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Los Ultimos de La Lista Pacto - Ultra Violet
Los Ultimos de La Lista Pacto - Ultra Violet
Pacto
Ultra Violet
Copyright © 2023 Ultra Violet
www.lawebdeultraviolet.com
Imagen de portada: Pixabay
Diseño de portada: Ultra Violet
Todos los derechos reservados.
ISBN: 9798392284382
Me pasé un buen rato decidiendo qué me pondría para esa gran noche
durante la cual Fran me había hecho prometer que le regalaría mi presencia.
Me costó decidirme porque quería deslumbrarle, pero tampoco me apetecía
que se percibiese mucho, así que, finalmente, elegí un vestido sencillo y
corto de color negro, que combiné con unos cómodos botines de piel del
mismo tono. Siguiendo con el estilismo del atuendo, elegí llevar mi
característico bolso negro de piel tipo mochila. Me encontraba poniéndome
la máscara de pestañas cuando Silvia me llamó deshaciéndose en disculpas
para confirmarme que no podría venir porque tenía un evento de última
hora ineludible con la familia de Rodri. Aquella noticia me sentó bastante
mal, ya que últimamente parecía estar absorbida por su novio y todo lo que
le rodeaba, y no era la primera vez que me dejaba plantada. Pero estaba tan
contenta y emocionada con mi futuro encuentro con Fran, que esa alegría
diluyó bastante mi reacción.
—Mañana quedamos a las seis en el Galaxia y así me cuentas qué tal
la fiesta, que estos días no hemos podido hablar mucho —afirmó.
—Eso, eso, mañana nos vemos y me cuentas tú también, que me tienes
abandonada.
—Ay, tía, perdona, es que se me junta todo —se excusó.
—Y que tu novio te acapara mucho y ya no tienes tiempo para las
amigas. Y eso tiene su precio, o sea, unas tortitas mañana —reí.
—Bueno, bueno, pero no te acostumbres —rio ella.
Después de aquello nos despedimos, cogí mi abrigo, también negro, y
salí por la puerta con la ilusión por bandera.
Cuando llegué al patio de la facultad donde se celebraba la fiesta, a eso
de las nueve, estaba todo bastante tranquilo, más bien aburrido. Eché un
vistazo y fui a saludar a unas compañeras de clase. Mi gesto cambió cuando
divisé a Fran sirviendo bebidas en una barra que habían montado en el
fondo. Me acerqué a saludarle.
—Hola, ¿cómo lo lleváis? —le pregunté intentando hacerme la
enrollada.
—Bien, ¿te pongo algo de beber? —me ofreció con una sonrisa.
—Una Coca Cola, porfa.
Me la sirvió mientras bromeaba con unos amigos y me informó del
importe a pagar.
—Hasta ahora —añadió justo antes de ir a atender con su encantadora
sonrisa a otra chica, quien se la devolvía encandilada por el atractivo de
aquel camarero de pelo rubio y ojos azules.
Me fui algo decepcionada, pero achaqué su desinterés a que debía estar
centrado en sus labores como uno de los organizadores de esa fiesta, al fin y
al cabo, tenían que recaudar dinero para su viaje. Al ver que no podía
avanzar mucho por allí, me aproximé a unos compañeros que comentaban
sus peripecias durante una de nuestras clases de prácticas. Un rato después,
alcé la vista para ver un poco el panorama. Si bien no había mejorado
mucho, se había unido alguna persona más a aquel evento. En un lateral del
patio, pude ver a Zurbano hablando con otros chicos de clase que no
pertenecían a su grupo habitual de amigos, y del resto, pocos rostros más
eran familiares para mí. De repente, vi que Fran salía de detrás de la barra,
así que decidí aproximarme para hablar con él.
—¿Qué tal? ¿Necesitas ayuda? —indagué al verle con unas cajas
vacías en las manos.
—Ah, pues si quieres… Voy a reponer bebida.
—Perfecto, te echo una mano.
Le acompañé hasta un cuartito que había cerca de una de las entradas
al edificio. Y después, recuerdo uno de los momentos más embarazosos de
mi vida, uno de esos en los que lo único que quieres es que te trague la
tierra. Fue entonces, mientras saludaba con un morreo a una rubia de bote
que se cruzó con él en aquel almacén, cuando lo comprendí todo. Su interés
por mí no era por mis encantos como mujer, sino por tratar de sumar
adeptos a su fiesta que invirtieran dinero en su viaje. Por eso me insistía en
que llevara a más gente, a más amigas, a más amigos. Por eso me
encandilaba con su sonrisa, se ve que era su arma infalible. Me sentí tan
fuera de lugar y tan estafada a la vez, que miré el reloj y añadí:
—Huy, que había quedado con una amiga y se me pasa la hora, voy a
buscarla.
—Ah, perfecto, cuanta más gente, mejor —dijo el muy caradura.
Me di media vuelta para irme de allí lo más aprisa posible mientras me
reprendía a mí misma por haber sido tan ilusa. Iba llena de rabia, con los
ojos acuosos, subiendo deprisa las escaleras que conducían desde la
entreplanta, donde se encontraba el patio, hasta la planta baja. Cuando ya
me dirigía a la salida por el silencioso y penumbroso vestíbulo de la
facultad, escuché a mis espaldas en un tono discreto:
—Psssst, psssst… ¡Eh, Yerbis!
Aunque nadie aparte de él me llamaba así, me costó reaccionar, dado
mi estado de ánimo en ese instante. Simplemente, me paré y me giré
lentamente para mirarle. Llevaba una camiseta negra de Michael Jackson,
su cantante favorito, un vaquero azul a juego con su cazadora y unas
deportivas. Me hizo un gesto para que me acercara, estaba junto a las
escaleras. Dudé un poco antes de aproximarme hasta él.
—Esta fiesta es un bodrio, tía.
—Pero muy gordo, yo me voy.
—No, espera, no estoy aquí por la fiesta, mira. —Bajó el tono de voz
mientras me mostraba una hoja amarillenta doblada, con un aspecto muy
similar al del cuadernillo misterioso que encontramos en el laboratorio.
—¿Y eso?
—Estaba suelta dentro de la libreta. Me la guardé antes de volver a
esconderla en su sitio, pero no te dije nada para no levantar más sospechas
delante de la profe ni de nadie de clase. He preferido esperar hasta ahora,
sabía que ibas a venir a la fiesta.
—Tío, de verdad, ¿no lees demasiadas novelas policiacas?
—En serio, ¿no tienes curiosidad?
Lo cierto es que sí la tenía y tampoco me esperaba ningún plan mejor
que inflarme a helado de chocolate en casa para paliar aquel amargo sabor
de boca que me había dejado la actuación de Fran. Y aunque la reacción de
Rafa por aquella vieja libreta olvidada me parecía un poco peliculera, le
seguí el rollo. Eso sí, haciéndome un poco la dura.
—Venga, va, a ver qué pone. Pero no estoy de humor para bromas, así
que más te vale que sea interesante.
Desdobló la hoja y me mostró su contenido. Era una especie de carta
breve dirigida a una profesora, presumiblemente de la facultad, con una
letra bastante incomprensible de leer. Rafa, al ver mi gesto, echó un vistazo
alrededor y la leyó en voz alta, pero intentando que su voz no transcendiera
más allá de nuestro espacio:
Me desperté a las diez. Había dormido bastantes horas, así que decidí
aprovechar ese tiempo para estudiar, ya que por la tarde no podría hacerlo
debido a nuestra visita al botánico. Preparé los apuntes encima de la mesa
del escritorio, pero no pude evitar echar un vistazo a las notas de la libreta
que había tomado el día anterior. Aparentemente, no había nada raro ni
ninguna conexión directa con el Jardín Botánico, salvo que esa planta se
encontraba allí. Quizás hallásemos la pista una vez que la tuviéramos
delante. Como no podía avanzar mucho con aquello, volví a guardar el
cuaderno en la mochila, pero cuando lo hice, algo me hizo detenerme.
Sostuve aquel pequeño macuto y lo acerqué hasta mi nariz. Olía a él. La
siesta del día anterior había sido la culpable de que la tela se quedara
impregnada con su aroma. Volví a olerla, esta vez cerrando los ojos. Y
cuando fui consciente de lo que estaba haciendo, la solté de golpe para
zambullirme de lleno en mis estudios.
Un rato después, algo me hizo desconcentrarme, el sonido salía de la
habitación de al lado:
De noche sueño nuestro ayer
Y cuando me llega el despertar
Yo te maldigo sin querer
Y es que te quiero a mi pesar
Me levanté, salí de mi habitación y toqué con los nudillos a su puerta,
a la de Laura.
—Pasa —me dijo.
Entré y la vi junto a un equipo de música, donde escuchaba una cinta
con la oreja pegada al altavoz. Le dio al botón de pausa.
—¿En serio? ¿Raphael? —le pregunté sorprendida.
—Es para un trabajo de fin de curso.
—Ya, pero, tía, ¿Raphael?
—Era la mejor opción.
—¿La mejor opción?
—Viste de negro —se justificó.
—Ah —asumí ante aquella lógica tan aplastante y cerré la puerta para
volver a mi cuarto.
Cuando lo hice, aún se escuchaba su música, así que decidí ponerme la
radio con el fin de concentrarme un poco. Sonaba el anuncio cantarín de
aquella emisora, que precedía al comentario correspondiente a la última
canción que había sonado: Top Radio Top. Y Rafa Sánchez de La Unión nos
da paso a nuestro siguiente éxito, decía el locutor.
—Pero, a ver… ¿Es que no hay más nombres en el mundo? —
pregunté retóricamente.
Después comenzó a sonar Michael Jackson. Apagué la radio y resoplé.
El destino me lo estaba poniendo difícil para concentrarme aquel día.
Horas más tarde, y tras haber comido, miraba con atención lo que
había dentro de mi armario. Mi mente se volvió a posar en aquel vestido de
florecitas para elegir una falda larga de color gris oscuro y una camiseta
beige con letras, que acompañaría con mis características botas militares.
A las cinco y cinco, salía por la puerta del metro de Atocha. Rafa ya
estaba allí esperándome. Tenía un aspecto diferente. Portaba un vaquero
negro, que parecía más nuevo que los de los días anteriores, y una camiseta
lisa de color blanco que cubría con una chupa de cuero. Aquel día calzaba
unos zapatos de tipo deportivo en lugar de las zapatillas de deporte.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me saludó. Se le veía mucho más despierto.
—Hola, Rafa. ¿Qué? ¿Ya has dormido?
Nos acercamos para darnos dos besos y, al hacerlo, me envolvió el
aroma de su característica colonia y la suavidad de su piel, se había
afeitado.
—¿Y tú? —me devolvió la pregunta.
Le sonreí en respuesta.
—¿Vamos? —le propuse sin más.
—¿Qué tal? ¿Te ha cundido el día?
—Bueno, algo, aunque no tanto como me hubiera gustado. ¿Y a ti?
—Algo también. He estado mirando otra vez las páginas de la lavanda,
pero no he encontrado nada que me dé una pista. Supongo que tendremos
que encontrar esta planta dentro del jardín y quizás allí lo veamos.
Nos fuimos caminando en dirección a la puerta del Jardín Botánico,
pero nos paramos al lado de la Cuesta de Moyano para echar un vistazo.
—Atocha International Business —me dijo y luego empezó a reírse.
Le di un manotazo en el hombro.
—¡Qué tonto! —protesté a continuación.
Seguimos con nuestro recorrido hasta llegar a las taquillas.
Nos pusimos a la cola para comprar la entrada y breves instantes
después estábamos en el interior del jardín mirando el plano que nos habían
facilitado.
—Yo creo que tenemos que irnos a la zona de las plantas medicinales,
que está por aquí —le señalé el punto en aquel mapa—, y buscar la lavanda.
—Detrás de usted, señorita.
Marchábamos en silencio, yo miraba embelesada las flores que
comenzaban a abrir por la primavera. Iba ralentizando el paso cada vez que
me encontraba alguna estampa floral que lo mereciera. No le decía nada,
pero él debía de ver en mi cara que aquello me fascinaba y eso parecía
divertirle.
—¿Qué pasa? —le pregunté al ver su gesto risueño.
—Nada, nada. Es que me hace gracia.
—¿El qué?
Me miró sonriendo, pero sin hablar, sólo negaba con la cabeza.
—Tus… contrastes —respondió finalmente.
—¿Mis…?
—Vamos, Yerbis, que se nos va la tarde.
Meneé la cabeza y retomamos el paso hasta llegar a la zona que nos
interesaba.
—Pues aquí la tenemos, la lavanda. Bueno, esta es una de sus especies.
—Sonreí.
—Venga, cuéntamelo, que lo estás deseando.
—¿El qué?
—Pues para lo que sirve. Para qué utiliza tu abuela la lavanda.
—Tampoco es ningún secreto, es una planta muy común. Yo he visto
utilizar su infusión para desinfectar quemaduras y con su aceite esencial se
curan antes porque cicatrizan mejor. En tisana se toma para ayudar a dormir
y como relajante. Pero eso ya lo sabías, ¿no?
Él me miraba sonriendo.
—No sé tanto como tú.
Estuvimos un rato dando vueltas estudiando las diferentes plantas de
lavanda que había, sus carteles y los alrededores sin obtener ningún
hallazgo.
Tras haber estado allí toda la tarde, salimos del jardín frustrados a la
hora del cierre.
—Es que no lo entiendo, tía, ¿qué se nos está escapando? —me
hablaba.
—Da igual, Rafa, igual esto es una tontería y estamos aquí
mareándonos cuando puede que sea la broma de algún gracioso. Yo creo
que lo podríamos dejar.
—Pero, Zuñi. —Se paró delante de mí para ponerme las manos sobre
los hombros—, no te vas a rajar tan pronto, ¿no?
—Es que no sé, Rafa. ¿Adónde nos lleva esto?
Él me miraba fijamente a los ojos, la luz del sol descendiendo se
reflejaba en los suyos, endulzaba su mirada.
—No sé —repetí bajando la vista.
—Apenas hemos empezado, vamos a seguir leyendo ¿no?, puede que
se nos escape algo.
—Pero si no sabemos ni lo que estamos buscando, Zurbi —ni siquiera
sé por qué le llamé así en ese momento. Sólo que, entonces, volví a levantar
la mirada para verle y aquella vez no sonrió.
—Va, Lidia, vamos a darle una oportunidad. No me dejes solo con
esto, por favor.
Y aquella vez me quedé más tiempo de lo normal observando sus ojos.
Demasiado. Tanto, que sentía que comenzaba a desconcentrarme y eso no
lo podía tolerar.
—Yo… es que estoy cansada, ha sido un fin de semana un poco
intenso —le confesé antes de retomar el paso, zafándome así de sus manos,
que aún permanecían apoyadas sobre mis hombros. Necesitaba poner un
poco de distancia entre él y yo—. ¿Vamos al metro? —añadí.
Él, simplemente, asintió antes de continuar caminando a mi vera.
Durante el viaje de vuelta fuimos en silencio, serios. Supongo que
Rafa estaría pensando en cómo convencerme para que siguiera con aquello
y yo sólo pensaba en que había pasado demasiadas horas a su lado y eso me
estaba provocando un desbarajuste de ideas que ni siquiera sabía cómo
gestionar. Cuando nos bajamos del tren que nos dejó en Moncloa, le hablé.
—No hace falta que me acompañes a casa, de verdad. Hoy es pronto.
—Ya te dije que no te dejaría sola —afirmó.
Y aquello me sonó como un reproche, como si yo fuera una
despiadada a la que no le importaba hacer lo mismo con él. Pero quizás
fuera mi imaginación la que supuso todas esas cosas.
Continuamos aquel paseo sin decirnos nada más y cuando ya
estábamos delante de mi portal volví a dirigirme a él.
—Ten cuidado, Zurbano, nos vemos mañana en clase.
—Que descanses.
Nos acercamos para darnos dos besos de despedida.
—Buenas noches, Rafa.
—Buenas noches —me deseó antes de mirarme otra vez fijamente.
Y así nos quedamos unos segundos, yo esperando a que continuara
hablando, como parecía que pretendía hacer. Cuando estaba a punto de
volver a apartar mis ojos de los suyos, me acarició la barbilla para que no lo
hiciera.
—Lidia…, no me dejes solo.
Y por primera vez fue él el que rompió aquella mirada para darse
media vuelta y dejarme allí con el alma confundida, tal y como había hecho
las dos noches anteriores.
9. Tratando con la rutina
Bajaba a la misma hora por las mismas gradas de la misma aula para
comenzar con nuestra rutina universitaria, pero esta vez iba acompañada de
Silvia, ya que nos habíamos encontrado en el metro. Tomamos asiento en el
mismo sitio que el día anterior y comenzábamos a sacar nuestras cosas
cuando apareció Zurbano.
—Zea, Zuñi —saludó mirando a una y a otra haciendo un gesto como
si se quitara un sombrero.
—Zurbi —le contesté.
Se sentó delante, como acostumbraba, e inmediatamente aparecieron
Vázquez y Juanan, que nos saludaron de manera breve para hablar con él
mientras nosotras continuábamos a nuestras cosas.
—¿Te quedas hoy a estudiar? —me preguntó Silvia.
—No, me voy a casa y ya sigo allí, al final estar aquí todo el día es una
paliza, así me echo una siesta —argumenté.
—Sí, la verdad es que yo también estoy cansada hoy.
Y no nos dio tiempo a comentar mucho más antes de que comenzara la
clase.
Cincuenta minutos después estábamos saliendo de manera ordenada
para acudir a la asignatura siguiente, en la planta baja. Juanan y Vázquez
iban delante de nosotras por las escaleras y Rafa se quedó un poco
rezagado. A la vez que Dani se giraba para hacerle un comentario a Silvia,
Zurbano pasó a mi lado y me tocó discretamente por la cintura.
—¿Mejor? —me dijo en tono bajo.
Asentí. Me guiñó un ojo sonriendo y me adelantó para ponerse al lado
de los chicos. Lo hizo muy rápido, pero creo que no lo suficiente como para
que Silvia no se diese cuenta del gesto que me había dedicado, aunque ella
en ese momento no manifestase nada.
Las charlas entre clase y clase de aquel día fueron bastante livianas y
Rafa estaba muy comedido con sus bromas, al menos, con las referidas a
nosotras. Tres horas después, Silvia y yo nos despedíamos de los chicos
para irnos hasta el día siguiente.
—¿Te vienes al metro, Zurbano? —le cuestionó mi amiga.
—No —le respondió, supongo que porque quería tomar distancia de
nosotras para poder bajarse en Moncloa sin ser visto por ella, ya que, de lo
contrario, tendría que seguir el camino dos paradas más, hasta Príncipe Pío,
donde ella tomaba el tren y él, el autobús, aquel al que llamaba la blasa.
—¿Te quedas entonces a comer con nosotros? —le preguntó Juanan.
—No. O sea, que sí me voy. —Se estaba dando cuenta de que el día
anterior no habíamos tratado este punto y creo que en su mente estaba
haciendo encaje de bolillos para quedar conmigo en algún sitio. Para ello,
tendría que ir a Príncipe Pío con el fin de hacer el paripé y coger
posteriormente el tren en sentido contrario para volver hasta Moncloa.
Me miró un segundo casi imperceptible para el resto. Y yo decidí
echarle una mano, utilizando la broma como herramienta, para que nuestros
amigos no descubrieran que estábamos intentando quedar a sus espaldas.
—¿Qué pasa, Rafita? ¿Estamos empanados hoy? —le hablé.
—¿Qué pasa, Yerbitas? ¿Estamos tocapelotas hoy? —me siguió el
rollo.
—Bueno, ¿te vienes o no? Que no te vamos a estar toda la tarde
esperando —añadí.
—Voy, voy, que sé que no podéis vivir sin mí —concluyó—. Mañana
más —se dirigió a los otros dos.
—Y mejor —contestó uno de ellos mientras el otro levantó la palma a
modo de despedida.
De camino al metro íbamos hablando sobre apuntes, exámenes y temas
diversos relacionados con nuestros estudios, tratando de normalizar la
situación para que Silvia no sospechara nada. Ya en el tren y camino de
Moncloa, Rafa se dirigió a mí:
—Bueno, Yerbis, échate una siesta a nuestra salud, que te da tiempo
hasta que nosotros lleguemos a casa, qué privilegiada.
No sabía si con aquello quería hacer referencia al lugar donde nos
quedamos dormidos el sábado en el parque del Oeste, y como me quedé con
dudas, y tampoco me parecía el mejor sitio para quedar, le respondí.
—Yo creo que el que se la tiene que echar eres tú, que últimamente
estás muy empanado. Claro, te quedas ahí con los colegas a litronas en el
banco del parque y te dan las tantas —le dije esperando que me cogiera el
testigo.
—Ja. Ja. Ja. Qué chispa la tuya, Zuñi. Mira a ver si te llaman de la tele
para reponer Genio y figura.
Silvia meneaba la cabeza sonriendo.
—Hasta mañana, guapa —se despidió ella cuando las puertas del tren
se abrieron en mi estación.
—Vete por la sombra, Yerbis —lo hizo Zurbano.
—Chao, chicos, tened cuidado —les respondí.
Y salí de la estación. Y crucé la carretera hasta el parque del Oeste. Y
me senté en el mismo banco donde Rafa me consolaba el día anterior,
poniéndome los auriculares donde sonaba la cinta de Achtung baby de U2.
Y esperé.
Y esperé.
Y esperé.
Y veinticinco minutos después apareció Rafa.
—Joer, tío, pensé que no venías. Digo, este no se ha enterado del
mensaje —me dirigí a él levantándome del banco, tras quitarme los
auriculares.
—Calla, calla, qué pesada la Zea, que no me dejaba irme. Como le
quedaban veinte minutos para su tren y no tenía prisa, me ha hecho un
interrogatorio que flipas. Yo creo que se piensa que me gustas y no paraba
de preguntarme.
—¿Qué dices? A mí no me ha dicho nada. ¿Y qué te preguntaba?
—Que si qué tal las prácticas, que si tú y yo nos estamos todo el rato
picando, que si ayer me pasé contigo…
—Pues estamos apañaos.
—Mira, yo qué sé, pero tenemos que buscar algún sistema para quedar
que no vuelva a hacerme pasar por el tercer grado. ¡Qué tía más plasta! —se
quejaba.
Me reí.
—Y eso que te gustaba en primero, reconócelo.
—¿A mí? ¿Silvia? Pero, por el amor de Michael, Yerbis, ¿qué dices?
—¡Venga ya! Menudos repasos le dabais con la mirada tú y Zurbarán.
Bueno, y casi todos los tíos de clase. Se os caía la baba. Si la miran hasta
las tías.
—Porque está buena, pero cuando se pasa la primera impresión de
verla, a mí ni fu, ni fa.
—¿Tampoco es tu tipo?
—Pues no. Pero ahora entiendo por qué la elegiste como amiga. Como
todo el mundo la mira, ella es el centro de atención y así nadie te mira a ti,
¿no?
—Pero ¡qué dices!, ni que hubiera hecho un casting. Silvia me cae
bien, por eso es mi amiga.
—Ya, pero lo otro te ayuda a pasar desapercibida, que es lo que
quieres, y siento decirte que no te funciona.
—Que no me funciona, ¿el qué? —le pregunté intrigada.
—Bueno, Yerbis, vamos a comer, ¿o qué? Que nos van a dar las tantas.
Salimos del parque y tras determinar el mejor sitio para quitarnos el
hambre, nos encaminamos hacia el burger más cercano.
Una hora y media después estábamos saliendo de la estación de metro
de Atocha en dirección al Jardín Botánico.
—Bueno, entonces el plan es buscar el lugar donde está la Salvia
officinalis e indagar alrededor, ¿no? —constató.
—No tenemos mucho más, así que empezamos por ahí y vamos
improvisando.
—Pues al lío, Yerbis.
Sacamos la entrada y nos metimos en el jardín para dirigirnos
directamente al lugar donde se encontraban las plantas medicinales. Cuando
estuvimos allí, hicimos un recorrido rápido de la zona buscando la salvia.
De repente, Rafa me cogió del brazo.
—Aquí, Zuñi. —Me señaló el lugar donde estaba aquella planta—.
Ahora viene cuando me cuentas para qué sirve.
Sonreí mientras nos acercábamos hasta ella.
—Con salvia en el huerto no hay niño muerto. Eso es lo que siempre
dice mi abuela porque vale para casi todo. Para la anemia, para los nervios,
es digestiva, diurética, antiséptica, estimulante, baja la fiebre…
—O sea, con una plantita tienes todo solucionado.
—Bueno, depende, para algunas de estas cosas se utilizan otras plantas
que parecen ser más efectivas. Yo he visto usar la salvia, sobre todo, para
regular la menstruación y aliviar los sudores de la fiebre.
—¿Hay algo que no sepas?
—Anda, anda, vamos a seguir.
Nos agachamos para ver más de cerca, tanto aquella parte donde se
observaban varias plantas de salvia, como todo lo que la rodeaba. Nos
fijamos atentamente en el cartel, pero tampoco encontramos nada.
—Estas no son las únicas —le dije a Zurbano cuando vi su gesto de
desánimo—. Vamos a ver el resto.
Continuamos nuestro paseo parándonos delante de las demás plantas
iguales que hallamos, pero no tuvimos mucho éxito. Ya comenzábamos a
desesperarnos cuando saqué la copia que había hecho del texto en mi
cuaderno, junto con la fotocopia de la página relacionada de la libreta.
—¿Qué se nos escapa, tía? —cuestionó poniéndose a mi lado para leer
aquel papel.
Después se colocó enfrente de mí, al otro lado del parterre. Cuando
levanté la cabeza del papel, él miraba fijamente hacia mis pies. A
continuación, rodeó el plantío hasta ponerse en mi diagonal.
—Yerbis, no nos hemos fijado en los carteles por detrás porque
estábamos mirando las plantas o las letras del nombre en su letrero, pero…
—Pero ¿qué?
—En el resto no parece haber nada o, al menos, no se ve, pero aquí, en
este, veo algo como de otro color, aunque no sé si es una sombra y con este
ángulo no llego porque lo tapa la planta. Igual no es nada y para verlo bien
tendríamos que meternos dentro, pero no se puede porque no para de pasar
gente.
—¿En cuál?
—En el que tienes enfrente.
—¿En este? —Le señalé un cartel que estaba un poco torcido.
—Sí.
Me intenté asomar para ver si era capaz de ver la parte de atrás de
aquel letrero, pero estaba demasiado lejos del borde del camino donde yo
me encontraba, que era justo el límite de aquella zona ajardinada. Después
lo rodeé por donde me permitía su delimitación para intentar observarlo
desde otros ángulos, hasta que me puse junto a Rafa.
—No veo nada —confirmé.
—Mira, aquí. —Me cogió por los hombros buscando la posición
necesaria para que yo pudiese ver lo que me indicaba.
—Ah, sí, algo se ve o, al menos, eso parece.
—¿Y si alargamos la mano para alcanzarlo y lo giramos? —propuso.
—Hay gente pasando alrededor cada dos por tres, podrían echarnos la
bronca y no estamos como para llamar la atención o que nos arriesguemos a
que nos veten la entrada, no sabemos si vamos a tener que volver otro día.
—Pero si nos agachamos no se nos ve tanto. Va, ponte detrás de mí y,
así, me tapas y me avisas si alguien se acerca hasta aquí para que haga
como que me estoy atando los cordones.
—Venga, date prisa.
Se agachó y alargó el brazo intentando alcanzar el cartel, pero estaba
algo lejos como para que lo pudiera agarrar sin caer hacia delante.
—No llego, necesito sujetarme a algo.
Miré a mi alrededor, estaban pasando algunas personas por los
caminos principales que nos quedaban al fondo, pero ninguna se había
desviado hacia nuestro emplazamiento. Adelanté un pie.
—¿Te vale mi pierna? —le pregunté.
Me miró con gesto de duda.
—Va, Rafa, agárrate a mi pierna, pero no te pases tirando o nos
caeremos los dos dentro.
Vaciló unos instantes sobre a qué altura de mi pantalón apoyar su
mano, hasta que decidió hacerlo justo en la corva. Se echó hacia delante y
consiguió tocar un poco el cartel con la punta de los dedos, pero no lo
suficiente como para girarlo. Intentó cambiar de postura, pero no tenía
éxito.
—No llego, tía.
En ese momento, vi a uno de los trabajadores pasando con
herramientas para adecentar las plantas, hasta pararse en uno de los
parterres cercanos.
—Espera —le pedí a Rafa. Después abrí mi mochila, cogí una pequeña
libreta que me servía como agenda y la lancé disimuladamente dentro de
ese trozo de jardín—. Sígueme el rollo —le continué diciendo en voz baja.
Zurbano me miraba con una mueca entre la sorpresa y la desconfianza
mientras volvía a ponerse de pie.
—Pero ¿eres tonto? —le grité—. ¿Es que siempre me tienes que dejar
en ridículo?
Rafa no daba crédito a mi reacción.
—Perdone —me dirigí hacia donde estaba el trabajador—, es que
estamos haciendo un trabajo de la facultad y mi novio, de inteligencia
cuestionable, me ha asustado, así que el bloc de notas se me ha caído por
accidente dentro de ese jardín, ¿le importa que lo coja? Lo haré con mucho
cuidado, sin pisar ninguna planta. Somos estudiantes de farmacia. —Señalé
donde estaba el objeto al que hacía referencia, rezando para que aceptase mi
proposición de rescatarlo sin su colaboración.
Aquel empleado debía de tener pocas ganas de complicarse la vida
desviándose de sus tareas habituales y, simplemente, miró a Zurbano, me
miró a mí y asintió con la cabeza.
—Gracias —le respondí.
Me acerqué de nuevo donde estaba Rafa.
—¿Pero tú no eras tímida? —me susurró.
Le sonreí en respuesta.
—Y a ver si te estás quietecito ya —le hablé en voz alta para que me
escuchara el trabajador mientras Zurbano, que estaba de espaldas a él, me
guiñaba un ojo.
Me metí lentamente en aquel lugar ocupado por plantas para no dañar
ninguna de ellas, y cuando tuve en la mano la agenda, giré un poco el cartel
disimuladamente. Entonces lo vi.
—¿Lo ves? —le susurré mientras hacía el paripé de meter la agenda en
la mochila.
—¿Qué es eso?
Salí de aquel recinto para acercarme a Rafa.
—Es un número dentro de un círculo de color rojo, el número cinco.
Se asomó un poco y giró la cabeza para ponerse en el mejor ángulo.
—Es verdad, Zuñi, aunque cuesta un poco verlo desde aquí. Pero ¿no
tiene la misma apariencia que los círculos que aparecen al final de la libreta
formando la clave? ¿O es mi imaginación?
—La tiene, es la misma apariencia con las dos pequeñas líneas en la
parte central superior e inferior. ¡Tenemos el primer dígito!
Rafa me sonrió e, inmediatamente, procedimos a apuntar el número en
la primera casilla en blanco del apartado final de cada una de nuestras
copias.
—Y ahora, a por la siguiente, ¿no? —animó.
—Sí. ¿Adónde nos lleva el segundo plano?
—A ver… —Hojeó los folios que formaban parte de su copia hasta
llegar al mapa por el que le había preguntado—. Pues esto parece Ciudad
Universitaria. Tenemos que irnos —afirmó con una sonrisa.
Y mi cara reflejó ese mismo gesto mientras procedimos a
encaminarnos hacia la salida del jardín. Una vez fuera, nos dirigimos hacia
el metro.
—Oye, y llegados a este punto, ¿no crees que deberíamos hacer una
vista rápida de la libreta para tener una visión general de todas las plantas y
los lugares asociados a ellas, a modo de resumen? —le propuse.
—Es buena idea. Pero antes de hacer eso, podríamos ver con
detenimiento el segundo plano, a ver hacia qué lugar de Ciudad
Universitaria tenemos que ir, y ya mañana después de clase, como
estaremos por allí, lo buscamos.
Permanecimos unos instantes en silencio, seguramente pensando en un
sinfín de cosas a la vez como adónde nos llevaría aquella libreta, si
seríamos capaces de encontrar las siguientes pistas, si el número que
habíamos visto formaría parte de ese juego, y no una simple coincidencia.
Y entre aquellos pensamientos, de pronto, se me coló uno que adelantó al
resto y que se hizo tan intenso, que no me quedó más remedio que sacarlo a
la superficie:
—Oye, ¿por qué me has dicho antes que no me funciona lo de pasar
desapercibida?
Sonrió.
—Porque no te funciona.
—Es que no sé a qué te refieres.
—Pues a que para algunas personas no pasas desapercibida y se fijan
en ti.
Me paré en seco. ¿Lo estaría diciendo por él? Pero si yo no era su tipo.
—¿Cómo? ¿Para qué personas?
—Mira la Yerbis cómo quiere tirarme de la lengua.
Me observó un momento haciéndose el interesante.
—Buah, ya me estás vacilando, como siempre —le reproché.
—No, no. Sólo que, en cierta ocasión de estas en la que nos hemos
puesto a comentar las bondades de las chicas de clase, he escuchado a
alguno de nuestro entorno hablar de ti.
—¿De mí? ¿Y de qué?
—Pues de qué va a ser, tía. De tu cara, de tus ojos, del culo que se te
marca cuando te agachas a recoger el boli.
—¿Perdón?
—Has sido tú la que has preguntado.
—Pero ¿en qué os fijáis? A mí no se me marca nada.
—Que sí, Yerbis, que da igual que teniendo una talla ¿treinta y seis?
¿treinta y ocho? lleves un pantalón de la cuarenta y cuatro. Que hay cosas
que no se pueden esconder.
Le miraba completamente desconcertada.
—¿Y se puede saber quién dice eso? —intenté averiguar.
—No te lo voy a decir, pero vamos, que tampoco somos tantos en
clase, así que alguno de ellos, o varios.
Dijo «ellos», por lo que descarté que estuviera hablando de él, lo cual
me alivió.
Ya habíamos llegado al metro, con lo que descendimos por las
escaleras de bajada a la estación y viajamos hasta la estación de Moncloa de
manera refleja sin hacer muchos más comentarios después de aquella
conversación.
Salimos por el acceso del intercambiador y nos paramos una vez que
hubimos pasado la puerta.
—¿Vamos al parque? —me preguntó—. Podemos ponernos en las
mesas que hay donde los bancos, si hay alguna libre. ¿O quieres ir a otro
sitio?
Se notaba más fresco que los días anteriores, pero el sol lo hacía
soportable, así que aquella opción no me pareció del todo mal.
—Vale.
Cruzamos la calle y, al llegar al parque, comprobamos que la primera
de aquellas mesas tipo merendero estaba libre, con lo que nos sentamos allí,
uno al lado del otro. Él sacó su copia de la libreta y yo, el cuaderno con las
notas. Buscamos la página del plano que estaba numerado con un dos para
mirarlo atentamente. En él se representaba el metro de Ciudad Universitaria
y unos rectángulos que parecían los edificios de las diferentes facultades
que lo rodeaban. Lo observamos durante unos momentos en silencio.
—Esto debe de ser Odontología, esto, Medicina y esto de aquí,
Farmacia —supuso Rafa mientras indicaba con el dedo en el mapa los
lugares que iba mencionando.
—Sí, parece —corroboré.
—Pues si es así, la flecha está en Farmacia.
—¿Y este punto? —Señalé una marca insignificante que había en el
supuesto edificio que dedujimos que era el de la Facultad de Farmacia—.
Se parece al del primer plano, ¿te acuerdas? Que no sabíamos si era un
borrón.
—Sí… ¿Y aquí qué hay? Esto está por donde el vestíbulo de la
entrada, ¿no?
—O en el mismo lugar que el vestíbulo, pero en otro piso, ¿qué hay
ahí en los demás? —Hice una breve pausa para continuar—. En el primer
piso, está la terraza de los bancos, donde ayer copiamos el texto en el
cuaderno.
—Y en el segundo, la biblioteca —continuó.
—Y en el tercero, un departamento, ¿no? —concluí.
—Pues aquí no parece poner nada más, vamos a tener que leer lo que
dice el texto de esta planta, a ver si así sacamos alguna pista adicional.
¿Quieres que lo copiemos?
—Perfecto.
Saqué un bolígrafo de la mochila y él buscó en la copia el folio
correspondiente a la información que iba a proceder a leerme. Se quedó
mirando el papel un instante antes de hacerlo.
—Esta vez las líneas no tienen una extensión tan diferente como en la
anterior, o, al menos no lo parece, ¿a ver? —Leyó el comienzo de cada línea
hacia abajo, pero aquello no mostraba ningún nombre ni dato congruente—.
Las primeras letras esta vez no dicen nada.
—Hombre, es que no va a poner todos los enigmas iguales, no tendría
gracia —le espeté.
—Bueno, tampoco hay que ponerse tan exquisita, Yerbis, hubiera
ayudado.
—Venga, vamos a copiarlo, díctame, please.
—Dos. El Thymus vulgaris, más conocido como tomillo común… —
leía.
Unos treinta minutos más tarde habíamos concluido de transcribir el
texto y lo revisábamos atentamente.
—Pfffff… —resoplé.
Rafa lo miraba en silencio.
—No veo nada raro —dijo al fin.
—Es que, aparentemente, no lo hay. Sólo veo datos lógicos y muy
básicos del tomillo.
—¿Datos lógicos y muy básicos? A ver, Yerbis, deléitame con tu
sabiduría. ¿Para qué usas tú el tomillo?
—Aparte de lo que pone aquí, para la tos y como repelente de
mosquitos. Pero vamos a lo que vamos. ¿No te parece muy simple esta
información?
—La verdad es que sí. Aunque, pensándolo bien, precisamente eso es
lo raro. Esta información es demasiado general como para que alguien con
la categoría de doctor haga referencia a ella. Me esperaba algo más
científico y elaborado.
—Eso es porque el texto en sí no tiene importancia, sino algo que se
esconde dentro de él —deduje.
—¿Y qué podría esconderse aquí? He intentado combinar las letras en
todas las direcciones y no hay nada.
—Es lo que te decía antes, no va a ser igual que el anterior.
—Oye, ¿y si vemos la diferencia con el anterior? Me refiero a que el
primer texto también era información muy general de la lavanda, pero
vimos que las líneas no estaban distribuidas de la misma manera, que fue lo
que nos dio la pista. Tiene que haber algo que esté en la estructura de este
texto, que en el otro no, y ahí es donde debe de estar la clave.
—Pues lo único que veo diferente es que aquí viene al final la
bibliografía y en el otro no, pero eso es una…
—¿Y si es eso? —me interrumpió.
—¿Tú crees? No me parece relevante.
—Puede que no lo sea, pero sí es diferente. Y, si lo piensas bien, es
hasta lógico si lo relacionamos con la zona donde aparece la marca. Es
posible que sea algún libro de los que están en la biblioteca de la facultad.
Podríamos buscar esos títulos, a ver si encontramos algo.
—¿Pero eso no sería demasiado obvio y fácil?
—¿Se te ocurre algo más? —me preguntó.
Me quedé pensando a la vez que observaba el texto que acababa de
copiar y, mientras lo hacía, me dio un escalofrío. Me subí la solapa del
abrigo para taparme el cuello, el sol comenzaba a bajar, ocultándose detrás
de los árboles del parque, y el fresco se hacía más intenso.
—La verdad es que no —le respondí al fin.
Me pegué más a Rafa para mirar el plano que se mostraba en su copia
de la libreta, aunque aquello fue una excusa para obtener un poco de calor.
Él se dio cuenta.
—¿Qué pasa, Yerbis? ¿Tienes frío o es que, de repente, me quieres
mucho?
Le devolví la mirada haciéndome la sorprendida. Me ponía muy
nerviosa que actuase de esa manera y no podía soportarlo. No podía
soportar que fuese tan directo. No podía soportar que me estuviese
examinando y cuestionando a cada cosa que hacía todo el tiempo. No podía
soportar no saber cómo iba a reaccionar. No podía soportar sus bromas. Y el
hecho de que nos hubiéramos acercado durante los últimos días y de
haberle confesado que me sentía sola, me dejaba en una posición de
vulnerabilidad delante de él. Si le confirmaba que tenía frío, Rafa podría
pensar que era un pretexto para estar más cerca de él. Pero si le decía que le
quería, en plan irónico, podría creer que era verdad por el mismo motivo.
¿Por qué le estaba dando tanta importancia a aquello? Definitivamente,
haberme pegado a él para cobijarme del frío había sido una mala idea.
—¿Qué dices, Zurbano? ¿Puedes dejar ya de decir chorradas? Sólo
miraba el plano. —Me separé de él y saqué mi copia de la mochila,
buscando ese mismo mapa para ponerlo delante de mí.
Me dio otro escalofrío que traté de disimular sin mucho éxito. Él no
paraba de mirarme atentamente. Yo seguía observando un papel al que
realmente no estaba prestando ninguna atención.
—¿Quieres que nos vayamos? —me propuso.
Negué con la cabeza.
—¿Tú quieres que nos vayamos? —le devolví aquella cuestión
mientras me estiraba las mangas del jersey, sacándolas por debajo del
abrigo para taparme las manos.
Como no me respondía, le miré a los ojos y allí me encontré con su
cara risueña.
—¿Qué pasa? ¿Te hago gracia? —le pregunté molesta.
—La verdad es que sí.
—¿Y por qué? A ver, ¿qué pasa ahora? —Me crucé de brazos.
—Quiero ver hasta dónde llegas.
—Hasta dónde llego, ¿de qué?
—Hasta que me pidas que nos vayamos o vuelvas a pegarte a mí con
alguna otra excusa. Pero no lo vas a hacer, ¿verdad?
No podía soportar aquello. No podía soportarle.
—A ver, Rafa, si te pones en plan inaguantable, me voy a casa y
mañana, cuando se te haya pasado la tontería, seguimos. —Me dio otro
escalofrío.
—Pero ¿por qué eres tan complicada? —Cogió mi copia con el plano
para llevarla a su lado, poniéndola encima de la suya, después hizo lo
mismo con mi cuaderno.
—¿Qué haces, tío?
—Lo que tú no te atreves. ¿Lo ves conmigo o no? —Me hizo un gesto
con la mano para que me acercara a él.
Me quedé un instante inmóvil sin saber muy bien cómo reaccionar.
¿Me estaba invitando a pegarme a él? ¿Qué era aquello? ¿Una trampa?
Finalmente, me acerqué para poder ver los documentos, pero intentando
evitar tocarle. Él me observaba sorprendido.
—Complicada es poco —dijo meneando la cabeza.
Cogió los documentos para acercarlos a mí, poniéndolos justo enfrente
de mis ojos, y se deslizó en el banco hasta pegar su cuerpo al mío. A
continuación, me pasó el brazo por encima de los hombros y lo cruzó con el
otro para apretarme contra él, abrazándome. Acercó su cabeza a la mía.
—Mejor ahora, ¿no? —me susurró al oído y sentí el contraste entre mi
oreja fría y su aliento caliente.
Asentí. Y entonces temblé entre sus brazos, pero aquella vez no era
por el frío.
12. Escondiendo la verdad
Dicen que los del norte somos más fríos que los del sur, pero yo no
estoy de acuerdo. Puede que los sureños tengan un carácter más
extrovertido, más desenfadado, eso no lo negaré, pero en el norte hay gente
muy cariñosa y cercana. Aunque yo no haya tenido la suerte de rodearme de
este tipo de personas mucho más allá de algunos miembros de mi familia.
Ángel no es que fuera frío, pero tampoco demasiado cariñoso. Jamás
manifestaba su afecto por mí en público y en la intimidad, aunque sí lo
hacía, nunca fue de una manera excesivamente pasional.
Yo no me considero despegada, aunque sí tímida. Y el hecho de serlo
te hace parecer fría en los primeros estadios de una relación o cuando no
tienes la suficiente confianza con una persona como para mostrarte tal y
como eres por miedo a que se haga una idea equivocada de ti, a que te haga
daño. Por eso utilizas la timidez como coraza, es tu protección.
Quizás por estas cosas no sabía muy bien cómo reaccionar ante el
comportamiento de Rafa. Nunca nos habíamos atraído el uno al otro y, sin
embargo, en cuatro días me había dado más abrazos de los que podía
recordar en mis primeras dos semanas de relación romántica con Ángel.
Zurbano era muy cercano y yo no sabía cómo gestionarlo en ningún
sentido, no estaba preparada. Puede que ese fuera el motivo por el que había
dormido tan poco aquella noche. Intenté avanzar algo con la libreta para
entretenerme y tratar de olvidar la emoción que me producía la situación
vivida con Rafa, leyendo de nuevo la información que habíamos transcrito
del tomillo, pero no me concentraba y decidí meterme en la cama.
En la oscuridad de mi dormitorio no podía dejar de pensar en lo
acontecido aquella tarde, de escuchar su susurro en mi oído mientras me
abrazaba para transmitirme el calor de su cuerpo. Estuvimos unos minutos
sin hablar en aquella posición. Unos minutos que a mí se me hicieron
eternos porque no sabía lo que hacer, no sabía lo que decir. Unos minutos
en los que sentía el movimiento de su pecho respirando en mi espalda, las
cosquillas de su cortísima barba afeitada dos días antes en mi mejilla.
Aquella situación me ponía muy nerviosa y no quería que él lo notase.
Supuestamente, estábamos así para seguir mirando los documentos que
teníamos delante, pero ninguno de los dos lo hacía. Respiré profundamente
antes de girar la cara para hablarle, pero sólo un poco, no quería mirarle a
los ojos porque no hubiera soportado tenerlos tan cerca de los míos.
—Rafa —le dije en un tono de voz muy bajo.
—Dime —me contestó en el mismo tono.
—Creo que deberíamos irnos, hace fresco y está oscureciendo, no creo
que podamos avanzar mucho más.
—Sí, mañana seguimos.
Se apartó de mí y fue entonces cuando me sentí invadida por el frío,
por ese frío que ponía de manifiesto su ausencia.
Recogimos nuestras cosas y retomamos el camino hasta el
intercambiador, pero él no se paró para entrar, sino que siguió para
acompañarme hasta mi casa como los días anteriores.
—¿Y si vamos una hora antes de clase para poder avanzar un poco sin
que nos vean los demás? —le propuse.
—Vale, me parece buena idea.
—¿Quieres que nos veamos en la tercera planta? Allí no creo que nos
crucemos con mucha gente tan pronto. ¿A qué hora quieres quedar?
—Venga, nos vemos a las ocho y media.
Me recoloqué de nuevo la solapa del abrigo para taparme el cuello
mientras subíamos por Fernández de los Ríos.
—¿Sigues teniendo frío? —me preguntó.
—No, ahora caminando, ya no —le mentí.
Y una vez delante de mi portal, nos esperaba una despedida insípida.
—Bueno, Zurbano, mañana nos vemos.
—Buenas noches, Zuñi.
Nos acercamos para darnos dos besos protocolarios que contrastaban
demasiado con nuestro abrazo del parque.
A las ocho y veinticinco de aquel miércoles estaba sentada en uno de
los bancos de madera de la tercera planta de la facultad, con los ojos
acuosos por el sueño y dando vueltas a todo aquello. A esos contrastes que
a mí se me antojaban sin sentido, pero que quizás fueran muy normales
entre amigos muy cercanos. ¿Pero acaso eso significaba que estábamos
empezando a ser amigos muy cercanos?
A las ocho y veintiocho apareció Rafael Zurbano enfrente de mí tras
subir las escaleras a paso ligero. Con unos vaqueros azules, su cazadora
vaquera del mismo tono, una camiseta negra de AC/DC y unas deportivas.
—Buenos días, Yerbis. ¿Qué tal has dormido? ¿Me has echado mucho
de menos?
—Buenos días, Rafa. ¿Y tú a mí? —le devolví la pelota.
Y mientras me sonreía, me levanté del banco dudando de si la
situación requería que nos diésemos otros dos besos protocolarios como los
de la noche anterior. Él me vio titubear y reaccionó enseguida sacando
partido de la situación para hacerse el gracioso.
—Ven, Zuñi, no te quedes con las ganas. —Se acercó para besarme
una mejilla y luego la otra, después de mirarme de arriba abajo, supongo
que fijándose en mis pantalones anchos grises de cuadros, que acompañaba
de un jersey negro y las botas militares.
¿Pero de verdad me había costado dormir aquella noche pensando en
ese personaje? ¿En su barba naciente haciéndome cosquillas en la cara? ¿En
su aroma característico que estaba de nuevo envolviéndome en aquel
momento? Mi vida comenzaba a hacer aguas. Simplemente, meneé la
cabeza.
—¿Nos sentamos? —me propuso.
Nos dirigimos a la mesa redonda que había en el lateral, junto a la
ventana. Mientras comenzábamos a sacar los documentos de nuestras
mochilas, él me hablaba.
—Ayer empecé a revisar las demás plantas y he hecho una lista con
todas.
Me acercó un papel en el que se leía:
1. Lavanda
2. Tomillo
3. Romero
4. Menta
5. Melisa
6. Rosa
7. ¿?
—No he podido avanzar más porque me tiré tres horas intentando
averiguar cuál era la séptima, sin conseguirlo. Igual tú la reconoces por el
dibujo. ¿Has mirado algo? —indagaba.
—Lo que miré fue lo relacionado con el tomillo. Del resto no he visto
mucho porque, aparte de que no entiendo la letra, prefería concentrarme en
lo que transcribimos ayer. Pero, por lo que recuerdo de cuando eché un
vistazo general, eran plantas muy conocidas. A ver la imagen de la séptima.
