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1- LAS CIUDADES Y EL DESEO / ITALO CALVINO

Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida,
ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas
como un
ovillo.
Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un
sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida,
la
vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la
seguían. A
fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella
ciudad; no
la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como
en el
sueño. En la disposición de las calles cada uno rehizo el recorrido de su
persecución;
en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de
otra
manera que en el sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera
escapársele más.
Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una
noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la
vigilia, vió
nunca más a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al
trabajo
todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo
demás
estaba olvidada hacía tiempo.
Nuevos hombres llegaron de otros países, que habían tenido un sueño como el
de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y
cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino
de la
mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le
quedara
modo de escapar.
Los que habían llegado primero no entendían que era lo que atraía a esa gente
a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.

2- LA OVEJA NEGRA / AUGUSTO MONTERROSO


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que
quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente
pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y
corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

3- CORTISIMO METRAJE / JULIO CORTAZAR


Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se
aburre lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto
usual del auto-stop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la
carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro,
lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos
contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se
pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la
minifalda mientras el terror crece poco a poco. Bajo los árboles una profunda
gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente
por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto
sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para
arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera,
verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros
más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que
descuidarse'.

4- EL ECLIPSE / AGUSTO MONTERROSO


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría
salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y
definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la
muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento
fijo en
la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde
Carlos
Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que
confiaba
en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé
le
pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su
destino, de
sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas
nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su
cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para
ese
día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de
aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en
sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin
cierto
desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre
vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un
sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz,
sin
prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y
lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado
en
sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
5- EL OTRO YO / MARIO BENEDETTI
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban
rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la
nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en
una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices,
mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le
preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus
amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no
podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió
lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba
Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con
desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero
después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada,
pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando,
pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese
pensamiento lo reconfortó.

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