acariciaba la cara mirándome a los
ojos.
—¿Seguimos? —me dijo sonriéndome.
—Claro.
Apoyé mi cabeza en su hombro para que él me rodeara con el brazo
mientras continuábamos mirando nuestros papeles.
—¿Y si hay otra pista en el dibujo? Aparte de esta de la silueta de la
estatua —traté de averiguar.
—Sí, podría ser —dijo él a la vez que yo pasaba la página del texto
para poner aquella ilustración delante de nuestros ojos.
Pero allí tampoco veíamos nada.
Estuvimos quince minutos más intentando buscar algún detalle que nos
orientara en nuestra búsqueda, sin éxito. Cuando nos cansamos, decidimos
volvernos al metro.
—¿Qué se nos escapa, tía? Hay algo que no vemos —me hablaba.
—Bueno, estamos muy cansados, quizás sea por eso, mañana lo
intentamos otra vez.
—O mañana podríamos ir a Príncipe Pío, por si tenemos más suerte, y
volver aquí el viernes.
Asentí mientras bajábamos las escaleras para acceder a la estación. A
lo que siguió otro viaje sin muchas palabras en un vagón lleno en el que
íbamos de pie, uno enfrente del otro. Iba mirando su camiseta, su cuello y
luego levanté la vista hacia sus ojos, entonces él miró los míos para
acariciarme la cabeza, invitándome de esa manera a apoyarla sobre su
pecho. Me abracé a su cintura y continuamos así el trayecto hasta que
tuvimos que hacer el transbordo en la estación de Sol. Desde allí seguimos
nuestro viaje hasta Moncloa en la línea tres. Nos observábamos, pero no
sabía qué decirle.
—¿Estás bien? —indagaba—. No te has vuelto a sentir mal desde ayer,
¿no?
—No —le respondí.
Supongo que ese tipo de conversaciones surgía para cubrir un silencio
incómodo que nos persiguió hasta que estuvimos en mi portal.
—Bueno, pues, me voy a ir yendo, Yerbis.
—Vale, ten cuidado.
Y allí nos quedamos contemplando porque ninguno de los dos se
atrevía a hacer o decir lo que de verdad sentía. Finalmente nos acercamos
para darnos dos besos.
—Hasta mañana, Rafa.
—Hasta mañana, Zuñi.
Se giró para marcharse, yo me quedé viéndole hasta que dobló la
esquina. Entonces bajé la mirada y suspiré antes de coger las llaves para
abrir el portal.
—Lidia…
Una sonrisa se me escapó cuando volví a verle enfrente de mí.
—No, que… —comenzó a hablar—. ¿Mañana, donde siemp…?
No pudo terminar la frase sin que le besara como lo había hecho un
rato antes, cuando estábamos junto a la fuente del Ángel Caído.
—Sí —le contesté tras aquel beso.
—Vale.
Procedió a darse media vuelta para irse de nuevo.
—Rafa…
—¿Sí? —me respondió.
—Es que…
Se acercó a mí.
—Lo sé, muñequita.
Y me besó tras acariciarme la cara, un beso más largo que el anterior.
Con más caricias. Con un abrazo que no escuchaba a nuestras cabezas, a esa
decisión de dejar de vernos para salvar otras cosas más racionales, quizás
menos importantes para dos corazones desbocados como lo eran los
nuestros, dos corazones a los que no queríamos escuchar.
—Hasta mañana, morenito.
—Hasta mañana, pequeña.
Tras intercambiar nuestras sonrisas de despedida, entré al portal
pensando cómo podía ser aquello posible. Cómo se explicaba que
estuviéramos deseando estar juntos, pero que aún no tuviéramos claro lo
que sentíamos el uno por el otro. Cómo habíamos llegado a tal situación en
la que sufríamos por no querer ir más allá, o, quizás, por no mostrar al otro
lo que sentíamos de verdad. O puede que por no querer mostrárnoslo a
nosotros mismos. Pero ¿cómo podría yo saber lo que de verdad sentía Rafa
por mí? ¿Cómo podría averiguar si era sincero en lo que me había dicho o
una simple tapadera para no aparecer vulnerable delante de mí, por si yo no
le correspondía? Estuve un rato dando vueltas a aquello hasta que llegó la
hora de la cena, momento en que me acerqué a la cocina para prepararme
algo. Allí me encontré con Laura cocinándose la suya. Al verla, pensé que
ella con su punto de vista tan particular sobre la vida sería la persona
perfecta a la que plantearle una cuestión acerca de la cual no me preguntaría
detalles que no me apetecía explicar.
—Oye —me dirigí hacia ella—. ¿Cómo podría saber si alguien me
quiere de verdad o sólo me ve como una amiga especial con la que
compartir parte de su vida hasta que encuentre a una mujer que le guste de
veras?
—¿Has probado a preguntárselo?
—Eso no funciona aquí.
Se quedó un instante pensando.
—En ese caso está la regla de los tres segundos —afirmó.
—¿La regla de los tres segundos?
—Sí, en una situación desesperada o de peligro tendemos a salvar a
quien queremos sin pensarlo, únicamente por instinto, en tan sólo tres
segundos, olvidándonos del resto, incluso de nosotros mismos. Si estáis en
una situación de ese tipo y te salva a ti, aun poniéndose en riesgo a él,
entonces sabrás que te quiere de verdad.
—Pero ¿cómo voy a generar yo una situación de peligro? Eso es muy
peliculero.
—Ah, no sé, eso es cosa tuya. —Cogió su cena para dirigirse con ella
hasta el salón—. Pero funciona.
Y con la misma frustración con la que había iniciado aquella
conversación, me dispuse a preparar mi cena para aderezarla con multitud
de dudas irresolubles.
38. Enfrentándonos los dos

Jueves, 21 de mayo de 1998

Penúltimo día de clases y de nuestra situación antes de separarnos.


Rafa me esperaba al final del andén, como cada día durante las últimas tres
semanas.
—Buenos días, churri —me saludó.
—Buenos días, Rafa.
Y tras el beso de rigor, esperamos a un tren que nos llevaría al único
lugar donde podríamos vernos de forma muy puntual durante el próximo
mes.
La información se acumulaba y los profesores concentraban algunas
clases de manera pactada con los alumnos para poder terminar con el
temario y no tener que acudir a la facultad la semana siguiente, lo que nos
daría más tiempo para estudiar y menos para vernos a Rafa y a mí. Aquel
día salimos un poco más tarde y ni siquiera nos planteamos quedarnos a
comer allí, sólo queríamos despejar un poco la mente por un momento. Así
que fuimos paseando hasta Moncloa para ir a comer al burger. Durante el
trayecto que precedió a la comida, y también mientras duró la misma, sólo
abordamos temas de conversación de nuestras asignaturas, intentando no
tocar otros como aquella situación personal que nos rodeaba.
Sobre las cuatro y media nos dirigíamos hacia la Rosaleda del parque
del Oeste, ya que nos parecía el lugar más apropiado para buscar el dígito,
teniendo en cuenta las pistas que aparecían en el plano.
Caminábamos en silencio, pero en aquella ocasión la mano de Rafa
buscaba la mía y yo la agarré para apretarla en un gesto cariñoso, como
tratando de decirle así lo que no me atrevía con palabras.
Cuando estábamos pasando por delante de la puerta del teleférico,
Zurbano miró hacia ese lugar y después a su reloj, pero no dijo nada.
—¿Qué crees que tendremos que mirar? ¿El plano de la rosaleda del
Retiro para superponerlo al de esta? —le pregunté cuando ya estuvimos
rodeados de rosas.
—Pues no lo tengo muy claro.
Nos sentamos en un banco de aquel recinto y cogimos las dos copias
de la libreta, dejando en una el sexto plano y en la otra el quinto, para tratar
de encontrar las similitudes en la forma de la zona con el fin de poder
superponer ambos mapas.
—Los dos planos son ovalados, pero el que corresponde al lugar en el
que estamos es algo más alargado. En el sexto plano, el cinco está en uno de
los laterales, que podría ser este de aquí. —Señaló una de las diagonales—
o el opuesto. —Indicó la prolongación de esa diagonal que llegaba al otro
lado del jardín.
—Pero eso es un espacio muy grande, debemos buscar algo en el texto
que lo acote un poco, ¿no? Espera, cojo la copia en vez de lo que hemos
pasado al cuaderno, por si acaso. —Busqué el texto correspondiente a la
sexta planta.
Lo puse en el medio de los dos y comenzamos a mirarlo
detenidamente en silencio, pero aquel día no nos atrevíamos a acercarnos
tanto como el anterior, quizás empezábamos a prepararnos para nuestra
separación.
—¿Ves algo? —le cuestioné.
—No, nada.
Empezaba a desesperarme aquello y, como quería avanzar y sabía que
sólo nos quedaban dos días para tomar distancia uno del otro, pensé en
facilitar la búsqueda de la manera que normalmente nos funcionaba. Total,
de perdidos al río.
—Vale, vamos a hacer que salten las chispas —le hablé.
—¿Cómo? —Me miraba sorprendido. Mucho. Tanto, que se separó de
mí aún más de lo que ya estaba.
—Ya qué más nos da, nos quedan dos días y no vemos nada. Va, haz
que salten, dime algo, métete conmigo, vamos a discutir, Rafa.
—Pero, tía, ¿y yo ahora qué te digo? Nunca quieres discutir y me pillas
fuera de juego.
—Eres un profesional de sacarme de mis casillas, así que ahora no me
vengas con que no sabes qué decirme.
Me miraba atentamente sin soltar palabra.
—No me creo que no te moleste nada de mí a estas alturas y con esta
situación, así que ahora es el momento, Rafa —continué.
Silencio.
—Pues mira, ahora que lo dices, sí, me molestan muchas cosas de ti,
como que seas una egoísta, una estrecha, una mimada, una caprichosa, una
manejanta o que me trates como a una mierda. Eres una cobarde que no se
atreve a seguir con esto porque tienes miedo de enamorarte de un quinqui,
pudiendo tener algo mejor. Pero, creo que ya es un poco tarde, ¿no? —
manifestó.
—¿Qué? Pero ¿cómo te atreves a decirme eso? Bastaba con meterte un
poco conmigo, pero te estás ensañando. ¿Eso que dices lo sientes de verdad,
Rafa?
—¿Acaso lo dudas? Ya te lo dije, eres la que maneja la batuta aquí.
Ahora voy a jugar contigo y te caliento. Ahora no quiero seguir con esto.
Ahora quiero echarte un polvo en el baño, pero, mejor no, porque nos
saltaríamos el pacto que he redactado. Ahora no quiero verte, que, si no, no
voy a aprobar los exámenes… —afirmaba imitándome de manera burlesca
—. Me tienes harto, tía, eres una niñata consentida que se piensa que todo el
mundo va a estar a sus pies haciendo lo que quiere.
—¿Yo, niñata consentida? Tú no tienes ni idea de mi vida. Pero, ¿de
qué vas? ¿Eres imbécil?
—No lo sé, dímelo tú, que me crees tan imbécil como para
enamorarme de ti, cuando eres tú la que está enamorada de mí hasta la
médula.
—Eso es lo que tú quisieras, quinqui de tres al cuarto, que si fuera así
ya te habría echado un polvo. ¿Me llamas estrecha? No lo soy, actúo así
porque tú no me pones lo suficiente.
Pero Rafa no me miraba a mí, sino que fijaba su vista sobre la copia de
la libreta que tenía en la mano.
—Sigue, sigue insultándome así, cucaracha de campo con lazos. —Y
sonreía—. Veinte segundos.
—Veinte segundos, ¿qué? Matón de mercadillo.
—Veinte segundos es lo que necesito para ponerte cachonda —Hizo
una pausa—. ¿Matón de mercadillo? Eso es lo que a ti te pone, ¿verdad? —
seguía hablándome sin mirarme.
—A mí me sobra con diez…
—Sus pétalos son Fuente de esencia en perfumería… —leyó el
documento que tenía delante, el texto de la sexta planta, así, sin venir a
cuento—. Pero fuente está escrita con la primera letra en mayúscula. Es la
fuente, Yerbis, ahí es donde tenemos que buscar —dedujo después.
—Pues, vamos —le respondí de manera borde, justo antes de
levantarnos para dirigirnos a aquel lugar que se encontraba en uno de los
laterales de la parte central de la rosaleda.
Yo iba caminando delante de él sin esperarle.
—Eh, Zuñi, ¿qué te pasa? ¿Te has mosqueado? —intentaba averiguar.
Le miré sin decir nada y retomé el paso.
—Si has sido tú quien me ha pedido que te sacara de tus casillas —se
justificaba.
—Pero te has pasado un pelo, ¿no?
Continué andando hasta que llegamos a aquella fuente, donde nos
paramos.
—Oye, muñequita. —Me puso la mano sobre el hombro.
—No me toques, Zurbano. —Me aparté de él.
Empecé a dar vueltas alrededor de aquella fuente para mirarla con
atención, sin ver nada a simple vista.
—No es esta —habló Rafa—. Es aquella, la de la estatua de la ninfa.
Me señalaba otra fuente, una que estaba enfrente de esa redonda que
yo observaba, al final de unas escaleras.
—¿Y por qué lo sabes? —le cuestioné.
—Porque aquí no hay nada.
Le miré un instante antes de irnos hacia los escalones para llegar hasta
el lugar que él me indicaba con el fin de observarlo palmo a palmo con
atención. Tampoco veíamos nada. Yo estaba cansada de dar vueltas por allí
y acabé sentándome en un lateral de la fuente, debajo de un árbol.
—¿Qué pasa, Yerbis? —Estaba de pie enfrente de mí.
—Esto es una tontería, aquí no hay nada —le contesté sin ni siquiera
mirarle.
—¿Te has cabreado, tía? No te entiendo.
—¿En serio? Porque te has pasado tres pueblos.
—Pero querías que te mosqueara, ¿no? Además, tú también me has
puesto un poco a caldo. Cada vez que me llamas quinqui de tres al cuarto o
cosas peores, y ahora me vienes con lo de matón de mercadillo… Por
cierto, eso de los diez segundos… Te sobra con diez segundos, ¿para qué?
—Para ponerte cachondo, ¿para qué va a ser? ¿No hablábamos de eso?
—¿Diez segundos? —Empezó a reírse—. Tú vas un poco de sobrada,
¿no?
—¿Quieres verlo?
—¿Pero no dijimos que no íbamos a sufrir los dos días que nos
quedaban?
—Pero si no te crees que lo pueda conseguir, ¿qué más te da?
—Es que no lo vas a conseguir, además ahora estoy mentalizado y
centrado, así que sería perder el tiempo.
—Vale, cronometra. —Me puse de pie.
Me observó un instante intentando descubrir si aquello lo estaba
diciendo en serio y cuando se percató de que sí, se miró el reloj y después a
mí.
—Cuando quieras —afirmó.
Y acerqué mi cara a su cuello para besarle de la misma manera que
había hecho el viernes anterior en la discoteca. Suave, jugando con mis
labios y mi lengua lentamente mientras me recreaba con cada poro de su
piel caliente.
—Uno, dos… Yerbis… Cuatro, cinco… Tía… Seis… Siii…ete…
Lidia… Ohhh…cho… Lidia… Ohhh… Lidia…
Me separé de él.
—Ya han pasado, ¿no? Me ha bastado con siete.
—Lidia… —me dijo en un susurro.
—¿Qué? ¿Quieres otros diez?
—Debajo de tu culo.
—¿Qué?
—Donde estabas sentada. —Me lo señaló, estábamos sólo a medio
metro de ese lugar.
—No puede ser…
Nos agachamos para verlo más de cerca. Estaba justo en el borde,
simulando ser una mancha natural de la piedra, pero se podía ver aquel
círculo rojizo con una pequeña línea en la parte superior e inferior del
centro rodeando al número uno. Yo lo toqué con mi índice, como si así
pudiera poner de manifiesto que aquello estaba escrito allí de verdad.
Después miré a Rafa, que me sonreía.
—Las chispas funcionan —corroboró acariciando mi índice con el
suyo.
—Sólo nos quedan dos.
—Hacemos buen equipo.
—Entiendo que este es el sexto dígito porque la pista estaba en el texto
de la sexta planta, ¿no?
—Yo entiendo lo mismo, Yerbis.
Tras echarle un último vistazo, lo apuntamos en nuestras copias de la
libreta dentro del sexto círculo, y nos pusimos de pie para salir de allí.
—No sólo tengo la novia más lista del mundo, sino que, además, tiene
el mejor culo del mundo.
—Zurbano…
—Es verdad, es el que ha encontrado el dígito. Es el orá… culo.
—Pero, tío…
—Ains. —Me dio un cachete en el trasero.
—¡Rafa!
—Sólo le estaba felicitando. Va, te dejo que me toques el mío, que sé
que te gusta.
Le miré negando con la cabeza y seguí caminando, intentando
disimular la sonrisa.
—Aprovecha ahora, que dentro de dos días me vas a echar de menos
—prosiguió.
Pero aquello ya no me produjo una sonrisa.
Unos pasos después pasábamos por la puerta del teleférico.
—¿Quieres montar? —me preguntó.
—¿Ahora? No sé, Rafa.
—Y, si no, ¿cuándo? Sólo nos queda mañana y tenemos que ir al
Retiro.
—Bueno, no se acaba el mundo después de los exámenes.
—Pero puede que nuestro mundo se acabe un poco, ¿no? Entonces
podremos hacer el paripé de que somos pareja en público, pero no podré
besarte en privado porque sólo seremos amigos, hoy sí. Y a lo mejor podría
ser un bonito recuerdo besarnos desde el cielo de Madrid.
—En teoría, tampoco hoy podemos darnos ciertos besos si no son
imprescindibles y la situación no los requiere.
—Pues, entonces, nos besaremos desde el cielo de Madrid sólo con
besos imprescindibles. —Me miró fijamente de manera tierna.
—Vale. —Le sonreí y él me correspondió con el mismo gesto.
Pocos minutos más tarde, estábamos en una de las cabinas que se
disponían a sobrevolar por encima del Manzanares para hacerlo después
sobre la Casa de Campo. Yo miraba a través de la ventana, totalmente
embelesada con aquella imagen, todo estaba verde y floreciente por la
presente primavera.
—¿Te gusta? —me preguntaba Rafa, que estaba sentado enfrente de
mí.
—Sí, es una pasada. —Volví a mirar hacia fuera.
Zurbano se levantó para cambiarse de sitio y ponerse a mi lado.
—Pero ¿qué haces? —le reprendí—. Que esto se mueve mucho, a ver
si nos vamos a caer.
—Anda, anda, tú sí que te vas a caer. —Me echó el brazo por encima
de los hombros.
—¿Yo? ¿Adónde me voy a caer? A ver.
—A mis brazos, Yerbis, ¿adónde va a ser?
—Pffff… No tienes tú fe ni nada.
—Más moral que el alcoyano, Zuñi —dijo antes de atraerme hacia él
para besarme.
—Oye, esto no es imprescindible y la situación no lo requiere,
¿verdad? —me dirigí a él cuando separamos nuestros labios.
—¿Cómo que no? Nos estamos cruzando con otras cabinas, la gente
nos ve, tía. Si no nos besáramos, no sería creíble.
—Ya…
—Mira, mira, otra… —Y volvió a besarme.
—Pero esa iba vacía.
—Ups, no me he dado cuenta, Zuñi.
Meneé la cabeza sonriendo y me volví a asomar a la ventana para ver
la alfombra verde cubierta por árboles que tenía debajo. Suspiré. Él también
lo hizo. Nos observamos, esta vez serios. Y le acaricié la cara mientras le
decía con mi mirada todo lo que le iba a echar de menos durante aquel mes
que teníamos por delante. Preguntándole con mis ojos si se comportaba así
porque me quería o, simplemente, estaba jugando conmigo a meterse en el
rol de ser mi novio por un tiempo limitado para divertirse. O si de verdad
no lo sabía y estaba tratando de averiguarlo haciendo todo aquello. Rafa me
apartó el flequillo de la cara.
—Sólo por este momento todo ha merecido la pena, muñequita —
afirmó.
Y volvimos a besarnos de manera dulce, tierna, como los besos que
nos habíamos dado al final del día anterior. Después cogió mi mano y la
llevó a su pecho, que latía a ritmo acelerado.
—Aquí está la respuesta que estás buscando —aseguró.
Pero yo aparté la mano y, en su lugar, apoyé la cabeza en su pecho para
escucharlo, mientras me abrazaba a su cintura. Estuvimos así un par de
minutos en los que Rafa me acogía con sus brazos, apretándome contra él.
—Yo también quiero respuestas —me pidió.
Me separé un instante de él para volver a mirarle, para volver a besarle
lentamente, saboreando ese momento que poco a poco se nos escapaba de
entre los dedos, como lo hacen todos los momentos felices de esta vida.
Cuando acabó ese beso, le hice un gesto para que pusiera la cabeza sobre mi
pecho. Apoyé la espalda en el asiento para envolverle con mis brazos y
acariciarle el pelo, mientras me deleitaba con su abrazo rodeándome la
cintura. Así estuvimos hasta que entramos en la estación de Casa de
Campo, donde nos separamos para coger nuestras respectivas mochilas, que
estaban en el suelo, antes de bajarnos de aquella cabina.
Caminamos sin hablar hasta que salimos al exterior y rodeamos el
edificio de la estación para pasear por el parque que había junto a ella,
desde donde se veía una perspectiva superior de esa parte de la Casa de
Campo. Otro atardecer con él desde otro mirador de Madrid. Y yo me
preguntaba cuántos nos quedarían por disfrutar juntos. Busqué su mano con
la mía y él me correspondió regalándome su tacto para continuar
recorriendo los caminos de ese parque sin decir nada.
—Rafa…
Él volvió la vista hacia mí.
—¿No era la respuesta que esperabas? —le pregunté refiriéndome al
último momento vivido dentro de la cabina del teleférico, al ver que
permanecía en silencio.
Negó con la cabeza y aún continuó sin pronunciar ninguna palabra
unos instantes más.
—No entiendo esto, simplemente —dijo al fin.
—Yo tampoco, por eso necesito que demos un paso atrás.
—Pero así no se afrontan las dificultades, Yerbis. Eso se hace
enfrentándose a ellas, no retrocediendo. Eso es de cobardes.
Silencio. Y mis ojos clavados en los suyos. Me solté de su mano.
—Rafa, quizás tú no lo entiendas, pero he tenido que hacer muchos
sacrificios para estar aquí estudiando. No sólo tuve que alejarme de mi
familia, sino que mi relación de pareja se rompió por la distancia y porque
él no entendió ni apoyó los cambios que se estaban produciendo en mi vida.
Lo pasé muy mal. Y ahora tú quieres que me lo juegue todo por una
relación que ni siquiera comprendemos, en la que estamos la mitad del
tiempo discutiendo. Yo no creo que sea cobarde, únicamente me estoy
protegiendo, estoy protegiendo mi futuro y mi carrera. Además, dar un paso
atrás no quiere decir que nada termine, sólo que empezamos de nuevo, que
nos damos tiempo para entender dónde estamos y hacia dónde nos
queremos dirigir.
—Pero tú no quieres dar un paso atrás, lo que quieres es destruir lo que
tenemos ahora porque tienes miedo —evidenció.
—Tengo miedo de que suframos.
—Y tu solución es sufrir de todas formas, ¿no? Vamos a sufrir ahora
para que evitemos el riesgo de sufrir luego. Eso es absurdo, tía.
—Ya te dije que lo hacía por nuestra carrera, yo no quiero suspender y
creo que tú tampoco, ¿no?
—Por eso no me dejas ayudarte, ¿verdad? Yo también quiero que
aprobemos los dos. Ayúdame a hacerlo y déjame ayudarte a ti. Somos un
buen equipo, ya lo has visto.
—Esto ya lo hemos hablado, ¿no? Y la decisión está tomada —afirmé
muy seria.
—¿Tú crees? Porque la respuesta que he escuchado justo antes de
bajar del teleférico no corresponde con lo que me estás diciendo ahora.
—Rafa, ¿de verdad quieres pasarte nuestra penúltima tarde
discutiendo? Ahora no estamos con la libreta, no necesitamos las chispas.
Silencio.
—Claro que no, pero estoy atado de pies y manos y tampoco puedo
hacer lo que me gustaría —se quejó.
—¿Y qué es lo que te gustaría hacer?
—Pues besarte, abrazarte, acariciarte, pero sin límites, sin pensar que
donde me pueda llevar eso está vetado para nosotros.
Otro silencio.
—Lidia, dime cuál ha sido tu último momento de felicidad —continuó
—, porque el mío ha sido hace tan sólo unos minutos, besándote mientras
sobrevolábamos la Casa de Campo.
Y otra vez silencio.
—El mío también —confesé.
—¿Entonces? Déjame hacerte feliz, muñequita. Por favor.
Se acercó para besarme otra vez, gesto que recibí con mucho agrado.
—Rafa, sabes que tú y yo somos como una bomba de relojería y que
por un momento de felicidad tenemos otro de bronca, de sufrimiento, y
cada vez vamos más allá. ¿Cuántas veces tenemos que hablar sobre esto?
No quiero volver a estar en la cama con fiebre por otro disgusto. ¿No lo
ves? Un instante de felicidad ahí arriba y ahora otra vez discutiendo. Yo no
puedo hacerte feliz.
Respiró muy profundamente y, sin decir nada más, ambos
comenzamos a dirigirnos hacia la entrada de la estación del teleférico para
volver de nuevo a nuestro punto de partida en el Paseo del Pintor Rosales.
Íbamos frente a frente, serios. Yo miraba por la ventana, pero, en
aquella ocasión, no estaba disfrutando del paisaje, sino que estaba sufriendo
por el malestar que me producía nuestra situación. Él también fijaba su vista
en la ventana con un gesto serio, triste, como si buscase consuelo con sus
ojos en el horizonte, con esos preciosos ojos de color castaño en los que se
estaba reflejando la luz del sol. Me levanté para sentarme a su lado y me
abracé a su torso. Él me correspondió besándome en la cabeza. Inspiré
profundamente.
—Qué bien hueles, Rafa. Nunca te lo había dicho, pero…
—Sigue, por favor.
—Hueles tan bien que no quiero soltarte jamás.
—Sigue hablando, Lidia. —Noté como su corazón se aceleraba.
—Soy tan adicta a tu olor que podría estar toda la tarde besándote.
—Bésame, por favor, lo necesito.
Y empecé a hacerlo por su pecho, sobre su camiseta, para ascender
desde allí hasta su cuello, su barbilla, su mejilla y acabar en sus labios, que
me esperaban sedientos para devolverme aquel beso de manera intensa. Ni
siquiera recuerdo el resto de aquel viaje, sólo que tuvimos que dejar de
besarnos porque estábamos entrando en la estación de llegada.
Desde allí, nos fuimos caminando agarrados de la mano hasta la
estación de Príncipe Pío. No hablábamos, sólo nos parábamos de vez en
cuando para besarnos dulcemente, como si de esa manera quisiéramos hacer
un álbum de recuerdos que poder revisar cuando estuviéramos alejados el
uno del otro.
—Mañana, donde siempre —anuncié cuando nos acercábamos a la
marquesina de su autobús.
—Te acompaño a casa.
—No, Rafa, es una tontería y ya es tarde.
—Pero… —no pudo continuar porque le interrumpí besándole de
nuevo.
—Por favor —le pedí.
Él asintió.
Nos pusimos en la fila de personas que había esperando para subirse
en el autobús.
—Gracias, pequeña —me dijo mientras avanzábamos en aquella cola.
—¿Por qué?
—Por existir. Por haber hecho tantos sacrificios para estar aquí
estudiando porque, de otra manera, no estarías ahora conmigo. Crees que no
puedes hacerme feliz, pero lo haces todos los días.
Sentí una oleada de calor invadiéndome por dentro, un calor que me
dejó muda. Sólo pude acariciarle la mejilla mientras continuábamos
andando hasta la puerta del autobús. Entonces me dio un beso de despedida,
uno intenso.
—Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, morenito.
Y me dio otro beso, este aún más intenso que el anterior, tras el cual
me susurró algo que no escuché muy bien antes de subirse a aquel vehículo.
—Hasta mañana, mi amor —entendí.
¿Mi amor? ¿De verdad me había llamado eso? No podía ser, seguro
que lo había escuchado mal. Y esa duda me estuvo persiguiendo un tiempo
que me resultó infinito porque no tuve el valor de preguntarle lo que me
había dicho para poder disiparla.
39. Pero estar sin ti me cuesta

Viernes, 22 de mayo de 1998

Último día de clase. Último día de verle antes de nuestra separación,


tras cuatro intensas semanas en las que habíamos descubierto cinco de
aquellos siete dígitos cuyo misterio nos envolvía. Aunque el mayor misterio
era el que nos rodeaba a nosotros y a nuestra relación.
—Buenos días, princesa —me saludó, como si se reservase utilizar esa
palabra tan especial para esa ocasión, en lugar de churri.
—Buenos días, morenito.
Y un beso que aquella vez no fue de rigor.
—Te he traído el desayuno —afirmó tendiéndome una bolsa pequeña
de papel que olía a palmera blandita almibarada.
Y una sonrisa. Y otro beso, esta vez de agradecimiento, que quiso
burlar aquel pacto que nos limitaba. Entonces llegó el tren que nos llevaría
a una mañana muy intensa a la que parecían faltarle horas para hacernos
llegar toda esa información pendiente, que pretendían que transfiriéramos
de memoria a un papel durante el mes siguiente.
Cuando acabó la última clase, estábamos los cinco amigos delante de
la puerta de la facultad. Ese día, decidimos comer juntos, como si así
pudiéramos aliviar entre todos aquella pesada carga sobre los hombros que
nos atenazaba, suavizando los nervios por los exámenes inminentes.
Aquella situación parecía haber hecho olvidar las tensiones causadas por el
arrinconamiento de Zurbano a Vázquez sucedido unas jornadas antes.
A eso de las cuatro y media, Rafa y yo estábamos en el Retiro enfrente
de la fuente del Ángel Caído, tratando de ver lo invisible. Él, de pie, de cara
a aquella imagen. Yo, sentada en el suelo a su vera.
—Necesitamos las chispas —ponía de manifiesto mientras sostenía la
copia de la libreta en las manos, mirando aquella figura.
—Vale, haz que salten —le hablé poniéndome de pie a la vez que
sujetaba el cuaderno con las notas copiadas—. No creo que este señor haya
puesto el número en la estatua porque no podemos subirnos hasta ella y,
viendo el dibujo, es lo único que se me ocurre, así que dale caña. Quiero
acabar con esto ya, Rafa.
Nos miramos a los ojos.
—Cuando me lo pides así, no sé cómo hacerlo —objetaba.
—Pues ayer por la tarde en la Casa de Campo lo hacías muy bien sin
ser necesario, así que no me toques las narices ahora, quinqui de
extrarradio.
—Pfffff… ¿No tienes un insulto más original, Yerbis? Ese ya está un
poco trillado.
—¿Y cuál prefieres del catálogo? Barriobajero, ratero de tres al cuarto,
matón de mercadillo… Ese te gustó, ¿eh?
—¿No tienes una idea mejor, pija de pueblo? ¿O prefieres lo de
cucaracha con lazos?
Resoplé.
—¿Sabes qué? No me apetece hacer esto hoy, Rafa. Vamos a estar
muchos días sin vernos y no quiero pasarme la tarde discutiendo contigo,
preferiría otra cosa.
—¿Y qué quieres hacer? Se supone que debemos avanzar con la libreta
lo máximo posible, ¿no?
—Ya, pero… hoy no estoy muy inspirada y no quiero estar a malas
contigo, y más, si a partir de mañana no nos vamos a ver por un tiempo.
¿Por qué no hacemos otra cosa? ¿Intercambiamos un deseo? Es mejor que
discutir, ¿no? —le propuse.
—La verdad es que a mí también me apetece más. Pero tiene que ser
un deseo sencillo donde no tengamos que disfrazarnos, ni nada de eso, que
no tenemos mucho tiempo.
—El mío es muy fácil —afirmé—. ¿Lo hacemos entonces?
—Vale, Yerbis. ¿Quieres que lo apuntemos?
—No hace falta, ¿no? Con pensarlo y decirlo, creo que ya valdría.
—Perfecto, pues vamos a ello, pensemos.
—Yo ya lo tengo, no me hace falta pensarlo más —manifesté.
—Yo también.
—Vale, pues, ¿cómo lo decimos?
—Las señoritas primero.
—El mío es muy simple, sólo quiero ir al cine contigo.
Rafa sonrió.
—El mío es más sencillo todavía, sólo quiero dormir contigo otra
noche más —habló él.
Permanecí unos instantes en silencio meditando aquello, pensando en
las consecuencias que tuvo la semana anterior. Aunque, pensándolo bien,
aquella sería nuestra última siesta y lo cierto es que yo también estaba
deseando dormir con él, para qué nos vamos a engañar.
—Vale —le respondí al fin.
Y Rafa sonrió aún más.
—¿Qué película quieres ver? —trató de averiguar.
—Me da igual. ¿Qué quieres ver tú?
—Me da igual también. —Se quedó un instante pensando—. Te
propongo algo: ¿quieres que vayamos a los Cines Princesa? Allí echan pelis
en versión original y queda más o menos cerca de tu casa, así podríamos ir
a dejar las mochilas antes para no cargar con ellas.
—Me parece perfecto.
—Vamos entonces, muñequita —dijo tras besarme.
Nos dirigimos al metro para encaminarnos hacia Moncloa.
Tras un trayecto de metro aderezado con abrazos y besos nos bajamos
de aquel transporte para llegar hasta el cine.
—El faro del Sur, Cosas que dejé en la Habana, Mensaka, Kiss or
kill… —leía—. ¿Cuál te apetece más?
—No conozco ninguna, pero podemos ver la de El faro del sur, por
ejemplo, así nos da tiempo a ir a casa tranquilamente.
Así lo hicimos. A las seis y veinte, y tras dejar las mochilas en mi
habitación, estábamos allí de nuevo comprando las entradas para disfrutar
de aquella película.
—Esta vez te invito yo, que ayer me invitaste tú al teleférico —afirmé
—.
Y él se dejó convidar con una sonrisa.
De esa película recuerdo poco. Pero de lo que sí me acuerdo es de su
brazo rodeándome la espalda, de sus susurros preguntándome qué tal, de
sus besos en mi cabeza, de su mano acariciando la mía. Aquello que nunca
había vivido porque a mi exnovio le parecía absurdo pagar por ver una
película teniendo en cuenta todas las que echaban en la tele, según él.
Cuando salimos de recrearnos con aquel film, eran casi las nueve y
teníamos algo de hambre, por lo que decidimos cenar un menú de comida
rápida sin postre, allí mismo, en la Plaza de los Cubos, para irnos después
caminando hasta mi casa. Un trayecto parco en palabras en el que no nos
soltábamos de la mano, como si tuviésemos miedo de hacerlo por si el otro
se iba corriendo de nuestro lado. De repente, Rafa se paró delante de un
fotomatón.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—No tenemos ninguna foto juntos.
Yo le miraba sin decir nada.
—¿Nos las hacemos? —me pidió.
—¿En serio?
—Sí, tía, será divertido.
Y, sin darme tiempo a que le respondiera, tiró de mi mano para
meternos dentro de aquella cabina.
—Ven, siéntate sobre mí —me dijo después de cerrar la cortina,
atrayéndome hacia él para que me pusiera sobre sus muslos.
Y entonces posamos con una sonrisa para las dos primeras fotos, pero
sólo para esas porque empezó a hacerme cosquillas antes de la tercera y en
la cuarta nos estábamos besando.
—¡Rafa! —Le di un manotazo—. A ver qué va a salir ahora, ya verás.
—Eso es lo divertido.
Me levanté para salir de aquel pequeño cubículo, pero él no me lo
permitió. Me retuvo poniendo sus labios sobre los míos, a lo que no me
opuse. A continuación, me miró sonriendo.
—¿Vamos a ver qué ha salido? —me propuso.
Fuimos hacia el exterior de aquel fotomatón esperando el resultado,
pero no me dejó verlo porque interceptó las fotos antes.
—Ja, ja, ja… ¡Vaya cara, tía! —se carcajeó.
—Pero déjame verlas, oye, ¡serás…!
—Mira, mira. —Me entregó lo que estaba mirando.
—Es que me estabas haciendo cosquillas, ¿qué cara querías que
tuviera? —le explicaba.
Pero él no me miraba a mí, sino a otra de las fotos que tenía delante.
Ya no se reía, sólo sonreía.
—Hacemos buena pareja, Yerbis —aseguraba observando una de las
dos primeras que nos habíamos hecho, que eran muy parecidas.
—Oye, pues aquí no estamos mal.
Él no me respondió, sino que continuaba mirando aquellas imágenes,
después respiró profundamente.
—¿Te importa si me quedo esta? —me consultó mientras me señalaba
la cuarta foto, aquella en la que nos besábamos—. Así podré mirarla para
comprobar que no lo he soñado.
La contemplé durante unos instantes y asentí entregándoselas.
—No lo has soñado —afirmé antes de besarle otra vez.
Me acarició la cara, recogió las fotos dentro de su funda de papel y
continuamos nuestro camino.
Llegamos a mi casa sobre las diez y media, hora a la que no había
nadie en ella.
—¿Quieres tomar algo? —le ofrecí.
—Pero… ¿podría ducharme antes y ponerme el pijama?
—Pero Rafa, ¿qué vas, con el pijama a cuestas a todas partes?
—No, es que tenía la esperanza de poder dormir contigo hoy y…
Le miré meneando la cabeza y sonriendo.
—Dúchate cuando quieras, yo también lo haré ahora. Espera, que te
dejo una toalla —abrí la puerta del armario para coger una.
—¿Y no quieres ducharte conmigo?
—¡¿Qué?!
—Lo digo para ahorrar agua y eso —añadió tras ver mi cara—. No ha
colado, ¿no?
—Pues no. Anda, tira a la ducha antes de que me arrepienta —le
bronqueé.
Sacó de su mochila la ropa que iba a ponerse y, antes de salir de la
habitación, se volvió hacia mí.
—Pero un besito para el camino sí, ¿no?
Le observé sin hablar.
—Va, tía, ¿qué te cuesta? Con lo fácil que es hacerme feliz —continuó
diciendo.
Sonreí y me acerqué a sus labios para darle un beso breve que Zurbano
alargó más de la cuenta.
—Te echaré de menos ahí dentro, muñequita.
—Anda, anda —le respondí negando con la cabeza.
Y ahí me quedé, mirando las fotos que nos acabábamos de hacer, que
él había dejado sobre el escritorio. Después, me separé de allí para elegir
algo que ponerme para dormir con él. Rafa me pilló con el cajón de la
cómoda abierto cuando entró, recién duchado, en la habitación.
—¿Eligiendo modelito, Yerbis? —bromeaba.
—No sé cómo te aguanto, la verdad —contesté cogiendo un pijama de
pantalón y camiseta ancha, parecido al que llevaba dos días antes cuando
estaba enferma.
—¿Puedo?
—Que si puedes, ¿el qué?
—Elegirlo yo.
—Ni de coña.
—Pero, tía, que voy a estar un montón de tiempo sin verte. Déjame, al
menos, tener un bonito recuerdo, ¿no?
—Tú tienes un morro que te lo pisas con la excusa de los recuerdos,
tío.
—Además, con ese que has cogido vas a pasar calor, que me vas a
tener al lado. Y a no ser que tengas pensado quitártelo en medio de la
noche…
—Rafa, ¿puedes parar? Es que al final te mando a dormir a tu casa.
—Vale, ya paro. Pero lo del calor iba en serio, te vas a asfixiar con ese
que has cogido de manga larga.
Le miré largamente. Él llevaba un pijama de manga corta y pantalón
largo de cuadros de tejido fino. Volví a dejar el que había elegido en el
cajón, con gesto de fastidio, y suspiré. Después estudié las demás opciones.
—¿Y ese? —Señaló un camisón de verano muy corto, demasiado, de
tela transparente y tirantes muy finos.
—Ni de blas, tronco.
—Oye, qué chunga eres, ¿no? —Me sonrió.
Al final, cogí un pijama de entretiempo compuesto por una camiseta
de tirantes y un pantalón largo vaporoso de tela muy fina.
—Ahora vengo.
—¿Quieres que te frote la espalda? —indagó.
—¿Quieres que te mande a dormir al salón?
—Aquí te espero, princesa. Por cierto, ¿tienes unas tijeras? Para cortar
las fotos.
—En el bote de los bolígrafos tienes una. —Le señalé el escritorio,
donde estaba aquello.
Me di media vuelta para dejarle allí, con el propósito de asearme y
ponerme el traje de noche.
Cuando volví, estaba sentado sobre la cama mirando una de las fotos
del fotomatón, que ya había recortado. Caminé hasta él sin decir nada y me
senté a su lado. Rafa se volvió hacia mí.
—Toma. —Me entregó un paquete pequeño envuelto en un papel de
colores.
—¿Qué es esto?
—Te lo iba a dar cuando lleváramos un mes, pero eso es dentro de dos
días, así que…
—Pero, Rafa, ni siquiera salimos de verdad.
—Ya, pero los novios se regalan cosas en estas fechas señaladas, ¿no?
Y bueno, si te pregunta alguien, tu amiga, tus compañeras de piso, yo qué
sé, pues ya lo tienes. —Hizo una pausa durante la cual yo no dejaba de
mirarle sorprendida—. ¿No lo vas a abrir?
—Sí, perdona, es que no sé qué decir —le hablaba mientras quitaba el
papel de manera cuidadosa para descubrir una cajita de color marrón.
Me contemplaba esperando a que destapara su contenido. Y ante sus
ojos, abrí la tapa para descubrir una cadena con un colgante de oro de
dieciocho quilates con forma de pequeña estrella.
—Pero… —no pude terminar la frase.
—¿Te gusta?
—Es… Es precioso, pero es demasiado… ¿Por qué lo has…?
—Para que cada vez que lo mires te acuerdes de lo mucho que brillas,
de que nadie puede apagar tu luz, Lidia. Por mucha contaminación lumínica
que haya, por mucha ropa oscura que te pongas encima, resplandeces igual.
Y como no podía hablar, hice lo único que podía hacer: besarle,
besarle mucho, como si fuera esa noche la última vez. Besarle para que no
se diera cuenta de lo emocionada que estaba.
—Gracias, gracias. Es lo más bonito que me han regalado nunca —le
susurraba mientras le abrazaba.
Aquello lo decía en serio, pero no sólo por el hecho de que Ángel tenía
menos detalles que el salpicadero de un Panda, sino por lo que simbolizaba
ese regalo. Y es que el mismo presente, aunque tenga igual precio, puede
tener distinto valor, dependiendo de quién te lo entregue y por qué.
Si aquello hubiera provenido de alguien como Vázquez, seguramente
hubiera sido fruto de visitar una joyería, haberle preguntado al dependiente
que le recomendara algo para una chica de mi edad, un detallito para quedar
bien, que él hubiera podido pagar sobradamente sin preguntar ni el precio y
sin fijarse en si era una estrella, una luna o un sol. Le hubiera dado igual. Lo
único que le habría interesado es llenar de alhajas a «su princesa» pensando
más bien en cómo se lo iba a agradecer después en forma de placer físico.
Pero, viniendo de Rafa, aquello era diferente. Significaba haber tenido
que buscar algo que materializase ese símbolo específico que relacionaba
conmigo, tal y como me comentó la primera madrugada que pasamos juntos
en el parque del Oeste mirando un cielo que no brillaba como el de mi
pueblo. Algo que fuese valioso, pero se pudiese permitir, aunque fuera a
costa de hacer horas extra en el trabajo. No era el objeto. Era lo que
representaba. Era el sacrificio para haberlo obtenido. Me había regalado un
día entero de su trabajo sólo para que yo me sintiese especial y sin pedir
nada a cambio.
—Pero esto es muy caro, ¿por qué de oro? Podía haber sido de otro
material más barato. Trabajas mucho y no para gastarlo en estas cosas —
proseguí diciéndole mientras me separaba de él para mirarle.
—Bueno, es pequeñito como tú, así que tampoco tan caro. Además, no
te haría justicia si fuese de otro material, eres muy valiosa.
—Rafa, no sé qué decir.
—No tienes que decir nada. ¿Quieres que te lo ponga?
—Sí, por favor —le pedí.
Lo sacó de la cajita y me puse de espaldas a él para que pudiera
colocármelo alrededor del cuello. Después de abrochármelo me dio un beso
en la nuca y eso me provocó un escalofrío por las cosquillas de su barba,
que intenté disimular. Yo me miraba el colgante y sonreía.
—¿Y cuándo lo has comprado? —indagué—. Hemos pasado casi todo
el tiempo juntos, menos algún día de fiesta, cuando están las tiendas
cerradas.
—Y la tarde del viernes del cumpleaños…
—Ah, ¿y lo tienes desde entonces?
—Quería buscar una ocasión especial para dártelo.
—Al lado de esto, mi regalo por tu cumple queda a la altura del betún.
—¿Estás de broma? Me devolviste mi cromo, ni diez colgantes como
este podrían pagar eso.
Sonreí y le acaricié la cara.
—¿Nos tomamos un Cola Cao? —me preguntó.
Asentí y él me acarició el pelo mojado.
—Vamos. —Me puse de pie dándole la mano para que él también lo
hiciera y me acompañara a la cocina.
Justo antes de salir de la habitación, vi que en el corcho de las fotos
había una imagen nueva, aquella en la que estábamos los dos posando con
una sonrisa para la cámara del fotomatón. Sonreí al verla.
Nos dispusimos a tomarnos un vaso de leche con galletas para templar
nuestros nervios, aquellos que tratábamos de disimular delante del otro,
aquellos que surgían al pensar que pasaríamos las siguientes horas
tumbados juntos por última vez.
Pero en aquella ocasión fue diferente. Aquella vez no me invitó a que
pusiera mi cabeza sobre su pecho, sino que fue él quien la puso sobre el
mío, rodeándome con sus brazos como si no quisiera soltarme nunca. El
corazón se me aceleró y Rafa se dio cuenta. Me abrazó aún más fuerte.
—¿Por qué no le haces caso? Se te va a salir del pecho porque no le
escuchas y te está gritando —me susurró.
—¿Y qué dice?
Se quedó en silencio un instante.
—Dice que no quiere echarme de menos y también dice que…
—¿Qué? ¿Qué más dice? —inquirí.
Se incorporó para besarme. Primero en el pecho, donde previamente
tenía apoyada la cabeza. Después en el cuello. Luego en la barbilla. Y, por
último, en la boca.
—Esto dice. —Y me dio otro beso en los labios, este más largo. Un
beso tierno, dulce. Creo que estaba haciendo esfuerzos para no
transformarlo en pasional porque sabía que si lo hacía podíamos acabar
enfrentados, y supongo que no quería que ese fuera nuestro último
recuerdo.
Tras aquello, se tumbó a mi lado y me atrajo hacia él sin decir nada,
sólo respiró profundamente antes de invitarme a que pusiera mi cabeza en
su pecho para cobijarme entre sus brazos. Después fui yo quien suspiró
antes de apoyar mi mano sobre su torso.
—Me encantaría —le dije.
—¿El qué?
—Estoy hablando con él, a ti también se te va a salir del pecho.
—¿Y qué te dice?
—Yo no puedo decírtelo, tienes que escucharle, pero tú tampoco lo
haces. Quizás cuando los escuchemos, podremos sentarnos a hablar los
cuatro.
Entonces le besé el pecho varias veces.
—Dulces sueños, mi… morenito —le susurré dudando de cómo acabar
esa frase.
Y volví a besarle. Él me abrazó, me acarició la cara.
—Dulces sueños, mi muñequita.
Y permanecimos abrazados mientras nuestros corazones latían muy
fuerte gritando que esas no eran las palabras que realmente queríamos
utilizar. Que había otras más allá, más adecuadas, que se acercaban, al
menos, un poco más a aquel sentimiento para el cual no existía ninguna.
Pero seguíamos sin escucharlos, así que, simplemente, nos relajamos poco a
poco para quedarnos dormidos uno en brazos del otro, soñando con todo
aquello que no nos atrevíamos a sentir cuando estábamos despiertos.
40. No quiero decirte adiós

Sábado, 23 de mayo de 1998

Tras una noche salpicada de besos y caricias, sentí unos labios dulces
en el cuello, algo que hizo que me removiera entre las sábanas.
—Lidia —me susurró. Abrí los ojos lentamente para verle, estaba
sentado al borde de la cama junto a mí, ya vestido para salir a la calle—, me
tengo que ir, pero me encantaría hacerte el amor ahora mismo.
—¿Cómo? —Aquella frase me espabiló—. ¿Me estás diciendo que te
gustaría despedirte de mí echando un polvo? —Le miré totalmente
incrédula por lo que estaba escuchando de su boca.
—No… No quiero echarte un polvo, quiero hacerte el amor, que no es
lo mismo.
—¿El amor? —Me incorporé—. Pero… Rafa, ¿tú me quieres?
—Claro que te quiero, el problema es que no sé si te quiero como
debería quererte, por eso necesitaba más tiempo para tratar de averiguarlo.
Pero como no lo tengo…
—Dios, esta conversación es demasiado intensa para estas horas…
¿Qué hora es?
—Las siete menos cuarto —dijo mirándose el reloj.
—Y… ¿cómo deberías quererme, según tú?
—No lo sé. Sólo sé que nunca he querido a nadie de la manera que te
quiero a ti y no sé clasificar eso en mi mente, y también que ahora mismo
me estoy muriendo de ganas por hacerte el amor, pero que no puedo porque
el pacto no me lo permite, tú no me dejarías y, además, me tengo que ir a
trabajar. Sólo quería que lo supieras, nada más. Después de hoy ya no podré
decirte esto.
—Pero, ¿y si…? Imagina que rompiéramos el pacto ahora mismo y yo
te dijera que sí, ¿qué harías entonces?
—A ver, Yerbis, soy un tío responsable, pero los tíos responsables a
veces tienen contratiempos y llegan tarde a trabajar, la vida es así. ¿Por qué
lo dices? ¿Quieres que te haga el amor? ¿Me lo quieres hacer tú a mí
también?
—Yo… es que tengo muchas dudas, como tú, y no quiero hacer nada
de lo que luego tenga que arrepentirme.
—No te arrepentirías, pequeña, créeme.
Meneé la cabeza y sonreí. Él me imitó, pero después se puso serio.
—No quiero irme, esto es muy duro, muñequita.
—Yo tampoco quiero que te vayas, pero ya lo hemos hablado, Rafa.
Por favor, no lo pongas más difícil.
—No voy a hacerlo, recuerda que te dije que te haría feliz.
Suspiré.
—Nos vemos entonces el dos de junio —continuó hablando—. ¿Cómo
vamos a hacer para quedar?
—¿Quieres que nos veamos donde siempre, media hora antes del
examen?
—Vale.
Silencio. Y él me miraba fijamente con esa luz del amanecer que
entraba por algunas rendijas abiertas de la persiana. Un reloj precioso dando
la hora puntualmente, segundo tras segundo. Un reloj que estaba a punto de
perder para marchar por la vida sin que el tiempo me influyese con el fin de
no sentir sus avatares, como si eso fuera posible. De repente, noté que lo
necesitaba como el aire que respiro.
—Rafa, ¿podrías abrazarme, por favor?
Y sin decir nada más, me estrechó entre sus brazos con mucha fuerza,
como si yo también le hiciera falta para subsistir.
—Por favor, llámame si necesitas algo, si te puedo ayudar con los
exámenes, estaré ahí, aunque no esté presente —me pidió.
—¿Me vas a olvidar?
No me dijo nada, sólo me besó mucho y muy intensamente.
—¿Cómo podría hacerlo? ¿Quieres que te olvide? —me respondió
finalmente.
—No… —Empecé a llorar sin poder evitarlo—. Sólo quiero que nos
aclaremos y que no acabemos mal. No quiero perderte.
—Para eso hacemos esto, ¿no? No llores, preciosa. Voy a seguir
estando ahí, siempre seré tu amigo, eso no lo vamos a perder nunca.
—Los amigos no quieren hacerse el amor, ¿verdad?
—No… —comenzaron a caer lágrimas por sus ojos—. Pero nunca
dejan de quererse.
Nos limpiamos las lágrimas el uno al otro.
—Me tengo que ir o llegaré tarde —me dijo tratando de serenarse, yo
asentí.
—Ten cuidado, por favor.
—Nos vemos el día dos.
—Sí. Hasta el día dos, morenito.
—Hasta el día dos, muñequita.
Se levantó de la cama para coger la mochila y marcharse.
—Rafa…
—¿Sí?
—Yo también me estoy muriendo de ganas. No quería que te fueras sin
saberlo, pero lo negaré si vuelves a preguntármelo alguna vez.
Volvió a acercarse a la cama para darme un último beso, uno muy
intenso que concentraba todas las palabras que buscábamos para definir
aquello para lo que no existía ninguna.
—Adiós, mi amor —me susurró con una caricia en el pelo y otra en la
cara, y salió de la habitación sin volver la vista atrás.
Y esa vez sí lo escuché bien, dijo «mi amor». Pero no le di importancia
a aquello porque lo que de verdad me había impactado es que me había
dicho adiós.
Después no pude conciliar el sueño, aunque lo intenté con creces. Así
que me abracé a aquella almohada impregnada con su olor intentando
convencerme a mí misma de que eso era lo mejor. De que era más
beneficiosa esa separación que comenzar una relación incierta que pudiera
dejarnos después con el corazón destrozado. Y cuando me encontré lo
suficientemente serena, decidí levantarme para organizarme el estudio con
el fin de obtener un buen resultado en los exámenes. Puse la radio y busqué
la emisora que solía escuchar normalmente para que sus canciones me
animaran un poco en aquella ardua tarea. Eso funcionó, al menos durante
un par de horas, hasta que apareció Rosana para cantarme:
No quiero estar sin ti
Si tú no estás aquí, me sobra el aire
Intenté apagar la radio, lo juro, pero no podía dejar de escucharla
inmersa en su belleza, mientras me agarraba a aquel colgante que Rafa me
había entregado la noche anterior, como si fuera un salvavidas. Cuando
terminó aquel tema, desconecté la emisora para no poder evitar escuchar el
sonido que provenía de la habitación de al lado:
Como yo te amo
Como yo te amo
Convéncete
Convéncete
Nadie te amará…
—Pfffff… Pues sí que empezamos bien.
41. El examen de la vida

Jueves, 25 de junio de 1998

Habían pasado exactamente diez días con sus diez respectivas noches,
doscientas cuarenta horas, catorce mil cuatrocientos minutos, ochocientos
sesenta y cuatro mil segundos desde que no veía a Rafa y, pese a que yo
hacía esfuerzos, la vida no me lo ponía fácil. Cuando no era una canción,
era Silvia, que me llamaba por teléfono para preguntarme por mi amoroso
novio mientras me asaltaba con alguna duda de nuestras materias de estudio
o, si no, una de mis compañeras de piso me hacía algún comentario sobre
él. Pero la que más difícil me lo ponía era yo misma. Diez veces tuve la
mano sobre el auricular del teléfono, una por cada día, pero nunca me atreví
a levantarlo para hablar con él. Y Rafa tampoco me había llamado, ¿le
pasaría lo mismo que a mí? ¿O me habría olvidado para centrarse en otros
asuntos de su vida, en alguien que me supliera, alguien más de su tipo que
no le infundiese tantas dudas como lo hacía yo? No había forma de saberlo.
Probé a quitar del corcho la foto que nos habíamos hecho en el
fotomatón, pero eso sólo incrementó mi malestar. Por lo que tuve que
asumir que debía formar parte de mi vida, así como su colgante de estrella,
que no me quitaba y que agarraba a veces, como si eso pudiera
comunicarme con él de alguna manera.
Pese a todo, estudié las horas que pude, tratando de alejar aquellos
pensamientos que me recordaban los momentos vividos con él.
Y, por fin, llegó el día dos. A pesar de que quería agradarle, me vestí
como siempre, con un pantalón oscuro y una camiseta de tirantes anchos
que cubrí con una chaqueta fina. Media hora antes del examen, estaba
bajando por las escaleras mecánicas del metro para dirigirme hasta el final
del andén, mirando al suelo. No me atrevía a poner mi vista en el frente por
si él estaba y se me escapaba la sonrisa demasiado pronto o, peor aún, por si
no estaba y mi mente empezaba a crear todo tipo de pensamientos
catastrofistas. Pero tuve que hacerlo cuando me situaba a pocos metros de
ese lugar para encontrármele delante, con sus vaqueros desgastados, su
camiseta blanca de manga corta, también mirándome con un gesto
dubitativo porque supongo que, tal y como me pasaba a mí, no sabía cómo
saludarme.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me dijo mientras miraba mi colgante de oro
con forma de estrella para sonreír al verlo.
—Hola, Rafa.
Nos quedamos quietos frente a frente.
—Esto… Seguimos siendo novios, ¿no? Digo de cara a la gente —me
preguntó.
—Eh… Sí.
Y nos acercamos para darnos uno de esos besos de rigor que nos
habíamos dado por las mañanas desde que nos hacíamos pasar por pareja, el
cual acabó transformándose en un abrazo. Un abrazo largo, intenso, en el
que me quedé con la cabeza pegada a su pecho mientras respiraba su aroma
y él me olía el pelo. Diez días con sus diez noches, con sus doscientas
cuarenta horas, con sus catorce mil cuatrocientos minutos y sus ochocientos
sesenta y cuatro mil segundos tirados a la basura.
—¿Cómo lo llevas? —indagó tras separarnos.
—Bueno, más o menos, pero más menos que más.
—Me encanta lo bien que te explicas, churri.
Yo sonreí.
—¿Y tú? —le cuestioné.
—También más o menos, ya veremos qué ponen.
Y hablando de los detalles de la asignatura cuya evaluación nos
esperaba, nos subimos en el siguiente tren que entró en la estación.
Llegamos a la facultad agarrados de la mano para dirigirnos hacia el
aula donde nos habían convocado, a la puerta de la cual iban llegando
nuestros amigos. Con ellos compartimos pocas palabras para tratar de
repasar en los últimos minutos con los nervios a flor de piel.
Cuando llegó la hora, uno de los profesores salió y comenzó a
llamarnos por orden de lista. Rafa y yo veíamos cómo nuestros compañeros
iban desapareciendo detrás de aquella puerta para quedarnos los últimos,
como siempre sucedía. Con esa emoción adicional que a veces suponía que
a última hora tuvieran que llevarnos a otra aula porque en esa no cabíamos
todos. Es lo que tiene el riesgo de estar al final de la lista, esa capacidad de
improvisación española que estábamos tan acostumbrados a presenciar. La
sal de la vida, vamos. Por suerte, aquella vez todo estaba bien planeado y
pudieron ubicarnos en esa clase. Silvia entró justo delante de nosotros y la
sentaron en la fila de delante junto a otros compañeros, pero a Rafa y a mí
nos tocó al final del todo, solos, uno junto al otro con un asiento vacío entre
ambos. Unidos por nuestros apellidos. Separados del resto. Como siempre.
Nos entregaron el examen y todas nuestras cabezas se acercaron al
folio que tenían delante, donde se mostraban cinco preguntas a desarrollar.
Resoplé y me puse a redactar.
Un par de horas después, había acabado cuatro de las cinco preguntas
contando lo que pude, pero de la quinta no tenía ni idea. Me quedé parada
dando toques al bolígrafo mientras por el rabillo del ojo veía que Zurbano
no paraba de escribir. Estuve mirando fijamente al papel hasta que escuché
un susurro.
—Yerbis. —Hizo un gesto de extrañeza al verme inactiva.
—No me sé la quinta.
Y empezó a chivarme la respuesta en voz muy baja, tratando de
disimular. No pudo explayarse mucho porque los profesores nos estaban
vigilando, pero al menos me dio algunas claves para no dejar la pregunta en
blanco y contestar algo. Rafa terminó bastante antes que yo, pero se quedó
en aquel lugar mirando su examen, esperándome, supongo que por si
necesitaba su ayuda de nuevo.
Minutos más tarde salíamos del aula tras entregar nuestro escrito, que
los profesores nos recogieron cuando nos avisaron de que se había acabado
el tiempo. Allí nos encontramos con algunos de nuestros compañeros
comentando el examen. Y tras hablar un poco sobre aquella prueba con
nuestros amigos, nos fuimos de la facultad, agarrados de la mano para
disimular.
—¿Venís al metro? —nos preguntaron Juanan y Silvia.
Rafa y yo nos miramos.
—Mejor nos vamos andando, ¿no? —le dije a Rafa.
—Sí, así nos da el aire, churri.
Se despidieron tras nuestra negativa para desaparecer por la entrada de
la estación, dejándonos a nosotros en la superficie.
—Es que no me apetecía que nos fuéramos con ellos, que bastante raro
es ya esto, pero si quieres que nos volvamos en el metro, esperamos unos
minutos y entramos —le expliqué.
—No, yo prefiero ir paseando, así nos despejamos.
Comenzamos a caminar hacia Moncloa en silencio. Eran las doce y
media de la mañana.
—Gracias por chivarme la pregunta, es que me había quedado en
blanco —hablé.
—Tranquila, para eso estamos.
—¿Qué tal estos días?
—Bien, estudiando mucho, trabajando los sábados y poco más. ¿Y tú?
—Más o menos, pero sin trabajar los sábados.
Una conversación de ascensor como las que teníamos antes de
encontrarnos la libreta, como si hubiésemos reseteado nuestra relación para
transformarla en una de simples conocidos.
—Bueno, no hace falta que me acompañes a casa —manifesté cuando
llegamos a la boca del metro de Moncloa.
—Vale, como quieras.
Me defraudó que no insistiera, pero no quise que se me notara mucho.
—Pues, nos vemos dentro de dos días, ¿no? —le comenté porque era
la fecha del siguiente examen.
—Sí, ¿nos vemos donde siempre media hora antes?
—Sí.
—Vale, pues…, hasta luego, Yerbis.
—Hasta luego, Rafa.
—Y ahora, ¿cómo nos despedimos?
—No lo sé.
—Aquí hay mucha gente.
—Sí.
Nos acercamos tímidamente para darnos un beso de rigor, como el de
por las mañanas, pero que aquella vez fue muy, pero que muy descafeinado.
Tanto, que si alguien conocido nos hubiera visto, hubiese pensado que
estábamos enfadados. Y tras aquello, nos dimos la espalda para alejarnos el
uno del otro, como si nunca hubiese existido un sentimiento especial entre
nosotros.
Así fue pasando el mes de junio con exámenes muy duros y días
insulsos en los que esperaba poder verle de nuevo en la próxima evaluación
para volverme con la misma sensación de desazón por su frialdad. Ni
siquiera parecíamos amigos, sino, simplemente, compañeros, como lo
éramos antes de vernos envueltos en ese misterio. Compañeros que delante
del resto se daban la mano para tratar de aparentar algo que no éramos, ni
nunca fuimos. Pero lo peor de todo es que no había vuelto a llamarme
muñequita.
Recuerdo el día del penúltimo examen, el 25 de junio. Era el de
Química Farmacéutica, la misma asignatura que nos había unido en sus
prácticas, en su laboratorio, donde empezó todo, donde nos besamos la
primera vez. Hacía calor y yo me había puesto un vestido vaporoso de mi
época anterior, no sé muy bien si por llamarle la atención o porque
realmente era la mejor opción para pasar aquel día tan bochornoso. Pese a
aquello, al principio todo fue igual: saludos rutinarios, comportamiento frío,
una situación que me incomodaba más y más según iba avanzando el
tiempo.
Pero al salir de la prueba que nos tocaba ese día, nos acercamos a ver
los resultados disponibles de los exámenes previos y fue allí cuando mi
mundo se desmoronó. Y es que, pese a que la mayoría de las pruebas no se
me habían dado mal, me encontré con dos suspensos entre las notas en dos
de las asignaturas que más me había costado estudiar. Aquello lo achaqué a
mi estado de ánimo influenciado por mi relación con Rafa. Él estaba
conmigo en esos momentos, sentado a mi lado en uno de los bancos de
madera del pasillo del tercer piso. Permanecí allí sin hablar mientras él me
observaba. Rafa había aprobado todo y con buena nota, como
acostumbrada.
—Voy a perder la beca —dije.
—No vas a perder nada, ¿por qué no me dejas que te ayude? Es que no
te entiendo. Te quejas de estar sola, pero te lo buscas a pulso.
—Rafa, es que me parece muy fuerte que me digas eso cuando sabes
de sobra por qué no te pido ayuda, por qué no nos estamos viendo.
—¿Y acaso está funcionando?
—A ti, muy bien.
—¿En serio, Lidia? Porque yo no quería nada de esto, lo he hecho por
ti. Y, además, no entiendo qué tiene que ver una cosa con otra. —susurró
porque estaba pasando gente por delante de nosotros—. Una cosa es nuestra
relación, y otra es ser orgullosa porque no quieres pedirme ayuda.
—¿Crees que es por mi orgullo? ¿O lo achacas a eso para regodearte
de que eres más inteligente que yo?
—Pero ¿tú te escuchas? ¿Alguna vez me he regodeado? Es más, creo
que a inteligencia me ganas y eso ha quedado de manifiesto con el tema de
la libreta. Sólo te ofrezco ayuda con materias que no me cuestan. A mí se
me dan bien unas cosas y a ti, otras. Somos un equipo, pero tú te empeñas
en que no lo seamos, en fastidiarlo todo siempre.
—Sí, porque soy yo quien lo fastidia todo siempre. —Hice una pausa
—. Me voy de aquí, ya he escuchado bastante.
—No. Nos vamos juntos al metro simulando, como siempre hacemos,
y luego te vas donde quieras.
—¿Perdona? ¿Ahora me dices dónde y cuándo me tengo que ir?
Además, las parejas también se enfadan y a veces, hasta cortan, ¿sabes?
—Eso es lo que estás deseando, ¿verdad? Pues si es así, no sé por qué
no te atreves a decírmelo.
—Adiós, Rafa.
Me fui bajando las escaleras deprisa, enfadada, porque desde que él
había aparecido en mi vida, mi situación no paraba de empeorar. No quería
que me siguiera, pero sabía que iba a hacerlo, así que aproveché que varias
personas estaban bajando e hice zigzag entre ellas hasta llegar al primer
piso, donde me metí en el baño, haciendo un movimiento rápido. Estaba
segura de que no me había visto.
Allí estuve varios minutos dentro de uno de los cubículos,
presenciando un sinfín de pensamientos negativos, mascando un
sentimiento de rabia causado por aquella situación en la que él me había
involucrado sin yo quererlo. Se había metido en mi vida desmoronando los
cimientos sobre los que yo la estaba construyendo y no sabía qué hacer para
impedirlo. ¿Pedirle ayuda? Aquella idea sólo acrecentaba mi ira, y con ella,
las chispas que habían vuelto a saltar entre nosotros se hacían aún más
intensas y luminosas.
Quince minutos después, cuando creí que él ya había dado por hecho
que yo había desaparecido de aquel edificio y supuse que se habría
marchado, apreté los puños y salí de allí para ir directa al Retiro.
Aunque habíamos detenido nuestra investigación, aún seguía
guardando en la mochila la copia de la libreta y el cuaderno donde
copiábamos los textos, sin saber por qué. Supongo que pensaba en que en
cualquier momento podría surgir el deseo o la necesidad de ir hacia ese
lugar donde se escondía el dígito pendiente. Y eso fue lo que sucedió en ese
instante. Decidí aprovechar las chispas surgidas por mi situación,
acrecentadas por la presencia de Zurbano, para intentar averiguar algo.
Además, necesitaba estar sola, pasear para despejar mi mente y pensar en
cómo resolver las complicaciones de mi vida. Quizás buscarme un trabajo
en verano para poder pagar la matrícula del año siguiente, en vista del éxito
obtenido con mis exámenes, aunque ello supusiera no poder volver a mi
casa para ver a mi familia.
Estaba llegando a la fuente del Ángel Caído y allí estaba, justo delante
de mí, el causante de todos mis problemas: Rafa.
—¿Qué haces aquí? —traté de averiguar de manera seca.
—Lo mismo que tú, ¿no?
—No lo creo.
Silencio.
—Es que es injusto —volví a hablar—. Si no hubieras aparecido el día
de la fiesta, nada de esto habría pasado. Yo habría podido aprobar todo
porque no hubiera perdido parte de mi tiempo de estudio contigo, ni
pensando en ti. —Y ahí me di cuenta de que empezaba a mostrar parte de
mis cartas sin querer, llevada por la ira. Pero era demasiado tarde y no me
dio tiempo a reaccionar.
—¿En serio? ¿Piensas en mí, Yerbis? Porque no lo parece.
—Eres lo peor que me ha pasado nunca, Rafa.
Se acercó a mí para mirarme muy serio.
—¿Lo dices de verdad?
—Sacas lo peor de mí.
Era la una menos veinte de la tarde y el sol comenzaba a caer de pleno
sobre nosotros. Rafa se ponía la mano sobre la frente para protegerse los
ojos de su luz cegadora.
—Mira, si te echas hacia atrás ahora mismo, eres como esa estatua,
como el ángel caído, al que expulsan del cielo por mala gente —le espeté.
—Nunca me dejaste entrar en el cielo, Lidia, y creo que tampoco he
sido tan mala gente, ¿no? Eres tú la injusta. ¿Crees que no te entiendo? Yo
tampoco puedo permitirme el lujo de suspender ni una porque también
perdería mi beca, que tampoco es muy boyante que digamos, porque cada
vez tenemos menos ayudas para estudiar. Además, no me está resultando
fácil, ¿sabes? Porque me amargas el día cada vez que te veo y te comportas
así conmigo, que parece que te debo algo, vamos. Pero no tengo otra opción
porque no me puede quedar nada para septiembre, ya que voy a estar todo
el verano trabajando y no voy a disponer de muchas horas para estudiar.
—Pues no te preocupes, que no voy a amargarte el día, ni nada más.
Me voy de aquí y de tu vida, renuncio a la libreta y a todo y, mira, a lo
mejor ni me presento al último examen, total, lo llevo como el culo, así no
tienes que verme, y ya me da igual dos que tres. Voy con todo a septiembre
y, si tengo suerte y repito, no te tengo que ver más la cara el año que viene.
Mientras le decía todo aquello, me quité la mochila de mala gana para
abrirla y sacar la copia de la libreta, que lancé con mucha fuerza contra él,
totalmente fuera de mí, con tal suerte que cayó sobre las plantas que había
al otro lado de la pequeña verja que rodeaba esa fuente. Rafa me miraba con
la cara desencajada para agacharse a coger aquellas hojas grapadas. Se tuvo
que poner de rodillas, tratando de encontrar la postura más idónea para
alcanzar aquel documento. Yo permanecí a su vera, empezando a ser
consciente de que mi comportamiento dejaba mucho que desear porque
estaba totalmente dominada por mis emociones sin control. Comenzaba a
arrepentirme de haberle arrojado esas hojas cuando Rafa cogió el
documento y lo puso en su frente para mirar hacia arriba sin que le
deslumbrase el sol, aunque, afortunadamente, unas pequeñas nubes blancas
que pasaban por delante de él lo hacían algo menos intenso. Aún tenía
medio cuerpo dentro del recinto de la fuente, mientras se sujetaba con la
mano a la pequeña valla. Se puso de pie y comenzó a mirar a la estatua
desde diferentes ángulos, poniendo poses extrañas y tapándose los ojos con
aquellos folios, luego se dirigió a mí.
—¿Qué es lo que me has dicho antes? —inquirió muy serio
sosteniendo aquellos papeles para señalarme con ellos.
Yo le miraba perpleja.
—¿Quieres que te lo repita otra vez? Que no te voy a amargar más la
vida…
—No, lo de que soy como la estatua.
Resoplé. Y él me agarró de los hombros para llevarme a la parte
trasera de aquella escultura, quedando a nuestro frente las alas de aquel
ángel.
—Ven aquí y ponte como la estatua —me pidió.
—Rafa, ¿me estás vacilando? Porque no es el mejor momento.
—¿Me ves con cara de vacilarte?
Y tras observarle sin dar crédito a lo que decía, le hice caso al ver su
gesto de insistencia. Adelanté mucho una pierna respecto a la otra
arqueando la espalda hacia atrás hasta ponerla en el mismo ángulo que la
figura. Me puse la mano sobre la frente para, de paso, proteger los ojos del
sol. Él me imitaba.
—Eeehhh… ¿Qué estamos haciendo, aparte del ridículo? —le
pregunté.
—¿El ridículo? ¿Tú crees?
Giré la cabeza para mirarle. Al verle en esa pose tan cómica y, por
primera vez aquel día, se me escapó una sonrisa. Rafa estaba serio, pero no
pudo evitar sonreír al verme hacerlo a mí.
—Mira de frente a la altura de tus ojos, así, en la pose de la estatua —
siguió hablando.
Le iba a objetar aquello, pero decidí que tardaría menos si observaba lo
que tenía delante, tal y como me decía.
—¿Y? —traté de averiguar.
—¿No lo ves?
—¿El qué? Lo que veo es que me estoy quedando ciega con este sol.
—Ven aquí, anda. —Volvió a cogerme de los hombros para llevarme
hacia donde estaba él, después me puso la copia de la libreta sobre la frente,
a modo de pequeño toldo para que no me molestase la luz del astro rey—.
¿No lo ves? Justo donde acaba la parte gris de la estatua y empieza la base
blanca.
Me acerqué un poco más.
—No… No te creo. Pero…
Él sonreía.
—Pero no se distingue bien el número, ¿es un…? —intenté averiguar
sin éxito. No lo veo bien.
—Es un ocho, ¿no? Aunque parece un infinito.
—¿Un…? Sí, es verdad, es un ocho. ¡Es un ocho!
Un ocho dentro de un círculo rojizo muy, muy sutil con una pequeña
línea en la parte superior y en la inferior. Tan sutil, que costaba mucho verlo
y, si no hubiera sido porque teníamos a otra persona de testigo, hubiera
hasta dudado de que estaba allí de verdad.
—¿Tenemos seis dígitos?
—Tenemos seis, Yerbis, sólo nos queda uno.
—¿Uno y esto acabará?
—Sí…
—Bueno, pero luego hay que buscar lo que hay detrás de la clave,
¿no? —Hice una pausa durante la cual seguía mirando aquel dígito—. Oye,
el doctor Huevos este es muy rebuscado, mira que poner el número ahí…
¿Cómo lo habrá hecho? Es que hay que ser tocapelotas —me quejaba.
—Sí, pero aun así lo hemos encontrado. Como siempre, las chispas
nos funcionan —continuó diciendo.
Y me devolvió el documento que tenía en la mano, donde copié aquel
dígito en el lugar correspondiente al quinto círculo, antes de guardarlo en la
mochila. Comencé a andar buscando la salida del parque más cercana a la
estación de metro de Atocha, él me seguía para caminar a mi lado.
—Puede ser que funcionen, pero a mí me están destrozando y tú no lo
ves —afirmé.
—Quizás es porque la que no lo ves eres tú.
—¿Y qué es lo que tengo que ver, Rafa? Yo no quería esto.
—¿De verdad crees que soy lo peor que te ha pasado en la vida?
Porque eso muy duro.
Le contemplé un instante en silencio.
—Antes no es que tuviera una vida muy interesante, pero mi carrera
marchaba más o menos bien. Me dijiste que me harías feliz, y ahora…
Mírame. ¿Me ves feliz? Siento que mi vida se está desmoronando poco a
poco y encima llevo este vestido…
—¿Y qué le pasa?
—Pues que es de muñequita, y no tiene sentido que lo lleve porque ya
no soy la muñequita de nadie —no pude evitar confesarle.
Él me observó largamente, parecía que quería decirme algo, pero no se
atrevía.
—Lidia…, déjame que te ayude. ¿Cómo voy a hacerte feliz si no me
dejas? —dijo al fin haciendo un alto en el camino.
Yo le veía allí y sólo tenía ganas de unir mis labios con los suyos, pero
no quería hacerlo, quería dejar de tener ese deseo y no sabía cómo
conseguirlo.
—¿Me quieres ayudar? Pues, por favor, déjame en paz, ya no puedo
más. De verdad. No puedo… —le respondí en plan desesperado, a punto de
derrumbarme, porque si seguía un instante más delante de mí no podría
evitar decirle que me moría de ganas por besarle.
Me cogió de la cintura y me atrajo hacia él para abrazarme. Al
principio me resistí, pero después me dejé acoger entre sus brazos,
apoyando la cabeza en su pecho, percibiendo su aroma, escuchando su
corazón. Lo echaba tanto de menos, lo necesitaba tanto…
—Estoy aquí, sigo siendo tu amigo —me susurró.
Y aquello me hizo daño de verdad. Me separé de él.
—Yo no quiero esto, Rafa.
Le hice un gesto para que no me siguiera, antes de darme media vuelta
y marcharme de allí con la mente hecha un lío porque, paradójicamente,
nunca había tenido tan claros mis sentimientos. Unos sentimientos que no
quería tener y que ignoraba cómo alejar de mí. Pero aquello no podía
decírselo. Porque él ni siquiera sabía lo que sentía por mí y sus dudas
acabarían destrozándome o, peor aún, porque aquello que me estaba
diciendo era real y ya me había clasificado en su mente en la carpeta de
amiga.
42. Aquel que me regalaste