—Hice un gesto con la mano para que me lo mostrara de su copia, que
sostenía exponiendo aquella ilustración.
Me puso delante el papel, que yo miré atentamente.
—Ostras, pues no me acuerdo de ver este dibujo, y mira que revisé
todas las páginas de la libreta —le respondí.
—¿Sabes cuál es?
Era una planta muy extraña, no recordaba haber visto nunca un vegetal
de tales características. Tenía una flor en forma de paraguas, que parecía
estar invertida y sujeta al tallo por el estigma.
—Pues no, es la primera vez que veo algo así. ¿Y el texto? —le pedí.
Seleccionó la página y la puso frente a mí para que lo pudiera leer,
pero tan sólo vi una línea con multitud de curvas detrás de un número siete,
escrito de manera muy descuidada.
—No tengo ni flowers de lo que pone, tía, esta nos va a dar
quebraderos de cabeza —afirmó.
—Bueno, vamos por partes, de momento seguimos con el tomillo y a
lo mejor con el paso de los días lo vemos más claro, ¿no?
—Eso espero —me dijo antes de bostezar.
—¿Has dormido poco?
—Es que me haces madrugar mucho, Yerbis.
—Bueno. —Miré el reloj—. Aún quedan quince minutos antes de que
abran la biblioteca para echar un vistazo a los títulos de la bibliografía.
¿Has visto alguna otra cosa que te llame la atención?
Negó con la cabeza.
—Nada nuevo.
Permanecimos unos minutos observando de nuevo aquel texto, tras los
cuales apareció un chico de clase por las escaleras, nos saludó y se dirigió
hacia el departamento de Química Farmacéutica.
—¿Adónde irá el Ace a estas horas? —preguntó Rafa.
—¿El Ace? ¿Por qué le llamas así?
—Tía, porque es igual que Ace Ventura, con esas camisas abiertas y
esos pantalones de rayas que me lleva, y luego ese pelo…
Meneé la cabeza.
—Pobre Manuel, si es muy majo.
—Si yo no lo niego, pero es un notas, unos tanto y otras tan poco. —
Me señaló.
—Ya empezamos… ¿Podrías dejar de meterte con mi ropa? Es que ya
cansas.
—Cuando me cuentes lo que te pasó, Yerbis. Porque para dar ese
cambio tan radical tuvo que ser algo gordo. Yo creo que debías de ser la
típica niña mona a la que todos los chicos miraban y a la que las chicas
odiaban porque te tenían envidia. Puede que alguno intentara aprovecharse
de ti. Te tuvieron que hacer daño y por eso ahora vas así.
Otra vez con ese tema, no. Empezaba a fastidiarme su insistencia en
ahondar en ello, así que decidí volverlo en su contra jugando también a
aquel juego de adivinar su pasado.
—Bueno, vale ya, ¿no? ¿Y tú? Porque no paras de hablar de los
demás, pero lo de poner motes sin medida también tuvo que ser de algún
trauma. Seguro que te pusieron algún apodo con el que te hicieron la vida
imposible y por eso ahora tú lo haces con el resto. ¿Qué era, Rafa? ¿Tus
orejas? ¿Tu pelo? ¿Tu nariz?
Se le borró la sonrisa, sin duda no le hacía gracia que estuviera
hablando sobre ese asunto, pero como me tenía harta y no paraba de
meterse con mi aspecto, decidí seguir presionándole con aquello.
—No… Tienes todo demasiado normal. ¡Ya está! Eras gordo, ¿verdad?
—insistí.
—Pues no, Yerbitas, te estás colando de lleno.
—No, no, por tu cara es algo de eso, te ha cambiado el gesto.
Se quedó un instante en silencio.
—A ver, mi apellido no me ha ayudado nunca. Ya sabes, tenía que
escuchar cosas como: Zurbano, me la tocas con la mano.
—No, no es eso. Porque ahora no te importa que te llamen por tu
apellido y si hubiera sido así harías por evitarlo.
Nos quedamos mirando atentamente el uno al otro. Sin querer, había
tocado una de sus heridas y estaba viendo como comenzaba a supurar
delante de mí. Así que Rafa tenía puntos débiles que trataba de esconder
debajo de ese talante gracioso y ese desparpajo que le caracterizaba,
usándolos como escudo, igual que yo hacía con mi timidez.
—Conmigo no tienes que fingir, Rafa —le dije aquella frase que él
había utilizado hacia mí un par de días antes. Y, al hacerlo y en contra de lo
que pretendía, me puse seria, supongo que por empatizar con lo que
demostraba su gesto en ese instante.
Apartó los ojos de mí para mirar su reloj.
—Van a abrir la biblioteca, ¿vamos? —me planteó.
—Vamos.
Bajamos las escaleras hasta el segundo piso, donde la responsable de
la biblioteca abría las puertas de la misma. Había cinco personas esperando,
así que entramos detrás de ellas. Nos fuimos directamente a la sección de
Farmacognosia buscando aquellos cuatro títulos que estaban anotados en la
bibliografía de la documentación relacionada con el tomillo, hasta que
conseguimos localizar dos.
—Estos libros no son de préstamo, sólo de consulta, los tenemos que
ver aquí —le susurré tras comprobar el color del código de su lomo.
—Pues qué bien, a ver cómo hacemos porque va a ser un canteo
consultar estos libros delante del resto cuando lo que hemos dado sobre
plantas en Farmacognosia es muy general —puso de manifiesto en el
mismo tono.
—Bueno, dos de ellos están en el programa de este año.
—Pero los otros dos, no.
Me quedé pensando unos momentos.
—Podemos hacer que nos vamos, comemos fuera y venimos a la
biblioteca por la tarde —le propuse.
—Vale, pero paso de irme con vosotras en el metro como ayer y
aguantar otro interrogatorio, ya me inventaré algo.
Seguimos buscando los otros dos títulos que faltaban hasta que dimos
con el tercero.
—Este le podemos sacar —evidencié—. Algo es algo.
—Sí, pero hay dos ejemplares ¿Y si lo que sea que estamos buscando
está en uno, pero en el otro no? Además, pensándolo bien, igual levantamos
sospechas, hay registros de quién saca los libros. Yo creo que es mejor si los
vemos todos aquí.
Le di vueltas a aquello.
—Vale, pero vamos a tardar un montón si tenemos que revisar todos
los libros aquí sin que nuestros compañeros se den cuenta, y más si existe el
riesgo de que alguien se pueda llevar alguno —aseveré.
—¿Y si escondemos estos dos, que son de préstamo, en otra sección
que no suela consultar mucha gente? Los dejamos detrás de otros o en la
esquina de una de las estanterías de abajo, por ejemplo. Luego venimos y
los miramos los primeros por si alguien se los lleva. Y los que son de
consulta los revisamos después, total, esos van a estar aquí siempre.
—Me parece buena idea.
Cogimos un ejemplar cada uno y nos fuimos a las estanterías que
estaban más al fondo para esconderlos detrás de algunos tomos que nos
parecían poco consultados.
—Nos tenemos que ir a clase, tía, ¿cómo hacemos? ¿Sales tú y
después yo?
Miré el reloj, eran las nueve y veinticinco pasadas.
—Venga, voy yendo —corroboré.
Asintió con la cabeza.
Me dirigí hacia la entrada para salir por la puerta sin mirar atrás y
directa a la clase que había justo enfrente, la nuestra. Cuando bajé por las
gradas, Silvia ya estaba allí hablando con Juanan y Vázquez, que estaban
sentados una fila delante de ella, como de costumbre.
—Buenos días, chicos —saludé.
—Hola —me dijeron.
—¿Qué tal, guapa? Tienes cara de sueño —me habló ella.
—Sí, es que me estoy quedando hasta tarde estudiando —mentí.
Me senté junto a mi amiga y comenzaba a sacar mi cuaderno de
apuntes cuando apareció Zurbano.
—Buenos días, señoritas —nos dijo.
—Buenos días, Rafa —le contestó Silvia.
—Buenos días, Zurbano —le respondí yo.
Después se sentó justo delante de mí, junto a los chicos y al lado del
pasillo.
—¿Qué haces después de clase? Hoy me quedo en la biblioteca hasta
que salga Rodri —me preguntaba Silvia.
—Pues… —me quedé en blanco cavilando cómo podíamos hacer Rafa
y yo con nuestro plan de quedarnos en la biblioteca, ya que, si también lo
hacía mi amiga, nos complicaría bastante la operación que teníamos en
mente sin que levantáramos sospechas—. Pensaba irme a casa, pero no sé,
ahora me lo pienso.
—¿El qué te tienes que pensar? ¿Tenías planes?
—No, pero quería echarme una siesta —mentí de nuevo.
—Tía, estás muy rara, ¿estás bien?
—Sí, sí, es que tengo mucho sueño. —Forcé un bostezo mientras
pensaba sobre cómo comunicarme con Rafa para rehacer nuestro plan. Lo
primero que se me ocurrió fue pasarle una nota, pero iba a ser muy
descarado, Silvia se daría cuenta de que la estaba escribiendo. Algo tenía
que hacer, pero ¿qué?
El profesor llegó a clase y, sin entretenerse demasiado, comenzó a
proyectar unas transparencias mientras explicaba una serie de datos
relacionados con ellas. La mirada y la posición del cuerpo de Silvia se
dirigían hacia el lugar donde estaba la pantalla, que era la diagonal opuesta
a mí, con lo que podría aprovechar ese momento para escribir algo breve
sin ser descubierta. Abrí la pequeña libreta que utilizaba a modo de agenda
y arranqué una hoja de manera discreta, después puse la tapa hacia arriba
para que Silvia no pudiera ver el contenido de lo que escribía, en caso de
que desviara la vista hacia mí, y redacté:
Después de clase en 3ª planta, donde antes.
Doblé la nota y me la puse dentro de la palma de la mano derecha, con
la que sujetaba a la vez el bolígrafo con el que estaba escribiendo.
Seguidamente, continué tomando apuntes en mi cuaderno para disimular y
un par de minutos más tarde, dejé caer el boli hacia el pasillo con la inercia
justa para que se parara un escalón más abajo de la grada en la que estaba
sentada. Toqué a Rafa en el hombro. Él se dio media vuelta.
—Zurbano, ¿me coges el boli? —le susurré, señalándole el pasillo.
—¿Y por qué no lo coges tú? —me contestó con otro susurro.
—Porque está a tu lado. —Y puse un gesto de fastidio, que trataba de
hacerle saber que aquello no era casual.
Ladeo su cuerpo, alargó el brazo hasta alcanzarlo y una vez lo tuvo en
su poder, yo también incliné mi cuerpo hacia el pasillo. Cuando puso el
bolígrafo en mi mano, traté de darle el mensaje, pero a él le pilló por
sorpresa mi movimiento de intercambio de objetos y se nos volvió a caer el
boli al suelo.
—Pfffff… —resoplé.
—¿Qué hacéis? —preguntó Silvia.
Negué con la cabeza. Me levanté del sitio a coger el bolígrafo y
mientras lo hacía, con la otra mano tocaba la pierna de Rafa con la nota
entre los dedos, sin mirarle. En esta ocasión, él se dio cuenta y la cogió. Yo
volví a mi sitio y continué tomando apuntes intentando normalizar aquella
situación lo máximo posible.
Cuando acabó la clase, recogí todo de manera rápida y me dirigí a
Silvia.
—Tengo que ir al baño urgentemente, si tardo, píllame sitio en clase —
le pedí.
—Vale, ahora nos vemos, pero ¿estás bien?
Afirmé con la cabeza. Rafa se puso de pie mientras recogía y se dio
media vuelta, nos miramos un segundo y, justo después, salí rápido de la
clase. Subí un piso más para dirigirme hacia la mesa donde habíamos estado
por la mañana que, por suerte, seguía estando libre. Al cabo de un minuto
apareció por allí.
—¿Qué pasa, Yerbis?
—Vamos, que estás que las coges al vuelo —ironicé, refiriéndome al
numerito del boli—. Resulta que Silvia se queda a estudiar esta tarde en la
biblioteca, así que no sé cómo vamos a hacer para revisar los libros sin que
sospeche. No nos podemos ir a comer fuera y luego volver a aparecer
porque ella nos va a ver y no lo entendería.
—Qué oportuna, tía. Pues… no tengo ni idea. Bueno, nos podemos
quedar a comer aquí y tú te pones con ella a estudiar, yo me puedo sentar
lejos de vosotras y, al menos, podré ir viendo algo. Después, cuando ella se
vaya, te unes a verlo conmigo.
—Y si tenemos que volver a cambiar el plan sobre la marcha, ¿cómo
nos comunicamos? Oye, vamos a tener que inventar unas claves o algo así
por si necesitamos quedar un momento en algún sitio, como hemos hecho
ahora, o para que no nos pase lo de ayer con Silvia.
Se quedó un instante pensando.
—Vale, podemos decir la palabra «urgente» si tenemos que vernos el
mismo día, y la hora camuflada. Por ejemplo, si digo que necesito un café
urgente, es que nos vemos ese día a la una.
—Y si nos tenemos que ver a las once y media, ¿qué digo? ¿Que
necesito once cafés y medio de manera urgente? Es que yo soy más de Cola
Cao —le puse pegas.
—Bueno, puede ser café u otra cosa. También podrías decir que tienes
mucho sueño y que necesitas dormir, por lo menos, once horas y media de
manera urgente.
—Vale, lo pillo.
—Y si es de quedar al día siguiente, podemos decir una palabra con la
letra eme, de mañana. Por ejemplo, mucho —continuó.
—O sea que, si quiero quedar contigo mañana a las once y media,
podría decir que necesito dormir mucho, por lo menos, once horas y media.
—Eso es, Zuñi.
—¿Y si es para quedar otro día?
—Pues di el día que sea, por ejemplo, que dormirías hasta el viernes,
yo qué sé. Pero vamos, tampoco hay que hilar tan fino, tía, eso es menos
probable que nos pase porque si no es para el mismo día, o al siguiente con
pocas horas de por medio, siempre nos podemos llamar a casa cuando
lleguemos para quedar, si fuera necesario.
—¿Y cómo decimos el lugar?
—Pues… es más fácil quedando siempre en el mismo. Si es fuera de la
facultad, en el banco del parque de enfrente del intercambiador. Con decir
la palabra banco, como hiciste ayer, ya es suficiente. Y si es aquí…
—Podríamos quedar siempre aquí, en esta mesa. Decimos la palabra
mesa y ya está. Pero, claro, ¿si tuviéramos que quedar en otro lado?
Imagínate cuando tengamos clase en esta planta.
—Pues podríamos ir a la terraza de la primera planta, por ejemplo,
decimos terraza y ya está. Bueno, eso sería muy obvio, mejor decimos la
palabra primera. O, si es en la biblioteca, decimos libro.
—Vaya follón, Rafa.
—No, ya verás, no es tanto. De todas formas, vamos improvisando.
—Entonces, ¿luego nos quedamos a comer con estos y por la tarde
vamos a estudiar a la biblioteca? —le pregunté.
—Efectiviwonder, Yerbis. Yo avanzo lo que pueda y tú te unes cuando
se vaya Silvia.
—Vale, pues vamos bajando, ¿no? ¿Vamos cada uno por una escalera?
—Buena idea.
Me fui hasta el fondo del pasillo para bajar por aquellos escalones y
cuando llegué al final del tramo que daba a la planta baja, me crucé con
Rafa.
—Pero, tío, ve más despacio, hacemos esto para evitarnos… —le
bronqueé.
—Bueno, y si nos hemos encontrado aquí por casualidad desde el sitio
desde donde viniera cada uno, ¿qué pasa? Tampoco nos vamos a volver
locos, sé natural, tía.
Meneé la cabeza mientras iba hacia la clase caminando junto a él.
—Oye, no hemos mirado si han salido las notas de prácticas —
evidencié en una perfecta conversación normal entre compañeros de clase.
—Si hubieran salido ya nos lo habría dicho alguien.
—O no, a lo mejor nadie ha subido. ¿Y si es lo que ha ido a mirar el
Ace?
Empezó a reírse.
—¿El Ace? Mira, Yerbis, ya se te está pegando lo bueno, no le has
llamado Manuel.
—¡Pero serás tonto! —Le di un manotazo mientras él no paraba de
reírse justo cuando vimos al resto de nuestro grupo de compañeros.
—Y vosotros, ¿de dónde venís? —preguntó Silvia.
—Yo, del baño, éste, no sé —respondí refiriéndome a Rafa.
—Di la verdad, Yerbis, que te habías perdido dentro de tus pantalones
y me has llamado para que te ayudara a encontrar la salida —bromeó
Zurbano.
—Mira, Rafa, es que eres insoportable, déjame un ratito tranquila,
anda.
Él no paraba de reírse. Yo negaba con la cabeza. Y entonces se abrió la
puerta del aula para permitirnos la entrada. Aquella mañana no hubo nada
más reseñable. Según habíamos acordado Rafa y yo, al final de las clases
les dijimos a nuestros compañeros, de la manera más casual que pudimos,
que comeríamos con ellos con la excusa de quedarnos después un rato
estudiando. Así que nos fuimos a la biblioteca a coger sitio antes de bajar a
la cafetería.
Cuando hubimos comido, regresamos a nuestros respectivos sitios a
estudiar, Silvia y yo nos encontrábamos en dos sitios contiguos y los chicos
se hallaban en otra mesa, ya que no había cinco asientos libres en la misma.
Así estuvimos hasta que nuestros dos compañeros se fueron a las cuatro, y
alguien, que también se iba a realizar esas prácticas, dejó una silla libre
enfrente de donde yo me ubicaba.
—Voy a decirle a Rafa que se venga para que esté con nosotras —me
susurró Silvia.
—¿A Rafa? Pero si estará bien ahí donde está, ¿no? —intenté
disuadirla porque si se situaba en nuestra mesa perdería la oportunidad de
revisar los libros, tal y como había planeado.
—Pero ¿qué te pasa con él?
—No, nada, sólo que está un poco pesado —dije aquello por
improvisar algo que excusase mi comentario.
—Yo creo que le gustas, por eso está así.
—¿A Rafa? No digas chorradas, no soy su tipo. Además, creo que le
gusta una de su barrio, una poligonera —inventé.
—¿Una poligonera?
—Ya, yo qué sé.
—Bueno, le voy a avisar.
Silvia se levantó para acercarse a su mesa y desde la otra punta de la
sala vi como hablaba con él para convencerle de que viniera a estudiar junto
a nosotras. A los pocos segundos, ponía sus cosas sobre nuestra mesa y se
sentaba enfrente de mí, mirándome con cara de fastidio. Silvia retomó su
sitio y continuamos posando la vista sobre unos apuntes que, en realidad, no
nos motivaban demasiado en aquellos momentos.
Yo observaba disimuladamente a Rafa, que hacía girar un bolígrafo
entre sus dedos a la vez que leía unos papeles llenos de textos y notas
mientras mascaba un chicle. Su gesto serio de concentración contrastaba
bastante con su carácter bromista, dándole un toque interesante. Entonces
recordé esos instantes de reloj parado funcionando, esa mirada dulce, su
susurro en el oído mientras me abrazaba para protegerme del frío. Respiré
profundamente y me miró a los ojos para encontrarme contemplándole.
Dejó de mascar el chicle un breve lapso de tiempo y yo bajé la vista
rápidamente porque me daba vergüenza que pudiera darse cuenta de que en
ese momento le estaba mirando con otros ojos, con unos que no
corresponden con los de una compañera que, simplemente, quería compartir
con él las horas de estudio. Cuando segundos después volví a observarle, vi
que sus pupilas estaban de nuevo clavadas en los apuntes, pero esta vez
sonreía.
Un rato más tarde, dejó el bolígrafo sobre la mesa, se levantó y se
dirigió hacia las estanterías del fondo como si fuera a consultar algún libro.
Silvia aprovechó su ausencia para acercarse a mí.
—Tía, Rafa no para de mirarte, en serio —me dijo.
—A ver, es que, si estoy enfrente de él, ¿dónde quieres que mire? Deja
de montarte películas ya y vamos a estudiar.
—Vale, vale, pero no es ninguna película —me contestó.
Al cabo de unos veinte minutos, apareció Zurbano para sentarse en su
sitio de nuevo. Estuvo otros cinco leyendo el papel, moviendo el bolígrafo
entre sus dedos, no podía dejar las manos quietas mientras trataba de
memorizar. Luego miró el reloj y se levantó para venir hacia donde
estábamos nosotras.
—Voy un momento a la cafetería, tengo tanto sueño que necesitaría
cinco cafés y medio de manera urgente, pero voy a ver si uno me hace
efecto, si no, acabaré dormido encima de la mesa. ¿Queréis algo? —nos
preguntó en susurros. Unos susurros con olor a menta.
Negué con la cabeza y Silvia hizo lo mismo. E inmediatamente salió
de la sala, eran las cinco y diez. Acababa de citarme a las cinco y media en
la mesa de la tercera planta.
Cuando llegó aquella hora, le dije a mi amiga que me iba al baño,
rezando para que no me acompañase. Por suerte, no lo hizo. Y,
seguidamente, estaba saliendo de la sala para subir un piso más, donde me
esperaba Rafa sentado en el mismo lugar que por la mañana.
—Hola, Yerbis, veo que nuestro método en clave funciona.
Le sonreí en respuesta.
—Creo que el cuarto libro que nos faltaba lo tiene una chica que está
en la mesa donde estaba sentado antes de que la Fea fuera a buscarme. Así
que tendremos que estar pendientes de esa chica para poder cogerlo en
cuanto se vaya. Además, he podido mirar por encima los dos libros que
habíamos escondido esta mañana, pero no he visto nada, ni en la sección en
la que se habla del tomillo, ni en ningún otro sitio. Pero es verdad que lo he
mirado muy rápido y a lo mejor se me está pasando algo. Tú entiendes más
de plantas que yo, así que, si puedes, pásate por las estanterías y les echas
un vistazo, los he vuelto a esconder donde antes. También tu amiga, qué
oportuna, ya me podía haber dejado donde estaba, que lo hubiera tenido
más fácil para seguir revisando.
—Ya, y eso que he intentado disuadirla. Encima piensa que te gusto,
que me lo ha dicho.
—¿En serio, tía? ¿Sigue con eso?
—Pues sí, pero le he contado que te gustaba otra, una poligonera.
—Y dale con la poligonera… Muy bien, Yerbis, muy creíble todo.
Podías haberle dicho que me gustan las morenas y hubieras acabado antes.
—¿Te gustan las morenas?
—¡Y qué más da! ¿Podemos centrarnos, Zuñi? —Hizo una pausa y
cuando vio que no le contestaba, continuó—. ¿Qué pasa? ¿Hubieras
preferido que me gustasen las rubias, rubita?
Resoplé.
—¿Podemos centrarnos, Zurbi?
Nos miramos un instante en silencio.
—A ver —continué—. Silvia se va sobre las seis y media, o poco
antes, así que yo creo que es mejor que hagas como que te vas antes que
ella porque si no, se va a pensar que te quedas para esperarme porque te
gusto.
—Me tenéis mareado, tía. Esto parece el patio del cole. —Hizo una
pausa y respiró profundamente—. Venga, vale, me voy sobre las seis y me
quedo en la sala de estudio, no creo que Silvia vaya hasta allí, ¿no?
—No, no, su novio sale a las seis y media y de aquí se va directa a
buscarle.
—Vale, o sea, que sobre las seis y media me vuelvo a subir, o mejor,
cinco minutos más tarde, por si acaso, y ya vemos los libros que nos
quedan. Los otros dos que eran de consulta seguían en su sitio, nadie los ha
cogido y veo poco probable que nadie los coja ya a estas horas, así que sólo
hay que estar pendiente de no perder de vista el cuarto.
—Perfecto, ¿y qué chica es la que lo tiene?
—Una que llevaba un jersey rosa y un moño.
—Captado. Me bajo, que, si no, esta es capaz de ir a buscarme al baño.
—Vete por la sombra, Yerbis. En cinco minutos voy yo.
Levanté el dedo pulgar en señal de aprobación y me levanté de allí
para volver a la biblioteca. Me senté en mi sitio y volví a fijar la vista en el
papel. Unos minutos más tarde volvió Zurbano y se sentó en el suyo para
retomar su rutina de estudio. Dejé pasar un breve instante antes de
levantarme para visitar las estanterías del fondo, donde estaban los dos
tomos que habíamos escondido y que Rafa me había pedido que mirara.
Primero, cogí uno de ellos y empecé a pasar sus hojas, pero no encontré
nada raro. Lo mismo hice con el otro, sin éxito. Volví a dejarlos en su
escondite por si más tarde volvíamos a revisarlos con más calma y, de
vuelta a mi sitio, me llevé un libro de Parasitología, que era la materia que
estaba estudiando, para disimular.
A las seis y cinco, Rafa recogió sus cosas y vino a despedirse de
nosotras.
—Yo sé de uno que se va. Mañana más, chicas.
—Hasta mañana —le respondimos.
Le observé de manera disimulada mientras salía de la sala. Me daba un
poco de pena que tuviese que estar mudándose de un sitio a otro, pero lo
más raro es que sentía un vacío cada vez que se alejaba de mí. Ese vacío
que me producía su ausencia, aun sabiendo que nos volveríamos a ver en un
rato. Me estaba acostumbrando a él, a tenerle cerca, y eso me dejaba en una
posición de vulnerabilidad que no me agradaba demasiado, y más, teniendo
en cuenta que era un chico que no me atraía. Aquel era un sentimiento que
no sabía cómo clasificar. Mientras estaba digiriendo esos pensamientos,
busqué con la mirada a la chica con las características que había descrito
Rafa. Vi a una con un jersey fucsia y el pelo recogido encima de la cabeza y
deduje que, según su descripción, debía de tratarse de ella.
Unos veinte minutos después, Silvia recogía sus cosas y se dirigía a mí
en voz muy baja.
—Mañana no voy a poder venir a la primera clase, me tengo que hacer
mi analítica anual de rutina.
—Perfecto, no te preocupes, yo te paso los apuntes —le ofrecí.
—¿Te quedas?
—Sí, voy a aprovechar un rato más.
—Bueno, guapa, mañana nos vemos, entonces.
—Ten cuidado. Hasta mañana.
Y se marchó. Una vez que hubo salido de la sala cogí el libro de
Parasitología y lo dejé en el lugar que había dejado libre junto a mí para
reservárselo a Rafa. Luego me levanté y me acerqué a la mesa donde estaba
la chica del jersey rosa para comprobar que tenía el libro que nos interesaba
enfrente de ella, pero cerrado, mientras tomaba apuntes de otro que estaba
consultando.
—Perdona, ¿has terminado con el libro? —le pregunté señalándolo.
—No —me dijo de manera seca.
—Vale —respondí.
Y me volví a mi sitio.
Diez minutos más tarde, apareció Rafa. Le hice una seña con la mano
para que se sentase a mi lado.
—Le acabo de preguntar a la chica esa del moño si ha terminado con
el libro porque parece que no lo está usando, pero me ha dicho que no —le
susurré cuando ya estaba junto a mí.
—Bueno, luego lo cogemos, digo yo que lo dejará en algún momento.
—¿Qué tal? ¿Has podido estudiar algo con tanto trasiego?
—Sí, más o menos.
Tenía cara de cansado, ojos de sueño. No sé por qué, pero tuve ganas
de acariciarle la mejilla como para darle ánimo. No lo hice, sino que
simplemente me le quedé mirando.
—¿Qué pasa, Zuñi? —me preguntó cuando vio que le observaba de
aquella manera.
—No, nada, nada —le contesté intentando averiguar por qué me
transmitía aquella extraña sensación.
Cuando le miraba tenía muy claro que no me atraía, pero despertaba en
mí un sentimiento de ternura que no podía explicar, supongo que era por
como se había comportado conmigo los últimos días.
—¿Estás cansada? —Y fue él quien me hizo aquella pregunta, quien
me acarició el pelo para retirármelo de los ojos.
—Un poco. —Le aparté la vista porque aquella caricia me aceleró el
corazón y no quería que se diera cuenta, o quizás, la realidad era que la que
no quería darse cuenta, era yo.
—¿Quieres que nos vayamos?
—No, no, llevamos todo el día aquí esperando este momento, así que
vamos a aprovechar. Encima, este viernes es fiesta, por lo que sólo vamos a
poder revisar la bibliografía hoy y mañana y ya hasta la semana que viene,
nada.
—Vamos, entonces. —Me sonrió.
—Oye, a estos no les dará por aparecer por aquí cuando acaben las
prácticas, ¿no?
—¿A quién? ¿A Calavera y a Vázquez? Es más probable que caigan
sapos del cielo.
Nos levantamos para acercarnos a la estantería correspondiente a por
los otros dos libros que aparecían en la libreta, aquellos que eran de
consulta y que permanecían en su lugar.
—¿Qué hacemos? ¿Los revisamos aquí o nos los llevamos a la mesa?
Igual es un canteo, ¿no? —dudé.
—Sí, mejor verlos aquí, es un poco incómodo, pero en las mesas nos
puede ver cualquiera. De hecho, mejor si nos vamos a la estantería del
fondo, donde hemos escondido los otros.
—Vale.
Cogimos un libro cada uno y nos apoyamos sobre uno de los estantes
del final de la sala para pasar las páginas sin ver nada reseñable.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —le cuestioné.
—Pues ni idea, Yerbis. Yo creo que una marca o algo que sea un
número o una letra, pero no sé muy bien cómo aparecerá, si es que está
aquí.
—Pues tenemos para rato.
Cuarenta minutos después habíamos hecho una primera revisión de las
páginas de ambos libros sin encontrar ningún hallazgo.
—Yo no sé si será por el cansancio, pero no veo nada —manifesté.
—Yo tampoco he visto nada raro.
—¿Se habrá ido ya la del moño?
Se asomó para ver la mesa desde allí, yo le copié.
—Yo creo que no, espera —me pidió.
Dejó el libro que estaba revisando apoyado sobre aquel estante y se fue
caminando hasta acercarse a ella. Yo le seguía dos metros por detrás.
—Perdona, ¿has terminado con el libro? —le preguntó señalándolo.
Permanecía cerrado en un lateral de su sitio, mientras ella continuaba
tomando notas de otro.
—Aún no —respondió con el mismo tono borde que había utilizado
conmigo.
—Pues llevas toda la tarde con él y no eres la única que lo necesita, así
que como ahora no lo estás mirando, si no te importa… —Le hizo una seña
para que se lo diese.
Ella se quedó dubitativa un instante para finalmente entregárselo a
Rafa con cara de pocos amigos, tras su gesto de insistencia. Él lo cogió y se
dio media vuelta para volver conmigo. Yo le sonreía.
—Por eso te contraté —le dije bromeando, igual que él hizo conmigo
el primer día que encontramos la libreta.
Sonrió y volvimos a la estantería del fondo a revisarlo, esta vez juntos.
Un poco más tarde, a las ocho menos diez, aún seguíamos con aquel
tomo sin haber encontrado nada que nos llamase la atención. Cada vez
quedaba menos gente en la biblioteca. Teníamos el libro abierto apoyado en
un estante y pasábamos sus páginas de un lado a otro buscando alguna
pequeña pista. Resoplamos a la par.
—Yo creo que mejor guardamos los libros y volvemos mañana, ¿no?
—le propuse.
—Sí, sí, mejor —corroboró él.
Colocamos aquellos tomos en su lugar respectivo y después nos
fuimos a la mesa para recoger nuestras cosas antes de salir de allí.
Caminamos en silencio hasta que estuvimos dentro del vagón del
metro, donde tomamos asiento.
—Bueno, mañana seguimos, Zuñi. ¿Quieres que quedemos antes,
como hoy? —me planteó.
—No hace falta, que tienes que madrugar mucho y estás cansado.
Luego lo vemos por la tarde, si quieres. Silvia no va a quedarse porque se
va este puente a la casa de los padres de Rodri en la sierra, así que, en
cuanto termine la última clase, se irá porque él mañana sale pronto.
—Vale. Entonces, si quieres, nos vamos después de las clases,
comemos por ahí y a las cuatro volvemos, que estos ya estarán en las
prácticas —me propuso.
—Me parece bien.
La megafonía del metro anunció la siguiente estación, Moncloa, y él
hizo el gesto de levantarse para acompañarme.
—No, Rafa, por favor, hoy no hace falta que vengas, de verdad, estás
cansado y aún es de día.
—Pero no me importa, si vives aquí al lado.
—Por eso mismo, no tardo nada en llegar.
—No quiero que te sientas sola.
Le sonreí.
—Estoy bien.
Me puse de pie y él hizo lo mismo.
—Por favor, ve a descansar, mañana va a ser un día intenso —le pedí
antes de acercarme a él para darle dos besos.
Pero, cuando le estaba dando el segundo, el vagón se balanceó por su
entrada brusca a la estación y Zurbano me agarró por la cintura a la vez que
se asía a la barra lateral para sujetarse y no dejarme caer. Yo me agarré a sus
brazos, instintivamente, y nos quedamos juntos, muy juntos. Y en ese
momento sí que le acaricié la mejilla. El tren ya se había parado.
—Buenas noches, Rafa —le susurré.
Y él puso su mano sobre la mía cerrando los ojos un instante, como si
quisiese retener ese momento, como si estuviera saboreando el tacto de esa
caricia por encima de los demás sentidos.
—Buenas noches, muñequita —me susurró tras abrir los ojos, tras
acariciarme aquella mano que se separó de la suya suavemente, aunque se
resistiera a hacerlo.
Entonces se abrieron las puertas y yo salí de allí a paso acelerado con
el corazón retumbándome en los oídos. No quería mirar atrás, pero tuve que
hacerlo porque no entendía lo que acababa de pasar y mi mente necesitaba
una explicación. Las puertas del tren se cerraron y la gente me esquivaba
mientras yo miraba a través del cristal unos ojos que se quedaron con ganas
de seguir conversando sin palabras. Unos ojos que me sonreían al mirarme
mientras se marchaban. Unos ojos que se encontraron con la sonrisa de los
míos despidiéndose hasta el día siguiente.
13. Y nos unió una mentira
—¿Te parece bien así? —Le entregué las dos copias para que las
leyera.
Las miró atentamente y después asintió.
—Vale, pues vamos a firmarlo y cada uno nos quedamos con una
copia. Pero, espera, hay que añadir antes nuestros nombres y el DNI —
comencé a redactar a la par que leía en voz alta—. Yo, Lidia Zúñiga
Álvarez, con DNI…
—¿El DNI también, tía?
—Sí, vamos a hacerlo bien, ¿no?
Y sin decir nada más, sacó su cartera, extrajo de ella el carné de
identidad y lo puso sobre la mesa, haciendo un gesto con la mano, dándome
a entender que podía hacer con él lo que quisiera.
—No me hace falta tu DNI, sólo que copies el número después de
poner tu nombre, como he hecho yo —le dije entregándole ambas copias,
junto con su documento identificativo, para que completara aquella
información.
Respiró profundamente antes de poner esos datos y firmar en la parte
de abajo de cada una de las copias.
—Ya está. —Me entregó los dos papeles.
—Toma, una para ti y otra para mí. Guarda bien tu copia, no puede
verla nadie.
—Tranquila —aseguró doblándola y guardándola dentro de su cartera,
donde también metió su DNI.
Nos quedamos mirando un instante en silencio después de aquello. No
sabíamos muy bien qué decir, ni cómo darle normalidad a la situación. Era
todo muy artificial, muy mecánico.
—Cuando quieras nos vamos —propuso.
Miré el reloj y asentí, eran las cuatro menos cuarto.
Salimos de allí caminando hacia el metro. Aquella situación cada vez
era más incómoda, más insostenible. Él se mostraba irritado, enfadado,
nunca le había visto así, ni siquiera hablaba. Sin duda, de esa manera no
podríamos seguir trabajando juntos.
—Rafa… ¿Te pasa algo? —Me paré.
Se volvió hacia mí.
—No me pasa nada, mi vida es maravillosa, ahora tengo una novia que
me quiere, un sueño hecho realidad, vamos.
—Pero no podemos seguir así. Ven, por favor. —Le cogí del brazo
conduciéndole hasta el paso de cebra de la carretera en dirección a aquel
banco donde nos habíamos reunido los últimos días. Nos sentamos allí, él
miraba al infinito.
—¿Te has enfadado? —indagué. Rafa permanecía con la vista en el
horizonte—. Oye, no te gusto, ¿verdad? —Silencio—. Por favor,
contéstame. —Le puse la mano sobre el hombro.
Volvió su mirada hacia mí muy despacio, la luz se reflejaba en sus ojos
haciendo que aquel color castaño que me parecía tan normal se llenase de
un sinfín de tonalidades dentro de esa gama, que se me antojaron
fascinantes. Me quedé perdida allí observando los matices de su iris.
—De pequeño me llamaban el Piñata —me dijo así, sin venir a cuento.
—Pero, ¿por qué? —le respondí un poco descolocada por aquello.
—Por mis dientes, los tenía grandes, hacia fuera y los niños se reían de
mí, me hacían putadas. Me perseguían hasta casa gritándome: «¡Eh!, a ver
cuánto corres, Piñata», mientras me tiraban piedras. Una vez me dieron de
lleno con una y tuvieron que darme puntos en la cabeza. Odiaba a Bugs
Bunny con toda mi alma y mi madre no entendía por qué. Se pensaba que
aquello eran cosas de niños, pero me jodieron la vida y recuerdo el colegio
como un infierno. Y yo no lo comprendía porque era un buen chaval y
nunca me metía con nadie. En mi barrio sí que tenía algún amigo, pero en el
cole me hacían la vida imposible.
—¡Qué hijos de puta! Pero ahora tus dientes están bien.
—Cuando crecí llevé aparato y luego todo se corrigió, pero no tuve
amigos hasta el instituto porque si alguna vez creí tener alguno en el
colegio, me acababa dejando de lado para unirse a aquellos que se burlaban
de mí. Recuerdo a un chico que era mi supuesto amigo, que me hizo una
encerrona porque entonces coleccionábamos cromos de fútbol y a mí me
salió el de Butragueño, que era muy difícil de conseguir y nadie lo tenía. Se
compinchó con otros y entre todos me lo quitaron. Y yo que pensé, cuando
vi ese cromo, que aquel había sido mi día de suerte. Qué iluso. En esa época
me sentía un mierda que no merecía nada bueno. Y hoy he tenido esa
misma sensación —concluyó.
Le contemplaba totalmente sobrecogida mientras me contaba aquello.
¿Cómo podía ser alguien tan cruel a tan corta edad? No encontraba
explicación, a pesar de llevar muchos años tratando de buscarla.
—¿Hoy? ¿Por qué dices eso? —traté de averiguar.
—De repente, mis amigos atacándome por salir con alguien que ni
siquiera creen que me merezco. Es que no es cuestión de que me gustes o
no, es la situación. Luego, tú desconfiando de mí todo el tiempo,
rechazándome como si fuera un apestado. Que si no hacemos buena pareja.
Que si no te roce, que si no te bese.
—Yo no… Perdona, es que no sé cómo llevar esto. No desconfío de ti,
ni pretendo rechazarte, sólo es que no quiero que acabemos mal por algún
malentendido.
—Ya, pero si en vez de yo, hubiera sido Vázquez, seguro que no le
hubieras puesto tantas pegas y todo el mundo se lo hubiera creído a la
primera.
—¿A qué viene esto ahora? ¿Estás celoso de Vázquez? Yo no quiero
estar con Daniel, es que si hubiera sido así, no te hubiera plantado un beso
delante de él.
—No estoy celoso de él, pero es que hay personas que lo tienen todo
muy fácil en la vida y otras que tenemos que estar constantemente luchando
y no es justo. No lo digo sólo por Vázquez, mira a tu amiga Silvia. Incluso
Juanan, lo que pasa es que es más discreto, pero su padre es un médico
prestigioso, el doctor Talavera. Ellos lo tienen todo. Han tenido una niñez
perfecta con todo tipo de caprichos. Viven en sitios bonitos, en casas
grandes, en urbanizaciones con piscina, conducen su propio coche. Sus
padres tienen trabajos guays de esos en los que se va de traje y corbata y se
cobra un dineral y pueden pagarles todo lo que se les antoje. Pero si
Vázquez suspendió COU y sus padres ese año le regalaron un coche por los
dieciocho. Y al año siguiente, cuando repitió, le pagaron un profesor
particular y ahí le tienes. Sin embargo, mi padre es albañil y mi madre no ha
trabajado nunca porque siempre ha estado cuidándonos. Y yo tengo que
currar los findes para sacarme unas pelas, si quiero ahorrar para poder
sacarme el carné de conducir algún día y para mis gastos, porque en casa
somos cinco y vamos justos. Lo más lujoso que tengo es una chupa de
cuero, que fue lo que me regalaron mis padres a los dieciocho, y con mucho
esfuerzo. Y luego estos te miran por encima del hombro, por muy amigos
que sean. Qué hipócritas, preguntando: «¿Y por qué no vas al viaje de paso
de ecuador? Pero si trabajas, ¿no?». Es que me jode, tía.
—Bueno, no eres el único, yo tampoco fui a ese viaje y no es que ande
muy sobrada precisamente, ¿sabes? Es verdad que en mi casa nunca ha
faltado el dinero y que yo soy hija única, pero mis padres siempre han
tenido que trabajar de sol a sol. Mi padre fue minero de joven, pero tuvo un
accidente que le impidió seguir siéndolo, y después ha tenido que dedicarse
al campo. Yo también trabajo cuando me llaman para hacer alguna
promoción en El Corte Inglés porque me apunté para poder ganar algo.
Vivir aquí es muy caro. Además, el cambio ha sido muy grande. Al menos,
tú eres de Madrid, tienes cerca a los tuyos y la gente no te está preguntando
todo el rato que de dónde es ese acento que tienes.
—Pero, Zuñi, si ya no se te nota el acento. En primero sí tenías un
poco, pero no sé, a mí me parecía entrañable.
—A ti, a otros les parecía una pueblerina, una paleta. Bueno, nunca
nadie me lo ha dicho así, pero eso se nota. Es lo que dices, que te miran por
encima del hombro. Aunque es verdad que no todo el mundo es así y la
mayoría de la gente aquí es bastante tolerante.
Estuvimos un instante en silencio, mirando al frente con la espalda
apoyada en el respaldo del banco, pensando en todo lo que habíamos dejado
atrás.
—A mí me llamaban la Repipi —le confesé.
—¿Cómo? —dijo volviéndose hacia mí—. ¿Quién?
—Pues los niños cuando era pequeña, bueno, y no tan pequeña.
—¿Repipi? ¿Tú? —me preguntaba sorprendido.
—Sí.
—Pero ¿por qué?
—Porque mi madre me llevaba llena de lazos y con estas facciones
que tengo, pues eso, que tenía pinta de cursi. Los niños me quitaban las
cintas en el recreo, me las lanzaban al barro, me las rompían. Me tiraban del
pelo, una vez hasta me pegaron un chicle en la melena y tuvieron que
cortarme un mechón para poder quitarlo. Me llamaban la tonta, la cursi, y ni
siquiera me conocían. Las niñas se juntaban en corrillo para reírse de mí y
no tenía amigas, sólo tuve un amigo, que era mi vecino, pero acabó pasando
de mí también. Aunque, bueno, tenía a mis primos, con los que siempre me
he llevado bien, pero los que tienen una edad similar a la mía no viven allí y
sólo los veía a temporadas, algunos fines de semana o cuando iban por
vacaciones. El hecho de ser tan tímida tampoco me ayudó. Se supone que la
niñez debería ser la época más feliz y yo la recuerdo como una pesadilla.
Me cantaban aquella canción de la muñeca vestida de azul y todavía, a
veces, hay gente que me llama la Repipi allí en el pueblo. Fue un poco
mejor en el instituto, pero aún algunos se sorprendieron cuando tuvieron el
valor de acercarse a mí para conocerme. Hasta a mi exnovio le pasó.
Siempre juzgada por mi apariencia.
Yo tenía la vista en el frente, pero notaba sus ojos clavados en mi
rostro mientras le narraba todo aquello. Giré la cara para mirarle y allí me
encontré con su mirada dulce, compasiva, un reloj funcionando en su mayor
esplendor.
—Por eso cambiaste de aspecto. Por eso te pusiste así la primera vez
que te llamé muñequita —dedujo.
Asentí.
—Ahora ya lo sabes —dije mientras me cruzaba de brazos.
—¡Qué hijos de puta! —exclamó—. Pero era porque te tenían envidia
y, al final, has hecho lo que ellos querían, eclipsarte. Y lo has hecho tú sola,
escondiéndote detrás de ese disfraz. Pero nadie puede apagar tu luz, Lidia.
Me encogí de hombros.
—Tú también te escondes detrás de una coraza esforzándote por ser
siempre el gracioso, poniendo motes a todo el mundo para defenderte, para
ser tú el que los ponga y no la víctima que los recibe, te has pasado al otro
lado. Tú también has hecho lo que ellos querían porque los que te acosaban
eran unos acomplejados y tú te has convertido en otro de ellos —aseveré
mirando al frente de nuevo, luego volví la vista hacia él—. Pero tú no eres
así, sólo que tienes miedo de que la gente vea como eres en realidad,
sensible y vulnerable. Y serlo tampoco es malo, sino todo lo contrario.
Hacen falta más personas sensibles para que el mundo sea mejor.
Le seguí observando tras su silencio. Él también seguía con la vista fija
en el frente con un gesto de dolor, de tristeza. Cogí su mano para acabar
entrelazando mis dedos con los suyos y entonces me miró.
—Es curioso que alguien de quien se reían por sus dientes tenga la
sonrisa más bonita de clase —afirmé.
Un gesto de felicidad se dibujó en sus labios y yo le correspondí en
respuesta.
—Ojalá te hubiera conocido cuando era pequeño, nos hubiéramos
hecho amigos porque yo no hubiera sido tan tonto de no ver lo preciosa que
es esa muñequita vestida de azul por dentro y por fuera —me habló.
Y allí nos quedamos un instante, agarrados de la mano, pareciendo ser
una pareja convencional para los viandantes, cuando, en realidad, en ese
momento éramos dos niños apaleados por la vida, que estaban felices y
aliviados de haber encontrado, por fin, un amigo de verdad entre tanta
crueldad. Alguien que era capaz de ver más allá de su aspecto, de su
situación, de su caparazón. Alguien con el que no tenían que esconderse ni
fingir, aunque juntos sí lo hicieran de cara al resto del mundo.
—Tenemos mucha suerte de haber pasado por todo aquello porque así
podemos valorar lo bueno que tenemos. La gente que lo tiene todo nunca
lucha por nada, y quien no lucha, no gana, sino que se acomoda, y así no se
triunfa en la vida —concluí.
—Es cierto, tenemos suerte. Y no sé si llamarlo también suerte, pero,
de alguna forma, hemos sido los elegidos, aunque sea por la casualidad,
para desvelar este misterio que nos ha unido.
—¿Quieres que volvamos a la biblioteca y seguimos? —le propuse.
—Vamos, Yerbis.
Nos soltamos de la mano para levantarnos y caminar juntos hacia el
metro con incertidumbre, con miedo, con un sinfín de dudas porque
habíamos desnudado nuestra alma delante del otro y en ese momento no
nos podíamos imaginar las consecuencias que aquello podría acarrear.
15. El que a mi lado respira
Abrí los ojos con la resaca de todo lo que había sucedido durante la
jornada anterior, había resultado demasiado intensa y con muchos cambios
por digerir. Rememoraba el beso que nos habíamos dado Rafa y yo delante
del resto de los compañeros con el fin de hacer más creíble aquella patraña,
el pacto que firmamos unos instantes después, y me preguntaba cómo iba a
hacer frente a esa nueva situación cuando volviéramos a clase el lunes. Me
sentí aliviada por disponer de tres días tranquilos sin tener que estar
fingiendo una situación que me inquietaba ante los demás. Pero la canción
que estaba resonando en mi cabeza ponía de manifiesto lo sucedido después
de aquello durante la noche anterior y ese alivio se disipó, era Innuendo de
Queen.
Me deslicé por las sábanas para acercarme a subir la persiana y así
dejar entrar la luz, que esperaba me iluminase un poco la habitación y la
vida. Cogí aquel papel que el día anterior me había entregado Zurbano y me
senté en la cama a leer su contenido de nuevo:
Te imagino leyendo esto, seguramente no habrás aguantado la
curiosidad hasta casa y lo estarás mirando en el ascensor. Y seguro que
ahora estarás sonriendo mientras subes a tu piso preguntándote si acaso te
estoy viendo por un agujerito. No lo hago, pero me gustaría, solamente por
ver tu cara.
Mi deseo es tan simple, que sé que te va a costar hacerlo realidad,
pero tú aceptaste participar en esto…
Quiero quedar contigo mañana a las seis en la puerta del
intercambiador de Moncloa, pero quiero quedar con tu yo genuina, sin
disfraces, sin máscaras, sin ropa oscura que no sea de tu talla y tape tu luz.
Quiero verte tal y como apareciste el primer día de clase, sin filtros, y
pasar la tarde con tu versión más auténtica. ¿Crees que podrás? No es tan
difícil.
Dulces sueños, muñequita.
P.D.: Show yourself, destroy our fears, release your mask…
Y releí la postdata, cuya frase reconocí enseguida cuando la vi. Era de
esa canción que no paraba de sonar en mi mente, una de las que estuvimos
comentando la noche del viernes anterior, cuando hablábamos de música en
el banco del parque. Su letra ponía de manifiesto lo que me pedía en ese
documento: «Muéstrate, destruye nuestros miedos, libérate de tu máscara».
