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Título del cuento: “La lupa”

Escritora: María del Carmen Garcés, ecuatoriana


Libro en que se encuentra el cuento: “Mírame a los ojos”
Fecha de publicación: 1995

“LA LUPA”
María del Carmen Garcés

1. ―Desde que entendí que era verdad aquello de: «no quiero saber nada de vos», la única manera
de evitar buscarle una vez más ha sido escribirle cada mañana.

2. A partir de aquel día han pasado cuatro meses. A partir de aquel día le he escrito ciento siete cartas.
¡Ciento siete cartas!

3. Me pregunto cuándo me cansaré de todo esto y volveré a ser la mujer de antes, la que dominaba
sentimientos y emociones. A veces invento trampas y me digo que si no le recordara tanto, que si
no esperara una llamada suya, quizá vendría o llamaría en cualquier momento; y trato de no
recordarlo, de no esperarlo. Son ilusiones que uno se hace creyendo que cuando menos se piensa
sucede lo que tanto se espera. Pero es inútil, ya se sabe que las trampas no funcionan.

4. Fue el día de su cumpleaños, uno de los más difíciles. Desde el instante en que desperté, no sentí
otra cosa que deseos de verle. Aunque fuera de lejos, sólo verle.

5. Para evitar cualquier locura decidí quedarme en la cama, sin cambiarme, tratando de leer. Tenía la
firme intención de pasar así todo el día, pero cerca de las doce ya no podía más y un impulso
incontrolable hizo que me levantara, me vistiera y saliera a la calle.

6. Caminé por todos los sitios de un posible encuentro casual, fui a un café cerca de su trabajo con la
esperanza de verlo cruzar la calle, esperé en una esquina el paso eventual de su auto. A eso de las
cinco decidí ir hasta la biblioteca del Instituto a devolver un libro -era el pretexto que tenía
reservado para los momentos extremos-; sabía que tenía clase a esa hora y que acostumbraba a
pasar por la biblioteca. Llegué a entregar el libro con el corazón en la mano. No era mi día.

7. No sé bien cómo sucedió, pero cuando estaba a punto de marcar su número (olvidando promesas,
juramentos y humillaciones), se me ocurrió una idea salvadora: comprarle un regalo.

8. Estaba segura de que, al igual que las cartas, no se lo entregaría; pero por lo menos así tendría algo
suyo -aunque fuera comprado por mí, claro-. Y esa posibilidad me tranquilizó profundamente.
Colgué el teléfono sin marcar, pagué la llamada para evitar reclamos y salí.

9. Eran pasadas las seis de la tarde, así que tenía que darme prisa para encontrar lo que necesitaba
comprarle antes de que cerraran los negocios.

10. Y empecé a buscar una lupa, pequeña, muy potente, capaz de acercarnos al universo escondido a
la simple mirada; a aquel de nuestra adolescencia, cuando buscábamos insectos diminutos entre
las formas luminosas de una orquídea y peleábamos por descubrir sus ojos o sus antenas mínimas
(¿se acordará él de todo eso?).

11. Cuando encontré la lupa que quería, temblaba. Al salir del almacén besé la cajita y desde ese día
la llevo conmigo.

12. Lo recuerdo a través del insecto paseandero que se cruza en mi camino y en el que descubro ojos,
manchas y colores. Voy contenta por calles y plazas desmenuzando una flor, recorriendo los
senderos desconocidos de mi piel o charlando con ella. A veces la gente me mira con la inquietud
que se suele mirar a una loca: yo y su lupa. Sonrío. Soy feliz. Y ya no necesito buscarle.
Título del cuento: “El otro yo”
Escritor: Mario Benedetti, uruguayo
Libro en que se encuentra el cuento: “Cuentos completos”
Fecha de publicación: 1986

“EL OTRO YO”


Mario Benedetti

1. Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas,


hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando.
Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

2. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente,
se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía
sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello,
Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

3. Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de
los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando
despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué
hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la
mañana siguiente se había suicidado.

4. Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó
que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

5. Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa
vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e
inmediatamente estalló en risotadas.

6. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el
muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte
y saludable».

7. El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del
esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía,
porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
Título del cuento: “El eclipse”
Escritor: Augusto Monterroso, guatemalteco
Libro en que se encuentra el cuento: “El concierto y El eclipse”
Fecha de publicación: 1952

EL ECLIPSE

Augusto Monterroso

1. Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo.
La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su
ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí,
sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera
una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su
labor redentora.

2. Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que


se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el
lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

3. Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

4. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura
universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se
esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel
conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

5. -Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

6. Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus


ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

7. Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre


vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin
prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y
lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus
códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Título del cuento: “El cerdito”
Escritor: Juan Carlos Onetti, uruguayo
Libro donde fue publicado: “Revista Bellas Artes México”
Fecha original de publicación: 1982

El cerdito
Juan Carlos Onetti

1. La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a
la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco.
Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los
niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá
de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en
los temporales de invierno.

2. Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus
aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y
físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del
nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella
los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún
gesto, algún ademán de nieto.

3. Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que
envolvían dulce de membrillo.

4. Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los
nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes
continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para
acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los
escalones.

5. Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños
repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no
los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de
observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho
más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.

6. Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego
el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no
oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.

7. Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron
billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

8. -Dale otro golpe. Por si las dudas.

9. Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al
barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en
la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la
alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con
una ranura en el lomo.
Título del cuento: “Esa boca”
Escritor: Mario Benedetti, uruguayo
Libro en que se encuentra el cuento: “Montevideanos”
Fecha de publicación: 1955

“Esa boca”
Mario Benedetti, 1955

1. Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero
cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una
muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo,
insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban
minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los
forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes
aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran
exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy
impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas.
Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los
payasos. Cada día se le iba siendo más dificil soportar su curiosidad.

2. Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de
que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el
padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los
trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía
interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” “Bueno”, contestó el
padre, “así, sí”.

3. La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja
que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después
salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez
aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de
pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora sí— los payasos.

4. Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo
una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las
piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se
reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso
emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea
absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces
el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que
limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del
hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita
asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres
habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y
todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.

5. Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenidó la madre lo tomó de un brazo
y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del
colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la
noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó
despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba
llorando. Él no dijo nada. “¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?”

6. Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido,


explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.
Título del cuento: “La pieza ausente”
Escritor: Pablo de Santis, argentino
Libro en que se encuentra el cuento: “Trasnoche”
Fecha de publicación: 2014

“LA PIEZA AUSENTE”


Pablo de Santis

1. Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta ciudad
-dicen- más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión.

2. Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a
declarar. Fabbri era Director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la
llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del museo.

3. Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía su nombre en voz
baja -Lainez- como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte: «Veneno»
dijo entre dientes.

4. Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la
ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba
de maravillarme. Era tan complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad
cambiaba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.

5. Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza.
«Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta
pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal.

6. Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en
letras diminutas, Pasaje La Piedad.

7. -Sabemos que Fabbri tenía enemigos -dijo Lainez-. Coleccionistas resentidos, como Santandrea,
varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que
se peleó una vez.

8. -Troyes -dije-. Lo recuerdo bien.

9. -También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a
alguno de ellos con esa pieza? -Dije que no.

10. - ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena
coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé
en usted.

11. Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera
vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en
el que ahora me obligaban a reflejarme. Sólo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella
locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución.

12. -Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con
huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó:
mire mejor la forma del hueco.

13. Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.

14. Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño
rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de
armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.

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