Martes, 30 de junio de 1998

Ese día tenía lugar nuestro último examen de fin de curso, un último
examen al que acudí casi sin haber dormido y con la resaca de mi
separación de Rafa tras haber descubierto el sexto dígito, ese que ocupaba
el quinto lugar de la clave. Aquella asignatura la llevaba realmente mal,
pero a esas alturas ya no me quedaban muchas fuerzas ni ánimos para
prepararla mejor, sólo quería que el examen pasara para tratar de recuperar
mi vida durante el verano que tenía por delante, un verano sin él.
Desde nuestro último encuentro, no había vuelto a hablar con Rafa, por
lo que no habíamos quedado para ir juntos a la facultad, pero tenía que salir
más o menos a la misma hora para coger el metro, así que… Cuando llegué
a la estación, él estaba al final del andén, como siempre, cruzado de brazos
y moviendo de manera nerviosa uno de sus pies. Pensé que se estaría
preguntando por qué estaba allí esperándome después del comportamiento
que tuve la última vez que nos vimos. Me quedé parada enfrente de él. Rafa
descruzó los brazos y dejó de moverse para observarme detenidamente.
Aquel día volvía a hacer calor, pero aparecí vestida con mi ropa oscura
convencional, aunque llevando su estrella colgada al cuello. Zurbano se fijó
en ello, y cuando vio que aún la portaba, cambió su semblante, diría que
para él era una especie de señal que le indicaba que aún no quería sacarle de
mi vida, por mucho que yo intentara distanciarme.
—Buenos días, Churri —me saludó. No tenía buena cara, supongo que
tampoco había dormido demasiado, como yo.
—Buenos días, Rafa.
Y un beso de rigor, de esos con los que tratábamos de disimular una
relación de pareja, que ese día no lo parecía en absoluto. Después ya no
hubo más. Ni abrazos, ni «¿qué tal lo llevas?», ni «parece que se ha
quedado buena mañana». Nada. Sólo silencio. Uno enfrente del otro sin ni
siquiera rozarnos, mirando por encima de nuestros hombros a la ventanilla
de un vagón que únicamente mostraba una oscuridad camuflada bajo el
reflejo de su iluminación.
Al llegar a Ciudad Universitaria, nos agarramos de la mano en silencio
para aproximarnos hacia la facultad con un montón de ideas arremolinadas
en unas mentes que necesitaban forzosamente un sueño reparador.
Más tarde, a la puerta de clase, pretendíamos repasar unos apuntes,
más bien para disimular nuestro comportamiento frío con el otro de cara al
resto de compañeros. Y otra vez, los últimos en entrar a clase. Y otra vez, el
uno sentado junto al otro con un asiento vacío entre nosotros, ese asiento
donde cabían tantos sentimientos negativos que se llevaban por delante todo
aquello que habíamos experimentado hacía poco más de un mes, cuando
nos confesábamos que queríamos hacernos el amor. Ambos pensando que
éramos el único de los dos que aún tenía aquel deseo.
—Suerte —me dijo justo antes de que nos entregaran el documento
con las preguntas del examen más unos pocos folios en blanco con el
membrete de la facultad, donde poder desarrollarlas.
Fue la única palabra que salió de sus labios después de los buenos días.
—Gracias. Igualmente —fue lo único que salió de los míos.
El profesor escribió en la pizarra el tiempo de fin de examen, que sería
dos horas y media después de ese momento en que habíamos descubierto
las diez preguntas que lo caracterizaban. Leí los enunciados y cerré un
instante los ojos. Tan sólo era capaz de contestar a dos de manera completa.
De las otras, no podía aportar mucho, pero ya me daba igual, sólo quería
que esas dos horas y media pasaran para poder salir de allí. Rafa me miró
un instante, en el que pudo ver mi cara desencajada, y comenzó a escribir
mucho y de manera rápida. Yo veía por el rabillo del ojo cómo pasaba las
páginas que iba rellenando cuando yo no era capaz de completar ni una.
Había pasado una hora y media y permanecía con la mano sujetándome la
cabeza cuando él dejó de escribir.
—Lidia —me susurró.
Desde que tuvimos el primer examen no habíamos vuelto a compartir
ningún tipo de comunicación en medio de aquellas pruebas. Le miré.
—¿Qué te falta? —me preguntó.
—Todo. Sólo tengo la primera y la última.
—Silencio, por favor —pidió uno de los dos profesores que estaban
vigilando el aula.
Ambos volvimos la vista a nuestros folios.
—Toma —me ofreció cuando el profesor se dio media vuelta,
haciendo ademán de pasarme sus preguntas por debajo de la mesa para que
pudiera copiar su contenido.
—¿Qué? No.
—Lidia, cógelo.
—Señor número ciento ochenta y siete, como le vuelva a tener que
llamar la atención, se va fuera de clase —volvió a hablar aquel profesor
mientras que varios alumnos del aula se giraron para comprobar la cifra que
tenían grabada en la madera del respaldo de sus asientos, justo antes de
observar a Rafa.
Silencio. Y los dos con las cabezas delante de nuestro examen.
—Lidia, por favor. Cógelo, ya lo he acabado.
No le miré, ni le dije nada, permanecí allí con la cabeza frente al papel.
—Lidia…
—Señor número ciento ochenta y siete, por favor, recoja sus cosas,
entregue su examen y abandone la clase —sentenció el profesor.
Y todas las miradas se dirigieron hacia Zurbano.
—Y como vuelva a oír una mosca, el responsable se irá detrás de él —
continuó hablando aquel hombre.
Y todos los ojos volvieron a posarse en su respectivo examen. Todos,
menos los míos, que contemplaban a Rafa mientras recogía. Pillado por
querer ayudarme. Aunque, por suerte, me había dicho que había acabado
todas las preguntas. Por suerte, ¿para quién? Estaba a punto de averiguarlo.
Justo después de guardar sus bolígrafos, y cuando ya tenía el examen en sus
manos, preparado para dárselo al cuidador que le esperaba en el estrado de
la parte baja de la clase, me miró de nuevo. Fueron tres segundos. Justo
tres. Ni uno más. Ni uno menos. Tres segundos tras los cuales dejó deslizar
todos los folios que había escrito menos uno, para dejarlos sobre el suelo,
mientras se agachaba a coger su mochila. Y, cuando se incorporaba, me
hizo un gesto indicándome que los cogiera, guiñándome un ojo.
Se puso de pie y bajó después por aquella escalera con el fin de
entregar al profesor una única hoja de respuestas. Una hoja que contenía el
desarrollo de dos preguntas que justificaban que hubiera estado escribiendo
durante aquel rato, pero que no le permitían aprobar. Mientras el docente
recogía su prueba y comprobaba su DNI, yo deslicé con el pie esos folios
para atraerlos hacia mí y cogerlos, aprovechando que ambos profesores
estaban ocupados mirando a Rafa. Y allí, descubrí delante de mí cuatro
papeles con ocho preguntas de su examen desarrolladas con detalle y
perfectamente organizadas, de la tercera a la décima, una por cada cara de
cada folio. Cuando leí el encabezado del primer papel mostrando con esa
letra pequeña y redondita las palabras «Rafael Zurbano Álvarez» y su
número de DNI, me entraron ganas de llorar porque me acababa de regalar
su examen para quedarse sin nada, me acababa de salvar de un suspenso
para caer él por mí. La regla de los tres segundos.
Después de una hora en la que me dediqué a copiar el contenido de los
cuatro folios de Rafa en mi examen, uno de los profesores nos indicó que el
tiempo había terminado y que debíamos entregar nuestra prueba. Puse mis
cinco folios completados, junto con la hoja de preguntas y se los di a aquel
profesor, mostrándole mi DNI, para salir al pasillo a continuación siguiendo
la hilera de compañeros. Allí busqué a Rafa con la mirada y me dirigí
directamente hacia él, estaba sentado en uno de los bancos de madera que
había enfrente del aula.
—¿Qué tal? —intentó averiguar, levantándose cuando estuve delante
de él.
—Pero, Rafa, ¿se puede saber qué has hecho?
Él se quedó quieto y callado mientras miraba a mis laterales, no me di
cuenta de que era porque acababan de aparecer Juanan y Silvia, seguidos de
Vázquez. Los tres nos estaban escuchando en nuestra conversación.
—Zurbano, tío, ¿qué ha pasado? —indagaba Juanan.
—Nada, que me he quedado en blanco y le estaba preguntando a Lidia,
a ver si me podía chivar algo, pero me han pillado.
Yo le miraba con los ojos como platos.
—¿Tú en blanco? —se sorprendía Vázquez.
—Sí, ¿qué pasa? ¿No puede tener uno un mal día? Esta noche no
dormí muy bien —se defendía él.
Nos quedamos todos callados.
—Pero ¿has podido responder al menos alguna pregunta? —le
cuestionaba Silvia.
—Sólo dos.
Otra vez todos en silencio.
—Bueno, seguro que te la sacas con la gorra en septiembre —animó
Juanan.
—Sí, tampoco es tanto —respondía Rafa.
Entonces me di cuenta de que mis compañeros me estaban viendo
muda tras haber presenciado que le echaba la bronca, mientras que ellos le
animaban. Así que para seguir un poco aquella bola y no parecer una
desalmada que le regañaba por algo muy diferente a lo que había sucedido
en realidad, simplemente, me abracé a él apoyando la cabeza en su pecho.
Zurbano me apretó contra sí. Y así estuvimos un instante en el que nuestros
compañeros se apartaron un poco de nosotros para dejarnos intimidad.
—Rafa…, no tenías que haberlo hecho —le susurré.
—Te dije que quería ayudarte, que te haría feliz.
—Pero ahora no lo soy, me siento mal por ti.
—Pues yo me siento muy bien por ti. —Me acarició la cara.
—Gracias. —Comencé a acercarme a él para besarle, pero no pude
hacerlo.
—¿Qué? —nos interrumpió Juanan—. ¿Os quedáis a tomar algo?
Habrá que celebrar que hoy es el último día de exámenes, ¿no?
Rafa y yo nos miramos y asentimos.
—Sí, vale —confirmó él al resto.
Nos fuimos los cinco a la cafetería para acabar comiendo por Moncloa
antes de tener una sobremesa que se alargó hasta media tarde. A eso de las
seis y media, cuando ya se habían ido todos, Rafa me acompañaba hasta mi
portal.
—¿Qué harás estos días? —trató de averiguar.
—Bueno, llamé para ver si me podían dar alguna promoción y me ha
surgido una que dura un mes y, además, me han podido ubicar en el centro
comercial de Argüelles, o sea, al lado de casa.
—¿Y cuándo empiezas?
—Mañana, que es día uno. Es de tardes. Estaré de cuatro a nueve hasta
el uno de agosto. Así podré ganar un dinero extra por lo que pueda venir.
—¿Y qué vas a promocionar?
—Pues creo que una pasta de dientes en el supermercado.
—¿Una pasta de dientes? —preguntó extrañado.
—Es lo que hay. Mientras que den trabajo… Además, esto se
compatibiliza bien con los estudios. Lo malo es que no podré ir a mi casa
hasta agosto. Pero bueno, dentro de lo malo, estoy contenta —añadí—. ¿Y
tú? Me dijiste que trabajarías este verano, ¿no?
—Sí, voy a cubrir vacaciones en la farmacia, así que estaré hasta el
quince de agosto.
—¿Desde cuándo?
—Desde mañana también. Este mes me toca de mañana porque las dos
personas a las que cubro las dos quincenas tienen ese turno. Estaré de nueve
a tres y en agosto, de tarde, de tres a nueve —me narraba.
—Trabajas todos los días, claro.
—Sí, de lunes a sábado. ¿Y tú?
—Yo también —corroboré.
Silencio.
—Sólo podremos vernos el domingo porque tenemos los turnos
cambiados —Hizo una pausa en la que me miraba—. Para la libreta, digo
—agregó a modo de aclaración.
—Sí…
Otro silencio, este más largo que el anterior.
—¿Por qué lo hiciste, Rafa? ¿Por qué te arriesgaste así con tu examen
para ayudarme?
Me observó muy atentamente.
—¿Qué quieres que te conteste, Zuñi? Porque ninguna respuesta que
pueda darte va a satisfacerte. Porque ni tú misma sabes lo que quieres que te
responda. Cuando se trata de nosotros, ya no sé dónde acaba la mentira y
dónde empieza la verdad. Eres mi compañera, mi amiga, y los amigos se
ayudan cuando más lo necesitan. Al menos sé que eso es verdad. O lo es
para mí.
—Tienes razón, esa respuesta no me satisface.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres escuchar? Escríbelo en un papel,
igual que hiciste con ese pacto que tenemos, y seguiré actuando para ti.
—Yo no quiero eso.
—No haces más que decir esa frase, pero no eres capaz de hablar
claro. ¿Qué es lo que quieres, entonces, Lidia?
—Quiero saber qué es lo que quieres tú.
—¿Acaso eso importa?
—Claro que importa, ahora es lo que más me importa.
Suspiró
—Buenas noches, Zuñi —se despidió antes de darme un beso en la
frente.
Y aquel beso me dolió más que si me hubiera clavado una daga en el
pecho.
—Buenas noches, Rafael —le dije poniendo mis manos sobre sus
mejillas para darle un beso en los labios. Un beso corto. Un beso intenso.
Y me di media vuelta con el fin de entrar al portal antes de que pudiera
ver que las lágrimas querían escaparse de mis ojos.
Cuando llegué a casa, Laura estaba en el salón viendo la tele.
—Hola —saludé para dirigirme hacia mi habitación.
—Hola —me respondió sin apartar los ojos del televisor.
—Oye. —Me detuve—. ¿Tú crees que un examen es una situación
desesperada o de peligro?
Apartó su mirada de la pantalla para dirigirla hacia mí.
—Pues, depende de lo que te juegues. ¿Para ti lo es?
Y me encogí de hombros preguntándome si para Rafa lo sería.
43. A tu manera querida

Miércoles, 1 de julio de 1998

Me gustaba mucho el verano, era mi época favorita del año. Pero eso
fue antes de tener que trabajar y posponer mi viaje a casa para ver a mi
familia. Ese mes de julio se tornaba muy poco atractivo ante mis ojos.
Aquel día, el primero de mi trabajo de esa época estival, me pasé la tarde en
el supermercado de un centro comercial dando a conocer un producto dental
que mezclaba pasta de dientes y elixir en un sólo envase. Aunque la mayor
parte de mi trabajo consistía en indicar a los clientes dónde podían
encontrar los diferentes artículos que andaban buscando. Muy apasionante
todo. Y, mientras, mi cabeza no paraba de pensar en mis dos suspensos, en
que tendría que informar de aquello a mis padres y en el beso que Rafa me
había dado en la frente el día anterior, a pesar de haber sacrificado su
examen por el mío tan sólo unas horas antes. Demasiado que procesar.
De vez en cuando, se paseaba un chico muy mono delante de mí.
Llevaba una bolsa con el nombre de ese centro comercial, con la que
envolvía algo que no supe identificar hasta que de aquello salió el sonido de
una voz. A la cuarta vez que pasó, me di cuenta de que era parte del
personal de seguridad que, vestido de calle, rondaba por aquel
supermercado haciendo su trabajo. Era poco más alto que yo y más o menos
de mi edad. Un moreno de ojos azules, que me sonreía con un gesto de
complicidad cuando ya llevábamos media tarde viéndonos. En uno de los
momentos en los que pasaba por delante de mí se escuchó su walkie-talkie,
al que respondió.
—Otra vez —me dijo dedicándome una sonrisa, que yo correspondí
mientras colocaba las pastas de dientes.
A eso de las nueve menos cinco, volvió a pasar a mi lado.
—Vaya tardecita —me habló.
—¿Mucho jaleo? —le pregunté.
—Un poco, hay que estar con mil ojos. Por cierto…, soy Sergio.
¿Cómo te llamas?
—Lidia.
—¿Eres promotora?
—Sí, estaré por aquí un mes intentando vender esto. —Le señalé el
producto en cuestión.
—Bueno, eso se vende solo, ya verás.
—Eso espero. —Miré el reloj—. Aunque hoy poco más venderé
porque me voy en cinco minutos.
—Oye, cinco minutos dan para mucho. —Volvió a sonreírme.
Pero, entonces, una voz detrás de mí nos distrajo de aquella
conversación tan agradable. Una charla que me había sacado varias sonrisas
en unos labios que llevaban ya muchos días sin haber practicado ese gesto.
—Hola, churri —me saludó.
Cerré los ojos y después me volví hacia él.
—¿Qué haces aquí? —indagué.
—Venir a buscarte.
—Bueno, Lidia, nos vemos por aquí. —Sergio se marchó de allí con
una sonrisa de adiós, no de hasta luego, como las anteriores.
Y así fue cómo Rafa espantó a un chico muy atractivo que se
interesaba por mí.
—¿Por qué has venido? —me dirigí a él sorprendida.
—Quería ver cómo estabas y hablar contigo. Por cierto, estás muy
guapa —me decía mirándome de arriba abajo. Iba vestida con mi uniforme
propio de promotora, compuesto por camisa blanca y falda negra de tubo
cortada justo cuatro dedos por encima de la rodilla. En los pies llevaba unos
zapatos de salón de tacón medio y su colgante de estrella seguía adornando
mi cuello—. Acabas ya, ¿no?
—Sí —afirmé mirando el reloj. Eran las nueve pasadas. Comenzamos
a caminar hacia la salida—. Pero antes, tengo que ir a por el bolso a
consigna.
—Te espero donde el quiosco de prensa.
—Vale.
Poco después aparecí a su lado para salir a la calle. Él me acarició el
flequillo.
—Te has cortado el pelo, ¿no? —me dijo.
—Bueno, sólo un poco para arreglarlo, me había crecido y estaba muy
desigual.
—¿Te lo has igualado para dejártelo largo?
—¿Y qué querías decirme? Has dicho que querías hablar conmigo—
Le pregunté sin responderle mientras avanzábamos por la calle Princesa
hacia mi casa.
—No quiero estar así contigo.
—¿Así…?
—Así de tensos. Es que ya no sé qué hacer, Lidia.
—Entonces, dime, ¿qué es lo que quieres? Porque tú tampoco hablas
claro, Rafa.
—Recuperarte. Recuperar lo que teníamos porque cada vez te siento
más lejos.
—Pero nos alejamos, precisamente, porque lo que teníamos nos estaba
haciendo daño.
—Lo que teníamos al final, pero no anteriormente, antes del viernes
aquel en que empezamos a llevarnos al otro lado de la línea.
—Rafa, es que las cosas no van a volver a ser iguales después de lo
que hemos pasado.
—Puede que no, pero… necesito a mi muñequita.
Y cuando dijo aquello, me paré en medio de la acera para observarle
muy intensamente. En la acera de una calle con mucho tráfico de personas,
que tenían que esquivarnos para no llevarnos por delante.
—No habías vuelto a llamarme así, pensé que quizás te habrías
buscado a otra —afirmé.
Rafa me apartó para llevarme a un lado y no estorbar a los viandantes.
—No sé si habrá más mujeres en mi vida, pero de lo que estoy seguro
es de que la única muñequita que ha existido y existirá en ella, eres tú. En
cambio, veo que en tu vida empieza a aparecer algún que otro morenito —
se refirió al guardia de seguridad.
—Tranquilo, siempre que surge alguien acechándome, aparece mi león
para quitárselo del medio.
—Tú me lo pediste. —Me sonrió.
Suspiré.
—Tienes razón, creo que tenemos que hablar —aseveré.
Retomamos el paso para seguir paseando hacia Moncloa.
—¿Quieres cenar por aquí? Te invito y así hablamos —me propuso.
Minutos después, entramos a una cafetería donde también servían
platos combinados y sándwiches. Nos dirigimos hacia una pequeña mesa
que había en un rincón, supongo que buscando intimidad.
—¿Qué tal la tarde? —me preguntó.
—Bien, aunque un poco aburrida, este trabajo es un rollo, no me gusta
nada vender.
—Menos mal que ha venido el morenito ese de ojos azules para
hacértela más entretenida.
—¿En serio, Rafa? ¿Te molesta que un chico mono se interese por mí?
—Pues sí, ya te lo dije. Y más si tiene los ojos azules, que a ti te
pierden, ¿no?
Resoplé.
—Esto no ha sido buena idea. —Negué con la cabeza.
—Es que ya no sé qué hacer, Lidia. Me dijiste que no querías lo que
teníamos, que era mejor que fuésemos amigos, pero cuando te digo que eres
mi compañera y mi amiga, resulta que tampoco lo quieres y ayer te
despides de mí con un beso en los labios. Así que, por favor, por enésima
vez, ¿me podrías decir qué es lo que quieres? Aparte de volverme loco,
claro.
—Me dijiste que no sabías dónde clasificar lo que sientes por mí en tu
mente.
—Sí, y en la misma frase, que quería hacerte el amor, así que mira a
ver en qué grupo de carpetas está eso. Ayer palmé mi examen por ti, un
examen de diez, o casi, para quedarme con un dos, en el mejor de los casos.
Es que ya no sé qué más necesitas, tía. Ah, y yo sigo sin saber lo que sientes
tú, claro, que aquí mucho preguntar, pero no soltamos prenda.
—Siento mucho lo del examen, pero yo no te pedí nada.
—Ese es el problema, que nunca pides nada, que nunca dices nada. Y
cuando hablas del tema es para decirme que soy lo peor que te ha pasado.
¿Eso es verdad? Porque era una de las cosas que quería hablar contigo. Y
sólo hay dos explicaciones para que lances contra mí tanta rabia, como
hiciste el otro día: o me odias y de verdad quieres que salga de tu vida, o me
quieres, pero estás luchando contigo misma contra ese sentimiento. Y la
primera opción no me cuadra porque si me odiaras, no me hubieras dicho
que tú también te morías de ganas por hacerme el amor ni llevarías ese
colgante.
Silencio. Y el camarero dejó los sándwiches que habíamos pedido,
delante de nosotros, para volver a marcharse.
Suspiré.
—¿Qué? ¿No dices nada? —se dirigió a mí.
—Estoy hecha un lío, Rafa.
—Eso no es muy concreto, que digamos.
—Tú tampoco lo eres.
Él respiró profundamente, creo que empezaba a cansarse de aquel
partido de tenis de frases para que el otro se manifestase primero.
—Me desesperas, tía. No entiendo por qué te quiero tanto. —Y esto
último lo dijo para el cuello de su camiseta.
—¿Qué acabas de decir?
—Que se te va a enfriar el sándwich.
Y no volvimos a pronunciar ninguna palabra hasta que no terminamos
nuestra cena. Ni siquiera nos atrevíamos a mirarnos. Me limpié con la
servilleta, bebí otro trago largo de agua y dirigí mi vista hacia él para volver
a hablarle.
—¿Lo que has dicho antes es porque ya te has aclarado? ¿Ya me has
clasificado en tu mente?
Me observó muy largamente.
—No pienso decirte nada más hasta que tú no te manifiestes.
—Yo…
—¿Van a querer algo de postre? —nos preguntó el camarero
interrumpiéndome de manera oportuna.
Rafa me miró y yo negué con la cabeza.
—No, si nos puede traer la cuenta cuando pueda, por favor —concluyó
él.
—Ahora mismo, señores —nos respondió.
—Tú… ¿qué? —Zurbano se dirigió a mí.
—Yo tengo miedo.
—¿De qué? ¿Tanto te asusto? No soy tan guapo como tu Madelman o
ese chico que te rondaba hoy, pero tampoco soy tan feo, ¿no?
—Miedo de esto que siento… por ti.
—Pero yo no te he preguntado lo que te hace sentir lo que sientes por
mí. Lo que quiero saber es lo que te hago sentir yo. ¿Me lo puedes decir de
una vez? Que hay que sacarte las palabras con sacacorchos, Yerbis.
El camarero nos dejó la cuenta, que Rafa llevó hacia sí. Puso un billete
de mil pesetas y algunas monedas encima del tique y se levantó para salir.
Yo le imité. Entonces cogió el platillo y se lo entregó al camarero, que
estaba recogiendo una mesa cercana.
—Gracias —le dijo antes de agarrarme de la mano para salir del local.
Una vez fuera, me llevó caminando deprisa hacia el parque del Oeste.
—¿Adónde me llevas, Rafa?
—A un sitio donde no nos interrumpa nadie. No pienso irme hasta que
me lo digas.
—¿El qué…? ¡Rafa!
Pero él no me contestaba, sino que seguía andando rápido, tirando de
mí para que le acompañara.
Unos minutos y varias protestas por mi parte después, estábamos
delante de nuestro banco. Zurbano me escrutaba muy serio en una
incipiente noche en la que aún se percibía el color naranja del cielo, como
remanente de la tarde que había sido tan sólo hacía un rato.
—¿Qué quieres, Rafa? —le cuestioné una vez nos hubimos parado,
como si aún no me hubiera quedado claro lo que deseaba saber.
—No te hagas la tonta y respóndeme ya, Lidia.
—¿Qué quieres que te responda? Ya te he dicho que estaba hecha un
lío.
—Estar hecha un lío no es un sentimiento y, desde luego, no causa la
rabia que me has estado lanzando. Dime la verdad.
—Te la estoy diciendo.
—No me la estás diciendo. ¿Qué sientes por mí, Lidia? No pienso irme
hasta que me lo digas —volvió a repetir.
—Rafa, para, por favor.
—No voy a parar. ¿Qué sientes por mí? ¡Dímelo de una vez! ¡Eres una
cobarde! —Me estaba sujetando por los hombros sin parar de preguntarme,
sin darme tregua para responder entre una intervención y otra.
—No…
—No ¿qué? ¿No me lo vas a decir o no eres una cobarde?
—¡No puedo!
—¿Por qué?
—¡Porque no quiero que me hagas daño!
—¿Por qué iba a hacerte daño? ¡Eres tú quien me hace daño a mí!
¡Dímelo de una vez, Lidia!
—¡Para ya!
—Eres una cobarde —me volvió a llamar—, una niña mimada que
sólo quiere jugar conmigo. ¿Te lo pasas bien? ¿Eh? ¡Que me lo digas!
—¡Cállate de una vez, Rafa! ¡Mi exnovio me puso los cuernos! ¿Qué
quieres que te diga? ¿Que te quiero, para que cuando encuentres a una
morenita de esas que te gustan a ti, te aclares los sentimientos, de repente, y
me dejes tirada o me los pongas tú también? Pues entonces, sí, puede que
sea una cobarde, pero no pienso volver a pasar por eso. Fue un infierno. Y
ahora, si ya te has quedado tranquilo, ¿me puedo ir a casa, por favor?
Silencio. Y me soltó los hombros al verme tan alterada porque no sabía
cómo reaccionar cuando le dije aquello.
—Yo… ¿Te puso los cuernos el Madelman de los cojones?
—Sí, con un putón verbenero, para luego llamarme y decirme que me
echaba de menos, reprochándome que le había dejado tirado por mi
capricho de estudiar, supongo que para sentirse menos culpable. Lo mejor
es que al final lo supe por uno de mis primos, que le vio, porque él no fue
capaz de decirme nada. Sólo se comportaba de manera cada vez más fría
conmigo para que fuera yo quien le dejase. Pero le quería, así que lo soporté
hasta que me enteré de su engaño.
—¿Capricho de estudiar? ¡Qué hijo de puta!
Nos quedamos callados. Me senté en el banco, él me acompañó.
—Ahora entiendo muchas cosas —afirmó—. Cuando tenías fiebre no
parabas de pedirme que no te dejara y de decirme que no podías quererme.
—No sé, diría muchas tonterías…
En ese instante cayó en la cuenta.
—Pero… me has dicho que me quieres… —Me miró fijamente.
—Yo… no.
—Sí, lo has dicho. Que me quieres, pero que tienes miedo de que te
deje por otra.
—Yo no he dicho… Además, tú has dicho antes que me querías
mucho. Bueno, exactamente, has dicho que no sabías por qué me querías
tanto.
—Que te quiero ya te lo dije el otro día.
—Sí, pero que no sabías si de la manera correcta —apunté.
—Y tú, ¿me quieres de la manera correcta?
—Ya te he dicho que estoy hecha un lío.
Silencio.
—Yo nunca te pondría los cuernos, Yerbis. Hay que ser muy rastrero
para hacer eso. Si no quieres estar con alguien, se lo dices y punto.
—Eso también duele, ¿sabes? Que alguien que te quería, de repente, te
diga que no te quiere…
—¿A ti te ha pasado alguna vez que quisieras a alguien y, de repente,
le dejases de querer?
—La verdad es que no, yo siempre he sido la tonta de la película —
confesé.
—¿Y por eso ya nunca más vas a atreverte a querer a nadie?
—Al menos a alguien que no tenga las ideas claras, no —le respondí
mientras me cruzaba de brazos, empezaba a tener frío.
Me rodeó con su brazo apretándome contra él y, a continuación, me
olió el pelo para besarme en la cabeza.
—Y ¿qué vamos a hacer? Juntos estábamos sufriendo, pero separados
sufrimos aún más —evidenció.
—Y yo qué sé, Rafa.
—¿Y si nos queremos a nuestra manera?
—¿A nuestra manera? ¿Eso qué quiere decir?
—Pues…
—¿Qué necesitas? —le interrumpí apartándome de él, frustrando así
su abrazo.
—¿Cómo?
—Sí, ¿qué necesitas para estar seguro? ¿Por qué con tus tres exnovias
no te costó decidir que querías estar con ellas, pero conmigo tienes mil
dudas? ¿Es por mi físico? ¿Por mis…?
—Porque a ellas no tenía miedo de perderlas si no salía bien, que fue
lo que pasó. Cortamos y cada uno por su lado, estás unos días un poco de
bajón, pero tampoco me afectó demasiado —me interrumpió—. Pero a ti no
quiero perderte.
—¿Tienes miedo de perderme? Entonces, ¿quién es el cobarde aquí,
Rafa? Y tú tampoco me has respondido. No sé qué necesitas para estar
seguro.
—Sólo más tiempo.
—¿Quieres que te dé tiempo para aclararte?
—No, quiero más tiempo contigo.
—No te entiendo, de verdad —suspiré.
—Yo tampoco, Yerbis.
—Es que yo no soy como un producto que puedas comprar, probar y
luego devolver si no te gusta, ¿sabes?
—Es que no es eso.
—Pues, entonces, ¿qué es, Rafa? Porque esto empieza a desesperarme.
Me miró muy fijamente en silencio.
—Es que eres tan introvertida y enigmática que no puedo ver todo de ti
porque tú no me dejas. Yo creo que no dejas que lo haga nadie, en realidad.
Supongo que es esa parte que proteges para que no vuelvan a hacerte daño.
Pero cuanto más descubro de ti, más quiero. Ya te lo dije, eres como una
droga y estoy enganchado. Pero aún me queda mucho por averiguar y
quiero seguir haciéndolo, quiero saber hasta dónde me lleva eso. No quiero
decidir entregarme a ti sin tener una visión más completa de Lidia. Ya sabes
que no eres el tipo de mujer del que me enamoraría, pero estoy muy
confundido por lo que me haces sentir. Yo también tengo sentimientos y
tampoco quiero que me hagan daño.
—Vale… —Le observé en silencio—. Pero si es así, ¿por qué me
entregaste tu examen? Hacer algo con tantas consecuencias si no estás
seguro…
—No lo sé, lo hice sin pensar, fue como un instinto. Quería salvarte de
otro suspenso. Lo hubieras pasado realmente mal si hubieses tenido otra
más para septiembre y yo no podía permitir…
Le interrumpí para besarle, no pude soportarlo más, lo confieso.
Necesitaba decirle lo mucho que le había echado de menos durante ese más
de un mes sin vernos, pero necesitaba hacerlo sin palabras porque, como
siempre, no las había. En esta ocasión, como en otras anteriores, era mi
lengua la que quería hablar en privado con la suya, mientras mis dedos se
entrelazaban con el pelo de su nuca. Y al separarnos, dos jadeos contenidos.
—Era imprescindible y la situación lo requería —me excusé.
—¿Lo ves? Ahora quiero más. —Volvió a acercarse para besarme de
nuevo.
Cuando terminó ese segundo beso que, en realidad, no quería terminar,
le siguió un abrazo, un poco retorcido, eso sí, porque estábamos sentados en
el banco uno junto al otro. Y Rafa tampoco se atrevía a invitarme a que me
sentara sobre sus muslos, quizás porque quería avanzar despacio sin hacer
nada que pudiese incitarme a volver a querer alejarme de él. Por lo que
cuando aquel abrazo finalizó, sólo me acariciaba la cara.
—Muñequita, cómo te he echado de menos. Por favor, no me pidas
que volvamos a estar separados —me rogaba.
—¿Y qué hacemos, Rafa?
—¿Tú me has echado de menos?
—Mucho —le revelé acariciándole la mejilla.
—Pues si los dos queremos estar juntos, estemos juntos y ya vamos
viendo, ¿no?
—Pero aún nos queda una planta por resolver y seguimos teniendo el
pacto, vamos a estar limitados. Puede que donde nos lleve estar juntos lo
tengamos vetado por pacto y tú no querías eso.
—Pues vamos despacio, respetando el pacto, si así lo quieres, me da
igual. Y cuando hayamos resuelto la última planta, vemos qué hacemos,
sólo nos queda una.
—¿Aún quieres hacerme el amor?
—Si quieres que respetemos el pacto, no puedes hacerme esa pregunta,
Yerbis.
—Vale.
Silencio.
—¿Y tú? ¿Aún quieres? —me la devolvió.
—Buen intento, morenito.
Sonrió.
—Entonces, ¿quieres que sigamos como antes? Quiero decir, ¿seguir
viéndonos, respetando el pacto? —trató de averiguar.
—Sí, pero sin intentar lanzarnos mutuamente al otro lado de la línea
porque, si no, esto se nos volverá a desmoronar y volveremos a sufrir.
—Vale. —Me dedicó una gran sonrisa.
—Pero sabes que eso significa que no podremos dejarnos llevar y eso
puede ser complicado.
—El cortafuegos.
—Sí.
Asintió y respiró profundamente.
—Lo sé, pequeña.
—Entonces volvemos a ser, ¿qué somos, Rafa? Ni siquiera lo sé.
—Lo nuestro no tiene nombre, ya lo hablamos. Pero no lo necesita, tú
y yo lo sabemos.
Y le sonreí en una noche que ya comenzaba a ser cerrada.
—Empieza a hacer fresco —manifesté—. Esta camisa es muy fina.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
Asentí.
Nos pusimos de pie para dirigirnos hacia mi portal mientras él me
protegía con sus brazos y yo me abrazaba a su cintura. No hablamos mucho,
sólo caminábamos disfrutando de nuestra compañía, de nuestro tacto, en un
silencio que rompimos cuando estuvimos enfrente de aquel soportal que
precedía a la entrada de mi edificio.
—¿Y cuándo nos volvemos a ver? Ahora tenemos los turnos
cambiados y es más complicado —me decía.
—Lo sé.
—Si quieres, estos días te vuelvo a buscar, cenamos juntos y, quizás,
podríamos ver el texto de la última planta. Y el domingo, que tenemos más
tiempo, ya podemos ir al sitio del séptimo mapa.
—Me parece fenomenal. —Le sonreí.
Silencio.
—Bueno, pues… Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, morenito.
Nos quedamos parados. Entonces se acercó a mí, pensaba que iba a
besarme, pero me equivoqué. Me acogió entre sus brazos para apretarme
contra él mientras me besaba la cabeza, que yo apoyaba en su pecho.
Después acercó sus labios a mi oreja.
—Me muero de ganas por besarte, ¿puedo? —me susurró.
—Depende, si es imprescindible y la situación lo requiere…
Y a pesar de todas nuestras limitaciones, aquella noche me subí a casa
flotando en la nube que me puso aquel beso, la cual, por primera vez, no
estaba restringida para mí.
44. Con tu enigma me abrazaste

Sábado, 4 de julio de 1998

Estaba colocando un lineal de productos dentales, poco después de las


nueve menos cinco de la noche, cuando alguien me habló.
—Hola, churri.
Y yo le miré con una sonrisa que aquel día no estaba dedicada a
ningún otro morenito, por muchos ojos azules que tuviera.
—Hola, Zurbi.
—¿Qué tal la tarde?
—Bien, aquí, dejando todo colocado. ¿Y tú? ¿Qué tal tu día?
—Bien también, deseando que llegara la noche.
Le volví a sonreír. Entonces una señora se acercó a preguntarme algo.
—Sí, lo tiene en el siguiente pasillo —le indiqué.
—Bueno, te espero en el quiosco de prensa, que no te quiero entretener
—me habló Rafa.
—Tranquilo, si salgo ya. —Miré el reloj—. Dos minutos.
Me sonrió y se dirigió a la salida para esperarme en el lugar pactado,
donde aparecí cinco minutos más tarde. Una vez me tuvo delante, me
acarició la mejilla y me besó.
—¿Nos vamos, muñequita?
Asentí y le agarré de la mano para salir de allí.
—¿Dónde quieres cenar? —me preguntó.
—¿Quieres venir a casa? Así estaremos más tranquilos y ahora no hay
nadie, mis compañeras están fuera.
Aquella fue la primera vez desde que acabamos los exámenes que le
invité a subir a casa. Los días previos, nos limitamos a cenar fuera y dar
paseos por el parque, unos paseos aderezados por algún que otro beso y
abrazo. No queríamos precipitarnos sobre aquella relación por la que
caminábamos con pies de plomo.
—¿Estás sola ahora?
—Sí, las dos se han ido a su casa. Mariola se fue el miércoles y Laura,
ayer, aunque ella regresa la semana que viene a resolver un tema y después
se vuelve a ir. Y yo, porque tengo que trabajar y este año es… diferente, si
no a estas alturas también estaría en mi pueblo.
Meneó la cabeza cuando le dije aquello.
—No me gusta que estés sola, ¿y si te pasa algo? —se preocupó.
—No pasa nada, he estado sola otras veces y si pasa algo, llamo a los
vecinos, que son muy majos. Pero no va a pasar nada.
Tras una cena sencilla, nos fuimos a mi habitación y, como siempre, se
quedó mirando el corcho de las fotos. Sonrió cuando descubrió que tenía la
nuestra del fotomatón puesta en el mismo sitio donde él la había colocado.
Después, cogí la copia de la libreta y nos sentamos en la cama para verla.
—Lo que no sé, es adónde vamos a ir a buscar el dígito porque la
estación de Chamberí, que es lo que se muestra en el plano, cerró hace
muchos años y no se puede acceder —explicaba él.
—Pero ¿sale algo más? ¿Alguna otra referencia? Más que nada, para
ver si tenemos que buscar dentro del metro o en la superficie.
—Pues como tengamos que buscar dentro del metro estamos jodidos,
tía, porque a esa estación sólo podría accederse si fuéramos andando por las
vías desde alguna de las estaciones contiguas.
—Pfffff… No creo que el doctor Huevos este nos haga correr ese
peligro. Además, sería muy cantoso, no debe de ser tan fácil caminar por las
vías del metro dentro de un túnel sin que nadie se dé cuenta, ni te llame la
atención.
—Sí, sí, todo lo que tú quieras, pero este tío es muy rebuscado. Mira lo
que hizo en la quinta y sexta planta —se quejaba.
—Bueno, vamos a ver qué pone antes de adelantarnos a los
acontecimientos, ¿no?
—Vamos, Yerbis.
Nos dispusimos a leerlo.
—El nombre sigo sin entenderlo, pero en el texto dice algo así como
que es una planta muy extraña que sólo se da en unas condiciones muy
especiales de humedad y temperatura. —Hizo una pausa para seguir
interpretando lo que leía—. Es tan rara que, a veces, se duda de que haya
existido, ya que los últimos dibujos que aparecen de ella datan de la Edad
Media. Y que lo que parece claro es que no existe actualmente porque se
cree que, si alguna vez lo hizo, se habría extinguido debido a las
condiciones tan especiales que se requerían para su crecimiento. En los
textos que aparecen de la Edad Media se le atribuían propiedades curativas
milagrosas, que llevan a pensar que alguien la creó para alimentar la
imaginación de las personas que estarían dispuestas a pagar mucho dinero a
cambio de preparados que, supuestamente, la contenían.
—Pues, nunca he escuchado hablar sobre una planta así, ni he leído
jamás sobre ella, y tampoco sale nada en el libro que tengo de la doctora
Camino y el doctor Hernández. Puede que realmente sea una leyenda, una
planta que alguien se inventó, como dicen aquí.
—¿Y por qué iba a hablar aquí de una planta que no existe, un doctor
envuelto en tantas investigaciones sobre vegetales? No tiene sentido.
—O sí, cuando el texto no es importante. Mira lo que ha pasado con el
resto de plantas —afirmé bostezando.
—¿Tienes sueño, Yerbis?
—Un poco, la verdad.
—Voy a irme, entonces, aunque no quiero dejarte sola.
—Vale. —Le abracé.
Él sonrió y me correspondió en aquel abrazo.
—Vale ¿a qué, pequeña? ¿A que me vaya o a que no te deje sola? —
Me besó en la frente.
—A lo que quieras, aunque es tarde y me da miedo que te pase algo
por ahí a estas horas.
Rafa se rio.
—Son las doce y media, no es tan tarde.
—Pero ya no tendrás bus normal, tendrás que ir en el búho, que te deja
más lejos de casa, ¿no?
—Si me voy ya, aún cogeré el bus normal. —Se separó de mí para
ponerse de pie.
Me quedé observándole fijamente.
—Vale —acepté un poco defraudada mientras me ponía también de
pie.
Él me miraba sonriendo.
—No me lo vas a decir, ¿verdad? —me cuestionó.
—¿El qué?
—Hasta mañana, muñequita. —Se dio media vuelta para marcharse.
—No.
—¿No? No ¿qué? —Se giró para verme.
—No quiero que te vayas.
Me abrazó.
—¿Por qué te cuesta tanto? —me decía.
—No lo sé, es esta situación tan rara que tenemos, ya lo sabes.
—Pero no soy ningún desconocido, Lidia. Soy yo.
—Ya…
—¿Qué es lo que quieres? ¿Que durmamos juntos? Pero entonces
querré más y luego tú te enfadarás. Además, no me he traído pijama.
—Sí, tienes razón. Gracias por ser el cortafuegos.
—Pero no te quiero dejar sola, puedo acompañarte mientras duermes.
—¿Cómo?
—Mira, ven —abrió el cajón donde estaba la almohada, para ponerla
en la cama, que abrió con el fin de invitarme a que me metiera dentro. Y,
justo después, me lanzó el cojín.
—Oye, ¿qué haces?
—Te lo debía de la última vez.
—Pero si ni siquiera te di. —Le golpeé con él, mientras Rafa se
defendía.
—Pero ahora, sí. —Empezó a hacerme cosquillas.
—¡No, Rafa! ¡Para, por favor!
Al final, acabamos tumbados sobre la cama besándonos intensamente.
—Lidia, métete dentro de las sábanas, que no respondo —me susurró.
Y le hice caso, tras lo cual él me tapó hasta el cuello.
—Rafa, me estoy asando. —Moví los brazos para poder sacarlos de la
ropa de cama con la que estaba envuelta, pero él no me dejaba.
—Pues te aguantas.
—Rafa, tío… Me estoy agobiando.
—Vale, voy al baño un minuto, a ver si cuando vuelva estás dormida.
—¿Dormida? ¿En un minuto?
—Necesito un cortafuegos.
—Entendido.
Se fue y tardó un par de minutos en volver. Yo había cerrado los ojos
adrede, aunque estaba despierta. Él apagó la luz y se tumbó a mi lado, pero
por encima de las sábanas y en vaqueros y camiseta, según estaba. Nos
quedamos en silencio.
—Rafa… —le susurré segundos después.
—¿Qué?
—Si fueras Blas y yo Epi, ¿te pedirías arriba o abajo?
—Pero… ¿qué…? —Se le escapó una risa contenida.
—Esta te la debía de la última vez —me carcajeé.
—¡Qué corra el aire, Yerbis!
Pero no corrió porque yo puse la cabeza en su pecho y él me acogió
abrazándome por encima de las sábanas.
—Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, doctor Zeta.
Noté cómo contenía una risa y, después, cómo me olía el pelo. Y, más
tarde, tuve dulces sueños mientras le escuchaba el corazón.
45. No podemos estar juntos

Domingo, 2 de agosto de 1998

Me despertaron los mismos besos que lo habían hecho todos los


domingos desde hacía un mes. Dulces. Suaves. En la frente. En la mejilla.
Sólo que, aquella vez, Rafa no estaba vestido y sentado en la cama
preparado para irse, sino que aún permanecía tumbado junto a mí. Hacía
calor, así que ninguno de los dos estábamos arropados con la sábana, pero
yo sí lo estaba con su abrazo. Afortunadamente, aquel día corría un poco de
brisa templada por la ventana, que hacía que la temperatura fuese más
llevadera.
—Te voy a echar de menos, pequeña —me susurraba al oído.
Me lo decía porque al día siguiente me iba a mi casa, a León. Supongo
que, por eso, aquella mañana continuó a mi lado más tiempo de lo que solía
hacer esas noches de sábado que acababan convirtiéndose en domingo, en
las que se quedaba a dormir conmigo. Y aún estaba allí, a las ocho y media
de la mañana, con un pantalón de algodón fino y corto que acompañaba con
una camiseta de tirantes, formando un conjunto que no evitó que sudáramos
como pollos un mes de julio en una cama de noventa. Pero ninguno de los
dos se quejaba porque era la única manera de estar juntos sin cruzar la línea.
Una de las noches en las que estábamos a unos treinta grados, se
atrevió a quitarse la camiseta, pero no pude aguantar más de dos minutos
sin tener que decir la palabra cortafuegos después de que mis dedos
comenzaran a jugar con el vello moreno de su pecho. Y él volvió a taparse
para seguir sudando. Aunque yo también tuve que hacerlo cuando me dijo
aquella palabra la noche que aparecí con un camisón tan corto que se subía
hasta descubrir mi ropa interior cada vez que me movía en aquel limitado
colchón. A veces, nos soplábamos el uno al otro para hacerlo más llevadero,
pero no teníamos mucho éxito y aquellas llamas nos seguían abrasando por
fuera y por dentro.
—Si esto ya es el infierno, ¿qué más da, muñequita? Ven y quítame el
calor de una vez por todas.
—Buen intento, morenito.
Otras veces, se invertían los papeles en esas noches en las que no
dormíamos, pero que nos hacían todo lo felices que podían, teniendo en
cuenta que habíamos encerrado nuestros instintos en una cárcel de la cual
no saldrían mientras nuestros labios no pararan de repetir la palabra
cortafuegos. Y a pesar de todo, el esfuerzo merecía la pena porque ya
sabíamos lo que pasaba si trataban de escapar de ella y ninguno queríamos
volver a cumplir esa condena.
Al fin y al cabo, sólo nos quedaba una planta para resolver aquel
misterio, aunque no estábamos teniendo demasiada suerte con ella. Pese a
que habíamos conseguido pasar todo el texto al cuaderno para que pudiera
ser más comprensible, seguíamos sin averiguar cuál era su nombre y los
datos que había en el plano eran demasiado escasos como para hallar pistas
que nos pudieran orientar sobre la localización de aquel dígito. Únicamente
aparecía el nombre de la estación de metro de Chamberí y, al lado, una
especie de figura rectangular donde se apreciaba un punto muy sutil que no
sabíamos a qué correspondía, o si estaba dentro de la estación o en la
superficie. También observamos que la palabra fantasma estaba escrita en el
texto con la primera letra en mayúscula, pero salvo relacionarlo con la
estación fantasma, no éramos capaces de hallar nada más. Fuimos por la
zona tres veces, pero nunca vimos nada relacionado con aquello, estábamos
bloqueados. Aunque también le echábamos la culpa al calor que tanto nos
estaba acechando durante aquellos días.
—Yo también te voy a echar de menos —le decía aquella mañana de
domingo mientras le acariciaba la cara.
Silencio.
—¿Y hasta cuándo estarás allí?
—Supongo que volveré a finales de mes, justo antes de los exámenes.
—Por favor, llámame si tienes dudas, aunque según lo que hemos
estado mirando estos días, no vas a tener problemas, ya verás —me
animaba tras haber estado ayudándome a memorizar algunos datos que a mí
me costaban, así como habiéndome prestado sus esquemas, que tanto me
facilitaban el estudio de ambas asignaturas. Rafa tenía una mente muy
práctica y una gran capacidad de síntesis que, sin duda, eran la clave de su
éxito en su carrera.
—Sí. —Hice una pausa para cambiar de tema de manera radical—.
Oye…, si… conocieses a alguien que te interesase estos días, me lo dirías,
¿verdad?
—¿Por qué me preguntas eso, Yerbis? No soy un cabrón.
—Ya, pero como nuestra situación es tan extraña y lo que somos no
tiene nombre, no sé si tú estarás abierto a tener otra relación, si es que te
surge algo, nunca lo hemos hablado. Y como te irás unos días al pueblo de
tu padre la segunda quincena, pues…
—Pues hombre, no es la idea, tía. Vale que lo nuestro es raro, pero nos
estamos conociendo, ¿no? Y toda mi familia sabe que tengo novia.
—Ya, pero, como estamos tan vetados en algunas cosas, igual te
apetece…
—¿Echar un polvo? Pues sí, para qué te voy a engañar, pero no con la
primera que pase, ni con la segunda.
—¿Con la tercera?
—¡Qué tonta eres! Ya sabes con quién me apetece y no es un polvo,
pero no podemos hablar de esto, ¿no?
—O sí, vamos a estar un mes sin vernos.
—¿Me preguntas estas cosas porque a ti te apetece?, ¿o qué?
—Te las pregunto porque no quiero que me mientas, ¿vale?
Silencio. Y él me acariciaba la cara para besarme en los labios.
Primero fue un beso breve, pero luego se alargó hasta convertirse en uno
limitado por pacto.
—¿Y qué iba a ganar con eso? Si alguna vez me pasara algo así, te lo
diría, que yo necesito dormir por las noches, tía, y esas cosas cuanto antes
se resuelvan, mejor.
Suspiré.
—Pero ¿por qué tanta preocupación con eso? No te has ido y ya te
estoy echando de menos —continuó hablando—. ¿Podré llamarte?
—Sí, claro, te daré el teléfono de mi casa. ¿Y yo a ti?
—Vaya pregunta, Yerbis.
Silencio.
—Pero entonces, ¿te apetece o no? —siguió.
—¿El qué?
—No te hagas la despistada, muñequita, ya sabes el qué.
—Has dicho que no podemos hablar de eso.
—Y tú, que sí, porque vamos a estar un mes sin vernos… —Hizo una
pausa—. Oye, y tú… ¿A ti te apetece tener otra relación con alguien que no
sea yo? ¿O… echar un polvo? Me lo dirías, ¿no?
—Sólo voy a mi casa, Rafa, a ver a mi familia. No estoy pensando en
tener una relación, ni en echar un polvo, y menos con alguien de allí. Pero
sí, te lo diría.
Me miró un instante en silencio y empezó a besarme el hombro, el
cuello, donde se entretuvo mientras me hacía cosquillas con su barba
incipiente, poniéndome la piel erizada.
—Buffffff… Rafa, para un poquito, ¿no? No me pongas los dientes
largos.
—Si es que es un mes, Zuñi, yo creo que esto ni contaría como romper
el pacto.
—Cortafuegos.
—Joe, tía, que estoy ya del cinco contra uno… Que parezco un
adolescente.
—Pues es lo que toca.
Me observó hasta que se le dibujó una sonrisa pícara en el rostro.
—¿Tú también le das al tema ahí pensando en mí, Yerbis?
—¡Rafa!
—Va, tía, cuéntamelo, ¿qué te cuesta? Con lo fácil que es hacerme
feliz… ¿Y en qué piensas cuando estás ahí toda entregada…?
Le miraba con gesto de reprobación, pero entonces decidí hacerle
sufrir, así que gesticulé con la mano para que acercara su oreja a mi boca. Y
empecé a susurrarle con detalles, con muchos detalles, con demasiados
detalles, todas las cosas que me imaginaba haciéndole por todo el cuerpo,
sólo con la parte superior del mío y sin utilizar las manos, hasta dejarle sin
respiración. Después me separé de él y le observé sonriendo.
—Ohhhh… Lidia, tía… Ahora estoy peor, mucho peor.
—No haber preguntado.
—¿En eso piensas? ¿De verdad?
—Y en más cosas.
—¿En más…? —Dudó un instante—. Sé que me arrepentiré de
haberte preguntado esto, pero… ¿en qué más cosas?
—Sabes que me gusta mucho tu barba porque me haces cosquillas
cuando me besas, ¿no?
—Sí…
—Pues en eso.
—Pero eso no está vetado por pacto —afirmó.
Y volví a acercarme a su oreja para susurrarle al oído.
—Pffffffff… ¡No me jodas, tía! Bueno, en realidad, preferiría lo
contrario. ¿Y tengo que estar así un mes? O más… porque a este paso… El
mundo no es justo. —Se removió en la cama—. Pero vamos, que mi barba
y yo estamos aquí ahora. No sé, por si quieres hacer tus sueños realidad.
Le sonreí.
—Ya queda menos —dije.
—Sí, sí, mucho menos, dónde va a parar. Que estamos más perdidos
con esta planta que un burro en un garaje. Necesitamos las chispas otra vez.
—No, hoy no, por favor, no me quiero ir estando de mal rollo contigo.
Me miraba en silencio.
—Vale —concluyó—. Pero nos lo plantearemos a la vuelta. Es lo que
nos funciona.
—A sus órdenes, doctor Zeta.
Me sonrió.
—¿Y qué quiere hacer hoy la doctora Zeta?
—¿Quieres ir a la piscina?
—Sí, porque es una buenísima idea que estando más salidos que el
pico de una plancha nos veamos en bañador y nos bañemos juntos.
—Yo qué sé, sólo era una opción. Al menos, podríamos refrescarnos.
—¿Tú crees?
Silencio.
—¿Y qué propones? —le pregunté.
—No sé, tía, me voy a ir yendo a casa, aunque sea a saludar, y lo
vamos pensando, ¿no?
—Como quieras —le decía observándole mientras se levantaba.
Una vez hubo puesto sus pies en el suelo, se dio media vuelta para
verme.
—No me mires así, muñequita, que yo también lo estoy deseando.
Y mientras se iba al baño le escuchaba refunfuñar por el pasillo de una
casa donde no había más inquilinos que nosotros dos:
—Puto pacto de los cojones, cualquier día le prendo fuego.
Aquel día acabamos comiendo juntos para dar un paseo por el centro
de un Madrid vacío, aprovechando que la temperatura era bastante
agradable. Yo llevaba uno de los vestidos de mi época anterior, de esos
vaporosos con florecitas. Él, un pantalón y una camisa de lino, prendas que
escaseaban en su armario, pero que decidió lucir ese día para mí, supongo
que haciendo un esfuerzo en calarme lo suficiente como para que no le
olvidase durante el mes que tenía por delante, al igual que lo hacía yo.
Cuando ya había anochecido, nos despedíamos en mi portal, no quiso
subir a casa para que la cosa no se nos fuera de las manos.
—Te vas a las cuatro, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí.
—Yo tenía turno de tarde, pero mañana me lo han cambiado. Qué
oportunos, si no, vendría a verte por la mañana.
—No te preocupes, si mañana voy a estar muy atareada, entre hacer la
maleta y que tengo que ir a firmar el finiquito y devolver la acreditación…
—Te voy a echar de menos —no paraba de repetirme.
—Y yo a ti.
Y luego un beso. Y después otro. Y otro. Y así hasta que perdí la
cuenta.
—No me olvides, muñequita.
—Ni tú a mí, morenito.
Nos decíamos entre beso y beso.
—Te… —comenzó a decir en un susurro.
—¿Qué?
—No, que… —Y volvía a besarme.
—¿Me lo vas a decir o no?
—¿El qué?
—Eso que empieza con un «te…». ¿O no sabes cómo acabarlo?
—¿Y cómo te gustaría que lo acabase?
—Buen intento, Zurbi, pero yo he preguntado primero.
—Aprendes rápido, ¿eh?
—Tengo buen maestro.
Silencio. Y yo entre sus brazos.
—Llámame cuando llegues —me pedía.
—Sí, no te preocupes. Tú también tienes mi número, me puedes llamar
cuando quieras.
—Sí.
—Bueno, me voy a ir subiendo, que es tarde y tú mañana madrugas.
Silencio. Y yo me separé de sus brazos.
—Lidia…
—Dime.
—Te… voy a echar de menos.
Silencio. Y yo le miraba fijamente.
—No era eso lo que querías decirme, ¿verdad? —le cuestioné.
—No —me susurró.
—¿Preferirías hacerlo sin palabras?
—Sí, desde luego, pero no puedo.
—Vale, pues… nos vemos a la vuelta. —Le di un beso en los labios y
me giré para entrar en el portal.
Cuando estaba a punto de cerrar la puerta le miré desde el otro lado del
cristal.
—Te quiero —dijo en voz alta para que pudiera escucharle.
La volví a abrir para salir.
—¿Qué?
—Bueno, ya te lo había dicho, ¿no?
—Así no.
—¿Así?
—Sí, como si me quisieras sin dudas.
—Bueno, aún me queda mucho por descubrir de ti.
Respiré profundamente.
—Hasta la vuelta, Rafa.
Entré de nuevo en el portal, esta vez sin volver la vista atrás hasta el
último instante. Y, antes de desaparecer de su campo de visión, le miré. Él
permanecía allí con sus ojos castaños clavados en los míos, diciéndome
algo que, quizás, ni siquiera él entendía. Algo que yo tampoco comprendía.
Algo de lo que lo único que sabía es que me traspasaba hasta dejarme sin
respiración.
46. La distancia es necesaria