Aún con el papel en la mano abrí el armario para ver entre toda la ropa
actual ese vestido de flores colgado en la esquina. Suspiré. No me veía
capaz de hacer aquello.
Me acerqué hasta la estantería donde se ubicaba el libro que había
comprado según las recomendaciones de la doctora Camino y lo observé
para descubrir a sus autores: ella y el doctor Hernández. Quizás nos pudiera
dar una pista sobre nuestras averiguaciones. Lo abrí por la primera página
para comprobar la fecha de edición: 1981, y después buceé entre sus
páginas, que hacían un recorrido por las propiedades fitoterapéuticas de
diversas plantas: lavanda, tomillo, romero, menta, melisa, rosa, salvia…
Me percaté de que aparecían en el mismo orden en el que estaban
colocadas en la libreta, excepto la salvia, que ocupaba el séptimo lugar en
vez de aquella que no sabíamos identificar, y de la cual no parecía haber ni
rastro en el libro. ¿Sería una casualidad? Por otro lado, aparecían especies
diferentes a las siete que formaban parte de aquel viejo cuaderno: anís,
eucalipto, geranio, naranja dulce y amarga, manzanilla… En cada una de
ellas había una sección que trataba sobre su aceite esencial con menciones
sobre experimentos que habían hecho estos dos doctores utilizando aquellas
sustancias. Quizás eso fuese alguna clave. Me pareció interesante la idea de
que investigáramos si existían más libros que hubiesen escrito ellos dos en
común. Tenía que contarle todo eso a Zurbano.
Ay, Zurbano. Quién me iba a decir que me iba a involucrar en ese lío
con él. Quién me iba a decir que algún día le besaría, que iba a pasarme por
su novia, que íbamos a compartir tanto. Cuántas cosas nos perdemos por no
conocer a fondo a las personas. Cuántas cosas nos perdemos por llevar una
máscara o un escudo que impide que los demás nos conozcan a nosotros.
Sin embargo, él fue capaz de verme detrás de todo aquello, supongo que
porque, de algún modo, supo detectar aquel sufrimiento del pasado que nos
unía.
Volví a abrir el armario para sacar la caja de plástico que contenía las
prendas de mi vida anterior con la esperanza de encontrar algo que no
supusiese tanto contraste con mi yo actual.
A las seis menos dos minutos, estaba llegando al intercambiador de
Moncloa. Me acercaba hasta la puerta cuando vi a Rafa apoyado en la pared
de la entrada esperándome, vestido con un traje de color negro, una camisa
blanca cuyo cuello adornaba una corbata negra, unos zapatos de vestir,
también negros, y unas gafas de sol. Me quedé parada delante de él.
—Cuando escribí mi deseo no me imaginaba haciéndolo realidad con
uno de los reporteros de Caiga quien caiga —le espeté a modo de saludo.
—Ni yo que el mío ni siquiera se cumpliría, aunque fuese un poco.
—Es que hace frío —me excusé.
—Estamos a dieciséis grados, Yerbis, no es que haga calor, pero
tampoco es para tanto —puso de manifiesto al verme esforzándome por ir
tapada hasta la barbilla.
—Bueno, pues yo tengo frío —dije no muy convencida.
No volvió a responderme y no podía verle los ojos tras aquellas gafas
de cristales oscuros, pero parecía defraudado. Respiré profundamente antes
de desabrocharme los botones de mi característico abrigo negro. Rafa se
quitó las gafas de sol para guardárselas en un bolsillo y sonrió cuando vio
que debajo de la tela oscura que me cubría, asomaba aquel vestido de
florecitas.
—Hola, muñequita —me saludó antes de acercarse a darme dos besos
tras mirarme de arriba abajo. Se fijó en mis pies calzados con unas
zapatillas blancas de lona con tacón y plataforma, las mismas que llevaba el
primer día de clase, en lugar de las botas militares o los botines negros que
acompañaban a mi nuevo estilo; en la mochila verde de tela que llevaba a la
espalda y que hacía seis días había utilizado como almohada.
—Hola, Rafael —respondí invadida por su perfume característico, por
su presencia. El aire que le daba estar así vestido y recién afeitado
destacaba una versión de él que normalmente permanecía oculta tras el
atuendo desenfadado que mostraba en su día a día.
Se quedó extrañado porque me dirigiera a él de aquella manera.
—¿Qué pasa? —le pregunté al ver su gesto de sorpresa.
—No, nada, es que me suena raro que me llames así, Zuñi, de repente
parezco un señor.
—¿Por? Es que te veo así vestido y no sé… Rafa me suena a chico
travieso, el gracioso, el bromista de la clase, pero Rafael es un nombre más
serio, elegante, más…
Él me miraba esperando a que terminara aquella frase.
—Más ¿qué? —indagó al ver que yo no continuaba hablando.
—Más… de hombre —concluí porque no se me ocurría un calificativo
mejor para definir aquello. Y lo cierto es que Zurbano, a diferencia de otros
compañeros, no tenía un aspecto precisamente aniñado, sino unas facciones
bastante masculinas y un cuerpo que había llegado al final de su desarrollo
hacía ya algunos años.
Rafa me observaba fijamente intentando averiguar qué más palabras
escondía detrás de aquella que pareció desconcertarle. Unos segundos
después me tendió la mano.
—Sway with me —me habló como si fuera Fred Astaire invitando a
bailar a Rita Hayworth esa canción allí mismo.
Le sonreí antes de poner mis dedos sobre su palma y él los agarró
antes de bajar hacia el metro.
—¿Adónde me llevas? —intenté averiguar una vez que estuvimos
montados en el vagón de la línea tres.
—Ahora lo verás. —Puso cara de niño travieso.
Y unos veinte minutos más tarde, estábamos entrando en el Círculo de
Bellas Artes. Me detuve cuando cruzamos la puerta.
—Nunca había venido —manifesté ilusionada.
Y él pareció contento de que jamás lo hubiera hecho, como si
descubrirme aquel lugar despertase una magia adicional, el efecto sorpresa
de no saber qué te espera, de ver la cara del otro cuando lo descubra.
—Espera un momento, Yerbis —me dijo antes de acercarse a un señor
que parecía que le estaba esperando.
Estuvieron hablando unos segundos y después Rafa se volvió hacia mí
para hacerme un gesto con la mano. Me acerqué hacia ellos.
—Venid conmigo —nos dijo aquel hombre.
Nos condujo hasta la última planta para salir a la azotea que coronaba
esa construcción. A continuación, se fue de nuestro lado para comentar algo
con un par de personas que nos miraron y asintieron para seguir a lo suyo
después.
—Sólo tenéis diez minutos y no podéis moveros de esta esquina,
¿vale? —habló dirigiéndose a nosotros.
El resto del espacio estaba tomado por focos, cámaras, una especie de
ventiladores gigantes y otros utensilios que parecían formar parte de un set
de rodaje.
—Sí, no se preocupe, diez minutos, muchas gracias por todo —le
respondió Zurbano y aquel hombre desapareció detrás de la puerta por la
que habíamos entrado a ese lugar.
—¿Qué es esto, Rafa? ¿Vamos a salir en la tele o algo? ¿O me has
traído a tu trabajo de actor clandestino?
—Ja. Ja. Ja. Muy graciosa, Yerbis. Pero no tenemos tiempo para
bromas, que sólo nos han dado diez minutos, así que aprovecha, que aquí
no puede subir cualquiera.
Observé todo lo que me rodeaba y allí me sentí enamorada de lo que se
mostraba ante mis ojos, de esas vistas de la ciudad, de esos edificios que
parecían brillar bajo la luz del sol de aquella tarde del primer día de mayo.
Me quedé mirando una estatua portando una lanza que decoraba uno de los
laterales.
—Es la diosa Minerva, casi tan guerrera como tú —me aclaró.
Contemplé el panorama, hipnotizada por todo lo que percibían mis
sentidos, por la majestuosidad de la urbe, por el sonido del barullo de la
gente. Y entre ese bullicio se escuchaba una canción, aunque no supe
determinar exactamente la procedencia de su sonido, puede que del equipo
de música de alguna de las personas que estaban trabajando en aquel lugar.
Era de Jarabe de Palo. Comencé a marcar el ritmo de aquella melodía con
mis dedos en la barandilla mientras sentía el calor de Rafa junto a mí. Puso
su mano sobre la mía y, sin decir nada más, metió la otra debajo de mi
abrigo desabrochado para agarrarme por la cintura y así danzar juntos en la
esquina que ocupábamos de esa terraza al son tranquilo de la música.
—Hay mucha gente, Rafa —afirmé azorada.
—¿Y qué más te da? No estamos molestando a nadie.
—No sabía que supieras bailar. —Le sonreí.
—Ni yo tampoco, Yerbis.
—¿Nunca has bailado? Pues no lo haces mal.
Me sonrió.
—A mí nadie me sacaba a bailar en las fiestas del cole cuando sonaba
alguna lenta —continué diciendo.
—Ni nadie quería bailar conmigo. Pero eso ya pasó.
Y deslizó su brazo por detrás de mi cintura para acercarse un poco más
a mí mientras se escuchaba:
Habías sido sin dudarlo la más bella
De entre todas las estrellas
Que yo vi en el firmamento
Subí mis manos hasta pasarlas por detrás de su cuello y apoyé la
cabeza en su hombro recordando aquello que siempre quise vivir en mi
adolescencia y nunca se hizo realidad porque quien me gustaba siempre
elegía a otra, ningún chico quería bailar con la Repipi. Pero llegó un
momento en el que decidí dejar de rememorar, fue cuando sentí sus brazos
rodeando mi talle. Preferí disfrutar en ese presente de la sensación tan
agradable que suponía compartir aquel paseo acompañada por su presencia
al son de la melodía de las notas que acariciaban nuestros oídos. Dicen que
todos tenemos dentro a nuestro niño o niña interior y en ese instante la mía
estaba feliz de que alguien la hubiera ayudado, por fin, a recoger sus lazos
del barro.
Estuvimos así hasta que esa canción se acabó para dar paso a otra de
ritmo mucho más rápido, entonces nos separamos. Su aroma aún se quedó
conmigo varios segundos después de hacerlo.
—Gracias —le dije. Pero esta vez sin poner mi mano sobre su mejilla.
Tras firmar aquel pacto me costaba bastante manifestar alguna actitud
cariñosa hacia él, como si aquel documento se hubiese llevado por delante
nuestras caricias verdaderas para sustituirlas por otros gestos estipulados
exclusivamente por guion.
—No hay de qué. Aunque tengo la sensación de que esto no es lo
primero que se te pasó por la cabeza cuando pensaste un deseo, sino que lo
rebuscaste un poco para complicarme la vida, ¿verdad? El hacerme vestir
así, bailar en un sitio poco convencional, yo creo que querías ponerme a
prueba. Y lo has conseguido, no conozco muchas azoteas y no veas la
milonga que he tenido que contar para que nos dejaran subir a esta. No
paraban de decirme que no se podía, pero no van a rodar hasta esta noche y,
después de insistir mucho, han accedido a dejarnos diez minutos.
No supe qué decir. Sólo sonreí, asentí y me apoyé en la barandilla para
contemplar otra vez el atardecer de la capital con la excusa de apartar mis
ojos de los suyos. Él se puso al lado.
—Bueno, tú también has buscado algo que me complica la vida, no
parabas de reírte y yo no sabía qué era, pero sí que querías ponerme al
límite y ver si sería capaz de hacerlo. Verme otra vez así vestida no es fácil.
—Reconozco que un poco sí. —Hizo una pausa—. Pero, dime, ¿qué
hubieras elegido de verdad si no hubieras estado motivada a retarme? ¿Qué
te hubiese gustado hacer?
—Eso ya te lo dije el otro día. Ir al cine, sólo eso.
Me miró un instante.
—Pues, vamos.
—¿Al cine? ¿Ahora?
—Sí.
—¿Con estas pintas? —Me señalé.
—Pintas son las que llevas todos los días, hoy estás preciosa. Además,
vas con un tío con traje y eso te aporta una elegancia adicional. —Me miró
arqueando las cejas un par de veces, yo meneé la cabeza—. Y, por otra
parte, ¿qué más da las pintas que se lleven para ir al cine? Allí está oscuro,
nadie te va a ver a ti, sino a la película.
—Vale, vamos al cine, pero sólo si tú me dices qué hubieras elegido
hacer si no hubieras estado motivado a retarme.
Le dejé sin palabras, creo que no se esperaba que esa pregunta volviera
hacia él como si fuera un bumerán.
—Supongo que lo mismo —concluyó al fin—. Yo sólo quería
acompañarte.
Volvimos la mirada al frente para disfrutar de aquella panorámica
durante un minuto más.
—Se ha acabado el tiempo, tenemos que irnos —se dirigió a mí tras
mirar su reloj.
Asentí. Y salimos de aquel encantador edificio después de que Rafa
volviera a darle las gracias al hombre que nos había dejado pasar.
—¿Mejor imposible? —propuso.
—Pero tú ya la has visto, no me importa ver otra.
—Pero la vi con mis amigos y estaban de cachondeo, así que me perdí
muchos detalles. —Me sonrió, supuse que aquello era una mentira piadosa
para que no me sintiera culpable por hacerle ver la misma película dos
veces.
—Vale, pero si hay en la cartelera otra que te apetezca más, me da
igual, ¿eh?
Según caminábamos en dirección hacia la Puerta del Sol recordé mis
hallazgos relacionados con el misterio que nos había unido.
—Oye, esta mañana he estado revisando el libro que compré por
recomendación de la doctora Camino y he visto que, aparte de que también
lo escribió el doctor Hernández con ella, aparecen las plantas de la libreta
en el mismo orden, menos la séptima, que está sustituida por la salvia. Es
verdad que también salen otras plantas, pero me parece mucha casualidad,
¿no?
Me miraba mientras se lo explicaba.
—Tenemos que ver con detalle ese libro, Yerbis, no creo que eso sea
casual.
—Sí, podíamos mirar eso y también hacer una lista con todos los
lugares que aparecen relacionados con todas las plantas para terminar de
tener una visión general de todo. Aparte de comenzar a revisar la tercera.
—Tenemos trabajo por delante —afirmó.
—Un poco.
—Sí, pero eso será después, ahora el misterio que nos ocupa es ver en
qué cine echan la peli.
Estuvimos pateando las calles del centro oteando las carteleras hasta
que encontramos una en la que se mostraba aquella película que tanto
anhelaba ver.
—Aquí, Yerbis, empieza a las siete y media.
—Pues son y veinticinco —le informé mirando el reloj.
—Vamos, entonces.
Nos acercamos a la taquilla a comprar las entradas, pero no me dejo
pagar.
—Jo, Zurbi, va, coge el dinero.
—¿Quieres palomitas? —me preguntaba sin hacerme caso.
—No, no tengo hambre. Venga, toma el dinero —insistí.
—Pero deja que invite a mi novia al cine, ¿no?
—Y dale… Ahora no hace falta fingir que soy tu novia, así que venga.
—Le tendí la mano con seiscientas pesetas.
Me miró largamente antes de coger las monedas y, una vez que estuve
conforme por ver mi deuda saldada, entramos a la sala donde iban a
proyectar la película. Me quité el abrigo. Él me observaba y sonreía.
—¿Qué pasa?
—Nada, nada —decía sin quitarme ojo.
—No te acostumbres, ¿eh?
—¿A qué?
—A verme así.
—Por eso te miro. Esta noche, después del baile con el príncipe, la
carroza se transformará en calabaza y mañana el traje de princesa se habrá
convertido en el de Cenicienta, así que me tendré que quedar con uno de tus
zapatitos de cristal para buscarte cuando todo eso haya desaparecido.
—No, si cuando te pones en plan cargante, no tienes rival, Rafa.
Además, ¿a ti no te gustaban las morenas?
—Pues sí, pero si Cenicienta es rubia, ¿qué quieres que le haga,
Yerbis?
—Estamos apañaos. —Me puse la mano sobre la frente y negué con la
cabeza.
Empezaron los anuncios en la pantalla y, tras ellos, apagaron las luces
para dar comienzo a aquel film.
Uno de los motivos por los que tenía ganas de mudarme a Madrid era
para poder ir a menudo a ver películas a la gran pantalla sin tener que
depender de alguien que tuviera coche para llevarme a la ciudad más
cercana con cine. La gran variedad en la cartelera era otro aliciente, junto
con la posibilidad de poder ver las cintas en versión original en algunas
salas. Sin embargo, en aquel plan lleno de ilusión no había contado con el
factor más importante, el de poder compartir las películas con alguien. Y
como no me motivaba mucho entrar sola a una sala a ver una proyección,
rodeada de parejas felices y amigos risueños, llevaba un año sin disfrutar de
esa afición que tanto me gustaba.
Pero, al fin, allí estaba, con una sonrisa en el rostro y cruzada de
brazos en un gesto de protección frente a mis propios pensamientos
confundidos por la situación. Miré de reojo a Rafa, que estaba en la misma
postura, con aquel traje negro que yo le había pedido ponerse y un gesto
serio que cambió cuando me descubrió mirándole. No volvió la cabeza
hacia mí, pero esbozó una sonrisa por haberme delatado, que hizo que yo
volviera la vista al frente inmediatamente. Estuve un buen rato así, sin
despegar los ojos de la pantalla.
—¿Qué tal? ¿Bien, Zuñi? —me susurró, así sin esperarlo, haciéndome
cosquillas en la oreja, en el cuello, en todo el cuerpo. Tenía que dejar de
hacer eso.
Asentí cruzándome aún más fuerte de brazos. Él sonrió y volvió a
retomar su posición. Y ya no volvimos a comunicarnos hasta el final de la
película, en el que estaba totalmente inmersa, viendo como Jack Nicholson
le decía a Helen Hunt lo maravillosa que era. Fue en aquel momento
cuando los ojos se me aguaron y se me escapó una lágrima. Y pocos
segundos después sentí su mano sobre la mía. Descrucé los brazos para
corresponderle agarrando sus dedos sin quitar la mirada de aquella escena
mientras él me apretaba como haciéndome saber que estaría allí en los
momentos más amargos. Entonces sonreí, le miré y él me besó la mano de
la misma manera que el primer día que me acompañó a casa. Estuvimos
agarrados hasta que se acabaron los créditos, tras lo cual, nos levantamos
para salir de la sala. Eran las diez menos cinco y nos esperaba un misterio:
el que rodeaba a lo que nos depararía aquella noche.
18. Jugando por la ciudad
A las nueve y ocho minutos estaba bajando por las escaleras mecánicas
hacia el andén buscando a Rafa con la mirada, pero no le veía. Pensaba que
quizás no habría llegado. Me fui hasta el final de aquella parada para
esperarle mientras observaba los carteles indicadores buscando información
de lo que tardaría en llegar el próximo tren. Tres minutos.
A las nueve y once minutos llegó un metro demasiado lleno como para
poder ver con precisión a todas las personas que se encontraban dentro del
vagón. Y, de entre una maraña de individuos que peleaban por salir o entrar
en él, apareció Rafa. Sacudió la mano como gesto de hastío por el ansia de
la gente que empujaba en varias direcciones sin ningún orden, sin ningún
respeto, con el único fin de pasar del exterior al interior, o viceversa, como
si se fuera a acabar el mundo.
—Buenos días, churri —me saludó cuando me vio a un lado
intentando permanecer al margen de tal tumulto—. Mejor esperamos al
siguiente, ¿no?
—Mejor.
Me acerqué hasta él.
—Por cierto, buenos días —añadí antes de ponerme de puntillas para
rodearle el cuello con mis brazos y darle un beso en los labios de los
permitidos por pacto.
Él me cogió por la cintura acompañándome en aquel beso.
—¿Cómo ha dormido mi muñequita?
—Bien. —Le sonreí—. ¿Y tú?
—Muy bien.
Y le abracé, no sé por qué. Olía a su perfume característico mezclado
con suavizante. A paraguas bajo la lluvia. A mantita y chocolate caliente en
un día de invierno. A sol en una mañana fría de febrero. Rafa me besó en la
cabeza. Y tras aquello, la apoyé en su pecho, como si fuera una almohada,
mientras él intentaba sortear mi mochila en su intento de aferrarse más a mí.
Estuvimos así hasta que nos sorprendió el sonido de un tren entrando en la
estación, no había pasado mucho más de un minuto desde que al anterior se
había ido. Nos separamos para mirarnos sorprendidos. El último vagón, que
teníamos justo delante de nosotros, estaba medio vacío.
—Esto no hay quien lo entienda —afirmó señalando la puerta del tren.
Le sonreí con cara de sueño antes de subirnos y dejarnos llevar hasta
nuestro destino.
—¿Qué vamos a hacer después de clase? —no le pregunté aquello
hasta que estuvimos subiendo el primer tramo de escaleras mecánicas de
Ciudad Universitaria.
Zurbano me miraba con ojos somnolientos, quizás también le había
costado dormir tratando de encajar en su vida aquellas tardes de ensayos
donde intentábamos familiarizarnos con el cuerpo del otro, con las caricias
del otro, con los susurros del otro, verbalizando un guion que incluía unos
deseos de besos. Unos besos que siempre se quedaban en el tintero por estar
peligrosamente cerca de la línea que habíamos trazado y rubricado unos
días antes en forma de pacto.
—Pues podemos ir a la estación de Lago después de comer y ver lo
que hay por allí, ¿no?
Aquella mañana pasó sin muchos sobresaltos, sin muchas variaciones,
salvo que, a diferencia de los días anteriores, nuestras interacciones eran
mucho más relajadas y yo había dejado de intentar rehuirle. Eso había
rebajado la tensión entre ambos, lo cual hacía mucho más creíble aquel
teatrillo que nos habíamos montado frente al resto del mundo.
Cuando terminó la última clase, Juanan me abordó para llevarme a un
lado. Rafa le miró extrañado, pero sólo un segundo, supongo que luego ató
cabos y dedujo para lo que me estaba requiriendo sin hacer ningún tipo de
intervención.
—¿Quieres participar también en el regalo de Zurbano o prefieres ir
por tu cuenta y sólo participar en el resto? —me preguntó.
—No, no, participo en todos, lo que haga por mi cuenta va aparte —le
respondí mientras me percataba de que era algo que no había tenido en
consideración como supuesta novia de Rafa—. Si queréis que os acompañe
a comprarlos…
—No hace falta, tú preocúpate por hacer feliz a mi amigo. —Le hizo
un gesto a Zurbano, que él le devolvía mientras conversaba con el resto de
compañeros cinco metros más allá. Un gesto de colegas, de «tranquilo, todo
va bien».
Tras aquello, le entregué la cantidad convenida y volví hacia el grupo
en el que Rafa charlaba con Silvia y Vázquez. Mi amiga se dirigió hacia mí
para dejar a los dos chicos inmersos en una conversación.
—Oye, he pensado que una tarde de estas podemos quedar los cuatro:
Rafa, tú, Rodri y yo, y tomamos algo, ¿qué te parece? Así hablamos un
poco, que últimamente no lo hacemos mucho —me propuso.
—Vale, luego se lo comento a Rafa. ¿Qué vas a hacer? ¿Comes aquí y
te quedas a esperar a Rodri?
—No, hoy no. Si no te quedas tú, prefiero irme a casa, ya le veré
luego.
—Lo siento, es que últimamente como estoy más con Rafa… Pero ya
sabes… —Reconozco que cuando le dije aquello, sentí una pequeña
satisfacción al pagarle con la misma moneda.
—No te preocupes, es normal. Además, se os ve muy bien. —Me
sonrió.
Yo miré a Rafa y él me devolvió la mirada sonriéndome. Le sonreí.
—Sí —le contesté a mi amiga.
—Pero, ¿se puede estar más enchochados? —Silvia me abrazó.
«Si ella supiera», pensé. Aunque, más bien, hubiera tenido que pensar:
«si yo supiera».
Minutos después, Rafa y yo bajábamos por las escaleras de la facultad
amarraditos los dos, como decía María Dolores Pradera.
—¿Quieres que comamos donde el lago de la Casa de Campo? Es un
poco caro, pero un día es un día y así ya estamos en el sitio. Yo te invito. —
Me guiñó un ojo.
—Vale, churri, pero pagamos a medias —le respondí.
Él meneó la cabeza y sonrió.
En el trayecto del metro hasta llegar a la estación de Lago estuvimos
mirando el plano que mostraba la copia de la libreta.
—Pfffff… Yo no veo nada claro aquí, Rafa. Si esta esquinita de la
izquierda es el metro, y esto otro grande del centro, se supone que es el
lago, el plano ocupa un espacio demasiado extenso. ¿Cómo vamos a buscar
aquí y el qué? ¿Una planta de menta? ¿Un dibujo de menta?
—A ver, Yerbis, es verdad que el espacio es grande, pero no creo que
lo que sea que tengamos que buscar esté en medio del agua, que es lo que
más ocupa, ¿no? Así que supongo que tendremos que mirar en los
alrededores de la estación o del lago. A lo mejor en alguno de los bares o en
el embarcadero, no sé…
—¿Y dónde está el borrón en este mapa? Yo no lo veo.
Nos acercamos al papel a la vez hasta poner mejilla contra mejilla.
—Pues… —intentó decir.
—Me haces cosquillas con la barba —le interrumpí.
—Perdona. —Se apartó de mí.
—No, no, si me gusta, son cosquillas agradables. —Le toqué la mejilla
con la mano.
—Pues debes de ser la única, mis exnovias siempre se han quejado de
que les pinchaba, pero es que la tengo dura… La barba, digo.
—Zurbano, tío… —le reprendí por aquella explicación que pretendía
ser una broma salida de tono.
—Bueno, el caso es que me crece muy rápido, pero no me puedo
afeitar todos los días porque se me irrita la piel.
—Ah, muy interesante todo, aunque tampoco hace falta que me
cuentes toda la historia de tu barba. Sólo era un comentario, ¿podemos
seguir con lo del borrón?
—Vale, tía, tampoco hace falta ponerse tan borde. —Me miró durante
un segundo, antes de volver la vista al papel.
Le di un beso en la mejilla.
—No te enfades, morenito, si me gusta mucho tu barba —le dije al
oído.
—A ver, Yerbis, ¿podemos centrarnos? —Intentó ponerse serio, pero
se le escapó una sonrisa al ver mi cara risueña.
—Venga, a ver…
—Aquí se ven como dos puntos, o sea, no sé si uno es un borrón y el
otro un punto o al revés.
—O sea, que no sabes si uno es un borrón y el otro un punto, o si uno
es un punto y el otro un borrón —me burlé—. Pero ¿y eso no es lo mismo?
Meneó la cabeza.
—Como te iba diciendo… —Me contempló con gesto de fastidio
mientras yo aún sonreía por el comentario anterior—. Uno de los puntos
parece estar en el centro del lago y el otro, en una de las orillas. Yo diría que
es más probable que el correcto sea el que está en el lateral porque como
tengamos que buscar en el lago estamos jodidos, tía.
—Pues… —Le eché un vistazo al papel—. Es verdad, se ven dos
puntos muy pequeñitos y aparentemente no hay diferencia entre uno y otro,
son los dos igual de sutiles.
—Algo tiene que haber.
Ya habíamos llegado a Príncipe Pío, donde haríamos el transbordo a la
línea diez.
—Yo no sé qué puede ser, por más que miro no veo nada raro en el
texto —afirmé mientras esperábamos al convoy que nos llevaría hasta la
estación de Lago.
—Yo lo único que veo es una eme que no me cuadra.
—¿Una eme? ¿Cuál?
—Es que en el cuaderno donde lo copiamos no sé si estará porque,
aunque intenté leer todos los detalles tal cual se mostraban, puede que no
me diera cuenta de este, mira. —Me enseñaba la página de la copia donde
se encontraba aquello—. Se supone que, al escribir el nombre en latín,
Mentha piperita, la primera letra del género, en este caso Mentha, va en
mayúscula, y todas las del segundo nombre, que corresponde a la especie,
piperita, van en minúsculas, ¿no?
—Y luego no sabe de plantas…
—A ver, tía, que también estudié botánica el año pasado, igual que tú,
aunque no sacara matrícula.
—Sólo sacarías un sobresaliente, por lo menos.
—Por lo menos. El caso es que aquí la letra eme de mentha va en
minúscula. O sea, que está escrito incorrectamente.
—A ver. —Fijé la vista en el papel de la fotocopia del original para ver
el texto plasmado por el doctor Hernández. Costaba leer la información,
pero quedaba muy claro que aquella letra eme era una minúscula—. Pues
esto debe de ser una pista, y más teniendo en cuenta que la primera vez que
escribe la palabra Mentha, pone la eme mayúscula, ya sabes que aquí lo
importante son estos detalles tan chorras.
—Puede ser, pero habrá que seguir mirando —afirmó.
Poco después, estábamos llegando a nuestro destino. Salimos del
metro y nos dirigimos hasta el borde del lago hacia el lugar donde se
localizaba uno de los pequeños puntos en aquel mapa.
—Oye, Zurbano, he estado pensando que la libreta no debe de ser de
hace mucho tiempo porque, de lo contrario, algunos de los números o de las
pistas podrían haber desaparecido o haberse borrado o…
—Bueno, ¿y quién nos dice que alguna de ellas no ha podido
desaparecer? Sólo hemos podido mirar tres.
—Ya, bueno…
—O puede que alguien se esté esforzando porque no desaparezcan —
caviló.
—Es posible, pero puestos a deducir, podríamos estar toda la tarde sin
encontrar respuesta.
Silencio.
—Oye, Yerbis, no me has contado nada de la menta.
—¿Y qué quieres que te cuente? Ya viene en la libreta para lo que
sirve.
—Bueno, tú siempre tienes algo nuevo que aportar.
—Pues… Yo la he visto utilizar para evitar las náuseas y los mareos. Y
en mi casa se usa mucho para cocinar, a veces le echan unas hojitas de
menta a la sopa para darle sabor.
—¿Ves como siempre tienes algo que añadir?
Sonreí y seguimos avanzando sin pronunciar más palabras hasta pasar
la zona donde se encontraban los restaurantes para seguir bordeando la
orilla.
—Por cierto, Silvia me ha dicho que si queremos ir una tarde de estas a
tomar algo con ella y con Rodri —le informé.
—Pfff… Como quieras, Yerbis. No conozco a su novio, sólo le he
visto una vez, pero no me parece que tenga que ver mucho con nosotros.
—Bueno, yo tampoco le conozco mucho, y es verdad que no es que
sea santo de mi devoción, pero ella es mi amiga y tampoco le iba a decir
que no.
—Vale, pues vamos cuando quieras, churri —asintió con la cabeza.
Le sonreí mientras andábamos unos metros más comprobando el
mapa.
—Aquí es donde parece estar uno de los puntos —afirmó.
—¿Aquí? ¿Estás seguro? Pero si aquí sólo hay césped y árboles.
Me asomé a aquel papel para corroborar la información.
—Sí, pero es lo que está marcado —confirmó.
Nos quedamos en silencio observando aquel espacio donde no parecía
haber rastro de nada relacionado con ninguna planta de menta, ni con
ningún dígito, ni círculo rojo con pequeñas líneas en la parte superior e
inferior de su centro. Pero, quizás, es que a esas horas nos acechaba el
hambre y con esos niveles de azúcar tan bajos en el cerebro nos costaba un
poco pensar.
—¿Quieres que comamos y venimos luego? —me propuso.
—Me parece bien.
Volvimos sobre nuestros pasos para llegar a la zona de los restaurantes.
Observamos todos y nos decantamos por el que nos pareció más atractivo,
según los platos que ofrecía, y con los precios más asequibles para nuestros
bolsillos. Como hacía bueno, nos sentamos en una mesa del exterior.
Estábamos tomando las bebidas que nos acababa de servir el camarero y
esperando nuestra comida, cuando me quedé mirando hacia el lago,
observando las barcas de remos en las que diversas personas se paseaban a
lo largo y ancho del agua.
—Nunca he montado en una —le dije a Rafa.
—¿En las barcas, dices?
—Sí
—¿Nunca?
—Pues no, no he tenido la oportunidad.
Me sonrió.
—Menos mal que has tenido la suerte de tener un novio como yo,
Yerbis, que te trae a estos sitios, ¿eh? —Me guiñó un ojo.
—¿Me vas a invitar a una vuelta en barca?
—¿Lo dudabas? Además, uno de los puntos está dentro del lago, así
que no nos va a quedar más remedio.
Le sonreí. Y pocos segundos después nos servían la comida, que
acompañamos de conversaciones relacionadas con nuestra carrera, con los
futuros exámenes que tendrían lugar en pocas semanas.
—Bueno, Yerbis, ¿vamos o qué? —me preguntó una vez hubimos
pagado la cuenta.
—Vamos.
Volvimos otra vez al supuesto lugar relacionado con la marca del mapa
para mirarlo con detenimiento, observando el césped, el tronco de los
árboles. Me agaché para ver las plantas que crecían entre la hierba, donde
había algunas florecitas, pero ni rastro de menta ni de ninguna pista
relacionada con la libreta. Llevábamos unos veinte minutos en ese lugar,
cuando me senté en aquel manto verde mientras Zurbano oteaba el tronco
del árbol más cercano.
—Yo no veo nada, ¿y si vuelve a escapársenos algo? —decía.
—Yo tampoco veo nada y ya no sé dónde mirar, ni lo que tendrá que
ver esa supuesta letra eme minúscula.
—¿Y si vamos a montar en una barca y nos acercamos hasta el punto
de dentro del agua que se indica en el plano? Igual vemos algo, ¿no?
—Lo veo poco probable, pero vale.
Me levanté para iniciar nuestro paseo hacia el embarcadero.
—¿Y qué tal se te da remar, churri? —continué preguntándole con un
tono de sorna.
—Pues, a ver, no soy como tu Madelman, Yerbis, pero tampoco hace
falta mucho para llevarte, pesas poco.
—¿Y tú qué sabes lo que peso?
—Pues hombre, así, viéndote, no creo que mucho más de cincuenta
kilos.
Yo le miraba sin responder.
—¿No? —insistía.
—Bueno, pero cincuenta kilos son cincuenta kilos. Además, son
cincuenta y tres, mira a ver.
—¿Tan endeble me ves? ¿Qué crees? ¿Que no puedo contigo? Que
aquí donde me ves, yo estoy fuerte, tía, que me ha curtido la calle.
—Anda ya, flipado. —Meneé la cabeza.
Estábamos llegando al embarcadero, Rafa me miraba con una sonrisa
de fastidio. Saqué el dinero para pagar el alquiler de la barca, pero él no me
dejó.
—He dicho que te invitaba yo —insistió.
Nos subimos a aquella embarcación, dejando las mochilas sobre el
suelo de la misma. Zurbano empezó a remar para alejarnos del
embarcadero, y a los pocos segundos paró para quitarse la cazadora, hacía
más de veinte grados y se notaba el calor.
—Luego remo yo —me ofrecí.
—¿Vas a poder conmigo?
—A ver, que aquí donde me ves, yo estoy fuerte, tío, que me he
curtido en el campo.
—Anda ya, flipada.
—Además, tampoco pesarás tanto, ¿no? Poco más de setenta kilos.
—Setenta y cinco —me corregía a la vez que seguía remando hacia el
lugar señalado en el plano con el punto.
Le sonreí.
—¿Qué pasa? —me preguntó al ver que no borraba la sonrisa de mi
cara al mirarle.
—Que se te marcan las bolas, ¿a ver? —Me eché hacia delante para
acercarme a él.
—¿Qué dices, tía? —Paró de remar.
—Sí, en los brazos. —Hice el ademán de tocarle.
—Eh, que tocando es más caro. —Me cogió de las manos para impedir
que le agarrase.
—Va, Rafa, déjame que te toque las bolas.
En ese momento pasó una barca cerca de nosotros, cuya pareja de
ocupantes se nos quedó mirando con un gesto extraño.
—Así es mi novia, insaciable —les habló Zurbano mientras ellos se
alejaban, uno sonriendo y la otra meneando la cabeza en señal de
desaprobación.
—Pero, tío, córtate un cacho…
—¿Yo? Has empezado tú con eso de tocarme las bolas.
—Pero ¿qué te cuesta? ¿No decías ayer que tenía que familiarizarme
con tu cuerpo?
—Vale, yo te dejo que me toques las bolas si luego tú me dejas que te
toque las tuyas.
—Pero si yo casi no tengo bolas en los brazos.
—Yo no he dicho que sea en los brazos.
—Pero… ¡Serás salido!
—Yo no he dicho nada, es tu mente calenturienta.
Negué con la cabeza y me quedé en silencio contemplando el color
verde del agua, el entorno rodeado de árboles que se observaba en las
orillas desde esa perspectiva. Rafa seguía remando, mirando también a su
alrededor. Paró un instante para revisar el mapa y volvió a coger los remos
para rectificar el rumbo y así llegar hasta aquel lugar marcado. Cuando
llegamos, se paró, soltando las palas.
—Es por aquí —confirmó.
—Vale, y… ¿adónde miramos? Aquí sólo hay agua. No creo que se
vea nada por el fondo, ¿no? —Me asomé para observar la superficie del
lago, pero no estaba lo suficientemente clara como para que se vislumbrase
nada a través de ella—. ¿Y si miramos desde aquí al otro punto marcado en
el mapa, que está en la orilla? —propuse mientras lo señalaba.
Los dos dirigimos nuestra vista hacia aquel lugar y estuvimos unos
segundos observándolo.
—¿Tú ves algo? —le cuestioné.
Negó con la cabeza.
—Entonces, ¿dónde tenemos que buscar? —inquirí.
—Yo qué sé, tía.
Nos quedamos en silencio.
—A lo mejor es que tenemos que discutir, otras veces nos ha
funcionado, ¿no? —prosiguió.
Le miré con gesto de fastidio.
—Es que no quiero discutir contigo, Rafa, me cansa mucho.
—Ya, y a mí discutir contigo, pero…
—Ya lo que me faltaba, fingir también una discusión —me quejé.
—¿Tú crees que hace falta fingirla?
Le observé con hastío.
—Vale, vale, pues si no quieres discutir, a ver qué otra cosa se te
ocurre —añadió.
Respiré intensamente. No tenía ni idea. De todas las plantas que
habíamos visto hasta ese momento, aquella era la que más despistada me
tenía. No veía ni rastro de ninguna eme, ni mayúscula, ni minúscula, ni de
ningún número dentro de un círculo, ni en las barcas, ni en el agua, ni en la
orilla, y ya no sabía dónde mirar. Rafa no me quitaba ojo.
—Vale, ¿quieres discutir? —le dije dejando deslizar las mangas del
abrigo hasta que tocaron el suelo de la barca y eché el cuerpo hacia delante
para acercarme a él—. Pues vamos a discutir, Zurbanito. Que vas de flipado
con que te has curtido en la calle, pero luego eres un mindundi que remas
tres metros y ya estás que te caes de cansancio. Mírate, si estás agotado.
—¿Yo? ¿Agotado? ¿Y lo dice la señorita Pepis que se las da de
haberse criado en el campo y se viste de negro para hacerse la dura, pero en
realidad es una floja? Que mucho, «luego remo yo», pero no te he visto ni
rozar una pala, no vaya a ser que se te rompa una uña. —Se acercó también
a mí mientras asentía, como si con ese gesto me diese a entender que le
diese más caña a aquella discusión.
—¿Floja yo? ¡Quinqui de tres al cuarto!
—¡Cucaracha tocapelotas!
—Te voy a tocar las bolas, ratero chatarrero.
—No tienes lo que hay que tener. Eres una estrecha a la que no han
echado un buen polvo en su vida, así estás.
Según íbamos avanzando en aquella discusión, que comenzó como una
pantomima, nos íbamos acercando más.
—Y tú, ¿qué? Que estás desesperado porque tus exnovias no querían
tocarte ni con un palo y por eso ponían la excusa esa de que les pinchabas
con la barba.
—Al menos, a mí me abrazaban en público.
—Al menos, a mí no me dejaron a los dos meses por aburrida.
—Lo estás deseando, pero no te atreves.
—¿De qué hablas, flipado? Que no me atrevo ¿a qué? —Alargué la
mano para tocarle el bíceps, que él apretaba para que lo sintiese aún más
abultado de lo que era en reposo—. Buah, ¿ves? No es para tanto —mentí,
lo cierto es que era más fuerte de lo que me esperaba.
—Como vuelvas a tocarme te vas a arrepentir, niñata.
—Ah, ¿sí? —Y entonces le toqué con las dos manos, una en cada
bíceps, recreándome mientras él los apretaba adrede, mirándonos a los ojos.
—Lo estás deseando, pero no te atreves —me repitió, esta vez en voz
baja.
Y antes de que pudiera contestarle, me cogió de ambas mejillas y me
besó en los labios.
—Como vuelvas a hacer eso te cruzo la cara, actorucho de segunda —
le amenacé cuando se separó de mí.
—Lo estás pidiendo a gritos, muñequita —me susurró.
Entonces me agarró de una mejilla con una mano y por detrás del
cuello con la otra para besarme de nuevo, pero esta vez fue un beso más
largo, más intenso, más profundo, de esos que teníamos limitados por pacto.
Cuando segundos más tarde separamos nuestros labios, nos miramos un
instante en silencio. Aún teníamos nuestros rostros muy cerca.
—Rafa, esto no era lo que habíamos dicho.
—No… O sí, yo qué sé.
—Oye, y digo yo que lo de la eme, ¿no será por el metro? —deduje.
Así, sin venir al caso.
—Pero la eme del logo del metro es en mayúscula, no minúscula, ¿no?
—Sí, pero a lo mejor lo de ponerla en minúscula es, simplemente, para
llamar la atención sobre la letra. Aunque, pensándolo bien, no tendría
mucho sentido porque, entonces, ¿para qué señalar los puntos sobre el plano
si ninguno de ellos está en la estación del metro?
—No, Yerbis, podría tener todo el sentido. Dentro de la parada del
metro hay un plano de la zona, ¿y si los puntos se refirieran a ese plano y no
a la superficie real? Deberíamos buscar ahí, ¿no?
—Vale, pero aún nos quedan quince minutos de la barca.
Y siguió remando bordeando el lago, esta vez con el único objetivo de
disfrutar del paseo.
—Entonces, ¿qué, Zuñi? ¿Te gustan mis bolas o no? —me preguntaba
con una sonrisa.
—Bueno…, no están mal, pero las he visto mejores.
Él me sonrió.
—Oye, lo del beso este… —intenté decir.
—Era imprescindible y la situación lo requería —argumentó.
—Ah, ¿sí? ¿Y en qué te basas?
—En que lo de relacionar la eme con el metro se te ha ocurrido en ese
momento, ¿verdad?
—Eehh… Bueno, ¿y qué? Puede ser una idea malísima y entonces
quedaría demostrado que ni era imprescindible, ni la situación lo requería.
Sólo era una excusa para darme un morreo, así, gratuitamente. Te has
pasado de la raya, Zurbano.
—Ah, ¿sí? Y, entonces, ¿por qué no me has cruzado la cara?
—Porque si lo hubiera hecho nos habríamos caído al agua.
Me miraba con una sonrisa pícara en el rostro.
—Lo estabas deseando, reconócelo —afirmó.
—¿Quieres caerte de la barca? Porque te juro que no me va a temblar
el pulso. —Incliné mi cuerpo hacia delante para acercarme a él con un gesto
amenazante, haciendo que nos moviésemos demasiado hacia los lados.
Rafa paró de remar y se me quedó mirando fijamente sin inmutarse y
con la sonrisa aún dibujada.
—Vamos a hacer una cosa, Yerbis. Si cuando bajemos de aquí, vamos
al metro y no encontramos nada, tu idea habrá sido malísima y dejaré que
me abofetees lo que quieras sin oponerme. Pero si, por el contrario,
encontramos allí el dígito, significará que el beso habrá funcionado y
entonces tendrás que darme otro en agradecimiento.
—¿Qué?
—Es un buen trato, tía.
—¿Por qué querría darte otro beso? O, mejor, ¿por qué quieres darme
tú otro beso? ¿Acaso te gusto y te aprovechas de la situación?
—¿Gustarme tú? Si no hay quien te aguante, tía. Sólo quiero
comprobar una cosa.
—¡Venga ya!
—Bueno, ¿hay trato o no? —insistía.
—Ni de coña. Además, que seguro que el dígito no está ahí.
—Pues si estás tan segura, ¿qué problema tienes?
—Vale, lo acepto, pero con una modificación: si no encontramos nada
en el metro no volverás a besarme así en la vida, ¿vale? Sólo besos castos,
sin lengua.
—¿Y si alguna vez la situación lo requiere?
—En ese caso no serás tú quien podrá decidirlo.
—Acepto el trato. —Me tendió la mano.
Le tendí la mía y nos dimos un apretón de manos.
—Pues vamos yendo a comprobarlo, ¿no? —me propuso.
Continuamos el paseo hasta llegar al embarcadero sin decirnos ni una
palabra más.
Pocos minutos más tarde, nos bajamos de la barca para acercarnos
hacia el metro en silencio, yo miraba al suelo, Rafa me miraba a mí.
—¿Qué pasa, Zuñi? ¿Estás triste, enfadada o nerviosa? —me habló.
—¿Yo? Nada de eso. No sé por qué lo dices.
—No, por nada.
Una vez en la estación, buscamos el mapa que mostraba aquella zona y
nos dirigimos hacia él para mirarlo detenidamente durante un minuto.
—¿Ves? Aquí no hay nada —afirmé.
—¿Estás segura?
—¿Acaso tú ves algo?
Zurbano me miraba sonriendo.
—¿Qué? —Volví la vista hacia aquel plano—. No hay nada en
ninguno de los dos puntos —confirmé.
—¿Quieres que te compre unas gafas, Yerbis?
—¡Venga ya! ¿Me estás vacilando?
—Pero ¿dónde estás mirando, tía?
—Pues…
—Déjame tu dedo, anda.
Le di mi mano, confundida, para que él cogiera mi índice y lo pusiera
justo al lado de una señal que se indicaba como Fuente de la Piña.
—No puede ser… Esto es coña, ¿no? —Me acerqué más para
comprobar cómo delante de mí se mostraba un número uno rodeado de
manera muy sutil con un tono rojo de color claro, que se acompañaba de
una pequeña línea en la parte superior e inferior de su centro.
—No lo es. Me debes un beso —me dijo, como si fuéramos Pepe
Blanco y Carmen Morell en plena interpretación de nuestra zarzuela
particular.
—Pero… —Y volví a comprobar otra vez el mapa para revisar que
aquel dígito que buscábamos no se había esfumado en los últimos
segundos.
—Bueno, ¿qué? ¿Lo escribimos?
—Sí, sí —le respondí todavía sorprendida por comprobar que aquella
idea que se me había pasado de manera fugaz por la mente en el momento
en que mi lengua jugaba con la de Rafa, y que me había parecido alocada,
incluso absurda, nos había llevado a la pista verdadera.
Sacamos un bolígrafo para copiar aquel dígito en el cuarto círculo
correspondiente. Después, nos dirigimos al andén para coger el tren de
vuelta. Zurbano andaba a mi lado.
—Yerbis —me habló—. Y el beso, ¿qué?
—Vale, vale. —Le hice un gesto de calma con las manos—. Te lo daré,
pero no ahora.
—Y entonces, ¿cuándo?
—Pues… cuando tenga más ganas de dártelo.
—Pero ¿y eso cuándo va a ser, tía?
—No lo sé. Eso es cosa tuya. Haz que tenga ganas —le solicité sin
más.
Nos montamos en el convoy que acababa de entrar en la estación para
sentarnos en un par de asientos libres.
—Pero eso es injusto, Zuñi, tienes que cumplir el trato.
—Y lo voy a cumplir, de hecho, si quieres un beso insulso te lo doy
ahora mismo, me da igual, no voy a sentir nada. Pero si quieres algo con un
poco más de sentimiento, pues eso.
—Pues eso, ¿qué?
—Haz que me muera de ganas por besarte —le susurré y le sonreí
burlonamente.
—Y luego pregunta que si me gusta… ¿Cómo se puede ser tan fría,
tía?
Nos cruzamos de brazos mientras avanzábamos hacia Príncipe Pío,
donde nos bajaríamos para continuar con nuestro rumbo. Una vez allí,
salimos del tren sin hablar y nos quedamos frente a frente. Miré el reloj,
eran las seis y media de la tarde.
—Y ahora, ¿qué? —le pregunté.
—Y yo qué sé, por lo visto, eres tú la de la batuta aquí, ¿no?
—¿Yo?
—No, Luis Cobos —me contestó irónicamente.
—Vale, si vas a estar en este plan, mejor nos vamos y hasta mañana, ya
he cubierto el cupo de discusión contigo hoy —le contesté de manera borde.
—Muy bien. Mañana a las nueve y diez donde siempre —me dijo
enfadado.
—No llegues tarde.
—No llegues borde —me contestó y se giró para irse.
—Zurbano…
Se dio media vuelta sin pronunciar palabra.
—¿No te despides de tu novia? —le pregunté.
—Sí, pero no ahora, mejor cuando tenga más ganas.
Y se fue escaleras mecánicas arriba sin mirar atrás. Yo le observaba
desde el andén llena de contradicciones, preguntándome por qué le estaba
dejando ir, por qué había reaccionado así con él. Tan seria. Tan distante. Tan
cortante. Cuando, en realidad, me encontraba aliviada porque tan sólo hacía
un rato había sentido miedo. Miedo de que la pista no hubiese sido la
correcta. Miedo de no haber encontrado ese dígito dentro de la estación de
metro. Miedo de haber ganado ese trato. Porque eso hubiera significado que
él no volvería a besarme así nunca más.