Lunes, 3 de agosto de 1998

Iba mirando por la ventana deleitándome con el paisaje mientras


escuchaba a Queen:
«Oh, sí, seguiremos intentándolo, caminando sobre una delgada línea.
Sí, seguiremos intentándolo, simplemente, pasando nuestro tiempo».
Traducía en mi mente para descubrir que últimamente en mi vida todo
hablaba sobre mi situación con Rafa, hasta las canciones que escuchaba por
casualidad. Por suerte, iba a estar unos días sin verle, un cambio de aires
que favorecería percibir aquello desde otra perspectiva. Lo necesitaba.
Tres horas más tarde, me estaba bajando de aquel autobús para saludar
a mis padres con besos y abrazos acompañados de las frases que siempre
sonaban en momentos como ese. Aquellas que me preguntaban qué tal el
viaje, qué tal por Madrid, qué tal la facultad, el trabajo… y la que nunca
faltaba, la de: «¿Comes bien? Estás más delgada». Después, un viaje en
coche de unos quince minutos en el que me ponían al día de cómo estaba la
situación en el pueblo, así como la de las gentes que lo habitaban. Y
mientras yo fingía estar más interesada en esa conversación de lo que en
realidad lo estaba, sólo pensaba en cómo iba a hacer para contactar con
Rafa sin que se notara mucho. Quizás podría hacer una llamada rápida para
decirle que más tarde lo volvería a hacer desde el bar, donde había un
teléfono de pago desde el que poder hablar sin tener que ser escuchada por
nadie al que dar explicaciones.
Reconozco que me llenaba de paz observar los prados verdes que se
sucedían a ambos lados de aquella calzada estrecha y llena de baches por la
que nos desplazábamos para llegar hasta mi casa. Pocos kilómetros
después, pasábamos junto a un cartel en el que se leía: Castañar del Monte,
cuya misión era darnos la bienvenida al lugar donde me había criado. Aquel
pueblo enmarcado por unas montañas de color verde salpicadas de tonos
morados por los abundantes brezos, a las que el sol comenzaba a
aproximarse para reposar durante la noche hasta el día siguiente. Con la luz
vespertina, su silueta se asemejaba al cuerpo de una mujer tumbada. Me
encantaba observar su estampa escuchando el sonido del agua del reguero
que atravesaba la aldea de arriba abajo y que hacía tan característico aquel
lugar. En alguno de sus puntos permanecía descubierto y la gente lo seguía
utilizando para lavar la ropa con jabón hecho a mano. Una costumbre
tradicional que tendía a desaparecer con el paso de los años.
Tras subir la cuesta que conducía al barrio que estaba en la parte más
alta del pueblo, mi padre detuvo el coche para bajarnos, en mi caso con una
sonrisa que servía de saludo a los vecinos y familiares que se había
acercado a recibirme.
Después de varios quétales y usando la excusa de ir al baño, me metí
dentro de casa con el equipaje, dejando a mi padre guardando el coche en la
cochera y a mi madre en la calle charlando con los allí presentes.
Mi casa tenía dos plantas. En la de abajo, estaba el salón, la cocina,
que comunicaba con una terraza, un baño y una habitación que
antiguamente era la de invitados, pero que mis padres la convirtieron en su
dormitorio cuando yo me mudé a Madrid, por comodidad. Pero el lugar al
que debía dirigirme para dejar la maleta, era la planta de arriba, donde se
encontraba mi habitación junto a otra de invitados, que en un pasado fue la
de mis padres. Lo que más me gustaba de esa planta era una enorme terraza
mirador con unas vistas maravillosas a aquel paisaje rodeado de verde y
montañas.
Una vez que estuve al otro lado de la puerta, solté la maleta y marqué
en el auricular ubicado sobre el mueble de la entrada, aquel número que ya
me sabía de memoria. Un tono. Dos tonos.
—¿Digamelón?
—¿Rafa?
—Hola, churri… ¿Qué…?
—Oye —no le dejé continuar con su frase—. Ya he llegado, pero
ahora no puedo hablar. Luego te llamo, ¿vale? Lo único es que no podré
hacerlo hasta las diez y media o así. Igual es un poco tarde, ¿no? —le dije
en tono bajo.
—No, tranquila. Oye, ¿todo bien?
—Sí, ¿y tú?
—También.
—Bueno, pues…, luego hablamos.
—Hasta luego, muñequita —me susurró.
—Hasta luego, morenito.
Silencio.
—Cuelga tú —me dijo.
Sonreí.
—Vale, tengo que colgar.
—Chao, preciosa.
—Chao, amor —me despedí en un susurro rápido porque escuché
voces que se aproximaban a la entrada de mi casa.
Y colgué. Espera, espera… ¿Acababa de llamarle amor? ¡Acababa de
llamarle amor! ¡Madre mía! ¿Y qué sería lo próximo? Volví a coger la
maleta para llevarla hasta la planta de arriba. Según entré en mi habitación,
me dejé caer de espaldas en la cama y cerré los ojos. ¿Chao, amor? Esa
frase me iba a traer consecuencias, lo veía venir.
Un poco más tarde, y tras haber saludado a otros miembros de mi
familia, estaba cenando con mis padres mientras sonaba de fondo el
telediario. Cuando concluyó aquella cena, me puse un pantalón largo y un
jersey fino para hacer frente al fresco que nos regalaba la noche por
aquellos parajes, y esperé a dos de mis primos que venían a buscarme para
ir hasta el bar que estaba en la parte baja del pueblo. Aquel lugar de
encuentro se denominaba Club Popular, pero todos allí lo llamábamos club,
a secas. Era el único negocio que había en aquel pequeño pueblo de
montaña, mi pueblo.
Cuando llegué al club, alcé la vista hasta el parque que había a su lado,
para llevarla después a la pista de cemento contigua, adornada con dos
porterías y dos canastas de baloncesto. Buscaba a la gente de mi panda: al
resto de mis primos y amigos. Aunque antes de poder acercarme por allí,
tuve que saludar a todos los que me iba cruzando, que me preguntaban qué
tal me iba por Madrid. Era lo que tocaba el primer día. Debido a eso, me
retrasé un poco y al mirar el reloj, pude comprobar que eran las once menos
veinticinco. Así que, sin entretenerme más, me metí dentro del bar y me
acerqué a la barra para pedir el teléfono. Una vez lo tuve en la mano y
tratando de buscar un poco de intimidad, estiré de su cable para meterme
detrás de una especie de puerta corredera que permanecía abierta y cuya
función era separar la cantina de un salón que había al fondo y que no solía
ocuparse.
Marqué el número. Un tono.
—¿Sí? —me contestó una voz al otro lado.
Dudé un poco porque me esperaba otro digamelón.
—¿Rafa?
—Hola, pequeña. Qué ruido tienes de fondo, ¿no?
—Sí, es que te llamo desde el bar, que así puedo hablar más tranquila y
sin que me echen la bronca de que las llamadas interprovinciales son muy
caras.
—¿Cómo estás?
—Bien, recién aterrizada. Saludando a todo el mundo, aunque aún me
queda mucha gente por ver. Y tú, ¿cómo estás? ¿Qué tal el trabajo?
—Bien, este mes es más tranquilo, así que bien también.
Silencio.
—¿Y qué tal tiempo hace? —me preguntó, yo creo que por evitar la
ausencia de palabras.
—Bueno, por las noches hace fresquito, así que agradable. Aquí se
duerme con manta.
—Al menos así te será más fácil bajar los calores.
Silencio. Porque no supe cómo responder a aquello. Y voces de fondo
en el bar, que yo intentaba amainar tapándome la oreja en la que no tenía
apoyado el auricular del teléfono.
—Bueno, pues… —intenté decir.
—¿Verás al Madelman? —me soltó así, sin venir a cuento.
—Aún no le he visto, pero seguramente porque vive aquí. ¿Por qué me
preguntas eso?
—No, por nada.
Silencio.
—Pues, voy a ir saliendo, que me estarán esperando mis primos y mis
amigos, aún no los he visto a todos.
—Vale.
Silencio.
—Lidia…
—¿Sí?
—No, que… Pásalo bien.
—Gracias, tú también.
Y alguien en el bar gritó mi nombre, mis primos habían entrado y me
habían localizado, pese a que yo trataba de ocultarme.
—Tengo que irme —volví a hablarle.
—Oye.
—¿Sí?
—Te… —me habló tan bajo que no pude escuchar el resto de la frase.
—¿Qué? No te escucho, Rafa, aquí hay mucho ruido.
—Que… te echo de menos.
—¡Eeeeehhhh! ¡Lidia! —chillaba alguien de la panda.
Les hice un gesto con la mano a modo de saludo, seguido de otro de
espera.
—Déjala, ¿no ves que está hablando por teléfono? —le decía una voz
femenina a aquel que me había gritado.
—Perdona, que me están reclamando —le hablé a Zurbano—. ¿Qué
me decías?
—Nada, da igual —me contestó.
—¡Lidia! ¡Deja un rato al novio, me cagüen la hostia! —seguían
gritando.
—Esto es una locura —me dirigí a Rafa.
—Ya veo, ya —me contestaba él.
—Bueno, que… Dulces sueños, morenito.
—Dulces sueños, muñequita.
Silencio, aunque ambientado con mucho ruido y gritos de fondo.
—Hasta mañana, preciosa.
—Hasta mañana, Rafa.
—Me gustó más la despedida de antes.
Silencio, porque ahora no tenía idea de por dónde salir. Sabía yo que
aquello me traería consecuencias.
—¿Por?
Y más gritos por detrás.
—No te hagas la despistada, Yerbis.
—Vale. Chao, Zurbi —le llamé así por quitar un poco de peso a
aquello que le había dicho por la tarde.
—Chao, amor —lo dijo en un susurro que me costó percibir con
claridad.
Colgué con una sonrisa en los labios y pagué aquella llamada. Me
esperaba un grupo de quince personas.
—¡Lidia! ¡Que nos tienes abandonados allí por los Madriles! —me
decían mientras me saludaban uno por uno con abrazos y besos,
colmándome de alegría por estar entre mi gente. Cuánto los echaba de
menos.
—Oye, ¿y con quién hablabas? ¿Con tu novio? —indagaban.
—No, con mi compañera de piso, que se me ha olvidado meter la
comida en el congelador y, si no, se me va a estropear —mentí.
—Ah —decían unos.
—Ya —manifestaban otros sin mucho convencimiento.
Y sin dar más importancia a aquello, nos fuimos a sentar al parque
para ponernos al día.
Un rato después, mi prima Carol se dirigió a mí:
—Voy a por un jersey a casa, ¿me acompañas?
—Sí, claro —le contesté—. Ahora venimos —informé al resto.
Salimos de aquel recinto hacia la calle principal para cruzarla y llegar
hasta su casa, justo enfrente.
—No era tu compañera de piso, ¿verdad? —trató de averiguar.
—No. —Era absurdo mentirle porque nos contábamos nuestras
confesiones la una a la otra. Y, aunque no debía decirle nada del secreto que
protegíamos con aquel pacto, sí podía, al menos, narrar la única parte de
verdad que había en todo esto—. Estoy conociendo a alguien.
—Lo sabía por ese brillo que tienes en la mirada. Después de dejarlo
con Ángel has estado muy apagada y durante demasiado tiempo. Pero ahora
estás radiante.
—¿En serio? —No pude evitar sonreír.
—Pues sí. Así que, dime: ¿Quién es? ¿De qué lo conoces?
—Pues es de mi clase, se llama Rafa.
—¿Y cómo es?
—Pues es alto, moreno, con los ojos castaños.
—¿Moreno de ojos castaños? —preguntó extrañada.
—Sí, ¿por?
—No, no, por nada. Porque la última vez que hablamos me comentaste
algo de un rubio de ojos azules.
—Huy, no, no, ese ya pasó a la historia. Pero, por lo que veo, tenemos
que hablar más a menudo, ¿eh?
—Pues sí, la verdad.
—Y tú, ¿qué? ¿Alguna novedad que contar?
—Pues no mucho, al menos de momento, pero aún queda mucho
verano por delante.
Mi prima Carol era muy alegre, dicharachera, una de las personas a las
que más echaba de menos desde que estaba en Madrid. Supongo que, al no
tener hermanos, percibía más cercana la relación con mis primos, y ella era
como una hermana para mí. Tenía veinte años y físicamente era poco más
baja que yo, de pelo castaño y unos ojos verdes que en ese instante me
miraban con gesto risueño. Estudiaba filología inglesa en la Universidad de
León, ciudad en la que residía.
—¿Y tienes alguna foto? —cotilleaba.
—¿Foto?
—Sí, de Rafa.
—Ah, sí, tengo una en el monedero, pero no me lo he traído, me he
metido el dinero a pelo en el bolsillo. Si quieres, mañana subes a casa y te
la enseño.
Y allí estábamos las dos, hablando de chicos mientras volvíamos a
buscar de nuevo a la panda para disfrutar de su compañía durante aquella
noche fresquita.
Tengo que confesar que necesitaba ese soplo de aire fresco, y no hablo
sólo del clima, sino de estar rodeada de gente querida, despejarme un poco
de mi relación con Rafa y de aquellos últimos tres meses tan intensos que
había vivido junto a él. Casi lo conseguí. Y digo casi, porque cuando
aquella noche volví a casa, me metí en la cama y cerré los ojos, podía
escucharle susurrando: «chao, amor». Estaba segura de que lo había dicho.
47. Aunque compartiendo asuntos

Martes, 4 de agosto de 1998

Los días en el pueblo eran tranquilos. Por la mañana, realizando los


quehaceres cotidianos: ir a la compra a los pueblos más grandes de
alrededor, ayudar a mis padres a atender al ganado o acudir a la huerta a
recoger alguno de sus frutos. Por las tardes, disfrutando de charlas con la
panda en el parque o paseando por los caminos que había por aquel enclave
hasta alguna pradera bonita o hacia algún manantial del que brotaba agua
muy fresca directamente de la montaña.
El día posterior a mi llegada estuve visitando a mis abuelos, que vivían
muy próximos a mi casa. Allí estaban alojados parte de mis tíos y primos,
aquellos que vivían fuera y no tenían casa propia en el lugar. Por lo que, en
aquella época, había bastante ambiente en esa morada. Un ambiente
aderezado por los cánticos en el pasillo o en la ducha de alguno de los
miembros de mi familia. Cánticos que se escuchaban por toda la casa y que
cada uno interpretaba a su estilo.
A menudo me recuerdas… y eso nooo.
Meneé la cabeza sonriendo imaginándome a Miguel Ríos con lágrimas
en los ojos mientras escuchaba aquel tema propio, que versionaba uno de
mis tíos dentro del baño, destrozando la letra como sólo él sabía. Por suerte,
en el interior de una de las habitaciones sonaba otra melodía, esta vez
interpretada por un profesional como lo era Freddie Mercury, que la
entonaba a través de los altavoces de un radiocasete. Bueno, por suerte,
hasta que por encima de la voz de aquel cantante comenzó a sonar un coro
improvisado:
Uan drin, uan son, uan crais, uan gou…
—¡Madre del amor hermoso! It’s a kind of todo menos magic —
manifesté.
Me metí en aquel cuarto para dar los buenos días a mis primos Sergio
y Guille, ambos de diecinueve años, que estaban escuchando esa canción a
la vez que comentaban las bondades de aquel grupo. Sergio, pelirrojo de
ojos castaños y con un simpático gesto revoltoso que daba pistas sobre su
pasado travieso. Vivía en Barcelona. Guille, moreno de ojos castaños, un
poco más alto que Sergio y con un amor por la música que nos contagiaba
al resto a través de las canciones que sonaban en su radiocasete. Vivía en
Alicante. Los tres habíamos compartido más de un Cola Cao con galletas a
las tres de la mañana en el periodo estival, mientras comentábamos los
devaneos de algunos de los miembros de la panda. Esas cosas tan simples y
que tanto se echan de menos cuando estás lejos.
Al rato, aparecieron mis primas Emma, una pequeña pelirroja de cinco
años, y Sol, una rubita de nueve. Ambas correteaban por allí para después
volver a salir al pasillo, que era la parte principal de la casa de la que
partían todas las estancias. Detrás de ellas se asomó mi primo Sebas, un
pequeño gamberro de ocho años de pelo castaño, que me miraba con sus
traviesos ojos verdes para sentarse a nuestro lado.
—¿Qué estás tramando? —le pregunté.
—¿Yo? Nada —me respondió, pero por su sonrisa pícara denotaba que
aquello no era cierto.
Estuve allí charlando con ellos un rato para después hablar un poco
con mi abuela, Rosa, que venía de la huerta con unas verduras y otras
plantas para preparar alguno de sus remedios. Pensé en enseñarle el dibujo
de la séptima planta, por si ella la reconocía o había escuchado hablar de
algún vegetal con tales características, pero me había dejado la copia de la
libreta en casa y había demasiada gente en aquel momento rondando por
allí. Así que seguí hablando con ella y con mis tías, que preparaban la
comida, hasta que sonó un cencerro. Se trataba de uno que había en el salón
y que tocaba mi abuelo, Paco, para indicar que había llegado la hora de
comer, era la una y cuarto.
—¡A veeeeeeer! —se escuchaba de fondo.
—Bueno, luego nos vemos —les dije a todos.
Me fui a casa, no sin antes quedar con mis primos para bajar por la
tarde al club. Y eso hicimos unas horas después, reuniéndonos de nuevo
con el resto de la panda para compartir un rato de charlas, pipas y risas.
A última hora de la tarde, y poco antes de la hora de la cena, me
disponía a aproximarme a una de las fuentes donde mucha gente del pueblo
solíamos recoger agua para consumir, ya que tenía fama de ser más buena
que la del grifo. Por el camino me encontré con Lucas, mi primo mayor de
treinta y dos años, con el que aún no me había cruzado desde mi llegada. De
pelo rubio oscuro y ojos castaños, Lucas era minero, un amante del heavy
metal y dueño de una Harley Davidson que era la envidia del lugar, y a la
que no dejaba que se acercase nadie que tuviese un propósito distinto que
admirarla.
—¿Qué tal, prima? ¿Cómo van las cosas por Madrid? —me saludó con
dos besos mientras dejaba su flamante moto a la puerta de su casa.
—Bien, todo en orden. ¿Qué tal tú?
—Bien también, vamos a ver si cenamos.
—Que aproveche, primo. Nos vemos por aquí.
Me dedicó una sonrisa antes de desaparecer por la puerta de su
vivienda, gesto que me contagió mientras yo proseguía por mi camino.
Lucas era un tipo único, peculiar, muy buen tío.
Continué por ese sendero que comenzaba a alejarse de las casas con el
fin de rellenar mi garrafa con aquella agua de manantial. Pero también tenía
otro motivo, y era el simple placer de pasear por esos lares tapizados de
árboles y prados verdes. Buscaba paz y tranquilidad, lo cual había
escaseado bastante en los últimos momentos de mi vida. Sin embargo,
cuando llegué a la fuente lo que hallé fue todo lo contrario.
—Hola —saludé por educación.
—Hola —respondió él mientras sostenía una garrafa llena de agua en
sus manos—. ¿Ya viniste?
Era obvio, si estaba allí, pero aquella era una pregunta retórica muy
común utilizada como saludo en el lugar, así que no añadí nada más, antes
de que se aproximase a darme dos besos después de más de dos años. Pese
a habérmele cruzado cuando había ido por allí, no nos habíamos acercado
desde entonces. Me acordé de Rafa, parecía que lo había atraído
mencionándole en la conversación que mantuvimos el día anterior.
—¿Qué tal por Madrid? —dijo mientras clavaba en mi pupila su pupila
azul.
Y por un momento sentí una montaña rusa en mi estómago. Ángel aún
me ponía nerviosa, y no es que quisiera nada con él, pero supongo que eran
los resquicios que quedaban tras haber compartido tantas cosas juntos.
Estaba guapo, como siempre. Con la piel morena, como siempre. Con los
brazos fuertes, como siempre. Llevaba un pantalón vaquero y una camiseta
de manga corta de color azul marino que le quedaba bastante ajustada a su
cuerpo de metro setenta y cinco y ochenta kilos.
—Muy bien —le contesté sin dar muchas explicaciones—. ¿Y tú? —le
devolví aquella cuestión de manera breve sin preguntarle si seguía con el
putón verbenero, aunque la verdad es que aquella información no me
interesaba desde hacía ya algún tiempo.
—Bien también, terminando la casa, ¿la viste? —se refería a su casa,
una edificación que iba haciendo poco a poco en sus ratos libres y que
algún día del pasado también iba a ser la mía.
—La verdad es que no, llegué ayer y no me ha dado tiempo a mucho
—le mentí, ya que aquella construcción se encontraba a la entrada del
pueblo y no pude evitar mirarla al pasar cuando iba en el coche con mis
padres. Me fijé en la gran vidriera que había puesto en el lugar donde se
encontraban las escaleras interiores, una de mis ideas para que tuviese luz
natural sin necesidad de poner ventanas en un sitio en el que no se podía.
Y a la vez que le respondía a aquello, me preguntaba cómo podía ser
tan frío para soltarme esa frase como si nada hubiera pasado. Él me miraba
fijamente de arriba abajo, yo llevaba un pantalón vaquero cortado a la altura
de los muslos y una camiseta fina blanca de manga larga, que me había
puesto encima de la de tirantes que había llevado por la tarde porque
comenzaba a refrescar.
—Pues pásate cuando quieras y la ves. —Hizo una pausa—. Estás
guapa.
—Gracias —contesté simplemente.
Y sin añadir nada más, avancé hasta la fuente y comencé a llenar mi
garrafa de agua.
—Bueno, marcho —se despidió.
Asentí sin hablar y él se alejó de allí hacia la parte baja del pueblo sin
volver la vista atrás.
Una vez que hube llenado mi botellón de agua, me senté en un banco
de piedra que había junto a la fuente. Miraba al frente, donde había una
especie de cobertizo con una puerta de madera en la que, entre otras cosas,
se leían las letras A y L que un día grabamos como símbolo de nuestro
amor, unos cuatro años antes. Fue otra época. Una en la que yo era algo más
joven, más ilusa. Una versión de mí de pelo largo y vestidos de florecitas en
la que me imaginaba compartiendo una vida y una familia con él, con
Ángel Palacios. Una versión que aún no tenía el corazón hecho pedazos.
Una versión que, seguramente, le hubiese gustado más a Rafael Zurbano.
Suspiré. Cómo había cambiado mi existencia desde entonces. Estuve allí
hasta que sentí unas voces de fondo que se acercaban, momento en que me
levanté para volver a casa.
Estaba en mi habitación a eso de las diez y cuarto preparándome para
salir después de cenar, cuando mi madre voceó mi nombre desde la planta
de abajo.
—¡Lidia! ¡Te llaman!
—¡Ya voy! —Cogí una sudadera y bajé las escaleras, dispuesta a salir
de casa con mis primos, pero cuando llegué al pasillo de la entrada la vi
sosteniendo el teléfono.
—Es un chico, dice que se llama Rafael —explicó.
—¿Qué? ¡Ay, Dios!
Cogí el auricular y me lo puse en la oreja.
—¿Sí?
—Hola, churri —me saludó.
—Hola, Rafa. ¿Dónde estás? —le pregunté al escuchar el ruido de un
motor.
—Aquí, en una cabina al lado de mi portal. He comprado una tarjeta
telefónica de mil pesetas, que desde casa no puedo llamarte, si no, mis
padres me crujen. ¿Cómo estás?
—Bien, aquí tranquila, pasando el tiempo con mi familia, mis amigos.
Ya tenía ganas, me presta, la verdad.
Le escuché reír.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Que empiezas a tener acento, mola.
—¡Anda ya! ¿Y tú? ¿Qué tal el trabajo?
—Bien, tranquilo también. Además, como ahora estoy de tarde, con el
calor no sale ni Perry. Se llena un poco más a última hora, pero poco, que
en agosto Madrid está vacío.
—Bueno.
—¿Me echas de menos? —indagó.
Silencio. Y mis padres intentando escucharme desde la cocina
haciendo que veían la tele. Decidí bajar aún más el tono de mi voz para
dificultarles aquella tarea.
—¿Tú qué crees?
—Si lo supiera no te preguntaría, Yerbis.
—¿Y tú a mí?
—Claro que te echo de menos, mucho, además. Pero no me has
contestado.
—Yo también —le dije en un susurro.
Silencio.
—No puedes hablar, ¿no? —se percató.
—No mucho.
—Vale, yo te hablo. Hoy he soñado contigo, con todas esas cosas que
me decías el otro día al oído, esas que te imaginas haciéndome cuando estás
a solas pensando en mí.
—Pfffff…
—Y con que te besaba haciéndote cosquillas con mi barba por el
cuello, por el hombro, por tus pechos… Luego bajaba hasta el ombligo y
después…
—Rafa, no creo que ahora…
—Ssshhh… No tienes que decir nada, sólo escucha, pequeña. —Hizo
una breve pausa y siguió hablando en un susurro—. Y después, te pasaba la
lengua por la tripa hacia abajo, besándote despacio mientras te quitaba un
tanga negro, uno que llevabas el otro día y que te vi cuando se te subía
hacia arriba aquel camisón tan corto, ese que me puso tan cardíaco. Y tú no
parabas de rogarme que te diera más, que pasara mi lengua por tus labios,
pero por esos que aún no he probado, los que están entre tus piernas. Y que
te hiciera cosquillas con mi barba en…
—Bueno, Rafa, si no quieres nada más, te voy a colgar, que me vienen
a buscar.
—No, espera.
—¿Vas a parar? ¿Qué es lo que quieres conseguir? Ya habíamos
hablado de esto —le susurré.
—No quiero que me olvides —se excusó.
—Pues lo estás consiguiendo porque ahora me acuerdo de ti y de toda
tu familia. —Hice una pausa y respiré profundamente—. Ni podemos hacer
esto, ni es el momento. Y aunque pudiéramos, ni siquiera estás aquí. ¿Qué
quieres? ¿Que ahora salga toda motivada y me cruce con el Madelman? No
tengo un pacto que me prohíba…, ya sabes…, con nadie menos contigo —
le seguía diciendo en voz muy baja porque sabía que mencionarle todo
aquello detendría sus ganas de seguir por esos derroteros en ese momento o
en algún otro futuro.
—¡No! ¡No! Tía, no, por favor. No me hagas eso.
—Pues echa el freno, Madaleno. O volveremos a acabar mal.
—No lo harías, ¿no? Y menos con ese, que te puso los cuernos.
Volví a inspirar de manera profunda.
—Pues la verdad es que no me apetece, Rafa. Así que no tientes a la
suerte con tus sueños prohibidos, que yo estaba aquí muy tranquila y sin
ganas de complicarme la vida.
Silencio.
—¿Te has mosqueado, Zuñi?
—Es que no te entiendo, tío.
—Va, no te enfades conmigo, que esto corre muy rápido, dentro de
poco se va a cortar y no me quiero ir a dormir así de mal rollo.
Chasqueé la lengua.
—Yo tampoco, así que, por favor, no vamos a echar más leña al fuego,
que ya hay bastante, ¿no crees?
—Sí, demasiada —me decía.
Silencio.
—Lidia…
—¿Sí?
—Háblame, por favor, cuéntame algo, necesito oír tu voz.
—¿Y qué puedo contarte? Tampoco hay nada especial que haga por
aquí, sólo estar con mi familia y pasear por los caminos, por el campo, lo
echaba de menos.
—¿Ya has visto las estrellas?
—Sí, ayer por la noche, ya te dije que desde aquí se ven muy bien.
—Esto se está acabando, pronto se cortará.
—Vale.
—Cuando las mires acuérdate de mí, ¿vale? No me olvides.
—Ya lo hago sin necesidad de mirarlas. Tú tampoco me olvides a mí.
—No… No puedo. Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, morenito.
—Oye, Yerbis…, ayer me llamaste amor, ¿verdad?
—Igual que tú a mí, ¿no?
Y se cortó. No me dio tiempo ni a colgar cuando mi madre se dirigió a
mí.
—Y este chico, ¿quién es?
—Un compañero de clase que me está ayudando con los exámenes que
tengo en septiembre, saca sobresalientes.
—Ah —me respondió sin creerse nada.
Y me subí otra vez a mi habitación antes de que me preguntara nada
más porque no tenía ganas de dar explicaciones sobre Rafa. Cuando estaba
entrando en mi cuarto, tiré la sudadera encima de la cama.
—¡Será cabrón! —susurré mientras pensaba en cómo iba a quitarme el
calentón. Sólo podía escuchar su voz diciéndome al oído todas aquellas
cosas que me ponía tan nerviosa imaginar. Aquellas que nunca había
probado porque Ángel no es que fuera muy dadivoso en esos menesteres.
Aquellas con las que ahora fantaseaba con Rafa.
Entonces abrí la ventana para que me diera un poco el aire que venía
del monte y sonreí. Mis primos Sergio y Guille bajaban por la calle
principal a buscarme. Me saludaron con la mano y cerré la ventana para
volver a coger la sudadera y salir en su busca con el fin de ir a reunirnos
con el resto de la panda.
.
48. Y una planta imaginaria

Miércoles, 5 de agosto de 1998

Me desperté con una canción en la cabeza. Aquello no era nada


novedoso, ya que normalmente me sucedía, pero sí lo fue el videoclip que
la acompañaba y que soñaba durante la noche. Uno en el que Rafa era el
protagonista, cantando uno de los temas de Queen que sonaba el día
anterior en el radiocasete de mi primo Guille.
Me levanté de la cama y abrí la ventana para escuchar el canto de los
pájaros con el fin de despejarme de aquel sueño donde Zurbano me decía
que era el dueño de mi destino, el único, el dios de mi reino venidero, para
luego implorarme que le diera el premio. Pero lo más inquietante era el
final, en el que también aparecía Ángel en la puerta de su casa recién
construida, donde Rafa surgía con un abrigo de pieles y una espada que
echaba chispas y que estampaba en los cristales de aquella enorme vidriera
hasta hacerlos añicos sobre su cabeza después de decirle:
There can be only one.
Un poco más tarde, y ya procesado aquel sueño, cuya resaca me
perseguiría durante todo ese día, estaba estudiando en mi cuarto cuando
escuché la voz de mi abuela llamando a mi madre.
—¡Manoli! —voceaba abriendo la puerta de mi casa, que solía estar
sin la llave echada.
Es lo bueno que tienen los pueblos, no tienes que preocuparte tanto por
la seguridad o, al menos, no al nivel de las grandes ciudades.
—Está en la huerta, abuela —le hice saber mientras bajaba las
escaleras.
—Voy entonces a buscarla allí.
—Pero, espera un momento, quiero enseñarte una cosa. A ver si tú
conoces una planta que nos han enseñado en la facultad —le pedí para
volver a subir al piso de arriba a coger la copia de la libreta.
Invité a mi abuela a acompañarme hasta la cocina y le enseñé el dibujo
de la séptima planta.
—Dicen que no existe, que es una planta inventada. ¿Te suena haber
visto o escuchado algo sobre ella?
Mi abuela se puso sus gafas, que llevaba con un cordel colgando del
cuello, para mirar fijamente el dibujo con sus ojos azules. Estuvo unos
instantes en silencio.
—Parece una imaginaria —concluyó.
—Eso es porque no existe, ¿no?
—No, es porque se llama imaginaria.
—¿Imaginaria?
—Sí, Imaginaria alexilum. Yo vi una de estas hace muchos años,
cuando era moza. La señora Encarnación, que Dios tenga en su gloria, que
fue quien me enseñó todo lo que sé, tenía la semilla de una y consiguió una
planta, pero no le duró mucho, y cuando llegó el otoño se echó a perder. Es
muy delicada, pero su aceite es milagroso. Yo vi curar con él a varias
personas, entre ellas a un rapaz que cogió unas fiebres muy raras y que
estuvo a punto de morir.
Yo la escuchaba con los ojos como platos.
—¿Me estás diciendo que esta planta existe de verdad?
—Sí, pero yo no la he vuelto a ver. Es muy difícil de sacar adelante,
necesita unas condiciones muy especiales, que es muy complicado que se
den. Es rara como el demonio, tiene las flores del revés y de color verde
claro, más que las hojas.
—¿Y cómo has dicho que se llama? —Cogí un lápiz que había por la
cocina para apuntar el nombre en el folio del dibujo.
—Imaginaria alexilum. Imaginaria con ge y alexilum con equis y
acabado en eme.
Lo apunté impresionada por la sabiduría que emanaba mi abuela,
parecía el diccionario en latín de los nombres de plantas y sus propiedades.
Nunca dejaba de sorprenderme, yo había viajado cientos de kilómetros para
obtener una formación en la universidad, cuando la más completa la tenía
allí al lado. Mi abuela le daba mil vueltas a muchos profesores, que no
tenían ni de lejos sus conocimientos, por mucho que se esforzasen.
—Bueno, marcho a ver a tu madre —afirmó como si no acabara de
descubrirme una genialidad.
Y salió de allí dejándome con la boca abierta. Según estaba, me
aproximé al teléfono, aprovechando que en ese momento no había nadie en
casa.
—¿Dígame? —me habló una voz femenina.
—Hola, buenos días, ¿está Rafael, por favor?
—Sí, eres Lidia, ¿verdad?
—Sí.
—Espera un momento, hija.
Pero a la mujer no le dio tiempo casi ni a acabar esa frase.
—Trae, mama —escuché a Rafa por detrás, supongo que quitándole el
teléfono de las manos a su madre—. Hola, churri, ¿todo bien? —dijo con
tono de preocupación.
—Sí, sí, ¿por?
—Porque que llames a estas horas no es normal.
—Sí, y no me puedo enrollar mucho, que esto es muy caro, pero es que
he encontrado algo de la séptima planta.
—¿En serio? ¿El qué?
—Que sí existe. Le he enseñado el dibujo a mi abuela y dice que la vio
de pequeña y que se llama Imaginaria alexilum. Yo estoy mirando el texto y
me parece que podría ser, pero como esto es casi taquigrafía, yo qué sé,
igual me estoy autosugestionando.
—Dame un segundo, Yerbis, no cuelgues. —Soltó de golpe el
auricular para volver un tercio de minuto después—. ¿Cómo has dicho que
se llama?
— Imaginaria alexilum. Imaginaria con ge y alexilum con equis y
acabado en eme.
—Pues…, sí, tía, cuadra el nombre, podría ser. ¿Y tu abuela dice que
existe?
—Sí, que la mujer que le enseñó sobre plantas la tenía hace muchos
años y que vio curar con su aceite esencial a varias personas de manera
milagrosa. También que es muy rara y delicada, y que es muy difícil que se
dé porque necesita condiciones muy especiales. Que sus flores están al
revés y que son de color verde claro, más que el tono de las hojas. O sea,
que cuadraría con la información de la libreta. Pero no puedo hablar más,
tengo que colgar.
—Vale, tranquila, preciosa. ¿Luego hablamos?
—Sí, esta noche te llamo, ¿vale?
—Vale.
—Por cierto, Rafa, hoy he soñado contigo. —Hice una breve pausa y
comencé a susurrar—. Y te hacía esas cosas que estás deseando que te haga.
Te pasaba la lengua por todo el cuerpo, empezando por el cuello. Y luego
bajaba por el pecho hasta llegar a los abdominales, al ombligo, besándote
muy despacio, deslizando mis labios hacia abajo por tu piel poco a poco,
hasta llegar a la punta de…
—Eres muy mala, pequeña, ¿lo sabías? —me interrumpió.
—Empezaste tú.
Respiró profundamente.
—Venga, hala, vamos a colgar, que tus padres te van a pasar la factura
del teléfono.
—Hasta luego, morenito.
—Hasta luego, muñequita.
Y colgué con su último susurro haciéndome cosquillas en el oído.
Esa tarde, aún seguía saludando a gente que no había visto durante los
dos días previos. Una de las personas a la que más ilusión me hizo
encontrarme fue a mi amigo Fernan, que apareció por el club mientras los
de la panda comíamos pipas a la entrada del bar.
—Pero ¿dónde te habías metido? —le pregunté antes de darle dos
besos.
—Trabajando.
Y nos pusimos a hablar de cómo nos iba en nuestras respectivas vidas
hasta acabar sentados en las gradas de cemento que había por fuera de la
valla que delimitaba la pista de cemento.
—¿Te acuerdas de cuando jugábamos al veintiuno? —rememoré.
—¿Quieres jugar?
Me quedé un momento pensando.
—Vale —le respondí.
Fernan se fue a por un balón de baloncesto dentro del bar y volvió
botándolo mientras me sonreía. Aquella sonrisa era una de las más bonitas
que conocía y, al verla, recordé cuando empezamos a tratarnos más de cerca
hacía algunos años. Él no tenía los ojos azules, pero sí el pelo castaño claro,
a juego con sus ojos, y un cuerpo atlético que me atrajo en aquella época.
Recuerdo esas noches de besos bajo las estrellas. Pero eso no fue a más,
entonces éramos muy jóvenes y, aunque él tenía dos años más que yo, no
estaba en el momento de pensar en una pareja. Yo tampoco. Quizás se
debiera a que éramos dos piscis nadando hacia lados opuestos y nos ahogó
tanta agua. Poco después, descubrimos que como amigos ganábamos
mucho más y fue él mismo quien me convenció para que saliera con Ángel,
uno de sus mejores amigos, mientras jugábamos a un veintiuno, como
estaba sucediendo en esos momentos. Fernan no era muy alto, sólo un poco
más que yo, pero nos encantaba el baloncesto y teníamos muy buena
puntería. Me lo estaba pasando muy bien hasta que empezó a hablar de algo
que me incomodó.
—Me dijo Ángel que te había visto —empezó.
—Sí.
—Y que estabas muy guapa.
—Ya…
Dejó de botar el balón para mirarme.
—Se arrepiente de lo que te hizo y no es que lo defienda, pero lo pasó
mal cuando te fuiste a Madrid.
—Ya, yo también lo pasé mal y no me lie con el primero que se me
cruzó por delante, ¿sabes? Tampoco le he escuchado pedirme perdón nunca.
Fue él, precisamente, quien se alejó de mí y, además, siempre me culpó de
todo, el muy caradura.
—Ya sabes cómo es, pero yo sé que te quiere y te echa de menos
porque me lo ha dicho muchas veces.
—¡Venga ya, Fernan! ¿Te ha dicho que hables conmigo para tratar de
convencerme de algo? Porque no le va a funcionar.
—No, no, esto te lo digo yo.
—Pues prefiero que hablemos de otras cosas y no perdamos el tiempo
con algo que no va a pasar nunca —comencé a enfadarme por momentos y
él lo notó.
—¿Como de la paliza que te estoy dando? —Lanzó el balón a canasta
para encestarla, tratando así de recuperar nuestro juego y alejar mi ira.
—Paliza la que te voy a meter yo a ti. —Le sonreí.
Un rato después, volvía a casa acompañada de mi prima Carol, que iba
a ver a mis abuelos y, de paso, a que le enseñara la foto de Rafa.
—Huy, pues es mono —opinaba.
—¿Sí? —Yo no terminaba de creerme que me dijeran eso, sería porque
nunca antes le vi mono, ni guapo, ni atractivo, pero ahora miraba aquella
imagen y no podía despegar los ojos de ella.
No sé lo que tenía, supongo que era él en su conjunto, esa personalidad
arrolladora, esa mirada traviesa y a la vez dulce. Esa sonrisa que me
alegraba el día. «¡Ay, Dios!, no puede ser que esté tan enamorada de él», me
decía una y otra vez. Pero no, aquello no era amor, era… otra cosa sin
nombre.
Sonreí a mi prima con cara bobalicona.
Un poco más tarde, después de cenar, bajaba al club acompañada de
mis primos para entrar directamente al bar con el fin de llamar a Rafa. Me
metí detrás de aquella puerta corredera para huir un poco del ruido y buscar
intimidad, si es que aquello era posible en ese lugar.
—¿Digamelón?
Sonreí.
—Hola, churri.
—Hola, muñequita, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien, acabo de cenar y te esperaba. Estás en el bar, ¿no?
—Sí, es el único sitio aquí desde donde te puedo llamar, aparte de
casa. Lo siento por el ruido.
—No, tranquila.
Silencio.
—He estado mirando con más calma el texto de la planta del que
hablábamos esta mañana —continuó.
—¿Y has encontrado algo nuevo?
—No, pero he estado pensado que ¿y si las observaciones esas que
estaba haciendo el doctor Huevos eran sobre esta planta? Es que es todo
muy raro, Yerbis, ¿no?
—La verdad es que no tiene mucho sentido incluir esta planta aquí
porque no parece estar relacionada con las demás, que son comunes. Podría
haber puesto como séptima planta la manzanilla, el anís, la hierbabuena…
No sé, alguna otra de uso más cotidiano. Además, la información es confusa
y no creo que encontremos nada sobre ella en los libros, al menos, en los
que hemos estado viendo.
—Sí, habría que investigar un poco más, pero hasta septiembre no
abren la facultad para poder buscar información un poco más específica.
—Ya. Aunque quizás no nos haga falta, como sabes, el texto que se
incluía no era importante en las demás plantas. Pero bueno, investigaremos,
aunque será después de los exámenes.
—¿Qué tal los llevas? —me preguntó—. ¿Alguna duda? ¿Te puedo
ayudar de alguna forma?
—En principio, todo bien con lo que me pasaste, muchas gracias. ¿Qué
tal lo llevas tú?
—Bien, lo llevaba bien, así que es sólo repasar, ya viste tu ocho setenta
y cinco.
—Calla, calla, no me lo recuerdes, que me siento fatal.
—Yo no, lo que sea por mi princesa.
Silencio.
—¿Y no sales por ahí? —indagué.
—Mis amigos están de vacaciones, así que no. Además, como estoy de
tarde, tampoco es que tenga mucho tiempo. Cuando llego a casa lo que me
apetece es descansar y por las mañanas estudio un poco.
—Qué aplicado.
—Qué va, lo que pasa es que como me voy el quince al pueblo y allí
no haré nada…
—Ah, es verdad. ¿Y cuándo vuelves a Madrid?
—Pues ya a finales, el veintinueve o el treinta, que la semana siguiente
es el examen. ¿Y tú?
—Por ahí también, yo tengo el primer examen el día dos. Pero aún no
tengo el billete, lo cogí con vuelta abierta, ya iré viendo —le decía.
Silencio. Y un poco de alivio por mantener una conversación normal
que se alejaba de aquellas tan subidas de tono que nos habían rodeado
últimamente.
—Bueno, pues, voy a ir saliendo, que me esperan —continué
hablando.
—¿Tus primos?
—Sí, y mis amigos.
Silencio.
—Pásalo bien —me deseó.
—Gracias. Tú no trabajes mucho.
Silencio.
—Yerbis…
—Rafis…
—¿Rafis? Estás fatal, tía —se rio.
—Tú sí que…
—Te echo de menos —me interrumpió en un susurro.
Silencio.
—¿Y tú? —continuó al ver que yo no contestaba.
—Yo también, pero creo que esto nos viene bien para aclararnos un
poco las ideas, ¿no?
Silencio. Y una respiración profunda sonó al otro lado de la línea.
—No lo sé —manifestó al fin.
—Ese es nuestro problema. —Hice una pausa—. Tengo que colgar,
que si no, me va a salir carísimo.
—Vale, pues…, dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, morenito.
—Mañana te llamo.
—Vale.
—Chao, pequeña.
—Chao —me despedí a secas, sin poner ningún nombre cariñoso o
adjetivo después, y colgué.
Salí de detrás de aquella puerta para pagar la llamada mientras pensaba
en las dudas de Rafa y en que, si no tenía nada claro a esas alturas, quizás
nunca lo tuviera. Bajé la mirada para guardarme las vueltas en el bolsillo
del pantalón y cuando volví a dirigir la vista al frente, me topé con Ángel.
—Hola, Li —me saludó mirándome como si fuese un niño arrepentido
por haber roto el jarrón preferido de su madre, llamándome de la misma
forma cariñosa con la que lo hacía cuando éramos novios. Estaba muy
guapo con su camisa blanca de remates y botones de color azul marino y su
vaquero de marca azul oscuro. Iba acompañado de Fernan.
—Hola, chicos —me limité a contestar.
—¿Quieres tomar algo? —me invitó Fernan.
—No, muchas gracias. —Entonces vi en la entrada a mi prima Carol
—. Me voy fuera, que me esperan. Hasta luego. —Y le dediqué una sonrisa
a Fernan, que no se había terminado de borrar cuando miré a Ángel para
despedirme.
—Oye, ¿Ángel está otra vez tirándote los trastos o me lo parece a mí?
—me preguntaba Carol en voz baja cuando ya habíamos salido del bar.
—Y yo qué sé, tía, es que no lo quiero ni pensar.
49. Quizás fue la desconfianza

Martes, 18 de agosto de 1998

Los días de aquel mes iban pasando poco a poco, como con
cuentagotas, siguiendo una rutina similar. Por las mañanas, estudiando y
ayudando en las tareas domésticas. Por las tardes, de charla con mis primos
y amigos. Por las noches, hablando cinco minutos por teléfono con Rafa
para comentar un poco el día y nuestras dilucidaciones sobre la séptima
planta, de la cual no habíamos podido averiguar mucho más. Unas llamadas
en las cuales no había vuelto a darse ninguna conversación subida de tono.
Unas llamadas donde las palabras cariñosas se iban diluyendo para dejar
cada vez más en evidencia esas dudas que parecíamos compartir sobre
nuestro vínculo, que resultaba ser cada vez más incierto. Yo ya tenía
experiencia en eso de que la distancia enfría las relaciones y, además,
tratándose de una que ni siquiera era romántica, ya había perdido toda
esperanza de que aquello avanzase hasta el punto de considerarse amorosa.
Pero, a pesar de ello, no podíamos dejar pasar ni un día sin escuchar la voz
del otro, era como una necesidad. Como el comer. Como el respirar. Una
necesidad que estaba vaciando nuestros bolsillos del dinero que habíamos
ganado durante ese verano. Mis padres ya habían asumido que tenía un
novio en la ciudad, aunque yo tampoco me había extendido demasiado en
dar más detalles de los estrictamente necesarios.
Y tras esas llamadas de rigor, y cuando iba a reunirme con mis primos
y amigos, siempre veía a Ángel, que cada día se iba acercando más a mí, sin
haberle dado permiso. Finalmente, acabó uniéndose a las conversaciones de
la panda, como quien no quiere la cosa, y apoyándose en Fernan, quien, por
mi parte, era bastante más bienvenido que él.
Esa monotonía duró hasta el día quince, momento en que hubo algunos
cambios. Por una parte, Rafa había viajado hasta el pueblo de su padre, con
lo que las llamadas variaron un poco. Él me contactaba desde una cabina,
alrededor de la cual se encontraban sus amigos haciendo chistes y bromas
constantes, lo que resultaba un poco tedioso. Y yo, lo hacía a casa de sus
abuelos, donde él no tenía mucha intimidad para hablar. Por lo que aquel
momento había perdido parte de su magia.
Por suerte, también el día quince, vino a visitarnos mi prima Lara, que
lo era por parte de la familia de mi padre. Una navarra de los pies a la
cabeza. Alta, morena de ojos oscuros, con una personalidad arrolladora y
todas las ganas de fiesta que se esperan de una chica de veinte años. Hacía
poco que había aprobado las oposiciones a policía nacional y se había
incorporado en el cuerpo en Oviedo, lugar donde estaba destinada. Pero le
habían dado cuatro días libres, que aprovechó para venir a disfrutar de su
única prima, yo.
—¡Priiiiiii! —exclamó en cuanto me vio para acogerme entre sus
brazos—. ¡Pero qué guapa estás!
—No tanto como tú —le decía mirándola de arriba abajo mientras ella
hacía poses de modelo.
—¿Qué tal por Madrid? ¡Tienes que ponerme al día de un montón de
cosas!
Pero fue mi prima Carol quien realmente lo hizo cuando se la encontró
de frente. Ambas se llevaban muy bien y andábamos las tres juntas. Nos
llamaban las tres Marías en mi familia.
—¿Te ha contado que se ha echado un novio? —le chivaba ella.
—¡Pero si no me ha dado tiempo! —protestaba yo.
—¿Sí? Pero eso es lo primero que se cuenta, prima. Soy toda oídos —
afirmaba Lara.
—Sí, hablan todos los días —seguía la otra—. Dile que te enseñe la
foto.
Yo meneaba la cabeza. No me apetecía hablar de Rafa en esos
términos. Y más, cuando parecía que aquella llama que nos había costado
soplar unos días antes, empezaba a consumirse sin mucho esfuerzo por
nuestra parte.
Esos días, amenizados por la presencia de Lara, me lo pasé bastante
bien y ya comenzaba a esbozarse otra rutina tras los últimos cambios. Pero
entonces ocurrió algo. Algo que no podía esperar. Parecía que mi vida
estaba llena de esos caprichos del destino que variaban su rumbo sin
compasión. Unos caprichos del destino donde siempre estaba implicado él.
Rafael Zurbano.
La noche del día diecisiete de agosto le estaba llamando a casa de sus
abuelos desde el bar para contarnos nuestro día. Yo le hablaba de mi prima
Lara y él, de sus amigos y amigas del pueblo.
—Me alegro de que te lo estés pasando bien —afirmaba—. Tan bien
que casi ni me echas de menos, ¿verdad?
—Pues por la forma en la que hablas de tus amigas, más o menos
como tú a mí.
—Si tú lo dices…
Y entonces, pasó. Una mano sobre mi hombro.
—Li, ¿te queda mucho? —me preguntó Ángel, no sé muy bien si
porque quería hacer una llamada o porque deseaba incordiarme en la mía,
aunque apuesto más por lo segundo.
—No, ya acabo —le respondí.
—Y ¿cuánto te queda? —insistía.
—Poco.
—Pero ¿poco cuánto es?
—Pfffff… Dos minutos, Ángel. ¿Puedo acabar? —me dirigí a él en
tono borde, y nada más pronunciar aquel nombre me arrepentí de haberlo
hecho.
—¿Ángel? —se oyó al otro lado del auricular—. ¿Ese no es tu ex?
—Sí —respondí mientras hacía un gesto al otro para que se alejara de
mí, intentando meterme aún más detrás de la puerta, mientras estiraba a
tope del cable del teléfono.
—¿Y te llama Li?
—Eh… Sí.
—¿No habrás…?
—No habré ¿qué?
—Vuelto con él.
—Pero, vamos a ver, Rafa, ¿de qué vas? —le espeté en tono de voz
bajo porque no quería que nadie me escuchara—. ¿Te crees que soy tan
imbécil de volver con alguien que me ha hecho daño? ¿Te crees que si fuera
así te seguiría llamando como si nada? Pero ¿qué tipo de persona piensas
que soy? —Respiré profundamente—. Esto no tiene sentido ninguno. No
eres mi pareja porque tienes mil dudas de lo que sientes, pero quieres
controlarme desde la distancia. Y, además, tengo que aguantar al otro detrás
todas las noches tirándome fichas, después de cómo se comportó conmigo,
como si no hubiese pasado nada. Mira, por mí os podéis ir los dos un
poquito a la mierda. Creo que merezco algo mejor.
Y colgué para darme media vuelta, acercarme a Ángel y entregarle el
teléfono de mala manera.
—Todo tuyo —le dije antes de dirigirme hacia la barra para pagar e
irme con mis amigos, necesitaba alejarme de ambos.
Aunque esa noche conseguí olvidarme un poco de aquel asunto,
después de darle las buenas noches a mi prima Lara, que dormía en el
dormitorio de invitados ubicado junto al mío, la resaca de la conversación
con Rafa cayó sobre mí como una losa. Estuve un rato asomada a la ventana
escuchando el rumor del agua del reguero, rememorando cómo le había
despedido. Saboreando esa sensación amarga que me dejaba nuestra
situación, el tenerle tan lejos, el no poder verle, pero, sobre todo, esas dudas
que manifestaba sobre sus sentimientos hacia mí.
—Se acabó, ya no puedo más —susurré como si él pudiera
escucharme.
Cerré la ventana, por donde entraba fresco, y me metí en la cama para
dar unas cuantas vueltas pensando en aquello antes de poder dormirme.
La mañana siguiente me despertó mi madre más pronto de lo que yo
solía hacerlo.
—Lidia, alguien quiere hablar contigo.
—¿Qué? —respondí somnolienta—. Pero ¿qué hora es?
—Las nueve y cuarto.
Cuando bajé las escaleras, vi a mi padre charlando amigablemente con
alguien que estaba al otro lado del teléfono. Alguien con el que reía.
Alguien al que estaba invitando a ir a las fiestas del pueblo, que eran el fin
de semana siguiente.
—Bueno, ahora mismo se pone. Un abrazo —se despidió mi
progenitor antes de pasarme el teléfono.
Lo cogí totalmente convencida de que iba a saludar a algún familiar de
esos que hacía tiempo que no veía. Qué ilusa.
—¿Sí? —le hablé al teléfono aún medio dormida mientras mis padres
me observaban atentamente.
—Hola, churri.
—¡¿Tú?! Pero ¿qué haces llamando a estas horas? —Me di media
vuelta para dar la espalda a mis padres, manifestando así mi deseo de hablar
con él en privado.
Ellos cogieron la indirecta y se metieron en la cocina para disimular
que no intentaban escucharme.
—Es que no quiero estar así contigo. He dormido fatal, ayer me
mandaste a la mierda —me decía Zurbano.
—¿Y dónde quieres que te mande? Estoy cansada de esto, Rafa.
Nuestra situación no tiene sentido, ¿no lo ves?
—Es que estar separados es muy complicado. Pero bueno, eso ya va a
ser por poco tiempo, sólo tres días, muñequita.
—¿Tres días?
—Sí, tu padre me ha invitado a ir a las fiestas, que son este fin de
semana, ¿no?
—Ah, sí, le estaba escuchando. Pero tú estás en la otra punta de
España con tu familia, así que no puedes venir… Porque no puedes venir,
¿verdad?
—No le iba a hacer un feo a tu padre, ¿no? Por cierto, es un señor muy
agradable, hemos estado hablando un poco.
—¡¡¡¿Qué?!!! Dime que es broma, Rafa, por favor.
—No lo es, es un señor muy agradable.
—Pffffffff… ¡Dame tu fuerza, Pegaso! —mascullé, luego me dirigí a
Zurbano—. Para de vacilarme, sabes que hablaba de venir a las fiestas.
—Tampoco es broma, churri. Así podremos vernos, te echo de menos.
Silencio. Y yo intentando convencerme a mí misma de que eso era un
sueño como aquel en el que Rafa sostenía una espada que echaba chispas
para romper la vidriera de la casa de Ángel.
—¿Lidia? —continuó diciendo al ver que yo no respondía.
—Mira, Zurbano, ahora tengo demasiado sueño como para hablar, si
no te importa, prefiero que lo hagamos luego, a la misma hora de siempre.
—Vale, pero, ¿sigues enfadada por lo de ayer?
Suspiré. Aquello no podía ser verdad.
—Lo que estoy es muy dormida. Por favor, ¿hablamos luego?
—Sí, luego te llamo. Pero no te enfades, soy tu león, ¿recuerdas? Tú
me lo pediste.
—Hasta luego, Rafa.
—Pero dime algo bonito, tía. Esta va a ser la llamada más cara de la
historia, que esto en vez de una cabina parece una máquina tragaperras. Al
menos un besito o algo.
Resoplé.
—Yo sé que me quieres, pero te haces la dura —continuó.
Silencio.
—Bueno, pues ya te lo digo yo, que se me acaban las monedas —
siguió—. Que puede que tenga mil dudas, pero tengo muy claro que te echo
de menos y que me muero de ganas por verte. Por lo que veo, eso lo tengo
más claro que tú. —Suspiró—. Hasta luego, muñequita.
—¿No me vas a mandar ningún beso? Me lo has pedido a mí, pero tú
no me mandas ninguno.
Le escuche una risa leve.
—¿Ves? No puedes vivir sin mis besos, eso es que me quieres.
Y colgué.
Subí a la planta de arriba, entré en mi cuarto y me metí entre las
sábanas para relajarme. Empezaba a dejarme atrapar por el sueño cuando
salté como un resorte.
—¡Será cabrón!
Me le imaginaba maquinando todo ese plan el día anterior por la
noche, justo después del momento en que Ángel apareció en escena. Sabía
que yo trasnochaba aquellos días y que no me levantaría hasta más tarde,
así que tenía que llamar cuando supiera a ciencia cierta que se lo iba a coger
alguno de mis padres, a primera hora de la mañana. Y después, sólo tenía
que sacar a paseo sus artes para camelarse a la gente, para demostrar lo
buen chico que era, lo educado, lo inteligente. Un novio ejemplar al que
invitar a venir a casa en unas fechas tan señaladas. Mi padre no le había
invitado, sino que había sido el propio Rafa quien se había autoinvitado y
sólo había hecho creer a mi padre que era él quien lo hacía. Así era la mente
retorcida y brillante de mi novio falso, que no había tenido bastante con
meterse en mi vida, sino que ahora también quería meterse en mi familia.
—Esto va a ser un desastre —vaticiné.
Lo peor fue que estaba deseando verle. Así de masoquista era.
50. Lo que te trajo de vuelta

Viernes, 21 de agosto de 1998

Aquel día estaba más inquieta de lo normal y no era para menos. A eso
de las ocho de la tarde, llegaría Rafa, a quien iríamos a buscar mis padres y
yo a la estación de autobuses.
—Pero tiene que dormir donde los abuelos, no le vamos a traer aquí a
casa, a ver qué va a pensar la gente —decía mi madre.
—¿Y qué va a pensar la gente? —le preguntaba yo.
—Pues eso, que estéis durmiendo juntos y, sobre todo, revueltos. Que
luego todo el mundo habla.
—Madre mía, que parece que estemos en el siglo dieciséis y ya soy
una adulta. ¿Y te da igual lo que pueda hacer en Madrid? Porque allí nadie
sabe lo que hago, ni cómo duermo, ni con quién. Además, no íbamos a
dormir juntos, sino en habitaciones separadas.
—Una al lado de la otra. No tentemos al diablo.
Meneé la cabeza sin hacer más comentarios. Bastante tenía ya con los
nervios de su visita, como para entrar en discusión en ese momento sobre
dónde dormiría.
Por otro lado, el resto de mi familia no paraba de preguntarme cuándo
vendría mi novio y eso me alteraba aún más. Carol se reía cuando se enteró,
un rato después de que él me anunciara su visita por teléfono. Y lo
aprovechó para meterse con Lara, que tenía que volver ese mismo día a
Oviedo.
—Te lo vas a perder —la chinchaba.
—¡Qué cabrona! —protestaba Lara.
Yo negaba mientras una disfrutaba con el asunto y la otra se enfadaba
porque tenía que regresar a su trabajo, lo que implicaba no estar presente
durante aquel gran momento.
Y por fin, llegó. Allí, a las ocho y cuarto de aquella tarde, esperábamos
en la estación de buses a que entrara el autocar procedente de Madrid. Mis
padres, con curiosidad, yo, con nervios, con una intranquilidad que se
acentuó cuando vi aparecer aquel gran vehículo. El corazón se me iba a
salir del pecho, pero ¿cómo había llegado a aquella situación? Anduve de
un lado para otro hasta que el autobús se estacionó y varias personas
descendieron de él. Poco después, vi a Rafa con una bolsa de deporte en la
mano. Él me vio a mí. Portaba esa camisa blanca de rayas azules que
llevaba el día de la celebración de su cumpleaños y sus vaqueros más
nuevos. Un atuendo perfecto de novio formal para impresionar al padre más
exigente que se le pusiera por delante. Yo llevaba un vestido de gasa de
manga larga, uno que había en mi armario y que no había llevado a Madrid.
Uno de esos vaporosos que, aunque no tenía florecitas, estaba segura de que
le gustaría.
Y allí, a dos metros el uno del otro, no supimos cómo saludarnos. Sólo
tuvimos que acercarnos y el instinto hizo el resto. Él dejó la bolsa en el
suelo y se olvidó de que, seguramente, las dos personas que me
acompañaban eran mis padres, y yo me olvidé de que su presencia allí me
planteaba mil inquietudes. Nos dimos un abrazo, uno de esos en los que él
me cobijaba en su pecho y me besaba la cabeza. De esos en los que su
aroma me embriagaba. De esos en los que le escuchaba el corazón. De esos
en los que se nos olvidaba el mundo.
—Mi muñequita, cómo te he echado de menos —me susurró.
Y le acaricié la mejilla recién afeitada tan sólo unas horas antes, para
darle un beso en los labios, que fue más breve de lo que nos hubiera
gustado porque allí, enfrente, estaban mis progenitores observando
atentamente aquella escena.
—Bueno, estos son mis padres, José Luis y Manoli —presenté.
—Encantado de conocerlos y muchas gracias por invitarme y venir a
buscarme —expresó él en su versión encantapadres deluxe, a la vez que les
estrechaba la mano.
A continuación, nos dirigimos hacia el coche para regresar al pueblo.
Un viaje en el que yo permanecía muda mientras Rafa hablaba con ellos de
diversos temas con una soltura y una madurez que me impresionaron hasta
a mí. Íbamos en los asientos de atrás y él me acariciaba la mano sin perder
el hilo de aquella conversación.
—¿Qué tal llevas los estudios? —me preguntó, a sabiendas de que mis
padres le escuchaban.
—Bien.
—Si quieres, podemos dar un repaso estos días.
—A ver si aprueba porque, si no, va a perder la beca. Es que mira que
suspender dos… —se lamentaba mi padre—. Tú has sacado buenas notas,
¿verdad?
—Bueno, es que este año ha sido muy difícil. Yo he sacado buenas
notas, pero también he suspendido una, y en esa, su hija ha sacado casi un
nueve. Nos ayudamos mutuamente. —Me miró para guiñarme un ojo.
Yo le sonreí, ¿qué otra cosa podía hacer?
—No nos llames de usted, hombre, que no somos tan viejos —le pidió
mi padre.
—Era por respeto, no os molestéis, por favor —respondía él.
Pero ¿cómo podía dársele tan bien eso de meterse al resto en el
bolsillo?
La charla continuó sin que mi madre mencionara el tema de que
dormiría en casa de mis abuelos, hasta que llegamos a nuestro destino y
sacó su equipaje del maletero.
—No hay problema, donde sea más cómodo, no quiero molestar —
decía él.
Aún tuvo que pasar un rato, que se me hizo muy largo, hasta que
pudimos quedarnos solos. Un rato en el que nos acercamos a casa de mis
abuelos para que Rafa dejara sus cosas y saludara a la parte de mi familia
que estaba allí expectante por su visita. Un rato en el que, posteriormente,
volvimos a casa para que Rafa llamara a su familia para decir que había
llegado bien.
Cuando nos acercamos hasta la fuente a por agua, por fin, pudimos
estar sin compañía.
—Perdona, es que mis padres no quieren que te quedes en casa por el
qué dirán los demás. Es que flipo, tío —me excusaba.
—No te enfades, pequeña, me da igual dormir en un sitio o en otro.
—Ya, pero eres nuestro invitado y no es normal que… —Me di cuenta
de que Rafa no caminaba a mi lado, sino que se había parado unos metros
más atrás observando algo que le había entretenido por el camino.
—¡Una Harley! —exclamó embelesado mirando aquella moto—. ¡Qué
guapa! ¿De quién es?
—Es de mi primo, Lucas.
—¿De tu primo? ¿Y crees que me dejaría dar una vuelta?
—Huy, antes te presta a su novia, así que quítate esa idea de la cabeza.
—¿Ni siquiera de paquete?
—No lo creo, nunca lleva a nadie.
—¿Y vive aquí?
—Sí, en esta casa.
Permaneció unos segundos más deleitándose la vista con aquel
vehículo antes de continuar con el paseo.
—¿Y cuándo empiezan las fiestas? —me preguntaba.
—Pues esta noche ambientan el bar, así en plan discoteca, y ponen
música a eso de las doce. Y mañana y el domingo es cuando hay misa,
sacan a la virgen y al santo y hay orquesta y eso. Y acaban el lunes por la
noche, que vuelven a poner la discoteca.
—Ah.
Se paró en medio del camino, ya habíamos dejado atrás la zona de las
casas y las huertas, llegando al tramo que sólo estaba bordeado por árboles.
—No aguanto más —continuó diciendo.
Y antes de que me diera tiempo a preguntar nada sobre aquello, me
cogió por la cintura con un brazo y por el cuello con la mano del otro para
besarme muy intensamente.
—Rafa… —fue la única palabra que pude articular cuando separó sus
labios de los míos.
—Cuando un novio no ve a su novia durante diecinueve días es muy,
pero que muy imprescindible y la situación lo requiere, pero mucho. Estás
guapísima y morena, pero más rubia…
—Eso es porque después de comer me echo una siesta en la terraza,
como aquí no hace calor… Además, el sol aclara el pelo. Tú también estás
muy guapo y más moreno.
—Porque he estado en la playa. —Volvía a besarme, esta vez en el
cuello—. Y hueles tan bien, Yerbis. ¡Dios! Párame porque me tomo el
postre antes de la cena.
—¿Quieres que te dé un poquito de bromuro?
—Pero, tía… ¿Es que no puede uno ni emocionarse por ver a su churri
después de tanto tiempo?
—Me has pedido que te pare y es el cortafuegos.
—Ya veo, ya. Es el cortarrollos, más bien.
Continuamos caminando hacia la fuente.
—Además, que ni somos novios, ni yo soy tu churri y, si te soy
sincera, aún no entiendo muy bien lo que haces aquí —afirmé.
—¿Me vas a decir que no me echabas de menos? Porque el abrazo que
me has dado al verme indica lo contrario. Creía que teníamos algo especial,
pero tú no vas a estar contenta hasta que no le pongamos nombre.
Bajamos la última cuesta y estábamos ya frente al caño por donde
emanaba el agua limpia y fresca que procedía de la montaña.
—Y yo creía que estar de vacaciones y separados nos vendría bien
para aclararnos las ideas, pero tú has tenido que venir porque no confías en
mí. Ese es el único motivo. Si no hubieses escuchado el nombre de Ángel
por teléfono ahora no estarías aquí.
Zurbano me observaba fijamente con el semblante muy serio.
—Dabuti, tía. Yo sólo he venido a verte, a estar contigo porque te echo
de menos, pero si te vas a poner así, me vuelvo a Madrid esta misma noche.
—Hizo una pausa—. De verdad, es que a veces me cuesta entender cómo te
aguanto. ¿Cómo no voy a tener dudas de lo que siento por ti? Si es que eres
insoportable.
—¿Que yo soy insoportable? A lo mejor no lo sería si tú tuvieses las
cosas claras. Y, además, el insoportable eres tú, que vas manejando a todo el
mundo para salirte con la tuya, ahí haciendo la pelota a mis padres y a todo
el que se te ponga por delante para conseguir lo que quieres. Pero a mí no
puedes manejarme y eso es lo que te jode de verdad.
—¿Sabes lo que me jode de verdad? Que eres tú quien no tienes las
cosas claras y no paras de jugar conmigo. Eres una niña mimada.
—¿Yo, niña mimada? Y tú, un retorcido que siempre juega con la
gente y se piensa que los demás hacemos lo mismo. Pero yo no juego
contigo, paso de ti completamente.
—No puedes pasar de mí, aunque lo intentes, niñata.
—¿Quieres verlo, quinqui de pacotilla? Que por mucho que te pongas
camisitas elegantes, sigues siendo el mismo barriobajero flipado que se cree
el rey del mambo. Aunque la mona se vista de seda… —apunté hacia su
pecho con el extremo de la garrafa vacía que yo llevaba en la mano.
—Lo dices por propia experiencia, ¿no? Que vas de grunge, pero eres
una media pija, que no llegas ni a pija entera —él sujetó la garrafa y hacía
fuerza para llevarla hacia mí, sin soltarla.
—Y tú, medio hombre, que no llegas ni a hombre entero.
—¿Y lo dice la cucaracha esmirriada?
—¿Y lo dice el macarra venido a menos?
Mientras nos decíamos aquello, forcejeábamos con la garrafa
llevándola hacia el lado del otro.
—No puedes vivir sin mí, Yerbitas.
—Ya quisieras, Zurbanito.
Y, de repente, tiró de la garrafa hacia sí para apartarla de entre
nosotros. Con lo que caí hacia Rafa por la inercia, quedándose él con
aquella botella en una mano y agarrándome de la cintura con la otra.
—Demuéstramelo, dime que no me quieres —me pedía.
—No te quiero.
—No te creo. A ver cuánto aguantas sin besarme —acercó su rostro al
mío para dejar sus labios sólo a cinco centímetros de mi boca—. Tres,
dos…
No pudo decir el uno. Nuestros labios se atrajeron como un imán para
besarnos muy apasionadamente.
—Te odio, Rafa —le susurré cuando nos separamos para respirar.
—Yo tampoco te aguanto, Lidia.
Y continuamos besándonos aún con más intensidad, hasta acabar con
su espalda apoyada contra aquella puerta del cobertizo, donde estaban
grabadas las iniciales A y L, y mis manos, agarrándose a su torso como si
fuese un salvavidas en medio del mar. Él había soltado la botella y me
amarraba por la cintura con ambos brazos. Estuvimos así hasta que
escuchamos de fondo las voces de un grupo de personas que se
aproximaban a la fuente. En ese instante nos separamos.
Resopló.
—Voy a necesitar el bromuro —dijo a continuación.
Sonreí. Y procedimos a llenar la garrafa de agua tras rescatarla del
suelo.
—Hola, buenas tardes —saludamos a aquellos extraños antes de
volver a casa para cenar.
Aquella noche comenzaban las fiestas con la discoteca que montaban
en el club, pero Rafa era la atracción y los miembros de nuestra panda no
entramos al bar, sino que estuvimos reunidos en el parque, alrededor de él.
Y Zurbano estaba en su salsa rodeado de tanta gente bailándole el agua.
Hasta que notó la presencia de un nuevo integrante y vio que a mí me
cambiaba el gesto, entonces dedujo que era Ángel. Acertó de pleno.
Simplemente, me pasó el brazo por encima de los hombros, sin dejar de
seguir la charla que estábamos manteniendo, y se le quedó mirando a los
ojos mientras que el otro le devolvía la mirada. Un diálogo entre leones en
el que no había nada más que decir. Tras aquello, Rafa siguió con la
conversación en la que estábamos envueltos, como si nada, y Ángel, se dio
media vuelta para meterse dentro del bar.
Un poco más tarde, nos despedíamos en la puerta de mi casa. Mis
primos decidieron esperarle en el banco de la entrada de casa de mis
abuelos para dejarnos intimidad.
—Esa es la ventana de tu habitación, ¿no? —me preguntó señalándola.
—Sí.
—O sea que, si quiero subir a verte esta noche, sólo tengo que trepar
por este tubo, ¿verdad?
—No es tan fácil, hay que estar muy cachas para hacerlo, que está muy
alto.
—¿Qué pasa? ¿Que yo no estoy cachas? Bueno, no tanto como tu ex,
porque era ese que se asomó en el parque, ¿no? El de la camisa apretada.
—Sí.
—Pero a ti te gustan mis bolas, ¿no?
Meneé la cabeza.
—Buenas noches, Rafa.
—Buenas noches, muñequita. Deja la ventana abierta.
Sonreí y me giré para entrar a casa.
—¿Dónde vas? —continuó, agarrándome de la cintura—. ¿Y mi beso
de buenas noches? Que, si no, no voy a poder dormir, tía.
Y tras un gesto risueño, nos dimos un beso breve que él intentó alargar.
Lo consiguió.
—Dulces sueños, preciosa.
—Dulces sueños, doctor Zeta.
Me regaló otra sonrisa antes de darse media vuelta para marcharse
junto a mis primos.
51. Nuestra relación no avanza

Sábado, 22 de agosto de 1998

Estaba durmiendo de madrugada cuando noté el calor de alguien


junto a mí.
—Hola, muñequita —me susurró.
—Creía que no ibas a venir.
Fueron las únicas palabras que dijimos. Tras ellas, sentí como me
despojaba del pijama con desesperación y pegaba su torso desnudo al mío
para continuar con muchos besos que recorrían mi cuerpo por todas partes,
haciéndome cosquillas con su cortísima barba.
—Ooohhh, no pares, Rafa.
—¿Estás segura?
—Sí, sigue, por favor, ya no aguanto más. A la mierda el pacto.
—Pensé que no me lo dirías nunca.
Y se abrió paso entre mis muslos para fundirse conmigo.
—Ooohhh, Lidia.
—Ooohhh, Dios, esto es mejor de lo que me imaginaba.
—Te lo dije. Me quieres, no puedes vivir sin mí.
Salté como un resorte, despertando con el corazón saliéndoseme del
pecho. Luego me incorporé para respirar profundamente con el fin de bajar
las pulsaciones.
—Ya lo que me faltaba, tener sueños erótico-festivos con Rafa, ¿y qué
va a ser lo siguiente? —susurré como si estuviera hablando con alguien que
me pudiera asistir o aconsejar en ese berenjenal que tenía por situación.
Volví a tumbarme en la cama y después de observar la ventana cerrada,
cerré también los ojos, tratando de pensar en cosas relajantes que me
devolvieran de nuevo a un sueño, esta vez, apacible.
Pocas horas más tarde, me desperté por el ruido de un motor, eran más
de las diez de la mañana. Me asomé a la ventana y entonces los ojos se me
abrieron como platos, aquello no podía ser posible. Rafa conducía cuesta
abajo la Harley de mi primo Lucas, llevándole a él de paquete.
—Pero… en serio, ¿este tío cómo lo hace?
¿Cómo podía haberle convencido para montar en su moto, si nunca se
la dejaba a nadie? ¿Cómo podía haber convencido a mis padres para que le
invitaran a las fiestas, si ellos no paraban de repetirme que no descuidara
mis estudios por ningún chico? ¿Cómo podía haberme convencido a mí
para compartir con él aquel embolado de la libreta? ¿Cómo podía haber
soñado con él en aquellos términos? Todo lo que rodeaba a Rafa era un
enigma que no lograba resolver. Era como un tsunami que había irrumpido
en mi vida para ponerla patas arriba, a pesar de que yo trataba de colocar
todo lo que se llevaba por delante, sin éxito. Pocas horas después de su
llegada el día anterior, todo el mundo le conocía y se había metido en el
bolsillo a mis allegados. ¿Cuál era su secreto? Suspiré con resignación.
Quizás no lo averiguara nunca, pero lo peor era que deseaba seguir
intentándolo sólo para estar a su lado.
Un rato después de desayunar, me aproximé hasta la casa de mis
abuelos para ver cómo había pasado la noche nuestro invitado. Cuando
entré, lo vi en la habitación donde dormían mis primos Guille y Sergio.
Estaban todos sentados repartidos entre las dos camas mientras escuchaban
música, a la par que mis primos pequeños corrían y saltaban sobre los
colchones junto a ellos. La más activa era mi prima Patricia, una morenita
de ojos oscuros de tres años, que saltaba de una cama a otra arriesgando su
vida, segundo a segundo, sin ningún temor.
—Pero, chica, para un poco, que tienes la cabeza llena de moretones
—la regañaba Zurbano.
Pero ella no borraba la sonrisa de su rostro y seguía a lo suyo.
—Abuela no da abasto para prepararle el aceite de los chichones —
afirmaba Sol.
Él negaba con la cabeza, mis primos ya la habían dado por imposible.
—Hola —saludé a todos.
—Hola, prima —dijeron ellos.
—Buenos días, churri —me habló Rafa para cogerme de la mano con
el fin de atraerme hacia él y besarme—. Dile algo a esta chica, que parece
un gamo. —Señaló a Patri.
—Ya he tirado la toalla con ella, es así, ¿qué le vamos a hacer?
Patri se carcajeaba.
—¿Es tu novio? —me preguntó.
Miré a Rafa y él sonreía.
—Sí —contesté al fin.
—Por eso os dais besos. —Y volvía a saltar a la otra cama.
—¡Para quieta, que te vas a mancar! —le decía mi abuela asomándose
por la puerta.
—¿No os arregláis para ir a misa? —les cuestionaba yo.
—Sí, ahora —confirmaban mis primos.
—¿En serio hay que ir a misa? —se sorprendía Rafa.
—A ver, aquí es costumbre en las fiestas. Además, hoy canta mi
abuelo en la iglesia.
—Ah, por eso le he escuchado ensayando en el pasillo una canción en
latín —deducía.
—Sí. Bueno, yo me voy a ir a arreglar, os dejo por aquí.
—Te acompaño. —Zurbano se levantó para caminar junto a mí
mientras me marchaba.
Cuando salíamos a la calle escuchamos las voces de mis tíos hablando
unos con otros por el pasillo, por la cocina…
—Esta casa es una locura —afirmé una vez en el exterior—. ¿Estás
bien? ¿Dormiste bien?
—Sí, muy bien, tranquila.
—Ya te he visto en la Harley con mi primo, ¿cómo lo has hecho?
—Es que soy muy persuasivo, siempre consigo lo que quiero.
—¿Tú crees?
—Tú también caerás, pequeña —me susurró.
—Sigue soñando —le susurré yo a él.
—¿Te vas a poner guapa para mí?
—Yo siempre estoy guapa —le guiñé un ojo y me di media vuelta para
regresar a mi casa.
A la una menos cuarto volví a casa de mis abuelos para buscar a mis
primos y a mi pseudonovio. Cuando llegué, me encontré a Rafa agachado
hablando cara a cara con mi primo Sebas, quien le miraba muy serio
mientras Zurbano le reprendía en voz baja.
—A ver si aprendemos, ¿eh? Tienes que elegir mejor a tu público o
acabarás con la cabeza dentro del reguero, ¿entendido?
El niño asentía vestido con una camisa color crema y un pantalón azul
claro, que contrastaban bastante con su fama de gamberro. Después salió
corriendo.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Rafa.
—Que intentaba atarme los cordones de un zapato con los del otro,
pero uno ya es perro viejo.
Yo sonreía.
—Si tú eres peor que él.
—Por eso, tiene que saber quién manda.
Negué con la cabeza y le miré atentamente. Llevaba una camisa blanca
y un pantalón marrón claro que no le había visto nunca, parecían nuevos,
recién estrenados. Probablemente se hubiera gastado parte de su sueldo para
invertirlo en aquella vestimenta, que acentuaba su moreno, con tal de
agradarme.
—¡Eh, ven aquí! —llamó Zurbano otra vez a Sebas para decirle algo al
oído. El niño asintió, sonrió y se fue calle abajo.
Rafa se volvió hacia mí.
—¿Vamos, churri?
—Vamos.
La gente comenzaba a bajar la cuesta de la carretera para acercarse
hasta la iglesia, que se encontraba en la parte baja del pueblo. Yo iba de la
mano con Rafa. Con un vestido corto vaporoso fruncido en el pecho de
color beige y estampado con unas pequeñas cerezas, que acompañaba de
unas sandalias de color crudo y de tacón. Ambos contrastábamos bastante
con la versión de nosotros que iba todos los días a la universidad.
—Estás muy guapo —le susurré y al acercarme para hacerlo, me
invadió su colonia.
—Me he puesto guapo para ti. Por cierto, me está entrando hambre al
verte, quiero comerte las cerezas.
—¡Rafa!
De camino a misa nos íbamos encontrando con gente que no paraba de
saludarnos, pero más a él que a mí. Por un momento me pareció que era yo
la forastera.
Una vez dentro de la iglesia, nos dispusimos al final del templo, junto
a la puerta, todos los primos mayores y los amigos juntos, y Rafa a mi vera
preguntándose qué estaba haciendo allí, si la última vez que acudió a misa
fue en su comunión, y por obligación.
—El señor esté con vosotros —empezó a cantar el cura, Don Cipriano,
tras hacer una introducción de bienvenida.
—Weeeeeee —sonó alrededor mío en voz baja mientras el resto de los
asistentes respondía con la frase oportuna, y después todas las cabezas
agachándose para reír aquella broma sin llamar demasiado la atención al
resto de feligreses.
—Levantemos el corazón —seguía cantando el párroco.
—La tenemos levantada hacia el señor —volvió a sonar detrás de mí
en un coro de susurros.
Zurbano sonreía.
—Vale, ya veo de qué va esto —afirmó.
—Tíos, cortaos un cacho, ¿no? —dije girándome hacia los bancos de
detrás.
Pero no sé si me escucharon porque estaban riendo por lo bajini
mientras que el resto de la iglesia, por suerte, era ajena a sus bromas.
Después de la intervención del cura empezó a cantar el coro en latín.
—Reeeeeeee… Eeeeeeeee… Eeeeeeeeesurrexit… Siiiiiiii… Iiiiiiiii…
Iiiiiiiiicut…
—Ahora viene la o, ¿verdad, churri? —me cuestionaba Rafa en voz
baja, pero no lo suficiente para que le oyeran los de atrás, que era lo que
pretendía.
Y entonces otra vez las cabezas agachadas riendo de aquello.
—Pffffff… Nos van a echar, ya veréis —protesté.
Pero nadie me escuchaba porque todos estaban llorando de la risa
sigilosamente, incluida Carol, que se ubicaba a mi lado.
Una vez concluida aquella canción en latín, el cura continuó leyendo
los textos que formaban parte de esa ceremonia sin más contratiempos.
Bueno, sin más contratiempos hasta que se oyó un gran estruendo que hizo
sobresaltar a toda la iglesia, parte de la cual gritaba como resultado de la
cadena de explosiones que estaba sonando. Alguien había lanzado una ristra
de petardos desde la puerta al interior.
—¡Coño! ¡Las Fallas han llegado a Castañar! —exclamaba mi primo
Guille desde el banco de detrás.
—¡Vaya pioneer, nen! —apuntaba Sergio.
Y entre las voces y la humareda se escuchó a una de mis tías en la
puerta de la iglesia reprendiendo al responsable de aquello, mi primo Sebas.
—Pero ¿eres bobo? Tira, anda, tira, que te voy a… —le voceaba
mientras se lo llevaba de allí de la oreja.
—Grande este chaval, muy grande. Llegará lejos —manifestaba Rafa.
—¿No habrás tenido nada que ver?
—¿Yo? ¿Por quién me tomas, Yerbis?
Negué con la cabeza poniéndome la mano en la frente sin creerme
nada de lo que me estaba diciendo. Puede que Rafa no hubiese tenido esa
idea, pero estaba segura de que, de alguna manera, la había alentado.
Definitivamente, los Álvarez no podíamos pasar desapercibidos, y para
colmo de todos los males, se había unido un buen miembro al equipo, otro
Álvarez animando aquel tinglado, echando más leña al asunto. Lo que yo
no sabía en ese momento es que ese asunto apenas había comenzado a
arder.
Afortunadamente, la misa pudo terminar sin más interrupciones, pero
entonces empezaba la procesión para sorprenderme más de lo que
imaginaba.
—Bueno, voy con tus primos, Yerbis —me informó Rafa.
—¿Adónde?
—A sacar al santo.
—¿Qué? ¿Tú a sacar al santo?
—Sí, tía, me han preguntado si quería acompañarlos, no les iba a hacer
el feo.
Resoplé.
—Por favor te lo pido, Rafa, no la lieis.
—No te preocupes. —Me dio un beso en los labios, como si eso fuera
una garantía para mi tranquilidad.
Se fue con Sergio, Guille y Diego, otro de mis primos, dos años mayor
que nosotros, hasta el altar para portar entre los cuatro al pequeño santo que
presidía nuestra humilde iglesia junto a la virgen, a quien llevarían cuatro
mozas.
—Pero… ¿van a sacar al santo de verdad? —se sorprendía Carol.
—Sí, tía, se masca la tragedia.
—Yo esto no me lo pierdo —decía ella.
Nos quedamos al final de la iglesia, junto a la puerta, esperando a que
fueran saliendo con las imágenes.
—Primero va la virgen y detrás vosotros —les instruía Don Cipriano.
—Entendido, pater —le confirmaba Rafa con su desparpajo
característico.
Y así ocurrió, salieron primero las chicas con la figura de la virgen y
detrás, lo hicieron ellos.
—Rafa, por favor, no des la nota —le rogaba cuando pasaron a nuestro
lado.
—Tranqui, cari —me decía él desde la parte de atrás del pequeño paso.
Carol y yo salimos detrás de ellos para seguir la procesión.
—Habrá que darle un poco de ritmo a esto, ¿no? —les hablaba
Zurbano a los otros.
—¡Rafa! —volví a llamarle a modo de reprimenda, pero él ya no me
escuchaba.
Las personas que estaban esperando en la puerta del templo salieron
detrás de ellos, poniéndose delante de nosotras para seguir por el camino
que iba desde el edificio de la iglesia hasta la puerta del recinto de piedra
que la rodeaba. Una vez fuera de él, las jóvenes que portaban la virgen se
pararon, siguiendo las instrucciones del párroco, pero ellos continuaron
caminando hasta adelantarlas, avanzando con la imagen sin mirar atrás.
—¡Eh! ¿Pero dónde vais? ¡Parad! ¡Decidles que paren! —voceaba el
cura.
Pero ellos andaban muy rápido para llevarse al santo de allí, ante la
atenta mirada de todos los feligreses.
—Pero ¿quiénes lo llevan? —curioseaba una vecina.
—Los Álvarez —aclaraba otra.
—¡La madre que los parió! —exclamé mirando a Carol—. ¿Es que en
esta familia siempre tenemos que dar la nota?
Esquivamos a la gente y salimos corriendo para alcanzarlos, pero
como llevábamos tacones, no podíamos hacerlo a mucha velocidad. A
aquella carrera se unieron parte de mis primos y algunos amigos que iban
tronchados de risa a nuestra vera.
—¡Eeehhh! ¡Parad! —les gritábamos.
Pero no hacían caso.
—Yo le mato, te lo juro —le iba comentando a Carol casi sin aliento.
—¿A cuál de ellos?
—¿A quién va a ser? Al jefe del cotarro, a Rafa.
Afortunadamente, aquel paso les pesaba, con lo que comenzaron a
aminorar la velocidad y cada vez estábamos más cerca de ellos. Les
alcanzamos justo cuando llegaban al recinto del club.
—Pero ¿qué hacéis aquí con el santo? —trataban de averiguar unos
hombres que estaban sentados en el soportal del bar.
—A que le pongáis un vino, que le tenéis seco, hostia —les decía
Sergio.
—Oye, ¿y no lo podríamos apoyar encima de una mesa? Que pesa un
poco —proponía Guille.
—Rafael Zurbano, ¿se puede saber qué estáis haciendo? Me estás
dejando en ridículo delante de todo el pueblo —le reprendí una vez que
hube llegado a su lado.
—¿Yo? Pero, churri, si sólo los he seguido —se defendía él.
—Tú eres el peor de todos, que ibas alentándolos. Y tú, Diego, que ya
tienes una edad, tío.
—Pero, prima, si sólo veníamos a tomar un avituallamiento, que hay
que coger fuerzas para llevarlo. Por cierto, estoy con Guille, ¿dónde lo
dejamos? Que pesa mucho —se manifestaba Diego.
—Rafa, o volvéis a llevar el santo a la iglesia, o esto es lo más cerca
que vamos a estar tú y yo —le aseguré a dos metros de él.
En ese momento apareció Ángel saliendo del bar.
—¡Coño! ¿Qué hace aquí el santo? —se reía.
—Los Álvarez, que lo trajeron a tomar un vinín —respondía uno de
los hombres.
—¡Toma, hostia! —Y otro de ellos puso un vaso con aquella bebida
encima del paso.
—Va, Rafa, ¿queréis volver ya?
—Haz caso a la parienta, que, si no, esta noche no mojas —le decía
Ángel y los que estaban con él se carcajeaban.
—¿Tú eres gilipollas? —insulté a mi exnovio.
—El que no va a mojar eres tú, me parece. Que ya no hace falta que te
preocupes por esta flor, que está regada mañana, tarde y noche —se dirigía
a Ángel—, ¿verdad que sí, Li? —continuó hablándome a mí.
—Rafa, como no volváis ya, se te va a secar la flor sin haberte dado la
oportunidad ni de sacar la regadera —le susurré.
—¡Dios! ¡Cómo me pones, princesa! —exclamó en voz alta para que
le oyera el otro y me plantó un beso en los labios, aprovechando que me
tenía junto a él—. Hala, vamos, chavales, que el santo ya ha bebido y se
tiene que ir a buscar a la parienta.
Comenzaron a caminar de vuelta a la iglesia mientras iban cantando
con el resto de la panda que les había seguido desde aquel lugar donde
iniciaron la procesión:
Litros de alcohol
Corren por mis venas, mujer…
—¿No ves quién lleva el cotarro aquí? Van todos detrás de él como
moscas a la miel —le dije a Carol.
—Lo dices por experiencia, ¿no? —se rio.
Nos fuimos con ellos, esta vez a su mismo paso porque se ve que ya
estaban cansados de soportar aquel peso y andaban más despacio.
—Rafa, por favor, disculpaos con Don Cipriano —le rogué
poniéndome a su lado.
—¡Cipriano, me la tocas con la mano! —voceó uno de los integrantes
más jóvenes que seguía aquella particular procesión, un forastero de unos
quince años que caminaba cerca de nosotros.
—¡Eh, tú! Eso no es gracioso, ¿eh? A ver si tenemos un poquito de
respeto —le regañaba Rafa.
El chico agachó las orejas y no volvió a abrir la boca en todo el
camino. Yo meneaba la cabeza por aquel espectáculo. Después de que mi
familia hubiera invitado a Rafa a venir, me sentía avergonzada por todo lo
que estaba liando. Él se dio cuenta al verme tan seria y quiso arreglarlo.
—Lidia, no te preocupes, ¿va? —Me guiñó un ojo.
Pero aquello no me consoló mucho, sobre todo, cuando nos estábamos
acercando y veía el revuelo que se había montado entre la gente con la fuga
del santo.
—Nos van a crujir —afirmé dirigiéndome a Carol.
—Puede, pero ha estado muy divertido.
La miré con gesto de sorpresa mientras ella no paraba de reír.
Una vez llegamos a la explanada frente a la iglesia, donde todos
esperaban a que regresara el santo, los allí presentes empezaron a dar voces
bronqueando a los chicos. Se adelantó Don Cipriano, y el resto de vecinos,
por respeto, le dejaron pasar. Las mozas seguían cargando a la virgen sobre
sus hombros, protestando por la situación. Rafa le pidió a otro de la panda
que le relevase en su puesto debajo del paso, y mis primos le copiaron,
estaban cansados de transportar aquel peso.
—Usted perdone, Don Cipriano, no queríamos molestar. Es que en mi
pueblo es costumbre acercar el santo a los descarriados que van al bar en
vez de a misa, ¿sabe? Para intentar que vuelvan a beber de la fe cristiana, en
vez de de sus copas llenas de alcohol, pero no ha habido suerte. Sin
embargo, le mandan esto, que está bendecido por el santo para que se lo
beba a su salud —le habló Rafa antes de coger el vaso de vino que llevaban
sobre el paso, para entregárselo.
—¡La madre que lo parió! —le susurré a Carol.
—Tía, si alguna vez lo dejas con él, me lo pido —afirmaba ella
partiéndose de risa.
Don Cipriano cogió el vaso de vino, lo miró, le dio un sorbo y después,
ante la expectación de todos los presentes, meneó la cabeza y sonrió.
—No te conozco, ¿eres familia de los Álvarez?
—Sí, señor, familia política, un placer conocerle. Los Álvarez somos
buena gente, ¿sabe? Y hemos cuidado mucho al santo porque, ante todo, le
tenemos mucho respeto.
—Pase por esta vez porque no le ha pasado nada, pero procurad que no
se vuelva a repetir —afirmó el cura hablando a mis tres primos y a Rafa,
después se dirigió a todo el grupo de vecinos que les rodeaban—. Hay que
seguir la procesión, así que necesito otros cuatro voluntarios, que no sean
de los Álvarez, a ser posible.
Don Cipriano miró a los chicos que portaban en esa ocasión el santo
para descubrir que ninguno era de mi familia, y dio las instrucciones para
que comenzara, por fin, la procesión de la manera tradicional. Rafa iba
cogido de mi mano y a mi vera.
—Y ahora, vas a ir aquí conmigo en primera fila para demostrar tu fe
cristiana, que la has liado parda —le hablé al oído.
—¿Pero tú eres devota, churri?
—Ni gota, pero ahora te conoce todo el pueblo y más te vale que te
tengan en alta estima, especialmente mi familia.
—¿Son devotos?
—Pues tampoco demasiado, pero como ves, aquí importa mucho el
qué dirán.
—Captado.
Y permaneció toda la procesión caminando muy cerca del cura, muy
serio junto a mí, prestando atención a todo lo que sucedía y siguiendo todo
el procedimiento. De repente, le vi santiguarse y le miré extrañada.
—Hombre, tampoco hace falta —le aclaré.
—Si nos implicamos, nos implicamos —contestó él.
Carol, que estaba cerca de nosotros, no podía parar de reír junto al
resto de mis primos y parte de la panda, que seguían a Rafa observando sus
andaduras como si le estuvieran procesionando a él, en lugar de al santo.
Poco después, cuando terminó aquel evento, nos acercamos al club
para tomar algo antes de comer al son de la música típica de flautistas y
tamborileros del lugar. Para mi asombro, Rafa no sólo se había ganado la
simpatía de Don Cipriano, sino de la mitad del pueblo, que ya le conocía y
hablaba con él de manera distendida. Y yo aún me seguía preguntando
cómo lo hacía.
Cuando terminó aquella reunión, nos dirigíamos junto a casa de mis
abuelos, donde se había organizado una comida familiar. La celebrábamos
en el bajo de la casa de uno de mis tíos, donde cabíamos todos. Una comida
de cuarenta y dos personas. Zurbano se sentó a mi vera y junto a mi abuelo.
—Pfffff… Tía, me han presentado a toda tu familia, pero sólo he
conseguido aprenderme los nombres de los que están durmiendo en casa de
tus abuelos —me confesaba antes de probar la comida del plato que le
acababan de servir.
—¿Pero tú no memorizabas fácil?
—Sí, pero esto ya es para matrícula de honor, Zuñi.
—Bueno, poco a poco.
—Tú come, ¿eh, Rafa? A ver si te vas a quedar con hambre. Me caso
ni con Dios —le decía mi abuelo expresándose de aquella manera tan
característica que él tenía mientras le servía vino con gaseosa en un vaso.
—Pero abuelo, no le eches vino, que Rafa no bebe —le informaba yo.
—No, tranquila, no pasa nada —decía Zurbano.
Y allí entre voces, degustábamos todos aquella comida de día de fiesta.
Un rato después, Zurbano empezaba a acusar los efectos del alcohol
que le servía mi abuelo, comenzando a desinhibirse más aún de lo que lo
solía hacer en condiciones normales.
—¡Vivan los Álvarez! —gritaba mi pseudonovio totalmente integrado
en la familia.
—¡Vivan! —le respondía un coro formado por primos y algún tío.
—Rafa, tío, deja ya de beber, que vas un poco perjudicado.
—Que no, churri, si estoy bien, no le voy a hacer un feo a tu abuelo,
que me ha dicho que el vino es de aquí.
—Pero no estás acostumbrado.
—Ven, anda. —Me agarró para darme un beso de esos limitados por
pacto delante de todos, que alargo hasta que mis primos le jalearon para
aplaudir al final.
—¡Vivan los novios! —gritaban.
—¡Rafa! —le bronqueé.
—Lidia, no seas así, quiérele un poco al chaval —gritaba Diego.
—Pffffff… El chaval lleva un pedo del quince porque abuelo no para
de echarle vino.
Y todos partidos de risa.
—Yerbis, hay un cerezo ahí fuera lleno de estas —señalaba el
estampado del vestido—, pero yo me quiero comer las tuyas. —Y me
agarraba de la cintura para llevarme hacia sí—. ¿Me vas a dejar hacerlo de
una vez? Es que voy a estallar un día de estos.
Por suerte, aquello me lo dijo en voz baja y no pudieron escucharle.
—Vale, se acabó, Rafa. A la cama ahora mismo.
—¿En serio? ¿Y qué hacemos con el pacto? Da igual, tía, yo quiero
hacerte el amor —me decía en susurros.
—Sssshhhh… No hables más y vámonos. —Le ayudé a levantarse con
miedo a que empezara a destapar aquellos secretos que nos unían.
—¿Qué le pasa? —me preguntó mi abuela.
—Que abuelo le ha emborrachado y él no bebe —dije enfadada.
—Ven, vamos —contestó ella acompañándonos hasta su casa, al lado
del bajo donde estábamos comiendo.
—Pero, ¿cómo? ¿Tu abuela también viene? No se moleste, señora
Rosa, que yo la aprecio y eso, pero necesitamos un poco de intimidad, ¿no,
churri?
—Sssshhhh… Cállate, Rafa, sólo vamos a dormir —le aclaré.
—Ah, vale, que estás disimulando. Qué pillina eres. —Sonrio.
Yo meneaba la cabeza. Mi abuela también sonreía.
—Ayúdale a acostarse y ahora vuelvo, voy a prepararle algo —me
indicaba ella cuando ya estábamos en la habitación donde Rafa estaba
alojado.
Me costó un mundo, pero le ayude a descalzarse y recostarse en la
cama. Cuando, por fin, lo conseguí, Zurbano me puso la mano encima del
pecho izquierdo.
—¿Se puede saber qué haces? —le reñí sujetándole la muñeca para
que apartara la mano de ese lugar, pero él se resistía.
—Ssshhh… Está ahí.
—¿Qué dices? Vaya castaña llevas.
—Mi corazón está ahí. —Y agarró mi mano derecha con la que él
tenía libre para llevarla a su pecho—. Y el tuyo está aquí. Eres la muñequita
más bonita que he visto nunca. Eres mi estrella, mira. —Me quitó la mano
del pecho para tocar el colgante—. ¿Por qué no quieres estar conmigo?
—Va, vamos a dormir, Rafa.
—Pero, Yerbis, es que yo quiero quererte, pero tú no me dejas.
En ese momento entró mi abuela con uno de sus brebajes.
—Esto y un rato de siesta le van a dejar como nuevo —me aseguraba.
—Señora Rosa, dígale a su nieta que yo la quiero mucho, ella no me
cree. Es que le di mi examen y ahora estoy jodido, que no puedo vivir sin
ella.
Negué con la cabeza, pero a mi abuela le hacía gracia.
—Tómate esto, rosa —le decía ella mientras le invitaba a incorporarse.
—¿Rosa, yo? ¿Pero Rosa no era usted? Tu abuela se pierde con tanta
familia, como me pasa a mí, churri. Yo soy Rafa…, creo.
—Es cariñoso, rosa aquí es como decir cariño —le aclaré—. Venga,
bébetelo, que te hará bien.
Él lo miró un instante con gesto desconfiado y luego tomó el vaso con
aquel líquido verde entre sus manos para probar su contenido.
—Está amargo —protestaba poniendo cara de asco—. Tú nunca me
llamas cariño —se dirigió a mí.
Respiré profundamente.
—Venga, bébetelo…, cariño. —Le acaricié la mejilla.
Me miró en silencio unos segundos y se lo bebió de un trago poniendo
gesto de aversión después de hacerlo. Después se recostó y volvió a poner
su mano sobre mi pecho.
—Late muy rápido, dice que me quiere. Yo también te quiero. —Y
dejó de hablar para quedarse dormido.
Había pasado un rato cuando desperté tras haber sesteado brevemente.
Rafa seguía profundamente dormido. Me deslicé por un lado hasta
quedarme sentada en la cama para verle dormir. Suspiré sin poder evitar
acariciarle el pelo y besarle en la frente repetidas veces. Después bajé mis
labios hasta su mejilla para acabar besándole en los suyos. Pero él no se
inmutó. Como tampoco lo hizo cuando cogí una pequeña manta de lana que
había a los pies de la cama y le cubrí con ella.
—Dulces sueños, mi amor —le susurré acariciándole la mejilla para
salir de la habitación y dejarle allí descansando.
Me asomé al bajo, pero mis primos ya no estaban, supuse que se
habrían ido a dormir la siesta, como solían hacer a diario. La comida había
sido copiosa, aquella noche de fiesta sería larga y había que reponer sueño.
En el lugar donde habíamos comido sólo quedaban algunos de mis tíos y
mis padres, que seguían charlando mientras tomaban café, así que decidí ir
hasta mi casa para continuar con la siesta.
Un buen rato después, como a las siete y media, ya estaba despierta.
Venía del baño de refrescarme un poco y me disponía a cambiarme de ropa
para bajar al club, ya que se iniciaría el baile con orquesta al cual acudiría
todo el pueblo. Pero, antes, debía ir a ver cómo se encontraba Rafa. No
había empezado a desnudarme cuando escuche un coro de voces fuera:
—Sólo te pido, sólo te pido…
Tuve que levantar la persiana y abrir la ventana para ver en directo a
quien me estaba cantando:
—Que me hagas la vida agradable si decides vivirla conmigo.
—¡La madre que lo parió!
Rafa en primera fila, portando un pequeño ramo de flores y
acompañado de mis primos Guille, Sergio, Mario y Diego, formaban un
quinteto que me cantaba por Manolo Escobar bajo mi ventana. Mientras, mi
primo Lucas y otros vecinos y familiares eran el público de aquello. Yo me
llevaba las manos a la cabeza, pero ¿acaso no habíamos tenido suficiente
con todo lo acontecido durante ese día? Se ve que no.
—Tengo muchas cosas, mi amor, para darte si por mi camino tú
quieres venir. Un montón de sueños para ilusionarte y todo lo bueno que
hay dentro de mí —me cantaba, esta vez en solitario—. Churri, ¿qué me
dices? ¿Quieres venir conmigo al baile?
Y la gente que había en la calle, aplaudiendo.
—¿Ya estás bien? —le pregunté.
—Sí, eso que me ha dado tu abuela es milagroso. Va, ¿me dejas subir a
darte esto?
—Sube, está abierto.
—Manoli, ¿puedo subir? —le pedía permiso a mi madre.
Ella le dijo que sí y Zurbano desapareció de debajo de mi ventana.
—Lidia, tía, cómo te quiere Rafa, ¿eh? —afirmaba Sergio.
Yo sonreí y, al poco, mi novio de pega entraba en mi habitación.
—Toma, muñequita, unas cuantas flores para otra flor.
—Pero ¡qué bonito! ¿Lo has hecho tú? —Lo cogí para olerlo y luego
lo dejé sobre la cómoda.
—Me ha ayudado un poco tu abuela.
—Ya me parecía… Oye, ¿pero tú no decías que vendrías a cantarme a
mi balcón cuando los cerdos volasen?
—Pero esta mañana he acompañado a tu abuela al corral y he visto a
uno con intenciones. Y tú, ¿me vas a besar o vas a seguir poniendo pegas
a…?
No le dejé acabar sin probar sus labios en ese instante. Él me abrazó
para hacerlo aún más largo.
—Pero ven, que nuestro público nos espera. —Me agarró del brazo
para conducirme hasta la ventana cuando nos separamos—. ¡Chavales, esto
va por vosotros! —gritó a los de fuera y me besó intensamente para que
todo el mundo lo viera, al tiempo que se escuchaba abajo corear y aplaudir.
—¡Vivan los novios! —exclamaban.
—¡Madre mía, Rafa! A mí, que no me gusta llamar la atención, y hoy
te estás luciendo.
—Bueno, nos vemos en el baile, yo me quedo aquí esperando a mi
princesa —habló a la calle, cerró la ventana y bajó un poco la persiana—.
Perdóname, Yerbis, es que hoy me lo estoy pasando muy bien, ¿estás
enfadada?
—Rafa, es que yo sólo quiero pasar desapercibida y tú no me lo pones
fácil, somos dos polos opuestos y, además, es que esta es mi casa, mi
pueblo. Tú te vas dentro de tres días, pero después de eso seguirán hablando
de todo lo que ha hecho mi novio. Y más, aquí, que esto no es como la
ciudad, donde no te conoce nadie, aquí todo el mundo está pendiente de la
vida de los demás. Es que eres un notas, tío, y yo sólo quiero estar
tranquila. Si es que tú y yo no podremos ser una pareja en la vida, cada vez
lo tengo más claro.
Él me miraba muy serio, analizando las mejores palabras que utilizar
en ese momento. Se sentó en mi cama.
—¿Quieres que me vuelva a Madrid? —me cuestionó.
—Quiero que dejes de dar la nota, de estar metido en todos los
fregados, ¿crees que podrás?
—Sí, claro. —Hizo una pausa que me pareció muy larga—. ¿Lo has
dicho en serio?
—¿El qué?
—Lo de que tú y yo no podremos ser una pareja en la vida, porque a
mí no me gustaría tener que renunciar a esa posibilidad.
—Es que estamos en extremos opuestos.
—¿Y no podríamos tratar de buscar el centro?
—Cada uno es como es y la gente no cambia, Rafa. Podemos hacer el
esfuerzo de ir un poco hacia el lado del otro, pero la misma palabra esfuerzo
te indica que para hacerlo tendríamos que renunciar a nuestra naturaleza y
eso es dejar de ser nosotros.
—Pero no tenemos que dejar de ser nosotros, sino, simplemente,
aceptar al otro. Precisamente, a mí lo que más me gusta de ti es que eres así,
tan discreta, tan introvertida, tan mi polo opuesto. Eres mi yin, yo soy tu
yan. Nos complementamos en todos los sentidos. Por eso somos tan buen
equipo. Tú me das lo que yo no tengo y al revés. Reconozco que me asusta,
pero me asusta más no tenerte. No habría luz si no existiera la oscuridad y
tú eres todo luz. Y mi vida ya ha sido bastante oscura como para tener que
renunciar a tu luz, es que no quiero hacerlo.
—Chicos, ¿bajáis al baile? —gritaba mi madre desde abajo.
—Y encima, esto… Mis padres nunca me esperan para estas cosas
porque siempre quedo con mis primos y amigos —me quejé.
—Y ¿por qué hoy sí?
—Porque estamos tú y yo aquí arriba. Ahora mismo están sufriendo
porque tardamos mucho en bajar y la gente puede pensar que estamos
haciendo otras cosas, ya sabes. Por eso no estás durmiendo aquí, habiendo
una habitación libre al lado de la mía. Pero, claro, como mis padres
duermen abajo, pues no se fían, y yo ya estoy harta de tener que dar cuentas
de todo y de que la gente no deje de observarme o controlarme para ver
todo lo que hago. ¡Es que ya soy una adulta! —me iba enfadando por
momentos.
—Eh, eh, ven aquí anda. —Se levantó de la cama para abrazarme—.
Tranquila, pequeña. Yo voy a ir bajando porque te tienes que cambiar,
¿verdad?
Asentí.
—Vale, pues voy con ellos para que no piensen que hacemos nada y
así puedas vestirte tranquila, ¿vale? —Me besó la frente—. Te espero abajo.
—Pero… ¿vas a volver a dar la nota? Dime que no, por favor, hoy ha
sido un día muy intenso.
—No. Tengo que quitarte de la cabeza esa idea de que nunca podremos
ser una pareja.
Se dio media vuelta para salir de allí sin darme un beso. Lo eché de
menos.
Poco después, y tras poner el ramo que me había traído Rafa en un
recipiente con agua, bajé cambiada con el mismo vestido de las cerezas que
había llevado por la mañana. Zurbano me esperaba en un banco de la calle
que había junto a mi casa. Estaba hablando con mis padres, intentando
demostrar lo serio y responsable que era, aunque hubiera protagonizado
aquellas travesuras que, sorprendentemente, a ellos les habían parecido muy
graciosas. ¿Sería yo la rara? Seguramente siempre lo fui. Una vez que
llegué hasta donde se encontraban, se levantaron para que fuéramos todos
juntos al baile. Mis progenitores se adelantaron y yo caminaba junto a Rafa
de la mano detrás de ellos.
Minutos más tarde, llegamos hasta la pista de cemento que había junto
al club, donde ya había comenzado a tocar la orquesta. Mis padres se
reunieron con mis tíos y nosotros nos fuimos a buscar a nuestros amigos,
que estaban en el parque. Y no sucedió nada reseñable. Rafa estuvo más
comedido de lo habitual, aunque sin dejar de bromear, como lo hacía el
resto de la panda. Allí permanecimos hasta eso de las diez y media,
momento en que la orquesta hizo un descanso y regresamos a nuestras casas
a tomar la última comida del día.
Zurbano en aquella ocasión cenó en mi casa con mis padres y conmigo
para acudir todos al baile otra vez una hora después.
—Me voy a cambiar —le anuncié una vez terminamos de cenar y
recoger.
—¿Por qué? Si así estás muy guapa.
—Porque ahora hace fresco.
—Ah… Vale, churri. —Me miró con cara de corderito degollado sin
atreverse a darme un beso porque mis padres estaban allí presentes.
Gracias a su gesto, en lugar de ponerme un pantalón y un jersey como
tenía planeado, me puse otro vestido, esta vez largo y de punto, uno de
color granate que era de otra época y me quedaba bastante ajustado. Lo
cubrí con una chaqueta gruesa para evitar tener frío, pero la dejé abierta
para que se viera lo que había debajo.
—Antes quería comerte las cerezas, pero ahora quiero comerte a ti, mi
cerecita —me susurró mientras íbamos bajando por la cuesta de la calle
principal en dirección al baile.
Mis padres se habían unido a mis tíos y nosotros íbamos delante de
ellos con bastante distancia, por lo que no podían escucharnos.
—¡Rafa! —No pude evitar sonreír mientras me agarraba a su brazo,
ahora cubierto por su cazadora de cuero, que se había puesto encima de la
camisa blanca para aliviar el fresco.
—Tía, no paro de decirte cosas bonitas, de regalarte flores y tú me
tienes abandonado, ni un cariñito, ni nada.
Tenía razón, pero ¿por qué no lo hacía si me moría de ganas?
—¿Quieres que te diga cosas bonitas, Rafa?
—Hombre, pues sería todo un detalle, aparte de una novedad.
—¿Una novedad? Ya será menos, ¿no?
Doblamos la esquina para entrar en la pequeña calle que llevaba hasta
el club.
—¿Que ya será menos? Si…
Le interrumpí cogiéndole por la solapa de la cazadora para ponerle
contra la pared de una casa y besarle apasionadamente. Me separé de él
justo cuando escuché las voces de mis familiares, que se acercaban
dispuestos a doblar la esquina también.
—¿Te ha parecido lo suficientemente bonito? —le pregunté.
—Precioso, Yerbis.
Continuamos nuestro paseo hasta llegar a la pista de cemento, la
orquesta ya estaba tocando de nuevo y por allí estaban mis primos bailando.
—¿Quieres bailar conmigo, morenito?
—¿Cómo no, mademoiselle?
De la misma manera que hicimos aquel día en la azotea del Círculo de
Bellas Artes, comenzamos a danzar, eso sí, esta vez con más público y con
una música más movida. Bailamos varios temas mientras bromeábamos y
reíamos entre nosotros y con mis primos.
Yo sonreía, hasta que nos dieron un empujón que me borró aquel gesto
del rostro. Era Ángel, que pasaba a nuestro lado en dirección a la barra de
bar que habían montado al fondo de la pista de baile.
—Huy, perdón, Li —se disculpó cogiéndome de la cintura—. Si
necesitas un poco de agua, estaré por aquí —prosiguió diciéndome al oído.
Iba acompañado de Fernan, que me saludó con una mueca que yo
correspondí. Me quedé parada con cara de pocos amigos mirando a Rafa.
—¿Qué te ha dicho? —intentaba averiguar Zurbano.
—Que estará por aquí si necesito agua.
—¡¿Qué?! Mira, churri, ya sé que te he dicho que no iba a dar la nota,
pero se está rifando una hostia y este tío lleva todas las papeletas.
—No, por favor, Rafa, que este será muy gilipollas, pero también está
muy fuerte y no quiero que te hagan daño. Si Ángel te da una hostia te
manda a Madrid de vuelta.
—¿Sí? Pues puede que dé hostias como panes, pero a mí a patadas en
los huevos no me gana nadie. Y este se va a reír de su puta madre. Ven.
Volvió a agarrarme para seguir bailando, pero esta vez me llevaba
avanzando hasta donde estaban ellos.
—No, Rafa, por favor. ¡Para!
Pero mis súplicas no sirvieron de mucho. Cuando estuvimos junto a
Ángel, mi pseudonovio simuló que bailábamos y le empujó hasta derramar
el contenido del vaso que sostenía en las manos en su camisa azul marino,
dejándole en el pecho una enorme mancha de líquido que le llegaba hasta la
cintura.
—Huy, perdón —le dijo Rafa soltándose de mí.
—¡Serás payaso! Tú hoy marchas de aquí sin dientes —le amenazó
tras dejar el vaso medio vacío en la esquina donde acababa la barra,
sacudiéndose el líquido derramado.
Rafa retrocedía hasta llegar a la valla de metal que rodeaba la pista
mientras Ángel avanzaba hacia él insultándole. Yo miré a Fernan con
expresión de temor y nos fuimos hacia ellos. Pensaba que Zurbano se había
acobardado y que por eso había iniciado aquel intento de retirada, pero no
podía estar más equivocada. Cuando llegó a la verja, en lugar de pegar su
espalda contra ella, se echó hacia un lado.
—Yo saldré sin dientes, pero tú seguirás sin novia. A ver si te enteras
de una vez de que Li pasa de tu culo, chulo putas —le contestó Rafa.
—Ahora sí que la liaste —aseveró Ángel tratando de remangarse, pero
no le dio tiempo.
Zurbano le agarró de la entrepierna y lo puso contra la valla, justo
donde quería llevarle con aquella falsa huida. Yo los observaba conteniendo
la respiración, agarrando del brazo a Fernan, que no se atrevía a intervenir
entre ellos.
—Como muevas un músculo vas a salir de aquí también sin huevos —
le decía Rafa mientras le miraba desde una posición de superioridad,
apretándole en sus partes más masculinas hasta que a Ángel se le desencajó
el gesto y se agarró a la valla.
No me digáis por qué, pero en ese instante en mi mente sonaba aquella
frase de la canción de Queen en la que Rafa era protagonista, que yo había
soñado unos días antes: There can be only one. Ángel más fuerte, Rafa más
alto, más rápido, agarrándole de aquella parte tan sensible por la que le
tenía inmovilizado. Sacando al barriobajero que llevaba dentro, del que yo
comenzaba a sentirme tan orgullosa. Un auténtico león luchando para
defenderme sin achantarse. Mi león. Mi hombre.
—Rafa, por favor, déjalo —le pedí cogiéndole del brazo.
Pero él se resistía a soltarle. Algunas personas comenzaban a
arremolinarse alrededor, me parecía que estaba aguantando en aquella
posición adrede para que todo el mundo lo viera. Aunque, por suerte, ellos
estaban en una esquina discreta de la pista y la música de la orquesta y la
gente que había bailando ajena a aquello, hicieron que pudieran pasar
desapercibidos para la mayoría.
—No. No le voy a soltar hasta que te pida perdón —le apretó aún más,
de manera que mi exnovio comenzaba a ponerse de puntillas para tratar de
evitar el dolor.
Yo conocía a Ángel y tenía miedo de que se tomase la revancha
cuando Zurbano le soltase, así que decidí meter baza para evitarlo.
—Ángel, por favor, que igual no lo parece, pero le he visto tumbar a
tíos más grandes que tú —me tiré aquel farol para proteger a Rafa—.
Acabad con esto ya.
—Vale, vale —dijo finalmente mi exnovio con dificultad mientras
Rafa le seguía apretando.
—Vale, vale, ¿qué? —Zurbano aún se envalentonó más cuando vio
que el otro comenzaba a rendirse.
—Perdona —le contestó a secas.
Y a nuestro alrededor, un puñado de espectadores que no se atrevía a
acercarse más de la cuenta.
—A mí no, díselo a ella.
—Perdona, Lidia.
—Vale, Ángel —le respondí a mi ex—. Suéltalo, Rafa, por favor —le
rogué a mi compañero de vida para cuya relación no tenía un nombre.
—¿Perdona, así a pelo? No. Perdona, Lidia por todo lo que te hice
sufrir. Perdona por ponerte los cuernos, ¿o no fue así como pasó?
—Perdona, Li, si te hice sufrir…, yo no quise hacerlo —habló Ángel,
esta vez mirándome a los ojos con un gesto entre la angustia y el
arrepentimiento.
—Vale —le respondí brevemente porque no podía decir nada más. Me
daba pena verle así. Me daba pena esa situación y comenzaba a tener ganas
de llorar. De repente, al ver su mirada, empecé a recordar todas las cosas
que vivimos cuando éramos pareja. Sus abrazos, su sonrisa, sus besos, los
momentos más íntimos, nuestros planes de futuro…—. Rafa, por favor,
suéltalo. Ya está, ¿vale?
Zurbano se dio cuenta de que yo empezaba a sentirme mal con aquello,
de que empezaba a venirme abajo, así que aflojó un poco antes de volver a
hablarle.
—Y ahora, prométele que no la vas a volver a molestar ni a hacer daño
porque creo que ya ha sufrido bastante por ti. Allí sola, tan lejos de su casa,
intentando labrarse un futuro mientras se daba cuenta de que su novio cada
vez la quería menos. Sufriendo cuando se enteró de que la persona a quien
más quería se había follado a una fulana, ¿no te parece? —Sospecho que
Rafa sacó eso a relucir para que yo dejase de sentir compasión por Ángel y
liberase de mi mente los buenos recuerdos que rodeaban a mi exnovio.
Quería traerme de vuelta al presente, donde sólo estaba él a mi lado, aunque
fuese en aquella relación tan extraña.
—Te lo prometo…, Lidia.
Rafa le soltó poco a poco, se quedó un instante mirándole y luego le
abrazó. Mientras, una servidora y los de alrededor contemplábamos con los
ojos como platos cómo Ángel se dejaba acoger por los brazos de Zurbano
sin atreverse a mover ni un pelo, ni uno de sus flamantes músculos.
—Gracias, tío, porque si no la hubieras cagado, yo no estaría con ella y
es lo mejor que me ha pasado —le dijo antes de darle un par de palmadas
en la espalda, soltarle y girarse para irse de allí. E hizo aquello porque sabía
que era lo que más iba a dolerle por encima del daño que le había causado
en los testículos. Porque el dolor físico se le pasaría en un rato, pero del
dolor de sus palabras iba a tardar mucho tiempo en recuperarse.
Agarré a Rafa y le conduje hacia una salida que había por la parte de
atrás de la pista, cerca de donde había sucedido todo, para evitar
encontrarnos con nadie que nos preguntara por lo sucedido. Aquel paso
desembocaba en un lugar en el que ya no había casas y comenzaban los
caminos, donde sólo había campo. Anduvimos un poco para alejarnos del
sitio en el que habían tenido lugar los últimos acontecimientos.
—Pfffffff… Tía, me tiemblan las piernas y, además, me he mojado la
camisa al abrazarle, ahora huelo a cubata —me confesó, supongo que le
ayudó a hacerlo que estábamos en una zona muy poco iluminada y no me
veía mucho la cara.
Le di un manotazo en el brazo.
—Pero ¿tú estás tonto? Que te podía haber tumbado, tío. Te dije que
no dieras la nota y tú vas y te pones a su altura, a ver quién la tiene más
larga. Pues un aplauso para ti. Ahora, la que tiene ganas de pegarte soy yo,
que me tenías con el corazón en un puño. Y, encima, estarás orgulloso, ¿no?
—Pues sí, tía, ¿qué quieres que te diga? Que cada vez que pienso que
el impresentable este te ha follado y yo no, es que me hierve la sangre —
enunció aquello con mucha rabia.
—Ah, que ese es el problema, ¿no? ¿Y por qué no lo has dicho antes?
Nos hubiéramos ahorrado muchas tonterías.
Le agarré del brazo y tiré de él hasta que rodeamos el parque por la
parte de atrás de su recinto para adentrarnos en una calle poco iluminada
donde había algunas edificaciones.
—¿Adónde vamos, Yerbis?
—A resolverlo, así nos quedamos los dos tranquilos.
—¿Qué? Pero ¿qué haces?
Mientras me lo preguntaba, abrí una puerta de madera y le empujé para
que entrara conmigo en aquel lugar, un pajar.
—Vamos a echar un polvo ahora mismo tú y yo, así solucionamos
nuestros asuntos de una vez por todas, nos quitamos los calentones
pendientes y lo dejamos todo zanjado. Ah, pero eso sí, mañana te vuelves a
Madrid y no quiero volver a cruzarme contigo en mi vida. Este curso me
vuelvo a cambiar al turno de tarde y así no tengo que verte la cara. ¿Tienes
un condón? —le iba diciendo mientras le desabrochaba los botones de
arriba de la camisa.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —Me cogió de las manos para
evitar que siguiera desnudándole.
—¿No querías follarme? ¡Pues venga! Es lo que acabas de decir, ¿no?
Si ese es el precio para que mi vida vuelva a ser igual de tranquila que era
antes de que te cruzaras en mi camino, estoy dispuesta a pagarlo.
—¡Lidia! ¿Quieres parar? ¡Es que ya no sé qué hacer, tía! Me he
atravesado España para venir a verte, me he dejado medio sueldo en
llamadas, billetes de autobús, aparte de otras cosas. Estoy durmiendo en la
misma habitación que tu tío Paquito, que habla en sueños y se tira pedos,
que por la mañana tendrían que acordonar la zona y declararla catastrófica
por radioactividad.
—¿Estás durmiendo con Paquito? ¡No jodas!
—Sí. Y no sólo eso, también me he dejado emborrachar por tu abuelo
y como ya te dije, yo nunca traiciono a mi hermano con esas cosas y no
bebo más de una copa, si la bebo, pero por no hacerle un desprecio al
hombre. Te he ido a cantar al balcón, te he llevado flores. Ahora casi me
parten la cara por ti. Que yo soy un tío muy pacífico, pero desde que
estamos juntos en esto he tenido que arrinconar ya a dos pavos. Te regalé
mi examen para palmarlo yo. ¿Tú crees que haría eso sólo porque quiero
follarte? Porque sería el polvo más caro de la historia. ¿Qué más necesitas,
tía?
—No, ¿qué más necesitas tú? Porque a pesar de hacer todo eso, sigues
teniendo dudas sobre lo que sientes por mí. ¿O ya te has aclarado?
—Pero ¿cómo no voy a tener dudas? ¿Tú has visto cómo eres
conmigo? Que nunca sé por dónde me vas a salir. O me tratas fatal, o me
ignoras y, al rato, me pones contra una pared para comerme la boca.
—Es que me estás volviendo loca, Rafa.
—¿Y tú a mí no?
—Ya te lo he dicho antes, somos dos polos opuestos y no encuentro el
equilibrio contigo.
—Vale, pero ¿podríamos tratar de buscarlo en otro sitio? Este lugar me
da mal rollo. No habrá fantasmas, ¿no?
—¿Fantasmas? Pues no sé, pero a mí no me ha salido nunca ninguno.
—Pero ¿cuántas veces has estado aquí, tía? Bueno, ¿sabes qué? No
quiero saberlo.
—A ver, he tenido novio y no teníamos casa, y al principio, tampoco
coche…
—Te he dicho que no quería saberlo.
—Vamos, anda, no te da miedo un tío que podría haberte partido la
cara ¿y te dan miedo los fantasmas? —Le cogí del brazo para conducirle
hacia el exterior.
—Los fantasmas… —Se quedó pensativo unos instantes—. La
estación fantasma, la planta fantasma…
—¿Qué?
—La séptima planta, Yerbis, la imaginaria esa. La palabra fantasma en
el texto está escrita con la primera letra en mayúscula y nosotros lo
relacionamos con la estación fantasma y con que era una planta que estaba
pero que ya no está, al igual que la estación de Chamberí. Pero ¿y si no es
por eso? Tu abuela dijo que la había visto. ¿Y si tiene que ver con otra
cosa? Igual estábamos mirando en la dirección incorrecta y por eso no
hemos visto nada.
—Sí, podría ser…
—Tienes aquí la copia de la libreta, ¿verdad?
—Sí, en casa.
—¿Y si vamos a verla? A lo mejor encontramos algo.
—¿Ahora?
—Ahora que han saltado las chispas, ¿qué mejor momento?
Me quedé un instante en silencio escuchando de fondo el eco de la
música de la orquesta.
—Vale —le respondí al fin.
Permanecimos en silencio mientras seguíamos acortando el camino
hasta mi casa. No volvimos a hablar hasta que entramos en ella para
dirigirnos a la cocina.
—Ve si quieres a por la copia y yo te espero aquí, no sea que vengan
tus padres y se piensen que hacemos otras cosas —me dijo.
Pero yo no le hice caso, sino que le abracé muy fuerte, pegando la
cabeza a su pecho, respirando profundamente como si allí encontrara toda
la paz que no tenía en la situación en que me hallaba, aunque aquella vez
oliera al alcohol transferido desde la camisa de Ángel, en lugar de a su
Massimo Dutti. Rafa me correspondió oliéndome el pelo, besándome,
apretándome contra él.
—Hueles a cubata —puse de manifiesto.
Él meneó la cabeza, supongo que cansado de no recibir palabras
cariñosas por mi parte. Y yo intenté arreglarlo por él, pero también por mí.
Porque estaba cansada de hacerme la dura, de resistirme, así que continué
hablando dejándome llevar.
—Y ahora tengo ganas de emborracharme contigo. —Le besé en la
parte de la piel que quedaba al descubierto en la zona superior de su pecho,
justo donde acababan los botones abrochados de su camisa.
Rafa se separó de mí para mirarme sin hablar, quizás porque no sabía
qué decir, quizás porque quería que yo continuase hablando para ver hasta
dónde llegaba con mis palabras.
—Te he echado mucho de menos, estaba deseando verte —seguí
diciendo y comencé a acariciarle la cara, pero él no se movía.
—Tengo que ir al baño —afirmó.
Me quedé fría, sólo afirmé con la cabeza, justo antes de que él
desapareciera de la cocina para acudir al aseo que había en la planta baja.
Todo el tiempo pidiéndome que fuera cariñosa con él y cuando me animo,
se va de repente. Que alguien me explicase aquello, por favor. Volvió un
minuto después para ponerse frente a mí y entonces lo entendí todo.
—He tenido la mano en los huevos de tu exnovio, no quería tocarte sin
lavarme —explicó acariciándome las mejillas—. Me decías algo de
emborracharte conmigo, pero tú no bebes alcohol, ¿no?
—Pero quiero beberte a ti.
Me acerqué a él hasta que nuestros labios se unieron para fundirse en
un beso que fue haciéndose cada vez más y más intenso. Pero se escucharon
unas voces en el exterior y nos separamos, era nuestro sino.
—Quizás no deberíamos hacer esto, y menos aquí, ¿no? Podrían venir
tus padres —aseveró.
Suspiré.
Antes de salir de la cocina para buscar el documento misterioso que
estábamos intentando descifrar, me volví hacia él.
—Gracias —le dije.
—¿Por qué?
—Por ser mi león. He tenido mucho miedo, no soportaría que te pasase
nada. Por favor, no vuelvas a hacerme algo así.
—No puedes pedirme eso, muñequita —se quedó callado unos
segundos—. Oye, ¿y eso de que me has visto tumbar a tíos más grandes que
a tu ex?
—Yo también soy tu leona, tengo que protegerte —le sonreí antes de
darme media vuelta para subir a mi habitación.
Poco después bajé con el documento, que estuvimos revisando
mientras tomábamos un vaso de leche, sin encontrar nada.
—Esta planta nos va a dar mucha guerra, Yerbis. Por más que miro, no
soy capaz de encontrar nada. ¿Y tú?
—¿Y si es eso? ¿Y si la clave aquí está en lo que no vemos y por eso
está señalada la palabra fantasma?
—¿Cómo?
—¿Y si en vez de buscar las señales o lo que hay diferente, en lo que
tenemos que fijarnos es en lo que no está?
Se quedó pensativo y luego afirmó con la cabeza.
—Podría ser, pero ¿cómo podemos buscar lo que no está si no tenemos
ni idea de lo que tiene que estar? No sabemos nada de esta planta —
concluyó.
—Quizás el doctor Hernández tampoco sabía nada de ella. Date cuenta
de que el texto dice que los últimos dibujos datan de la Edad Media y
también son de esa fecha los textos a los que hace referencia.
—Esto es como dar palos de ciego, tía. No sé, la verdad es que ya me
cuesta pensar —confesaba.
—Es que es muy tarde, son las tres menos cuarto —dije mirando el
reloj de la cocina—. ¿Quieres ir a dormir?
—Si fuera contigo, sí, pero con tu tío Paquito… —Me sonrió.
—Ya. Mira que me da rabia, aquí estarías mucho mejor.
—Bueno, tampoco me puedo quejar, encima de que me dan
alojamiento. Lo que pasa es que no están tus primos para entrar conmigo y
no tengo llave.
—Yo te abro, tengo una copia.
Salimos de allí y recorrimos el corto camino que había hasta casa de
mis abuelos, unos cien metros.
—Bueno, me voy a casa, te dejo aquí, ¿vale? —le indiqué.
—¿No quieres que te acompañe?
—Sí, y luego te vuelvo a acompañar yo, como los borrachos, ¿no?
—Pero no quiero que te pase nada.
—Tranquilo, estoy acostumbrada. Esto no es como la ciudad y estoy al
lado. ¿Tú necesitas algo más?
—Sí, un beso de buenas noches.
Le di el beso y una caricia de regalo.
—Dulces sueños, morenito.
—Dulces sueños, muñequita.
—Hasta mañana, rosa —se despidió.
Le miré extrañada.
—Aquí se dice así, ¿no? —explicó y yo sonreí.
—Hasta mañana, cariño —me despedí sin borrar aquel gesto de mi
cara.
Y el que me miró extrañado fue él.
—Para que no digas que nunca te lo llamo —me justifiqué antes de
darme media vuelta.
Un par de minutos después, entraba en mi casa, a la que estaban
llegando mis padres.
—¿De dónde vienes tú sola a estas horas? —me cuestionaba mi madre
mientras mi padre desaparecía de escena para entrar al baño.
—De acompañar a Rafa, que no tenía llave. Es que esto es una
tontería, si estuviera durmiendo aquí, no tendría que acompañarle y no
estaría sola.
—Ya. A ver, Rafa es un chico muy majo, aplicado y todo eso, pero no
me parece correcto meterle aquí a dormir en la habitación de al lado de la
tuya. Sería tentar al diablo y lleváis dos días saliendo. Mira lo que te pasó
con Ángel, que luego tú te vas, pero la gente sigue hablando de tus telares y
nosotros a pasar la vergüenza. Bastante es que está aquí, ¿no? Y las cosas
hay que hacerlas bien y con un orden, no como a ti te dé la gana mientras
estés bajo nuestro techo —seguía diciéndome.
—¿Vergüenza porque mi exnovio me pusiera los cuernos? Eso le
debería dar a él, yo tengo la conciencia muy tranquila. Y, además, ¿hacer las
cosas bien? Mira, es que estoy harta, que parecéis de otro siglo. No voy a
hacer aquí nada que no haya hecho ya en Madrid. Rafa nunca me deja sola
allí, ¿sabes? Y llevamos cuatro meses, no dos días.
—Bueno, allí es allí, pero aquí no me gustaría que estuvieses en boca
de nadie. Así que mejor separaditos.
—Pues lo único que consigues con eso es que cuanto más difícil me lo
pones, más me apetece.
Me subí enfadada a mi habitación, pero cuando entré, vi el ramo que
me había llevado Rafa horas antes y se me puso una sonrisa en la cara. Me
acerqué para oler sus flores. Rememoraba el momento en que acorraló a
Ángel y me dio un escalofrío, ese que te da cuando descubres algo
importante. Nunca me había pasado con él. Quizás había llegado el
momento de dar un paso más.
52. Nuestra tensión no resuelta