25. Lo que parece no es
Aquella mañana me desperté tarde, así que tuve que darme mucha
prisa para llegar al metro a tiempo y salir de casa sin desayunar. Por el
camino iba deseando que Zurbano me llevase otra de esas palmeras tan
deliciosas que me regaló aquella misma semana, pero, teniendo en cuenta el
enfado del día anterior, aquello no ocurriría. Pensándolo bien, ese mosqueo
también había sido el culpable de que yo no hubiese podido descansar
mucho aquella noche. No paraba de dar vueltas en la cama pensando en él,
en aquella situación, en aquel beso que me dio en la barca y en por qué
querría darme otro. «Lo estás deseando, pero no te atreves», sonaba en mi
mente con su susurro, «Lo estás pidiendo a gritos, muñequita». Aquello no
me dejaba dormir. Respiré hondo y me levanté de la cama de madrugada
para encender la luz y sacar el monedero con el fin de ver su foto.
—¿Qué hago contigo, Zurbano? —le susurré a su imagen—. Con lo
bien que estábamos tú y yo cuando, simplemente, eras el compañero
bromista.
Me quedé mirando aquel retrato como si en algún momento me fuese a
hablar para ofrecerme una solución satisfactoria que resolviese todas las
incertidumbres que rodeaban mi vida en aquellos instantes. Suspiré. Y unos
segundos después, me di cuenta de que estaba acariciando una foto de su
cara.
Volví a meterme en la cama y entonces me imaginé con él allí
durmiendo, como la semana anterior, escuchando su corazón, con la mano
sobre su pecho mientras me abrazaba muy fuerte. Y fue así cuando
conseguí relajarme y dormir hasta que la claridad que se colaba entre las
rendijas de la persiana me indicó, a modo de bronca, que ya era hora de
abandonar el lecho para empezar con la rutina diaria. Y más rápido de lo
habitual porque no había escuchado el despertador. Cuando me percaté de
la hora, abrí la ventana para ventilar y después, la puerta del armario para
coger lo primero que me pareció apropiado, teniendo en cuenta que la
temperatura era algo más cálida ese día. Luego, entré en el baño para
intentar despertarme con una ducha exprés.
Poco más tarde, a las nueve y doce minutos, bajaba las escaleras
mecánicas del metro con el pelo mojado y un vestido largo de canalé. Era
sin mangas, de color verde militar y se me ajustaba al cuerpo más de lo que
solía hacer mi ropa habitual. Pero, para disimularlo, lo había cubierto con
una chaqueta negra de mangas larguísimas que me llegaba hasta los muslos,
que acompañaba con mis características botas militares. Cuando llegué
hasta el final del andén, Rafa estaba ya allí esperándome. Me miró de arriba
abajo.
—Buenos días, churri —me saludó con un gesto bastante neutro.
—Buenos días, Rafa —le respondí para acercarme a darle el beso de
rigor, aquel descafeinado que no tenía nada que ver con ese otro que le
debía.
Él me agarró de la cintura, pero no con demasiado ímpetu, se notaba
que aún estaba molesto por lo del día anterior. Le acaricié la mejilla, esta
vez suave, recién afeitada.
—¿Estás enfadado? —le pregunté.
—No —me contestó, sin más adornos.
—No te creo.
—Es tu problema.
Me separé de él molesta por su tono seco.
—Así no vamos a parecer una pareja —evidencié.
—Pero ¿alguna vez lo hemos parecido?
—Vale, Zurbano, ya está bien. ¿Es por lo del beso? Te lo doy ahora
mismo y terminamos con esto.
Respiré profundamente y me acerqué hasta él con resignación.
—No. —Me puso las manos sobre los hombros—. No quiero que
hagas algo que no quieres hacer.
—No te entiendo, Rafa. Pero ¿por qué tanto empeño en besarme?
Pensaba que no te gustaba.
—No es eso.
—Entonces, ¿qué es? Explícamelo porque, de verdad, no entiendo
nada. Ayer descubrimos el dígito de la cuarta planta. Deberíamos estar
contentos y, sin embargo, nos fuimos los dos a casa mosqueados. Es que no
tiene sentido.
—Es que nada entre tú y yo tiene sentido —afirmó muy serio.
En ese momento entró un tren en el andén, pero ninguno de los dos nos
movimos.
—¿Y qué hacemos, Rafael? ¿Cómo le damos sentido a esto?
Nos mirábamos a los ojos sin decir nada mientras la gente se
apelotonaba para entrar en un vagón que dejamos marchar.
—No podemos, Lidia.
—¿Podrías, al menos, decirme qué es lo que te ha molestado tanto, por
favor?
Él no hablaba. Yo suspiré.
—Mira, Rafa, yo no puedo estar así, es que no lo soporto más.
Además, he dormido poco y no he desayunado porque me he despertado
tarde del cansancio que tengo. Si no quieres contestarme, me voy a casa a
comer y a descansar y ya le pediré los apuntes a Silvia mañana.
Le miré dos segundos más y me di media vuelta para marcharme, pero
él me sujetó de la mano. Yo no quise girarme. No, hasta que él se
manifestase de alguna otra forma.
—Es que no lo sé —me dijo.
Me giré despacio para verle.
—¿Qué es lo que no sabes? —le cuestioné.
—Por qué estoy así. Ayer, cuando empezamos a discutir en la barca era
como un juego, pero estábamos tan metidos en nuestra película, que creo
que me dejé llevar demasiado. Y al final, cuando descubrimos el dígito y te
negaste a cumplir con aquel trato era como si, de repente, quisieses dejar de
jugar conmigo. No te cuesta nada entrar y salir del papel y supongo que eso
me molesta. Contigo me resulta muy difícil saber qué es realidad y qué es
ficción.
Me quedé muda ante aquello. Simplemente, permanecí de frente a él
mirándole a los ojos durante unos segundos que se me antojaron eternos.
—¿En serio crees que no me cuesta nada entrar y salir del papel
cuando hace un par de días me costaba hasta que me tocases? Cuando no
puedo dormir por las noches dando vueltas a esta situación. Me estoy
volviendo loca, Rafa. Y, además, eras tú al que le resultaba fácil actuar.
Siempre me has dicho que tengo que ser más natural, pero a ti te sale solo.
Mira estos días cuando hemos ensayado, cuando me decías que teníamos
que ser como actores, como bailarines.
—Sí, y así debe ser. Sólo que ayer no lo fue o, al menos, a veces sentía
que no lo era. Por eso quería darte otro beso, para demostrarme que no era
real porque el que nos dimos en la barca me pareció que sí lo fue —
confesó.
—¿Por mi parte o por la tuya?
—No lo sé, quizás por ambas.
—Pero sólo estábamos actuando, ¿no?
Otra vez silencio.
—No vamos a llegar a clase, ¿quieres que salgamos y demos un
paseo? Además, tienes que desayunar —me propuso.
Asentí. Y poco después subíamos por las escaleras mecánicas en
dirección hacia el parque.
—¿Y qué vamos a hacer? Mañana tenemos que actuar delante de
quince personas aquí mismo, en vuestra fiesta de cumpleaños —le
cuestioné una vez sentados en nuestro banco.
—Pues seguir como hasta ahora.
—¿Discutiendo cada dos por tres? Me dijiste que nos
acostumbraríamos, pero no está siendo así —le eché en cara.
—El problema es que cuando discutimos es cuando somos capaces de
averiguar las pistas clave.
—No, el problema es que cuando descubrimos la clave de ayer no
estábamos discutiendo, sino todo lo contrario, porque habíamos pasado de
nivel. Discutir no lo tenemos vetado por pacto, pero esto sí, o, al menos,
limitado.
Respiró profundamente.
—Puede que tengamos que seguir practicando para que lo de actuar
nos resulte natural —afirmó.
—Pero eso no nos va a servir de nada. Quizás sí para parecer una
pareja de cara al resto, pero si pensamos en este enigma de la libreta,
cuando somos más brillantes es cuando saltan chispas entre nosotros, de
una manera o de otra.
—¿Y qué vamos a hacer para no quemarnos con ellas?
—No lo sé. ¿Un cortafuegos?
—¿Un cortafuegos, tía?
—¡Y yo qué sé! Estamos jodidos, Zurbano.
Me dio la mano y se giró para ponerse de frente a mí.
—Tengo miedo de perderte, Lidia. Ayer lo tuve. No quiero que dejes
de caminar a mi lado. Tengo miedo de que uno cruce la línea y el otro se
quede al otro lado.
—Yo también lo tengo, pero al menos ya sabemos dónde estamos y el
riesgo que corremos, trataremos de no soltarnos de la mano. —Le acaricié
la mejilla para besarla después —. Hoy estás suave.
Él sonrió y yo le miraba pensando que quizás uno de los dos ya había
cruzado esa línea, o puede que ni siquiera supiéramos en qué lado de ella
estábamos. Pero eso es algo que nunca nos diríamos, precisamente por eso,
porque ambos teníamos miedo de que el otro supiera que no estaba en el
mismo punto y se soltara de la mano. Puede que, después de todo, ese beso
que me pedía Rafa el día anterior fuese necesario para saber en qué lugar
nos encontrábamos cada uno.
—Entonces, ¿no quieres desayunar? —me preguntaba.
—Sólo si es una de esas palmeras del otro día.
—Eso está hecho, Yerbis.
Cincuenta minutos más tarde, y después de habernos tomado dos
palmeras calientes, estábamos entrando en la facultad para acudir a la
siguiente clase. Nuestros amigos esperaban en la puerta del aula de la planta
baja y nos observaron sorprendidos cuando nos vieron aparecer.
—Pero, y vosotros, ¿dónde estabais? —indagaba Silvia.
—Tu amiga, que se ha levantado cariñosa hoy y, claro, no iba a dejarla
con las ganas.
—Rafa, tío. —Le di un manotazo.
—¿Qué? ¿Acaso no es verdad, churri? —decía Zurbano mientras me
cogía de la cintura para darme un beso breve en el cuello, sospecho que
utilizando aquella alternativa como opción para evitar mis labios—.
Además, se ha puesto hoy ese vestidito marcando curvas y no me ha dejado
otra opción. Que para disimular lleva esa chaqueta encima, pero lo que hay
debajo… Pffff… —Y esto último lo dijo mirando de soslayo a Vázquez,
como si estuviera alardeando de haber conseguido un pequeño triunfo que
su amigo deseaba, a pesar de que no era real—. Por cierto, felicidades,
Danny Boy. —Le dio una palmada en el hombro.
—Ay, sí, felicidades, Dani —me acerqué a darle dos besos.
—Gracias —nos contestó con un gesto un tanto confuso.
—Luego echamos otro a tu salud, ¿verdad, churri? —afirmó Rafa
disfrutando con aquello.
Pero a Dani no parecía haberle hecho mucha gracia el comentario,
aunque sonreía de manera forzada tratando de disimular. Yo meneaba la
cabeza sonriendo, pero por motivos distintos a los que se imaginaban
nuestros compañeros.
En las siguientes asignaturas, Rafa y yo nos sentamos separados para
darnos un poco de espacio que pusiera a cada uno en su lugar, tratando de
enfriar una relación que no sabíamos por dónde agarrar para no quemarnos.
Tras la última lección del día, me fui con Silvia a hacer una copia de
los apuntes de la asignatura a la que no habíamos acudido, mientras Rafa
hablaba con Vázquez y Juanan. Cuando volvimos, Zurbano se dirigió a mí.
—¿Quieres que nos quedemos a comer con ellos, que aún están de
prácticas, y después nos vamos a estudiar a la biblio un rato? —me propuso.
—Por mí, vale. ¿Te quedas tú? —le pregunté a Silvia.
—Pues hoy me iba a ir a casa, pero vale, me quedo y luego me voy
con Rodri —respondió ella.
Rafa me sonrió y yo le devolví aquel gesto, supongo que aquella
decisión de pasar más tiempo con nuestros amigos nos daría un respiro y
eso nos aliviaba, aunque Silvia lo interpretó de otra manera.
—Chica, ¿cómo lo hacéis? —me habló en voz baja cuando íbamos
hacia la cafetería—. Porque no paran de saltar chispas entre vosotros, tiene
que ser un máquina en la cama, bueno o tú.
—Tía… —La miré con gesto de reprobación, como si se hubiera
pasado de la raya al hacer ese comentario.
—Es una auténtica fiera, Zea —intervino Zurbano en voz baja
acercándose a nosotras mientras nos adelantaba.
Puse los ojos como platos. Pero ¿de dónde había salido y cómo la
había escuchado?
—¡Rafa! —le eché la bronca.
Él me sonrió, contagiándome con aquel gesto.
Tras una comida distendida, nos dispusimos a estudiar un rato. Silvia y
yo nos habíamos sentado al lado y, enfrente, teníamos a Vázquez, Juanan y
Zurbano. Rafa estaba justo delante de mí, copiando los apuntes de la
primera clase del día que nos había fotocopiado Silvia, con ese gesto serio y
responsable que ponía cuando estaba concentrado, haciendo girar el
bolígrafo entre sus dedos mientras se quedaba leyendo algún párrafo.
De repente, levantó la vista para mirarme. Yo estaba copiando lo
mismo que él, pero me había detenido para observarle mientras jugueteaba
con el capuchón del bolígrafo, que había apoyado en mis labios. En aquella
ocasión no aparté la vista, sino que dejé de mover el bolígrafo cuando se
cruzaron nuestras miradas, como si así esperase iniciar una conversación
que no sabía muy bien de qué trataba. Y se me aceleró el corazón cuando vi
que él no apartaba sus ojos de los míos.
Bajé la mirada al papel de nuevo y dejé caer los hombros de la
chaqueta dejando los míos al descubierto, tenía calor. Un calor que provenía
de aquella relación que empezaba a abrasarnos. Notaba que Rafa volvía a
mirarme, pero esa vez no le correspondí, simplemente, me deslicé en la silla
hacia abajo para estirar las piernas al frente, como si de esa manera pudiese
estar más cerca de él. Segundos más tarde, algo me volvió a acelerar el
corazón, eran sus piernas tocando las mías, abrazándolas, quedando así
entre las suyas. Yo sonreí cuando noté su tacto y él también lo hizo porque
cuando volví a mirar al frente, le vi escribiendo con ese gesto dulce en el
rostro.
Poco después, algo nos hizo desviar la atención de aquello. Fue la
despedida de la bibliotecaria a una persona que no podía pasarnos
desapercibida.
—Por aquí estaremos, doctor Hernández —le decía a un señor
sexagenario.
Rafa y yo nos miramos al escucharlo. Es cierto que aquel era un
apellido común y podía referirse a otra persona, pero no podíamos
quedarnos allí sin averiguarlo. Me recoloqué la chaqueta y nos levantamos
deprisa para salir de aquella sala ante la atenta mirada de nuestros
compañeros, que nos observaban extrañados sin poder imaginarse que nos
disponíamos a seguir a un profesor jubilado.
Una vez en el pasillo, Zurbano me cogía del brazo para que fuéramos
detrás de él con disimulo por las escaleras, por las que se dirigía hacia
abajo. Le seguimos hasta el departamento de Farmacognosia, donde le
vimos entrar tras girarse para ver quién andaba a sus espaldas. Por suerte,
actuamos rápido y Rafa y yo nos paramos delante de las listas de alumnos
que había en el tablón de su entrada para disimular.
—Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Le esperamos para decirle algo? —le
pregunté a Rafa en voz baja cuando el profesor ya estaba dentro del
departamento.
—¿Y qué le quieres decir? Eso sería un canteo, Zuñi.
—¿Tú crees que habrá venido por algo relacionado con la libreta?
—Pues, teniendo en cuenta que no la encontramos en este
departamento, no lo creo.
—¿Y qué hacemos aquí?
—Y yo qué sé, al menos ya le hemos visto la cara.
—Sí, y él a nosotros —evidencié.
—¿Y qué? No sabe que tenemos la libreta. Para él sólo somos unos
alumnos viendo sus notas —me calmaba.
—Pues quizás deberíamos irnos antes de que vuelva a salir, ¿no? Para
no levantar sospechas. Total, ¿qué más podemos hacer? Imagina que se da
cuenta de que estamos detrás de esto y se pone a borrar las pistas que nos
quedan.
—No jodas, tía.
—Y yo qué sé.
—Bueno, vamos a tranquilizarnos. Seguro que no se ha dado cuenta de
nada.
—Pero podría percatarse de que la libreta ha desaparecido de su
escondite, ¿no? —continué con mis cábalas.
—O, a lo mejor, no. En primer lugar, no sabemos si él la escondió allí,
teniendo en cuenta que no es el departamento al que pertenece. Y, en caso
de ser así, no se va a arriesgar a subir al laboratorio de Química
Farmacéutica a comprobarlo ahora, que esto está lleno de gente. Piénsalo.
Si yo hubiese creado algo así, sería más fácil y discreto intentar averiguar si
alguien está detrás de las pistas de la libreta, simplemente, acudiendo a los
lugares que aparecen en el mapa o esperando a esa persona en el sitio final.
Todo está protegido con una clave, pero esa clave debe de estar en algún
emplazamiento que aún no conocemos. Quizás él esté allí esperando a ver
quién aparece.
—Puede ser, pero mejor vámonos por si acaso, que no nos vuelva a
ver.
—Vamos.
Volvimos a subir a la segunda planta.
—Tranquila. Vamos a seguir, pero no te rayes con este hombre, ¿vale?
—me decía—. Seguro que no se ha dado cuenta de nada. Además, tampoco
sabemos si ha sido él quien lo escondió ahí.
—Ya, tienes razón. Es que tengo mucho sueño y hoy no puedo pensar
con mucha claridad.
—¿Quieres ir a dormir, Yerbis?
—Es que Silvia se ha quedado por mí y ahora me parece feo que nos
vayamos tan pronto, son las cuatro menos veinte.
—Vale, sí, quedaría un poco mal.
—Si quieres, nos quedamos hasta las seis o así y luego nos vamos —le
propuse.
—Me parece bien, pero espera, ¿quieres que nos riamos un rato?
—Miedo me das, ¿qué se te está ocurriendo?
—Ven, déjame. —Empezó a revolverme el pelo.
—¿Qué haces, Rafa?
—Ya verás, ya. Bájate un poco la chaqueta de un hombro y
despéiname tú a mí.
—¿Qué?
—Sí, tía, espera.
Se descolocó la camiseta para que le quedase desigual, metiendo un
lado por la cintura de su pantalón para dejarla por fuera por el otro.
—Nos hemos ido de repente y corriendo y nos van a preguntar. Vamos
a evitarlo y, de paso, a echarnos unas risas —explicó.
—¿Quieres que parezca que venimos de…?
—Si esa frase termina con montárnoslo en el baño, la respuesta es sí,
Yerbis.
Sonreí meneando la cabeza y empecé a despeinarle.
—Ahora tenemos que entrar colocándonos la ropa y peinándonos —
añadió.
—Espera, espera —le pedí para desabrocharle los botones que ese día
llevaba en el cuello de su camiseta—. Aunque quedaría mejor si te
arrancara alguno.
—Oye, Zuñi, a ver si al final va a resultar que eres una fiera de verdad.
—Lástima que no puedas averiguarlo, ¿eh?
—Eh, eh, ¿adónde vas? —me preguntó cuando vio que me disponía a
darme media vuelta para entrar—. Un poco más de realismo, ¿no? —Me
retorció el vestido para que las costuras quedaran descolocadas, bajando
aún más uno de los hombros de la chaqueta, junto con uno de los tirantes
hasta dejar a la vista el del sujetador—. Ahora, sí, vamos.
Entramos a la biblioteca colocándonos el pelo, que tan sólo segundos
antes nos habíamos despeinado adrede. La cara de nuestros compañeros al
vernos era un poema. Yo miraba a Rafa cuando nos sentamos, sin poder
parar de sonreír. Después, a Silvia, que tenía la vista clavada en mí con los
ojos como platos.
—¿Qué pasa? —le dije mientras me peinaba el flequillo con las
manos.
—Nada, nada —respondía para después mirar a Rafa, que se
abrochaba los botones de la camiseta.
Al dirigir mi vista al frente, vi en mi diagonal a Vázquez
observándome el hombro semi desnudo y el escote del vestido torcido con
cara de estupor. Juanan, en mi otra diagonal, simplemente, meneó la cabeza
y siguió leyendo el papel que tenía delante con una sonrisa en el rostro. Me
coloqué bien la ropa y volví a mirar a Rafa. Cuando me encontré con sus
ojos no pudimos evitar una sonrisa que intentaba esconder una carcajada. Él
fue más allá y me sacó la lengua guiñándome un ojo con mirada lasciva. Yo
le sonreía pasándome la parte de arriba del bolígrafo por los labios,
siguiendo con nuestra actuación. Y, después de aquello, clavamos la vista en
los apuntes que teníamos delante mientras sentíamos la mirada de nuestros
compañeros, que no daban crédito a lo que acababan de ver.
Diez minutos más tarde, Juanan y Vázquez se despedían para irse a
realizar sus prácticas. Silvia seguía a mi lado con ganas de preguntarme
algo relacionado con nuestra repentina ausencia, pero no se atrevió hasta
que Zurbano se levantó para ir al baño.
—Pero, tía, ¿qué os pasa? Estoy flipando —me soltó de manera
atropellada.
—¿Por? —me hice la despistada.
—Por esos arrebatos de pasión, que parecéis animales en celo.
—Ah, bueno, ¿a vosotros no os pasa? —me referí a ella con Rodri.
Y allí dejé a la pobre pensando, quizás, en por qué en su relación no
existían esos momentos de ardor desmedido que Silvia desconocía que
fingíamos.
A eso de las seis, Rafa y yo nos despedimos de ella para salir de la
facultad en dirección a Moncloa. Yo creo que mi amiga lo agradeció
porque, aunque después de ese supuesto momento apasionado, Zurbano y
yo estuvimos muy concentrados estudiando, ella nos observaba de vez en
cuando para descubrir alguna mirada o alguna sonrisa de complicidad entre
nosotros que, a diferencia de lo anterior, no eran fingidas.
—¿Te apetece caminar? —le propuse.
—Sí, así nos da un poco el aire.
Nos cogimos de la mano siguiendo con nuestro teatrillo, que cada vez
lo era menos, para pasar de largo la boca del metro y continuar por la
Avenida Complutense en dirección a Moncloa.
—¡Ay, qué risa, tía!, las caras de Danny Boy y de Zea eran todo un
poema cuando nos han visto entrar así —me decía.
—Sí. Y lo mejor es que cuando has ido al baño, Silvia ha querido
curiosear, sorprendida por nuestros arrebatos de pasión.
Suspiramos después de aquellas risas.
—Y ahora, ¿qué quieres hacer? —me preguntaba.
—Podríamos pasar el texto de la quinta planta. ¿Vamos a mi casa?
—Vale.
Continuamos con el paseo aderezado por la temperatura templada de
aquella tarde hasta llegar a las calles aledañas a mi morada.
Pocos minutos después, estábamos accediendo al portal que conducía
hasta mi piso. Cuando entramos, se escuchaba música dentro de la
habitación de Laura, seguramente estaría allí avanzando con su trabajo de
fin de curso.
—¿Quieres tomar algo? —le ofrecí.
—No, no, gracias. Bueno, un vaso de agua.
—Hay que ver qué barato me sales, Zurbano.
—Para que luego te quejes de novio.
Le sonreí antes de entregarle la bebida que me había pedido.
—Bueno, ¿y de qué va la quinta? —traté de averiguar.
Delante de nosotros teníamos toda la documentación necesaria para
trabajar en el misterio que nos envolvía. De fondo, nos acompañaba aquella
emisora de radio con canciones de los años ochenta, que yo acababa de
conectar.
—Pues es la melisa y está ubicada en Norte, o sea, en Príncipe Pío —
habló él.
—Pues, cuando quieras, estoy lista para copiar.
Rafa comenzó a dictarme aquella información, tratando de decirme
todos los detalles para que quedaran reflejados de la mejor manera.
Unos treinta minutos después, me senté junto a él en la cama para leer
aquel papel, tratando de obtener alguna pista sobre esa quinta planta.
Bostecé.
—¿Tienes sueño, Yerbis?
—Un poco, ya te lo dije antes.
—¿Quieres que me vaya?
—No, no, quédate y seguimos un poco con esto.
Pero los minutos pasaban y tampoco veíamos nada especial en aquella
información. Sólo eran datos generales de esa planta, cuyo texto no tenía
líneas de diferente extensión, ni bibliografía, ni parecía albergar ninguna
falta de ortografía, por muy pequeña que fuese. Rafa bostezó.
—¿Tienes sueño? —indagué.
—Estoy cansado. Es que el día ha sido muy largo.
—Sí. —Permanecí unos instantes en silencio—. ¿Quieres que
paremos?
—No. Bueno sí, un rato.
—Vale —le dije y me levanté para dejar el cuaderno que tenía delante
en el escritorio.
Cuando me giré, él me miraba fijamente.
—¿Qué pasa? —le cuestioné cuando vi su gesto.
Me cogió de las manos.
—Quiero dormir un poco… contigo…
Yo suspiré y me senté junto a él.
—Yo… no puedo, Rafa. Es que… ya sabes que esto es raro y… no
podría soportar que mañana estemos otra vez distantes y discutiendo por
haberlo hecho. Mira lo que nos pasó ayer.
—Pero esto no es lo mismo, ayer igual nos pasamos un poco cruzando
la línea con algunos de los puntos del pacto, pero sabes que… es diferente.
—Ya, pero prefiero no hacerlo.
—¿No quieres?
—No es eso. —Le acaricié la cara, un poco menos suave que como se
había mostrado durante la mañana de aquel mismo día, por su barba
incipiente—. Me encantaría, pero no me lo pidas, por favor. Acuérdate de lo
que nos pasó la semana pasada, el día que fuimos a Ibiza, que acabamos
discutiendo, de mal rollo. No quiero que nos vuelva a suceder —le
expliqué.
—Esto es el cortafuegos del que hablabas esta mañana, ¿no?
Asentí. Él se levantó.
—¿Te has enfadado? —le pregunté poniéndome de pie para estar junto
a él.
—No, tranquila, lo entiendo —afirmó y después me besó en la frente.
Yo le abracé y él me correspondió hasta que respiró profundamente
encima de mi cabeza.
—Será mejor que me vaya —me dijo—. Así podremos descansar los
dos. Mañana va a ser un día muy largo también.
Lo decía por el cumpleaños que íbamos a celebrar a partir de las nueve
de la noche.
Le acompañé hasta la puerta de casa para despedirnos.
—Ten cuidado, ¿vale? —le pedí.
—Sí, tranquila. Mañana nos vemos a las nueve y diez donde siempre,
¿no?
—Sí.
Nos acercamos para darnos dos besos, pero el segundo fue como a
cámara lenta, como si no quisiésemos que acabara nunca.
—No quiero perderte —le susurré mientras le acariciaba la mejilla,
como justificación a mi negativa a haber dormido con él.
Rafa cerró los ojos mientras ponía su mano sobre la mía para disfrutar
del tacto de aquella caricia sobre su rostro, como si tratara de que se
alargase, de que sucediera muy despacio, deseando que durase toda la
noche. Después, me besó la palma.
—Ni yo a ti, muñequita —dijo al fin.
Y, tras aquello, desapareció detrás de la puerta del ascensor con una
sonrisa en los labios y los ojos tristes, reflejando así el gesto de mi rostro, al
menos, hasta que pudiera volver a verle al día siguiente. Otra noche sin
estrellas, sin sueños, sin sus abrazos reales, que serían sustituidos por el
recuerdo de los que aún conservaba en mi memoria. Todo era justificable
con tal de no pasar la línea que podría separarnos. Aquella línea que
comenzaba a mostrarse confusa delante de nuestros ojos. Aquella línea que
ya nos separaba aún sin haberla cruzado.
26. Yo daría lo que fuera
Tras las clases de ese día nos habíamos quedado a comer en la facultad
para estudiar un rato en la biblioteca hasta que Rodri saliera de sus clases de
ingeniería. Aquel jueves no se impartieron todas sus asignaturas y ella
pensó que sería perfecto aprovechar la ocasión para quedar con nosotros.
Decidimos ir a esa cafetería de mi barrio donde Rafa y yo compartimos una
de nuestras tardes de ensayos como pareja. Cuando entramos al local,
elegimos una de las mesas del fondo, acomodamos nuestras cosas y Silvia y
yo fuimos al baño mientras ellos se quedaron leyendo la carta de las
meriendas.
—Te he pedido un Cola Cao y un cruasán, pero si quieres otra cosa,
voy a que lo cambien —me dijo Rafa guiñándome un ojo.
—Gracias, morenito, está perfecto —le confirmé acariciándole la cara
mientras me sentaba.
—Yo te he pedido un café y un donut —le informaba Rodri a Silvia.
—¿Descafeinado? —le preguntaba ella.
—No, normal —corroboraba él.
—Pero ¿para qué me pides eso? Si sabes que, si tomo cafeína por la
tarde, luego no puedo dormir.
—¿Voy a que lo cambien?
—No, ya voy yo. —Mi amiga se levantó con gesto de fastidio hacia la
barra.
Zurbano y yo nos mirábamos ante la compañía de Rodri, con quien no
teníamos mucho en común. Era un pijo y no podía evitarlo y, aunque no
parecía mal chaval, tampoco compartíamos demasiado. Nada más aparecer,
nos miró a Rafa y a mí de arriba abajo, supongo que deduciendo de nuestra
apariencia que no vivíamos en un lugar tan privilegiado como el suyo, que
no pertenecíamos a su mismo grupo. Y, aunque luego se esmeró bastante en
ser cordial, existía una brecha entre nosotros difícil de salvar.
—Estamos un poco nerviosos porque tenemos los exámenes encima —
le habló Zurbano intentando justificar la actitud un tanto seca de Silvia
hacia él por haber elegido una bebida incorrecta.
Rodri no dijo nada, sólo le miró, asintió y luego volvió la vista hacia el
lugar donde se encontraba su novia, quien regresó minutos después.
—Vale, ya está —aseguró ella al resto a la vez que se sentaba.
Y mientras cruzábamos unas palabras insustanciales, nos traían lo que
habíamos pedido, entre lo cual no se encontraba ningún donut.
—¿Y cuánto tiempo lleváis ya saliendo? —indagaba Silvia.
Rafa y yo nos miramos.
—Pues… unas tres semanas —afirmé y él sonrió—. Poco comparado
con vosotros, ¿cuánto lleváis ya? —añadí.
—Un año y dos meses —aseveraba ella mientras Rodri permanecía
mudo dando vueltas a su café.
—No está mal —opiné, por decir algo porque tampoco se me ocurría
qué comentar ante aquella situación en la que Zurbano y Rodri se habían
visto envueltos por obligación.
—Oye, ¿y cómo os enamorasteis? —nos preguntó de repente Silvia.
Casi me ahogo con el cruasán. Rafa volvió la vista hacia mí.
—Eh… ¿Cómo? Bueno, eso ya te lo conté, ¿no? —le respondí.
—No, no. Me refiero al momento justo. Lo que yo sé es que fuisteis a
la fiesta de farmacia, salisteis de allí y así surgió todo, pero no sé detalles —
insistía ella.
—¿Pero qué detalles quieres saber, tía? —le cuestionaba yo ante la
atenta mirada de Rafa, que hacía cábalas sobre lo que poder contar y la de
Rodri, cuya atención parecía haber captado aquel tema.
—Pues no sé, lo normal. Qué os llamó la atención del otro, qué fue lo
que os hizo daros cuenta de que queríais estar juntos —concretaba Silvia.
—Vosotros primero, Zea, que lleváis más tiempo, y luego te contamos
lo que quieras —intervino Rafa, supongo que para que nos diera unos
instantes para pensar, cosa que agradecí y le hice saber con un gesto muy
sutil. Él volvió a guiñarme un ojo.
Silvia y Rodri se miraron.
—Nosotros nos conocimos en el tren, en la estación de Villalba.
Coincidíamos por las mañanas para venir a clase y él me llamó la atención,
le veía tan mono, tan responsable. Me miraba y me sonreía con cara de
sueño, hasta que un día nos sentamos en el mismo grupo de asientos en el
tren y empezamos a hablar —narraba Silvia.
—¿Y a ti de ella? —me dirigí a Rodri para involucrarle en la
conversación, en la que parecía estar interesado.
—Pues fue casi un flechazo a primera vista, me pareció tan guapa…
—contaba, y ella le miró de manera dulce, como si con ese comentario
hubiese hecho que olvidara que le había pedido el café y el bollo
equivocados hacía tan sólo unos minutos.
—Os toca —intervino Zea.
Zurbano y yo nos observamos y después bajé la vista hasta mi vaso.
Silencio.
—No sabría decir en qué momento exacto fue, quizás desde la primera
vez que la vi. No pensé que se iba a fijar en alguien como yo y por eso no
quise acercarme mucho, era demasiado bonita para ser verdad. Bonita por
dentro y por fuera —comentó Rafa para salvar la situación, y yo clavé mis
ojos en los suyos mientras él me miraba. Creo que no iba a añadir nada más,
pero continuó hablando cuando vio mi gesto—. Supongo que me unió a ella
la casualidad y el misterio de averiguar qué había más allá de lo que tenía
delante. La primera vez que nos besamos ya no hubo marcha atrás, me
quedé enganchado a aquello tan especial que nos rodeaba, a su dulzura, a
sus caricias. Cuando me mira se me olvida el mundo.
Le contemplaba totalmente sobrecogida por sus palabras, fuesen reales
o no, lo cierto es que sonaron como tal y yo quise aferrarme a la idea de que
lo eran. La cara de Silvia era un poema, nos miraba como si fuéramos un
par de cachorros en el escaparate de una tienda de animales.
—¿Y a ti de él? —Rodri me lanzó la misma pregunta que le había
formulado yo tan sólo unos instantes antes.
Zurbano me observaba expectante por lo que diría. Los otros dos
tampoco me quitaban ojo.
—Yo… Él… —Entonces Rafa me agarró de la mano para darme
apoyo, calma, porque sabía que mi manera de ser, introvertida, me
dificultaba manejarme en ese tipo de situaciones. Entrecrucé mis dedos con
los suyos—. Porque la primera vez que me abrazó supe que no iba a pasar
frío jamás, que no volvería a estar sola. Porque tiene la sonrisa más bonita
del mundo, la mirada más dulce —él me apretó la mano y cuando eso
sucedió tuve que mirarle—. Porque podría perderme dentro de sus ojos toda
la tarde. Porque sólo quiero dormirme escuchando su corazón y
despertarme con sus besos. Porque cuando me acaricia yo…
No pude seguir hablando porque me percaté de que había seis pares de
ojos mirándome y estaba dando demasiada información, más de la que yo
misma podía manejar. En ese momento Rafa se acercó a mí, me apartó el
flequillo de la frente y comenzó a besarme, supongo que para darme una
tregua, para que acabara ese interrogatorio. Y yo le seguí, llevando ese beso
más allá, en parte porque quería que aquella reunión terminara.
Cuando separamos nuestros labios, y tras acariciarnos la cara para
regalarnos mutuamente una mirada de dulzura, observamos al frente para
percibir que el rostro de Silvia había cambiado su gesto entrañable por otro
serio. Como si algo de lo que hubiera visto en nosotros le hubiese llevado a
una posición incómoda. Quizás a comparar cómo una relación de escasas
tres semanas era capaz de transmitir ante sus ojos que existía entre nosotros
una complicidad, un cariño y una pasión desmedida que no había visto en
su propia relación de pareja, cuya duración multiplicaba por veinte a
aquella que tenía delante.
Después, no sé muy bien lo que pasó, pero comenzó a surgir una
tensión entre ella y Rodri que se hacía más ardua por segundos, y que
pareció llegar a su límite cuando a él comenzó a sonarle en el bolsillo de su
cazadora un pitido con una melodía repetitiva, que resultó ser de un
teléfono portátil. De aquellos que se empezaban a ver en algunas personas
por la calle y con los que aún no estábamos muy familiarizados. Rodri se
levantó para irse a hablar con aquel dispositivo a la calle, mientras Silvia se
quedaba delante de nosotros sin saber muy bien qué excusa darnos por el
abandono repentino de su novio.
Habían pasado veinte minutos de charlas intrascendentes cuando ella
salió de la cafetería a averiguar el motivo de la tardanza de su pareja para
volver poco después con él, con quien parecía mostrarse muy enfadada, a
despedirse de nosotros. Abandonaron los dos rápidamente el local, esta vez
de manera definitiva. Rafa y yo nos miramos.
—Eeehhh… ¿Me explicas lo que acaba de pasar, tía? —me preguntó
Zurbano.
—Pues no tengo ni idea, pero este chico es un poco…
—Tonto del culo es la palabra que estás buscando, Yerbis. Y, encima,
un chulito, ahí con el teléfono móvil, qué ridículo.
—Oye, pues dicen que algún día todos tendremos uno.
—¿Tú crees? ¿Nos volveremos todos así de tontos? Vamos, no me
jodas, Zuñi. Si fuera que lo necesita para trabajar… Pero este tío, ¿para qué
lo quiere si no es para fardar?
Le miré unos instantes en silencio.
—¿Cómo puede ser que nosotros con una falsa relación de noviazgo
de menos de tres semanas estemos más compenetrados que ellos llevando
más de un año juntos? —le cuestioné.
—Pues…, a lo mejor porque nuestra relación, la de verdad, es bastante
más sólida que la suya, porque nos preocupamos por mirarnos más adentro
que ellos. Si te das cuenta, lo que a los dos les llamó la atención del otro fue
el físico, y no digo que no sea importante, pero si te quedas sólo ahí puedes
perderte muchas cosas, a muchas personas.
Se oyó un trueno en la calle que nos evadió de aquella conversación.
—¿Nos vamos? —me propuso.
—Sí porque a este paso nos va a pillar la tormenta.
—Vale, pero tendremos que pagar, ¿no? Porque, aquí, mucho dinero
para ropita de marca, coches y teléfonos móviles, pero son más agarraos
que un chotis, tía. Y luego te miran de arriba abajo… Así también me hago
yo rico, a costa de que me inviten los amigos pringaos.
Me miró con gesto serio, pero a mí se me escapó una carcajada y se la
contagié.
—¿A pachas?
—Vale.
Y pocos minutos más tarde salíamos de aquel local hacia mi portal,
aligerando el paso cada vez más porque comenzaba a llover.
—Vamos, Zuñi, que nos pilla. —Me agarró de la mano para que
corriéramos juntos.
Cuando llegamos al soportal de mi bloque íbamos empapados y casi
sin aliento.
—Vaya tarde, ¿eh? —Empecé a reírme de nuevo.
—Y nos la queríamos perder —respondió para acabar envueltos en
una carcajada.
Nos contemplábamos mientras las gotas de agua nos resbalaban por la
cara.
—Rafa… —me puse seria al decirle aquello.
—Dime —me hablaba limpiándome las gotas de agua que se
deslizaban por mi pelo hasta la cara.
—Eso que has dicho de mí… ¿Alguna cosa era verdad?
—Te lo diré cuando tú me digas qué es lo que sientes cuando te
acaricio.
—Pero yo he preguntado primero.
Me sonrió.
—¿Hay algo de nuestra relación que sea verdad? —me cuestionó.
—No vale contestar con otra pregunta.
—Tengo buena maestra.
—Ya…
Rafa continuaba oteándome, como esperando a que le respondiera.
—Las siestas… —afirmé, entonces era yo la que le limpiaba las gotas
de agua que le caían por la frente —. No me vas a responder, ¿verdad?
—No hace falta, ya lo sabes. —Me acarició el cuello—. Y tú, ¿me vas
a responder a mí?
—¿A qué?
—No te hagas la despistada. Antes dejaste la frase a medias, dijiste
que cuando te acaricio tú… Tú ¿qué?
—No hace falta que te responda, ya lo sabes —le devolví la misma
respuesta que él me había dado a mi pregunta.
—No lo sé.
—Pues sólo tienes una manera de averiguarlo.
—¿Me estás pidiendo que te acaricie, Yerbis?
—Yo no, eres tú quien tiene la duda. —Me dio un escalofrío porque el
agua me traspasaba la ropa.
—Ojalá pudiera.
—¿El qué?
—Resolver mis dudas.
—¿Y qué te lo impide?
—Dímelo tú —me inquirió.
Otro escalofrío.
—Yo también tengo muchas dudas y tú tampoco las respondes —
evidencié.
—Vale, vamos a hacer una cosa: tú me resuelves una duda a mí y yo
otra a ti, pero no vale escaquearse, hay que responderla de verdad.
—Perfecto, pero si no nos gusta la pregunta tenemos un comodín para
cambiarla.
—Hecho.
—¿Quién empieza?
—Las señoritas primero.
—¿Qué sientes tú cuando te acarició?
—Acaríciame y te lo digo —me respondió.
Y tras titubear un instante, empecé a pasarle la mano suavemente por
las mejillas, por el pelo mojado, por el cuello. Sus ojos parecían decirme
que no parase, por lo que decidí acompañar a una gota de lluvia que trataba
de sortear su barba incipiente deslizando mis dedos hasta sus labios, donde
los detuve. Él me besó el índice y me cogió la mano para llevarla a su pecho
sobre una camiseta húmeda por el agua de la tormenta. Allí, bajo mi palma,
sentí su corazón retumbando con mucha fuerza y, justo en ese instante, sonó
un trueno. Otro escalofrío me invadió.
—Ahí tienes tu respuesta —aclaró—. Ahora yo. —Hizo una pausa
antes de lanzarme su pregunta en un susurro, acercándose a mi oreja—. ¿Te
gustaría que te quitase el frío?
—Eehh… comodín.
Él sonrió.
—Eso es que sí, pero como has pedido comodín, te haré otra pregunta.
—Yo no he dicho que…
—¿Qué parte del cuerpo que aún no te he acariciado quieres que te
acaricie? —me interrumpió mientras de fondo se escuchaba el agua
cayendo de manera intensa.
—Eehh… Rafa…
—Tú has aceptado este juego y has gastado tu comodín, tienes que
responder.
—¿Si te lo digo lo harías?
Sonrió.
—Sí, si me dejas.
—La espalda.
—Pero para que pudiera hacer eso tendrías que quitarte la ropa —
afirmó mientras metía sus dedos debajo del cuello de mi camiseta para tocar
mis hombros con dificultad porque las correas de la mochila le impedían
llegar hasta ellos.
—Ya… pero eso no podemos hacerlo.
—Lo sé. —Sacó su mano de debajo de mi camiseta.
—Rafa…
—Dime.
Y suspiré antes de hacerle esa pregunta.
—¿Qué somos?
Él me miró extrañado.
—¿A qué te refieres?
—A que, si no somos novios, pero tampoco amigos porque los amigos
no se acarician, ni duermen siestas abrazados, ni se les acelera el corazón al
acercarse, como a nosotros, ni se perderían toda la tarde en los ojos del otro.
Entonces…, tú y yo ¿qué somos? Es que no encuentro ninguna palabra para
definirlo.
—Porque no la hay.
—Pero yo necesito saberlo.
—Pues yo no puedo decírtelo porque no sé cómo explicar algo para lo
que no hay palabras.
—Vale —contesté algo defraudada.
Nos quedamos en silencio escuchando el sonido de la tormenta que
amainaba.
—Bueno, me voy a ir, aprovechando que la lluvia flojea, que se hace
tarde y estoy empapado —afirmó.
Silencio.
—¿Quieres subir… y secarte un poco? —le propuse.
—No… Bueno, sí…, pero sabes que es mejor que no lo haga.
—Vale.
Silencio
—Bueno, mañana ¿cómo hacemos? —cambió de tema—. ¿Quieres
que quedemos antes para ver algo de la libreta o directamente quedamos
para ir con Zurbarán y estos, que han dicho a las nueve en Tribunal?
—Pues… si quieres quedamos directamente para ir con ellos y así
podemos estudiar y descansamos un poco de la libreta, que estamos
bloqueados. Ya el sábado nos vemos para ver si avanzamos con la quinta
planta, o si quieres pasamos a la sexta, a ver si con ella tenemos más suerte
—le planteé.
—Vale, ¿nos vemos en Príncipe Pío al final del andén de la línea diez a
las ocho y media?
—Perfecto.
—Entonces…, hasta mañana, Zuñi.
—Hasta mañana, Rafa.
Y nos acercamos para darnos dos besos, pero, en lugar de eso, me
abrazó. Yo le correspondí. Un abrazo diferente en el que nuestras camisetas
se pegaban por la humedad, en el que las gotas de agua caían desde su pelo
para resbalar por mi cara. Segundos después me cantaba al oído por
Depeche Mode.
—All I ever wanted, all I ever needed is here in my arms. Words are
very unnecessary. They can only do harm.
Me separé de él traduciendo y analizando en mi mente lo que acababa
de decirme.
—Lidia…, no todo en esta vida se puede explicar con palabras —me
susurró antes de darme un beso en los labios—. O puede que tú y yo
hablemos en otro idioma que no las utiliza.
Asentí y él se dio media vuelta para marcharse.
—Rafa… Pero yo hoy necesito esas palabras… para saber si has
llegado bien. Hay tormenta y…
Se giró para verme y me sonrió.
—Te llamo cuando llegue.
31. Ante un rayo nos quemamos
Cuando salí por la puerta del portal a las nueve y tres minutos, me
encontré algo que no esperaba.
—Buenos días, churri.
—Rafa… ¿Qué haces aquí?
—Venir a buscarte por si me necesitabas como ayer, quería asegurarme
de que estás bien.
—Ya estoy bien, muchas gracias.
Se lo dije vestida con mi atuendo habitual, que en aquella ocasión
constaba de pantalón oscuro y camiseta verde militar de tirantes anchos,
que cubría con una chaqueta fina.
—¿Vamos, entonces? —me propuso.
—Sí.
Me dio la mano para pasear juntos como la pareja que simulábamos.
Aquel día no hubo beso de rigor.
—Oye, ¿te apetece que hoy vayamos caminando? Después de ayer,
necesito que me dé un poco el aire —le pedí.
—Sí, sin problema, Yerbis.
Silencio mientras nos aproximábamos hacia el faro de Moncloa para
continuar nuestro camino hasta la facultad. No podía parar de dar vueltas a
ese tema que tanto me desasosegaba tras la felicidad ilusoria de aquella
noche, causada por su nota en los apuntes: a nuestra situación incierta. A
que yo era vulnerable delante de él después de ese jaque mate que me
produjo una herida en el corazón. Una herida que me había dejado tumbada
el día anterior. Aquella que aún continuaba sangrando y que no podría
curarse hasta que él retirase el frío acero de su espada, le diese unos puntos
y dejase que el tiempo la cicatrizase, o hasta que me entregase su corazón
como moneda de cambio para reparar el mío y que ambos latieran a la par.
—Rafa… Ayer no te dije nada porque no estaba en condiciones y no
era el mejor día, pero tenemos que hablar de lo que pasó.
—Lidia, eso ya está olvidado, ¿vale?
—No, no está olvidado. No podemos hacer como si no hubiera
ocurrido nada porque no es cierto. Si lo dejamos correr, antes o después
volveremos a llegar a la misma situación o a otra peor porque hemos pasado
de nivel y lo sabes.
Me contemplaba atentamente con un gesto serio.
—¿Has… cruzado la línea? —me preguntó.
—Creo que lo hemos hecho los dos, ¿no? Y, aunque hayamos querido
volver atrás, ya hemos estado allí. O, si no, dime, y respóndeme
sinceramente, por favor: si yo no te hubiese parado anteayer por la tarde,
cuando estábamos en mi portal, ¿hubieses seguido hasta el final?
—No lo sé.
—¿En serio no lo sabes? Me pediste acabar con esto de una vez, me
pediste que nos quitáramos el calor, ¿a qué te referías entonces? Rafael,
dime la verdad. —Me paré para mirarle a los ojos y él me imitó.
Se manifestó tras estar un rato pensando en cómo responder a aquello.
—Me dejé llevar demasiado. —Se quedó en silencio, pero continuó
hablando al ver que yo no apartaba mis pupilas de las suyas, esperando una
respuesta—. Sí, quería llegar más allá, pero tú también, ¿no? Hubo un
momento en el que me dijiste que te habías olvidado del pacto y querías que
nos lo montáramos en el baño…
—Sí, a eso me refiero, y no lo hicimos porque actuamos como
cortafuegos el uno del otro en diferentes momentos. Pero eso sólo nos
generó más malestar, más crispación, más tensión entre nosotros.
Respiré profundamente y retomamos el paso para estar sin hablar
durante unos metros.
—Sólo dime una cosa, ¿me ves diferente? Porque cuando empezó todo
esto yo no te atraía. Nunca me habías mirado con ojos de deseo —le
cuestioné intentando averiguar en qué punto se encontraba él.
—Lo nuestro nunca fue un rollo sexual, era otra cosa, algo que ni
siquiera puedo explicar.
—Hablas en pasado y yo te estoy preguntando por el presente.
—El viernes en la discoteca me llevaste al límite, no tenías que haberlo
hecho.
—¿Me culpas? Tú también me llevaste al límite a mí y no sólo ese día.
—No quería cruzarlo solo.
—Rafa, es que no me estás respondiendo y la pregunta es muy fácil,
¿me ves diferente?
Respiró profundamente y se paró para mirarme.
—Claro que te veo diferente. Ahora que ya he estado allí y sé lo que
sentí, es que no lo puedo evitar. Pero nunca había sentido esto con nadie, así
que tampoco sé qué decirte. —Dejó de hablar unos segundos—. Y tú, ¿me
ves diferente a mí?