Domingo, 23 de agosto de 1998

Me desperté a eso de las once de la mañana para bajar a la cocina a


desayunar, tras lo cual me subí a hacer la cama. Entonces sonó el timbre y
me asomé a la ventana para ver quién llamaba. Se trataba de mi abuela
acompañada de Rafa. No quise decirles nada porque estaba aún en pijama y
despeinada, así que me puse a escuchar la conversación que iniciaron con
mi madre, mientras colocaba la colcha.
—Buenos días, Manoli, ¿está Lidia? —preguntó Rafa.
—Sí, acaba de desayunar y está arriba. Se estará cambiando, ahora
baja —afirmaba mi madre.
—La espero aquí entonces —concluyó él.
—Mira, es que vino a pasar unos días Jesús, el hijo de mi prima
Angustias, el que vive en Cuenca; y como en casa ya no tenemos sitio, a ver
si se puede quedar aquí, que vosotros tenéis una habitación libre —
solicitaba mi abuela.
—¿Qué? ¿Un señor de unos cincuenta años durmiendo en la
habitación de al lado, compartiendo baño conmigo mientras Rafa tiene que
dormir con mi tío, el pedorro? —me escandalicé, claro, que nadie me oyó.
Cogí el primer jersey que pillé, bajé las escaleras como un rayo y
salí donde estaban ellos.
—¡Ni de coña! —me limité a exclamar.
—Buenos días, churri —me saludó Rafa.
En ese instante, me di cuenta de que estaba allí, en pijama, en medio
de la calle y con el pelo alborotado. Me atusé un poco el flequillo.
—Buenos días, Rafa —le contesté a él—. ¡No! —me dirigí a mi
abuela y a mi madre—. O sea, que mi novio no puede dormir en la
habitación de al lado, pero sí puede un señor de Cuenca que he visto una
vez en mi vida, con el que me voy a cruzar para ir al baño y que me puede
ver en bragas. Entonces, no pasa nada, ¿no? Ni de blas.
—Esto ya lo habíamos hablado, ¿no? Y Jesús es de la familia —
ponía de manifiesto mi madre.
—Ah, ¿sí? Pues yo no le conozco y Rafa es más de la familia, al
menos para mí.
Zurbano estaba allí sin atreverse a abrir la boca.
—Pues, a ver qué hacemos entonces —seguía mi abuela.
—Muy fácil, Rafa se viene aquí y el señor de Cuenca que duerma con
el tío Paquito.
—¿Vamos a meter a Jesús con tu tío Paquito? Que es un invitado —
decía mi madre.
—¿Y Rafa no? Porque él sí que es tu invitado y le has mandado a
dormir fuera de casa, mira a ver lo bien que queda eso —seguía yo.
—Da igual, churri, yo duermo donde sea, no pasa nada —hablaba
Rafa.
—Pero yo no duermo con el señor de Cuenca al lado —permanecía en
mis trece—. Es más, como ese señor venga aquí, Rafa y yo nos vamos y
dormimos esta noche en el monte, así que puedes invitar a alguien más y
que duerma en mi habitación, que se queda libre.
—Pero, Yerbis, que en el monte hay lobos, que me lo han dicho tus
primos —me comentaba Zurbano en voz baja.
—¡Cállate, Rafa! —le ordené.
—Ya hemos comentado esto y no es correcto que Rafa duerma contigo
—manifestaba mi madre.
—Ah, ¿y el señor de Cuenca sí? Además, es que no va a dormir
conmigo, sino en la habitación de al lado. ¿De qué tienes miedo? Es que es
una tontería, como si fuéramos a hacer algo que no hayamos hecho ya en
Madrid —continué diciendo.
Rafa me miró de reojo con media sonrisa, yo le di un codazo.
—Oiga, que yo a su hija la respeto mucho —afirmaba él.
—Y ahora, ¿por qué llamas a mi madre de usted? —le cuestioné.
—Y yo qué sé, churri.
—Es que siempre tiene que ser lo que diga esta niña —resoplaba mi
madre.
—Ya no es tan niña, Manoli, y es verdad que en Madrid se hartará de
hacer lo que quiera, no va a venir a hacerlo aquí, ¿no? Tiene razón, lo
normal es que Rafa esté aquí, que es vuestro invitado —me defendía mi
abuela.
—¿Y qué va a decir la gente? ¿Eh? —preguntaba mi madre.
—¿Eso es lo que te preocupa? ¿Más que la felicidad de tu hija? Pues
mira, ven aquí, Rafa, vamos a montárnoslo ahora mismo en el banco este —
señalé aquel asiento ubicado junto a mi casa en la calle principal—, ya
verás lo que dice la gente. —Le tiré del brazo.
—A ver, Zuñi, es que así en frío…
—¡Cállate, Rafa! —le pedí—. Es que, si no puedo estar a gusto en
mi casa, esta misma tarde me voy a Madrid —amenacé.
—Pero, churri, no me vas a dejar solo, ¿no? Que yo hasta el martes
no tengo el billete.
—Pffffffff… —resoplé por no volver a mandarle callar otra vez.
—A ver si nos tranquilizamos un poco —intervenía mi abuela—.
Manoli, yo creo que lo normal es que Rafa se venga aquí y que Jesús se
quede allí en casa, y que la gente diga lo que quiera, ¿no es el novio de la
chica? Y tampoco van a dormir juntos. Pero, de todas formas, ¿a estas
alturas te vas a asustar de esas cosas? A su edad estabas ya harta de hacer
cosas peores antes de casarte, o ¿te crees que no me daba cuenta?
Nos quedamos todos callados mientras Rafa y yo nos mirábamos de
soslayo conteniendo una sonrisa. Entonces apareció mi padre.
—¿Tú qué dices, José Luis? —le consultó mi abuela.
—¿El qué? —cuestionó él confundido.
—Que ha venido Jesús, el de Cuenca, y como en casa no cabemos, que
se venga Rafa aquí a dormir —continuó explicándole.
Mi padre miró a mi madre y ella se encogió de hombros.
—Sí, que venga, pero cuidado con las visitas nocturnas entre
habitaciones, ¿eh? Que no quiero ser abuelo tan pronto —concluyó mi
padre.
—¡Papá! —me quejé.
—Tranquilo, que somos muy responsables. Demasiado, ¿verdad,
Lidia? —me preguntó Rafa con retintín.
—Sí, demasiado —confirmé.
—Bueno, pues ya está. Rafa, ya te puedes venir con tu novia —le dijo
mi abuela guiñándole un ojo.
—Pues… yo me voy a cambiar, ahora nos vemos. —Me di media
vuelta para subir a mi habitación, sin poder evitar sonreír a Zurbano cuando
vi su gesto alegre al mirarme.
Poco después, estaba vestida y preparada para ir a los eventos de la
fiesta de ese día. Aparecí con un vestido de esos que le gustaban a mi novio
de pega cuando él se asomó a la entrada de casa con su bolsa de viaje.
Llevaba una camisa de color azul claro y un pantalón de vestir de color
negro, que me parecía que era el mismo que formaba parte del traje con el
que me acompañó en mi baile en la azotea. Su aroma me invadió con la
misma intensidad que su imagen de chico elegante.
—Ven, que te digo donde duermes —le indiqué haciéndole un gesto
para que me siguiera hasta la planta de arriba.
—Huy, pero si aquí hay una cama de matrimonio —se sorprendió
cuando vio aquel cuarto.
—Es que esta era la habitación de mis padres, pero cuando me fui a
Madrid se cambiaron a dormir a la de abajo para no tener que estar
subiendo y bajando escaleras todo el tiempo, además, la otra es más grande.
—Pues aquí hay sitio para los dos. —Me guiñó un ojo.
—¡Rafa!
—Es que me has puesto a mil, ahí enfrentándote a tus padres para
poder estar cerca de mí, ¿eh, leona? —me susurró.
Yo negué con la cabeza sonriendo.
—Pero, en realidad, el mérito es de tu abuela, que me ha pedido que la
acompañara para saludarte. Al principio, me pareció raro, pero luego me
cuadró todo. Qué sabia es la jodía… Que lo de jodía lo digo con cariño,
¿eh? —continuó diciendo.
—Es la mejor… Pero, venga, que tenemos que bajar o vamos a llegar
tarde.
—¿Otra vez a misa?
—Sí.
—Dabuti.
—Pero hoy no la líes, ¿eh?
—No, churri.
Le besé y le sonreí.
—¿Venís a misa? —gritaba mi madre desde abajo.
—¡Qué plasta, tío! —protesté en voz baja—. Pero deja a Rafa que se
instalé, ¿no? —le voceé yo.
—Ya vamos —dijo él.
—¡Pelota! —Le di otro beso.
Aquella jornada de fiestas fue bastante más tranquila que la anterior y
aunque en la iglesia hubo risas y bromas, como había sucedido el sábado,
mi familia y Rafa pasaron bastante más desapercibidos. El estómago me dio
un vuelco cuando después de misa, fuimos al club y nos cruzamos con
Ángel, pero, simplemente, intercambiamos unos saludos de cortesía y
aquello no transcendió más, ni ninguna persona comentó lo que había
sucedido la noche previa. Todo fue tranquilo, como la seda, hasta que
íbamos subiendo con la familia a comer. Ese día lo haríamos en casa de mis
abuelos, sólo nosotros con los que dormían allí, ya que el resto de mis tíos
tenían invitados en sus casas. Rafa y yo íbamos más rezagados que el resto,
agarrados de la mano en nuestro papel de novios y comentando la belleza
del paisaje, cuando se escuchó una voz que salía de una de las calles que
desembocaba en la principal.
—¡Eh, Repipi! —se dirigió a mí uno de los aspirantes al galardón de
tonto del pueblo, que reía con dos de sus amigos que optaban al mismo
premio.
—¡Eh, tú, Gallofa! A mi novia la tratas con respeto, ¿eh? —le gritó
Rafa acercándose a él, intimidándole, como ya había hecho anteriormente
con Vázquez o con Ángel—. A ver si te voy a tener que llenar la cara de
aplausos. Que si eres un poco más feo te deportan de vuelta al útero de tu
madre. ¡Gilipollas!
—Vale, vale, tranquilo —dijo antes de irse de allí a paso rápido, tanto
él como los dos que le acompañaban.
—Y el Pink Floyd este, ¿quién es? —me preguntó Rafa.
—Buah, un tonto del culo acomplejado.
Y aquella fue la última vez que alguien se atrevió a llamarme Repipi.
Más tarde llegábamos a casa de mis abuelos.
—¡A veeeeeer, esta juventud! ¿Dónde os metéis? Que ya es la hora de
comer, me caso ni con Dios —se quejaba mi abuelo mientras tocaba el
cencerro que tenía colgado en el tubo de la calefacción del salón, a modo de
llamada y mi abuela negaba con la cabeza.
Por suerte, aquella vez nadie emborrachó a Rafa y tras la comida
pudimos tener una sobremesa divertida con mis primos.
Esa tarde y noche también fue tranquila y distendida. Nos fuimos al
baile con la orquesta y allí nos lo pasamos muy bien. Charlamos y bailamos
sin ningún contratiempo ni empujón fuera de contexto.
—¡Eh! El Sólo te pido, nen —anunciaba mi primo Sergio cuando la
orquesta comenzó a interpretar aquel tema de Manolo Escobar que el día
anterior me cantaban bajo mi ventana.
—Sólo te pido, sólo te pido —coreaba el grupo de primos, incluido
Rafa, y nos mirábamos unos a otros sonriendo mientras bailábamos aquel
alegre pasodoble.
Es curioso, en mi vida ha habido mucha música, muchas canciones,
pero esa era especial. La que me transportaba a aquella época, a la alegría
de las fiestas, a las sonrisas de mis primos, al coro de voces que
compartíamos esos días tan felices de verano. Ojalá uno pudiera meterse
dentro de una canción y que esta le llevase de vuelta a aquel momento tan
único de su vida. Tendrían que inventarlo de manera urgente.
Aquel día estaba siendo perfecto. Allí, en compañía de mi familia, de
Rafa, ¿qué más podía pedir? Era feliz. Pero la sonrisa que ponía en mi
rostro ese sentimiento se borró cuando regresamos a casa tras el baile, justo
cuando íbamos a dar las buenas noches a mis padres.
—Hasta mañana y a dormir, nada de visitas nocturnas a la habitación
de al lado, ¿eh? —se despidió mi madre.
—¿Le hubieras dicho lo mismo al señor de Cuenca? —le contesté
antes de darme media vuelta para subir.
—Buenas noches —dijo Rafa sin más adornos.
Creo que mi padre respondió cuando yo ya estaba arriba, así que no le
escuché. Poco después apareció Zurbano a mi vera.
—Bueno, muñequita, dulces sueños. —Me dio un beso breve en los
labios y me acarició la mejilla—. No te mosquees, no merece la pena —
añadió tras ver mi cara de enfado, y se metió dentro de su habitación.
¿Así? ¿Y ya está? Me entró un bajón. No es que quisiera hacer nada
con él justo en ese momento, pero sí me apetecía intercambiar algún gesto
de cariño. Y lo que más rabia me daba era precisamente eso, que no hacían
falta avisos ni broncas, que ya nos habíamos encargado nosotros de
crearnos un pacto por el cual no nos habíamos tocado ni un pelo desde que
nuestros caminos se cruzaron. Estaba en mi habitación poniéndome el
pijama y cuanto más lo pensaba, más me enfadaba. No hay nada peor que te
nieguen algo, que te priven de tu libertad, y más, cuando eres una adulta
responsable y consecuente. Es lo más infructuoso del mundo porque te
están lanzando de cabeza a hacerlo. Psicología inversa, creo que lo llaman.
Escuché abrirse la puerta de la habitación de Rafa, después cerrarse la
del baño, y salí de la mía para entrar detrás de él, ante su sorpresa. Cerré el
acceso al aseo y, sin añadir nada más, me acerqué hasta Zurbano y comencé
a besarle muy intensamente.
—¿Qué haces, tía? —me susurró una vez que me hubo separado de él,
poniendo sus manos sobre mis hombros.
Rafa me miraba de arriba abajo. Yo llevaba un pijama sin mangas que
constaba de una camiseta blanca y un pantalón corto de rayas rosas, y él,
aquel que se componía de una camiseta de manga corta negra y un pantalón
largo de cuadros, que ya le había visto anteriormente.
—Rebelarme, estoy harta de que me digan lo que puedo o no hacer por
el qué dirán los demás. Ya soy una adulta y lo que piense el resto me resbala
—le respondí justo antes de acercarme otra vez a él.
—Eehhh… A ver, que me parece muy bien y todo eso, pero no me
utilices a mí, ¿vale? Esta es la casa de tus padres y habrá que tenerles un
respeto, ¿no? Y me parece feo de cara a ellos. Me dan de comer y una cama
para dormir, no puedo pedir más, soy un invitado. Tendré que respetar a su
hija, ¿no? Además, me estoy meando, así que si no te importa… —Me hizo
un gesto para que saliera del baño.
Le miré muy intensamente con cara de mosqueo.
—Muy bien, ya veo de qué parte estás. Pues, buenas noches, Zurbano.
Por cierto, llevas la bragueta del pijama abierta.
—Buenas noches, Zuñi. Eso es porque iba a mear y me has
interrumpido. Por cierto, y a ti se te transparenta esa camiseta.
Resoplé y me fui a mi habitación, cerrando la puerta detrás de mí para
abrir la ventana y asomarme a ella. Me quedé mirando la calle oscura
durante unos minutos mientras el sonido de fondo del agua proveniente del
reguero me relajaba. Respiré profundamente y entonces se abrió la puerta
de mi cuarto para volver a cerrarse instantes después detrás de una sombra.
Me acerqué un poco más para verla con mayor nitidez y cuando la tuve de
frente empezó a besarme muy enérgicamente.
—¿Qué haces, Rafa? —le pregunté cuando me separé de sus labios,
poniendo mis manos sobre sus hombros.
—¿No querías rebelarte?
—¿Y lo de que hay que tener un respeto a mis padres?
—Pero eres mi novia y tendré que apoyarte, aunque no tengas razón,
¿no?
Y sin decir nada más, empezamos a besarnos lentamente para ir
aumentando poco a poco la intensidad. Cuando me quise dar cuenta
estábamos tan pegados el uno contra el otro que empecé a notar su
masculinidad en su máximo esplendor pegada a mi abdomen. Me separé de
él.
—Rafa, ¿qué…? Esto no…
—Yerbis, es que me llevas ese modelito…
—¿Modelito? Si es un pijama viejo.
—Sí, pero se te transparentan los pezones.
—¿Qué? Pero si aquí está oscuro.
—Pero te he visto antes en el baño y… ya sabes… La cabeza no para y
pfffff…
Se acercó otra vez para continuar con aquel beso que empezaba a
caldearse más de lo convenido.
—No, no, Rafa, espera… —le frené.
—¿Qué pasa? ¿Ahora no quieres? A ver si te pones de acuerdo, tía,
porque te recuerdo que eres tú la que se me ha tirado encima.
Resopló y salió de la habitación enfadado para volver a la suya. Me
asomé de nuevo a la ventana para que me diera otra vez el aire fresco de la
noche berciana, pero no aguanté ni diez segundos.
—Y ahora, ¿qué ocurre, Yerbis? Hoy no me vas a dejar dormir ¿o qué?
—me habló cuando me vio entrar en su habitación. Tenía la persiana subida
y la ventana abierta, así que supongo que también se disponía a tomar un
poco de aire.
—No, que… ¿Te has enfadado?
—No sé por qué lo dices… ¿Acaso me ves enfadado?
—Pues lo que se dice verte, con esta luz tan deslumbrante que viene
del monte a las tres y pico de la mañana, no te veo mucho, no —le dije
irónicamente.
—Es tan chisposa mi novia, con esa gracia que tanto la caracteriza…
—Se asomó a la ventana.
—Rafa…
Y tras respirar profundamente se giró para verme en aquella penumbra
iluminada únicamente por las escasas farolas de la calle.
—Ya está, tía. Si no sabes ni lo que quieres, me parece muy bien, pero
a mí no me involucres en tus historias, que me tienes mareado. —Y volvió
a asomarse a la ventana.
Me puse detrás de él.
—No es que no tenga las cosas claras, es que nos estábamos poniendo
muy a tope y…
Volvió a darse media vuelta para verme.
—Ah, ¿y no es así como querías ponerme? Entonces, dime, Lidia,
¿qué es lo que querías? Porque te juro que empiezas a volverme loco.
Suspiré y después le acaricié la cara.
—Pero es que no podemos, Rafa, lo hemos hablado mil veces.
Tenemos un pacto, precisamente, para que esto de la libreta que nos traemos
entre manos salga bien.
Él puso su mano sobre la mía, la agarró para besármela y después me
acarició la mejilla.
—Ya lo sé, pero sólo dime una cosa y sé sincera, por favor: atendiendo
a lo que sientes, ¿quieres romperlo?
—Yo… —intenté responder, pero me quedé muda.
—¿Eso es que sí?
—Buenas noches, Zurbano.
Me giré para salir de su habitación. Pero una vez hube cerrado la
puerta, estuve cinco segundos agarrando el pomo y volví a abrirla para
encontrarme con él de frente.
—¿Tú quieres que lo rompamos? —le devolví la pregunta.
Suspiró.
—Buenas noches, Zuñi. —Cerró de nuevo.
53. Dime qué es lo que deseas

Lunes, 24 de agosto de 1998

Cuando desperté aquella mañana y pasé junto a la habitación donde


estaba durmiendo Rafa, vi que allí no había nadie y su cama ya estaba
hecha. Sólo tuve que bajar hasta la cocina para descubrir que estaba
desayunando en compañía de mis padres, ya vestido de calle.
—Buenos días —saludé.
—Buenos días —dijeron mis padres.
—Buenos días, princesa —me respondió Rafa llamándome de esa
manera, yo creo que más para impresionar a mis progenitores que a mí.
—Buenos días, príncipe —le contesté yo.
Zurbano sonrió.
—¿Qué tal has dormido? —me preguntaba.
—Muy bien, ¿y tú?
—Bien también.
Y continuaron con la conversación que estaban manteniendo, una en la
que debatían el tema que estaban tratando en la radio, el cual ni siquiera
recuerdo porque tampoco me interesaba mucho, pero que a Rafa le servía
para demostrar delante de mis padres lo maduro e inteligente que era.
—Bueno, me subo a cambiarme —anuncié cuando terminé de
desayunar para dejarlos allí charlando.
Poco después, me había vestido y estaba acabando de hacer la cama
cantando una canción de Roxette, que me acompañaba de fondo en mis
quehaceres.
—No me has enseñado nada del pueblo y ya me voy mañana —me
dijo.
—Tienes razón, ¿quieres que vayamos a dar una vuelta?
—Perfecto, Yerbis.
Minutos más tarde, salíamos de casa para dar una vuelta por aquellos
parajes.
—Mira, quiero enseñarte una cosa antes de irnos. —Le conduje hasta
la huerta de mis abuelos para mostrarle un lateral, aquel donde mi abuela
cultivaba las plantas medicinales—. Aquí están todas las de la libreta: el
tomillo, el romero, la lavanda, la salvia, la menta, la melisa… tienes hasta
rosas junto a la verja. —Le iba señalando una a una, según decía sus
nombres.
—Sólo falta la imaginaria —dijo él.
—Aquella crecía rodeada de estas, las necesitaba, aunque no se sabía
muy bien por qué —dijo mi abuela surgiendo de la nada.
Los dos nos sobresaltamos.
—Usted la vio, ¿verdad? —le preguntó Rafa.
Ella asintió.
—Cortaban sus flores, que eran muy raras, para hacer preparados con
ellas. Me acuerdo de su aceite, que era de color verdoso y una sola gota
curaba como el rayo. Pero igual que curaba, como te pasaras de dosis, podía
ser peligrosa. Escuché que quisieron trasplantarla en alguna ocasión para
que creciera sola y así fuera más fácil de recolectar sin tener que estropear
las otras plantas, pero no salía adelante. Y la única que vi, al final no
resistió. Algunos dicen que fue por el frío, pero había una leyenda que
aseguraba que era tan sensible, que detectaba las emociones que la
rodeaban, que sólo crecía y se mantenía si estaba rodeada de amor, pero de
un amor muy fuerte y muy intenso, un amor puro que raras veces se da.
Quizás fuera casualidad, pero la que yo conocí se echó a perder justo
después de que falleciera el marido de la señora Encarnación, que era quien
la tenía y quien me enseñó todo sobre plantas. Ese hombre tenía devoción
por su esposa, y ella la tenía por él, y lo pasó muy mal cuando lo perdió. Si
es mito o no, puede que nunca lo sepamos.
Contemplábamos a mi abuela embelesados mientras nos contaba
aquello.
—Pensábamos que no existía porque en la información que hay de ella
la pintan casi como inventada —comentó Rafa.
—Existir, al menos, existió, pero yo no volví a verla y nunca se
consiguió que las semillas que quedaron de ella germinaran —confirmó mi
abuela antes de darse media vuelta para continuar con sus tareas—. Bueno,
marcho, monines —se despidió mientras se alejaba.
Nos quedamos varios segundos mirándonos sin hablar, totalmente
impactados por la información que acababa de brindarnos mi abuela.
Finalmente, salimos de allí y continuamos nuestro paseo hacia la parte baja
del pueblo, en silencio.
—¿Y si el doctor Huevos ha puesto en la libreta estas plantas porque la
imaginaria sólo crece en su presencia? Tendría lógica, ¿no? —habló Rafa
tras haber estado un buen rato gestionando la información recibida en su
cerebro.
—Podría ser, sí. Pero no sé cómo vamos a averiguar más sobre este
tema.
—Supongo que buscando más información cuando lleguemos a
Madrid, ¿no? —propuso él.
—Sí…
Dejamos de hablar del asunto para comentarle curiosidades de todo lo
que nos íbamos encontrando por el camino. Le fui mostrando nuestras
huertas, prados, la vegetación de aquella zona del monte presidida por el
brezo y los castaños… Él escuchaba con atención, pero lo que pareció
atraerle de verdad fue una de las edificaciones que había a la entrada del
pueblo. Al lado de ella se encontraba una furgoneta en la que se leía
«Construcciones Palacios».
—Qué casa más guapa, tía. Me mola mucho la vidriera —afirmó
mientras me miraba, pero yo no le correspondía, sino que posaba mi vista
en aquellos muros.
—Esta iba a ser mi casa.
—¿Cómo?
—Esta es la casa de Ángel, lleva construyéndola desde los dieciocho.
La vidriera fue idea mía para que entrase mucha claridad por las escaleras
porque yo no quería una casa oscura y las de aquí tienden a serlo.
—O sea, que vas a llenar su vida de luz, aunque ya no estés en ella.
Me encogí de hombros y después le miré mostrando media sonrisa.
—Lleva desde los dieciocho construyéndola… ¿y cuántos años tiene
ahora? —me preguntó.
—Veintitrés.
—¿Y la ha construido él solo?
—Supongo que habrá tenido ayuda para algunas cosas, pero la mayor
parte la ha hecho él. Trabaja en la construcción en una empresa familiar, así
que va haciéndola a ratos en su tiempo libre. Es muy trabajador y, ya ves,
en cinco años la tiene prácticamente terminada.
Rafa me miraba.
—¿Y a ti te hubiera gustado vivir aquí?
—Yo prefería el barrio de arriba, donde viven mis padres y mis
abuelos, donde he vivido siempre, justo donde acaba el pueblo y empieza la
parte más alta de la montaña. Y que tuviera unos ventanales muy grandes
de arriba abajo, desde los que se viera el bosque del monte, porque estos
son algo pequeños para mi gusto. Pero aquí tampoco interesa que sean muy
grandes porque dan directamente a la calle.
—¿Y cuando acabes la carrera te volverás aquí?
Respiré profundamente.
—Pues no lo sé, aquí no hay mucho trabajo. Yo creo que me quedaré
viviendo en Madrid, al menos una temporada, luego, ya veremos.
Continuamos andando hacia uno de los caminos que salían de la parte
de abajo del pueblo.
—¿Y cuándo empezaste a salir con Ángel?
—A los dieciséis. Nunca se había acercado a mí porque en el pueblo
era la Repipi, ya sabes, y él era algo más mayor. Pero cuando llegaba el
verano venían los forasteros, los familiares de la gente de aquí que viven
fuera, y ellos no me veían así. Para mí era la mejor época del año. Cuando
tenía quince, un chico de Valencia me tiró los trastos y empezamos a
tontear, él tenía un año más que yo, y como era amigo de los chicos de aquí,
empezaron a verme de otra manera. Cuando tuvieron el valor de acercarse a
mí, se sorprendieron de que fuese como soy en lugar de una repelente, que
era la sensación que les daba. Unos meses después empecé a salir con
Fernan.
—¿Saliste con Fernan? Ese es el amigo de Ángel que también es tu
amigo, ¿no?
—Sí, es uno de mis mejores amigos, pero con él no pasó nada serio,
nos llevábamos muy bien, pero no encajábamos como pareja. Meses
después de dejarlo, fue él mismo el que hizo de mediador entre Ángel y yo
para que saliéramos. Y, mira, estuvimos tres años, aunque los últimos seis
meses fue en la distancia.
—Tres años es mucho tiempo, ¿no?
—Sí, pero el tiempo es relativo, puede haber relaciones largas que no
resulten especialmente intensas y otras más cortas que te dejen más huella
porque sí que lo sean.
Rafa se paró y se me quedó mirando fijamente, supongo que pensando
en si al decir aquello me estaba refiriendo a la relación que mantenía con él.
Una relación extraña de cuatro meses en la que habíamos compartido
demasiadas cosas. Parecía que quería decirme algo, pero no se atrevía o no
sabía cómo.
—No me lo vas a decir, ¿verdad? —le pregunté.
—¿El qué?
—Eso que estás pensando y no te atreves. Ya nos conocemos muy
bien, Rafa, ¿no?
—Tanto, que ya sabes lo que estoy pensando, ¿verdad? No hace falta
que te lo diga.
—Sí hace falta.
—No puedo, no hay palabras…
Se acercó y empezó a acariciarme la cara, los labios, con los que yo le
besaba en las manos.
—Rafa…
No me dejó decir más, se acercó para besarme en los labios, para
estrecharme entre sus brazos.
—Yo no soy tan guapo, ni tan fuerte, ni tengo casa propia, ni siquiera
coche, y puede que tarde mucho tiempo en conseguirlos. Tú tenías aquí la
vida resuelta, una vida estable con alguien que te llenaba, es normal que
tengas mil dudas —me dijo.
—Y dejé esa vida para irme a luchar por lo que quería. Yo no quiero
que nadie me dé una vida ya resuelta, quiero que comparta la suya conmigo
y viceversa. Eres tú el que tienes mil dudas. Yo tampoco tengo casa propia,
ni coche, sólo sueños por los que luchar para que se hagan un día realidad.
¿Y tú, Rafa? ¿Tienes sueños por los que pelear o vas improvisando por la
vida?
Volvimos a retomar el paso para seguir avanzando por aquel sendero.
—Sí, claro que los tengo, pero aún somos jóvenes y algunos se irán
definiendo más con el tiempo, ¿no?
Silencio. Y sólo se escuchaba el sonido de nuestros pasos sobre la
tierra y las piedras del camino.
—Yerbis, ¿qué es lo que te atrajo de él? Aparte del físico. ¿Qué te
enamoró? —trató de averiguar.
—De Ángel… Era un chico con las ideas muy claras, muy seguro de sí
mismo, muy trabajador, muy directo. Al poco tiempo de acercarnos y de
compartir varias charlas, un día en una de ellas, me dijo que yo era su
mujer, así, sin rodeos. Me explicó su plan de vida y me aseguró que quería
compartirlo conmigo. Tenía todo muy claro, pese a ser tan joven, me
parecía muy maduro. Pero, bueno, ya ves cómo acabó todo.
Silenció. Y una respiración muy profunda, la suya. Y una mirada que
contenía todo lo que no se atrevía a decir tras aquello que le había contado.
Simplemente, me dio la mano y continuamos andando sin hablar.
—¿Cuándo vuelves a Madrid? —habló rompiendo aquel silencio.
—No lo sé. Quizás a finales de esta semana, tengo que ver cómo me
organizo.
Y otro silencio.
—Tu autobús sale mañana a las cuatro, ¿verdad? —le pregunté porque
me sentía incómoda con la ausencia de palabras.
—Sí.
—Espero que te lo hayas pasado bien.
—La verdad es que sí, me ha gustado mucho venir, tienes un pueblo
muy bonito y tu familia es muy guay.
—Sí, está muy bien para cargar las pilas y conectar con la naturaleza,
pero los inviernos son duros y hay menos gente. Cuando llevo unos días
aquí echo de menos Madrid, me gusta pasear sin que me conozca nadie,
poder ir al cine o perderme por sus calles, el metro, los museos, los
parques…
—Los dígitos escondidos en lugares recónditos.
—Sí, eso también.
Sonreímos.
—Bueno, creo que deberíamos ir subiendo a casa, se acerca la hora de
comer —le propuse.
Continuamos con aquella caminata, esta vez hacia la parte de arriba
del pueblo. Estábamos más serios de como la habíamos comenzado,
supongo que tocar aquel tema de mi pasado dejó a Rafa pensando, aunque
no tenía forma de saber la manera en que eso le había afectado. No pude
averiguarlo hasta un tiempo después.
Aquel día fue bastante tranquilo, por la tarde estuvimos con mis
primos y mis amigos de la panda y después fuimos a cenar a mi casa. Se
podría decir que la relación entre ambos se había templado bastante y no
nos habíamos acercado demasiado después de nuestro paseo matutino, es
más, puede que aprovecháramos las interacciones con el resto de la panda y
de la familia como excusa para no estar demasiado juntos.
No fue hasta por la noche, que se acercó a mí. Estaba hablando con
Fernan en las gradas de la pista de cemento. Le dio las buenas noches a mi
amigo, que se fue de manera educada de aquel lugar para dejarnos un poco
de intimidad.
—¿Quieres bailar conmigo? —me dijo.
La música llevaba sonando como unos diez minutos dentro del bar.
—Vale —agarré su mano, que me tendió para ayudarme a levantarme.
Cuando entramos, sonaba música discotequera bastante movida que
bailamos uniéndonos a un corro que habían montado parte de los
integrantes de la panda, compartiendo de nuevo risas. Un rato después,
pusieron música lenta, entonces él se abrazó a mí mientras sonaba Say you,
say me de Lionel Richie.
—No me quiero ir —me susurró.
—No te vayas —le respondí.
Y seguimos bailando en silencio hasta que sonó Bryan Adams
cantando el tema principal de la banda sonora de la película de Robin Hood.
Él separó su cabeza de la mía para mirarme mientras sonaba esa letra que
yo traducía en mi mente a la par que él la cantaba: «Mírame a los ojos y
verás lo que significas para mí. Busca en tu corazón, busca en tu alma y
cuando me encuentres allí no buscarás más».
Continuamos danzando mientras él me transmitía que no podía decirle
que no valía la pena intentarlo. Que no podía evitarlo porque no había nada
que quisiera más. Que lucharía por mí, que mentiría por mí, que caminaría
por la cuerda floja por mí y que moriría por mí. Que todo lo que hacía, lo
hacía por mí. Nos habíamos parado y parecía que nadie más existiera en
aquella sala cuando me acarició la cara y empezó a besarme.
—No hemos visto las estrellas y me voy mañana —evidenció al
separar nuestros labios.
—Vamos a verlas entonces. Tienes suerte, hoy el cielo está despejado.
Cogimos nuestras cazadoras para salir de allí en dirección al barrio de
arriba.
—¿Dónde me llevas, Yerbis?
—A la era de arriba, que es desde donde mejor se ven.
Caminamos en silencio hasta que llegamos a mi casa.
—Espera un momento —le pedí antes de meterme dentro para
aparecer instantes después con dos sudaderas.
—¿Y eso?
—Nuestras almohadas.
Continuamos subiendo la cuesta de la calle hasta que las casas se
terminaron para dar lugar a un trozo de campo.
—¿Me traes a lo oscuro? —bromeaba.
—¿Y cómo quieres verlas si no? Ven —le dirigí a un lugar donde
pudiéramos estar tumbados de manera cómoda.
—Buah, ¡qué pasada! —exclamó cuando vio el cielo con atención
delante de sus ojos.
Yo le miraba a él en vez de a las estrellas.
—Ven conmigo, pequeña. —Estiró su brazo para que pusiese la cabeza
en su pecho, tumbándome con él—. No me extraña que las eches de menos
en Madrid.
—Sí, mucho, además. En nada volveremos a estar allí con la rutina, los
exámenes y un curso nuevo. Cuando estoy más agobiada es cuando más
echo de menos poder ver este cielo, me hace sentir que mis problemas son
más pequeños.
—Sí, desde luego. —Permaneció unos instantes en silencio—. Ya no
nos queda tanto para acabar la carrera—afirmó.
—No…
—¿Y qué quieres hacer cuando terminemos? ¿A qué te quieres
dedicar?
—Pues tengo claro que a algo relacionado con plantas. Quizás en un
laboratorio que trabaje con ellas o que investigue con ellas, no sé. Podría
molar. Luego de más mayor me veo como mi abuela, ayudando a la gente
con mis mejunjes.
—¿Aquí?
—Aquí o allí, en cualquier sitio donde sea feliz, me da igual. ¿Y tú?
¿A qué te quieres dedicar? ¿Quieres trabajar en una farmacia?
—No, eso lo hago ahora para ganar unas pelas, pero cuando acabe me
gustaría trabajar de otra cosa. Quizás en algún laboratorio. Me llama la
atención dedicarme a algo relacionado con ensayos clínicos, podría ser
monitor. No sé, ya veremos, pero en algo que sea de lunes a viernes y que
tenga un sueldo decente, porque lo que es en la farmacia…
—Bueno, aún nos queda un poco para investigar y decidirnos.
—Sí, por ahora nos toca volver a Madrid y seguir con lo nuestro.
—Con los exámenes, con la libreta y seguir fingiendo que somos una
pareja hasta que se termine el pacto —puse de manifiesto.
Silencio. Y una estrella fugaz.
—Oh, mira, mira. —Señaló el cielo.
—Sí, aquí hay muchas.
—Hay que pedir un deseo, ¿no?
—Sí, eso dicen.
—Yo quiero que sea verdad por esta noche —afirmó.
—¿El qué?
—Que seamos una pareja real, que me beses como si me quisieras.
—¿Cómo?
—Ese es mi deseo.
—Pero los deseos no se dicen para que se hagan realidad —le informé.
—Eso es una tontería, si no te lo digo, no podrás hacerlo realidad.
—¿Tú crees?
—Hoy he entendido muchas cosas, Lidia. Sólo me gustaría
experimentar lo que se siente cuando tú quieres a alguien, lo que tu ex pudo
sentir durante tres años. Yo sólo te lo estoy pidiendo una noche. Me has
dicho alguna vez que no puedes quererme o que no te atreves, sólo atrévete
a hacerlo esta noche. Además, sería como un regalo, hoy hacemos cuatro
meses.
Me incorporé al escuchar aquello para quedarme sentada a su lado.
—Rafa, ¿me estás pidiendo esto como una prueba para acabar con tus
dudas y, encima, como un regalo de un cumplemés ficticio?
Entonces se incorporó él.
—No, te lo pido porque probablemente nunca me quieras como le
quisiste a él. Y el cumplemés es real, sea de lo que sea.
—Yo nunca voy a quererte como le quise a él. ¿Acaso tú podrías
quererme como quisiste a tus exnovias?
—Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.
—Esto es lo mismo.
Silencio.
—¿Recuerdas el día que merendamos con Silvia y su novio y ella te
preguntó que qué es lo que te había enamorado de mí?
—Sí…
—Todo aquello que dijiste… Me gustaría que esta noche me trataras
como si eso fuera verdad.
Respiré profundamente. Me estaba pidiendo que fingiera algo que yo
sentía de verdad. Algo por lo que había hecho tantos esfuerzos para simular
que no era cierto. Había realizado un gran trabajo, lo había conseguido.
Bravo por mí. Pero entonces, ¿por qué me sentía tan mal? Me hubiese
gustado confesarle en ese instante que aquello era real, pero no me atreví
porque seguía pensando que él no tenía las ideas claras. Me parecía que se
estaba tomando aquello como un reto personal, que probablemente
terminaría cuando yo cayera rendida en sus brazos o cuando tuviéramos
sexo, si es que eso ocurría algún día. Rafa siempre tenía que quedar por
encima y temía que lo hiciera aquella vez utilizando mis sentimientos como
trofeo. No podía. Pero, por otra parte, estaba harta de fingir y esa era la
oportunidad de dejar de hacerlo, al menos durante un rato.
—¿Quieres que te quiera y que me deje querer por ti? —me aseguré.
—Sí.
—Entonces no puedes tener dudas esta noche.
—No las tengo. Yo te quiero, déjame quererte.
—¿Y mañana?
—Mañana como siempre, ¿no? Es lo que sueles decir.
Silencio. Y afirmé con la cabeza.
—Estoy deseando cobijarme entre tus brazos esta noche y toda la vida
—le confesé, pero él lo interpretó como un sí a lo que me estaba pidiendo.
—Ven aquí, mi muñequita. —Me sonrió y me besó intensamente—.
Quiero ver las estrellas contigo.
Nos volvimos a tumbar, pero esta vez él me abrazaba más fuerte, como
si el mundo se fuera a acabar después de esa noche. Yo le acariciaba la cara,
le besaba en la mejilla, en el cuello, mientras él miraba al cielo.
—Otra estrella fugaz… —afirmó—. Pero esta vez no voy a decirte mi
deseo —me susurró al oído rozándome con sus labios.
—Ohhhh, Rafa… Cada vez que haces eso me…
—¿Qué?
—Me vuelves loca y nunca había sentido algo así —le susurré yo a él.
—Yo tampoco, Lidia.
—Quiero más, bésame y no pares, por favor.
Y eso fue lo que hizo, besarme mucho y abrazarme más, hasta que
decidió ponerme tumbada sobre él para que nuestros cuerpos estuvieran aún
más juntos. Ya no veía las estrellas, sólo a mí en aquella oscuridad cada vez
que separábamos nuestros labios para acariciarnos la cara. Y después,
volvía a cerrar los ojos para besarme más dulce, más despacio,
saboreándome todo lo que podía.
—Mi amor… —dejaba de hablar para seguir besándome—. No quiero
que esto acabe, por favor.
—Yo tampoco, cariño.
Y otro beso aún más intenso que el anterior y que el anterior del
anterior. Y, de repente, sus manos por dentro de mi camiseta tocándome la
piel de la espalda y las mías desabrochándole los botones de arriba de su
camisa para poder palparle el pecho, ese vello moreno que tanto me
gustaba. Mientras lo disfrutaba, un escalofrío me recorría al sentir sus dedos
en mi piel.
—Ohhhhh… Rafa… —Continué besándole por el torso, por el cuello,
parando de vez en cuando para soltar un jadeo.
—Ohhh, Dios, muñequita, tienes la piel tan suave y estás tan caliente.
—No lo sabes tú bien.
—¿Qué? Ohhhh… —se estremecía al sentir mi lengua en su cuello.
Me apretó contra él aún más y comencé a sentirlo. La excitación entre
sus piernas, entre las mías, pero aquella vez no lo paré, ni me aparté, sólo
seguí pegada a él sintiendo su calor, mi calor. Un calor excesivo que se
transmitía atravesando nuestra ropa.
—Lidia, estoy fatal —me decía entre besos.
—Yo también.
—Pero no podemos…
—No…
—¿Quieres parar?
—No, cariño. ¿Y tú?
—Quiero que no acabe.
Me agarró del trasero y me apretó aún más contra él.
—Ohhhh… Estás muy caliente —puse de manifiesto.
—Y tú estás ardiendo. Quiero hacerte el amor…, mi niña… Pero no
puedo. Párame, por favor.
—No quiero que pares. Sigue Rafael, cariño. Sigue…
—Te quiero, mi amor.
Y aquellas fueron las últimas palabras que dijimos porque lo que
sonaban después eran jadeos provocados por el roce de nuestros cuerpos,
que intentaban desesperadamente hacerse el amor sin quitarse la ropa. Nos
miramos a los ojos en la penumbra de aquella noche comprendiendo que ya
era tarde para parar, pero también para avanzar al siguiente nivel, así que
tiramos por la calle del medio haciendo algo que no sabíamos muy bien en
qué sección del pacto se encontraba. Y al final, llegamos al éxtasis, primero
yo y muy seguidamente, él. Un éxtasis extraño que se manifestó con unos
gemidos contenidos y nos dejó observándonos con gesto de sorpresa y unas
respiraciones jadeantes tras la culminación de algo que nos aportaba un
alivio que no era el que deseábamos exactamente.
—Dios, Rafa… ¿Acabamos de…?
Me quité de encima de él para sentarme en la hierba. Zurbano se
incorporó para sentarse a mi lado aún con la respiración acelerada.
—¿Romper el pacto? No. ¿Sí? No, ¿no?
—No. Bueno, no lo sé. Esto es sexo, ¿no?
—Sí, pero no. O sea, fuiste tú quien lo redactó, ¿te referías a esto?
—No, yo… Pfffff… Parecemos adolescentes, tío.
Chasqueó la lengua.
—Llevamos mucho tiempo así, es que esto no es humano, tía.
Silencio. Nos miramos y le acaricié la mejilla para luego besarle.
—¿Habías hecho esto alguna vez? —le pregunté.
—No, así no, ¿y tú?
—No así…
—O sea, qué soy el primero en hacerte el amor a lo alemán.
—¿Cómo? ¿Se llama así?
—No estoy seguro, al menos lo he escuchado.
—Y yo soy la primera que te lo ha hecho a ti, ¿no?
—Sí.
—Buf, esto es muy raro… Me siento extraña, ¿tú no?
—Pues… no sé. Lo que estoy es incómodo porque estoy mojado de…
—Se ahuecaba la cintura del pantalón.
—Vale, vale, lo pillo. ¿Vamos a casa y nos duchamos y nos
cambiamos? —le propuse.
—Sí, mejor.
Cogimos las sudaderas que nos hacían de almohadas, nos levantamos y
nos dispusimos a caminar hacia mi casa agarrados de la mano.
—Like a comet blazing 'cross the evening sky. Gone too soon —me
cantó por Michael Jackson rompiendo la ausencia de palabras.
—¿Cómo?
—Pues eso, que se ha ido muy pronto, que ha durado muy poco, como
las estrellas fugaces que acabamos de ver.
—¿El qué?
—Esta ilusión de que me quieras. Y tú eres mi estrella, pero no quiero
que seas una estrella fugaz.
—Aún no se ha acabado, Rafa, yo sigo estando aquí, no me he ido a
ninguna parte.
—Ya, pero la noche sí se acaba.
Poco después, estábamos delante de la puerta de mi casa, a la que
entramos sin hablar para no importunar a mis padres, que estarían
durmiendo. Subimos lo más sigilosamente que pudimos a la planta de
arriba.
—Va, dúchate y cuando acabes, ya entró yo —le planteé.
—¿No molestaremos tan tarde?
—No, tranquilo, la habitación de mis padres da al otro lado.
Y tras un beso, nos preparamos para irnos a dormir, en orden. Primero
lo hizo él.
—Lidia, he tenido que lavar esto, me da corte, pero… —Me mostró un
bóxer cuando salió del baño con el pelo mojado y el pijama puesto.
—No seas tonto, trae, que lo tiendo en la terraza.
Cuando entré, me estaba esperando.
—Bueno, muñequita, dulces sueños.
—Dulces sueños, cariño —le respondí y nos besamos dulcemente.
Me sonrió antes de cerrar la puerta de su habitación detrás de sí.
Un rato más tarde me había duchado y puesto el pijama y daba vueltas
en mi cama, no era capaz de conciliar el sueño, no estaba tranquila. La
situación que habíamos vivido me había dejado una falsa calma. Sentía
como si lo que había pasado fuese una especie de apaño, una chapuza con la
que tratar de arreglar algo de mala manera. Me levanté, eran las tres de la
mañana, y tras dar un par de paseos por mi habitación, me dirigí hacia la de
al lado.
Entré sin decir nada, me aproximé a la cama y me senté. Rafa estaba
despierto, tumbado sobre ella, pero no me dijo nada, sólo me miraba en
aquella penumbra. Había dejado la persiana un poco abierta, tal y como
solía hacer yo.
—Rafa… Es que… no me siento bien.
—¿Te encuentras mal, Zuñi? —me preguntó incorporándose.
—No, no. Me refiero a… esto que ha pasado.
—¿No te ha gustado?
—No es eso, es que… no imaginé que sería así si alguna vez tú y
yo…, ya sabes.
—Ya, yo tampoco. —Hizo una breve pausa—. ¿Y cómo te lo
imaginabas?
—Pues de verdad y no así, a medias. Me imaginaba acariciándote y
besándote la piel y tú a mí, sin ropa, claro.
—Ya, pero si hubiéramos hecho eso, sí que hubiéramos acabado
incumpliendo el pacto, sin ninguna duda.
—Lo sé. Porque no lo hemos incumplido, ¿verdad?
—No he estado dentro de ti, así que, técnicamente, no lo hemos
incumplido.
—Vale.
Silencio.
—¿Qué te pasa? ¿No te has quedado a gusto? ¿Lo quieres romper? —
indagó.
—No es que no me haya quedado a gusto, pero tampoco bien, aunque
no quiero romper el pacto. Y menos aquí, que si lo hiciéramos tendríamos
que estar contenidos sin poder hacer ruido ni nada.
—¿Tanto gritas, Yerbis?
Le di un toque en el hombro.
—Qué tonto eres.
Silencio. Y él me miraba atentamente.
—Pero no quería acabar así la noche —continué hablando.
—¿Y cómo la quieres acabar?
—Quiero quererte un rato más —aparté la sábana para meterme en la
cama con él, sentándome a su lado—. Quiero dormirme escuchando tu
corazón y despertarme con tus besos. Quiero acariciarte a ti, no a tu ropa. Si
hubiéramos hecho el amor de verdad ahora dormiríamos abrazados piel con
piel —le susurré mientras le acariciaba la mejilla y el cuello.
—Pero…
—Te quiero, Rafa —le interrumpí con otro susurró—. Nunca he
querido a nadie de la manera que te quiero a ti y eso me asusta, me
sobrepasa, y por eso lucho contra ello porque es un sentimiento que no
entiendo. Pero, aunque sea así, necesito quererte al menos durante un rato
porque si no voy a volverme loca.
Y se hizo el silencio. Le escuché contener la respiración para retomarla
unos segundos después.
—Y… ¿cómo quieres quererme? —me preguntó.
—¿Cómo quieres que te quiera? Has sido tú quien me ha pedido que lo
haga esta noche.
—Quiero todo eso que me has dicho. Dormir contigo, besarte, que me
acaricies, quiero abrazarte piel con piel. Quiero acariciarte la espalda, un
día me dijiste que te gustaría que lo hiciera.
—Vale, pero para eso tendríamos que quitarnos la ropa y no podemos,
imagina que hubiéramos estado desnudos mientras veíamos las estrellas.
Nos ha salvado de romper el pacto llevar la ropa puesta.
—No hace falta quitarse nada. Mira, túmbate mirando hacia la puerta.
Le hice caso y a los pocos segundos, sentí su mano acariciándome la
espalda por debajo de la camiseta, muy suave, muy despacio, hasta que se
me erizó la piel.
—Ooohhh… qué gustito —le decía.
—Y eso que no puedo hacerlo bien.
—¿Te molesta la camiseta? —se lo pregunté porque notaba cómo le
costaba acceder a algunos puntos.
—Un poco. Pero hemos dicho que no íbamos a quitarnos nada.
—Ya, pero… sólo la camiseta, aunque no puedes mirarme, ni tocarme
el pecho.
—Tranquila, no voy a hacerlo, además, está oscuro y estás de espaldas,
por mucho que quiera verte…
Me saqué aquella prenda por la cabeza y él siguió acariciándome un
rato, en el que pasaba de la espalda al cuello poniéndome sensaciones de
todos los colores.
—Yo también quiero acariciarte —le pedí y me tapé con la sábana
hasta arriba mientras él se quitaba la camiseta y se daba media vuelta.
Entonces fui yo la que le pasaba los dedos suavemente por la espalda,
por el cuello, sintiendo cómo su piel también se erizaba bajo mi tacto, hasta
que aquello le provocó un jadeo y seguidamente un escalofrío.
—¿Te gusta?
—Bufffff… Demasiado, Yerbis.
—¿Quieres que paré?
—No, quiero abrazarte y que durmamos así…, piel con piel.
Silencio.
—Vale, pero si no me miras.
—Pero si no se ve nada, mi amor. —Se dio media vuelta para poner la
espalda en el colchón—. Ven aquí —me invitó a poner la cabeza en su
hombro, mi torso contra el suyo, piel con piel.
Y dos suspiros contenidos. Me rodeó con el brazo, apretándome contra
él para besarme la cabeza.
—Eres preciosa —me susurró.
—Me has dicho que no podías verme.
—Y no puedo, pero te siento.
—Pero yo no soy como esas que te gustan a ti.
—¿Ese es el problema? Yo tampoco soy como los que te gustan a ti, y
al lado de tu ex salgo perdiendo, y por goleada, además.
Le di un beso en el pecho.
—¿Tú crees? ¿Y por qué estoy aquí contigo en lugar de con él?
—Porque soy tu león.
Sonreí.
—Dulces sueños, mi león.
—Dulces sueños, mi leona. —Hizo una pausa—. Oye, no vendrá
alguno de tus padres y nos pillará así, ¿no?
—Tranquilo, no van a subir de noche, sólo suben de día si tienen que
salir a la terraza a tender la ropa o algo así. De madrugada me voy a mi
habitación y ya está.
Silencio.
—Te quiero, Lidia. Nunca olvides esta noche, por favor. Yo no lo haré.
—No podría olvidarla. Yo también te quiero, Rafa.
Y un abrazo más fuerte y dos suspiros, esta vez no contenidos. Y unos
cuantos besos. Y así nos quedamos dormidos sumidos en una felicidad que
sería efímera. No me di cuenta de que se estaba despidiendo de mí. Creo
que él tampoco.
54. Conmigo no juegues más

Martes, 25 de agosto de 1998

Me desperté con la claridad del amanecer y me dispuse a irme a mi


habitación, pero al sentir que me movía entre las sábanas, me abrazó para
besarme por el cuello, por la espalda. Y yo me quedé cinco minutitos más
haciéndome la remolona sólo para disfrutar de ese momento.
—Tengo que irme —le susurré—. Mis padres se despiertan pronto.
—Ya lo sé, pequeña. —Pero no me dejaba separarme de su lado
porque seguía besándome abrazado a mí, rodeándome por la cintura,
haciéndome cosquillas con su vello en mi espalda.
—¿Qué pasa? ¿Acaso quieres que acabemos lo que no terminamos
ayer?
—Pues claro que quiero, ¿no lo notas? —Se pegaba a mi trasero.
Sonreí.
—Pero no podemos, Rafa, así que tienes que dejar que me vaya antes
de que sea demasiado tarde
—Ya lo sé. —Me soltó y yo me puse la camiseta del pijama de
espaldas a él para que no me viese.
—Hasta luego, cariño. —Le besé antes de salir de allí con el olor de su
piel impregnado en la mía.
—Hasta luego, mi amor —me susurró incorporándose en la cama,
dejando resbalar la sábana para que su torso quedase descubierto, adrede.
Suspiré al verle y tuve que volver para darle otro beso antes de
despedirme con una sonrisa.
Unas tres horas más tarde, me desperté en mi cama y salí de la
habitación para ir al baño. Cuando lo hice, la puerta de la habitación de
Rafa estaba abierta y él ya se había vestido, estaba haciendo la cama.
—Buenos días, muñequita —me saludó.
—Buenos días, morenito. ¿Has dormido bien?
—Mejor que nunca, he soñado que me querías.
—¿Estás seguro? —Le sonreí.
Se acercó para besarme y después me observaba.
—Ahora sí que te veo y que tengas frío no ayuda. —Me miraba la
camiseta.
—¡Rafa! —Me crucé de brazos.
—Yo no tengo la culpa de que se te transparente.
—¿Has desayunado? —le pregunté sin descruzar los brazos.
Negó con la cabeza.
—Te estaba esperando.
Minutos después me había puesto una sudadera encima del pijama y
bajábamos a tomar la primera comida del día acompañados de mi madre,
que estaba cocinando.
—¿A qué hora tienes el bus, Rafa? —cuestionaba ella.
—A las cuatro —respondía él.
—Comemos pronto para que puedas ir tranquilo, te bajará José Luis,
yo hoy no puedo acompañaros, que he quedado con mi cuñada para hacer
unos telares.
—Tranquila, yo tampoco quiero molestar, si no os va bien puedo
llamar a un taxi.
—No, hombre, no, ya te baja él.
—Muchas gracias.
—¿Lo pasaste bien? —le seguía preguntando mi madre.
—Muy bien. —Y sonreía mirándome de reojo.
Tras el desayuno, recogía su ropa mientras yo me cambiaba.
—Aún no se ha secado, hay que dejarlo un poco más —le decía
refiriéndome al bóxer—. Pero hoy hace algo de viento, así que creo que ya
estará cuando volvamos.
—¿Adónde me llevas hoy, Yerbis?
—A pasear un poco por el monte, ¿no querías ver la zona?
—Vale, pero ¿no hay lobos?
—Que no, hombre. Al menos, hace años que no bajan por aquí.
—Tus primos me han vacilado, entonces.
—Un poco. —Me reí.
Salimos de casa para recorrer el camino, pasando por el mismo sitio
donde el día anterior veíamos las estrellas.
—Fue aquí donde estuvimos ayer, ¿verdad? —deducía.
—Sí.
Se paró y me abrazó.
—Nunca olvidaré esta noche, eres la estrella de mi cielo —continuó
diciendo.
—Un cielo tiene muchas estrellas, ya lo viste ayer, supongo que me
olvidarás a mí y a esta noche cuando encuentres a tu sol, ¿no?
—Pero un sol también es una estrella.
—Sí, pero se diferencia del resto en que no está en tu noche, sino en tu
día, y cuando lo tienes delante no tienes dudas de que lo es. Sin una estrella
puedes vivir porque hay más, pero no puedes hacerlo sin tu sol porque es el
que hace que amanezca todos los días en tu mundo.
Silencio. Porque no supo qué decir ante aquello, así que seguimos
andando hacia un camino que hacía una pequeña ruta por la zona, rodeando
la parte baja del monte.
—¿Trabajas esta semana? —hablé por acabar un poco con la tensión
que generaba la ausencia de conversación.
—Sí, el sábado. Ya vuelvo a la rutina del resto del año.
Otra vez silencio. Un silencio por encima del cual se escuchaba el
canto de los pájaros, el rumor del agua corriendo por los pequeños
manantiales que brotaban al lado del camino, el zumbido de las abejas
volando para recoger el polen de las flores de los brezos, el murmullo del
viento meciendo las ramas de los árboles. De repente, me dio la mano.
—Esto es muy relajante —afirmó, yo creo que por decir algo.
—Sí, aquí se te olvida el mundo.
—Suerte que aún lo puedes disfrutar unos días.
—No tanto, esta semana tengo que darles caña a los exámenes, por eso
creo que me quedaré aquí hasta el domingo, estudiando.
—Bueno, pero al menos puedes quedar un rato con tus amigos para
despejarte, ¿no?
—Sí, bajaré después de cenar un poco al club, pero a partir del jueves
ya no quedará ninguno de mis primos de nuestra edad, y de los amigos, casi
nadie. Fernan y poco más.
—Y Ángel, ¿no?
—Sí, él también estará.
Silencio. Y una tensión que no sabíamos cómo diluir.
Comenzamos a volver hacia atrás por aquel sendero circular. No me
volvió a agarrar, simplemente, caminaba a mi lado mirando a su alrededor,
observando todo lo que le rodeaba. Entonces fui yo quien le cogió de la
mano y él me miró a los ojos como queriendo decirme algo, sin hacerlo
para, finalmente, darme un beso en los labios.
Y regresamos al pueblo para subir a casa de mis abuelos a saludar a la
familia que aún estaba por allí. Con ellos pasamos un rato antes de la hora
de comer, cuyo momento quedó anunciado por el sonido del cencerro que
había en el salón.
—Hala, ya os llaman a filas —les dije.
—¡A veeeer! —se escuchaba la voz de mi abuelo al fondo del pasillo,
quien un par de minutos antes se había asomado para despedirse de
Zurbano.
Mi abuela meneó la cabeza.
—Bueno, Rafa, monín, que lleves buen viaje y ven cuando quieras,
que aquí tienes tu casa —se despidió.
—Muchas gracias por todo, señora Rosa. Cuídese mucho —le
respondió Rafa para darle un par de besos y un abrazo.
Después se despidió de mis primos y tíos, a los que dejamos allí para
regresar a casa.
—Es la una y cuarto. Nosotros aún no comeremos, que es pronto.
¿Quieres que vayamos a por agua para la comida?
—Vale.
Cogí la garrafa de la cocina y nos encaminamos otra vez hasta la
fuente, cruzándonos por el camino con algún vecino que venía de trabajar
en su huerta.
—Buenos días —saludábamos.
No hablamos mucho más entre nosotros. Una vez que llegamos a aquel
manantial, enjuagué la garrafa y la llené de agua.
—Déjame a mí —ofreció Rafa, porque era de cinco litros y comenzaba
a pesarme según se llenaba.
—Gracias. —Me senté en el banco de piedra que había junto a aquel
caño.
Miraba fijamente las iniciales que grabamos Ángel y yo en la puerta de
aquel cobertizo, un día de aquel pasado en el que mi vida era muy distinta.
Zurbano se sentó a mi lado cuando terminó de llenar aquella botella,
que dejó en el suelo para tratar de averiguar lo que captaba mi atención.
—Erre y ele —leyó—. Rafa y Lidia.
—¿Cómo?
—Eso pone ahí, ¿no? —Señaló el lugar donde yo estaba mirando.
—Rafa…, sabes que no pone eso.
—Ah, ¿no?
Se levantó para mirar al suelo hasta que encontró lo que buscaba, una
piedra con el canto afilado. Lo pasó por encima de la a, rayando la
superficie donde estaba ubicada hasta convertirla en una erre.
—Pues ahora sí —concluyó.
Y después grabó debajo la fecha del día de la fiesta de farmacia, aquel
día en que comenzamos a investigar juntos por la vida: 24-04-1998
—Mejor, ¿no? —me preguntó.
Yo sonreí y me levanté para observarlo de cerca. Pasé los dedos por
encima de aquella fecha y posé mi vista en él.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí, Rafa?
—Pues por ese camino, tía, tú venías conmigo —bromeó señalándolo.
—Ya, muy gracioso. Me refiero a cómo dos personas como nosotros,
que sólo compartíamos sitio de prácticas por nuestros apellidos, que
ninguno somos el tipo del otro, hemos llegado a esto. A compartir siestas,
besos, abrazos. A ti durmiendo en mi casa con mi familia. A lo de ayer por
la noche. A que casi te parte la cara mi ex. ¿Cómo? Es que aún no lo
entiendo. Yo no me hubiera fijado en ti en la vida, y tú en mí tampoco.
—¿Y qué estarías haciendo ahora si esto no hubiera pasado, si nuestra
vida hubiera seguido como antes? ¿Cómo estarías? ¿Con quién?
—No tengo ni idea, Rafa.
—¿Estarías con Vázquez? ¿Con un guardia de seguridad morenito de
ojos azules? ¿Hubieras vuelto con Ángel? Vi cómo le mirabas cuando le
tenía contra la valla. ¿O seguirías estando sola? Como me dijiste que te
sentías antes de que apareciera yo en tu vida, aquel día que llorabas en el
parque.
—No sé con quién estaría, pero el cómo, supongo que con todo
aprobado. ¿Y tú? ¿Cómo estarías? ¿Con una cuarta novia morena?
—¿La verdad? Pues puede que en el pueblo de mi padre intentando
tirar fichas a alguna de allí para tener una relación insulsa con el único fin
de disfrutar de un poco de sexo salvaje. Con algo más de dinero en mi
cuenta. Ah, y con todo aprobado, claro.
Le miraba con un nudo en la garganta.
—Estarías mejor sin mí, ¿no? —le dije.
Silencio. Y sus ojos clavados en los míos. Su ausencia de palabras me
dolió más que su frase anterior. No pude sostenerle la mirada, como al
principio de nuestra relación.
—¿Y por qué no vuelves a eso? —continué con la vista baja.
—¡Porque no puedo! —exclamó subiendo el tono de voz.
Levanté la mirada, retrocediendo para separarme de él, como si su
reacción me hubiese espantado. Rafa se dio cuenta enseguida y quiso volver
a la serenidad.
—Lidia, eres tú la que está mejor sin mí, no tenía que haberte metido
en esto. Y ahora, no sé qué hacer y tú no paras de jugar conmigo.
—¿Yo? —Respiré profundamente y escuché cómo dos personas
charlaban acercándose hacia donde estábamos nosotros—. No fui yo quien
pidió que jugáramos a querernos una noche —le hablé en tono bajo antes de
acercarme a recoger la garrafa del suelo para alejarnos de allí.
—Hola, Lidia. Hola, ¿qué tal? —nos saludaron aquellos vecinos.
—Hola —les devolvimos el saludo para irnos de aquel lugar.
Caminamos sin hablar mirando al suelo, hasta que me cambié la
garrafa de mano porque comenzaba a pesarme y Zurbano se acercó para
quitármela, pero en lugar de seguir transportándola, la apoyó en el camino.
—Lidia, no podemos aparecer así en casa de tus padres.
—Pues nada, vamos a seguir fingiendo que somos una pareja feliz, que
eso se nos da muy bien —le respondí cruzada de brazos y sin apartar la
vista del suelo.
—¿Podrías mirarme, por favor? —me pidió.
Levanté la cabeza para posar mis ojos en los suyos y ya no hubo más
palabras. Sólo su iris con un sinfín de tonos castaños y sus labios
entreabiertos dispuestos a decir algo que no salió de su boca porque fue
interrumpido por aquella mirada. Estaba perdida dentro de sus ojos. Otra
vez. De repente, se le endulzó el gesto y acabamos abrazándonos sin saber
muy bien cómo había sucedido, era una de esas cosas que no entendíamos
de nuestra relación. No podíamos estar el uno sin el otro, era nuestra
penitencia. Pero las dudas y nuestro pacto nos impedían estar juntos y
aquella situación de incertidumbre nos desesperaba cada vez más.
Sin decir nada, nos separamos, nos agarramos de la mano y Zurbano
cogió la garrafa del suelo para retomar el camino a casa.
Una hora más tarde, y tras haber comido con mis padres, Rafa se
dispuso a recoger el resto de la ropa para meterla en su equipaje, incluyendo
su bóxer, que ya estaba seco.
—¿Tienes todo? —indagué.
Él asintió.
Le acaricié la cara y le di un beso en los labios, que él me correspondió
sin añadir ni quitar intensidad al momento.
Momentos después, Rafa se despidió de mi madre y se acercó hasta el
coche.
—¿Quieres montar delante? —le ofrecí.
—No, quiero ir a tu lado.
Y nos montamos los dos atrás.
—Pero ¿me vais a dejar aquí solo de taxista? —se quejaba mi padre.
—Sí —le contesté sin más y miré de reojo a Rafa, que me sonrió de
manera desganada.
Cuando llegamos a la estación de autobuses, tuvimos que esperar unos
minutos a que apareciera el que iba destino Madrid. Cuando eso sucedió, mi
padre se despidió de Rafa y se alejó un poco para dejarnos intimidad.
—Llámame cuando llegues —le pedí.
—Sí, no te preocupes —me aseguró antes de meter su bolsa de viaje
en el maletero del bus.
Y nos quedamos frente a frente. Me miró fijamente y me besó en los
labios intensamente mientras nos abrazábamos. El resto de viajeros
comenzaba a subir a bordo.
—Te quiero —le dije.
—Lidia, por favor, no sigas —me respondió, y me acarició la cara para
darme la espalda con el fin de proceder a subir a aquel vehículo.
Me quedé paralizada, hecha polvo, ¿qué significaba aquello? Que no
siguiera, ¿qué? ¿Queriéndole? ¿Jugando con él? ¿Fingiendo? Pero yo no lo
estaba haciendo y ¿él no se daba cuenta de la verdad? ¿Pero cómo habíamos
llegado a eso? Sólo tenía ganas de llorar.
—Mírame, por favor —susurré mientras él subía los escalones del
autocar.
Pero Rafa no podía escucharme con aquel ruido. No me miró. Ni
siquiera se dio la vuelta. Sólo entró en el bus y yo le seguí con la vista hasta
su asiento, junto a la ventana. Una vez que se sentó, sí me observó
fijamente. Me acerqué un poco más al cristal para verle mejor. Y cuando
aquel vehículo arrancó para salir de allí, puso la mano sobre la ventanilla,
como si quisiera tocarme a través de ella. «Te quiero», leí en sus labios
mientras se alejaba.
Aquella tarde fue dura. La pasé en compañía de mis primos, que
pensaban que me encontraba en ese estado de tristeza porque le echaba de
menos.
—Pero si en unos días ya os veis —decía Carol.
—Ya, pero se van a hacer muy largos —le respondí como excusa, no
podía decirle que me sentía así porque nuestra relación estaba basada en
una mentira que comenzaba a hacer aguas.
Cuando el sol descendía por el horizonte me dirigí hacia mi casa.
Llevaba poco tiempo en ella cuando sonó el teléfono, que me apresuré a
coger.
—¿Sí?
—¿Lidia?
—Rafa… ¿Has llegado bien?
—Sí, estoy bien. —Silencio—. ¿Y tú?
Pero yo no podía hablar.
—¿Lidia? —preguntó al escuchar el silencio como respuesta.
—No… —le dije entre sollozos, por suerte, mis padres estaban fuera
hablando con unos vecinos del otro lado de la calle y me sentí libre para
desahogarme—. No.
—¿Ha pasado algo?
—No. —Era incapaz de decir más palabras.
—Lidia, ¿es por mí?
—Sí.
Le escuché respirar profundamente.
—No llores, por favor, no tengo muchas monedas. ¿Qué puedo hacer?
Es que ya no sé qué hacer, muñequita. No lo sé. Y ahora te escucho así y
me voy a quedar jodido toda la noche.
—Yo ya lo estoy, si te sirve de consuelo.
—Pero ¿por qué? ¿Te he hecho sentir mal o es porque me echas de
menos?
Respiré profundamente para poder hablar sin trabarme por la emoción.
—Es por todo lo que ha pasado, es que nuestra relación es como una
montaña rusa. No podemos estar juntos, pero tampoco separados y yo
tampoco sé qué hacer, y me siento fatal, y además, te echo de menos, y tú te
has despedido así, que ni siquiera sé qué querías decir —le hablé de manera
atropellada.
Silencio. Supongo que estaba tomando aire.
—Seguramente yo esté más jodido que tú ahora y yo también te echo
mucho de menos. Y no sé qué podemos hacer, pero nos vienen los
exámenes y no nos podemos permitir el lujo de no aprobar. Así que, por
favor, vamos a concentrarnos en ellos, ¿vale? Tenemos que ser fuertes,
Lidia, y cuando pasen, ya vemos lo que hacemos. Yo voy a seguir estando
aquí. Yo sólo te pido…, mira como la canción…, que no me dejes solo
ahora, ¿vale? Que no hagamos como en junio. Eso me haría sentir mejor.
—Yo no voy a dejarte solo, Rafa, nuestra condena es estar juntos en
esto, sea de la manera que sea, ¿no?
Suspiró.
—¿Y qué puedo hacer yo para que tú te sientas mejor? Porque no
soporto que estés así. Y, por favor, responde rápido, que acabo de echar la
última moneda y no tengo más.
—Que me quieras como me quieres de verdad, aunque no sepas en qué
carpeta de tus sentimientos clasificarme. No quiero que juegues a quererme
como no me quieres porque eso sólo me haría daño.
Se quedó unos segundos pensando en aquel trabalenguas.
—Quieres que sea sincero contigo, ¿no?
—Sí.
Contuvo una risa de resignación.
—Pero si ya lo soy, muñequita. ¿Podrás tú hacer lo mismo conmigo?
Esto se acaba, dulces sueños, pequeña —dijo apresuradamente.
—Dulces sueños, morenito.
—Te…
Y se cortó la comunicación.
Aquella noche, después de cenar, vino Carol a buscarme y se alegró de
verme un poco más calmada y animada que por la tarde. Estuvimos en el
bar con mis primos y la poca gente que iba quedando de la panda, aquel era
su último día allí. Aun así, no volvimos muy tarde a casa, estábamos
cansadas y tampoco quedaba mucho ambiente ese día en el club, así que
sobre las doce y cuarto ya estaba en mi habitación con el pijama puesto.
Me metí en la cama, pero no paraba de dar vueltas a lo que había
sucedido la noche anterior, a lo que había pasado aquel día, cuando Rafa
transformaba la inicial de Ángel en la suya, en su esfuerzo por cambiar cada
recuerdo que tenía con mi exnovio por uno con él. Sin embargo, no pudo
cambiar aquellos que estaban a buen recaudo. Abrí mi armario y busqué
una caja con doble fondo para rescatar aquel diario que escribía cuando era
más joven, aquel donde narraba todo lo acontecido con Ángel desde que
nos acercamos para conocernos mejor. En aquella época escribía mucho,
siempre me gustó hacerlo, pero cuando empecé a ir a la universidad
abandoné esa costumbre para utilizar el tiempo que anteriormente había
invertido en ello, en estudiar.
Cogí aquel cuaderno y me senté encima de la cama para leer sus
páginas, reviviendo todo lo acontecido con Ángel. Tenía sentimientos
contradictorios. A veces se me escapaban sonrisas, pero cuando leía
algunos párrafos me invadía un enorme vacío. ¿Cómo podía ser posible que
me sintiera más unida a Rafa de lo que nunca lo había estado a Ángel?
Cerré aquel documento y me levanté de la cama, necesitaba respuestas, así
que para hallarlas tenía que poner todas las cartas sobre la mesa, analizar la
situación. Abrí la mochila de clase y cogí un taco de folios en blanco, era el
momento de retomar aquella afición aparcada. Saqué la foto de Rafa que
llevaba en el monedero y el bolígrafo-linterna que me había regalado, como
si de aquella manera pudiera estar más cerca de su esencia, y me puse a
escribir:

Martes, 14 de abril de 1998

Aún recuerdo aquellas soporíferas tardes. A las cuatro en punto


esperábamos en la entrada del vetusto laboratorio a que nos nombraran
por orden de lista para asignarnos una mesa en la que realizaríamos
nuestras prácticas de Química Farmacéutica. La profesora iba
estableciendo cada sitio a un grupo de tres, pero yo no tuve tanta suerte.
—Lidia Zúñiga y Rafael Zurbano…
55. Puede que tú no lo veas

Domingo, 30 de agosto de 1998

Miraba por la ventanilla del autobús recordando aquellos días de


verano en mi pueblo, en mi casa. Me iba un poco apenada por dejar a mi
familia atrás de nuevo, pero, por otra parte, estaba deseando llegar a Madrid
para volver a mi rutina en la ciudad, a aquella ciudad donde una puede
pasear por la calle totalmente desapercibida.
Los últimos días en Castañar fueron bastante tranquilos, por las
mañanas y por las tardes me dedicaba exclusivamente a estudiar los dos
exámenes que tendría la semana siguiente, y después de cenar, me acercaba
al club para despejarme un poco. Un día sí y otro no, llamaba a Rafa desde
allí, y como no había ya tanta gente, teníamos la oportunidad de hablar sin
un excesivo ruido de fondo. El resto de los días, era él quien me llamaba a
casa a eso de las diez. Nuestras conversaciones eran tranquilas, sin entrar en
demasiados detalles sobre nuestra relación, sólo tratábamos algunas dudas
de las asignaturas que nos traíamos entre manos y alguna frase que nos
indicara que el otro seguía estando ahí, siendo nuestro apoyo, echándonos
de menos, queriéndonos a nuestra manera. Y tras aquellas charlas que
sucedían en la distancia, otras que resultaban mucho más baratas para mi
bolsillo. Aquellas con Fernan, que me esperaba después de que yo colgara
el teléfono, y a las que alguna vez se unía tímidamente Ángel sin atreverse a
intervenir demasiado. Aunque, en ocasiones se me quedaba mirando
fijamente con sus ojos azules y aquello me ponía un poco nerviosa.
Tuve la oportunidad de hablar con él a solas el penúltimo día, fue en la
fuente donde los dos nos acercábamos a recoger agua para la cena.
Normalmente yo trataba de evitar ese encuentro y acudía a una hora algo
más tardía de lo que lo hacía él, pero ese día me sentí en la necesidad de
hacerlo a la misma.
—Hola, Li —me saludó cuando me encontró sentada en aquel banco
de piedra con mi garrafa llena de agua fresca al lado.
—Hola, An —le llamé de la misma manera que lo hacía en el pasado,
cuando salíamos.
—¿Disfrutando del último día? Ya marchas mañana, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno.
Nos quedamos en silencio, él parado enfrente de mí.
—Vi la casa, te quedó muy bonita —le dije.
Se sentó a mi lado.
—Sí, bueno, aún queda, que por dentro hay mucho que hacer, pero la
vidriera quedó muy bien.
—Me alegro de haber aportado algo bueno. —Sonreí.
—No fue lo único. —Y clavó sus ojos en los míos con un gesto serio.
—Bueno, ya da igual, es un poco tarde para hablar de qué aportó cada
cual, y supongo que tenemos que tratar de ser felices, ¿no? —hablé, porque
me incomodaba que me mirara de esa forma.
—Sí. Pero tú ya lo eres, ¿no? Te buscaste un buen guardaespaldas.
—¿Rafa? —Me reí—. Sólo defiende a quien le importa.
—Lo hizo bien, cualquiera se acerca a ti.
—Ya.
Me miró fijamente, serio.
—Li, yo lo dije de verdad, no quise hacer lo que te hice, pero me
sentía muy solo contigo tan lejos. No sé, me volví un poco loco.
—Yo también me sentía sola y no me tiré al primero que se me pasó
por delante. Pero da igual, no quiero hablar más del tema y, además, creo
que no nos hubiera ido bien a la larga. Tú estás a gusto aquí, pero yo
necesito algo más, ya sabes que nací en Madrid y me siento bien allí, me
gusta.
—Ya lo sé, pero yo quería estar contigo.
—¿Te hubieras venido conmigo a vivir allí, si te lo hubiese pedido?
¿Hubieses estado dispuesto a buscar un trabajo en Madrid para estar a mi
lado? —le pregunté.
Vaciló un instante.
—Igual lo hubiera hecho por ti, sí, pero no hubiera estado a gusto. En
Madrid hay demasiada gente, no sé cómo te puede gustar aquello.
—Somos diferentes.
—Pero yo aún pienso que eres mi mujer.
—Ángel, yo no soy de nadie —le respondí levantándome del banco.
Él me imitó.
—Bueno, tengo que irme —añadí.
Titubeó porque no sabía si acercarse a darme dos besos, pero yo le
resolví la duda aproximándome a él para abrazarle, algo que nunca
habíamos hecho en un lugar público siendo pareja. Al principio se quedó
inmóvil, pero luego me acogió entre sus brazos y yo me sentí extraña
porque lo sentí extraño. Me había acostumbrado tanto a los abrazos y al
aroma de Rafa, que volver a experimentar la sensación de tener a Ángel tan
cerca, me pareció que estaba fuera de lugar en mi vida, yo ya no formaba
parte de aquello que rodeaba a mi exnovio.
—Te echo de menos, ¿sabes? —confesó.
Me separé de él.
—Yo a veces, también, pero no podría volver contigo después de lo
que me hiciste, lo sabes, ¿verdad? Sufrí mucho.
Asintió. Y se quedó mirando por encima de mi hombro la puerta de
madera de aquel cobertizo, estoy segura de que viendo la inicial de Rafa
sobre la suya y una fecha especial reciente que trataba de anular sus
recuerdos. En ese instante comprendió que aquello era una despedida, no
sólo de mí hasta la próxima vez, sino de cualquier puerta abierta a nuestra
relación.
—Ahora ya lo sé —me dijo.
Me acerqué a su rostro y nos dimos dos besos.
—Hasta pronto, Ángel.
—Buen viaje, Lidia.
Y me alejé de allí con la sensación de haber cerrado, por fin, aquella
puerta que había permanecido entornada durante demasiado tiempo.
Aquella, mi última noche en el pueblo, no bajé al club. Al fin y al
cabo, el mejor momento del día llegaba a su final, cuando me sentaba
delante de un papel en blanco en el silencio de mi habitación, escuchando
de fondo el sonido del reguero, a escribir todo lo acontecido con Rafa hasta
ese momento. Me daba calma y me hacía estar aún más conectada con él.
Aquel día esperé su llamada tras la cena y después de escucharle desearme
dulces sueños, como cada noche, me subí a mi habitación a seguir
redactando nuestra historia.
Escuchaba a Ella Baila Sola cuando entré en Madrid mientras cavilaba
sobre el contraste entre el paisaje tranquilo del pueblo y la velocidad
vertiginosa a la que transcurría la gente por aquella ciudad. Un cosquilleo
me recorrió el estómago cuando me imaginaba el reencuentro con Rafa en
aquel, nuestro entorno, sin estar segura de lo que eso nos depararía en
nuestra montaña rusa particular. Esa misma mañana había ido a casa de mis
abuelos y mi abuela se dirigió a mí para hablarme como nunca antes lo
había hecho.
—Rafa te quiere. Este sí me gusta para ti y no el otro novio que tenías,
el de los Palacios, que es un interesado y mira cómo te engañó.
—¿Y por qué estás tan segura de que Rafa me quiere de verdad,
abuela? Ya sabes cómo son los hombres, ¿no? Yo ya no me fio de nadie.
—Haces bien, rapaza, pero una ya es vieja y ve cosas que igual tú no
aprecias. Rafa es un buen chico y te quiere, quiérelo tú a él, que no es como
los de aquí, que no esperan palabras bonitas. Yo sé que tú también le
quieres y mucho, pero puede que tengas que darle más a cambio y entonces
tú igualmente lo recibirás.
El bus entraba en la estación situada en Méndez Álvaro a la vez que mi
cabeza analizaba aquellas palabras de mi abuela.
Minutos más tarde, me había bajado de aquel transporte y esperaba mi
turno para coger el equipaje del maletero. Una vez que tuve la maleta entre
mis manos, me acerqué hasta la acera de aquella parada y allí me lo
encontré de frente.
—Hola, muñequita. —Me sonrió de aquella forma que echaba tanto de
menos.
—¿Qué haces aquí? Me dijiste que te quedarías estudiando.
No pude acabar aquella frase sin encontrarme rodeada por su abrazo,
por su aroma, y entonces me sentí reconfortada. Y a continuación, un beso,
uno breve de los permitidos por aquel pacto que nos autoconvencíamos de
no haber incumplido.
—Pero quería darte una sorpresa y que no tuvieras que ir sola a casa.
—Gracias, morenito. Te he echado mucho de menos estos días.
—Y yo a ti.
Me ayudó a transportar el equipaje cuando nos dirigíamos hacia el
metro. Aquel fue un tramo de pocas palabras, íbamos sentados uno junto al
otro, mi cabeza en su hombro, su brazo rodeando mi espalda. Y cuando
abandonamos el vagón, nos cogimos de la mano para continuar nuestro
camino juntos, como llevábamos haciendo desde hacía varios meses.
—¿No quieres subir? —le pregunté cuando estuvimos frente a mi
portal y vi que se paró.
—Los dos sabemos que es mejor que no lo haga y, además, tengo que
estudiar, que tengo el examen pasado mañana.
—Tienes razón, no te quiero entretener. ¿Qué tal lo llevas?
—Bien, es repasar. Pero bueno, no quiero despistarme ahora al final.
¿Tú cómo los llevas?
—Creo que más o menos, aún me quedan dos días, así que tengo
tiempo de repasar.
—Los vas a bordar, ya verás.
—Ojalá.
Silencio, esta vez para abrazarnos. Y después de tener la cabeza
apoyada en su pecho, le di un beso en aquella postura, justo encima de la
camiseta, antes de separarnos.
—Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, morenito.
Me besó en los labios, pero un beso corto, comedido, también de los
permitidos por pacto.
—Hasta mañana, pequeña —me dijo antes de darse media vuelta y
marcharse.
Abrí la puerta del portal y cogí la maleta para llevarla dentro con una
sensación extraña porque sentía que, aunque él estaba allí conmigo, había
dado un paso atrás y aquello era nuevo. Lo achaqué a los exámenes. No
podía estar más equivocada.
56. Por qué doy un paso atrás

Miércoles, 23 de septiembre de 1998

Aquel mes comenzó con una semana de exámenes que fue extraña,
pero tranquila. Rafa y yo no nos vimos hasta el jueves día tres, momento en
que yo había terminado el último. Los días previos sólo nos hablábamos por
teléfono por la noche para preguntarnos mutuamente qué tal lo llevábamos
o qué tal nos había salido si se trataba del día de la prueba. No queríamos
que se repitiera aquella maraña de emociones descontroladas que en junio
nos hizo fracasar estrepitosamente en parte de nuestros estudios. Y yo
tampoco quería importunarle mucho, ya que me sentía culpable de su
suspenso no merecido. Así que andábamos con pies de plomo cada vez que
interactuábamos entre nosotros. Y parece que aquello funcionó porque las
sensaciones obtenidas tras haber realizado nuestros exámenes fueron
buenas. Nos lo pudimos contar de primera mano aquel jueves, el día de mi
última prueba, en el que yo salía del aula acompañada de Vázquez, quien
también había suspendido esa asignatura en junio. Cuando vio que Rafa me
esperaba, noté como se tensaba y aunque su trato conmigo era simplemente
cordial, fue aún más distante cuando se lo encontró delante.
—¿Qué tal, churri? —me preguntó, hacía muchos días que no me lo
llamaba, la última vez había sido en el pueblo. Supongo que lo hizo para
seguir en su papel de novio, del que también formaba parte el beso que me
dio en los labios—. ¿Qué pasa, Danny Boy, tío? ¿Qué tal? —Y a él le dio
un abrazo.
—Bien —le dije yo con una sonrisa.
—Defendido —afirmó Dani—, a ver qué tal corrigen.
—Seguro que bien, ya verás —animaba Zurbano.
Tras aquella breve conversación, Vázquez se despidió y nos dejó a
Rafa y a mí el uno enfrente del otro.
—Bueno, muñequita, pues esto ya está, ahora nos toca retomar lo
nuestro —me habló una vez que Dani se había alejado de nosotros.
—¿La libreta?
—Efectiviwonder, Yerbis. ¿Nos vamos?
—Vamos —confirmé mientras él me agarraba de la mano para salir del
vestíbulo de la facultad.
Aquel día hacía bastante calor, así que yo me había puesto un vestido
vaporoso de esos que le gustaban a él, mientras que él iba con una camiseta
blanca de manga corta y unos vaqueros desgastados de color azul claro.
—He estado buscando en la biblioteca mientras hacías el examen y no
he encontrado nada que haga mención a la imaginaria. He pensado que
podemos ir a la facultad de medicina, a ver qué vemos, que allí tienen
revistas con artículos de investigaciones. O también podríamos ir a la
Fundación Jiménez Díaz, que hay una biblioteca, y quizás podríamos
encontrar algún tipo de documentación de estudios —afirmaba.
—Vale, pero puede que no nos haga falta. Como has visto, en las
anteriores plantas lo importante no era la información, sino los detalles
escondidos en ella.
—Tienes razón, pero cualquier dato que podamos encontrar podría ser
interesante y aportar pistas, ¿no?
—Sí, pero creo que primero estaría bien hacer una lista con las cosas
que ya sabemos o que sospechamos, como que la relación con las demás
plantas es importante, y que empecemos por ahí. Puede, también, que la
pista de esta planta esté escondida en las demás, como dijimos un día en el
pueblo.
—Podría ser. ¿Qué hacemos? ¿Dónde vamos? Aún es pronto para
comer —evidenció.
—¿Quieres que nos demos un paseo por la zona donde estaba la
estación de Chamberí? Igual, después de todo este tiempo sin volver, hoy
estamos más inspirados.
—Vale.
Nos metimos en el metro para llegar hasta aquella zona, charlando de
manera bastante templada, como si fuéramos sólo amigos. Haciendo lo
justo para aparentar ser una pareja, como al principio de la firma de nuestro
pacto. Yo notaba a Rafa diferente desde que se despidió de mí en el pueblo,
ya no me gastaba bromas picantes, ni charlaba conmigo en el tono
distendido en que solía hacerlo, pero yo no me atrevía a preguntarle.
Tampoco volvimos a hablar de aquella noche en el pueblo en la que
jugamos a querernos. Pensaba que todo aquello se revertiría cuando
terminásemos los exámenes, pero allí estábamos, una vez transcurrido
aquello sin que su actitud hacia mí variase.
Ambos nos hallábamos con la cabeza pegada al cristal de la puerta del
vagón y con las manos a los lados de la cara para ver la estación
abandonada de Chamberí durante el trayecto que iba desde la estación de
Iglesia hasta la de Bilbao.
—Madre mía, ¿cómo pueden tener esto así de descuidado? Es que da
una pena… Con lo que mola, ya podrían arreglarla —opiné al verla.
Rafa no contestaba, sólo la seguía mirando.
—¿Tú crees que la pista estará ahí? —me cuestionó al fin.
—Pues, hombre, no lo parece. Como ya dijimos un día, esto es muy
inaccesible.
Nos bajamos en la estación de Bilbao y salimos al exterior para
recorrer la zona hasta llegar al lugar donde antiguamente se encontraba la
entrada a la estación de Chamberí. Sacamos la copia de la libreta, junto con
el cuaderno, para mirar el plano y el texto sin mucho éxito.
—Yo sigo sin ver nada —confirmaba él.
—¿Quieres que hagamos saltar las chispas? —le propuse.
Se quedó callado, mirándome fijamente.
—Mejor que no, ¿no? Al menos, no todavía —concluyó al fin.
Definitivamente algo le pasaba porque de otra manera no se podía
explicar su comportamiento. Siempre era él quien planteaba aquello.
—Rafa, ¿qué te pasa? —le pregunté directamente, ya no podía
soportar más aquella duda—. Siempre eres tú el que se empeña en que las
hagamos saltar y ahora…
—Sí, pero mira como acabamos la última vez que lo hicimos en el
Retiro. No quiero eso.
—Pero lo averiguamos, ¿no? —insistí.
—Sí, pero ese día terminamos cada uno por un lado y esta es la última
planta.
—¿Qué quieres decir?
—Que como cada vez vamos más allá, si esto se nos va de las manos,
puede que acabemos mal y no quiero.
—Pero, Rafa, era yo la que siempre decía eso cuando tú lo proponías,
y ahora que soy yo quien lo plantea…
—Tenías razón, tía. Creo que ya hemos llegado demasiado lejos tú y
yo, ¿no? Hemos tensado mucho el cable y si lo hacemos más, se romperá.
Silencio. Y allí me expuso lo que pensaba, que no quería llegar más
allá conmigo.
—Vale. Pues entonces yo no veo nada más aquí. ¿Se te ocurre algún
sitio más donde mirar? —le cuestioné tratando de disimular el malestar que
me ocasionaron sus palabras.
—La verdad es que no. Si quieres vamos a comer y esta tarde
intentamos mirar el texto.
Y volvió a agarrarme de la mano mientras yo intentaba averiguar qué
es lo que me había perdido para intentar explicar el por qué de aquel
cambio en su comportamiento.
La cosa no mejoró mucho en la comida, que hicimos en el mismo
burger de Moncloa donde firmamos nuestro pacto. Las conversaciones que
mantuvimos seguían tornando alrededor de aquel misterio que nos traíamos
entre manos, sin mucha pasión ni emoción, ni siquiera había bromas, no
parecía Rafa.
—¿Quieres que vayamos al parque a revisar los textos? —me propuso
cuando terminamos de comer.
—¿No prefieres que vayamos a mi casa?
—Pero hace bueno, ¿no, Yerbis? Mejor que nos dé el aire.
—Vale —le respondí un tanto contrariada.
Él intentaba evitar cualquier lugar en el que pudiéramos mantener
intimidad y ya ni siquiera me cogía de la mano. Nos sentamos en una de las
mesas merendero del parque del Oeste, uno junto al otro, mientras
poníamos los documentos que estábamos revisando delante. Yo apoyé la
cabeza en su hombro, pero no hubo ninguna respuesta por su parte. Ni me
olió el pelo, ni me pasó el brazo por encima para protegerme con él. No
hizo nada más que seguir mirando hacia delante. Y poco después, me
separé de su lado para mirarle fijamente.
—¿Qué pasa, Zuñi? —me preguntó extrañado. ¿Acaso estaba actuando
de esa manera para desesperarme? ¿O ya no sentía nada de aquello que era
tan especial por mí?
—No, nada, nada.
Continuamos leyendo el texto de la séptima planta y después el de las
anteriores, intentando encontrar alguna relación, alguna mención, alguna
diferencia, alguna pista, sin obtener ningún logro. Un rato después,
estábamos desesperados.
—Me rindo, aquí no hay nada —manifesté.
—No te rindas tan pronto, tía, vamos a seguir mirando. Igual hoy
estamos cansados, tú has tenido el examen, si quieres nos vamos y
seguimos otro día.
—Vale —le respondí con la sensación de estar hablando con un
extraño.
Una vez en mi portal se despidió de mí.
—Bueno, Yerbis, pues ya hablamos para quedar y seguir con esto,
¿no?
Y se acercó para darme dos besos. ¿En serio? ¿Dos besos a esas alturas
de la película?
—Rafa, ¿se puede saber qué te pasa? ¿O no me lo vas a contar? —le
ataqué.
—¿A mí? ¿Por qué dices eso, muñequita?
Silencio. Y yo le miraba muy fijamente. Muy seria.
—Hay otra, ¿verdad? —traté de averiguar—. Hay otra, pero no te
atreves a decírmelo.
—¿En serio, Yerbis? ¿En serio me estás preguntando eso? —Meneó la
cabeza y respiró profundamente—. Yo es que flipo, tía. Hasta mañana.
Pero la que flipó fui yo cuando vi que se daba media vuelta para irse y
me dejaba allí sin ninguna explicación ni despedida decente. Aquel día no
fue el único.
El mes de septiembre pasaba y nuestra investigación seguía por los
mismos derroteros, sin averiguar nada nuevo y con un Rafa frío, aunque
cordial, que siempre me acompañaba a casa, pero que ya no me besaba ni
abrazaba como antes, que ya no dormía conmigo. Pero era mejor que no le
preguntara sobre el tema porque cuando lo hacía, me respondía con
evasivas o directamente se iba, y yo cada vez me sentía más incómoda con
aquella situación.
Como no avanzábamos con nuestras pesquisas, Zurbano propuso
retomar aquella idea de ir a buscar información a la facultad de medicina y
ese era el plan que teníamos para la jornada posterior. Pero yo ya no
aguantaba más y aquella noche decidí que iba a dejar de investigar en la
libreta, que iba a dejar de investigar con él, incluso estaba dispuesta a
cambiarme de turno en la facultad, aún estaba a tiempo. Las clases
comenzarían en octubre y aunque, por suerte, aprobamos todos nuestros
exámenes y ya habíamos hecho la matrícula para el curso siguiente, aún se
podrían realizar cambios y siempre quedaban plazas libres en el turno de
tarde.
Se acabó aquella situación, aquel sufrimiento, aquel malestar. Se acabó
Rafa en mi vida. Se lo diría al día siguiente en nuestro encuentro.
57. Hoy es un día especial

Jueves, 24 de septiembre de 1998

Ese día me aproximaba al metro vestida con uno de mis


característicos pantalones negros y una camiseta fina de manga larga del
mismo tono, como si así anunciase que iba a poner fin a aquella relación,
fuese la que fuese. Habíamos quedado a las seis de la tarde en el lugar de
siempre, al final del andén de la línea seis en sentido Ciudad Universitaria.
Su plan era, tal y como habíamos dicho, tratar de encontrar documentación
sobre la imaginaria. El mío, decirle nada más verle que teníamos que hablar
y terminar con aquello de un tirón para que doliese menos.
Cuando ya había bajado por las escaleras mecánicas y me aproximaba
hasta él, Rafa levantó la vista y me sonrió, y aquello me extrañó porque
últimamente no solía hacerlo, sino que me recibía con un gesto neutro para
saludarme con aquel beso de rigor de pareja desganada. Pero eso no fue lo
que sucedió.
—Hola, churri —me dijo.
No me dio tiempo a responderle cuando me dio un beso en los labios,
pero esta vez uno largo, intenso, de esos limitados por pacto. De esos en los
que me estrechaba por la cintura y me apretaba contra él. De esos que hacía
mucho tiempo que no me daba.
—Te he traído la merienda —continuó, y me entregó una palmera
calentita.
—¿Me estás vacilando, Rafa?
—No, muñequita, ¿por qué lo dices?
—¿Estás de coña? Que llevas semanas más frío que…
—Hoy es nuestro aniversario, cinco meses ya —explicó
interrumpiéndome.
—Ah, que esto es el teatrillo, vale, vale. —Cogí la palmera—. Pues me
gustaría hablar contigo antes de seguir con la pantomima.
—Lidia, por favor, hoy no, ¿vale? Mañana lo que quieras.
Yo seguía observándole sin hablar.
—Por favor, vamos a la Facultad de Medicina a buscar lo que
habíamos dicho y mañana hablamos de lo que quieras, te lo prometo —
siguió diciendo.
Mi cabeza hacía encaje de bolillos tratando de entender lo que estaba
pasando, pero aquella palmera olía demasiado bien y, total, ya me daba
igual un día más que menos. Decidí acompañarle en su plan y al día
siguiente acabaría con todo. Puede que, con un poco de suerte, hasta
encontrásemos algo y todo eso terminara de una santa vez sin que yo
tuviese que forzar su fin.
Minutos más tarde, y cuando ya me había terminado la palmera,
caminábamos por los tétricos pasillos de aquella facultad.
—Ven, vamos a preguntar, creo que aquí tienen revistas con artículos
de investigación —me propuso según entramos a la biblioteca.
—Pero ¿tú crees que encontraremos algo aquí?
—Pues no lo sé, pero es una pista, vamos a seguirla, ¿no?
Una vez nos indicaron dónde encontrar aquellas revistas, nos dirigimos
a un ordenador en el que había un registro de toda la documentación que en
ellas se contenía, cuya ubicación había que averiguar tecleando la palabra
clave. Rafa y yo nos pusimos frente a él y tecleamos Imaginaria alexilum.
Tuvimos que esperar varios segundos antes de que mostrara el resultado en
la pantalla. «No hay resultados», se leía.
—¿Y si tecleamos sólo imaginaria? —le planteé.
Rafa volvió a probar siguiendo mi consejo y otra vez tuvimos que
esperar hasta que se mostró una línea con un resultado. Apuntamos el
número del documento que se mencionaba y fuimos a pedirlo prestado.
Una hora más tarde, habíamos terminado de revisarlo. Se trataba de un
artículo en el que se hablaba de esa planta como una simple curiosidad,
como un mito, algo que parece ser fue inventado y nunca existió. Lo
escribían dos personas, Antonio Pérez de Haya y Julián Antúnez Ríos, dos
doctores que pertenecían a una importante compañía farmacéutica que
comercializaba plantas medicinales, así como principios activos derivados
de ellas, Fitocrom S.A. El artículo era reciente, de mayo de 1997.
—Pues si estas personas, que son prestigiosos doctores de una
compañía que se dedica a investigar y trabajar con plantas, afirman esto,
será que hoy en día la imaginaria ya no existe, ¿no? —le susurré.
—Pero hablan de ella como si fuese una invención y tu abuela
confirma que la vio de pequeña. Además, si es así, ¿por qué la añadiría el
doctor Huevos a la libreta? Hay algo aquí que no me cuadra, tía. ¿Y si han
escrito este artículo porque quieren hacer creer a la gente que no existe para
ocultar algo?
—Tú, tan peliculero como siempre…
—Sí, sí, piensa mal… Aquí hay gato encerrado, te lo digo yo, Yerbis.
Pero bueno, ya no nos queda nada más que rascar en este sitio, así que
cuando quieras nos vamos, churri.
Me le quedé mirando, sonriendo, parecía volver a ser el Rafa de
siempre y eso me tranquilizaba.
Devolvimos la revista y regresamos a los intrincados pasillos que
caracterizaban aquella facultad. De repente, al girar por uno de ellos nos
encontramos con una verja de metal cerrada que impedía que siguiéramos
avanzando por ese lugar.
—Pero ¿qué hace una valla en medio de un pasillo? —cuestioné
extrañada.
—Y yo qué sé, tía, estos de medicina…
—¿Pues tú no querías ser médico?
—Y mira todo lo que nos hubiéramos perdido si lo hubiese sido, ¿eh?
Nada más pronunciar aquella frase me agarró de la cintura para
ponerme contra la pared y comenzar a besarme. Yo le seguí, disfrutando de
aquel momento, hasta que me pareció escuchar pasos delante de nosotros y
abrí los ojos dando un respingo, pero no vi a nadie.
—¿Y a ti qué te pasa hoy? —le pregunté.
—Que es nuestro aniversario, ya te lo he dicho.
—Pero el aniversario es cuando se celebran los años, no los meses.
—Bueno, pues mesiversario, tampoco hay que ponerse tan exquisita,
tía, tú me has entendido.
Escuché pasos de fondo.
—Rafa, ¿podemos irnos? Este lugar me da mal rollo.
—Vamos.
Retrocedimos para tratar de encontrar la salida, pero estábamos un
poco despistados. Volví a escuchar pasos, esta vez detrás de nosotros, y me
giré para ver si había alguien, aunque sólo pude ver una sombra que se
desviaba de nuestra trayectoria.
—Pero, ¿por dónde era? —me dirigí a él.
—Yo creo que por aquí. —Señaló unas escaleras por las que bajamos
una planta a paso rápido.
Entonces me pareció volver a sentir una presencia que iba siguiendo
nuestra estela.
—Rafa… —Le miré asustada.
—¿Qué pasa?
—Creo que nos siguen —le susurré.
Él miró hacia atrás.
—¡Qué nos van a seguir, Yerbis! Y luego soy yo el peliculero… —me
susurró él a mí.
—Bueno, yo qué sé, pero vamos a salir de aquí, por favor, que estos
pasillos me recuerdan a la película de Tesis y me da canguelo.
Él sonrió.
—No te va a pasar nada, estás conmigo y soy tu león, ¿recuerdas? Ven,
vamos, que era por aquí —me intentó tranquilizar, pero miró hacia atrás
antes de continuar por aquel camino que señalaba.
Cinco minutos después, por fin, cruzábamos la puerta de aquella
facultad para salir al exterior. Yo respiré.
—Qué agobio de sitio, por favor —me quejé.
Nos fuimos al metro y poco después estábamos delante de mi portal.
—¿Estás bien? —indagaba—. No has dicho nada después de salir.
—Sí, sí, es que ese sitio es un poco tétrico.
—Pero, Yerbis, ¿no te dan miedo los lobos de tu pueblo y sí te lo da
esto?
—Bueno, al menos en el pueblo, si te sale un lobo puedes correr monte
abajo, aquí, si corres, te puedes encontrar con una verja de hierro delante.
¡Qué mal rollo! Ahora no voy a poder dormir.
—¿Quieres que duerma contigo o qué?
—Pensaba que ya no querías hacer esas cosas conmigo.
—Pero hoy es un día especial y mañana como siempre, como dices tú,
¿no?
Le miraba sin soltar palabra.
—Bueno, entonces, ¿qué? ¿Quieres que suba o prefieres dormir sola?
—continuó.
—Vale, sube, pero sólo porque tengo miedo, no te vayas a creer.
—Ya me parecía… Venga, vamos.
Poco después de cenar, volví del baño de ponerme aquel vestido
lencero azul y él me esperaba sentado en la cama, vestido.
—Hoy no tengo pijama, así que me quedaré fuera de la sábana.
—Pero así vas a estar incómodo, ¿no? No sé, si quieres quitarte el
pantalón…
—¿Qué pasa, que quieres tema?
—¿Qué? ¡No! Sabes que no podemos.
—Un poco de rocecillo ahí.
—¡Rafa!
—Era broma, Yerbis, hoy no tengo nada para cambiarme. Además,
sabes que es mejor que no, ¿verdad?
Yo asentí y él me hizo un gesto para que me metiera dentro de las
sábanas. Después, se levantó y apagó la luz para tumbarse a mi lado.
—Rafa, ¿tú crees que encontraremos la séptima clave? —le susurré.
—Pues claro que sí, hemos encontrado las demás, ¿no?
Silencio.
—¿Por qué has estado tan raro conmigo?
Silencio.
—No he estado raro, ya te lo he dicho, no quiero tensar más la cuerda.
—Y si me abrazas, ¿la tensarás?
—Hoy no, muñequita, ven aquí.
Y me acogió entre sus brazos. Aquella noche dormí tranquila, feliz,
pero, tal y como me había avisado, sólo sería ese día.
58. Pero sólo es uno al mes

Sábado, 24 de octubre de 1998

Desde el veinticinco de septiembre, todo volvió a ser igual que los días
previos al veinticuatro, Rafa se mostraba distante conmigo, aunque amable.
A veces pensaba que podía haber otra mujer, tal y como ya le había
preguntado en alguna ocasión, pero se pasaba la mayor parte del tiempo a
mi lado, así que aquella teoría no parecía tener mucha solidez. Sin embargo,
cuando empezamos las clases en octubre, tuvimos que seguir simulando
delante del resto que éramos una pareja, por lo que reconozco que
aprovechaba esos momentos para robarle o alargar algún beso y buscaba la
más mínima oportunidad de cobijarme entre sus brazos. Era como si
hubiéramos intercambiado nuestros papeles. Supongo que por ese motivo,
aparté aquella idea de abandonar la investigación junto a él. Prefería tenerle
de esa forma, como si yo fuera un perro hambriento que aprovechaba
cualquier pequeño currusco de pan que le daba su dueño como excusa para
mantenerse a su lado, con la esperanza de recibir algún día un trozo de
filete.
Y, al final, ese filete llegó. Y no sólo un trozo de él, sino un completo,
tierno y suculento solomillo que únicamente podía disfrutar ese día del mes.
—Hola, princesa —me saludó aquella tarde en la puerta del
intercambiador de Moncloa.
—Hola, Rafa.
Me acerqué dudosa a darle dos besos, pero cuando estaba a punto de
tocar mi mejilla con la suya, él me acarició la barbilla y acercó sus labios a
los míos para besarme dulce, pero intensamente. Entonces me di cuenta de
que era veinticuatro.
—Nuestro aniversario, ¿no? —continué preguntándole.
—¿No era mesiversario, Yerbis?
—No me seas exquisito a estas alturas —le respondí de la misma
forma que él había hecho el mes anterior.
Volvió a acercarse a mí para besarme, para rodearme con sus brazos.
—¿Quieres ir al cine? —me susurró.
Yo le sonreí.
—Claro.
Y, sin decir nada más, nos acercamos hasta los Cines Princesa
caminando, agarrados de la mano, prácticamente sin hablar. Sin mencionar
nada relacionado con nuestras investigaciones. Sin poner de manifiesto que
nos veíamos cada tarde para volver a repasar cada texto de la libreta, para
regresar por enésima vez al lugar del séptimo plano, o para seguir
investigando en algún libro o documento cualquier información relativa a la
imaginaria, sin obtener ningún éxito. Sólo teníamos lo que encontramos en
el artículo de aquella revista científica de la Facultad de Medicina donde
decía que todo era una invención… O sea, nada.
Sin embargo, desde el día en que estuvimos perdidos por aquellos
recónditos pasillos, y sin saber explicar por qué, yo me sentía intranquila y
con la sensación de tener a alguien pisándome los talones. Esa misma
mañana, cambié la ruta de camino al supermercado porque me pareció que
un chico vestido con una sudadera negra con capucha venía detrás de mí.
Aceleré la marcha y me metí en una tienda de ropa para quedarme en su
interior al lado de la entrada, comprobando aliviada cómo él pasaba de
largo. Quizás estaba empezando a emparanoiarme con ese tema, y por ese
motivo, no quise comentarle nada a Zurbano y preferí optar por disfrutar de
aquella sesión de cine.
Ni siquiera recuerdo qué película vimos, sólo que necesitaba
aprovechar cada minuto que estaría deleitándome con las manifestaciones
de cariño de Rafa porque al día siguiente todo se desvanecería de nuevo
hasta el próximo mes. Creo que a él le pasaba lo mismo. Comenzamos la
proyección abrazados hasta que una frase lo cambió todo.
—Te echo de menos, morenito —le susurré.
Y sin responderme a aquello, comenzó a besarme como si yo fuese su
única fuente de oxígeno para respirar, a lo que le correspondí hasta que
perdimos la noción del tiempo. Nos percatamos de que había terminado la
película cuando encendieron las luces de la sala, y fue entonces cuando
separamos nuestras bocas.
—No me he enterado de nada de la peli —afirmé mientras salíamos de
la sala con los labios enrojecidos.
—Pero te has enterado de mí, ¿no?
—Sí, pero creo que este ha sido el beso más largo y caro de la historia.
—Puede. ¿Quieres que entremos a la siguiente sesión a repetirlo?
Le sonreí.
—No hace falta, ¿no? —Me acerqué para volver a besarle.
Después, fuimos a cenar a un restaurante de comida rápida de la Plaza
de los Cubos y, tras aquello, me acompañó hasta mi portal, donde nos
mirábamos frente a frente.
—¿Esto va a ser así siempre? —le pregunté.
—¿El qué?
—Lo de que me trates como a tu novia un día al mes y el resto como a
una simple amiga.
—No lo sé.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Hasta cuándo va a ser esto. Depende.
—¿Y de qué depende?
—De según como se mire, todo depende —me cantaba al son de la
nueva canción de Jarabe de Palo.
—Ya, muy gracioso.
—No lo pretendo, Yerbis. Es que no lo sé. Tampoco sé cuándo vamos
a terminar de resolver la séptima planta.
—Pues no es que avancemos mucho, que digamos, y en la biblioteca
de la Fundación Jiménez Díaz tampoco hemos encontrado nada, así que…
—Sí, así que habrá que tirar con lo que tenemos.
—O hacer saltar las chispas —volví a proponer.
—Vamos a darle un poco más de tiempo, si no, lo intentaremos por esa
vía.
—No sé lo que aguantaré así, Rafa, estoy cansada de esto.
—Hoy no, Zuñi, por favor.
—Ya, mejor mañana que estaremos como siempre, ¿no? —Miré hacia
el suelo.
Él me cogió por la cintura.
—¿Quieres dormir conmigo? —indagó.
—¿Otra vez? ¿Para que mañana por la mañana te despidas de mí con
besos y palabras bonitas y que luego por la tarde me saludes como si fuera
una simple conocida? No te entiendo, Rafa. Antes de irme al pueblo
estábamos intentando conocernos y ahora…
—Pero allí pasaron muchas cosas. Casi rompemos el pacto, ¿o no te
acuerdas?
—Te importa más el pacto y este misterio que yo, está claro. Además,
¿qué impide que lo rompamos hoy? Si no quieres tensar el cable, como
dices, me parece bien, pero no comprendo que lo hagas una vez al mes.
¿Para qué nos sirve eso? Te quejabas de que yo estaba jugando contigo,
pero eres tú el que lo hace conmigo. ¿Qué pretendes, Zurbano?
Silencio.
—No volverme loco.
—¿Perdona? ¿Otra vez ese tío? —Sujeté a Rafa del brazo mientras
miraba al frente por encima de su hombro para descubrir una figura con una
sudadera negra con capucha que desapareció de mi campo de visión en
segundos.
—¿Qué?
Respiré profundamente.
—Rafa, es que creo que me siguen. Yo no sé si es que estoy paranoica
o qué, pero acabo de ver a un tío que juraría que también iba detrás de mí
esta mañana.
—¿Dónde? —Se giró para mirar a sus espaldas.
—Se ha metido por esa calle. —Meneé la cabeza—. Igual es esta
situación, que me está empezando a desesperar, pero desde que estuvimos
en la Facultad de Medicina, no estoy tranquila y empiezo a tener miedo. La
que empieza a volverse loca soy yo.
—Vamos. —Me dirigió hacia el interior del portal para subir a mi piso.
No dijimos ni palabra hasta que estuvimos dentro de mi casa, donde no
estaba ninguna de mis compañeras. Habrían salido, como acostumbraban
cada noche de viernes y sábado.
—¿Quieres algo? —le ofrecí.
—No, gracias.
Nos metimos en mi habitación, yo me senté sobre la cama.
—Tranquila, Yerbis, seguro que no es nada. A lo mejor es algún chico
al que le gustas y por eso te sigue.
—Huy, pues ya sabiendo que puede ser un pirado al que, encima, le
gusto, me quedo mucho más tranquila, muchas gracias.
—Joe, que no quería decir eso. Sólo, que no tengas miedo, que yo
estoy aquí, Lidia, ¿vale?
—Perdona, pero esto empieza a sobrepasarme. Además, este curso es
muy complicado y, en breve, empezaremos también con las prácticas. Todo
me agobia. Nuestra situación me agobia. Quiero acabar con este tema de la
libreta, Rafa.
Respiró profundamente.
—Ya nos queda menos, creo que ya estamos cerca. Aguanta un poco
más, por favor —me pedía.
—¿Hasta cuándo? Estamos muy perdidos y tú no ayudas mucho
últimamente, que digamos.
—Vale, vamos a darle un mes, Yerbis, sólo un mes más. Si no
encontramos nada, haremos saltar las chispas, te lo prometo.
—¿Y hasta entonces?
—Seguiremos como hasta ahora.
—O sea, fingiendo en la universidad y como si fuéramos simples
conocidos fuera, excepto hoy, ¿no?
Silencio.
—¿Quieres que me vaya? —me preguntó.
—No. Quiero que me abraces. A lo mejor soy un poco paranoica, pero
tengo miedo. Y sí, quiero dormir contigo esta noche, pero si mañana vamos
a estar como hemos estado estos dos últimos meses prefiero no verte ya
hasta el lunes.
Me abrazó y me besó la frente.
—No temas, muñequita, yo estoy contigo. Siempre estoy contigo,
aunque a veces no te lo parezca.
—Hoy necesito que lo parezca.
—Lo sé. Yo también —dijo antes de besarme en los labios.
Aquella noche también dormí con Zurbano, yo por dentro y él por
fuera de la sábana porque no se había traído el pijama.
—Métete conmigo —le pedí.
—No me pidas eso. Sabes que no puedo, pequeña.
Pero para tratar de contrarrestar la frustración que eso me producía, me
abrazaba muy fuerte contra su pecho mientras me besaba la cabeza y me
olía el pelo.
—Ya queda poco para que esto acabe. Ya queda poco —continuaba
diciéndome.
59. Con el siete, el temporal

Martes, 24 de noviembre de 1998

Había pasado aquel mes que Rafa me había pedido como margen para
encontrar alguna pista sobre la última planta, pero no habíamos triunfado
con nuestras averiguaciones. Las asignaturas de nuestra carrera cada vez
eran más demandantes y el haber comenzado a realizar las prácticas
tampoco ayudaba mucho, con lo que el tiempo libre que nos quedaba para
trabajar en este misterio tornaba a ser escaso y la relación que manteníamos
Rafa y yo no me satisfacía. Yo quería más de él y Zurbano seguía en su
actitud distante, actuando como un amigo, un compañero, más allá de los
momentos en que fingía delante de nuestros colegas. Pero había llegado el
día veinticuatro y yo tenía sentimientos encontrados. Por un lado, sabía que
aquel día se acercaría a mí como había hecho ese mismo día en los dos
meses anteriores, y yo lo estaba deseando, pero, por otro, sabía que eso
sería un autoengaño, un pequeño consuelo para volver a nuestra situación
distante al día siguiente.
Sin embargo, como esa fecha suponía el fin de nuestro plazo, eso
parecía el caldo de cultivo perfecto para hacer saltar las chispas y terminar
con todo de una vez. Como cada mañana, nos encontramos al final del
andén para ir a clase a las nueve y diez.
—Buenos días, churri —me saludó nada más verme con un beso en los
labios de aquellos limitados por pacto, que ya sólo me daba los días
veinticuatro.
—Buenos días, Rafa.
—Hoy hacemos siete meses —me recordó con una sonrisa—. Y el
siete es nuestro número.
Aquello parecía una señal. Sin duda, el siete era nuestro número. El
setenta y siete nuestro año de nacimiento, nuestro misterio constaba de siete
plantas, siete planos y siete dígitos. En ese momento, nos encontrábamos
resolviendo la séptima planta, y el hecho de que ese día se hicieran siete
meses desde que se inició todo parecía darle sentido a lo que iba a decirle a
continuación.
—Hoy es el plazo, Rafa, quiero las chispas sin que pase un día más. Y
si eso no funciona, aquí habrá acabado todo.
Él borró la sonrisa de su rostro y se separó de mí en silencio, como
procesando lo que le acababa de decir y lo que él me contestaría.
—Sí, es hoy. Pero mejor si lo hacemos esta tarde después de las
prácticas, ¿no?
Me quedé un instante meditando aquello, tenía razón, no estábamos
como para desconcentrarnos de nuestras asignaturas.
—Sí, pero no saldremos hasta las siete, y ya será de noche.
Otra vez el siete, otra señal.
—¿Y qué? Buscamos una pista, ¿qué más da que sea de noche?
—Vale, cuando salgamos de las prácticas, entonces.
Aquel día fue demasiado largo, y aunque Rafa estaba más cariñoso de
lo habitual utilizando como excusa nuestro mesiversario, yo preferí no
entregarme demasiado a él. Además, le tenía como compañero de prácticas,
con lo que no podía dejar de pensar en lo que pasaría al día siguiente si todo
lo que nos unía se terminaba. Una losa demasiado pesada que no sabía
cómo portar sobre mis hombros. Traté de acercarme a mi amiga Silvia
durante aquella jornada para aligerar un poco la presión que esa situación
me producía, pero eso sólo me alivió muy someramente.
Y llegaron las siete de la tarde, más concretamente, las siete menos
diez, hora en la que recogíamos nuestras cosas y nos despedíamos de
nuestros compañeros. Yo me vestía con mi abrigo negro y Rafa con una
cazadora de plumas del mismo tono, justo antes de salir por la puerta del
departamento de Farmacología, cogidos de la mano y con las mochilas a la
espalda, sin hablar.
—¿Dónde quieres ir? —indagó una vez que hubimos bajado las
escaleras de entrada a la facultad.
—Quiero caminar.
Sin decir nada más, continuamos nuestro paso para dirigirnos hacia
Moncloa. Estábamos a unos diez grados de temperatura. Cuando llegamos
al final de la Avenida Complutense y giramos hacia la izquierda para
proseguir con nuestra senda, exploté soltándole la mano de mala manera.
—¿Podrías parar? ¡Ya no lo soporto más! —le espeté.
—¿El qué?
—Esta tontería del aniversario, de la manita, de que te hagas pasar por
mi novio… ¡Se acabó, Rafa!
—No te entiendo, tía.
—No me ayudas, ¿podrías entrar al trapo?
Pero él, en vez de enfrentarse a mí para hacer que saltaran las chispas,
me agarró de la cintura para besarme. Yo le aparté.
—¿Qué? ¿Se puede saber qué haces? —protesté.
—No quiero hacer esto.
—¡Me lo habías prometido! No te puedes echar atrás ahora. ¿Qué coño
te pasa, Rafa? Estoy harta de ti. Ni siquiera te reconozco. ¿Dónde está el
Rafa del que me enamoré?
—¿Qué? —Me miró muy sorprendido hasta que se le dibujó una
sonrisa en los labios—. ¿Te has enamorado de mí, Yerbis?
—¿Qué? —Mi subconsciente acababa de descubrir mis cartas y no
sabía cómo salir de aquello—. ¡No! ¡No! No quería decir… ¡Déjame! —Me
di media vuelta para huir de él.
—Sí, sí lo querías decir. —Me perseguía—. Al final has tenido que
tomar de tu misma medicina, pero ha funcionado.
—¿Cómo? —Me giré para verle.
—Sí, quererte no funcionaba, así que había que pasar de ti, pero
queriéndote sólo un día al mes para que te volvieras loca. Y mira que eres
dura, ¿eh?, que has tardado tres meses, pero al final has caído. ¿Creías que
eras la única que podía jugar a este juego? Tú lo empezaste pasando de mí
cuando te venía bien y después poniéndome contra la pared para comerme
la boca cada vez que te apetecía. Querías llevar la batuta, pero al final te he
desarmado —lo decía jactándose de ello con una sonrisa en el rostro.
Aquello me cayó como si fuera un cubo de agua con hielo. Me dejó
más que fría, congelada. Tanto, que había apagado las chispas y cualquier
posibilidad de que volvieran a prenderse. Le contemplaba completamente
en shock sin poder reaccionar con ninguna emoción ante sus palabas, como
si mi corazón se hubiera cortocircuitado.
—¿Has llegado tan lejos sólo para quedar por encima, Rafa? ¿Has
fingido quererme, te has metido en mi familia, en mi casa, en mi cama y
después me has tenido jugando tres meses a deshojar la margarita sólo para
esto? Pues enhorabuena, eres un actor extraordinario, puedes dejar la
carrera y dedicarte a ello porque lo vas a petar. Si has engañado hasta a mi
abuela, que es la mujer más sabia que conozco. A mí no es difícil
engañarme, ya ves, también lo hizo mi exnovio, pero, al menos, en su caso
fue porque se dejó llevar por la situación. Lo tuyo es mucho peor, tú lo has
maquinado. Contigo siempre he tenido dudas, pero si en algún momento he
creído experimentar un sentimiento parecido al amor por alguna de esas
versiones de ti que has creado, ten por seguro que acaba de desaparecer en
este instante. Hablabas de no querer tensar tanto el cable y al final lo has
destrozado, quedándote con los dos trozos, uno en cada mano.
—¿Me odias, Lidia? —me preguntó, ya había borrado la sonrisa de su
cara.
—Huy, no, ese sentimiento es demasiado intenso, no te lo mereces. Lo
que siento por ti es desprecio. Me alegro de no haber llegado a más contigo,
de no haber incumplido el pacto porque ahora me sentiría mucho peor.
Claro que, pensándolo bien, a ti no te habrá costado mucho evitarlo si
alguna vez lo he intentado porque no soy tu tipo, ¿verdad? Sólo una
pringada a la que engañar para que te ayude con un misterio que no podrías
resolver tú solo y, ya de paso, pues a divertirte un rato, ¿no? A ver lo que
tardaba la Yerbis en caer en tus redes.
—¿Me estás diciendo esto para que salten las chispas?
—¿Acaso te lo parece? ¿He perdido los papeles? ¿Te he insultado?
—No…
—Te estoy diciendo esto porque es el fin. A partir de ahora, tú por tu
lado y yo por el mío y, por favor, ya que tenemos que aguantarnos en
prácticas, intenta hacerlo lo más llevadero posible.
—Pero, Lidia, las cosas no son así y, además, tú también has jugado
conmigo y yo tampoco soy tu tipo, ¿no?
—Ni lo vas a ser por mucho que arrincones contra una valla o una
pared a los que sí lo son —afirmé antes de darme media vuelta para irme.
—¡Lidia! ¡Espera! No te puedes ir, soy tu león.
Respiré profundamente y negué con la cabeza.
—Estás de coña, ¿no? No te olvides de que yo también soy una leona y
soy capaz de defenderme sola. Estoy acostumbrada. Adiós, Rafa. No
intentes detenerme o tomaré medidas, te lo advierto.
Me fui de allí caminando lo más rápido posible sin querer escuchar lo
que él me iba diciendo en su intento de convencerme para que me quedara.
Aquel día también llegué a mi portal con la sensación de que alguien me
seguía, pero aquella vez estaba segura de que era él.
Cuando entré en mi habitación, me dejé caer sobre la cama intentando
digerir todo aquello. Ni siquiera podía llorar. Sentía una gran tristeza por
dentro, pero a la vez me sentía vacía. Hacía mucho tiempo que estaba en
aquella situación de desasosiego a la que quería poner término, y ya, por
fin, podría hacerlo. Me quité su colgante del cuello y la foto del fotomatón
del corcho para guardarlos en una pequeña caja al fondo de un cajón. Volvía
a estar sola. Otra vez.
60. Se cayó el alma a mis pies

Lunes, 7 de diciembre de 1998

El día después de poner fin a mi relación con Rafa no fue fácil. Por la
mañana, decidí ir hasta la facultad caminando para no encontrármelo en el
metro y, cuando llegué, estaba esperándome en la entrada de la facultad.
—Lidia, por favor, tenemos que hablar —me abordó impidiéndome el
paso.
—No tengo nada que hablar contigo, ¿podrías apartarte, por favor? —
le pedí mirando al suelo cruzada de brazos.
—Por favor, muñequita.
—¡Que no vuelvas a llamarme así! —Le miré a los ojos y le di un
empujón en el hombro para que se quitara del medio.
Entré en el edificio y subí deprisa las escaleras hasta llegar al aula
donde teníamos la primera clase, a la que accedí para aproximarme a Silvia
y sentarme a su lado. Rafa me seguía para ubicarse en la fila de detrás. Ella
le saludó, pero él no le respondió, sólo me observaba, y yo me volví hacia
delante para apartarle la vista, muy seria. Mi amiga me miraba con un gesto
entre la duda y la preocupación.
—¿Qué ha pasado? ¿Os habéis enfadado? —indagaba intentando ser
discreta en su tono de voz.
—Por favor, ahora no quiero hablar de eso —le dije.
—Vale, vale.
Ni siquiera le contesté. Sólo volví a hablar cuando llegaron Juanan y
Vázquez, quienes observaban extrañados aquella situación. Cuando me giré
para saludarlos, ya me había quitado el abrigo y Rafa vio que no llevaba su
colgante. Me di cuenta porque no pude evitar mirarle en un descuido y me
percaté de que a él se le apagó aún más el gesto cuando vio mi cuello sin
ningún adorno.
Esa mañana fue más o menos llevadera, pero durante la tarde, tuve que
compartir prácticas con él, y hacerlo sin mirarle directamente a los ojos y
comunicándonos sólo con frases cortas se me hizo muy cuesta arriba. Pero
todo pasa y aquel día también lo hizo, como lo hicieron los siguientes.
Según iban sucediéndose las jornadas, la sensación de que alguien me
perseguía se iba diluyendo, quizás porque había estado causada por mi
imaginación influida por la desazón que me producía la situación con Rafa.
Quizás porque estaba muy cansada y las clases y las prácticas no nos
dejaban tiempo para mucho más que estudiar como para fijarme en otra
cosa.
La no relación con Rafa se iba normalizando también, parecía que
intentábamos buscar nuestro equilibrio intentando tolerar la presencia y
compañía del otro, como compañeros que éramos por nuestros apellidos.
Aun habiendo roto, estábamos condenados a estar juntos por orden de lista.
Lo peor fue cuando en las prácticas teníamos que mirar por el microscopio
porque a veces sentía que se pegaba mucho a mí, juntaba su cara con la mía
o nos rozábamos las manos cuando teníamos que manipular las muestras.
Alguna se nos cayó al suelo. Por suerte, Silvia, que estaba situada cerca, se
pasaba para hablarnos intentando disipar así un poco la tensión entre los
dos.
—Pero, tía, ¿no me vas a contar lo que os ha pasado? —me preguntaba
ella un día cuando salíamos de prácticas.
—No quiero hablar de ello, ya te lo he dicho.
—¿Te ha puesto los cuernos?
—No.
—¿Entonces? No creo que haya nada peor que eso.
Y yo la miraba incrédula porque, aunque durante mucho tiempo me
había parecido mentira, resultaba que sí lo había.
Es curioso que durante aquellos días no pararan de poner en la radio la
canción de Y quisiera de Ella Baila Sola:
Y quisiera tirar del cable anclado en la pared
Y quisiera soltar esa correa que está marcando tu piel
Y quisiera poder gritar que ya soy libre
Pero duele soltar y el dolor me persigue
Daba la sensación de estar escrita para esa situación. Me había pasado
el fin de semana escuchándola y su letra parecía aliviarme para enfrentar de
nuevo el lunes. Un lunes que precedería a un día festivo, lo cual me
tranquilizaba aún más por no tener que verle.
Pero ese lunes no fue tan liviano como me hubiera gustado. Ya el
calendario me lo había indicado, era siete, una señal. Todo fue normal hasta
que llegó la tarde y me encontré otra semana a su lado delante de una
práctica que compartir. Cruzando frases cortas. Poniendo la vista en una
guía de ejercicios más tiempo del necesario para no tener que mirarle a la
cara.
—Lidia —me habló de repente—, no quiero estar así contigo.
—Muy bien —le contesté, por decir algo, sin despegar mis ojos del
papel que tenía delante.
—Por favor, ¿podrías mirarme?
Pero yo no le hacía caso.
—Lidia —insistió cogiéndome de la barbilla para que subiera la cara
hasta ponerla enfrente de la suya—. ¿No crees que tendríamos que hablar?
—me preguntó mientras yo le miraba a los ojos.
—Habla —le respondí apartando mi mirada de la suya.
—Es muy difícil hablarte si no me miras.
—Que yo sepa, no te escucho por los ojos, así que no debería ser tan
difícil.
—Te echo de menos, muñequita —me susurró.
Resoplé.
—Eso ya no te funciona, asúmelo. Ya no provocas nada en mí. Nada
de nada. Así que te agradecería que te centrases en la práctica, que me
gustaría irme pronto a casa —le pedí antes de abandonar mi sitio con la
excusa de acercarme a la profesora para hacerle una pregunta, pero con el
verdadero propósito de alejarme un poco de él.
Algo más tarde, Silvia me anunciaba que tenía que irse deprisa y que
no podría esperarme. Debido a eso, una vez que terminamos nuestra sesión
de prácticas de ese día, me metí en uno de los baños para hacer tiempo a
que él se fuera sin tener que cruzármelo en el camino de vuelta.
Y es cierto que hubiera podido ser por cualquier motivo. Y en
cualquier otro momento. Pero fue justo al salir del baño de la primera planta
a las siete de la tarde del día siete de diciembre, cuando alguien, que ni
recuerdo, se cruzó conmigo en el pasillo de la facultad cantando: Por un
beso de la flaca daría lo que fuera…
Bajé corriendo las escaleras hasta el vestíbulo cuando aquella losa
emocional cayó sobre mí, volcando uno por uno todos los recuerdos
almacenados en los últimos siete meses. En ese instante, Juanan subía del
sótano y me encontró bajando el último escalón con la cara desencajada.
—Zuñi, ¿estás bien? —trató de averiguar acercándose a mí.
No le respondí. Sólo me abracé a él llorando desconsoladamente
mientras Talavera me correspondía frotándome el brazo con un gesto
cariñoso.
—Ven. —Me condujo por el pasillo hasta uno de los bancos de
madera, con el fin de alejarnos de las escaleras, tratando así de encontrar un
sitio con un poco más de intimidad—. ¿Es por Zurbano?
Yo asentí.
—No sé lo que os ha pasado porque él no suelta prenda, pero, ¿no
podríais tratar de arreglarlo?
Negué.
—Pero ¿tan grave es? ¿Es un tema de cuernos?
—No.
—¿Entonces? No lo entiendo. Es que él está muy jodido también. Que
yo no le había visto tan encoñado con nadie como contigo, y mira que
estuvo pillado por una chica de su pueblo con la que salió hace dos veranos.
—Sería una morena, ¿no?
—Sí, creo que sí, pero tampoco él es de contar mucho sobre esas
cosas, ¿por?
—No, por nada, porque ni siquiera pegamos, ¿no? Ni siquiera soy su
tipo. Ninguno os creísteis que estábamos saliendo.
—Porque nos pilló de sorpresa. Pero ¿por qué lo dices?
—Porque las cosas muchas veces no son como se ven desde fuera, y él
no me quiere.
—Pero si hasta arrinconó a Vázquez, que yo flipé ese día. ¿Por qué
dices eso?
—Porque es así. —Me puse a llorar otra vez.
—Va, Lidia, tranquilízate. Desahógate y habla con él, seguro que es un
malentendido.
Juanan me miraba a la cara, yo me limpiaba con un pañuelo de papel y
trataba de respirar hondo.
—El examen que suspendió… no lo suspendió —le dije, de repente,
porque necesitaba contar a alguien de confianza un secreto de los
confesables, de los que no estaban protegidos por un pacto que aún
compartíamos Rafa y yo.
—¿Cómo?
—Cuando le echaron del examen en junio no fue porque se quedase en
blanco y me preguntara a mí, sino porque la que se quedó en blanco fui yo y
él me quiso pasar su examen, que ya había terminado, para que yo lo
copiara. Al final, le pillaron antes de que pudiera dármelo y, aun así, me lo
entregó a costa de quedarse él con un suspenso.
Juanan comenzó a reírse, aunque intentando contenerse, supongo que
por respeto a mí al verme tan afectada.
—¿Que Zurbano se dejó pillar y suspendió por ayudarte? Pero si el
muy cabrón no te da ni la hora como se te ocurra preguntarle en medio de
un examen. Para no quererte…
—Hay cosas que son difíciles de entender.
—Bueno, yo sólo te digo que hables con él y que tratéis al menos de
estar mejor, que parecéis dos almas en pena. Y, además, es muy incómodo
para nosotros estar con los dos con esa tensión que tenéis.
—Oye, Juanan, no le cuentes que me has visto así, por favor. Ni lo del
examen.
—Tranquila. —Y volvió a frotarme el hombro cariñosamente—.
¿Estás mejor?
—Un poco sí, gracias.
—No hay de qué, mujer. ¿Quieres que te lleve a algún sitio? Que hoy
me he venido en coche.
—No, gracias, me voy en metro y así camino hasta casa para
despejarme —le expliqué—. Pasa buen día mañana, nos vemos el
miércoles.
—Igualmente, Zuñi.
Me fui hacia el metro dejándome llevar por mis pies como si fuera una
zombi. Aquel llanto me había agotado. Cuando salí a la calle en la estación
de Moncloa, cogí el walkman para poner la radio, necesitaba escuchar
música aleatoria que me hiciera olvidar por un momento aquella situación.
Qué gran error. Cuando la encendí, aquel cantante, por increíble que
parezca, me hablaba a mí. Si no, ¿por qué otro motivo podría decirme
aquello?
Y ahora cálmate
Que no note que has llorado
Disimula que estás bien
Como yo lo hago
No me lo podía creer, ¿en serio? Las lágrimas volvieron a caerme por
las mejillas. Pero ¿cómo podía ser tan triste y tan bonito a la vez? ¿Sentiría
Rafa aquello de la misma forma que lo hacía yo?
Vuelve pronto, te esperamos
Mi soledad y yo
Entonces me di cuenta de que estaba emocionada y con la piel erizada
escuchando a Alejandro Sanz.
—Ahora sí que estoy jodida.
61. Siguiendo una nueva pista

Viernes, 11 de diciembre de 1998

Tras soltar algo de lastre en forma de lágrimas me sentí más calmada,


pero el miércoles seguía sin tener ganas de hablar con Rafa. Al fin y al
cabo, pese a su buen consejo, Juanan no conocía la situación que nos
rodeaba, con lo que jamás podría valorar lo que estaba ocurriendo, ni
mucho menos lo que sentíamos. Así que pasamos aquella penúltima semana
de clases y última de prácticas, que precedían a las vacaciones de Navidad,
con la misma dinámica que los días anteriores. Frases cortas y trato distante
entre nosotros, mientras Talavera nos miraba meneando la cabeza sin
entender nada acerca de nuestro comportamiento.
Pero el destino y un tubo de caucho roto tuvieron la culpa de que esa
situación cambiase, al menos un poco. Abrí un grifo del laboratorio y el
conducto de goma picado que estaba unido a él hizo el resto. Empezó a salir
agua desperdigada con mucha potencia poniéndome empapada. Pero yo
sostenía un tubo de ensayo con una mezcla y no quería soltarlo para no
perderla, así que trataba de resolver aquello con la mano que me quedaba
libre, sin mucho éxito. Emití un pequeño grito al sentir el agua fría
salpicándome por todas partes y, al escucharlo, Rafa se acercó a mí para
ayudarme. Intentó agarrar el tubo y cerrar el grifo, pero cuando consiguió
hacerlo, ya estábamos los dos calados de agua.
—Me acabo de cargar la práctica, creo que tenemos que repetirla —
evidencié mostrándole el tubo de ensayo con una muestra totalmente
aguada.
—¿Y tenías algún plan mejor que hacer esta tarde? —me preguntó con
la cara, el pelo y la bata llenos de agua.
Nos miramos sin poder evitar una carcajada. Silvia nos observaba
sonriendo mientras agitaba una mezcla sin ningún líquido intruso.
Creo que Rafa quiso quitarme las gotas de agua de la cara, pero no se
atrevió y, en su lugar, me entregó un trozo de papel de rollo para que
pudiera secarme. A la vez que lo hacía, alargaba su mano para que le
entregara aquel tubo de ensayo con la práctica fallida.
—Gracias —le respondí mientras él me sonreía.
Esa preciosa sonrisa. Hacía mucho que no la veía, muchas jornadas
que ni siquiera le miraba. Y allí pude contemplar, enfrente de mí, una barba
de más de dos días, unas ojeras de más de dos semanas, unos ojos que
querían decirme más de las dos frases necesarias para proseguir con aquella
práctica.
—Gracias a ti —me contestó.
—¿Por cargarme la muestra?
—No, por sonreírme. Sólo por eso, ya ha merecido la pena el día.
Y ninguno de los dos volvió a decir nada más que lo necesario para
seguir trabajando en ese ejercicio. Nuestros compañeros se fueron antes que
nosotros, ya que el hecho de tener que repetir aquella reacción desde el
principio, nos retrasó un poco. Pero era el último día antes del examen de
prácticas y nos interesaba dejar todo correctamente terminado y las dudas
solventadas. Fuimos los últimos en salir del laboratorio.
—¿Te vienes al metro? —me preguntó.
Dudé un poco, pero estaba cansada, tenía que estudiar para aquel
examen del día siguiente y no tenía ganas de encerrarme en el baño como
excusa para evitarle. Aunque la verdadera razón es que me apetecía estar un
rato con Rafa, pese a que no quisiera reconocerlo y él no se lo mereciera.
—Sí —le respondí.
Caminábamos sin hablar, supongo que ninguno sabía muy bien qué
decir al otro por miedo a no saber encajar su reacción.
—¿Cómo estás? —indagó justo antes de que bajáramos las escaleras
de entrada al metro.
—Bien, ¿y tú?
—No tan bien.
Le miré un instante sin responderle.
—¿Y eso? —le dije al fin.
—Porque no aguanto esto, Lidia, creo que tenemos que hablar.
—¿Otra vez con eso, Rafa?
—Y las que hagan falta. Sabes que esto no está resuelto y que estemos
así está incomodando también al resto de nuestros compañeros.
—Yo creo que ya me dijiste todo lo que me tenías que decir el día
veinticuatro, ¿no?
—No. Puede que yo me pasara, pero tú llevaste todo al extremo, ni
siquiera me dejaste explicarme.
Silencio.
—Zuñi, tenemos que vernos todos los días, no podemos estar así —
continuó.
Suspiré.
—¿Y qué propones? —le cuestioné.
—Pues que quedemos y hablemos, sólo eso.
—No lo sé, Rafa, estoy muy cansada —le respondí mirando al infinito
mientras bajábamos las escaleras mecánicas que conducían al andén.
Continuamos en silencio hasta que llegamos abajo y nos sentamos en
uno de los bancos, quedaban dos minutos para que llegara el tren, que
pasamos sin decir palabra.
—No soy tan mala persona como crees —habló de repente.
—El problema es que ya no sé ni cómo eres. —Y nada más afirmar
aquello, me puse de pie, el tren estaba entrando en la estación.
A esa hora iba medio vacío, así que nos sentamos en dos de los sitios
libres que había en el vagón. Él miraba al frente, yo al suelo.
—Sí lo sabes —se dirigió a mí justo antes de que el tren entrase en la
estación de Moncloa, cogiéndome de la barbilla para que le mirara a los
ojos.
—Hasta mañana, Zurbano. —Me levanté.
Él se levantó conmigo.
—Hasta mañana, muñequita.
Me di media vuelta para salir del convoy, no quería seguir mirándole
porque hacerlo me removía por dentro.
La mañana siguiente no varió mucho de las anteriores, pero al terminar
la última clase y bajar hacia la cafetería a comer algo antes del examen,
Rafa se puso a mi lado. Comenzó a hablarme y nuestros tres compañeros se
apartaron para dejarnos intimidad porque estaban deseando que
resolviéramos nuestros conflictos.
—¿Qué tal llevas el examen? —trató de averiguar.
—Más o menos —dije sin mirarle.
Ralentizó su paso.
—Lidia, he encontrado algo —me susurró.
—¿Qué? Rafa, por favor, no me vengas con tus truquitos para tratar de
hablar conmigo.
—Pero es verdad, Zuñi. Míralo tú misma, por favor. ¿Aún conservas la
copia de la libreta?
—Sí, pero no la tengo aquí.
—Si miras la primera letra de las últimas frases de abajo arriba se lee
la palabra anden, pero yo creo que podría ser andén, aunque la e que se
muestra no tenga acento.
Me paré.
—Vale, supongamos que es verdad. Pero eso podría ser una
casualidad.
—Lo sería si todas esas letras no estuvieran en mayúsculas.
Me quedé un instante en silencio.
—¿Estás hablando en serio?
—Pues claro que hablo en serio, lo vas a poder comprobar tú misma.
—Ni siquiera sé si quiero seguir en esto —manifesté para, a
continuación, reanudar la marcha. Rafa me siguió.
—Vale, entiendo que tengas dudas después de lo que ha pasado, pero
ya sólo nos queda una planta, ¿y si esta pista es buena?
—Es que nos lleva quedando una planta desde hace cinco meses y
ninguna pista ha sido buena.
—Pero si no hemos encontrado nada hasta ahora —aseveró.
Habíamos llegado al sótano y estábamos cerca de la entrada de la
cafetería.
—Este no es sitio para hablar, Yerbis.
—Ya, ¿y qué quieres que hagamos? Ni siquiera me apetece hablar
contigo.
—Pero sabes que tenemos que hacerlo, aunque sea por nuestros
compañeros.
—Qué bien te viene esa excusa, ¿eh?
Resopló.
—Mira que eres escurridiza, tía.
Me crucé de brazos.
—¿Y cómo sé que no te estás inventando todo esto para que hable
contigo?
—Porque puedes comprobarlo en tu copia de la libreta, te lo he dicho.
—Pero mientras tanto, estás aquí aprovechando la situación.
Rafa se detuvo en el pasillo antes de entrar en la cafetería, dentro de la
cual ya estaban nuestros compañeros.
—Vale, vamos a hacer una cosa, el examen no creo que dure mucho
más de una hora, así que sobre las cinco o cinco y media estaremos fuera.
Puedes ir a casa a comprobarlo cuando salgamos. Yo estaré a las siete en la
cafetería de los bollos ricos que está cerca de tu casa, por si decides que, al
menos, nos merecemos hablar de esto o de nuestra situación. Y luego,
puedes hacer lo que mejor te parezca, dejar la libreta, seguir con la nueva
pista…
—No te prometo nada.
—Eso es mejor que un no. —Sonrió antes de retomar la marcha para
entrar a ese lugar donde iríamos a comer algo.
Fuimos saliendo del examen según lo íbamos terminando. Juanan y
Silvia lo hicieron primero y, como era un viernes, sabía que se marcharían
sin esperarnos al resto, ya que tenían planes, tal y como lo habían
anunciado. Después, lo hizo Vázquez, que seguiría la misma rutina. Yo
decidí apurar el plazo hasta el final para repasar todas las preguntas y Rafa
continuaba también en la sala, sospechaba que haciendo tiempo para
esperarme. Eran las cinco y cuarto cuando nos pidieron entregar la prueba,
cumpliéndose los cálculos de Zurbano, y yo me dispuse a abandonar la
clase.
—Chao, Rafa —me despedí sin preguntarle si iba al metro o no.
Claro, que, si me había dicho que estaría por mi barrio a las siete, no le
daba tiempo a ir a su casa.
—Hasta luego, Lidia… Por favor…, ven —me rogó.
Le miré sin responderle antes de darme media vuelta para marcharme.
Estaba deseando llegar a casa para comprobar lo que me había
indicado sobre la libreta, y eso fue lo primero que hice según entré en mi
habitación, sin ni siquiera quitarme el abrigo. Y allí estaba la palabra anden
formada por las primeras letras de las cinco últimas líneas leídas de abajo
arriba, en mayúsculas. Me despojé del abrigo para sentarme delante del
escritorio y revisar aquello con más detenimiento. Leí las primeras letras de
las líneas anteriores, pero no encontré nada, después volví a mirar el dibujo
de la planta.
—¿Qué tiene que ver esto con una estación que lleva cerrada muchos
años? —me preguntaba en voz alta.
Pensaba que mi abuela había manifestado que llevaba sin ver esa
planta desde que era pequeña, es decir, que podría ser posible que ese
vegetal, al igual que la estación, no se encontrara en la actualidad. Observé
el reloj, eran las seis menos veinte. Tenía poco más de una hora para decidir
si iba a encontrarme con Rafa o me quedaba en casa para dejarle plantado.
Chasqueé la lengua. ¿Por qué mi vida se tornaba tan complicada
últimamente?
A las siete y cinco salí de mi portal con la mochila de tela conteniendo
la copia de la libreta y el cuaderno. Sin su colgante adornando mi cuello.
Con la imagen de su sonrisa adornando mis pensamientos. Llegué a la
cafetería y me quedé en un lateral de su escaparate mirando hacia el interior
para verle allí, en una de las mesas del lado contrario. Solo. Con la mano
apoyada en la cabeza, el codo apoyado en la mesa y sus ojos mirando hacia
un café que removía con la mano que tenía libre. De vez en cuando
desviaba su vista hacia la puerta, pero no lo hacía más de dos segundos
seguidos. Movía uno de sus pies de manera nerviosa mientras yo no podía
apartar la vista del cristal. No podía dejar de mirarle porque sabía que esa
era su verdadera versión y quería sacar más información sobre ella, deseaba
saber si coincidía con alguna de las que me había mostrado. Pero
comenzaba a tener frío y me daba un poco de pena verle en esas
circunstancias, así que respiré hondo antes de entrar por la puerta.
—Hola —le saludé.
Me dedicó una sonrisa, pero una leve, supongo que no quería
excederse con ella al ver mi rostro serio.
—Hola, Zuñi. Gracias por venir, no sabía si lo harías.
—Yo tampoco —le confirmé mientras me quitaba el abrigo para
sentarme enfrente de él.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal el examen?
—Bien todo, ¿y tú?
—Bien también.
Vino el camarero a preguntarme si quería tomar algo.
—Un Cola Cao templado, por favor —le pedí.
Silencio después de que aquel empleado se marchase a por mi bebida.
—He visto lo de la libreta —continué.
—¿Y qué te parece?
—No estoy segura, la verdad. ¿Tú crees que el dígito estará en el
andén de Chamberí?
—Pues, si es así, estamos jodidos, Yerbis. A ver cómo llegamos hasta
ahí y cómo lo buscamos. Si ya es difícil encontrarlos de día en sitios
fácilmente accesibles…
—Pffffff… Yo qué sé.
Silencio.
—Entonces, ¿quieres seguir con esto? —me preguntó removiendo su
café de nuevo.
—Pero para hacerlo, tendríamos que romper el pacto.
—¿Cómo? —Me miró muy sorprendido dejando de agitar su bebida.
De fondo sonaba una canción de Jarabe de Palo, la de Agua.
—Sí, pero únicamente la parte que dice que fingiremos ser una pareja.
Yo no quiero fingir nada más contigo. Puedo intentar ser tu compañera en
esto, seguir sólo como amigos, pero por un tiempo limitado. Y, aun así, me
va a costar porque ya no puedo confiar en ti.
Me observaba mientras aquella preciosa melodía acariciaba mi oído
con la voz de Pau Donés diciendo:
¿Cómo quieres ser mi amiga?
Si por ti me perdería…
Y mi cabeza montándose el videoclip de que él estaría sintiendo lo que
decía aquel cantante a la vez que otros pensamientos contrapuestos me
llamaban ilusa.
—Me duele que me digas que ya no confías en mí —me habló.
—¿Y qué esperabas después de lo que pasó el otro día? Lo nuestro ha
sido una mentira desde el principio y está claro que a ti lo único que te
interesa, y te ha interesado siempre, es este misterio.
—Tú no te enteras de nada, ¿verdad?
—Está claro que no, de lo contrario, no me la hubieras colado de esta
manera.
El camarero vino a dejarme lo que había pedido, y cuando se fue, aún
perduraba un silencio entre nosotros que ponía de manifiesto una tensión
que podía cortarse con cuchillo y tenedor. Sólo se escuchaba lo que decía la
canción:
¿Qué hacer?
Tú lo sabes
Conservar
La distancia
Rafa meneaba la cabeza.
—¿Que yo te la he colado? ¿Y tú a mí no? Con tus contrastes. Con tus
«sí, pero no». ¿Querías volverme loco? Yo no he hecho nada diferente de lo
que has hecho tú —se defendía.
—Sí lo has hecho, tú lo has maquinado todo para quedar por encima.
—¿Y tú no?
—Mira, Rafa, esto es absurdo. No vamos a llegar a ninguna
conclusión, por más que discutamos. Nos pasamos la vida a la gresca. Ha
sido un error meternos juntos en esto.
—Puede, pero ya estamos casi en el final, y después de todo lo que
hemos conseguido…
—¿Y qué propones? —le pregunté.
—Intentar terminarlo.
Me crucé de brazos para observarle.
—Ya te he dicho que no voy a fingir nada más —aseveré.
—Sí, ya debes de estar muy cansada de hacerlo, ¿verdad?
Respiré profundamente.
—Nos queda poco más de una semana de clases antes de Navidad y
nuestros compañeros saben que hemos discutido, así que tampoco tienes
que fingir tanto. Además, ya no tenemos prácticas hasta enero, no tenemos
que quedarnos por la tarde —continuó.
—Sólo hasta el veintidós de diciembre.
—¿Cómo?
—Que sólo voy a continuar con esto hasta el veintidós porque es el día
que me voy a mi casa. Es el último día de clases, ¿no? Y por la tarde me
voy a León hasta después de Reyes. Sólo hasta ese día. Sé que en otras
ocasiones he dicho algo parecido, pero esta vez es definitivo. Después lo
dejo, Rafa, sin vuelta atrás.
Me contemplaba sin decir nada, serio. Creo que vio en mi rostro que
aquella decisión era irrevocable. Los dos sabíamos que ese sería el día tope
en que todo terminara, aunque ninguno de nosotros podía imaginar en ese
momento el cómo. Sólo nos quedaban once días para averiguarlo.
62. Por no confiar en mí

Domingo, 20 de diciembre de 1998

A mi alrededor se podía percibir el ambiente navideño. Las luces, el


soniquete de la música de villancicos tratando de escaparse de las tiendas, la
gente invadiendo las calles en busca de cenas de empresa o regalos que
entregar unos días más tarde. Sin embargo, mi mundo no se dejaba
contagiar por tal ambiente festivo, en él todo era sobrio, vacío de ilusiones,
oscuro.
En mi despedida de Rafa, nueve días antes, habíamos acordado tener
una relación cordial de cara a nuestros compañeros y con el fin de poder
seguir trabajando juntos en aquel misterio que nos ocupaba. Aunque eso
sólo lo haríamos hasta el día del sorteo de la lotería de Navidad. Aquella fue
una despedida fría, culminada con dos besos. Dos besos invernales que
nada tenían que ver con aquellos que nos dábamos en verano cuando el
calor nos devoraba por fuera y por dentro. Y un trato: intentar hacer la
situación lo más llevadera posible.
En clase nos seguíamos sentando separados, pero cruzábamos
alguna frase que otra, tal y como había sucedido antes de vernos
involucrados en aquel berenjenal que nos atormentaba. Y yo sufría porque
no podía evitar seguir sintiendo aquello tan fuerte e inexplicable por él. Me
consolaba pensar que sólo tendría que aguantarlo unos días más hasta
volver al pueblo con mi familia, con mi gente, con Ángel. Al menos, sabía
que lo que había vivido con mi exnovio fue real, aunque hubiese terminado
de manera insatisfactoria. Eso me reconfortaba de una forma extraña y
preocupante.
Tal y como habíamos acordado, aprovechamos las tardes de
entresemana para estudiar y mirar la libreta por nuestra cuenta, y quedamos
el viernes tras nuestra jornada universitaria para tratar de averiguar algo
juntos. Lo hicimos en la puerta del intercambiador de Moncloa a las siete.
También habíamos decidido vernos el domingo por la mañana para poder
acudir al lugar del mapa de día, ya que durante ese mes anochecía poco
después de las cinco.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me saludó tratando de ser natural, casual, pero
le salió un poco forzado.
—Hola, Rafa.
—¿Dónde quieres ir? —me preguntó sin entretenerse en más
comentarios.
—¿A la cafetería de los bollos?
—Vale.
Y volvimos al lugar en el que habíamos estado tan sólo una semana
antes para contarnos nuestros hallazgos, que tampoco habían sido
demasiados. Pasamos un largo rato intentando descubrir nuevas pistas en el
texto sin lograrlo.
—Entonces tenemos la palabra fantasma, que está resaltada con la
primera letra en mayúscula. Y, por otra parte, la palabra andén, aunque la e
no esté acentuada. Pero es que anden no tendría mucho sentido, a no ser
que el doctor Huevos nos estuviese pidiendo por imperativo que caminemos
—recapitulaba él.
—¿Y si sí?
—Y si sí, ¿qué, Yerbis?
—¿Y si nos pide que caminemos? Que, por lo que hemos visto, este tío
es muy rebuscado y un simple acento podría ser importante.
—Pero que caminemos ¿adónde?
—Ni idea, vamos a seguir mirando, ¿no? —le respondí.
Y eso hicimos durante otra hora más, pero no encontrábamos nada. Yo
me frotaba los ojos.
—¿Estás cansada, Zuñi?
—La verdad es que sí y me duele la vista de tanto mirar este texto, es
que ya no sé dónde buscar.
—Vale, vamos si quieres a casa y ya seguiremos mirando, además, yo
mañana trabajo y también estoy cansado, este curso está siendo muy
intenso.
—Sí.
Poco después estábamos frente a mi portal.
—Bueno, Lidia, pues ya nos vemos el domingo, ¿no? Voy a ir yendo a
casa, que mañana hago turno doble en el trabajo.
—¿Doblas turno? Vaya paliza.
—Sí, pero hay una compañera de baja y nos han preguntado a los que
vamos de refuerzo el finde, si podemos hacer algún turno extra para
cubrirla, así que hay que aprovechar, que me vienen bien las pelas. La
semana que viene también trabajo algún día, el veintitrés y el veinticuatro
por la mañana, como ya no hay clase…
Nos quedamos mirando sin hablar.
—Pues… Hasta luego, Rafa.
Nos acercamos a darnos dos besos y entonces pude oler su aroma
característico. Quise alargarlos, quise abrazarle, pero no lo hice. Aún me
sentía traicionada por él y eso era como una herida sangrante que no
terminaba de cicatrizar.
—Hasta luego…, Lidia.
Y nos contemplamos unos segundos más, supongo que pensando en lo
que habíamos sido y en lo que éramos, o quizás en lo que habíamos fingido
ser. Pero nuestras cabezas estaban demasiado cansadas como para seguir
analizando aquello, simplemente, nos limitábamos a actuar dejándonos
llevar por la corriente de las circunstancias que nos rodeaban, resignados
porque las casualidades de nuestras vidas nos habían conducido por unos
senderos que nos habían hecho, y aún nos hacían, sufrir más de lo deseado.
Y nos dimos media vuelta para mirar al suelo antes de proseguir con el
camino que nos conduciría hasta nuestras respectivas casas.
Dos días después, nos encontramos al final del andén de la línea seis
en la estación de Moncloa, lugar en el que quedábamos en nuestros últimos
tiempos de pseudonoviazgo, pero aquella vez, a las once de la mañana. Nos
dirigíamos hacia Cuatro Caminos, donde haríamos transbordo a la línea uno
para bajarnos en la estación de Bilbao, no sin antes volver a mirar a través
del cristal del vagón el andén fantasma en el tramo que recorrimos desde la
estación de Iglesia. Una vez que llegamos a nuestro destino, nos bajamos
del tren y él se quedó observando uno de los planos del metro.
—Mira, Yerbis. —Me mostró el mapa de la copia de la libreta—, aquí,
en este logo, todas las letras que configuran la palabra metro están escritas
en mayúsculas, pero en este otro. —Señaló el que se encontraba en el plano
de la estación—, tan sólo lo está la primera letra.
Me apresuré a comprobar aquella información.
—Es verdad —corroboré.
—Yo creo que el logo antiguo del metro se escribía con mayúsculas y
estoy pensando que, al pasar por la estación de Chamberí, se ve como un
logo en un cartel, pero es casi imposible fijarse en las letras porque está
muy deteriorado y el tren va muy rápido.
—¿Quieres que nos cambiemos de andén y volvamos a pasar? —le
propuse.
—Vale, aunque no sé si lograremos verlo.
Retomamos el camino para acudir al andén de enfrente y volver a
recorrer aquel tramo en sentido inverso.
—No se ve muy bien, pero… supongo que será cuestión de mirar en
algún sitio si el logo del metro se escribía con todas las letras en
mayúsculas cuando se cerró esta estación, ¿no? —me preguntaba.
—Sí… Oye, y en el resto de los planos, ¿cómo salía?
—Mejor lo miramos cuando salgamos, ¿no? —planteaba.
Estábamos llegando a la estación de Iglesia, por la que nos dispusimos
a salir al exterior.
—¿Qué tal el trabajo? —le cuestioné.
—Bien, un poco cansado, pero bueno, hoy he dormido, así que…
—Ya… —No pude evitar recordar cuando dormíamos juntos
abrazados escuchando el corazón del otro, esperando así encontrar la verdad
a nuestras cuestiones.
Seguí andando mirando al suelo, creo que se dio cuenta de que algo de
lo que dijo me afectó, pero no se atrevió a preguntar el qué. Yo tampoco me
atreví a confesarle que le echaba de menos. Cuando ya estábamos en la
calle, buscamos un lugar en el que apoyarnos para poder revisar el resto de
los mapas. En todos salía el logo del metro con la primera letra en
mayúscula y el resto en minúscula.
—Esto tiene que ser algo, Yerbis, este tío no pone las cosas al azar.
—Pues sí, tiene pinta. ¿Quieres que demos un paseo por la zona del
plano?
—Claro.
Pero allí no veíamos nada.
—Yo creo que la clave está en el metro —prosiguió—, pero aún nos
falta algo y no sé el qué.
Chasqueé la lengua.
—No sé, Rafa, ¿y si le damos otra vuelta al texto?
—Pffffff… es que ya no sé dónde mirar, tía.
—Ya, pero según lo que tenemos, no podemos hacer mucho. No
vamos a ir caminando por las vías hasta llegar a la estación de Chamberí, o
lo que queda de ella, buscando un dígito que, si suponemos que está, puede
que lo hayan tapado con alguna pintada. Es que, además, tampoco
sabríamos donde buscar. ¿Dónde estaba el punto en el plano esta vez?
—No sabría decirte, está en esta especie de rectángulo, que no
sabemos lo que es.
—Bueno, al menos tenemos lo del logo del metro, algo es algo —
intenté ser optimista.
—Sí, pero mañana ya es veintiuno y al día siguiente te vas, no tenemos
mucho tiempo.
—Ya, pero ahora estamos bloqueados, necesitamos digerir esto.
¿Quieres que volvamos mañana?
—Como quieras, Zuñi —afirmó resignado.
Nos miramos un instante y, sin decir nada más, nos volvimos a dirigir
al metro para emprender la vuelta a casa. Cuando estábamos entrando en la
estación de Moncloa, se levantó para acompañarme.
—No hace falta, Rafa —le dije.
—Lo sé, pero quiero hacerlo.
No supe cómo responder a aquello, así que me dejé acompañar.
—Bueno, pues… —intenté decir.
—¿Aún sigues sin confiar en mí? —me cuestionó de repente.
Respiré profundamente.
—¿Qué quieres que te diga, Rafa? Después de todo lo que ha pasado,
no es fácil.
—Precisamente, después de todo lo que hemos pasado.
—Bueno, igual poco a poco podremos volver a ser amigos, pero
necesito tiempo, espero que lo entiendas —afirmé.
—Pero dentro de dos días ya nada nos unirá, así que quizás sea difícil
si ya no vamos a pasar tiempo juntos.
—Bueno, nos veremos en clase, ¿no?
—Sí, en clase.
—Bueno, pues, mañana nos vemos —comencé a despedirme.
—¿Y qué haremos mañana para continuar con esto?
—Podemos vernos por la tarde, si quieres —le propuse.
—Vale.
—Entonces…, hasta mañana, Zurbano.
—Hasta mañana, Zuñi.
Y nos dimos dos besos, aunque esta vez no fueron tan fríos. Tras
aquello él se dio media vuelta.
—Rafa…
—¿Sí? —Se giró para verme.
—¿Tú confías en mí?
Se encogió de hombros.
—¿Debería? —me preguntó.
—Me duele que me preguntes eso.
—Bienvenida al club.
Se marchó sin volver la vista atrás y me dejó allí preguntándome qué
hacer con todos los sentimientos que me revoloteaban en el interior,
aquellos que me habían dejado la vida patas arriba.
63. La última noche prevista

Lunes, 21 de diciembre de 1998

Cuando entré en el aula se respiraba alegría, mis compañeros


comenzaban a saborear la víspera de las vacaciones. Pero yo no podía
compartir aquel sentimiento con ellos, sino que tenía otro más extraño, un
vacío por lo que me esperaba: acabar con todo de una vez. Aunque lo que
más inquietud me producía era tener que responder a la pregunta que toda
mi familia y amigos me harían cuando llegara al pueblo, la de: «¿qué tal
está Rafa?». Y, no sólo eso, sino que tendría que encontrarme con todos los
recuerdos que él se había preocupado por sembrar allí, aquellos que
trataban de borrar los de mi anterior pareja. Justo cuando estaba pensando
en aquello, apareció, fuimos los dos primeros en llegar a clase de nuestra
pequeña panda.
—Buenos días, Zuñi —me saludó mientras se sentaba detrás de mí.
—Buenos días, Zurbi. —Y justo cuando la última letra salió de mi
boca comencé a preguntarme por qué le había llamado así.
Él quiso disimular la sonrisa, pero no lo consiguió del todo.
Entonces llegó Juanan.
—Chavales —nos dijo.
Y detrás de él, lo hizo Vázquez.
—Buenos días, Lidia, Zurbano, Talavera.
—Buenos días —respondimos.
El profesor entró en el aula y Silvia aún no había aparecido.
—¿Y Zea? —me preguntó Vázquez.
—No tengo ni idea, qué raro —le respondí.
—Pues ponte con nosotros, ¿no? Venga, chavales, moveos un asiento
para que Zuñi no se quede sola —habló Dani al resto.
Rafa le miró un instante y le hizo caso de mala gana, quizás
recordando el momento en que él hacía lo mismo unos meses antes. Tener
una excusa para estar a mi lado, que ahora estaba aprovechando su amigo,
al que arrinconó contra una pared por tirarme los trastos. Un amigo que
ahora tenía vía libre para poder hacerlo si le convenía. Me levanté y cogí
mis cosas para sentarme junto a Dani mientras el profesor encendía un
proyector para impartir su clase.
—¿Qué tal? ¿Cómo estás? —indagaba Vázquez.
—Bien, contando las horas para irme a mi casa, a León, ¿y tú?
—Bien, contando las horas para descansar un poco de estas clases,
vaya curso tenemos por delante.
—Sí.
Y Rafa mirándonos sin poder hacer nada. Y Juanan mirando a Rafa,
extrañado de que no hiciera nada, sabiendo como sabía mis sentimientos
por él, que habían quedado al descubierto por culpa de unas lágrimas
traicioneras. Quizás se preguntaba si era cierto aquello de que no me quería
o es que realmente aquel problema que nos separaba era lo suficientemente
importante como para no mover un dedo por salvarlo. Sin embargo,
Zurbano tenía algo que no tenía Vázquez, veinticuatro horas más durante
las cuales aún estaría unido a mí por aquel misterio. Y, para su alivio, a
partir de la clase siguiente volví a sentarme al lado de Silvia, quien se
presentó a la segunda asignatura de ese día alegando no haber llegado a
tiempo a la primera por haberse dormido.
Aquella jornada terminamos más temprano, ya que los profesores de
una de las asignaturas habían decidido darnos las vacaciones navideñas la
semana anterior. Una vez terminada la última clase, Silvia y yo nos
disponíamos a comer juntas, pero Rafa vino a hablarme antes de marcharse.
Mi amiga nos dejó intimidad.
—¿Nos vemos luego? —me susurró.
—Vale, ¿a qué hora?
—¿Te va bien a las seis en la salida del intercambiador? —propuso.
—Sí. ¿Has visto algo más?
—Poca cosa —me dijo desanimado.
—Bueno, igual luego se nos da bien, quién sabe. ¿Vas a comer a casa?
—Sí, así vuelvo a darle otra vuelta.
—Bueno, pues… esta tarde nos vemos, Rafa.
—Hasta luego, Yerbis.
Hizo el amago de darme dos besos, pero nos quedamos cortados y
finalmente no lo hicimos. Así que, simplemente, se dio media vuelta para
salir del edificio mientras yo miraba cómo se marchaba. Silvia, al verlo, se
volvió a acercar a mí.
—¿Qué tal con Rafa? —me preguntó.
—Bueno…
—Al menos ya os habláis, ¿estáis intentando arreglarlo?
—Si es que no hay nada que arreglar.
—Pues nadie lo diría viendo cómo os miráis.
Suspiré.
—Tía, si es que no he visto a nadie tan enamorado en mi vida como a
vosotros —continuaba diciendo—. No me creo que eso se acabe así como
así, y no tenga arreglo.
—Es complicado —concluí.
Y cuando me vio la cara, decidió no ahondar más en el tema.
A eso de las tres y media ya me había despedido de mi amiga y me
dirigía a casa con el fin de preparar la maleta para el viaje del día siguiente.
Cuando terminé de hacerla, decidí echar otro vistazo a la copia de la libreta
para hilar todo lo que habíamos visto. Teníamos la palabra andén (o anden)
y la palabra fantasma. Si lo uníamos: andén fantasma. Y el punto en el
plano estaba en aquel rectángulo alargado, en el que en la esquina inferior
derecha se encontraba el logo del metro con las letras en mayúsculas. Me lo
quedé mirando más fijamente, como cuando uno observa esos cuadros de
tres dimensiones esperando que la imagen se despliegue hacia el fondo. Me
recordaba mucho al cartel que se veía en la estación de Chamberí al pasar
con el tren. Al menos, la forma era parecida, pero como circulaba a tanta
velocidad y no había más luz que la que se emanaba desde dentro del
convoy, no estaba segura. El caso es que en ese cartel aparecía un logo del
metro en la parte inferior derecha. ¿Y si era aquello? Me fije en que el
punto en el plano aparecía en un lateral, en la parte inferior izquierda, ¿qué
había en esa ubicación en el cartel? Estaba tan inmersa en mis cavilaciones
que casi se me pasa la hora de encontrarme con Rafa. Cuando me di cuenta,
eran las seis menos diez. Rápidamente, me refresqué un poco y cogí todo lo
necesario para meterlo en mi pequeña mochila de tela: la copia de la libreta,
el cuaderno de las notas y el primer bolígrafo que encontré a mano, el boli-
linterna de Zurbano con el que había estado escribiendo nuestra historia
unos meses antes y que había permanecido en el bote de los bolígrafos de
mi escritorio desde entonces. Con todo aquello salí de casa para ir en su
busca.
—Hola, Rafa —le saludé nada más verle y en aquella ocasión sí nos
dimos dos besos.
—Hola, Yerbis.
—He visto algo —me apresuré a decirle.
—¿El qué?
—Tenemos que ir a la línea uno y volver a pasar por delante de la
estación fantasma. Ahora te lo enseño.
—Yo también he visto algo —me indicó él.
—Ah, ¿sí? ¿Qué?
—Las damas primero.
—Creo que el rectángulo que aparece en el plano es el cartel con las
estaciones que está en el andén abandonado.
Zurbano se quedó un instante pensativo analizando aquello y afirmó
con la cabeza.
—¿Y tú qué has visto? —continué.
—Otro punto en el plano dentro del logo del metro, justo encima de la
letra te. No lo hemos visto antes porque es muy sutil.
—¿A ver? —Saqué la copia de la libreta de mi mochila para ponerla
delante de nuestras cabezas—. ¡Ostras!, es verdad.
—¿Vamos? —me preguntó sin más.
Entramos dentro del metro para encaminarnos hacia aquel lugar. Una
vez pasamos la estación de Iglesia, pegamos nuestras cabezas al cristal de la
puerta hasta que el sonido del paso del tren rebotando en el túnel cambió,
indicando que estábamos circulando por delante de la estación abandonada.
Cuando la hubimos pasado, nos miramos.
—La forma del cartel es igual que la del rectángulo que aparece en el
plano, tal y como has comentado —puso de manifiesto en un susurro.
—Sí… Pero, no puede ser, Rafa. ¿El dígito está ahí?
—No tengo ni idea, tía, pero todo apunta a que sí.
—Pero no podemos pasar. Además, podría estar en cualquiera de los
dos andenes. O sea, que no sólo tendríamos que circular por el borde de las
vías, sino que también tendríamos que cruzarlas si en el andén en el que
buscamos primero no es el correcto.
Estábamos entrando en la estación de Bilbao, donde nos bajamos para
sentarnos en un banco de aquella parada. Pusimos de nuevo aquel dibujo de
la libreta delante de nuestros ojos.
—¿Y no podría ser otra cosa? Otro plano que esté en alguna de las
estaciones colindantes, yo qué sé —intenté buscar una explicación
alternativa a aquello.
—¿Con el logo de metro en mayúsculas, tal y como se muestra aquí?
No lo creo. En las estaciones que están funcionando el logo ya es el actual,
y por lo que he podido averiguar, se usa desde 1981. Además, el doctor
Huevos ha puesto en el resto de los planos el último logo del metro. O sea,
que, si en este lo ha escrito todo en mayúsculas, no es casual.
—¿Y qué hacemos?
—¿Volvemos a pasar? —me propuso.
Nos levantamos de aquel asiento para dirigirnos hacia el andén de
enfrente.
—Es que no puede ser —insistía yo—. ¿Cómo ha podido ponerlo ahí?
No hay manera. Y, si lo ha hecho, hubiera tenido que ser después de que se
cerrara la estación porque la libreta es posterior, como tú bien has dicho.
Tiene que ser otra cosa.
—¿Y si es algo que se puede ver desde el tren?
—Pero si pasa muy rápido, no hay forma de fijarse.
—Ahora lo veremos —afirmó mientras un convoy entraba en la
estación.
Nos montamos en el vagón que se encaminaría hasta la estación de
Iglesia y repetimos la operación. Cabeza pegada al cristal, manos ahuecadas
en los laterales para que la luz del vagón no nos deslumbrara. Nuestras
miradas cruzándose después de haber pasado aquel tramo.
—Es que tiene que ser ahí, Yerbis —afirmaba él.
—Pero desde el tren no se ve nada.
Nos bajamos en la estación de Iglesia para sentarnos en uno de los
bancos de su andén, otra vez mirando el plano en silencio. Sin querer
asimilar lo evidente.
—Es que no me lo puedo creer, lo siento —me quejaba.
—Ya, tía.
—Tiene que haber algo más, Rafa.
—¿Quieres que vayamos a tomar algo y le demos otro vistazo? Total,
ya sabemos lo que hay aquí y aún nos queda mañana.
—Bueno, mañana… tampoco voy a tener mucho tiempo. Es verdad
que también acabaremos antes las clases, pero tengo el bus a las cuatro, así
que…
Él me miraba sin hablar.
—Además —continué—, en el caso de que sea ahí no podemos
acceder.
—No… —se limitó a decir.
—Entonces, ¿dónde vamos?
—No sé, ¿quieres por tu barrio y comemos algo por ahí? —propuso.
—Vale.
Esperamos al siguiente tren para montarnos y hacer así el camino de
vuelta hacia Moncloa. Un camino en silencio, pero con nuestras cabezas
bullendo tratando de encontrar una explicación a aquello que no la tenía.
Una posibilidad que no supusiera jugarse el tipo para acceder a esa
información.
Cuando llegamos, nos dirigimos hacia la pizzería donde cenamos la
primera noche que empezó todo. Lo hicimos de manera automática, sin
decir nada al otro, como si de esa forma nos despidiéramos de ese misterio
de forma simbólica. Una vez que nos sirvieron lo que habíamos solicitado,
nos subimos a las mesas de la primera planta para sentarnos en la misma en
la que vimos aquella libreta por primera vez.
—No me lo puedo creer, Rafa —repetí—. ¿Tú piensas que esta pista es
buena? Es que ni siquiera podemos comprobarlo.
—A ver, poder, podemos, Yerbis.
—Sí, claro. Ahora volvemos a la estación de Iglesia con unas linternas,
despistamos a la vigilancia, saltamos a la vía y nos jugamos la vida para
llegar hasta el andén fantasma.
—Hombre, como plan es tan bueno como cualquier otro. De día es
muy cantoso porque hay bastante gente y los trenes pasan más a menudo.
Habría que ir por la noche, a eso de las once, que hay menos gente,
disminuye la frecuencia de los trenes y daría tiempo a mirarlo antes de que
cierre el metro.
—¿Estás de coña? Es muy peligroso. Total, para que luego sea una
pista falsa.
—Ya, aunque yo creo que no lo es. Pero nunca te pondría en peligro, a
pesar de que creas que no me importas nada y que le doy más valor a la
libreta que a ti.
Le miré cuando dijo aquello, pero no le respondí.
—¿Y si le damos otro repaso, un último? A ver si se nos ha escapado
algo y la cosa es más fácil de lo que nos parece —planteé finalmente.
—Vale.
Saqué de mi mochila el cuaderno y su bolígrafo-linterna.
—A ver, tenemos por un lado las palabras andén fantasma —dije
apuntándolas.
—Veo que conservas mi bolígrafo —me interrumpió sonriendo.
—No te preocupes, te devolveré todo. Tu bolígrafo, el colgante…
Perdona que no lo haya hecho antes, es que han sido días un poco intensos.
—No, Zuñi, por favor, el colgante es tuyo, ¿vale? No me tienes que
devolver nada.
Suspiré en silencio.
—Aunque, el bolígrafo… —continuó haciéndome un gesto para que se
lo dejara, y cuando lo tuvo en sus manos, encendió y apagó la luz de la
linterna varias veces—. Me trae buenos recuerdos, si no te importa, me
gustaría que me lo devolvieras.
—Ah, vale, pero no tengo otro aquí.
Se metió la mano en el bolsillo de su cazadora de plumas, que había
colgado en el respaldo de la silla y sacó un boli Bic para entregármelo.
—Te lo cambió —me ofreció.
Cogí el bolígrafo que me estaba dando para devolverle el suyo. Me
dejó fría con aquello. Ese bolígrafo era un símbolo de lo mucho que le
importaba. ¿Acaso había dejado de hacerlo como para que me pidiera que
se lo devolviera? ¿O quizás nunca le importé y eso sólo formó parte de su
teatrillo? Permanecí un instante con la mirada perdida pensando en eso,
sumida en la canción que sonaba de fondo en la MTV: No Regrets de
Robbie Williams. Traduje en mi mente: «Me gustaba la forma en la que
reíamos. Me gustaba la forma en la que sonreíamos. A menudo me siento y
pienso en nosotros».
Y volví a la realidad cuando el cantante decía en su última frase que
suponía que el amor que una vez nos tuvimos estaba oficialmente muerto,
coincidiendo con el momento en que Zurbano chasqueaba los dedos delante
de mis ojos.
—Yerbis, vuelve a la Tierra —me dijo.
—Sí.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, vamos a seguir con esto.
Él me observaba no muy convencido. Yo seguí apuntando.
—Y tenemos el plano que podría ser el cartel que está en el andén de
la estación fantasma —continué dibujándolo a modo de croquis—. Y la
cuestión es: aparte del cartel, ¿podría ser otra cosa?
Silencio.
—Quizás este cartel podría estar en otro sitio de más fácil acceso fuera
de la estación —aventuró.
—Quizás, pero ¿dónde?
Rafa negaba con la cabeza.
—Ni idea, pero podríamos seguir por ahí, ¿no?
—El problema es que no tenemos tiempo.
—Bueno, aún nos queda un rato hoy y otro mañana hasta que te vayas,
¿no?
—Supongo.
—¿Algún sitio donde haya un plano de esto? ¿Quizás un libro de la
historia del metro? No sé.
—Pero eso es una locura, Rafa, tendríamos que ir por las librerías o
bibliotecas buscando libros de la historia del metro. Podemos envejecer
haciéndolo sin encontrar nada.
—O no, si hay otra pista sobre dónde pueden estar esos libros.
—Pffffff… No lo sé, yo creo que ya no puedo pensar más. ¿Tú qué
crees?
—No lo sé, tía, podríamos intentarlo.
—¿Ya no piensas que el dígito podría estar en la estación fantasma?
—Pero allí no se puede acceder.
—Hace un momento decías que sí.
—Y también he dicho que no te pondría en peligro.
Respiré profundamente.
—Es que estoy muy cansada.
Se miró el reloj.
—Vale, no te preocupes, acabamos la cena y te acompaño a casa.
Mañana será otro día.
—¿Y si no encontramos nada?
—Bueno, al menos lo hemos intentado, ¿no? Hemos llegado muy
lejos. —Me dedicó una sonrisa desganada.
Afirmé con la cabeza y nos mantuvimos en silencio al acabar nuestras
porciones, que acompañábamos de unos refrescos aguados, escuchando las
canciones de aquel canal de música. Sonaba To The Moon and Back de
Savage Garden y yo pensaba en lo bonito que sería tener a alguien que
fuera capaz de volar hasta la luna y volver por el amor de una. Y le veía a él
enfrente mientras mis pensamientos volvían a recordarme lo ilusa que era.
Un rato más tarde, nos dirigíamos hacia mi portal. No cruzamos
ninguna palabra hasta que no estuvimos delante del acceso hacia mi piso.
—Necesito que confíes en mí —me pidió.
Yo le observaba en silencio.
—Por favor —insistía.
—Pero esto ya lo hemos hablado, ¿no?
—Por favor, dime que confías en mí. No podré irme hasta que lo
hagas.
—¿A qué viene esto, Rafa?
—Pues a que mañana te vas y no puedo quedarme con esta sensación.
Por favor. Al menos, inténtalo. Yo sé que tú no me crees, pero desde la
primera noche que nos embarcamos en esto, nunca te he mentido, aunque
no haya sabido en qué carpeta de mi cabeza clasificarte.
Miré al suelo.
—Si pasara de ti, como crees, no iba a estar aquí pidiéndote esto, ¿no?
Sólo dímelo, por favor. Dime que confías en mí —me rogaba.
—Si tú ni siquiera sabes si confiar en mí.
—Yo confío en ti, Lidia. Si no, no estaría aquí ahora, te lo aseguro. ¿Y
tú? ¿Confías en mí?
Me cogió de la barbilla para que le mirara a los ojos. Yo afirmé.
—Nunca te haría daño. ¿Te acuerdas de aquella noche en el pueblo
cuando bailábamos la canción de Bryan Adams?
—Sí.
—Me gustaría que te acordases de mí cuando la escuches.
—Ya lo hago —no pude evitar decirle.
Me miró unos segundos más y se acercó a mí para abrazarme sin que
yo pudiera evitarlo. Simplemente, cerré los ojos y apoyé la cabeza en su
pecho para rodearle con mis brazos mientras multitud de sensaciones
contradictorias me invadían. Él me besó en la cabeza. Después se apartó de
mí.
—Me tengo que ir.
Yo volví a asentir.
—Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, Rafa.
Se dio media vuelta, pero en lugar de alejarse de allí, se quedó parado
para volverse hacia mí.
—Perdóname, pero esto es imprescindible y la situación lo requiere, te
lo juro. Por favor, no lo impidas.
Según iba diciendo aquella frase, se iba acercando a mí para acabar
besándome, muy dulcemente al principio, muy intensamente al final, a la
vez que me cogía con ambas manos por las mejillas. Y yo no lo impedí,
quizás porque también lo estaba deseando. Cuando se separó de mí, me
regaló su sonrisa.
—Sigo siendo tu león, no lo olvides.
Entonces se giró para marcharse. Le miré hasta que dobló la esquina y
abrí la puerta del portal para subir a casa con el estómago hecho un nudo.
Cuando entré en ella, Mariola y Laura estaban en el salón viendo un
programa de televisión, eran las diez y media.
—Hola —saludé.
—Hola —me contestaron sin prestarme mucha atención.
Continué el camino hacia mi habitación, sólo tenía ganas de meterme
en la cama y llorar un rato. Pero no pude hacerlo.
—¡No! —exclamé—. ¡No! ¡No!
Entonces entendí todo. Su despedida. Aquello de que me acordara de
la canción de Bryan Adams, quería transmitirme su mensaje de que todo lo
que hacía, lo hacía por mí. Aquello de que nunca me haría daño, de que
nunca me pondría en peligro. La insistencia en que confiara en él. Pero,
sobre todo, su petición de que le devolviera el bolígrafo-linterna. ¿Cómo no
me había dado cuenta antes? No era porque le trajera buenos recuerdos,
necesitaba una luz que le iluminara en el túnel. Por eso, de repente,
comenzó a barajar otras opciones de dónde podría estar aquel dígito, para
intentar despistarme. Salí corriendo hasta el salón.
—¡No! ¡No! ¡No! —seguí diciendo—. ¿Tenemos una linterna? —les
pregunté a las chicas sin dejar siquiera que me cuestionaran a qué venía tal
alteración por mi parte.
—No —confirmó Mariola.
—No… —decía Laura—. Bueno, sí —corrigió—. Había una en el
armario de la entrada, que la tenía el dueño ahí por si hay algún apagón, ¿te
acuerdas?
—¡Ah, sí!
Me dirigí deprisa a buscarla.
—Pero no la veo —puse de manifiesto.
—Como vaya yo y lo encuentre, como diría mi madre —Se acercó
Laura bromeando hasta llegar hasta mí.
Tras bucear dentro de aquel armario, me la entregó.
—Mira a ver si funciona, nunca la hemos usado, no sé si tendrá pilas.
Me apresuré a comprobarlo.
—¡Sí!
Y sin decir más, salí de allí despavorida hacia la estación de Iglesia.
64. En el túnel te perdí

Noche del lunes, 21 de diciembre de 1998

Hay veces en las que todo se pone a tu favor y parece que las
estrellas se alinean para facilitarte cualquier medio que necesites en tus
hazañas con el fin de que estas resulten victoriosas. Pero no fue el caso.
Cuando llegué a la estación de Moncloa, me tocó esperar al tren durante
diez minutos, y cuando hice el transbordo a la línea uno en la estación de
Cuatro Caminos, tuve que hacerlo otros siete. Diecisiete minutos de
desesperación preguntándome si llegaría a tiempo para evitar que Rafa
cometiera alguna temeridad. Supongo que no quería asumir que
seguramente ya sería demasiado tarde.
Aparecí en la estación de Iglesia a las once y veinticinco. Me bajé del
vagón intentando ser discreta y cuando ya se hubo ido el metro, me fui
hacia el extremo. Miré a ambos lados y al apeadero de enfrente tratando de
buscar algún vigilante, pero sólo veía a las personas que se habían bajado
de mi tren. Una vez que el convoy abandonó la estación, y aprovechando
que los viajeros que habían salido de él me daban la espalda, me senté un
segundo al borde del andén y salté a la vía para meterme en el túnel.
Comencé a caminar con el corazón retumbándome en los oídos, ni
siquiera sabía si alguien me había visto. No quise darme la vuelta, al fin y al
cabo, no había casi gente en los andenes y el hecho de ir vestida de negro
me ayudaba a mimetizarme con la oscuridad de aquella galería. Tampoco
quise encender la linterna. No todavía. Aún estaba demasiado cerca.
Avancé un poco más con dificultad, ya que el espacio que había entre
la parte exterior del rail y la pared era demasiado estrecho, por lo que opté
por caminar por el centro de la vía. Cada vez se veía menos. Fue entonces
cuando encendí la linterna y me crucé a la vía de al lado para poder ir en
sentido contrario al tren y así poder verlo de frente cuando apareciera. Allí
me di cuenta de que estaba sola en medio de un pasadizo oscuro y que cabía
la posibilidad de que Zurbano se hubiera ido a su casa.
Empecé a escuchar un sonido potente y vi a lo lejos una luz, un convoy
se aproximaba a mí. Me volví de nuevo a la otra vía rezando para que no
viniese también el tren que circulaba en sentido contrario, pegándome todo
lo que pude a la pared. No quería que el maquinista descubriera la luz de mi
linterna, así que la apagué y me agaché mirando de cara al muro para
escuchar segundos más tarde un ruido ensordecedor, el del chirriar por el
paso de aquel transporte rebotando en las paredes del túnel y luego el de la
vibración de los cables. Tenía miedo. Tenía mucho miedo.
Agarraba la linterna con tanta fuerza que me estaba clavando la parte
que sobresalía de su interruptor en la palma de la mano y me temblaba tanto
el pulso, que no era capaz de volver a encenderla.
—¡Rafa! —grité.
Pero no obtuve respuesta. Sujeté el foco con las dos manos y conseguí
hacerlo lucir para iluminar el suelo torpemente mientras avanzaba. Me
crucé a la otra vía de nuevo y aceleré el paso notando que mi respiración
también lo hacía.
Sólo un poco más.
Un poco más.
Y pude observar un foco al fondo, uno pequeño de otra linterna, ¿sería
el bolígrafo iluminador de Zurbano?
—¡Rafa! ¿Eres tú? —dije con voz temblorosa.
Pero nadie me contestaba. Sentía frío. Mucho frío. Pero un frío
extraño, húmedo, un frío que te calaba hasta el interior de los huesos.
Aumenté aún más la velocidad de mis pasos, comprobando así que la luz se
iba aproximando hacia mí hasta que, de repente, se apagó. Y un sonido a
mis espaldas que cada vez se escuchaba más cerca, acompañado de otra luz.
Era el tren que circulaba por la vía de al lado. Contuve la respiración, y me
puse de nuevo mirando a la pared, esta vez agarrándome a un cable que
había pegado a ella con una mano, metiendo la otra, con la que sostenía la
linterna, bajo mi abrigo para que no pudiera verse su luz. Apenas lo había
hecho cuando pasó el convoy con ese ruido atronador y aquella sensación
de que me absorbía por la inercia. Di un grito al sentir mi corazón
golpeándome tan fuerte que parecía que iba a salírseme del pecho por la
boca, me sentí mareada. Pero traté de respirar profundamente una vez que
hubo pasado para conseguir tranquilizarme y continuar avanzando.
—¡Rafa! Por favor… —pero eso lo dije tan bajo que casi no me
escuché ni yo.
Y la luz volvió a encenderse. Se aproximaba.
Estaba cerca, cada vez más cerca.
Ya casi la tenía delante.
—¿Rafa? —pregunté cuando llegué hasta ella.
Pero cuando le iluminé con mi luz, resultó que no era Rafa.
—¡Aaaaaaaahhhhhhhh! —chillé despavorida.
Después de aquel grito y presa del pánico, no pude articular ningún
sonido. Era un hombre de mediana edad con barba descuidada y vestido
como un indigente. Quiso aproximarse a mí, con el susto no me había dado
cuenta de que ya había llegado a la estación fantasma. Caminábamos los
dos por el margen que quedaba entre la vía y el andén abandonado, que
estaba medio derruido.
—Por favor, no me haga daño —conseguí hablar con voz temblorosa
—. Sólo estoy buscando a alguien.
Pero él no me contestaba, únicamente me miraba y trataba de avanzar
hacia mí, mientras yo retrocedía y retrocedía. Lo hice hasta que tropecé con
algo y caí de espaldas notando un golpe en la cabeza. Y después, un dolor
muy intenso que se fue disipando. Y luego, nada.
65. Me encontraste confundida

Madrugada del martes, 22 de diciembre de 1998

Me desperté desorientada y tumbada en el suelo del andén, pero no


era el de la estación fantasma, sino el de una en funcionamiento. Estaba
junto a dos personas, dos sanitarios, un chico y una chica que me
preguntaban si sabía dónde estaba y cómo me llamaba.
—Lidia —les respondí—. ¿Qué ha pasado?
—¿Sabes dónde estás? —me cuestionaba el chico, que llevaba un
fonendoscopio colgado al cuello.
Miré hacia las paredes del andén para ver unos pequeños azulejos
blancos que culminaban en la parte superior con la barra de color azul claro
que caracterizaba a la línea uno, sobre la cual se leía Iglesia.
—En el metro —evidencié.
Yo seguía observando a mi alrededor, algunos viajeros curiosos se
acercaban para ver lo que ocurría, pero un guardia de seguridad no dejaba
pasar a nadie a aquel lado del andén. El chico me apuntaba con una luz a un
ojo y a otro de manera alterna y en ese momento me acordé de Rafa.
—¿Recuerdas cómo te caíste a la vía?
—¿Cómo?
—¿No te acuerdas?
Negué confundida tocándome la cabeza, que tenía bastante dolorida.
En mi mente sólo sonaba el eco de una canción que había soñado mientras
estuve inconsciente, aquella de Depeche Mode que Rafa me cantaba un día
al oído en mi portal: All I ever wanted, all I ever needed is here in my
arms…
—Sigue mi dedo —volvía a pedirme el sanitario, pasándolo por
delante de mis ojos.
—Pero ¿cómo en la vía? ¿Dónde? —le pregunté intentando
averiguar lo que había podido suceder.
—Un hombre te vio tirada, justo ahí. —Señaló la parte de los raíles
donde comenzaba el túnel.
—Pero… yo no me acuerdo de nada de eso.
El médico seguía examinándome y el de seguridad apartando a la
gente para que no pasara nadie.
—¡Lidia! —se escuchó al fondo—. ¡Lidia! —repetía una voz que se
acercaba, una familiar, la de Rafa.
Pero el guardia no le dejaba acceder hasta donde yo estaba.
—Por favor, déjeme pasar, es mi novia —le decía—. ¡Lidia! —me
gritaba mirándome.
—Rafa… —Sonreí.
Al ver que le conocía, aquel vigilante le dejó acercarse hasta mí.
—¡Lidia! ¿Estás bien? —Me acarició la cara.
—Sí, ¿y tú? Estaba muy preocupada.
—¿Preocupada? ¿Por qué?
—Por… No sé qué ha pasado, Rafa.
—Tranquila, pequeña.
El médico le miró a él y después a mí.
—La vamos a llevar al hospital para hacerle algunas pruebas y así
poder asegurarnos de que el golpe no haya causado ningún daño interno —
decía el médico.
—Sí, sí —confirmaba Zurbano—. ¿Puedo ir con ella?
—Sí.
Aquellos sanitarios me sacaron en una camilla para conducirme a la
parte trasera de una ambulancia, donde también se subió Rafa, portando mi
mochila. Durante el trayecto nos contemplábamos. Íbamos acompañados de
aquel médico y no nos atrevíamos a hablar, pero yo sabía que si Zurbano
estaba allí no era por casualidad. No era capaz de recordar lo que había
sucedido, ni por qué me habían encontrado en la vía de la estación de
Iglesia, si yo estaba segura de haber estado dentro del túnel y junto al andén
de la estación fantasma. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Acaso me había
llevado aquel hombre que me topé en Chamberí? Y, lo más importante, ¿por
qué había ido Rafa a buscarme si él no sabía nada acerca de mis planes?
Estaba deseando hablar con él para tratar de averiguarlo, pero para ello aún
tendría que pasar un buen rato.
—Tienes que esperar fuera —le dijeron a Zurbano justo antes de que
a mí me condujeran a la sala de urgencias del Hospital Clínico.
—Sí, por supuesto —les habló a los sanitarios—. Tranquila, ¿vale?
Yo estaré aquí —me dijo a mí.
Estuve en ese lugar soportando varios exámenes médicos hasta que
cuatro horas más tarde pude salir a aquella sala de espera, donde no
encontré a Rafa. Caminé un poco más para salir a la calle, lugar donde él
me esperaba mirando hacia las puertas de Urgencias.
—¡Lidia! ¿Estás bien? —me preguntó viniendo hacia mí.
Me agarró de los hombros y me escrutó el rostro con un gesto de suma
preocupación.
—Sí, estoy bien —le respondí mostrándole el informe que llevaba en
la mano y que comunicaba que no habían encontrado ningún hallazgo fuera
de la normalidad.
Respiró de manera muy profunda y me puso las manos a ambos lados
de la cara suavemente para besarme la frente de manera reiterada con besos
potentes y en cadena, como esos que dan las abuelas. Después me acarició
la mejilla. Yo me toqué en la parte trasera de la cabeza, en la zona del golpe.
—¿Te duele?
—Un poco, pero ya estoy mejor.
—No vuelvas a hacerme esto nunca más, por favor, Lidia.
Prométemelo.
Me apartó el flequillo de la cara mirándome a los ojos con una
intensidad como nunca antes. Tanta, que me quedé embelesada observando
los suyos sin poder siquiera responderle.
—Por favor, Lidia —me repitió, esta vez en un susurro, mientras sus
ojos se enrojecían.
Y acercamos nuestras cabezas, como si necesitáramos decirnos el
secreto más importante del mundo.
—Por favor… —Esta vez casi ni se le escuchaba, pero no hacía falta.
Y a la vez que yo analizaba el significado de ese último «por favor»,
ese que parecía pedir piedad, que manifestaba hastío por vivir
constantemente en una mentira, una mentira que se había convertido en
nuestra verdad, nuestros labios se unieron para materializarse en el beso
más significativo de toda mi vida. Intenso y suave a la vez, dibujando las
palabras que no había podido concluir en su última frase. Porque hay
palabras que no se pueden decir. Porque hay palabras que no se transportan
a través del aire, ni se apoyan sobre ninguna superficie, ni se expresan con
ningún gesto. Porque hay palabras que no se leen, que no se escuchan, que
no se tocan. Porque hay palabras que sólo se sienten. Y así nos dijimos
tanto. Tanto.
Y tras aquello, un abrazo desesperado, como lo son los últimos
abrazos. Uno en el que me derrumbé entre sus brazos poniendo la cabeza en
su pecho. Uno en el que él me rodeaba suspirando con resignación. Uno que
parecía anunciar que nos perderíamos mutuamente el uno al otro en tan sólo
unas horas.
—Rafa, no sé lo que ha pasado —le indiqué separándome de él.
—Ven, vamos. —Me entregó mi mochila y me cogió por la cintura
para alejarme de ese sitio y continuar andando el corto trayecto hacia mi
casa.
Miré el reloj, eran las cuatro y media de la mañana. Hacía mucho frío,
cinco grados bajo cero marcaba un indicador que se encontraba en el
camino que recorríamos mientras el vaho salía de nuestras bocas al respirar
aquel aire helado.
—¿Qué hacías allí? —indagó.
—Fui a buscarte, cuando llegué a casa até cabos. Te llevaste el
bolígrafo-linterna para entrar en el túnel, ¿verdad?
—Quería saber si el dígito estaba ahí, pero no quería ponerte en
peligro y al final… —Chasqueó la lengua negando con la cabeza.
—¿Estuviste en la estación fantasma?
Asintió.
—Pero allí no hay nada —me aseguró.
—Pero yo estuve también y no te vi, sólo me encontré con un
indigente que me apuntó con la linterna, empezó a venir hacia mí, me caí de
espaldas y ya no me acuerdo de nada más. No sé cómo aparecí en el andén
de Iglesia. —Hice una pausa—. No tardé tanto en llegar desde que tú te
fuiste, no pudo darte tiempo a verlo.
—¿A qué hora te metiste en el túnel?
—Sobre las once y veinticinco.
—Yo llegué a las once menos diez —me confirmó.
—¿A menos diez? Pero ¿cómo puede ser?, si me dejaste en casa poco
antes de las diez y media.
—Pues no sé, tuve suerte con los trenes. El caso es que a las doce
menos cuarto estaba en la estación de Iglesia de vuelta. Más o menos, unos
veinte minutos antes, ya había acabado de revisar el cartel de los dos
andenes de Chamberí y entonces me fui, pero yo no vi a nadie, estaba solo.
O sea, que debimos cruzarnos. Cuando llegué a Iglesia, ponía en el cartel
indicador que el siguiente tren pasaba en quince minutos y mientras le
estaba esperando, vi que los de emergencias estaban atendiendo a alguien
en el andén de enfrente y, al fijarme, vi que eras tú. ¡Qué susto, tía!
—Pero si nos hubiéramos cruzado, nos hubiéramos visto, ¿no?
Además, ¿cómo llegué después hasta Iglesia?
—Ni flowers. A lo mejor te llevó el indigente.
—Igualmente, si eso fue así, tú tendrías que haber visto algo, ¿no? La
luz de su linterna en el túnel, al menos —insistí.
—Yo no vi nada, Yerbis.
—Yo qué sé, es muy tarde y me duele la cabeza. Además, hace mucho
frío.
Me pasó la mano por encima de los hombros rodeándome con su
brazo, yo me agarré a su cintura y continuamos así hasta que llegamos a mi
portal. Durante el trayecto no volvimos a hablar, sólo se escuchaba el
sonido de nuestra respiración entrecortada por el frío.
—Y ahora, ¿cómo vas a volver? —traté de averiguar.
—En el búho.
—Pero vas a tardar un montón, el metro está cerrado y, además, ¿a qué
hora sale?
—Creo que cada hora. Bueno, si no, me voy en taxi porque al de las
cinco ya no llego —confirmaba.
—¿Te quieres quedar? —le ofrecí.
Negó con la cabeza.
—No, Yerbis, es mejor que no. Además, necesitas descansar, tenemos
clase dentro de un rato.
—Ya…
—Bueno, me voy a ir, pequeña.
—Ten cuidado, por favor.
—Lo tendré.
Y se acercó a mí para darme un beso en la frente, uno fraternal, uno
que contrastaba con el que me había dado cuando salí del hospital.
—Bueno, ya está, hemos llegado al final, ¿no? —me susurró.
—Hubiese estado bien que lo hubiéramos resuelto —le dije encogida
por el frío—. Nos han pasado muchas cosas y que ahora se quede así…
—Ya… Pero al menos lo hemos intentado y hemos llegado muy lejos.
—Demasiado.
Y nos miramos en silencio soportando el frío, aunque él lo disimulaba
bastante mejor que yo, que no paraba de temblar. Supongo que aquello me
vino bien para ocultar los nervios.
—Nos vemos en un rato —afirmó.
—Sí.
—Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, morenito. —Me acerqué a darle un beso en la
mejilla, una mejilla fría que acaricié después.
Y él cerró los ojos poniendo su mano caliente sobre la mía helada
antes de darse media vuelta para marcharse. Habíamos vuelto al punto de
partida. O no. Porque cuando eso sucedió la primera vez, yo sonreía, y en
ese momento, lloraba.
66. Me perdiste en Navidad

Mañana del martes, 22 de diciembre de 1998

Las ojeras de mi cara cuando entré a clase, a eso de las nueve y


veinticinco, denotaban que mi noche había sido larga y complicada. Había
conseguido dormir cuatro horas escasas tras tomarme un calmante que
consiguió aliviarme el dolor de cabeza, pero no el del corazón. Silvia ya
estaba allí, esperando a que me sentara a su lado. Vázquez y Juanan se
ubicaban en la fila de detrás de ella, como de costumbre. Los saludé a
todos.
—¿Estás bien? —me preguntó mi amiga mientras acomodaba mis
cosas—. Tienes mala cara.
—Sí, ayer me dolía mucho la cabeza y no he dormido bien —le
expliqué.
Miró hacia las escaleras de acceso al aula.
—Pues ahí llega otro al que también le ha debido de doler la cabeza.
Observé a Rafa bajando por la grada con una cara que correspondía
con la noche que habíamos pasado. Seguramente, no habría dormido mucho
más de dos horas. Cuando llegó para sentarse detrás de mí, nos saludó
dedicándonos una sonrisa desganada. Llevaba un jersey negro, que
descubrió al quitarse su abrigo de plumas, también negro, y un vaquero
oscuro. Yo también iba de negro, con un jersey amplio que me servía para
tapar las manos y abrigarme el cuello y un pantalón de pana de bolsillos
laterales. Parecía que con ese color anunciábamos aquel final que se nos
acercaba según avanzaban las horas, que aquel día pasaron demasiado
rápido.
A las doce y media, cuando acabaron las clases, me despedí de mi
amiga, que había quedado con su novio, y me quedé sola con los tres
chicos, que parecían dispuestos a irse a tomar algo. Pero yo no tenía cuerpo
para eso, por lo que procedí a despedirme de ellos.
—Bueno, chicos, nos vemos a la vuelta.
Les di un par de besos a cada uno. Pero cuando me encontré a Rafa
de frente, me quedé parada porque no tenía muy claro cómo despedirme de
él.
—Te acompaño al metro —afirmó.
Y los otros dos no se extrañaron de aquello.
—Ahora nos vemos —le dijeron.
Caminábamos en un silencio únicamente quebrantado por el sonido
de nuestros pasos, primero, sobre el asfalto, después, sobre la arena del
parque, hasta que llegamos a la entrada de la estación de Ciudad
Universitaria.
—Bueno, pues… nos vemos en unas dos semanas, ¿no? —le hablé.
—Sí.
—¿Seguirás investigando por tu cuenta?
Se encogió de hombros.
—No lo sé, quizás. No me gusta dejar las cosas a medias.
—¿Quieres el cuaderno con las notas? A lo mejor lo necesitas.
—No, no te preocupes, lo puedo mirar directamente y tampoco
teníamos nada claro con esta planta, así que puede que empiece desde el
principio con ella.
—Ya… Voy a irme, ¿vale? —le anuncié.
—Y cuando vuelvas, ¿qué?
—Pues… como siempre, ¿no?
—¿Como antes de la libreta?
Silencio
—Sí, supongo, ¿no? —le respondí finalmente.
Él asintió. Después acercó sus labios a mi mejilla y me la besó muy
despacio, como queriendo ralentizar ese momento, y yo besé la suya de
igual manera. Luego nos separamos.
—Para no ser mi tipo, eres la mejor novia que he tenido. Al menos,
la que más me ha durado.
Sonreí desganada.
—Tú tampoco has sido mal novio. Al menos, les has gustado a mis
padres y a mi familia más que mi ex.
Entonces él sonrió de la misma forma que lo había hecho yo.
—Feliz Navidad, Yerbis.
—Feliz Navidad, Rafa.
Y me di media vuelta para meterme en el metro sin volver la vista
atrás porque no quería que viera lo hecha polvo que estaba.
Cuando salí al exterior en mi barrio, paseé hasta llegar a casa
escuchando el canto de los niños de San Ildefonso repartiendo premios, que
salía de las televisiones y radios de los negocios que había por la calle. Ni
siquiera me había puesto los auriculares para escuchar alguna canción,
como solía acostumbrar. Me sentía demasiado sobrepasada como para
prestar atención a nada, aunque fuese a algo que me apasionaba tanto como
la música. Sólo quería dormir un par de horas antes de comer algo rápido y
partir hacia mi pueblo. Al menos, así podría olvidarme un rato de todo
aquello que había dejado atrás, aquello que se resistía a dejar en paz mis
pensamientos. Me esperaba una Navidad difícil. Ninguno puso en aquel
pacto cómo proceder cuando tuviéramos que olvidarnos. Tendríamos que
haberlo hecho.
67. Y el fuego me dio la vida