—Ese es el problema, que me gustaría verte como antes, pero ya no
puedo. —Entonces fui yo quien hizo una pausa—. ¿Y qué es lo que sientes?
—¿Lo que siento? —se aseguraba.
—Sí, me acabas de decir que nunca habías sentido esto con nadie.
¿Qué es lo que sientes?
—Es que no puedo explicártelo. No puedo, literalmente. Sólo que te
veo y… quiero más.
—¿Más? —me sorprendí—. ¿Más de qué?
—Más de todo. Más de lo que descubro de ti. Por eso no tenía que
haber pasado lo del viernes. Si no hubiera averiguado lo que sentí cuando
me pusiste tan caliente, no tendría este deseo. Eres como una droga, no
tenía que haberte probado.
Silencio. Y los dos parados en medio del camino examinándonos,
tratando de entender una situación que nos superaba.
—¿Y tú? —continuó hablando—. ¿Qué es lo que sientes?
—¿Yo? —pregunté para ganar tiempo porque tampoco quería enseñar
todas mis cartas si él no lo hacía primero. Él asentía—. Pues… puede que
alguna de esas tonterías que te dije ayer, ¿no?
Me observaba atentamente, diría que sonreía, pero no se atrevía a
mostrar que lo hacía. Retomamos el paso.
—¿Y qué vamos a hacer? —intentó averiguar.
—¿Qué quieres hacer?
—Yo quiero más.
—¿Más?
—Más de ti.
—¿Quieres decir que tengamos sexo?
—No. Bueno, sí, pero no sólo. No sé, quiero más, aunque no sepa
adónde va a llevarme eso.
Contuve la respiración durante unos segundos.
—Pero eso es incompatible con que sigamos nuestra investigación de
la libreta, tendríamos que romper nuestro pacto —puse de manifiesto.
—Sí, aunque sólo tendríamos que modificar los vetos acerca de
nuestra relación. Sería más fácil que ahora, no tendríamos que fingir, no
tendríamos que poner límites. Podríamos ser libres, no estaríamos atados a
nada, no nos sentiríamos atrapados, como me decías ayer.
—Seguiríamos atados a la libreta y al secreto que la rodea. Y acabas
de decir que no sabes adónde va a llevarte el hecho de que nos acerquemos
aún más. Ni siquiera sabes lo que sientes por mí. Si decidimos cruzar la
línea, pero al final nuestra relación termina porque no funciona o porque no
sentimos por el otro lo que deberíamos, tendríamos que dejar también de
investigar juntos. Para mí ambas cosas son incompatibles. O bien, seguimos
con la libreta, pero continuamos manteniendo una relación estrictamente de
compañeros, o damos un paso más y averiguamos lo que hay al otro lado de
la línea, pero entonces rompemos el pacto y nos olvidamos de este enigma.
Tenemos que tomar una decisión, Rafa.
—Pero yo no puedo decidir algo así. Y sí que sé lo que siento, sólo que
no lo puedo explicar con palabras. Yo no quiero perderte, Lidia, es que no
puedo. No quiero perder lo que tenemos. Pero tampoco quiero abandonar
este misterio. Hemos avanzado mucho, sé que estamos cerca y creo que
detrás hay algo que merece la pena que descubramos, algo importante. No
podemos dejarlo. No sé por qué no podemos seguir como hasta ahora.
—Porque nos está haciendo daño. Si seguimos forzando esta situación,
me perderás, nos perderemos el uno al otro. Para continuar con la libreta,
tenemos que dar un paso atrás y no hacer nada que no harían dos amigos.
Nada de besos, ni de caricias, ni de siestas…
—Pero las siestas eran nuestras antes de que cruzáramos la línea, no
quiero perder eso.
—Pero eso era antes de que quisiéramos más el uno del otro. Ahora
todo ha cambiado, ¿no lo ves?
Suspiró soltándome de la mano.
—Es que para dar un paso atrás yo tendría que desintoxicarme… de ti,
Lidia. Y no quiero pasar por eso.
—¿Quieres darlo hacia delante, entonces? ¿Cruzamos la línea los dos y
nos olvidamos de la libreta y de todo? —intenté averiguar—. Porque
estamos atravesando un abismo sobre un puente que empieza a destruirse
bajo nuestros pies y caerá de un momento a otro. Debemos ir hacia un lado
o hacia el otro y tenemos que ir juntos hacia el mismo, o si no, sí que
caeremos al vacío y lo perderemos todo.
—Yo… no puedo pensarlo ahora. —Le tenía entre la espada y la pared
y lo peor es que no había solventado mis dudas.
Aún continuaba sin saber qué es lo que sentía por mí realmente o, al
menos, si eso que sentía y que no sabía explicar era lo suficientemente
importante como para que apostase por ello por encima de todo.
—Ahora tenemos que ir a clase, podemos seguir hablando de esto
después, ¿no? —decidí darle una tregua—. Por cierto —miré el reloj—, son
y veinticinco, ¡vamos a llegar tarde!
Rafa miró su reloj, me miró a mí y me cogió de la mano para salir
corriendo. Por suerte, estábamos llegando a la Avenida Complutense y, tras
aquella carrera, conseguimos entrar en el aula justo cuando el profesor daba
los buenos días.
—¿Cómo estás? —me preguntó Silvia girándose para saludarnos.
Nos habíamos sentado detrás de nuestros compañeros en los mismos
sitios que de costumbre.
—Mejor, gracias —le contesté sonriendo.
Y ahí comenzó un maratón de tomar apuntes que se estaba haciendo
más intenso según se aproximaban los exámenes.
Fue una mañana rara. Se notaba que estábamos todos cada vez más
nerviosos por aquella época de evaluaciones que se acercaba y nuestra
rutina y conversaciones habían variado un poco. Supongo que la situación
que nos envolvía a Rafa y a mí y cómo estaba afectando al resto, también
influía. Estábamos como distraídos, quizás porque en nuestro foro interno
dábamos vueltas a aquella decisión que nos costaba tanto tomar. Me
atemorizaba la idea de ir más allá con Zurbano, y más si desaparecía el
motivo que nos había unido, pero me aterraba aún más la alternativa de
tener que dar un paso atrás porque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Rafa se
había metido tanto en mi vida que no la concebía sin él. Sin duda, yo
también tendría que desintoxicarme.
—¿Qué tal? Como ayer no veníais pensé que igual estaríais haciendo
otras cosas, ya sabes. Pero cuando vi que faltabais a todas las clases y
apareció Rafa a última hora con esa cara, me asusté, la verdad —me
comentaba Silvia en uno de nuestros cambios de clase.
—Bueno, sólo tuve un poco de fiebre, no era para tanto.
—A veces te envidio.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Por tener a alguien que te quiera tanto como te quiere Rafa, ayer
estaba preocupadísimo por ti. Cuando me pidió los apuntes y tuvimos que
esperar en la fila de reprografía, estaba muy nervioso, no paraba de mirar el
reloj porque no quería que estuvieses sola más tiempo. Por cómo habla de
ti, por cómo te mira. Por las cosas que dijo de ti el otro día cuando
merendamos en la cafetería. Porque se preocupa por saber exactamente
cómo te gusta la leche y con qué. No he visto a nadie tan enamorado en mi
vida y eso me da envidia.
—¿Enamorado? —Y al decirlo me di cuenta de que esa pregunta, que
en realidad me reconcomía por dentro, no sería la duda más adecuada que
plantearía alguien sobre su pareja, con la que estaba tan compenetrada de
cara a la galería, a una espectadora de aquella actuación. Así que intenté
arreglarlo—. Quiero decir… ¿tan enamorado le ves?
—Mucho. Pero vamos, que tú estás igual. Enamorada hasta las trancas.
Entonces le miré mientras hablaba con Juanan y Vázquez, quien ahora
le trataba con un poco más de distancia y respeto. Rafa, con ese halo de luz
que hacía que ese reloj funcionase veinticuatro horas al día con la precisión
de la maquinaria más perfecta y mejor engrasada del mundo.
—¿Lo ves? Hasta las trancas —confirmó Silvia cuando vio que le
contemplaba de aquella manera.
—Pero, igual que vosotros, ¿no? Lo que pasa es que desde dentro, no
lo ves de la misma forma que como puedas ver tú desde fuera a otra pareja
—argumenté tratando de convencerla de algo que no era muy creíble.
—No, Lidia. Yo quiero mucho a Rodri, y creo que él a mí, pero lo
vuestro es… de otra dimensión.
Ahí no le faltaba razón, de otra dimensión desde luego que era. De una
quizás tan lejana que no la alcanzábamos a comprender ni nosotros.
Tras aquella conversación, la acompañé para asistir a la siguiente
clase, aún con más dudas e inquietudes de las que ya tenía.
Cuando terminó la última asignatura, nuestros compañeros se fueron y
Rafa y yo nos quedamos solos. Sin embargo, en aquella ocasión parece que
temíamos estarlo porque preferíamos alargar más la incertidumbre que
descubrir que el otro no se encontraba en nuestro mismo punto.
Aquel día comimos un menú en la facultad de odontología y, después,
regresamos caminando hasta Moncloa para acabar sentados en el banco del
parque del Oeste, que parecía ser ya un lugar icónico en nuestra relación.
—¿Qué hacemos, Rafa? —le pregunté sosteniendo en la mano aquella
hoja con multitud de dobleces que habíamos firmado veinte días antes.
Él inspiró profundamente, mucho, para soltar el aire de golpe.
—No paras de preguntarme, pero aún no sé lo que quieres hacer tú —
me habló.
—Sí lo sabes, podría jurar que te lo dije ayer, aunque tenga algunas
lagunas —intenté zafarme de responder a aquello.
—Pero quiero que me lo digas ahora que estás bien, no sé si ayer
hablabas tú o era un delirio por la fiebre.
Y en ese instante se me vino a la mente la imagen de Silvia diciendo
que me envidiaba por nuestra relación, ¿por qué ella la percibía de aquella
manera? ¿Realmente éramos tan buenos actores? Como eso último no me
parecía muy factible, le pregunté directamente. Necesitaba saberlo.
—¿Estás enamorado de mí?
Silencio.
—Lidia…
Le observaba fijamente pidiéndole una respuesta con la mirada y, al
ver que no me respondía, bajé la vista al suelo.
—No lo sé. Es que… esto ya lo hemos hablado, no sé definirlo. Tú no
eres el tipo de mujer del que yo me enamoraría. Pero… no puedo vivir sin
ti, muñequita —concluyó.
Silencio. Y yo volví a mirarle a los ojos pensando en que quizás me
veía como aquella persona que le entendía porque también había sufrido de
la misma manera en su niñez. En que puede que conmigo se sintiera como
si fuese otra vez pequeño y yo ocupase el papel de esa mejor amiga que
nunca tuvo, aquella que le abrazaba, que jugaba con él. Es probable que, de
alguna manera, me quisiera, pero eso no era amor, porque si lo fuera, no
tendría ninguna duda o, al menos, es como yo lo entendía.
—¿Y tú? ¿Estás enamorada de mí? —me devolvió la pregunta.
Y entonces, la que suspiró fui yo. No podía decirle la verdad. No
después de aquello, de su respuesta. Intenté volver a un estado anterior al de
aquel jaque mate para responderle sembrando dudas, de la misma manera
que había hecho él.
—Rafa, es que… No siento lo que dicen que se siente cuando alguien
está enamorado, no siento lo que he sentido otras veces, ni con mi expareja.
A veces no te soporto. Algunas, creo que te quiero, otras, siento que te odio.
Tú tampoco eres el tipo de hombre del que me enamoraría, pero yo también
tengo muchas dudas porque me cuesta estar sin ti.
Silencio, esta vez uno muy largo.
—Y entonces, ¿qué hacemos? —me cuestionó rompiéndolo, y el tono
de su pregunta hizo que por mi mente se paseara una duda: ¿estaría
ocultando la verdad él también? ¿Estaría escondiendo sus cartas detrás de
una duda hasta que yo no descubriese las mías por miedo a las
consecuencias de no ser correspondido de la misma manera? Pensar de esa
forma comenzaba a hacerme daño y yo no podía aguantar más dolor, no
quería hacerlo en esas circunstancias.
—Entonces sólo nos queda una opción. Si no podemos avanzar hacia
delante, únicamente podemos ir hacia atrás —le contesté—. Ahora vienen
los exámenes y tengo que aprobarlos porque de lo contrario, perdería la
beca y no podría costearme los gastos derivados de mi estudio, más lo que
implica vivir aquí. Tendría que buscarme un trabajo de manera regular y
compaginarlo con una carrera con tantas prácticas, como lo es la nuestra, es
muy complicado. Tardaría el doble en acabarla. Es un riesgo que no quiero
asumir. Creo que podríamos seguir investigando con la libreta, pero después
de que pasen los exámenes, así podemos concentrarnos en ellos. Si estamos
todo ese mes sin vernos, eso podría ayudar a que nos desintoxiquemos el
uno del otro y que después retomemos esta relación como amigos, como
compañeros, que es lo que parece que tenemos claro que somos.
Rafa no hablaba, simplemente, me observaba estupefacto por lo que le
acababa de decir.
—¿Estás diciendo que dejemos de vernos? —se aseguraba.
—Sí, al menos mientras que duren los exámenes.
—Pero, Lidia, nos vamos a ver cada vez que tengamos un examen. ¿Y
cómo vamos a hacer de cara al resto de compañeros? Si vamos a seguir
investigando la libreta tendremos que seguir fingiendo que somos una
pareja, ¿no?
—Sí, pero no será difícil, a nuestros compañeros ya les ha quedado
claro que lo somos. En los exámenes está todo el mundo tan nervioso que
nadie va a estar pendiente de nosotros, no vamos a tener que hacer grandes
cosas para convencerlos. Quizás, que lleguemos y nos vayamos juntos y
algún pequeño contacto o gesto de cariño. Después, cada uno se va a su
casa y así hasta el siguiente examen —le proponía.
—¿Y con las pistas que acabamos de descubrir? ¿Las dejamos así?
Puede que un mes sea demasiado tiempo para volver sobre ellas. ¿No
deberíamos, al menos, intentar resolver la quinta y la sexta planta? —
trataba de convencerme.
Silencio.
—Vale, podemos hacer una cosa —planteé—. Como esta es la última
semana de clases, si quieres, las tardes que nos quedan hasta el viernes,
podríamos ir otra vez a los lugares del mapa a ver si vemos algo.
Intentamos descubrir todo lo que podamos y ya, a partir del sábado,
empezaría nuestro periodo de concentración en los exámenes.
—¿A partir del sábado ya no nos veríamos hasta el primer examen,
que es el dos de junio? —intentaba confirmar.
Yo asentía.
—Creo que es lo mejor.
Me miraba muy serio sin ser capaz de pronunciar ningún sonido.
Seguramente le estarían pasando multitud de pensamientos por la mente a
una velocidad tan vertiginosa que no podía transformarlos en palabras.
—¿Tú no lo crees? —continué hablando.
Pero Zurbano seguía sin decir nada.
—Rafa…
—No —dijo finalmente.
Entonces fui yo la que le miró con gesto de sorpresa.
—Yo no quiero dejar de verte y no creo que vayamos a resolver nada
con ello —explicó.
—Entonces, ¿qué es lo que propones?
—Seguir como hasta ahora, ya te lo he dicho. Ya hemos hablado de lo
del otro día, así que, por mi parte, no volveré a ponerte en ninguna situación
que pueda llevarte al otro lado de la línea, si tú haces lo mismo, no
volveremos a sentirnos incómodos. Si quieres, podemos hacer un paréntesis
con el tema de la libreta hasta que pasen los exámenes y seguir después,
pero no quiero dejar de verte. Podríamos estudiar juntos, ayudarnos, como
hemos estado haciendo hasta ahora. —Me acarició la mejilla y la barbilla
muy suavemente—. No me apartes de tu vida, muñequita.
Aquella era una de las cosas que me desconcentraba, que me hacía
querer más de él, y no poder obtenerlo sólo iba a hacerme sufrir.
—No. Sabes que no podemos seguir como hasta ahora.
—Pero ¿por qué?
—¡Porque yo no puedo! —Hice una pausa para acariciarle la mejilla,
aquella barba morena de dos días que me hacía cosquillas en la piel, porque,
simplemente, quería más—. Y creo que tú tampoco. —Y aquello lo dije
susurrando mientras acercaba mis labios a los suyos.
Cuando lo hice, le demostré el poder de mis argumentos porque él no
me paró cuando le besé, ni cuando le rodeé con mis brazos por detrás de su
cuello, sino que hizo todo lo contrario, me agarró de la cintura y me aupó
para que me sentara sobre él de frente, rodeándole con mis piernas, que
sacaba por el hueco que quedaba bajo el respaldo del banco. Y, así, un beso
muy intenso que deseaba atravesarnos como aquel abrazo que lo
acompañaba, apretándonos al uno contra el otro de manera desmedida.
—¿Lo ves? —le dije cuando despegamos nuestros labios por un
instante mientras yo sostenía el papel del pacto, arrugándolo entre mis
dedos.
—No quiero —respondió y volvió a besarme de la misma manera, a lo
que yo le acompañé porque no podía hacer otra cosa.
—Rafa… Tenemos que desintoxicarnos —hablé para volver a besarle,
como si al decir aquello estuviera cogiendo aire para sumergirme de nuevo
dentro de aquel mar que nos había engullido—. Nos estamos saltando el
pacto, estos besos no son imprescindibles.
—Pero la situación los requiere.
Y al continuar con aquel diálogo entre nuestros labios, entre nuestras
lenguas, empezamos a notar el calor, la excitación que daría lugar a aquello
que teníamos prohibido, si no lo evitábamos.
—Rafa… No. Vamos a parar, por favor. ¿Cuántas veces tenemos que
pasar por esto? Yo no lo aguanto más. —Me quité de encima de él para
sentarme a su lado—. Dijiste que querías hacerme feliz.
Él respiraba profundamente, supongo que intentando bajar las
pulsaciones y lo que no eran las pulsaciones.
—Y quiero hacerte feliz, muñequita —afirmó unos segundos después.
—Pues ahora no lo soy, esto me hace sufrir y hará que ponga en riesgo
mi carrera y nuestra relación, así que, si de verdad quieres hacerme feliz,
tienes que elegir —abrí la mochila para sacar el cuaderno y la copia de la
libreta y se las entregué junto con mi copia del pacto—. O te quedas con
esto y seguimos con ello en las condiciones que hemos dicho antes, o lo
rompes y continuamos con lo que hemos empezado hace un momento, nos
lleve adonde nos lleve.
—Lidia… Pero no puedo. No puedo ser yo quien decida eso. No
quiero hacerlo. Tenemos que caminar hacia el mismo lado, tú lo has dicho
antes.
—Pero no lo hacemos, y si no podemos llegar a un acuerdo, entonces
tendremos que dejarlo todo aquí y ahora y seguir cada uno por nuestro lado.
Me puse de pie mientras él me observaba con aquellos documentos en
las manos, con el gesto desencajado, sin hablar. Como no respondía tras un
largo silencio, cogí la mochila para ponérmela sobre la espalda.
—Creo que acabas de elegir, Rafa, así que aquí se acaba esto. Por
favor, no me sigas, no me llames, porque eso sólo lo va a hacer todo más
difícil.
Me di media vuelta para marcharme, pero él no me dejó avanzar ni un
paso.
—Lidia, espera, por favor. —Se había puesto de pie y me agarraba de
la mano—. Dime cuál de las dos opciones debo elegir para que seas feliz.
Me giré para verle.
—Creo que antes ya nos ha quedado claro que sólo hay una de ellas
que podemos elegir.
—¿Esa opción te haría feliz?
—No, pero creo que a la larga será la que nos hará menos infelices a
los dos.
Él asintió y me entregó los documentos, que yo guardé en la mochila.
—Entonces, tenemos hasta el viernes para poder seguir averiguando
algo con las nuevas pistas, ¿no?
Yo asentí.
—¿Y quieres que lo intentemos ahora? No nos queda mucho tiempo.
Volví a asentir con los ojos acuosos. Él me abrazó, quizás para que no
viera que también los tenía de la misma manera. Después me besó en la
frente.
—Deberíamos irnos para aprovechar el tiempo —afirmé haciendo un
esfuerzo para serenarme.
Él afirmó para coger su mochila, que había dejado sobre el banco,
antes de caminar a mi lado hacia el metro. Caminar a mi lado para dejar de
hacerlo dos días después, algo que ni siquiera me atrevía a asimilar, una
decisión que ya estaba tomada sin vuelta atrás.
37. Sin encontrar la respuesta
Tras una noche salpicada de besos y caricias, sentí unos labios dulces
en el cuello, algo que hizo que me removiera entre las sábanas.
—Lidia —me susurró. Abrí los ojos lentamente para verle, estaba
sentado al borde de la cama junto a mí, ya vestido para salir a la calle—, me
tengo que ir, pero me encantaría hacerte el amor ahora mismo.
—¿Cómo? —Aquella frase me espabiló—. ¿Me estás diciendo que te
gustaría despedirte de mí echando un polvo? —Le miré totalmente
incrédula por lo que estaba escuchando de su boca.
—No… No quiero echarte un polvo, quiero hacerte el amor, que no es
lo mismo.
—¿El amor? —Me incorporé—. Pero… Rafa, ¿tú me quieres?
—Claro que te quiero, el problema es que no sé si te quiero como
debería quererte, por eso necesitaba más tiempo para tratar de averiguarlo.
Pero como no lo tengo…
—Dios, esta conversación es demasiado intensa para estas horas…
¿Qué hora es?
—Las siete menos cuarto —dijo mirándose el reloj.
—Y… ¿cómo deberías quererme, según tú?
—No lo sé. Sólo sé que nunca he querido a nadie de la manera que te
quiero a ti y no sé clasificar eso en mi mente, y también que ahora mismo
me estoy muriendo de ganas por hacerte el amor, pero que no puedo porque
el pacto no me lo permite, tú no me dejarías y, además, me tengo que ir a
trabajar. Sólo quería que lo supieras, nada más. Después de hoy ya no podré
decirte esto.
—Pero, ¿y si…? Imagina que rompiéramos el pacto ahora mismo y yo
te dijera que sí, ¿qué harías entonces?
—A ver, Yerbis, soy un tío responsable, pero los tíos responsables a
veces tienen contratiempos y llegan tarde a trabajar, la vida es así. ¿Por qué
lo dices? ¿Quieres que te haga el amor? ¿Me lo quieres hacer tú a mí
también?
—Yo… es que tengo muchas dudas, como tú, y no quiero hacer nada
de lo que luego tenga que arrepentirme.
—No te arrepentirías, pequeña, créeme.
Meneé la cabeza y sonreí. Él me imitó, pero después se puso serio.
—No quiero irme, esto es muy duro, muñequita.
—Yo tampoco quiero que te vayas, pero ya lo hemos hablado, Rafa.
Por favor, no lo pongas más difícil.
—No voy a hacerlo, recuerda que te dije que te haría feliz.
Suspiré.
—Nos vemos entonces el dos de junio —continuó hablando—. ¿Cómo
vamos a hacer para quedar?
—¿Quieres que nos veamos donde siempre, media hora antes del
examen?
—Vale.
Silencio. Y él me miraba fijamente con esa luz del amanecer que
entraba por algunas rendijas abiertas de la persiana. Un reloj precioso dando
la hora puntualmente, segundo tras segundo. Un reloj que estaba a punto de
perder para marchar por la vida sin que el tiempo me influyese con el fin de
no sentir sus avatares, como si eso fuera posible. De repente, noté que lo
necesitaba como el aire que respiro.
—Rafa, ¿podrías abrazarme, por favor?
Y sin decir nada más, me estrechó entre sus brazos con mucha fuerza,
como si yo también le hiciera falta para subsistir.
—Por favor, llámame si necesitas algo, si te puedo ayudar con los
exámenes, estaré ahí, aunque no esté presente —me pidió.
—¿Me vas a olvidar?
No me dijo nada, sólo me besó mucho y muy intensamente.
—¿Cómo podría hacerlo? ¿Quieres que te olvide? —me respondió
finalmente.
—No… —Empecé a llorar sin poder evitarlo—. Sólo quiero que nos
aclaremos y que no acabemos mal. No quiero perderte.
—Para eso hacemos esto, ¿no? No llores, preciosa. Voy a seguir
estando ahí, siempre seré tu amigo, eso no lo vamos a perder nunca.
—Los amigos no quieren hacerse el amor, ¿verdad?
—No… —comenzaron a caer lágrimas por sus ojos—. Pero nunca
dejan de quererse.
Nos limpiamos las lágrimas el uno al otro.
—Me tengo que ir o llegaré tarde —me dijo tratando de serenarse, yo
asentí.
—Ten cuidado, por favor.
—Nos vemos el día dos.
—Sí. Hasta el día dos, morenito.
—Hasta el día dos, muñequita.
Se levantó de la cama para coger la mochila y marcharse.
—Rafa…
—¿Sí?
—Yo también me estoy muriendo de ganas. No quería que te fueras sin
saberlo, pero lo negaré si vuelves a preguntármelo alguna vez.
Volvió a acercarse a la cama para darme un último beso, uno muy
intenso que concentraba todas las palabras que buscábamos para definir
aquello para lo que no existía ninguna.
—Adiós, mi amor —me susurró con una caricia en el pelo y otra en la
cara, y salió de la habitación sin volver la vista atrás.
Y esa vez sí lo escuché bien, dijo «mi amor». Pero no le di importancia
a aquello porque lo que de verdad me había impactado es que me había
dicho adiós.
Después no pude conciliar el sueño, aunque lo intenté con creces. Así
que me abracé a aquella almohada impregnada con su olor intentando
convencerme a mí misma de que eso era lo mejor. De que era más
beneficiosa esa separación que comenzar una relación incierta que pudiera
dejarnos después con el corazón destrozado. Y cuando me encontré lo
suficientemente serena, decidí levantarme para organizarme el estudio con
el fin de obtener un buen resultado en los exámenes. Puse la radio y busqué
la emisora que solía escuchar normalmente para que sus canciones me
animaran un poco en aquella ardua tarea. Eso funcionó, al menos durante
un par de horas, hasta que apareció Rosana para cantarme:
No quiero estar sin ti
Si tú no estás aquí, me sobra el aire
Intenté apagar la radio, lo juro, pero no podía dejar de escucharla
inmersa en su belleza, mientras me agarraba a aquel colgante que Rafa me
había entregado la noche anterior, como si fuera un salvavidas. Cuando
terminó aquel tema, desconecté la emisora para no poder evitar escuchar el
sonido que provenía de la habitación de al lado:
Como yo te amo
Como yo te amo
Convéncete
Convéncete
Nadie te amará…
—Pfffff… Pues sí que empezamos bien.
41. El examen de la vida
Habían pasado exactamente diez días con sus diez respectivas noches,
doscientas cuarenta horas, catorce mil cuatrocientos minutos, ochocientos
sesenta y cuatro mil segundos desde que no veía a Rafa y, pese a que yo
hacía esfuerzos, la vida no me lo ponía fácil. Cuando no era una canción,
era Silvia, que me llamaba por teléfono para preguntarme por mi amoroso
novio mientras me asaltaba con alguna duda de nuestras materias de estudio
o, si no, una de mis compañeras de piso me hacía algún comentario sobre
él. Pero la que más difícil me lo ponía era yo misma. Diez veces tuve la
mano sobre el auricular del teléfono, una por cada día, pero nunca me atreví
a levantarlo para hablar con él. Y Rafa tampoco me había llamado, ¿le
pasaría lo mismo que a mí? ¿O me habría olvidado para centrarse en otros
asuntos de su vida, en alguien que me supliera, alguien más de su tipo que
no le infundiese tantas dudas como lo hacía yo? No había forma de saberlo.
Probé a quitar del corcho la foto que nos habíamos hecho en el
fotomatón, pero eso sólo incrementó mi malestar. Por lo que tuve que
asumir que debía formar parte de mi vida, así como su colgante de estrella,
que no me quitaba y que agarraba a veces, como si eso pudiera
comunicarme con él de alguna manera.
Pese a todo, estudié las horas que pude, tratando de alejar aquellos
pensamientos que me recordaban los momentos vividos con él.
Y, por fin, llegó el día dos. A pesar de que quería agradarle, me vestí
como siempre, con un pantalón oscuro y una camiseta de tirantes anchos
que cubrí con una chaqueta fina. Media hora antes del examen, estaba
bajando por las escaleras mecánicas del metro para dirigirme hasta el final
del andén, mirando al suelo. No me atrevía a poner mi vista en el frente por
si él estaba y se me escapaba la sonrisa demasiado pronto o, peor aún, por si
no estaba y mi mente empezaba a crear todo tipo de pensamientos
catastrofistas. Pero tuve que hacerlo cuando me situaba a pocos metros de
ese lugar para encontrármele delante, con sus vaqueros desgastados, su
camiseta blanca de manga corta, también mirándome con un gesto
dubitativo porque supongo que, tal y como me pasaba a mí, no sabía cómo
saludarme.
—¿Qué pasa, Yerbis? —me dijo mientras miraba mi colgante de oro
con forma de estrella para sonreír al verlo.
—Hola, Rafa.
Nos quedamos quietos frente a frente.
—Esto… Seguimos siendo novios, ¿no? Digo de cara a la gente —me
preguntó.
—Eh… Sí.
Y nos acercamos para darnos uno de esos besos de rigor que nos
habíamos dado por las mañanas desde que nos hacíamos pasar por pareja, el
cual acabó transformándose en un abrazo. Un abrazo largo, intenso, en el
que me quedé con la cabeza pegada a su pecho mientras respiraba su aroma
y él me olía el pelo. Diez días con sus diez noches, con sus doscientas
cuarenta horas, con sus catorce mil cuatrocientos minutos y sus ochocientos
sesenta y cuatro mil segundos tirados a la basura.
—¿Cómo lo llevas? —indagó tras separarnos.
—Bueno, más o menos, pero más menos que más.
—Me encanta lo bien que te explicas, churri.
Yo sonreí.
—¿Y tú? —le cuestioné.
—También más o menos, ya veremos qué ponen.
Y hablando de los detalles de la asignatura cuya evaluación nos
esperaba, nos subimos en el siguiente tren que entró en la estación.
Llegamos a la facultad agarrados de la mano para dirigirnos hacia el
aula donde nos habían convocado, a la puerta de la cual iban llegando
nuestros amigos. Con ellos compartimos pocas palabras para tratar de
repasar en los últimos minutos con los nervios a flor de piel.
Cuando llegó la hora, uno de los profesores salió y comenzó a
llamarnos por orden de lista. Rafa y yo veíamos cómo nuestros compañeros
iban desapareciendo detrás de aquella puerta para quedarnos los últimos,
como siempre sucedía. Con esa emoción adicional que a veces suponía que
a última hora tuvieran que llevarnos a otra aula porque en esa no cabíamos
todos. Es lo que tiene el riesgo de estar al final de la lista, esa capacidad de
improvisación española que estábamos tan acostumbrados a presenciar. La
sal de la vida, vamos. Por suerte, aquella vez todo estaba bien planeado y
pudieron ubicarnos en esa clase. Silvia entró justo delante de nosotros y la
sentaron en la fila de delante junto a otros compañeros, pero a Rafa y a mí
nos tocó al final del todo, solos, uno junto al otro con un asiento vacío entre
ambos. Unidos por nuestros apellidos. Separados del resto. Como siempre.
Nos entregaron el examen y todas nuestras cabezas se acercaron al
folio que tenían delante, donde se mostraban cinco preguntas a desarrollar.
Resoplé y me puse a redactar.
Un par de horas después, había acabado cuatro de las cinco preguntas
contando lo que pude, pero de la quinta no tenía ni idea. Me quedé parada
dando toques al bolígrafo mientras por el rabillo del ojo veía que Zurbano
no paraba de escribir. Estuve mirando fijamente al papel hasta que escuché
un susurro.
—Yerbis. —Hizo un gesto de extrañeza al verme inactiva.
—No me sé la quinta.
Y empezó a chivarme la respuesta en voz muy baja, tratando de
disimular. No pudo explayarse mucho porque los profesores nos estaban
vigilando, pero al menos me dio algunas claves para no dejar la pregunta en
blanco y contestar algo. Rafa terminó bastante antes que yo, pero se quedó
en aquel lugar mirando su examen, esperándome, supongo que por si
necesitaba su ayuda de nuevo.
Minutos más tarde salíamos del aula tras entregar nuestro escrito, que
los profesores nos recogieron cuando nos avisaron de que se había acabado
el tiempo. Allí nos encontramos con algunos de nuestros compañeros
comentando el examen. Y tras hablar un poco sobre aquella prueba con
nuestros amigos, nos fuimos de la facultad, agarrados de la mano para
disimular.
—¿Venís al metro? —nos preguntaron Juanan y Silvia.
Rafa y yo nos miramos.
—Mejor nos vamos andando, ¿no? —le dije a Rafa.
—Sí, así nos da el aire, churri.
Se despidieron tras nuestra negativa para desaparecer por la entrada de
la estación, dejándonos a nosotros en la superficie.
—Es que no me apetecía que nos fuéramos con ellos, que bastante raro
es ya esto, pero si quieres que nos volvamos en el metro, esperamos unos
minutos y entramos —le expliqué.
—No, yo prefiero ir paseando, así nos despejamos.
Comenzamos a caminar hacia Moncloa en silencio. Eran las doce y
media de la mañana.
—Gracias por chivarme la pregunta, es que me había quedado en
blanco —hablé.
—Tranquila, para eso estamos.
—¿Qué tal estos días?
—Bien, estudiando mucho, trabajando los sábados y poco más. ¿Y tú?
—Más o menos, pero sin trabajar los sábados.
Una conversación de ascensor como las que teníamos antes de
encontrarnos la libreta, como si hubiésemos reseteado nuestra relación para
transformarla en una de simples conocidos.
—Bueno, no hace falta que me acompañes a casa —manifesté cuando
llegamos a la boca del metro de Moncloa.
—Vale, como quieras.
Me defraudó que no insistiera, pero no quise que se me notara mucho.
—Pues, nos vemos dentro de dos días, ¿no? —le comenté porque era
la fecha del siguiente examen.
—Sí, ¿nos vemos donde siempre media hora antes?
—Sí.
—Vale, pues…, hasta luego, Yerbis.
—Hasta luego, Rafa.
—Y ahora, ¿cómo nos despedimos?
—No lo sé.
—Aquí hay mucha gente.
—Sí.
Nos acercamos tímidamente para darnos un beso de rigor, como el de
por las mañanas, pero que aquella vez fue muy, pero que muy descafeinado.
Tanto, que si alguien conocido nos hubiera visto, hubiese pensado que
estábamos enfadados. Y tras aquello, nos dimos la espalda para alejarnos el
uno del otro, como si nunca hubiese existido un sentimiento especial entre
nosotros.
Así fue pasando el mes de junio con exámenes muy duros y días
insulsos en los que esperaba poder verle de nuevo en la próxima evaluación
para volverme con la misma sensación de desazón por su frialdad. Ni
siquiera parecíamos amigos, sino, simplemente, compañeros, como lo
éramos antes de vernos envueltos en ese misterio. Compañeros que delante
del resto se daban la mano para tratar de aparentar algo que no éramos, ni
nunca fuimos. Pero lo peor de todo es que no había vuelto a llamarme
muñequita.
Recuerdo el día del penúltimo examen, el 25 de junio. Era el de
Química Farmacéutica, la misma asignatura que nos había unido en sus
prácticas, en su laboratorio, donde empezó todo, donde nos besamos la
primera vez. Hacía calor y yo me había puesto un vestido vaporoso de mi
época anterior, no sé muy bien si por llamarle la atención o porque
realmente era la mejor opción para pasar aquel día tan bochornoso. Pese a
aquello, al principio todo fue igual: saludos rutinarios, comportamiento frío,
una situación que me incomodaba más y más según iba avanzando el
tiempo.
Pero al salir de la prueba que nos tocaba ese día, nos acercamos a ver
los resultados disponibles de los exámenes previos y fue allí cuando mi
mundo se desmoronó. Y es que, pese a que la mayoría de las pruebas no se
me habían dado mal, me encontré con dos suspensos entre las notas en dos
de las asignaturas que más me había costado estudiar. Aquello lo achaqué a
mi estado de ánimo influenciado por mi relación con Rafa. Él estaba
conmigo en esos momentos, sentado a mi lado en uno de los bancos de
madera del pasillo del tercer piso. Permanecí allí sin hablar mientras él me
observaba. Rafa había aprobado todo y con buena nota, como
acostumbrada.
—Voy a perder la beca —dije.
—No vas a perder nada, ¿por qué no me dejas que te ayude? Es que no
te entiendo. Te quejas de estar sola, pero te lo buscas a pulso.
—Rafa, es que me parece muy fuerte que me digas eso cuando sabes
de sobra por qué no te pido ayuda, por qué no nos estamos viendo.
—¿Y acaso está funcionando?
—A ti, muy bien.
—¿En serio, Lidia? Porque yo no quería nada de esto, lo he hecho por
ti. Y, además, no entiendo qué tiene que ver una cosa con otra. —susurró
porque estaba pasando gente por delante de nosotros—. Una cosa es nuestra
relación, y otra es ser orgullosa porque no quieres pedirme ayuda.
—¿Crees que es por mi orgullo? ¿O lo achacas a eso para regodearte
de que eres más inteligente que yo?
—Pero ¿tú te escuchas? ¿Alguna vez me he regodeado? Es más, creo
que a inteligencia me ganas y eso ha quedado de manifiesto con el tema de
la libreta. Sólo te ofrezco ayuda con materias que no me cuestan. A mí se
me dan bien unas cosas y a ti, otras. Somos un equipo, pero tú te empeñas
en que no lo seamos, en fastidiarlo todo siempre.
—Sí, porque soy yo quien lo fastidia todo siempre. —Hice una pausa
—. Me voy de aquí, ya he escuchado bastante.
—No. Nos vamos juntos al metro simulando, como siempre hacemos,
y luego te vas donde quieras.
—¿Perdona? ¿Ahora me dices dónde y cuándo me tengo que ir?
Además, las parejas también se enfadan y a veces, hasta cortan, ¿sabes?
—Eso es lo que estás deseando, ¿verdad? Pues si es así, no sé por qué
no te atreves a decírmelo.
—Adiós, Rafa.
Me fui bajando las escaleras deprisa, enfadada, porque desde que él
había aparecido en mi vida, mi situación no paraba de empeorar. No quería
que me siguiera, pero sabía que iba a hacerlo, así que aproveché que varias
personas estaban bajando e hice zigzag entre ellas hasta llegar al primer
piso, donde me metí en el baño, haciendo un movimiento rápido. Estaba
segura de que no me había visto.
Allí estuve varios minutos dentro de uno de los cubículos,
presenciando un sinfín de pensamientos negativos, mascando un
sentimiento de rabia causado por aquella situación en la que él me había
involucrado sin yo quererlo. Se había metido en mi vida desmoronando los
cimientos sobre los que yo la estaba construyendo y no sabía qué hacer para
impedirlo. ¿Pedirle ayuda? Aquella idea sólo acrecentaba mi ira, y con ella,
las chispas que habían vuelto a saltar entre nosotros se hacían aún más
intensas y luminosas.
Quince minutos después, cuando creí que él ya había dado por hecho
que yo había desaparecido de aquel edificio y supuse que se habría
marchado, apreté los puños y salí de allí para ir directa al Retiro.
Aunque habíamos detenido nuestra investigación, aún seguía
guardando en la mochila la copia de la libreta y el cuaderno donde
copiábamos los textos, sin saber por qué. Supongo que pensaba en que en
cualquier momento podría surgir el deseo o la necesidad de ir hacia ese
lugar donde se escondía el dígito pendiente. Y eso fue lo que sucedió en ese
instante. Decidí aprovechar las chispas surgidas por mi situación,
acrecentadas por la presencia de Zurbano, para intentar averiguar algo.
Además, necesitaba estar sola, pasear para despejar mi mente y pensar en
cómo resolver las complicaciones de mi vida. Quizás buscarme un trabajo
en verano para poder pagar la matrícula del año siguiente, en vista del éxito
obtenido con mis exámenes, aunque ello supusiera no poder volver a mi
casa para ver a mi familia.
Estaba llegando a la fuente del Ángel Caído y allí estaba, justo delante
de mí, el causante de todos mis problemas: Rafa.
—¿Qué haces aquí? —traté de averiguar de manera seca.
—Lo mismo que tú, ¿no?
—No lo creo.
Silencio.
—Es que es injusto —volví a hablar—. Si no hubieras aparecido el día
de la fiesta, nada de esto habría pasado. Yo habría podido aprobar todo
porque no hubiera perdido parte de mi tiempo de estudio contigo, ni
pensando en ti. —Y ahí me di cuenta de que empezaba a mostrar parte de
mis cartas sin querer, llevada por la ira. Pero era demasiado tarde y no me
dio tiempo a reaccionar.
—¿En serio? ¿Piensas en mí, Yerbis? Porque no lo parece.
—Eres lo peor que me ha pasado nunca, Rafa.
Se acercó a mí para mirarme muy serio.
—¿Lo dices de verdad?
—Sacas lo peor de mí.
Era la una menos veinte de la tarde y el sol comenzaba a caer de pleno
sobre nosotros. Rafa se ponía la mano sobre la frente para protegerse los
ojos de su luz cegadora.
—Mira, si te echas hacia atrás ahora mismo, eres como esa estatua,
como el ángel caído, al que expulsan del cielo por mala gente —le espeté.
—Nunca me dejaste entrar en el cielo, Lidia, y creo que tampoco he
sido tan mala gente, ¿no? Eres tú la injusta. ¿Crees que no te entiendo? Yo
tampoco puedo permitirme el lujo de suspender ni una porque también
perdería mi beca, que tampoco es muy boyante que digamos, porque cada
vez tenemos menos ayudas para estudiar. Además, no me está resultando
fácil, ¿sabes? Porque me amargas el día cada vez que te veo y te comportas
así conmigo, que parece que te debo algo, vamos. Pero no tengo otra opción
porque no me puede quedar nada para septiembre, ya que voy a estar todo
el verano trabajando y no voy a disponer de muchas horas para estudiar.
—Pues no te preocupes, que no voy a amargarte el día, ni nada más.
Me voy de aquí y de tu vida, renuncio a la libreta y a todo y, mira, a lo
mejor ni me presento al último examen, total, lo llevo como el culo, así no
tienes que verme, y ya me da igual dos que tres. Voy con todo a septiembre
y, si tengo suerte y repito, no te tengo que ver más la cara el año que viene.
Mientras le decía todo aquello, me quité la mochila de mala gana para
abrirla y sacar la copia de la libreta, que lancé con mucha fuerza contra él,
totalmente fuera de mí, con tal suerte que cayó sobre las plantas que había
al otro lado de la pequeña verja que rodeaba esa fuente. Rafa me miraba con
la cara desencajada para agacharse a coger aquellas hojas grapadas. Se tuvo
que poner de rodillas, tratando de encontrar la postura más idónea para
alcanzar aquel documento. Yo permanecí a su vera, empezando a ser
consciente de que mi comportamiento dejaba mucho que desear porque
estaba totalmente dominada por mis emociones sin control. Comenzaba a
arrepentirme de haberle arrojado esas hojas cuando Rafa cogió el
documento y lo puso en su frente para mirar hacia arriba sin que le
deslumbrase el sol, aunque, afortunadamente, unas pequeñas nubes blancas
que pasaban por delante de él lo hacían algo menos intenso. Aún tenía
medio cuerpo dentro del recinto de la fuente, mientras se sujetaba con la
mano a la pequeña valla. Se puso de pie y comenzó a mirar a la estatua
desde diferentes ángulos, poniendo poses extrañas y tapándose los ojos con
aquellos folios, luego se dirigió a mí.
—¿Qué es lo que me has dicho antes? —inquirió muy serio
sosteniendo aquellos papeles para señalarme con ellos.
Yo le miraba perpleja.
—¿Quieres que te lo repita otra vez? Que no te voy a amargar más la
vida…
—No, lo de que soy como la estatua.
Resoplé. Y él me agarró de los hombros para llevarme a la parte
trasera de aquella escultura, quedando a nuestro frente las alas de aquel
ángel.
—Ven aquí y ponte como la estatua —me pidió.
—Rafa, ¿me estás vacilando? Porque no es el mejor momento.
—¿Me ves con cara de vacilarte?
Y tras observarle sin dar crédito a lo que decía, le hice caso al ver su
gesto de insistencia. Adelanté mucho una pierna respecto a la otra
arqueando la espalda hacia atrás hasta ponerla en el mismo ángulo que la
figura. Me puse la mano sobre la frente para, de paso, proteger los ojos del
sol. Él me imitaba.
—Eeehhh… ¿Qué estamos haciendo, aparte del ridículo? —le
pregunté.
—¿El ridículo? ¿Tú crees?
Giré la cabeza para mirarle. Al verle en esa pose tan cómica y, por
primera vez aquel día, se me escapó una sonrisa. Rafa estaba serio, pero no
pudo evitar sonreír al verme hacerlo a mí.
—Mira de frente a la altura de tus ojos, así, en la pose de la estatua —
siguió hablando.
Le iba a objetar aquello, pero decidí que tardaría menos si observaba lo
que tenía delante, tal y como me decía.
—¿Y? —traté de averiguar.
—¿No lo ves?
—¿El qué? Lo que veo es que me estoy quedando ciega con este sol.
—Ven aquí, anda. —Volvió a cogerme de los hombros para llevarme
hacia donde estaba él, después me puso la copia de la libreta sobre la frente,
a modo de pequeño toldo para que no me molestase la luz del astro rey—.
¿No lo ves? Justo donde acaba la parte gris de la estatua y empieza la base
blanca.
Me acerqué un poco más.
—No… No te creo. Pero…
Él sonreía.
—Pero no se distingue bien el número, ¿es un…? —intenté averiguar
sin éxito. No lo veo bien.
—Es un ocho, ¿no? Aunque parece un infinito.
—¿Un…? Sí, es verdad, es un ocho. ¡Es un ocho!
Un ocho dentro de un círculo rojizo muy, muy sutil con una pequeña
línea en la parte superior y en la inferior. Tan sutil, que costaba mucho verlo
y, si no hubiera sido porque teníamos a otra persona de testigo, hubiera
hasta dudado de que estaba allí de verdad.
—¿Tenemos seis dígitos?
—Tenemos seis, Yerbis, sólo nos queda uno.
—¿Uno y esto acabará?
—Sí…
—Bueno, pero luego hay que buscar lo que hay detrás de la clave,
¿no? —Hice una pausa durante la cual seguía mirando aquel dígito—. Oye,
el doctor Huevos este es muy rebuscado, mira que poner el número ahí…
¿Cómo lo habrá hecho? Es que hay que ser tocapelotas —me quejaba.
—Sí, pero aun así lo hemos encontrado. Como siempre, las chispas
nos funcionan —continuó diciendo.
Y me devolvió el documento que tenía en la mano, donde copié aquel
dígito en el lugar correspondiente al quinto círculo, antes de guardarlo en la
mochila. Comencé a andar buscando la salida del parque más cercana a la
estación de metro de Atocha, él me seguía para caminar a mi lado.
—Puede ser que funcionen, pero a mí me están destrozando y tú no lo
ves —afirmé.
—Quizás es porque la que no lo ves eres tú.
—¿Y qué es lo que tengo que ver, Rafa? Yo no quería esto.
—¿De verdad crees que soy lo peor que te ha pasado en la vida?
Porque eso muy duro.
Le contemplé un instante en silencio.
—Antes no es que tuviera una vida muy interesante, pero mi carrera
marchaba más o menos bien. Me dijiste que me harías feliz, y ahora…
Mírame. ¿Me ves feliz? Siento que mi vida se está desmoronando poco a
poco y encima llevo este vestido…
—¿Y qué le pasa?
—Pues que es de muñequita, y no tiene sentido que lo lleve porque ya
no soy la muñequita de nadie —no pude evitar confesarle.
Él me observó largamente, parecía que quería decirme algo, pero no se
atrevía.
—Lidia…, déjame que te ayude. ¿Cómo voy a hacerte feliz si no me
dejas? —dijo al fin haciendo un alto en el camino.
Yo le veía allí y sólo tenía ganas de unir mis labios con los suyos, pero
no quería hacerlo, quería dejar de tener ese deseo y no sabía cómo
conseguirlo.
—¿Me quieres ayudar? Pues, por favor, déjame en paz, ya no puedo
más. De verdad. No puedo… —le respondí en plan desesperado, a punto de
derrumbarme, porque si seguía un instante más delante de mí no podría
evitar decirle que me moría de ganas por besarle.
Me cogió de la cintura y me atrajo hacia él para abrazarme. Al
principio me resistí, pero después me dejé acoger entre sus brazos,
apoyando la cabeza en su pecho, percibiendo su aroma, escuchando su
corazón. Lo echaba tanto de menos, lo necesitaba tanto…
—Estoy aquí, sigo siendo tu amigo —me susurró.
Y aquello me hizo daño de verdad. Me separé de él.
—Yo no quiero esto, Rafa.
Le hice un gesto para que no me siguiera, antes de darme media vuelta
y marcharme de allí con la mente hecha un lío porque, paradójicamente,
nunca había tenido tan claros mis sentimientos. Unos sentimientos que no
quería tener y que ignoraba cómo alejar de mí. Pero aquello no podía
decírselo. Porque él ni siquiera sabía lo que sentía por mí y sus dudas
acabarían destrozándome o, peor aún, porque aquello que me estaba
diciendo era real y ya me había clasificado en su mente en la carpeta de
amiga.
42. Aquel que me regalaste
Ese día tenía lugar nuestro último examen de fin de curso, un último
examen al que acudí casi sin haber dormido y con la resaca de mi
separación de Rafa tras haber descubierto el sexto dígito, ese que ocupaba
el quinto lugar de la clave. Aquella asignatura la llevaba realmente mal,
pero a esas alturas ya no me quedaban muchas fuerzas ni ánimos para
prepararla mejor, sólo quería que el examen pasara para tratar de recuperar
mi vida durante el verano que tenía por delante, un verano sin él.
Desde nuestro último encuentro, no había vuelto a hablar con Rafa, por
lo que no habíamos quedado para ir juntos a la facultad, pero tenía que salir
más o menos a la misma hora para coger el metro, así que… Cuando llegué
a la estación, él estaba al final del andén, como siempre, cruzado de brazos
y moviendo de manera nerviosa uno de sus pies. Pensé que se estaría
preguntando por qué estaba allí esperándome después del comportamiento
que tuve la última vez que nos vimos. Me quedé parada enfrente de él. Rafa
descruzó los brazos y dejó de moverse para observarme detenidamente.
Aquel día volvía a hacer calor, pero aparecí vestida con mi ropa oscura
convencional, aunque llevando su estrella colgada al cuello. Zurbano se fijó
en ello, y cuando vio que aún la portaba, cambió su semblante, diría que
para él era una especie de señal que le indicaba que aún no quería sacarle de
mi vida, por mucho que yo intentara distanciarme.
—Buenos días, Churri —me saludó. No tenía buena cara, supongo que
tampoco había dormido demasiado, como yo.
—Buenos días, Rafa.
Y un beso de rigor, de esos con los que tratábamos de disimular una
relación de pareja, que ese día no lo parecía en absoluto. Después ya no
hubo más. Ni abrazos, ni «¿qué tal lo llevas?», ni «parece que se ha
quedado buena mañana». Nada. Sólo silencio. Uno enfrente del otro sin ni
siquiera rozarnos, mirando por encima de nuestros hombros a la ventanilla
de un vagón que únicamente mostraba una oscuridad camuflada bajo el
reflejo de su iluminación.
Al llegar a Ciudad Universitaria, nos agarramos de la mano en silencio
para aproximarnos hacia la facultad con un montón de ideas arremolinadas
en unas mentes que necesitaban forzosamente un sueño reparador.
Más tarde, a la puerta de clase, pretendíamos repasar unos apuntes,
más bien para disimular nuestro comportamiento frío con el otro de cara al
resto de compañeros. Y otra vez, los últimos en entrar a clase. Y otra vez, el
uno sentado junto al otro con un asiento vacío entre nosotros, ese asiento
donde cabían tantos sentimientos negativos que se llevaban por delante todo
aquello que habíamos experimentado hacía poco más de un mes, cuando
nos confesábamos que queríamos hacernos el amor. Ambos pensando que
éramos el único de los dos que aún tenía aquel deseo.
—Suerte —me dijo justo antes de que nos entregaran el documento
con las preguntas del examen más unos pocos folios en blanco con el
membrete de la facultad, donde poder desarrollarlas.
Fue la única palabra que salió de sus labios después de los buenos días.
—Gracias. Igualmente —fue lo único que salió de los míos.
El profesor escribió en la pizarra el tiempo de fin de examen, que sería
dos horas y media después de ese momento en que habíamos descubierto
las diez preguntas que lo caracterizaban. Leí los enunciados y cerré un
instante los ojos. Tan sólo era capaz de contestar a dos de manera completa.
De las otras, no podía aportar mucho, pero ya me daba igual, sólo quería
que esas dos horas y media pasaran para poder salir de allí. Rafa me miró
un instante, en el que pudo ver mi cara desencajada, y comenzó a escribir
mucho y de manera rápida. Yo veía por el rabillo del ojo cómo pasaba las
páginas que iba rellenando cuando yo no era capaz de completar ni una.
Había pasado una hora y media y permanecía con la mano sujetándome la
cabeza cuando él dejó de escribir.
—Lidia —me susurró.
Desde que tuvimos el primer examen no habíamos vuelto a compartir
ningún tipo de comunicación en medio de aquellas pruebas. Le miré.
—¿Qué te falta? —me preguntó.
—Todo. Sólo tengo la primera y la última.
—Silencio, por favor —pidió uno de los dos profesores que estaban
vigilando el aula.
Ambos volvimos la vista a nuestros folios.
—Toma —me ofreció cuando el profesor se dio media vuelta,
haciendo ademán de pasarme sus preguntas por debajo de la mesa para que
pudiera copiar su contenido.
—¿Qué? No.
—Lidia, cógelo.
—Señor número ciento ochenta y siete, como le vuelva a tener que
llamar la atención, se va fuera de clase —volvió a hablar aquel profesor
mientras que varios alumnos del aula se giraron para comprobar la cifra que
tenían grabada en la madera del respaldo de sus asientos, justo antes de
observar a Rafa.
Silencio. Y los dos con las cabezas delante de nuestro examen.
—Lidia, por favor. Cógelo, ya lo he acabado.
No le miré, ni le dije nada, permanecí allí con la cabeza frente al papel.
—Lidia…
—Señor número ciento ochenta y siete, por favor, recoja sus cosas,
entregue su examen y abandone la clase —sentenció el profesor.
Y todas las miradas se dirigieron hacia Zurbano.
—Y como vuelva a oír una mosca, el responsable se irá detrás de él —
continuó hablando aquel hombre.
Y todos los ojos volvieron a posarse en su respectivo examen. Todos,
menos los míos, que contemplaban a Rafa mientras recogía. Pillado por
querer ayudarme. Aunque, por suerte, me había dicho que había acabado
todas las preguntas. Por suerte, ¿para quién? Estaba a punto de averiguarlo.
Justo después de guardar sus bolígrafos, y cuando ya tenía el examen en sus
manos, preparado para dárselo al cuidador que le esperaba en el estrado de
la parte baja de la clase, me miró de nuevo. Fueron tres segundos. Justo
tres. Ni uno más. Ni uno menos. Tres segundos tras los cuales dejó deslizar
todos los folios que había escrito menos uno, para dejarlos sobre el suelo,
mientras se agachaba a coger su mochila. Y, cuando se incorporaba, me
hizo un gesto indicándome que los cogiera, guiñándome un ojo.
Se puso de pie y bajó después por aquella escalera con el fin de
entregar al profesor una única hoja de respuestas. Una hoja que contenía el
desarrollo de dos preguntas que justificaban que hubiera estado escribiendo
durante aquel rato, pero que no le permitían aprobar. Mientras el docente
recogía su prueba y comprobaba su DNI, yo deslicé con el pie esos folios
para atraerlos hacia mí y cogerlos, aprovechando que ambos profesores
estaban ocupados mirando a Rafa. Y allí, descubrí delante de mí cuatro
papeles con ocho preguntas de su examen desarrolladas con detalle y
perfectamente organizadas, de la tercera a la décima, una por cada cara de
cada folio. Cuando leí el encabezado del primer papel mostrando con esa
letra pequeña y redondita las palabras «Rafael Zurbano Álvarez» y su
número de DNI, me entraron ganas de llorar porque me acababa de regalar
su examen para quedarse sin nada, me acababa de salvar de un suspenso
para caer él por mí. La regla de los tres segundos.
Después de una hora en la que me dediqué a copiar el contenido de los
cuatro folios de Rafa en mi examen, uno de los profesores nos indicó que el
tiempo había terminado y que debíamos entregar nuestra prueba. Puse mis
cinco folios completados, junto con la hoja de preguntas y se los di a aquel
profesor, mostrándole mi DNI, para salir al pasillo a continuación siguiendo
la hilera de compañeros. Allí busqué a Rafa con la mirada y me dirigí
directamente hacia él, estaba sentado en uno de los bancos de madera que
había enfrente del aula.
—¿Qué tal? —intentó averiguar, levantándose cuando estuve delante
de él.
—Pero, Rafa, ¿se puede saber qué has hecho?
Él se quedó quieto y callado mientras miraba a mis laterales, no me di
cuenta de que era porque acababan de aparecer Juanan y Silvia, seguidos de
Vázquez. Los tres nos estaban escuchando en nuestra conversación.
—Zurbano, tío, ¿qué ha pasado? —indagaba Juanan.
—Nada, que me he quedado en blanco y le estaba preguntando a Lidia,
a ver si me podía chivar algo, pero me han pillado.
Yo le miraba con los ojos como platos.
—¿Tú en blanco? —se sorprendía Vázquez.
—Sí, ¿qué pasa? ¿No puede tener uno un mal día? Esta noche no
dormí muy bien —se defendía él.
Nos quedamos todos callados.
—Pero ¿has podido responder al menos alguna pregunta? —le
cuestionaba Silvia.
—Sólo dos.
Otra vez todos en silencio.
—Bueno, seguro que te la sacas con la gorra en septiembre —animó
Juanan.
—Sí, tampoco es tanto —respondía Rafa.
Entonces me di cuenta de que mis compañeros me estaban viendo
muda tras haber presenciado que le echaba la bronca, mientras que ellos le
animaban. Así que para seguir un poco aquella bola y no parecer una
desalmada que le regañaba por algo muy diferente a lo que había sucedido
en realidad, simplemente, me abracé a él apoyando la cabeza en su pecho.
Zurbano me apretó contra sí. Y así estuvimos un instante en el que nuestros
compañeros se apartaron un poco de nosotros para dejarnos intimidad.
—Rafa…, no tenías que haberlo hecho —le susurré.
—Te dije que quería ayudarte, que te haría feliz.
—Pero ahora no lo soy, me siento mal por ti.
—Pues yo me siento muy bien por ti. —Me acarició la cara.
—Gracias. —Comencé a acercarme a él para besarle, pero no pude
hacerlo.
—¿Qué? —nos interrumpió Juanan—. ¿Os quedáis a tomar algo?
Habrá que celebrar que hoy es el último día de exámenes, ¿no?
Rafa y yo nos miramos y asentimos.
—Sí, vale —confirmó él al resto.
Nos fuimos los cinco a la cafetería para acabar comiendo por Moncloa
antes de tener una sobremesa que se alargó hasta media tarde. A eso de las
seis y media, cuando ya se habían ido todos, Rafa me acompañaba hasta mi
portal.
—¿Qué harás estos días? —trató de averiguar.
—Bueno, llamé para ver si me podían dar alguna promoción y me ha
surgido una que dura un mes y, además, me han podido ubicar en el centro
comercial de Argüelles, o sea, al lado de casa.
—¿Y cuándo empiezas?
—Mañana, que es día uno. Es de tardes. Estaré de cuatro a nueve hasta
el uno de agosto. Así podré ganar un dinero extra por lo que pueda venir.
—¿Y qué vas a promocionar?
—Pues creo que una pasta de dientes en el supermercado.
—¿Una pasta de dientes? —preguntó extrañado.
—Es lo que hay. Mientras que den trabajo… Además, esto se
compatibiliza bien con los estudios. Lo malo es que no podré ir a mi casa
hasta agosto. Pero bueno, dentro de lo malo, estoy contenta —añadí—. ¿Y
tú? Me dijiste que trabajarías este verano, ¿no?
—Sí, voy a cubrir vacaciones en la farmacia, así que estaré hasta el
quince de agosto.
—¿Desde cuándo?
—Desde mañana también. Este mes me toca de mañana porque las dos
personas a las que cubro las dos quincenas tienen ese turno. Estaré de nueve
a tres y en agosto, de tarde, de tres a nueve —me narraba.
—Trabajas todos los días, claro.
—Sí, de lunes a sábado. ¿Y tú?
—Yo también —corroboré.
Silencio.
—Sólo podremos vernos el domingo porque tenemos los turnos
cambiados —Hizo una pausa en la que me miraba—. Para la libreta, digo
—agregó a modo de aclaración.
—Sí…
Otro silencio, este más largo que el anterior.
—¿Por qué lo hiciste, Rafa? ¿Por qué te arriesgaste así con tu examen
para ayudarme?
Me observó muy atentamente.
—¿Qué quieres que te conteste, Zuñi? Porque ninguna respuesta que
pueda darte va a satisfacerte. Porque ni tú misma sabes lo que quieres que te
responda. Cuando se trata de nosotros, ya no sé dónde acaba la mentira y
dónde empieza la verdad. Eres mi compañera, mi amiga, y los amigos se
ayudan cuando más lo necesitan. Al menos sé que eso es verdad. O lo es
para mí.
—Tienes razón, esa respuesta no me satisface.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres escuchar? Escríbelo en un papel,
igual que hiciste con ese pacto que tenemos, y seguiré actuando para ti.
—Yo no quiero eso.
—No haces más que decir esa frase, pero no eres capaz de hablar
claro. ¿Qué es lo que quieres, entonces, Lidia?
—Quiero saber qué es lo que quieres tú.
—¿Acaso eso importa?
—Claro que importa, ahora es lo que más me importa.
Suspiró
—Buenas noches, Zuñi —se despidió antes de darme un beso en la
frente.
Y aquel beso me dolió más que si me hubiera clavado una daga en el
pecho.
—Buenas noches, Rafael —le dije poniendo mis manos sobre sus
mejillas para darle un beso en los labios. Un beso corto. Un beso intenso.
Y me di media vuelta con el fin de entrar al portal antes de que pudiera
ver que las lágrimas querían escaparse de mis ojos.
Cuando llegué a casa, Laura estaba en el salón viendo la tele.
—Hola —saludé para dirigirme hacia mi habitación.
—Hola —me respondió sin apartar los ojos del televisor.
—Oye. —Me detuve—. ¿Tú crees que un examen es una situación
desesperada o de peligro?
Apartó su mirada de la pantalla para dirigirla hacia mí.
—Pues, depende de lo que te juegues. ¿Para ti lo es?
Y me encogí de hombros preguntándome si para Rafa lo sería.
43. A tu manera querida
Me gustaba mucho el verano, era mi época favorita del año. Pero eso
fue antes de tener que trabajar y posponer mi viaje a casa para ver a mi
familia. Ese mes de julio se tornaba muy poco atractivo ante mis ojos.
Aquel día, el primero de mi trabajo de esa época estival, me pasé la tarde en
el supermercado de un centro comercial dando a conocer un producto dental
que mezclaba pasta de dientes y elixir en un sólo envase. Aunque la mayor
parte de mi trabajo consistía en indicar a los clientes dónde podían
encontrar los diferentes artículos que andaban buscando. Muy apasionante
todo. Y, mientras, mi cabeza no paraba de pensar en mis dos suspensos, en
que tendría que informar de aquello a mis padres y en el beso que Rafa me
había dado en la frente el día anterior, a pesar de haber sacrificado su
examen por el mío tan sólo unas horas antes. Demasiado que procesar.
De vez en cuando, se paseaba un chico muy mono delante de mí.
Llevaba una bolsa con el nombre de ese centro comercial, con la que
envolvía algo que no supe identificar hasta que de aquello salió el sonido de
una voz. A la cuarta vez que pasó, me di cuenta de que era parte del
personal de seguridad que, vestido de calle, rondaba por aquel
supermercado haciendo su trabajo. Era poco más alto que yo y más o menos
de mi edad. Un moreno de ojos azules, que me sonreía con un gesto de
complicidad cuando ya llevábamos media tarde viéndonos. En uno de los
momentos en los que pasaba por delante de mí se escuchó su walkie-talkie,
al que respondió.
—Otra vez —me dijo dedicándome una sonrisa, que yo correspondí
mientras colocaba las pastas de dientes.
A eso de las nueve menos cinco, volvió a pasar a mi lado.
—Vaya tardecita —me habló.
—¿Mucho jaleo? —le pregunté.
—Un poco, hay que estar con mil ojos. Por cierto…, soy Sergio.
¿Cómo te llamas?
—Lidia.
—¿Eres promotora?
—Sí, estaré por aquí un mes intentando vender esto. —Le señalé el
producto en cuestión.
—Bueno, eso se vende solo, ya verás.
—Eso espero. —Miré el reloj—. Aunque hoy poco más venderé
porque me voy en cinco minutos.
—Oye, cinco minutos dan para mucho. —Volvió a sonreírme.
Pero, entonces, una voz detrás de mí nos distrajo de aquella
conversación tan agradable. Una charla que me había sacado varias sonrisas
en unos labios que llevaban ya muchos días sin haber practicado ese gesto.
—Hola, churri —me saludó.
Cerré los ojos y después me volví hacia él.
—¿Qué haces aquí? —indagué.
—Venir a buscarte.
—Bueno, Lidia, nos vemos por aquí. —Sergio se marchó de allí con
una sonrisa de adiós, no de hasta luego, como las anteriores.
Y así fue cómo Rafa espantó a un chico muy atractivo que se
interesaba por mí.
—¿Por qué has venido? —me dirigí a él sorprendida.
—Quería ver cómo estabas y hablar contigo. Por cierto, estás muy
guapa —me decía mirándome de arriba abajo. Iba vestida con mi uniforme
propio de promotora, compuesto por camisa blanca y falda negra de tubo
cortada justo cuatro dedos por encima de la rodilla. En los pies llevaba unos
zapatos de salón de tacón medio y su colgante de estrella seguía adornando
mi cuello—. Acabas ya, ¿no?
—Sí —afirmé mirando el reloj. Eran las nueve pasadas. Comenzamos
a caminar hacia la salida—. Pero antes, tengo que ir a por el bolso a
consigna.
—Te espero donde el quiosco de prensa.
—Vale.
Poco después aparecí a su lado para salir a la calle. Él me acarició el
flequillo.
—Te has cortado el pelo, ¿no? —me dijo.
—Bueno, sólo un poco para arreglarlo, me había crecido y estaba muy
desigual.
—¿Te lo has igualado para dejártelo largo?
—¿Y qué querías decirme? Has dicho que querías hablar conmigo—
Le pregunté sin responderle mientras avanzábamos por la calle Princesa
hacia mi casa.
—No quiero estar así contigo.
—¿Así…?
—Así de tensos. Es que ya no sé qué hacer, Lidia.
—Entonces, dime, ¿qué es lo que quieres? Porque tú tampoco hablas
claro, Rafa.
—Recuperarte. Recuperar lo que teníamos porque cada vez te siento
más lejos.
—Pero nos alejamos, precisamente, porque lo que teníamos nos estaba
haciendo daño.
—Lo que teníamos al final, pero no anteriormente, antes del viernes
aquel en que empezamos a llevarnos al otro lado de la línea.
—Rafa, es que las cosas no van a volver a ser iguales después de lo
que hemos pasado.
—Puede que no, pero… necesito a mi muñequita.
Y cuando dijo aquello, me paré en medio de la acera para observarle
muy intensamente. En la acera de una calle con mucho tráfico de personas,
que tenían que esquivarnos para no llevarnos por delante.
—No habías vuelto a llamarme así, pensé que quizás te habrías
buscado a otra —afirmé.
Rafa me apartó para llevarme a un lado y no estorbar a los viandantes.
—No sé si habrá más mujeres en mi vida, pero de lo que estoy seguro
es de que la única muñequita que ha existido y existirá en ella, eres tú. En
cambio, veo que en tu vida empieza a aparecer algún que otro morenito —
se refirió al guardia de seguridad.
—Tranquilo, siempre que surge alguien acechándome, aparece mi león
para quitárselo del medio.
—Tú me lo pediste. —Me sonrió.
Suspiré.
—Tienes razón, creo que tenemos que hablar —aseveré.
Retomamos el paso para seguir paseando hacia Moncloa.
—¿Quieres cenar por aquí? Te invito y así hablamos —me propuso.
Minutos después, entramos a una cafetería donde también servían
platos combinados y sándwiches. Nos dirigimos hacia una pequeña mesa
que había en un rincón, supongo que buscando intimidad.
—¿Qué tal la tarde? —me preguntó.
—Bien, aunque un poco aburrida, este trabajo es un rollo, no me gusta
nada vender.
—Menos mal que ha venido el morenito ese de ojos azules para
hacértela más entretenida.
—¿En serio, Rafa? ¿Te molesta que un chico mono se interese por mí?
—Pues sí, ya te lo dije. Y más si tiene los ojos azules, que a ti te
pierden, ¿no?
Resoplé.
—Esto no ha sido buena idea. —Negué con la cabeza.
—Es que ya no sé qué hacer, Lidia. Me dijiste que no querías lo que
teníamos, que era mejor que fuésemos amigos, pero cuando te digo que eres
mi compañera y mi amiga, resulta que tampoco lo quieres y ayer te
despides de mí con un beso en los labios. Así que, por favor, por enésima
vez, ¿me podrías decir qué es lo que quieres? Aparte de volverme loco,
claro.
—Me dijiste que no sabías dónde clasificar lo que sientes por mí en tu
mente.
—Sí, y en la misma frase, que quería hacerte el amor, así que mira a
ver en qué grupo de carpetas está eso. Ayer palmé mi examen por ti, un
examen de diez, o casi, para quedarme con un dos, en el mejor de los casos.
Es que ya no sé qué más necesitas, tía. Ah, y yo sigo sin saber lo que sientes
tú, claro, que aquí mucho preguntar, pero no soltamos prenda.
—Siento mucho lo del examen, pero yo no te pedí nada.
—Ese es el problema, que nunca pides nada, que nunca dices nada. Y
cuando hablas del tema es para decirme que soy lo peor que te ha pasado.
¿Eso es verdad? Porque era una de las cosas que quería hablar contigo. Y
sólo hay dos explicaciones para que lances contra mí tanta rabia, como
hiciste el otro día: o me odias y de verdad quieres que salga de tu vida, o me
quieres, pero estás luchando contigo misma contra ese sentimiento. Y la
primera opción no me cuadra porque si me odiaras, no me hubieras dicho
que tú también te morías de ganas por hacerme el amor ni llevarías ese
colgante.
Silencio. Y el camarero dejó los sándwiches que habíamos pedido,
delante de nosotros, para volver a marcharse.
Suspiré.
—¿Qué? ¿No dices nada? —se dirigió a mí.
—Estoy hecha un lío, Rafa.
—Eso no es muy concreto, que digamos.
—Tú tampoco lo eres.
Él respiró profundamente, creo que empezaba a cansarse de aquel
partido de tenis de frases para que el otro se manifestase primero.
—Me desesperas, tía. No entiendo por qué te quiero tanto. —Y esto
último lo dijo para el cuello de su camiseta.
—¿Qué acabas de decir?
—Que se te va a enfriar el sándwich.
Y no volvimos a pronunciar ninguna palabra hasta que no terminamos
nuestra cena. Ni siquiera nos atrevíamos a mirarnos. Me limpié con la
servilleta, bebí otro trago largo de agua y dirigí mi vista hacia él para volver
a hablarle.
—¿Lo que has dicho antes es porque ya te has aclarado? ¿Ya me has
clasificado en tu mente?
Me observó muy largamente.
—No pienso decirte nada más hasta que tú no te manifiestes.
—Yo…
—¿Van a querer algo de postre? —nos preguntó el camarero
interrumpiéndome de manera oportuna.
Rafa me miró y yo negué con la cabeza.
—No, si nos puede traer la cuenta cuando pueda, por favor —concluyó
él.
—Ahora mismo, señores —nos respondió.
—Tú… ¿qué? —Zurbano se dirigió a mí.
—Yo tengo miedo.
—¿De qué? ¿Tanto te asusto? No soy tan guapo como tu Madelman o
ese chico que te rondaba hoy, pero tampoco soy tan feo, ¿no?
—Miedo de esto que siento… por ti.
—Pero yo no te he preguntado lo que te hace sentir lo que sientes por
mí. Lo que quiero saber es lo que te hago sentir yo. ¿Me lo puedes decir de
una vez? Que hay que sacarte las palabras con sacacorchos, Yerbis.
El camarero nos dejó la cuenta, que Rafa llevó hacia sí. Puso un billete
de mil pesetas y algunas monedas encima del tique y se levantó para salir.
Yo le imité. Entonces cogió el platillo y se lo entregó al camarero, que
estaba recogiendo una mesa cercana.
—Gracias —le dijo antes de agarrarme de la mano para salir del local.
Una vez fuera, me llevó caminando deprisa hacia el parque del Oeste.
—¿Adónde me llevas, Rafa?
—A un sitio donde no nos interrumpa nadie. No pienso irme hasta que
me lo digas.
—¿El qué…? ¡Rafa!
Pero él no me contestaba, sino que seguía andando rápido, tirando de
mí para que le acompañara.
Unos minutos y varias protestas por mi parte después, estábamos
delante de nuestro banco. Zurbano me escrutaba muy serio en una
incipiente noche en la que aún se percibía el color naranja del cielo, como
remanente de la tarde que había sido tan sólo hacía un rato.
—¿Qué quieres, Rafa? —le cuestioné una vez nos hubimos parado,
como si aún no me hubiera quedado claro lo que deseaba saber.
—No te hagas la tonta y respóndeme ya, Lidia.
—¿Qué quieres que te responda? Ya te he dicho que estaba hecha un
lío.
—Estar hecha un lío no es un sentimiento y, desde luego, no causa la
rabia que me has estado lanzando. Dime la verdad.
—Te la estoy diciendo.
—No me la estás diciendo. ¿Qué sientes por mí, Lidia? No pienso irme
hasta que me lo digas —volvió a repetir.
—Rafa, para, por favor.
—No voy a parar. ¿Qué sientes por mí? ¡Dímelo de una vez! ¡Eres una
cobarde! —Me estaba sujetando por los hombros sin parar de preguntarme,
sin darme tregua para responder entre una intervención y otra.
—No…
—No ¿qué? ¿No me lo vas a decir o no eres una cobarde?
—¡No puedo!
—¿Por qué?
—¡Porque no quiero que me hagas daño!
—¿Por qué iba a hacerte daño? ¡Eres tú quien me hace daño a mí!
¡Dímelo de una vez, Lidia!
—¡Para ya!
—Eres una cobarde —me volvió a llamar—, una niña mimada que
sólo quiere jugar conmigo. ¿Te lo pasas bien? ¿Eh? ¡Que me lo digas!
—¡Cállate de una vez, Rafa! ¡Mi exnovio me puso los cuernos! ¿Qué
quieres que te diga? ¿Que te quiero, para que cuando encuentres a una
morenita de esas que te gustan a ti, te aclares los sentimientos, de repente, y
me dejes tirada o me los pongas tú también? Pues entonces, sí, puede que
sea una cobarde, pero no pienso volver a pasar por eso. Fue un infierno. Y
ahora, si ya te has quedado tranquilo, ¿me puedo ir a casa, por favor?
Silencio. Y me soltó los hombros al verme tan alterada porque no sabía
cómo reaccionar cuando le dije aquello.
—Yo… ¿Te puso los cuernos el Madelman de los cojones?
—Sí, con un putón verbenero, para luego llamarme y decirme que me
echaba de menos, reprochándome que le había dejado tirado por mi
capricho de estudiar, supongo que para sentirse menos culpable. Lo mejor
es que al final lo supe por uno de mis primos, que le vio, porque él no fue
capaz de decirme nada. Sólo se comportaba de manera cada vez más fría
conmigo para que fuera yo quien le dejase. Pero le quería, así que lo soporté
hasta que me enteré de su engaño.
—¿Capricho de estudiar? ¡Qué hijo de puta!
Nos quedamos callados. Me senté en el banco, él me acompañó.
—Ahora entiendo muchas cosas —afirmó—. Cuando tenías fiebre no
parabas de pedirme que no te dejara y de decirme que no podías quererme.
—No sé, diría muchas tonterías…
En ese instante cayó en la cuenta.
—Pero… me has dicho que me quieres… —Me miró fijamente.
—Yo… no.
—Sí, lo has dicho. Que me quieres, pero que tienes miedo de que te
deje por otra.
—Yo no he dicho… Además, tú has dicho antes que me querías
mucho. Bueno, exactamente, has dicho que no sabías por qué me querías
tanto.
—Que te quiero ya te lo dije el otro día.
—Sí, pero que no sabías si de la manera correcta —apunté.
—Y tú, ¿me quieres de la manera correcta?
—Ya te he dicho que estoy hecha un lío.
Silencio.
—Yo nunca te pondría los cuernos, Yerbis. Hay que ser muy rastrero
para hacer eso. Si no quieres estar con alguien, se lo dices y punto.
—Eso también duele, ¿sabes? Que alguien que te quería, de repente, te
diga que no te quiere…
—¿A ti te ha pasado alguna vez que quisieras a alguien y, de repente,
le dejases de querer?
—La verdad es que no, yo siempre he sido la tonta de la película —
confesé.
—¿Y por eso ya nunca más vas a atreverte a querer a nadie?
—Al menos a alguien que no tenga las ideas claras, no —le respondí
mientras me cruzaba de brazos, empezaba a tener frío.
Me rodeó con su brazo apretándome contra él y, a continuación, me
olió el pelo para besarme en la cabeza.
—Y ¿qué vamos a hacer? Juntos estábamos sufriendo, pero separados
sufrimos aún más —evidenció.
—Y yo qué sé, Rafa.
—¿Y si nos queremos a nuestra manera?
—¿A nuestra manera? ¿Eso qué quiere decir?
—Pues…
—¿Qué necesitas? —le interrumpí apartándome de él, frustrando así
su abrazo.
—¿Cómo?
—Sí, ¿qué necesitas para estar seguro? ¿Por qué con tus tres exnovias
no te costó decidir que querías estar con ellas, pero conmigo tienes mil
dudas? ¿Es por mi físico? ¿Por mis…?
—Porque a ellas no tenía miedo de perderlas si no salía bien, que fue
lo que pasó. Cortamos y cada uno por su lado, estás unos días un poco de
bajón, pero tampoco me afectó demasiado —me interrumpió—. Pero a ti no
quiero perderte.
—¿Tienes miedo de perderme? Entonces, ¿quién es el cobarde aquí,
Rafa? Y tú tampoco me has respondido. No sé qué necesitas para estar
seguro.
—Sólo más tiempo.
—¿Quieres que te dé tiempo para aclararte?
—No, quiero más tiempo contigo.
—No te entiendo, de verdad —suspiré.
—Yo tampoco, Yerbis.
—Es que yo no soy como un producto que puedas comprar, probar y
luego devolver si no te gusta, ¿sabes?
—Es que no es eso.
—Pues, entonces, ¿qué es, Rafa? Porque esto empieza a desesperarme.
Me miró muy fijamente en silencio.
—Es que eres tan introvertida y enigmática que no puedo ver todo de ti
porque tú no me dejas. Yo creo que no dejas que lo haga nadie, en realidad.
Supongo que es esa parte que proteges para que no vuelvan a hacerte daño.
Pero cuanto más descubro de ti, más quiero. Ya te lo dije, eres como una
droga y estoy enganchado. Pero aún me queda mucho por averiguar y
quiero seguir haciéndolo, quiero saber hasta dónde me lleva eso. No quiero
decidir entregarme a ti sin tener una visión más completa de Lidia. Ya sabes
que no eres el tipo de mujer del que me enamoraría, pero estoy muy
confundido por lo que me haces sentir. Yo también tengo sentimientos y
tampoco quiero que me hagan daño.
—Vale… —Le observé en silencio—. Pero si es así, ¿por qué me
entregaste tu examen? Hacer algo con tantas consecuencias si no estás
seguro…
—No lo sé, lo hice sin pensar, fue como un instinto. Quería salvarte de
otro suspenso. Lo hubieras pasado realmente mal si hubieses tenido otra
más para septiembre y yo no podía permitir…
Le interrumpí para besarle, no pude soportarlo más, lo confieso.
Necesitaba decirle lo mucho que le había echado de menos durante ese más
de un mes sin vernos, pero necesitaba hacerlo sin palabras porque, como
siempre, no las había. En esta ocasión, como en otras anteriores, era mi
lengua la que quería hablar en privado con la suya, mientras mis dedos se
entrelazaban con el pelo de su nuca. Y al separarnos, dos jadeos contenidos.
—Era imprescindible y la situación lo requería —me excusé.
—¿Lo ves? Ahora quiero más. —Volvió a acercarse para besarme de
nuevo.
Cuando terminó ese segundo beso que, en realidad, no quería terminar,
le siguió un abrazo, un poco retorcido, eso sí, porque estábamos sentados en
el banco uno junto al otro. Y Rafa tampoco se atrevía a invitarme a que me
sentara sobre sus muslos, quizás porque quería avanzar despacio sin hacer
nada que pudiese incitarme a volver a querer alejarme de él. Por lo que
cuando aquel abrazo finalizó, sólo me acariciaba la cara.
—Muñequita, cómo te he echado de menos. Por favor, no me pidas
que volvamos a estar separados —me rogaba.
—¿Y qué hacemos, Rafa?
—¿Tú me has echado de menos?
—Mucho —le revelé acariciándole la mejilla.
—Pues si los dos queremos estar juntos, estemos juntos y ya vamos
viendo, ¿no?
—Pero aún nos queda una planta por resolver y seguimos teniendo el
pacto, vamos a estar limitados. Puede que donde nos lleve estar juntos lo
tengamos vetado por pacto y tú no querías eso.
—Pues vamos despacio, respetando el pacto, si así lo quieres, me da
igual. Y cuando hayamos resuelto la última planta, vemos qué hacemos,
sólo nos queda una.
—¿Aún quieres hacerme el amor?
—Si quieres que respetemos el pacto, no puedes hacerme esa pregunta,
Yerbis.
—Vale.
Silencio.
—¿Y tú? ¿Aún quieres? —me la devolvió.
—Buen intento, morenito.
Sonrió.
—Entonces, ¿quieres que sigamos como antes? Quiero decir, ¿seguir
viéndonos, respetando el pacto? —trató de averiguar.
—Sí, pero sin intentar lanzarnos mutuamente al otro lado de la línea
porque, si no, esto se nos volverá a desmoronar y volveremos a sufrir.
—Vale. —Me dedicó una gran sonrisa.
—Pero sabes que eso significa que no podremos dejarnos llevar y eso
puede ser complicado.
—El cortafuegos.
—Sí.
Asintió y respiró profundamente.
—Lo sé, pequeña.
—Entonces volvemos a ser, ¿qué somos, Rafa? Ni siquiera lo sé.
—Lo nuestro no tiene nombre, ya lo hablamos. Pero no lo necesita, tú
y yo lo sabemos.
Y le sonreí en una noche que ya comenzaba a ser cerrada.
—Empieza a hacer fresco —manifesté—. Esta camisa es muy fina.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
Asentí.
Nos pusimos de pie para dirigirnos hacia mi portal mientras él me
protegía con sus brazos y yo me abrazaba a su cintura. No hablamos mucho,
sólo caminábamos disfrutando de nuestra compañía, de nuestro tacto, en un
silencio que rompimos cuando estuvimos enfrente de aquel soportal que
precedía a la entrada de mi edificio.
—¿Y cuándo nos volvemos a ver? Ahora tenemos los turnos
cambiados y es más complicado —me decía.
—Lo sé.
—Si quieres, estos días te vuelvo a buscar, cenamos juntos y, quizás,
podríamos ver el texto de la última planta. Y el domingo, que tenemos más
tiempo, ya podemos ir al sitio del séptimo mapa.
—Me parece fenomenal. —Le sonreí.
Silencio.
—Bueno, pues… Dulces sueños, muñequita.
—Dulces sueños, morenito.
Nos quedamos parados. Entonces se acercó a mí, pensaba que iba a
besarme, pero me equivoqué. Me acogió entre sus brazos para apretarme
contra él mientras me besaba la cabeza, que yo apoyaba en su pecho.
Después acercó sus labios a mi oreja.
—Me muero de ganas por besarte, ¿puedo? —me susurró.
—Depende, si es imprescindible y la situación lo requiere…
Y a pesar de todas nuestras limitaciones, aquella noche me subí a casa
flotando en la nube que me puso aquel beso, la cual, por primera vez, no
estaba restringida para mí.
44. Con tu enigma me abrazaste
Los días de aquel mes iban pasando poco a poco, como con
cuentagotas, siguiendo una rutina similar. Por las mañanas, estudiando y
ayudando en las tareas domésticas. Por las tardes, de charla con mis primos
y amigos. Por las noches, hablando cinco minutos por teléfono con Rafa
para comentar un poco el día y nuestras dilucidaciones sobre la séptima
planta, de la cual no habíamos podido averiguar mucho más. Unas llamadas
en las cuales no había vuelto a darse ninguna conversación subida de tono.
Unas llamadas donde las palabras cariñosas se iban diluyendo para dejar
cada vez más en evidencia esas dudas que parecíamos compartir sobre
nuestro vínculo, que resultaba ser cada vez más incierto. Yo ya tenía
experiencia en eso de que la distancia enfría las relaciones y, además,
tratándose de una que ni siquiera era romántica, ya había perdido toda
esperanza de que aquello avanzase hasta el punto de considerarse amorosa.
Pero, a pesar de ello, no podíamos dejar pasar ni un día sin escuchar la voz
del otro, era como una necesidad. Como el comer. Como el respirar. Una
necesidad que estaba vaciando nuestros bolsillos del dinero que habíamos
ganado durante ese verano. Mis padres ya habían asumido que tenía un
novio en la ciudad, aunque yo tampoco me había extendido demasiado en
dar más detalles de los estrictamente necesarios.
Y tras esas llamadas de rigor, y cuando iba a reunirme con mis primos
y amigos, siempre veía a Ángel, que cada día se iba acercando más a mí, sin
haberle dado permiso. Finalmente, acabó uniéndose a las conversaciones de
la panda, como quien no quiere la cosa, y apoyándose en Fernan, quien, por
mi parte, era bastante más bienvenido que él.
Esa monotonía duró hasta el día quince, momento en que hubo algunos
cambios. Por una parte, Rafa había viajado hasta el pueblo de su padre, con
lo que las llamadas variaron un poco. Él me contactaba desde una cabina,
alrededor de la cual se encontraban sus amigos haciendo chistes y bromas
constantes, lo que resultaba un poco tedioso. Y yo, lo hacía a casa de sus
abuelos, donde él no tenía mucha intimidad para hablar. Por lo que aquel
momento había perdido parte de su magia.
Por suerte, también el día quince, vino a visitarnos mi prima Lara, que
lo era por parte de la familia de mi padre. Una navarra de los pies a la
cabeza. Alta, morena de ojos oscuros, con una personalidad arrolladora y
todas las ganas de fiesta que se esperan de una chica de veinte años. Hacía
poco que había aprobado las oposiciones a policía nacional y se había
incorporado en el cuerpo en Oviedo, lugar donde estaba destinada. Pero le
habían dado cuatro días libres, que aprovechó para venir a disfrutar de su
única prima, yo.
—¡Priiiiiii! —exclamó en cuanto me vio para acogerme entre sus
brazos—. ¡Pero qué guapa estás!
—No tanto como tú —le decía mirándola de arriba abajo mientras ella
hacía poses de modelo.
—¿Qué tal por Madrid? ¡Tienes que ponerme al día de un montón de
cosas!
Pero fue mi prima Carol quien realmente lo hizo cuando se la encontró
de frente. Ambas se llevaban muy bien y andábamos las tres juntas. Nos
llamaban las tres Marías en mi familia.
—¿Te ha contado que se ha echado un novio? —le chivaba ella.
—¡Pero si no me ha dado tiempo! —protestaba yo.
—¿Sí? Pero eso es lo primero que se cuenta, prima. Soy toda oídos —
afirmaba Lara.
—Sí, hablan todos los días —seguía la otra—. Dile que te enseñe la
foto.
Yo meneaba la cabeza. No me apetecía hablar de Rafa en esos
términos. Y más, cuando parecía que aquella llama que nos había costado
soplar unos días antes, empezaba a consumirse sin mucho esfuerzo por
nuestra parte.
Esos días, amenizados por la presencia de Lara, me lo pasé bastante
bien y ya comenzaba a esbozarse otra rutina tras los últimos cambios. Pero
entonces ocurrió algo. Algo que no podía esperar. Parecía que mi vida
estaba llena de esos caprichos del destino que variaban su rumbo sin
compasión. Unos caprichos del destino donde siempre estaba implicado él.
Rafael Zurbano.
La noche del día diecisiete de agosto le estaba llamando a casa de sus
abuelos desde el bar para contarnos nuestro día. Yo le hablaba de mi prima
Lara y él, de sus amigos y amigas del pueblo.
—Me alegro de que te lo estés pasando bien —afirmaba—. Tan bien
que casi ni me echas de menos, ¿verdad?
—Pues por la forma en la que hablas de tus amigas, más o menos
como tú a mí.
—Si tú lo dices…
Y entonces, pasó. Una mano sobre mi hombro.
—Li, ¿te queda mucho? —me preguntó Ángel, no sé muy bien si
porque quería hacer una llamada o porque deseaba incordiarme en la mía,
aunque apuesto más por lo segundo.
—No, ya acabo —le respondí.
—Y ¿cuánto te queda? —insistía.
—Poco.
—Pero ¿poco cuánto es?
—Pfffff… Dos minutos, Ángel. ¿Puedo acabar? —me dirigí a él en
tono borde, y nada más pronunciar aquel nombre me arrepentí de haberlo
hecho.
—¿Ángel? —se oyó al otro lado del auricular—. ¿Ese no es tu ex?
—Sí —respondí mientras hacía un gesto al otro para que se alejara de
mí, intentando meterme aún más detrás de la puerta, mientras estiraba a
tope del cable del teléfono.
—¿Y te llama Li?
—Eh… Sí.
—¿No habrás…?
—No habré ¿qué?
—Vuelto con él.
—Pero, vamos a ver, Rafa, ¿de qué vas? —le espeté en tono de voz
bajo porque no quería que nadie me escuchara—. ¿Te crees que soy tan
imbécil de volver con alguien que me ha hecho daño? ¿Te crees que si fuera
así te seguiría llamando como si nada? Pero ¿qué tipo de persona piensas
que soy? —Respiré profundamente—. Esto no tiene sentido ninguno. No
eres mi pareja porque tienes mil dudas de lo que sientes, pero quieres
controlarme desde la distancia. Y, además, tengo que aguantar al otro detrás
todas las noches tirándome fichas, después de cómo se comportó conmigo,
como si no hubiese pasado nada. Mira, por mí os podéis ir los dos un
poquito a la mierda. Creo que merezco algo mejor.
Y colgué para darme media vuelta, acercarme a Ángel y entregarle el
teléfono de mala manera.
—Todo tuyo —le dije antes de dirigirme hacia la barra para pagar e
irme con mis amigos, necesitaba alejarme de ambos.
Aunque esa noche conseguí olvidarme un poco de aquel asunto,
después de darle las buenas noches a mi prima Lara, que dormía en el
dormitorio de invitados ubicado junto al mío, la resaca de la conversación
con Rafa cayó sobre mí como una losa. Estuve un rato asomada a la ventana
escuchando el rumor del agua del reguero, rememorando cómo le había
despedido. Saboreando esa sensación amarga que me dejaba nuestra
situación, el tenerle tan lejos, el no poder verle, pero, sobre todo, esas dudas
que manifestaba sobre sus sentimientos hacia mí.
—Se acabó, ya no puedo más —susurré como si él pudiera
escucharme.
Cerré la ventana, por donde entraba fresco, y me metí en la cama para
dar unas cuantas vueltas pensando en aquello antes de poder dormirme.
La mañana siguiente me despertó mi madre más pronto de lo que yo
solía hacerlo.
—Lidia, alguien quiere hablar contigo.
—¿Qué? —respondí somnolienta—. Pero ¿qué hora es?
—Las nueve y cuarto.
Cuando bajé las escaleras, vi a mi padre charlando amigablemente con
alguien que estaba al otro lado del teléfono. Alguien con el que reía.
Alguien al que estaba invitando a ir a las fiestas del pueblo, que eran el fin
de semana siguiente.
—Bueno, ahora mismo se pone. Un abrazo —se despidió mi
progenitor antes de pasarme el teléfono.
Lo cogí totalmente convencida de que iba a saludar a algún familiar de
esos que hacía tiempo que no veía. Qué ilusa.
—¿Sí? —le hablé al teléfono aún medio dormida mientras mis padres
me observaban atentamente.
—Hola, churri.
—¡¿Tú?! Pero ¿qué haces llamando a estas horas? —Me di media
vuelta para dar la espalda a mis padres, manifestando así mi deseo de hablar
con él en privado.
Ellos cogieron la indirecta y se metieron en la cocina para disimular
que no intentaban escucharme.
—Es que no quiero estar así contigo. He dormido fatal, ayer me
mandaste a la mierda —me decía Zurbano.
—¿Y dónde quieres que te mande? Estoy cansada de esto, Rafa.
Nuestra situación no tiene sentido, ¿no lo ves?
—Es que estar separados es muy complicado. Pero bueno, eso ya va a
ser por poco tiempo, sólo tres días, muñequita.
—¿Tres días?
—Sí, tu padre me ha invitado a ir a las fiestas, que son este fin de
semana, ¿no?
—Ah, sí, le estaba escuchando. Pero tú estás en la otra punta de
España con tu familia, así que no puedes venir… Porque no puedes venir,
¿verdad?
—No le iba a hacer un feo a tu padre, ¿no? Por cierto, es un señor muy
agradable, hemos estado hablando un poco.
—¡¡¡¿Qué?!!! Dime que es broma, Rafa, por favor.
—No lo es, es un señor muy agradable.
—Pffffffff… ¡Dame tu fuerza, Pegaso! —mascullé, luego me dirigí a
Zurbano—. Para de vacilarme, sabes que hablaba de venir a las fiestas.
—Tampoco es broma, churri. Así podremos vernos, te echo de menos.
Silencio. Y yo intentando convencerme a mí misma de que eso era un
sueño como aquel en el que Rafa sostenía una espada que echaba chispas
para romper la vidriera de la casa de Ángel.
—¿Lidia? —continuó diciendo al ver que yo no respondía.
—Mira, Zurbano, ahora tengo demasiado sueño como para hablar, si
no te importa, prefiero que lo hagamos luego, a la misma hora de siempre.
—Vale, pero, ¿sigues enfadada por lo de ayer?
Suspiré. Aquello no podía ser verdad.
—Lo que estoy es muy dormida. Por favor, ¿hablamos luego?
—Sí, luego te llamo. Pero no te enfades, soy tu león, ¿recuerdas? Tú
me lo pediste.
—Hasta luego, Rafa.
—Pero dime algo bonito, tía. Esta va a ser la llamada más cara de la
historia, que esto en vez de una cabina parece una máquina tragaperras. Al
menos un besito o algo.
Resoplé.
—Yo sé que me quieres, pero te haces la dura —continuó.
Silencio.
—Bueno, pues ya te lo digo yo, que se me acaban las monedas —
siguió—. Que puede que tenga mil dudas, pero tengo muy claro que te echo
de menos y que me muero de ganas por verte. Por lo que veo, eso lo tengo
más claro que tú. —Suspiró—. Hasta luego, muñequita.
—¿No me vas a mandar ningún beso? Me lo has pedido a mí, pero tú
no me mandas ninguno.
Le escuche una risa leve.
—¿Ves? No puedes vivir sin mis besos, eso es que me quieres.
Y colgué.
Subí a la planta de arriba, entré en mi cuarto y me metí entre las
sábanas para relajarme. Empezaba a dejarme atrapar por el sueño cuando
salté como un resorte.
—¡Será cabrón!
Me le imaginaba maquinando todo ese plan el día anterior por la
noche, justo después del momento en que Ángel apareció en escena. Sabía
que yo trasnochaba aquellos días y que no me levantaría hasta más tarde,
así que tenía que llamar cuando supiera a ciencia cierta que se lo iba a coger
alguno de mis padres, a primera hora de la mañana. Y después, sólo tenía
que sacar a paseo sus artes para camelarse a la gente, para demostrar lo
buen chico que era, lo educado, lo inteligente. Un novio ejemplar al que
invitar a venir a casa en unas fechas tan señaladas. Mi padre no le había
invitado, sino que había sido el propio Rafa quien se había autoinvitado y
sólo había hecho creer a mi padre que era él quien lo hacía. Así era la mente
retorcida y brillante de mi novio falso, que no había tenido bastante con
meterse en mi vida, sino que ahora también quería meterse en mi familia.
—Esto va a ser un desastre —vaticiné.
Lo peor fue que estaba deseando verle. Así de masoquista era.
50. Lo que te trajo de vuelta
Aquel día estaba más inquieta de lo normal y no era para menos. A eso
de las ocho de la tarde, llegaría Rafa, a quien iríamos a buscar mis padres y
yo a la estación de autobuses.
—Pero tiene que dormir donde los abuelos, no le vamos a traer aquí a
casa, a ver qué va a pensar la gente —decía mi madre.
—¿Y qué va a pensar la gente? —le preguntaba yo.
—Pues eso, que estéis durmiendo juntos y, sobre todo, revueltos. Que
luego todo el mundo habla.
—Madre mía, que parece que estemos en el siglo dieciséis y ya soy
una adulta. ¿Y te da igual lo que pueda hacer en Madrid? Porque allí nadie
sabe lo que hago, ni cómo duermo, ni con quién. Además, no íbamos a
dormir juntos, sino en habitaciones separadas.
—Una al lado de la otra. No tentemos al diablo.
Meneé la cabeza sin hacer más comentarios. Bastante tenía ya con los
nervios de su visita, como para entrar en discusión en ese momento sobre
dónde dormiría.