Tarde del martes, 22 de diciembre de 1998

Eran las cuatro menos cuarto cuando salí del metro en Méndez Álvaro
para entrar en la Estación Sur de autobuses, asiendo una pequeña maleta
que llevaba rodando sin muchas energías. Había conseguido dormir un
poco, pero aquel descanso no me había resultado suficiente para
recuperarme de la resaca producida por la noche anterior y lo que suponía
haber apartado del camino todo lo que había rodeado mi vida durante los
últimos meses.
Me encontraba paseando entre los andenes buscando el de mi autobús
cuando sonaba una canción en una emisora de radio cuya procedencia no
tenía muy clara. Era la de Tell me the way (Don Juan) de Coma, que tenía
de fondo la melodía del Concierto de Aranjuez. En ese momento pensé que
aquel era realmente el gran misterio que me había rondado últimamente,
aquel que nunca logré averiguar, el camino hacia su corazón.
El conductor del bus estaba abriendo el maletero cuando yo llegaba a
su vera, por lo que me acerqué hasta él para dejar mi equipaje. Sólo quería
subir en ese vehículo y echarme a dormir hasta que llegara a mi destino.
Replegué el asa extensible de la maleta y cuando volví a elevar la vista le vi
de frente.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté con desgana.
Se acercó a mí sin decir ni palabra con el gesto desencajado.
—Tengo que decirte algo —me indicó.
—Pero vuelvo en sólo dos semanas, ¿tan urgente es? —le dije con una
sensación de hastío a la cual no atinaba a poner fin. Quería olvidarme de
todo por unos días y no me lo estaba poniendo fácil. Lo único que deseaba
en ese instante era montarme en el autobús y salir de allí—. Y, si no, me
puedes llamar, aún tienes el teléfono de mi casa, ¿no?
—Sí, pero no podía esperar.
—¿Has descubierto algo de la última planta? —le cuestioné aquello
porque era el único motivo que explicaba su presencia en ese lugar, en ese
momento.
Él no contestó, sólo me hizo una seña para que me apartase a un lado,
a la acera. Volví a desplegar el asa de la maleta para llevarla conmigo y salir
de ese lugar, no quería estorbar a la gente que allí se arremolinaba dejando
su equipaje en el maletero.
—¿Qué pasa, Rafa?
—No podía dejar que te fueras sin saberlo. —Me miraba con un gesto
tan serio que comenzaba a esperarme lo peor.
—¿El qué? ¿Podrías soltarlo ya, por favor? Mi autobús sale en diez
minutos.
—Que te quiero, Lidia.
—Rafa, no empecemos, ya no puedo más, de verdad. Ya me has dicho
esto otras veces. Que me quieres, pero que no soy tu tipo, que no sabes
dónde clasificarme en tu mente… Esto me hace sufrir, ¿sabes? Nuestra
relación tan llena de dudas me hace daño. Lo nuestro ha sido una mentira
desde el principio y yo ya lo he asumido. Te lo pido por favor, déjame irme
ya.
—No puedo… —Me agarró de la mano derecha, con la que estaba
sujetando el equipaje, para que lo soltara, cogiéndome también de la
izquierda con su otra mano.
—¿Es porque me sigues necesitando para la libreta? Prefiero que me lo
digas claro antes de que sigas fingiendo.
—No lo entiendes, tía. ¡Que me importa una mierda la libreta! —Los
viajeros que pasaban a nuestro lado se nos quedaron mirando cuando él
elevó la voz al decir aquello. Al darse cuenta, continuó hablando bajando el
tono—. Que sólo me importas tú, que yo nunca te he mentido cuando te
decía que te quería.
—Me has dicho que no era tu tipo hace sólo un rato.
—Y puede que no lo seas, pero… —dejó de hablar y sus ojos se
enrojecieron hasta que empezaron a rodarle lágrimas por las mejillas. Tragó
saliva para poder seguir con su discurso, soltando una de mis manos para
limpiárselas— es que daría mi vida por ti, Zuñi. Que ayer cuando te vi allí
tirada en el suelo y creí que te había pasado algo… Cuando estabas en el
hospital y tardabas tanto y nadie me decía nada… ¡Joder, que era yo el que
tenía que estar ahí y no tú! Y pensé que vaya mierda de león, que vaya
mierda de guardaespaldas si ni siquiera puedo proteger a quien más quiero.
Porque yo te quiero, pero nunca he sabido donde clasificarte porque esto no
es amor, Lidia, es algo más que no tiene nombre.
»Es que no lo puedo explicar. Es que no sería correcto decir que te
quiero, que te necesito, que te deseo, que no puedo estar sin ti, que cuando
pienso que voy a perderte siento que me muero, tía, porque no es sólo eso.
»Que este último mes ha sido un puto suplicio sin que me dejaras
acercarme a ti. Y es una putada sentir esto porque quien no es tu tipo, soy
yo. Quien ha cruzado la línea dejándote a ti al otro lado, soy yo. Y ni tengo
casa propia, ni un plan de vida, ni nada para darte, como tenía tu exnovio.
Ni tampoco estoy cachas, ni soy guapo, ni roquero, como Lenny Kravitz,
sólo soy un quinqui de extrarradio al que miran por encima del hombro
hasta sus propios amigos. Y estoy aquí con las manos vacías y lo único que
tengo para ofrecerte es esto. —Abrió la cremallera de su cazadora y cogió
una de mis manos para ponerla sobre la parte izquierda de su pecho, que me
golpeaba con una intensidad como nunca antes lo había hecho debajo de
aquel jersey negro.
Le miraba sin dar crédito a lo que me estaba diciendo, por mis ojos
también comenzaban a caer lágrimas. Tuve que tragar saliva, de la misma
manera que él.
—Entonces, ¿por qué jugaste conmigo cuando volví del pueblo? No lo
entiendo. Si quieres a alguien no le haces creer a esa persona que pasas de
ella para quererla sólo un día al mes. Tú mismo lo reconociste, lo hiciste
adrede para desarmarme y luego te jactaste de que había caído en tus redes.
Me has hecho mucho daño y si quieres a alguien no le haces sufrir. Y yo ya
no quiero sufrir más, es que ya no puedo. —Comencé a sollozar mientras
quitaba mi mano de su pecho para llevarla a mi cara y así limpiarme las
lágrimas que resbalaban por ella, apartando mis ojos de él para llevarlos al
suelo.
Rafa me cogió de la barbilla para que le mirara.
—No llores, muñequita —me dijo y tuvo que parar de hablar porque él
también lo hacía. Respiró hondo para seguir comunicándose conmigo—. Yo
pensaba que te gustaba después del verano que pasamos, del mes de julio, y
que cuando pasabas de mí era porque querías hacerme rabiar, hacerte
desear. Pero el día que vi como mirabas a Ángel cuando le tenía contra la
verja, me di cuenta de que le seguías queriendo y que a mí nunca me ibas a
mirar así, ni a querer así. —Paró unos segundos porque se emocionaba al
decirlo y prosiguió—. Luego me contaste vuestros planes y lo entendí todo.
Por eso te pedí que me quisieras aquella noche, quería saber qué se sentía y
pensaba que, con un poco de suerte, no sería para tanto. Pero fue peor
porque llegamos un poco más allá y aún te deseé más, pero me percaté de
que estabas jugando conmigo.
»Aquello de no quererte cuando volvimos a Madrid fue porque no
podía soportar pensar que lo que tú sentías por mí era puro teatro y quería
alejarme de eso, pero no pude y decidí quererte al menos un día al mes para
no volverme loco. Pero me decía a mí mismo que lo hacía para volverte
loca a ti, para ver si así respondías, y cuando veía tu reacción ya no sabía
qué era verdad y qué no.
Le miraba fijamente casi sin respirar, con un nudo en la garganta que
no soportaba ya tanta presión y no paraba de soltar lastre en forma de
lágrimas por mis ojos.
—Pero yo nunca he jugado ni fingido contigo. Sólo fingía que fingía
porque tú nunca has tenido las cosas claras, o eso me decías, y no quería
sentir esto que siento por ti porque me sobrepasa. Yo no quiero a Ángel,
sólo sentía lástima por la situación a la que habíamos llegado. No necesito
que nadie me construya una casa, ni me dé un plan de vida, necesito a
alguien que quiera construir esas cosas conmigo. Yo no tengo tipo, Rafa,
sólo te tengo a ti. —Y ya no pude seguir hablando porque me pudo el
llanto.
Él me abrazó, yo me agarré a él y así nos quedamos. Los dos llorando,
el uno en brazos del otro, aferrándonos mutuamente a ese sentimiento que
comenzábamos a recuperar de entre las ruinas de aquella mentira que se nos
había desplomado sobre nuestras cabezas, aquella que comenzamos a
construir un treinta de abril y que había quedado documentada y rubricada
en forma de pacto. Un par de minutos después, Rafa se separó de mí y se
limpió las lágrimas.
—Vas a perder el autobús, pequeña, y te esperan en casa, ¿no?
Asentí para volver a abrazarle. Y allí, acurrucada en su pecho mientras
él me besaba la cabeza, sentí algo que hacía mucho, mucho tiempo que no
sentía. Allí estaba mi hogar, el lugar al que pertenecía, y no quería
marcharme de él nunca más.
—Ya estoy en casa, cariño, no voy a irme a ninguna parte sin ti —le
respondí acariciándole la cara.
—Entonces, ¿eso es que me quieres de verdad, Yerbis? —me
preguntaba mirándome con sus ojos enrojecidos, poniendo su mano sobre la
mía, que tocaba su mejilla.
Negué con la cabeza.
—Es más que eso, pero no han inventado la palabra para decirlo.
—Vamos a tener que inventarla nosotros, ¿no? —me dijo con aquella
sonrisa tan bonita que era la motivación para levantarme todos los días
desde hacía ya unos meses.
—¿Hace falta? —le sonreí mientras aún me rodaban algunas lágrimas
por la cara.
Me las limpió y acercó sus labios a los míos de manera dulce pero
firme, suave pero intensa. Aquel no fue nuestro primer beso de amor
verdadero, pero, al menos, fue el primero que no tratamos de disimular que
lo era. Cuando separamos nuestros labios, me sonrió de nuevo.
—¿Eso significa que… quieres salir conmigo? O sea, que seamos
novios de verdad.
—Pero no puedo, Rafa.
Su rostro ensombreció de repente.
—Pero ¿por qué? Si acabas de…
—Porque antes tenemos que solucionar un tema, ¿no? —le interrumpí.
—Aaahhh…, vale, sí. —Volvió a sonreír—. De hecho, lo estoy
deseando.
Unos minutos más tarde hicimos una parada para llamar a mis padres e
informarles de que no iría a casa hasta nuevo aviso. Les expuse que debía
quedarme unos días con Rafa por un motivo que ni siquiera recuerdo y un
rato después, estábamos montados en el metro sentados uno al lado del otro,
dejándonos llevar hasta mi barrio. Yo, abrazada a su pecho, sujetando mi
maleta entre las piernas, él, besándome la cabeza mientras me protegía con
sus brazos. Comencé a sonreír pensando en lo curiosa que es esta vida. De
repente, te levantas un día para comenzarlo pensando que es el peor de tu
existencia y cuando lo estás terminando, resulta que se ha convertido en el
mejor de tu vida. Al percatarme de aquello, le abracé aún más fuerte y él me
correspondió. Y, rodeados por aquellos besos y abrazos, llegamos hasta mi
casa para dejar el equipaje y volver a salir con el fin de coger otro metro y
luego un autobús. Uno que me llevó a un sitio desconocido para mí, del
cual partimos caminando hasta llegar a un descampado en medio de la nada.
Estaba anocheciendo.
—¿Dónde estamos, Rafa?
—Tranquila, este sitio no es peligroso, si fuera una zona chunga no te
habría traído —lo decía mientras cogía una lata de metal que había
encontrado tirada por aquellas inmediaciones.
Se sacó de su cartera un papel con muchas dobleces mientras yo la
observaba.
—¿Aún llevas mi foto? —indagué.
—Siempre ha estado ahí conmigo.
Saqué un documento de mi monedero y le mostré su interior.
—Yo también llevo la tuya —evidencié.
—Pensaba que no, como en tu casa he visto que habías quitado nuestra
foto del corcho…
—Pero esta nunca pude quitarla.
Nos sonreímos.
—¿Lo hacemos? —me propuso.
Asentí. Y pusimos aquellos dos papeles dentro de la lata para
prenderles fuego con ayuda de un mechero que acabábamos de comprar en
un todo a cien.
—Pues ya está, ¿no? —puse en evidencia mientras veíamos arder
aquellas dos copias del pacto.
Entonces sacó algo del bolsillo de su cazadora, era la libreta. Y sin que
me diera tiempo a decirle nada más, la lanzó dentro de la lata, avivando así
el fuego.
—Ahora sí —afirmó.
Nos abrazamos observando cómo se consumía aquello que nos había
unido, pero que también nos había separado. Ya no había impedimentos, ya
no había nada. Sólo nosotros dos. Cuando todo quedó reducido a cenizas y
el fuego se extinguió, nos marchamos de ese lugar para regresar a mi casa.
Aquel camino lo hicimos en silencio, tratando de asimilar lo que
acababa de suceder: la destrucción de esa barrera sin la cual no sabíamos
vivir. Únicamente se escuchaba algún suspiro, alguna respiración profunda
y el sonido de algún beso entre los dos. Cuando montamos en el metro y
nos encontramos frente a frente ante la ausencia de asientos libres,
simplemente, nos miramos, nos sonreímos y comenzamos a besarnos.
Primero, tiernamente, luego más intensamente, para acabar abrazados
contra una de las puertas del vagón, cuyas vistas daban a la vía de enfrente.
Poco después, llegábamos a mi piso. Un piso que mis compañeras habían
abandonado unas horas antes para marcharse cada una a su respectiva casa,
de la misma forma que pretendía hacer yo.
—Y ahora, ¿qué? —le pregunté cuando estuvimos en mi habitación
mientras me quitaba el abrigo.
—No sé. ¿Qué quieres hacer? —me contestó, quitándose su cazadora
para dejarla sobre la cómoda.
—La verdad es que estoy deseando ducharme, ha sido un día intenso y
me duele un poco la cabeza. —Me toqué el lugar donde me había dado el
golpe el día anterior.
—Hay que ver, ahora que nos hemos quitado el pacto del medio, me
vienes con que te duele la cabeza.
Le miré con gesto de fastidio.
—Es broma, muñequita, ya me conoces. ¿Estás bien?
—Sí, ahora me tomaré otro calmante y la ducha me aliviará un poco.
Me besó en aquel lugar, que aún estaba un poco inflamado.
—Yo también me ducharía, la verdad, pero no tengo ropa para
cambiarme —puso de manifiesto.
—Eso ya no importa, ¿no?
—¿Eso es que quieres que me duche contigo?
—Sólo llevamos tres horas saliendo, no vayas tan rápido, morenito.
Pero te puedes duchar antes o después de mí, si quieres.
—Las damas primero. Además, no tengo nada para cambiarme, ya te
lo he dicho, y hace frío.
—Por eso no te preocupes, no voy a dejar que pases frío. —Le guiñé
un ojo mientras le daba una toalla.
Rafa me cogió por la cintura y comenzó a besarme muy intensamente.
—Ya no hay pacto, así que no me provoques o no me quedará más
remedio que ir a frotarte la espalda y lo que no es la espalda, pequeña. Ya
verás cómo te quitó el dolor de cabeza en un momento.
—Ahora vuelvo —le anuncié con una sonrisa mientras cogía ropa
cómoda para cambiarme: un camisón de invierno de felpa y manga larga
que me cubría hasta los muslos.
Cuando minutos después regresé a la habitación, ya duchada y
cambiada, él estaba mirando por la ventana, escuchando la radio, que había
conectado.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí, muy bien, preciosa —me respondió con una sonrisa, después me
besó—. Ahora vuelvo.
Yo asentí. Y aquellos cinco minutos se me hicieron los más largos de
la historia. Después de que pasaran, apareció con la toalla envolviéndole
desde la cintura hasta las rodillas, portando su ropa doblada, que dejó sobre
la cómoda junto a su abrigo, y a pecho descubierto. Se acercó hasta mí y me
abrazó.
—Necesito calor —me pidió y yo le rodeé con mis brazos—. Este
pijama es muy suave, ¿puedo quitártelo?
—¿No querías que te diera calor?
Asintió y comenzó a besarme muy apasionadamente.
—Me muero de ganas por hacerte el amor, Yerbis.
—Ya lo noto, ya —le dije porque empezaba a sentir un bulto creciendo
en su entrepierna.
—¿Tú no? —me susurró y volvió a besarme, esta vez por el cuello.
—Mmmm… Un poco.
—¿Sólo un poco? Eso es que no he insistido lo suficiente. —Y
continuó paseando su lengua por mi piel, ahuecando el cuello del pijama
para poder acceder hasta mi hombro—. Esto me estorba —evidenciaba
cuando la tela no le dejaba seguir recorriendo mi cuerpo con sus labios.
—Pero es que la persiana está subida.
Se separó de mí para ir a bajarla, dejando un poco abiertas las rendijas
de la parte de abajo.
—Ya está, además, con las cortinas tampoco se ve desde fuera. —
Volvió a ponerse frente a mí para seguir besándome mientras agarraba la
parte de abajo de aquel camisón con el propósito de deslizarla hacia arriba.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—Hay mucha luz, ¿no? —me quejé.
—Pues pon la de la lamparita de noche —aconsejó, pero como vio que
yo no me movía, lo hizo él. Apagó la luz del techo después de encender la
que había junto a la cama—. Ya está.
Continuó besándome, pero no me vio muy implicada.
—¿Qué te pasa? ¿No quieres? —me preguntó.
—No es eso. Es que… me da vergüenza —confesé mientras ponía mis
manos sobre su pecho, sobre su vello moreno.
—Que te da vergüenza, ¿el qué?
—Que me veas desnuda.
—¿Cómo? Pero ¿por qué?
—Porque sí… Porque no soy tu tipo, ya sabes. —Y puse las manos
delante de mí como si sujetara dos naranjas grandes.
Rafa me miraba sin dar crédito.
—¿Lo dices en serio? —Se separó de mí para cruzarse de brazos—.
Entonces yo tampoco quiero que me veas a mí. Tampoco soy tu tipo, ¿no?
—No es lo mismo.
—Ah, ¿no? Pues yo creo que sí. No estoy tan cachas y, además, igual
tu exnovio era el señor superdotado y yo estoy aquí haciendo el ridículo.
—Pero ¿eres tonto?
—¿Y tú?
Silencio. Y uno enfrente del otro. Respiró profundamente y volvió a
acercarse a mí para abrazarme. Me besó en los labios, en el cuello, y acercó
sus labios a mi oreja.
—Yo te quiero porque eres tal y como eres. Por favor, relájate y
disfruta, mi amor —me susurró.
Volvió a posar sus manos en mis muslos para deslizar hacia arriba el
pijama hasta sacármelo por la cabeza y dejar mi torso al descubierto. Yo me
apartaba el pelo de la frente con los dedos, poniendo mis brazos por delante
del pecho mirando al suelo. Rafa me cogió de la barbilla para que le mirara
a los ojos y tras acariciarme la cara, me agarró de las manos para que
estirara los brazos y así dejarle ver mi cuerpo.
—Ooohhh, pero si eres preciosa. Y, además —me besó en un pecho y
luego en el otro, justo antes de poner sus palmas sobre ellos—, son
perfectas para mis manos. Ya sabes lo que dice el refrán: teta que mano no
cubre…
—Ya, pero tú eres más de ubres, ¿no?
—¡Dios! ¡Cállate ya, muñequita! —Me besó impetuosamente—. Mira
como me tienes. —Cogió mi mano y la puso en su entrepierna sobre su
miembro inflamado.
Nos abrazamos piel contra piel. Entonces era yo la que le besaba por el
pecho mientras bajaba mis manos para ponerlas sobre la toalla. La
desenrosqué y la dejé caer al suelo para sentir su parte más masculina
totalmente erguida sobre mi vientre. Y él me despojó de la poca ropa
interior que me quedaba para poner sus manos sobre mi trasero y apretarme
contra él.
—Ooohhh… estás muy caliente —evidencié.
Rafa no paraba de besarme.
—Pensaba que nunca llegaría este momento —me susurró—. Además,
me dijiste que no echarías un polvo conmigo ni aunque fuera el último
hombre de la Tierra.
—Esto no es un polvo, Rafa. —Sonreí.
Y le invité a tumbarse sobre la cama para hacerle todas esas cosas que
un día le susurraba que me imaginaba haciéndole, mientras me deleitaba
viendo cómo se estremecía al recibirlas.
—Ufffff… Lidia… Para, por favor —me pidió mientras se agarraba a
la colcha.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta?
—¿Que no me gusta? Si estoy en el cielo, mi amor… Pero no quiero
llegar solo.
En ese instante fue él el que me invitó a tumbarme para hacerme todas
aquellas cosas que un día me dijo al oído que me haría, con todo detalle,
hasta dejarme sin respiración.
—Ohhh, Rafa… Ohhh… Para… Para, cariño. Yo tampoco quiero
llegar sola.
Él asintió y se incorporó.
—Espera un momento. —Me besó por varias partes del cuerpo antes
de acercarse hasta su cartera, de donde sacó un preservativo, para volver
hasta mí con él, sentándose a mi lado.
Me incorporé alargando la mano para que me lo entregara. Abrí su
envoltorio y traté de ponérselo, pero no era capaz porque me temblaba el
pulso. Él me besó en la frente.
—Déjame a mí, pequeña —me pidió mientras me invitaba a que le
diera aquel artilugio de látex.
Pero tampoco podía porque los nervios le traicionaban de la misma
manera que a mí. Sonrió con resignación. Yo le besé en los labios.
—Los dos juntos, ¿vale? —le propuse y él asintió.
Y así fue como lo conseguimos. Entonces volvimos a mirarnos y no
apartamos la vista el uno del otro mientras nos uníamos de aquella manera.
Nunca olvidaré la primera vez que sentí que entraba dentro de mí. Me
acordaba del día en que probábamos aquellas gominolas tan especiales al
mismo tiempo. Ver reflejada en la cara del otro esa sensación de placer que
experimenta por primera vez, no tiene precio. Esos ojos castaños con esa
mirada dulce cerrando sus párpados un instante para percibirlo aún con más
intensidad, volviendo a abrirse después para perderse dentro de mis ojos. En
ese momento me enamoré aún más de él, si es que eso era posible.
—Ohhhh, Lidia. —Me acariciaba las mejillas, los labios, con los que
yo besaba sus dedos, el pelo para apartármelo de los ojos—. Mi niña… Mi
amor…
Y me apretó contra él para hacer ese momento aún más intenso.
—Rafa… Ohhhh, Dios… Me encanta, cariño… —le susurraba para
besarle el cuello a continuación.
Entre jadeos y gemidos lo dimos todo para entregarnos por completo al
otro, como si lo que habíamos estado conteniendo durante meses saliera, de
repente, concentrado en forma de placer desmedido. Un placer que culminó
como si fueran fuegos artificiales.
—Ohhh… Te quiero…, Lidia…, mi amor… —me dijo mientras
trataba de recuperar el aliento abrazándome muy fuerte, como si no quisiese
separarse de mí jamás.
Sonreí.
—Yo te… No existe esa palabra.
—Yo también te… Buf, había imaginado muchas veces este momento,
pero no así. La realidad supera la ficción, tía. Ha sido increíble. O eso, o es
que yo tenía muchas ganas. ¿Te ha gustado?
—Mucho, cariño —le acariciaba la cara y él disfrutaba de mis caricias
a la vez que yo de las cosquillas que me producía su barba de dos días—.
Me vuelve loca tu barba.
Rafa sonrió y nos separamos para tumbarnos uno al lado del otro,
entonces era él quien me acariciaba.
—Mi muñequita rubia de ojos verdes… No me puedo creer que tenga
tanta suerte de estar contigo.
—Mi morenito de ojos castaños… —Y le empecé a acariciar yo—.
Jamás hubiera imaginado que querría a alguien tanto como te quiero a ti.
—Y pensar que, de no haber sido por esa libreta, no nos hubiéramos
fijado el uno en el otro.
Nos contemplamos, nos sonreímos, y con un gesto invitamos al otro a
incorporarse y acomodarse para meternos dentro de las sábanas. Y allí, él
me acogió entre sus brazos como cuando dormíamos juntos unos meses
antes, mientras me olía el pelo y yo le escuchaba el corazón.
—Hoy está contento —afirmé— porque, por fin, le has escuchado.
—No, hoy está contento porque, por fin, le has escuchado tú.
Le besé en el pecho y sonreí mucho, muchísimo.
—Puede que no tenga nada, pero soy el hombre más feliz del mundo
ahora mismo sólo por estar a tu lado, no me cambiaría por nadie —
continuó.
—Ni yo tampoco, sólo contigo lo tengo todo.
Me apretó aún más entre sus brazos hasta que nos dejamos atrapar por
el sueño, escuchando la música de la radio. Agotados por los últimos
acontecimientos. Sumidos en aquella felicidad con la que tanto habíamos
fantaseado los últimos meses.
68. Al descubrir la verdad

Mañana del miércoles, 23 de diciembre de 1998

Un nuevo día despuntaba y mi despertador fueron unos besos en el


cuello, en el hombro, en el brazo, en la espalda…, por todas partes, a eso de
las siete menos cuarto.
—Buenos días, mi amor, ¿qué tal has dormido? —me susurraba
sentado en la cama, ya estaba vestido.
—Muy bien, cariño —le contesté con una amplia sonrisa que era un
fiel reflejo de la suya. Aunque la realidad era que estaba cansada tras una
noche en la que volvimos a manifestarnos nuestro mutuo amor de manera
intermitente, intercalándolo entre varios periodos de sueño y uno de vigilia
en el que nos tomábamos un Cola Cao con galletas—. ¿Y tú?
—He estado en el cielo toda la noche, así que… —Dejó de hablar
para besarme en los labios—. No me quiero ir, pero tengo que trabajar,
pequeña.
—Bueno, podemos vernos luego, ¿no?
—Sí, claro. —Volvió a sonreír—. Esta tarde vuelvo, muñequita, en
cuanto coma y eso. Sobre las cinco y media o así, ¿te va bien?
—Aquí te esperaré.
—Pero estarás sola, ¿no? Y no quiero que lo estés.
—Tranquilo, aprovecharé para dormir y estudiar, que me hace falta
—le acaricié la mejilla.
—¿Qué tal la cabeza? ¿Te duele? —Me acarició el lugar donde me
había dado el golpe un día y medio antes.
—No, ya estoy mejor.
—Me tengo que ir, preciosa. Aprovecha para descansar, llevamos
dos noches intensas y esta también lo será. —Me guiñó el ojo y sonrió.
Asentí y le sonreí en respuesta.
—Ten cuidado, ¿vale?
—Lo tendré —me aseguró y se me quedó mirando—. No me he ido
y ya te echo de menos.
Se levantó para ponerse la cazadora y se volvió a aproximar a mí.
—Te quiero, Lidia, y te… todas esas palabras que no existen para
definir esto.
—Yo también te quiero, Rafa, y te… —Le besé en los labios muy
intensamente y después continué haciéndolo por su cuello.
—Pffff… Como sigas así, no me vas a dejar otra opción que llegar
tarde.
—No podemos, se nos han acabado las reservas —me refería a los
pocos preservativos que teníamos disponibles entre él y yo la noche
anterior, en total, tres.
—Ah, sí, luego traigo más.
Me dio otro beso y se levantó.
—Hasta luego, muñequita.
—Hasta luego, morenito.
Salió de la habitación tras sonreírme para dejarme allí con aquella
sonrisa como única vestimenta.
Me desperté unas tres horas después con una sensación de felicidad
inmensa que me había cargado las pilas. Me puse aquel camisón de felpa
cuando abandoné la cama y abrí el cajón donde permanecían su colgante de
estrella y la foto del fotomatón, para volver a poner cada cosa en el lugar
que le correspondía. Junto a aquello, apareció mi copia de la libreta, que
saqué para hojear sus páginas. Lo hice de manera rápida hasta llegar a la
última, a aquella donde aparecían los siete círculos completados con seis
dígitos, quedando el último vacío. Los observé un instante y tiré aquel
documento sobre la mesa, de manera que cayó girado, mostrando los
números al revés. Volví a mirarlo de soslayo y cuando iba a recogerlo para
quitarlo del medio, me quedé parada con ello en la mano.
—Espera… Espera… —hablaba yo sola.
Me senté delante del escritorio, volví a poner ese documento
derecho y después, de nuevo al revés para mirarlo durante un par de
minutos detenidamente. Luego saqué una calculadora y escribí en ella los
seis dígitos: 542181, para, a continuación, darle la vuelta y quedarme con la
boca abierta.
—No puede ser. —Solté una risa contenida—. No puede ser. Hemos
estado perdiendo el tiempo estos últimos seis meses. No existe. El último
dígito no existe, como tampoco existe ya la estación que sale en el plano. Es
el dígito fantasma, por eso esta palabra está marcada con la primera letra en
mayúscula. Y lo de anden o andén… debe de ser para despistar o una
casualidad o… a lo mejor se lee de abajo arriba porque lo que quiere decir
es que había que darle la vuelta al documento. —Volví a reír de manera
nerviosa—. ¡Qué fuerte!
Hojeé otra vez la copia de la libreta hasta llegar al mapa de la tercera
planta, aquel que mostraba el lugar donde encontramos el tercer dígito, la
calle Ibiza número cinco. Y miré de nuevo la calculadora boca abajo
mostrando la palabra IBIZA5, que podía verse leyendo los números de
aquella clave al revés.
—Hay que echar imaginación para que el cuatro parezca una a, o
escribirlo con los dos trazos de arriba unidos y al derecho, al revés parece
más una hache, pero… es mucha casualidad. —Solté otra risa nerviosa—.
¡Dios, este tío es muy rebuscado!
Me levanté de allí y me dispuse a ducharme rápidamente para
vestirme a contrarreloj, desayunar de manera veloz y salir deprisa hacia esa
dirección.
Cuando llegué a aquella calle, me dirigí al portal en cuestión, que
aquel día estaba abierto gracias al cartero, y volví a mirar el buzón donde se
leía el nombre de Antonio Jesús Rosmarino en el segundo piso. Miré aquel
cartel con detenimiento, pero aparte del número que ya habíamos copiado
en el círculo correspondiente al tercer dígito, no encontré nada más. ¿Sería
en aquella casa donde tenía que dirigirme para preguntar? Como no lo vi
claro, decidí seguir revisando el resto de los buzones. En la primera ronda
no encontré nada, pero en una segunda, más exhaustiva, hallé algo que
había pasado desapercibido cuando estuvimos allí, o puede que aquel día no
se mostrara esa información. J. Hernández, se leía en el buzón
correspondiente al primero izquierda. Cierto es que se trataba de un apellido
bastante común y el hecho de que en lugar del nombre compuesto
apareciera simplemente una inicial, lo hacía más confuso, pero tras revisar
una tercera vez con mucho detenimiento, aquello fue lo único que encontré.
Volví a releerlo, y sin pensármelo más, subí las escaleras hasta el primero
para llamar a su puerta.
—Buenos días, señorita Zúñiga —me saludó el señor que apareció al
otro lado de ella, un hombre sexagenario de pelo blanco y ojos azules.
Cuando lo vi, sentí una mezcla de alegría y nervios que me confirmaba que
había llamado a la puerta correcta.
—Buenos días, doctor Hernández… Pero, ¿cómo sabe quién soy?
El no dijo nada, simplemente, sonrió y me invitó a pasar.
—La esperaba a usted acompañada del señor Zurbano.
—Bueno, él está trabajando —le respondí confusa.
Me dirigió hacia una pequeña sala y me invitó a sentarme en un sofá
de cuero beige. Él se sentó en otro igual, enfrente de mí. Yo le miraba
estupefacta. De fondo, como si proviniese de alguna habitación del final de
aquel piso, se escuchaba una canción, la de Nights in White Satin de The
Moody Blues.
—Usted dirá. Supongo que traerá algún mensaje de la doctora Camino
—me habló.
Puse un gesto de extrañeza.
—Pero si ha sido usted y su libreta quien me ha traído hasta aquí, y no
la doctora Camino.
—Explíquese.
Yo permanecía en silencio intentando analizar la situación antes de
hablar. El motivo de que conociera mi identidad y la de Rafa seguía siendo
una incógnita inquietante para mí.
—Sí, pero antes, ¿cómo sabe nuestros nombres?
—Es fácil seguirles la pista, simplemente, merodeando por los lugares
de los planos incluidos en el documento que acaba de mencionar. Además
de persiguiéndome por la facultad, la discreción no es su fuerte. Sólo tenía
que buscar las fichas de alumnos dentro del departamento al que pertenezco
y fijarme en las que tienen una foto de sus caras.
Continué mirándole sin decir nada mientras asumía sus palabras.
—¿Y bien? —me preguntó con la intención de poner fin a mi silencio.
—Rafael y yo encontramos su libreta escondida en el laboratorio de
Química Farmacéutica mientras estábamos haciendo prácticas.
—¿Escondida? ¿En el laboratorio?
—Sí, debajo de uno de los tablones del suelo.
Creía que volvería a intervenir, pero me observaba fijamente
esperando a que desarrollara lo que le acababa de exponer.
—El caso es que la sacamos de allí y leímos su contenido para
descubrir que tras él se hallaban unos dígitos misteriosos. Tampoco
sabíamos muy bien qué o quién se encontraba detrás de aquello, así que
comenzamos a seguir aquellas pistas con el fin de averiguar un poco más.
Dentro del cuaderno había dos cartas escritas por un tal doctor Hache
dirigidas a la doctora Ce. Al principio no sabíamos de quién podía tratarse,
pero cuando en una de las páginas de la libreta se hacía mención a una
bibliografía donde aparecían sus nombres, dedujimos que sería
correspondencia entre usted y la doctora Camino. —Hice una pausa.
—Continúe, por favor —intervino al ver que había dejado mi historia
inconclusa.
—En uno de los momentos le planteé a Rafael la posibilidad de
comentarle a la doctora Camino nuestro hallazgo porque, de alguna forma,
sentía que estábamos invadiendo un secreto que no nos pertenecía. Pero
como no estábamos seguros de lo que se escondía detrás de esto, y el hecho
de pensar que el doctor Hache y la doctora Ce podían ser ustedes era una
mera suposición, decidimos seguir hasta el final para ver adónde nos
llevaba y corroborar esa información. Reconozco que nos ha costado mucho
tiempo averiguar la clave que se escondía tras la última planta y ya lo
habíamos dado por perdido, pero esta mañana he descubierto por casualidad
que detrás de ella no había ningún dígito, sino la pista que lleva a leer los
seis anteriores del revés para encontrar así la dirección de su portal. De
hecho, Rafael no sabe que estoy aquí, para él nuestra investigación ha
concluido.
Él asintió.
—Entonces, ¿no han tenido contacto con la doctora Camino, ni ha sido
ella la responsable de entregarles el cuadernillo? —inquirió.
—No, señor, lo encontramos debajo del suelo del laboratorio, ya se lo
he dicho.
—¿Y nadie más lo ha visto?
—No. Quizás no fuéramos muy discretos siguiéndole a usted, pero
le aseguro que este tema lo hemos tratado con la mayor de las reservas,
nadie nos vio encontrarlo, ni nadie sabe que lo tenemos.
—¿Lo ha traído consigo? —me preguntó.
—Verá…, ya no existe.
Y al decir aquello su rostro palideció.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que ha sido destruido.
—Pero… ¿habla en serio?
Asentí.
— ¿Está segura? —insistía.
—Yo misma lo vi arder delante de mis ojos. Pero tengo una copia
aquí conmigo, si la quiere.
—No, no. Puede deshacerse de ella, ya no le va a servir para nada.
Se quedó pensativo unos instantes y después respiró profundamente
con resignación.
—Acompáñeme, por favor —continuó diciendo, justo después de
levantarse de aquel sillón para dirigirme a otra estancia de la casa, un
despacho con una mesa, detrás de la cual se sentó para invitarme a hacerlo a
mí enfrente de él—. Y, aparte de los datos relacionados con los dígitos, ¿hay
algo más que les llamara la atención? ¿Algo reseñable que me quiera
comentar?
—Pues… —Me quedé pensando unos instantes—, la verdad es que no,
los datos que se desvelaban me parecieron demasiado generales, me
imagino que porque el texto en sí no tenía importancia.
Me observó unos instantes en silencio, como escudriñándome antes de
transmitirme la información que estaba a punto de desvelarme.
—Verá, la información que voy a compartir a partir de ahora es
estrictamente confidencial, así que deberá darme su palabra de mantener su
secreto más allá de estas cuatro paredes, si desea que se la descubra. En
condiciones normales, no se la hubiera compartido, pero dada la situación,
voy a necesitar ayuda y parece que usted podría ser la persona más
apropiada para prestármela. A partir de aquí, dispone de dos opciones: la
primera, si no quiere colaborar conmigo, dejaremos esta conversación en
este punto y le agradezco todos los datos que me ha proporcionado, así
como su decisión de que este hallazgo no haya trascendido más allá de
ustedes dos. La segunda, si quiere colaborar conmigo, deberá firmar una
cláusula de confidencialidad para seguir tratando el asunto que se esconde
detrás del documento que han estado investigando durante este tiempo.
—Colaborar con usted, ¿en qué sentido?
—El cuaderno que usted confirma que ha sido destruido contenía
información muy importante detrás de aquella que a usted le parecía muy
simple, información que ha sido fruto del trabajo de muchos años. La
colaboración que le pido sería, en todo caso, orientada a recuperar esa
información para continuar con la investigación. Una investigación cuyo
fruto podría salvar miles de vidas.
Sentí un cosquilleo en mi interior. Uno que me indicaba que me
encontraba delante de algo importante, tal y como había deducido Rafa
durante nuestras investigaciones. Algo que iba más allá de un juego y que
podría tratarse de un prometedor avance en el mundo de la medicina.
—Esa investigación a la que usted se refiere, ¿está relacionada con
algún producto derivado de la fitoterapia, tal y como parece deducirse del
contenido de la libreta? —le cuestioné.
—¿Estaría dispuesta a colaborar si así fuera?
—Me gusta mucho ese tema y, para serle sincera, que la información
contenida en la libreta estuviera relacionada con ello fue lo que me atrajo.
De lo contrario, quizás no hubiera merodeado por los lugares donde me
conducían sus pistas.
El doctor Hernández asintió.
—Así es —corroboró.
Permanecí unos instantes en silencio meditando aquello.
—Si es así y la finalidad de la investigación es un bien común,
colaboraré con usted. Le doy mi palabra de no desvelar nada relacionado
con esta conversación.
—Está bien. —Permaneció unos segundos en silencio, como si así
tratara de asegurarse por última vez de que yo era la persona idónea para
compartir aquel secreto—. El cuadernillo con el que usted ha estado
trabajando, así como las cartas que ha mencionado y que lo acompañan,
estaba destinado a ser recibido por la doctora Camino. Su misión era pasarle
el testigo para que ella continuara con una investigación que yo comencé
hace muchos años y con la que ella colaboró. Se trata de un hallazgo muy
importante que podría resultar un gran avance farmacéutico, así como una
amenaza para algunos laboratorios fabricantes de fármacos, que podrían no
ser necesarios si finalmente se confirman las propiedades de la sustancia
que nos traemos entre manos.
—Ohhh —comenté tras una pausa del doctor Hernández en su
exposición.
—Por ese motivo, seguir con estos experimentos comenzó a ser un
peligro para mí y quienes me rodeaban. Ciertas personas pertenecientes a
estos laboratorios me amenazaron y quisieron destruir los datos que tanto
me había costado recabar durante este tiempo. Afortunadamente, la doctora
Camino decidió abandonar la investigación hace unos años por asuntos
personales, con lo que no pudieron relacionarla con estos estudios. Decidí
hacerles creer que abandoné el experimento poniendo como excusa no
haber encontrado datos relevantes, para proteger a mi familia, y hacerle
llegar toda la información de manera encriptada a la doctora Camino para
que ella pudiera continuar investigando de alguna manera o, al menos
proteger esas notas hasta que alguien de confianza pudiera continuar con las
experimentaciones. Sin embargo, y aunque no puedo corroborarlo,
últimamente estaba teniendo sospechas de que la doctora Camino hubiera
sucumbido a las tentativas de estos laboratorios para entregarles la
información a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero. Pero no estoy
seguro de ello, como tampoco de que ella haya descubierto la información
oculta, ya que para eso necesitaría un artilugio que yo le entregaría una vez
que ella llegara a la dirección oculta tras la última pista, esta, que es ahora
mi nuevo domicilio. Y, como puede observar, no ha sido ella sino usted
quien ha llegado hasta aquí.
Me quedé en silencio analizando aquella información. Intentando
encajar todas las piezas de aquel puzle en mi cabeza.
—¿Las investigaciones están relacionadas con la imaginara? —
pregunté.
—Por favor, acompáñeme.
Se levantó de detrás de aquel escritorio y me invitó a que le siguiera
por un pasillo donde se hallaban los altavoces desde los que salía el sonido
de aquella canción que no paraba de sonar en bucle, hasta conducirme al
final de él para pararse delante de una puerta que se encontraba cerrada con
llave. Procedió a abrirla, se trataba de una sala llena de lámparas que hacían
que su temperatura fuese más calurosa que la del resto de las estancias.
Estaba iluminada por un ventanal cubierto por un estor traslúcido que no
dejaba ver a su través, pero sí dejaba pasar la luz. Mucha luz. Y allí se
escuchaba esa canción como si estuvieran los mismísimos The Moody
Blues cantándola enfrente de nosotros.
Recorrí aquel cuarto con mis ojos y lo vi al fondo mientras se
escuchaba:
Cause I love you
Yes I love you
Oh, how I love you
Y entonces no pude evitar acordarme de Rafa y pensar que quizás
debería estar allí en ese instante para ver lo mismo que yo. Reconozco que
me emocioné mientras aquellos violines sonaban de manera colosal, como
si estuvieran anunciando la majestuosidad de lo que contemplaba frente a
mí:
Un pequeño invernadero donde se mostraban las plantas que habían
estado detrás de cada uno de los dígitos misteriosos: lavanda, salvia,
romero, tomillo, menta, melisa, incluso un hermoso rosal, que en ese
instante no mostraba flores. Y para culminar, en el centro de ellas aparecía
en un verde brillante, aquella flor invertida con forma de paraguas, como
saliendo de la nada, unida a unos tallos que quedaban ocultos entre las
demás plantas que los rodeaban. Me quedé deleitándome con aquella
imagen sin poder apenas pestañear, como hipnotizada por esa belleza tan
singular, por ese color verde que casi hacía daño a la vista.
—Oh, ¿esta es…? —pregunté totalmente incrédula por lo que veía.
—La imaginaria.
Me acerqué para ver sus detalles con más precisión.
—Pero… ¡es tan bonita! No la puedo tocar, ¿verdad?
—Me temo que no, señorita Zúñiga, es tan delicada como hermosa.
Sólo crece en compañía de estas que la rodean, que me imagino que le
resultarán familiares, y a una temperatura y condiciones de humedad muy
específicas. Ya ve que aquí está todo controlado.
Yo seguía contemplándola totalmente obnubilada.
—Habría que comenzar desde cero con los experimentos para
recuperar toda la información que se ha perdido con la libreta, con lo cual,
tenemos mucho trabajo por delante. ¿Usted cree que el señor Zurbano
también estaría dispuesto a colaborar? Al fin y al cabo, la ha estado
acompañando todo este tiempo y conoce la existencia del cuadernillo que le
ha traído hasta aquí.
Respiré profundamente. Me debatía entre comentarle a Rafa mi
descubrimiento para que colaborara con esa investigación, asumiendo el
peligro que entrañaba. Pensaba en aquella ocasión que sentí que nos
perseguían y, aunque dudaba de que aquella sospecha hubiera sido real, no
quería volver a experimentar nada parecido.
La otra opción era preservar aquel secreto para proteger a Zurbano,
intentando mantener una vida normal. Una vida en la que ahora me
acompañaría él, mi compañero, mi amigo, mi amante, mi amor, mi…
aquella palabra que no existía y que me hacía percibir que él corría hasta
por mis venas, que me hacía sentir que si le pasaba algo yo dejaría hasta de
respirar. Y volví a escuchar:
Yes I love you
Oh, how I love you
—Colaboraré con usted, pero manteniendo a Rafael fuera de esto.
—De acuerdo —concluyó—. Al fin y al cabo, ha sido usted la que ha
descubierto la clave. Pero si es así, sabe que no puede comentarle nada de
lo que descubramos a él tampoco.
—Descuide, no lo haré.
—Perfecto, pues ya está todo claro, excepto una cosa: sé que la libreta
y las cartas llegaron a manos de la doctora Camino. Tenemos que averiguar
quién la puso donde ustedes la encontraron y actuar en consecuencia. Quien
lo hizo, podría querer recuperarla.
69. De lo que no ves te alejo

Y mientras tanto, la mañana de ese 23 de diciembre de 1998, en una


farmacia de Aluche:

—Ya tiene preparado su pedido, puede venir a recogerlo a lo largo de


la mañana —le dijo al auricular del teléfono y poco después colgó.
Resopló. Tenía ganas de que acabara aquella jornada. Los últimos días
habían resultado demasiado intensos y estaba muy cansado, pero saber que
había llegado el fin de aquello le aliviaba.
Poco después, apareció alguien buscándole con la mirada, una mujer
de mediana edad a la que indicó que se pasara por la caja de la esquina por
la que él solía cobrar. Se metió a la rebotica para a continuación salir con
una bolsa de plástico anudada.
—Aquí tiene lo que pidió.
—Ha tardado demasiado tiempo. ¿Está todo? —le preguntaba aquella
clienta.
—Tiene seis —comenzó a hablar en un tono de voz muy bajo que su
interlocutora siguió.
—¿Cómo seis? ¿No eran siete? El trato era que me avisara cuando
terminara el trabajo.
—Y terminado está, ya no vamos a seguir, hemos pasado demasiado y,
si me lo permite, recibir diez mil pesetas por cada uno de ellos, visto lo
visto, me parece hasta irrisorio. Seis de siete está muy bien, así que le
hemos dejado el terreno bastante allanado, puede terminarlo usted.
Ella se puso unas gafas de pasta de color negro, que sacó de un bolsillo
de su abrigo, abrió el nudo de la bolsa y miró en su interior.
—¿Por qué está roto? ¿Y la cubierta?
—Tuvo que ser sacrificada. He tenido que hacerla creer que ya no hay
nada sobre lo que seguir investigando. Últimamente hemos vivido algunas
situaciones peligrosas y no estoy dispuesto a arriesgarnos por tan poco, no
me parece justo para ella. Además, es muy inteligente, pronto empezaría a
atar cabos si descubríamos el último dígito para dejarlo ahí y hubiera
querido seguir para ver qué se escondía detrás de la clave. Hasta llegó a
proponerme ir a entregarle la libreta a usted. Bastante es que se creyera el
numerito de que estaba escondida en el suelo del laboratorio.
—Fue usted el que dijo de hacerlo de esa manera tan dantesca o ella
quizás no hubiera aceptado trabajar a su lado. Además, no ha sido el único
que ha tenido que arriesgarse. En la actualidad no estoy muy implicada en
el departamento de Química Orgánica y tuve que hacer encaje de bolillos y
saltarme algunas normas para poder reestructurar los grupos de prácticas y
colocarles a ustedes solos y en ese lugar del laboratorio, sin justificación
aparente. Puede que en otros departamentos los alumnos sean agrupados en
parejas, pero en este caso, los equipos han de ser de tres o cuatro personas
para optimizar los recursos.
—Fue usted quien me planteó esto.
—Y usted lo aceptó. —Respiró profundamente—. Te has enamorado
de ella, ¿verdad? —pasó a tutearle por un momento, como si aquello le
diese derecho a invadir su intimidad.
—Si no le importa, señora Camino, el trato no incluye hablar de mi
vida privada, sólo contemplaba que recibiría diez mil por cada uno de ellos
resuelto. Tiene seis, así que haga cuentas.
—Está bien. —Abrió su bolso y empezó a manipular un sobre que
tenía dentro de él para sacar un billete, pero finalmente no terminó aquella
operación—. Mejor vamos a hacer una cosa: yo le entrego setenta mil,
tómeselo como un agradecimiento, y usted, a cambio, se piensa si continuar
y, si decide seguir, cuando tenga el séptimo le entregaré otros veinte mil
más —le susurró.
Y una vez dicho esto, metió el sobre en la bolsa de plástico y se la
volvió a dar a él, justo en el momento en que pasaba la encargada por
detrás.
—Me falta una de las cajas, tiene ahí la receta —dijo la señora Camino
para justificar la entrega de aquella bolsa de nuevo sin levantar sospechas,
después bajó la voz—. Señor Zurbano, es usted brillante, pero si empieza a
pensar con otra parte del cuerpo que no sea su cerebro, echará su talento a
perder, se lo digo yo.
Él la miró un instante y, sin decir nada más, empezó a teclear los
códigos de los productos que había dentro de la bolsa para poder
cobrárselos.
—Y una caja de aspirinas también —le pidió ella.
Rafa se aproximó a un cajón cercano, del que sacó el medicamento
demandado, y pasó el código de barras del mismo por el escáner, tras lo
cual cogió la bolsa y la puso sobre el teclado para acceder a ella con mayor
facilidad. Agarró el sobre discretamente y se lo metió en el bolsillo del
vaquero que asomaba debajo de su bata abierta, al mismo tiempo que, con
la otra mano, metía la caja de aspirinas en la bolsa. Entonces lo vio. Estaba
allí, iluminado por la luz ultravioleta que se ubicaba en la parte superior del
teclado de la caja registradora y que se utilizaba para detectar billetes falsos.
Invisible bajo el espectro de luz visible. Un texto con multitud de datos se le
aparecía delante de los ojos sobre las palabras escritas a bolígrafo de
aquella página, la primera que habían estado investigando, la de la lavanda.
Intentando no poner de manifiesto su sorpresa, simuló que acomodaba las
cajas de las medicaciones solicitadas dentro de la bolsa mientras que pasaba
algunas de las hojas de aquella libreta, ahora sin cubierta, para descubrir
que aquellos mensajes invisibles hasta entonces, se propagaban a lo largo de
todas ellas. Estaba seguro de que la doctora Camino no era consciente de
que toda esa información se encontraba en ese lugar porque, de haber sido
de esa forma, no le habría dado en custodia aquel documento. Se dirigió a
ella.
—Son mil ciento veintisiete —le informó apartando la bolsa a un lado.
—Aquí tiene —le entregó un billete de mil y una moneda de
quinientas pesetas.
Justo después de devolverle el cambio, Rafa volvió a hablarle bajando
de nuevo la voz.
—Vale, sigo con ello, pero dejando a Lidia al margen.
—Va a necesitarla.
—O lo hago solo o no continuaré. —Y afirmó aquello rezando para
que la doctora Camino no decidiera utilizar otra alternativa diferente a él
porque tenía que saber qué era lo que se ocultaba verdaderamente detrás de
aquel texto invisible que había tenido en sus manos durante tanto tiempo.
Ella asintió.
—Está bien, pero la próxima vez espero que me llame para ofrecerme
el trabajo terminado. Ah, y le aconsejo que se dé prisa, lo necesito antes de
marzo.
—Espere, que le doy unas muestras —le ofreció, y se agachó con la
bolsa para meter en ella un puñado de botes diminutos que contenían
cremas, sacados de un cajón de la parte de abajo del mueble que
conformaba el mostrador. Al hacerlo, pudo sacar disimuladamente la libreta
para meterla en el bolsillo de su bata—. Aquí tiene, que tenga feliz Navidad
—le deseó entregándole la bolsa.
—Igualmente, joven.
Y aquella mujer se guardó las gafas en el bolsillo y se dio media vuelta
para marcharse del lugar.
—Voy un momento al baño —indicó Rafa a sus compañeras, que
asintieron mirándole brevemente mientras estaban atendiendo a otros
clientes.
Se metió rápidamente en la rebotica con el fin de acomodar aquel
sobre y aquella libreta en su mochila, sin que nadie le viera, antes de acudir
al aseo. Volvió a resoplar.
70. Te aparto del lado oscuro

Sobremesa del miércoles, 23 de diciembre de 1998, en algún


lugar de Móstoles

Puto dinero.
Por obtener aquellos billetes había aceptado participar en ese turbio
plan: engañar a una pobre infeliz que sabía de aquellos menesteres más que
yo. Una experta en plantas comparada conmigo que, al fin y al cabo, sólo
conservaba los resquicios que quedaban en mi cabeza tras haber
memorizado unos cuantos datos sobre botánica para escupirlos en un
examen. Sabía que alguien como ella se vería tentada a formar parte de
cualquier cosa que tratara sobre aquel tema que tanto le apasionaba, y más,
si yo era capaz de darle un tinte de misterio, un misterio que también
parecía envolverla a ella. La misma doctora Camino me había incitado a
hacerlo, quería que los dos trabajáramos en aquello desde que se dio cuenta
de la valía de ambos cuando realizamos las prácticas de Farmacognosia.
Esa profesora me llamó para que fuera a su despacho y me explicó en qué
consistía aquella tarea, así como la compensación que recibiría por ella.
Bastante cuantiosa para alguien como yo. Bastante atractiva. Y me
autoconvencí de que Lidia también recibiría la suya, simplemente,
investigando sobre algo relacionado con un asunto que le entusiasmaba,
para no sentirme tan mal por hacerlo.
—Los quiero a los dos. Pero la señorita Zúñiga no debe enterarse de
que yo estoy detrás de esto, es demasiado entusiasta con todo lo que rodea
al reino vegetal y podría poner en peligro la discreción requerida si viene
cada dos por tres a preguntarme. Hágala creer que se ha encontrado la
libreta y las cartas, o lo que le dé la gana. Ah, y déjele claro que no se puede
enterar nadie ajeno a ustedes dos. ¿Cree que podrá conseguirlo?
—Déjelo en mis manos —aseguré.
—Me preocupa un poco que no acepte trabajar con usted, he visto que
son muy diferentes y que su relación no es muy estrecha. —Lo decía
porque se dio cuenta de que chocábamos mucho y de que ella hacía más
caso a su amiga Silvia, quien nos acompañaba durante esas prácticas, para
ignorar mis bromas o comentarios, que parecían resultarle fastidiosos—.
Aunque, de hecho, casi prefiero eso a que se lleven demasiado bien, ya me
entiende.
—Por eso no hay problema, Lidia no es mi tipo, se lo aseguro. Pero
puede que necesite un poco de su colaboración, doctora Camino, para
allanar el terreno y que se dé la situación de que encontremos este
documento juntos.
—Dígame en lo que está pensando y haré lo que pueda.
Estaba todo perfectamente planeado. La distribución de los alumnos en
el laboratorio para que estuviéramos dispuestos en el lugar más apropiado,
el más discreto al fondo de la sala. El número de estudiantes que habría en
ese grupo de prácticas para que, al formar los grupos, Lidia y yo
estuviésemos solos, a lo que ayudaba que fuéramos los últimos de la lista.
El sitio donde esconderíamos el documento… ¿Qué podría salir mal?
Ella era la candidata perfecta para creerse todo ese teatro. Demasiado
inocente, demasiado ingenua, demasiado muñequita. Y, aunque a veces me
sacaba de quicio su testarudez cuando creía tener razón con algún tema,
sabía que no me resultaría difícil llevarla a mi terreno, simplemente,
haciéndole creer que la entendía detrás de ese escudo que la acompañaba
desde que, por razones desconocidas para mí, había cambiado su aspecto
angelical por otro más oscuro. Un alma atormentada por alguna razón
incierta que le había hecho daño. Nunca me había acercado a Lidia más de
lo necesario como compañero de clase, pero estaba convencido de que sería
fácil que cayera en mis redes, sólo tenía que empatizar con ella para
ganarme su confianza y eso era algo que se me daba muy bien.
No tuve en cuenta un factor que dificultaría todos mis planes. Un arma
oculta, poderosa, inesperada, que me atacaría para dejarme totalmente
noqueado y desprotegido ante ella: una caricia tras una siesta improvisada
en un parque. Algo que me produjo un cosquilleo extraño proveniente de
alguien que no me llamaba la atención. De un susurro, de una mirada tierna,
del tacto de sus dedos suaves tocando dulcemente mi cara. La mañana
siguiente a aquella siesta, desperté recordando ese momento y deseando que
todos los días de mi vida alguien me despertara de esa manera, con esas
caricias que habían escaseado a lo largo de mi existencia.
Entonces, no sé cómo pasó, pero poco a poco fui yo quien fue cayendo
en sus redes hasta acabar enganchado a aquel misterio, pero no al que
tratábamos de investigar, sino al que envolvía a Lidia. Y llegó un momento
en que la libreta pasó a un segundo plano, sólo era la excusa para pasar más
tiempo juntos, para intentar saber más del enigma que giraba en torno a ella.
Un enigma que empezaba a rodearme de un sentimiento al que ni siquiera
era capaz de poner nombre. De una atracción que al principio era algo
inocente, como un juego, y que finalmente se convirtió en la razón de mi
día a día.
Dicen que todo en esta vida se paga. Que todo vuelve a ti como un
bumerán. Y yo lo estaba pagando con creces. Cada día que me sentía
culpable por haberla engañado para participar en aquello. Cada noche que
no podía dormir pensando en si lo que sentía hacia mí era real o pura
interpretación. Cada vez que ella me ignoraba o me decía que nunca
podríamos ser pareja, para besarme fervientemente pocos minutos después,
y yo tenía que tratar de averiguar cuál de las dos acciones era la verdadera
sin poder llegar a ninguna conclusión. La primera vez que me hizo llorar
cuando me devolvió mi cromo, aquel que me arrebataron injustamente
cuando era crío. No lloré por la felicidad que me causó recuperarlo. Ni
tampoco por haber tratado de aprovecharme de un alma pura capaz de
reconfortarme de esa forma. Lloré porque ese día supe que aquella situación
estaba completamente fuera de mi control sin que pudiera hacer nada por
evitarlo.
Ni siquiera recuerdo el momento en el que me había enamorado de
ella, si es que podía definirse así. Únicamente, que un día me encontré solo
en un pasillo de la facultad después de haber sido expulsado de un examen
para que Lidia pudiera aprobar el suyo, preguntándome a mí mismo qué era
lo que estaba haciendo. Qué era lo que estaba pasando para que lo único en
lo que podía pensar en ese momento era en volver a entrar en el aula magna
para rogarles a los profesores que me dejaran entregarle a ella esos dos
puntos que me había guardado para mí.
Pero yo no quería creerme que la quería porque, por mucho que lo
intentaba, no terminaba de saber todo sobre ella, sin darme cuenta de que lo
que más me atraía era precisamente ese halo enigmático que la rodeaba. Lo
comprendí el día que supe que nunca la conocería a fondo y, sin embargo,
moriría por ella. El día que supe que mataría por ella. Ese día que, sentado
en un banco del andén de la estación de Iglesia, me preguntaba si ya lo
había hecho.
Minutos antes, había estado en la parada abandonada de Chamberí
revisando aquel cartel en el que parecía estar el último dígito. Acababa de
pasar un tren y había apagado mi pequeña linterna para que el conductor no
me descubriera, estaba de espaldas a la vía para intentar pasar
desapercibido. Escuché a alguien pronunciar mi nombre y un grito, y
cuando me giré, vi dos linternas apuntándose mutuamente junto al andén en
ruinas de enfrente. En ese instante, fui espectador de algo que no pudo
dejarme indiferente. La vi a ella frente a un hombre, rogándole que no le
hiciera nada. La vi retroceder amedrentada por él y caer de espaldas justo
entre la vía y el andén. La vi perder el conocimiento por culpa de aquel
insensible que, después, trató de robarle la mochila sin importarle mover su
pequeño cuerpo de manera brusca, sin preocuparle si ella seguía recibiendo
golpes por agitarla de aquella manera, o si volvería a despertar. Y entonces
me hirvió la sangre. Ignoro cómo pasó, pero segundos más tarde estaba
atizando a ese hombre con una barra metálica que no sé ni de dónde saqué.
Él quedó inconsciente, pero aquello no me importó, lo único que me
preocupaba era si ella seguía respirando. Le quité la linterna y la apagué
para coger la que había en el suelo junto al brazo de Lidia. La apunté con su
luz y traté de averiguar si tenía latido. Recuerdo que se escuchaba el sonido
de otro tren acercándose mientras lo comprobaba. Apagué la linterna y me
abracé a ella poniendo mi mano y la oreja sobre su pecho. Hasta que el
convoy no se alejó y disminuyó el estruendo del eco de su sonido rebotando
en las paredes del túnel, no pude sentir su corazón latiendo debajo de mi
palma. Respiré aliviado, nunca había estado tan asustado en mi vida. Tenía
que sacarla de allí.
No sé cómo lo hice. Ni siquiera me pesaba en los brazos. Quizás la
adrenalina fue la causante de que no percibiera el gran esfuerzo que estaba
realizando al transportarla. Recuerdo aquello como una nebulosa rodeada
de silencio en la que surgió una melodía en mi cabeza acompañando a la
voz de David Gahan, que me cantaba: All I ever wanted, all I ever needed is
here in my arms…
Cuando estaba a punto de llegar a la estación de Iglesia, un tren que
surgió a mis espaldas entraba a esa parada por la vía que estaba al lado de
aquella por la que yo caminaba. Puse a Lidia sobre el suelo pegada a la
pared y me agaché con ella, apagando la linterna para que no nos
descubrieran.
Ignoro cómo lo pensé y no recuerdo cómo sucedió, pero poco después
la había dejado a ella acostada detrás de aquel tren junto a la vía y yo estaba
en el andén de enfrente viendo cómo ese convoy se iba, dispuesto a gritar
que alguien se había caído. Sospecho que se me ocurrió aquello para que no
descubrieran que veníamos de la estación fantasma, ni nos relacionaran con
el hombre que había dejado sin sentido tirado en ella. Cogí aire, pero no
salió ningún sonido por mi garganta. No pude, me quedé bloqueado. Por
suerte, alguien que surgió a mi vera lo hizo.
Luego me senté en un banco y me quedé en shock, inmóvil, mirando
cómo llamaban a emergencias. Mirando cómo la sacaban de la vía y la
tendían en el suelo del andén del otro lado. Mirando cómo alguien le ponía
una bufanda bajo la cabeza para acomodarla y como tres o cuatro personas
estaban a su alrededor tratando de cuidarla. Mirando cómo despertaba
cuando la atendían los del servicio de urgencias. Pero yo no era capaz de
mover ni un músculo. Sólo podía pensar en que quizás acababa de matar a
un hombre por ella y en que volvería a hacerlo las veces que hicieran falta.
Sólo podía preguntarme qué era lo que me estaba pasando para sentir
aquello. Nunca fui creyente, pero en aquel momento rezaba para que ella
estuviera bien.
Las manos me temblaban y nuestra historia me pasó ante los ojos
como si fuera una película.
Yo me había metido en eso.
Yo la había metido en eso.
Sentía cómo comenzaba a marearme, cómo el corazón quería
salírseme del pecho. Cerré los ojos para respirar de manera profunda y,
mientras lo hacía, me vi en aquella azotea con ella llevando su vestido de
flores, bailando conmigo la canción de Jarabe de Palo: El lado oscuro. La
escuchaba en mi cabeza:
Y es que el cariño que te tengo
No se paga con dinero
Cómo decirte que sin ti muero…
Abrí los ojos, me levanté y me dirigí hacia el andén de enfrente para
buscarla, para estar con ella. No sabía cómo. No sabía cuándo. Pero tenía
que decírselo.
Y allí me encontraba, en mi habitación. Después de haber estado un
día y medio pendiente de las noticias para ver si decían algo de una persona
fallecida en la estación abandonada de Chamberí, sin escuchar nada. Con un
sobre lleno de billetes que necesitaba, pero que despreciaba, pensando en
hacérselos llegar a ella para sentirme un poco menos sucio, pero sin saber
de qué manera. Aquel colgante de oro no me pareció suficiente como
compensación por haberla engañado para que me acompañase en mis
investigaciones financiadas por la doctora Camino. Pero tampoco podía
decirle la verdad porque no era capaz de soportar que no quisiese estar a mi
lado otra vez. En eso tenía razón aquella profesora, la necesitaba. Ella
iluminaba mi vida. Era la estrella que alumbraba mi noche. El sol que hacía
que amaneciera todos los días en mi mundo. Junto a Lidia mi lado oscuro se
inundaba de luz, desaparecía.
Quién hubiera dicho que sería ella. Aquella que se esforzaba por pasar
tan desapercibida en mi vida. Puede que la buscara detrás de unos rasgos
menos claros, quizás porque no esperaba a alguien con tanta luz. Porque la
mayoría de las veces, lo evidente lo tenemos delante de los ojos y no lo
vemos, como aquel mensaje que se desvelaba en la libreta en un espectro de
luz diferente al visible. Aquello me parecía una casualidad burlona del
destino.
«Sólo contigo lo tengo todo», me había dicho. Sonreí. Tan sólo en un
rato volvería a verla. Mi compañera, mi amiga, mi amante, mi niña, mi
amor, mi muñequita. Mi todo. Siempre lo fue. Desde el primer día que entró
en aquella clase y me miraba con esa sonrisa avergonzada, ¿cómo no me
había dado cuenta? Supongo que antes no había tenido mi propia lámpara
de luz ultravioleta. En ese momento decidí gastarme parte del dinero que
contenía aquel sobre en una, y guardar el resto para utilizarlo con Lidia.
Quizás podríamos gastarlo en condones. Volví a sonreír. El cansancio que
sufría no me impedía desear con todas mis fuerzas volver a amarla una y
otra vez. Necesitaba sentir otra vez su cuerpo retorciéndose de placer atado
al mío. Necesitaba retorcerme de placer otra vez atado a ella.
Guardé el dinero y la libreta en algún lugar escondido al fondo del
armario, saqué un pijama, que sabía que no iba a utilizar, y varias prendas
de ropa que estaba seguro de que emplearía poco más que durante el
momento del viaje. No quería perder más tiempo, deseaba volver a estar a
su lado cuanto antes.
71. Del peligro te protejo

Tarde del miércoles, 23 de diciembre de 1998

A las cinco y veinticinco sonaba el timbre del telefonillo y salí deprisa


a abrir para quedarme esperando en el salón a que sonara el de la puerta.
Respiré hondo y agarré el pomo para tirar de él hacia mí y descubrirle a él
detrás. Le esperaba con una camiseta larga de manga corta de color blanco
transparente que me llegaba hasta los muslos, como única prenda. Rafa me
miró de arriba abajo y no hicieron falta las palabras. Simplemente, hice que
me siguiera hasta la habitación, donde soltó su mochila y la cazadora. Yo le
observaba junto al escritorio, pasándome la estrella de su colgante, que
llevaba puesto, por el labio inferior y él abrió una de las cremalleras de su
bolsa para sacar una caja, que intentaba abrir de manera ansiosa. Le sonreí
al ver como se peleaba con el plástico que la recubría y me sonrió cuando
consiguió dominarlo para acceder al interior de aquel envase y sacar su
contenido. Después, vino hacia mí con un pequeño cuadrado de plástico,
debajo del cual se adivinaba una forma circular. Y, al mismo tiempo que
Rafa agarraba aquello, yo le cogía del cinturón para librarle de él y
desabrocharle el pantalón. Aquel día no había manos temblorosas como el
anterior, sólo la ansiedad causada por un deseo que nos atenazaba a ambos.
Un deseo que hizo que en tan sólo unos segundos, yo estuviera tumbada
sobre aquel escritorio y él enganchado a mí después de haberse quitado
todo lo que se tenía que quitar, incluidas las prendas que le cubrían el torso,
y haberse puesto aquello que trataba de liberar con urgencia unos instantes
antes.
Y mientras ambos nos estremecíamos con los movimientos del otro, tal
vez tratáramos de olvidar todo lo que nos estábamos ocultando para
protegernos del daño que nos causaría perdernos. Puede que aquella
sensación de culpa propiciara que aún nos involucráramos más en hacernos
disfrutar mutuamente como compensación, y eso hacía que aumentase
todavía más nuestro deseo recíproco. Un deseo que alimentaba un placer en
forma de círculo vicioso. Un placer que, al final, estalló de manera
desmesurada y que nos dejó a uno frente al otro convertidos en un solo ente,
tratando de recobrar la respiración mientras nos mirábamos con unas
sonrisas que comenzaban a ser risas. Quizás porque no nos creíamos estar
viviendo algo de tal magnitud. Quizás porque nos parecía mentira aquella
conexión tan brutal que manteníamos.
Cuando el sosiego comenzó a invadirnos, Rafa me ayudó a
incorporarme, sin dejar de estar unidos.
—¿Qué pasa, Yerbitas? Me echabas de menos, ¿verdad?
Le sonreí.
—No tanto como tú a mí, ¿eh, Zurbanito?
Me sonrió, me apartó el pelo de los ojos y nos besamos mientras nos
acariciábamos las mejillas.
Después nos abrazamos mucho, muy intensamente. Yo le besaba el
pecho y él a mí la cabeza sin dejar de acariciarnos la espalda. Queríamos
transmitirnos la tranquilidad de que, por fin, todo lo que rodeaba a aquel
misterio de la libreta y sus vicisitudes habían terminado. Y aunque ambos
sabíamos que eso no era del todo cierto, teníamos la sensación de tener el
control y manteníamos la esperanza de que con esa nueva situación se
vislumbrara el fin. Al menos, el fin para el otro, a quien tratábamos de
proteger por encima de todo.
Ninguno de los dos nos podíamos imaginar que aquello no había hecho
más que comenzar.
72. Que continuará, seguro

Lo que nos deparará,


lo que el futuro desvela,
todo se descubrirá
y será en otra novela.
Bibliografía

Se ha utilizado la siguiente bibliografía para documentar la


información de Lavandula spp., Thymus vulgaris, Rosmarinus officinalis,
Mentha piperita, Melissa officinalis y Rosa spp.:

Mas-Guindal, J., & Mas-Guindal, A. (1944). Plantas


productoras de esencias, resinas y sus derivados. Madrid:
Ministerio de Agricultura.
Quer, P. F. (2003). Plantas medicinales. El Dioscórides
renovado. (5ª ed.). Barcelona: Ediciones Península.
La planta Imaginaria alexilum es producto de la imaginación de la
autora, por lo que no existe bibliografía asociada a ella.

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