Por otro lado, el resto de mi familia no paraba de preguntarme cuándo
vendría mi novio y eso me alteraba aún más. Carol se reía cuando se enteró,
un rato después de que él me anunciara su visita por teléfono. Y lo
aprovechó para meterse con Lara, que tenía que volver ese mismo día a
Oviedo.
—Te lo vas a perder —la chinchaba.
—¡Qué cabrona! —protestaba Lara.
Yo negaba mientras una disfrutaba con el asunto y la otra se enfadaba
porque tenía que regresar a su trabajo, lo que implicaba no estar presente
durante aquel gran momento.
Y por fin, llegó. Allí, a las ocho y cuarto de aquella tarde, esperábamos
en la estación de buses a que entrara el autocar procedente de Madrid. Mis
padres, con curiosidad, yo, con nervios, con una intranquilidad que se
acentuó cuando vi aparecer aquel gran vehículo. El corazón se me iba a
salir del pecho, pero ¿cómo había llegado a aquella situación? Anduve de
un lado para otro hasta que el autobús se estacionó y varias personas
descendieron de él. Poco después, vi a Rafa con una bolsa de deporte en la
mano. Él me vio a mí. Portaba esa camisa blanca de rayas azules que
llevaba el día de la celebración de su cumpleaños y sus vaqueros más
nuevos. Un atuendo perfecto de novio formal para impresionar al padre más
exigente que se le pusiera por delante. Yo llevaba un vestido de gasa de
manga larga, uno que había en mi armario y que no había llevado a Madrid.
Uno de esos vaporosos que, aunque no tenía florecitas, estaba segura de que
le gustaría.
Y allí, a dos metros el uno del otro, no supimos cómo saludarnos. Sólo
tuvimos que acercarnos y el instinto hizo el resto. Él dejó la bolsa en el
suelo y se olvidó de que, seguramente, las dos personas que me
acompañaban eran mis padres, y yo me olvidé de que su presencia allí me
planteaba mil inquietudes. Nos dimos un abrazo, uno de esos en los que él
me cobijaba en su pecho y me besaba la cabeza. De esos en los que su
aroma me embriagaba. De esos en los que le escuchaba el corazón. De esos
en los que se nos olvidaba el mundo.
—Mi muñequita, cómo te he echado de menos —me susurró.
Y le acaricié la mejilla recién afeitada tan sólo unas horas antes, para
darle un beso en los labios, que fue más breve de lo que nos hubiera
gustado porque allí, enfrente, estaban mis progenitores observando
atentamente aquella escena.
—Bueno, estos son mis padres, José Luis y Manoli —presenté.
—Encantado de conocerlos y muchas gracias por invitarme y venir a
buscarme —expresó él en su versión encantapadres deluxe, a la vez que les
estrechaba la mano.
A continuación, nos dirigimos hacia el coche para regresar al pueblo.
Un viaje en el que yo permanecía muda mientras Rafa hablaba con ellos de
diversos temas con una soltura y una madurez que me impresionaron hasta
a mí. Íbamos en los asientos de atrás y él me acariciaba la mano sin perder
el hilo de aquella conversación.
—¿Qué tal llevas los estudios? —me preguntó, a sabiendas de que mis
padres le escuchaban.
—Bien.
—Si quieres, podemos dar un repaso estos días.
—A ver si aprueba porque, si no, va a perder la beca. Es que mira que
suspender dos… —se lamentaba mi padre—. Tú has sacado buenas notas,
¿verdad?
—Bueno, es que este año ha sido muy difícil. Yo he sacado buenas
notas, pero también he suspendido una, y en esa, su hija ha sacado casi un
nueve. Nos ayudamos mutuamente. —Me miró para guiñarme un ojo.
Yo le sonreí, ¿qué otra cosa podía hacer?
—No nos llames de usted, hombre, que no somos tan viejos —le pidió
mi padre.
—Era por respeto, no os molestéis, por favor —respondía él.
Pero ¿cómo podía dársele tan bien eso de meterse al resto en el
bolsillo?
La charla continuó sin que mi madre mencionara el tema de que
dormiría en casa de mis abuelos, hasta que llegamos a nuestro destino y
sacó su equipaje del maletero.
—No hay problema, donde sea más cómodo, no quiero molestar —
decía él.
Aún tuvo que pasar un rato, que se me hizo muy largo, hasta que
pudimos quedarnos solos. Un rato en el que nos acercamos a casa de mis
abuelos para que Rafa dejara sus cosas y saludara a la parte de mi familia
que estaba allí expectante por su visita. Un rato en el que, posteriormente,
volvimos a casa para que Rafa llamara a su familia para decir que había
llegado bien.
Cuando nos acercamos hasta la fuente a por agua, por fin, pudimos
estar sin compañía.
—Perdona, es que mis padres no quieren que te quedes en casa por el
qué dirán los demás. Es que flipo, tío —me excusaba.
—No te enfades, pequeña, me da igual dormir en un sitio o en otro.
—Ya, pero eres nuestro invitado y no es normal que… —Me di cuenta
de que Rafa no caminaba a mi lado, sino que se había parado unos metros
más atrás observando algo que le había entretenido por el camino.
—¡Una Harley! —exclamó embelesado mirando aquella moto—. ¡Qué
guapa! ¿De quién es?
—Es de mi primo, Lucas.
—¿De tu primo? ¿Y crees que me dejaría dar una vuelta?
—Huy, antes te presta a su novia, así que quítate esa idea de la cabeza.
—¿Ni siquiera de paquete?
—No lo creo, nunca lleva a nadie.
—¿Y vive aquí?
—Sí, en esta casa.
Permaneció unos segundos más deleitándose la vista con aquel
vehículo antes de continuar con el paseo.
—¿Y cuándo empiezan las fiestas? —me preguntaba.
—Pues esta noche ambientan el bar, así en plan discoteca, y ponen
música a eso de las doce. Y mañana y el domingo es cuando hay misa,
sacan a la virgen y al santo y hay orquesta y eso. Y acaban el lunes por la
noche, que vuelven a poner la discoteca.
—Ah.
Se paró en medio del camino, ya habíamos dejado atrás la zona de las
casas y las huertas, llegando al tramo que sólo estaba bordeado por árboles.
—No aguanto más —continuó diciendo.
Y antes de que me diera tiempo a preguntar nada sobre aquello, me
cogió por la cintura con un brazo y por el cuello con la mano del otro para
besarme muy intensamente.
—Rafa… —fue la única palabra que pude articular cuando separó sus
labios de los míos.
—Cuando un novio no ve a su novia durante diecinueve días es muy,
pero que muy imprescindible y la situación lo requiere, pero mucho. Estás
guapísima y morena, pero más rubia…
—Eso es porque después de comer me echo una siesta en la terraza,
como aquí no hace calor… Además, el sol aclara el pelo. Tú también estás
muy guapo y más moreno.
—Porque he estado en la playa. —Volvía a besarme, esta vez en el
cuello—. Y hueles tan bien, Yerbis. ¡Dios! Párame porque me tomo el
postre antes de la cena.
—¿Quieres que te dé un poquito de bromuro?
—Pero, tía… ¿Es que no puede uno ni emocionarse por ver a su churri
después de tanto tiempo?
—Me has pedido que te pare y es el cortafuegos.
—Ya veo, ya. Es el cortarrollos, más bien.
Continuamos caminando hacia la fuente.
—Además, que ni somos novios, ni yo soy tu churri y, si te soy
sincera, aún no entiendo muy bien lo que haces aquí —afirmé.
—¿Me vas a decir que no me echabas de menos? Porque el abrazo que
me has dado al verme indica lo contrario. Creía que teníamos algo especial,
pero tú no vas a estar contenta hasta que no le pongamos nombre.
Bajamos la última cuesta y estábamos ya frente al caño por donde
emanaba el agua limpia y fresca que procedía de la montaña.
—Y yo creía que estar de vacaciones y separados nos vendría bien
para aclararnos las ideas, pero tú has tenido que venir porque no confías en
mí. Ese es el único motivo. Si no hubieses escuchado el nombre de Ángel
por teléfono ahora no estarías aquí.
Zurbano me observaba fijamente con el semblante muy serio.
—Dabuti, tía. Yo sólo he venido a verte, a estar contigo porque te echo
de menos, pero si te vas a poner así, me vuelvo a Madrid esta misma noche.
—Hizo una pausa—. De verdad, es que a veces me cuesta entender cómo te
aguanto. ¿Cómo no voy a tener dudas de lo que siento por ti? Si es que eres
insoportable.
—¿Que yo soy insoportable? A lo mejor no lo sería si tú tuvieses las
cosas claras. Y, además, el insoportable eres tú, que vas manejando a todo el
mundo para salirte con la tuya, ahí haciendo la pelota a mis padres y a todo
el que se te ponga por delante para conseguir lo que quieres. Pero a mí no
puedes manejarme y eso es lo que te jode de verdad.
—¿Sabes lo que me jode de verdad? Que eres tú quien no tienes las
cosas claras y no paras de jugar conmigo. Eres una niña mimada.
—¿Yo, niña mimada? Y tú, un retorcido que siempre juega con la
gente y se piensa que los demás hacemos lo mismo. Pero yo no juego
contigo, paso de ti completamente.
—No puedes pasar de mí, aunque lo intentes, niñata.
—¿Quieres verlo, quinqui de pacotilla? Que por mucho que te pongas
camisitas elegantes, sigues siendo el mismo barriobajero flipado que se cree
el rey del mambo. Aunque la mona se vista de seda… —apunté hacia su
pecho con el extremo de la garrafa vacía que yo llevaba en la mano.
—Lo dices por propia experiencia, ¿no? Que vas de grunge, pero eres
una media pija, que no llegas ni a pija entera —él sujetó la garrafa y hacía
fuerza para llevarla hacia mí, sin soltarla.
—Y tú, medio hombre, que no llegas ni a hombre entero.
—¿Y lo dice la cucaracha esmirriada?
—¿Y lo dice el macarra venido a menos?
Mientras nos decíamos aquello, forcejeábamos con la garrafa
llevándola hacia el lado del otro.
—No puedes vivir sin mí, Yerbitas.
—Ya quisieras, Zurbanito.
Y, de repente, tiró de la garrafa hacia sí para apartarla de entre
nosotros. Con lo que caí hacia Rafa por la inercia, quedándose él con
aquella botella en una mano y agarrándome de la cintura con la otra.
—Demuéstramelo, dime que no me quieres —me pedía.
—No te quiero.
—No te creo. A ver cuánto aguantas sin besarme —acercó su rostro al
mío para dejar sus labios sólo a cinco centímetros de mi boca—. Tres,
dos…
No pudo decir el uno. Nuestros labios se atrajeron como un imán para
besarnos muy apasionadamente.
—Te odio, Rafa —le susurré cuando nos separamos para respirar.
—Yo tampoco te aguanto, Lidia.
Y continuamos besándonos aún con más intensidad, hasta acabar con
su espalda apoyada contra aquella puerta del cobertizo, donde estaban
grabadas las iniciales A y L, y mis manos, agarrándose a su torso como si
fuese un salvavidas en medio del mar. Él había soltado la botella y me
amarraba por la cintura con ambos brazos. Estuvimos así hasta que
escuchamos de fondo las voces de un grupo de personas que se
aproximaban a la fuente. En ese instante nos separamos.
Resopló.
—Voy a necesitar el bromuro —dijo a continuación.
Sonreí. Y procedimos a llenar la garrafa de agua tras rescatarla del
suelo.
—Hola, buenas tardes —saludamos a aquellos extraños antes de
volver a casa para cenar.
Aquella noche comenzaban las fiestas con la discoteca que montaban
en el club, pero Rafa era la atracción y los miembros de nuestra panda no
entramos al bar, sino que estuvimos reunidos en el parque, alrededor de él.
Y Zurbano estaba en su salsa rodeado de tanta gente bailándole el agua.
Hasta que notó la presencia de un nuevo integrante y vio que a mí me
cambiaba el gesto, entonces dedujo que era Ángel. Acertó de pleno.
Simplemente, me pasó el brazo por encima de los hombros, sin dejar de
seguir la charla que estábamos manteniendo, y se le quedó mirando a los
ojos mientras que el otro le devolvía la mirada. Un diálogo entre leones en
el que no había nada más que decir. Tras aquello, Rafa siguió con la
conversación en la que estábamos envueltos, como si nada, y Ángel, se dio
media vuelta para meterse dentro del bar.
Un poco más tarde, nos despedíamos en la puerta de mi casa. Mis
primos decidieron esperarle en el banco de la entrada de casa de mis
abuelos para dejarnos intimidad.
—Esa es la ventana de tu habitación, ¿no? —me preguntó señalándola.
—Sí.
—O sea que, si quiero subir a verte esta noche, sólo tengo que trepar
por este tubo, ¿verdad?
—No es tan fácil, hay que estar muy cachas para hacerlo, que está muy
alto.
—¿Qué pasa? ¿Que yo no estoy cachas? Bueno, no tanto como tu ex,
porque era ese que se asomó en el parque, ¿no? El de la camisa apretada.
—Sí.
—Pero a ti te gustan mis bolas, ¿no?
Meneé la cabeza.
—Buenas noches, Rafa.
—Buenas noches, muñequita. Deja la ventana abierta.
Sonreí y me giré para entrar a casa.
—¿Dónde vas? —continuó, agarrándome de la cintura—. ¿Y mi beso
de buenas noches? Que, si no, no voy a poder dormir, tía.
Y tras un gesto risueño, nos dimos un beso breve que él intentó alargar.
Lo consiguió.
—Dulces sueños, preciosa.
—Dulces sueños, doctor Zeta.
Me regaló otra sonrisa antes de darse media vuelta para marcharse
junto a mis primos.
51. Nuestra relación no avanza
Aquel mes comenzó con una semana de exámenes que fue extraña,
pero tranquila. Rafa y yo no nos vimos hasta el jueves día tres, momento en
que yo había terminado el último. Los días previos sólo nos hablábamos por
teléfono por la noche para preguntarnos mutuamente qué tal lo llevábamos
o qué tal nos había salido si se trataba del día de la prueba. No queríamos
que se repitiera aquella maraña de emociones descontroladas que en junio
nos hizo fracasar estrepitosamente en parte de nuestros estudios. Y yo
tampoco quería importunarle mucho, ya que me sentía culpable de su
suspenso no merecido. Así que andábamos con pies de plomo cada vez que
interactuábamos entre nosotros. Y parece que aquello funcionó porque las
sensaciones obtenidas tras haber realizado nuestros exámenes fueron
buenas. Nos lo pudimos contar de primera mano aquel jueves, el día de mi
última prueba, en el que yo salía del aula acompañada de Vázquez, quien
también había suspendido esa asignatura en junio. Cuando vio que Rafa me
esperaba, noté como se tensaba y aunque su trato conmigo era simplemente
cordial, fue aún más distante cuando se lo encontró delante.
—¿Qué tal, churri? —me preguntó, hacía muchos días que no me lo
llamaba, la última vez había sido en el pueblo. Supongo que lo hizo para
seguir en su papel de novio, del que también formaba parte el beso que me
dio en los labios—. ¿Qué pasa, Danny Boy, tío? ¿Qué tal? —Y a él le dio
un abrazo.
—Bien —le dije yo con una sonrisa.
—Defendido —afirmó Dani—, a ver qué tal corrigen.
—Seguro que bien, ya verás —animaba Zurbano.
Tras aquella breve conversación, Vázquez se despidió y nos dejó a
Rafa y a mí el uno enfrente del otro.
—Bueno, muñequita, pues esto ya está, ahora nos toca retomar lo
nuestro —me habló una vez que Dani se había alejado de nosotros.
—¿La libreta?
—Efectiviwonder, Yerbis. ¿Nos vamos?
—Vamos —confirmé mientras él me agarraba de la mano para salir del
vestíbulo de la facultad.
Aquel día hacía bastante calor, así que yo me había puesto un vestido
vaporoso de esos que le gustaban a él, mientras que él iba con una camiseta
blanca de manga corta y unos vaqueros desgastados de color azul claro.
—He estado buscando en la biblioteca mientras hacías el examen y no
he encontrado nada que haga mención a la imaginaria. He pensado que
podemos ir a la facultad de medicina, a ver qué vemos, que allí tienen
revistas con artículos de investigaciones. O también podríamos ir a la
Fundación Jiménez Díaz, que hay una biblioteca, y quizás podríamos
encontrar algún tipo de documentación de estudios —afirmaba.
—Vale, pero puede que no nos haga falta. Como has visto, en las
anteriores plantas lo importante no era la información, sino los detalles
escondidos en ella.
—Tienes razón, pero cualquier dato que podamos encontrar podría ser
interesante y aportar pistas, ¿no?
—Sí, pero creo que primero estaría bien hacer una lista con las cosas
que ya sabemos o que sospechamos, como que la relación con las demás
plantas es importante, y que empecemos por ahí. Puede, también, que la
pista de esta planta esté escondida en las demás, como dijimos un día en el
pueblo.
—Podría ser. ¿Qué hacemos? ¿Dónde vamos? Aún es pronto para
comer —evidenció.
—¿Quieres que nos demos un paseo por la zona donde estaba la
estación de Chamberí? Igual, después de todo este tiempo sin volver, hoy
estamos más inspirados.
—Vale.
Nos metimos en el metro para llegar hasta aquella zona, charlando de
manera bastante templada, como si fuéramos sólo amigos. Haciendo lo
justo para aparentar ser una pareja, como al principio de la firma de nuestro
pacto. Yo notaba a Rafa diferente desde que se despidió de mí en el pueblo,
ya no me gastaba bromas picantes, ni charlaba conmigo en el tono
distendido en que solía hacerlo, pero yo no me atrevía a preguntarle.
Tampoco volvimos a hablar de aquella noche en el pueblo en la que
jugamos a querernos. Pensaba que todo aquello se revertiría cuando
terminásemos los exámenes, pero allí estábamos, una vez transcurrido
aquello sin que su actitud hacia mí variase.
Ambos nos hallábamos con la cabeza pegada al cristal de la puerta del
vagón y con las manos a los lados de la cara para ver la estación
abandonada de Chamberí durante el trayecto que iba desde la estación de
Iglesia hasta la de Bilbao.
—Madre mía, ¿cómo pueden tener esto así de descuidado? Es que da
una pena… Con lo que mola, ya podrían arreglarla —opiné al verla.
Rafa no contestaba, sólo la seguía mirando.
—¿Tú crees que la pista estará ahí? —me cuestionó al fin.
—Pues, hombre, no lo parece. Como ya dijimos un día, esto es muy
inaccesible.
Nos bajamos en la estación de Bilbao y salimos al exterior para
recorrer la zona hasta llegar al lugar donde antiguamente se encontraba la
entrada a la estación de Chamberí. Sacamos la copia de la libreta, junto con
el cuaderno, para mirar el plano y el texto sin mucho éxito.
—Yo sigo sin ver nada —confirmaba él.
—¿Quieres que hagamos saltar las chispas? —le propuse.
Se quedó callado, mirándome fijamente.
—Mejor que no, ¿no? Al menos, no todavía —concluyó al fin.
Definitivamente algo le pasaba porque de otra manera no se podía
explicar su comportamiento. Siempre era él quien planteaba aquello.
—Rafa, ¿qué te pasa? —le pregunté directamente, ya no podía
soportar más aquella duda—. Siempre eres tú el que se empeña en que las
hagamos saltar y ahora…
—Sí, pero mira como acabamos la última vez que lo hicimos en el
Retiro. No quiero eso.
—Pero lo averiguamos, ¿no? —insistí.
—Sí, pero ese día terminamos cada uno por un lado y esta es la última
planta.
—¿Qué quieres decir?
—Que como cada vez vamos más allá, si esto se nos va de las manos,
puede que acabemos mal y no quiero.
—Pero, Rafa, era yo la que siempre decía eso cuando tú lo proponías,
y ahora que soy yo quien lo plantea…
—Tenías razón, tía. Creo que ya hemos llegado demasiado lejos tú y
yo, ¿no? Hemos tensado mucho el cable y si lo hacemos más, se romperá.
Silencio. Y allí me expuso lo que pensaba, que no quería llegar más
allá conmigo.
—Vale. Pues entonces yo no veo nada más aquí. ¿Se te ocurre algún
sitio más donde mirar? —le cuestioné tratando de disimular el malestar que
me ocasionaron sus palabras.
—La verdad es que no. Si quieres vamos a comer y esta tarde
intentamos mirar el texto.
Y volvió a agarrarme de la mano mientras yo intentaba averiguar qué
es lo que me había perdido para intentar explicar el por qué de aquel
cambio en su comportamiento.
La cosa no mejoró mucho en la comida, que hicimos en el mismo
burger de Moncloa donde firmamos nuestro pacto. Las conversaciones que
mantuvimos seguían tornando alrededor de aquel misterio que nos traíamos
entre manos, sin mucha pasión ni emoción, ni siquiera había bromas, no
parecía Rafa.
—¿Quieres que vayamos al parque a revisar los textos? —me propuso
cuando terminamos de comer.
—¿No prefieres que vayamos a mi casa?
—Pero hace bueno, ¿no, Yerbis? Mejor que nos dé el aire.
—Vale —le respondí un tanto contrariada.
Él intentaba evitar cualquier lugar en el que pudiéramos mantener
intimidad y ya ni siquiera me cogía de la mano. Nos sentamos en una de las
mesas merendero del parque del Oeste, uno junto al otro, mientras
poníamos los documentos que estábamos revisando delante. Yo apoyé la
cabeza en su hombro, pero no hubo ninguna respuesta por su parte. Ni me
olió el pelo, ni me pasó el brazo por encima para protegerme con él. No
hizo nada más que seguir mirando hacia delante. Y poco después, me
separé de su lado para mirarle fijamente.
—¿Qué pasa, Zuñi? —me preguntó extrañado. ¿Acaso estaba actuando
de esa manera para desesperarme? ¿O ya no sentía nada de aquello que era
tan especial por mí?
—No, nada, nada.
Continuamos leyendo el texto de la séptima planta y después el de las
anteriores, intentando encontrar alguna relación, alguna mención, alguna
diferencia, alguna pista, sin obtener ningún logro. Un rato después,
estábamos desesperados.
—Me rindo, aquí no hay nada —manifesté.
—No te rindas tan pronto, tía, vamos a seguir mirando. Igual hoy
estamos cansados, tú has tenido el examen, si quieres nos vamos y
seguimos otro día.
—Vale —le respondí con la sensación de estar hablando con un
extraño.
Una vez en mi portal se despidió de mí.
—Bueno, Yerbis, pues ya hablamos para quedar y seguir con esto,
¿no?
Y se acercó para darme dos besos. ¿En serio? ¿Dos besos a esas alturas
de la película?
—Rafa, ¿se puede saber qué te pasa? ¿O no me lo vas a contar? —le
ataqué.
—¿A mí? ¿Por qué dices eso, muñequita?
Silencio. Y yo le miraba muy fijamente. Muy seria.
—Hay otra, ¿verdad? —traté de averiguar—. Hay otra, pero no te
atreves a decírmelo.
—¿En serio, Yerbis? ¿En serio me estás preguntando eso? —Meneó la
cabeza y respiró profundamente—. Yo es que flipo, tía. Hasta mañana.
Pero la que flipó fui yo cuando vi que se daba media vuelta para irse y
me dejaba allí sin ninguna explicación ni despedida decente. Aquel día no
fue el único.
El mes de septiembre pasaba y nuestra investigación seguía por los
mismos derroteros, sin averiguar nada nuevo y con un Rafa frío, aunque
cordial, que siempre me acompañaba a casa, pero que ya no me besaba ni
abrazaba como antes, que ya no dormía conmigo. Pero era mejor que no le
preguntara sobre el tema porque cuando lo hacía, me respondía con
evasivas o directamente se iba, y yo cada vez me sentía más incómoda con
aquella situación.
Como no avanzábamos con nuestras pesquisas, Zurbano propuso
retomar aquella idea de ir a buscar información a la facultad de medicina y
ese era el plan que teníamos para la jornada posterior. Pero yo ya no
aguantaba más y aquella noche decidí que iba a dejar de investigar en la
libreta, que iba a dejar de investigar con él, incluso estaba dispuesta a
cambiarme de turno en la facultad, aún estaba a tiempo. Las clases
comenzarían en octubre y aunque, por suerte, aprobamos todos nuestros
exámenes y ya habíamos hecho la matrícula para el curso siguiente, aún se
podrían realizar cambios y siempre quedaban plazas libres en el turno de
tarde.
Se acabó aquella situación, aquel sufrimiento, aquel malestar. Se acabó
Rafa en mi vida. Se lo diría al día siguiente en nuestro encuentro.
57. Hoy es un día especial
Desde el veinticinco de septiembre, todo volvió a ser igual que los días
previos al veinticuatro, Rafa se mostraba distante conmigo, aunque amable.
A veces pensaba que podía haber otra mujer, tal y como ya le había
preguntado en alguna ocasión, pero se pasaba la mayor parte del tiempo a
mi lado, así que aquella teoría no parecía tener mucha solidez. Sin embargo,
cuando empezamos las clases en octubre, tuvimos que seguir simulando
delante del resto que éramos una pareja, por lo que reconozco que
aprovechaba esos momentos para robarle o alargar algún beso y buscaba la
más mínima oportunidad de cobijarme entre sus brazos. Era como si
hubiéramos intercambiado nuestros papeles. Supongo que por ese motivo,
aparté aquella idea de abandonar la investigación junto a él. Prefería tenerle
de esa forma, como si yo fuera un perro hambriento que aprovechaba
cualquier pequeño currusco de pan que le daba su dueño como excusa para
mantenerse a su lado, con la esperanza de recibir algún día un trozo de
filete.
Y, al final, ese filete llegó. Y no sólo un trozo de él, sino un completo,
tierno y suculento solomillo que únicamente podía disfrutar ese día del mes.
—Hola, princesa —me saludó aquella tarde en la puerta del
intercambiador de Moncloa.
—Hola, Rafa.
Me acerqué dudosa a darle dos besos, pero cuando estaba a punto de
tocar mi mejilla con la suya, él me acarició la barbilla y acercó sus labios a
los míos para besarme dulce, pero intensamente. Entonces me di cuenta de
que era veinticuatro.
—Nuestro aniversario, ¿no? —continué preguntándole.
—¿No era mesiversario, Yerbis?
—No me seas exquisito a estas alturas —le respondí de la misma
forma que él había hecho el mes anterior.
Volvió a acercarse a mí para besarme, para rodearme con sus brazos.
—¿Quieres ir al cine? —me susurró.
Yo le sonreí.
—Claro.
Y, sin decir nada más, nos acercamos hasta los Cines Princesa
caminando, agarrados de la mano, prácticamente sin hablar. Sin mencionar
nada relacionado con nuestras investigaciones. Sin poner de manifiesto que
nos veíamos cada tarde para volver a repasar cada texto de la libreta, para
regresar por enésima vez al lugar del séptimo plano, o para seguir
investigando en algún libro o documento cualquier información relativa a la
imaginaria, sin obtener ningún éxito. Sólo teníamos lo que encontramos en
el artículo de aquella revista científica de la Facultad de Medicina donde
decía que todo era una invención… O sea, nada.
Sin embargo, desde el día en que estuvimos perdidos por aquellos
recónditos pasillos, y sin saber explicar por qué, yo me sentía intranquila y
con la sensación de tener a alguien pisándome los talones. Esa misma
mañana, cambié la ruta de camino al supermercado porque me pareció que
un chico vestido con una sudadera negra con capucha venía detrás de mí.
Aceleré la marcha y me metí en una tienda de ropa para quedarme en su
interior al lado de la entrada, comprobando aliviada cómo él pasaba de
largo. Quizás estaba empezando a emparanoiarme con ese tema, y por ese
motivo, no quise comentarle nada a Zurbano y preferí optar por disfrutar de
aquella sesión de cine.
Ni siquiera recuerdo qué película vimos, sólo que necesitaba
aprovechar cada minuto que estaría deleitándome con las manifestaciones
de cariño de Rafa porque al día siguiente todo se desvanecería de nuevo
hasta el próximo mes. Creo que a él le pasaba lo mismo. Comenzamos la
proyección abrazados hasta que una frase lo cambió todo.
—Te echo de menos, morenito —le susurré.
Y sin responderme a aquello, comenzó a besarme como si yo fuese su
única fuente de oxígeno para respirar, a lo que le correspondí hasta que
perdimos la noción del tiempo. Nos percatamos de que había terminado la
película cuando encendieron las luces de la sala, y fue entonces cuando
separamos nuestras bocas.
—No me he enterado de nada de la peli —afirmé mientras salíamos de
la sala con los labios enrojecidos.
—Pero te has enterado de mí, ¿no?
—Sí, pero creo que este ha sido el beso más largo y caro de la historia.
—Puede. ¿Quieres que entremos a la siguiente sesión a repetirlo?
Le sonreí.
—No hace falta, ¿no? —Me acerqué para volver a besarle.
Después, fuimos a cenar a un restaurante de comida rápida de la Plaza
de los Cubos y, tras aquello, me acompañó hasta mi portal, donde nos
mirábamos frente a frente.
—¿Esto va a ser así siempre? —le pregunté.
—¿El qué?
—Lo de que me trates como a tu novia un día al mes y el resto como a
una simple amiga.
—No lo sé.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Hasta cuándo va a ser esto. Depende.
—¿Y de qué depende?
—De según como se mire, todo depende —me cantaba al son de la
nueva canción de Jarabe de Palo.
—Ya, muy gracioso.
—No lo pretendo, Yerbis. Es que no lo sé. Tampoco sé cuándo vamos
a terminar de resolver la séptima planta.
—Pues no es que avancemos mucho, que digamos, y en la biblioteca
de la Fundación Jiménez Díaz tampoco hemos encontrado nada, así que…
—Sí, así que habrá que tirar con lo que tenemos.
—O hacer saltar las chispas —volví a proponer.
—Vamos a darle un poco más de tiempo, si no, lo intentaremos por esa
vía.
—No sé lo que aguantaré así, Rafa, estoy cansada de esto.
—Hoy no, Zuñi, por favor.
—Ya, mejor mañana que estaremos como siempre, ¿no? —Miré hacia
el suelo.
Él me cogió por la cintura.
—¿Quieres dormir conmigo? —indagó.
—¿Otra vez? ¿Para que mañana por la mañana te despidas de mí con
besos y palabras bonitas y que luego por la tarde me saludes como si fuera
una simple conocida? No te entiendo, Rafa. Antes de irme al pueblo
estábamos intentando conocernos y ahora…
—Pero allí pasaron muchas cosas. Casi rompemos el pacto, ¿o no te
acuerdas?
—Te importa más el pacto y este misterio que yo, está claro. Además,
¿qué impide que lo rompamos hoy? Si no quieres tensar el cable, como
dices, me parece bien, pero no comprendo que lo hagas una vez al mes.
¿Para qué nos sirve eso? Te quejabas de que yo estaba jugando contigo,
pero eres tú el que lo hace conmigo. ¿Qué pretendes, Zurbano?
Silencio.
—No volverme loco.
—¿Perdona? ¿Otra vez ese tío? —Sujeté a Rafa del brazo mientras
miraba al frente por encima de su hombro para descubrir una figura con una
sudadera negra con capucha que desapareció de mi campo de visión en
segundos.
—¿Qué?
Respiré profundamente.
—Rafa, es que creo que me siguen. Yo no sé si es que estoy paranoica
o qué, pero acabo de ver a un tío que juraría que también iba detrás de mí
esta mañana.
—¿Dónde? —Se giró para mirar a sus espaldas.
—Se ha metido por esa calle. —Meneé la cabeza—. Igual es esta
situación, que me está empezando a desesperar, pero desde que estuvimos
en la Facultad de Medicina, no estoy tranquila y empiezo a tener miedo. La
que empieza a volverse loca soy yo.
—Vamos. —Me dirigió hacia el interior del portal para subir a mi piso.
No dijimos ni palabra hasta que estuvimos dentro de mi casa, donde no
estaba ninguna de mis compañeras. Habrían salido, como acostumbraban
cada noche de viernes y sábado.
—¿Quieres algo? —le ofrecí.
—No, gracias.
Nos metimos en mi habitación, yo me senté sobre la cama.
—Tranquila, Yerbis, seguro que no es nada. A lo mejor es algún chico
al que le gustas y por eso te sigue.
—Huy, pues ya sabiendo que puede ser un pirado al que, encima, le
gusto, me quedo mucho más tranquila, muchas gracias.
—Joe, que no quería decir eso. Sólo, que no tengas miedo, que yo
estoy aquí, Lidia, ¿vale?
—Perdona, pero esto empieza a sobrepasarme. Además, este curso es
muy complicado y, en breve, empezaremos también con las prácticas. Todo
me agobia. Nuestra situación me agobia. Quiero acabar con este tema de la
libreta, Rafa.
Respiró profundamente.
—Ya nos queda menos, creo que ya estamos cerca. Aguanta un poco
más, por favor —me pedía.
—¿Hasta cuándo? Estamos muy perdidos y tú no ayudas mucho
últimamente, que digamos.
—Vale, vamos a darle un mes, Yerbis, sólo un mes más. Si no
encontramos nada, haremos saltar las chispas, te lo prometo.
—¿Y hasta entonces?
—Seguiremos como hasta ahora.
—O sea, fingiendo en la universidad y como si fuéramos simples
conocidos fuera, excepto hoy, ¿no?
Silencio.
—¿Quieres que me vaya? —me preguntó.
—No. Quiero que me abraces. A lo mejor soy un poco paranoica, pero
tengo miedo. Y sí, quiero dormir contigo esta noche, pero si mañana vamos
a estar como hemos estado estos dos últimos meses prefiero no verte ya
hasta el lunes.
Me abrazó y me besó la frente.
—No temas, muñequita, yo estoy contigo. Siempre estoy contigo,
aunque a veces no te lo parezca.
—Hoy necesito que lo parezca.
—Lo sé. Yo también —dijo antes de besarme en los labios.
Aquella noche también dormí con Zurbano, yo por dentro y él por
fuera de la sábana porque no se había traído el pijama.
—Métete conmigo —le pedí.
—No me pidas eso. Sabes que no puedo, pequeña.
Pero para tratar de contrarrestar la frustración que eso me producía, me
abrazaba muy fuerte contra su pecho mientras me besaba la cabeza y me
olía el pelo.
—Ya queda poco para que esto acabe. Ya queda poco —continuaba
diciéndome.
59. Con el siete, el temporal
Había pasado aquel mes que Rafa me había pedido como margen para
encontrar alguna pista sobre la última planta, pero no habíamos triunfado
con nuestras averiguaciones. Las asignaturas de nuestra carrera cada vez
eran más demandantes y el haber comenzado a realizar las prácticas
tampoco ayudaba mucho, con lo que el tiempo libre que nos quedaba para
trabajar en este misterio tornaba a ser escaso y la relación que manteníamos
Rafa y yo no me satisfacía. Yo quería más de él y Zurbano seguía en su
actitud distante, actuando como un amigo, un compañero, más allá de los
momentos en que fingía delante de nuestros colegas. Pero había llegado el
día veinticuatro y yo tenía sentimientos encontrados. Por un lado, sabía que
aquel día se acercaría a mí como había hecho ese mismo día en los dos
meses anteriores, y yo lo estaba deseando, pero, por otro, sabía que eso
sería un autoengaño, un pequeño consuelo para volver a nuestra situación
distante al día siguiente.
Sin embargo, como esa fecha suponía el fin de nuestro plazo, eso
parecía el caldo de cultivo perfecto para hacer saltar las chispas y terminar
con todo de una vez. Como cada mañana, nos encontramos al final del
andén para ir a clase a las nueve y diez.
—Buenos días, churri —me saludó nada más verme con un beso en los
labios de aquellos limitados por pacto, que ya sólo me daba los días
veinticuatro.
—Buenos días, Rafa.
—Hoy hacemos siete meses —me recordó con una sonrisa—. Y el
siete es nuestro número.
Aquello parecía una señal. Sin duda, el siete era nuestro número. El
setenta y siete nuestro año de nacimiento, nuestro misterio constaba de siete
plantas, siete planos y siete dígitos. En ese momento, nos encontrábamos
resolviendo la séptima planta, y el hecho de que ese día se hicieran siete
meses desde que se inició todo parecía darle sentido a lo que iba a decirle a
continuación.
—Hoy es el plazo, Rafa, quiero las chispas sin que pase un día más. Y
si eso no funciona, aquí habrá acabado todo.
Él borró la sonrisa de su rostro y se separó de mí en silencio, como
procesando lo que le acababa de decir y lo que él me contestaría.
—Sí, es hoy. Pero mejor si lo hacemos esta tarde después de las
prácticas, ¿no?
Me quedé un instante meditando aquello, tenía razón, no estábamos
como para desconcentrarnos de nuestras asignaturas.
—Sí, pero no saldremos hasta las siete, y ya será de noche.
Otra vez el siete, otra señal.
—¿Y qué? Buscamos una pista, ¿qué más da que sea de noche?
—Vale, cuando salgamos de las prácticas, entonces.
Aquel día fue demasiado largo, y aunque Rafa estaba más cariñoso de
lo habitual utilizando como excusa nuestro mesiversario, yo preferí no
entregarme demasiado a él. Además, le tenía como compañero de prácticas,
con lo que no podía dejar de pensar en lo que pasaría al día siguiente si todo
lo que nos unía se terminaba. Una losa demasiado pesada que no sabía
cómo portar sobre mis hombros. Traté de acercarme a mi amiga Silvia
durante aquella jornada para aligerar un poco la presión que esa situación
me producía, pero eso sólo me alivió muy someramente.
Y llegaron las siete de la tarde, más concretamente, las siete menos
diez, hora en la que recogíamos nuestras cosas y nos despedíamos de
nuestros compañeros. Yo me vestía con mi abrigo negro y Rafa con una
cazadora de plumas del mismo tono, justo antes de salir por la puerta del
departamento de Farmacología, cogidos de la mano y con las mochilas a la
espalda, sin hablar.
—¿Dónde quieres ir? —indagó una vez que hubimos bajado las
escaleras de entrada a la facultad.
—Quiero caminar.
Sin decir nada más, continuamos nuestro paso para dirigirnos hacia
Moncloa. Estábamos a unos diez grados de temperatura. Cuando llegamos
al final de la Avenida Complutense y giramos hacia la izquierda para
proseguir con nuestra senda, exploté soltándole la mano de mala manera.
—¿Podrías parar? ¡Ya no lo soporto más! —le espeté.
—¿El qué?
—Esta tontería del aniversario, de la manita, de que te hagas pasar por
mi novio… ¡Se acabó, Rafa!
—No te entiendo, tía.
—No me ayudas, ¿podrías entrar al trapo?
Pero él, en vez de enfrentarse a mí para hacer que saltaran las chispas,
me agarró de la cintura para besarme. Yo le aparté.
—¿Qué? ¿Se puede saber qué haces? —protesté.
—No quiero hacer esto.
—¡Me lo habías prometido! No te puedes echar atrás ahora. ¿Qué coño
te pasa, Rafa? Estoy harta de ti. Ni siquiera te reconozco. ¿Dónde está el
Rafa del que me enamoré?
—¿Qué? —Me miró muy sorprendido hasta que se le dibujó una
sonrisa en los labios—. ¿Te has enamorado de mí, Yerbis?
—¿Qué? —Mi subconsciente acababa de descubrir mis cartas y no
sabía cómo salir de aquello—. ¡No! ¡No! No quería decir… ¡Déjame! —Me
di media vuelta para huir de él.
—Sí, sí lo querías decir. —Me perseguía—. Al final has tenido que
tomar de tu misma medicina, pero ha funcionado.
—¿Cómo? —Me giré para verle.
—Sí, quererte no funcionaba, así que había que pasar de ti, pero
queriéndote sólo un día al mes para que te volvieras loca. Y mira que eres
dura, ¿eh?, que has tardado tres meses, pero al final has caído. ¿Creías que
eras la única que podía jugar a este juego? Tú lo empezaste pasando de mí
cuando te venía bien y después poniéndome contra la pared para comerme
la boca cada vez que te apetecía. Querías llevar la batuta, pero al final te he
desarmado —lo decía jactándose de ello con una sonrisa en el rostro.
Aquello me cayó como si fuera un cubo de agua con hielo. Me dejó
más que fría, congelada. Tanto, que había apagado las chispas y cualquier
posibilidad de que volvieran a prenderse. Le contemplaba completamente
en shock sin poder reaccionar con ninguna emoción ante sus palabas, como
si mi corazón se hubiera cortocircuitado.
—¿Has llegado tan lejos sólo para quedar por encima, Rafa? ¿Has
fingido quererme, te has metido en mi familia, en mi casa, en mi cama y
después me has tenido jugando tres meses a deshojar la margarita sólo para
esto? Pues enhorabuena, eres un actor extraordinario, puedes dejar la
carrera y dedicarte a ello porque lo vas a petar. Si has engañado hasta a mi
abuela, que es la mujer más sabia que conozco. A mí no es difícil
engañarme, ya ves, también lo hizo mi exnovio, pero, al menos, en su caso
fue porque se dejó llevar por la situación. Lo tuyo es mucho peor, tú lo has
maquinado. Contigo siempre he tenido dudas, pero si en algún momento he
creído experimentar un sentimiento parecido al amor por alguna de esas
versiones de ti que has creado, ten por seguro que acaba de desaparecer en
este instante. Hablabas de no querer tensar tanto el cable y al final lo has
destrozado, quedándote con los dos trozos, uno en cada mano.
—¿Me odias, Lidia? —me preguntó, ya había borrado la sonrisa de su
cara.
—Huy, no, ese sentimiento es demasiado intenso, no te lo mereces. Lo
que siento por ti es desprecio. Me alegro de no haber llegado a más contigo,
de no haber incumplido el pacto porque ahora me sentiría mucho peor.
Claro que, pensándolo bien, a ti no te habrá costado mucho evitarlo si
alguna vez lo he intentado porque no soy tu tipo, ¿verdad? Sólo una
pringada a la que engañar para que te ayude con un misterio que no podrías
resolver tú solo y, ya de paso, pues a divertirte un rato, ¿no? A ver lo que
tardaba la Yerbis en caer en tus redes.
—¿Me estás diciendo esto para que salten las chispas?
—¿Acaso te lo parece? ¿He perdido los papeles? ¿Te he insultado?
—No…
—Te estoy diciendo esto porque es el fin. A partir de ahora, tú por tu
lado y yo por el mío y, por favor, ya que tenemos que aguantarnos en
prácticas, intenta hacerlo lo más llevadero posible.
—Pero, Lidia, las cosas no son así y, además, tú también has jugado
conmigo y yo tampoco soy tu tipo, ¿no?
—Ni lo vas a ser por mucho que arrincones contra una valla o una
pared a los que sí lo son —afirmé antes de darme media vuelta para irme.
—¡Lidia! ¡Espera! No te puedes ir, soy tu león.
Respiré profundamente y negué con la cabeza.
—Estás de coña, ¿no? No te olvides de que yo también soy una leona y
soy capaz de defenderme sola. Estoy acostumbrada. Adiós, Rafa. No
intentes detenerme o tomaré medidas, te lo advierto.
Me fui de allí caminando lo más rápido posible sin querer escuchar lo
que él me iba diciendo en su intento de convencerme para que me quedara.
Aquel día también llegué a mi portal con la sensación de que alguien me
seguía, pero aquella vez estaba segura de que era él.
Cuando entré en mi habitación, me dejé caer sobre la cama intentando
digerir todo aquello. Ni siquiera podía llorar. Sentía una gran tristeza por
dentro, pero a la vez me sentía vacía. Hacía mucho tiempo que estaba en
aquella situación de desasosiego a la que quería poner término, y ya, por
fin, podría hacerlo. Me quité su colgante del cuello y la foto del fotomatón
del corcho para guardarlos en una pequeña caja al fondo de un cajón. Volvía
a estar sola. Otra vez.
60. Se cayó el alma a mis pies
El día después de poner fin a mi relación con Rafa no fue fácil. Por la
mañana, decidí ir hasta la facultad caminando para no encontrármelo en el
metro y, cuando llegué, estaba esperándome en la entrada de la facultad.
—Lidia, por favor, tenemos que hablar —me abordó impidiéndome el
paso.
—No tengo nada que hablar contigo, ¿podrías apartarte, por favor? —
le pedí mirando al suelo cruzada de brazos.
—Por favor, muñequita.
—¡Que no vuelvas a llamarme así! —Le miré a los ojos y le di un
empujón en el hombro para que se quitara del medio.
Entré en el edificio y subí deprisa las escaleras hasta llegar al aula
donde teníamos la primera clase, a la que accedí para aproximarme a Silvia
y sentarme a su lado. Rafa me seguía para ubicarse en la fila de detrás. Ella
le saludó, pero él no le respondió, sólo me observaba, y yo me volví hacia
delante para apartarle la vista, muy seria. Mi amiga me miraba con un gesto
entre la duda y la preocupación.
—¿Qué ha pasado? ¿Os habéis enfadado? —indagaba intentando ser
discreta en su tono de voz.
—Por favor, ahora no quiero hablar de eso —le dije.
—Vale, vale.
Ni siquiera le contesté. Sólo volví a hablar cuando llegaron Juanan y
Vázquez, quienes observaban extrañados aquella situación. Cuando me giré
para saludarlos, ya me había quitado el abrigo y Rafa vio que no llevaba su
colgante. Me di cuenta porque no pude evitar mirarle en un descuido y me
percaté de que a él se le apagó aún más el gesto cuando vio mi cuello sin
ningún adorno.
Esa mañana fue más o menos llevadera, pero durante la tarde, tuve que
compartir prácticas con él, y hacerlo sin mirarle directamente a los ojos y
comunicándonos sólo con frases cortas se me hizo muy cuesta arriba. Pero
todo pasa y aquel día también lo hizo, como lo hicieron los siguientes.
Según iban sucediéndose las jornadas, la sensación de que alguien me
perseguía se iba diluyendo, quizás porque había estado causada por mi
imaginación influida por la desazón que me producía la situación con Rafa.
Quizás porque estaba muy cansada y las clases y las prácticas no nos
dejaban tiempo para mucho más que estudiar como para fijarme en otra
cosa.
La no relación con Rafa se iba normalizando también, parecía que
intentábamos buscar nuestro equilibrio intentando tolerar la presencia y
compañía del otro, como compañeros que éramos por nuestros apellidos.
Aun habiendo roto, estábamos condenados a estar juntos por orden de lista.
Lo peor fue cuando en las prácticas teníamos que mirar por el microscopio
porque a veces sentía que se pegaba mucho a mí, juntaba su cara con la mía
o nos rozábamos las manos cuando teníamos que manipular las muestras.
Alguna se nos cayó al suelo. Por suerte, Silvia, que estaba situada cerca, se
pasaba para hablarnos intentando disipar así un poco la tensión entre los
dos.
—Pero, tía, ¿no me vas a contar lo que os ha pasado? —me preguntaba
ella un día cuando salíamos de prácticas.
—No quiero hablar de ello, ya te lo he dicho.
—¿Te ha puesto los cuernos?
—No.
—¿Entonces? No creo que haya nada peor que eso.
Y yo la miraba incrédula porque, aunque durante mucho tiempo me
había parecido mentira, resultaba que sí lo había.
Es curioso que durante aquellos días no pararan de poner en la radio la
canción de Y quisiera de Ella Baila Sola:
Y quisiera tirar del cable anclado en la pared
Y quisiera soltar esa correa que está marcando tu piel
Y quisiera poder gritar que ya soy libre
Pero duele soltar y el dolor me persigue
Daba la sensación de estar escrita para esa situación. Me había pasado
el fin de semana escuchándola y su letra parecía aliviarme para enfrentar de
nuevo el lunes. Un lunes que precedería a un día festivo, lo cual me
tranquilizaba aún más por no tener que verle.
Pero ese lunes no fue tan liviano como me hubiera gustado. Ya el
calendario me lo había indicado, era siete, una señal. Todo fue normal hasta
que llegó la tarde y me encontré otra semana a su lado delante de una
práctica que compartir. Cruzando frases cortas. Poniendo la vista en una
guía de ejercicios más tiempo del necesario para no tener que mirarle a la
cara.
—Lidia —me habló de repente—, no quiero estar así contigo.
—Muy bien —le contesté, por decir algo, sin despegar mis ojos del
papel que tenía delante.
—Por favor, ¿podrías mirarme?
Pero yo no le hacía caso.
—Lidia —insistió cogiéndome de la barbilla para que subiera la cara
hasta ponerla enfrente de la suya—. ¿No crees que tendríamos que hablar?
—me preguntó mientras yo le miraba a los ojos.
—Habla —le respondí apartando mi mirada de la suya.
—Es muy difícil hablarte si no me miras.
—Que yo sepa, no te escucho por los ojos, así que no debería ser tan
difícil.
—Te echo de menos, muñequita —me susurró.
Resoplé.
—Eso ya no te funciona, asúmelo. Ya no provocas nada en mí. Nada
de nada. Así que te agradecería que te centrases en la práctica, que me
gustaría irme pronto a casa —le pedí antes de abandonar mi sitio con la
excusa de acercarme a la profesora para hacerle una pregunta, pero con el
verdadero propósito de alejarme un poco de él.
Algo más tarde, Silvia me anunciaba que tenía que irse deprisa y que
no podría esperarme. Debido a eso, una vez que terminamos nuestra sesión
de prácticas de ese día, me metí en uno de los baños para hacer tiempo a
que él se fuera sin tener que cruzármelo en el camino de vuelta.
Y es cierto que hubiera podido ser por cualquier motivo. Y en
cualquier otro momento. Pero fue justo al salir del baño de la primera planta
a las siete de la tarde del día siete de diciembre, cuando alguien, que ni
recuerdo, se cruzó conmigo en el pasillo de la facultad cantando: Por un
beso de la flaca daría lo que fuera…
Bajé corriendo las escaleras hasta el vestíbulo cuando aquella losa
emocional cayó sobre mí, volcando uno por uno todos los recuerdos
almacenados en los últimos siete meses. En ese instante, Juanan subía del
sótano y me encontró bajando el último escalón con la cara desencajada.
—Zuñi, ¿estás bien? —trató de averiguar acercándose a mí.
No le respondí. Sólo me abracé a él llorando desconsoladamente
mientras Talavera me correspondía frotándome el brazo con un gesto
cariñoso.
—Ven. —Me condujo por el pasillo hasta uno de los bancos de
madera, con el fin de alejarnos de las escaleras, tratando así de encontrar un
sitio con un poco más de intimidad—. ¿Es por Zurbano?
Yo asentí.
—No sé lo que os ha pasado porque él no suelta prenda, pero, ¿no
podríais tratar de arreglarlo?
Negué.
—Pero ¿tan grave es? ¿Es un tema de cuernos?
—No.
—¿Entonces? No lo entiendo. Es que él está muy jodido también. Que
yo no le había visto tan encoñado con nadie como contigo, y mira que
estuvo pillado por una chica de su pueblo con la que salió hace dos veranos.
—Sería una morena, ¿no?
—Sí, creo que sí, pero tampoco él es de contar mucho sobre esas
cosas, ¿por?
—No, por nada, porque ni siquiera pegamos, ¿no? Ni siquiera soy su
tipo. Ninguno os creísteis que estábamos saliendo.
—Porque nos pilló de sorpresa. Pero ¿por qué lo dices?
—Porque las cosas muchas veces no son como se ven desde fuera, y él
no me quiere.
—Pero si hasta arrinconó a Vázquez, que yo flipé ese día. ¿Por qué
dices eso?
—Porque es así. —Me puse a llorar otra vez.
—Va, Lidia, tranquilízate. Desahógate y habla con él, seguro que es un
malentendido.
Juanan me miraba a la cara, yo me limpiaba con un pañuelo de papel y
trataba de respirar hondo.
—El examen que suspendió… no lo suspendió —le dije, de repente,
porque necesitaba contar a alguien de confianza un secreto de los
confesables, de los que no estaban protegidos por un pacto que aún
compartíamos Rafa y yo.
—¿Cómo?
—Cuando le echaron del examen en junio no fue porque se quedase en
blanco y me preguntara a mí, sino porque la que se quedó en blanco fui yo y
él me quiso pasar su examen, que ya había terminado, para que yo lo
copiara. Al final, le pillaron antes de que pudiera dármelo y, aun así, me lo
entregó a costa de quedarse él con un suspenso.
Juanan comenzó a reírse, aunque intentando contenerse, supongo que
por respeto a mí al verme tan afectada.
—¿Que Zurbano se dejó pillar y suspendió por ayudarte? Pero si el
muy cabrón no te da ni la hora como se te ocurra preguntarle en medio de
un examen. Para no quererte…
—Hay cosas que son difíciles de entender.
—Bueno, yo sólo te digo que hables con él y que tratéis al menos de
estar mejor, que parecéis dos almas en pena. Y, además, es muy incómodo
para nosotros estar con los dos con esa tensión que tenéis.
—Oye, Juanan, no le cuentes que me has visto así, por favor. Ni lo del
examen.
—Tranquila. —Y volvió a frotarme el hombro cariñosamente—.
¿Estás mejor?
—Un poco sí, gracias.
—No hay de qué, mujer. ¿Quieres que te lleve a algún sitio? Que hoy
me he venido en coche.
—No, gracias, me voy en metro y así camino hasta casa para
despejarme —le expliqué—. Pasa buen día mañana, nos vemos el
miércoles.
—Igualmente, Zuñi.
Me fui hacia el metro dejándome llevar por mis pies como si fuera una
zombi. Aquel llanto me había agotado. Cuando salí a la calle en la estación
de Moncloa, cogí el walkman para poner la radio, necesitaba escuchar
música aleatoria que me hiciera olvidar por un momento aquella situación.
Qué gran error. Cuando la encendí, aquel cantante, por increíble que
parezca, me hablaba a mí. Si no, ¿por qué otro motivo podría decirme
aquello?
Y ahora cálmate
Que no note que has llorado
Disimula que estás bien
Como yo lo hago
No me lo podía creer, ¿en serio? Las lágrimas volvieron a caerme por
las mejillas. Pero ¿cómo podía ser tan triste y tan bonito a la vez? ¿Sentiría
Rafa aquello de la misma forma que lo hacía yo?
Vuelve pronto, te esperamos
Mi soledad y yo
Entonces me di cuenta de que estaba emocionada y con la piel erizada
escuchando a Alejandro Sanz.
—Ahora sí que estoy jodida.
61. Siguiendo una nueva pista
Hay veces en las que todo se pone a tu favor y parece que las
estrellas se alinean para facilitarte cualquier medio que necesites en tus
hazañas con el fin de que estas resulten victoriosas. Pero no fue el caso.
Cuando llegué a la estación de Moncloa, me tocó esperar al tren durante
diez minutos, y cuando hice el transbordo a la línea uno en la estación de
Cuatro Caminos, tuve que hacerlo otros siete. Diecisiete minutos de
desesperación preguntándome si llegaría a tiempo para evitar que Rafa
cometiera alguna temeridad. Supongo que no quería asumir que
seguramente ya sería demasiado tarde.
Aparecí en la estación de Iglesia a las once y veinticinco. Me bajé del
vagón intentando ser discreta y cuando ya se hubo ido el metro, me fui
hacia el extremo. Miré a ambos lados y al apeadero de enfrente tratando de
buscar algún vigilante, pero sólo veía a las personas que se habían bajado
de mi tren. Una vez que el convoy abandonó la estación, y aprovechando
que los viajeros que habían salido de él me daban la espalda, me senté un
segundo al borde del andén y salté a la vía para meterme en el túnel.
Comencé a caminar con el corazón retumbándome en los oídos, ni
siquiera sabía si alguien me había visto. No quise darme la vuelta, al fin y al
cabo, no había casi gente en los andenes y el hecho de ir vestida de negro
me ayudaba a mimetizarme con la oscuridad de aquella galería. Tampoco
quise encender la linterna. No todavía. Aún estaba demasiado cerca.
Avancé un poco más con dificultad, ya que el espacio que había entre
la parte exterior del rail y la pared era demasiado estrecho, por lo que opté
por caminar por el centro de la vía. Cada vez se veía menos. Fue entonces
cuando encendí la linterna y me crucé a la vía de al lado para poder ir en
sentido contrario al tren y así poder verlo de frente cuando apareciera. Allí
me di cuenta de que estaba sola en medio de un pasadizo oscuro y que cabía
la posibilidad de que Zurbano se hubiera ido a su casa.
Empecé a escuchar un sonido potente y vi a lo lejos una luz, un convoy
se aproximaba a mí. Me volví de nuevo a la otra vía rezando para que no
viniese también el tren que circulaba en sentido contrario, pegándome todo
lo que pude a la pared. No quería que el maquinista descubriera la luz de mi
linterna, así que la apagué y me agaché mirando de cara al muro para
escuchar segundos más tarde un ruido ensordecedor, el del chirriar por el
paso de aquel transporte rebotando en las paredes del túnel y luego el de la
vibración de los cables. Tenía miedo. Tenía mucho miedo.
Agarraba la linterna con tanta fuerza que me estaba clavando la parte
que sobresalía de su interruptor en la palma de la mano y me temblaba tanto
el pulso, que no era capaz de volver a encenderla.
—¡Rafa! —grité.
Pero no obtuve respuesta. Sujeté el foco con las dos manos y conseguí
hacerlo lucir para iluminar el suelo torpemente mientras avanzaba. Me
crucé a la otra vía de nuevo y aceleré el paso notando que mi respiración
también lo hacía.
Sólo un poco más.
Un poco más.
Y pude observar un foco al fondo, uno pequeño de otra linterna, ¿sería
el bolígrafo iluminador de Zurbano?
—¡Rafa! ¿Eres tú? —dije con voz temblorosa.
Pero nadie me contestaba. Sentía frío. Mucho frío. Pero un frío
extraño, húmedo, un frío que te calaba hasta el interior de los huesos.
Aumenté aún más la velocidad de mis pasos, comprobando así que la luz se
iba aproximando hacia mí hasta que, de repente, se apagó. Y un sonido a
mis espaldas que cada vez se escuchaba más cerca, acompañado de otra luz.
Era el tren que circulaba por la vía de al lado. Contuve la respiración, y me
puse de nuevo mirando a la pared, esta vez agarrándome a un cable que
había pegado a ella con una mano, metiendo la otra, con la que sostenía la
linterna, bajo mi abrigo para que no pudiera verse su luz. Apenas lo había
hecho cuando pasó el convoy con ese ruido atronador y aquella sensación
de que me absorbía por la inercia. Di un grito al sentir mi corazón
golpeándome tan fuerte que parecía que iba a salírseme del pecho por la
boca, me sentí mareada. Pero traté de respirar profundamente una vez que
hubo pasado para conseguir tranquilizarme y continuar avanzando.
—¡Rafa! Por favor… —pero eso lo dije tan bajo que casi no me
escuché ni yo.
Y la luz volvió a encenderse. Se aproximaba.
Estaba cerca, cada vez más cerca.
Ya casi la tenía delante.
—¿Rafa? —pregunté cuando llegué hasta ella.
Pero cuando le iluminé con mi luz, resultó que no era Rafa.
—¡Aaaaaaaahhhhhhhh! —chillé despavorida.
Después de aquel grito y presa del pánico, no pude articular ningún
sonido. Era un hombre de mediana edad con barba descuidada y vestido
como un indigente. Quiso aproximarse a mí, con el susto no me había dado
cuenta de que ya había llegado a la estación fantasma. Caminábamos los
dos por el margen que quedaba entre la vía y el andén abandonado, que
estaba medio derruido.
—Por favor, no me haga daño —conseguí hablar con voz temblorosa
—. Sólo estoy buscando a alguien.
Pero él no me contestaba, únicamente me miraba y trataba de avanzar
hacia mí, mientras yo retrocedía y retrocedía. Lo hice hasta que tropecé con
algo y caí de espaldas notando un golpe en la cabeza. Y después, un dolor
muy intenso que se fue disipando. Y luego, nada.
65. Me encontraste confundida
Eran las cuatro menos cuarto cuando salí del metro en Méndez Álvaro
para entrar en la Estación Sur de autobuses, asiendo una pequeña maleta
que llevaba rodando sin muchas energías. Había conseguido dormir un
poco, pero aquel descanso no me había resultado suficiente para
recuperarme de la resaca producida por la noche anterior y lo que suponía
haber apartado del camino todo lo que había rodeado mi vida durante los
últimos meses.
Me encontraba paseando entre los andenes buscando el de mi autobús
cuando sonaba una canción en una emisora de radio cuya procedencia no
tenía muy clara. Era la de Tell me the way (Don Juan) de Coma, que tenía
de fondo la melodía del Concierto de Aranjuez. En ese momento pensé que
aquel era realmente el gran misterio que me había rondado últimamente,
aquel que nunca logré averiguar, el camino hacia su corazón.
El conductor del bus estaba abriendo el maletero cuando yo llegaba a
su vera, por lo que me acerqué hasta él para dejar mi equipaje. Sólo quería
subir en ese vehículo y echarme a dormir hasta que llegara a mi destino.
Replegué el asa extensible de la maleta y cuando volví a elevar la vista le vi
de frente.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté con desgana.
Se acercó a mí sin decir ni palabra con el gesto desencajado.
—Tengo que decirte algo —me indicó.
—Pero vuelvo en sólo dos semanas, ¿tan urgente es? —le dije con una
sensación de hastío a la cual no atinaba a poner fin. Quería olvidarme de
todo por unos días y no me lo estaba poniendo fácil. Lo único que deseaba
en ese instante era montarme en el autobús y salir de allí—. Y, si no, me
puedes llamar, aún tienes el teléfono de mi casa, ¿no?
—Sí, pero no podía esperar.
—¿Has descubierto algo de la última planta? —le cuestioné aquello
porque era el único motivo que explicaba su presencia en ese lugar, en ese
momento.
Él no contestó, sólo me hizo una seña para que me apartase a un lado,
a la acera. Volví a desplegar el asa de la maleta para llevarla conmigo y salir
de ese lugar, no quería estorbar a la gente que allí se arremolinaba dejando
su equipaje en el maletero.
—¿Qué pasa, Rafa?
—No podía dejar que te fueras sin saberlo. —Me miraba con un gesto
tan serio que comenzaba a esperarme lo peor.
—¿El qué? ¿Podrías soltarlo ya, por favor? Mi autobús sale en diez
minutos.
—Que te quiero, Lidia.
—Rafa, no empecemos, ya no puedo más, de verdad. Ya me has dicho
esto otras veces. Que me quieres, pero que no soy tu tipo, que no sabes
dónde clasificarme en tu mente… Esto me hace sufrir, ¿sabes? Nuestra
relación tan llena de dudas me hace daño. Lo nuestro ha sido una mentira
desde el principio y yo ya lo he asumido. Te lo pido por favor, déjame irme
ya.
—No puedo… —Me agarró de la mano derecha, con la que estaba
sujetando el equipaje, para que lo soltara, cogiéndome también de la
izquierda con su otra mano.
—¿Es porque me sigues necesitando para la libreta? Prefiero que me lo
digas claro antes de que sigas fingiendo.
—No lo entiendes, tía. ¡Que me importa una mierda la libreta! —Los
viajeros que pasaban a nuestro lado se nos quedaron mirando cuando él
elevó la voz al decir aquello. Al darse cuenta, continuó hablando bajando el
tono—. Que sólo me importas tú, que yo nunca te he mentido cuando te
decía que te quería.
—Me has dicho que no era tu tipo hace sólo un rato.
—Y puede que no lo seas, pero… —dejó de hablar y sus ojos se
enrojecieron hasta que empezaron a rodarle lágrimas por las mejillas. Tragó
saliva para poder seguir con su discurso, soltando una de mis manos para
limpiárselas— es que daría mi vida por ti, Zuñi. Que ayer cuando te vi allí
tirada en el suelo y creí que te había pasado algo… Cuando estabas en el
hospital y tardabas tanto y nadie me decía nada… ¡Joder, que era yo el que
tenía que estar ahí y no tú! Y pensé que vaya mierda de león, que vaya
mierda de guardaespaldas si ni siquiera puedo proteger a quien más quiero.
Porque yo te quiero, pero nunca he sabido donde clasificarte porque esto no
es amor, Lidia, es algo más que no tiene nombre.
»Es que no lo puedo explicar. Es que no sería correcto decir que te
quiero, que te necesito, que te deseo, que no puedo estar sin ti, que cuando
pienso que voy a perderte siento que me muero, tía, porque no es sólo eso.
»Que este último mes ha sido un puto suplicio sin que me dejaras
acercarme a ti. Y es una putada sentir esto porque quien no es tu tipo, soy
yo. Quien ha cruzado la línea dejándote a ti al otro lado, soy yo. Y ni tengo
casa propia, ni un plan de vida, ni nada para darte, como tenía tu exnovio.
Ni tampoco estoy cachas, ni soy guapo, ni roquero, como Lenny Kravitz,
sólo soy un quinqui de extrarradio al que miran por encima del hombro
hasta sus propios amigos. Y estoy aquí con las manos vacías y lo único que
tengo para ofrecerte es esto. —Abrió la cremallera de su cazadora y cogió
una de mis manos para ponerla sobre la parte izquierda de su pecho, que me
golpeaba con una intensidad como nunca antes lo había hecho debajo de
aquel jersey negro.
Le miraba sin dar crédito a lo que me estaba diciendo, por mis ojos
también comenzaban a caer lágrimas. Tuve que tragar saliva, de la misma
manera que él.
—Entonces, ¿por qué jugaste conmigo cuando volví del pueblo? No lo
entiendo. Si quieres a alguien no le haces creer a esa persona que pasas de
ella para quererla sólo un día al mes. Tú mismo lo reconociste, lo hiciste
adrede para desarmarme y luego te jactaste de que había caído en tus redes.
Me has hecho mucho daño y si quieres a alguien no le haces sufrir. Y yo ya
no quiero sufrir más, es que ya no puedo. —Comencé a sollozar mientras
quitaba mi mano de su pecho para llevarla a mi cara y así limpiarme las
lágrimas que resbalaban por ella, apartando mis ojos de él para llevarlos al
suelo.
Rafa me cogió de la barbilla para que le mirara.
—No llores, muñequita —me dijo y tuvo que parar de hablar porque él
también lo hacía. Respiró hondo para seguir comunicándose conmigo—. Yo
pensaba que te gustaba después del verano que pasamos, del mes de julio, y
que cuando pasabas de mí era porque querías hacerme rabiar, hacerte
desear. Pero el día que vi como mirabas a Ángel cuando le tenía contra la
verja, me di cuenta de que le seguías queriendo y que a mí nunca me ibas a
mirar así, ni a querer así. —Paró unos segundos porque se emocionaba al
decirlo y prosiguió—. Luego me contaste vuestros planes y lo entendí todo.
Por eso te pedí que me quisieras aquella noche, quería saber qué se sentía y
pensaba que, con un poco de suerte, no sería para tanto. Pero fue peor
porque llegamos un poco más allá y aún te deseé más, pero me percaté de
que estabas jugando conmigo.
»Aquello de no quererte cuando volvimos a Madrid fue porque no
podía soportar pensar que lo que tú sentías por mí era puro teatro y quería
alejarme de eso, pero no pude y decidí quererte al menos un día al mes para
no volverme loco. Pero me decía a mí mismo que lo hacía para volverte
loca a ti, para ver si así respondías, y cuando veía tu reacción ya no sabía
qué era verdad y qué no.
Le miraba fijamente casi sin respirar, con un nudo en la garganta que
no soportaba ya tanta presión y no paraba de soltar lastre en forma de
lágrimas por mis ojos.
—Pero yo nunca he jugado ni fingido contigo. Sólo fingía que fingía
porque tú nunca has tenido las cosas claras, o eso me decías, y no quería
sentir esto que siento por ti porque me sobrepasa. Yo no quiero a Ángel,
sólo sentía lástima por la situación a la que habíamos llegado. No necesito
que nadie me construya una casa, ni me dé un plan de vida, necesito a
alguien que quiera construir esas cosas conmigo. Yo no tengo tipo, Rafa,
sólo te tengo a ti. —Y ya no pude seguir hablando porque me pudo el
llanto.
Él me abrazó, yo me agarré a él y así nos quedamos. Los dos llorando,
el uno en brazos del otro, aferrándonos mutuamente a ese sentimiento que
comenzábamos a recuperar de entre las ruinas de aquella mentira que se nos
había desplomado sobre nuestras cabezas, aquella que comenzamos a
construir un treinta de abril y que había quedado documentada y rubricada
en forma de pacto. Un par de minutos después, Rafa se separó de mí y se
limpió las lágrimas.
—Vas a perder el autobús, pequeña, y te esperan en casa, ¿no?
Asentí para volver a abrazarle. Y allí, acurrucada en su pecho mientras
él me besaba la cabeza, sentí algo que hacía mucho, mucho tiempo que no
sentía. Allí estaba mi hogar, el lugar al que pertenecía, y no quería
marcharme de él nunca más.
—Ya estoy en casa, cariño, no voy a irme a ninguna parte sin ti —le
respondí acariciándole la cara.
—Entonces, ¿eso es que me quieres de verdad, Yerbis? —me
preguntaba mirándome con sus ojos enrojecidos, poniendo su mano sobre la
mía, que tocaba su mejilla.
Negué con la cabeza.
—Es más que eso, pero no han inventado la palabra para decirlo.
—Vamos a tener que inventarla nosotros, ¿no? —me dijo con aquella
sonrisa tan bonita que era la motivación para levantarme todos los días
desde hacía ya unos meses.
—¿Hace falta? —le sonreí mientras aún me rodaban algunas lágrimas
por la cara.
Me las limpió y acercó sus labios a los míos de manera dulce pero
firme, suave pero intensa. Aquel no fue nuestro primer beso de amor
verdadero, pero, al menos, fue el primero que no tratamos de disimular que
lo era. Cuando separamos nuestros labios, me sonrió de nuevo.
—¿Eso significa que… quieres salir conmigo? O sea, que seamos
novios de verdad.
—Pero no puedo, Rafa.
Su rostro ensombreció de repente.
—Pero ¿por qué? Si acabas de…
—Porque antes tenemos que solucionar un tema, ¿no? —le interrumpí.
—Aaahhh…, vale, sí. —Volvió a sonreír—. De hecho, lo estoy
deseando.
Unos minutos más tarde hicimos una parada para llamar a mis padres e
informarles de que no iría a casa hasta nuevo aviso. Les expuse que debía
quedarme unos días con Rafa por un motivo que ni siquiera recuerdo y un
rato después, estábamos montados en el metro sentados uno al lado del otro,
dejándonos llevar hasta mi barrio. Yo, abrazada a su pecho, sujetando mi
maleta entre las piernas, él, besándome la cabeza mientras me protegía con
sus brazos. Comencé a sonreír pensando en lo curiosa que es esta vida. De
repente, te levantas un día para comenzarlo pensando que es el peor de tu
existencia y cuando lo estás terminando, resulta que se ha convertido en el
mejor de tu vida. Al percatarme de aquello, le abracé aún más fuerte y él me
correspondió. Y, rodeados por aquellos besos y abrazos, llegamos hasta mi
casa para dejar el equipaje y volver a salir con el fin de coger otro metro y
luego un autobús. Uno que me llevó a un sitio desconocido para mí, del
cual partimos caminando hasta llegar a un descampado en medio de la nada.
Estaba anocheciendo.
—¿Dónde estamos, Rafa?
—Tranquila, este sitio no es peligroso, si fuera una zona chunga no te
habría traído —lo decía mientras cogía una lata de metal que había
encontrado tirada por aquellas inmediaciones.
Se sacó de su cartera un papel con muchas dobleces mientras yo la
observaba.
—¿Aún llevas mi foto? —indagué.
—Siempre ha estado ahí conmigo.
Saqué un documento de mi monedero y le mostré su interior.
—Yo también llevo la tuya —evidencié.
—Pensaba que no, como en tu casa he visto que habías quitado nuestra
foto del corcho…
—Pero esta nunca pude quitarla.
Nos sonreímos.
—¿Lo hacemos? —me propuso.
Asentí. Y pusimos aquellos dos papeles dentro de la lata para
prenderles fuego con ayuda de un mechero que acabábamos de comprar en
un todo a cien.
—Pues ya está, ¿no? —puse en evidencia mientras veíamos arder
aquellas dos copias del pacto.
Entonces sacó algo del bolsillo de su cazadora, era la libreta. Y sin que
me diera tiempo a decirle nada más, la lanzó dentro de la lata, avivando así
el fuego.
—Ahora sí —afirmó.
Nos abrazamos observando cómo se consumía aquello que nos había
unido, pero que también nos había separado. Ya no había impedimentos, ya
no había nada. Sólo nosotros dos. Cuando todo quedó reducido a cenizas y
el fuego se extinguió, nos marchamos de ese lugar para regresar a mi casa.
Aquel camino lo hicimos en silencio, tratando de asimilar lo que
acababa de suceder: la destrucción de esa barrera sin la cual no sabíamos
vivir. Únicamente se escuchaba algún suspiro, alguna respiración profunda
y el sonido de algún beso entre los dos. Cuando montamos en el metro y
nos encontramos frente a frente ante la ausencia de asientos libres,
simplemente, nos miramos, nos sonreímos y comenzamos a besarnos.
Primero, tiernamente, luego más intensamente, para acabar abrazados
contra una de las puertas del vagón, cuyas vistas daban a la vía de enfrente.
Poco después, llegábamos a mi piso. Un piso que mis compañeras habían
abandonado unas horas antes para marcharse cada una a su respectiva casa,
de la misma forma que pretendía hacer yo.
—Y ahora, ¿qué? —le pregunté cuando estuvimos en mi habitación
mientras me quitaba el abrigo.
—No sé. ¿Qué quieres hacer? —me contestó, quitándose su cazadora
para dejarla sobre la cómoda.
—La verdad es que estoy deseando ducharme, ha sido un día intenso y
me duele un poco la cabeza. —Me toqué el lugar donde me había dado el
golpe el día anterior.
—Hay que ver, ahora que nos hemos quitado el pacto del medio, me
vienes con que te duele la cabeza.
Le miré con gesto de fastidio.
—Es broma, muñequita, ya me conoces. ¿Estás bien?
—Sí, ahora me tomaré otro calmante y la ducha me aliviará un poco.
Me besó en aquel lugar, que aún estaba un poco inflamado.
—Yo también me ducharía, la verdad, pero no tengo ropa para
cambiarme —puso de manifiesto.
—Eso ya no importa, ¿no?
—¿Eso es que quieres que me duche contigo?
—Sólo llevamos tres horas saliendo, no vayas tan rápido, morenito.
Pero te puedes duchar antes o después de mí, si quieres.
—Las damas primero. Además, no tengo nada para cambiarme, ya te
lo he dicho, y hace frío.
—Por eso no te preocupes, no voy a dejar que pases frío. —Le guiñé
un ojo mientras le daba una toalla.
Rafa me cogió por la cintura y comenzó a besarme muy intensamente.
—Ya no hay pacto, así que no me provoques o no me quedará más
remedio que ir a frotarte la espalda y lo que no es la espalda, pequeña. Ya
verás cómo te quitó el dolor de cabeza en un momento.
—Ahora vuelvo —le anuncié con una sonrisa mientras cogía ropa
cómoda para cambiarme: un camisón de invierno de felpa y manga larga
que me cubría hasta los muslos.
Cuando minutos después regresé a la habitación, ya duchada y
cambiada, él estaba mirando por la ventana, escuchando la radio, que había
conectado.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí, muy bien, preciosa —me respondió con una sonrisa, después me
besó—. Ahora vuelvo.
Yo asentí. Y aquellos cinco minutos se me hicieron los más largos de
la historia. Después de que pasaran, apareció con la toalla envolviéndole
desde la cintura hasta las rodillas, portando su ropa doblada, que dejó sobre
la cómoda junto a su abrigo, y a pecho descubierto. Se acercó hasta mí y me
abrazó.
—Necesito calor —me pidió y yo le rodeé con mis brazos—. Este
pijama es muy suave, ¿puedo quitártelo?
—¿No querías que te diera calor?
Asintió y comenzó a besarme muy apasionadamente.
—Me muero de ganas por hacerte el amor, Yerbis.
—Ya lo noto, ya —le dije porque empezaba a sentir un bulto creciendo
en su entrepierna.
—¿Tú no? —me susurró y volvió a besarme, esta vez por el cuello.
—Mmmm… Un poco.
—¿Sólo un poco? Eso es que no he insistido lo suficiente. —Y
continuó paseando su lengua por mi piel, ahuecando el cuello del pijama
para poder acceder hasta mi hombro—. Esto me estorba —evidenciaba
cuando la tela no le dejaba seguir recorriendo mi cuerpo con sus labios.
—Pero es que la persiana está subida.
Se separó de mí para ir a bajarla, dejando un poco abiertas las rendijas
de la parte de abajo.
—Ya está, además, con las cortinas tampoco se ve desde fuera. —
Volvió a ponerse frente a mí para seguir besándome mientras agarraba la
parte de abajo de aquel camisón con el propósito de deslizarla hacia arriba.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—Hay mucha luz, ¿no? —me quejé.
—Pues pon la de la lamparita de noche —aconsejó, pero como vio que
yo no me movía, lo hizo él. Apagó la luz del techo después de encender la
que había junto a la cama—. Ya está.
Continuó besándome, pero no me vio muy implicada.
—¿Qué te pasa? ¿No quieres? —me preguntó.
—No es eso. Es que… me da vergüenza —confesé mientras ponía mis
manos sobre su pecho, sobre su vello moreno.
—Que te da vergüenza, ¿el qué?
—Que me veas desnuda.
—¿Cómo? Pero ¿por qué?
—Porque sí… Porque no soy tu tipo, ya sabes. —Y puse las manos
delante de mí como si sujetara dos naranjas grandes.
Rafa me miraba sin dar crédito.
—¿Lo dices en serio? —Se separó de mí para cruzarse de brazos—.
Entonces yo tampoco quiero que me veas a mí. Tampoco soy tu tipo, ¿no?
—No es lo mismo.
—Ah, ¿no? Pues yo creo que sí. No estoy tan cachas y, además, igual
tu exnovio era el señor superdotado y yo estoy aquí haciendo el ridículo.
—Pero ¿eres tonto?
—¿Y tú?
Silencio. Y uno enfrente del otro. Respiró profundamente y volvió a
acercarse a mí para abrazarme. Me besó en los labios, en el cuello, y acercó
sus labios a mi oreja.
—Yo te quiero porque eres tal y como eres. Por favor, relájate y
disfruta, mi amor —me susurró.
Volvió a posar sus manos en mis muslos para deslizar hacia arriba el
pijama hasta sacármelo por la cabeza y dejar mi torso al descubierto. Yo me
apartaba el pelo de la frente con los dedos, poniendo mis brazos por delante
del pecho mirando al suelo. Rafa me cogió de la barbilla para que le mirara
a los ojos y tras acariciarme la cara, me agarró de las manos para que
estirara los brazos y así dejarle ver mi cuerpo.
—Ooohhh, pero si eres preciosa. Y, además —me besó en un pecho y
luego en el otro, justo antes de poner sus palmas sobre ellos—, son
perfectas para mis manos. Ya sabes lo que dice el refrán: teta que mano no
cubre…
—Ya, pero tú eres más de ubres, ¿no?
—¡Dios! ¡Cállate ya, muñequita! —Me besó impetuosamente—. Mira
como me tienes. —Cogió mi mano y la puso en su entrepierna sobre su
miembro inflamado.
Nos abrazamos piel contra piel. Entonces era yo la que le besaba por el
pecho mientras bajaba mis manos para ponerlas sobre la toalla. La
desenrosqué y la dejé caer al suelo para sentir su parte más masculina
totalmente erguida sobre mi vientre. Y él me despojó de la poca ropa
interior que me quedaba para poner sus manos sobre mi trasero y apretarme
contra él.
—Ooohhh… estás muy caliente —evidencié.
Rafa no paraba de besarme.
—Pensaba que nunca llegaría este momento —me susurró—. Además,
me dijiste que no echarías un polvo conmigo ni aunque fuera el último
hombre de la Tierra.
—Esto no es un polvo, Rafa. —Sonreí.
Y le invité a tumbarse sobre la cama para hacerle todas esas cosas que
un día le susurraba que me imaginaba haciéndole, mientras me deleitaba
viendo cómo se estremecía al recibirlas.
—Ufffff… Lidia… Para, por favor —me pidió mientras se agarraba a
la colcha.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta?
—¿Que no me gusta? Si estoy en el cielo, mi amor… Pero no quiero
llegar solo.
En ese instante fue él el que me invitó a tumbarme para hacerme todas
aquellas cosas que un día me dijo al oído que me haría, con todo detalle,
hasta dejarme sin respiración.
—Ohhh, Rafa… Ohhh… Para… Para, cariño. Yo tampoco quiero
llegar sola.
Él asintió y se incorporó.
—Espera un momento. —Me besó por varias partes del cuerpo antes
de acercarse hasta su cartera, de donde sacó un preservativo, para volver
hasta mí con él, sentándose a mi lado.
Me incorporé alargando la mano para que me lo entregara. Abrí su
envoltorio y traté de ponérselo, pero no era capaz porque me temblaba el
pulso. Él me besó en la frente.
—Déjame a mí, pequeña —me pidió mientras me invitaba a que le
diera aquel artilugio de látex.
Pero tampoco podía porque los nervios le traicionaban de la misma
manera que a mí. Sonrió con resignación. Yo le besé en los labios.
—Los dos juntos, ¿vale? —le propuse y él asintió.
Y así fue como lo conseguimos. Entonces volvimos a mirarnos y no
apartamos la vista el uno del otro mientras nos uníamos de aquella manera.
Nunca olvidaré la primera vez que sentí que entraba dentro de mí. Me
acordaba del día en que probábamos aquellas gominolas tan especiales al
mismo tiempo. Ver reflejada en la cara del otro esa sensación de placer que
experimenta por primera vez, no tiene precio. Esos ojos castaños con esa
mirada dulce cerrando sus párpados un instante para percibirlo aún con más
intensidad, volviendo a abrirse después para perderse dentro de mis ojos. En
ese momento me enamoré aún más de él, si es que eso era posible.
—Ohhhh, Lidia. —Me acariciaba las mejillas, los labios, con los que
yo besaba sus dedos, el pelo para apartármelo de los ojos—. Mi niña… Mi
amor…
Y me apretó contra él para hacer ese momento aún más intenso.
—Rafa… Ohhhh, Dios… Me encanta, cariño… —le susurraba para
besarle el cuello a continuación.
Entre jadeos y gemidos lo dimos todo para entregarnos por completo al
otro, como si lo que habíamos estado conteniendo durante meses saliera, de
repente, concentrado en forma de placer desmedido. Un placer que culminó
como si fueran fuegos artificiales.
—Ohhh… Te quiero…, Lidia…, mi amor… —me dijo mientras
trataba de recuperar el aliento abrazándome muy fuerte, como si no quisiese
separarse de mí jamás.
Sonreí.
—Yo te… No existe esa palabra.
—Yo también te… Buf, había imaginado muchas veces este momento,
pero no así. La realidad supera la ficción, tía. Ha sido increíble. O eso, o es
que yo tenía muchas ganas. ¿Te ha gustado?
—Mucho, cariño —le acariciaba la cara y él disfrutaba de mis caricias
a la vez que yo de las cosquillas que me producía su barba de dos días—.
Me vuelve loca tu barba.
Rafa sonrió y nos separamos para tumbarnos uno al lado del otro,
entonces era él quien me acariciaba.
—Mi muñequita rubia de ojos verdes… No me puedo creer que tenga
tanta suerte de estar contigo.
—Mi morenito de ojos castaños… —Y le empecé a acariciar yo—.
Jamás hubiera imaginado que querría a alguien tanto como te quiero a ti.
—Y pensar que, de no haber sido por esa libreta, no nos hubiéramos
fijado el uno en el otro.
Nos contemplamos, nos sonreímos, y con un gesto invitamos al otro a
incorporarse y acomodarse para meternos dentro de las sábanas. Y allí, él
me acogió entre sus brazos como cuando dormíamos juntos unos meses
antes, mientras me olía el pelo y yo le escuchaba el corazón.
—Hoy está contento —afirmé— porque, por fin, le has escuchado.
—No, hoy está contento porque, por fin, le has escuchado tú.
Le besé en el pecho y sonreí mucho, muchísimo.
—Puede que no tenga nada, pero soy el hombre más feliz del mundo
ahora mismo sólo por estar a tu lado, no me cambiaría por nadie —
continuó.
—Ni yo tampoco, sólo contigo lo tengo todo.
Me apretó aún más entre sus brazos hasta que nos dejamos atrapar por
el sueño, escuchando la música de la radio. Agotados por los últimos
acontecimientos. Sumidos en aquella felicidad con la que tanto habíamos
fantaseado los últimos meses.
68. Al descubrir la verdad
Puto dinero.
Por obtener aquellos billetes había aceptado participar en ese turbio
plan: engañar a una pobre infeliz que sabía de aquellos menesteres más que
yo. Una experta en plantas comparada conmigo que, al fin y al cabo, sólo
conservaba los resquicios que quedaban en mi cabeza tras haber
memorizado unos cuantos datos sobre botánica para escupirlos en un
examen. Sabía que alguien como ella se vería tentada a formar parte de
cualquier cosa que tratara sobre aquel tema que tanto le apasionaba, y más,
si yo era capaz de darle un tinte de misterio, un misterio que también
parecía envolverla a ella. La misma doctora Camino me había incitado a
hacerlo, quería que los dos trabajáramos en aquello desde que se dio cuenta
de la valía de ambos cuando realizamos las prácticas de Farmacognosia.
Esa profesora me llamó para que fuera a su despacho y me explicó en qué
consistía aquella tarea, así como la compensación que recibiría por ella.
Bastante cuantiosa para alguien como yo. Bastante atractiva. Y me
autoconvencí de que Lidia también recibiría la suya, simplemente,
investigando sobre algo relacionado con un asunto que le entusiasmaba,
para no sentirme tan mal por hacerlo.
—Los quiero a los dos. Pero la señorita Zúñiga no debe enterarse de
que yo estoy detrás de esto, es demasiado entusiasta con todo lo que rodea
al reino vegetal y podría poner en peligro la discreción requerida si viene
cada dos por tres a preguntarme. Hágala creer que se ha encontrado la
libreta y las cartas, o lo que le dé la gana. Ah, y déjele claro que no se puede
enterar nadie ajeno a ustedes dos. ¿Cree que podrá conseguirlo?
—Déjelo en mis manos —aseguré.
—Me preocupa un poco que no acepte trabajar con usted, he visto que
son muy diferentes y que su relación no es muy estrecha. —Lo decía
porque se dio cuenta de que chocábamos mucho y de que ella hacía más
caso a su amiga Silvia, quien nos acompañaba durante esas prácticas, para
ignorar mis bromas o comentarios, que parecían resultarle fastidiosos—.
Aunque, de hecho, casi prefiero eso a que se lleven demasiado bien, ya me
entiende.
—Por eso no hay problema, Lidia no es mi tipo, se lo aseguro. Pero
puede que necesite un poco de su colaboración, doctora Camino, para
allanar el terreno y que se dé la situación de que encontremos este
documento juntos.
—Dígame en lo que está pensando y haré lo que pueda.
Estaba todo perfectamente planeado. La distribución de los alumnos en
el laboratorio para que estuviéramos dispuestos en el lugar más apropiado,
el más discreto al fondo de la sala. El número de estudiantes que habría en
ese grupo de prácticas para que, al formar los grupos, Lidia y yo
estuviésemos solos, a lo que ayudaba que fuéramos los últimos de la lista.
El sitio donde esconderíamos el documento… ¿Qué podría salir mal?
Ella era la candidata perfecta para creerse todo ese teatro. Demasiado
inocente, demasiado ingenua, demasiado muñequita. Y, aunque a veces me
sacaba de quicio su testarudez cuando creía tener razón con algún tema,
sabía que no me resultaría difícil llevarla a mi terreno, simplemente,
haciéndole creer que la entendía detrás de ese escudo que la acompañaba
desde que, por razones desconocidas para mí, había cambiado su aspecto
angelical por otro más oscuro. Un alma atormentada por alguna razón
incierta que le había hecho daño. Nunca me había acercado a Lidia más de
lo necesario como compañero de clase, pero estaba convencido de que sería
fácil que cayera en mis redes, sólo tenía que empatizar con ella para
ganarme su confianza y eso era algo que se me daba muy bien.
No tuve en cuenta un factor que dificultaría todos mis planes. Un arma
oculta, poderosa, inesperada, que me atacaría para dejarme totalmente
noqueado y desprotegido ante ella: una caricia tras una siesta improvisada
en un parque. Algo que me produjo un cosquilleo extraño proveniente de
alguien que no me llamaba la atención. De un susurro, de una mirada tierna,
del tacto de sus dedos suaves tocando dulcemente mi cara. La mañana
siguiente a aquella siesta, desperté recordando ese momento y deseando que
todos los días de mi vida alguien me despertara de esa manera, con esas
caricias que habían escaseado a lo largo de mi existencia.
Entonces, no sé cómo pasó, pero poco a poco fui yo quien fue cayendo
en sus redes hasta acabar enganchado a aquel misterio, pero no al que
tratábamos de investigar, sino al que envolvía a Lidia. Y llegó un momento
en que la libreta pasó a un segundo plano, sólo era la excusa para pasar más
tiempo juntos, para intentar saber más del enigma que giraba en torno a ella.
Un enigma que empezaba a rodearme de un sentimiento al que ni siquiera
era capaz de poner nombre. De una atracción que al principio era algo
inocente, como un juego, y que finalmente se convirtió en la razón de mi
día a día.
Dicen que todo en esta vida se paga. Que todo vuelve a ti como un
bumerán. Y yo lo estaba pagando con creces. Cada día que me sentía
culpable por haberla engañado para participar en aquello. Cada noche que
no podía dormir pensando en si lo que sentía hacia mí era real o pura
interpretación. Cada vez que ella me ignoraba o me decía que nunca
podríamos ser pareja, para besarme fervientemente pocos minutos después,
y yo tenía que tratar de averiguar cuál de las dos acciones era la verdadera
sin poder llegar a ninguna conclusión. La primera vez que me hizo llorar
cuando me devolvió mi cromo, aquel que me arrebataron injustamente
cuando era crío. No lloré por la felicidad que me causó recuperarlo. Ni
tampoco por haber tratado de aprovecharme de un alma pura capaz de
reconfortarme de esa forma. Lloré porque ese día supe que aquella situación
estaba completamente fuera de mi control sin que pudiera hacer nada por
evitarlo.
Ni siquiera recuerdo el momento en el que me había enamorado de
ella, si es que podía definirse así. Únicamente, que un día me encontré solo
en un pasillo de la facultad después de haber sido expulsado de un examen
para que Lidia pudiera aprobar el suyo, preguntándome a mí mismo qué era
lo que estaba haciendo. Qué era lo que estaba pasando para que lo único en
lo que podía pensar en ese momento era en volver a entrar en el aula magna
para rogarles a los profesores que me dejaran entregarle a ella esos dos
puntos que me había guardado para mí.
Pero yo no quería creerme que la quería porque, por mucho que lo
intentaba, no terminaba de saber todo sobre ella, sin darme cuenta de que lo
que más me atraía era precisamente ese halo enigmático que la rodeaba. Lo
comprendí el día que supe que nunca la conocería a fondo y, sin embargo,
moriría por ella. El día que supe que mataría por ella. Ese día que, sentado
en un banco del andén de la estación de Iglesia, me preguntaba si ya lo
había hecho.
Minutos antes, había estado en la parada abandonada de Chamberí
revisando aquel cartel en el que parecía estar el último dígito. Acababa de
pasar un tren y había apagado mi pequeña linterna para que el conductor no
me descubriera, estaba de espaldas a la vía para intentar pasar
desapercibido. Escuché a alguien pronunciar mi nombre y un grito, y
cuando me giré, vi dos linternas apuntándose mutuamente junto al andén en
ruinas de enfrente. En ese instante, fui espectador de algo que no pudo
dejarme indiferente. La vi a ella frente a un hombre, rogándole que no le
hiciera nada. La vi retroceder amedrentada por él y caer de espaldas justo
entre la vía y el andén. La vi perder el conocimiento por culpa de aquel
insensible que, después, trató de robarle la mochila sin importarle mover su
pequeño cuerpo de manera brusca, sin preocuparle si ella seguía recibiendo
golpes por agitarla de aquella manera, o si volvería a despertar. Y entonces
me hirvió la sangre. Ignoro cómo pasó, pero segundos más tarde estaba
atizando a ese hombre con una barra metálica que no sé ni de dónde saqué.
Él quedó inconsciente, pero aquello no me importó, lo único que me
preocupaba era si ella seguía respirando. Le quité la linterna y la apagué
para coger la que había en el suelo junto al brazo de Lidia. La apunté con su
luz y traté de averiguar si tenía latido. Recuerdo que se escuchaba el sonido
de otro tren acercándose mientras lo comprobaba. Apagué la linterna y me
abracé a ella poniendo mi mano y la oreja sobre su pecho. Hasta que el
convoy no se alejó y disminuyó el estruendo del eco de su sonido rebotando
en las paredes del túnel, no pude sentir su corazón latiendo debajo de mi
palma. Respiré aliviado, nunca había estado tan asustado en mi vida. Tenía
que sacarla de allí.
No sé cómo lo hice. Ni siquiera me pesaba en los brazos. Quizás la
adrenalina fue la causante de que no percibiera el gran esfuerzo que estaba
realizando al transportarla. Recuerdo aquello como una nebulosa rodeada
de silencio en la que surgió una melodía en mi cabeza acompañando a la
voz de David Gahan, que me cantaba: All I ever wanted, all I ever needed is
here in my arms…
Cuando estaba a punto de llegar a la estación de Iglesia, un tren que
surgió a mis espaldas entraba a esa parada por la vía que estaba al lado de
aquella por la que yo caminaba. Puse a Lidia sobre el suelo pegada a la
pared y me agaché con ella, apagando la linterna para que no nos
descubrieran.
Ignoro cómo lo pensé y no recuerdo cómo sucedió, pero poco después
la había dejado a ella acostada detrás de aquel tren junto a la vía y yo estaba
en el andén de enfrente viendo cómo ese convoy se iba, dispuesto a gritar
que alguien se había caído. Sospecho que se me ocurrió aquello para que no
descubrieran que veníamos de la estación fantasma, ni nos relacionaran con
el hombre que había dejado sin sentido tirado en ella. Cogí aire, pero no
salió ningún sonido por mi garganta. No pude, me quedé bloqueado. Por
suerte, alguien que surgió a mi vera lo hizo.
Luego me senté en un banco y me quedé en shock, inmóvil, mirando
cómo llamaban a emergencias. Mirando cómo la sacaban de la vía y la
tendían en el suelo del andén del otro lado. Mirando cómo alguien le ponía
una bufanda bajo la cabeza para acomodarla y como tres o cuatro personas
estaban a su alrededor tratando de cuidarla. Mirando cómo despertaba
cuando la atendían los del servicio de urgencias. Pero yo no era capaz de
mover ni un músculo. Sólo podía pensar en que quizás acababa de matar a
un hombre por ella y en que volvería a hacerlo las veces que hicieran falta.
Sólo podía preguntarme qué era lo que me estaba pasando para sentir
aquello. Nunca fui creyente, pero en aquel momento rezaba para que ella
estuviera bien.
Las manos me temblaban y nuestra historia me pasó ante los ojos
como si fuera una película.
Yo me había metido en eso.
Yo la había metido en eso.
Sentía cómo comenzaba a marearme, cómo el corazón quería
salírseme del pecho. Cerré los ojos para respirar de manera profunda y,
mientras lo hacía, me vi en aquella azotea con ella llevando su vestido de
flores, bailando conmigo la canción de Jarabe de Palo: El lado oscuro. La
escuchaba en mi cabeza:
Y es que el cariño que te tengo
No se paga con dinero
Cómo decirte que sin ti muero…
Abrí los ojos, me levanté y me dirigí hacia el andén de enfrente para
buscarla, para estar con ella. No sabía cómo. No sabía cuándo. Pero tenía
que decírselo.
Y allí me encontraba, en mi habitación. Después de haber estado un
día y medio pendiente de las noticias para ver si decían algo de una persona
fallecida en la estación abandonada de Chamberí, sin escuchar nada. Con un
sobre lleno de billetes que necesitaba, pero que despreciaba, pensando en
hacérselos llegar a ella para sentirme un poco menos sucio, pero sin saber
de qué manera. Aquel colgante de oro no me pareció suficiente como
compensación por haberla engañado para que me acompañase en mis
investigaciones financiadas por la doctora Camino. Pero tampoco podía
decirle la verdad porque no era capaz de soportar que no quisiese estar a mi
lado otra vez. En eso tenía razón aquella profesora, la necesitaba. Ella
iluminaba mi vida. Era la estrella que alumbraba mi noche. El sol que hacía
que amaneciera todos los días en mi mundo. Junto a Lidia mi lado oscuro se
inundaba de luz, desaparecía.
Quién hubiera dicho que sería ella. Aquella que se esforzaba por pasar
tan desapercibida en mi vida. Puede que la buscara detrás de unos rasgos
menos claros, quizás porque no esperaba a alguien con tanta luz. Porque la
mayoría de las veces, lo evidente lo tenemos delante de los ojos y no lo
vemos, como aquel mensaje que se desvelaba en la libreta en un espectro de
luz diferente al visible. Aquello me parecía una casualidad burlona del
destino.
«Sólo contigo lo tengo todo», me había dicho. Sonreí. Tan sólo en un
rato volvería a verla. Mi compañera, mi amiga, mi amante, mi niña, mi
amor, mi muñequita. Mi todo. Siempre lo fue. Desde el primer día que entró
en aquella clase y me miraba con esa sonrisa avergonzada, ¿cómo no me
había dado cuenta? Supongo que antes no había tenido mi propia lámpara
de luz ultravioleta. En ese momento decidí gastarme parte del dinero que
contenía aquel sobre en una, y guardar el resto para utilizarlo con Lidia.
Quizás podríamos gastarlo en condones. Volví a sonreír. El cansancio que
sufría no me impedía desear con todas mis fuerzas volver a amarla una y
otra vez. Necesitaba sentir otra vez su cuerpo retorciéndose de placer atado
al mío. Necesitaba retorcerme de placer otra vez atado a ella.
Guardé el dinero y la libreta en algún lugar escondido al fondo del
armario, saqué un pijama, que sabía que no iba a utilizar, y varias prendas
de ropa que estaba seguro de que emplearía poco más que durante el
momento del viaje. No quería perder más tiempo, deseaba volver a estar a
su lado cuanto antes.
71. Del peligro te protejo